EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO. 27 MAYO 2018

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3

NRO 27 - MAYO 2018 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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Índice EL LOCO DE LA JAULA RAÚL ARIEL VICTORIANO 7 NENAS PABLO VALLE 13 EL ASCENSOR PABLO LABORDE 19 EL LALÍN XIMENA PAZ CANDIA CORVALÁN 24 NOTICIAS DE LA SAGRADA CIUDAD DE ELELÍN DANIEL FRINI 28 XYXY VA A LA GUERRA MAXIMILIANO PONCE 33 SUR LE CIEL DE PARIS ANA BUSQUETS FARIÑA 39 LOS HIJOS DE LA ARENA MUERTA HUGO HÉCTOR MOREL 45 MARGARITA MIGUEL BARRIOS PAYARES 50 EL VIEJO OSVALDO VILLALBA 54 BESTIA TANIA HUERTA 59 HABÍA UN MURO DE GRANITO JUSTO AL FRENTE ADRIANA M. LAMELA 62 CYCLON-2 CARLOS M. FEDERICI 67 LA CASA CON PIEDRITAS JUAN PABLO GOÑI CAPURRO 78 SOLO TRES MESES YOLANDA Sa 81 EL ANGELITO DE LA CASA RICARDO BUGARÍN 83 ÉL LUIS FONTANA 85 EL HONORABLE ROBERT HOWELL OSWALDO CASTRO ALFARO 88 OTRO DÍA EN OKEFENOKEE JORGE PRINZO 92 EL LIENZO VIVO LAURA FOLCH 95 EL AJUAR DE ANA SILVANA FERNÁNDEZ MULATTIERI 100 5


LOS VAGABUNDOS DAMARIS GASSÓN PACHECO 104 MI SILENCIO MARTA ROUSSEL PERLA 107 LA BORRASCA JOSÉ JUAN GARCÍA GONZÁLEZ 110 LO QUE OJEA A MIS ESPALDAS CARLOS ENRIQUE SALDIVAR rosas 113 EL HOMBRE DE LAS MÁSCARAS LUIS RODRÍGUEZ MARTÍNEZ 115 VISITAS O PARAFRASEANDO A CORTÁZAR CLARA GONOROWSKY 119 NOSTALGIA RESTRINGIDA POR UNA PANTHERIS FELIDAE SOFÍA LUDLOW CÁNDANO 121 UN PASEO POR EL CEMENTERIO PANANA 123

EMILIO PAZ

LA CATEDRAL DE ULRICO EISLEBEN ANA MARÍA MANCEDA 127 COMPAÑÍA ÁLVARO MORALES 131 INFIELES GERARD KING 135 ARGONAUTAS FERNANDO BARBA 138 LA COCINERA MARINA SOSA 141 DESVARÍOS AMALIA RENGEL 143 LOS 400 METROS LLANOS ROLANDO DI LORENZO 149

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Mayo 1996

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l cielo de Buenos Aires está cargado de nubarrones. El Loco Gabriel aparece mirando el espigón de pescadores de la avenida Costanera, en esta mañana desapacible, envuelto en su impermeable sucio y gastado. Sostiene con su mano derecha el armazón de alambre de una jaula, cubierta completamente por una funda negra. Arrastra los pies lentamente. Cruza la acera. Salpica con sus zapatones el líquido de los charcos formados por retazos de lluvia y llega a la vereda de la balaustrada. Pasa por el lateral del edificio de estilo normando situado en la entrada del muelle. Enfila con paso decidido hacia el largo maderamen sostenido por una estructura reticulada, sumergida en el agua, como las patas flacas de una araña antediluviana fosilizada. Y recorre los doscientos metros, más o menos, que lo alejan de la costa para hundirse en el río marrón. Tilo lo observa. Está sentado en el borde de la Costanera, sobre el grueso muro de hormigón perimetral. Tiene sujetas las rodillas contra el pecho, con ambos brazos. La atención lo mantiene quieto, la ingenuidad le alisa la piel de la frente de su cara pecosa. Está envuelto en una capa larga, de plástico transparente, con un gorro para protegerse de la llovizna. Ha salido temprano de su casilla de la villa 31 para esperar la aparición del Loco. Quiere estudiar sus movimientos y asistir a la ceremonia. Tilo debería estar durmiendo. La llovizna intermitente le enfría los huesos, pero ha venido hasta aquí empujado por su intuición: hoy va a venir Gabriel. ¿Cómo lo sabe? Es un misterio. Percibe la oportunidad. El momento exacto está por llegar. Un pulso de ansiedad palpita en su estómago. Tiene el instinto de la premonición, sospecha que una especie de ritual va a desplegarse ante sus ojos. Sus doce años cumplidos conservan intacta la avidez de la curiosidad. Tilo coloca su atención en los movimientos extraños de esta ciudad, pero desde el lado oculto, con la astucia de cazador ante la presa. Se interesa por las historias de los alucinados, las prostitutas y las cirujas, los vagabundos y los ciegos, y también por los que pintan grafitis indescifrables en los muros de los baldíos y en los cristales de los edificios. La inocencia de su mente registra los detalles misteriosos de las calles fatales. Gabriel se detiene en medio de las tablas desiertas, quiebra su cuerpo enorme, se agacha y deja el bulto sobre los tablones de lapacho. Después se acerca a la baranda, apoya en ella las dos manos y mira hacia arriba. La postura semeja a un científico o a un meteorólogo. Luego observa con lentitud en derredor, comprueba su soledad y se coloca de rodillas juntando sus palmas, como un monje tibetano. Sus labios se mueven, tal vez esté rezando la plegaria de apertura de su culto

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privado. Su abdomen prominente expande hacia la desmesura su imagen y lleva a la solemnidad las maniobras de la liturgia. Es un San Juan Bautista que va a detener el giro de los planetas. Tilo ve, o le parece ver, un fogonazo iluminando los contornos de la figura imponente, como si tuviese un sol ardiendo por detrás. Le recuerda a la aureola sagrada del santo de la estampita, que le dio su compañera de banco, cuando tomó la comunión en la parroquia de la villa. El Loco mete la mano debajo de la funda, abre la pequeña puerta de alambre y luego saca con cuidado el cuerpo leve de un gorrión dormido. Lo sostiene en la palma y lo abriga con sus dedos, es un pichoncito desvanecido. Dice unas palabras acercando su boca al plumaje ceniciento del pájaro. El aliento del discurso que sale de sus labios se disipa en una neblina difusa. Tilo lo observa, sentado a lo lejos, desde la orilla, por lo cual no puede escuchar los susurros debido a la distancia, aunque la calma y el sosiego sean las sustancias que constituyen la plenitud de la hora. Imagina, en cambio, que en este momento las agujas de los relojes se detienen, las cosas se congelan, el aire se aquieta, ya no hay brisa ni movimiento y toda la escena queda suspendida. Hay tanta tensión en el aire que el aguijón de una avispa podría hacer temblar el universo. Pero a su edad no piensa con estas palabras sino con otras más sencillas de similar significado. Lo conmueve la simple contemplación directa de lo que se despliega ante él y lejos está de ser una reflexión de su pensamiento. Gabriel tiene la habilidad de hipnotizar a los gorriones, con su mirada azul los adormece en su mano. Es un misterio cómo hace para tenerlos enjaulados y que no se le mueran. Nadie sabe dónde los caza. Estos pajaritos no soportan el encierro, agonizan hasta perecer en su aislamiento porque son silvestres, el cautiverio es una condena que no pueden sostener. Solo en el muelle, el Loco se pone de pie, se yergue en la tristeza de la atmósfera ingrata, en la escollera mojada junto al río picado por la brisa e inquieto de olas crispadas. Parado, frente a las aguas marrones, de cara al cielo plomizo, levanta lentamente su mano con la palma hacia arriba, la mueve un poco para despertar al gorrión y este levanta vuelo. Se queda en esa posición mirando el aleteo del ave que se aleja, rozando casi las gotas que se desprenden de la superficie de las olas, primero, y luego ascendiendo, esquivando la garúa vertical que baja trazando líneas en el aire. Está convencido de que, por medio de los pájaros, le envía mensajes a su mujer, hace años fallecida: «El espíritu de ella está —piensa—, en parte en el océano, en parte en tierra lejana». La historia, dada por cierta en los bodegones del Bajo, dice que la esposa era

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una joven hermosa, de origen canario. Su muerte fue una tragedia que él nunca pudo admitir: un accidente de tránsito. Circulaban por esta misma avenida, era un día lluvioso como el de hoy, él manejaba y el auto se estrelló contra la cola de un camión de carga que iba al puerto. Luego todo sucedió muy rápido: las luces intermitentes de la ambulancia, la morgue del hospital, ella con el cuello lacerado por las chapas muriendo en el acto, él reconociendo el cuerpo y, después, la locura, casi un año internado en el psiquiátrico por la alienación en la cual lo hundió la culpa. Ella se merecía otra muerte, hubiese sido mejor que se perdiera en la mar turquesa que baña la costa sudeste de su isla natal. María del Pino, su mujer, había nacido en la soleada isla Gran Canaria y hablaba siempre con nostalgia de ese lugar. Desde las ondulaciones sembradas de palmeras de su pueblo llamado Los Corralillos, ubicado por encima del Trópico de Cáncer, había venido a esta ciudad enorme y húmeda, situada por debajo del Trópico de Capricornio. Solo Gabriel conocía los secretos motivos que la movieron a cambiar de hemisferio buscando este destino. El padre de María había sido pastor trashumante. Iba desde Los Corralillos a Cortijo de Pajonales, de octubres a abriles, de inviernos a veranos. Se ausentaba por temporadas. Cuando volvía de sus viajes solitarios, ella se deshacía de alegría, se colgaba de su cuello con sus brazos pequeños. El duro oficio de él le daba mucho tiempo para pensar. Dejaba los animales sueltos en los prados y se sentaba tranquilo a esperar el crepúsculo. Reconocía la ubicación de sus cabras por la orquesta de cencerros flotando en el viento, podía saber así que la vizcaína estaba por aquí, que por los peñascos más altos andaban las grillotas, que ocultas por los algodones de la bruma estaban las del cascabel, y, además, aunque no la viera, sabía dónde se encontraba la habanera que, en otra época, alcanzó a tener también en su rebaño. Y así pasaban sus días, con la armonía de los golpes de las maderas de los badajos. En esos viajes tejía leyendas para contarle a su hija. Recorría los senderos de piedras blancas de los montes de la cadena del Sándara, sus montañas, sus quebradas, acompañado por los olores de las cabras, los silencios de los prados verdes, los macizos mudos de rocas secas, los aromáticos pinares donde escondía su nido el pinzón azul. Caminaba bajo los soles y los crepúsculos. Su piel se curtía como el cuero con los vientos alisios. Andaba entre los tomateros, las viñas y los almendros. Durante los descansos en las cuevas, disfrutaba de alimentos sazonados con especias, saboreando los quesos de flor. La voz dulce de su esposa solía contarle estos recuerdos. Todos ellos relucen en

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la retina de Gabriel cada vez que viene a liberar, para María, uno de los sutiles mensajeros. Se le llenan los ojos de lágrimas. Piensa que los pájaros le pasan sus mensajes a ella, como la carta del amante a la amada. Poemas de gorjeos encriptados en el lenguaje de las aves, dejados a la deriva, sobre el cuero bruno del río. Ondas de agua dulce empujadas a la corriente fría del Atlántico, y luego olas de mar profundo navegando hasta la Gran Canaria. Imagina que el espíritu de su mujer mora en su tierra, en esa roca redonda cuya única frontera es el mar. Se habían conocido jóvenes, él treinta y ella veinticinco. Él se había enamorado de su sonrisa a primera vista. Ella se reía con el rostro completo. Era un sol. La pasión les incendió de inmediato los corazones, pero al año todo quedó trunco por el accidente, a él se le quebró la vida como una rama seca, se le enturbió la razón. Nunca se recuperó de ese golpe tremendo. Tilo no comprende, por ahora, por qué Gabriel viene a llorar su tragedia de amor al agua infinita. Su inocencia no se lo permite, solo lo mueve la curiosidad de observar su actitud, no alcanza todavía a comprender hasta qué punto quema tanto dolor, hasta donde puede hundirse este hombre en su pena. Ha visto con asombro el acto de contrición que ha venido a representar esa alma acongojada por la desgracia. El Loco desanda el camino y sale del espigón de pescadores. Tilo lo sigue, a una cuadra de distancia, en el recorrido de regreso. Quiere saber a dónde va. Gabriel es una espalda vestida gris que se tambalea. Lleva la jaula colgada de su mano cubierta con la funda negra. Camina adelante. Tilo, con su capa transparente, lo sigue detrás. Abandonan la avenida transitada y se internan por la calle Salguero. Donde la calle Mugica se transforma en una cortada, el Loco dobla y, por el rabillo advierte que alguien lo está siguiendo de cerca. Entonces empieza a caminar más rápido, los faldones de su impermeable grasiento se agitan, los cabellos de su melena se sacuden al ritmo de los pasos apurados. Más adelante se pierde entre los cercos de chapas torcidas, los bultos desparramados, los galpones y los vagones callados y solitarios de Saldías, la estación de cargas que se comunica con el puerto. Ahí, Tilo, le pierde el rastro, o prefiere perderlo, porque se queda parado contemplando la figura que se aleja. Las gotas de lluvia le resbalan por las pecas de la cara. Tiene el rostro impasible. Luego de unos minutos, cuando la silueta del Loco ha desaparecido por completo, y el silencio se apodera de estos terrenos alejados de todo, baja la vista y se da vuelta. Junta sus manos, se las acerca a la boca y sopla dentro de ellas para calentarse un poco, porque es fría la mañana destemplada. Bosteza, se da cuenta de que tiene sueño. Tiene ganas de dormir. Hace rato debería estar en la cama, ha estado toda la

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noche despierto, pero piensa que ha valido la pena venir hasta el muelle de pescadores a ver lo que quería. Se ajusta la gorra, da un paso, luego otro y así comienza a desandar, pensativo, el camino de regreso a la villa.

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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Q

ué gran invento estos boliches que están abiertos las veinticuatro horas en las estaciones de servicio, pensó Carlos. Tienen muy buena luz para leer. Mucho ruido, también, pero todo no se puede. A él no lo distraían fácilmente. Además le gustaba que lo distrajeran. Ver entrar y salir clientes de los más diversos: taxistas, parejitas, trabajadores de turno noche. Le gustaba mirar a la gente de paso. También ojeaba de vez en cuando el LED que colgaba en una esquina, pero no mucho, no le interesaba el boxeo ni ningún otro deporte que pudieran pasar a esa hora. Leía un rato, levantaba la cabeza cada tanto, al azar, daba un vistazo a su alrededor y volvía a la lectura. Había desarrollado una habilidad especial para desplazar la vista del libro y volverla a posar exactamente en la misma línea, en la misma palabra. Como un juego. En realidad, esa noche no tenía exactamente un libro sino un reader para ebooks. Estaba muy contento con el aparatito. Navegaba caprichosamente por los cien libros que tenía cargados, en varios idiomas. Agrandaba la letra hasta que veía de lejos. Subrayaba, tomaba notas. Se reía solo, para adentro, de su nueva manía, tanto se había resistido. Y también había tardado un poco más en decidirse a salir a la calle con él, por miedo de que se lo robaran, pero al final lo hizo. Era un barrio tranquilo, nunca le había pasado nada raro, tenía que tener mucha mala suerte. Llevaba una hora leyendo y mirando pasar gente. Era la una ya, y esperaba quedarse un par de horas más, por lo menos. Otro sábado solitario, tratando de no dejarse ganar del todo por la euforia pasajera del depresivo, que solía atraparlo alrededor de la medianoche. Domingo, bueno, ya es domingo, pensó Carlos. El pensamiento lo distrajo esta vez y volvió a levantar la mirada de su lectura flotante. Fue cuando las vio. Eran tres. Tres nenas. ¿Cómo no las había visto antes? Estaban sentadas (bueno, dos estaban arrodilladas) en una mesa cercana a la entrada. Él se ubicaba siempre en una mesa alejada. No siempre la misma, la que le gustaba, al lado de la ventana, porque solía estar ocupada, lo cual era bueno para no alimentar otra rutina obsesiva, una más. Tuvo que enfocar intensamente la mirada para entender lo que estaba viendo. La mayor de las tres tendría doce años, como mucho. Era rubia y se le notaba que estaba empezando a desarrollar. Había otra más chica, digamos de diez, y otra más, de ¿ocho? Quizás estas también eran rubias, pero resultaba difícil asegurarlo porque tenían pelucas de juguete. Pelucas de juguete, pensó Carlos, qué significa eso. Es que estaban disfrazadas, como si vinieran de una fiesta de cumpleaños. O fueran a una, pero era demasiado tarde para eso. Llevaban vestidos muy coloridos, con faldas llenas de ¿brillantina? Parloteaban en murmullos, incesantemente, él no llegaba a oír lo

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que decían. Pero cómo podía ser. Eran demasiado chicas para estar solas en ese lugar, a esa hora. ¿Estaban solas? Miró a su alrededor: no había nadie más. Eso no era inusual a partir de esa hora, la una o las dos. Pero se sintió raro, como desprotegido. No las había visto entrar. Tampoco a nadie más durante algún tiempo, no podía precisar cuánto. Si estaban con alguien, ese alguien podía estar en el baño. Claro, eso tenía que ser. Un padre que vuelve de llevar a sus hijas a un cumpleaños infantil y se para a cargar nafta o vaciar la vejiga, o ambas cosas. Muy común, ya lo había visto antes. Volvió a leer, pero algo más lo incomodaba. La nena mayor lo estaba mirando. Carlos intentó sonreírle, pero no pudo saber si lo había logrado. Siguió leyendo, o fingiendo que leía. Demasiado tiempo para cargar nafta o ir al baño. Qué tipo irresponsable, pensó, absurdamente. No había ningún tipo, era evidente. Las nenas estaban solas. ¿Cómo podía ser? Pensó en levantarse y hablar con el muchacho que atendía el bar, un flaco alto, no muy simpático, que siempre lo atendía de mala gana, como si no lo conociera de tantas noches. Pero ¿qué le iba a decir? Buscó la complicidad de su mirada; el flaco, por supuesto, ni lo registró, fingiendo a su vez estar atareado en cualquier cosa. Era mejor seguir leyendo, qué otra cosa podía hacer. ¿Tenía que hacer algo? Qué tengo que ver yo, pensó Carlos. Serán nenas del barrio, estarán acostumbradas, esperarán a alguien que se demoró. ¿Y si las habían abandonado? No parecían asustadas. Cualquier cosa, menos eso. Algo tenía que hacer. Volvió, nuevamente, pero con menos fe, a mirar su reader. No pudo concentrarse. ¿O sí? Porque de pronto, con un sobresalto, notó unas sombras a su alrededor, como salidas de la nada. Las tres nenas estaban allí, en su mesa. La más grande, parada a su lado, casi rozándolo. Las otras dos, arrodilladas también, como antes, en el asiento largo frente al suyo. No las había visto desplazarse hasta su sitio. Y era un tramo largo. Acá el tiempo y el espacio andan mal, pensó, tontamente. Pudo ver que tenían las caras pintarrajeadas con unos dibujos raros. Quién sabe por qué le parecieron raros. —¿Qué es eso? —preguntó la nena mayor, señalando su reader. —Un aparato para leer libros. Notó que apenas le salía la voz. —¿Y dónde están los libros? —preguntó la nena del medio. Sí, era rubia, y tenía unos ojos grises hermosos pero extrañamente vacuos. Las tres tenían los mismos ojos. —Adentro. En la memoria.

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—¿Como un celular? —la mayor. —Algo así —dijo Carlos, ya definitivamente incómodo. La nena más chica extendió sus manos, pringosas como las de todas las nenas, hacia el reader. Lo recorrió delicadamente con el dedo índice. Carlos sintió otro estremecimiento involuntario. —¿Y cuántos libros hay adentro? —la del medio. Antes de que Carlos pudiera contestar, la mayor se interpuso: —Callate, nena, no molestes al señor. Y vos no toques nada. Pero entonces extendió hacia Carlos su mano, donde sostenía una especie de porra chiquita, brillante, y le acarició con ella la frente. —Está transpirando —constató, asombrada. Carlos miró hacia todos lados. No había nadie, pero nadie. Ni el flaco alto que atendía el bar. —Chicas —dijo—, ustedes no deberían estar acá a esta hora. ¿Qué están haciendo? ¿Esperan a alguien? Las tres se rieron con risas agudas, exageradas, sacudiendo la cabeza. —¿Cómo que no? ¿Y qué hacen acá? Las tres se encogieron de hombros, divertidas. Me están cargando, pensó Carlos. —¿Y cuántos libros hay adentro? —insistió la del medio. —Muchos —contestó él. —¿Tantos? —preguntó la chiquita. Esta vez se rieron las otras dos. Era demasiado ruido para que nadie lo notara. ¿Y el encargado dónde está? Carlos pensó, quizás por primera vez, en levantarse e irse. Pero se sentía pesado, confuso. —¿Y los leíste todos? —preguntó la mayor. —Todavía no. Ella pareció decepcionada. Pero solo fue un momento, porque enseguida se recuperó y se sentó al lado de Carlos, apretándose cada vez más contra él. —¿Cómo te llamás? —Carlos. —¡Carlos! ¡Carlos! —gritaron las otras dos, con una alegría misteriosa y sacudiendo sus porras. No supo cómo callarlas. Pensó que la algarabía se podía oír desde lejos y que de vez en cuando, a esa hora, pasaba un patrullero, e incluso los policías bajaban a tomar un café en el bar. Claro que él no estaba haciendo nada malo. Al contrario, mejor si venía la policía. Entonces podría...

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—Lindo nombre —dijo la mayor, y le apoyó la cabeza en el hombro. —¿De qué... de qué están disfrazadas? —preguntó, tartamudeando. Las dos más chicas se callaron un momento y lo miraron, extrañadas. También la mayor se despegó de su hombro y lo miró, según a él le parecía, con reproche. Pero ninguna dijo nada. En cambio, la chiquita se subió a la mesa y se recostó sobre uno de sus bracitos, como si se fuera a dormir. La ¿hermana? mayor intentó empujarla para que volviera a sentarse. —¡Maleducada! ¿No ves que molestás a Carlos? Él no supo qué decir. Quizás si les ofrecía alguna gaseosa para tomar... Pero el encargado no volvía. Claro que las bebidas estaban en las heladeras, autoservicio, solo era cuestión de levantarse y agarrarlas. Ahí seguro que el flaco aparecía, para cobrarle. Pero la chica mayor le obstruía el paso como un peso muerto, y Carlos no se atrevía a tocarla para sacársela de encima. —Bueno —dijo, por fin, con una nota falsa en la voz—. Encantado de conocerlas, señoritas, pero tengo que irme. Las dos más chicas empezaron a emitir un “Noooooo” estridente. Carlos trató de moverse un poco. La más grande, que casi se había quedado dormida en su hombro, se despabiló por su movimiento (pero más por los gritos) y se puso de pie. —¡Basta! —gritó, con voz de mando—. Dejen tranquilo a Carlos, que se tiene que ir. Se veía triste. Las otras dos estaban a punto de llorar, hacían pucheros. Pero a Carlos le pareció que estaban sobreactuando. —Bueno, chau —dijo él. Guardó el reader en su mochila, se levantó y fue hacia la salida. Por suerte ya pagué, pensó, absurdamente. Salió. El aire frío le pegó fuerte en la cara y el cuello, empapados de sudor. Cruzó avenida Gaona y después San Martín, en diagonal, hacia la plazoleta. Era el camino que seguía siempre, pero ahora le parecía que había algo raro allí, sentía como si lo estuvieran siguiendo. Le pareció más oscuro que otras veces, pero seguramente se equivocaba. En lo que no se equivocaba era en que lo estaban siguiendo. Las tres nenas. Al principio, en silencio. Después, reiniciando el bullicio de siempre. —¡Carlos! ¡Carlos! —gritaban las menores. Y la mayor esta vez las dejaba hacer, con una sonrisa condescendiente, que él pudo ver bien a la luz de un farol, después de volverse a constatar que no se estaba volviendo loco, que realmente las tres chiquitas estaban detrás de él. Sintió que se descomponía. —¿Qué hacen acá —alcanzó a preguntar—, por qué me siguen? En la plazoleta, las chicas empezaron a hacer una ronda alrededor de Carlos.

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Las tres. Cantaban algo que él no alcanzaba a entender, una canción infantil seguramente, pero en voz muy baja. Lo fueron llevando hasta un banco ubicado en una zona mal iluminada, que él conocía bien porque muchas veces se sentaba ahí antes de volver a su casa. Como resistiéndose a volver a su casa. Las nenas abrieron un hueco en la ronda para indicarle que se sentara. Carlos obedeció. Se sentía muy cansado, no veía bien. Quizás el reader también fatiga la vista, no se puede confiar en la propaganda, pensó, confusamente. Las dos chicas más chiquitas estaban enfrente de él. ¿Y la otra? ¿Detrás? Quiso darse vuelta para comprobarlo, pero no pudo, tenía el cuello entumecido. —¿Qué quieren? Las chicas se rieron. A Carlos le pareció, sí, que otra risa venía de atrás. Una risa más adulta. Seguramente la nena mayor. Seguramente. Sintió que el banco se movía. No era solo una sensación, se movía. Se balanceaba hacia adelante y, cada vez más, hacia atrás, empujado por las nenas desde el frente y por alguien a sus espaldas. —Esto no es divertido, chicas —dijo—. Paren, por favor. Nadie le hizo caso. Sintió que el banco, por fin, se volteaba del todo. Carlos se aferró a la mochila con una mano como si eso pudiera servirle para algo. Y con otra mano intentó amortiguar el golpe, pero no llegó. Sintió que su cabeza golpeaba secamente contra el duro piso de tierra, detrás del banco. Sintió que alguien lo agarraba de los brazos (ya no tenía la mochila) y lo arrastraba rápidamente hacia atrás, donde él sabía que había unos matorrales descuidados, un pequeño basural y una pared descascarada. Fue lo último que sintió.

PABLO VALLE

Argentina

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C

amino por un barrio de casas bajas, treinta metros detrás de una chica más o menos de mi edad. La brisa le levanta el vestidito, y ella va sin cuidado, ignorante de mi cercanía. Nos acoge en su atmósfera secreta la siesta veraniega, como una madre díscola que arropa a sus hijos en su lecho aún tibio de lujuria. La chica entra en el único edificio alto de la cuadra, el mismo donde en el quinto piso atiende mi psiquiatra. Cuando llego a la entrada, ella le sostiene la puerta a un viejito que sale. Mascullo algo inentendible, algo que pretende ser un agradecimiento, y agarro el picaporte. Ella duda, me mira con reserva, pero cede la entrada. Después, da la vuelta y recorre el palier hasta el recodo de la escalera. Sigo sus pasos. Oigo sus sandalias golpetear en los primeros escalones, y no puedo evitar asomarme al descansillo: se trata de una escalera abierta y en forma de U, es decir, solo unos cuantos barrotes verticales separan un tramo del otro. Al levantar la vista puedo ver hasta el último piso. Y veo con feroz nitidez esos tersos muslos tensarse en el ascenso. Y también veo la pronunciada esfericidad de las nalgas, y el redondelito blanco que asoma en medio. Sin pensar, comienzo a subir lento y silencioso, agazapado como un artero voyeur. Apenas llego al primer piso, acompaso mi ritmo con el de ella: cuando sube el tramo derecho de la escalera, yo subo el izquierdo. Me deleito en esa sincronía con su piel profunda. De pronto, siento como si ella regulara el paso, como si accediera a que yo “vea”. Sin duda, un dislate de mi mente afiebrada. Se detiene en el quinto. Celular en mano, me preparo para asimilar el encuentro, pienso una excusa que justifique haber evitado el ascensor. Ella espera sentada en el primer escalón al sexto piso, abstraída en su teléfono y ajena a mis elucubraciones. —Hola —susurro, procurando disimular la agitación. Por su posición de rodillas altas, la cara posterior de los muslos se ofrece desnuda a primera vista. Acurrucado detrás de las pantorrillas paralelas, el montecito blanco. Al levantar ella la mirada, me siento pavorosamente expuesto: “No creerás que subí por escalera para mirarte la bombacha…”. —Hola —dice, seca, y vuelve al celular. Me apoyo en la pared, no puedo sacarle los ojos de encima. —Tenés hora —pregunta, con mirada esquiva. Me toma de sorpresa. —Hora —repite, y se hace dos golpecitos en la muñeca con el índice.

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—Las quince cuarenta y… las cuatro menos veinte —digo, y me acerco—. Tenés terapia acá… Asiente a desgano. Creo que me da conversación para disimular la incomodidad que siente por tener que compartir la espera en el mismo piso. Percibo su nerviosismo, es como si quisiera entretenerme, o por si acaso, tratarme bien. Pero de nuevo el silencio agrieta nuestro endeble vínculo. Y siento que alguno de los dos explotará con fútiles palabras por el mero hecho de aliviar la tensión. No me equivoco: —Ya que no anda el ascensor —dice—, hacemos ejercicio. ¿No anda el ascensor? —Ah… sí, sí —digo, exultante por la noticia del ascensor averiado. Los movimientos de ella son eléctricos, siempre parece que va a decir algo, y después calla. ¿Me tendrá miedo? Mientras pienso esto, me doy cuenta de que casi no aparté la vista de sus piernas. Claro, como para no temer. He logrado inquietarla, evidentemente: se mueve y gesticula como dialogando consigo misma, hace de cuenta que maneja una vida paralela dentro del celular. Se nota que mi presencia la perturba. Y mi mirada. Asimismo, me cuesta asumir su inocencia acerca de su intimidad expuesta. Aunque no sé, a lo mejor por la posición en que está sentada, de verdad ignora que se le ve todo. Después de otro round de incómodo silencio, dice: —¿Qué hora me habías dicho? —Las dieciséis menos cuart… —digo—. Menos cuarto pasadas. ¿Las dieciséis menos cuarto? ¿Puedo ser tan imbécil? Al guardarme el teléfono en el bolsillo, mi pene responde al roce con un respingo notorio: sin llegar a estar erecto, ejerce cierto empuje contra mi flojo pantalón de lino. Creo que ella lo advierte, porque se abraza a las rodillas. Y a mí el corazón me da un vuelco. Siempre me pasa lo mismo. Hace años que lo hablo con el puto psiquiatra: frente a una mujer hermosa, quedo paralizado, pierdo lucidez. Tartamudeo, tiemblo, me hiperventilo. Sin embargo, mis reflejos sexuales continúan intactos. De hecho, mi sistema nervioso parasimpático pareciera ajeno al influjo de mi cerebro, el eterno raptor de mi espontaneidad. Ya me ha pasado de conocer a una chica, y que incluso conviniendo ambos mi timidez, siendo ella testigo de mi poca locuacidad, de mi nerviosismo, asistiera estupefacta a mi contradictoria y manifiesta erección. Este tipo de eventos mina sistemáticamente mi vida “sentimental”, pero nunca imaginé que pudiera ocurrirme en la antesala de mi curador. De todos modos, a pesar de los silencios incómodos y los diálogos forzados, he logrado achicar la distancia: estoy a menos de dos metros de ella. Tan cerca, que puedo

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ver con detalle la sutil hendidura que se ha formado en el centro del redondelito blanco. Una rayita casi imperceptible pero concreta que copia el relieve de su sexo. Sexo que imagino pequeño, lampiño, rosado, y ahora, en virtud de esa hendidura, abierto. Tales pensamientos surten efecto inmediato: mi pantalón se abulta de nuevo. Y esta vez estoy convencido de que ella lo ve, porque aparta la mirada y tuerce las piernas. —Por favor —balbuceo—. No creas que… Niega con la cabeza. —Está bien —dice, seria. ¿“Está bien”? —Se ve que… —dice, mirándome de soslayo, como enojada. —Qué —digo, desesperado. —Nada… —No —imploro—, decime. —Nada…, se ve que venías pensando en algo. Mis ojos se estrellan en el piso enceguecidos por la vergüenza. Pero agotado por la ingobernabilidad de mi ser, levanto los párpados y me topo con su mirada verde musgo y una expresión ambigua: veo aprensión; incluso miedo. Pero también percibo su esfuerzo por querer entrar en “mi mundo”. Como si dijese: no me molesta, quedate tranquilo, me gusta haberte provocado “eso”. Esto que fantaseo de algún modo me condona, y me permito apreciar su cuerpo: el diminuto piercing en la nariz, los labios entreabiertos, los senos abultando el vestidito, los pezones punteando el tejido ligero. —Qué hora es —dice. Al sacar el celular, siento cómo una gotita desliza por mi pierna. —Cuatro menos diez. Ella contorsiona el cuello a uno y otro lado, intenta taparse estirando el vestido, se ruboriza. Creo que acaba de advertir que desde hace rato se le ve la bombacha. En cualquier caso, yo gano algo de seguridad. Y descubro, sin posibilidad de equivocarme, algo que hasta hace un minuto no existía: una manchita gris del tamaño de una aceituna que ha humedecido el algodón blanco. ¿Acaso ella y yo seremos dos caras de una misma moneda? Aprovecho el pico de autoestima, y aludo con desparpajo a la novedad. —Se ve que venías pensando en algo —digo, robando sus palabras. Se oye ruido de llaves. Ella me penetra con ojos encendidos. Se retuerce, despega los labios, los humedece. Después, como si tomara una meditada decisión,

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apoya las manos sobre las rodillas, y se abre despacio las piernas. —Por esto lo decís —dice, y agacha la cabeza para escudriñar esa humedad delatora. Al abrirse la puerta del consultorio, se levanta apurada, y planchándose la falda sobre los glúteos, casi corre a guarecerse detrás de su terapeuta. A su vez sale un joven, y se acerca al ascensor. Le informo que no funciona, pero oprime el botón de todos modos, y el ruido de la fuerza motriz me contradice hasta el ridículo. A espaldas de su psicóloga, ella espía, lasciva y graciosa, hasta que la puerta se cierra.

