EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 36 FEBRERO 2019

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4

NRO 36 — febrer0 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

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ÍNDICE MALVINA ADRIANA VERÓNICA GRILLO 7 EL DÍA QUE VENDÍ EL ALMA DE MI VIEJO ROLANDO ARRIZABALAGA 12 TOPADORA OSVALDO VILLALBA 16 LAS MUJERES DE MIS SUEÑOS OSWALDO CASTRO ALFARO 19 UN HOMBRE SIN TALENTO OSCAR CALLE ELESCANO 25 MARÍA EN GRIS MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ 28 DESARMADERO RICARDO BUGARÍN 31 ACQUA ALTA INÉS LUQUE ARAVENA 33 CUANDO LLEGUE EL DÍA QUE ME QUIERAS FRANCES KNIGHTINGALE 39 DÍA DEL AMIGO GUSTAVO VIGNERA 44 COMUNIDAD DE VECINOS CARMEN CANO SOLDEVILA 48 LA PLAZA NANCY AGUILAR QUINTERO 51 LA CHICA DEL HELADO JOSÉ A.GARCÍA 56 EL ALQUIMISTA Y LOS CUATRO ELEMENTOS RAQUEL CORTÉS 60 YA NO REPICAN LAS CAMPANAS (RELATO SOBRE LA DESPOBLACIÓN) HAM BASHUR 63 LA ÚLTIMA NAVEGACIÓN HUGO VIGLIETTi 66 DE TRES EN TRES PILAR ALEJOS MARTÍNEZ 72 MORDIDO MARÍA DOMÍNGUEZ 75 LA DECISIÓN DE ALEXANDER MIRTA CALABRESE DE LUCA 80 PRIMER DÍA DE TRABAJO MICHAEL A.JIMÉNEZ MELCHOR 84 FRACTURA DAMARIS GASSÓN PACHECO 88 EL ÁRBOL DE CRISTAL Y LOS SUEÑOS COMPARTIDOS DIANA MARINA GAMARNIK 91 LA GUERRA DE LOS 150 AÑOS VíCTOR ANDRÉS PARRA AVELLANEDA 94 EXTRAÑOS EN UN TREN MARTA NAVARRO CALLEJA 100 5


EL HOMBRE MISTERIOSO ÁLVARO ASTUDILLO 104 DESDE EL PASADO LUCIANO DOTI 106 PUERTA CERRADA CLARA GONOROWSKY 111 CRIMEN Y CASTIGO YOLANDA SA 113 DIEZ PESOS DAVID ANTONIO ESQUIVEL 117 UN BESO DE DESPEDIDA ANDRÉS APIKIAN 120 UN EJEMPLO A SEGUIR BECKY BLANCO PAZ 125 MEMORIAS DE UNA PRINCESA CORTESANA LILIANA CELESTE FLORES VEGA 129 DIVAGACIONES POSTMORTEM HUGO LUQUE ZAVALA 134 A TU DESTINO CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 138 CLAMOR DESDE LAS PROFUNDIDADES ISABEL FUERTES VILA 143 EL REVÓLVER MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA 146

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uelvo a entrar a mi casa y huele a ajenidad. No sé si soy un fantasma o una especie de mujer invisible. La comida en la heladera no es la de siempre, luce falsa, como de utilería, en comparación con la de antes, que tenía la impronta de mi mamá, austera pero amorosa y, sobre todo

tan rica. Floto, quiero hablar, pero no me salen las palabras. Como levitando, subo la escalera. Está helada, es de ese cemento congelado y de escalones filosos en los que tantas veces me raspé por trepar corriendo con Malvina persiguiéndome, siempre con la lengua afuera. Me parece escuchar el repiqueteo de sus uñas en el cemento. Abro la puerta de la habitación y quiero tirarme en la alfombra mullida y hacer migas con las galletitas. Me dejo caer en la cama, la siento estrecha y no el inmenso oasis que me pareció en su tiempo. El tiempo donde todo era grande y yo, chiquita. Ahora soy grande y percibo todo muy chiquito, muebles de muñeca como esos con los que jugaba con mi amiga. Toda la tarde armando las casas para poder empezar el juego y siempre la venían a buscar antes de empezar. Ahora ya no juego, vengo a descansar, en esta casa de mueblecitos de juguete y de camitas mullidas pero demasiado pequeñas para mi cuerpo. Mis pies por fin toman contacto con la anhelada alfombra y raspa, ahora pincha. Entro en el baño de baldosas lisas y relucientes. Reviso el botiquín y me parece extraño que estén mis cremas, mi cepillo de uñas, el peine fucsia, el perfume que huele a limón que tanto me gustaba. El exceso de cemento en ese cuarto, en esa casa que fue mía, me asombra. No puedo conectar esta casa con aquella y deseo profundamente volver a ese tiempo. Que la alfombra sea pastito recién cortado con olor a verde, húmedo pero algodonado, y las plantas de mis pies resbalen con el rocío que lo cubre, se refresquen y se alivien. Que se eleven livianitos. Pies ágiles de nena con ansias de ser grande. Curiosa, revisando los cajones de mamá y papá, saltando en la cama, pintándose con colorete, probándose zapatos y vestidos, incluso las remeras de papá. Remeras-camisón con ese olor a protección y a abrazo. Mi hermano Nico y yo estamos sentados en la mesa de la cocina, jugamos con la cera de las velas, la tiramos sobre una hoja dibujada y decimos que es papel de calcar. Tengo cinco años y el tres. La radio suena de fondo. “Transmite LU 14 radio provincia de Santa Cruz, comunicado N°…”. Afuera siempre se escucha un ruido fuerte. Son los helicópteros que sobrevuelan la ciudad. Miro para el comedor y veo dos sombras gigantes en la pared, son papá y mamá, hablan en voz muy baja al lado de otra vela. Tienen cara seria. Nos retan porque gritamos y competimos por tocar la cera 8


de las velas y no los dejamos escuchar bien las noticias. Hay que poner frazadas en las ventanas y cinta aisladora negra en los faros de los autos para que no nos vean. Me imagino a un soldado inglés vestido de verde, escopeta en mano, como los que veo en los dibujitos, pasando por el portón de mi casa. Escucho ruidos de voces y no entiendo lo que dicen. Me dan miedo los ingleses por eso, a la noche, cantamos canciones del jardín hasta que nos dormimos. La ciudad está más fría que nunca. Los árboles torcidos por el viento están bañados de un aguanieve que hace que las hojas se vean canosas. Cuando salimos para el jardín todavía es de noche y el pasamontañas rojo hace que me piquen mucho los cachetes. Mientras espero que se caliente el Citroën observo como, cuando respiro, se forma una nubecita frente a mi boca. Me gusta retener el aire y largarlo para ver como la nubecita va y viene. El Citröen tarda en calentar y papá trae varias pavas de agua hirviendo para desescarchar el vidrio. Con Nico nos escondemos y despegamos la cinta de uno de los faros de atrás del auto pero, cuando papá nos llama para irnos, la volvemos a pegar por si acaso. En mi jardín practicamos las alertas. Cuando escuchamos el timbre del recreo es la alerta roja. Hay que esconderse debajo de las mesitas. Con mis amigos jugamos carreras a ver quién llega primero, nos reímos mucho y gritamos. Siempre ganan los varones porque empujan y hacen trampa pero igual es divertido. La seño se enoja porque estamos meta reírnos y dice que es algo serio, que hay que aprenderlo por las dudas. La noche en la que llega, Nico escucha un aullido y corre a espiar. En un descuido de mamá sale disparado hacia la ventana e intenta correr la frazada de manera tan torpe, que casi la descuelga. Mamá le grita muy fuerte y se pone colorada. Por la cara de mi hermano me doy cuenta de que vio algo. Me muero de ganas por investigar qué hay pero no me animo. Cuando se vaya mamá le voy a sacar la verdad a Nico. Es tarde, la casa está en penumbras, como todas las noches de las últimas semanas. Esta vez, todos escuchamos algo, como un quejido en la vereda. Papá sale. Tarda lo que a mí me parece un siglo. Vuelve con ella a upa, tiritando de frío, y seguro, de susto. Es de ese negro azulado y brillante, tiene los ojos rojos, inyectados en sangre. Es pequinesa pero linda. Muy, muy negra, con mediecitas blancas. Mamá se enoja porque no le gustan los perros pero igual la acepta y le da lo que sobró de la cena. Enseguida pensamos en un nombre. “¡Malvina!”, dice papá. Y a todos nos encanta. Se queda en casa. Menos mal. Mi perro Sócrates, vive en lo de Luis, nuestro vecino, 9


porque es muy grande y ladra demasiado. Él y Rosa no pueden tener hijos y por eso lo cuidan junto a otros perros. A veces me mandan a pedirles algo y golpeo rápido la puerta de su casa porque ladran tanto que parecen mil y me da miedo que muerdan. Malvina es distinta. Con Nico la perseguimos y la atrapamos. Le hacemos peinados con mis hebillitas. Ella se deja, quejándose apenas de nuestros mimos torpes. Lo de Navidad no me lo voy a olvidar jamás. Malvina elige mi armario para tener a sus hijitos. Como es Nochebuena y somos muchos, estamos sentados en la mesa del comedor que es más grande. Mientras cenamos ella grita, desgarrada. No puedo aguantarme e inmediatamente corro y me siento en el suelo a mirar cómo salen uno por uno los cachorros, llenos de sangre y babosos. Negrísimos como ella, con los ojitos cerrados y todos pegoteados. Tienen la trompa redondeada. Por suerte tampoco tienen los dientes pinchudos como otros pekineses. Son seis en total. Hay dos con manchitas blancas. Cuando sale el último, ya estamos todos en mi pieza, tan felices que nos olvidamos de los cohetes, de los regalos y de que dejaron mis zapatos nuevos llenos de sangre y baba. Nico los quiere tocar y Malvina le gruñe por primera vez. Él llora y no entiende. Papá nos explica que es por protección, que no le gusta que le toquen a sus hijitos porque piensa que se los van a sacar. A algunos cachorritos tenemos que alimentarlos con un gotero porque Malvina está cansada y no le alcanza la leche. Nos peleamos mucho con Nico porque los dos queremos alzarlos y alimentarlos. Creo que uno murió a los pocos días pero de eso prefiero no acordarme. Les ponemos nombres. Quiero quedarme con el de las patitas blancas pero mamá no quiere dos perros porque dice que siempre tiene que darles de comer y limpiar sus necesidades ella sola. Los cachorros son tan lindos como peluches. Lloro y les ruego para que me dejen quedármelo, pero no hay caso. Regalamos los cinco cuando Malvina los deja ir. Es demasiado triste. Mamá y papá tienen que hacerlo a la noche, a escondidas mientras dormimos, para que no nos pongamos a llorar como marranos. Pola es la señora que nos cuida cuando mamá y papá trabajan. Viene casi todas las mañanas muy temprano y cuando nos despertamos ya está con la leche lista. Ella también nos hace practicar las alertas que ya aburren de tanto repetirlas. Con Nico le hacemos caso así después nos cocina las empanadas de masa de papa que son para los días que nos portamos bien. A Pola no le gusta mucho Malvina porque lo que ella limpia, viene la otra atrás y lo mea. Yo la entiendo pero también entiendo a Malvina que es un animal y no sabe lo que está bien y lo que no. Veo cómo papá le enseña a hacer pis y caca en el diario que puso al lado de la puerta del lavadero. Me da lástima porque cuando hace en otro lugar él le refriega el hocico en sus necesidades y ella llora. 10


Mi papá me dice que de esa manera Pola no se va enojar más. Cuando pasa un tiempo y ya somos más grandes papá nos explica que Malvina se va a vivir con la abuela Coca porque tiene una casa con más espacio. La abuela vive sola y Malvina le va a hacer compañía. Me pongo contenta porque seguro va a comer cosas muy ricas, Coca hace las mejores tortas fritas del universo. También me pongo triste, porque no la voy a tener para mí como ahora y no vamos a poder jugar cuando vuelvo de la escuela. Salgo por la puerta trasera, al patio. Siguen ahí, imperturbables, la hamaca de sogas azules y los álamos torcidos por la furia del viento. Ver objetos conocidos que permanecen me apacigua y este desdoblamiento del que soy protagonista empieza a desaparecer. Hace mucho más frío que en la escalera y cuando respiro, el vapor forma, como siempre, la nubecita frente a mi boca. Escucho ladridos. Malvina juega con una pelota amarilla llena de barro y cuando le grito, viene corriendo, tiene patitas tan cortas que está a punto de tropezarse y caer de trompa contra el pasto. De repente me siento muy feliz porque estoy de acuerdo con la nena y tengo la certeza de que Malvina está con Coca. Tiene más espacio para correr y una abuela que le hace tortas fritas los domingos de frío.

ADRIANA VERÓNICA GRILLO

Argentina

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ra negro, no muy pesado y en la puta vida le pude sacar un sonido que remitiera, aun remotamente, a música. Era imposible, como ese primer amor que queda pendiente y se arrastra toda la vida. Apretabas un botón, abrías el fuelle y sonaba de una manera; pero si cerrabas

apretando la misma tecla, sonaba diferente. Para hacer un acorde había que desparramar los dedos como si caminases por campo minado. Lo intenté varias veces pero no hubo caso. Los sonidos tenían vida propia y en mis manos jamás se convertirían en música. Pero mi viejo había aprendido a tocarlo solo y de oído, a los trece o catorce años. Esperaba que su primo se fuese para robarle el fuelle por un rato, probando y jugando con esos mismos sonidos que a mí me resultaron siempre esquivos. Amigó el tiempo con la tozudez y de a poco, como quien no quiere la cosa, la música empezó a brotar. Su bandoneón, el definitivo, llegó cuando yo ya había nacido. Cuatrocientos kilómetros hicimos hasta Darregueira, un pueblo reseco y chato al borde de la pampa húmeda. Viajamos en la F-100 azul. Sería el año 83 u 84. El hombre que se lo vendió no podía ni mover los dedos. Se lo entregó a mi viejo como un pirata entrega un cofre de tesoros al hueco en la tierra. Yo era chico, muy chico; pero creo recordar que un par de lágrimas se escaparon de los ojos azules y resecos del viejito. Era un Doble A. Alemán. Negro profundo, con chapitas de firuletes que bordeaban los costados. Las teclas nacaradas, y el fuelle impecable. Mi viejo lo probó con unos acordes de “La estudiantina”. En silencio lo miró de un lado y del otro, revisó una vez más que el fuelle no tuviese perdidas y lo dejó en el estuche. Dejó la plata en la mesa y nos fuimos. “Salió un huevo de caro”, fue la metáfora apurada que usó para definir el precio en una de las pocas conversaciones de corrido en formato padre / hijo que tuvimos en nuestros cuarenta y dos años juntos. Era serio mi viejo. No se reía. No sabías si estaba enojado, triste, feliz, preocupado, pensando en hacer la revolución o por degollar a alguien. Era siempre, siempre, la misma cara. Solamente se le levantaba el enorme mostacho teñido por las canas y la nicotina de cuatro atados de fasos diarios cuando agarraba el fuelle y le daba a los tangos, los pasodobles, las milonguitas y algún chamamé. Ahí la cosa era distinta. Algo pasaba, y por más que esa música a mí nunca me generó ninguna emoción, verlo reír mientras desparramaba los dedos lastimados y 13


toscos de laburante por las teclas me hacia reír a mí. Era un pibe, y cuando somos chicos la risa de nuestros padres es nuestra y nos hace creer que el mundo es esa risa, y ese momento y que todo es para siempre. Fueron años en los que los dos, el fuelle y mi viejo, eran una misma cosa. Aparecían en cada fiesta, en cada momento aunque nadie lo pidiera. Pero cuando dejamos de ser pibes nos enteramos que las cosas no son para siempre. Él siempre contaba que una vez vino al pueblo la orquesta de Juan D´Arienzo, y al primer bandoneonista se le jodió el fuelle. Fueron a la casa de un viejo que tenía uno marca Ela Ela, pero el tipo no quiso ni probarlo. Hasta que se acordaron de mi viejo. La actuación de D´Arienzo empezaba en media hora, y no había bandoneón. El tipo lo probó, tres o cuatro notas, y asintió con la cabeza. Le preguntaron cuánto pedía por alquilarlo. Les dijo que nada, pero el bandoneón no se iba a ningún lado sin él. Esa noche la orquesta de D´Arienzo dio una actuación magistral. El maestro deslumbró, y el primer bandoneonista conmovió con arreglos y firuletes. Al costado del escenario estaba mi viejo, en una mesita especial con un velador de luz tenue, un par de güiscachos dobles y el eterno atado de 43/70. Pero un día el fuelle no sonó más. Quedó secuestrado en el estuche de tela gruesa, debajo de la cama. Eso fue ante que mi viejo se muriera, más precisamente en el momento en que empezó a morirse. O cuando la nostalgia y el dolor de las pérdidas empezaron a asesinarlo, sin tregua ni piedad. Él colaboró, claro, con cantidades industriales de vino berreta y silencio. Un silencio abrumador que todavía hoy, cuando paso por la que fue su casa está ahí, latiendo. El fuelle quedó en el mismo lugar. Al costado de la cama, como el perro que duerme por años en el mismo lugar esperando a su dueño. No fue fácil decidirme. Lo pensé durante muchos días. El motivo valía la pena, y no era solo por la guita. Fue uno de esos momentos cruciales de los pocos que uno tiene en la vida. Porque vivimos pensando y creyendo que todo lo que nos pasa es importante, y que vivimos decidiendo cosas que pueden modificar el curso de la humanidad. Pero no es así... Y esto era crucial… ¿Vendía o no vendía el fuelle de mi viejo? Pasaron un par de semanas y un mediodía caluroso de diciembre me decidí. El comprador era un viejito de esos que acumulan desde sifones hasta autos pasando por radios antiguas y fusiles que no sirven. Vivía en una casa vieja de la calle Alem. Me atendió en calzoncillos y la nostalgia que me empezaba a abrumar desapareció ante ese 14


cuadro bizarro. “Pasá, pasá nene”, me dijo, mientras le gritaba a dos perros que me querían almorzar a mí y al bandoneón de postre. Lo dejé sobre la mesa. El viejo lo revisó con seriedad y en silencio. Miró el fuelle, las teclas nacaradas y los bordes. Lo hizo sonar, y yo quise escuchar los pasodobles y milonguitas de mi viejo pero me sonaba solo a ruido. Sin decir nada, el viejo se fue hasta la habitación y buscó la plata. Volvió con el fajo y me lo dio. Seguía en calzoncillos. Conté la guita en una mesa llena de migas y al lado de un plato que tenía el hueso de una chuleta. Estaba toda. Contada y recontada. La mandé al bolsillo. Le di la mano al viejo y me fui. Cuando salí de la casa sentí que algo se me había quedado ahí adentro. Algo más, que no era solo ese bandoneón. Se quedaba el alma de mi viejo, la sonrisa manchada por la nicotina, y también se quedaba parte de mi niñez. Antes de subir al auto toqué el fajo en el bolsillo izquierdo y con la mano derecha apreté la chapita que le arranqué al fuelle en un descuido del viejo que me lo compró. Una chapita, chica, con firuletes y dos A. Un pedacito del alma de mi viejo. Un pasaporte gratis a su sonrisa, ese tesoro tan escaso que tanto me gustaba y que quedó en esa casa, en ese estuche ordinario y en esa música que ya no suena.

ROLANDO ARRIZABALAGA

Argentina

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Un hombre no es otra cosa que lo que hace de sí mismo. Jean Paul Sartre

manece. Los primeros rayos de luz se cuelan por los costados de la cortina de black out. Te das cuenta que deberían haberla colocado más pegada a la ventana para que eso no pase. Nunca lo habías notado porque siempre te despertás más tarde. Hoy es distinto, no pudiste

pegar un ojo en toda la noche. Es el día D. Lograste diferirlo un par de veces. Hubieras hecho lo imposible por evitarlo. ¡Mirá que tuviste días jodidos! ¿eh? Creciste en un barrio donde el respeto se ganaba a las piñas. Desde pibe estuviste entre los más duros. Ya joven, aguantando los trapos en plena Isla Maciel, y en la tribuna de San Telmo, te ganaste el apodo. Topadora te dicen desde entonces, porque te llevás todo por delante. Nunca corriste: ni ante otras barras ni por la policía. Ni siquiera aflojaste cuando te tocó perder, como el día que aquel cafishio te metió dos balas; o cuando te cortaron la cara en un baile. Sin embargo, hoy, pisando los cincuenta, con una posición un poco más acomodada, íntimamente, reconocés que estás asustado. Nadie podría imaginarlo y tampoco vas a permitir que se den cuenta. Decidís levantarte para enfrentar el día. Al fin y al cabo, lo que no podés evitar es mejor que pase rápido. Antes de darte una ducha, un trago de ginebra para ir entonando. Después dejás correr el agua tibia por tu cuerpo. Es una sensación tranquilizadora. Igual no logra sacarte el nudo en el estómago. Frente al espejo, te afeitás con prolijidad; recortás un poco el espeso bigote, que le da a tu cara un aspecto fiero. Mientras te peinás ves como el pelo se blanquea cada vez más ralo. Te abotonás la camisa blanca y pensás: ¡Puta madre! ¡Los años no vienen solos! Habías pensado ponerte la camisa negra con el saco blanco, pero te acordás que la última vez que lo usaste te había costado un montón sacarle las manchas de sangre. Claro que al gil que te gritó “heladero” le debe haber costado más arreglarse la nariz. Igual, por las dudas, mejor un saco oscuro, no sea cosa que esta vez se manche con tu propia sangre. Salís a la calle dispuesto a tomar un taxi. Por lo que pudiera pasar, decidís no manejar. La mañana está fresca pero soleada. Faltan treinta minutos para la hora señalada. Vas a llegar a tiempo. Instintivamente tanteás tu cintura. El revólver lo dejaste en el cajón. Tampoco llevás el cuchillo en la pierna. Hoy el enfrentamiento es cara a cara y con las armas del adversario. A pesar del caos que es el tránsito en Buenos Aires, llegás a horario. Parado frente a la puerta de la casa, respirás hondo y tocás el timbre. Atiende él. Te mira a los 17


ojos. Esboza una sonrisa. —¡Topadora! Pensé que otra vez me ibas a plantar —te dice. —Tuve algunos inconvenientes…pero aquí estoy —respondés aparentando tranquilidad. —Está bien, pasá. Sentate ahí —te señala un sillón—. Enseguida estoy con vos. Te estirás a lo largo en el lugar indicado. Una luz potente te obliga a mover la cabeza hacia un costado. Sobre la pared, en un cuadro alcanzás a leer: “Universidad de Buenos Aires, Facultad de Odontología…”

OSVALDO E.VILLALBA

Argentina

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scar sintió la profunda mirada atravesando sus ojos. Intentó desviarla pero fue más rotunda que sus intenciones. Sin entender qué sucedía su cuerpo fue sacudido por extrañas sensaciones. Despertó agitado, sudoroso y temblando. Miró el techo y concluyó que el mal sueño

era el responsable de su desasosiego. Se restregó los ojos y vio el reloj despertador. Faltaban cinco minutos para que la alarma se activara. Confundido por el extraño visitante que invadió su descanso trató de identificarlo con alguien conocido. No pudo y se levantó para iniciar la rutina diaria. En la oficina lo esperaba su secretaria y el primer café de la mañana. Revisó en la computadora los correos recibidos e inició la jornada despachando los pendientes más urgentes. Examinó la agenda de las siguientes horas y priorizó las tareas. Trató de encontrar la explicación de la incomodidad, apatía y cansancio que le invadía en esos momentos. Recordó el amanecer brusco y desconcertante. Se preguntó nuevamente quién era el extraño personaje que lo preocupó al borde del despertar. No lo reconocía y era incapaz de describirlo; simplemente no recordaba su aspecto ni rostro. La mirada que soportó por breves segundos seguía generándole escalofríos. Fue interrumpido por la llamada de su asistente, comunicándole que Gina estaba en línea de espera. No era media mañana y su prometida empezaba a fastidiarlo con sus engreimientos. Soportó su letanía impertinente y acordaron verse el fin de semana en la residencia campestre. Llegó a casa más cansado que de costumbre y se relajó bebiendo una copa con coñac. Amodorrado por el licor fue a la cama. No tuvo inconvenientes en conciliar el sueño. El tráfico vehicular librado en las diferentes visitas que hizo completó el sedante para introducirlo en el descanso reparador que necesitaba. Vagó por lugares extraños y viejas amistades mezclándose incongruentemente lo divertían sin querer. Súbitamente el escenario cambió. Sin comprender lo que el subconsciente le mostraba arribó al balneario de su juventud. Volvió a caminar el viejo malecón, divisó el vetusto muelle que se perdía en el mar y la pérgola de sus amaneceres seguía en pie. Hasta le pareció escuchar las cornetas de los heladeros. Hola, Oscar. Una voz inolvidable en la memoria lo asaltó en plena contemplación del horizonte. Volteó y Maqui le ofrecía su mejor sonrisa, aquella de la cual se enamoró a primera vista. Apareció hermosa, como la recordaba en los paseos veraniegos. No había olvidado los primeros besos que le dio siendo aprendiz del amor y tampoco el deseo de saldar el sexo imposible de la época. Le devolvió el saludo con una leve 20


inclinación de cabeza. ¡Oscar! Un poco más allá, cerca de la orilla de la playa, la mano agitada de Paola lo saludaba entusiastamente. No había olvidado a la hermana de su mejor amigo. Eran los veranos de atardeceres en la arena con fogatas y marshmellows. Hola, chicas. La extraña voz venía detrás de las casas, interrumpiendo los recuerdos que se vertían vertiginosamente. Sorprendido giró la cabeza y lo vio parado en la pérgola, saludando a sus amigas. ¡Hola Roger! ¡Roger! Maqui y Paola corrieron a su encuentro y al ver esta escena desconcertante sintió la mirada que cruzó el malecón, trepidándole la voluntad. Se mareó y perdió el conocimiento. Despertó confundido, sin comprender el sueño experimentado. Maqui y Paola habían regresado a su vida años después. No las había visto antes ni sabido de ellas. Se reconfortó con el encuentro y se levantó optimista. El fin de semana transcurrió serenamente. Gina estuvo atenta y cariñosa, más de lo usual. Disfrutaron de la campiña y el atardecer del sábado los unió reafirmando su amor y planeando la boda de los próximos meses. El vino blanco y el zumbido de los zancudos de la noche no les impidieron hacer el amor. Por el contrario, los obligaron a refugiarse bajo las sábanas y explorarse a tientas, tornando el juego más divertido y creativo. Retozaron en la cama y muy temprano fueron apurados por el mozo de cuadra para el paseo a caballo. En la noche ordenaron las cosas para el regreso del día siguiente. Después de una velada romántica al calor de la leña generosa de la chimenea fueron a dormir. Gina puso la cabeza en la cama y se quedó dormida. Oscar hizo lo mismo y buscó a sus amigas adolescentes. Sus esfuerzos tuvieron eco y pronto estuvo sumergido en el torbellino del tiempo y los recuerdos. El viaje por los pasajes mejor guardados de su memoria terminó en la facultad. Los años universitarios corrieron entre clases, exámenes y coqueteos con las compañeras de estudios. La vio ingresando al aula, distraída y pensando en la inmortalidad del mosquito. Jimena era así, dueña de un aire indescifrable y coqueta sin querer, con facha de heroína de la revolución francesa. Se sentó a su lado y le tomó la mano, delicadamente. Absorto entre sus dedos vio de reojo que Maqui y Paola le sonreían cómplices. El bullicio y desorden cesaron cuando el profesor encargado del curso hizo su ingreso. 21


