EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 41 JULIO 2019

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4

NRO 41 — JULIO 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE IGUAL A MAMÁ STELLA MARIS LEGUIZA 7 EL ÁNGEL TERRIBLE EL FORASTERO

DANIEL FRINi 11

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLo 15

DÍA DE TIANGUIS

ROSARIO MARTÍNEz 20

LA BRONCO ANDREA MARINA BARONZINi 26 RAMSÉS I VERÓNICA MIRANDa 28 jugar a las visitas marina gómez alais 32 SINFONÍA EN SOLEDAD

ANTONIO CARMONA MÁRQUEz 35

TODOS LOS ABANDONOS SE PARECEN SOLEDAD MARÍA DATo 40 EL AÑO MÁS PRÓSPERO DE NUESTRAS VIDAS ROXANA CHURRUARIn 44 TODO POR GINA MARIO GAVINO TORRES VALDIVIa 48 CUESTA ABAJO

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAr 50

IMPERTINENTE AMANECER LLUVIOSO

NANCY AGUILAR QUINTERo 54

POLVO DEL AMANECER BILLETES

KALTON BRUHl 52

OSWALDO CASTRO ALFARo 57

GUSTAVO VIGNERa 62

EL PUENTE SIN TIEMPO (Leyenda urbana) DI PRATo 67 EL MOHÍNO DEL PERRO SOLITARIO

CARLOS LUIS

JORGE LEÓN LOZANo 71

FRÍO EN COMALLO YOLANDA Sa 76 CIUDAD IMAGINARIA ANA MARÍA BALESTRERi 79 EROS MARTÍN FRAGOSo 81 OBSIDIANA

MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIa 86

GLORIAS OLVIDADAS

SERVANDO CLEMENs 89 5


LO INEFABLE

DIEGO MARIANO GIMÉNEZ SALAs 93

PLAYA BRAVA, PLAYA MANSA JULIO ALBERTO VILLARrEAL GAVIRONDo 98 TRISTEZA

OSVALDO VILLALBa 103

TEMPO HORACIO BOTTa 107 DÍDIMO

CARLOS M.FEDERICi 110

BUEN SOLDADO GERARD KINg 114 SIGUE EL FIN SOY UN ZOMBIE

IÑAKI LEGARDa 118

ROSARIO VENERO CERRÓn 121

LOS COMEDIANTES CARLA MORICHETTi 124 EL BAÚL ANA MARÍA CAILLET BOIs 126 EL NIÑO Y

LOS GATOS JULIO GERMÁN PAZ Y VADALá 127

LA CHICA DE LAS FLORES MUERTAS AZUL TURQUESA,VERDE ESMERALDA 135

DAFNE LARa 131

MARTA NAVARRO CALLEJa

LA ANCIANA Y EL LADRÓN AMELIA BEATRIZ BARTOZZi 143 LA HERENCIA MALDITA LUCIANA BONZO SUÁREz 148

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apá se había muerto para siempre. Yo creía que todos los muertos se mueren para siempre, pero cuando mamá se murió no fue así. Un domingo, cuando volvimos del cementerio, ella apagó el motor pero no bajó del auto, así que agarré las llaves de la casa y se las di a Damián para que abriera y saqué a upa a Matías que se había quedado dormido en el viaje. Entramos. Me pareció bien que ella se quedara ahí, un rato, pero a la noche empezó a llover y la fui a buscar. A veces con las tormentas crece el mar y el agua llega hasta la puerta de casa. Si no guardamos el auto antes de la crecida, se hunde en la arena y a la mañana tenemos que ir al colegio caminando. Por eso la fui a buscar, sino la dejaba hasta el otro día, que durmiera en el coche como hacía cuando estaba triste y no tenía fuerzas ni para hacernos la comida. Abrí la puerta del auto y un relámpago le iluminó la cara. Estaba blanca, casi transparente. Sobre la pollera tenía una botella de whisky por la mitad y cajitas de remedios vacías. Me metí pasándole por encima porque me estaba empapando. Mi cuaderno de comunicaciones estaba abierto en el asiento de adelante, mamá había escrito: “Perdoname Marina, cuidá a tus hermanos, me voy con tu papá”. El agua estaba subiendo así que me senté arriba de mamá, arranqué el auto y lo entré al garaje. Cerré todo y fui a buscar a Damián que estaba sentado en el piso de la cocina, contando las figuritas que le faltaban para completar el álbum. Aunque tenía dos años menos que yo, Damián era enorme y bastante bruto, siempre terminaba en penitencia porque se agarraba a piñas en el recreo, o en la canchita o donde sea. La señorita Lucia decía que era porque no sabía expresar y era verdad que no sabía porque apenas hablaba y la única que lo entendía era yo. Así que esa noche, no dijo ni mu cuando le conté que mamá se había ido, pero que no se había llevado el cuerpo y que lo teníamos que enterrar nosotros en casa porque yo no sabía el camino para llegar hasta el cementerio. Hicimos un pozo profundo como habíamos visto en las películas y dejamos ahí a mamá, bien tapadita de tierra y cerca nuestro. Prometimos no contarle ni a Matías ni a nadie. La tormenta duró varios días y por eso ninguno fue al colegio. Dejé que Mati viera dibujitos a cualquier hora. Con eso y la lluvia, se dormía de a ratos y no hacía preguntas. Comimos salchichas con puré hasta que se terminaron. El teléfono sonó un par de veces y no atendí. Mamá siempre atendía y anotaba los números que le decía la gente en una lista y al lado hacia el signo pesos y ponía la cantidad de plata. Ella me explicó que así los grandes jugaban a la quiniela, que si no ganaban, ella se podía quedar con la plata que la gente pagaba y con eso iba de compras 8


y mantenía la casa. Que si alguien ganaba, ella juntaba lo que todos pagaban, dejaba la plata en el buzón de casa y la vieja de la farmacia pasaba a buscar todo y lo repartía. Pero que eso no pasaba casi nunca. También me enseñó que cada número era una cosa y a la noche me inventaba cuentos y yo tenía que decirle qué números eran. “El pajarito cayó en desgracia” me decía y yo contestaba 35-56-17 y ella se reía fuerte y me felicitaba. Cuando el teléfono sonó por tercera vez atendí y un señor me dijo “el borracho tiene un cuchillo con sangre, veinte pesos cada uno”. Yo anoté 14-41-18 en la libretita y supe que no íbamos a tener problemas para comprar salchichas, papas y las figus de Damián. Cuando por fin salió el sol, mandé a los chicos al colegio y me quedé haciendo las cosas de la casa. Es increíble cómo se pasa el tiempo cuando una se pone a limpiar y a cocinar. Los zapatos de mamá no tenían mucho taco así que no me molestaban para andar todo el día. Los usaba con medias de toalla porque me quedaban grandes. A mediodía ya tenía la comida en la mesa cuando llegaban los varones. Después de lavar los platos, me sacaba el delantal y pasaba prolija la listita mientras ellos dormían la siesta y después veía un rato la novela. Me gustaba eso porque podía llorar echándole la culpa a la tele. Iba todo bien hasta que la señorita Lucia le preguntó a Damián, por qué yo no estaba yendo al colegio. Él no dijo nada pero la muy metida se vino a casa una tarde queriendo hablar con mamá. Yo la hice pasar y le serví un café en la taza de las visitas. Le dije que mamá había salido, que no sabía a qué hora volvía pero insistió en esperarla. Suena el teléfono, ¿no vas a atender querida? No, señorita Lucia, los chicos no atendemos el teléfono. Me parece muy bien dijo mirándome los zapatos. Marina, vos te das cuenta que hace casi un mes que faltás a clase. Pensé que estabas enferma, y ahora te veo así, con ropa de tu mamá, con los labios pintados y ese rodete hizo un silencio largo ella ¿dónde está exactamente? Ya le dije, ella salió y va a tardar en volver. Pero el auto está en el garaje, no pudo ir muy lejos. La señorita Lucia aceptó otro cafecito para esperar. Esa mañana la vieja de la farmacia me había dejado en el buzón la plata y unas cajitas con los remedios para dormir de mamá. Así que se los puse en el café a la señorita Lucia. Mientras dormía no preguntaba y yo aproveché para planchar mi guardapolvo. A la noche salió el 70.

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STELLA MARIS LEGUIZA

Argentina

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Uno

l hombre amaba los textos de Yasunari Kawabata. Llevado por su «País de nieve», viajó a Japón y visitó, en enero y con un frío intenso, las montañas donde jóvenes mujeres vírgenes, en la penumbra de sótanos asfixiantes de humedad y calor, sumergen los capullos en agua hirviente, devanan la seda Chijimi y tejen las finísimas telas que luego son puestas a secar, un día y una noche enteros, sobre la nieve pura hasta que adquieran la blancura inmaculada y se impregnen del Yuki no seishin, el espíritu de la nieve, y lo transmitan a quienes las vistan en los tórridos veranos de Tokio. El hombre bajó del tren que lo llevó a las montañas y buscó, en las posadas, a su geisha Komako. La encontró: se llamaba Aiko. Pretendió el mismo amor puro, bello e intocablemente perfecto de los personajes de Kawabata; pero la primera vez que Aiko se desnudó frente a él, desechó cualquier ceremonia y sucumbió a la fragilidad y la delicadeza desenfrenadas que encontró bajo la máscara de recato que el estereotipo social imponía a la joven. Y se quemó en su llama apenas estuvo dentro de Aiko por primera vez y ella lo envolvió con sus piernas mientras acariciaba suavemente su boca. Llévate mis lágrimas contigo —dijo ella. Y fue la última vez que habló. El hombre se quedó para siempre a su lado. Nunca más hubo palabras entre ellos. Y su amor cristalizó en algo mucho más hermoso que la mismísima seda Chijimi. Dos El hombre veneraba a Baudelaire. Él, como el poeta, rechazaba la idea clásica de que lo bello se hermana con lo bueno, el kalos kai agathos, y estaba convencido de la necesidad viva de encontrar el lado oscuro, reprimido y peligroso del amor. Viajó a París y vivió, apenas con lo puesto, en el viejo Barrio Latino. Conoció a su Jeanne Duval en un antro de la Rue Séguier, casi llegando al río. Se llamaba Elènne y no era mulata, sino mora. Vivieron juntos todo un invierno, en una habitación prestada con ventanas sin vidrios. Cuando se acabaron las pocas maderas que, para calentarse, quemaron directamente sobre el piso, se desnudaron bajo dos mantas raídas, y encendieron el amor. Ella lo hacía estremecer cuando bajaba sus manos y palpitaba cuando él, con toda suavidad, pellizcaba sus pechos. Matizaron sus propias bellezas con lo inesperado, la sorpresa y el estupor. Se sedujeron y se fundieron en el éxtasis, buscando, de manera consciente, ser destruidos por la cautivante intensidad de aquellas horas de frío. Baudelaire decía: 12


La ciega polilla vuela hacia vos, candela. Crepita, brilla y dice: ¡Alabemos a esa llama! El amante jadeando sobre su hermosa; tiene el aire de un moribundo que acaricia su tumba. Llegaron a reírse del poeta. Cada uno de ellos olvidó su yo en la carne del otro. Sin embargo, al llegar la primavera, Elènne reivindicó su derecho a marcharse. El hombre que había sido tocado por esa arrebatadora visión de lo perfecto, que se había balanceado durante tres fríos meses entre lo sublime y lo diabólico, lo elevado y lo grosero, el ideal y el aburrimiento angustioso— entendió, de golpe, el espanto del juego del amor: era preciso que uno de los dos jugadores perdiese el gobierno de sí mismo. Como la polilla hipnotizada por la irresistible belleza de la llama, debía pagar el precio más alto: saltar al abismo y librarse al espasmo de la muerte. En la mañana, encontraron su cuerpo desnudo flotando en el Sena. Sonreía. Tres El hombre reverenciaba a Rainer María Rilke. Buscaba el amor como si fuera su patria, con el muy íntimo deseo de que se pareciese a la soledad de su infancia. «La única patria feliz es aquella formada por niños», decía Rilke en sus Cartas; y hablaba de la necesidad de buscarla para encontrarnos a nosotros mismos, lejos del mundo marchito y convencional de los adultos. El hombre remontó la marea de los años y se rodeó de desconsuelo («La tristeza también es una ola»). A pesar de quedar encerrado en laberintos indescifrables, hizo esfuerzos sobrehumanos para salir adelante («Convierte tu muro en un peldaño»), Estuvo en los lugares en los que vivió el poeta: Praga, Sankt Pölten, Worpswede, París, Duino. Un día cualquiera, ya pasados sus cincuenta y en Múnich, encontró su Lou Andreas-Salomé. No se conoce su nombre. Era hermosa. Viajaron, siguiendo los pasos de Rilke, por Italia y por Rusia, por Dinamarca, Suecia, Holanda, España y Suiza. Primero fueron amantes. Él le recorría la piel entera con su lengua, degustando sus sabores y sonriendo con cada uno de los escalofríos de ella, en ceremonias que podían durar horas. A su turno, ella jugaba con su boca y le arrancaba gemidos imperceptibles. El amor consiste en dos soledades que se defienden, se delimitan y se rinden homenaje. Luego fue su amante y su amiga. Su hermosura, abonada con una extraña 13


felicidad, crecía hasta que al hombre se le hizo insoportable. La belleza es el principio de lo terrible. Todo ángel es terrible. El hombre encontró al amor, a su patria y a la soledad de su infancia. Ella murió. Su tumba está en el cementerio de Rarogne, en Valais. Descansa a pocos metros del poeta. Ahora, el hombre mira por la ventana. Afuera caen pequeños copos de la primera nevada de este año. Tras los barrotes de la ventana, los jardineros limpian el parque de césped cuidado y amarillo. Más allá, tras las rejas, los autos pasan por la avenida fría, tan lejos del hombre como si estuvieran en Marte. El enfermero de las cinco de la tarde abre la puerta. El hombre ni siquiera le presta atención.

DANIEL FRINI Argentina Facebook: facebook.com/DanielFriniEscritor/ Twitter: @dfrini Instagram: danielfrini Ivoox: ivoox.com/podcast-audiotextos-daniel-frini_sq_f1418104_1.html Tumblr: danielfrini.tumblr.com Inkspired: getinkspired.com/es/u/danielfrini/

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espués que el último cliente dejó el restaurante, la camioneta se estacionó en el aparcamiento. No era una camioneta especial, incluso era el modelo más común de los que existían en el mercado automovilístico, pero apenas vi que sus llantas se detuvieron al lado de un camión de carga, algo extraño enturbió mis sosegados sentidos. Mi familia vive en este lugar desde que tengo memoria. No es el mejor lugar para vivir, ni mucho menos el peor, pero es mi hogar y eso es suficiente para mí. El pueblo más próximo está a 55 kilómetros de distancia, a una hora y media manejando por la serpenteante carretera de penetración. Es vía de camioneros y choferes de buses interprovinciales con muchos años de experiencia encima. Son pocos los automóviles que se adentran por esos parajes de serranía, en donde nosotros somos los intrusos bajo la vigilante mirada de la madre naturaleza. Papá llegó a este lugar apenas casado con mi madre, movido por la idea del negocio propio y la independencia económica. Gracias a una herencia recibida de su padre, mi abuelo, además de unos ahorritos para nada despreciables de mamá, decidieron abrir un pequeño hostal de carretera en esta parte del camino. Al comienzo la idea no le gustaba nada a mamá, pero con el pasar de los meses, las cosas fueron mejorando y recién pudo ver el lado positivo de tan grande sacrificio. Lo que comenzó con cinco habitaciones, en menos de cinco años creció a doce, además de un restaurante, una bodega y un surtidor de diesel. En esos cinco años de sacrificio, nacimos mi hermano y yo, por lo que tuvimos que aprender a vivir alejados del mundo desde la barriga. No fue para nada fácil, pero el tiempo es buen aliciente cuando se vive en el seno de una familia tan unida como la nuestra. Crecer sin la compañía de más niños no es algo que cualquiera pueda conseguir, hace falta algo más que voluntad para lograrlo. En nuestro hogar aprendí a leer y a escribir, también las operaciones básicas de matemáticas así como algo de historia. Cada vez que papá iba al pueblo, nos traía a mi hermano y a mí cuadernos y libros para que aprendiéramos un poco más cada día, y aunque eran escasas las veces que veíamos a otros niños de nuestra edad, aprendimos a vivir acompañándonos mutuamente. El tiempo transcurre de una manera distinta cuando se está lejos de todo. Los días suelen ser más largos y las noches más cortas. Tuvimos que aprender a inventarnos distracciones en nuestros primeros años, desde tontos juegos de niños hasta tareas para las horas vespertinas. Con los años crecimos y aumentaron nuestras responsabilidades. Al ser yo la mayor de los dos, a la edad de catorce años me encargué de atender el restaurante, recibiendo a los clientes y tomando sus pedidos mientras mamá los 16


preparaba en la cocina. Papá y mi hermano se encargaban del hostal, un trabajo nada complicado la mayor parte del año. Esa noche la extraña camioneta se detuvo cuando el reloj del restaurante marcó las dos de la madrugada. Por la tarde había dormido más de la cuenta, por lo que no tenía sueño por la noche. Si quieres acompáñame en el restaurante, me dijo mamá al verme deambulando en la recepción del hostal y, como no tenía nada mejor que hacer, acepté su invitación. Dos de las seis mesas del restaurante estaban ocupadas esa noche. En una, un tipo sorbía ruidosamente un tazón de sopa criolla mientras observaba las lejanas estrellas a través de la ventana. En la otra mesa, dos hombres jóvenes camioneros que llegaron a bordo de un Freightliner, comían el menú del día y bebían café recién pasado. Su camión estaba en el estacionamiento junto al camión Iveco del tipo que tomaba sopa. Eran los únicos que habían caído en el restaurante esa noche fría de agosto. Después de la sopa, el tipo pidió la cuenta y tras pagarla, fue hasta su camión y unos minutos después se perdió en la carretera con rumbo a la costa. Los dos jóvenes camioneros, después de comer el especial del día, pidieron unas copas de ron para atenuar el aire frío que se colaba por la puerta del local. Uno de ellos me pidió que encendiera el televisor, yo le dije que a estas horas solo el noticiero se podía sintonizar, pero él no me hizo mucho caso y esperó en silencio a que obedeciera su orden. Giré la perilla y como presumí, ningún canal sintonizaba a esa hora de la madrugada, salvo el canal de las noticias. Déjalo ahí dijo uno de los jóvenes, y luego le dio un sorbo a su vaso de ron puro. En el canal de noticias repetían el programa de la tarde, y como a mí no me interesaba nada de ese canal, me puse a dibujar sobre el mesón del restaurante, esperando que los dos sujetos dejaran el lugar. Media hora después, los jóvenes, cansados de oír las noticias de siempre, se pusieron de pie, se acercaron a la barra, pagaron por la comida, el café y el trago, y salieron del restaurante, no sin antes dejarme una buena propina. En el preciso momento en que los jóvenes camioneros desaparecieron tras la puerta del restaurante, la camioneta se estacionó al lado de su camión. Era una camioneta común y corriente de color negro satinado, no cargaba nada en su tolva, y la única persona dentro era el chofer que se tomaba su tiempo para bajar del vehículo. Con los codos apoyados en la barra, esperé a que aquel hombre cruzara la puerta. Vi cuando descendió de su camioneta, cuando la cerró con el control a distancia, luego lo vi acercarse al restaurante, empujar la puerta vaivén y sentarse en la mesa más alejada de la barra, en 17


silencio, con las manos entrelazadas sobre la mesa al lado de su sombrero de cuero marrón. Dudé en acercarme a preguntarle si deseaba algo, después de años atendiendo a los viajeros de camino, uno se da cuenta quién es una persona sospechosa y quién no. El tipo no decía nada, solo esperaba sentado en su silla sin quitarle la vista a la congeladora de las cervezas. En ese momento, mamá apareció detrás de mí y tocándome el hombro con su leve mano, me preguntó por qué no atendía a aquel sujeto. Ya voy, mamá, es que no me ha llamado siquiera le dije. Tu obligación es atender a los clientes, eso te pasa por desobedecerme cuando te digo que no debes dormir por las tardes, se te quita el sueño, ya lo sabes me dijo, y luego volvió a la cocina. Cogí la libreta de apuntes y un lapicero azul del cajón de la barra y me dirigí al tipo que seguía esperando en la mesa. Salvo por la narración del comentarista de noticias y el ruido quebradizo de mis pisadas sobre el piso de listones de madera del lugar, un silencio expectante nos envolvía. Buenas noches, ¿desea algo de comer? le pregunté al sujeto. Tráeme una cerveza y un vaso me dijo, girando la cabeza para mirarme a los ojos. Luego volvió a su postura inicial. Regresé al bar para coger una botella de cerveza y un vaso largo, los que llevé con ayuda de una bandeja de acero al extraño visitante de la madrugada. En el televisor, el comentarista anunciaba las noticias que vendrían después del corte comercial, por lo que decidí bajar el volumen para no interrumpir la estancia del único cliente del restaurante. Aquí tiene le dije, dejando la botella de cerveza sobre la mesa, al lado del

vaso limpio y del pocillo con maní tostado que siempre le damos a los comensales que caen en el negocio. El sujeto cogió la botella, se sirvió el vaso hasta el borde y lo bebió de un largo sorbo, antes de que yo regresara a la mesa del bar. El frío se acentuaba cada vez más a medida que avanzaba la noche. Afuera, un mar de estrellas dominaba el oscuro cielo que cubría al mundo, y la carretera lucía más despejada que de costumbre. Atentos al siguiente informe, dijo el comentarista del canal de noticias como antesala de lo que sería la gran noticia del momento. La noche del pasado martes, apareció una nueva víctima del tristemente célebre descuartizador nocturno. Se trata de un menor de edad identificado con las letras D.F.C., de quince años. El hecho ocurrió en las inmediaciones del pueblo de San Jerónimo, en donde un sereno de la zona encontró en un descampado, un bolsón en el que estaba el 18


cuerpo seccionado del menor. Con esta nueva víctima, suman trece los cuerpos encontrados. Esperemos que las autoridades capturen de una vez a este criminal por el bien de nuestra población. La policía ha logrado elaborar un identikit del criminal, gracias a las declaraciones de los testigos que decidieron colaborar con la justicia. Si lo ve, dé parte a las autoridades de inmediato, y tenga mucho cuidado, es un tipo sumamente peligroso. El identikit personificaba al enemigo público número uno del país. Toda la policía estaba tras sus pasos, pero hasta el momento, no habían tenido mucha suerte en su búsqueda. La forma de su cabeza era redonda, tenía los ojos hundidos, una mirada feroz, la nariz tosca, al igual que los labios, y llevaba una barba negra, hirsuta y desordenada. Viéndolo bien, no se diferenciaba mucho de cualquier tipo común y corriente de la calle, entonces entendí el porqué de la demora de la policía en capturarlo. Vi de nuevo el dibujo del asesino en serie para ver si encontraba algo distinto, y fue entonces que distinguí un corte sobre la ceja derecha, que se ocultaba detrás de sus desordenados cabellos negros. Era un corte transversal, de unos dos centímetros, que casi partía en dos su ceja derecha. Su sola imagen hizo que me pusiera nervioso; cómo podría existir un ser tan despreciable, capaz de lastimar cruelmente a personas inocentes. No podía entenderlo, así que, para quitármelo de la cabeza, apagué el televisor y me dediqué a continuar con el dibujo que estaba haciendo sobre la barra, esperando que el único cliente dejara el lugar para poder irme a dormir por un par de horas, antes del amanecer. Pero el cansancio me ganó la partida. No sé cuántas horas llevaba dormida sobre la barra del restaurante, pero fue una mano gruesa la que me quitó la modorra con un golpe leve en mi hombro. Entonces abrí los ojos y lo vi; era papá quien esperaba de pie a que despertara. Sus ojos encerraban una terrorífica mirada que nunca antes había visto en él. A su lado, mamá lloraba desconsolada, sosteniendo la frazada favorita de mi hermano. Solo atiné a mirar por la ventana, pero la camioneta negra ya no estaba en el estacionamiento.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

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A

veces su vida le parecía una pesadilla, aunque en ocasiones también soñaba. El aironazo soplando con fuerza le daba una idea de dónde se encontraba, en el lugar del viento, expuesta a la intemperie, al sol, y también a la tierra que hecha tolvanera nacía desde el vientre seco de su madre y retozonamente volaba convertida en polvo. Los perros ladraban para ahuyentarla. Llevaba una carretilla de fierro con una llanta un poco ponchada, sobre la que descargaban su peso los fardos de cachivaches. Con algo de suerte podría vender algunos para poder comer ese día. Estaba cansada de hacer una comida diaria y solo arroz. A veces cocinaba un huevo según estuvieran las ventas. Sus manos ajadas, con uñas largas y mugrientas, aferraban los mangos metálicos con fuerza. Era necesario estar bien tempranito en su puesto para que no se lo fueran a ganar, ya la habían echado sin miramientos de los mejores sitios del tianguis. «Hasta en un lugar como este hay clases», pensó indignada, «¡majaderos!» creerse superiores a ella, solo porque traían la mercancía del otro lado de la frontera y no recorrían de casa en casa algunas partes de la ciudad, pidiendo cosas usadas. Cuando agotaba ese recurso solo quedaba hurgar entre las bolsas y botes de basura para ver qué encontraba: a veces eran latas de aluminio, figurillas de barro o de plástico o alguna prenda de vestir, por lo general en muy mal estado. El cartón escaseaba, era patrimonio de los trabajadores de la recolección de basura. No le agradaba tener que hurgar, pero a veces no tenía más remedio. El colmo era cuando descubría algún libro entre los restos, tirar tesoros, mancillarlos entre los escombros de la euforia consumista. Rescataba los que estaban medianamente limpios, tenía ya algunos. Los de texto asomaban su cara deteriorada en los botes al final de la temporada escolar, otros nunca los había visto. Estos eran sus favoritos, no los vendía, porque la hacían viajar y vivir lo que duraba su lectura fuera de esa vivienda decrépita, miserable y hasta un poco sucia, la alejaban de esa ciudad de viento seco y contaminado. Era delgada por el mucho caminar y poco comer. Colocaba sobre su cabeza una gorra deportiva que no lograba protegerla del todo del sol, vestía unos pantalones viejos de mezclilla y una amplia camiseta de manga larga, su rostro lucía opaco por el polvo natural y con manchas que inútilmente intentaban cubrir su piel del sol. Procuraba recoger su cabello con una trenza, evitaba con esto que se le enredara o le tapara la visión cuando el viento soplaba que era a menudo, vivía en la ciudad del viento. Una vez intentó vender periódicos, pero le ganaba el deseo de moverse y no estar anclada en un mismo sitio, además el ruido de los automóviles y el humo terminaron por hacerla desistir, aunado a lo poco rentable de esta actividad. Tenía que buscarse su propio crucero, porque la mayoría estaban ocupados, además una gran variedad de tiendas de 21


autoservicio y supermercados los ofrecían al público. Empezó entonces una nueva actividad para poder subsistir. Como no había terminado la educación primaria, no consiguió trabajo en ninguno de los lugares a los que asistió con la esperanza de poder lograr un futuro mejor. Fue así como empezó sus ventas en el tianguis que se ponía los sábados por la mañana en una populosa colonia de la ciudad. Ese día llevaba una muñeca hermosa, la había rescatado de la basura unos días antes. La lavó con esmero en la pila de agua de afuera de su casa hecha de cartón y lámina. Vivía sola, además de no gustarle la compañía, era lo mejor, ¿para qué pensar en un hombre que a la postre terminaría abandonándola o siendo mantenido por ella? Como hacían varias de sus vecinas con el amor de su vida en turno. Estaba orgullosa de no ser una mendiga, una cosa era recolectar objetos de desecho y otra bien distinta pedir dinero a los demás, «entonces es cuando reparan en ti», piensa; «cuando te miran con cara de disgusto, de desaprobación y a veces de falsa compasión». Eso no era para ella, ahí se las iba arreglando como podía, aunque la mayoría de las veces podía mal y poco. Esperaba vender su preciosa muñeca, nunca faltaban niñas acompañando a sus padres cuando estos iban de compras, la llevaba envuelta en el trozo de una toalla encontrado en sus excursiones de madrugada por las zonas clase medieras de la ciudad. Este término lo había leído en uno de sus libros, tardó algún tiempo en descifrar exactamente el significado de esa palabra, recordó con una leve sonrisa el gozo experimentado cuando pudo hacerlo. Le confeccionó la ropita que la engalanaba, cepilló su lustroso cabello rubio, ¡ah sí!, siempre eran rubias las muñequitas, se hubiera asombrado de encontrar una castaña, negó con terca determinación la ternura que le produjo el baño y arreglo de su hija de plástico. Cuando llegó al parque vio un ralo y amarillento zacate. Colocó su mercancía bajo la sombra de un árbol, ella no disponía de carpa. Sobre una caja de zapatos forrada con papel de terciopelo rojo colocó su mejor artículo: la muñequita, sujetándola con algunos alfileres del ribete de su vestido para que no se cayera o saliera volando. Ese día le hubiera gustado ponerse un vestido con flores y que su hija de plástico se sintiera orgullosa de ella. Poco a poco fueron llegando los demás vendedores a colocar sus mercancías sobre las mesas, en la banqueta y los más equipados colgaban de algunos tubos ropa variada a precios ínfimos, todos bajo carpas instaladas en las banquetas. Ella esperaba en su lugar en la plaza bajo la cada vez más raquítica sombra del 22