PABLO LABORDE

Argentina

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N

o recordaba muy bien de dónde era, a veces decía que sus padres eran de Melipeuco y que recordaba vagamente haber andado a caballo y haberse bañado en el río Allipen. También decía que tenía cuatro hermanos más. Los repartieron porque los Manque eran muy pobres, habían vendido su campito y la plata no les duró nada. Se fueron pal bajo pero nada resultaba, así es que solo la menor se quedó con los padres y los otros tres se fueron a casa de tíos. Tiene un vacío, no recuerda. Llegó a Santiago solo, a los doce años, aburrido de las tundas que le daba su tío o supuesto tío. —Nunca fui muy habiloso —decía.— Y se me arrancaban los animales, se me caían los sacos porque era muy flaco, pero lo peor es que no sabía contar la plata. ¡Ahí sí que me llegaba firme! Una vez quedé sin conocimiento, sangreando de la espalda, hecho pichí, me dolía toíto el cuerpo. Eso dijo juera y me vine no mah poh! Pedí plata en la estación y monea a monea junté pal pasaje. Esa era la historia que contaba a quien lo quisiera escuchar unos minutos. Nunca supo si alguien preguntó alguna vez por él. No supo más de sus hermanos tampoco. Ahora tenía cuarenta y dos años más o menos. Era bajo, moreno y su piel tenía ese color rojizo que le daba un aspecto de recién insolado. No sabía explicar qué había sido de él en ese gran período de tiempo. Había trabajado en jardines, en un montón de ferias, descargando en Lo Valledor, hasta en el Club Hípico barriendo las caballerizas anduvo. Decía que tenía muchos amigos, pero no recordaba el nombre de ninguno. No pasó por la escuela —no tengo cabeza— era su explicación. Pasaba sus días consiguiendo monedas para comprar algo de comer y la cañita. Se ofrecía para barrer las veredas, cargar las bolsas de la feria, descargar los camiones de las botillerías —lo que caiga— decía. Últimamente, se quedaba a dormir en las botillerías de los alrededores. Donde lo dejaran. La gente del barrio le decía Lalín, no se le entendía muy bien si se llamaba Edgardo o Eduardo. Lalín era más fácil para todos. Era el curaíto. Cuando andaba con algo de conciencia, tenía buen humor y hacía reír a los demás con pasos de cumbia que cantaba él mismo. Cuando andaba borracho, casi todas las tardes, perdía toda su dignidad y se le encontraba tirado en el suelo, o apoyado contra alguna pared. La caída parecía inminente siempre, pero rara vez alguien lo vio caer. El barrio, una entelequia ahora inexistente, lo vestía y alimentaba en una coordinación que no requería reuniones ni acuerdos. Simplemente sucedía. ¿Cuántos años llevaba Lalín viviendo por ahí? Nadie sabía con exactitud, cinco, diez, hasta quince años decían los cálculos. Había celebración en la botillería de Doña Yolita. Aparecieron mesas y sillas. El

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ambiente era de fiesta: risas, música, sánguches variados y trago por litros y litros. Lalín, andaba por ahí, cuando escuchó los sones de cumbia, gritos y risas. Parecía una alucinación para él. Se acercó animado y feliz, comenzó a bailar y los que estaban celebrando le regalaban una cañita por cada baile divertido. Lalín se meneaba lo mejor que podía, sonaba El Bodeguero: Bodeguero dame otra copa de champagne Quiero ser muy feliz Esta noche todo lo tengo que olvidar Quiero ser muy feliz Todos se sumaron al baile. Lalín estaba feliz, se reía y reía. Dijo a todos que los quería, que nunca los olvidaría, todos le dijeron lo mismo a él. Cayó fulminado. Todos rieron más aún. —¡Lalín! ¡Lalín! ¡Lalín! —Le gritaban y nada. Llegaron a la conclusión que estaba dormido y lo arrastraron a la bodega. La celebración siguió hasta el amanecer. Cuando el hijo de Doña Yolita fue a cerrar la bodega, se encontró con Lalín pálido. Se acercó para asegurarse de que respiraba. Salió gritando hacia la botillería — ¡Se murió el Lalín! ¡Se murió el Lalín! —Después de asegurarse de que la noticia era real, los que todavía estaban allí de a poco comenzaban a reaccionar hasta que alguien dijo —Hueones, ¡lo matamos! ¡Le dimos trago hasta matarlo! Silencio total. Don Armando, dueño del almacén de la esquina que estaba triste desde que su hijo desapareció el septiembre del setentaitrés y era la primera vez que salía de su casa a compartir, comenzó a hablar. Dijo —yo me hago cargo del funeral, el papeleo y todo. Es lo que he estado pidiendo hacer por mi hijo. Sé que está muerto, pero no me lo entregan. ¡Estos desgraciados no me lo entregan! Este pobre al menos murió feliz, aunque no le importaba a nadie. ¿Creen que alguien va a venir a preguntar de qué murió? ¡Nadie! Tantas veces lo miré pensando por qué alguien como el Lalín estaba vivo y mi hijo, mi único hijo, estaba muerto. Así es que se lo debo. —Comenzó a llorar y muchos lloraron con él. Don Armando cumplió. Al funeral asistieron muchos, por culpa con Lalín y por solidaridad con Don Armando. El barrio estaba allí, colaborando con flores, sillas, café, galletas, rezando, fumando. Don Armando y su señora, antes vital y regañona, ahora una sombra, simbolizaron con ese funeral el de su hijo desaparecido, vestidos de riguroso negro y solemnes. La gente les daba el pésame como si se hubiera tratado de Omar. Un tipo de veinticinco años, universitario, acaso el único del barrio. Bueno para la talla y malo para vender. Fiaba todo. El 23 de septiembre de 1973 su ventana estaba abierta, las paredes con sangre. No lo vieron más.

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XIMENA CANDIA CORVALÁN

Chile

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A

Uno

la sombra de un árbol al que los nativos llaman úten, tan parecido al algarrobo que crece en los valles cercanos al mar Mediterráneo; está tendido el cordobés Francisco de César, capitán del reino de España por voluntad de Carlos Habsburgo. Intenta reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña, mezcla de selva y desierto, imaginada por el diablo; y que tantos y tan buenos soldados se ha llevado. Apenas hace algo más de un año llegaron a esta parte de la tierra que Martinus Hylacomilus ha llamado América, con la expedición de Sebastiano Caboto; y construyeron, bajo su mando, el fuerte de Sancti Spiritu; en el lugar donde el río que el capitán general ha llamado Caracará desemboca en aquel otro que los nativos llaman Paraná. Cinco meses atrás, Francisco partió en expedición; y ahora está de regreso con menos de la mitad de los hombres que lo acompañaron, y lo reciben los dos torreones y las casas en ruinas, los almacenes saqueados y quemados, la empalizada caída y los bergantines desfondados y hundidos a medias, a poca distancia de las barrancas que zozobran en el río barroso. De los habitantes de la novísima colonia española han quedado solo unas pobres osamentas, apenas cubiertas con restos podridos de ropa. Imposible saber de quiénes se trata. No hay noticias de los indios yañás que tanto ayudaron al nuevo poblado hasta hace unos meses. En la ensoñación que deja el calor y la enfermedad, el capitán recuerda. Dos Son machaconas las noticias que han llegado a los españoles acerca de una fabulosa ciudad; toda de oro, plata y piedras preciosas; que está hacia el poniente. Desde las historias del grumete Francisco Fernández, que vivió con los charrúas después que estos matasen al almirante Juan Díaz, hace unos diez años; hasta los muy variados relatos de las muchas naciones indias —yaros, corondas, bartenes, mbeguás, timbúes— con las que se ha tenido contacto. Todos hablan de un rey blanco, de una sierra de plata, de mujeres cautivas, de las grandes riquezas que poseen los habitantes de ese país legendario, y de la excelencia de las tierras regidas por esta ciudad, capaces de cinco cosechas por año y de alimentar rebaños de ganado que se pierden en el horizonte. Ni Caboto ni César son tontos. Saben de ciudades legendarias y de nativos mentirosos; pero también saben del Cusco de Pizarro o el Tenochtitlán de Cortéz; y se desvelan con conquistar su propio imperio en las Américas. El capitán general le encomienda encontrar la ciudad mítica para gloria de Nuestro Señor Jesucristo y del rey Don Carlos Primero de España.

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Francisco de César reúne catorce hombres debidamente pertrechados y montados, dos guías indios para que oficien de lenguaraces, cinco arcabuces, dos pasavolantes y una lombarda; medio quintal de pólvora, diez cahíces de trigo, un quintal de bizcochos y una buena provisión de vino y tasajo. Suben por el Caracará, en jornadas agobiantes, hasta donde este nace; en la unión de los ríos Chocancharaua y Ctalamochita; y guiados por los habitantes de esos parajes, continúan bordeando este último. Algunos nativos les dicen que la ciudad está al norte, otros le señalan el sur. Malogran días y provisiones en enredos inconducentes, pero siempre vuelven al cauce que los salva de perderse de manera definitiva. El río los lleva hasta las montañas, después de haber recorrido más de doscientas leguas en idas y vueltas por ese laberinto sin paredes, casi tanto como ir desde la bella Lisboa hasta Barcelona. Atraviesan bañados y llanuras calcinadas, soportan lluvias bíblicas, soles a pique y vientos de arena pura que desafilan espadas; hasta que al cruzar una cañada estrecha se ven rodeados por infieles con aspecto feroz, que los desafían al grito de «¡Kom-chingôn!», que el lenguaraz traduce como «¡muerte a los invasores!». Francisco sabe que puede acabar con ellos en un instante, pero que eso no serviría de nada a su empresa. Decide, pues, capitular. Desmonta de su caballo, arroja sus armas y con las manos en alto se arrodilla delante de ellos. Da resultado. Después, los indios le dirán que se llaman henîa, que viven en cavernas; y le hablarán del cerro Cha-ampa-ki, el más alto, aquel que tiene agua-en-la-cabeza, y desde cuya cumbre puede verse, hacia donde se pone el sol, la ciudad buscada, en la que gobierna el rey blanco Lin-Lin. En la mañana, los españoles empiezan la caminata hacia la montaña que está, casi azul, a lo lejos. Les lleva diez días llegar a su pie y tres más ascenderla, atravesando un espeso manto de nubes que muy pronto queda debajo de ellos. Encuentran, arriba, la laguna anunciada, pero las nubes no dejan ver el inmenso valle del otro lado, al pie del cerro. Deben hacer noche en la cima. El día siguiente, Viernes Santo, sin una nube en el cielo, el sol sale a sus espaldas. A esa primera hora, el valle anhelado está todavía a oscuras en la sombra de la sierra; y los españoles esperan con ansias que se ilumine de a poco. Luego, los primeros rayos que sortean la montaña alumbran la maravilla. Tres A lo lejos, brillan las cúpulas de las torres y los techos de las casas, todos de oro y plata. Divisan edificios suntuosos de piedra labrada y templos magníficos. Ven calles brillantes, un inmenso rodeo de ganado que incluye altas ovejas del Perú; y sembradíos que parecen de cebada, centeno y trigo; que se pierden más allá del horizonte, hasta

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donde no podría llegar un hombre a caballo en varias jornadas. Contemplan las altas murallas y los profundos fosos, los revellines amurallados, las avanzadas fortificadas que protegen el único camino de acceso y el puente levadizo que precede a la entrada, por la que bien pudiera pasar una carabela con todo su velamen desplegado. Nada que hubieran visto antes iguala la opulencia y majestuosidad que se les presenta, que empequeñece cualquier prodigio inca, cualquier maravilla azteca. Antes de bajar el cerro y emprender el camino a la ciudad, se saben ricos y llenos de gloria, honra y nombradía. Les lleva otros cinco días acercarse a las murallas. En el camino, se encuentran con habitantes de la comarca, y pasan entre ellos como si no fuesen vistos. Todos son altos, blancos, de ojos claros; y barbados los hombres. Nadie puede distinguir su idioma, ni aún los indios que acompañan a los españoles. Ven ollas, cuchillos y hasta rejas de arado de oro. De oro son, también, los asientos en los que las bellísimas mujeres tejen espléndidas ropas de lana, más fina que la mismísima seda de Sipán. Todos visten faldellines y camisetas, y cubren sus hombros con una manta. Están engalanados con plumas de hermosos colores y colgantes y pulseras de metales preciosos con insertos de turmalinas, zafiros, rubíes, lapislázuli, ágatas y turquesas. Cada uno de ellos parece un rey. Los españoles no ven armas de mayor tamaño que un puñal y saborean, entonces, la riqueza fácil. Más por curiosidad que por codicia, levantan del suelo dos o tres piedras de oro, del tamaño de una nuez y alguna verde como esmeralda. Deciden acampar esa noche y atravesar la inmensa puerta, con gran pompa, en las primeras horas del otro día. Satisfechos y sabiéndose seguros, se quedan dormidos. El profundo sueño no respeta ni los turnos de vela. Cuatro El capitán Francisco de César recuerda muy bien todos y cada uno de los detalles del sueño. Recuerda la visión de la última llama del fuego que los calentó esa noche antes de cerrar los ojos. Recuerda, con sorpresa, la suavidad del recado que le sirvió de almohada, y el hombre que le habló, y cuyas palabras entendió, aunque no las conociera. Era muy, muy viejo y casi transparente. Le dijo: «Te fue dado, Francisco, conocer la maravilla; pero no te es permitido pisar sus calles. La ciudad será siempre invisible para los que no la habitan y puede que los hombres la atraviesen sin darse cuenta. En ella no hay enfermedad ni dolor; no existen pesares ni tristezas. Hoy la ciudad será una, mañana otra, y serán dos, y serán tres; pero tu gente, los que te seguirán y los que vendrán después de tu gente no podrán, siquiera, imaginarla. La

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ciudad irá al sur, al norte, a los confines donde mora el sol o se quedará en este valle; siempre protegiendo a los suyos de la malicia, el terror, la codicia y la muerte. No volverás a soñarla». Cinco Alto el sol, y como saliendo de una resaca, los españoles abren los ojos; y ya no hay nada. Ni torres, ni edificios, ni templos, ni foso, ni muralla, ni ganado, ni campos labrados. No hay gentes, ni oro, ni plata. Desconcertados, caminan diez y veinte veces por donde debieran estar las calles con adoquines dorados y donde ayer estaban trabajando las hermosas mujeres de ojos claros. Solo encuentran pequeños montes aislados de talas, molles y espinillos. No pueden creerlo y demoran el retorno esperando que la ciudad vuelva. Saben a ciencia cierta que estuvo allí, porque lo atestiguan los guijarros de oro y las esmeraldas que levantaran del riquísimo suelo, que ahora les ofrece solo piedras de granito y caliza. Ya no hay riqueza ni gloria para ninguno de ellos. Desalentados, tres días más tarde emprenden el regreso a Sancti Spiritu. Seis El capitán Francisco de César está tendido bajo un úten, intentando reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña. Apenas pueda, él y los seis hombres que volvieron, irán camino al Perú y contarán la historia de la fantástica ciudad. Vendrán miles a buscarla, desde el Cuzco al estrecho que Magallanes atravesó hace pocos años, y desde el mar Atlántico hasta la Capitanía de Chile, pero la ciudad ya no estará; y los buscadores volverán a sus tierras; derrotados, los de mayor ventura; los de menor, quedarán para siempre en los valles y ríos innombrados. El capitán, aunque no sepa cómo lo sabe, morirá en esta tierra a la orilla izquierda del río Cauca, cerca de la mar Caribe. No le importa. Es más, lo anhela; porque él sí la vio y tiene el secreto deseo de morir, y que le permitan, por fin, entrar a la muy querida ciudad de Elelín.

DANIEL FRINI

Argentina

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E

ra el hada madrina de los golosos y los hiperactivos. La Reina de Oro que inyectaba gotitas de euforia en los niños de consola y en las niñas de balcón. Era Xyxy, la avispa revoltosa, y prometía sacudirte la modorra del encierro con sus irresistibles globulitos de néctar —los Nectolitos— y sus aventuras empalagosamente extremas. A la mañana, por la tarde, cuantas veces quieras. La veías en la tele… Cabeza negra de diosa egipcia, alas delgadas, cuerpo estilizado que remataba en un aguijón de aspecto mortífero. Siempre temeraria, siempre al borde del peligro. En un episodio se entretenía esquivando camiones en una autopista, en el otro pinchaba la cola de un cocodrilo dormido. A veces sobrevolaba volcanes en erupción. Así, todo el tiempo. Y la veías en el supermercado, aunque en realidad, eras visto. Desde el instante en que ponías un pie adentro ya eras de ella. Sus ojos te seguían a todas partes, como esas coloridas holografías de la Virgen María. Te seguían mientras pasabas frente a los húmedos cajones de la verdulería, te seguían por las oscuras bodegas de madera silenciosa, te seguían entre las heladeras radiantes y zumbonas, hasta que por fin hacían contacto y te atraían hasta su trampa, ubicada en una esquina privilegiada del salón. Su góndola era el altar donde los niños ofrendaban llantos y gritos. Se clavaban frente a las cajas doradas, hipnotizados, y si se les negaba la compra hacían un escándalo y había que arrastrarlos por la fuerza. Yo tenía doce años cuando Xyxy llegó a casa. La caja brillaba a través de las bolsas traslúcidas del súper. En la tapa, la avispa jugaba una carrera contra una bala y ganaba. Xyxy tenía un rostro triunfante; la bala, lloraba. Una felicidad casi enfermiza recorrió mi cuerpo. ¡Nectolitos para la merienda! Nunca los había probado y no sabía qué esperar. Todos decían que eran crujientes, sabrosos, pero coincidían en que había algo más y era ese algo más lo que yo no podía imaginar. Abrí el paquete, agarré un puñado y me llené la boca. Mastiqué: una, dos veces. Tuve que salir corriendo al baño y escupir en el inodoro. Las náuseas me treparon desde la panza hasta el paladar. Los Nectolitos eran asquerosamente dulces, como jarabe infantil para la tos. Y ese algo más no era otra cosa que un aromatizante sintético, como la anestesia que usaba el dentista. Durante varias horas mi lengua fue incapaz de reconocer otro sabor. Pero los Nectolitos eran caros, y no me animé a expresar mi desagrado. Fingía comer y disfrutarlos, igual que los niños rubios de la publicidad. En realidad me los guardaba en los bolsillos, y aprovechaba cualquier oportunidad para tirarlos, a escondidas. El problema era que apenas se agotaba un cartón aparecía en la alacena otro lleno. No

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importaba cuán rápido me deshiciera de ellos, había cajas infinitas de Nectolitos esperando por mí. Me habían convertido en un consumidor fiel. Un adorador de Xyxy. Nueve meses sufrí esa tortura, mientras miraba sus aventuras cada vez más osadas, con una mezcla de rabia y vergüenza. Una tarde estaba en casa solo, haciendo los deberes, cuando apareció en la pantalla uno de sus comerciales. Enseguida noté algo extraño. En vez de sonar la típica música festiva, todo estaba en silencio. Era una publicidad muda, o casi, porque de fondo se oía un zumbido tenue… La aventura de la tarde consistía en Xyxy sentada a una mesa a rayas negras y amarillas, con un enorme tazón de leche frente a ella, y una caja de Nectolitos a su lado. La caja era desmesuradamente grande. Xyxy miraba a través de la pantalla, inmóvil. Sentí que me miraba a mí. Después, con ese gesto desafiante que exhibía antes de cada locura, llenó su tazón de globulitos y empezó a comer con una cuchara que mágicamente se materializó en su mano. Llenaba su boca, pero parecía tener dificultades para tragar. Sin embargo, seguía cargando la cuchara y llenando su boca. Sus ojos, bien abiertos, querían transmitir placer y entusiasmo, pero los Nectolitos no bajaban y seguían acumulándose en su buche, que cada vez era más grande. También el zumbido aumentaba de volumen. Una sensación de terror inexplicable se apoderó de mí y me tapé los ojos. Cuando levanté la vista, la escena y el zumbido habían desaparecido. Esa noche no pude dormir. A la semana siguiente el producto se esfumó de las góndolas y las aventuras de Xyxy se dejaron de emitir. Dijeron que los fabricantes (una comunidad religiosa de los Balcanes) habían recibido un «mensaje divino» y que cerraron las fábricas y volvieron a su tierra. Dijeron que una niña había muerto intoxicada por una sobredosis de Nectolitos en mal estado. Dijeron que un chico, siguiendo los pasos de su heroína, se había arrojado al foso de los leones del zoológico, donde lo destrozaron como a un muñeco de trapo. Dijeron que la canción de Xyxy, transmitida al revés, contenía las instrucciones para fabricar un veneno o una bomba. Dijeron muchas estupideces, como suele suceder cuando uno prende la tele y la deja encendida un buen rato. En verdad, nadie sabía con certeza qué había ocurrido. Los años pasaron y terminé olvidando por completo a Xyxy, sus aventuras y los Nectolitos. Pero el tiempo ¡ay!, el tiempo no había atenuado la toxicidad de su veneno. Solo había instalado un reconfortante vacío de amnesia entre aquel niño que devoraba cereales con leche frente al televisor y el adulto responsable de hoy… El tiempo transcurrido (pero esto lo supe más tarde) solo la había vuelto más agresiva… Tal vez nunca hubiera resurgido si no fuera por el pequeño Alex, que aquella

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tarde no paraba de llorar. Tenía un brazo enyesado, pero no lloraba de dolor, sino de fastidio, porque no podía manipular el joystick, y entonces hacía la vida imposible a sus padres, es decir, a Yamila, porque el padre se había marchado hacía mucho tiempo. El hueco de su ausencia había sido ocupado por mí, un extraño que llegaba por las tardes, y últimamente también de noche, y que no se iba hasta el día siguiente. ¿Qué puedo decir? Me había encariñado con esa mujer cansada, y había terminado por encariñarme también con el malcriado, a quien ya sentía como a un hijo propio. ¿Cómo no darles todo lo que estuviera a mi alcance? Así que esa tarde, cuando Yamila me pidió si podía comprar algo para tranquilizar al pequeño, no me pude negar. Se levantó de la cama, mareada por un dolor de cabeza, mientras repetía: «Hay algo que vio en la tele… Meteoritos…», y caminaba hacia el tacho de basura, donde había tirado un folleto con la publicidad. Una oleada de terror me invadió. Me adelanté y aplasté con la mano la tapa del tacho, impidiendo que la abriera. Sí, conozco la marca, dije, esforzándome por mantener la compostura. Supongo que mi rostro me traicionó, porque ella me lanzó una mirada dura, como si no me conociera… Era un domingo de enero, a las tres de la tarde, y en la calle soplaba una brisa caliente y hedionda. Las calles estaban desiertas y también el estacionamiento del supermercado, a excepción de unos pocos changuitos desparramados y detenidos en extrañas trayectorias. El sol me martillaba la nuca y los brazos mientras avanzaba por el centro del estacionamiento. Bajo mis pies el asfalto parecía una pasta blanda. Por el calor todo fluctuaba, humeaba, se combaba… Entonces, observé distraídamente las rayas del estacionamiento pintadas en el suelo y caí en la cuenta del patrón amarillo y negro, amarillo y negro… Simple casualidad, me dije, pero algo se había torcido en mi interior. Las puertas automáticas se abrieron con un chasquido y un aliento fresco me sopló en la cara. El aire acondicionado estaba al máximo y se oía de fondo una almibarada pista ochentosa. En el salón solo alcance a ver a una vieja con una canasta de plástico, perdida en una góndola de salsas. Bueno, ¿y venir hasta acá por un producto? Ni hablar. Compraría fiambres, embutidos, chocolates importados, conservas exóticas… Conviene dejar los Nectolitos para el final, pensé. Elegí un changuito de buenas ruedas y me deslicé tranquilo por el pasillo de entrada. Pasé junto a un mesón donde se exhibían golosinas navideñas a mitad de precio, sobrantes de las fiestas. ¡Gran oportunidad! Pero las garrapiñadas eran duras como perdigones y los turrones se habían reblandecido bajo el calor de los tubos

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fluorescentes. ¡Así cualquiera!, exclamé, exagerando mi indignación. Y entonces comenzó… Zzzzzzz… No era nadie haciéndome callar. Tampoco el parpadeo errático de los focos o el motor de las heladeras. Podía reconocer ese zumbido aunque estuviese escondido en un enjambre furioso. Era su marca registrada. Había regresado. Zzzzzzzzzzz… Las luces bajaron de intensidad y el ambiente quedó bañado en una penumbra anaranjada. Empujé mi changuito por el pasillo central, tratando de localizar algún repositor, algún vendedor, pero la parte central del salón estaba desierta. Tampoco había nadie en los puestos de carnicería y en la panadería. El zumbido se hizo más más potente, y ahora también salía amplificado por los altavoces del local, machacando mis tímpanos con su murmullo ensordecedor. Era un ruido que helaba la sangre, como el aleteo de miles de murciélagos dentro de una cueva. Zzzzzzzzzzzzzz… Entonces comprendí. Xyxy me había picado. No tenía ronchas ni grotescas reacciones alérgicas pero su veneno ya viajaba por mi sangre y embotaba mi cerebro con sus fantasías perversas. Durante todo este tiempo me había estado buscando y por fin me había encontrado. El supermercado era su gran trampa mortal. Para tranquilizarme me puse a pensar en Yamila, en el pequeño Alex, pero enseguida me di cuenta de que también ellos eran secuaces de Xyxy. Sus nombres, ¿no lo ven? Yamila y Alex, al revés son Xela y alimaY. La primera y la última letra, ¿se dan cuenta? X-Y: XYXY. Se encontraban en un estado larvario, pero pronto desarrollarían alas y aguijones. La avispa reina ya no trabajaba sola. Un extraño resplandor provenía del último pasillo de góndolas. Tal vez estuviera atrapado, pero lucharía hasta el final. Con el changuito como escudo avancé a toda carrera. El piso se volvió resbaladizo, perdí el control y caí. El changuito siguió de largo y se estrelló contra una pirámide de latas de durazno. No me podía levantar. El piso estaba cubierto de una sustancia resinosa, una especie de melaza viscosa que babeaba… Patinaba sobre el mismo lugar, inútilmente, como un insecto atrapado en las fauces de una planta carnívora. Entonces vi su sombra, amenazante, gigantesca, alzándose a mis espaldas y proyectándose contra el piso del que no podía escapar. Mi visión se oscureció. No me atreví a girar la cabeza para ver… Me arrastré a ciegas, con los codos, con las rodillas, me arrastré como un gusano hasta que logré salir del pegajoso túnel. Corrí hacia la salida. En una de las cajas, doblada sobre el mostrador, reconocí a la vieja de las salsas. Tenía el abdomen

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monstruosamente perforado y la cinta deslizante, que no paraba de moverse, raspaba su rostro arrugado. Los paquetes de salsa de tomate yacían desparramados alrededor. Crucé la línea de cajas y corrí hacia las puertas automáticas, rogando que se abrieran... En ese momento, todas las luces del supermercado se encendieron, como si el salón fuera un inmenso estudio de grabación, y empezó a sonar una musiquita conocida. En los altavoces, una enérgica voz masculina vociferaba: ¡Esta tarde, no te pierdas el último episodio de las aventuras de Xyxy! ¡XYXY… VA A LA GUERRA! La avispa más intrépida viaja hasta el mar de Japón y revolotea entre misiles teledirigidos y drones de última generación, mientras burla los poderosos radares norcoreanos. ¡Sí, ahora con tecnología de realidad virtual! Raspá en el fondo del envase y participá por el sorteo de un casco X-900 con seguimiento ocular infrarrojo y audífonos binaurales de alta fidelidad. NO TE OLVIDES: Hoy, a las cinco de la tarde, por canal 6.

