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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6
NRO 68 — octubre 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE BESOS
ELISA BELLMANN 7
MORIRSE DE A POQUITO ADÁN ECHEVERRÍa 10 VÍSPERA DE PRIMAVERA MÓNICA ALTOMARi 17 UNA BOCANADA DE AIRE ANTES GIORDANO HURTADO MORÓn 23 SOMOS UNA MARINA GÓMEZ ALAIs 30 EL PAN DE CADA DÍA CARLOS M.FEDERICi 33 EL NIÑO
ESTRELLA GRACIA GONZÁLEz 38
DE SOLEDADES QUE UN DÍA SE DESCUBREN INTERMINABLES EN TIEMPOS DE PANDEMIA JOSÉ LUIS VELARDe 44 DÍA DE CUMPLEAÑOS ANDRÉS FABIÁN VALDÉs 48 LA OTRA NIÑA
DANA BELéN BAIONi 50
PENÉLOPE EDGAR A. RIVERa 54 EL LOCO
HÉCTOR MORENO GONZÁLEz 62
MI VESTIDO SONIA ARRAZOLo 66 VENENO
VERÓNICA GONZÁLEZ CANTÚ 70
EL DIOS ESTATUA DANIEL BARRERA BLAKe 75 LA GLOTONCITA
LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRa 80
CAMBIO DE PIEL OSWALDO CASTRO ALFARo 86 UN DÍA ESPLÉNDIDO CRISTINA OLEBy 89 IDENTIDAD LEONOR NIETO MUÑIz 92 LA DECEPCIÓN DE HORACIO
ÓSCAR QUIJADA REYEs
95 ACTO HUMANO CARLOS ENRIQUE SALDÍVAr 98 5
LA CUARTA LÁPIDA ÁLVARO MORALEs 102 EL DÍA QUE ME VISITÓ AMADO NERVO EGIDIO ESTEBAN PASSAMONTi 112 SALTO DE LÍNEA
ALBERTO IRANZO SARGUERo 116
¡SILENCIO! dAVID CRAULEY 122 EL CULMEN DE LA CARRETERA ALBERTO FÉRRERA 125 AUTÓGRAFO JOSÉ A.GARCÍA 129 LA FRUTA DE DIOS
J.R.SPINOZA 134
CUANDO ERA YA MUY TARDE
EDWARD ALEJANDRO
VARGAS PERILLA 137 la firma inédita francois villanueva paravicin0 142
SUPLEMENTO TRENES OBSERVA POR LA VENTANA ALAN RAMÍREZ PERALEs 150 UN PEQUEÑO CASO
LUIS J. GORÓSTEGUi 153
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“Las palabras es todo lo que tenemos”. Samuel Beckett ntro al bar, elijo y me siento. En una mesa doble conversan un hombre y una muchacha sentados uno al lado del otro, dándome la cara. Detrás, también de frente y en un segundo plano, una mujer fea almuerza. Un
tanto hacia mi derecha y cerca, están ellos. Más lejos y en el centro, la mujer sola. Pido un café. Recorro mi agenda para encontrar un renglón libre. Fabrico un tiempo para la clase de consulta que tengo que prometer en un rato a mis alumnos de la Facultad. Soy puntual: ni tarde ni antes, por eso soy un bebedor de cafés breves y un observador de mujeres solas. Levanto la vista. Un espectáculo convierte a mi mesa en platea y a mí en público incauto. Él detiene los susurros al oído de la muchacha y, apasionado, comienza a besarla. Siento pudor. Inquieto trato de concentrarme en los renglones de la semana, no resuelvo nada. Veo a la mujer fea suspender el tenedor camino a la boca y mirarlos absorta sin que la vean. Está a sus espaldas. La vergüenza también depende del punto de vista, pienso. Está tan atenta a ellos que a mí no me ve. Puedo, entonces, mirarla a mis anchas. Se quita los lentes que usaba para leer un libro mientras comía. Diría que la escena la cautiva, mira decidida. Se sonríe, se transforma. Embellece. Cambio el foco y vuelvo a tener ante mí, a escasos tres metros, la imagen de los dos. No sé cómo hacen para continuar besándose impasibles. Él se acomoda en la silla, con una mano le toma la cabeza y se la inclina para besarla mejor, con la otra le acaricia la garganta, luego el pecho y sigue. Ella tiene sus manos bajo la mesa. Ya no me ruborizo. No existo para ellos, pero sí me perturba la mujer que los mira desde atrás, no me ve y sigue embelleciendo. Para disimular ante nadie, retorno a la página abierta en mi agenda y bebo el primer sorbo tibio. 8
Estoy solo, nadie me ve. No leo ni escribo, recuerdo. Diluviaba, era París y no era jueves. Entré a la exposición de fotos, soplaba fuerte el viento y hacía frío. Recorrí la muestra sin detenerme, solo quería amparo para mis huesos húmeros. Blancos el piso, las paredes y el techo; luz, mucha luz. Al fondo, una joven mojada como yo goteaba inmóvil ante una fotografía que plagiaba El beso de Doisneau. Cuando estuve a su lado murmuró algo, más o menos así: Es extraordinario que medio mundo no sepa que la otra mitad lo observa sin ser vista. No todo es paranoia, ¿no? Deberíamos celebrarlo propuse. Dijo que se llamaba Clara. De los vinos en el bar a mi buhardilla de estudiante, no sé qué pasó. Hoy recuerdo que ella hablaba y yo la besaba, ella hablaba y hablaba. Historias en las que miraba sin ser vista, en tanto, era yo en los entrebesos quien miraba sin ser visto y en silencio. Se dejó hacer, no parecía importarle. Cuando la acompañé a la puerta me pidió dinero. No sabía... balbuceé como ofreciendo disculpas. Yo tampoco. Las palabras es lo único que tenemos, dijo Chejov. Creo. Tengo que irme, levanto mi mano para llamar al mozo. Encuentro el escenario que abandoné para buscar abrigo en mi memoria. Ahora sí la mujer del frente me mira, y con un leve gesto de su mano señala un par de bastones blancos plegados en una silla junto a nuestros admirados amantes. Yo no los había notado. Regreso a ellos, sorprendido. La ciega saca de su falda y apoya en la mesa unas hojas en braille que estarían leyendo, también, todo el tiempo. Sonrío a la mujer y celebro otra vez: no todo es paranoia, como dijo Clara.
ELISA BELLMANN
Argentina
Página WEB: elisabellmann.com Instagram: elisainesbellmann
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e había hartado de la lástima que su condición podía generar en los demás. Para eso tenía a su familia. Los suyos estaban ahí para consentirla, protegerla y esconderla de todos si era necesario. Se lo contó a Patricio aquella tarde junto al lago a donde habían ido a
caminar antes que él entrara a la estación de radio. No me gusta que nos quedemos en la camioneta, la gente pasa y piensa que estamos haciendo algo malo. Y decidieron caminar cerca del espejo de agua, la tarde empezaba a refrescar, pero el sol aún no quería ocultarse, pintaba el horizonte en tonos naranjas y violetas. La güera creyó que Patricio no la complacería. Hombre al fin, pensaba, en lo único que está interesado en satisfacer su deseo sexual. Los conozco, los veo babear siempre por mis fotos. Solo quieres llenarme de besos, acéptalo. Patricio no sería diferente, menos cuando siempre dejaba en claro que había sido la güera quien lo había buscado. Ella fue quien abrió las comunicaciones entre ellos, la que decidió que tenía que verse con ese locutor y hablar de frente, fuera de las llamadas que le hacía durante el programa, como otra docena de personas. Pero esa tarde frente al lago, ella se dejó besar y acariciar los muslos. Y entonces lo supo. Se dio cuenta que no quería verlo otra vez. En el café, unos minutos antes, le preguntó a Patricio si estaba dispuesto a embarazarla, pero ahora todo aquello ya no tenía razón de ser, porque ella terminaría sola su paso por esta vida. Patricio era como todos. Era peor porque no hacía nada por consolarla, por consentirla, por estar ahí cuando ella lo necesitara. Incluso tuvo que pedirle, casi exigirle que se saliera de la oficina para llamarle, porque ella necesitaba qué él estuviera siempre para escucharla y Patricio no hacía lo que una chica espera de un chico. No parecía estar dispuesto. Le exigió que le diera Me gusta, a uno de sus autorretratos en las redes sociales. “¿Por qué el afán de que lo haga? Tienes muchos admiradores que ya interactuaron con tu foto”. Y ella respingó: “Pero eres el único al que se lo he pedido”. Patricio era consciente que aquello tampoco tenía por qué ser verdad. Pero decidió ceder, al final ella se lo había pedido. “No voy a donde no me invitan”, recordó Anianka y Patricio entendió que no violaba de ninguna manera sus propios principios. Esa tarde en el café, Patricio
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le dijo que sí la embarazaría si ella estaba segura de quererlo, lo haría, lo harían juntos. “No, no juntos. Me embarazas, pero no seremos pareja, ni estarás ahí para ser el padre de mi hijo. Yo lo criaré sola. Es lo que quiero que entiendas”. La güera se presentía necesaria para el amor, o para aquello que ella dilucidaba como tal emoción. Lo cierto es que la mirada nocturna de la muerte que siempre le acechaba, no le permitía la ensoñación. ¿Para qué?, era la pregunta que siempre se hacía. Para qué insistir en un amor, para qué soportar el enojo de todo chico, o preocuparse por consentir a uno solo si podía jugar a hacer feliz a todo aquel que ella quisiera; al final iba a morir joven, y no podría siquiera disfrutar de una relación que se hiciera larga. “¿Te gustaría que yo saliera con él; eso me estás diciendo; dices que no te importa que vea a otros hombres?”, le reclamaba la güera una de tantas veces. Patricio solo atinaba a responder. “Harás lo que tengas que hacer”. —Entonces no te importa. Claro que saldré con él, si me da la gana. Incluso me voy a meter a bañar ya, porque debe pasar por mí en una hora. ¡Adiós! A la güera ya no le importaba que aquel novio que dejara en el altar, hubiera construido la casa de sus sueños para luego de la ceremonia por la iglesia cargarla y conducirla a su nuevo Reino. No se dio la oportunidad, no quiso ser ella la que permitiera algo por lo cual ya se había aburrido. Y le había dicho un día a su padre: “Terminé con él, no quiero que lo dejes venir a verme más”. Y qué otra cosa podría hacer un padre más que obedecer los caprichos de la hija moribunda, de cualquier hija. Los gastos los había generado aquel hombre 16 años mayor que la güera, “el que quiere un pedazo de cielo tiene que gastar una fortuna en bendiciones”, decían la familia y las buenas costumbres. Y la güera se quedó en su cuarto sonriente por la travesura. “¡A qué lidiar con esos hombres, si no hacen lo que yo deseo! Pronto ya no estaré en este mundo. O se hace lo que yo digo, o me aburriré hasta morir”. Luego llegó aquel joven cocinero que tanto la había cortejado con pedazos de pastel y nuevas recetas cada vez que podía, que terminaron fascinando a toda la familia. Tenía las puertas abiertas, llegaba y todos los integrantes de la familia se sentaban a la mesa sonrientes, en esa escenografía rutilante para que la güera solo
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tuviera que bajar de su encierro, si estaba de ánimo, y escuchar: ¡Mira lo que ha cocinado Marquito, se ve delicioso, ven a probar!; pero la güera sin poderlo resistir terminaba vomitando aquellos ácidos que le iban despedazando el estómago. “¡Miren lo que han hecho!”, gritaba, envuelta en esa desesperación por huir de la escena, subir de nuevo los escalones, y correr al baño a meter su delgadez bajo la regadera; mientras la familia y el hábil cocinero se quedaban ensimismados masticando la tristeza de ver a la pequeña despedazarse en las emociones. Todo era un sueño fallido y no era posible imaginar mayor final que el de la mortaja: “¿Me extrañarás cuando ya no esté?”, le había preguntado a Patricio luego de hablar del nombre de la hija que le gustaría tener con él; le había preguntado, y esperaba una respuesta que le dibujara una sonrisa. Pero aquel hombre no sabía ser cortés: “Claro que no, para qué”, le había dicho, y remató: “Nadie te extrañará más de dos horas, ya lo dijo el poeta”; la güera no podía dar crédito a semejante respuesta idiota. “Mi madre me extrañará siempre, pendejo”. —Eso crees tú. La verdad es que no hay forma de que puedas saberlo. Ya no estarás. —Tú no tienes idea de lo que es una familia unida. No tienes idea de lo que es el amor puro. No tienes idea porque siempre has querido estar solo. Pero los días aciagos terminaron por pasar de largo. La güera recuperó sus formas, aumentó de peso, aquella sombra mortal había decido abandonarla tal cual se había permitido alguna vez aparecer. O eso esperaban todos, eso creyeron. Lo que no había cambiado, sino que se había instaurado cada vez con mayor firmeza en su mente, era esa actitud frente a la vida, una construcción mental rayante en la soberbia. Su cuarto se había vuelto la guarida, mucho más que un refugio, era la adorada prisión, el sitio donde la reina podría hacer lo que quisiera, donde todos aspiraban alguna vez llegar hasta su cuerpo, y quienes lo tuvieron permitido se desvivían por cuidarla. Si tenía que morir joven, tenía que hacerlo también siendo el objeto del deseo de muchos. Estaba dispuesta a divertirse, para escapar a esa frustración de enfermedad a la que estaba condenada. Los hombres siempre terminan por aburrirme.
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Patricio entendía a la güera y sus acciones, su forma de encarar la vida, su idea de la travesura sobre la emoción de los demás, su mandar al diablo al cocinero, y escribirle después: ‘¡Hola!, invítame a cenar’, cuando más le convenía, cuando quería salir un poco de aquel aburrimiento en que las tardes querían sitiarla. Por qué no apurarle un beso, si se presentaba la ocasión. Pero para todo lo demás, no era necesaria su cercanía y la güera lo evitaba. Si llama díganle que no estoy, o dejaba sonar y sonar el teléfono móvil. Mucho menos tenía ánimo para hablarse de amor. Y se lo contaba a Patricio, ya entrada la madrugada: “¡Hola! ¿Qué estás haciendo? Pues se enojó mi cocinero. ¿Puedes creerlo? Solo porque él me escribía y yo me reía de él, le contestaba mensajitos de risa, jajaja, jajaja, y eso terminó por enojarlo”. Claro que podía creerlo. Patricio no era ningún estúpido, y hasta llegaba a sentir lástima de aquel chico. Formaba parte del mismo juego, que podría parecernos grotesco a muchos, pero Patricio hacía de tripas corazón, y la escuchaba. Se mordía los nudillos mientras la güera le hablaba al oído. A ratos se carcajeaba por las actitudes de la güera: “Pareces una preparatoriana de veintitantos, que sigue viviendo bajo el techo de sus padres, como un parásito. Hace años te graduaste y prefieres la comodidad y el confort de que tus padres se encarguen de resolverte todos los problemas domésticos; no son una familia unida, más bien parecen un par de alcahuetes que no quieren dejarte ir y ser adulto”; le dijo en una ocasión, cuando la lástima por aquel cocinero le sacaba un vómito blanco, blanco, lleno de ácido. La güera tuvo que reaccionar: ¡Al carajo!, fueron las palabras que aparecieron en la pantalla del móvil, y después un silencio largo. La foto de perfil de la güera ya no estaba en la aplicación de la mensajería instantánea, que Patricio mantenía abierta irradiando su luz sobre el rostro, para demostrar que no podía haber réplica, ella lo había bloqueado. La comunicación se dio por terminada, y ella quiso escribir la última palabra —como la güera adoraba de hacer, era parte del montaje al que todos debían de acostumbrarse—; Patricio no pudo más que sonreír: ¡Increíble! Constató en sus redes sociales, y lo mismo, no había rastro de la güera, había desaparecido, tal como lo hiciera meses antes, con el invierno empezando, decidió meterse a su vida, salirse y hacer berrinche, y con el tiempo volver. Ahora
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hacía su salida triunfal. ¡Al carajo! Los malditos dramitas, se dijo Patricio mientras le intentaba marcar al móvil, para escuchar los tonos alargarse sin ser atendidos. ¡Vaya pues con los caprichos de la nena! La güera murió el siguiente 15 de mayo. El silencio en que sumió su relación con Patricio se convirtió en una grieta inabarcable sobre el papel, recuerdos de letras sobre las hojas que cada noche aleteaban en la mente del locutor, y no había más opción que seguir escribiéndola. ¡Al carajo, Patricio; al carajo, Anianka! Todo es una farsa. Tiene tanto miedo pero nunca va a ceder, el tiempo no le alcanzará. Aquella tarde del lago lo había comprendido cuando la tomó de la mano, y la güera se había puesto colorada, y comenzó a mirar hacia todas partes. Patricio la jaló hacia él para tenerla muy cerca, y la besó bajo esa luz tenue de la luz de la tarde que se extinguía. Fue un beso largo. Fueron muchos besos largos, uno tras otro, en los labios, la frente la punta de la nariz. A unos metros de dejarla en su casa, la güera le dijo: “Solo querías llenarme de besos, acéptalo. Eso es todo”, y se bajó sonriente y azotando la puerta. La güera ahora lo acompañaba todas las noches. Había muerto unos meses después de haberle colgado la llamada. Pero su recuerdo estaba ahí en su lugar de trabajo, sobre su ropa, dentro de su caja torácica. Fueron los padres de la güera los que se acercaron a verlo una noche a la estación de radio. “¿Qué le hiciste? Nuestra hija siempre escuchaba tu programa. Cerró los ojos gritando tu nombre: ¡Te equivocas! ¡No sabes nada del amor puro! Claro que me recordarán. Ellos me recordarán. Tú me recordarás siempre. Me llevarás siempre en tus oídos. Claro que me recordarás. Decía sin poder conciliar el sueño. Estaré siempre en tu mente, en tu historia, en tus recuerdos. Nosotros no te conocíamos. Pero ella sí, y algo le hiciste”. Patricio no respondió. Vio a los padres de la güera exasperarse ante su silencio, su padre le jalaba del cuello de la camisa, su madre le había golpeado el rostro en una cachetada, y los dos se abrazaban intentando darse consuelo. Patricio los miró alejarse en la noche neblinosa. Anianka se quedó junto a él, sonriente, triunfal: “¡Te lo dije! ¡No me olvidarán, filósofo de mierda!”; y el viento corrió sobre
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su nuca. El fantasma de la güera se quedó para hacerle entender la inmortalidad. Patricio vive en el insomnio, escribiendo siempre, mientras la música se esparce por toda la ciudad, en esas noches en que lo sabe, la güera lo acompaña a través de las horas, y se va muriendo de a poquito con ella, consciente de que no hay otra posibilidad, con esa memoria que cada día lo cubre más y más.
ADAN ECHEVERRÍA
México
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on demasiado perfectas, siempre sospechó que no eran auténticas, sin poder resistirse Olivia las toca y confirma que son de silicona. Los hombres la miran confundidos. Son las once de la noche del martes 20 de setiembre, están en el parque, en un sendero lateral que permanece
en penumbras. Alguien se aproxima con un perro, se detiene y pega la vuelta. Ellos observan expectantes a los intrusos hasta que se alejan lo suficiente. Después Manuel le palmea la espalda a Cristian en señal de agradecimiento y a ella le dice: No hables de esto con nadie. Te espero mañana. Se separan. Olivia, como un muñeco al que le dan cuerda, comienza a caminar rumbo a su casa. Ellos dos se van juntos en la camioneta de Manuel. Olivia los ve doblar a toda velocidad por la avenida. 2 Son las cuatro de la tarde y los martes suele haber poca gente en el gimnasio. La energía eléctrica se corta, Olivia putea en voz baja y abandona la recepción. Desenchufa algunos aparatos y vuelve a subir el disyuntor. Hace varios días que tienen problemas con la electricidad y Manuel, el dueño del gimnasio no hace nada. Lo mira con mala cara cuando lo ve venir por el pasillo, él la ignora y le entrega un paquete: Decorá el salón para mañana. ―le dice. Olivia rompe el papel y saca cuatro guirnaldas que dicen feliz primavera y una bolsa de cincuenta globos multicolores desinflados. ¿Los tengo que inflar yo? Manuel no le contesta y ella puteando en voz baja se dirige al salón. Olivia selecciona globos de distintos colores y comienza a inflarlos, en el salón solo está Cristian, que hace abdominales. Él lleva la remera ajustada para evidenciar su musculatura. Olivia lo mira y después se mira al espejo, a ella también le ajusta la remera, desde el verano pasado subió casi cinco kilos. Manuel entra al salón y le palmea la espalda. Cuántos inflaste ¡Qué pulmones tenés! ―Le dice
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sonriente, se cree irresistible porque anduvo con varias clientas del gimnasio. Pero para ella no es más que un viejo hincha pelotas que le paga un sueldo de miseria. Está quedando buenísimo ¿Nocierto? le dice Manuel a Cristian que ahora está haciendo unos oblicuos imposibles. Cristian mira a su amigo y a los ramilletes de globos y asiente. Ya son casi las seis de la tarde y empieza a relampaguear. Olivia se alegra, desea con todas sus fuerzas que al día siguiente llueva. Qué se jodan todos los picnics y todas las fiestas. Odia la primavera, andar con poca ropa, no tener tela que tape su gordura. Le hace un nudo a un globo celeste y mientras lo cuelga, observa por el espejo los muslos lampiños de Cristian, son duros y morenos. Se queda viendo una gota de transpiración que se precipita por su pierna. Él la mira burlón y ella se acuerda de que este también es un boludo y se enfría. Apurada cuelga la guirnalda y lleva su gruesa figura de nuevo a la recepción. 3 Está a dos cuadras de su casa, ya es casi medianoche, pero sigue dando vueltas. Olivia no quiere llegar, teme encontrarse con su madre, que la lea como un libro, que se dé cuenta. Se sienta en una parada de colectivo, de a poco va recuperando los reflejos, va saliendo de su parálisis. Empieza a lloviznar, las gotas van engordando paulatinamente. Ella quiere empaparse, lavarse. El alivio le dura poco, minutos, quizás segundos, porque después piensa en el Parque, en el sendero oscuro, en que dejaron a Carolina y comienza a llorar. 4 Las clases de los martes terminan a las ocho de la noche y después de esa hora solo quedan los que entrenan en la sala de aparatos. Son casi las diez y Cristian charla con Manuel en la recepción, hablan de sus conquistas como si Olivia no estuviera, se sacan fotos debajo de los globos y las suben a Instagram y a ella le da un poco de vergüenza ajena. 19
Un grupito de rezagadas que se quedaron tomando una ducha se retiran y ellos las despiden efusivamente. ―¿Queda alguien más? ―pregunta Manuel. Olivia le pone cara de ni idea, pero Cristian le responde: ―Carolina. “A los dos les gusta, pero no les da bola" piensa Olivia mirándolos burlona. A ella le simpatiza Carolina, cualquiera que le haga desplantes a esos boludos le cae bien. Mira el reloj, comienza a guardar sus cosas, se cuelga la mochila al hombro para irse, justo cuando la luz, se corta de nuevo. Manuel lanza una maldición, busca la linterna y empieza a desenchufar todo. Levantá el disyuntor le dice a Cristian. y vos gorda no te vayas, banca un poquito. Cerrá por las dudas. Los dos obedecen, Olivia cierra y permanece junto a la puerta de salida mientras Cristian levanta el disyuntor. La electricidad no vuelve. ―Tiene que ser arriba. Los hombres suben la escalera y dejan a Olivia en la oscuridad. Ella enciende su celular, enfoca los globos. Piensa que el gimnasio en penumbras se ve siniestro, y que solo falta Pennywise. Manuel desde arriba le pide que levante el disyuntor. Olivia lo hace y las luces se encienden. Se distrae mirando el celular mientras espera que los hombres bajen para irse, pero ellos no regresan. Al final se cansa y sube. Manuel y Cristian están de espaldas a la puerta del vestuario de mujeres, tienen caras de preocupación, pero ella no comprende que pasa hasta que ve en el piso a Carolina. No sabemos qué fue lo que pasó, mirá que si se electrocutó ¡vas en cana boludo! Manuel escucha a Cristian con cara de desesperado. Olivia mira a Carolina con curiosidad y espanto, es la primera vez que ve a alguien muerto. ―¿Y qué hago, entonces? ―No sé, pero yo no llamaría a nadie. 20
―Pero fue un accidente. ―se lamenta Manuel. Olivia quiere irse, no tiene nada que ver con el asunto y por la cara de los tipos sospecha que en un rato va a empeorar todo. Le toca el brazo a Manuel y le dice quedo: ―Si ya no me necesitás… yo me retiro. Manuel le da la llave: ―No digas nada. Pero Cristian se la manotea. ―De acá no se va nadie. 5 Son las diez y media y están saliendo del garaje del gimnasio. Conduce Manuel, Olivia va en el asiento de al lado y Cristian y el cadáver de Carolina, en el de atrás. Enfilan para el parque, estacionan en el sector más oscuro. Se internan en un sendero, Cristian carga a Carolina, la tiene agarrada de la cintura, como si fuera la novia. Sientan a Carolina en un banco de esos de madera verde. Le pasan los brazos por detrás del respaldo para que se sostenga, les ponen la mochila sobre la falda. Tiene los ojos abiertos y la cabeza le cuelga a un costado como si fuera una marioneta. Ellos se alejan, la miran con aprensión. Cristian empuja a Olivia: ¡Acomodala gorda! Olivia se acerca y le cierra los ojos inertes, siente su piel todavía tibia. Le acomoda el cabello rubio y se queda mirándole las tetas. 6 Son las 1 am del 21 de septiembre. Olivia sigue sentada en la parada del colectivo. Piensa en el cadáver de Carolina abandonado en el Parque, imagina cosas terribles, perros que la muerden, perversos que la manosean y le roban la mochila. Se siente una basura, no debería haber participado en semejante infamia. Las voces de Cristian y Manuel haciendo planes resuenan en su cabeza: “La sacamos por el garaje”, “Si salimos los cuatro, van a pensar que somos dos parejas”. "La vestimos y la dejamos en un banco en el parque y listo”. Ellos se pusieron de acuerdo de 21
inmediato, y ella colaboró. Olivia mira su reloj, su madre ya se debe haber ido a dormir. Ella también necesita descansar, se pone de pie y por fin, vuelve a su casa. 7 El 21 de septiembre amanece con lluvia, pero Olivia no se alegra. Se pone el aro en la nariz, su pantalón y su remera negra y sale para el gimnasio. Baja del colectivo en la parada de siempre. Ve que la persiana del gimnasio está baja y aminora el paso. Hay un patrullero, dos policías, una mujer pegando un cartel en la persiana y gente reunida frente a la entrada. Tiene ganas de salir corriendo, pero sigue. A medida que se acerca, ve a las viejas de la clase de yoga y más atrás a los pelados que hacen spinning. Se oyen voces que comentan: “Fue a la salida del gimnasio”, “Iban en la camioneta de Manuel”, “Fue un choque tremendo”, “Se murieron en el acto”. Pero Olivia no escucha. La culpa por lo de Carolina y el miedo le tapan las orejas. Se abre paso decidida entre la gente que intenta consolarla, se acerca a la policía, confiesa.
