EL NARRATORIO. ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO. 23 ENERO 2018

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3

NRO 23 - EnEro 2018 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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Índice LAS FLORES DEL TIEMPO DE LA LLUVIA DANIEL FRINI 7 RUNNING NATALIA LÓPEZ 10 EN LOS BRAZOS DE CIRCE HERNANDO TORRILLA 15 LA SIMA DE LOS HUESOS XIMENA R.MOLINARI 24 DE PASEO CON GABRIEL ERNESTO PATRICIA K.OLIVERA 28 EL QUE ARAÑA SOBRE TI CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 31 AJUSTE DE CUENTAS OSWALDO CASTRO ALFARO 36 FLOR JORGE DÁVALOS 41 EMET DAMARIS GASSÓN PACHECO 46 GONG CARLOS M.FEDERICI 52 LA SEÑAL JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 57 TOC TOC SCHUBERT ALDONZA Z. 63 Y DESTINO… LORENA N. CANCINO 68 NOCHE MANSA ANDREA ALVES 74 LA LEYENDA DE LA AMADA LENA ROGER CHICO CABARCAS 76 INOLVIDABLE SORPRESA NANCY AGUILAR QUINTERO 78 LA MENTIRA DE MARTÍN RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 83 AMOR FRATERNO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 86 UN LUGAR LLAMADO CONFÍN ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ 89 INMORTAL DANPERJAZ LJ 92 CUENTO MATERO EZEQUIEL ORLANDO 97 PENUMBRAS CLARA GONOROWSKY 100 JAMES PARKER ANA MARÍA CAILLET BOIS 102 CAMBIO DE PLANES YOLANDA SA 106 DEADLINE JUAN PABLO GOÑI CAPURRO 109 LA CRUZ OLVIDADA SERGIO NÚÑEZ 113 FRIO VISCERAL M.N.ALLEN 117 POPTENCIA ÁLVARO MORALES 121 EN EL REGAZO DE FREUD FRANTZ FERENTZ 124 VACÍO MIGUEL ÁNGEL CARDONA HERNÁNDEZ 127 5


UN BUEN HOMBRE DIEGO CASTRO 132 UN TRÁGICO FINAL MARÍA ELIZA GARCÍA MARTÍNEZ 136 CENIZAS DE ALMENDRO PARA EL AMOR DIEGO VIDAL SANTURIÓN 138 EL MUNDO ES UN ÁLBUM DE FOTOS DAMIÁN AGUIRRE 141 DEMASIADO CARO PATRICIA J.DORANTES 145 PEDRO,JUAN Y DIEGO DIEGO ARMIJO OTÁROLA 147 EL VENDEDOR ADA INÉS LERNER 149 cuentos ganadores del concurso "cuentos cortos navideños" LA FRAGILIDAD DE LAS COPAS MARÍA SILVINA MACIEL 153 LAS CARTITAS DEL ARBOLITO EMILIA VIDAL 155 REMENDAR LA NAVIDAD JULIÁN KRONN 158

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an Imix Che, hijo de hijos de la nobleza Tutul Xiu y sacerdote que escribe pintando; alisa el amate sobre la piedra, con el filo de la misma mano que sostiene el pincel, que moja en los cuencos con tintas negras como la noche, rojas de un rojo intenso, azules maravillosos, verdes y amarillos extraordinarios. Con una infinita dulzura dibuja los glifos que conforman la poesía que, hace días, escribe para la hermosa Yatziri, su flor de rocío, su doncella de luna, tocada de eternidad: Aún cuando se marchiten no morirán mis flores. Piensa en ella y se iluminan sus ojos, y agradece a la diosa luna y al dios del cielo, y le promete a la Mujer Arco Iris dejar el libro en el templo de Ticul, para que los Hombres Sabios lo guarden en secreto de los hombres pálidos que vinieron con el sol, caminando sobre las grandes aguas. Irán a visitar la casa del ave de plumas de oro. Kan Imix Che sabe que la mujer que ama y lo ama leerá su obra en el Templo Oculto y la sonrisa clara del rostro que lo deslumbra le llegará, llenándolo de alegría. Se embriagarán y volverán a nuestras manos. Sabe que debería escribir sobre la grandeza de los dioses del Ma'ya'ab; guardar, para los que vendrán, las relaciones de los hechos de los gobernantes de su tiempo; registrar la malicia de los hombres claros, la muerte y el dolor de los suyos. Las flores del tiempo de la lluvia, fragantes flores, Pero, de manera clara, entiende que la mejor manera de hablar de su tiempo y de su gente; que la mejor forma de homenajear a los dioses; que el mejor testimonio de su época que puede dejar escrito es este poema inspirado por Yatziri, la querida de Ix Chel, Señora del Amor; su flecha radiante, su princesa. abrirán sus corolas donde anida el ave que te nombra. Hoy es doce de julio del año del Señor de mil quinientos sesenta y dos, y en Maní arde la hoguera en la que se quema todo registro de la cultura maya; en el Auto 8


de Fe con el que concluye el proceso de inquisición que inició Fray Diego de Landa. «Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena», dijo el franciscano; mientras los hombres del Alcalde Mayor escarmientan a los señores de Pencuyut, Tekit, Tikunché, Hunacté, Maní, Tekax y Oxkutzcab, por su reticencia a abrazar la nueva fe y a olvidar a sus dioses paganos. Que te pongan los collares de flores del tiempo de la lluvia. Hoy es el mismo día que también es diez Etz’nab Tzolkin, dieciséis Kumk’u Haab y Kan Imix Che está sentado, inmóvil junto a quienes observan la hoguera. La expresión de su rostro es indefinible y es la última muralla de orgullo que puede imponer a los extranjeros. Aguanta, sin pestañear —ninguno de ellos lo hace― los lengüetazos de fuego que le acarician la cara a pesar de la distancia que lo separa del centro de la plaza y la pira en la que arden toneladas de libros, figuras de los Señores del cielo, altares, estelas y vasijas. No puede respirar y algo como un puñal le atraviesa la garganta y lucha por no estallar en llanto. Sabe que del otro lado, hoguera de por medio, está Yatziri. No se anima a buscarla con la mirada, de pura vergüenza. Solo con nuestras flores nos alegramos. El poema está allí y se consume. Los pigmentos de las tintas colorean las llamas; y el humo se pierde en la dirección en que vinieron los hombres que ahora están borrando la memoria del Yucatán. Solo con nuestros cantos muere nuestra tristeza. Mi esposa. Mi mujer amada. Kan Imix Che sabe que nadie nunca sabrá de ese amor que él creyó símbolo de su cultura y expresión de su historia y de sus dioses y que él morirá, que Yatziri morirá, que no habrá hijos e hijos de hijos que lo recuerden; que, de alguna manera, él y su esposa y su gente están muriendo en esa hoguera. Las llamas distorsionan el último y exquisito glifo del poema. Sus brillantes colores se confunden en un negro de humo que ahora es ceniza y ahora es nada.

DANIEL FRINI

Argentina

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o atropelló un camión cuando volvía en su moto del laburo, en la autopista AU6. A ella la llamaron a la hora del hospital Vélez Sarsfield para que fuera a reconocer el cuerpo. Parece que no aguantó y murió en la ambulancia. Daniela no pudo pensar demasiado, llamó a su mamá para ver si podía ir a buscar a los chicos al colegio, agarró las llaves del auto y cargó una botellita de agua. La boca se le había secado. La sensación que tenía era de alguien que vuelve de una fiesta muy tarde y está pasado, insomne. Sentía una especie de excitación que necesitaba descargar por algún lado. Había muchas cosas para asimilar pero, fundamentalmente, que ya nunca iba a poder ver a su marido de vuelta como era. El rostro de Fabio se había desfigurado en el accidente y se lo habían anticipado por teléfono para que fuera lo más preparada posible. A su mamá lo único que le dijo es que no llegaba, que tenía que ir a hacer un trámite. No quería que los chicos vieran ningún gesto en la cara de su abuela, ni que su madre cargara con la responsabilidad de mantener esa información en secreto. Así era más fácil, ganaba tiempo para pensar qué hacer. Encendió el auto y sonaba The Cranberries, Ode to my family. Le pareció una ironía del destino pero la canción siempre le había gustado y la dejó, pensando en que la iba a ayudar a llorar, a descargarse un poco. La cantó entera mientras manejaba rápido, como de costumbre, y puteaba a los plomos del tránsito. —¡No podés ser tan lento, flacooo! —Daniela protestaba con las ventanillas cerradas, pero mirando directo a los ojos del conductor del Siena blanco, que la observaba con un gesto de enojo por el espejito. Sí, a vos te digo, querido, correte de una vez si vas a ir a quince por hora. — El barbudo del Siena dobló en Tinogasta y Daniela aceleró. Hizo veinte cuadras por Moliere y después agarró Lope de Vega para poder ver la plaza en donde estaba el hospital cuando apareciera. La canción no hizo efecto, Daniela no derramó ni una lágrima. Lo único que sintió todo el camino fue el impulso de bajarse del auto y llegar corriendo. Estacionó y bajó con tranquilidad. La plaza tenía un sendero de running y antes de entrar al hospital, dio tres vueltas a pique. Tenía puesto un jean ajustado, una camisa verde agua y botas negras, como había salido esa mañana para su trabajo. Iba a contramano del resto de los corredores que vestían casi todos shorts cortitos, remeras dry fit y zapatillas acordes. Algunos la miraban de reojo pero seguían su camino. Uno que iba de jogging largo se puso a correr en la dirección de Daniela, como si ella liderara la oposición a los de pantalones cortos. Cuando le faltó el aire, apoyó las manos sobre sus rodillas y jadeó varias veces seguidas mientras sentía latir fuerte su 11


corazón. Se sentó un minuto en un banquito a tomar el agua de la botellita que había traído de su casa y después encaró para el hospital. Se anunció y la llevaron directo a la sala en donde estaba Fabio. Señora, ¿cómo quiere hacer? ¿Con qué? ¿Es impresionable? ¿Lo va a poder ver? No… Sí. Puedo reconocerlo por unos lunares que él tiene en fila en el brazo, como las tres marías. No sé si con eso estará bien. Con eso alcanza, no se preocupe. El enfermero se acercó al cuerpo tapado con una sábana gruesa color celeste y le dijo: Disculpe, ¿qué brazo es? El izquierdo. Destapó esa parte del cuerpo, tratando de no mover la sábana un milímetro de más, y Daniela vio a las tres marías de Fabio mezcladas con un hematoma de tamaño gigantesco. Agarró su mano, la acarició y subió por el brazo hasta sentir los lunares en las yemas de sus dedos. Es él. El enfermero la agarró de los hombros, le hizo poner la firma en un papel y la llevó por un pasillo que conducía a la recepción. —Lo lamento, dijo, la van a volver a llamar a la mañana por el tema del traslado. Y desapareció detrás de Daniela que quedó frente a la salida del hospital, con vista al parque. Salió de ahí como en cámara lenta. Tenía las llaves del auto en la mano pero frenó un taxi. Virgilio y Beiró, por favor. Buenas noches, señora, ¿le molesta la radio? Está jugando Boca. No, no. Bueno, menos mal, si no le iba a tener que pedir que se baje, je je. …. Es un chiste, señora, no se ofenda. Es que si no jorobo un poco me aburro acá arriba. Y encima no puedo ver el partido en casa porque me cortaron la luz… Me vengo a escucharlo al taxi y de paso me hago unos mangos. ¿No le parece? Sí, sí, no se preocupe. ¿Sigo derecho? Doble una antes de Beiró, porque después no va a poder girar a la izquierda. 12


Como no. ¿Usted es futbolera? No, mi marido. De Boca precisamente. Ah, uff. Les metieron dos pepas en los primeros quince minutos. Ah. Sí, los cuervos los tienen de hijos. Falcioni se quiere matar, está puteando a sus jugadores a lo pavote. Se le viene la noche me parece. La hinchada pide que vuelva Riquelme. ¿Doblo en esta? Sí, es a mitad de cuadra, sobre la mano derecha por favor. ¿Por acá está bien? Sí, sí, gracias. Está bien, quédese con el cambio. Hasta luego. ¡El pésame a su marido! Cuando abrió la puerta de casa, sintió olorcito a pizza. Una cosa menos, pensó Daniela y miró a su mamá con una media sonrisa. Una vez más, su viejita incondicional, la había salvado; tema comida: solucionado. ¿Qué te pasó, Dani? Estás toda transpirada. Hola, ma, sí, tuve un problema. Ahora te cuento. ¿Los chicos, todo bien? ¿Te pidieron pizza? Esperá que me voy a lavar un poco. Sí, viste que les encanta, y como no llegabas me dio hambre a mí también y pedí una de muzzarella y otra de provolone que está en el horno. ¿Qué te pasó hija? ¿Y Fabio? ¿En fútbol? No tenía claro si esperar a que terminase el partido para contarles la noticia o interrumpir ese momento, tenso de por sí, porque iba perdiendo Boca dos a uno. Sus chicos eran fanáticos de Boca porque Fabio era un enfermo, desde los cinco años los llevaba a la cancha. Si estaban ahí a los gritos en el living era porque tocaba fecha de visitante. Marquitos, con doce cumplidos, todavía conservaba su cara de nenito, en cambio Luqui, con dieciséis, ya parecía de la barra, tenía la altura de su abuelo, lo estaba por pasar a su papá. Daniela se sacó la camisa, se pasó jabón por abajo de los brazos y se enjuagó con agua las axilas y la cara. Después se cambió el pantalón, se puso unas ojotas y agarró una remera de la pila de las planchadas en el placard. ¿Estoy bien así, mami? Sí, Dani, ¿querés que te caliente una porción? ¿De qué querés? Provolone. 13


Hola chicos. Shhhhhhh… Hola, ma, perdón, es que pierde Boca. —Dijo Luqui. Hola, ma —dijo Marquitos, y se acercó a darle un beso a Daniela. Daniela abrazó a Marquitos y durante unos segundos quedaron los tres con los ojos fijos en la pantalla. La luz del televisor alumbraba sus caras de un verde fosforescente. Después apareció su mamá con la porción de provolone. Gracias, ma, ¿vamos a la cocina? Su mamá le respondió con un signo de interrogación en la mirada, y encararon para el lado de la cocina. Marquitos sacó su vista de la pantalla y antes de que su mamá pasara el umbral hacia el comedor, preguntó: ¿Todo bien?

NATALIA LÓPEZ Argentina Facebook: https://www.facebook.com/naty.lopez.184 Twitter: @natyalopez

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I Corintios, 4. 21

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ace más de diez años llegué a los Llanos de la Costa con la intención de aislarme un poco de la vida en la ciudad y las malas artes del habitante de las espesuras grises. Es una zona rural y provinciana muy típica: caminos de tierra con curvas peligrosas y llenos de arena en las partes más bajas, que se cobraron la vida de más de un conductor imprudente. Senderos intransitables en las estaciones lluviosas. Las pequeñas lomadas están salpicadas cada tanto con grupos de eucaliptos atiborrados de nidos de loros gritones que hacen imposible dormir una siesta decente por la tarde. En los crudos inviernos que viví allí, solía levantarme temprano para ver el pasto cubierto por la blanca capa de helada que dejaba la madrugada. Tenía mi casa en un bajo, inundable hasta el caos, al punto de convertirse prácticamente en un lago cada vez que llovía. En aquella casa tenía mi biblioteca con vista al campo, donde dejaba pasar mis horas. Con las últimas luces de la tarde caminaba por el campo disfrutando de sus melodías y colores. Era de todos los días cruzarme con un lento y sombrío jinete que iba camino al bar, hombre de una pasividad inconcebible para mí, que ahora ha fallecido, según me contó la muchacha que vendía panes en la curva cercana a la que era mi casa. Antes de subirme al tren que me sacó de la ciudad de Soliviento para siempre, ella se apersonó para darme una misteriosa carta inconclusa. La tragedia de quedarse sin cigarros y sin siquiera una gota de alcohol se agrava con la soledad del campo. La única vez que me ocurrió me vi obligado a caminar hasta la vieja pulpería de la loma (que era todo un misterio indeseable para mí), único lugar de la zona donde se podría conseguir algo de lo que necesitaba para no caer en un profundo sopor. Llegué hacia la media noche, caminando lento y con paso desconfiado. Dudé unos segundos antes de entrar. Afuera del viejo edificio de ladrillos anchos y techo de paja había una pequeña lámpara que bailaba colgando de un poste, acosada por el viento nocturno. Había un pequeño santuario cuyo centro lo ocupaba una estatuilla de lo que parecía ser una virgen o una santa. Unos caballos atados a un palo se inquietaron ante mi presencia. Un carro de dos ruedas reposaba su lanza en el suelo, como haciendo una reverencia. Estaba pensando en no entrar y volverme. Me di cuenta de que aquel mundo apagado, de otra época, podría serme hostil, y ya me iba cuando los perros 16


comenzaron a ladrar. Una ventana se abrió, y una señora de cabellos cortos y ojos saltones me miró en silencio. Me vi obligado a entrar al fin. Temí que retirarme provocara algún malentendido. A pesar de los años que hacía que vivía en aquel lugar, nunca me había tratado con nadie de allí, y dentro del bar me vieron sin lugar a dudas como a un forastero. Me pareció que todos los lugareños que estaban sentados en las mesas, tomando sus bebidas fuertes, fumando su espeso tabaco, se habían puesto de acuerdo para levantar la mirada y clavarla en mí durante unos segundos con una ridícula sincronización, para después volver a sus asuntos como si yo no fuera nadie. Había un espeso olor mezcla de transpiración de caballos, tabaco, alcohol y combustible del farolito, que disparaba una luz tenue y amarilla para intentar sin éxito iluminar aquel lugar. En la barra me atendió la señora con ojos de sapo que había visto por la ventana. Pedí tabaco, una botella de vino para llevar y una medida de ginebra para tomar allí. Un extraño malestar se apoderó de mí. Tenía miedo de herir alguna costumbre o de ofender a alguien sin darme cuenta, porque todos allí parecían dispuestos a la pendencia. No sé bien por qué, pero me parecía que salir huyendo de allí sería la mejor forma de ganarme un pleito, o que si notaban mi cobardía pudieran hacer abuso de ella, en ese momento o en otro más adelante. Me senté solo en una esquina oscura y me revolví dentro de mi pesado abrigo negro. Había por lo menos ocho paisanos distribuidos en las mesas, tomando, fumando, jugando a los naipes o simplemente conversando apagadamente. Un hombre arrugado y de habla avejentada miraba desde atrás de la barra (luego sabría que era el marido de la pulpera). Todos rostros sombríos, cansados, curtidos... Todas manos de trabajo, gruesas, ásperas... Cuando me paré para una segunda copa, invité una ronda a todos como para comenzar a congeniar, y ahorrarme las posibles reyertas de que se hacen merecedores los forasteros en aquel lugar, cada vez más presente en mi cabeza, pero lejos en la realidad. Todos agradecieron a su manera: unos me levantaron la copa, otros asintieron con la cabeza, uno que tenía cara de indio se acercó y se presentó. Ramón no sé qué, arriero y domador. Le costó mucho, según me dijo, creer que yo viviera tan cerca y que no me haya conocido antes. Al hablar parecía pelear contra su lengua atolondrada por el vino. Yo intentaba comprender lo que me decía, cuando sin querer desvié mi atención a la charla de la otra mesa. Un paisano de poncho negro y sombrero de ala inclinada me estaba señalando mientras hablaba. Instintivamente me llevé una mano al estómago y la otra al bolsillo del saco. Tuve miedo y dudas hasta que escuché lo que 17


aquel hombre decía: —...Estaba sentado ahí, donde está ese mozo. —El mozo era yo. No recuerdo con claridad las palabras y expresiones que usaba, pero quedó grabada en mi memoria inoportuna la forma en que me llamó. Enseguida habló el que estaba detrás de la barra, el marido de la señora que atendía el lugar: —No. —dijo con tono más pausado.— Me parece que te equivocás. Que era en aquel otro rincón. Porque cuando se me abalanzó encima casi caigo arriba de aquel bracero. —dijo señalando una lata tiznada. —Otra vez con ese cuento. —dijo Ramón por lo bajo.— Como les gusta tentar al diablo. —y se persignó. El de poncho negro continuó su relato: —Ese cristiano llegó con un hambre del diablo. Comió un pollo entero, achuras y chorizo, y se chupó una botella entera de caña, él solo. Entró sin saludar, comió sin mirar a nadie. ¿Quién iba a pensar que casi nos iba a costar la vida? El de atrás de la barra continuó la anécdota. —Después de comer empezó el hombre a hacer ruidos parecidos a una arcada. Pensé que la comida le había caído mal. Cuando lo miré estaba agarrado con fuerza a la mesa, se le habían saltado todas las venas y de a poquito se le fueron blanqueando los ojos. —Con Galván nos acercamos porque lo supimos enseguida... un lobizón. — agregó el del poncho negro. —Le dijimos que si se quedaba tranquilo y no hacía daño nadie lo iba a molestar, pero ya era tarde. Ya estaba convertido y cuando estos bichos se convierten no entienden razones. Se paró, tiró la mesa y la silla al diablo, gritó como un penado y ya se había convertido. Era como un perro grandote que caminaba en dos patas. Hay en este momento, en este lugar tres personas que no me dejan mentir, Doña Juana, su marido don Galvan, y Ramón. Facón en mano lo rodeamos y le metimos tajo y puñalada como para reventar un toro, y no cayó. Se nos tiró encima y nos llevó puestos a todos, ganó la puerta y disparó para el campo. Solo un hombre en aquella pulpería no estaba cansado de escuchar esa historia, (porque nunca la había escuchado), y era obvio que la estaban relatando para él. Ese hombre era yo. “Quieren asustarme”, pensé. Pero de todos modos lo sentí como un gesto de aproximación, y en mi interior lo agradecí. Esa noche volví tarde a casa. Borracho y a los tumbos, con una mano en la empuñadura del revólver porque, ya en el camino entendí que, rodeado de oscuridad y 18


sombras confusas, soy más sensible a las leyendas rurales. Comencé a frecuentar el bar. Esto no pasó desapercibido a Soledad, la joven viuda dueña de una pequeña chacra cercana a mi casa, a quien yo solía comprarle huevos, acelga y leña. La mujer me dijo que me guardara de ir a la pulpería. Hablaba con desprecio de las personas que frecuentaban el bar, pero no con un desprecio aristocrático o de superioridad, puesto que tampoco ella llevaba una vida de abundancia. Había un verdadero rencor que desunía a Soledad de sus vecinos y de los clientes de la pulpería. No sé si era a raíz de la falta de contacto con mujeres de la ciudad, pero yo estaba enamorado de Soledad. Comenzó gustándome su voz, luego su sonrisa, al tiempo ya le miré las caderas, y en una ocasión en que se agachó para levantar una botella, su camisa dejó ver un poco de sus pechos y fue allí cuando el amor se encendió del todo. No me gustaba que tuviera hijos. No me gustaba que tuviera manos de obrera rural. No me gustaba que fuera viuda. Una noche en el bar escuché que el difunto esposo de Soledad había sido un hombre valiente y con tendencia a las peleas. Que manejaba muy bien el cuchillo y que a más de uno le había marcado la cara, para no nombrar aquellos que mandó al cementerio. Incluso supe que fue uno de los que (según la leyenda local) se había enfrentado al licántropo en una batalla épica que (según contaban todos) tuvo lugar en la pulpería. Tiempo después se confirmaron mis sospechas de que, en realidad, había muerto en una riña... Pero lejos estaba yo de sospechar nada de lo que había ocurrido, ni de lo que ocurriría después. Para cuando llegó el calor de diciembre ya me había hecho conocido entre los lugareños, aunque no participaba de nada más que de jornadas nocturnas en el bar, a diferencia del resto de los vecinos que solían juntarse para salir a cazar, castrar terneros, domar potros o pescar. Sin que lo supieran redacté páginas enteras de anécdotas protagonizadas por ellos, gente que no siembra ni vive tranquila. Desde antes de las guerras de independencia, se había gestado en esta tierra una raza guerrera de la que eran deudores los vecinos de Costa de los Llanos; con algo de indios y algo de españoles, eran cristianos y paganos al mismo tiempo. Gente del facón, la boleadora y la lanza, que a diferencia de los inmigrantes, no se volcaba a los trabajos de la tierra. 19


Hay una heredada ansia de combate en ellos. De galopar crin al viento, lanza en mano, cortando la niebla de los bajos, durmiendo a campo en lugares inhóspitos. Cuando los realistas fueron derrotados, esta raza se volcó a las múltiples luchas entre las provincias y el gobierno central, marcharon a la guerra del Paraguay, a la guerra contra los indios en el sur, a las revoluciones en la Banda Oriental o a las sublevaciones cívicas del principio de siglo. Cuando el país se pacificó se convirtieron en cuatreros; su sangre les exigía acción. Pendencieros en bailes y bares, borrachos la mayoría de ellos, pronto se vieron ligados a los delitos camperos, muy lejos ya de las gestas patrióticas de las que fueran participes tiempo atrás. Antes de irme de aquel lugar, quemé todas las hojas que había escrito sobre ellos. Me sorprendió que, luego de hablar con altanería y desdén de sus vecinos durante todo un año, Soledad decidiera participar en la cena y fiesta que se organizó para navidad. Era algo sospechoso. Ella los culpaba de la muerte de su marido, pero ahora parecía incluso entusiasmada por juntarse con ellos y hasta insistió en ser ella quien donara de su propio rebaño el cordero que comeríamos aquella noche. Yo que la amaba en secreto, y hacía tiempo intentaba traspasar esa barrera que ella imponía entre nosotros, me sentí contento de recibir la invitación para pasar a buscarla e ir juntos a la fiesta. Aquel día pasé por su casa y la ayudé a cargar unos canastos con tortas, panes y unas botellas de ginebra, que había mandado a traer del pueblo, y según ella eran una ofrenda de paz para con sus vecinos. Don Galván y su mujer, Almeida (el de poncho negro), Feijóo y Juan José Almada, nos esperaban, contentos de que Soledad y yo nos sumáramos por primera vez a la cena navideña. Solo Ramón, el cara de indio, no estaba presente aquella vez, cosa que me alegró un poco, ya que sus constantes bromas y apodos de mal gusto me hubieran puesto en ridículo ante Soledad. Cuando estaba borracho solía hacerse el enojado y desafiarme a pelear pechándome, y aunque siempre al final reía y me palmeaba la espalda, yo nunca podía vislumbrar si aquello era una simulación, o si en aquella ocasión sí me las vería con él. Un bochorno de esos en la noche de navidad hubiera sido un problema. Pasar por cobarde cualquier otro día se me daba muy bien, pero frente a Soledad, viuda de un hombre de fama, me hubiera visto en la obligación de recoger el guante. Aquella jornada, lo reconozco, bebimos demasiado. Me sentí parte de ellos durante algunas horas, andando con mi torso desnudo y un facón pesado en la cintura. Soledad se mostraba contenta y simpática y eso me alegró mucho. Cuando se acabó la 20


ginebra nos invitó a matar el cordero. No quise mostrarme cobarde, así que asistí al degüello, decapitación y desmembramiento del animal que estaba atado al costado de la casa, donde quedaron tiradas sus tripas, cabeza y pezuñas, que Soledad guardó en una bolsa. En silencio me sentí impresionado por el pobre animal que parecía gritar un desesperado pedido de piedad. Bien entrada la noche, después de orar, nos sentamos a la mesa a comer entre chistes, canciones y anécdotas, mientras continuábamos bebiendo. Creí que aquella era una gran noche para intentar seducir a Soledad. La miré durante un rato, envuelta en un horrible vestido que pretendía ser de fiesta, con el límite del cabello repleto de perlas de sudor, el filo de los ojos se arrugaba cuando sonreía con unos lindos labios arruinados por el color rosa chillón que les había plasmado. Sus tetas enormes amenazaban con hacer volar los botones delanteros del vestido. Cuando se dio cuenta de que yo la observaba, y que no la había perdido de vista durante mucho tiempo, me devolvió una mirada neutra. Sin enojo ni consentimiento, sin picardía ni reprobación. No quise alarmarme ni arruinar la velada, pero no me sentía bien. Atribuí al alcohol el mareo y la vista algo borrosa, pero notaba que todos actuábamos más torpemente de lo común y que las voces de los que hablaban sufrían una leve distorsión casi gutural. En ese momento Soledad, se puso de pie y habló para siempre: “Queridos cobardes. Al fin he terminado de agriarles la vida. Hace algún tiempo, mi difunto esposo supo amedrentarlos e imponer su hombría, muy superior a la de ustedes, pobres desgraciados. Sé muy bien lo que pasó aquella horrible y triste noche. Cuando me entregaron su cadáver lleno de puñaladas supe que no había sido uno solo el que lo mató, sino que había sido víctima de un plan fraguado por todos ustedes, que al temerle más que al diablo decidieron acabar con su vida de una manera vil y cobarde. Saben ustedes muy bien que yo gozo de la gracia y protección de algunos santos del campo, que me ayudaron a vengarme. Por eso doña Juana y don Galván nunca pudieron tener nietos, y su único hijo, que sabía nadar muy bien, murió intentando cruzar el río a nado. Sucumbió gracias a mis plegarias. Por eso se agriaba la leche que daban las vacas de algunos, el insomnio vencía las noches de otros, las mujeres de algunos de ustedes sufrieron terribles abortos, sus ranchos y gallinas se arruinaron... Ramón, ese indio taimado, me codiciaba en secreto. Por eso los convenció a todos ustedes de matar a mi marido, por eso arruinó mi vida”. Yo no podía creer lo que escuchaba, pero tampoco podía hacer nada. Ni yo, ni nadie. Estábamos bajo el poderoso efecto de Dios sabe qué narcótico. Soledad 21


continuó hablando: “Aquí en esta bolsa están los restos del cordero que comimos esta noche”. Dicho esto, buscó en un rincón la bolsa donde había guardado las sobras de la carneada, la abrió y dejó caer el contenido sobre la mesa. Me explotó la cabeza, se me revolvió el estómago y casi se detiene mi corazón al ver que lo que rodaba por la tabla era la cabeza de Ramón, sus manos aún atadas y sus pies sucios de tierra. Intenté ponerme de pie pero caí rodando hacia atrás. Mientras hacía un segundo intento, miré hacia la parrilla: Indudablemente lo que reposaba sobre ella era la mitad de un torso humano. No creo haber sido el único aterrado por lo que nos había ocurrido, pero ya no miré a nadie más que a Soledad, esa bruja que utilizó sus artificios para vengarse, incluso de mí, que no había participado en el traicionero asesinato de su marido. Sacó de su canasto un revólver. De doña Juana escapó un débil gemido sombrío. Los ojos de Almeida se agigantaron y un chorrito de saliva se le escurrió del labio adormecido. Soledad remató los últimos tragos de su vaso de vino… Y le disparó a uno por uno en la nuca. Los tiros me aturdieron y dejaron un fuerte silbido en los oídos y la sensación de que algo dentro de mí se astillaba. Le disparó al viejo Galván, a Doña Juana, a Almeida, Feijóo, Almada... Nadie pudo protegerse, ni siquiera hablar en su defensa. No recuerdo mucho de lo que ocurrió. Creo que la certidumbre de que me iba a matar arremolinó mis pensamientos y desesperé. Ella dio una vuelta alrededor de la mesa mirando satisfecha los cráneos agujereados y los restos de sesos en un charco de sangre sobre la mesa. Después se arrodilló ante mí que intenté nuevamente, sin éxito, ponerme en pie, y me habló en un tono mucho más tranquilo: “Perdón. Sé que vos no tenés nada de culpa. Estoy muy apenada de haberte usado y engañado. Vos solo sos culpable de una lujuria que te impidió ver la realidad”. Dicho esto me puso el revólver en la mano y llevó el caño a su boca. Ya no me parecía bella, y de hecho no lo era. No recuerdo si lloré en aquel momento, pero ganas no me faltaban. Estaba lleno de odio, miedo y algo de alivio, porque al parecer, no moriría esa noche... Apreté el gatillo sin miramientos. Al rato salía tambaleándome del bar, hacia la soledad del campo y la noche y me encerré en mi casa. Al despertar al otro día, vomité la carne digerida de Ramón, quien terminó su vida degollado, mutilado y comido por sus pares. No sé hasta el día de hoy si esta impiadosa bruja lo transformó en un cordero, o (en el peor de los casos) tal vez solo manipuló nuestras mentes para que viéramos un animal, cuando quien estaba allí era un hombre. En este último caso, tiemblo al 22


imaginar al desdichado, aterrado, dando gritos de impotencia al ver que no le reconocíamos mientras lo ataban y afilaban los cuchillos... De este hecho los diarios contarían muchas mentiras, pero nada podía hacerlo más aterrador de lo que ya era. Pacto suicida, ritual satánico, antropofagia... de todo tenía un poco, pero nadie conoció el verdadero final, afortunadamente. Las autoridades concluyeron que Soledad había asesinado a todos y se había suicidado, usando como móvil supuestos amoríos entre ella y uno de los asesinados. Luego enviaron a demoler aquel antro de mala muerte. Yo volví a mi encierro en mi casa hasta que las aguas se calmaron, ya no quería seguir jugando al bárbaro. Me mudé al tiempo, acosado por pesadillas y con algo de aquel amargo hechizo del que fui víctima dando vuelta dentro de mí... A veces recuerdo el sabor de la carne humana... Y no lo recuerdo con desagrado...

