EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 17 JULIO 2017

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©MÓNICA ALTOMARI

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"MAÑANA EN ABBAZIA" por |

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MÓNICA ALTOMARI

Argentina


EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 17 - JULIO 2017

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ÍNDICE MONTPARNASSE DE SAN JUAN MAGDALENA RAVANELLI 6 LACRIMÓGENO CARLOS M. FEDERICI 10 EL ÚLTIMO VIAJE ZANDRO ZÁS 15 LA CORRIENTE DEL VALIZAS RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 20 LA CASA DE LA BRUJA ROLANDO DI LORENZO 24 EL VIAJE HUGO VIGLIETTI 30 EL ANIVERSARIO DE LOS WOOLSEY MARGA DE CALA 37 NÁUFRAGOS

áLVARO MORALES 43

EL AROMA DE LA MUERTE ESQUIZOFRENIA

G. ANDALUZ QUEIROLO 47

JUAN aNTONIO BORGES

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CULPABLES CORINA VANDA MATERAZZI 57 UNA HISTORIA DE HARRAT (PRIMERA PARTE) RUDY QUISPE ARIRAMA 60 NO LA ALTURA EXACTAMENTE DANPERJAZ L. J. 69 LA FUERZA DEL FÉNIX CARLOS E. SALDIVAR ROSAS 74 PETRIFICADO

JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE 78 GAIA ALBERTO PEÑALVER 84

L´ENFANT SORCIER DAMARIS GASSÓN PACHECO 89 ADICTIVA Y CAUTIVADORA ADA INÉS LERNER 95 LA HECHICERA PAOLA COMÁN -MERY YEIN- HÉCTOR GARCÍA

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TERROR LITERARIO PLÁCIDO ROMERO 103 EL SUEÑO DE UN NIÑO NANCY AGUILAR QUINTERO 105 UN VETERINARIO EN LA PATAGONIA ANA M. MANCEDA 110 EXTRAÑA INAUGURACIÓN CLARA GONOROWSKY 116 AMOR GOURMET SERGIO NUÑEZ 118 VOLANDO POR EL UNIVERSO RUSVELT NIVIA CASTELLANOS 121 LA CIUDAD ALINA TORTOSA 124 DOS ALMAS GIANCARLO UBILLÚS CELI 127 EL MUTANTE YOLANDA SA

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us incesantes esfuerzos por pertenecer, y los míos por destacar. Todo eso que nunca vamos a compartir me trajo hasta acá, a la despedida.

Mi cuerpo y su anatomía medio rota se divierten arañando mi

estabilidad, entre las hormonas que nunca voy a poder controlar, entre el miedo irremediable a la soledad y esta esperanza cristiana de superación, no logro salir de las sábanas. Pensar en la muerte me parece un cliché, mi depresión no puede ser como cualquier otra, reflexiono, y me esmero en volverla original, viendo como por lo premeditado de mi sentir se derrama una estupidez crónica. Las paredes blancas de mi habitación se acercan a la cama, mi sangre es espesa y amenaza con privarme para siempre de mis sueños, el aire es escaso, mis huesos blandos, los gatos rasgan la puerta y la asfixia es inminente. Salgo de este océano autoprovocado de sentimientos agotadores porque mamá me acerca un mate dulce, está preocupada por mí, y me mira con esos ojos redondos y oscuros, tan repletos de amor que incomodan y movilizan la culpa que me arrastra al living, al baño, a la rutina. Más tarde viajo, el tren atraviesa estaciones y busco desesperada una mirada para coincidir. Esta Argentina tan inmutable, con ciclos cerrados, infinitos e ineficientes hace del paisaje una lágrima contenida, hace meses que no escribo y ese es mi mayor problema. Pienso frecuentemente en dejar de pensar, y me imagino que cruzo la mirada con un tipo alto, rubio, de hombros medio curvos, con olor a tabaco en sus manos y me rescata. Sueño con un príncipe de los setenta, perdido en el mundo del desenfreno, aun sabiendo que voy a odiar su idea de libertad y que quiero atarlo a mi tiranía emocional. Sus labios son un poco arrugaditos, sus ojos felinos, su nariz aguileña, y el cabello medio de lado, medio anticuado. ¡Julia! me grita mi conciencia cuando por volar me estoy por pasar de parada. Me levanto apurada, con un poco de

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resignación preventiva a olvidarme de algo en mi asiento. Viajé sola de nuevo, llegué sola de nuevo. Me subo al colectivo, me bajo del colectivo, mi día realmente comienza cuando terminan los trasbordos y arribo al destino. Tomo una clase aburrida donde hablan de curvas de titulación, la musiquita de mi cabeza está en portugués, ¿el resto de los oyentes del aula tendrán musiquita en sus cabezas mientras ven la curva del analito? ¡Qué preguntas inútiles! Nada de esto me da ganas de escribir, y no quiero ir a tu casa para rogarte que le digas a la musa que me visite. Siento que el reloj en mi muñeca está sincronizado con mi palpitar, sesenta por minuto, tus reclamos se centran en mi desgano, los míos, no sé, el calendario dice 24 de junio. Pienso en mi tío cuando me decía que podía hablarle cuando me sintiera así, cuando vivía siempre me pareció raro que alguien se interesara en este mar de electrones. Papá dice que a mí me gusta surfear la ola de la depresión. Tengo tantas cosas pendientes aún, y son apenas las 21 horas, el día se termina y yo recién comenzando. Me pido un café en el SUM y lo revuelvo en busca de respuestas. Entonces se acerca a mi mesa el rubio de otro siglo que esperaba, casi tan contrariado como yo, me pregunta por mi día, y la revolución comienza: lo miro intentando acercarlo, nos interrumpen y me pongo un poco delante suyo, al costado y delante, haciéndole creer que tiene el control, bailamos sin saber que lo hacemos. Mi historia cambia y el ritmo también, me inspira la ansiedad por lamer ese amargo tabaco de su lengua, por impregnarme de su simpleza, por cruzar la línea, y olvidarme de tu cara y de tus malditas musas. Pero nos despedimos de lado, con toda la intermitencia de la atracción, aguardando otro contacto. Voy de nuevo en el tren, flotando sobre las profundidades que me arrastraron desde que desperté, quiero decirle a mamá que por un guiño del destino mi locura va a cesar, ya no me importa viajar sola, solo me importa

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llegar y relatar soñadora el encuentro en el café. Miro por la ventana y me veo a mí misma atrapada en el vagón, me estoy ahogando, el agua llena mis pulmones, mi cuerpo sumergido no hace nada por escapar, mueren allí todas las historias que no escribí, y mi fantasma se vuelve parte del viaje de todos los que alguna vez transitan ese camino. Al pasar por la curva donde mi cráneo se estrelló, la musiquita de mi cabeza invade a los pasajeros, que tararean confusos balbuceos lusitanos, y por lisis de mi ser, fragmentos de mi antagonismo emocional perturban a los portadores, que se sienten metálicos, y brillan, no saben que es el resabio de un patético fantasma lo que altera su mañana. Un patético fantasma que nunca volvió a casa.

Magdalena Ravanelli Argentina

Página WEB: honestidad-desvario.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/magdalena.ravanelli

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...y tuve hambre de espacio y sed de cielo... —Rubén Darío.

S

e habían quedado callados allá abajo: ahora empezaba el baile. Se secó la cara con el brazo. Por lo menos no lo agarraban desprevenido. —¡“Chileno”!

Ahí estaba. Ahora lo intimaban. —¡Por última vez, “Chileno”! ¿Salís o no? Ni se molestó en acercarse a la ventana. Tampoco les iba a contestar.

¿Para qué? Tenía el cargador vacío. Se recostó contra el rincón, recogidas las piernas. Que hicieran lo que les diese la gana. —¡O salís o te encajamos los gases! ¿Oíste, “Chileno”? Respingó. ¡Los gases! Había llegado el momento. Se paró de un salto y fue hacia una mesita de luz, único mueble de la pieza que en ese momento no estaba sirviendo de barricada. Hurgó entre el contenido del cajoncito. Sacó un candado, de apariencia bastante sólida, aunque no muy grande. Lo colocó en el pasador de la puerta, por detrás del armario que la obstruía; después sacó una llavecita del bolsillo, con la cual cerró el candado. Entonces hizo presión con el pulgar contra la cabeza de la llave hasta quebrarla. Ahora no podría abrir, aunque quisiera. Era la consigna. La organización se caracterizaba por jugar siempre con un as de repuesto. Volvió a su rincón y reasumió la posición semiacurrucada, abrazándose las rodillas. —¡Vos te lo buscaste, cabeza dura! —gritaron desde la calle. No les oyó. Empezaba a divagar; igual que lo había hecho siempre cuando era niño y se veía en una situación apurada. Mirando el candado de la puerta (que desde donde él estaba se veía muy chico) le vino a la cabeza Camussi. Camussi era lo que se dice un revolucionario. Había que ver cómo 11


gritaba en la oficina, despotricando contra el “gobierno ladrón” y los “milicos asesinos”. La raíz de todos los males era la maldita plata, decía, poniéndose colorado de rabia, y por qué algunos tenían que deslomarse para que un nene bien hijo-de-patrón se pasara la “sison” panza arriba. Todo muy lindo. Cuando se iba, al fin de la jornada, cerraba con candadito su cajón, donde dejaba las bolsitas de té, el azúcar, las aspirinas y los fósforos. Si Camussi lo viese ahora, seguramente lo iba a aplaudir, lo pondría por las nubes como héroe, libertador y hasta quién te dice, mártir. Estalló un vidrio. Un objeto oscuro atravesó la ventana y golpeó el piso. Nunca hubiese creído que fuese así. Los cabecillas se lo habían explicado, los efectos y demás; nunca engañaban. Pero una cosa es la “teoría”, y otra... Creía que le iban a reventar los ojos; le fluían chorros ardientes y para colmo se le cerraba la garganta. Tosió. Lloró. Tosió. Sintió pánico. La sensación le resultaba familiar. ¡Cuántas pesadillas no habría tenido, siendo un chiquilín, en las que sentía que se le agotaba el aire, que sus esfuerzos por respirar eran inútiles, que se asfixiaba!... Sacudió la cabeza. Pensá en otras cosas, aconsejaban los cabecillas; ellos debían saber. Probó. …la iglesia. Aquella atmósfera solemne, música de órgano, penumbra. Y un olor extraño, punzante... —¿Ese humo qué es, mami? —Incienso, nene... Callate. Mirá al altar. —Pero me molesta... ¡No me deja respirar! Respirar. Sus dedos se introdujeron como anzuelos por entre el cuello de la camisa. La tela se desgarró y él creyó sentir un cierto alivio. Tosió. Se pasó un trozo de camisa por los ojos irritados. Era imposible detener el flujo. —¿No te alcanzó, “Chileno”? ¡Como quieras!

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Y hubo otra voz: —¡Veranillo para uno! Dilató los ojos, estriados por venillas en ascuas. Lo recorrió un escalofrío. ¡Entonces era cierto! Un nuevo objeto entró volando y se quebró contra el suelo. Enseguida percibió la diferencia, aunque no entendía de gases. —Así que era verdad... ...el encapuchado había hablado con voz seca. Después lo habían comentado entre varios compañeros, y llegaron a la conclusión de que se había pretendido impresionarlos, y nada más. —Ustedes fueron escogidos porque demostraron ser dignos —había dicho el encapuchado—. Se les van a confiar los secretos de la organización; sabemos que jamás traicionarán nuestra fe en ustedes. Pero nadie ignora que existen casos extremos. No deben temer: en esas ocasiones estaremos allí para hacer lo preciso. Ustedes seguramente lo comprenden. Los altos ideales que nos hemos señalado exigen que dejemos a un lado todo lo que signifique sentimentalismo. Sé que ninguno vacilaría en darle a la organización todo lo que ella le pida. No cabía duda. Le habían gritado la contraseña y enseguida tiraron el cartucho “especial”. Ellos estaban allí. Lo tendría que haber supuesto desde el principio. Entre lágrimas, no pudo dejar de admirar a la organización. ...la admiraba. Más que eso; se perdía contemplándola. Era lo más próximo a sus sueños que había conocido... Ella lo apartaba poniéndole las manos sobre el pecho y torciendo el cuello para alejarse de su boca. Y después ponía un disco en el gramófono, y otro después de ese, mientras él se consumía mirándola; y así todos los días hasta ahogarlo con música y desprecios. Fue lo último. Luego... aquellos años indefinidos de vagar de un lado a otro (la máquina de escribir y los pinceles acumulando polvo y polvo), buscando, buscando... Recordó a su familia. Nunca se habían entendido. Era otra mentalidad, así que, ¿para qué insistir? No comprendieron que quedara mucho más seco

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que antes después que terminó con ella; no supieron explicarse tampoco por qué finalmente él había ingresado a la organización. Por años habían respirado el mismo aire rancio de sus caducas tradiciones... ¿Cómo lo iban a entender? Se dio cuenta de que no tosía más, ni le lloraban los ojos. Faltaba poco. No había sido tan difícil, al fin y al cabo. ...cielos abiertos. ¡Libertad! Rompiendo con todos los moldes, a lo mejor se podía conseguir. Instituciones corruptas y estructuras decadentes, al servicio de una oligarquía que apretaba las redes por todos lados hasta sofocarlo a uno. ¡Había que demoler todo eso! ¡Volarlo por los aires; y así se podría respirar por fin a bocanadas. Le gustó el credo de la organización. Supo aceptar, también que en el proceso purificador hubiera que derramar alguna sangre. Era un mal necesario. Pronto la falange se le aclimató al gatillo. De pronto advirtió que no le quedaba más aire. Una estrella se partió en mil partículas chisporroteantes dentro de su cabeza. —¡Me asfixian! ...Le habían prometido todo el aire del mundo, y ahora le sacaban hasta la miseria que a duras penas había podido conservar de todos sus perros veinticuatro años. —...Dios, qué... asco.

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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L

a visión limitada por el marco de la ventana era la del enorme Yeniséi corriendo fuerte llevándose con él algunos troncos que, de no ser por la lluvia que llevaba ya seis días sin parar, podría estar

rescatando de las aguas para hacer leña. No era algo que le preocupara, ya tenía amontonada toneladas de leña para el invierno, pero... un poco más nunca venía mal. No quedaba mucha agua por caer, la temporada de lluvias se había mantenido con intermitencias durante los últimos meses y el río ya estaba completo; en cuanto parara sería momento de partir. Miró el vaso de vodka casi lleno y recordó la época en que se tomaba una, a veces dos botellas al día. Días buenos aquellos, en algún sentido, y muy malos en otros; igual que estos. Sintió chillar a uno de los perros, se sobresaltó y se apresuró a acercarse a la ventana, en la baja casilla con techo inclinado y de tres paredes vio a los tres, uno de los cachorros y el joven Alek estaban echados mientras que el viejo Kirill permanecía parado. Seguramente estaba tratando de echarse y la cadera le dolía. Al hermano del cachorro lo había canjeado por otro ya que se entusiasmaba más persiguiendo alces y ladrando a las vacas que rastreando martas, le atraían más los animales grandes y era inútil tratar de cambiarlo; había acordado con un trampero amigo que le entregara el nuevo cachorro después del invierno ya que no lo llevaría al monte, ahí iría solo con Alek. Vio claramente como a un nuevo intento de echarse el viejo Kirill volvió a chillar, dejándose caer esta vez hasta quedar acostado en el suelo. Si el dolor seguía aumentando tendría que tomar cartas en el asunto. Había sido un gran perro, tenían en su haber muchos inviernos compartidos, habían cazado y la habían pasado muy bien. Siendo padre de Alek había sido fundamental en su enseñanza; no dejaría que sufriera, ya estaba muy viejo y casi no comía lo que día a día le daba, se merecía una muerte digna. Cuando terminaran las lluvias, se haría cargo... Volvió sobre sí, agarró el vaso de vodka y se dirigió hacia la entrada de la vivienda. Tomó un trago corto, saboreó con ganas y lo apoyó

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sobre el cajón cerrado de las herramientas que estaba a un costado de la puerta, contra la pared. Se puso el abrigo que colgaba del respaldo de una silla y salió, la intensa lluvia fría le golpeó la cara, se puso la capucha y cerró la puerta; quedó parado así debajo del alero que no lo protegía en nada ya que la combinación de lluvia y viento, que soplaba desde el río, hacía que el agua se metiera por debajo del techo. No le importó y caminó sin prisa hasta el cerco de alambre, quedando parado frente al enorme río, cuyas aguas revueltas generaban un rugido incesante. Pensó en los próximos días, pensó lento mientras la lluvia helada le golpeaba la cara. Miró hacia la izquierda y contempló la pequeña aldea de unas trescientas casas, todas similares, de madera y techo de chapas de dos aguas, emplazada en el centro mismo de una Siberia que se preparaba para recibir un invierno más. Su casa que estaba casi en un extremo de Bakhtia, era de las más cercanas al río, del que la separaba un barranco de unos dos o tres metros y luego del mismo la costa de suelo cubierto de nieve del invierno que era tapada por las aguas a partir de mayo. En los días por venir navegaría el río, se internaría en el bosque permaneciendo allí varios días y luego volvería a la aldea. Así dejaría todo pronto para esperar el invierno y en noviembre, con el Yeniséi congelado y la nieve del bosque dura, volvería a cruzar el río; pero esta vez iría en la moto de nieve para permanecer durante toda la temporada de caza en el bosque. Una vez que terminara de llover y cruzara el Yeniséi hasta el inmenso monte, llevando todo lo necesario para preparar esta temporada, comenzaría el trabajo más arduo. Acondicionaría la cabaña principal y las tres cabañas pequeñas con las que cubría todo el territorio de caza que le correspondía desde que se lo habían asignado, en la época de los comunistas. En aquella época cazaba para el gobierno. Desde entonces habían cambiado algunas cosas, cada vez se hacía más difícil vivir con lo que dejaban las pieles, la vida se hacía cada vez más cara. Cuando lo habían traído en avión al asentamiento

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que constaba de un puñado de viviendas precarias tenía veinte años, y desde entonces vivía allí. Ahora seguía cazando por varias razones, pero la principal razón era porque sabía hacerlo. Cazar martas cibelinas en Siberia no era para cualquiera. A un hombre pueden quitarle prácticamente todo, el dinero, el bienestar, la salud; pero hay algo que no pueden quitarle jamás, y es su habilidad para realizar una tarea. Eso que uno aprende a hacer y lo diferencia del resto, es lo que lo hace distinto a los demás, es lo que le da libertad; y un hombre sin libertad no es nada. A los veinte, además de tomarse dos botellas de vodka diarias, cazaba con trampas de metal. Cuando aprendió a hacer las trampas koolyomka no utilizó más las otras. Tenía planeado preparar alrededor de mil koolyomkas en el monte, esto le llevaría un buen tiempo, luego solo restaría armarlas cuando llegara el invierno. Las koolyomkas eran efectivas, además de preservar la piel sin daños y ser piadosas... las martas no sufrían, prácticamente ni se enteraban, un golpe seco y listo. Un golpe seco y listo... no, mejor no... una cosa eran las martas, pero el viejo, el viejo era su amigo. Mejor, tal vez era que se muriera durmiendo. En realidad... ¿Cómo le gustaría morirse a él? ¿Cómo le gustaría morirse a Yari el trampero? ¿Cómo le gustaría morirse al tipo que hacía ya treinta y cinco años que vivía como quería, que era bueno en lo que hacía, que no le pedía permiso a nadie para internarse en el gran bosque siberiano y entenderse, cara a cara con el invierno ruso... con el General Invierno? ¿Cómo le gustaría morirse? Ya no veía el río Yeniséi, aunque todavía lo estaba mirando. ¿Cómo le gustaría? Caminó hacia la casilla de los perros, los dos más jóvenes se pararon de inmediato y comenzaron a mover enérgicamente la cola y a patalear nerviosos, el viejo hizo un esfuerzo atroz, y consiguió pararse, aullando de dolor. Se agachó y pasó suavemente las manos una y otra vez por el pelo del lomo del viejo Kirill, le acarició la cabeza, y luego lo alzó suavemente y lo acostó sobre la pared de atrás de la casilla. Los dos más jóvenes se echaron uno a cada lado,

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recostándose suavemente contra el viejo. Se incorporó y caminó hacia la casa. El Yeniséi siguió rugiendo, la lluvia continuó cayendo llevada por el viento helado y la puerta de madera se cerró tras de él. Al amanecer se volvió a abrir la puerta, un humo helado subía desde el barro del suelo, el viento había cambiado, ahora soplaba desde atrás de la aldea en dirección al río. No llovía desde la noche y los perros vieron como el hombre salió con el abrigo puesto y el sombrero de piel, cargó la canoa con menos cosas que las habituales, se colgó el rifle al hombro y acercó la canoa a la casilla. El cachorro saltaba y Alek se subió de inmediato, el trampero alzó al viejo Kirill, lo acomodó sobre un cuero que estaba sobre el piso de la embarcación, y bajó a Alek. Hoy no vas, descansá que mañana salimos con todo el cargamento, nos vemos de noche. Llevó la canoa hasta el río, prendió el motor y se alejaron de la costa internándose en el Yeniséi que los abrazó con sus aguas. El joven Alek se acercó hasta la cerca de alambre, seguido por el cachorro que correteaba a su alrededor y, sin traspasar los alambres, se quedó mirando la embarcación que se alejaba y se hacía cada vez más chiquita, cada vez más chiquita... hasta que se los tragó la Taiga.

