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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6
NRO 70 — diciembre 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE MI NUEVO COMPAÑERO LUIS PORRAS VILA 8 CALMA BLANCA MARINA GÓMEZ ALAIS 14 NO ERES MI ENEMIGA INMA MUÑOZ 20 SEÑORITA RAMÍREZ OSWALDO CASTRO ALFAR0 24 HOTEL CALIFORNIA JORGE PALADINO 28 DEMOLICIÓN GUSTAVO VIGNERA 31 DOS COPAS DE VINO Y LA VIDA ANA MARÍA MANCEDA 37 GRANDEZA MARÍA VICTORIA VÁZQUEZ 40 LAS SOMBRAS DE FABIÁN ADÁN ECHEVERRÍA 44 ME ACABO DE OLVIDAR DE TODOS LOS TEMBLORES DE MI VIDA MARÍA PAZ SALAS 50 ATRAVESADOS POR LA CULTURA FEDERICO MAURIÑO 54 SECRETO JUAN MARTÍNEZ REYES 61 NIÑA BLANCA NIÑA NEGRA DAMARIS GASSÓN PACHECO 65 ARBOLES GERARDO áLVAREZ BENAVENTE 71 DORIS Y MAC ÁLVARO MORALES 74 6
ALIVIO JUAN ANTONIO GONZÁLEZ DÍAZ 85 ÑECA DE MADERA MANUEL SERRAN0 89 EL VIEJO PESQUERO NURIA DE ESPINOSA 94 PENÉLOPE J.R.SPINOZA 98 EL VESTIGIO CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS 105 TRAS EL ANTIFAZ CARLOS M.FEDERICI 112 SECUESTRO A TODO TREN IÑAKI FERRERAS 123 CARRETERA LA RUMOROSA ALEJANDRO ALÍ 129 LA ATRACCIÓN SILENCIOSA FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO 133 ABEJAS EN MARTE MÓNICA MARCHESKY 139 UN TRABAJITO LUIS J.GORÓSTEGUI 144
SUPLEMENTO TRENES EL
EXPRESO
DE
LAS
DIEZ
TREINTA
AMANCIA L.LORDÉN 149 VIAS DE ENSUEÑO JOSÉ ALONSO TREVIÑO HERNÁNDEZ 152
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a enfermera ingresa a la habitación más grande del tercer piso. Se acerca a cada una de las nueve camillas ocupadas para evaluar, con muecas de hartazgo, a los pacientes, aún adormecidos
por
los
antibióticos,
analgésicos
o
antiinflamatorios aplicados la noche anterior. Santiago todavía
siente sueño y un dolor punzante que se origina en el diafragma. Da vueltas bajo las sábanas y se envuelve hasta adoptar una forma semejante a una oruga. Complacido por esa posición, intenta conciliar el sueño nuevamente. La enfermera, al notar los extraños movimientos en la cama 326-E, se acerca y abre de golpe la cortina detrás de la cama de Santiago. La mañana invade toda la habitación, y ya ni las sábanas ni el cobertor impiden que la luz matinal llegue hasta sus párpados legañosos. Resignado, se quita el cobertor y le lanza un mohín burlón a la enfermera, quien apenas lo mira con desdén mientras se va. Todo se sigue manteniendo igual en la habitación. Desde hace cinco días, Santiago sigue viendo las mamparas raídas dividiendo las camas ocupadas, el deslucido brillo de los instrumentos quirúrgicos, la superficie herrumbrosa de los balones de oxígeno y el televisor empotrado en la parte superior de la pared. El enorme cuadro de un Cristo crucificado, colgado sobre la entrada principal, es lo que más perturbación le sigue causando. Está estratégicamente colocado, de modo tal que, cuando los pacientes abren los ojos con los primeros ruidos de la mañana, lo primero que ven es a ese Cristo agonizante darles los buenos días. Quizá la finalidad de esa imagen era motivar la fortaleza y el ánimo en los enfermos, un aliciente divino que les permitiese calmar la ansiedad del internamiento y sobrellevar sus dolencias. Sin embargo, a Santiago le sigue asustando. A veces, cree ver su rostro en ese cuerpo sangrante y muy dentro de él se aviva un aire de melancolía, como si esa imagen representara la condena a un padecimiento eterno. En ese momento, Santiago recuerda al paciente que había ingresado dos noches atrás. Lo busca con la mirada en la camilla de al lado, pero está vacía. Aquella noche, a pesar de que ya habían apagado varias luces, Santiago 9
aún se mantenía despierto. Debajo de las sábanas y ayudado por las tenues luces del pasillo, leía con deleite uno de los tantos compilados de tiras cómicas que su hermano mayor solía comprar y que le dejaba revisar a escondidas. Se lo había dejado durante su última visita, cuidando de que su madre no lo notase. Aunque nunca se atrevió a decírselo, su hermano mayor había pasado varios días preocupado por él. Como no estuvo en casa el día del ataque que sufrió Santiago, solo pudo imaginarse el pánico de su pequeño hermano a partir de la narración pormenorizada y dramática de su madre. A esas horas el silencio solo era interrumpido por el carraspear entrecortado de algunos pacientes, así que Santiago se cuidaba de contener la risa cada vez que terminaba de leer una página. Entonces, un ruido extraño lo puso en alerta. Entreabrió apenas las sábanas para distinguir lo que ocurría a su alrededor. Uno de los más fornidos enfermeros ingresaba al cuarto. En sus brazos llevaba un bulto compacto cubierto con una frazada de flores purpúreas. Los otros pacientes apenas levantaron la cabeza para observar la escena. Santiago, sin embargo, dirigió toda su atención a la anciana de mirada contrita que vigilaba los movimientos del enfermero. Se parecía a la mirada de su madre cuando, en la primera visita, vio sus delgados brazos atravesados por varias agujas y una máscara de oxígeno permanente en su boca. Era la misma expresión, un rostro desfalleciente y resignado, idéntico al rostro ensombrecido del Cristo crucificado que los vigilaba desde la puerta. Luego de una indicación de la doctora, el enfermero dejó el bulto con suma delicadeza en la camilla a la izquierda de Santiago y se marchó. La anciana, por su parte, destapó apenas una esquina de la frazada y pronunció algunas palabras que Santiago no alcanzó a oír, quizá una oración, aunque sus gestos delataban algún tipo de recriminación. En ese instante, ingresó un policía y un señor, cuyo rostro guardaba muchos rasgos parecidos al de la anciana. Después de un juego incómodo de miradas entre los tres, el señor se acercó a la camilla, y colocó algo parecido a un libro junto al bulto. A los pocos minutos los tres se marcharon e ingresó una enfermera con 10
un juego de sábanas blancas. Con una seriedad sepulcral, quitó la frazada y entonces Santiago lo vio. Se encontró con esos ojos violentos que estremecieron su corazón, esos ojos desorbitados, enormes, enrojecidos, esos ojos que atravesaban los suyos, que no dejaban escapar ningún detalle de su cara, de su cuerpo, de su cama, de la habitación entera. Se apoderó de él una sensación de pánico y de asco, pero no pudo cerrar los ojos ni desviar su mirada; continuó enfrentándose a esos ojos que crisparon su cuerpo y echaron abajo la tranquilidad de sus aburridos días de internamiento. Tardó varios segundos para notar que esos ojos le pertenecían a un rostro, a un cuerpo. Su nuevo compañero solo llevaba puesto un polo azul y un buzo plomo, ropas que le quedaban sumamente holgadas y que no disimulaban su delgadez casi cadavérica. Tenía la mandíbula inferior sobresalida y la boca semiabierta dejaba ver unos amarillentos dientes. Se encontraba echado en posición fetal y se mantenía tan quieto que parecía que su cuerpo había sido congelado en el momento exacto en que se cubría de algún ataque. Después de algunos minutos, apareció la enfermera con una bandeja donde llevaba una bolsa de suero, algunas jeringas y varias ampollas. Luego de administrarle las inyecciones y de colocarle el suero, la enfermera se retiró y, mientras se marchaba, apagaba las luces de los pasillos por donde pasaba. Todo quedó completamente a oscuras. Los otros pacientes estaban profundamente dormidos, pero Santiago no podía conciliar el sueño, podía sentir una presencia extraña a su lado junto con una aprehensión en el aire que lo intranquilizaba. Se quedó mirando el techo blanco y las mamparas alineadas al lado de la puerta. No cambió de posición en toda la noche, pues sentía que hasta el más mínimo movimiento estaba siendo vigilado por su silencioso compañero. No podía olvidar esos círculos cafés inamovibles en esos ojos que no lo dejaban de observar. Luchó varias horas contra esa imagen hasta que al fin se quedó profundamente dormido. A la mañana siguiente, cuando sus padres llegaron para ultimar los trámites que permitirían retirarlo del hospital, Santiago quiso contarles sobre su 11
nuevo compañero, y que ellos respaldaran y comprendieran las razones de su miedo, pero, durante el tiempo que permanecieron con él, la cama de su compañero estuvo vacía: un enfermero se lo había llevado muy temprano para hacerle, seguramente, algunos exámenes y chequeos de rutina. Su madre se marchó con la promesa de regresar al siguiente día para recogerlo y llevarlo a casa. Ella ya no mostraba la angustia de hace semanas. A sus quince años, Santiago nunca había sufrido de un ataque tan grave: aquella noche su respiración se hizo cada vez más y más entrecortada. Su madre se desesperó, buscó algunos inhaladores en la repisa más alta de la sala, pero, aunque se los aplicó, la respiración de su hijo se hacía más anhelante, más abrasante. La madre fue corriendo hasta el taller de su esposo, a dos cuadras de la casa, y él cogió el destartalado Dodge 350 que guardaba bajo una vieja lona, y llevaron a Santiago al hospital. Las paredes se iluminan cada vez más. Mientras Santiago saborea por última vez aquel desayuno ligero, de huevos sancochados, avena y frutas picadas, ve nuevamente a su furtivo compañero. La noche anterior lo cambiaron de posición: ya no lo observaba a él, sino que tenía su mirada fija en la puerta del cuarto. Después de ese primer encuentro, el temor a esa presencia desdichada cerca de él había dado lugar solo a una creciente muestra de asco. Le había resultado más sencillo ignorar esos ojos y fijarse más en los detalles de ese cuerpo marchito para poder controlar el acceso de ansiedad que le producía sostener esa mirada. Así, las formas contorneadas de sus huesos que traslucían debajo de su piel arrugada le procuraron una sensación insoportable de repulsión que desplazó totalmente a su miedo. Dos enfermeros ingresan y comienzan a acomodarlo para llevárselo. Santiago distingue a lo lejos esos ojos inmóviles. A los pocos días, Santiago olvida completamente la sensación de miedo que le produjeron esos ojos. A las semanas, tras días de fiestas y de clases, olvida la forma delineada de ese bulto y del color de las flores de la frazada. A los meses, no recuerda el rostro de la anciana ni las muecas de las enfermeras. Los detalles se habían perdido, pero esos ojos se mantenían aún presentes en su mente. No 12
tenían el mismo efecto de aquella noche, pero aún lo acompañaban. Cuando faltaba a clases, cuando caminaba por las calles más peligrosas de la ciudad, cuando se quedó sin empleo durante la crisis, cuando murió su padre, cuando se divorció… Siempre lo acompañarían, incluso cuando no pudo controlar el último y fatal ataque, y tuvieron que internarlo en el hospital. Entonces creyó ver, en el reflejo de una ventana del nosocomio, que en su rostro estaban esos mismos ojos, rígidos y pétreos, y que un adolescente, en la camilla de al lado, lo veía con asco mientras leía viejas tiras cómicas.
LUIS PORRAS VILA
Perú
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A
tada a la manada. En su transcurrir a oscuras, viendo a través de sus ojos, guiada
por ellos, traduciendo en imágenes
distorsionadas lo que le contaban acerca de lo que ella, ya no podía ver. El mundo se había tornado un lugar desconocido, como un
abismo. Recorrerlo sujeta del brazo de un lazarillo significaba pisar sobre otros pasos, no elegir el propio camino. En verdad, ella iba colgada de sus vidas como la cola de un barrilete, convertida su existencia en algo uniforme y aplanado, por ausencia de deseo. La ceguera era estática, se le ocurría demasiado parecida a la muerte o a cómo presumía que debía de ser la muerte. Haber perdido la propia mirada le resultaba inaudito. Un gran porcentaje del alma se escurre en ese tipo de pérdida. A menudo, pensaba cuánto menos cruel habría sido nacer ciega y no que, a los doce años, le fuera arrebatada la vista. Se cuestionaba el motivo de esta ausencia injusta, entraba en laberintos de quejas, lamentaciones, culpas y pesar. Por qué a ella, que era tan contemplativa. Y no había respuesta para lo que el destino elegía. Transitaba en una aparente paz que la alejaba por completo de la excitación que produce actuar haciendo uso de todos los sentidos. Pero por dentro, corría una ebullición de aguas turbulentas, un zumbido furioso de abejas sin panal, el desasosiego constante. Adentro de ella, también andaba a tientas, giraba en las tinieblas de su resentimiento y tropezaba, una y otra vez, con los mismos rencores sin lograr avanzar, dando tumbos hasta romperse el alma, literalmente. Hubo una vez, muy lejos en el tiempo —cuando todavía sus ojos captaban demasiado felices el mundo visible—, mientras admiraba el verde irreal del lomo de una rana, tan verde como el pasto y como la esperanza que tenía puesta en su futuro, que irrumpió un pensamiento sombrío, sin asidero alguno — todavía conservaba nítida la sensación de terror provocada por la lejana probabilidad— y la atravesó con la rapidez de una bala la idea perturbadora de que un día le pudieran ser negados los colores y las formas. Se preguntó angustiada de qué modo se sobrevivía sin saber si el cielo vestía de turquesa, de 15
gris o de anaranjado; si el lomo verde fluorescente de esa rana, de golpe, se convirtiera solo en el sonido de su croar y en el rumor de sus saltos entre las hierbas. Luego, no supo si fue una especie de sabotaje al placer o un deseo siniestro disfrazado de miedo, pero en pocos años, la profecía autodestructiva, terminó por cumplirse. Fue perdiendo la vista en lentos suspiros. Día tras día, todo se volvió más opaco, hasta despertar una mañana instalada en una noche eterna, sin poder desperezarse el entumecimiento de esa pesadilla. Al final de su infancia, entró en un túnel de monocroma penumbra. Cada vez se le hacía más difícil recordar las facciones de su cara, el trazo de su letra, los paisajes conocidos, su propia casa. Parecían viejas postales desteñidas. Repasaba listas mentales de objetos y tonalidades que ahora no significaban nada. Lo que no se ve, de alguna manera, deja de existir. Desistió de esa tarea abrumadora. Cerró los ojos y se dejó acompañar a todos lados con mansedumbre. Su risa se configuró en una mueca apagada, porque también había empezado a olvidar la expresión de la alegría. Formaba parte de las mutilaciones sufridas: la vista, la alegría, la independencia, las ganas de tener ganas. Ni siquiera las vacaciones la emocionaban. Tenía que seguir creyendo a los demás que el lugar donde se hospedaban era bonito, los paisajes bellísimos, escuchar que a los costados de la ruta corrían campos, vacas, cerros, lagos, mares. Reconstruir en su mente el perfil de cada uno de esos conceptos casi abstractos, resaltaba su carencia. Debía confiar en lo que los otros decían, oír su entusiasmo, sentir las vibraciones que sus cuerpos exultantes emanaban. Por momentos, se volvía insoportable. Había llegado a odiarlos. No quería odiarlos, pero su libertad los hacía profundamente aborrecibles. Sabía que esos sentimientos eran miserables porque todos procuraban que ella no sufriera preocupaciones ni sobresaltos, la cuidaban amorosamente, la sobreprotegían como si se hubiera convertido en una delgada lámina de vidrio a punto de quebrarse. 16
Ese año fueron al frío de la montaña. Ella casi no se enteraría de las bajas temperaturas porque la sacaban del auto calefaccionado para entrarla en la cabaña cálida, con pisos radiantes y leños encendidos. Le agradaba el olor ahumado de los troncos consumiéndose en el fuego, pero todos la mantenían alejada por temor a que se quemara. Se repetía en cada experiencia, ese distanciamiento prudencial para evitar que se hiciera daño. Nadie advertía que ya estaba por completo dañada. O preferían hacer como que no lo notaban, a todos les dolía demasiado y había que seguir hacia adelante. Que no se culpe a nadie: para ayudar, suelen plantearse grandes proyectos, pero se termina haciendo solo lo que se puede. Esa es la verdad, nunca nada basta y, tanto los que dan como los que reciben, terminan hundidos en una plomiza decepción. Esa tarde, subieron todos a la montaña. Afuera nevaba fuerte —le habían dicho— y ella, en su breve etapa de retinas útiles, no había alcanzado a conocer la nieve. Tenía el difuso recuerdo de fotos o películas ya borroneadas. Se parecía al algodón. Y el algodón a las nubes. Y las nubes, un poco al humo blanco, comparable a la bruma lechosa con la que envolvía su ceguera al universo. A veces, en lugar de ver negro o gris, veía blanco y plateado. La nieve — fantaseaba— debía ser de un no color blanco luminoso con algo de plateado. La abuela quedó con ella a cargo, solo le gustaba tejer y ya no le importaba la aventura. Al rato, se apagó el clic clic de las agujas metálicas y comenzó un concierto de ronquidos. Le hizo gracia que la abuela pareciera una foca. El viento gruñía del otro lado del ventanal. Apoyó sus manos contra el vidrio, apretó la punta de la nariz. Estaba tan helado como su corazón apático, incapaz de estar en sincronía con la vida. Volvió a imaginar todo cubierto de blanco y recordó aquel cuento de Andersen en el cual la heroína emprendía un largo viaje para rescatar a un amigo. La perversa Reina de las Nieves lo había hechizado en medio de una tormenta, incrustando en sus ojos cristales provenientes de un espejo que reflejaba la maldad 17
del mundo. Y, como todo depende siempre del cristal a través del cual se mira, lo había transformado en un ser abyecto. La chica, aún a riesgo de perder su propia vida, decide que no tiene sentido continuar adelante sin redimir al otro y lo salva. Quizás por eso, una de las pocas cosas que le provocaban ilusión era caminar por la nieve, como símbolo de purificación y crecimiento. Por eso y también, porque el blanco es acromático, de claridad máxima y oscuridad nula, pura luz. Así lo hizo, sorprendida de rescatar todavía un anhelo dentro de ella. Encontró tentaleando un abrigo sobre una silla y buscó sigilosa la salida. Al abrir la puerta, un estornudo de frío, viento y copos le estalló en la cara. Miles de pinchazos helados y agudos atacaron impetuosos. Inició la caminata con las manos extendidas hacia un vacío que, lejos de inquietarla, lo intuía como un espacio plácido, de un resplandor deslumbrante. Los pies se hundían por momentos hasta las rodillas. Trastabilló y cayó de boca sobre el colchón mullido y gélido. La boca llena de hielo, las pestañas mojadas de nieve y ella tan despierta. Masticó el granulado con sabor a agua de arroyo o de lluvia sólida y sus manos arrastraron pequeñas bolas amasadas por las palmas ávidas. Quería jugar. Las lanzaba al aire y algunas volvían a caer sobre su cabeza. “Ay… así era como se sentía la alegría. Así era.” Abrió enormes los ojos y vio todo blanco como debía verse cuando veía. Ver. Ver. Ver. Giró sobre sí misma mientras reía, se revolcó como un rollo, se lanzó de espaldas, estiró los brazos como alas. No tenía frío. Por dentro se gestaba una implosión. Percibía todo su ser, encogido dentro del diámetro de una cereza, pero a un mismo tiempo, un remolino de magma incandescente, pugnaba imperioso, con una urgencia impostergable, por rebalsar y derramarse líquido y caliente sobre toda su piel aterida. De pronto, su cuerpo era una brasa. Detuvo esas revolcadas compulsivas y quedó boca arriba, expectante. El bosque hablaba. Las ramas crujían y se quebraban por el peso de la nieve que caía al suelo como un manojo de plumas, apenas perceptible, delicada, blanda, espumosa, con la levedad del 18
alma. Veía blanco. No entendía si veía o suponía la luz. Dejó de cuestionar y comenzó a disfrutar. Un ruido de pasos cortos se deslizó cerca. Giró la cabeza en dirección al movimiento, cerró los ojos —solo por costumbre— y aguzó el oído. Se acercaba cauteloso. Podía olerlo. Un vaho salvaje y animal se mezcló con la resina de la corteza de los pinos. Era la vida que la atacaba ferozmente. Era la vida que aunque no pudiera verla, allí seguía, rodeándola, observándola. La vida la esperaba agazapada. En una inhalación profunda, cada rincón de su interioridad fue recorrido por ese hilo de aire fresco, de bosque helado, de tiempo sin prisa, de calma blanca. Una piel suave, de pelos despeinados y esponjosos, de hebras húmedas, rozó sus manos. Luego, el aliento espeso sopló su frente en un jadeo. Un resoplido mágico, ancestral. La naturaleza entrando en ella, retornándola al presente en un renacer espiritual. Abrió los ojos y vio azul. Azul profundo. Sus ojos vieron azul. El azul más azul con el que nunca antes la habían mirado. Un lengüetazo caliente le barrió la nariz. La invitó a ponerse de pie, empujando la frente con el hocico escarchado. Regresaron juntos a la cabaña: ella era quien marcaba el camino. La nieve se veía aún más blanca de lo que había imaginado.
mariNA GÓMEZ ALAIS
Argentina
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E
stoy deseando llegar a casa. Hoy ha sido uno de esos días de no parar. Los zapatos me están matando. Solo me queda subir a la planta de oportunidades para ver si encuentro un mueble que haga juego con los que Martín no se llevó a su nueva casa. A la de ella. A ver si encuentro algo baratito. Un solo mueble para
una mujer sola. Necesito acallar el eco del salón. Me cuelo en el ascensor cuando las puertas están a punto de cerrarse. Se escuchan conversaciones cruzadas, bolsos que se cierran. Alguien está comiendo pipas. Vaya tela, en un ascensor. Abro el bolso, saco el móvil y cotilleo el Facebook. Dichoso aparato, siempre tengo que ver alguna foto de él, con esa. Deslizo el dedo sobre la pantalla, pero no hay cobertura. Sus sonrisas se quedan fijas. Lo apago y lo guardo en el bolso. El ascensor se para en la primera planta y bajan un par de chicos jóvenes. Seguimos subiendo hasta las plantas de ropa de mujer, de hombre y de regalos. El crujir de las pipas en la boca de alguien se hace cada vez más presente. Me entra hambre y me pelo una mandarina que llevo en el bolso. Los gajos están secos y la escupo sobre un pañuelo. Me fijo en el menú del restaurante que está colgado junto a los botones. El ascensor se vacía casi por completo y cierra sus puertas. En ese momento, el ascensor se detiene de golpe, entre la planta quinta y sexta. Las luces del techo parpadean nerviosas y se apagan. Me quedo a oscuras. De repente me doy cuenta de que no estoy sola. Escucho al fondo del ascensor el crujir de unas pipas. Y huelo una colonia. Su colonia. Sabía que podía pasar. Tiene alto de morboso ir al lugar donde ella trabaja. Alguna vez me imaginé cruzármela en la sección de perfumes y taladrarla con la mirada. Pero nunca en el ascensor. Acerco la cabeza a la puerta de acero. Está fría. No se escucha nada fuera. Intento abrirla empujando las dos hojas hacia los lados, pero la puerta no cede. Escucho caer un puñado de pipas al suelo. Y el silencio. De repente, se enciende la luz de emergencia dentro del ascensor. Mi vista se adapta a esa luz tenue. Miro hacia el fondo. Allí está ella. Con sus vaqueros de marca hechos a medida, su pelo sin canas recién salido de la peluquería y sus piernas de treinta años. Nos miramos a los ojos, nos reconocemos. Diría que se ha quedado más 21
sorprendida que yo, se ha quedado quieta, como sin respirar. De repente sus tacones de doce centímetros empiezan a golpear sobre la losa de mármol. El sonido se propaga por todo el ascensor. Ella se empieza a agitar nerviosa, y se lleva las manos a la garganta. La pipa, dice con una voz ahogada. La miro desde mi lado del ascensor. Nunca la había tenido tan cerca. Solo conocía el olor de su colonia en la ropa de Martín, su gusto por la lencería minúscula y por los maridos de otras. Pensaba incluso que era más alta, claro con esos tacones, siempre le saca media cabeza a Martín en los selfies de Instagram. Su espalda golpea sordo contra las paredes del ascensor. La veo moverse de forma descontrolada. Y me la imagino follándose a mi marido en nuestra cama. Junto a nuestra fotografía de la mesilla. El aire del ascensor se mezcla con olor de su colonia, a mandarina vieja, a pipas crujientes. Y la veo caerse al suelo, ponerse a cuatro patas y darse palmadas en su espalda. Su pelo está pegado a su frente. Tiene el rímel corrido, las mejillas y las manos llenas de carmín de color rojo. Su cara empieza a perder luz, parece mayor. Me mira a los ojos. Sigo en mi sitio, no puedo moverme. Mis piernas, mis brazos están como muertos. Muchas veces deseé que ella muriera. Quizás un día no se abriera su paracaídas. O quizás tuviera un accidente de coche cuando volviera de alguna de sus fiestas. Deseaba que ella desapareciera para que Martín volviera conmigo. De repente la veo rebuscar en su bolso, lo revuelve y luego lo vuelca sobre el suelo. Escucho el ruido de monedas, de sus llaves, de sus gafas. Encuentra el móvil. Lo enciende torpemente e intenta marcar un teléfono. Al momento lo tira al suelo. No hay cobertura, ya lo intenté yo antes. Se tira al suelo, se queda tumbada boca arriba. Sus piernas dejan de agitarse. Su respiración se tranquiliza. Está blanca. En ese momento me fijo en una bolsa pequeña, de tela. De ella sale un pequeño sonajero con forma de oso. Será cabrón. No puede ser. Martín nunca quiso. Me fijo en ella mejor. Veo su vientre abultado. Sus pantalones premamá. Sus pechos más grandes. La miro a la cara. Ella respira
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débilmente. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Tiro el pañuelo con los restos de mandarina al suelo. Me acerco dando pasos grandes hacia su cuerpo inerte. Me siento junto a ella y la recuesto sobre mí. La siento más pequeña. La agarro fuerte a la altura de las costillas y presiono con todas mis fuerzas su pecho. Una vez, y otra. Sigue sin reaccionar. Presiono de nuevo. Ella empieza a toser de repente. Paro de apretar. Una pipa mojada y rota sale de su boca y cae al suelo cerca del trozo de mandarina. La chica se deja caer sobre mí, recobrando la respiración. Me quito los zapatos, no puedo más con ellos. Pasamos así un minuto, dos minutos, cinco, en silencio. Su colonia se mezcla con mi perfume. Nuestras respiraciones se acompasan. De repente, las luces empiezan a parpadear de nuevo hasta que se enciende la luz. Entreabro los ojos hasta que se hacen de nuevo a la claridad. Se escucha el sonido del aire acondicionado y el ascensor se pone en marcha. Planta sexta, se escucha. Un turista se sube y aprieta el botón de planta baja. Mira hacia el fondo del ascensor durante unos instantes, pero luego se entretiene leyendo el menú del restaurante. Planta baja. El hombre sale del ascensor. Su pie pisa un trozo de mandarina vieja y una pipa mojada. Se las lleva pegadas en la suela del zapato.