Maximiliano Ponce

Argentina

Blog: http://una-isla-en-la-luna.blogspot.com.ar/ Facebook: /www.facebook.com/cmaximiliano.ponce

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L

"Para ser el paraíso terrenal solo le falta la presencia de Adán y Eva” Gran Duque Alejo Alexandrovich, ante el altar de la ermita de Moserrat en Matanzas, Cuba, marzo de 1872.

a puerta del minúsculo apartamento se abre despacio. El muchacho que entra lleva en sus manos un paquete con panes y otros alimentos. Puede tener catorce o quince años. Se mueve silencioso, para no despertar al hombre que dormita en el sillón de la esquina del salón, cercano a la ventana. El ruso Alexei, Alejo para sus amigos parisinos, cabellos castaños poblados de canas, ojos profundamente azules, de porte elegante y manos finas, se percata de la entrada del chico, pero no abre los ojos. —Le he traído algunas cosas. Se las dejo en la cocina. ¿Me ha escuchado? —Sí, por favor, déjelas ahí —¿No se levantará hoy del sillón? ¿No va a dar su paseo por el parque? —Ya veré más tarde, ahora no estoy de ánimo. —Bueno, estaré abajo, si me necesita solo llame. El joven abandona el pequeño salón y se dirige a la puerta, pero la voz del hombre lo detiene. —Oye chico, ¿alguna vez te conté de mi cacería de bisontes en las praderas americanas? ¿Te dije que fui invitado de honor en el Mardi Grass ? ¿Y de mi visita a Cuba, te hable de eso alguna vez? —Si, a veces me ha contado usted algo, pero ahora descanse si es que no va a salir… Cierra la puerta con sigilo para no molestar al viejo. Cacería de bisontes…el anciano no deja de delirar. Es verdad que cuando cuenta aquellas historias hasta parece que son irrefutables, ese viejo es el maestro del discurso, piensa el muchachito, ¡qué manera tan sutil de hacernos creer sus delirios! Una vez me dijo que era tío del Zar Nicolás II de Rusia, y todo eso con una cara tan circunspecta que en verdad me dio trabajo contener la risa. Hay que ver a estos viejos rusos blancos que llegan a París a gastarse todo su patrimonio y no hay uno que no diga ser miembro de la familia real. El muchacho, sonriendo, sale a la escalera y comienza a bajar los escalones de dos en dos. Su Alteza Imperial, el Principe Alexei Alexandrovich de Rusia, sexto hijo del Zar Alejandro II de Rusia y su cuarto hijo varón, desde hace unos años asentado en París, se encoge en el sillón, acomoda sus edredones y vuelve a quedarse dormido. Cuando asesinaron a su hermano, el Gran Duque Sergio, decidió mudarse a París. Ya no soportaba seguir frecuentando los lugares donde su hermano más pequeño había sido feliz, y puso tierra de por medio. Su casa en la Avenue Gabriel había estado abierta siempre a la bohemia parisina. Escritores, pintores, actrices eran compañía 40


segura. Gertrude Stein y su cohorte de pintores y escritores de vanguardia, algunos que solamente llegarían a la fama luego de su muerte, habían pasado por sus salones. En esa época conoció a Cezanne, hombre de escasos amigos, y hasta hacía muy poco había atesorado un óleo sobre tela del pintor que reflejaba la casa veraniega del padre del artista, y que había logrado obtener por pura insistencia, dada la negativa de su creador a venderlo. De Degas conservó durante un tiempo La Estrella, cuadro que provocaba la envidia de cuantos acudían a sus salones, y que un día accedió a vender ante la decadencia de su patrimonio. El anarquista Pissarro y su bella esposa Julie, o Picasso con sus ideas comunistas, también habían sido asiduos de sus salones. La judía Stein sabía elegir entre lo más notable de las artes y las letras en París. Y él siempre había mostrado más interés por el arte que por las armas o la política. Conocía como nadie la vida social parisina, sus amigos lo buscaban constantemente y las mujeres lo amaban. Pero ese tiempo parecía ahora muy lejano. Aquí, en este pequeño apartamento de alquiler en el Montparnasse de los annes folles, estaba condenado a pasar sus últimos días. Piensa en Alexandra. En los años que estuvieron juntos, que para él constituyen uno de sus mejores recuerdos. Hace un tiempo que ya no le apetece salir ni hacer vida social. Ha perdido el gusto por la compañía, incluso por la compañía femenina que tanto diera que hablar en su momento, porque hubo una época que en Rusia, entre la más rancia burguesía se decía que él, el Gran Duque Alexei, era “rápido con las mujeres y lento con los barcos” y eso le parecía un escarnio con alguien que, como él, había sido nombrado jefe de la Guardia Naval Imperial y miembro de la Marina Rusa. En esa época su vida se reducía por un lado a cruceros por el Mediterráneo, viajes por el Volga y el Caspio, travesías por Constantinopla y las Azores e incluso hasta un naufragio en el Mar del Norte, y por el otro a las mujeres de la corte, o de fuera de ella. Alexandra no era aristócrata, cierto, era hija de una esclava turca y un terrateniente ruso, por demás poeta, pero la amaba y eso era suficiente. El viejo no puede definir si lo que nubla sus ojos son lágrimas. Hace mucho tiempo que no llora. Recuerda el año en que zarpó en viaje oficial a Estados Unidos en representación de la Armada Imperial Rusa. Era 1871. Tres fragatas: la Bogalye, la Svetlana y el Almirante General; una corbeta, la Ignatiev, y la cañonera Abrek formaban la escuadra rusa. Él viajaba en la Svetlana como teniente de a bordo y realizaron la travesía a vela. La fragata era hermosa, aún le parece verla, con su enorme palo mayor y sus blancas velas al viento, surcando el mar con destreza y elegancia. Norteamérica no pudo resistirse al encanto ruso, como siempre sucedía. El propio Ulysses Grant, el Presidente, lo recibió en el Salón Azul de la Casa Blanca, acompañado por los más importantes Secretarios del gobierno, así como varios

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generales. El malestar le hace abrir los ojos. Hace tiempo que sus huesos, cansados quizás por el frío y la humedad, le quitan el sueño. No debería sentirse así, solamente tiene sesenta y tres años y muchas historias que relatar a cualquiera que las quiera oír, aunque preferiría que fuera alguien que escuchara, no ese joven de los bajos, que viene a ayudarle, cierto, pero que lo mira como a un bicho raro cuando pretende contarle quién es y por qué está aquí. Las visiones de sus años dorados a veces le cambian el hilo del pensamiento. La historia no debería de contarla cualquiera, piensa. Sus años dorados en San Petersburgo, tan bella, con sus noches blancas y sus espectaculares fuegos artificiales, y las velas escarlatas en el Neva adonde solía ir de paseo con las chicas del Ballet Mariinski que animaban las noches. Los conciertos, el ballet, las obras de teatro, la ópera y el amor de Alexandra, esas son cosas que nunca se olvidan. Tampoco olvida a la preciosa Euphrosyne. La vio cantar un día de Navidad durante su viaje a Nueva York y su presentación lo dejo cautivado. Su agradecimiento llegó a la cantante en forma de brazalete de diamantes y turquesas, y qué decir de Lotta, soberbia en su actuación en el teatro de Variedades de New Orleans durante la celebración del Mardi Grass. Su encuentro con Lotta fue demasiado breve. Envió para ella un brazalete de diamantes, perlas y ópalos que apenas podía competir con su exótica belleza. No olvida a ninguna. No sabe si ellas lo recuerdan, pero él no he podido olvidarlas. Vuelve a refugiarse en el sueño, solitario, como casi siempre. Y comienza la cacería. El viaje es en tren, un tren especial con cocineros, guías, caviar y mucho champaña. Como cicerone tengo a William Cody. Le regalé un abrigo carísimo y un par de gemelos por enseñarme el estilo de montar en las llanuras con el caballo al galope. Subo con el general Sheridan a un carro abierto, tirado por cuatro caballos. Viajamos cerca de ocho horas hasta que levantamos campamento. Diez tiendas de campaña ocupan los funcionarios y soldados. A mí me asignan tres tiendas. Camino sobre alfombras orientales aunque estamos en el Medio Oeste. Tengo estufas y cocinas que me ofrecen los mejores manjares, disfruto de caviar y champaña, de pieles y abrigos. Mañana, bien temprano salimos de cacería. Mañana cumplo veintidós años. El rebaño es enorme y los caballos, aunque están acostumbrados a cazar y correr tras los búfalos, no pueden evitar que algunos monteros resulten heridos. Voy cabalgando a Buckskin Joe, un caballo entrenado para montar al galope. Impresiona verlos. Son cientos. Cuando rascan el suelo con las pezuñas parece que la tierra va a temblar. La manada en su huida parece una nube carmelita hollando la yerba. Llevo conmigo un cuchillo de caza ruso, un revólver americano y a “Lucrecia”, el rifle calibre

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48 con el que Cody asegura que ha matado más de cuatro mil bisontes de llanura. De ahí su apodo: Buffalo Bill. Al primer disparo el rebaño arranca en estampida. Es como si el cielo se deshiciera en millones de truenos. La primera vez erré el tiro, pero en mi segundo disparo derribé un macho enorme. Ese primer día de caza matamos más de treinta ejemplares. Después brindamos con champaña. Dormí mal esa noche. Tuve visiones de indios lakotas inhalando el último aliento del bisonte que había caído bajo el impacto de mi bala. En sueños se me apareció el bisonte blanco, rodeado de indios guerreros que lo veneraban. Desperté agotado y sudoroso. Ese día partíamos rumbo a Pensacola. De ahí continuaríamos viaje hacia La Habana. Para asombro nuestro, tan acostumbrados a los rigores del invierno, por aquellos años llegaban a La Habana numerosos cargamentos de nieve y hielo. El “Rey del hielo”, Frederic Tudor, amasaba una fortuna envidiable enviando buques con hielo y nieve al Caribe. El día de nuestra entrada al puerto estaban allí dos de ellos, el Brett y el Almira Coombs, procedentes de Boston, cargados de hielo luego de diecinueve días de navegación. Por aquella fecha la isla de Cuba estaba inmersa en una guerra contra España, pero el Capitán General de la isla, el Conde de Valmaseda, nos recibió con todos los honores. La guerra no había llegado a la capital, así que La Habana me pareció hermosa. Era como una mujer morena, de ojos soñadores y mucha sangre en las venas. Mientras estuvimos en la isla todas las noches se organizaron bailes a los que asistían las familias más poderosas con sus bellas hijas casaderas, y los dueños de grandes capitales, obtenidos en la industria de la caña de azúcar, haciendo ostentación de sus riquezas. También hubo espacio para disfrutar de una buena ópera. El Gran Teatro de La Habana se vistió de gala y un enorme coro interpretó el himno nacional ruso al inicio de la función. Peleas de gallos y corridas de toros remataron nuestras tardes habaneras. Visitamos el Canal en construcción que suministraría agua a la ciudad, y al día siguiente salimos hacia el Valle de Yumurí, en la ciudad de Matanzas. Pocos serán los poetas que puedan atrapar en sus versos la belleza de aquellos parajes. La vista se extravía explorando el horizonte esmeralda. El esplendor del follaje, el silencio de la campiña y el canto de los pájaros en medio de tanto verdor brindaban al espíritu humano la paz que necesita. Después vinieron Río de Janeiro, Ciudad del Cabo, Hong Kong, Shangai, Nagasaki. La escuadra rusa llegó hasta el Lejano Oriente y de ahí zarpamos nuevamente hacia Vladivostok, a casi un año y medio desde nuestra partida de Kronstadt. Luego a San Petersburgo. Al fin de vuelta a casa. Al fin de regreso a la pasión de los hermosos ojos de Alexandra. El recuerdo de la mujer amada le hace despertar, aunque apenas consigue

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moverse. La oscuridad le hace pensar que ha caído la tarde. Las luces de la habitación continúan apagadas como casi siempre. El viejo ya no quiere encenderlas.

ANA BUSQUETS FARIÑA

Cuba

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E

xisten innumerables parajes desolados en la geografía terrestre, sitios impiadosos sumergidos en el fino polvo del olvido y el horror de sus destinos. Solo algunas almas desencarnadas vagan por esos páramos y una y otra vez vuelven a morir de tristeza infinita. El riesgo no es penetrar en sus entrañas, cualquier distraído puede hacerlo, salir sin arañazos infligidos por las afiladas espinas que esperan durante siglos a los imprudentes es otra cosa muy diferente. No fue la casualidad, fue su hermana la imprudencia quien me llevó de su mano a adentrarme en sus entrañas muertas de toda muerte. Por esas conjunciones estelares, divinas o malditas, si es que existen las primeras, un día hallé la “tierra prometida”. El aviso decía que la tierra era apta para todo cultivo y el precio me pareció razonable. Ya en la región, a pesar de lo evidentemente desértico del lugar observé grandes extensiones de olivares y eso me entusiasmó, el camino era arenoso y con serruchos que el agua de lluvia había labrado en su lomo. El dueño de las tierras era un tal Atilio Araoz quien me había informado que me resultaría fácil encontrar su vivienda, me dijo: “Soy el único que tiene una camioneta Ford de color blanco estacionada en el frente de una casa de color rosa”. Era verdad, en el paraje había ocho casas y una de ella lucía su frente de color rosa y bajo la sombra de un centenario árbol de mistol estaba estacionada la camioneta Ford de color blanco. Atilio aparentaba unos cincuenta años, gorra verde, camisa a cuadros remendada con hiladas de diversos colores, su mujer, “la Mary”, era una criolla entrada en años y en grasas, estaba embutida dentro de una calza de color rojo intenso que se adhería sin prejuicios a su anatomía inferior. Me invitó a ingresar a su casa, en el frente había un pequeño almacén con productos de primera necesidad: vino, cerveza, gaseosas y cigarrillos. Nos trasladamos a un patio de tierra blanca apisonada por el tránsito humano y el riego de mil baldazos que desechaban las aguas servidas, procuré sin éxito no pisar los regalos de las gallinas diseminados por doquier. Había una antigua mesa de madera chueca que dejaba ver añosas pinceladas de color celeste. La mesa estaba cubierta de pequeños frutos de mistol, frutos pegajosos que la brisa derribaba sin cesar y caían como fino granizo rojo acumulándose a montones sobre la mesa chueca y apenas celeste. Atilio dio dos manotazos con el revés de su mano, arrojando los frutos al suelo y me invitó a tomar asiento en uno de los bancos que rodeaban la mesa y que también

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estaban cubiertos de esos frutos maduros y viscosos. A unos cinco metros dormía, en una mezcla de barro y estiércol, una cerda enorme como un hipopótamo y que alguna vez fue de color blanco. La chancha estaba rodeada de desperdicios que le arrojaba “la Mary” para que se alimente. El fétido olor que me penetraba por las fosas nasales era ácido y pestilente, supuse entonces que el gas mostaza se extraía de esa combinación. Me distraje por un instante, tal vez por el olor penetrante y ácido que me acercaba la brisa matutina y luego de unos segundos mi atención se centró en la apariencia de Atilio debido a que unos minutos antes había conocido a sus hermanos, eran criollos, morochos, era notorio que la sangre indígena se había impuesto sobre la europea. El apellido Araoz era español pero eso no era garantía ni certificado de origen. Atilio era rubio y de ojos verdes, tal vez por ese motivo me pregunté si su apariencia sería un salto en el tiempo de genes ancestrales de antepasados vikingos o tal vez algún forastero gringo había visitado aquellos parajes hacía unos cincuenta años. Mi razonamiento lógico dio por verdadera la segunda opción. Luego de contarme lo maravilloso de aquel lugar partimos a bordo de su vehículo a conocer el campo en venta, después de unos cientos de metros salió del camino principal y se adentró en un sendero serpenteante procurando evitar las largas y afiladas espinas de los chañares que cercanos al sendero intentaban lastimar al vehículo, Atilio no siempre conseguía esquivarlas y a cada momento se escuchaba el rechinar de las afiladas púas que dejaban sus huellas digitales en la pintura, continuamos atravesando antiguos olivares y vadeando profundas acequias secas y arenosas. Llegamos, eran solo dos hectáreas, muchísimo para quien viene de la ciudad, lucían una alfalfa verde que contrastaba con el paisaje yermo circundante, había algunos caballos pastando. Pregunté por el agua, me dijo que había en abundancia y que corría a torrentes por las acequias desde el cercano embalse. Prometió ayudarme con su tractor, arar la tierra, sembrar y asesorarme con sus conocimientos. Ya imaginaba mis vides cargadas con vigorosos racimos de uvas Malbec, flores, árboles frutales y también a mis nietos correteando por aquel vergel irreal. Regresé a casa, casi no lo pensé, el precio era bajo, la tierra apta para el viñedo, el agua correría por las acequias y lo convertiría en un paraíso. Lo compré. No pensaba habitar en el lugar pero necesitaría un sitio donde pasar algunas noches, entonces construí una modesta pero bonita cabaña de madera. Cuando al fin estuvo terminada vi con asombro que la noticia se había desperdigado por el lugar y emergían del monte circundante familias con sus hijos, jóvenes, viejos, todos se acercaban a mirarla, solo unos pocos aceptaron mi invitación de ingresar a conocerla,

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los demás se conformaron con mirar a prudente distancia. Una semana después, cuando quise perforar en busca de agua potable me enteré que era imposible, la napa freática estaba a unos ciento cincuenta metros de profundidad. Al día siguiente compré un tanque plástico de mil litros y lo coloqué en un montículo de piedras detrás de la cabaña. Una semana después el tanque desapareció, algún gnomo del monte se lo había llevado. Estaba descubriendo que no todo era maravilloso como en mis sueños. Sembré zapallos, en pocos días las semillas germinaron y comenzaron a crecer las primeras plantas, un milagro para mis ojos. Pasadas unas semanas y cuando el zapallar necesitó nuevamente agua lo solicité en la repartición pública encargada de administrarla, me dijeron que habían cortado el suministro a las acequias para riego debido a que el dique tenía bajo nivel de agua. La mitad de los zapallos se secó, los más fuertes sobrevivieron gracias a una lluvia esporádica. Hice los cálculos, apenas podría recuperar los gastos. Uno de esos días apareció por el lugar un sobrino de Atilio, de nombre Martín, de unos veinte años, cara de sonso, delgado, encorvado, sus ojos miraban siempre sus zapatillas. Después de la escasa cosecha Martín me dijo: “No se preocupe Don, en mi casa hay un lugar con sombra, se los voy a cuidar, si los deja aquí seguro que se los van a robar”. Me pareció bien y aunque ya dudaba de todos, Martin aparentaba ser algo diferente. Trasladamos los zapallos a su casa y nos dimos la mano. Quince días después regresé a su casa, golpee las manos, nadie me atendió. Esperé en vano una hora, nadie se asomó. Sospechaba que en la casa había alguien, alcancé a ver una sombra en su interior deslizándose con sigilo. Oscuros pensamientos de venganza me invadían en el trayecto de regreso. Nunca más tuve contacto con Atilio, “La Mary”, sus hermanos, Martin, los zapallos, la chancha, el tanque, mis frazadas, vajilla, herramientas y el inodoro de la cabaña que también se lo robaron. Con el tiempo la tierra otrora verde se tornó nuevamente en un páramo muerto, seco, solo algunas malezas adaptadas al infierno lograban emerger a duras penas, aquí y allá. Los olivares maravillosos que creí ver la primera vez, hacía años que estaban muriendo lentamente por falta de riego, de lluvias y exceso de pestes. Los vi secarse lentamente uno tras otro. Se percibe la pena de los ilusos distraídos que se adentran en estos territorios en el angustioso grito de los pájaros, en la lluvia que abruma con su ausencia, en el olivo partido por un rayo. Aquí rige la sin principio y sin final ley de lo salvaje.

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Entonces pensé que no era casualidad el parecido entre los loros del monte y los Araoz, vivían todos juntos, entre las espinas y haciendo todo el daño posible para expulsar a ocasionales invasores. Un día regresé a la soledad de la tierra yerma, ya no había agua, ni zapallos, ni siquiera una jodida aceituna colgaba de las ramas de los viejos olivares en agonía. Mientras tanto, el viento escupía con odio arena seca en mi rostro. Tal vez por eso corrían algunas lágrimas por mis mejillas enrojecidas de sol y rabia. El paraje sobrevive a todo, es inevitable, es más fuerte que cualquier mortal, tiene millones de años de ventaja, no tiene apuro, es implacable, en poco tiempo los olivos plantados por los inmigrantes morirán y el chañar salvaje será nuevamente el rey, como debía ser, como siempre fue. Algunos pioneros primero, otros imprudentes después, intentaron civilizar lo salvaje. Pobres ilusos, debajo de su piel de mansos corderos los nativos nunca dejaron de ser predadores al acecho de presas desprevenidas que se adentran en sus territorios. Miro la tierra que labré con esperanza y pienso que no le pertenezco, me expulsa con espadas de sol ardiente, púas afiladas y con los hijos que parió la arena muerta.

HUGO HÉCTOR MOREL

Argentina

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stoy de pie, a su lado. El bus se marcha y crea una especie de neblina en la calle, la única neblina con la que podré soñar; aquí no hay nieve, no hay historias románticas y nadie nunca jamás bailará bajo la lluvia. Ella no sabe mi nombre, el suyo es Margarita. Caminamos durante un rato, Margarita se mueve como si estuviéramos enamorados. El cielo se rompe, primero las raíces plateadas y luego el sonido seco. Lloverá, dice. Voy en silencio. Calle abajo. Cielo amarillento, ni una sola estrella. Astorian Inc. Aquí, señala y se detiene. No me ha dicho que entre, pero la sigo. Pasamos el hall de una recepción vacía. En el mostrador hay una cajetilla de Marlboro. La tomo. Margarita me mira pero aparta la vista para que crea que no me vio. Subimos escaleras hasta llegar al tercer piso. 302. Saca un manojo de llaves de cobre y abre ¿No quiero entrar? Si ya estoy aquí. Sí, sí quiero. De las llaves cuelga un Mickey Mouse descolorido y sin una pata, la otra pata lleva heridas profundas hechas por dientes. Mickey me sonríe, me ve cara de imbécil, se mece y con su brazo extendido me indica que siga mientras él, se queda concentrado en el trasero de Margarita. Entro. El apartamento es un desastre. Margarita se parece un poco a su apartamento. Ella está afuera recogiendo al bebé. La vecina le dice algo. Lo de la leche. El niño está comiendo como presidiario. Debe traer más. Me tiro al sofá, caigo sobre el control del televisor. Lo uso. Primer canal: veinte muertos en Irak, otro suicida. Las mujeres, en el video de Al Jazeera lloran. Celebraban la boda de un tipo gringo. El presentador se lamenta. Tiene cara de llamarse Jerry. Su compañera es una latina de ojos grandes que quiere conquistar la sección Medio Oriente de CNN. Al fondo, en un plano desenfocado, dos mujeres se saludan. Jerry lee del telepronter. Se equivoca. Los nombres del suicida son complicados, piensa Jerry. Pasa de inmediato a los deportes. Canal dos: novela local. La misma tipa y el mismo tipo, es el primer protagónico de ella. Salón grande. Escaleras de madera. La mujer es la empleada de servicios domésticos. El tipo es el dueño, de la casa, claro. En diez capítulos protagonizarán la escena de cama más brutal vista en televisión nacional. Por ahora él solo le pide que le traiga un café. Puta, le digo. Ella me mira y quiere salir de la pantalla. Lo hace por necesidad, quiere decirme. Tiene unas cuotas de un carro de segunda mano por pagar. No le dejo seguir hablando. Canal tres: La cara del bebé de Margarita se interpone entre el televisor y yo. Es lindo. Háblale, dice ella. El bebé quiere llorar pero no lo hace. Se contiene. Ya comió. Está a punto de dormir. Qué bueno. ¿Qué más le cuento? ¿De dónde venía? ¿Vivo solo como ella? Que espere, dice. Ya regresa. Se quiere cambiar el uniforme. El bebé

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sigue en sus brazos. Se detiene y lo ubica en una silla cercana al televisor. El bebé quiere matarme, tiene la mirada típica de los bebés diabólicos de las películas clase B. Algo suena atrás. Está bien. No pasa nada. No debo preocuparme. Voy tras el sonido. La puerta de la habitación está abierta. Margarita está de espaldas y solo lleva el pantalón ¿Qué me pasa? ¿Qué me creo? El niño. ¿Qué va a pensar? Se gira. Se descubre los senos antes cubiertos por sus brazos. Se tira sobre la cama desarreglada. Cae sobre dos revistas vanidades del año anterior. En la portada de una, un chico revelación de la actuación. En la otra, una chica parecida pero con un corte de pelo más a la moda y la mirada más triste y vacía de la galaxia. Voy sobre Margarita. La cama huele a alimentos de bebé, a moho y a salchichas. Me sacudo. Sus senos huelen a mayonesa. La tomo de la mano. Le digo que mejor en el sofá. El niño está allá. Quiere llorar. Si lo hacemos y él nos ve, me dice, eso quedará en su mente para siempre. Lo vio en un canal de tv, la infancia es complicada. No me importa. Tiro de ella y me sigue sin oponer ninguna resistencia. Pasamos al lado del bebé. Él sonríe. Me acomodo en el sofá. Ella está frente a la pantalla del televisor. La luz choca contra su cuerpo y sus perfiles se notan dorados. Retira el pantalón al mismo tiempo que sus bragas. Su pubis está cubierto de vellos castaños y retorcidos. Piel blanca. Bajo mi pantalón hasta las rodillas. Lo suficiente, creo. Ella me mira y por primera vez en la noche la veo sonreír. Cae sobre mí. Se mueve, cabalga, gime. Un sonido suave y profundo. Está sudada y brillante. El sudor de todo un día. La pobre carga el peso de todo un McDonald’s. Su piel es salada. La sostengo de las caderas. El bebé ríe, lo miro. La latina, presentadora de CNN lo carga. Mece al bebé y le dice cosas al oído. Hoy Margarita ha entregado unas ciento cincuenta hamburguesas doble carne, doble cebolla, todas con mucha mayonesa. El bebé parece divertirse con la situación. Margarita mueve sus caderas más rápido. Se agita. La presentadora baila con el niño por toda la sala. Canal cuatro: Más noticias. Una española de cara redonda. Rubia. «Abuela madrileña promedio pelea por la custodia de su nieto». El bebé ríe. La presentadora, el bebé y la española conversan sobre la economía de los restaurantes de comida rápida. Un mundo de mierda, dice la española. El bebé asiente y sonríe. La presentadora tapa con el dedo índice los labios de la española. Margarita suda. Muerdo el pezón de su seno derecho, ella se retuerce. Sigo. Sus senos son grandes y bellos pero huelen a mayonesa. Supongo que no es su culpa. Aunque cada vez que coma hamburguesas recordaré a Margarita, sin duda. El sudor le recorre toda la espalda hasta llegar a mis piernas. El bebé lanza una carcajada. Margarita intenta mirarlo pero se arrepiente. Saco su seno de mi boca pero con su mano me lleva de nuevo hasta él. La presentadora de

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CNN me lanza un beso, esquivo su mirada. Deja al niño sobre la silla. Viene hacia mí con cara de reproche. Tiro a Margarita a un costado. Me escabullo. Gime. Me levanto. Subo mi pantalón y huyo. En el televisor está una mujer vendiendo una crema reductora de celulitis. Margarita me quiere preguntar a dónde voy pero solo le alcanza para jadear y susurrar palabras que no me interesa entender. El bebé comienza a llorar. Mickey Mouse aún cuelga de la cerradura. La vecina de Margarita se llama Asunción, lleva un pijama que parece una bolsa mortuoria, me mira, hace ese gesto-movimiento que suele hacer la gente cuando cree que el mundo está perdido, como los boxeadores antes de caer a la lona. Callejón. Escaleras. Segundo piso. Escaleras. Callejón. Primer piso. En la recepción está un viejo dormido. En su televisor está Bob Esponja preparando hamburguesas para Calamardo. Bob me saluda y le guiño un ojo para dejarlo ir. Bob contesta y las burbujas se escapan del televisor y llegan hasta el techo de la recepción. El vigilante de la recepción se despierta y apaga el televisor. Desde la calle, se nota la ventana del departamento de Margarita, luz amarilla, cortinas rosadas. Carga al niño y se asoma. Me mira. El niño sigue llorando. Llueve. Hay unos pocos anuncios de Neón. Saco la caja de cigarros pero están empapados a causa del sudor de Margarita. Me dan ganas de volver pero Margarita desaparece de la ventana y a continuación apaga las luces, Imagino que esa es su forma de decirme adiós.