MÓNICA ALTOMARI
Argentina
Twitter: https://twitter.com/monicaaltomari
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a mano de mi amiga Vicky trema un poco cuando levanta la taza para darle un sorbo a su té humeante. Escucho el sorbo. Lo escucho bien. Estamos sentadas en una cafetería, justo frente al supermercado
donde ella trabaja, porque así lo convenimos ayer. A Vicky, hace unas horas, le ocurrió algo, y quiere contármelo. Podríamos platicar sobre muchos asuntos, pero ella no parece poder hablar de otra cosa. Así que decido escucharla: “A esa hora”, dice Vicky, “a esa hora hay poca gente. No sé, digamos que son las tres o tres y media”. La voz de Vicky se hace discreta, casi un susurro. “Primero me llega un viejo con chocolatines y algunas verduras, bastante hablador el viejo, se queja de los precios y del clima, y paga con monedas. Después de un rato aparece una pareja con un bebé llorando en los brazos de la mamá, llegan con el cesto repleto de calcetines, talco, lociones, cosas así. Luego un hombre solitario con un paquete de cigarrillos y dos tarros de café. A todos ellos les sonrío y los despido tan amablemente como puedo. En la caja de adelante veo a Irma vendiendo una bebida fuerte a un grupo de adolescentes que hablan entre risitas y se codean. La conocés a Irma, ¿no? Yo te la presenté una vez. Irma es así”, dice Vicky, y hace una mueca reprobatoria. Yo asiento con la cabeza. “Como te digo, no hay mucha gente a esa hora. Pero hay algo en el ambiente, no te puedo explicar. No es el calor. Es como una electricidad, un remolino invisible, sin peso, algo que está por ahí y me marea y siento que me voy a desvanecer; a veces me pasa, Pati, ¿a vos no te pasa?”. Su mano casi toca la mía sobre la mesa. “Entonces escucho por los parlantes que me llaman a reubicación”, continúa Vicky, “me pongo de pie y voy hasta el fondo, donde me presentan al nuevo empleado, y juntos vamos quitando yogures viejos, después movemos los cigarrillos y los dentífricos, extrayendo algunos y poniendo otros, y llevando los arruinados al cuarto de desperdicios. Es un muchacho alto el nuevo empleado. Es flaco y narigón. Siento que me observa mientras movemos las cosas, y cuando yo lo
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miro, él hace esa sonrisa idiota y no dice nada. Debe tener como quince años. No sé por qué los traen tan tiernos ahora. Y me mira el culo, sabés, ¿querés que te lo diga directamente? Eso hace. Espera a que me agache y me lame la ropa con la mirada. A esa edad no saben disimular, y una no sabe qué decirles, Pati, vos sabés cómo son. ¿Qué les vas a decir?” Digo que sí con la cabeza y doy un sorbo a mi té. “En fin”, dice mi amiga Vicky, se mete el pelo detrás de la oreja. “Después vuelvo a mi caja, limpio el tablón y me pongo a ordenar los billetes, los de diez aquí, los de veinte más allá, y así hasta llegar a los de doscientos. No hago nada hasta que llega esta señora de la que te hablo. La gente compra cosas extrañas, Pati”, dice Vicky, como si estuviera contando un secreto. “Vos no sabés cómo son. Cuando comencé en esto pensé que podía adivinar lo que las personas compraban. Quiero decir, podía entender la utilidad de sus compras. Pero no se puede con todos. La gente compra cosas extrañas, Pati, te lo digo en serio. Cosas dispares. Una vez llegó a mi caja un señor con una bolsa de perejil, un bote pequeño de lavandina y un whisky, lo recuerdo bien. Y a veces una quiere preguntar, sabés, para qué necesitan esas cosas, y te ponés a imaginar qué harán con eso, qué resultados puede tener mezclar whisky, lavandina y perejil, ¿podés explicarme? Después están los exagerados, los que compran montañas de cosas, montañas de papel higiénico, montañas de pan, de cebollas, de chorizos, de todo. Cuando empecé no era así, todo era más predecible, si cabe el término. Había cierta lógica en las compras, podías asociar los productos. Pero algo pasó, no sé, supongo que comenzó cuando pusieron la zona de electrodomésticos, allá en el fondo, y después la de lámparas y cocina, y no hace mucho pusieron cañas y campings. Ya te conté eso ¿no? Pusieron campings y cañas de pescar a la venta, Pati, al lado de la pescadería”. Asiento con la cabeza. Vicky da otro sorbo y sigue: “Bueno, esta señora que te digo, no sé de dónde salió, es una señora menuda, digamos, muy delgada, usa una falda larga y una manta negra sobre los hombros, como esas mujeres de las procesiones. Tendrá unos cincuenta años o más. Tiene el pelo corto, medio canoso, los ojos sumidos, huidizos, y se la ve pensativa,
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taciturna, como dicen. Nunca la he visto, y mirá que llevo tiempo en este supermercado. Primero pienso que su cestillo está vacío, pero después veo que hay dos cosas. Coloca los pañuelos sobre la cinta, pero se tarda en sacar lo otro. Le da como vergüenza hacerlo, mira a un lado, mira al canasto, y finalmente lo deja sobre el mesón y la cinta comienza a moverlos. Al principio no le presto atención, porque hay mil cosas en las que pienso, y encima el nuevo empleado pasa de tanto en tanto por el pasillo y me deja una mirada encendida, y siento que hace de todo por mirarme el trasero; a veces yo...” dice Vicky, y tensa las manos. “No sé. No sé qué decirte”. Yo asiento y guardo silencio. “Pero después los veo”, continúa Vicky. “Frunzo el ceño, pensando en la utilidad de esas dos cosas, como hago siempre, ya te dije, la disparidad de las compras y todo eso. Miro a la señora, pero ella lleva sus ojos hacia otro lado. Y son cuchillos. Cuchillos y un par de pañuelos. Es todo. Paso los pañuelos por el lector, pero me quedo con los cuchillos en mis manos. No solo son cuchillos, son herramientas de carnicero, enormes y dentudos como una sierra. Están atados en su base con un adhesivo de la marca. Los reposo entre mis manos y leo el precio. Ocho pesos. Eso me hace fruncir más el ceño. No hay forma de que esos cuchillos valgan ocho pesos cada uno. Le doy varias vueltas a la cosa, y veo mi rostro en el metal, una imagen destellante, fugaz. De dónde los sacó, señora, le pregunto. Ella lleva una mano hacia las hileras, pero no dice nada, su mirada rehúye la mía, me doy cuenta. Miro los cuchillos nuevamente, los llevo hacia un lado y finjo examinarlos. Y no sé qué hacer, Pati, esas cosas no valen ocho pesos, alguien erró al envolver las etiquetas, a veces pasa, o se confunden al imprimirlas. Entonces un hombre alto y rechoncho, con su cesto lleno de cervezas, se pone detrás de la señora. Nos miramos. Irma no tiene a nadie en su caja, así que le pregunto. Irma, le digo, pss. Irma voltea. Doy dos pasos hacia ella y le digo: Mirá este precio. ¿Vos creés que valen eso? Irma se reclina, frunce el ceño igual que yo, pero no puede más que encogerse de hombros. Después mira a la señora y hace un gesto de no saber explicar nada. Vuelvo a mi caja y me quedo mirando los cuchillos todavía más, sus mangos
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amarillos, sus dientes curvos, su punta aguzada. El señor rechoncho, un poco impaciente, se dirige hacia la caja de Irma, pero al pasar mira a mis tetas, luego me mira a los ojos y de vuelta a mis tetas. La señora se mete el pelo detrás de la oreja y se concentra en la salida, y después en los cuchillos que siguen en mis manos. ¿Qué harías vos, Pati? Y ya te dije que a veces vienen ganas de preguntar para qué carajos van a usar las cosas que compran, pero es contra el protocolo, ¿o no? Entonces prefiero pensar que la señora ha tomado los cuchillos por el precio, porque era una promoción o algo así. Pero no tiene nada más en el canasto. Me rasco el brazo y paso la etiqueta por el lector, y trago saliva. Son veinticinco pesos, le digo. La señora saca una monedera, cuenta algunos billetes y me paga. Pone todo en una bolsa con movimientos rápidos, vertiginosamente, y camina hacia la salida. Allí se detiene. Delante de ella la circulación de autos es abrumadora y el viento hace aletear sus ropas. Mira a los lados, a su bolsa, y decide ir hacia la izquierda, calle abajo, hacia los parques, con un paso tan lento como apacible. Es una señora menuda cargando una bolsa de plástico, nada más”. Vicky termina su té y deja la taza sobre el platillo. Se limpia los labios con una servilleta y luego mira sobre mis hombros, porque el supermercado está detrás de mí. Apoya un codo en la mesa y se tapa los labios con dos dedos, en silencio. Hay algo en la mirada de mi amiga, no sabría decir, sus ojos se pierden en lo que contemplan, se abstraen, no están aquí. Le quiero decir algo. Le quiero decir muchas cosas. Le quiero decir que tengo un retraso de cinco días, por ejemplo, y que pienso teñirme el pelo de castaño, que tengo la plata para hacerlo. Pero ella no estaría interesada en eso, no ahora. Termino mi té y pedimos la cuenta. En la puerta del establecimiento Vicky me pide que la acompañe a tomar el bus. Mientras caminamos hablamos un poco más, pero con menos palabras que antes. Algo sustrae a mi amiga, un pensamiento detrás de su cabeza, está imaginando sucesos, lo sé, y no puede evitarlo. Después de estar paradas cinco minutos sobre la acera, el bus de Vicky llega. Hay otras personas aquí, gente volviendo del trabajo, de la escuela, de todas partes. Algunas de ellas suben al bus y se embuten junto a Vicky, pero yo me quedo mirando los movimientos de mi amiga, miro cómo sube, cómo
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pasa el trinquete y camina por el pasillo en busca de un asiento y se deja caer en uno del fondo. Ella no gira para mirarme, en vez de eso deja un codo en el borde de su ventanilla y se acaricia el pelo, observando la calle, pensando. Eso es lo último que veo de mi amiga. El bus arranca y el olor espeso de la ciudad renace de nuevo entre los faroles y los extraños que me rodean, y entre todos estos muros de concreto interminable. Miro la hora en mi pulsera y sé que yo también debo volver a casa. Así que comienzo a caminar. Me hago paso entre la gente hasta llegar a la esquina. Giro y doy con una acera despoblada. Sigo caminando. Hay algunos negocios abiertos, hay luces en los escaparates, escucho voces cansadas y portones cerrándose, escucho la declaración de la noche cayendo por todas partes, en mis manos, en las fachadas, en el rugido del tráfico, todo es noche. Cuando me detengo, me hallo sin quererlo de nuevo frente a la puerta de la cafetería, que parece estar a punto de cerrar, porque no hay casi nadie en su interior, solo la muchacha detrás de la barra, contando billetes, muy concentrada; no me ve. Voy hasta la ventana del ángulo, sigilosamente, y me quedo un momento aquí, viendo a través del cristal la mesa donde Vicky y yo estuvimos sentadas conversando. Puedo imaginarnos allí, nuestros cuerpos en las sillas, nuestros codos sobre la madera, hablando. Las tazas siguen habitando desordenadamente el mantel, junto a la bandeja de bocadillos, rodeadas de migas y de dos servilletas abolladas, manchadas de labial. Pienso que bastaría rozar esas tazas para que sonaran; porque son tazas brillosas, de porcelana, con las cucharillas acurrucadas sobre el platillo. Y las bolsitas de té, que yacen dentro de ellas, no son muy diferentes de un cuerpo arrugado, viejo, desnudo en este momento sobre una bañera, un cuerpo de hombre, con la espalda abierta dos veces por un cuchillo de mango amarillo empuñado por una mano de señora, quien deja ahora que todo se desangre sobre unas cortinas arrancadas por la sorpresa y por la caída, como se deja desangrar una bolsilla de té sobre un platillo; eso después de una gran bocanada de aire que tomó detrás de la puerta, una inhalación profunda que precedió al gemido; tal vez la misma bocanada que yo tomo en este instante antes de seguir caminando, porque las luces de la cafetería se van apagando, y todo se extravía en la oscuridad.
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GIORDANO HURTADO MORÓN
Bolivia
Facebook: Giordano Hurtado Instagram: giordanohurtado
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C
ada noche, cuando apagaba la luz, me dabas la mano. Yo sufría de uno de los miedos más comunes. La oscuridad me perturbaba. Pero iba un poco más allá de un vulgar miedo nocturno: yo podía sentir la oscuridad. Así fuera pleno día. La
oscuridad de los seres, lo que en verdad eran y acallaban. Podía leer lo que había detrás de una sonrisa. Lo que escondían unos ojos verdes. El silencio de los prudentes y todos los engaños atrincherados detrás de las fachadas. Yo sabía bien cuando la gente ocultaba su lado oscuro. Recibía imágenes claras de la perversidad del pensamiento. Las visiones se mostraban múltiples y horrendas. Nada que pudiera explicarse con palabras. Solo escalofríos y náuseas y el deseo de no ver más los demonios enfrascados dentro de la apariencia antropomórfica. De todos los dones, había recibido el más triste, el más inútil. Que se me concediera el poder de percibir más allá, solo me condenaba a la angustia instalada, a que el aire no me alcanzara, a respirar entrecortado, a padecer la vigilia y no soportar el sueño con todos sus fantasmas. Pero me tomabas la mano, de todos modos, aunque mi terror no se calmara. Creo que por mucho empeño que pusiera, ya no lograba mantenerme a resguardo. Me lastimaban profundamente y las llagas habían empezado a doler. Se me dificultaba vislumbrar la salvación de mi alma. En quince años, ya me pesaba el aura. No existía manera de que con tanta lectura de almas siniestras, no penetraran en mí sus brumas tóxicas y me contaminaran y rasgaran con sus uñas afiladas el campo energético debilitado. El miedo era uno conmigo. No podíamos diferenciarnos. Tan entero, tan compacto, tangible en su esplendor. Yo había perdido la esperanza. Y estaba muy bien así. La esperanza me parecía ridícula. Qué era eso de esperar que algo bueno pudiera suceder, que algo cambiara para bien. De qué servía hacer trampa y negar, ser complaciente con la costumbre absurda de mentirme a mí misma. En verdad, odiaba la esperanza con todos aquellos discursos falsarios, repletos de traición en cada expectativa.
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Pero vos no. Vos seguías creyendo o confiando en algo que yo no lograba precisar. Siempre hacías planes, aunque no me los contabas. Eras una dama esperanzada. No te contagiabas mi desánimo. No te causaban rechazo ni mi amargura ni mi falta de entusiasmo por la vida. Al contrario. Tu lealtad me asombraba. No entendía por qué no te ibas de una vez. Por qué no me dejabas sola en la tiniebla. Sola con mis terrores, con mis desgarros, con mis sentidos quebrantados por la invasión de tanta presencia tenebrosa. Vos no le tenías miedo a nada. Y eso me parecía gracioso o ridículo o sorprendente. Y también era gracioso, ridículo o sorprendente que vos fueras lo único a lo que yo no le temía, lo único real en lo que confiaba —literalmente, con los ojos cerrados—, por tu transparencia sin trasfondo dudoso, sin revés. Mi muelle, mi certeza, la que me recordaba que aún no me había ido. Así, fiel, paciente, todas las noches sostenías mi mano. Mi mano todavía mullida, todavía joven. Con pocas líneas en la palma porque casi no tendría futuro. Apretabas fuerte, muy fuerte, cada vez más fuerte. Y contrastaba el calor de mi palma caliente, carnosa y transpirada, con el frío, tan frío, de tus falanges descarnadas, de tu mano de huesos pelados, flaca, congelada.
MARINA GÓMEZ ALAIS
Argentina
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Y
a debería estar acostumbrado, pensó Joaquín. Pero no; cada uno que enfrentaba le parecía peor que el anterior..., más caliente, más letal. Y en verdad que era una versión a escala urbana del infierno... Las
llamas habían llegado al piso alto de la provecta vivienda de inquilinato; las chispas volaban por doquier, y el humo, como pulpo fantasmal, se le metía por la nariz, por los ojos y hasta por las orejas, según le parecía. El calor, insoportable. Tendría la cara color remolacha, sin duda. —¡Acá! ¡Acá! ¡Bombero, por favor! ¡Sálveme al nene, por Dios se lo pido! ¡Tenía que ser! ¡Alguien quedaba adentro, y nada menos que en la planta de arriba! Levantó la cabeza, pesada bajo el casco protector. —¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Aguante un momentito! Comenzó a trepar por la escalera, con la rapidez y eficiencia propias de varios años de servicio. Pronto estuvo frente a la ventana. Adentro, un horno ardiente, aunque todavía no mortal. Había que apurarse. —¡Deme al niño! Este tendría unos seis o siete años. Se lo sacó al hombre de los brazos y se volvió hacia abajo, donde los compañeros ya habían tendido la lona de salvamento. El chiquillo rompió en llanto, aterrado. —¡Shh, shh, valiente! ¡Todo va a salir bien! ¡Haga lo que le diga y no tenga miedo! ¡Y no me llore, compañero, que si no la gente se va reír de usted, eh!... Así me gusta. Ahora, atendeme: cerrás bien los ojos y te quedás quietito. ¡Todo pasará en un segundo, vas a ver! Y lo lanzó hacia abajo, sin atender al grito alarmado del padre. Vio que llegaba a salvo y siguió con su tarea. —Ahora usted, amigo. Dese vuelta y empiece a bajar por la escalera. ¡No, sin pararse a pensar! ¡Mire que el fuego no espera! ¿Va a ser menos que su hijo? ¡Vamos ya! Joaquín comprobó que el sujeto obedecía, y empezó el descenso, sin dejar
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de mantener el ojo avizor hacia arriba, a ver si todo iba como debía ir. Afortunadamente, el tipo respondía bien. Había otros que al mirar hacia abajo perdían el coraje, pero por lo visto este aguantaba. ¡Mejor así! Minutos después pisaban la calle, entre la multitud de curiosos, la policía y los colegas del cuartel. El padre, abrazado al niño, lloraba a lágrima viva. Se sintió incómodo, como siempre, e hizo ademán de alejarse, pero el hombre lo detuvo. —¡Gracias, gracias! ¡Me salvó al nene! ¿Cómo podré pagárselo? Yo... —No hay nada que agradecer —repuso Joaquín, encogiendo los hombros—. Es mi trabajo. También tenía otro, menos pintoresco, pero exigido por la necesidad. De noche, fuera de turno, Joaquín cambiaba el uniforme de bombero por una campera vieja y unos vaqueros y ocupaba su sitial frente al volante de su taxímetro. Después del ajetreo del incendio, el cuerpo se le resentía un poco. Pero se obligaba a exigirle un esfuerzo más, porque estaban las cuotas del eterno préstamo del Banco, y... La noche estaba tranquila, al parecer. Circuló por la avenida a velocidad moderada, con la banderita roja enhiesta. Llovía... y eso favorecía el negocio. (¡Si hubiese llovido cuando estaba el incendio!..., se dijo. Pero casi nunca tenían esa suerte.) Hizo unos cuantos viajes seguidos, algunos con buenas propinas, aunque la mayoría, como de costumbre, solo “redondeos” del precio del pasaje. Solo de nuevo, se perdió en sus pensamientos. Los limpiaparabrisas se atascaban ligeramente, notó una vez más. Un poco desajustados...; habría que repararlos. Otro desajuste más, aunque fuese chico, pensó, en este mundo desajustado. Sonrió para sus adentros. Ignoraba que tuviese esa veta filosófica oculta. Menos mal que no se le escapan comentarios de esos en voz alta, o sería la burla de su pasaje. Tres horas más tarde cesó de llover. Aún persistía la humedad de la lluvia en el pavimento, pero el clima era templado y no soplaba viento. Las luces del
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alumbrado y de las marquesinas se reflejaban en el negro asfalto mojado, como en las películas “noir” de los años cuarenta. Se detuvo ante un semáforo, y en ese momento oyó que se abría la puerta de atrás. —Gorostiaga y Burgues —dijo una voz opaca, y Joaquín oyó abrirse y cerrarse la puerta trasera. Emprendió la marcha, atento al cruce, que era un poco riesgoso. Un viaje bastante largo, meditó; iba a cobrar bien por esta vez. Y posiblemente con propina. La noche prometía... Media hora más tarde torcía por el oscuro callejón de Gorostiaga, y se volvió a medias hacia el pasajero, para hacer la pregunta obligada: —¿En la misma esqui...? El contacto del frío metal contra la nuca lo paralizó. —Deme lo recaudado y todos contentos. Si no... No pudo evitar montar en cólera. Lo recaudado... ¡Maldición! Eran como seis mil quinientos pesos... Intentó la salida de práctica: —¡Apenas salí a trabajar! ¡Usted fue el primero que...! —Cuento viejo —el caño del revólver le golpeó levemente la cabeza—. ¡Afloje, que le conviene! ¡Mire que no estoy para perder el tiempo! La desesperación hizo que Joaquín se revolviera, indiferente al arma, y enfrentara al ladrón, gritándole: —¡Le estoy diciendo la verdad! ¡Le...! Y dos pares de ojos se dilataron al unísono, y dos bocas se abrieron: —¡Usted! —¡¡Usted!!... El ladrón había enrojecido. Cuando habló, le temblaba la voz, y el arma osciló en su puño irresoluto. —¡Tan luego usted! ¡Tenía que pasarme a mí! ¿Cómo me iba a imaginar que un bombero era también... taximetrista? ¡Pucha digo, si...! Entonces su cara pareció convertirse en piedra, salientes las mandíbulas al
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apretarse los dientes. Lo había perdido todo en aquel incendio..., todo. Levantó el revólver con mano firme, en tanto la otra se extendió, imperiosa. —Deme la plata. ¡Vamos, démela! Joaquín lo miraba con ojos desorbitados en una faz de hielo. Supo que debía obedecer. Entregó el contenido “de caja” sin soltar una palabra. El otro se guardó el producto de su robo. Entonces, con un encogimiento de hombros inconsciente, puro reflejo, al tiempo que saltaba fuera del auto y se perdía en la noche, murmuró: —Es mi trabajo.
CARLOS M. FEDERICI
Uruguay Wikipedia: Carlos Federici
Nota del autor: El tema del cuento me lo sugirió un caso real, que conocí por un programa de televisión en el que se entrevistaba a un bombero veterano, con varios rescates heroicos e incluso alguna medalla en su haber, que, además, trabajaba de taxista. Esto me causó profunda extrañeza, aparte de hacerme pensar que era una verdadera injusticia social. Como también lo será, en opinión de alguno, lo sucedido en el relato que se acaba de leer.
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A
mediados de la primavera del dos mil dos, mi esposo Arturo y yo nos mudamos al centro de Minneapolis. Nuestro antiguo trabajo en “Le Sueur”, un pueblo ubicado al sur de Minnesota nos permitió ahorrar suficiente dinero para hipotecar solamente el
cincuenta por ciento del valor de nuestra nueva casa. Ya nos hacía falta un cambio, vivir el invierno en los pequeños pueblos es muy difícil para los que no estamos acostumbrados. Los días son breves, las noches muy largas y la melancolía invasiva, y si algo se termina en la despensa tienes que conducir largas distancias para comprarlo. De pequeña deseé formar al clásico hombre de nieve con su nariz de zanahoria, al igual que jugar a las guerritas, hasta que de grande descubrí, que la blancura de la nieve es hermosa, pero también traicionera, y después de terminar con un ojo morado, menos me daban ganas de quedar como “Jack Torrance” … no es mi estilo. Así que cuando mi esposo, por suerte encontró trabajo como gerente en un bar, nos mudamos a donde el frío se siente igual, pero los accesos a la diversión lo hacen más llevadero. La casa es estilo cottage, construida en mil novecientos veinte, la fachada es verde con molduras color café al igual que el porche, los pasamanos con herrería le dan un toque moderno, simplemente… ¡me encanta! Desde que llegamos a Minneapolis, Arturo se pasó las noches trabajando y los días durmiendo; yo fui caso contrario, porque durante el día me dediqué a conocer cada rincón de mi casa, desde el pequeño ático hasta el húmedo sótano. Para celebrar Halloween entre el bello color naranja del otoño, adorné el porche con calabazas y manzanas rojas que trajimos de nuestra última visita a “Belle Plaine”. Con ellas llené algunos canastos que coloqué intercalados en los escalones; en el patio instalé arañas, y dos espantapájaros con sus respectivos bieldos; como toque final, pendí una bruja en el árbol que está pegado a la banqueta, —no fue la bruja del oeste —fue “Winnie” con ese atuendo tan colorido, con el que logré un perfecto contraste y para entonar con el ambiente, yo me disfracé de “Elvira, la amante de la noche”. Ese día, conocí a Mitch, una gatita blanca que parecía estar hecha con retazos de tela, Pinky, mi perro chihuahua, la recibió muy bien. Los niños del
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vecindario llegaron diciendo: ¡dulce o truco!, pero no soy buena para los trucos, así que los llené con dulces del caldero. Algún que otro vecino que aún no me conocía, aprovechó la ocasión para platicar conmigo y felicitarme por la decoración. Por ellos me enteré, de que mi casa era una de las más antiguas del vecindario, me preguntaron si sentía miedo o si algún suceso paranormal me había sucedido, pero claro que contesté que no, mi salud mental estaba perfecta y mi casa cubierta de amor y de paz. Las visitas terminaron cerca de las dos de la mañana, recogí cuanto pude y sin ganas de retirar mi disfraz me senté frente a la computadora para navegar en la red. Un vaso con leche y una rebanada de pay de calabaza calmaron mi hambre y Pinky me acompañó recostándose a mis pies. Las noticias del clima anunciaban un frente frío y las páginas de ofertas comenzaron a emerger: Ropa, zapatos, perfumes, todo con descuento para el próximo Black Friday. —¡te voy a comprar un suéter! ¡están divinos! —dije a Pinky, pero me ignoró. ¿Alguna vez has sentido la presencia de algo o alguien? Y ¿observas a tu alrededor y no hay nada? Miré al pasillo hacia el lado derecho, la puerta de mi habitación se encontraba abierta y la luz encendida —¡perfecto, así la dejé! —pensé, y continúe navegando en la red. Tres veces tocaron mi rodilla, un toque tras otro, como cuando alguien llega por tu espalda y te toca al hombro para que voltees. No miento, si me asusté. Así que me asomé bajo el escritorio, ¡pero nadie cabía ni estaba ahí! Además, el escritorio estaba pegado a la pared. Pinky se levantó, estaba alerta con su colita levantada, mirando fijamente algo que siguió hasta bajar la escalera. Un paso ligero y cauteloso se escuchó bajando por cada escalón, la madera crujía suavemente. Me quedé confundida, sin hacer ruido, caminé muy despacito hacia mi recámara, tomé el bate que estaba bajo la cama y sigilosa bajé. Todo estaba en su lugar, puertas y ventanas cerradas y las lámparas de noche encendidas. Me serené, era evidente que cosas así sucedían por sugestión, no es bueno prestar tanta atención a los comentarios vagos de las personas. A finales de enero del dos mil tres, me enteré de mi embarazo y eso nos llenó más de felicidad, pero ese horario de trabajo de Arturo siempre fue un
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desorden. Realmente lo veía poco y se perdía de mucho, pues no podía tocar mi vientre en las madrugadas, que era cuando mi bebé más se movía. Cuando sentí que mis labores ya eran muy rutinarias, decidí entrar a un curso literario, por fin tuve un pretexto para tomar el Bus y marcharme a la librería para abastecerme de lectura. Llegué a la plaza comercial de la 5017 Excélsior avenue, a mi adorada librería que ya se encontraba abierta. Al entrar, bajé por los dos escalones alfombrados y entre los estantes busqué la sección de terror: Stephen King, H.P Lovecraft, Ted Dekker y… Heinrich Kramer ¿El martillo de brujos? Leí la contraportada y… ¡vaya que eso si es terror!, pero vi unos ojos tristes que me observaban desde un libro mal acomodado, Edgar Allan Poe, bueno… ¿Por qué no? Camino a casa leí algunos cuentos: el cuervo, el gato negro, el retrato oval. ¡vaya que este escritor es muy bueno! Al llegar a casa mi esposo ya estaba por irse, sin otra opción más que aguantar mi desánimo, lo acompañé a tomar el taxi. El viento soplaba fresco con ese rico aroma que trae el otoño, las hojas se remolineaban por la banqueta cuando el cielo esbozó un relámpago, seguido de un sonido estrepitoso; por reacción, cerré mis ojos y encogí los hombros, cuando Arturo dijo: —¡Me llevaré el paraguas, no tarda en llover! —¡Por favor! —contesté. ¿Porque el viento se ensaña conmigo? ¿porque siempre se empeña en dejar en mi puerta las hojas de otoño? me pregunté mientras sobaba mi vientre, pensando en recoger las hojas. Mitch llegó maullando, pasando su cuerpo entre mis piernas, así que juntas entramos a la casa hasta el cuarto de lavado. Levanté el apagador para encender la luz, pero para mí mala suerte el foco dio su último destello dejándome a obscuras, así que armada de valor y tanteando entre los ronroneos di con la escoba y el recogedor. Sin poder ver di el primer paso para salir de esa tenebrosa obscuridad, cuando sentí el zarpazo en mi pierna y me estremecí al escuchar el gruñido: —¡Gata atravesada! ¿qué hacías tras de mí? ¡casi me matas! —grité, tocando mi pecho mientras Mitch se alejaba con la cola encrespada. Respiré profundo y me dirigí a barrer, pero cuando abrí la puerta una fina lluvia ya caía, asi que mejor aproveché para cenar y limpiar la cocina al sonido del tic tac del reloj del gato Félix
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y, por último, acomodé los cojines de la sala, que siempre suelen desacomodarse de la nada. Habiendo terminado mis actividades, me preparé para dormir. Al acostarme exhalé y estiré mi cuerpo para liberar el estrés del día. Pinky se subió a la cama para dormir en su lugar de siempre. Tomé el libro de Edgar Allan Poe y me dispuse a leer. “El corazón delator”: —Cada noche, cerca de la media noche, descorría el pestillo de su puerta y la abría muy suavemente. —me quedé dormida… lo sé, porque una música infantil proveniente de la sala me despertó: “row, row, row, your boat, gently down the stream, Merrily, merrily, merrily, merrily, life is but a dream” … la lámpara estaba encendida, Pinky no reaccionó al ruido, quizás para él no era extraño como lo fue para mí. Me senté por breves segundos, la música seguía y mi corazón se aceleró. Moví los ojos de un lado a otro al mismo tiempo que pensaba en qué hacer. Me levanté, pero justo cuando puse los pies en el suelo, la música se apagó. Fui a ver cómo estaba todo, pero todo se encontraba sin novedad. Mitch, dormía en el sillón y entonces aproveché para acomodar los cojines. Camino a la habitación, encendí una que otra lámpara del pasillo que estaba apagada. Y otra vez, profundamente dormí. No tuve noción del tiempo, no supe si pasaron horas o segundos después de haberme dormido, pero…sé que entre el sueño escuché una voz infantil que susurró a mi oído: ¡Ahí viene el niño! Un helado escalofrió recorrió mi cuerpo dejándome chinita la piel. Otra vez mi corazón palpitó acelerado y volví abrir los ojos. Lo primero que vi fue el techo de mi habitación, me hallaba acostada boca, arriba cuando nunca duermo así, todo se encontraba sumergido en la oscuridad, la lámpara estaba apagada y el silencio era incómodo. —¡No me gusta la obscuridad, odio la obscuridad, quiero luz! —pensaba, mientras sentía como el sudor escurría por mi cien—. ¿Qué escuché? ¡Se que alguien habló! —quise sentarme, pero mi cuerpo estaba paralizado, no podía mover mis extremidades, mi cabeza tampoco pude girar, solo mis ojos lograban moverse. Pero… esa sensación incómoda de sentirse observado fue lo que me obligó a mirar a la izquierda.