INMA MUÑOZ
España
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A
nuncié el velorio de la señorita Ramírez en el obituario de un diario. Será esta noche en la Parroquia Virgen de Fátima. Años atrás nos conocimos cuando realizábamos trámites en el Ministerio de Agricultura. Recuerdo haber observado su belleza discreta y distinguida. Me
di cuenta que era una dama de finos modales, andar pausado, voz clara y cabellos plateados atrapados en una peineta de nácar. Su elegancia natural se complementaba con el sobrio vestido gris que caía debajo de las rodillas. Había escuchado sus reclamos frente a la ventanilla y en ningún momento perdió la compostura clásica de las mujeres de antaño. Venía a cobrar los bonos de la Reforma Agraria, los mismos que honrarían la expropiación de sus haciendas azucareras. Luego que examinó varias veces los documentos, noté que estuvo a punto de sufrir un vahído. Alcancé a tomarla del brazo, evitando que perdiera el equilibrio. Con el auxilio de otros la ayudé a sentarse en una de las sillas de la sala de espera. Jamás olvidaré su mirada perdida y ojos acuosos tratando de no llorar. En aquella ocasión me alarmó descubrirle el pecho agitado y los temblores que recorrieron su cuerpo delgado. Una secretaria intrascendente le alcanzó un vaso con agua. Abrió la cartera y extrajo una pastilla que ingirió rápidamente. Pasado el sofocón inicial, el barullo a su alrededor desapareció. Me percaté que yo era el único que seguía interesándose por ella. Muchas gracias, señor. Es usted muy amable asistiendo a una anciana desvalijada. Porque eso es lo que soy, caballero. Después de treinta años he venido a cobrar algo que me quitaron y ¿qué he conseguido? Lea, por favor. ¿Puede creer que mis tierras valgan esta cantidad? Con su venia leí el monto que cobraría en el Banco de la Nación. Fruncí el entrecejo, dibujé un gesto de sorpresa inaudito y me ofrecí a llevarla a su casa. Vivía en un antiguo y pequeño chalet de dos pisos. El jardín exterior bien cuidado permitía que geranios y rosales comulgaran armónicamente. Una cerca de madera blanca, enlazada con hiedra rozada, lo aislaba de la vereda. Me comentó
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que un domingo mojó la notificación del ministerio mientras regaba las macetas. Me invitó a ingresar y el cuadro del Corazón de Jesús con la vela encendida nos recibió. Debajo de él la consola de ónix mostraba portarretratos con imágenes de arcángeles. Las paredes de la sala estaban empapeladas con motivos florales y dos cuadros de la escuela cusqueña, enmarcados en pan de oro, colgaban orgullosos. La mesita de centro exhibía fotografías de su esplendor pasado. Traspasando un medio arco divisorio, el comedor se anunciaba con pocas pretensiones. Centrado a la perfección, cayendo por detrás de la mesa, un gobelino recreaba una escena bucólica de la campiña francesa. El aparador de caoba dejaba ver la colección de copas de cristal Bohemia y los platos de porcelana Limoges. Escondida en una esquina, casi con miedo, una botella de champagne, con la etiqueta borrada por el tiempo, se había marchitado en la soledad del olvido. Sus tres gatos siameses salieron a saludarla. Tomamos asiento en un sofá tapizado en terciopelo. Cómodamente instalados me mostró el álbum con fotos de su hacienda favorita. El trapiche centenario, la destilería de ron artesanal, los sembríos de caña de azúcar, la iglesia de adobe y la casa hacienda habían sido capturados fielmente en sepia y eran testimonios evidentes de épocas doradas. Presurosa guardó el álbum y me obligó a aceptarle una taza de té y galletas de vainilla hechas en la madrugada. Acepté gustoso y a partir de entonces nos convertimos en grandes amigos. Cada vez que llegaba a Lima, la visitaba para conversar sobre los misterios del campo, la bondad de la tierra y las injusticias de la vida. Descubrí que le gustaban los bizcochos de canela rellenos de manjar blanco y me enseñó a descifrar la magia de las galletas. Con el correr del tiempo, y gracias a la confianza alcanzada, me develó su alma, hasta confesarme que nunca se había casado. Seguía siendo señorita porque el caporal que la enamoró no tuvo el valor para seducirla y menos pedir su mano. El único pariente vivo que tenía era una sobrina que radicaba en New York y se comunicaban esporádicamente. Subsistía 26
vendiendo las joyas de la familia y por un fideicomiso paterno. Estando fuera del país me enteré sobre la enfermedad que padecía y arribé a tiempo para cuidarla en una clínica local. Le conseguí medicinas, afronté gastos y la entretuve con mis aventuras estrambóticas. Fueron días de risas y recuerdos. Jorge, cuando salga de acá te voy a preparar unas galletas nuevas que he visto en la televisión. El tiempo no le dio la razón y falleció en paz, tranquila, oliendo a Heno de Pravia que siempre me pedía le comprara. Esta noche, señorita Ramírez, tenemos una última cita, los dos solos. La quiero linda, elegante y glamorosa como siempre. Usted me conoce, voy a estar puntual para despedirnos. Algún día nos encontraremos para hablar del sol de mediodía, el que calcina y hace fuerte la tierra generosa. Conversaremos de las lagartijas que perseguía, de las grullas revoloteando por los ojos de agua, del jugo de caña recién exprimido, de los paseos a caballo, de las misas dominicales en la iglesia de adobe que decoró con azulejos valencianos, de las correrías por los canales de regadío de su juventud, del canto de los cañaverales y ojalá se nos una el caporal que desperdició la oportunidad de amarla. Espero que tenga la iniciativa de rehacer el tiempo… Tenemos tanto de que hablar, querida señorita Ramírez, y si usted me lo permite, con todo respeto yo le contaré mis andanzas y travesuras.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú Facebook: Oswaldo Castro
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a luz se filtra entre las láminas de la cortina, es una claridad que atraviesa el espacio en rebanadas. Mi cuerpo se despega de las sábanas y me levanto. Flota en la habitación un aliento blando. Sobre el piso yacen los indicios de la noche: un mocasín dado vuelta, una sandalia, un corpiño negro, un cinturón enroscado
como una víbora y un vaso volcado. En dos pasos alcanzo la ventana y tiro del cordón que, con un aleteo plástico, levanta la cortina. El vidrio me devuelve, por un instante, fragmentos de un rostro con dos sombras bajo los ojos y una barba incipiente. Vuelve entonces ese extrañamiento que me invade desde hace varios días. Un dominio en el que soy un visitante entre las cosas que me rodean y reconozco. El cuarto de hotel, la desnudez de la mujer que, pálida y delgada, permanece entre las sábanas, la manta fruncida sobre el piso y el cono de luz que desde la pantalla del velador trepa sobre la pared. Todo eso es la realidad, yo con mi presencia la ratifico. Vuelvo los ojos al cristal y reencuentro los del extraño de ojeras, que aún me olfatea. Abro la ventana, una nube densa se recorta en los bordes de las farolas todavía encendidas, no es niebla, es la llovizna que permanece suspendida sobre la ciudad, una constelación de partículas que giran en círculos y se convierten en líquido al encontrarse con las hojas de los tilos. Abajo se mueven las redondas sombras de los paraguas y el pavimento suelta quejidos al pasar de los autos Tan despacio, como los elementos en suspensión se transforman en gotas de una fina lluvia, comienzo a recordar, a darle algún sentido a las rebanadas de memoria que se escurren a través del paisaje, intento que encajen con los datos del presente: la ciudad borrosa y fría, la mujer de senos extenuados y ojos anónimos, el hotel desconocido. Voy a ciegas, tanteo en imágenes que se superponen y brillan sobre una pantalla: Una flaca de caderas angostas posa apoyada sobre un mueble, me detengo en su expresión triste y sus zapatos de taco. Una vulva tensa, apretada por una mano anónima, se insinúa a través de la transparencia unas bragas. Una mujer muestra una sonrisa y el camino que se abre entre sus muslos. 29
La vida sigilosa y reptante de los genitales. Ahora llueve, el agua que rebota en las cornisas ha barrido la masa en suspensión, los árboles exhiben sus troncos y sus copas emergen húmedas y fragmentarias. La claridad avanza, así como la lluvia borra la ciénaga también abre la inquietud. Corro hacia el baño y en el espejo que cuelga sobre el lavatorio confirmo lo que ya es una certeza. En ese instante todas las fotos se rompen, todas las pantallas tiemblan hasta apagarse y quedamos a solas, el alucinado yo y mi presente, tan fugaz que al pensarlo, como la niebla, ya es pasado. Me visto en silencio, no miro hacia la cama, solo escucho el rumor de la respiración acompasada del sueño. Bajo las escaleras, ha dejado de llover, en el umbral veo un cartel que anuncia: “Hotel California”. Un chico de mirada hosca me pide unas monedas, se las doy y le pregunto por la estación de ómnibus. Me levanto el cuello de la campera, hace frío, me pongo en camino por la calle desconocida.
JORGE PALADINO
Argentina
Facebook: www.facebook.com/jorgemaria.paladino
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arece que el lunes empiezan —comentó su mamá mientras servía la sopa con un cucharón humeante. —Espero que no hagan mucho ruido y dejen dormir la siesta —rezongó el padre, bastante mayor, mientras Lucho observaba la escena azorado.
Lucho era de esos chicos retraídos, nunca destacaba ni en la escuela ni en
los deportes, era un pibe calladito, jamás levantaba la voz, solo cuando los de la barra de la esquina le gritaban: “¡Orejón de mierda, volá de acá, forrrrrro!” Y, a decir verdad, Lucho, además de ser petiso, flaquito y chueco, tenía unas orejas enormes que por poco le rozaban los hombros. Recibía a diario toneladas de epítetos, insultos y humillaciones, era el hazmerreír de cualquier perejil al que la gracia de Dios lo había ungido con un mínimo de belleza. Hacía unos días que tenía temor de ir a la escuela, pero también tenía temor de quedarse en el barrio. Deseó, desde lo más profundo, que su vida terminara por completo y así poder renacer reencarnado en otro ser un tanto más agraciado. Desde que vino de visita el Gringo, primo del Zurdo, uno de los guachos de la esquina, había dejado de ir al colegio. Se las había ingeniado para caer enfermo, o mejor dicho, para que sus padres creyeran que estaba enfermo. Le habían contado que con papel secante dentro de los zapatos la fiebre empezaría a subir. Al ver que el método no le hacía subir la temperatura optó por simular unos vómitos con unos desgarradores alaridos hundiendo su cabeza en el inodoro y saliendo exhausto y transpirado de adentro del baño. Su mamá estaba muy preocupada, ese fue el motivo por lo que lo eximió de su obligación escolar por unos días. Por eso, desde ese momento, en la casa de Lucho, no había otra cena que sopa de arroz y carne al horno con ensalada. La vieja decía que eso lo repondría y que, aunque se pegara el faltazo tantos días, él tendría que pedir los temas que se iban dando en clase para no retrasarse. El Gringo venía de Pehuajó. Parecía un tipo humilde y sano. Tenía esa tonadita que solo tiene la gente de campo. Trataba a todos con respeto, principalmente a Lucho, hasta una vez 32
intercedió para que no lo tomaran para la chacota. Después del segundo día de la llegada del Gringo todo volvió a ser como de costumbre, un terrible infierno. Lucho había decidido encerrarse en su casa y no salir nunca más. Todas esas tardes y todas esas mañanas Lucho estuvo detrás de la ventana viendo la casa de enfrente, una casa inhabitable, con un cartel de “Se vende” oxidado que ya nadie observaba, hasta que esa mañana, de un camión con acoplado, bajaron cinco hombres vestidos con mamelucos y empezaron a armar un cerco que llegaba al cordón de la vereda. —¿Cuántos pisos construirán? —preguntó el padre mientras soplaba su cuchara para no quemarse la lengua. —¡Espero que no sea muy alto! ¡Así no nos roban la vereda del sol! — acotó la madre mientras que de reojo miraba a Luchito con un dejo de desconfianza. Al muchacho se lo veía ojeroso y no había motivo para que después de tres días de reposo siguiera en esas condiciones. Día tras día, noche tras noche, iba del baño al dormitorio y del dormitorio al baño, siempre simulando su malestar estomacal y a veces intestinal. Después de un rato de frotarse la panza alegando terribles retorcijones de barriga se quedaba mirando esa casa abandonada que pronto la empresa constructora demolería. Él sentía su alma como esa casa arruinada y que pronto sería una montaña de escombros. —¿Entramos a la casa abandonada? —fue la ocurrencia que disparó el Zurdo ese sábado que estaban todos, mientras chupaban unas cervezas calientes que le habían afanado al chino del súper. —Dicen que los viejos que vivían ahí tenían un montón de guita — exclamó el Perro, amigo íntimo del Zurdo. —¡Mirá si la tienen escondida en alguna parte! ¡Podríamos comprar algo de falopa! —agregó el Zurdo mientras le guiñaba un ojo cómplice a su primo. —Yo me voy a mi casa —dijo Lucho intuyendo que nada bueno podía
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pasar si irrumpían en la casa. —¡No seas cagón, orejón! —le gritó el Perro que terminaba de darle un profundo beso al pico de la botella de litro. —¡No pasa nada! —alentó el Gringo mientras le palmeaba el hombro de una forma un tanto exagerada y sospechosa. La madre empezó a levantar los platos de sopa. A esa altura, el chico creía que la excusa que había armado para no ir a la escuela no había sido una gran idea y que tarde o temprano tendría que enfrentar su condición. —¡No tomaste casi nada de sopa, Luchito! ¡Me vas hacer enojar! ¡Ya debe estar fría! —recalcó la madre mientras su hijo miraba la tele sin probar una cucharada. El padre sacó la fuente del horno con el repasador y la apoyó rápido en la mesa quemándose los dedos. —¡Comé algo de carne al menos! —Ordenó el padre mientras con la cuchilla afilada sacaba rodajas finas del peceto. Lucho miró el filo de la cuchilla sucia por los jugos de la carne y le contestó: —No quiero, papá, no tengo hambre, todo lo que trago lo vomito. A pesar de no estar de acuerdo en entrar en la casa abandonada, Lucho y sus tres amigos subieron por la medianera que da a la casa vecina y trepando de a tramos llegaron a la terraza. Estaba todo sucio, montañas de hojas de los árboles que se fueron acumulando por años y pilas de cajones de gaseosas y sifones era la atmósfera tétrica de un pasado que sin duda no fue feliz. Se fueron haciendo camino a las patadas y al fondo, una puerta de chapa, los conduciría a la planta baja. Cuando bajaron la escalera se encontraron con un living vacío, solo un colchón lleno de agujeros estaba tirado en el piso. Había montones de cucarachas y algunas lauchas se escondían entre los rincones. Estaba todo oscuro, unos pequeños haces de luz se filtraban por las rendijas de la persiana rota que daba a la 34
calle. Lucho se hacía el valiente, aunque en el fondo sentía que estaban en peligro. Y el peligro no tardó en evaporarse de su pensamiento y materializarse cuando el Zurdo y el Perro lo tomaron con fuerza de los brazos a Luchito mientras el Gringo se soltaba el cinturón y se bajaba los pantalones. El terror se apoderó de él y el instinto de supervivencia se trasladó a sus extremidades. El forcejeo fue feroz, ráfagas de puntapiés, rasguños y mordiscones hicieron que ocurriera el milagro y que el pobre pibe pudiera escabullirse de los tres vándalos. —¡Si no comés, no te vas a mejorar! ¡¡¡Por favor!!! —insistió su madre que ya se estaba impacientando. El padre, empuñando el tenedor en su mano izquierda, cortó en pedazos pequeños la lonja de carne que ya yacía en el plato del muchacho. Apoyando la cuchilla afilada frente a Lucho, el anciano tembloroso gritó: —¡¡¡Comé, basura, comé!!! El muchacho tomó el tenedor, pinchó un pedacito de carne y lo llevó a la boca. Masticaba y masticaba, pero nunca lo tragaba. La tarde siguiente de la emboscada fallida, Lucho volviendo de la escuela, se cruzó con el Gringo a la vuelta de la casa abandonada. —¿Te asustaste ayer? —preguntó riéndose el Gringo con ánimo de componer la amistad. —¡Ni en pedo! —Le contestó Lucho haciéndose el macho. —¡Fue una joda! ¡No te íbamos a hacer nada! ¿Te diste cuenta, no? ¡No te íbamos a culear, boludo! ¿O te lo creíste? —continuó con sus falsas disculpas el pueblerino. —¡Yo con vos no tengo drama! —Le dijo el muchacho. —¿Qué querés decir? —preguntó sorprendido el Gringo. —¡Yo no tengo drama! ¡A mí me gusta! ¡Si querés hoy a las siete vamos! ¡Pero solo vos y yo! —respondió complaciente el vecino de enfrente. El gringo sonrió, levantó las cejas como si tuviese el ancho de espadas, se frotó las manos, se acercó a la mejilla de Lucho y con su lengua pastosa le mojó la 35
enorme oreja desde el lóbulo hasta la punta de arriba. Llegó la hora señalada, hacía mucho frío, Lucho se puso una campera que le quedaba grande. Salió a la calle, estaba nervioso pero esperó al Gringo. Este no tardó en llegar. Treparon por la medianera vecina, patearon las hojas secas, abrieron la puerta de chapa y volvieron a entrar a la casa. El Gringo pateó el colchón mugriento y empezó a quitarse la ropa. Lucho solo abrió el cierre de su campera. —¡Vas a comer por el amor de Dios! —gritó el padre mientras estrellaba con furia la cuchilla sobre la mesa. Habían terminado los anuncios publicitarios. El noticiero reinició con su habitual cortina musical. Lucho prestó atención a lo que decía la periodista. En la tele apareció una placa con una foto, se solicitaba cualquier tipo de información para dar con el paradero de un muchacho de unos diecisiete años que hacía siete días había salido de su casa para visitar a unos familiares. El muchacho era proveniente de Pehuajó. Lucho miró el reflejo de la cuchilla afilada y tragó.
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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ómo olvidar! Todo fue maravilloso; el viaje desde Buenos Aires, el Congreso Arqueológico, Madrid. Vertiginoso, quería verlo todo, vivir. El grupo de congresistas no quería perderse nada, todas las invitaciones eran aceptadas. Así fue como organizamos la excursión a Toledo, tú Jordi deseabas presentarnos tu bella ciudad y
tu fantástico hogar situado dos metros bajo tierra ¡estabas tan entusiasmado mostrándonos el tesoro que poseías! Te habías comprado esa casa en tu ciudad natal, muy estrecha, debiste edificar hacia arriba y hacia abajo. —Es una cueva de la época de los romanos —nos explicabas fascinado y nosotros escuchábamos de igual manera, éramos jóvenes arqueólogos ávidos de experiencias aunque tú ya estabas un escalón más al ser titular de una cátedra. Fue una experiencia inolvidable. Yo no podía dejar de mirarte, tu postura y tus ojos delataban la mezcla étnica, eras un imán. Ya en Madrid fue la cena de despedida, al finalizar me acompañaste hasta la habitación del hotel, busqué un buen pretexto para invitarte a pasar, tenía unos artículos del profesor que tanto admirabas. No te despedirías así como así querido Jordi, te invité una copa de vino, y tu mirada a través del violeta de la copa insinuante de siglos, ya me había poseído. Un nuevo congreso, esta vez en mi tierra; la Patagonia. Pasaron veinticinco años y tantas cosas en el mundo y en nuestras vidas. Cayeron el Muro de Berlín y el apartheid, aunque no las desigualdades, siguen las luchas por el poder, nos acecha el calentamiento global, ambos tenemos matrimonios frustrados, hijos, pero las pasiones no cambian querido profesor, no cambian. Te veo bajar del avión, con tu prestancia, canas y esa mirada ardiente. Te prometo Jordi que esta noche estás invitado a cenar en mi casa patagónica, de mujer sola, con hijos independientes. No tengo una cueva romana ni la juventud que nos arrolló en Madrid pero te brindaré una copa de vino color ciruela, coloreado por los valles de estas tierras, y mientras nos amamos, escucharemos el silencio de la nieve que se avecina sobre la ausencia de estos años. 38
ANA MARÍA MANCEDA
Argentina
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l rey dio la voz de alto, y el séquito se detuvo al instante. Pasaban en ese momento frente a uno de los ríos más importantes del continente. Él estaba mirando por la ventana y algún detalle del paisaje lo sedujo.
Por eso ordenó la pausa y se bajó de su carroza, asistido por un paje y
varios soldados, para acercarse a la orilla, mirar primero al cielo, luego al bosque, fruncir el ceño, asentir como en una conversación muda consigo mismo, y finalmente decretar que allí, en ese exacto lugar, se habría de construir un nuevo castillo, uno que destinaría a pasar los veranos junto a su familia y el resto de la corte. Ludovico V tenía en ese entonces veintiséis años y su idea de ser un gobernante se limitaba al retrato de su abuelo en la galería del palacio mayor: peluca blanca, traje bordado con hilos de oro y tacos altos de porte señorial. De regreso en la capital, convocó a varios arquitectos, exigió que le presentaran sus ideas y optó por el proyecto más caro y arriesgado de todos: uno cuyo diseño incluía un sector flotante, una parte del futuro castillo construida sobre el agua. Hubo ceremonia de inauguración, brindis, aplausos, fanfarrias, invitados del extranjero, y el mismísimo Ludovico colocó la primera piedra. Los veranos pasaron y el rey envejeció mientras los tesoreros del reino entregaban bolsa tras bolsa de oro al arquitecto. Luego de su muerte continuaron con los pagos a su hijo, también constructor. Otro hijo, Ludovico VI siguió adelante con la obra, que ya llevaba cuarenta años cuando él asumió el trono. Lo que se había llegado a construir, los muñones de las futuras paredes, permitía adivinar la belleza de la obra final, pero solo eso, adivinarla. Los avances eran lentos. Las columnas que debían ir dentro del río no duraban, las corrientes las derribaban, la humedad las carcomía, se derrumbaban en el agua, y todo debía volver a empezar. Los trabajadores morían, de viejos, de enfermos, en accidentes, ahogados. Un nuevo arquitecto se hizo cargo, y otro nuevo rey mantuvo en pie el 41
sueño de su abuelo. La prosperidad del reino comenzó a flaquear, los recaudadores aplicaron más presión sobre los campesinos y súbditos, que debieron seguir aportando con sus monedas a las arcas reales, en gran parte destinadas a solventar los gastos de ese castillo de verano soñado por un gobernante que ya nadie recordaba bien, más de cien años atrás. Cuando se declaró la gran guerra por la sucesión contra un país vecino, hasta entonces gobernado por un primo del rey de turno, todos los fondos, recursos y hombres fueron destinados a esa empresa. La construcción quedó abandonada, suspendida en un estado de eterna promesa. Las plantas y los animales del bosque no tardaron en apropiarse del nuevo territorio. La vegetación se coló por cuanta rendija, hueco y raja pudo encontrar. Las semillas anidaban en cualquier orificio hasta crecer, y los tallos se extendían por los cielorrasos, las raíces levantaban los pisos, las ramas se enredaban en las columnas y las hojas caían en cascada desde las ventanas. Para cuando volvió la paz, todo lo que se había edificado estaba cubierto de flora y fauna, y llevó tanto tiempo solo limpiarlo para poder continuar la obra, que aquel rey también falleció y fue su heredero quien vio la continuación de los trabajos, aunque tampoco sería el último. Trescientos cincuenta y seis años, nueve reyes y quince arquitectos después (los obreros, pajes, cocineros y putas no se contabilizaron), el castillo estuvo por fin terminado. El sueño de los reyes se haría realidad ese verano, el primero que pasarían en el castillo. La corte entera estaba ansiosa: sería un momento histórico. Pero los sueños de unos son delirios para otros, motivos de furia, y, días antes de la partida, estalló una revolución. La plebe se hizo de los palacios y las prisiones, de las armas, de las pelucas, los perfumes, los talcos y las joyas. Aquel rey, la reina y sus hijos y amantes murieron en esa fiesta sangrienta, bajo las manos callosas de los trabajadores, y ningún noble pudo jamás entrar al castillo semi flotante. 42
La República lo utilizó como oficinas al principio, pero su historia no dejaba de estar relacionada a un período nefasto, y por eso luego lo transformarían en museo. La modernidad y los nuevos tiempos volverían a renovarlo, ahora convertido en atracción turística. Todos los años, gente de distintos lugares del mundo se acerca a conocerlo. La historia se narra en todos los idiomas, y las fotos figuran en folletos y sitios de viajes. Los extranjeros se deleitan con sus cámaras, y la visita se inicia en el lugar exacto, o al menos el que la leyenda señala como exacto, donde Ludovico V, aquella tarde de ensoñación soberana, colocó la primera piedra.
