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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3
NRO 31 — septiembre 2018 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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Índice MUJERES DE REVISTA ADRIANA AYALA 7 TATO MARCIAL LUNA 12 VAGINA(S) CATALINA TOVOROVSKY 19 DE APELLIDO MILIWOBSKY JUAN MANUEL RIPOLL 24 TRAGANIÑOS OSWALDO CASTRO ALFARO 29 UNA TAREA REVELADORA BENJAMÍN SOLANO 33 LA SOMBRA TENEBROSA MÓNICA MARCHESKY 35 EL LLAMADOR DE ÁNGELES RAÚL A. VICTORIANO 39 PARE CHOFER TONY RIVEROS 44 UN 15 DE AGOSTO EMILIO PAZ PANANA 50 LA BESTIA SALVAJE DANA BELÉN BAIONI 54 HORIZONTES ISABEL CABALLERO 56 DE HORMIGAS Y ESPEJOS ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ 59 PIEL DE LOBISOME JULIO CEVASCO 65 CASA DE HADAS DAMARIS GASSÓN PACHECO 71 LA ÚLTIMA PALABRA GUSTAVO VIGNERA 75 LA PRIMERA LUCHA DE UNA TORTUGA MARINA VÍCTOR CELESTINO 80 LA LUZ Y LA MAR RAMóN MARTÍNEZ VENTURA 83 CONCIERTO DE ARANJUEZ – TRES MOVIMIENTOS PARA CUATRO HOMBRES CARLOS TENA TAMAYO 88 ROMANCE DE ROSAURICA SOÑANDO EN EL OCASO CARLOS M.FEDERICI 94 EL INQUISIDOR LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 100 EL REGALO YOLANDA SA 104 EL HORROR QUE ME ACECHA CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 107 MI CARA EN EL ESPEJO DIANA MARINA GAMARNIK 111 5
EL FINDE FEDERICO ROMAIRONE 114 MIENTRAS CAE CHRISTIAN JONES 119 LEUXIA, LA ELEGIDA DE LAS ESTRELLAS LILIANA CELESTE FLORES VEGA 121 LAS MIGAJAS DE UN GRAN TESORO DIANA RUBIO SÁEZ 126 CARTA DE ADVERTENCIA MARÍA CRISTINA TABORGA 129 LOS DESEOS DE BONFIM MATÍAS ROQUE 133 LETANÍAS PARA UN DIFUNTO HAM BASHUR 138 DIARIO DE UNA CANTINA JOSÉ ÁNGEL SEGURA FIGUEREDO 141 EL MINOTAURO ANA MARÍA CAILLET BOIS 145 NO SOMOS NIÑOS INÚTILES SOFÍA LUDLOW CÁNDANO 147
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a recámara era amplia, pero el cúmulo de tiliches esparcidos por dondequiera, la hacía parecer minúscula. Una montaña de ropa hacía las veces de tapicería multicolor del sillón traído de la sala, que ahora descansaba al pie de la ventana. La cama y el tocador, hechos con madera vieja y pesada, se rozaban como novios: de lejecitos, pero dejándose sentir sus cuerpos. Podrían estar distribuidos de manera más inteligente, pero tía Aurora prefirió que el pie de la cama fuera el soporte para sentarse frente al espejo del tocador. Ahí pasaba horas cepillándose el cabello, maquillándose como si no hubiera nada en el mundo mejor que hacer o descansando mientras intentaba encontrar algún artículo inútil dentro de los cajones que cada vez se hacían más grandes cuando una cosa nueva llegaba a sus entrañas. Mientras, la banca del tocador mantenía a flote la papelería de la casa. Recibos, cuentas por pagar, recados escolares y las tan veneradas revistas de moda se mezclaban sin poder distinguir los unos de los otros. La tía Aurora y Matilde, “la sobrina recogida” o “la nana de los niños”, como solía presentarla indistintamente ante alguno que otro conocido, pasaban parte de la mañana hojeando revistas, zambullidas en esa guarida fría que hacía las veces de todo, menos de lecho conyugal. Quizá por ello, a Matilde no le importunaba pasar el rato ahí, y aceptaba gustosa las invitaciones cada vez más frecuentes de su tía. Esos ratos de revista lograron que sus conversaciones fluyeran como si así lo acostumbraran desde siempre. Matilde, a sus apenas once años, extrañaba a su mamá, aunque aún no lograba descifrar qué era lo que en realidad extrañaba de ella: su mal humor, sus gritos, sus golpes, su