Una pequeña silueta
sobresalía entre la obscuridad, me observaba, permanecía quieta, en silencio. — ¿Qué espera? ¿Qué hace ahí? ¿Por qué no desaparece? —yo estaba abrumada,
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consciente de que estaba a su merced. De pronto, volví a escuchar la voz de un niño que ahora gritó: ¡ahí viene el niño! Abruptamente, el niño que había permanecido quieto saltó a la cama, abriendo sus piernas en compás sobre mí, brincaba y brincaba con furor meciendo sus brazos para seguir tomando impulso. Quise verle el rostro, pero no pude, solamente veía como su cabello lacio se elevaba en cada brinco, su silueta decía que era un niño de entre tres a cinco años y que estaba disfrutando lo que hacía porque no paraba de hacerlo; mientras yo, sentía que el corazón me palpitaba ya en la cabeza. Cerré los ojos, quise gritar con la esperanza de que alguien me escuchara, pero no pude hacerlo, mi quijada estaba atorada y la lengua completamente pegada al paladar. Ese niño como duende en cuento de terror no paraba de brincar y se carcajeaba gozándose, alimentándose de mi miedo. En un último intento volví a abrir mis ojos y miré a Pinky, sé que él sintió que algo me ocurría, porque se levantó de su lugar y se recostó pegado a mí. Como acto de magia, el niño desapareció como humo y por fin pude recuperar el aliento. Pinky no se alejó de mí y la luz, llegó enseguida. En la mañana mientras hacía el desayuno, le platiqué a mi esposo con lujo de detalle lo sucedido, pero él solo se limitó a decirme: —¡se te subió el muerto! — Bueno, quizás Edgar Allan Poe, me sugestionó con su “Corazón delator”, ¡quizás sí, quizás no! Pero mi perro es el que sabe más al respecto, aunque sé que el muy egoísta nunca me dirá nada. Arturo trabaja en el mismo bar, ahora trabaja durante el día. Mi hijo, ya es un niño de tres años y sabe pronunciar muy bien algunas palabras. Es muy inquieto, desacomoda los cojines de la sala lanzándolos por doquier y deja regados los juguetes, pero lo amo y disfruto verlo jugar, aunque a veces me da la sensación de que no juega solo, porque en ocasiones corre como loco por la casa gritando: ¡ahí viene el niño!
ESTRELLA GRACIA GONZÁLEZ
México
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L
as horas inmediatas habían transcurrido entre el colapso de su esposa acaecido el viernes al anochecer, análisis clínicos, ir y venir por los pasillos resplandecientes del hospital sin que ella despertara del infarto que terminó por llevarlos a una agencia funeraria. El
domingo por la mañana firmó las autorizaciones para la cremación del cadáver. No había dormido. En algún momento quiso informar del deceso a las personas cercanas, pero desistió al repasar los nombres y convencerse de que nunca habían gozado de un círculo de amistades consistente. Ambos eran huérfanos y carecían de familiares. Pensó que era preferible conservarla en la memoria y en el anonimato social mientras conducía sin rumbo. Se descubrió en una ciudad distante quinientos kilómetros. No detuvo la marcha de regreso hasta arribar a su hogar ya iniciado el lunes. Insomne, miró el reloj a las seis de la mañana. Dijo “buenos días” al abordar el tercer día sin su mujer. Fue y vino por la casa tras bañarse y beber un vaso de agua por desayuno. Treinta años de convivencia serían resguardados por un contenedor de plata y próxima adjudicación junto con las cenizas. El hombre no vaciló al referir las propiedades impermeables del recipiente y las siluetas de los ángeles y flores tallados con finura. En ese momento advirtió la continuidad de los diálogos como si ella siguiera acompañándolo. Los días anteriores no habían disminuido el flujo de las ideas expuestas en voz alta, en silencio y mediante gestos que solo ellos entendían. Al llegar al trabajo alguien le preguntó por su pareja y apenas pudo balbucear que estaba bien. No dijo más, pues tres oficinistas brotaron del elevador con saludos y alguna indirecta relacionada con el mal aspecto del ahora viudo en secreto. Respondió sin sonreír al entrar en su cubículo destinado a un burócrata de ínfima categoría. Esa jornada, y las sucesivas, avanzaron despacio, hasta acumularse y sumar años donde se extendieron las conversaciones del matrimonio inexistente, mientras el hombre ocultaba el fallecimiento con impecable discreción. Hablaba frente a ella instalada en alguno de los muebles oxidados del jardín o cuando le prometía la limpieza de la vivienda polvorienta, siempre en momentos
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atemporales para huir del presente cada vez más insoportable por los problemas físicos recrudecidos por la edad y ataques imprevistos de nostalgia. Permaneció alejado del ámbito laboral y recibió la jubilación con gusto, pues así obtuvo más minutos para la plática sempiterna donde los aniversarios comenzaban a confundirse. A medianoche solía comentar los ruidos surgidos en el patio, el escándalo de los vecinos, la luna llena y el aire fresco del otoño. En el 2020 sintió miedo por el avance de la pandemia y las restricciones de la movilidad que de ninguna manera afectaron sus hábitos de ermitaño. Fortaleció los muros y el aislamiento para proteger su residencia. El día de la vacunación fue hasta el recinto dispuesto por las autoridades sanitarias sin interrumpir las pláticas con su mujer. Seis horas después entregó los documentos de ambos a una enfermera tan experimentada que fue capaz de mantener la serenidad al detectar el acta de defunción de la compañera ausente. Cualquiera habría pedido aclaraciones, pero la funcionaria supuso que se trataba de un gesto simbólico y amor ejemplar. Llenó los formularios y garantizó con voz potente que bastaba uno por familia, mientras guardaba la papelería innecesaria en un sobre amarillo devuelto sin añadir palabras incómodas. El hombre volvió a su domicilio para instalarse en los recuerdos y en los sitios que no podía dejar de compartir. Hablaba con ella incluso en sueños. Tanto la refirió sin desaliento que logró obtener la respuesta del silencio conmovido por la terquedad del incesante platicador. Al principio se manifestó con ecos y murmullos desapercibidos hasta que en los oídos del tipo solitario reaparecieron el trinar de los grillos, el aleteo de besos huidizos, la luz de la luna menguante, el crujir de las hojas en las veredas, la marcha del segundero en el viejo reloj de pared y el tic tac del pájaro carpintero visto por los dos sobre el tronco seco del aguacate. Los detalles multiplicaron las comunicaciones interminables hasta que una tarde de agosto la voz faltante regresó desde muy lejos. La mujer irrumpió por la puerta principal con la fuerza de un huracán. Olía como la lluvia y el perfume tantas veces respirado con avidez. El hombre sonrió al
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verla aproximarse sobre pasos ligeros y firmes. Contrapunto del corazón que se desdibujaba arrítmico y maltrecho sin alterar la expresión feliz del moribundo.
JOSÉ LUIS VELARDE
México
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uando despertó, luego de un sueño fantástico con sabor a nostalgia en el que, acompañada de Milo, el que había sido su perro más travieso, corría por un parque de caramelos y chocolates, los zombis ya estaban en su dormitorio, amontonados en una esquina
oscura de la habitación, silentes, estáticos, aplomados sobre sus propias podredumbres. Tenían la carne carcomida por la descomposición, las cavidades orbitarias ennegrecidas, la nariz aplastada y hundida hacia los cornetes, la boca desfigurada y chorreada de linfa coagulada y vestían la misma ropa andrajosa y sucia que los de las películas que tantas veces había visto junto con su padre. Los encontró tan reales y con detalles tan precisos que su rostro infantil no pudo evitar iluminarse con una sonrisa enorme y con un entusiasmo radiante. Se sentía emocionada, arrebatada por una sensación placentera que no comprendía pero que cualquier adulto hubiera identificado como la felicidad orgullosa que se experimenta tras haber sido agasajado espléndidamente; en otras palabras, se sentía importante y feliz. Con esa impresión fue que tomó su osito de peluche, aquel que antaño hubo pertenecido a su hermana mayor, y abrazándolo con apego, saltó de la cama con el pelo revuelto por la ensoñación, los cachetes inflados por la alegría y el deseo desbordado por la inocencia. Corrió hacia la puerta, impulsada por la intención de agradecerle a su madre (“tengo a la mejor mamá del mundo”, pensaba “¡voy a darle las gracias!”) por los increíbles regalos de cumpleaños que había recibido de su parte. Pero apenas asomada desde las sombras lúgubres y fétidas del quicio, su progenitora, sacudida por el agente infeccioso acelular que reventaba sus vasos sanguíneos, con la vestimenta desgarrada y con el torso bañado en sangre aún tibia, se le abalanzó sujeta al mismo apetito carnívoro que domina a una bestia voraz de la sabana cuando embiste a su presa.
ANDRÉS FABIÁN VALDÉS
Uruguay
Facebook: https://www.facebook.com/andresfabianvaldesFabo
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a niña continuó alejándose de su hogar sin detenerse a pensar a dónde la dirigían sus pasos. Las lágrimas le nublaban los ojos castaños y le empapaban el rostro. La decepción y la furia apresaban su corazón inflamado.
Recordó a sus padres, que se hicieron presentes en su mente envueltos en
una espesa niebla roja, reprendiéndola por haberse comido los dulces reservados para la cena de esa noche. Su padre recibía a importantes funcionarios del gobierno, hombres grises y de caras alargadas, cuyas esposas eran todavía más feas que el vestido que su madre planeaba usar para la velada. La desilusión que habían percibido sus ojos la seguía, caminando tras ella como su sombra, arañándole la espalda a cada paso. Caminó en línea recta hasta que ya no pudo ver la enorme reja negra cuya puerta había dejado abierta, ni los rosales del jardín que había estropeado antes de escapar, ni el tejado gris azulado que coronaba la casa. Con renovada esperanza palpó el abultado interior de los bolsillos de su abrigo y sonrió con malicia. Había tenido el buen tino de llevarse el resto de los dulces con ella antes de huir de forma intempestiva. Le servirían para comenzar su nueva vida, pues algo tendría que comer los primeros días, hasta que diera con la forma de conseguir dinero. Tal vez no fuera necesario, pensó con entusiasmo, si se alejaba lo suficiente hasta alcanzar el bosque que rodeaba la ciudad por el oeste. Entonces podría vivir entre los árboles, dormir sobre colchones de hojas, y alimentarse de frutos silvestres. Enseñaría a los animales a obedecer sus órdenes, y podría amaestrar un cachorro de lobo para que al crecer se quedase a su lado y se convirtiese en su fiel compañero, como el poodle de su madre. Pero el bosque quedaba lejos aún, y el sol comenzaba a ponerse entre los grises edificios de la bulliciosa ciudad. Por eso apretó el paso y corrió velozmente en dirección oeste, esquivando autos y transeúntes. Se adentró en un barrio en donde las luces de la calle no estaban encendidas, aunque hacía ya no pocos minutos que la noche había cubierto la ciudad con su manto negro. La viva cháchara de los
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viandantes y las ansiosas bocinas de los autos habían sido reemplazadas lentamente por el aullido de perros famélicos y el sonido de pasos presurosos escabulléndose por los callejones. Se aventuró aún más allá por ese lugar de cuya existencia jamás había oído hablar, obnubilada por lo desconocido y espoleada por una valentía ciega. Comenzaba a preguntarse si allí viviría algún ser humano, o si solamente podría esperar cruzarse con más gatos escuálidos y ratas gordas, cuando divisó una figura resguardada en la penumbra bajo un toldo hecho jirones, justo en la acera de enfrente. Era una figura alta y avasallante, aunque se la veía algo inclinada. Por su voz supo que se trataba de un hombre. Decidió que ya había corrido a ciegas lo suficiente, y se aproximó a él con la esperanza de que pudiera indicarle en qué dirección se hallaba el bosque. Al acercarse, la figura emitió un bufido de disgusto y se alejó raudo por una calle lateral dejando al descubierto una segunda figura, iluminada apenas por la agonizante luz amarilla de un farol cercano. Esta era mucho más pequeña y delicada. Era una niña. Agazapada contra la sucia pared del edificio, la observaba con unos enormes ojos verdes que danzaban entre la tristeza y la apatía. Sus mejillas estaban tiznadas por la mugre; su cabello rojizo oculto bajo un gorro de lana marrón; su vestido roto y remendado; sus pies descalzos en contacto con el frío suelo. La niña reconoció en aquel rostro su misma edad, y sin saber qué motivo o razón la guiaba se aprestó a vaciar sus bolsillos allí mismo, con una rapidez inusitada, como si se tratase de un ladrón deshaciéndose de su botín al saberse descubierto por la policía. La otra niña despegó su frágil cuerpo de la húmeda pared y se acercó a ella con pasos cautos. Tímidamente extendió su brazo y correspondió a aquel inesperado regalo con otro, mucho más humilde. Un ramo rojo de flores silvestres. Aceptó las flores con manos temblorosas y observó como la niña se disponía a recoger los dulces con parsimonia. Sin pronunciar ni una sola palabra fue guardando cada preciosa pieza del botín entre los pliegues de su raído vestido. Estrujando el ramo contra su pecho, la niña dio media vuelta y emprendió el camino
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de regreso a casa.
DANA BELéN BAIONI
Argentina
Twitter: https://twitter.com/DanaBaioni Instagram: @danabaioni
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A
vanza con paso seguro por la orilla de la calle con los brazos entrecruzados a la altura del abdomen. Es de madrugada. Hojas secas y papeletas fosforescentes son arrastradas por el viento que azota contra su overol azul y remarca el contorno de sus pechos,
disimulados por la tela holgada. Baja la mirada para que la tierra no le entre en los ojos. Quienes pasan husmeando por las ventanas de los autos piensan que la muchacha siente vergüenza. Los chiflidos y piropos que le lanzan no la inquietan, ella piensa en el día que tiene por delante y sus ojos se iluminan, los labios dibujan una sonrisa que se extiende hasta hundir su lunar en los hoyuelos de la mejilla. Reconoce los tacones rojos y las pantorrillas gruesas morenas a unos metros de ella, levanta el rostro y saluda con gesto amistoso. La dueña de los tacones no responde, cambia su postura apoyando la espalda ancha contra la pared, con aparente indiferencia, exhalando espirales de humo que el aire desvanece al instante, se reacomoda el cabello que cae una y otra vez sobre su rostro y observa a Penélope de arriba abajo mientras está se aleja. Penélope no se indigna, mañana habrá de repetir la escena, como cada día. Pasa frente al edificio púrpura, iluminado por letras neón que dibujan intermitentes las palabras “Sweet Dreams”, en sus ventanales; fotografías y carteles informan las novedades de los modelos recién importados; “Limpieza, seguridad y placer”, se anuncian. Da vuelta en el callejón y toca a la puerta trasera, se aleja un poco y saluda a la cámara que vigila la entrada desde arriba. Escucha los cerrojos abrirse y una voz femenina le indica pasar. Entra y cierra con candado nuevamente. La muchacha que le abrió trabaja en una de las máquinas sobre la mesa, con decenas de herramientas desperdigadas alrededor, y Penélope percibe en su tono de voz que la chica se siente presionada. —Discúlpame Penny, ya casi termino con esta modelo. Tenía una falla en la pierna izquierda, un cliente la dañó y se movía a destiempo; por eso el holograma no calibraba bien, pero ya está lista solo hay que limpiarle la grasa antes de volverla a instalar. —Si quieres yo termino, Ava, no te preocupes. Ya casi es hora de que se levante tu niño, vete y yo me encargo.
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—¿Lo dices en serio? —Claro, no te preocupes, estamos para apoyarnos. —Te lo agradezco, al menos ayudaré recogiendo la herramienta. —No, descuida, yo me encargo. Penélope se queda sola, con la curvilínea robot de acero, plástico y silicona sobre la mesa esperando ser limpiada y reinstalada. Toma un trapo húmedo y comienza a pasarlo por los muslos; lo hace con gentileza, formando pequeños círculos sobre las manchas hasta retirarlas, sube de poco a poco hasta llegar a las nalgas, luego la gira y comienza a tallar la pelvis. El peso de su mirada cae sobre los pechos de silicona y la suavidad de sus yemas los recorren varias veces. Son redondos y bien levantados, más o menos como los suyos, quizás solo un poco más pequeños, carecen de aureola, pero poseen pezones que crecen y endurecen de acuerdo al contacto con el varón que pague por acariciarlos. Desliza la palma por entre los senos, baja por el abdomen, se pasa por la cadera, acaricia los muslos y aprieta la pantorrilla, va palpando el entramado de sensores diminutos insertados en la cubierta blanda de la máquina, los que leen la temperatura, miden la respiración y presión sanguínea del cliente para emular el orgasmo en el momento justo. Escucha abrirse la puerta de enfrente. Se acerca a la ventana de una sola vista disfrazada del otro lado con afiches, y pega la cara contra el vidrio para observar. Se trata de un muchacho en sus veintes, gordo, de cabello grasoso, que está tecleando en una de las pantallas táctiles empotradas en la pared. Penélope revisa la hora, todavía es temprano; continúa con su trabajo, y minutos después aparece en su monitor el aviso de ejecución de orden en la recámara número tres, con todos los sistemas funcionando normalmente. Termina de limpiar la modelo y se dispone a insertarla en su cápsula cuando, una vez más, suena la alerta de alguien entrando al local, se acerca a la ventana y confirma lo que estaba esperando. Un hombre de cabellos rubios, bien entrado en sus cuarentas, de brusco mentón cuadrado y barba rala. Lleva la misma chamarra verde con el cuello levantado y la gorra de siempre; va directamente a la computadora de la recámara uno, e inserta
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una unidad de memoria en la ranura. Minutos después aparece en el monitor de Penélope el siguiente mensaje: Orden lista. Error en Recámara 1. Insertar modelo inmediatamente. Preparando simulación. John esperó a que el joven regordete entrara a la recámara o saliera del negocio antes de acercarse, no quería que nadie lo viera. Era la quinta vez que visitaba el lugar y temía que alguien lo reconociese; estaba cansado de mentirle a su esposa y, sin embargo, cada vez le era más fácil. Al parecer ella no sospechaba nada y ¿por qué habría de hacerlo? Siempre ha sido un esposo devoto y fiel, lo seguía siendo. Se repetía una y otra vez que no era algo real, que no tenía ninguna importancia, pero se imaginaba tratando de explicárselo a su mujer, quien, estaba seguro, lo estaba esperando en un rincón, al voltear la esquina en esa calle, lista para sorprenderlo. El estrés lo consumía. Sintió el corazón golpear el pecho como si quisiera salírsele y la sangre subiendo por el cuello con fuertes punzadas. No hay nada de qué preocuparse se dijo, ella duerme tranquila sabiendo que haces horas extras en el trabajo. Es la última vez que vienes, después de esto se acabó. Se asomó de nuevo al lugar y vio que estaba vació, caminó directo a la puerta y entró sin titubear. No perdió tiempo. Fue a la computadora y tecleó la orden, extrajo una unidad de memoria del bolsillo y la colocó en la ranura. Era la única computadora donde insertaba correctamente la memoria al primer intento. Abrió la carpeta de archivos y comenzó a subir todas las imágenes, había asaltado las redes y descargado más de doscientas fotografías, algunas de las cuales tuvo que recortarlas meticulosamente pues incluían a otras personas. Después de buscar durante horas, logró encontrar un álbum viejo, en un perfil que su esposa dejó de usar años atrás; en él, había fotos de una visita a la playa con su amiga. Aparecían muy felices las dos vistiendo traje de baño. Las fotos tenían más de diez años, pero la computadora podía cotejar los datos. Sin tomar en cuenta las fotos, desnuda, que le envió dos meses atrás, estas eran las imágenes donde más piel mostraba y eso era importante para una buena simulación. Habían sido buenas amigas desde la secundaria. La propuesta lo tomó por
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sorpresa, nunca distinguió indicios de que quisiera tener algo con él. La trató muchas veces, siempre la consideró tímida y algo retraída, callada, ocultando su feminidad, siempre a la sombra de su esposa, la mejor amiga. Recibió el mensaje en una cena con amigos, primero pensó que se había equivocado de contacto, pero los mensajes subsecuentes le confirmaron que no había error alguno. La mejor amiga de su esposa lo estaba invitando a una aventura y para probar la autenticidad de sus palabras le envío una serie de fotografías donde se apreciaban a detalle las más íntimas partes de su cuerpo. Esa noche no le respondió, borró las imágenes para no ser sorprendido y espero a tener la mente clara. Al día siguiente, su respuesta fue tajante: No. No echaría su matrimonio por la borda por una aventura. No la delataría, pero no quería volver a escuchar o recibir mensajes de ella, de lo contrario le mostraría a su mujer las capturas de pantalla de las proposiciones que le había hecho. No solo eso, amenazó con hacerlas públicas, arruinaría su reputación y le haría perder el trabajo, de nada le serviría ser Ingeniera con Maestría en Robótica si en todos lados la reconocerían como la puta que era. No iba a arriesgar su matrimonio acostándose con otra mujer, mucho menos con la mejor amiga de su esposa, seguía firme en su decisión y, sin embargo, la posibilidad tan real de acostarse con ella lo atormentaba todas las noches, al punto de que por primera vez en más de treinta años había vuelto a tener sueños húmedos. Cuatro veces había asistido a la simulación tratando de acabar con el deseo, pero cuando vio las fotos de la playa supo que tenía que permitirse regresar una vez más. La computadora analizó las imágenes y en un minuto ya las había asimilado, listas para la más realista réplica de su cuerpo. Introdujo los billetes en la máquina y segundos después los cerrojos electrónicos de la recámara número uno, se abrieron con un ligero silbido metálico. La pequeña habitación lo acogió con sus luces cálidas y deshizo todo nerviosismo. En el centro se encontraba una cama y en la orilla un sofá rojo de imitación de piel donde se dejó caer de cara a la compuerta por donde saldría desfilando una mujer de artificio a cumplir sus fantasías. Las luces se atenuaron, el aire se inundó con el suave riff de guitarra de un blues y la puerta frente a él se abrió. El rostro y silueta se presentaron majestuosos
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sobre lo que debió ser una carcasa de metal. Fue sin duda la mejor recreación de aquella mujer, con el rostro rejuvenecido algunos años, sonrisa coqueta y el lunar hundido en los hoyuelos de las mejillas que tanto le gustaba. La imagen proyectada vestía un traje de baño de dos piezas, blanco, como el que usó años atrás en el viaje a la playa con su amiga. Se acercó contoneándose al ritmo de la música, y se detuvo antes de llegar a él; elevó los brazos y meneó la cadera, deslizó sus manos por el cuello, entre los senos y la cintura, dio media vuelta y sosteniendo la cadera meneó su trasero casi rosando el rostro de John. Luego se apartó unos pasos y esperó a recibir órdenes. John, acalorado se arrebató la chamarra y la arrojó al suelo. —Ven aquí, vas a chupármela. —Sentenció mientras desabotonaba su pantalón. Ella se acercó y se puso de rodillas; terminó de quitarle la ropa interior y agarró su pene erecto. Lo masajeó un poco y comenzó a lamerlo desde la base hasta la punta, para después introducirlo todo en su boca, subiendo y bajando lentamente en repetidas ocasiones. John intentó tomarla de la cabeza y su manó atravesó el holograma, sintió el cabello entre sus dedos sin poder ver su mano. Minutos después le pidió que se detuviera y ella se puso de pie. —Desnúdate y súbete a la cama. En un instante, casi imperceptible, la imagen volvió a cargar sobre sí misma, y la poca ropa que llevaba desapareció. Se acostó boca arriba y permaneció inmóvil con las piernas estiradas y los brazos pegados al cuerpo. John la observó detenidamente unos segundos. Los detalles de la piel eran asombrosos, pero sabía que la imagen no era exacta, los pezones debieron ser más grandes y morenos, el área púbica no debió estar totalmente depilada. —Abre las piernas. Ella obedeció, elevando las rodillas. Él trepó a la cama y se hincó frente a ella, listo para penetrarla. La tocó con la punta de los dedos y sintió la suavidad de la máquina, cada vez más realista, humedecida, invitándolo a comenzar. La tomó de las pantorrillas y las posó sobre sus hombros. Se introdujo y ella respondió con un
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gemido, uno que no correspondió al movimiento de los labios proyectados por los hologramas. La agarró de las nalgas para levantarla un poco, luego apretó los muslos y aumentó la velocidad de sus embates. Ella continuó gimiendo y sus manos apresaron la colcha arrugándola, pero los sonidos que emitía y su boca no se acoplaban del todo; la soltó y salió de ella frustrado. Tras una pausa le ordenó que se pusiera a cuatro. Ella se levantó y giró despacio, arqueó la espalda y elevó el trasero. John estaba molesto, se talló la cara llenó de frustración por las fallas que lo regresaban a la realidad y no percibió el instante en que la proyección tardo en reacomodarse; la mujer debajo quedó expuesta. Observó los labios empapados esperando ser penetrados nuevamente, introdujo dos dedos y la mujer se estremeció ahogando un gemido. La tomó de la cadera e insertó el miembro con agresividad, sus palmas atravesaron el holograma una vez más, clavó los dedos en la piel que se sintió más real que nunca y arremetió con toda su fuerza. En un momento sintió que perdía el equilibrio, la mujer pegó la cara a la cama con el trasero aún levantado. Los gemidos se convirtieron en gritos; pasó las manos por debajo para aprisionarla de los pechos, sintió los pezones endurecidos y dejó caer todo su peso sobre ella antes de correrse dentro. Apenas acabó se levantó con un largo suspiro. —Terminar simulación —dijo alzando la voz. Las luces brillaron con mayor intensidad. La cama se introdujo en la pared y una nueva, con sábanas limpias salió en su lugar. La música se detuvo y la modelo fue de regreso a su compartimiento con las piernas temblorosas, haciendo un esfuerzo por no tropezar. Antes de que la puerta se cerrara le pareció a John que el holograma había fallado nuevamente, pues por un momento creyó ver que la ilusión tenía tres manos, una de las cuales daba pequeños círculos sobre su clítoris. Terminó de ponerse la ropa justo cuando la puerta se desbloqueó. La abrió lentamente, se aseguró que no hubiera nadie más en el área de las computadoras y salió de aquel lugar, cabizbajo, y acelerando el paso, tratando de cubrir el rostro con la gorra. Bajó por uno de los callejones y salió a tomar un taxi en la otra cuadra, para llegar a casa
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donde su esposa lo esperaba. Hacía buen tiempo, quizás tendría oportunidad de buscar entre los archivos de su mujer alguna fotografía de su amiga que no hubiera utilizado aún.