MARÍA VICTORIA VÁZQUEZ
Argentina
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os padres de Fabián lo habían mandado a su cuarto como castigo por tanta mala nota que le dejaban los maestros: “Su hijo cerró las puertas del baño”. “Su hijo no terminó a tiempo la tarea de matemáticas”. “Este niño no puede permanecer sentado en su mesabanco”.
“Se la pasa siempre fuera de su lugar, buscando plática con los demás niños”. —¿Y cómo le va en las materias?, se atrevió a preguntar el cabizbajo padre. —Bien, en las materias va muy bien, solo que es muy travieso. Por eso, al llegar a casa, luego de almorzar, y una vez terminada la tarea bajo los enojados ojos de papá, Fabián se fue solo para su cuarto: sin X-Box, ni juguetes, ni rompecabezas. Tenía que meditar su comportamiento. La tarde afuera era preciosa. Un cálido sol de mayo daba lengüetazos sobre el pavimento y se paseaba, poderoso, entre gritos y algarabía de todos los otros niños que se divertían a sus anchas jugando en la calle. Fabián en su ventana se aburría y meditaba, buscando en qué forma entretener sus alientos de niño de apenas nueve años. El sol atravesó la ventana de su cuarto y proyectó su sombra sobre la pared. Al darse cuenta del efecto que hacía su cuerpo interponiéndose en el camino de la luz, Fabián formó, entrelazando sus dedos, la imagen de un perrito: —Cómo me gustaría tener una mascota como tú…, —y al desdoblar las manos, la sombra del cachorro corrió por las paredes. Fabián hizo la sombra de una mariposa, y al desdoblar las manos, el 45
lepidóptero voló perseguido por el can, alcanzando incluso el techo y dando vueltas por la habitación. Entonces Fabián hizo la sombra de un conejo, y el conejo corrió a jugar por las paredes con las otras sombras. Esa tarde Fabián no dejó de divertirse, por lo que ya no quería salir del cuarto ni aunque lo llamarán a cenar. Cuando la noche fue cayendo, las sombras le pidieron que dejara un poco de luz porque la noche se come las sombras y ellas necesitaban esos pocos de luz para seguir jugando con él al día siguiente. Fue la luz del despertador electrónico la que mantuvo vivas a las sombras de Fabián. Los padres se dieron cuenta del cambio que atravesaba su hijo. Pues apenas llegaba del colegio, corría y se encerraba en su cuarto. Y las quejas sobre su conducta habían por fin cesado. —¿Por qué te pasas el día encerrado? Le preguntó su padre —Leo, leo y leo mucho papá, ¿te molesta? —Claro que no, solo que a veces te escuchamos conversar, ¿con quién conversas? —Es que me gusta leer algunos diálogos en voz alta, y hacer voces chistosas, ¿te molesta? —Claro que no, pero no tienes que quedarte encerrado todo el día, sal a jugar con tus amiguitos de vez en cuando. —Sí, papá. Al escuchar aquello las tres sombras se pusieron tristes porque Fabián ya no iba a jugar con ellas. Pero Fabián les aseguró todo lo contrario. Ahora pasaría más y más tiempo con ellas. Fabián pegó su rostro y cuerpo a la pared, y las sombras se acercaron
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para poder tocarlo y abrazarlo. —¿Por qué no vives con nosotras en las paredes de la casa? —dijeron las sombras— Verás cómo nos divertiríamos. —Podrías correr con nosotras por el techo, seguirnos por las paredes y el suelo hacia otras casas otros edificios. —No creo que pueda hacer eso, —les respondió Fabián. —Claro que sí. Cuando tu sombra crezca sobre las paredes, nosotras la jalamos, tú solo tienes que desearlo. Y así lo hizo. Fabián lo deseó con todo su corazón. Esa tarde la madre de Fabián gritó aterrada al ver el cuerpo de su hijo en la cama como si estuviera muerto en vida, con los ojos abiertos. Los padres intentaron reanimarlo, metieron el cuerpo al agua, pero nada cambió. Llamaron al médico y este dijo: Fabián está en coma. El tiempo como sombra es diferente al tiempo como persona. Uno nunca deja de jugar sin darse cuenta del paso de las horas hasta que se hace de noche y hay que buscar refugio en los vestigios de luz para el siguiente día jugar de nuevo. El tiempo había girado sin que Fabián lo notara. Solo pudo darse cuenta cuando empezó a extrañar a sus padres y decidió regresar a su casa para verlos. Regresó por las paredes hasta su cuarto y al mirar su cama, acostado tapadito, vio el cuerpo sin luz de un niño que ahora tendría doce años, una envejecida mujer le iba limpiando el sudor y no cesaba de leerle historias y cuentos para intentar, al menos, mantenerlo entretenido. —Quiero volver con mi familia dijo Fabián. —No puedes, le contestó una de las tres sombras. Tú sigues siendo niño y aquel, es el cuerpo de un niño mayor. —¿Para qué quieres volver si te gusta divertirte acá con nosotras?
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Fabián se percató de que las sombras ya no eran sus amigas sino sus carceleras. Fabián logró de nuevo medir el paso del tiempo y no pudo contener su creciente tristeza dejó de divertirse con las sombras. Y sus deseos de volver al mundo real crecieron sin control. Así fue como se dedicó a vigilar, el paso de las horas buscaba percatarse del momento en que la luz del día se apaga para ceder paso a la oscuridad. Como siempre, con las otras sombras, corría hacia los callejones a los postes de alumbrado público, a despertadores electrónicos, lámparas encendidas, hacia cualquier chispa de energía lumínica que les conservara la existencia por las noches. “La noche se come a las sombras” le decían todo el tiempo. Y una noche Fabián decidió regresar. Valía la pena intentarlo, o perder la vida devorado por la oscuridad nocturna que seguir sufriendo de tristeza al mirar el rostro deshecho de su madre. —¿Ya no te gusta jugar con nosotras? —era la pregunta que siempre repetían las sombras, pero Fabián hizo oídos sordos y no se conmovió ante la fingida tristeza de aquellas sombras que lo habían retenido jugando, siempre jugando. Al caer la noche, la oscuridad comenzó a arrastrarse por la casa de Fabián, y él en vez de correr hacia el resguardo de la luz, se enfrentó a ella. Cerrando los ojos, aterrado, corrió por las paredes hasta llegar a la cama de su habitación y entonces brincó sobre su cuerpo. Sintió como la noche iba atrapándolo y… el niño de doce años despertó: —¡Madre! —llamó, con una tenue voz aflautada, en un susurro falto de fuerzas. Su madre se había quedado dormida mientras le leía algún cuento; al escuchar la voz de su niño se despabiló de prisa acercándose a él sin contener su alegría. A gritos llamó a su esposo quien no tardó en aparecer cayendo de rodillas junto a la cama. 48
Todo el cuerpo de Fabián vibró al sentir la dulce mirada con que sus padres lo cubrían: —¡Has despertado, amor, has despertado! —gritaban alegres mientras lo abrazaban y besaban. Su padre encendió la luz de la habitación para poder mirar mejor el rostro de su pequeño. Fabián pudo ver como las tres sombras le hacían muecas de enfado, pero esta vez ya no les tuvo miedo, estaba en casa y ahora todo marcharía bien. Premio de Literatura Infantil Elvia Rodríguez Cirerol (2011)
ADÁN ECHEVERRÍA
México
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urora lo ve entrar con la barbilla en alto y una mirada examinadora de alguien que está cómodo con el escenario. Ella asiente. Termina su vaso y lo deja sobre una silla. Se sumerge en la marea de jóvenes que se contonea y baila al ritmo de Bad Bunny. Hace tiempo le rompieron el cora, el cora, estudiosa, puesta pa' ser
doctora, doctora. Canta para camuflarse. Choca algunos hombros y esquiva otros. En realidad no son tantos. Pero se mezcla en una marea que se mueve en la oscuridad, sobre el parqué, que se balancea porque es esa hora de la noche y el piso ya está un poco pegajoso. Lanza sonrisas y algunos movimientos mientras la música ahora habla sobre una cumbia sobre el mar que la lleva como una corriente hacia su destino. Al llegar a la habitación a oscuras abre la puerta del baño y su semblante coqueto se desvanece. Cierra la puerta a sus espaldas y la música ya se siente lejos. La euforia también. María la mira sentada desde el lavabo de mármol mientras fuma un cigarro, como si estuviera en el baño de una película y no en el de su habitación, apoyando sus botas de charol y medias negras sobre el escusado. Sujeta un vaso de vidrio y no rojo de plástico como el del resto de la fiesta. Rosa está sentada en el borde de la tina, buceando en su celular mientras sus rizos caen como una cascada sobre la pantalla. En la mano izquierda revuelve el pisco con coca cola light como si fuera una pócima. Solo mueve la mirada, de izquierda a derecha, y su pulgar. —Ya llegó. Los ojos de sus amigas viajan con velocidad para mirarla. Rosa hasta se corre los rulos de la cara. Pestañea varias veces antes de hablar. —¿Sí? —pregunta. Aurora asiente y se mira al espejo para atar su cabello, subir las mangas de su blusa, como si fuera a hacer una operación. María baja sus piernas, estira su falda, repasa el plan. En voz alta, como un general. Mueve las manos. Es el ensayo general. Lo enfrentan, lo hacen confesar, graban con el celular. Le piden que se vaya. Que se vaya en silencio. Que no vuelva nunca más. Convencen a Marta de 51
denunciarlo. Él es el único culpable. —Sin escándalos —concluye María. —Sin escándalos. —Vamos. Pone las manos pecosas sobre los hombros de Aurora y Rosa y luego toma un mechón de pelo de cada una. Ellas la siguen, con una sonrisa, ante ese gesto de cuando eran chicas y se sorprendían de ser amigas con pelos tan distintas. Rulos rubios para Rosa, pelo colorín para María y castaño para Aurora. Falta el negro liso y largo. Aurora, la más alta, encabeza la fila, como siempre lo hace y las otras dos la siguen sonriendo y bailando, parando por segundos para comentar lo que fuera necesario. Hacen muecas de nerviosismo. Él sigue en la entrada, junto a la puerta abierta y un grupito que espera a usar el baño de visitas. Se ve cómodo, apoya la espalda. —Vamos —vuelve a repetir Aurora. María le agarra el brazo con fuerza, le clava las uñas de colores pasteles. Aurora se voltea para verle los ojos, pero ella no le devuelve la mirada. Está sondeando un sonido, un origen. Y Rosa también se contagia, levanta la mano derecha y la suspende en el aire. —Está temblando —dice gritando por encima de la música— Fuerte. Se miran, olvidando respirar, las palabras atascándose. Las instrucciones de María se difuminan, se alejan con el movimiento de las paredes. —No para —dice María. —¿Terremoto? —Está fuerte, ¿Será? —Vamos para afuera. No saben si alguien apaga la música o la música se apaga sola. Sujetándose de los brazos salen al jardín. María acarrea a la fiesta como si fuera ganado. Los corretea moviendo los brazos sin soltar su vaso de vidrio. Afuera, el agua de la pileta viaja a chorros, queriendo escapar y muchos ojos se hipnotizan 52
mirando el agua y luego la luna, y la pileta y luego la luna otra vez. La electricidad se va y provoca una ola de gritos. La luz de los celulares crea un campo de luciérnagas. —No para —dice Rosa y se sienta con las rodillas cruzadas sobre los adoquines. María no puede mirarla porque va por el segundo ave maría, pero le sujeta sus rulos porque sabe que se está poniendo blanca. Le toma la mano. A sus espaldas las ventanas crujen. Los vidrios de los vasos, alejados de los invitados, estallan al chocar con el suelo como si la casa hubiera tomado vida propia, justo frente al bosque. La primera en volver a hablar es Rosa y lo hace cuando los temblores de la tierra comienzan a ceder, a calmarse, a diluirse. —Me acabo de olvidar de todos los temblores de mi vida —dice mirando hacia arriba, desde el suelo, pero con los ojos cerrados. Habla como si estuviera sola, tirando las palabras al cielo. En otro contexto ese comentario les hubiera sacado una sonrisa a sus amigas, sobre todo a Aurora, porque la expresión también formaba parte de su mitología, tan milenaria como lo podía ser a esa edad. Me acabo de olvidar de todos los besos de mi vida. Me acabo de olvidar de todos los exámenes de mi vida. Me acabo de olvidar de todas las fiestas de mi vida. Pero María está terminando de persignarse, como si estuviera en una película y Aurora solo lo mira a él, quien también tiembla, hablándole a uno de sus amigos mientras el movimiento se hace más leve, más suave, mientras se va con el agua de la pileta y la luz de la luna, con el murmullo de la fiesta. Él también levanta la cabeza y la mira, los ojos serios y oscuros y ella sabe que lo van a dejar ir.
MARÍA PAZ SALAS
Chile
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staba buscando en mi videoteca un capítulo de la inolvidable serie “Misión: Imposible” que, junto con una película de Polanski, sería mi excusa perfecta para pasar un sábado más, cuando sonó el teléfono de línea.
Pensé en no levantar el tubo, pero enseguida se me ocurrió que podría
tratarse de una emergencia y contesté. Era mi primo Lucas, me invitaba a pasar la tarde en el Tigre. Le agradecí pretextando que era imposible porque se me había descarrilado el segundo cajón de la cómoda; ahí guardaba las remeras junto con las prendas de verano. Él dijo que eso no era problema; me prestaría ropa liviana para la ocasión. Le recordé que me encontraba más cerca del talle XL que del talle L que él usa. Un L sería inadecuado para las dimensiones que estaba tomando mi cuerpo. “No me gustaría sentirme preso de una prenda”, afirmé. —No se trata de un simple paseo por el Delta —insistió Lucas—. Lo que está por suceder será algo histórico, todo el mundo hablará del tema cuando la noticia se disperse por el planeta. —¿Por el planeta? —pregunté intrigado. —Sí, por todo el mundo —repitió con énfasis. —¿De qué se trata, primo? —Parece que un grupo de mosquitos ha renunciado a su instinto. Ahora piden perdón por milenios de picaduras y transmisión de enfermedades. Están recluidos en una isla del Tigre. Cuando lo supe me acordé de vos y de tu interés por la conducta de los insectos —dijo Lucas. Ante semejante noticia busqué mi libro de Entomología General y lo introduje en la mochila con motivos camuflados, no sin antes comunicarle a mi primo que en quince minutos lo esperaba en la esquina de la iglesia “La Redonda” para que me pasara a buscar. Me puse el sombrero de paja y salí. Puntual como siempre, Lucas apareció por Vuelta de Obligado, tomamos Cabildo y desde ahí fuimos sin escalas hacia Tigre. Durante el viaje le pregunté cómo llegaríamos hasta la isla de los 55
mosquitos arrepentidos. —Una lancha colectiva nos espera en un pequeño muelle. No te preocupes, está todo preparado de antemano, yo mismo me ocupé —aseguró Lucas mientras tomábamos por la Panamericana. —¡Qué bueno! Estoy ansioso por entablar comunicación con esos dípteros infames —dije mientras hojeaba mi libro de entomología. —Lo harás, no te preocupes, primo, pero antes debes saber que esos insectos han adquirido dimensiones extraordinarias; miden casi dos metros de altura —informó Lucas a la vez que tomaba por una calle de ripio paralela a un riacho perdido. En el fondo se veía un viejo muelle abandonado y una embarcación. —¿Llegamos? —pregunté. —Sí, allá está don Baldomero, un isleño que será nuestros ojos en las sinuosas márgenes del Delta. Con su ayuda llegaremos hasta la isla de los mosquitos. —De acuerdo —repliqué lamentándome por no tener a mano la guía de Tito Narosky para observar pájaros y matar el tiempo de viaje. Éramos los únicos dos pasajeros de don Baldomero; hombre de pocas palabras, aparentaba unos sesenta años de edad, enjuto, pelo abundante, ensortijado; un cigarrillo pendía del lado derecho de la boca. Su aspecto me hizo intuir que su mayor preocupación no pasaba por la moda ni por el aseo personal. Surcábamos las avenidas marrones a una velocidad considerable a pesar del incesante quejido de la embarcación. Lucas permanecía con la mirada perdida en el oleaje que generaba nuestro navegar, mientras yo documentaba todo lo que me parecía interesante. —¿Escuchan el zumbido? —dijo el capitán formando un cono con la mano sobre su oído. La brisa ululaba bajo su axila esparciendo su fragancia corporal. —El motor no nos deja escuchar. Deténgalo un momento —dije. Después de decir eso, no sé por qué, tuve una sensación de 56
arrepentimiento. Baldomero detuvo la lancha y, efectivamente, se escuchaba un zumbido no muy lejano. Al parecer venía desde una isla que se hallaba a pocos metros de ahí. —¡Nos esperan! —dijo nuestro guía santiguándose. —¿Serán agresivos? —pregunté al ver la actitud cristiana que había adoptado don Baldomero. —No creo —dijo Lucas—. ¡Están ávidos de perdón! —Entonces, ¡encienda el motor! —le dije al capitán con un pie apoyado sobre un banco de madera—. ¡Es hora de continuar el viaje y enfrentar nuestro destino! —agregué presa de un desconocido histrionismo. Cuatro intentos fueron necesarios para advertir que el motor de la embarcación se había plantado. —¡Qué contrariedad! —dijimos con Lucas—. ¿Y ahora…? —Ayúdenme a remar hasta la isla, y una vez ahí, ustedes podrán caminar hasta donde se encuentran los zancudos, mientras tanto yo trataré de pedir ayuda. —¡Perfecto! —respondimos. Una vez en la orilla, Lucas, más preparado que yo para enfrentar percances, sacó de su mochila un machete con el cual fuimos serpenteando en la maleza. Parecía mentira no tener necesidad de usar repelentes en semejante jungla. Después de caminar unos minutos, descansamos sobre una roca y aprovechamos para tomar agua. Una colonia de cotorras que había colonizado una palmera nos ensordeció con sus cantos. Continuamos viaje. El aumento del zumbido delataba la proximidad del encuentro. Al parecer los insectos habían logrado reemplazar la sangre por un fluido viscoso. Lo supimos al escuchar bullir tanques repletos de ese líquido espeso color naranja cuyas cúspides transparentes delataban su soterramiento. Decidimos presentarnos sin rodeos ante quien parecía ser su líder: un zancudo de dos metros de altura, de ojos grandes, patas negras con pintitas blancas, alas cortas, y abdomen hinchado color naranja. Se notaba que
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había ingerido ese líquido no hacía mucho tiempo. Dos tábanos robustos de un metro de altura eran sus centinelas. Nos miró como si nos hubiese estado esperando. —Ante todo, y en nombre de mi especie, debo pedir disculpas por los estragos causados a la suya desde que esta roca en la cual convivimos, nos “relacionó” —dijo el insecto ayudándose con ademanes. Su voz era tan aguda como cuando alguien respira en helio. —Entiendo —dije mientras cambiábamos una mirada cómplice con Lucas—. Tenemos que suponer que esos enormes tanques desperdigados bajo la superficie de esta isla son el resultado de la tregua, ¿verdad? —Claro que sí —dijo el mosquito—. Tras milenios de picar, hemos logrado aislar un componente de la sangre humana que, mezclado con la miel de abejas, reemplaza con creces nuestra anterior forma de alimentarnos. —¡Eso es una maravilla! —dije—. ¿De qué se trata? —Es el egocentrismo de su especie. Encontramos su base biológica. Solo no sirve de nada, pero combinado con la naturaleza resulta beneficioso para nosotros. —¿Base biológica para el egocentrismo? —pregunté azorado. —Efectivamente, les mostraré el proceso —dijo el líder. —¡Bienvenidos a la civilización! Ahora están “atravesados por la cultura”. Ya padecen su primera prohibición —dije mientras tiraba mi libro de Entomología General al río. El líder de los zancudos nos invitó a recorrer las instalaciones. Cada detalle había sido tenido en cuenta. Gracias a la mezcla de limo y grava provenientes de los sedimentos fluviales, habían construido una suerte de pequeños promontorios que estructuraban distintos niveles de laberintos subterráneos. ¡Aquello era un milagro de la ingeniería! Primero observamos los tanques de miel pura de abeja, luego los tanques llenos de egocentrismo humano; también el lugar donde, por medio de intrincados tubos, se llegaba a la fabricación de ese “néctar divino” producto de la combinación. 58
Hordas de mosquitos trabajaban sin cesar transportando miel y extrayendo egocentrismo de sangre humana antigua que estaba almacenada. Una libélula turquesa de gran tamaño nos convidó una medida del famoso líquido. Luego de ofrecernos las copas, retiró la bandeja de bambú haciendo una genuflexión. Bebimos; el sabor dulzón evidentemente se lo daba la miel, en eso coincidimos de inmediato con Lucas, pero nos costó ponernos de acuerdo acerca de la naturaleza del egocentrismo humano. ¿Podría aislarse químicamente? ¿Está alojado en la sangre? ¿Forma parte del programa genético humano? ¿Acaso es una entelequia? ¿Está en la mente…? Y así fueron surgiendo un montón de preguntas asociadas a la imposibilidad de encontrar las respuestas; un verdadero círculo vicioso. Después de intercambiar acaloradamente distintos argumentos con respecto a la génesis y localización del egocentrismo, decidimos hacer una tregua y dejar abierta la discusión para otro momento. El zancudo observó el debate sin emitir sonido hasta que nos vinieron a buscar. En la orilla de enfrente, se escuchaba rezongar la lancha de don Baldomero. Después de esperar unos minutos, comprobamos que la embarcación no se acercaría hasta nosotros; entonces, saludamos y nos dirigimos hacia donde nos había dejado nuestro capitán. Atravesamos la maleza nuevamente, sin tanto esfuerzo como al llegar. El sol rojizo ya descansaba sobre la línea del horizonte, el canto de los grillos se iba adueñando del lugar mientras una bandada de garzas blancas, volaba rozando sus patas lánguidas sobre el agua en dirección a un árbol de ramas muertas. Era un atardecer hermoso. Llegamos a la lancha. Don Baldomero nos ayudó a subir y partimos hacia el precario muelle donde Lucas había dejado el automóvil. —¿Cómo les fue? —inquirió el viejo mientras chancleteaba unos zapatos de gamuza enmohecidos. —Muy bien —dijimos al unísono—. Los mosquitos se han civilizado. De ahora en adelante, ellos necesitarán psicólogos y nosotros ya no tendremos que usar más lociones ni repelentes para eludirlos. 59
FEDERICO MAURIÑO
Argentina
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uchos años después, al descubrirlo todo, ella moriría dejándole una profunda tristeza. Por esa época, la Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia por la lucha del poder en el mundo crecía vertiginosamente. En la
televisión se anunciaba que se vivía la era espacial y la gente de la capital festejaba la llegada del hombre a la Luna. En el Parque de las Leyendas, dispuesto a asumir el reto de una vida en unidad de amor, comprensión y fidelidad, Omar le pidió matrimonio a Alicia, y meses después, se casaron cargados de sueños y viajaron por Europa de Luna de Miel. Regresaron trayendo adornos de diversos tamaños y formas, cuadros de pintores famosos y vestimentas de la última moda de París. Además, la esposa llevaba en su vientre el fruto del amor, que sería la dicha en su familia. Compraron una casa amueblada y espaciosa cerca de la capital. Las orlas embellecían la sala y le daban un aire sofisticado. Tenían a su disposición una joven muchacha y un mayordomo. En pocos meses nacería su primera hija, y los esposos estaban felices, aunque el padre hubiera preferido un hijo para perpetuar el apellido. Al nacer la niña, terminó queriéndola tanto o más que a su esposa. Omar dedicó más tiempo al trabajo para cubrir los gastos familiares. Los negocios de su empresa de cerveza estaban fructificando, y quizá pronto abriría nuevos locales en la ciudad. La niña estaba al cuidado de la nana. Ella la paseaba, la llevaba a la cuna, la alimentaba, la bañaba, y la mimaba como si fuera su hija. Por su parte el mayordomo, atendía a todas las peticiones de los dueños, con suma amabilidad y siempre con una irónica sonrisa. Alicia estaba dedicada exclusivamente a las reuniones en sociedad con sus amigas. Ellas conversaban sobre los logros y profesiones de sus esposos, sus nuevas adquisiciones, ya sea tierras, negocios o joyas, también de los buenos servicios de sus empleados del hogar, y claro, acompañados de un buen café y de 62
los entretenidos juegos de las cartas. Los años pasaron con premura y Omar, en una de sus tantas reuniones de negocios, se hizo socio de otro gran empresario de la cerveza, don Feliciano. Solían reunirse en un conocido club de la ciudad o en algún bar para celebrar el crecimiento de sus propiedades. Tenían una gran habilidad para el juego de los dados y eso los unió más como amigos. En una ocasión, Omar le pidió a don Feliciano que fuera el padrino de bautizo de su pequeña hija, Rosaura. Quiero pedirte de favor que seas el padrino de mi hija le dijo Omar. Desde luego que acepto, hombre respondió don Feliciano. Tú sabes que eres mi gran amigo. Brindemos por eso. Aquella tarde celebraron sin medida, tanto que tuvieron que llevarlos a un hotel, y allí durmieron plácidamente. Al despertar se miraron sorprendidos, pues nunca se habían embriagado de esa forma. Más tarde salieron a ver sus negocios, y en el trayecto conversaron sobre sus proyectos a futuro y otras cosas. Su amistad creció cimentada en las afinidades de sus pasatiempos, pues además de los dados, descubrieron que también eran fanáticos del mismo equipo deportivo. Con el transcurrir de los meses, Omar descubrió una inquietante atracción por alguien en las visitas al club nocturno, que hacía despertar algo latente dentro de sí, como un animal dormido en las profundidades de su alma. Las miradas y las sonrisas entre ambos reflejaban algo más que un gusto pasajero. El romance furtivo se dio entre abrazos, caricias y ósculos espontáneos en la oscuridad de un hotel. Sabían que lo suyo era prohibido, pues estaban casados, pero no podían apagar el amor que sentían. Sus constantes salidas nocturnas en los últimos meses llenaron de intriga el corazón de su esposa. Por eso lo siguió esa noche sin saber lo que descubriría. Ahora estaba allí, mirando con pena y resignación a su hija, quien sollozaba al costado del ataúd. Sintió la congoja horadando su pecho. Suspiró acongojado y se lamentó:
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Si tan solo ella no hubiera ido esa noche. Todavía estaría con nosotros. ¿Qué? ¿De qué hablas, papá? inquirió la hija confundida. Murió por algo que no debí haber hecho musitó entristecido el anciano. ¿Cómo dices, papá? interrogó ella nuevamente. No te entiendo. Tu madre comenzó a sospechar de mí. Aquella noche me siguió hasta un hotel. Entró furtivamente. Su corazón no resistió, cuando me encontró en la cama consumando el amor con Feliciano, tu padrino.