HERNANDO TORRILLA Argentina Facebook: https://www.facebook.com/hernando.punk Twitter: https://twitter.com/IscariotexXx

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En agradecimiento a la influencia de H.P. Lovecraft.

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l doctor Thot Pelarayn, respetable abogado y afecto, había convocado una reunión de forma urgente para tratar ciertos aspectos referidos a la herencia familiar. Mis padres habían fallecido en un infortunado accidente y como único hijo me correspondía administrar los bienes de mis consanguíneos. La inmensa fortuna, compuesta por propiedades distribuidas en diferentes lugares del mundo, no seducía en absoluto mi interés, a excepción de la casa de Boston. Había pasado la mayor parte de mi vida en aquel espléndido lugar del cual guardaba entrañables recuerdos como estudiante del Instituto de Tecnología de la Universidad de Massachusetts. Mis padres, arqueólogos sobresalientes, habían manifestado en más de una ocasión su descontento con mis inclinaciones hacia cierto sector de las Ciencias Naturales. Desde mi juventud me habían cautivado por completo las invenciones en el campo del electromagnetismo de Nikola Tesla así como las posibilidades fascinantes y misteriosas que las Ciencias Físicas otorgaban. Sobre el mediodía finalizó la tediosa reunión, Pelarayn me entregó un sobre cerrado de forma inescrutable del cual, según expresó, desconocía su contenido. Se trataba de los datos de acceso a una caja fuerte que mis padres escondían celosamente detrás de un magnífico cuadro de George Hetzel, artista estadounidense de la tradición Scalp Level, contemporánea a la escuela naturalista francesa que tanto me deleitaba. Las instrucciones de mis progenitores eran claras y estrictas: el sobre debía serme entregado ante cualquier evento fortuito. Según el jurista, no solo se trataba de la última voluntad de estos sino de aquello que más les inquietaba. Pelarayn me otorgó privacidad y prometió regresar a concluir detalles unas horas más tarde. Mis extravagantes y astutos ascendientes no facilitaron mi acceso a la combinación de aquella caja sino a un anagrama que me llevaría a descifrarla. El contenido de aquel cofre excitaba mi curiosidad, debido a ello no demoré en desentrañar aquella enrevesada transposición. Quité con formidable sutileza la exquisita obra, dentro de la caja se encontraba un extraño libro, el cual debía detentar alrededor de ochocientas páginas, y un diario maltrecho, tomé a ambos y los llevé a una de las habitaciones en la planta de arriba de la casa para estudiarlos meticulosamente. Procuré una cómoda posición en el escritorio y comencé por el diario, no pude dejar de advertir que no se trataba de un registro detallado ya que contaba con muy pocas páginas. 25


Al fallecer, mis padres se encontraban en tierras españolas, habían arribado allí durante el verano como parte de una expedición con destino a Atapuerca, uno de los yacimientos arqueológicos más importante del mundo que había obligado a la ciencia a reconsiderar sus conocimientos acerca de la evolución de nuestra especie. Se instalaron en aquel lugar junto con un extraordinario equipo conformado por reputados expertos de las más diversas áreas: antropólogos, ingenieros, biólogos, lingüistas especializados en lenguas antiguas y calificados espeleólogos. Los profesionales, pertenecientes a prestigiosas universidades como Harvard, Stanford, Cambridge y Madrid, habían mantenido, previamente a su viaje, extensas reuniones con la finalidad de establecer estrategias prospectivas y estratigráficas. El doctor Adam Brooks, director de la expedición, había solicitado la más alta discreción y un excesivo cuidado de los registros de campo. El diario, al cual evidentemente le habían sustraído gran parte de sus páginas, continuaba tres meses después de la fecha de arribo. No obstante, y sin más preámbulo, inicié la lectura. Según constaté en dichas notas, terribles incidentes tuvieron inicio en cuanto los académicos abordaron la Sima de los Huesos, el yacimiento de fósiles humanos más próspero que el mundo de la ciencia había conocido. Según la misiva aquel tesoro científico no era lo único que estaba enterrado entre sus sedimentos. Estas últimas palabras resultaron perturbadoras, aun así, no pude evitar continuar tan inquietante lectura. Los comportamientos extraños no tardaron en hacerse presentes, lo que comenzó como meticulosidad científica se transformó en un trastorno delirante, noches privadas de sueño y terrores nocturnos en los cuales aberrantes criaturas, que solo la mente más enajenada era capaz de imaginar, los acechaban como un cazador a su presa. El apetito incontrolable se apoderó de ellos, no existían alimentos ni líquidos capaces de saciar semejante voracidad, pero esta no solo se limitó a los sustentos que nuestro cuerpo requiere para sobrevivir, la lascivia los poseyó convirtiéndolos en presas de oscuros deseos que satisfacían en salvajes orgías. Tales descripciones provocaban que mi mirada se desviara, mas no lo que leí a continuación, aquello me produjo una inmunda aversión. Aquel campamento se había transformado en una sangrienta ceremonia de expiación, horribles sacrificios, como los de remotas y atávicas tribus que aplacan la furia de sus dioses o los de alguna secta local que mediante cánticos malditos invoca la presencia de seres tenebrosos. Se habían cercenado unos a otros de las formas más indescriptibles en nombre 26


de eso a quien, sin conocer la razón, súbitamente adoraban, el de Las Mil Caras, el Demonio Oscuro, el Portador de Pestes, NYARLATHOTEP. Aquel nombre me produjo un intenso estremecimiento. Tan aterradoras como las palabras antes descritas eran las líneas de mi madre acerca de los cortos períodos de tiempo durante los cuales recobraban la cordura recordando lo sucedido y los horrores en los que habían participado. Entre gritos y tormentos indecibles trató de registrar tanto como le fue posible: Nyarlathotep, “El Caos Reptante” que arribó a nuestro mundo desde el vasto espacio exterior hace eones en busca del grimorio de Abdul Alhazred, el “árabe loco”, y así liberar a los suyos que ansían recuperar lo que les fue arrebatado, el que puede tomar cualquier apariencia y habitar entre nosotros, aquel del que nadie conoce su verdadera forma. Todos habían perecido en aquel fatídico lugar, en esa profunda y oscura cueva que recordaba al cono infernal que creara Dante para atormentarnos. Mi madre falleció en el hospital al cual llegó despojada de sus ropas y con mortales heridas. No existen registros que ofrezcan una explicación acerca de cómo logró escapar de aquel diabólico lugar, pero, de alguna forma, procuró hacerme llegar parte de sus notas. No tardé en comprender que aquel extraño libro, en exceso protegido, no era otro que el grimorio del “árabe loco” y aunque la tentación era impetuosa no lo había abierto. Al final del diario estaba escrito el nombre de nuestro jurista y afecto: Thot Pelarayn, en seguida un escalofrío recorrió mi cuerpo, no se trataba de un apelativo, sino de otro anagrama que revelaba algo aterrador y a la vez anunciaba mi inmediato e inevitable destino, Thot Pelarayin no era otro que Nyarlathotep. Allí, al borde del desvanecimiento, permanecí inmóvil mientras escuchaba los pasos del abogado que ascendía lentamente por las escaleras.

XIMENA R. MOLINARI

Uruguay

Twitter: https://twitter.com/XRMolinari Instagram: https://www.instagram.com/x.r.molinari/

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Inspirado en Gabriel Ernesto, de Saki (Ernesto Munro).

E

sa tarde, el sol caía perezoso tras los cerros. Hasta la brisa había detenido su afán juguetón de mover las pesadas astas del viejo molino. El muchacho caminaba sin prisa. El niño que iba de su mano pretendía atrapar la mariposa que de tanto en tanto se posaba en su hombro. —¿Falta mucho para llegar a casa? —preguntó impaciente, cansado de tanta caminata. Nunca se había dado cuenta de que caminaba tanto cada vez que visitaba a la tía del señor Van Cheele. Al niño no le gustaba mucho ir, pero cambiaba de idea cuando recordaba los ricos postres que la buena señora hacía para la merienda. Al no recibir ninguna respuesta miró enojado al muchacho. Pensó que era una lástima que el sobrino de la señora no fuera de su edad para inventar juegos y divertirse juntos; como al pasar, recordó que nunca antes lo había visto en la casa de la señora. Mientras pensaba esto, Gabriel Ernesto lo miró con sus ojos atigrados y le dedicó una sonrisa siniestra que mostró los grandes incisivos. El niño se asustó, quiso soltarle la mano, pero el otro la retuvo con rudeza. Le dieron ganas de llorar, pero de inmediato se entretuvo con la mariposa que parecía perseguirlo para burlarse de él y revoloteaba sobre su cabeza. El niño manoteó para atraparla, pero ella logró escabullirse, hasta que se posó en su nariz y movió con lentitud las alas mientras sus ojillos se fundían con los ojos del niño, el cual se había puesto bizco al mirarla tan de cerca. Cuando intentó atraparla de nuevo, la mariposa emprendió el vuelo y se alejó aleteando con rapidez. El pequeño estiró la mano queriendo ir tras ella, pero la mano del otro lo arrastraba sin miramiento. Se restregó los ojos, cansado, y ya estaba por ponerse a llorar cuando el sonido cristalino del arroyo que corría a un costado llamó su atención. Sonrió, encontró la oportunidad para liberarse de su captor y corrió hasta la orilla, metió las manos regordetas en el agua y comenzó a jugar con ella. Un pececillo se acercó bajo el agua, los redondos ojos lo observaron. El niño rió encantado con ese nuevo amigo, el cual lo miraba con curiosidad. De pronto, los ojos del pez se abrieron asustados y escapó con rapidez, alejándose entre saltitos. En el agua, el niño vio el reflejo del rostro de Gabriel Ernesto, con esa sonrisa extraña que exponía demasiado sus dientes blancos y amenazadores; él no reparó en eso, solo miró apenado al pececillo que se alejaba saltando. El otro lo tomó con fuerza de la mano, una vez más, y tironeó de él, a pesar de que este se resistió en vano. 29


Mientras avanzaban, el niño continuó mirando hacia la orilla del arroyo. A lo lejos, entre la hierba y las flores, divisó a un conejo que lo observaba erguido, con las patas delanteras recogidas y las orejas alertas. Le sonrió, pero el conejo abrió mucho los ojos y se alejó de ellos, saltando en zig zag a gran velocidad. Lloriqueó, solo quería llegar a casa; el camino se había hecho muy largo, él no recordaba que la madre lo hubiera hecho caminar tanto las veces que fueron a la casa de la señora. El color rojizo que se iba difuminando en el cielo llamó su atención. El sol se ocultaba, ya se podía distinguir alguna que otra luciérnaga por los alrededores. El niño miraba embelesado el cambio de tonos que sufría el firmamento en el horizonte, y no notó que el otro lo había soltado, hasta que oyó un gruñido tras él… Un grito agudo se elevó en el aire, interrumpiendo la armoniosa transición de una luna llena enorme hacía el anochecer, pero se extinguió de inmediato y lo siguió un aullido interminable. Luego, solo quedó un silencio de muerte.

PATRICIA K. OLIVERA

Uruguay

Blog: http://pkolivera.blogspot.com.uy

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-E

s una noche muy hermosa —dijo Paul. Se hallaba mirando por la rejilla de una pared, dentro de una celda ubicada en el décimo y último piso de una cárcel. Estaba acompañado por otro reo, llamado Darío, el cual

respondió: —¿Qué carajos dices? No tiene nada de hermosa, todo lo contrario: apesta a mierda. —Pero… ¿por qué reniegas? —Por ellos, ¿no los oyes? —¿De qué chucha hablas? —Están arriba, en la azotea. Y has de saber que los guardias que cuidan aquella zona de la prisión son algo así como… sus amiguitos. —¿Amigos de quiénes? ¿Quiénes son ellos? —Los que hacen ruido. Los que están aquí. —¿Quiénes están aquí? —Los gatos. —¿Gatos? —Paul se rió. —Gatos, mininos, felinos. Animales con uñas largas. —No. No hay gatos aquí. Hablas puras estupideces. —Sí los hay, los he estado oyendo toda la noche, pelean, copulan, rasguñan. Una gata estuvo llorando de dolor hace rato, sus lamentos parecían humanos, parecía decir: «Ay, por favor, ¿habrá alguna alma caritativa que me ayude?». Maullaba y maullaba. Se ha callado de momento, pero ahorita continuará con sus quejidos. —¡No, no me vas a convencer, yo no he oído nada! ¡Nada de nada! —Deja de negarlo, acepta que los escuchas. Siente, ahí están de nuevo. —No. No pueden ser ellos, es imposible. —¡Ahí está! Admite que los oyes. —Sí, sí, lo admito. —Sus maullidos de crueldad. —Pensaba que solo era mi imaginación. —Quieren enloquecernos, pero no lo conseguirán. —Escucha, hay pasos en el techo, son pesados, como los de un hombre, es un enorme gato, ¡una pantera, un leopardo, un tigre! —Peor, es «El que araña sobre ti» —Qué huevada dices… —Imagina a todas las especies felinas del mundo, desde un gatito, pasando por un lince, acabando en un león. Mézclalas a todas en tu mente. El resultado es «El que 32


araña sobre ti». —¿Por qué le llaman así? —Porque primero se aproxima con sigilo, sin hacer ruido, tantea el área donde se halla su presa. Después comienza a rasguñar el piso, que a su vez es el techo sobre la cabeza del infortunado que perecerá bajo sus garras, bajo sus fauces. —¿Cómo te mata? ¿Te da de zarpazos o te devora? —Los dos, te destroza con sus uñas gigantescas, similares a garfios de metal y luego te clava sus colmillos para arrancarte la carne a dentelladas. —Lo bueno es que no puede acceder a nosotros, en la celda estamos seguros. —No lo creas, ya te dije que los guardias son amigos de los gatos, por lo tanto, también respetan (o rinden culto) a «El que araña sobre ti». Por eso nos pusieron en este lugar, porque estamos cerca de la azotea, de esta manera ellos pueden llegar a nosotros. —No, jamás podrían entrar por la verjilla de la pared, mucho menos por la reja, el espacio entre los barrotes es angosto, los guardias tendrían que abrirla, y ya es medianoche. Por cierto, estamos haciendo ruido y nadie se despierta, ¿no te parece extraño? —Los gatos provocan jaleo hace rato. Los otros prisioneros deben hallarse escondidos bajo sus sábanas esperando que la bulla termine. Cada uno de ellos piensa que será la víctima de aquel felino salido del infierno, pero tú y yo sabemos que somos nosotros los condenados. Por ende, ¿a quién le importa si alguien puede dormir esta noche? Nadie tiene que trabajar mañana, estamos encerrados por varios años, porque somos unos asesinos. —De acuerdo, entonces ¿qué hacemos? —Para empezar, deja de introducirte en tu cama como si fuera un ataúd y revisa la reja, que esté bien cerrada, con llave. Yo me pondré de pie y verificaré la rejilla, es importante confirmar si está bien puesta, bien asentada. —Mejor hagámoslo al revés, quiero mirar; sigo pensando que es una noche muy bonita. —Idiota. Está bien. Hay que hacerlo ¡ya! Darío jaló con todas sus fuerzas las varas de hierro que lo separaban del pasillo de la cárcel, se encontraban bien firmes, y estaban cerradas con llave y candado. No obstante, el espacio entre barrote y barrote no era tan reducido: por ahí podría ingresar un gato. Darío iluminó con su linterna y volteó, observó a Paul atisbando por la verjilla minúscula, por ahí entraba un vientecillo frío. A veces, los dos reos tapaban ese agujero con una madera para evitar que las ráfagas fuertes de aire los congelasen al 33


dormir. Esta noche no lo habían hecho. Darío se preguntó si debían cubrir el hoyo. Paul parecía hipnotizado contemplando el vacío exterior, la fresca serenidad de la noche. —¿Qué haces, imbécil? ¿Has visto algo raro? —No, no hay nada anormal. La noche es preciosa. —¿La rejilla está bien colocada? Por ahí podría meterse un gato. —La rejilla es sólida como un peñasco. El espacio entre sus barras es diminuto, por ahí no podría entrar ni un pajarito, a lo sumo una polilla o una mosca… —Muy bien. Lo que me fastidia es la reja, hay espacio de sobra entre las barras para que penetren esos felinos de mierda. Recuerda que la vez pasada se metió una rata y me mordió. —No creo que pasen. Ellos son más grandes que los roedores. —Los gatos pueden ser muy elásticos. —No me preocuparía, siente, ya no se escuchan sonidos. —Cierto, parece que esos felinos de porquería se fueron. —Y también esa fiera salida del Averno de la que tanto hablas. Ahora he de proponerte una excelente idea: dejémonos de historias bobas y vámonos a dormir. —No sé si dormir sea una buena idea, al menos todavía no. —Ambos sabemos que nunca hubo ruidos, que no había gatos, que todo fue parte de estos juegos que hacemos cada noche para no aburrirnos: contarnos historias de terror. —Tienes razón. A dormir, y que sueñes con «El que araña sobre ti». Hasta mañana. —Hasta mañana, amigo. —No soy tu amigo, estúpido. —Hasta mañana, colega. —Hasta más tarde. Pasan de las doce. Aquella madrugada Paul tuvo pesadillas. Despertó muy temprano, y la reja de la celda se hallaba abierta, Darío estaba muerto, en el suelo, junto a su cama, sin parte del rostro, con todo el cuerpo desgarrado y desangrado. Se oían las risas lejanas de los carceleros. Paul se llenó de pánico. Se dijo por qué lo habían puesto en aquella celda húmeda y miserable, en la más lejana serranía del Perú. Era un asesino, igual que lo fue Darío, pero nunca había matado a una persona. Se estremeció. Las pesadillas que tuvo durante su reposo se 34


tornaron reales. Los gatos se aproximaron hacia la reja abierta. Paul pensó en cerrarla, mantenerla apretada, pero los mininos estaban pasando por entre los barrotes. El hombre se sentó en su lecho, se recostó, llorando. Gatos de diversos tamaños, formas y colores se mezclaron, se fusionaron rápidamente unos con otros hasta crear una sola figura, un engendro de casi dos metros, con orejas puntiagudas, de ojos amarillo fosforescente y piel gris, como la del felino de la cinta «Cementerio de mascotas», este fue el último pensamiento de Paul, quien se reía rememorando cuando era libre hacía unos años y veía ese film con una víctima en el regazo. «El que araña sobre ti» le arrancó un pedazo de cara de un zarpazo, la sangre empezó a brotar y manchó el camastro, el techo y las paredes. El infeliz sintió que perdía la consciencia y se hundió aun más en su cama mientras veía todo rojo. La bestia rugió y se abalanzó contra aquel delincuente que había cometido el imperdonable crimen de torturar gatos hasta la muerte, que fue capturado por animalistas adoradores de oscuras entidades, y que ahora estaba pagando caro sus fechorías.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR

Perú

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A

sí es la vida, querida, no la hemos inventado. En nuestra niñez habríamos solucionado la angustia de cincuenta años si hubiésemos sabido lo que el destino nos depararía. No hubo forma de saberlo y menos presagiar el final. Llámalo azar, mala suerte, capricho de la vida; como quieras. No me siento capacitado para etiquetar lo que nos pasó y simplemente acepto el desenlace. Medio siglo después estamos acá, en el mismo sitio, un lugar privilegiado para poder decirnos tantas cosas y liberar los alfileres incrustados en la garganta. Pero, ya lo ves, el silencio que nos rodea es más pesado que el tiempo perdido. No hay que mirar hacia atrás, ¿te parece? No es buena idea llorar sobre la leche derramada y es mejor repasar las oportunidades inconclusas a modo de crítica. No hay lugar para la discusión y es más civilizado aceptar la situación. Como prima mayor siempre me presionaste y aunque moría de deseo por dentro esquivé tus pretensiones. Sí, ya sé, no hay lugar a reclamos. Estaba escrito que nos gustaríamos desde el comienzo, pero el hecho de ser primos me limitó desde el inicio. Para ti fue fácil soslayar el parentesco y asumir una relación profana y reñida con nuestros principios cristianos. Esa fue nuestra primera diferencia y no la edad que nos separaba; solo tres años, nada más. Sin embargo, fue suficiente para que fueras la voz cantante y hacer de mí el chiquillo sumiso y seguidor de tus juegos. Nuestros hermanos no se dieron cuenta de tus planes para la adolescencia y, a decir verdad, yo tampoco. Por esos tiempos me considerabas un escolar travieso y proclive a la aventura. Intentaste moldear mi carácter sin saber que mis padres, tus tíos, estaban haciendo el trabajo. Te tenía como una adelantada de la época y la vida nos dio la razón. Reconozco tu influencia en mis años inocentes y quisiera que perdonaras mis indecisiones y frustraciones. No queda más que aceptar el derrotero de esa época como una forma de aprendizaje. Si bien resultó insuficiente, sirvió para equilibrar la balanza y no haber caído en situaciones que nos hubieran lastimado peor. Nos queda el silencio actual y ajustar las cuentas del pasado. Como era lógico, entramos a la universidad y el tiempo y deberes nos alejaron sin querer. Nos poníamos al día cuando nuestras familias se reunían para festejar cumpleaños, fiestas patrias y navidad y encontrábamos el momento para estar solos y esgrimir las armas del coqueteo incipiente. Recuerdo que tenías un compañero de estudios que te movía el piso y al que no le diste la prueba de amor que te solicitaba. Me lo contaste avergonzada y, con mi imaginación volando y el pene medio erecto, superé la confidencia y en ese instante imaginé tu ropa interior. Ahora lo puedo decir y no me avergüenzo de ello: sentí celos de ese muchacho. Tuve que dejar tu habitación para enfriar las ganas de besarte y no sé si descubriste mi reacción corporal. Al recordar ese pasaje confieso que me acobardé y antepuse los lazos sanguíneos al deseo 37


carnal. Aquella tarde habríamos perdido la virginidad si hubiera sido más osado y recuerdo tu cara de frustración por no haberlo intentado. Hoy que lo pienso y, sintiéndote tan cerca, creo que la vergüenza y suspiros que transmitiste fueron triquiñuelas para que yo pisara el palito y te consolara. Si lo hubiera hecho, los abrazos, caricias y besos prohibidos nos habrían desnudado. Prima, recuerda la época. Ese episodio juvenil y el final de Cien años de soledad torturaron mis días universitarios y el asunto de la cola de chancho entre parientes me desdibujó el ánimo. Hubo oportunidad de comentarlo en mi boda, ¿recuerdas? Mientras bailábamos, el champaña hizo que imagináramos un fenómeno por hijo. En la actualidad no sería tan dramático y los preservativos protegen. Confesaste que seguías siendo virgen y guardando el tesorito para alguien especial. Te dije que no demoraras mucho porque pasados los treinta las cosas se complican y empiezan a desvestirse santos y a sublimar la sexualidad con otros métodos, cuando no con el libertinaje y promiscuidad. Jamás, dijiste con los ojos aguados, vendrá el caballero que me merezca. Te di un beso en la frente y pude sentir tu corazón latiendo tristemente y con algo de envidia sana por mí. Y el gentil hombre no llegó, querida. Te enfrascaste en la historia y lograste méritos propios y el cáncer de mama por mantener tu virtud intacta. Eso dicen los especialistas sobre monjas que no usufructúan el interior sagrado y sacrifican los pechos. Bueno, al diablo con esa teoría. Lo concreto fue la mastectomía radical de ambas glándulas, hundiéndote en la depresión profunda. Me mordía la lengua para no decirte la escasa importancia de la mutilación si nadie te quitaba el sostén. Supongo que entendiste lo que jamás te dije, pero insistías en que te viera las cicatrices. Querida, yo soy abogado, te decía. Sea como fuere, las vi. No me caí de espaldas porque aguanté a pie firme el impacto. Mencioné que eran unas líneas lindas, casi imperceptibles; el testimonio de una batalla ganada. No podía ser tan maldito para bromear con tu aspecto de niña de doce años. Agradeciste y hasta ahora no entiendo cómo no nos llenamos de besos. Froté tu espalda suave para calmar el dolor residual que te contraía el cuello y te juro, prima, que el olor de tu piel se metió en mi nariz para permanecer en mis noches de insomnio. Lo huelo de vez en cuando y me recuerda el estoicismo con que sobrellevaste la enfermedad. Juraste por todos tus santos que las prótesis no estaban en tus cálculos futuros y me convenciste del amor verdadero aunque uno sea deforme. Me partiste el corazón con ese argumento. Finalizado el masaje y aprovechando que el resto de la familia estaba departiendo en la piscina, me mostraste los manuscritos de tus poemas. Leí uno, tan sentido y profundo que me provocaron hacerte el amor. Recuerdo tu mirada expectante y tus piernas cruzadas gritaban que podías separarlas y consumar el hecho. Me levanté avergonzado 38


y no bajaste de la habitación. Me despedí de los tíos y al cerrar la puerta de la casa sabía que en una habitación de la misma quedaba el amor platónico. Una semana después me llamaste para aclarar el asunto y hacerme jurar que nadie sabría de esto. Lo prometí solemnemente y seguí aguardando la aparición de un buen hombre que te amara e hiciera llegar al clímax. El novio no llegó a cuajar porque levantabas una pared inmensa. ¿Acaso creíste que tocaría la puerta y se presentaría así nomás? Hoy entiendo la idealización de tus sentimientos. Espero ser solo una parte del problema porque algo de responsabilidad tengo. En las bodas de oro de tus papás, mis tíos, estuvimos a punto de pecar. No bien los saludé, me dijiste al oído que estabas recién depilada y estrenando ropa íntima llegada de Rio de Janeiro. Creo que mi mujer se dio cuenta de tu desfachatez y te miró con mala cara. No se despegó de mí en la celebración y como fiel cancerbera delimitó su territorio al espacio suficiente para que los dos bailemos. Me malogró el plan y la diversión con tus hermanas borrachas se fue al tacho. Tuve que fingir una torcedura de tobillo para salir airoso ante la insistencia del baile. No sé cómo te las arreglaste y en un descuido de tu prima política llegamos hasta tu habitación y me enseñaste el brasiere acolchado que disimulaba tus tetas ausentes. Las copas bebidas jugaron con tu pudor y súbitamente quedaste desnuda, protegida solo por una minúscula tanga negra, muy sensual por supuesto. Entré en pánico al escuchar pasos acercándose a la habitación y que luego siguieron de largo. Te dejé una vez más frustrada, ansiosa y pensando que tu primo era un reverendo maricón. Lamento lo sucedido, querida prima, pero esas fueron anécdotas de aquellos años. Me afectó mucho el correo que enviaste luego de lo ocurrido. No tuvimos oportunidad de comentarlo porque consideré que fueron expresiones de una mujer despechada. En él me dijiste que yo era el amor de tu vida y tu silencio eterno fue para no perturbar mi matrimonio. Adorabas a tus sobrinos, querías a mi mujer y te sentías feliz de mis éxitos. No comprendías cómo te había rechazado, cómo fue posible que desdeñara la mesa servida. Tus afectos encontrados, ambivalentes y confundidos me hicieron recapacitar. En mi fuero interno supuse que necesitabas ayuda psiquiátrica. Como historiadora eres una mujer culta y de amplio criterio, pero en algún recodo de tu cerebro existe una avería que no has solucionado. Finalizaste el correo amenazando que te entregarías al primer sinvergüenza que se cruzara en el camino a partir de ese momento. La verdad, primita linda, no sé si cumpliste tus amenazas. Hasta donde tengo entendido, sigues como llegaste al mundo. Han pasado diez años desde aquel incidente y en el ínterin hubo encuentros intrascendentes, menos fogosos y elocuentes. Solo se dieron cruces de miradas, saludos fríos y conversaciones vacías. Sabía que las 39


heridas antiguas no habían cicatrizado. Bueno, querida prima, acá estamos nuevamente los dos. No tenemos mucho tiempo para conversar y nadie impedirá que regresemos a nuestra adolescencia. Tus ojos cerrados lucen hermosos y las cicatrices de las mastectomías no tienen relevancia. El sitio donde irás no reconoce estas carencias anatómicas y poco importa. A los sesenta y tantos años nos separamos definitivamente y es cuestión de paciencia para que pierdas la virginidad. Te prometo que voy a ser delicado.