MIGUEL BARRIOS PAYARES

Colombia

Blog: Mangadelvalle G+: Miguel Barrios Payares

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Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Refrán popular

-¿Q

ué carajo pasó? ¿Cómo nos pudieron sorprender así? —Los gritos de Manolo, acompañados por puñetazos en la mesa nos tiene a todos con las cabezas gachas, incapaces de sostenerle la mirada— Mejor que piense que fue casualidad que alguien nos entregó —continúa—, porque si llego a enterarme que hubo un buchón entre nosotros y lo descubro, va a lamentar haber nacido. Manolo es un líder indiscutido. De los treinta y cinco años que tiene, seis los pasó en la cárcel, condenado por robo, homicidio en ocasión de robo, —la empleada de la joyería—, más una condena adicional por intento de fuga. Salió con libertad condicional hace dos años, mucho antes de lo que le correspondía. Dicen que untó convenientemente a unos fulanos en el juzgado para que le consiguieran el fallo. Me contaron que ahora es más duro e insensible que antes de caer preso. Con toda la intención de seguir en la misma, apenas pisó la calle, reclutó gente para dedicarse al único laburo que conoce, el afano. A más de uno, por incompetente, le tuvo que dar la baja anticipada a causa de su obsesión por cuidar todos los detalles y no equivocarse. Por eso la bronca que está descargando con nosotros en este momento, ante el fracaso de anoche en el restaurante, donde había una mesa de policías comiendo. Cuando empezaron los tiros, los tres que entraron salieron corriendo y rajamos en los dos autos, uno a mi cargo y el otro con Manolo, sin hacerles frente. Él siempre nos dice que solo nos enfrentemos si estamos acorralados. Algo le hace ruido con esa mesa de policías; de ahí su enojo. Hace poco más de un año que estoy en la banda. Me trajo el Paraguayo. El Pampa y el Pelado completan el grupo. El Pampa es un tipo jodido, desagradable, de los que no miran a los ojos cuando habla. Ya tuvimos un par de encontronazos. Si bien soy el más viejo del grupo, todavía me da el cuero para ponerle los puntos a cualquiera. El Pelado recién debe haber pasado los veinte. Es hijo de un tipo que Manolo conoció en la cárcel. Es un buen pibe pero anda siempre muy fumado. Siempre le decimos que para salir a laburar hay que estar limpio, con todos los sentidos alertas, pero no sé si nos da bola. Me parece que necesita la droga para darse coraje. Al Paraguayo lo conocí en la villa del Bajo Flores, cuando llegué del sur. Enseguida empecé a meterle mano a los autos que levantaban unos pibes, para hacerme ver, y él no tardó en darse cuenta que sabía de motores y me buscó para conectarme. —¡A mí me conocés hace una pila de años, Manolo! No sé si todos pueden

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decir lo mismo —dice el Pampa, haciendo obvia referencia a mí. —¿Y eso qué garantiza? —pregunto sin mirarlo, y para provocarlo. Dirigiéndome a él, le digo— A lo mejor alguien encontró tu precio ahora. —¡Te voy a cagar a trompadas, hijo de puta! —se levanta como una tromba, haciendo caer su silla hacia atrás. —Me gustaría que lo intentes —le digo pausadamente mientras me paro—. Sería una buena oportunidad para que te hagas una dentadura nueva. —¡Basta! ¡Siéntense los dos! —brama Manolo, golpeando la mesa por enésima vez—. Se terminó la reunión. Salgan de a uno, con intervalos de veinte minutos, ya saben. Me siento y espero el último turno. Cuando me quedo solo con Manolo, le digo: —Si vos querés, se me ocurrió una forma de descubrir si hubo un buchón. —Te escucho. Cuando termino de explicarle mi plan, me dice: —¡Es bueno! Solo que queda uno afuera… —¡Sí, claro! Lo que pasa es que nadie está obligado a declarar contra sí mismo. —¡Siempre tenés una respuesta! —dice sonriendo. —Para eso uno acumula años. Si no se suma sabiduría también, ¿para qué se vivió?. II —Los cité porque hay algo que resolver —dice Manolo, con la voz más grave que de costumbre—. Anoche la brigada abrió un auto, que teníamos estacionado en la cortada que da sobre las vías, en el que, supuestamente debían estar los fierros para el próximo golpe. ¿Tenés algo para contarnos Pampa? —¿Yo? ¿Por qué? ¡Si vos me dijiste que me ibas a avisar cuándo tenía que buscarlo! —¡Porque eras el único que sabía esa dirección! —grita poniéndose de pie—. Los demás tenían otras direcciones. —¡Es una trampa! —y dirigiéndose a mí— ¡Vos me la tendiste! ¡Te voy a matar! Se abalanza e intenta agarrarme del cuello. Me corro de costado dejándolo pasar y le aplico una patada en las costillas haciéndolo caer. El Pampa se levanta con intenciones de seguirla. Manolo se interpone y le grita fuera de sí: —¡Basta! ¡Nadie más que vos y yo sabíamos esa dirección!¡Andate! ¡Estás fuera! 56


El Pampa se levanta, me mira, hace un ademán como de cortarse el cuello y sale. Mirando a los otros dos, Manolo les dice: —Paraguayo, encárgate de él. Vos, Pelado acompañalo. ¡Con cuidado, que es peligroso! III Me sirvo una copa de vino y busco el celular exclusivo que guardo en casa. Creo que tuve un poco de suerte, pero además, el plan que le propuse era bueno. Levantar tres autos, estacionarlos en distintos lugares y pasarle las direcciones a Manolo. Lo que no pude saber es cuál vehículo le asignó a cada uno. El Pelado vino solo a preguntarme cómo llegar a la dirección que le dio. Al Paraguayo, como creyó que todos teníamos la misma información, le pregunté directamente si conocía la zona. Por la descripción supe cual le tocó. De modo que, por descarte saqué cuál le dio al Pampa. Hago la llamada. Suena dos veces y atienden. —Hola, Gutiérrez habla. —Hola comisario. Soy yo. Tengo los detalles del nuevo golpe. —¡Ah, bien! Lo escucho. —Antes quiero agradecerle el operativo en el auto, salió redondo. —Era fácil. Igual los muchachos se frustraron al no encontrar nada. Yo no les dije que era un cebo. ¿Y lo nuevo? —Va a ser el viernes, a eso de las 1500 hs, en un aserradero de Camino de Cintura y Ruta 205. Después le paso bien la dirección por WhatsApp. Por lo que se filtró, una constructora va a llevar un pago importante, en efectivo porque es en negro. ¡Por favor! ¡Que sus muchachos no se apuren como en el restaurante! Vamos a estar en dos autos. Yo voy a salir hacia Monte Grande por la 205, y el auto de Manolo hacia la Ricchieri por Camino de Cintura. Con que nos esperen un poco más adelante, no va a haber resistencia. El tipo más jodido ya no está. —Buena data. Tranquilo. Solo tengo una inquietud personal. ¿Por qué tanta dedicación por un pájaro de poco vuelo? —Es una historia larga. —Un jefe que tuve me decía que todo lo que hacen los hombres siempre es por plata o por mujeres. Alicia, mi hija, me sonríe desde la foto en la pared del cuarto. Sé que en el cielo también estás sonriendo, mi amor. ¡Fue tan injusto que te pasara a vos! ¡No hacía falta! ¡Ya le habías dado todo lo que había de valor en la joyería! ¡Nada va a hacer que vuelvas, pero al menos este hijo de puta va a estar preso, aunque sea por otra causa! 57


—Su jefe la sabía lunga, comisario. A lo mejor, algún día, lo charlamos.

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog personal: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar Twitter:@elbarba44

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P

aso a paso, la ciudad apesadumbrada se ilumina, sus garras se hunden en tierra sagrada en la que el dios hombre tiene su dominio. Se acerca sigilosa, acechante, oliendo la carne grasosa de los habitantes, que inocentes aun al peligro, viven su vida presurosos. La nariz se le abre aspirando la carroña humana, su lengua colgando y jadeante exhala saliva que cae en un chorro transparente, marcando sus pasos, en cada respiración. Su hocico, cual oscura cueva, muestra orgulloso sus puntiagudos dientes que desgarran hasta la propia vida. La oscuridad del lugar la cubre, su cuerpo oscuro se funde entre paja y heno. La pequeña granja duerme la hora nocturna, la hora perfecta. Entra en el gallinero, el bullicio es inminente y exagerado. Las plumas vuelan mientras las cabezas de gallinas, gallos y patos salen despedidas como fuegos artificiales en días festivos. La sangre cubre el pelaje oscuro que queda marcado con un brillo escarlata. Los cuerpos decapitados, sin devorar, corren sin destino, empujándose unos a otros hasta caer esperando su momento de ser devorados. Ínfima caza para una fiera colosal, pero necesaria para calmar sus bríos y su fulgurosa sangre de adrenalina con esos meros seres inferiores. Ahora se acerca, la presa más grande viene por su propio pie. Voltea a mirarla, se aleja dejándola ir. Sería demasiado fácil. La carretera, camino a la ciudad, se hace más sinuosa, como el cuerpo de una mujer ardiente. Las patas de la bestia resonaban en el silencio de la noche cuando el crujir del fuego lo hizo detenerse, levantar la monumental cabeza, oler el aire, la brisa que traía la apetitosa novedad. A unos metros, cinco cuerpos bailaban alrededor de una fogata, la música, el rock del querido Axl, le daba la Bienvenida a la Selva. El olor a aquella planta alegre, uno de los mayores placeres en tiempos modernos, la envolvía. El pequeño campamento destiló miedo al primer rugido del grandioso monstruo, corrió con el hocico abierto, la saliva salpicando su pelaje se perdía en el aire. La velocidad que llevaba le hacía achicar los ojos al golpe del viento. El sonido gutural desde sus entrañas, el rugido de todos los muertos que se digerían en su vientre, paralizó el bosque, el tiempo. No hubo tiempo ya de escapar. Las garras se hundían en espaldas y brazos. Los dientes se aplastaban en caras y cráneos. Reventaban piel y salpicaban cerebros. El cuero cabelludo colgaba de las cabezas de cuyas cuencas se escapaban los ojos. La bestia se envolvía en intestinos, en nervios como rojas ligas que se perdían entre su pelaje oscuro. Saltó sobre la fogata, nadie escaparía. Cayó sobre el pobre tipo que, en un intento desesperado, quiso detener su hocico. Lo cerró sobre su brazo

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cercenándolo, las arterias, cual cables pelados de electricidad, se agitaban salvajes salpicando todo alrededor de sangre y plasma. El chorro sanguinolento llenaba su hocico. La bestia, con los ojos en blanco, al sentir el sabor ferroso en la boca seguía mordiendo, masticando y tragando. El muchacho quedó sin rostro, reemplazado por una masa informe. Sin brazos, sin vísceras, sin corazón. La aurora tirana apareció. La bestia, dormida sobre su víctima como amante exhausto después de la noche de placer más sádica, se despertó viendo sus grandes músculos desaparecidos, su colosal figura reducida. Su fiero pelaje en pálida piel convertido. Sus patas en brazos y piernas tornadas. Se levantó, tomando algo de ropa con que cubrir sus partes nobles y como escarlata figura, se perdió entre las hojas de otoño esperando el siguiente disco lunar.

TANIA HUERTA

Perú

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ABRIL CORTÉS SUÁREZ

México

Instagram: @lirbalam Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com/ Wordpress: https://abrilcortesblog.wordpress.com/

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V

a hasta el umbral y respira profundo. Antes, hizo añicos con su mano izquierda un papel amarillo que apareció hace una hora en un sobre de madera con letras grandes; en el ángulo derecho se leía “correspondencia privada”. Papel y sobre fueron arrojados sobre una mesa repleta de otros papeles y libros, sobrevivientes de un desorden perenne. Se toma las manos en un gesto de aseo y pierde la vista en el paisaje. Después, levanta la vista y mira en dirección al muro del tercer bloque de departamentos. Un muro de granito. Pasea los ojos sobre la superficie. Parpadea hasta cerrarlos. Lentamente, vuelve a abrirlos. Después ensancha el pecho y observa un zorzal que persigue a otro sobre el césped del jardín contiguo. Gargajea sin pudor y aguarda: oye una llave muy cerca. Se dirige a la mesa donde reina el caos, pero se detiene un segundo antes; se despereza, gira la cabeza y su perfil se refleja en el ventanal. Permanece quieto, muy próximo al archivo. Abre el segundo cajón, busca sin mirar, se detiene, busca y saca una bolsita de pana negra. Piensa que sería bueno dejar de morderse el interior de su boca, ya en carne viva. Contrae las mandíbulas en un gesto de dolor. Los ojos le lagrimean. “Hablo solo”, murmura. Ve su reflejo en el ventanal. “Pequeño zorro, corazón caliente, ahora es cuando percibes lo negra que será la vida sin ese roce de la piel; sin apenas sus olores”. Se dirige al baño y frente al espejo, obsesivamente, choca la frente casi con violencia. Aún sostiene la bolsita de pana en su mano derecha. Concluye que hay mejores maneras de pasar el rato que aquélla: constatar que el muro vecino es de granito y lo peor: dentro de veinticuatro horas será el decimoquinto aniversario. La pava silbó justo cuando iba a insultar su demora; el teléfono interrumpió su inspiración. Se mantuvo expectante. Ring…Ring…; tres, cuatro, ocho veces. Silencio. …Contestador: Ahora no estoy. Cuelgue y llame en otro momento. “… dónde carajo estás p…”.Shrrrrrr… Click. Silencio. Volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia el cuarto, a la mesa de noche, de hierro forjado. Segundo cajón, debajo de uno, dos, tres sobres de papel madera con las letras grandes en el ángulo derecho, correspondencia privada. Semiautomática. Cañón corto. Dos barras de cereal, duras como piedra. Ring… el teléfono reincide. Tira del papel; mejor, le hinca los dientes y regresa a la cocina. Continúa el Ring. Vuelca el agua desde la pava a una taza de cerámica. Té de albaricoque. Edulcorante. Revuelve. Cesa el Ring. Con la taza y la bolsita de pana colgando de su mano derecha, regresa al cuarto. Levanta a la pasada su bata y toma el control remoto. Se oye a Emma en “La Notte Etterna”, profunda, como si atravesara un túnel. Luego otra vez el teléfono y atiende. Hable —Su tono es áspero y casual— salgo para Bahía en dos horas y no tengo tiempo para jugar al psicólogo… No. Lo necesito. Y una dosis de efedrina para

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estimular la energía; tengo muchos pendientes. Además, leí el maldito documento y me dio por burlarme de la chismosa del segundo…acá abajo. La-del-segundo-acáabajo… Claro que sí, hasta arriesgaría decir que no hago otra cosa —el cigarrillo ya es pura colilla; cambia de oreja el tubo y lo apaga—. … me estaba quemando con el pucho. No logro sostener el tubo entre el hombro y el cuello...jajaaj. Seguro me muero de hambre como equilibrista. Sí, porqué no. Imaginate que lo estoy y mucho. Me sobran razones para no estarlo, pero así soy yo y ni hablar de perder el sueño. Te haría bien tomarte un descanso. Sobran motivos. Es cierto, y qué —mientras lo dice maldice mentalmente—. Ajá. Insisto; así no funciona —súbitamente tose y luego continúa con idéntica llaneza—. ¡Olvidate.! Me malinterpretaste. No, si oigo, pero se pierde un poco. Ni idea. Aquello que hablamos en el verano ¿te acordás?, pero sin que lo personal se mezcle. Para nada, no, solo lo elemental…Distancia, exacto. Y lo bueno de esa hipocondría es justamente eso. Y excluida la certeza acerca de otras cuestiones, vos tampoco, creo. Bueno, finíshela con el tema. Te lo advierto —entrecerró los ojos y bostezando, buscó el atado de cigarrillos—. No es indiferencia. Es lo que hay. Jamás dudé de tus excusas y no es broma. ¡Mierda! Aguantame… —En la cocina, el silbido de la pava olvidada sobre el fuego después de servirse el té, ya taladraba su cabeza. Apura; se quema…— ¡mierda! (si te quemabas había que pasarse la mano por el pelo ¡justo él que no tiene ni uno! Y si se lo pasaba por los del…). Pone los dedos bajo el agua en la pileta y se dispone a regresar al cuarto. Ring, portero. Bufido. Genial —masculla— Sí si ya vaaaaaa…—grita. Con fastidio, continúa mojando los dedos. Cierra el grifo. Se dirige a la puerta. Un muchacho bajo y rechoncho, con ropas que le quedan grandes, lo mira desde el pasillo. Pelo negro y ojos enormes de un verde extraordinario. —Buenas señor —le dice. Y sin preámbulos continúa con el ya repetido discurso de “le acerco a su puerta la palabra de Jesús; él nos ilumina con sus consejos…”. Le indica que tome un folletín. Posee una exótica entonación en su voz. Él observa, casi en trance, los sucios zapatos de charol que calza su interlocutor. Y este, continúa su disertación: —No pretendo molestarlo. —Suspiró. Portazo. Regresa al cuarto y toma el tubo del teléfono. —…te decía que mis emociones las estrujo como un trapo viejo. Sigamos más tarde; tal vez mañana. No es el momento ahora, de veras. ¿Qué tal si nos encontramos en ese Café, en la esquina de la sede del Club? No sé, el sábado. Obvio, y sí, que te imaginabas. Bueno, perdón… Me distraigo fácilmente y no es solamente cuando conversamos. Imaginate que recién tocó la puerta uno de esos canutos que predican o

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al menos reparten la palabra “del Señor Jesús”. Unos ojos verdes como el papagayo de Evaristo, sí, el de la Distribuidora Brasilera y calzaba unos zapatos de charol muy sofisticados pero imposibles de sucios. Son algo insólitos los caminos de la fe... Uffff. —Se le cae el auricular; se acomoda en la cama. Repentinamente se siente agotado. —Perdón, se me cayó el tubo, ¿Qué decías? ¿Con esta lluvia? Sin embargo, antes lo disfrutabas… —apretó los párpados como resistiendo un impulso— Ya sabía. ¿Equivocado? Equivocado, ok. ¡Pero claro que no!... ¿qué?... Es lo que pienso, te guste o no escucharlo —grita y no se arrepiente, aunque aleja el tubo de la boca en un gesto de hartazgo. Clic. Colgó Antebaño. Grifo al máximo y las manos empapadas de agua helada se aferran a su rostro. El espejo refleja su pensamiento; húmedo y determinante. Regresa a la sala y busca los restos del correo que recibiera. Apoya el papel sobre la mesa y pasa una mano a modo de plancha. Lee. El rostro imperturbable; el azul de las venas de su frente se acentúa. Cierra los ojos un segundo y cuando los abre, se instala en una de las sillas, frente al caos de papeles. Hay un rollo como de planos y luego de quitarle la goma que lo sostiene, lo estira, colocando en cada punta los objetos que se le presentan a la mano: tijera, cenicero, celular. Reanuda la lectura del papel de carta amarillo. Se para; se apoya en el dintel de la puerta del balcón. Su séptimo cigarrillo se consume entre el dedo mayor y el índice. Va a quemarse; no, justo a tiempo, apunta y lo arroja hacia el vacío. Vuelta a la mesa. Arruga por segunda vez el papel amarillo y lo deja caer en el cesto. La vista se le extravía en el desorden de la mesa. Ahí está. Debajo de la carpeta roja; la de los pagos pendientes. Toma el encendedor, se agacha sobre el cesto de la basura y aguarda: un fuego tenue, entre azules y naranjas. Las cenizas que se elevan le recuerdan el hollín en la pipa de su padre. Es un recuerdo a medias porque el papel chamuscado no huele tan bonito como el tabaco inglés. Impulsivamente, se levanta y recoge el celular. El rollo símil plano se enrosca bruscamente y cae al piso. Lo ignora. Su atención está en otra cosa. —Sí, soy yo… supuse que ya no estarías en casa se justifica luego de unos segundos de silencio —… se me antoja preguntar, ¿si habías resuelto hacer eso, para que mierda me lo decís y encima con tanta formalidad? Claro, que idiota. Elemental ¿no? El martillo del juez. No terminé de hablar. Vos y tu maldita costumbre de esparcir culpas como si fuera el maíz para las gallinas. Por supuesto, pero no me da la gana de soportarlo. ¿Ese es tu plan? Perfecto; hacete responsable, aunque dudo mucho que tengas los hue… qué digo, los ovarios suficientes. Hartás con tu manera de victimizarte. Hasta el mismísimo psiquiatra debe sentir deseos de putearte. Pará de

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llorar y agarrá tu agenda, la de plástico labrado que te regaló el infeliz de Ramón. Abrila y desde la A en adelante, llamá a todos los giles que tenés anotados —hombres, mujeres, niños, consultorios, enfermeros, oficinas y dependencias del Ministerio de Bienestar Social, etc.— y contales tu versión. Dale, dale, echame la culpa de todo lo que pasa; cubrí todos los flancos para que nadie tenga dudas que soy el único responsable. ¡Pará de llorar che! Qué más da; muchos de mi especie nos vemos condenados por el prejuicio del sexo fuerte. Total, tengo el corazón de madera, como Pinocho. Para qué ahondar en que ser hombre no es impedimento para derretirse, sudar y llegar al éxtasis sincero. ¿Ahora te reís? Fijate vos, parece que el tema cama te cambia el ánimo; tu silencio es muy comprometedor, ¿te das cuenta?... Esto es absurdo, digno de Hamlet. Dale, con onda. Seguí este consejo. Marcás cada número y decís, señor, se acaba de comunicar con la Contadora más exitosa del Ministerio de Bienestar Social, aprobada recientemente en el curso de “hacedora de cuernos, artísticamente disimulados” ¿no es genial? y ahí nomás colgás. Clik. Colgó. Y otro pucho arrojado al vacío. Levanta del piso el rollo simil planos y con una lentitud esquizofrénica, reacomoda los objetos —celular, cenicero— Mira una y otra vez la plancha de papel; no ve. Solo las colillas del cenicero son nítidas. Lo toma y vuelca el contenido sobre los restos de la fogata del cesto. Camina con parsimonia hacia el balcón. El muro de granito sigue ahí. Impertérrito. —Lluvia —dice, o mejor dicho llama a la lluvia. Ring, Ring… El último cigarrillo del atado sigue la ruta de sus compañeros; apunta, pega y el vacío. Una pitada largamente inspirada es el paso previo. Después son varios otros pasos; la meta es una mesita de luz de hierro forjado. Segundo cajón, debajo de uno, dos, tres sobres de papel madera con las letras grandes en el ángulo derecho, correspondencia privada. Semiautomática. Cañón corto. El ring, ring del teléfono continúa; intercambia su agudo sonar con una detonación ahogada y breve. Ring, ring, BANGG… ring.

ADRIANA MÓNICA LAMELA

Argentina

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Y

los ecos de las palabras finales del General se expandieron, monstruosos, hinchados y deformes, hasta alcanzar las curvadas paredes del Universo. Y su sonido (no las palabras en sí, ni tampoco el metal de la voz, sino más bien los solapados símbolos y las implicancias horrendas que contenía el tono) retornó aún más distorsionado, tras el choque contra los lindes, y Luis quiso gritar… Pero no pudo. Sus manos ascendían hacia su cabeza, en un frustrado intento de contener el tropel alucinado de imágenes que aquella conmoción provocara... …Los minutos previos al despegue: su propio reflejo sobre el metal bruñido (un manojo de agarrotados tendones, contenidos por la fibra extensible del astrotraje, bailoteo de pupilas ansiosas tras las gafas antiglare); las diversas expresiones en su torno: expectación, prepotente arrogancia, ciega determinación... y aquella angustia irremisible en el fondo de los ojos verdemar de Laura... …Laura, semanas antes: —Pero, ¿por qué tú, Luis?... ¿Tan poco te importamos Martincito y yo? ¡Ah, qué fiebre será esa, que te hace marchar una y otra vez al sacrificio en aras del Santo Ejército Federal! (Debió de estar muy trastornada para haber hablado así, se dijo Luis. Por lo general lo aceptaba todo sin protestas…) …E1 Coronel, exultante: —¡Y llegó nuestra hora suprema, caballeros! ¡Por fin Latinoamérica saltará a la cabeza! Velocidades ultralumínicas..., o incluso más allá, por qué no. ¡Ahora que nos echen un galgo los del Norte! ...Titulares de prensa: ¡¡SE ABRE LA ERA ESTELAR!! Proyecto Espacial Sin Precedentes de las Fuerzas Armadas Surfederenses Desmiente Eterno Mito de Superioridad Anglosajona “¡LAS ESTRELLAS ESTÁN A LA VUELTA DE LA ESQUINA!”, afirman nuestros científicos. CYCLON-2: UNA ANTICIPACIÓN DEL MAÑANA, ¡¡HOY!! Balagua, 23 (WP). Nueva astronave de revolucionario diseño, propulsada mediante el sistema Cyclon-2, lanzó hoy hacia Alpha Centauri el Ejército Federal de Nibalagua, pequeño país miembro de la Surfederación Latinoamericana. El piloto, seleccionado entre más de 2600 aspirantes, es un Teniente Ingeniero de 26 años, casado y padre de una criatura de tres años. “Estoy ansioso por comenzar”, manifestó, minutos antes del despegue, lleno de visible entusiasmo ante la magna empresa que estaba a punto de acometer. Sin lugar a dudas, este 23 de julio de 2110 quedará grabado a fuego en los 68


anales de la gran Historia del subcontinente […] ...El doctor Grauer: —...sin duda pasmoso rendimiento, muy por encima de lo conseguido hasta la fecha por los Estados Democráticos Norte Americanos, EDNA, con sus célebres pilas impulsoras Torr-33, Torr-45 y Torr/Kamoto-105, de reciente fabricación este último modelo... Nuestro proceso Cyclon-2 ha demostrado ampliamente que su maravillosa eficacia no implicó en modo alguno erogaciones exorbitantes. ”A partir de principios enteramente divorciados de los métodos tradicionales de propulsión —el Cyclon-2 emplea energohaces de cosmomagnetismo radial dirigido—, resultará factible, de hoy en más, alcanzar velocidades tenidas por quiméricas desde el punto de vista del “establishment” científico; y ello, además, liberado de los inconvenientes comunes de contaminación ambiental y temperaturas elevadas que caracterizan al sistema “rocket”; y, por sobre todo, recalco, demandando únicamente una fracción de su costo... …¡Ya sabes que todo eso es chino para mí! —Laura estrujaba a Martincito, al filo del sollozo—. ¡Lo que me serviría es tu promesa de que vas a volver entero! ¡Y eso no me lo puedes asegurar! ¿Verdad?... …Un toque a los controles, el zumbido in crescendo, el chirrido exasperante, enloquecedor, y después... (¿Será posible describirlo? ¿Cómo rotular lo inimaginable?) ...Las notas altas eran rojo brillante, los sabores gemían o ululaban; la pintura de las paredes, en derredor; el espacio cósmico, envolviéndole por fuera —las ardientes estrellas convertidas en acres y retorcidas fajas fosforescentes—..., olían cada cual con su aroma específico, derramando multiformes y explosivas emanaciones. Una fracción de segundo paradójica, que abarcó de una a otra punta de la Eternidad; una subida tan hacia abajo, que su materia, diluida en volutas intangibles, se entretejió con la cerrada urdimbre del Universo... …El profesor Silveira: —Entraña, sí, cierto margen de riesgo, desde luego. No puede desconocerse la posibilidad de que se presenten efectos... peculiares ante determinados trastornos del Enrejado Dimensional... ¡Pero ni el científico ha de temer lanzar una mirada por encima de las cabezas del vulgo, ni tampoco el soldado, lo sé, aventurarse en terra ignota! ¡Esta es una proeza que nos inscribirá en la Historia, coronel! ¡Con letras de oro y de fuego!... ...Y los salvajes rasgos de Serrano, eternamente evocados al fulgor movedizo de las llamas; y su clamor de muerte: 69


—¡Hay que exterminarlos a todos! Despertó de repente, sin que le fuera posible determinar si el grito había quedado inmerso en su ciénaga onírica, donde ningún oído ajeno pudiera recogerlo... Se incorporó sobre un codo, mientras los morbosos matices de la pesadilla se desleían en la noche. Nada parecía moverse en el campamento… Suspiró. Con el dorso de la mano quiso enjugarse la transpiración del rostro, y el untuoso contacto le provocó un escalofrío. Trocitos de fogata se adherían al brillo grasiento de la tez; dos diminutos facsímiles de llamas, ondulantes y rojos, habían brincado para instalarse en lo más hondo de sus pupilas. Girando la cabeza, comprobó que todo el mundo dormía; excepto, quizás, los guardias, juramentados a velar en sus puestos hasta el alba. De todos modos, no conseguía distinguir bien a ninguno de los atalayas, desde el sitio en que él se encontraba. La selva tropical los enfundaba con su cacofonía nocturna. Oyó la fuerte respiración de Rija, sumida en profundo sueño, junto a él. Tenía una pierna pasada por encima de él, y el peso del muslo caliente aplastaba la pelvis del hombre... Este se sentía como mariposa clavada a una tabla. Se volvió a mirarla. El magro pecho de ella subía y bajaba... Aquellos morenos pezones se le antojaron, de pronto, un par de minúsculos obeliscos de desprejuicio. Desvió la vista. Dios, ¡cómo había llegado a odiar cuanto representaban! —¡Por mí, puedes seguir durmiendo hasta el invierno! —masculló. Se dejó caer de espaldas otra vez. En los primeros tiempos le había costado lo suyo habituarse al contacto directo con la tierra; pero finalmente llegó a superar su instintivo temor de citadino a los insectos predadores o a las hierbas urticantes. —Mis mejores amigos son piojos, hoy día —ironizó, entre dientes. ...Fue un cataclismo. Un verdadero tornado, que arrasó sin piedad con el Orden Establecido en su cronología... Retrocedió a su infancia, casi en acción refleja, y allí encontró un punto de apoyo. Había leído los clásicos: Verne, Wells, el Buen Doctor Asimov e incluso Ray Bradbury... La línea divisoria se tornó imprecisa: logró aceptar la irrupción de lo insólito en su sacudida cotidianeidad. Una vez que estuvo bien claro que en realidad nunca había dejado la Tierra; que el proceso Cyclon-2 no lo transportó, cual fuera lo esperado, a través de los golfos siderales, sino, en cambio, a horcajadas del Tiempo, entonces le resultó factible erigir una estructura básica a partir de la cual podría programar sus futuras acciones. Soy Luis Lombrossi, Teniente de Ingenieros del Ejército Federal de Nibalagua. Con breve antelación a esta hora, partí en la nueva astronave militar monoplaza, que

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desde luego piloteaba, rumbo a Alfa del Centauro. Yo tenía veintiséis años, una esposa de cabello azul —adorable aunque poco comprensiva—, un nene rubio ceniza y una promisoria carrera militar. Nunca llegué a A.C. Ni duda cabe que esto es de nuevo la Tierra. Mi nave (tras un paréntesis de delirante insanía), se ha convertido en un puñado de restos retorcidos; pero yo, ¡vaya uno a saber por qué milagro!, sobreviví al desastre… Sigo siendo Luis Lombrossi, y supongo que siempre cuento los mismos veintiséis años de edad. Pero esta Tierra que ahora piso no es la que dejé. Ella sí que ha envejecido, posiblemente alrededor de cincuenta, o tal vez sesenta años. No se trató, por supuesto, de una labor enteramente deductiva. Su mentalidad no trabajaba así. Es más, detestaba profundamente los imprevistos. Todo aquello que rehusara encajar como debía en su nicho predispuesto acababa por sacarlo de quicio. Por eso, suponía, era que se había sentido siempre tan a sus anchas en las filas. Órdenes precisas, impartidas desde los niveles jerárquicos apropiados: con esto se manejaba bien... Cuando menos hasta que el malhadado proceso Cyclon-2 desbarató las reglas. No había necesitado intuir cosa alguna, tampoco. Fue el propio medio el que se le impuso, acometiéndole con tal violencia desde todos los rincones a un tiempo, que ni siquiera dispuso de un precioso instante para aprestar sus defensas. Algo como un retorno del pasado, llegó a decirse. Como redivivas eras de romántica delincuencia (Morgan, Teach y el Capitán Kidd), ¡ya entrado el tercer milenio! Barbas y melenas al viento, armas hasta los dientes, arcaica indumentaria color aceituna y fulgores indómitos en las pupilas de pedernal. Helechos y raíces en vez de olas espumosas; fuertes lianas a manera de jarcias de abordaje. —¡Quieto ahí, espía! —¡Si mueves una pestaña te...! —¡Sujétenlo! (Había una autoridad incuestionable en la nota final.) Serrano era una leyenda viviente. Media nación había temblado, por dos décadas, al oírlo aclamar por la otra mitad. No en tiempos de Lombrossi, por supuesto; para él, Serrano surgía tan de súbito como una erupción volcánica. Pero el condicionamiento castrense de Luis acudió en su socorro. En forma automática atinó a permanecer callado, aparentando indiferencia, por anómalo que le resultara cuanto viera u oyera. Se las compuso, asimismo, para ocultar de ellos la comprometedora placa de identificación, con aquella increíble fecha de

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nacimiento y el peligroso patronímico grabados en su bruñida superficie. Poco a poco logró convencerlos de un cuento improvisado con infinita argucia. Incluía deserción, vagos resentimientos reprimidos y una simpatía hacia los “Libertadores” de Serrano latente desde mucho tiempo atrás. Consiguió diluir su hostilidad en recelo; poco después se le aceptó como uno más del grupo. El estado mental de Luis Lombrossi, entre tanto, resultaba paradójico: al filo del colapso, mantenía, a pesar de todo (envuelto en gasas de estupor) un rescoldo planificante, perennemente alerta. ¡Dios Santo!, se decía, mientras las fogatas del campamento rebelde agredían con sañudo ardor sus ojos claros. ¡Sesenta y cinco años!... ¿En qué habrá parado todo lo que conocí? Mi casa, Laura, Martín, mi... ¡Oh, Dios, Dios! Tendido sobre el pasto, frente a él, Serrano —una magnífica bestia de renegrida melena y rudas facciones de salvaje, la “X” de las cananas en doble bandolera clausurando en su pecho los resabios finales de humana lenidad—, representaba su única fuente de información. Pero no debía olvidar jamás la cautela: sonsacarle sin afán visible, leer entre líneas sin que él lo notara... —Uno hace cuentas —comentaba Serrano, con feroz destello en la mirada—, ¡y ya van para treinta años de lo mismo! ¡Tres décadas, chico! ¡Tres décadas de servirles de limones con piernas al General Lombrossi y al gobierno títere de Acevedo! Cualquiera pensaría que ya nos les queda gota por exprimirnos, chico, ¡pero te juro que siempre encuentran un poco más de jugo que sacarnos! Todo aquel rencor. Luis enterró su creciente temblor bajo el peso de una resolución inquebrantable: si lograba continuar resistiendo hasta que se esfumara todo atisbo de desconfianza, por enajenante que le resultara... —El Pueblo jamás se rendirá —barbotó la ronca voz de Serrano, desde la penumbra—. ¡Pero no habrá posibilidad de ningún Mundo Nuevo hasta que exterminemos al último de esos cerdos uniformados! Luis reculó entre las sombras, temeroso de que la indiscreción de las fogatas revelase su recóndita e irreprimible repulsión. “¡Locos!”, pensaba, con la sangre hecha hielo en las arterias. “¡Son psicópatas todos, y el líder, el peor!... Hay que andarse con tiento.” Planificar. Planificar indefectiblemente: Lección número 1, Primer Capítulo, del Manual del Oficial Moderno. Apegarse al libro era la clave. Siempre había funcionado en las maniobras, y ahora lo sacaría con bien. Disimuló escrúpulos y se tragó aullidos e imprecaciones. Se autoanestesió contra el horror de masacres, brutales sometimientos de campesinos recalcitrantes y orgías desenfrenadas tras ocasionales victorias.