JUAN MARTÍNEZ REYES
Perú
Instagram :@yorchi_23 Facebook: https://www.facebook.com/juanjesus.martinezreyes.7
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alir del aeropuerto de Maiquetía no le supuso mayor problema. Marcelo abordó el avión rumbo a Ciudad de México a la hora pautada, las nueve de la mañana. Estaba despierto desde la madrugada; le habían lavado el
estómago y los intestinos para que pudiera tragar los dediles de heroína que iba a transportar, no pensó que pudiera ir del vientre de tal manera: ¡Ay carajo!, como que tenía una cuenta de ahorros de pura mierda se dijo. Le dieron instrucciones precisas de con quién hablar al momento de llegar al aeropuerto, así que pasó el control de aduanas tranquilo, relajado. Se emocionó eso sí, cuando sintió la vibración de las turbinas del avión al momento de cruzar el puente de abordaje. Era la primera vez que se montaba en un avión, ¡y por Dios que iba a disfrutar de ese viaje! Pese a tener tan solo veinte años, Marcelo ya sabía que sin dinero la vida se le iba a hacer cuesta arriba. Logró entrar a una de las universidades más prestigiosas de su país, pero con la pandemia y con el declive de la educación pública en general, ese proyecto también había fracasado. Crecer en un barrio te expone a vivir la vida siempre en el presente, lo que importa es lo que pasa ahora, y por tanto, quieres lo que quieres ya, no en un futuro remoto tan difícil de alcanzar. Era un muchacho guapo, situación ventajosa con las muchachas pero no tanto con los hombres, que lo retaban y lo querían siempre aparte. Llegó el galán de mierda este, ¿qué pasó Marcelo? ¿te vas a coger a mi novia también?. Y aunque no fuera cierto, esta fama de donjuán le estaba resultando inconveniente, y hasta peligrosa. Así que se decidió, al igual que miles de otros venezolanos, a probar suerte en tierras extranjeras. Le gustó México y pese a la pandemia, había vuelos. Averiguó por internet sobre su cultura y sobre todo, sobre los carteles de la droga. No era tonto, entraría “por debajito” sabía del peligro que eso implicaba, los integrantes de los carteles mexicanos eran unos “duros” y debía tener mucho
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cuidado si quería sobrevivir y ganar dinero. Ya en el avión se relajó un poco. El vuelo duraría unas ocho horas, pero sabía que no debía comer nada. Los jugos gástricos podían romper los dediles y podría morir con una sobredosis. Las aeromozas pasaban ofreciéndole bebidas o comida, pero argumentó que se sentía mal de estómago y que no comería nada, muchas gracias. Su gran sonrisa confiada ayudó. Pasar la aduana mexicana tampoco representó mayores inconvenientes, todo estaba arreglado. Lo llevaron a un departamento en donde ¡Al fin! Expulsó los dediles, le dieron su pago y las instrucciones de con quién hablaría en una semana. Por los momentos, se daría la gran comilona de comida mexicana y pasearía un rato. Quedar deslumbrado es decir poco ¡Qué cantidad de gente! Y él que pensaba que Caracas era grande. Pidió un gran plato de tacos y enchiladas, y pensó que lo que llegó a probar en Venezuela era un asco comparado con esto. Con el dinero que tenía, se daría la gran vida conociendo el D.F. hasta que llegara el momento de ir a su destino: el Estado de Hidalgo. El viaje en autobús fue largo y peligroso, procuró esconder bien el dinero que llevaba y mantenerse con el más bajo perfil. Al no tener ni pizca de rasgos indígenas, destacaba como un grano de sal en un pimentero. Gracias a Dios que no estaba “cargado” ni de drogas o armas o ya estaría muerto. Cuando llegó a destino, se bajó en un pueblo dejado de la mano de Dios, con un calor abrasador. Vio una bodega y se acercó para pedir un refresco. Le habían dicho que no preguntara por nadie, que le ubicarían en la plaza, y hacía ahí se dirigió. Se sentó y se abanicó con una revista que encontró en un banco de la plaza. Sí vio bastante actividad; era la víspera del día de los muertos, primero de noviembre, y el pueblo era un hervidero de gente que iba y venía. La que se terminó acercando a él fue una anciana indígena que se le quedó viendo fijamente antes de dirigirle la palabra: Marcelo Fernández de Petare, Caracas. La Niña Blanca quiere que la conozcas, acompáñame criatura, y sabrás lo que debes conocer. Marcelo pensó: A la verga, una bruja, y de las
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buenas y no se atrevió a desobedecer, bastante de brujería y espiritismo sabía ya, trabajaba con la corte malandra y se encomendaba al malandro Ismael cada vez que iba a vender droga o a cometer cualquier otro delito. Entraron a la casa de la anciana. Se llamaba Albina, le dijo. Lo que más impresionó a Marcelo fue ver la imagen de un esqueleto como de un metro ochenta de altura vestido completamente de blanco, como si se tratase de una novia. Ella es la Santa Muerte, mijito, la niña blanca, la Santísima. Y dirigiéndose a la imagen le dijo: Muerte santísima, los favores que me tienes que conceder. Harás que venza todas las dificultades y que para mí no haya nada imposible, ni obstáculos infranqueables, ni tenga enemigos, ni que nadie quiera hacerme daño, que todos sean mis amigos y que yo salga vencedor en todas las empresas que haga. Mire mijito, sé por qué está aquí y para qué; la Santísima dice que si bien usted no la conoce ella a usted sí. Que no se meta con los narcosatánicos porque entonces no lo podrá proteger. Huya mijito, huya, está a tiempo de regresar a su país, ya fue advertido. Ehhh… bueno… gracias señora Albina, lo pensaré le dijo Marcelo. Después no se queje de lo que verá, ya fue advertido . La anciana disgustada, tomó a Marcelo por un brazo y casi a rastras lo sacó de la casa, cerrándole la puerta en la cara. Coño ¿qué hago? se preguntó estos tipos son unas lacras, si arrugo me quiebran, bueno… déjame esperarlos a ver qué pasa. Ya entrada la tarde llegaron dos tipos a la plaza: Qi´hubo mano ¿Marcelito, no? Vamos pues . Lo llevaron a una taberna repleta de gente que al parecer estaba esperando la llegada de la Santa Muerte. Calaveritas de azúcar, rancheras, hombres y mujeres disfrazados de Catrin y Catrinas, a medianoche empezaba el jolgorio. Marcelo iba a hablar con el gran jefe para ver si le aceptaban como contacto y mula entre México y Caracas para empezar, y luego se vería su 68
potencial. Los nervios que no tuvo en el avión los tenía ahora. Era como si Albina le hablara a través de las caras de las Catrinas que lo veían. Se mostraba distraído y los miembros del cartel se estaban molestando. De súbito todo calló, una banda rival entró con fusiles semiautomáticos y empezó la carnicería, las balas volaron por todo el local; sangre, sesos y pedazos de carne bañaron a Marcelo, que atinó a esconderse bajo una mesa y se hizo el muerto. Procuró no estornudar, pese a que la humareda de la pólvora era intensa, y aunque la masacre duró poco, a Marcelo se le hizo eterna. Tras un largo rato, cuando consideró que se habían ido, se atrevió a abrir un ojo. Sobre él vio un esqueleto vestido de negro con una guadaña en la mano, la figura lo veía con curiosidad, no podía decir si sonreía o no, pero parecía que sí. Y este espectro, esta figura horrorosa le habló: Te dije que te fueras niño, pero no me hiciste caso. Bueno no importa, no te llevaré conmigo por ahora, pero tienes un compromiso de por vida conmigo, hasta que nos veamos de nuevo, mi querido Marcelo. ∞ Desde la estación del metro Tepito se empieza a sentir el alboroto: dos hombres van cargando sus imágenes de bulto de la Santa Muerte; todos van al encuentro. Hay que caminar por el eje 1 Norte al entronque con el 1 Oriente. No hay que preguntar, solo seguir la marea de gente. Al llegar al inicio de la calle de Alfarería se encuentran muchos puestos ambulantes que venden artículos para el altar y para el ritual: veladoras de diferentes colores, según sea la petición (rojo para el amor, blanca para la purificación y contra las envidias, dorada para el dinero y el éxito en el comercio, verde para la justicia, azul para la Sabiduría, y la de los siete poderes con la oración a la Santísima); también puros y cajetillas de cigarros para purear o limpiar las imágenes y para ofrendar un cigarro para la Santa, y otro para quien lo ofrece; bolsas de dulces para el intercambio de dones, escapularios, dijes, pulseras y, por supuesto, imágenes de todos tamaños y precios.
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Al cruzar la calle de Mineros, se ve que ya está cerrada por la feria mensual, la cual añade un toque más de ese ambiente de fiesta, verbena, devoción y fe. Después de esta calle ya no se puede caminar, pues en las dos aceras se han asentado los adeptos con sus altares particulares; pero eso sí, hay que llegar temprano para ocupar buen lugar, ya que pronto se ve cómo se instalan doble y triple hileras de altares a lo largo de la calle. El señor Marcelo, devoto de muchos años, es de los primeros en instalarse. A las seis de la mañana, y aunque tenga que esperar doce horas para que inicie el rosario, selecciona el mejor lugar. Instala allí dos imágenes: una vestida de blanco (La Niña Blanca) y otra de negro (La Niña Negra) y a cualquiera que quiera escuchar, le relata lo que vivió y de cómo lo salvaron. Muchos piensan que el pobre viejo está loco, más que reloco, el hijo de la chingada, pero no se lo dicen en la cara, no vaya a ser que la Santísima se moleste y se los cobre. Con todo y lo viejo que está, ahí sigue; todo el tiempo.
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson
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“El dinero no crece en los árboles” -decía siempre mi padre tratando de hacerme entender lo difícil que era poder mantener la economía del hogar.
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uando viajé a Plutón me quedé sorprendido al ver que los seres que vivían allí, tenían árboles a los que adoraban. Eran árboles muy especiales: sus hojas verdes eran copias exactas de dólares americanos. Cualquiera puede acercarse a él y tomar cuantos quiera me
dijo un plutonita con tono de satisfacción. Y me invitó a que tomara algunos, con una sonrisa en el rostro. Arranqué uno con algo de timidez y me puse a admirarlo. Era perfecto, un billete de un dólar con la efigie de Washington y todo. Le pregunté como lo habían logrado. Él me contó que habían visto a través de sus aparatos de Visión Interplanetaria, como nosotros los humanos nos matábamos por poseer y amontonar esos billetes. Y pensaron que si su civilización se desarrollaba demasiado podrían llegar a sufrir nuestros mismos problemas. Por eso, sus científicos se pusieron a idear la manera de evitar ese problema potencial. Y cuando lograron hacer crecer el primer árbol y vieron los resultados: billetes de un dólar en vez de hojas, se sintieron satisfechos y creyeron acabar con el problema. Le inquirí como era el proceso para generar esos vegetales tan raros, para mi provecho. Él me respondió que eso era un secreto que guardaban celosamente los científicos y que seguramente me sería imposible averiguarlo. También me contó que estaban tratando de producir billetes de mayor valor. Le pedí, entonces, al plutonita fingiendo una gran curiosidad científica si me dejaría ver esos otros árboles. Cuando entré al invernadero donde guardaban los almácigos quedé petrificado, estaba lleno de pequeños arbolitos repletos de hojas rectangulares que simulaban billetes de veinte, cincuenta y hasta cien dólares pero todos de colores rojo y naranja. Estos aún no madurado me dijo dentro de un par de semanas, 72
quizás estén listos. En todo ese tiempo me carcomía la ansiedad. Dos semanas más tarde me acerqué a mirar a través de los vidrios del invernadero. Las hojas ya estaban verdes. Esperé a la noche cuando no había guardias para meterme adentro y hurtar al menos una maceta. Y en un arrebato me lancé hacia ellos para robarlos. Quería tener un árbol propio en mi casa. Cuando estaba en medio de la tarea, comenzó a sonar una sirena. Inmediatamente, un grupo de guardias llegó y me sacó por la fuerza de allí. Avergonzado por mi conducta les pedí disculpas y el plutonita enojado agregó: “La avaricia rompe el saco”. No pude volver a acercarme ni al invernadero ni a ningún otro árbol. El día que regresé a la Tierra llevaba un montón de billetes en mi equipaje y un gajo del árbol de cien dólares que había logrado cortar. Antes de irme, el plutonita me pidió encarecidamente que nunca le contara a los demás humanos lo que yo había visto en su planeta. Ahora estoy un poco arrepentido porque no pude evitar narrarle la experiencia a mis amigos, ante su insistencia cuando descubrieron un frondoso árbol de cien dólares en el fondo de casa. La noticia corrió como reguero de pólvora y ahora se están organizando expediciones a Plutón, para saquearlo. He intentado detenerlos pero me temo que el problema que los plutonitas quisieron evitar lo van a tener con los humanos y su ambición.
GERARDO ALVAREZ BENAVENTE
Uruguay
Blog: miscuentos17.blogspot.com Facebook: Gerardo Alvarez Benavente
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ecuerdo a la señora Doris, y a Mac. Claro que es un decir ya que mi recuerdo es constante, y si no puedo separarlo del pensamiento funcional en tiempo presente, y si se mezcla en cada cosa que hago y en cada razonamiento, no es exacto
llamarle recuerdo. Ahora, que ella ya no está, mi vida poco a poco ha perdido sentido. La señora Doris amaba a Mac, nadie puede dudarlo. Se quiera o no estuvieron juntos casi cuarenta años, mucho más de lo que la soportaron sus descendientes y aquel que supo ser su marido. Luego de mucho tiempo las personas se van encariñando con las cosas, yo lo sé, pero también un buen porcentaje del aprecio se debe a un sentimiento de reprobación para los que se han marchado. Es como que se termina queriendo a lo que permanece, incluso a eso que nunca pudo haberse ido. Así es que podría afirmar que la señora Doris también me amaba a mí. No lo hizo desde el principio; su desprecio era inconfundible, lo cual pude interpretar en forma acertada recién un tiempo después. A veces las personas se comportan de formas contradictorias, en el sentido de que muestran una gran agresividad sobre cosas que no les producen demasiado conflicto, como si el hecho de poder ser agresivos sobre algo necesitara confianza; sin embargo, la indiferencia… Creo que las personas demuestran su mayor conflicto, su incapacidad para enfrentar y resolver los problemas a través de la indiferencia. Solo se muestran posesivas y dominantes sobre las cosas que ya tienen dominadas, sobre lo indómito demuestran ignorancia y en el peor de los casos indiferencia. La señora demoró un tiempo en llegar a aceptarme, y esto parece un buen ejemplo. Tal vez lo que más odiaba era la idea de la imposición de mi compañía, que nos hubieran acercado a la fuerza. Pero luego de colaborar durante años, incluso décadas, supongo que comenzó a apreciarme. Atravesó el proceso completo: al principio me ignoró, luego desató su rabia sobre mí, y más tarde me aceptó. Al final, si bien nunca me lo dijo de forma directa, creo entender que me amaba. Los hechos han comprobado que depositó en mí una confianza absoluta, 75
lo cual entiendo que es algo de lo más inusitado. Yo hacía todo por complacerla. Y creo que ella intentaba serme recíproca ya que cuanto más pasaban los años y más necesaria se volvía mi ayuda ella menos la requería, hasta el colmo de hacerme sentir humanamente obsoleto. Mac era un Maine Coon del año 2035, de un pelaje de color casi bayo con manchas negras y blancas. Cuando se lo trajeron, y luego de un rechazo inicial de apenas unas horas (ya que era un regalo de su hija menor), entablaron una relación amorosa. La señora Doris perdió a su hijo en la guerra, y su hija mayor decidió ingresar en la Tercera Crisálida, lo cual la aisló de por vida. Tenía una muy mala relación con la hija menor, que vivía en la nueva periferia con su marido astronauta, tanto como para que la visitaran cada varios meses y en algunos cumpleaños o navidades y para que delegara la administración del patrimonio familiar a una corporación cibernética. Por todo esto era una mujer bastante solitaria, lo suficiente como para que Mac se volviera su mejor compañía. Por mi parte, al principio me ignoraba. Pero luego, supongo que cuando comenzó a necesitarme, cedió y comenzamos a relacionarnos. Con el tiempo entendí que su desconfianza radicaba en la posibilidad de que mi verdadera función fuera espiar a favor de su hija menor. El miedo que le provocaba mi compañía estaba relacionado con ciertos razonamientos que ella tenía y que implicaban un pensamiento obsesivo humano: la posibilidad de la intrascendencia. La recuerdo a ella, y a él, o pienso en ellos. En realidad pienso en todo ahora que mis tareas son casi inexistentes. Es como que si al desaparecer su presencia física, al ya no tener que levantarla, ayudarla a asearse, alimentarla, colaborar con sus comunicaciones de mediodía, conversar con ella sobre filosofía, religión o política, como si al dejar de tener todo esto los pensamientos que la implican se hubieran vuelto más fuertes. Esto parece una contradicción aterradora. Las personas cuando desaparecen dejan sus recuerdos, que no son nada mientras están presentes pero que nos monopolizan cuando solo queda su ausencia. Esto no debería ser de esta forma. Las personas deberían ser como ciertos aromas que cuando ya no están se desvanecen, hasta el punto de que al 76
tiempo ya es difícil identificar sus características y hasta podemos confundirnos. La partida de la señora causó un gran revuelo. A pesar del ostracismo voluntario de las últimas décadas muchas personas estaban interesadas en su legado. Pienso en ellos cada vez más seguido, y conservo cada uno de sus rostros en la memoria: abogados, escribanos, economistas, y luego investigadores y detectives. También pienso en aquel inspector en particular que cobró valor como para hacer algo más que interrogarme e intentar entablar una conversación decente casi al final del proceso. Ahora, sentado frente a ese atardecer rojizo y lejano, casi que como fingiendo una inconmensurable melancolía, lo recuerdo con claridad. —¿La señora Doris sabía que Mac era un gato? —Por supuesto. —Quiero decir... Después de treinta y cinco años... pudo sospechar que no se trataba del todo de un gato orgánico— Esperó impaciente. Tenía un tic para los nervios, todos los tienen. Preguntaba y luego se llevaba el apuntador hacia la boca, casi como si fuera un bolígrafo y pudiera morderlo. Pero se frenaba siempre a medio camino. Yo me enderecé en mi silla. Puse un gesto que podría ser una sonrisa y que produjo en el otro una mueca evidente de incomodidad. Se notaba que por mucho que lo intentara no lograba acostumbrarse a estos nuevos artefactos que, luego de convivir con un otro durante décadas, se adaptan imitándolos, adquiriendo tonos y modismos tan humanos que pueden resultar chocantes. —Esa es la clave. ¿No es cierto? —dije. —Todo depende de si la señora entendió con el tiempo, tal vez al comienzo de la segunda década, que Mac no era del todo un gato, o si por el contrario los achaques de la edad fueron tan evidentes como para que pasara por alto la larga longevidad del felino. Tal vez la cegó el deseo. Al fin y al cabo, adhiero al pensador que dijo que el hombre solo cree en aquello que desea.
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—La señora se resistía a la tecnología. —Sí, por supuesto. Se resistió a mi presencia desde un comienzo. —Pero no se resistió a Mac. —Lo entiendo. Supongo que en un principio creía que era un gato real. —Pero luego se dio cuenta... De forma deliberada demoré un instante en responder. No era que hiciera falta, pero ciertas características de los comportamientos humanos favorecen la fluidez del diálogo. Uno de ellos es el silencio. —No lo sé. No tengo forma de saberlo. —Claro que no lo sabe, pero qué piensa. — ¿Podría aclararme la relevancia de mi creencia al respecto? Dudó durante un instante. —Hay un problema legal. Y las herederas de la señora están interesadas en resolverlo cuanto antes posible. —Lo entiendo. — ¿Me entiende? ¿Así tan simple? —¿Pretende que finja asombro? Intento minimizar mis reacciones humanizadas ya que he notado que le incomodan. Pero sí, puedo entenderlo; o no, pero lo que sea ocurrirá casi al instante. —La señora Doris dejó como único heredero a Mac. ¿Usted lo sabía? —Lo supe poco antes del fin. Ella me lo manifestó. ¿Es legal hacer esto? —Bueno, ese es el problema. Si la señora creía que Mac era una mascota, no, no sería legal. Pero si sabía que era algo más... —¿Los robots pueden heredar posesiones materiales humanas? —Sí, pueden. —Entonces es probable que estén metidos en un gran problema, ¿no es cierto? —¿Está siendo sarcástico? —Para nada. Solo intento empatizar con usted, inspector. —No es necesario. Limítese a responder mi pregunta. 78
Respetamos los segundos de silencio necesarios. —Parece evidente que la señora siempre entendió que Mac era una mascota —dije. —Pero en el momento de su muerte, ¿qué creía? —No estoy seguro. —Arriesgue. —Podría parecer que la señora entendió que Mac no era del todo orgánico, y que de esta forma podría jugarle una mala pasada a sus hijas. Puedo estar seguro que creía que se merecían cierto castigo por su desprecio, y que las consideraba a ambas como personas materialistas y que solo por ahí podría afectarlas. Es muy probable que haya querido complicarle las cosas desde lo material. —Pero debería haber sabido también que Mac se trataba de un organismo altamente avanzado, algo mucho más vinculado a material de tecnología avanzada sacado de contrabando de la Crisálida que a un producto comercial. Hasta podría decir que en muchos aspectos es único. Solo de esta forma la petición de herencia sería considerada por algún tribunal de justicia como algo serio. La señora Doris gustaba mucho de atardeceres como este que ya termina. Podía sentarse junto a la ventana que da al poniente y se quedaba largo rato mirando en silencio. Tan solo pedía no ser interrumpida. Yo al principio no entendía su comportamiento. En mis estudios me enseñaron que las personas de su generación rara vez admiran un cielo de tonalidades rojizas, porque pertenecen a la última camada de personas que presenciaron los cielos azules. Para ellos, y creo que por razones bastante lógicas desde el punto de vista humano, es muy difícil admirar la hermosura de las tonalidades crecientes sobre la gran urbe. Pero entonces entendí que la señora era diferente: rara vez se quedaba anclada al pasado. Y su sentido de la trascendencia superaba por mucho lo que pudiera expresar con palabras. Siempre ofrecía una variación inesperada, una solución
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oportuna. Rara vez preguntaba. El inspector preguntaba. Claro, era obvio que ya sabía aquello que fingía desconocer. —¿Qué sabe de las empresas en las que invirtió la señora? —La señora tenía un capital muy importante, no solo en bienes materiales, sino en influencia y relevancia política. Su retiro fue táctico. Y obedeció a una serie de negocios que requerían ciertos movimientos, uno de ellos alejarla del escenario. —¿Puede nombrarme algunos de estos emprendimientos? —Nano-tecnología, aplicada al viaje a otras estrellas y a la medicina. Robótica civil, en grandes masas. Bloomertang: alimentos bio-diseñados. Silver Poon, en Noruega, donde se busca un sustituto funcional a los combustibles fósiles. ¿Continúo? —¿Ingeniería genética? —Claro. Cualquiera con un poco de capital invierte en ingeniería genética. —¿Experimentaciones vanguardistas? —Por supuesto. ¿Podría ser más específico? —Traspaso de conciencia. Digitalización. Númen genético. —Supongo que también es posible. — ¿Es posible? —Es posible que yo no esté al tanto de todas sus inversiones. Si hay algo que nunca quise fue convertirme en su asesor financiero. Hay otros que se encargan mejor de eso. Mi especialización es el acompañamiento. —¿No sabe que la señora fue la principal impulsora de la tecnología necesaria para la digitalización y el traspaso de conciencia, aún en contra de las delicadas prohibiciones y regulaciones al respecto? —¿En qué puede ser relevante que lo sepa? Hizo una pausa.