árbol. Después de algunas horas empezaba a creer que se iría en blanco sin lograr ninguna venta, pero una mujer se acercó a preguntarle por el precio de una alcancía de barro con la forma de un cerdito, era blanca con las orejas rosadas y las pezuñas negras. Recordó su labor de restauración. Primero la había lavado bien dentro de una bandeja con agua jabonosa, hasta sacarle la mugre, con un viejo pincel adquirido en uno de tantos puestos y con paciencia de artesana le había repintado el hociquito, las orejas y, finalmente las patas, también los ojos fueron maquillados. Después de un ligero regateo logró venderlo por veinte pesos, le hubiera gustado quedarse con él y poder llenar su barriga de monedas doradas y relucientes de diez pesos, hasta lograr ahorrar lo suficiente como para comprar una casita, una casa de verdad, no el agujero en donde ahora vivía y del que estaba más consciente que antes gracias a sus letrados amigos. Pero tenía que comer, ya podía reforzar su despensa con un kilo de frijol, puestos más atrás, un chavalo y su madre ofrecían en bolsas de plástico el kilo por diez pesos, tal vez hasta le alcanzara para comprar pan, pero en su mente imaginó la casita soñada volando con alas ligeras y crueles llevándola cada vez más lejos de ella. También colocó un cuadro donde se mostraban unas frutas acompañadas de un pedazo de queso y de vino, le gustaba quedárselo, pero hubiera sido patético colgarlo en la pared de lámina de su vivienda, presidiendo una mesa tan pobre y falta de comida. Este lo había recogido una afortunada madrugada de afuera de una de las casas visitadas. Estaba en la esquina de una calle que formaba una “T” con otra, por lo general estaba desierta, aún de día. Daban a esta calle solo la parte lateral de las casas, tenían una altísima barda con espirales de alambre de navaja en la parte superior, como si no bastara con la altura para mantener alejados a los extraños. Le gustaba esa ruta porque podía fácilmente dar la vuelta y deslizarse como una sombra más en la madrugada desierta, sin nadie que la observara. —¿Cuánto pides por la muñeca? —Un hombre le hizo la pregunta tuteándola con arrogancia, como si fueran conocidos de toda la vida, de la mano llevaba a una pequeña que bien podría haber sido ella hacía muchos años. Se le quedó mirando tal vez con demasiada intensidad o nostalgia, porque la niña se escondió detrás del padre que volteó a verla con extrañeza. Sintió una punzada de dolor y desolación en el pecho al pensar en quedarse sola sin la presencia de su muñeca. —Ciento cincuenta. —Contestó casi desafiante, era una cantidad mayúscula en ese lugar aún para un objeto tan hermoso. La niña tironeó la mano del padre en un esfuerzo por reforzar su petición. —¡Pues ni que fuera nueva! —dijo el hombre con un dejo de desdén e ironía, la niña seguía insistiendo con la esperanza y el deseo en su carita, «será una buena 23


compañera de juegos de mi muñeca» pensó la mujer, «la pondrá en una habitación llena de luz del sol, limpia y perfumada, además podrá tener ropa más linda de la que puedo darle yo». —Te doy cien pesos —El hombre le ofrecía una cantidad en la que no hubiera soñado vender la muñeca, sin embargo, dijo con firmeza: —Son ciento cincuenta pesos, ese es el precio —su actitud asombró al hombre. —Bueno, ¡pues te quedarás con ella! —contestó el padre molesto, la niña se notaba triste y decepcionada. Esta frase le sonó como un augurio mágico y poderoso. La muñeca era suya, y sí, podía quedarse con ella, tenía algo propio y nadie podría quitárselo. Pasadas las tres de la tarde solo quedaban en la calle aquellos que habían vendido o muy poco o mucho, aparte del cerdo de barro, y el cuadro, vendió también un mueble pequeño de triplay que alguien nombró cava, lo dio en treinta pesos, todo un éxito ese día de ventas. Recogió sus cachivaches y envolvió la muñeca en el pedazo de toalla para después guardarla dentro de la caja forrada con el papel rojo, con ella como decoración de su carretilla emprendió el regreso a casa. Su trayecto por la banqueta, que llamaba la atención de los transeúntes y automovilistas era lo menos duro. Cuando acababa el pavimento y se enfrentaba a lo disparejo del terreno y las piedras entonces empezaba su dificultad. Tenía callos en las manos y a veces, según el peso de los objetos se le formaban ampollas, las vendaba para no lastimárselas más, pero hoy el peso de su carretilla no le importaba demasiado, la caja roja con su valioso contenido alegraba su camino. Casi una hora después llegó a su vivienda, no siempre tenía ánimo de arreglarla. Un viejo sillón con manchas de grasa y raído en el tapiz era la sala, una pequeña mesa de madera y dos sillas de hule formaban el comedor, además de un mueble de lámina despintado y ligeramente oxidado en la parte inferior donde guardaba su vajilla, compuesta por tres platos, dos vasos de plástico, cuatro tazas, (solo dos conservaban las asas), cubiertos desechables, dos ollas y un cazo pequeño para calentar el agua. Guardaba bajo la cama la tina de aluminio que le servía de baño. Compartía con otras vecinas el sanitario, pero no tenían regadera. En una esquina de la habitación casi cuadrada estaba la cama, un catre de fierro con un colchón, tenía algunos de los resortes descubiertos, lo cubría con varios trapos para evitar que alguno se le clavara en la espalda. En el techo, como glorioso trofeo, colgaba un foco esparciendo una luz blanquecina y poco potente, pero tenía luz eléctrica, esto era todo un lujo. Sentía los pies y los hombros doloridos, era mejor descansar. Guardó su 24


carretilla dentro de la casa y cerró la puerta pasando la cadena entre los barrotes, puso el candado. Tomó con delicada ternura su muñeca y se acostó a dormir, con ella entre los brazos pronto su respiración era tranquila y acompasada. La mujer estaba descansando, tal vez hasta soñaba.

ROSARIO MARTÍNEZ

México

Facebook: Rosario Martínez Twitter: @magnolia1320

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a anciana estaba esperando que se muriera el perro para poder suicidarse. Lo que ella no sabía era que no era perro. Y que no era gordura. Seis morrudos cachorros estaban por nacer, dispuestos a arruinar cualquier plan de la mujer. Meses antes habían estado por el hospital los de la universidad, dando a las enfermeras un curso de zooterapia. Para ser sinceros, las enfermeras entendían lo que querían e inventaban sus propios métodos. A la medida de cada paciente. La perra preñada y la anciana vivían en el pabellón seis, el de los de la desesperanza. No la propia, sino más bien, la desesperanza de los médicos que etiquetaban a los pacientes más por prejuicio que por observación. La anciana pensaba que los jadeos del perro y la hinchazón del abdomen eran síntomas de enfermedad. Cada día que pasaba, la vieja se lamentaba por el padecimiento del animal. Lo cuidaba y se prometía a sí misma que cuando el perro dejara de sufrir, ella se iría con él. La anciana había conocido a Bronco una tarde en la que, como desde hacía ya algunos días, no había querido ni levantarse para almorzar. Lo primero que hicieron las enfermeras fue contarle a la vieja la historia de cómo había llegado el perro al hospital. Una nena pequeña, moribunda, casi en su final había pedido el deseo: que alguien cuidara de Bronco. Lo de la nena, lo de moribunda, lo del nombre, toda una gran puesta en escena de la gorda Lucía y el tartamudo de la cocina. Cuando aparezca una perra embarazada me la traés, le había dicho. La necesito para la vieja que sigue totalmente deprimida. Cuando la anciana se dio cuenta de que Bronco estaba encinta, tuvo que convertir su depresión en acción. Ya no tenía tiempo para su propia tristeza. Cambió Bronco por Bronca, pero nada de enojo por la alteración de sus planes, sino todo lo contrario. Dedicó sus últimos años a cuidar no solo a los cachorros de Bronca, sino a cuanto perro, gato, lagartija y tortuga aparecieran por el hospital. Nunca se vio un pabellón tan lleno de mascotas. Las enfermeras festejaban sus métodos con Bronco o Bronca y Fernet Branca.

ANDREA MARINA BARONZINI

Argentina

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uando usted escucha el nombre de Ramsés I, lo más seguro es que a su mente venga la imagen del primer faraón de la dinastía XIX de lo que en su antiguo tiempo se conoció como Imperio Nuevo (1320 A.C - 1200 A.C). Personaje histórico también famoso por el descubrimiento y saqueo de su tumba —uno de los hallazgos más ricos— en el año de 1817. Sin embargo, cuando yo escucho el nombre de Ramsés I, a mi memoria acude la imagen desaliñada y lobuna de un indigente que gastó sus días en las calles de la ciudad de México. Deje que le cuente. Ramsés I nació en la navidad de 1968, un par de meses después de la masacre de Tlatelolco. Su madre murió también esa noche en el trabajo de parto al dar a luz a ese enorme niño que pesó cuatro kilos y medio. Su padre, un obrero de Coca Cola que estudiaba la secundaria para adultos y quien leía ávidamente la historia de los faraones del antiguo Egipto, decidió llamarle Ramsés I. Estaban solos en el mundo. El padre de Ramsés no tardó en derrotarse y llevó al pequeño niño con la abuela, justo el 24 de diciembre de 1969. La abuela podía recordar claramente a su hijo llegar a casa con un canasto enorme donde iba el crío. Lo encargó tan solo “por un par de horas” y salió de la casa de su madre para jamás volver. Así fue como Ramsés se crió en el ambiente histérico de una señora sesentera con fuertes problemas de alcoholismo. Ramsés llegó a la escuela primaria casi a los diez años bajo un programa de alfabetización donde a los tutores les entregaban una despensa mensual, solo así la abuela consintió que asistiera a la escuela. Mejor no hubiera ido nunca, ahí empezaron los verdaderos problemas. Su enorme apariencia sobresalía de otros niños, y esa rara enfermedad llamada hipertricosis —que provocaba que el cuerpo se le tupiera de grueso pelo—, provocaron el miedo y desprecio de los chicos que le rodeaban, rechazo que sufrió incluso de su propia abuela, quien no cesaba de maldecir la hora en que le habían llevado a semejante monstruo. Ramsés aprendió a leer y escribir y eso le bastó. Abandonó la escuela y a su abuela al mismo tiempo. Después simplemente vivió las horas en la calle, se colgó de los minutos de las madrugadas para imaginar historias en donde siempre era un hombre con diferente apariencia. Cuando la gente le preguntaba por su aspecto lobuno, él se limitaba a aullar y mostrar sus amarillentos dientes. Tenía las uñas largas y muy duras como es natural en los lobos, solo que él las ocupaba para dibujar jeroglíficos en las paredes de los barrios, jeroglíficos que solo él podía descifrar. Otro de sus pasatiempos favoritos era robar revistas de quioscos y librerías para luego repasarlas con sus curiosos ojos, en alguno de sus rincones predilectos de la ciudad. Atesoraba especialmente las 29


revistas de Historia y sobre todo las que contenían ilustraciones de Ramsés I y su imperio. Orgulloso de su nombre y de su naturaleza, Ramsés ascendía a los puentes y edificios abandonados o en obra negra de la ciudad de México, y desde ahí divisaba sus dominios, su imperio extenso y caótico, dueño de todo y nada de cuanto había y sucedía en la urbe. Entonces aullaba henchido de soberbia, solitario marcaba su territorio con su aullido. Pero sucedió que en la navidad en que cumplió treinta y dos años obtuvo la dolorosa conciencia de que estaba solo. Claro está, él no desconocía la soledad, desde que dejó a su abuela y desde que lo habían abandonado sabía que estaba por su cuenta, sin embargo, esta soledad era nueva, era la falta del amor de una mujer, así de simple. Curiosamente, Ramsés había permanecido indiferente a los misterios femeninos, hasta que comenzó a charlar con las prostitutas que vendían sus favores debajo del puente donde vivía en ese entonces, que era allá por la Calzada México Tacuba, fue allí que aquel cosquilleo en la parte baja del vientre se hizo intenso. —No mi peludito, el amor no es traer el pito parado ni los cuentos de princesas de las telenovelas. —Le dijo una noche una sexoservidora con la que charlaba sobre el tema—. El amor es puro invento, no lo busques, solo te hará daño... mira, es como ese perro que luego te sigue, a veces está contigo, luego se duerme un rato, pero siempre se larga, a veces te mea y te quiere morder el culo, ¿a poco no? Eso cabrón, eso es el amor y no otra cosa. ¡Si lo sabré yo! Ramsés no le hizo caso y decidió enamorarse al entrar el nuevo milenio. Chicas lindas había muchas, de eso estaba seguro, como también estaba seguro de que ninguna de esas chicas le haría caso. Así que buscó en otro perfil de mujer. Pero lo que no sabía Ramsés es que el amor es una cosa que no se busca y uno no decide a quien amar. Y así sucedió que una noche sintió que debía caminar y así lo hizo hasta llegar a las vías del ferrocarril, siguiendo un extraño presentimiento. Escuchó en medio de la oscuridad ruidos extraños, golpes, risas, llanto. Una atmósfera confusa y al mismo tiempo familiar. Se ocultó entre la basura apilada en una barda y desde ahí olisqueó el aire. Entre el sudor y la adrenalina etílica pudo oler sangre, terror, impotencia y llanto, pudo olfatearla más claramente, se trataba de una mujer muy joven. ¡Sin duda estaban atacando a una mujer! Ramsés saltó de entre la basura gruñendo con furia, brincó una cerca de arbustos y a punto estuvo de capturar a uno de los atacantes que salieron despavoridos ante lo que creyeron que era un perro gigante. Dejó de gruñir, se irguió nuevamente de pie y entonces la observó. Era tan pequeña, tan bonita e indefensa dentro de su uniforme escolar. No había duda, esos malditos la habían violado. Sus peludas manos acariciaron el rostro inconsciente. Como pudo la sacó de ahí para abrigarla y que con el calor 30


volviera en sí. Ramsés se hizo ovillo con ella cubriéndose con su gabardina hasta quedarse dormido al igual que la chica... El frío de la madrugada lo despertó. Contempló nuevamente aquel rostro angelical que sentía como un bello regalo que la vida le otorgaba. Pero el desengaño fue inmediato. La vida le daba un regalo y se lo arrebataba así de rápido. La chica estaba muerta. Dolido, pero sin darse por vencido, Ramsés decidió llevársela lejos, con él. Antes de que el alba iluminara con su esplendor, un señor vio claramente cómo un hombre con pelaje como de lobo se internaba en la antigua y abandonada escuela de medicina veterinaria, llevando en sus espaldas a una niña con uniforme de escuela secundaria. Nadie le creyó al señor, sin embargo, desde ese amanecer, Ramsés vive ahí con su Gran Esposa Real. Algunas veces, cuando salía a cazar, solía visitar a los borrachos, drogadictos y locos con los que compartía las calles, y les contaba sobre lo amable y complaciente que era su esposa. Todos, hasta el más tonto, se reían de Ramsés y sus desvaríos. Desde ese entonces han pasado casi diez años y en esta ciudad conflictiva, donde nadie pregunta por nadie, donde ni el saludo es correspondido y donde el amor sigue siendo ese perro callejero del vagabundo, Ramsés sigue igual de enamorado como desde el primer día y todavía más, pues con el paso del tiempo su Gran Esposa Real ha tomado el aspecto de las verdaderas reinas inmortales: hermosa momia que nunca deja de sonreír. Ahora goza de un nuevo pasatiempo, en las tardes-noches sale de paseo con su esposa momificada, busca algún puente, un edificio abandonado o en obra negra, anuncia su llegada con un gran aullido y desde ahí con la dignidad de los faraones antiguos se sienta con su reina a contemplar sus dominios, su extenso reino que es la ciudad de México. ¿Cómo?... ¿no me cree? Espere, mire usted... ayer les tomé esta foto.

VERÓNICA MIRANDA

México Facebook: https://www.facebook.com/veronicamirandamaldoror/

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A

menudo, escucha voces y ve gente. Voces y personas que para nadie existen. Solo ella puede percibirlos. No es psíquica ni clarividente ni médium. Ni siquiera cree en todas esas charlatanerías. Acude a un psiquiatra, pero elude este tema, sesión tras sesión: tiembla de solo pensar que le insinúe la posibilidad de una internación terapéutica. Y, lo cierto, es que ella no cree estar enloqueciendo. Con su tendencia racional, considera que estos sucesos extraordinarios se deben al desarrollo reciente de una extraña percepción extrasensorial. A pesar de ser un fenómeno infrecuente, vive convencida de que existen demasiados enigmas que el hombre desconoce o no sabe descifrar aún y sostiene con convicción, que el cerebro tiene zonas y aptitudes todavía inexploradas. Días más vulnerables, sus teorías flaquean y termina por concluir que, tal vez, aunque le duela y le asuste más que las visiones fantasmagóricas que la persiguen, esté enloqueciendo. Y se intoxica ella misma, enroscada en este circuito cerrado de pensamiento que la lleva de una posibilidad a la otra, siempre las mismas, sin encontrar una salida ni vislumbrar una respuesta coherente que aplaque su confusión. Ya acostumbrada a sentarse en el sillón del living junto a dos o tres extraños, un día se le ocurre ofrecerles café. Es la primera vez que les dirige la palabra. Decide dejar de ignorarlos como si no existieran fuera de su imaginación. Uno acepta, el otro se dispensa aduciendo sufrir de gastritis y la tercera, una señora mayor, le agradece, pero no toma café, porque la desvela. Se comportan tal y como seres repletos de vida: se comportan como si no supieran que están muertos. Participan de la reunión con cautela, sin promover más diálogo que ese, como si temieran establecer vínculos inútiles para después, tal vez, no volver a encontrarse nunca más. De hecho, luego de esa noche, ellos jamás regresan. Nunca se repite la misma gente. Pero empieza a notar que lo que buscan esas presencias es, tan solo, un momento de compañía. Así es como se atreve a seguir comunicándose con sus particulares huéspedes, oficiando de anfitriona a través de atractivas ofertas con reminiscencias de la vida terrenal. Suele esperarlos con tortas caseras (no hay nada como el olor a bizcochuelo tibio, para sentirse de vuelta en casa), convidar whisky, organizar interesantes ceremonias de té en las que solo se cumple con el acto de pasarlo de mano en mano (sí, lo pueden asir, no como en las películas de espectros que atraviesan lo sólido), sin que nadie beba ni una sola gota. Son, más bien, rituales de ademanes, especie de actuaciones, como el juego de las visitas. En sus rostros impasibles, comienza a ver atisbos de expresiones placenteras. Entiende que disfrutan de esos leves pasajes por las rutinas mundanas. También observa que no parecen percibirse entre ellos, de lo que deduce que en el más allá se sufre del mismo mal que padece la gran mayoría de los habitantes del 33


planeta; ellos también vagan en la más agobiante soledad. Con su secreto a cuestas, vive en dos planos de límites difusos. La anarquía llega paulatinamente. Llega junto a la duda. No sabe por qué ella se abocó a esa absurda tarea social espiritista. No recuerda ya, cuando fue que comenzó a sucederle este fenómeno paranormal ni entiende por qué jamás sintió miedo, que hubiera sido lo corriente. Lo cierto, es que el desfile de ánimas no cesa y ella ya no tiene descanso ni físico ni psíquico. Con la casa invadida por egoístas almas errabundas, se siente más deshabitada que nunca. Empieza a manifestar cansancio, mucho cansancio. Sin duda, toda la atención que brinda a las visitas le representa un desgaste feroz de energía. Y sus días transcurren en ese ir y venir demandante de voraces ectoplasmas con hambre de apego, urgidos por volver a pertenecer a algún lugar preciso. Lentamente, como si hubieran comprendido que sus conductas rayan con el abuso, dejan de frecuentar su living grupos numerosos, y solo comparte el té con un fantasma por tarde. Se siente aliviada. No puede creer cuán pesada le resultaba esa carga, es como si, de un momento a otro, hubiera adelgazado varios kilos. Su cuerpo se volvió más liviano que nunca. Diría que casi volátil. De pronto, en una exhalación de entendimiento, ve con claridad. Ella ya no es más quien sirve el té.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

Blog: https://jumponthecouch.blogspot.com

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É

l lleva varios minutos esperando en la calle con el perro. A ella siempre le queda algo por hacer: comprobar si ha dejado apagada la cocina o bajar un poco las persianas. Aparece al fin por la puerta del edificio. Aún tiene que bajar los últimos peldaños hasta la verja, con la inseguridad y falta de equilibrio propias de la edad. “Habría que poner un pasamanos. A ver si en la próxima reunión de vecinos…”. Viven cerca de la avenida Primero de Mayo, en una calle perpendicular donde hubo una conocida heladería durante muchos años. Luego abrieron allí mismo muchos negocios durante pocos años. Ahora es otro local vacío con cristales sucios y cartel inmobiliario. Baja más tráfico de lo habitual. “La Feria de Mayo”, se dicen el uno al otro en voz baja. Pero ellos no van a la feria. No es la primera vez, ni mucho menos, que tienen esta sensación de nadar contracorriente. También va caminando a la feria mucha gente bien arreglada, con caras sonrientes. Bajan padres con sus niños y grupos de jóvenes que se mueven con la ligereza de una bandada de golondrinas. La consabida excusa de sacar al perro a dar un paseo les ha traído, como todos los días, a esta gran plaza frente al colegio de los Salesianos. A cierta edad, es complicado distinguir entre la rutina y la —al menos aparente— felicidad. Ya han puesto los veladores. “Si quieres, nos sentamos a tomar algo”, dice él con poco convencimiento. Ella no contesta. “¡Mira, está abierta!”, dice la mujer al tiempo que cambia de dirección para dirigirse hacia la tienda del chino. Las tiendas de los chinos están abiertas por norma. Agarra con decisión el brazo de su marido. “Nos hemos quedado sin papel de cocina y de paso compro unas cuantas cosas más”. El marido se queda en la puerta como de costumbre. Se aparta y tira de la correa del perro para dejar pasar a una pareja con carrito. Su mujer está tardando más de lo previsto. Una madre lleva a su hija de la mano. “¡De eso nada! Si eres mayor para unas cosas también lo eres para otras. Te he dicho que en brazos no te llevo más y se acabó… ¡Porque lo digo yo y punto! ¡Pues llora todo lo que quieras!”. El ruido del berrinche se va alejando lentamente. En uno de los bancos hay un hombre obeso de unos cincuenta años recostado. El marido se acerca para curiosear mientras espera a su mujer. Le suena su cara. “¿Se encuentra bien?”. “¡Qué me traes, hermanoooo!”, balbucea el hombre. La piel de sus manos tiene un tono azulado y su gesto es de alguien que ha bebido más alcohol de la cuenta. “¿Quiere que le ayude?”. El hombre le mira como esforzándose en enfocar la visión, suspira y comienza de repente a entonar una vieja canción con voz rota por los excesos: “Siempre me dices lo mismooooooo/ Y a mí lo mismo me daaaaaa”. El marido se vuelve a la acera. Ahora está a la altura de un local que le trae 36


gratos recuerdos. “Seguro que nadie sabe a estas alturas que aquí había una librería”, piensa. “Todas aquellas horas de charla amena en la trastienda...”. “¡OIGA, OIGAAAA!”. Una mujer de mediana edad le está gritando. “¡El perrito, por DIOOOOS!”. Mientras estaba enfrascado en sus pensamientos, el perro había dejado caer una deposición sobre la acera. “¿No irá a dejar eso ahí?”. “No, señora. Mire, si llevo aquí las bolsitas de plástico”. El marido se agacha con dificultad para recoger la caca del perro y se va hacia una papelera. Aún oye como la mujer le increpa desde la distancia: “¡A ver si estamos a lo que hay que estar!”. Se le ha acabado la paciencia. No piensa esperar ni un minuto más. Se asoma a la tienda desde la puerta e intenta divisar a su mujer entre las estanterías. Grita su nombre. Nada. Avanza unos pasos hacia el interior con el perro. “¡Aquí, el perro no puede entrar!”. “Ya lo sé. Si lo único que quería es decirle a mi mujer que salga de una vez”. “¡Aquí, no mujer!”. “¿Cómo que aquí, no mujer?... Si ha entrado hace unos minutos a por rollos de papel de cocina y no sé qué más”. El dueño del local tira ligeramente de la correa del perro hacia la calle. El perro empieza a gruñir. En la calle coinciden con un joven que lleva un perro grande y se arma un gran alboroto de ladridos y gruñidos. “Habrá salido mientras me he acercado a aquel banco. Seguro que me está buscando, la pobre. ¿La ha visto usted salir?”. “¡Yo no veo salir mujer. Yo no conozco su mujer!”. Los perros no paran de ladrar. “¿Me da un paquete de Fortuna?”, pregunta el joven del perro. “Ahora doy paquete. ¡Espera!… ¡Su mujer no aquí, lo siento!”. El marido comienza a perder los nervios. “¿Dónde está mi mujer, dónde está mi mujer…?”. Y grita su nombre desesperado en dirección a la entrada de la tienda. Un coche de la policía local, que casualmente pasa por allí, se detiene. Uno de los policías se dirige hacia el hombre ebrio del banco. El otro policía, una mujer, va hacia la tienda. “¿Hay algún problema?”. “¡Mi señora ha entrado aquí y ahora no está!”. “Su señora no aquí. Viejo confundido. Pase, aquí no hay mujer”. “¿Y mi paquete de Fortuna?”. “¡No Fortuna. Aquí, tabaco no se vende!”. El joven se marcha mascullando algo que nadie acierta a entender. “Vamos a ver. ¡Cálmese, señor!” —Interviene la mujer policía— “¿No podría ser que su señora haya vuelto a casa sin que usted se haya dado cuenta?”. “¡Ella nunca se iría sin mí!”. “¿Por qué no la llama a su móvil? Así sabremos dónde está”. El marido duda por un momento. Se echa la mano al bolsillo y saca un móvil, pero no llama. Enseña la pantalla a la mujer policía como queriendo explicar algo que él mismo no acaba de comprender. “¡Venga, que le llevamos a casa! ¿Dónde vive usted?”. “Por allí”, señala un lugar inconcreto por encima de los Salesianos, en el barrio que cubre la falda del cerro. De repente, suenan pitidos y palabras atropelladas en la radio de la policía. Hay una reyerta en el recinto ferial. “¡Pues 37


sí que hemos empezado hoy pronto!”. “¡Usted no se mueva de aquí. Enseguida volvemos o enviamos a alguien!”. La pareja de policía se marcha a toda velocidad avenida abajo. “¡Usted no ir. Policía decir usted quedarse aquí!”. El marido emprende una caminata decidida y a buen ritmo calle arriba hacia su casa. ¿O realmente ya no vive allí? ¿No fue en ese barrio donde vivió durante la niñez? En cualquier caso, calle arriba hacia el cerro, como huyendo, sin mirar atrás y tirando de la correa del perro, que le mira de vez en cuando un tanto desconcertado. “Todavía me quedan fuerzas para subir al cerro. ¡Todavía puedo!”, dice con voz entrecortada, mientras va dejando atrás las últimas casas del extrarradio. Se detiene para recuperar el aliento y, de paso, liberar al perro de su correa. Este lo celebra con una larga carrera alejándose de su dueño y volviendo hacia él alborozado. “No hay prisa”. Está a la altura de los primeros paredones cuarcíticos. Conoce la zona como la palma de su mano, cada recodo, cada aljibe. El perro lo va oliendo todo, recorta la hierba a dentelladas, retoza boca arriba para restregar el lomo sobre la superficie del campo. Al marido apenas le queda aliento, cuando por fin consigue apoyarse en la pared de una antigua construcción cuadrangular en lo más alto del cerro para observar el pueblo desde este enclave, como ha hecho otras tantas veces durante su vida. Después necesita mucho menos esfuerzo físico para seguir un sendero que bordea la parte más alta de la montaña. Es como caminar por un largo balcón que se asoma en precipicio a la Feria. Llega hasta allí arriba el reclamo estridente de las atracciones, la música de las casetas, el olor a brasa y aceite, carne adobada y churros. Se oye en la lejanía la cantinela monótona de los feriantes. La noria —que se creía tan alta— se encuentra ahora allí abajo. Todo mezclado en una irrealidad de luces que comienzan a encenderse mientras el día se apaga. El perro mira a su dueño con inquietud y empieza a emitir unos sonidos de ansiedad asmática, como una armónica afligida y destemplada. El marido desearía bajar a la feria. Bajaría si no fuera porque está sintiendo cierta angustia, un vértigo repentino. Acaba de dar un traspié que le conciencia del riesgo que está corriendo. “¿A qué ha venido yo aquí?... ¡Y sin agua!”. El cerro de Santa Ana ha ejercido sobre él un extraño e irresistible magnetismo. “¡Y mi mujer, en la tienda del chino!”. Los pensamientos se enmarañan, se amontonan. “¿Pero dónde está mi mujer?”. Una roca plana en el suelo le sirve de improvisado asiento. Ha comenzado a fallarle la pierna derecha, tiene una sensación de hormigueo en el brazo del mismo lado y le zumban los oídos. Descansa con la espalda apoyada en un paredón de piedra que aún conserva un poco de calor diurno. Sentado frente al cerro de San Sebastián, 38


observa las luces anaranjadas que definen el entramado de las calles trepando la ladera, los faros de los vehículos por la autovía, el paso rápido y silencioso del tren AVE lleno de pasajeros mudos y distantes. Siente los latidos del corazón amartillándole las sienes. El sol comienza a ocultarse. El día se hunde tras la sierra de Puertollano. “Cuesta creer que sea el mismo sol que nos vio nacer y luego cobró vida en nuestras retinas”. Estas frases le resultan familiares y dominan ahora su pensamiento. “Aquel sol que cosió sombras al bies en tus calcetines de colegiala. Fue un lunes por la mañana, cuando te vi por primera vez”. El zumbido se acrecienta. Aumenta la presión del pálpito sobre las sienes. “¡No puede ser!”, piensa. Lo que tiene ante sí es un atardecer audible. Como si por una vez en la vida escuchara el compás lánguido de una puesta de sol. Como si la puesta de sol emitiera una banda sonora: Los Sonidos del Ocaso. Son los sonidos de una gran orquesta afinando antes de un concierto. O de un desconcierto. Notas musicales desbocadas en un registro cada vez más delirante. El perro se acurruca resignado bajo las piernas de su dueño. Cuando se oculta la última porción de sol, decide la brisa soplar sobre el cerro con ráfagas refrescantes de aire nuevo. Pero él, para entonces, no puede ya sentir nada que concierna a esta tierra.

ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ

España

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uando entré a casa ella ya estaba ahí. Nos saludamos con absoluta naturalidad, acostumbradas a la rutina del encuentro. “Llegué un par de minutos antes que vos. Me he demorado más de la cuenta porque me subí apurada a un ómnibus que entra a la terminal y da una vuelta enorme”, anunció. “¿Por qué no tomaste el que te deja en la otra cuadra?”, le respondí como para decir algo. A lo que agregó que hoy no podía pensar con claridad. Pasé por alto su comentario y fui a alistarme para volver a salir a la psicóloga. Mientras me cambiaba, hablamos sobre las tareas pendientes y me propuso que quedáramos de acuerdo un día en el que las dos estuviéramos tranquilas para poner un poco de orden en este caos. Contenta, acepté. Realmente necesitaba que estuviéramos juntas para eso. Yo sabía perfectamente que si lo hacía sola, iba a cansarme rápido y a dejar todo por la mitad. En cambio, su presencia y su compañía me sostendrían hasta haber terminado con todo. Busqué algo de plata, agarré las llaves y salí casi corriendo a la analista. “Vuelvo en menos de una hora”, le avisé. Respondió que estaría esperándome. Sus palabras me reconfortaron. La noche anterior, mi hermana me contó a modo de advertencia que había estado charlando mucho con Celeste y que ella le dijo casi al pasar que tenía pensado dejarme. Su confidencia me tomó por sorpresa. Habíamos logrado una relación armónica. Cada una tenía sus ocupaciones y, cuando coincidíamos en tiempo y espacio, éramos muy respetuosas de la otra. Yo trataba de no convertirla en depositaria de mis malos humores ni marcarle, innecesariamente, actitudes que no me gustaban. Entendía que cada cual hacía lo que podía. Cuando cerré la puerta, espanté esos fantasmas de mi mente y me fui a la psicóloga donde sabía que, indefectiblemente, aparecerían otros. Al volver, la vi parada en el balcón regando las plantas y después del tercer intento, me di cuenta que no escuchaba mis llamados porque tenía puestos los auriculares. Sonrió al darse vuelta de casualidad y advertir mi presencia, y siguió con su tarea de jardinería. Un rato después, mientras ordenábamos unas cajas y tirábamos otras, le anuncié que debía irme otra vez a mi trabajo. Y de repente, mientras yo chequeaba que en la mochila no me faltara el cargador del teléfono ni el libro que estaba leyendo, comenzó a balbucear algo que no entendía. Me acerqué para escucharla mejor y le pregunté qué pasaba, aunque en el fondo sabía perfectamente lo que se venía. “Creo que te voy a dejar”, fue lo primero que me dijo. Intenté parecer tranquila y comprensiva. “Estoy con muchas cosas, me siento bajoneada, no estoy pasando por un buen momento y tengo

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que decírtelo porque me pesa mucho todo”. “¿Estás segura?, atiné a preguntar. “No hay que tomar decisiones apresuradas. Tal vez hoy estás afligida y por eso me estás diciendo esto”, agregué. Respondió que venía pensándolo hace rato. Me esquivaba la mirada y no dejaba de hacer cosas para no toparse conmigo. Yo la observaba con cierta distancia. “Está bien, no puedo pretender que te quedes si no tenés ganas de hacerlo”, expresé con calma. “Mirá cómo sos conmigo: yo, una loca que viene de un día para el otro a decirte que se va y vos como si nada, sin enojarte, lo aceptás. Creo que me parezco a mi abuelo paterno. Él era medio chiflado y dejaba las cosas de la noche a la mañana”, confesó. “No cargues con asuntos del pasado que no tienen que ver con vos”, le repliqué. Contrapunteándome con su estilo simple pero siempre incisivo, aseveró que a veces el pasado está más presente que el presente. Me quedé en silencio un rato, tildada por lo doloroso de esa verdad. “Bueno, Cele, si ya tomaste una decisión no hay nada que yo pueda hacer”, anuncié con resignación. “Gracias por ser como has sido conmigo. No lo voy a olvidar nunca. Ahora me siento mal por irme, perdoname”. En ese momento tuve un déja vù. Otra vez alguien que me deja empieza a decirme cosas lindas para paliar la culpa que siente. ¿No pueden ser un poco más originales y ahorrarse el sana sana? La valentía y la creatividad de quienes abandonan está devaluada desde hace tiempo. Nunca un “te dejo porque me enloquecés”, un “no aguanto un día más cerca tuyo”, “te dejo porque hay alguien que me voló la cabeza” o “no sos lo que quiero para mí”. No, nada de eso. Siempre el eterno y tácito “no sos vos, soy yo” sobrevuela cada ruptura. ¿Por qué ese fanatismo de la gente de alabarte cuando la está cagando? No necesito que nadie repase mis bondades ni exalte mis virtudes. Me conozco. Sé de mis luces tanto como de mis mierdas. Si tan buena, tan paciente, tan todo soy, ¿por qué te vas? ¿Por qué se fue Julia? ¿Por qué se fue Inés? “Te merecés alguien que te quiera y te valore de verdad. Sé que pronto llegará esa persona a tu vida”. Encima que me dejan, tienen complejo de Nostradamus. Esa es la frutilla del peor postre que puedas probar en tu vida... Celeste se acercó para abrazarme cuando me vio dirigirme hacia la puerta. Yo apenas le correspondí el gesto. Sabía que estaba mezclando las cosas, pero me era inevitable sentir que en esa despedida convergían todas las anteriores, de todos los tiempos. Ella estaba casi por llorar. Permanecí inmutable. “Termino con lo que me falta y me voy. Te dejo las llaves en la mesada”. Eso fue lo último que escuché. Salí al palier sin mirar atrás. Al final, todos los abandonos se parecen. Solo que esta vez, acababa de quedarme sin empleada doméstica.

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SOLEDAD MARĂ?A DATO

Argentina

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¡E

l que no salta es un holandés! ¡El que no salta es un holandés! Argentina sale campeón mundial. Le gana a Holanda 3 a 1. Salimos de casa con papá y mi hermano y empezamos a golpear las ollas con espumaderas, cucharas y cucharones. También salieron los vecinos de la cuadra, incluso los de la casa pegada a la nuestra, ¡los vecinos que tenían la tele a color traída de Miami! ¡Qué alegría! Yo tenía nueve años recién cumplidos y mi hermano unos cuatro. Seguramente él no entendía nada, pero yo entendía todo: ¡ÉRAMOS CAMPEONES DEL MUNDO! Papá, exaltado, después de haber golpeado sus puños una y otra vez, con cada jugada de gol, contra la mesa donde se apoyaba la caja de madera que contenía el televisor y soportaba a sus pies el estabilizador, nos invitó a pasear en el colectivo. Salimos así como estábamos. Con ollas y todo. Argentina había ganado casi todos los partidos, y el gol que más me había impresionado era el de Leopoldo Jacinto Luque, que tenía los mismos dos nombres de papá y también era de Rafaela, provincia de Santa Fe. Ese día le ganamos 6 a 0 a Perú, el partido con más goles de mi vida. Luque hizo un gol de cabeza, de palomita, tenía el cuerpo casi paralelo al piso y estaba muy cerca del arco. Fue el segundo gol más impresionante que vi, porque, claro, dos mundiales después, vendría el de Maradona a los ingleses en México ´86, y a ese barrilete cósmico no había con qué darle. Nos subimos al 137, el número de la suerte, el colectivo de la línea 86, del que papá era dueño en un cincuenta por ciento. El otro cincuenta por ciento era de su socio Bruno, que después lo estafó o algo así. La cuestión es que papá había sido colectivero por años, y, no sé cómo hizo, pero logró comprar esa mitad del colectivo. Al año siguiente, el año más próspero de nuestras vidas, papá se puso un bar de mala muerte en un cruce de rutas al que iban borrachos a tomar ginebra. Ese año nos mandaron a un colegio de monjas y recibíamos mensualmente provisiones que llenaban la despensa, incluidas varias cajas de Vascolet y hormas de queso provolone. Por suerte la prosperidad duró solo un año, así que pudimos volver a la escuela pública que quedaba a tres cuadras de casa. Estaba en cuarto grado y mi maestra se llamaba Gladys, pero le decíamos Señora de Messina, la esposa del Comandante Messina, que vivían en la misma cuadra de mi casa. La señora de Messina nos hacía poner de pie todas las mañanas y, luego del saludo de rigor, nos hacía rezar el Padrenuestro. Yo lo sabía porque ya estaba en segundo año de catequesis, por tomar la comunión a fin de ese mismo año. La catequista era Nora, la mamá de Guillermo, el chico que nos gustaba a Laura y a mí, que estaba en nuestro 45


mismo grado. Tenía como seis hermanos. Por suerte la señora de Messina se enfermó enseguida y nos mandaron de maestra suplente a Mónica, una chica de diecinueve años, que usaba plataformas de madera, jeans gastados súper ajustados y tenía una melena corta llena de rulos chiquitos. Mónica nos trataba bien, no nos gritaba y nos dejaba reír. A mí me parece que fumaba. En esa época ingresó a la escuela una chica nueva, que tenía el mismo apellido que un general que fue presidente años después, pero con V. Le decíamos “la acomodada”, porque había sido trasladada con su papá militar y el resto de la familia a nuestro barrio y le dieron automáticamente una vacante en la escuela. Era rubia, tenía corte carré con peinado de costado agarrado con un moño de raso, ojitos celestes, labios rojos y era la única que usaba esos guardapolvos a tablas con cuellito bebé, abotonado atrás y con lazo que terminaba en un moño atado en la espalda a la altura de la cintura. Además de Laura, mi mejor amiga, tenía otra amiga, cuyo nombre no recuerdo, que era excesivamente bajita y delgada, hoy me doy cuenta de que quizás tenía un trastorno del crecimiento. Su cara era pálida y alargada y sus ojos fríos y azules. Recuerdo que me encantaba ir a su casa, porque tenía una hermana mayor que escuchaba música copada. Amé a John Travolta y Olivia Newton John cantando “you´re the one that I love” uhuhuhuh, balbuceando algo así como ulabuanalava – ulabuanalava-uuuuu, ya que en esa época no tenía idea del inglés. Fue recién en 1982, en el primer año de la secundaria cuando aprendí las primeras frases con la Profesora Greenville y también a esconderme debajo de los asientos en el caso de que los ingleses bombardearan Buenos Aires. Un día le dije a una compañera de curso alta, delgada, de piel muy oscura e infinidad de rulos chiquitos: Mi mamá dice que sos motita. Yo no entendía por qué se enojó, yo pensé que quizás ella no lo sabía. Por alguna razón necesité confirmarle la obviedad. Y mi mamá también a mí. Al mediodía del día siguiente una madre enorme, con pelo rubio y raíces desbordantes, me esperaba a la salida. ¡¡¡¿Por qué le dijiste motita a mi hija?!!! Yo la miré espantada, aterrorizada, sin comprender lo que pasaba. Salí corriendo lo más rápido que pude ese año había salido primera en la maratón de cien metros y había ganado una medalla dorada. Ella me corrió hasta la avenida, después no supe más, nunca miré hacia atrás. Vivíamos a unas diez cuadras de la Escuela de Gendarmería, que tenía el nombre de la ciudad, no el original, sino el que le pusieron los militares, General Martín Miguel de Güemes. Cuando finalizó la dictadura militar la ciudad recuperó el nombre de Evita y el mapa que dibujaba su perfil. Siempre creí que vivía en el rodete, pero recientemente 46


descubrí que la manzana nueve de la sección tercera se encuentra a la altura de los ojos. Los gendarmes pasaban por casa corriendo en remera y pantalones de fajina cuando comenzaba la primavera, me encantaba verlos por la ventana del living que también era mi habitación por la noche y hasta la mañana temprano. A veces iban a la escuela, a cortar el pasto o a pintarla. Ese año hubo un pintor gendarme que me gustaba, se llamaba Lucas y durante el tiempo que duró la obra iba ansiosa a la escuela para encontrarlo y para que desde la escalera mire hacia abajo y me diga ¡Hola! Lucas me recordaba a Luca, el más lindo de SWAT. A fin de ese año, como había adelantado, tomé la comunión en la parroquia del barrio. Tía Delmira me hizo el vestido de broderie con manguitas abuchonadas y falda con volado. No era ni de monja, ni de princesa. Era sencillito, como yo quería. No era tan largo, así se dejaban ver las sandalias blancas bajas con un taquito chino mínimo. Tenía el pelo suelto agarrado atrás con un moño. No llevaba ni rosario, ni canastita. Quizás por eso nadie me regaló plata, excepto mi padrino. Papá no vino a la iglesia, a pesar de que fui a catecismo porque él me mandó, o, mejor dicho, la mandó a mamá a anotarme. En casa me esperaban los tíos, los primos y mis abuelas con la mesa llena de comida. Fue una tarde muy divertida. La ceremonia inaugural del Mundial tenía música militar y los gimnastas en el campo formaban artesanalmente las palabras Argentina’78 y Mundial FIFA con los movimientos de sus propios cuerpos. El presidente aplaudía de pie desde el palco central. Era militar y tenía bigote como papá y como Leopoldo Jacinto Luque.

ROXANA CHURRUARIN

Argentina

Instagram: @roxanaretz

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l hombre se estacionó frente al Mc Donald’s. La luz solar reflejada en los ventanales le afectaba la vista. Entró con Gina y sintió cómo el aire acondicionado le erizaba los vellos de las piernas. La música más comercial del mundo sonaba en estéreo. Gina lo jaló de la mano, el hombre la miró y los colores de las cintas en las colas de su cabello y su sonrisa le calmaron un poco. Una mujer gorda en la cola no dejaba de reír, estaba obligado a escucharla hablar con alguien sobre una telenovela al otro lado del celular. Detrás del mostrador, el payaso observaba a las cajeras a través de unos lentes oscuros, parecía un muñeco eléctrico que mascaba chicle. Invariablemente él sería el primero y después la mujer. Un grupo de niños con gorros de cumpleaños no dejaban de gritar y correr por todo el salón, seguidos de un colaborador que pasaba un trapeador impecable por los lugares a donde iban. El hombre hizo su pedido y le señaló a Gina una mesa para que pudieran sentarse. La pequeña miraba con curiosidad el juego de los pequeños y las mesas llenas de globos de donde provenían las risas más limpias que hubiera oído, deseaba unirse a ellos. El hombre llegó con la bandeja de la que colgaban fláccidas papas. “¿Ya escogiste?” le dijo Gina tratando de embocar la punta del sorbete con la boca. “El payaso es el mejor de todos”, le dijo el hombre tomando el vaso de gaseosa de la pequeña. Del bolsillo de la bermuda sacó una chata de ron, vació un tercio de la botella y se lo devolvió. El colaborador que trapeaba se acercó a la mesa y, fingiendo estabilizar una de las patas de la mesa, le dijo al hombre: “¡No sea usted imprudente, cómo se le ocurre darle licor a una criatura!”. La pequeña Gina dejó de sorber del vaso y miró a la calle: “Creo que lo mejor es que esta mierda sea el primero, ¿Sí, porfa, sí?”. El colaborador atónito, reparó en la niña, en el rostro maquillado con torpeza para ocultar las arrugas, en la expresión cetrina que arañaba su frente. “Sí mi amor lo que tú me pidas” dijo el hombre, sacó el revólver de la espalda y disparó al colaborador en el pecho; luego buscó al payaso.

MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA

Perú

Facebook: Mario Torv

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uando se hizo el mediodía la señorita Cornelia comprendió que Jacinto no aparecería a su cita. Con este sumaban dos los domingos que Jacinto faltaba a su encuentro semanal, algo imperdonable para un novio después de diecisiete años de compromiso. Pensaba en cuánta razón tenía su difunta madrecita cuando le aconsejó que tal vez no fuera buena idea eso de ponerse de novia con un telegrafista amigo de lupanares y de quien se decía, que había adquirido en la capital la mala costumbre de frecuentar “casas de mancebía”. Decidida a romper con él, la señorita Cornelia se fue hasta el cuarto que fue de su madre para hurgar entre viejos arcones y gavetas a fin de recaudar todos los cromos y postales, recuerdos, fotos y tarjetas que había recibido de Jacinto como muestras de un amor que no concretaba su ascenso al altar, pero que sí pretendía frecuentemente deslizarse hasta el tálamo; cosa esta que si no había sucedido hasta el momento se debía al empeño puesto por la señorita Cornelia en defensa de su honra y virtud. Pero ahora, el rompimiento sería definitivo. Cuesta abajo, el descenso de Jacinto fue inevitable. Cirrótico y “confortado con los auxilios celestiales” murió envuelto a falta de olor de santidad en un vaho de ron justo en el trigésimo noveno aniversario de la muerte de su novia; quien falleció debido a múltiples complicaciones por la mordedura de un ciempiés que se ocultaba al fondo de un viejo baúl donde ella buscaba quién sabe qué cosa la tarde de un domingo cualquiera…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

Venezuela

Blog: https://loquecuentacalixto.blogspot.com

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H

ace un buen rato que miro alternativamente a la puerta y al reloj en la pared. Ya está anocheciendo y mi familia no aparece por ningún lado. Primero salió mi esposa junto a mi nieta. Yo estaba aquí mismo, sentado en mi mecedora, leyendo una colección de cuentos de Lovecraft. No recuerdo si me dijeron hacia dónde se dirigían, solo sé que salieron de prisa, con bastante urgencia. Luego salieron mi hijo y mi nuera. Yo cerré el libro sin sacar el pulgar y lo puse en mi regazo. Quise pedirles que me trajeran un pastelillo de la repostería de la esquina, pero antes de que pudiera abrir la boca ya estaban saliendo con un portazo. Reabrí el libro y me encogí de hombros: después de todo, Cthulhu no era tan mala compañía. Sin embargo, empiezo a preocuparme. Intento alejar de mi mente las imágenes de un terrible accidente. Cierro los ojos y busco una explicación más placentera. Quizás decidieron ir todos juntos al centro comercial y el tiempo se les fue recorriendo las tiendas. Debe ser agradable caminar a un paso normal sin tener que esperar a un viejo con un ridículo andador. La idea me entristece, pero a la vez me reconforta: no les ha sucedido nada terrible, solo querían librarse por un momento de la compañía de un anciano fastidioso. Sigo leyendo. Azathoth, el primer motor del caos, la antítesis de la creación, el necio sultán de los demonios, arrastra mis preocupaciones hasta el centro del universo. De pronto dejo de leer y me froto los párpados. Cuando veo la hora, la angustia se me acumula en el estómago. Son las diez de la noche. Las ideas son más sombrías que antes: tal vez decidieron abandonarme y ya están en pleno vuelo hacia su nuevo hogar. Ni siquiera perdieron tiempo empacando; la necesidad de alejarse de mí era demasiado apremiante. Comienzo a llorar, pero no es debido a la tristeza. Mis lágrimas son de rabia, de rencor. Me levanto después de varios intentos. Agarro firmemente mi andador y me dirijo hacia la puerta. Ya verán esos malagradecidos cuando los encuentre. Ya sabrán de lo que soy capaz. El padre Molina besa su estola y se santigua. Está agotado. Se deja caer sobre un sillón y se limpia el sudor de la frente. Los primeros espíritus fueron pan comido y bastaron unas cuantas oraciones para que se marcharan. El último fue otra historia. Con ese tuvo que echar mano de todo el manual de exorcismos. Seguro era el fantasma de un viejo, se dice entre risas. Los viejos son siempre unos impertinentes.

KALTON BRUHL

Honduras

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L

lovía a cántaros. El chaparrón comenzó en la madrugada cuando se escucharon los ruidos ensordecedores sobre las ventanas y el tinglado del patio. El agua corría a raudales por la empedrada calle, lavando el sucio y purificando el ambiente. Me fascina escuchar cómo caen las gotas de agua del cielo y se transforma el ambiente en liviano y límpido. Sentí a mi madre levantarse e ir a la cocina por un vaso de agua. Luego el sueño profundo me llevó a lugares lejanos en el tiempo y el espacio, en el río donde disfrutábamos jugando y haciendo travesuras mi hermana Lucía y yo. Siempre juntos. Siempre muy unidos. Desde que mi padre desapareció una tarde de enero sin dar explicación, —bueno al menos a nosotros no nos la dieron, éramos casi inseparables. Mamá lloró casi una semana y a nuestra abuela Catalina, desde ese día se le vio más malhumorada que de costumbre. Éramos muy niños, y los problemas, decía mi madre eran para gente mayor, nosotros solo debíamos obedecer, jugar y estudiar. Mi madre, mujer de oficios hogareños nunca había tenido un trabajo formal, ni estaba preparada, ya que apenas con quince años cuando comenzó su bachillerato, se casó con mi padre de veintitrés, que proveía todo para el hogar. Pero ahora, sola y con dos hijos que mantener, la situación cambió totalmente. Mi abuela Catalina, la malhumorada y regañona, le propuso que trabajara con ella en un pequeño restaurante de pescados y mariscos, el cual bien administrado daba buenas ganancias. Mi madre aceptó a regañadientes, ya que nunca tuvo habilidades culinarias ni nada por el estilo, pero las circunstancias cambian a las personas, y ahora ella ganaba nuestro sustento trabajando fuera de la casa. A pesar del chaparrón que estaba cayendo, mamá se levantó como de costumbre y, después de prepararnos el desayuno, darnos un beso y abrigarse bien, se marchó al trabajo. Ese día no iríamos a clase, —a lo mejor hasta las suspenden, nos dijo al salir. Que rico quedarse arropaditos en nuestras camas calentitas. Con el arrullo de la lluvia nos volvimos a quedar dormidos profundamente. A eso de las diez de la mañana, Lucía me despertó toda atemorizada. Escuchó ruidos en la cocina. Sigilosamente me levanté y pegué el oído a la puerta del cuarto. Al principio no escuché nada y pensé que eran imaginaciones de mi hermana. Intenté abrir la puerta cuando sentimos caer un plato y algunos cubiertos. Ahora sí estábamos aterrorizados, en nuestras mentes de niños, cualquier historia de espantos y aparecidos tenía cabida y al unísono gritamos y nos abrazamos. Transcurrió como media hora cuando volvimos a sentir el ruido, pero esta vez aparte del ruido, escuchamos algo más. Mi hermana y yo nos miramos perplejos y esta vez no fueron gritos sino nuestras risas las que se escucharon por toda la casa. Fue Lucía, la más osada quien abrió la puerta del cuarto, y la vio venir, con su andar principesco, esa mirada altiva y ese arrullador “miau” que nos enamoraba y hacía nuestras vidas tan felices. Que tontas habíamos sido, nuestra gata 55


Alfonsina, haciendo de las suyas en la cocina, y nosotras haciĂŠndonos historias en nuestras cabezas.

NANCY AGUILAR QUINTERO

Venezuela

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AL DÍA SIGUIENTE

E

l inspector ordena al personal de criminalística despejar el área. Conoce los procedimientos para no contaminar la escena del crimen y se tomará unos minutos a solas antes que sus sabuesos entren en acción. La llamada telefónica recibida en la estación le descompaginó la mañana. Le han ordenado especial atención en la investigación que está a punto de iniciar. Los datos brindados por el cuartelero saliente son confusos, contradictorios e inexactos y el administrador del hotel está tan sorprendido como él. Aparentemente lo sucedido es una sucesión de hechos irreales, por no decir sobrenaturales. Visto de esa manera, investigará un caso que reviste peculiaridades desconcertantes. Toma aire y la soledad de la habitación le desencaja la mandíbula. No hay signos de violencia, solo desorden, preservativos malolientes en la alfombra y un extraño olor a tumba profanada. Exhala el aire retenido y se alista para desafiar la lógica y los manuales académicos. No quiere adelantar diagnóstico, pero la intuición y sapiencia de los años apuntan hacia hipótesis que le escarapelan la piel. ELLA Esta noche estoy ardiente y volcánica. No es la primera vez que mi cuerpo requiere palabras dulces, besos, caricias y sexo violento. Aunque me entregue apasionadamente mi organismo es especial, difícil de satisfacer. Si el hombre que atrapo me seduce, tiene en mí una compañera sexual dispuesta a todo. Soy exquisita en mis gustos y saldré a conquistar al varón que lleve a la cama. Nadie se enterará y estaré alejada de los chismes y miradas cómplices. Luego desaparezco para siempre. Así funcionan mis apetitos sexuales. ÉL Viernes de cacería y estoy ansioso por recorrer calles en busca de mi siguiente víctima. Soy la expresión moderna del cazador histórico. La gran ciudad es mi coto de caza y los bares, los parajes escondidos donde diviso la presa. Hago la aproximación final para saltar al cuello e iniciar la seducción que me llevará a un hotel. Completaré el ritual y tendré sobre las sábanas a la mujer de turno. Lo digo sin avergonzarme: me encanta el sexo duro, amplio de criterio y sin prejuicios. Por ello, la escogida sabe a lo que se expone y acepta la diversión sin compromisos futuros. EL BAR El boulevard está plagado de locales diversos. Hay para todos los gustos. El 58


letrero de neón de un bar esquinero llama mi atención y encamino mis pasos hacia allá. Esquivo un grupo de muchachos ebrios. No quiero problemas ni arrugar la impecable vestimenta que cubre mi portentosa figura. Soy el premio mayor de la lotería y, si es necesario recurrir a ayuda farmacológica, guardo discretamente el insumo apropiado. El personal de seguridad facilita mi ingreso y una de las anfitrionas me lleva hasta la barra. El cantinero me recibe con un whisky de cortesía. Cuando lo saboreo siento un olor extraño que ingresa. El aroma me envuelve y mi corazón empieza a latir más rápido. Giro sobre el asiento y ella está ahí. Nuestras miradas se cruzan y el idioma que hablan es explícito. La joven que está sentada a mi lado se levanta para cederle el lugar. Ella me ha escogido, es lo que me parece. Encajo el primer golpe y sabe que me ha movido el piso. No es mi estilo, pero acepto la iniciativa. La miro y es la diosa que el mundo acaba de regalarme. La minifalda que lleva deja ver las piernas torneadas. Al sentarse el hilo dental negro que cubre su intimidad se inquieta con el cruce de muslos. Su derriere erguido y alevoso se acomoda coquetamente sobre la banqueta. El torso erguido que me enfrenta resalta con las tetas que caben en mis palmas. En fin, hemos coincidido en el mismo lugar y a partir de ahora las horas se encargarán de lo demás… LA ILUSION En el hotel quiero solucionar la locura pendiente que tengo. Llevas el champagne helado y te enredaré con aromas de mi cuerpo desnudo. Mi piel suave quiere que la dibujes con besos lentos y eternos. El sostén es fácil de desabrochar y lo harás luego de comerme el cuello a caricias. Pasearás por mi abdomen y me pondrás boca abajo para recorrer mi espalda agitada. Empezarás por la nuca y trazarás mi espina dorsal. Me llenarás los glúteos de escalofríos. Mis piernas depiladas dejarán caer el calzón, lo olerás y te darás cuenta del sexo húmedo que nos espera. Tendrás permiso incondicional para explorar el tesoro que guardo en mi pubis. Hazme jadear de placer contenido. Después te lameré completo, saborearé tu pene hasta que no aguantes más y quieras penetrarme. En ese instante estaré tan excitada que mis gritos silenciosos te pedirán hacerlo una y otra vez. EL HOTEL Salgo del baño. La falda que uso deja poco a la imaginación, descorchas la botella y llenas las copas. Reímos de trivialidades y súbitamente me besas. Me dejo llevar, acepto que tus labios se enreden con los míos y que tu lengua profundice la excitación. Cierro los ojos y mi falda y blusa caen suavemente sobre el piso. El recorrido de besos y caricias me enloquece de placer. Con cuidado separas mis piernas, 59


masajeas el clítoris y sientes mi vagina húmeda. Muy excitada termino de desnudarme mientras te apuro a quitarte la ropa. Estás desnudo, veo tus argumentos y eres exactamente como te imaginé en el bar. Me levantas del sillón y vamos hacia la cama. Con el resto de champagne mojas mi cuerpo y no queda un centímetro sin ser bebido. El primer orgasmo explota sin contemplaciones y mi cabeza se llena de fuegos artificiales. Sin darme tiempo a recuperarme me penetras y gozo con la fuerza imaginada. Eres tan fuerte que parece voy a morir. Aprieto los labios para no gritar y llego otra vez a la gloria. La noche es joven, bebita . Dices mientras me acurruco entre tus brazos. Sí, Baby, falta mucho más, la noche recién empieza… EL DESPERTAR Listo, una más para mi colección. Intrépida, complaciente y sobre todo insaciable. En el bar pensé que era una prostituta fina, esas que simulan ser damas de sociedad y luego negocian el precio. Las apariencias engañan y rumbo al hotel sabía que se trataba de sexo puro, sin intercambio de dinero ni de promesas. No se percató del polvo diluido en el champagne. La droga la excitó sobremanera y aproveché para descargar el exceso de testosterona que me agobia. Antes que se durmiera noté una sonrisa que me sobrecogió. No puedo definirla, pero me preocupó. Mi experiencia en estas lides sospechó que algo no andaba bien con ella. Es el riesgo de levantar desconocidas en la calle. Uno no sabe si se encama con una histérica, sicópata o asesina. Hice bien en dejarla y escapar de este lugar. Cuando despierte no recordará nada. Le dolerá la vagina y el ano, se vestirá, abandonará el hotel y habrá aprendido de la circunstancia. EL AMANECER Mi sangre fluye desesperada por mi torrente circulatorio. Una y otra vez baña mi cerebro, ordenándole que despierte. Estoy anestesiada por alguna sustancia disuelta en el champagne. El maldito me drogó y caí como imbécil. Si no me levanto no tendré oportunidad para corregir mi ingenuidad y exceso de confianza. Es increíble que esté pasando por esto. Si no huyo a tiempo desapareceré. Qué descuido lamentable. He incumplido la regla elemental de mi raza. Estoy condenada y no puedo pedir ayuda. Creí en él y a punto de clavarle los colmillos en el cuello, perdí el conocimiento. Desperdicié la ocasión de decirle que sería el hombre de mi vida, mi esclavo para la eternidad. Mis músculos pesan toneladas y es imposible moverlos. El adormecimiento que gobierna mi cuerpo permite que ladee la cabeza para ver el reloj pulsera que descansa sobre el velador. Distingo que van a ser las seis de la mañana y mi corazón se 60


desboca de angustia. Por las rendijas de las cortinas empiezan a filtrarse los primeros rayos solares. Mi pálida piel comienza a enfriarse y la tibieza del amanecer se posa sobre mi desnudez. Poco a poco me cuartea y mi presencia terrenal de centurias inicia el proceso irreversible de descomposición. Los dedos y luego los pies se van convirtiendo en polvo. Jamás imaginé morir de este modo.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/oswaldo.castro.73