Buenos, días. Soy Roger Ramírez, responsable de las dificultades que tendrán a partir de hoy. La voz lejana del balneario volvió a sobresaltarlo. Se recompuso y lo veía muy claro, rodeado por un aura especial, marginado de la realidad conocida. Jimena le susurró al oído que quería hacer el amor en el hotelucho de siempre. Oscar se vio caminando con ella, perdiéndose en las callejuelas tantas veces transitadas. La habitación conocida los aguardaba. Las caricias de amor contestatario y las ansias de cambiar el mundo lo hundieron en el más absoluto silencio. Sumergido en las profundidades perdió el rumbo en la vorágine tierna y reparadora. De vuelta a la ciudad, prisionero de las malditas obligaciones para sobrevivir, lo único que quería era regresar al olor de su dormitorio, a la comodidad de su ambiente privado, envolverse en las cobijas y cerrar los ojos para soñar. Apuró el trabajo, llegó a casa y le deseó buenas noches a Gina. Se bañó lentamente, afeitó la barba crecida del día y le aplicó el perfume francés seductor. Se cambió de pijama y cerró los ojos para asistir a la cita de sus sueños. Los párpados pesaban, su aroma se confundía con la dulce sensación de estar ingresando al mundo intangible de la realidad ansiada. Buscó a Jimena, huidiza y cambiante como solía ser, y a sus amigas adolescentes. Quería verlas y decir que las amaba a pesar de los caminos diferentes que habían tomado. Ansiaba navegar los mares de sus recuerdos y pedirles perdón por lo que no pudo ser. Llegó al lugar correcto después de mucho buscar en las nubes. El malecón y el hotelucho lo aguardaban. Hola, Oscar. Maqui estaba ahí, preciosa con la minifalda que no se usaba en los paseos de sus recuerdos. Sus piernas perfectas y bronceadas no dejaron mucho a la imaginación. Lo abrazó y, mirándole a los ojos, le dijo la fatalidad que le nubló la noche: Estaba lista para ti si hubieras venido dos noches antes. Te hubiera amado como ninguna y podrías haber hecho conmigo lo que siempre quisiste. Es tu culpa llegar a destiempo, perdiste. Maqui, lo lamento tanto… ¡Oscar! Paola apareció de la esquina y lo besó precipitadamente. Fue el beso más extraño y bizarro recibido. Sobrepuesto de la agresividad impensada le dijo: Paola, ¿por qué? Yo nunca te gusté. Acuérdate de la bodega de la esquina

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cuando me confesaste que te atraía la chica del bar de pescadores. Nunca la besé ni le dije nada. Jamás he besado a nadie y quise averiguar qué se sentía. Te digo la verdad, no es lo que esperaba. Lo siento, Paola… Hola, chicas. Hola, Roger, hola Roger. Roger Ramírez estaba ahí. Entrometiéndose en sus sueños, relegándolo a un plano secundario delante de sus amigas. Trató de reaccionar pero fue sorprendido por Maqui: Oscar, él es Roger, nuestro amigo de siempre. ¿Lo conoces? Roger le dio la mano y lo sintió tembloroso y desconcertado. Entendiendo su desazón le dijo cariñosamente: Oscar, bienvenido a tus sueños. Es la oportunidad que has estado buscando, ¿vamos? Chicas, acompáñennos. El inconsciente giró lenta, radicalmente y desaparecieron. Oscar, vacío de ideas e intenciones, se dejó llevar sin ofrecer resistencia al mundo que daba vuelta a sus deseos. Tomado por una presencia invisible recaló en el sitio temeroso de la calle que tanto evadía. Frente a la oscura realidad emergió, de entre lo más recóndito de sus temores, el hotelucho de sus anocheceres universitarios. El hostal alumbrado por una luz mortecina, de paredes desconchadas, cerrado para siempre y abierto para la ocasión esperada lo invitaba a pasar. La cama desvencijada, la solitaria cucaracha voladora que lo miraba con ojos intrigantes y las sábanas recicladas aguardaban el desenlace amatorio, aquel que amanecía en su deseo insatisfecho y con visa de polución nocturna. Oscar, pasa. No tengas temor. Maqui le lanzó la sonrisa inolvidable y le mostró por última vez las piernas inalcanzables. Subió las escaleras hacia el segundo piso y en cada escalón le enseñó el calzón brevísimo. Oscar vio los glúteos que jamás serían tocados por sus dedos. En cada paso ascendente el juego de las caderas y bamboleo perfecto de su trasero desafiaban la lógica de su realidad. Maqui levantó la minifalda y en un acto supremo de desplante le envió el perfume de su entrepierna escondida. Fue el adiós que buscaban. ¡Oscar! Paola lo abordó y le calzó la lengua en la boca. Dibujó sus labios, saboreó su saliva y lo dejó sin aliento. 23


Disculpa, pero no es lo mío. Es una pena que esté desperdiciada. Le insinuó que la búsqueda había finalizado y su camino iría a otros sueños. Se despidieron para siempre. Oscar, amigo mío, la habitación aguarda. Te está esperando. ¿Jimena? No preguntes, averígualo. El hostal, sombrío y desconfiado, la exhibe desnuda y muestra su piel claro oscura iluminada por la luz mortecina de la única bombilla encendida en la habitación. Perfumada de pies a cabeza, exhala el aroma brujo escondido tras las orejas y baja por el cuello, delimita los pechos generosos, desciende por la línea media del abdomen, rodea los labios vaginales, sonríe al clítoris urgido y se estaciona entre los muslos, rescata los glúteos, las piernas y muere en la curva de los tobillos. El cabello sedoso, las manos cerradas en puño expectante y el calor sutil de su cuerpo confunden aún más sus sentidos. Oscar la ve de cuerpo entero y ella le dibuja el gesto de labios más erótico que hubiera imaginado. No la reconoce. Es un cuerpo conocido y a la vez desconocido. Se desnuda y ella esboza una sonrisa de complacencia. Desconcertado por lo que el hostal le ofrece, sintiendo que es observado por las paredes, sabe que sus recuerdos no esperarán más. Maqui, Paola y Jimena lo alientan y la presencia desconocida que lo sobresalta lo incita a continuar. Pero hay alguien más, etéreo, pasajero en su sueño que lo vigila con ojos escrutadores. Oscar la besa y no deja resquicios en la piel. Los gemidos lentos y rítmicos de la mujer se escuchan tímidamente. Acaricia la parte interna de sus muslos, logrando que arquee la espalda. Con la punta de la lengua asciende y enloquece al clítoris. Roza la vagina con la nariz, oliéndola y degustándola. Los gemidos dan paso a chillidos sofocados por la almohada. Ella claudica y lo enfrenta. Coge el pene y lo somete a su voluntad. Oscar lo retira y, viendo su deseo irrefrenable, la penetra. Los chillidos ahogados se escapan en el grito que remece las paredes del hostal. Al borde de la muerte por placer carnal, ella queda en silencio, mirando la eternidad. Envuelta por invisibles contracciones goza con el segundo y tercer orgasmo. No le importa morir en la cama de ese hotelucho de medio pelo. Ella solo quería ser el sexo en un sueño encontrado. Jamás buscaría explicaciones de por qué irrumpió en el descanso nocturno del visitante que sin querer fue intruso en sus sueños.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook:Oswaldo Castro 24


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E

n aquellos tiempos era raro encontrar un libro olvidado en un Enatru, más aún para Roberto que sin dudarlo abrió el libro con la esperanza de hallar dinero dentro de él. Hojeó unas páginas al azar, luego una por una y no encontró más que dos boletos que cayeron como dos hojas

secas arrastradas por un remolino. Resignado olvidó el libro y maldijo su suerte, pensó en la enfermedad incurable de su madre, en los días que llevaba sin conseguir un trabajo estable, solo de cachuelos vive el peruano, oyó decir al señor que le vendió el choclo sancochado que desayunó esa mañana. El insoportable tráfico de la carretera central lo obligó a leer, encontró palabras que nunca había leído, lo que sí reconoció en la parte abajito del libro fue: París-Francia, sí, sin duda ese libro venía de Francia, pensó entusiasmado y siguió leyendo. Primera parte: La estructura social, Segunda parte: Las clases sociales, Tercera parte: La teoría marxista de la historia, Apéndice: La plusvalía. En ningún lado encontró que le hablaran de París, de Francia, ni de la Torre Eiffel que había visto por televisión. Se sintió estafado y pensó dejar el libro donde lo había encontrado, sin embargo se percató que en la primera página, impregnado con un sello decía: “Biblioteca popular José María Arguedas”, más abajito: “Huaycán”. Al leer esto renunció a la idea de querer abandonar el libro. Al llegar a Huaycán bajó preocupado porque el libro era prestado de una biblioteca, el sello impreso en varias páginas lo confirmaba, le pareció injusto quedarse con el libro y decidió devolverlo. Felizmente en el sello se encontraba la dirección de la biblioteca bien clarita: zona tal, U.C.V. tal y lote tal, no estaba la avenida pero no hacía falta, él conocía casi todo Huaycán. Cuando Roberto llegó al lugar las puertas se hallaban cerradas, una luz tenue se filtraba por las ventanas de madera y una sombra caminaba entre los estantes repletos de libros. Un hombre alto y fornido salió cuando Roberto llamó. ¿Sí? ¿Qué desea? Preguntó. Mire, he venido a devolver este libro, dijo Roberto. El hombre observó el libro y Roberto vio que algo cambiaba en el rostro del hombre, algo terrible que no podía explicar. El hombre guardó el libro dentro de su pantalón, tomó del brazo a Roberto y lo llevó adentro. Espéreme aquí y no se mueva le dijo, mientras cerraba y echaba candado a la puerta por fuera sin que Roberto se diera cuenta. Roberto se acercó a los estantes y tomó un libro, luego otro y otro. Encontró un libro con la foto de la torre Eiffel en la portada, encontró decenas de fotos de París, ahí supo que la capital de Francia era París, encontró otro libro donde decía: AYACUCHO, con letras grandes y doradas, su mamita era de Huanta, recordó. Vio libros con imágenes de Berlín, Madrid, Buenos Aires, le parecieron ciudades hermosas, por qué Lima no es así, se preguntó. Leyó a Vallejo y se sorprendió que tuviera otros 26


poemas aparte de los Heraldos Negros, aquel que el profesor Barboza le hizo recitar en clase. Roberto leyó lo que pudo, esa noche olvidó que la ciudad de cemento tragaba personas al amanecer para vomitarlos con más bilis que corazón, olvidó que sería tragado, al menos por esa noche. Al día siguiente la policía lo encontró dormido sobre la mesa y al lado de él decenas de libros desparramados. ¿Qué pasó saquito, tu mamá se olvidó de quemar tu libro? le dijo un policía mientras se lo llevaban, aún soñoliento, en un carro con lunas polarizadas…

OSCAR CALLE ELESCANO

Perú https://www.facebook.com/oscar.calleelescano

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M

aría no quiere ser como su madre. Ni afectos ni desafectos tienen que ver con tal deseo, nunca transformado en voz, porque María sabe que su madre siempre la ha amado. Quizás nunca lo dijo con las palabras que las

avergonzarían a ambas, pero sí con las formas con las que le enseñó a enfrentarse al mundo. La madre de María la crió para ser fuerte, independiente, y con maternal fiereza le enseñó a batirse con molinos y gigantes, a recomponerse de corazones rotos y tropiezos que le quebraron el alma. La hizo valiente, le enseñó a tentar sus alas y a volar sola. Precisamente ella, que siempre tuvo miedo y nunca quiso volar… María también ama a su madre, pero la ama de lejos, sin agobios ni presiones. María prefiere amarla en la comodidad de la distancia porque así se cree a salvo de la asfixiante nube de gris. Nunca supo cuándo su madre se volvió gris, de ese gris que todo lo mancha, lo ensucia y contamina, y que sabe a ceniza y a ilusiones rotas. Pero María no está a salvo, no. María es hoy adulta y se escuda en la razón. Honestamente se piensa mejor compañera de lo que fue su madre con su padre; y cree —pobre ilusa— que es capaz de mantener una relación sana con su pareja. Pero María repite y perpetúa sin darse cuenta los viejos patrones con los que creció: un comentario mordaz, destinado más a herir como cuchillo que a ser burlón, discusiones preñadas de silencios que son gritos ensordecedores, o ese desprecio aprendido de fingir que él no está ahí, que no lo ve, que no lo escucha. O peor aún, en ocasiones María guarda con celo una pretendida ofensa dentro del pecho, y durante semanas —meses—, la nutre, la mima, la acuna…, y cuando llega el momento perfecto, la lanza como un latigazo que hiende la carne y el alma… María se está convirtiendo en su madre… Y eso la aterroriza. La madre de los recuerdos de su infancia no era gris, no lo era. Era afectuosamente fiera, valiente y enorme, con faldas de colores y malaquita y kohl en los ojos… Pero ahora, los huesos parecen encogerse, la espalda se dobla bajo el peso de los años y las derrotas, y el ánimo y el espíritu casi no alientan. Y en los ojos turbios, la incipiente catarata pregona su victoria. Pero María es también hija de su padre, un hombre que le enseñó a esconder la debilidad, a responder siempre “Bien, gracias” y a ocultarse detrás de una sonrisa… Y ella, porque no sabe hacer otra cosa, cuando le preguntan solo sonríe y responde: 29


—¡Bien, gracias! —Aunque sea mentira, aunque esté rota por dentro… Aprendió de su padre a callar y a rumiar el veneno, a paladearlo en la boca, hirviendo a fuego lento en la conocida ira y después, con cualquier pretexto, a dejarlo salir todo como una bomba que nadie espera y que todo lo arrolla. María también lo hace. Explota, una y otra vez… Y luego, cuando la onda expansiva cesa, María es consciente de lo que ha hecho. Pero es tarde ya para perdones malheridos, y no le queda más que la soledad acompañada de su cama de ceños fruncidos. ***

María se mira las manos, casi temiendo ver la ceniza en la punta de sus dedos. Encerrada en el baño, se dice que el temblor que sacude sus huesos es el frío blanco de los azulejos. Aprieta las manos y con los ojos cerrados, María busca, rebusca en los rincones olvidados del corazón, y halla con horror los restos deshechos y polvorientos de los primeros sueños rotos, de las historias que jamás llegaron a ser, de las palabras que nunca dijo… Descubre el gris de adentro, ese gris que hunde, que se aspira con cada aliento hasta asfixiarte y que oscurece la alegría. María quisiera llorar, porque por vez primera, advierte el gris plomizo bajo sus párpados, cegándola, envolviéndola, como una bruma de un día de invierno. El grito le sale ronco, arañado de cenizas. ***

María sigue viviendo como puede su vida de renuncias, de sueños abandonados y de ilusiones dejadas atrás. Vive con miedo, fingiendo que el destino que le espera no la acecha tras la esquina del mañana… María teme repetir en su futuro el pasado de sus padres, viejos enemigos que alguna vez se amaron, condenados a aguantarse porque la soledad es más terrible aún, porque le da más miedo que atreverse a abrir las alas y alzar el vuelo. Y María quisiera huir de la copia que está destinada a ser, quisiera romper el eco de los errores de sus padres. Quiere. Pero la boca le sabe a polvo y a gris.

MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ

España

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L

a niña se metió en la bañera. Las burbujas de jabón creaban un escenario destellante sobre el agua. Tomó la esponja y se entretuvo un largo momento observándola despaciosamente y luego la hundió en las aguas transparentes.

Sacó una pierna y la dobló suavemente. Desprendió el pie con lentitud y cada dedo fue retirado con un cuidado ritual de no iniciado. Hizo lo mismo con la otra pierna y se entretuvo, largamente, con la incipiente callosidad que advirtió en el talón izquierdo. Retiró un pecho que, al igual que hiciera con la esponja, sumergió con alta tenuidad en las aguas. El otro quedó suspendido en la superficie. Prosiguió con su cabellera que despojó con maestría de su cabeza y quedó como un alga flotante a lo largo de la bañera. Desprendió la boca con una presteza apabullante y retiró la dentadura que se desarticuló danzarinamente. Continuó con sus ojos, uno a cada tiempo, retirando glóbulo, párpados, pestañas y desprendió las cejas. Quitar la nariz fue un solo movimiento. Las orejas, de izquierda a derecha, se hundieron en las aguas. Arrancó su cabeza ya sin rostro y avanzó meticulosamente. Ya desprendido el brazo izquierdo, fue plegado. Separó del mismo la correspondiente mano y desarticuló ritualmente cada dedo. Renovó la operación con su brazo derecho ayudándose con el borde de la grifería. Y sumergió plácidamente el torso ya seccionado de su zona pélvica. Se estuvo meciendo como en una gran pecera. De repente el hombro derecho desplazó el tapón de la bañera. La niña fue toda escurridiza.

RICARDO ALBERTO BUGARÍN

Argentina

Facebook: Ricardo Bugarín

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C

uando la marea baja en Venecia deja al descubierto cosas desagradables a la vista: barro, basura en los canales interiores (pedazos de botellas, vidrios rotos,

tenedores,

etc.).

Los residentes del

lugar

ya

acostumbrados a los estragos de la naturaleza no así a los

ocasionados por los viajeros, sienten impotencia antes los “avances” de la industria turística… Seamos sinceros, los venecianos quisieran que los turistas cayeran en masa de las góndolas y se ahogaran en el gran canal, aunque en el sentido práctico, tampoco es la “basura” que quisieran ver en sus aguas. Estoy de visita en esta ciudad, llevo más de una semana aquí. Y he podido percibir el disgusto, la desconfianza de los venecianos ante las hordas de turistas, incluso ante mí, pero yo no soy como el común de los visitantes: irrespetuosos, ruidosos y sucios. Evidentemente, al estar aquí he aprovechado de visitar los típicos puntos de interés para un visitante extranjero: La Piazza San Marco, el Ponte Dei Sospiri, el Palazzo Ducale, etc. Pero no es esa la razón por la que vine, mi misión es otra. Vine en busca de los lugares menos conocidos de Venecia, lugares curiosos, de preferencia macabros. Es así como, en vaporetto, me dirigí al Cimitero di San Michele… también visité el Museo della Follia (museo de la locura). Al Palazzo Ca’Dario hay que visitarlo en un ‘ghost walking tour’, desafortunadamente no he podido encontrar ninguno… mismo caso con la isola di Poveglia y sus víctimas de la “Morte nera”. En estos últimos dos días me he dedicado a buscar la librería ‘Acqua Alta’, que, si bien no es un lugar con un historial espeluznante, me llama mucho la atención, puesto que es una librería muy singular. Cuando la marea alta inunda algunos sectores de la ciudad, ‘Acqua alta’ está a salvo porque los libros están apilados en góndolas y tinas. Y así cuando el agua sube, simplemente flotan… incluso dicen que los libros saben nadar. Además hay gatos, muchos gatos, que ciertamente le añaden un aire misterioso a dicha tienda. Ayer en la tarde estuve recorriendo la calle lunga Santa Maria Formosa, me he adentrado en sus callecitas laberínticas y ¡no he encontrado nada! Hoy en la mañana, cuando salí nuevamente, por fin di con el callejón “Campiello del tintor”, que es donde supuestamente está la librería, y otra vez ¡no encontré absolutamente nada! Me sentí casi claustrofóbica en esos pequeños callejones, con un cierto miedo irracional a que en cualquier momento me iba a encontrar con la viejecilla enana y demente de “Don’t look now”, y hasta ahí llegarían

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mis días. Traté de buscar algún negocio o tienda cercana con objeto de preguntarle a algún nativo de la ciudad indicaciones para poder llegar a la librería. Cuando finalmente encontré a esa persona, me miró con recelo y me contestó con evasivas. Mi italiano era bastante decente, así que no pensé que fuera producto de un malentendido. Salí de esa pequeña tienda y traté de seguir buscando personas que se vieran “locales”. Divisé a una anciana que caminaba hacia un puente con una bolsa llena de verduras, me acerqué y le pregunté dónde estaba la librería Acqua Alta. La señora frunció el ceño, me miró como extrañada y me contestó algo en un italiano que no entendí, probablemente un dialecto veneciano o el mismo idioma véneto, no lo sé. Le volví a preguntar y se molestó, me dijo algunas palabras parecidas a “stronza”, por lo cual supuse que me estaba insultando. Después de estas agridulces intervenciones con los natales de la Serenissima, me armé de valor para preguntarle a alguien más y probablemente ser víctima de la suspicacia nuevamente. Esta vez procuré buscar a alguna persona más joven, que quizás podría ser más simpática o abierta de mente. Para mi suerte, me crucé con un muchacho que parecía ser un guía turístico o algo similar, puesto que usaba una chaqueta con un logo que mezclaba una máscara del carnaval de Venecia con el león de San Marco. Le pregunté en italiano dónde podía encontrar la librería antes mencionada. Parlo inglese, e lei? Anche io parlo inglese le contesté. Entonces me contó que él era de Manchester, pero hacía ya varios años que se había venido a vivir a Venecia, y siguió hablándome de su vida, cuando lo único que yo quería saber era dónde estaba esa maldita librería. Probablemente notó mi cara de aburrimiento, me dijo: “¡Ah, sí! Perdón, usted quiere saber dónde se encuentra la librería. La verdad… no sabría decirle. Varios turistas me han hecho la misma pregunta y no he podido responderles… sinceramente me llama la atención que vengan tantos extranjeros buscando ese lugar, yo nunca había oído hablar de ella hasta que me empezaron a preguntar…”. Decepcionada me disponía a darle las gracias y seguir con mi búsqueda inútil, cuando repentinamente pareció recordar algo: “Tengo un compañero de trabajo que tiene un abuelo que, al parecer, era historiador o algo así. Conoce Venecia como la palma de su mano, quizás él sabe algo de la librería que busca”. Entonces contactó a su compañero, le planteó el caso y después me dijo que el abuelo estaba dispuesto a recibirme, que no era muy lejos, que él me iba a acompañar. En mi anhelo por conocer la susodicha librería, me olvidé de mis temores y con algo

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de precaución seguí al joven. Después de diez minutos y de cruzar un puente llegamos a una casa vieja en la calle de la Madoneta (Ramo secondo de la Madoneta), de donde salió un viejo bien vestido y ordenado. El inglés me miró y me dijo: “¡Hasta aquí llega mi trabajo!”, y gentilmente me insinuó que debía pagarle por el favor. Le pasé unos euros y se fue. A continuación el viejo me invitó a pasar, y yo entré con algo de temor, pero mi curiosidad valía más. Me senté en un sillón y él comenzó a hablar. Así que usted quiere saber de la librería… dijo mirándome fijo y sonriendo, casi como si gozara al ver mi ansiedad, mi agitación por conocer el paradero de ese lugar. Sí, he preguntado a varias personas, la he buscado y nada. Me dijeron que usted… no alcancé a terminar porque el viejo me interrumpió. Yo le voy a dar la información que manejo. La librería Acqua Alta no existe, nunca ha existido. Es una invención de algún veneciano ocioso que se divulgó por internet, una leyenda urbana ¿me comprende? Pero… he visto fotos del lugar en internet, los libros, las góndolas, los gatos, personas… Ya le dije ¡No existe! Esas fotos que usted ha visto no son más que imágenes trucadas, fotos tomadas en otro lugar, creadas especialmente para la ocasión. Hmm… me parece extraño que no exista. La ubicación la encontré en Google maps, así fue como llegué al callejón donde se supone que está… Señorita, he vivido toda mi vida aquí, y sé perfectamente lo que existe y no existe en mi ciudad. Si usted vio la locación del lugar en el mapa ¿cómo se explica que no haya llegado? Es una broma, un chiste, ¡eso es todo!... La respuesta del viejo que no tenía nada de senil me dejó un sabor amargo, y ya no supe qué decirle. El viejo pareció darse cuenta de mi decepción y susurró algo que me dejó totalmente intrigada. Con la marea baja, nunca va a encontrar nada… ¿Qué? Nada, nada. Mire, tengo cosas que hacer, así que le pido por favor que se retire se disculpó arrepentido, queriendo encubrir lo que había dicho antes. El viejo me encaminó hacia la puerta y se despidió. En ese momento quedé completamente desconcertada, empecé a caminar hasta encontrar un lugar donde sentarme y poder procesar la información que me había dado. Pensé en su conducta 36


errática y la misteriosa frase que se le había escapado: “Con la marea baja nunca va a encontrar nada” ¿Y qué diablos quiso decir con eso? ¿Que en la marea baja no existía la librería? ¿Que solo existía durante la marea alta? Seguí caminando por los angostos callejones, que casi parecían túneles en esa época del año, y que en una ciudad como esta, se oscurecen precozmente debido a lo enclaustrado de sus construcciones. Uno podía perderse fácilmente aquí si no tenía un mapa en la mano, y como lo expresé anteriormente no era cosa de confiar en los locales… “Toda esta gente debe estar delirando” pensé, dudando ya de la existencia de la librería. “Inventar una farsa de este tamaño para joder a los turistas…” me dije a mí misma, negando con la cabeza. En ese momento, desde la oscuridad de otro angosto callejón, surgió un hombre sucio, con aspecto de pordiosero, quien parecía estar ebrio. Me dio desconfianza, así que apuré mis pasos. El indigente, al percatarse de esto, también aceleró sus pasos. Al mirar hacia atrás, vi una sonrisa maliciosa dibujada en su cara enjuta, lo que me inquietó mucho más. Seguí caminando. Cada cierto rato miraba hacia atrás y notaba que el viejo aún me seguía de forma insistente. En ese instante no pude evitar reaccionar con una mezcla de miedo e indignación: no seguí huyendo, sino que fui a enfrentar a este sujeto y a gritarle que me dejara de una vez en paz. ¿Y a usted qué le pasa? ¿Por qué no me deja tranquila? ¿Qué quiere? El viejo me miraba con cara de inocencia, como si nunca hubiera hecho nada, ni siquiera me contestó. A continuación levantó un brazo, como haciendo señas a alguien y luego me apuntó con el dedo. De repente sentí un garrotazo en la cabeza, seguido de un estruendo tan fuerte que parecía como si me hubieran reventado el cráneo. No recuerdo nada más. No sé quién fue el que me hizo esto, ni siquiera sé cómo pasó, ni por qué. No desperté en un hospital. Fue aquí mismo en el callejón, confundida, con la ropa sucia y húmeda. Sin mis pertenencias, y sin nada en verdad. Ya ni siquiera me dolía la cabeza, solo tenía una sensación de inconsistencia e irrealidad. Me parecía estar flotando como la niebla, vaporosa y etérea. Por momentos se oscurecía, como si hubiera llegado la noche, pero luego salía el sol y nuevamente era de día. Perdí la cuenta de cuántas veces ocurrió lo mismo. En apariencia, el tiempo no significaba nada. Después de una repetición incesante de ciclos, me di cuenta de que nunca podría irme de Venecia…

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INÉS LUQUE ARAVENA

Chile

Blog: 'Escenas de una vida imaginaria' https://unavidaimaginaria.wordpress.com Twitter: https://twitter.com/Fleur_of_Evil

