EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 33 NOVIEMBRE 2018

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3

NRO 33 — NOVIEMBRE 2018 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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Índice LAS MENDIZÁBAL MERCEDES MORENO 6 PUERTO RUIZ MARÍA CELESTE PORTA 10 RAMONCITO GABRIELA ROMERO 13 IMÁGENES CASUALES NOELIA DIGNANI 16 UPA LA LA GUSTAVO VIGNERA 18 LA CARMELA OSWALDO CASTRO ALFARO 25 DESIERTO DE FUEGO RAÚL ARIEL VICTORIANO 30 SOLO ROSARIO VENERO CERRÓN 34 MI PADRINO BRANCO TROIANO 38 VEINTE MINUTOS BRANCO ERAZO 43 SER COMO ODÍN JOSÉ A.GARCÍA 47 EN GANÍMEDES FLORENCIA BUENAVENTURA - LISARDO SUÁREZ 50 CUCARACHA YOLANDA GIL JACA 55 ISCARIOTE ERIC D. HAYM FIELITZ 60 MARTÍN, EL CALLEJERO OSVALDO VILLALBA 66 UNA HAMACA PARA FRANCO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 69 ¡A TODO TRAPO! MIRTA CALABRESE DE LUCA 71 CAUSAS LUIS FONTANA 74 DONDE LOS CAMINOS SE CRUZAN FACUNDO MOREA 77 SU ADMIRADOR SECRETO DIANA MARINA GAMARNIK 83 REMINISCENCIAS DE UN SALTO DAMARIS GASSÓN PACHECO 86 DIABÓLICO DESEO CARLOS M.FEDERICI 89 RECORDANDO SOBRE RUEDAS DIANA RUBIO SÁEZ 95 LA ENTREGA YOLANDA SA 99 UN DÍA CUALQUIERA LUIS ALONSO CRUZ ÁLVAREZ 103 EL CLUB DE LOS IDIOTAS EMILIO PAZ PANANA 108 LA NO REBELIÓN GUILLERMO CAMPOS CANCINO 112

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LA MÚSICA MISTERIOSA LILIANA CELESTE FLORES VEGA 115 CUANDO UN RÍO SE MARCHA SOFIA LUDLOW CÁNDANO 119 MORTALIS CADAVERICA VÍCTOR ANDRÉS PARRA AVELLANEDA 125 AMOR CLANDESTINO MARIANO CONTRERA 129 EL LAPICERO CONMEMORATIVO QUE NO SALÍA DE ESE OJO SARKO MEDINA HINOJOSA 132 UN LADRÓN JOSÉ MARÍA ROSENDO 135 MÁS ALLÁ DE LA ACERA JONATHAN CAICEDO GIRÓN 140 resurrección emilio santana arreola 146

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as hermanas Mendizábal descansaban en dos féretros negros, bien macizos y lustrados, con arabescos dorados a los costados. A Daniela se le había incrustado el vidrio del parabrisa en la cara. Aún estaba inconsciente cuando llegó la ambulancia, pero no pudieron reanimarla. Luli, en cambio, falleció enseguida. No tenía puesto el cinturón de seguridad y con el impacto salió disparada por la ventanilla. *** Daniela Mendizábal había sido la más llamativa del curso: alta y delicada como un lirio blanco; de ojos turquesa y piel morena. Cuando alguien le hacía alguna pregunta, fruncía la nariz y respondía de manera gutural, como si tuviera una papa en la boca. En el secundario fue la piel de Judas, pero las monjas hacían la vista gorda porque el padre era un gran benefactor de la iglesia católica. Además de un médico respetable y prestigioso. La mayor de las Mendizábal no dejó de mandarse macanas: en primer año escupió a la profesora de química porque le puso un dos en un examen y la mandó directamente a marzo; en segundo, rompió la ventana del baño y se escapó del colegio; en tercero, le puso un sapo en la mochila a Elisa Guerrero, la nueva del curso. Aquel fue un día memorable. Estábamos en clase de Literatura. La profesora pidió que sacáramos las redondillas de Sor Juana y las leyéramos en silencio. En el salón no volaba ni una mosca. La de literatura era brava. Cuando Elisa abrió la mochila, el sapo saltó asustado y fue a posarse justo sobre el pecho del San José. La nueva se puso a llorar con tanta angustia que corrí a darle un abrazo y a explicarle que era una broma de la Mendizábal. Esa vez no hubo castigo para la culpable porque la Madre Superiora minimizó el episodio. De ahí en más lo recordamos como el episodio del sapo endemoniado. Sin embargo, el hecho más memorable fue el de la gorda Rodríguez. La gorda Rodríguez tenía una hermosa cabellera rubia. Al caminar, las hebras, que se extendían hasta la cintura, danzaban como plumas livianas. Una tarde, mientras hacíamos el recuperatorio de geografía, Daniela, que se sentaba detrás de ella, le pegó tres tijeretazos a la altura del hombro. La gorda Rodríguez se levantó del banco y le pegó dos sopapos. A partir del incidente, la Madre Superiora ordenó cambios de lugar. De sentarme en el fondo me pasaron al pupitre de la gorda Rodríguez y a ella la mandaron al banco que yo había dejado vacío. Desde ese día me hice compinche de Daniela Mendizábal. Admiraba su independencia y rebeldía. Mi mamá no dejaba que me juntara con ella porque decía que era una mala influencia. Que no me entere que fuiste a su casa, que no me entere que sos amiga porque te estampo la cabeza contra la pared me decía con el dedo en alto. Pero no me importaba porque el mundo de la Mendizábal era fantástico. Los martes, después del colegio, le aseguraba a mi vieja que me iba a la 7


biblioteca con Elisa, que me cubría en casi todas, para estudiar matemática. En realidad pasaba por lo de Daniela y fumábamos marihuana hasta que los ojos se nos volvían finitos. La señora Mendizábal era una rubia insulsa, con cara de galleta redonda y nariz respingada, que no se daba cuenta de nada. Y cuando hacía algún comentario la hija la llamaba boluda y la mujer se iba a la peluquería. Luli, la menor de la familia, también fumaba con nosotras. Era igual a su hermana, pedante y burlona. Saludaba con un beso en el aire y miraba desde arriba del hombro. Las monjas estuvieron a punto de echarla porque había pintado una cruz esvástica sobre el manto de la Virgen María. Cuando Sor Piedad vio el dibujo se puso blanca y cayó al suelo desvanecida. El doctor Mendizábal, un hombre serio, de modales refinados y voz gruesa, se entrevistó con la Madre Superiora para demostrarle su aflicción. Y para entregarle además un sobre marrón. Según las malas lenguas, el donativo llegó a los treinta mil pesos. Un miércoles de enero, Daniela me llamó a casa para invitarme a la fiesta de disfraces que daba una prima suya, en Escobar. Justo estaba con Elisa. Aún recuerdo sus palabras: No vayas. Esas te van a llevar por mal camino. Me reí y le dije que no podía desaprovechar la oportunidad de ver a Juan Sánchez Urquiza que me gustaba desde los trece años. No intento justificarme, pero sí que me comprendan. Me alquilé el disfraz de policía y me fui con las Mendizábal a Escobar. La fiesta fue un verdadero éxito. Había música y alcohol para derrochar a lo grande. Luli se puso un traje de enfermera y Daniela, de Gatúbela. Sánchez Urquiza andaba como Batman. A mitad de la noche me tomé un mojito y me dirigí hacia el baño. Me habían dicho que el hombre murciélago estaba ahí y a mí me pareció un buen lugar para encararlo. Cuando abrí la puerta, encontré un bulto negro que se movía con frenesí y gemía como un tigre salvaje. Ante la sorpresa, pegué un grito y me eché hacia atrás. Gatúbela salió por debajo de Batman y me pidió que me fuera. Cerré la puerta. De pronto, la fiesta dejó de parecerme divertida. Daniela sabía de mi amor platónico por Sánchez Urquiza. Y no le importó. A las cinco de la mañana, Luli me dijo que su auto se había convertido en una ambulancia gigantesca, con luces multicolores y sirenas muy ruidosas; luego se cayó al piso. La mayor de las Mendizábal, que parecía menos alcoholizada, se despidió de su batichico, así lo llamó, y se puso al frente del volante. Cuando tomó Panamericana, el auto iba a la velocidad de la luz. Lo único que recuerdo es que al lado de nosotras venía una moto. No sé en qué momento ni por qué Daniela los pasó por arriba. Le pedí que frenara pero no me hizo caso. No seas estúpida, Karina. Cómo voy a frenar, que se queden ahí tirados. Los cuerpos estaban llenos de sangre. Luli reía a boca de jarro mientras le pedía a su hermana que fuera más rápido. Oré por el alma de los motociclistas y le pedí a la Virgen que no me abandonara.

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Desde aquella noche dejé de frecuentar a las hermanas Mendizábal. La culpa fue tan grande que estuve a punto de volverme loca. *** Miré los féretros por última vez y recordé las palabras de Sor Piedad, hagamos el bien, porque los ojos del Señor todo lo ven. Recién entonces pude despedirme de ese pasado tortuoso y salí a la calle. Aquel día tuve la impresión de que el sol brilló con gran intensidad y que las copas de los árboles reverdecieron jocosas.

MERCEDES MORENO

Cañuelas, Argentina

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uerto Ruiz nos recibía silencioso. Solamente escuchábamos el canto de los pájaros madrugadores y el pique de algún pez en el agua. Nos recibía vestido de mañana fresca de enero, con el aire liviano y una brisa que apenas nos secaba los ojos. Era la hora en la que los pescadores dormitaban en sus reposeras descoloridas y cada tanto se paraban a tocar las cañas de pescar clavadas en el muelle. En el río se rompían los primeros brillos del sol en luces que enceguecían si se las miraba fijo. El viaje había sido poco planeado, queríamos escaparnos un rato de la ciudad que parecía envuelta en una sábana de humedad. También queríamos salir del ruido, del murmullo de los colectivos rodando en el cemento. Tal vez por eso sostuvimos y contribuimos al silencio en el que estaba sumergido Puerto Ruiz. Durante un rato largo casi no hablamos, y si lo hicimos fue con frases cortadas y apenas sopladas, como cuidando el sueño de un niño que costó hacer dormir. La postal de calma litoraleña duró hasta un poco después del mediodía. Las familias de los pueblos vecinos llegaban en camionetas grandes y de colores brillantes, haciendo que la costa pareciera más vieja y abandonada de lo que era y estaba. Entendimos que los pescadores se iban como respuesta al arribo del bullicio. Entonces nosotros también decidimos dejar el paisaje de río y explanada de hormigón, sacar los pies del agua y recorrer un poco las calles de tierra que se iban abriendo a medida que avanzábamos en la tarde. En algunos lugares los caminos se hacían tan angostos que teníamos que retroceder con el auto, y recorrer marcha atrás lo que habíamos andado para adelante. Fuimos contando el total de calles que vimos, cuatro por cuatro, el pueblo no debía medir más que eso. Reconstruimos el mapa desde el río hacia el poblado. Puerto Ruiz tiene la belleza de los escombros, la pobreza le reluce. Las casas son de los pescadores, los niños que corretean y juegan en los charquitos de barro son de los pescadores, las mujeres que nos miran pasar largamente también son de los pescadores. Alejados del río, otra vez nos ensordecía el silencio, a la salida del pueblo y como regalo de despedida nos encontramos con un mural viejo y despintado en el que se leía: “Fui al río y lo sentía cerca de mí, enfrente de mí. Las ramas tenían voces que llegaban hasta mí, la corriente decía cosas que no entendía…” Juan L. Ortiz. Cuando subimos a la ruta, mientras el sol iba bajando y las nubes naranjas nos encandilaban un poco, me dijo: ¿Sabías que en Puerto Ruiz nació Juanele? Yo le contesté que no con la cabeza. Seguramente lo había leído en algún lado, pero no había registrado el nombre del pueblo.

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Esa noche soñé que caminaba por la calle Ortiz, de Puerto Ruiz, que un hombre flaco y alto me miraba y declamaba un par de versos que no recuerdo, pero que eran muy hermosos igual que su voz. Un niño desnudo salía por una puerta que parecía dibujada en la pared y me decía que no escuche al viejo, que en realidad se había muerto hacía unos días pero no se terminaba de ir nunca. Me desperté pensando que en Puerto Ruiz hay muchas almas, pero que deben salir como en todos lados por las noches.

MARÍA CELESTE PORTA

Argentina

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Fotografía: RODOLFO PACE Flickr

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ace cincuenta años que vivo en esta casa. La compramos con mi marido gracias a un crédito que sacamos en el Banco Hipotecario, y también gracias a mis padres que nos prestaron algo de plata para el adelanto del treinta por ciento, y a mi cuñada y su esposo que también ayudaron aportando a la vaquita. Así se decía en aquella época: Hagamos una vaquita. Y uno ya sabía que los que querían participar tenían que poner plata para que una sola persona se lleve el pozo. Es decir lo recaudado, querida. Y me parece que esto de la vaquita ya no se hace. Además, a cómo está el país no creo que hayan prestamos bancarios, aunque me pareció escuchar algo de esto en la radio portátil que me regaló Ramoncito. Porque televisor no tengo. Lo tuve que vender para prestarle plata a mi hijo. No te digo cuánto porque es de mal gusto, pero rondaban los dos mil pesos. ¡Dos mil pesos te das cuenta! Pobre Ramoncito. ¿Te conté que se va de viaje? Unos días a Miami. Tengo unos nervios que me retuercen los intestinos. Porque él se va y a mí me lleva a otro lugar. Creo que a un hotel. Sí, sí, ya sé que unos días pasan rápido, en fin. Voy a extrañar este baño. ¿Te diste cuenta que el piso es nuevo? Antes eran de granito negro y blanco y ahora son unos cerámicos de color beige que según mi hijo son más modernos. Vieja, que la casa se te está viniendo abajo, me dijo y me los hizo cambiar. ¿Te conté que la casa la compramos con mi marido? El pobre se murió hace cinco años. Sesenta años durmiendo juntos y una mañana no despertó más, se fue mientras compartíamos el sueño en la misma cama. Mi hijo me la quiso vender. ¡Viejita linda, cómo vas a seguir durmiendo en esta cama!, me dijo. Pero yo me negué rotundamente. En eso sí que me puse firme. ¡Mirá que la iba a vender! Con los recuerdos que me trae. Fue lo primero que nos compramos cuando decidimos casarnos. Vení que te la muestro. Ves, este es el cuarto de mi hijo. Para qué tantas cajas vacías digo yo. No sé para qué diablos las trajo, encima las dejó todas arriba de la cama, vas a pensar que vivo como una ciruja. Tené cuidado con la estufa. A ver, amorosa, me hacés el favor de fijarte si la llave del gas está cerrada, que me cuesta agacharme. Y aquí está mi cuarto. Pasá, pasá. Y esta es mi cómoda. Mirá, con los cajones vacíos, el loco de mi hijo me los hizo vaciar. No sé para qué, él se va unos días a Miami y a mí me pone la casa patas para arriba. Si yo me puedo quedar solita. Aaaah, yo me recuesto un rato mientras esperamos a mi hijo. Viste que te dije que mi cama es linda. ¿Te diste cuenta que hace juego con la cómoda? Y también con las mesitas de luz. Fijate el lustre que tiene, es el mismo de cuando compramos el juego con mi marido. ¿Te dije que se murió hace cinco años? El pobrecito se fue mientras dormíamos, yo de este lado y él siempre del derecho. Tengo unas ganas de llorar. ¡Sh! ¿Ese es Ramoncito abriendo la puerta? Ves, llegó y se me hizo un nudo en el estómago. Ay, decile vos, ¡decile vos a mi hijo que no me quiero ir!

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GABRIELA ROMERO Argentina

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ubio era. O el pelo a veces medio colorado dependiendo de la luz del día. La primera vez que lo vio pensó en esos arroyitos de las sierras, de poca pero borboteante agua transparente y limpia, que dan ganas de ponerse de rodillas y empaparse con las manos la cara. Y quedarse ahí, así de rodillas, y luego sentarse y después también caer de espaldas en el pasto verde y húmedo con mucho olor a felicidad. Y respirar, de cara al cielo pero con los ojos cerrados, sintiendo todo el verano hincharse en los pulmones. La primera vez fue él quien habló. Ella no entendió bien qué cosa le dijo, pero recuerda que sonrió y se fue. La segunda vez fue ella quien habló. O creyó que hablaba, aunque no estaba segura si la voz salía o no de su garganta. Él no entendió bien qué cosa le dijo, pero recuerda que la besó. Pasó la mano por detrás de su cuello para atraerla hacia su boca y la besó con fuerza. Entonces ya ninguno habló, pero los dos recuerdan que el verano se amontonaba en los labios y que solo se podía respirar el aire escaso, envolvente y tibio del otro. Rubio era o a veces medio colorado. La última vez que lo vio estaba de pie en el umbral de la puerta: su cuerpo contorneado en sombras por la luz robada de una luna llena. Al alejarse, ella creyó ver que el reflejo lunar en aquel pelo rubio le devolvía un color castaño, que le hizo pensar en algún parque de otoño lleno de hojas que crujen cuando uno pasa y que dan ganas de caminar sobre el manto doradomarrón solo para escuchar el sonido quejoso de las hojas ya muertas. Y respirar, con la cara hacia delante, pero con los ojos cerrados, sintiendo todo el otoño aguar bajo los párpados.

NOELIA DIGNANI Argentina

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s la primera vez que me doy cuenta de que el piso está tan sucio. Puedo ver sin lentes la mugre pegada en el parquet. Es evidente que Mabel, la chica que contrató mi ahijado para que me cuide las veinticuatro horas del día, se rasca bastante con la excusa de que le doy mucho trabajo. Solo me tiene que dar cuatro o cinco pastillas a la mañana, otras tantas por la tarde y un montón por la noche. Después de cenar... ella pone la tele. La apaga cuando se le canta. Elige los programas que a ella le gustan y yo ni la jodo. Apenas hablo. Las palabras se fueron borrando una tras otra de mi cabeza. Solo recuerdo imágenes, imágenes nítidas como películas. Mabel habla por teléfono. Marca nerviosa. No comprendo el porqué de su actitud. Habla alto y no entiendo lo que dice. ¡A esta paraguaya nunca se le entiende nada cuando habla! Yo no pude tener hijos. Quizás mi hermanita lo intuyó desde un principio. Por eso me condecoró como madrina de Marquitos sin dudarlo ni un segundo. Siento una corriente de aire que viene de la puerta del departamento y hace que mis ojos se llenen de polvo. Recuerdo cuando Marquitos era chiquito, porque ahora es un hombre. Está casado con una hermosa mujer y tiene tres chiquilines bastante inquietos. A mí me encantaba llevarlo a la plaza de Villa del Parque. Le gustaba jugar en el arenero. Una mañana, mientras él... ...se entretiene con sus chiches en la arena, un atorrante bastante más grande le quita el baldecito y lo empuja con fuerza tirándolo de espalda. Él apenas balbucea. Veo que tiene los cachetes rojos por el sol, o tal vez por la impotencia de no poder defenderse. Me estira los bracitos y lo único que atino a decirle es “Upa La La”. Él lo repite con su vocecita hermosa y me abraza con mucha fuerza, tanta fuerza que... ...es el día de hoy que lo siento. Mabel sigue al teléfono. Corta. Pasa a mi lado. Va hacia el balcón. Al abrir la puerta el chiflete que viene de la entrada del departamento me deja ciega. Quiero sacarme el polvo de los ojos pero no puedo. Hace frío. Cuántos momentos lindos y cuántos momentos tristes he tenido. Hace un tiempo escuché en la tele una parábola sobre los caballos. No, me parece que no hablaba de los caballos, era sobre las cebras. La cosa... ...más o menos, era saber si las cebras eran caballos negros con rayas blancas o si eran caballos blancos con rayas negras. Y la vida... cuando uno la ha vivido con la frente bien alta como yo

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la he vivido es como las cebras. Uno nunca sabe si está rayado de tristezas o está rayado de alegrías, pero lo importante es estar rayado, no como esa gente monótona que solo pasa por la vida como un potus esperando que lo rieguen de tanto en tanto. Otra vez a Marquitos lo llevamos con Gervasio, mi difunto esposo, al zoológico. Él estaba feliz. Le compramos esas bolsitas para darle de comer a los animales y él quería, a toda costa, darle todas las galletitas a la jirafa porque decía que por ser tan altas tenían que comer más. Le encantaba estar a caballito de Gervasio y darle las galletitas en la boca. ¡Dios... qué hermoso momento! Las cebras también le gustaban... ...al menos eso creo. Hace mucho que no voy a misa. ¿Dios se acordará de mí? Esta Mabel podría cerrar la puerta del balcón. Sigo con los ojos llenos de tierra. La tierra que ella debería limpiar y no rascarse como se rasca. Las palabras se me fueron evaporando. Pensar que yo me pasaba la vida chusmeando con las vecinas cuando nos encontrábamos en el almacén de don Jesús. ¿Estará abierto ahora el almacén? ¿Estará vivo don Jesús? Quién sabe. Era un roble ese hombre y con ese nombre seguro que Dios y la Virgen lo estarán cuidando. Recuerdo momentos feos. Como la reciente muerte de mi hermana Sara. O el accidente de Gervasio cuando se cayó de la moto. Pero también cosas lindas como cuando Marquitos se recibió de doctor. O cuando venía a visitarme esos fines de semana que mi hermana tenía algún programa con su señor esposo el innombrable, un borracho y vago que jamás la hizo feliz. Escucho a lo lejos una sirena. Quiero decirle a la paraguaya que cierre la puerta del balcón de una vez, pero hay momentos que quiero decir cosas y no me vienen las palabras. Se me pone la mente en blanco y no sé qué decir. ¡Cuánto le había escorchado a Gervasio con el asunto de la moto! No había noche que no le suplicara que la vendiese... ...y comprara un autito. Cualquiera para mí era más seguro que la moto, y él me hizo caso. Trabajó horas extras y empezó a juntar peso sobre peso para poder comprar ese dichoso auto. Ese viernes se apareció mi cuñado, el innombrable, y le tocó el corazón al pobre Gervasio diciéndole que no tenían para comer, que leía los clasificados todos los días pero que no lo tomaban en ningún lado. Aún lo veo en la cocina, sentado, diciéndole si él era tan bueno como para prestarle algún dinero para que pudiese poner un local, un quiosco, algo para poder llevar el puchero a su casa con dignidad. Y Gervasio, que era un santo, desoyendo mis suplicas, agarró toda la platita que había ahorrado… ¿y qué hizo? ¡Se la dio el iluso! ¿Y qué pasó? No hubo negocio, ni quiosco, ni puchero, ni tampoco volvió el dinero que con tanto sacrificio mi esposo había juntado. Pero bueno, era mi hermana, era Marquitos, y Gervasio siguió y siguió yendo a todos lados con la maldita moto, hasta que un 60 fuera de línea le pasó por arriba esa noche tormentosa. Nunca pude olvidar, y eso que me... ...olvido casi todo. Voy a hablar con Marcos para que le llame la atención a 20


Mabel. Los muebles necesitan lustre y franela. ¡Es un asco! Qué bueno que mi ahijado sacó todas las virtudes de mi hermanita. Virtudes de familia y no los vicios del innombrable. Sino quizá se hubiese olvidado de mí por completo. Una vieja que solo repite los mismos recuerdos una y otra vez. Escucho llaves. Se abre la puerta del departamento. Veo de costado dos personas que entran. Una tiene pantalones blancos. La otra, pantalones oscuros. Una se pone en cuclillas. ¡Es Marquitos! ¡Viniste! Me extiende los brazos para levantarme. No puedo hablar. Solo quiero llorar. Él me mira con ternura y me dice “Upa La La”. Yo repito balbuceando “Upa La La”. Él me abraza fuerte y no necesito ninguna palabra más para decir cuánto lo amo. II Ausencia Cuando tenés esas rachas que no terminan nunca, lo mejor es tomar aire y agacharse antes de que pase la ola. En este último tiempo ni el tiro por la culata acabaría con mi sufrimiento, ya que he tenido tanta mala suerte que ni gatillo tendría el chumbo que me liberara de todo esto. Mamá había partido hacía un año, mi mujer me había iniciado un juicio de divorcio, la turra había convertido en rehenes a mis nenas y mi madrina Soledad, mi único lazo viviente con mis ancestros, estaba en las diez de últimas. Sentía que la vida me estaba cagando a patadas como si estuviese jugando al fútbol en una bañadera enjabonada. Si bien Soledad también era mi tía, me gustaba llamarla madrina ya que había sido casi una madre para mí. —Señor Marcos, la señora esta tirada en el suelo, ¡por favor venga urgente! Ella no me responde... —fue el grito de Mabel, la paraguaya que había contratado para cuidarla, justo al finalizar una angioplastia a un gordo que tenía tanto colesterol en las venas que por poco necesito un destapacañerías. Hacia un par de días mi madrina me había llamado al teléfono. Raro en ella a las seis y media de la mañana. Yo acostumbro llamarla todas las noches. —¡Hola Marquitos querido! Ayer vino Gervasio a cenar, te mandó un beso grande y me dijo que te quiere mucho —quedé atónito ante esa inesperada llamada a tan temprana hora. En ese momento no le di importancia, mi tía desvariaba a veces, pero algo extraño encerraba ese mensaje. Ella había empezado a desbarrancarse desde la muerte de mi tío Gervasio. Pero después de la muerte de mamá se había caído a pique. Repetía y repetía infinidad de 21


veces las anécdotas de mi infancia. Con el entusiasmo de la primera vez, me contaba sobre esa mañana en que un grandote me había golpeado en el arenero y cuando me llevaban con el tío a darle de comer a los animales al zoológico. Estaba obsesionada con las jirafas y las cebras y los paquetitos de galletitas con formitas de animales que ellos me compraban religiosamente. El tío era un santo, pero mi viejo... ¡mi viejo!... era un garca de aquellos, era de esos tipos que es mejor tenerlos bien lejos, porque si te descuidás un segundo te garchan de parado. El tío se fue de una manera terrible y quizás eso me hizo responsable de cuidar a mi madrina, como si fuera mi vieja, hasta el final. Esa fue mi manera de devolver la guita que mi viejo le había cagado al pobre Gervasio con el cuento de poner un kiosquito para parar la olla de nuestra familia. Me tenía que hacer cargo, no podía mirar para otro lado. Esa fue la herencia que legué de mi viejo, la culpa por su deuda incumplida. Fueron once meses desde que se cayó de la moto y el 60 le paso por encima aquella noche tormentosa. Yo tendría quince o dieciséis. Lo recuerdo como si fuera ayer. Tenía diabetes, dijo el doctor y por eso le tuvieron que amputar la pierna izquierda. Siempre jorobaba con que por suerte él era diestro para patear los penales. Era hincha fanático de Chacarita, “¡y a mucha honra!” me rezongaba cuando lo cargaba diciéndole que eran una manga de muertos. Pero yo sabía, a pesar de mi alocada adolescencia, que en el fondo, detrás de ese humor negro, había un hombre que resistía para no bajar la guardia y despedirse por completo de este mundo injusto. Recuerdo que a los tres meses empezó a laburar de nuevo. Los amigos le decían que se quedara tranquilo, que debía descansar para ponerse bien. Pero como buen vasco cabezadura no le daba bola a nadie y siempre se salía con la suya. Todos los domingos lustraba sus zapatos, ambos zapatos. Siempre había sido muy prolijo, o pituco como solía decirme. Le gustaba estar elegante hasta para ir a la oficina. Yo no entendía que simbolizaba ese lustrado, esa ceremonia. A todos nos sorprendía esa fuerza de voluntad. Creíamos que era un ritual que había tenido por años y la ausencia de su pierna no sería motivo suficiente para dejar de hacerlo. Un domingo que había ido a comer pizza, como era costumbre en lo de mi madrina, me dijo: —Traeme el zapato. —¿Los dos? —Le pregunté sorprendido. —No boludo, solo el derecho, ¿o no me ves? —me dijo con un nudo en su garganta que pude notar por el tono amargo de su voz. Al otro día mi tía nos llamó hundida en un llanto, mi tío había partido. Había dejado de sufrir. Pero para mi madrina tanto Dios, como el tío Gervasio, la habían abandonado. 22


Apenas atiné a cambiarme, al recibir la llamada de Mabel a mi salida del quirófano. Le pedí a Pedro, un enfermero amigo, que me busqué la primera ambulancia con chofer que encontrara estacionada en la entrada del hospital y que saliéramos al tiro para lo de mi madrina. Recuerdos tras recuerdos se agolpaban en mi cabeza como esos sándwiches de interminables capas, pero sin manteca ni mayonesa, solo la angustia de mi corazón los sazonaba. Tantas cosas malas me estaban ocurriendo que me cuestioné cuál era el sentido de la vida y si el cuento de la felicidad era simplemente un invento del destino para no bajar los brazos y seguir adelante. Corrimos como locos por las avenidas, sin respetar semáforo alguno, tenía que llegar como sea, aunque rompiera cualquier auto que se nos cruzara por el camino. Llegamos sin romper nada por suerte. Saqué las llaves del departamento que siempre tengo encima. Abrí la puerta. Mabel estaba más blanca que la leche y desparramada en el piso, en el medio del living estaba mi madrina Soledad, tiesa, apenas respiraba. Me abalancé sobre ella y solo atiné a decirle lo que tantas veces me había dicho cada vez que me pegaba un porrazo “Upa la la”. Ella me sonrió. Yo quise llorar con todas mis fuerzas. Entendí que la vida es eso: caerse y levantarse. Que a pesar de que parezca que nada tiene sentido, todo… absolutamente todo tiene un sentido al final del camino. —¿Dónde está el carnet de la obra social? —Le pregunté a la paraguaya mientras Pedro me ayudaba a levantarla para sentarla en la silla de ruedas que habíamos traído. —Ahí, en la cómoda, con las recetas y las pastillas que toma. —Me contestó temblando como una hoja. Ya en la ambulancia, Pedro empezó a hacerle los primeros controles y a suministrarle oxígeno. —¡Vamos a llegar a tiempo Marcos! —me animó mi amigo viendo mi cara de desesperación. Ella me miraba con ternura, como despidiéndose y yo solo quería llegar al hospital para poder hacer todo lo humanamente posible para que se pusiera bien. Egoísmo, o quizás la batalla interna que nos propone la vida para que todo siga y nada termine. En ese momento de adrenalina sentí que la felicidad que alguna vez creí tener se me escurría entre los dedos. Nervioso, metí la mano en el bolsillo de mi campera, donde estaban las los frasquitos y papeles que había recogido de la cómoda. Entre todos los papeles arrugados encontré una nota con letra cursiva muy prolija que decía: “Soledad, vos estas rayada y me rayaste la vida como las cebras pero con rayas de felicidad. ¡Te amo!!! Gervasio”

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GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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-M

e has violado, maricón musita la Carmela, conteniendo las lágrimas. Jadea sobre el piso de mayólicas y contempla las luces del techo. Tavito soslaya la posibilidad del escándalo que despierte a sus padres.