Zandro Zás

Uruguay

Blog: https://letrasquemuerden.wordpress.com/ Twitter: @LetrasqMuerden Facebook: https://www.facebook.com/zandro.zas

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l sol daba fuerte contra su cara. Estaba boca arriba, en plancha, flotando para descansar. El primer intento de volver contra la corriente había fracasado y lo dejó casi agotado. A la izquierda veía

los médanos de Valizas y las rocas del Buena Vista. Toda su vida lo habían fascinado, y ahora, mientras la corriente del arroyo lo arrastraba, pensó por un momento: ¿no subiré más a sus alturas? ¿No veré más las islas, el Cabo Polonio, Aguas Dulces? Era una estupidez que se ahogara ahí, en las playas de Rocha; sus playas. Si tenía que morir ahogado tendría que ser en cualquier arroyo o playa que no fueran los que consideraba suyos, donde fuera “extraño”… Sus padres, su esposa y su hija habían quedado en una sombrilla, y tal vez todavía ni se habrían preocupado de su demora, ya que había dicho que iba a hacer una caminata hasta el Buena Vista, y eso le llevaba por lo menos una hora. Intentó cruzar el arroyo contra la playa, pero el empuje de la corriente y el fondo de arena muy suelta lo arrastraron mar adentro… Miró a la derecha, y en el lento subir y bajar de la marea veía las manchas grises del rancherío de Aguas Dulces; los palafitos se desdibujaban a la distancia, pero conocía cada uno de ellos y a cada uno de sus dueños. Era su lugar, su mundo. La corriente del arroyo lo había llevado hasta la primera rompiente, la que cruzó sumergiéndose mientras la ola, rompiendo encima suyo, lo sacudía como a un muñeco. Pero la ola siguiente rompió justo cuando emergía para respirar, así que lo hizo tragar agua y el revolcón lo arrastró contra el fondo. ¡No! ¡Está mal! ¡Tienes que emerger de espaldas a la ola! ¡Cualquier valicero o aguadulceño sabe eso! Tosiendo y puteando y habiendo aprendido la lección, pudo terminar de cruzar la rompiente, por lo que las aguas se calmaron un poco, aunque la corriente lo llevaba irremediablemente mar adentro.

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Ya no veía la entrada del arroyo en el mar. Se daba cuenta que nadar contra la corriente era agotar las pocas fuerzas que le quedaban luego de los primeros y fracasados intentos de volver. No entró en pánico. Siempre le pasaba en situaciones peligrosas; el miedo aparecía después. Realmente se asustaba cuando el peligro había pasado. Su vida se le presentaba como imágenes dispersas de momentos vividos o imaginados, buscando los momentos felices, que fueron muchos, sí, pero los que aparecían eran los otros. Los no deseados. Pero ¿y las dichas y desdichas por venir, en que quedarían? ¿En la nada? ¿Esa nada absoluta donde nada ocurre? Era inimaginable como idea. ¿Sería así la muerte? ¿Sería que todo acababa en el corto tiempo de la agonía? ¿Tanto trabajo, tanta lucha, tantos ideales pendientes? ¿En definitiva; tanta vida? De pronto advirtió que la corriente del arroyo, luego de llevarlo mar adentro como un kilómetro, comenzaba a derivar a la izquierda, hacia Aguas Dulces. La esperanza volvió: si acompañaba la corriente y lograba atravesarla de a poco, tendría chance de llegar nuevamente a la orilla. Se tendió de espaldas y comenzó a nadar lentamente, sin extremarse para que el cansancio no lo venciera y lo hiciera entrar en pánico. Cuando se sentía agotado volvía a hacer “la plancha” un rato, y esos descansos le daban fuerzas para continuar cruzando la corriente. “¡Tienes que poder! ¡Eres joven, fuerte y te criaste en este mar!”. De pronto notó que el agua estaba más calmada y la corriente ya no seguía arrastrándolo. Finalmente había logrado cruzarla y ahora veía la playa y los médanos tras los lomos de las olas que reventaban hasta ella. Pasó muy cerca del palo mayor de la “Juanita”, lo único que quedaba a la vista de uno de los tantos naufragios de esa costa. Estaba muy cansado, continuó nadando muy despacio, a “lo perrito”, hasta que logró agarrar el lomo de una ola que lo llevó, deslizándose sobre ella, muchos metros adelante, dejándolo cada vez

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más cerca de la playa. En determinado momento, sus manos y rodillas dieron con la arena del fondo. ¡Había llegado! ¡Lo había logrado! Salió tambaleando del agua, vomitando, y se tendió un rato en la arena a recuperar fuerzas y que se le pasara el mareo. Había salido como a dos kilómetros del arroyo de Valizas, y comenzó a caminar lentamente por la playa. Al rato vio a lo lejos la sombrilla con su familia. Al llegar recompuso el paso, llegó caminando normalmente y se tendió al lado de la pequeña, furiosa todavía porque no la había llevado a la caminata.

Ramón Martínez Ventura

Uruguay

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E

n el barrio había dos casas de brujas, una de ellas, era la de doña Cecilia Montuno, una verdadera bruja, que vivía enfrente de la casa del Negro. Tenía una casa viejísima, con el frente corroído, con

pequeño jardín adelante, protegido por una reja oxidada. Le molestaba todo lo que hacíamos y nos amenazaba constantemente, con soltar el perro si hacíamos ruido, para que “nos comiera” según ella. Eso nos causaba mucha gracia, porque el pobre perro era tan viejo como ella y lo único que hacía era comer y dormir todo el día; acostado en un felpudo deshilachado, que había al lado de la puerta de entrada. Pero ella creía que tenía allí al “Mastín de los Baskerville”. Nos hacía reír mucho y ella se enojaba más y nos amagaba como para pegarnos con una escoba que siempre tenía a mano, de ahí el apodo de bruja. La otra casa de bruja, era una construcción abandonada, que estaba al lado de la casa de Fede. Era de principios del 1900, permanecía cerrada desde hacía muchos años, según decían los vecinos. Los dueños habían muerto hacía tiempo y solo quedaba un hijo de estos, que vivía en la capital. Al frente tenía una altísima reja cuya puerta estaba bloqueada por una larga cadena, rematada con un candado antiquísimo, de hierro, totalmente oxidado. Debido al abandono, el jardín del frente, se había convertido en un yuyal, que tapaba el caminito de acceso al porche, que por alguna razón se mantenía bastante limpio. Quizá porque recibía todo el viento del sur y eso lo barría cotidianamente. La casa estaba totalmente cerrada, paredones a los costados y atrás y al frente la vieja reja. Lo curioso, era que en ese porche yacía tirada una vieja escoba de paja, muy cerca de la alta puerta de madera descascarada. Según nuestra opinión, casi siempre estaba en distinta posición, como si alguien la moviera al entrar o salir descuidadamente. A esto debemos sumarle, que Fede juraba que algunas noches escuchaba ruidos, como si alguien caminara por las habitaciones.

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Considerando que su dormitorio daba a la medianera con la casa abandonada, le dábamos crédito a sus comentarios. Él mismo nos contaba que sus padres no creían esta teoría del habitante misterioso y que una vez su mama se había quedado con él y, como pasa siempre, esa noche no escucharon nada. Eso había despertado el interés de todos nosotros, haciendo que comenzaran a surgir varias teorías, el Negro decía que debería ser algún delincuente que lo tenía de aguantadero. Carlitos estaba en una duda total. El Morcilla, apoyaba la teoría de Fede: que debería ser una bruja, por eso estaba en la puerta la escoba en diferentes posiciones. Creían que esa señora estacionaba su vehículo de cualquier forma, cuando volvía de sus andanzas maléficas nocturnas, vaya a saber por dónde. La idea de que era una bruja se apoyaba también en que una noche Fede había escuchado una voz de mujer, como una especie de quejido ahogado, luego de un ruido extraño. Esa mañana cuando nos contó lo oído, dijo: —Muchachos, anoche la bruja se llevó algo por delante y le debe haber dolido, porque escuche un grito, aunque bajito, cortado —dijo bastante atemorizado. —¡Andá con eso! —Saltó el Negro— ¿Cómo se va a llevar algo por delante una bruja, si puede entrar y salir por la puerta cerrada, o por las ventanas sin abrirlas? No puede ser. —Qué se yo Negro, estará vieja, no verá bien, no sé...te aseguro que algo le pasó —insistía Fede. —¿No será que han matado a alguna mina ahí adentro? —decía el Negro, pensando en el delincuente escondido en su madriguera. —¿Por dónde va a entrar una persona, si está todo cerrado? Tiene razón Fede, debe ser una bruja nomás —aseguraba el Morcilla. Los días transcurrían normalmente. El tiempo se nos iba en los juegos,

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la escuela y las teorías sobre la casa de la bruja. Pero un día, nos enteramos por las charlas de nuestros viejos, que había venido una familia nueva al pueblo y que andaban buscando una casa para radicarse. Don Carlo Tuttobasso y su familia, que estaba integrada por su esposa Francisca, una mujer que a simple vista, se veía que era mucho menor que él, su hijo, que ya era un muchacho mayor que nosotros y dos nenas mellizas mucho mas chicas. Venían de los alrededores de la Capital en busca de una vida más tranquila y segura. Necesitaban una casa grande y antigua para reparar, porque don Carlo era albañil o constructor. Se ubicaron en una casita que le alquilaron al verdulero de la esquina. mientras buscaban un lugar para arreglar y vivir. El hombre comenzó la búsqueda pero en el pueblo no eran tantas las casas como las que ellos necesitaban, en realidad solo eran dos o tres. Estuvo mirando, preguntando y pensando qué hacer durante mucho tiempo, se notaba que era indeciso. En mi casa decían que era como el perro, que da muchas vueltas antes de acostarse y al final termina en el mismo lugar. Por fin don Carlo se decidió por la casa de la bruja, la de la verdadera bruja. Cuando nos enteramos, sentimos dos sensaciones diferentes, se aclararía el misterio. Pero al mismo tiempo, nació la teoría, de que si se ocupaba la casa, la bruja no tendría ya su lugar y daría vueltas por el pueblo buscando un nuevo alojamiento. Eso nos daba mucho miedo. Sobre todo pensando que se podría apoderar de algún lugar de nuestras casas, o simplemente debajo de alguna de nuestras camas. Nos hacíamos pesadas bromas, imaginando como sería tener a la bruja durmiendo debajo de la cama. —Si por alguna razón una noche no salía, aunque sea por aburrimiento. Te podía convertir en algo…no sé, en sapo o en araña, que se yo—decía Fede. Y así cada uno daba su opinión sobre el tema.

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A todo esto, don Carlo ya había cerrado el negocio, con el único sobreviviente de la familia dueña de la casa. Nosotros, ni bien nos enteramos, nos reunimos en la vereda de enfrente, esperando que el tano llegara y abriera la puerta al gran misterio. Casi al mediodía, llegó caminando tranquilamente, metió su mano en el bolsillo derecho y sacó un llavero con dos llaves. Nos parecieron enormes y mágicas. Abrió el candado, sacó la cadena de la reja y la dejó caer a un lado. Luego caminó por los pastizales del frente, pateando hacia un costado, con enorme indiferencia, la escoba tirada en el porche; lo que nos hizo correr frío por la espalda. Introdujo la segunda llave en la puerta principal y la empujó con esfuerzo. La vieja puerta le contestó con un chirrido fantasmagórico y dejó el interior al descubierto. Por supuesto que no entramos con él, pero nos enteramos de lo que pasó. Porque siempre que uno quiere se entera de las cosas. Don Carlo, comentó todo con los vecinos y algunos de ellos eran nuestros padres. Parece que casi toda la casa estaba vacía. Solamente encontró en un dormitorio, que resultó ser el que daba a la medianera con la casa de Fede, un colchón. A su lado había una vela a medio usar, adherida el piso con su propia cera y restos de otras velas ya consumidas. En un rincón de la habitación, casi al lado de la puerta del baño: una lata de pintura de otra época, que hacía las veces de tarro de la basura. Y que dentro de ella había varios preservativos tirados. Todos acordaron que era raro, pero que seguramente alguien sabía cómo entrar y la había usado como bulín. Luego de todas las averiguaciones que hicimos, con hermanos o primos mayores, nos fue quedando claro lo que pasaba allí adentro. Pero igualmente no nos olvidamos de la bruja, todas las noches antes de acostarnos, mirábamos detenidamente y con miedo debajo de la cama, esperando no encontrarla. Pasó un tiempo en que don Carlo hizo las reparaciones necesarias y,

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unos días después de habitarla, Fede con cara de susto, nos contó lo que le había dicho su mamá; luego de conversar con la nueva vecina. Las niñas, aterrorizadas, no querían dormir en ese cuarto, porque escuchaban ruidos raros y sentían movimientos; aunque nunca vieron nada. Y lo mismo había pasado con el hijo. En definitiva nadie quería dormir allí y quedó definitivamente desocupado. Nosotros nos sentimos más tranquilos. De nuevo esa habitación había pasado a ser de la bruja y así no molestaría a nadie. Fede, sin que nadie lo viera, durante un tiempo, por las noches, hacía un rato de guardia, con la oreja pegada a la medianera, pero nunca más escuchó ruido alguno.

ROLANDO DI LORENZO Argentina

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A

manecía en San Juan de Capistrano, un pequeño pueblo del sur de California. A mitad de camino entre las cosmopolitas Los Angeles y San Diego y lejos del brillo de esas ciudades, San Juan mostraba,

con austero orgullo, construcciones cargadas de historia. Entre ellas se ubicaban justamente las ruinas de la vieja iglesia y monasterio en cuyos alrededores se estaban congregando todos para la partida. La Misión, como se le llamó en su momento, había sido construida en 1776 para difundir el cristianismo y civilizar a las tribus indígenas. Destruida parcialmente por un terremoto, fue luego expropiada durante la revolución mexicana, para ser finalmente devuelta a la iglesia católica, durante el mandato de Abraham Lincoln. Miré con placer la imagen que la hora de entreluces me regalaba. A mi lado estaba mi inseparable y fiel compañera. La sabía fuerte, pero aún así cuidaría de ella con particular cariño durante todo el viaje. Ligeramente detrás estaban alineados mis lugartenientes. Les tenía confianza. Valientes y decididos, su ayuda sería fundamental habida cuenta de los peligros que sin duda enfrentaríamos durante el largo trayecto que nos esperaba. Más allá, hasta donde la vista me permitía alcanzar, los distinguí a todos ya listos esperando la señal de partida. Es el momento. Me pongo en movimiento y sin necesidad de voces estentóreas, casi en silencio, todos me siguen. Las ruinas van quedando en soledad. Los habitantes del pueblo que sabedores de nuestra partida madrugaron para saludarnos, lo hacen con palabras de aliento y de cariño. Ellos conocen el motivo de este viaje y los sacrificios que conlleva. Algunos nos ofrecen comida, otros, abrigo. Manos que se agitan, voces cálidas, sonrisas y ojos húmedos llenos de esperanza en un futuro retorno. Las personas que allí quedan saben que el viaje es inevitable. Y también saben, al igual que yo, que no todos volverán. Los primeros días fueron calmos. Devoramos kilómetros a un ritmo

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sostenido durante las horas diurnas y descansamos durante las noches. Nada enturbiaba el buen ánimo, pero la experiencia me indicaba que nos estábamos acercando a una zona de peligro. En ciertas zonas de Centroamérica, como la que ahora estábamos atravesando al cruzar el Yucatán, las tormentas tropicales se hacen sentir con fiereza en esta época del año. Los medios de comunicaciones alertan sobre los tifones y huracanes que se mueven cerca o hacia centros poblados. Pero estas tierras semidesérticas por las que transitamos reciben poca cobertura. No obstante, lo vengo sintiendo en la piel desde hace unas horas. La presión atmosférica disminuye, el cielo está muy gris y el viento arrecia. Se lo que debemos hacer y trasmito mis órdenes. Aceleramos. Las estribaciones de la Cordillera Neovolcánica, allí donde se anuda con la Sierra Madre Oriental nos brindarán refugio. Mis líderes se mueven bien y ayudan a apurar la marcha. Sobre la derecha veo venir unas nubes oscuras. Se van acercando. Creo que confluirán con nosotros al llegar a las montañas. Debemos apurarnos más. Llego sobre los rezagados y grito con más fuerzas. Ya todos ven el peligro. El cielo se oscurece definitivamente bajo las nubes que se acercan amenazadoras. Lluvia y viento aumentan. Veo unos remolinos que confirman formaciones ciclónicas. Al frente se divisan ya las montañas, falta muy poco. Seguimos a máxima velocidad, pero la tormenta nos viene alcanzando. Hay ráfagas que superan los cien nudos de velocidad y arrastran ramas y piedras que golpean a mis compañeros. Veo caer a algunos. No puedo detenerme, los arengo a todos, más rápido. Ya se distinguen las cuevas salvadoras en las montañas donde los primeros se están refugiando con uno de los líderes. Muevo al resto, ya estamos allí. La tormenta nos toma de lleno, parece noche y el ruido ensordecedor aumenta la sensación de horror. Pero seguimos con determinación, las cuevas nos van recibiendo y al adentrarnos en ellas, el silencioso contraste con la naturaleza desmadrada en el exterior,

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nos recuerda cuan vulnerables somos. Recuperando el aire voy recorriendo los pasadizos que ya conocía. Ha habido bajas y algunos quejidos de dolor señalan también heridos. Pero el grueso está a salvo y respiro más tranquilo. A la mañana siguiente la tormenta era historia y retomamos el camino. Debíamos seguir adelante. Por unos días no tuvimos sorpresas. Sorteamos las cadenas montañosas y llegamos al Golfo de México, una de las partes más agradables de la travesía. Nos refrescamos en sus cálidas y cristalinas aguas, donde los corales competían caprichosamente en formas y colores. Habiendo alimentado el cuerpo y el espíritu continuamos el camino. No debíamos perder tiempo y continuamos rumbo al sur. Días después nos recibió la selva del Amazonas. Sabía la ruta adecuada para atravesarla sin que nos topáramos ni con indígenas, ni “garimpeiros”, los famosos y nada amistosos buscadores de oro. Y hacia allí nos dirigimos. El mayor riesgo, imposible de prevenir en la jungla, son los animales depredadores, pero para cada caso tenía alternativas previstas. Seguimos avanzando en bloque, hasta que una vez más el instinto me avisó sobre un peligro latente. Atravesábamos un claro en el bosque. Los clásicos ruidos de aves que conforman interminables coros en la selva, se habían acallado. Mandé apurar la marcha. Un silencio sepulcral se cernía sobre nosotros y allí las vi. Una bandada de águilas volaba raudamente hacia nosotros. Águilas crestadas y tropicales, las mayores aves de presa del mundo. Medían más de dos metros y su pico puntiagudo, tarsos y garras poderosas les daban una temible fortaleza depredadora, a la cual sumaban una fuerza llamativa que les permitía alzar en vuelo a presas bastante más pesadas que ellas. A velocidad de vértigo se abalanzaban sobre mi contingente. Una vez más nos desplegamos con los líderes gritando órdenes. Desperdigarse y avanzar a máxima velocidad hacia la parte más cercana del bosque. Todos actuaron en consecuencia en un rápido e irónicamente ordenado desorden.

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Una vez más me moví hacia los más rezagados. Los graznidos acicateaban nuestros movimientos. Por un instante nuestra táctica pareció distraerlas, pero rápidamente eligieron presa y picaron hacia sus víctimas. Cruelmente sus picos desprendían carne buscando ojos y puntos sensibles. Parecían cientos. Nos defendimos como pudimos avanzando siempre hacia la arboleda. Los gritos y gemidos se confundían con los graznidos de saña de águilas halcones que también atacaban. Hasta que por fin llegamos todos al tupido follaje que impedía el vuelo de las águilas. Una vez más habíamos perdido compañeros, pero el grueso estaba a salvo. Una vez más agradecí a mis líderes. Una vez más sentí que cumplía mi deber. Seguiríamos avanzando un par de días más entre la selva. La velocidad de avance disminuiría pero podríamos zafar con mayor seguridad del peligro de las águilas. Qué ironía, cuántos países veneran a estas aves depredadoras. En efecto, culturas milenarias como el Imperio Bizantino, los romanos, los egipcios, los mayas y aztecas, entre otros, han asimilado la figura del águila como símbolo de poder. Más acá en el tiempo quizás el águila nazi sea la más perfecta comunión de crueldad entre símbolo y sistema. Cuando quedó atrás la selva, ya supe que llegaríamos sin mayores inconvenientes. En efecto los días se fueron precipitando en forma calma mientras avanzábamos rumbo a nuestro destino. Había pasado poco más de un mes desde nuestra partida en la Baja California cuando arribamos a la ciudad de Goya en Argentina. Fuimos muy bien recibidos y allí quedaría una parte de nuestro contingente. Al día siguiente partí con el resto. La última etapa era aún más tranquila y necesitaba que así fuera pues estaba cansado. Atrás habían quedado las tormentas, las águilas, los peligros y si bien las heridas habían cicatrizado, el esfuerzo físico y los años me estaban pasando factura. Finalmente en una hermosa tarde de noviembre, llegamos a nuestro destino final. La ciudad de Salto en Uruguay también nos recibe con la gente

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en las calles disfrutando una primavera que se mostraba en todo su esplendor. El punto central de la llegada era la Plaza Artigas, donde el verde de las palmeras y los cipreses se mezclaba con los rosales y el pálido fucsia de los Jacarandá en una sinfonía de colores y perfumes que conformaban una verdadera caricia al alma. Miro a mis cansados y sonrientes compañeros intercambiando saludos con los lugareños y me invade una sensación de serena felicidad. Siento que el viaje ha terminado y que cumplí con mi deber, ese que señalan viejas tradiciones cuyos orígenes se pierden en la historia misma de los tiempos. Estoy cansado. Mi fiel compañera está a mi lado, como siempre. Y disfrutamos en silencio este momento de ternura y satisfacción. También veo al lado a uno de mis principales lugartenientes. Me mira con ojos de admiración y devoción bajo su característica capa azulada. En los últimos tramos del viaje no se me separó e intenté trasmitirle toda mi experiencia y mis enseñanzas. Seguro será un buen Jefe cuando llegue el momento. Estamos los tres juntos. Me siento cansado. Realmente cansado. Voy a cerrar los ojos. Unos escolares charlaban animados en la plaza cuando de repente sintieron un pequeño ruido a sus espaldas. Julio el más rápido de ellos se acercó y recogió algo del suelo. —Miren, cayó desde ese árbol, parece que está muerta —dijo mientras sostenía en el hueco de sus manos infantiles el cuerpo inerte de una golondrina. —Sí, pobrecita, habrá llegado agotada —comentó Fabiana. —Pobrecita o pobrecito —terció la Maestra acercándose a ellos, para agregar luego— las golondrinas hembra suelen anidar mientras las golondrinas macho les buscan el sustento y las cuidan. Y juntos emigran en bandadas siempre a la búsqueda de climas cálidos. Hay estudios que señalan que estas simpáticas aves que todas las primaveras llegan a Salto vienen desde Centro y

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Norteamérica. Luego cuando aparece el otoño, vuelven a emigrar a su sitio de origen. Desde lo alto de una rama dos golondrinas asistían en silencio al diálogo. Una de ellas tenía un curioso color azulado en sus alas.