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I

P

ido disculpas por estas palabras humildes que quieren esbozar el relato de lo que ocurrió un día de 1935. Tampoco es mi intención hacer de dominio público estos eventos, pero al plasmarlos en tinta podré evocarlos más allá de la imagen proyectada por mi recuerdo que con el

tiempo se pondrá borrosa. Quizás estas hojas de trazo pobre queden ocultas por el polvo en algún viejo desván y se pierdan en el olvido. Eran épocas de caos y conflicto. No solo aquí, en el Sur, en mi Argentina, sino que en todo el mundo. Podía sentir que se avecinaba un aire de cambio a nivel mundial. En este rincón apartado de todos, intentábamos seguirle el paso a las grandes ciudades, pero parecíamos niños desordenados imitando una danza que no sabíamos como bailar. Buenos Aires organizaba un festín compuesto por una gran variedad de distintas culturas. De a poco, la reina del Sur se convertía en poesía pura y mi corazón se enamoraba de sus calles de adoquines y del arrabal. Era típico escuchar en una esquina, o en alguna casona, una milonga improvisada o disfrutar del esfuerzo de varios por imitar aquella voz aterciopelada del Morocho del Abasto. Mi nombre, quizás un poco raro pero de mucha historia gracias al poeta griego, es Homero. Soy oriundo de las tierras del interior. Es posible que por eso quiera tanto a Buenos Aires. Veintiséis años ya pasaron desde que vi por primera vez la luz del mundo y diecinueve, desde que mis ojos se deslumbraron con la hermosura de esta ciudad. Su aroma que sabe a tango me abrazó, su música melancólica acarició mis oídos y naturalmente aprendí a vivir mis días siguiendo ese ritmo entristecido del dos por cuatro. Se puede decir que marcó mi destino y, de a poco, intenté dedicar mi vida a ese mundo de las artes y la música. He escrito algunas obras, pero igualmente mi nombre aún no sale a relucir por las calles del arrabal ni de París. II Era parte de mi rutina diaria caminar por las calles pobladas de Alto de San Pedro. Especialmente cuando entablé amistad con un extrovertido inmigrante italiano que vivía en el conventillo de los Ezeiza. Siempre pensé que representaba la imagen actual de Buenos Aires, que era sobrepoblada por aquellos ciudadanos europeos atraídos por el sueño de encontrar una vida mejor. Ellos inundaban las calles con sus 40


acentos atípicos pero eran marginados por la sangre real por decirlo de alguna forma que corría por las venas del emergente país. Fue cuando me dirigía a visitar a mi amigo Giuseppe, hace algunos días, que mi vida cambió para siempre. Era un atardecer de verano, el calor era sofocante y podía decirse que la estación corriente se encontraba en su punto caramelo. Si bien no había un motivo que justificase una celebración, el conventillo se encontraba ajetreado. Varios galanes amontonados se reunían alrededor de una voz nostálgica para alabarla. Y puedo dar testimonio de que dicho ritual era verdaderamente justificable. Aquella voz satinada pero desbordante de tristeza acariciaba emociones que se alojaban en mi interior y desconocía de su existencia. Semejante culpable de dicha agitación era una mujer que, acompañada por el magistral bandoneón de Giuseppe, entonaba con gran frenesí y sufrimiento los tangos más bellos que he escuchado. Como un joven prematuro y exaltado escalé quince hombres para llegar al patio y poder observarla más de cerca. Su canto angelical embrujó mi alma hasta perder la noción del tiempo. Los empujones y gritos masculinos, que podían llegar a opacar tal momento, desaparecieron quedando solo ella y yo, en un recital privado. Una vez concluido el acto improvisado, mi amigo nos presentó. Su nombre era Malena. III Mi corazón quedó cautivado al punto tal que me hablaba de ella, noche y día. Sin embargo, mis torpes acciones cuando me acercaba para intentar cortejarla nublaban cualquier intensión de conquistarla. Varias veces lo había intentado y varias veces había fracasado. Incluso mi facilidad para poetizar tangos como cauce de un río en crecida parecía haberme abandonado. Fue en aquel período, de pérdida momentánea de mi cordura, en el cual tomé mi guitarra y unas cuantas hojas, y partí hacia el primer lugar donde me guiara mi instinto, ya sea alguna plaza, alguna esquina o algún bar. Las horas fluyeron con gran rapidez y hallé refugio en una esquina oculta que concluía a un callejón, en el que podía verse un bar privado donde iban y venían algunas caras alegradas por el alcohol. A veces perdía algunos minutos pensando que quizás debería ser débil, aunque sea un instante, y dejar que la bebida ahogue mis penas y consuele mi dolor. Llegó la noche y cubrió las calles con su tranquilidad habitual. Estaba oscuro pero eso no evitaba que tarareara con mi guitarra melodías que culminaban en nada. Cuando me di por vencido casi destrozo mi instrumento en un arrebato de tristeza. 41


Pero en ese instante, una voz apareció en la oscuridad. Era difícil intentar obtener una imagen que mis ojos pudieran interpretar. Su sombrero ocultaba su rostro con la sombra que lo cubría como máscara. Podía ver el humo de su cigarro diluirse en el aire. Su aspecto misterioso se completaba por un reluciente traje negro que adornaba su figura. Curiosamente el tono de sus palabras me resultaba familiar y estuve unos minutos sumergido en un lago de confusión. Pero luego, que aquella anarquía de mis pensamientos se disolviera, comprendí de quién se trataba. Era él, el gran Zorzal. Clandestinamente se encontraba visitando Buenos Aires junto a su inseparable amigo. Disfrutaba caminar por las calles de su patria, tranquilo, para inspirar a su alma sin que nadie quebrantara la comunión de su espíritu. Por ello su visita debía permanecer en el silencio. Inocentemente le comenté sobre la congoja que deambulaba por mi corazón. Hablamos un par de horas como si fuéramos grandes amigos que hacía mucho tiempo que no se veían, pero su química permanecía inmutable. Tal fue la intriga que generó en él mi apasionado relato, que también deseaba oírla cantar. Como la noche recién estaba renaciendo caminamos hasta el conventillo, porque quizás si éramos lo suficientemente afortunados su voz de alondra estaría despierta por algunas horas más. Y así fue. Había algarabía nuevamente en los alrededores debido a ella. Los admiradores eran mayormente hombres. Por cada diez caballeros se divisaba la cara de una dama. No fue tan difícil calcular esa estadística porque se hacía muy fácil distinguirlas. Fue necesario, tan solo, un atómico instante para que el Zorzal quedara tan embrujado como yo. “Cuando llegue el día que me quieras, Malena, sonarán eternamente las cuerdas de guitarra de mi corazón”. Esas fueron las palabras que susurró mi boca mientras la observaba como muchas otras veces ya lo había hecho. Mientras aún duraba el concierto criollo, nos retiramos a una esquina apartada junto con su amigo que, había olvidado mencionarlo, desde el primer momento nos había acompañado. Me preguntó si conocía el poema de Amado Nervo, titulado: “El día que me quieras”. Él y su amigo, Alfredo, habían estado trabajando en una idea para convertir tan hermosa prosa en un tango, pero hasta el momento no habían tenido la dicha de encontrar ni la melodía ni la letra que rindiera tributo a tal extraordinaria obra. Tomó mi guitarra y mi papel, y comenzaron a esbozar en el aire la canción más bella que mis oídos llegaron a abrazar. Mitad canción. Mitad poesía. Era perfecta. Y yo… era testigo 42


de ese momento. IV Transcurrieron las horas y la noche comenzaba a cederle terreno al sol. Una vez conclusa la composición, la ensayamos un par de veces. Pero la valentía y la ansiedad que había acumulado en esas horas empezaban a transformarse en pavor. Las manos me sudaban. El corazón galopaba desaforado, y Gardel caminaba a mi lado para ofrecerle una serenata a mi Malena y conquistar su amor. Una vez que llegamos a la casona, Giuseppe nos permitió entrar. Ahora todo estaba calmo y reinaba la paz. Nos colocamos en el medio del patio, mirando hacia el cuartucho donde descansaba ella. Con guitarra en mano comencé a cantar acompañado por el Zorzal. Todos se despertaron y salieron curiosos para observar que pasaba. No podían creer que una de las personas que estaba en su residencia era el mismísimo Gardel. Era Gardel y… yo. Cuando la serenata llegó a su punto cúlmine donde debía recitar una hermosa estrofa, Gardel tomó mi guitarra y poniendo su mano en mi hombro me dijo con su voz de rey “Ahora estás tú solo, muchacho. Deléitala con tu amor.” Así mientras interpretaba a una especie de Romeo criollo, podía sentir el calor de la mirada cristalina de mi Julieta. Estaba sorprendida por mi declaración, pero por suerte no encontré rechazo en su actitud. Antes de que terminara mi parte, como escena de una película, los guardianes de la ley creyeron que nuestro bullicio era peligroso e irrumpieron salvajemente buscando explicaciones. Entonces como fugitivos corrimos dejando inconclusa mi actuación. Esa noche fue mágica: Gardel, mi Malena y yo. Justo antes de despedirnos le agradecí al Zorzal por su ayuda. Él me contestó: “Malena canta el tango como ninguna. Malena tiene nombre de canción”.

FRANCES KNIGHTINGALE

Argentina

Twitter: https://twitter.com/fknightingaleo1

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he, ¿vamos pidiendo algo? —les dije a los muchachos en la cantina donde reserva el Turco siempre para esta misma fecha. Por más de treinta años ininterrumpidos el Turco me convoca, junto al Narigón y al Gaita. Es un acontecimiento impostergable

e ineludible. Siempre en la segunda semana de julio sabemos que nos estará llamando, a manera de reloj despertador, para que comamos algo, brindemos como locos y nos caguemos de risa. Es casi una ceremonia, un ritual. Mi viejo me decía que el Día del Amigo era muy importante ya que se conmemoraba el mismo día en el que habíamos pisado la Luna. “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”, supuestamente esa era la frase que había dicho uno de los astronautas al pisar el suelo lunar y yo me lo creía porque me parecía una historia piola y entretenida. La silla de mi derecha estaba vacía, el Turco había reservado una mesa para cinco. Esta daba contra la ventana del boliche permitiéndome relojear lo que sucedía en la calle. Siempre algún colgado de la secundaria alunizaba o, mejor dicho, se sumaba a nuestro encuentro, pero ya eran las diez y nuestras panzas estaban empezando a crujir. —Unas rabas para ir picando y que vaya marchando una parrillada mixta para tres con fritas a la provenzal —le dijo el Turco al mozo mientras descorchaba el vino que había sugerido el Gaita, que de vinos la tiene clara. En esa cantina todo es abundante, pedís para dos y comen cuatro, ¡una bestialidad! —¿A quién tenemos hoy para gastar? —les pregunté mientras señalaba la silla vacía. Ellos se miraron y sonrieron con esa complicidad que me pone un tanto incómodo. —Vamos muchachos, déjense de joder, ¿A quién invitaron? —les reclamé. —Esperá tranquilo, ya debe estar por llegar, es una sorpresa —me dice el Narigón levantando la copa para que hagamos el primer brindis. Justo cuando chocamos las copas veo que estaciona en la esquina una nave importada que contrastaba bastante con la cantina en particular y con el rioba en general. En eso baja un chabón alto, grandote, trajeado, engominado, parecía un actor de cine. Me lo quedo mirando y veo que entra al boliche dirigiéndose hacia nosotros. Al principio no lo reconocí, pero cuando empezó a saludar al toque me di cuenta de que era el Negro López. El… Negro… López… si había alguien que había odiado con todo mi corazón desde el último año de la secundaria hasta nuestros días era a ese Negro hijo de remil putas. Él se sentó a mi diestra y empezó a hacer bromas y recordar aquellos momentos que compartíamos en el colegio. Yo estaba recaliente. Resulta que desde la primaria… qué digo, desde el jardín de infantes, salita celeste, yo era amigo de Adrianita. Íntimos, 45


íbamos en el micro juntos, estudiábamos juntos, hacíamos los trabajos prácticos juntos, coleccionábamos figuritas juntos, todo, pero todo, lo hacíamos juntos, hasta que ese quinto año se me ocurrió la estúpida idea de hacer un asalto en la terraza de mi casa. Las chicas se ocupaban de la comida y nosotros llevábamos el chupi. Yo pensé que esa iba a ser la oportunidad de mi vida para declararle mi amor eterno a Adrianita. Estábamos sentados escuchando el tema que nos identificaba (It must be love, de los Madness) cuando aparece el Negro garca y saca a bailar a Adrianita. En un principio pensé que todo había quedado ahí, hasta ese dramático día en el que iba a buscar unos apuntes de Educación Cívica a su casa ya que me la había llevado a diciembre junto a otras tantas materias: me cruzo con el Turco y me tira que Adrianita, mi amiga inseparable, mi amor imposible, mi alma gemela, estaba curtiendo con el Negro de mierda que esa precisa noche tenía a mi lado. Aquel día, sin pena ni gloria, me volví a casa sin ir a buscar los apuntes, ni tampoco me presenté a dar el examen de esa inútil materia dada la depre que tenía. A ella no la vi nunca más, estaba muy dolido, me sentía traicionado y juré borrarla por completo de mi mente, aunque me fue imposible. Siempre pasaba algo que me hacía recordarla. Pero a él sí lo volví a ver. Recuerdo que en un fulbito improvisado, me lo topé y tuve la oportunidad de vengarme, yéndole con los tapones de punta y con toda mi fuerza, tratando de hacerle una quebradura múltiple de tibia y peroné. Obviamente nos fuimos a las manos y si no fuera porque nos separaron quizás tendría que haberme hecho una cirugía reconstructiva de cara o un trasplante total de cabeza. El Turco se levantó para ir al baño y yo salí corriendo detrás de él. Frente a los mingitorios le pregunté: —¿Vos sos pelotudo o te hacés? ¿Por qué invitaste al Negro? —Me llamó y dijo que quería verse con nosotros, me pareció un buen gesto de parte de él —me contestó mientras se la sacudía agitadamente. —¿Y no te importó lo que yo sentía por Adrianita? —le reclamé. —¡Pero déjate de joder! ¡Eso pasó hace muuuuuchooo! ¡Vamos a festejar y a divertirnos! —me respondió exultante, frotando sus manos debajo del secamanos. Me distendí y me olvidé por un momento de mis rencores y de ese hecho terrible que me había marcado la vida para siempre. Hablamos de fútbol, de nuestras aventuras amorosas, de nuestros laburos, de las enfermedades, de los medicamentos que tomamos. Reímos como chicos y brindamos muchas, pero muchas veces. El Negro me hablaba y me miraba como si nunca hubiese pasado nada. Salió, como siempre, el infaltable tema de los hijos, el Gaita contó que el suyo se había ido a hacer patria a 46


España. Al Narigón, emocionado, se le caía la baba diciéndonos que estaba por ser abuelo. El Turco se llenaba la boca con sus mellizas que se habían recibido de médicas y yo mirando sin aportar nada, porque nunca había podido tener hijos con ninguna de mis parejas, que fueron varias. Orgulloso y cerrando la ronda, el Negro nos contó lo adorables que eran los dos pequeños que había tenido con Adrianita y eso me desintegró mi pseudoalegría hasta terminados los postres. —¡Pero qué hijos chicos que tenés! —le dije hipócritamente, dado que solo me interesaba saber lo que había sido de la vida de Adrianita. —Es que ella tuvo muchos problemas para quedar embarazada —me contestó con cierta culpa. —Está bueno tener hijos chicos, te hace más joven —acoté boludamente para llenar el silencio que se había instalado en la mesa. Pagamos a la romana, nos pusimos los abrigos y nos fuimos cantando bajito hacia la vereda. Hacía mucho frío. Nos saludamos y me abracé con todos menos con el Negro. —Perdón por la impuntualidad —acotó; y hurgando con su mano el bolsillo de su traje agregó: —La verdad que hacía mucho tiempo que no la pasaba tan bien. Yo lo miré con desconfianza, la misma desconfianza que le había tenido siempre pero potenciada por los años. —Es que tuve que dejarle los chicos a Adriana —continuó diciendo—. Yo los tengo los martes y los jueves y un fin de semana por medio. El Turco me guiñó un ojo disimuladamente. Yo saqué mi atado de cigarrillos y convidé una vuelta. La película de mi vida se estaba rebobinando y un sentimiento extraño me colmaba el pecho. El Negro López, al fin, sacó un papelito del bolsillo. En él había un número de teléfono, me lo dio y me dijo un tanto confundido: —Adriana sabía que venía a verlos y me pidió que la llames, tiene unos apuntes para darte… creo que son de Educación Cívica.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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u llegada a la puerta 10 fue un tifón en aquella apacible comunidad de vecinos. Hasta entonces todo discurría en aguas tranquilas, con sus mareas en discusiones banales, como luego se darían cuenta, sobre la derrama de la reparación de la terraza o la conveniencia de renovar los desvencijados

buzones. Los más antiguos se conocían de toda la vida. El señor Ramón y su esposa, la señora Luisa, ya ancianos, ocupaban la puerta 4 desde que se casaron. Allí habían nacido sus dos hijos. También de edad avanzada, la señora Amparo, ya viuda, vivía en la puerta 2. El presidente, elegido por unanimidad desde hacía años, era Daniel. Había nacido en el edificio y vivía con su esposa Cristina y su hijo Andrés en la puerta 1. Los otros llegaron más tarde y se fueron integrando fácilmente a la cordialidad que los unía, con sus saludos en la escalera o en la calle y el seguimiento de los principales aconteceres vitales. En otras comunidades contiguas ya habían contratado un administrador de fincas. En el número 21 de la calle Doctor Seguí no lo habían necesitado. Daniel se ocupaba de cobrar los gastos mensuales, de llevar la contabilidad, el libro de actas de las reuniones y de buscar presupuestos económicos para las reparaciones que iban surgiendo. El propietario de la puerta 10 no vivía allí. Poseía más pisos en el barrio en régimen de alquiler. Residía en una zona más acomodada de la ciudad y frecuentaba poco las reuniones. Los últimos inquilinos habían sido un joven camarero y dos magrebíes que subían y bajaban las escaleras con abultados fardos de objetos con los que comerciaban. A Juanjo le compraron el piso sus padres para que tuviera un techo seguro en aquel abismo en que se había convertido su vida. Con casi treinta años y, a pesar de las oportunidades de una familia adinerada, no tenía estudios ni trabajo. La convivencia en casa se había ido haciendo insostenible conforme se adentraba en el camino sin retorno de la drogadicción. La reunión definitiva se hizo a puerta cerrada. Ya habían intentado hablar con él, los había insultado, los había despertado de madrugada cuando regresaba sin llaves y pulsaba todos los timbres, cuando subía con amigos dando golpes a las puertas, cuando el volumen de la música, las risas, los gritos y las voces impostadas los atemorizaban. Ya habían llamado a la policía demasiadas veces y lo habían demandado en el juzgado. Todo había sido inútil. Ningún juez podía expulsar de su vivienda al propietario. Una multa, una llamada de atención y, al poco tiempo, el mismo sinvivir. En conversaciones aisladas aquella decisión se había ido gestando y no fue 49


difícil llegar a aquel punto. Había que deshacerse de él, sin intermediarios, para no arriesgarse. Todos a una, desde los venerables ancianos hasta los más jóvenes, dictaron sentencia. Dos semanas después Daniel cogió el teléfono. El padre, reacio en un principio, abrió la puerta. El hedor les hizo taparse la nariz. Tendido en el sofá, rodeado de latas de cerveza, ceniceros rebosantes, cucharillas y pieles de naranja, yacía Juanjo, lívido y yerto. El forense certificó la defunción cinco días antes a causa de una sobredosis, como vio claro el padre. Ahí estaba la jeringuilla delatora. Solo dos vecinos se personaron en el tanatorio, dada la escasa relación con la familia: Daniel, como presidente, y Nieves, la enfermera de la puerta 8, para que se sintiera acompañado. Las noches volvieron al silencio que únicamente interrumpía el ruido del tráfico, pero algunos no conciliaban el sueño. Se evitaban en las escaleras. Si un vecino oía una puerta, esperaba a que se cerrase para atreverse a salir. El señor Ramón sufrió un infarto y estuvo hospitalizado una larga temporada. Él era quien más se había quejado de las molestias que le ocasionaba. La señora Amparo parecía más sorda que nunca. Si le hubiesen preguntado, habría afirmado no haberse enterado bien de lo que se dijo en aquella reunión. Andrés, el hijo de Daniel, se fue a Londres a estudiar inglés y a trabajar en un hotel. Allí sería difícil que Edu, su amigo de la infancia convertido en camello, lo buscase si la policía llegaba a sospechar. En cuanto a Nieves, aprovechó una vacante en un hospital a trescientos kilómetros para poner el piso en venta. Sus manos enguantadas no volverían a recuperar el pulso hasta meses después. Cada vivienda, cada puerta, se fue cerrando. Los que quedaron permanecieron prisioneros en sus propias jaulas.

CARMEN CANO SOLDEVILA

España

Twitter: canocs19

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a noticia corrió como pólvora. Como dice el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”. Dimas, el pordiosero mocho que pedía limosna frente a la plaza, se enteró de la novedad, al ver el alboroto de la gente y sin pensarlo dos veces tomó su muleta, corrió a la iglesia a poner al tanto al

cura Olegario Arreaza que acababa de terminar la misa y se disponía a cenar. Era un poco más de las siete de la noche y algo había pasado con el anciano, que visitaba todas las tardes la plaza que quedaba justo frente a la iglesia. Se contaba en el pueblo que este anciano había llegado un mes de mayo hacía muchos años, cuando la primavera estaba en su apogeo y los campos reverdecían con una variedad increíble de flores. Fue en la época de la Guerra Civil cuando el país estaba convulsionado y el caos reinaba por todas partes. Era un mozo idealista y soñador y la tropa donde servía como soldado lo dejó malherido, con un golpe en la cabeza, a las puertas de aquel mísero dispensario que ni médico tenía y era atendido por una enfermera, solícita y amable, que a duras penas le prestó los primeros auxilios con lo poco que tenían. Desde el comienzo de la guerra no recibían ninguna ayuda gubernamental. Aquel pueblo perdido en el mapa, inexistente para las autoridades se llamaba Pozo Viejo y el anciano que para ese tiempo tendría unos veintitrés años se llamaba Anselmo Peralta. Se había alistado en el ejército pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras, de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo. Nunca pensó que serían tan terribles los momentos que pasaría en el frente de batalla. Hambre, frio, desprecio de sus superiores. En las noches heladas a campo abierto sin poder dormir y con poco abrigo pensaba —¡Dios mío que absurda y terrible es la guerra, cuánto odio entre hermanos! Cuando ocurrió el accidente de su esposa, Anselmo, siempre erguido y elegante, se tornó triste, taciturno, cabizbajo y de caminar encorvado. Su único consuelo y momento de sosiego era visitar la plaza del pueblo. — ¡Su amada plaza! Así se refería a ese lugar de esparcimiento y descanso al que acudía diariamente a las cuatro en punto de la tarde. Los únicos momentos que dejó de visitarla fueron los nueve días posteriores al fallecimiento de Agripina, su esposa. Sucedió que ella limpiando un viejo armario perdió el equilibrio y cayó. —Fractura de fémur; —dijo el médico que la atendió, dolencia de la cual nunca se recuperó. Durante los seis meses que estuvo inválida, Anselmo demostró todo el amor y generosidad que puede tener un ser humano hacia la persona que compartió su vida durante tantos años. Se conocieron desde el primer día que llegó al pueblo. Era la enfermera del dispensario que le vendó las heridas y lo trató con tanto cariño como nadie lo había hecho hasta entonces. Fue amor o atracción a primera vista. Se casaron al mes. A él 52


nadie lo esperaba en la capital. Nunca conoció a sus padres y por caridad fue criado por las monjas en el orfanato de San Jerónimo. Vivía en una pensión y su trabajo como encargado de una sastrería de prestigio lo aburría enormemente. Ella vivía con su único hermano, mayor que ella en una pequeña granja a las afueras del pueblo, donde cultivaban hortalizas, crisantemos y violetas con las cuales adornaba el altar de la Virgen de la pequeña iglesia. Los primeros años de su vida de casados fueron de una magia y compenetración total. Él era alegre y dicharachero, ella en cambio muy ordenada y meticulosa. Al principio vivieron con su hermano, pero los problemas nunca faltaban ya que la granja era muy pequeña para albergar a tantas personas. Cuando finalizó la guerra, Anselmo viajó con su esposa a la capital y con lo poco que le pagaron por la liquidación de su trabajo regresaron al pueblo para establecerse allí. Alquilaron una pequeña casita a varias cuadras de la plaza, donde él con mucho esfuerzo comenzó a trabajar el arte de la sastrería, el cual conocía muy bien. Agripina se convirtió en su inseparable compañera, apoyándolo en todos los proyectos, que ella llamaba —“locuras de su marido”. Era su mano derecha y él todo se lo consultaba. Al cabo de un año la sastrería creció tanto que hubo de emplear dos cortadoras y dos modistas. Compraron la pequeña casa la cual fue remodelada totalmente en una hermosa casona de estilo barroco. Y en el solar grande que tenía al lado fue construida la sastrería El Traje Perfecto, cuya fama rebasó los límites del poblado extendiéndose a los pueblos vecinos cuyos habitantes siempre salían satisfechos por la calidad de los trajes y el buen trato de los dueños. Cuando ocurrió “la desgracia” como Anselmo llamó a la caída de su esposa, se levantaba muy temprano al despuntar el alba para preparar el café y pan tostado a la enferma. Jamás pronunció una queja y siempre se mostraba animoso delante de Agripina haciendo hasta lo imposible por hacerla feliz, y ella, al verlo alegre, se sentía tranquila y regocijada de tener a alguien que la amara tanto. Le contaba anécdotas e historias con tal de verla sonreír. Fue para esa época que Anselmo decidió vender la sastrería. Primero se la dio en consignación a un primo de Faustino, el gallego dueño de la taberna, que se enamoró de ella con solo verla. Después se la vendió para dedicarse por completo al cuidado de Agripina a quien no le dijo nada. Cuando ella se enteró lloró desconsoladamente, pero no comentó nada para no herir más los sentimientos de su esposo, pero a partir de ese día algo se rompió en su corazón. La vida les cambió por completo. Ahora por las tardes, después del almuerzo, Anselmo ayudaba a una sobrina de su esposa que la atendía durante el día. Luego hacía una corta siesta hasta las tres y media cuando salía a caminar y se dirigía a la plaza del pueblo llegando un poco antes de las cuatro, ya que el trayecto no era largo 53


y él trataba de caminar despacio para disfrutar del paseo. Permanecía allí hasta las siete de la noche. Eran tres horas de esparcimiento, recreación, diversión y meditación disfrutando a plenitud cada instante de las cosas sencillas que la vida le brindaba. Se extasiaba contemplando los árboles frondosos, las flores, el trinar de los pájaros, el corretear de los niños. Escuchaba con verdadero deleite el repique de las campanas de la iglesia cercana llamando a misa, el paso de la señora italiana, esposa del dueño de la panadería, que lo saludaba y siempre le preguntaba con su español mal pronunciado por la salud de su esposa. La pareja de novios que se citaban todos los jueves a las cinco de la tarde. Cuando Anselmo estaba en la plaza se olvidaba de todos sus problemas. Algo irreal se apoderaba de su alma, haciéndole sentir una paz y felicidad interior perfecta. Si de él dependiera se quedaría más tiempo allí. No cambiaba esos momentos mágicos por nada en del mundo. La salida de las personas de la iglesia, la señora italiana cuando regresaba a su casa, le indicaba que era hora de regresar al hogar, ya que Martina, que así se llamaba la sobrina de su esposa, solo esperaba su llegada para marcharse. La cena siempre estaba servida y Agripina lo esperaba recostada en la cama para cenar juntos. Martina se esmeraba en colocar un mantel de lino blanco inmaculado y el servicio de porcelana china, regalo de su boda en la bandeja donde su tía cenaría. Después rezaban juntos una oración y Anselmo se daba a la tarea de cerrar puertas y ventanas de la amplia y señorial casona donde vivían. No habían tenido hijos. Quizás fue la falta de ellos lo que propició que la pareja se compenetrara más, con amor y dedicación del uno hacia el otro. Después de los funerales, al volver a la amplia casona, por primera vez en muchos años, Anselmo se sintió verdaderamente solo. Martina no lo acompañaría más, ya no había nadie a quien cuidar. Solitario y triste, sintió unas ganas inmensas de llorar, ya que delante de amigos y conocidos demostró un comportamiento digno de un rey. Se mantuvo firme y erguido, con la cabeza en alto al recibir las condolencias. Ese día no cenó y se fue al dormitorio más temprano. En los nueve días siguientes a la muerte de Agripina, por las tardes, en vez de ir a la plaza iba al cementerio. Le llevaba crisantemos y violetas, sus flores preferidas las cuales buscaba en la granja de su cuñado. Al regresar a su casa ya lo esperaban amigos y vecinos para rezar el novenario. Al décimo día después de los funerales cuando preparaba la cena, en la amplia cocina de la vieja casona, se acordó que hacía días no visitaba la plaza. Se sintió más animado y tranquilo. —¡La plaza! Qué gratos recuerdos venían a su memoria. Y se prometió a si mismo que iría al siguiente día. Pensó incluso que podría ir en las mañanas y en las tardes. No tendría que almorzar en la casa. Visitaría la taberna de su viejo amigo, el gallego, quien preparaba 54


unos platos exquisitos. Estaría todo el día fuera de la casa, ya que cada vez se le tornaba más triste y sombría. Regresaría tarde por la noche solo a dormir. A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Preparó café y lo bebió con verdadera delicia. Siempre disfrutó mucho del café. Recordó con ternura cuando Agripina le decía que no lo tomara de noche ya que le producía insomnio. Llegó a la plaza cuando todavía era muy temprano. Compró el periódico en el quiosco de la esquina. Se sentía libre, casi feliz. Pasó todo el día caminando, saludando y conversando con las personas que conseguía en su trayecto. Almorzó en la taberna como había pensado. La comida le pareció verdaderamente deliciosa. Filete de mero al ajillo con papas al vapor. Se quedó allí hasta la tarde conversando y sorbiendo un sabroso café, cortesía de su amigo Faustino. Al volver a la plaza la encontró mucho más radiante que en la mañana. El sol de abril brillaba en el firmamento y una brisa suave y fresca le acarició el rostro. Caminó y la recorrió por completo disfrutando cada paso, grabando en su memoria cada detalle. Se sentó en una banca, entornó los ojos y se dispuso a dormir un rato. Se sentía maravillosamente bien. Entre el sueño y la vigilia vio a Agripina. Estaba hermosa y jovial como cuando se conocieron aquel día lejano en el dispensario del pueblo. Tenía puesto su vestido floreado más hermoso, el que se ponía para ocasiones especiales. Ella le hablaba, veía el movimiento de sus labios, pero él no la escuchaba. Observó a algunos niños cerca, oía sus voces, sus risas. Sonaron las campanas de la iglesia llamando a misa. A las siete de la noche los niños que jugaban llamaron al vigilante de la plaza para decirle que el señor Anselmo tenía mucho rato profundamente dormido en una banca.