indiferencia…; a su pueblo y su río de agua cristalina donde jugaba a lanzar piedras, contar nubes o bañarse a sus anchas; a su vida de antes: precaria y silenciosa; a sus días llenos de frijoles con tortillas quemadas y café de olla, a sus tardes solitarias buscando arañas y cochinillas; a sus noches solitarias, con sus miedos y sus plegarias que contaba a un Jesús crucificado colgado justo arriba de un espejo cuarteado que le hacía verse borrosa y etérea; ambos nunca le respondían. Pero, poco a poco, iba tomándole gusto a la ciudad y a sus espacios cerrados que le enseñaban otros mundos sin necesidad de salir de casa: la tele, la radio, las revistas; ventanas a un más allá, al parecer no tan lejano, más palpable, al menos en papel. —Esta de acá, está bien bonita —Matilde tamborileaba con el dedo índice sobre la imagen de una mujer. —¿Cuál? —contestó tía Aurora sin apartar la mirada de la revista que hojeaba. —La de los pelos rojos. —¡Ah! —siguió clavada en su revista y no miró lo que le mostraba su sobrina. —Usted se vería rechula con los pelos rojos, así volando como las llamas que le 8
pintan a los soles. —¡Nombre! Ni que fuera artista o… puta —Aurora no pronunció la última palabra, solo la dibujó lentamente con sus labios. —¡Ay, tía! Usted está rechula, podría ser artista de las que salen en la tele. Y… ¿puta? —Matilde articuló sin voz, imitando a la tía. Una nube gruesa cruzó por la ventana y oscureció momentáneamente la habitación. Por primera vez, desde que se acostaron a sus anchas, Aurora levantó la cara y posó una mirada dura sobre Matilde. —No sé qué es puta, tía, no se enoje. Eso mero le iba yo a preguntar, que qué es, porque así le dicen a mamá, pero ni cómo preguntarle, ya ve cómo es. El espejo reposaba en el mismo lugar, plácido e inmutable, testigo de la escena como si nada incómodo se hubiera dicho. La colcha de la cama apenas si dejaba notar unas cuantas arrugas. Ni siquiera el peso de ambas se sentía en el ambiente. Las dos con cuerpos tan delgados; facciones finas: rostro ovalado, nariz y labios pequeños, delgados, pero de ojos grandes y negros, como si en verdad fueran familia de sangre. —Mira, a mí me gustan más las de cabello castaño o ya de perdida güero — retomó a las mujeres de revista, tía Aurora. —A ver —Matilde se acercó. El olor a crema Ponds del rostro de su tía le robó una sonrisa. Recordó el olor a tabaco, alcohol y humanidad de su mamá, y la sonrisa se esfumó. —Como esta. ¿A poco no se ve más elegante? —No, pus sí, eso que ni qué. Y vestida así, se ve más elegantiosa. Mire, mire… —Elegante, Matilde, elegante —corrigió de inmediato, Aurora. —Elegante, tía, elegante. —Tú deberías estar en la escuela y no aquí conmigo. Aurora cerró la revista y levantó el entrecejo. Matilde se apresuró para regresar la atención a las revistas. Si la tía se empeñaba en que fuera a la escuela, su mamá la sacaría enseguida, no sin antes propinarle una buena tunda. “La escuela es pérdida de tiempo para las niñas que nacen jodidas, así como tú: jodida, jodida, hasta tu puta madre”. ¿Cuántas veces le habrá dicho eso? Tendría que aprender a ganarse la vida haciendo quehacer, lavando a mano, planchando, cocinando, si no quería terminar como mamá, aunque aún tenía la esperanza de estar en un error respecto al significado de cómo era “terminar como mamá”. —Las de pelo corto están retefeas —retomó el hilo de las mujeres de revista, Matilde, como hizo segundos antes su tía. —A mí tampoco me gustan. ¡Ay, pero qué bonito vestido! —exclamó Aurora olvidando por completo el asunto de la escuela.