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¿Q

uién no hubiese entregado su alma por saber el día y la hora exacta en que va a dejar de pertenecer al mundo de los mortales? ¿Quién no hubiese hecho un pacto con el mismísimo demonio, con tal de saber la cantidad de años que le quedan de vida para poder planificar y disfrutar cada segundo sin miedo a que la parca lo sorprenda sin haber hecho lo suficiente? Todos sabemos que algún día vamos a morir, pero yo lo imaginé, lo sentí, lo vaticiné y planifiqué minuciosamente mi vida para llegar a ese fatídico día disfrutando hasta la última gota. Todo comenzó cuando me llamaron de la oficina de personal de la petrolera para informarme que, a partir de ese mismo instante y después de cuarenta y un años de servicios ininterrumpidos, dejaba de pertenecer a la firma, sin comerla ni beberla. ¿Despido sin causa? ¿Patada en el culo? “Reestructuración”, fue la excusa. ¡Y pensar que el año anterior me habían obsequiado en la fiesta de fin de año una medalla de oro que tenía grabada con letra cursiva la frase ¡Gracias por su Esfuerzo y Compromiso! La busqué, la miré, me reí y solo pude interpretarla como ¡Gracias por participar, y si te he visto no me acuerdo! Yo era Gerente del Departamento de Contabilidad. Había asimilado todos los cambios tecnológicos de la compañía desde los asientos contables en forma manual hasta las computadoras, pasando por las máquinas de registro directo. Siempre me fui aggiornando, y nunca me quedé atrás con tal de que no tuviesen pretextos para decirme que era un viejo y que no me amoldaba a los avances de la empresa. Recuerdo muy bien esa mañana de agosto: hacía frío y el mundo se me venía encima. Todo por lo que me había roto el lomo, todo por lo que había luchado, se desvanecía por una cantidad, a decir verdad interesante, de billetes que constituyeron mi indemnización. Me bajó la presión y tuvieron que llamar a un doctor. Me recuperé como pude y fui despacito a buscar mis pertenencias al escritorio. Todos mis compañeros ya lo sabían, me saludaban mirándome como si fuese un fantasma. Las lágrimas querían salir de mis ojos, pero me aguanté. Sabía que entre ese grupo, sin duda, estaría el Judas que me había entregado a las fauces de la corporación. Agarré mis cosas y me fui rápidamente. Solo me detuve para darle un beso a Rosita, mi secretaria, que siempre había sido una leal colaboradora y mi amor… sí, mi amor imposible. Tomé el ascensor y me dirigí a la salida. El día estaba gris, el subte estaba vacío a esa hora y ahí, entonces sí, pude llorar como un chico. Llegué a casa. Mariana, mi esposa, estaba preparando un guiso de lentejas. Me 63


miró con sorpresa. En cuarenta y un años yo jamás había ido a casa a almorzar mientras estaba trabajando, solo los fines de semana, en los que muchas veces me llevaba tareas a casa. Mariana no hacía otra cosa que preguntarme qué me había pasado y yo no podía reaccionar del tremendo sopapo que me había dado la vida. ¿De qué me había servido tanto “esfuerzo y compromiso”, tanta lealtad y honradez, tanto respeto y dedicación, si ahora solo tenía unos cuantos fajos de billetes para solventar una vida vacía? No almorcé. Me encerré en el cuarto y me quedé dormido. Recuerdo que soñé con catástrofes, enfermedades, miserias, y me desperté a las tres horas como si me hubiera pasado una aplanadora por encima. Busqué un lápiz y un cuaderno y empecé a escribir las cosas que siempre quise hacer y que por culpa de mi entrega a la petrolera habían pasado a un segundo plano. Lo primero que escribí fue Viajar por la Argentina. Solo conocía Mar del Plata y la había visitado muy esporádicamente, ya que Mariana invariablemente tenía un pretexto para que nos quedáramos en casa. Luego escribí Ir al cine los jueves. Siempre me había gustado, pero mi mujer decía que para qué íbamos a gastar si en la tele pasan películas muy buenas todo el tiempo. También escribí Comer afuera todos los sábados. A mí me gustaba el morfi, pero para Mariana la comida hecha en casa siempre era mucho más sana. Fui completando la lista con Viernes con amigos, Domingos partidos de Racing, Vino fino todos los días y demás gustos que no me había podido dar en todos esos largos años: esta era la oportunidad para hacer borrón y cuenta nueva. Tenía la obligación de disfrutar a pleno todo lo que se me ocurriera hasta mi último aliento. Salí de la habitación y fui a contarle a Mariana, que estaba mirando la telenovela. Me paré decidido frente a ella y le dije cuál era mi plan. Se limitó a sonreír en forma despectiva y siguió prestando atención al galán, que en ese momento le comía la boca a la protagonista de la tira. Me quedé parado esperando a que llegaran los anuncios publicitarios, con mi cuadernito a cuestas. Seguí con las anotaciones de cosas que se me iban ocurriendo, cuando de repente tuve la mejor de todas las ideas. Divorciarme de Mariana, anoté. Así fue como ese mismo día le di el olivo a mi esposa, que más que una esposa era un lastre de plomo. Comprendo que había sido mi compañera por más de cuatro décadas, pero en ese momento yo quería ser libre, debía poder crear y administrar a mi manera todos los días que me quedaban por vivir. Ella hizo las valijas y se fue sin chistar. Nunca más la vi. 64


Esa misma noche, como buen contador que soy, empecé a calcular cuánta plata debía gastar cada semana considerando los días que me quedaban hasta el final y tratando de adivinar cuán horrorosos serían los ajustes por inflación que los gobiernos de mierda no iban a poder controlar como corresponde. Ese número me daba una cantidad de años bastante interesante suponiendo que llegase con buena salud al final de mi existencia. Así fue como recorrí todos los hermosos lugares de mi país y me reencontré con los amigos del barrio: Carlos, el Zurdo, Pedro, el vidriero y el cabezón González, mi gran amigo de la infancia. Volvimos a los billares, a la cancha del Racing Club de Avellaneda y (por qué no) también a los cabarets. Cada tanto íbamos a un prostíbulo en el que nos trataban como reyes. Yo conocía a un par de chicas que me hacían precio y me daban el placer que hacía mucho tiempo había dejado de experimentar. Eran muy jóvenes, lindas, ardientes. Podían haber sido mis hijas, lo sé, pero a mí no me importaba. Solo quería tener buen sexo y tal vez, si se daba la oportunidad, charlar un poco para matar la soledad. Nunca me faltó un buen Malbec en la mesa. Tomaba una sola copita, como me había recomendado el médico, y también para poder administrar el presupuesto sin que me faltara ese preciado sabor hasta mi partida. Los jueves de cine fueron mermando, las películas se empezaron hacer aburridas y me quedaba dormido en la butaca. Pero lo que nunca abandoné fueron las noches de viernes con los muchachos del bar, noches de risas, anécdotas y muchos brindis. Era mi motor para llegar a la próxima semana con la fresca alegría de volverlos a ver. Y así fueron pasando las semanas, y los meses, y obviamente los años, hasta que un viernes el cabezón faltó a nuestra cita obligada. Nos preguntamos qué habría pasado, nos preocupamos y llamamos a su casa. La hermana nos dio la mala noticia. Esa noche no fuimos de billares, ni de putas, ni hubo brindis: fuimos al velorio de un amigo. Más que un amigo, un hermano. La vida me había dado otro feo golpe. La gente rodeaba el féretro y lloraba. Yo quería rezarle una plegaria, pero ya no me acordaba de lo que nos habían enseñado en la catequesis. Solo me animé a tocarle la mano fría y decirle que lo había querido con toda mi alma y que en los últimos veinte años había sido sumamente feliz. Tomé un café recalentado y me despedí cabizbajo de Pedro y de Carlos. En la recepción de la casa mortuoria había una pila de tarjetas, de esas que se usan para hacer propaganda, y me llevé una. A la mañana siguiente, mientras me cebaba unos mates, busqué la tarjeta en el bolsillo del pantalón. Llamé al teléfono que tenía impreso y me atendió el dueño. Le pedí una reunión para hacerle una propuesta, y arreglamos un horario. 65


Sentado en la oficinita me ofreció otro café recalentado. Le dije que quería pagar los gastos de mi velatorio por adelantado y que me hiciera un presupuesto. Yo sabía que mucho tiempo más no me quedaba y no quería dejarle un muerto (literalmente) a nadie en este mundo. El tipo me entendió y si bien no era habitual esa modalidad tampoco era una excepción, así que no veía dificultad en cumplir mi deseo. La semana siguiente fui con el dinero para realizar el pago. Le dejé también un sobre cerrado para que lo conservara y solo fuese abierto en la “ceremonia de despedida”. Ese fue el último viernes que pasé por el bar, fuimos de putas, charlamos durante largas horas, tomamos Malbec, brindamos, reímos. Dos días más tarde, en la fecha que había vaticinado, se produjo, casi con una precisión milimétrica, mi muerte. Me cargaron, me pusieron en el jonca. Yo podía ver a mis amigos del alma llorar como niños. Las chicas del prostíbulo también vinieron a despedirse. Rosita, mi secretaria, también estuvo. Me hubiera gustado que asistiese Mariana, al menos por los cuarenta y un años de aburrimiento que habíamos compartido, pero no apareció. El dueño de la casa mortuoria estaba ahí, paradito. Me alegró que no se hubiese olvidado de mi sobre. Lo abrió delante mío, como si yo pudiese dar fe de lo que hacía a esas alturas. Sacó dos billetes de cien y las instrucciones. Son mis dos últimos billetes y se los da de propina a los funebreros, que ponen la tapa del cajón y me cargan junto a mis amigos hasta la tumba.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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A la memoria de Juan Carlos, quién una tarde de otoño, observando el puente sobre el arroyo, me dijo: “Qué lindo sería perderse por ahí abajo ¿no?”

C

I

omo tantas otras tardes de este otoño, hoy también vinimos con Maru al parque. Ella trajo el mate. Yo, unos bizcochitos de grasa. Nos acomodamos en el pasto que ya para esta época luce casi seco. Al pie de un pino áspero armamos nuestro picnic improvisado. Maru, además se trajo algo para leer, una antología de cuentos o algo así. Yo, mi infaltable libreta donde apunto una historia imposible. Usando el añoso tronco del pino como respaldo, charlamos de la vida. Trivialidades cotidianas. Maru siempre tiene algo para contar. Y si no, siempre tiene algo a mano para leer. Como yo soy más de escuchar, ya sea trivialidades o lecturas, nos complementamos bien. Y así es esta tarde. Entre mates, charlas, lecturas y apuntes vamos pasando el rato. Hasta que sucede algo raro. Bah, que se yo. Fuera de lo habitual, diría. Estás alucinando, me dice Maru y sigue leyéndome algo de la antología. No, pará; de verdad. Pasa algo, ahí, en el puente, le digo interrumpiéndola una vez más. Ambos nos quedamos observando el puente, ese que pasa casi a nivel del suelo dividiendo el parque y bajo el cual serpentea un arroyo artificial, seco ya para esta época del año. Nada. No hay nada che, me dice Maru que ya se está impacientando con la lectura interrumpida. Justamente. No hay nada ni nadie. Había dos tipos, barrenderos municipales, limpiando el cauce seco del arroyo, le recuerdo. Con el ruido de sus palas y rastrillos era imposible no distinguir en qué zona estaban trabajando. Pero al pasar bajo el puente todo quedó en silencio. Bueno, también tienen derecho a tomarse unos mates. Maru dobla una hoja del libro por la esquina superior y lo cierra, resignada. Y agrega entre risas: quizás se están dando un buen revolcón. No, pará. En serio. Hace rato que tendrían que haber asomado del otro lado. Estoy intrigado. Bueno, vamos a ver señor "veo misterios en todos lados". Maru se limpia las hojas y pastos secos del pantalón y se dirige con determinación al cauce del arroyo. Se 68


desliza por la pendiente, que no tiene más de un metro y medio de profundidad. ¡No hay nadie! Su voz me llega desde abajo, más allá de los arbustos; solo están las palas y rastrillos, agrega. La imagino caminando a pasos decididos por el cauce recientemente limpiado. Voy a seguirla. El arroyo seco y el puente no están muy lejos así que dejaré nuestras cosas aquí: el equipo de mate, los bizcochitos de grasa, la manta tejida a telar, su libro y mi libreta quedarán esperándonos. Frente a nosotros nos aguarda la oscuridad bajo el puente y más allá, la difusa claridad del atardecer otoñal que se filtra desde el otro lado. ¡Ahí voy che!, le grito antes que se me adelante más. II Como tantas otras veces aquel otoño, esa tarde también nos tocó ir al parque. No nos hacía mucha gracia tener que limpiar el cauce del arroyo seco mientras la gente disfrutaba despreocupadamente de sus picnics improvisados. Pero bueno, es el trabajo ¿vio? Armados con palas y rastrillos fuimos limpiando todo... No se imagina lo sucia que puede ser la gente. Cuando el arroyo se seca puede encontrarse de todo ahí abajo ¿eh?, sino pregúntele a mi compañero. Y bueno, fuimos avanzando para terminar temprano, porque ¿vio que las tardes de otoño son más cortas? Ah, ¿usted quiere saber si vimos a la pareja esa? Claro que sí; cuando bajábamos al arroyo vimos que estaban sentados contra un pino... ese que está del otro lado del puente. Tomaban mate y ella tenía un libro en las manos. Él parecía escribir algo. Los vi de refilón, sin prestar mucha atención ¿eh?, sino pregúntele a mi compañero. Nos llevó un rato limpiar todo ese tramo. Y cuando llegamos del otro lado del puente vimos que estaba atardeciendo, así que le dije a mi compañero: subamos, ya es suficiente por hoy. Dejamos las herramientas escondidas entre los arbustos para volver al otro día y nos fuimos. Y bueno, ahí fue cuando encontramos sus cosas. Ya sabe, el equipo de mate, los bizcochitos de grasa, la manta tejida a telar, el libro y la libreta... con todo ese relato fantástico... pero de la parejita nada de nada. Ni rastro ¿eh?, sino pregúntele a mi compañero. Entiendo que ustedes como policías tienen que preguntar y volver a preguntar, pero permítame decirle algo don: si ya pasó un año y no se sabe nada de nada de los fulanos esos, no creo que encuentre nada nuevo interrogándonos otra vez. ¿Podemos irnos don? 69


III Hoy decidí ir hasta el puente del parque. El arroyo que corre por debajo está seco. Entre los arbustos hay restos de basura arrastrada por la corriente. Apoyo los brazos en el borde de la baranda y observo hacia abajo. Nada. Solo el canto lejano de alguna calandria en la tarde otoñal. Leo nuevamente los apuntes de la libreta y comparo la narración con el lugar. Todo coincide. Bueno, casi todo. Faltan... “¿Ves que no hay nadie? Seguro se fueron por otro lado”. La voz interrumpe mis divagaciones. Me incorporo rápidamente y miro para todos lados, pero es evidente que estoy solo en la frialdad de la tarde. La voz de una mujer resuena en mis oídos. Parece llegarme desde abajo, más allá de los arbustos; diría que desde la oscuridad bajo el puente. Estoy tentado a bajar, pero me detengo. “Es solo una leyenda urbana”, me digo. “Un relato ingenioso de algún escritor con una imaginación afiebrada que la repetición popular ha ido condimentando”, y cierro la libreta. La curiosidad me tienta. Quiero bajar. Pero no. ¿Y si fuera posible que...? Lo pienso por algunos segundos. El canto alborotado de la calandria me hace reaccionar. Finalmente me alejo. “¡Ahí voy Maru!”. El grito proviene de entre los árboles. Estoy tentado a girarme para ver al hombre que acaba de gritar. Pero mejor no. Muy en mi interior sé que no hay nadie y también debo confesar que esperaba aquel grito, a la hora señalada… Levanto el cuello de mi abrigo. Está haciendo frío. Me alejo. “Que los que cruzaron el puente sin tiempo, permanezcan allí”, susurro para mí mismo, como un conjuro. Empieza a oscurecer. No mires hacia atrás, me digo. No vuelvas. Jamás.

CARLOS LUIS DI PRATO

Argentina

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E

n la inmunda alfombra roja con la última gota de alcohol barato en la botella, y dispersa gran cantidad de pavesas de los puchos, estaba tirado con resaca, debajo de la mesa. Vestía unos calzoncillos. Sentía frío. Hago lo posible por ponerme de pie. Estiro los brazos desahogándome de la laxitud, hambreo. “<>”, recuerdo; que noches anteriores, había disfrutado de una juerga con prostitutas asequibles. Miro el reloj. Falta para que el sol aparezca. Voy a la cocina, en la mesita sorbo un alcohol acerbo. Asqueo. Cierro los ojos. Me retuercen las tripas. Voy al baño, procuro no sentarme rápido en el inodoro gélido. Olvidé comprar papel higiénico. No importa. Esos periódicos culturales sirven. Los boto al basurero. No hay agua  se impregna un olor insoportable. El hedor de la mierda me pareció vergonzosamente agradable. La puerta se abre bruscamente. Es el padre de una de las chiquillas que me cogí. Ingresó raudo y enfadado. Me empujó hacia la cama. Fuertemente me agarró de los huevos. Se arrimó hacia mí, como si quisiera darme un beso en la mejilla o morderme en la oreja. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Me advirtió que no volviera a acercarme a su hijita. Me soltó los testículos. Me revolqué de dolor. Sopapeó en mí mejilla, y se ausentó ese mierda. ¡Borracho de mierda, quedas advertido! Me pongo de pie. Inclinado en un ángulo de setenta y cinco grados, agarrando mis huevos, camino hacia la puerta. Le pongo seguro para que no ingrese otro padre de las chiquillas. Ese apodo de borracho de mierda, molesta. Todo es culpa del gran Víctor Hugo Vizcarra, intentar copiarlo. Mala idea. Solo logré conseguir broncas con padres de chicas menores de edad, novios de las mujeres que me las cogí una y mil veces; hasta con el perro de la esquina, que intenta morderme cada vez que voy a comprarme alcohol de medicina, esos que venden a dos pesitos en las tiendas de barrio. Enciendo el reproductor de música, pongo un poco de Rock psicodélico  “Arzachel”, a todo volumen. Me acomodo en el sitial. Apoyando mi sien sobre mi palma izquierda que está secundado a uno de los brazos del sillón. Con la derecha, sostengo un pucho. “<>”, pienso. Muevo la cabeza relajadamente, hacia arriba y hacia abajo; al ritmo de la música. En el suelo, logro pillar un libro de “Gramsci”. Recojo. Intento leer. Suena el teléfono. Me pongo de pie. Avanzo hacia el velador donde se encuentra el teléfono. Me golpeo el dedo meñique del pie con la mesita del living. Maldigo e insulto al teléfono por sonar, y a la mesita por estar ahí. Hijos de puta. Cojeo hacia el velador de mierda. El teléfono dejó de sonar. Blasfemo contra el supuesto creador, cabrón. Rebajo el volumen del reproductor de música. 72


Voy a la cocina. Me sirvo un poco de alcohol en un vasito de plástico. Me dirijo hacia el escritorio. Me siento. La máquina de escribir esta oxidada. “<>”. Otra vez me encuentro en el lugar donde estoy casi todo el puto tiempo. Pienso. No tengo idea de cómo empezar una historia, o un cuento, o una simple poesía. Empiezo a escribir sobre detectives y putas. Recuerdo  eso ya se hizo. Retiro la hoja de papel de la máquina de escribir. Lo arrugo y hago una bola. Lo boto hacia el otro lado de la habitación. Empiezo a arrancarme uno que otro cabello. Me pongo histérico. Sorbo un poco de ese alcohol. Ideas, nada. Me pongo de pie, camino hacia el estante de libros. Pienso, “<>”, demasiados libros. Recuerdo  todos los libros que tengo, en parte, son gracias al sudor de mi progenitor; sus ahorros eran secretamente guardados. Sigilosamente hurtaba. Nadie sospechaba de mí. (El hijito de mamá). De ahí, los muchos libros. O, cuando en varias ocasiones entré a las editoriales que están cerca de la Plaza Principal; “Plural”, “Los amigos del libro”, “Libros 1000”, también la que está controlada con cámaras: “Kipus”; me entraba, y, durante mucho rato me quedaba a revisar libros. Los mejores los amontonaba. Cuando el vendedor se distraía corría con los libros en mano. Casi nunca me seguían. Sin embargo, la cuarta vez que escapé con libros de “Kipus” me alcanzó y me arrestó un gordo policía de mierda. Estuve treinta y seis horas encarcelado. Lo peor de esa vez, fue que me decomisaron los libros, mierda. Pienso, que los mejores libros que obtuve, fueron sacados de la “Biblioteca de Simón i. Patiño”. Generalmente saqué los libros de Borges y Bukowski  grandes maestros. Casi con dinero propio no compré muchos libros. Pero gracias al esfuerzo de unas cuantas cuadras, poseo una biblioteca indescriptible. Sonrío. Se ve que el sol ya apareció. Voy a la ducha. Me saco los calzoncillos, abro el grifo. Agua caliente. Noto que no hay shampoo, solo me queda refregarme con jaboncillo. Salgo de la ducha, me seco con la toalla. Desnudo camino hacia mi habitación, me pongo una polera y un pantalón. Miro al velador, había unas revistas Playboy de los años 90´s. Me bajo los pantalones hasta la mitad. Agarro la revista. Ojeo. Intento masturbarme. Ilusión óptica. Tocan la puerta. No logré terminar de masturbarme. Mierda… Abro la puerta, es Laura, la chica con la que creo que salgo. Se dedica a la prostitución. ¿Qué tal...? ¿Qué? Cómo te fue… Estoy cansada, no me jodas… Solo te pregunté cómo estás. ¡Solo que! Bah, nada. 73


Sí, mejor nada. Vago de mierda, mejor si te vas… ¿?....

Puta mierda. ¿Qué pasó cuando solíamos estar en la cama, completamente desnudos, comiendo galletas, con la televisión encendida? Pues, hace mucho que no existe comunicación. Lo peor, es que no hacemos el antiguo mete saca. O el kamasutra: Bueno al menos con Laura; solo con las chiquillas que me las charlo cuando salen del colegio. Pues, creo, que, esa parte de mí, la tengo que aprovechar, dentro de poco cumpliré treinta y tantos. Y luego me pudriré. Me apoyo en la ventana. Parece que lloverá, ignoro el mal tiempo. Me dirijo hacia la máquina de escribir. Me siento. Agarro un libro que estaba sobre la mesa: Un libro de trotskismo. Lo leo. Las agujillas del reloj marcaban en punto para las doce del mediodía. Laura despertó, y fue directo al baño. La observé. La puerta quedó entreabierta. Como de costumbre, Laura estaba orinando de pie. No me explico como lo hace. Me gusta verla orinar. Se da cuenta que la estuve fisgoneando. Cuando sale del baño me muestra el dedo del medio, insultándome  Pendejo. Se vuelve a entrar a descansar. Me molesto. Blasfemo contra de ella, pero en voz baja, para que no me escuche. Hambreo. “<>”, voy a la cocina, corto un pan, adjunto con una mortadela de pollo, pico tomate y locoto. Mastico y lo acompaño con uno de mis mejores tragos, “Singani”. Regreso al escritorio. Me siento afligido. Pienso; me voy de viaje, ahora mismo. Primero le dejaré una nota a Laura. Escribo: ‘Laura, mi querida acompañante de cama. Carezco de buenos sentimientos, atusado me siento. Me voy de viaje. Todavía no decido dónde iré. Para la compra del boleto me hice prestar dinero del vecino loco. Le devolveré cuando retorne. Posdata: No toques mis libros. Cuídalos más que tú te cuidas antes de tener sexo con tus clientes’. Salgo de la casa sin hacer ruido. Voy a la terminal. Hay mucha gente. Qué molestoso. Me siento en una de las bancas dentro de la estación. Encuentro un papel en blanco, intento dibujar. Casi se ve que son garabatos, se nota que es un perro vagabundo solitario en la lluvia, dibujo con la lengua sobresalida, y con gotas secas de lágrima. Al pie del dibujo, anoto: El mohíno del perro solitario. Sintiéndome avergonzado por el mal dibujo y su historia, arrugo el papel y lo boto al basurero. Hago lo posible por ponerme de pie. Camino hacia el portal del andén, le alcanzo el boleto al guardia sin hablarle. Es una mujer voluminosa. Entre sus dedos arde un flácido cigarro. Imagino, que es mejor el olor a cigarro, que el olor a orinar del andén. Me regresa el boleto con mal gesto. Pienso e insulto, vaca de mierda. Ingreso. Veo que soy el único pasajero sin equipaje. 74


JORGE LEÓN LOZANO

Bolivia

Facebook: https://www.facebook.com/jorge.leonlozano

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T

ermina el ajetreo que siempre trae el almuerzo, en ese Comedor al paso, frecuentado desde 1940. No hay más sopa. A la noche el caldero volverá a hervir con los ingredientes que consiga Leticia. Es la hora de la siesta para los ancianos, que se quedan dormidos con la cara al sol, detrás de vidrios, detrás del viento que a veces silba, cuando está contento o enojado, da igual. Leticia dobla la ropa de algodón grueso, la de lana gruesa. Alisa las camisetas blancas y estira las medias largas hasta la rodilla. Toma el camisón lila con puntillas blancas y lo deposita sobre la cama, después el piyama azul de Javier, dejando que las mangas se superpongan. Seguramente dormirán enroscados sobre el baúl italiano como muchas noches. Se acerca a la ventana y por los orificios de la cortina de hilo blanco, ve a lo lejos las ovejas inquietas, robando lo poco que la tierra muestra en este junio nevado. A ciento veinte kilómetros de San Carlos de Bariloche, en la provincia de Río Negro, en dirección este hacia Madryn, sobre la ruta 23, vibra un pueblo de casas bajas, con chimeneas en actividad buena parte del año, con techos de chapa a dos aguas, para que resbale la nieve que ya realizó algunas visitas y fundida corra por las acequias hacia las quintas. Con un cerro al que se puede subir y tener una vista panorámica del trazado geométrico de las calles, bordeadas por álamos, ahora desnudos. Con guanacos pastando que se parecen a las llamas del norte, pero no, son distintos porque son del sur, de clima extremo, con temperaturas que pueden rondar los vente grados bajo cero. Hay un río y la fiesta de la Cordialidad a fines de marzo, con desfile de paisanos. Mucho ocre y asfalto nuevo. También la Estación de tren, del tren patagónico de la línea Roca, que une este con oeste, playa con cordillera, Viedma con Bariloche. La formación suele tener ocho vagones que recorren ochocientos veintiún kilómetros. Javier es el encargado de la Estación. Se ocupa principalmente de las cargas y descargas de materiales que se intercambian en la región. Lo que sale del pueblo es lana y ladrillos en cantidad, que se fabrican por la buena arcilla de las regiones desérticas. Es de noche cuando Javier regresa a casa. Siempre vuelve con una partida de madera, madera para la cocina económica, para la chimenea del salón y la salamandra del pasillo. Esta vez, además, retiró una carga de madera rojiza, resistente al agua, de alerces de la cordillera, para construir los juegos de la plaza. El municipio lo aprobó y por fin se podrán reemplazar los viejos columpios, que parece que todas las noches salieran de paseo hacia la guarida de las brujas que los usan para tomar impulso y despegar, mientras que las ratas afilan sus dientes y los van despedazando. Luces prendidas y algarabía por un contingente de turistas. Agua de las 77


vertientes y cerveza artesanal, carbonada de cordero y pollo, queso de cabra con miel y té de rosa mosqueta. Javier cena con su suegro. La puerta entornada de la cocina, deja ver la silueta de Leticia. ¡Qué mujer! La compara con un volcán acallado, con actividad subterránea. Solo él sabe lo vivo que está por dentro. Sabe que basta una mirada para que todo se repita, esperando concebir el hijo que usará los columpios nuevos, los de madera besada por los gnomos en el lejano bosque verde.