NANCY AGUILAR QUINTERO

Venezuela

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a costa atlántica argentina recibe, a lo largo de toda su extensión, la corriente proveniente de las Islas Malvinas; corriente compuesta por aguas subantárticas, por lo que resulta ser extremadamente fría. Esta particularidad se aplaca, en parte, a medida que se acerca a las costas de

la provincia de Buenos Aires; es algo que debemos tener en cuenta para comprender la siguiente historia. Sucedió la última vez que visité una playa argentina, lugar que, por una cuestión casi diría que de piel, me resulta completamente detestable. La gente, el calor, el sol, el sudor, la necesidad imperiosa de disfrutar de manera cuasi obligatoria del momento que se vive junto al mar como si en ello se nos fuera la vida, por un lado. Así como la noche, el viento, la arena que lo inunda todo, las comidas grasosas y la necesidad de demostrar una alegría tan impuesta como falsa, y esa sensación de estar fingiendo más que viviendo, por otro. A lo anterior debemos sumarle el hecho de que las ciudades costeras, porque llamarlas de otra manera parecería ser una ofensa a los ancestros fundadores y su descendencia (¿O debería decir decadencia?), se parecen demasiado a Buenos Aires; tanto como si las personas hubieran sido transplantadas de un lugar a otro. Uno nunca está tranquilo en la costa sabiendo que una cantidad indefinida de porteños recorren las mismas rutas, los mismos lugares, las mismas costas, ansiando disfrutar del verano al igual que uno mismo. Lo que menos se logra en un contexto semejante es descansar, por lo que las vacaciones pierden su razón de ser. Este tipo de cosas no me suceden en playas de otras partes del universo, de las cuales conozco muy pocas, es cierto. Quizá por eso es que lo recuerdo tan nítidamente. No la fecha, o momento exacto del día, ni mucho menos en cuál de todos los balnearios costeros me encontraba. El recuerdo es más un bosquejo general de la situación vivida que una memoria real. Podría poner en duda el que haya sucedido, es cierto, es solo que prefiero no hacerlo. Encontrándose uno bajo el sol, incluso en el vano intento de protegerse bajo una de las escasas sombrillas que pueden conseguirse, los pensamientos se vuelven lentos; el cuerpo humano no está preparado para soportar esa idea de que debemos tostarnos la piel y, poco a poco, dejamos de comprender el mundo que nos rodea y de actuar con la coherencia habitual. Al menos habitual en mi persona, por supuesto. Llevaba varias horas de esa situación, tendido cuan largo era en ese momento, cuando la incomodidad me llevó a voltearme buscando algún sitio en el que la arena quemara un poco menos o no resultara tan molesta. 57


Entonces la vi. De pie bajo su propia sombrilla e individualista a ultranza, con un traje de baño de otra época pero a la moda vintage de ese verano, grande y con color en una sola de sus piezas, lo que dejaba mucho más librado a la imaginación de quien la mirara que los actuales. Usaba unos lentes de sol que ocultaban casi la mitad de su rostro y una sonrisa entre pícara y socarrona de quien sabe que no se encuentra allí para cumplir con los mandatos sociales, sino para romperlos. Llevaba el cabello recogido en un extraño rodete detrás de la cabeza, algo que, de alguna manera que me resulta imposible de explicar, resultaba extremadamente erótico en compañía de los pocos tatuajes que decoraban su piel; algo que en ese entonces no resultaba tan repetido como en el presente. La palidez general de su cuerpo la delataba como una recién llegada al centro vacacional. Algo imposible de disimular y que explicaba, por otra parte, el implemento de la sombrilla individual en un lugar en el que el espacio personal resultaba insuficiente para estirarse por completo. El labial rojo, brillante, llamativo, completaban el conjunto. Pero, además de todo lo anterior, tenía un helado de agua en la mano y utilizaba, sabiendo muy bien lo que hacía, lo que provocaba, su lengua para lamerlo en cámara lenta. Arrastraba la lengua centímetro a centímetro sobre aquel trozo de hielo sabor a fruta, primero de un lado para voltearlo y lamer del otro antes de comenzar nuevamente el recorrido, concentrando cada uno de sus gestos para que ni la más mínima gota de aquel preciado helado cayera fuera de sus labios. Contemplándola desde la mínima distancia que nos separaba, viví los cinco minutos más largos de mi vida; si es que llegaron a ser cinco, cosa que dudo ya que el tiempo es relativo y subjetivo. Minutos en los que ni siquiera por un breve instante fui capaz de sustraer mi mirada de sus lentos, pausados, extremadamente sugerentes e hipnóticos movimientos; tampoco es que quisiera hacerlo, ni tan siquiera para comprobar en qué estado se encontraba quien me acompañaba debajo de la sombrilla compartida. Hasta ese momento apenas si había sentido algo más que el calor sobre la piel, el sol quemándome, o dorándome, que para el caso es lo mismo, y el sudor que formaba una capa protectora generando una sensación más cercana al desagrado que al placer. Pero al verla todo cambió: el calor ya no se encontraba fuera de mí, allá, en el cielo, brillando incandescentemente para quien se encontrara debajo, sobre la piel. El calor nacía dentro de mí, con una fuerza inimaginable en ese contexto en el que 58


cualquier cosa podría suceder menos, precisamente, lo que estaba pasando. Cuando acabó con el último bocado del helado, cuando aquella lengua recorrió por última vez la extensión del palillo de madera y saboreó los restos que se encontraban sobre los labios sonriendo ampliamente ante el éxtasis de saberse refrescada brevemente, decidí actuar de manera intempestiva e inmediata. Abandoné la pasividad horizontal y corrí, sin detenerme a pensar en lo que hacía, en la única dirección posible para poner coto al calor que no dejaba de crecer. Me reconfortó recibir en medio de semejante calor el ansiado, esperado, necesario y húmedo abrazo de aquel helado mar.

JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB : www.proyectoazucar.com.ar

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H

abía una vez un reino en el lejano Oriente, donde vivía un alquimista tierno y sensible que había puesto un cerrojo a su corazón. Su nombre era Diógenes. Este adusto caballero de largos cabellos grises y ojos de niño veía pasar la vida desde su torre, alejado del resto de

hombres y mujeres del reino, por miedo a ser dañado de nuevo. Su tiempo lo dedicaba a mezclar líquidos y gases en tubos y probetas. Esperaba hallar un elemento más puro que el oro que le permitiera llegar al corazón de aquella que tanto le había dañado. Una noche en la que el cielo era un manto denso sin estrellas oyó el canto de un mirlo y su corazón se iluminó. La melodía del pequeño pájaro era extraña pero parecía traer tranquilidad a su alma herida. Decidió poner manos a la obra. Dejó de pensar en el oro e ideó la forma de atraer a aquel mirlo a su humilde hogar. Para ello se sirvió de cuatro elementos. Recogió agua cristalina del río y la dejó en un cuenco en la parte alta del torreón. Del bosque se sirvió de tierra, madera y jugosos arándanos. Con la tierra y la madera construyó una sencilla jaula sin barrotes. Pensó que el fuego asustaría al frágil mirlo y lo guardó a buen recaudo en el fondo de su corazón, para entregárselo cuando fuera necesario. Lo más difícil de conseguir fue el aire. Aquella ave era esquiva y demasiada brisa haría que echara a volar. Esperó a que la mente le hablara. En una noche estrellada sus ojos se iluminaron como diamantes y subió al torreón. Dejó el cuenco en el suelo. Abrió de par en par las puertas de la jaula y lanzó al ligero aire nocturno el fuego que cobijaba su alma. El cielo vespertino acogió al fuego entre lenguas de viento, creándose una cálida corriente que llegó hasta el delicado pájaro. El pequeño animal notó la acogedora corriente que le envolvía y se dejó llevar. No sabía si aquella brisa le llevaría a algún sitio; la noche a veces es tan negra que cuesta ver a través de ella, pero a lo lejos vio luces que refulgían como dos diminutos diamantes. El mirlo con un gracioso aleteo se posó en una de las almenas del torreón. Los dos bellos diamantes que había visto desde la distancia, eran los ojos del alquimista solitario y le gustaron tanto, que quiso poder verlos cada día, pero temió que aquél hombre serio solo quisiera encerrarlo en una jaula. Miró temeroso a su alrededor y vio que allí había agua para apagar su sed, sabrosos arándanos para alimentarse, un hogar sin barrotes y fuego intenso en un 61


corazón que no quemaba. Entonces abrió el pico y cantó: “Sé que has escuchado mi canto, dulce alquimista, si quieres oírlo una vez más, dame todo lo que hoy me has dado y no faltaré a ninguna cita. Permite que mi melodía extraña ilumine tus noches y días”. Y así fue como el alquimista pudo olvidar a la que tanto daño le había hecho y liberar su corazón. No se sabe si la extraña amistad del alquimista y el mirlo duró muchos años, o si fue el fruto del encantamiento nocturno de una noche estrellada que se agotó al asomar el sol que todo lo quema. Aunque cuentan los ancianos del lugar que en noches sin luna ni estrellas, no dos, sino cuatro bellos diamantes danzan en lo más alto del torreón.

RAQUEL CORTÉS

España

Blog: https://tramuntanaensilencio.blogspot.com/

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E

l viejo Pascual camina con parsimonia apoyado en su bastón, arrastrando sus pies artríticos hasta llegar al portón de la iglesia antes de las ocho, y levanta la mirada, como buscando a Dios entre las rendijas de la enorme mole de roble que permanece hermética, como si

nunca se hubiera abierto. La misa de ocho era lo único que le quedaba, pero el cura también se había ido y nunca le llegó reemplazo. Repite la rutina todos los días, como si fuera la primera vez. —Qué raro, hoy no va a haber misa —se dice a sí mismo, y se encamina hacia un banco de la plaza en el que se ha sentado desde tiempos remotos, cuando terminaba el mercado o esperaba a ver como revoloteaban en estampida las golondrinas tras las campanadas que anunciaban la misa de cinco. De eso ya han pasado muchos años, en ese pueblo ya no repican las campanas, las golondrinas se acomodan a sus anchas en el campanario que ya han hecho suyo. Don Pascual se sienta con lentitud en un extremo del banco, apoyado en su bastón de viejo, empuñándolo con sus dos manos entre las piernas, y observa lo que queda de su pueblo. Al frente, la casa municipal, decrepita y triste, con su puerta principal clausurada con un candado oxidado y maleza creciente sobre el tejado que amenaza con derrumbarla. Y colindando a la derecha, sobre un muro de hormigón, aun se lee: “OFICINA DE ASUNTOS MINEROS, trabajamos por la prosperidad de la región”. De la esquina contigua, aun recordaba las tres casas blancas, uniformes, de tapia pisada y teja española, que habían sido derrumbadas para dar paso a la gran estructura de metal que sería el gran hipermercado, que duró lo que el proyecto de extracción minera, ahora era una maraña de vidrios rotos entre fierros carcomidos, reclamados por un zarzal. Como en una ensoñación, entremezcla su presente con colores y sonidos del pasado, se siente poseído por la algarabía del viernes, en esa plaza de mercado donde él y sus paisanos vendían ovejas, papa y legumbres que producían en el páramo, y se aprovisionaban de víveres y frutas, que otros mercaderes traían de pueblos templados. El mercado transcurría en un frenesí de feria que se repetía los viernes desde los remotos tiempos de la Colombia republicana. Era el eje social y comercial en los pueblos olvidados del páramo, hasta que fue descubierto oro en sus entrañas y de repente sus gentes fueron expropiadas en nombre del progreso de la nación. La compañía minera llegó como un aluvión y tras ella, hordas frenéticas de desarraigados trashumantes venidos de cualquier parte, atraídos por la promesa de 64


prosperidad. Tras la diáspora que siguió la retirada del complejo minero después de cuarenta años de explotación de oro, solo un viejo, su mujer y un perro se quedaron para encarnar el vestigio de un pueblo alegre y con identidad propia que en nombre del progreso de la nación fue condenado al exterminio.

HAM BASHUR

Colombia

Blog: https://hambashur.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/ham.bashur

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D

Para Lilí iciembre recién comenzó y el verano parece ya haberse instalado sobre la ciudad. Es un día espectacular con el sol brillando en el marco de un celeste hermoso perlado con algunas pocas nubes. La particular tripulación comienza a juntarse en el muelle y disfruto

viendo llegar a viejos lobos de mar. Sonrío con nostálgico placer pensando en las millas e historias que compartimos. Hoy saldremos para una nueva singladura en lo que promete ser una navegación muy placentera. Hasta viene mi familia, mis hijos y solo el mayor de los nietos, porque tengo cuatro hijos y doce nietos y el cupo no daba para todos. La única que no viene es Lilí. Me esperará en casa, como los últimos cincuenta años. Hace rato que dejó de creerme cuando digo que voy a navegar por última vez. Es natural, muchas veces lo dije y siempre surgía una nueva salida. Creo que es lo único que la hizo sentirse celosa en alguna oportunidad… mi eterno romance con el mar… más de 150.000 millas navegadas en medio siglo ¿Cómo agradecerle a la vida todo lo que me ha dado? Siguen llegando y en el portalón del buque miran curiosos a esta heterogénea tripulación que se va juntando. Es que tenemos un promedio de edad alto… Aprovecharemos para hacer instrucción con los más jóvenes, a contarles algunas anécdotas y a reafirmarles el acierto de haber elegido esta profesión. Mientras se aproxima la hora de embarcar, la charla sigue en esos viejos adoquines del muelle, también cargados de muchas historias. Jorge, celular en mano muestra un boletín meteorológico calmo. En mis tiempos no había esos teléfonos, el buen marino se guiaba por su experiencia, la rotación del viento, las nubes, como mucho la lectura del barómetro y por supuesto su intuición. Pero bueno, reconozco que esos tiempos quedaron atrás. Llega la hora de embarcar y lo hacemos felices. Todo apunta a una navegación calma y distendida. La gente se distribuye a voluntad, unos van para el Puente, otros para el Comedor, yo voy con mi hija Ángela y otro grupo para la popa, el lugar de eternas charlas en navegación. Al zarpar, respetuosamente nos mantenemos apartados de la maniobra aunque vemos que un marinero jovencito tiene problemas para ir lascando el cabo desde la cornamusa. Julio me mira y nos entendemos sin hablarnos, ya aprenderá. También nosotros fuimos novatos una vez, aunque hace tanto que parece que hubiese sido en otra vida. Nos arrimamos al través de escolleras. Se ven pescadores cansinos que 67


disfrutan lo suyo. Para algunos un entretenimiento, para otros la oportunidad de una comida distinta. Como el día está hermoso, varios están con familia, compañeras con mate o con algún libro, hasta un gurí jugando con un perro. Es una postal clásica. Saludamos y nos responden brazos que se agitan. Algunos sacan fotos. He sabido estar también de ese lado y siempre es lindo ver salir un barco. Se nota que dejamos la tranquilidad de la rada. Pese al tiempo calmo nos hamacamos un poco, afortunadamente no mucho. Mi familia se mantiene bien y miran por la aleta hacia el Cerro. Señalan la dirección donde supuestamente está nuestra casa e inmediatamente surge en la charla el “Pañol de Popa”. Río para mis adentros con orgullo. Muchos años de dedicación y trabajo para convertir el garaje de casa en lo que es hoy. Algunos dicen que habría que llamarle Museo… exageran un poco, pero lo cierto es que allí huele a salitre y hay cosas increíbles. Las navegaciones que más me marcaron fueron aquellas en que rescatamos gente del mar. Recuerdo en el 83, cuando hicimos 1.600 millas en el viejo “Uruguay” para evacuar a un tripulante de un pesquero chino al que un tiburón había arrancado parte de un brazo. El pobre muchacho se debatía entre la vida y la muerte y nosotros metimos máquinas en una dramática carrera contra la parca. Al final llegamos a tiempo y esa vida se salvó. Me quedó grabada la imagen de sus familiares en el muelle recibiendo al buque con una pancarta que decía “Gracias”. Hay tantos recuerdos… estuve mucho tiempo embarcado y mi mayor fortuna fue tener a Lilí bancando siempre la casa con los chiquilines. Todos siguen hablando animadamente mientras nos cruzamos babor con babor con la Draga que va entrando a Puerto por el Canal de Acceso. Más allá veo a mi nieto Javier con Heber mostrándole los restos que sobresalen del “Calpean” junto al veril del Canal. Le está contando la historia de ese barco hundido y sonrío al ver sus ojos grandes de asombro. Me pregunto si saldrá marino también. Vuelvo a mirar hacia el Cerro, pero ahora pienso en el Dique. Allí también he disfrutado una hermosa etapa. Un desafío tan grande como la grúa que terminé operando y un compañerismo formidable, casi familiar. Me emocionó saber que al rincón de la Platea, donde normalmente nos sentábamos en improvisados bancos de madera y piedra como si fuera una plaza, le pusieron mi nombre. Mientras el buque cae a babor para salir del Canal con rumbo Este, voy con mi hijo Sebastián para el Comedor de Personal. Allí están, charlando animadamente varios amigos. Hermes arranca risas cuando cuenta la cara de espanto y el susto del Práctico con que entramos al Puerto de Las Palmas de Gran Canaria. El hombre, 68


seguramente de Galicia y muy parecido al Manolito de Mafalda, veía que íbamos acercándonos demasiado rápido al muelle y pedía máquinas atrás cada vez con más fuerza… y nada, no había respuesta. El buque seguía raudo y caprichoso rumbo a embestir el muelle con el Práctico gritando desesperado “este barco no va p’atrás”… hasta que a último momento, mientras la gente del muelle huía despavorida y el Práctico pensaba en suicidarse, los maquinistas lograron enganchar los motores atrás y el frenazo llevó la proa a detenerse a milímetros del muelle. Hubo que llamar al Doctor para atender al Práctico que cuando desembarcó media hora más tarde seguía temblando. Los tripulantes que están en el comedor escuchan con atención las historias y nosotros contamos una tras otra, porque ese año fue increíble. Luis Mario, el viejo patachero, cuenta el episodio de los tres pesqueros infractores que capturamos en una semana faenando ilegalmente en nuestras aguas, uno brasilero y dos taiwaneses. Exagera un poco, faltaba más, con la longitud del palangre que uno de ellos tenía en el agua… 70 kilómetros dice… lo cierto es que tenían las bodegas llenas de pescado y entre eso, más las multas y las artes de pesca, cuentan que se llegó al millón de dólares para el país. El otro Luis, el serio, que en otra reencarnación debió ser Conde o Duque por su porte impecable, pone sobre la mesa el tema de las tormentas y enseguida surge la discusión sobre cuál fue la más fea. Unos sostienen que fue la del Mar Cantábrico, saliendo del Golfo de Vizcaya. Dura, realmente dura, recuerdo que nos pegó una fiera paliza por la amura de estribor. Al otro día nos enteramos que hacia el noroeste de nuestra posición, sufriendo la misma tormenta, había desaparecido un buque pesquero español y se estaba montando un operativo de búsqueda y rescate. No obstante, la mayoría concuerda que fue peor la tormenta que nos sacudió en el Pasaje de Drake, volviendo de aguas del Sistema del Tratado Antártico. Sí, porque también allí fuimos. En realidad, a la vuelta de Francia nos tocó llevar al Presidente de la República a Buenos Aires. Pero lo de la Antártida fue increíble. Esas aguas y su entorno son tan hermosos como hostiles. Fue durísimo el cruce del Drake, allí donde se juntan el Pacífico y el Atlántico y los vientos catabáticos y los ventisqueros azotan sin piedad… cuando creíamos que estábamos saliendo de un centro de baja presión, nos tomaba otro… nadie durmió esa noche, pero al otro día cuando amaneció y entramos al Estrecho de Magallanes, navegando calmos entre glaciares que pintaban colores increíbles en su caída al mar, todos olvidamos el temporal y nos sentimos maravillados ante el regalo de la naturaleza a nuestros ojos. 69


Una vez más pienso ¡Qué fantástica la profesión que elegí! ¡Qué felicidad haber podido disfrutar intensamente esas vivencias! Leí de un escritor sueco, August Strindberg, una verdad simple: “no importa que tan lejos viajemos, los recuerdos nos acompañarán siempre en el equipaje”. La grata charla es interrumpida por mi otro hijo, Gabriel, que nos viene a buscar para juntarnos a todos en la popa. Allá voy con él y atrás viene el resto. Estamos todos juntos en la popa, siento el toque de atención de un pito marinero y veo caras serias, pero yo estoy feliz, muy feliz y entonces me remonto impulsado por el viento y subo, subo, doy vueltas, voy hacia el sol que parece saludarme, salto entre nubes que me hacen guiñadas y se deshacen, miro hacia abajo y el buque parece achicarse en su hábitat inmenso y azul. Dios, qué hermoso está el mar, una ráfaga me impulsa hacia abajo, surfeo en una ola, vuelvo a subir y a girar, sigo girando, monto una gaviota que volando con sus pares se escapa poniendo música en el aire, bajo, subo. El mar es más hermoso aún desde lo alto, siento una serena paz interior, sigo subiendo y bajando con los caprichos de un viento suave del Sureste que parece querer llevarme hacia el Cerro, allá donde mi fiel y querida compañera Lilí debe estar pensando en mí, floto en el aire y feliz me dejo llevar… En la popa del buque, Adriana llorando aprieta contra su pecho la urna vacía. Los cuatro hermanos con el niño en el medio se abrazan en un racimo humano buscando consuelo. Han cumplido la última voluntad de su padre esparciendo sus cenizas desde una cubierta gris en el mar, ese mar que tanto supo transitar. El pequeño Javier no termina de entender cómo su abuelo, aquel hombre fortachón de voz gruesa que tantas veces lo había hecho saltar por los aires y le contaba historias de aventuras en el mar, se ha convertido en esas cenizas que ve volar. También llora. Alrededor de ellos en respetuoso silencio, los amigos y camaradas que han acompañado su última navegación, veteranos de pelo blanco y manos callosas que supieron compartir en tiempos pasados sus andanzas marineras, fruncen los ceños visiblemente tocados. Viejos lobos curtidos, algunos se resisten a mostrar sus emociones y se frotan disimuladamente los ojos mirando hacia sotavento, como si quisieran sacarse algo que les ha entrado; otros no se preocupan en ocultar las lágrimas por la ida del amigo. Parado a una distancia prudencial del grupo, el Marinero novato que había tenido problemas con la cornamusa le pregunta al Cabo: ¿Quién era esa persona, quiénes son esa gente?

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Un hombre de mar, muchacho le contesta el Cabo un hombre que empezó como usted de Marinero, navegó en muchos buques, hizo siempre su carrera embarcado y terminó siendo un gran Contramaestre, respetado y apreciado por todo el mundo. Luego, cuando siendo Suboficial de Cargo le llegó el retiro por edad, trabajó durante varios años más en el Dique y siguió aportando. Fue de esas personas que dejan huella. Y esa gente que usted ve ahí, son todos retirados, la mayoría Suboficiales pero hay de casi todas las jerarquías desde Marineros hasta un Almirante y estoy seguro que a todos ellos, el hombre les debe haber dejado enseñanzas. A unas quince millas de la posición del buque donde se desarrollaba ese diálogo, en el viejo Dique del Cerro unos operarios que trabajan sobre la carena de un pesquero, detienen sus tareas al observar algo curioso. Unas pequeñas motas de polvo o ceniza bajan en remolinos, como divertidas, hasta posarse en forma lenta y quedar quietas, muy quietas, en un rincón de la platea; allí donde un banco artesanal de madera y piedra se recuesta sobre una pared que lleva escrito el nombre “Plaza Tomás Viera”.

HUGO VIGLIETTI

Uruguay

Facebook: Hugoviglietti

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S

uena la alarma del despertador a las 07:00 h, como cada mañana. Laura sobresaltada por ese pitido ensordecedor, se incorpora y la detiene de un manotazo. Enciende la luz. Parece que ha refrescado piensa Laura, al sacar los brazos de debajo

del edredón. Se calza las zapatillas y se dirige al baño. Al salir, apaga y enciende la luz tres veces, por si acaso. Tras lavarse tres veces las manos con jabón, se da una ducha con tres jabonadas. Después de secarse el pelo se dirige a la cocina para desayunar, pero antes de marcharse, apaga y enciende la luz tres veces. Sentada en la cocina, de tres en tres sorbos, saborea su primer café del día. Lava tres veces su taza. Debe darse prisa si no quiere llegar tarde a la oficina, pero antes se asegura de que todo está en orden. Comprueba habitación por habitación. Apaga y enciende la luz tres veces, cada una de ellas. Por partida triple, abre y cierra la puerta de la calle antes de echar la llave. Como sufre de claustrofobia, no puede subir al ascensor. Utiliza las escaleras. Lo hace ascendiendo y descendiendo cada tramo por triplicado. Luego, se dirige a su trabajo dando un paseo. Sabe que, aunque el trayecto es corto, le cuesta un buen rato llegar hasta allí. Por cada diez pasos que da, ha de retroceder tres. Y si se equivoca, ha de volver a empezar o, de lo contrario, se agobia y es incapaz de moverse. Cada paso de cebra que encuentra en su recorrido ha de cruzarlo en tres ocasiones, entre ida y vuelta. Además, ha de esperar hasta que la luz cambie a verde tres veces antes de cruzar los semáforos. Llega al despacho agotada. Enciende y apaga el ordenador tres veces antes de comenzar su jornada. En todas las tareas que lleva a cabo, su esfuerzo es triple. Sus jefes y sus compañeros de trabajo lo saben. Por eso, procuran no distraerla, sino ha de repetirlo todo. Trabaja a su propio ritmo, pero es eficaz. El resultado es muy satisfactorio. Ellos respetan sus manías, aunque están algo preocupados, porque han observado que últimamente ha sufrido un empeoramiento. De un tiempo para acá, se empeña en controlarlo todo de una manera exhaustiva y, cuando cree que algo se le escapa, sufre ataques de ansiedad y le falta el aire. Al finalizar la jornada, es la encargada de cerrar la oficina. Hacerlo le lleva un 73


buen rato. Hasta que no está segura de haber apagado y encendido tres veces la luz, así como de abrir y cerrar las puertas de cada despacho, no se marcha tranquila. Terminada su rutina de cierre, le espera otro agotador camino de regreso a casa. A lo largo del trayecto, repite lo mismo que ha hecho por la mañana, pero a la inversa. Esto le ocupa mucho tiempo. No tiene prisa y se lo toma con calma. Sabe que no puede evitar su comportamiento. Reconoce que debería hacer algo más para intentar llevar una vida normal, como la de los demás. Lo ha intentado en múltiples ocasiones, pero, hasta ahora, no le ha funcionado ninguna terapia y, por sí solo, el tratamiento médico que le han prescrito no hace milagros. No quiere que esos pensamientos la alejen de la realidad y la desconcentren. Si pierde la cuenta, ha de volver atrás y empezar de cero. Por último, sube y baja tres veces las escaleras antes de llegar a casa. Luego, tras repetir su triple acción de apertura y cierre de la puerta de la calle, echa la llave por dentro. Nadie la espera para cenar.