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Con sobrehumano esfuerzo se mostró impasible cuando le tocó presenciar la ejecución de docena y media de soldados y cinco oficiales capturados al Ejército regular: de rodillas, vueltas de alambre hendiéndoles las muñecas por detrás de la espalda, un balazo dumdum en el occipital. (Sin necesidad del tiro de gracia, porque, ¿qué gracia habría en disparar sobre el fragmento de nada que dejó el primer impacto devastador?) Así debía ser. Por lo mismo, aparte de volver sus convicciones más arraigadas de cara a la pared, replegó en mil dobleces el venerado recuerdo de Laura y de Martincito y se obligó a aceptar, hasta las últimas consecuencias, los avances de aquella inmujer, Rija, hedionda a pólvora, sudor rancio y trasnochado marxismo. Por otro lado, aunque sin hacerse notar demasiado frente a los demás, siguió cuidando ciertos aspectos de su aseo personal. Pisaba una faja de hielo quebradizo, en equilibrio entre designios miméticos y escatológicos: su afán de camuflarse dentro de la horda no debía hacerle perder de vista la feliz consecución de las etapas finales de su plan de evasión... ...Todo seguía en calma. Algún animalejo, insecto, o cosa así, se hacía oír por las inmediaciones; pero nada más que eso. No había luna, y Luis juzgó empresa realizable eludir el salpicado resplandor de las hogueras. Ahora o nunca, decidió. En diferentes circunstancias, habría cabido en lo probable que hubiese llegado a vacilar; pero la actual coyuntura no le dejaba alternativa. Le admiró el despego con que finalmente se vio ejecutando lo necesario: sin duda esa situación límite prescribía el anestésico moral. La mujer se debatió con determinación, pero él se las compuso para sofocar sus gritos sin el menor rumor. Todo terminó en pocos segundos. Evitó volver a mirarla (algo en la forma de esa nariz le había disgustado desde el principio: parecía personificar entera a Rija) y empezó a arrastrarse..., lento y silencioso como un caracol consecuente. Sabía bien qué dirección tomar. Con solo que consiguiera sortear la vigilancia... (En un tiempo hubo termodetectores y alarmas, según supo Luis; pero la mitad se les había descompuesto, y el resto fue cambiado por droga o armas.) Siempre se había distinguido como “commando”; por lo demás, y gracias a su elaborada simulación, ya ninguno de ellos lo custodiaba en forma personal. Ahora veamos, se dijo. Siete kilómetros al este, siguiendo el curso del río. Cruzar el vado, trescientos cincuenta metros hacia el sur y ¡quiéralo Dios!..., las líneas del Ejército regular. Era la vuelta a la cordura, al orden y a la lógica: tenía que hacerse y Luis lo hizo.

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No pudo recordar nunca de qué medios se había valido, pero evitó que el cabo de guardia lo acribillara, por vía de prevención. Después, entre empellones, apuntó a la segunda fase de su plan: interviú con el General. (Si sus conclusiones, basadas en lo que dijeran Serrano y sus compinches, habían sido acertadas, entonces...) —¡El General! —demandó, ignorando los sacudones que le propinaba un adusto suboficial—. ¡Es urgente que hable con el General Lombrossi! —¿Por qué?¿Quién es usted? —¡Cuestión de vida o muerte! —persistió—. ¡Acabo de escapármele a Serrano! —Yo soy el General Lombrossi —y la alta figura, de espaldas a Luis y sus custodios, en el centro de la tienda de plástico, se volvió a enfrentarlo—. ¿Qué es lo que tiene que decirme? Luis no pudo detener el choque de sus párpados. En la cálida semioscuridad interior, una menuda imagen de tez sonrosada y rizos amarillos se agitó traviesamente. —Había una vez un conejito astronauta… —dijo Luis, con suavidad, al tiempo que abría los ojos para ver al General: patillas aceradas, una venilla azul de pulsante bombeo sobre la sien izquierda, recia quijada de autoridad vigente; unos sesenta y ocho, calculó. Lo justo. —¿Qué dice usted? —inquirió fríamente el militar. —...que se llamaba Luis, igual que papi —prosiguió Luis—. Y un buen día subió a una astronave y partió lejos, leeejos..., porque quería llegar hasta las estrellas más lejanas. Se tambaleó. Los soldados que lo flanqueaban se apresuraron a sostenerlo por los brazos; él, con ojos otra vez entornados, pugnaba por reconstruir, en base a relampagueantes intuiciones, las etapas de un proceso vital que nunca le fuera dado presenciar. Martincito escolar, Martín adolescente, suboficial, coronel... Sonrió fatigosamente. Más repuesto, avanzó hacia el cejijunto General. —¿Cómo te va, Martincito? —le musitó—. ¿Cómo has estado, hijo? Las duras manos del viejo hicieron presa en aquel sujeto andrajoso, sucio de barro, maloliente, descalzo..., aunque paradójicamente lo bastante bien afeitado como para que no se velasen sus facciones. Los rostros casi se juntaron por las narices. Entonces, una vieja visión joven rebotó desde la médula del pasado. —El conejito aquél —observó Luis—, nunca llegó a las estrellas. —¿Qué... es lo que...? —el General palideció intensamente—. Usted... Usted no... —Soy yo, sí, Martín. ¡Tu papá está de vuelta! —¡Mi padre desapareció hace más de medio siglo, en misión espacial! ¡Fue un

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héroe, y no permito que se profane su...! Luis rió por lo bajo. Los soldados miraban con ojos desorbitados, oían sin comprender. —¡Solo faltaría que me hubiesen levantado un monumento!... ¡Ay, Martincito! ¿Por qué será que solo después de muerto se puede ser héroe? ¡Fíjate en mi placa! ¡Me las arreglé para conservarla! ¿O quieres cotejar mis huellas digitales con las del archivo? ¿Te servirá el registro de mi voz? ¿O mi ADN? —No... lo entiendo. Aquel viaje... El Cyclon-2... Luis hizo una seña con la cabeza. Interpretando sus deseos, el General espetó un gesto imperioso hacia los perplejos soldados. Ya solos, hubo un crucial intercambio de miradas, y los rasgos del viejo militar se relajaron. —Viajé a través del Tiempo —explicó Luis, con la mayor sencillez—, y no por el espacio… Supongo que pudo haberse producido lo que los teóricos denominaban “interposición dimensional”… Y ahora... ¡ahora me encuentro con un hijo que parece mi abuelo! ¡General Lombrossi! —No pudo evitar que le temblara la voz—. Estoy muy orgulloso de ti, Martín. ¡Has llegado muy alto, hijo mío! El anciano le tomó las manos. —Una larga odisea, la tuya —dijo, con una dulzura desconocida en él. —Pero al fin —repuso Luis—, siento que volví a casa. Ahora fue el galoneado quien vaciló sobre sus botas, de ordinario los pilares más firmes sobre los que se sustentaban las Fuerzas Armadas Federadas. Luis, descubridor asombrado de ternuras nuevas, lo ayudó a sentarse frente al escritorio de campaña. Bajo la límpida luz azulosa de los Photopacks, en medio de la pulcritud y el orden que caracterizaban a la milicia, Luis se sintió a cubierto de la jungla. Una onda de bienestar indescriptible le recorrió las entrañas. ¡Adiós, infierno! Henos de vuelta en la civilización. —¿Cómo lograste llegar hasta mí? —quiso saber el General. —Serrano te mencionaba constantemente..., y de la peor manera. ¡Para ese maniático eres una mezcla de Satanás con Moloch! —¡Salvajes!... ¡Ya me imagino lo que habrás pasado entre esa caterva de criminales! Fue tras un prolongado lapso, cargado de mutuas reminiscencias, de menudos secretos una vez compartidos, de comunes nostalgias inmarcesibles, que todo se asumió por parte de ambos. Luis comenzaba a ambientarse en aquel mundo cuyos giros perdiera durante tanto tiempo. —El conflicto se agudizó en el cincuenta y siete —expuso el General—. Ya

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para mediados de la década del sesenta era imposible vivir en paz en estas tierras... Serrano juntó un puñado de campesinos, al principio. Se refugiaron en lo profundo de la jungla, ahí donde no pasa ningún tipo de rodado. No sé cómo se las habrá arreglado, posiblemente por el terror y el asesinato de los recalcitrantes; pero la guerrilla creció y creció... Incluso llegó a ponernos en apuros un par de veces — añadió. —¿Al Ejército regular? ¡Me cuesta creer que...! El furibundo índice del General hendió el aire, como espada cimbreante. —¡Les facilitan armas! ¡Hay potencias del Norte que están de su lado!... Sin ir más lejos, el mes pasado confiscamos un contrabando de lasermashers que traía un transporte de Jutland City... No, te aseguro que no hay que subestimarlos, por desastrados que parezcan, o por estrafalarias que veamos sus ideas. ¡Son peligrosos de veras! —Algo de eso percibí —asintió Luis. —¡Lo cierto es que lograron dividir a este subcontinente en dos bandos opuestos..., como si hubiesen trazado una raya de tiza entre uno y otro! Luis meneó la cabeza. Era duro aceptarlo, pensó. —Dos bandos... ¿Y la gente de la calle, qué...? —¡Nadie que tenga medio dedo de frente justificaría sus crímenes..., por mucho que se oculten detrás de esas arengas políticas suyas! —El General respiró profundamente, mordiéndose un labio—. ¡Las Fuerzas Armadas constituyen el último baluarte de la democracia, y eso te puedo asegurar que no lo ignora nadie! El noble semblante había enrojecido. Aureolados por los cabellos grises, los ojos claros, transparentes aún, despedían brillos inspirados. Luis dejó escapar un suspiro. ¡Se había perdido tanto! La infancia, el desarrollo de su hijo. Pero, a cambio, pensó, ahora se le concedía disfrutar del esplendor de su magnífica madurez… Aquel paréntesis entre los bárbaros asesinos quedaba atrás, se dijo.—Te admiro, Martín—musitó con fervor, colocándole las manos sobre los hombros. —Cumplo con mi deber, eso es todo —repuso llanamente el militar—. ¡Volveremos a ser el gran país que una vez fuimos, papá! —añadió, emocionado—. ¡Ya lo verás! La marmórea faz del anciano hijo se aproximó a la de Luis. Las manos, jaspeadas de isletas parduscas, oprimieron al juvenil padre con exaltada presión, y candentes fulgores brotaron de las pequeñas pupilas. —Volveremos a ser Hombres, papá. —La voz se elevó, al influjo de su mismo sonido—. ¡Pero antes…

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(…Y los ecos de las palabras finales del General se expandieron, monstruosos, hinchados y deformes..., hasta alcanzar las curvadas paredes del Universo…) ...hay que exterminar de raíz a toda esa chusma sediciosa! Y Luis quiso gritar..., pero no pudo.

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

Ilustración:Virgil Finlay

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M

e gritó “ahí, ahí”, pretendiendo que me detuviera. Hasta me sacudió un hombro cuando trataba de hacerle entender que a esa altura la avenida era ruta y que marchábamos por el carril de alta velocidad. Solo conseguía demorarme, me impedía concentrarme en los letreros donde hallar una calle que nos permitiera regresar. La culpa era suya, me había dicho al 12.100 y no habíamos llegado al 11.500. La amiga, sentada inmóvil con la mirada triste colocada en otro planeta, se dignó a calmarla cuando uno de los empujones de la otra provocó que diera un giro imprevisto. ¿A qué tanto apuro?, la casa no se iba a mover, ni que fuera un tipo. Y si quería perseguir tipos, que fuera con la policía. Insultando en voz baja reduje la marcha, tras ubicarme en el carril correcto. Encontré una calle y giré; ahora precisaba hallar otra que me permitiera volver. Comprobé que la mujer, apoyada en el respaldo, continuaba nerviosa, se frotaba las manos y sacudía la cabeza. Flaca, consumida, con una frente muy ancha y el pelo largo cayendo por detrás de la oreja, en ese instante parecía una loca. Ni se me cruzó por la cabeza que viviría tal experiencia cuando las recogí, frente a una casa de paredes con piedritas, bien conservada. Subió tranquila, despacio, la amiga detrás; se la veía contenta, como esperanzada. La otra era más baja, morruda, con una campera gruesa de tela abrigada y cabello corto, como el de un varón; en ella no existía el menor indicio de ansiedad. Me dieron la dirección y nada más. ¿Qué le había atacado?, ¿una droga con efecto retardado? Recorrí trescientos metros hasta dar con la calle correcta. La chica de pelo corto, diez años más joven, lo menos, susurraba al oído de la flaca, que por entonces se mecía como si fuéramos en un bote. Callado, maniobré entre camiones detenidos en doble fila en plena descarga de frutas y cerveza, cráteres en el asfalto y peatones descuidados, hasta que los números aislados que veía en las casas me indicaron que debía retomar la avenida. Ella se dio cuenta, se estrujo las manos con más fuerza y volvió a adelantarse en el asiento. La chica le pasó un brazo por el hombro, sujetándola. Dejé pasar una docena de coches hasta que pude sumarme al tráfico. Conduje a mínima velocidad hasta arribar a la cuadra donde comenzara a gritarme. Pregunté dónde era; ella señaló una casa de paredes agrisadas, junto a una verdulería. Estacioné. Fue la otra quien me pagó la corrida; le desconté la vuelta que dimos, aunque no correspondía. Ni las gracias me dieron por el descuento. Bajó la petisa y la flaca continuaba pegada al asiento. La joven, de pequeños ojos negros, le insistió. Empecé a mover el pie, tanto apuro y ahora me estaba haciendo perder dinero. La puerta de la casa se abrió, salió una chiquilla de unos nueve años, guardapolvos rosa y trenzas. La flaca sollozó y se cubrió la boca; la amiga vio a la nena

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y se metió en el coche. Detrás de la chiquilla asomó una mujer de treinta años, muy bien vestida, del tipo exuberante. La nena corrió hacia ella, la rubia la alzó, le dio un beso, la volvió a bajar y la tomo de una mano. No me atreví a voltearme ni quise mirar por el espejo; oí con claridad los sollozos, murmullos que incluían “no, no” entre frases ininteligibles, y una voz parca que repetía “tranquila Iris, tranquila”. La rubia y la niña se subieron a un potente todo terreno, estacionado delante de nosotros. Arrancó, aceleró y se perdió de vista. El asiento trasero del taxi era un mar de lágrimas. Dejé de moverme. La joven cerró la puerta y me pidió que las llevara de nuevo a su casa. Hicimos todo el viaje sin hablar, la flaca envuelta en los brazos de la más joven. Traté de pensar en los trámites que me esperaban por la tarde, para no especular con esa fallida visita. Detuve el auto con suavidad frente a la casa de piedritas; la morocha volvió a pagar cuando le leí la cantidad que marcaba el medidor. Bajaron sin saludar y se dirigieron a la puerta; la flaca se apoyaba en la amiga, encargada de buscar las llaves en la cartera. Aceleré y me fui en busca de otro cliente, de otra historia a medio contar.

JUAN PABLO GOÑI CAPURRO

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ui feliz, los primeros tres meses. Durante el primero, la pasión liberada, en ese hotel dentro de hectáreas de selva entrerriana, con aguas termales, canto de pájaros y cocina autóctona; en el segundo, la confirmación, el secreto compartido, el imaginar nombres; en el tercero, dar la noticia, que todos supieran que era portadora de vida, de una vida que se integraría a la gran familia. Después, el vacío, el no entender, el no querer recordar el diagnóstico ni la mirada del médico, perdida en el ir y venir de los autos que se veían desde la ventana de su consultorio, para escapar de la mía: incrédula, asustada, interrogante. Dejé pasar los días, los meses. Los más cercanos conocían la verdad, para el resto, mi embarazo iba pasando por las diferentes etapas del desarrollo esperado. Mis piernas estaban hinchadas, el nonato era pequeño, pero en el séptimo mes se hacía sentir. No soportaba la cama, quería que todo terminara ya. Caminé hasta la esquina, mi vista se desvió, una vez más, hacia la vidriera donde se exhibía ropa de bebé. La aparté enseguida. Ya tenía dos conjuntos: había elegido el algodón, los botones, dibujado el molde y cortado la tela. La máquina de coser terminó el trabajo. Los lavé y guardé en papel de seda. También tejí una manta al crochet, blanca, muy suave, para que mi niño no pasara frío, en una realidad inventada. Después del cuarto mes, algunos sabían que no iba a necesitar nada más. El obstetra me dijo que había que esperar, completar las lunas hasta su nacimiento, era lo mejor para mi cuerpo. Crucé la avenida que me separaba de la plaza, tomé por una senda hasta llegar a un banco de madera que estaba al sol. Me senté y cerré los ojos, lo sentí moverse, algunas pataditas. Dentro de mí, vivía, se alimentaba y crecía. Los últimos estudios descartaron toda esperanza. Sentí antojo de comer uvas. Me levanté y volví a caminar. Algunos me sonreían, una mujer me pidió permiso para tocar la panza, dijo que le traería suerte. ¿Y yo, la madre que había aprendido nanas, con pechos que se iban llenando, con manos listas para acariciar? Yo, tendría que esperar otro tiempo. ¿Y si todo fuera un mal sueño? Si esa maldita palabra: hidro... hidro... había caído equivocada en el informe. Quería tanto a ese hijo que mi amor tal vez podría realizar un milagro. Tomás nació, apenas se quejó y a las seis horas murió. Lo tuve abrazado a mi pecho. Entraron varios médicos, el caso no era común, volví a escuchar “hidrocefalia”. Mi marido lloraba como un niño.

YOLANDA SA

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n el carro de Deméter se están llevando los muertos. Lo vimos por la ventana del fondo. Unos alzan las cruces, otros apilan las lajas. Hay que mudar el cementerio, dijeron en el Concejo, porque un día van a flotar los muertos. La cosa es que el río está cerca y cuando crece se le llega hasta la primera línea de sepulcros. El Deméter se había conseguido un buen conchabo, su carro era el más grande. Los caballos de un empujón arrancaban nomás al trote. En cinco o siete días, dijo el intendente, se habrá terminado y la necrópolis nueva se verá que es un adelanto necesario. Parece que se va a ir para un mes lo del traslado. El intendente le estuvo pifiando. El Deméter dice que hay mucho para hacer de papeles. Algunos aprovechan para ordenar sus muertos. Otros no hacen reclamos. Nosotros nos trajimos uno, que parece que no estaba ni anotado. El Deméter lo trajo en su carro una noche que pasaba para el boliche. Lo metimos por la ventana del fondo. Lo tenemos acostadito en el ropero, en su cajita oscura. Es el angelito de la casa.

RICARDO BUGARÍN

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a pagaron la fianza, pero debe haber algún error. Ahora estoy esperando en la estación de trenes. Hace mucho frío. Me imagino que iré a casa de mis tíos en el Chaco y debo calcular bien los gastos, porque estoy con muy pocos ahorros. Preferiría no pensar en nada. Cada segundo que pasa, menos lo creo..., aunque a veces también dudo de mí mismo. Invariablemente repaso todo desde el principio, para encontrarle a todo esto algún sentido. Empezó hace dos semanas, cuando volví por la noche de la Facultad. Entré a casa, como siempre, y lo vi. Pensé que era algún amigo de mi hermano, y lo saludé cordialmente. Pareció incomodarse, pero devolvió mi saludo con un ademán suave. Tenía una bufanda marrón y un sobretodo negro, y no pude distinguir bien su cara. Éramos bastante parecidos en tamaño y altura. La cena fue bastante incómoda. Todos estábamos un poco distantes por aquella nueva presencia en la casa, y preferí no hacer preguntas. Luego de un rato de televisión, me fui a dormir. Sus maletas estaban en mi cuarto y nuevamente opté por no hacer preguntas. Me puse a leer un rato; unos momentos más tarde entró mi madre con él a la pieza. Me molestó que no golpeara la puerta, como siempre hacía, pero tampoco dije nada. —Será solo por unos días... —dijo, aunque no supe bien a quién le hablaba. —Perfecto —contestó él, sin darme tiempo a nada. Di vuelta hacia el lado de la pared, y tapándome con las frazadas me dormí. Había en su comportamiento cierta confianza desde el principio, pero todos en casa parecían sentirse a gusto con él. Esa noche preferí quedarme a dormir en lo de un amigo, y no avisar nada. Pensé que de ese modo se preocuparían un poco más por mí. Mi amigo pasaría ese fin de semana largo en su estancia en las afueras y decidí irme con él unos días. La estadía en la estancia se prolongó un tiempo, y eso fue mejor para mí. Cada tanto hablaba a casa, pero al cortar invariablemente sentía una sensación extraña, como de distancia en el trato. Pero preferí no pensar en eso. Me aliviaba mucho saber que solo sería por unos días, y que en poco tiempo todo volvería a la normalidad en mi hogar. Pasaron cinco días, y volví. Habían cambiado la cerradura; eso me fastidió bastante. Toqué varias veces el timbre, y vi a mi hermano hablando por teléfono a través de la ventana. Preferí esperar a que terminara, porque supuse que si no interrumpía su charla para abrirme, sería seguramente por algo importante. 86


Siguió hablando, y cada tanto me miraba. Le hice una seña para que me abriera, pero parecía no notarlo. —Vamos, deje de molestar... —me dijo el oficial de policía tomándome del brazo— ya tenemos varias denuncias de esta casa. —¿Qué pasa...? —le pregunté, tratando de zafarme. El agente me apretó con más fuerza, y miró a su ayudante como dándole una orden. El otro abrió la puerta de atrás del celular y entre los dos me obligaron a entrar, sin darme explicaciones. Por alguna estúpida razón no dije nada, y opté por llegar a la seccional para aclarar todo. —¿Es este? —preguntó el agente a mis padres, que esperaban en la seccional. —Sí... —contestó seriamente mi padre. Mamá estaba como shockeada por toda esa situación. Yo, en cambio, ya estaba más tranquilo y sonreía aliviado, porque era evidente que todo se solucionaría en instantes. Permanecí en silencio. Me trasladaron a una celda cercana, y hasta me pareció divertido, porque yo nunca había estado en una. Desde ahí pude escuchar el relato de mi madre, ya un poco más tranquila, al oficial que le tomaba declaración: —“...y de repente apareció en nuestra casa. Al principio, por consejo de la policía, lo tratamos como si nada ocurriera, porque corríamos el riesgo de que fuera un sicópata...” “Claro, —pensaba yo en la celda— el tipo estaba loco... Mis viejos actuaron muy bien... prefirieron no decirnos nada para no crear pánico en casa” Mamá continuó explicando: —“Unos días después, repentinamente se fue a una estancia, y ahí decidimos cambiar la cerradura. Bueno...el resto usted ya lo conoce.” Alguien pagó la fianza, y pude salir. He intentado volver a casa, pero en la puerta hay un patrullero de la policía, custodiando todo el tiempo. Ahora estoy acá, en la estación de trenes. Me voy al Chaco, a casa de unos tíos. La verdad es que estoy preocupado... Debe haber algún error.

LUIS FONTANA

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5:45 hrs: Robert Howell despertó de mal humor. Los analgésicos y relajantes musculares disminuyeron el dolor lumbar y aun así pasó la noche desvelado y sin haber encontrado la posición antálgica. El insomnio le permitió recordar los expedientes y ensayar los argumentos correctos para las sentencias. Antes del desayuno se enfrascó en una discusión estéril con su mujer y la mañana se le descompaginó de improviso. La compañera de su vida desoyó sus requerimientos energéticos para la larga jornada y le restringió el tocino en los huevos revueltos. 07:15 hrs: Robert Howell se despide de su mujer con un beso reconciliador y pone en movimiento la maquinaria de ciento diecisiete años que lleva a cuestas. El martes de la apelación final, así bautizó ese día, es la costumbre establecida en su corte desde hace medio siglo. Al finalizar sus funciones como abogado militar en la Segunda Guerra Mundial alcanzó el nombramiento en el juzgado de primera instancia. Tenía los méritos para llegar a la Corte Suprema, pero se contentó con impartir justicia en la Corte Superior y de ahí no lo movió nadie. En su juzgado los veredictos que pronuncia son inapelables y sientan jurisprudencia. La justicia que imparte está basada en la claridad de sus conocimientos y en la pureza de su alma. 08:00 hrs: Robert Howell ingresa a la sala y el silencio se instala inmediatamente. Es posible escuchar el golpe de una aguja contra el suelo así como el roce de su túnica al acomodarla en el sillón. El asistente le alcanza los seis expedientes y un vaso con agua. El juez observa a los acusados, demandantes, abogados y fiscales. Se acaricia el cabello cano y distingue a Norma Jeane en la primera fila de bancas, al lado de su defensor. La rubia tiene programado un careo después del mediodía. El personal de seguridad se limita a un par de oficiales innecesarios, porque en la trayectoria de la corte nunca nadie levantó la voz ni armó alboroto. 08:15 hrs: Robert Howell indica al asistente que proceda con el primer caso. El reo manifiesta sus generales de ley y soporta el juramento de rigor: ¿Jura por Dios y estos Santos Evangelios decir la verdad y nada más que la verdad? Sí, juro responde el cabo Fermín Ccapcha. Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino regresado a Pucayacu para ser enterrado vivo al igual que los comuneros que ametralló. 89


09:00 hrs: … Sí, juro responde Sir Percival Mc Pherson. Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino internado en el hospital psiquiátrico, para continuar sufriendo las maldades de los celadores Stephen Ridell y Gene Mac Leach, a quienes asesinó para escapar. 09:45 hrs: … Sí, juro responde Karl Radzinsky. Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino volverá a Treblinka para horrorizarse con el sadismo del sargento Heinz Leichmann mientras viola a su esposa e hijas. El juez Robert Howell ordena un receso de diez minutos, bebe un café preparado por la señorita Caroline Murray y estira las piernas para elongar el nervio de su maldición. No tiene apuro, dispone del tiempo eterno y es el jefe supremo de las decisiones. 10:45 hrs: … Sí, juro responde Joe, el mandingo. Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino encomendado a la plantación algodonera para consumirse en el incendio que provocó en la casa del amo Bernard Leblanc. 11:30 hrs: … Sí, juro responde el adolescente Ricardo Carrillo. Si no lo hace, no será demandado por perjurio sino sodomizado por el reverendo Francisco del Valle, envenenado por usted. A la una de la tarde el calor de abril castiga el juzgado. El juez Robert Howell ya sentenció los primeros casos, con el asistente verifica el papeleo y levanta la sesión para almorzar y aliviar la ciática que le destroza la pierna izquierda. En su despacho privado escucha las palabras cariñosas de su mujer y se reconforta pensando en las galletas de avellana prometidas para el lonche. El almuerzo es frugal, come rápido y cabecea media hora. La llamada del mayordomo lo despierta. Se incorpora del sofá, va

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al baño, micciona, se refresca la cara con agua fría y cepilla los dientes. Está listo para enfrentar el caso programado para las dos de la tarde. Sale, toma asiento y reanuda la audiencia. 14:05 hrs: ¿Jura por Dios y estos Santos Evangelios decir la verdad y nada más que la verdad? Sí, juro responde Norma Jeane. Si no lo hace, no será demandada por perjurio sino por… La puerta del juzgado se abre y Jack ingresa. Camina solo, pálido y desencajado. Toma asiento en el extremo opuesto a donde está Norma Jeane. Los otros encausados, con las apelaciones resueltas, ya abandonaron la sala y obtuvieron lo que merecían. Al menos eso es lo que Robert Howell dictaminó antes del almuerzo. Los cinco salieron satisfechos, enderezaron las sentencias, emergieron del infierno y transitan con la paz obtenida. El veredicto les permitió alcanzar, en el juicio final de sus vidas, el reconocimiento de sus desgracias y la redención de los delitos cometidos para sobrevivir. ¿Jura por Dios y estos Santos Evangelios decir la verdad y nada más que la verdad? Reinicia el asistente Sí, juro responde Norma Jeane. Si no lo hace, no será demandada por perjurio sino condenada a vagar en la incertidumbre de la memoria… No solo de la memoria interrumpe Robert Howell. El viaje por el mundo medicamentoso será eterno y jamás encontrará el camino de regreso. El presidente Kennedy mira a Marilyn y la rubia de sus tormentos le devuelve la mirada dulce. En ella le expresa que su amor no la mató y que está lista para regresar al cielo mentiroso de las fantasías hollywoodenses y que, al fin y al cabo, es tan real como el de los que la precedieron en la corte del honorable Robert Howell.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/oswaldo.castro.73

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esde su oficina en el último piso de un rascacielos de acero y cristal, Yim mira preocupado al horizonte. Más allá de la ciudad ve las elevadas serranías de los Apalaches. Hace poco empezó el día; el cielo nublado difunde una luz gris que parece llegar de todas partes y de ninguna. Lleva un rato pensativo, la vista perdida a lo lejos. Delante de Yim, el cristal, y detrás su inmensa y lujosa oficina, escritorio, sillones, mesa enorme para doce personas. Por doquier, caoba y marfil; cuadros engalanan las paredes. Algo está mal; muy mal. No lo incomodan el traje costoso o los finos zapatos de cuero de verdad. Le duele el alma. Hace tiempo, años quizás, que no sucedía algo opuesto a sus deseos. Ahora sí. Golpes en la puerta. Mientras busca algo entre las nubes ordena que entren. Abre y pasa Yóu, su asistente. Yim no mira. Lo tenemos, señor. Tráiganlo. Yóu le abre a dos matones que traen a un hombre desfigurado, sosteniéndolo por los brazos. Siéntenlo. Lo dejan caer en un sillón y se quedan junto al apaleado, sujetándolo. Yim se acerca y lo mira. ¿Olvidaste algo? El apaleado hace un esfuerzo por dirigir la cabeza hacia Yim y abrir los ojos. No dice nada. Repito, ¿olvidaste algo importante? Yo… no hice nada. Hay más golpes de donde vinieron los anteriores. ¿Necesitás más? Yo… no fui. No, claro. Vos no fuiste. Te lo dije bien clarito: nadie venderá droga en los colegios de Okefenokee, nadie salvo los que trabajan para mí. Y nadie, ni siquiera los que trabajan para mí, venderá drogas en el colegio al que va mi hija. ¿Te olvidaste? No… yo no vendí nada. Pero sé quién vende… Qué interesante. ¿Y quién vende, que no sos vos? En… en la media, del lado derecho. Ahí está. El matón de ese lado, sin soltarle el brazo, revisa el interior de la media. Saca un sobrecito de nylon que le entrega a Yim. El apaleado sonríe, o al menos lo intenta. 93


¿Podés… reconocés la letra? En el sobre, con letra infantil, dice “La preferida de Yim”. Lo escribió su hija de diez años, no hay dudas. El paquete es muy prolijo; este año avanzó mucho en Manualidades. Llévenselo. Déjenlo afuera de la ciudad. Lo dejaremos ir, es inteligente y no volverá más. Se retiran los matones, arrastrándolo otra vez. Yóu sale detrás cerrando la puerta despacito. Yim vuelve al ventanal. Está más tranquilo. Nadie faltó a sus mandatos. En el fondo de su corazón, siente eso de lo que alguna vez oyó hablar. Orgullo paterno, o algo por el estilo.