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—¡Es rojo! —se sorprendió Matilde e hizo gesto de desagrado. —¿Y qué tiene de malo el rojo? —Pensé que no le gustaba el rojo. —Claro que me gusta, pero no en la cabeza. —¡Aaaah! Se me estaba olvidando... ¿Qué es esa palabra que no se puede decir? —¡Vámonos a preparar la comida! —sugirió escurridiza la tía; y, Matilde reviró con otro cambio de sentido en la conversación. —¡Uuuuuy, cuando yo pueda usar un vestido como ésos y unos tacones altos y rechulos como los suyos. —¿Quieres ponerte unos? —¿Y si los rompo? ¡Imagínese que me caiga con semejantes zancos! Las risas desaforadas salieron corriendo tras el último estribillo empalagoso del camión repartidor del gas. Tía Aurora se levantó y comenzó a rociar el ambiente con agua de rosas. —¿Hoy está contenta, edá tía? —Yo siempre estoy contenta. —No, usted sufre mucho —se atrevió a decir Matilde. Y como si no hubiera escuchado nada, Aurora regresó a la revista. —Sí, el vestido es muy lindo. Y este collar de perlas es más lindo, mira. —¡Uy, sí! Igualito al de la princesa del cuento que le leo a Juanito, antes de dormir. —¡Tú deberías regresar a la escuela! —Se me estaba olvidando, tía, ándele, no sea malita, dígame qué es… —Y las pulseras… ¡ay, qué bonitas son! —Si tuviera dinero, me vestiría como las mujeres de revista, aunque mamá diga que solo debe arreglarse una para trabajar. Pero a mí no me gusta la ropa que usa mamá para trabajar. Yo quiero ser elegantiosa, como las del pelo güero de su revista, tía. —Elegante, Matilde, elegante. —Elegante, tía, elegante. Se hizo una pausa larga. A lo lejos se escuchaba el picotear de los pájaros sobre el techo de lámina que cubría la pileta de agua del patio. Matilde pensaba en su mamá, en su necesidad de trabajar de noche, en sus mañanas dormida como si estuviera muerta, en sus tardes con un hombre repugnante, quien solo le decía groserías, pero ella abrazaba y besaba como jamás había hecho con ella. Con la intención de que tía Aurora tomara en serio su pregunta, se levantó de la cama y le preguntó con voz firme.
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—¿Qué es puta, tía? Aurora supo que el tono merecía una respuesta, y contestó: —Una señora que no es elegante. —Entons, ¿por qué no me lo quería decir? —¡Es tardísimo! Mira la hora que es. ¡Córrele, Matilde! El pollo no se alcanzará a cocer. —Le corro tía, le corro. Matilde salió de la habitación con gran parsimonia. La idea que tenía de una puta; más aún, de una mamá puta, le revoloteaba como mariposa herida por la cabeza. A veces, esa imagen golpeaba fuerte dentro de su pecho; de pronto, se aquietaba, y cuando parecía morirse en el olvido, un aleteo con más impulso le pinchaba las sienes. Era un acertijo resuelto desde hacía poco, sin embargo, tenía la esperanza de que la respuesta fuera equivocada. Se paró en seco, volteó hacia la habitación. Tía Aurora la miró. —Tía, no sabía que usté fuera tan ingenua como para no saber qué es una puta.