PILAR ALEJOS MARTÍNEZ

España Twitter: @1961_pilar Blog: https://versosaflordepiel.blogspot.com/

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T

odo ocurrió demasiado rápido cuando sus compañeros se dispersaron con pistolas y machetes en mano. En cuanto Hermes se dio cuenta, ya tenía al mordedor encima con la pestilencia de varios días o quizá semanas de putrefacción en curso.

Le tomó unos segundos tomar el control de la situación, pero con un golpe

firme hundió la hoja de su machete en el cráneo de la criatura y se lo quitó de encima mientras sus compañeros retrocedían en torno a él, haciéndose cargo de la amenaza que los rodeaba. Le preguntaron si estaba bien y él asintió, poniéndose de pie para continuar con el ataque. Una ligera comezón en el hombro lo obligó a pasarse la mano, tan solo para descubrir con horror que tenía la marca sanguinolenta de unos dientes clavados en la piel. Había sido mordido. Apenas escuchó el llamado de sus compañeros, apresuró a cubrirse el hombro con su chaqueta y a colocarse en formación junto con ellos. Había decenas de mordedores acercándose y necesitaban de toda la fuerza disponible para erradicarlos. Fueron deshaciéndose de estos a base de hachazos directos al cráneo, decapitaciones y balas que les volaban las tapas de los sesos, pero eso no evitó que presenciaran el momento en que uno de sus miembros más jóvenes era mordido salvajemente en el brazo al punto de arrancárselo. El responsable fue destruido al instante aunque, a raíz del ataque sufrido, el líder del grupo combatiente no tuvo más remedio, ante el desconcierto de Hermes, que ponerle al joven una bala entre las cejas a pesar de sus súplicas. Una vez que limpiaron el perímetro de mordedores, procedieron a regresar a la base, no sin antes cerciorarse si alguien había sido mordido. Todos sacudieron la cabeza de forma negativa y Hermes se cerró la chaqueta, sintiendo escalofríos. La comezón había dado paso a un hormigueo intenso y un escozor que no hacía más que aumentar con el roce de la chamarra a cada paso. Al llegar a su refugio, solo podía pensar en que necesitaba agua. Fue dando tumbos al lavabo mientras se quitaba la chaqueta, tropezando con los muebles en su camino. Abrió la llave con manos temblorosas y ahuecó nerviosamente las manos para recoger el agua y lavarse la herida. Su carne estaba al rojo vivo y por dentro sentía cómo sus terminaciones nerviosas palpitaban con ardor, aunque por fuera estaba entumecido y no podía sentir la frescura del agua en su piel. Desesperado, se trasladó a la regadera, metiéndose con todo y ropa con la esperanza de que la presión del agua le ayudara a recuperar la sensación alrededor de la 76


carne herida, pero el entumecimiento y el picor se habían extendido ya en su brazo, el pecho y el cuello, provocándole unos estertores que le quemaron el esófago. Tosió hasta acabar de rodillas en el suelo, sintiendo que tenía algo atorado en la garganta. Cuando pasó aquella sensación pudo abrir los ojos y advirtió que en la loza del baño había unas manchas de sangre. —…Esto no se ve nada bien —murmuró con voz áspera al notar que entre la sangre había señales de pus. El escozor proveniente de la herida degeneró entonces en palpitaciones seguidas de punzadas agudas, como si por sus venas corriera plomo caliente que luchaba por abrirse paso en sus arterias. Una oleada de vértigo recorrió su cuerpo, provocándole arcadas hasta soltar un copioso vómito de espuma. Supuso que disponía de más tiempo para buscar una solución, pero en vista de las circunstancias, sabía que debía actuar con rapidez. Había escuchado que en el centro de investigaciones estaban experimentando con un antivirus, de modo que solo le quedaba volcarse en su último recurso. Tomó su credencial de acceso y salió tambaleándose de su refugio. No lograba mantener los ojos fijos en algún punto pues su vista temblaba, forzándolo a sostenerse de los muros descascarados de aquellos edificios en ruinas que conformaban su comunidad. Ante la creciente ola de estupor que experimentaba, los intermitentes mareos y cosquilleo en las extremidades, se detuvo en la primera esquina a la que llegó y, tras arquearse hacia adelante, vomitó por segunda vez, notando que la espuma se había vuelto sangre. Miró desesperado a su alrededor, pero con el toque de queda nadie podría haberlo presenciado. Con manos temblorosas, ya fuera por los nervios o el frío extremo que comenzaba a invadirlo, se revisó el hombro, descubriendo que la anterior masa palpitante de carne roja se había tornado de un verde oscuro con manchas violáceas y brotes de una sustancia amarilla purulenta. Con una repentina descarga de adrenalina, volvió a cubrirse y retomó el camino con determinación. Debía llegar cuanto antes a la base central. Confiaba que una vez ahí el doctor Romero podría probar en él alguna de sus vacunas experimentales. —Doctor…Doctor Romero…por favor… —suplicó entre resuellos al detenerse frente al intercomunicador de un edificio que pudo o no haber sido una fábrica antes del brote. Su voz era apenas un susurro imperceptible y su aliento se convertía en un silbido a cada exhalación, pues su garganta había comenzado a 77


cerrarse. Nadie le contestó. El silencio del toque de queda era únicamente interrumpido por sus constantes jadeos. Trató de hablar nuevamente por el intercomunicador, pero su voz se quedó ahogada en su garganta. Abatido, se dejó caer en el suelo, con la espalda apoyada a un gran portón, y se dedicó a dar débiles golpes con el puño, con la esperanza de llamar la atención de alguien al interior. Tras unos minutos, sus músculos se aflojaron y ya no pudo continuar levantando el brazo. Un escalofrío corrió por su cuerpo y descubrió con sorpresa que, si se mantenía inmóvil, el hormigueo y escozor en sus extremidades remitía, así como el mareo y las náuseas. Era como si lo único que le hiciera falta fuera descansar. Quizá el virus requería de movimientos constantes para diseminarse más rápidamente en el cuerpo, y si permanecía de esa forma tendría más oportunidades de soportar más tiempo hasta ser encontrado por el doctor Romero. ¿Cuánto tiempo ya de que lo conocía? ¿Dos, tres años? Sin duda había sido a partir de los primeros brotes del virus. Él, en calidad de guardia del hospital en el que trabajaba el doctor Romero, había presenciado de primera mano cómo los primeros casos terminaron prácticamente en tragedia, causando muchas muertes y posteriores conversiones. Llevaba poco tiempo trabajando ahí, sin embargo, era fuerte y ágil, y esas características no solo lo ayudaron a sobrevivir, sino que también le salvaron la vida al propio doctor. Pensando en retrospectiva, él le debía la vida sin duda alguna, así que tenía definitivamente la obligación de devolverle el favor. Fueron momentos difíciles: el exterminio de conversos, la búsqueda de sobrevivientes, la formación de una comunidad que debía luchar diariamente por su vida. Fue sin duda su agilidad y fortaleza la que le había granjeado un lugar importante dentro de la unidad combatiente. Al contrario de otras personas, él era quien menos había sufrido ante el brote pues no había perdido a nadie ni tampoco le quedaba nadie a quién perder. Solo debía preocuparse por su propia sobrevivencia. Aunque de haber sabido antes lo que el virus desencadenaría, quizá se habría animado a invitar a cenar a aquella hermosa enfermera de recepción que siempre le dedicaba sus más seductoras sonrisas cuando pasaba junto a ella en vez de dejarlo siempre para después. Un temblor frío le estremeció el pecho. El entumecimiento había alcanzado no solo su carne por completo sino también sus órganos, sus tendones y hasta sus venas. Quizá por eso ya no le parecía sentir los golpes de su corazón contra su caja torácica, o el aire entrando y saliendo de sus pulmones. 78


Pero… ¿cuál era su nombre? ¿Alicia? ¿Bárbara? ¿Julia? La recordaba tan bonita con su uniforme blanco ceñido al cuerpo y su rubio cabello recogido en un moño, sus labios carnosos de un rojo granate tan intenso que siempre era lo primero que notaba en ella al pasar frente a recepción. Solía preguntarse siempre qué sabor tendrían al besarlos. Tenía cara de una Alicia, pero su cuerpo era definitivamente de una Julia, aunque sus labios, esos labios tan rojos como sangre bien podrían pertenecer a una Bárbara… De repente una rigidez intensa en sus músculos le dejó el cuerpo tieso, cerrándole los ojos y comprimiendo sus pulmones hasta sacar el último hálito de aire de estos en forma de susurro. —Bárbara… Y cesó de respirar. Pasaron varios minutos en silencio, en quietud total, hasta que de una sacudida abrió los ojos nublados y su garganta emitió un gruñido rasposo. Sus dientes entrechocaron al cerrarse en el aire, listos para morder.

MARÍA DOMÍNGUEZ

México

Twitter: https://twitter.com/MarianneBossu

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“Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser más”. Miguel de Unamuno. “Del sentimiento trágico de la vida”. lexander Dubois es un directivo de una empresa multinacional, una persona que cuenta con muy poco tiempo libre. Si bien dedica la mayor parte del día a su trabajo, hace esfuerzos para poder disfrutar de otras actividades. Vive solo en un lujoso apartamento en las afueras de

la ciudad, lo que le permite practicar un poco de deporte y así soportar la presión y el estrés al que está sometido. Al llegar a su casa, sobre su escritorio, tiene un nuevo ejemplar de la revista científica que recibe mensualmente. Le apasiona leer los artículos con los últimos adelantos de la ciencia. Apenas abrir la revista, ve algo que atrae su atención. “El ansiado sueño de la inmortalidad es posible”. La especie humana podrá alcanzar la inmortalidad en este mismo siglo. El Institute of Sciences Medical de Estados Unidos comenzará a realizar una selección de personas idóneas para el experimento. Si usted está leyendo este artículo y desea pertenecer al proyecto póngase en contacto con nuestro equipo. Trascender, superar la muerte. Desde siempre ha guiado a las grandes religiones, inspirado a poetas, iluminado a filósofos. Científicos e investigadores, como modernos alquimistas, se aventuran en la exploración de lo que ha sido y es la aproximación a lo imposible. Alexander se reclinó en su sillón de piel, pasó sus manos por el cabello y se dijo para sí que él podría ser uno de los candidatos. Cuatro semanas más tarde viajaba para participar en la selección para el proyecto GH INFINITUS. Estaba dispuesto a todo. En pocos días renunció a su trabajo, causando un gran revuelo en la empresa. No entendían cómo era posible semejante decisión. Les comunicó a sus amigos más íntimos y a sus familiares cercanos que tomaría uno o dos años sabáticos para recorrer el mundo. Se había planteado que su vida solo era trabajo y responsabilidades y deseaba hacer algo diferente. Fue sometido a los más estrictos y diversos estudios. Neurólogos, biólogos y los más destacados investigadores se dedicaron a analizar a Alexander y a otras personas como posibles candidatos para el proyecto. Demostrar que la inmortalidad es posible. Tendremos que secuenciar también su genoma para conocer todo acerca de 81


sus ancestros y así poder modificarlo. Dijeron los científicos. Emocionado y sorprendido se sintió Alexander Dubois cuando recibió aquella carta de la NASA diciendo que era el elegido. Para nuestro hombre se sucedieron agotadoras jornadas de exámenes de la más alta complejidad. Se sometió a su cuerpo a las más extremas evaluaciones hasta que pasados los meses Alexander era un hombre que alcanzaría la inmortalidad para viajar en el tiempo. Tenía sensaciones un poco extrañas que los científicos le ayudaban a superar. Una nave espacial por primera vez sería pilotada por un ser de la especie humana hacia un planeta a años luz de la tierra. Estaba equipada para que Alexander no tuviera ningún inconveniente, ni técnico, ni de supervivencia, ya que su organismo no moriría jamás. En el más absoluto secreto se lanza la nave al espacio después de dos años de preparación. Acostumbrados a estos sucesos, ya no se les presta demasiada atención. Solo el grupo de científicos encargados del proyecto sabe que un ser humano va a bordo. El ansia de vida eterna que experimentamos casi todos, para Alexander es una realidad y supera todas las barreras de lo hasta ahora conocido. La tierra, el hogar, ha quedado muy lejos. La idea de que no morirá es con lo que tiene que convivir. Un equipo de robots lo asiste cuando tras analizar su sangre notan alguna alteración. Cuando Alexander Dubois despierta el día 16 de junio del año 3.227, después de dormir unas pocas horas inicia como estaba pactado los preparativos para el regreso. Solo debe oprimir el botón rojo de la caja que titila con la fecha programada. Se tranquiliza siempre que piensa como un hombre común, aunque ya no lo es. El botón rojo ya ha sido activado, la nave que ha recogido cientos de miles de fotografías, información y todo tipo de muestras de materiales inicia su azul camino de regreso. Una gran ventana circular que Alexander solo abre en algunos momentos de sus eternos días, le deja ver un punto brillante, mientras piensa: “Allá voy de regreso”. Han transcurrido muchos años. Aún es posible para él sentir, como lo hacen los humanos, la emoción y la alegría. A medida que se acerca a la tierra todo se vuelve muy oscuro y confuso. Grandes montículos que parecen haber sido ciudades se mezclan con extrañas 82


especies que se asemejan a antiguos árboles. Más allá, una fosa enorme y humeante. Solo un doloroso desierto. La nada. La nave, preparada para detectar cualquier anomalía, comienza a desviarse alejándose a gran velocidad de la tierra, fundiéndose de nuevo en la inmensidad del Universo. Él no puede sentir ni el miedo a la muerte. Solo la perpetua tortura de la angustia. Un grito que trasciende lo efímero y lo eterno es el eco sin respuesta que se expande en el infinito.

MIRTA CALABRESE DE LUCA

Argentina - España

Blog: https://deshojandoversos.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/mirta.calabrese.9

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mor, tengo que contarte sobre mi primer día de trabajo. Bueno, en realidad, es el tercer día, sin embargo, este es el primer día laborable de la semana, porque es lunes, que es el segundo día de la semana, aunque en verdad, la mayoría de las personas creen que lunes, es el primer día.

Vale decirlo, se equivocan. Sabemos bien, quienes creemos en Dios, que claramente, y en repetidos versículos, dice en la Biblia que: Jehová (es decir, Dios) descansó el séptimo día, el cual fue llamado el día de reposo, y en todos los párrafos de las Sagradas Escrituras donde aparece esta palabra, dice “aquí equivale a sábado”. Siguiendo esta lógica, podemos ver que en realidad el domingo es el primer día y el lunes es el segundo día de la semana. Bueno, al grano: te decía que en mi primer día laborable de trabajo (el tercero), todo hacía sospechar que llegaría demasiado tarde, dormí más de la cuenta, entonces, apuradísimo me levanté, me duché sin reparar en las consecuencias que generaría el agua fría sobre mi piel caliente, y me atreví a conectar con el cuerpo mojado la radio para escuchar algo de música; el microondas, donde metí lo que encontré guardado en mi refrigeradora para desayunar, además de poner a cargar el celular que se había quedado encendido con música de Calamaro, mientras dormía. He hecho las cosas a la volada, Julieta estuvo a punto de quedarse sin comida, pues la ociosa durmió más que yo. Cuando estuve ya en la puerta me maulló, generando mi reacción para servirle sus galletitas y un poco de leche tibia, que calenté apenas unos veinte segundos los cuales se me hicieron interminables, y que finalmente me sirvieron para poder colocar papel higiénico en mi bolsillo trasero (manías mías, sabes bien). Salí raudo de La Madriguera hacia el paradero. Cogí una mototaxi, faltó poco para perderla, me trepé como pude y fui con dirección al tren eléctrico, el cual, para mi buena suerte, llegaba al instante en que yo descendía del vehículo. Recuerdo bien haber subido las gradas de la estación de Villa el Salvador de tres en tres o ¿de cuatro en cuatro? Lo cierto es que como había llovido durante toda la noche, esas gradas eran una desgracia y pisé en más de una ocasión algún charco, no solo al subir, sino al ingresar a la estación porque por dentro el lugar era una piscina con gente tratando de no mojarse demasiado. Para mi buena suerte, yo sí tenía saldo en mi tarjeta. Subí sacudiendo mis pies como lo hace Julieta cuando en La Madriguera se nos filtra un poco de lluvia en alguna parte de la casa y ella sin querer pisa el pequeño charco que se forma a causa de la garúa constante que cae en mi distrito. Sobre todo en mi zona, debido a la cercanía al Puyusca, conocido por los reportajes de invierno, donde la gente respira 100% de humedad, y que es conocido como Ticlio chico. Debo admitir que el viaje se me hacía interminable y hasta llegué a creer que el tiempo iba 85


más rápido que de costumbre y el tren más lento que un caracol, sin embargo, llegamos en el tiempo estimado usual hasta la estación Grau. Lo peor vino después, no venía el microbús que me llevaría hasta el Parque de las Leyendas, es más, no había vehículos en el paradero, y éramos como cincuenta personas (exagero como siempre) esperando que vinieran, y treparnos al vuelo para apurar el paso y llegar a nuestros centros de labores lo más pronto posible. Finalmente, apareció una gran cantidad de vehículos y empecé a sentir la tensión que se siente en el ambiente, cuando se nota que todos quieren subir primero y, de ser posible, alcanzar algún asiento. Sucedió tal cual te lo estaba diciendo, todos los del paradero treparon a sus vehículos atropelladamente. Me parece haber visto a una mujer ser empujada por un hombre bigotudo y a otra jovencita tropezar con alguien más al punto de casi caerse y tener que sujetarse del tipo gordo que estaba delante de ella. Sin embargo, no era mi momento, porque vinieron las rutas y vehículos de todos los colores, pero del mío ni el recuerdo. Tuvieron que pasar todavía diez minutos más para que apareciera el bendito microbús que me lleva a mi destino laboral. Subí como pude, recuerdo que empujé al cobrador de la cólera, debido al retraso y hasta le miré con mala cara cuando se atrevió a pedirme el pasaje (ya sé, amor, que es su trabajo, pero estaba de ánimos terribles). Dormité todo el camino hasta llegar al Parque de las Leyendas, no recuerdo mucho, pero, para vergüenza mía, casi hasta ronqué mientras estaba sentado, porque sí encontré asiento disponible, además fui el único en subir. Conseguí abrigarme, pues en el tren viajamos con las ventanas abiertas y tiritaba de frío, además en el paradero no se estaba uno tan caliente con este invierno y con la llovizna que cae en Lima, uno puede hasta coger alguna enfermedad respiratoria. Pero yo tenía la chalina guinda con gris que me obsequiaste el mes pasado. El frío me entraba al cuerpo por las piernas, el jean no abriga mucho, sin embargo, debo usarlo, porque es el uniforme del trabajo. Por fin llegué al Parque, pero fue terrible, bajando del microbús, volví a pisar un charco de agua y me mojé, en esta ocasión, mi pie derecho y sentí más frío. No quise mirar la hora en el celular, preferí correr hacia la caseta donde firmo mi asistencia y hora de entrada. En mi espalda, la mochila revoloteaba el táper de comida, mientras me esmeraba en ser veloz. Llegué y ¡sorpresa, sorpresa! fui el primero en arribar y en realidad no era tan tarde, mi ingreso es a las 8:30 a.m. y había llegado 8:12 a.m. Tanto dilema, tanto enojarme, apresurarme y morir de frío por el apuro para llegar primero y tener que esperar a que el jefe venga para abrir la puerta. Del resto del día, comento que fue tranquilo, sin novedad. La verdad, amor, que todo esto te contaría, claro, si estuvieras viva. 86


MICHAEL ALBERTO JIMÉNEZ MELCHOR

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/mayjimme Instagram: https://www.instagram.com/m.alberto.jimenez.m/ Blog de poesía peruana: https://angelesdelpapel.blogspot.com/

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ruzó distraído la calle revisando el teléfono móvil y no oyó a uno de los transeúntes que le gritaba que tuviera cuidado. Solo segundos para sentir el golpe en la base de la columna, rodar por encima del vehículo, dar una voltereta y caer con medio cuerpo en la calle y medio en la acera. El impacto contra el suelo. El crujido de la espalda y el posterior

anillo de fuego en la cintura; pero de ahí para abajo, nada. El celular salió volando de su mano y cayó en la alcantarilla. Abrió los ojos y observó cómo corría la gente y se arremolinaba a su alrededor, Una señora gorda con bolsas de la compra y un extraño peinado de rizos rojos apretados contra el cráneo. Un señor prieto con ropa de obrero de la construcción. Un ciclista con ropa ajustada de lycra naranja fosforescente y negra que parecía tener un par de nísperos en la entrepierna. Un muchacho joven de pelo largo y ojos rasgados con una camisa negra, en el frente de ella estampada la palabra «Necronomicón» rodeada de tentáculos. Una ejecutiva de larga cabellera, traje sastre y tacones, y todos esos ojos sobre él. Todas las voces opinando y gritando al mismo tiempo, los que querían moverlo y los que decían que no, pues si tenía una fractura en la columna vertebral no harían más que agravar su situación. Una cacofonía que se fue alejando de a poco junto a su conciencia mientras unas extrañas flores negras explotaban frente a sus ojos. Cuando cruzaba la calle, veía angustiado los mensajes que le mandaban desde el bufete legal para el que trabajaba. Se esforzaba en complacer a los socios, pero su frustración se hacía cada vez mayor a medida que lo abarrotaban de trabajo y no le otorgaban el ascenso que tanto había esperado. No tenía la suficiente confianza en sí mismo como para renunciar y el deber le obligaba a cumplir con sus tareas pese al desencanto que sentía. Podía sentir asimismo el desagrado de su esposa; ella lo veía con la palabra «pusilánime» grabada en la mirada, y las conversaciones bajaban cada vez más de temperatura hasta que se hicieron heladas e inexistentes. Su sueldo daba risa, comían y vestían cada vez peor y en la cama, eran amigos sin derecho. Dos personas que dormían literalmente juntas, pero sin sentir ya ninguna atracción el uno por el otro. Rogaba sin creérselo por un milagro, cualquier cosa que cambiara este tedio, este morir en vida. Cuando abrió los ojos no vio a nadie a su alrededor. Seguía tirado en la calle con la espalda fracturada pero nadie le prestaba atención. La gente corría rodeada de una extraña neblina y la luz había adquirido una cualidad violeta, propia de un eclipse

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en fase anular. De hecho, volteó y observó al sol como si fuera un anillo de fuego, mientras a su alrededor se oían las sirenas de las ambulancias, los gritos y los disparos de una multitud enloquecida. Con mucho esfuerzo volteó su cabeza hacia la izquierda y comprendió el motivo de tanto alboroto; de las alcantarillas surgían tentáculos que capturaban a todo lo que estuviera en movimiento. Observó a un fanático religioso arrodillado en la calle, con una biblia en la mano y clamando al cielo por la salvación, mientras un gran tentáculo lo tocaba como tanteando, lo agarraba por el cuello y se lo llevaba a las profundidades de las cloacas. Un conjunto de tentáculos ascendía por las escaleras de una pasarela cercana y se llevaba a las personas como si escogiera muñecos de una exhibición. Notó que sus piernas se habían convertido en pingajos de piel, tela y sangre. Los automóviles sencillamente circulaban y pasaban por encima de ellas. Supo que no tardaría en morir desangrado, y en cierta forma agradeció el morir así y no como bocado de quién sabe qué monstruoso horror salido de las pailas del infierno. Pero, pensándolo bien, incluso se alegraba; esta era la aventura de su vida, iba a morir, sí, pero en las condiciones más extremas y misteriosas que mente alguna haya podido imaginar. Y quién sabe si quizás, de cierto modo, pudiera ser aceptado entre estos monstruosos seres, si pudiera recordar ciertas palabras, ciertos vocablos, si pudiera… *** ¿Habías visto antes que atropellaran a alguien tantas veces y lo convirtieran

en puré de tomate? Dijo el conductor de la ambulancia. Por favor cállate, estoy que vomito y no necesito tus agudezas mentales, ya es bastante asqueroso esto Le respondió el camillero, acompañando la aseveración con el sonido de las náuseas contenidas, algo así como: burf, burf, burf. Ok disculpa, pero es que, encima de todo, está sonriendo. No quiero imaginar cuánto puede doler lo que le pasó a este tipo, pero murió sonriendo… ¡Oh por el amor de Dios, cállate! Puaaajjj… Ahí va mi almuerzo, maldito ingenioso.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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ammar no podía desviar su mirada del fuego, hipnotizada por el movimiento interminable de las llamas naranjas. Fijó la atención en una en particular, la que parecía que se apagaría en cualquier momento, pero no, solo descendía para volverse a elevar. Mirar el

fuego le permitía no sentir el olor de su miedo, abstraerse e imaginar que no era ella la que debía salir corriendo para ser alcanzada por el hombre más veloz. De nada le valió intentar convencer a su padre, había llegado el momento de su iniciación y debía cumplirlo como cualquier otra joven de la tribu, sin que importara el rango que ocupase. Dammar distinguió el movimiento a su alrededor, los murmullos, los sonidos de esa música que tanto amaba y que ahora le parecía aterradora. Sabía que los hombres que debían participar de su ceremonia estaban parados en fila del otro lado de la fogata. No quería ni mirarlos, no podía ni levantar la cabeza para mirarlos. De repente los murmullos se hicieron más fuertes y escuchó exclamaciones de asombro. Como si su cabeza pesara muchísimo, despegó la vista de la llamita y reparó en los pies de quienes debían alcanzarla. Los del hombre prohibido se diferenciaban del resto porque eran más delgados y ella reprimió un gemido. No podía creer que Kauri se encontrase allí. Una mezcla de terror y de felicidad se apoderó de su cintura, como si hubiera recibido una descarga de energía para ponerse en movimiento. Sus piernas se apoyaron con firmeza en el suelo, aflojó su cadera, enderezó sus hombros y logró mirar hacia adelante. El brujo detuvo sus ojos impenetrables en ella y, con un grito, dio la señal para el comienzo de la ceremonia. Dammar volvió a recibir en su cintura la fuerza necesaria que la animó a correr. Se adentró en el bosque empujada por esa fuerza desconocida y escuchó su propia respiración, le latieron los oídos, se le empañó la vista y corrió sin pensar en nada más que en su propio miedo que no la dejaba pensar. Al detenerse para recuperar el aliento, se dio cuenta de que conocía el bosque mejor que nadie y de que, en vez de escapar, podía ir al encuentro de Kauri, rastreándolo en el aire y en la tierra como si fuera una fiera en celo. Volvió a sentir la descarga de energía, pero esta vez en las caderas. Se volvió fluida, maleable, intensamente viva. El deseo emparejó al miedo y Dammar corrió otra vez. En su júbilo no advirtió una presencia viscosa e invisible que estaba siguiéndola desde el comienzo de la ceremonia. Cuando llegó a un pequeño claro, percibió la presencia del hombre prohibido. Él estaba allí, muy cerca, podía olerlo. Se quedó quieta, como si la eternidad se hubiera detenido en ese instante solo para permitirles fundirse en un único ser. Kauri llegó y, 92


exultante, la rodeó con sus brazos, adueñándose de su espalda; ella se apoyó rendida en él y sonrió aliviada. Pero, muy lentamente, de sus pies comenzó a crecer una raíz que les impidió moverse. Kauri quiso saber qué les estaba sucediendo. Dammar sintió que la desesperación la dejaba sin habla y recordó. Recordó la maldición que caía sobre los que se animaban a romper las reglas ceremoniales y se lo confesó a Kauri sin saber cómo pedirle perdón. Él la abrazó más fuerte y le preguntó por qué no había confiado en que él la hubiera encontrado. Dammar no pudo responder. Sintió que se desgarraba, que cada partícula de su piel se estaba transformando en otra piel más gruesa, más oscura. La presencia invisible y viscosa pugnó por separarlos, aunque no lo logró. En cambio, al tocarlos, sucedió algo asombroso: las lágrimas de ambos amantes se convirtieron en resina color ámbar, como si la madera de sus cuerpos hubiera exudado lágrimas de cristal. La luz de la luna comenzó a reflejarse en esas gotas y Dammar observó maravillada su propio espectáculo. Ya no escuchaba la respiración de Kauri. Sabía que quedaba poco para que ella también dejase de respirar, pero no sentía ningún temor, solo una infinita paz. Sostenida entre las ramas poderosas y transparentes, empezó a soñar, cerró los ojos y vio a una mujer que bailaba ensimismada al ritmo de una música muy parecida a la que ella amaba. En el sueño le pidió que no los olvidase y le contó que ambos se habían transformado en un árbol de cristal. En los últimos segundos antes de desintegrarse e integrarse en el árbol, Dammar percibió un sonido lejano, algo dicho en un idioma que ella desconocía, pero lo supo, su ruego había sido escuchado.