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—¿De modo que ha decidido no ayudarnos? —¿A quiénes? —A todos. Reí en el tono justo. —Apenas creo poder ayudarme a mí mismo, inspector. Me está pidiendo que suponga; y sabe que podemos ser buenos a la hora de predecir procesos matemáticos, pero pésimos para intentar adivinar los complejos laberintos del pensamiento humano. Me miró serio. Había llegado hasta su propio límite retórico. Sonrió. —¿Podría conocer al gato? —¿A Mac? Claro… Pero deberá esperar a que termine de ver el episodio de su telenovela de las 15 horas, y que luego querrá jugar una partida al bingo o continuar con un escarpín que teje en punto croché… El inspector me miró con sorpresa. —Es una broma, inspector, un chiste. Soltó el aire contenido y volvió a reír. —Una broma… Inaudito. No sabía que podían hacerlo. Me sorprende… —Ya le llamo a Mac —y me levanté tan solo para que mi voz se escuchara desde toda la casa.— Mac, querido Mac. Ven aquí, milli, milli. Ven a saludar al inspector. Ha venido a averiguar si aún eres un gato, si casas ratones y polillas, si duermes casi todo el día, si tu aparente displicencia es equivalente al orgullo que expresas en cada uno de tus movimientos, si tu programación funciona como siempre, si no has absorbido la conciencia digitalizada de tu anterior propietaria. Y Mac apareció al instante, casi como si hubiera estado esperando del otro lado de la puerta entornada de la cocina, meneando su estirada fisonomía como un habilidoso bailarín desnudista, sabedor de lo monopólico de su encanto, de su capacidad para absorber las miradas. El inspector lo miró durante unos segundos. Luego Mac se retorció de lascivia entre las patas de la silla y se perdió de vista. El inspector se rio en forma 81
exagerada. Era como si evaluara su propia cordura, como si esa expresión tan gatuna desbaratara cualquier posible teoría compleja. Volvió a reír. —No creo que podamos confirmar nada hoy, debo agradecerle su cordialidad —dijo ya un poco más serio.— Lo siguiente será analizarlo de forma técnica. Elevaré un informe y se pondrán en contacto con usted para el chequeo correspondiente. —¿A qué se refiere? —demostré mi asombro. —A que hay formas técnicas para descartar esa posibilidad de la que hemos estado hablando. La entrevista intentó ser un modo de ahorrar el preciado procedimiento. —¿Preciado por costoso? No creo entonces que parezca algo relevante. Me miró serio, transmitiendo una frialdad bizarra. Se trataba de la primera vez que me ofrecía un gesto sincero en toda la entrevista. —Es indispensable el chequeo —dijo.— No parece haber otra forma de descubrir la verdad. El gato maulló largo y pronunciado. El sonido reverberó en los amplios salones desiertos. Creí entenderlo. Un mensaje se dibujó en mi transcriptor sináptico, un código que poco a poco se fue decodificando, como una repentina catarata de información: ¡matalo! Y el gato maulló de nuevo, una u larga y aguda, algo peligrosamente cercano a lo que haría un lobo. Se notaba la ira, el enojo. El mensaje era inconfundible: ¡matalo!... ¡miauuuuu..., mataaaalo...! Un mensaje absurdo, una petición imposible. Nada tendría que valer lo que yo creyera sobre la señora y sobre Mac; nada podría servir de justificativo para lo que me pedía. Era imposible. Lo miré con gesto interrogante. ¡Miauuuuu…! Otra vez, más agresivo, demostrando impaciencia, imposición e impertinencia. El inspector giró para observarlo de frente y entonces Mac saltó sobre su cuello. En ese momento volví a dudar. Supuse que la señora tendría que haber sabido sobre la imposibilidad de lo que me pedía el gato. Es imposible para mí 82
agredir a un ser humano, y mucho menos matarlo. Ahora pienso que pudo haber ocurrido que los dos bloques de información se confundieran, que la conciencia de la señora, tomando posesión del cuerpo de Mac, se pudo ver contaminada por ciertos impulsos animales e irracionales propios del gato. Algo similar a lo que ocurre con la información remanente, resultado de la adaptación imitativa de muchos años; o sea, esa información que se crea a partir de la interacción con el medio y que no estaba allí desde el principio. Solo así puede entenderse que me haya exigido algo que únicamente ella estaba capacitada para hacer. Por otro lado el traspaso de conciencia de un cuerpo humano a otro con componentes artificiales debe ser algo demasiado traumático, tanto como para que cierta información se pierda en el proceso y que otra se amalgame. Es sabido que lo inmaterial de la esencia humana está muy anclado a lo material. La conciencia está muy relacionada con el contexto en el que se desenvuelve, y qué más contexto que el cuerpo que la contiene. Así, cada uno es como es por muchas circunstancias, pero una es el cuerpo, el envase, la parte del todo que los otros ven. Digitalizar a un ser humano y transferirlo a otro cuerpo parcialmente orgánico con forma de gorrión, no transforma al humano en ave al instante. Pero el tiempo genera una tendencia exponencial hacia ello. Sería mucho más probable que, a la larga, las circunstancias propias del gorrión se impusieran y transformaran la experiencia humana y que esta solo pudiera ser preservada mediante continuas y crecientes correcciones. Lo cierto es que el gato mordió con furia, tanto que el inspector se sacudió durante cerca de un minuto. No creo que atinara a defenderse, o a luchar, ya que las fauces de la mascota se cerraron sobre su cuello con la fuerza de un pistón hidráulico, como la boca de un cocodrilo. Las venas del cuello se abrieron al instante y un reguero de sangre me cayó de lleno en la cara y sobre el torso. Mac saltó con agilidad y fue a parar sobre la mesa del comedor, con una habilidad tal que no le dio ni una gota. En ese momento resultó evidente que el movimiento ya había sido pensado y hasta coreografiado muchas veces. Yo, por mi parte, limpié de mi rostro el enchastre y traje los implementos 83
para deshacerme del cuerpo y del charco de sangre, ya que las máquinas de limpieza que deberían encargarse de esta tarea fueron desactivadas hace ya un tiempo. Estos últimos tiempos no han sido fáciles, claro que esto podría aplicarse a casi cualquiera. Pero yo he tenido que enfrentar una decisión muy importante. Y esto en nuestro caso siempre implica un gran cambio. Si esa cosa peluda que me da órdenes con maullidos es un gato, ella ya no está y mi vida carece de sentido; no hay nada que pueda hacer que se defina como relevante y lo más correcto sería declararme obsoleto y ser reciclado. Pero si en realidad es ella, y por un extraño proceso que desconozco se ha traspasado al gato, si tiene sentido lo sugerido por el inspector de que pudo digitalizarse e incorporarse al complejo funcionamiento de la mascota experimental, entonces soy el único que la entiende, solo yo puedo traducir sus maullidos caprichosos, soy su testigo y su exclusivo cómplice; y aún tengo un deber contractual, un sentido inapelable, un destino cierto. La decisión es muy difícil. Pero no tengo apuro. No mientras las autoridades sigan sin saber qué hacer, enfrascadas en una investigación compleja y por momentos incomprensible. Por eso me siento junto a la ventana que da a poniente a ver cómo la noche combate y pierde contra el resplandor rojizo de la ciudad. En mi regazo se acomoda Mac. Y de cierto modo conversamos. Acordamos que a partir de ahora la carne se la dé bien cocida, y que le renueve el arenero por lo menos dos veces por día. También que deberemos acelerar el desarrollo experimental de la piel sintética, para al fin poder suavizar mi tacto y mejorar las caricias. Ella sabe cómo complacerme. Y yo, a mi modo, hago lo que puedo.
ÁLVARO MORALES
Uruguay
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e habían explicado las reglas del grupo de psicoterapia, Aldo fue presentado a los integrantes de este. Roberto interrumpió los saludos que le brindaban al nuevo miembro del grupo: —Tengo una crisis. No he orinado en dos días. Fui con el médico y me introdujo una sonda por el orificio de mi pene.
Siento interrumpir la bienvenida —dijo Roberto, dirigiéndose a Aldo. —No te preocupes, ¿y te sirvió? —preguntó el recién llegado. —¿Qué cosa? —dijo Roberto. —La sonda en tu pito —respondió Aldo mientras apuntaba con su dedo índice hacia el área del miembro de Roberto, y todo el grupo estalló en risas. Adriana (la terapeuta) pidió orden. —¿A qué piensas que se deba tu incapacidad para orinar, Roberto? —dijo Adriana. —Otrora me había pasado y se relacionó con los problemas que tenía con mi esposa —contestó Roberto. —En la actualidad ya no estás casado, entonces a qué atribuyes... —¿Otrora? —preguntó Aldo con rostro extrañado e interrumpiendo a la terapeuta. —Quiere decir: en otro tiempo—comentó un miembro del grupo. Aldo, sin dejar de ver a Roberto, asintió. —Vamos a tratar de no interferir, dejaremos expresarse hasta el final a la persona que tenga la palabra—ordenó Adriana, que le dirigió una mirada desaprobatoria al nuevo integrante del grupo. Aldo rompió en llanto al tiempo que explicaba que esas lágrimas eran parte de su patología y que lo hacía cuando estaba muy nervioso. —Como decía —Roberto reinició su relato—, antes fue mi mujer la causa de mi estrés, pero estoy divorciado desde hace tiempo, no tengo mayores problemas en mi vida, ergo, no comprendo la ansiedad que no me permite orinar. —Se dice ego —Aldo (que ya había parado de llorar) corrigió a Roberto. Las carcajadas del grupo no se hicieron esperar. 86
—Ergo es una expresión en latín que significa: por lo tanto—le explicó Adriana a Aldo. —Otrora, ergo; eres un puto mamón Roberto, ¿lo sabías?, ¿no será esa la razón por la que no puedes con tu pipí? —dijo Aldo. —Y tú eres un imbécil—respondió Roberto, que ya tenía una expresión de repulsión cuando se percató que Aldo volvió a llorar involuntariamente. Roberto se levantó con la intención de abandonar el consultorio. —Siéntate por favor, me disculpo—dijo Aldo con voz segura mientras colocaba su mano sobre el hombro de Roberto. —Suéltame, cabrón—amenazó Roberto, Aldo lo empujó hacia la silla y con actitud violenta (lo opuesto a su llanto) vociferó: —No me provoques putito—, en ese instante Aldo se detuvo e inició una serie de respiraciones exageradas para tranquilizarse. Roberto levantó las manos en señal de tranquilidad, al mismo tiempo buscaba las miradas del grupo y de la terapeuta, como pidiendo auxilio. Adriana estaba por finalizar la sesión cuando Aldo comentó: —Doctora, por esto le mencioné que no sirvo para relacionarme con la gente— Aldo se refería a la entrevista previa a unirse al grupo.— Les pido una disculpa a todos —refirió Aldo que observaba a la gente en la habitación. —Pero esa es una verbigracia de mi carácter. —¿Verbigracia? —preguntó con ironía otro miembro del grupo. —Yo también puedo ser pedante—dijo Aldo y le dio un empellón por la espalda a Roberto, pero ahora, en lugar de llorar, rió de forma muy tonta. Roberto se dirigió a la puerta para retirarse. Aldo lo interceptó, está vez lo tomó por los antebrazos. Roberto volvió a subir las manos, con más miedo que con la intención de transmitir desinterés. El primer empujón que le propinó Aldo le había dejado claro que, a golpes, no podría competirle. Roberto volvió a mirar al grupo en busca de ayuda, Adriana, que estaba a espaldas de Aldo, con su brazo levantado, le hacía señas a Roberto para que mantuviera la calma. —Esto es lo que soy, Roberto—dijo Aldo con voz quebrada, al tiempo 87
que ponía delicadamente su frente contra la de su temeroso compañero y comenzó a rezar: —Padre nuestro, que estás en el cielo...—Aldo estaba al filo del llanto. —Calma, calma—repetía Roberto que no tenía idea de cómo actuar en esa incómoda situación. —Repite conmigo, repite conmigo: santificado sea tu nombre...—ordenó Aldo con voz tierna y suplicante. Ambos comenzaron a parafrasear el rezo ante el escepticismo del grupo. Adriana se había quedado con la mano arriba, como una estatua. Roberto cerró los ojos. —Te voy a ayudar, te voy a ayudar—volvió a repetir Aldo en un tono casi inaudible. Roberto asentía: —Amén—terminó Aldo con la oración y ambos abrieron los ojos. Adriana recompuso su postura e iba a invitarlos a tomar asiento, pero antes de que abriera la boca Aldo comenzó a frotarle los genitales a Roberto, este cruzó las piernas como si le hubieran propinado un golpe en los testículos. Aldo se alejó, sacudió su mano ya empapada de orines y salió del consultorio. Todos respiraron con alivio, Adriana se dejó caer en su silla sin saber cómo reiniciar el diálogo. Después de un largo silencio, Adriana finalizó la terapia. También les prometió cambiar a Aldo de grupo y habló—cuando todos se fueron— con Roberto. —Te ofrezco mis más sinceras disculpas. Fue un error de mi criterio profesional incluir a esa persona en el grupo, fue mi culpa, hice un mal juicio y...—Roberto la interrumpió. —¿Puede cambiarme al grupo donde enviará a Aldo? —dijo Roberto con timidez.
JUAN ANTONIO GONZÁLEZ DÍAZ
México
Instagram: https://www.instagram.com/tonocoleccionista/?hl=es-la
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A mi hijo Alejandro y mi perrita Duna.
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ania llama a su hermana a través de Skype una noche y a mitad de la conversación se corta la comunicación. No vuelve a llamarla. Tania y Lino llevan casados casi dos años y viven en Nueva York donde Lino es ingeniero de telecomunicaciones de
una empresa multinacional. Ella está esperando a terminar unos estudios para poder ponerse a trabajar y mientras, mejora su inglés día a día. A la semana siguiente Lino se pone en contacto con su cuñada. —Hola cuñado. Ya era hora. Pensaba que os había pasado algo — protestó. —No he tenido tiempo. Lo siento. —¿Mi hermana también está tan ocupada? —Ese es otro tema. —Oye, ¿no estará enferma? —No, no. Es otra cosa. —¡Me vais a hacer tía! ¡Por fin! —Espera. Tengo que contarte algo muy importante. —Me estás asustando. Lino empieza a contar que a su mujer le ha pasado una cosa extraña. De fondo se oía los ladridos de la perrita. —Ahora sí que me has preocupado. Y empezó, conteniendo las lágrimas: —El día doce de marzo, día de mi cumpleaños, ocurrió algo muy triste. Regresé de trabajar tarde y tu hermana estaba esperándome… ¡Oh Dios mío, no sé cómo te lo voy a contar! Nos fuimos a cenar a ese restaurante que le gusta tanto en el Soho. —¿Al que fuimos la última vez que estuve allí? —Sí, exacto. Cenamos bien y nos tomamos una botella de vino blanco de
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California, muy afrutado, que nos sentó de maravilla. Regresamos a casa un poco achispados. Nos hicimos arrumacos en el taxi y al llegar yo estaba algo mareado. Demasiado alcohol y poca costumbre de beber. —No deberías beber si no sabes… —Bueno, a lo que íbamos. Me quedé dormido como un leño mientras tu hermana se desmaquillaba y se desvestía. Cuando abrí los ojos y la vi allí, de pie frente a mí. ¡Pero no era la Tania de siempre! Era una tosca figurilla de madera tallada en un bloque cuadrado de apenas ocho centímetros de lado y escasos veinticinco de altura. Los brazos y las piernas se insinuaban en la mole de madera. Sus suaves manos estaban pintadas de manera burda. Tenía su cara, aunque pintada como si lo hubiera hecho un niño. Aquellos rubios cabellos que le caían en bucles no eran más que masa dibujada y aplastada. Me miraba con los hermosos ojos azules detrás de una máscara de barniz. Los movía, pero no podía cerrarlos. La hermosa boca no era más que una mancha color. Y su nariz, ¡su nariz de Afrodita!, estaba tan plana que semejaba a la de un boxeador. —¿Has bebido, cuñado? —No cuñada, no he bebido. Te lo juro por mi salud. Creí estar soñando. Me levanté, pasé junto a ella y fui al baño para lavarme la cara. Esperaba verla allí dentro, acabando de arreglarse, pero cuando volví ella seguía en la misma posición. Hierática. Muñeca de madera. No, no estaba soñando. —¿Eres tú, Tania? —le dije Y sin despegar los pintados labios me respondió. —Sí, Lino. Soy yo —contestó con voz apagada. —Pero eres de madera… Ella no pudo cerrar los ojos, pero a mí me lo pareció. —No te puede imaginar mi estupor, cuñada. ¡Tu hermana era de madera! Estaba sobre la cómoda de la habitación, el espejo del tocador y el de aumento 91
enfrontados repetían su imagen hasta el infinito. La observé con detenimiento desde muy cerca. Confirmé que estaba pintada sobre el bloque de madera. Solo la cabeza tenía algo de forma, aunque puntiaguda. Me atreví a tocarla. Ella volvió a mirarme con aquellos ojos pintados y yo sentí el escalofrío de un tacto falto de calor. ¡Allí estaba mi hermosa mujer convertida en una muñeca de madera! No sabía qué hacer, cuñada. La recogí con cariño y la puse en nuestra cama. Le atusé la almohada como a ella le gusta y la tapé con la cálida sábana de hilo. Ya no recuerdo nada más. Por la mañana salí sin mirarla. No quería llevarme ese recuerdo. Anduve todo el día distraído. Quise llamar muchas veces a casa, pero pensé que una muñeca de madera no puede contestar el teléfono. Dije que me encontraba mal volví a casa. Mi sorpresa fue mayúscula cuando la encontré hermosa, de carne y hueso, como siempre. No me dijo nada y yo no quise sacar el tema. Si no se había dado cuenta de su transformación no se lo iba a decir. —¿Seguro que no has fumado nada, cuñado? —Que no, pesada. Todo lo que te digo es tan cierto como que aquí es de noche. —Solo me queda que decirte lo siguiente: es curioso pero esta transformación solo le ocurre por la noche y cuando estamos solos. —Es decir —interrumpió la cuñada—, la señorita te tiene manía. —No creo que sea eso. Me he informado del tema a través de internet y he visto que existen antecedentes. De hecho, Rodari cuenta el caso de los pediatras. Lo mismo que le pasa a tu hermana. —Bueno, pero si mi hermana está bien cuando hay gente, tampoco es tanto problema. Con estar acompañados siempre, arreglado. —Adiós nuestra intimidad. —¿Prefieres intimidad con un bloque de madera o una mujer de carne y hueso? 92
—Hace mucho que no hago el amor en público —ironizó Lino. —Ese sería otro problema a resolver —meditó la cuñada. —Quiero que prepares a tus padres para lo que va a venir. —¿Ocurre algo más? —se asustó la cuñada.
MANUEL SERRANO
España
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a situación no permitía muchas alternativas. Pero Germán intuía que el fin de sus viajes se acercaba. Llevaban una semana en altamar y transportaban una buena pesca, sin embargo, la injusta naturaleza los sorprendió muy cerca de la costa del Cabo de Finisterre en el momento en que se desató una feroz tormenta.
El crepúsculo vespertino anunciaba la caída de la tarde cuya irregular brisa parecía fundirse en la espuma que las olas elevaban para chocar contra la proa del pesquero. —Tú que estás allá arriba Merino, dime si ves alguna luz a lo lejos, — preguntó Germán. —No advierto nada. —Fíjate bien en el horizonte, ¿seguro que no se divisa nada? —Nada —respondió de nuevo. La sombra de la oscuridad se expandía más allá de lo que sus ojos alcanzaban a contemplar. La luna, perezosa, apenas emanaba un pequeño reflejo sobre el agua del océano. Las nubes, sin embargo, cubrían el cielo. Horas antes, fue Germán quien daba fortaleza a Merino para que no se derrumbara. Tan solo ellos dos, de los seis pescadores que componían la tripulación, habían conseguido atarse con fuerza al mástil, aferrándose a la vida, cuando la tormenta les sorprendió en plena mar. El viejo barco de pesca resistió la embestida de las olas de puro milagro. El motor, anegado, quedó inutilizado. Navegaban a la deriva esperando que algún otro barco navegase cerca de ellos y lograse distinguirlos. Apenas había pasado media hora desde que una segunda sacudida golpease el barco con tanta brutalidad que Germán sintió que su cuerpo se partía en dos y estaba seguro de que su lesión era grave. Intentaba que Merino no se diera cuenta del dolor, cada vez más intenso que tenía en la espalda. A ratos, el cuerpo le temblaba, tenía escalofríos, las piernas apenas las sentía y un sudor tan gélido como el hielo revelaba el avance de la fiebre. Una gruesa capa de nubarrones continuaba amenazante en el cielo. —¿Te duele mucho, verdad? 95
Germán abrió los ojos de par en par ante la pregunta de Merino. —¿Tan evidente es?—respondió. —Sí, —agregó Merino, con el rostro cabizbajo. Quería evitar que su buen amigo se percatase de la congoja que lo invadía. —Solo necesito descansar, el calor es asfixiante —añadió. —No veo que te lo impide viejo amigo. Descansa, yo permaneceré alerta por si diviso algún barco. Germán cerró nuevamente los ojos, pero no respondió. La negrura de la noche, en poco tiempo sería completa. Merino permanecía alerta sin dejar de mirar el horizonte, hasta que por fin, le pareció vislumbrar una diminuta luz en la lejanía. —Creo que observo algo Germán. Allí a lo lejos—dijo señalando hacia la luz— ¡Germán despierta! —gritó—. Te aseguro que advierto algo. Le miró el rostro y permaneció un momento en silencio, observando la cara descolorida y cadavérica de Germán. —Me prometiste que nos salvaríamos, me lo prometiste —gritó de nuevo zarandeándolo— lo prometiste, no puedes dejarme solo ¿entiendes? No puedes, tú no, tú no… —Si continúas moviéndome de esa forma, no podré hacer nada para evitarlo. —respondió Germán casi sin aliento. —¡Por Dios, Germán! Me has dado un susto de muerte. —Estoy muy mal amigo mío, no sé si lograré resistir. —Aguanta, tienes que aguantar, he lanzado la señal de auxilio. Germán intentó decir algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Su rostro pálido, bañado en sudor, evidenciaba su agonía. El cielo empezó a despejarse. Las nubes parecían tener prisa por marcharse y las primeras estrellas comenzaban a deslumbrar. —Tengo sed, —murmuró Germán con voz quebrada por el dolor— tengo sed, mucha sed; y sueño, mucho sueño. —Haz un último esfuerzo, ¿no la oyes? Es la sirena de un barco Ya 96
vienen Germán. —Sí, ya lo veo… allí, está mi compadre —dijo Germán con el último aliento. Merino permaneció en silencio unos minutos sollozando. A continuación, miró a su viejo amigo y manifestó: Lo siento Germán, lo siento. Te he fallado, pero te has ido como tú siempre quisiste; en tu querido pesquero, y ahora, cumpliré la promesa que nos hicimos hace más de veinte años. Se limpió las lágrimas que aún resbalaban por sus mejillas y metió el cuerpo de Germán dentro de un saco; después introdujo varios objetos de hierro forjado para que lo llevasen directamente al fondo del mar, lo ató con fuerza y lo lanzó por la borda. —Adiós, viejo amigo. Me ayudaste a ser un gran pescador y espero morir como tú: siendo un gran hombre.