EDGAR A. RIVERA
Colombia
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adie sabe cómo llegó al pueblo de San Miguel. Fue la noche del cometa cuando apareció; esa noche cantaban las ranas después de la lluvia. Una mañana lo vieron sentado en la banqueta al lado de la cantina de la calle empedrada y de ahí nunca se
movió. Siempre sonreía y en su cara sucia y sin rasurar se podían notar unos ojos llenos de vida. Saludaba a la gente agitando su mano cada que pasaban en sus carretas jaladas por caballos que llevaban mercancía para vender al mercado. El loco, le decían. Nunca supieron su nombre pues no decía palabra alguna, solo balbuceaba. A veces la gente le dejaba algunas monedas, pero nunca les mostró interés pues no tenía idea ni para que servían. Prefería tomar algo de pan o fruta que le ofrecían los transeúntes. En los días de la peste que llegó de Europa pensaron que era el primero que iba a morir por no estar resguardado en casa. La primera que murió fue la curandera, no se sabe si por la enfermedad o por envenenarse con un mejunje que inventó para erradicar la peste. Nomás vieron cómo se convulsionaba y le salía espuma por la boca para no volver en sí. Murieron más de cincuenta habitantes y el loco siguió feliz de la vida, ignorante de los peligros, desde su rincón. Cuando fueron los tiempos de las campañas electorales los del partido rojo lo querían llevar de acarreado a los mítines, pero nadie lo pudo convencer de que fuera. Solo le quitaron su camisa sucia y le pusieron una nueva con el logo del partido para hacer propaganda. Después vino el partido azul y le quitaron sus zapatos viejos y le regalaron unos tenis con el logo. El día de las votaciones nadie supo como fue que su voto apareció en las urnas. Era muy extraño; habían visto votar a los muertos, pero a los locos no. Los del partido rojo acusaban a los de azul y los de azul a los de rojo. Al final, para desviar la atención culparon al loco por fraude electoral y hasta lo querían meter a la cárcel, cosa que no procedió, pero sirvió como cortina de humo. Cuando hicieron una caravana para pasear a la Virgen de la Lluvia para que esta les concediera acabar con las sequías, el padre le pidió que se confesara. Sin embargo, el loco ni siquiera le hablaba y ni volteó a verlo. ¿Qué pecados podría
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tener alguien que solo estaba ahí sentado todo el tiempo saludando muy sonriente a todo el mundo? Tampoco lo convencieron de que fuera a misa para salvarse de ir al infierno. La biblia que le dejaron la ignoró por completo como si fuera una de las tantas piedras en la calle. El día del huracán todos se fueron del pueblo porque sabían que sus casas de cartón y de madera no resistirían. Le ofrecieron la mano al loco para subirlo a la carreta, pero él nunca les hizo caso y solo les sonreía. Sin más tiempo que perder ahí lo dejaron y partieron de prisa pues la lluvia y el viento empezaban a arreciar. Cuando regresó la gente al pueblo, dos días después, lo hicieron en lanchas improvisadas pues las calles parecían ríos. Las corrientes se llevaron vacas, chivos, gallinas y marranos. Cuando alguien se acordó del loco, pensaron que no había sobrevivido, pero ahí estaba recargado en la pared con el agua hasta el pecho. Y sí, para su sorpresa, sonreía con los pocos dientes que le quedaban y les decía adiós. Cuando bajó el nivel del agua solo quedó una raya de humedad por todas las paredes de las pocas casas que quedaron de pie y en el pecho del loco. Pasaron los años y la gente fue y vino. La tiendita la hicieron mercado, la capilla fue catedral y hasta le pusieron quiosco a la placita. Aunque las calles aún eran de tierra. Los chicos crecieron y los viejos partieron de este mundo. El loco seguía ahí tan joven, sonriente y lleno de vida como el primer día que llegó a ese lugar aún con su playera roja y sus tenis azules, pero ahora desteñidos y casi destrozados. Una mañana de abril cuando apenas estaba abriendo la primavera la noticia se corrió como pólvora por el pequeño pueblo de San Miguel. El loco ya no estaba. Solo había quedado su sombra en la pared. Entonces la gente tuvo miedo. La iglesia se abarrotó de creyentes y no creyentes. Se respiraba un aire raro en la atmósfera. Las vacas y los cerdos se veían desesperados por huir. No había aves en la cúpula de la iglesia. —¡Santo niño de Atocha! Que Dios nos agarre confesados. — murmuraban las comadronas. Fue entonces que los candelabros de la iglesia se empezaron a mecer de lado a lado y se cayeron los cuadros de las paredes. Las casas caían como si fueran hechas de cartas de baraja. Después de cuatro minutos, que
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parecieron horas, todo volvió a una relativa calma y se escuchaba el lamentar por todos lados. Sin embargo, lo peor estaba por venir cuando se rompió la presa de San Vicente. En cuestión de horas se inundaron todos los rincones. Pocos sobrevivieron. Lo único que quedó de pie fue la catedral. Hoy en día solo se puede ver la cruz de su cúpula cada que baja el nivel del agua del lago que cubre al pequeño pueblo de San Miguel.
HÉCTOR MORENO GONZÁLEZ
México
Facebook: Barón Azul
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sta mañana me siento muy emocionada, aspiro con fuerza una y otra vez, el olor a nuevo que despide mi vestido. ¿Y el peinado? admirable, incluye adornos a la última moda al igual que mis zapatillas, que no solo lucen hermosas, sino que estoy segura,
serán también muy durables, apropiadas para nuestro clima. Mi ánimo va en aumento a medida que pasan las horas, hasta mi llegan todos los aromas de mi alrededor, el perfume del pasto húmedo recién cortado, el olor especiado y frutal de los jazmines, mientras a mi espalda percibo la esencia característica del limón, y la dulzura de la naranja, y por la frescura que siento desde ahí, agradezco no solo su fragancia, sino la sombra que protege esa parte mía, de los fuertes rayos del sol. Hoy me siento muy feliz porque, aunque me encanta escuchar los ruidos característicos de las noches, cuando ya el barullo en banquetas y calles es mínimo, cuando los murmullos cercanos a mí se apagan, y el estruendo de los vehículos, rodando hacia sus destinos se termina, de un momento a otro, mi interior será decorado como corresponde. ¡Que emoción!, mis días ya no serán tan largos y tediosos con los nuevos sonidos que complementarán mi interior. ¡Ya los instalaron! ¡Los escucho muy bien! Me encanta el matiz que adicionaron al tono de la voz joven, siempre mesurado, no como el sonido que proviene del masculino joven, se advierte como fastidiado, aburrido incluso, y por alguna razón, quizás de ajuste durante la instalación, cuando se escucha ocasionalmente el tono del masculino mayor, oigo algo parecido a un chirrido. ¿La última señal instalada? ¡Maravillosa! Además, gracias a ella, la fragancia proveniente de mis espaldas, se percibe todavía mejor, cuando se le escucha exclamar con entonación muy feliz: ¡Hoy hice agua de limón! ¡Hoy hice agua de naranja! Confío, qué durante los años transcurridos hasta hoy, mi presencia haya sido advertida también como algo agradable, que ese instinto de protección que me 67
caracteriza, no haya sido considerado como un exceso sofocante, que los haya hecho desear, huir de mi interior. Durante los últimos años, me esforcé tanto en mí rol protector, que hasta hoy, y después de muchas primaveras, me percato que, por alguna razón desconocida, sigo usando la misma vestimenta, y entonces se apodera de mi un sentimiento de añoranza, recordando aquellos hermosos colores usados no hace mucho, el olor de esos vestidos nuevos, sobre todo, extraño la admiración de los vecinos, eso que me hacía sentir muy feliz. También he empezado a notar la ausencia del tono fastidiado, y la música estridente que siempre lo acompañaba, ambos ruidos han sido remplazados por una música suave, la cual me provee mucha tranquilidad. Debido a esa conexión interrumpida, he podido volver a escuchar con claridad, los sonidos que llegan acompañando a la noche. Mi preocupación sigue creciendo, me siento muy inquieta por el desequilibrio que percibo entre mi interior y exterior. Después de muchas primaveras, sigo usando el mismo vestido, el último que estrené era color rosa, el cual, y debido a la humedad, ahora luce de un color desvaído, incluso tiene un olor desagradable. Los vecinos ya no se detienen a mi lado, inclusive, perdí ya parte de los adornos de mi peinado, debido a la furia de la última tormenta. Pero a pesar de cómo me vea, lo que más me angustia ahora, es que ya no alcanzo a escuchar tampoco la música suave, además, los antes fuertes sonidos en forma de gruñidos, apenas son audibles, y uno de mis tonos preferidos, por su dulzura, ahora son solo susurros casi inaudibles. Este invierno ha sido muy difícil para mí, debido a que la parte baja de mi vestido rosa se ha rasgado, sobre todo la parte del frente, que es con la que me protegía de los fuertes vientos y la fría lluvia invernal. Los huesos empiezan a dolerme, debido a la humedad absorbida por la falta de la vestimenta adecuada, la admiración que solía despertar en los vecinos, ha sido remplazada por expresiones de tristeza y nostalgia, y puesto que ya también perdí las 68
grandes bolsas que adornaban la parte frontal y trasera de mi vestimenta, puedo escuchar con mayor claridad sus comentarios, cuando pasan a mi lado en forma rápida, ya sin detenerse. ¿Te acuerdas de ella?, me encantaban los adornos en su parte alta. A mí los colores con que la vestían. ¿Y el aroma que emanaba a todo su alrededor? Llegaba hasta nuestra casa, sobre todo en los días húmedos. Si, pero desde que mur… El viento gélido me hace temblar, la fuerza de la fría lluvia ha terminado de destruir mi vestimenta, dejando muchas partes de mi cuerpo al descubierto, las piernas ya no me sostienen como antes, debido a que he perdido una de mis zapatillas. Cuando intento erguirme, tratando de mantener mi dignidad, me da terror el sonido de mis huesos, temiendo terminen de quebrarse. Mi deseo de estrenar un vestido y portar nuevos adornos, ya quedó en el olvido, lo único que me preocupa ahora es perder la segunda zapatilla, sin ella, será imposible resistir hasta la siguiente primavera.
SONIA ARRAZOLO
México
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"Todo deseo estancado es un veneno" André Maurois
E
l contacto físico era evitable, por ello me parecía fácil coquetearle a quemarropa. Lanzarle palabras, escritos, fotos, cualquier cosa que llamara su atención. El sexo no era de esperarse porque el deseo contenido era soportable. En una primera cita me robó un
beso, le robé la noche. Estuvimos en su cama lamiéndonos los labios, las lenguas y los dientes durante horas hasta que nos despertó la luz diurna que se filtraba por su oculta ventana. Besos llenos de prohibiciones morales, igual que en la época de estudiantes de secundaria. Besarse con reglas tácitas como: si toco arriba de la ropa no es tan malo; si no suelto sus labios será solo un beso que lamentar, así este dure por horas. Si me froto contra su sexo y no penetro sigue siendo permisible, sigo sin saltar el cerco. Seguimos dentro de los límites no dichos, pero extrañamente comprendidos y respetados. El resto de la historia fue sencillo que se escribiera. No planeaba quererlo, pero oía cada palabra que salía de mi boca y respondía atento a cada petición mía. No lo quería tomar de la mano, pero lo veía caer al vacío y hacerlo fue sencillamente necesario, caímos juntos. Amaba sus distintas sonrisas, quería apropiarme de sus manos. Me acostumbré pronto a sus labios, abrazos y a ¡sus piernas! Era sencillo acompañar mis noches con sus cenas, palabras y gemidos, era bonito. Casi conté las veces que lo tuve entre mis muslos, era adictivo, una droga silenciosa y dañina. Un placer efímero lleno de culpas, aunque al mismo tiempo displicente y permisivo. Delicioso, como todo lo difícil de olvidar. Es complicado creer que solo duramos juntos unos meses. No puedo comparar ese tiempo de desenfreno y pasión con ninguna relación, así estas hayan durado años. La meta inicial era hacernos felices, ser libres de prejuicios, llanto y dolores. No logramos el cometido, nos estorbó tanto amor.
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La ruptura la hizo lo más dura posible. Procuró este amor como un ave procura su vuelo. Sembró y germinó en mí dolor y angustia. Reclamó, quebró y aferró sus manos a mis piernas, literalmente se aferró a mí en nuestra despedida, parecía que dejaba a un niño desamparado y no a un adulto. Se negó a la libertad de ser amado, se negó a creer en un final tan esperado, y su villana fui yo. Insistió en permanecer en mi historia y compró su estancia. Inyectó en mis venas la obsesión y la necesidad de satisfacer todas sus carencias. ¡Él!, le puso canción al amor, al deseo y hasta al adiós. Se inclinó contra el piso esperando mi orden, como un fiel perro. Rompió el significado de los poemas, abandonó los libros y cesó las cartas. Me presionó contra la pared hasta que grité: sí aún te amo. De tanto dolor, bailamos en el aire, llevados de su mano, dando vueltas por su cama, sin penetrarnos, pero en abrazos eróticos y roces que podían llevarnos a la locura. Comiéndonos el sexo entre lágrimas, mensajes erróneos y peleas interminables. Negó mi amor, el sexo y nuestra pequeña vida juntos. Crucificó mi decisión de terminar, la cual se supone había aceptado en un principio. Se lamentó de existir, haber amado, de ser mío. En medio de la batalla fallida, de un adiós largo, nos despertamos otra vez en su nueva cama, abrazados. Fue una mañana azul en medio de tantas mudanzas, con su beso frio en mi cuello, asco en el estómago, sus grandes y necias manos encima de mí y mi inagotable vacío. Me fui de ahí, no podía soportar tanta incertidumbre. Su cama se quedó casi desierta con él inerte sobre ella. Tomé mi vida que le presté, o así lo creí, y saltando una cuerda hecha con su correa, feliz salí de su vida. Apenas fuera de ella él cerró la puerta, cuando di la vuelta y la vi cerrada me asusté y con prisa, arañando la madera y tocando frenéticamente nuevamente me volvió a abrir. Entré de nuevo. Otra vez, ahora en otro sitio, otro tiempo, otra cama. Ambos estábamos diferentes del cuerpo, de la mente, con el corazón ya roto y precavidos con el escudo en alto. A mitad de nuestro juego sádico de volver a cogernos, comenzó a llorar mi
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corazón y le pedí parar, se detuvo y paró todo. Otra vez quería huir de él, escaparme. Ahora parecía ser inmune a la droga, aunque sentí felicidad. Los besos fueron dulces, el sexo, sus penetraciones, abrazos y comernos era rico, parecía bueno. Nos reconocimos en nuestros nuevos mapas corporales, pero teníamos trazados distintos caminos, así lo sentí. Escribimos el cuento más triste que pudimos; cursi y hermoso con un final trágico. En él había villanos y heroínas rotas, príncipes endemoniados e infieles. Lo leímos juntos y lo quemamos en la fogata de un adiós tormentoso que parecía inacabable. Caperucita y el lobo se encontraron e hicieron una tregua: terminemos ya con este juego de perseguir y de ser perseguida. En todas las repeticiones que dé mi vida, que siempre suceda, que vuelva a pasar, aunque termine mal ¿Nos mentimos o solo mentimos al decir que no nos amábamos y nos olvidaríamos?, ¿también jugó o solo fue juguete? Lo hice tan feliz como nadie lo había hecho; jamás había reído así, lo sabemos. Nunca sintió tanta esperanza como la que tuvo al verme desamparada en el mar y él ser la única balsa que pasaba por ahí para rescatarme. Rompí la promesa de borrarle, de no llorar por él; de no masturbarme por recordarlo encima de mí, sudoroso, penetrando y preguntando con soberbia: ¿más? Mientras yo deliraba de placer y perdía toda compostura rogando más adentro, más fuerte, más mío. Me enfermé de amor, como si el amor de por si no fuera insano, dañino, corrosivo y adictivo. Me da vergüenza aceptar que no quiero que vuele, ame y sea feliz sin mi presencia. Me quiero en sus pensamientos y letras. Repetitiva, como el empuje de su sexo; placentera, como su dolor alimentado cada día. No hay día que no piense en él, que no lo recuerde y me lamente. Ya han pasado años desde que terminamos y el sabor de su semen sigue en mi memoria como aquellos días en que su sexo estallaba en mis labios. Es absolutamente doloroso no estar con él, casi tanto como haberlo tenido.
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Él. Alguien que conocí un día y si ahora lo viera por la calle cambiaría de acera para no encontrarme con él de frente, con sus ojos café. Moriría de ganas por besarlo y robarlo de su vida comprometida para hacerlo infinitamente feliz... con el amor nocivo que siempre soñó.
VERÓNICA GONZÁLEZ CANTÚ México
Twitter: https://twitter.com/veroglezcan Instagram: https://www.instagram.com/escribocuento/?hl=es-la
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l hombre del traje gris llegó a su domicilio abrumado por una sensación de irrealidad repetitiva. Otro día sin sentido, igual al anterior, perdido entre los residuos de la memoria. La incertidumbre le remolineaba en las entrañas hasta convergerle
como huracán de dudas en la cabeza. ¿Esto es todo?, se preguntaba. Tanto “big bang”, tanta creación, tanto pulgar ¿para esto?, ¿para cargar un maletín, un Smartphone? Su esposa e hijos lo esperaban para la cena y lo recibieron como cualquier otro día, calcado al anterior. Se excusó después de los saludos, argumentando cansancio, y se retiró a dormir sin siquiera asearse. Durmió sin desvestirse, durmió con la profundidad de quien quiere alejarse de todo. Su cansancio no era solo físico, su alma se descarapelaba en escamas de tiempo muerto, desperdiciado. Y en cuanto durmió, soñó profundo y vívido, soñó que se ponía en marcha en una suerte de levitación extracorpórea, que recorría algunas calles como un ojo gigante y flotador, hasta llegar a un parque de senderos laberinticos ubicado en el núcleo del sueño. Soñó con infinita nitidez cada rostro, cada nube, cada hebra del pasto que flanqueaban las cintas asfálticas del paseo, cada pétalo, cada grieta, cada colilla tirada en el camino, que poco a poco daba paso a un suelo más artesanal, forrado con pedacería de cerámica, formando un sol en varios tonos de ocre, naranja y amarillo, justo en el centro donde convergía el laberinto de senderos. De la nada apareció un peculiar hombre, eyaculado desde la misma nebulosa onírica de la que dependía el ojo gigante. Este hombre caminó andrajosamente despacio y absorto en, quizás otros mundos, otros ojos gigantes, otros dioses. Se detuvo en el centro exacto del sol artesanal. En eso, el hombre del traje gris despertó. El sueño había sido un bálsamo para el alma. Después de aquella primera vez, no pararía de habitar el mismo sueño cada noche. Al día siguiente durmió temprano y pronto alcanzó ese otro plano. Como ojo gigante y testigo, fue en busca del hombre de caminar lento y camiseta andrajosa de tirantes, lo vio llegar al centro
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exacto del astro de cerámica en el suelo y voltear a un punto del cielo. Famélico, con las barbas enmarañadas, de pómulos cadavéricos y en el fondo de las cuencas hundidas, unos ojos verdes delirantes, tan vivos, tan muertos. La abundante vaciedad de su mirada era su rasgo más característico. El hombre del traje gris lo examinó con detenimiento. Le pareció familiar, íntimo. Durante la sesión de la tercera noche, lo observó por primera vez realizar sus movimientos definitivos que se repetirían hasta su desaparición. Caminaba hacia el centro exacto del sol de cerámica, se detenía, con movimientos robóticos subía la mirada a un punto preciso en el firmamento y terminaba por levantar el brazo izquierdo en un ángulo aproximado de sesenta grados para apuntar con dedo firme. Se quedaría allí, fijo, clavadamente inmóvil. Lo que al pasar del tiempo le ganaría el apodo del hombre estatua. Las semanas pasaban, y el hombre del traje gris se fue hundiendo en las movedizas arenas de la obsesión. Comenzó a desatender su vida, a tomar prolongadas siestas. Su familia pasó a segundo plano y los problemas conyugales se anidaron en cada rincón. Sin embargo, todo iba de maravilla en el sueño, el hombre estatua no pasó desapercibido, con el correr de los días, la gente comenzó a notarlo, de inmediato cobró una popularidad desmedida entre los habitantes del parque. Cada sesión de sueño aumentaba la aglomeración de gente en torno al hombre estatua. La gente no paraba de tomarse fotografías con él. Grupales, en parejas o solos, con posiciones extrañas, festivas o innovadoras. Con el correr de los días, de manera espontánea, unas personas le limpiaron el rostro, después otras le arreglaron los cabellos y en lo sucesivo otros recortaron las barbas, lo calzaron, ataviaron con corbata y demás prendas. El soñador se maravilló al observar como paulatinamente cambió su aspecto de harapiento a uno más semejante al resto de los habitantes del parque, y todo gracias a la euforia colectiva de la cual era su centro; el hombre estatua se convirtió en un oasis contra la cotidianeidad de sus vidas repetitivas. Apareció en revistas, lo llevaban en sus camisetas, en almohadas y tazas. Pero invariablemente del clima o de la muchedumbre, él se paraba como estatua día tras día, en el centro del sol artesanal.
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Un buen día dejó de ser novedad, los habitantes del parque lo habían normalizado, convertido en parte de sus días homogenizados. Al soñador no le importó, le agradaba la escasa atención que su soñado recibía, se podía concentrar en lo importante; saber que veía, que hacía. Había decidido, que el hombre estatua esperaba, ¿pero qué? En una ocasión, pudo pasar el tiempo suficiente dentro del sueño, se hizo de noche y entonces distinguió un indicio sobre el cielo oscuro. Una mancha verde pañosa, apenas más tenue que la noche, bordeada de algunos puntos más claros de forma esférica y otras manchas semejantes a estelas. El hombre sintió un avance real, esto lo llenaba de alegría e intriga. A la noche siguiente, el hombre estatua llegó hasta el centro del sol de cerámica, portando aún el traje gris con el que lo habían dotado los habitantes del parque y asumió su rol de inmovilidad. Permaneció así durante cinco minutos, luego su rostro comenzó a deformarse en gestos de tristeza. Las cejas se levantaron en el entrecejo y cayeron hacia los lados, también cayeron las comisuras y rodaron algunas lágrimas. Y por primera vez en mucho tiempo, el hombre estatua bajó el brazo, su boca se abrió desmesuradamente en un gesto de sufrimiento. Un grito mudo que terminó por hincarlo. Dejó de ver hacia el cielo. Después de rato, se levantó, caminó hasta desaparecer y el sueño terminó. Desesperado, el hombre volvió a dormir, pero no soñó. Por varios días se vio imposibilitado de alcanzar el plano onírico. Su entrega a la tarea de soñar fue absoluta, la noche perdió su exclusividad, el alba o el atardecer también eran momentos idóneos para obligarse a dormir. Todo su mundo era el sueño, al que ahora no podía acceder. Su familia se fue, a él no le importó. Se retorcía en el colchón húmedo, salitroso. Sufría y no concebía un peor tormento que ese; no poder soñar, y al hacerlo, no encontrarlo más, pues el hombre estatua ya no estaba allí. Solo el sol de cerámica permanecía embellecedor en el suelo, alegrando a cuanto transeúnte habitara esa parte el parque, algunos todavía se detenían en el centro del astro rey y se volvían imitaciones baratas del hombre estatua, se tomaban fotografías y reactivaban su marcha rutinaria. A nadie parecía
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importarle su repentina ausencia. Solo a él, ojo gigante y flotador; su soñador. Cuando por fin pudo soñar de nuevo lo buscó sin éxito, intentó aparecerlo, pero no lo logró. Pensó entonces en ser él mismo quien se parara en medio del sol del suelo y volteara al firmamento, pero tampoco podía soñarse a él mismo, nunca había podido, siempre había sido un ojo testigo, solo eso. El sueño se volvió más escaso y en una intensidad muy baja, envuelto siempre en brumas oníricas de su memoria. La desesperación lo llevó a tomar una decisión extrema, iría hasta el sol de cerámica de manera real, durante la vigilia. Caminó hasta el parque despacio, con los músculos un tanto atrofiados por tantas horas soñando con el cuerpo inmóvil. Tenía el aspecto descuidado de cualquier persona prisionera de su propio sueño. Se detuvo en el centro exacto del sol de cerámica, levantó su mirada y señaló con mano izquierda hacia un punto preciso en el firmamento, se congeló. Petrificado a voluntad, se olvidó de todo. Una persona se paró junto a él para intentar saber lo que veía. Después vino otra que le preguntó algo, y vinieron muchos más a lo largo del tiempo, pero él seguía inmóvil como estatua, concentrado en descifrar que era esa mancha tenue en el cielo. Repitió el ejercicio por muchos días, hasta perder la cuenta, hasta olvidar los recuerdos; fue perdiendo las prendas grises con el tiempo hasta quedar en harapos y barbas enmarañadas. Su vida transcurría entre nubes espumosas y residuos de su memoria, lo único importante era persistir en su tarea, la tarea de su antecesor… ¿mi antecesor?, pensó. Entonces lo entendió y la mancha verde cobró sentido. La verdad le impactó en el pecho, se le deformó el rostro en un gesto de tristeza profunda y después de mucho tiempo, bajó su brazo. Soltó un potente grito mudo y calló de rodillas ante el verde delirante del ojo gigante y poseedor de una vaciedad tan abundante, que abarcaba todo su firmamento.