DIANA MARINA GAMARNIK

Argentina

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abía visto tantas batallas y por ella corrido tanta sangre, que la espada de Hashito Hurami se puso en huelga ante cualquier uso cruento. El samurái se dio cuenta de ello al notar que su arma de gran filo había abandonado esta valiosa propiedad. Ya no punzaba y cualquier

intento de cortar algo era rotundamente inútil. La espada ahora no era más que un pedazo de fierro inservible. Intentó darle filo y devolverle a su instrumento de guerra su virtud militar, sin embargo, no lo logró. Pese a todos sus intentos su arma ya no era un arma, sino un ornamento. Tal vez pasaría a mejor vida siendo utilizada como regla de medir o como bastón de algún anciano necesitado. En todo caso, esto era un misterio. El porqué de este extraño fenómeno le era irrelevante a Hashito Hurami, quien un poco dolido por la deshonra que le propuso su propia catana, pensó que aún sin su filo podría servirle de defensa con el fin de propinar golpes, pero frente a un ataque frontal con otro guerrero su perdición sería inmediata. Lo que le ocurrió a Hashito les ocurrió también a los demás guerreros de la nación. Ningún arma servía. Las flechas de repente se volvieron muy pesadas como para cargarlas en un arco y lanzarlas por los aires. II ¿Y la guerra?, ¿Qué ocurriría con la guerra? Ya no podemos mandar al ejército. Sus armas no hacen nada, los matarán al instante. Eso es cierto. Solo una cosa me pregunto, ¿les ocurrió lo mismo a nuestros enemigos? Les ha ocurrido lo mismo mi señor. Por las calles de a la ciudad se escuchan estas noticias provenientes del otro lado. Ni ellos ni nosotros poseemos armas efectivas, por no decir que son ausentes en los dos. Entonces, ¿tendremos que hacer una guerra a puñetazos, o a palos? Imposible. Las corazas de los guerreros enfrentándose seguirían inalteradas a pesar de los golpes. Por los puñetazos todas sus manos se fracturarían y tendríamos a dos legiones de guerreros dolidos de la muñeca y las falanges. Y por los palos, es posible que no les hiciera nada. Si logran matarse sería un proceso lento y agobiante. 95


¿No ha visto usted a los ebrios golpeándose a palos?, sería lo mismo. ¿Ebrios?, es menester que nuestro ejército no pase la vergüenza de ser comparado con un puñado de borrachos. El enemigo debe pensar los mismo, es más, debe estar conversando las mismas cuestiones que nosotros. Deberemos encontrar nuevas estrategias de guerra. ¿Y si usamos venenos para matar sus ríos? No se puede. El veneno, todo tipo de veneno, ha dejado de ser venenoso. ¿Cómo es eso? Porque esta mañana, caminando hacia aquí, una serpiente que se supone es venenosa me ha mordido. Y mírenme, sigo aquí, vivo. La guerra estaría perdida en ese caso. ¿Alguien se acuerda por que ha iniciado la guerra? Es una buena pregunta. Bueno, es porque un amigo del emperador fulano de tal, que vivió hace doscientos cincuenta años le metió el pie a su majestad, haciendo que cayese en una fiesta donde todos estaban bailando. ¿Y eso causó la guerra? Sí, la causó y hasta el día de hoy no ha acabado. ¿Y qué pasó después? Pues, posterior a la metida de pata, el emperador también le metió la pata a su amigo y se cayó. Los dos se cayeron. Luego se golpearon. Ante ello, tanto la familia del emperador como la de su amigo quedaron ofendidas hasta nuestros días, jurando venganza por tal deshonra. Cabe mencionar que las familias eran poderosas. De miradas llenas de rencor pasaron a cartas amenazantes y luego a la formación de grandes ejércitos. A los años, de cada familia se fueron separando pequeños grupos que formaron nuevos bandos o feudos, hasta que el país quedó dividido en mil pedazos. ¿Y por qué se separaron? Quién sabe, tal vez también les metieron la pata. No fue eso. Sino que el emperador prohibió que la gente bailara, para no desencadenar conflictos, so pena de muerte. También sancionó a todo músico que

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tocase melodías que pudieran alborotar los pies, también prohibió las fiestas para que nadie vaya a bailar, también prohibió la fabricación de los zapatos de baile… Y este último punto enojó a la poderosa familia Utokasaky, que durante cincuenta generaciones había fabricado los zapatos de baile que se usan en las fiestas. Se separaron del bando del emperador y le declararon la guerra, a él y al bando del amigo del emperador que le metió los pies. Y nosotros, ¿de qué bando somos? De la familia Kurosakato, conformada por músicos. Entonces, ¿estamos matándonos entre todos, durante más de ciento cincuenta años, dividiendo a todo el país, porque un sujeto le metió el pie al emperador? Sí, en efecto. Eso es absurdo. ¿Absurdo?, ¡pero si fue una ofensa al emperador y del emperador a su amigo! ¿Quién dice que fue intencionado?, tal vez fue accidental. Seguido me pasa que por accidente meto los pies donde no. Me tropiezo y ya. Si llego a afectar a alguna persona le pido disculpas y ya. Ya entiendo todo ahora. ¿A qué te refieres? Que el emperador Murito, quien inició esta guerra, era apodado como “El emperador que no pide ni acepta disculpas”. Tal vez por ello inició la guerra. Si su amigo le pidió disculpas, el emperador las rechazó. ¿Quién escribió la historia oficial del inicio de esta guerra? El mismísimo emperador por supuesto. También llamado como “El emperador que convertía sus asuntos personales en asuntos de estado y los escribía para la posteridad”. En ese caso, ¿estamos luchando para resolver un asunto familiar? Sí, prácticamente. ¡Por ciento cincuenta años!, cuando pasa algo en mi familia lo habló en unas cuantas horas y ya está. Imagínese, mi señor, si todos los asuntos familiares de todos los pobladores del Japón se convirtiesen en asunto de estado. Creo que en ese caso no sucedería en el Japón, sino que, de tantas familias en 97


conflicto, la guerra sería por todo el mundo, llegaría hasta las estrellas y atravesaría los límites de nuestra realidad. Eso sería muy peligroso, todo por personas que no saben resolver problemas. Resolver problemas por medio de la violencia solo genera más golpes. Eso lo pueden ustedes constatar con una serpiente. Si la atacan esta les atacará, y solo tendrán una sesión de mordidas. Lo mismo ocurre con esos panales de avispas gigantes. Si uno las molesta se vienen encima a picotazos. Y a todo esto, ¿quién gana en esta guerra? Pues, creo que nadie. Todas las familias están separadas. Ya no tenemos música, ni baile, ni fiestas y el país se ha convertido en una gigantesca carnicería. Tal vez si las familias que financian los ejércitos no tuvieran los dineros que tienen, no habría tales ejércitos. Eso tiene lógica. Las armas son costosas, si nadie tiene dinero, nadie comprará armas. En ese caso la única familia que se beneficia de todo esto es la Catanamukamoto, dedicada a la fabricación de armas de guerra. Pero con esta enfermedad que afecta a nuestras armas, creo que ellos han perdido todo su poder. Sin armas que funcionen nadie les comprará armas. Se convertirán en una familia común y corriente. En ese caso, tal vez la guerra llegue a su fin si todos los jefes de esas familias luchasen sin la intervención de ningún ejército. Eso ahorraría miles de vidas. Pero, nadie saldría muerto de ese enfrentamiento. Si se juntaran para resolver la guerra, en vista de que nada es letal ya, esta se finalizaría de otra manera. III Ante la crisis de armas, las familias que lideraban los distintos ejércitos del Japón perdieron su capital y se quedaron sin recurso alguno. Como habían discutido los generales, eran personas comunes y corrientes sin ningún tipo de poder. Esto evolucionó a tal grado, que ante lo inservible de las armas y ante la pérdida de poder de las familias, los guerreros de todos los ejércitos decidieron renunciar. 98


Estamos nomás de adorno dijo uno. Sí, además no nos pagan bien. Lo único que nos venden es el honor. Honor que ellos no tienen. Tantas cabezas entrenadas para luchar, pero ninguna para pensar. IV La guerra fue contra el orgullo. En vez de espadas, lanzas y flechas, lo que llegó a las ciudades, especialmente a los altos funcionarios y militares, fueron textos críticos que analizaban todo el conflicto. El orgullo en todos los bandos, bajo esta gama de pensamientos razonables, sucumbía y en su lugar la razón emergía de la mente barbárica. Se juntaron los jefes políticos y firmaron la paz después de llegar al acuerdo contundente de que la guerra era una pérdida innecesaria de tiempo. Cada quien es constructor de su destino. Involucrar a los demás en lo que corresponde a cada quien es irresponsable. Es como matar a medio mundo por un berrinche de mi hijo dijo uno. Sobre el tratado de paz, alguien escribió el siguiente haiku: Tocan la puerta. Al fin podría tratarse de la humanidad.

VÍCTOR ANDRÉS PARRA AVELLANEDA

México

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S

"... El más puro milagro de la luz: tú contra el alba" Ángel González

e fijó en ella por primera vez un atardecer nublado de invierno. Una mujer absorta en la lectura junto a la ventanilla del vagón. Ligera como un suspiro. Las luces grises de diciembre se colaban a través del cristal dando a su expresión un aire de melancolía que por alguna razón le conmovió de

un modo extraño. Parecía perdida en un mundo secreto, quién sabe entre qué nostalgias. Se la veía tan frágil, tan desamparada... A partir de ese día, cada tarde a la vuelta del trabajo, ilusionado y expectante, Mario la buscaba en el andén, subía tras ella, siempre en el mismo vagón, último tren de la tarde y a distancia y en silencio, cual benéfico ángel guardián, la observaba encandilado disfrutando ese instante precioso en que, abandonada y vulnerable, la tenía para él. Con tremendo desconcierto, alterados alma y corazón, incapaz ya su mente de negar la evidencia, se preguntaba entonces qué era aquello que con tanta fuerza había nacido en su interior y cómo había sido él capaz de vivir hasta ese momento. Desesperaba por verla. Nada sabía de su vida pero la tristeza que aquellos ojos traslucían lo atrapó. Adivinó tras ellos un mundo de deseos e inquietudes insatisfechas, de secretos y rabia, de culpa y dolor por no haber sabido amar no haber podido a un hombre del que lentamente se alejaba sin remedio, siempre en su mente presente el deseo de otra vida. Los días se fueron sucediendo, uno tras otro, cada uno parecido al anterior. El tiempo hizo lo suyo y al fin... unos ojos que se encuentran, esbozos de sonrisa, mariposas en el corazón. Almas que se buscan. Quiso la casualidad que por primera vez hablaran. Porque, sí, existe la casualidad y existe también el destino. Y así, comenzaron poco a poco a conocerse. Llegaron las primeras confidencias. Se hicieron amigos. Inés y Mario. Ocurrió sin apenas darse cuenta. Sin aviso, sin señales, como llega siempre lo imprevisto. Era Mario quien con frecuencia llevaba el peso de la conversación, hablaba y hablaba sin parar, con vehemencia, bromeaba, sonreía, decía cualquier cosa. Extrovertido, independiente, carismático, imaginativo... Cierta despreocupación había en todos sus actos, una inmensa naturalidad en sus maneras y ese modo extraño, tan especial que él tenía de instalarse en el tiempo, casi al margen del reloj y el resto del mundo adaptándose a su ritmo. Así era el hombre que empezaba a descubrir Inés e imposible fue no caer bajo su hechizo. 101


Amaban ambos la misma música, leían los mismos poetas, reían las mismas bromas, suspiraban los mismos anhelos. Sentían la proximidad del otro como un consuelo. Su espíritu se llenaba de alegría cuando estaban juntos. Ella escuchaba sus palabras suspendida en el tiempo, cautivada como nunca estuvo los ojos atentos, la cabeza ligeramente inclinada, el aire cómplice atada de nuevo a la vida por una alegría desconocida, por una ilusión inexplicable. Su voz suave y tranquila conmovía todo su ser. Sabía a aquel hombre capaz de robarle hasta los pensamientos. Y cuidado, se decía, cuidado, cuidado. Él la miraba con la dulzura infinita que de sus ojos negros, revoltosos y burlones, tan llenos de vida, se escapaba sin remedio, maravillado por la increíble suerte de haber tropezado con aquella mujer única a la que sin apenas darse cuenta había entregado una parte de su alma, con la certeza ya entonces de que sin ella no sería capaz de soportar la vida. Inesperadamente frágil. Ambos componían versos secretos. Morían por dentro. Sus miradas descubrían sentimientos y palabras que aún no se atrevían a nombrar. Destinados a encontrarse como estaban, impaciente como siempre es el amor, tendió al fin sus puentes el azar. Incontrolable fue la sacudida en sus sentidos. Caricia, fuego, suspiro, lamento de amor... Felicidad que brota de la piel y del fondo del alma. Un cuento dentro del corazón. Horas y palabras no alcanzaron para tanta pasión, para tanta ternura. Sin barreras se entregaron. Sin reservas ni temor. Lejos del mundo. Habitantes únicos de un universo inalcanzable. Ya la vida no era vida sino un sueño, algo cálido, casi irreal, donde todo sucedía muy despacio, muy profundamente. Piel deshecha en un abrazo. En los labios el corazón. Detenido el tiempo en las fronteras del amor. Mientras tanto, en ese instante incierto en que todo estaba aún por suceder, en el más íntimo y misterioso rincón de un firmamento cubierto de penumbra, indolente entre suaves y mullidas nubes de algodón y orgulloso de su secreta travesura, envainaba Cupido sus flechas al tiempo que una estrella, cómplice y fugaz, quebraba un instante la negrura de la noche. Misión cumplida, la oyeron sus hermanas susurrar. Y es que a veces, solo a veces, los sueños se cumplen. Es entonces que el destello errante de una estrella, el acompasado latir de dos corazones, el dulce contacto de unas manos que se unen, un abismo de soledad y silencio resquebraja, sombras y desdichas ahuyenta y al mundo deslumbra con su luz, con su embrujo, con su magia y su belleza. 102


MARTA NAVARRO CALLEJA

España Blog: https://cuentosvagabundos.blogspot.com.es

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na vez más el hombre a los pies de mi cama me visita. Como todas las noches me mira en silencio con sus profundos ojos, a veces marrones a veces celestes. Las manos en los bolsillos, la camisa prendida hasta el cuello, la barba de un día; todo es tan familiar y tan extraño al mismo

tiempo. El hombre a los pies de mi cama no dice nada pero cuestiona mucho. ¿Un amigo de la infancia olvidado? ¿El compañero que me molestaba en el colegio? ¿Algún viejo amor? ¿Mi padre muerto? A veces me canso de él y cierro mis ojos hasta conciliar el sueño, ese hermoso escape de la realidad. Con los primeros albores del día abro los ojos y el hombre ya no está. Se mezclan; el pasado el presente y el futuro se mezclan ¿Cuánto tiempo ha pasado? A veces los minutos parecen horas y otras, las horas minutos. Es de noche y el hombre a los pies de mi cama vuelve ¿Será feliz? Difícil saberlo. Puedo conjeturar que acaba de venir de un velorio o de un parque de diversiones. No sé... Sus ojos parecen tristes, pero su sonrisa de grandes dientes blancos dice lo contrario. No sé si esta aburrido o divertido; si tiene hambre o sueño; si le hace frío o calor. El sueño llega de nuevo. Me despierto en mitad de la noche con los maullidos de una pelea de gatos en el terreno baldío de la par, el hombre a los pies de mi cama sigue ahí, con sus interrogantes. Sus ojos, han cambiado, ahora son marrones; las manos siempre en los bolsillos esconden más de lo que soy capaz de imaginar. Hoy opté por cuestionarlo yo. ¿Cómo te llamás? ¿De dónde venís? ¿Por qué estás acá? Silencio. El sueño llega otra vez. Otro maldito amanecer, extraño al hombre a los pies de mi cama, se que lo veré esta noche. Hago mi rutina diaria: bañarme, desayunar, leer un poco, luego llega el almuerzo, la siesta y los mates de la tarde acompañados de mi música favorita, cenar y por fin la noche. Me recuesto boca arriba en la cama, mi cuerpo desnudo cubierto tan solo por una sabana, rígido espera la llegada de él, pero el hombre a los pies de mi cama nunca llega. Pasaron ya veinticinco años de su visita y hoy por fin me libero de él. Lo extraño. Ahora es tiempo de comenzar mi vida.

ÁLVARO ASTUDILLO

Argentina

Facebook: AAMescritor

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rribé a la antigua mansión, en el barrio de Barracas, a última hora de la tarde. La noche ya se insinuaba en el cielo sombrío de ese día de otoño. La casa era una vieja edificación del siglo XIX, de la época en que esa zona de la ciudad era habitada por la clase alta, antes de la

fiebre amarilla que obligó a la oligarquía nacional a recluirse en las quintas del norte. Sabía que allí había vivido una familia inglesa, una de las tantas dedicadas a la importación y exportación de productos entre los puertos de Buenos Aires y Liverpool. Por lo general, los británicos solían vivir en el área de “catedral al norte”, pero estos ya se habían incorporado a la sociedad criolla, eligiendo por lo tanto Barracas como lugar de residencia. Ni bien entré a la mansión, llamó poderosamente mi atención un retrato en sepia de una joven y lánguida dama que no debería haber tenido más de veintidós años al momento de quedar inmortalizada en ese enmarcado rectángulo. Su cuerpo esbelto, enfundado en un elegante vestido “victoriano”, incluyendo el corset, con el distinguido e híper ajustado lazo rodeándole la cintura, siendo esta considerablemente más reducida que las de hoy en día: cincuenta centímetros, cincuenta y cinco como mucho. La imagen de esa muchacha no me abandonó, permaneció en mi mente durante el resto de la jornada, y al acostarme en la cama de una de las habitaciones de la planta alta, donde decidí pasar la noche, su recuerdo aún rondaba en torno a mí, como si la reminiscencia de su belleza pudiera tender un puente desde el pasado, proyectándola hacia el presente. Y entonces, escapándole a la muerte, su alma volvía a florearse por la antigua mansión decorada de un modo que evocaba al romanticismo, a flotar en esos aposentos, ya sin un cuerpo material que la contenga, pero conservando su contorno, su identidad visual, lo que un parapsicólogo llamaría cuerpo astral, que había quedado archivado en ese retrato, a la espera de que un caballero, al verla, la trajera de vuelta, le influyera un reanimador soplo de vida. Dicen que cuando una persona muere sigue viviendo gracias al recuerdo de quienes la conocieron y, de alguna manera, yo, al haber contemplado su retrato y al haber experimentado una leve, aunque efectiva, simpatía por ella, la había revivido. No se trataba de que estuviera viva como lo estamos nosotros, sino que lo estaba en un sentido más ontológico. La foto, al ser la imitación más cabal del original que reproduce, cumplía el mismo rol que su cuerpo había cumplido en vida: mostrarla ante los demás; ergo, al admirar yo su belleza, rompí la barrera del tiempo cronológico. A través de ese retrato su imagen aún era capaz de encantar, en el más literal sentido de esa palabra, y no era descabellado pensar que, desde cualquier espacio donde se encontrase, su alma era hábil de percibir 107


el encantamiento que producía en otra alma, acudiendo a su encuentro, y buscando una conexión que no podía ser carnal pero, en cierto modo, era una conexión al fin. Esa noche dormí en pequeños intervalos de no más de media hora cada uno. Estaba un poco tenso; la cama me era desconocida; también la habitación, que apenas lograba contemplar entre penumbras, cuando despertaba, con mis pupilas cansadas, con la sensación de tener arena en los ojos. A todo eso se sumaba la aterradora fascinación que la dama del retrato ejercía sobre mi mente, siendo ese el principal motivo que impedía mi deseado sueño reparador. Podría jurar que ella estaba allí, dentro de la recámara. Cada vez que despertaba, durante algunos pocos segundos, la veía frente a mí. Luego mis ojos se acomodaban con gran dificultad a la extremadamente tenue luz del ambiente, entonces ella desaparecía. Quizás porque nunca había estado, quizás porque la mente es rápida en el arte de ocultar lo que escapa a la realidad que conocemos. Así pasé toda la noche, con la parte inconsciente de mi cerebro percibiendo su presencia, y la otra parte, la consciente, induciéndome a abandonar todo pensamiento que escape a las leyes naturales de este mundo. Hay quienes aseguran que cuando un hecho paranormal sucede, la primera idea que decodifica nuestro cerebro es la que mejor nos describe el particular, en tanto que una vez que comenzamos a analizarlo y procesarlo con toda esa lógica humana, que por cierto es muy limitada, saquen ustedes la cuenta de cuántas son las cosas que suceden en este mundo y que los hombres no podemos explicar, inmediatamente descartamos esa primera impresión, por absurda, supersticiosa e inaudita, nos avergonzamos por haber considerado siquiera durante un instante una teoría tan irracional, y terminamos aceptando la segunda, la emitida por nuestro hemisferio cerebral cientificista, siendo esta otra idea la que nos deja en paz con nosotros mismos, ya que lo contrario significaría avalar que los hombres somos pobladores de un mundo que aún no hemos dilucidado del todo, que posiblemente nos falten siglos de evolución, y que existen un montón de sucesos que superan nuestro entendimiento; en otras palabras: sería un renunciamiento al iluminismo tan arraigado en nuestra cultura. El amanecer alivió significativamente la agitación que me turbaba. Ahora podía contemplar toda la habitación, escrutar cada objeto y rincón por más recónditos que fuesen. La dama del pasado, viajera en el tiempo, posiblemente se había ido. No podía afirmarlo, como tampoco podía estar seguro de que hubiese estado durante la noche; era solo un pálpito, una corazonada, un reflejo intuitivo y nada más, o nada menos, depende de la importancia que cada uno le dé a esas manifestaciones subjetivas. Con todo, decidí marcharme esa tarde. Si la casa necesitaba reparaciones, las haría durante 108


el día, luego me iría a dormir a mi casa y regresaría con la luz diurna de la jornada siguiente; no deseaba pasar otra noche allí de ninguna manera. Y así lo hice, durante un largo mes me dedique al reciclado de esa vetusta edificación en total soledad, solo la arquitecta para la cual trabajo me visitaba una vez por día para darme las directivas. Le sorprendió que prefiriera el agotador viaje de ida y vuelta entre Barracas y mi casa en los suburbios antes que dormir allí. Pero salí del paso inventando una excusa acerca de una novia y el compromiso que una relación así genera; al final de cada día debía visitarla, y claro, ella vivía convenientemente cerca de mi casa, al otro lado de la avenida General Paz. La arquitecta se lo creyó. De hecho, no existía ningún motivo para que no lo hiciera. Después de todo, la mentira era más creíble que la verdad. Habían transcurrido ya un par de meses más desde que finalizara las tareas que tenía asignadas en la mansión. Creía haber dejado todo atrás, casi no recordaba a la perturbadora dama. Entonces, un día como cualquier otro, llamaron a mi puerta. Era un joven, vestido con el uniforme de una empresa privada de correo y encomienda. Traía un paquete para mí; el mismo era de forma rectangular y achatado, con dimensiones algo grandes. Estaba envuelto en papel madera y acordonado con un hilo blanco que formaba una cruz, como si se tratase de una enorme caja de pizza. Sobre el papel habían pegado una etiqueta con la advertencia “Frágil” y el nombre de la arquitecta como remitente. Firmé la planilla que me extendió el mensajero, le di una propina e ingresé a mi casa con el paquete. Cuando lo abrí, mi corazón volvió a agitarse como lo había hecho durante la noche que había pasado en la mansión: el retrato de la dama de estilizada figura e inquietante belleza se hallaba nuevamente frente a mí. En la nota que acompañaba el envío, la arquitecta me explicaba que me lo obsequiaba debido a que no era desconocida para ella la fascinación que producía en mí ese retrato, por lo tanto quería que lo conservara como muestra de gratitud, de ella hacia mí, por el excelente desempeño en mi labor. Al principio pensé en deshacerme de él, quemando la foto y vendiendo el marco; llegué a desmontarlo todo para tal fin. Pero me faltó valor para concluir el plan. Así que, opté por dejarlo olvidado en un sitio poco utilizado de mi casa. Y si bien durante un tiempo pretendí seguir adelante con mi vida, ignorando su existencia, algunas noches sentía la tentación de ir a buscarlo y rescatarlo del ostracismo en que lo había abandonado. Hasta que argüí que es en vano tratar de resistirnos a la concreción de nuestro destino. Por alguna razón, por más irracional que fuera, me era imposible desentenderme de ese retrato. Entonces, ya no reprimí más la tentación. 109


Ahora, la foto enmarcada de la dama pende de una pared de mi casa, y por las noches siento su etĂŠrea presencia junto a mĂ­.

LUCIANO DOTI

Argentina

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E

ntré al bodegón, pedí una copa de vino y me senté junto a la ventana. Mientras esperaba el plato de pastas observé al perro que saltaba sobre el umbral de la casa de enfrente. Evidentemente quería entrar pero no tenía respuesta de sus moradores.