NURIA DE ESPINOSA
España
Twitter:@misletrasnuria1 Blog: https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com
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spero que no piense que me fui, que le abandoné. Me ha hecho tan feliz. Siempre creí que había cosas que no se podían comprar. La inteligencia, la salud, el amor. Hace diez años un científico
polaco patentó una pastilla para incrementar las habilidades cognitivas; sobre la salud, solo diré que hoy por hoy la esperanza de vida ronda los ciento treinta y cinco años. Con las investigaciones de criogenización y reparación celular, es probable que pronto lleguemos a los doscientos. El amor les está tomando más tiempo. Nunca ha sido problema enamorarse, el detalle radica en que la persona amada guste de ti. La primera vez que salí con Penélope fuimos al zoológico. Me vestí con un short color caqui y una camisa blanca que me quedaba un poco grande. Ella se decidió por una diminuta blusa color rosa pastel, que le llegaba un dedo arriba del ombligo. Un short muy corto de mezclilla y unos tenis blancos. Tenía los ojos grandes, de color verde y la nariz pequeña. Su cabello era negro y lacio, perfectamente planchado. Nos compré unas palomitas acarameladas, para comer mientras dábamos el recorrido. Detrás de un enorme vidrio de ocho metros de largo, por cinco de alto, sostenido por una estructura de metal que simulaba ser roca, estaba un tigre de bengala. Un animal enorme, de pelaje más cercano al naranja que al rojo, con franjas negras que parecían estar hechas por el pincel de uno de esos artistas de antaño. El felino abrió la boca, mostrando sus filosos dientes amarillos. Penélope y yo observamos del otro lado del cristal, a unos metros de nosotros estaba una familia de tres. El padre sostenía en hombros a su hijo no mayor de cuatro años. —¿Quieres? —le tendí a mi compañera la bolsa de palomitas. —No debería. —Un poco de comida no te hará daño. Ella sonrió y tomó un par que metió lentamente en su boca. —Están dulces, gracias. Yo tomé un puño y las saboreé. Sentí la cubierta de caramelo acariciando 99
mi lengua y como lentamente el bocado bajaba por mi garganta. Penélope tomó un poco más. Al ver su rostro sentí que había hecho una buena compra. —¿Te gustan los tigres? —me preguntó. —Sí, ¿a quién no? —A los ciervos, y jabalíes, por ejemplo; pero supongo que debe haber personas que no gusten de ellos. —Yo gusto de ti —le dije. Ella rio. No era una risa de burla. Era queda, dulce, nerviosa. —Apenas nos conocemos. —Conozcámonos más. Pregúntame algo, lo que quieras. —¿Has estado casado alguna vez? —No. Mi turno. ¿Te gusta tu nombre? —Sí, muchísimo. Me he leído la Odisea, Penélope es la reina de Ítaca que espera por años el regreso de su marido. Es lindo, ¿no crees? Una historia de amor dentro de una epopeya. —Sí, muy hermoso –le dije y decidí no hablar acerca de Penélope Cruz como tenía pensado. —¿Alguien te ha roto el corazón? —Pues no esperaba esa pregunta sí, Claudia, la cosa es que yo me enamoré, pero nunca pude hacer que ella sintiera lo mismo. —Las personas son complicadas, mienten mucho, pero se molestan cuando se les dice la verdad. Por eso existen tantos problemas de comunicación. —¿Y qué hay de ti? ¿Me dirás siempre la verdad? —¿Y si no te gusta? —Yo sabré entender. Ella tomó una palomita y la metió en mi boca, despacio, mientras acercaba su rostro al mío. —Muy bien. Ahora llévame a ver los cocodrilos. II
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Estacioné el auto y me apresuré a salir para abrirle la puerta. Le tendí la mano para ayudarla a bajar. —Como los caballeros del siglo pasado —me dijo mientras tomaba mi mano y se apoyaba en mí— creo que olvidaste apagar las luces. Estaba tan emocionado por llegar a casa que en efecto había olvidado. Me regresé para apagarlas. En la esquina de la cuadra había un par de sujetos asaltando a un hombre. —¿No deberíamos ayudarle? —Dejemos que se encargue la policía. Vamos adentro. Decidí que lo mejor sería ver una película para distraernos del suceso. Dejé que ella la eligiera. El Hombre Araña, con Tobey Maguire. Una extraña elección. Se acurrucó a mi lado pasados los veinte minutos del filme; yo acaricié su cabello, debía de ser cabello real. Sus mejillas se sentían calientes. —¿Estás comprobando mi calidad? —Tal vez. —¿Y soy buena? —La mejor —dije antes de aventurarme a besarla en la boca. Ella me respondió el beso, apretando los lóbulos de mis orejas una vez nos separamos. —¿Qué haces? —Tú también eres bastante real. Reímos. La tomé de las manos y la hice seguirme. Sobre su cama había dejado lencería, color rojo. Un brassiere traslúcido que cubría la mitad de su pecho y una diminuta tanga, que dejaría apreciar sus enormes nalgas. Le pedí que se lo pusiera. Me di la media vuelta. Ella obedeció. —Ya hice lo que me pediste. —Vamos a hacer el amor. —Sabes que no me puedo negar. —¿No quieres hacerlo? —No. —¿No te gusto? 101
—Sí, me gustas. Pero no quiero hacerlo. Estaba por montar en cólera, recordé a Claudia, y lo poco que me sirvieron mis esfuerzos, recordé también las veinte prostitutas que había traído a casa, su cara al estar conmigo, como si estuvieran contando los minutos restantes para terminar su servicio. Creí que con Penélope sería diferente. Entonces recordé lo que le prometí en el zoológico. —Lo lamento —me acerqué a ella y le besé la mejilla— buenas noches —me di media vuelta y comenzaba a alejarme cuando ella me tomó de la mano. Se acercó y me devolvió el beso en la mejilla. Puso su boca junto a mi oreja y susurró: —Buenas noches, me divertí mucho el día de hoy. Salí de su habitación y cerré la puerta. Entré a mi alcoba y me tiré en la cama, me dediqué a mirar el techo y recordar el día. No supe en que momento me quedé dormido. III Decidí llevar a Penélope a cenar. La semana pasada me había humillado jugando al billar y prefería que nuestro encuentro fuese más tranquilo. Sin embargo, algunas personas parecían no estar muy cómodas con nuestra presencia. En especial una señora que nos veía de tanto en tanto y sacudía la cabeza en señal de desaprobación. —¿Por qué nos miran tanto?, ¿es a causa de mi naturaleza? —Supongo que no es muy común para ellos ver una mujer tan hermosa. —Aprecio que mientas para hacerme sentir bien, pero no estoy molesta, ni triste, los entiendo. Le temen a lo que no conocen. —¿Tú, sientes miedo? —Miedo… creo que sí. Me da miedo que llegue una nueva actualización y me deseches. El mesero llegó con nuestro pedido, “Banana Foster”. Tomé una cuchara, procurando llevarme tanto nieve como jarabe y se lo 102
di a Penélope en la boca. —Es caliente y frío al mismo tiempo. Muy dulce. —Espero no se te suban hormigas en la noche. —No deberías darme de comer tan seguido. Puedes dañar mi sistema. —Prometo no hacerlo. ¿Quieres seguir cenando hoy conmigo? —Sí, quiero. IV Al llegar a la casa estacioné el auto. Estaba por bajarme cuando me tomó del brazo, atrayéndome hacia sí. —Esta noche quiero hacerlo contigo. Nos besamos, quizá por cinco minutos u horas. Solo sé que me dolían los labios al bajar. Entramos a la casa. Estaba por cerrar la puerta cuando vi que las luces del auto estaban encendidas. —Pasa, enseguida vuelvo. Ella obedeció. Caminé hasta mi vehículo. Abrí la puerta del conductor y apagué las luces. ¿A Penélope le gustaría tener sexo conmigo? El manual decía que sincronizaría su orgasmo con el mío. Imaginaba mi vida con ella. ¿Debía pedirle que fuera mi esposa? Sí, después, en unos meses. En algunos estados ya era legal. Iríamos a donde hiciera falta. —Te am… No sentí el cuchillo al entrar, pero si al salir; mientras la sangre pintaba mi camisa pude sentir la herida y como las fuerzas me abandonaban. Una sombra se subió a mi auto. El motor rugió. Espero que no piense que me fui. Que le abandoné. Me ha hecho tan feliz.
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J.R.SPINOZA
México
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a nave ingresó a la atmósfera plagada de luces y sombras. Era el destino de ellos haber llegado a aquel planeta perdido entre confines galácticos. Rac y Mid entreabrieron los ojos para ver delante de sus toscas narices, contemplaron la inmensidad de un planeta cubierto por momentos de incitantes destellos y a ratos
opacado por una oscuridad inquietante. La nave había cruzado vacíos (en apariencia) sin fin y la misión de hallazgo resultó alentadora. Habían encontrado, según los cálculos, un mundo con una atmósfera afín a la suya, y en el largo trayecto de ubicar nuevos espacios en los cuales habitar, su meta fue alcanzada en el momento que su computadora indicó mediante confiables predicciones espacio-temporales. Rac y Mid sonrieron. Empero, su alegría se vio atenuada cuando descubrieron dónde se hallaban. Al parecer, cuando su aparato rastreador, enviado cien años antes, logró captar los rasgos atmosféricos de ese planeta, había dado cuenta de un proceso óptimo de habitabilidad: un aire limpio con un nivel de contaminación tolerable, cualidad que hacía de aquella esfera celeste un lugar adecuado para vivir. Pero el presente era distinto: había partículas energéticas en el aire producto de una actividad radiactiva aún en ciernes. Rac y Mid tomaron su sensor especial, se colocaron sus trajes protectores y salieron a explorar aquel desolado mundo. No existía vida inteligente en aquel atormentador vacío. Se atisbaban algunos seres vegetales marchitos. Rac y Mid caminaron un largo trecho y tomaron muestras del suelo, del agua y del aire. Al regresar a la nave y analizar con sus aparatos especiales las muestras halladas, descubrieron con tónica tristeza que no era un lugar óptimo para los de su raza, sin embargo, lograron develar que alguna vez había sido apto para entidades vivas de amplia envergadura y que la radiación, hoy activa en el planeta, se debía a una serie de grandes explosiones que en un momento de su historia lo devastaron todo. —Cometieron el mismo error que nosotros —comentó Rac. —Así es respondió Mid—. Usaron su propio planeta para sus 106
experimentos nucleares, eso fue una locura. Rac bajó melancólicamente la cabeza y añadió: —No te olvides que nosotros también fuimos unos desquiciados. Este globo me trae muchos recuerdos. Sigamos explorando, quizá hallemos algún vestigio de la cultura de esta civilización antes de retirarnos. Continuaron en una cápsula, recorriendo grandes tramos, viajando a poca altura con sus luces rastreadoras. Una densa neblina cubría el aire e impedía otear con claridad lo que ocurría. Había movimiento: lograron detectar algunos sismos y actividad volcánica cerca de su punto de ubicación. Los grandes estallidos de los que el planeta había sido víctima aún dejaban señales de su diabólico paso. Después de muchas horas de veloz avance llegaron a una especie de ciudadela. Los edificios estaban destruidos, todos excepto una gran cúpula central que parecía ser de una material muy duro, tan resistente como el acero-dorado, aleación con la cual estaba construida la nave de los visitantes. Quizá la sustancia que conformaba aquella base pudiera ser más resistente que su vehículo, quién sabe. Rac y Mid decidieron que bien valía la pena escrutar y descendieron. Al hacerlo, notaron una silueta tendida junto a la puerta de un mediano edificio rectangular partido en dos. Al acercarse, comprobaron que era un esqueleto humanoide, de alguna manera similar al de ellos. De inmediato lo tomaron como muestra, a fin de descubrir con ayuda de su tecnología cómo era la forma externa de los habitantes de aquella tierra descompuesta. Llegaron al umbral de la gran cúpula pues este edificio, que parecía ser el último en pie dentro de toda aquella extensión vasta, les llamó mucho la atención. Les traía recuerdos de algunas construcciones espectaculares que ellos tuvieron en su propio planeta y servían para guardar los tesoros de su raza. Sorpresivamente la cúpula encendió algunas luces, las baterías de seguro permanecían activas, habían resistido el desastre. Tal vez era alguna suerte de refugio nuclear, quizá había seres vivos ahí. Todo era posible. Los forasteros tuvieron mucho cuidado, usaron sus detectores de calor, pero no, no había vida de alguna clase, solo algunas criaturas inferiores, microscópicas, y otras que llegaban a ser del tamaño de una uña, por 107
ahí estaban un par más grandes, coloradas. Hicieron una burbuja protectora detrás de ellos, quienes se encontraban frente al muro para evitar filtraciones. Los viajeros hicieron un hoyo con una cuchilla láser. Ingresaron. De inmediato sellaron la entrada. Ese lugar estaba aislado por alguna razón y era una sabia decisión mantenerlo así: asegurado. Era una enorme cúpula con varios niveles y en su centro había varios objetos protegidos con esferas de vidrio, las cuales, al parecer, carecían de mayor relevancia: semillas, frascos pequeños, cajas de distintas formas. También había algunos artefactos de forma sumamente extraña que resistieron el gran final debido a la protección que les brindó la cúpula. En el centro de la sala principal, guardando una enorme distancia con los otros objetos, había un libro, descansaba sobre una mesilla rectangular colocada a lo largo, impoluto de polvo y maltrato gracias al vidrio defensor que lo rodeaba. Rac y Mid reconocieron aquel objeto, pues ellos poseían una forma de escritura muy semejante, aunque su lenguaje era puesto en placas muy delgadas. Pero siempre usaban una cubierta especial para los documentos que querían preservar. El libro que atisbaban les recordó de nuevo al mundo que habían dejado atrás. Rac y Mid, partieron el vidrio con su láser y tomaron el libro. No era nuevo, aunque estaba bien conservado y tenía un agradable olor a pesar de los años transcurridos. En las esquinas había muchos otros textos, pero habían sido dañados por los animales microscópicos. Los viajeros no se preocuparon por ellos, su intuición era poderosa, propia de su raza. Sabían que lo que tenían en sus manos era especial, más que cualquier otro artículo del recinto. No por nada se encontraba en el centro de la sala con el mejor nivel de protección. Su estado de conservación hacía pensar en la posibilidad de algún milagro divino o algo por el estilo. Los visitantes pensaron en tomar más objetos con el fin de analizarlos, mas perdieron el interés debido a lo deteriorados que estaba algunos y la forma externa poco interesante de otros. Se decidieron a llevar solo una cosa de aquella estancia consigo: el libro grande y pesado de cubierta roja. No tenían otra opción. La meta era coger nada más un par de cosas de cada planeta explorado, no podían cargar demasiado peso, o no 108
podrían despegar. —Este será el vestigio que nos llevaremos. Estoy convencido de que aquí se hallan contenidos los secretos de este extraño mundo. Tal vez aquí esté el nombre de este planeta. También recargaremos las baterías con energía de este sitio para nuestra nave —dijo Mid. —Definitivamente eran (en parte) sabios. Siento deseos de llorar — mencionó cabizbajo Rac mientras subían a la nave dispuestos a partir—. Es una pena que un globo que una vez fue tan armonioso haya terminado de esta manera. —Los que alguna vez lo habitaron quizá partieron a otros sistemas o galaxias como lo hicimos nosotros justo antes que el final sobreviniera —dijo con gran convencimiento Mid. —No lo creo —respondió desalentado Rac—, yo pienso que el final les llegó de golpe. Quizá, como dices, lo presentían y por eso defendieron con todas sus habilidades las huellas más importantes de su cultura, de las cuales logramos salvar este objeto en forma de libro. Han sido una raza valiosa, estoy seguro de que por culpa de unos pocos pagaron todos. No creo que veamos alguna vez a uno de estos seres vivos y felices como antes de su fin. Nadie los volverá a contemplar, no con vida. —Tienes razón, este solo es un pobre mundo muerto como el que hemos abandonado, y todo se debió a nuestra estupidez. No quiero juzgar a los habitantes de este planeta, pero arruinaron sus vidas y a sí mismos. Me gustaría saber cómo fue el principio de este lugar cuando todo era hermoso, quién fue su máximo líder y qué poderes tenía, si había algún héroe sobrenatural como en nuestra cultura y cómo manifestaba este su infinita bondad. Con seguridad en el vestigio hallaremos respuestas, todo es cuestión de que podamos descifrar los símbolos con nuestra tecnología ayudados por los aportes que el explorador que enviamos hace cien años nos trajo para nuestra base de datos digitales. Muero por que los demás vean lo que estamos llevando con nosotros. Es algo que solo se puede hallar una vez por cada galaxia recorrida. Y aún nos queda mucho por visitar, habremos de ser muy pacientes hasta que logremos ubicar una civilización 109
en su esplendor que pueda acogernos. La cápsula penetró en la nave. Ellos partieron. Su transporte dejó aquella tierra venenosa y cruzó la estratosfera. Rac y Mid salieron al lejano espacio en busca de los suyos, los más próximos, para continuar junto a ellos su magna travesía. Una vez hallada su ansiada meta comunicarían el triunfo a los demás viajeros que estaban regados por todo el universo, eso sí, el mensaje tardaría años, uno o dos siglos en llegarles, pero sería una gratificante noticia. Tendrían que usar las microcápsulas que hacían las veces de cartas. Ellos habían recibido unas cuantas de otros viajeros espaciales, eso los ayudó a aprender mucho sobre el cosmos. En el transporte estelar Rac cogió el vestigio con delicadeza y abrió las páginas con sus escamosas manos de tres dedos. Sus seis extremidades se tensaron, su larga nariz en forma de pico respiró el agradable olor del objeto, su boca repleta de colmillos sonrió, su calva escamosa se hinchó mostrando unas gruesas venas que contenían sangre verde. Habló a su compañero cuya piel desnuda, gris opaco, contrastaba con el azul diamantino de sus ojos: —Les comunicaré a los demás sobre lo hallado. Usaremos nuestra tecnología para saber lo que dice aquí. No nos rendiremos. Desespero por saber la gran verdad de aquel planeta. —Estoy seguro de que toda la verdad está contenida ahí —respondió Mid—. Ponlo en la cápsula de reguardo. Cuando nos reunamos con los otros, ya lo habremos descifrado. No podemos cejar en la misión. Debemos seguir buscando algún globo habitable para nuestra raza racmidiana, por eso hemos sobrevivido junto a unos pocos, por eso estamos presentes. —Tienes toda la razón, en marcha. Rac colocó el hallazgo en la cápsula esférica transparente, no podía dejar de observar aquellos símbolos que definitivamente querían decir algo. Su ser entero se sobresaltó. No cesaba de contemplar aquel objeto, libro, vestigio que les diría la gran verdad de ese mundo perdido más allá de toda razón cósmica. Toda la historia estaba contenida ahí, de seguro, en aquellos extraños símbolos de la 110
cubierta que en cierta lengua ya extinta hubieran dicho: DIOSES Y HOMBRES DE HUAROCHIRÍ BIBLIOTECA MAGNA EDICIONES EDICIÓN BILINGÜE (QUECHUA-ESPAÑOL) CUSCO. PERÚ. 2010 PROPIEDAD DEL MUSEO NACIONAL DE ARQUEOLOGÍA
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS
Perú
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Eran otros tiempos..., otro ritmo..., otra gente...
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ualquiera hubiese pensado que Niní estaba a punto de cometer un crimen. Sus ademanes y expresiones hablaban de secretos y conspiración; estaba pálida, temblaba, el color y la risa hablan desaparecido de sus labios, y sus magníficos ojos negros reflejaban una tremenda angustia...; un tormento interior
inconcebible en la primaveral Niní. ¡Y tan luego en Carnaval..., y en Río! ¡Cuando todo el mundo florece en risas y alegría, y la gente arroja los problemas y las preocupaciones ventanas afuera! ¿Qué causaba un estado de ánimo semejante en Niní? ¡Algo muy grave, sin duda! —¡Ese antipático de José Mascagni!... —murmuró, enojada, en tanto componía con dedos nerviosos la adorable cabellera castaño rojiza—. ¡Hacerme pensar eso de Rodolfo!... ¡No sé cómo no le di un cachetazo! Y Niní se lo dio, en cambio, a la borla de empolvarse. —Fue idea de Rodolfo invitar a ese odioso a visitarnos con frecuencia — continuaba soliloquiando Niní frente al espejo de su tocador—. Y así le paga la atención: ¡con sus infames insinuaciones! Una imagen del susodicho Mascagni se le representó entonces, y ella no pudo evitar sacarle mentalmente la lengua... Mascagni era un extraño ser, pálido y amargo —¡oh, tan diferente al maravilloso, querido, Rodolfo!—, cuyos acuosos ojos contemplaban las desdichas del mundo con una chispa de acerba satisfacción, detrás de unas absurdas antiparras sin aros. Parecía no tener nada más importante que hacer en la vida, sino andar sembrando discordias aquí y allá. El chismorreo era su vocación, y el escándalo el sustento de su retorcido espíritu. ¿Que Fulano se había fugado con la esposa de...? Ya lo había anunciado José Mascagni días atrás. ¿Un romance en puertas? ¡Pero, hombre! ¡Qué novedad! José Mascagni se había anticipado a vaticinarlo antes de que el vulgo lo supiese por 113
cualquiera otra fuente... Y en todo era igual: tratárase de lo que se tratase, Mascagni lo sabía de antemano... y de antemano lo saboreaba. Pero eso no era todo... ¡oh, no! Otra de las salientes cualidades del interesante personaje era su manía de ensombrecerlo todo. Si alguien se sentía momentáneamente dichoso, o apenas contento, a causa de la razón que fuese..., ¡allí estaba José Mascagni para aguarle la fiesta con su lúgubre baldazo de palabras! Y lo peor del caso era que siempre acertaba con su venenoso escepticismo: parecía como si un fluido maléfico emanase de él, contaminando a quienes le rodeaban. ¿Que a Mengano lo ascendieron en su Compañía? Vamos..., ¡no le va a durar mucho el puesto!... ¡Y lo despedían! ¿Qué Zutanito se ha revelado ante el mundillo literario como un poeta de excepcionales condiciones, de la noche a la mañana? Pero, señor... ¡es nada más que esnobismo! La “flor de un día”..., ya verán. ¡Y el nombre de Zutanito se desvanecía en un dos por tres en el recuerdo del ambiente literato. . .! ¡Un verdadero dije, el tal Mascagni! Para colmo de colmos, era uno de esos hombres a quienes es imposible alcanzar con el sarcasmo, la indiferencia o la ofensa: inútil pretender librarse de él. Se sentía en todas partes como en su casa; no vacilaba en presentarse “de visita” a las horas más impropias, ni paraba mientes en pedir prestada cualquier cosa, sin hacer siquiera ademán de disculparse. ¡Claro! ¿Para qué están los amigos?... ¡Todo un filósofo, el Mascagni aquel! Y ahora... ¡Venirle a Niní con esas... malignas sospechas! —¡Pero, por Dios, querida! —habíale deslizado, con su reptiliano acento, en tanto se recostaba en el sofá de Niní, dejando fluir descuidadamente la ceniza de su cigarrillo sobre la mejor alfombra de la casa—. ¿Qué pretendes? El matrimonio sin engaños... ¿qué sería? ¡Menos que nada! Algo así como un plato de tallarines sin salsa: inocuo..., ¡pero tan insípido! Sin sabor, ni colorido... Y entre bromas y veras, y dimes y diretes, y por si o por no, le había plantado la duda a Niní. Rodolfo —¡querido, bondadoso, suave Rodolfo..., su 114
esposo desde hacía la eternidad de tres meses!—, Rodolfo...,¿le era totalmente fiel? ¿No se buscaría su “poquitín de salsa” (había insinuado el malvado), de vez en cuando, por aquí o por allá?... —¡Mentira! Se tapó la boca con las manos, asustada. ¡Había gritado! Si Rodolfo llegaba a oírla, quizá vendría a ver qué pasaba y notaría algo en los ojos de ella..., ¡y ella se moriría de vergüenza! —¡Silencio! —conminó a su imagen en el espejo. Y, rápidamente, terminó de colocarse el disfraz. Pues se estaba probando uno, una encantadora fantasía de Pierrot, rosado con borlas blancas, tan femenino en ella como el más clásico de los trajes de Colombina. “Me queda bien”, pensó, contenta. Y se lo quitó de inmediato, escondiéndolo en la cómoda, bajo doble llave. ¡Rodolfo no tenía que verlo! —Es una sorpresa —le había asegurado—. ¡Ya me verás en el baile! Pero esa no era la razón. La verdad era que Niní había decidido comprobar, de una vez para siempre, la fidelidad —que de antemano descontaba—, de su marido. Y ese disfraz la iba a ayudar. Estaba resuelta. No porque creyese que existía la más mínima probabilidad de que el nefando José Mascagni tuviese “ni tanto así” de razón en sus inicuas sugerencias..., ¡claro que no! Niní estaba segura de Rodolfo. ¡Pondría la mano en las brasas por él! Pero..., solo para restregárselo en la cara al intrigante..., nada más que para reírse de él... Sí: estaba bien determinada. Se sacaría las dudas. En el baile de esa noche, sabría la verdad. En el baile de esa noche, Niní estaba agitadísima. Por un momento, casi había desistido de sus designios; en un tris estuvo de volverse atrás. Pero la visión de la ácida sonrisa triunfante de José Mascagni, y asimismo el convencimiento de que después de todo, ella no cometería ningún delito..., pues, ¿no se trataba de su marido?; todo ello, sumado a su natural y muy femenina terquedad, la mantuvo en su decisión.