JORGE PRINZO

Argentina

Twitter: @jorge_prinzo

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M

icaela camina sin rumbo, sin horarios, sin saber si es de día o de noche. Cual animal hambriento va en busca de su presa. Algunos carteles, dentro de su cabeza, le indican cuando está llegando al límite, como lo hacen las alarmas en los autos. Necesita comer algo, necesita droga, necesita alcohol. El resto, es superfluo. No le importa dormir en una cama mugrienta. A veces, no llega a levantarse para ir al baño. Su ropa tiene ese olor nauseabundo que, hace unos meses, no percibe. Esta noche, en su recorrido, pasa por un boliche under, camina dos o tres metros. Su cerebro reacciona: desanda su marcha e ingresa. Baja por una pequeña escalera, una bombita roja señala el camino al infierno. Se acostumbra de a poco a la oscuridad. Intuye que todos tienen sus ojos puestos sobre ella. Se queda inmóvil. Solo su cabeza gira de derecha a izquierda mientras recorre mentalmente esa pocilga. Un flaco alto, pelado, con barba, se levanta y camina a su encuentro. Soy Alex ¿Qué onda? Micaela no puede o no sabe qué responderle. Pero en cuanto la toma de la mano y la conduce hacia su mesa, se deja llevar. Alex está con dos tipos más. “Parece que esta noche la ponemos…” le dice uno al oído. Uno de ellos le sugiere al compañero dejar a los "tortolitos" solos. Alex pide dos hamburguesas, papas fritas y cervezas. Ella mira a Alex desde el abismo de su hambre físico pero también desde su necesidad de consumir algo más que comida. Él no va con rodeos, una vez que ve que Micaela devora las dos hamburguesas y todas las papas fritas, le pregunta si quiere un whisky. Alex parece no estar compartiendo nada con ella. Micaela siente que vuelve a su cuerpo, lo sabe cuando el bajista de la banda en vivo que “toca” en ese antro, le chinga a una nota y su oído absoluto la obliga a taparse las orejas. Él aprovecha ese movimiento y la toma del brazo, acaricia lentamente su piel. Alex la invita a pasar la noche con él. Promete merca de la buena. La calle está oscura y vacía, los autos parecen no existir. La sube a su moto, hace que se aferre a su cintura y le aconseja que no se suelte. En veinte minutos están en la entrada de servicio del edificio donde vive. No quiere que nadie lo vea con semejante compañía. No bien abre la puerta, conduce a Micaela hacia el baño. La ayuda a sacarse toda la ropa. Parece una persona en situación de calle. Llena la bañera con agua tibia y

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apaga la luz del baño mientras enciende la del pasillo. Para Alex es una forma de mantener el anonimato de su compañera. La ayuda a introducirse en el agua y, amorosamente, toma una esponja y comienza a limpiar cada parte del cuerpo de Micaela. Ella se deja, hace mucho tiempo que alguien no se ocupa de su persona. Sabe que comida, baño y droga tienen un precio. Resuelve que será su esclava si hace falta. Pero, a medida que su cuerpo se reconforta luego de comer y bañarse, se da cuenta de que muy pronto recuperará la noción de realidad. Colabora, entonces, con su limpieza y espera que Alex también se duche. Ahora, ambos limpios, van desnudos hacia la cocina a buscar alcohol y provisiones. Ella lo mira, comprueba que su desnudez no provoca deseo en él. Tal vez es un filántropo. En una de esas le hace recordar a alguien. En verdad, solo le importa recibir su dosis de droga y dormir en un colchón limpio como su cuerpo. Elige el lado izquierdo de la cama y, una vez recostada, comienza a frotar las plantas de sus pies sobre las sábanas. Había olvidado algunas cosas buenas de la vida. Él maniobra con jeringas, lazos de látex. Ella pide permiso para encender un “flaco” que está sobre la mesa de luz. Alex aprueba con un movimiento de su calva cabeza. Pega una larga pitada, mantiene el aire en su estómago para disfrutar más la sensación. Comienza a toser como una principiante. Alex se ríe y su sonrisa muestra sus blancos dientes. Comparten unas pitadas. Micaela siente la necesidad de comer algo dulce. Él abre el cajón de la mesa de luz y le da un chocolate blanco. Lo come rápidamente y comienza a mirar a Alex, quien no da la impresión de querer tener sexo. Solo le propone drogarse. Puede ver el lazo que ata su brazo izquierdo, la vena se marca a medida que pasa el tiempo. Alex, con precisión introduce la aguja y, lentamente, comienza a pasar el contenido al cuerpo de Micaela. Pone una mano sobre su corazón y lo siente latir como si hubiera recobrado la vida. Lo último que ve es la sonrisa de Alex. Las imágenes se agolpan en su cabeza. No puede hacer nada por detenerlas. Algo llama su atención. Dos mujeres vestidas de luto en un salón antiguo conversan, aunque no logra escuchar lo que dicen. Una luz tenue entra por una ventana. Percibe humo. ¿Será una chimenea? ¿Algo se quema? Luego se da cuenta de que está en un teatro. Solo hay dos espectadores, un pibe con el pelo color Pikachu en primera fila y ella. Le cuesta mantener la vista en la escena, siente que hay arena en sus ojos. Quiere frotarse para poder observar mejor, pero no tiene manos. O al menos no siente su presencia.

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Se pide a sí misma mantener la calma y lo logra, por un breve tiempo. Cierra sus ojos arenosos. Cuando vuelve a abrirlos cree estar en una muestra de Yayoi Kusama. Aunque los múltiples lunares han mutado en telarañas. La iluminación está especialmente diseñada para causar idéntica impresión de los locos puntitos cuando visitó el Malba. Despierta. Aspira un olor a tostadas recién hechas. Bandeja en mano, Alex se acerca. Un festín de café, tostadas, manteca, dulce. Come casi como un animal, sin modales. Un atracón. Alex le da ropa limpia y una dosis extra. La acompaña hasta la puerta de servicio. A la luz del sol parece otra persona. La mira de arriba a abajo y parece satisfecho; la despide con un beso en la frente. Vé sus pies envueltos en unas zapatillas de marca, en sus piernas un jean que parece confeccionado a medida. Se agarra del marco de la puerta, compara la tibieza del parquet con el contraste del frío mosaico del pasillo. Algo recuerda. Tal vez la casa de sus padres… La luz del sol golpea sus ojos. No siente resaca. No sabe dónde está. Camina sobre sus limpias zapatillas y se anima a preguntarle a un kioskero cómo puede volver a eso que ella llama casa. Camina casi cuarenta cuadras. Palpa la jeringa en el bolsillo de su campera limpia y casi sin uso. Promete inyectarse no bien llegue. Abre la puerta, al parecer recuperó su olfato. Hay olor a "de todo". Saca algo de basura que había en el cesto. Retira la sábana celeste de su cama, impregnada de todos los líquidos posibles y se recuesta sobre el colchón. Evalúa la posibilidad de repetir la sensación de contacto con un entorno aseado. Pero esa idea no prospera. Debe deshacerse de todo lo que la rodea, lo sucio, la podredumbre, lo que ya no tiene utilidad. Jura comenzar a hacerlo al día siguiente, luego de la dosis que porta en su campera. En el baño, se anima a mirarse al espejo. Su cara ha cambiado, el pelo brillante. Le da curiosidad observar su reflejo. Parece una bella mujer. De repente siente ardor en la parte trasera de su cuerpo. Comienza a rascarse pero el picor no se va. Se saca la camisa y nota que tiene algo raro. Toma un espejo pequeño que usa para cortar la cocaína y observa al enfrentarlo contra el espejo del baño. Toda su espalda es un cuadro. Dos cipreses, una luna llena, tintes de atardecer y muchas estrellas como lunares de Kusama. Está untada con vaselina. Intenta rascar la superficie para liberarse del cuadro pero solo consigue sentir más dolor. Piensa en Alex, en su dedicación al momento de limpiarla, su falta de interés

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por el sexo. Decide no cuestionarse nada más, consume su dosis y ya verá qué hacer cuando se despierte. Durmió un día entero. El hambre ruge en su estómago. Se viste con la ropa que le dio Alex. Roza sin querer su espalda ardiente pero igual se abotona la camisa. Los carteles mentales comienzan a aparecer. Hambre de comida, hambre de drogas, hambre de contacto amoroso asexuado. No le importa convertirse en un lienzo caminante. Al pasar al lado de una pared colorida sabe que está cerca, no recuerda mucho más. Encuentra el boliche, baja la escalera casi en penumbras, busca la mesa donde había comido hasta hartarse. Cuando se amiga con la oscuridad reinante lo ve. Su cabeza calva, su barba. Está sentado con dos amigos, tomando cerveza. Micaela no espera que venga a buscarla, lo encara directamente. Se sienta sin ser invitada. Uno de los tipos de la mesa sugiere una partuza, entre los cuatro. Ella no contesta, respira muy lentamente y con cara de poker, mira a su artista. Nota que está incómodo con la propuesta. Las palabras se convierten en gritos, solo se oyen voces de hombre. Ella continúa quieta. Alex se levanta. El más alto le pega un piña en la cara, luego un gancho directo al hígado. Cuando Alex baja su cabeza por el dolor, el tipo le pega una soberana patada en la cara. Se encienden las luces que dejan al descubierto la suciedad, el horrible decorado, las caras de los asistentes. La banda deja de tocar, alguien llama a la policía. Micaela liga un botellazo de rebote, la sangre corre por su cuero cabelludo pero continúa con cara de nada. Queda sentada en el piso, apoyada en una silla rota. Sus ojos han perdido el humor acuoso, en ellos solo se reflejan la imagen de un tipo alto, pelado, con piercings y tatuajes, vestido de negro tirado en el piso con sus rodillas dobladas hacia arriba y sus brazos extendidos en forma horizontal, como un Cristo. Casualidad o causalidad, artista y musa-lienzo comparten viaje en la morguera.

LAURA FOLCH

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/laura.folch.3

Foto: Eugenia Menéndez

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o era la más hermosa, ni la más simpática del pueblo, pero era inevitablemente atractiva. Nadie, ni los niños, eran indiferentes a su paso. Por la causa que fuese, siempre llamaba la atención. No lo hacía a propósito, simplemente pasaba. Así la describía la abuela Chicha. Ana no tenía ni los ojos, ni la boca, más lindos del mundo pero su mirada y su voz eran inolvidables. Entre agresiva y amable, la mezcla de opuestos que llevaba en lo físico y en lo espiritual hicieron que desde niña, se destacara. Era la menor de cinco hermanas de una familia que se llamaba a si misma “fundadora del pueblo”, eufemismo con el cual querían decir que habían estado ahí desde que las vacas de los vecinos pastaban por cualquier lado ante la falta de alambrados, sobre todo en la plaza del pueblo donde les quedaba mucho más cómodo tomar agua de la fuente, que ir hasta el arroyo. Lo cierto es que Ana había vivido allí durante toda su vida; y desde que todos en el pueblo recordaban, había estado comprometida para casarse con Leopoldo. Él no era del pueblo, es decir, no había nacido allí sino en una estancia cercana. Desde muy chicos, nadie sabía exactamente desde cuando, Ana y Leopoldo, eran novios. La abuela Chicha contaba que el romance había comenzado probablemente una tarde en el arroyo cuando Ana, junto a sus hermanas y su amiga inseparable, había ido a sofocar el calor insoportable que sufría el pueblo durante el verano. Casi siempre las acercaba allí su papá. Iban en una camioneta vieja con la parte de atrás descubierta en donde, sentadas en el piso, se divertían con los golpes y sacudones que recibían por culpa del camino lleno de pozos. Ana y su amiga inseparable, se abrazaban fuerte para sostenerse una a la otra y se paraban de cara al viento como desafiando el camino. El día que conoció a Leopoldo, habían ido en bicicleta. Ya casi llegando al arroyo, el camino se transformaba en un tobogán pronunciado que terminaba recién en el puente de madera. Al comenzar la pendiente, Ana trató de frenar, la rueda delantera de su bicicleta pasó por encima de una piedra y ella voló un par de metros yendo a parar boca abajo sobre el camino. Leopoldo fue el que llegó primero, la ayudó a levantarse, le limpió con su mano la tierra y las piedritas que tenía incrustadas en los cachetes y le dijo: Llorá si querés, yo te tapo para que nadie se burle. Ana tenía trece años, Leopoldo un poco más, desde ese día para todo el pueblo, y para ellos también, fueron novios. En ese pueblo, como en todos, los noviazgos duraban un tiempo bastante

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largo, pero siempre, sin falta, terminaban en casamiento. Aunque la abuela Chicha recordaba un par de casos en los que el noviazgo había terminado en escandalosa huida del novio, o en vacaciones por tiempo indeterminado de la novia en el campo… para aclarar ideas decían las señoras del pueblo. Con el tiempo, las hermanas de Ana crecieron, se pusieron de novias y se fueron casando. Todas, menos la mayor que, como era inteligente eso decía la abuela Chicha la mandaron a estudiar a la Capital y allá se quedó. No sé sabe bien haciendo qué, decían que se había enamorado por error de un hombre casado y terminó dedicándose por entero a cuidar un par de gatos que había llevado a su casa una noche de tormenta cuando los encontró en la esquina volviendo del trabajo. Cuando las hermanas de Ana preparaban sus “ajuares”, así le llamaban al acopio de sábanas, manteles y ollas al que se dedicaban las señoritas para sus futuros hogares, ella participaba de estos menesteres haciendo lo propio. Así es que, por lo menos una vez al mes viajaba a la Capital con su amiga inseparable, para pasear por las grandes tiendas y comprar platos para su vida de casada que venía demorándose cada vez más. Luego de esos viajes, era cuando más feliz se la veía, contaba la abuela Chicha. Cuando sus padres insistían en fijar fecha para el casamiento, Ana respondía que era muy pronto, no tenían apuro, aún eran jóvenes para dar el gran paso. Leopoldo por su parte, parecía no querer contradecirla en nada. Tal era su amor y admiración que estaba dispuesto a esperarla el resto de su vida si fuera necesario. Así pasaron veinticinco años y seguían de novios, habían fijado fecha para la boda varias veces pero por una razón u otra, siempre la posponían. Que el trabajo de Leopoldo, la enfermedad de sus padres, la boda de sus hermanas, no era cosa de superponer las fechas. Los padres de Ana se sentían incómodos de que todo el pueblo les preguntara para cuando la boda de la menor, no fuera que la mimada y admirada de la familia quedara solterona viviendo con sus padres. Un día cualquiera de los tantos que iba a la Iglesia, la madre le comentó su preocupación al cura quien, muy comedido como era para estas situaciones, se ofreció a conversar con ella y ver que el eterno noviazgo tuviera final feliz. El domingo siguiente, el cura y Ana tuvieron una larga conversación que duró desde que terminó la misa hasta muy pasada la hora de la siesta. Cuando Ana se levantó del banco y le dijo: Y eso es todo Padre, por eso no me puedo casar, el cura cerró los ojos, y supo que pasaría la noche en vela rezando el rosario. Así fue como el cura se enteró del secreto de Ana. Nunca pudo revelarlo, no 102


solo porque precisamente era un secreto, sino porque lo supo por confesión y, por más que le gustaba jactarse de conocer los pecados ocultos de todo el pueblo, esto era demasiado. Por supuesto que nunca le dijo a la madre la verdad de lo que habían hablado con su hija, la pobre no lo hubiera soportado. Es decir que el secreto de Ana quedaría solo entre ellos dos. ¡Ah! … sí… y la amiga inseparable, quien ya lo sabía. Leopoldo soportó y aceptó todas y cada una de la excusas de su prometida pero cuando ya se acercaba a los cuarenta años, se vio obligado a casarse para salvar la reputación de una de las tantas señoritas del pueblo de al lado con quienes desahogaba el amor que Ana le negaba desde hacía décadas. Finalmente, iba a ser padre. Ana hizo lo que correspondía, contó la abuela Chicha, lloró pública y desconsoladamente durante un par de meses y luego volvió a sus viajes a la capital acompañada siempre por su amiga inseparable. Ahora no iba a comprar el ajuar, iba a despejarse del sufrimiento que le había causado el abandono de Leopoldo. Poco tiempo después, sus padres murieron juntos en un accidente en la entrada del pueblo, los arrolló el tren cuando volvían en auto desde la Capital donde habían ido a consultar con una psicóloga, para ver si la doctora podía tratar el problema ese que tenía Ana. Luego del entierro, Ana volvió a su casa, preparó una valija chica con algo de ropa, se fue a ver a la abuela Chicha, y le dejó las llaves de la casa familiar para que se hiciera cargo de venderla, alquilarla o lo que le viniera en ganas. Ella no podía ocuparse, al fin se iba a vivir su historia de amor a la Capital, sí… con su amiga inseparable.

SILVANA FERNÁNDEZ MULATTIERI

Uruguay

Instagram :"sil_fernandezmulattieri" Facebook: " SIL FERNANDEZ"

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staba acostumbrado a verlos mas no a mirarlos, pues los vagabundos en temporada de crisis proliferan como las palomas en las plazas. Suelen revolver los tachos de la basura del edificio que están colocados en la calle, dos pisos por debajo de la ventana de mi dormitorio, y era un sonido al que me tenían acostumbrado los fines de semana, pero que ahora es diario. Mientras los escuchaba me preguntaba cuál sería la sensación de ser un paria, sin trabajo ni techo seguro, sin saber de dónde vendría la próxima comida, durmiendo en cartones en donde me agarrara la noche ¿libertad o desesperación? En ocasiones parecía que encontraban lo suficiente para comprar una botella de licor y armaban reuniones ruidosas al lado de la basura, lo que ocasionaba que los vecinos indignados llamaran a la policía para que los desalojaran y en otras, solo escuchaba el murmullo de algunos cuantos compartiendo sus experiencias de lo que ellos llamaban su vida real, de cuando tenían familia, empleo y obligaciones. Empecé a notar una merma en la cantidad de vagabundos que frecuentaban la basura, mas la crisis lejos de acabar recrudecía. A los que estaba acostumbrado desaparecieron y empezaron a llegar nuevos, mas estos eran en extremo taciturnos y llegaban muy tarde en la noche, lo sabía por el ruido de los recipientes de basura y por el perro del conserje que no dejaba de ladrar hasta que se iban. Una mañana, al abrir la puerta del edificio encontré al conserje vomitando al lado de la basura, uno no puede pensar que este señor corpulento y sudoroso pueda ser particularmente sensible a los olores de los desperdicios, pero me señaló lo que encontró y yo también sentí un vuelco en el estómago y un ataque de arcadas que pude controlar. Un gato muerto (vaya novedad) pero del gato en cuestión solo quedaba el pelo, como si la carne y los huesos se hubieran licuado y hubiesen sido consumidos. Nos miramos sin siquiera especular qué le habría podido pasar al pobre animal y nos despedimos sin más, cada quien a lo suyo. Al día siguiente le tocó el turno al pobre perro del conserje, y el hombre además de devolver el desayuno estaba arrasado en lágrimas de pena y asco por el hallazgo, en esta oportunidad me dijo: Amigo, creo que este desastre lo hicieron esos malditos vagabundos que rondan por aquí de madrugada ¡Mi pobre chucho! Pero que me aspen si sé cómo demonios pudieron hacer esto, este… Aurghhh. Tranquilicé al hombre con unas palmadas en la espalda y algunas palabras de consuelo y me retiré no fuera a ser que yo también vomitara el desayuno. En la noche desperté tarde, pues escuché unas risas guturales que venían de abajo. Me paré de la cama y me asomé por la ventana a ver quiénes podían reír de un modo tan antinatural y mi corazón por varios segundos se paró al ver a uno de esos seres ascender por la pared que daba debajo de mi ventana. No era posible que eso

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fuera humano, se volteó hacia mí y lo que vi fue la cara de un demonio, cuando se percató de que lo estaba viendo me sonrió, con dientes que parecían cuchillas y de los que se derramaba un líquido oscuro que dudo mucho fuera chocolate. Me desmayé, y cuando me levanté a cerrar la ventana no los vi. Por primera vez en años le pasé el pestillo a la ventana y tomé algunos somníferos para poder conciliar el sueño, el que tardó en llegar considerablemente. Con todo y mi aturdimiento me paré en la mañana para ir a trabajar, convencido en que había tenido la pesadilla más espantosa de mi vida, mas me extrañó no ver al conserje. En la noche al regresar tampoco lo vi y pese a notar de nuevo los murmullos y las risas grotescas no me paré de la cama, tomé la previsión de cerrar las cortinas y de colocar unas tablas que clavé al antepecho de la ventana, pesadilla o no, es mejor prevenir que lamentar. Los murmullos y las risas seguían noche tras noche, y el edificio además empezaba a tener un aspecto descuidado y abandonado. Los sonidos en otros apartamentos cesaron y daba la impresión de que yo era el único habitante. Me di a la tarea de tocar puerta por puerta, pero nadie abrió y ni siquiera el conserje había venido a cobrar la mensualidad del alquiler. Acudir a la policía me parecía ridículo ¿Con qué fundamento? Y empecé a considerar seriamente mudarme de ahí. Pasados unos días sentí que tocaban a la puerta ¡Gracias a Dios, un ser humano! Exclamé Y abrí sin precaución alguna, ante mi estaba el monstruo que había observado subir por las paredes, no atiné a reaccionar, solo me sumí en una completa oscuridad. II Conseguí alquilar un apartamento de renta controlada que queda muy cerca de mi trabajo, el edificio no es una belleza, pero está relativamente limpio y los vecinos no son muy escandalosos. El conserje es un hombre particular, no habla mucho y voltea por sobre su hombro a cada rato como si fuera un paranoico. En general me he adaptado bien al ambiente, solo necesita una muy buena limpieza y una mano de pintura, y por supuesto abrir la ventana del cuarto que por alguna loca razón está claveteada como si la hubieran sellado. Lo único molesto son los vagabundos que aparecen en la noche a revolver la basura, imagino que deben ser alcohólicos pues se ríen mucho y murmullan sin cesar, como si estuvieran tramando algo muy divertido.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela Twitter: La Dama @damarisgasson

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C

uando era pequeña en la casa de papá solo había una cama. Y es que los padres pueden dormir con sus hijas mientras no sean el mío. Casa pequeña, comida barata y ropa prestada o heredada: la vida de mamá era el paraíso entre semana. Pero en casa de papá podía hacer cualquier cosa, no había normas. Beber CocaCola, comprar chucherías y acostarme tarde entre piruletas y gominolas. Y solo había una cama. No había nanas ni cuentos. No había historias antes de dormir y las hadas solo existían en los dibujos y en los libros, en los libros, en los libros. Solo había una cama para esperar a que el sueño llegara con las bragas apretadas en las manos. Y mi mente era mi refugio, era el lugar al que volver para pasar las horas, igual que en el colegio, mi mente era mi santuario, donde los niños no me señalaban con el dedo. El dedo de papá. Y los niños se reían y me dejaban sola. Sola cada hora, cada día y cada año. Sola con gente sola. Con papá siempre me quedaba muda, tal vez por eso ahora tengo voz y no sirve, tal vez por eso hablo pero las palabras no se distinguen del silencio. Tuve un novio y una breve enfermedad que no llegó a abrirme los ojos. Le decía que no cuando íbamos a la cama, le decía que me dolía, que esperara unos meses a que se pasara aquel achaque, que parara por favor. Solo iban a ser unos meses, nada más. Pero al parecer eso no importaba. Me dolía y a él no le importaba, él no quería esperar a que me curara. Y al final acababa abriendo las piernas: por amor o algo así. ¿Era eso una violación? ¿Nunca me han violado porque siempre me he sentido entre la espada y la pared, porque nunca he podido decir que no con la firmeza suficiente? ¿Decir “no” no tiene la fuerza suficiente? ¿Acaso es eso decir que sí? Me pregunto si mis palabras saben hacer ruido… Recuerdo que una vez me contaron que el hermano de alguien forzaba a su sobrina de seis años, me puse pálida, me estremecí deseando escapar, vomitar, desaparecer. Los castigados no importan, no son personas: son juguetes rotos para los monstruos. Y los monstruos tampoco son personas para aquellos que los señalan. Y es fácil subestimar la ironía de la situación. Yo también soy un monstruo. Me masturbo y vuelvo a ser demasiado pequeña y los hombres abusan de mí, me arañan, me muerden, me pegan, me penetran y me violan en el santuario de mi mente mientras mis piernas lloran terror y deseo. Y los titulares de los periódicos me provocan vergüenza, porque mi cuerpo me

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imagina en medio del dolor y se enciende, y no tengo modo alguno de acabar con esto. El otro día estaba con mis amigas en el parque y una niña pequeña me sonrió, se subió la falda y me enseñó su ropa interior. Y no sé leer si eso es inocencia o el abuso de una familia desgraciada, porque no pertenezco a este mundo, ¿puedo confiar en que no pasa nada? Ella parecía feliz y yo nunca lo fui a su edad. ¿Sé algo de la felicidad? Mi santuario se ha derrumbado y no recuerdo cómo volver a construirlo. En una esquina entre sus ruinas, ese es mi lugar, sentada y aferrándome a mí misma, escondiendo la tristeza en la cabeza. En un paisaje tétrico tejido por la culpa de ser una mujer en este siglo y el terror a la oscuridad. El terror primitivo al que nos acogemos todos al final, el que esconde las pesadillas que tengo cada noche de cada día de mi vida. Ustedes quieren criaturas terribles, terribles culpables, inhumanos y dignos de las historias de terror más sórdidas y repugnantes. Alguien a quien acusar. Pues bien, en esta historia el monstruo soy yo. Porque no se puede engendrar con una pesadilla sin parir una abominación. Ustedes no lo entienden, me miran y ven a una víctima. Y piensan que yo solo podría ser un verdugo si hubiese abusado a mi vez de alguna otra persona, y piensan que algún otro debe ser señalado con el dedo. El odio solo es un amor equivocado al igual que la esperanza solo es el miedo visto desde el otro lado. Y por eso mi santuario caído es el monstruo mismo: está en el lado equivocado. Solemos separar víctimas de verdugos porque queremos revelar a los monstruos del cuento. El sufrimiento nos aterroriza y nos gusta pensar en el bien y el mal allí donde solo hay gente corriente y vidas cotidianas. No queremos dirigir la mirada a la causa, a la esencia de los monstruos. Nos avergüenza. Y por eso les dejamos morir en prisiones, relatos y leyendas negras. No hay solución si no hay problema. Mientras, en mi santuario la ausencia de sonido hace daño en los oídos y la soledad crepita bajo la piel. El mutismo allí resuena como un grito que marca todo mi cuerpo y el pensamiento es una cadena que me retiene y ahoga contra el pasado. Sí, solemos separar víctimas de verdugos. Pero esas palabras son solo silencio. Mi silencio.

MARTA ROUSSEL PERLA

España

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A

quel día me di cuenta. Tardé demasiado, pero lo vi claro. Eran las seis y trece minutos de la tarde. Señalar esta precisión es importante: ese momento quedará escrito en el testamento que solo heredarán mis cenizas. Nadie más. Carmen me advirtió hace ya mucho tiempo, pero fingí escucharla. Ella se percató. Resignada, encendió un cigarro. Mi falta de atención la perjudicaba más que el tabaco, protestaba. Observé que se había alisado el pelo. La miraba hablar, pero no podía escucharla. Su boca era una pieza teatral: la abría de forma histriónica con cada vocal abierta; escondía los labios aguardando mi respuesta; aspiraba hacia dentro con los dientes apretados cuando expresaba detalles delicados. Yo quise aplaudir, pero no me arriesgué. “Lo dicho, chulo, tú sabrás”. Y se alejó con sus botas altas, sus medias oscuras y su gabardina color burdeos. La vi irse mientras fumaba la pequeña colilla encendida que me había dejado, marcada por el carmín de sus labios. En aquel momento, cada calada era una aproximación a aquel beso que nunca llegó. Apartando con mis pies descalzos la fina capa de nieve que cubría el pasillo, caí de nuevo en una retórica supina personal. De tanto caerme, tengo un esguince de vida grado dos. Este pronóstico médico me ha tenido de baja mucho tiempo. ¡Ni siquiera he podido llenar de esperanzas el vacío! Pero eso ya viene de lejos… Como utópico remedio, paseo por las calles buscando un flechazo. Lanzo una mirada de galán descreído a todas las mujeres, esperando que alguna de ellas me devuelva una hermosa sonrisa. La imagino recogiéndose el pelo detrás de la oreja, mientras gira la cabeza levemente, clavando su mirada en mí y, sin saber por qué, confirmaría que soy el hombre con el que tanto ha soñado; también he deseado que una catástrofe asole esta ciudad: una pandemia, un meteorito de grandes dimensiones, una invasión zombie. Cualquiera me valía. De alguna de estas tragedias nacería un ser heroico, dejando marchar para siempre a este hombre cobarde y sumido en la tristeza. Al menos hasta que todo se nublara de nuevo. Los anticiclones emocionales duraban poco. Estando en la cocina, me sorprendió una ligera llovizna. Recostado en la silla, me dejé llevar por la atmósfera delicuescente que inundaba el espacio. Cada pequeña gota que caía sobre mí, apagaba un conato de ansiedad. El olor a humedad me hacía pisar de nuevo la tierra mojada por la que caminaba con mi padre cuando lo acompañaba a plantar. La felicidad era aquel momento. Escampó, y solo se escuchaba el silencio. “¡Coge el móvil, estúpido!”. Sí, era Carmen, y aquellas eran las palabras que estaría mascullando, Ad litteram, al otro lado de la línea. Hacerla esperar más de cinco tonos la ponía realmente nerviosa. “¡Se está acercando, chulo! Ten cuidado.” Antes de colgar, la oscuridad de la casa se vio diluida por una potente luz blanquecina. “Luego te llamo”. 1. 2. 3. 4 segundos más tarde, las placas tectónicas del sonido se superpusieron para dar lugar al mayor terremoto sonoro que haya hecho temblar mis

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oídos. Tal ruido duró la eternidad de una tortura ínfima. Parecía proceder del salón. Luchando contra una gélida ráfaga de viento huracanado, conseguí llegar hasta él. Atónito, contemplé como en apenas diez metros cuadrados, una fuerte tormenta, acompañada de intensas lluvias, destrozaba lo que ella solía llamar, el cuarto de “estar muy perro”. Horas más tarde, un rayo de luz comenzó a curiosear por la ventana. La tormenta se había disipado, y la claridad quedó invitada a contemplar conmigo aquel desastre. El salón estaba totalmente inundado. Aquel temporal había entrado con fuerza. No tenía ni idea de cómo anticiparme a la borrasca, ni cuando tendría lugar la próxima. Me mostraba impotente ante aquello. Un recorte de periódico, arrastrado por una corriente errante, encalló a mi lado. Lo recogí con cuidado debido al frágil estado en el que se encontraba. Preso de la duda acerca de su contenido, me lo llevé a mi habitación, intentando arrastrar mis piernas en aquella piscina doméstica. La nieve del pasillo ya se había derretido. Tras esperar unos minutos a que se secara, lo tomé entre mis manos. El retrato frontal de Carmen daba pie a la noticia: “C.M.O., de veintisiete años, fue hallada muerta en un pequeño descampado de difícil acceso. Se dan por finalizadas las labores de búsqueda y se procederá a su autopsia. El caso se encuentra bajo secreto de sumario.” La fecha del titular databa del 12 de noviembre de 2003. Volví a llorar su muerte tras muchos años sin hacerlo. Mi recuerdo seguía fumando aquella pequeña colilla mientras la veía marchar por última vez. Miré el reloj. Eran las seis y cuarto de la tarde, y el viento empezó a sonar con fuerza. Otra vez. “¡Coge el móvil, chulo!”.