Abres la boca y te la cierro a golpes advierte mostrando los puños. En ese preciso instante la Carmela sabe que perdió nuevamente. A los doce años el hermano espiritual de su padrastro la violó y luego el abogado que la engañó con la denuncia. Quedó curada de espanto y cerró las piernas, ajustó el calzón y se rodeó de un aire inalcanzable. Se convirtió en el monumento codiciado del barrio, en la diosa que estremeció el suelo en los festejos y en el cuerpo de la provocación en las playas del puerto. Despertó lujuria y frustración y las malas lenguas dijeron que dos pescadores se batieron a machetazos por su amor no correspondido. Le importó poco lo que los hombres hicieron con sus sentimientos y siguió paseando sus hermosas caderas hasta que llegó a la mansión de la familia Buenaventura. A los veinte años la flor de la vida pasea por la piel negra de la Carmela. Exhibe el aspecto de una deidad africana, castigadora en los movimientos silenciosos de sus carnes y perturbadora con el aroma sensual que deja en cada paso. Hasta esa madrugada el hijo del patrón sofocó sus angustias con el remedio casero que practicaba en la ducha. La Carmela aún siente las correntadas que le escarapelan la espalda. Se incorpora despacio, disfrutando la seguidilla de orgasmos e intenta protestar por segunda vez. Al ver la mirada desorbitada de Tavito calla y prefiere guardar la nueva profanación de su interior sagrado, el que habitaba mudo desde la adolescencia. Tavito Buenaventura, lejos de amilanarse con el comentario, la levanta de las axilas para apoyarla boca abajo sobre la mesa del comedor de diario. La Carmela se deja llevar sin resistencia y la cara ladeada ve que a las tres de la madrugada el asunto está inconcluso. Tavito observa los glúteos macizos, los mismos que ha alucinado en sus noches febriles de deseo. La Carmela intuye lo que viene, aprieta los dientes, cierra los ojos y se relaja tal como se lo aconsejó una de sus primas. Carmela intenta resistirse pero, al sentir el fuego contra natura, afloja y se entrega a la fuerza brutal de la embestida. Termina viendo estrellas al mismo tiempo que el clímax la sacude desde el ombligo hasta las rodillas. Tavito, envalentonado por la borrachera sabatina que trae, ordena: Negra de mierda, anda a tu cuarto y duérmete. Si abres el hocico te prendo fuego. La Carmela se pone el calzón y sale sollozando. En la tranquilidad de su habitación abraza el oso de peluche regalado por la hermana de Tavito y maldice el 26


minuto en que fue a la cocina a tomar agua. Le quedan pocas horas para dormir y el latido pulsátil entre las nalgas le anuncia un viento misterioso metiéndose por el filo de su corazón. A partir de entonces Tavito se acostumbró a buscarla en la madrugada del domingo, antes que dejara la casa para su salida semanal. Al comienzo la Carmela se encabritaba y amenazaba con llamar a su mamá, pero su nivel de resistencia fue directamente proporcional al grado de excitación que le producían las caricias y besos recibidos. Se acostumbró a esas desveladas y terminó aguardándolas como novia enamorada. Si la ocasión se daba, las encerronas empezaban los sábados por la noche y daba rienda suelta a lo más natural que le habían aconsejado sus amigas. Firmaron el armisticio anal y Tavito le juró que jamás la penetraría en contra de su voluntad. La Carmela aceptó el trato y las veces que les provocaba usaban vaselina y preservativo. La sangre africana que corría por las venas de la Carmela, destilada durante centurias y macerada por más de un siglo en estos lares, pudo más que sus represiones. Se desparramó en torrentes de sensualidad hacia el hijito de familia. Tavito le desbocaba el pubis al ritmo de frases melosas que la hacían soñar como boba. Sin darse cuenta terminaron siendo dos potos en un solo calzón. Aprovechaban los momentos de soledad para amarse como tórtolos de diferentes nidales y el color de los cuerpos no adoptaba tintes blanquinegros. Tavito, aburrido de las amigas insulsas e interesadas, halló la mujer natural, encantadora y silvestre que la educación familiar y enseñanza académica no le proporcionaron. Buscaban la oportunidad para enredar las piernas y coger como conejos en celo o de pronto algún pasadizo los encontraba. Tavito le alzaba la falda y hacían la danza de los flamencos contra la pared. Una tarde rompieron la hamaca del jardín y culparon al pastor alemán que babeó sin saber qué pasaba. Mientras hacían maromas en la sala o en el escritorio no se daban cuenta de los destrozos que quedaban como huellas. Un domingo familiar, almorzando en la terraza, su padre le advirtió que tuviera cuidado para no embarazarla. Tavito se sorprendió con el consejo paterno y asumió que tenía su bendición. Su madre era harina de otro costal y los prejuicios raciales serían demoledores en el futuro. Le preocupaba su conducta clasista y enderezar el diferendo podría tener ribetes épicos. El universitario le guiñó un ojo y aseguró que todo lo tenía bajo control. Para don Gustavo quedaba claro que aquella relación era la satisfacción carnal de dos jóvenes, complicada con sentimientos apasionados, ocultos a los ojos de la sociedad, confinados a las paredes de la casa y sin importar la diferencia social o el color de piel. Despidió a su hijo, bebió un sorbo largo de whisky y se puso a conversar con el perro. Tenía demasiados problemas en la empresa para añadir uno más a la

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agenda. Si el destino quería que su primogénito mezclara los genes con los de la Carmela, él no sería el indicado para dar la contra. De algo estaba seguro: no le saldría un nieto con cola de chancho como ocurriría si lo emparentaba con una de sus sobrinas. La Carmela llegó a la casa para ayudar a su tía, la cocinera fallecida un año atrás. A la veterana el corazón le falló al no soportar que el bacalao se le hubiera salado demasiado y echara a perder, malogrando la reunión de ese viernes santo. La Carmela, heredera del arte culinario ancestral, ganó el reconocimiento gracias a la habilidad innata transmitida por sus antecesores. En poco tiempo deleitaba los paladares con platos criollos, guisos caseros y potajes italianos aprendidos en los programas que veía en el televisor instalado a un costado de la refrigeradora. El domingo después del desayuno tenía permiso para salir y regresar al día siguiente. Visitaba a su abuela materna y aprovechaba para pasear y engreírla con alfajores de maicena y cremoladas de lúcuma. En el mercado compraba tangas diminutas para romperle el ojo a Tavito. Así es la vida, Jorge, no la hemos inventado .Me dice mientras pasa el pisco sour. En el Bar Inglés del Country Club esperamos a dos amigos para conversar sobre el mundial de fútbol que se acerca y al que Perú asistiría después de treinta y seis años. Un lunes la esperé como siempre para que me sirviera el desayuno y no llegó. Marché a la universidad con el corazón atravesado en la garganta porque debía darme la receta de los medicamentos de su abuela. Algo había sucedido, era muy puntual y jamás se retrasaba. Cuando regresé en la noche tampoco la encontré y mi madre me preguntó si sabía algo de ella. Los días pasaron y ya había sido reemplazada por una chola de pacotilla, zalamera e inexperta, que solo preparaba fritangas con verduras hidropónicas. Revisé su cuarto muchas veces y no hallé pista sobre su ausencia; hasta el oso de peluche estaba en su lugar. La busqué por su barrio, me metí en la zona brava y nadie me dio razón. Estuve a punto de ser asaltado pero salí bien librado. Viví devastado, imaginando lo peor. ¿Nunca más supiste de ella? Nunca más, Jorge, el resto lo sabes. A insistencia de mi madre desposé a la hija de su mejor amiga. Una buena mujer, no lo dudo. Estoy enamorado de ella, más por la fuerza de la insistencia que por la del corazón. Eres padrino de Isabelita y creo que de alguna manera también quieres a su madre. Es cierto, Tavito.

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Jamás podré olvidarla. Si no hubiera desaparecido, garantizo que estaría casado con ella. No me habría importado que el mundo se viniera abajo y menos ser la comidilla de todos. No tienes idea cómo extraño su olor natural mezclado con Heno de Pravia y la fuerza de sus muslos atrapándome en una especie de llave de cachascán. Sus labios gruesos y sensuales nunca decían no a lo que le proponía. Era una malabarista del sexo, insaciable, indomable en su naturaleza primitiva. Salvaje y tierna en medio de su inocencia natural. Te confieso, Jorge, la amé sin medidas. En más de una oportunidad, cuando hago el amor con mi mujer, pareciera que la nube de Carmela estuviera suspendida sobre mí. Lo más probable, compadre.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú Facebook: Oswaldo Castro

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S

oy un monstruo invisible de dos cabezas. Con una de ellas me extiendo por la estepa desértica como una víbora. Repto sin dejar huella, subiendo por las dunas color miel. Bajo desde el silencio de las alturas áridas, con mi rostro oculto en la brisa, mientras recorro sereno la sabana interminable. Despliego mi aliento de fuego en las llanuras inmensas bañadas por el océano Índico. Canto con la voz de la sequía en el silbido del aire y derramo sobre el suelo la calamidad disimulada en mis alforjas transparentes. Despejo las nubes para dejar el cielo límpido por encima de los cauces de polvo rojo, sin agua, donde no pueden saciar su sed los clanes nómadas ni sus camellos famélicos. A mi paso dejo los pastos amarillos, secos, moribundos. Quito las hojas de los escasos árboles raquíticos. Traigo hambre y sed, vengo a sacrificar a los inocentes, a valientes y cobardes, a los ancianos de piel oscura y turbantes blancos. Coloco aquí mi volumen árido para convertir el espacio en una soledad de restos fósiles. Hago esto y otras cosas horribles en el Cuerno de África. Mi otra cabeza tiene la mueca de la guerra. Mi presencia se manifiesta sin sustancia, viene a alborotar el cerebro de los hombres. En estos territorios soy capaz de todo. Y aunque no tengo un sitio preferido, llevo décadas sembrando el odio en las ciudades. Este sentimiento es una peste que aprieta las yemas de los dedos contra los gatillos, arroja granadas, aplasta el suelo con las tabletas de metal de los elefantes grises, en compañía de la muerte, tomado de las alas de los buitres que rondan sobre las fosas de los cementerios. Me dejo seducir por el ardor de las batallas donde agito el terror. Impulso la avaricia de los traficantes. A veces traigo soldados a caminar en el polvo bajo el agobio del sol. En otras ocasiones excito el orgullo de los jóvenes y enlazo largas cremalleras de municiones colgadas de sus espaldas flacas. Siembro confusión, también permito campos de refugiados con carpas sanitarias, algodones y agujas con los sueros de la esperanza. Además, me empecino en pintar el aire de la noche con los puntos luminosos de los disparos furtivos. Me deslizo con la levedad de mi esencia dentro de los agujeros perforados por los proyectiles, en los muros de las casas o en las fachadas de los edificios. Oprimo las gargantas de las mujeres hasta conseguir que griten de dolor, al verlas indagar en los escombros de la locura desatada en los incendios. Merodeo como un sabueso de día y de noche, al rayo de sol y a la luz de la luna, alzo barricadas militares con hierros retorcidos. Y me ocupo de la historia porque es menester contar con el olvido de estas guerras. No debe haber cuerpos despedazados en las páginas de los libros, ni llanto de huérfanos, ni madres buscando a sus hijos perdidos. Para ello dedico mis horas a

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borrar con esmero las huellas de las catástrofes pasando mi mano de tiempo sobre el polvo y la arena de las ruinas. Con mis caricias de viento modelo el paisaje seco logrando geometrías planas o curvas, sin aristas, con suaves bordes redondeados y elimino así los vestigios de la violencia insensata que promulgo. Cuando mi espíritu se relaja o se aburre con el tedio de alguna tregua de paz, empujo muros y provoco derrumbes en medio de ciénagas de humo, porque amo en demasía el aroma del desastre y la devastación. Un día la sangre roja cubrirá la piel negra de este mapa arrugado, en el cual abrí las puertas del infierno, a las huestes de otros pueblos. Mi alma bicéfala es la alegoría de la muerte, por eso me nutro del crimen, de los fusilados con sus brazos rotos y las ropas destrozadas. Nada satisface mi terrible voracidad por ver los cuerpos lacerados en los combates. Me nutro de las barrigas hinchadas por el hambre, las lágrimas, los pechos estériles de las mujeres en agonía, dando de mamar la última gota de la amargura de la hiel. Acumulo con esmero los cartuchos de vainas doradas. Ajusto las hebillas de los cinturones de cuero, entrego los fusiles y también instalo el miedo. Hago retumbar el espanto en los oídos, esa es la melodía que prefiero para ensanchar mi ambición, inflada por la vanidad, como una vela desplegada por la soberbia. Embriago las mentes de los hombres con la fiebre de la locura y deposito en los labios sus propias palabras de angustia mordidas por la sed, porque conozco sus dialectos, su lenguaje y su religión. Detesto los cementerios, me encanta observar las fosas a cielo abierto con cuerpos recalcados en formas inconcebibles. Quiero manos encrespadas por la desesperación de la huida imposible, cuencas vacías y músculos desgarrados, vestigios, resabios, pies descalzos, estómagos secos y pulmones manchados de pólvora. Me hace bien tanto dolor. Y nunca quedo conforme. No entiendo la lástima, no me conmueve el ruego ni la compasión. No poseo esos sentimientos débiles. Escucho con avidez como vibra el suelo con las detonaciones y observo extasiado las llamas de los fuegos nocturnos al tomar altura. Mi suprema recompensa es ver el terror en los ojos abiertos de los niños asustados. Soy cruel. Mi estadía aquí lleva décadas y no encuentro sosiego porque el material de mi alma es el mal, y mi fastidio por la ternura es interminable. No sé de qué se trata la culpa, solo conozco la voluntad de destruir este extremo del oriente africano, mi tarea es interminable, no tengo nada ante lo cual postrarme de rodillas apoyando la frente sobre el piso. Hincaré la mueca de la pena. Los colores de la muerte quedarán grabados en el último gesto de los rostros de los hombres.

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Mi paz serĂĄ el silencio final, cuando ninguna garganta cante en el desierto ni en las ciudades en ruinas, cuando no quede nadie con la mirada orientada al cielo, observando con ojos ansiosos a los astros, en busca de una respuesta sensata.

RAĂšL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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H

ace demasiados años que Adhan no sale de casa. Desde el incendio. Su único contacto con el exterior es sacar el brazo por veinte centímetros de puerta abierta, para recoger sus presas. Invisible bajo la oscuridad del poste sin bombillo y un mandarino que estira sus dedos secos sobre la fachada. Invisible, hasta hoy. Hoy que ya se mató otro gato. Les prepara trampitas con leche y un matarratas de su cosecha. Caen ahí, delante del plato. Solo es cosa de arrastrarlos al interior. También está lo de una plaga funesta y rarísima que ha caído sobre los perros del vecindario, con lo que el silencio ahora es más a su gusto. —Quizá también debieran guardar a sus hijos— le dice rumiando, a los chillidos y pelotazos en su puerta. El barrio donde Adhan vive, es una extensa plantación de caña desecada hasta su límite con la acequia. Su familia contaba entre los primeros colonizadores. Con el tiempo; mientras se construían pistas, parques, se tendían cables de telefonía, internet... y se instalaban cámaras; Adhan quedó tras las paredes grises construyendo con los restos del incendio; que los vecinos viejos olvidaron y los nuevos desconocían; un nido. Un hábitat singular y sombrío para él solo. Eran las 21:30. Se disponía a dormir cuando cayó una pelota. Siente el rebote en el techo, las pifias y espera un poco a que se vayan derrotados, hace tiempo que nadie se molesta en tocar. En vez de eso, escucha el ¡tum! de un salto amortiguado y pasos avanzando sobre su cabeza. También el roce continuo de algo, como que se extingue con cada paso. A pesar de la ira que le envenena, espera al intruso muy quieto con una sonrisa triunfante, mitad labios, mitad de eso, lo que sea que le haya quedado por boca. Porque este es su territorio. Aquí no hay espejos, ni luz; las cucarachas zigzaguean por doquier junto a otras lindezas que comparten su podredumbre. Un niño de no más de doce, con una mochila jean muy gastada, asoma por la escalera. —Aquí apesta —dice, mientras saca una cajita de fósforos de su bolsillo. Prende uno y la llama mortecina apenas alumbra el horror de lo que esconde aquel sitio. Hileras de animales muertos, que son masas con pelambre hirviendo de gusanos, colgadas en cordeles que cruzan la sala y el comedor; algunas todavía gotean en las tinas que esperan abajo, llenas de moscas. Pese a la fuerte impresión, el niño camina agarrado de su palillo. Sorteando las

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inmundicias que conforman el nido de Adhan. Uno de aquellos cadáveres; uno grande, marrón-negro, llama su atención al lograr distinguir entre el pelambre un collar dorado, con nombre. Gregorio acaba de descubrir porqué desaparecen los perros del vecindario. Lo que colgaba ante él, era Rino, el pastor del vecino. Desaparecido hace ya buen tiempo. Temblando sin control, como sea apresura otro cerillo que ahora deja ver la pelota sobre la pared del fondo. Y se avienta por ella como si se tratara de la misión que pondrá fin a esta pesadilla. Mano al bolsillo, acorazado de su mochila raída; aun cuando la chispa agoniza y se va quedando en tinieblas. Adhan se relame la boca descarnada. Al cabo de diez pasos más o menos, un alarido rompe la tensión. Es la señal que el dueño de casa ha esperado, viene de un pozo que cumple de tanque de residuos. Cubierto con una estera, una trampa. —¿Quién... está ahí? —dice el crío, levantándose con esfuerzo del fondo maloliente y viscoso. Su voz es un hipo lleno de nervios, mocos, babas. —Mis… amigos están... espe-rándome afuera. Adhan se acerca el pozo sin hacer ruido, lo contempla con la misma reserva. Le divierte su angustia. Todo indefenso como una mascota, gimoteando en la oscuridad. Le escucha raspar un fósforo, y antes de que pueda ocultarse, la flama devela su rostro. Un amasijo mugroso de vendas con dos ojitos incrustados y mezquinos. Bajo la mejilla izquierda, donde el fuego no le dejó más que un débil tegumento, asoma la mueca despreciable de media cremallera de dientes podridos. —¡Yo! —dice, a la vez que su lengua juguetea saliendo por el hueco costado. Pero Adhan nota, de pronto, imperceptible y aterrador, en el pequeño rostro del intruso, un gesto que conoce bien, el gesto cambiante de la bestia. La evolución única de la supervivencia. No es que el niño así, haya dejado de temblar y no moje los pantalones como cualquier otro; es que atravesó el umbral, el niño ha decidido vivir. No está más su lengua adormecida de pánico, implorando entre balbuceos, ni el cuerpo exánime. Su mirada es terrible y aunque Adhan tira de su silla de ruedas, es muy tarde. El chiquillo voltea la mochila, y caen cuadernos, lapiceros, viruta de tajador, palillos de fósforo consumidos. Luego enciende sin prisa un fósforo de la cajita que apretaba en su mano y comienza a quemar papeles. —¡Qué es lo que estás haciendo! —, dice Adhan. El chico sigue con su concienzuda labor hasta obtener una mediana hoguera que el otro ve crecer incrédulo y aterrado, devorando todo a su paso. 36


Ve al niño trepar con uñas y dientes sobre los desechos acumulados por tantos años, que se desmenuzan a su paso, mientras él chilla de terror sin hacer nada por salvarse. Le aterroriza el fuego, pero mucho más las personas y la calle. Aquí había construido un nido-tumba para estar junto a sus padres, donde era libre de arrastrarse junto a otras sabandijas insoportables a la vista como él. Que recoja la muerte aquello que quizá por diversión dejó derretido y medio vivo. Que se cierre el círculo. Grita, llora, en su agonía, con alaridos desgarradores de sufrimiento, dejándose consumir por las llamas, implorando que sea rápido. El chico no puede ver lo que pasa con Adhan. Desde que logró salir del pozo, no ha parado de correr hasta alcanzar la salida. Atrás quedan los aullidos del asesino de mascotas, horribles, insoportables, mientras el calor y el humo intentan retenerlo, para consumirlo como a todo lo que hay en la casa. Al salir encuentra a mucha gente congregada, también al camión de bomberos. Miran interrogantes la carita con tizne que asoma sobre un cuerpo cubierto de sangre y tripas. Pronto se une a la multitud, a salvo, pero un poco decepcionado porque olvidó la pelota. Las lenguas de fuego comienzan a lamer el techo y la fachada. Los gritos de Adhan, se han extinguido. Cuando Gregorio los encuentra distraídos, decide alejarse, es tiempo de volver a casa antes de las preguntas. La noche se aprieta sobre su andar descuidado, saca la cajita del bolsillo y para hacer más corto el camino, se entretiene con lo de los palitos.

ROSARIO VENERO CERRÓN

Perú

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A

hí están viniendo los azafatos con algunas cosas para vender. Al primero de la filita ya lo vi antes de subir. Noté que además de tener la nariz bastante fina, tiene una separación ínfima en las paletas, una especie de callecita entre los dientes. Se la miré durante varios segundos, y creo que se dio cuenta: cuando le vi la cara completa estaba sonriendo. Yo también le sonreí. Viene maniobrando con la bandeja pegada a la cintura para no sacarle la cabeza a nadie, pero un movimiento brusco del avión lo acaba de obligar a levantarla. Justo antes de que se reacomode pude ver que el pantalón le marca el bulto con extrema precisión. Por suerte no vino mi padrino, ya me puedo imaginar el escándalo que estaría armando. Antes de morirse atragantado con su propio vómito, mi padrino me repitió hasta el hartazgo que el pantalón apretado era para putos. Él siempre llevaba uno de esos jeans bien holgados. Primero porque “esos eran pantalones para macho”, y segundo porque era imposible que su hijo lo deje en bolas. El chico, que para ese entonces le llegaba apenas a la cintura, lo solía desnudar. La última vez fue en el patio de mi casa. El pibito le tironeó el short y lo dejó con las carnes ahí, libres, alborotadas. Brillaban y se lucían de tal manera que el sol parecía haber estado todo el año preparándose para el acontecimiento. La verdad es que era un bardo mi padrino. Mientras intentaba acomodarse el short ensayando algunos saltitos, se reía a los gritos, como acostumbraba a hacer, de manera desencajada, los tres o cuatro dientes podridos bien visibles y los labios finos y secos estirándose hasta su punto máximo. Su hijo lo miraba serio, duro. Yo, fascinado, perseguía con los ojos el balanceo pendular de los huevos. Lo que hice inmediatamente después fue detenerme en la reacción de la abuela. Si ya de por sí Mabel tenía una cara poco simétrica (a simple vista lo único que se le podía adivinar era la nariz), en ese momento pasó a ser una especie de óvalo con formas y pliegues imposibles de recrear. Esa fue la última vez que se lo dejaron tener. Supongo que el pibe le contó algo a la mamá. El azafato me acaba de dejar la Coca Cola y está tibia, pero no le puedo decir nada porque me ofreció hielo y le dije que no, que estaba bien así. Creo que le respondí sin siquiera haber tocado el vaso. Me entretuve de nuevo con el tema de las paletas, y por eso creo que también noté que tiene un lunar muy, pero muy chico en la pera. Me acuerdo la primera vez que lo vi mal a mi padrino, mal mal. Estaba vomitando en el sillón del living de mi casa, el cuerpo tendido en los almohadones y la cabeza colgando, muy cerca del suelo. Antes de llegar a eso habíamos compartido una

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comida por el cumpleaños de mi vieja. Yo era chico, tenía unos once años, y este ya me estaba taladrando con el tema de mis compañeras; si tenía novia y eso. Y esa Martinita qué onda, si no arrancás vos arranca el padrino, eh. Y se reía. Yo ni respondía. Ahí nos traen la comida. Ya se siente el olorcito. Tengo ganas de despertar al que tengo al lado para decirle si me puedo comer su comida también. Es un gordo fofo que en lo que va del vuelo ya se tomó dos o tres pastillas. Dejó tirado un blíster en el piso y tiene otro como intentando escaparle del bolsillo, aplastado entre la grasa y el asiento. Igual lo más llamativo es el contraste de su cuerpo entre las piernas y lo de arriba. A esta altura ya lo deben haber notado todos los que están por acá (al menos la vieja de la ventana, que cuando mira de refilón parece que se le van a salir los ojos). Es como si fuera la conjunción de dos tipos de contexturas opuestas. De mitad para abajo las piernas flaquísimas, los huesos largos a la vista, la carne como pegada a ellos, y los tobillos delineados por las venas y los huesos. De mitad para arriba la otra persona, una gorda, flácida, la piel bien estirada; todo con un tono más claro que lo de abajo, como si la sangre no pudiera transitar con facilidad. El día ese que vi tan borracho a mi padrino me acuerdo que desde el sillón y con la cabeza para abajo me empezó a contar de las formas que se pueden hacer con el pito. Entre la posición y el pedo que tenía, cada oración completa era un milagro. Así todo, me habló del pito mosca, pito espada, pito arco y flecha, pito hongo y varios más. Del pito mosca es el que más me acuerdo porque intentó graficarlo con los dedos. Primero me preguntó si yo quería hacer de modelo, no sé, intentar la forma con mi pito y mis huevos, pero le dije que no. Entonces, entre risas, empezó a mover los dedos y a contarme cómo era que la mosca iba tomando forma. Nunca llegó a ser una mosca. Primero porque yo no entendía nada y segundo porque en el medio de la explicación se quedó dormido. Lo otro que me decía, casi por lo bajo, con el tono algo tétrico, algo orgulloso de quienes creen poder anticipar una catástrofe, era que mi profesor de Lengua era gay. Que se la come, que mirá cómo camina, que tiene la voz de puto reprimido, que averiguá si tiene novio. Pero no le daba importancia. Lo que pasaba era que los viernes, uno de los tres días pactados para que mi padrino me buscara (yo estaba mucho con mi padrino), no podía atender otra cosa que no fuera la alegría de mis compañeros. Alegría que festejaba la llegada del fin de semana, claro. Algunos salían de a grupitos, tironeando de los brazos de las madres para que los dejaran invitarse a jugar a la casa; otros corrían carreras hasta la esquina; otros ya pateaban cosas, emulando el partido de fútbol que seguramente jugarían en alguna canchita. Y en mi cabeza se producía un efecto extraño: era como si de repente se multiplicaran, tanto 40


los cuerpos como las caras, y las corridas, y las sonrisas; sí, en la salida de los viernes los chicos me parecían más, y mejores, mejores que ellos y mejores, mucho mejores, claro, que yo. Debe ser pollo o carne lo que traen, no sale de eso. Lo trae el mismo azafato. Casi que no llega a mirar a las personas cuando les entrega la comida, pero tampoco se distrae con algo en especial. Tiene la mirada perdida, va y viene con ligereza entre los cuerpos y algunas partes del avión. Ya lo tengo a dos filas de distancia. De repente empiezo a sentir cosas que antes no sentía: la manga del suéter que estoy aplastando desde que salimos, la tela áspera del apoyabrazos, la respiración del gordo, algún que otro murmullo. Me pregunta qué quiero. Carne, le digo, mirándolo a los ojos (él ya me estaba mirando desde antes). Me alcanza el paquetito envuelto en papel metálico y por un momento nos rozamos los dedos. Mi pulgar recorre todo su índice. Tiene la piel grasosa. Corre la mirada y sigue. Ahora mismo estamos volando por encima de Perú. Al menos eso es lo que muestra la pantallita que está enterrada en el respaldo del asiento de adelante. Ya pasaron poco más de dos horas de vuelo y la noche parece colaborar, con toda su quietud, para que la marcha siga siendo casi imperceptible. Siempre sentí que la oscuridad abraza, o algo por el estilo que no sabría definir con exactitud. Es una sensación rara. No sé cuál será el motivo preciso, pero hay algo en la noche, algo que yo puedo sentir con claridad, una especie de epifanía, algo que se libera y viene en mi ayuda. El día que murió mi padrino era sábado. Yo me había levantado no me acuerdo bien a qué (llegué al living, así que supongo que iba a la cocina). Era muy temprano. Lo único que se escuchaba era el canto de algunos pájaros que el vecino tenía en unas jaulitas. Él estaba ahí, tirado en el sillón, mi padrino. A diferencia de todas las otras veces no tenía la cabeza colgando o la cara apoyada en el cuero de los almohadones, sino que estaba boca arriba. Vi que estaba quieto, como petrificado. Me acerqué y lo vi más de cerca. Tenía la boca un poco abierta y adentro se podía ver como una piletita de vómito. Me acerqué unos centímetros más para ver si respiraba, todavía con el temor de que de un momento para el otro saltara como loco. No saltaba, ni se movía, nada. Me arrodillé y le toqué el cuello como hacen en las películas y nada, nada. Me levanté. Estuve unos segundos mirándolo. Me agaché y le toqué las costillas con un dedo. Lo toqué varias veces más, con fuerza. Lo moví. Le moví todo el cuerpo, siempre con el mismo dedo. El cuerpo se balanceaba, pero nada. De repente un hilito fino del vómito empezó a caerle por los costados de la boca. Ahí dejé de tocarlo. Creo 41


que me dio asco, o no sé, no sé. De lo que estaba seguro era que no respiraba. Lo único que se seguía escuchando era el canto de los pájaros. Y a mí me gustaba cómo cantaban. Entonces me levanté y, en absoluto silencio, me acomodé las pantuflas y fui de nuevo para mi cuarto.