HUGO VIGLIETTI

Uruguay

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E

l letrado Ron Woolsey abre la puerta de su casa en Westminster a la más inusual de las horas: las once y treinta minutos. La repentina decisión de su mentor, el señor Hardy, de ultimar la defensa del

caso Gibson provoca una importante demora en la llegada a su hogar. Solo le reciben la oscuridad y unas cuartillas con letra de mujer apostadas en la mesita del recibidor. La señora Woolsey se explica: “Mi muy querido Ron: escribo esta carta, larga y sentida, para ti que dices quererme, cuidarme y respetarme hasta que la muerte nos separe. Hasta que enamore a uno de los dos y lo lleve bajo la promesa del pacífico y eterno descanso. Escribo esta carta de fondo cómico y emocional para que al fin comprendas, sonrías y niegues con la cabeza, mientras te preparas para ir en mi búsqueda y me rescatas con uno de tus persuasivos besos. Eres tú, Ron, el amor de mi vida. De esta que conocemos y de la que vendrá a continuación, si somos dignos de merecerla. También de cualquier otra que lográsemos encarnar, si los fieles a tan disparatada creencia llevaran al fin la razón. De cuantas hubiera, tú serías mi amor. Yo, la recta y sensata Elsa, nunca me he mostrado pródiga en palabras románticas, sensibleras actuaciones o escenas más propias de feriantes y titiriteros para acompañar mi devoción, pero estos últimos días he tenido tiempo de pensar en nosotros (hoy sobre todo) y así dar por clausurada una etapa. La vida no es más que eso. Recuerdo aquel momento cálido en que nos vimos por primera vez, allá por la primavera de... bueno, de hace tanto que no consigo encontrar fecha exacta en la memoria. Sabes de sus fallos, mas guarda celosa lo importante: encontrarnos, reconocernos, saludarnos y acordar una vida juntos, unidos en sagrado matrimonio. Vuelvo la vista atrás y nos veo filtrados por la nostalgia, en un sepia feliz que todo lo ensortija, con el fondo musical de tus bromas y risas —tan profusas— y de mis sorpresas y sonrisas —tan conformes—. Tú y

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yo, Ron. Siempre. Te preguntarás a qué diablos viene todo esto. Hacerte leer unos folios garabateados por la mujer que bien podría decirte todo cuanto escribo a la cara. Ya te aclararé más adelante, una vez sepas a ciencia cierta lo que tu graciosa persona supone para mí. Fueron diez gratos años de noviazgo los que vivimos, mi querido señor Woolsey, y no borraría ni uno tan solo de ellos, aunque si he de serte sincera —y qué mejor momento que este, que la vergüenza no me atañe—, hubiera preferido algo más de mesura en tu conducta de aquella remota época. Las fechas se me atraviesan como dagas, pero los actos, las escenas y tus sempiternas bromas jamás se borrarán de esta memoria esquiva. ¿Recuerdas el primer cumpleaños que celebramos juntos? Seguro que sí. Yo hacía veintitrés años, y te presentaste en mi casa de Bloomsbury a las ocho en punto de la tarde, tal y como habíamos convenido por teléfono, para darme la mayor sorpresa de mi vida hasta entonces: cogida del brazo, te acompañaba una muchacha preciosa con un provocativo pelo rojo a juego con sus labios. Ella parecía encantada contigo, que me observabas con expresión de severidad en el rostro, propia de quien porta una mala nueva o una amarga contrariedad. Acto seguido, recuerdo preguntar qué ocurría y quién era aquella señorita tan risueña, siamesa de tu apuesta figura, a lo que tú, mi humorístico Ron, contestaste: —Tenemos que hablar, Elsa. No lo planeamos, pero ha surgido así. Evoco aquella escena una vez más y siento las fuerzas huyendo rápidas de mí. Me siento morir de angustia. Fue entonces, ante la palidez de mi rostro, cuando ambos os convertisteis en los dueños de la carcajada más sonora y sentida que yo haya podido escuchar jamás; tu acompañante sacó de su bolso una pequeña caja cuadrada con un gran lazo en su parte superior, me la ofreció sin dejar de reír

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—al igual que hacías tú— y me cantasteis a coro el cumpleaños feliz, aclarando segundos después la procedencia de tu particular gemela. No era hermana, que era solo prima y cómplice, la condenada... Aquel desangelado episodio no menguó mi amor por ti, aunque sí me alertó sobre tu vis cómica que se vería reforzada a medida que transcurrieran nuestros muchos años juntos. No te mortifiques, Ron, a estas alturas de la misiva: has de saber que me has hecho muy feliz y que, incluso en alguna ocasión, yo también he podido aplaudir tus ocurrencias. Tal vez duelan más los olvidos. Escribiré también otra chanza de la que fui objeto durante nuestro casorio (no porque no se produjeran más durante el largo periodo de noviazgo, sino porque no deseo aburrir tu inteligencia con mis evocaciones): toda novia, por tradición y prudencia, acude con algo de tardanza sobre la hora fijada a su enlace ¿no es cierto? Sabedora de tu genio extremé este detalle, llegando en aquel precioso Phantom III de mi padre unos cuarenta y cinco minutos más tarde de lo acordado. Con la nupcial sonrisa petrificada bajé del vehículo de la mano de mi padrino, mirando hacia todas partes como una paranoica, buscándote. Solo hallé la resignada y cansada figura del reverendo Clayton, que regalaba ostensibles muestras de impaciencia por doquier. Casi una hora después de la prevista, tú aún no habías aparecido. Ya al borde del desmayo y sostenida por mi acompañante al Altar, hiciste acto de presencia abandonando tu eventual escondite. ¡Era broma! Entonces volví a recordarme cuánto te quería y avancé los pasos necesarios para convertirme oficialmente en tu diana. En tu esposa. A pesar de todo, a pesar de ser tu objeto de burla preferido, nunca he dudado de ese gran amor tuyo hacia mí, y así he seguido todos estos años a tu lado hasta sumar los treinta que ahora celebro en la soledad de un nuevo olvido. Y retomo lo que apuntaba unos párrafos atrás: hoy se cierra de nuevo

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una etapa, que la vida era eso, y así quiero probar que mereces mi devoción y fidelidad, aun habiéndome maltratado de cierto modo con tus chistes y mofas. La referida a nuestro difunto hijo James no la mencionaré siquiera por ser en exceso dolorosa para mí. Te disculpé y te disculpo, pero no estamos en paz. Hoy quiero que me hagas sentir errada, tonta, loca, paranoica, obsesiva... Hoy quiero que vengas, silencies mi boca con un beso y me lleves de vuelta al hogar, sana y feliz. Deseo que me rescates como el héroe que nunca has sido y que al fin lo quieres ser para mí. Ron Fitzgerald Woolsey: a la hora que, por costumbre, presumo estás leyendo estas líneas —las nueve de la noche—, aún dispones de treinta minutos para salvarme. Tu paciente Elsa se encuentra en este preciso momento en algún punto del Puente de Londres, admirando la majestuosidad del Támesis y despidiéndose de todo lo conocido. Es justo ahora que necesito tu amada presencia de manera urgente, no sea que algún perspicaz policía adivine mis intenciones y se vea obligado a detenerme. Quiero cerrar este último ciclo pues me siento anciana, despreciada y cansada, y solo tú, el único hombre de mi vida, podrá evitar este final. Llegarás tú o llegará mi hora. En todos los casos has de saber que te amo desde que te conozco, y siempre más allá de la muerte...Tuya, Elsa Ketleen Woolsey”. Perplejo y asustado, el letrado Woolsey se lleva las manos a la cabeza justo después de comprobar la hora en su reloj: faltan veinte minutos escasos para la medianoche y si las letras leídas son ciertas, su mujer ya no se encuentra en este mundo de vivos y burlones como él mismo, que parece ser el único culpable. ¿Cómo pudo olvidar de nuevo su aniversario? Aturdido, sudoroso, ansioso y perdido, piensa en acudir a la cita de todos modos, pues cabe la posibilidad del arrepentimiento en última instancia o —en el peor de los casos— la necesidad de su asistencia para rescatarla del calabozo o de encontrar su cadáver. Es ya muy tarde, se siente muy cansado, al extremo abatido, y constata un fuerte dolor en su brazo izquierdo. El empleado del

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señor Hardy nota cómo sus fuerzas le abandonan y su respiración se ralentiza, ahogándose a cada segundo que pasa... Algunos instantes después apenas logra escuchar ningún sonido exterior, y el crujido de su pecho le advierte de su próximo fin cuando alguien parece gritar su nombre. “¿Elsa? ¡Has vuelto!” No está seguro. Un desvanecimiento fulminante, acaso un postrero pensamiento, una leve sonrisa para ella y final del partido. Arrodillada, la voz femenina y doliente se estrella en el eco más negro. —¡Era una broma, Ron! ¡Dios mío, solo era una broma!

MARGA DE CALA

España

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E

n este preciso momento, en el que has abierto la botella y comienzas a leer este mensaje de su interior y del mar, te estoy viendo, arrodillado en la arena blanca a pocos metros de la costa.

Levantas la cabeza, empapada en sudor. Miras hacia arriba y te cubres del ataque del sol. No puedes entender o aceptar que esto que pensabas un mensaje de rescate sea en realidad una especie de broma. ¿No lo supones? ¿No lo has intuido? ¿De verdad te crees único en ese sentido? ¿Has comenzado a pensar que estás solo, te has acostumbrado al silencio, a la desquiciante idea de ser el último espécimen de algo? ¿Ya has labrado tu nombre en las rocas junto a tu refugio, en un intento a que algo se escape al olvido que pronto desmigará tus huesos? ¿En serio creíste ser el único que sobrevivió al accidente? ¿Es algo en lo que aún piensas, pues encuentras pruebas por todos lados de la falsedad de este mensaje, o de su inexactitud; solo para justificar el placebo de tu creencia? Todos los hombres obramos así, todos creemos lo que queremos y luego adaptamos el mundo a esto. Pero es un buen momento para que empieces a pensar una posibilidad: no estás solo. Hace un tiempo, cuando me hice con el largavistas y desde la altura de mi único risco, pude observar las manchas verdes en el horizonte. Comprobé aterrado lo diminuto de mi humilde feudo. Era una roca de unos ochenta metros de altura, rodeada de una costa rocosa que descendía hasta el mar. Una línea delgada de árboles marcaba las depresiones antes del risco. En los únicos diez metros de playa y de arena de toda la isla miles de ojos me dieron una curiosa bienvenida. Eran cangrejos y desconocían que ese era el principio de su fin, de su era más oscura. Sin embargo del otro lado del estrecho mar, otra isla mucho más grande y con un frondoso bosque tropical pululaba como una promesa inalcanzable. Pensé que debería cruzar el estrecho, aunque no lo era tal y las corrientes solo podrían alejarme. En mi mente, casi de una forma involuntaria, un plan comenzó a armarse. La primera noche distinguí la fogata que encendiste en la playa. Me 44


sentí aterrado, nada podía hacer para llamar tu atención. Parece que a mí me ha quedado el largavistas, pero a ti te han quedado las bengalas, además del desconocimiento de la existencia del otro, la isla más grande y las mejores condiciones. Entendí lo que ahora te revelo, o sea que no estaba solo. Establecí un refugio entre las rocas con el bote salvavidas destrozado. Y poco a poco me fui adaptando a una dieta de cangrejos y pescado crudos. Cada tanto conseguía huevos de aves marinas, y me animé a comenzar a probar algunas raíces que parecían comestibles. Pude cocinar pescado al sol y encontré unas bayas de sabor azucarado que producen cierto adormecimiento y que ayudan a dormir en las noches en las que arrecia el mar. Cada tanto subía al risco en un mediodía despejado y observaba tu isla a través del largavistas. Así pude ver cómo establecías una rutina de recolección de frutas y legumbres, cómo tejías una red de pesca con los cordones de tu paracaídas, como construías un refugio entre las palmeras. Durante un tiempo temí que agotaras la leña de la isla. Luego reflexioné que estaba midiendo todo en la proporción de mi propia roca, pero que la tuya debería tener por lo menos un kilómetro de largo y que la leña te durará por siempre. Desde mi cumbre que para ti solo es una peña negra que escupió el mar en el horizonte, vi cómo cambiabas. Cada paso. Vi cómo el hombre de la ciudad se iba extinguiendo, cómo el gris cobraba color, cómo te sacabas el polvo del cemento, cómo salías desde dentro de tu propio cuerpo. Te envidié. Me moría de frío en mi cueva entre los acantilados, agobiado por el inesperado ostracismo. Pero en la otra isla veía a un hombre liberado, al protagonista de una propaganda de resort tropical, solo, aislado, independiente. Sin embargo yo soy el del convencimiento atroz, el idiota que sabe que la isla no está desierta, el que no puede abandonar de una vez por todas a esa sombra que fue; el testigo, el que cuenta la historia. Porque yo sé que no estoy solo. Que el mundo que me ha abandonado en esta roca también me ha dejado la hiriente sorpresa de un recuerdo permanente, un ancla atada a mi garganta que me jala 45


hacia el fondo. Creo que todos tenemos esa fantasía del náufrago, del Robinson Crusoe, aislado en una isla y alejado del mundo. Todos ansiamos de una forma u otra esa roca de tranquilidad, esa rendición a la bestia que habitamos, a la soledad que nace como un monstruo desde nuestro interior. Algunos, esclavos de la desesperación, vamos construyendo nuestra isla aún antes de naufragar, y nos vamos aislando, diluyendo en ese llamado primitivo. Pero entonces algo nos despierta de ese sueño infantil: la presencia del otro, su voz, su aliento, su molesta omnipresencia. De modo que me decidí por un plan. Primero construí una balsa con los pocos troncos que conseguí junto al risco. También tuve que derribar los pocos árboles que había. Até los troncos con lo que quedaba de mi bote salvavidas. Hice una rampa con las rocas que le robé a los cangrejos. Es increíble el ingenio humano cuando se encuentra motivado. Comencé a controlar el ritmo de las mareas, que casi todos los días me traía porquerías de la otra isla. Pero luego logré ver que en las noches de plenilunio la marea se invierte, y así es cómo he enviado esta botella hasta la costa donde pescas. Un ensayo del verdadero mensaje que ahora viaja hacia ti. Quiero que lo sepas porque somos dos hombres; tal vez y por qué no, los últimos que quedan. Descubre la amargura de saber que no estás solo, que el mundo que pensaste haber dejado atrás hoy te alcanza y que no hay escape para eso que somos. Esta noche iré por ti. Y voy a matarte.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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A

quella aterradora escena dentro de la habitación se quedó grabada en mi cabeza por el resto de mi vida. Lejos de ser un vicio, la crueldad es el primer sentimiento que imprime en nosotros la

naturaleza. Así como nacemos con el pecado original, nacemos también con una pizca de crueldad en nuestros corazones, que ni el bautismo es capaz de borrar. Y así como nacemos con una pizca de crueldad, tenemos igualmente la misma cantidad de valentía para contrarrestar el efecto nocivo que la crueldad causa en nosotros. Antes, solo con pensar en cosas como esa, mi cuerpo se estremecía de manera involuntaria. Nunca imaginé ver reflejadas en la realidad aquellas espantosas visiones, quizás por eso es que hasta el día de hoy no consigo borrar esas imágenes de mi cabeza. Llegamos de noche a la quinta, y para nuestra mala suerte, se estaba realizando una fiesta por el aniversario del santo patrón del lugar en mitad del patio principal. Una orquesta amenizaba la velada, estaba conformada por una guitarra, un bajo, unos timbales y un órgano. El que tocaba los timbales hacía las veces de vocalista y, a decir verdad, no lo hacía nada mal. Mientras la orquesta seguía tocando canciones del recuerdo, un tipo se golpeaba el pecho entonando la canción, bailando solo en un rincón de la improvisada pista de baile. En la puerta de una de las casas, una señora de unos setenta años vendía la cerveza helada que su nieto —un mocoso de unos doce años— sacaba de un perol de caucho lleno de bloques de hielo y aserrín. Hacia el otro extremo de la pista, donde se encontraban las fundas de los instrumentos apoyados contra la pared de una casa vecina, dos tipos esnifaban un falso de cocaína como si no hubiese nadie a su alrededor, mientras que un tercero les hacía mala sombra. De una de las casas ubicadas al fondo de la quinta, una mujer de unos cuarenta años salía acomodándose el vestido y ordenándose el alborotado cabello. Detrás de ella, un joven de unos veinte años, encendía un cigarro después de ajustarse la correa de su pantalón. Eran las diez cuando cruzamos la puerta de la quinta, y mientras que 48


otros festejaban, yo estaba ahí para trabajar. Me acompañaba el teniente Febres y el teniente Alcorta, miembros destacados a la dependencia de criminalística. Febres venía de un trabajo de oficinista en el Ministerio del Interior, y Alcorta de la Dirección Antidrogas. Podría decirse que uno era el antípoda del otro; lo único que tenían en común era que ambos habían ingresado y luego egresado de la escuela al mismo tiempo. Uno, el teniente Febres, era espada de honor de la promoción, y el otro, el teniente Alcorta, era —por decir lo menos— un mal elemento que necesitaba a gritos una corrección de rumbo, corrección que mis superiores me habían encargado hacer. Recuerdo el primer caso que nos involucró a los tres. Tenían apenas una semana a mis órdenes cuando tuvimos que ir a recabar las pistas de un asesinato ocurrido en el cono este de la capital. Era un día domingo, once de la noche para ser exactos, y en la ciudad se había llevado a cabo un clásico más de fútbol, entre los equipos más representativos del país. Para esas fechas especiales, siempre estábamos de servicio, pues solían presentarse problemas por todos lados. Y esa noche no fue la excepción. Un llamado anónimo nos informó del asesinato de un barrista en manos de los hinchas del equipo contrario, algo con lo que ya había lidiado en más de una oportunidad. Fuimos los tres a la escena del crimen, Alcorta conducía la camioneta, yo estaba su lado, y Febres ocupaba el asiento trasero, notoriamente nervioso por el que sería su primer trabajo de campo. A esa hora del domingo las calles lucían libres, por lo que no tardamos más de treinta minutos en llegar a la escena del crimen. Al llegar a la dirección dada por el informante anónimo, Alcorta estacionó el auto detrás de una multitud que observaba el cuerpo tendido en la pista, cubierto con papeles periódicos manchados por la sangre de la víctima. Nos abrimos paso entre la multitud que nerviosa, no dejaba de ver la terrible escena. Ese barrio era conocido por ser uno de los puntos de reunión de una de las barras más violentas de la ciudad; los Stones, miembros 49


de la hinchada del equipo crema. Sin ver el cuerpo aún, pude presumir lo que había ocurrido allí: después del encuentro que el equipo crema perdió frente a los blanquiazules, se llevó a cabo una batalla entre pandillas como inevitablemente suele ocurrir después de un clásico. Piedras van, piedras vienen, los cuchillos raspan el piso sacando chispas para amedrentar al enemigo, rostros cubiertos por trapos sucios, palos revoleando sin ritmo, insultos yendo en todas las direcciones posibles… en fin, el típico escenario de una reyerta de este tipo. Comienza el corretero, el bando menos numeroso sale despavorido buscando una salida, mientras que el más numeroso quiere alcanzar siquiera a un barrista para sacar todo el odio que inunda su alma. Esa víctima fue el muchacho asesinado, un menor de edad identificado como John Antezama Pebe, de quince años, a quien una piedra lanzada contra su espalda tumbó al suelo, en donde quedó a merced de sus atacantes. —Es increíble el nivel de violencia de estos chicos, oficial, —me dijo una señora que para su mala suerte vivía en la zona donde se produjo el enfrentamiento. —Desde mi ventana pude ver cuando alcanzaron a ese pobre muchacho. No se puede imaginar la violencia con que lo atacaron, la verdad es que no sé qué puede pasar por la cabeza de estos muchachos para actuar así. Hasta ahora no se me va el temblor del cuerpo, —me dijo la señora, estirándome sus manos para que pudiera ver como temblaban. Llegamos al cadáver luego de despejar el área. Alcorta descubrió el cuerpo y le ordené a Febres que tomara nota de todo lo que yo dijera. El tórax del muchacho lucía varios cortes hechos con verduguillos, además tenía fracturas expuestas del brazo derecho y de la tibia izquierda, varios hematomas en el rostro y el cuerpo, y el cráneo destrozado por una piedra de considerable tamaño. En pocas palabras; al muchacho lo habían asesinado sin ningún miramiento, lo golpearon con todo lo que pudieron y, producto de este violento ataque, murió en el acto. 50