JOSÉ JUAN GARCÍA GONZÁLEZ

España

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I

nmensas oleadas de perturbación surgen en mis lastimados nervios cuando aquella cosa sin forma definida escruta a mis espaldas. No la veo, pero sé que está ahí, atrás de mi persona; a veces logro darme cuenta de cómo sus largas sombras crean una especie de tentáculos que pretenden cogerme, abrazarme, para así aplastarme y absorber mi energía, con el fin de alimentarse de mí y después ir en busca de un nuevo huésped. Ni doctores ni chamanes han conseguido dar con la cura para este mal que me aqueja y me consume, que en algún momento, de seguro, terminara con mi existencia, aunque uno de estos últimos, un brujo, reconoció a la criatura que me atormenta. La llamó Velmus o Lo que atisba hasta llenarse; una entidad peligrosa que nace de los rincones más oscuros de las casas, calles, bosques u otros sitios donde las tinieblas quepan: ¡es decir, cualquier lugar del mundo!, y se inserta detrás de un ser vivo para mirar lo que este visiona. Así Velmus se nutre de lo que ve su huésped, cual parásito de las penumbras que ha aparecido en mi vida para quebrantarla y ponerme en un riesgo mortal e ignominioso. No obstante, he resistido. En general, solo le toma unos días al monstruo drenar los ojos de sus víctimas, y luego el resto del cuerpo, para atisbar en las entrañas, en la mente y alma del desdichado que tuvo la desgracia de tenerlo cerca. ¿Y cómo he aguantado estos años con la bestia acechándome día y noche? Muy sencillo. Soy escritor y trabajo a diario. Lo hago en la noche, cuando llego a casa, tras laborar en una empresa. En cuanto el sol empieza a ocultarse mi imaginación se dispara y escribo un relato de terror: puede ser corto, de unas cuantas líneas, o puede ser largo, este último lo redacto en pocos o en varios días. Ahora estoy creando novelas y me está yendo muy bien, los ejemplares de mis libros se venden bastante y mi editor me paga mucho dinero. A Velmus le encanta mi literatura; cada noche sale de los espacios umbríos de mi pequeña casa (lo siento cuando se ubica atrás de mí) y lee con atención las pesadillas que narro en mi laptop. Escribo sin detenerme, azuzado por el temor de percibir sus numerosas protuberancias sombrías que me rodean y se convierten en apéndices largos y viscosos. Quiere tocarme, apretarme, aplastarme, drenarme, pero se resiste a actuar de modo tan horrible, porque sabe que al día siguiente, por parte de mi creatividad, habrá para él una nueva historia de miedo. Cuando termino, aquello se aleja, satisfecho, sin hacerme el menor daño… por ahora.

CARLOS SALDIVAR ROSAS

Perú

Página web: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: Carlosenrique.saldivarrosas

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E

n un pueblo alejado de todo, donde no había lujos ni centros comerciales ni nada, había un hombre famosísimo entre sus veintitantos compueblanos. El pueblito, más bien dos callecitas sin embrear y un puñado de casuchas, era el hogar de Paulo, el famoso. El hombre acostumbraba salir de su casa con una máscara distinta cada día. Nunca, en todos los años que lo había hecho, había repetido una máscara. El panadero siempre alababa su buen gusto al seleccionar su atuendo. En las mañanas, Paulo siempre iba a comprar su café bien cargado. Allí, recibía los halagos de dos o tres personas más del pueblito. ¿Cómo hace usted para verse siempre tan bien?, a menudo le preguntaban. El hombre nunca contestaba algo concreto, sino que le atribuía todo el crédito a aquellas máscaras que había heredado de su familia. Era una tradición ancestral. Esa mañana, Paulo notó que le quedaba solo una máscara por estrenar. ¿Qué me pondré mañana?, pensó enseguida. Sin embargo, la duda se despejó de su mente tan pronto tuvo en sus manos la máscara que utilizaría. Esta era especial, estaba hecha de una tela blanca, pulcra, y unos detalles en oro que lanzaban destellos al ser tocados por el sol. La máscara resaltaba sus ojos saltones, se la colocó en su rostro y, en seguida, se sintió distinto. Se sintió mejor. Amarró el broche que tenía la máscara en la parte posterior y salió a la calle. ¡Qué hermosa máscara, don Paulo! exclamó Catalina, su única vecina cercana. El hombre sonrió dentro de la máscara en respuesta. Buen día Paulo, su cafecito bien cargado por aquí dijo el panadero al verlo llegar. Gracias. Bonita máscara luce hoy el panadero entregó el café a Paulo al terminar la frase. Estoy preocupado. Resulta que esta mañana me he dado cuenta que esta es la última máscara que tenía en el baúl. No puedo repetir las otras, ya no sirven para nada Paulo lucía realmente acongojado. No se preocupe hombre, si aquí todos le conocemos. Seguro mañana nos sorprenderá otra vez. Sí, algo haré dijo Paulo con desgano. Paulo salió de la panadería e hizo sus quehaceres diarios, que eran más bien exhibir su máscara. No había mucho que hacer en aquel pueblito olvidado por todos. Fue a la pequeña plazoleta del pueblo así le llamaban a los tres bancos que había justo donde se juntaban las dos calles al norte.

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Buenos días Paulo dijeron algunos hombre al unísono y con gran entusiasmo. Buenos días respondió el enmascarado. Te queda de maravilla la condenada máscara admiró uno de los hombres. Sí hombre, es como si te la hubiesen cosido puesta todos rieron estúpidamente. Paulo se cansó de escuchar a la gente de la plazoleta y se fue al único restaurante del pueblito, en la otra calle. Se trataba de una fonda, pero todos le llamaban restaurante. Al entrar, las pequeñas conversaciones se volvieron un gran silencio que lo admiraba. Paulo se sintió mejor. Mejor que todos. Me gusta su máscara, quiero una igual exclamó Gertrudis, la menor del pueblo. El hombre se sentó y ordenó su plato favorito para el almuerzo. Una suculenta pasta con salsa llegó a su mesa. Buen provecho, deseó la mesera. Paulo comió sin importarle su máscara. La gente del local dejó de mirarlo y cada cual volvió a lo suyo. Al terminar, sintió que un poco de salsa había caído en la máscara. ¡Qué horror! Salió despavorido hasta su casa, sabía lo que eso significaba. Aquella era la última máscara que le quedaba. El resto de sus máscaras no servían para nada, pues ya estaban usadas. Después de todo, ¿quién era Paulo sin sus máscaras? Decidió que no saldría hasta el próximo día, si se atrevía. Se encerró en su casita y no tuvo intenciones de salir. Vio caer la noche. El pueblito se apagó y todos se fueron a dormir, menos Paulo. La mañana siguiente estuvo llena de mucha pesadumbre. ¿Cómo iba a salir a la calle? Después de pensarlo, decidió acoger la idea que había estado rondando en su mente desde la noche anterior. Saldré sin máscara se dijo, tal vez nadie lo note. Salió con timidez de su casa. La vecina no dijo nada esa mañana. En lugar de vitorearlo, lo miró con extrañeza. Llegó hasta la panadería, pero no recibió su café bien cargado en la entrada. Esto le pareció muy extraño. Un café bien cargado, por favor. Disculpe usted, ese se lo reservo a Paulo dijo el panadero. Tenía que ser una broma. ¿No me reconoce? Yo soy Paulo explicó el desenmascarado. Sí claro, y yo soy astronauta el panadero lanzó una carcajada. No hombre, que hablo en serio. Yo soy Paulo. Estás loco tú, Paulo no tendría una cara como la tuya. ¡Azaroso! exclamó el panadero molesto. 117


El hombre comprendió lo que ocurría con gran terror. Razonó que no había sacado tiempo para mirarse en un espejo. Ya ni siquiera él recordaba su rostro. Se levantó de la mesa sin discutir. Pensó ir a la plaza. De seguro, allí lo reconocerían. Buenos días dijo al llegar. Y este, ¿quién diablos se cree? murmuró uno por lo bajo. ¿No me reconocen? replicó Paulo molesto. Yo no sé quién diablos tú crees que eres, pero yo nunca te he visto. Créeme, una cara como la tuya no se olvida nunca todos volvieron a reír con la estupidez del día anterior. Esta vez, Paulo no se sintió bien. Paulo comprendió la gravedad del asunto. Nadie lo reconocía sin sus preciosas máscaras. Decidió ir a su casa para ponerse una de las máscaras usadas. Necesitaba remediar el asunto como fuera. En el camino tampoco recibió los elogios de antes. Se sintió mal, muy mal. ¿Viste a ese hombre? Debería ser delito tanta fealdad murmuraron unos jovencitos. El hombre se sintió desesperado. Aquellas palabras lo habían herido, pero eso se solucionaría cuando se pusiera una de sus máscaras. Al entrar a su casa, la vecina miraba por la ventana al extraño que irrumpía en la casa del famoso. El hombre había entrado con una sonrisa en su rostro, como si tramara algo. La vecina, aterrada, decidió actuar. Salió de su casa y avisó a todos los hombres del pueblo. Después de todo, el pueblo completo se recorría en minutos, y todos los hombres no eran más de diez. Los hombres, preocupados porque no habían visto a Paulo en todo el día, se organizaron rápidamente y entraron a su casa. Al llegar a su cuarto, encontraron al desagradable impostor buscando entre las máscaras de Paulo. Parecía que no se decidía por cuál ponerse para cubrir su desaliño. Los hombres arremetieron contra el ratero. Soy yo, Paulo exclamaba el horripilante impostor. Este es el mismo del café en la mañana dijo el panadero. Mátenlo. Todos acataron la orden cual precepto divino. Los hombres del pueblo se abalanzaron sobre el horrendo sustituto. El hombre de las máscaras murió desenmascarado.

LUIS RODRÍGUEZ MARTÍNEZ

Puerto Rico

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H

oy te entendí como nunca, Julio, solo que yo no estoy dispuesta a tirar la llave de esta casa tomada, la defenderé hasta mi último aliento. Primero sentí apropiada el ala norte, cada aposento tenía su huésped, cada cama su bello durmiente, cada sábana su tibia piel. Yo, yo me quedé del otro lado, callada y palpitante. Después le tocó el turno al ala este, incluía piscina, árboles y hasta el pobre perro que corría sin parar tratando de explicarse lo inexplicable. En cada zambullida de los usurpadores el agua salpicaba agotamiento, transpiraba resignación. Yo me había apretujado en los tres metros cuadrados de la cocina a la que pensaba defender con uñas y dientes. Fue mi refugio durante largas horas, mi trinchera. Primero cerré la puerta de vidrio, las otras dos ya las había trabado el día anterior; cuando visualizaba una silueta cerca, a través del esmerilado, acercaba una silla para trabarla y aumentaba el volumen de la radio, no quería escuchar el mínimo susurro. Mientras tanto, pergeñaba un plan para deshacerme de los intrusos. No alimenté resignación en ningún momento, todo lo contrario, a medida que me sentía más invadida, más aguerrida me volvía. Cuando salí de mi refugio y quise utilizar los sanitarios, comprendí que esta sería una tarea infructuosa, también habían sido tomados; ni siquiera pude rescatar mi cepillo de dientes ni el peine grande tipo rastrillo, ni esa prensa marrón de carey que compré con tanto gusto. Volví a mi refugio. Los sentía reír a carcajadas, correr, golpear las puertas y yo me ovillaba al pie de la mesa redonda, tapaba mis oídos y solo escuchaba el rechinar de mis dientes. Hoy te recordé tanto, tanto, Julio, pero no me resigné, no, saqué la masa de hojaldre de la heladera y empecé a pegarle con fuerza, con mucha fuerza mientras diseñaba el plan de desalojo.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com.ar

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C

ierto es que el vivir te hace comprender, aprender, madurar y rectificar; te enseña a olvidar, a recordar otra vez, a ignorar y renunciar o hacer lo contrario. Nuestras conversaciones eran un secreto entre las dos. Ambas en mi cuarto, intocables por la realidad pasante. Yo te decía: “No llores, se fuerte” cuando llegabas a mi regazo a pedir consuelo y cariño. A pesar de que te lo otorgaba, las dos sabíamos que ambas teníamos miedo y debilidad. Las mariposas nacen de noche con la luna clara, ellas extienden sus alas húmedas y bailan un waltz ancestral. Y ellas me hacen preguntar ¿dónde estás? Tú puedes seguir tu camino, mi niña; porque la luz del perdón no me salvará esta vez. Yo te dije: “Perla Negra, te amo muchísimo”. Y así, te fuiste por tu cuenta y yo fui la que se quedó sola. Solitaria otra vez. Descanso mi cabeza contra el cristal frío de la ventana y espero visitarte pronto, mi hija felina. Sí, estaré esperando. No quiero olvidar, quiero olvidar... No, lo que quiero es dormir en paz y ver el brillo de tus ojos verde perla afilados en tu carita redonda, peludita y negra. Alguien me dijo la razón de por qué te habías ido y yo no podía ir contigo, “No por ahora, pero pronto...” Solo las memorias, tus memorias, pasan veloces en mis ojos húmedos. Por favor, dime que aún me quieres. “Tratemos de aceptar, y entender, que las heridas no se borran. ¿Cuánto tiempo más continuarán? No las queremos más.” Te oí decir una vez. Por favor, dime que es tu sonrisa de gato negro la que veo en la luna. Tu mirar es dulce recuerdo en mí. Aún te puedo oír, sonriendo sin saber por qué. En este momento un rumbo tendré que seguir, a un paraíso que habremos de mirar. Tan lejos como esté, continuaremos juntas por el camino. No miraré esta desolación sino a un paraíso, tan lejos como esté, continuaremos juntas por el camino. “No mires hacia atrás, solo al frente avanzar, hasta que se marchite tu cuerpo al andar. Y así el futuro, podremos vivir.” Esos maullidos son tan fáciles de identificar para mis oídos, mi corazón y memoria. Vaya desdén que siento; entonces la maldición del Perla Negra es cierta, pero nadie se esperó que sería por una gata negra. Nadie se esperó que esa gata negra cambiaría para bien la vida de muchas personas y menos la mía.

SOFÍA LUDLOW CÁNDANO

México

Twitter:@SofíaLuCa18 Blog: http://elmundodesofialabruja.blogspot.com.ar/

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V

iernes cualquiera. Vida cualquiera. Marcelo se dispone a entrar en el bar del viejo Carlos. Una cerveza, cinco cigarrillos, un diálogo como el de siempre. Ambos son del mismo cerro en Comas. No se discriminan. Se com-

plementan. Se complementan como todo ser humano que es inhumano. Están a cinco cuadras de la Plaza San Martín. Hay una manifestación y el mundo se presenta como un golpe certero. Vuelven a la realidad y la cerveza ya parece solo agua destilada. Marcelo no tiene tiempo para tanta poesía barata. Solo le apremia el mundo que le espera en San Martín de Porres. Un mundo llamado Cecilia. Mujer esbelta de veinticinco años. Ambos se conocieron de la época de la escuela. Aunque él era tres años mayor, no fue impedimento para establecer una relación. Ella era técnico superior y él era un albañil de cuarta categoría. Y sí, era de dicha categoría no por gracia de la SUNAT sino por gracia de la realidad que le tocaba. No había el suficiente trabajo en las calles. Las plazas estaban copadas y su amante era la que paraba la casa. Él no tenía problemas con ello. Los unía una pequeña de cinco meses, una nena que no tiene importancia con su nombre. Esta no era su historia. Marcelo se aproxima a la cuadra dos del Jirón de la Unión. Tiene que llegar al paradero que está en Evitamiento. Ya se le hizo tarde y Cecilia debe estar molesta. Lo primero que hará será olerle el aliento. No es celosa, es una buena mujer. Pero detesta que su hombre gaste dinero en el licor y él ya lo sabe. Se incomoda y reniega, pero es tan tierna su mirada en sus 165 centímetros de pasión. Y es que las noches de reconciliación siempre eran buenas. Marcelo iba pensando en qué excusa colocar en esta ocasión. Solo le quedaba decir que hubo otra marcha en donde concurrieron tantas personas como siempre, pero que pocos sabían el motivo. Y es que, para él, la sociedad era un batallón de hormigas que seguían a las que sabían liderar a la fila. El hormiguero siempre tenía que estar protegido, aunque nadie poseyera libertad de decisión. Para Marcelo, la sociedad ya se había vuelto un virus y así lo apreciaba en su camino sereno por Jirón de la Unión. Se había guardado unos cigarrillos. Bueno, en realidad, se los robó a Carlos. Siempre había la oportunidad de robarle a su amigo. Y es que él le robaba el vuelto cada vez que se le subía el alcohol a la cabeza. Iba pasando tiendas, cuadras y ofertas. Ahora ya no había gente de provincia, sino de la Venezuela que estaba partida. Ya no era lo mismo caminar por el Centro Histórico. Ahora era una mixtura de dejos y gentilicios. Pero Marcelo era indiferente, para él todo era lo mismo de siempre. ¿Qué diferencia podía haber con el cementerio? Y es que hace una semana fueron al cementerio a ver su madre. Mujer

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provinciana de pura fibra. Orgullosa de sus raíces hasta la médula. Siempre renegando del estúpido hijo que tuvo. Siempre renegando de su apego al licor y a la vida mundana. Para Carmela, su madre, era necesario que su hijo sea un producto de la tierra, un apu incendiado, un cóndor que volara alto. Pero Marcelo jamás quiso ser como su madre. Para él era necesario ser diferente. Renegaba de sus raíces. No tenía esa condescendencia con el pasado, con sus raíces, con la sangre que recorría sus venas. Y es que era difícil pedirle orgullo. Su padre, Vicente, era un hombre salvaje que siempre los golpeaba con la correa. Mujer fuerte, pero tonta. Años estuvo sumisa a los pies de un imbécil. Y Marcelo supo darse cuenta de ello, pero no pudo hacer más. El cerebro no le dio para estudios superiores y el dinero no alcanzó para lo técnico. Solo le quedó ser albañil de cuarta categoría. Maldita categoría que categorizaba a su propio desinterés por vivir. Y mientras esos recuerdos iban y venían, sus pies seguían caminando. El trayecto se había hecho largo. Había sido feriado y todo estaba repleto de personas. Hasta las miradas se encontraban repletas de personas. Pasaban extranjeros, turistas y exiliados. Pasaban peruanos, trabajadores y corruptos. Pero todos tenían algo en común: tenían la mirada pegada al piso. Y es que ya era inseguro dar un paso en falso. Siempre pasaba algo. Ya no era necesario tocar las puertas, estas siempre paraban cerradas. En especial, las puertas de la Catedral. Y es que la fe ya resultaba cara y Marcelo sabía ello. Por eso jamás pagó los sacramentos. Para él bastaba ser espiritual. Igual, la muerte no mata el espíritu. Eso creía. Ya llegaba para cruzar el famoso Puente de Piedra, puente histórico de Lima. Un puente que ya no tiene miedo a los huaicos, pero un puente que envejece como envejecen las personas. Algún día deberá caerse, pero hoy no era el día. Y Marcelo debe elegir entre seguir directo al barrio San Lázaro o bajar por el Malecón del Río para llegar al paradero. Igual, no tenía objetos de valor que le roben. Había salido a tomar con los rifios que le quedaban y había dejado la tarjeta en la cómoda de la casa. Ya pasa la ruta 35 B, la misma que pasa a la muerte de un obispo. La toma y se retira. Debe llegar hasta el límite del Callao con San Martín. Y es una zona jodida, pero es lo único que le queda. Es un cuarto el que alquila. Lo poco y lo más sencillo que le permite el sueldo de albañil. Y llega con la palabra lista, pero Cecilia lo espera y comienza el sermón de las siete penitencias. Y sí, son siete, porque son las mismas siete frases que le repite siempre. Y ella es una mujer entregada, pero muy semejante a Carmela: aceptando a un imbécil por pareja. Y Marcelo escucha con la misma atención con la cual escucha el sonido de las bocinas de los carros. Es una noche típica. Al menos, cuando sea mañana, sabrá que

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Carlos lo espera, con su cerveza y su charla de siempre. Eso le permite aguantar el regaño de Cecilia. Pero una llamada lo alerta: Carlos murió por un ataque al corazón. Y Marcelo, callado, solo cuelga el teléfono. Cecilia lo abraza y dice que irán a ver a su amigo. Curiosamente, es el mismo cementerio donde mora Carmela. Ya no será tan distinto el ir a verlo. Son las quince horas del domingo. El entierro ha sido rápido. No hubo necesidad de narrar el velorio. Lo típico de siempre, lo típico de todo muerto sobre el cual se gasta más dinero que cuando estuvo con vida. Y Marcelo recorre el camino a casa. Y se quita la camisa negra. Y se echa en la cama. Cecilia lo mira y va con la nena al mercado. Entonces Marcelo queda solo. Mirando el techo y pensando en la fortuna de Carlos y Carmela. No deben aguantar el regaño rutinario que recibe después de tomar. Pero vale la pena. El alcohol, algún día, lo matará y podrá pasear por el cementerio.

EMILIO PAZ PANANA

Perú

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u presencia gótica, imponente, parecía burlarse del desprecio de los renacentistas que la calificaron de bárbara. Ahí estaba desde el siglo XII y con ella Ulrico, él sostenía sus muros, eran su creación, su luz para llegar a Dios. Si uno dejaba elevar su espiritualidad podía ver que las torres casi tocaban el cielo. Los siglos le fueron dando una pátina de nobleza que la hermosa campiña que la rodeaba desde sus orígenes no pudo adquirir. Con el transcurso de los años, el paisaje original fue reemplazado sucesivamente por la aldea, el pueblo, la ciudad. Los hombres también cambiaron, los campesinos sumisos y religiosos, amantes de su monarca se convirtieron en la nueva clase trabajadora explotada por gobernantes surgidos de una alquimia única que formaron nuevas sociedades con el arribo a la comarca de guerreros, comerciantes, tasadores y vendedores de tierras, banqueros, filósofos, poetas, burócratas, prostitutas, proxenetas. Ulrico Eisleben había proyectado la Catedral para testimoniar la presencia Divina en la tierra. La sólida estructura de sus muros ampararía la soledad de los hombres, los arcos ojivales significaban la elevación de la inteligencia hacia el cielo y por los vitrales de exquisitas figuras coloreadas, entraba la luz del señor para despejar las tinieblas de las almas. El artista entregó su vida a la obra, fue perdiendo a su mujer, sus hijos, los primeros obreros pero él siguió con la construcción. No descansaba, no conocía la fatiga, en el camino supo del altruismo de su gente y la perversidad de la envidia en los ajenos, pero la emoción de los campesinos cuando alzaban sus ojos hacia la monumental catedral le daba fuerzas para seguir. Cerca del final de la obra, descubrió con horror que si terminaba todas las torres el suelo cedería, el derrumbe sería total. El arquitecto deambulaba como un loco por las naves, oraba fijando su mirada en Cristo, iluminado por las luces que entraban por los vitrales. Sus plegarias se desplegaban como ecos y se confundían con el olor a incienso y el murmullo musical de un milagro. Un día cualquiera Ulrico Eisleben desapareció. La Catedral quedó incompleta, faltaban algunas torres, pero siguió enhiesta en medio de la campiña, la aldea, las ciudades, a través de los días, los años, los siglos. Solo sus muros conocían el secreto de su naturaleza, el arquitecto, como plasma adosado a sus ladrillos, los sostenía con el vigor de su Fe. Eisleben fue testigo de crueles épocas, en las cuales la maldad del hombre, invocando el nombre de Dios, cometió las más atroces de las torturas a seres que osaron con la alquimia llegar a la ciencia, paradojalmente estudios que seguramente en el futuro salvarían la estructura edilicia. Los feligreses y el habitante de los muros escuchaban desde la nave central ruidos de cadenas y gritos infernales que llegaban desde los sótanos. Este estado de terror pretendía ser disimulado con la ejecución de la maravillosa música del órgano o de voces humanas que homenajeaban

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al Señor. Ulrico seguía allí, dando fervor a los verdaderos creyentes, sosteniendo con su lealtad el templo para la posteridad. El Ingeniero Augusto Della Ròvere quedó emocionado por la película sobre la guerra de Vietnam que acababa de ver. Le trajo recuerdos de su vida de estudiante, la juventud tan plena de ideales, las protestas en pro de la paz. Ahora estaba en la etapa madura de su vida, era el momento óptimo para aceptar el cargo ofrecido como Jefe del emprendimiento más ambicioso que tuviera la ciudad. El objetivo era agregar las torres faltantes a la famosa Catedral y apuntalar toda la edificación, sería una obra extraordinaria, un legado cultural para la humanidad. Antes de aceptar pidió reflexionar, estaba en juego su vida profesional prestigiosa. Desde ese momento la idea lo obsesionó. Primeramente se documentó sobre la vida del artista que había ideado tan magnífico producto de la arquitectura gótica y de su misteriosa desaparición. Desde el quinto piso del edificio donde se encontraba su estudio, podía observar la imponente catedral que se situaba justo enfrente, en el lado opuesto a la plaza. Le fascinaba mirar la fachada principal, con su típico rosetón vidriado. Habían pasado ocho siglos y no podía comprender qué había inspirado a esos albañiles para ejecutar tan exquisito arte. El Ingeniero era agnóstico, ignoraba el poder de la Fe. Una tarde se decidió a cruzar la inmensa plaza, cuya belleza acompañaba la estética de la arquitectura circundante y hacer una visita a la Catedral. Cuando subió por la amplia escalinata y traspuso los portones comenzó a sentir impresiones especiales en sus oídos y en su piel. En todo momento percibió una energía que lo elevaba a zonas espirituales que jamás había explorado su mente. La luz que atravesaba los vitrales producía un ambiente irreal y allá Cristo, sobrio en su sufrimiento. Se arrodilló para observar cada detalle, para oler cada siglo transcurrido, para que su piel absorbiera la historia de cada ladrillo y sus oídos escucharan murmullos intemporales. No tuvo percepción del tiempo pasado, cuando salió, ya de noche cerrada, con la emoción pegada a sus sentidos, aceptó que accedería a realizar el proyecto, sabía que la fuerza del pasado lo acompañaría. Los años se sucedieron y los ciudadanos admiraban orgullosos las nuevas torres que cumplimentaban la monumental obra. Como toque final se colocó un valioso carillón que ejecutaría su melodía en homenaje a Dios. El día de la inauguración se vistió de gala a la Catedral y sus alrededores; iluminación, coros y miles de personas en la plaza. El Ingeniero ya anciano y algo enfermo no podría concurrir, pero sí iba a disfrutar de la fiesta desde el ventanal de su estudio. Se sentía en paz con su vida y con su obra. En el momento en que las luces de láser enfocaron a la Iglesia, se escuchó el tañido de las campanas tocando armónicas

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notas de gloria. Augusto Della Ròvere reconoció entonces el poder de lo absoluto, allí, radiante, intangible entre la música y las luces, estaba Ulrico, dirigiendo con la fuerza de los siglos su irrenunciable Fe. Los párpados del ingeniero se fueron cerrando, sentía una emoción que lo ahogaba, sin embargo antes de cerrarlos escuchó entre la música y los sonidos de la fiesta, unas voces, venían de un túnel en penumbras. Luego llantos, gritos de cuerpos torturados y una deslizable e infinita sensación de derrota.

ANA MARÍA MANCEDA

Argentina

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iempre es difícil conseguir compañía en la ciudad. Pero a pesar de esto, seis mujeres se acuestan conmigo todas las semanas en mi cama, junto a mí. Sus caras maquilladas, sus senos portentosos, sus miradas lascivas, han sabido monopolizar ms pensamientos. Esto es positivo ya que siempre he apreciado en una mujer una buena dotación de senos, de pechuga..., de carne; y creo que podría decir que las mujeres que menos me agradan entran en el rango promocionado como patrón cultural de belleza. Un ejemplo de esto es la típica mujer de los desfiles de moda, farsas absurdas y agobiantes, donde le muestran a cualquiera qué es lo que nunca va a usar en su vida de una colección cuyas piezas reciben el trato de una obra de arte que luego nunca será usada (como los imbéciles que se fuman un cigarrillo como si existiera una “técnica del pitaje” y fuera una materia de algún curso de teatro, moviendo las manos de acá para allá, haciendo malabares con el humo). Triste falacia que en los desfiles de “moda” la ropa sea algo que alguna vez desfile. Porque lo que desfila en realidad es la carne; carne casi que insípida. Siempre ganan las más huecas, las más estúpidas; o las que tienen los más lindos ojos; o las que... Triste falacia también la de que por un lado la sociedad promueva eventos de este tipo y por otro lado emita toda una jerga dialéctica acerca de los derechos de la mujer, el feminismo y todo eso. Por un lado “liberate mujer” y por el otro “sé estúpida, ten lindos ojos y triunfaras en la vida”. Pero yo no me confundo. A pesar de todo esto, una mujer, por triste falacia que pueda parecer, es pura carne, nada más. Toda carne. Y yo tengo seis para mí a lo largo de la semana. El lunes le toca a Andreita, esa morocha espectacular. Esas tetitas duras como limones, como melones, como... La conocí en una discoteca (no hace falta dar direcciones). Bailaba como una gata enjaulada, de acá para allá. La miré y con la mirada le dije todo, ella me miró y me dijo que sí. Después se dio vuelta y continuó con su baile alocado esperando a que fuera por ella, eclipsando imbéciles. Fue mucho más fácil de lo que pensé: la invité a tomar algo a la barra y listo. A Andrea la veo los lunes. Andrea la del pelo rizado, la morochita linda. El martes es de Ernestina, la muchacha de la panadería de acá a la vuelta. Desde el día en que la encontré de buen humor y le pagué los biscochos con doscientos pesos y miró el billete y dijo: “¿Lo acabás de hacer? Porque parece recién hecho”; y yo no supe bien qué decir y nos reímos los dos. Desde ese día quedó entablado un buen trato. Yo siempre iba a comprar cerveza al quiosco de al lado y un día la invité a tomar una. El resto fue un trámite, un poco con la comidita, otro poco con la cervecita y listo. “Todos los martes Erne... ¿Te gusta?”. Y ella responde que sí, que los martes está bien, que cualquier día de la semana que yo quiera está bien. Ernestina es la que en forma cariñosa me dice “papi”.