DANIEL BARRERA BLAKE
México
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lfajores rellenos de manjar de leche, palmeritas de chocolate y coco y, luego, un poquito de Turrón de Doña Pepa. Otro bocadito más… ¡Ay! ¡Qué delicia! Voy a probar otro poquito… La gran desgracia en la vida de Nancy María Fernández de los
Reyes había sido fracturarse su piernecita. Un accidente laboral, habían dicho. Desde entonces, esta mujercita de cuarenta años, algo rellenita desde niña, no había podido trabajar más. Unas pastas, un trocito de bollo con nata y ahora dos pastillas de chocolate… ¡Hum! ¡Qué rico está! Pero la verdadera desgracia, la tragedia final, la que iban a llorar todas las gentes del barrio limeño de Barranco, y las gentes de todo el Perú, estaba aún por venir… Y ahora otro alfajor… ¡Delicioso! Su marido era el que traía el dinero. Trabajaba de día y de noche, y muchas veces viajaba. Casi nunca estaba en casa. O bien el trabajo lo retenía, o cualquier excusa para no enfrentarse al tedio y al aburrimiento que le suponía una vida marital que no le llenaba. Otro bocadito más, por favor, es que no puedo parar… La vida le había dado muchos disgustos. Muy de joven había perdido a su madre, y se había criado con su abuelita. En el colegio había sido foco de burlas porque era rechonchita y su familia siempre había vivido con el dinero bastante justo, pese a tener una casita en Barranco, que era un barrio bueno de la ciudad. Y ahora yuca fritica… ¡Me relamo solo de pensar en ella! A esta gordita le hubiera gustado viajar, ver mundo, explorar y descubrir otras cosas. Sin embargo, los únicos viajes que había hecho en su vida habían sido de su casa a la tienda de comestibles donde había trabajado antes del accidente, al mercado de al lado y a visitar a su abuelita, hasta el día que esta se murió. ¡Y qué ricas están estas tortas! ¿Y el bizcocho? ¡Exquisito! A Nancy le encantaba comer y siempre le había sido muy difícil adelgazar. ¿Por qué evitarse ese disfrute? Y así, entre telenovela y telenovela y manjarcito y
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manjarcito, pasaba las tardes de su vida recostada en el sofá de su casa, soportando el asfixiante calor que su aparatoso ventilador intentaba ahuyentar sin mucho éxito. Y sí, ¡ay! ¡Pobre Sor Juana!, que ha descubierto que está embarazada del escritor y seductor Don Pedro Soler. ¡Qué barbaridad! Voy a coger un poquito más de banana frita, que está muy rica… Nuestra protagonista tenía dos niñas de ocho y once años, e iban al Colegio del Sagrado Corazón. Eran muy obedientes y buenas. No obstante, la inocencia de estas edades no les impedía ver que su mamá comía demasiado y se empezaban a preocupar. Al principio no decían nada, aunque el apetito de esta gruesita mujer era insaciable… —Mami, no coma tanto, ¿no ve que está engordando mucho?— le decían al cabo de unos meses, algo inquietas y con el apuro de recriminarle algo a su progenitora. —¡Ay!, hijitas, déjenme ver tranquila la telenovela. Ahora Sor Juana ha tenido ya a su niña, ¡qué emoción! —les respondía mientras se llevaba una galletica a la boca. Papas fritas, chusta untada en chocolate, y así todas las tardes… Por las noches dieta de pollo y para almorzar ají de gallina o rocotos rellenos. Entre comidas, para no pasar hambre, un poquito de choclo con queso y empanada. ¡Es que todo está requeterrico! Y delicia que entraba en su cuerpo, delicia que se almacenaba en alguna parte de este. Unos gramitos por aquí, unos gramitos por allá. Cada semana unos kilitos más en forma de grasita en las piernas, de más barriguita en la tripa, un culito cada vez más grande. Los primeros días esta gordita cabía con dificultad en sus antiguos vestidos. Unos meses después le costaba caminar. Unos años más tarde casi no podía levantarse del sofá. Y ahora un rico chicharrón, ¡qué bueno!… ¡Ñam! Sor Juana había criado ya a su hija, que se había convertido en toda una mujer, que a su vez se había enamorado perdidamente de otro seductor charlatán que la había dejado embarazada… ¡Cómo se ha vengado el destino con la madre y la
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hija! ¡Qué canallas de hombres! ¡Esto no puede ser! Voy a tomarme unas tres leches y unas natillas para digerir mejor el disgusto… Nancy dormía ya en el sofá, para no tener que ir de la cama a este y poder ver así más tiempo la televisión. Apenas podía inclinarse a coger comida de la mesita que tenía al lado de lo obesa que estaba… Hasta que el día de la tragedia llegó. Era verano y hacía mucho calor. El ventilador estaba a tope, aunque no aliviaba nada el bochorno que se colaba por todos los rincones de su hogar. La noche anterior al fatídico suceso la glotoncita se despertó con las sábanas completamente empapadas de sudor. Su cuerpo estaba tenso, su boca seca, y sufría muchos espasmos. En su cabeza no paraba de pensar en comer chocolate. A duras penas consiguió arrastrase desde el comedor a la nevera de la cocina para buscar su manjar. Sus dos hijitas se habían despertado y contemplaban atónitas cómo su mamá devoraba unas tabletas de esa mezcla de cacao y leche a las dos de la madrugada e imploraba a gritos que quería más. Lloraba tan fuerte que las dos cándidas criaturas salieron a esas horas a la máquina expendedora que había en el supermercado más cercano a comprar más dulce. Hasta que esta no deglutió doce chocolatinas no se tranquilizó. Por la mañana, al despertarse, se encaprichó con probar unas empanadas que vendían en el puesto de la esquina. Como no repartían a domicilio, ordenó a sus hijas que fueran a buscarlas. Las niñas la miraron asombradas. —¡Ay!, mami, tenemos que ir al cole. Sor Dolores y Sor Lidia nos van a regañar si llegamos tarde… — protestaron. —¿Es que quieren dejar a su madre aquí muerta de hambre? ¿Así es cómo se comportan con ella y le agradecen lo que las ha cuidado? Ustedes son unas ingratas, unas malagradecidas. Vergüenza les debía de dar… —les increpó enfurecida. Y sus sollozos y gritos se oyeron por todo el vecindario. Sus hijas, con la culpa metida en el cuerpo por haber sido desobedientes, se fueron corriendo a buscar las empanadas, que su mamá englutió tan solo en dos bocados. Y quería más. Su cuerpo tiritaba, respiraba con dificultad. En su cabeza solo se agolpaban imágenes de suculentos y sabrosos alimentos que debía conseguir a toda costa. —Tráiganme un plato de lomo saltado, y chicha bien fresquita para
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acompañarlo. Y luego quiero un plato de cuy asado, así como lo hacen en el restaurante de aquí al lado, con la piel bien crujiente y fritica... —les espetó. Las niñas temblaban, incapaces de reconocer a aquella mujer que les chillaba y que parecía haber enloquecido. —Mami, tenemos que ir al cole. Sor Dolores y Sor Lidia… —suplicaron. —Olvídense de ellas, denle gusto a su mamá por una vez en sus vidas. Malagradecidas, son unas malagradecidas— les gritó muy ofendida. Y las dos niñas bajaron la cabecita compungidas y fueron a buscar el deleite que esta les exigía con tanta insistencia. Durante las doce horas siguientes Nancy fue devorando todos y cada uno de los platos que sus hijas muy asustadas le fueron trayendo, cada vez que ella lo ordenaba. Al lomo saltado le siguió el cuy fritico y después caldo de oreja, arroz con pollo, ceviche y croquetas de pescado, tortitas de arepa y anticuchos de cerdo. Nuestra glotoncita hubiera sido capaz de comerse toda la ciudad de Lima si esta hubiera sido comestible… Y además quería tomar postre, de eso tampoco se iba a privar. —Acérquenme unas galleticas de esas tan ricas de chocolate del colmado de la esquina… —Ay, mami, ¿no será demasiado? Ya comió muchísimo… Sin embargo, su progenitora no escuchaba. Y las dos niñitas fueron a traerle los dulces solicitados, que le dejaron en una bandeja encima de la mesita, cerca de donde se encontraba tumbada, y ella los engulló como había hecho antes con todos esos platos… Una, dos, tres pastas… ¡Qué ricas están! Se relamía los labios, se chupaba sus gordos y gruesos dedos, mientras restos de migas le caían por la boca y manchaban el suelo y su asiento. La mujercita suspiró aliviada. Su apetito parecía estar saciado. Pero aún quedaba una pasta en la mesita del comedor, que había sobrado. Y pensó que por qué no se la iba a comer también. Sus hijas la querían convencer de que no lo hiciera. —Mami, déjelo ya, si parece que va a reventar… —Cállense. Por una más no pasa nada …
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Nuestra protagonista estaba ya llena, a punto de estallar. A pesar de ello, el deseo de deleitarse con esa galleta era superior a cualquier razonamiento. Acercó resoplando sus manos grasientas a la bandeja y se metió el dulce en la boca… Poco a poco lo masticó, saboreándolo lentamente, sintiendo cómo este ya triturado descendía por su garganta y llegaba a su estómago… Y, en efecto, reventó. Literalmente. Las partes de su cuerpo se esparcieron por el salón de su casa: un bracito por aquí, una piernecita por allí, las vísceras grasientas por el ventilador, que se paró en seco y dejó de funcionar para siempre… Y todo quedó inundado de charquitos de sangre. —¡Ay!, mami, ya se lo habíamos dicho… Y las niñas no pararon de llorar horrorizadas viendo ese brutal espectáculo. Y así ocurrió la gran desgracia, la que lloró todo el barrio limeño de Barranco, y también el Perú, en cuanto tuvieron noticia de esta. Así fue el triste final de nuestra glotoncita, a la que la gula acabó por destruir.
LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA
España
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A
yer desperté en medio de la pesadilla recurrente que gobernó mis sueños. Intenté recetas caseras, ayuda farmacológica, consejos ancestrales y sesiones de brujería para liberarme de la tortura que fustigó mi subconsciente. Todo fue inútil y seguí con el mismo
terror al acostarme. Llegué a la conclusión, dentro del limitado universo de mis conocimientos, que fui presa de algo sobrenatural que sojuzgó mi voluntad. Incluso pensé que algún ente del inframundo influyó en mí. Traté de rebelarme, pero el recorrido nocturno de mi yo inconsciente desbarató mis intenciones. En lo más profundo de mi psiquis, en pleno sueño, me vi huyendo de fuerzas indescriptibles y cuando creí estar a punto de salir de ese laberinto, tropezaba, caía y fui devorada por el torbellino que me regresaba al punto de partida para reiniciar nuevamente mi desgracia. Mi agonía finalizaba al despertar agitada, taquicárdica, sudorosa y bañada en lágrimas. Al comienzo me refugié en el cariño de mamá, pero después la vergüenza me lo impidió. Llegué a creer que era una personita rara y sutilmente me alejé para no transformarme en el objeto de sus burlas. Soñé que era la muerte que tomaba la vida de culpables o inocentes. Mi desesperación fue sublime cuando recogí madres sufridas, niños dolientes y enfermos desahuciados. Por el contrario, me deshice en felicidad al matar a pervertidos, asesinos, gente creyente del crimen perfecto y demás escoria de la raza humana. Desde pequeña supe que todo ser vivo tiene un tiempo de vida, luego desaparece y queda el recuerdo. Me enseñaron que el reciclaje en la naturaleza es vital para mantener la pureza del ambiente. Al salir de una de las tantas sesiones con el psicoterapeuta, me dijeron: “Eres lo que haces, no lo que dices que vas a hacer”. Aquella frase fue la sentencia de mi realidad. Finalmente comprendí que la raíz de mi mente me había advertido desde hacía tiempo, valiéndose del mecanismo onírico, que no cambiaría de piel. Por más esfuerzos que hiciera, el instinto asesino estaba en mi ADN.
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Hoy, en la madrugada de mi debut, al despertar maté a la odiada señora que trató de convertirme en mejor persona.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
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S
ole no volvía. Carlos terminó su cigarro con una inspiración profunda y lo apagó en una de las piedras de la pared. Su vista hacía tiempo que se había acostumbrado a la oscuridad. Recorrió la mirada por la estancia. La chimenea con los restos de ceniza, las pintadas en la
pared, los restos de basura en una esquina. Repasó los hechos, gesto por gesto, palabra por palabra. No debía haber permitido que se fuera, él era demasiado impulsivo y ella demasiado orgullosa. Sacó el móvil de su bolsillo y llamó al «Abuelo». —¿Estás loco? Te dije que no llamaras en las primeras veinticuatro horas. —A no ser que hubiera una urgencia. —¿Qué? —Me dijiste que no llamara a no ser que hubiera una urgencia. Sole se ha ido. —¿Cómo que se ha ido? —Hemos discutido y se ha ido. —¿Quéee? ¡Putos novios de mierda! Ya sabía yo que no debía confiar en vosotros. Las instrucciones eran muy claras. No te muevas de ahí. ¿Me has oído? Yo me ocupo del asunto. —Vale. No. Espera. ¿Qué quieres decir? ¿Qué vas a hacer? No hubo respuesta. Carlos se apretó la cabeza con las manos. —Mierda, mierda, ¡joder! No debí haber llamado. Recorrió la mirada, desesperado, por la estancia. Chimenea, pintadas, basura, chimenea, pintadas, basura, chimenea, pintadas, dio una patada y la basura rebotó contra la pared. Cogió la mochila y salió al exterior. Tuvo que protegerse de la luz con una mano. Frente a él se extendía como una alfombra roja el camino por el que habían llegado. La furgoneta los había dejado al pie de la colina. Habían ascendido corriendo y jadeando, mirando hacia atrás con la sensación de ser perseguidos.
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Hacía un día espléndido, no corría ni una pizca de viento y los árboles exhibían sus hojas verdes recién estrenadas. Sole se había tropezado y él la había increpado. Habían alcanzado el refugio entre lágrimas de ira y miedo. No creía que Sole hubiera regresado por el camino, seguramente estaría deambulando por el bosque. Tomó un pequeño sendero que se abría camino entre las hayas. Aceleró el paso sorteando las raíces que rompían la tierra. Se detuvo y miró a su alrededor. —Sole... —susurró. —¡Sole! —gritó. El bosque respondió con su silencio. El silencio se vio interrumpido por el tono de llamada Constelación. Era el «Abuelo». —Carlos, la han cogido, está en todos los telediarios. Escúchame bien. No te muevas de ahí. En veinte minutos irán a buscarte y te llevarán a un lugar más seguro. Carlos cayó sobre sus rodillas. Se escuchó el canto de un pájaro carpintero. Recordó cómo habían entrado en el refugio. Cómo ella le había abrazado y él la había rechazado. Cómo ella, vengativa, le había llamado cobarde por no haber disparado, y él la había golpeado descargando sobre ella su frustración. Recordó su pelo rubio pegado en la cara y su mirada de decepción. Entonces escuchó un disparo y un cuerpo se desplomó sobre los helechos. Pero no era el suyo. —¡Noooooo! ¡Soleeeee! —aulló. El segundo disparo fue el que acabó con la vida de Carlos. El pájaro carpintero volvió a cantar.
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abían pasado ya siete años desde que Matilde entró por primera vez al lujoso piso sobre la rambla de Pocitos para cuidar de Liliana, aquella niña de ocho años con unos enormes ojos castaños que parecían desbordados de preguntas y asombro y que
ganó su corazón desde que la vio. Creyó que sería por poco tiempo, pero el cariño hacia Liliana y la vulnerabilidad que notaba en la niña determinaron que su estadía se prolongara. Y así fue pasando el tiempo, posponiendo año tras año la resolución de dar a conocer toda la verdad. Ahora ya era tarde para todo. El accidente ocurrió cuando regresaban de probarse el vestido para su fiesta de quince. La señora Susana conducía con prudencia, la culpa fue del otro conductor que apenas resultó lastimado, pero Liliana murió en el acto. Sí, ahora era demasiado tarde. Terminó de preparar el té en la cocina y llevó la bandeja al living. Además del cuidado de la niña la señora le había ido encomendando cada vez más responsabilidades en la administración de la casa, manejo de la servidumbre, pago de cuentas, y en ocasiones hasta había sido su confidente. Ahora, desde que Liliana no estaba, se les había hecho costumbre sentarse juntas después de la cena a compartir un té y hablar de la niña. Pero aquella noche bebieron su té en silencio hasta que Matilde dio inicio a la conversación. Sabe señora, al principio me llamó la atención la falta de parecido de Liliana con usted y su esposo o al menos con el hombre de la fotografía que según usted es su esposo muerto Susana la miró sorprendida mientras dejaba su taza vacía sobre la mesita. Pero poco después supe la verdad, aunque guardé silencio porque revelarla hubiera sido destruir la vida de Liliana, siempre tan apegada a usted. A mí también me quería mucho pero claro no tanto como a usted, a la que creía su madre. ¿Qué dice, se ha vuelto loca? dijo con voz entrecortada Susana. Digo que Liliana no era su hija, aunque en realidad debería llamarla Sofía 93
que es como mi hija y mi yerno iban a ponerle cuando naciera. Pero ustedes se los llevaron antes. No sé de qué está hablando. Los ojos de Susana estaban vidriosos. Estoy hablando de como irrumpieron los soldados en mi casa de madrugada y se llevaron a rastras a mi hija embarazada de ocho meses y a su esposo, estoy hablando de como esperaron a que naciera la beba y luego ejecutaron a mi hija, estoy hablando de que usted presenció el parto como hacía habitualmente con otras detenidas cuyos hijos se apropiaron, solo que en este caso usted decidió quedarse con la bebé. Compañeras de prisión de mi hija me contaron y comencé a buscarla, hasta que di con usted. No es cierto balbuceó Susana Sí es cierto, ella era mi nieta. Y para confirmarlo mandé hacer pruebas de ADN no bien comencé a trabajar aquí. Mi intención era desenmascararla a usted y reclamar a mi nieta, pero la veía tan unida a usted que no me atreví, y ahora ya es tarde. Podría denunciarla a la Policía, confiar en que se hará justicia, pero ustedes son hábiles en dilatar los procesos, en eliminar testigos. No …puedo moverme…balbuceó Susana Supongo que le habrá gustado la nueva variedad de té que le serví esta noche Los ojos de Susana se abrieron desmesuradamente el mío era té común, el suyo era compuesto y será el último que compartamos.
LEONOR NIETO MUÑIZ
Uruguay
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a remota isla donde creció Horacio ha sido un escondite perfecto para algunos piratas, entre ellos el temible capitán Rafus. Su buque está a punto de partir y el sueño del joven a poco de hacerse realidad: formar parte de la tripulación. Durante las primeras
veinticuatro horas el chico provoca la molestia de varios forajidos de los mares. Se le ha visto revisando todo y merodeando por las distintas partes de la embarcación, eso lleva a varios a creer que se trae algo entre manos. Sin embargo, las acciones de Horacio permanecen como un secreto a voces por unos cuantos días. El abordaje de varios barcos de vela y remeros con los que había soñado por muchos años, no parece cumplir las expectativas del chaval. Tampoco la manera de librarse de varias persecuciones de las autoridades. Las luchas con otros piratas le atraen más, pero mientras se consuman, dejan de cautivarlo. Los encuentros con delfines, tiburones y gigantescas ballenas llaman la atención del principiante, mas generan un entusiasmo que desaparece en poco tiempo. Bastan unas horas para que vuelva a su ya acostumbrada animadversión. Lo ponen a trabajar en la proa, en la popa, en las velas y en las bodegas, sin conseguir como mantenerlo contento. Aparentemente, busca algo en las distintas embarcaciones, en los tripulantes y en los mares; por lo visto, no encuentra lo que quiere. Dos miembros de la tripulación se preocupan por él, tratan de sostener conversaciones que les ayuden a saber qué es lo que sucede. No logran nada, el mozo no suelta prenda, de tal manera que ponen al capitán al tanto de la situación. Este hace que lo traigan a su presencia y lo somete a un interrogatorio, pero las respuestas del joven son esquivas y provocan la ira del jefe. Poco después, se anuncia a todos que pasarán por la isla de origen con el único interés de dejar a Horacio y mejorar el espíritu de los marinos. Antes de despedirse, el muchacho dijo que su malestar se debía a que su aventura no se correspondía con las leyendas que había escuchado. No había tuertos, patas de palo ni piratas con garfios en el océano, y ni siquiera vio a un sujeto
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con un loro en su hombro.
ÓSCAR QUIJADA REYES Venezuela
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odo comienza así, de la siguiente forma, sin principio ni fin, un acontecimiento sacado de un fragmento de tiempo que ya se ha perdido en esta voluptuosa realidad, tan infinita (hay quienes dicen que solo es inconmensurable, pero no soy científico, soy un
soñador) como el espacio exterior, tan improbable como las cosas que no hemos planificado y se presentan en nuestro día a día, a las cuales tenemos que someternos sin dudarlo, pues muchas veces no resultan negativas y nos ayudan a crecer. Soy un ser que nació de casualidad y no sabe cuál es su misión en este mundo, los demás me dicen que la respuesta está solo en vivir, que se me entienda: educarse, trabajar, casarse, procrear, envejecer, pero yo no quiero únicamente vivir, deseo alcanzar la luz, es perentorio explicar a qué me refiero con la «luz», es la esencia absoluta de mi ser, para así poder unir mi alma (soy creyente, no practicante) finalmente a la aglomeración cósmica del universo. Sí, lo sé, pido demasiado. ¡Sueño tanto! Estoy aquí, solo, a menudo salgo a caminar a la calle, me agrada pasear por las veredas solitarias, soy un viajero, un forastero en esta vida, nadie me conoce y yo no conozco a nadie. Pienso que el recorrer un camino es una buena forma de vivir, mucho mejor que el estar arrebujado en un sitio, sin mover un músculo. Caminar y percibir la realidad que me circunda, leyéndola, deformándola, como si estuviera en una bola de cristal que rueda por encima de las montañas más grandes de este complejo globo azul. Lo triste es que mi andar se hace monótono, y a mis treinta y nueve años empiezo a percibir dentro de mí una especie de amargura. No por hallarme solo, eso me encanta, si no, porque quisiera hacer algo más. Las calles, en realidad, no están vacías, soy yo quien las ve así, porque no deseo toparme con los otros, con sus rostros, con sus problemas, con aquel mendigo de voz gruesa que me pide una moneda. Hoy por él detendré mi tránsito por las tibias calles del sur de Lima, en San Juan de Miraflores, cuando el clima se ha tornado ardiente en estas horas de la tarde. Saco un sol y se lo doy. No quiero mirarlo, pero lo hago. Tiene un gesto cansino, como mi interior, a pesar de que poseo mucho. Las pocas personas que trato
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tenían razón con lo de estudiar y trabajar. Me formé en Cine durante un par de años, no para ser guionista ni director, me especialicé en Iluminación y laboro en publicidad. Tengo un buen sueldo. Vivo en un departamento mediano. Escucho voces que intentan ser amables conmigo, vecinos, tenderos, compañeros de trabajo, ni un solo amigo. Ya lo dije, no me fastidia ser un solitario en una tierra donde las relaciones sociales ayudan bastante. Me perturba no encontrar esa razón por la cual avanzo en dos pies y mi cerebro funciona. No tengo familia, la perdí en mi peregrinaje por esta existencia calmada a veces, azarosa en otros momentos. Mi padre y mi madre. Los extraño. No mucho. Se marcharon cuando era muy niño. Quedé al cuidado de mis abuelos, quienes también se fueron. Con el seguro de vida pude pagar mis estudios, después hallé un puesto en una empresa de prestigio. No puedo dejar de pensar en tanto me alejo de la esquina, cruzo la calle hacia el banco para sacar unos cuantos billetes del cajero automático e irme a la librería de mi distrito con el fin de comprarme un libro, el que sea, no tengo preferencias con respecto a la lectura; eso sí, me gusta mucho. Alguna vez intenté escribir ficción, mas pronto desistí. Pienso en ello… Por tanto pensar, no veo a los cinco asaltantes que salen del banco, revólver en mano dos de ellos, el resto con las bolsas de dinero. Los que llevan armas lanzan tiros al aire. Atino a echarme al piso y así no ser lastimado. Una niña, de aproximadamente ocho años, se queda congelada de pie y estorba el camino de uno de los ladrones encapuchados. No hay ningún adulto a la vista que parezca acompañarla, debe ser una chiquilla de la zona. Me pongo de pie cuando los dos hampones que llevan pistolas le apuntan a la cabeza y me lanzo en el trayecto de las balas. Nada más vienen a mi mente dos cosas: los malditos huyen en una combi y el dolor me deja paralizado en el suelo mientras la pequeña llora sobre mí. Alcanzo a decirle unas palabras: que se calme, que no fue su culpa, que la ayuda llegará pronto, y eso pasa, en dos minutos oigo las sirenas de la policía y de la ambulancia, las voces de la gente que me rodea, que me da ánimos, que sugieren que no me muevan, que soy un héroe. Aunque ya es tarde para mí. Al inicio de este relato, el único que
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concebí en mi vida, que formé en mi difusa mente, creí que la casualidad me trajo a este planeta, sistema, galaxia. A lo mejor no fue así, tal vez se trató de la causalidad, yo debía estar aquí, en este preciso momento, para realizar lo que hice. Todo termina así, sin principio ni fin, un hecho, un viaje que se pierden para mi persona en esta incomprensible, dúctil, bonita, lacerante realidad. Creo que por fin he completado el círculo. Cierro los ojos pensando (de nuevo) en lo que dejaré atrás, que no es gran cosa, aunque sí es bastante para los que se aproximan hacia mí e intentan salvar mi vida. Sí, ha valido la pena. Ahora me doy cuenta. Siento que me quiero a mí mismo más que nunca, mejor dicho: como nunca. Percibo que mi existencia ha sido una película frágil, tenue, no absurda; eso sí: con buen desenlace. No el esperado, sí el deseado. Lo confirmo cuando los presentes enuncian varias frases de lamento y alabanza. Es el sueño definitivo. Moriré en cinco segundos. No obstante, para ellos, seré inmortal.