Oswaldo Castro Alfaro

Perú

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F

lor se despertó con el estómago rugiéndole de hambre, la noche anterior había oído muchos gritos en el cuarto de sus papás, por lo que no había podido dormir hasta que los gritos se detuvieron. No recordaba haberse ido a dormir, pero su cama estaba empapada en pipí. El miedo hizo que el hambre se le olvidara, a su papá no le gustaba que eso pasara porque decía que los pañales eran muy caros y por eso ella tenía que aprender a dejar de mojar la cama. Flor se esforzaba mucho, pero fallaba constantemente y eso siempre llevaba a más gritos de papá. Tomó su cobija y la quitó de la cama a jalones, la sábana también tenía pipí así que la tomó con esfuerzo, intentó llevar las cosas al baño para lavarla. Flor jamás había hecho eso, pero la noche anterior, su padre le pegó por primera vez. Le dio duro con la mano cerrada en el estómago, Flor lloró y su madre gritó. El papá de Flor nunca antes le había pegado, pero Flor tiró el rollo de papel de baño al escusado por accidente y eso lo hizo enojar más de lo que ella había visto antes. Ahora con otro error más, su padre seguro se iba a enfurecer; ya en el baño, Flor intentó abrir la regadera, pero la llave estaba muy apretada, después de frustrarse y llorar un momento, decidió esperar a que su papá entrara al baño para arreglarse para el trabajo, suponiendo que el regaño sería más corto si llevaba prisa. Después de media hora Flor volvió a tener hambre pensando que tal vez su papá ya se había marchado a trabajar, decidió buscar a su mamá que seguro podría lavar las sabanas y ayudarle a limpiar el colchón para que papá no se enojara. La puerta del cuarto de mamá, estaba cerrada, eso pasaba a veces cuando papá se enojaba mucho, caminó descalza hasta la cocina y sacó del refrigerador un yogurt bebible que su mamá compraba para ella, le dio un trago y con él aún en la mano fue hasta la puerta de su mamá, se estiró para alcanzar la manija de la puerta que se abrió sin esfuerzo; dentro olía extraño, como a sudor encerrado y algo agrio. La mamá de Flor estaba acostada en su cama con un ojo cerrado, el otro medio abierto, la boca abierta, muy quieta. Má dijo Flor rascándose un ojo lagañoso mami. No hubo respuesta Mami ¿comeos quesanillas? intentó Flor con una gran sonrisa que siempre animaba a mamá. Mami epieta dijo poniendo una manita en el brazo de su madre, la sintió fría y sin respuesta alguna, se acercó a su mamá y metió el dedo en su boca con curiosidad, tocó la lengua con su dedo, estaba seca. Pensando que tal vez su madre estaba cansada, le dio un poco de yogurt, pero no se movió para nada. Mami lentamente, Flor se fue dando cuenta de que su mamá no se iba a

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mover, una certeza terrible de que nunca más lo iba a hacer la hizo romper en llanto mientras agitaba el cuerpo inerte de su madre con todas sus fuerzas, rogándole, exigiéndole, disculpándose, todo lo que su mente pudo lanzar, lloró hasta quedar agotada y se quedó dormida con el cuerpo extendido, sobre el brazo de su madre Despertó un par de horas después, aún no era hora de que llegara su padre. Flor se asustó pensando en que llegaría, no obstante recordó que su mamá no respondía, así que tal vez ahora su padre sabría qué hacer. La hora de que su padre llegara pasó, Flor acarició la cabeza de su madre, y la tapó con una manta. Su estómago gruñía nuevamente por lo que caminó de vuelta a la cocina y, del refrigerador, que había dejado abierto sin darse cuenta y ahora estaba apagado y tibio, sacó un pedazo de queso y se lo comió a mordidas, después encontró el jamón y también se lo comió con las manos, recordando lo que su madre le decía de que uno tenía que comer bien para estar fuerte. Flor se imaginó que tal vez algo de comida podía hacer más fuerte a su mamá, tomó un pedazo de queso, caminó de vuelta al cuarto de sus papás y le puso el trozo de queso en la boca intentando hacer que masticara; su mamá estaba rígida y la tarea le fue imposible a Flor. Rendida, la pequeña encendió la televisión del cuarto de sus papás en busca de algo familiar, recordando que a mamá le gustaba sentarse con ella frente al aparato, empezó a cambiar el canal hasta encontrar algo que le gustaba, eso la distrajo un rato, pero mientras las horas pasaban la niña empezaba a sentirse más ansiosa y preocupada. Cuando oscureció la niña volvió a llorar junto a su madre hasta quedarse dormida. Una vez más, despertó durante la noche pensando que su padre había llegado al escuchar pasos y unas llaves en el pasillo de fuera de su casa, sin embargo, solo era el vecino, al que su papá llamaba vago y su mamá guapo, el cual volvía de pasear a su perro que a veces jugaba con Flor cuando el vecino no trabajaba y lo sacaba a la hora en que ella y su mamá estaban en el parque. El perro olió bajo la puerta un momento antes que el vecino lo llamara para que entrara a su departamento. Papá decía que el perro era peligroso por su raza. Decepcionada, Flor se acostó junto a su madre, estuvo entrando y saliendo del sueño esperando a su padre entre sollozos y viajes a la cocina hasta que amaneció. En la mañana, Flor decidió intentar limpiar su cama para que su papá no se enojara más y pudiera ver qué pasaba con su mamá. Esta vez pudo abrir un poco la llave que no probó la primera vez y un chorrito de agua, empezó a mojar las cobijas. Como estaba tardando mucho, Flor, fue de nuevo a la cocina a buscar el jabón con el que su mamá lavaba los trastes, ya que el detergente de ropa estaba en un cajón cerrado con llave. Después de mojar un poco las sabanas y llenarlas de jabón, Flor recordó que su mamá dejaba remojar la ropa y decidió hacer 43


eso, en el proceso se distrajo con algunos de sus juguetes que llevó hasta donde estaba su madre para ver si eso la animaba a levantarse. De pronto el sonido de alguien golpeando la puerta la asustó y se dirigió hasta la sala con cautela. ¡Minerva! decía una voz de mujer al otro lado de la puerta ¡Minerva, ábreme la puerta! Flor no sabía de quién era la voz, pero la voz, sabía el nombre de su mamá. La mente de Flor le decía muchas cosas, le recordaba que su mamá le tenía prohibido abrir la puerta, le recordaba que su papá no había vuelto y no sabía cuándo iba a volver, le decía que la voz al otro lado de la puerta le era familiar y le ponía la imagen de su madre en la mente. ¡Minerva! solo quiero saber que estás bien y después no me vuelvo a meter, te prometo que voy a respetar tus decisiones, solo por favor déjame verte para saber que estás bien, —la mujer al otro lado de la puerta sonaba como si estuviese llorando. Flor soltó un amargo sollozo de frustración porque no sabía qué hacer ni cómo decidirse a hacerlo. Flor dijo la voz detrás de la puerta Flor, mi niña ¿eres tú? soy tu abuela bebé ¿estás bien? ¿Dónde está tu mama? ¡Háblame mi amor! soy tu abuela. Flor, solo conocía a una abuela, y era una señora que le dijo niña perversa porque se rascó el trasero frente a ella y jamás la volvió a ver. Era la mamá de su papá y era muy viejita, mientras que a su abuela materna, únicamente la había escuchado mencionar, normalmente con desagrado, por su padre. Flor yo te cargaba cuando eras chiquita, te acuerdas, te compré un león de peluche. decía la mujer al otro lado de la puerta. La niña no recordaba que nadie más que su madre la cargara. Mi mami no deshpieta Flor recordaba su león, dormía con él todos los días, eso fue suficiente para confiar en la voz al otro lado de la puerta. Mijita, mi amor ¿estás bien? dijo alarmada la abuela de la niña. Sí. dijo entre llantos  pesho mi mamá no deshpieta Flor se sentó con las piernas abiertas frente a la puerta Ay mi amor dijo su abuela rompiendo en llanto ¡Quédate ahí! agregó luchando por mantener la voz tranquila ¡Quédate ahí chiquita! ahorita vengo. Flor se quedó obedientemente sentada mientras escuchaba pasos alejarse de la puerta. Pasados unos minutos, se decidió a regresar con su mamá pensando en que no sabía que iba a pasar después, se levantó y echó a correr hacia el cuarto, se tiró encima de su mamá y la rodeó como pudo con sus brazos. Un momento después, se escuchó

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que la puerta de entrada se abría de golpe, Flor apretó el rostro contra el pecho helado de su madre. Unos segundos después alguien puso una cálida mano en su espalda, Flor abrió los ojos llenos de lágrimas para ver a una mujer canosa, pero no muy arrugada entrar a la habitación donde estaba, su abuela la tomó en brazos y ambas lloraron sentadas sobre la cama junto al cadáver de la madre de la niña. En el umbral de la puerta del cuarto, el vecino contemplaba la escena con la boca abierta. Después de un rato llegó gente uniformada en coches con luces arriba, algunas personas les tomaron fotos. Hubo que esperar en muchas oficinas y decir muchas veces que se quería ir con su abuela. Flor solo volvió a ver a su papá una vez en una foto de un periódico, esposado y vestido de beige. Con el tiempo todo se volvió un recuerdo borroso, pero muy presente; Flor fue entendiendo cada vez más lo que había vivido. La experiencia se le antojaba un mal sueño y en general, procuraba no pensar en eso, sin mucho éxito. Flor creció al lado de su abuela y cuando fue mayor decidió casarse, su abuela ya en silla de ruedas para entonces, lloró al ver a su nieta caminar hacia el altar.

JORGE DÁVALOS Twitter: @UnHomBienComun

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ualquiera podría pensar que para un «Shomerim» o guardián encargado de realizar los últimos ritos funerarios al cuerpo de un judío recién fallecido, sus tareas podrían suponerle responsabilidades morbosas o tétricas, mas para Yosef representaban un acto de amor y respeto para con su prójimo. El hecho de realizar el baño ritual «Tahar» para purificar el cuerpo, el vestirlo con las mortajas blancas «Takhrikhin» en señal de la igualdad de los humanos ante la muerte, el introducirlo cuidadosamente en el ataúd o cajón de madera colocando una vela en la cabecera y otra a los pies del sarcófago, para recordar que «el alma es la luz del Señor», es la forma correcta de honrar la memoria del difunto y de manifestar un gran respeto por la muerte. Cada detalle es necesario para darle cabal sepultura al fallecido y así cumplir, lo más pronto posible, con la obligación de devolverlo a la tierra como lo manda la Biblia: «... pues polvo eres y al polvo volverás». (Génesis 2:19). Realizar este ritual sagrado le hacía sentir al Shomerim el peso y la mística de su milenaria tradición jasídica, bajo la creencia ferviente de que al cumplir con sus pasos, lograba su consagración como un elegido que trabaja al servicio del Señor. Pero Yosef no era un guardián cualquiera, tenía una misión adicional que solo él conocía y que le fue transmitida a través de las generaciones de su familia: podía interrogar al fallecido para esclarecer su muerte en caso de que se requiriera. Cuando Yosef bañaba el cuerpo del difunto y pasaba sus manos húmedas por la frente de este, en algunos casos surgía, como un brote de tejidos, la palabra EMET, que quiere decir “verdad” en hebreo. Luego, al introducir en la boca del difunto un «schem» o pergamino con uno de los nombres cabalístico de Dios, el muerto podía decirle si estaba en paz o si por el contrario requería de acciones para que se hiciera justicia. Una vez que el difunto daba su mensaje, Yosef debía adelantar las acciones a que hubiera lugar y borrar con un pañuelo embebido en aceite de nardos la primera letra E, para que quedara la palabra MET, que significa muerte, en señal de que la verdad salió a la luz y el alma ya puede descansar en paz. Yosef, bastante mayor, oyó a su propio espíritu alertándolo de que era hora de buscar un sucesor para tan encomiable tarea, porque él pronto debía dejar este plano. Como no tuvo hijos, y como el sucesor tenía que ser de su propia sangre, debía designar a uno de sus sobrinos. Seleccionó a Jacob, el primogénito de su hermano, porque a pesar de que como muchos hombres de su generación, no mostraba mucho interés por los asuntos religiosos, iba poco a la sinagoga y tenía cierto desapego a los mandatos divinos 47


expuestos por la Tora o por la Cábala, le había notado curiosidad por su labor de Shomerim. Además, sabía que este, de ser escogido, estaría obligado a obedecer por el juramento que hizo por su condición de primogénito en esa generación. Así que lo convocó para hablar de la sucesión: —Jacob, ¡Querido sobrino! Sé bienvenido, pasa. —Mi padre me dijo que querías hablar conmigo tío. —Sí Jacob, efectivamente. Creo que ya sabes cuál es mi trabajo y he decidido prepararte para que seas mi sucesor. Jacob estaba desconcertado, pero a la vez maravillado con la información que su tío le estaba dando. La curiosidad lo carcomía y, pese a considerar que su tío estaba más que chiflado, de ser cierto lo que le decía, podría obtener ventajas inimaginables de la situación. Yosef inició el entrenamiento explicándole a su sobrino cada paso del ritual sagrado y al llegar al punto de revivir al fallecido para que pudiera hablar, Jacob comentó: —Tío este ritual me recuerda la leyenda del Golem de Praga, el gigante animado de barro fabricado por el Rabino Loew para cuidar a los judíos de los antisemitas. De hecho, ¿no le escribían también EMET en la frente al golem para darle vida? —Sí sobrino, eso dice la leyenda y tienes razón en que nuestro ritual se le parece, pero fíjate en las diferencias: el Golem es «materia bruta» al que le insuflan vida por medio de la magia y lo ponen en acción al escribirle la palabra en la frente, mientras que nosotros trabajamos con cuerpos de carne y hueso, que pertenecieron a nuestros hermanos y que nosotros invocamos rehabilitándoles su espíritu para que sean ellos mismos los que nos cuenten la verdad. No le damos vida a una materia inerte, más bien le devolvemos la vida invocándolos y EMET aparece sin que la escribamos nosotros cuando el alma necesita hablar para que se haga justicia. —¡Ah!, ahora entiendo por qué no siempre aparece. —En efecto, solo los invocados que necesitan resolver algo son los que la muestran. Regresan para contarnos si fueron víctimas de un delito o una traición y quién los cometió. También si hay procesos que no pudieron cerrar en vida y que tienen que resolver para que su alma pueda alcanzar la paz. Una vez que prometemos resolver lo que les atormenta, debemos borrar inmediatamente la primera letra E y recitar el schem al revés. Es de suma importancia que el alma vuelva a su estado de reposo y esa es la forma de lograrlo. —Tío, ¿Hay algunos de estos fallecidos a los que no se deba invocar? —Importante pregunta Jacob, veo que tienes interés. Sí los hay. Son los que 48


presentan en la frente la palabra en tonos púrpura y parecen temblar por el terrible calor que emanan de sus cuerpos. Hay que borrarles la letra E inmediatamente sin saber qué es lo que quieren decir. —¿Por qué tío? —Porque esos espíritus no vienen para hacer justicia, en sus almas predomina el mal sobre el bien. Un dybukk, que es como se les llama, quiere poseer el cuerpo de alguien que resulte propicio para cumplir los fines y deseos malignos que no fueron satisfechos mientras él vivía. Si se les proporciona un medio para corporizarse las consecuencias pueden ser catastróficas. Para evitar eso es muy importante no dejarlos hablar. Continuaron trabajando en los ritos funerarios, respetando las purificaciones y los períodos de duelo y tratando de evitar, cuando era posible, las autopsias a los cadáveres o la donación de órganos, por principios religiosos. Jacob poco a poco empezaba a volverse más diestro, pero ninguno de los fallecidos atendidos había mostrado la palabra EMET, hasta que una noche tuvo su primera experiencia: —¡Tío, tío, la palabra! —Tranquilízate Jacob, ya voy. Yosef introdujo el pergamino en la boca del cadáver y este abrió los ojos. Tras el asombro natural y las respuestas a quién soy, quiénes son ustedes y qué hago aquí, el invocado, de nombre Jashim, contó su historia: —Fue mi propia esposa quien me mató. No tengo duda alguna. Me fue envenenando poco a poco con cianuro, causándome grandes dolores de cabeza, fallas respiratorias y convulsiones. Me fui deteriorando terriblemente hasta morir. El interés de ella y su amante era quedarse con mi fortuna y desheredar a mi hijo, fruto de mi primer matrimonio. Soliciten una autopsia y consigan el resto del veneno en el gabinete del primer pasillo, en el tercer cajón. Una vez que pusieron de nuevo a descansar a Jashim y realizaron todas las tareas pertinentes, la esposa fue acusada de asesinato y encarcelada, para cerrar así la rueda del destino: el hijo del difunto heredó su fortuna. Jacob, al principio descreído, no salía de su asombro y pensaba cada vez más en las maneras de obtener beneficios propios de tan inmenso poder, pero fingía ante su tío el haberse convertido en un hombre piadoso. Transcurrieron los meses y eventualmente ayudaban a uno que otro invocado, hasta que una noche Yosef le comunicó a Jacob: —Hijo, siento que debo descansar porque mis fuerzas se debilitan cada vez más. Considero que ya estás preparado para asumir solo las labores de un buen 49


guardián. Recuerda todo lo que te he enseñado y actúa con prudencia. Si me fortalezco regresaré a hacerte compañía. Jacob sintió cierto temor de encontrase solo, pero al mismo tiempo estaba ansioso de que se le presentara la oportunidad que tanto anhelaba. La primera noche transcurrió tranquila, solo llegó un cuerpo y cumplió con los ritos sin que surgiera la palabra. La segunda noche, sí notó que mientras purificaba el cuerpo que había llegado, la palabra empezaba a surgir, introdujo el schem en la boca del difunto y se preparó para oír lo que tenía que decir. Resultó ser el caso de un hombre que era el único hijo de una viuda y que temía dejar a su madre en total desamparo; entonces le indicó a Jacob en donde conseguiría suficiente dinero para hacérselo llegar a ella. Jacob hizo la promesa, borró la letra de su frente y al día siguiente, tal y como se lo indicara el fallecido, encontró el dinero y gran parte de él se lo entregó a la viuda, que pese a no entender nada, lo abrazó y lo besó con infinita ternura, lo que no dejó de darle cierto remordimiento pues había tomado para sí parte de la fortuna. Transcurrida una semana sin mayor novedad llegó un nuevo cadáver. El cuerpo de un hombre joven y muy apuesto que en realidad no parecía estar muerto. Jacob desvistió el cuerpo y mientras se preparaba para purificarlo, el cadáver se iba poniendo cada vez más caliente, enfebrecido, y la palabra EMET empezó a resaltar como una marca que parecía hecha con un hierro para marcar ganado, pero desde dentro del cráneo. La marca estaba al rojo vivo, hervía y humeaba y el cadáver abrió los ojos. Miraba a Jacob con una suerte de influjo hipnótico pero era claro que no podía hablar ni moverse. Jacob estaba aterrado, y pese a eso, vio de reojo el schem. Sabía que no debía introducirlo en la boca de ese difunto, pero una fuerza exterior irresistible sumada a su curiosidad, echó por la borda esa prohibición. Al introducir el pergamino una sonrisa horrenda se dibujó en ese rostro mientras la palabra EMET desaparecía sola. El cadáver tomó vida y se alzó de la camilla saboreando y tragándose el shem sagrado, con la actitud de un ganador de un duelo a muerte. Se le acercó y le dijo: —Jacob, Jacob, Jacob, debiste escapar mientras podías. —¿Quién eres? —Soy Shedim, soy Satán, soy más que un Dybbuk y vengo por ti. ¿Recuerdas que habías leído algo en las noticias sobre mí?, fui en este cuerpo un asesino serial, mi marca era besar a mi víctima antes de degollarla para transmitir mi esencia y para apropiarme de su espíritu y una vez muerta, quemarla como lo prohíbe la ley judía por dos razones: para evitar que resuciten en el día del juicio final y para impedir que 50


tu condenado tío las hiciera hablar y llegaran hasta mí. Este cadáver no me sirve ya, fue útil mientras vivía, pero ahora necesito un nuevo cuerpo en donde morar. Mis hermanos y yo, que somos Legión, haremos de tu cuerpo nuestro hogar. Jacob trató de orar, de recitar el schem al revés, pero su lengua parecía pegada al paladar, su falta de fe y la debilidad de sus creencias y valores lo habían hecho una presa fácil. Solo podía contemplar cómo el cuerpo se aproximaba a él, más y más, hasta lograr pegar su boca a la suya, dándole un beso propio de un amante obsceno. Mientras esto sucedía, una sombra negra pasaba de la boca de Satán a Jacob y el cuerpo del muerto se iba reduciendo a cenizas. Yosef acudió al día siguiente a la funeraria con un atroz presentimiento, pues Jacob no se había comunicado con él en varios días. Se sorprendió al verlo trabajar tranquilamente sobre un cadáver; Jacob respondió a todas las preguntas que le formuló con absoluta serenidad y ante eso se recriminó el haber sido tan agorero. Cuando se disponía a vestir la ropa ceremonial para empezar las labores, notó que en una de las esquinas estaba amontonado un túmulo de cenizas. Le extrañó sobremanera, pues una de las prohibiciones más categóricas de la ley judía es sobre la cremación de cadáveres. Se agachó para estar seguro de qué se trataba y vio con asombro que en el fondo de las cenizas habían pequeñas brasas ardientes con formas de huesos humanos, las tocó para confirmar con el tacto si lo que veía era real y tanto las brasas como las cenizas se empezaron a elevar en espiral hasta desaparecer. Yosef ahora temía por su espíritu y su cordura y tras la puerta de la habitación, Jacob observaba y sonreía.

damaris gassón pacheco

Venezuela

Twitter: @damarisgasson

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e pronto cobra aguda conciencia del hedor que ofende a su olfato. Molesto, levanta la mano —una mano apretadamente ligada con bandas blancas— y abanica el aire frente a su nariz. Disipada la nube de humo acre, distingue ya con claridad los rasgos de la cara que le enfrenta: vagamente reconocibles, según advierte no sin cierta ensordinada sorpresa interior, pero no obstante difíciles de situar con precisión entre el revoltijo en qué consiste su acervo de remembranzas. —Quieto, pibe..., quieto. —El apestoso cigarro, culpable en parte de enrarecer la atmósfera del lugar, se bambolea con un labio húmedo y agrietado, entre surcos profundos, posiblemente amargos—. ¿Cómo querés que te vende, si sacudís las manos? ¿Vendarlo? ¡Usted no se siente herido!... Si acaso algo estrujados los metacarpos, a causa de la excesiva presión de las fajas de tela.... El otro suelta una espesa tos de fumador y se quita el cigarro de la boca para lanzar un escupitajo contra el suelo. El suelo, incidentalmente, es de baldosa, rajado aquí y allá, pringoso de una mezcla de polvo y abandono aglutinados. Gira los ojos. De las paredes, ulceradas de humedad, penden viejos cartelones con retratos de púgiles en posiciones ridículas... La poca luz que hay proviene de una sola bombilla mortecina, suspendida, en vergonzante desnudez, de la punta de un cable negro. —La izquierda, pibe, acordate... ¡La izquierda! —¿Eh?... El otro rezonga, abandonando bruscamente el vendaje de su mano derecha, a medio terminar. Usted se siente aturdido, a horcajadas en su taburete vacilante, adelantado el brazo, con aquella tira blanca colgándole de los nudillos como lamentable gallardete... El impaciente individuo, de repente, lo aferra por los hombros y se pone a sacudirlo, sin lograr disolver con ello ni un ápice del atontamiento que lo invade. —¡Vamos, vamos! ¡Reaccioná, Pedroza! Su cara casi se adhiere a la de usted. Los ojuelos, acojinados en bolsas violáceas, veteados de rojas venillas, se clavan en su faz, secándole la saliva de la boca..., confundiéndolo aún más. —¡Tenés que concentrarte, viejo! —Y- yo... —¿O estás buscando que te volteen? ¿Eh? ¿Eso querés? 53


—Yo... no... —¡No hay tiempo para dudas! ¡O entrás derecho a pegar, o ahí la quedas! ¿Oíste?... ¡Pero dame acá esa mano, que te termino!... ¡Si te dejás madrugar estás frito, Pedroza! ¡Tenés que dar vos primero! Dar... Madrugar... ¿Qué es todo esto? Reina el caos cráneo adentro; afuera no hay ninguna pista. ¿Qué está pasando? ¿Qué...? —¡Calmá los nervios, te digo! ¡Y hacé el favor de dejar quietas las manos, o estos no te entran bien! ¿Guantes... de boxeo? ¡La cosa ya se hizo absurda! Todo un alud verbal se agolpa a medio camino entre su pecho y sus labios. Pero las frases son gruesas y de ásperos cantos: no conseguiría que salven la ceñida garganta. Extrañamente, tal impotencia no llega a desesperarlo. Más bien lo sume en un estado de absorta resignación. De ahora en adelante, usted lo sabe, irá aceptando lo que venga, a medida que se presente, por chocante que puede parecerle al enfrentarlo. Un retumbar de palmadas llega a usted, como perteneciente a otra esfera de sensibilidad... Su compañero de ocasión está masajeándolo, templa sus músculos, intenta al parecer aflojar eventuales tensiones. —¡Listo, pibe!... ¡Vamos, Pedroza, todavía! Se pone de pie, un tanto admirado ante la docilidad de sus comisuras, que casi acceden a una sonrisa, como respuesta a los alientos del otro… Ve la proyección de su propio ser, mancha ondulante extendida sobre el piso, surgida de sus pies calzados con zapatos deportivos. ¡Oh, sí! Tendría miles de preguntas para hacer, pero no se le oculta que no ha de formularlas nunca. Flota en un semilimbo estupefaciente, una suerte de continuum unipersonal, denso, gelatinoso. Lo circundan luces y sombras en difuminados contrastes, sonidos amortiguados, raros olores entre los que subsiste uno que, sin resultar ajeno, se resiste por el momento a una identificación cierta... Un pie tras el otro (oscilando levemente sobre rodillas entumecidas), el vaivén de ambos brazos a los lados, entorpecidos por el peso de los abultados guantes..., emprende la marcha. En pos del chato diseño que de pronto se estira ante usted, caricatura de su anatomía que es heraldo de su próxima entrada, a lo largo de un lóbrego pasillo de muros descascarados y cielorraso virtualmente invisible en las tinieblas superiores, sujeto a la insistente presión de la garra que le conduce con firmeza intransigente..., avanza. Ni siquiera se plantea la indagación de su posible destino. Se limita a avanzar. 54


Enseguida, aquel inmenso espacio abierto, o bien de techo elevadísimo, en semipenumbra: hilera de graderías seguramente colmadas, aunque en extraño silencio, y la explosión de luz brillante, al centro. No hay en usted mucha más emoción que en un témpano cuando, arrastrado siempre por el otro, salva las sogas con bronco pizzicato gigantesco y fugaz y se mete en el ring. Una especie de bata corta le cubre el torso; en torno a su abdomen pálido el elástico de un pantaloncito de seda imprime rojizo cíngulo... Maquinalmente, da usted algunas zapatetas, gira sobre usted mismo un par de veces resoplando. En una de ésas divisa a alguien más. Desde el rincón opuesto del cuadrilátero, un individuo lo encara, en compañía, igual que usted, de otra de persona que lo atiende con áspera solicitud... Bajo la inclemencia ardiente de la iluminación que los baña, concentrada en sus figuras solitarias, usted se esfuerza en distinguir el aspecto del desconocido, pero por la razón que sea no obtiene sensaciones claras. Aquel hombre, vestido al estilo de usted, enguantado también, podría asimilarse a cualquiera, entre millones de seres..., enemigos o afectos suyos inclusive. —¡Vamos, Pedroza! ¡Ánimo, viejo! —le susurra la voz que ya conoce bien, envuelta en tufaradas humosas—. ¡Arriba, Puño de Piedra, nomás!... ¡Ya lo tenés, pibe! ¡No te me achiqués ahora, que es tuyo! Asiente vagamente. Todo es una locura completa, admite ya sin reservas. Nada de esto tiene lógica. Usted es, sin duda, Pedroza. Walter Pedroza, funcionario público con veintitantos años de servicio; no hay materia de discusión en eso... Pero usted, ahí, ahora..., ¿en un cuadrilátero?..., circundado de una multitud silente e imprecisa, enfrentado a un probable rival que no logra reconocer, asistido por un segundo que muy posiblemente se asemeja a alguien conocido (¿Su propio padre, acaso? ¿Tal vez el abogado?), y... ¿Va a combatir? ¿Usted? ¿Boxear? Parpadea. Acaso sea ese uno de los contados gestos a que le es dable recurrir, en aquel semiestupor que lo engloba. No comprende...; poco tiempo le resta, de algún modo lo sabe, para que cese incluso de preocuparse por comprender nada... ¿Pesadilla? ¿LSD?... ¡Usted nunca ha sufrido propensiones de esas! Y aquel hedor…, mezcla de tabaco pestilente, en primer plano, más tufos corporales, linimento quizás, salchichas cocinándose, pésimo café como fondo y..., un elemento adicional, obstinado, penetrante, que se cierne al borde mismo de su 55


conciencia aletargada, sin que alcance a discernirlo de una vez... Sus pupilas oscilan en torno. Las oscuras gradas forman cordilleras difusamente antropomórficas. Algo atrae su atención, súbitamente: en la segunda fila de butacas, frente a su rincón, alcanzado por el círculo blanco de la potente luz, hay un vacío. Donde debió haber un conjunto de formas definidas —delgado rostro femenino—, usted lo sabe, hay solamente una porción de nada. Una tenaza de hielo le oprime el plexo. —Laura... Le acosa a usted repentino aluvión de imágenes en flashback: Laura con el otro, la cólera que abrasa como napalm nervios, sesos y carne…, el arma disparándose dos veces; el frío del metal (después), en torno a sus muñecas. Y aun después, el lazo improvisado con su cinturón, ciñéndose en torno a su cuello hasta sofocar definitivamente los sollozos... —Laura... Un sacudón. Manos desabridamente apremiantes se enseñorean de usted. —¡Atenti, pibe! ¡Ahí entra el árbitro! Es justo entonces que el punzante olor, aun semi-incógnito, aumenta, sobreimprimiéndose a todos los demás, hasta adquirir su propia identidad inobjetable. Cuando las pezuñas de aquel ser peludo hollan el centro del ring, junto a las obscenas ondulaciones rastreras de su cola, usted, de un golpe, recibe todas las respuestas. Usted, Walter Pedroza, uxoricida y suicida, a punto de librar el combate decisivo y crucial, ante las mismas puertas de la Eternidad, entre emanaciones de... azufre. Pero ya suena el gong... ¡Su tiempo terminó!

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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L

ucía detuvo su menuda figura ante la puerta identificada con el número trece. Comprobó la dirección anotada antes de guardar el papel. «¡Por fin! Aquí es…». Soltó la maleta y suspiró. Recompuso su colorido atuendo. «¡Ay, Virgencita! ¡Ayuda a esta humilde devota!», murmuró, persignándose. Recogió la maleta y alargó la mano dispuesta a pulsar el timbre. La súbita y creciente proximidad de pasos en el interior de la vivienda la detuvieron. Tragó saliva y aferró con fuerza el asa del equipaje. «Salen a recibirme...», ironizó, vagamente animosa. Apareció un hombre maduro y rechoncho que a punto estuvo de tropezar con ella. Un mondadientes pendía de su boca. Apestaba a sudor y alcohol. —B, buenos días, señor... —No quiero nada. ¡Largo! —escupió aquél, alejándose. —D, disculpe... Me envía la agencia. —¿La agencia…? —Se detuvo, repentinamente interesado. —Sí, señor. Soy Lucía, la empleada de hogar. —La chacha… Sí, ahora lo recuerdo… ¿Conoces las condiciones? —Por supuesto, señor. Me lo detallaron todito. —Mejor. Así no perdemos el tiempo —Volvió sobre sus pasos y abrió la puerta—. Tengo prisa. Deja la maleta por ahí y ordena un poco. Ya hablaremos esta noche. —Como usted diga. —Y no te atrevas a tocar nada. ¡¿Entendido?! —Entendido, señor. ¿Prefiere…? Su nuevo patrón se metía ya en un coche y, poco después, se perdía calle abajo. Lucía suspiró. La casa era un maltrecho inmueble de dos plantas roído por el tiempo y el abandono. Aún así, no fueron los incontables desperfectos y carencias los que la dejaron estupefacta, sino la pringosa costra de polvo y suciedad a la que tendría que enfrentarse. «¡¿Cómo se puede vivir en el puro abandono?! Y tiene plata. Si no fuera así, no manejaría el carro en el que se fue, ni me habría mandado llamar. ¡¿Qué le costaba invertir una poquitica en agua y jabón?!». No lograba entenderlo. Siendo todavía niña, su madre le había enseñado que lo esencial no era tener cosas caras, sino cosas limpias. Su vestido podía no ser el más costoso, pero sí debía ser (bien que se destrozaba ella las manos frotando para que lo fuera) el más reluciente de todo el pueblo. Redicho se lo tenía: «Es el único orgullo

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que nos queda a los pobres. Piérdalo, mi hijita, y dejará de ser persona». El día había sido tan agotador como solitario. Echada en su dormitorio, Lucía añoraba su vida en la otra cara del mundo. —¡Ay, Virgencita, protégelos también a ellos…! La puerta de la habitación se abrió de repente. Gritó. —S, señor… Me ha asustado… —confesó, incorporándose. Agradeció seguir vestida. El hombre traía una botella de vino ya demediada. —¿Cómo te ha ido? ¿Te gusta esto? —B, bien… Sí… —Eres trabajadora... ¡Y cocinas mejor que muchas! —añadió palmeándose la barriga, satisfecho. —Gracias, señor… —Pareces de fiar... Creo que nos entenderemos. —S, seguro que sí,… señor. —Nos veremos poco. Tengo que vigilar el rebaño para que no se convierta en una merienda de lobos. —No entiendo... No sabía que —¡El negocio! ¡Mi club! —cortó—. Algunos piensan que los besos de las camareras son gratis. —¡Oh…! —exclamó Lucía con innegable sonrojo. —¿Tú eres cariñosa? —preguntó aquél, insinuante. El palillo bailaba, frenético, en su torva sonrisa. «¡Ay, Virgencita!». —¿C, cómo dice…? El hombre se acercó a ella y la hizo retroceder hasta la mesita de noche. —Eres guapa… Sacarías buenas propinas… Muy buenas… Temerosa, y casi sin advertirlo, Lucía había cogido la almohada. La ceñía con fuerza. —¿Qué pasa? ¿Me tienes miedo? —N, no… No, señor… —Cualquiera lo diría… Estás temblando. ¿Qué es eso? Lucía siguió la mirada masculina: su mullido e improvisado escudo había estado ocultando sobre la cama tres figuritas de llamativos colores tan grandes, o tan 59


pequeños, como una cerilla. —S, son muñecos quitapenas… —¡¿Muñecos, qué…?! —Muñecos quitapenas, señor —repitió, mostrándolos—. Son típicos de mi país. Allá se dice que si una les cuenta sus preocupaciones y los guarda bajo la almohada durante la noche, ayudan a conciliar el sueño, sufriendo por una. El hombre soltó una carcajada: —¡Valiente tontería! —S, señor… Es tarde… —Sí, muy tarde… ¿Quieres un traguito? —ofreció. —N, no, gracias… —¡Vamos! ¡Solo un traguito! —insistió adelantando la botella. Lucía interpuso la mano. —Por favor, señor… —¡¿Qué pasa? ¡¿Desprecias mi hospitalidad?! —Estoy muy cansada. En otro momento… —¡En otro momento, nada! ¡Aquí mando yo! El pánico se adueñó de Lucía: —D, discúlpeme, pero n, necesito… El hombre interceptó la huida. —Veo que no lo entiendes… Sin perderla de vista, ahora fue él quien retrocedió hasta cerrar la puerta. Sonrió, libidinoso. —¡Se lo suplico, señor…! —¡A tu salud —brindó el hombre, inconmovible, antes de engullir un generoso buche. Desesperada, Lucía se armó con la frágil lámpara de la mesita de noche. En vano. Para su sorpresa, el hombre soltó el vidrio y se aferró a su propio cuello, balbuceante. Por algún motivo («¡Bendita seas, y perdóname, Virgencita!»), de repente, le costaba respirar. Se asfixiaba. Durante un tiempo indefinible, casi eterno, Lucía fue testigo horrorizada de la agonía. Hasta que el hombre cayó de rodillas y se desplomó sobre los trozos de la botella.