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA Página WEB: www.yolandasa.com

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E

s diferente a todas las ciudades reales conocidas por los hombres. Se llama Abulia. No se comunica con ninguna otra ciudad. Hay en ella un vacío que ni las palabras pueden llenar. Pero lo que la hace diferente no es su nombre, ni su aislamiento. Lo más insólito es que la tierra lo invade todo. La tierra convertida en fino polvo, transportada por un vendaval fuerte, inflexible y húmedo cubre completamente las calles. Las habitaciones de las casas están repletas del polvo fino y pegajoso que se adhiere a las paredes y a los muebles. Sobre la escalera se posa la mano que va deslizándose a medida que el hombre baja. Sus dedos temblorosos dejan su impronta sobre el pasamano polvoriento. Encima de los tejados bailotean enloquecidos los despojos de los árboles que se doblegaron ante la ráfaga indolente. Solo los habitantes más fuertes pueden soportar andar por la ciudad, que se muestra hostil. Pero todos están seguros de que el ímpetu del torbellino audaz pasará. Les conviene quedarse quietos y tendidos, porque hay lugares que están protegidos de la cubierta de polvo enmohecido. Hay quien dice que ese silencio de oscuro abandono que muestra la ciudad, se parece al desierto. De noche, pegando el oído al suelo, se oye cómo la tierra brama en sus entrañas.

ANA MARÍA BALESTRERI

Argentina Facebook: Ana María Balestreri

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n ángel ebrio caminando de madrugada por las calles de la ciudad de México es una presa fácil. Estaba cerca del Palacio de Bellas Artes cuando lo encontró su victimario. El joven alado ni siquiera se percató de que era observado. El ángel se lamentaba por un amor perdido. Habían ya transcurrido dos años desde que su amante había partido, y aún no podía superar aquella ruptura. “¿En qué lugar del universo te encuentras?, ¿aún recuerdas nuestro amor?, ¿pensarás todavía, aunque sea solo de vez en cuando, en lo mucho que nos quisimos?...”, preguntó a gritos. El silencio fue la única respuesta que obtuvo, sacó de su chamarra una botella de alcohol y le dio un trago. Los cientos de ángeles y humanos con los que había salido (y con los que había fornicado) de nada le habían servido... simplemente no podía olvidar a su antiguo amor. Ángel caminó hasta las afueras del metro Salto del agua; decidió sentarse al borde de la banqueta; a sus espaldas, victimario permaneció de pie. Ángel comenzó a llorar. Victimario no pudo evitar ponerse nervioso cuando pasaron dos trasnochadores; “nada de testigos, por favor”, pensó y se recriminó por haberse alterado por el paso de simples mortales. Y es que sabía que lo que planeaba hacer podría costarle muy caro. Una cosa es alimentarse de seres humanos, otra hacerlo con uno de Ellos. Ángel le daba otro trago a su botella cuando victimario se sentó a su lado. Victimario no pudo evitar sentir ternura por aquel que en unos minutos dejaría de sufrir, y también se reprochó por ello. “¿Ternura por mi alimento? Me doy asco.”. ¿Pero hay alguien que no se conmueva con un ángel que de tan joven aún cree en el amor? “El amor es un burdo engaño, pero no podrás llegar a saberlo”, pensó victimario. El vampiro pasó su lengua por la mejilla del muchacho. En cuanto la lengua del vampiro tuvo contacto con aquellas lágrimas, la ternura cedió su lugar a la excitación. Ángel volteó asustado. La fogosidad del vampiro aumentó al observar el bello rostro del adolescente. Ángel intentó en vano levantarse. Victimario sonrió con el objetivo de calmar al jovencito, pero ángel pensó que aquella sonrisa no podía significar algo bueno. No deseo hacerte daño. Explicó victimario tratando de calcular la edad de ángel. Concluyó que no pasaría de los diecisiete años. Me hablaron de ustedes... me previnieron, me dijeron que me cuidara... si hubiera escuchado... Balbuceó el hermoso ángel. Conmigo de nada tienes que preocuparte. 82


Victimario, tratando de ser convincente, tomó la mano de ángel. Ángel sonrió, y victimario, sin poder contenerse, besó aquellos sensuales labios. Nadie merece tus lágrimas. Victimario sintió tanta rabia por haber pronunciado aquellas palabras que de inmediato soltó la mano de ángel. “Si no te controlas terminarás pidiéndole que sea tu novio.”, se dijo a sí mismo. Yo aún lo amo. Y el llanto volvió a hacer acto de aparición. Ángel dio otro trago a la botella, y ofreció un trago a victimario. Parece que tú lo necesitas más, de cualquier forma lo acepto... Rechazarte sería una descortesía de mi parte. Después de unos minutos de silencio, ángel reinició la plática. -¿Te has enamorado? ¿Te han roto el corazón? Victimario sonrió, si se había enamorado en algún momento de su larga existencia, ya lo había olvidado. ¡Seis siglos no son poco, y vaya que el tiempo no pasa en vano! No recuerdo, aprendí rápido. ¿Aprendiste qué? Que el amor es un invento... Se trata de un concepto cuya única finalidad es manipular la sexualidad de los demás... Es una forma de opresión, de control... No te entiendo. Ángel limpió sus lágrimas y bebió más. Eres muy joven, por ello es que no te has dado cuenta de eso. Te metieron en la cabeza esa tontería de encontrar a alguien especial con quien pasar toda tu existencia... Estuvo a punto de exponer lo que por tantos años había reflexionado, pero ángel estaba tan borracho que hacerlo hubiera resultado absurdo. Pero... él sí era especial... Victimario sonrió nuevamente al tiempo que acariciaba las alas de su interlocutor. Ángel pensó que aquel vampiro era fascinante, y sin poder contenerse besó sus labios. Estás amargado. Espetó ángel sonriendo. ¡¡¿Qué?!! A victimario le sorprendió aquella frase, pensó en golpear al atrevido, pero de la boca de ángel salió otra sorprendente frase. No te enojes y dame otro beso. Y al beso le siguió otro, y a este, otro, y... Después vinieron las caricias, y posteriormente llegaron a la conclusión de que

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necesitaban comprar algunas botellas de mezcal, que hacía mucho frío y que sería mejor dirigirse a un hotel. *** Durante las siguientes horas aquel par disfrutó de una mezcla de dolor y placer. ¿Cuántos gemidos se escucharon antes del amanecer? Imposible saberlo. También imposible es saber el número de sollozos lanzados por cada uno. La faena solo llegó a su fin cuando ambos estuvieron satisfechos, y para que tal cosa sucediera fueron necesarios más de cien embates por parte del vampiro, y de mil por parte de ángel. Placer y dolor en una perfecta mezcla. Victimario se recriminó por no haberse atrevido a hacerlo antes. Que estaba violando la ley era cierto. Que el castigo por aquella acción podía ser terrible también lo era. Pero también cierto era que había valido la pena. Una vez que terminaron, los dos fueron vencidos por el sueño. Victimario jamás había sentido tanto placer, aquello le había resultado por completo novedoso, como si hasta ahora realmente hubiera tenido su primera experiencia sexual... Ángel también disfrutó de la jornada... pero en realidad había sido como cualquier otra. Y es que victimario jamás había estado con uno de Ellos. Ángel, en cambio, ya había estado con muchos otros similares a victimario... *** La luz del sol despertó a ángel. Ya eran las siete de la mañana, sabía que era el momento de terminar con aquello. Miró al vampiro y lo comparó con su antiguo amor (aquel que le había mostrado lo que era el auténtico goce). Victimario no era más que un vampiro común y corriente, nada especial. Especial era el vampiro al que extrañaba. Excepcional era aquel por el que sufría, aquel que se había marchado después de haberlo convertido en lo que ahora era. Clavó sus colmillos en el cuello de victimario y sin titubear le succionó la vida. Victimario dejó de respirar y ángel lo miró con indiferencia. El apuesto adolescente se duchó, y después de arreglarse un poco salió del hotel. “Por cierto, ¿a qué hora y en dónde conocí a este vampiro?... ¡Qué más da!” Le urgía tomarse algo para aliviar el dolor de cabeza que le recordaba la enorme cantidad de alcohol bebida la noche anterior... “¿En qué lugar del universo te encuentras?...” Un ángel ebrio caminando de madrugada por las calles de la ciudad de México puede resultar mortalmente peligroso.

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MARTÍN FRAGOSO

México

Blogs: Los vecinos de Lot - http://soyvecinodelot.blogspot.com/ El Detractor - http://elespaciodeldebunker.blogspot.com/

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os abuelos tenían toda clase de reliquias en el cuarto de atrás. Unos cuantos metros cuadrados de suelo rematados por un techo de losa de concreto, que servían para guardar lo acumulado de incontables viajes y aventuras. Durante su vida de casados, una vez que los hijos adquirían la capacidad de resistir el llanto estando lejos de los brazos de la madre, aprovechaban para tomar un vuelo hacia algún lugar recóndito del planeta, en el que pasaban de siete a quince días y del que regresaban con las maletas atestadas de recuerdos, adornos para la casa, ropa e incluso comida para sus seres queridos. De cada travesía quedaba algo cuyo destino era el cuarto trasero: Baratijas que el abuelo decidía traer de última hora, que la abuela consideraba bochornoso de exhibir entre sus vistosos adornos que se podían apreciar en diversas partes de la casa, desde la sala hasta el baño. Una a una, las cosas llenaron el lugar, hasta que los años determinaron que vinieran los nietos, convirtiendo en castillo de misterios la estancia repleta de curiosidades. Un día, Elena y Pablo jugaban con unos retazos de papel colorido que podían haber sido papalotes en el pasado glorioso de algún viaje. Los niños de ocho años, se divertían alimentando su imaginación con lo que encontraban en la cueva del tesoro de los abuelos. Elena pronto se aburrió de los trozos inertes de papel, por lo que se dirigió a un rincón de la habitación, hasta entonces inexplorado por ella. Se ocultó detrás de unas cajas de madera, atraída por un objeto peculiar entre el paraíso de polvo. Elena, ¿dónde estás? preguntó su primo, al girarse y percatarse de su desaparición. La niña hizo caso omiso, pues estaba concentrada en el intrigante objeto que acababa de descubrir. Podremos jugar a las escondidas en un rato, sé que estas aquí insistió Pablo, buscándola entre dos pilas de libros viejos. Estoy aquí, detrás de las cajas de madera indicó al cabo de unos instantes de silencio, ven a ver esto. El niño se dejó guiar por la voz de su prima, hasta el rincón en el que se hallaba. La encontró sentada entre el polvo, estudiando fijamente un objeto negro con forma circular que sostenía entre sus manos. ¿Qué es eso, Elena? inquirió el niño. Es como el vidrio, aunque no me deja ver a través de él explicó Elena, vidrio muy oscuro, aunque tiene reflejo decía mientras le daba vueltas. 87


Será mejor que lo dejes donde estaba sentenció Pablo, inquieto de repente ya sabes que los abuelos coleccionan cosas raras… Elena se incorporó sin soltar el objeto, empezando a rebuscar en la caja más cercana. A los instantes de remover varios cachivaches, le mostró un pequeño saco de cuero con motivos prehispánicos. Lo abrió, dejando caer una nota al suelo. Antes de que pudiera recogerla, Pablo se adelantó. La desdobló para poder leer su contenido, el cual era casi ilegible debido a lo viejo que el manuscrito parecía. “A ti, hijo mío, guardián por linaje directo, esconde este objeto de los ojos del mundo, pues Tezcatlipoca, espejo negro de obsidiana, será capaz de volver a atormentar a la generación naciente y a tu estirpe”. El niño arrugó el papel, sin comprender el significado de su mensaje. Tomó de la mano a su prima y se dispuso a salir para preguntar a sus abuelos. Pero ya era demasiado tarde. Abriendo la puerta con un estruendo, el abuelo fuera de sí, se precipitó a su encuentro. ¡Niños! ¿Qué han hecho? balbuceó, turbado. Sin alcanzar a terminar la frase, un temblor sacudió el recinto, haciendo que se tiraran al suelo y se cubrieran la cabeza con los brazos. Elena soltó la piedra, que le quemaba las manos como si se tratara de un carbón al rojo vivo. Los niños se abrazaron, mientras los acontecimientos sucedían en medio de una confusión reinante. Cerraron los ojos, intentaban llamar al abuelo, que se había movido. Esperando que alguien más viniera en su ayuda y se diera cuenta de lo extraño que resultaba, el cataclismo se detuvo. Se atrevieron a mirar a su alrededor, el abuelo se había ido. Su rostro aterrorizado los contemplaba desde aquel trozo de obsidiana circular. Ahora Tezcatlipoca vagaba por las calles de la ciudad, gozando de la libertad. Acababa de ganar un alma cautiva, apresando su angustia y congelando su existencia. La entidad temible recorrería cada resquicio de la urbe, amenazando con devorar las esperanzas en lo profundo de los corazones de los hombres.

MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA

México

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oy Hunt se deslizaba en el cuadrilátero con la destreza de una bailarina de ballet. Bajaba la guardia cuando le daba la gana, ateniéndose a sus reflejos felinos. En contraste, su rival arrojaba golpes burdos como si se tratase de un animal herido de muerte que lanzaba sus últimas dentelladas. Roy eludía los jabs, cruzados y ganchos con movimientos certeros de cuello y cintura, mientras sus guantes descansaban detrás de su cintura. —¡No juegues con él, Roy! —le suplicaban desde su esquina—. ¡Acábalo ya, muchacho! En el décimo round, Roy se acercó demasiado, dejando expuesta su cara ante su contrincante que resollaba sin parar. —¡No hagas eso, muchacho! ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir? El otro boxeador, con una costilla rota, la nariz fracturada y sin aire, cerró los ojos y con su último soplo de energía tiró un volado de derecha que impactó de lleno en la mandíbula de Roy. Definitivamente había sido un golpe de suerte. —¡Pero qué diablos! —Su manejador no lo podía creer. El protector bucal salió disparado, envuelto en una película de sangre y saliva para finalmente impactarse contra una de las cuerdas. —El campeón de los pesos pesados, el invicto, el indestructible, el invencible, el fanfarrón acaba de ser noqueado, señoras y señores —vociferaba un comentarista de deportes con desprecio. Roy Hunt cayó fulminado sobre la lona, con los brazos abiertos ante la mirada incrédula de los espectadores que no dejaban de grabar la escena con sus teléfonos. —¡Llamen a un doctor! —pidió la novia a gritos. Tardaron varios minutos en sacar en camilla a Roy, pues la gente se negaba a abrir paso. —¡Muévanse —clamaba un paramédico —, déjennos pasar! *** —El señor abrió los ojos nuevamente, doctor —avisó una enfermera con alegría. El médico se aproximó al paciente sin mostrar emoción y revisó los signos vitales. —¡Es un milagro! —dijo otra enfermera—. Ahora puede mover la boca y las manos. —¿Qué pasó? —preguntó Roy con un hilo de voz—. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? El doctor, de manera detallada le explicó al paciente que había estado en coma 90


durante cuarenta años y que gracias a la ciencia había vuelto a la vida sin mayores secuelas que lamentar. —Es una broma de mal gusto —dijo Roy—. Quítenme estos aparatos, debo ir al gimnasio a entrenar. —Lo siento de verdad —dijo el doctor. Después hizo una pausa—. Gracias a la medicina moderna pudimos mantener su organismo sano y asimismo reconstruir su cerebro casi en su totalidad. Prácticamente sus músculos, ligamentos y huesos no han sufrido deterioro. Esa es la buena noticia, ¿no lo cree así? —¡No es verdad! ¡Quiero un espejo! —Supongo que el tiempo le… —¡Quiero un maldito espejo! Una de las enfermeras rebuscó en su bolso y con mano temblorosa sacó un espejito redondo. —Tenga, señor Hunt. Debe entender que… —¡No puede ser! ¿Ese decrepito anciano soy yo? ¿Cuál es el truco? —Cálmese. Falta una larga recuperación. Roy permaneció callado y sin pestañear. —¿Se siente bien, señor Hunt? —preguntó la enfermara. —¡Quiero ver a mi equipo ya mismo! —¿Qué equipo? —El doctor entornó los ojos—. Nadie ha venido a buscarlo. —A mi representante, a mi entrenador, al abogado... Ya sé, llamen a mi novia. —Señor, no conócenos a esas personas. Nosotros tenemos ocho años atendiéndole en esta clínica y… —Estoy soñando. No, para nada, esto es una puta pesadilla. ¡Despiértenme! —Señor Hunt, manténgase tranquilo. —¿Ustedes no me conocen? ¿No saben que soy el campeón? ¡Alguien tiene que venir a buscarme! —Supimos que usted fue un peleador importante en su época, sin embargo, hoy en día el box es un deporte prohibido —informó el doctor sin tacto. —¡Quiero irme de esta porquería de hospital! —Tendrá que aguardar unos días. Es indispensable hacerle más pruebas. —Llame a mis amigos. Busque mi agenda entre mis ropas. —¿Qué amigos, señor Hunt? Nadie ha venido a verlo, quizá ya murieron — comentó el doctor con una voz monótona, mientras se cruzaba de brazos. —¡Ya no diga más tonterías, matasanos! —No se preocupe, señor. El gobierno le asignará un hogar provisional y con 91


suerte le darán un empleo acorde a sus capacidades físicas. —¿Un trabajo? ¿Una casa? Yo me iré a mi residencia, además no necesito trabajar con todo el dinero que tengo en el banco. —Con más tranquilidad le explicaremos su situación el día de mañana. Tal vez le traigamos un psicólogo. Yo sé que es duro, pero hoy fueron demasiadas emociones. —¡Hable ya, carajo! —interrumpió el ex boxeador. —Lamento decirle que todo su dinero se fue en su tratamiento y de un tiempo acá, el gobierno se ha hecho cargo de usted gracias a que fue un medallista olímpico. —¡No es posible! ¿Qué hice para merecer esta mierda? ¡Necesito otra oportunidad! ¡Prometo no cometer más errores! ¡Despiértenme! —Debe afrontar la realidad. —Yo lo cuidaré —murmuró con suavidad una enfermera—. Todo estará bien. —Tengo que salir un momento, señor Hunt. Las señoritas lo atenderán hasta que pueda salir de la institución. ¿Desea algo más? —Deseo volver a dormir.

SERVANDO CLEMENS México

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Baltimore, 1845

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l poeta inclinó la cabeza como si fuese una pesada losa abrumada de pesares. La pila de manuscritos que yacía ante sus ojos cerrados secaba sus tintas en su ya acostumbrado mutismo, mientras, la pluma emergía de entre sus dedos inmóviles y tensos como una flor de belleza extraña. Abrió los ojos, como asaltado por un torrente de pensamientos y apuntó febrilmente unas líneas. Al poco tiempo las leyó con visible disconformidad. Frustrado, clavó una mirada de odio al tintero y sintió envidia ante todas las ideas, todas las palabras y frases que dormían ahí, a la espera, tal vez eterna, de aquel limbo de las cosas no dichas. ¿Cuántos libros dormían en esas vasijas de oscuridad? Su figura, doblada y derrotada en aquella silla que cimbreaba con una nota lúgubre, se apoyaba sobre la pequeña y tosca mesa cuya aspereza hería al tacto; parecía sumida en una extraña plegaria que, como era de esperar, recibía al silencio como única respuesta. A unos metros de él, inmóvil sobre un pedestal, en pose hierática y con aire de deidad lo miraba Anubis. El animal poseía una belleza inexplicable y su ademán silente tenía algo de religioso. Al principio, uno se sentía cautivado por aquella imagen que podría deleitar por horas, poseía, en verdad, un magnetismo fuera del alcance de toda lengua creada por la raza humana. El poeta había pasado no pocas penurias para hacerse con el animal, pero ahora, tras pesquisas y una afanosa búsqueda, ya estaba en su poder. Corroído por su febril espíritu, sufría la belleza, describirla era su purga. Era una necesidad imperiosa, como si por medio de su pluma pudiera desangrar la esencia del objeto de su obsesión, como si por medio de las palabras pudiera succionar el veneno despojando al objeto de su mística, dejándolo desnudo e inofensivo. Desde la mañana que vio a Anubis supo que debía migrar su belleza a un papel, como fuera posible, transmutar al animal en lenguaje; no descansaría hasta ver el alma de Anubis rezumada en un papiro, conjurada a sus letras. Pronto se dispuso a cumplir el mandato de esa febril epifanía y, de súbito, aquella triste antología de dolencias que era su existencia había cobrado un fulgurante sentido, como insecto excitado ante la luz, emprendió la tarea de perpetuar en palabras la indecible beldad de Anubis. Consideraba, en ese entonces, que su talento estaba a la altura del objetivo, aunque no dudó de que requiriera esfuerzo y privaciones. Se veía a él mismo como un Ícaro desafiando al sol. La tarea demandaría de todo su ímpetu y dedicación. Nunca fue muy locuaz ni extrovertido, por lo que la idea del encierro no le disgustó.

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En un comienzo estaba profundamente motivado y su ritmo de trabajo era febril; ahora, tras varias semanas de encierro, la desolación era su única compañía, pues aquellos monolitos de papeles que había escrito hasta ahora ni le bastaban, ni le alcanzaban para definir lo que buscaba decir. Estaba fracasando en su, ya considerada, vana empresa. Anubis, en cambio, permanecía impávido en su pedestal y su belleza, para congoja del poeta, reverdecía con los días. El animal no comía, no ronroneaba, no se movía. Era como una figura ensimismada en su propia divinidad. Más de una vez, pensó el poeta, no sin mucha gracia, que si buscaba la palabra “enigma” en el diccionario, la cara de Anubis aparecería al lado. Un día, como producto de una brizna de lucidez, advirtió que la pequeña habitación en la que residía en su auto-impuesto ostracismo, estaba atestada de papeles ebrios y atiborrados de palabras, ningunas dignas de su soñada hazaña. Por primera vez en meses, una espesa sombra de duda se cernía sobre él y lo que antes abrazó con valentía lo despreció ahora con la misma energía. Su brío inicial se volvió reluctancia, y así por varios días, su ánimo evolucionó hacia una sensación de desprecio infinito. “¡Si no podía irrigar su gloria en ríos de tinta la derrocaría en un afán deicida y la anegaría en sangre!”, se dijo. Entonces el poeta odió a Anubis. Una mañana, resoluto, se dispuso a vaciar todo ese trasto, pero por sobre todo, sacaría de la habitación a aquella figura maldita, aquella esfinge cuyo acertijo era, ciertamente, irresoluble. Anubis lo seguía con la mirada mientras el poeta, como un Sansón desesperado, derrumbaba aquellos pilares de manuscritos. Pronto la habitación quedó anegada en un mar disperso de papeles rotos. Inexplicablemente para el poeta, cuya crispación era mayúscula, sus fuerzas lo abandonaban, como si se adormecieran sus dedos hasta tomar sus manos y de ahí a sus brazos. Sus piernas se tornaron pesados bultos. Supersticioso, incluso llegó a pensar que alguna fuerza oculta intentaba impedir sus acciones, por mas determinadas que estas sean. Mientras continuaba rompiendo los manuscritos donde había volcado el alma durante los últimos meses, observó algo que lo hizo enloquecer ¿o será que lo vio porque estaba sumido ya en la locura? Como si de venas se tratasen los surcos de la tinta, al romperse empaparon el papel con la espesa sustancia, ennegreciéndolo. Los manuscritos, rotos y heridos por el desdén de su amo, sangraron y la negrura profusa dominó la estancia al poco tiempo. Las palabras, las suyas al menos, no estaban hechas para alcanzar la divinidad. Había fracasado. La tinta adquiría volumen a cada instante, el suelo ya había desaparecido y los 95


manuscritos quedaron en el lecho de ese emergente océano de tinieblas. El poeta desaparecía cada vez más bajo ese manto de viscoso luto. Sabía que era el fin. No había sabido traducir en palabras aquello que atenazaba sus sentidos, inmovilizándolo ahora en una triunfante y oscura fantasía. Con un último esfuerzo miró al objeto de su pasión y su desgracia, aquel ser abismante que lo recluiría por siempre en aquel estado de su alma. Lo que vio y oyó lo mató, pero no solo físicamente. Parecía estar viendo una figura colosal cuya luminosidad en sus ojos, como carbúnculos carmesíes, dotó a la habitación de una coloración sanguinolenta. Anubis, por primera vez, dejó de lado su hermetismo, fijó sus ojos en el poeta con victoria aplastante e, inmenso y magnificado ante los ojos del poeta, abrió sus fauces y de esa boca, preñada de gritos y lamentos de todo un parnaso trocado en una necrópolis plañidera, miles de voces como una orquesta muerta desataron una tormenta de agónicas súplicas. Escuchar todos esos versos, esas prosas, esa literatura corrupta y descompuesta en el cieno de su fracaso terminaría por secar el alma en sus huesos y evaporar toda linfa de su carne. Su mente diluida fue al encuentro de las voces como va un río hacia aguas más profundas, cuyos parajes finales se sitúan entre lo tenebroso y lo inescrutable. Su cuerpo vacío semejaba a una cáscara rota en el suelo coronado por un rostro, uno que en toda su rota y contorsionada deformidad aunaba en si el pavor más profundo, el miedo mas pestilente y el letargo mas inmenso de la beatitud que solo se da en la contemplación de una belleza que extralimita las palabras, los pensamientos y los sentidos. Aquel hombre muerto había visto lo inefable. *** Epílogo El forense había terminado su labor, al menos preliminarmente. Sin duda, el cadáver sería sometido a una autopsia. A simple vista se trataba de un infarto. Pero necesitaba poseer más elementos para esclarecer la causa de la muerte. Este caso le causaba curiosidad, algo raro en alguien de su profesión. En sus largos años de experiencia nunca había visto en un cadáver un rostro así. A unos pasos del cadáver había un pedestal que ejercía un profundo contraste con la habitación. Era de un mármol antiguo con ribetes dorados y extraños grabados y ornamentaciones. Nadie supo explicar que hacia semejante articulo en la habitación de aquel escritor de mala muerte. Otro detalle llamativo era un envoltorio de papel que estaba tirado en un costado con una factura cuyo membrete pertenecía a Le reliquaire, la 96


única tienda de antigüedades de la ciudad, envuelta en más de un escándalo y que soportaba sobre si el manto de ominosos rumores acerca de prácticas ocultas. El objeto, al parecer la figura de un gato, según la descripción del documento, no fue hallado en ningún lugar. Alrededor del cuerpo, como hijos en torno a un padre ya muerto, estaban unos manuscritos heridos con la prosa urgente de un loco.