CARLOS SALDÍVAR ROSAS
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uando vio la primera lápida de la cripta secreta de Ambrosio, Eric dejó de lado todo lo que había aprendido. El anagrama de Fruigoni abandonó sus pensamientos. No recordó el pasaje del toscano que versaba: «La primera lápida es el reto más sencillo; sin embargo su
potencial es ilimitado». Toda la preparación dedicada a ese momento se desbarató en un instante ante lo que veían sus ojos. Nunca volvería a especular sobre la existencia de ese recinto. Extendió su mano derecha hasta tocar la piedra negra de la enorme columna, levantada por el mismísimo Sinan, arquitecto de Edirne, con el propósito de contener las cuatro lápidas y sus respectivos nichos, y un escalofrío le recorrió la espalda. Todos observábamos extasiados. Pero yo miraba con atención a Eric. Esperaba ver cómo se alzaba desde dentro de sí mismo, la forma en que se liberaba. En su mirada altiva yo veía el influjo de la ambición, ese otro hechizo que minimizaba todos mis encantos. Todo comenzó hace nueve meses. Lo había visto, a punto de naufragar entre un mar de turistas en una de las calles del mercado. Aún a la distancia pude distinguirlo. Parecía por completo salido de contexto. Lo seguían de cerca dos muchachos habituales del puerto, que esperaban el mejor momento para meter una mano en cualquiera de sus bolsillos. Llevaba una mochila en la espalda y cargaba una gran carpeta repleta de papeles. Los lentes le colgaban a la altura del cuello pues ya se había resignado a no ver bien y a dejar que esa masa humana que no comprendía lo arrastrara calle abajo como una marea. Tenía la camisa empapada de sudor, y en el rostro el gesto ese que toman algunos hombres cuando prefieren creer que son una víctima de las circunstancias. Yo sabía que un escote no tendría el efecto promedio. De modo que hacia el final de la calle, justo antes de la curva que se abre a la explanada del puerto, le salí al cruce intentando parecer una intelectual refinada. Los dos muchachos no me reconocieron, pero se frenaron en seco al saberse descubiertos justo en el momento previo a lo que creían que sería un golpe maestro. Parecieron gruñir como dos perros derrotados y volvieron a perderse entre la multitud. Eric demostró presentir
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que algo estaba ocurriendo a su alrededor. Giró y miró con insistencia calle arriba. Cuando retomó su camino me llevó por delante. Los documentos se desparramaron por la calle y amortiguaron los pesados libros que llevaba y que se me escaparon de las manos. Se debatió incómodo, en el límite entre el lamento por el aprecio que le tenía a esos papeles y sus intenciones de disculparse. Supongo que los hombres siempre se debaten en esa lucha eterna entre lo que quieren y lo que les han enseñado. Al final pudo más lo segundo, y juntos levantamos primero mis libros y luego sus papeles. Así comenzó todo. Sacó la vista del primer libro que tomaba, me miró a los ojos buscando profundidad y dijo: — ¿Este es el...? Yo afirmé en forma premeditada. —Esta biografía no está autorizada —continuó con el segundo. Y puse gesto de sorpresa. — ¿Dónde ha conseguido este libro? Creí que nadie con vida había visto uno —concluyó al levantar el tercero. Me invitó a un café, más interesado en los libros que en una cuestión estética. Muy pronto la conversación se volvió apasionada. Nos obsesionaban los mismos temas. Le conté que estaba realizando un estudio sobre un personaje vinculado a Giovanni Lorenzo, el secretario de Pablo III, y que me había topado con el caserón rosado junto al murallón portuario. Este personaje era Ambrosio Decio. Intentó muy mal hacerse el desentendido. Me reí y al instante abandonó la impostura. Ambos sabíamos que esa casa tenía medio milenio de antigüedad, que había sido borrada de los registros a principios del 1600 luego de incendiarse, y que desde entonces la habían reconstruido muchas veces. Demostró su asombro ante lo que consideraba un conocimiento casi exclusivo. Ya nadie recordaba que esa casa había pertenecido a la arquidiócesis, ni que antes de eso ya contaba con una historia ilustre. Hacía tiempo que se habían apagado los rumores sobre sus orígenes y su arquitectura. Ya nadie parecía creer que hubiera pertenecido a Ambrosio, y menos aún recordar los dichos sobre sus cámaras secretas y sus tesoros escondidos. Eric
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palideció cuando le dije que esto yo lo sabía gracias a un compañero de estudios que tenía un familiar en una alcaldía. Un muchacho taciturno al que le interesaban los mitos asociados sobre tesoros y monstruos mitológicos mucho más que la historia. Esto no era cierto, pero Eric no tenía por qué saberlo. Había demorado ocho años en dar con la casa rosada y descreía de cualquier posible beneficio material de su descubrimiento. Su interés era el conocimiento. Soñaba y perdía el sueño con desentrañar el misterio de la cripta perdida de Ambrosio. A los quince días los besos fueron la excusa para mudarnos juntos. En realidad pasábamos todo el día compenetrados en la investigación. Dedicamos noches enteras planificando nuestro suceso. Enredados en ese plan obsesivo había un sinfín de conversaciones, charlas sobre libros y soliloquios metafísicos. A Eric le gustaba rondar alguna de las paradojas que se desprenden de ciertos razonamientos newtonianos. Insistía en la existencia de una ley universal muy antigua. Esta sostiene que la suma de todas las fuerzas es igual a cero. Toda potencia en el universo, encuentra en algún lugar y en algún tiempo a otra que la contrarresta. Los planetas giran alrededor de sus estrellas a una velocidad alucinante, pero la estrella misma se encarga de balancear esta fuerza con otra equivalente y contraria. Todo está balanceado. Esto ha llevado a pensar a algunos que es inútil hacer el bien, ya que por cada buena acción hay una negativa que la contrarresta. Otros han creído que haciendo el mal, obligarán a otros hombres a hacer el bien. La principal paradoja que surge de este razonamiento es que este diferendo aparente, a la larga, es uno de los elementos que termina manteniendo el equilibrio. Y es intrascendente lo que unos y otros hagan; el balance está más allá de ellos y de sus acciones. Según lo planeado, sumamos a Pedro y a Javier y dimos por conformado un grupo. Estas incorporaciones vinieron junto a una idea de mi amante. En algún momento deberíamos ingresar en la casa rosada de una forma ilegal. Ser descubiertos no solo nos podría abrir las puertas del ámbito policíaco, sino que comprometería nuestros antecedentes académicos. Dos personas parecía poco para la tarea. Los muchachos eran inofensivos. Habían compartido formación con Eric, aunque cada vez era más evidente que sus caminos se habían separado al nivel del
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postgrado. Todo estaba listo para el momento indicado. Sabíamos bastante sobre esa casa en ruinas. Había sido construida hacia el año 1530 para Ambrosio Decio, mano derecha de Giovanni Lorenzo, uno de los principales secretarios de los pontífices Clemente VII y Pablo III. De familia napolitana, había sido raptado a los quince años de edad por piratas otomanos. Transportado a Izmir fue absorbido por la orden de los Jenízaros, un ejército de élite formado por no musulmanes y cristianos convertidos. Pero su biografía ofrece entonces un giro notable. A la edad de 27 años volvió a aparecer, otra vez en Nápoles, pero establecido como ayudante de Giovanni Lorenzo. Durante muchos años fue amasando una respetable fortuna sin que nadie pareciera recordar su agitado pasado. Investigamos las escasas referencias que había sobre su persona. Cierto fraile lo denunció hacia el final de sus días en el año 1581. La denuncia en sí no trascendió, pero levantó rumores. Y los rumores se propagaron tanto que se elevó un acta en la Santa Sede. Se acusaba a Ambrosio de que aún era un Jenízaro, lo cual implicaba que había pasado las últimas cinco décadas actuando como espía para los otomanos. Para que las autoridades actuaran, también se lo acusó de haber hecho un pacto con varios demonios de oriente. Su amigo el secretario había fallecido hacía unos años y el aire en Roma era otro desde la matanza de San Bartolomé. Las autoridades se presentaron en la enorme casa con forma de torre de tres pisos junto al murallón y Ambrosio se negó a abrir las puertas de madera. De modo que la chusma dio fuego a la construcción. La ciudad entera aguardó en silencio mientras la casa y sus ocupantes ardían. Al atardecer del día siguiente tres monjes ingresaron en las ruinas. Intentaban encontrar cualquier cosa que pudiera servir de prueba de alguno de los cargos. El único cronista que relata lo que la comitiva encontró se llamó Gastón Fruigoni. Como buen cronista de puerto no se encontraba en el sitio, y escribió la historia unos veinte años más tarde. Supone que el fuego descubrió una grieta en una de las rocas utilizadas de cimiento. Los monjes notaron a través de la fisura la
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existencia de un subsuelo insospechado por debajo del nivel de la bahía. A duras penas se abrieron paso entre los escombros, para encontrar una cámara cuyo contenido comprobaba sus sospechas más exageradas. La sala estaba adornada con bajorrelieves grabados con símbolos que no comprendieron. Pertenecían a una lengua que desconocían y que supusieron demoníaca. Una enorme biblioteca subterránea fue confiscada y casi todas las pertenencias de Ambrosio fueron retiradas antes de derrumbar los cimientos. Eric, Pedro y Javier creían tener pruebas de que los monjes habían dejado lo más importante porque no lo pudieron mover. Yo lo sabía. En el centro del subsuelo había una columna negra de seis metros de altura y dos metros de ancho. Había sido tallada en una roca entera de un granito oscuro como la noche. Su manufactura se atribuía a Sinan, el mejor arquitecto otomano de la época. En su parte media se habían tallado cuatro lápidas, una por lado. Se suponía que tres eran falsas, y que solo la cuarta podría tener algún contenido. Muchos habían creído ver en esa cámara un tesoro perdido. Eric creía que el tesoro era la columna. Yo sabía que las lápidas estaban grabadas en un idioma muerto, el ubykh, propio de un pueblo del Cáucaso desplazado y absorbido a principios del siglo XX. Eric era una de las pocas personas que podrían traducirlas. Esa había sido la primera y principal razón por la que lo había buscado. Le conté lo que sabía de la columna. Un complejo sistema mecánico se escondía en su interior. Había sido elaborada bajo mandato del sultán para guardar ciertas reliquias ubykh procedentes del pueblo de Garitsino cerca de la actual Sochi, una de las locaciones donde el historiador Josefo ubicó una de las puertas a los infiernos. Eric no pareció darse cuenta de mi artimaña. Yo fingí seguir de largo. Al fin y al cabo lo conocía muy bien, sabía de lo que era capaz y a lo que estaba dispuesto. De esa forma, la noche indicada, en el ápice de la conjunción correcta, los cuatro nos colamos en el caserón abandonado. Cuando la entrada a la cripta secreta se abrió y las luces de las linternas penetraron el polvo que flotaba en el aire, vimos sin más preámbulo la columna. Los cuatro actuamos como atraídos por una especie de magnetismo. Yo sabía que Eric
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necesitaba tocarla. Busqué el orden de las lápidas y diferencié la primera. Lo acerqué mientras Pedro y Javier examinaban los recovecos de la sala. —Léela en voz alta —Le ordené. Comenzó con dificultad. Una cosa era aprender una lengua muerta en un libro, donde los ejemplos están armados para que la lección tenga sentido; otra bien diferente traducir un texto tan viejo, donde las letras han sufrido la deformación que produce el paso del tiempo. No comprendió lo que leía y tartamudeó. Lo alenté. Continuó. Pareció entender cuando cambio el gesto en el rostro. O en realidad sería más correcto decir que cambió el gesto cuando entendió algo de lo que estaba leyendo. Se frenó. Volví a alentarlo. Terminó la frase y cayó desplomado. Estaba llorando. Al final la comprensión se había abierto paso. Y la columna tembló al activarse en su interior el cierre metálico que llevaba más de cinco siglos esperando. El techo entero pareció desplazarse un poco y el polvo volvió a caer desde todas las rendijas. Javier intentó tomarme del hombro con una vaga idea de comenzar a evacuar el subsuelo. Al tocarme se quedó petrificado, tanto que sus ojos parecían estar pintados. Yo no podía dejar de maravillarme con los relieves de la segunda lápida y con lo fácil que se resolvía mi espera de siglos. Eric, de espaldas y de rodillas, parecía sollozar como un niño mientras poco a poco lo iba cubriendo el polvo y la arena que caían de las grietas entre las piedras del techo. Pedro irrumpió entre nosotros. Observó con los ojos bien abiertos lo que ocurría con el aspecto de Javier, que había comenzado a cambiar. Pareció trastabillar y por un instante creí que caería desplomado. Por lo visto los cambios en su amigo ponían en riesgo su propio equilibrio. Sonreí por una ocurrencia: ¿Cómo reaccionaría si me viera a mí, sin el envase de la muchacha que ocupo? —¿Qué está ocurriendo? —dijo entrecortado y llamó la atención de Eric, que levantó la vista y se secó la humedad de los ojos. Yo no necesitaba contestarle. No podría sentir ningún placer en rebajarme a darle una explicación a esa torpe criatura, a esa caricatura. Por otro lado, no existían palabras humanas capaces de hacerle entender lo que estaba ocurriendo. De modo que le dejé ver mi encanto, mi buena disposición y la felicidad que me embargaba,
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todo en una marcada sonrisa. Pedro gritó. Demostró en un instante su patético miedo a la muerte, su temor supersticioso a la intrascendencia, su entendimiento repentino de peón en posición suicida. Este grito pareció despertar a los otros dos. Javier se abalanzó sobre Pedro y ambos se perdieron en la nube de arena, enfrascados en una violenta lucha. Eric levantó la vista y me observó con el gesto dubitativo y suplicante de un niño. —Eric, mi amor —Lo abracé—. Javier ha cambiado. Algo ocurre dentro de él. No sabría explicarlo. Atacó a Pedro como si estuviera loco. Reaccionó. Podía hacerlo. Su mente, después de un adoctrinamiento de tantos años de lógica analítica y rigor científico, podía negar la evidencia del sinsentido y seguir adelante. No sin tristeza he comprobado que la civilización del hombre se basa en este tipo de cosas. —Eric, amor mío. El mecanismo de la columna ya está activado. En este momento recorre la segunda lápida… Mi amante pareció volver en sí. — ¡Hay que salir de aquí ya mismo! —Exclamó en el tono de un héroe del pasado—. Hay que salir antes que el techo se caiga. Entonces, en el momento justo se escuchó un grito de dolor de Pedro desde el otro lado de la columna. También se oía algo más. El roer de aquello que lo estaba atacando. Lo detuve. —Ten cuidado, por favor. Y le puse el cuchillo en las manos. Él no lo pensó y se internó en la oscuridad y en la arena, con el arma en una mano y la linterna en la otra. Yo esperé excitada, repasando los últimos signos de la segunda lápida. Y en ese momento, cuando me preparaba para aguardar largos segundos, percibí el sonido metálico del mecanismo que pasaba a la tercera lápida. Eric lo había hecho. Regresó a mí ensangrentado y maltrecho, pues en su breve paseo al otro lado de la sala había leído las inscripciones de las otras tres lápidas y la verdad se había abierto
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camino como un ariete de fuego en su interior. Comprendió en un instante todo lo que había sucedido. Cuando lo que ocurriría a continuación se vislumbró en su conciencia algo en él opuso resistencia, y a pesar de lo inoportuna de la reacción cayó desmayado. Yo me arrastre hasta su lado. Alumbré con la linterna hasta ver el cuerpo de Pedro despedazado. A su lado yacía Javier con una gran herida abierta en el pecho. Puse a Eric boca arriba. Le desabotoné el pantalón y me subí encima. Tomé su miembro y lo masajeé hasta que adquirió cierta consistencia. Luego lo introduje en mi interior y comencé a moverme a un ritmo cadencioso. Abrió los ojos y me miró. No podía moverse más que en mi interior. Le saqué el cuchillo de las manos y se lo puse en la garganta. Luego lo mire a los ojos. Creí ver en él, en ese bicho hecho de barro, el espíritu de las primeras eras; ese que alguna vez fue confundido con una llama ardiente. Era el brillo solapado de la comprensión. Un hombre muere mejor cuando lo hace sabiendo las razones. Eric había leído la primera lápida: «Lee en voz alta estas palabras». Y la segunda: «Sacrifica al cordero». Entonces había asesinado a su amigo. Y la tercera: «Dale vida al que viene». Se movía dentro de mí. Y por último la cuarta: «Otórgale tu sangre». Yo escuché el mecanismo de la tercera lápida cediendo al mismo tiempo que su semen caliente me invadía. Él casi asintió cuando lo corté con el cuchillo. Salí de la cripta con las primeras luces de la mañana. Detrás de mí un gran estruendo anunció el derrumbe del subsuelo. De esto hace hoy ocho meses. He escrito esto para ti. Para que conozcas la exacta verdad. Es decir, la versión que mejor nos conviene. Por lo menos sabrás cuando lo leas, que las personas que te crían no son tus verdaderos padres. Para que tú, que ahora creces dentro de mí, reescribas esta historia cuando te abras camino al mundo a través de mis restos sanguinolentos. Para que utilices el código depurado de Esdras y que escribas otro libro. Y que lo difundas. Y que creas en él. Porque los hombres solo construyen aquello en lo que creen.
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ÁLVARO MORALES
Uruguay
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E
En conmemoración del nacimiento de la Madre Teresa de Calcuta, el 26 de agosto es el día Nacional de la Solidaridad. Este relato es referente a ese tema.
l calor se hacía sentir aquel día en que salí a caminar por los alrededores del pequeño poblado. Frente a mí tenía la vieja estación de trenes. Me senté en el banco que se hallaba en el andén. Llevaba un libro que me había regalado mi madre, cuyo
autor era mi favorito. Me dispuse a disfrutarlo. En las inmediaciones no se veía alma alguna; todos se hallaban en sus casas, resguardados de la alta temperatura. Me sumergí en la lectura y fue como si todo hubiese desaparecido. ¿Cuánto tiempo pasó? El lejano silbato del tren que se aproximaba resonó y llenó el espacio de silencio. A los pocos minutos se detuvo ante el lugar en que me hallaba. El jefe de la estación salió del edificio e intercambió unas palabras con el maquinista. Después, el humo de la locomotora invadió el lugar y comenzó a moverse. No vi que algún pasajero hubiese descendido. Cuando el último vagón pasaba ante mí, como un encantamiento noté la presencia del hombre, que apareció entre el humo producido instantes antes por la máquina. Lo contemplé extrañado. Se me acercó. Con pocas palabras me saludó y se sentó a mi lado. —Alcancé a ver que estaba leyendo un libro de poemas. ¿Me permite? Se lo entregué. Lo observó por un rato y exclamó: —¿Le agrada la poesía? —Es mi lectura de preferencia. Me devolvió el ejemplar, mientras se acentuaba una leve sonrisa en sus labios. —¿Sabe? Hoy me subí a ese tren expresó señalando por donde este se había marchado, con la intención de observar la campiña desde su ventanilla. Sentí un impulso de descender cuando lo vi a usted. No me pregunte la razón, pero algo me decía que debía hacerlo. Ahora me doy cuenta de que puedo completar mi loca aventura con un final satisfactorio. Mi nombre es José Amado Ruiz de Nervo. 113
Pero el mundo me conoce solamente como Amado Nervo. Me quedé mirándole. Nos estrechamos las manos e intercambiamos saludos. A nuestro alrededor, el mundo parecía haber desaparecido. Me preguntó sobre mí; fue poco lo que tenía para contarle, pero me escuchó con interés. Me habló de su vida, de sus estudios en el Colegio de Jacona, del Seminario de Zamora desde el año 1886 al 1891, del libro de poemas “En voz Baja” del año 1909. Recordó cómo empezó a ejercer el periodismo; profesión que desarrolló primero en Mazatlán, en el Estado de Sinaloa, y más tarde en la propia Ciudad de México, adonde se trasladó temporalmente en 1894. Además, relató que en Montevideo, la Capital, tuvo la suerte de conocer a Zorrilla San Martín, notable orador y ensayista con el que trabó estrecha amistad. También con Rubén Darío y Leopoldo Lugones. Con mucha emoción me narró el amor por su esposa Ana, 1 con la que compartió tan solo unos pocos años, ya que Dios la había llamado a su lado dejándole una terrible sensación de vacío en su corazón. Esa partida motivó la inspiración para la escritura de poemas, por lo que desplegó un trozo de papel y me dijo: —Le voy a leer uno de ellos. Se llama “Como el Venero”: “Recibe el don del cielo, y nunca pidas nada a los hombres, pero da si puedes, da sonriendo y con amor; no midas jamás la magnitud de tus mercedes. Nada te debe aquel a quien le diste: Por eso tú su gratitud esquiva. Él fue quien te hizo el bien, ya que pudiste ejercer la mejor prerrogativa, que es el dar y que a pocos Dios depara. Da, pues, como el venero cristalino, que siempre brinda más del agua clara que le pide el sediento peregrino.” Quedé maravillado. Le solicité que lo volviera a leer, y con agrado lo hizo nuevamente. Cada frase tenía un significado que me reconfortaba. Me miró y sentí vergüenza de que notase lágrimas en mis ojos. Le agradecí profundamente y 1
Ana Cecilia Luisa Dailliez. Compartió su vida con Amado Nervo desde 1901 a 1912.
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dejamos fluir un manantial de palabras en la tarde que declinaba y anunciaba su partida. En la lejanía sonó el silbato del último tren, que lo llevaría de regreso. Fue una despedida con sabor amargo, pero ambos estábamos felices por haber disfrutado una experiencia inolvidable. Ya sobre los peldaños del tren, se dio vuelta y me dijo: —Cuando se publique el libro que contiene “Como el Venero”, 2 le haré llegar un ejemplar. Vi alejarse el convoy con una nostalgia indescifrable. Me quedé mirando el final del encuentro con ese poeta con el que había compartido la tarde; lo observé hasta mucho después de que el humo hubiese dejado de ser un punto en el horizonte. Apreté muy fuerte el libro entre mis manos y lo sostuve contra mi pecho. Me incorporé y fue en ese momento cuando reparé en el niño que se hallaba a escasos pasos. Lo reconocí: era hijo de un obrero que vivía en las afueras. Vinieron a mi memoria los versos de “Como el Venero”: “...que es el dar y que a pocos Dios depara. Da, pues, como el venero cristalino, que siempre brinda más del agua clara que le pide el sediento peregrino”. Sin mediar palabras, extraje de mi bolsillo unas monedas y se las di. Cuando se alejaba, se volvió. Tenía en su rostro una bella y sincera sonrisa que me llenó el alma de una paz verdadera.
EGIDIO ESTEBAN PASSAMONTI
Argentina
Blogs: columberos.blogspot.com.ar colazoenelrecuerdo.blogspot.com
Fueron escritos en 1912, aunque solo aparecieron después de su muerte, en 1920. La palabra “Venero” significa: Manantial de agua. Origen y principio de donde procede algo. Fuente: www.biografiasyvidas.com/biografia/n/nervo.htmlle. 2
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S
1 entado en la silla pensó en derrotar su soledad imaginando seres con forma de papel. Allí atado a una existencia anodina tecleó con esperanza de derrotar la limpieza de un color blanco demoledor, terrorífico, traicionero.