BRANCO TROIANO

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i acaso las noches de invierno eran crueles, esta era la noche más despiadada de todo el invierno. Un viento helado golpeaba sin tregua el rostro de Sonia Cruz, mientras esperaba ansiosa el taxi que sus patrones habían llamado. De pie en la vereda, acompañada solamente por el rítmico golpeteo de sus zapatos contra el suelo, contaba por lo menos veinte minutos de espera, diez minutos de soledad y cinco de desesperación. Miraba en todas direcciones mientras imaginaba lo hambrientos que debían estar sus hijos, y en lo caro que le saldría conseguir algo para comer a esas horas. En esto estaba cuando a lo lejos, precedido por dos luces blancas y una roja haciendo de vértice, se acercó el dichoso taxi y tocó bocina. Aliviada por su llegada, corrió hacia él y se subió indicándole que “a la Carlos Gardel 548, por favor, lo más rápido que se pueda”. Él la miró por el retrovisor y preguntó: —¿Apurada, señorita? —Un poco, sí. —¿Por algún motivo particular? No tenía ganas de charlar, el día había sido realmente agotador y aún no se quitaba la preocupación por los chicos de la cabeza. Sin embargo, contestó por pura cortesía. —Tengo que hacer la cena. —Qué tipo inútil, che. Uno no puede estar esperando que le vengan a cocinar como si sería un bebé. ¿Cuántos años tiene el “peor es nada”? Molesta por la pregunta, Sonia respondió: —No hay un “peor es nada”. El más chico tiene cinco y el más grande va a cumplir diez. El taxista se ruborizó, pero inmediatamente agregó: —¡Ah! Pero si son grandes los dos. No tiene por que preocuparse. Los chicos de hoy son así, les gusta la independencia. Es más, no creo que se enojen si demoramos un poco. Sonia no se atrevió a responder, sin embargo, el taxista prosiguió. —Entonces, ¿no hay pareja? —Nada. —Ah, bien. Yo pregunto porque algunos tipos son muy celosos ¿vio? Uno no puede entablar conversación con las pasajeras porque enseguida piensan que uno tiene otras intenciones. Pero yo no, tengo esposa y una nena por venir. —Me alegro por usted.

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Permanecieron en silencio un instante, partícipes de una conversación sin sentido y por completo innecesaria. Solo el ruido de un teléfono vibrando rompió la monotonía del momento. —Hablando de Roma... —dijo él entre risas— ¿Le molesta si atiendo? Es mi esposa. —Ningún problema. Ubicando el teléfono entre el hombro y su oído izquierdo, bajando la velocidad, retrasando aun más la llegada de Sonia a su casa, atendió. —Hola reina. ¿Cómo estas?... Ajá... Sí... Sí... No, pero claro... Ajá... Bueno, no hay drama. Cuando termine mi turno lo hago.... Ajá... Bueno mi amor, hablamos después. Es que estoy con una pasajera. Dale. Chau. —Volteó un instante y miró a Sonia— ¿Puede creer? No funciona la plancha. Ahora voy a tener que quedarme hasta que se yo que hora viendo si puedo arreglarla. ¡Qué cosas de mierda, che! Ya nada se hace como antes. —Bueno, tampoco es tan difícil arreglar una plancha. —Dijo molesta. —¿Usted arregla planchas, señora? —Y sí —dijo resaltando la obviedad— En casa hay que darse vuelta como sea. —¿Le molestaría arreglar la mía? No tengo ganas de quedarme hasta tarde con esa porquería. Es más, si usted me ayuda, no voy a cobrarle el pasaje. ¿Qué dice? Ella, indignada por la hipocresía de quien no solo había tardado veinte minutos en recogerla, sino que además le pedía que se quedara quizás media hora haciendo algo que él mismo debía hacer, le contestó que sí. —Así no solo ahorro en el pasaje, sino también en la comida. Él, pensando que solo era una forma grosera de pedir quedarse a cenar, la ignoró y retomó la ruta. Una hora más tarde, Sonia llegó a su humilde casa en la Carlos Gardel 548, abrió la puerta y se encontró con sus dos muchachos, ya bañados, cambiados y listos para cenar. Al oír ese “¡mami!” tan afectuoso con el cual la recibieron, sintió una ternura tal que dejó caer un par de lágrimas mientras los abrazaba. Orgullosa de que sus hijos hubieran cumplido con sus tareas y conmovida por el recibimiento tan cálido, tomó la bolsa de carne fresca y se puso a cocinar. Una vez terminada la cena, el mayor le preguntó: —Ma, ¿dónde compraste la carne? Estaba riquísima. —Me la dio la familia de un señor muy amable. No creo que volvamos a comer una carne así en mucho tiempo, así que mejor la disfrutamos estos días, ¿sí? —¡Claro, ma! Acto seguido comenzaron a planear, por primera vez en mucho tiempo, el 45


menú de la semana. A los hijos de Sonia no se les ocurrió, ni ese día ni los siguientes, que entrar a una casa con seis kilos de carne en una bolsa de consorcio negra no era algo normal. Tampoco notaron el sabor dulzón y poco característico en la carne de vaca, ya que no estaban acostumbrados a ella. Sin siquiera sospecharlo, los chicos pasaron semanas saboreando, devorando y disfrutando los restos del hombre que le hizo perder a su madre veinte valiosos minutos.

BRANCO ERAZO

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M

e senté en el viejo tocón del patio trasero de la casa de los abuelos... No, de los abuelos no, de la abuela. Es la costumbre y, aunque desde hace años que ella vive sola aquí, apenas comienzo a acostumbrarme a que él ya no se encuentra entre nosotros. Para mí aún se trata de la casa de ellos. Este tocón supo ser un fresno. —El árbol favorito de Odín —repetía el abuelo cuando nos encontrábamos cerca de él—, y el mío también, renacuajo. ¿Sabes por qué? —No abuelo… ¿Por qué? —preguntaba siendo el niño de mi recuerdo que ni siquiera sabía lo que era un renacuajo, quién era el Señor Odín, ni por qué el abuelo tenía su árbol en el jardín de la casa. —Porque un día seré como Odín —respondía sin dar más explicaciones. Varias veces a lo largo de los veranos de mi infancia escuché la misma respuesta. El terreno de la casa era extenso, y había otros árboles en él, pero al abuelo solo le interesaba ese árbol, el fresno, y ningún otro. Dudo, también, que de haberme explicado algo más, le hubiera entendido. —Algún día seré como Odín —repetía el abuelo. Pero antes de que sucediera tuvo lugar mi adolescencia y, con ella, el desprecio, el horror, hacia todo lo viejo, lo vetusto, lo familiar y presuntamente innecesario. Crecí, estudié, intenté hacer algo con el arte, pero el arte no estuvo de acuerdo; trabajé e hice muchas otras cosas antes de finalmente regresar a la casa de los abuelos en un momento que nada tenía en común con los días de la infancia. Me quedó claro en ese momento, que, al crecer, nunca nada se parece a lo que fue en la infancia. El abuelo acababa de morir, la abuela lloraba cuando creía que nadie atendía a lo que hacía, que nadie estaba allí para verla, pero nos dábamos cuenta. Nos mirábamos sin saber qué hacer, cómo reaccionar, qué decirle a esa mujer que, a partir de ese momento, estaría sola por el resto de su vida, luego de haber atravesado la mayor parte de la misma junto a ese hombre. Me escabullí de la incómoda situación hacia el exterior, hacia el jardín detrás de la casa, quería respirar algo más que lamentos y palabras carentes de sentido. Rodeé la casa mirando el descuidado césped que comenzaba a perder su color, su vitalidad; cuando por fin llegué del otro lado lo vi. Habían talado el fresno. Yacía en el suelo en señal de su reciente caída en desgracia. El hacha aún se encontraba clavada en medio del tocón mientras las ramas se aplastaban contra la tierra. Me acerqué con un sentimiento imposible de descifrar, algo más que miedo, algo diferente, extraño, que hacía su presentación en ese momento tan particular de nuestras vidas, al menos de la mía.

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Años después, cuando alguien me habló de los sacrificios realizados por el dios de los pueblos nórdicos, Odín, para obtener la sabiduría, el conocimiento, el poder y la gloria para sí mismo, volví a sentir algo similar, aunque con mucha menos intensidad. Una sensación de vacío en la boca del estómago que ya no me abandonó cada vez que regresaba a ese tema. Comprendí, en ese momento y no al ver el fresno caído, qué hacía esa soga amarrada de una de las ramas más altas y por qué parecía que hubiera sido cortada con premura y sin cuidado. No había sangre, solo desesperación en aquel gesto. Sabes abuelo, pienso, mientras me encuentro aquí, sentado luego de ver llorar una vez más a la abuela, que nunca serás como Odín; jamás hubieras podido. Del mismo modo en que este tocón jamás volverá a ser un fresno.

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

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A

l llegar a la comisaría, saco un café de la máquina. Mis prisas torpes hacen que derrame la mitad sobre el puño de la blusa; vaya día. Bebo el resto sin ganas mientras me dirijo hacia el ala de detenidos. Cuando voy a entrar, tiro el vaso de plástico en la papelera más cercana. Intento limpiar la mancha con toallitas húmedas, una de las mil cosas que llevo en el bolso, pero sin demasiado éxito. El detective espera en la zona de baja seguridad. Señala su reloj de pulsera con el índice mientras ladea la cabeza. Al acercarme, encojo los hombros y proyecto la barbilla para que se note que la culpa es del departamento por llamar en mi día libre. —Creíamos que llegaría mucho antes, doctora. Me tomo mi tiempo antes de responder. Froto un poco más los restos de café y arrojo la toallita en la papelera del pasillo. —Buenas tardes, detective. —Buenas tardes, doctora. —Apuesto un café a que si usted hubiera estado en mi lugar, en su día libre y celebrando el cumpleaños de uno de sus hijos, hubiese llegado mucho antes. El detective rezonga mientras me entrega un breve informe. Señala una oficina. Cuando entramos, a través de un ventanal de vidrio, se ve una pequeña sala: dentro, una mesa y dos sillas; en una, con las manos sobre las rodillas y expresión concentrada, una mujer policía; en la otra, con la cabeza apoyada en la mesa, un niño con ropas claras pero manchadas de algo oscuro. Antes de centrarme en el caso, tengo que aclarar la situación. —Bueno, detective. Y el psiquiatra forense de servicio, ¿dónde está? —Atiende otro caso en este momento. Verá, doctora, resulta que... Interrumpo su cháchara con un gesto de impaciencia. Me fijo que la mesa de la sala está limpia y sin nada. —¿Cuánto tiempo lleva ahí? ¿Le han dado algo de comer? El detective parpadea antes de contestar y mira de nuevo su reloj. —Llegó hace una hora, más o menos. Desconozco si el niño ha... Le corto otra vez con un gesto, mientras la otra mano bucea en mi bolso repleto hasta encontrar la billetera. Saco dinero y se lo entrego al detective. —Un par de zumos de sabores distintos, un sandwich y algo dulce, para que elija. Espero mientras leo la documentación. El detective eleva un poco las cejas pero sale a buscar el encargo. Abro el informe y me pongo al día. Señora llama a la policía. Barrio conflictivo. Niño ensangrentado en su casa. Acuden los agentes. Inspeccionan el domicilio del menor y hallan cuatro cadáveres.

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Niño bajo custodia preventiva. Psiquiatra forense en su día libre termina a cargo de valoración del niño. Regresa el detective, amontono los alimentos en mi bolso a rebosar y entro a la sala. La policía de uniforme se pone en pie y me deja a solas con el muchacho. Tomo asiento. —Vaya día, ¿no? Hola. Me llamo Patricia. ¿Cómo te llamas? El silencio es la respuesta a mi pregunta. Echo un vistazo rápido al informe: David. —Bueno, David. Ya estás seguro aquí. Por favor, cuéntame qué pasó. El silencio persiste. Saco un cuaderno de notas del bolso y una estilográfica para anotar mis impresiones. Le hablo de nuevo. —Mírame, David. David ni siquiera me mira; sus ojos están concentrados en algún acontecimiento de importancia mayúscula que tiene lugar entre los brillos de la mesa. Saco uno de los zumos y lo pongo frente a él: sin reacción. Un pastelillo: sin reacción. Un sandwich: lo mismo. El niño sigue sin mostrar interés por mí. Me acuerdo de que tengo un zumo de otro sabor y voy a sacarlo del bolso. Mi torpeza vuelve a manifestarse y derramo casi todo el contenido sobre la mesa. Siento una reacción de David al guardar todo el tsunami; está mirando algo. Con cuidado, busco entre mis cosas qué puede ser: eso no, eso tampoco, ¿cómo va a fijarse en eso?; ah, eso, la figura de acción de Johnny Star, el defensor de Ganímedes. Mi hijo debió dejar el muñeco ahí durante la fiesta. David trata de disimular pero está fascinado por la figura. Despacio, de forma teatral, coloco las cosas desparramadas en un montón. Me aseguro de que Johnny Star quede cerca del niño mientras guardo el resto muy despacio. Si mi hijo escuchara llamar “muñeco” a su preciada “figura de acción”, montaría una pataleta. En seguida, David extiende la mano derecha para acercarla hasta el muñeco. Cuando sus dedos alcanzan a Johnny, empieza a jugar. —¿Te gusta Johnny Star? Es un guerrero galáctico impresionante. Cuida del bienestar y la justicia de Ganímedes. Todo un campeón, ¿no? —... Contacto. Ha dicho algo en voz muy baja pero, por lo menos, ha hablado. —¿Cómo has dicho, David? —En Ganímedes no cenan sopa de sobre todas las noches. La voz es suave pero segura. Parece lejos de estar afectado por cualquier clase de trauma. La dicción es correcta. Acerco un zumo a sus manos y lo agarra con la

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izquierda, pero la derecha sigue en la figura de acción. —No sabía eso, David. ¿Y qué cenan? El niño bebe despacio; tampoco hay señales de desnutrición o ansiedad. —Pues toman sus cápsulas alimenticias de distintos sabores. Como platos de restaurante, ¿sabe?, pero en pastillas pequeñitas. Intento recordar las interminables parrafadas de mi hijo sobre Johnny Star; es un fanático de la serie y siempre ve, una y otra vez, los capítulos en la televisión. Tiene que haber datos que me ayuden a seguir acercándome a David. —Johnny Star derrotó a los eridianos que atacaron su mundo, ¿a qué sí? David me mira a los ojos por primera vez: tienen cierto brillo de admiración. —Pues sí. ¿Usted también ve el programa en la tele? —A veces. Es el momento de profundizar. Miro de soslayo el gran espejo que da a la oficina; allí, al otro lado, escuchan, graban, analizan. —Sé muy poco de la infancia de Johnny Star. ¿Me la cuentas? —Pues claro. Tenía muchas cosas. Sus padres le compraban unas zapatillas nuevas cada Navidad, incluso videojuegos. Asiento con interés y tomo notas. —¿Cómo eran los papás de Johnny? David come el sandwich y habla con la boca llena. —Pues su mamá era muy buena. Cocinaba bien. Siempre cuidaba de Johnny, de sus hermanos y del perro. Es que ellos sí tenían mascota. —¿Y el papá? —El papá también era bueno. Trabajaba mucho, daba un beso de buenas noches a los niños cuando se iban a dormir, nunca bebía ni pegaba a la mamá. Era bueno. Carraspeo y vuelvo a mirar con disimulo hacia el espejo. —Claro que sí. ¿Qué otras cosas no hacía el papá de Johnny Star? David termina su sandwich y se chupa los dedos. —Nunca decía groserías, nunca pegaba a los niños, nunca tocaba a su hija, nunca tenía ataques de furia. David me mira: sus ojos son extraños ahora; ni parpadea. —Fue un niño con mucha suerte. ¿Qué más cosas me cuentas de él? Mantiene su mirada en la mía. —Nunca llegó a casa del colegio y vio a su madre muerta a golpes. Hago un esfuerzo para mantener el contacto visual sin tensión en mi rostro. David continúa.

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—Ni a sus hermanas. Me mira con una mezcla de orgullo, decisión e inocencia; no, inocencia no es. —Ni tuvo que ver a su papá, borracho y ensangrentado, tirado babeando en el pasillo. Ni tuvo que escuchar cómo decía que su familia le había arruinado la vida y que se lo habían buscado. Estaba equivocada: es confianza, confianza absoluta. —Nunca le pasó nada de eso. Vuelvo a mirar el espejo, esta vez con miedo: miedo de seguir con las preguntas, miedo de escuchar lo que intuyo. David guarda silencio por unos instantes, toma la figura de acción con las dos manos y se la lleva al pecho. —Ni tuvo que tomar un martillo para... —Sí, el martillo, sí —digo antes de darme cuenta de lo que hago—. Gracias, David, muchas gracias. Ahora tengo que salir un momento, pero volveré después con alguien más para que nos ayude. David asiente en silencio mientras juega con Johnny Star, el defensor de Ganímedes. Vuelve a ser un niño, si cosa semejante pudiera ser posible en su caso. Salgo de la sala y voy directa a la oficina. El detective está poco satisfecho, por decirlo de alguna manera. —Doctora, ¡por amor de Dios! Sé reconocer una confesión cuando la escucho y usted acaba de interrumpir una. Ignoro las palabras del detective y me limito a preguntar: —¿Cuándo llega el abogado? El detective sacude la cabeza con gesto de incredulidad. —El defensor de oficio llegará en unos minutos. Usted tendrá que certificar el estado del menor para que pueda seguir el proceso. Quiero irme a casa, quiero volver con mi hijo, quiero ir a Ganímedes; en lugar de eso, me escucho decir: —Quiero un café. ¿Le apetece uno, detective?

FLORENCIA BUENAVENTURA

Colombia

Goodreads: https://www.goodreads.com/author/show/13845174.Florencia_Buenaventura

LISARDO SUÁREZ

España

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E

l búnker en el que se refugian se encuentra bajo la ERR 1257. Estación de Recuperación de Recursos, un eufemismo para denominar las incineradoras de residuos, que ya no se reciclan, solo se aprovecha la energía que desprenden al arder y cuyas emisiones se envasan en contenedores a presión y se envían fuera de la atmósfera en convoyes especiales. Acceden al refugio por una puerta oculta detrás de una compactadora de basuras. La primera vez que Leila entró en el búnker estaba tan asustada y nerviosa que apenas reparó en que le tomaron la huella para que pudiera acceder en adelante sin necesidad de depender de nadie. Todo fue rápido y precipitado: el descubrimiento, gente corriendo por el pasillo, la entrada en tromba en su apartamento, las capuchas, el furgón en el que se la llevaron, la incertidumbre y el miedo a que aquellas personas no le estuvieran contando la verdad, la descontaminación. Todo. Lo único que le gustó entonces fue que allí no había cucarachas. *** Los insectos me dan mucho asco. Veo uno y tengo que sacarlo de la celda o matarlo. Eso explica lo que me ocurrió el 15 de octubre del año 138 de la Nueva Era. Mi robot de limpieza es antiguo, por eso a veces falla y no barre toda la superficie de la celda. Solicité hace tiempo su recambio, había leído que a los de última generación no se les escapa ni una mota. Pero las cosas de palacio van despacio y, hasta que no me lo concedieran, iba tirando con este. Lo habría reparado yo, pero es ilegal manipular ningún robot en casa, solo el personal autorizado y en las instalaciones autorizadas puede hacerlo. Miré la aplicación del aparato y vi que no había barrido entre mi cama y la ventana. Fui a controlar que no hubiera algo que hubiese obstaculizado el recorrido. No, otro error en la rutina del dichoso cacharro. Allí solo vi lo que pensé era una pelusa desprendida del suéter oscuro que había usado la víspera. Me agaché para recogerla y, al sujetarla entre el pulgar y el índice, descubrí que, en lugar de ser algo esponjoso y suave, era un bicho, una cucaracha pequeña. Por instinto, la tiré al suelo y la pisé. Me costó que crujiera. Pero también se oyó un pitido, el mismo que suena cuando hay una caída de tensión y los aparatos se desconectan. Levanté el pie y vi que el bicho se había convertido en un exoesqueleto deformado por la presión de mi bota y varios microcomponentes electrónicos. Había sangre, pero era imposible que fuera mía, la suela era gruesa. Recogí aquello y lo dejé sobre mi mesa. Fui a por las pinzas y la lupa que robé del laboratorio. Removí los componentes del bicho y encontré el datachip. Lo coloqué en el lector y crucé los dedos para que mi antigualla fuera capaz de leer aquello que, sin duda, era última tecnología. En la pantalla de mi portátil empezaron a aparecer todos 56


mis datos: información personal, currículo académico, historia laboral, historial médico, fotos y unos archivos con una extensión desconocida para mí pero que al final logré abrir, para eso soy experta en Encriptación de Datos. Abrí el fechado la víspera. Increíble: todo lo que había dicho, oído, visto, sentido, pensado e incluso soñado estaba allí. Había archivos con fecha desde el día que nací. Toda mi vida estaba allí almacenada. Miré los componentes revueltos sobre la mesa. Rebusqué y lo encontré. El sender. En algún otro lugar alguien tenía mi recorrido vital archivado. Pero si yo no soy nadie. También había una microcam. No puede ser que solo me estén vigilando a mí. Tiene que haber uno de estos en cada celda habitable. Seguí buscando entre los componentes hasta encontrar el localizador. ¡Mierda, mierda! Di un puñetazo en la mesa. El receptor de la señal habría captado que el terminal había dejado de funcionar y sabían dónde estaba. Así me lo confirmó mi portátil: se bloqueó, la pantalla se fue al negro y después se abrió una ventana: «Aviso: La manipulación de componentes fuera de las instalaciones autorizadas es ilegal». Cerré de golpe el portátil. Empecé a sudar. Tiré todos los componentes y el exoesqueleto al cubo de la basura. Di vueltas sin rumbo por mi celda. Se hablaba de gente desaparecida, de repente, sin motivo. Se decía que había unos COE, Comandos del Orden Especiales, que iban a buscarlos a su celda y se los llevaban. La señora Naika, la de la celda 389, me contó una vez que los había visto por la mirilla llevándose al chico de la 390. Paranoias de vieja, pensé. Entonces oí los pasos acelerados en el pasillo, el silencio cuando llegaron a mi puerta. Los tres golpes secos de puño. ¡Leila, abra! Miré la ventana, no era buena idea, un quinto piso. Quizás solo querían recuperar el terminal y hacerme un par de preguntas. Diría que fue un error, que no sabía para qué podía usarse el animalito. La voz de afuera insistió. ¡Leila, abra! Iban a prenderme de todas formas, al menos que no pudieran decir que no había colaborado. Abrí y entraron en tromba cuatro personas encapuchadas y armadas que, de inmediato, cerraron la puerta y echaron las cortinas. Yo me acurruqué en el suelo, con las manos sobre la cabeza a la espera del primer golpe o de lo que fuese que me fueran a hacer. Póngase esto, rápido. Uno de ellos me lanzó ropa igual a la que llevaban. Lo hice mientras otra me instruía. Bajaremos por las escaleras de emergencia, en fila, dos delante, dos detrás y usted en medio. No puede llevarse nada consigo, ni documentación ni gadgets, nada, cualquier cosa podría rastrearse. Me puse el pasamontañas y asentí. Salimos corriendo de mi celda hacia la escalera de emergencias. En la furgoneta en la que montamos me explicaron que aquello que había encontrado era mi CS, Cockroach Spy. Un microdron discreto y silencioso que daba fe de todos y cada uno de mis movimientos. La sangre era mía. Cada noche los CS toman una muestra de su objetivo para analizarla. Toda la información queda almacenada en

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el CS pero también es enviada al Centro Nacional de Control de Información. Luego se presentaron. Sopir, Lunhe, Virgo y Male pertenecían al Movimiento de Recuperación de Libertades. Nunca había oído hablar de ellos. No sabía si creerles. Yo me había sentido bastante libre hasta que descubrí mi CS. Sospeché que eran del Gobierno, querían que me confiara y les contara lo que supiera. Habían llegado muy rápido a mi celda, imposible si no estaban junto al receptor de la señal de mi CS. Llegamos a la ERR 1257, llovía. Me entraron náuseas por el olor a basura. Entramos al búnker. Me pidieron que me quitara todo lo que llevaba, me exploraron para asegurarse de que no llevaba ningún emisor en mi cuerpo y me descontaminaron. Cuando todo aquello acabó, me condujeron a una celda que me asignaron y me invitaron a cenar en el comedor comunal media hora después. En ese tiempo revisé la celda. No encontré micros ni cámaras o estaban muy bien integrados. En el armario había ropa antibala antiestática ignífuga inherente y armas cortas. Pensé que serían de fogueo, para ver si intentaba usarlas contra ellos y así poder acusarme. No me atreví a tocarlas, por si no lo eran. En el comedor me presentaron a Heiko, el comandante, que no era militar, solo el líder de la resistencia. Él me explicó que el Gobierno controlaba todos nuestros movimientos a través de los CS y que todas aquellas personas con ideas revolucionarias o con pensamientos fuera de la norma eran eliminadas. Que yo había cometido el error de descubrir mi CS y mi destino estaba escrito si no me capturaban ellos antes. *** Le costó semanas relajarse y convencerse de que aquello no era una encerrona. De que sus compañeros eran auténticos rebeldes y no agentes del Gobierno tendiéndole una trampa. Tienen dos topos en el Centro Nacional de Control de Información que les avisan cuando un ciudadano descubre las prácticas del Gobierno. Leila ahora capitanea uno de los grupos de rescate. Cada recién llegado pasa por lo mismo que ella pasó. Después se le entrena y adiestra. Mañana se desplegarán desde la ERR 1257. El plan es volar el Centro Nacional de Control de Información. La misión del grupo de Leila es colocar bombas en el sector Este. Según los planos de la instalación, derrumbando los muros de ese sector, se accede más rápido hasta el DataBox XXL, el servidor donde se almacena la información de millones de personas. Está preparada para no fallar. Lo que la resistencia no sabe es que bajo el Centro Nacional de Control de Información hay una serie de bombas nucleares. Igual que bajo todos los edificios 58


públicos. Que estas bombas explotarán por simpatía al detonar ellos las suyas y se producirá un terrible efecto dominó que arrasará el planeta. Y, como es bien sabido, a ese apocalipsis nuclear solo sobrevivirán las cucarachas.