—Terrible final para una vida tan corta, —le dije a Alcorta, quien no parecía impresionado por el estado del cuerpo. —He visto cosas peores en la lucha contra las drogas, jefe, sobre todo en provincias, —dijo antes de volver a cubrir el cuerpo. A mi costado, Febres permanecía inmóvil, con su libreta de apuntes en la mano, observando con ojos saltones el cuerpo muerto del muchacho. Estaba seguro que ese era el primer cadáver que él veía. No podía creer lo que estaba viendo, nunca pensó encontrarse con algo así un domingo por la noche. Tres años como administrativo, gracias a la influencia ejercida por su tío General en las altas esferas del poder, habían mellado en la fortaleza de su espíritu, y lo habían convertido en uno de esos sujetos que viven al otro lado de la realidad, esos que ignoran lo que ocurre en una sociedad violenta mientras se divierten en sus reuniones y fiestas exclusivas. —Te encuentras bien, Febres, ¿no me vas a decir que esto te ha impresionado? —le dije al verlo abstraído delante del cadáver. Febres reaccionó a la interrogante de su compañero arqueando el cuerpo como un contorsionista, para luego vomitar sobre el suelo de aquella calle oscura, delante de los testigos que ahora no podían quitarle los ojos de encima. —Nunca va a dejar de recordármelo, ¿verdad, jefe? —me dijo Febres después que le jugara la misma broma, que después de tantas repeticiones, ya no tenía nada de gracioso. Una hora antes, Alcorta contestó una llamada que hicieron al teléfono de la estación. Se trataba de un sujeto que reportaba un nauseabundo olor que salía del interior de la casa de su vecino, a quien además no veía en días. El tipo dijo que su vecino vivía con su madre en una vieja quinta ubicada al norte de la ciudad, en uno de los barrios más antiguos de la capital. Dentro de la quinta, atravesamos la pista de baile y nos dispusimos a subir al segundo piso del viejo solar. Subimos por una escalera maltrecha y 51


cuando dejamos atrás el último escalón, percibí el extraño aroma que nos había llevado hasta allí. Caminamos por un balcón de listones de madera que a primera vista parecían tener al menos cien años de antigüedad, pues crujían como hojas secas con cada una de nuestras pisadas. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, salvo una, que despedía desde su interior una luz ambarina que prolongaba una sombra informe sobre el suelo. Caminamos hacia la puerta y cuando llegamos, nos topamos con un tipo que observaba la fiesta sentado en una silla de ruedas desde la puerta de su habitación. Aquel hombre resultó ser el que había llamado a la estación y que respondía al nombre de Lalo. Sentado en una silla de ruedas y con un vaso de ron puro en la mano derecha, Lalo observaba como sus demás vecinos se divertían con las canciones entonadas por la orquesta contratada. Parecía ser un tipo tranquilo, el típico hombre de vecindario que no le gusta involucrarse con sus vecinos y que prefiere pasar su tiempo a solas metido en sus propios asuntos. La casa de la que sale ese horrible olor es esa de allá, nos dijo, señalando una puerta cerrada ubicada al fondo del pasillo, cerca de una escalera de madera que lleva a la azotea de la quinta. Hacía ahí fuimos. Alcorta se quedó con Lalo tratando de sacarle algún dato útil, y Febres me acompañó al lugar de los hechos. A medida que avanzábamos hacia el cuarto, el olor se hacía más y más desagradable. No podía entender por qué la gente que disfrutaba de la fiesta en la primera planta no sentía aquel horrible olor. Cuando llegamos a la habitación, nos detuvimos delante de la puerta. Acerqué mi mano y le di tres toques a la puerta, sin obtener respuesta. Volví a intentarlo una vez más, y como nadie contestaba a mi llamado, comencé a empujarla con el hombro, hasta que Lalo nos dijo que eso era inútil, ya que la puerta estaba trancada por dentro. —¿Existe alguna forma de entrar a la habitación sin forzar la puerta, no quiero causar un alboroto aquí? —le pregunté a Lalo. —En la azotea hay un tragaluz, por ahí podrán entrar. Tienen que subir 52


por la escalera, pero tenga cuidado, el techo es alto, una mala caída podría causarle un mal golpe. —Perfecto, entonces… ¡Febres!, sube a la azotea y entra por el tragaluz a la casa, luego abres la puerta. Anda con mucho cuidado. Febres subió por la escalera de madera a la azotea de la quinta, y cuando quedó de pie sobre la amplia techumbre, se quedó maravillado con la vista que tenía desde ese lugar. Desde ahí podía ver un vasto campo iluminado por miles de lucecitas amarillas esparcidas por todo su irregular terreno. Febres observó el impresionante paisaje por unos segundos, pensando en todo lo que le había tocado vivir en el tiempo que llevaba trabajando en la dirección de criminalística. En ese tiempo pasó de ser un muchacho de buen corazón, inexperto aprendiz de policía, a un tipo corajudo, curtido por la calle, un policía con todas sus letras en mayúscula. Caminó hacia el tragaluz y con mucho cuidado se introdujo en él. Cogiéndose de los bordes, quedó colgando dentro la habitación, y cuando se sintió lo suficientemente convencido de que la caída no le provocaría daño alguno, se dejó caer en el interior. Estuvo adentro por algunos minutos antes de abrir la puerta que como había dicho Lalo, estaba trancada por dentro. —Será mejor que pase, jefe, no podrá creer lo que hay dentro —me dijo Febres al momento de salir de la habitación. Entonces entré a la habitación, y cuando estuve delante de aquel espantoso cuadro, comprendí lo que Febres sintió cuando se enfrentó a un cadáver por primera vez en su vida.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

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D

esde que me han encerrado en este lugar me siento más neurótico. He olvidado nombres, lugares y situaciones vividas. Aquellos monstruos que antes me asolaban solamente durante la

noche y en sueños, ahora me asedian permanentemente. Todavía no logro diferenciar sus voces de sus rugidos, su lamento de su euforia. Sé que lo lograré. Me encerraron, ya no recuerdo cuando, tal vez hace un día, un mes o hace años. Cómo recordarlo. Los médicos me diagnosticaron insania mental, esquizofrenia, traumas de asociabilidad y categorías por el estilo. No entiendo demasiado esas patologías, ni el color de mi habitación. Tengo un inmenso jardín que me rodea. Durante las mañanas escucho el canto de los pájaros, que se posan en las ramas construyendo himnos encriptados que solo ellos comprenden. Posiblemente hagan referencia a mi conducta, a mi insania. Sus colores, sus sabores, sus tonalidades me son ajenas. Sin embargo, estoy comenzando a interpretarlas. Algunos seres que me atraviesan por las noches son oscuros y me provocan mucho daño. Otros, un tanto menos. Mis salidas al jardín son como una transmutación a la luz, a la vida. Antes al menos escribía. Mucho. Poesía, cuentos, prosa. Ya mis dedos están paralizados, debido a la medicación, a las torturas, a los golpes. A las curaciones espirituales y a las oraciones... Todo aquello pertenece al pasado, cuando mi sitio se encontraba del otro lado del muro. Donde viven los mortales, los grises, los formales, los sanguíneos. Pobres de ellos, se creen a salvo y de esa manera ignoran este lado del muro. Pasan por la muerte y, fingiendo su inexistencia ni siquiera me miran, nos miran. Ya no tengo uñas, ni dedos, ni cabellos. Soy una tumba. Afortunadamente he olvidado palabras, las fui negando poco a poco, sustantivos, verbos, adjetivos. ¿Qué más da?

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Me asisten cadáveres, seres en descomposición, cuerpos desnudos sin sexo. Los lamo, los saboreo, sin sentir nada. En mi habitación he logrado acumular unos cuantos, al menos mi extrema soledad se hace más llevadera. En cuanto a esos miserables que supieron fingir afecto, dulzura, orgasmos los he ido olvidando poco a poco. Ya no los necesito. De nada sirvieron, al contrario, han sido los culpables de este padecimiento. Un mundo que me domesticó para ser el muerto que soy. Las escuelas, las iglesias, las oficinas públicas solo fueron motivos para desfigurar mi mente. De niño supe alimentarme de cariño y estupidez. Me han violado mis mayores, y los seres cercanos a mí. Los demás apenas observaban cómplices, sin emitir opinión ni juicio. A mis padres se los llevaron una tarde. Nunca volvieron. Irrumpieron varios hombres armados. Una patota. Mis hermanos y yo fuimos separados. A mí me toco la peor parte. Las peores aberraciones. Y de fondo un mundial de fútbol que nunca comprendí. Me crió un señor que nunca llegué a querer. Siempre uniformado. Severo, cruel, patriótico, católico. Cuando cumplí los dieciocho años tomé la firme decisión de matarlo. Nada corría en mis venas. Ni resentimiento, ni venganza, ni dolor. Lo maté. A partir de allí ya no tuve miedo a nada. Será por eso que en este lugar disfruto del sol, los pájaros, los colores, la música y principalmente el aullido de esos seres podridos que me acosan día y noche. Ya no tengo miedo. Después de todo uno aprende a sobrellevar el horror. Nada es ajeno cuando uno se acostumbra a él.

JUAN ANTONIO BORGES

Argentina

Página WEB: elbarrodelsuburbio.blogspot.com

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A

bro los ojos, pero todavía no puedo ver ni recordar nada. Boca abajo, la cara contra la almohada. Palpo el hierro frío de la cabecera y registro sus molduras como si explorase los límites de

un cuerpo foráneo. Hay zonas de luz amortiguadas, las manchas claras de las cortinas, la forma de la puerta, la claraboya del techo que me mira, como espiando. Rozo la pared con los dedos. Oigo la fuerza del viento contra el follaje de los árboles y me agrego al mundo insoportable. Ahora me acuerdo, el silencio precedente al horror: la morgue. Repaso la noche anterior: la cena preparada, la comida fría, como su cuerpo en el asfalto de la madrugada. ¿Por qué no le presté el auto? Enciendo la luz del velador, veo el vaso y el whisky. Bebo despacio para permitirme el privilegio de la serenidad y la posibilidad de que todas las cosas tengan una prematura distancia muy semejante a la posibilidad cierta del olvido. Bebo despacio en la madrugada como quien prepara y administra en soledad una medicina o la dosis justa de veneno para lograr el suicidio: el vaso entre los dedos, la botella sobre la mesa, el filo curvo del vidrio entre los labios, el tránsito del whisky desde el paladar a la conciencia. Apenas puedo establecer una cronología precisa de las cosas que hice y vi mientras el alcohol se escurre adentro. Fogonazos, palabras en el aire después del llamado de la comisaría. Como en las películas, sobre una mesa de piedra esperan el reconocimiento. Un hombre con delantal y una carpeta me hizo pasar. No había dudas, era él: los dedos largos de la mano, el tatuaje en la espalda, la cicatriz debajo del mentón del día que se puso los patines, el lunar

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en la planta del pie. No sé por qué le abrí los ojos. Sus pupilas estaban tan fijas en mí, denunciantes. “Si de algo sirve para aliviar este dolor, le aseguro que el arma cortante lo mató al instante”, dijo el forense. La conversación telefónica con Ernesto desde Córdoba. Sus reproches, el dedo acusador que salía por el auricular, disparando culpa, cargos… me pregunto si serán infundados. ¿Debería haber aceptado el golpe de timón que me propuso hace unos años frente a la inseguridad de Buenos Aires? Las cosas ocurrieron de un modo que ya he renunciado a ordenar o explicar. Recurro a las supersticiones para fingir que existen en los actos de ayer un orden diferente. Intento recobrar uno por uno los menores sucesos, mordida por la urgencia de no rendir al olvido ni uno solo de los gestos casuales, que más tarde en el recuerdo seguramente me relumbrarán como signos que anidarán aún más remordimiento. Me levanto y corro la cortina. Miro el jardín donde hasta no hace tanto Martín se columpiaba. Salgo de mi habitación y voy por el pasillo. Me paro frente a la puerta de su cuarto. Quiero detenerlo ahora, que no vaya a ver el Clásico. Quiero que elija otra calle para volver a casa o que tarde en encontrar la salida de la cancha. Que se encuentre con un conocido que lo demore o que haya decidido ir a tomar algo. Que vea una chica atractiva y quiera pedirle el teléfono. Que huya de esta casa y que no vuelva para acusarme. Publicado en VOZ EN OFF. Peces de Ciudad 2017 Mención en el Concurso Internacional Cuentos cortos Revista Guka. Auspiciada por la Biblioteca Nacional, 2016

CORINA VANDA MATERAZZI Blog: https://barbaramentefea.blogspot.com

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I

C

hie conocería la oscuridad en una fría tarde de invierno. Había estado todo el día alimentando a los animales, limpiando el corral de las ovejas, llevando agua para los caballos, ordeñando

yaks. Se sentía cansado y débil, pero sus labores no acabarían hasta muy entrada la noche, cuando ya la mayoría estuviese durmiendo y solo unos pocos se dedicaran a hacer guardia en la patrulla nocturna. Tenía que llevar la leña para las fogatas y para que pudiera mantener caliente la tienda del Señor de los Zorros, luego mantenerse en una esquina y rogar por las sobras de comida en los cuencos, o un hueso con algo de carne. Si tenía suerte encontraría algo de paja seca para poder dormir, ya que el suelo era frío y duro, lastimaba su cuerpo y cuando lo despertaban por las mañanas se sentía igual de cansado, las pulgas eran un problema pero sabía que en algún momento podría acostumbrarse a ellas. Siempre le decían que había tenido suerte, que tenía suerte de estar vivo. El Señor ha sido benevolente, le decían, deberías estar colgado junto a todos los de tu pueblo. Tenía la suerte de seguir respirando la peste de los animales, suerte de cargar la comida de otros y la leña que da calor a los demás, suerte de recibir los golpes que marcaban su espalda, sus piernas y su rostro. Suerte de vivir en lugar de la piedad de una muerte rápida. Chie había juntado dos cubos de agua y los había atado a la vara que cruzaba su espalda y le servía de soporte. Desde el pozo hasta el establo había un largo trecho, y en la oscuridad de la noche el camino sinuoso estaba lleno de piedrecillas que herían sus pies y solo un árbol viejo y retorcido servía de testigo a sus vicisitudes. —¿Eso es agua?

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Chie se giró de un salto y uno de sus cubos de agua se desparramó en el suelo. Su corazón latía rápidamente producto del susto, sintió que recibiría un castigo, pensó que de la nada aparecería un puño sobre su rostro o un látigo en su espalda. La luz de la luna era débil, y las nubes ayudaban a ocultar todo, pero aún se alcanzaban a distinguir las siluetas de las personas. —¿Me puedes dar un poco de agua? La voz se sentía lejana, y un poco lastimera. Chie entrecerró los ojos para poder ver más claramente de dónde provenía la voz, ya había recogido su cubo de agua y tenía la vara en la mano para tentar una defensa que sabía inútil. Pero la voz no era amenazante, no reconocía aquel tono particular, nunca antes lo había escuchado durante el tiempo que estaba en manos de sus captores. —¿Por qué te quedas ahí? —el hombre estaba cerca al árbol, se había sentado y reposaba su cabeza en una zona cóncava del tronco—. Acércate. Chie se había quedado inmóvil y estaba pensando en correr, por algún impulso secreto o por el mismo terror no lo hizo. Al contrario, agarró uno de sus cubos y se acercó, despacio, al hombre que lo había llamado. No se sentía amenazado. —Aquí tiene —le dijo extendiendo el cubo en la mano. —Eres un niño… no te veo bien… ya me estoy quedando ciego. En efecto, sus ojos parecían cubiertos con una fina capa de nieve y al parecer ya le costaba distinguir algunas cosas. Su rostro estaba marcado por arrugas y cicatrices, el cabello era color del invierno y algunas partes ya no cubrían bien su cabeza. Sus pies, por delante, tenían las marcas de sandalias que el sol y el frio habían dibujado, pero ahora estaban descalzos y llenos de llagas. Su cuerpo parecía flaco y débil, y estaba cubierto por unos ropajes viejos y sucios que le daban la completa apariencia de un Errante.

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—Me tengo que ir —dijo Chie. El hombre había cogido el cubo de agua y la bebió con avidez, el agua se desparramó sobre su pecho y cuando terminó soltó una risita. —¿De verdad te tienes que ir? —le preguntó con tono más serio. —Tengo que volver, o vendrán por mí. —¿Quiénes vendrán por ti, chico? —Los hombres del Señor de los Zorros —Chie empezó a temblar ante la idea—. Si me demoro mucho pensarán que he escapado y me encontrarán. —Está bien, ve. Pero no le digas a nadie que me has visto aquí. Y si mañana vienes a este pozo nuevamente me gustaría que me traigas algo de comer —la voz del hombre sonaba débil pero enmascaraba algo que el niño no podía comprender, como si de alguna manera proyectara una seguridad y un orden con sus palabras, pero sin llegar a ser demandante, simplemente era algo que sabía que debía cumplir sin ser forzoso. Chie recogió los cubos de agua y verificó que estuviesen llenos, cruzó la vara sobre su espalda y cuando se disponía a marcharse el anciano lo detuvo. —Antes que te vayas toma esto —de entre sus ropas rasgadas extrajo un objeto blanco y alargado que Chie no distinguió en un primer momento—, es importante para mí. Es una de mis últimas posesiones. —Es un colmillo —dijo Chie cuando lo tuvo en sus manos. —Lo es. Un hombre no puede irse sin posesiones de este mundo, y robarle a un anciano o a un moribundo molesta a los dioses, así que espero que no quieras sobre ti la cólera de uno. Ve y cuando vuelvas puede que te cuente de donde lo saqué. Chie se marchó hacia el campamento, esperando que su ausencia no hubiera molestado a nadie, vació los cubos de agua, juntó un poco de leña y tuvo la suerte de encontrar un poco de guiso en el fondo de una olla quemada. Buscó la paja más seca para poder dormir tranquilo y se acostó en un rincón

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del establo con el colmillo cerca a su pecho. Aquella noche, extrañamente, no soñó con el fuego ni con los gritos, aquella noche no vio las cabezas en lanzas ni la sangre en la tierra. Nadie lo golpeó esa noche, nadie lo tocó esa noche. No lloró por primera vez desde que lo habían hecho prisionero. Aquella noche sintió que el dios del tiempo lo cubría con su mano protectora. II El niño cumplió con su palabra y volvió a ver al anciano al día siguiente y el día después de ese. Se escapaba por las noches y por las tardes para llevarle algo de comida, incluso sin haber probado bocado él mismo. Se escabullía en las cocinas y esperaba a que el cocinero estuviese distraído para robar un poco de carne o alguna fruta que escondía cuidadosamente en sus ropas, luego cuando cuidaba a los animales que pastaban o cuando iba en busca de agua o leña aprovechaba para dejar los alimentos y escuchar un poco al hombre. No lejos del pozo y el árbol donde se conocieron por primera vez se alzaba una pequeña colina, en su lado oeste tenía una gruta que servía de refugio al anciano. En las tardes la luz del sol alcanzaba a iluminar el interior y cuando empezaba a oscurecer y el sol se ocultaba por el firmamento, Chie sabía que era la hora de volver. —Va a llover —dijo el anciano de pronto—, hoy intenta dormir en un lugar que no se inunde mucho. —Cuando vine no vi ninguna nube negra —dijo el niño. Está vez había conseguido un poco de leche de yak, la había ocultado en un pellejo y lo sacó de entre sus ropas con cierto orgullo. El hombre recibió el pellejo y primero lo olfateó, como un perro, el

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sabor fuerte a dulce y fermento le hizo sacar una sonrisa. Bebió un primer trago y una línea de leche bajó por la comisura de su boca hacia su barba de canas blancas. —No es necesario que veas todas las cosas, a veces simplemente tienes que sentirlas. Sentir el viento, oler el viento. Salgo de esta cueva y me paro en la cima de esta colina y siento todas las cosas, ya no veo casi nada, mis ojos cada día están más nublados y siento que hay una niebla delgada que cubre todas las cosas. Solo se ve lo que los dioses quieren que veas. De alguna manera me recuerda el pasado, cuando todo lo miraba desde arriba. —¿Cómo que desde arriba? —¿Recuerdas el colmillo que te di? —Chie asintió con la cabeza y lo sacó de un bolsillo secreto que tenía en su ropa. Era más grande que el de un gato montés, largo y blanco, del tamaño de una mano—. Cuando te conocí te dije que te contaría de donde lo había sacado. Creo que ya te conozco lo suficiente para poder contarlo. Lo saqué de aquí. Abrió la boca y con un dedo señaló su encía vacía. Chie lo miró con los ojos bien abiertos y luego de unos segundos se puso de pie y tiró el colmillo al suelo. —Aún soy un niño, pero no soy estúpido. Solo los animales tienen dientes así, los hombres tenemos dientes pequeños. Se paró para salir de la cueva, cuando de pronto el anciano soltó una carcajada larga y suave, una risa que era la más agradable que Chie había escuchado en toda su vida. —Cuando te conocí sentí que eras más listo, pequeño. Dime una cosa, ¿cuántos ancianos has visto en Harrat? ¿Alguna vez has visto a alguien que se vea tan viejo como yo? Por tu cara veo que la respuesta es no. Y no te sorprendas, no vas a ver a nadie que llegue a tener los años que yo tengo, o que haya visto las cosas que yo he visto a lo largo de mi vida. Conozco a los

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hombres y en este mundo nadie vive tanto, pienso que no es porque no quieran vivir, es más por que no pueden hacerlo, se la pasan todo el tiempo peleando sus guerras sin sentido, matándose los unos a los otros cuando deberían… —No —dijo Chie de pronto—, tú no sabes nada. Mi padre y mi madre no eran guerreros y los mataron igual, ellos no buscaban peleas pero igual están muertos, los mataron igual que a perros, les cortaron la cabeza a los dos, yo los vi, me obligaron a ver todo… tú no sabes nada… ellos querían vivir… Estaba de pie con los puños cerrados y los labios apretados, mientras lágrimas de impotencia escapaban de sus ojos. El anciano lo miró con algo parecido a la compasión, como si mirara a un animal indefenso, como un ave a la cual le cortaron las alas. —Lo sé, yo lo vi. Lo vi todo y te vi a ti también, y es por eso que te busqué —el anciano ya no mostraba alegría ni sonrisa alguna, habló seriamente pero al mismo tiempo en su voz se podía sentir tranquilidad, una paz acompañaba a sus palabras—. Sé que no lo entiendes, pero ahora lo entenderás. Acércate. Chie no entendía, qué quería decir con eso, qué era lo buscaba aquel anciano que se encontraba sentado en el fondo de aquella pequeña gruta en medio de la nada, en medio de Harrat. Avanzó un paso y luego otro, se acercó al anciano, lentamente, no sabía por qué lo hacía, pero tenía que hacerlo. Cuando estuvo a su alcance el anciano lo tomó del cuello y lo acercó a su rostro, abrió los ojos cubiertos por aquel manto de nieve, por aquella neblina y de pronto se aclararon, se pusieron rojos como el fuego, y en su interior se agitaba como una tormenta. Chie forcejeó, intentando liberarse, los ojos del anciano quemaban su interior. Ahí vio fuego y escamas, vio cielo y nubes, ahí vio lo que era el anciano y cayó al suelo. —¿Cómo es que…? Tú eres… Es magia…