ADRIANA AYALA
México
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l hollín le fue ganando terreno al caparazón grisáceo de la pava. Valiéndose de la artillería de la hornalla, ya podía considerarse una batalla ganada. En los tres años que llevaba sobre esa cocina, la diferencia se notaba. El brillo de todo artículo nuevo había comenzado a transportarse al gueto neblinoso de los recuerdos. El sarro fue apiñándose en minúsculas cavernas dentro del recipiente de hojalata. Quizá por la sumatoria de todas esas circunstancias, ofrecía un excelente “punto” al agua para el mate. Cuanto más vieja la pava, mejores “amargos” él obtenía. En eso pensaba Tato, cuando todavía no había amanecido sobre el puerto. Los colores que irradiaba el tubo del televisor se le reflejaban en la cara, en tiras que jamás se asemejarán a un arcoíris. Entre mate y mate, paseó sus ojos enrojecidos por los titulares de tapa. El diario aún conservaba el olor de la madrugada en la tinta y el papel. Con el sabor del mate asentado y antes de llegar a la página tres, prendió un cigarrillo. La primera bocanada se sintió acre, además de espesa. El humo resoplado enturbió momentáneamente la pantalla de catorce pulgadas que con intermitencias pestañeaba frente a la mesita de fórmica. Sobre ella, un día tras otro Tato se acodaba para pensar. Luego de la exhalación tóxica el siguiente mate tuvo mejor sabor. Un pan y medio que había sobrado de la última cena fue lo único sólido que esa mañana envió a su estómago. Mientras leía en el televisor que eran las cinco y diez de la mañana se detuvo a observar un título que informaba sobre el paro del sindicato de petroleros. Enseguida, en letras catastróficas, otro que alarmaba con las cifras del aumento en las naftas. Tato bajó la vista a la página tres del diario y comprendió que la realidad se le exponía ambivalente en aquel momento. Las letras adheridas al papel aseguraban que el conflicto petrolero estaba superado y que no iba a producirse impacto en el consumo. Por un instante tuvo el impulso de suprimirle la existencia al cascarón de plástico rojo que contenía las imágenes, pero desistió porque terció un impulso salvador. Al fin de cuentas el cascarón no tenía culpa del contenido. Al diario, como siempre, lo haría un bollo y lo arrojaría a la salamandra. ¿Qué otro destino podría tener en aquel sitio? Tato no subió el volumen de su televisor. Le bastó con leer algunas fajas de títulos y relojear de tanto en tanto cómo los locutores se habían reducido a una seguidilla de muecas ante las cámaras. La cuestión era simple para él: prefería unos minutos de silencio antes que la ciudad despertara con su furia ruidosa, cavernícola. Al cerrar la puerta de su habitación y escuchar los golpecitos de sus botines en
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el pasillo de la pensión que alquilaba, comprobó que el overol solo no hubiera bastado para atajar el frío de la mañana. Una trajinada campera de nylon azul con interior acolchado en guata aún era capaz de protegerlo satisfactoriamente. El frío recorría las galerías del caserón, remolineaba en las escaleras y le daba estocadas de aprendiz en el rostro. En cambio el frío de afuera era un experto en calar huesos, como si se tratase de un exquisito artesano. Tato llegó a la esquina de siempre y se detuvo al lado del cartel de la parada del colectivo. Percibió que una fina llovizna había comenzado a adherírsele a la frente. A medida que se deslizaban con pereza, empujadas por la irremediable fuerza de gravedad, las diminutas gotas terminaban en la barba de tres días. Le producía pequeños cosquilleos en la piel al descender abriendo sendas por los vellos del rostro opaco. Cerró los ojos para disfrutarlo con intensidad. Hasta que irrumpieron esos ruidos. Urbanos. Patológicos. La mañana se presentó extraña. Tato lo pudo percibir pero no logró descifrarlo. ¿Qué había de distinto? Si estaba embarcado en la misma rutina desde hacía treinta y seis meses. Si ya había tanteado la tarjeta en el bolsillo derecho del pantalón porque el colectivo estaba por llegar. Si la avenida que se abría paso frente a él comenzaba a temblar por los ruidos de los