Saltaba y saltaba, golpeaba el vidrio, intentaba mover el picaporte pero su

esfuerzo era en vano. Se alejó cabizbajo hacia la parada de ómnibus y allí se echó con desgano. Sus orejas bajas denotaban tristeza. La entrada de la vieja casona fue ocupada por un anciano que apenas podía caminar. Se desparramó en el ingreso mientras el sol del mediodía lo castigaba con fuerza. Me llamó la atención verlo tan abrigado ese tórrido día, como si se hubiera puesto todo el ropero encima. Era estatua encorvada por el peso de la ropa y de los años, monumento a una vejez solitaria y abandonada. El perro volvió sobre sus pasos e inició la danza para poder ingresar. Esta vez no estaba solo, el viejo había intentado lo mismo pero sus piernas no lo sostenían. El umbral, así, se convirtió en el albergue de dos almas desamparadas. Descansaban, tomaban impulso, golpeaban la vieja puerta, descansaban, daba golpes de puño, el hombre, cabezazos, el perro. Descansaban, se paraban, tambaleante, el hombre, temblando, el perro. Golpeaban, gritaba, el hombre, ladraba, el perro, rozaban la puerta al unísono, y ya sin fuerzas, se tiraban sobre el escalón. De pronto, cuando parecía que la batalla estaba perdida, el pórtico dejó ver su espacio interior y ambas criaturas desaparecieron detrás del mismo. Yo me quedé tratando de desentrañar si había sido realidad o un espejismo de dos ánimas en pena.

CLARA GONOROWSKY

Argentina http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com/

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B

ajó del taxi con su valija, dos bolsos y un gastado poncho sureño. Tocó el timbre al lado del ancho portón. No obtuvo respuesta. Con cansancio manifiesto, rebuscó en el bolsillo de la campera una llave, la llave de su casa. Habían cambiado la cerradura. Se sintió extraño, porque era un

extraño. Habían pasado treinta años. Preguntó a los vecinos. Le dijeron que el señor Daniel estaba de viaje, hacía un mes que no había movimiento en la casa. Le anotaron un número de teléfono para que lo llamara. Desorientado, miró a su alrededor y la vio. Una garita de seguridad, de una empresa que todavía no la había levantado. Un metro por un metro, por dos de alto, una tarima de madera adosada a uno de los lados, una silla desvencijada, con guata asomando por varios de sus cortes. Sería su vivienda hasta que Daniel volviera. Cualquier vigilador pasaba sus horas en estas pequeñas prisiones, escuchando la radio, mirando el celular, tomando mate o conversando con algún vecino. El viejo, no. En la ochava amontonó sus pertenencias, habló con el barrendero para que no las levantara y salió a caminar por la vereda que bordeaba la avenida, ajeno al tránsito, a las frenadas. De donde venía, solo se veían senderos de tierra, entubados por el verde en verano y tapizados por la nieve en invierno. Enredaderas de frambuesas y altas cañas colihues, rectas con hojas verdes saliendo de los nudos, daban protección a la propiedad que había compartído con un hermano mayor. Los vientos, ofuscados por sembrar, hacían su trabajo, desde los comienzos, respetando las murallas naturales. Había pasado una semana en su minúscula vivienda. Por las madrugadas, a través de los plásticos empañados se podía distinguir su cabellera blanca, enmarcando un rostro tostado por los elementos, apoyado sobre la tarima, junto a restos de la cena. Los vecinos le alcanzaban fruta y restos de comida, tomándolo por un ciruja. Encontró una ducha en la estación de tren. Ya olía mejor. Una mañana volvió Daniel y se dispararon todos sus recuerdos. ¿Qué haces acá?, le preguntó con horror cuando lo reconoció caminando con su uniforme de militar, por el ancho pasillo de la ESMA. Trabajo acá, le contestó con mirada de hielo. Estás de suerte, te acompaño hasta la salida, pero no quiero verte nunca más. Hijo, tu madre murió ayer, no soportó el interrogatorio. Necesitamos su cuerpo para darle sepultura. 114


Lo sé Martín, olvídalo, lo tenía merecido. No te entiendo, no entiendo nada. No me voy sin ella. Vamos a la enfermería, le dijo con enfado, tomándolo del brazo y recuerda que no soy tu hijo. A mi padre lo mató un anarquista. Solo estábamos quemando libros y algunas revistas de sociología. Tu madre tenía miedo. Se lo repetí a los guardias, pero no me creen, quieren nombres. Casi no puedo caminar de los golpes. Un calmante fuerte, le dijo al enfermero y lo derivás al Borda para que se ubique. Este no sabe nada. Estuvo seis meses drogado, sentado en bancos de madera bajo el sol o frente a un televisor sin voz, en un limbo total. Un día escupió la pastilla en un ataque de tos y comenzó a recordar. Le llegaban imágenes confusas. Aprendió a esconder las de colores, presionándolas contra el paladar y después las escupía. En una semana volvió a ser el mismo de siempre y entonces escapó. La cantidad de internos desbordaba las instalaciones y nadie notó su falta. Se comunicó con su hermano y viajó al sur. Allí curó sus heridas, fabricando chocolate con la receta de Clara. Sus corazones rellenos de frutos rojos eran famosos, eran sus Claras. Daniel había llegado en una ambulancia privada, después de un tratamiento sin mejorías. Martín recordó la profecía: la casa le abriría sus puertas, cuando desapareciera el maldito. Esperó unas horas y se presentó nuevamente, frente al portón metálico. Abrió Marta, pero no lo reconoció hasta que él no se identificó. La alegría de la mujer desbordaba. Se abrazaron. Ella vio lo vulnerable que se veía el hombre. Le dijo que trajera sus cosas, en la casa tenía su habitación en la planta baja. No le faltaría comida, pero Daniel no tenía que enterarse. A la mañana siguiente, Marta le llevó el desayuno. Si quiere ver a su hijastro, puede espiar a través de alguno de los espejos. Son dobles, cada uno tiene una cámara. Se instalaron hace unos años para vigilar el jardín, cuando a Daniel lo asaltó la paranoia. Creía ver a sus torturados caminando entre las plantas. ¿Ahora, qué lo aqueja?, preguntó Martín. Sufre de cáncer de pulmón, muy avanzado. Lo acompaña el tubo de oxígeno 115


dónde vaya. Mírelo, ya llegó. Apenas reconoció a ese Daniel demacrado y ojeroso, aspirando desesperado a través de la máscara. Martín no se inmutó. Su Clara pasó varias veces por “el submarino” sin saber porqué y cuando el verdugo se olvidó de ella, para encender un cigarrillo, se le fue de las manos. Esperaba que Daniel, sí, supiera, el porqué de su agonía.

YOLANDA SA

Argentina

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T

ienes un cigarro prendido. Tu familia espera en el comedor, es la hora de la comida. Todos esperan que salgas de tu cuarto para unirte a ellos: “Queremos que seas normal”, dicen a tus espaldas. Decides no salir; esperas a que se vayan. Sales de tu cuarto, vestido a tu manera y no con

la ropa que te regalaron en navidad. Las pastillas que tomas por la mañana te recuerdan el hambre que te persigue, lo esquivas. Agarras tus llaves, la cajetilla de veinte Lucky Strike’s y una moneda de diez pesos. Estás harto de todo. De todos. Sales de tu casa, con la mirada arriba decidido a acabar con la rutina en la que te quieren sumergir. Caminas media cuadra y esperas. Minutos después llega el camión que esperabas, lo tomas. Pagas la cuota de ocho pesos y caminas dentro hasta encontrar un lugar vacío, te sientas. Tocas tu bolsillo derecho, maldices en voz baja al sentir esos audífonos que tu papá te regaló el día que te dijo que tu hermano menor había muerto. Te relajas, respiras, y recuerdas los ejercicios de respiración que te enseñó tu psicóloga. Uno, dos, tres, te dices. Uno, dos, tres. El camión ni ha avanzado y tu ya quieres llegar a tu destino. Avanza por fin por lo largo de su ruta. La sigues con los ojos, aunque ya te la sabes de memoria. Ves el arco que construyeron tus antepasados, ves las casas de gente igual de jodida que tú. Volteas a la izquierda y encuentras una mejor vista: Árboles. Plantas. Un perro callejero sin preocupaciones; deseas ser él y él desea ser tú. El camión avanza y se detiene. Nuevos pasajeros se unen a tu viaje. Una señora gorda se para junto a tu lugar y simula toser un poco con su mano puesta frente a su boca. Conoces ese lenguaje y tu mente lo traduce inmediatamente: párate, ya no hay más lugares. Te paras y le cedes tu asiento, qué más da. Sostienes con tu mano derecha el tubo del techo del camión. Te tambaleas cada que el chofer decide ser un personaje de rápidos y furiosos. Sin querer ya lo odias y el sudor que corre por tu cara te dice ódialo más. Avanza y pasa los tres semáforos que conoces del camino. Ya estás cerca, muy cerca de tu destino cuando el chofer decide frenar y bajar caminando hacia una tiendita para comprar su coca cola y unas galletas de chocolate. Lo odias más y piensas como un ladrón por un rato, en tu mente planeas cómo robar las monedas del conductor o bien cómo secuestrar el camión entero y llevártelo como si fuera tuyo, sin tener que voltear atrás. El chofer regresa a su lugar y recuperas tu moral. Avanza, avanza otra vez y esta vez con más prisa, porque el camión que venía tras de él ya lo ha rebasado y entre camioneros eso es una declaración de guerra. Llegas a tu destino. Te limpias el sudor de la cara y maldices en voz baja una vez más pero esta vez sin nada a qué maldecir. Tienes prisa por bajar, pero a la gente nada le importa y todos bajan antes que tú, se meten por tu camino y 118


en una de esas hasta te empujan, resbalas en uno de los asientos, vacío gracias al cielo y te dejas caer pues que más da. Te levantas y miras los lugares vacíos del camión buscando alguna persona a quien maldecir pero eres el último ahí dentro. Te bajas al fin y te encuentras en el centro de la ciudad, abarrotado de gente como siempre pero eso no te desanima, prefieres estar rodeado de desconocidos que de gente que finje que le importas. Caminas un poco, te relajas un rato y decides ir a una cafetería que te gusta mucho. Vas hacia ella, llegas y te encuentras a la señora gorda a la que le cediste tu lugar en el camión. Te reconoce, te ve, se acerca y abres los ojos. Miras los cigarros a la izquierda de tu cama, junto a una moneda de diez pesos. Sales de tu cuarto y tu familia espera a que decidas venir a comer. En fin, decides ir a comer y tiras tu moneda de diez pesos dentro de la alcancia que te dieron en navidad.

DAVID ANTONIO ESQUIVEL

México Blog: vicenzzablog.wordpress.com Facebook: David Antonio Esquivel

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“Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio”. El rayo de luna, Gustavo Adolfo Bécquer

l bosque Saint Eden es reconocido, entre muchas otras cosas, por su majestuosidad. Su misticismo. Ha sido protagonista de historias de la más diversa índole, siendo el común denominador entre todas ellas, la fantasía y la tragedia. Ningún

suceso acontecido allí ha acabado positivamente para nadie que alguna vez se haya aventurado a explorarlo en profundidad. Yo no he sido la excepción, pero eso es algo que me dedicaré a relatar más adelante. Ahora detengámonos por un momento en los detalles, que espero logren contextualizar de manera adecuada mi situación. Dicho bosque se encuentra a once kilómetros del lugar donde resido, una amplísima campiña que he dedicado al cultivo de hortalizas y la cría de ganado. Intenté dejar este lugar en más de una ocasión, tratando de vivir en la ciudad por pequeñas temporadas. Nunca he logrado adaptarme, por lo que todos mis intentos de convertirme en citadino han resultado, en cierto modo, infructuosos. Sin más rodeos, prosigamos: Saint Eden se destaca por la increíble variedad y belleza de su flora. Podría incluso afirmar que ha sido extraído de un cuento de hadas infantil. Sus árboles, la gran mayoría caducifolios (aunque también es posible encontrar algunas especies de coníferas, si se busca con paciencia), emanan un aura que maravilla y, a la vez, aterra. La fauna es muy diversa, aunque muchos de los animales deben emigrar o hibernar durante el crudo invierno, por lo que a veces, viéndolo desde fuera, puede parecer un lugar inhabitable para cualquier forma de vida. En su centro se ubica una laguna, de casi quinientos metros de diámetro y dos de profundidad, que se congela por completo a mediados de enero. El agua es tan limpia y pura que podría uno pararse sobre su superficie y divisar, sin dificultad alguna, el fondo marino cubierto de algas y elodeas petrificadas. Sobre sus orillas he presenciado, hace ya más de setenta y cinco años, el fenómeno más asombroso y aterrador que mis ojos han visto jamás. En aquel momento tenía yo dieciséis años. Era joven, audaz, y, por sobre todas 121


las cosas, ingenuo. Movido más por la osadía que por simple curiosidad decidí internarme en el bosque junto a Aaron y Eddy, dos viejos y queridos amigos de mi juventud. Aaron era un año menor que yo. Lo conocí en la iglesia, durante una de las reuniones a las que asistía todos los domingos, junto con mis padres. Solíamos jugar en el estacionamiento delantero, cuando la ceremonia finalizaba y los devotos se disgregaban para saludarse. Era rubio, de cabello corto y lacio. Sus ojos, azules como el lapislázuli, iluminaban su sonriente y alegre rostro infantil. Comenzamos juntos la primaria, y en el tercer año conocimos a Eddy. Para su desgracia, Eddy era el estereotípico niño obeso, tímido y marginado del salón. Asumo que su vida cambió de forma radical cuando nos conoció, quizás porque en nosotros veía un refugio. Personas en las cuales podía confiar. Ahora, después de tantos años, experimento en carne propia la soledad que él sintió cuando era sólo un niño. Llegar hasta allí fue una tarea sencilla: habíamos acordado reunirnos en el patio trasero del colegio, fuera del horario de clase. Este era el punto más cercano al extremo norte del bosque, a unos dos kilómetros de distancia. Con la excusa de que pasaríamos la tarde viendo películas en el cine municipal, partimos. Nos internamos con las bicicletas en la arboleda de pinos de la cara noroccidental, ya que el tramo comprendido desde allí hacia la laguna era de apenas novecientos metros. El plan era simple, nos quedaríamos hasta bien entrado el anochecer. Nuestros padres se molestarían, pero era un precio muy bajo a cambio de pertenecer a la reducida lista de jóvenes que se habían atrevido a entrar en aquel lugar. Y luego, se lo contaríamos a todos. El rumor correría como el agua: íbamos a ser el centro de atención asegurado durante una larga temporada. Nada más lejos de la realidad. Estuvimos un buen rato sentados sobre una gran roca cercana a la laguna, sin notar ningún movimiento extraño. —Nos quedaremos aquí hasta las ocho, una hora más tarde de la que nos han ordenado regresar. Si notamos algo extraño, lo que sea, volamos de aquí. ¿Entendido? —propuse. —Sí —dijo Eddy—. Me parece bien. —Estoy de acuerdo —respondió Aaron. Así fue. Pasamos la tarde contando chistes, persiguiéndonos entre los arbustos y haciendo sapitos sobre la superficie del agua. Nada ocurría. Además, la oscuridad ya 122


era casi absoluta. Habíamos hecho algunas grabaciones y fotografías, por lo que contábamos con pruebas. Nos creerían. Encendimos las linternas y poco a poco comenzamos a avanzar entre la maleza, alejándonos del lugar. Recorrimos un trayecto de poco más de diez metros cuando, de un momento para el otro, todo a nuestro alrededor se iluminó tal y como lo estaría a plena luz del día. Sin pensarlo dos veces, dimos media vuelta: el resplandor provenía de la laguna. Una silueta se desplazaba con parsimonia entre los juncos. —¿Qué es eso? ¿Qué carajos es eso? —gritó Aaron. —¡Vámonos! ¡Ya! —bramé. Eddy continuaba de espaldas a nosotros. Parecía no estar enterado de nada. Regresé para saber qué le ocurría, y lo que vi me heló la sangre. Reía eufóricamente con los ojos vueltos hacia arriba y la entrepierna empapada. Me apartó de un manotazo, que me hizo caer sentado sobre el césped húmedo. El resplandor lo envolvió en su totalidad y lo arrastró hacia el agua. Sus chillidos taladraban mis tímpanos. Mientras corríamos, volteé la cabeza para observar si aún seguía allí. En ese preciso instante, dos hechos ocurrieron casi al mismo tiempo: los chapoteos y alaridos enloquecidos de nuestro amigo se detuvieron en seco, como si alguien le hubiera rebanado la garganta. Y cuando hubo silencio, Aaron cayó fulminado al suelo, presa de un violento ataque epiléptico. Se agitaba como un pez recién salido del agua, y de su boca abierta brotaba espuma mezclada con coágulos de sangre. Me arrodillé junto a él y le aparté un gran mechón rubio del rostro. Su cuerpo fue relajándose poco a poco, pero la hemorragia persistía. Levantó un dedo y señaló mi bicicleta, la cual estaba volcada sobre la hierba a pocos metros de distancia. Sus vidriosos ojos se centraron en mí por última vez. Tosió, balbuceó una oración incomprensible y dejó escapar su último aliento. Me levanté de un salto y corrí como nunca antes lo había hecho. Mientras pedaleaba, lloré con desesperación. Miré hacia atrás varias veces, pero fue en vano. Tanto el cuerpo de Aaron como la silueta luminosa habían desaparecido. De todo esto ha pasado ya mucho tiempo. Una tarde, el mismo ser regresó de la forma más inesperada. Y se llevó consigo a toda mi familia. Teníamos dos niñas pequeñas, Jasmine, de cinco años, y Judy, de dos. Eran idénticas a su madre. La mujer que todo hombre hubiera deseado tener. Según los 123


peritajes, pudieron haberse encandilado por culpa de un automóvil que venía de frente. El vehículo en el que viajaban se salió de la carretera, cayó por un despeñadero y explotó. Las tres murieron al instante. Pero sospecho que no ha sido un automóvil. Ha sido eso. Eso, que desde hace media hora está intentando derribar mi puerta. Me he levantado de la silla para sacar una cerveza del refrigerador. Cada vez golpea con más fuerza. Su resplandor se filtra por debajo e ilumina toda la habitación. Tengo la escopeta de caza a mi lado, pero no creo que me sirva de mucho. Pronto tirará la puerta abajo, así que ya no queda mucho tiempo: a todas las personas que puedan estar leyendo esto, les ruego que bajo ninguna circunstancia se detengan en el bosque, mucho menos por la noche. Si viajan en algún vehículo, sigan de largo hacia el este. El paisaje que verán será inigualable. Lo prometo. Pero por nada del mundo se acerquen a ese lugar. Cada tanto algún incauto desaparece en sus alrededores. La policía encuentra zapatos resecos y podridos a causa de la lluvia o anteojos cubiertos de barro, pero jamás a las personas. Terminaré de beber mi cerveza y lo esperaré sentado en el sillón. Ya ha roto gran parte de la cerradura. Unos cuantos golpes más y acabará cediendo. Espero, con todo mi corazón, que alguien encuentre estos papeles. Vuelve para acabar lo que empezó setenta y cinco años atrás. Y reclama, por supuesto, su beso de despedida.

ANDRÉS APIKIAN

Uruguay

Blog: https://antologiaderelatos-com.webnode.com.uy/

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E

l ambiente es frío, estéril, se puede palpar el dolor, la desesperación, la angustia y la incertidumbre. El contacto humano que debiera ser cálido, ahora es frío e impersonal. No encuentra en ello consuelo alguno. Cierra los ojos tratando de aguantar el dolor. Reprimiendo las ganas de

llorar. Las lágrimas se le agolpan en los ojos pero no les permite salir. A pesar de que a su alrededor hay más gente, se encuentra sola. Ahí no se permiten parientes. Ellos están en otra área, igual de lúgubre y gris, esperando angustiados noticias sobre sus familiares. Le ha dicho a su hija que se vaya a casa. No hay nada que puedan hacer por el momento. Solo esperar. Esto va para largo. Voltea a su alrededor, los desconocidos, algunos están tranquilos, otros con el grito en la garganta. Hay quienes, al notar su mirada le sonríen, otros no. Trata de relajarse, de concentrarse para evitar ese dolor desgarrador que le está partiendo el alma en dos. No es que sea una persona acostumbrada a quejarse, —no, por Dios—, pero esta vez la situación sí la sobrepasó. Se considera una mujer fuerte, hoy no tanto. Los pinchazos de las inyecciones vienen y van, con solo un “le voy a poner esto para que se sienta mejor”, solo espera el momento para que el medicamento haga su trabajo. No lo hace… A su lado hay una joven mujer, muy joven, no comprende cómo es que el personal la ha dejado sola, parece menor de edad, debería tener a sus padres a su lado, pero tal vez ya no lo sea. Las apariencias engañan. Se ve tranquila, con esa calma que solo la tienen los que han pasado por esa situación una y mil veces, demasiadas. Tiene veintiséis años, su nombre es Jessica, ha estado entrando y saliendo de los hospitales desde que tenía nueve años. Ahora regresa por un fuerte dolor abdominal. Doctores vinieron y se fueron, auscultándola. Al final le diagnostican colitis, ellos qué van a saber… No es colitis, de eso está segura. Ella ha pasado más tiempo ahí que muchos de los “médicos” residentes que parecen haber salido apenas de la carrera, y la verdad es que es así. Un doctor se acerca a ella y le dice que le van a tener que repetir los análisis, hay algo que no le gusta. Y Jessica, entre espasmo y espasmo, asiente. Sonríe y se tranquiliza, sabe que para ese nuevo golpe que le ha dado la vida es mejor ir optimista y con la mejor disposición para salir adelante. Cuando el doctor se va, comenta que la primera vez que entró al hospital fue poco después de cumplir los nueve años. Se había estado quejando de dolor 126


estomacal, pero como la mayoría de los padres, los suyos lo achacaron a los nervios por los exámenes. Un día en la escuela solo se desmayó, y cuando abrió los ojos estaba internada. La habían operado. Diagnóstico: apendicitis. El tiempo pasa y todo parece ir bien y Jessica es una chica como cualquier otra de instituto. Pero el dolor vuelve y ahora con más intensidad, los síntomas son diferentes, porque además ya no tiene apéndice. Un día no se puede levantar de la cama. Sus padres van con ella de vuelta al hospital. Exámenes, análisis y auscultaciones dan como resultado deficiencia renal. Solo tiene poco más de diecisiete años, con toda una vida por vivir. Pero ella no se queja. Sigue estoica y con firmeza al pie de la letra los tratamientos, al final la dializan y parece estar funcionando. Han pasado tres años y las diálisis cobran su precio, uno de sus riñones ha dejado de funcionar casi por completo y el otro está trabajando en un sesenta por ciento. Su hermana, menor, decide donarle un riñón, le hacen las pruebas y es compatible. Pero Jessica no es de las afortunadas que después de la operación ha salido victoriosa del hospital. Debido al trasplante debe tomar inmunosupresores para evitar el rechazo, pero esto le ha generado que contraiga una severa infección y se le va al riñón nuevo, despedazándoselo por completo, ha quedado inservible y tiene que ser operada de nuevo para extraérselo. Estuvo en coma durante cinco días, los doctores no le daban muchas esperanzas. Pero ella superó los pronósticos y abrió los ojos por sí misma. Al despertar vio a su familia a su alrededor. La desesperanza, la tristeza reflejada en su rostro. Tanto ella como su familia están destrozadas. En sus propios ojos no se refleja el “¿por qué yo?”, sino la culpabilidad por haber sometido a su hermana a tremenda cirugía y que ahora estará viviendo su vida con solo un riñón y todas las consecuencias. Pero ella le asegura que si hubiera habido solo el uno por ciento de probabilidad de que funcionara, ella lo habría hecho de todos modos. No hay más culpas ni reproches, solo agradecimientos y esperanza. Ahora está con diálisis y en espera de otro donante de riñón. Rogando a Dios que este no llegue demasiado tarde. Que esta vez su cuerpo no lo rechace. A su lado, la mujer que la escucha reza una plegaria por ella, es tan joven, tiene tanto por vivir. Gracias a la conversación de Jessica, el tiempo ha trascurrido más rápido de lo 127


esperado. El doctor ha regresado con los resultados de los análisis de Jessica. Ella tenía razón. No era colitis, sino algo mucho peor, pancreatitis. Casi no les da tiempo de despedirse, solo se desean la una a la otra que se mejoren. Jessica le sonríe antes de ser llevada de urgencia a quirófano. Se vuelve a quedar sola, pero esta vez piensa que su dolor, aunque es muy fuerte y a veces insoportable, no es nada comparado con lo que ha sufrido esa joven en tan poco tiempo de vida. Su fortaleza, su calma, su optimismo son un ejemplo que seguir. Son las cinco de la mañana, entró a las nueve de la noche del día anterior, pero, gracias a Jessica y a los medicamentos, ha olvidado un poco su dolor. Una enfermera se le acerca diciéndole que debido a sus resultados deberá ser internada y trasladada a otra área para que se le hagan más estudios. Ella asiente. No se queja más, si Jessica ha podido sonreír, ella también. Toma su celular y hace una llamada. —¿Puedes venir? Me van a internar —su voz se escucha tranquila, serena, en espera de lo que digan los doctores. Esa mujer es mi madre.