YOLANDA GIL JACA España

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E

l sacerdote levantó la vista del antiguo pergamino que estaba revisando y cerró los ojos, murmurando una plegaria a Dios. Con lentitud, enrolló el manuscrito, lo tocó con la frente en señal de devoción y se levantó. Aunque no había llegado a los cincuenta, sentía el paso del tiempo como un lastre y sus ojos, luego de muchas noches en vela tratando de entender la voluntad de Adonai, ya no le respondían bien. Colocó el rollo en su lugar de la estantería a un costado de la habitación, alisó con sus manos la larga túnica negra, adornada solamente con los símbolos de su rango, y humedeció los labios con un sorbo de vino. La puerta, de golpe, se abrió. Disculpa que te interrumpa, Rabí, pero tienes una visita inesperada. El sacerdote que entró en la oscura estancia era de menor edad y sus ojos claros como el agua helada delataban un espíritu fanático y burlón que impulsaba sus jornadas. La ironía era su terreno predilecto. Ya no es hora de recibir a extraños... protestó el más viejo. Dame permiso para insistir. Este hombre parece venido desde los mismos

infiernos... Oh Annas, ¿acaso debo atemorizarme con su presencia? preguntó el

sacerdote. Dime ya, ¿quién es? El otro sonrió con algo de malicia, se hizo a un lado y el visitante nocturno entró. Con pasos lentos, el recién llegado se ubicó en el medio de la habitación. Las llamas de las lámparas le iluminaban mal, pero a pesar de ello el sacerdote le reconoció. El tiempo había cambiado su fisonomía. Sus ojos, otrora centellantes, aparecían mansos, derrotados. Su cabello, encanecido con premura, caía a su espalda atado por una sucia cinta de color indefinido y la barba, larga y gris, acentuaba su imagen de abandono. Esta es una visita sorprendente, querido amigo dijo el sacerdote cuando logró salir de su asombro inicial ¿A qué debo el honor esta vez, Judas, hijo de Simón? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última oportunidad en que nos vimos? ¿Cuatro años, quizás? Tres... La voz de Judas sorprendió a Caifás. Seguía siendo aguda como el silbido de la serpiente. Tanto tiempo, y tan poco... Pero toma asiento, por favor. Por tu semblante y tus raídas ropas diríase que has caminado mucho para llegar hasta aquí. ¿Tienes hambre o sed?

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Agradezco tu hospitalidad, pero no voy a quitarte mucho tiempo. Caifás avanzó hasta el centro de la habitación. A tres pasos de Iscariote le observó con detenimiento. Oh Adonai, pensó, este hombre se está consumiendo. Parece más bajo que en mis recuerdos. Después de la muerte del hijo del carpintero, desapareciste. Habíamos cifrado esperanzas de que siguieras colaborando con nosotros, pero todos los esfuerzos por encontrarte fueron vanos. Creímos que habías retornado a tu pueblo de Karioth, en Judea. Me fui de Jerusalén. Renté una casa rodeada por un campo yermo al sur de la ciudad, lejos de los caminos transitados. Treinta siclos bien invertidos... murmuró Caifás.

El precio de un esclavo a cambio de un pequeño beso deslizó Annas a su espalda. Iscariote se estremeció al sentir esas palabras, pero logró dominarse. No deseaba que los sacerdotes se aprovecharan de su debilidad. He venido a hacerte un presente, Caifás, a cambio de una respuesta. Luego de ello, me retiraré en paz. Has sido bienvenido en esta morada en paz y así lo serán siempre los amigos. ¿Qué deseas saber de mí? preguntó Caifás con dulzura. Solamente una cosa: ¿valió aquello la pena? Un instante de silencio se interpuso entre ellos. Sus miradas se sostuvieron, pero ninguno pudo adivinar los pensamientos del otro. Extraña pregunta la que me formulas, Judas, hijo de Simón. Es algo que, creo, debes haber meditado más de una vez durante todo este tiempo. ¿Valió acaso la pena para ti? Él era mi rabí, mi maestro. Y le entregué por el precio de un esclavo... dijo

Iscariote con un hilo de voz. Sin embargo, recuerdo que esgrimiste razones poderosas cuando te presentaste en esta sala para ofrecer prenderlo sostuvo Annas. Un revolucionario, un blasfemo, un rabí que pretendía reclamar para sí el trono de Israel. Eso sostenías. Y tenías razón en cada palabra. ¿Ya nada de eso tiene valor? ¿Qué ha cambiado con su muerte, que ahora la duda te hace temblar como una hoja en otoño? ¡No tiemblo por ello! dijo Iscariote con vehemencia Solo sé que fui

engañado por Adonai. Con un gesto, Caifás impidió que Annas contestara la blasfemia. Los años le habían enseñado el valor de la tolerancia.

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Adonai no engaña, mi amigo. ¿Crees acaso que tú fuiste el instrumento exclusivo de su voluntad? De alguna forma, todos lo somos, ya que todos somos sus hijos. Somos su pueblo elegido. ¿Por qué razón estás convencido de haber sido engañado? Iscariote sabía que sus lágrimas se habían secado hacía mucho tiempo. Mi maestro abandonó su comunidad en el desierto para convertirse en conductor de su pueblo contestó. Buscaba su libertad. Quería restablecer el orden de Dios en esta tierra. Su tierra. Le conocí predicando en los caminos y creí, no sé bien cómo, que él era el mesías de la Casa de David anunciado por los profetas, el elegido de Dios para liberarnos de la tiranía de Roma. Pensé que enardecería el alma del pueblo en contra de los extranjeros, que tomaríamos las armas, que se haría valer y asumiría el papel de Rey y Sacerdote, tal y como enseñan nuestras tradiciones... Sin embargo, de sus palabras surgían otras razones. Su idea de luchar contra el enemigo no era convencional. Creía que les podíamos ganar, no con la guerra, sino con la paz. ¿Puedes imaginar eso, Caifás? Mi incertidumbre era absoluta. ¿Cómo era posible comenzar una guerra amando a tu enemigo? Era inconcebible... Con el tiempo comencé a sospechar que yo era un revolucionario que se equivocó de revolución. Yo le recuerdo en el patio de nuestro Templo, abofeteando a los comerciantes y destruyendo sus pertenecías... Parecería ser que sus seguidores no comulgaban mucho con tus ideas, Judas intervino Annas, mientras Caifás bebía un sorbo de vino. De hecho dijo Caifás con un tono tranquilo apenas su cuerpo se enfrió en la tumba que nuestro colega de Arimatea le cedió, sus acólitos se dispersaron y no hemos vuelto a saber de ellos, por suerte... Soy curioso, Judas. Yo puedo entender que un rabí harapiento, surgido de esas cuevas de serpientes del desierto, pudiera ser peligroso en potencia para los intereses que tratamos de preservar en Jerusalén. Los equilibrios que debemos mantener siempre se pueden vulnerar cuando un loco pasea por las calles enardeciendo el ánimo de la gente. También era peligroso para Roma, en una extraña coincidencia que nos unió... Por eso le ejecutaron. Pero ¿era acaso peligroso para ti? ¿En qué momento te decepcionó tanto como para traicionarle? Yo no le traicioné sostuvo Iscariote casi en un susurro. Ah, ¿no? contestó Annas, sonriendo con maldad ¿Y cómo llamas acaso el vender su libertad y poner la vida de ese miserable en manos de los salvajes sanguinarios que nos gobiernan? No hice nada que no contara con su aprobación... ¿Cómo? exclamó Annas con vehemencia, sin poder aceptar lo que estaba escuchando ¿Acaso el pobre loco quería morir como mártir? ¿En nombre de 63


quiénes? ¿De nosotros? ¿De ti, Judas? Es inaceptable... ¿Tanto desprecio tenía por su vida? El maestro no deseaba morir como mártir, sino que esperaba una señal de Dios. Una señal de Dios... ¿El hijo del carpintero quería que los cielos se abrieran y Dios apareciera en persona? ¡Es una locura! ¿Una señal para qué cosa? preguntó Annas, apenas conteniendo la indignación. Judas cerró los ojos un momento y meneó la cabeza. Tan ciegos son... ¿Acaso no lo ven? Su plan era sencillo y su fe en Dios inquebrantable. Se haría prender por los romanos y a una señal de Dios, el pueblo se rebelaría contra los tiranos y contra quienes les ayudaban... Sí, contra ustedes mismos. Esa noche habló conmigo, lejos de los demás. Dios le había manifestado su voluntad, me dijo. Yo debía venir a tu presencia, Caifás, y ofrecer prenderle. Luego, Dios haría lo suyo. Hasta el último momento esperó ese signo que anunciara el comienzo del fin de la dominación de Roma. ¿No le escucharon al final implorar por Dios? Pero Dios no apareció... Un escalofrío recorrió la espalda de Iscariote al recordar a su maestro, colgado de un madero, cubierto de sangre, sudor y barro luego de recibir un castigo inhumano. Ya casi sin aliento, con las muñecas y los pies atravesados con clavos y apenas pudiendo respirar, buscó con la mirada extraviada a su esquivo dios. Pero nadie había ahí. En ese instante supo que todo había sido en vano. El martirio y el sacrificio no levantaron al pueblo contra los asesinos invasores, el cielo no se abrió y la ira de Dios no cayó sobre las cabezas de sus enemigos. Su dios, al que amaba tanto como a un padre, le había abandonado a su suerte en esa cruz sin hacer algo para impedir su muerte. Era mi amigo dijo Iscariote en susurros. Con ninguno de los otros hablaba de estas cosas, salvo conmigo... Los otros me odiaban por extranjero, por no haber nacido en Galilea, porque el rabí me confiara el bolso de la comunidad. Yo era el encargado de las beneficencias. A ellos les contentaba con parábolas, con enseñanzas sencillas y sin vuelo. A ninguno le confiaba sus deseos, sus miedos, sus ambiciones, salvo a la de Magdala y a mi... Ninguno de ellos estaba preparado para la lucha. Ninguno entendió cuál era su misión. Le seguían con la mansedumbre de un cordero, guiados por un pastor de otro mundo. Tus quejas ya son vanas e inútiles, Judas, hijo de Simón dijo Annas. Ninguna de esas lamentaciones, por más sinceras que sean, va a hacer posible que ese pobre diablo se levante de su tumba. ¿Quién era él para designarse a sí mismo como representante de Dios? ¿No lo somos todos acaso? ¿De dónde sacó tanta soberbia? 64


¡Qué extrañas y peligrosas ideas conciben esos locos del desierto! Hoy me preguntaste si todo ese sacrificio había valido la pena. Tú ya sabes la respuesta. Siempre la has sabido. La sangre derramada por un solo hombre no vale tanto como la vida de un pueblo entero. Caifás parecía cansado. Miró a Iscariote con benevolencia y cierta ternura paternal. Le tomó por los hombros y le abrazó. Annas supo que ese era un gesto que él jamás hubiera concedido. Nada debes temer, mi amigo. Lo que hiciste, ya fuera por mandato de un loco o del mismo Adonai, bien hecho está y nada lo puede remediar. ¿Hay algo más que desees saber o que pueda hacer por ti? Iscariote permaneció unos instantes en silencio. Su mirada vagó por la habitación, los rollos de la Ley, las lámparas que a esa hora hacían proyectar las sombras de los hombres sobre las paredes desnudas. Nada había cambiado desde aquella tarde cuando se presentó ante el sumo sacerdote. Sin embargo, todo era ahora distinto. Las palabras de Caifás eran sinceras. Las razones de los hombres siempre se pueden escrutar. En cambio, Adonai, desde los tiempos pretéritos de los profetas, jamás se había dignado en comparecer ante su pueblo para explicar sus erráticos procederes. Una sonrisa más parecida a una mueca de dolor le adornó el rostro. Has sido honesto conmigo, Caifás, y te lo agradezco. Este presente es tuyo. De entre sus ropas extrajo una bolsita de cuero y la extendió hacia el sacerdote. Caifás la tomó con curiosidad y la abrió. Al hacerlo, sintió como si ese saquito se hubiese convertido en una brasa ardiente y le quemara la mano. Dio un grito ahogado y lo dejó caer al piso de piedra. Las monedas de plata rodaron hasta los pies de Annas. Mis manos no están manchadas con la sangre de un inocente. Pero las de tu dios sí lo están. Que tengas una larga vida, amigo Caifás. La oscuridad de la noche se tragó la triste figura de Judas hijo de Simón, conocido como el Iscariote. Pocas personas supieron de él desde entonces. Vivió una larga vida, aunque alguno jure que vio su cuerpo colgado de un árbol junto al acantilado. Este cuento ha sido publicado en "Revista Sensini" y en el blog del autor.

ERIC D. HAYM FIELITZ

Uruguay

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L

Hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria. Jorge Luis Borges

lueve. Martín corre hasta el túnel que pasa bajo las vías del ferrocarril San Martín para refugiarse. Hace frío. Ya no se acuerda cuánto hace que está en “situación de calle”. Él prefiere llamarse callejero. Camina por el sendero peatonal hasta las escaleras en la otra punta. Se sienta en el primer escalón y se tapa con la frazada que trae en la bolsa de consorcio, su equipaje. Tiene hambre pero llueve mucho para ir hasta la plaza donde repartirán comida en un par de horas. Mejor dormirse un rato. Cierra los ojos y se encuentra en el departamento que alquilaban con Bettina. Un pañuelito, pero para ellos, un palacio. ¡Cuántos sueños! En esa época los dos trabajaban y aunque tenían muchas dificultades, eran felices. Hasta que comenzaron las hemorragias. Primero las encías, luego la nariz. Leucemia fue el diagnóstico. La peleó durante un año pero todo fue en vano. Todavía no puede aceptar que su amor no vuelve más. Todavía sueña con encontrarla. Sabe que jamás volverá a amar a alguien de esa forma. A partir de ahí nada tuvo importancia. Ni siquiera ese lunes que llegó a la fábrica y se encontró con un candado en los portones. Sus compañeros le contaron que los patrones se habían llevado todas las máquinas y la mercadería en el fin de semana. Buscó trabajo infructuosamente. El dueño del departamento lo esperó dos meses. Finalmente tuvo que dejarlo. Vivió un tiempo en un hotelucho de Balvanera mientras le duró la plata de la venta de sus muebles. Después... la calle. El segundo día ya aprendió las reglas. Se acercó a un grupo que paraba debajo del puente de Córdoba y Juan B. Justo. Pensaba que podrían enseñarle algunos tips de supervivencia. —¡Lindas zapatillas! —dijo uno. —¡La campera es para mí! —gritó otro. Intentó resistirse pero solo consiguió que lo golpearan y patearan como nunca le había pasado. Se fue rumiando su bronca e impotencia jurándose que nunca más se iba a dejar sorprender. El Viejo Matías, que duerme en la estación de Corrientes y Dorrego, —lo bautizó así por la canción de Víctor Heredia—, le enseñó los lugares donde reparten comida, calzado y abrigo. Es con el único que se da. Prefiere andar solo todo el tiempo. De un pedazo de chapa de zinc que encontró en un volquete se armó una faca como alguna vez vio en la televisión que hacían en las cárceles. El mango con trapos y afilada en el cordón de la vereda. Alguna vez va a ir a buscarlos. El grito lo despierta. Se para y ve a una chica que forcejea con un tipo que quiere arrancarle el bolso. Están a unos diez metros más o menos. Corre hacia ellos y 67


grita: —¡Soltala! —¡No te metás puto! —le dice el tipo. En la carrera lo lleva por delante y lo hace caer. Se abalanza sobre él mientras el tipo, en medio de insultos, saca un arma y dispara dos veces. Siente que algo le quema en el estómago. Con el impulso cae sobre él y le clava la faca en el cuello. Se tiende boca arriba. Le cuesta respirar. La chica se comunica con el 911. El tipo ya no se mueve. Ella se acerca a Martín. —¡Gracias! —le dice— ¡Aguantá, ya viene la ambulancia! Con una mueca de asombro la mirada de Martín se pierde en el techo del túnel. Su cuerpo se estremece como en una convulsión, la sangre sale a borbotones por el costado de su boca mientras en un hilo de voz exclama: —¡Bettina, mi amor!

OSVALDO E.VILLALBA

Argentina

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A

brir el postigo incentivó al pequeño a incorporarse y desear abandonar la cama, para ir hacia la ventana que hacía un tiempo permanecía cerrada. La carita pálida y la delgadez, denotaban los estragos provocados por la agresiva enfermedad. Sujeto a la mano de la madre, con alguna dificultad, pero mucho empeño, logró llegar. Apoyó la frente en el marco buscando otro sostén. A través del vidrio, tibio por la incidencia de los rayos de sol, vio una parte del parque, verde, luminoso y tentador con sus hamacas y el arenero. Todo se había complicado a partir de esa angina purulenta. Los riñones acusaron el golpe al recibir la infección también. Los antibióticos minaron su aparato digestivo y el hígado comenzó a funcionar mal, muy mal. Encabezaba la lista de Emergencia Nacional para el trasplante del INCUCAI, tal era el deterioro de su salud. La ansiada donación del hígado no llegaba. Franco se movilizaba poco, pues si lo hacía por tiempos prolongados, su corazón se aceleraba y sufría también. Esa mañana y otra anterior, había despertado más aliviado y su madre, contenta, aunque sabía que podía ser momentáneo, se ilusionaba y lo alentaba con pequeños detalles. Fue entonces que abrió la ventana. Claro que el niño también se ilusionó y sin comprender cabalmente la gravedad de lo que le sucedía, con tan solo cinco años, planeó su juego para el día siguiente. Mami, mañana quiero bajar al jardín. Voy a invitar a Jeremías y jugaremos en las hamacas dijo. Un mareo le impidió seguir en pie y volvió a la cama con la ayuda de su madre. Y se durmió Franco. Entre columpios que se mecían en las nubes. Descansó. Y cesó la emergencia nacional.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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N

o se la puede quitar de la cabeza. La vio en aquel salón tanguero del barrio de Almagro. Ella, con un vestido negro, el cabello color miel sobre un costado del rostro, escondiendo uno de sus ojazos. Custodiada por un bacán, robusto y engreído que vestía elegante. Parecía vigilarla todo el tiempo, junto a otros tres fulanos que le hacían la guardia. Busca en el ropero el único traje que tiene, la camisa celeste clara, los zapatos negros brillosos. Se pasa un poco de colonia barata por el pelo engominado. Un día de estos, va a comprar una de las que vio en la perfumería del barrio. ¡Se dará el gusto! ¡Qué tanto! Sale, la noche está tibia. Camina hasta la esquina. Al abrir su cartera, el boleto de la última carrera lo mira burlón. Piensa en los pesos que se le piantaron junto con las ilusiones, y lo perejil que es, al creer que algún día ganará su apuesta, tendrá mucha guita y podrá escapar de la mishiadura. Hace señas al primer taxi que ve. ¡Hasta San Telmo maestro! Vamos por la avenida San Juan y me tira por ahí. Tá bien muchacho. El tránsito está un poco pesadito por la noche del viernes vio, la gente sale más. El taxista, busca conversación, pero él está con la mente en otra parte En la cuadra que viene está bien, aquí me quedo Don. Camina nervioso hasta la puerta de la milonga. La música a todo trapo lo pone de buen humor. Algunas parejas ensayan figuras atrevidas lustrando el suelo. La luz tenue y el humo no dejan ver con claridad. Acodado en la barra, enciende un cigarro y hace un paneo por todo el salón, algunas muchachas miran insinuantes, pero él busca a otra. Juan, poneme un trago, bien fuerte. Mirá ¡ahí la tenés a la moza! Le apunta Juan. Toma un sorbo como para darse ánimo. Se da vuelta y ahí está ella ¡Más linda que nunca! Con un vestido color manteca que dibuja su cuerpo, los labios rojos, ese andar sensual y provocador, que lo vuelve loco. La orquesta se descuelga con un tangazo. Un tipo alto y vestido de negro le habla por lo bajo, la toma del brazo y la lleva a la pista. Se queda ensimismado mirando como la pareja baila con requiebros estudiados ¡No aguanta más! Disculpe Don, ¿me permite? Me parece que la señorita quiere cambiar de compañero. Ella, entorna los ojazos y sonríe tímida. 72


Sí ¡Claro amigo! ¡Faltaría más! Toda suya. Sonríe con sorna y se da media vuelta. La abraza con suavidad, ella se aprieta contra su pecho mimosa. La sensualidad se adueña del momento, solo ella, él y “Por una cabeza” La cadencia del tango los envuelve, los atrapa en una telaraña de pasión. Un empujón, la sorpresa, ¡Y un puñetazo tan fuerte! que cae derrumbado. Los golpes vienen de todas partes, no ve nada. “Deben ser unos cuantos”. Solo quiere que paren. Los gritos de la gente y el murmullo, los escucha muy lejos... no sabe qué pasa. Todo se vuelve oscuro. Lo arrastran por el suelo. De pronto, la música comienza a sonar de nuevo. "Por una cabeza, si ella me olvida qué importa perderme, mil veces la vida para qué vivir... " Siente un paño mojado en la frente y alivio. ¡La pucha! ¡Hay que tené mala pata pa elegí las minas che! Abre los ojos y nublado ve a Juan. A duras penas puede sentarse. El traje desgarrado, la camisa celeste clarita salpicada de pequeñas gotitas de sangre, la corbata arrugada. Los bailarines hacen un círculo como si él fuera el payaso del circo y murmuran por lo bajo. Enseguida alguien ordena: Bueno, señores aquí no ha pasao nada. ¡A seguir con la milonga! Que los asuntos de polleras se arreglan afuera. Algunos aplauden, la pista se llena poco a poco ¡Y a lustrar el suelo! El director de la orquesta anuncia un bis del tango más lindo del mundo. La música inunda el salón y se mete hasta en los huesos. Un muchachito le entrega un papel con letra de mujer. Para Gerardo: Boedo 235 segundo piso. Juan, murmura: ¡Vos sos dueño che! Cada uno se muere como quiere.

MIRTA CALABRESE DE LUCA

Argentina - España

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s arduo colaborar a las tres de la mañana con el que te tiene que sacar de abajo del auto cuando todavía no estás muy convencido de lo que pasó, y necesitás una explicación. Se complica cuando el bombero trata de llegar

adonde vos estás y en vez de dejarte ayudar seguís analizando cómo es posible que tan pocas cuadras antes acelerabas tranquilo y encendías la radio en medio de la avenida casi desnuda, perfectamente iluminada, con los árboles obedientes a los costados, mientras el locutor insistía con el descomunal choque en esa misma avenida, a pocos metros de donde vos ibas, aseverando que ya había en el lugar ambulancias y bomberos, que habían parado el tráfico y ya se llenaba de curiosos. Ahora el bombero estira la mano, te ve consciente, piensa que el golpe te ha mareado y que no sabés ni quién sos. Pero insiste en gritarte, sobre todo porque ya ha visto las prolijas gotitas de nafta que caen al asfalto, demasiado cerca del motor caliente. Te ve con los ojos abiertos y cree que estás muerto de miedo, en shock, pero a vos lo que te preocupa es el relato de la radio, que describía, ya con detalles morbosos, el desastre del choque, los cuerpos tirados, los vidrios por todos lados... y vos casi llegando a esa esquina en tu auto no veías nada, se te ofrecía la avenida desierta y casi sin autos estacionados a los costados. Y tanto insistía el de la radio que frenaste, pusiste las balizas, comprobaste que eran las tres de la mañana y bajaste a constatar que en esa intersección no pasaba nada, no habían vidrios, ni autos destrozados, ni ambulancias. Pero ahora te gana la cordura y estirás la mano para que el pobre hombre que se está jugando la vida abajo del auto te pueda sacar, y decidís entonces aclarar los pensamientos más tarde, en tu casa, tranquilo, cuando ya nadie te esté incomodando, cuando llegue tu madre con un café y decida por piedad terminar con el cuestionario interminable y tan maternal sobre cómo fue que pasó, en qué venías pensando, y todas esas cosas que son más interrogatorios al aire de la habitación que otra cosa. Y ya casi tocás la mano sucia del bombero, que se estira con toda sus fuerzas ahora que ve que has reaccionado y decidido colaborar, pero cuando todo parece encaminarse advertís el terror en sus facciones, apenas tiene tiempo el hombre de gritar desesperado en lo que más tarde los diarios describirán como una doble tragedia, algo inexplicable, el auto a toda velocidad en plena avenida chocando contra esos otros dos que los bomberos y las ambulancias trataban de auxiliar... y entonces sí, te tranquilizás porque ahora las cosas cierran con más lógica, y al menos el juego perverso del tiempo y el espacio te da una explicación aproximada de lo que pudo haber pasado, y te invade una gran calma, ya no esperás al sacrificado bombero, ni a nadie en tu ayuda. Apenas si lográs escuchar una cíclica melodía de jazz en la radio, 75


que ya ha desplazado al locutor, por lo que, antes de cerrar los ojos, hasta sonreĂ­s por un instante.

LUIS FONTANA

Argentina

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E

ra de esas noches de invierno cerradas y frías, donde la llovizna era traída por los vientos del sur, los más fríos que había, mientras arremolinaba las hojas desplazadas de los árboles. A esas horas de la noche ya no había gente caminando, y el tráfico era muy escaso. En la oscuridad, un hombre caminaba a paso lento atravesando el parque que se ubicaba en el medio de la ciudad. La lluvia caía con fuerza, pero a él no parecía importarle, tenía la cabeza gacha y las manos se escondían en los bolsillos del sobretodo que traía puesto. Cada tantos pasos subía la mirada para observar el cielo tormentoso iluminarse con algún rayo que se filtraba a través de las grandes copas de los árboles. Cruzó la calle que separaba el parque de la ciudad, escuchó una bocina, pero no le dio importancia. Al llegar a la esquina sacó de su bolsillo interno cuatro sobres que depósito en un buzón colocado allí para dejar cartas. Así como llegó se marchó, mientras sus lágrimas caían por sus mejillas junto a las gotas de lluvia. A la mañana siguiente bajó del segundo piso de su casa para desayunar, ni se percató de la presencia que había en su cocina. No olvides que el desayuno es la comida más importante oyó que le decían mientras buscaba esa voz que lo había asustado. Encontró que en su barra desayunadora estaba sentado un adolescente tomando en su taza un café recién hecho. ¿Quién eres? ¿Cómo entraste? Interrogó al intruso. No hay tiempo para tantas preguntas, apresúrate se limitó a responder. Oye si es una broma de mal gusto, aquí se termina porque llamaré a la policía de inmediato si no te largas. Comprendo, no hay razón para hacer eso, hasta luego saludó mientras se marchaba. Juan se dejó caer en una banqueta mientras veía como sus manos temblaban debido a los nervios. ¿Sigues sin apurarte? Le preguntó un señor que entraba por la puerta. Bien arreglado y con el pelo blanco como la nieve. Está bien, esta broma se termina ahora, llamaré a la Policía, no se quién eres ni qué quieres respondió enojado. No es ninguna broma Juan le sorprendió que supiera su nombre ¿acaso tú anoche no me pediste que te explicara quién soy en tu carta? Juan se quedó en silencio y atónito mientras observaba como el anciano sacaba un papel de su bolsillo. "...tiempo. Qué maldita palabra, te odio tiempo. Te tomas todo a la ligera y nunca miras hacia atrás, nunca te detienes a ver quién se ha quedado atrás. La vida se basa en ti, y 78


no te importa que haya vidas que se quedaron sin tiempo. Nunca perdonaré que le hayas quitado tiempo de vivir a las personas que amaba..." ¿Ahora sí lo recuerdas? Juan estaba en silencio, llorando con la mirada perdida. ¿Qué quieres? No se si esto es un sueño. Sabes quién soy. Tú me pediste explicaciones. Ahora permite que te demuestre que no miento le comentó mientras chasqueaba sus dedos y el día se volvía noche. Debió sostenerse de la mesada para no desmayarse ¿Qué quieres aquí? Ya me quitaste el tiempo que podría compartir con mi familia. Vengo a explicarte. Tú me odias porque las personas que amabas se quedaron sin tiempo, lo entiendo. Partieron demasiado pronto, pero tu tiempo no se acabó, aunque desees eso. Desperdicias mi regalo ahogándote en lágrimas en vano, que no harán que retroceda el tiempo. Entiende que tu vida sigue, y el tiempo siempre avanza hacia delante. Fue un gusto Juan se despidió un anciano que apenas podía caminar. Al irse, Juan se encontró en su cama, el día recién arrancaba, pero tuvo que revisar la fecha. Habían pasado veinticuatro horas desde que el tiempo se había presentado ante él. Días después del extraño encuentro, no podía estar seguro de que realmente había sucedido o solo había sido un sueño. Intentó continuar con su rutina, pero sentía que el tiempo pasaba más rápido que antes. Eligió ir a caminar por la playa, era algo que hacían siempre juntos y lograba calmarlo cuando la angustia lo desbordaba. La tormenta había pasado y era una tarde soleada pero fría. La playa estaba tranquila, algunas personas caminaban por la Costanera pero sobre la arena no había nadie salvo él, quien recorrió todo el ancho de la playa antes de caminar sobre la escollera, encontrando una buena piedra donde sentarse y observar el calmo mar que se mecía al compás del viento suave que soplaba. Se abstrajo tanto que no se percató de que alguien se había sentado en la piedra contigua a la suya. Es muy relajante observar el movimiento del mar comentó una voz femenina. Sí claro, a mi me ayuda mucho le respondió Juan mientras observaba a aquella chica, algo en ella le resultaba familiar. Soy Juan, un gusto dijo luego de unos minutos en silencio. Soy Luz, pero algunos me conocen como amor le respondió mientras sonreía levemente. 79


No, esto no está sucediendo exclamó Juan mientras se levantaba y retrocedía. -Tú pediste por mi, justo aquí respondió mientras desplegaba un papel y se disponía a leerlo. "... amor, tú eres quien logra que la vida sea más bella y tenga un sentido, que es amar. Tú lograste que mi vida se iluminara al darme dos amores que jamás creí encontrar. Pero luego me rompiste mi corazón cuando se fueron, eso te hace culpable y una amenaza. Porque me entregué a ellos y al irse dejaron un vacío que no puedo recomponer. Me quitaste la capacidad de volver a creer en el amor..." Terminó de leer con lágrimas en sus ojos. ¿De verdad crees que es mi culpa? No lo sé, estaba enojado cuando lo escribí, perdí a mis dos amores y no puedo superarlo. Lo entiendo y por eso estoy aquí, vine a decirte que te perdono le susurró mientras se acercaba para tomarle la mano no te culpes a ti, ni me culpes a mi, tú crees que la tristeza que sientes ahora, es por culpa del amor que tuviste y que ahora ya no está, pero si el amor fue verdadero, no tiene un opuesto como es la tristeza. Tal vez sí aparezca por los recuerdos, pero no por los sentimientos que tuviste. Puede que ya no estén físicamente, pero aún viven, aquí llevó su mano y la de él hacia el pecho de Juan. Ambos cerraron los ojos y sintieron como su corazón latía. Aún viven allí, nunca lo olvides susurró. Debió arrodillarse porque sentía que las piernas le flaqueaban, aún continuaba con los ojos cerrados pero las lágrimas fluían como un río por sus mejillas. Al abrirlos se halló solo en las rocas, mientras el mar golpeaba con furia en ese momento. Había estado cara a cara con el verdadero amor. Habían sido días duros, se acercaba esa fecha que tanto dolía. Aislado intentaba pasarlo, queriendo que el tiempo transcurriera así se llevaba ese dolor tan fuerte que sentía. Cuando llegó el día, realizó el recorrido como todos los meses hasta el cementerio, en silencio y cargando la culpa en su espalda. En el lugar, no se encontraban muchas personas, recorrió el sendero hasta el roble donde a sus pies estaban las placas de sus seres queridos. Al llegar se encontró con una anciana que las observaba en silencio. Disculpe ¿busca alguna parcela en especial? Porque aquí se encuentra mi familia explicó con la mayor amabilidad que podía ofrecer en ese momento.