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«¡Perdónalo también a él!», murmuró Lucía, persignándose. Miró sus manos: albergaban una figurita del tamaño de una cerilla. Una figurita. Solo una. Y entonces, atónita, comprendió: su gesto de rechazo sobre la botella abierta («¡Vamos! ¡Solo un traguito!»), la inadvertida falta de los dos muñecos, la posterior asfixia… «H, ha sido un accidente…», murmuró, sintiéndose repentinamente culpable. —…un accidente,… un accidente… —gimió Lucía recobrando la consciencia. Se descubrió en su nuevo dormitorio, echada en la cama, aún vestida. Se incorporó, rauda, y buscó en el suelo. Ni rastro de la botella rota. Ni de su patrón muerto. Miró debajo de la piltra: suciedad y cachivaches. Retiró la almohada: allí seguían, tal y como ella los había dejado, sus tres muñecos quitapenas. «Ha sido… un sueño... ¡¡Un pinche sueño!!». Jadeó de puro alivio. Miró por la ventana: aún era de noche. «¡¿Y eso?!». Había sonado un golpe, estaba segura, en el pasillo, al otro lado mismo de la puerta. Se acercó, furtiva, y pegó la oreja a la desportillada madera. Silencio. Agarró el mugriento pomo intentando reunir el valor suficiente. «¡Allá voy, Virgencita!», suspiró. «Uno,… dos,… y…». Abrió de golpe, esperando encontrar… Nada. Nadie. Soltó la respiración contenida. «Si no me tranquilizo, acabaré loquita del todo…». Exhausta, física y emocionalmente, quiso volver a cerrar. Pero no pudo. Una bota, surgida de «¡¡la habitación contigua!!», se lo impidió. Lucía volvió a abrir y quedó enfrentada, ahora sí, con el hombre. Traía una botella de vino, ya demediada. —¿Cómo te ha ido?. ¿Te gusta esto? —gruñó aquél a modo de repentino saludo.

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Lucía abrió los ojos como platos, incrédula. «¡Una señal, Virgencita! ¡Me mandaste una señal con el sueño!». —B, bien… Sí… —Retrocedió apretando, a su espalda, los tres muñecos quitapenas. —¿Qué pasa? ¿Me tienes miedo? —N, no… No, señor… —Cualquiera lo diría… Estás temblando. Lucía chocó (de nuevo/por primera vez) con la mesita de noche. El hombre entró en la habitación y cerró a su espalda. El mondadientes bailaba, frenético, en su torva sonrisa. «Si esta es tu voluntad, Virgencita, que así sea». El hombre dio dos pasos y, de improviso, la botella se le resbaló explotando contra el suelo. —¡¡Mierda!! ¡Joder…! El vino tinto ensangrentó las viejas baldosas. —N, no… No… —¡Sí, coño! ¡Sí! ¡¿No lo ves?! Y era la última… Lucía miró los muñecos quitapenas en su mano, desconcertada. Perdida. —¡¿Y ahora… qué…?! —suplicó elevando la mirada al techo—. ¡¿Qué…?! —Eres guapa… —concedió el hombre soltando su correa, libidinoso. Y entonces, atónita, (de nuevo/por primera vez) Lucía comprendió: —Así que este era tu verdadero plan… —murmuró con amarga resignación—. Que así sea igualmente… Y se tragó las figuritas. Casi de inmediato, se aferró la garganta, balbuceante. Le costaba respirar. Se asfixiaba. —¡¿Qué coño…?! ¡¿Qué has hecho?! ¡Ni se te ocurra morirte en mi casa! ¡¿Me oyes?! ¡Ni se te ocurra!

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS España Página WEB: http://la-estanteria.webnode.es/

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eslizo la llave por la cerradura y la giro suavemente escuchando con cuidado cada sonido del engranaje, confiando en que mi fino oído es capaz de distinguir cualquier leve cambio en su funcionamiento. La puerta se abre. Compruébalo otra vez. La cierro. La vuelvo a abrir. Otra vez. La cierro, la vuelvo a abrir. Suficiente. Ingreso a la casa y antes de cerrar observo que la cerradura no fuera forzada. Miro detenidamente cada mancha en el dorso de la puerta. Todas son viejas, no hay nuevas. Cierro. Dejo mi bolso en el suelo para no ensuciar el sillón. Entro a cada habitación de la casa. El baño, corro la cortina de baño. La cocina, miro debajo de la mesa. Las habitaciones, miro detrás de las cortinas, debajo de las camas. Vuelvo a la entrada a buscar mi bolso y lo llevo a su lugar en mi habitación. Me quito los zapatos y con un pie los ordeno junto a la puerta. Me quito el resto de la ropa y la llevo al lavadero. En ropa interior voy hasta el baño y me lavo las manos. Primero lavo el jabón. Está sucio. Y luego con el jabón limpio me lavo hasta los codos y me seco cuidadosamente. Vuelvo a la habitación y me visto con ropa limpia. Estoy listo. Voy al piano, respiro profundo y subo la tapa contando hasta tres, mientras con la otra mano abro la partitura. Toco dos acordes y me equivoco. Cierro y subo la tapa dos veces. Nuevamente, abro la partitura de Schubert, Sonata para piano N°16, mientras subo la tapa y cuento hasta tres. Me equivoco en el segundo compas. Schubert es difícil. Cierro la tapa y la subo dos veces. Estoy nervioso. Me paro del piano. Camino por la habitación y vuelvo a sentarme. Me paro y voy hasta el librero. Schumman, Sonata para piano N°2. Con esa me equivoco menos. Solo debo cerrar y subir la tapa del piano unas dos veces. En la competencia la toqué completa. Quizás con Schumman logro relajar las manos para luego volver con Schubert. Voy hasta el piano y quito a Schubert. Vuelvo al librero, dejo a Schubert y tomo a Schumman, lo llevo hasta el piano. Acomodo la partitura. Abro la tapa mientras cuento hasta tres y abro la partitura. Toco a Schumman sin equivocarme. Era de esperarse. La toqué en la primera ronda de la competencia sin errores. Siempre en la primera ronda de una competencia se evalúa la técnica y la mía fue perfecta. Mañana es la final y debo tocar a Schubert. No solo se evaluará la técnica esta vez, también es muy importante la interpretación. En otras competencias he llegado a la final, pero siempre pierdo en la interpretación. Me preocupa tanto la técnica que olvido interpretar. Me levanto del piano con Schumman, lo llevo hasta el librero donde lo intercambio por Schubert. Aún no logro pulir a Schubert y mañana es la presentación. 64


Nunca he tenido tan poco tiempo para prepararme y estoy nervioso ¿Qué pasa si no lo logro? No, no tengo otra opción que lograrlo. Pensando en esto dejo la pauta sobre el piano sin abrirla. Tomo aire y subo la tapa mientras cuento hasta tres y con la otra mano abro la partitura. Practico toda la noche hasta lograrlo. Solo consigo tocarla una vez. No es suficiente, pero ya no me queda tiempo, debo prepararme para el concierto. Tomar una ducha de veinte minutos entre las 12:00 y las 12:30, mientras en el tocadiscos suena Rapsodia en azul. Termino de vestirme antes de las 13:00. El concierto es a las 15:30 y me demoro veinte minutos en llegar desde mi casa al lugar del evento. Eso significa que debo salir a las 15:00 para llegar diez minutos antes de mi presentación. Eso significa que solo tengo treinta minutos para comer algo y una hora y media para preparar y revisar la casa antes de salir. Estoy justo de tiempo. Debo darme prisa. Termino de revisar las puertas y los enchufes a las 14:45, lo que me deja quince minutos para revisar los tres grifos de la casa y cerrar la puerta de calle. Son las 14:57 y me equivoco en el proceso de cerrar la puerta. En vez de meter la llave tres veces antes de girarla, la meto cuatro y eso significa que debo volver a comenzar todo el proceso. Quitar la llave de la cerradura, abrir la puerta, entrar a la casa, cerrar y volver a abrir para salir de la casa. Luego revisar y contar cada mancha al dorso de la puerta, lo que me ayudará a cerciorarme al regresar que nada ha cambiado y que cada mancha y abolladura de la madera y la cerradura sigue igual. Hecho esto, cierro y meto la llave tres veces para luego girarla y retirarla suavemente. Me apoyo sobre la puerta para asegurarme de que está cerrada y la empujo suavemente dos veces. Si esas dos veces no me convencen, lo hago dos veces más y así hasta que me siento satisfecho. La regla es agregar dos empujones más cada vez que vuelvo a comprobar si la puerta está cerrada. A pesar de ser ya las 15:05 empujo la puerta veinte veces. Tengo el tiempo justo para llegar a la competencia, pero estoy nervioso y eso dificulta el proceso. Llego a las 15:28. Un hombre prácticamente me empuja al escenario cuando me ve entrar. Aún algo agitado saludo al jurado y al público con una reverencia y respirando profundo me siento al piano. Por suerte, el concursante anterior ha dejado la tapa del piano cerrada, lo que me evita el trabajo de cerrarla y volverla a abrir frente a los jueces. Cada vez que me veo en la necesidad de hacer mi ritual de forma tan evidente en un concurso me doy cuenta por la mirada de los jueces que piensan que soy extraño o estoy loco. Que piensen que soy extraño lo puedo aceptar, pero que piensen que estoy loco me perturba profundamente. No estoy loco, cómo se atreven a pensar que lo estoy si yo sé bien que no es así. Es inaceptable. Por suerte esta vez no será algo por lo que deba preocuparme, el participante anterior dejo la tapa cerrada y 65


yo puedo tomar mi tiempo para abrirla mientras cuento en voz baja. Esto me da tranquilidad y seguridad para continuar. Respiro profundo. Coloco la partitura de Schubert sobre el piano, abro la tapa con una mano, mientras cuento hasta tres y abro la partitura con la mano que me queda libre. Solo tengo una oportunidad. La última vez que toque la pieza en mi casa no me equivoqué en nada. Comienzo a tocar con nerviosismo, pero conforme avanzo recupero mi confianza. Voy realmente bien, mis manos se deslizan con perfección sobre las teclas sin cometer errores. Intento pensar en la interpretación. Siempre fallo en la interpretación, porque me concentro demasiado en la técnica. Pero esta pieza logré tocarla bien solo una vez, no puedo distraerme de la partitura para pensar en una interpretación, el riesgo de equivocarme es demasiado alto ¡Oh, Dios! He sobrepasado los noventa compases. Eso significa que si me equivoco ahora por una distracción tendré que cerrar y subir la tapa del piano más de noventa veces ¡Frente al jurado y el público! ¿Qué explicación puedo dar a tal comportamiento? Ninguno. Seguro pensaran que estoy loco. Me asusta la sola idea de imaginarme en la necesidad de cerrar y subir la tapa más de noventa veces frente a tanta gente. Una de mis peores pesadillas es la humillación que aquello significaría para mí. Sin embargo, no puedo dejar de hacerlo si me equivoco. No hacerlo me asusta aún más. Con todas estas ideas dándome vueltas en la cabeza me doy cuenta que casi voy llegando al final de la pieza. El miedo y la angustia me hacen temblar. Intento disimular, pero pronto mi angustia se ve reflejada en mi forma de tocar, hago un esfuerzo para que mi estado mental no me lleve a errar alguna nota. Pero me sudan las manos y la posibilidad de que un dedo se resbale a causa del sudor hace que las lágrimas broten de mis ojos desesperadas. Debo resistir y concentrarme, pero el miedo al desastre inminente me hace temblar cada vez más. Ya casi termino ¡Lo estoy logrando! Un par de compases más. Ya no me interesa la interpretación ni el concurso. Mi prioridad es terminar sin errores para no tener que exponerme a cerrar y subir la tapa del piano frente a tantas personas que seguro pensaran que soy un bicho raro, un monstruo. A pesar de mi estado de nervios, logro controlar mi cuerpo y terminar. Sin embargo, durante el último compás no logro evitar que un dedo se resbale levemente a causa del sudor. Con horror lo veo presionar una tecla que no figura en la partitura. No se escucha el error y logro terminar la pieza; aun así, yo sé que sucedió y eso es suficiente para mí. El jurado alaba de pie mi presentación, pero yo ni siquiera lo miro. Me quedo mirando el piano mientras las lágrimas se amontonan en mis ojos. Me doy cuenta de que la tecla que toqué por error en realidad no sonó, pero eso no importa. Yo vi como mi dedo la presionaba y eso es una equivocación, una falta a la partitura. 66


No hay otra opción ¡Qué importa que todas esas personas piensen que estoy loco! No puede ser peor que vivir con la angustia de saber que me equivoqué en la ejecución y no pagué por ello. Inmerso en mis pensamientos, cierro la tapa del piano una vez sin darme cuenta que se me pide que abandone el escenario. Cuando vuelvo a subir la tapa unas manos gentiles me cogen por los hombros y me obligan a pararme del taburete. “Está emocionado”, le comenta al jurado al ver las lágrimas brillar en mis ojos. Sin darme la oportunidad de objetar me saca del escenario, mientras el siguiente participante se acomoda para tocar. Soy conducido hasta una sala de espera donde se me ofrece un vaso con agua para calmar mis emociones y esperar el resultado. Completamente consumido por mi angustia escucho las felicitaciones de los demás concursantes como un eco. Me invitan a ver a los últimos participantes a lo que me niego con un movimiento de cabeza. Tengo una preocupación mayor ¿Cómo pagaré mi castigo? No puedo hacerlo en mi piano, debe ser en el del concurso ¡Claro! solo debo esperar a que terminen las presentaciones. Si me quedo hasta el final, podré acercarme al piano y cerrar y subir la tapa del piano cuantas veces sean necesarias para calmar esta angustia. Esa idea logra tranquilizarme levemente, pero aun así la espera es larga y dolorosa. Finalmente, luego de lo que me parece una eternidad, soy llamado para escuchar los resultados del concurso. Soy conducido junto a los demás participantes hasta el escenario donde los jueces esperan para anunciar al ganador. Como si un puñal se clavara en mis intestinos y los revolviera con violencia, descubro que han quitado el piano del lugar ¡No está! ¡El piano ya no está! ¿Dónde se lo llevaron? Me pregunto mirando a un lado y al otro con desesperación. La angustia de no volver a ver ese piano es tan grande que no escucho cuando el jurado dice mi nombre y entre aplausos y felicitaciones colocan entre mis manos el pequeño trofeo del concurso junto con un cheque que contiene el premio en dinero. El presentador me golpea la espalda y me pide que diga unas palabras. Intento articular una pregunta ¿Dónde está el piano? Pero en su lugar solo surge un sollozo que me lleva de rodillas al suelo, mientras los demás concursantes a mí alrededor comentan enternecidos semejante muestra de felicidad.

ALDONZA Z.

Chile

Blog: http://aldonza-zanahoria.over-blog.com/ Twitter: @ZanaAldonza

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¿Está escrito, o no, el destino? Mantén los ojos abiertos Interpreta los signos correctos Desconfía de falsos maestros Solo tú puedes saberlo Nadie más puede saberlo Casualidades o causalidades Enrique Bunbury, Palosanto, 2013

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lla se imaginó una y mil veces cómo sería su vida, quería tener muchos hijos, dos, tres, cuatro o más, pensaba que nunca serían demasiados; su madre había criado once hijos uno seguido del otro, aunque a veces la precariedad y las carencias, que eran parte de la vida habitual, eclipsaban cualquier esfuerzo que hiciera para sostener el hogar y la familia. Cocinaba en una olla que para su pequeñez resultaba sobredimensionada, gigante, tal vez era de unos seis litros, pero para ella era enorme. Las comidas no eran abundantes, ya que eran una familia muy pobre. Su mamá le había contado que sus padres la habían echado de su casa cuando decidió casarse con Aurelio, su padre; y aunque ambos provenían de familias acomodadas, jamás recibieron dinero o cualquier otro aporte de parte de los que eran sus abuelos. La casa, aunque sencilla, era siempre cálida y sus padres habían sabido hacerla placentera a pesar de sus serias dificultades económicas, por lo que ella durante su edad temprana, no había percibido nada de eso. El trabajo en el campo era fluctuante y en algunas épocas las faltas eran notorias. Papá traía sacos de harina de trigo que se constituía en alimento principal y con eso se proveían por varios días o algunas semanas: panes al horno de barro, tortas fritas, huevos, algunas veces pollo; eran los alimentos de todos los días. Los días festivos eran los mejores, al menos una vez al año Aurelio, su padre, montaba su caballo y se iba al pueblo al amanecer trayendo a su regreso telas con las que se hacían los vestidos que llevarían sus hermanas y también ella, y probablemente también vendrían algunas prendas para los varones. Eso no lo recordaba. Cada vez que recordaba a su madre, la veía trajinando los quehaceres de la casa, preparando los alimentos, haciendo costura, atizando el fuego, cuidando el pequeño corral de gallinas. La emoción la embargaba porque disfrutaba de esos pequeños instantes mágicos que atesoraba como la joya más preciada, ajena a las dificultades propias de la vida adulta. Pero ahora, esos momentos que la llenaban de emoción, también la entristecían, todo al mismo tiempo. Una vez más, al recordar, confirmaba que siempre había querido formar una 69


familia, tener tantos hijos como la vida le diera. No había cuestionamientos acerca de esta, ni de Dios, ni de la miseria, ni de los sueños lejanos. El sentimiento era pleno, concienzudo, robusto: quería formar una familia, un lugar acogedor para vivir, tan parecido al que sus padres le habían provisto. Con el tiempo los hermanos mayores se fueron yendo de uno en uno. La vida del campo no les propiciaba un nítido futuro y cada vez más escaseaban las posibilidades de encontrar un trabajo genuino, así como tampoco la educación era posible con distancias tan extensas. Recordaba también que los varones de la familia habían terminado la escuela primaria, mientras que las niñas habían tenido que dedicarse a las faenas del campo y tenían restricciones que los varones no tenían, por lo tanto, ninguna de ellas había terminado la escuela primaria. Ella no era la excepción y había asistido solo hasta segundo grado. Sus padres dejaron de mandarla porque sostenían, como era corriente entonces, que “no le daba la cabeza”. Resonaba en su mente, la imagen de ella y sus hermanos camino a la escuela con sus pies descalzos y rara vez, solo en las fiestas del pueblo, podían “estrenar” alpargatas. Así fue como los hermanos mayores empezaron a irse. La casa empezó a vaciarse poco a poco y el plazo de vivir allí cada vez se aproximaba más a su fecha de caducidad. Y no fue más que cuestión de tiempo para que se viera entre la espada y la pared y al cumplir los dieciocho años, en ese momento, sus padres le dijeron que ya no podrían tenerla con ellos. Fue un momento difícil, lo recordaba, pero aún contaba con su hermano mayor, quien se encontraba en la Capital del país hacía ya unos cuantos años. Y allí estaba con su pequeña maleta en la estación del tren esperando la hora de su partida. Su padre la había conducido en su caballo y a su madre la había dejado en la puerta del rancho con un abrazo y un sollozo ahogado. Sabía que sería tan difícil esa despedida, sin embargo hasta ese preciso momento no supo cuánto lo era. Ya en la estación su padre le daba el último abrazo que le daría en vida, ya que la muerte lo sorprendería un año después de haberse marchado. Por entonces, los trenes tardaban días completos en llegar a su destino, así que viajó largas horas hasta llegar a Buenos Aires. Su hermano mayor la esperaba en Retiro-Mitre del Ferrocarril Central Argentino. Aunque ya la causalidad había tejido sus conexiones, ella nunca había pensado en irse de su lugar, a pesar de que las circunstancias no fueran las mejores. Y allí estaba ella librada a su destino. Era una época en que mucha gente del interior migraba hacia el centro del país en busca de mejores condiciones de vida, en busca de un sustento digno. Cada vez la 70


afluencia de poblaciones rurales a la vida urbana era mayor, la ciudad iba creciendo y a la par de ello requería de mano de obra para la construcción, servicios y para la solidificación de las instituciones públicas. Todas ellas daban el espaldarazo a un nuevo siglo de vida de la República. En esos momentos ella no tenía registro del valor de su presencia y que era parte de los brazos que iban construyendo el estado argentino. Su hermano mayor, en busca de su propio sustento se había convertido en agente de la Policía Federal, y había formado su familia, probablemente se había visto favorecido por haber terminado la escuela primaria. Con cuantas restricciones que en los vínculos entre hermanos eran posibles, su hermano le ofreció su casa por un tiempo, aunque tendría que buscar prontamente un trabajo si quería sobrevivir en la ciudad. A las pocas horas de haber llegado se encontraba en la calle buscando un centro religioso, donde le dijeron que desde lugares como ese, proponían a la personas para diferentes empleos. Seguramente el de servicio doméstico sería su destino ya que no contaba más que con escasos estudios y nunca había sido considerada, ni por los demás, ni por sí misma como una persona “inteligente”. Ella no sabía que la falla en la alimentación podría provocarle daños en su integridad psíquica y no solo en el aspecto físico. Cuando la recibieron en el Hospicio, le realizaron un chequeo médico por el que constataron una insuficiencia alimentaria y debieron dejarla un par de días para estabilizar su condición hasta que su pálido rostro comenzó a cobrar color. La piel blanca fue adquiriendo poco a poco un tono tenue rosáceo, hasta que, finalmente fue destinada a una casa de familia adinerada, de incipientes comerciantes del Once, lugar que había comenzado a tomar la que sería su identidad definitiva como zona comercial —por excelencia— de la ciudad de Buenos Aires. Como se estilaba por entonces, las domésticas se alojaban en la misma casa de la familia que le daba trabajo, por lo que los enredos amorosos no eran una novedad en esos entornos tan complejos y tan cotidianos. Ella fue aprendiendo desde la misma convivencia cómo realizar todas y cada una de las tareas asignadas por la dueña de casa, rara vez se encontraba con el marido de la mujer y tenía apenas unas horas disponibles del día para poder dedicarlos a sí misma. Desde horas tempranas comenzaba con las faenas de la casa y terminaba diariamente cerca de las diez de la noche, cuando se encargaba de servir la cena. Su cabeza estaba centrada en efectuar todas las actividades de manera acorde a lo esperado. En general recibía buen trato pero eran parcos en sus modos y ella casi no hablaba con nadie… algunas veces se encontraba con su hermano, pero por sus ocupaciones se trataba de encuentros esporádicos y la confianza entre ambos seguía siendo limitada. 71


Una vez por quincena, cuando recibía su paga, iba a la peluquería y se hacía un lavado de cabello y un brushing, un peinado de época. Disfrutaba de ese instante personal y empezaba a sentir confianza en lo que era capaz de lograr. Después de un periodo de confusión entre los cambios y consecuente adaptación, venía la calma, un tiempo placentero como un remanso. Hacía un tiempo había empezado a sentir un cosquilleo en el estómago cuando una vez por mes venía a pasar un día completo el único hijo del matrimonio para el que trabajaba, él era alto, al menos más alto que ella; le gustaba mirar su boca y oír su tono cadencioso cuando le decía “gracias…”, con un modo que ella no sabía a qué se debía, pero que le gustaba mucho. Por las noches, Rafael había empezado a colarse en sus pensamientos; pensando en él comenzaba a experimentar las primeras manifestaciones corporales que delataban el despertar de su sexualidad, de su deseo; sentía el latido urgente entre sus piernas, el endurecimiento de sus senos e imaginaba pequeñas escenas borrosas de besos prolongados. Sus propios pensamientos la hacían ruborizarse, pero no importaba porque estaba sola rumiando sus pensamientos. Por aquellos días, llegaba Rafael a quedarse porque había obtenido en el Ejército un permiso de descanso. Aquella tarde los dueños de casa no estaban y el joven se acercó a ella con el fin de saciar su exceso de abstinencia acumulada por la intensidad que le implicaba el tiempo dedicado a la milicia. Fue el momento en que, aprovechándose de la falta de experiencia de la joven, la sedujo y se apoderó de su virginidad con promesas de un futuro juntos. Ella, volviendo al mundo de sus sueños pensó que ese era su destino… pero lo cierto era que Rafael no tenía intención alguna de sostener sus proposiciones, solo deseaba calmar sus instintos. Su futuro incierto quiso que quedara embarazada con esa relación fortuita, inesperada… Al tiempo que comenzaba a crecer su panza, más distante se comportaba él; ella continuaba haciendo sus labores, pero su panza crecía y cada vez resultaba más difícil ocultar que se encontraba encinta, hasta que llegó el día en que la dueña de casa la llamó a una sala privada a la que ella nunca había entrado y le preguntó si estaba embarazada. Ella en pocas palabras soltó toda su verdad y el relato fue acallado con una fuerte bofetada. Acto seguido y con unos pocos pesos en la maleta salió de la casa sin rumbo fijo. No pudo pensar con claridad, solo caminó hasta que sus piernas dijeron basta. Las lágrimas brotaban como ríos a ambos lados de su cara, no podía evitarlo, el destino quiso que se encontrara en la estación de trenes otra vez, aquella que la trajo a ese mundo nuevo del que nada sabía, al que no aspiraba, aquel que la había acogido y ahora le daba la espalda… sintió que su pecho se oprimía 72


y su cabeza estallaba. No creía que hubiera salida; ¿quién la entendería? ¿Cómo explicaría a su hermano que estaba embarazada? ¿Volvería a su tierra, allí, lejana? El mundo se le daba vuelta, patas arriba… desconsolada abandona su maleta y corre hacia las vías del tren. Y el destino una vez más se apiada, quiso que alguien la observara desde el minuto cero en que pisó la estación Retiro–Mitre mientras llora desconsolada, la toma del brazo y le pide “por favor, no lo hagas”.

Lorena N. Cancino

Argentina

Twitter: @lorekansino

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esoplaba y se frotaba las manos cerca del fuego en un vano intento de entrar en calor. La frígida luz de luna salpicaba el campo con un tinte grisáceo. Había andado muchos kilómetros aquel día, había subido cerros y cruzado cañadas. Pero a pesar del cansancio, no podía dormir. Miró a su perro que descansaba plácidamente y le tuvo envidia. Y es que existía algo extraño en aquel lugar. Una sensación de ser objeto de una conciencia. Pero era el silencio lo que más le incomodaba. Esa noche, ni grillos ni búhos. Ni siquiera el lúgubre aullido de un lobo se escuchaba. Se recostó sobre la silla de montar que le servía de almohada, pero el sueño le seguía siendo esquivo. Aquella mudez gritaba tan fuerte que no lo dejaba en paz. De pronto, la inminencia del peligro se le inyectó en la sangre y levantándose de un salto, facón en mano, recorrió el lugar. Los árboles imprimían su sombra contra el suelo y las estrellas se resistían a titilar. Todo sereno hasta donde alcanzaba la vista. Tan afónico aquel campo que ni un sonido mascullaba. Asustado, aunque no sabía de qué, llamó a su perro para tenerlo cerca. No quería sentirse tan huérfano. Le extraño no tener respuesta. Se acercó a donde estaba tendido el can y lo encontró gélidomuerto. Aterrado, salió por su caballo para irse de aquel maldito lugar, pero también lo encontró seco-muerto. Con un silbido en su pecho que anticipaba un ataque, dio marcha atrás y tropezó con algo que lo hizo caer de espaldas. Giró lentamente solo para verse a sí mismo tieso-muerto. Quiso gritar, pero el silencio le tapó la boca.

ANDREA ALVES

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/andrea.alvesdiniz

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adie era lo suficientemente atrevido para mirarla, nadie se arriesgaba ni siquiera a mencionar aquel nombre en su ausencia. Eterna y seductora, sanguinaria, maldita. Lena Cabrera era el paraíso manifiesto en una mujer o el infierno en su plenitud. Yo vi su sombra una vez, y válgame Dios lo caro que me cobró la vida mi osadía. Las mujeres cerraban las puertas y ventanas de sus casas para evitar ser humilladas por la verdadera belleza, y los hombres jóvenes cerraban sus ojos o miraban al suelo ante su proximidad. Dicen que un tal Jerónimo, que vivió hasta un par de años antes de mi nacimiento, desafió cualquier pronóstico y se atravesó en el camino de la Misteriosa Lena, la mística, la amada. Este era un desafío a la muerte y nadie salía ileso de él, pero este hombre, valiente entre tantos, sobrevivió para contar la experiencia. —La muerte es bella señores —decía entre tragos— lo sé porque la vi a los ojos, maldita sea. Ojos, si es que esas brillantes esferas de fuego eran ojos ciertamente. Las versiones de esta historia son muchas, y pocas guardan credibilidad. Una de esas dice que el viejo Jerónimo perdió el habla con el tiempo y poco después su visión. Otra versión cuenta que Lena Cabrera habló con él en el episodio del camino y que hasta le dijo el día, la hora y las causas de su muerte, y esto provocó una profunda demencia en el anciano hasta llevarlo a la indigencia y posteriormente a la tumba. Yo prefiero creer la que me cuenta mi abuela, ella dice que desde ese día el pobre Jerónimo encontró defectuosas todas las cosas que le rodeaban, y que instintivamente acababa con ellas. Que mataba a las mujeres por ser imperfectas, odiaba a los hombres por no ser mujer, y evitaba a los niños por su inocencia. Ella confirma con ahínco que Jerónimo murió de viejo. Nadie conoció con certeza de donde vino aquel despampanante ser que siempre vestía de blanco, nadie descifró lo que realmente era. Desde entonces solo se escuchan, entre viejas calles y cantinas, las tristes y crueles anécdotas de los pobladores, quienes dicen haber escuchado por las noches el ladrido de unos perros desesperados o de pronto aterrorizados. Con el tiempo admitieron que solo los perros podían contemplar la verdadera forma de aquel espectro y se dice que si escuchas ladrar a los perros durante la noche debes cerrar firmemente tus ojos, pues tal vez la amada Lena se pasea por los alrededores.