“Jeff Fletcher se despertó en la cama cuando la medianoche y alguien más
abrió la puerta de su dormitorio. Se llamaba Alma Mazzora y dijo ser una Temusiana del planeta Berros, también dijo, y esto es algo que Jeff se negaba a creer, que le necesitaban para evitar la destrucción de su planeta.” Paró y respiró ante la pantalla, meditó tratando de buscar unos cuantos rasgos de locura que puede le devolvieran la sonrisa y continuó: “Fletcher se carcajeó durante un par de minutos en los que la Temusiana, al parecer calibraba el dispositivo de teleportación galáctica para poder llevar a dos pasajeros. No pudo parar de reír hasta que los muertos vivientes vestidos con cuero y colores de neón irrumpieron en su habitación con sus rostros demacrados y aquellas insólitas pistolitas de juguete que de alguna manera debían de ser peligrosas. —¿Es una broma —dijo Jeff.” Dijo, ¿es una broma? Parecía lo apropiado y una bonita nube gris pareció confirmárselo cuando produjo una suave cortina de lluvia para, tal vez, decorar el cristal de su ventana. Miró el teléfono móvil en busca de signos de alguien o algo que despertara su curiosidad, comprobó los mensajes para verificar que no había perdido el hilo de ninguna conversación, aunque ninguna de ellas le importara lo más mínimo. Solo eran letras y nombres bailando, y ya no conocía a ninguno de ellos, si es que alguna vez los había conocido. “Alma desenfundó su pistola de protones del cinturón e hizo frente a los muertos vivientes, luego explicaría a Jeff que se trataban de Morrigors, y no eran más que secuaces sin cerebros, programados para una única cosa, en esta ocasión, impedir que completara su misión o traducido, matar y comerse a Jeff, pues los Morrigors lo que mataban se lo comían, era parte de su código, y si no lo se lo
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comían, lo reconvertían a uno de los suyos.” Dejó de escribir y cedió ante el ruido de la lluvia, no pudo evitar abrir la ventana y sentir algo de ese fresco, arrimó sus manos para cazar alguna gota que otra. Era una sensación que le había gustado desde niño. Miró en su corazón en busca de aquel que fue, tuvo que rascar tiza y carbón para llegar a él. —¿Dónde estás —le dijo, se dijo. Y no hubo nada, solo el sonido de una canción traída de su memoria. Dejó que su memoria se nublara y volvió a las teclas del ordenador. “Disparó a los Morrigors y fundió a tres de ellos destrozando sus cabezas, ahí es donde debía de apuntar, era su único punto débil, pero no dejarían de entrar, aquellos seres eran como un enjambre y no cejarían en su empeño. Así que Alma urgió a Jeff a salir del apartamento por la ventana, y este no tuvo que procesar demasiado la insólita e incluso estúpida situación, de cualquier manera no había demasiada altura y los Morrigors con su mortífera persistencia les fueron acorralando más y más, hasta que no tuvieron otra opción que abrir la ventana y saltar…” Se levantó y se preparó un sándwich de mortadela, le dio un par de bocados mientras paseaba alrededor de la habitación y miró un viejo poster que le había regalado aquella mujer cuya presencia se derritió como una vela en algún momento de su vida, o más bien de su otra vida. ¿Cuántas vidas puede vivir alguien? ¿Con cuál quedarse? ¿De verdad se podía elegir? Su sonrisa rellena de sarcasmo colocó una posible respuesta a aquella pregunta. Engulló el resto del sándwich y dejó que sus dedos bailotearan alegremente en el teclado del ordenador. “Después de atravesar la calle Méndez y Ochoa, llegaron hasta una parada de taxis, Jeff insistió en que se metieran dentro confiando en que la extraterrestre pagara el viaje, o al menos que terminara de calibrar su dichoso teleportador antes de que la carrera acabara y el conductor bajara la bandera. Hubo suerte, y después de dos semáforos el aparato que Alma la Temusiana llevaba sujeto a la muñeca, soltó un par de beeps, indicando, o eso parecía, que el pollo estaba listo para hornearse o lo que es lo mismo, que había pasaje para dos. La Temusiana activó la pulsera y
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Jonás el taxista se quedó solo de improviso intentando establecer algún tipo de conversación. Desaparecieron en medio de una nube gris violeta.” Tosió un par de veces y dejó que las teclas se libraran de sus dedos para beber algo de agua. El líquido bajó suave y dulcemente por su garganta, y su mirada pegada a la pantalla del ordenador solo se desvió cuando escuchó los sonidos de pasos en el salón de su casa. Levantó alma y cuerpo de la silla al escuchar voces, salió de la habitación y vio a aquella mujer, que previamente había imaginado, sosteniendo un brazalete electrónico con leds de colores chillones. Junto a ella, un tipo más bien alto, desgarbado y vestido con pijama levantó un par de cejas y le saludó con la mano alegremente. —Hola colega —dijo Jeff. 2 Sobre las doce menos cuarto de la noche Jennifer besó los labios de Juan y le prometió no acostarse demasiado tarde. Juan puso el despertador a eso de las seis de la mañana mientras veía como la mujer salía del dormitorio. —Te quiero pequeño saltamontes —dijo Jennifer con aquella sonrisa cautivadora que solo enseñaba a Juan. -Te amo mi reina –dijo Juan realizando un saludo vulcano con la mano, aquello siempre la hacía reír. La mujer cerró la puerta del dormitorio, y con los pies descalzos corrió hasta el despacho, ansiosa, deseosa de ponerle las manos de encima al portátil. Se sentó y encendió la máquina desesperada por escribir un par de párrafos. A veces le venía así sin más, y era realmente estimulante poder soltar aquellas imágenes que brotaban de extrañas fuentes colocadas aquí y allá en su imaginación. Los ojos marrones de Jennifer enfocaron la pantalla del ordenador con algo de esfuerzo, y a pesar de su resistencia inicial, acabó por ponerse las gafas y comenzó a escribir. “Paul está triste, derrotado, solo. Esa palabra le viste de difuntos, hace que sus labios se cosan con un viejo hilo de pescador. No puede remediarlo, no desde 119
que ella desvió su mirada aquel sábado diez de mayo, no cuando un adiós no es más que una sentencia de vacío que no se ha despegado de su carne desde entonces. Pero las cosas cambian, sí, eso quiere pensar Paul, así que en medio de una oscuridad que combate día a día, piensa en Jeff Fletcher, un desgraciado perdedor al que le importa un rábano perder, pues eso es parte de la vida, Fletcher, que vive en un pequeño apartamento en el oeste de la ciudad, Fletcher que colecciona calcetines de colores para vestirse con pares diferentes, Fletcher el que se ríe de las maldiciones, y hasta de la mala suerte. Así que Paul se sienta frente a su viejo ordenador, y escribe un poco sobre Fletcher, deja que lo absurdo llegue a él, con esperanza de que también le contamine un poco de sana locura, igual que llega a las letras que poco a poco van metiendo a Fletcher en una extraña aventura, con una bella mujer venida de otro planeta y otros seres extraños persiguiéndola a ella, y claro también a Fletcher. Todo se convierte en una huida desesperada, una que los lleva a todos a desaparecer y reaparecer en algún lugar. Lugar, que Paul todavía no tiene claro cómo imaginar, así que deja que una pausa se apodere de él y contempla la lluvia caer a través de su ventana, antes le gustaba, ahora… pero quiere pensar que cualquier mañana volverá a gustarle, cuando vuelva a tropezar con lo inesperado. Y lo inesperado aterriza antes de lo que Paul cree, hay corazones en su casa, y laten rápido, muy rápido. La locura, por fin salta de las páginas del procesador de textos hasta sus mismas narices, cuando Paul encuentra a Jeff Fletcher y a la mujer extraterrestre en su propio salón y ve como Fletcher le saluda despreocupado sin saber qué rayos está haciendo aquí. La extraterrestre Alma toquetea un brazalete de teleportación y chirriantes sonidos surgen cuando nuevamente y ante el asombro de Paul desaparecen todos envueltos en un vapor de llamativo color.” La escritora rio para sí, divertida por la situación, dio un sorbo a un té de frutos rojos que la acompañaba y repasó lo escrito. Volvió sobre la palabra ‘despreocupado’ y sopesó el cambiarla por ‘indiferente’. Abrió uno de los cajones del escritorio, sacó una hoja de papel y comenzó a esbozar un dibujo con la figura de Alma Mazzora, junto a ella puso la cabeza de Paul, con un enorme grito saliendo
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de su boca en forma de bocadillo. Grito que se replicó en su propia casa con unos rasgos mucho más conocidos. Jennifer abrió la puerta del dormitorio con la esperanza de encontrar a Juan sumido en un pacífico sueño, pero no fue así, Juan estaba despierto, tenía la boca abierta con restos exclamatorios colgando de entre sus labios, allí estaba también Jeff Fletcher, de pie sobre la cama con los brazos en jarra y saludando a Jennifer con un gesto de indiferencia en su mirada, también la extraterrestre Alma Mazzora que maldecía a los diez mil infiernos del dios Berros mientras trasteaba con su brazalete de teleportación. Y sí, Paul también se había unido al grupo quién no supo muy bien qué decir a excepción de: —¿Y quién eres tú? —dijo Paul señalando a Jennifer.
ALBERTO IRANZO SARGUERO
España
Página de Autor: Amazon.com: Alberto Iranzo Sarguero: libros Instagram: Jerry Clade (@jerryclade)
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ilencio! Silencio que sabía a pólvora. Silencios y pólvora que anunciaban una revolución en el corazón de los hombres que, a aquella hora maldita, enterraban sus últimas penas en el cadáver del último Cielo. Silencios, miedos, risas que se volvían círculos de fuego que recorría con tenacidad,
alternando el paso sinuoso de una serpiente con el baile gozoso de un poseso que ardía y bailaba en el interior de su propia hoguera, poniéndose mil caretas diversas para que nadie intuyera, tan siquiera, lo que el fuego no se había llevado aún. Era, en mi hoguera, con mis caretas, un personaje que se representaba a sí mismo. Trazando movimientos vacíos en un útero seco, perfecto como una sepultura inmemorial a la que volvía para recuperar, no la carne, sino el espíritu. Espíritu que no era prisionero de la carne que todo lo aprisiona o, ¿más bien libera? Ahora no sé que pensar. Ahora no sé a quién debo inquirir y sonsacar para dar un sentido a tamaña duda que, como toda duda, es un cristal afilado en la garganta o un clavo en mi corazón que, si no me equivoco, dejó de latir ayer, justo cuando una nueva revolución se alzaba desde el silencio sobre los sueños de los hombres, que, en ese momento, aún rezaban a un dios que no sabían si era un buen dios; de los que escuchan, lamentan y aman a quien sea a cambio de nada. Pero le rezaban, sí, porque no hay dios que ignore un hombre desesperado, dijeron los santos que fueron hombres que negaron a todas las mujeres que, siempre han sabido bien, que un dios no vale gran cosa si al mirarlas a los ojos no ha comprendido que el mundo hace tiempo que fue salvado. Era solo cuestión de sentarse y oírlas contar que habían soñado y, después, ir allí abajo sin miedo al pecado. Silencio, pólvora; algo estaba a punto de ocurrir, ¿sería aquella noche la última noche de todos los días? ¿Qué vendría después? ¿Un pedazo de sol risueño o un niño medio hombre, medio gato, tal vez? Sin saber que sería ardí en mi hoguera, que era más que eso, era una mano tendida a las risas que sostenían las arañas en sus telas. Y cuando estás allí, en el centro de una hoguera entre risas y arañas, comprendes que, inevitablemente, el Cielo debe morir con todo lo que fue una vez.
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Ahora que has entendido esto, déjame que te cuente que hacía yo ardiendo en mitad de un gran silencio hecho de pólvora: buscaba fe en un hombre ni mejor ni peor que yo, tan solo más vivo que yo, es decir, un hombre que sabía de donde vino y quien era realmente, más allá de sus sueños y sus pesadillas, más allá de la superficie de su mente, más allá del cielo; no el de este mundo, sino del que lleva dentro… sin duda una revolución estaba en marcha. Desperté, o mejor, volví de atrás hacia delante sin ser muy distinto de como era antes, pero sabiendo que hay en los corazones de los hombres. Ellos no lo saben, pero está ahí, es solo cuestión de quedarse en silencio. Después se alzarán las llamas, esas damas de la tierra, el aire y el viento. Tienen secretos para ti, baila y arde con ellas, no les niegues tus besos, confiésales tus miedos, haz que te enseñen a resurgir de tus cenizas, no como el fénix, sino como el hombre libre. Y cuando digo libre, quiero decir, entero, no un pedazo de una multitud, una moda o un credo de esos que hay a montones allá afuera corriendo por el mundo haciendo a todos los hombres un poco más pequeños de lo que eran cuando, con los pies en la tierra húmeda, caminaban por el cielo. ¿Sabes de qué hablo? Si no lo sabes, quédate en silencio, busca un espacio dentro de ti y después salta dentro, tal vez después te despiertes sabiendo lo que yo sé.
DAVID CRAULEY
España
rogercrauley@gmail.com
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El eterno retorno de la vida relativa: mientras unos viven, otros mueren.
H
I e escuchado constantemente el crujido de los motores en la noche. A veces, en medio del silencio inquietante, se entiende a sí mismo como un leve destello de la oscuridad, acompañado por el maullido de los gatos y la cantata de los grillos en los
matorrales. Todo parece indicar la frecuencia innata que el universo tiende a tornar confusa sobre los sentidos, y, ¿quién soy yo para entender la armonía enclaustrada entre la carretera y el vecindario? Sin embargo, una noche, entre el crujido de los motores, destacó el ruido de una sirena. Estaré mintiendo si, con certeza, afirmo nunca haber escuchado las sirenas de vez en cuando; pero, a mis diecinueve años, jamás había pataleado de ansiedad por el ruido ansioso de aquella que avisaba un peligro a kilómetros. Mientras observaba el péndulo de la puerta, cuestioné si la sirena era reproducida por la muerte o una clase de justicia divina conformada en el caos de la naturaleza. ¿Hablábamos del verdugo o un justiciero? Y, peor aun, ¿se trataba de una persona mala encadenada por esposas o de alguien que mereciera ser auxiliado con tanta precisión? Este es el suspenso rimbombante para un niñato, creyendo haber vivido la mitad de su vida sin percatarse que la misma trasciende de ser contada por numeraciones triviales. Cerré la persiana que permitía el ingreso de aquellas luces aguardando el peligro, y es que, se tratase de un verdugo o justiciero, el peligro yacía presente a donde quiera que fueran. Momentos después, abrí la puerta, escabulléndome hacia el costado de la carretera y mis dudas cesaron en un momento: se trataba de una ambulancia dirigiéndose entre la sexta carretera hacia la avenida sesenta y seis. Mis inquietudes no habían hostigado para ignorarse; el automóvil derrochaba fuego a los cuatro vientos y sus ventanas empañadas que, con dificultad, se alcanzaban a ver de lejos. Parecía la sombra de la muerte. Quizá, algún día, acabe 126
dentro de ella y, la mitad de la vida que ahora parece resuelta, desearé extenderla un poco más. ¿Quién habrá oscilado sus cipreses bajo el manto de una ambulancia? Mientras tanto, mis pies apenas alcanzan a cubrir el ancho de la carretera. II Desperté en la cama con la lengua desbordándose de entre mis labios, aquellos que perforaron mi alegría hace dos años. Su gusto no para amargura alguna como el olor de la fruta rancia en la mañana. Las repisas, los cajones y las puertas de la casa, pudriéndose, han convergido en la vejez de mi alma. Remojé mis canas en el ron e intenté sujetar la pluma en mi mano tambaleante: escribí una última carta para el fantasma que viene a visitarme constantemente. Letra por letra mi llanto se derrama. Mi enojo alcoholizado se desborda en el papel por un amor que llamó a mi puerta. A mi lado, la heroína y el polvo que usurpó mi vida hace dos años. Quizá mi carta llegue a girar la manivela de un cielo divino y, tras la última línea, ella sabrá que al fin podré mirarla a los ojos y clamar por su perdón. Con quietud y compasión, entenderá las palabras mal intencionadas que escupí esa noche. ¿Quién podría entenderlo como yo? Solo las paredes y los muebles fueron testigos al saber que no anhelaba su suicidio, pero, así fue: murió y, mi culpa ingrata, nació. Ya era el día siguiente; nada podía salir mal esa noche. A las siete, me dirigí hacia la alcoba sosteniendo más ron en la mano y, las drogas, en la otra. Dejé la puerta sin llave. La mucama se fue veinte minutos antes; cosa que perfeccionaba mi plan como si se tratase del destino hablando. Mis discordias viejas culminaron al apagar las luces. En la oscuridad, los párpados dilatados dejaron caer mis recuerdos como una hoja liviana a través de la brisa, y la rabia que había sostenido mis hombros durante tanto tiempo, se atenuó con los latidos lentos de mi corazón. «Ya era hora» —dije con una quietud inmensa—, «pues, al fin, te veré después de tanto tiempo, amor mío». Qué dicha, era tiempo de morir. III 127
A las ocho, mis pestañas ofuscadas, entre aleteo y aleteo, avisaron a mis ojos lo que notarían enseguida: la mucama había olvidado su abrigo de seda entre los muebles. Desorientado, creí que había muerto, pero seguía respirando. Mientras tanto, el ruido que acechaba mis oídos me aturdió: se trataba de la sirena de una ambulancia cobijando mis últimos minutos junto al crujir de los autos marcando la noche. Entre el vidrio empañado de las ventanas y los segundos, forcé mi vista hacia las afueras, observando, en la distancia, la figura de una persona postrada al costado de la carretera y fosforesciéndose abajo de unas pequeñas bombillas. Parecía un pobre joven confundido. La debilidad, apenas me concedió oportunidad de observar su rostro que yacía esa noche en la carretera. «Oh, cómo desearía ser él ahorita y volver a repetir mi vida», lamenté. En un instante, supe que era la ironía de un nuevo cipote pisando el pavimento de la carretera. Mas, siendo consciente de lo tarde que era, el culmen de la mía, se desprendió esa noche entre la sexta calle hacia la avenida sesenta y seis, y mi amada, seduciéndome y llamándome al compás de la sirena, cerró mis párpados, riendo de emoción con su habitual nobleza. Al parecer, la ambulancia logró llegar al hospital con mi cadáver ya enraizado en la cuna de emergencias, como si se tratase de un recién nacido brotando hacia otra vida.
ALBERTO FÉRRERA
El Salvador
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U
n par de semanas atrás sucedió algo. Tan extraño resultó que esta es la cuarta, o tal vez la quinta, vez que intento ponerlo en palabras. El tamaño de la sorpresa que me llevé fue tal que, cada vez que volvía sobre ella, la confusión crecía y se tornaba
inexplicable. Incluso para mí, tan habituado a que cosas sin sentido me ocurrieran casi a cada paso. Como aquella tarde en que me persiguió una bandada de loros a través de medio pueblo tan solo porque me había vestido de verde y amarillo; o esa otra vez que el cartero dejó en mi casa una bolsa de cartas dirigidas a un viejo gordo y barbudo porque, según sus palabras, me parecía demasiado a él (al viejo, no al cartero). El ómnibus que casi me atropella en medio de una noche de lluvia porque no vio que le hacía señas en medio de la calzada con mi impermeable de color. Esto para no mencionar la incontable seguidilla de perros que atacaban mis tobillos, junto con el resto de mis piernas, cuando decidía salir de la casa. No eran solamente los perros de los vecinos, que misteriosamente se habían escapado minutos antes, sino también canes completamente desconocidos, que nunca habían sido vistos en las cercanías y que, luego de desgarrar mis pantalones, mis medias, mi piel y cualquier otra cosa que llevara en mis manos, desaparecían sin que nadie más volviera a verlos jamás. De más está decir que no volví a vestirme de verde, ni de amarillo. Ya no dejé que me creciera demasiado la barba, ni salí de noche a pretender utilizar el transporte público, ni tampoco de día a dar un paseo por el pueblo. Es más, decidí no volver a salir para preservar mi integridad y dedicarme, finalmente, a tiempo completo a mi escritura. Logré ambas cosas aunque, es cierto, me llevó bastante más lograrlo en el segundo de los casos. Incluso pasando la mayor parte de los días encerrado en mi hogar había momentos en los que inevitablemente debía salir. Lo hacia al menos una vez a la semana para comprar provisiones; no entraré en detalles de cuáles son las cosas que pueden englobarse bajo esa denominación, no creo que haga falta en este momento
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porque tampoco viene al caso dar tantos detalles inocuos para lo que me interesa realmente contar. Pero sí es necesario mencionar estas salidas porque fue en una de mis contadas visitas al exterior que sucedió aquel extraño encuentro. Abandonaba la proveeduría del pueblo, la que está en la plaza central, casi enfrente del bar y junto al templo abandonado, cargando mis bolsas de tela reutilizables rebosantes de alimentos, cuando fui abordado por una persona a la que no conocía pero que parecía conocerme a mí. Con un nivel de conocimiento que debería de haberme resultado extraño en ese momento. —Maestro —escuché y me volví de inmediato en la dirección de la que llegaban las palabras. —¿Quién me llama? —pregunté. —Un humilde lector, el más pequeño de sus seguidores, el más insignificante entre aquellos quienes interpretan sus palabras. Podría negarlo, pero me gustó la forma en que se expresaba, tan amena, tan certera, tan real para dirigirse a mí. Aunque, es cierto, era la primera vez en que alguien la usaba conmigo. —Excelente presentación —respondí pensando en utilizarla en algún futuro relato—, ¿y qué es lo que buscas, pequeño? —porque lo era, al menos en edad. —Tan solo una firma —dijo extrayendo de un extraño morral, que no había notado colgando de su hombro, un pesado volumen encuadernado en gruesas tapas duras como las que se hacían antaño, tal y como me gustaría que en algún momento del futuro fueran editadas mis obras completas—, si se me permite el atrevimiento. —Por supuesto —respondí—. Pero ese libro no es mío. —Claro que lo es —dijo aquel muchacho, ¿no les dije que era un muchacho? Porque por momentos lo parecía y, en otros momentos, ya no estoy tan seguro. Me lo quitó de las manos sin que apenas hubiera llegado a acariciar la piel —probablemente artificial— de la portada, y lo abrió frente a mí.
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—Aquí está su foto. ¿Lo ve? Era una fotografía sí, de alguien a quien tal vez en un par de décadas termine de parecerme; o de alguien que tenía un parecido relativo con una versión un tanto mayor de mí mismo, no estoy seguro. Los ojos de aquel hombre me miraban como invitándome a no dudar de que en verdad él era, sería, o llegaría a ser, yo mismo. —Pero… —murmuré—, ¿qué es esto? —Es el séptimo tomo de sus memorias. Narran desde el año… —¿Séptimo qué…? —interrumpí a la muchacha quitándole el libro de sus manos. Pude sentir su dolor, el de la muchacha, ante el crujido de la encuadernación de aquel preciado libro cuando lo abrí sin el menor cuidado. Miré al azar algunas páginas, sin detenerme en realidad a leer nada específico, solo lo suficiente para reconocer en esas pocas palabras mi indudable e irrepetible estilo. —Imposible —dije una vez más esa mañana, luego de conocer el precio del litro de leche, y de haber visto caminar en otra calle a quien creía muerto desde hacía varios años sabiendo que ahora podría recordarle su deuda—. Imposible. Arrojé el libro a la calle, creo que fue a caer sobre un charco de agua estancada, o cosa similar; el grito aterrador del muchacho, a quien le daba la espalda para alejarme, en parte así lo confirmó. No me detuve hasta regresar a la casa; mis manos temblaban mientras guardaba las provisiones de esa semana en los estantes de la alacena; la mirada se me nubló en más de una oportunidad y no podría decir si se trataba tan solo por el cansancio o si las lágrimas tenían algo que ver en todo ello. Durante esa misma tarde decidí, en varias oportunidades, dejar de escribir, para siempre, de una buena vez, como mucha gente no dejaba de recomendármelo. Pero luego me decía a mí mismo que no podía privar al mundo de mus ideas, de mis palabras, de mi genialidad. Entonces decidía volver a escribir. Al menos hasta que el recuerdo de aquel muchacho, o muchacha, regresaba, y la decisión flaqueaba una vez más. Por que debía decidir qué hacer, en ese momento, antes del mediodía, en ese lugar, de pie junto a la alacena medio vacía, para saber cómo continuar.
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Pero la cuestión no parecía tener una resolución fácil porque si dejaba de escribir, de una vez y para siempre, esas memorias que en parte había visto, nunca llegarían a existir. En ese caso, nadie vendría a verme en la mañana que acababa de terminar, a la puerta de la proveeduría del pueblo a pedirme que firmara aquel extraño libro. Si nadie venía a mostrarme ese libro nunca sentiría este miedo visceral a continuar escribiendo, entonces lo haría, continuaría escribiendo. Pero eso llevaría a que en la mañana que acababa de pasar, alguien apareciera junto a mí en la puerta de la proveeduría del pueblo pidiéndome que le firmara un extraño libro. Lo que me llevaría a sentir un miedo visceral que me obligaría a reconsiderar toda mi labor con las palabras. Es la quinta, si no la sexta vez, que intento ponerlo en palabras de forma de poder entenderlo y, tal vez, lograr tomar una decisión sobre lo que debo hacer. La tarde no deja de consumirse. Se acerca la noche y, por alguna razón que todavía no logro descifrar, siento que esta noche, la que se me viene encima, la que no deja de aproximarse, la que consumirá hasta el último rastro del día que se termina será, también, la última. ¿La última de qué? Eso es lo que no sé. Aún.
JOSÉ A. GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
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L
a frase “vamos a echar una cascarita” se entiende en cualquier lugar de Latinoamérica, incluso me atrevería a decir que en cualquier sitio donde hablen español. El fútbol (a diferencia del polo, el golf y la esgrima), es un deporte que no tiene miramientos en el origen
humilde de sus practicantes. Hasta el más pobre puede disfrutarlo, y así ha sido desde su invención, que a falta de pelota se ha jugado con cocos, melones y naranjas. Siendo estas últimas las predilectas por su escaso valor comercial. Para evitar que se mancharan de jugo al patear la fruta, los muchachos del barrio (de cualquier barrio), le hacían un hoyito y con un popote sorbían el líquido. Dejando poco más que la cáscara. De ahí viene el término: “cascarita”. Mi historia con Diego, comenzó también con una naranja. Mi padre me había dejado a cargo del puesto por unos minutos mientras él discutía con su proveedor. No recuerdo el día, pero sé que recién había cumplido los siete. Como hijo de comerciante, los números nunca fueron problema para mí. Sumaba desde los cuatro y para los seis ya sabía multiplicar y dividir. Conocía los precios de cada fruta exhibida en el mostrador y sabía dar el vuelto de billetes grandes. Un hombre vino a comprar un kilo de plátanos y se quedó admirado de que un chico de mi edad supiera usar la balanza. Yo me sentí grande. Pensaba que en unos años sería yo quien hablase con el proveedor y en lo orgulloso que estaría mi padre. —¡Te roban! —el grito de la tiendera vecina me sacó de mis ensoñaciones. Un muchacho de algunos catorce (después supe que tenía en realidad trece) había cogido una naranja y comenzó a caminar haciendo dominadas con ella. Se paseaba el esférico de los pies a la cabeza y después a la rodilla, al pecho y los hombros. La fruta nunca tocó el suelo. Yo corrí tras él y cuando lo llamé ladrón, se giró sin dejar caer la naranja y continuó dominándola mientras me respondía. —No soy ningún ladrón, pibe. Tomé prestada la naranja, cuando gane la copa, te pagaré una docena. Esa noche, antes de dormir, me reproché el no habérsela quitado. Hoy 135
cuarenta y siete años después, pienso que es uno de los recuerdos más valiosos de mi vida. Otro de ellos fue poco después del Mundial de México, en 1986. Para aquel entonces Diego se había convertido en una especie de dios para mis paisanos al levantar La Copa del Mundo. Yo había contado la historia de la naranja hasta la extenuación, pero pocos la creían. Era 30 de julio y la selección volvía al país. Muchos fuimos al aeropuerto de Ezeiza a ver volver a nuestros campeones. El lugar estaba lleno, pero los policías les crearon un perímetro a los jugadores, de modo que pudiesen caminar con libertad. Algunos saludaban, otros lanzaban besos, pero no Diego. El llevaba un balón en los pies y al igual que el día que lo conocí, no permitió que tocase el suelo. Algo me dijo, creo que no se me hubiese ocurrido a mí solo, que le gritase algo, cualquier cosa. —¡Me debés una naranja! —grité, y por un momento temí que se perdiese entre tanto ruido. De alguna forma consiguió filtrarse. El campeón del mundo detuvo la pelota. Miró a la derecha, después a la izquierda y, lo juro por mis padres, me sonrió. Un par de semanas después recibí paquetería no esperada. Una docena de naranjas, un balón y una nota. Con esta pelota ganamos la final. Copa del Mundo de 1986. Mi deuda está saldada. Diego Armando Maradona. El balón estaba autografiado.