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Lo siento, solamente observaba. Debo decir que su partida fue dura, no quería llevarlas conmigo, pero no podía evitar hacerlo. No... Juan apenas podía emitir palabra no puedes ser tú. La anciana giró y mostró su rostro. Sus arrugas marcaban los años y el camino que llevaba recorrido. Sus ojos eran grises como las nubes que en ese momento cubrían el cielo. Sonreía con cierta calidez mientras extraía un papel que Juan reconoció y lo hizo palidecer. "...muerte. tú eres la peor. Más detestable que el maldito tiempo o el frío amor. Tú nos recuerdas que nada es eterno y que la vida es tan efímera. Tú te llevas a la gente que amamos y en su lugar dejas tristeza y sufrimiento. Ojalá que sufras tanto como nosotros al llevarte a una persona. Yo te odio y ojalá me vengas a buscar pronto para que pueda decírtelo en la cara..." Pues bien, aquí estoy dijo manteniendo su cálida sonrisa. Juan dudó pero dio un paso hacia delante para quedar más cerca de ella y señaló las tumbas con su dedo. Tú me arrebataste a mi mujer y a mi hijo. Fue mi culpa y lo sabes, y ellos pagaron las consecuencias. No pude ver a ese borracho que nos golpeó y cada día lamento no haberme ido con ellos. Y no podré jamás perdonarme, ni a ti. La anciana se acercó y posó su mano sobre la mejilla de Juan, quien la sintió fría y arrugada Querido, yo solo cumplo con la ley de la vida, cada una tiene una marca en su final, yo no decido cuándo es. No es personal, yo solamente vengo a buscarlos cuando es el momento. No me enoja que no me perdones, pero creo que tú debes perdonarte. Lo necesitas antes de que me tengas que acompañar. Dio unos pasos hacia atrás. Juan, sin comprender lo que sucedía. Acompáñame si quieres entender qué sucede. Estaba cara a cara con la muerte, y no iba a retroceder. Nunca entendió cómo habían aparecido en el hospital, en aquella habitación. Reconoció a las personas que estaban allí, el chico, el señor y el anciano y la mujer de la playa. Todos se encontraban esperándolo junto a un paciente que estaba acostado en la cama. Sintió náuseas al reconocerlo, a decir verdad, al reconocerse. Allí estaba, entubado y sedado, conectado a varios aparatos. Te atropellaron cuando ibas a dejar nuestros sobres. La bocina... Todos asintieron en silencio. Estás en un coma inducido ya que tus heridas son de gravedad. ¿O sea que todo lo que estoy viviendo es un sueño?

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Así es, y solamente han pasado seis horas desde tu accidente respondió el chico. Recuerda Juan que el tiempo no transcurre como uno cree agregó el anciano. ¿Y ahora qué sucederá? preguntó abrumado. Te toca a ti decidir. Nuestra tarea ya la hemos realizado le explicó la anciana mientras tomaba sus manos tienes dos caminos, tú eliges. En la puerta de la habitación comenzó a brillar una luz intensa, mientras aparecían dos siluetas que no podía distinguir pero que sí pudo oir. ¿Papá? Juan no lo podía creer, sentía las lágrimas caer a montones, mientras observaba la luz y volvía a mirarse allí recostado en coma. Su decisión estaba tomada, aquella experiencia lo había sobrepasado, tal vez se arrepentiría, pero había comprendido lo que significaba su vida en ese momento. Y mirando a la anciana a sus ojos, decidió. La alarma sonó y la enfermera llegó corriendo, sin percatarse de las presencias que allí se encontraban. Se asomó a la puerta y gritó....

FACUNDO MOREA

Argentina

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ophie salió esa tarde a buscar a su hija, preguntándose, por enésima vez, qué seguía haciendo en ese país ajeno al que no terminaba de acostumbrarse. Había obedecido dócilmente el viejo mandato de seguir al marido adonde este tuviese que ir y ahora se había quedado sola, con sus clases de inglés a niños caprichosos y distraídos, y con un dolor sordo que se le había pegado en las paredes del estómago después de que él se fue con rumbo desconocido y regreso incierto. Gracias a su flema británica, Sophie aceptó su situación de mujer abandonada, pero el desamor anidó en el rictus de su boca y se le fue metiendo con insolencia por el resto del cuerpo, apagándola un poco más cada vez. Estas cavilaciones iban marcándole el paso de la caminata hacia la escuela de su hija. Perdida en sus pensamientos, no reaccionó de inmediato cuando escuchó el silbido que venía de la vereda de enfrente, pero por instinto, enderezó la espalda y siguió caminando con el corazón levemente acelerado. No recordaba siquiera la última oportunidad en que había recibido una demostración de admiración, y ese silbido, por más insignificante que hubiese podido ser, conmovió los cimientos de su invisibilidad. A la tarde siguiente, se descubrió vistiéndose con cierto esmero para su salida e, incluso, pintándose los labios. Al pasar por el mismo sitio que el día anterior, contuvo unos segundos la respiración convenciéndose a sí misma de que todo era una tontería, pero ahí estaba otra vez, preciso y certero como una flecha al blanco, armonioso y quizás algo corto para su gusto, ya que Sophie hubiera deseado que el que silbaba no se detuviese nunca. Y así fueron pasando los días, mientras ella cada vez esperaba, con mayor ansiedad, el momento de pasar por la vereda de enfrente del edificio del cual salía lo que se le antojaba música para sus oídos y para su pequeñísimo y recién recuperado orgullo de mujer. Lo que no podía era animarse a volver la mirada para descubrir a su admirador. Sencillamente no podía... Quizá si él agregase alguna palabra a su silbido... Sophie espantó con la mano esos pensamientos que la inquietaban y siguió adelante, sin olvidarse de erguir la espalda, totalmente decidida a ir a la peluquería a intentar mejorar su imagen, porque la semana siguiente vencería su timidez sí o sí. En la peluquería la recibieron amablemente y le preguntaron por qué había tardado tanto en volver desde la última visita. Ella respondió solo con una media sonrisa, resuelta a no manifestar nada, lo que generó un cuchicheo curioso que la hizo creerse importante, tonta y vanidosa y con muchas ganas de reírse. Sorprendida por este descubrimiento y sintiéndose como una campana en el instante en que alguien la tañe, Sophie se dejó atender. Ya estaba lista. Algo más segura de sí misma y de su aspecto, con el correr de 84


los días, se fue persuadiendo de que la fidelidad de su admirador secreto que ninguna tarde había dejado de manifestarse significaba algo y de que ya era hora de que pudiera mirar en dirección de ese balcón tan distante y cercano a la vez. Esa tarde supo que era “la” tarde. Caminó despacio, saboreando cada paso, anticipándose al momento en que se verían cara a cara... No sabía si alguna vez había temblado como temblaba en ese momento, pero la decisión tomada la empujaba como si tuviera vida propia. Pasó por el edificio, escuchó el silbido y en vez de seguir caminando, se detuvo y miró... La imagen de una jaula enorme con un loro verde adentro le pegó en la cara y en la mitad del pecho como una trompada... Roja de vergüenza, se quedó quieta mirando a su supuesto admirador, sin poder creer lo que sus ojos veían. Y así, temblando, humillada frente a su propio espejismo, de repente una catarata de risas le subió desde la garganta y empezó a reírse de sí misma, de su nuevo cabello corto y rubio, de sus labios pintados, de sus cambios y de sus ilusiones puestas en un balcón con una jaula con un loro silbador. Siguió caminando y, secándose las lágrimas que la risa había sacado de sus ojos, no se olvidó de enderezar la espalda.

DIANA MARINA GAMARNIK

Argentina

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E

l pupilo estaba listo. Lo vio subir la pasarela como un autómata sin levantar sospechas. Le llegó la orden por el celular, solo una palabra y no dio tiempo a nada más. Se subió a la baranda y saltó al vacio. Abajo en la carretera el estruendo de los vehículos chocando al tratar de evitar atropellar al suicida pero de igual modo cayó sobre el parabrisas de uno de ellos y rebotó hacia el otro lado, donde fue arrollado por un camión, que se lo llevó por delante como un niño entusiasta que pateara una lata. Su objetivo no era la muerte de su pupilo sino la foto, justo en el momento en que saltaba extendiendo los brazos como si diera el salto del ángel, tan confiado como un clavadista ante la piscina. En su cámara la imagen que se volvería viral y que sería el inicio de su fama, tanto tiempo anhelada. No le costó mucho localizar al individuo, a solas en un bar rumiando su pena. Sus ojos le contaron de su depresión y de sus ideas suicidas y se dedicó a ganar su confianza y a asegurarle que hiciera de su muerte algo espectacular que nadie pudiera olvidar, en especial a aquella que le había destrozado el corazón. Pero este era solo el comienzo. Pretendía ser famoso detrás de candilejas, la escalada apenas comenzaba y a solas practicaba la sonrisa comprensiva y la mirada de conmiseración que los pobres diablos suicidas parecían rogarle, era tan fácil como cazar polillas atraídas por la luz de los aparatos eléctricos que las electrocutaban. Ellos no querían consuelo, querían la comprensión de quien le otorgara sentido a la muerte que anhelaban, a la liberación, a volar en brazos del Ángel de la Muerte. A la joven la encontró llorando sola en el parque. Una historia común de acoso y maltrato escolar, sumado a la indiferencia en el hogar. Se hizo su amigo y la convenció. Presentaban «Hamlet» en el teatro de la preparatoria en donde estudiaba y la joven estaba lista. Para cuando se abrió el telón, ella estaba arriba con la soga atada al cuello; fue cuestión de enviarle el mensaje y de que ella saltara en medio del escenario. Cuando saltó, el público impresionado guardó silencio por unos minutos, solo el primer grito de la tramoyista reprodujo como un eco el grito del resto de las personas y ahí estaba él, tomando la foto e inmortalizando el momento preciso: Los ojos desorbitados y el pataleo de la joven antes de fallecer. Luego otro más, en esta oportunidad tuvo que provocar un accidente que atrajera las cámaras de la prensa y procurar que su pupilo fuera entrevistado en el puente en donde provocó la colisión. La reportera corrió hacia él por instinto y le indicó al camarógrafo que la siguiera. Enfocaron esa cara aturdida y plana y cuando le preguntaron si había presenciado la causa del accidente, contestó que sí y que otro accidente estaba por suceder. Escuchó el tono del celular indicando que recibía un mensaje, lo leyó y se dejó caer de espaldas por el puente. Cuando emitieron la noticia

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por cadena nacional, se pudo notar como la imagen se bamboleaba por la sorpresa sin dejar de seguir al hombre en su caída al vacío, y por cuestión de diez segundos, la reportera fue incapaz de emitir palabra alguna. Con cada suicidio que propiciaba, recordaba su niñez y la manera en que su padre lo forzaba a saltar de la roca hacia el lago que quedaba en la propiedad del abuelo. Sus hermanos no tenían problemas para saltar y parecían divertirse, haciendo piruetas en el aire y salpicándose de agua mutuamente cuando se zambullían. Solo él era incapaz de saltar, se congelaba observando la distancia que había hasta el agua, esa manera en que destellaba como si estuviera llena de diamantes, con la promesa del golpe mortal en la caída o el ahogo. Solo estaba ahí paralizado, con el grito de su padre en el oído: «Salta», «Vamos salta maricón» hasta que se iba, dándolo por causa perdida y él se quedaba ahí, contemplando el agua que nutría con sus lágrimas amargas. Preparó el acto final de su obra. Un total de diez personas ubicadas en diferentes puentes, pasarelas y edificios, todos listos y con el celular en las manos para saltar no bien leyeran el mensaje, la orden que les grabó a fuego en la mente. Solo «Salta». Había dado aviso a la prensa local para que estuvieran atentos sin dar mayores detalles que pudieran frenar el proceso, solo a uno de ellos podría fotografiar, pero se daría el gusto de ver a los restantes nueve por televisión, todos al unísono, sumisos a su orden y a su fuerza de voluntad. Inexorable y todopoderoso como el Creador; pero justo en el momento en que se ubicaba en el puente en donde tomaría la foto definitiva, la más gloriosa de todas, lo vio. Su padre, como lo recordaba de niño, traslúcido, enojado y violento. Lo vio mover los labios y gesticular las dos sílabas que lo marcaron por toda su vida, y aunque no las oyó con los oídos, no pudo resistirse al viejo mandato para cumplirlo al fin. Lo único que atinó a hacer antes de saltar, fue colocar su cámara encima de la baranda y programarla para que tomara las fotos de forma automática, en secuencia de repetición.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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N

o aguardé a una invocación formal. Esos melindres los dejé de lado cuatro siglos atrás... Bastó un análisis global de valores, la estimación —a ojo de buen cubero— en base a cocientes de integridad, justipreciación de nociones de deber antepuesto a gratificaciones, etcétera. En fin, lo de costumbre... desde que en todo ha terminado por imponerse el dichoso método científico. —¡Aquí estoy, Zoltan! —anuncié. Es posible que me haya excedido un poquitín en cuanto al ángulo dramático; pero juzgué que Zoltan Melatián era lo suficientemente vulgar como para impresionarse con la nube de humo verdusco y el olor azufroso... Mi sombra se proyectaba, gigantesca, sobre las paredes, empequeñeciendo al hombrecito semicalvo y paliducho, que casi se echó de hinojos cuando me vio. —¡Santo D...! —Por favor —le atajé—, ¡cuidado con lo que dices! ¡No te imaginas qué efecto me causa por regla general ese (¡ugh!) nombre que estuviste a punto de...! Siempre resulta: esta confesión de la propia debilidad rompe el hielo y abona el terreno para un diálogo más fluido. Al verlo reponerse, me preparé para la segunda fase. —¿Eres... de verdad? —musitó Zoltan—. ¿O el pato trufado de la cena...? Solté una breve carcajada. —Te aseguro que tu digestión se está operando en forma irreprochable —le dije—. ¡Y me consta que no eres bebedor! Así que... ¡la deducción resulta obvia! Aún estaba pálido, pero ya aparentaba sentirse algo más dueño de sí. Retrocedió hasta hundirse en un sillón, sin dejar de mirarme con ojos desorbitados, y asintió repetidas veces con la cabeza. —Eres... real, entonces —murmuró—. ¿Pero por qué...? Anduve unos pasos por la habitación —una salita decorada a base de muebles baratos y escaso buen gusto— y giré de súbito, para enfrentarlo, entre un ampuloso vuelo de mi capa escarlata. —¿Que por qué vine, Zoltan? ¡Vaya una pregunta! ¿No quisiste tú que yo viniese, acaso? ¿No deseas algo de mí? El delgado cuello de él se retorcía, a causa de sus esfuerzos por seguirme con la vista. Algunas gotas redondas brillaron en su frente. Sumido en la blandura de su butaca, solo atinó a farfullar: —Yo no deseo nada... ¡Te has equivocado! Me sonreí interiormente. Elevé mis hirsutas cejas y fruncí los labios por debajo del fino bigote puntiagudo, en tanto paseaba la vista en torno. —Vives bastante bien —reconocí—. Es posible que nada te haga falta, ni... 90


¡Pero qué veo! ¡Bonito aparato de televisión ese que tienes ahí, Zoltan! —y señalé uno ubicado frente al sillón donde él se acurrucaba—. ¿Puedo...? —insinué. Sin darle tiempo a oponerse, con solo un floreo de mi diestra, puse a andar el receptor, por supuesto que sin pararme en minucias tales como interruptores o enchufes. Como luces maravillosas —condescendí a pensar—. Igual que amalgamas excelsas de curvas y ritmo, de seda y de jazmín... No eran obra mía, lo confieso, aunque el efecto que provocaban en Zoltan sí lo era, en gran parte... Se hacían llamar “Las Sílfides de Joe”, y habría resultado afán imposible el pretender determinar cuál sobrepujaba a cuál en encanto y seducción femenil. ¡Casi llegué a compadecer al pobre individuo! —¡Vaya un quinteto de preciosidades! ¿Eh, Zoltan? El aire, bombeado con violencia por sus magros si que agitados pulmones, literalmente rugía al brotarle por las narices. Se transfiguraba, el hombre... La imagen, claro, era tan multicolor y realista como únicamente mi intervención podía obtenerla. —Sería magnífico contemplar a estas... sílfides en vivo, ¿no lo crees, Zoltan? — mi sugestión reptó como áspid susurrante hacia sus ávidos oídos. Y en un santiamén, a mi influjo, el hechicero grupo se emancipó de la prisión de los rayos catódicos y brincó para posarse en el piso de la sala..., con la misma levedad de copos de algodón imbuidos de mágica animación. Zoltan se echó para atrás, los ojos convertidos en dos protuberancias gelatinosas de terror. —¿Qué día... —¡Zoltan...! —lo amonesté, meneando el índice. Las gráciles figuras crecieron, hincháronse sus formas espléndidas, las torneadas piernas se alargaron como deleitables telescopios, y suculentas redondeces a tamaño natural serpentearon al compás de un ritmo caribeño. El hombrecillo era una estatua iconófaga: se le saltaban las pupilas angurrientas, pero su respiración parecía haberse detenido, aunque la nuez, desbocada, casi le rasgaba la piel de la garganta. Sería solo cuestión de minutos, pensé, y Zoltan ya no controlaría las manos... En el instante en que las alargó (trémulas y sudorosas), las cinco bellezas se disolvieron con un ¡blip! instantáneo. La pantalla del televisor retomó a su gris pasividad. —Lo siento mucho, Zoltan —me excusé—. ¡Fue apenas un truquito!.. ¡Ohh! —añadí, afectando sorpresa—. ¡Deduzco de tu expresión que no estás nada contento! Bueno, bueno... ¿Qué sería menester, pues, para complacerte? ¡Porque tenía entendido que nada necesitabas!

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Estaba maduro; bien lo sabía yo. Aguardé un poco más y: —¡Ayú-da-me! —barbotó él. —¡De manera, Zoltan, que sí necesitas algo, después de todo! Los tipos como Melatián no hablan gran cosa. De ordinario, suelen limitarse a un vocabulario apenas rudimentariamente utilitario: saludos, nombres de comidas y calles, frases hechas... Pero cuando sufren un sacudón al estilo del que yo acababa de propinarle a Zoltan, al sentirse en el filo de una experiencia jamás soñada, algún resorte oculto se libera en ellos, y se toman elocuentes..., casi rebuscadamente líricos. —¡Que si necesito algo!... —Zoltan se abalanzó sobre mí, uniendo ambas manos ante mis ojos, con dedos febrilmente entrelazados—. ¡Ay, es mucho más que eso! Es... sed inextinguible, hambre voraz, es... un deseo punzante y enloquecedor, como un prurito del corazón... ¡No me explico cómo he podido resistirlo tanto sin volverme loco, al cabo de todos estos meses! ¡No puedo seguir así! Vaya, si daría incluso... —¿...tu alma? —lancé, con la misma flameante rapidez con que la salamandra proyecta su elástica lengua. —¡Sí! ¡Hasta eso lo daría con gusto..., por conseguir lo que anhelo! Tú... ¿ppuedes proporcionármelo? Levanté la mano. Interiormente, reía a más y mejor. —¡No nos precipitemos! —dije—. Veo que conoces mi precio, y eso me agrada... Nunca lo cambié, en todos estos siglos. ¡Pero has de ser más preciso en tu petición! Imagino que se relaciona con “Las Sílfides” tu deseo... ¡Ah, tengo razón! Veamos... ¿Es que por ventura te has prendado de alguna de ellas? ¿Cuáles han sido los encantos que han mellado tu núbil corazón? ¿El oro del cabello de Rita? ¿La cereza madura que Gloria tiene por boca? ¿Ese par de...? Su excitación lo llevó a aferrarme por la capa; incluso cometió la indignidad de sacudirme. Pero hasta eso consentí, en aras del buen fin (desde mi punto de vista, por supuesto) a que todo habría de conducir irremisiblemente. —¡Ese caudal áureo que enmarca el rostro de Rita —clamó Zoltan—, tiene que ser mío! ¡La boca jugosa y fresca de Gloria ha de pertenecerme también! ¡Y no pegaré un ojo hasta tanto no posea las tersas manos de Marly, y las piernas interminables de Ginny, y los ojos de Lilia, más verdes y hondos que el océano! ¡Todo eso me es harto más precioso que el mismo oxígeno vital..., más codiciable que todos los tesoros de esta Tierra..., infinitamente más necesario que mi misma bienaventuranza! ¡Llévate mi alma, sí, a la hora de mi muerte, una y mil veces! ¡Pero dame ahora mismo lo que acabo de pedir, Satanás! ¡Si es verdad que lo puedes, dámelooo! —y finalizó en un alarido. —Una gota de sangre de tus venas —indiqué, ritualmente—, y el pacto quedará

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sellado por toda la Eternidad... ¡Tu sangre, Zoltan! Loco de codicia, se abrió él mismo una vena, a fuerza de mordiscos. El líquido rojo y caliente goteó con suavidad sobre el trozo de pergamino que jamás omito llevar conmigo. —¡Ahora cumple tu parte! —demandó—. ¡Ya, ya mismo! —Si es tu deseo, ¡sea! Y moví ambas manos a un tiempo (las ganchudas uñas negras dibujando arabescos en el ámbito enrarecido, la capa formando pliegues de pesadas ondas carmesíes alrededor de mis velludos antebrazos); y del fondo de mi garganta partieron antiguas y espantosas frases. Se agrietó el Universo, un sector del Caos se entrelazó a la urdimbre de la vida..., y ello ocurrió. —¡EEE-AARRGGGHHHHHH! El grito resultó escalofriante, y aún más por el matiz de lastimado estupor que se agitaba en sus profundidades. No me preocupó: en ningún momento había afirmado yo que el procedimiento sería indoloro, ¿verdad? Por entre los poros del cráneo de Zoltan Melatián, hebras doradas y ardientes se abrieron paso, como finísimas lombrices de esplendoroso fulgor. Retorcidos hilos escarlata brotaban en cada punto de irrupción, al violarse penosamente la integridad de carne y piel. —Ya son tuyos los cabellos de Rita —constaté. —¡UGGHHH-AYYYRRRRRGGGHHHHH! Sus labios estallaron en una erupción rojinegra, las abultadas curvas de la boca se contorsionaron en espasmos de sufrimiento, hasta formar un adorable arco de Cupido..., rezumante de sangre cálida. —La boca de Gloria. —¡GNNN-NNAUUUGGGHHHRRRR! ¡AAUUHHH-HYYGHHHAAYYY! —Las manos de Marly —proseguí—. Las piernas de Ginny. Avanzó en mi dirección, grotesco, indescriptible, chorreando sangre a borbotones y dando trancos sobre tacones aguja de quince centímetros. No veía: las delicadas manecitas de Marly ascendieron hasta estrujar su martirizada cabeza. —¡NO-NO-NOOAAAARRRRGGHHHHHAUUUNNNGGHHH¡ Realmente, aquello tenía que ser insufrible; pero no había forma de evitárselo si en verdad se trataba de complacer al individuo en todo... Un par de glóbulos gelatinosos voló por los aires, para golpear luego contra el piso, con sordo rumor. En las órbitas de Zoltan, entre torrentes granate y bermellón, dos esmeraldas vivas ocuparon su sitio. —Con los ojos de Lilia —declaré—, he completado mí parte del convenio.

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Gimiendo y sollozando, sin oírme, dio ciegas vueltas sobre sí; luego se movió, dando tumbos, a través del cuarto. Comprendí que el último acto estaba próximo. —¡¿QUÉ HAS HECHO DE MÍ, MALDITO?! —profirió. —Satisfice los deseos que me formulaste —repuse—. No me responsabilices ahora por las consecuencias. Y fue entonces que se materializaron: cinco espectros mutilados..., de voces absurdamente melodiosas. —¡Devuélveme mis manos, Zoltan! —¡Me robaste la boca!... —¡Quiero mis piernas, Zoltan! —¡Mis cabellos de oro! —¡Los dos ojos que me quitaste! —¡¡NOOOO!! Pero los entes vengadores cayeron sobre él, inexorables. En contados instantes quedó hecho trizas sobre un charco espeso y rojo..., no sin que un débil vestigio de vida palpitase en sus restos, obstinado, amorfo... —Ahora, Zoltan —reclamé—, ¡entrégame tu alma!