ROGER LUIS CHICO CABARCAS

Colombia Facebook: https://www.facebook.com/roger.c.c.5

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os pensamientos persistentes y recurrentes de Marta sobre aquel episodio tan penoso, ocurrido hacía tantos años, y que su memoria se empeñaba en recordar con cierta nostalgia y tristeza pero satisfacción a la vez. Nostalgia y tristeza porque añoraba a Alicia, su amiga del alma, confidente de aventuras y desventuras, y satisfacción porque el cariño y aprecio de Alicia era en verdad desinteresado. Ese día terrible se había jurado a sí misma no hablarle nunca más por el resto de su vida a su querida y apreciada amiga. Quizás, su única amiga. No pensó Marta que ese juramento se cumpliría a cabalidad meses después. Alicia, alta, blanca, de ojos grises muy expresivos, pronto cumpliría sus diecisiete años y le faltaban cuatro meses para obtener su título de bachiller. La habían inscrito cuando ya el curso iba por la mitad. Venía de otro instituto, donde según decían tuvo problemas con el Director, pero eso no fue impedimento para hacerse amiga de todos en el liceo. Comentaban que era medio bruja, con esa mirada inquisitiva que penetraba hasta los pensamientos de sus amigos y muchas veces daba una respuesta mucho antes de conocer la pregunta. Alegre y dicharachera, quizás demasiado, y eso no pocas veces le trajo problemas con sus profesores, ya que todo se lo tomaba a broma y con ella nadie se aburría. Hija única, vivía con su madre, quien enviudó muy joven de un coronel cuando Alicia apenas tenía dos años de edad. Parecía su hermana mayor y según cuchicheaban en el liceo se dedicaba a la cartomancia y sus clientes eran personas muy influyentes. Alicia hablaba de todo, menos de su madre y cuando alguien le preguntaba contestaba con evasivas y balbuceos y cambiaba de inmediato la conversación. Al mes de haber finalizado el curso cuando todavía festejaban el hecho de ser Bachilleres de la República, Alicia desapareció sin dejar rastro. Circunstancias que nunca fueron aclaradas ni por la policía ni por su familia y que tuvo en vilo a aquella comunidad por mucho tiempo. Marta pensó lo que su madre siempre le decía, — “cuídate de los deseos muy vehementes porque casi siempre se cumplen”. Marta le deseó todo el mal a su amiga en un momento de profunda ira y malestar. Luego, cuando todo pasó y quiso retractarse, era demasiado tarde. Pero ese recuerdo marcó a Marta para siempre. Hay algo peor que morir y es desaparecer sin dejar rastro. Son muchas las conjeturas que surgen en un episodio así. —¿Será que se fue porque quería? o, —¿Alguien se la llevó engañada o a la fuerza? Esas interrogantes son peores que conocer la verdad… porque la verdad te libera, te aclara todo, pero esta incertidumbre te va consumiendo el alma hasta el agotamiento. Marta, ensimismada en su mundo, sus libros y su gato Sócrates, nunca invitaba a sus compañeros de clase a su casa. Tantos prejuicios y rollos en esa cabeza que ni ella misma se entendía. Vivía en 79


una casa muy humilde con sus padres y tres hermanos más los agregados que nunca faltaban. Le daba vergüenza que supieran que era tan pobre. Las casas tan bonitas y arregladas de sus compañeros de clase le producían una envidia escondida y juró que nunca los llevaría a la suya e inventaba los miles de pretextos y excusas para que no fueran. Sus amigos ni siquiera tomaban en cuenta eso. Les daba lo mismo donde ella viviera. Pero sucedió que un día, Alicia, tremenda y desprejuiciada como ella sola, quiso darle una sorpresa que para Marta no sería nada agradable. Fue para el cumpleaños de Marta y Alicia se dio a la tarea de organizarle una fiesta sorpresa. Todos se pusieron de acuerdo, en disimular muy bien. Pero había un pequeño problema: nadie sabía a ciencia cierta donde vivía Marta. ¡Ni siquiera Alicia! Decidieron seguirla sin que se diera cuenta y averiguar la dirección. Y mientras estaba en clase llegaron varios amigos a su casa y hablaron con Aurora, su mamá, una señora sencilla y agradable, de cabello corto algo encanecido con porte de reina, como si la pobreza en vez de disminuirla la enalteciera. Le explicaron todos sus planes y la señora quedó fascinada con la idea ya que a Marta, a su edad, nunca se le había festejado un cumpleaños. Y era muy justo que sus dieciséis primaveras las compartiera con sus amigos más allegados. De verdad nadie tomó en cuenta la humildad de la vivienda. Y es que los jóvenes son así, despreocupados y sin prejuicios. Menos Marta que era la excepción de la regla. Sus pensamientos eran de gente mayor como decía su madre,— “pareces una vieja, en un cuerpo de muchacha”. La señora estaba sorprendida de que su hija tuviera amigos tan considerados y nunca los invitaba para la casa. Llegó el día del dichoso cumpleaños. Su mamá como de costumbre al levantarse le dio un beso y un abrazo y como todos los años la felicitó por un año más de vida. Marta se marchó al liceo más temprano que de costumbre, resignada a que nadie en el liceo la felicitara ya que nunca había dicho su fecha de nacimiento. En el aula vio cuchicheos y sonrisas pero jamás pensó ella lo que se estaba tramando. La jornada transcurrió como siempre con las tareas y actividades escolares. A las siete en punto de la noche se fue a su cuarto, encendió el televisor para ver una serie o cualquier programa. Total daba lo mismo. Un cumpleaños más que pasaba por debajo de la mesa como decía su hermano Carlos Andrés. En el momento en que había conseguido un programa que le gustaba, su mamá entró en la habitación toda agitada y con una enorme sonrisa y le dijo que viniera rápido a la sala que le tenía una sorpresa. ¡Una sorpresa, su mamá!... Con cara de aburrimiento y sin muchas ganas la siguió. Las luces de la sala estaban apagadas y casi se cae al tropezar con un mueble. Y en ese instante… ¡Sorpresa! ¡Cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Marta Eloina, cumpleaños feliz! Y allí estaban casi todos los compañeros del salón con una enorme torta, refrescos, 80


golosinas, pitos y cuanta chuchería usada en estas ocasiones. Y Alicia enfrente, como una guerrera desafiante, con un inmenso globo multicolor en las manos. En ese momento la odió con toda su alma. Hacerle pasar semejante vergüenza y de paso decir su segundo nombre al que detestaba. Y para rematar la “sorpresa” también invitaron al buenazo del profesor de historia por quien Marta suspiraba y la tenía embobada, y a la profesora de literatura, gruñona y amargada que la miraba como diciéndole, —¡Aja, aquí es donde vives! Su cabeza le dio vueltas y de pronto vio como todos se alejaban y acercaban y ella escuchando la gritería y la música. —¡Se desmayó, se desmayó! —Su madre verdaderamente aterrada y arrepentida de haberse hecho cómplice de semejante locura. Roberto, el profesor de historia se hizo cargo inmediatamente de la situación, pidió un refresco y un poco de alcohol. Poco a poco le fue pasando ese palpitar en el pecho y Marta rompió a llorar. Sus amigos pensaron que era de alegría, pero ella lloraba de rabia, de impotencia, de vergüenza y quién sabe qué de cosas pasaron por su cabeza en ese momento. Total, todos disfrutaron de la fiesta, menos Marta. Faltó al liceo casi una semana. No quería ver a nadie, ni respondía llamadas, mucho menos de Alicia quién también andaba medio apesadumbrada, sin entender en que se había equivocado. Alicia la llamaba, le enviaba mensajes de texto, pero nada, Marta no daba su brazo a torcer. —¡Cómo se te ocurre hacerme esto! —Amiga, lo hice con la mejor intención del mundo, nunca pensé que fueses tan boba y con tantos prejuicios. —A nadie le importa dónde vives. Pero estos argumentos no convencieron a Marta y estuvo casi un mes sin dirigirle la palabra. Todo se solucionó cuando Carlos Andrés, que estaba medio enamorado de Alicia, propició su encuentro nuevamente. Y lo hizo de una manera muy sutil. Invitó a ambas a comer helados. Pero en el corazón de Marta había un resentimiento escondido, difícil de superar. Sucedió que próximo a finalizar el bachillerato, ya todos los compañeros de clases habían inventado reunirse a festejar. Ya se sentían importantes. La siguiente meta, la Universidad. Ya no sería lo mismo. Cada quien estudiaría una carrera diferente y quizás no coincidieran. Fue por esos días que Alicia comenzó a tener un comportamiento inusual. Ella que era “el alma del salón de clase” se tornó retraída y distante, con decir que ya ni a Marta le hacía confidencias como anteriormente. Un día que Marta y su mamá fueron al centro comercial Las Américas, uno de los más lujosos de la ciudad, se encontraron con Alicia. Pero no estaba sola. Doña Aurora fue quien primero la vio. Estaba sentada en un pequeño café, de esos medio bohemios con un señor que podría pasar por su padre. Marta le calculó como cuarenta años. Y lo que más les llamó la atención era que le tenía tomada la mano, la cual Alicia soltó rápidamente cuando se dio cuenta que Marta y su mamá se acercaban a saludarla. 81


Estaba pálida y la voz le temblaba. Lo presentó como un amigo, Diego creo que escuchó Marta cuando este le estrecho la mano. —¿Y qué hacía Alicia con un amigo que le doblaba la edad?, —dijo Doña Aurora. Por mucho que Marta le preguntó e indagó, Alicia no soltó prenda, y se limitó a decirle que la dejara tranquila, que ya ella pronto sería mayor de edad y tomaría sus propias decisiones. Si las tomó o no quedaría por siempre en un misterio muy bien guardado. Y ahora Marta, ya casada y con su propia familia, sentada en la pequeña pero muy acogedora sala de su casa, con un álbum de fotografías abierto sobre sus piernas, una lagrima que forcejeaba por salir a borbotones y el pensamiento muy lejos, anclado en aquella noche, día de su cumpleaños, cuando su amiga Alicia le tenía preparada una inolvidable sorpresa.

Nancy Aguilar Quintero

Venezuela

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artín no dormía siesta. Todos los mediodías se reunía con su grupo de amigos a tomar un café en el club social del pueblo. Eran comerciantes, funcionarios, propietarios, pero el rasgo que los unía era al ansia de saber todos los dimes y diretes del pueblo; sí, eran unos chismosos incurables, que dejaban el descanso así tenían para sí un par de horas para actualizar las vidas y destinos de los vecinos y, sobre todo, de las vecinas. Destrozaban reputaciones en un contrapunto de maldad lapidaria que crecía con cada frase. Martín odiaba los chismes. Si bien integraba ese grupo, e incluso a veces intervenía con alguna frase ingeniosa, en el fondo se sentía incómodo, molesto y asqueado, aunque lo disimulaba muy bien ya que era importante estar y que lo vieran como parte de “la sociedad”. Un día, en medio del aluvión de mentiras que se abatían sobre cuanta muchacha se les ocurriera, cayó sobre la mesa como un as de espadas el nombre de María, una vecina jovencita, inocente, dueña de una belleza asexuada y sin embargo perturbadora, cuya reputación sería destrozada en pocos segundos, con unos pocos zarpazos verbales ingeniosos y malévolos. Martín sintió por un momento una náusea casi incontrolable. Tragó, respiró hondo, y de pronto, sin pensarlo siquiera, se escuchó decir: Anoche hice mía a María. Parados, en la puerta de su casa. El silencio que sobrevino demostró que habían creído lo que dijo, y en un día la noticia se extendió por la plaza, bares y casas con la rapidez de la peor de las plagas. Carlos, el padre de María, fue alertado por un íntimo amigo del rumor que se había esparcido por el pueblo. Agradeció la noticia, se bañó, se afeitó y se vistió con su mejor traje. Luego tomó su revólver, lo atravesó en la cintura, y se dirigió a la puerta con una sombría e implacable determinación en sus ojos sin brillo, casi muertos. Casi en el momento en que llegaba a ella, sintió tres golpes firmes en el llamador. Abrió la puerta, y allí estaba Martín. Elegante, impecable en su traje claro, con el sombrero en la mano a la altura del pecho. Buenos días don Carlos. He venido a su casa a pedirle el alto honor de que me conceda la mano de su hija, María. No hizo falta más. El honor de ambos hombres quedaba laudado. Don Carlos organizó la boda en treinta días, sin admitir el menor comentario de nadie, aunque luego de fijada la fecha los mismos cesaron por completo. Tampoco admitió que Martín pagara los gastos de la boda, fastuosa, y llevó a su hija del brazo al altar, con mirada desafiante y la cabeza alta y orgullosa.

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María, buena hija, enfrentó su destino sumisa y sin preguntas, y llevó adelante ese tren, en el que no viajaba el amor sino la sorpresa. Entregó su virginidad, decidida y asustada a la vez, y hasta un hombre torpe como Martín se dio cuenta de que no tomaba una mujer, sino un deber cumplido y aceptado sin una palabra, sin una queja. Tardó en darse cuenta que los únicos momentos felices que tuvo María fueron solo cuando parió y crió a sus hijos. Pero pronto se dio cuenta que en ninguna de sus noches lo aceptó con amor ni deseo, sino con una desesperada y muda resignación. Amargado, buscó entonces la calma de sus ansias en amantes y prostitutas que le mentían amor y orgasmos, y solo le dejaban una sensación de culpa insoportable. En algún momento pensó, como si fuera una verdad revelada, que el motivo de la indiferencia de su esposa, era que cuando el matrimonio irrumpió en su vida, debía estar enamorada de alguien, y había ahogado ese amor por la obediencia ciega a su padre. Sin embargo, esa certidumbre no lo colmó de celos abrasadores sino de un dolor sordo y constante que apagó para siempre su aura de hombre feliz y realizado. Maldijo una y otra vez aquel segundo cuando dijo que la había poseído, pero siempre supo, desde aquel mismo momento, que ya no había vuelta atrás. Entrando a la vejez, una visita rutinaria al médico le descubrió que padecía un cáncer incurable, que en pocos años lo llevaría a la tumba. Tomó la noticia con total indiferencia. Ya estaba muerto hace años, cuando la frialdad de su esposa le congeló el corazón, y le importaba realmente nada si se moría hoy, mañana o pasado. Ya anciano, postrado en su lecho de muerte creyó descubrir que esa vida correcta e indiferente que le había dado María, finalmente le había despertado un amor que ningún hombre pudiera imaginar. Siempre le costó darse cuenta de las cosas. La verdad era que ese amor estaba en sus entrañas desde cincuenta años atrás, desde la charla en la mesa del café.

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

Facebook: Ramón Martínez

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aría Emilia se había empecinado en darme una mano con la mudanza. Estoy bien con los tiempos le dije. Pero ella insistió y se vino con Joel, su hijo menor, a pasar el fin de

semana. Traía el auto cargado de cajas vacías. Comenzamos por la pieza del fondo, bien llamada “la de los cachivaches”. Debíamos guardar cosas que aunque desaparecidas del paisaje cotidiano, seguíamos necesitando y otras, que deberíamos descartar. Por supuesto que no nos alcanzaron los dos días. Descubrimos fotos antiguas, carpetas, zapatos aplastados, en fin, todo lo que hace a un buen coleccionista arbitrario de objetos varios. También apareció mi diario íntimo, que en un arrebato de ira decidí destruir, luego me arrepentí y quedó allí, debajo de revistas viejas. Lo abrí en cualquier lugar, sin buscar algo especial. Sin embargo y como buscándome mi escrito a mí, el título de la página en la que acerté a abrir era “mi primera mudanza”. Mágico ¿no? Discutía con papá muy a menudo y nuestra relación estaba resentida. Todo lo que yo hacía o resolvía, era cuestionado y criticado. Hablé con mamá y le planteé la posibilidad de irme de casa, alquilar un departamento pequeño. Pobre mami, trató de convencerme, que lo pensara, que tratara de tolerar, tener un poco de paciencia, que papá solo quería mi bien. Yo ya estaba decidida. Así que a pesar de las lágrimas de mamá y María Emilia, organicé mis pocas pertenencias y me mudé. Alquilé un monoambiente, suficiente para lo que tenía y para lo que podía pagar. Papi nunca fue a conocer mi lugar, no obstante, nuestra relación cambió a respetuosa, aunque siguió siendo fría. La siguiente mudanza fue a esta casa. Cuando nos casamos con Adrián. Desde esta casa despedí a mis padres. Aquí nacieron Nicolás y Valeria. De aquí se fue mi marido detrás de una compañerita de trabajo que le voló la cabeza. Esa tarde, la que lloró fui yo. Ahora la compañerita lo convenció que vendiera la casa, para comprar un nuevo nidito de amor, para ellos dos. Aquí estamos entonces con mi hermana, mudando recuerdos y objetos. Cuando salió el sol, Joel y Nicolás subieron su tan amada lomita. Era un peñoncito al fondo del terreno que les encantaba. Subían, se sentaban en la parte más elevada y conversaban vaya a saber de qué. ¿Compartirían secretos, planes, inventarían historias, hablarían de la situación de sus padres? El hecho es que nunca, nadie se atrevió a interrumpir ese ritual. Estaban escribiendo allí el último capítulo de “las confesiones del peñasco”.

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Cuando María Emilia y Joel se fueron de casa aquel domingo, ya casi anochecía.

MARIA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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a iba siendo hora de hacer un alto en el camino. ¡Me trae tantos recuerdos este lugar! El hecho de que se encuentre en las antípodas de nuestro universo ya no supone un problema para disfrutar de un mundo como este, tan parecido a nuestra Tierra, cuando nuestra Tierra era una esfera de vida bulliciosa, claro. Ciertas anomalías y protuberancias sobre la superficie de este planeta te hacen rememorar, al observarlo en la lejanía y a la luz de su rojiza estrella, aquellos madroños que maduraban en las umbrías de nuestras sierras. Por supuesto, este astro tiene una denominación técnica, que en realidad nadie recuerda, ni a nadie parece importar, pues todo el mundo lo llama Confín. Confín es un lugar de tránsito, una zona de confluencia, de paso, una encrucijada hacia donde desembocan o desde donde parten miles de caminos estelares. Nadie permanece en él durante mucho tiempo. Sobre su accidentada orografía pululan millones de seres, cuyo origen y destino habría que localizarlo en los puntos más dispares y diversos de nuestro firmamento. Sin embargo, Confín no posee nativos. No existe ni un solo “confiniano” o “confiniense” o como quiera que fuera el gentilicio de los aquí nacidos, en el supuesto caso de que alguna vez los haya habido. Por lo tanto, ninguna bandera ondea sobre el mástil mecida por el viento y ningún músico se molesta en interpretar himnos rimbombantes. Se trata así mismo de un enclave de incesante (re)encuentro y despedida, por lo que el ambiente siempre está cargado de una cierta conmoción, que dificulta el acto de respirar. Tampoco ayuda una gravedad algo más intensa de lo “normal”, propiciando un estado de dulce sopor. A todo esto deberíamos agregar, para hacer hincapié en la imagen melancólica reinante, que sus cielos poblados de grandes cúmulos color vinoso parecen estar siempre amasando una feroz tempestad que nunca acaba de desencadenarse. Este fenómeno atmosférico incrementa la sensación de ahogo, y un sabor amargo en la garganta, parecido al que se advierte cuando tragas lágrimas que no supiste o no quisiste llorar. En cuanto a las áreas de embarque y recepción de viajeros, no existe una gran diferencia con las de cualquier otro tiempo o lugar. Siempre hay alguien que está más atento a tu equipaje que tú mismo —yo perdí el mío hace mucho y ni siquiera me molesté en buscarlo—. De vez en cuando se extravía un niño, que por fin aparece — estaba entretenido, hablando con un extraño—. Suenan avisos que sobresaltan, estrépito de pasos, diferentes lenguas articulando la misma idea, el mismo sentimiento… Y esa sensación de libertad que produce el anonimato, el estar rodeado de gente que no te conoce de nada, a la que no conoces de nada. Es como comenzar de cero. Podrías simular ser quien realmente no eres, o quizá te darías cuenta de que 90


en realidad esa simulación se parece más a ti de lo que te gustaría admitir. Y la provocadora emoción de poder comenzar a vivir una vida diferente en cualquier otro término del cosmos… Rara vez se despeja el cielo aquí, pero cuando así ocurre, las estaciones estelares en órbita se dejan ver y emiten destellos fulgurantes, en un incesante diálogo mudo de iluminaria espectral con las estaciones instaladas sobre la superficie de Confín. También resplandecen los campos del planeta, haciéndose más evidente su gran riqueza cromática, sobre la que destacan los tonos azafranados. Los páramos y sus inmensos mares interiores no tienen dueño. Este particular lo han sabido aprovechar diversas cofradías de navegantes para crear un gran museo vivo e interactivo, cuya temática principal es “El Viajero”. Kilómetros y kilómetros de senderos, trochas, carreteras, vías férreas, atajos, desvíos, puentes, túneles…, sobre un relieve enrevesado y que, en realidad, no conducen a ninguna parte. Viejas estaciones donde paran chirriantes máquinas de vapor, hasta que suena el silbato del jefe de estación y prosiguen la ruta hacia un tiempo pasado irrecuperable. Al menos sirven para que miles de viajeros maten el tiempo, mientras esperan la llegada de un ser querido, o la partida de su nave en este inmenso puerto de escala y transbordo. Existen algunos mapas de estos parajes, y lo primero que llama la atención es que no se represente en ellos ningún tipo de límite o frontera. Apenas hay toponimia. En el área de embarque principal se yergue un gran edificio de arquitectura desafiante, donde queda registrada la información de todos los viajeros que hayan transitado alguna vez por Confín. Se me ha pasado por la cabeza buscarme a mí mismo en ese gran registro de idas y venidas. Así sabría con seguridad cuántas veces he frecuentado este lugar y cuándo exactamente tú y yo quedamos aquí. Sí, he pensado más de una vez en quedarme para siempre, en medio de esta “Tierra de Nadie”, donde oyes un hola y un adiós a cada instante. Precisamente en este confín y por ti, podría anclar mi vida, por donde pasan de largo millones de tantas otras. Me habría hecho ilusión que entre tú y yo hubiéramos puesto nombre a todos estos asombrosos territorios para que dejaran de ser recónditos. Podríamos haber aprendido a cultivar su campiña azafranada junto a alguna de estas solemnes estaciones de paso, aunque solo fuera por saludar a los pasajeros de mirada ausente desde nuestro huerto. Pero tú, finalmente, nunca llegaste. ¿Te acuerdas?...

ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ

España

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L

a doctora Celia Medina había encontrado la fórmula perfecta. O lo que ella creía era la fórmula perfecta. Lo habría asegurado, sí, pero no podía hacerlo puesto que aún no había inyectado su fórmula en un ser para comprobar su perfección, aun así, gritó eufórica cuando los números en su computadora se acercaron al 99% de compatibilidad con el ADN humano. Sus colegas, que estaban sentados en la mesa de al lado, se giraron a verla con asombro. Celia no era una mujer tan efusiva, pero entonces, eso significaba que había encontrado algo extraordinario. Tal y como había hecho con la cura del TNZ24, el virus epidémico que había sido la principal causa de muerte en 2087, pero eso era más, porque Celia llevaba años investigando la cura definitiva. Aquella que permitiría a los humanos vivir de manera indefinida. Desafiar el paso del tiempo y las leyes de la naturaleza. Ella quería la eternidad. —¡La he encontrado, por las estrellas que lo hice! No lo puedo creer. Raymundo, el mayor de sus compañeros se levantó de su silla y se enfocó en los números de la computadora sin poder creerlo. Y él había apostado a que Celia moriría antes de descubrir la fórmula exacta. Sin embargo ahí estaba, y él no podía asimilarlo. Andrés, el otro, se levantó también eufórico y extendió la mano hacia Raymundo. —Me debes cinco mil pesos. —¿Qué? —preguntó Celia sin levantar la mirada de su computadora. —¿Lo quieres en efectivo? —dijo Raymundo mientras metía la mano a sus bolsillos. Celia levantó por fin la cara y los miró incrédula. —¿Han apostado a mis costillas? —Raymundo y Andrés asintieron—, son un par de canallas insensibles. —Era para matar el aburrimiento. Yo dije que conseguirías la fórmula antes de los cincuenta, pero Raymundo dijo que ni siquiera la encontrarías, ahora me has dado dinero y te debo el pago de mi renta. Estoy arruinado. Celia se levantó de su silla y se tocó el mentón sin dejar de mirarlo. —Tengo fe en que esto es más que encontrar una fórmula. Es encontrar la respuesta a todo. A la vida y a la muerte. Y debo confesar que me da miedo probarlo. —A ti nunca te ha dado miedo probar tus descubrimientos —dijo Raymundo al tiempo que depositaba los billetes en la mano de Andrés. —Bueno, pues esta vez sí. No se trata de una cura, y sin embargo lo es, pero esto va más allá de cualquier cosa que haya encontrado antes. ¿Saben lo que significa? Que viviremos para siempre y, si mis cálculos no fallan, cosa que casi nunca ocurre, yo voy a revolucionar todo lo que hemos conocido hasta ahora. ¡Caramba! que nunca 93


vamos a morir. Los dos hombres miraron a Celia con aquel sentimiento de respeto y admiración. Con sus cuarenta y cinco años, su estatura bajita, sus ojos irritados por las horas frente a la computadora y ese carácter irascible que la caracterizaba, era la mujer que había salvado más vidas con su medicina, que cualquier otro científico en mucho tiempo. Ahora estaba por aportar al mundo algo mucho más importante que la cura de una enfermedad, estaba por darles la cura definitiva para todo. Pero el descubrimiento no acababa ahí. La parte difícil siempre había sido buscar a un voluntario para las pruebas. Eran búsquedas incansables en bases de datos, gente dispuesta a sacrificar todo por algo que bien no podía funcionar. Y ellos lo sabían. Durante dos meses buscaron en los centros y hospitales a personas con un promedio de vida bajo, que no tuvieran tanto que perder por probar la fórmula en ellos. Fueron miles de horas hablando con familiares. Añadiendo gente a la lista y eliminando por falta de convicción. —No puedo creer que hemos buscado y no hay voluntarios dispuestos. —dijo después de llegar de los centros de rehabilitación y hospitales que habían visitado por enésima vez ese día. —Esto pasa siempre, al final seguro que alguien querrá hacerlo, sabes cómo funciona esto —dijo Raymundo al tiempo que le daba una palmada en el hombro. —No estoy tan segura esta vez. Nunca habíamos tardado tanto. —Tal vez necesitamos expandir nuestro criterio de búsqueda. —Sabes que no podemos hacerlo. El gobierno solo permite que hagamos las investigaciones en este sector. Las ilusiones de Celia caían con cada día de búsqueda sin resultados. Y pensó en probar la fórmula en ella. Si algo no resultaba bien, no había por qué dañar a alguien más. Pero esa mañana al abrir la puerta de su departamento se encontró a Andrés con la mano levantada a punto de tocar. —¿Qué haces aquí tan temprano? —He encontrado a un voluntario. —Celia lo dejó entrar y cuando lo escuchó abrió los ojos esperanzada. —¿Quién? Pensé que nunca lo haríamos. —Bueno, pues lo encontramos. Yo seré ese voluntario. —¿Tú lo harás, Andrés? —Por supuesto, yo confío en tus descubrimientos y sé que todo saldrá bien. Además, pasaré a la historia tanto como tú. Andrés levantó la mano en un acto dramático y dijo: 94


—“Andrés Cuevas, el primer hombre en obtener la inmortalidad” ¿Te imaginas? —dijo bajando las manos. —Verás que sí, pasaremos a la historia, seremos recordados por siempre. Los siguientes días, fueron para las pruebas de compatibilidad de Andrés. Medir su presión, su hemoglobina, el estado de sus eritrocitos y hacer que los leucocitos reconocieran el nuevo virus para no tener una reacción de los antígenos en contra. Las primeras pruebas dieron resultados favorecedores para Celia. Sin embargo, eso no terminaba de tranquilizarla. El sentimiento de que algo iba a salir mal, seguía llenándola de pánico en el interior. Raymundo y Andrés trataban de convencerla que era incertidumbre por lo desconocido. Y así, las pruebas concluyeron y Celia se preparó para la inyección del nuevo virus en el ADN de Andrés. —Todo irá bien, esto es un paso hacia el mañana y estamos preparados para darlo —apuntó Raymundo cuando anestesió a Andrés. Celia preparó la inyección con la nueva IC3000, el virus que haría mutar el ADN. Celia estiró el brazo de Andrés, que estaba sobre la camilla, y preparó la punta de la aguja. El corazón le palpitó con tanta fuerza por la anticipación, que podía jurar que resonaba en todo el laboratorio. Raymundo se preparó con la cámara para grabar y dio la señal a Celia para comenzar. —Primera inyección del virus IC tres mil. Paciente, Andrés Cuevas, inducido a un coma para la preparación. Treinta de Enero de dos mil noventa y tres. Ocho treinta de la mañana. Celia agarró con más firmeza el brazo de Andrés y enterró la aguja, pretendiendo que las manos no le temblaban. El brazo se tornó rojo y luego regresó a su color normal. De pronto, la temperatura y el ritmo cardiaco se incrementaron haciendo que los aparatos comenzaran a sonar chirriantes dentro del laboratorio. —¿Qué sucede? —preguntó Raymundo dejando la cámara a un lado de la camilla. Celia desamarró el brazo de Andrés que comenzó a inflamarse y tornarse rojo de nuevo. —¡Aborta la inyección…! —gritó Raymundo. Celia corrió hasta la mesa para tomar el antivirus y antes de llegar, Andrés gritó en la camilla, mientras se convulsionaba por los aguijonazos de dolor. —¡Cálmate! —dijo ella. Andrés se levantó exaltado. Se quitó los conectores del brazo y de la cabeza, y se apretó el brazo contra el cuerpo. —¿Por qué me duele tanto? 95


—Quédate quieto —ella se acercó con la otra inyección, y cuando estaba a punto de tocar el brazo de Andrés, este lo estiró y le dio un golpe que hizo que volara hasta el otro lado de la habitación y que sus huesos crujieran contra la lámina de la puerta. —¿Qué te pasa, Andrés? —gritó Raymundo exaltado. Andrés no lo miró. Se enfocó en el dolor que lo estaba carcomiendo por dentro. En el fuego que consumía toda su piel y le recorría como lava caliente por las venas. —Trae esa maldita inyección ahora —gritó, tratando de controlarse. Raymundo corrió hacia el cuerpo de Celia y levantó la inyección que había caído a un lado de ella. Miró horrorizado como el líquido viscoso de la materia cerebral de Celia escurría de su cráneo por la lámina y caía al piso. —¡Oh, por Dios! ¡Oh, por Dios! —murmuró—. Está muerta. Celia está… —Hazlo rápido, no podré detenerme por más tiempo. Raymundo corrió de regreso, pero se detuvo cuando Andrés se convulsionó por el dolor. Estaba lleno de pánico y no podía dar otro paso más. —¡Dios mío! —murmuró otra vez, mientras se dejaba caer al piso. El cuerpo de Andrés se inflamó por completo. Y los aullidos de dolor, taladraron los oídos de Raymundo llenándolo de más pavor si es que era posible. —Me va a explotar el cerebro —farfulló Andrés. De pronto, se levantó de la camilla y se paró frente a él. Raymundo negó sin dejar de mirar el cuerpo de Andrés. Ya no era su amigo. Su cuerpo había mutado en algo horrible. Sus extremidades se habían alargado y su cuello se había encogido haciendo que su cabeza se viera más grande lo que era. Lo único que seguía intacto eran sus ojos suplicantes que lo miraban mientras se arrodillaba ante él. —Perdón, Raymundo, pero es que tengo tanta hambre. Y Andrés mordió el brazo de Raymundo y devoró su carne y huesos. El placer del sabor salado de su sangre y piel se contradecía con el sentimiento de estarle arrebatando la vida a su amigo, pero conforme bebía, el placer incrementaba en dimensiones que no podía controlar. Celia había tenido razón, ellos iban a pasar a la historia. Una donde la raza humana desaparecería.