DIEGO MARIANO GIMÉNEZ SALAS

Paraguay

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oseldo hacía tiempo no veía a su amigo Atanasildo. Se había ido de vacaciones a Punta del Este y supuso que después de tantos días sin tener noticias, este ya habría regresado. Cuando divisó el rancho y vio el humo de la chimenea, no tuvo dudas que era así. Desde la tranquera le gritó a modo de saludo: ¡¡Güenas compadre!! Solo le contestó el silencio y el grito de un tero a lo lejos, ni señales de su amigo y lo que era de extrañar tampoco de su perro Satán. Nunca le preguntó por qué le había puesto ese nombre, porque era un perro muy dócil, tan dócil que solo atinaba a mover la cola a modo de saludo, a lo sumo entreabría un ojo, paraba una oreja, cuanto nomás, solo para escuchar si le estaban hablando a él. Extrañado se dirigió al rancho, golpeó la puerta, solo por respeto, porque se encontraba abierta, nada, miró por la ventana del dormitorio, tampoco, aunque por el desorden en la cama dedujo que su amigo hacía poco la había abandonado. Resignado se dispuso a esperarlo sentado debajo del ombú, pues el sol ya picaba de lo lindo a media mañana. “Como ha cambiao el clima de un tiempo a esta parte, ya ni las hormigas trabajan a estas horas”, se dijo mientras arrellanado en la silla de totora dejó vagar la vista por el entorno, recordando lo que le había comentado un brasilero cuando desde lo alto de una colina le comentó en portuñol: “¡Que linda vista tienen vosé, se ve kilómetros a la redonda!”. En ese entonces no lo había comprendido, pero cuando fue a Chile lo entendió, allí miraba hacia un lado u otro y solo veía montañas. De pronto le pareció divisar a su amigo, pero caminaba de forma extraña, medio ladeado y en lugar del sombrero tenía una vincha blanca. “¿Se habrá cambiao de divisa, lo habrá convencido El Guapo?, difícil porque era colorao hasta las ancas, pero en estos tiempos tan cambiantes donde el progresismo a tomao juerzas, todo puede pasar. A esta altura son casi lo mesmo, si jueran pelota no servirían porque no pican”, pensó mientras hacía visera con una mano para ver si era o no su amigo. Atanasildo había ido a refrescarse al arroyo y aliviar sus magullones en el agua límpida y fresca. Pero no se animó a tomar agua del mismo como en otros tiempos, en la orilla se veían algas verdes y entre las plantas se veían de un color como cuando se derrama combustible. “Con esto de la fumigación están envenenando todo, ya no respetan nada, total son extranjeros no viven acá” pensó dolido, mientras emprendía el regreso a su rancho. A lo lejos vio a su amigo sentado debajo del ombú, pero no se animó ni a levantar la mano para saludarlo, las necesitaba para sujetar las muletas. Cuando Roseldo se percató que su amigo caminaba con muletas, se levantó presto y le preguntó a modo de saludo: 99


¿Qué le pasó Don Ata, no me diga que se cayó otra vez del cabayo? ¡Güenas compadre! No, usté sabe que no, esta vez la cosa jué más enriedada. Déjeme que me ponga cómodo y le cuento. Roseldo mientras se acomodaba frente a él, lo miraba fijo “Pucha que está maltrecho, si parece golviera de la guerra en lugar de las vacaciones”, pensó. Atanasildo se tomó su tiempo para arrellanarse en la silla y empezó diciendo: Como usté sabe jui para Punta del Este, la peninsola dorada como le llaman, el entorno es muy lindo, lleno edificios y casas como pa tener una familia grande. Luego playa por todos lados, lleno de paradas numeradas, eso me confundió un poco. ¿Por qué se confundió, no sabía dónde bajarse? Si compadre, me preguntaron si iba a Playa Brava o Playa Mansa, ahí me entraron las dudas, si iba primero a la Mansa y dispués a La Brava o al revés, ansina que le dije que iba a Punta del Este. Ah sí, era bravo tomar una decisión ¿Y al final donde se bajó? Al final como no me decidía me bajaron en la terminal. Allí nomás al salir me encontré con un caballo y varias estuatas de fierro más altas que yo, y dos leones. A poco más de dos cuadras estaba la playa y me llamó la atención un montón de gente que miraba y se sacaba fotos entre lo que me parecieron los dedos de un gigante enterrado. Al prencipio pensé, que la gente es muy sádica, mire que sacarse fotos y el otro pobre enterrao en la arena. Mesmamente. ¿Y usté que hizo? Me acerqué pa ver si podía dar una mano pa ayudar a desenterrarlo. ¿Y? Cuando me arrimé me di cuenta que eran dedos de hormigón, ansina que como me costaba andar por la arena de botas y espuelas e iba cargao con el bolso, me arrecosté a la sombra de un dedo, pero duré muy poco. ¿Duró muy poco? Sí, al parecer los que se sacaban fotos no querían que yo también saliera en ella y me decían: “¡No tiene otro lugar para ponerse! ¡Córrase por favor!” al prencipio no me había percatao que era a mí al que hablaban, pero cuando me dijeron: “¡Salga de ahí, gaucho abombado!” me tuve que dar por eludido y me jui dispacito como cuzco asustado, con la cola entre las patas pa un lugar más tranquilo. ¿Y pa donde jue? Ahí cerca nomás, cuando llegué a un lugar donde había un montón de 100


piedras, me llamó la atención lo que parecía un barco hundido. Dejé el bolso arrecostao al muro y me jui arrimando lo más que pude pa ver de cerca. ¿Qué vio, era un barco nomás? Sin dudas, era un barco hundido y parecía una roca más, ahí se me complicó la cosa. ¿No me diga que la gente lo echó de nuevo? No compadre, ahí comprobé que es bravo andar de botas y espuela arriba de las piedras, vino una ola grande y por disparar resbalé y caí al agua. Patalié, manotié y tragué agua como loco, pensaba que era el fin de mis días, cuando sentí una voz lejana que me decía: “¡Quédese quieto, no se asuste!” ¿Y usté que hizo? Pataleaba y daba manotazos pa todos lados, hasta que sentí un golpe juerte en la cabeza, no sé si jue contra las piedras o el guardavidas que me socorrió y me durmió de una trompada, aún tengo dudas. Jue fea la cosa Al prencipio no tanto, soñaba que me hundía en un mar de estrellas y una bella sirena me rescataba y me salvaba dándome un beso en la boca y yo sentí que me dejaba llevar, hasta que abrí un ojo ¡Qué vergüenza me dio! , el guardavidas, un negro grandote estaba arriba mío, yo parecía una ballena largando agua por la boca, por suerte cuando vio que reaccioné y buscaba afanosamente el facón, me soltó diciéndome: “Como se le ocurre bañarse en ese lugar de botas y espuelas, no vio la bandera indicando que está prohibido hacerlo”. ¿Y usté que hizo? Me jui yendo dispacito entre las piedras, todo magullao, la gente me miraba como bicho raro, ansina que jui a la posada “La Polilla feroz” ¿La Polilla feroz? Era la más económica que encontré, polillas no vi, solo sus secuelas, un poco de pulgas y alguna cucaracha entreverada con alguna rata. Estas de tan grandes me parecieron que eran gatos que andaban por los tirantes. Pero después del susto dormí como un bendito. ¿Y dispués que hizo? Porque supongo que para quedar en ese estado se cayó de güelta al agua Usté sabe que no, dispués de lo que me pasó no jui más a la Playa Brava, me dediqué a pasear por la Mansa, pero ni me acerqué al agua, además con tantos golpes 101


debí comprar unas muletas pa desplazarme y le aseguro que probé, pero es bravo andar con ellas en la arena. Y ahí andaba por la costanera, conocí el puerto, había botes muy grandes, pero el que me llamó más la atención jue uno que parecía un edificio metido dentro del agua. Estuve rato tratando de ver si era así o no, hasta que le pregunté a uno que pasaba corriendo, bastante mal educao el hombre, me dijo: “No ve paisano bruto, que es un crucero” Tuve ganas de bajarlo de un muletazo, pero me contuve porque si era difícil andar con dos, con una seguramente me caería, además supe lo que era. No embocaba una Don Ata Ansina es. Pa completarla cuando caminaba por una pasarela de madera, mirando la isla o la playa, vi como de reojo que de un restaurante se movía una silueta ondulante… No me diga, otra vez vio a la sirena. Esta si no lo era andaba cerca, parecía que se deslizaba entre las mesas, atraía todas las miradas, la de los hombres sin dudas y las de las mujeres de envidia. Cuando enfiló hacia mí, quede prendao, no pude apartar más la mirada. ¿Yyyy? Pues esa es la razón de esta venda en la cabeza, me llevé una columna de alumbrado por delante. Cuando desperté creí que estaba rodeado de ángeles blancos y aquí me tiene, de güelta de Punta del Este.

JULIO ALBERTO VILLARREAL GAVIRONDO

Uruguay

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I

La justicia es el medio por el que las injusticias establecidas son sancionadas. Anatole France.

-¿C

ómo que murió? —Pablo no da crédito a las palabras de la encargada del geriátrico. —Estaba muy deprimido y no quería comer. —responde la mujer—. Siempre es difícil aceptar la muerte. Mirá que acá es frecuente pero aún así no puedo acostumbrarme. —¿Cuándo fue? — pregunta Pablo. —Hace diez días. —¿Quién se hizo cargo? —El sobrino que pagaba la cuota. No quiso llevarse sus cosas. Nos dijo que regaláramos lo que sirviera y el resto a la basura. —Se ve que mucho no le importaba —dice Pablo. —En realidad…¡nada! Mientras vivía no vino nunca. Vos sos el único que lo visitaba. ¡Ah, a propósito! Revisando sus cosas encontramos algo que, suponemos, es para vos. La mujer le alcanza una carpeta con una nota abrochada en la que se puede leer, con letra temblorosa, “Para entregar a Pablo”. II Raúl saluda a los tres hombres con un fuerte apretón de manos y los acompaña hasta la puerta de su oficina. Cuando se queda solo, da rienda suelta a su euforia. Acaba de cerrar el negocio de su vida. Son directivos de un importante country de zona sur y aceptaron su propuesta para prestar el servicio de vigilancia en el predio. Es el contrato más importante que consiguió su empresa de seguridad en sus diez años de actividad. Se sirve un vaso de whisky y enciende un cigarro Cohiba. Mientras suelta despacio las bocanadas de humo, piensa que al final, le ganó al destino. Quince años atrás, cuando su jefe le sugirió que pidiera la baja poniendo fin a su carrera en la Fuerza, sintió que todo se derrumbaba. No tuvo alternativa. Llevaba poco tiempo de casado, con un hijo de tres años, y debía pensar en su familia. Un comisario retirado lo llevó a trabajar a su empresa y lo puso a cargo de la seguridad de una fábrica textil. Cinco años trabajó con él, hasta que aprendió el funcionamiento y decidió crear su propia empresa. No le fue mal todo este tiempo y, a partir de ahora, el futuro se presentaba promisorio. 104


Podía enterrar definitivamente su pasado y olvidar sus miedos y angustias. Llama a su secretaria y le entrega todos los datos para que prepare la documentación. III Pablo sube al colectivo y elige el asiento del fondo. Le parece mentira que ya no verá más a Simón. Cierra los ojos y vuelve a la tarde en que lo conoció. Fue al geriátrico con un grupo de jóvenes de una iglesia, en la semana de Navidad, invitado por una chica que a él le gustaba mucho. Católico por tradición, no practicante, aceptó para acercarse a ella. Cuando llegaron, la encargada los hizo pasar al comedor, donde tenía reunidos a los abuelos, y les cantaron unos villancicos. Pablo los observaba sin participar, —ni sabía las canciones—, pero le llamó la atención un hombre que se mantenía alejado del grupo. Cuando los visitantes entregaron a cada uno un regalito, tomó un paquete y se acercó al hombre. —¿Por qué se mantuvo tan alejado? —le preguntó— ¿No le gustaron las canciones? —Porque soy judío y ellos hablan de Jesús —respondió—. ¿Y vos por qué no cantabas? Pablo vuelve a sonreír, como en aquel entonces, al recordar el diálogo. —Porque no me sé las letras —le dijo—. Además Jesús también era judío. Me llamo Pablo. —¡Pablo! ¡Hermoso nombre! Yo soy Simón, Simón Roitman. Ambos se rieron y siguieron conversando hasta la hora de irse. Cuando se despedían, Pablo le dijo: —¡Chau Simón! Otro día la seguimos. —Cuando quieras. Aquí me vas a encontrar siempre. Pablo abre los ojos y comienza a hojear la carpeta. Los jóvenes de la iglesia no volvieron más al lugar, y la chica nunca le dio bolilla. Pero él siguió visitando a Simón. Había algo que los conectaba. Pasaban horas charlando de mil temas, mientras jugaban al ajedrez o a las cartas. Solo una vez se puso muy serio cuando le comentó que su apellido era Miguens y que su segundo nombre era Raúl, como su papá, pero en seguida se le pasó. Nunca hablaba de su historia. Las veces que Pablo le preguntó sobre su vida, sobre su familia, siempre eludía la respuesta. Y aunque se reían mucho, en sus ojos había una tristeza que no lograba descifrar.

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Se pregunta por qué no se dio cuenta que estaba tan bajoneado. Ahora ya está. De nada sirve enrollarse con eso. Es fácil sacar conclusiones con el diario del lunes. Cierra la carpeta, mira por la ventanilla. Ya tiene que bajarse. Siente nauseas. IV —¡Qué bueno que llegaste Pablo! —dice Raúl— ¡Estaba por descorchar un espumante! Decile a tu mamá que sirva la comida que tengo una noticia bomba. —Ahora le digo —responde Pablo, mientras abre una carpeta y desparrama sobre la mesa varios recortes de diarios, amarillentos, cuyos titulares dicen: POLICÍA MATÓ A UN JOVEN Y DENUNCIAN CASO DE “GATILLO FÁCIL” En lo que va del 2000 es el sexto caso. En esta oportunidad la víctima es Pablo Roitman de 22 años. CASACIÓN CONFIRMA EL SOBRESEIMIENTO DEL PRINCIPAL RAUL MIGUENS El tribunal confirmó el fallo de Primera Instancia que consideró legítima defensa

OFICIAL

SIMÓN ROITMAN, PADRE DE PABLO PIDE JUSTICIA Afirma que la víctima nunca tuvo armas y que la mencionada en el expediente fue “plantada”.

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: http://www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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l dulce bienestar, cuando en el Banco irrumpieron las amigables, fantasmagóricas notas en pizzicato de “Wouldn´t it be nice”, con inverosímil inocencia, y se enlenteció el tempo del Cajero, encorvado, de barba gris y ojos nórdicos, quien nerviosamente se había estado apurando al dar el cambio como si eso fuera a acercar la hora del almuerzo, pero ahora no, no se apuraba, se dejó de apurar. Bienestar, sí, cuando la velocidad bajaba en cada movimiento de brazos del cajero, y luego del golpe del Ton Ton, los sonidos eléctricos de los Beach Boys empezaron a llenar con ilusa armonía mayor la tarde del jueves o peor aún, de ese martes sin objeto. Y también la gente de la fila, el señor de gabardina que miraba nervioso la hora en el reloj de la mano izquierda, la cuarentona poderosamente sexual y amenazadora, el cadete de los granos impertinentes en la cara, la pareja que discutía emitiendo ladridos cortos, cuando un acordeón marcaba las corcheas. Todo ralentizando, a pesar del Allegro, la puerta corrediza que entablaba algo así como una danza con sus huéspedes de paso, la madre con el niño del globo en la mano, y tras ellos el policía gordo y sudoroso. La mano de la cuarentona se acomodaba interminablemente el pelo, entreabriendo los labios mojados, al tiempo que el número que alguien había dejado caer displicente, parecía no querer llegar al suelo. Un saxo barítono respaldaba, terminante, al Coro angelical de los Beach Boys, los Chicos de la Playa, que invadían cada vez más la poblada Sucursal. La pareja, por primera vez, callada, los párpados de ambos, morosos, el cajero irguiéndose, volviéndose alto, las agujas indolentes del reloj de pulsera, el niño que, ya adentro, soltó el globo, el policía de frente húmeda y fruncida empujando la puerta giratoria cada vez más pesada. Y al súbito cambio de armonía, las teclas y el aire del fuelle, un arpegio, aún más lentitud: el nórdico de camisa que movía cuanto podía los ojos para buscar ayuda y se topó con los de la cuarentona que empezó a sonreírle, la pareja que recuperó el silencio de los amantes, el globo que a duras penas ascendía, el policía desorientado, el reloj innecesario. El xilofón adornaba hasta que la mandolina terminó de llenar los espacios entre las personas. Todo fue más claro para todos. El hombre de la gabardina y su ausencia de sí, la recuperación del pasado del hombre y la mujer que se miraban, la inescrutabilidad del techo inalcanzable y el suelo cubierto por un aire acolchonado. El Coro comenzó a responderle a la voz líder, y la canción se empezó a alejar con la morosidad de un indigente exiliado. Y cuando finalmente el globo tocó el techo, 108


y el papel el suelo, cuando el policía logró apenas agarrar su arma, y la pareja se dejó de mirar, mirándose, y el cajero resolvió sentarse convencido de una renacida virilidad, la cuarentona cerró los ojos y se volvió, y cuando las agujas del reloj de pulsera retomaron el rumbo; cuando, en síntesis, se hizo el silencio, nadie pensó, salvo el niño del globo que en seguida se distrajo, en hablar de lo sucedido, sin duda por temor al ridículo de revelar que acababa de transcurrir el mejor momento en la historia del Universo. Fue despedido como si un largo papel de estraza se rasgara.

HORACIO BOTTA

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/horacio.botta.3

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l desaliento se abatió sobre su espíritu. ¡Todo estaba perdido! Las suelas de sus sandalias parecían adherirse al piso; el solo esfuerzo de hacer jugar los músculos de las piernas para andar iba resultándole más y más penoso. Sus fuerzas se agotaban, pensó. Sería mejor tenderse a dormir y olvidarse de todo. Pero se obligó a reponerse y continuar su camino. Debía ir a buscarlos…, decirles que ya no había nada que hacer; que él se apartaría del grupo. E incluso procurar convencerlos de dispersarse, porque sin su líder ellos ya no eran nada. El aire de la noche, frío y hostil, le penetró hasta el tuétano. Hizo ademán de abrigarse con su pobre manto deshilachado, aunque sin demasiado interés en ello. ¿Para qué? Ya nada tenía sentido, se dijo. A los lados de la calleja, las casas, bultos oscuros, se erguían silenciosas y ciegas, con todas las puertas y ventanas cerradas. Había dolor en el aire, como algo táctil, le parecía. Había culpa también…, pero ya era tarde para lamentarse. Lo hecho, hecho estaba y no tenía remedio. ¡No tenía remedio! No pudo evitar el recuerdo de tiempos menos oscuros, cuando recorrían los caminos siguiendo al Rabí, el de los milagros y la sabiduría y las palabras justas… ¡Parecía tan lejos todo eso! ¿Cómo pudieron dejar que se terminase así? ¡Pero ya no tenía remedio! Primero un grupito, luego más y más, hasta sumar multitudes. Se sentaban, callados y atentos, a oírlo y aprender. Los romanos desviaban la vista; los fariseos los miraban con gesto torvo, celosos de la creciente influencia de aquel a quien veían como falaz advenedizo, amén de peligrosa amenaza para su poder. Nada de eso les importaba a sus adeptos; sabían que lo seguirían siempre, sin inmutarse ante ningún impedimento. —¡Estoy enfermo, Rabí! —y él los curaba. —¡Tengo hambre, Señor! —y el les alimentaba con la Palabra. Ellos presenciaban sus prodigios, con ojos asombrados y mandíbulas caídas. ¡Sin duda, era alguien excepcional, único! Parecía que no había nada que no pudiera hacer. Hasta que Marta y María le mandaron decir: —¡Señor, Señor!¡Nuestro hermano Lázaro, a quien tanto quieres, está agonizando! Y él, que estaba lejos, curiosamente, no se apresuró a llegar junto al enfermo. Recordó que habían intentado hacerle desistir de volver a Judea, ya que corría peligro de que atentasen contra su vida; y habían pensado que a ello obedecía el que no acudiese prontamente junto al enfermo. Después, sin embargo, entendieron sus razones. Estaba frente al lugar donde los discípulos se escondían, encerrados a piedra y 111


lodo, por miedo a los judíos, ahora enemigos mortales de todos ellos. Él también tenía miedo, y por eso mismo se afanaría en persuadirlos de que olvidasen aquella quimera, que ponía en peligro sus vidas para nada. De cualquier modo, se dijo, que no cuenten más conmigo. Dio los golpes convenidos sobre la puerta, y tras corto lapso le abrieron. —¡Dídimo! (“Mellizo”) ¿Eres tú? ¿Por qué tardaste tanto! ¡Entra, entra! Se sorprendió. ¿A qué obedecía aquella expresión alborozada del otro? Al entrar, un coro de voces le recibió, y todas eran jubilosas. —¿Qué es lo que pasa? ¿Están todos locos? —¡Sí, Tomás! ¡Locos de alegría! Y lo abrazaron, y lo palmearon, aumentando su perplejidad. —¡Él no está muerto! ¡Resucitó! ¡Lo vimos, Dídimo! Entonces se sintió invadir por la cólera. —¿Están burlándose de mí? ¡Nadie resucita…, ni siquiera él! Pero le rodearon, asintiendo con la cabeza, aferrándole por los brazos, sacudiéndolo, en su ansia de convencerlo del milagro que habían presenciado. —¡Lo vimos! ¡Lo tocamos, Tomás! Hizo una mueca escéptica. —¿Pasaron un dedo a través de los agujeros de sus manos? ¿Metieron la mano en su costado abierto? ¡No intenten engañarme! ¡No soy estúpido! Y si tuvieron una alucinación, traten de olvidarla, porque lo que creen haber visto es una imposibilidad. Pedro, el mayor, le amonestó: —¿Cómo puedes dudar así de él? ¿No presenciaste ya sus milagros? ¿No le viste darle la vista a un ciego, el habla a un mudo y piernas nuevas a un paralítico? —Sí, ¡pero eso no es lo mismo! Contra la muerte… —¿Cómo? ¿Ya olvidaste a aquella niña a quien volvió a la vida? ¿Y a Lázaro, que tenía tres días de muerto cuando llegamos junto a él, y hedía? ¡Y sin embargo, él lo conminó a salir de la tumba, y todos lo vimos caminando de nuevo! Sintió que el secreto saltaba dentro de su pecho, como potro salvaje, pugnando por brotar de su garganta a través de sus labios… Se los apretó con la palma y se contuvo. En cambió, profirió: —¡No podrán convencerme! ¡Lo soñaron todo, insensatos! Recordó que él había llorado junto al sepulcro del amigo, por haber llegado demasiado tarde. —¡Ay, Señor! —se lamentó María—. ¡Si hubieses estado aquí, Lázaro no estaría muerto! 112


—Lázaro va a resucitar —aseguró el Rabí—. Ten fe, María. Y él, Tomás, pensó que era imposible. Allí terminaría todo, se dijo. Cuando el Rabí no pudiese cumplir con lo prometido, la confianza del pueblo desaparecería. Lo iban a abandonar, cuando más necesitaba de su apoyo, cuando fuerzas malignas buscaban su destrucción. No podía permitir que eso sucediera. Si hubiese un modo, aunque fuese apelando a recursos extremos… A la impostura, incluso. Entonces se le ocurrió la idea. Lo llamaban Dídimo, o sea “Mellizo”, por su sorprendente parecido al mismo Lázaro. Así que… Volvió al presente. Oyó abrirse la puerta, pese a que estaba trancada por dentro, y vio al Rabí frente a él, entre el rumor reverente de los otros. Era real. No podía dudar del testimonio de sus propios ojos. —Ven, Tomás. No tengas miedo. Vamos: atraviesa las heridas de mis palmas con tu dedo, y luego mete la mano en mi costado. ¡Así creerás por fin en lo que ves, y en lo que han visto tus compañeros! No se atrevió a acercarse, ni a enfrentar su mirada, porque ahora sabía que con su acción en el sepulcro de Lázaro había incurrido en un grave pecado. Si él no se hubiese interpuesto con su simulación, de seguro Jesús habría operado el prodigio sin inconvenientes. Ahora comprendía su irreverencia y su arrogancia, al permitirse dudar de su poder… Lázaro había vuelto a la vida después de todo (ahora lo sabía), pero fue tras aquella innoble transgresión de su parte…, totalmente injustificada y condenable. —¡Perdón, Señor! —y rompió en amargo llanto. —Ahora —repuso Jesús, con suave acento—, crees, porque viste. ¡Bienaventurados los que creen sin haber visto! [Lo mismo podría aplicarse al mundo de hoy.] Nota del autor: Lejos de considerarme un conocedor de las Sagradas Escrituras, estoy, sin embargo, relativamente familiarizado con ellas, por oírlas repetir dominicalmente en las misas y por la lectura fragmentaria de mi ejemplar de la Biblia. Y no dejó de llamarme la atención el hecho de que sea precisamente en dos instancias del Evangelio de Juan, la de la resurrección de Lázaro y la de la vuelta a la vida del propio Jesucristo, que se hace hincapié en el apodo de “Mellizo” de Tomás, por otra parte el que parece haber padecido de incredulidad más pertinaz entre los discípulos. Comencé a preguntarme: “¿Mellizo de quién?”; y así nació este pequeño relato, desde luego que sin ánimo de irreverencia, ni mucho menos de controversia. Debió tratarse de ese “mínimo de sugestión” de que alguna vez hablara el gran Ray Bradbury, y que afortunadamente vino a interrumpir un lapso de indeseable inercia creativa de mi parte.

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos Federici Ilustración:

"La resurrección de Lázaro" Juan De Flandes 113


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erdidos, prohibidos, destruidos, deprimidos, fracasados y mal heridos. Yo no soy igual a ellos; me he dicho esa misma mentira durante tanto tiempo que en algún momento llegué a creerla. Me duele admitir la verdad pero encajó, como anillo en el dedo, en este coctel de adictos a la lujuria. Tengo boleto permanente para el tren de los olvidados. Todos los fines de semana dejo la placa de policía en casa y el arma en el coche. Me introduzco al Secret Cabaret donde los guardias y las bailarinas me saludan por mi falso nombre: Pablo. Me siento en una mesa hasta el fondo donde enciendo mi cigarrillo y mando a llamar a una de las meseras con los senos rebotando cómo pelotas de basquetbol. Ordeno un vodka para inaugurar la noche, dulce y jugosa como las chicas que me rodean. En la penumbra de mi esquina observo a las damiselas desenvolverse en los tubos del escenario. Todas las teiboleras se parecen tanto y a la vez son tan diferentes. Joyas que fueron olvidadas por la sociedad, injustamente devaluadas sin motivo alguno. Las luces se apagan, los demás clientes guardan silencio, incluyéndome a mí, porque lo que viene a continuación se debe de apreciar en silencio, como un buen vino, como un buen beso. Las demás chicas abandonan el escenario; se lo dejan a la estrella del cabaret, a la gran Scarlet, para que mueva ese prieto culo que tanto nos encanta. Ella es diferente, cuando se sujeta del tubo hace más que bailar: su cuerpo, sus movimientos, su jodida sonrisa son poesía pura que cautiva al corazón más frío del mundo. Me acerco a la pasarela para degustarla mejor. Alzo mi mano, entre los hombros sudorosos de los demás clientes que no dejan de empujarse entre ellos, para poner un billete de doscientos en su tanga plateada que se pierde entre sus hermosas nalgas. Las acaricio un poco antes de apartarme. Vuelvo a mi asiento, a mi esquina oscura. Le pido a una mesera diferente con las areolas de los pezones en forma de corazón que me rellene el vaso. Ella me ofrece la botella entera de vodka con una coqueta sonrisa. Rechazo la botella. No quiero tomar de más. El alcohol nubla el juicio, las decisiones y los rostros. De por sí ya no me reconozco en el espejo. Sigo disfrutando del show de Scarlet con la boca abierta. Si mi madre me viera, si mi padre me viera aquí no me reconocerían. Negarían mi existencia. Scarlet baja del escenario, algo raro e inusual. La gente la sigue con la mirada. Ella se sube a una mesa del centro donde empieza a moverse al ritmo de la canción. Se pone en cuatro sobre la mesa, como una gatita preparada para dormir. Mira a su 115


alrededor y besa a uno de los cinco hombres presentes que fruncen el ceño por la envidia. La teibolera ríe y se va a otra mesa donde hace lo mismo. La gente la manosea más de la cuenta y parece que le gusta. Se quita el sostén dejando sus preciosos pechos al descubierto para poder saborearlos con la mirada. Ha bailado en cuatro mesas diferentes, ha besado a seis personas diferentes, ha bebido ocho tragos diferentes. Ríe, gime, sonríe. Yo también río y sonrío al verla, pero mi sonrisa desaparece cuando siento su frívola mirada sobre mí, como un depredador que ha escogido a su presa. Un nudo en mi garganta nació cuando la vi aproximarse a mi oscura esquina. Me relamí los labios al verla de cerca: esa piel radiante, trasero definido, pezones erectos. Es el infierno convertido en mujer. Tomó mi vaso, se subió a la mesa y regó el vodka por su excitante cuerpo. Sacudió el trasero a unos centímetros de mi cara, después me sumergió en sus pechos de chocolate y por último me robó un beso. Su lengua batalló con la mía por más de dos minutos mientras tanteaba sus caderas de chica perfecta. Al separarnos me miró a los ojos, después a mi rostro sudado por los nervios y por último a mi cuerpo esbelto y su reacción de diabla juguetona cambió a un rostro serio y desagradable. Scarlet vio mi verdad, la sintió con el tacto de mis labios. —Me repugnas, me llenas de asco, maldito fenómeno —me susurró con crueldad y me escupió en el rostro. Lanzó una carcajada que todos debieron de oír y se encaminó hacia el escenario a paso lento. Con los ojos lagrimosos observo como ese prieto culo se aleja de mí. Que patético soy. No me limpié el escupitajo, me levanté de golpe y me fui casi corriendo del Cabaret. Me encerré en mi auto donde blandí mis puños sobre el volante acompañado de un feroz grito de frustración. Manoseé mi 9mm para tranquilizarme, poniendo mi dedo en el gatillo. Maldita puta, pinche homofóbica. ¿Con qué derecho me hace esto? Mis lágrimas corren por mis mejillas. Me quito la gorra, el suéter gris, la oscura barba falsa y los rastros de maquillaje que ocultan mis rasgos femeninos. A la mierda, de una vez me quito las jodidas vendas sobre mis pechos que no dejan de asfixiarme. Me vale verga que me vean desnudo en el estacionamiento, que descubran que “Pablo” es mujer. Estoy cansado de mi cuerpo, de esta sociedad, del dolor físico, mental y espiritual. Veo una mentira en el espejo retrovisor, algo que no soy y que nunca he sido. 116


Una máscara que estoy obligado a usar día a día. Pero ya falta poco, en unas cuantas semanas tendré el dinero necesario para la operación, para liberarme de mis cadenas, para decirle adiós a Paula.