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos Federici

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E

l atasco se alargaba cada vez más y la niña se impacientaba mirando su reflejo por el espejo retrovisor del coche que conducía su padre. El sonido de los coches en marcha y de los claxon se oía por toda la autopista, haciendo que la niña se sobresaltara de vez en cuando. —Papá ¿falta mucho? —Falta bastante, Susana —dijo su papá con las manos sobre el volante—. ¿Estás cansada? —Un poco. ¿Puedes poner música, papá? —Sí, claro. Pero tendrá que ser de la mía... —Bueno, me gusta tu música. El padre encendió el MP3 del coche y enseguida comenzó a sonar una balada heavy, dejando más tranquila a la niña de diez años. El hombre que conducía el coche de detrás comenzó a asomarse por la ventanilla para gritar e insultar a los demás y su voz aumentaba cada vez más, llegando a estar por encima de la música del coche de los padres de Susana. —¡Cállate, energúmeno! —le gritó una mujer de otro coche. —¡Que te folle un pez, idiota! —le contestó el hombre, que parecía fuera de sí. —Papá —preguntó Susana—. ¿Esa mujer va a tener sirenitas? —¿Qué? —preguntó su padre sin comprenderla. —Sí, Susana —dijo su otro padre sonriendo—. Tendrán sirenitas. —¿Y yo podré tener hijos con un elfo? —Eso depende de ti. Cuando seas mayor, ya decidirás con quién formar una familia. Pasaron los minutos y, después de que sonaran tres canciones más, la niña pidió que pararan la música. —Voy a dormir un poco —dijo Susana—. ¡Estos coches van más lentos que el caballo de Sauron! Andreu rió al escuchar decir aquella frase, mítica en su familia, en la boca de su hija adoptiva. —¿Qué día hemos quedado para ir a casa de Houria? —preguntó de pronto su marido. —Me dijo que le llamara cuando acabáramos nuestro recorrido por Francia. Tiene que decirnos qué autopista hay que coger hasta Bélgica para ir más rápido. —¡Hace dieciocho años que no os veis! —dijo Adrián—. Seguro que será un momento muy especial para vosotros. —Espero que sí. Y espero que no haya cambiado demasiado. —Si seguís siendo amigos a pesar de tantos años sin veros, es porque aún hay

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una gran fuerza de la amistad que os une. —Mira, Susana se ha quedado dormida. —La pobrecina se cansa mucho con los viajes. —La próxima vez que vengamos, será mejor que lo hagamos con el resto de la familia —dijo Andreu—. Y lo haremos en tren, que será más cómodo y menos cansado. —Me parece bien. —Aún recuerdo el día en que nos conocimos. Éramos unos chavales de catorce años, los dos demasiado bajitos y menuditos para nuestra edad. Y fue esa diferencia la que nos unió y la que nos ayudó a vencer a los que nos insultaban. —¿Solo eso? —Bueno... También tuvo algo que ver la intervención de cierto profesor de historia de aquel instituto... —Uuuuy, ¡no sabía que eras un pelota, noiet! Y Andreu rió con muchas ganas evitando besar a su marido para no distraerle del volante. Era difícil hacer reír a Andreu, porque tras una vida entera con depresión ya superada, aún quedaban heridas supurantes. Pero Adrián era el amor de su vida, además de su antiguo profesor de historia que tanto les había ayudado a su amiga Houria y a él. Aquellas eran sus primeras vacaciones después de su boda y esperaban disfrutar mucho. Y más ahora que su hija adoptiva había aprendido a dibujar y pintar tan bien que los dos padres se planteaban apuntarla a algún concurso de arte para niños y jóvenes. En Francia y Bélgica ella podría dibujar todos los edificios y lugares históricos que quisiera, y Andreu se reencontraría con su amiga de la juventud con la que se escribía emails casi a diario después de tantos años separados. Pero la verdadera razón de ese viaje era Adrián. Sus dos seres más queridos habían querido acompañarlo para que el hombre de ojos castaños visitara la tumba de su padre. Hacía apenas dos semanas, el 23 de abril de 2014, había recibido una carta certificada desde Valenciennes, donde le descubrían que el cuerpo de su padre había sido encontrado en una fosa común de un campo de trabajo nazi. Después de toda la vida llorando a su progenitor sin un sitio al que llevar flores, con ese dolor que solo se apaciguaba ayudando a sanar las pesadillas de sus alumnos, Adrián iba a poder curar aquella herida sin cerrar.

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DIANA RUBIO SÁEZ

España

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J

untó ropa de las dos en un bolso. Agregó los documentos, la mamadera y el paquete de pañales en uso. Se puso una campera de frisa gruesa y un gorro de lana. Envolvió a su hija en la frazada de la improvisada cuna y salió. Torció a la derecha dos cuadras y recorrió el camino que le faltaba hasta la avenida. Era media mañana y el asentamiento estaba vivo. Todavía escuchaba el llanto de su vecina por la muerte precoz de su hijo adolescente. Todavía escuchaba el pedido de denuncia de otras madres. Todavía recordaba la obligación a los golpes de tomarse dos cápsulas para tener una “noche fiestera”, mientras su hija lloraba en la habitación contigua. Los transeúntes iban y venían, pero nadie se fijó en ella. Caminó cinco cuadras hasta otra avenida y esperó el ómnibus que la llevaría al centro de la Ciudad. Tenía una dirección, una conversación telefónica y la promesa de algo nuevo. Cuando llegó al edificio, se dirigió a las oficinas de la Defensoría de la Mujer. En el ascensor, reconoció, a pesar de su uniforme policial, al personaje que visitaba su vivienda y se entendía con su pareja. Apartó la vista y se inclinó sobre su beba. Alcanzó a leer la identificación en el uniforme. Entró con miedo a una sala pequeña. Cortó un número y se sentó en una de las diez sillas. Solo dos estaban ocupadas por mujeres que, como ella, tenían dramas de vida o muerte. Su niña dormía, ajena a todo. Cuando la llamaron, se sacudió el cabello teñido de rubio, estiró la campera y con su hija en brazos se dirigió al largo escritorio, detrás del cuál había tres mujeres, también con uniforme. En ese momento por una puerta lateral, entró un agente. Se quedó allí, en posición de firme. Tenía la gorra calzada, de manera que le tapaba los ojos, pero ella lo reconoció como el hombre del ascensor. Tembló con causa. Estiró su gorro de lana en un afán por esconderse y giró su cuerpo. El agente la podría reconocer por su voz, por su historia. Cuando le preguntaron el nombre, escribió el suyo en un papel. Pidió pasar al baño y que alguna de las tres la acompañara. Es para ayudarme con la beba. —dijo en un susurro. Le contó a la uniformada que no se fiaba del hombre de guardia. Vivo con él, puede escuchar todo lo que nos cuentes. —le contestó de mal modo. Sostené a mi beba, —dijo entonces y entró al sanitario. Buscó la birome en el bolso, arrancó una hoja de la libreta robada a su pareja y escribió: “Tengo miedo. Solo voy a hablar con la jefa”. Las dos agentes de la mesa se miraron. Una se levantó y la acompañó a otra oficina. La información pasará dónde corresponda —Le dijo—. No tenga miedo, estamos para protegerla. 100


Entonces, Natalia contó sus vivencias y entregó la libreta con direcciones de proveedores y vendedores. No puedo volver, tienen que darme alojamiento por un tiempo. Alojamiento y una nueva identidad para vos y tu beba, —le aseguró la mujer—. Acá tenes la dirección para quedarte hasta que salgan los papeles. Natalia tomó a su hija y salió del edificio. En la oficina, una de las integrantes le preguntó a la de más rango: ¿Un caso difícil? ¿Peligran nuestros ingresos? Nada que no pueda manejar, —le contestó—. Voy a destruir la libreta. La denuncia por desaparición de la mujer no es asunto nuestro. La derivé bajo la carátula de Situación de calle. Después de un mes, salió el traslado de Natalia a Tucumán. Su nuevo nombre sería Silvina. Trabajaría en una Cooperativa de recolección y puesta en valor de limones, en Tafí Viejo. Las plantaciones se recortaban contra las sierras del Aconquija, cubiertas de selva de altura. Las podía ver desde la ventana de la habitación que le habían asignado, una de las veinte, del complejo de vivienda permanente. Los galpones para los trabajadores golondrina eran mucho más amplios. Se desarmaban y se los acondicionaba para la temporada. Todo el predio estaba a quince kilómetros de San Miguel de Tucumán. Contaba con agua corriente y electricidad. Enfrente se construyó una escuela, con instalaciones que abarcaban guardería y jardín de infantes. Después del horario de trabajo, algunos adultos concurrían a clases, Silvina entre ellos. Conoció a Carlos, un día de octubre, dos años después, en la Fiesta anual del cierre de la recolección. Bailaron, se gustaron, conversaron y quedaron en encontrarse en la ciudad, en la Confitería La Continental, el martes siguiente. El transporte que llevó al contingente desde la Cooperativa a la Fiesta los regresó pasada la medianoche. Silvina estaba cansada, pero feliz. Carlos no le había sacado los ojos de encima. La besó en el cuello dos veces, muy sutil, como sin querer, mientras sonaba la música de Los Nocheros. La arrastró en milongas y chamames importados de provincias vecinas. Le dijo que era abogado y le repitió que le gustaba mucho. Todo parecía un cuento y ¿si así lo fuera? Se encendió una luz de alarma. Se sabía bonita, su cuerpo había vuelto a las formas seductoras. A su ex lo excitaba y pedía perdón por los hematomas que lo cubrían, después de una noche violenta. ¿Por qué Carlos le preguntó si alguna vez había sido rubia? ¿Por qué corrió la tela del vestido, para encontrar el lunar sobre el pecho izquierdo? ¿Por qué le preguntó 101


si tenía hijos? El dinero había comprado su expediente. A la mañana siguiente, le dijo al Capataz, que conocía su historia: Señor Lautaro, ya no estoy segura aquí. Necesito un traslado. Mi hija sigue mereciendo otra vida. Con su experiencia en cítricos, la trasladaron a Concordia. Comenzaría de nuevo. Sería más cuidadosa. En una oficina de San Miguel, Carlos hablaba por teléfono. Señor Ramiro, el trabajo está hecho. El martes en La Continental, a las seis de la tarde. Espero mis honorarios antes de ese día.

YOLANDA SA Argentina Facebook: Yolanda SA Blog: yolanda-sa.blogspot.com.ar

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“¿C

ómo dices?, ¿Que el francotirador es una chica?”Enoch se quedó sorprendido y pensativo a la vez, nunca había visto mujeres en la milicia urbana pues todos eran hombres jóvenes a los cuales era muy fácil incrementarles la testosterona con un derivado de la droga Locnoter, volviéndolos unas máquinas de guerra casi perfecta: puro músculo y poco pensamiento, dóciles para cumplir órdenes pero mortales. “¡Señor!, ¿Qué haremos con ella?¿La fusilamos en este momento?”—Enoch volvió a reaccionar y les contestó que no hicieran nada, él llamaría al comandante Kreuz para tomar una decisión. “Kreuz, tienes que venir... hemos encontrado una mujer como francotirador en la milicia... tienes que ver esto”Kreuz sintió una curiosidad tremenda, así que preparó el aerodeslizador para ir al sector donde habían descubierto a la chica. Jeyla, la otra comandante, le dijo que también quería ir a ver eso, así que se fueron juntos. Cuando ambos llegaron, vieron a una chica que no pasaría de los veinte años, de cara inmensamente bella, unos ojos negros grandes, un cabello negro lacio y largo y sus formas, casi perfectas, se notaban en su ajustado traje de francotirador, el cual era del mismo color que las ruinas de los edificios del sector, gris. Su actitud hacia todos era desafiante, aunque estuviera fuertemente amarrada. Parecía disfrutar el dolor de las amarras. “¿Quién me da el parte de acciones?” preguntó Kreuz y uno de los sargentos respondió: “A las 5:50 am llegamos a este sector, la idea era tomar las ruinas y emplazar aquí un puesto de avanzada. No encontramos mucha oposición, había unos treinta milicianos y a todos los pasamos por cuchillo. Todo nos tomó exactamente unos treinta minutos. Luego comenzamos a emplazar las posiciones como teníamos ordenado lo cual nos llevó hasta las 6:50 am. Como a eso de las 9 am un par de legionarios fueron atravesados por una ráfaga de láser. Disparamos al lugar de donde venían esas ráfagas e incluso usamos un cohete de plutonio empobrecido para destruir totalmente el lugar. Luego, mandé a un par de legionarios a inspeccionar y no encontraron nada, así que supusimos que el francotirador había sido evaporado. A las 10:40 am mandamos a un legionario a establecer un enlace con una de las posiciones y de repente otra ráfaga lo partió en dos y procedimos a realizar el mismo tipo de ataque. Ya para ese momento pensé que no estábamos frente a un grupo de milicianos porque ellos atacan frontalmente, entendí que estábamos frente a otro tipo de soldado. A las 12 mandé a que todos comieran el rancho, cuando en eso explotó cerca de mí un dispositivo que mató a tres legionarios más. Esta vez no reaccioné mandando a disparar, sino que ordené prender el rastreador de ondas porque imaginé que todo 104


este ataque era teledirigido, como así descubrimos después. El rastreador detectó el origen en este edificio, así que deduje que desde aquí alguien tenía un control remoto o había programado los ataques para realizarse a determinadas horas. Mandé a rodear el edificio mientras otro grupo dispararía para distraer. En la acción cayeron dos más, hasta que por fin encontramos a esta mujer con esta computadora” —y le enseñó a Kreuz el dispositivo que era muy parecido a las tablets usadas en el siglo 21— “eso es todo lo que tengo que informar comandante”. El comandante, junto con Enoch y Jeyla, se dirigieron hacia la chica. Al verla de cerca, Kreuz se quedó afectado, pues así recordaba a sus alumnas en la época en que había sido profesor, las cuales siempre despertaban ese sentimiento de paternidad en él, pero volvió a la cuenta de que esta era la guerra y que esa chica era del bando enemigo. “Bueno hija ¿Qué vas a decir?” —fue la pregunta que hacía Jeyla a la francotiradora. “Estoy cansada, muy cansada” —era lo que les dijo la chica. “Bueno entonces hagamos esto rápido; dinos todo ¿Qué hace una mujer en la milicia? ¿O ya se les están acabando los hombres?” —fueron las preguntas que Enoch deseaba saber. “Ustedes están muy lejos de la realidad, cada día verás más mujeres en la milicia y solo porque somos estúpidas. Mira yo no voy a esconder información, porque a nosotras nos han introducido un virus que se acciona cuando somos capturadas. El virus en estos momentos está actuando sobre mi sangre y lo que hará es destruir todos mis glóbulos rojos y por ende en una hora ya no tendré oxígeno en ningún órgano y moriré, por eso ya estoy cansada. Ese es el destino de todas en esta guerra”. Kreuz se acercó más hacia ella “Nos comentaste que viniste aquí por estúpida, explícanos eso”—la chica los miró a todos fijamente y comenzó su relato: “Lo conocí a los dieciocho años, él se veía alto, guapo y con un cuerpo bien formado. Era el primer miliciano en la cuadra y cuando hacíamos las fiestas en el barrio, él imponía respeto y admiración, así que desde ese momento me gustó mucho. Pasó poco tiempo para que él también se fijara en mí y comenzáramos a estar. Yo era la envidia de mis amigas. Cuando él fue llamado al servicio activo urbano y lo veía regresar después de un día de represión a manifestantes, así todo fuerte, oliendo a violencia y testosterona no podía más que desearlo con mayor intensidad y tenerlo para mí; a la par que me iba interesando más en lo que hacía. Luego decidimos vivir juntos y fueron los días más felices de mi vida, hasta que un día él vino a decirme que se iba al frente a pelear contra ustedes y esa idea me destruyó por completo. ¡Qué haría sin él!”—ella se

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interrumpió al toser fuertemente y botar sangre, el virus ya estaba haciendo efecto— “Bueno así que tenía que hacer algo, sabía que no podía detenerlo en su deber y le pregunté si podía hacer algo para entrar en la milicia. Él prácticamente se rió en mi cara, me sentí tan estúpida, pero igual le insistí y me dijo que no había nada que hacer, que me quedara en casa esperando. Yo era buena para ser bonita, callar y hacer la cena, fue su sentencia. Él partió a los dos días y no soporté esa soledad en la casa, así que decidí entrar como fuera a la milicia. Grande fue mi sorpresa cuando vi que, así como yo, muchas de las novias, convivientes y esposas de los milicianos querían también entrar. Una de ellas me dijo que el gobierno insular había abierto la posibilidad de entrada a las mujeres, pero que su misión sería secreta, así que las que fueran aceptadas, no podíamos decir nada. Pasé todos los exámenes de admisión y entré a la sección 303 Ishtar, la sección de francotiradoras de la milicia urbana. Del entrenamiento no puedo decir nada, creo que es lo normal para luchar, pero lo que hasta el día de hoy no he podido superar fue nuestra ceremonia de iniciación. Esta se realizó una noche de luna llena en el coliseo principal de la academia, estábamos todas vestidas con nuestros trajes de francotiradoras. Nosotras éramos unas cincuenta y estábamos rodeadas de cien de los que suponíamos eran nuestros compañeros de armas e iguales. Se vivía un ambiente de gran emoción, sentíamos que éramos parte de algo grande, como nos decía el director de la academia, un solo espíritu y un solo cuerpo, mientras tanto nos fueron pasando a cada una un pequeño tubo con el Locnoter líquido, el cual debíamos beber como parte de la ceremonia. A los quince minutos sentí como todos mis músculos se iban relajando y entraba en una especie de éxtasis, pensé que era la única pero las caras de mis compañeras delataban lo mismo, y todo bien si no hubiera visto como cada uno de los milicianos se bajaban los pantalones y se acercaban a cada una de nosotras, y sin que pudiéramos poner mucha resistencia, cada una de mis compañeras eran violadas entre gritos de dolor y desesperación. A mí el dolor me desmayó. Cuando desperté, junto con un grupo de francotiradoras, estábamos en una nave Trooner rumbo a una de las bases, me dolía el cuerpo y sentí como la entrepierna me quemaba y hasta me sangraba un poco” —otra vez se detuvo para toser más fuerte y expulsar más sangre, definitivamente le quedarían unos diez minutos más de vida. “La vida en la tropa, después de lo que me pasó, era una burda rutina, si abusaban de mi o me felicitaban era lo mismo. Fue en esos tiempos que comencé a tomar pastillas de todo tipo para olvidar, pero todo cambió cuando volví a ver a mi chico. Me abalancé a sus brazos pero él no reaccionaba, le conté por todo lo que había pasado y ¿saben lo que me dijo al final?. “Te lo mereces”. Me quedé en frío y para

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rematar me dijo que esto que me pasaba, le estaba pasando a muchas mujeres y que era un plan del gobierno insular para que toda lo sociedad entrara en guerra contra ustedes; hombres y mujeres jóvenes defendiendo al gobierno”. Kreuz, Jeyla y Enoch se miraron y se dieron cuenta que ella era una víctima de las circunstancias. Kreuz dio la vuelta para mirar una de las paredes del derruido edificio, miraba los huecos de las metrallas y ráfagas. “Y se suponía que ella debía vivir como una muchachita de su edad, debía ir a fiestas, tener sus primeras borracheras, tener un enamorado que la sacara a pasear, tener preocupaciones tontas como qué ropa ponerse el fin de semana… pero todo eso se le acabó a ella y a su generación”. “Kreuz, la chica está convulsionando” —Enoch lo sacó de sus cavilaciones mientras la chica comenzó a botar sangre por la boca y la nariz, de hecho, le quedarían menos de dos minutos de vida. “Niña, ¿cómo te llamas?”—pero ella ya no pudo responder y su última expresión fue una sonrisa de placer y libertad. “Crémenla” —fue la orden de Kreuz— “Y a partir de ahora no tomen prisioneros”.

LUIS ALONSO CRUZ ÁLVAREZ

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/luisalonso.cruzalvarez Blog: Fundador de Supernovas http://luiscruzalvarez.blogspot.pe/

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a noche es fría y esa calle barranquina es de libre tránsito para las personas. Es una calle colindante con el histórico distrito de los pescadores. No hay mucha bulla por el sector, siempre hay el grato ambiente y el aroma de las hamburguesas de la esquina. Míticas hamburguesas donde se consume bien y barato. Ese aroma hipnotizador para los transeúntes que esperan sus caballos de motor de segunda mano, movilidades inertes que les sirve para llegar a sus pequeños reductos. En esa calle siempre hay buenas personas, pero, lastimosamente, es el paseo donde siempre circulaba un grupo de jóvenes que fue bautizado como “El club de los idiotas”. Promediaban los veinte años y todos compartían algo en común: la estupidez encarnada. No, no es que uno odie a las personas o uno tenga prejuicios, pero siempre coincidían en cosas inverosímiles. Podían repasar los años lectivos y no quejarse o podían deambular jodiendo a las personas, pero sin darse cuenta de la existencia de los carros. Pero lo más curioso era la cara que se manejaban. Podemos dedicar un párrafo a ello. Era inevitable apreciar la bajeza de sus miradas. Ojos hinchados por su obsesión con las redes sociales. Imagen donde se aprecia el aburrimiento y el desapego por la madurez. Poseían la vista cansada, con cuervos en lugar de pupilas. Sus rostros tenían las marcas del tiempo, de las drogas, de la estupidez encima. Marcas y orificios por su obsesión por reventarse los granos y comerse las grasas extraídas, por eso sus cuerpos con formas de ojivas nucleares: redondas, duras, inertes. Dientes amarillos y labios hinchados como si hubieran comido abejas y avispas. Unas manos anchas como manos de gorila y piernas gruesas como troncos secos. Eran personas atroces, con un corazón duro como la roca y un cerebro reducido por la contaminación ambiental complementado por una pésima alimentación. Poseían el alma negra como el carbón, pero sin utilidad. El club de los idiotas siempre se caracterizaba por andar juntos, como una manada de perros hambrientos desesperados por encontrar el chisme a flor de piel. En épocas de modernidad siempre tenían las redes sociales a la mano, buscando la manera de encontrar el chisme perfecto que pudieran difundir. Con ello alimentaban a sus espíritus negruzcos y condenados al infierno. Porquerías que emanaban de sus bocas, no eran palabras, eran chillidos de gusanos. Parásitos. El club de los idiotas siempre era un conjunto de imbéciles. Su líder era una mujer grande y gorda, inflada por el aire. Su belleza era comparable a la placenta seca que expulsan los animales después del parto. Su subordinado no era tan distinto. Su rostro desencajado, como el de un maniquí derretido por el sol. Ambos eran los reyes de la noche y de las almas putas que siempre van de esquina en esquina. El grupo era conformado por otros más, pero este dúo era el que más llamaba mi atención.

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Los observaba de lejos, muchas veces, y veía su hambre voraz. Arrastraban sus barrigas llenas de grasa por el suelo, sin importar si estas tapaban sus aparatos reproductores. Posiblemente, jamás los usaban, no creo que exista persona que pueda tener sexo con seres tan monstruosos. Pero ese no era punto del relato. Es atroz comprender que esos seres sean de Dios, ahí me cuestioné su existencia. Pero todos son sus hijos, aunque hayan salido fallados. Eran seres atroces, horribles, horripilantes. Iban comiendo la basura del suelo, oliendo el trasero de los animales, lanzando besos a los gallinazos que se posan en los árboles altos de la avenida corta que une al distrito de los pescadores con la plaza de los hípsters. Eran seres horribles, pero estaban ahí, vivos. Husmeaban y miraban, sabían que eran observados, pero poco o nada les importaba. Para ellos era importante el ir por ahí y arruinar la vida del mundo. No sé si esos seres sean capaces de amar, pero los miembros de ese club tenían el infortunio de haber nacido en barrios marginales. No sé qué habrá sido la causa de su estupidez, de su mal humor, de su alma impura. Siempre soltaban alguna frase graciosa en las redes, alguna frase irónica. Posiblemente así se hacían querer por el mundo. ¿De qué otras formas podían ser aceptados? Eran seres en vía de extinción, pero que nadie se preocuparía por salvar. Pero el tiempo es interesante. Iban juntos, como un cardumen, navegando por las calles hípster del barrio donde la poesía siempre recorría. Iban por ahí, hasta que se toparon con un camión negro. Un camión con blindaje férreo y un chófer con una mascarilla. Se acercó, lentamente, al famoso club. Ese grupillo que tanto se jactaba de ser los dueños de las calles y de las redes, por vez primera, sentían el temor. Un nerviosismo se apoderó de ellos. La mayoría logró correr, pero los dos principales, la gorda y su subordinado, quedaron atrás. Sus barrigas les impidieron correr. Eran malsanos. El hombre de negro bajó de su camión y les apuntó en medio de los ojos, pero no les disparó. Solo estaba ahí, parado, mirándolos. Mientras tanto, ellos, con el temor, llorando, implorando misericordia, comenzaban a lamentarse de su vida. Pero el chófer se alejó, lentamente, dejando una carta en el suelo. Ellos se jactaban de su vida, de su risa, de sus artimañas. Confiados en que la vida les regalaba una segunda oportunidad, porque así se jactan los animales. No piensan ni razonan, solo viven de momentos. Pero la curiosidad les ganó, y abrieron la carta que estaba en el suelo. El contenido dictaba así: “No se preocupen, la muerte no los quiere. Satanás no tiene interés en ustedes. En cambio, sus familias han ocupado su lugar. Ellos tenían un precio mayor.” El rostro, el semblante de ambos era de ultratumba. Un aire gélido descendió por sus extremidades, por su columna. Sus miradas no tenían descripción alguna. Se

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quedaron ahí, en el suelo. Sentados, muertos en vida. Conscientes de lo acontecido. Así terminaba la historia de “El club de los idiotas”. Así, sin mucho interés. Porque a quién le importa la familia de un par de parásitos. Y ellos, se quedaron ahí, en el olvido de la vida y de la misma muerte, porque ese es el destino de los parásitos y de los cretinos. La indiferencia, el limbo, la nada. Su amado club, numeroso, que era seguido por muchos, ahora eran ellos dos. Todos los otros se habían ido. Pero una alerta del celular los volvió a despertar y miraron sus redes sociales. Ahí podían ver los vídeos de sus casas. No había más, ya habían obtenido lo que siempre habían querido: la atención de sus miles de usuarios y seguidores. Ya eran famosos por la sangre de sus padres y hermanos. Pero ellos quedaron muertos en vida. Ya nada tenía interés. Ya nada importaba. Fue hermoso verlos morir en vida y describirla mediante esta historia. ¿No lo crees querido lector?

EMILIO PAZ PANANA

Perú

Blog:https://edenpoetico.wordpress.com

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U

“En memoria de las elecciones chilenas del año 2017”.

n cocinero reunió a todas las aves de la granja: gallinas, patos, gansos, pavos normales y pavos reales y les preguntó:

¿Cuáles son los ingredientes que preferirían para que las acompañaran cuando fuera a cocinarlas? Las aves titubeaban unas con otras movidas por la inquietud y el miedo. Los murmullos de desesperación recorrían el patio donde estaban reunidas de un extremo a otro, pero era un bullicio sin ninguna claridad ni sentido. Nadie se atrevía a alzar la voz y contestar. Los patos pensaron en escapar, pero no había forma. Hacía un tiempo les habían cortado las plumas de una de las alas y ya no podían volar. Además, el perímetro estaba cercado por una malla metálica, fina y resistente, no había manera de escabullirse. Los más viejos y egoístas, se resignaron con facilidad pues consideraban que habían vivido lo suficiente. No faltó la madre que desde el anonimato gritaba entre la multitud: ¡que alguien piense en los polluelos! Y lo repitió varias veces: ¡que alguien piense en los polluelos, por favor! El grupo de gansos, muy religiosos todos, no paraban de defecar y rezar para que el embrollo se resolviera según la voluntad de Dios. Pese a lo evidente de las circunstancias tenían fe en que los tiempos venideros serían mejores. Los pavos reales, que no superaban los cuatro integrantes en toda la granja, eran indiferentes a todo. Ellos desde siempre han sido los mimados y privilegiados gracias a su belleza exótica. Su estatus era superior en contraste con las demás aves y gozaban de inmunidad. Eran los únicos que podrían dormir tranquilos, pues su muerte vendría hasta que la vejez les cobrara la cuenta y sus días se acabaran. No ocurría lo mismo con el grupo de los pavos normales, ellos no tenían nada especial, pero estaban de acuerdo con el cocinero. Decían que esa política les convencía y divulgaban entre sus cercanos la noticia de que en otras granjas donde esto no se hacía; la economía se había ido al carajo, además defendían con bravura la idea de que el pobre hombre también tenía que comer. Todos tenían algo que decir y nadie proponía un consenso, hasta que una gallina desesperada y cacareando, que se posó sobre un balde que yacía boca abajo y que le dio algo de altura, hablo por todas: No queremos ningún ingrediente, porque nosotras queremos vivir. —Dijo a toda voz. El cocinero no titubeó al responderle que esa alternativa no estaba en discusión y que volviera a su sitio. La miró enfadado y la tiró del balde de una patada. A los días, el grupo de los pavos convenció a los viejos, a los gansos e incluso manipularon a las madres con la falsa promesa de que el futuro de sus hijos e hijas dependería de la decisión que tomaran. Ineludiblemente era verdad, el problema era 113


que ellas se dejaron engañar y salvaron el futuro más próximo de sus hijos, pero se olvidaron de preguntar qué pasaría luego. En conjunto y casi con el apoyo absoluto, se pidió al cocinero que la primera víctima fuera la gallina que habló. La consideraron una alborotadora con secretas intenciones de querer arruinar la estabilidad de la granja. Se reían cuando repetían en tono burlón su discurso: “querer vivir, vaya tontería”. Los más extremistas no lo dudaban, era una comunista viciosa de poder.