DANPERJAZ L.J. México

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“E

scribí, decile algo, hacé algo; no te quedes así estafermo”. El teléfono sonaba desde hacía un minuto. Hubo alguien que, enojado, levantó el cosito: “¿¡Qué hacés, Tuti querido!?”, “¡ja! Buen partido el de Sanlo, ¿no?”. Otra charla que se pierde en las dialécticas rutinarias, como si de un monólogo se tratase como si fuese el ladrido de un perro: predeterminado, escogido por algún azar que no conozco. Terminó de hablar y se acercó. El quiosquito de Nora no da para más, lo clausuraron de nuevo. Esa mujer no pasa de este año dijo resaltando las últimas tres palabras. Bueno, che, ¿qué le vamos a hacer? Al fin y al cabo todos nos morimos. Últimamente te noto… desnortado tardó un extenso rato en encontrar el adjetivo. Ya no sé cuál es el norte, papi, debe ser eso. Pasame el mate estiró la mano para agarrarlo y continuó: no entiendo a la gente, es la realidad. Un día te llaman, te hacen ese cuestionario de iglesia como si se interesasen realmente en vos, y después se olvidan de que existís. El teléfono volvió a sonar, pero esta vez se mantuvo chillando un rato más largo. Nuevamente atendió la misma persona, repitió la secuencia y finalizó la llamada. ¿La gente se acostumbra tanto a todo? Ya hasta las charlas se hicieron monótonas... ¡Basta de teléfonos! Si suena otra vez lo desconecto y a la mierda dijo esto y se dio vuelta, en clara señal de no esperar una respuesta. Hojeaba el diario con una paciencia envidiable. Si le quitaba la vista era solo durante un efímero momento, entonces agarraba el mate y volvía a la hoja. Se lo percibía serio, concentrado; quien pasase cerca de él creería estar viendo un maniquí: quieto, con mirada fija y dura, firme. ¡Ja! Otra vez este mamarracho. ¿No se cansan? Cómo juegan estos tipos con la gente… Se postulan cuándo y cómo quieren. Claro, total votás hasta no votando. Se aprovechan de todos. ¡Son unos crápulas! ¡Basta! Dejá un poco eso y contame cómo va el laburo. Hablame un poco de Boquita, de Banfield; hablame del autito que tenés estacionado… ¡qué fierrito, eh! Dame bola, después me vas a extrañar... Siempre decís lo mismo, Cuqui. Mientras sigas vivo no te voy a extrañar. Después vemos qué hacemos, no por miedo a extrañarte vaya uno a saber cuándo voy a dejar de leer cuando tenga ganas de hacerlo. Dale, no jodas. ¡Bueno, andá a cagar! dijo mientras se levantaba violentamente de la silla y 98


se proponía retirarse del establecimiento.Siempre hacés lo mismo, así estás: más solo que el uno. ¡Uh! ¿Andamos sensibles? Sentate ahí y cebame unos mates más. Dale que te hablo, llorón. Abrió los ojos. Una gota de sudor le impedía hacerlo cómodamente, aunque ya no era una sola, eran varias. Todo lo sofocaba. Se levantó y fue a mojarse la cara, prendió el ventilador y se acostó de nuevo, sin remera. Ya no sabía lo que era descansar bien. Otra noche arruinada por la melancolía. Las ojeras ocupaban gran parte de la cara; otro tanto era propiedad de la barba, de unos días sin rasurar, unos largos días. El pelo húmedo por el sudor denotaba la falta de higiene del presente. Nadie lo visitaba. De hecho, la más reciente visita había sido la suya en el espejo del baño; esa era su única visita (una vez cada tanto). “¡La puta madre! ¿Cuándo vas a dejar de atormentarme, Negro?”. Lo extrañaba, como él ya le había advertido. Eso no era lo peor. Lo peor era que lo extrañaba en su conjunto. No los grandes momentos como cuando viajaron a Ámsterdam, allá en el verano, sino que extrañaba esas visitas que él llamaba "monótonas", con sus puteadas, con esos mates asquerosos que hacía y el cumplido de siempre: “¡Qué malo sos haciendo mate, hijo de puta!”. Y también las risitas que le seguían a ese insulto lleno de cariño. Extrañaba esos choripanes que comían en la Costanera, las visitas al kiosco de Normita, las facturitas, los asados. Extrañaba los detalles... Y esa es la peor forma de extrañar. Eso pasa cuando se extraña fuerte: cuando te acordás de ese cigarro que te fumabas mientras conversabas de no sé qué; cuando te das cuenta de que con algunas personas hasta la vivencia más cotidiana se puede volver única e irrepetible. Así se extraña, de esa manera… cuando se extraña con el alma. Cerró los ojos e intentó dormir, con la ilusión de encontrarse de nuevo juntos, con un mate y un diario de por medio. Regresó al taller para dormir por siempre con él, pero esta vez con los ojos abiertos... “¿Qué se le va a hacer? Al final todos nos morimos”.

EZEQUIEL MARCELO ORLANDO

Argentina

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H

an pasado los días, no sabe cuántos, es más, desconoce si es de día o de noche. Perdió también la noción de estación, su piel no puede sentir ni el frío ni el calor por lo que ese dato es para él indiferente. Solo trata de navegar en sus recuerdos pero estos se van descascarando como vieja pared de patio. A su alrededor, el silencio es penetrante pero él no se da cuenta que está totalmente solo. Es más, es el único vestigio de vida que resta en el lugar sin plantas ni animales. El zumbido de sus oídos le trae, apenas, remembranza de ese ruido ensordecedor, pero no recuerda dónde estaba ni con quien. El habitáculo que lo refugia, escasamente deja pasar un tenue rayo de luz pero sus ojos, acostumbrados a esa penumbra difícilmente descifran lo que ven. De pronto, una respiración entrecortada llegó desde el ángulo opuesto. Le pareció extraño pues hacía mucho que no tenía compañía. Se arrastró a tientas hacia donde había sentido esa presencia pero sus manos solo tocaron piedra, dura y lisa piedra. Quería palpar algún vestigio de calor pero sus yemas habían olvidado esa sensación. En ese intento, la poca luz que ingresaba se apagó y la oscuridad lo encontró en medio de la nada y a tientas. Quiso reformular qué actitud tomar pero los recuerdos se fueron apagando al igual que la luz y se quedó ovillado en un rincón, con el sonido de fondo de su respiración acompasada que poco a poco se extinguía. Intentó dormir, sumergirse en sueños que lo condujeran a su pasado, pero estos también se habían perdido en esta realidad sin vida y sin tiempo. Procuró pararse pero no pudo, sentarse, tampoco, solo podía reptar y girar de costado. Estiró el brazo y este rebotó contra una superficie plana. Vencido, a punto de desfallecer, un recuerdo brilló como un relámpago y así sintió el bombardeo de las fuerzas enemigas y el derrumbe inmediato de su trinchera.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

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T

ransito las calles de mi ciudad, tan llenas de gente y tan vacías a la vez. Me supera el instinto avasallante e indiscreto que me caracteriza y no puedo evitar soltar un…

¿Quién es usted? —a una señora muy elegante que se topó conmigo. Sin ningún signo de desconcierto, la señora que llamó mi atención por su aroma a cítricos, levantó su mirada hacia mí y con franqueza y total inocencia respondió: Teresa, coleccionista de cuentos, risas, muero de amor por los niños, en especial mis nietos… ¿y usted quién es? Perdóneme mi mala educación, me llamo James Parker, jugador empedernido, me gusta el whisky, los juegos de azar y las mujeres bonitas como usted. Así se presentó ante mí James, hace más de diez años. Siempre está presente en mi vida. Al comienzo de la relación aparecía de tanto en tanto. Nuestros encuentros eran casuales… ¿casuales? O causales. Creo que él tiene todo fríamente planificado. Siempre me sorprende su llegada. Yo lo percibo a veces por una fuerte puntada en la frente, otras siento un temblor en la boca y sensación de ahogo. ¿Estoy enamorada de alguien que me provoca tantos malestares? No lo creo. Yo estoy enamorada de mi familia. Me siento feliz. Aprendí a mentir para encontrarme con él. En cada encuentro me regala su sonrisa y despliega sus dotes de conquistador nato. Nada lo afecta ni lo perturba, es audaz como alguien que vivió mucho. No me arrepiento de mis mentiras para estar con mi amante, el ardor nos consume, cuento los días que faltan para nuestro próximo encuentro. Soy una mujer libre. En nuestra primera cita fuimos al cine a ver una película de amor. La emoción que me causó estar con otro hombre hizo que temblara todo el tiempo. La pareja que estaba sentada detrás nuestro se fue con tortícolis para poder sortear los movimientos convulsivos provocados por la alegría que sentí. En la segunda, fuimos nuevamente al cine, nos sentamos en la última fila y por primera vez me besó. El beso comenzó en la boca y no sé por qué motivo se fue corriendo de la boca y terminó con los dos en brazos del señor que estaba a mi lado. Y a la tercera salida vino con auto nuevo y fuimos a un hotel a la salida de la ciudad. Los nervios que me provoca James me produjeron un ataque de risa que no me pudo ni tocar. Y así, cada vez que intentamos tener relaciones íntimas algo sucedió para que 103


no se llevara a cabo. Al tiempo de salir comienza a tener ciertas actitudes que no me gustan, como querer conocer a mi familia. Cuando le dije que no me gustaba la idea me convenció con el argumento de vernos más seguido… Acepté. Haciendo gala de su simpatía consigue su propósito y se infiltra en el seno de mi familia. Ellos reconocen enseguida que es una persona con malas intenciones. Mis hijos tratan que recapacite y quite la venda que no me deja ver a Parker tal como es. Un taimado, sin vergüenza. Tengo que dejar a James si no quiero perder a mi familia que es lo más importante en mi vida. No podría vivir sin ella. Pero es tan astuto y tan inteligente que sabe desaparecer por un tiempo, pero no tan prolongado como para que lo olvide. Intuyo cuando vuelve porque me pongo muy irritable, se me corta la respiración, la garganta se cierra y no puedo ni tomar un sorbo de agua. Otras veces logro mirarlo con desprecio por encima del hombro y me doy cuenta que actúo diferente. Cuando aparece Parker camino más lento y la rigidez de mi cuerpo se hace visible para cualquier observador, tengo que sentarme en el primer banco que encuentro. Este hombrecito me hace trastabillar, pero cada vez es más molesta su presencia. Me cansa, se ha convertido en mi enemigo. Ya nuestra enemistad se ha vuelto insoportable, quiero escapar de esta cruda realidad. Demasiado arriesgada, confusa, abarrotada, muy nuestra o muy de otros. La angustia cuando lo veo se convierte en pánico, el pecho explota en la cabeza, el miedo aprieta mis ojos que no quieren ver la tortuosa realidad. Estamos trabados en una lucha sin cuartel. La tristeza se apodera de mí, estoy encerrada, presa en mi propia casa por temor a salir y encontrar a James porque sé que va a ponerme incómoda delante de la gente. Tiene tanto poder sobre mi persona que ya no sé quién soy. Ya no fluye mi risa como antes, mi espíritu guerrero se ha perdido, estoy sumida en una honda depresión. Mi mundo se ha puesto al revés. Él está obsesionado conmigo. Detrás de James se esconde una violencia singular, tanto verbal como física. Es un ser oscuro, explota en el mundo con su mente encaminada para cumplir una sola meta…hacer sufrir, humillar. Rápido para pensar, roza la negrura. Permanece expectante esperando ejercer violencia con sus víctimas para sentirse único y poderoso. Yo siento miedo cuando aparece, vuelvo a sentir los temblores en la cara y la lengua que se adormece, no puedo hablar. 104


Soy tan inerte, sin gestos, la dureza de mi mirada asusta, me duele el alma. La vida me golpea y James se va apoderando hasta de mis pensamientos. De pronto con un gran esfuerzo mental voy desarmando la neblina en la que yo misma me enclaustré. Saco fuerzas de mi debilidad y me planto delante de Parker, le hago frente, presento batalla. No voy a rendirme tan fácil. Ahora nuestros encuentros son sórdidos rayando la violencia. Ya no queda nada del romanticismo o el ardor de los primeros tiempos. Debo actuar con más inteligencia, tener presente, que la vida a veces cambia …y de qué forma. Debo aferrarme a los afectos y a los sueños que es donde seguramente están las armas para pelearle al tiempo y a las circunstancias. Siempre hay un antes y un después cuando se pasa por momentos tan traumáticos. El miedo me paraliza, tengo que cambiar de actitud por mi familia que me da tanto amor y mis amigos que no me abandonan. La lucha es más fácil rodeada de cariño y… eso lo tengo a creces. A veces parece que soy otra persona, aunque sigo emocionándome por las cosas simples de la vida. Pienso cambiar de táctica, no puedo vivir lidiando con mi amante. Es mejor tratar de hacer las paces y aceptarlo tal como es. Yo sé que nunca me va a matar, aunque siembre el camino de piedras. Tendré que aprender a sortearlas con la mayor elegancia posible. No quiero olvidarme de vivir, a veces voy tan apurada que me olvido. Bajo el lema de “Yo soy una mujer libre”, me convertí en una esclava. Vivir es disfrutar todas las pequeñas y grandes cosas que me suceden a diario, lo cotidiano. Tendremos una vida difícil Parkinson y yo, pero vale la pena seguir viviendo.

ANA MARÍA CAILLET BOIS

Argentina

Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois

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espués de cruzar un área parquizada, ingresé a uno de los edificios, reciclados todos para constituir un polo cultural. En varias de sus salas se exponían pinturas y fotos. Me paré frente a la escalera, muy ancha, con baranda de madera lustrada, a la derecha de un amplio recinto. Imaginé al personal de la Escuela de la Armada, años atrás, llenando esos espacios y me acometió un escalofrío: cientos de secuestrados por motivos políticos, civiles inocentes confinados, torturados entre esas paredes hasta morir o desaparecer. Subí hasta el primer piso. Amigos y familiares de Margarita estaban reunidos en grupos. Los libros, recién impresos, con olor a tinta fresca y un colorido diseño en su tapa, esperaban amontonados al dueño que los acomodara en su biblioteca. Tenía buenas referencias de la autora, una médica, con imaginación para el relato. Un movimiento, al que se plegaron todos, formó una ola que se dirigió al salón de conferencias dónde se realizaría la presentación del libro. Me quedé cerca de la puerta, esperaba a alguien. Hacía unos meses que no lo veía. Había dejado el Taller Literario al que asistimos durante dos años, pero el contacto virtual continuaba. Nos escribíamos sobre los autores que íbamos descubriendo. Él posteaba frases que me descolocaban y lo sabía. Sabía que me sonrojaba por mis silencios. La noche anterior me llamó. Se enteró de la presentación. Quería verme, tomar un café. Los dos éramos casados. Yo sentía debilidad por él pero no quería demostrarlo. Pasó media hora de una espera tensa. En el escenario se leían párrafos y se analizaba el contenido. Sentí su presencia y mi cuerpo se encontró con su rostro, muy cerca del mío. Me dio un beso fugaz en la mejilla y me tomó del brazo. Me paralizó el contacto. Se quedó escuchando un rato. Después se alejó para saludar a conocidos. Lo seguí con la mirada hasta que volvió. Tengo el auto en el estacionamiento, es blanco, patente ABC 909. Comprá el libro y nos vamos, dijo en un susurro que me pareció íntimo y se fue. Sentí el vacío, la nada, ante su ausencia, confusión por sentimientos que creía imposibles que pudieran ser realidad. Me apoyé sobre la pared para serenarme. Aplaudí con el resto. Retiré el libro y comencé a bajar, lento, un pie detrás de otro, retrasando el momento de volver a encontrarlo. Recorrí los senderos, construidos en el parque, hasta llegar al estacionamiento. Me detuve en los autos blancos, pero no encontré la patente, ni al dueño por si me 107


había confundido. Le pregunté al cuidador si tenía un ticket con las siglas que recordaba. Hace unos minutos que acaba de retirarse, —me dijo, mirando el comprobante.— Bajó una mujer de un taxi, le dio un beso, subió al auto y se fueron. Gracias —contesté mareada y me puse a caminar hacia la salida. Me paré frente al semáforo, esperando el verde para cruzar. El celular comenzó a sonar. Atendí. Hola Silvina, voy a casa de Rubén, vuelvo tarde, —dijo mi marido.— ¿Me escuchas? Sabía que no era cierto. Bajé de la acera sin mirar, con la seguridad de cerrar otra historia. Una mañana había encontrado un par de esposas en el bolsillo de la campera que recogí para lavar. Cuando se las mostré, miró para otro lado y solo dijo: Me las dio Rubén para que arreglara el mecanismo. ¿Me escuchas? ¿Y esa frenada? El ruido me taladra los oídos. ¿Dónde estás?

YOLANDA SA

Argentina

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dormilado, me caía sobre el teclado. Estaba a punto de entregarme manso al sueño, como una vaca que acepta resignada su subida al camión jaula que la llevará al matadero. ¿Comparación exagerada? En absoluto, tenía un plazo final –deadline en el inglés que le gusta utilizar a mi jefe– unido a un ultimátum. Si bien la pérdida de un empleo no es la muerte, las posibilidades que quedan de comportarse como un ser vivo sin él no son demasiadas. Ajenos al riesgo, mis párpados insistían en unirse. Los párpados no saben de deadlines, prefieren hacerse los boludos. Luchando con ellos me resultaba difícil concentrarme en la tarea y describir con exactitud las ventajas del nuevo auricular inalámbrico de nueve canales. Se me confundía si era de tres horas el tiempo de carga del aparato o la duración de esa carga, o si tres eran las horas que había dormido por la noche antes que el despertador me recordara el plazo que se vencía. El deadline, digo. Las agujas del reloj colocado junto a la computadora estaban empecinadas esa mañana en acelerar su recorrido. Tenía reseñas del producto en varias pestañas abiertas pero estaban en inglés, un idioma reacio a dejarse traducir con los ojos entrecerrados. Ojos que insistían en buscar la imagen de la morena que había acompañado mi noche. Era fácil evocar su vestido negro y corto, ceñido, su cuerpo atractivo sin detalles prominentes. La recordaba más baja que yo, sus tacos eran cortos, pero no había forma en que su cara se formara otra vez en mi mente. Debía librarme de ella y volver a los auriculares pero una mujer de esas no se abandona así como así. No soy el mejor de los amantes y son pocos los encuentros donde la paso como los que tienen sexo en las películas; la noche anterior había sido una de esas excepciones. La morena había activado las zonas justas, equilibrando la fuerza y la ternura, la pasión y el interés. Podía describir el sabor de su lengua, la textura de su piel, cada uno de los espasmos que me brindó, pero no podía reconstituir su rostro. Grave falla. Dar con ella en la ciudad era muy probable; yo pasaba varias horas deambulando por la zona céntrica cobrando las publicidades de la revista (empleo atado al de columnista informático). Necesitaba esa cara para adelantarme y saludarla, para que supiera que quería repetir esa experiencia. No podía andar tomando por asalto a cada morena, besándola o acariciándola en el medio de la calle, para comprobar si era la misma. Esas cosas ocurren en los cuentos de hadas. Y solo con los pies y los zapatos. La cara de la morocha no aparecía y las agujas se acercaban a mi deadline. Continuaba dando vueltas para no dormirme, sin conseguir la concentración suficiente 110


para redactar la dosis prevista de palabras para describir los nuevos auriculares. Hice entonces algo bastante estúpido; tomé una de las reseñas de una página inglesa y le apliqué el traductor automático del navegador. Horrible resultado; así y todo, copié y pegué. Sin vergüenza alguna, bebí un jarro de café y cambié cuatro o cinco palabras, volviendo a poner otras cuantas de nuevo en inglés. A veces es más fácil que un lector nuestro comprenda el inglés mejor que el castizo y sus usos ajenos a nuestra práctica. Satisfecho con el mamarracho, lo envié vía mail cuatro minutos antes de expirar el plazo impuesto por mi jefe, el maldito deadline. En el instante mismo que pulsé enviar, mis párpados se aburrieron de estar juntos y me atacó la lucidez, la sobriedad. Aún en este estado de recuperación, el rostro de la morena continuaba esquivándome. Me dije que si la veía, la recordaría de inmediato, tratando de convencerme. ¿Cómo podía pasarme algo así? Ni que tuviera cada noche una mujer distinta en mi cama. O cada semana. O cada mes. Se fue la mañana y la tarde sin que volviera a mi cabeza algo más que el vestido negro, los tacos breves, el cuerpo proporcionado y los escozores en cada punto del cuerpo que ella había tocado. Todo y nada, sin su rostro podía olvidar lo demás. A la noche salí de bares y no la vi. Terminó el viernes y me acosté bastante temprano. El fin de semana no estuve en la ciudad, reunión familiar en el campo. Regresé cansado el domingo por la noche. Me acosté sin pasar por la ducha, privilegios de la soledad. Desperté fresco, enérgico, con todas las luces. Desayuné con calma y me fui para la revista, a ver cómo habían quedado los ejemplares. La oficina consistía en una sola sala; como cada día de edición, había pilones de revistas amontonados sobre la alfombra deslucida del piso. Sin embargo, supe de inmediato que no era una edición cualquiera. Había risas. Estaban los columnistas más ansiosos, además del jefe. Los mismos de siempre, pero otras veces cada uno leía su columna en silencio, tratando de descubrir si tenía fallas o si estaban bien en la foto que acompañaba a cada artículo. En cambio, esa mañana reían. Saludé y me hicieron callar. El jefe leía en voz alta. “Una columna nueva”, me susurró el de deportes cuando me senté a su lado. Comprendí las risas, era desopilante la crónica. Pronto estaba yo riendo como ellos. Trataba de una chica que se había acostado con varios hombres y describía esos encuentros. Iban por el final de la crónica, oí la historia del sexo con un mozo. La chica no esquivaba detalle y era muy cruel al describir al pobre tipo. Sentí lástima por él pero también reí, como todos, porque era muy gracioso. —Es un golazo jefe, todos van a querer leerla. 111


—Momento, que falta el último. Como una maestra en narración, había dejado para el último a un ser tan patético que provocaba más ganas de llorar que de reír. No le había causado el mínimo placer, la obligó a fingir toda la noche. “Fue más rápido que un camión de bomberos yendo a un incendio”. Lo más cómico fue que el tipo quedó convencido que habían pasado una noche extraordinaria. Qué boludo, pensé, segundos antes de tomar de un manotazo el ejemplar de manos de mi colega deportivo al oír que “se la pasaba hablándome de auriculares”. Tenía razón al suponer que la reconocería de inmediato al volver a darme con su rostro.

JUAN PABLO GOÑI CAPURRO

Argentina

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adie quería entrar allí. El lugar tenía las características comunes de otras. Pero cuando se construyó y estuvo terminada, fue una de las más lindas. Poseía el encanto de un hábitat seguro, fuerte, espacioso, fresco. Concebido para durar, se fabricó con los mejores materiales. El mejor cemento, el mejor hierro, los más finos cristales, traídos algunos de Francia, biselados, de color. Delante, en la vereda, se plantaron dos hermosos fresnos, que crecieron altos. Abrazaron el frente con su sombra, besaron sus ventanas y balcones con sus estilizadas hojas. Casonas señoriales similares, en un barrio antiguo, de tantos, se dispusieron a su alrededor y como a aquellas, los años la fueron tornando gris, húmeda…olvidada. Hans Gunter armó su familia como pudo, llegó a este país, escapando, como tantos otros, de la guerra y del horror de posibles venganzas. Trabajó, estudió, se enamoró de Alma y procrearon un bello niño. Puso en él, todas las expectativas de un padre. Cargó en él, sus sueños incumplidos, sus esperanzas, sus miedos, su historia de exiliado. Sin embargo, aquel niño demasiado callado, tímido, ensimismado, fue creciendo en la soledad de un padre autoritario y de una madre sumisa. Nunca le faltó nada material. Buenas relaciones sociales, mejores colegios, ropa de calidad, viajes. Pero nada de esto lo cambió demasiado, quizás solo reforzó su furia secreta íntima. Aquel pensamiento escondido en el subconsciente que todos, en mayor ó menor medida, albergamos y en general, tratamos de reprimir. —No soy como él…no quiero ser como él…—Confesaba a escondidas a su madre y ella, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, lo miraba. Ni siquiera podía abrazarlo, él no quería, no le gustaba. Sentía que la lástima de los demás, le roía el corazón y este se le estrujaba de miedo. Nunca lo verían llorar ó entregarse a gestos tiernos. Jamás permitiría que lo amaran. El amor para él, la piedad, el perdón, eran signos de debilidad y en este mundo, no puedes mostrarte así. En el fondo, aunque lo negase, era igual a su padre y al mismo tiempo lo quemaba interiormente la certeza de no poder reconocerlo. Nunca discutió con él, acataba todo lo que el anciano decía, opinaba, creía. Solo una vez preguntó acerca de aquella leyenda familiar que circulaba por ahí, aseverando la existencia de una valiosa fortuna que solo uno de los Gunter, habría traído escondida desde Alemania. Se especulaba con que eran joyas, otros decían que eran cientos y miles de dólares y francos, nadie la había visto, nadie poseía muchos datos al respecto. Pero la mayoría, secretamente, la ubicaba en poder de su padre, el mayor de los hermanos y en aquella casa… —Los secretos familiares, deben seguir siendo eso, secretos. La revelación te 114


llegará en el momento adecuado y cuando estés realmente preparado para ello… —Le dijo Hans al joven y fue la primera y última vez que se tocó el tema. En vano intentó sonsacarle algo a su madre. Entonces fue necesario pensar en…matarlos. Alma fue hallada envenenada en su cama matrimonial, por ingesta de barbitúricos, una mañana de octubre. Tanto el joven, como Hans, lo atribuyeron a las profundas depresiones que la aquejaban y tal vez, debido también, a ese ambiente tenso, oscuro, de violencia contenida, que se respiraba en la casa. El anciano estaba seguro…de lo que su hijo, ocultaba. Ninguno de los dos lloró en el velatorio. Ambos se situaron, pasados los días, dentro de sus respectivas habitaciones y compartieron con la más horrible de las frialdades, el comedor diario o la cocina. Los balcones que miraban al frente, permanecieron cerrados herméticamente desde entonces. En casi todo el lugar, los pasos de ambos se enseñoreaban entre penumbras, aferrados al silencio, un silencio que poco a poco, se iba haciendo macabro. Hans cumplió un día, ochenta y cinco años. Sus ojos apenas reconocían la silueta de su hijo, paseando a su lado como un fantasma y este, cansado de esperar, dio vuelta la casa. Revisó cada rincón, destrozó prácticamente todo el lugar, en busca de indicios, aunque más no fuese, de la tan mentada fortuna familiar. Sin hablar, sin gritar, sin emitir sonidos, pero con una furia inusitada, dejó los muebles y recovecos de la casa hechos triza. Sudoroso, enojado, temblando de rabia y llanto contenido, terminó de destrozar el lugar a las tres de la mañana y sin siquiera descansar, tomó un bolso con pocas pertenencias y se fue. Pasó entre papeles desparramados en el piso, utensilios de cocina, cajones, pedazos de mampostería y vidrios rotos, azotó la pesada puerta de hierro del frente y cerró con candado. Ni quienes lo conocían un poco, ni sus ocasionales vecinos, volvieron a verlo nunca. Tampoco intentaron saber acerca de su destino o paradero. Creyeron que su padre también había partido, quizás de regreso a su Alemania natal. El candado se oxidó en la puerta. El silencio habitó el lugar. Catorce años después, uno de los nuevos vecinos lindantes, se asomó por casualidad al patio interno de la vieja y derruida casona abandonada. Su pequeño gato había escapado hacia allí. Una hora después, el minino lamía con gusto su pata delantera, posado displicentemente sobre el cuerpo increíblemente momificado de Hans Gunter, quién se hallaba sentado en una silla de madera a punto de podrirse, en el medio del lugar. 115


Rodeado de malezas secas y alimañas. Con la boca entreabierta y las cuencas de sus ojos en una inconfundible señal de inevitable llanto, con sus manos crispadas en el regazo, aferrando una antiquísima cruz de honor hecha de oro puro. Recuerdo de la guerra… Según los estudios forenses, el deceso se debió a un paro cardíaco, tal vez ocasionado por un disgusto. El pobre anciano se situó en aquel lugar, a la espera de que su hijo reflexionase y después de los destrozos y la abrupta partida, volviese…a reclamar la tan merecida fortuna que su padre, al fin, había decidido legarle.