GERARD KING

México

Instagram: https://www.instagram.com/gerardjking Twitter: https://twitter.com/GerardoJavierG6

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olo quedaba una persona en el salón. Una más además de mi persona. Él no podía verme dada la inclinación de su cuerpo, supongo que miraba fijo hacia la cruz del altar. Redondas gotas reposaban tranquilas en la felpa de su negro sombrero abombado, seguramente hacía poco que había entrado en la capilla, por eso aún no había logrado desprenderse del agua de lluvia. Afuera llueve de manera ordenada, constante. La imagen envejecida de aquel amigo de mi leve infancia reposa inmensa junto al féretro, serio una vez más. Hoy supongo que jamás sonrió realmente. El fin de una vida une la vida de este hombre y la mía en este instante, la vida de Fabián. Intuyo que no es su padre, tampoco su hermano, Fabián carecía de ambas figuras, caídas en guerra. Se trata de alguien mayor, la inclinación de su espalda, y aquel grueso bastón lacrado y oscuro dan prueba de una edad avanzada. Él, inmóvil tras varios minutos, y yo, sentado varias filas detrás. El ruido suelto de un coche que dispersa el agua hacia los costados quiebra la armonía de la lluvia. Decido avanzar, el sonido de mis pasos urgentes no altera a mi acompañante, me despediré de Fabián. Una fuerza mayor me impedirá de algún modo ver el rostro de aquel anciano. El agua que cosechan los paraguas se acumula al interior de la cafetería, formando diversos charcos en la entrada. Las conversaciones entre ancianos se mantienen lentas, y el café se sirve sin preguntas. Solo alcanzo a divisar un periódico que, en manos de un hombre de porte robusto, parece más pequeño que de costumbre. Paso varios minutos diseñando de manera casi imaginaria la noticia de contratapa, me sirvo solo de un par de fotografías, coches en estado ruinoso entre árboles caídos tras un temporal adverso. Un infarto. Sin muchas dudas ni explicaciones. La misiva de su hermana era clara. Un infarto al salir de su trabajo. Rebusco en mi bolsillo las monedas necesarias para el café, y cuando las encuentro, mi mirada, que se encontraba perdida hasta ese entonces, se encuentra con el hombre de la capilla. Un joven con un gran cabello rizado, lo ayuda a subir a un antiguo pero elegante vehículo, impidiendo a su vez, que yo pueda divisar el rostro de mi anterior acompañante. El coche se pierde en esta angosta calle en la que ahora estoy parado, un día después. XJH 386. Es lo único que tengo, eso y aquel joven. La última persona en la capilla, transitó esta calle para perderse en el horizonte. Esta mañana nadie había más que yo, y los encargados municipales. Nadie más que yo acudió al entierro. Comienzo a pensar que solo aquel hombre y yo estuvimos en la capilla, ni siquiera su hermana, y ahora no puedo disculpar al anciano sin rostro, no puedo perdonar que no acudiese al 119


entierro. Deberán comprender, quienes me esperen, que alargaré mi estadía en este pueblo. Mi decisión irrevocable pretende cuestionar al anciano por su ausencia. Quizás haya sido culpa de aquel joven, que no ha querido acompañarlo, o simplemente incurrió el anciano en el error de pensar que su presencia en la capilla ya resultaba suficiente. Pero, ¿Cómo alguien que se mantiene inmóvil tanto tiempo frente al altar luego no acude al instante definitivo? La muerte se hace verbo, en cuanto sellan el cajón. Ya nunca se abrirá, y ese es nuestro último aliento. Solo yo pude observarlo. No está. Ni en cafeterías, ni en ningún rincón de este pequeño pueblo. Tras días caminando en su búsqueda, no está. Pregunté por él en el cementerio, puede que sí, puede que no, la descripción es muy vaga me dicen. No he visto el coche, comienzo a pensar que salió de aquí, que se alejó, que está de regreso y que puede haber venido de cualquier parte. Una carta, una carta a su hermana preguntando por él. Un anciano, pequeño, sombrero, bastón. Un joven de pelo rizado. No obtuve respuesta. Perderé mi trabajo de conserje. De vuelta a la ciudad en la que vivo descubro que nadie sabe cómo me llamo, estoy seguro. Tras veinticinco años trabajando en este edificio nadie jamás me lo ha preguntado. Buenos días y buenas noches. ¿Ha visto aquello? ¿Sabe esto? ¿Pasó por acá? ¿Llegó aquel? Cartas, basuras, y escobas. Felices fiestas. Una vez obtuve dos pares de camisas usadas, otra, dos pulóveres, la última vez tres pantalones, dos largos, uno corto. Aquel año un abrigo, otro generoso unas sandalias, dos pares de zapatos, uno negro y uno marrón. Jamás recibí un hermoso sombrero como aquel. Un hermoso sombrero de felpa, abombado, por el que las gotas de lluvia suspiren y no quieran huir, ni evaporarse nunca.

IÑAKI LEGARDA

Argentina

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o sabía que querían los tibios. No sabía mucho, más que la diferencia entre fríos y tibios. Entendía eso —que eran diferentes—, además de ser la comida. Ex Edgardo ha rengueado hasta aquí solo o junto a la horda desde una ciudad continua, guiado por los olores en el viento. Si es más fino su olfato por no tener pellejo que lo demarque, no es la clase de preguntas que se haría para entretenerse en el camino. Más bien sus elucubraciones rondaban por las del tipo: «luz: salir, oscuridad: ocultarse», o «huele comer: ir» y «ruido: comer ir». Cosas que parecían básicas y suficientes, hasta el día de Fin de La Depuración… Ahora los tibios ya no los «detener» como tendría que haber sido, tan lógico como que «hambre: comer». Porque quien conozca de caballos, que actúan con la siempre acertada lógica «correr morir» o haya observado a las polillas, con el elaborado e indiscutible «luz brillo chocar quemarse morir»; comprenderá rápido que no se necesita una actividad neuronal muy complicada para vivir bajo las tesis: comer sin detenerse, existir para comer… «comer extinguir». A alguien como el que en vida fue Edgardo Mariátegui y en muerte, —algo pelado pero completo—, lo necesitan en el nuevo orden de los tibios; ya no los eliminan, ahora los colectan. Con el Fin de La Depuración todo mejoró para los tibios, unidos como siempre por un interés común: El Poder; volvieron a edificar ciudades y paraísos de mercadotecnia con la nueva moneda del caos: zombis. Ahora Ex Edgardo, amarrado a su estaca, desorientado, ruge, manotea, camina en círculos lo que le da la cuerda; no solo no puede «andar comer», sino que también algunos tibios les rondan con familiaridad, los alimentan y visten. —Los— porque cuando Ex Edgardo dejó de jalar la soga por un rato, encontró que tenía compañeros. Cantidades ingentes de zombis que cumplían junto a él diversas tareas, como resguardar las murallas de la nueva y única ciudad humana, arrastrar enormes bloques de piedra para construcción o jalar arados en los campos. A veces pasa un tibio quemándole las entrañas y se avienta voraz en una distancia que cree gobernable, una maraña grotesca de gruñidos, dientes y uñas afiliados tira de la soga hasta caer como pelele; se levanta y vuelve a por su tibio, una y otra vez tensa la soga y al piso; así hasta que el tibio se aleja. En una oportunidad, a pesar que el tibio ya se encontraba fuera de su alcance volvió a jalar, solo por si lograba acercarse un poco e insiste, todas las veces con el mismo resultado y el cuerpo cada vez más destruido. 122


—Se van arrancar la cabeza estos estúpidos— son sonidos que hacen los tibios, Ex Edgardo no comprende, pero tiene hambre y no puede avanzar, menos, detenerse. No sabe que es el tiempo, pero ha persistido jaloneando el cepo nueve años y en una de tantas, el sonido de sus huesos resquebrajados frena la lucha. Una brea pestilente mana por su boca tornando sus gruñidos en gárgaras viscosas y cae, aunque dispuesto a seguir dando lata. Un tibio lo ve y le apena, ya le había cogido cariño, hasta cierto respeto. Tanto jalaba que le adornaba un collar de arlequín hecho con tiras de pellejo y una que otra grasa grumosa y purulenta. El tibio se acerca con cautela, en una mano la pistola de aire a la nuca y con la otra, le suelta el cepo. Lo va a dejar caminar solito para que no termine todo sin un premio a su persistencia. Ex Edgardo se levanta, la cabeza colgando mira de reojo al tibio que le apunta seguro, solo un momento y se vuelve; echa a andar lejos rengueando primero lento y una vez sentirse libre, corre. Recuerda, solo sabía correr para comer, ahora se ha incorporado la nueva lógica «correr: huir» El tibio desconcertado no hace nada, sabe que no logrará avanzar mucho por la ciudad. Ex Edgardo se aleja llevado por el viento, el fuerte olor de los humanos le indica hacia donde no debe ir. Camina sin sentido con ese quejido eterno y soñoliento, otros responden desde sus sitios. «Correr:huir» dice, para el que logre captarlo dentro de su cerebro podrido. «Correr: huir».

ROSARIO VENERO CERRÓN

Perú

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n mesas repletas de patéticas criaturas pisoteadas por el sistema hegemónico que solo buscaban un poco de felicidad prestada, se comían bocadillos con el gusto amargo del humor. Los chistes no eran chistes. Incluso algunos violaban la Convención de Ginebra y mil leyes de derechos humanos. Había comunistas con remeras de Iron Maiden y millenialls analógicos. La gente se reía de cosas que no tenían gracia, y cada comediante me hacía dar ganas de cortar el trozo de tomate de la pizza, que nunca pagué tanto, hasta formar una espesa salsa roja. Había una profesora de inglés sentada a mi lado izquierdo cuyo temperamento oscilaba entre la alegría desmedida y el odio más profundo. Los comediantes tomaron prestado su halo y lo perdieron de camino al escenario. Entre hambrientos, distraídos, conversadores natos, expectantes que no esperaban nada de nadie pero amenazaban con sentirse defraudados, circulaban sobres rojos por las mesas probablemente con más cartas llenas de insultos que dinero en su interior. La hora se hacía cada vez más atractiva. El paso del tiempo era más relevante que el presente. Estático y grotesco. Quienes olvidaban sus letras se volvían más auténticos, los que las recordaban deseaban no haberlas dicho nunca. Murmullos. Dejaron para lo último la peor parte, como en la vida. Subió nuestro protagonista, Gabo, y su entusiasmo pedagógico mal canalizado, en buen intento de hacer participar al público que le contestaba de mala gana. Parecía un partido perdido antes de comenzar, pero no solo logró la atención de todos sino que los dejó sin palabras. En un brutal silencio espectral producido ante cierto chiste desagradable por el cual todos odiaron haber sido invitados. Si querían develar el lado más oscuro del humor al menos hubiese sido gratis. Pero mendigos de un aplauso, todos somos. El halo se nos cae a todos tarde o temprano. De camino a la salida, la narradora confiesa que cada vez que le hablan por dentro piensa que es por un experimento social y no por verdadero interés. En la puerta termina siendo la única sobria llena de sombras y muelas mal posicionadas, mientras, los comediantes apagan sus micrófonos y guardan sus miserias para la próxima contienda.

CARLA MORICHETTI

Argentina

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EL BAÚL ANA MARÍA CAILLET BOIS

E

l baúl muestra su vejez, la tapa de gruesa madera se resiste a las manos que quieren levantarlo, de pronto dos grandes ojos iluminan el lugar, salen, recorren las paredes del altillo y en el techo se detienen y observan a la niña que ha quedado paralizada de terror.

Con mucho miedo Claudia levantó la tapa y se paró frente al cofre, pero, ¡oh sorpresa! Solo había un espejo, pero un espejo que no reflejaba ninguna imagen. La niña miró por todos los rincones; en el marco dorado, en la cadena que tenía detrás para colgarlo y solo encontró un montón de rostros cansados en el lugar de los eslabones. De pronto los grandes ojos volaron y se apoyaron en el espejo, finalmente encontraron su lugar.

ANA MARíA CAILLET BOIS

Argentina

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E

l niño amaneció rodeado de gatos que volvían para jugar con él. Ya había pasado varias veces y no le molestaba. Además de entender que los gatos son quienes quieren jugar con uno, y no uno con ellos. Así fue como aprendió a aprovechar otra vez el momento. Les preguntó dónde habían estado esta vez. “Teníamos cosas que hacer. Visitar reinos y gente que nos llenan de regalos, pero no de forma sincera, sino por interés”, dijo uno de ellos, el de ojos grandes como el firmamento, pelaje corto y orejas paradas como un cazador. “Entonces, ¿por qué lo hacen?”, preguntó el niño, intrigado, aunque sentía que esta conversación había ocurrido antes. “Obligaciones”, respondió su felino amigo mientras se dejaba acariciar el lomo cuando se estiraba. “Tú también las tendrás, quieras o no” sentenció, a la vez que lamía sus patas. Otro de los gatos buscó su compañía, entrelazándose entre las piernas del niño. Una forma suave y simpática de invitarlo a quedarse y que no avance más. El chico alzó a su nuevo compañero grande y peludo, de cara achatada y mirada penetrante del color del sol cuando se va. Muy suavemente se acomodó entre sus brazos como un bebé y desde esa posición acurrucada le dijo que él también tiene obligaciones, además de venir de muy lejos. Muy lejos para los humanos, aunque haya algunos todavía. Todos nosotros venimos de lugares diferentes, comentó mientras ronroneaba cómodamente. “Venimos de sitios donde el humano aprendió a usar la arena para medir el tiempo de cosecha, aunque ahora terminó siendo esclavo de su propio invento”, dijo otro de los peludos concurrentes, el más flaco y esbelto de todos, que a pesar de su tamaño imponía autoridad. “Otros venimos de ciudades cerca de donde despierta el sol”, comentó la más elegante y bella de todas. Casi como una diosa. “También vivimos en ciudades que ahora ya no están y solo se las conoce por algún cuento. Fuimos y somos adorados por pueblos que buscaban algo para llenar sus vidas. Y estamos acá para descansar”, terminó de explicar quien continuaba frotándose entre sus piernas. Yo también soy humano, les hizo recordar el niño. “Tú eres eso y mucho más”, le susurró al oído entre ronroneos otro de sus peluditos compañeros mientras frotaba sus orejas sobre la nuca del niño. “Me haces cosquillas y no te escuché saltar”, dijo el chico que no se cansaba de 128


tantas caricias recibidas. “Nosotros también podemos tener un cuerpo como el tuyo, pero mantenemos la belleza de nuestro rostro”, le dijo otra pequeña bolita de pelos que saltaba como un guerrero jugando con los rayos del sol que se colaban por la ventana. “Qué edad tienes?”, le pregunto su suave amigo que llevaba en brazos, “porque nosotros no necesitamos medir el tiempo, con olernos nos es suficiente”. “Tengo diez. Vivo acá, en esta casa. Mi mamá cada día esta mas ausente, no habla. Se queda mirando al cielo esperando algo y sonríe y suspira cuando ve pasar un ave”. “Mi papá tiene mucho trabajo que quiere enseñarme a mí. Porque quiere que sea alguien normal, por mas especial que mi mamá diga que soy”. “Si quieres puedes sentarte en el piso porque es el momento de la curación”, le dijo la más bella de todos, quien se acercó junto con los otros gatos El chico se sentó en el piso y sus compañeros comenzaron a lamerlo, especialmente en manos y pies. “Por qué hacen esto?” pregunto intrigado, aunque no podía resistir la tentación de reírse por las cosquillas que sentía y se juró recordar que la tentación no es una palabra mala. “Es nuestra forma de agradecimiento”, le respondió su amigo de la cara achatada mientras masajeaba con sus patitas sobre la panza del chico contándole cómo comenzó este cuidado mutuo. “Cuando eras bebé y tus padres huían, uno de nosotros estaba en el camino. Venía de pelear y estaba cansado, perdido, hambriento. Entonces tu padre lo recogió, acarició y acomodó al lado tuyo. El calor de tu cuerpo lo ayudo a relajarse, pero cuando lo tocaste con tu manito, ocurrió algo especial”. “Sintió que lo llenaste de vida. Siete, para ser más preciso”, continuó relatando. “Solo lo tocaste a él pero lo sentimos todos nosotros. Es un don que no teníamos. Por eso te curamos las heridas que vas a recibir y nos encontramos acá todas las veces que sean necesarias”, continuó diciendo mientras no dejaba de masajear con esas patitas de juguete pero que pueden ser letales por las garras que esconden. “Pero yo no estoy herido”, explicó el chico mientras sentía todas las cosquillas en las palmas de sus manos y empeines del pie. “Ahora no, pero sí lo sufrirás después, cuando tengas que cruzar el mundo del hombre. De este tipo de obligaciones hablábamos antes”, le continuó diciendo su amigo de la trompita aplastada como escondiéndose entre esa mota de pelos. Cuando finalizaron las caricias recibidas algo hizo cambiar el rostro del niño. Cambió la mueca de su sonrisa por un dejo de tristeza. Sabía que tenían razón y se 129


levantó del suelo. Comenzó a caminar hacia la puerta, aunque no era una puerta de madera ni una arcada tallada desde la pared. Era algo de luz que comunicaba hacia otro lado. Y eso es lo que hacen las puertas. Invitar a otros lugares. El pequeño cazador de rayos de luz se cruzó en su camino y le dijo que solo tendría que dar veintitrés pasos hasta la puerta. Y en un año haría muchas cosas. Y ellos estarían esperándolo siempre. El chico agradeció las palabras y saludando a todos sus felinos visitantes y amigos continuó la marcha. Y a cada paso que avanzaba empezó a sentir cambios en su cuerpo. Primero, cambió su voz. Luego se tocó la cabeza y le gustó como le quedaba el cabello largo que ya caía sobre sus hombros. Lo mismo sintió en su cara. Áspera al principio, pero llena de vello que notó sobre sus labios. Se hizo adulto. Mientras caminaba contaba los pasos hasta la puerta. “Tenían razón, van a ser veintitrés pasos”, pensó mientras sonreía. “Cómo es que lo sabías? ¿Que serían veintitrés pasos hasta la puerta?” le preguntó al pequeño cazador, aún sonriendo. “Cada paso es un año de tu vida. Te despertaste con diez años y no importa cuantos pasos son, sino cómo los diste”, le dijo mientras estiraba su lomo. Y Jesús cruzó la puerta sonriendo, aunque sintió una especie de deja vú en sus manos, pies y frente. Pero estaba tranquilo. Sabía que volvería con ellos una vez más.

JULIO GERMÁN PAZ y VADALÁ

Argentina

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H

ubiera preferido morir, o cualquier otra cosa que tener que vivir así; cuando llegué a esta pequeña ciudad me hablaron de ella, al parecer una maldición acechaba a su familia y para mantenerla con vida debían encerrarla en una especie de jaula. ¿Cómo hacer que una niña de tres años quepa en un nido para gorriones? Lo evidente, reducir su estatura a no más de cuatro pulgadas. Mi deber como nuevo habitante me obligaba a atravesar diariamente el pabellón principal hasta llegar a la costa, sobre un camino donde se mezclaba la arena del mar y el áspero polvo de la llanura, como parte del paisaje veía un pequeño ramo de flores andante sostenido por una chica de apenas seis pulgadas sobre una pequeña barda, niego que me haya provocado desconcierto, ya que me habían advertido de su existencia, la magia aquí no era ningún secreto. Desfilaba con flores de todo tipo, violetas, azucenas, hasta flores de sombra, difíciles de encontrar debido al mar picado. La curiosidad me obligó a presionar los frenos de mi bicicleta de golpe, sin percatarme de la cantidad de polvo que había levantado me acerque, ella no paraba de toser, se veía tan graciosa, pero soltar una carcajada no era una opción, no quería parecer un patán, así que le ofrecí mi pañuelo, no lo podía sostener, sus diminutos brazos se aferraban a las flores. —¿Necesitas ayuda con eso? —dije con falsa amabilidad. Nadie me había mirado con tanta furia, pero mi curiosidad era más grande que mi orgullo, así que me disculpé. —Gracias por arruinar mí vestido señor. —Sonrió sarcásticamente —¿A qué muñeca se lo robaste? —murmuré, la pequeña guardiana de las flores lo notó y continuó su camino, pequeños pasos de dos pulgadas, no sería difícil detenerla, así que me disculpé de nuevo. —¿Cuál es su nombre Señorita? —Dime Lila. —respondió con cierta frialdad, sin detenerse. —Como sabrá… —¡No lo sé! —interrumpió —Bien, todos los días tomo este camino en bicicleta, y desde que llegué aquí veo que atraviesa esta vieja cerca con un pequeño ramo de flores, no es que sea de mi incumbencia, pero si usted vive en un jardín lleno de flores vivas; de todas formas, colores y tamaños ¿Por qué su afán en cargar flores muertas? Apartó la mirada, soltó las flores, nunca la había mirado tan de cerca, el vestido de muñeca le ajustaba perfectamente a su cuerpo, un mandil blanco con mangas largas y botones dorados. De su bolsillo sacó un terrón de azúcar, lo metió a su boca y con un 132


gran suspiro dijo: —¿Sabe qué es divertido Señor? Todo mundo asume que no necesito flores muertas ¿Sabe lo que las flores le hacen al corazón de las mujeres? —No creo que ni el cadáver de mil flores pueda hacer algo por el corazón de una dama —dije altaneramente. Me miró de nuevo, esta vez un tanto decepcionada. —Para mí maldición, necesito de las flores más de lo que se imagina, por favor déjeme continuar mi camino. —dijo seria y abandonó su manojo de hortensias. Avergonzado, levanté mi bicicleta, con las hortensias en la mano me dirigí a casa. Pasé una noche muy larga, no podía dormir “¿Para qué servirán las flores?” Las examiné detenidamente a medianoche, pero no hallé nada más que flores marchitándose lentamente, faltaba poco para que amaneciera, tomé las hortensias, una camisa vieja y emprendí mi camino al jardín donde vivía Lila. A la mitad del pabellón vi a una joven pálida en el lumbral de su puerta. “¿Qué joven saldría a esta hora?”. Miré detenidamente antes de alejarme, la joven se arrodilló para dejar un ramillete de flores en los escalones. Caí de mi bicicleta, eran las flores que un cliente me pidió que entregara hace una semana, me levanté, sacudí el polvo y con el amanecer pude ver pequeños ramos en las entradas, todos los que había entregado, la Sra. Marleen, las margaritas de Mía y, como declaración de guerra, la rosa que le entregué a Perla. Mi curiosidad se convirtió en furia, corrí hasta su entrada, tomé las flores y llegué como pude al jardín de Lila, la brisa del pasto llenó de lodo mis pantalones, mi cabello estaba lleno de hojas que los árboles dejaban, el intento de caballero que era ayer se había convertido en un monstruo. —¡Despierta, carajo! —¡Dígame, señor! —dijo Lila tras de mí con un megáfono en miniatura y esta vez usaba un vestido negro. —¿Qué significa esto? —Le arrojé las flores. De su bolsillo de nuevo sacó un terrón de azúcar, me arrodillé y se lo arrebaté, no dijo nada, solo me mostró sus manos, estaban llenas de tinta. —Ven conmigo. —dijo. Rodeamos el jardín, de lejos pude ver la jaula del hechizo. Entré a una especie de invernadero y ahí estaban todas las flores que había entregado, con notas pequeñas en el tallo; trabajo en una florería, mi deber es hacer que todas las flores lleguen a su destino, aunque es un empleo absurdo, solo así puedo ganarme la vida. Con una lata atada a un hilo, Lila subió a un estante. —Cuando una chica recibe flores, ellas intentan mantenerlas vivas, pero la 133


muerte es inminente, como no resisten verlas morir me entregan sus ramos agonizantes, con su último aliento me cuentan su historia, saber que su muerte no fue en vano las reconforta. Allí están las de la Señorita Perla, que afortunado. Tomé la etiqueta y leí lo que escribió. “Mil flores quizá no hagan mucho, pero una hizo la diferencia”. —Espero a que se marchiten y vuelvan a mi jardín, hay historias que merecen ser recordadas, de ellas dejo sus pétalos en libros. Mi estatura real se quedó en esa pequeña jaula en la que habito, como sabrás mi corazón es demasiado pequeño, pero cree que soy de tamaño normal, por ello necesita suficiente energía; no es mi voluntad que sea así, pero la única forma de mantenerme en pie es alimentándolo con historias y azúcar por supuesto. No tiene sentido, pero al parecer así funciona la magia.