GUILLERMO ALEJANDRO CAMPOS CANCINO

Chile

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C

uando ella cerraba los ojos para dormir escuchaba aquella música. Las notas vibraban en el aire y retumbaban en su cabeza. Al principio creía reconocer las melodías, le recordaban las canciones de ciertos grupos de black metal atmosférico pero luego la música cambiaba. No podía reconocer los instrumentos musicales que producían esa música extraña, solo sabía que eran instrumentos antiguos casi ritualísticos. Intentaba dormir pero la música ponía visiones en su mente en un insomnio lleno de imágenes oníricas. Las notas retumbaban dentro de su cuerpo y la arrastraban a lugares fantásticos. Una noche la música estaba cargada de una nostalgia solemne y la transportó a la olvidada ciudad de Is Ormund, la de los palacios de mármol y cúpulas de oro que yace en algún lugar enterrada bajo las arenas del tiempo... en su rapto sobrevoló los hermosos jardines de flores exóticas, incluso pudo percibir el aroma dulce y embriagador... y vio las pérgolas de madera gris con enredaderas de campanillas azules y los riachuelos artificiales que regaban los jardines y los puentes que los cruzaban... Pero a pesar de la belleza del lugar ella sabía que algo siniestro se ocultaba en esos jardines, olía algo pútrido bajo el aroma de aquellas deliciosas fragancias. La música le dejó un obsequio, al día siguiente descubrió en el jardín el brote de una planta con hojas en forma de corazón. Esta planta creció muy rápido, reptando y enredándose en las rosas, se extendió hasta la reja de la casa y dio unas bellas campanillas azules como las que adornaban las pérgolas de los jardines de la olvidada ciudad de Is Ormund… al principio ella se alegró y se imaginó las paredes del patio cubiertas por las enredaderas pero luego recordó que el delicioso aroma de aquellas bellas flores azules encubrían una extraña putrefacción y tuvo miedo. Cortó las ramas que se habían enredado en la reja y amenazaban con sellarla. Y descubrió con espanto que el tocón y las raíces de la enredadera tenían una forma extraña semejante a un animal de piel rugosa con tentáculos. Otra noche, la música la arrastró a las montañas de Ur Khudum hasta una cueva en donde los sacerdotes guerreros caníbales realizaban sus ocultas ceremonias a su impío dios, la bestialidad tricéfala. Se resistió porque sabía que su presencia femenina no sería bien recibida en aquél lugar maldito pero la fuerza de la música era más fuerte... y se vio suspendida sobre el pozo de los terrores sin nombre y se sintió asqueada por el hedor que emanaba de él... pero eso fue su salvación porque las náuseas la hicieron volver a la realidad. En otra ocasión la música vino con suaves acordes tristes, la meció suavemente y la llevó a una planicie desolada sin nombre... el cielo era azul, el viento soplaba sobre las arenas blancas de cuarzo dejando al descubierto por momentos las cabezas de unas 116


estatuas ciclópeas de dioses olvidados. Luego la música la devolvió a su cama tan gentilmente como se la había llevado pero despertó con frío y la tristeza la acompañó durante una semana. Algunas noches la música era ruidosa y frenética, retumbaba en sus sienes y hacía eco en su pecho con un taca taca bum bum de tambores primitivos... a ella no le gustaba esa música que la arrastraba a las selvas inhóspitas pobladas de bestias quiméricas para ser testigo involuntario de las repugnantes ceremonias tribales de los hombres salvajes. Entonces luchaba por abrir los ojos pero la música la mantenía fija flotando sobre el primitivo altar de huesos arrumados y hasta le parecía que aquellos salvajes de piel oscura y curtida podían verla y era a ella a quien le ofrecían sus repugnantes ofrendas y era para ella la danza orgiástica y sangrienta que realizaban. Pero cuando la música tenía notas de flauta de una melodía que ella creía recordar se dejaba llevar. Entonces divisaba la ciudad de Merathian que debía su nombre a la bella hechicera de los bosques sagrados que fue desposada por Ulduor, el primer héroe de las tierras benditas... y divisaba el majestuoso castillo de piedra negra azul al borde de un risco que miraba al mar y que, según la leyenda, fue construido por los enanos de Zhar Dam Dhar como agradecimiento a Ulduor y su esposa quienes los liberaron de la esclavitud a la que los tenía sometidos Dhormentug, el gigante negro. Y se extasiaba contemplando el hermoso bosque de robles, pinos y álamos blancos que se divisaba desde el torreón sur y el mar sereno que se veía desde el torreón norte. Y una vez vio a la bella Merathian cabalgando sobre su unicornio blanco de crines de plata y al bizarro Ulduor sobre su brioso caballo negro atravesando el bosque bajo la luz de la luna llena hasta que llegaron al círculo mágico de la bella gente... pero la música la llevó de regreso y abrió los ojos con tristeza por no haber podido contemplar la ceremonia del plenilunio. Y una noche la música llegó con terroríficas notas fúnebres y la llevó a contemplar las ruinas de la ciudad de Thera, la blasfema y tres veces maldita por los Dioses. La música le mostró los inicios de la ciudad, cuando los exiliados llegaron a aquellas tierras pantanosas y levantaron sus miserables casuchas; luego la llegada de hechiceros impíos, mercenarios, prostitutas y todos aquellos que habían sido expulsados hasta de las ciudades mas libertinas. Aunque ella quería abrir los ojos la música le mostró el apogeo de la ciudad en la que todos los vicios y pecados eran permitidos y celebrados... y vio cosas indescriptibles, tan terribles que ningún idioma conocido actualmente tiene palabras para describirlas. Ella quiso gritar desesperadamente pero la voz no salía de su garganta. Entonces la música le mostró la noche en la que los Dioses enviaron su primer castigo 117


y presenció el terrible terremoto que destruyó la ciudad… pero los impíos que sobrevivieron entre los escombros se burlaron del castigo divino y reconstruyeron sus palacios de vicios. Luego la música le mostró la mañana en la que los Dioses enviaron su segundo castigo y vio la sombra blanca que esparció la peste y a los impíos vagando enloquecidos de dolor y fiebre con sus cuerpos llenos de llagas putrefactas... pero los sobrevivientes, terriblemente desfigurados por la virulenta enfermedad, volvieron a reconstruir sus antros de perdición. Finalmente, la música le mostró la tarde en la que los Dioses dejaron caer sus puños de fuego sobre la ciudad blasfema... el fuego que cayó del cielo borró la ciudad dejando solo las ruinas calcinadas entre las que aún vagan aquellas gentes, convertidos en espectros que ningún infierno quiere recibir. Después de aquella horrenda visión ella pudo abrir los ojos, las lamentaciones de los pecadores se quedaron resonando como un eco de ultratumba en sus oídos pero ella se sintió reconfortada por el final que tuvieron los impíos habitantes de Thera... y cuando la música se hizo silencio pudo dormir plácidamente. Una vez que se sentía infinitamente triste y decepcionada de la vida llamó a la música para que la consolara... y la música respondió a su llamado. Con las notas de una melodía celta la transportó al castillo que ella había soñado cuando era una niña y descrito en sus relatos. En ese reino de las Tierras del Ensueño ella era la Emperatriz... los caballeros de su corte la amaban y deseaban, las damas la admiraban, los guerreros de su ejército la protegían de todos los peligros y vengaban las ocasionales ofensas, los trovadores cantaban canciones sobre su inigualable belleza y talento, los nobles de otros reinos la visitaban para rendirle homenaje y le daban preciosos obsequios, los aldeanos alababan su bondad y sus enemigos le temían. Durante el día se celebraban torneos y justas de espadas, en las noches se realizaban exquisitos banquetes y faustosos bailes... no supo cuánto tiempo estuvo perdida en aquél ensueño pero recordó a sus hijos y a su esposo, entonces se despertó. Desde entonces ella le teme a la música porque sabe que intentará llevársela otra vez a ese reino en las Tierras del Ensueño arrebatándola de la realidad... y que no volverá a despertar.

LILIANA CELESTE FLORES VEGA

Perú

Blog “Memorias de una Dama Blanca”http://lilinaceleste.blogspot.pe/ Facebook Oficial Lileth:https://www.facebook.com/lilethoficial Ilustración:

ABRIL Cortés suárez

México

Instagram: @lirbalam - Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com Wordpress: https://abrilcortesblog.wordpress.com 118


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uando mis pies bajaron del vagón del tren, siguieron una ruta automática a la ciudad de Nara, para llegar a la ciudad a los pies del Monte Wakakusa; a pesar de haber transcurrido mucho tiempo recordaban el camino y el trayecto fue más llevadero porque no llevaba nada más que mi mochila colgando de mis hombros, una blusa negra de cuello alto, unos vaqueros viejos y botas de agujeta. Entré por el jardín trasero de una casa tradicional japonesa. Para cualquier pasante era la casa y consultorio de un respetado doctor de nombre Tobio Kazehaya. Pero para mi no, me hice notar en su casa diciendo un breve “tadaima” que se traduce como “ya llegué”, como se acostumbra en Japón. Subí con confianza al piso de arriba donde era su cuarto, pequeños seres de luz brillaron y se movieron entre las esquinas como gesto para recibirme. De camino aquí me encontré con algo extraño. —Le dije al doctor Kazehaya. Recién regresas a Nara, mínimamente podrías entrar y saludar como es debido. Tenía razón, no era la forma adecuada para iniciar una conversación después de irme por mucho tiempo y sin despedirme; sin embargo me era inevitable, de otro modo enloquecería y me haría mala fama, otra vez. Cuando llegaste aquí, realmente pensé que eras del tipo de persona que es tan extraña que atrae las cosas extrañas. —Se sentó en flor de loto, recargando su espalda contra su cama tradicional y continuó leyendo su libro de poemas tipo kana. Sé que te gustan las cosas raras. —Imité su postura con la diferencia de colocar mis brazos sobre la mesa bajita de té que simulaba de barrera entre nosotros. Kazehaya inclinó su libro, permitiéndome ver solo sus ojos, me sentí orgullosa de entender esa mirada y él lo supo. Aún había algo. Muy bien, ojalá sea algo como el atrapasueños de plata que trajiste de tus tierras nublosas. Cuando los clientes supieron que era de las épocas arturianas se pusieron como locos y ofrecieron mucho por ella. Me reí gustosa y el humo de incienso de canela de su habitación se movió a mi gusto. Kazehaya azotó el libro en sus rodillas, disgustado. —No hagas eso, es muy molesto. Dejé que el humo se moviera entre mis dedos y dibujé figuras de criaturas con él, mientras decía: —¿Alguna vez escuchaste sobre un río que camina? Kazehaya hizo un tono de pregunta. Proseguí. —En mi viaje de regreso aquí, pasé por el cruce de montañas y me topé con muchos ríos, unos en lugares más frondosos que otros, todos ellos eran diferentes, pero cuando llegué a la zona más rocosa, hubo un río en particular que llamó mi atención. 120


Mi amigo no parpadeó, me estaba poniendo atención. La historia narrada se volvió un recuerdo. Noté un río solitario, que aparecía en los atardeceres y desaparecía en la mañana, y lo mismo con la vegetación que crecía con él, en una ocasión había una joven que desapareció detrás de los juncos; no le di importancia y me di la vuelta para reiniciar mi camino. Luego, cuando crucé a la siguiente montaña me encontré con el mismo río; era la misma forma, la misma vegetación, la misma ausencia de alguna vida acuática. Pensé que era alguna especie de broma de la naturaleza. Fue en ese momento que ella surgió del río. En esa ocasión pude verla más de cerca, los colores del río la habían colmado hasta sus raíces, su pelo era azulado, su piel era ausente de color, sus ojos eran cristalinos y grandes, como de un pez. Usaba un shitagi corto. Ella señaló con su dedo índice hacia el otro lado. —Disculpa, ¿qué hay en esa dirección? —Su voz sonó muy joven. Ese era mi momento para saber más. Le ofrecí contestarle su pregunta si ella satisfacía mi creciente curiosidad, ella aceptó, no dijo palabra alguna hasta que anocheció. Este río sube, se hunde bajo la tierra y sale en un lugar distinto porque realiza un viaje importante. ¿Por qué te mueves con este río? —Solo los grillos contestaron.— Bueno, si la ruta de otros ríos coinciden se puede llegar al mar. Yo voy de regreso a la capital, donde hay muchos pescadores, ahí veré a un viejo amigo. —Mientras lo decía, trataba de obtener una oportunidad para estudiar más la situación, la curiosidad reverberaba. Ella acarició el pasto. —Gracias por creerme. Me acostumbré a las cosas extrañas en mi vida. ¿Qué eres? —Una pregunta capciosa, sin duda. Digamos que las cosas extrañas vienen a buscarme, las escucho y soluciono sus problemas, de ese modo entiendo su comportamiento. En tu cultura existen seres extraños que ustedes los llaman Youkai, en mi cultura los llaman Nar. Estos no son fantasmas, son la forma de vida más pura. Por ejemplo, sé que en los ríos hay youkais transparentes, claros, sin color ni olor, pero están vivos. Viven en las venas de agua. Si alguien bebiera un youkai de agua, tsuiyoukai, su cuerpo se haría como una medusa, necesitaría estar bajo el agua y con el tiempo moriría, estos espíritus se van y nadie sabe a donde. Ya he atendido casos así, de ese modo, estar cerca de ti no me es difícil de manejar. ¿Eres bruja? Reí un poco, pero ella parecía decirlo en serio. —Si te acomoda decirme así, 121


bien, ¿qué hay de ti?. No lo recuerdo bien, sé que me perdí en las aguas, mi pecho dolía y perdí varios de mis sentidos... Entonces lo vi. Inmenso y verde; tintineaba, susurraba, se acercó, me abrazó en sus pliegues. Al despertar, yacía en la orilla de un lugar desconocido entre las montañas, ya no recordaba nada antes de ser tragada... Ese río y yo habíamos tenido una metamorfosis. Ahora, este río es el único lugar que reconozco. —Se acostó dándome la espalda y su respiración se volvió suave y rítmica. Yo intenté dormir pero su historia poco clara me recordó el mito de Andrómeda, pero algo no encajaba. Las incógnitas me mantuvieron despierta. Escuché pasos que salpicaban. Vi al río moverse: inquieto, acelerado e incesante. Se movió y giró, provocando un torbellino que creó un hoyo en la tierra. Si alguien hubiera intentado meterse, se habría ahogado. La joven se intentaba sumergir de nuevo. Gracias por ayudarme, bruja, pero ahora debo formar parte del río. —Se sumergió en el ojo del remolino. El río liberó un último alarido. Se esfumó, dejando un pequeño hoyo sin fondo, sin gotas y la vegetación se fue. ¿Y por eso regresaste? ¿Crees que ese río viene a esta costa? No suenas muy convencido. En absoluto, solo creí por un momento que tu motivante era verme... Te estoy vacilando. Entre mis archivos de colección tal vez tenga algo que te ayude. Me encaminó a su estudio donde tenía toda su colección de objetos que yo le traía de mis curiosos viajes: figuras, reliquias, libros viejos y demás cosas difíciles de explicar de manera escéptica. Tu llegaste aquí por los rumores del ningen, si no me falla la memoria. Luego conocí a un humilde doctor cuyo hobbie es guardar y vender cosas raras, quien después intentó coleccionarme. Qué forma tan cruel para referirte al amor. —Me otorgó una sonrisa jovial. El tiempo es vital. —Le recordé. Buscamos con apuro y atención entre los pergaminos, mapas y cartas viejas. Él abrió una gaveta y me facilitó un mapa dibujado con tinta china. En el pie de página decía: venas de agua. Este es un mapa de venas subterráneas que se descubrieron hace unos años cuando se buscaban pozos alternos. ¿Cuán preciso es eso? A juzgar por los pozos de agua excavados, cincuenta y cincuenta.

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Seguí una de las venas con mis dedos. —Las ubicaciones del río que vi coinciden con las venas de agua primarias. Este Nar los usa como caminos, tiene mucha urgencia. —Tuve una corazonada. Sara, tengo otro mapa aquí. —El sol que se reflejaba en las ventanas revelaron los copos de polvo que volaban al sacudir los papeles, pero en realidad, lo que me distrajo fue el perfil de Kazehaya. ¡No, fuera impulso de idiotez! Me lanzó el mapa y yo lo atraje hacia mí sin necesidad de usar las manos, comparé los dos mapas. Este mapa es más antiguo y las rutas son casi iguales. Mira, el río principal, pareció secarse y dejó una capa de rocas; la lluvia se mueve por esa capa, así se reúnen las venas de agua. Es un río subterráneo. Si este río es tan antiguo como intuyes, significa que está recordando el camino por el cual fluyó el viejo río; están siguiendo un camino para morir. Si el río continua, emergerá en nuestro estuario y será muy tarde. ¿Qué necesitas? La mayor cantidad de gente que puedas juntar, y la red más grande posible. Sin la ayuda del Doctor Kazehaya, la gente no se habría ofrecido a ayudarme, para ellos aún era... bueno, sobra decirlo. Agradecí el hecho de que la mayoría de los pescadores le querían devolver un favor a Kazehaya. Ambos nos sentamos sobre una roca alta para poder observar cualquier anomalía. Llegó la noche; todos nos quedamos esperando a luz de vela, nadie de los voluntarios estaba convencido de que esa red fuera suficiente, incluso Kazehaya lo dudó y me preguntó. —¿Por qué tanto esmero en salvarla? Si es lo que ella desea, entonces... Porque sé lo que es estar en un limbo entre dos mundos, no ser espíritu ni humano, estar viva en un sentido pero estar muerta en otro, la gente como yo vive eones hasta que ya no queda nada en su interior. Ese es el destino a donde ella se dirige. ¿Quieres darle la opción porque tu no la tuviste? En aquel instante sonaron las campanas, los botes pesqueros se sacudieron de arriba a abajo. Y lo vi a lo lejos, una forma burbujeante y serpenteante que avanzaba bajo los botes. Varios voluntarios sacaron lanzas porque a sus ojos era una criatura, no un Nar. ¡Alto! ¡Hay una mujer ahí! —Gritó Kazehaya. Yo me lancé al agua. —¡Sara! Braceé mientras los voluntarios sostenían la red, era obvio que el Nar de agua se iría pero la joven era lo que importaba. Una ráfaga blanca se escapó entre mis dedos, tan rápido y pequeño como un destello. De ese momento al otro, el río se 123


calmó, llegaron muchos peces y en la red apareció un shitagi corto. ¿Acaso fue tarde? Esa noche no dormí en el lecho de Kazehaya, permanecí mirando a la marea, hasta soñar despierta. Las gaviotas llegaron a la orilla y picotearon el suelo. Kazehaya me atrapó por detrás con una manta y una taza de té. ¿Quieres hablar? Cuando sentí la ráfaga en mis dedos, sentí una parte de ella que estaba pávida y a su vez sentí cómo el río moría alrededor suyo y mío... La escogió para su viaje final. Kazehaya sacó un periódico viejo del bolsillo trasero de su pantalón: —No dormí al igual que tú, encontré esto en una cajonera del fondo, espero ayude. Leí solo el encabezado: “Familia arroja a su hija con la excusa de calmar al espíritu del río que demolía las aldeas, la familia fue detenida pero el cadáver nunca fue encontrado”. El periódico mostraba la foto de la familia, reconocí a la chica, debajo de la foto había una fecha, julio 1978. Kazehaya frotó mi hombro. —Sara, sabes que puedes quedarte. Querido doctor, nunca podré ser la humana que desea. —Me levanté y me envolví con la manta, bebiendo la infusión de un solo trago.— No me extrañe, ¿de acuerdo? No lo hago, porque sé que regresarás. —Él sonrió de nuevo y su sonrisa se me contagió. Tal vez pueda disfrutar mi vieja humanidad un poco más. Los ríos nacen y se secan, esa es su vida, pero el agua de río no siempre acepta su destino de buena gana. Cuando la vida en sus olas comienza a apagarse, en ocasiones, solo se marcha.

SOFÍA LUDLOW CÁNDANO

México

Twiter: SofiaLuCa18 Pàgina WEB: www.elmundodesofialabruja.blogspot.com

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I

-¿S

igue vivo ese asesino, sigue allá afuera, libre? —preguntó la fantasmagórica voz en coro que se oía saliendo de la boca del médium poseído, quien era intermediario entre aquella conversación. La mujer que lo acompañaba prosiguió preguntando

sobre la tragedia. —Sí, sigue vivo y libre. Después de ti, se supo que atacó a más personas, las asesinó sin la sospecha de nadie. Muchos murieron de un día para otro, nadie pudo detenerlo, fue imposible. Estamos consternados por cómo se desenvuelve este maligno ser que ronda en el mundo civilizado —dijo la mujer, dirigiéndose ante las entidades del más allá. —¿Sigue matando?, no lo puedo creer —le contestó el coro a través del médium. —Su expediente está lleno de crueles muertes, muchas de ellas en hospitales. La negligencia médica es uno de los principales culpables, no tener control de los terribles seres que pueden estar dentro de las personas. —Sí, así es —contestó el coro sombrío— las apariencias físicas son unas, pero lo que porta cada persona es todo un misterio, muchas veces el misterio se resuelve cuando es demasiado tarde. II La conversación entre vivos y muertos duró varias horas más hasta la llegada del lento amanecer. La mujer tenía muchas respuestas, pero tal parece que obtuvo más dudas de las que tenía al inicio de la sesión de espiritismo. Decidió investigar más, y escudriñar con más detalle el modus operandi del asesino. Durante un año completo se entrevistó con cientos de seres del plano de los muertos, con tal de obtener una imagen general y más clara del cruento ser con el que estaba lidiando. III El coro procedía de lo que alguna vez fue José Hernández, trabajador de un hospital público que murió sorpresivamente, atacado por el desconocido monstruo cuando iba de camino a su casa. Herido, se encontraba en dicho trayecto cuando comenzó a sentir los efectos de una muerte segura. Tosía y la sangre salía por entre sus dientes descontroladamente; el ataque lo había dañado considerablemente. Intentó pedir ayuda, pero no lo logró. 126


Perdió el control de su coche y chocó con un árbol cercano a su vecindario. La policía llegó a la escena del crimen, encontrando las marcas de la muerte en el cadáver de José Hernández. Luego vinieron los médicos y quedaron consternados por lo que sus ojos miraban con gran horror y desconcierto, no pudiendo resolver la identidad de aquello, era todo un desafío tratar de imaginar al responsable de tal macabra escena. —No es humano —dijo un médico, helado del miedo. —Definitivamente no lo es —respondió otro. Días después, los análisis de laboratorio y de ADN verificaron esta hipótesis: lo que había atacado a José Hernández no era humano, era algo mucho peor. IV La investigadora le mostró al médium, como equivalente del retrato del fallecido, una placa de electroforesis correspondiente a las células del sistema inmunológico muertas por la infección. —He aquí la imagen más íntima del muerto ¡Células del sistema inmune de José Hernández, manifiestense y comuníquense conmigo, expresen su existencia desde el más allá! —dijo el médium sobre la mesa, utilizando con gran concentración sus habilidades sobrehumanas. Comunmente, como estrategia para averiguar si una entidad espiritual está presente y se manifiesta, se emplea la tabla de la Ouija, donde el espíritu en cuestión guía la mano de un vivo a través de las letras del abecedario, con lo que al final de tal proceso se obtiene una palabra o nombre; sin embargo, en este caso, tratándose de una expresión más pequeña del alma del muerto, la investigadora optó por utilizar una micromatriz de ADN como marcador de la presencia del espíritu del sistema inmune. La micromatriz fue colocada sobre la mesa a la espera del diálogo con las células inmunes muertas. Si estaban presentes, la micromatriz mostraría un patrón de colores en particular correspondiente a determinados marcadores moleculares, revelando la presencia del citoánima. Unos minutos después del conjuro de invocación, la micromatriz cambió de color y el médium empezó a temblar, estaba poseído. Pronto sus ojos se cerraron y de su boca brotó un cóctel de mil voces sobrepuestas expresando las palabras de respuesta al llamado: —Nos manifestamos, somos las células inmunes, muertas somos como lo notan, ¿Qué asunto y osadía es esta de interrumpir nuestra eterna apoptosis? —dijeron las sombrías voces. Ante tal manifestación desde el más allá celular, la investigadora no dudó en 127


soltar una enorme serie de preguntas relacionadas con procesos moleculares de infección del patógeno. —Así como se le puede preguntar a un muerto quien le mató y cómo fue que lo hizo, también puede aplicarse el mismo procedimiento a las células de una persona para averiguar la identidad de quién las destruyó; en esencia es el mismo procedimiento, solamente que a una escala espacial menor —pensaba la científica. Es como un microscopio para examinar los componentes más pequeños de un fallecido. Las preguntas llegaron, y el coro de mil millones de células inmunes hizo aparición, resolviendo cada duda, algunas de ellas de un modo enigmático y propio del lenguaje excéntrico y sombrío del mundo de los no vivos. Los patrones presentes en la micromatriz fueron revelando poco a poco la identidad del asesino. V Mortalis cadaverica, fue el nombre dado a la cepa bacteriana panresistente que la doctora Ivanova Kirizya, investigó por tanto tiempo. Una cepa mutante, producto del fenómeno conocido como transformación, que se produjo en una planta de tratamiento de aguas negras en una colonia marginal de la ciudad. La cepa se transportó por vía acuífera a un cultivo de rábanos que comieron ocho personas en una taquería, entre ellas José Hernández, quien murió por esta infección en unos cuantos días. Hablar con las células víctimas de Mortalis cadaverica le proporcionó a la investigadora los datos suficientes para combatirla. Ivanova Kirizya, doctora en biología molecular y genética, proporcionaba a sus colegas el secreto para destruir al monstruo del siglo XXI. A pesar de haber muerto a causa de Mortalis cadavérica durante el lapso de su investigación, su voz trasfigurada y fantasmagórica se oía gracias a la posesión que ejercía sobre el médium. Pronto, la gran pandemia global pudo ser contrarrestada en unos cuantos años, hecho comparable con la proeza de Alexander Fleming con su penicilina. Ivanova Kirizya y el médium recibieron el premio Nobel de Fisiología por lograr develar la identidad del agente infeccioso causante de tantas muertes. Sería el primer médium y la primera entidad metafísica en recibir tal reconocimiento, hecho inédito en la historia.

VÍCTOR ANDRÉS PARRA AVELLANEDA

México

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L

e arranco la camisa, los botones vuelan, con el hambre de un náufrago nos consumimos mutuamente la boca, nos besamos salvajemente mientras manoseo su cuello con mis manos. Me quita la ropa a tirones, y deja salir esa faceta furiosa y febril. Ese look de oficinista me vuelve loco, tan pulcra y ordenada con sus pequeños anteojos de marco negro, y a la vez tan indecorosa con sus medias de red y el portaligas de encaje... Rebotamos contra los azulejos en las paredes del baño, mientras lacero con mis dientes los negros lunares de sus senos. Sin darnos cuenta, activamos el ruido a turbinas de un secador de manos y, casi instintivamente, nos encerramos en un cubículo. Apenas alcanza a trabar la puerta, y ya la tomo por detrás, le beso la nuca y nuestros brazos se suman, se multiplican. La agarro del pelo mientras desarmo ese prolijo y hasta prepotente rodete negro. La hago agachar brutalmente tironeando de pasión. Su espalda es hermosa, perfecta. Su piel es casi traslúcida, blanca como la nieve. Solo un travieso tatuaje en su costado derecho interrumpe aquella escultura de mármol. Le dejo el corpiño puesto, pero le levanto la minifalda, sus nalgas resplandecen. Bajo mis pantalones, corro su diminuta ropa interior blanca y... Un viejo pelado me interrumpe, nos interrumpe, se mete entre nosotros y me la quita, se la lleva, nos corta la inspiración. Un tipo de bigotes de unos sesenta y pico y con cara de milico. El desgraciado corre ruidosamente la silla y me hace volver a la realidad del bar. Trato de incorporarme, me acomodo en la silla y miro en derredor para ver que nadie me estuviera observando. Es allí cuando veo que ella tenía sus claros ojos incrustados en mí. Eran pardos, una rareza, una mezcla extraña de verdes y marrones muy suaves que variaban dependiendo del día, o quizás, de su estado de ánimo, no lo sé, pero no había dos días en los que tuviera los mismos ojos. Nuestras miradas se cruzan, ella sentada al otro extremo del bar sabe lo que quiero, lo que me consume de deseo, sabe que la preciso, la exijo. Solo con verme nota que ardo de necesidad, que me urge su presencia. Asentí con la cabeza, ella también, se levantó y caminó hacia mí, solo bastó un gesto para que nos entendiéramos. Sus tacos altos sonaban contra el piso de madera, a la vez que mi corazón se aceleraba, su cuerpo se contorneaba como una tigresa al acecho, sus pechos vibraban a cada paso. Llegó y se paró junto a mí, su perfume dulce y, quizás, algo repugnante, inundó la mesa. Feroz, pero todavía una dama, esperó a que yo diera el primer paso. —Un café con leche y dos medialunas —mi voz tembló y seguro me sonrojé, porque un calor abrazó mis mejillas. —Sí, como no, ya se los traigo —una corriente helada de indiferencia sobrevoló su respuesta. —Gracias. 130


Así como vino… se fue, y yo… continúe poseyéndola en secreto.