SERGIO NúÑEZ

Argentina

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E

l día aletargado y desprendido del recuerdo ajeno, no tenía demasiado provecho para su merced, que de alguna o cualquier forma solo lo angustiaba, y en su rostro confuso y esquivo, lo veía como evitando la luz, diluyéndose en el plumaje, mezclándose en la selva suburbana, entre el brillo artificial y el reflejo de bombillas de colores prendidas, pasando veloz entre la bruma de motores quemados y gastados, del asfalto ardiente y furioso. Retrato insolente en las calles, lejano frente a los ojos inmediatos, estaba el asesino en su vereda, miraba displicente el pasar de las personas curiosas y animosas que reían fuerte y ancho, enfadado con el ocurrente juego de los niños desperezados y andarines que en las calles gritan y ríen y lloran, necio y furtivo con las amables palabras que de ocasión recibía en las esquinas y en los angostos pasajes, donde los tropiezos y los golpes son habituales, así lejano al dialogo. Caminaba desalmado en la vereda, que estaba empapada de lluvia y hojas muertas, de baldosas desbalanceadas, desprendidas y en recuadro torcido, salpicadas de barro, en las orillas del despintado cordón, se desbrozaban las maderas, las hojas y las flores de la intrépida tormenta que en azules y negras luces nos temblaba. El brillo de la noche embriagadora salía de los bares alegres y desinteresados, el disfraz en las personas era evidente, sus telas vigorosas bailaban en la lluvia el movimiento veloz de las ansias, el fabricado miedo y la risa despavorida. Era la anunciada noche que desprevenida se exhibía, se sentaba en la luna y tomaba un vino púrpura, brindaba a su salud. La camuflada felicidad del cuerpo alegre y desprendido, evitando estar cautivo y olvidado, ansiando el uso desmedido, intenso e infinito que requiere el alma viva. Anhelando el deseo sin pagar por ello, pretendiendo el pedido humano y primitivo, de ese hambre de ciudad nocturna y desenfadada, histérica, embobada y precisa. A estas horas de la madrugada ínfima y esporádica, donde el tiempo no alcanza, es precoz y anunciado, repetido y aburrido en consecuencia; el animal anhela su arrebato, pretende la caída y la emoción más viva y duradera en esa paulatina muerte, se contenta con el estropeado sueño extinto, ese que esta noche desfallece. Los árboles que por encima de las artificiales luces crecen, se ocultan en la oscuridad del cielo encandilado, fresco y fuera de escenario. El protagonista es el muro vertical y en horizonte con la nube negra, muro de ladrillos descarnados de arcilla y de barro quemando, hecho polvo en el suelo sus pedazos, como cenizas de papel, que en viento inmóvil, permanecen tímidas bajo el suelo. En este callejón pálido y espeso, sin salidas aparentes, de dudoso nombre, 118


apariencia extraña y desalineada, esperaba ansioso el asesino. Sus dedos inquietos destrozaban el aire que había entre ellos, se chasqueaban con gracia pretenciosa, se deslizaban macabra y llanamente unos a otros, imposible no notarlo; su cuerpo tenía una cadencia recurrente en su postura, desconcertante y aterradora; sobre el lado derecho, jadeaban sus piernas blancas, de venas palpitantes verdes y moradas urgentes, hubiera creído que en cualquier momento estallarían de sangre, más allá de aquello su pecho estaba calmo y no lograba oír su corazón; era cegador mirarlo sin detener el pensamiento, molesto y helado estaba cuando lo hacía. Ansioso con la larga espera que la víctima le otorgaba, sacó un cigarro de su bolsillo, hurgando el fondo hasta encontrarlo y en el encendedor la llama del fuego quemó el papel y luego el tabaco, se iluminó como un candil el rostro desvelado, y el aire se respiró y el humo ligero y grisáceo colmó el vacío oscuro del espacio. De repente algunas personas comenzaron a pasar delante de él, pero sin notarlo, un umbral cortaba la luz de la calle artificial y el filo en el oscuro callejón, centímetros hacían la precisa diferencia que el experto asesino conocía, su locura atormentada por las voces elocuentes de la salvaje noche lo excitaban, lo hacían desvariar. No recuerdo haberle oído nunca decir una palabra, el silencio presuroso no lo turbaba, eran más que íntimos enemigos. El tiempo dejó de pasar en el tris que un joven balanceó su cuerpo desprevenido en la delgada línea de las sombras, y fue allí cuando el asesino que permanecía quieto y en acecho constante lo tomó de sus ropas, lo tomó con toda su fuerza y calma, ocurría un inútil forcejeo, asfixiantes gritos salían de su cuerpo temeroso y delicado, sus dedos rasgaban aún más los ladrillos desgastados de los muros, y su corazón sonaba exultante, al punto de una inminente explosión, oía como su sangre nadaba en sus venas, era igual que oír los ríos cuando en noches de tormentas se derraman en sus cauces y golpean las enormes piedras, así oía sus venas palpitantes. Una ínfima luz se corrió entre las nubes y alumbró su vahído y herido rostro, nunca vi ojos tan grandes, como enormes cristales temblaban y morían helados. Inminente y despavorida calma sentenció el segundo punzante y latente de la arrebatadora muerte, quietud desequilibrada tenían mis pensamientos clavados en la tierra fresca, inmóviles y cargados de vorágine. El asesino sació su vehemencia en esa noche, y la baba se engullía en su boca de labios quebrados y pálidos, mordía el aire inmediato y sonreía satisfecho. La morada luna se vaciaba entera en ese retazo de suelo, donde el helado 119


cuerpo aguardaba tieso y entre el asfalto negro se sumergían las recias gotas del rojo vino, y el cuerpo perdía el parpadeo y sus ojos se cerraban lentos y oscuros. Ese era el fin y no había nada, y en una cumbre fútil y abyecta estaba el olvidado sueño, y la vida en los rincones era obscena e impúdica. Pasado el opaco pensamiento oí un corazón latir amplio y lleno, secular anhelo lo oía también, y el asesino calmado puso sus manos en su pecho al oír lo mismo, y desconcertado, lo repitió un par de veces, inquieto por primera vez en la noche, al no oír nada que de su pecho se oyera, y al notar la soledad que lo acompañaba, pero sin embargo latía la sangre en alguna parte de este espacio, y apresurado tocó el helado cuerpo del joven que yacía muerto, y no sintió el mínimo movimiento que lo hiciera sospechar, de cualquier forma el sonido no se detenía y podíamos oír ambos como un surco de sangre espesa se bordeaba por las venas más urgentes, y estaba todo muy oscuro y los sentidos rastreros y engañosos nos jugaban el mal gusto y el mal tiempo venidero, así estupefacto se levantó del suelo como arrastrándose, se acomodó el abrigo arrebatado y huyó por las sombras del callejón, un tanto temeroso. Y así el sonido repitente y tembloroso dejó de oírse de inmediato, podría decirse que en el mismo instante en el que el asesino se marchó, tal vez llevándose en sus manos ese herido corazón que seguía su curso, latiendo su viscosa sangre. Lascivo y receloso lo vieron pasar algunos ojos vivos, pagando por su deseo, llevando en el alma su cuerpo muerto. Muerto está el que vino a matar pensé. Y se marchaba el afantasmado cuerpo mío también.

M.N.ALLEN

Argentina

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Y

o creo que deberías firmar. Será una sociedad anónima. Solo necesitamos tu firma, pero controlaremos el flujo financiero con el departamento de contabilidad de la universidad que te he dicho, esa que no aparece en los registros. Un amigo mutuo, aquél de la caja de fósforos en el puente sobre el río que no dejaba de fluir, como todos los ríos aunque este es distinto y produce sonidos particulares en las bocas de los hombres que ningún otro río despierta, imprimió esto que te muestro. Lo hizo ayer en la noche. Se trata de una proyección estimada de lo que es-debería-ser-suponemos-será de los próximos ocho meses en datos estimativos de 1 en 12 de error. Como ves, el manejo de la disquera es algo sencillo... Cuando los productos salgan calientes al mercado, todo lo difundirá el departamento de locución y marketing del instituto privado ese que dirige el amigo tuyo de los temas de bandas italianas que ni tu tía, y de los cientos de yos por minuto, el demasiado-ego, el yomísmo en ahoramísmo. Te acordás... Yo...Yo...Yo... Ese mismo va a hacer los papeles. En realidad los hace la escribana que firmó aquella vez atragantada en la suite de un hotel caro del primo de Iliana y de Silvia. El portero de esa noche amaneció hace unos días con un agujero en la frente. Claro que esto es un decir por supuesto (lo de amaneció, no lo del agujero en la frente). Después todo será sencillo. Poptencia S.A. Lo veo en luces gruesas de neón rojo oscuro sobre un fondo tenue de iluminación también rojiza. Sistemas de comunicación. Medios de prensa. Paradoja increíble: usamos el video que trajo el gordo de los cipreses que filmaron los dos tarados esos que decían: skinhead, y eran solo unos estúpidos. Debajo del video, en el sobre, había un papel con un mensaje. Mira si sabré cómo va la cosa que el mensaje hasta firma tiene... No la mía, pero firma tiene. Grandes campañas. Camiones con carteles luminosos por las calles estrechas y luminarias en las avenidas. Modelito rubia de reclame de galletitas dietéticas que come el gordito que baja siempre en el ascensor y que nunca logró saber de dónde mierda viene ni a dónde mierda va, disponible veinticuatro horas y la mujer que limpia olvidó reponer las sabanas y las toallas. Apartamentito en el centro. Disparos y luces de neón. Apuestas de barrio. Chotos en largos mostradores y no alcanzan las servilletas en la barra de teléfonos y lapiceros, y después otra vez lo mismo y uno ya no sabe por qué se metió en esa, qué hice para merecerlo y demás lamentaciones. Un día de mucha necesidad nos daremos cuenta que nuestro producto se ha convertido en un dragón al que hay que amarrarlo desde la cola con cadenas ajenas a ese concepto humano llamado destrucción. Productora extranjera. País amurallado, Asia menor. Éxito económico se traduce al inglés. Gordo productor quiere comprar 122


por cifra que licúa intestinos. Flaco acento afeminado lo insulta por teléfono y soltás esa carcajada, la que le transformó la cara al tipo aquél del café que después no dijo más nada. Que mi mamá esto y la tuya yo qué sé, y después nada. Calladito y grande que era pero eso nunca importa cuando una bala te distrae del mundo y te arranca un pequeño pedazo de cuerpo. Desde adentro articularemos el mercado. Imitaciones (homenajes) en el extranjero. Academia, California. Primero, Hollywood. Después, Beverly Hills. Actores jóvenes, nueva generación. Canciones traducidas. Ritmos latinos. Escuela de inglés ya el lunes que viene y clases particulares en el invierno. Popteencia. Llamar al otro allá y pedirle direcciones, indicaciones precisas, contactos de aquél lado y después corporación de las responsabilidades, juristas expertos universidad inglesa y bufete vista al parque gran manzana. Siglas, empresa de casting y reclutamiento inmediato, nuevo pasto en el sembradío de la bestia e inversores satisfechos; pasaje a nuevas generaciones e isla en el Caribe. Contacto directo con el maestro y las nuevas líneas de productos de la cadena. Moderaciones parlamentarias. Legislaciones macroeconómicas sencillas con la manipulación de capitales gigantescos. Cifras solo existentes en bits ya que oro en Suiza indetectable. Luego el ingreso a gran bacanal negro y al círculo penetradores. Poptencia inmensa, incomparable. Empresa Medio Oriente y contacto Moscú vía Bucarest que dice que el precio es una risa. Y después en el norte de África que dicen diez veces eso y yo quince, y lo piensan seis minutos y luego dicen sí y yo me cago de la risa por decir: ¡veinte! Y cruzo y los que van a recibir los tiros no pueden veinte y obtengo diecisiete. Plata inversora, oleoducto. Petróleo. Estudiar turco. Contacto con manco banco ciudad vieja. Viaje al chuy en avioneta. Maletín esposado a la muñeca lastima por el peso y la corbata aprieta. Lentes negros insuficientes para dormir pretendiendo estar despierto. Verás, eso no ocurrirá si ahora las cosas no son como te digo. De modo que firma aquí y desátate del tiempo con el que te encadenó tu señor, sueña un sueño infinito hasta que el cielo se parta por el sonido de las trompetas y desde las altas esferas los ángeles mayores escupan fuego. Sigue al de la cifra, al lógico creador de las cosas vivas y reina en el cielo así como en la tierra.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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Madrid, 21 de diciembre de 2017

E

stimado Sigmundo: En primer lugar, quisiera desearte felices fiestas y un próspero año nuevo. Después, agradecerte toda tu dedicación conmigo durante estos dos años. Si no hubieras sido mi psicólogo durante todo este tiempo, no quiero saber dónde estaría yo ahora. Por eso, quiero darte las gracias de corazón. Me dijiste que escribiese, que cuando no tuviéramos terapia escribiese cómo me siento, que conversase contigo aunque fuera en diferido. Y eso hago, porque sabes bien que me ayuda. Con esto del año nuevo intento repasar cómo ha sido mi vida durante estos doce meses. Son tantas cosas maravillosas. Mi primer pensamiento es para Germania. Ella es el recuerdo más hermoso de este año. Es hasta cómico cómo nos conocimos. Ya sé que estás al tanto de la historia, pero déjame que la rememore. Pobre, casi le pego un grito cuando me llamó al filo de la medianoche para venderme un paquete de Melophone. Le dije que ni lo intentara, que aquella compañía ya la había tenido y me habían timado un montón de dinero. Ella insistía, no sabía cómo vendérmelo. Sentí la angustia de su voz, me ablandé. Quizá su acento colombiano me resultó enternecedor, no sé. Recuerdo cómo le pregunté si ella misma tenía Melophone. Le insistí en que fuera sincera. Ella acabó reconociendo que no tenía aquel operador y lo último que me dijo fue: “Y sepa que por esto perderé mi trabajo”. Aún le dije antes de que colgase: “Llámeme”. Varias veces había intentado establecer una conversación con algunas de estas operadoras, pero nunca respondieron a mis deseos. Lástima. Pero Germania sí, Germania me llamó unos minutos más tarde. No me había acostado aún, pero algo me decía que ella llamaría. Y lo hizo. Solo me dijo: “Me botaron, mi señor”. Sentí una rabia y una impotencia enorme. Todo por mi culpa. Solo le dije: “Deme su correo, que le mando un pasaje a España para invitarla a cenar”. Fue el mejor periodo de mi vida. Germania fue lo más dulce de toda mi existencia. Lástima que fueran tan solo tres meses y medio y que una tarde irrumpiese en mi casa la Guardia Civil para deportarla de vuelta a Colombia. Yo me había quedado sin plata para poder ir a verla. Después, con la distancia, la relación se fue enfriando... En fin, ya sabes cómo me quedé. Por otro lado, sabes que durante todo el año intenté poner en práctica la máxima de tu tocayo Freud que tanto me animaste a implementar, aquella que decía: Bevor Sie bei sich selbst eine schwere Depression oder Antriebsschwäche diagnostizieren, stellen Sie sicher, dass Sie nicht komplett von Arschlöchern umgeben sind. Cuánta razón tenía don Sigmund. Fue entonces cuando me hablaste de las 125


personas tóxicas y cómo tenían que irse de mi lado. Por eso, los gilipollas han ido desapareciendo de mi vida. La primera vez los expulsé yo. ¿Te acuerdas de mis ex socios Lily y Fran? Me timaron, sí, me timaron con los engaños más burdos. Ahora, cuando echo la vista atrás, no sé cómo fui tan ingenuo. Pero tú me abriste los ojos. Sí, eso es algo que te debo. Tomé coraje para alejarlos de mi vida. Y funcionó, claro que funcionó. Sin embargo, la vida es perra a veces. Me puso en el camino a Gisela. Me embelesó con su labia. Fue justo después de que se me llevaran a Germania de vuelta a Colombia. Ella era venezolana, por eso, quizá, también me llegó más hondo. Solo me quiso para que le hiciera su web personal sin cobrarle. Y lo consiguió. Por eso, cuando ya tuvo todo lo que quería de mí y gratis, se fue de mi vida sin darme explicaciones. Ella era así. Todavía me acuerdo cómo me explicabas que Gisela tenía un trastorno, ni me acuerdo qué nombre le diste. Me convenciste que era una pobre desgraciada, en fin... Pero sobre todo me hiciste ver que era una persona que sobraba en mi vida y que en este caso ni tenía yo que preocuparme de expulsarla, que ya lo hacía la vida. Pero desde que te vi la última vez, hace diez días, me he dado cuenta que hay alguien en mi vida que es tóxico. Sí. Muy tóxico. Lo malo es que solo ahora me he dado cuenta. ¿No te parece increíble? Se trata de alguien a quien no podré expulsar como a mis ex socios, ni se irá por su cuenta, como Gisela. Quise comentártelo al menos al teléfono, pero, como estás de vacaciones, salta tu buzón de voz y no quiero dejarte un mensaje, sabes que odio hablar con una máquina. Verás, ese alguien tóxico en mi vida soy yo mismo. Sí, soy tóxico para mí mismo. Me di cuenta al ver que reacciono al contrario de como pretendo, así que tengo que deshacerme de mí. En cuanto te acabe de escribir este correo, me tiraré al tren en la línea de Coslada, que tan buenos recuerdos me trae. Sé que es lo que tengo que hacer, porque no hay otra manera de acabar con mi yo tóxico. Lo llevo pensando varios días y está decidido porque es lo mejor para mí, para desintoxicarme. Gracias por todo, de corazón. Sé que pierdes un paciente y 45 euros por sesión, pero quédate tranquilo porque me has guiado muy bien. Un abrazo eterno JM P.D.: No compartas nunca este correo, por favor. Solo faltaría que alguno de tus colegas psicólogos lo publique en una de esas revistas vuestras.

FRANTZ FERENTZ

España

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entado solo en un café, me encontré absorto. Mientras, con la yema de mi dedo medio, rozaba casi sin rozar el borde del vaso casi lleno de café helado. Era mi tercer café. Estaba en un particular estado: pensaba sin pensar, tocaba sin tocar… estaba sin estar. Buscaba respuestas a un racimo de confusiones que me abrumaban sistemáticamente. Me generó particular atención la realidad que percibía en ese momento, era algo similar a un bug en mi mundo, no tenía sentido esa secuencia de sensaciones. Pero no sé qué estoy parloteando ahora mismo. Tampoco tiene sentido que yo cuente esto en pasado, puesto que es lo que está ocurriendo en este momento, mientras usted lee esto yo estoy aquí, jugueteando con la yema de mi dedo en el frío vaso, distrayéndome con cada elemento que compone este salón: desde la esquina superior derecha que tiene la base de la lámpara de pared que tengo al frente; hasta el pliegue que forma la tela aterciopelada de un sillón que se encuentra en una de las esquinas. Se me ocurrió de la nada contárselo a usted, no porque me sumerja en la prepotencia esa del artista creyéndome merecedor de su atención y lectura. Sino más bien, porque de repente tengo la leve ocurrencia, que como ocurre con la literatura — en ocasiones—, existe un reflejo de la vida del lector. Todo ese cumulo de anécdotas y sensaciones narradas con la excusa de algún personaje, tendrán siempre la suerte de ocupar un lugar en las personas que las leen. Cada sorbo del frío café que recorre mi garganta, me hace notar que aún sigo aquí. No me había dado cuenta cuánto tiempo he pasado buscando sin éxito en internet una canción que escuché anoche en un bar. Esa búsqueda me generó una frustrante sensación. Mientras más canciones pasaban, sobresalían más marcadas las confusiones que me abrumaban. Algunas de esas canciones y la búsqueda en sí misma, me recordaron el caótico estado en el que me encuentro. Hoy he hecho diversas cosas: trabajé, caminé, comí, escribí, vi, escuché, hablé, y ahora que lo pienso detenidamente, me doy cuenta que ninguna de las acciones realizadas —por pequeña o importante que fuera— fue llevada a cabo con total concentración. No había podido prestar atención exclusiva a ninguna de las tareas. Este texto, ni siquiera este texto lo estoy escribiendo con la dedicación que debería. Será esto quizá, por el aire fútil que pueda envolver toda esta mescolanza dialéctica. Pero eso, estimado lector, será adjudicado a su juicio. Aunque esto lo estoy escribiendo en este momento —esto es obvio, pues no puede ser escrito en otro momento—, me ciño una estructura lógica; lo hago en tiempo presente y en primera persona del singular, pero a decir verdad no sé cómo seguir haciéndolo. Durante la semana leí un cuento del magnífico Cortázar, y el primer párrafo se me quedo casi que grabado como una imagen de inmediato en la memoria; 128


hablaba de una indecisión sobre qué persona gramatical utilizar para contar una historia, y la posibilidad de inventar diversas formas de hacerlo. Eso me hizo pensar en la maniobrabilidad del lenguaje, que de manera tan perfecta ejecutó el escritor. Y si me apego a una estructura lógica, debería empezar por variar por lo menos el tiempo, puesto que, al momento de escribirlo, o de vivir lo escrito, ya ha quedado de manera inmediata en el pretérito. Pero nuestro lenguaje es generoso, y por lo menos, si bien únicamente aquí sea, podemos utilizarlo para figurarnos en tiempo presente, aun siendo ya pasado, y de alguna manera, aunque solo de manera literaria: prolongar cada momento en la eterna línea del ahora. No quiere esto decir que lo aquí relatado merezca ser prolongado en un extenso presente. Pero hemos de tener la herramienta al descubierto dentro de nuestras posibilidades. Entonces ¿Si lo hiciéramos con un pasado dorado? ¿No lo intentarías? En cuanto a mí, sensatamente, colocaría en ese formato los momentos más felices, de esa manera… de esa manera quizá, reduciría mi agonía. Ya en este momento, estoy sintiendo como el café ha llegado al pico de su efecto en mi organismo. Tengo la impresión de sentirme ebrio de lucidez. Ahora mismo escucho los ruidos de las gentes conversando en la habitación continua a esta, inclusive tengo la impresión de escuchar hasta la gente de la mesa que se encuentra en la acera saliendo del café. Reconozco inclusive las voces de las baristas del sitio. Y como hace un rato, pero con más nitidez, creo ser consciente en tiempo real de todo lo que compone este café. Desde hace un par de años este sitio se ha convertido en mi suerte de guarida. Algo así como una zona de confort. Todos sus elementos convergen para de alguna manera estimularme: la tenue iluminación, la posición de la estantería con libros, el sobrio color claro de las paredes con ese vinotinto de algunos tramos, los fragmentos de poemas distribuidos en las paredes y la música con el perfecto volumen. Todo lo convierte en el lugar perfecto donde he logrado concretar numerosos escritos académicos, y unas cuantas de mis producciones literarias. Por esto estoy escribiendo todo esto. Porque el lugar pareciera pedírmelo. Es inevitable, de alguna forma es inevitable. Han pasado cinco horas, y yo estoy empezando a tener una extraña sensación pastosa. Me parece como si de repente, durante mi estadía aquí, el tiempo haya sido regido por otras leyes diferentes a las habituales. Percibo como si a pesar de haber tenido toda esta montonera de sensaciones —que parecen demasiadas y quizá no son tantas—, no hubieran pasado más que minutos. Esto me hace sentir inusitado. No sé si ha sido el café en exceso, pero me siento confundido y acalorado. Lo mejor será 129


irme y caminar. Guardaré mi computador y me marcharé, probablemente a comer, porque ahora que lo recuerdo no he almorzado, y creo que esa es la explicación de todo esto último. El tipo, antes que se levantara de la silla, había sido ya abordado en la mesa por una de las baristas que le estaba anunciando que ya estaban por cerrar. Fue a la barra, pagó, se despidió y se marchó. Ya en la calle, de pie en la mitad de la acera a eso de las 8:40 de la noche, aún bajo los efectos del café —o al menos eso creía—, se encontró sensitivo, y sentía como una corriente de aire se arremolinaba a su alrededor, sumergiéndolo en una basta y excitante sensación de frescura, haciéndole notar nuevamente, que como en el café, estaba siendo consciente de todo su entorno: las personas que por allí transitaban, los vehículos, las luces, los ruidos, el clima: todo. Empezaba a ver cómo podía darse cuenta de todo eso. Se le sumaba, a medida que caminaba, una serie de repentinos pensamientos no del todo agradables. Sintió una angustia terrible al recordar que su realidad estaba asilada de todo ese sentir meticuloso y fugaz. En ese momento, caminando en medio de la transitada calle pereirana, se sintió en soledad, sin más que sí mismo. Pero creía, sin embargo, que no necesitaba a nadie más, y que, si ahora creía tener esa fútil sensación de necesidad, pronto la iba a suprimir de su vida. Todo esto porque él, aunque sensible, es consciente de que es lo que demandan estos tiempos. Y está convencido que la independencia emocional era lo más importante ahora para cualquier persona, o por lo menos para él. Sin embargo, a pesar de su convicción independentista, no dejaba de pensar en el futuro. No dejaba de pensar en sus padres. Los encontraba vulnerables, más que el mismo ante el universo, pretendía protegerlos. Pero entiende también, que el tiempo es inmisericordioso y que marcha impasible, acabando con todo y de paso con sus padres. Ya había caminado algo así como cinco cuadras, pero no tenía ningún rumbo. Como rumbo tampoco tiene su vida. El sujeto sigue caminando con una mueca alicaída en su rostro. Con el anhelo de encontrarle, si no rumbo a su vida, por lo menos a su noche. A su momento, que era lo único que tenía en realidad. Cada segundo transcurrido no era más que la confirmación de su progresivo ensimismamiento. De repente todos los colores se tornaron bajos y los sonidos sin demora se opacaron. De repente ya no transitaron más vehículos ni peatones por la calle. Silencio total. Ya no había pensamientos que lo abrumaban. Ya no habían formas a su alrededor. Se sintió extasiado, y al mismo tiempo despavorido. Enfrente suyo se encontró con un vasto mar de continuo espacio negro (esto por decir algo), porque en realidad no dio con otras palabras para aproximarse a lo que estaba 130


percibiendo. En todas las direcciones posibles se encontró lo mismo. Por un momento, de repente, se vio inmerso en un singular sentir; parecía haber tomado percepción de sí mismo en medio de todo esto, pero no lo entendía, ni el por qué ni el cómo había llegado allí. De un instante a otro se dio cuenta que estaba escuchando el sonar de un piano, lo reconoció enseguida, sonaba el Nocturno N° 2 de Chopin. Darse cuenta que escuchaba esto, le hizo creer que se encontraba en una realidad que no le pertenecía. No sabía desde qué momento estaba escuchándolo, porque no lo empezó a percibir desde determinado momento. Era como si esta melodía hubiera estado sonando todo el tiempo, pero su confusión y azoramiento no se la hubieran permitido escuchar. Caminaba sin dirección concreta en las tinieblas en que se encontraba, se dio cuenta entonces que, al moverse se generaban imágenes aleatorias a lo largo y ancho del espacio. Eran imágenes de sus recuerdos, como fotografías de algunos momentos de su vida, cuando se detenía desaparecían. Cuando se movía más rápido, más imágenes aparecían, no había relaciones temporales entre las imágenes de esos recuerdos, pero se sintió fascinado por esto. Por un momento se detuvo cuando escuchó una voz que le habló, antes de terminar de escuchar la frase, reconoció de inmediato que era su abuelo materno. No sabía cómo sentirse al respecto, se quedó pasmado. Enseguida comenzó a girar animosamente buscando la figura de su abuelo, hasta que por fin lo encontró de pie con la mirada puesta fijamente en él. Al conectar con sus ojos, lo embargó una paz inconmensurable. Habían sucedido siete años desde su muerte y como hacían dos desde el deceso de su otro abuelo, no había existido un solo día en el que no lo recordara. Se acercaba tímidamente hasta donde se encontraba el entrañable anciano, pero los pasos que realizaba no correspondían a un avance espacial, no se estaba acercando. Al darse cuenta de esto se llenó de impaciencia y ansiedad, empezó a correr y al mismo tiempo él más se alejó, sintió impotencia y cayó al suelo mientras no dejaba de mirarlo. Empezó a gritar entre sollozos en la dirección de su abuelo; pero ese grito lo despertó con los ojos llenos de lágrimas, se dio cuenta que había sido un sueño, lo había sentido demasiado. Se quedó dormido encima de su escritorio y de fondo escuchó como sonaba el tramo final del Nocturno N°2 de Chopin. Con una triste sensación en su interior gritó tan fuerte como su garganta se lo permitió. Grito que fue interrumpido al darse cuenta se veía a sí mismo en tercera persona desde un plano superior.

MIGUEL ÁNGEL CARDONA HERNÁNDEZ

Colombia Twitter e Instagram: @MCardonah10

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o soy un buen hombre. Soy un médico honrado y decente; en definitiva, un digno señor. Lo sé, porque puedo escuchar a mí conciencia. Creo que esta convicción y, más aún, lo que ella me expresa, son virtudes destacables. En especial, en estas épocas, en que la realidad nos prodiga atrocidades e inmoralidad cotidianamente. Por mentar un ejemplo, esa bestia humana —¡cuán seductora es tal paradoja!— que comete crímenes horrendos, en Whitechapel, contra las pobres mujeres. Son prostitutas las víctimas, ¿no? Sabrán disculpar, caballeros, si no me levanto y les ofrezco un saludo más acorde a vuestra condición: estoy un tanto agotado el día de hoy. Decía, eh..., decía que sería ridículo que, siquiera, me comparara con él. Es verdad, yo tengo defectos, pero son solo deslices permisibles en la vida de un auténtico caballero. Me obsesiono con mis investigaciones profesionales, tengo excesos con la bebida y acaso cierta inclinación reprensible hacia los placeres de la carne; nada grave. ¡Quisiera saber cuántos honrados británicos comparten estos defectos! Seguro que muchos, estimado Oficial. Por otra parte, hay excesos que reditúan virtudes, tal como la dedicación con alma y vida a mi labor. Gracias a ello, he logrado hacer notables aportes a la medicina de nuestro tiempo. Hace cuestión de un año, recibí, como recompensa de mis trabajos, un hermoso juego de espadas de duelo con dos puñales, símbolo de una orden de caballería. Me lo obsequió el director de nuestro mayor hospital. Sí, yo tengo unos filosos e implacables puñales, en mi casa. Quizá, muy similares a los del asesino. Pero no hay de qué preocuparse, no soy un bárbaro. En verdad, ni siquiera los toco; son mis criados los que se encargan de que estén relucientes. Verdad, ¿Poole? Poole es mi mayordomo y puede dar fe de cuanto ocurre en mi residencia. Al igual que cada uno de mis sirvientes, cumple sus labores con diligencia y amor, en clara reciprocidad al buen trato que le doy. Y eso, créame, es otra muestra de que soy un buen hombre. Mis días son apacibles; en algunas noches me busca el insomnio y salgo a caminar para conciliar el sueño. Como todo adulto, he tenido pesadillas violentas. A veces, me encuentro en mi cama, sudoroso y exaltado, con una extraña sensación de realidad. Es que en mis pesadillas hay sangre y muerte; pero soy un médico, trabajo con sangre y con muerte. Por eso, no hay que preocuparse. Si quiere preocuparse de algo, Oficial, hágalo del asesino que anda suelto. Esas pobres mujeres... Nunca deberían haber abandonado la cocina. ¿Verdad? ¡Preocúpese de eso o de todos los niños huérfanos que vagan abandonados de todo cuidado por nuestra gran ciudad! ¿No los ha visto? Es una situación penosa; yo he tratado de asumir las responsabilidades de mi clase: apoyo todas las causas de beneficencia y hago discretas,

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pero abultadas, donaciones. Pienso en esto y, lo admito con tachable vanidad, me siento un buen hombre. Esto me trae a la mente que, hace un mes, en una de estas cenas, encontré al doctor Lanyon. Ah, Utterson, tú estabas, tan impasible como siempre; acaso lo recuerdes. Nuestros debates académicos se prolongaron y continuamos aún después de la ceremonia. A pesar de que somos buenos amigos, discutimos. Primero con natural vehemencia pero luego con cólera furibunda. Yo sufrí un violento acceso de ira y tuve que contenerme solo para no matarlo. En los últimos tiempos han crecido en mí estos ataques de odio y de deseos malignos. Y cada vez, parecen más fuertes. Me lo he cuestionado, sí. Pero, ¿qué hombre, que se precie de tal, no ha tenido deseos de matar? ¿Y de someter y subyugar? ¡Vamos! ¡Somos seres pasionales! Hemos evolucionado de animales violentos, pero no podemos negar nuestra naturaleza. Sí dominarla, por supuesto, y por eso nos empeñamos —¡gracias a Dios!— en civilizarnos y civilizar. Por cierto, no recuerdo..., es decir, no he materializado mis malos deseos; es que no soy, y no puedo equipararme, con un homicida. Soy un médico, un hombre de ciencia, culto. Mis placeres son sutiles, no perversos; sé controlarme muy bien. No como ese homicida ni como las prostitutas que mata. Es cierto. Lo admito. Puedo cometer algunos excesos en mis investigaciones, pero nada más. En la que actualmente realizo, debo confesar, he cometido unos cuantos y los resultados no han sido satisfactorios. Intento destilar los aspectos malignos y bondadosos en el alma del hombre —lo sé, es un proyecto decididamente ambicioso—, y para ello, he desarrollado una serie de brebajes. El último de ellos, es un suero muy extraño. A falta de mejor objeto de prueba, me lo he suministrado a mí mismo. Esto puede ser un error, porque perjudica las observaciones. Hasta ahora, solo sé que es algo adictivo, que genera prolongados períodos de pérdida aguda de conciencia y que egreso de ellos débil, con resabios de una actividad física feroz y las ropas ensangrentadas. Este último detalle sí me preocupa, seriamente... Mi salud general indica que no pueden ser heridas propias. ¿Qué habré hecho? (Silencio) ¿Es que habré hecho algo? ¡Oh Dios! ¿Qué habré hecho…? ¡Calma! no debo preocuparme. Soy un médico honrado y para eso, para esas manchas, tan parecidas a estas en estas ropas, tan húmedas, tan llenas de vida y llenas de rojo, debe haber una explicación razonable e inocente. ¡Sí...! ¡Vamos! no es necesario que me atormente. Poole, ¡no me mires así! ¿Por qué estás horrorizado? ¡Es simplemente ridículo! Siempre hay una explicación… Oficial, usted sabe de qué hablo, usted conoce de estas risibles confusiones. Ilustre a este lacayo ignorante; sea tan amable de hacerlo. O tú, Utterson, ¡para qué están sino los abogados! Debe haber una 134


explicación... ¡Debe haberla! Como debe haberla para el puñal ensangrentado que, ahora mismo, prolonga mi palpitante mano derecha y para el cuerpo mutilado de una mujer, aún tibio, que agoniza a mis pies. Debe haber una explicación... porque... yo soy un buen hombre. “Después de todo, el culpable era Hyde, y solo Hyde. Jekyll seguía siendo el mismo; volvía nuevamente a sus buenas cualidades sin aparentemente, haber sufrido cambio alguno; incluso se apresuraba, cuando le era posible, a reparar el mal hecho por Hyde. Su conciencia, de esa manera, se adormecía.” El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde. Robert Louis Stevenson.