BECKY BLANCO PAZ

México

Fandom de Skip Beat: https://www.fanfiction.net/u/6493216/kikitapatia

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ra una noche de diciembre oscura y agorera, una de aquellas noches que guardan secretos ignotos en sus obscuraciones inciertas. Las luces del salón estaban apagadas, los caminos obstruidos por la tormenta de nieve de la noche pasada, las horas trascurrían lentas entre las

maldiciones de la dueña del burdel y nosotras soportábamos sus rezongos con resignación de mojigatas. Ebiliss y Adramelech estaban en la alcoba principal, no quise entrar para comprobar si dormían o si estaban ocupados en los rituales de Sodoma, además no era mi ocupación estar atenta a la llamada de la campanilla de servicio por si solicitaban más vino. Tomé mi capa y salí al patio de la mansión, la noche oscura prometía misterios, salté el muro de piedra y me dirigí hacia el bosque buscando la caravana de los Elfos Oscuros para conversar un rato con ellos alrededor de la fogata. Confusos susurros hijos de las sombras combinados con los aullidos de los lobos eran música para la danza bruja. Mi instinto feérico inició el ritual antiguo de las hadas, mi alma respondió a los pasos embrujados e hizo eco al salmo que invocaba los encantos. Respondiendo a mis conjuros arcanos surgió de entre las sombras un bizarro caballero envuelto en una capa oscura y me tomó del brazo. De no haber estado acostumbrada a los fantasmales encuentros hubiera gritado, obviamente no era un elfo nocturno, pero percibí algo familiar en el aparecido y me dejé llevar. Ya en un claro del bosque lo observé, sus largos cabellos eran negros como el ala del cuervo y sus ojos como esmeraldas tenían una profunda mirada, debajo de su capa llevaba una espada con un zafiro y tenía el rostro cubierto con una máscara de calavera… esta segunda impresión del desconocido me causó pánico pues lo reconocí como Thanatos, el Príncipe de la Muerte, intenté zafarme violentamente pero él me soltó. Kiria dijo has crecido mucho desde aquella fatídica alborada en la que el horizonte azul se tornó rojo con el fuego del Dragón y la mañana se convulsionó con los fragores de la guerra, te encontré escondida en las catacumbas del Castillo de Vintergard, te saqué de allí atravesando los pasadizos secretos y huimos hasta el páramo en donde te dejé en brazos de Adramelech. ¿No me recuerdas?, soy Thanatos… y lamento haberte entregado al cuidado de aquél arcángel réprobo, no imaginé que él te traería a este infame lugar regenteado por la perversa Aradia. Pero he regresado para recordarte que eres la princesa heredera del Trono de la Luna de Argento del Palacio de Nifelheim, además el príncipe que es tu prometido está prisionero y debemos rescatarlo. En un principio no creí en sus fantásticas palabras, aunque Adramelech 130


siempre me decía que yo era una princesa. Entonces los recuerdos dormidos en mi memoria ancestral se despertaron, supe que podía confiar en él y vislumbré la oportunidad para escapar de aquella vida decadente que llevaba en el burdel. Con la noche como nuestra cómplice Thanatos me habló de mis orígenes, de la invasión de Sheithan al Reino de Invierno quien gobernaba sobre el Astral Azul luego de haber contraído nupcias con Killa, mi hermana mayor quien traicionó a su esposo y de los motivos por los cuales tuvieron que ocultarme. También me habló de mi prometido que sufría cautiverio en una lejana torre privado de la luz de la aurora boreal. Me preguntó si estaba dispuesta a abandonar el burdel y acompañarlo en su cruzada para rescatar a mi prometido. Sin dudarlo le respondí que lo haría. La luna nos bañó con su gélida luz, el halo de la fantasmal lumbrera le dio en el rostro y sonrió satisfecho con mi decisión. Entonces escuchamos un ruido, era Adramelech con un farol en la mano que había salido a buscarme. Te encomendé que cuidaras a Kiria le reprochó Thanatos me has decepcionado. No tuve otra opción respondió Adramelech bajando la mirada con arrepentimiento pero a pesar de todo aquí Kiria ha estado a salvo. No podía confiar en la Luna que traicionó al Sol. Me llevaré a Kiria dijo Thanatos dile a Aradia que Kiria huyó con uno de sus amantes. Thanatos hizo un gesto y de la nada surgió un corcel de pesadilla, montó su espantosa cabalgadura y me dio la mano para que me acomodara en la grupa. Partimos bajo un disfraz de sombras, miré a Adramelech por última vez, sus ojos eran dos húmedos luceros violetas que se afanaban en recordar plegarias al verme partir. Galopamos en la noche primigenia atravesando remolinos de sombras, cruzamos portales de espacio y tiempo hasta que llegamos a la región fantasmagórica en donde se alza la mítica Torre de Ámbar, morada y prisión de Celesta, la Hechicera Fantasma, hermana y esposa del Príncipe de la Muerte. Vi la enorme puerta de madera de acacia en cuyo dintel se encuentra grabado con fuego del Infierno el infame sello de Yahvé, el sello maldito que mantiene prisionera a la Dulce Muerte. Thanatos jaló la cuerda de la campana y nos abrió un caballero de largos cabellos dorados con armadura de plata, era Leonardo, el guardián de la triste dama. Celesta nos recibió en el mirador desde donde descifra los enigmas, llevaba un vestido blanco tejido con nieblas e hilos de luna, una corona de rosas azules adornaba su larga cabellera castaña 131


y portaba su cirio que nunca se apaga. Ella me indicó que tomara asiento a su lado frente a una mesita de madera de sándalo tallada sobre la que estaba su bola mágica, los grandes ventanales me permitieron contemplar a las tres lunas de argento en tres fases distintas y el incienso de los pebeteros me envolvieron con una caricia mágica. La Hechicera Fantasma entonó un extraño cántico y haciendo hieráticos pases me mostró visiones en su bola de cristal. Y vi aquella lejana torre en la que se encontraba prisionero mi prometido, era de hierro y se alzaba terrible en medio de un desierto bajo un cielo amarillo… la magia me permitió ver la mazmorra en donde se encontraba, con una máscara de hierro que cubría su rostro, aherrojado y cubierto de harapos yacía sobre el piso mi príncipe… sentí su tristeza y decidí que como una walkiria atravesaría el desierto, desafiaría los peligros y lo rescataría. Pero entonces vi que Sheithan cabalgando su negro dragón se acercaba a la torre y luchó contra los terribles escorpiones de arena que eran los guardias de la prisión. Luego lo vi en la mazmorra y se llevó a mi príncipe. Un puño estrujó mi corazón… encontrado y perdido de nuevo… ¿A dónde lo llevaría Sheithan? La bola mágica no me dio más visiones, le supliqué a Celesta que usara su magia para descubrir qué había hecho Sheithan con mi prometido, pero ella me respondió que debería esperar tres noches para volver a invocar la magia. Y esperé por tres noches que fueron de desesperación y lágrimas. Cuando la Dulce Muerte volvió a invitarme a su mirador recuperé la esperanza pues la bola de cristal me mostró que Sheithan había llevado a mi prometido al Reino de Oriente y lo había entregado a un mercader de esclavos. Thanatos me dijo que sin quererlo Sheithan nos había facilitado el rescate pues sencillo era comprar a un esclavo pero que mientras tanto era necesario que yo buscara un refugio seguro. Thanatos me llevó hasta las orillas del Mar de la Eternidad, tomó la caracola que está colgada de una percha en el Último Puerto y sopló… de entre las olas surgió Leviathan, uno de sus aliados, quien me recibió en su Palacio Sumergido y prometió protegerme. Fueron noches de lunas ahogadas las que pasé en el fondo del mar pues, aunque me encontraba segura, no podía estar tranquila pensando qué le había sucedido a mi prometido. Hasta que un amanecer Thanatos regresó, pero las noticias que trajo eran nefastas, dijo que llegó al Reino de Oriente pero cuando encontró al mercader de esclavos mi prometido ya había sido vendido… mas prometió hacer indagaciones y encontrar a mi príncipe. 132


Y así una mañana zarca cometí el error de dejar la seguridad del Palacio Sumergido… caminaba en la playa de arenas blancas acompañada de mis añoranzas cuando un fantasma surgió de improviso. Era un guerrero de largos cabellos cenicientos y ojos sin color, llevaba harapos sobre su cota de malla oxidada y tenía una espada mellada en la diestra... de inmediato lo reconocí pues el aparecido no tenía rostro, era el Cazador de las Nieblas. Recordé las historias que Aradia nos contaba para atemorizarnos, ella nos decía que ninguna damisela había conseguido huir del burdel pues a sus órdenes tenía al Cazador quien iba tras la fugitiva, la atrapaba y la llevaba a las Cavernas del Tiempo en donde la belleza se marchitaba y la vejez era eterna. El Cazador me capturó y me llevó de regreso al burdel. Aradia me castigó encerrándome en el desván luego de azotarme brutalmente pero finalmente tuvo que levantar su castigo pues yo era la cortesana más solicitada y los adinerados parroquianos reclamaban mi presencia en el salón. Estaba resignada a mi fatal destino cuando una noche Skuggor solicitó mis servicios. Se comportaba como un caballero y no me molestaba atenderlo, era amable conmigo y siempre me sorprendía con un obsequio… pero esa vez me sorprendió con una carta enviada por Thanatos en la que decía que sabía qué le había pasado a mi prometido, lo compró el dueño de un burdel que complacía los gustos retorcidos de los jeques pero él había huido, había conseguido llegar hasta el Reino de Occidente y se encontraba sirviendo como escudero del hijo menor de Theodore, el rey del Palacio Platel. Y esta tarde Aradia me ha dado la mejor de las noticias: El mismo rey Theodore ha contratado mis servicios para que complazca a su hijo menor. Mañana partiré al Reino de Occidente y me encontraré con mi prometido… aunque él aún ignora que es un príncipe.

LILIANA CELESTE FLORES VEGA

Perú

Blog: Memorias de una Dama Blanca http://lilinaceleste.blogspot.com Facebook:https://www.facebook.com/lilethoficial

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-L

o mejor de la vida es hacer un trabajo que también sea tu pasatiempo ... —Esta es la última frase que me dijo mi abuelo antes de morir, mientras estaba, por casualidad, parado en medio de la calle. Lo traté de mirar, pero es muy difícil fijar la vista en una

persona que está desperdigada por todos lados. Traje la idea de mi sabio abuelo durante años como una infección. Esta perla de sabiduría regresó a mí cuando encontré un trabajo duro. Entendí que había encontrado el correcto. Cuando era niño, hice una fila para las condolencias en un funeral, así que, tan pronto como se formó una, me puse en línea con los familiares y amigos del difunto, caminé con ellos para contar mis pasos hacia el cementerio. Lo hice solo por el hecho de absorber toda la tristeza y melancolía del funeral, para entender la congoja que la muerte da a los que aún no están muertos, como si todo fuera una especie de “guiño”, una feromona mortal en celo, como para decir “mira lo que tengo, es para ti, ¿Qué estás esperando?” Me sentí parte de algo, y cuando el hoyo estuvo hermoso y relleno, y todos se fueron, enterrando sus propias condolencias junto con el hombre muerto, en ese preciso momento me atravesó una tristeza abrumadora, estaba más muerto que el muerto. Cuando llegó la noche regresé allí, lo cavé y lo abracé. La vida prefiere la muerte, así que siempre he amado todo lo que tiene que ver con ella, aparte de la vida. Si Dios es la vida, ¿quién es la muerte entonces? El ser inanimado estaba frente a mí. Con algo de esfuerzo logre separar su cabeza del cuerpo. ¿Sabías que una cabeza separada de su alojamiento natural, todavía puede ver durante diez segundos? Se dice que un hombre guillotinado se volvió hacia su verdugo que lo llamaba por su nombre. Lástima que su cabeza ya estuviera en el cesto. Pruébalo un día con tu perro, mira si te reconoce una vez que lo decapitas — ¡hey, Bobi Bobi! El amor entonces, entre los muertos, es maravilloso. No hay discriminación entre los muertos, hay plena libertad sexual entre los muertos, un retorno al naturalismo preadamítico, un Edén de los sentidos, un Edén muerto. En el campo puramente estético, sin embargo, tengo preferencias, diría que todavía sigo siendo bastante “promedio”, me gustan las mujeres con piel clara, diáfana y pálida. Para ser claros, ese tipo de belleza que solo se puede encontrar en las morgues.

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Las mujeres con las que he tenido relaciones, aunque sean cortas, porque mi trabajo no permite tener desconexiones estables, estaban unidas por algunas características somáticas que un seguidor freudiano sabría reconocer como pertenecientes al sustrato inconsciente de las afectaciones edípicas. Mi madre era rubia, me golpeaba abundantemente antes y después de las comidas, por un simple instinto sádico-materno. Siempre he tenido una admiración respetuosa por este tratamiento cruel. Tal vez es por eso que descargo toda mi carga erótica en las caras de tiza de estas zorras, mientras les doy con mucha fuerza con alguna lítica herramienta que consiga en el momento. Antes de acariciarlas, les cuento que tengo una debilidad por el sabor a formol en sus bocas, que amo los extraños diseños arabescos que pintan en sus caras las venas iridiscentes del fluido seminal iluminadas por los reflejos selénicos de la luna llena. Me gradué en filosofía póstuma. Sí, ya lo sé, eso no existe. Es una rama del conocimiento que está por venir. En toda esta inmovilidad metafísica de la muerte, la única cosa que se desvía del tema eterno de la “fijación molecular”, son las moscas. La mosca es un ángel, es el último verdadero amigo de los muertos. Él no pide a cambio rebanadas de herencia, sino solo la hospitalidad para sus hijos, el hombre muerto nunca rechaza esta simbiosis, este intercambio de átomos que sublima su eternidad. Es la mosca la que reactiva el ciclo biológico, pone el ADN nuevamente en circulación. —¡A la mierda! —Pensaba en un gusano en el cementerio cercano, que acababa de terminar su infancia dentro de las cavidades nasales de un sacerdote que murió de apoplejía mientras sodomizaba a un niño de once años. El gusano no es consciente del pecado que lo alimenta, se transforma arbitrariamente por la naturaleza voladora de pertenecer a la clase de dípteros, que finalmente flota en el éter. Es un Ícaro que desconoce su macabra mitología. Al salir de su crisálida, este maravilloso insecto entra en el templo de nuestro comedor, se siente atraído por el dulce olor de la sopa casera que preparó la señora de la casa, quizás haya demasiado aderezo, quizás el desafortunado comensal haya pisado algo de mierda. La polilla vuela sobre el vapor oloroso de los productos alimenticios, se vuelca imprudentemente en un frijol … está atrapada. El hambriento padre de familia se distrae con las últimas noticias sobre un asesino en serie de puercos en Nueva Zelanda. Mezcla la mosca y el frijol con la cuchara.

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Así es como termina la vida de la mosca. Pero el cura, en definitiva, sigue sobreviviendo en nuestro estómago, orgulloso de poseer culos de niños. Su esencia es metabolizada por el hígado, aflora por la piel: es el encanto por la frivolidad. —¿Quién no se ha alimentado entonces (así sea accidentalmente) de los contenidos de una tumba? —El hecho es que la aún subterránea y poco conocida cocina post mortem, siempre ha nutrido mis gustos dietéticos, soy un pervertido de las delicias culinarias de la podredumbre. Soy un buitre, no un hombre —A la mierda. Lo descubrí un día, cuando me faltaba comida, tuve que pasar largas horas en la morgue, sin siquiera el apoyo de un sándwich de atún con mayonesa. Preparé el crematorio, como lo haría un alegre y trabajador padre despreocupado que prepara una barbacoa para su tierna y pequeña familia. Comencé con un aperitivo de rebanadas de culo, luego un par de salchichas en el asador y papas peludas al horno. Una vez que has dado el primer paso en esta afición, estás jodido. Desde ese día ya no te detienes, es un poco como la muerte, la muerte nunca se detiene ...

HUGO LUQUE ZAVALA

Perú

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M

alena estaba haciendo autostop en la carretera. El frío le sacudía los huesos como una serpiente que intentaba abrazarse a ella, no para aplastarla, sino para posarse en el interior de sus pensamientos. Deseó no haber salido de la casa de su enamorado de forma tan

apresurada, pero era el único modo de escaparse de una relación que le parecía tóxica y en la cual, a todas luces, ella estaba perdiendo. Había caminado durante un largo tiempo hasta cruzar la llanura y desembocar en la autopista. Apareció un BMW convertible rojo y frenó. El conductor era un hombre trigueño, guapo, vestido con terno, de cabellos oscuros, ojos grandes y un bigote curioso, en forma de «m» invertida. —¿A dónde va, señorita? Ella vestía un short jean pequeño y, por consiguiente, apretado; zapatillas, polo ceñido. Tenía tez blanca y cabellos largos castaño claro. Le respondió: —A donde sea, solo quiero largarme de este maldito pueblo. —Perfecto, sube. Te llevaré a tu destino. La joven entró al asiento del copiloto y dejó su bolso en el de atrás. Ambos no se dijeron gran cosa por unos minutos hasta que ella le pidió al tipo poner música, a lo cual él accedió con una amplia sonrisa en el rostro y, sin preguntar qué emisora quería escuchar la muchacha, puso una de rock y pop. Eso le agradó a ella, pues era seguidora de esa música desde que era muy chica y coleccionaba long plays de varios grupos clásicos. Enseguida vinieron a la mente de la chica una retahíla de recuerdos, cuando vivía con su madre y eran felices. El hombre cambió el semblante, parecía una escultura de carne mirando de frente. —No hablas mucho, ¿verdad? —dijo ella—. Qué bueno que te guste este tipo de música, a mí me fascina, ¿sabías que soñaba con ser cantante y tener mi propia banda de rock? Obvio que no lo sabías, pues recién nos conocemos. Me llamo Malena, ¿y tú, guapo? —Mi nombre no tiene importancia, me han llamado de diversas maneras a través del tiempo, pero al final el significado siempre es el mismo. —Anda, dime tu nombre, me muero por saberlo. —¿Mueres? Puedes llamarme como quieras. —Puedo llamarte entonces… ¿Alexander? —Si así deseas que me llame, así me llamaré. Ella empezó a percibir que el frío que antes había sentido se estaba desvaneciendo. De repente sintió una especie de calentura que le comenzó en la 139


cabeza y se le bajó a los pies. Tuvo un buen presentimiento. Quiso ser atrevida acarició la pierna del sujeto, quien le dijo: —Has sido una chica muy mala, ¿no? —Sí, he sido mala, malísima. Quiero ir a un lugar lejano, al sur. Quiero comenzar de nuevo y hare de todo para conseguirlo. Iré a donde me lleves. —Iremos a un lugar muy hermoso. Para mí, al menos. —¿A dónde vamos? —A tu destino. —¿Y dónde es eso? —Un sitio más allá del horizonte, donde hay mucha gente y no crece el pasto, pero hay quienes nos la pasamos de lo lindo disfrutando de diversos placeres, sobre todo carnales. —Me maravilla que vayamos a ese lugar, cariño, espero que lleguemos cuanto antes. —Será muy pronto, arribaremos antes de lo que imaginas. Malena comenzaba a sentir que el vehículo se calentaba, lo cual era extraño, se había subido a aquel automóvil casi a las seis de la tarde y, mientras caminaba, las ráfagas de aire le golpearon su delgado cuerpo. No se explicaba por qué el súbito cambio de temperatura. —Veo que ya lo sientes. —¿Qué es lo que siento? —¿No percibes el calor? Para ella era extraño, cuando estaba sola, en la autopista, esperando un automóvil, se sentía un tanto relajada, el frío no la molestaba, pero ahora comenzaba a arder. Estaban en invierno, era raro que hubiese una subida de calor a las seis de la tarde. Sin embargo, se dijo que el clima en el Perú era de lo más loco, que en realidad no había nada por lo que preocuparse. Quiso seguir entablando una conversación para conocer a su acompañante, pero el hombre aumentó el volumen de la música. Acto seguido él mencionó en voz alta: —Pronto estaremos allí, descuida. La carretera estaba desierta y el ardor arreciaba, a la muchacha le dieron ganas de sacarse el polo, pero no llevaba nada más que el sostén debajo. Se dijo que era muy pronto para entregarse a aquel desconocido, del cual esperaba sacar algún provecho antes y/o después de que la dejara en su destino. El silencio entre ambos la incomodaba en demasía. Habló también con fuerza, pues la música mitigaba en gran 140


parte los sonidos de sus voces: —Tengo veintidós años y soy del signo sagitario. El sujeto no respondió. Malena insistió con el diálogo: —¿Qué edad tienes tú y de qué signo eres? —¿Eso importa? ¿En verdad quieres que hablemos de eso? —Soy bastante conversadora. Malena volvió a acariciar la pierna derecha del conductor. —Ya casi llegamos —dijo él. El calor se intensificó, Carla se sacó el polo, las zapatillas, las medias. Le dijo al chofer: —No te importa que haga esto, ¿no? Hace un calor espantoso. —No, no me importa. Nos acercamos al fuego. —¿A dónde estamos yendo, dices? —Ya te lo dije: a tu destino. Aquello de «el fuego» la asustó. Malena intentó abrir la puerta del carro, pero estaba herméticamente cerrada. Se aterró cuando escuchó los gritos lastimeros, y percibió que el carro descendía, como si estuvieran bajando por un túnel. —¿Qué demonios está pasando, Alexander? ¡Dime algo! —Nadie puede escapar de su destino. Es un sitio único donde todos acaban. Desde luego hay otros destinos, pero yo soy uno de los que transportan a la gente a este en particular. Lo mejor es que no tienes que estar muerta para llegar, falleces en cuanto pisas aquella región. Como dije, es un espacio precioso para algunos, como yo; pero infeliz para otros, como tú. Malena pensó en muchas cosas, en el abandono de su padre cuando ella tenía siete años, en la muerte de su madre cuando ella tenía catorce, en su comportamiento desde entonces. —No puede ser —dijo ella—. ¡No puede ser! ¡No! ¡NO! —Sí puede ser, Malena. Has sido una chica muy mala. —¡No! Quiero irme de aquí, quiero regresar al pueblo. —No tenías opción, no tenías casa. Caminabas sin rumbo. Ahora nunca volverás a ello. La puerta del copiloto se abrió para que Malena bajara. El fuego abrasaba. Lo que la joven vio la dejó boquiabierta, entró en pánico, y fue arrojada con violencia fuera del auto. —Listo, niña mala. Hemos llegado a donde mereces estar. Ahora empezará tu 141


tortura.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR

PerĂş

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook:https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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U

bicado a unos trescientos kilómetros de la ciudad principal de la provincia, existe un pueblo que está lindero a la costa marítima y que actualmente cuenta con una cantidad de mil habitantes como mínimo. La mayoría de los lugareños se caracterizaban por ser personas de

costumbres sencillas y que raras veces creían en supercherías ni en cuentos cargados de misticismo, hasta el día en que ocurrió aquella espantosa tragedia, cuando dada la medianoche el mar se había cobrado una víctima, la hija del pescador del pueblo. Todos lamentaban la tragedia, aunque nadie supo en verdad cómo es que habían sucedido los hechos. Lo poco que sabían era por las declaraciones de su novio, que era el comisario del pueblo, quien estuvo junto a ella aquella noche. Ese día el comisario Bill, que así era como le decían sus vecinos del pueblo, estaba de descanso y fueron a la playa a pasar una noche romántica. La Luna brillaba con su máximo esplendor pudiéndose percibir su reflejo sobre las calmas aguas, y ya había pasado un minuto de la medianoche cuando se metieron al mar. Pero no se dieron cuenta del momento y de pronto se encontraron con que estaban en la parte más profunda. Fue cuando inexplicablemente se abalanzó sobre ella lo que parecía ser una masa acuosa con forma sobrehumana. Él desesperadamente trató de salvarla, pero no pudo avanzar contra la fuerza de la corriente que formó aquel líquido extraño que lo alejó de ella sin piedad. A partir de aquel fatídico día, la gente del pueblo comenzó a fabular historias sobre criaturas sobrenaturales que se aparecían en la playa después de la medianoche para llevarse a algún viajero distraído que fuera a caminar por allí. Por este motivo ningún poblador de la zona osaba poner un pie en la arena pasadas las cero horas en punto. Había transcurrido un año desde su pérdida cuando, en una calurosa noche del verano, Bill se encontraba de guardia en la comisaría. Aunque no solían acontecer demasiadas emergencias en aquella zona, el comisario salía siempre antes de la medianoche a hacer una breve ronda con su patrulla para chequear que todo estuviera bien. Pero esa noche se entretuvo demasiado con un programa nuevo que daban en la televisión y recién se alertó de su error a las cero y quince minutos, entonces de inmediato apagó la tele y se apresuró para ir a realizar su patrullaje nocturno. Como siempre se dirigió con su camioneta hacia la costanera siguiendo la ruta que rodeaba al mar en toda su extensión y que abarcaba unas quince cuadras hasta el muelle. Estando a unos pocos metros del mismo, divisó a lo lejos lo que parecía ser la figura de una mujer parada en la playa. Esto le pareció extraño ya que a esa hora era imposible que fuese alguien del pueblo. Entonces el comisario, pensando que tal vez era algún 144


visitante desprevenido que había querido hacer una caminata para conocer la costa, detuvo la camioneta a un lado de la ruta, bajó hacia la playa y fue caminando hacia aquella persona que lo observaba detenidamente. A medida que se acercaba, esa figura se le tornaba más familiar, y fue entonces que la reconoció cuando el reflejo de la luz de la luna iluminó las facciones de su rostro. Al ver sus ojos color oro quedó cautivo de su mirada para siempre. Luego, ella caminó sigilosamente hacia la orilla del mar y él extasiado de amor la siguió. Ella lo sujetó de la mano y se lo llevó mar adentro, y se fueron los dos juntos hasta desaparecer en la inmensidad del océano. Los días posteriores a su desaparición, el paradero del comisario seguía siendo desconocido y el desconcierto entre todos los que lo conocían era total. Sus compañeros y amigos de la policía local, junto con los vecinos del pueblo, organizaron un operativo para tratar de encontrarlo y se lo buscó intensamente durante meses, pero todo fue en vano pues no encontraron rastro alguno de Bill. La búsqueda se fue abandonando de a poco por falta de pistas. Quizás todos, con resignación, optaron por creer que por fin se había ido con ella para no volver. Actualmente, el lugar es famoso por los relatos fantásticos que surgen a raíz de esta historia y atraen a muchos de los turistas que visitan el lugar. Y son ellos mismos los que afirman que por las noches de luna llena, si alguien pasa cerca de la costa pasada la medianoche se pueden divisar las siluetas de un hombre y una mujer emergiendo desde la profundidad de las aguas, mientras que la brisa del mar logra arrimar hasta la costa el dulce sonido de las voces de ambos amantes.

ISABEL FUERTES VILA

Argentina

Twitter: @sabelifv

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E

l robot vio entrar al niño cabizbajo a la habitación, con su pequeño revólver láser de juguete en las manos, roto por la mitad. ¿Por qué hay personas malas, Um? preguntó el niño con lágrimas en los ojos.

El ser mecánico, colocando una mano sobre el cabello castaño y rizado de

Nicolás, replicó con ese tono que recordaba a una grabadora antigua. ¿Lo dices por tu arma rota? El niño asintió silenciosamente, sin apartar la mirada de su juguete. Verás, comenzó Um Todos los seres humanos, en el fondo, son buenos. Sin embargo, lo que alguien define como algo bueno es diferente para cada uno... Tú, por ejemplo, ves como un acto terrible que tu arma de juguete haya dejado de funcionar. Pero si lo ves con mayor profundidad, lo que tu maestro de clase hizo estuvo correcto, ya que las armas de juguete están prohibidas por la ley y te pudiste haber metido en problemas. Lo que hicieron con el arma lo consideras como algo malo, pero si lo ves desde otra perspectiva... Nicolás continuó en silencio, su respiración se había tranquilizado un tanto. Es la aplicación de ese dicho popular que ustedes tienen, ¡ah, sí! Um se incorporó levantando unos dedos metálicos brillantes. “Todo depende del cristal con que se mire”... Es como a través de una ventana hecha de dicho material: La luz que entra cuando recién te despiertas en la mañana puede ser tan estimulante si dormiste bien y suficiente, así como muy molesta si dormiste poco y con incomodidad... Tú decides cómo sentir la luz... Pero, ¿y si es de noche? En ese caso la falta de luz hace que todo esté oscuro... Levántate y camina. Verás que hay estrellas que brillan allá afuera. Incluso, y con un poco de suerte, será la luna la que entre a tu habitación y disipe las sombras... Entonces, al fallar mi juguete significa que mi maestro hizo bien para traernos un poco de paz... Encender una estrella en el cielo nocturno para disipar las sombras de la violencia y el desorden pronunció el infante, con mejor ánimo. Es una interesante conjetura contestó el robot. Aún así, no quiero volver a verlo… Fue muy cruel dijo con los ojos nuevamente bañados en lágrimas. Descuida, en toda vida, binaria, extraterrestre o de tipo humana, existen 147


ciclos que todos cumplen. Existen seres que estarán en la tuya por instantes y al parecer, el del maestro Carl ha terminado. Aunque te haya disgustado lo que te hizo, sé agradecido, pues después sabrás que fue para algo más allá de lo que ves ahora. ¿Entonces no es malo? Para nada, únicamente tu crees que te hizo un daño. Pero, a ojos de tus padres, te ha hecho un gran bien al protegerte de los confiscadores de armas que además de quedarse con eso, castigan al que lo porta el tono del robot pareció hacerse menos audible. Si hubiese sido humano habrían dicho que estaba siendo muy amable con el niño. Aprende a aceptar y agradecer las enseñanzas. El año escolar terminó y al siguiente se te asignará otro maestro. Mejor para mí. masculló el niño con enojo. Si Um tuviera programada la capacidad de reír, lo habría hecho en ese momento. Lo único que hizo fue inclinarse y acariciar con su mano metálica el cabello de su interlocutor. Tómalo con calma, tardarás en aceptarlo, pero te hizo un bien al final. Supongo que sí, una parte de esto es un granito de arena para tener más armonía entre nosotros. En efecto, al principio sentirás que un montón de actos van en tu contra, pero si te pones a pensar... Es porque todos confiamos en que algún día entre el sol por aquella ventana y nos sintamos con todas las energías después de un sueño reparador, para comenzar juntos un nuevo día sin que quede recuerdo siquiera, de los revólveres láser de juguete...

MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA

México

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