MARIANO CONTRERA

Lobos, Argentina

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E

ra un hombre. Uno contra tres. Ellos estaban ebrios, como debía ser en ese barrio, un sábado cayendo la noche, después de una pichanga. El hombre estaba con terno. Uno con el cuello manchado de sudor y las puntas de las mangas sucias de tanto rozar documentos impresos. Vivió allí hasta la juventud. Luego de estar muchos años en la capital, regresó con un puesto de secretario en una empresa estatal. Estaba cansado y frustrado, ese día en que no debía trabajar, todo le salió mal. “¡Era sábado por favor!”, pensaba, y sentía que tendría que estar tirado en el sofá, disfrutando de sus hijas, engreído por su mujer. Pero allí estaba, arrastrando los pies rumbo a la casa, mientras las voces alegres de los vecinos bebedores inundaban la tribuna de la calle. Uno de ellos recordó un viejo sobrenombre, otro agregó algo sobre su progenitora y el tercero escupió de lado antes de rematar con una sola palabra: “pituqueso”. Sí, hay días en que se juntan todas las resacas del esfuerzo contenido y pugnan por reventar el dique en el pecho. Ese era uno de esos para él. Se puso enfrente del primero y le dio un cabezazo certero que lo lanzó sobre la silla para tumbarlo hacia atrás, mientras con el maletín de la mano derecha impactaba el costado del segundo en pararse, lo lanzaba al piso y aprovechaba para aplicarle un puñetazo al del insulto discriminador para que caiga de espaldas. Se detuvo. Resoplaba por el esfuerzo, pero también por la cólera. Mientras los caídos se levantaban, cayó en cuenta de lo que pasaría a continuación. No estaba en la edad para correr de ellos como antaño en su adolescencia, tampoco para pedirle ayuda a los curiosos que se asomaban a puertas y ventanas, menos pedir disculpas o algo que disminuyera la ira de los vapuleados. Recordó un cuento de Jorge Luis Borges, una estrofa de Silvio Rodriguez, un poema de César Vallejo, recordó cifras que no cuadraban en la oficina, una infidelidad que dolía, prestamos que ahogaban, recordó padres ausentes y la fiebre en un día de enero que se le metió en la espina dorsal y nunca más lo abandonó. Mientras el vidrio de una botella partida contra el pavimento se hundía en su pecho y una navaja se abría paso por sus costillas, añoraba las tardes mirando tele en el canal cinco, su colección de trompos, la dulzura de un té con pan y mermelada. Usó un par de llaves como arma para incrustárselas en el cuello de uno mientras con el lapicero conmemorativo de sus cinco años de trabajo vaciaba el ojo de otro y al tercero lograba arrancarle de las manos la navaja y se la clavaba en el muslo derecho. La policía llegó más tarde, junto con las ambulancias. Pero el hombre seguía tirado sin quererse mover del piso mientras cantaba a voz en cuello sobre una mujer

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con sombrero y sobre un cuadro del viejo Chagall.

SARKO MEDINA HINOJOSA

PerĂş

Facebook: https://www.facebook.com/SarkoMedinaHinojosa/ Mi blog: www.sarkomedinahinojosa.com

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S

opesaba las monedas dentro del bolsillo y al tacto sabía que todo mi capital era de diez pesos con setenta centavos. Mientras seguía palpando los cospeles me preguntaba; qué podía comprar con diez pesos con setenta centavos: nada. Es imposible contener la lujuria visual ante los anaqueles del supermercado. De todos los problemas que tenía, y eran muchos, uno tenía que ser solucionado en el día de hoy: llegar a casa con comida. El gabán que llevo puesto tiene bolsillos amplios y como buen rapiñador, sé que para no ser descubierto se requiere de habilidad y cierta sangre fría. Un solo error, por mínimo que fuera, sería mi perdición. En la caja rápida, detrás de dos clientes, sentía el peso que ejercían las dos papas, los tres huevos y un jugo de naranja: puesto dentro de una bolsita de nylon, todo prolijamente en los bolsillos del gabán. Al acercarme a la caja escuchaba el tronar del corazón como queriéndose salir del pecho. Tres veces a la semana paso por lo mismo, y las veces que lo hago, siempre tengo el mismo presentimiento, que de ser descubierto, todo lo que me rodea se va al infierno, pero soy consciente de que está dentro mío. Estar desesperado y con hambre, no me quedaba otra alternativa; era un ladrón. Pensaba: ¿Qué prejuicio le ocasionaría al supermercado la falta de dos papas, una cebolla, tres huevos y un jugo de naranja? Estos alimentos los justificaba en casa inventado un trabajo ocasional. Señor. —me dijo la cajera sacándome de mis pensamientos— ¿Solo los fósforos va a llevar? Sí, es todo —la miré a los ojos tratando de encontrar en su mirada alguna expresión de sospecha.— Le doy cambió, —dije. Y pagué con tres pesos. A la salida del supermercado sentí alivió, había solucionado la cena de esta noche. Una voz detrás mío resonó como el disparo de un arma, que perdura por instantes en el espacio, y uno sabe que ese sonido es para él. Es como si la armadura que sostiene el cuerpo se desplomara como un castillo de naipes. ¡Señor! Me dijeron con una voz potente... Al darme vuelta, vi a un hombre joven acompañado por otro con uniforme de seguridad. ¡Sí! —Le dije sabiendo de que se trataba. No sabía qué hacer en ese momento. La intención fue huir, pero quedé clavado al piso. Quiere acompañarme, soy el gerente. ¿Algún problema? —le contesté haciéndome el idiota. *** Ahora vacíe los bolsillos que tiene en el abrigo. —me increpó. Comencé a 136


gritar, y urdí un argumento de poca credibilidad, que era insostenible. El gerente se levantó de su silla y parándose delante mío me preguntó: ¿Está calmado? Y golpeó el bolsillo del gabán. Sentí como se deshacían los huevos. —¡Vacíe lo que tiene en el abrigo ya, o lo hacemos por la fuerza! Lo fui desabrochando y puse sobre el escritorio, las dos papas, la cebolla y el jugo de naranja. Con rabia saqué lo que quedaba de los huevos y los desparrame sobre la mesada. Eso me dio placer. Sin decir palabra el gerente me arrojó el rollo de limpiar en plena cara haciéndome sangrar la nariz; a la vez, acercó su cara a la mía y hablando muy bajo y con voz firme me dijo: ¡Mira pedazo de mierda! Limpias esto ya, porque estoy en mi derecho de cagarte a patadas por ladrón. Hace años que tengo las defensas bajas, tan bajas que no podría en una pelea ganarle a un niño de diez años. Tenía asumido que era un perdedor, pero lo que más me avergonzaba era sentirme de esa manera con mi mujer. Su presencia exigía y a la vez imploraba dinero, comida. La relación día a día se iba deteriorando. Estaba haciendo lo inimaginable para revertir la situación. Acudía a gente amiga, desconocida, pidiendo trabajo, pero, todo era: ¡Quedate tranquilo, lo primero que salga te aviso! Pero lo inmediato, lo imperioso no lo tenía y eso desgasta. A veces, cuando abría el cajón de la cómoda miraba el revólver, y lo observaba con esa extrañeza de no saber si mi futuro dependía de él. Tenía ganas de tirar el treinta y ocho largo al río. *** ¡Cómo piensa arreglar esto! Me dijo el gerente mientras limpiaba el desastre

que había hecho en el escritorio. La pregunta me volvió a la realidad. No sé…señor, no tengo idea. ¡Ah no tenes idea, ladrón! ¡Robás como si fuera una cosa normal y decís que no sabes cómo hacerlo! ¿Qué pensarías si te dijera que yo tampoco tengo idea de qué hacer con vos? ¡Entonces te rompo el culo a patadas y te mando en cana! ¿Qué decís? ¡Contestame! Dejé de limpiar. Ya no me quedaban fuerzas. Con el papel empapado en clara y yema volcándose sobre el piso, me senté en la silla. Lo que usted haga señor, está bien hecho. ¿Usted cree que hurté estos alimentos por diversión? Dos papas, una cebolla, tres huevos y un jugo de naranja. No creo que usted haya llegado alguna vez en su vida tan bajo como para robar comida. Tampoco lo puedo imaginar al borde de la desesperación, sin una moneda para 137


comprar lo mínimo para llevar al estómago. El desánimo hace cometer tantas locuras... Usted robó. Dos papas, una cebolla, tres huevos y el jugo de naranja, esta miseria era la cena para esta noche. Si cada persona que tiene problemas hace lo que usted hizo, esto se convertiría en un pandemonio. ¿Quién le dijo que no estábamos dentro de él? ¿Usted ignora el hambre, la falta de trabajo? ¿Cómo llamaría usted a esto? Alguna vez le dijo a su mujer que no trae nada para comer, que esa noche no se cena, y seguramente el día después pasará lo mismo. Respiré profundo, en ese instante, mi único pensamiento era Blanca. La pensaba sola, en la casa fría, triste. A veces la veía frente al espejo y esa imagen la traía a la memoria cuando vivíamos tiempos de prosperidad. Estaba cambiada. ¿Estoy distinta no? Parezco mayor que vos y soy más joven. Es triste llegar así. Nunca pensé que pasaría esto ¡No me mires con lástima! Esto que ves es tu obra. Su madre más de una vez le decía que me dejara, que se fuera a vivir con ella. *** ¿Me está escuchando? ¡Sabe de qué le estoy hablando! No, realmente no lo estaba escuchando, perdone. En estos casos, hay que avisar a la policía para que lo vengan a buscar. Usted

entiende que no puedo permitir que toda persona con problemas se lleve mercaderías sin pagar. Dígame, ¿qué haría en mi lugar? Lo mismo que usted señor. Está en un cargo para absolver o ejecutar, pero créame que si tuviera dinero para pagar lo que robé lo hubiera hecho. Si usted me permite, me desnudaré para que revise mi ropa y compruebe que lo que llevo encima son siete pesos con centavos. El gerente prendió un cigarrillo. El humo me dio en plena cara y lo aspiré en ese momento como si lo estuviera fumando. Los ojos del gerente se encontraron con los míos. La cólera que irradiaba en un principio ya había desaparecido, ahora sentía lástima de mi persona. Estiró el brazo alcanzándome uno; la mano me temblaba, no sabía si era por el estado que padecía en ese instante, o por la emoción de recibir algo gratuito. Tuvo que sostenerme la mano para que pudiera encenderlo. La pitada fue tan profunda, que consumí la mitad del cigarrillo. Al exhalar el humo, fue como si expulsara las malas rachas y recibiera en presagio de buenaventura. Puede irse. No lo haga más... Sé que desde mi lugar es fácil dar consejos. No sabía qué hacer, me levanté, lo miré, lo salude y agradecí cuando me fui. A 138


la salida del establecimiento, escuche una voz fuerte. ¡Un momento! Era el gerente. Puso las dos papas, la cebolla, el jugo de naranja y un maple de huevos, junto con un paquete de cigarrillos empezado, dentro de una bolsa y me lo alcanzó. Se olvida la mercadería —me dijo. *** Fui acelerando el paso, quería llegar lo más rápido que podía a casa. Al colocar la llave en la cerradura noté que mi ánimo era diferente al de la mañana. Una atmósfera húmeda y fría me recibió como si hubiese entrado a una bóveda. Encendí la luz, y la bolsa la dejé sobre la mesa de la cocina. Estaba contento. Lo que me había pasado era una experiencia única en mi vida. No más mentiras. ¡Traje algo para la cena! ¿La preparo yo o la querés hacer vos? El ropero y la cómoda estaban abiertos. La ropa que faltaba dejaba un vacío como el que sentía en esos momentos. Me miré en el espejo y no pude reconocerme. No era yo; era otro ser: más viejo, más estropeado. Tirado sobre la cama, en penumbras, en mi mano derecha sostenía el treinta y ocho largo. Mi dedo pulgar palpaba la redondez del acanalado tambor, acariciando su textura. Entre mis dedos de la mano izquierda, un cigarrillo. Podía vislumbrar la punta encendida como la parte alta de un faro muy lejano.

JOSÉ MARÍA ROSENDO

Argentina

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"Pero...no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar". Oliverio Girondo

¿S

e atrevería a pasar la calle? Dicha pregunta giró por su cabeza y dio vueltas y vueltas... hasta que fue atrapada por un sueño profundo que la envolvió con su remolino de emociones. Al despertar, como de costumbre, sacó del nostálgico cajón, la última foto que se habían tomado en aquel parque de arreboles. Ambos soportaban una mueca disfrazada de sonrisa. La vida valía la pena y el amor les había arrancado la posibilidad del suicidio. Recordó taciturnamente aquel malentendido, cuando tuvo que gritarlo con todas las fuerzas de la naturaleza, pues los celos se habían apoderado sutilmente de ella. Se arrepintió de sus silencios y de los soslayos que lanzaba como filosas dagas. Se prometió pedir disculpas, pues el amor debía seguir caminando alegremente, así como las flores en la primavera. Deliberó que a las 9:00 h, atravesaría la calle y se dirigiría al departamento de su amado, quien vivía justamente al frente, pasando la acera. Meditó que, si la oportunidad se daba, le recordaría a William cuánto lo amaba, le pediría perdón y le juraría por lo más sagrado, que dicha situación no se volvería a suceder. Observó el reloj de madera colgado en el muro: las 7:35 h; advertía el enemigo del tiempo. Mientras tanto, su mente se enfrascó en el recuerdo de cuando tuvo que llevar una relación epistolar con William. Una beca académica por seis años en la Universidad de Dublín que la convertiría en lo que es hoy: una reconocida abogada en el país. Recordaba cuando pactaron enviarse una carta cada quince días sin falta, con la condición de que él la despacharía escribiendo algunas frases de sus películas favoritas. Mientras que ella, debía firmar sus alegatos con los labios ruborizados de un rojo tan intenso que hasta el diablo en lo más profundo del infierno sentiría envidia. Tras seis meses de mensajes, un día sin más largas, él decidió no enviar más cartas. Ella tuvo la firme intención de regresar al país. Compró los tiquetes de vuelta, pero luego de unas cuantas reflexiones bohemias, y de que sus amigos le aconsejaran seguir su vida en el Dublín de Joyce y de Wilde, decidió no embarcar. Su corazón se destrozó por completo. Cada semana andaría de resaca en resaca, se lo había prometido. Hasta que un lunes, llegó a su habitación una carta que traía consigo el olor de su amado. La desenvolvió con avidez. Al leerla sus lágrimas se desparramaron sobre el papel amarillento. William imploraba perdón. Cada línea la conmovió, y sin más cavilaciones, lo perdonó, pues esta vez como suele suceder a las personas que se enamoran locamente, el sesgo fracturó al paradigma. 141


Puesta en la realidad nuevamente, movió la cabeza, y el reloj anunció las 9:20 h, se levantó como un felino. Rozó con sus piernas los girasoles marchitos que, inclinando su cabeza, hacían una venia. Cerró la puerta del departamento, e inició un rápido descenso por las empinadas y oblicuas escaleras. Atravesaría la calle, y le diría a “Willy” cuánto lo quería, que su corazón hambriento emanaba amor por él y que estaba dispuesta a continuar la relación. Luego recordó que se había prometido ir a las 9:00 h, y la impuntualidad era presagio de que algo malo habría de pasar. Decidió que cruzaría la calle sobre el medio día, y así tendría como excusa invitarlo a un gustoso almuerzo. Movió su cuerpo, y ascendió nuevamente. Observó detenidamente las paredes y se fijó en un cuadro de Botero. Se preguntó por qué habría pagado tanta plata por una “gorda” sin gracia, luego entendió que, si nada nos salva de la muerte, por lo menos el arte nos salvaría de la vida. Recordó a Neruda, y una lágrima rodó por sus mejillas, pues siempre había soñado con un amor como el que Neftalí le ofreció a Matilde. Con esa nostálgica introspección, se paseó por la sala y encontró una montañita de libros apilados: Don Quijote de la Mancha, Crimen y Castigo, El Retrato de Dorian Gray, Cien Años de soledad, El Túnel, El Beso de la Mujer Araña... y recordó que estos habían acompañado su soledad y sus lánguidas noches en el frío Dublín. Se movió a la izquierda y encontró el libro que le había regalado con tanto amor William. Se trataba, pues, de Rayuela del entrañable Cortázar: ¿Cómo olvidar a la Maga y al loco de Oliveira? ¿Cómo olvidar aquel llavero con forma de golosa que él le regaló recordándole lo mucho que la amaba? Un susurro sacudió al departamento. Se lamentó, lloriqueó, y hasta pensó en atravesar la calle como una loca y sacudir a patadas, a puños, a rasguños la puerta de su amado. Después de tomar un vaso de agua fría y de respirar hondamente, reflexionó que lo mejor era pasar la acera sobre las 20:00 h, así podría invitarlo a un septimazo, caminarían por la calle de todos, y verían cómo los ventrílocuos deslizaban sus dedos y sus voces tenues para que los muñequitos de trapo y madera tomaran tanta vida como los muros que escupía Harry Haller. Luego beberían unos vasos de café, y escucharían a Ónix, aquel cuentero chileno. Se besarían. Él leería un buen poema de Rilke, de esos que rompen los huesos, el amor, la vida, el alma. Se levantó del sillón y una lágrima rodó por sus mejillas. Ahora, el reloj dada las 19:35 h, entró en su lúgubre habitación, y decidió que había llegado la hora de pasar la calle, se prometió rotundamente no navegar más por los recuerdos, saldría. ¡DECISIÓN TOMADA!

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Se miró en el espejo y pensó si detrás de esa cortina de vidrio existiría otro yo, y fue inapelable no acordarse de los laberintos de aquel escritor invidente que no pudo atravesar las sombras del Nobel. Salió a la calle. Un vaho de putrefacción alertó sus sentidos, ascendía desde las alcantarillas. Con suavidad, tapó su nariz y por fin dio el primer paso después del andén. Con una parsimonia de gato, inclinose para mover su lánguido cuerpo hacia adelante. Las piernas le pesaban, cual pesadilla donde a uno se le van las fuerzas para correr. Luego, como cuando por azar del destino, vio cómo su pie se fue torciendo y girando a la izquierda al chocar con una pequeña roca. Su cuerpo se movió con severidad hacia abajo, cayó: ¡Parecía el Muro de Berlín! Los vecinos presenciaban quedamente su quijotesca derrota. Uno de ellos la levantó como a un bebé. La subió como pudo por las empinadas escaleras. Esperó a que entrase nuevamente a su cárcel, es decir, a su departamento, y se marchó. ¡El llanto fue inmarcesible! Se acostó en el viejo sillón como pudo, y se dio cuenta que, a pesar de semejante golpe, el dolor que envolvía a su alma era más fuerte y tortuoso. “William me visitará”, pensó. Él se conmovería profundamente, las fibras de su corazón se moverían de un lado para otro. El teléfono estaba a mano y, si ella no era capaz de penetrar la calle, entonces, él lo haría. Notaría su ausencia, estaba segura de ello. Así, transcurrieron diez días más, entre lágrimas, versos, dolores, soledades, libros y algo de buen cine, porque eso sí, uno podría estar enfermo del corazón, entusado, vuelto nada, pero el arte sería el único compañero y bálsamo que le ayudaría a sanar los orificios que deja un amor mal cosechado. Sin más vueltas ni muletas, recordó El Secreto de sus Ojos, a aquel que se pasó una vida enamorado y solo al final expresó lo que sentía: (¡TEMO!) Entonces pensó: si Espósito pudo al cabo de tanto, ¿no podré yo atravesar la calle? Posó suavemente su cabeza en la cuerina, vieja y arrugada del cojín, cerró sus ojos, y sintió cómo el frío rasguñaba su columna. Supo que era el momento. ¡Se organizó en tiempo record!

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Salió. La brizna azotó con violencia su cara. Cruzó la calle, aunque esta vez tuvo cuidado de no dejar nada al azar. Entró, y se dirigió al departamento 302. ¡Toc!, ¡toc!, ¡toc!, sus manos se movían con el singular ritmo de una ópera barata. Las maderas se estremecían, nadie asomó. Transcurrió un buen rato. Tomó lugar frente al departamento. Una de las vecinas de William, se conmovió al ver aquel cadáver hecho mujer, y salió en su ayuda. ¿Qué te trae por acá, mujer? El amor de todas mis vidas posibles se encuentra allí dentro, esperando por mí. Lo que no entiendo es ¿por qué carajos no me abre la maldita puerta? La mujer se mordió con suavidad el labio e inquirió que debía narrar lo que sabía: Seré honesta contigo —dijo— William, tu amor, se marchó hace unos días para San Juan. La noche anterior estuve en su departamento y le consolé.¡Se lamentaba de un amor imposible! Decía que “no había razón para vivir”, hablaba de una tal Elena con tanto amor que el mundo se me estremecía, cada palabra laceraba mi alma. El viento sirvió de canal para trasladar aquellas palabras que se suicidaban al ser escupidas por su verdugo. Elena, atónita escuchaba, y sentía cómo le temblaban las piernas y se le estremecían de un lado para otro. Sentía la cara agarrotada, como si fuera de palo. La vecina continuaba su discurso: Me dijo que el amor de su vida vivía al frente, al pasar la calle y que, si ella atravesaba la acera y lo perdonaba, él estaba dispuesto a casarse con ella, pero que mirara cómo era la vida, que seguramente ella ni siquiera pensaba en eso. Al escuchar esto último, Elena comprendió que la vida le había quedado grande. Se lamentó de pensar y navegar tanto por sus recuerdos. Luego comprendió que el amor es ahora, y reflexionó las frases del Amor en los Tiempos del Cólera, susurró. Se despidió tristemente de su verdugo, no sin antes echarle una mirada de soslayo para intentar retener nostálgicamente esa imagen como una de las más tristes de su apenada existencia. Caminó por las calles quedamente, luego al ver la luz tenue de su sala, y al desunir con suavidad la cabeza de la vieja cuerina, y al observar el amarillento papel de 144


las cartas, comprendió que nunca había salido de su departamento, volvió a apoyar la cabeza sobre el viejo cojín.

JONATHAN CAICEDO GIRÓN

Colombia

Página Web: https://www.facebook.com/jotto.caisedorff

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L

a espera había sido ardua. Ella esperaba ya por algunos días a su esposo, aquello era ya un martirio, era la ausencia cuajada en olvido, sin una carta que trajera un recado: “aún vivo”, y sin aquello, el dolor golpeaba ya terrible y machacaba la certeza de estar sola, rotas las ilusiones conjuradas, carente de esperanza, ya que se sentía muerta, tendida en medio de cuatro cirios, próximos a consumirse ya por siempre. Así estaba en la espera, ya era el cuarto día que, al caer la tarde, la montaña no muy lejana dejaba ver tan solo medio sol entre las nubes rojas escarlata simulando un reguero de sangre amoratada. Era el ocaso y aquella mujer mirando el sendero por el cual su marido se tardaba. El tiempo era bastardo engendrado entre las sombras. Pronto vendría la noche a atormentarla, como las últimas que le hablaban de un olvido, algo funesto sospechaba porque su hombre nunca había faltado más de una vez, aun con el caballo casi muerto de fatiga, a la urgencia del jinete por llegar a su domicilio, él siempre volvía. Le dio la espalda al sendero cuando cerró la noche su cortina, era todo oscuridad, no quiso prender la vela para que nadie sospechara su tristeza a sabiendas que estaba sola, tan solo así se sentía todavía viva. Se sentó al banco duro de madera al lado del otro que usaba su marido, con zozobra, sola entre aquella negrura. De pronto se oye un galope, se incorpora de un salto, asoma a la abertura de la puerta, sí, es un jinete, mas no sale por completo de la mancha de la noche, se ponderan aquellos pasos, le parece que disminuyen en su prisa y se pierden los sonidos. Aguza el oído cuando oye un resoplido ya muy cerca, son los cascos que ahora se oyen casi huecos, enmudecidos. Distingue que se mueve algo negro, una mancha diluida entre las sombras, se detiene, sospecha que husmea y se para luego. Desde las sombras se escucha: —¿Hay alguien ahí? Soy el de la ley—. La mujer se tensa, siente su mutismo que se encona por el miedo, más se atreve y le contesta: —¿Qué busca? ¿Qué desea? —Busco una señora —¿Para qué? ¡Permítame, prendo la luz! ¿Qué noticias trae que me interesen? —Hace cuatro días fue un hombre herido y ha pedido que viniera a buscar a una señora, él es alto muy robusto, le han metido cuatro balas y lo dieron por muerto, tardará algún tiempo para poder valerse por sí solo, él se llama Nicanor. —Pase usted, él es mi marido ¿Cuánto tiempo se hace al pueblo? —A caballo, solo un día —¿Puedo acompañarlo? Yo me llamo Rosalinda... —Solo si tiene caballo.

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Forzando las monturas dentro de lo permitido llegaron a aquel pueblo, en tanto aquel hombre agonizaba, la vio entrar, aun con mirada opaca y sus fuerzas nulas, su mano flácida sintió la suya y poco a poco se le fueron cerrando los ojos..., ella guardó silencio resignada... Quien no sepa que es una nevada, sepa que es un llanto frío que el cielo suelta en pequeñas plumas blancas que cubren de tristeza el campo y techos de un poblado y a su alrededor los árboles se llenan de escarcha invitando a invernar, así el de la ley recordó que la nevada se sintió muy temprano aquel día pasada la noche, el soplo invernal fue cubriendo poco a poco los tejados, había preparado café mientras su ayudante vigilaba al hombre fortachón, que parecía muerto, lo habían velado como tal. Mas entrada la mañana de pronto se movió, el vigilante se espantó y llamó: —¡Jefe, jefe, venga usted! —¿Qué sucede? —Fue cuando se dieron cuenta que Nicanor aún respiraba y les hizo el encargo de traer a su mujer. Ahora con Rosalinda presente le infundió fuerza a su marido para seguir resistiendo, por lo que al sentir que lo tocaban hizo un esfuerzo sobrehumano para abrir los ojos, sintió un dolor en el costado, los párpados le pesaban como un par de losas de sepulcro. Al fin logró ver el contorno sin distinguir facciones, para él aún eran sombras irreconocibles. Se acostumbró a la poca luz, en tanto la nevada disminuía dejando montones de nieve allá afuera. Gracias al clima no habían hecho intentos por llevarlo a algún lugar y cavar su tumba. La mujer no le soltaba la mano, al ir aclarando la vista supuso que aquella mujer era la suya así que intentó decir su nombre: Ros... Ella solo le apretó la mano, le puso el dedo en la boca quedo y suave, él cerró los ojos y trató de mover los dedos entre los de ella que, al sentir el intento, se quedó viendo al de la ley, se miraron mutuamente. Aquel cuarto no era muy caliente, aun así el frío era soportable, se intentó darle en la boca algo de alimento que el de la ley mandó traer a la cercana fonda, la mujer logró colar entre los labios alguna papilla entre cucharada y cucharada de sopa. Aquel hombre confirmó que se llamaba Nicanor, confesó después que había sido atacado por varios hombres con pistolas disparando a discreción temiendo que fueran repelidos. Por desgracia él no había podido repeler el ataque. Tan solo oyó que lo daban por muerto. El ataque fue tan repentino que, si no hubiera resbalado, recordaba, entonces sí que lo hubieran liquidado, pero al caer se golpeó la cabeza, solo alcanzo a ver que se alejaban dejándolo como muerto. Segundos después quedó desmayado. —Yo no tengo enemigos jefe, —dijo Nicanor—, gracias por haber ido a avisar

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a Rosalinda, y por haberla traído hasta acá. —Amigo, lo dimos por muerto, lo volvió a salvar la nevada que se vino de repente, porque si hubiese nevado cinco días antes usted hubiera sido cubierto por la nieve. ¿Quién lo hubiera encontrado, si se suspendía la ronda? Su mujer fue valiente, al estar atenta en su casa por si regresaba usted, así también como se atrevió a contestar cuando se le preguntara que si había alguien ahí, aunque entrecerrada la puerta dio su información y confesó que usted era su marido, cuando se le dijo que usted era Nicanor. Cuando ustedes quieran, lo puedo recomendar con mi hermana, su esposo es doctor, para que se recupere en su casa, ya después podrán partir cuando así lo determinen. Fue entonces que Rosalinda agradeciera al de la ley lo que había hecho por su esposo. Su mutismo fue elocuente, no podía hablar de la emoción y el miedo, así que prefirió callar hasta que se sintiera capaz de hablar sin llanto.

EMILIO SANTANA ARREOLA

México

Facebook: http://facebook.com/emilio.santanaarreola Blog: suenosalpapel.blogspot.com

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