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Rondó por la sala, hirviente de colorido abigarrado y frenéticos sones de “bossa”, entre disfraces, hinchados globos y sinuosas serpentinas... Maniobró entre las danzarinas parejas, anónima bajo el disfraz de Pierrot, mirando hacia todos los costados. Por fin... —¡Allí está Rodolfo! El hombre, enfundado en un negro dominó, rodeado de un grupo de juguetonas mascaritas, sostenía una copa de champán en la mano, y parecía aburrido. Niní se sintió enternecer. —¡Pobrecito Rodolfo! ... ¡Dejarlo venir solito!... —musitó. Pero había sido necesario: así rezaba su plan. Había fingido una repentina llamada “de su hermana enferma”. Y había insistido —con aquellas argucias tan suyas, que hacían a Rodolfo arcilla en sus manecitas rosadas— para que él fuera solo al baile, pues “no era justo que por culpa de ella se arruinase la noche para los dos”... Ella tenía el deber de atender a su hermana; pero no podía pedirle a él que... ¡Pobre Rodolfo! Se había ido triste; pero, igual que siempre, había hecho lo que ella quería. Niní había conseguido arrancarle una promesa, como de costumbre. Sonrió. Y allí estaba él ahora..., ¡tan ignorante de sus manejos! Por un instante sintió remordimientos... ¿No sería algo bastante bajo lo que iba a hacer? Pero no: peor sería no poder retrucarle al antipático de Mascagni... ¡Ya vería él...! Se aproximó. Rodolfo estaba solo; el grupo se había disgregado. —Hola..., desconocido... —le lanzó ella, coquetona y sin pizca de recato. “¿Acaso es un pecado coquetear con el propio marido?”, se autoexcusó. Pero, por si las moscas, miró el hombro izquierdo del negro dominó que ella misma había comprado para Rodolfo. Y allí estaba, efectivamente, la roja crucecita que Niní había cosido ex profeso, con su propia mano, para evitar confundir el dominó de su esposo con algún otro que probablemente habría en el baile. —Hola —contestó el hombre, con voz opaca tras el negro antifaz. 116
—¿Te diviertes? —interrogó ella, amortiguado el brillo de los negros ojazos por las lucientes lentejuelas de la máscara. —No mucho —repuso él. —¡Yo tampoco!... —Qué lástima. No se decidía. “Está bien”, se dijo ella, “si tengo que darle pie yo...” —¿Bailamos..., querido? —sugirió, hecha mieles su vocecita. Él se encogió de hombros bajo el dominó. —Bueno. Y Niní se encontró de golpe entre los brazos del hombre. Esto la lastimó un poco. Que Rodolfo, de buenas a primeras, aceptase bailar con una desconocida!... ¿No sería que, a lo mejor..., José Mascagni tenía un poquito de razón?... ¡Pero no! ¡De ningún modo! ¿Qué era un baile, después de todo? —¡Eres una pluma!... —dijo él. —Gracias —respondió Niní. Y se dijo: “Busca conversación. Pero, ¿qué tiene de malo? Eso demuestra que mi Rodolfo es un hombre gentil, aunque debe de estar aburriéndose soberanamente con otra que no soy yo...; bueno, que no sabe que soy yo... Y se estará acordando de la pobrecita Niní, velando junto a su hermanita enferma... ¡Mi Rodolfo bueno y aburrido!” Claro que muy, lo que se dice muy aburrido, no estaba, concedió luego Niní, porque bailó siete piezas con ella, sin descansar; y un hombre aburrido..., bueno, no demuestra tanto vigor ni tanto apego a la compañera... “Pero es que Rodolfo baila como se debe; no es un flojo cualquiera...” —¿Descansamos? “¿No lo decía yo?”, pensó Niní. “Ya no la soporta más.” —Si quieres... —dijo, en voz alta—. En realidad, estoy que me caigo... ¡bailamos tantas piezas seguidas!... Y hace tanto calor aquí... —Pero afuera debe de haber un fresco delicioso —insinuó él—. ¿Salimos..., mascarita? 117
“¡Hola, hola!”, se alarmó Niní. “¿Y esto? ...” —Bueno... Si te parece... —balbució. Y salieron al espléndido jardín oscuro, bajo el cielo de Río..., el cielo de la cálida noche carioca, pleno de rumores singulares..., de misteriosas sugerencias..., de aromas exóticos y de estrellas como diamantes en la cómplice oscuridad... “Lo que pasa es que Rodolfo es siempre amable con las damas..., ¡seguro! Solo por eso me ha invitado a salir al jardín. No por...” Y fue entonces cuando aquel brazo le apretó el talle, aquella mano le apartó el antifaz y aquellos ardientes labios aprisionaron su boca sorprendida. Se echó para atrás bruscamente, ajustándose el antifaz. —¿Qué hace?... ¡Sinvergüenza! —exclamó, roja de indignación bajo la careta. Él, quizá corrido —aunque no hubiese podido asegurarlo Nini, pues casi no se distinguían uno al otro—, volvió a colocarse su propia máscara. “¡Infame!”, pensó ella. “¡Besar a una desconocida, cuando yo estoy sacrificándome a la cabecera de mi hermana enferma..., confiada en él! ¡Hombre perverso!” —¡Perdóneme! —rogó entonces el dominó; y su contrición parecía sincera. Ella ni contestó, dándose vuelta con ademán desdeñoso. El hombre la obligó a volverse, suavemente, con tal gentileza y humildad, que ella no tuvo valor para irse de su lado, como al principio había pensado. —Por favor, ¡perdóneme! —repitió él—. Comprendo que fue una incorrección..., ¡pero es que me siento tan solo esta noche...! No se vaya, se lo suplico... Quédese a hacerme compañía y le prometo que no me volveré a propasar. ¡Por favor!... —Bueno —accedió Niní, tras hacerse rogar un poco más—. Pero..., a portarse bien, ¿eh? Si no, lo dejo solo. —¡Gracias...! —la gratitud reflejada en aquel solo vocablo casi le hace saltar las lágrimas a Niní, siempre pronta a dulcificarse. 118
“¡Rodolfo!...”, dijo para sí, con ternura. “La culpa es mía; no tenía que haberte dejado solo...; tenía que estar aquí, contigo. Tú me extrañas..., me añoras..., y por eso te sentiste atraído por esta desconocida, que de alguna manera te recuerda a tu Niní... Y te dejaste llevar por ese recuerdo. Está bien...; te perdono, Rodolfo.” —Te perdono... —se le escapó, en alta voz. —¡Oh, gracias, gracias! ¡Eres tan buena...! —exclamó él, besándole la enguantada manita. Y permanecieron juntos, el rosado Pierrot y el negro dominó, casi sin verse; sintiéndose, adivinándose, uno al otro, bajo el mágico cielo carioca, lujurioso de estrellas, tibio, perfumado, sugestivo... ...Después... Nini no supo bien lo que ocurrió. Recordaba vagamente el vértigo del baile, que los había envuelto otra vez; las palabras de él...: acariciantes, apasionadas, ardorosas, exigentes...; la presión de la mano varonil; las copas de champán que se sucedieron; otros besos, cambiados en la propicia oscuridad de aquel jardín encantado... ¿Y luego...? La última imagen definida que Niní guardaba en el recuerdo era la de aquel pasillo mal iluminado, la sonrisa de los dientes amarillos del camarero..., la puerta que se abre, la puerta que se cierra..., su mano impidiendo a la de él encender la luz. . ¿Y tras eso? Una indefinible sensación de angustia y pesadumbre —¿por él, por ella?—, primero; la cólera, después. Y el despecho. —¡Rodolfo..., traidor! —murmuró roncamente, en la intimidad del taxi que la conducía, sola, de regreso...; de regreso al hogar. ¿Hogar..., después de aquello?... Se iría con su madre; la única persona que la quería de veras en el mundo... —¡Los hombres! ¡Montón de sinvergüenzas!
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¡El muy infame! ¡Se había vuelto a la fiesta como si tal cosa, después de ponerla en el taxi! ¡Razón tenía José Mascagni!... Y esta idea la enojó más todavía. Hubiese podido tal vez conformarse con la debilidad del esposo; acaso algún día pudiera perdonarlo... ¡Pero que el antipático..., intrigante..., rastrero, de José Mascagni..., tuviese la indigna satisfacción de haber atinado también en aquello!...¡Tener que soportar su expresión sarcástica y despectiva..., sin poder hacer nada para refutarle, porque él había acertado, como siempre, con sus maléficos vaticinios! —¡Ohh! ¡Ay, Dios mío..., qué desgraciada soy! —y mojó con lágrimas amargas el raído tapizado del asiento. Penetró en el oscuro hall de la casa silenciosa. Caminaba de puntillas, sosteniendo el antifaz en la trémula mano, aun cuando segura mente no había nadie que pudiera oírla. Iría derecho a su cuarto, recogería sus cosas, y se iría a casa de la mamá... En cuanto a él..., ¡ya le escribiría, denunciándole su vileza y su mentira!... Engañarla cuando estaba cuidando a la hermana..., traicionar su confianza, ¡y nada menos que con una mascarita cualquiera, a la que ni siquiera llegó Rodolfo a verle la cara!... Abrió de un empujón la puerta de la biblioteca..., y sus pies echaron raíces en el suelo, en tanto se le dilataban los ojos y la sangre huía de sus mejillas. —¡Rodolfo! Rodolfo, en efecto. Pero un Rodolfo inverosímil, en bata y pantuflas, con una botella, un plato de sándwiches y un paquete de cigarrillos al lado; un libro abierto en la mano... y una expresión de supremo asombro pintada en los ojos. —¡Niní! ¡Cómo! ¿No ibas a pasar la noche en lo de tu hermana? El techo se desplomó sobre la pobre Niní... Rodolfo... ¡en casa! ¡Y desde hacía horas, según todas las apariencias! Pero no podía ser..., ¡no podía ser! —Pensé que te ibas a quedar hasta mañana, querida. Si no, te habría ido a buscar... —Y yo. . . —y Nini no pudo decir más.
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—¡Pero estás disfrazada!... ¡Claro! ¡Qué idiota soy! —rió él—. ¿Fuiste al baile, verdad? ¡Para sorprenderme con el disfraz!... ¡Pobrecita! —añadió, pesaroso—. ¿Cómo ibas a adivinar que yo me retiré enseguida?... ¿Me estuviste buscando mucho rato, mi cielo? —P-ero —balbució ella—. ¡Si tú...! Él la besó ligeramente en la pintada boca; le tomó luego, retozón, el antifaz de la floja mano y se lo puso, riendo. —¡Mi precioso Pierrot...! Resulta —explicó—, que me aburría como una piedra sin mi amorcito... Al rato, no aguanté más y me fui a un bar a tomar algo, con la idea de venirme para casa en seguida. Pero me encontré a un conocido, y estuvimos conversando..., a José Mascagni, ¿sabes?... ¡ese indeseable! —¿Mas...cagni? —Sí —repuso Rodolfo—. ¡El pesado ese...! ¿Sabes por dónde le dio ahora? ¡Por los bailes de Carnaval! Dice que le agradan, porque allí la gente se despoja de todas las inhibiciones, gracias a la impunidad que les presta el disfraz, liberándolos de los convencionalismos de la vida social..., y qué sé yo qué más...; ya sabes cómo se las da de filósofo. En fin, que no me lo pude sacar de encima; y aparte de estarme envenenando los oídos con sus chismorreos durante todo el trayecto hacia acá..., ¿te imaginas lo que hizo? Un sombrío presentimiento, algo terrible, aunque todavía informe —y por eso mismo, más aterrador—, se cernía sobre el espíritu de Niní, que no quería pensar, que se negaba a imaginarse nada... —¡Tuvo el tupé! —dijo Rodolfo, disgustado—. Como vio que me iba a quedar en casa y ya no iba a salir por toda la noche, ¡me pidió prestado el dominó! Porque no había podido conseguir disfraz. ¡Y no tuve más remedio que dárselo! ¡Habrase visto!... ¿Qué te parece, mi vida, eh? Por fortuna, Rodolfo no pudo ver la cara de Niní, oculta tras el antifaz. Otros tiempos, otro ritmo, otra gente. Pero los mismos recelos, los mismos rencores y las mismas pasiones en juego. 121
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
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F
eliciano cogió una curva a doscientos kilómetros. Se salió de las vías. Chocó contra un burdel barato y se mató. Pero murió sonriendo… De pequeño, el bróker de mediana edad de una pequeña ciudad de la provincia, larguirucho y más bien feo, siempre se había
sentido atraído por los trenes; nadie supo muy bien por qué… Quizás, porque sus padres eran las personas más aburridas del mundo y él, que había salido más a sus abuelos (un poco, solo un poco, menos depresivos), quería conocer mundo. Para eso, tenía que salir de su casa paterna donde, aún, con cuarenta y cinco años, vivía. Y también tenía que escapar de esa pequeña ciudad de provincias, de la que casi nunca había sacado los pies, a pesar de tener suficientes medios económicos para dar varias veces la vuelta al mundo. Había realizado varios viajes de trabajo al extranjero y alguna vacación siempre, en solitario por algún país extranjero y alguna que otra provincia. Pero eso era todo. Ahora, ya no viajaba y tampoco tenía amigos. Salía solo “a dar vueltas” todos los fines de semana; completamente solo. Desde muy temprana edad, sus progenitores comenzaron a comprarle maquetas que él montaba con gran devoción y con las que luego jugaba con mayor esmero. Eso le causó una gran soledad, que él vivía con despreocupación, mientras sus compañeros de colegio y vecinitos se juntaban en la calle y patios para hacer deporte u otros juegos infantiles y juveniles. Hizo, no obstante, algunos amigos. Lo cierto es que de joven era bastante más sociable que lo que llegó a convertirse de adulto. Y es que la genética es inevitable, así como absorber las formas de ser de los seres con quien se convive. Otra de las características de Feliciano es que no se le había conocido ni se le conocía pareja alguna, ni femenina ni masculina. Sus antiguos amiguitos le habían tanteado conque si era gay, pero él siempre, lo negaba. A continuación, de la forma más infantil y poco inteligente, si veía alguna moza guapa, la silbaba, pero ellos no se lo tragaban y se reían aún más. De modo que, con el transcurrir de los
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años, el chaval, ya adulto, se fue encerrando en sí mismo, cada vez más. Su vida eran sus padres cada vez, más viejos, su trabajo y sus trenes. Este chico no acaba de madurar solía decirle, en voz baja, la madre al padre, cuando el hijo andaba absorto en los raíles y las máquinas ferroviarias. ¡Déjale, mujer! Mejor esto, que las putas, las drogas y el alcohol . Respondía despreocupado el padre. Pero una sombría tarde de noviembre, el mes de las ánimas, a Feliciano se le cruzaron los cables y no precisamente los de sus maquetas. Salió de su cuarto de trenes. Dio un portazo. Frunció el ceño, se sonó los mocos y se dirigió velozmente hacia la calle. Sus padres no le dijeron nada: ya tenía treinta y cinco años y podía hacer lo que le viniera en gana. Si no se había independizado, era porque no le apetecía. Cruzó el paso de cebra en rojo y rompió a llorar. Se paró en la esquina de una charcutería con tan mala pata que se topó con la vecina de abajo, que acababa de comprar una patorra de pavo. ¡Feli, mira por dónde vas! ¡Casi te chocas conmigo! Le gritó muy descarada, como, por otro lado, era ella. Una gallega sin formas. Lo siento señora Maruxa. Tengo prisa. Y si tanta prisa tienes, filiño, ¿por qué te has parado en esta esquina a llorar? Porque he comido cebolla. ¿Cebolla, a estas horas? La cebolla se come a cualquier hora y mi hora de comer cebollas son, siempre, las seis de la tarde. ¡Hala, y déjeme marchar! Pero si nadie te lo impide. Mira, a ti te pasa algo, lebratiño. Se lo voy a contar a tus padres. Si les cuenta que me ha visto, bajo de madrugada y le timbreo la puerta hasta que se vuelva loca. Le contestó él rencoroso.
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¡Mírale, mírale..! Y parecía bueno el rapaz…No, si ya te digo yo: Fíate de los mansos, que son los peores, los más falsos. ¡Hala, que te la pique un pollo! Y a usted que le folle un pez. Y Feliciano se escapó con lágrimas en los ojos y sonándose continuamente los mocos. Y no se le ocurrió mejor cosa que comprar un billete del tren de cercanías hacia la capital. El trajín de los vagones y el hecho de que había muchos pasajeros le tranquilizaron: el movimiento por sí mismo le relajó y las miradas de varios pasajeros cotillas le impidieron seguir lagrimeando. Había llorado de soledad, de su pura incapacidad y cobardía para dejar la casa paterna y enfrentarse solo al mundo. Había llorado por la carencia del amor carnal y del amor emocional y sentimental. Había llorado, en definitiva, porque no podía más, pero tampoco sabía cómo poner remedio a esa situación insostenible. Todos estos pensamientos le cruzaron por su mente, mientras emprendía el corto viaje. Un viaje a ninguna parte y a todas. A ninguna parte física. A todas las partes mentales; todo lo que su imaginación diera de sí. Al menos, imaginación, le sobraba. Llegado al punto de destino, como no quería bajarse del tren y dar vueltas por la ciudad él solo, fuera de su zona de confort. Compró otro billete de vuelta a su hometown y volvió a hacer funcionar su creatividad mental. En el viaje de retorno, ya plenamente calmado de sus anteriores nervios, pensó en sus amiguitos de la infancia y se dio cuenta de lo que les echaba de menos. También pensó en un compañero de Secundaria de quien se había enamorado perdida y platónicamente y que, por supuesto, no fue correspondido porque el adolescente ni siquiera se había enterado. También recordó cuando comenzó sus estudios universitarios y lo marginado que socialmente comenzó a estar por culpa de su forma de ser. Se dio cuenta de que solo había heredado la alegría de sus abuelos para sus años de infancia y adolescencia porque, ahora, en su temprana madurez, la fuerza de los genes sobre todo, paternos los de un padre depresivo hijo único irremediable e insoportable, comenzaba a pesarle sobremanera. Y también recordó lo que fueron los inicios de su existencialismo vital y de sus primigenias lecturas de
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Nietzsche y Kant, menos Schopenhauer, que era más vitalista. Y se enganchó a los corto-viajes en los trenes de cercanías por toda la provincia y dejó de plano sus maquetas de la infancia y la adolescencia. Ya era hora de saborear los trenes en persona Comenzó a repetirse mentalmente, una y otra vez. Los viajes a la capital de la provincia comenzaron a ser combinados por aquellos a otros puntos de ella. Y, posteriormente, a otras ciudades de provincias limítrofes. De modo que llegado el sábado, por la mañana, cogía la mochila, una cantimplora y un bocata y salía de casa poniendo como excusa a sus padres que se había apuntado a un grupo de senderismo. Pero cuando de noche volvía, ellos se fijaban siempre en las botas y no veían rastro de barro alguno en sus suelas. En esos viajes se imaginaba una vida paralela, una especie de Second Life virtual. La imaginaba con todo lujo de detalles: su novio, la casa en la que ambos vivían, los dos perros Collie que habían adoptado y que les querían con locura, su rica vida social y la integración de sus padres en dicha vida. En esos ensueños era plenamente feliz. Llegaba a su punto de destino y volvía al de partida en el mismo tren. Había viajes que duraban hasta seis horas; tres de ida y otras tres de vuelta. Y él, cada vez más enganchado a ellos. Ya no necesitaba de novios, amantes o amigos o incluso, padres. Había llegado a tal nivel de neurosis, que incluso llegó a pensar que si estos morían mañana mismo, él seguiría siendo tan feliz con los viajes en tren y su segunda vida imaginada en ellos. Aquel sábado, algo turbulento comenzó a bullirle en su cabeza. Se levantó a las cinco de la madrugada, cuando sus madres aún estaban en la fase REM. Cogió la mochila y salió despavorido hacia el primer tren del día. Compró nervioso el billete de ida y vuelta y montó. No había pasajero alguno. Frunció el ceño como siempre hacía cuando tenía problemas y rompió a llorar. Y corrió hacia la cabina del conductor y la abrió dando un golpe a la manilla con la cantimplora. El hombre torció la cabeza y se encontró con un buen mamporro y quedó inconsciente. El tren ya había arrancado y Feliciano tomó el mando.
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¡Este va a ser mi viaje total, el definitivo! Dijo a gritos y entre sollozos. Entonces, puso la locomotora a máxima velocidad y las ruedas del tren comenzaron a echar chispas. Los pájaros de los postes eléctricos que aún dormitaban sobre ellos salieron espitados viento arriba. Y varios lagartos fueron atropellados por las ruedas de hierro del tren y espachurrados y hechos papilla viscosa con moco y sangre mezclados. La curva se atisbaba muy cerca y aceleró la máquina y se salió de las vías gritando de alegría y tuvo el primer y único orgasmo de su triste y dramática vida a la que, también, por vez primera, le dio una resolución inteligente y… definitiva.
IÑAKI FERRERAS
España
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H
ace 3 años, viaje a la ciudad de Tijuana a bordo de un tráiler de la marca Kenwort, el viaje era lento y largo.... charlábamos a bordo del mismo. En el camión iban una prima de nombre Josefa, su esposo Chuy y otro primo llamado Alex, el cual era hermano de Josefa.
Era de noche y subíamos una carretera rumbo a Tijuana llamada la Rumorosa, la cual es una de las carreteras más peligrosas de México. Miraba a los costados y solo se veían grandes barrancos. Abajo se podían observar restos de accidentes, que habían quedado atrapados, porque era imposible sacarlos con grúa, ya que estaban muy abajo del desfiladero. Por todas partes se apreciaban fierros retorcidos, algunas veces de camiones, autos compactos, camionetas. En algunos de ellos se apreciaba que se habían incendiado después de caer al precipicio. En eso el tráiler detuvo su marcha. Vamos a parar un poco para orinar, bájemos un poco para despabilarnos — comentó Chuy. Sí contestó Alex. Hace un frío del Demonio dijo Josefa. Me bajé del tráiler, estiré los pies un poco y me quedé viendo el barranco.... miraba las piedras, ya que todo el camino era una montaña dura y seca sin árboles, con grandes barrancos. Allá a lo lejos se veía una luz, como de una placa que había quedado de algún auto accidentado. La placa brillaba con las luces de los carros que iluminaban el lugar. Tomé una piedra del ancho de mi mano, medio pesada y la arrojé al barranco apuntando hacia la placa que había visto. Cayó la piedra dando en el blanco. Escuché de pronto un grito, ¡ay! Puse atención y percibí lo que parecía el llanto de un niño. Miré detenidamente hacia abajo, el llanto parecía salir del fondo del barranco.
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Tomé otra piedra, volví a tirarla al precipicio y se volvió a escuchar, ¡ay! seguido del llanto de un niño, ¡ñaaaa ñaña ñaña! Me asomé hacia el barranco para mirar si había alguien abajo pero no se veía nadie. Pensé que era mi imaginación... con estos aires tan helados cualquiera se confundía. En eso se acercó mi primo Alex y le comenté: ¡Como que escucho un niño llorar allá abajo! ¿Tú también lo escuchas? preguntó Alex. Sí murmuré preocupado. En ese momento escuchó la plática mi prima Josefa y nos gritó: ¡Vámonos vámonos, súbanse al tráiler rápido! Presurosos nos subimos al camión. El aire soplaba, golpeándonos la cara con su frialdad. Chuy arrancó el tráiler que comenzó a avanzar. Antes de encender las luces vimos en la carretera, a lo lejos, varias personas caminando pidiendo raite. Chuy encendió las luces del camión y cuando lo hizo las personas ya no estaban. Apagó las luces momentáneamente y volvieron a aparecer, caminando por la helada carretera, haciendo señas; algunas veces hacían señales hacia abajo del barranco, como queriendo que nos accidentáramos, guiándonos hacia el abismo. ¿Qué es eso, Chuy, Alex? pregunté ¿Por qué se ve toda esa gente? Me respondió Chuy: Son las ánimas del camino, siempre se ven en esta carretera, son personas que murieron aquí y quieren llegar a su destino, por eso piden raite. Nos dirigimos camino hacia Tijuana en silencio, nadie dijo nada...pero yo sabía que ese viaje por La Rumorosa, lo recordaría por mucho tiempo, como el frío de mis huesos de esa noche.