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—Es posible que sea magia, lo que para los hombres es magia, para mi es natural —el anciano recogió el colmillo del suelo—. Esto es mío, y tenía muchos más cuando aún me veía como un dragón. No te engañes por mi forma actual, niño. Mucho antes que tu nacieras, o que incluso, tus más lejanos ancestros nacieran, yo ya tenía vidas enteras volando por los cielos. Respiraba el aire limpio de las alturas, me abrigaba con los rayos del sol y dormía sobre suaves nubes blancas. Yo miraba todo desde arriba, todos eran minúsculos para mi, pequeños puntos en la tierra. Les enviaba tormentas y rayos, yo soplaba truenos para asustarlos y divertirme. Les enviaba lluvias para que puedan cultivar y comer, y también para limpiar la tierra de su presencia. Algunos me adoraban como a un dios, pero no lo soy, los dioses son más crueles que yo, eso te lo aseguro, niño. Yo he dado vida y muerte, pero ellos solo dan muerte. Y pueden matar dragones. —¿Me vas a matar? —Chie intentó levantarse y sintió como el miedo se deslizaba por sus piernas. —No, no te asustes, no te haré daño. Te dije que yo te busqué, pero no para matarte, todo lo contrario, quiero que vivas. Ya no tengo la forma que tenía antes, pero aún tengo poder, este colmillo es la última prueba de lo que alguna vez fui, de todo lo que aún soy y lo que nunca perderé. El resto ha desaparecido, mi piel no es la misma que alguna vez llevé con orgullo, ahora me encuentro reducido a esta forma débil y al pasar del tiempo, a envejecer lentamente en un cuerpo que no reconozco aún. Yo volaba, me deslizaba por encima de las nubes y por sobre las montañas más altas, pero un día me detuve en la tierra, y ya nunca más pude volver a volar. Siempre vi a los dioses reírse de los hombres, pero un día se rieron de mí también, y cuando me detuve en la tierra solo podía arrastrarme, tuve que aprender a caminar, aprender a vivir como un hombre, sentir hambre y frío, sed y calor. Fui cambiando y perdiendo tamaño, perdí mis dientes y este es el único que me

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queda como un recuerdo de lo que siempre he sido. Pero el poder está dentro de mí. Ahora vete, no quiero asustarse más de lo debido. Chie se secó las lágrimas y tímidamente asintió. Se dio cuenta que empezaba a oscurecer, el sol ya se ocultaba en el firmamento, se incorporó y sin decir una sola palabra partió de regreso al campamento. Mientras corría se dio cuenta que la lluvia empezaba a caer sobre su rostro. CONTINUARÁ

RUDY QUISPE ARIRAMA

Perú

Página WEB: rqarirama.wordpress.com

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H

an querido saber por qué de mi aberración a las alturas, no he querido explicarlo, y aunque tratara de hacerlo, seguro sería algo complicado de entender. A alguien como yo ya no lo toman en

serio. Creen que por ser un anciano soy incapaz de recordar ciertas cosas. Algunas personas se preguntan por qué insisto tanto en eso, los aparatos del demonio, y la verdad es que yo tengo mis razones para creerlo de ese modo. Yo en lo personal tengo miedo a una altura diferente. Tal vez parezca un poco loco lo que voy a decir. Puedo soportar alturas en edificios, alturas en diferentes lugares, pero jamás olvidaré el terror que viene acompañado de los juegos mecánicos de la feria. Sí, de la feria. Es algo ilógico, hasta un chiquillo puede subirse a una montaña rusa o rueda de la fortuna, pero yo no. Y de solo recordarlo se me ponen los pelos de punta. Fue algo horrible, de verdad que lo fue. Aún recuerdo ese día tan nítido y claro que pareciera que puedo escuchar el ruido de los motores de los juegos, el olor de las palomitas y, por supuesto, el destello de las luces tintineantes que atraían la vista de todos. Había conocido a mi esposa ese mismo año. Era una mujer bellísima, como ninguna otra, y he de decir que no presumo de más, pero cualquier hombre enamorado puede decir lo mismo de su mujer, pues bueno yo así lo digo de la mía. Pamela era la más hermosa del pueblo, tenía un cabello largo precioso que, de solo recordarlo, me alborota el estómago como hace cuarenta años. Pero bueno, no voy a distraerme de lo que estaba contando. Ah, sí, a Pamela la conocí cuando llegué al pueblo la primavera de 1963. El pueblo empezaba a llenarse de gente forastera y yo era uno de esos forasteros. Así les gustaba a los de San Andrés decirnos. Hasta a las mujeres protegían, pero Pamela me aceptó desde el principio. Yo venía de la ciudad porque había terminado mis estudios de abogado. Y ella estaba terminando de estudiar en la escuela de señoritas secretarias. Y como he dicho, era la más hermosa de todas. Y su cabello, bueno, aún sigo pensando en él. Aunque al mismo

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tiempo, me recorre ese escalofrío que me aterroriza cada vez que veo que la feria se instala en el parque del centro. Yo estaba tan embelesado con Pamela que me armé de todos los medios para conquistarla. Sabía lo mucho que amaba su cabello largo, así que le regalé un broche dorado en forma de mariposa que se prendió en el cabello en nuestra primera cita. Ese mismo año, como ya mencioné antes, la feria estaba en el pueblo como todos los años, a finales, y me pareció el lugar más romántico para pedirle que se casara conmigo. Preparé mi mejor traje y mi mejor colonia para estar presentable. Le pedí que hiciéramos la excursión en la feria. Ese día, como todos los anteriores, llevaba su cabello largo suelto. De verdad que era hermoso, ella totalmente era hermosa. Y aun después de la boda y de los muchos años de matrimonio sigue siendo la mujer más hermosa para mí. Y bien, esa noche lo era, tanto que pasé la mayor parte del tiempo pensando en los hombres que la verían. Sí, sí, les parecerá que los celos son malos, y todos padecemos de ellos. No me considero un hombre sensato cuando se trata de ella. Es que mírenla, es preciosa, lo sigue siendo con todos los años encima. Pero bien, bien, sigo relatando. La mayor atracción era la rueda de la fortuna. El señor Díaz, el dueño de la mayoría de los juegos mecánicos, acababa de adquirirla desde Londres, y todos querían subir a él. Yo más que nadie. ¡Caray! Pues si es que era magnifica, enorme, con las luces encendidas y con el ruido de los engranes sonando al compás de los movim... Perdón, me da escalofríos recordarlo. La piel se me ha puesto de gallina. Con todos los recuerdos y con la edad, a uno se le van algunas cosas, así que deben disculparme si no les relato alguna cosa importante. Como que mi Pamela llevaba un vestido blanco precioso, y el cabello negro suelto hasta la cintura con el broche que yo le había regalado. Estaba tan emocionada

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como yo por subir a la rueda de la fortuna. El señor Díaz, por lo poco que pude platicar con él, dijo que era muy seguro subir en el aparatito, pues los fierros estaban bien forjados y él ya había aprendido muy bien el maneje de las palancas para moverlo. Yo mismo me cercioré de que lo hiciera. Estuve presente cuando lo manejó en la primera vuelta de la rueda y fue magnífico ver el tremendo aparato girar. Recuerdo que Pamela gritó emocionada al ver a la gente gritar eufórica con la altura y el movimiento. Se le habían iluminado los ojos nada más ver las luces. Yo no puedo recordar si se me iluminaron los ojos de ver las luces o de verla a ella, solo recuerdo que la seguí mientras subíamos a los asientos de la rueda de la fortuna. El señor Díaz me había guiñado un ojo mientras jalaba la palanca y el ruido de los engranes hacían mover el aparato. Creo que aquí me es difícil relatar, es tan difícil

que no puedo

mencionarlo sin que se me quiebre la voz. Recuerdo que le pregunté a Pamela si quería casarse conmigo y ella me contestó que sí. Yo fui el hombre más feliz en ese momento y creo que ella también fue la mujer más feliz. La rueda de la fortuna había llegado a la cima y el viento había hecho que el cabello de Pamela se meciera por enfrente de su cara. Me sonrió, lo recuerdo, y se acercó a besarme. Aunque eso no pasó, porque la rueda volvió a moverse para descender y Pamela regresó de golpe a su lugar. De verdad, juro que de haberlo sabido le habría regalado una cinta para el cabello y no un broche. Entonces ella lo habría amarrado. Me tiembla la voz de solo recordarlo. Ella, mi Pam… el cabello largo se le enredó entre los engranes de la rueda de la fortuna y se lo jaló de la forma más horrenda que te puedas imaginar. Recuerdo sus ojos abiertos por el terror y el sonido espeluznante de sus gritos sobre mis oídos. Yo quedé tan petrificado en mi lugar, que fui incapaz de moverme para ayudarla. Solo la vi, gritando, mientras la sangre de su cabello arrancado del cráneo escurría por su cara. La gente había

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comenzado a gritar y eso no había sido de gran ayuda para mí. Sus gritos, y luego el vestido de Pamela manchado de sangre. El señor Díaz había comenzado a detener la rueda, pero esa maldita palanca no se movía para detener el movimiento. Hasta que el precioso cabello de mi amada quedó enredado entre los engranes. Ella se había desmayado por el dolor. Ay, mi pobre mujer, estaba llena de sangre y… perdón, perdón, he dicho que empezaría a llorar, pero recordar el horror de Pamela me causa terror. No quisiera volver a subirme a una rueda de la fortuna, caray, ni siquiera soporto ver la feria del parque. El miedo a esa altura y los recuerdos no le hacen bien a mi corazón. Muchos creen que soy un viejo amargado, pero si hubiesen vivido lo que viví, también creerían que esos aparatos son del demonio. Pasó mucho tiempo antes de que lograran bajarnos de la rueda. Y mucho más para trasladarla al hospital. Los médicos lograron detener la hemorragia y reconstruir gran parte del tejido de su cabeza. No recuerdo muy bien cómo llamarlo, deben perdonar a este viejo. Pero ella dejó su amado cabello ahí y creo que nadie que haya presenciado eso aquel día, ha vuelto a subirse a una rueda de la fortuna. Mucho menos ella ni yo. Superamos la tragedia juntos y seguimos viviendo en el pueblo, pero tratamos de evitar la feria a toda costa.

DANPERJAZ L.J. México

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H

ay quienes creen que si se arrojan las cenizas del fénix al agua, este ya no puede renacer. Nada más falso. Cuando los restos de aquella ave fabulosa se cubren de líquido, el fuego hace que el

agua hierva y el fénix se vuelve el doble de poderoso, porque no solo cuenta con la virtud del calor, también adquiere la capacidad de apagar sus llamas de forma temporal y en esos mágicos instantes se convierte en un pájaro común, eso sí: hermoso, el cual puede ingresar en el mundo de los hombres para estallar incandescente en el momento menos pensado, a fin de acabar con quienes desee. Por eso, a tener cuidado: desde tiempos antiquísimos reyes y caballeros han echado al agua las cenizas de estas criaturas pensando que así las aniquilarían o, al menos, las tendrían húmedas y atrapadas. Preste atención, lector: no vaya a ser que se tope con un ave de exquisito rostro, potente fulgor y bello plumaje, y, debido a la inocencia de quien se deja asombrar con facilidad, usted perezca con gran dolor entre intensas flamas, o quede horriblemente desfigurado, como fue mi caso. Sépalo de una vez, amante de la fantasía, no hay modo de matar a un Fénix. Otra cosa importante: jamás se le ocurra congelar sus cenizas con las técnicas científicas o hechiceras más eficaces que se conozcan; si ello se hace, estos seres revivirán con furia y ánimos de venganza, además habrán desarrollado una nueva y extraordinaria capacidad: el transformarse a su gusto en hombres, caminarán por la Tierra conociendo individuos a los que eventualmente harán arder cuando retornen a su estado original; esto puede darse sin que el fénix lo quiera o por voluntad propia (dependerá del temperamento de cada ave, unas tienen mejor capacidad de control que otras). Da lo mismo, el resultado es el daño, parcial o letal, ominoso en cualquier caso, porque esa es la ígnea naturaleza del fénix: la destrucción de los cuerpos, de la materia, o su transformación. Es necesario decirlo, estos pájaros también poseen la esencia de la

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renovación, del resurgir, por eso temo mucho a estas entidades, por eso usted ha de temerles, porque no son un mito, una vez poblaron el mundo, y después de tanto tiempo aún existen en el planeta, como plantas, como animales, como hombres, y un día ellas calcinarán el globo, con el único fin de reconstruirlo desde sus cimientos, porque los seres humanos merecemos ser exterminados, pero también merecemos una nueva oportunidad. En tanto, sigo buscando a alguno de esos entes mitológicos, para que me haga arder hasta desaparecerme y luego me regrese a la vida, sano, lozano, como antes, cuando mi curiosidad no desafiaba al peligro de aquello que mi mente no podía comprender y que ahora, de alguna manera, entiendo. Las personas que transitan esta calle me ven sentado en la vereda y sienten lástima. Me dejan una moneda y yo les cuento esta historia; varios de ellos me escuchan hasta el final, algunos se ríen, otros dicen que es un interesante cuento. ¡Qué tontos! No veo noticias ni leo periódicos, pero a menudo escucho los comentarios de la gente sobre gigantescas líneas de fuego o puntos luminosos que aparecen moviéndose en el otro hemisferio. Como es lejos, pocos se inquietan, la mayoría opina que son mentiras, de esas que abundan en las redes virtuales, psicosociales y demás. No obstante, hace semanas que dichos fenómenos se están dando aquí, primero sobre el océano, después en la selva y en la sierra, y ahora en la costa. Muchos se aterran cuando contemplan el arcoíris en llamas que corta en dos el cielo; sus ojos apenas pueden mirar la verdad. Otros, como yo, esperábamos con resignación este día. Vuelan y su brillo indica que ahora tienen poder absoluto sobre lo que antes fue nuestro. Sin embargo, esta no es una historia de terror. Cuando ellas terminen con lo iniciado, cuando acaben con nosotros, con los seres humanos (no tocarán a otra especie), volverán a su prolongado descanso, hasta que la

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humanidad requiera su presencia de nuevo. El ave Fénix, con toda su fuerza y sabiduría, sabe muy bien lo que está haciendo, sabe que al fulminarnos dejará su esencia en nuestros restos; de tal manera podremos renacer, al igual que estas. Reviviremos de nuestras cenizas y seremos otra vez los amos y señores de esta tierra. Porque, como dije, somos tan terribles que debemos morir, desaparecer cuanto antes del planeta. Mas, por alguna razón, somos muy valiosos, y por eso tendremos otra oportunidad.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas Página WEB: http://fanzineelhorla.blogspot.pe

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P

rimero fue aquella imprudente dulzura quien cruzó inconsciente, con la frescura de sus quince años, la barrera que los límites de su naturaleza humana le imponía, con el único fin de cumplir el

absurdo capricho de conocer mi belleza. Joven ilusa que arrastró hacia los abismos de la catástrofe al hombre que le profesaba pleitesía y quien no dudó por siquiera un segundo en acudir en su búsqueda, desafiando así a los designios de su suerte de simple mortal, intentando en vano, darme captura y recuperar a la que pronto iba a convertirse en su mujer. Los pobres campesinos, quienes apenas cosechaban los escasos alimentos que crecían decrépitos sobre esas tierras sombrías, luego de confirmar las sospechas de que mi prometida, como un ser poseso que no hacía caso a nada ni a nadie, había pasado por allí, me advirtieron que no sorteara ese tétrico río de aguas malditas porque no había retorno una vez interno en aquella selva nebulosa que a simple vista mudaba de formas en un despiadado vaivén siniestro de horror, por más que mi estirpe proviniera de una genealogía de reyes mitológicos y legendarios, e inconmensurable fuera mi corazón desgarrado de amante, el cual había sido alejado de su amor. En un inicio se me apareció en sueños, con una belleza femenina superior a la mía y una cabellera viva, refulgente, que era de envidiar. Y cuando despertaba, no hacía más que hablar en tono embelesado acerca de la impresión que su estampa había causado en mi sensibilidad con su tan nítida e insultante presencia en las visiones que se apoderaban de mis sueños, cual incendios fragorosos que no hacían más que adueñarse de la monotonía de mi imaginación. Sabía que ella era un mito, una quimera, un galimatías; sin embargo mi curiosidad hizo que indagara acerca de su naturaleza con los sabios de Palacio. En confidencia los maestros me aseguraron que vivía alejada de la humanidad, en los confines de la Tierra. 79


Olfateé su olor de azucena, propia de las mujeres vírgenes, y entonces se me azuzó el instinto. Comencé a tentarla para que avanzara en sus pasos, los cuales sonaban en murmullo de indecisión. Ella todavía no podía verme y para mí, el mundo se reducía a la completa oscuridad. Aun así, sentía su quebrantado jadeo y el bombardeo de su corazón. Entonces le hablé con mi más delicada voz, impostando ternura y ofreciéndole las riquezas de la eternidad si se aproximaba hacia mí. Le dije que abriera los ojos mientras que las sierpes que hierven en mis cabellos empezaban a excitarse en movimientos ondulantes, como queriendo saltar sobre su presa indefensa. Me costó mucho vadear el río de aguas oscuras y putrefactas. Ya cuando estuve en tierra pude seguir el rastro de mi prometida, su aroma a flor de azucenas destacaba en medio de tanta inmundicia. Entonces aceleré el paso con la esperanza de dar con su paradero cuando de pronto encontré a mitad del camino, entre unas ramas secas, a la ondulante cintilla blanca con que siempre se recogía su lacio cabello de azabache. Alcé la voz, grité a todo pulmón invocando su nombre y nadie me respondió. Solo escuché un eco extraño que reproducía en tono mucho más inquietante a la articulación de mi duda y a la vez, mi exclamación. No sé qué me pasó. Creo que fue un impulso que no supe controlar. Como hipnotizada salí disparada de Palacio y acelerando el pasó me aventuré al periplo de traspasar los confines de la Tierra. Los sabios afirmaban que ahí vivía la Medusa, siempre respirando aires pútridos que calmaban sus ánimos. En verdad no sé qué me sucedió, no sé por qué me dirigí en su búsqueda. Un bicho muy raro se instaló en mi pecho y se apoderó de mi consciencia, la cual en espacios de lucidez se preguntaba qué hacía ahí, a dónde iba, cuál era mi interés. Pero luego volvía a hundirme en un sueño a retazos en donde alguien iba internándose hacia lo desconocido sin medir las consecuencias. Por 80


momentos me daba cuenta de que ese alguien era yo e intentaba dar media vuelta, sin embargo esos espacios de lucidez duraban lo que dura la felicidad, instantes, para luego desaparecer e irme internando con mayor profundidad hacia lo desconocido. Cada vez más y más su olor va invadiendo al ambiente. Mi piel se crispa y mi corazón, el cual es un puño de fuego encerrado entre espinas, se caldea. Tengo que controlar a mis serpientes que ahora escupen veneno por doquier. Siento que la joven quinceañera está próxima a mí, a unos cuantos pasos, pero también he percatado la duda en su ánimo, ya que a pisadas lentas ha ido retrocediendo. No tiene seguridad y la indecisión la perturba. Por eso vuelvo una vez más al ataque de la palabra, tratando de ser calma y paciente intento embaucarla, busco seducirla con la tentación. No me doy por vencida. Le ofrezco la belleza corporal. Le prometo la eternidad, la firmeza de una figura envidiable por siempre. Trato de incentivar a su vanidad; es entonces cuando siento al vientecillo de su aliento que empieza a acariciar mis poros. Esta sensación previa, como antesala a la sorpresa de la visión que romperá, aunque sea solo por un breve instante, a la oscuridad en que siempre vivo, me aguijonea la emoción. Pronto, en un tiempo fugaz, podré ver el fulgor de la luz y me sentiré feliz. Mis ojos clavados en sus ojos y ella sorprendida ante la inmovilidad de su cuerpo, sin poder hacer nada. Mírame, muchacha, qué esperas. Por fin la miro, está como flotando, con el vestido hecho girones mientras que sus largos cabellos sueltos le cubren el rostro. Percibo que no está sola, aunque a simple vista no se le ve en compañía. Grito su nombre y al instante siento un temblor que sacude el piso. Caigo al suelo y rápido me reincorporo, entonces desenvaino mi espada y avanzo. El cuerpo de mi amada se desploma. Escucho un gruñido de furia mezclado con impotencia y luego, 81


silbidos de víboras salvajes, pero no veo de dónde provienen esas imprecaciones. Los improperios en voz cavernosa me punzan como ráfagas directas al oído. La piel se me estremece. Intuyo que aquella quimera maligna es la que emite esos impactantes sonidos. Sin embargo no sé en dónde se encuentra, no la ubico por ningún lado. Me distraigo ya que mi amada, quien está echada en el suelo, transformada en un guiñapo, despierta y masculla palabras ininteligibles, al tiempo que comienza a aferrarse de mis tobillos. He despertado en un espacio nebuloso. Mis ropas están hechas una porquería y mi olor es detestable. No sé dónde me encuentro y un extraordinario dolor que irradia desde mi pecho, me impide el ponerme de pie. Poco a poco empiezo a entrar en razón. Lo último que recuerdo es que soñaba con los placeres de la belleza. Sonidos tiernos que me prometían inmortalidad se cuelan por mi mente. Luego pasos, angustias, risas e insultos se tergiversan en medio de mi pensamiento; mientras voy tomando conciencia, veo la silueta de mi prometido que desde mi perspectiva adquiere tenacidad. Él ha descubierto su espada y con ímpetu viril desenfadado exige al monstruo a que se muestre, a que dé la cara, pues no le tiene miedo. Tengo terror a que él me deje sola, abandonada a mi suerte. Le cojo de las piernas, tratando de llamar su atención, pero luego las siento frías, las siento duras, como si fueran de piedra. He visto al maldito que me ha traído la luz. A tientas he dado un rodeo por los caminos de la oscuridad en que por momentos me desarrollo con fluidez. Inútilmente he intentado dar con los ojos de la virgen, guiándome por su olor, pero no he podido atraparlos. Hubiera sido una mejor presa. El hombre que la ama la ha salvado de la seducción que mi poder intentaba ejercer por sobre su espíritu, por sobre sus debilidades. Por un momento las sierpes de mi cabellera se inmovilizan porque mis ojos han captado a la mirada 82


del héroe; es entonces cuando se abren las compuertas de mi extraordinaria belleza y él puede sumergirse en mi dicha. Pocos son los privilegiados que alcanzan tal éxtasis; ninguno vive para contarlo. Todos los que han saboreado de mi perfección se quedan inmóviles para siempre. Transformados en piedra, convertidos en armonía hecha escultura, discurren en un estatismo estancado en el tiempo, en donde solo existe la felicidad. Yo en cambio, luego de gozar con el instante me duermo en placidez para luego despertar en un estado de angustia, pues no sé quién será el próximo mortal que me traiga la luz. He tenido que descartar a la virgen que se quiebra en llantos, ruegos y gritos, ya que en vano he intentado repetir mi dicha anterior. Ella ha huido. Esquiva ha abandonado este lugar. Por suerte mis culebras ahora se encuentran calmas, dopadas, en ligero sopor puesto que aquel fulgor de luz precedente las ha serenado y por lo pronto ya no escupen veneno. Mi piel se tranquiliza y mi corazón, el cual es un puño de fuego encerrado entre espinas, deja de arder. Poco a poco el aroma de azucenas se va disipando del ambiente, dando paso a un olor de natural corrupción que me embriaga y hace que cierre los ojos con lentitud. Siempre después de la luz, puedo descansar, puedo dormir; no sé por cuánto tiempo lo haré.

JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/jesushumberto.santivanezvalle

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-E

n pie el acusado. El hombre se levantó sin entender todavía por qué estaba allí. —Su nombre, por favor.

—Humanidad —respondió con voz trémula. Todo lo que lo rodeaba le parecía extraño, como sacado de una

macabra pesadilla. Pero algo le decía que debía contentar a las personas que tenía en frente para no empeorar las cosas. —¿Sabe el acusado por qué se encuentra aquí? En realidad, ahora mismo no sabía ni que significaba “aquí”. No conseguía ubicar el lugar. En un principio creyó encontrarse en lo que parecía una sala judicial, pero allí nada era como debiese ser. No había bancos de madera, ni estrado, ni nada que le recordase a ese tipo de estancias. Pero en lo más profundo de su ser intuía que donde estaba era precisamente eso, aunque desconocía el motivo. Él no había hecho nada. —No, señoría —respondió al fin, más por instinto que porque realmente quisiese hacerlo. De hecho, no había sido consciente de haber pronunciado el apelativo “señoría”. Aquello no tenía ningún sentido. Los asistentes a aquel extraño evento susurraron indignados ante la respuesta del hombre. Incluso alguno lanzó improperios contra su persona. Pero rápidamente fueron silenciados. No podía tolerarse aquel tipo de conductas. Aunque el interpelado fuese quien decía ser. Aunque hubiese hecho todo por lo que se encontraba allí. —¿Es en verdad usted el hombre conocido como Humanidad? — volvieron a preguntar. En esta ocasión asintió, ya que su voz se entrecortó y no pudo pronunciar palabra alguna. —Conteste, por favor —insistieron. —S... sí, señoría —¿señoría? Ahora sí que se percató, pero seguía sin

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saber la razón de usar ese término—. Per... pero no sé por qué estoy aquí — repitió el hombre. Nuevos susurros. El hombre se giró hacia las voces, que callaron cuando descubrieron que les estaban mirando. ¡Qué extraño era todo! Lo trataban con miedo, como si hubiera hecho algo atroz. Pero aquello no tenía sentido, él no recordaba haber hecho nada. Entonces fue consciente de que se encontraba encadenado. Unos extraños grilletes, hechos de roca viva, rodeaban sus muñecas. Y sus tobillos estaban enredados en lo que parecían raíces y ramas de diversas plantas. Cada vez que intentaba hacer un movimiento para zafarse, las rocas, las raíces y las ramas se tensaban y apretaban más sobre sus articulaciones, impidiendo sus movimientos. —Sus crímenes son múltiples y cada cual más aterrador que el anterior —comentó con tranquilidad la que parecía ser la voz cantante allí. —Vertidos tóxicos,

emisiones

de

gases

venenosos,

extinciones

masivas,

talas

indiscriminadas, desecaciones de zonas húmedas, extracciones ilegales, incendios... —comenzó a enumerar—. Por no salvarse no lo han hecho ni los de su propia especie. Genocidios étnicos, violaciones, torturas, secuestros, asesinatos, guerras... Y eso solo es el principio. Muchos otros cargos son los que se le imputan. La cara del hombre se llenó de pavor. ¿Qué estaban diciendo? Aquello no podía ser. Era imposible. Él no era responsable de todo por lo que lo incriminaban. Ni siquiera tenía recuerdos de todo lo que acababan de decir. —Pero... Yo... no recuerdo... Yo no he hecho todo eso. Más susurros se oyeron en la sala. —¿Usted? No nos haga reír. Usted no ha podido hacer todo eso solo —algo le decía que, aun así, lo que iban a decirle no era bueno—. Usted es un ente creado por nosotros. Tan solo representa a una parte de este mundo.

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Una raza. Una especie animal, de las últimas en aparecer en el planeta. Éstos son los crímenes que han cometido estos individuos. Usted solo es una representación de todos ellos. Un mero utensilio para juzgarlos. Entonces el hombre se percató realmente de todo lo que lo rodeaba. Quienes asistían a tal evento eran personas, como él, pero había algo que las diferenciaba. Cada vez que miraba a uno de ellos percibía su verdadera naturaleza, que lejos estaba la de ser hombres y mujeres. Ante él, algo completamente increíble presidía la sala. Una ballena. ¡Una ballena! Y era ella la que se encargaba de dirigir todo el proceso judicial. Porque estaba claro que aquello era un juicio. A su derecha, a la misma altura que él, un veneno potencial para la vida, pero tan necesario para la misma, actuaba de fiscal. O3, ozono, un filtro natural contra los rayos dañinos que enviaba el astro rey contra el planeta. Una molécula de tres átomos de oxígeno era la “persona” que presentaba los cargos por los que estaba siendo juzgado. Y el resto de asistentes eran igual de increíbles: animales de todas las clases, especies vegetales de todos los tipos, parajes naturales, compuestos químicos esenciales para la vida, microorganismos... asistían al juicio. Pero allí fallaba algo. Una circunstancia que escapaba a su control. No había jurado, lo cual, en un principio, no era problemático, ya que sería el juez, la ballena, quien se encargase de dictar veredicto. El verdadero problema era que no tenía defensor. Nadie, ni persona ni animal ni planta ni... ni lo que fuera, se encargaba de defender su causa. Entonces lo comprendió. En realidad, aquello no era un juicio. Él, ellos, la Humanidad, ya había sido juzgada. Su entendimiento captó lo que aquello significaba y un miedo, un pavor inconsciente e ilógico, lo invadió por dentro. No tenía escapatoria. —Entonces estamos todos de acuerdo —aquellas palabras no eran en realidad una pregunta, sino una afirmación, pero, aun así, todos los asistentes asintieron—. La sentencia ha sido consensuada y fijada... ¡Extinción! —y con

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aquella única palabra golpeó su martillo. El hombre tembló de miedo al comprender lo que eso significaba. —¡No! —intentó gritar, pero su voz había sido censurada y ya nadie oía sus súplicas. Entonces su figura fue desapareciendo poco a poco, difuminándose. —Es una pena —susurró el “extraño” juez, pero nadie le oyó—. Eran una especie con tantas posibilidades. Y el mar sonrió. "Tributo a Mägo de Oz"

ALBERTO PEÑALVER

España

Blog: athalberht.wordpress.com

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ras la historia de cualquier casa embrujada que se respete, siempre hay una razón que la explica; un suicidio, asesinatos, alguna invocación maligna, la locura de la mano con la violencia, pero ¿no

habrá lugares que por el simple hecho de existir están corrompidos desde sus inicios? La casa Rosa no está exenta de gran cantidad de sucesos macabros que justifican su malignidad en la “infección diabólica” típica de los actos de violencia y muerte. Ahorcados, padres alcohólicos que matan a sus hijos y mujer y luego se suicidan, bebés muertos en sus cunas, madres suicidas con sobredosis de pastillas para ellas y sus retoños durmiendo el sueño eterno, asaltos sangrientos. Pero un investigador psíquico sabe que estas son las consecuencias, y no la causa de la infección diabólica contra la que ha de luchar. Ser "psíquico", a pesar de que se considera un don, no es de las mejores cosas con las que se puede convivir. La casa Rosa llegó a mí, y me decidí a vivir en ella, pues además de la oferta extraordinaria que me hicieron por una propiedad que no solo contaba con una casa que casi se podría llamar mansión victoriana, sino además con una extensión de terreno apabullante. Su consabida mala fama hizo que estuviera deshabitada por muchos años y que requiriese de múltiples reparaciones, pero además necesitaba un arduo trabajo espiritual para que estuviera limpia. Una vez que tuve las llaves y el título de propiedad en mis manos, me planté frente a la puerta respirando profundo y preparada para el primer asalto. El pomo de la puerta estaba helado en pleno verano, al punto que mi mano quedó laxa y sin fuerza por el frío, pero enseguida se caldeó con mi calor psíquico. El amplio salón estaba en un estado lamentable, sucio y polvoso, con el relleno de los muebles raídos y vueltos nido de ratas. En el piso la primera sorpresa, el cadáver de una mujer acuchillada que al acercarme,

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abrió los ojos y me llevó a su historia. Victoria se llamaba, siempre sola encerrada en ese caserón esperando por la llegada de su esposo, un rico comerciante viajero más interesado en hacer dinero que en su amor, y el desenlace, el esperado: descubierta con su amante y acuchillada por el marido traicionado. En la cocina los cadáveres de la familia Hernán Battory, los esposos y tres hijos, todos con las cabezas caídas sobre la mesa luego de consumir el pastel envenenado que trajo el padre en bancarrota. En el cuarto de servidumbre, el cadáver ahorcado de la sirvienta Matilde con su embarazo avanzado, hijo bastardo de su patrón. Subo las escaleras y la feria de los horrores continúa. En la habitación infantil, un bebé ahogado con la almohada por su hermanito para que dejara de llorar. En la habitación matrimonial, varios sucesos superpuestos unos a otros, un horror de sangre y lamentos en torbellinos negros; y hasta en el desván, un niño que se ahogó al tragar una moneda y murió solo ahí. Ante mí se desplegaba el trabajo más arduo de mi vida si quería que esta casa fuera habitable para mí. Presentía que debía buscar la raíz de tanta desgracia, que esta casa era un vórtice por donde la maldad había forjado uno de sus umbrales, y no me equivocaba. Luego de retirarme de la casa Rosa, estuve por un largo periodo meditando y preparándome para el segundo asalto. Con la asistencia de mis guías protectores pude visualizar el lugar exacto de la casa en donde estaba la clave de esta infección diabólica y hacia allá me dirigí. En la biblioteca, tras unos libros falsos, se escondía el diario de Lord Battory, esclavista inglés que llegó a estas tierras aproximadamente a finales del siglo XVII y que fue el constructor y primer habitante de la casa Rosa. Noviembre de 1687 Hemos arribado al fin a estas tierras fértiles y vírgenes, con una considerable carga

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de esclavos que espero colocar muy pronto, pues sé de buena fuente que la demanda es muy alta, y esta que espero sea la última carga, me dará suficientes dividendos como para construir una mansión que sea la heredad de mi familia. Enero de 1688 Hay un negrito entre todos los esclavos que traje que parece ser rechazado por sus iguales, pero no veo defectos o taras físicas en él como para que hagan distinciones especiales. Teo, que es mi sirviente de mayor confianza, me dice que ese niño es un brujo y que está poseído por un demonio africano. Azoté personalmente a Teo por hereje y supersticioso y porque es evidente que sigue creyendo en sus dioses paganos y no en Jesucristo nuestro Señor y Salvador. Marzo de 1688 Teo murió por los azotes que le di, pero la servidumbre no me culpa a mí sino al niño brujo. Murmuran que se valió de mí para acabar con Teo por haberlo delatado. Dicen que “veló” una imagen mía hecha con paja y trozos de mi ropa, a fin de que yo actuara así. Todo esto lo supe también a punta de azotes, me duele el brazo derecho por el esfuerzo realizado. Abril de 1688 Mandé a llamar al niño brujo delante de mí. Me sorprendió su tranquilidad y desfachatez. Habla con bastante claridad el inglés y aduce que todo lo dicho en su contra es falso. Que Cristo es su Señor. Qué ignorantes son estos animales, el mal llamado niño brujo está flaco y enfermo pues nadie lo alimenta, les di la orden so pena de nuevos azotes para que cuiden de él. Junio de 1688 Descubrí al desgraciado niño brujo debajo de mi cama, había matado un ave negra y estaba haciendo no sé qué inmundicias ahí. Lo agarré por su pelo motoso hacia el patio y les ordené a mis esclavos cavar un hoyo para darle muerte al engendro de Satanás. El muy

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maldito me mordió y me maldijo en su lengua, pero de igual modo lo maté con mi espada. Corté su cabeza y antes de rellenar el hueco, colocamos rosas blancas para evitar que salga de ahí. Sé que Dios Padre es mi guía y fortaleza, pero no dejo de sentir temor ante las asechanzas del maligno. Diciembre de 1688 Toda mi familia y mis esclavos han muerto de Peste y sé que el causante es el espíritu del niño ese del infierno. Solicité al Pastor que bendijera mi casa pero de igual forma la contaminación fue inevitable. Estoy hinchado y pierdo sangre por todos lados, el dolor es inenarrable, solo sé que quien consiga este diario debe ir y exorcizar el hueco putrefacto en donde está ese engendro, ese demonio. Preparada con esta información, acudí a donde supuse estaría enterrado el niño brujo y apenas acercarme lo divisé, “l´enfant sorcier” bailaba sobre su improvisada tumba, feliz, pisando a una gran cantidad de cadáveres de esclavos y a lo que supuse era la familia Battory. Apenas me vio, sonrió con malicia y se prendió en llamas, convirtiéndose en un monstruoso demonio de al menos dos metros de alto. Los símbolos y el ritual romano no me valdrían de nada para expulsar a este demonio y debía conseguir el modo, pues un ente tan antiguo como este, que había logrado matar a tanta gente, era difícil de combatir, y en cierto modo había hecho de esta su casa y prisión; si lo liberaba, no sé de lo que sería capaz. Acudí a un sacerdote de la religión Yoruba Africana y accedió a realizar el exorcismo de este ser, especialmente porque yo lo había ayudado antes con varios de sus casos y sus consultas. Le dije con lujo de detalles las características de la infección maligna y la gran cantidad de almas involucradas en ella. Le advertí que se preparara a enfrentar a un demonio de gran poder, si acaso Exú en persona, se lo repetí ya ubicados frente al él, le avisé… Ahora estoy recluida en el sanatorio mental de la ciudad; todo lo perdí,

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y el niño brujo acude a mi todas las noches para burlarse, para hostigarme, hasta que me obligue a suicidarme y a formar parte de la hueste de almas en pena que lo alimentan sin cesar. Probaré primero sacándome los ojos, a ver si así evito verlo.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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N

adie hubiera pensado que la tía Esther pudiera hacer algo así. Su suegra había hecho lo mismo, y la tía deploraba eso. Supo decirme, alguna vez, que por ese navegar a la deriva sintió

vergüenza ajena. La tía mantuvo silencio y luego el tío Negro se fue y toda la perra vida y también llegó Esthercita, su pequeño sol y bueno, ahora la tía había cortado amarras... Por algún motivo la tía Esther regresó. Convenció a su amiga Mary y reservaron mesa. Esa noche la tía se maquilló con detalles y vistió sus mejores galas, aquella pollerita negra con el tajo que tan bien le queda y la blusa blanca de cuello volcado que destacaba su piel morena. Puso especial cuidado en elegir los zapatos de taco. Encontré a Mary en el bar de la Estación. Prometió contarme. Estaba sentada en una mesita frente a la única ventana. Me saludó con cariño: —Bueno, mirá, no sé que le pasó a tu tía, dijo que solo quería ir a bailar pero cuando llegamos buscó la mesa de él y se esmeró en saludarlo, creo que lo quiere pero a su manera, y a su manera la espanta ¿viste? Él miraba lejos o no quiso verla. Ya ubicadas, él cabeceó y la tía entendió las cosas a medias o las entendió bien ¡vaya una a saber! —Sí, nos ha pasado a muchas ¿Y entonces? —Teté cabeceó y se pararon las dos, Esther y una, muy joven, sentada a su derecha, Teté salió a bailar con la otra, y tu tía se quedó en la mesa, con cara de perro atado al fondo ¿viste? Yo conozco esa situación, la mujer permanece con las manos varadas en la falda, vencida sobre las rodillas vacilantes, como un signo de pregunta que se agota en la mirada, que naufraga en la orilla de un lago. —¿Qué pasó luego? —Un tanguero nuevo, en lo del Chino, la cabeceó y por supuesto ella aceptó, para darle celos al otro, el tipo resultó ser un cachafaz pero Esther

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siguió con él hasta que terminó el cuarto tango de Pichuco y volvió a la mesa ¿Viste? Llegaron las milongas, Teté eligió otra compañera y a Esther la vi más tarde salir de la toilette y me contó que estaba la otra, peinándose: —Ché ¿cómo hiciste? —le preguntó una amiga. —¿Viste? Me sacó Teté, baila suave ¡Qué hombre! ¿Lo conocías...? —Algo, de la clase de tango —todas la relojearon con admiración y envidia, claro. —¡Mary! —Un amigo. Se sentó a nuestra mesa y le presenté a tu tía. Volvió la tanda de tangos cuando mi amigo la invitó a Esther. Mary pareció dudar, acarició un medallón que llevaba al cuello —Bueno, ella aceptó. Después las milongas ¿Viste? Siguieron charlando entre los valses y se fueron temprano. Al día siguiente Esther no fue al laburo, el martes tampoco. —¿Y entonces? —Bueno, apareció el viernes, dijo que había estado enferma, el tronpa estaba furioso, pero como no tiene una costurera tan buena se lo bancó ¿Viste? Aunque vos sabés que Esther... —Sí, ya sé, no es la primera vez que desaparece con un fulano. Desde que el Negro se fue... Me despedí de Mary y me dirigí a la casa de la calle Esquiú, la de los viejos del Negro. Y ahí la encontré. Planchaba el delantal de Esthercita y mateaba con la suegra. El mismo perfume y la misma sonrisa con que abrió espacio en el tiempo para ser aquella muchacha con la mirada opaca y resbaladiza como piedrita hundida en el lago y la pollerita cuadrillé y de último, en los pies, las alpargatas. —¿Cómo estás, tía? ¿A qué hora vas a laburar? —En el segundo turno —desenchufó la plancha y se volvió desafiante— Esta noche hay milonga y no quiero faltar ¿Sabés? —¿Adónde vas a ir, tía? —Es sábado, si las chicas quieren vamos a La Estrella, dicen que se pone bueno...

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—Entiendo, ¿y el tío? —Esthercita me saludó, salió con la abuela, a comprar dijeron. —Y mañana a San Telmo, es verano y Pedro el indio organiza. Después, a eso de las once nos vamos a Almagro. —¿Volviste a ver a Teté? —Silencio, interrumpido solo por el agua que caía en el termo. —A veces en lo de José. —¿Y el tío Negro? —insistí. —Hace años... Le estaba prometiendo... Que hoy, que mañana. — Sorbió un traguito. Silencio Se encogió de hombros y se mesó el pelo renegrido —Nunca más quiso ir a bailar ni esperar a que se me acabara la cuerda... —se río, buscó mi complicidad. Pensé en el tío Negro, frío como un pescado dicen. A todos nos gustaba la milonga pero la tía había sido siempre así, y el tío Negro y su familia... Flotan sin anclaje. Vivían para la milonga y el levante. Esther se pasó los dedos por el pelo y su mirada quedó anclada en la espuma del amargo. —Un roce turbado, un candil envejecido, a gatas una pregunta y luego los brazos de un hombre con todas las promesas. ¡Después! ¿Qué importa del después? ¿Así dice el tango, no? Apretó fuerte la manija de la pavita y caminó hasta el sumidero. Quizá creyó que puede elegir momento y lugar en la vida. Los ojos de la tía se enturbiaron cuando tropezó con una foto de Teté y ella, bailando. Quizá no estaba intranquila. Quizá me había olvidado, pero no, se volvió hacia mí: —Hay otra vida ¿Sabés? Adictiva y cautivadora, en la milonga... Sonó el timbre. La tía apretó mi mano y sonrió, toreándole a la vida y al tiempo.

ADA INÉS LERNER Argentina

Blog: http://yosoylaescritura.blogspot.com http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com

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¿P

or qué el color del cielo había cambiado tan de repente para Olivia? ¿Y qué era esa barrera invisible que la rodeaba y la mantenía encerrada contra su voluntad? Justo sobre su cabeza se adivinaba, a mucha altura, una especie de abertura circular.