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Susana se ha ganado el miércoles de todas mis semanas y no es para menos. Susana es una bestia, pura carne, un poco venida a menos, gordita, pero hay para agarrarse de todos lados. Susana es del barrio, amiga de la infancia de mi hermana. Cuando ella se fue, Susana empezó a juntarse conmigo. Un día vino, las cosas se dieron y listo, así de desapasionado. “¿Vamonos pa' la cama? Vamonos pa' la cama”. Igual sufriría mucho si Susana no estuviera conmigo los miércoles. Sufriría mucho si cualquiera de ellas no estuviera. Por eso hago copiosos esfuerzos por mantenerlas bien. Todo mi tiempo libre está dedicado a ellas y a poder tenerlas a mi lado. Parece una locura que un hombre ame a seis mujeres. Pues yo sí, yo las amo a las seis. ¿Por qué no? Los prejuicios morales, estúpidos, ingratos, hipócritas, prohíben la poligamia. ¿Pero por qué? La prohibición sexual impuesta por la iglesia, ¿por qué debe de seguir siendo obedecida si ya nos dimos cuenta que dios no existe? ¿Tanto miedo nos metieron en la sangre? Ahora en estos momentos recuerdo a aquel poeta llamado “loco”, diciendo: “Tan pegado lo tenés en la sangre que la sangre te lleva al lodo; nunca el fuego será buen horizonte para vos, porque en contemplación del fuego se te quemarían los ojos y las manos”. Pero yo no tengo este tipo de problemas con mis mujeres, con ninguna de las seis. Ellas están de acuerdo conmigo en la mayoría de las cuestiones, incluida la del adulterio. Yo puedo ser suficiente hombre para las seis, para todas ellas. De modo que me son fieles y yo ni tengo duda de ello. El jueves es Miriam, la rubia imponente que me rechazó toda la noche y a la que tuve que encontrar en otro lugar para que al no reconocerme me aceptara una cerveza. Después como siempre, facilísimo. De vuelta con la bebida y a la cuchita. Desde entonces que no me ha dejado y los jueves mi cama es de ella. Toda maquillada, siempre con un peinado nuevo ya que su pelo es muy versátil, acude a mí y en las ocasiones que me ha encontrado semidormido no me ha costado nada, en mi sueño, imaginármela un ángel, con grandes y blancas alas curveadas hacia arriba. El viernes viene Felicia (claro que lo de viene es un decir). No es muy de mi agrado Felicia a pesar de que en efecto su nombre dice mucho de ella. Su sonrisa fue algo que desde el primer momento me encantó (y la circunstancia de que me abordara ella en la parada del ómnibus un día lluvioso hasta lo sublime, cosa que nunca antes me había sucedido). Pero justo esta sonrisa torpe fue lo que me terminó separando de su corazón. Dejo que aún se quede conmigo porque sé que todavía me ama. Pero ya no le brindo el mismo trato que a las demás y confieso, por desagradable que pueda sonar, que Felicia huele mal. Este aspecto es algo que contrasta mucho con lo que para mí debería definir a una buena mujer: una mujer no debería de oler mal. Creo que ha quedado claro que las mujeres y el afecto..., el amor por qué no decirlo, es un aspecto muy importante en mi vida. Tal vez se deba a que no recibí de

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chico todo el cariño que un niño necesita, sobre todo por parte de mi madre. Era una mujer mezquina, arrogante y por completo desinteresada de sus hijos y de su marido. De carácter fuerte, nadie nunca tenía razón cuando la razón era suya. Otro de los aspectos importantes en mi vida ha sido los estudios. Me recibí hace once años y desde entonces me he brindado a mi trabajo en forma apasionada pues es lo que siempre quise hacer. ¡Camila! He dejado lo mejor para el final. ¡Cómo me costó Camila! Pero valió la pena. "Al que quiere celeste que le cueste", dice algún dicho popular. Pero al final la convencí. De ella son los sábados, sobre todo a la noche. Cuántos años siguiéndola, casi que acosándola. Me paraba en la esquina de su casa en las frías noches de invierno a observarla peinarse con lentitud, con pasmosa paciencia, del otro lado de la calle, a través de su ventana siempre abierta, siempre atrayente e insinuante. Recuerdo las largas caminatas en las plazas del centro, viéndola sonreír al primer idiota que le decía algo. ¡Ay Camila!, tan ajena y tan mía. Mucho tiempo la tuve que cortejar hasta que incluso llegó a insultarme. En una ocasión un amigo de estudios de ella me quiso romper la cara pero solo me rompió un ojo. Nunca fui dado para los asuntos de violencia y tuve que huir. Tiempo después conseguí que se tomara un té conmigo (Camila no toma alcohol por lo que suspendimos la cerveza). Después como siempre, todo facilísimo. Lo difícil siempre fue que se sentaran a tomar algo en mi compañía, después caían. La misma táctica brillante: una pastillita en la bebida y después a la cama. Ella aún se queda conmigo también. En realidad todas lo hacen, solo que para ser equitativo he repartido cada uno de los días entre nosotros siete. Los domingos me los tomo libres ya que los alcoholes, el éter, el formol, y por lo general los elementos con que trabajo, pueden llegar a apestar tanto el aire que este se puede volver peligroso. De esta forma los domingos descanso, y abro las ventanas para que entre aire. Mis mujeres también descansan, en el sótano, todas juntitas, con sus pinturas y sus perfumes, aguardando impacientes mi regreso. Once años trabajando en la morgue me han brindado ciertos conocimientos que para el arte del amor no vienen nada mal. Como ya he dicho, siempre es difícil conseguir compañía en la ciudad.

ÁLVARO MORALEs

Uruguay

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e siento como una detective; directamente sacada de las películas de antaño de blanco y negro que veía mi abuelo. Sentada en la penumbra de mi comedor en ropa interior, sosteniendo un cigarrillo en una mano y un vaso de Vodka en la otra. Rodeada de fotografías que emanan erotismo puro, infieles en todo su esplendor. Mi amor por la fotografía y el engaño de mi primer novio me llevaron a tener esta profesión. La verdad es que lo disfruto mucho a pesar de los riesgos y las demandas de acoso que se presentan en mi contra. Observar a dos personas en su momento más íntimo pensando que solo existen ellos dos en el mundo, olvidándose del esposo o de la esposa que prometieron amar y cuidar ante los ojos de Dios. “Rompe hogares” me llaman pero yo no soy la que metió el pene de otro sujeto en mi interior, yo no soy la que decidió ascender a la secretaria por una hora de sexo oral, yo no soy la que hizo sufrir a su pareja por años de engaños, yo solamente soy la chica que entrega las fotografías. Es mi trabajo y lo amo. Pero jamás pensé que el tiro me saliera por la culata cuando una esposa me contrató para conseguir pruebas de la infidelidad de su marido ya que sospechaba que la engañaba desde hacía tres meses. Pobre señora, la verdad era mucho peor; su marido ya llevaba seis meses engañándola conmigo. En este momento él está en mi cama leyendo una novela negra de Elmer Mendoza mientras que su esposa lo espera en la casa con los niños. Me siento asqueada, sucia e insultada por haberme enamorado de un mentiroso de nuevo, de haberme acostado con un patán. Me gustaría decir que todos los hombres son unos putos infieles pero la mayoría de mis “víctimas” son mujeres. Cualquier feminista estaría diciendo un absurdo pretexto para justificar su putería pero hay que ver las cosas como son: todos somos unos cabrones mentirosos que siempre herimos a las personas que más queremos. Me acabo el cigarrillo y dejo el vaso vacío encima de una fotografía. Camino entre el humo que acabo de expulsar hasta llegar a mi habitación donde comparto una sensual mirada con mi amante. Me pierdo en su sonrisa de galán y de manera inevitable se la respondo. Le doy la espalda, sabiendo que contemplará en silencio las alas que tengo tatuadas. Observo mi cuerpo delgado y moreno en el reflejo del espejo que tengo enfrente, preguntándome a mí misma por qué termine con un tipo como él, que no ha hecho otra cosa más que mentirme desde el primer día que me conoció. Me inclino hacia adelante para colocar de forma discreta mi celular para que nos grabe, después de todo tengo un trabajo que cumplir. De reojo veo como gatea hacia mí, como si fuera un bebé yendo por su

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juguete. Me pongo recta mientras que el desabrocha mi sostén, el cual dejó caer con placer. Pega su cuerpo contra el mío a tal punto que puedo sentir su miembro erecto en mis nalgas, tan caliente y jugoso. Empieza a saborear mi cuello como si fuera un postre prohibido a la vez que estruja mis pechos con furor. Después aprieta y retuerce mi pezón con la mano izquierda mientras que la derecha recorre mi cuerpo con suavidad y ternura hasta introducirla en mi braga donde sus ásperos dedos afrontan mi húmeda intimidad. Suelto gemidos ahogados de placer, dolor y vergüenza. Cada beso es una mentira, cada caricia es un engaño y cada gemido es una puñalada a mi corazón. Me susurra al oído que me ama, que me necesita en su vida y que sin mí él no es nada; yo quiero creerle pero esas palabras solo me lastiman más y más. Me aguanto las ganas de derramar mi decepción por mis ojos, empujo con fuerza mis sentimientos hacia el oscuro rincón de mi corazón para así dejarme llevar solamente por la ilusión de ser amada y deseada aunque sea por esta noche, porque mañana será otro día donde tu esposa te quitará todo lo que tienes: la casa, los niños, el dinero, te dejará sin nada, así que aprovéchame todo lo que puedas. Eso es, apóyame en el espejo para que puedas ver mi retorcida sonrisa de placer al momento en que me la metas. Eso es, rompe mi prenda mientras muerdes mi oreja, juguetea con mis labios vaginales antes que me penetres con fuerza. Soy tuya y tú eres mío por una noche más así que hazme gritar, hazme morder la almohada, hazme tocar el cielo porque mañana te destruiré. Pero no te lo tomes personal, después de todo estoy haciendo el trabajo por el cual me pagaron.

GERARD KING México

Twitter: https://twitter.com/GerardJKing Instagram: https://www.instagram.com/gerardjking

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as profecías para eso se hicieron, para que se cumplan. Aunque la mayoría piense que son para que las podamos evitar. —dijo el anciano. —Entonces… ¿todo aquello que decían del 2012 no estaba equivocado? —Te refieres a eso de que era el fin del mundo. —Sí, a eso. —A lo que se refiere es a un fin del ciclo, pero todo fin e inicio vienen acompañados de cambio, si lo vemos como muerte y nacimiento, uno para morir tiene que dejar de respirar y para nacer, después de contracciones y pujar, pujar y pujar, nacer y luego de eso comenzar a respirar. Lo que ha pasado en los últimos días ha sido toda la labor de parto, puedo asegurarte que de alguna forma ya nació. —Entonces… ¿todo volverá pronto a la normalidad? —Dudo que sea pronto, las señales en el cielo indican que algo no anda bien. Piensa que es lo que pasa cuando se nace y no se respira… hay que recibir una buena nalgada para que lo hagas, eso es lo que está pasando, ya nació pero aún no respira, así que habrá que sacudir. Pasan unos cuantos días y otro terremoto de más de 8.0 sacude violentamente. Le reclamo al anciano…Así como vamos, no quedará nada. Sería volver a empezar como cavernícolas. —A veces es mejor construir sobre ruinas, que sobre lo anterior, pero como te dije la sacudida se requiere, es necesaria. Una lluvia torrencial inició intempestivamente. —Es el llanto. Es una buena señal. —Entonces, ya pasamos lo peor. —Puede ser, pero mientras no exhale lo anterior, algo puede manifestarse. —¿Y cómo saber cuándo lo anterior termine de morir? —No lo sé, las profecías son interpretativas, si no perderían el interés de ser vividas. Los movimientos de la Tierra no tuvieron piedad en muchos lugares del mundo, muchas ciudades ante la imposibilidad de una reconstrucción fueron abandonadas, la tragedia también sirvió para unir lo que estaba separado, así que la parte esperanzadora de la profecía, en la que anunciaba una nueva era para la humanidad, se dejó asomar tímidamente. Meses después, las noticias que provienen de todas partes del mundo, resultan preocupantes, hubo un incremento en uno de los gases que componen la atmosfera y el argón en lugar de ocupar un porcentaje cercano al 1%, pasó a un porcentaje cercano 139


al 2%, en algunos lugares, lo que hizo cambiar la mezcla de 78% hidrógeno y de casi un 21% de oxígeno, y los gases raros, por lo que resultó no apto para ser respirable por los humanos y causa asfixia. La muerte llega a través del aire. Inhalar es sentencia de muerte. No pasó mucho tiempo para que la corriente trajera a una de las nubes tóxicas cerca de mi ciudad, no hay forma de huir, lo de tapar ventanas y cualquier posible entrada de aire, no resultó en otros lugares, contar con tanques de oxígeno, solo unos cuantos afortunados, ya que escasearon rápidamente, así que esperar la muerte era la prueba que había que afrontar. Desconecto la luz, mi gato comienza a hacer ruidos extraños, a jalar aire y a correr despavorido por todo el departamento, me relajo e inhalo y exhalo, el aire se siente más pesado, un fuerte mareo y sigo aquí. Inhalo y exhalo, vomito y sigo aquí. Inhalo y exhalo y la migraña es insoportable, pero sigo aquí. Inhalo y exhalo y se nubla la visión. Inhalo y exhalo, pierdo el conocimiento. No sé cuantas horas han pasado y sigo aquí, ya es de madrugada, salgo a la calle y aunque hay gente muerta, otros se asoman como yo. Respiro nuevamente una gran bocanada y el aire es semejante al que estaba acostumbrado a respirar, siento como si estuviera naciendo, un llanto lo acompaña… La profecía se cumplió, muerte y nacimiento. Nos llaman los argonautas por haber asimilado y sobrevivido al argón.

FERNANDO BARBA

México

Página Web: www.facebook.com/bsfernandobarba

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Cuento sobre el amor, la envidia, el miedo a que el otro crezca y nos abandone.

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odo mal con ella, viste. Tipo que es mi amiga pero rejodida. Tiene un problema serio conmigo: No entiende. No entiende que no soy su hija ni su madre, que tampoco lo fui en otra vida y que cada una tiene la madre que le

tocó.

Se puso como loca cuando supo que iba a participar en el curso de cocina. Yo acá soy la moza nomás y nunca demostré interés por el arte culinario, ni fuera del restaurante ni dentro. Así que creo que la tomó de sorpresa. Yo tampoco lo esperaba pero el otro dueño, el que viene poco, me dijo que necesitaba otra cocinera, que iba a abrir otro negocio, aunque un poco más chico. Eso sí, fingió ponerse contenta y me prestó algunas recetas (no todas, estoy segura). Vas a rendir con Antonia, me dijo y a lo mejor va Rogelio también, si tiene tiempo porque es chofer de una vieja ricachona a la tarde. Vos anotate que yo te voy a decir unos secretos para que tengas en cuenta. Y me los dictó. Ni se te ocurra contarle a Rogelio, solo a Antonia y a vos les voy a decir porque este es muy chusma y le va a ir con el cuento al dueño. El dueño quiere que le vaya diciendo cómo van y si me pesca dando recomendaciones me va a echar de una patada en el culo. Yo la quiero a pesar de todo. Entiendo que anda para aquí y para allá preocupada por la hija que está enferma y no saben bien lo que tiene y por eso me callo y no digo nada y prefiero que la cosa quede así. La verdad es que duele sobre todo porque cien mil veces le pedí el secreto de la bechamel y me dijo que un poquito de leche, que un poquito de manteca, que nuez moscada… Mil veces le pregunté cuáles eran los pasos que había que seguir para el hojaldre porque no están detallados en el libro del cocinero alado de Martu Cocana. No te van a preguntar eso. Vos leete nomás lo que te di. Con eso alcanza. Además no me preguntes mucho que si el patrón se entera, ya sabés. El examen tuvo solo dos temas: el secreto de la bechamel y el procedimiento para realizar el hojaldre. Resultado final. Mamá es la cocinera y la nena sigue siendo la moza.

MARINA SOSA

Argentina

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1989… iempre he hecho lo que me ha dado la gana. El mundo es una mierda de gente que trata de ser diferente cuando en la realidad llevan la misma podredumbre dentro de ellas. ¿O no es eso lo que somos? Míreme acá. En la funesta encrucijada de mi vida, sin saber qué hacer... Y mírese usted, allí... Tan callado. ¿No quiere un cigarro? Vaya es el último que me queda. Ahhh... ya siento este dolor de nuevo, como si quisiera arrancarme el alma. Estoy cansado. Acá no hay nada. Una vegetación muerta, esta carretera polvorienta y ese maldito pueblo abandonado que me ha hecho volver una y otra vez... Solo este viejo árbol da sombra. ¿No le parece extraño que solo él viva en medio de tanta muerte? Déjeme contarle como llegué aquí. Ah, déjeme inspirar un poco el cigarro y le cuento... Siempre hice lo que me dio la gana, así que ayer tomé el auto de mi padre y salí a millón. Él me gritó algo como que estaba maldito pero eso no me importó. Corrí por la carretera no sé cuánto tiempo... me tomé una botella de un ron barato que compré junto con una Coca-Cola, un par de galletas y seguí andando hasta que di aquí. Quise pasar lo más rápido posible pero el destartalado carro se apagó y no prendió por más esfuerzos que hice. Revisé aceite, revolví cables y nada. Me sentí derrotado… Me detuve a contemplar el pueblo de casas vacías, mugrientas y terriblemente terroríficas... El pueblo que se traga a los caminantes. Así que me quedé en el auto, por nada iría a ese pueblo. Algo se sentía que emanaba de él como un silencio que llamaba. ¿No ha sentido ese silencio de mierda? No sabía qué hacer. Y tenía mucha sed. Busqué la botella de ron pero ya no tenía nada y fue allí cuando se me ocurrió revisar el tanque de agua y estaba vacío. Así que no tuve más remedio que irme al pueblo por agua. El calor era insoportable y caminar por la carretera me llevó unos minutos, pero yo lo sentí como años. Jamás en mi jodida vida había sentido esa sensación de terror que recorría mi espalda, los vellos se me pararon y sentí pánico de lo que podía encontrarme. Caminé buscando una botella vacía hasta que vi una tirada. Casi la busqué a tientas. Después me fajé a buscar el agua. Pero en ese pueblo no hay nada… Existe solo algo maligno. Mire como tiemblo. No puedo casi sostener el cigarro. Déjeme dar una chupadita ¿sí? Creo que tengo frío o es esta fiebre que me atacó al caer la tarde... Cada casa mostraba un aspecto realmente fatal. Era como si las personas de allí

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hubiesen desaparecido de repente. Todo en su sitio como si la vida se hubiese cortado sin más. Me fui asomando apenas por las ventanas. Temiendo ver de repente un fantasma. Con la extraña sensación de que me observaban. Así que en un impulso salí corriendo como alma que lleva el diablo con la botella empuñada en la mano. Llegué al carro todo sudoroso, polvoriento y con el sol quemándome la cabeza, fue allí cuando me fijé en el camino que seguía paralelo al pueblo y me fui por él. No sé cuánto caminé amigo. Sonríe usted. ¿Acaso también caminó por ese sendero? Pues yo lo hice no sé por cuánto tiempo. Todo era un sepulcral silencio. A veces sentía pasos detrás de mí, me volteaba volviendo de nuevo a sentir ese escalofrío y las ganas de salir corriendo. La sed me estaba matando, los pies me hervían y mi cabeza parecía un fósforo prendido. Cuando ya estaba agotado me detuve cerca de este mismo árbol para darme cuenta de lo más aterrador... Había vuelto al pueblo... No podía entender como volví de nuevo a este pueblo. Me senté en el suelo y lloré todas mis desgracias. Odié a mi madre, a mi padre, más aún... odié el día que mi madre se fue y me dejó sin importarle una jodida mierda lo que me pasara…pero solo sentí el silencio responderme y entonces tuve más miedo. Después de un rato medité hacia donde iba. Iba al otro poblado a una de esas fiestas parroquiales donde encuentras chicas, baile y ron… Y me vino a la mente aquella canción folklórica: No vayas para la fiesta te dijeron Juan Hilario, que en tierra de Portuguesa hay un espanto desandando... Algo así dice… Decidí tomar nuevamente el camino por donde había venido, recordé la botella de Coca-Cola a medio terminar, estaba caliente y sin gas pero me la tomé de un solo trago aunque no me reconfortó, me dejó un sabor dulzón que me provocó más sed. Abrí la bolsa de chucherías y me comí las galletas de un golpe, tragué como una bestia, tenía hambre, cuando terminé me sentí un poco más aliviado. Así que empecé a caminar. Ya era mediodía. Este maldito lugar parece detener el tiempo, sabe. Lo ha detenido acá también, ¿no? Pues caminé unos metros. Se me hizo largo y tortuoso el camino. El sol no me dejaba mirar de frente. Así que iba con la cara baja. No había nada. Polvo y una carretera infinita que se perdía entre una semimaleza seca, sin vida, sin viento, sin nada. Voltear a ver y sentir la sensación de que me veían era una sola vaina, los vellos erizados y el dolor en el estómago... 145


Para luego empezar a oír sonidos... ruidos, voces, cantos... Parecía como si el pueblo hubiese cobrado vida...Podía hasta oler a pan recién horneado... oía las risas y algarabía. Sentí más miedo. Así que eché a correr, quería alejarme de ese lugar. Corrí como el condenado a muerte y de repente sentí que corrían detrás de mí y con más miedo corrí hasta tropezar con una piedra que me hizo caer de bruces para dar con la cosa más asquerosa. De un salto me levanté. Allí se encontraba el cadáver de un perro muerto, con los ojos desorbitados, el cuello abierto de par en par y todas las tripas afuera, con gusanos, moscas, su piel entre grisácea y medio peluda.... Me fui de arcadas vomitando lo que no tenía en el estómago. El hedor llenó mis fosas nasales así como el miedo me había impulsado a correr. De repente estaba en este maldito pueblo de nuevo..., Mis fuerzas ya estaban al límite. Joder, me sentía morir. Allí fue cuando me comenzó esté terrible dolor de estómago que me corre hacia el lado izquierdo y sube como taquicardia... Antes de robarle el carro al viejo había estado en una fiesta, llegué a casa y quise venirme a seguir festejando, mis amigos ya se habían venido por eso fue el peo con el viejo, pedirle el carro prestado. ¿Qué si me arrepiento? De quitarle el carro al viejo, no. De mi triste vida, sí. De las cosas que hice mal o de las que no hice... Tengo mucha sed y ya no puedo caminar. Lo he intentado tantas veces pero las tantas vuelvo al mismo lugar. ¿A usted le paso así? Pues después que me recuperé me metí en el carro dejando las puertas abiertas. El carro hervía por dentro y era peor. Estaba cayendo la tarde. Volví a salir, esta vez me fui entre el desierto, de frente al pueblo. Si iba a morir que fuera lejos de esta mierda. Caminé entre la tierra seca. Todavía hacia algo de calor, ya el sol empezaba a ocultarse. Me detuve viendo a lo lejos como se levantaba una polvareda que parecía un tornado gigante que venía hacia mí. Desgraciado de mí. Sin saber pa dónde coger, di media vuelta, regresé corriendo para volver acá... ¡Otra vez! En una histeria me puse a correr por el camino de tierra por donde había llegado una y otra vez... pero una y otra vez volvía al pueblo. Llegó la noche y con ella todo mi miedo aumentó. Había algo terrorífico que me mantenía acá. Me metí en el carro. Las horas aquí parecen pasar muy lentas. El silencio se hizo más profundo y yo me sentía al borde de la desesperación. Mi estómago gruñía del hambre y del dolor. Me fumé un cigarro. Miré hacia el pueblo y le aseguró que veía movimientos, 146


figuras que caminaban por la calle y volví a percibir olores a comida, a flores… Sentí un frío que me helaba los huesos. Luego me di cuenta que era esta fiebre y este dolor que corre por mi brazo izquierdo. Siento que he perdido tanto en la vida…Cuando mi madre se fue yo tendría como siete años y la vi recoger sus cosas. Había llorado después que el viejo le dio una paliza. Ella lloraba y yo la veía sin decir nada. El viejo dormía una borrachera y ella aprovechó para irse. Yo me quedé allí, como el jodido hijo de mierda que me volví. Ya veo algo borroso. Será el cansancio... ¿Cómo llegue a hablar con usted? Déjeme sacar el último cigarro, lo fumaré despacio. Déjeme disfrutar de la poca cordura que me queda. Y no sonría así porque siento que se ríe de mí. Como el día que mi madre se fue. Ese día lloré todas las malditas lágrimas. Ella también lloró y me abrazó fuerte, me besó tantas veces como si se le fuera la vida en ello, yo le decía que la quería, que me perdonara pero ella no me dijo nada... Ya estoy cansado... Este frío que me mata, estas nauseas, los dolores de mi brazo y de mi estómago... Solo déjeme dormir y luego… 2018… El hombre contempló al otro que yacía en cuclillas frente a la vieja y raída cruz... Al ponerse de pie, lo vio secar una lágrima, su cabeza cabizbaja y esa expresión de remordimiento... Apenas venía a este remoto lugar a reseñar las fiestas patronales de uno de los pueblos llaneros deteniéndose en la gasolinera del pueblo donde encontró al otro, el cual le pidió un aventón... y ahora lloraba frente a una cruz a mitad de la nada. Por el camino le dijo que iba a la tumba de su hijo pero lo que él creyó sería una visita al cementerio se convirtió en una parada en medio de un paraje solitario donde reinaba un gran Cedro y unas cuantas casas abandonadas que se veían a la distancia. El otro seguía cabizbajo, murmurando como una especie de letanía o plegaria. El hombre observó la vieja cruz, alzó la mirada y la posó en un pájaro negro que los observaba entre las ramas del árbol. Luego observó a lo lejos donde se divisaban unas cuantas casas viejas, abandonadas y sin saber por qué sintió de repente un aire frío, un silencio que le produjo miedo y un olor a flores... El otro de repente alzó la vista y le dijo: —Este era mi único hijo. Lo encontraron acá en una época de fiestas. Me robó el carro y se vino, según cuentan estaba sentado al pie de este árbol, con un cigarrillo a 147


medio fumar y la mirada detenida como si viera algo. El hombre se sorprendió y sintió sus vellos erizarse, pero no dijo nada. Volvió a contemplar la cruz. —La realidad... es que nadie sabe qué pasó con él. El hombre, algo intrigado le preguntó: —Y… ¿está enterrado aquí? —No amigo, el está en el cementerio del pueblo pero su alma quedó acá y es a este lugar a donde vengo a pedirle perdón... No fui un buen padre. Vengo ante esta vieja cruz cada semana buscando me perdone. El pájaro voló cuando el anciano concluyó. El hombre lo siguió con la mirada mientras se perdía sobre el caserío abandonado y por un momento, solo por un momento, creyó ver la sombra de un hombre caminar por el medio de las calles de tierras.

AMALIA RENGEL

Venezuela

Facebook: Amalia Rengel Instagram: Amalia Rengel

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l viejo Peruzzi se paraba en la esquina de la avenida Mitre y la calle 105, al lado del quiosco del gordo Gavio y desde allí, cruzaba la avenida, tratando de alcanzar la vereda de enfrente, antes de que cambiara el semáforo. Era una tarea difícil para él. A raíz de un accidente, tenía la pierna derecha soldada a la altura de la rodilla, sin poder flexionarla. Así es que la arrastraba y se apoyaba en un bastón, aunque en realidad era un palo de escoba que llevaba en la mano izquierda. Ya no podía caminar sin él, porque además de su pierna inútil, se le sumaba la edad: Matías tenía más de ochenta años. Este hecho era un clásico de todas las mañanas. En cuanto se ponía la luz roja que cortaba el tránsito, el gordo Gavio desde la ventana del quiosco, le gritaba: — ¡Vamos Peruzzi, métale nomás! Ahí se largaba el viejo a la calle, pero cada día le costaba más llegar a tiempo al otro lado. Mientras hacía el esfuerzo, pensaba en otros tiempos, en los que había corrido los 400 metros llanos y hasta había obtenido una medalla por su triunfo. Todavía resonaban en su cabeza los estímulos de la gente que había concurrido a la carrera: —¡Déle duro, Peruzzi… No afloje, métale…Vamos, vamos Peruzzi! — mientras seguía con el sacrificio de cruzar la avenida. Últimamente, cuando estaba por llegar a la vereda de enfrente, ya abría el semáforo de nuevo, pero “como estaba cruzando Peruzzi”, los automovilistas del pueblo lo esperaban, al tiempo que le gritaban: —Déle duro, Peruzzi… No afloje, métale… Vamos, vamos, Peruzzi— y esto lo escuchaba el viejo y se le mezclaba con los gritos de la antigua carrera, que eran iguales y lo confundían más aún. Solo algunos chicos, para divertirse, le pasaban con las bicicletas rozando sus pantalones, lo que provocaba duras puteadas por parte del viejo. Muy cerca del quiosco, estaba sentado Don Carlo, un tano viejo, que ya no caminaba y que siempre lo ubicaban en una silla en la vereda, con sol o con lluvia, paraguas mediante. Nadie sabía si lo sacaban a la calle porque él quería o porque molestaba adentro. El hijo del quiosquero Gavio, intrigado, le preguntó al tano si sabía qué le había pasado a Peruzzi en la pierna y cuándo había ocurrido. Él, por casualidad, le había escuchado narrar la hazaña de los 400 metros, mientras cruzaba la avenida, cosa que solo mencionaba entre dientes y con profundos resoplidos, pero que nunca había relatado a nadie. Don Carlo, conocedor de la historia del pueblo, le contó. Cuando eran chicos, a Peruzzi, lo había atropellado un caballo desbocado y nunca pudieron arreglarle la

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pierna, lo habían enyesado de urgencia y como pudieron. Lo había hecho un curandero amigo del padre y, aparentemente, se la había soldado mal, dejando la pierna como si fuera de palo. —Así eran las cosas antes, muchacho, así eran—, terminó Don Carlo. Ahora, el chico estaba más confundido, porque él lo había escuchado a Peruzzi mencionar lo de los 400 metros. Mientras volvía al quiosco de su padre, pensaba: «Pobre viejo, además de inválido está medio loco». Entretanto, Peruzzi, ya en la vereda de enfrente, se secó el sudor de la frente con la manga del viejo saco marrón, se acomodó como pudo el pantalón medio caído y se encaminó al bar. Aquel viejo bar lo conocía desde hacía mil años y aunque había cambiado de dueño varias veces, era el mismo boliche de siempre. Con el bastón apoyado en la vereda, Peruzzi levantó la vista y vio a la gente que lo aplaudía por la medalla ganada, le lagrimearon los ojos, no lo podía creer, que luego de tantos años, le siguiera pasando y que ellos continuaran estando allí, a su lado. Entonces, hizo un mínimo gesto de agradecimiento, lo máximo que le permitía su cuerpo, y comenzó a andar hacia la puerta del bar. Allí, el mozo, que le tenía afecto y que lo veía todas las mañanas hacer esos gestos, le abrió la puerta y lo ayudó a pasar, lo acomodó en una mesa del fondo y le sirvió el moscato, como siempre, como cada mañana.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZo

Argentina

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