J.R.SPINOZA
México
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E
ra ya muy tarde, tal vez más de media noche cuando la epifanía llegaba de golpe a mi cabeza. ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿cómo no vi antes lo que estaba sucediendo? No lo sabía, pero era claro… había jugado todas mis esperanzas en una última tirada de
las cartas contra el destino. Al mirar las cosas en retrospectiva, era claro que la partida estaba perdida desde antes de empezar, que las cartas estaban marcadas y yo había sido simplemente una víctima ingenua de la falsa esperanza y la luz falaz de la fe ciega, aunque… la verdad, tampoco había mucho que perder. Era ya muy tarde… y al compás del baile frenético de la luz de las velas, podía ver con claridad cada uno de los pasos dados en el camino que indefectiblemente me llevaría a la ruina, a perder más de lo imaginado, a dejar mi cuerpo vacío y mi alma rota. La reflexión se rompió con la noción del tiempo, se rompió con cada uno de los fragmentos de mi alma herida y mi mente agotada; la reflexión fue, tal vez, no más que el impulso de una conciencia que se apagaba. La luna reposaba gibosa sobre un manto de nubes plateadas y un lienzo de estrellas miserables, opacadas por las luces lejanas de una ciudad gris e imbécil; era en su totalidad un cuadro desdichado, nacido de las manos de un pintor sin inspiración, de un aurífice decadente que se ahoga en vasos de whisky barato para alimentar la infame tristeza que invade a las almas marchitas y solitarias, almas que se ven abocadas a buscar algo de compañía y calor, almas que claman mudas por el calor de los cuerpos vacíos y sin rostro de hombres y mujeres, mayores o menores, que se sientan a consumir sin mesura alguna o siquiera conciencia, uno tras otro esos vasos de vino barato y avinagrado de sus propias realidades. Lo que nos lleva a ver de la manera más cruda, cuán inmensa es sin duda la tristeza que envilece los cuerpos y convierte las conversaciones lejanas en ecos difusos, en ruido blanco de fondo. Inmensa es sin duda la tristeza que ahoga los gritos de dolor y los convierte en sonrisas forzadas y contrahechas, que desaparecen en los otros y buscan aprobación en los cuerpos que llenan la estancia. Cuando era ya muy tarde, tal vez más de media noche… dejé ir a mi mente
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en divagaciones con el whisky desabrido y me perdí en cada una de las decisiones tomadas a lo largo de mi miserable existencia; una a una las contemplé y las sopesé en la balanza moribunda del sentido común. Desde muy niño, sospechaba en el fondo de mi alma, que algo no andaba bien conmigo, sospechaba y podía sentir que estaba roto y desconectado de todo. En mi adolescencia se hizo más notorio, lo sentía más fuerte en mi corazón juvenil y curioso, lo sentía expandiéndose de a poco por mi mente, horadando mi espíritu y devorando la luz que salvaguarda la vida… No había duda de que era una enfermedad, pero… ¿de qué tipo? ¿sería acaso de esas que consumen la carne y los huesos… o una de esas que destruyen la mente y el alma? ¿o a lo mejor era de esas muy raras que destruyen los tres, cuerpo mente y espíritu? Era difícil siquiera pensar en catalogarla, pensar en que realmente pudiera estar dentro de mí. Y con el pasar del tiempo y la llegada final de la adultez, se hizo completamente notoria, empezando por regalarme unas ojeras eternas, luego, volver mi cabello ralo y delgado… y finalmente, comenzar a consumirme lentamente, dejando a su paso las máculas de profanas fiebres y ulceraciones por toda mi piel. Cuando era ya muy tarde, tal vez pasada la media noche, la cabeza empezó a darme vueltas, tal vez por el exceso de licor barato, tal vez por la precaria alimentación o la falta misma de sueño durante tantas semanas… semanas eternas, de noches frías y estáticas, invadidas por pesadillas recurrentes, por vacíos inconmensurables de afecto y motivos, motivos para vivir, para seguir adelante, para sonreír… la cabeza me daba vueltas de manera vertiginosa, el sonido se iba y volvía y luego las risas vacías de la taberna hacían temblar cada miserable trozo de mi carne enferma; las luces de las paredes parecían fantásticas centellas por momentos… y luego, solo llamas parpadeantes de una lámpara oxidada de petróleo. Imágenes, colores, sensaciones, temblores… todo me llenaba y me vaciaba una y otra vez, era tan solo una hoja mustia atrapada por el viento, era tan solo una gota de agua perdida en la corriente impetuosa e indolente de un río poderoso… lo era todo y no era nada; segundo a segundo, minuto a minuto. Por un breve instante empecé a recobrar la conciencia… y luego, mi mente quedó en blanco, fue poseída por el
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arrebato de la ira miserable y estúpida de la ignorancia, fue poseída por la furia que solo puede contener y soportar en silencio un alma demacrada y envilecida por los vejámenes de un destino esclavizante; Era ahora, por ponerle un nombre… el instrumento sin voluntad de los sentimientos. Había perdido todo atisbo de razón, había perdido la fuerza que reprimía mi frustración y me entregué por completo a esa orgía de gritos y violencia; aparté de mi vista la jarra cuarteada y asquerosa de cristal en la que aún había poco más de un trago y con los gritos que son propios solo de una bestia, descargué mis puños en la barra. Las personas en todo el lugar enmudecieron, la música cesó y al compás de murmullos y de danzarinas columnas de humo de cigarrillos baratos, me dejé caer de rodillas para gritar y llorar como nunca lo había hecho antes, me dejé caer para llorar con amargura por todas y cada una de las cosas que no había llorado; abrí la puerta del llanto con la llave de la furia y la inconciencia, abrí la puerta al lugar más recóndito de mi ser y desnudé lo poco que me hacía humano. Lloré por el tiempo que dura el tiempo, lloré hasta que mi garganta sentía desgarrarse con cada gemido inmundo y lloré hasta que la última de esas lágrimas negras abandonó mi cuerpo. Luego del llanto, vino el silencio de mi boca, la respiración agitada de la lucha del alma moribunda y luego la calma, la calma que precede a la tormenta. En silencio y frente a los ojos vacíos de toda aquella gente, dirigí mi mano huesuda y débil al interior del bolsillo de mi gabardina para buscar el revólver; lo sentí… el mango de madera de sándalo, el acero frío y su peso inconfundible, estaba cargado… y en menos tiempo del que cualquiera hubiese imaginado, lo llevé sin duda ni escrúpulos a mi boca. El cañón se sentía ansioso en mi paladar y el sabor del metal, inconfundible en mi lengua… luego, una leve flexión de mi índice izquierdo haló del gatillo, que accionó el percutor y liberó la bala plateada con violencia y la velocidad de una estrella… directo a mi cabeza. El rugido de la detonación fue atronador, envolvió todo y a todos dentro de la estancia, fue quizá el último sonido retenido en mi memoria, y luego, el silencio y ese blanco eterno de la nada. Me perdí a mí mismo durante incontables eras, siglos, eones quizás. El
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segundo que tardó mi cuerpo en caer y yacer en medio del charco de sangre, habrá sido interminable para todas esas personas, pero… ¿a quién le importaba? No era mi problema, ya no. Luego del silencio, de la atronadora explosión y de más silencio… vinieron los gritos, los quejidos ahogados de quienes habían tenido si no el privilegio, la desgracia de presenciar semejante atrocidad. Algunas personas caminaban de un lado a otro, algunas personas gritaban… otros, podían no más que gimotear como imbéciles, agazapados en sus butacas… y yo, yo solo observaba mi cuerpo miserable e inmundo, tirado en el suelo, con los ojos vidriosos, mirando a la nada, con la boca entreabierta, sosteniendo aún el revólver entre los dientes, en medio de cuajarones de sangre y carne. Estaba a menos de un metro de distancia de mi cuerpo y veía todo sucediendo muy despacio, era un espectador que guardaba cada detalle, cada gemido, cada comentario, cada aroma… estaba a menos de un metro de mi cuerpo y con la delicia del que no sufre, me daba cuenta que nadie podía verme ahora. Cuando era ya muy tarde, tal vez pasada la media noche… mi alma al fin, libre de las vicisitudes de la humanidad, libre de los pensamientos, del tiempo, de las preocupaciones o el remordimiento… esbozó una sonrisa sardónica, cínica, aliviada y dio la espalda para abandonar la estancia; cuando era ya muy tarde, atravesé la puerta de madera, tomé el camino que llevaba a las afueras del pueblo y me perdí para siempre con las brumas de la madrugada, me fundí en la nada misma y abrí los brazos a la siguiente existencia… esperando con un dejo de anhelo, que no fuera tan miserable, complicada y vacua como la que acababa de abandonar, en medio de un espectáculo atroz, salvaje y sangriento, buscando algo de alivio y paz, sonreía y me alejaba de esa tierra infecta, y lo había hecho de la única manera, que a mi pensar… me desligaba finalmente de esa existencia insoportable y predispuesta por el destino, lo había hecho ya al final… bajo mis propios términos y condiciones.
EDWARD ALEJANDRO VARGAS PERILLA
Colombia
Twitter: https://twitter.com/MilitemExLibris Instagram: https://www.instagram.com/escritor_amargo 141
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«El novelista virginiano por momentos parece creer que en algún lugar “del tiempo y del espacio” aquel crimen se ha asentado victorioso y procede, por tanto, a inventariarlo». Roberto Bolaño
C
on angustia y duda, me he asomado a la ventana arrastrando los pies y, como una mala jugada, no he visto a nadie en la calle en absoluto. Por más que escucho las sirenas de los vehículos policiales con ininteligibles voces macabras, las casas vecinas, las
inmediaciones y, en general, el barrio parece dormir profundamente, bajo la luz de la luna y los faroles del alumbrado público. Atemorizado y angustiado, regreso al cuarto de estudios, donde una lámpara encendida parece disolver Narraciones extraordinarias de Poe, descansando en la mesa rectangular de caoba. Al intentar sentarme, escucho bajo las orejas, calientes y sucias, una multitud susurrando sobre mi persona. Me detengo de golpe, con los nervios escarapelándose. Es como si aquella invisible muchedumbre acompañara a los agentes policiales (juntos al pie de su vehículo) y me incriminaran de un crimen. ¿De qué me acusan? Sufro un horror tormentoso al ser perseguido y los rechazo. ¿Por qué me incomodan? Lamento que me acorralen, como a una rata de laboratorio. ¿Por qué tengo miedo? Me aterroriza no poder verlos y no poder encararlos, y lo aquejo con gran dolor. ¿Por qué no puedo hacer nada? Me destruye la terrible soledad de esta casa silenciosa y vacía, como una celda abandonada. En la cocina, luego de abrir la refrigeradora, saco un pedazo de queso rancio. Está corroído a dentelladas. Al probarlo, el estómago me gruñe como un cerdo ansioso, que nada lo sacia y nada lo satisface. Solo he comido aquel aperitivo lácteo desde la mañana. Tampoco me he duchado desde el viernes pasado. El frío invernal me obliga a evadir el agua, aunque la carca de la piel parece, a ratos, hervirme cuando sufro una impresión terrible. A veces tengo ganas de llorar, agarrar un cuchillo y degollarme por mis propios medios; pero soy más fuerte que mis enemigos, aquellos que desde hace tres días me acusan en estado de invisibilidad y de soberbia. Yo que no he creído en supersticiones, en brujerías y en el esoterismo de las malas artes, he dudado si en 143
realidad he vivido equivocado. Aquellas voces ininteligibles que azuzan el insomnio de las noches, hacen que lea una y otra vez el mismo libro, la misma página y las mismas palabras. Y aunque en las pasadas tardes y mañanas fueron cuando mayores placeres alcancé con la lectura, en especial hoy una especie de alexia (o como se le llame) me ha inutilizado por completo. Tal vez porque no hablo con nadie y solo me alimento poco desde hace una semana. Quizás por aquella pequeña claustrofobia que siempre lograba esquivar y que ahora ha destruido toda forma de evitarla. O puede ser por la reducción de la dosis de las pastillas con la finalidad de que me duren hasta el fin del confinamiento. Sin embargo, es inevitable no sufrir aquel hedor que llega del cuarto del fondo, como un soplo de ultratumba. Aún no soy lo suficientemente valiente para actuar; es decir, limpiarlo por completo y volver a utilizarlo. Y por eso lo deploro con todas mis fuerzas. Me siento tan inútil, tan débil, que solo es cuestión de horas que mi cabeza explote. O que ocurra otra tragedia. Al abrir el libro de par en par, sufro una consecuencia nefasta como si activara una fórmula maligna. Escucho el sonido furioso del aletear de unos moscardones gordos y peludos, como si bailaran en la atmósfera pestilente encima de las sábanas del cuarto del fondo. Miro alrededor y solo observo el aire invisible que cubre aquel compartimento estrecho y lleno de estantes con libros. Sin embargo, me siento acosado y acorralado, y siento la necesidad de defenderme. Con un sentimiento de asco y repulsión, arrojo con fuerza al suelo aquella obra poderosa de Poe. Lo recojo y lo llevo a la cocina. Entre susurros maliciosos, murmuraciones diabólicas, compañías invisibles y atormentadoras, empiezo a quemar aquel ejemplar. Cuando empieza a arder de forma voluptuosa, lo arrojo al piso y lo destruyo a pisoteadas. Al limpiar lo ensuciado, voy a vistear si ya apareció aquella multitud sedienta de venganza y justicia, maldiciente y escrutadora. Solo atisbo un gato persiguiendo veloz a una rata agilísima, que trepa la pared y se refugia en la casa vecina. Maldito felino inútil, da vuelta atrás y se pierde en una esquina.
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El reloj marca las tres y cuarto de la madrugada. No podré dormir otra vez, y me desespero. Todavía no pienso dormir en el cuarto del fondo. Tendré que intentarlo en el sofá. Sin embargo, la incomodidad, el frío y la preocupación me asaltan como a una presa fácil y sin defensas. Al encender la televisión, la señal falla. No se transmite ningún canal. Pese al zapping, el resultado es inútil. Vuelvo al cuarto de estudios y busco algún libro. Saco una edición vieja de las obras completas de Shakespeare. Al abrirla, con desesperación y terror se me caen de las manos, pues he hallado gusanos. Retrocedo con espanto y lo miro con intriga, aversión y asco. Siento un odio profundo y enervado contra aquellas criaturas amarillas, minúsculas y tenebrosas. No tengo otra opción que incinerar dicho libro. Pienso ejecutarlo, en efecto, con pena y desazón, como una terrible falta de respeto a Shakespeare. Cuando estoy a punto de encender en llamas aquel voluminoso libro, de la nada tocan la puerta. Me asomo y, pese a los vidrios transparentes que cubren los fierros, no veo sombra o forma alguna. Pero al primer pestañeo, otra vez llaman a la puerta. —¿Quién es? —inquiero con recelo—. Estas no son horas de visita. Silencio. Un silencio sepulcral. Pero la puerta volvió a sonar. Si alguien de verdad tocara la puerta, yo podría ver su sombra o su figura difusa a través de los vidrios de la puerta; pero aquello entonces solo era una irrealidad. Sin embargo, cuando llamaban, se podía sentir incluso el leve pero sonoro movimiento de la puerta. Y decidí abrir. —Buenas noches, señor Lazio, soy el amigo de Vístima: Lucio. Lo vi con estupefacción. Tenía la piel trigueña muy pálida, un bigote muy bien cuidado, unos ojos marrones y un cuello espigado. Era un poco más alto que mi estatura y vestía una chompa azulina, un pantalón oscuro y unos zapatos charolados. Aunque tardé en reconocerlo, lo pude recordar de forma imprecisa. —¿Qué haces acá a estas horas? ¿Qué quieres? —Déjeme pasar primero, antes que me vean los vecinos contigo. Y sin decir nada más, se abrió paso y se metió adentro. Cerré la puerta al
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instante y quise llamarle la atención, pero él erguido parecía desafiante e imponente. —Tal como lo sospechaba… Aquel mal olor es el cuerpo de Vístima, ¿cierto? —¿De qué hablas? —Sé lo que hiciste, señor Lazio, no puedes ocultarlo. —¿Cómo lo sabes? ¿Qué cosa sabes? ―dije con desesperación. —Que acuchillaste a Vístima… La mataste mientras dormía —dijo con febril elocuencia—. Pobrecita, solo quería refugio y usted le ofreció la muerte. —Cállese, maldito imbécil, ya basta. No prosiga. —Solo porque ella no quiso entregar su cuerpo a tu lujuria enfermiza —dijo con un sarcasmo que deploré con todas mis fuerzas. —Ya, ya. Cállese —grité. Entonces, como una locomotora del pensamiento enfebrecido, barajé la posibilidad de correr a la cocina por el cuchillo. Por su parte, Lucio se apreciaba a la defensiva, como si fuera a reaccionar de inmediato a cualquiera de mis actos. —Mire, señor Lazio, usted ya está perdido. Intenté correr hacia la cocina, pero aquel Lucio dio un salto, me cerró el paso y me lanzó un sopapo en el rostro. Con extrañeza, sentí un terrible miedo, un espeluznante temor que me paralizó de frialdad y cobardía. —¡Ya basta! —exploté—. ¡No me dejaba leer! ¡Escuchaba su voz insultándome y recriminándome por ser un escritor fracasado! ¡No me dejaba pensar! Yo solo quería ayudarla, pero ella empezó a sobrepasarse con insultos y burlas, pese a que yo la estaba ayudando. —¿Desde cuándo no tomas tus pastillas, señor Lazio? —Mis medicamentos desaparecieron a la semana que ella llegó. Desde entonces solo tomo una pastilla de las cinco que me recetaron. Y eso es poca cantidad para mucho tiempo. Al inicio lo pasé por alto, pero después comenzaron los problemas. Pensé incluso que podría soportar una semana sin pastillas justo antes de la cita con el médico. ¡Pero ella comenzó a agredirme! ¡Me insultaba cada minuto que pasaba!
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—¡Por eso vine, señor Lazio! —¿¡Por qué!? ¿¡Qué diablos esperas de mí!? —Ahora que perdiste la cordura, la alegría y te estás muriendo de hambre, quiero ofrecerte una escapatoria. ¿La aceptarías? —¿A cambio de qué? ¿Qué es lo que quieres? Él se me acercó y me ofreció un documento y un bolígrafo. —Fírmelo y verá que todo se solucionará con creces. Tendrás mucho… Antes de que termine de hablar, en un acto violento e involuntario, le arranqué el documento y lo destrocé en decenas de pedazos, que desaparecieron en el piso. —¡Qué has hecho, loco de mierda! ―gritó Lucio enfurecido―. Has destruido tu única salvación… —Lo siento, oh, lo siento… No puedo controlar mis actos… Lo hice por instinto… —Ya no hay nada que hacer, señor Lazio. Y escúchelo bien, ahora yo estoy de más aquí. Adiós… Como si alguien aporreara mi cabeza con violencia, la desaparición del visitante Lucio ocurrió de un pestañeo a otro. Agité la mirada en su búsqueda, pero no hallé a nadie, y no encontrarlo fue como sufrir un fuerte temblor y mareo. Ni una sombra. Entonces, con total excitación de los sentidos, empecé a escuchar el ruido de las sirenas policiales, el cuchicheo de la multitud incriminadora, o el sonido incómodo del aleteo de moscardones, y sentir el hedor de un cuerpo en putrefacción, un peso terrible sobre mi nuca, y una mirada incómoda desde los aires. Caminé hasta el cuarto del fondo, dando tumbos, como si cargara en hombros una piedra de Sísifo, y, frente al umbral, dudé en manipular la manija. Con esfuerzo sobrenatural, logré abrir la puerta. Avancé unos pasos y me lancé a la cama vacía. Al otro lado, en la otra cama, yacía el cadáver de la víctima. Sin embargo, al recostarme, sentí que la piel que posaba en el colchón, sufría ataques de energía dolorosa, como descargas eléctricas. Una especie de calor y vibraciones energéticas de enervante potencia me impedía continuar recostado.
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Tuve que dar un salto para ponerme de pie, con una furia asfixiante. —¿Qué quieres de mí, monstruo? Tuve que dar unos pasos hacia el cuerpo putrefacto. Y entonces todos aquellos actos fallidos de mi cerebro enloquecido llegaron al paroxismo con abominable exasperación, ya por completo enfebrecido y paranoico. Y mientras más avanzaba, creía inexorable que hallaría mi propio cadáver. Al quitar las sábanas, lancé un terrible alarido de dolor y lástima, como si se desgarraran mis pulmones, y caí desmayado. Solo había podido reconocer mi rostro.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO
Perú
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OBSERVA POR LA VENTANA ALAN RAMÍREZ PERALES Soy reportera de una típica revista de artes de Erfurt y, en una ocasión, viajé a Leipzig, para investigar un evento musical que se estaba organizando; y cómo manejo bien la cámara, fui sola, creyendo que sería tan tedioso como últimamente todo me parecía. Me equivoque. Llegué temprano a la estación de trenes y, puesto que tendría que aguardar, salí a fumar. Hacía frio, el otoño ya casi se iba y todos menos yo andaban bien abrigados. De pronto, un tipo bien vestido se me acercó pidiéndome un cigarro y se lo di. Tenga le ofrecí la cajetilla junto a un mechero desechable que rechazó. Se encendió el cigarrillo con un mechero de los caros y me devolvió el paquete de tabaco sonriéndome. El sujeto empezó a parlotear pero al poco tiempo lo interrumpí. Apuesto a que tienes unos cigarrillos finísimos en tu chaqueta rápidamente, el tipo mintió; más le paré el jueguito. ¿En serio te funciona mostrar tu lujoso encendedor a las mujeres? Te da confianza ¿no? el hombre se ruborizó y enmudeció; después, me insultó y me lanzó el cigarrillo a las zapatillas. Yo me quedé ahí, fumando. Llegó la hora y me puse a buscar mi tren entre un gentío. Estaba desvelada y débil por no desayunar, así que, quería subirme al tren y dormir durante el viaje; por desgracia, tenía una larga y lenta fila frente a mí. Era extraño, solía visitar a unos amigos de Leipzig y era la primera vez que me tocaba tomar un tren tan atiborrado. 150
Por un segundo, pensé en llamarles para juntarnos; ingenuamente, olvide que en esos momentos, no me hablaban. Suspire agotada y me dije: “si tan solo me hubiera quedado encerrada en mi apartamento”. Buenos días me dijo un señor con décadas encimas mientras me acomodaba. Le devolví el saludo con desazón. Aunque habló disgustado y luego se sonó la nariz con un pañuelo desechable, ¿Qué tienen de buenos? Me duele la rodilla con lo helado que está. Le eché un vistazo para saber si era un cascarrabias e ignorarle, él se dio cuenta de que le veía y frunció el entrecejo. ¿No tiene frío? —No realmente —mentí y clavé mis ojos en la camisa de mezclilla y la pantalonera delgada que vestía. Permanecimos sin hablar y aproveché para oír el murmullo de los pasajeros; me cansé y volví de fisgona con el señor y esta vez se había puesto a leer un libro grueso cuyo título desconocía. —A pesar de todo —volvió a hablarme sin dejar a un lado su lectura—, el invierno es bueno. Hace que la gente se quede en casa y disfrute de la compañía que tiene. —Y ¿qué me dice de la gente que vive sola? ¿No cree que ellos se la pasen peor aún? —le pregunté para poder mirarlo sin temor y saciar mi curiosidad literaria. —Hay un dicho: “los vientos helados, traen consigo las memorias mas cálidas”. Quizá también sirva para los recuerdos de los que nos quieren. Estábamos separados por el pasillo y a cada rato, los pasajeros lo cruzaban, bloqueando mi blanco; me rendí y me recargué de lado de la ventana. Acababa de cerrar los ojos cuando alguien se paró detrás de mí y me tocó el hombro. —¿Viste? —preguntó una voz que me hizo cosquillas en el oído; pero, andaba tan de malas, que no le tomé importancia—, observa por la ventana —al oírla nuevamente, mi memoria dio con su dueño. Miraba hacia adelante, con el corazón agarrotado, temiendo verle; sin embargo, luego de un instante que pareció una vida entera, volteé. De mis labios
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helados quiso brincar un grito, mas, solo se escurrió un quejido moribundo, acompañado de una nevada de lágrimas. No pude decirle ni una sola palabra. —Veo que sigues igual de curiosa, Sylvia —se sentó frente a mí y le tomé de las manos, apretando tan fuerte como pude—. Volver a verte alegra lo poco que me queda de corazón —se oía atormentado, a pesar de eso, sonreía—. Solo tengo un momento, así que seré breve. Deja de culparte por lo que pasó —él se inclinó hacia mí para besarme en la mejilla, yo solo lloraba y le veía—. Ve con la pandilla y diles que les añoro y que les estaré esperando con un mazo de cartas de oro, también diles que no olviden dinero para jugar. Cuídense, por favor —calló tratando de contenerse el llanto, aunque no pudo. Se limpió y siguió—. Hagamos un trato guapa: te regalo mi sudadera favorita —se la desabrochó y la puso en mi regazo— y a cambio tú… uhm… fumas menos y te alimentas como se debe ¿eh? ¡Sabes lo valiosa que es, la tengo desde la universidad! —asentí varias veces y la abracé unos segundos, aún tenía su aroma. Él se levantó y yo le seguí con la mirada—.Te quiero guapa. También te quiero Johan intenté decirle inútilmente. Él señaló la ventana y yo me giré, cuando volteé hacia él, ya no estaba. ¿Está bien? me preguntó el anciano. Me intente calmar, limpiándome las lágrimas a cada rato. Sí al fin pude hablar. Sí, sí… —el señor preocupado me ofreció uno de sus pañuelos y lo tomé. Abrigada con la sudadera de Johan, sonreí como nunca lo había hecho. Gracias señor. Disculpe, ¿ya vio? Observe por la ventana el señor siguió mi indicación y yo aproveché para ver el nombre del libro.
ALAN RAMÍREZ PERALES
México
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UN PEQUEÑO CASo LUIS J. GORÓSTEGUI 1929. Anochece en primavera. El Orient Express acaba de salir de Budapest rumbo a Londres. En el vagón restaurante, en una mesa para dos, un hombre y una mujer jóvenes mantienen una intensa discusión —aunque a voz baja para no llamar la atención— mientras aguardan a que les traigan los postres. —¿No lo comprendes, Elena?, no tenemos… Y en eso el hombre se interrumpe; el camarero llega con los postres: para ella un delicado estofado de cerezas con helado de nata y chocolate, para él un suave sorbete de berenjena confitada con yogur y caramelo balsámico. —…No tenemos otra opción —le susurra el hombre, mirándola fijamente a los ojos, cuando se retira el camarero. La joven le mira, pero no dice nada. Parece preocupada y juguetea con la cucharilla removiendo nerviosa su postre. En la mesa contigua, un hombre con un bigote muy tieso y militar, y vestido de manera pulcra, bueno, quizá excesivamente pulcra, les escucha disimuladamente mientras saborea su exquisito pudding de vainilla de Madagascar con espuma de frambuesa. —¿No comprendes que es necesario matarla? —añade el joven, y la pregunta queda flotando en la quietud de la noche… Hércules Poirot, en la mesa contigua, queda inmóvil. El famoso detective belga debe actuar —«¡mon Dieu!», se dice—, sus células grises se ponen en marcha, no puede quedarse ahí parado, es preciso que intervenga ahora para prevenir un crimen, ¡es fundamental! Así que se toma rápidamente una
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cucharada más de su sabroso postre y se dispone a levantarse, pero en ese instante escucha la voz de la joven. —Pero, Alejandro, ¿crees que es imprescindible que muera?, con ella será el tercer crimen en apenas veinte páginas, ¿no será demasiado? —No, estoy seguro, a los lectores les encantan los crímenes y cuanto más inesperados mejor; ya verás, nuestra primera novela será todo un éxito de ventas, nos la quitarán de las manos. Al escucharles, respira tranquilo. «¡Escritores!», se dice, y vuelve a acomodarse en su silla —nadie a su alrededor se ha percatado de su intento de ponerse en pie y dirigirse a los jóvenes—; además aún le quedan, al menos, tres deliciosas cucharadas más que saborear, Poirot no se perdonaría dejarse algo en el plato. Y sonríe y mira el reloj —aún le queda un rato para irse a su dormir a su compartimento—; esos dos jóvenes le han hecho pensar en su reciente caso, en Budapest, y del que regresa ahora a su casa. «¡Ah, hogar, dulce hogar», exclama para sus adentros. Un
caso
extremadamente difícil y confidencial, sin duda, relacionado con la Casa Real Húngara, y a la que ha dado su palabra de no desvelar a la opinión pública nada al respecto. «Sin embargo, esos dos jóvenes… sí, ¿por qué no?...», continúa con sus pensamientos. Al fin y al cabo a Poirot siempre le ha atraído la idea de escribir y contar sus ‘cas professionnels’…, sí, y este puede ser un buen ejercicio para comenzar, ‘oui’. Y sacando su libreta de notas comienza a escribir su… ‘petite affaire’. Poirot piensa unos segundos mientras llama al camarero y le pide unos bombones rellenos de licor, «solo tres, s'il vous plait». Y sin más dilación comienza a escribir: «Un pequeño caso. 1929. Anochece en primavera. El Orient Express acaba de salir de Budapest rumbo a Londres. En el vagón restaurante, en una mesa para dos, un hombre y una mujer jóvenes mantienen una intensa discusión…».
LUIS J. GORÓSTEGUI
España
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