¡Si tan solo fuera capaz de alcanzarla! Lástima que no pudiera trepar hasta allí arriba. Las paredes que la apresaban eran demasiado resbalosas. Por suerte desde aquel agujero caían, con cierta regularidad, moscas, hormigas, cascarudos y, en fin, todo tipo de bichos. Hasta agua caía. O sea que hambre y sed no iba a pasar. Lo cierto es que, en algún momento, así como si nada, algo como ella, pero enorme y con cinco extremidades en vez de ocho —¿un dios, acaso, o un demonio?— se había abalanzado desde las alturas y la había abducido. De nada sirvieron sus pataleos ni sus mordidas ni sus picaduras; ese algo parecía ser completamente inmune a tales ataques. Al instante siguiente ya no se encontraba trepando verdes tallos, oteando el horizonte en busca de insectos desprevenidos que comer. Muy por el contrario, su libertad se veía coartada por una fría jaula de cristal que, en realidad, no era de cristal sino de vidrio, y que por cierto no era jaula sino botellón de leche, que pertenecía ni más ni menos que a la Baba Yagá, la hechicera de los bosques que criaba arañas para extraerles el veneno que usaba en sus pócimas de amor. La Yagá la llevó a una habitación apenas iluminada e impregnada de olores picantes; había gatos maullando por allá y por acá, y frascos grasientos de diferentes tamaños. Olivia, aún desde dentro del botellón, seguía con cada uno de sus ojos cada parte del arropado cuerpo de la Baba, la espalda ancha que no se movía —aunque sus manos obraban con gran rapidez—, sus pies descalzos agrietados, sus ropas rasgadas, su pelo enmarañado. De golpe, la Baba se dio vuelta, y con el tenue resplandor de las brasas logró ver su cara… Su cara de chancha, su boca de pez, sus ojos de búho, su uniceja… ¡Ay! Su uniceja… Olivia sintió un gran temor, tiritaron sus dientitos,

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recordaba las historias que su arabuela le contaba de chica y que ella descreía, descreía porque era valiente, porque podía andar de árbol en árbol, tejiendo y destejiendo, armando y desarmando casitas al ritmo del viento, porque ella pertenecía al bosque y el bosque a ella, desde el horizonte sur al horizonte norte, este y oeste, todo eso era suyo, eran uno, ningún diluvio pudo separarles. Hasta aquel momento, donde ella era pequeña, pequeñísima, y estaba sola, y deseaba con todo su peludo cuerpo ser una loba, para poder morderle una pata a la Yagá y salir a la vida de nuevo, o el mismísimo aire, para poder fugarse así como así. Pero no, por más fuerzas que ponía a sus ganas de ser otra cosa, ella seguía ahí, en esa botella que parecía irrompible. Afuera era de día, pero Olivia, que ya llevaba dos lunas y tres soles en las tinieblas del laboratorio de la Baba, no lo sabía. Había permanecido despierta desde el mediodía de la captura, expectante, miedosa de los berrinches felinos y del multiforme rostro de su captora. Había comido, había bebido, pero se sentía profundamente agotada, aunque sabía que el sueño no era un favor que pudiera permitirse en tales circunstancias. Una calma sonora se hizo de golpe. La Baba Yagá salió de pronto refunfuñando y dando un portazo a la enclenque puerta que casi se dio por vencida. Los gatos por primera vez no reñían ni daban alaridos, más bien se acicalaban y restregaban sus cuerpos en cuanto elemento contundente hubiera en el recinto. Había un leve sonido de agua hirviendo, pero se desvanecía a la par que las llamas —única luz en la casa sin ventanas— se extinguían. Olivia, exhausta, se vio presa de la momentánea calma, y contra su voluntad entró en una ensoñación leve pero compleja a la vez. Vio a su lado una bola de pelos de roedor, y la confundió con un recuerdo, el de su madre, a la que nunca recordaba hablando sino en movimiento, diligente, atendiendo, tejiendo, corriendo, bailando… bailando. Un sapo sobre la vieja mesa de trabajo de la hechicera se le hizo su abuela, la sabia arabuela, la que sí tenía voz, pero no en este entresueño, pues el sapo daba saltitos de un extremo al otro, saltitos danzarines. Presintió entonces, la

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cautiva, a su arabuela bailando, bailando antes de tejer, para tejer y para celebrar el tejido y su éxito. No le alcanzaban sus ocho miradas para contemplar los pasos inigualables de sus ancestras. Quería imitarlas, quería ser ellas. Movíase la arañita, de un lado a otro de su celda, poseída, en un viaje a su adentro más suyo. —¡Ña jua jua! ¡Ña jua jua! ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Vamos, sigue! ¡Ña jua! De golpe la despertó la risa de la hechicera, que por primera vez evocaba un sentimiento de alegría. Olivia, sin comprender todavía, seguía moviéndose; la Baba le festejaba sus pasos. Cuando Olivia dio el último salto hacia afuera de su inconsciente, se encontró con el brujístico rostro de la Baba Yagá en primer plano y quedó congelada de la impresión. La hechicera no se dio por aludida y golpeó la mesa para alentar a la bailarina, entonces esta pegó un salto, más por susto que por voluntad artística. Sin embargo, la espectadora festejó y volvió a golpear la mesa: otro salto, de nuevo un golpe, de nuevo un salto. Los golpes comenzaron a ser un pulso, y la araña comenzó a estar cada vez más divertida que atemorizada, por un golpecito levantaba dos patas, por otro levantaba todas y daba un brinco, por otro brincaba a la derecha, por otro a la izquierda, la Baba le daba el tiempo zapateando con su pata de palo contra el piso. Ahora Olivia giraba y contragiraba y Baba Yagá completaba la música con palmas. Los gatos miraban el espectáculo, extasiados, el sapo embelesado, el fuego comenzaba a arder sin necesidad de viento ni de leña. Baba Yagá nunca antes había reído con alegría, hasta este momento. Olivia ahora sabía que sabía danzar. Todo parecía un hechizo de cuento.

PAOLA COMÁN MERY YEIN HÉCTOR GARCÍA

Argentina

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“Estoy (aunque no me enorgullece decirlo) bastante acostumbrado a perder.” Haruki Murakami

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erminas de escribir el microrrelato. Lo revisas. Cambias varias palabras. Modificas un poco el final. Cuando lo relees te parece perfecto. Te tomas un descanso. Pasada media hora lees el cuento

una tercera vez y te convences de que no puedes tocarlo. Es como si no lo hubieras escrito tú. Siempre caes en algún error, alguna cacofonía, equivocas los tiempos verbales, pifias el final. Sin embargo, este micro es perfecto. Sientes un terror inefable: tú no has podido escribirlo. Solo hay una solución. Arrojas el cuento a la papelera y comienzas a escribir otro que sea más de tu estilo.

PLÁCIDO ROMERO

España

Twitter: @PlcdRmr Blog: Placidario

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odo aquel lío comenzó cuando Javier David leyó una revista sobre astronautas que por casualidad vio en el consultorio del odontólogo donde su madre lo llevó para su chequeo anual. Excelente

estudiante y deportista, pertenecía al equipo de fútbol del colegio, donde ostentaba la posición de arquero. Esa mañana lo que vio en la revista le cambió su comportamiento por completo y ahora sus constantes charlas eran sobre astronautas y viajes espaciales. Tenía afición a todo lo concerniente a la nueva tecnología y era el primero en poseer los juegos más novedosos y en conocer a la perfección el funcionamiento de los teléfonos celulares y equipos más modernos. El culpable de toda esta situación era su padre, ingeniero en telecomunicaciones, quien hacía poco había comenzado a trabajar en una empresa de telefonía que le prestaba servicios al gobierno y siempre comentaba con su esposa Dalila el deseo de que su hijo fuera a estudiar al exterior. Todas estas conversaciones, aunadas a los deseos de Javier David, fueron internalizadas en su espíritu de niño y en su mente se forjó la imagen que desearía ser un astronauta famoso y viajar al espacio sideral. Veía programas en la televisión y leía libros, todos relacionados con el tema de los viajes espaciales. Hasta sus profesores del colegio, donde estudiaba octavo grado, comenzaron seriamente a preocuparse ya que el niño en sus conversaciones solo hablaba de su sueño contando los días y los meses para graduarse de bachiller y que sus padres lo enviaran a estudiar lo que él anhelaba. —Cuando sea grande y termine mi bachillerato, —decía Javier David— me iré a los Estados Unidos a estudiar para ser astronauta. Sus padres, orgullosos de él por ser un niño tan buen estudiante, pensaron que quizás algún día sus sueños se hicieran realidad. Constantemente le preguntaba a su primo Daniel José cuánto costaría un viaje para los Estados Unidos. —Mucho dinero, —decía su primo—, pero el asunto es quedarse a

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vivir allá, dicen que las universidades son muy costosas. Por las tardes cuando regresaba de sus clases, se sentaba en el patio de su casa, debajo de un frondoso árbol de mango, a pensar en su futuro y la manera de conseguir el dinero para irse a vivir y estudiar en el exterior. Dalila lo observaba con preocupación, pensando en la obsesión de su único hijo y como conseguirían el dinero suficiente para cumplir sus deseos. Sus vecinas y amigas trataban de animarla, diciéndole que como Javier David era tan buen estudiante, quizás el gobierno o una empresa privada le otorgaran una beca y ella les refutaba que aquí en este país no realizan esos viajes espaciales por lo cual sería ilógica e innecesaria una ayuda para ese tipo de estudios. Se sentía culpable y responsable de esta disparatada idea de su hijo por consentirlo mucho. Si desde un principio lo hubiese reprendido enérgicamente y no lo hubiera dejado ver tanta televisión ni Internet quizás esa idea se le hubiese quitado de la cabeza. Ella misma al principio le decía como el refrán popular “que más hace el que quiere que el que puede” y algún día tendríamos un astronauta en la familia. Cómo lamentaba todo esto al observar el comportamiento retraído de Javier David que ya casi no hablaba con familiares ni amigos, solo pensando en su futuro. Una tarde, al regresar del colegio, su mamá le sirvió la merienda y después se fue al patio, como era su costumbre y se sentó debajo del árbol de mango a reposar un rato antes de cenar y hacer las tareas. Se imaginó vestido de astronauta tripulando una nave espacial. Saldría en todos los periódicos y las televisoras del mundo. ¡El primer venezolano en viajar al espacio exterior! ¡Sería famoso! Todos desearían entrevistarlo. —Astronauta Javier David Pérez—, ¿Qué sintió al pisar por primera vez el planeta Licifedad? Estos eran los pensamientos de Javier David cuando de pronto vio un punto luminoso en el cielo, como una estrella muy brillante, que hacía mucho ruido y se acercaba a gran velocidad en dirección al lugar donde él estaba. A

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medida que se acercaba vio que se trataba de una nave en forma circular, con una cúpula con numerosas ventanillas de las cuales salían luces muy potentes, de diversos colores que iluminaron todo el patio. Javier David sintió un poco de miedo pero a la vez mucha curiosidad. De pronto la nave se posó sobre la arena, se abrió una puerta y a través de una escalerilla, bajaron dos criaturas diminutas de color rojizo pálido, parecidas a los humanos, que se acercaron a él. —Nos hemos enterado que quieres visitar nuestro planeta —le dijo el que parecía ser el jefe de la nave. —Sí, ese ha sido mi sueño desde hace tiempo —contestó Javier David —A través de ondas ultra sensoriales tus pensamientos han llegado ante nosotros y hemos venido a buscarte para que conozcas nuestro mundo. —Eso sería maravilloso —dijo Javier David— ¿Y cómo se llaman ustedes? —Yo me llamo Roam, —dijo el jefe—, y mi compañero Dadbon. Conocemos tu idioma, ya que en nuestro planeta la ciencia está muy adelantada. Javier David los siguió en silencio, y con un poco de temor y desconfianza. Pero su curiosidad rebasaba su miedo. Adentro de la nave le dieron una ropa especial para que se fuera adaptando a la atmósfera de Licifedad. Se escuchó un ruido ensordecedor y la nave despegó. Durante el recorrido, ellos conversaron con Javier sobre sus costumbres y leyes. Era tal la velocidad de la nave, que al poco rato ya estaban en el planeta Licifedad. Lo que vio lo dejo maravillado. Todos los habitantes eran muy amables, no peleaban ni gritaban. Todo lo compartían. Allí no había guerras y se sentía una paz y felicidad total. No había países pobres ni ricos. Se respetaban entre si y vivían en paz y armonía. Tenían bellas y espaciosas viviendas, se vestían muy bien y los alimentos eran abundantes. Existían grandes parques, con árboles hermosos y frondosos con toda clase de diversión. Todas las personas tenían

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un trabajo gratificante. No se veían por las calles pordioseros, ni mendigos ni animales desprotegidos. Y todos los niños asistían a la escuela. —¡Qué mundo tan hermoso y ordenado! —exclamó Javier David— si la Tierra llegara a ser así. —Ese día pronto llegará, —le dijo Dadbon— cuando los terrícolas dejen de pelear entre si y comprendan que solo el amor a Dios y a nuestro prójimo puede traer la verdadera felicidad y paz. Roam intervino y dijo, —No te preocupes, ya está próximo el día que en la Tierra se acabarán las guerras y odios de hermanos contra hermanos. Los terrícolas tienen que comprender que la mayor felicidad es la que se comparte y que el odio y la guerra no resuelven ningún problema. Te hemos escogido a ti para que lleves este mensaje a la Tierra y cuentes lo que has visto. —¡Qué bello es este mundo! —dijo Javier— cuando lo cuente no lo creerán. —Por supuesto que te van a creer —dijo Dadbon— ya verás que sí. —¡Qué lástima que tenga que irme y abandonar este mundo tan perfecto! —exclamó Javier— pero tengo que regresar con los míos. —Javier, despierta que te has quedado dormido y estabas hablando en sueños. Levántate, que tienes que hacer las tareas. Javier se levantó sobresaltado al oír la voz de su mamá y se dirigió a su casa pensando si contarle a la familia su maravilloso sueño sin que se burlaran de él. Mientras tanto, detrás del árbol de mango, dos seres diminutos de color rojizo sonreían.

NANCY AGUILAR QUINTERO

Venezuela

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omo todas las mañanas, Nacho llegó a la veterinaria. A las nueve de la mañana arribaría su ayudante y comenzaría con la limpieza y la atención de los animales; agua y comida para los canarios, maíz

para los gallos, verduras para los hamsters. Lo primero que hacía era prender la radio, pasaban buena música y noticias locales y nacionales. Desde que se pudo sintonizar emisoras argentinas en estos lados de la Patagonia, se había hecho adicto a la radio. El tiempo se presentaba bueno, excelente auspicio de trabajo. Otoño, El cerro Curruhuinca, con el colorido de su bosque era una fiesta para la vista. Esos días se vivían intensamente, pronto llegaría la temporada de lluvias y nevadas. Una Ford vieja, pero orgullosa y bien cargada, se detuvo frente al local de la Veterinaria. De ella bajó un hombretón de cara amistosa y dispuesto a la charla coloquial. —¿Qué tal doctor? —¿Cómo anda, don Zacarías? —Y aquí andamos, bajando al pueblo, preparándonos para el invierno, va a ser un año muy nevador. —¿Usted cree? —Sí, ya he visto bajar pumas al campo. Cuando los animales salvajes bajan temprano, seguro el invierno es nevador. En esos momentos entra Carlitos, el canillita del barrio, comiendo unas facturas. Deja el diario y se dirige hacia donde se encontraban los hamsters. —Doctor, a la tarde vengo a buscar el que me regaló, así hago crías con la hembra, después se las vendo. Se ríe ante el negocio que propone. —O.K. Carlitos, vení nomás. Cuando se fueron Don Zacarías y Carlitos, el veterinario preparó el mate y se acercó a su escritorio, en el desorden natural de sus papeles encontraba lo que necesitaba. Luego de anotar un pedido tomó el diario y se

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dispuso a leer los títulos, en grandes letras se destacaba parte de un discurso del presidente argentino en el que destacaba la entrada triunfal del país al nuevo orden mundial, la pronta entrada al primer mundo y el despegue económico. Sonrió: —¡Éstos políticos! Se montan en la cresta de la ola, total después nos estrellamos todos, pensó. Cuando estaba por leer el artículo sonó el teléfono. Una voz femenina, precisa le recordó de su visita a “La Estancia”, bueno, el diario sería leído después. Tenía que preparar los medicamentos y todo lo necesario para la desratización de los galpones y alrededores de la casa. Pensó en la yegua, estaba mejorando, pero seguía con cólicos, aunque más distanciados. También tendría que desparasitar a los perros y supervisar el yeso de la pata del jabalí. Llegó Nelson, su ayudante, lo ayudó en los preparativos. Una vez organizados y delegando la atención comercial de la Veterinaria al joven, partió pasada las diez de la mañana con la Break atiborrada de elementos para su trabajo. Entrando en la ruta comenzó a bordear el lago Lácar. Su belleza es imponente, posee la geografía de un fiordo pero de agua dulce. En él se reflejan los verdes-azules de los bosques que cubren los cerros, formando voluptuosas curvas en su superficie, demostrando la forma plegada de los mismos. Siguió a media marcha el ascenso de la ruta, un saludo amistoso a un paisano mapuche que se dirige caminando hacia el pueblo, al lado de su catango tirado por dos bueyes. Sobre el pescante iban sentados dos niños cuyas miradas serias y distantes observaban el paso del coche. A lo lejos, donde el lago sigue su rumbo hacia el Océano Pacífico, se ven como pintadas las montañas limítrofes. Como todos los pobladores que aman ese lugar, Nacho siente el peso de esa belleza: si bien está protegida dentro del Parque Nacional Lanín, sabe del peligro que corre ese lugar intangible. Por su mente cruzan como slogans; “Canje verde por verde”, “Eutroficación”, “Tala indiscriminada”, “Incendios forestales”... Pero bueno, disfrutaría este día de

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otoño, buena música por la radio y un día de trabajo en el campo. Cerca del mediodía llegó a “La Estancia”. Paró en la casa del puestero, los perros se acercaron a recibirlo, menos uno que se escondía. Seguramente recordaba la última inyección que lo curó del moquillo. Don Raúl salió sonriente y respetuoso ante el arribo del Doctor. Luego del saludo entraron a la casa, típica de la zona, base de piedra, resto de madera y techo a dos aguas. En el interior, la cocina a leña irradiaba un parejo calor, tan necesario ya que a pesar del sol la temperatura no pasaba de los cinco grados. Tomaron unos mates acompañados por unas buenas tortas fritas, recién fritas en grasa, calientes, hinchadas por la acción de la levadura. Luego de una amena conversación sobre asuntos del tiempo y comentarios sobre familias del pueblo se despidieron. La Break entró por el sendero que llevaba a la casa. El suelo era alfombra crujiente de hojas doradas. A los costados, cipreses, maitenes, robles pellines, ñires y las ondulantes cañas colihues del sotobosque. Se acercó a la casa principal, bajó del coche. A través de los vidrios de grandes ventanas se observaba una galería con sillones cubiertos de pieles, trofeos de caza de la zona y de otras regiones del mundo sobre las paredes. El rechazo de Nacho, siempre que miraba esas imágenes, era instintivo; algo oscuro, siniestro, envolvía a ese ambiente. El saludo de don Sepúlveda lo devolvió a la mañana luminosa. La atmósfera era transparente, fría, vital. Realizaron sus tareas, siempre era agradable trabajar con ese hombre cordillerano y chileno. Cuando llegaron a uno de los corrales, don Sepúlveda señaló a dos ciervos y dos jabalíes bien gordos, estaban listos para carnearlos. Se harían facturas; chorizos, lomitos, salames y demás tipos de embutidos. El patrón de “La Estancia” llegaría en las próximas semanas desde Alemania, donde residía. Iba a recibir visitas especiales: al embajador de Estados Unidos y a una comitiva del gobierno argentino. Acordaron que don Sepúlveda le acercaría al pueblo las muestras de los animales para hacerles los análisis correspondientes antes

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de elaborar las facturas. Al atardecer terminaron con toda la tarea. De regreso al pueblo, el paisaje, con la ruta en bajada, se veía desde otra perspectiva. Una lancha cruzaba el lago, en dirección hacia Quila-Quina, una isla de las cercanías del pueblo. Desde lo alto de la ruta se veía como un barquito de papel. En cerros más bajos se destacaban las “rucas”, casas de los indígenas, con sus típicos corrales. Algunas nubes oscuras se venían acercando desde el Pacífico, presagiando mal tiempo. A los tres días del trabajo en la “La Estancia” llegó don Sepúlveda a la Veterinaria, traía las muestras de los animales carneados para realizar los análisis. Querían convidar a las visitas con esas delicias regionales. Mate por medio, la charla brotaba espontánea y fluida. El Doctor se puso a preparar las muestras en los portaobjetos, mientras Nelson y don Sepúlveda charlaban y le pasaban unos mates. Abrió la pesada tapa del Triquinoscopio, quedando al descubierto una amplia pantalla, apagó la luz. Ubicado uno de los portaobjetos, el profesional comenzó el ajuste. Apareció en la pantalla la imagen de los músculos, busco precisión. Al instante se observaron pequeños espirales. Silencio. Siguió la búsqueda, más precisión. Aparecieron más espirales ¡Había triquinosis! Se hicieron más análisis y todos con el mismo resultado. Eso era grave, se debía sacrificar el lote de animales, quemarlos. Don Sepúlveda estaba pálido. Decidieron que de inmediato viajaría a “La Estancia” para dar la mala noticia. Al otro día iría el veterinario para presentar el informe al administrador. En esos días comenzó a nevar pero la nieve duraba poco, aún faltaba frío para que quedara en los suelos, los cerros sí estaban cubiertos. El sol volvió a salir, última resistencia heroica ante la inevitable llegada del mal tiempo. Nacho viajó al campo a presentar su informe. Fue áspero el asunto, discutieron con el administrador, este se negaba a quemar los animales sacrificados y con triquinosis. Era la única manera de evitar que se propagara

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la enfermedad. El veterinario expuso el peligro de la ingesta de las facturas, ya que se consumían crudas. El administrador lo amenazó de prescindir de sus servicios si el profesional insistía en denunciar el caso ante las autoridades de sanidad animal. De regreso al pueblo, doblando el camino, se encontró con una comitiva. ¿Habría llegado el “Patrón”? La mente nublada por la indignación no veía el colorido paisaje, ni respondió como siempre lo hacía a los saludos corteses de los vecinos. Al llegar fue directo al teléfono y marcó el número de Sanidad Animal. Una voz conocida lo saludó. Mientras denunciaba el caso, prometiendo la documentación, con la tranquila convicción que guiaba todos los actos de su vida, observó el viejo diario que quedó sobre el escritorio donde se destacaba en grandes títulos “ARGENTINA EN EL NUEVO ORDEN MUNDIAL”. Al cortar la charla telefónica se puso a leer el artículo abandonado. Sintió asco. Para sostener esa filosofía iban a tener que “negociar” la patria. Faltaban cinco años para entrar al nuevo siglo. ANA MARÍA MANCEDA Argentina

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uando estuve sola, con los últimos atisbos de memoria, recordé ese día y observé la fotografía ajada que guardaba en la mesa de luz... La semana se había vestido de fiesta, eran las patronales de

Mendiolaza. El pueblo, devenido en ciudad, bullía en eclécticos festejos. A mí me tocó cubrir la inauguración de la Oficina de Correo. Autoridades y vecinos participaron del acto. Me llamó la atención la cantidad de ancianos que conformaban la comitiva. Estaba Etelvina, la primera empleada de la estafeta en los años sesenta. La acompañaban sus hermanos, dos viejecitos pequeños. El cura párroco de ochenta y nueve años dio la bendición, y me detengo en su edad porque el intendente la referenció. Cuando habló el prefecto, me pareció verlo más avejentado a pesar de sus cincuenta años, pero pensé que eran ideas mías. Así, me entretuve sacando fotos y cuando el acto culminó, quise regresar a mi auto pero sentí dificultad para caminar. Giré la cabeza y vi a mi compañero convertido en un anciano, sin dientes, apoyado en una silla. Busqué las imágenes en la cámara pero todo apareció matizado de un tinte sepia, los rostros de los presentes surcados por arrugas y solo viejos y más viejos, ningún joven. Levanté la vista y con ojos nublados divisé el cartel del Correo que pendía destartalado.