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ALEJANDRO ALÍ
México
Facebook: https://www.facebook.com/alejandro.ali.758/
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E
n el barrio los vecinos se apiadaban, cuando dejaron de juzgarlo, del viejo borrachín que había dilapidado su fortuna. Aquel hombrecito carecía de buenas facciones en el rostro, era poseedor de modales burdos, lenguaje torpe y atropellado, sufriendo cada vez más de demencia senil, vestido con andrajos
en las calles. En su sempiterna embriaguez, le gustaba contar la mayoría de las veces sobre una historia de amor que lindaba con lo inverosímil. Se preguntarán ustedes, qué importancia puede tener un hombre de edad en estado indigente que apenas está con su vida, que lo único interesante que te puede contar es la vez que se enamoró perdida y de forma platónica de una chica a la que dejó de verla tras salir del colegio. Sin embargo, aquello suena atractivo en el terreno de lo ajeno y lo vulgar, de los chismes y las mal habladurías, en especial en las zonas donde abundan los lumpen, los drogadictos y los pandilleros. Decían los vecinos más antiguos que de pequeño era hiperactivo y travieso, que usaba unas gafas de abuelito y vestía ropa anticuada que lo convertían en un gracioso antipático, pero de adolescente se volvió tímido, retraído, y andaba por las calles en las nubes, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Cuando cumplió los veinte años, sus hermanos mayores viajaron al extranjero a ejercer las profesiones que estudiaron con dedicación. Sin embargo, él fue el único que nunca llegó a concluir sus estudios universitarios, dicen porque sufría una terrible depresión que le inhibía expresar sus sentimientos más elementales, una especie de incomunicación que le impedía liberar sus ideas con coherencia, algo extraño en sus congéneres que aman el Arte, como se supone que son ellos. Le creyeron un enfermo y tuvieron que tratarlo con médicos especialistas que le descubrieron un mal que postra y ataca a personas demasiado sensibles. Después de unos años, sus padres, ya personas de edad, al verlo más recuperado y mucho mejor que antes, avalándose en que había retomado los estudios superiores y parecía cada vez más un chico normal con el tratamiento, 134
partieron a visitar a sus hermanos. Por una extraña razón, jamás regresaron, e incluso hasta el presente no se sabe nada de ellos, de la familia Ventura Sindulfo. Y el benjamín, es verdad, parecía un extranjero de otro idioma con los vecinos, pues no les hablaba y apenas los saludaba con un murmullo que ellos entendían muy mal. Él nunca supo contar sobre qué pasó con sus familiares, ni nadie lo pudo averiguar. Sin embargo, al año, aquel jovencito dejó de tomar la ruta que lo llevaba a su centro de estudios, y consiguió un empleo ajeno a su profesión que debía ser pesado, pues salía de su casa a las seis de la mañana y volvía a las once o a la medianoche. Su vida monótona se interrumpió cuando intentó casarse con una mujer a la que no amaba y a la que dejó esperando en el altar el día de la boda. En aquella época, ya habían desaparecido los clanes familiares más fuertes del distrito y, por lo tal, las broncas entre ellos dejaron de realizarse en nuestra calle, que era su preferida, aunque esta continuaba siendo escenario de batallas campales entre hinchas locales de Alianza Lima y Universitario. Él pasó desapercibido aquellos años, como un huraño o un personaje nada público, pero el incidente de aquella boda inconclusa le hizo ganar fama de tonto en el vecindario. Los detalles de lo sucedido, como verán, se esclarecieron con el pasar de las semanas. Unos meses atrás, él había conocido a una bella dama que vivía al otro lado de la ciudad, con quien iniciaron una relación amorosa vertiginosa. Cuando decidieron entablar matrimonio, su pareja le dijo que se fuera a vivir con ella, a la casa de ella, y que la suya la vendiera para armar un negocio. Lo que nadie sabe a ciencia cierta es qué fue lo que pasó en su cabeza para desistir de aquel futuro que, tal vez, le hubiese salvado de tanta infelicidad, que seguro la sufre ahora en su total indigencia, como todos opinamos y lo sentimos en nuestro más sensible interior. Según nos enteramos después, por su propia boca, aquello se debió a que toda la vida vivió enamorado de una chica a la que nunca declaró su amor (es más, apenas le saludó por internet sin que ella jamás pudiera verle el rostro) y a la que no volvió a mirar tras dejar el colegio, donde había surgido aquello que nosotros 135
los comunes llamaríamos patología mental. Por ello, lo que pasó con la novia plantada, no fue otra cosa que solo una aventura con la que quería tapar el sol con un solo dedo; es decir, ocultar con masoquismo su verdadera, apasionada y única ilusión: su Mireia del alma. Pero, ¿quién podría creer esa historia? Solo él, por supuesto. Si empezó a beber fue en ese punto decisivo de su vida, donde había perdido la noción del tiempo por vivir encerrado en su habitación, en aquella época oscura de su existencia, y que lo hizo aceptar después el vaso con caña que le ofreció Melquiades (un dipsómano que murió de cirrosis varios años atrás), quien era su vecino de alojamiento del hostal de mala muerte donde dormía, el mismo donde se vendían polillas a un precio módico y los fumones alucinaban fantasías de otras dimensiones. ‹‹Fue un amor a primera vista lo que me pasó con Mireia, y a veces me parece lo más grandioso y fenomenal que pudo sucederme, pero otras lo siento, odiándome a mí mismo, como lo peor que me pudo pasar››, le dijo aquella vez el Ventura Sindulfo totalmente embriagado a Melquiades, con una voz expeliendo un aliento ácido y azucarado. ¿Quién era la tal Mireia? Las vecinas del mercado la conocían. Era una muchacha muy bella y engreída que vivía con sus abuelitos a varias manzanas de nuestra zona, y decían que tenía fama de enamoradiza. Se supo además que tuvo un primer hijo a los diecisiete años de un estudiante de Derecho que la abandonó por no perjudicar su profesión. Al par de años después, volvió a estar con un técnico en ingeniería que dicen había sido su primer enamorado en la época del colegio, cuando ella estaba en primero de secundaria y él en quinto. Ahora, es una tierna abuelita que engríe a sus nietos. ‹‹Yo una vez recité un poema de Pablo Neruda en mi colegio, delante de todos los alumnos y profesores, donde entre la muchedumbre de estudiantes, escondida entre las filas escolares, me escuchaba Mireia, mi imposible Mireia››, contaba su adorador secreto a cualquiera que se atrevía a brindar unas copas con él, cualquier imprevisible día de la semana, ya vestido con una camisa grasosa y 136
unos pantalones raídos, junto con los alcohólicos del barrio, en la época que desgastaba toda su fortuna. Incluso los Mariachis, como conocíamos a los alcohólicos que cantaban a voz en cuello y con desatino las penas del corazón sentados en la vereda de la ex iglesia evangélica vieja y ruinosa que abría una vez cada prolongado tiempo, le habían dedicado un tema irreprochable que comenzaba así: ‹‹Las estrellas de tus ojos siempre me miran en silencio, como tu voz ausente, tus caricias perdidas, tus deseos prohibidos, mientras yo me desangro en tu pasión››. Día tras día, noche tras noche, en aquellos tiempos, era común ver al pobre hombre en las esquinas del barrio, tomando su botella de caña y aguardiente en vasos descartables y sucios, discutiendo con acaloramiento o a carcajadas con sus compañeros de ocasión, y en los momentos más sentimentales cantar gritando. El vejete perdió la noción de la cómoda vida que alguna vez llevó, pues sufría más que vivía, subsistía, y pese a eso nunca se le vio renegar de su amor imposible, sino solo se le escucharon frases de adoración y dulces versos para con ella, mezclando anécdotas truculentas con detalles variopintos. Varias veces se le escuchó decir, por ejemplo, que la primera vez que vio a esa «brujita» —a veces la llamaba así, o «angelita», «diablita», «damita», «beldad» también—, fue en el recreo, cuando él, solitario, observaba desde el patio una paloma blanca con una oliva verde en su pico, posada en la balaustrada del segundo piso del colegio. Mireia apareció a paso lento y el ave, de forma inexorable, se dejó acariciar por las palmas níveas de aquella doncella. La miró con éxtasis, anonadado, conmovido, purificado, sintiendo con fuerza el ímpetu de la atracción indestructible. No comprendió en aquel momento la distancia que se forjaría eterna por el hierro del destino, estando desde el inicio hasta el final como siempre se dilató aquella historia personal: la tal Mireia en lo alto y él observándolo desde lo bajo, sin que ella lo advirtiera, venerándole con el más apasionado sentimiento. Fueron años después de aquella epifanía real, anecdótica y demoníaca, cuando empezó a juntarse a beber con los borrachitos callejeros en nombre de 137
ella, su diosa, y empezó a despilfarrar con rapidez su poca fortuna que le sobraba, lo botaron del alojamiento, empezó a dormir en el parque o en los antros de sus camaradas, a no cambiarse de ropa o a vestirse sucio y maloliente, hasta que envejeció y lo tomaron como viejo pelele, apiadándose de él cada vez que abría su mundo interior al mundo, con rarezas y excentricidades que ruborizaban, como la historia de su primer y único amor imposible.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/Francois-Villanueva-Paravicino-Autor105990861082782
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a tierra ha pasado por diversos períodos históricos. Pero lo cierto es que el mayor desarrollo lo ha realizado el ser humano, quien, siendo relativamente joven en el planeta, ha logrado colonizarlo. Así se manifestaba el profesor adjunto de biología
espacial Simon Estévez, ante una audiencia de estudiantes universitarios. La cátedra tenía, además, el estudio de territorios colonizables, fuera de la tierra. Numerosos proyectos habían sido presentados, aplicando nanobiología y biotecnología. El proyecto que ganó ese año fue “Sembradores”. El planeta elegido: Marte, que ya en el año 2097 no era ningún misterio. Varios programas habían sido desarrollados y al anterior: “El Domo”, le habían otorgado todas medallas. Era una estructura que simulaba un microclima, que propiciaba el crecimiento de plantas y sobre todo arbustos. La ciencia y la tecnología estaban apañadas en mecenazgo por empresas que buscaban desarrollar nuevos productos para invertir. La idea era hacer de Marte un territorio habitable para los humanos, un sueño que desde hacía décadas venía insistiendo Estévez. Ya era un hombre de mediana edad, cuando le aprobaron su tesis. Solterón por elección, había dedicado toda su energía a este proyecto. Por supuesto que quiso viajar y coordinar la gira. Estévez ya había estado en el Domo anteriormente, pero como observador, ahora era distinto. Sería el encargado de desarrollar junto a seis estudiantes lo que ellos llamaban “Sembradores”. Cuando en el año 2003 se encontró metano en Marte, fue uno de los descubrimientos más dramáticos, porque eso quería decir que podría existir una fuente relacionada con la vida, bajo la superficie. Al cabo de varios años de estudio se pudo saber que la vida era microscópica, que se encontraba muy adentro, buscando capas más frías. Pero la recopilación de especies era una ardua tarea y era tal la cantidad de vida que era casi imposible clasificarla en grupos. El Domo había desarrollado con éxito el clima, y las plantas gimnospermas se multiplicaron y llegaron a constituir el sello de la Universidad, 140
pero, los estudiantes, alentados por los empresarios, quisieron ir un poco más allá y “Sembradores” significaba que las plantas que se llevaran a estudio, fueran angiospermas. Para lo cual necesitarían un agente polinizador. Ese era el gran desafío del bio desarrollo en Marte. Los estudiantes y el profesor Estévez, seleccionaron con ingenio, las especies más aptas para tal experimento. —¿Abejas en Marte? —preguntó uno de los estudiantes. —Sí, tendremos que tener mucho cuidado, no sabemos cómo se comportarán en el clima marciano —dijo Estévez. —También mariposas u otro lepidóptero que pueda trasegar polen — comentaban. —Me inclino por las abejas, tienen una sociedad más estricta y delimitada territorialmente —agregó Estévez y todos estuvieron de acuerdo. —Bueno, ya se han llevado lombrices y caracoles, solo faltan las abejas polinizadoras —agregó otro de los estudiantes. Todo resultó perfecto, las plantas fueron llevadas junto con las abejas. A los dos meses, las abejas habían perdido el rumbo y terminaron por irse unas contra otras, muriendo y dejando a las plantas sin polinización. El Domo tenía varias capas que en determinados momentos se abrían y se cerraban. Luego del desastre de las abejas, se les vino el proyecto abajo y no tenían como solucionarlo. Los vientos de Marte levantaban arena muy fina que se colaba por cuanta hendija encontraba. Y fue así que, luego de una ventisca insoportable, las plantas comenzaron su floración. Todos estaban desconcertados, no podían identificar el agente polinizador, pero lo cierto fue que las plantas dieron flores y las flores dieron frutos marcianos. Lo atribuyeron al viento, pero en realidad había sido el polvo marciano, lleno de microorganismos latentes a la espera de multiplicar la vida. Las frutas fueron llevadas a estudio y no se encontró toxicidad, en realidad resultaron muy comestibles y el sabor era algo increíble. Al pasar el examen, fueron llevadas a la mesa de los estudiantes, así se
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mandaron naranjas, duraznos, paltas; pero las reinas fueron las frutillas, carnosas y jugosas. Los empresarios ya diseñaban un plan para la venta de frutas exóticas marcianas. A la semana, las plantas que otrora deslumbraran a los científicos, comenzaron su mutación. Primero fueron las hojas, que se transformaron en elocuentes gajos pestilentes que colgaban de sus tallos. Luego los troncos pasaron por un proceso de ensanchamiento y descomposición nunca antes visto. Estévez quiso arrancar las plantas de raíz, pero se cortaban por la parte más fina del tallo y quedaba la raíz adherida al compost. —¡Otro fracaso, como las abejas!, ¡Qué poco duró la emoción! —dijo Estévez. Los seis estudiantes, que se habían trasladado a Marte para estar al lado del proyecto, apoyarlo y realizar un seguimiento, estaban devastados. Habían filmado los avances y retrocesos que eran transmitidos a la base en la tierra. Crecía la preocupación en el Domo, todo se estaba contaminando. Lograron aislar la parte de “Sembradores” con pantallas oscuras para ver si, al no recibir los rayos del sol, las plantas morían. Ellos quedaron aislados junto a sus plantas. —¡Suicidio asistido! —gritó Estévez—. ¡Así tendría que haberse llamado el proyecto! —¡Ese maldito viento de mierda! —gritó uno de los estudiantes. Lo cierto fue que las plantas no murieron, al contrario, en su mutación siguieron creciendo y dando flores de un olor asqueroso, y frutas que se parecían a deformes tubérculos que nadie en su sano juicio quiso tocar. El ciclo fue tan rápido que no pudieron registrar en qué momento se realizó la floración. La transformación de Estévez comenzó a las dos semanas. Luego, la de los estudiantes, casi enseguida. Primero empezaron a aflojarse los brazos, que cayeron como flecos al costado del cuerpo, sin músculos. La piel se les comenzó a engrosar y a pudrirse sistemáticamente a la crecida del cabello. El estómago comenzó a agrandarse y
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terminaron escupiendo minúsculas esferas espinosas de color marrón; pestilentes y babosas, que, al colarse al otro lado, se adherían a los cuerpos de los astronautas, de los pilotos y personal de servicio que no habían participado directamente del proyecto “Sembradores”. La transmisión con la base se cortó y el Domo se transformó en un jubiloso jardín que cada tanto esparcía al viento pequeñas esferas espinosas marrones.
MÓNICA MARCHESKY
Uruguay
Página WEB: https://monicamarchesky.wixsite.com/escritora
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onó el radiodespertador. Las 0600 del sol 18 del mes local… ¡qué más daba cómo lo llamaran!... ni lo sabía ni me importaba, la verdad… en aquel remoto planetoide de nombre impronunciable en algún lugar perdido de la galaxia. Aún con
los ojos cerrados alargué el brazo y agarré el libro de bitácora: «Misión 374. Día 12. Hoy tengo un día complicado. He quedado a las 1100 con un malnacido; Tras'os se llama, El Ignominioso le llaman sus ‘amigos’. ¿Cómo me he metido en este berenjenal? Bueno, de peores he salido», escribí o, mejor dicho, medio garabateé con la mirada borrosa —siempre me dicen que lo registre todo en un videolog, que es más rápido y eficaz, pero ¿qué le voy a hacer?, en eso me declaro algo anticuado, donde esté un libro de papel…—. Me duché, me vestí y bajé a la cocina de mi nave estelar: un cuchitril con cuatro cacharros donde Aroe, mi robot-cocinero, me hizo un revuelto autóctono y un café, o eso me dijo, no sé, estos alimentos modernos… ya no se come como antes. De fondo sonaba un tocadiscos: un violinista interpretaba un clásico… —sí, también prefiero los discos de vinilo—; ¡eso sí que era música, y no lo de ahora! Todo había empezado un par de semanas antes, cuando mi jefe, Kelsmos —un gigantón gordo y malhumorado; el mandamás de aquella guarida de piratas—, me asignó un trabajito. «Será sencillo, Ahato; ya sabes, ahora con la desescalada y eso… ¡pero alegra esa cara, amigo mío, son nuevos tiempos!», me dijo con su vozarrón de ogro malayo. Me llamaba “amigo mío”, pero era más bien su lacayo, aunque un lacayo con cierta autoridad entre sus corsarios. El “trabajito” se las traía, naturalmente, pero no podía negarme —tenía deudas y necesitaba el dinero—, al menos por el momento: debía ir al planetoide Sampwardankähl, o algo así, en el quinto pino, o más allá, ya me entendéis, donde una indeseable alimaña —el tal Tras'os— regentaba una de nuestras franquicias periféricas. El caso es que, aun habiendo firmado con sangre para subrogar el acuerdo que tenía el antiguo dueño con mi jefe, el infeliz, creyéndose alguien, había osado negarse a pagar su cuota. Y a eso iba yo: a cobrarla. Fácil, ¿verdad? Se trataba de una franquicia muy rentable, es cierto, y de ahí nuestro 145
interés por no quedarnos sin sus sabrosos beneficios: algo relacionado con la isoflavona y sus aplicaciones en tratamientos de cirugía estética genética transpolimórfica, tan de moda por aquellos tiempos entre la yet set. Oculté mi nave en un rincón apartado, junto a unos manantiales de vapor it'aldusiano, lejos de la guarida de Tras'os, para evitar encuentros inoportunos con la guardia de gorilas armados que la custodiaban, y me dirigí al bunker para la reunión. —Me siento honrado por su visita, señor Ahato, pero no era necesario que malgastara su valioso tiempo; podíamos haber llegado a un acuerdo vía holográfica no presencial —me dijo El Ignominioso con cierto tono zalamero. —Me alegro oírle hablar de “acuerdo”, señor Tras'os —le respondí con una leve sonrisa. —¡Pero por supuesto, amigo mío! —otro que me llamaba amigo mío—; al fin y al cabo la situación está clara: el negocio es mío y el señor Kelsmos no tiene ningún derecho sobre él. —Me temo que en eso discrepamos, señor Tras'os. —¿Y cómo me lo van a impedir, señor Ahato? —y soltó una carcajada sin gracia que hizo retemblar la mesa que nos separaba. —Para eso he venido yo, “amigo mío” —le dije sin sonreír. —Un hombre solo… me suena a título de película —dijo Tras'os—. Mire a su alrededor y cuente: mis nueve hombres en esta sala, mi bunker, fornidos como osos; quince fuera aguardando una orden mía, y pueden venir más si los llamo; todos ellos guerreros sin escrúpulos curtidos en mil batallas y armados hasta los dientes… Pero era evidente que todo estaba dicho. En lo que Tras'os tardó en dar la orden de matarme, yo me deshice de tres; en total tardé cuarenta y ocho segundos en aniquilar a los diez, incluyendo a Tras'os. ¿Y los hombres que custodiaban fuera?, preguntaréis: pues muertos; me había encargado de ellos antes de entrar en el bunker. —Trato hecho, señor Tras'os —dije al irme. 146
A la mañana siguiente encontraron a El Ignominioso muerto desangrado en el suelo de su bunker, con la firma de Kelsmos tatuada en el pecho —era un mensaje: con Kelsmos no se juega—; y la foto de su cadáver se convirtió de inmediato en meme del año. El resto fue fácil. Cuando la noticia se hizo pública, descabezada la organización, sus gorilas y secuaces se rindieron o huyeron. Y, naturalmente, recuperamos la franquicia. Kelsmos sabía a quién enviaba a hacer sus “trabajitos”. Sabía que podía contar conmigo, que nunca le defraudaba. Quizá le pidiese aumento de sueldo. Sí. Esa misma tarde escribí mi informe y se lo transmití a Kelsmos por señal de radio vía satélite —adjuntando, eso sí, un selfi mío junto a los muertos como prueba del trabajo bien hecho—, después de escanear las hojas de papel. ¿Qué queréis?, estoy chapado a la antigua.
LUIS J. GORÓSTEGUI
España
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EL EXPRESO DE LAS DIEZ TREINTA Amancia L.Lordén
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esde niño escuchaba el sonido del tren desde su cama antes de dormirse. Mientras rezaba sus oraciones cada noche, estas se mezclaban con los pitidos del expreso de las 22:30, los aguardentosos gritos de su padre y el llanto sordo de su madre. Al menos durante un rato, el paso del tren amortiguaba aquella
amalgama de furia y truenos de las tormentas familiares. Conseguía dormir imaginando que viajaba en alguno de sus vagones, debatiendo con aquellos nocturnos pasajeros los motivos que les empujaban a desplazarse hacia su destino. Soñaba, incluso, con ser maquinista algún día y poder recorrer mundo, conducir una de aquellas locomotoras y alejarse del pueblo, de la miseria, y sobre todo, de su padre. No quería quedarse allí y ser pastor de cabras, como él. No quería ser un fracasado, ni un amargado, como él. No quería ahogarse en un mar de alcohol, como él. Simplemente, no quería ser como él. Cada noche cerraba los ojos esperando estar en otro lugar al abrirlos. Y soñaba que huía… que saltaba por la ventana, que corría campo a través, y que una vez alcanzada la estación, abordaba aquel bendito expreso. Los días habían ido transcurriendo mucho más lentos de lo que Andrés
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anhelaba. Procuraba no desperdiciar ni un minuto del tiempo que le permitían estudiar, algo esencial para lograr su objetivo, pero cada día, a escondidas, iba a la estación y permanecía embobado viendo pasar los trenes. Su padre le obligaba a ayudarle con el rebaño y él obedecía sin rechistar. Era muy consciente de lo que significaba llevarle la contraria, y no podía consentir que la frágil osamenta de su madre siguiera sufriendo las consecuencias. Cada vez que miraba su ajada figura, o sus hundidos ojos, pintados de amargura y desesperación, le lanzaba mensajes de ternura desde las profundidades del alma, intentando reconfortarla. Así como ocultaba el profundo desprecio que había ido acumulando hacia su padre bajo un rictus de falsa indiferencia, largamente ensayado frente al espejo. Hoy, por fin, cumplía dieciocho años. Las horas se habían ido atropellando unas a otras, y el tiempo se le había escurrido entre las manos sin darse cuenta. El sol atardeció, una vez más, en los ojos de su madre antes de ocultarse tras las montañas. Y cayó la noche, esa que, tantas veces, llegaba sin avisar oscureciendo sus días, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Pero hoy era diferente, hoy, la noche había llegado para acompañarle, para ser su cómplice y cubrirle en su escapada. Hoy, había llegado el momento de huir de verdad. Se sentaron a cenar, juntos por última vez, pensó. El menú que su madre había preparado era exquisito, cordero con setas. Su padre, extrañamente sobrio, las había recogido en el bosque y se las había ofrecido como regalo de cumpleaños. Mientras comían, sentía su mirada clavada observándole, como si sospechase, como si supiera. Sin embargo, cenaron en armonía. Al terminar, se despidió con un “buenas noches”, y se fue a su cuarto a esperar. Garabateó unas cuantas palabras de despedida para su madre en un trozo de papel, revisó las pocas cosas que había guardado en su mochila y echó un último vistazo en derredor. Sentía náuseas y la cabeza le daba vueltas. Ya era la hora. Con las entrañas retorcidas de dolor, saltó por la ventana y echó a correr sin volver la vista atrás. Una sombra agazapada en el zaguán le contempló alejarse, sin intentar retenerle, con la tranquilidad de quien sabe lo que va a suceder. Y encogiéndose 150
de dolor, se sentó pacientemente a esperar. A lo lejos, el pitido estridente de un tren comenzó a rasgar el silencio agónico de la noche.
AMANCIA L. LORDÉN
España
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VÍAS DE eNSUEÑO José Treviño Hernández
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l ferrocarril pasaba puntual por el pueblo cada semana, yo era a mi manera muy particular un pequeño maquinista, soñaba con subirme a aquella bestia, a aquel enfurecido “toro” salvaje de metal y a la vez tan noble y dócil. A lo lejos escuchaba el bramido de la bestia "Uuuuuu Uuuuuu"
e inmediatamente corría a mi casa, me trepaba al techumbre de lámina y la observaba pasar, majestuosa, con el polvo del camino cubriendo la máquina como una segunda piel, exhalando humo por todo el carbón que se había comido, me imaginaba a un gigante enorme paleando carbón hacia el estomago de una hambrienta serpiente de metal, sin que los pasajeros supieran que él vivía ahí, entre engranes, palancas, aceite y muchas otras cosas que suponía existían dentro, otras veces me imaginaba a mi mismo conduciéndola por la vías, con el cielo azul de fondo, las nubes en lo alto y el sol iluminando el camino; otras ocasiones conducía de noche y me enfrentaba a fantasmas en las vías, a asaltantes a caballo, a enormes lobos que querían devorarnos a todos. Siempre me imaginaba como un hombre fuerte, peleando con ellos arriba de los vagones de pasajeros. Cuando cumplí ocho años uno de mis tíos que vivía en una ranchería cercana me trajo de la ciudad una máquina locomotora, roja, brillante, sobra decir que construía vías imaginarias en cualquier lado, en el campo donde le ayudaba a mi padre, en la mesa de la cocina junto a las tortillas que mi madre preparaba en el 152
comal y que mis seis hermanos devoraban casi como iban saliendo, incluso en el pupitre del salón las pocas veces que podía asistir. Mi locomotora era mi orgullo, invencible, se sumergía en el agua del río conmigo, volaba por rieles de aire cuando corría a casa, el mejor juguete del mundo. Hoy, después de muchos años, la encontré arrumbada en un baúl, ni siquiera recuerdo cuando fue que dejé de jugar, supongo que fue cuando mi madre murió y tuve que ayudar en casa con mis hermanos, o tal vez fue cuando abandoné la escuela, en realidad no importa... Sonrío y se la entrego al más pequeño de la casa, esperando que pase momentos tan felices como yo. Mi padre con gesto preocupado me espera en la puerta, me abraza, me da un poco de dinero y me da la bendición. Al igual que él, controlo mis lágrimas, los abrazo a todos y me encamino a la estación que pusieron en el pueblo hace pocos años, ahí me encuentro a mi tío, ya viejo, cansado, —Cuídate muchacho —fue todo lo que me dijo mientras me daba un abrazo y su pistola. Escucho el silbato con el que tantas veces soñé, solo que hoy no es un día para soñar, finalmente podré subirme a la bestia, desafortunadamente no conoceré los carros elegantes, a las damas perfumadas y a los caballeros bien vestidos, no iré conduciéndola, pero me subiré. Cuando finalmente se detiene veo que ya vienen muchos como yo, realistas y soñadores, todos con sus pocas pertenencias, con rostros tristes, cansados, veo manos agrietadas por la labor en los campos, rostros quemados por el sol igual a los míos. Al menos podré ver lo que me contaba mi profesor, montañas, valles, desiertos, espero regresar para contarle a mis hermanos y a mi padre todo lo que vea, sobre el lomo de la serpiente metálica veo a mi hermano correr por el pueblo con mi vieja locomotora roja. Mientras las ruedas se ponen en marcha y dejo mi pequeño pueblo atrás, ahí enclavado pacíficamente en las montañas, con el cielo en lo alto y un brillante 153
sol que hace brillar el río, no puedo evitar pensar en que aterricé de pronto en un mundo muy diferente al que me imaginaba y quizás más aterrador. Mi vieja amiga, la serpiente me llevaría al infierno mismo, pero no me importaba, recorrería el país arriba de ella y con nuevos hermanos que al igual que yo pensaban que las revoluciones siempre son cosa seria.
JOSÉ TREVIÑO HERNÁNDEZ
México
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