DAFNE LARA

México

Instagram: https://www.instagram.com/dafnelara/

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I

artín despertó al amanecer sobresaltado por el repiqueteo de la lluvia en los cristales y una pesadilla que de inmediato olvidó. Se sentó sobre la cama y, a oscuras, enredado todavía en las extrañas sensaciones del mal sueño, permaneció un instante escuchando la tormenta a la espera de que, poco a poco, se calmaran aquellos golpes de tambor que tan descontrolados retumbaban en su pecho. El día apenas comenzaba a clarear pero seguro de que no podría ya volver a dormir, decidió levantarse. Buscó bajo la cama sus viejas zapatillas, bostezó perezoso, acarició la peluda cabecita de Blacky que, hecho un ovillo, roncaba sobre la alfombra y se acercó a la ventana. Llovía. Había llovido sin parar casi desde el día en que llegó, a punto estaba ya de cumplirse una semana y todavía se veía el cielo tan encapotado aquella mañana, que por completo abandonó el niño toda esperanza de corretear por los campos, libre y a sus anchas, recorrer sobre su bicicleta como siempre hacía, con paciencia y abnegado espíritu de explorador cada rincón y construir por fin, también como cada verano, su refugio secreto entre los álamos del río. Martín adoraba las vacaciones en casa de los abuelos. La libertad, la falta de horarios, los mimos, los incontables animales de todo tipo zorrillos, gatos, ardillas, patos... que de inmediato, sin condiciones ni problemas, le permitían ellos incorporar a su particular zoológico, la vida tan pausada, casi de otro tiempo, de aquel escarpado pueblecito norteño rodeado de cerros y montañas, tan diferente a la que llevaba en la ciudad, a sus once años recién cumplidos, eran para él toda una aventura y pronto consolaban la larguísima y obligada separación de sus padres a los que en todo el verano apenas si vería ya un par de fines de semana. Ni siquiera llegaba a echar de menos ¡quién lo hubiera dicho! la omnipresente conexión wifi a la que durante el invierno vivía atado y que por supuesto en el pueblo brillaba por su ausencia. Pero aquel año sus planes no marchaban bien. Nada bien. La lluvia los estaba desbaratando por completo. Y se aburría. Al fin, cansado de contemplar la tempestad, todavía en pijama y zapatillas, abrió la puerta de la habitación y seguido por el fiel y pequeño Blacky, ya bien despierto y listo como siempre para acompañarle, se dirigió a la cocina. Sus tripas reclamaban el desayuno y la boca se le hacía agua solo con pensar en el enorme tazón de cacao que tomaba todos los días y aquellas galletas tan ricas que la abuela Julia había horneado para él la tarde anterior. Pero era todavía tan temprano y estaba a esa hora la casa tan silenciosa que temió armar demasiado escándalo al trastear entre los cacharros de la 136


vieja cocina. No quería despertar a los abuelos antes de tiempo y, en cualquier caso, seguro que no tardarían mucho en levantarse, los dos eran siempre muy madrugadores. Así pues, decidió esperar un poco, vagabundeó un buen rato en la penumbra de las habitaciones vacías sin encontrar nada con lo que entretenerse hasta que al fin... Sí, al fin tuvo una idea. No una idea cualquiera, no. Una idea absolutamente genial. ¡Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes! Nunca le dejaban subir al desván, era lo único que, por algún motivo que no le contaba, el abuelo Tomás le tenía prohibido, así que aquel era el momento perfecto. Nadie se iba a enterar. Corrió a su habitación en busca de la linterna que guardaba en la mesita de noche, cargó al pequeño cocker bajo el brazo tratando de evitar el más mínimo ruido y, de dos en dos, trepó los escalones dispuesto a descubrir los secretos y tesoros que, como todo buen desván que se precie, seguro habría también el suyo de guardar. Descorrió con sigilo la cerradura, abrió la puerta y se detuvo un instante en el umbral sobrecogido por la oscuridad, estremecido de repente por una sensación extraña que si no era miedo mucho se le parecía. Blacky se removió nervioso entre sus brazos, lo dejó en el suelo y en menos de un segundo, a la velocidad del rayo, el animalillo huyó despavorido escaleras abajo. ¡Menudo escudero valiente!, se dijo Martín, burlándose quizás de su propia aprensión y entrando decidido en aquella habitación que, bien mirado, tampoco parecía tener nada de particular. En un rincón yacía una vieja mecedora muy destartalada, un balancín, una casita de muñecas de mamá o de la tía Nadia tal vez, aunque apostaría sin dudar a que era de mamá una vieja colección de cuentos algo mohosos y maltrechos... Nada inquietante. Ya mucho más tranquilo y confiado avanzó unos pasos, descubrió un espejo solo a medias cubierto por un tupido velo de terciopelo verde. Frente a él un despellejado sillón de cuero marrón. Se sentó con cuidado y se asombró de lo cómodo que resultaba todavía. Se estaba bien allí, la verdad, no comprendía por qué se había asustado tanto un momento antes, ¡qué tontería! A la luz de la linterna, justo en la esquina opuesta a donde él se encontraba, llamó su atención un objeto sobre el suelo que, al acercarse, descubrió era una lupa muy grande, muy antigua y por completo cubierta de polvo, atravesada sobre lo que, a primera vista, parecía un libro abierto por la mitad pero que en realidad resultó finalmente no ser un libro sino un álbum de fotos, también muy antiguo y empolvado. Recogió ambas cosas con cierta curiosidad, se colgó al cuello un medallón circular que cayó al sacudir las páginas del álbum y regresó al sillón dispuesto a examinar su botín. No se trataba de una colección de fotos familiares como en un primer momento 137


pensó sino de las más fascinantes y bellas escenas de naturaleza que hasta entonces él hubiera visto: estampas de árboles inmensos y majestuosos, de frondosos bosques y selvas de espesa y enmarañada vegetación, de fauna salvaje y solo en algunas de ellas, muy pocas, aparecían también personas reunidas siempre en pequeños grupos y ataviadas con unos extraños atuendos que el niño no fue capaz de ubicar en un espacio y un tiempo concretos. Pasaba distraído de una imagen a otra, cuando de pronto algo le sobresaltó. Un muchachito de cabello negro, piel color ámbar y almendrados ojos de gato le miraba inquisitivo desde una de las últimas páginas del cuaderno. Y esa mirada le dejó sin respiración. Posó sobre su rostro la lupa y lo observó con detenimiento. Aquel niño se parecía tanto a él... ¡Pero si hasta tenía, justo como él, los ojos de diferente color: uno verde y otro azul! Eso era de verdad algo raro, muy muy raro. No conocía a nadie con semejante peculiaridad y sabía que a poquísima gente en el mundo le ocurría. Estupefacto y sin saber qué pensar, Martín se levantó de la butaca y se colocó frente al espejo. Buscó en él su reflejo. No lo encontró. Y lo que vio lo dejó paralizado. II Los espíritus lo llamaban a voces y de ningún modo podía Dasán ignorar su llamada. Sabía con certeza que su tiempo entre los vivos se agotaba pero no tenía miedo. Al contrario, en lo más hondo de su corazón sentía una extraña mezcla de curiosidad y alegría que tal vez no fuera sino alivio y a cada instante se descubría anhelando la llegada de aquella cita crucial. Que todos vamos a morir es lo único seguro, había repetido en infinidad de ocasiones a su joven discípulo. También que el momento de la muerte escrito está en cada destino desde mucho antes de nacer y solo llega al concluir el trabajo que a cada hombre le ha sido encomendado en esta tierra. Es entonces que queda libre el alma para volar por fin hacia otros mundos. Así él lo sentía y así, decía, había siempre sucedido. Nada hay en la vida permanente, había explicado con paciencia infinita centenares de veces a quien le quisiera escuchar. Todo cambia, muere, se descompone y se renueva en un ciclo perpetuo bajo nuevas formas, perfiles y apariencias. Estaba ahora su cuerpo viejo y muy cansado y ya su espíritu ansiaba volar. Su tiempo se había cumplido. Perdida la mirada en la belleza del paisaje, en el azul cobalto del cielo, en las blanquísimas y luminosas cimas nevadas que leales y feroces custodiaban el Valle de los Diez Picos, reflexionaba Dasán ese atardecer sobre su vida, sobre el futuro de su aldea y 138


de su gente y, sin remedio, su pensamiento volaba hacia Takoda. Era aquel muchacho quien muy pronto habría de sucederlo como jefe espiritual de la tribu. Lo había entrenado bien y, pese a su juventud, lo sabía preparado. Latía en su pecho un corazón valiente y puro, había demostrado voluntad y coraje para cumplir su misión, aprendido las artes de la adivinación, poseía el sagrado don de la curación y, por encima de todo, la fortaleza precisa para cruzar sin temor la intangible frontera que separa el mundo material del invisible mundo de los sueños, del misterio y lo sobrenatural. Lo vio llegar de lejos, como siempre junto a Lobo, ligero, silencioso, envuelto en su áspera piel de búfalo y cargado de plantas curativas. Alegre y sonriente, depositó el muchacho el canasto que portaba a los pies de su maestro, lo saludó con respeto y se sentó junto a él. Tras las montañas el sol se ocultaba lentamente y las sombras de la tarde cubrían poco a poco la llanura. El frío era intenso. La civilización parecía quedar muy lejos de allí y apenas resultaba en ese instante una ilusión. No lo era. El hombre blanco había llegado también hasta aquel remoto confín y, soberbio e implacable como era, amenazaba con destruir el modo de vida de un pueblo el suyo que durante siglos había sobrevivido sin contacto alguno con el mundo exterior, al margen de todo progreso material y en perfecta armonía con la naturaleza. Defender sus creencias y tradiciones, el ritmo lento e inmutable que hasta entonces había tenido allí la vida, sería la misión de Takoda. Difícil misión, sin duda. Dasán le había mostrado el camino. No podrían recorrerlo juntos mas su espíritu lo acompañaría y guiaría siempre. Entre los dos encontrarían, seguro, el modo de comunicarse. Takoda adoraba al viejo chamán. Había cuidado de él con devoción de padre desde el día, muchas lunas atrás, en que, desnudo y aterido, vivo casi por milagro, lo halló a la puerta de su choza. Aquel niñito de piel dorada y expresión serena que sonreía en lugar de llorar, robó de inmediato su corazón. No se dio cuenta en ese primer instante pero al descubrir en el color de sus ojos uno verde y otro azul el signo de los elegidos como enlace por los dioses, a transmitirle toda su sabiduría y su poder con fervor consagró su vida. «Tu momento se acerca, hijo mío» le dijo, alzándose con cuidado, aferrado al grueso cayado con que afianzaba sus pasos, ya tan inseguros, dispuesto a regresar al poblado antes de que se extinguiera por completo aquella última luz del día. «Muy pronto habré de partir, ambos lo sabemos, mas nada temas. Recuerda siempre que somos tan solo aquello que pensamos, que son nuestros pensamientos, ellos nada más, los que construyen el mundo y que cada vez que en tu mente me invoques yo estaré contigo. Nunca lo dudes». Secó con ternura una lágrima que rodaba por la mejilla del muchacho, tomó 139


entre las suyas sus manos y en ellas depositó con reverencia el mágico y poderosísimo talismán que un momento antes colgaba de su cuello. «Jamás desprecies su poder», susurró, muy ronca la voz, al borde mismo del llanto, «si en él con fe ciega confías alumbrará siempre tus sombras, aliviará tus angustias, consolará tus soledades e iluminará los más hondos abismos de tu corazón. Tu futuro paso a paso guiará como un día guió mi pasado». Fue entonces que Takoda comprendió lo que el maestro pretendía y se asustó. Se sentía muy lejos de haber alcanzado la preparación necesaria para ser el jefe espiritual de su pueblo. No creía merecer tal honor pero por nada del mundo estaba dispuesto a romperle la esperanza a aquel hombre bueno y valiente que de tal modo afrontaba el final de sus días. Así pues, aceptó tembloroso el valioso regalo que con tanta generosidad su mentor le ofrecía y en silencio al cielo rogó ser digno de tan inmensa confianza y tan alta expectativa. III Inmóvil frente al espejo, Martín creía soñar. El calor era de pronto insoportable, sudaba, apenas podía respirar y cada vez se encontraba más aturdido. Comenzó a balancearse a un lado y a otro, muy despacio, como movido al son de un ritmo secreto y en pocos segundos entró en un estado similar al trance. Sintió como su espíritu se elevaba, como se desprendía del cuerpo y a velocidad de vértigo volaba lejos, muy lejos de allí: lejos del desván, de su casa, de su mundo... hasta llegar a un lugar donde el tiempo no se medía en horas, meses o años sino en amaneceres, mareas, estaciones, lluvias... un lugar donde el tiempo parecía no existir. A vista de pájaro contempló vastas y verdes praderas por las que corrían bisontes y búfalos, abedules centenarios cuyas hojas parecían tejidas como encaje por delicadas telarañas y gotas de rocío, espumosas cataratas que a la tierra su carga vertían directamente desde el cielo, aves sin nombre de alegre y atrevido plumaje, águilas majestuosas que en su vuelo la nubes desgarraban sin piedad, hombres unos a pie, otros a caballo con cintas y tiras de cuero atadas en los brazos, silenciosos y ligeros, casi invisibles, cual tenues fantasmas. Y asombrado descubrió que nada de todo aquello le resultaba desconocido. De improviso, muy veloz, giró la rueda de la vida y de los tiempos y el escenario cambió de golpe. Una luna llena, fría y muy pálida iluminaba ahora un valle que ardía de rabia y sangre. Cargados de oscuros presagios atronaban los tambores. Feroces vientos de guerra recorrían las aldeas. Machetes, flechas, lanzas, cuchillos.... Inclemente fragor de batalla. Relámpago y trueno de pólvora y disparos... Oscuridad, odio, codicia, 140


cenizas... Danzas de muerte, tétricas y sagradas. Aterrado por tan horribles visiones, temblando de miedo y desconcierto, quiso Martín gritar y no pudo. Atascado quedó el grito en su pecho. Y entonces... Muy suave, muy lento y muy bajito, un susurro apenas perceptible, una voz sin rostro cargada de amor y de ternura, así le habló: «El mundo es un lugar irracional y misterioso, hijo mío, mas nada temas. Contigo estoy. Nada se perdió en la niebla del olvido. A tu lado tus destinos padezco. Desde siempre y para siempre. Tus pasos acompaño, protejo y guío. Tus sueños cuido ». Un huracán de emociones y sentimientos sacudió su alma. Entre sus pliegues se mezclaban la alegría y la nostalgia, el valor se confundía con el miedo, la tristeza con la calma. Al fin, rendido de sorpresa y de fatiga, casi sin darse cuenta, soltó el niño los lazos que lo ataban a ese mundo insólito y suavemente de él marchó. Un estrépito de cristales rotos lo sacó bruscamente del ensueño. Un rumor de bosque y un penetrante aroma a tierra mojada flotaba en el aire. En sus ojos una sombra de delirio. En su mente la misma impresión de pesadilla con que despertó al amanecer. Parado en mitad del desván, rodeado de cientos de cristalitos diminutos, no acertaba Martín a comprender lo ocurrido. A ver cómo le explicaba ahora a la abuela semejante estropicio, pensó anticipando enfado y regañina, algo inquieto y todavía muy confundido. Con mucho cuidado para no cortarse formó un montón con todos los cristales desperdigados por el suelo y los arrastró hasta el rincón donde había descubierto el álbum de fotos, los cubrió con el velo de terciopelo verde que había colgado antes del espejo y regresó al sillón dispuesto a dejarlo todo como lo había encontrado. Abrió el álbum por la mitad, lo llevó junto a los maltrechos restos del espejo, colocó sobre él la lupa y, tras un último vistazo, satisfecho con el resultado, se dispuso a marchar. Acurrucado a mitad de la escalera, algo mohíno y seguro avergonzado por su cobardía, lo esperaba Blacky. Sonrió Martín al verlo, se agachó con cuidado a recogerlo y al notar entonces el bamboleo del medallón sobre su pecho cayó en la cuenta de su olvido. Giró sobre sus pasos dispuesto a regresar al desván pero de golpe algo lo detuvo en seco. Sentía claramente el roce del amuleto sobre su piel y por alguna razón su tacto lo calmaba. Algo leve y muy cálido parecía rozar su corazón. Dudó un instante detenido frente al umbral que tanto le había asustado cruzar poco antes y al fin decidió que, si hasta entonces no lo habían hecho, nadie habría de echar de menos ahora su pequeño tesoro. Ocultó el medallón bajo la chaqueta del pijama, bajó de nuevo los escalones, 141


guiñó con picardía un ojo a Blacky y, sabiéndose los dos dueños de un formidable secreto, alborotados, hambrientos y nerviosos tras tantas emociones, marcharon al fin a desayunar.

MARTA NAVARRO CALLEJA

España

Blog: https://cuentosvagabundos.blogspot.com.es

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E

lla era una viejita encantadora de dulces y apasionados ojos color ámbar; tenía el cabello blanco, llevaba puesto un vestido azul y un tapado viejo. Se llamaba Ana. El nombre del joven era Jesús. No tenía idea de por qué cargaba con ese nombre celestial. Su vida era una verdadera ruina; sin padre ni madre, tampoco hermanos ni amigos, solo un medio hermano que era mejor perderlo que encontrarlo. Aquella tarde de domingo los encontró en el mismo bar en Salsipuedes, un pueblito perdido en el mapa en la provincia de Córdoba donde nunca pasaba nada. Si hasta el mismo nombre parecía una burla. Los rodeaban mesas con parejitas de enamorados tomados de la mano, un padre y su pequeño hijo, una pareja adulta contra la pared. Jesús miraba con curiosidad a esa anciana de ojos tristes. “De alguna manera, nos parecemos. Los dos estamos solos”, pensaba él, mientras fumaba y bebía un whisky barato. Se lo veía sucio y desaliñado, con el pelo engrasado y el cutis oscuro y desgreñado. Tenía el aspecto de los amanecidos, con los ojos inyectados en sangre. Tenía las manos ásperas y callosas, como si fuera albañil, lavacopas, barrendero, basurero o cartonero. Así eran todos sus domingos, sin fútbol, sin chicas de su edad, sin amigos con quien charlar. Ella bebía leche y mojaba la media luna en la taza, ensuciándose la boca y sus viejos dientes. “¿A quién podría parecerse esa mujer? ¿A mi madre, tan lejana e inalcanzable? ¿A mi abuela? ¿A una tía lejana a la que solo se ve en los velorios?”, se preguntaba, melancólico. Hacía frío. Ana pidió otra taza de leche, era un pretexto para quedarse; no tenía dónde ir. Olvidada, abandonada por sus hijos. No podía culparlos, cada uno tenía ya sus familias, sus obligaciones, sus compromisos. “Todos los domingos no, mamá. Solo algunos, cuando tengamos ganas de vernos”, le había dicho su hija mayor. Y allí estaban los dos… pasando sus horas muertas. Pero ella lo prefería, prefería ese bar a la soledad de su departamento. A eso se había reducido su vida, a esa larguísima vejez y la soledad rodeándola. Algo tenían en común esa vieja y ese muchacho. Sería por eso que la vida los reunió. Los dos comenzaron a mirarse; sus mesitas eran vecinas. Jesús sentía una compañía inesperada. Después de tanto tiempo, tropezaba con una mirada bondadosa. Ana llamó al mozo para pagar lo consumido. Él se apuró a hablarle: Abuela dijo tímidamente, ¿no quiere salir a dar un paseo conmigo? A caminar, nomás. 144


Los ojos de Ana estallaron afiebrados. ¿Por qué no invitas a una chica de tu edad? dijo Ana, haciendo esfuerzos por parecer adulta y razonable, pero sin poder disimular su entusiasmo. Él se encogió de hombros. Puedo salir con una chica otro día mintió, la veo sola, igual que yo. Por eso la invito. Ella terminó de pagar y estuvo de acuerdo. “¿Por qué no?”, se dijo a sí misma. Tenía miedo de dejar pasar la oportunidad, la ocasión que su existencia tan vacía le negaba tan a menudo. Eso de creer que le importaba a alguien. El muchacho parecía bueno, amable; estaba un poco sucio, pero eso no era un impedimento como para no poder hacerse compañía mutuamente. “Bueno, si te parece…”, dijo ella. Él le sonrió frunciendo su cara triste y oscura. Se preguntaron su nombre mutuamente y salieron del bar. Nadie notó su ausencia cuando se fueron; les daba lo mismo que se quedaran o se fueran. El joven le ofreció su brazo y ella lo aceptó. Así, tomados del brazo, caminaron durante un largo rato. El sol acariciaba sus rostros. Parecían más bellos. Les brillaban los ojos. Al rato pasaron por una kermese y una feria de artesanías. Ana se detuvo a observar un collar artesanal hecho con amatistas. Él sacó un fajo de dinero de su bolsillo y se lo compró. Ella, emocionada, lo aceptó y se lo puso inmediatamente. Luego se acercaron a uno de los puestos de la kermese; era un juego de tiro al blanco. Se trataba de blancos móviles, cabezas de animales, patos, jirafas, leones. Jesús compró cuarenta tiros: veinte para él y veinte para Ana. Ana nunca había probado este juego, ni de joven. Le gustó la idea. Jesús tiró primero y erró. Luego tiró ella y le dio al pato, tiró otra vez y le dio al león. Los dos saltaron como niños, celebrando entre risas y gritos de algarabía. Se ganó un peluche blanco, era un conejo. Emocionada, lo apretó contra su pecho. La gente iba y venía; algunos comían garrapiñadas o nubes de azúcar. Jesús se acercó al garrapiñero y le compró dos paquetes. Y así seguían… comiendo y riendo como chicos. Jesús no alcanzaba a entender qué le atraía de aquella anciana; quizás era la presencia de una mujer a su lado lo que anhelaba, lo que la vida siempre le había negado. Ana se dejaba llevar; ya no lo veía oscuro ni sucio, sino como alguien que la liberaba de su vejez y su soledad. Daba gusto verlos caminar del brazo viendo todo con ojos nuevos, inocentes. En un momento la notó cansada y la tomó de la mano conduciéndola a un banco de cemento. Cuando la vio mejor, le dijo: No conozco el mar. ¿Me acompañaría, abuela? Vamos donde usted quiera. Yo 145


la invito. ¡Claro que sí! contestó Ana, eufórica y sorprendida de sus propias palabras. De pronto se imaginó caminando por la playa, mojando los pies en el mar junto a ese muchacho. Ahora pensaba en los dos. Ahora tenía acompañante. Comenzaban a tener un proyecto en común. Siguieron caminando abrazados y Jesús detuvo al heladero que pasaba a su lado. Ella eligió uno de frutilla y él uno de chocolate. Ana quiso pagar, pero Jesús no la dejó; volvió a sacar un fajo grande de billetes y pagó. Si yo fuera tu hijo, tu nieto o tu amigo, no te dejaría nunca. Yo ahora valoro las cosas; ya bastante me cagué de frío y hambre en la calle, ya bastante mal me trató la gente. Sacó de su bolsillo una petaca, bebió un trago y se la ofreció a Ana. Ella tomó la petaca y bebió un largo trago. Había que verlos saltando, haciendo muecas y riendo a carcajadas. La gente que pasaba se escandalizaba bastante de verlos así, en ese estado. “¡Qué escándalo! Está emborrachando a una pobre vieja”, murmuraban. Paradójicamente, Ana nunca se había sentido menos vieja y más feliz, por lo menos en los últimos veinte años. Y ahora iban por los panchos; se acercaron al panchero y le pidieron dos, con mucho aderezo y papas fritas. Jesús volvió a sacar el fajo de billetes y pagó. Se sentaron sobre una pared baja a comerlos. Allí sus miradas se encontraron, llenas de cariño, compañía, gratitud y solidaridad. Sin darse cuenta, habían compartido horas y horas paseando juntos. Ya era casi medianoche cuando Ana dijo, melancólicamente: Todo lo que empieza, por bueno que sea, tiene que terminar. ¿Dónde la llevo, Ana? Caminemos. Yo vivo a pocas cuadras. Caminaban abrazados. Él le pasaba el brazo sobre el hombro. Iban planeando cuándo y cómo irían a la playa. Te va a gustar mucho el mar. Seguro, abuela. Pero quiero ir con usted. Habían hecho una cuadra cuando un policía lo reconoció. Jesús, entretenido en la charla, no lo había visto. Fuiste vos, fuiste vos el que asaltó la ferretería esta mañana gritó el policía, señalándolo mientras se le acercaba y sacaba unas esposas de su bolsillo. A Jesús se le descompuso la cara. Dudó. Sintió vergüenza, no por él sino por lo que Ana pensaría de él. Ana lo miraba boquiabierta, desconcertada y casi en estado de shock. 146


Sí, fui yo dijo cabizbajo. El policía intentó reducirlo, pero Jesús le dio un empujón y empezó a correr. El policía se incorporó, sacó su arma y gritó: “¡Alto o disparo!”. ¡Nooo! ¡No dispare! gritó Ana, desesperada. Pero ya era tarde. Jesús cayó de bruces sobre la acera. Tambaleante y desesperada, Ana corrió hasta él, se arrodilló a su lado y lo tomó de la mano. Aún respiraba. El joven la miró, apretó su mano y con voz agonizante y los ojos envenenados de lágrimas le dijo: Gracias, abuela. Lástima… no pude conocer el mar.

AMELIA BEATRIZ BARTOZZI

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/AmeliaBeatrizBartozzi

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A

dela empeoró y su hija, Andrea, entró corriendo al salón buscando al doctor. Algunos de los invitados se habían retirado. El resto escuchaba en silencio y con deleite el concierto que ofrecía Carolina, la hija del doctor, amante de los pianistas clásicos. La puerta doble se abrió de par en par y de pronto, los acordes cesaron. Todas las miradas se posaron en la morena de pies descalzos, camisón blanco y mejillas húmedas. El dueño de casa se incorporó sosteniendo su pipa y dejó escapar una voluta de humo, una cortina tras la cual desapareció para arrastrar por el brazo a la criada. Hasta ese momento nunca le había prestado atención. Tenía casi la misma edad que su hija. Nunca había permitido que jugaran juntas. Andrea vivía con su madre en un cuarto junto a la caballeriza, cruzando el patio. La muchacha era introvertida. Se dedicaba a cumplir con sus quehaceres sin lamentarse. Hubo ocasiones en las que el doctor la había sorprendido mirando fijamente a su hija, con una mirada cargada de odio. Cada vez que sucedía, se limitaba a hablar con Adela para que esta la reprendiera. Parados frente al aljibe el hombre no pudo evitar notar bajo el ligero camisón los pezones oscuros y endurecidos de la joven. Un pensamiento perverso se apoderó de él y la culpó a ella. —¿Qué querés? —bramó furioso, zamarreándola. —Mi mamá está muy mal. Se muere —dijo ella entre sollozos. —¿Cómo? ¡Qué calamidad! —se escandalizó y le soltó el brazo para correr hacia la habitación de la enferma. Andrea se frotó la zona dolorida segura de que pronto aparecería un moretón del tamaño de los dedos del hombre. Lo siguió preocupada por su madre. Un farol de kerosene encendido sobre la pequeña mesa junto a la cama iluminaba el cuarto de techo bajo y sin ventanas. El hombre examinó a la mujer que deliraba de fiebre. Descorrió la manta y dejó al descubierto un abultado abdomen. Tanto que el primer impulso fue desviar la mirada. La imagen lo perturbó. —No te mueras sin decirme cuál es el futuro de mi hija. ¡Es una orden! —Ella también puede hacerlo —respondió señalando sin fuerzas a Andrea que permanecía de pie a un lado de la cama. La mujer exhaló su último aliento. El doctor le cerró los ojos y se persignó. Andrea se contuvo hasta que el dueño de la casa se apartó de la cama y entonces, con 149


un grito ahogado en llanto gritó: —¡Mamá! —mientras la abrazaba para darle calor. El hombre se detuvo en el umbral y, sin voltearse a contemplar tal escena, le aclaró que haría un pequeño velorio al día siguiente y se ocuparía de brindarle a su madre una cristiana sepultura en el cementerio municipal. Luego, cambiando el tono, perdiendo la solemnidad, le confesó que necesitaba un favor. —Tu madre enfermó y murió sin leerme el futuro de mi hija. Carolina está por cumplir quince años y ya cuenta con algunos pretendientes. No puedo esperar más para saber cuál es el mejor partido para ella. Mañana después del entierro… —Como usted mande. Su madre se llevó a la tumba muchos secretos. La pequeña jamás había comprendido el desprecio que le demostraba el médico y, en cambio, con Adela siempre había mantenido un trato cordial, más ameno, incluso humano. Ahora que sabía el interés del hombre por el Tarot, podía atribuir aquel comportamiento a que su madre siempre había accedido a tirarle las cartas y que la fortuna siempre había estado de su lado. Con esta idea en mente se sintió poderosa por primera vez en su vida. Sin embargo, más tarde esa noche, durante uno de los breves momentos en los que logró conciliar el sueño, tuvo una pesadilla. La pesadilla fue tan real que al despertar no supo si lo había soñado o recordado. Su madre le había aconsejado que enterrara con ella dos cartas del Tarot: la sacerdotisa y la muerte. “No querrás que le salgan esas y tener que pronosticarle una corta vida. Él podría matarte”. Andrea vistió a su madre por primera y última vez. Le colocó un collar y unos pendientes y ocultó entre la ropa interior los dos naipes de la baraja. Sus manos no dejaban de temblar. Tomó otro pañuelo para soplarse la nariz. Las mangas de su vestido estaban empapadas en lágrimas. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo feliz que había sido. Había alguien en el mundo que la amaba y la protegía. Ya no. Ser huérfana era peor que ser mujer, morena, pobre y menor de edad en esa época, en esa sociedad machista, racista e hipócrita. La baraja de cartas del Tarot era toda su herencia y estaba maldita. Al entierro asistieron otras criadas de la casa, algunos peones y conocidas de la difunta que habían solicitado la mañana libre para ir al cementerio. El doctor no fue. Por la tarde, iluminados por la llama inquieta de una vela, Andrea le tiró las cartas al patrón en el cuarto del fondo. Los relinchos de al lado la interrumpían. El tono de su voz era tan débil que se 150


tornaban inaudibles sus palabras y guardaba silencio mientras ordenaba sus ideas. No sabía mentir. Se ruborizaba y las palmas de sus manos transpiraban. Cuando le dio la espalda al doctor para servir dos vasos de agua él se acercó por detrás y la abrazó. No era un gesto de cariño, empatía, sino más bien, una muestra de poder. —Tranquila, querida. Vas a seguir recibiendo alimento y vas a tener un techo sobre tu cabeza. Nada te va a faltar —le susurró al oído. Andrea se desmayó en medio de la violación. Al despertar, juntó sus cuatro vestidos, el mazo del Tarot y unas cerillas y salió por los fondos de la propiedad. Caminó errante un rato para acabar finalmente en el cementerio. Cuando la tormenta se desató buscó un sitio donde guarecerse. Encontró una puerta abierta y se refugió dentro de un mausoleo, sin darse cuenta que esa pesada puerta de roble solo se podía abrir desde el exterior. Con las cerillas prendió fuego las cartas para alumbrar el terrorífico lugar en el que su corta vida acabaría. Lloró por su madre y por ella misma. Esa noche la tormenta inquietó al doctor o tal vez, su conciencia. Tuvo que levantarse para asegurar los postigos de la ventana para que dejaran de chocar una y otra vez. Unos minutos más tarde, Adela se presentó a los pies de la cama del hombre. Él palideció. Primero le gritó altivo que se marchara. Después, le suplicó y se disculpó. Ella simplemente tomó una almohada mullida y hundió su cabeza bajo la misma hasta que sus piernas y brazos dejaron de agitarse. Un colega del hombre concluyó que la muerte del médico se debió a un infarto del miocardio. La sorpresa fue que al abrir el mausoleo familiar para depositar su cajón se encontraron con el cuerpo sin vida de Andrea.

LUCIANA ELSA BONZO SUÁREZ

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/Bonsuaescritora-459864011435839/

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