CLARA GONOROWSKY Argentina

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E

ste parece ser un buen comienzo... el comienzo de un cuento. Aunque no todos lo comprendan. Y les agrade. Habla sobre el amor. Y la muerte.

Deja entrever otras cosas, obsesión, miedos, soledad, locura... La quería,

eso era indiscutible. Por eso elegí sus pies. Con poca pintura en sus uñitas pequeñas y frágiles. Parecidas a pompones ó cascabeles. Tobillos finos. Muslos apetecibles. Seguían sus manos. Parecidas a las alas de mariposas. Etéreas. Y sus brazos, donde luego de amarnos salvajemente y al mismo tiempo con toda la lentitud del mundo, descansaba mi cabeza. Llena de miedos e intrigas... y sospechas. Su cuello fue otra parte especial. Allí se desgranaban mis besos. Allí nacía su risa y su voz cantarina. La extraño, claro. Pero era necesario tomar una decisión y creo que, aunque muchos no estén de acuerdo, fue la mejor. No es por vanagloriarme, pero también la más inteligente. Sus senos, su ombligo, la curvatura de su espalda, quedaron para lo último. Ella lo intentó todo, es cierto. No de la forma más correcta, pero lo que sucedió era inevitable. Cuando me preguntaron, dije: “...el lunes arranqué con una buena parrillada, el martes hice descansar a mi mucama y ayuné. El miércoles, siempre al mediodía, ya que no suelo cenar, dispuse un menú con preparados al horno. El jueves, frituras y frutas. Viernes, ensalada y el sábado y domingo terminé con cazuelas...” Justo ese domingo me puse a recordar sus ojos, saben que en ellos se guarda, cuando uno muere, por ejemplo, durante unos segundos, la última imagen. Debía ser la mía. No fue una buena experiencia, pero todo estaba muy sabroso, soy buen cocinero... recuerden. La policía estuvo unos días buscando sus restos. Qué gracioso. A nadie se le ocurrió ni siquiera imaginar mi estrategia. Ni lo sospecharon. Era obvio. Ahora lo confieso y por las dudas, les aconsejo, no se

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pasen con los condimentos, elíjanlos con cuidado, no todos acompañan bien la carne humana...”

SERGIO NUÑEZ Argentina

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E

n la mañana vio la niebla, agitaba sus cabellos negros, le acariciaba la cara. Era un niño feliz y estaba suspirando el incienso del bosque. Se había sentado sobre una hojarasca y descansaba los ojos

bajo las sisellas de los andes. Mientras, la bruma siguió recubriéndolo junto con el frío. De súbito se formaban pequeños torbellinos, que veloces hicieron repicar la llovizna. Estos espirales, fueron atravesando los árboles, arrasaron con las hojas grises y el rocío fue mojando a este niño mago. A causa del agua Jovet se levantó del prado, caminó por la tierra húmeda y se refugió en una ceiba de enramadas cenicientas. Allí, protegido, se recostó contra el tronco, cerró sus iris cafés. De a poco, comenzó a imaginar el Cosmos. Fue descubriendo su exuberancia. Lo supo todo de diversos coloridos. Desde su mente evidenció las galaxias orladas. Fulguró un planeta con androides. Cruzó por sobre las construcciones de ellos. A lo fugaz se supo en medio de sus legiones. Los unos erguían pirámides, los otros labraban cristales. Así, por lo que hubo explorado, quedó encandilado ante tanta belleza absoluta. Más por lo deseado, el niño intentó volar en espíritu para ir hasta esos parajes sibilinos. Al principio, fue alejándose del cuerpo próvidamente suyo. Debido a su armonía, superó la gravedad con facilidad. A fuerza, pasó elevarse sobre las serranías nevadas. De una forma maravillosa, fue retirándose de las campiñas. Hacia lo etéreo, subió precipitosamente hasta los espacios penumbrosos y claros. Con agrado, los admiró con adoración. Recorrió esos paisajes sagrados a lo superior. Tanto, que de repente llegó hasta un agujero de gusano y allí se metió para seguir viajando. Ante lo obrado, trasegó por entre un montón de rayos acrisolados. Esta visión de pleno lo hizo más sensible. Su ser se asombró. Cada chispazo le mostraba una nueva naturaleza. De sorpresa, surgieron unos pegasos violáceos y cientos de estrellas. En el otro instante vio germinar un océano

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plateado con varios delfines que allí nadaban. Toda esta exuberancia lo fascinó. Así que siguió por el túnel de la creación. Se adentró en lo profundo. Exploró tierras que nunca antes había conocido. Muchos paisajes recorrió con regocijo. Y se detuvo cuando encontró el mundo de los sibilinos. Estaba entre sus monumentos. Ellos eran una tribu de marcianos. Manifestaban gestos misteriosos. A Jovet, por cierto, le dio miedo. No sabía si estos seres propiciaban maldad o bondad. Sus cabezas eran redondas, tenían las orejas largas, sus pieles eran fucsias. Además, uno de ellos se aproximó hasta el frente suyo y le susurró unas palabras incomprensibles. De paso olió su esencia espiritual y tocó su alma. Ante ello, claro, el niño volvió al bosque por medio de un embrujo. Cuando ya en su paraíso; abrió los ojos suyos, se supo junto a la ceiba y luego vislumbró allí al marciano.

Rusvelt Julián Nivia castellanos

Colombia

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J

acinto gesticula mientras caminamos para ilustrar lo que dice: —Cómo explicarte, la ciudad es para mí una manta, un abrigo con el que me puedo cubrir, puedo meter mis brazos en sus mangas o usarla de sombrero, de capa, de carpa. Puedo usarla para perderme en ella,

esconderme, desaparecer para después aparecer en otro lado. —Yo solo puedo ver la ciudad como un espacio físico organizado de una cierta forma, bien o mal. Jacinto me mira con desprecio. —No te entiendo. ¿Cómo podés decir eso? ¿Y lo que has vivido dentro de la ciudad? ¿Lo que has visto y ya no es? ¿No forma esto parte de ese espacio físico del cual me hablás, no se sobrepone a la apariencia objetiva de lo que ves? Mis recuerdos se instalan en los lugares, se acomodan en el espacio, distorsionan lo que veo. Pero vos, Negro, vos tenés sangre de horchata. —¿Qué querés? Yo soy un tipo convencional. No veo lo que no está. —Pero está, viejo, está. Lo tenés en la cabeza y en las entrañas. Y eso es tan real como el cemento. —Mirá, Jacinto, será como vos decís, pero yo soy un tipo tranquilo. —Más que tranquilo, estás dormido. —Si vos lo decís. Un rato de Jacinto me divierte, pero después me impaciento. No puedo seguir su discurso apasionado, y a veces ni siquiera comprendo lo que me dice. —Bueno, Negro, no te enojes, vos sabés como soy yo, la cabeza me trabaja a mil por hora, me voy y vuelvo. Y, vos, vos sos lenteja. Tiene razón Jacinto, yo soy lenteja, pero me parece que uno a estas cosas no las elige. Uno es como es. El no eligió ver esas cosas que dice que ve, igual que yo no elegí ver la ciudad tal cual es ¿no? —Sabés, yo creo que uno no elige lo que ve, algunos pueden ver esas

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cosas de las que vos hablás y otros no. Me mira disgustado. —Uno puede elegir. ¿Y si elegís ver en lugar de no ver? —¿Vos crees...? Si se pudiese, yo elegiría ver... —le contesto sin estar seguro de lo que digo. —Elegí, entonces, carajo. —Está bien —le digo para que se quede contento—, elijo ver. Caminamos en silencio. ¿Cómo será ser otro? me pregunto ¿Cómo será ver lo que no está? ¿Cómo será ser apasionado como Jacinto? Siento una opresión en el pecho y me falta el aire. Me zumban los oídos. Se me nublan los ojos, no veo. La ciudad se ha escondido detrás de una neblina oscura, la ciudad está temblando, se tambalea, se sacude, se oscurece. Un brazo me sostiene, la ciudad ha estirado uno de sus brazos para sostenerme. Siento que me deslizo, que su brazo no me puede sostener y caigo. Ella cae conmigo. De La entrevista inédita y otros cuentos, Nuevohacer / Grupo Editor Latinoamericano, 1997.

ALINA TORTOSA

Argentina

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L

a tarde se asomaba tímidamente y amenazaba con ser fría, tan fría como las últimas tardes en las que esperaba con ansias volver a verla. Cuando al fin apareció, tras una larga espera, todas las

preguntas que tenía guardadas en su mente y en su corazón se fueron desvaneciendo una a una. Y es que había algo extraño en ella que hacía tiempo había notado pero no se había atrevido a decirle. Iba dispuesto a todo cuando la vio. Y es que ahora ya no brillaba como antes, y su risa se había convertido en un recuerdo lejano. Por un momento pensó en aquel andar apurado, en aquellos ojos huidizos y en esas manos permanentemente nerviosas que la traicionaban y la delataban pero nuevamente tuvo al silencio como cómplice. Siempre pensó que eran como dos almas en pena que se buscaban desesperadamente en la soledad y el silencio de las madrugadas para poder ser lo que nunca pudieron, para poder expresar las cosas que nunca se atrevieron y para dejar fluir los sentimientos. Sus ojos buscaban los de ella y trataba de interrogarla con urgencia, pero no lograba obtener respuestas. Nuevamente el silencio incómodo, el de siempre. Lo único que pudo obtener fueron frases entrecortadas, dudas, sonrisas, palabras sueltas, miradas cómplices y más silencio. De pronto estuvieron frente a frente, tan cerca que podían sentir sus corazones golpearse al compás de una respiración agitada. Fue entonces que el mundo dejó de girar alrededor de ellos y nuevamente volvieron a ser solo ella y él, como siempre y como nunca. Sus ojos ahora la miraban fijamente y buscaban sus labios, los que se abrían frente a él como una flor en primavera lista para entregar su néctar, mientras las bocas entreabiertas buscaban una pasión sempiterna, esquiva por tanto tiempo. Los alientos empezaron a calentar las mejillas y los cuellos al tiempo que las manos nerviosas acariciaban los largos cabellos, sueltos y entregados a

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su destino, al viento. Cuando los labios se encontraron, no pararon de tocarse, de moverse, de sentirse, mientras los ojos se cerraban y el ruido desaparecía lentamente y el tiempo entre ellos se detuvo. Y entonces la noche, con su largo manto negro, lo cubrió todo; y el silencio se apoderó de cada rincón y de cada corazón. Las respiraciones ahora eran lentas, calculadas y pausadas. Entonces, con sumo cuidado, pero con un movimiento rápido, pudo poner al descubierto aquel cuerpo que tantas veces deseó, con el que tantas veces soñó. No había palabra para describir lo que estaba contemplando. Por un momento creyó estar en el Olimpo o en el paraíso. Pensó inmediatamente en un ángel, en una sirena. Estaba sin aliento, maravillado con tal espectáculo. Era simplemente perfecta. La frescura y tersura de su cuerpo lo transportaron a lugares atemporales y alejados que creía que existían solo en la mente de algún poeta. Quiso tocarla, pero tuvo miedo. Miedo a una condena eterna por herejía, por intentar tocar a una divinidad, miedo a quemarse al mínimo roce, miedo a despertarla de su adormecimiento. Entonces solo la contempló en silencio mientras iniciaba el viaje. Ahora eran las manos las que buscaban los cuerpos aun nerviosos y agitados. No les quedó ni un solo centímetro de piel sin explorar. Recorrió con mucha paciencia curvas sinuosas y peligrosas, pasó por un bosque húmedo, por caminos largos e interminables, por turgencias adictivas e hipnóticas, por un ocaso y un amanecer. Se contuvo súbitamente. Ahora estaba en su rostro. Veía sus labios entreabiertos, nombrándolo, buscándolo, pidiéndole que se acerque. Los rozó ligeramente y tuvo tiempo de saborearlos. Vio que tenía los ojos entreabiertos, eran ojos pequeños, atrayentes, como dos estrellas fugaces, ojos que soñaban

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tal vez con el futuro, que pensaban tal vez en el presente. Se aproximó y los besó tiernamente, pero no hubo respuesta. Seguía perdido en sus ojos cuando empezó a embriagarse con el aroma de su cabello, el cual caía sobre la almohada, como una catarata en medio de una selva virgen. Aún tuvo tiempo de recogerlos con mucha calma e impregnarse de ellos, de impregnarse de una felicidad infinita. Siguió contemplándola, absorto, mientras sus brazos la rodeaban y la acercaban. Ahora buscaba empaparse de ella, de su aroma, de su aliento, de su sabor. De pronto abrió los ojos y lo miró. Era la mirada triste que recordaba. Eran los ojos de los lunes que parecían preguntarle que era lo que estaba pasando. Esperaba que le dijera algo pero solo se miraron y sonrieron. No eran necesarias las palabras. Entonces se unieron en un abrazo interminable. ¿Qué podía significar todo eso? ¿Era acaso magia? ¿Tal vez una utopía? ¿Un recuerdo? ¿Una ilusión? ¿O era simplemente amor? No tuvo tiempo de encontrar la respuesta porque ahora eran las caderas las que empezaban a moverse y a buscarse mientras los cuerpos iban acomodándose, mientras las pieles se rozaban y destilaban fuego. Al fin se hicieron un solo cuerpo, una sola alma y el movimiento cesó bruscamente. Volvió a abrir los ojos y tuvo tiempo de mirarla con una terneza indescriptible mientras la iba acariciando con sus cinco sentidos. Era más hermosa de lo que recordaba. Quiso decirle algo pero ella también abrió los ojos. Levantó lentamente su mano y la puso sobre sus labios, como pidiéndole que no dijera nada, como pidiéndole eternizar ese momento. Con los ojos y la boca entreabiertos parecía decirle lo feliz que estaba mientras él seguía contemplándola, agitado y extasiado. Sin darse cuenta empezó a balbucear algo. Sabía que lo hacía porque sentía sus labios moverse pero no podía oír nada. Al inicio ella lo miraba con

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extrañeza, pero luego empezó a sonreírle. El corazón amenazaba con salirse de su pecho. Entonces se dio cuenta que había dejado de hablar. Ella seguía mirándolo, mientras le acariciaba los cabellos. “Es hermoso” le susurró, su voz era como el canto de un ave en un amanecer de verano, “hermoso como todos los demás, como todos los que guardo en mi mente y en mi corazón. Eres un regalo de dios”. “Y tu eres una diosa de espíritu luminoso” logró decir mientras sus palabras se iban ahogando entre las respiraciones aceleradas y los gemidos. Aún seguía sin entender lo que estaba sucediendo. ¿Cómo había empezado todo? ¿De dónde había salido ese poema? ¿Desde cuando era su mirada triste? ¿De dónde habían salido esos ojos de silencio? No quería cerrar los ojos. Quería quedarse con esa imagen por siempre. No le quedaron dudas, eran el uno para el otro, eran lo que siempre soñó, un solo corazón, una sola piel. Sus sentidos se fueron afinando a medida que retomaban el movimiento armonioso. De pronto se vieron atrapados en un torbellino de pasión, y entre sudores, caricias, besos e incontables te quiero, se les iba escapando la vida. Aún tuvieron tiempo de mirarse y sonreírse una vez más antes de abandonar este mundo y que todo se volviera blanco. Aun adormecido, empezó a abrir los ojos lentamente. Seguía agitado y la cabeza a punto de estallar. Estiró ambas manos instintivamente. Todo estaba frío. Con el corazón a mil la buscó sin éxito, mientras una tenue luz empezaba a golpear su rostro y lo iba devolviendo a la realidad. Cerró los ojos y volvió a ver su rostro que se iba acercando, esta vez con la sonrisa de siempre, y le dio un beso en la mejilla mientras le susurraba al oído: “Somos como dos almas que se buscan en los silencios y en las madrugadas” Se incorporó rápidamente, ¿Cómo era posible? Se tocó el pecho. “Aun está aquí”

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pensó. Todavía podía sentir el sudor frío, su aliento tibio y su pecho galopante sobre el suyo. Entonces fue reaccionando y reconociendo el lugar. Volvió a cerrar los ojos y fue cayendo lenta y pesadamente sobre la cama vacía con una mueca mezcla de resignación y decepción. Fue en ese momento que todo tuvo sentido y lo comprendió. Su alma había regresado.

GIANCARLO UBILLÚS CELI

Perú

Twitter: @gubc Blog: https://gubillus.wordpress.com/

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T

iago leyó el resumen de su investigación, con la nueva técnica en Genética Vegetal: “Ahora todas las camelias que florezcan de las plantas tratadas, van a tener sus pétalos perfectamente separados y

recubiertos con una finísima película que va a evitar la muerte de los tejidos por humedad excesiva. Las flores van a durar dos meses”. Se adjuntaban hologramas. —El invierno va a tener color. El próximo paso es agregarle perfume, y plantarlas delante de todas las ventanas de la casa, concluyó, abandonando el recinto informático, una habitación inteligente, con iluminación y temperatura controladas. Inmerso en sus pensamientos caminó hacia la oficina administrativa, esperaba encontrarse con alguien de carne y hueso, para entregarle el informe. Dejaría el lugar por dos semanas: así había sido el arreglo. Entró. Solo había un hombre, no muy alto, frente a la ventana. Antes de que pudiera decir una palabra, escuchó en su mente: “Deja tu trabajo virtual sobre el escritorio. Te doy una semana afuera, la segunda quiero que te aclimates en el nuevo departamento del predio, puede acompañarte la mujer con la que vives, pero necesito tu mente lógica para desarrollar un proyecto a gran escala, esto que hiciste es un juego de niños, puedes dar mucho más. No hables con nadie de esta conversación. Vuelve a tus costumbres primitivas, disfruta de la naturaleza que tanto amas”. Tiago, todavía sorprendido, dio media vuelta y salió. Los árboles parecían saludarlo cuando pisó la cinta transportadora que lo llevó hasta el edificio de entrada, recogió su abrigo y se cambió el calzado. Comenzaba a anochecer. Subió a otra cinta que lo acercó a la estación del helipuerto urbano. Se cruzó con muchas personas. Anónimas, ausentes. Con destinos en diferentes plataformas. La mayoría en barrios satélites, dónde torres altísimas con ascensores de metal y vidrio los tragaban. Después eran depositados en la

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puerta de modernos cubículos con una gran pantalla tridimensional, un cómodo sofá y frascos con pastillas de diferentes gustos para alimentarse. Lo sabía, porque una hermana suya vivía así, fascinada por el no hacer. El transporte aéreo lo dejó en la última plataforma, a su alrededor solo había casas bajas, como recuerdos del pasado y el gran cinturón verde que rodeaba toda la ciudad con pequeños lagos artificiales. La cinta transportadora lo conduciría hasta el estacionamiento. A mitad de camino divisó a Sara que venía en dirección contraria. Saltaron los dos al césped sintético, se abrazaron y corrieron el trecho que los separaba del auto. Estaban conectados. Mientras cenaban, una mezcla de vegetales frescos, apenas hervidos, con proteínas seleccionadas, Sara comentó: —¡Qué extraño el personaje que te vino a ofrecer trabajo! ¿Averiguaste algo más sobre él? —No, en realidad es un desconocido para mí, no recuerdo su voz, sus palabras entran directamente a mi mente. Sabés que me seleccionaron entre miles y cuando entré a los Laboratorios de Genética Vegetal, me sugirió procedimientos. Aprobó nuestras vacaciones, pero las recortó. Quiere tenerme cerca para un nuevo proyecto. Estoy fascinado. —Me alegro por tu carrera, dijo Sara—. En el Distrito de las Ciencias, seguro que encuentro cursos, sobre el mejoramiento de los nutrientes de las granadas. Tendremos las mejores. —Dejemos las frutas, habrá tiempo para todo. Ahora, mi cuerpo te extraña y está entrando en sintonía con el tuyo. Se besaron y se amaron a la antigua usanza, descargando hormonas y sintiendo las descargas atávicas. La semana transcurrió plena de actividades. La última noche Tiago dijo: —Sara, mañana temprano volvemos al Distrito, te va a sorprender la burbuja robótica, somos muy pocos los humanos.

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Cuando llegaron, la puerta del nuevo departamento se abrió al sonido de la contraseña. Las persianas se corrieron. Una enorme pantalla se encendió inundando el recinto con imágenes. Tiago salió al balcón del dormitorio, dejando entrar el sol. De repente sintió una necesidad de ir al Área de Procesos. Iría con Sara, le mostraría el Laboratorio. Por el camino se encontró con uno de los directores administrativos. —Apuesto a que vas a ver al mutante milenario, me lo crucé recién, te aprecia mucho, dijo. —¿A quién se refiere? —preguntó Tiago extrañado. —Lo llamamos así porque no se le conoce edad, puede leer las mentes y dejar sus órdenes, pero solo en las muy evolucionadas. Es un homo sensorius avanzado. Aquí lo protege el zar de la electrónica, lo conocen muy pocos. Entraron a un confortable recinto. Contra la ventana estaba el mismo hombre que había recibido el informe, se dio vuelta lentamente y los miró. Sus ojos eran dos líneas finas. Esta vez habló: —Los estaba esperando. Hay diez personas convocadas y me urge comenzar lo antes posible. Mi proyecto, Tiago, es encontrar la forma de medir la frecuencia de las emociones de los hombres, y construir un banco de datos. Podrán elegirse, así como lo hicieron ustedes. Bajarán los índices de suicidio, la depresión, mejorará la creatividad. Se volvió dándoles la espalda. En ese momento, un estremecimiento recorrió su cuerpo. —Me está volviendo a pasar —se dijo el mutante—. Me invade un placer que ya no recordaba. Sara, vibro en tu misma frecuencia. Por fin una compañera para los próximos cincuenta años. Volvió a girarse y agregó con voz muy suave: —Voy a almorzar con ella. Necesito realizar algunas mediciones. Tiago,

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vuelve mañana. Impulsado por una orden en su cabeza, Tiago se sintió obligado a irse y comprendió lo peor. Cuando entró al departamento, se encendió la pantalla y todo se llenó de imágenes y música. No lo toleraba. Gritó: “Apagar” y la habitación se volvió silenciosa. Se sentó en el piso, contra la pared. Escondió la cabeza entre sus brazos. No entendía nada, solo que a Sara no la volvería a ver. ¿Había un camino de retorno? No, todo había terminado, tendría que buscar trabajo en otro Distrito. Solo pensar en volver y la cabeza le estallaba con un dolor insufrible.

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA

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