DIEGO CASTRO

Uruguay

Facebook:: https://www.facebook.com/diego.castro.58173 Twitter.com: https://twitter.com/mmarzua

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abía pasado un mes desde que ella lo vio por última vez, a partir de aquel encuentro en el que se habían entregado el uno al otro con tanto amor y en el que por mutuo acuerdo decidieron alejarse; no volvieron a encontrarse, le pusieron fin a su pequeña historia; ella por su parte siguió su camino y retomó su carrera de literatura, él hizo lo mismo y continuó con su carrera de músico; al parecer ambos tenían ideales adversos y fijos para su vida, cada uno por su lado, construyendo sus propios sueños. Era veintiocho de noviembre y se cumplía un mes de aquella ruptura, ella lo recordaba a diario, amanecía con una imagen de él en su cabeza —ya no me ama, nunca me amó— se lo repetía a cada momento para así poder borrarlo un instante de sus pensamientos, esa metáfora funcionaba muy bien era como tirarle una cubeta de agua helada, la hacía despertar, la bajaba de las nubes. Cada noche luchaba por no revivir aquellos dulces momentos que pasó con su amado, pero no lo lograba y terminaba escuchando discretamente cada una de las canciones que él escribió y compuso para ella, escuchaba su voz y podía sentirlo cerca, podía sentir su mano tomando la suya, todo parecía un maldito sueño, un martirio, un golpe tan fuerte que le hacía recordar que nunca iba a volver a encontrar a alguien tan especial como él. Ella intentaba superarlo y salir adelante, escribía todos los días, leía varios libros, pintaba, tejía, hacía de todo para tratar de despejar su mente, y hasta cierto punto lo lograba, pero al corazón no se le podía dar órdenes, era rebelde y tenía sus propias reglas, con el corazón no se puede negociar; había tomado una decisión definitiva, tomaría sus libros, sus poesías, la foto de sus padres y se iría de ese lugar para siempre. Fue cuestión de segundos como todo se volvió trágico, ella terminó de recoger sus cosas, se despidió de sus padres y tomó su camino a la parada de bus —rodeaba eso de las once de la noche— cuando se dirigía hacia allí, ocurrió lo inesperado, un auto a exceso de velocidad con un conductor ebrio se lanzó sobre ella y la arrolló, mucha sangre y un cuerpo tendido sobre el pavimento… La imagen de un final que pudo ser diferente pero que el destino lo escribió así. Han pasado cinco años desde aquel episodio y ella aún no ha podido despertar de esa pesadilla, se siente inútil, se siente frágil, está muerta y no lo puede aceptar.

MARÍA ELIZA GARCÍA MARTÍNEZ

Ecuador

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as viejas del pueblo, aseguraban amor eterno para todo aquel que, sentado bajo la sombra de los almendros de la plaza, se declarase ante su amante en el justo momento del ingreso del otoño. La tarea no era sencilla. En primer lugar porque los almendros eran varios y resultaba prácticamente imposible quedar sentado bajo la totalidad de los mismos. Segundo, pero de igual modo desalentador, porque se volvía demasiado azaroso hacer coincidir aquella confesión con el cambio exacto de equinoccio. Así, varias parejas fueron forjadas bajo el influjo incierto de los almendros. Algunos, perdidamente enamorados, arrastraban hasta allí a sus pretendidos para intentar el milagro que los retuviese por siempre. Otros, movidos más por la pasión que por el amor, utilizaban aquella locación para reforzar falsas promesas, procurando robar bajo los almendros besos o caricias no permitidos anteriormente. Los resultados como se adivina, fueron diversos. Se recuerda al detalle la experiencia de aquellos que se entregaron a una noche de desenfreno, confiados en que el influjo y la pertinencia de los almendros les aseguraría la fortaleza del vínculo amoroso, pero que sin embargo al amanecer siguiente, vieron atónitos como el amor eterno les pedía un taxi o en el mejor de los casos los acompañaba hasta la puerta de sus respectivos domicilios. También se guardan válidos testimonios de quienes descreídos, prometieron en vano buscando sacar provecho del engaño y luego despertaron perdidamente enamorados de aquellos que honestamente los pretendían, conformando sin proponérselo, uniones a las que únicamente la muerte supo dar término. Todos, sin excepción, expiaban sus culpas en los almendros. Los despechados por ejemplo, heridos de desamor, renegaban del poder mágico de aquellas confesiones y despotricaban por la completa falta de compromiso de aquellos árboles tan volubles. Pero también quienes estaban en pareja, esposas y esposos aburridos de sus cónyuges, cargaban contra los almendros maldiciendo el inconsciente momento en el que jugaron a confesar un amor eterno bajo la condenada sombra de sus feas ramas. Por si todo esto fuera poco, incluso aquellas parejas que realizaron el ritual por mutuo acuerdo, buscando a consciencia asegurarse un porvenir común, vivían en la incertidumbre de no saber si habían acertado realmente el cálculo exacto del momento cúlmine en el que enunciaron aquel juramento. Y así, ante cualquier descontento con el otro, escena de celos, discusión en tono elevado, o mera sospecha de ruptura, la culpa recaía una y otra vez en el fallido influjo de los almendros. Con el tiempo, la plaza se fue adornando de advertencias y reclamos que los 139


disconformes pintaban o grababan en los bancos, las columnas y hasta en el propio tronco de los almendros: “Siéntese aquí bajo su propia responsabilidad”, “No crea en bobadas, mejor vaya a estudiar” y hasta: “Silvita; la verdad, ¡No hay almendro que te venga bien!”, eran algunas de las frases que los vecinos habían obsequiado al paseo de la comuna. Ante tamaño caudal de descontento, y anticipándose al costo de mantenimiento que las constantes pintadas significarían, las autoridades municipales decidieron talar de raíz a la totalidad de los almendros que conformaban el ornato público, disponiendo además su inmediata incineración. Las viejas del pueblo escandalizadas ante tal hecho, profirieron una última y definitiva advertencia, alertando a todo aquel que quisiera escucharlas sobre las consecuencias fatídicas que tal ordenanza traería consigo. Hasta el despacho del mismísimo alcalde llegó entonces la certeza de que aquella hoguera de almendros significaría la destrucción absoluta del pueblo. Pues de los leños ardiendo y de sus aromas flotando se gestaría un maléfico influjo capaz de enloquecer por completo a sus habitantes. Así, todo aquel que inhalase sus vapores caería en un delirio irrefrenable de celos y lujuria, viéndose impedido de amar y ser amado con honestidad, por los siglos de los siglos. Únicamente quedarían libres del cruel encantamiento aquellos niños del pueblo que aún se encontrasen dentro del vientre materno y que fueran el fruto de amores consumados tras la promesa sincera del desterrado ritual. A ellos, les sería dada la tarea de propagar el amor verdadero más allá de todas las fronteras. Pero eso, claro está, forma parte de otro cuento. Lo cierto es que el joven alcalde hizo caso omiso a la profecía de las viejas agoreras, talando por completo los árboles de la plaza, e instalando en su lugar un vulgar monolito al que quiso dotar de un trasfondo legendario asociándolo con el nombre del pueblo, pero que dado los sucesos venideros cayó irremediablemente en el olvido. Finalmente, sin más reparo que la noche para evitar el gentío, los almendros de la plaza fueron quemados en un baldío municipal lindero al cementerio. El joven burócrata con tal decreto, condenó a sus gobernados a un final por todos conocido, que guarda sin embargo un desenlace todavía incierto.

DIEGO VIDAL SANTURIÓN Uruguay Twitter: @ dvsanturion Facebook: V Santurión Diego (@ larojaynegra) 140


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ntraron a la cervecería y se sentaron en una mesa grande junto a la ventana. Eran seis chicas que hacía mucho tiempo que no se veían. Habían ido juntas a la escuela pero ya ninguna sabía nada sobre la vida de las demás. Se les ocurrió armar una juntada con todos los compañeros del secundario pero solo aceptaron las mismas de siempre. Eligieron la mesa más alejada, la que parecía haberse apartado del resto; igual que antes, como si se negaran al paso del tiempo. Se hizo un silencio incómodo, de esos que lo cubren todo cuando nadie tiene nada para decir. La moza les trajo la carta. Ellas agradecieron y volvieron a pegar sus cabezas en las pantallas de sus celulares. Lorena se avivó, les mostró su teléfono y empezó a gritar “foto, foto”. Levantó el brazo, las otras chicas sonrieron y miraron a la cámara, poniendo cara de estar pasándola bien. Corrieron los minutos y no las habitó nada más que el tedio. Lorena estaba aburrida y le sacó fotos a su cena: un pollo con ensalada. La subió a Instagram como una Historia. “Ñam” puso debajo, aparentando que se moría de ganas por comer. Hacía una semana que apenas probaba bocado. Demoró la tortura todo lo que pudo. Cuando el resto de sus viejas amigas terminó, ella aún tenía el plato lleno. Finalmente se dejó vencer por la tentación y lo devoró, destruyendo cada pedazo en tan solo unos minutos. Te acompaño le dijo una, cuando Lorena se paró sonriendo y salió caminando hasta el baño. No, gracias contestó ella. Era mejor ir sola. El resto de la noche fue igual de aburrida. Un montón de frases hechas y anécdotas estúpidas sobre sus hermosas existencias, que probablemente eran falsas, y más fotos que irían a parar a la basura un par de meses después. Cerró la puerta de su casa con un golpe seco. Al otro lado quedaron las sonrisas a medio armar. Por la mañana se levantó cansada, se sentía gorda, odiaba su cuerpo. Se miró en el espejo y tuvo ganas de llorar. Agarró el teléfono, se desnudó hasta quedar en ropa interior, y retrató el instante con una mueca fingida. La subió a todas las redes sociales con un epígrafe que rezaba “tanto esfuerzo trae sus resultados”. Revoleó el celular arriba de la cama y se volvió a mirar en el espejo. Recordó las fotos de la noche anterior, se tiró de cabeza al rincón en el que había quedado hundido su iPhone y perdió algunos segundos mirando el álbum de Facebook. No recordaba haberla pasado tan bien. “¡Qué lindo estuvo, chicas!” escribió en el grupo de Whatsapp que

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armaron para la ocasión. Su teléfono no paraba de sonar. Eran un par de flacos que se la querían coger porque habían visto la foto sensual. “Que buena que estas”, “Te quiero en mi cama” y otros textos motivadores del mismo estilo. Les siguió la corriente. Trató de no quedar ni como una desesperada, porque sino iba a tener que aceptarles una salida, ni como una mina difícil, porque sino la iban a tildar de histérica. Tenía 2560 amigos pero no conocía más que a diez. Su mundo virtual era una mezcla de anónimos interesantes y de conocidos mediocres. Ninguno lograba traerla de los pelos a la realidad. Ni siquiera lo intentaban. Solo cuando querían llevarla a la cama. Y ella sabía muy bien que todo lo que le dijeran podía tener el mismo significado: vamos a ver una película, te invito a tomar unos mates, te juro que no soy un zarpado. Todo acababa en la cama, y ese no era justamente el terreno en donde se sentía más cómoda, aunque los flacos pensaran lo contrario. Entre los mensajes le apareció un texto de su mejor amiga. Le dijo de salir a la noche, a un bar medio alternativo con luces apagadas, humo y vodka. Lorena odiaba la noche, no le gustaba la joda y el alcohol le caía como el culo, pero aceptó la invitación porque prefería eso antes que quedarse tirada en la cama mirando el techo y llorando porque su vida le parecía una mierda. Le pidió que la pasara a buscar a las diez, después de cenar. Una de las pibas le comentó el álbum de fotos. Le puso que tenían que volver a verse, que la onda no se podía perder. Lore se rió mientras llenaba la bañera con agua tibia. Sabía que la onda, tarde o temprano, siempre se terminaba perdiendo. La gillette la esperaba a un costado. Le contestó que tenía razón, que no podían ser tan colgadas, aunque a todas les importaba una mierda volver a juntarse y probablemente pasarían otros cinco años antes de que se volvieran a ver. El teléfono no paraba de sonar. La foto sensual tuvo un buen reconocimiento y los chabones no dejaban de decirle que estaba re buena. Tardó media hora en elegir qué ponerse y terminó poniéndose lo mismo de siempre. Su placar estaba lleno de ropa que nunca usaba, mucha con la etiqueta puesta. Llegó la noche y por fin salieron. Lorena se seguía sintiendo gorda. De todas maneras posó para la cámara y no paró de subir fotos. Cuando estuvo adentro del antro, un sótano oscuro con algunas canciones ruidosas de fondo y mucha gente fuera de sí, caminó derecho a la barra y se pidió un trago. Su amiga estaba colgada del cuello de un pibe. Ella se quedó sola en una esquina, apoyada contra una columna. Algunos tipos se le acercaban a hablarle pero 143


todos le parecieron unos idiotas. Les sonreía. No podía quedar como una forra, sino iban a pensar que era una amargada. Después les desvió la mirada para agarrar el celular y escribió un tuit. “Hermosa noche con Sofía”. Al levantar la vista su amiga seguía en su mundo, ahora con dos tipos. Miró el trago vacío, se tapó con la mano que le quedaba libre para que las pocas luces no le dieran justo en la cara. Una lágrima le recorría el rostro de arriba abajo.

DAMIÁN AGUIRRE

Argentina

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omo ya se había vuelto costumbre para Adrián, él se despertó sobresaltado a las cuatro de la mañana. Sus manos temblaban incontrolablemente y su espalda se encontraba perlada por gotas de sudor. Desde su mesilla de noche, lo miraba burlona una pequeña piedra de tonalidades azulosas. —¿Cuándo voy a poder recuperar la tranquilidad? —sollozó el asustado arqueólogo para sí mismo. En su mente, no dejaban de girar las imágenes de la forma en la que él había conseguido tan hermosa piedra preciosa. —Ella me la regaló. Jamás le robé nada —se repetía el hombre a sí mismo, tratando en vano de conciliar el sueño. Pero muy dentro de sí, él sabía que eso era una vil mentira. Como un absoluto sinvergüenza, había seducido a la inocente muchacha, con la única intención de robarle tan precioso objeto. “Es una chiquilla ignorante”, “seguramente se la hubiera regalado a cualquier otra persona que le endulzara el oído”, se decía a sí mismo a los pocos días de haber huido del pueblo sin avisarle a Juanita. Y en un principio, le funcionó. Poco se iba a imaginar que esa alegría no le iba a durar casi nada. Menos de una semana después, sus sueños se empezaron a llenar de extrañas imágenes, plagadas de sangre y demonios que le sonreían burlonamente. Él trató de ignorar esas pesadillas, pero le resultó imposible cuando se comenzaron a hacer más y más frecuentes. Muy tarde logró el arqueólogo recordar las palabras de su amigo, quien al llegar a ese pueblo le dijo, con una severa expresión sobre su rostro: “No te atrevas ni a mirar a la tal Juanita. Dicen por allí que ella tiene ciertos poderes que nadie ha logrado explicar” Adrián había logrado entender demasiado tarde las consecuencias de sus acciones. Ya no había oportunidad alguna para volver atrás.

PATRICIA J.DORANTES

México

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n el patio de comidas del mall de Viña un joven cuico, pantalón amarillo, polera roja, zapatillas blancas blancas se encamina a comprar a un local de comida rápida. El joven cuico —se nota— tiene una billetera gordita de billetes grandes. Hace fila y se impacienta y entonces whatsappea. Mira a su polola, pantalones rosados, blusa blanca, zapatillas azules azules, que igual que él está metida en su celular hablando con gente que no está ahí presente. Lo atiende un Pedro bajo y moreno. Le habla en base al protocolo de la acción vendedor-cliente. El cuico ve los carteles, se la piensa y pide. Hamburguesas, papas fritas y bebidas. Ahora es un Pedro alto y flaco quien le dice el valor de lo que pide y él cobra. El cuico no sabe si usar la tarjeta o pagar en efectivo, y mientras lo piensa. Cambio. Un Pedro gordo y con lentes recibe la plata y le da la boleta. Y es un Pedro pelirrojo quien cuelga el papel del pedido. Es el Juan que vive en Miraflores Alto el que saca el papel y se pone a hacer las hamburguesas. Es el Juan que vive en Santa Julia el que busca el pan. El Juan de Glorias Navales el que saca la carne del congelador. El Juan de Achupallas el que selecciona los vegetales. El Juan de Forestal el que cocina la hamburguesa. El Juan de Santa Inés el que las arma. Y el Juan de Parcela 11 el que las envuelve en papel y las pasa al frente. Mientras el Juan cocinaba, un concentrado Diego ponía más papas fritas en el aceite hirviendo. Antes, un tímido Diego había cambiado el aceite. Un carcomido Diego había sacado las papas fritas congeladas. Un deprimido Diego limpió las maquinas y mesas. Un descontento Diego llegaba a la pega. Ya cuando todo está listo y empacado, el Pedro que arma los pedidos, que no es el mismo que está en caja, pero que a veces es muy parecido a él, empieza a juntar las cosas que el cuico pidió. Este mismo Pedro puso las hamburguesas. Este mismo Pedro puso las papas fritas en la bandeja. Este mismo Pedro puso bebida en los vasos y luego puso estos en la bandeja. Este mismo Pedro al final puso servilletas, servicios, bombillas y potes para condimentos. El cuico escuchó su nombre. Vio su pedido listo y dijo que no le gustó como quedaron las hamburguesas, que las hicieran otra vez. Y vuelta al proceso.

Diego Armijo Otárola

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otes en Marte, pronto partirá la nave, a diez pesos cada uno el niño, vestido con ropa de algún finado (que era de mayor talle), los dedos de los pies fuera de unas zapatillas que siempre le han quedado chicas, carita iluminada con ojitos de hambruna añeja recorre la taberna portuaria y deja en cada mesa unos papelitos que pasa a buscar luego y controla si el supuesto cliente falla —Déle, don, es un viaje corto y ya va reservando su lotecito. —Gracias no tengo interés —Gideón se siente desdichado porque el niño no lo mira de frente, ¿su respuesta no es importante? Es la primera sílaba que acudió a sus labios. No tiene intención de lastimar al niño con una negativa. —Mire que la nave ya está por salir, podrá ubicarse donde quiera y recién se está poblando el planeta rojo, estará cerca del Super Chino, de los cines —repite el precoz vendedor sin mirar a nadie en particular y la vista fija en la mesita mugrienta y los platitos con algunos restos. Lorenzo observa al niño como si no lo hubiera escuchado y le tiende los palitos salados que el rapaz devora al instante. —Déle don, —el niño se vuelve a Lorenzo. Lorenzo le acerca unas aceitunas flacas y arrugadas que desaparecen —será dueño, con su amigo, de un lote para un bar— la mirada abarca el local… más grande que este. —Eh! mocoso, ¿qué te pasa? encima que te dejo entrar —protesta el tronpa detrás del mostrador. La panza no lo deja acercarse al escaño y la diabetes ya le ha atacado las piernas, así que se bambolea con un ritmo irregular según el dolor. No escucha gran cosa y ve menos. El aludido, como si no hubiera registrado que se dirigen a él, se vuelve al tercero en la mesa. —¿Y usted, señor? —la diferencia en el trato la hace el viejo fieltro que tapa la calva de don Ferro y su chaleco rayado bajo un ropaje que no se caracteriza por su armonía. La camisa ostenta el cuello despeluchado y las mangas no aparecen por ningún costado —usted que es un señor querrá tener una parcela mayor en el centro mismo. Don Ferro, elevado de categoría por el rapaz, quiere ser generoso y le estira su jarra de cerveza. —¡Animal! los chicos no… —Sin dudarlo el vendedor traga de un sorbo los restos de la bebida. Esto fue algo imprevisto a más no poder, aun sin ser una iglesia. Lorenzo se siente un tanto azorado, pero también nota que le suda la región baja de la espalda, justo por encima de su cinturón de cuero de ocasión. —Pibe ¿Las llevas encima? —murmura Lorenzo. —Sí, don, la nave ya da vueltas —el vendedor hace un aspa con un brazo— y da vueltas y más vueltas y da vueltas sin parar, y así pronto partirá sin tiempo hacia el 150


futuro. —Sí —contesta Gideón— tomá diez pesos para que dé vueltas sin fin. —No gracias, don, señor, no pido limosna —como si fuera a partir ya a velocidad supersónica—, gira y gira. Pueden verla en la esquina… Don Ferro no supo dónde meterse. Incapaz de sonrojarse, fue más copioso su sudor. Nunca le había ocurrido nada como aquello, jamás. Se sentía desarmado, desmontado del caballo, y triste. Los ojos de todos ellos, los estibadores de hombros encorvados, los ferroviarios enzarzados en un truco tramposo o haciendo eses de camino a casa quedaron excluidos del todo, o tal vez aún mejor, eran del todo desconocidos y mucho más terrible, los ojos del niño se han clavado en él. Gideón sintió el rabo entre las piernas. Se le conocía allí dentro, en el sentido de que su grotesca apariencia externa tiempo atrás había dejado de contrariar y distanciar a los camareros. Aquel condenado chaval, con sus trapos y su presencia magnética los tenía a su merced. —No —farfulló Gideón— no, muchas gracias, esta noche no, gracias. —Solo me quedan las últimas se las dejo por nada, yo también parto, ¿para qué quedarse, no le parece, don? —¿Y cómo sabré —musita Lorenzo con un hilillo de voz— que no me estás metiendo el perro? —La nave gira y gira y nos promete un futuro mejor... —Dios lo bendiga, señor —el niño hace ademán de marcharse. —Eh —exclama don Ferro —que me debés las entradas… me debés dos. Gideón no reclamó. Se metió la lengua para dentro. —Allá nos encontramos, don —dice el niño con claridad. —Amén —don Ferro miró el fondo del vaso. —Lotes en la luna —arrimó otro parroquiano— el viejo cuento porteño. —Los mejores lotes —don Ferro rugió. Para huir de este mundo, de nuestras penas, diez pesos por los mejores sueños. Esto fue imprevisto, aún en el remedo de fraude todos se sintieron cómplices del fracaso de los seres humanos a la hora de comunicarse. El niño desplegó un par de alitas y desapareció. —¿Una ronda más, compañeros? —se escuchó la invitación del Patrón.

ADA INÉS LERNER

Argentina

Blogs: http://yosoylaescritura.blogspot.com http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com 151


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LA FRAGILIDAD DE LAS COPAS MARÍA SILVINA MACIEL

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A

l costado de la pileta de la cocina, sobre un papel, los restos de una copa esperan ser envueltos. Para todos no es igual, para mí no es igual. Siempre se rompe una copa, susurro, mientras lavo la última fuente. Una vez a mamá se le cayó la bandeja de fin de fiesta. Papá, poniendo un hielo en la sidra que le quedaba, dijo: siempre se rompe una copa. Acabás de romper cuatro y de paso arruinaste las estadísticas. Les pongo la voz de papá a esas palabras, pero no lo veo a él. Veo los vidrios, los pies de mamá, la bandeja. Nunca pude saber cuántas copas quedaron después de ese desastre porque al año siguiente se agregaron al bahiut las de la abuela. Las mismas Riedel. Tampoco supe si completaron el juego o lo excedieron. Solo recuerdo que después del quejido de los vidrios rotos, o mientras alguien barría los pedazos, o al estar envolviendo los restos cortantes, llegaba la frase de papá: siempre se rompe una copa. Cuando me casé, en mis regalos no hubo cristalería, ni cubiertos de plata, ni porcelanas. Cuando me casé nadie regalaba veinticuatro copas, y menos Riedel. En ese entonces se usaba la orden de compra, un cheque al portador, un voucher. Sabía que la vajilla iba a ser mi herencia, por eso opté por cosas prácticas. Ahora me doy cuenta que esas mesas que ponía con vasos no las sentía mesas de fiesta. Los brindis tienen sentido de fe en esa vibración aguda que perduraba en el aire entre choque y choque, mirándose a los ojos, sin cruzarse. Un día la voz de papá dejó de decir siempre se rompe una copa. Cuando desarmé la casa de mamá embalé todo con mucho cuidado y decidí... en realidad no lo decidí en ese momento, ahí sentí un ruido, un murmullo, un rechinar. Fue un veinticinco frente a una bolsa de basura que tenía que esperar un día más al lado de una bolsa pequeña llena de papeles que envolvían vidrios rotos, que supe que los festejos eran con las Riedel o perdían el sentido. Decidí que de ahí en adelante festejaría con la misma cantidad de gente que de copas sobrevivientes. No tuve que forzar nunca el algoritmo, se fue acomodando solo. Ya todo está guardado. Cierro la bolsa de basura y la llevo al lavadero, al lado pongo la bolsa más pequeña, la de la bola de papel con corazón de cristal. Veo la mesada despejada. Me gusta despertarme y ver la mesada despejada. Para eso seco y guardo todo. Todo menos los vasos. Echo el último vistazo. Desde el escurridor me miran dos vasos y la última Riedel que me gusta pensar que era de la abuela.

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LAS CARTITAS DEL ARBOLITO EMILIA VIDAL

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a mala tiene sus épocas y sus disfraces, el que elige ahora lleva una barba de utilería, un sombrero de pitufo y un traje rojo que me hace sudar como un salamín en enero. Hay que perder la dignidad o no sé, digo, no sé qué es eso. Lali dejó un dibujo que no entiendo, son unos monigotes que tienen una carita sonriente en la frente. Eso me da que pensar en estas horas muertas, entre los folletos y la gente que los rechaza como si les estuviese ofreciendo granadas activadas, y de adentro el dueño que me mira con sus ojitos saltones. A la mañana, mi mujer me despierta con un mate y le pregunto qué tiene porque está muy bueno y medio dulzón, con yuyos me parece. Tiene el sabor de las cosas que no se pensaron, me contesta así, con un poco de misterio que me gusta y que también me ayuda a pasar el rato que tengo en la moto desde mi casa al centro. Me pregunto si todos los centros son así de enquilombados, ¿el centro de un hormiguero?, ¿el de una gota de agua? Es que tengo mucho tiempo para pensar cosas cortas. Cosas que se pueden pensar mientras uno dice: aproveche nuestras ofertas o solo por hoy descuentos únicos. También pienso en las cartitas del árbol, mi mujer les dijo a los chicos que no se hagan ilusiones, que Papá Noel andaba corto de presupuesto y que además no iba a todas las casas por el asunto este del cambio climático, si hasta un tornado nos había pasado cerquita la otra noche. Ellos igual dibujaron lo que querían y lo pusieron en el árbol. Lali hizo esos monigotes y Falu dibujó un Papá Noel en moto cargado con un montón de paquetes. El dueño me dice que hay que quedarse una hora más, por lo mismo, claro, si no me gusta ya sé qué tengo que hacer. Le aviso a la negra para que se quede tranquila, llego más tarde, sí, no te preocupes. Más caras hay, menos caras veo, es como si pasaran narices, ojos y bocas flotando. Sigo con mis pensamientos cortos: la comida son doscientos mínimo, la nafta otro tanto, los regalos. Apenas llegamos, el dueño nos recuerda que hoy es nochebuena y se trabaja hasta las seis nomás, y pienso que nada más por eso esta noche es buena. Siguen preocupándome las cartitas de los nenes, no sé qué les voy a decir cuando llegue. A pesar de la mala, el local se llena igual y claro, al dueño se le ilumina la cara de contento. Tiene una alegría que contagia, no sé por qué pero sonrío más y me parece que la gente deja de ladrar y las caras vuelven a ser caras. Seis y siete bajamos la persiana, el dueño nos mira a todos con la misma cara de contento y nos dice que elijamos un par de regalos cada uno. Eso sí, podemos hasta los de los estantes del medio, de los más altos no. Ahí todos saltamos en una pata. Envuelvan, envuelvan muchachos, no van a caer con los regalos pelados, usen los moños dorados. Siento que no entro en mi traje de la alegría, le agradecemos y le damos la mano muchas 156


veces. Son casi las siete cuando llego a casa con los regalos. La negra me abre grande los ojos, le explico bajito cómo fue que los conseguí y afloja la boca en esa sonrisa hermosa que tiene, me río también con ella y los nenes nos siguen tentados. Ellos se empiezan a dar codazos y se dicen: fue lo que yo pedí, no yo, yo, yo lo pedí. Bueno y ¿qué pidieron para esta noche? ¡Que vuelvas con regalos!, gritó Falu. ¿Y vos Lali? Yo pedí a todas las gentes con pensamientos contentos, y acá ya empezamos.

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REMENDAR LA NAVIDAD jULIÁN KRONN

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“Pensar que durante toda su existencia, la mayoría de los hombres no han sido ni siquiera mujer.” Oliverio Girondo

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odría acostarse temprano como tantas otras noches luego de un arduo día en el taller de costura, pero no. La pirotecnia estalla del otro lado de las paredes humedecidas de soledad: son los niños del barrio que desde temprano juegan con los petardos, olvidándose por un momento de la dura realidad que los traspasa, como una flecha directo al corazón. Lucián se aferra a su nombre unisex y lo resguarda de los prejuicios que duelen más que la cañita voladora con la que se accidentó la última Nochebuena, hace exactamente un año. Abraza su nombre unisex y recuerda a su vieja tejiendo en el aire la frase-bengala antes de hacer abandono del hogar: “Te hiciste puto por la ausencia de tu padre”. Acaricia su nombre unisex e intenta coser las bocas del insulto que le siguen el paso en todas las calles del conurbano. Las luces del árbol navideño impactan sobre su rostro —en transición por las hormonas— e iluminan su costado más sensible. Sin pensarlo, Lucián se aproxima a la antiquísima Singer (herencia de su abuela) y acciona el pedal, poniendo en funcionamiento la biala para luego maniobrar la máquina con la aguja lista sobre el prensatelas. Recuerda al pasar el típico planteo del abuelo: “Coser es de minas, no me lo hagas maricón al Pocho, Ernesta”. Y sonríe, con cierta amargura. Podría en este momento estar sintonizando el reality La petite Roxanne que tanto fanatismo le despierta, pero no. La sociedad estalla del otro lado de las paredes humedecidas de heteronorma. Prefiere poner manos a la obra y toma retazos de telas de tres colores diferentes que une con sorprendente agilidad: dos celestes, dos rosados y uno blanco, resultando así la Bandera del Orgullo Trans. Pero no se conforma: sobre ella va bordando la frase de Girondo que oficiará de lema en los próximos días, en el marco de una marcha contra los travesticidios. Entretanto, en la casa aledaña, las mujeres preparan la mesa de confituras y mantecoles, mientras los hombres se ríen en el patio del chiste machista que contó el Negro. Comienza el conteo. Diez. Lucián revisa la bobina y se predispone a terminar su grito de guerra. Nueve. Los niños del barrio suben entusiasmados a la terraza. Ocho. Roxanne proclama a la nueva reina queer. Siete. Una familia busca desesperada a la chica trans desaparecida hace una semana. Seis. Lucián finaliza con éxito la pancarta. Cinco. Las mujeres de al lado se enorgullecen de la decoración de la mesa dulce. Cuatro. Los niños del barrio colocan cohetes en las botellas vacías de cerveza. Tres. En un baldío, el cadáver de Rita comienza a descomponerse. Dos. Los amigos 159


del Negro piropean a la menor de las Benítez. Uno. Lucián acuna su nombre unisex y deja correr una lágrima en honor a las víctimas. Cero. ¿Feliz Navidad?

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