vehículos, en una sinfonía confusa de chirridos de frenos, bocinazos y motores que fraseaban sus ronqueras. Más aún. Si veía la misma expresión en los rostros de todos los días; así fuesen personas distintas cada vez, invariablemente delataban los mismos insomnios, malhumores y frustraciones de todos los pelajes. Entonces, ¿qué era aquello que se le sugería distinto ese día? Pensaba en el asunto Tato cuando se vio subir al colectivo; rápidamente, porque los gigantes de hierro no frenaban su marcha y obligaban a treparse con cierta destreza. Consiguió un asiento cerca del chofer y desde allí comenzó a ver la cuestión con mayor claridad. Empezó por el chofer por alguna razón a la que no le dio lugar en sus pensamientos. El colectivero no saludaba. Ni a él ni a nadie. Era un conductor mudo. Un autómata que circulaba con trayecto fijo por las venas laceradas de la ciudad. Arriba del bondi todo era gris aunque el día mostrara una enorme boca
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amarilla. Tato prefería que los días le pincharan el rostro con sus aguijones dorados que se deslizaban desde el cielo como si se tratase de un larguísimo tobogán. A menudo, soñaba que bajaba por esa pendiente radiante. Se despertaba antes de llegar adonde fuera que aquello lo transportaba. Para Tato “ir al trabajo” equivalía a “día soleado”. El cielo nublado, no. Ese era ideal para los francos. Los disfrutaba en soledad a los francos nublados. Podía pasarse horas pensando y mirando desde la ventana de su cocina aquella realidad externa de cuarenta por sesenta centímetros, apenas opacada por el vidrio que mantenía huellas de nicotina adheridas y decenas de excrementos de moscas. Cuando el gris lo saturaba y la pava pedía descanso, Tato podía recostarse tranquilamente un buen rato sin remordimientos. O dormir hasta el despertador siguiente y resucitar para sumergirse en la rutina de una semana más de trabajo. Los guardias que estaban apostados en el ingreso de la fábrica tampoco saludaban. A Tato esa mañana le pareció que desde el interior de la garita de cemento pretendían demostrar algo esos guardias: que eran más que los obreros. No solo porque no vestían overoles, sino porque podían permanecer dentro de una cabina donde, aunque chorreaba humedad y estaba viciada de olores rancios, les era posible disfrutar de la libertad de tomar mate o café cuando se les antojara, fumarse un pucho tras otro si así lo deseaban, escuchar la radio o enviarle mensajitos a alguna “pierna” para el atrinque en un atardecer caliente. Sentencia: nunca lo habían saludado esos guardias. Tato revisó ese asunto con claridad mientras fichaba la tarjeta empujándola con sus dedos metalúrgicos. Desde allí, ochenta pasos reglamentarios hasta el puesto de trabajo. De pasada escuchó los comentarios futboleros sobre acontecimientos del día anterior, un goleador, un perdedor, merecía un empate, qué barbaridad, algún que otro perro, un pecho frío, otro técnico que no va más, el mundo se va al carajo, no, solo es fútbol, y el ruido de las máquinas que comenzaban a apagar las reflexiones a repetición de los obreros que iban camino a su lugar en la línea de montaje. Tato se colocó las antiparras de plástico y encendió su máquina. “¿Su máquina?”, pensó y en su cerebro saltaron chispas como desde una amoladora. Ni siquiera tenía ánimo para cabrearse frente a semejante ocurrencia. No pudo hacer otra cosa: comenzó a prensar las piezas que fueron llegando a su posición. Más de cinco mil en un turno. Y podrían llegar a diez mil si el capataz lo obligaba a quedarse otro turno a cambio de unas chirolas sin descuentos. En los quince minutos de descanso esa mañana Tato decidió no ir hasta el bufet para comprarse un sándwich. Esta vez prefirió sentarse y observar.
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Y observó a un muchacho. “¿Cuánto tiene? ¿Quince años? Como mucho”, pensó. Tato le miró las manos: “Tiene manos de hombre, pero es un pibe”. No encajaban. Eran manos veinte años más añejas que el resto del cuerpo. Pasaron sus compañeros de sección y no lo saludaron. Tato los vio cuando ya habían avanzado seis o siete pasos. Pudo reconocer a cada uno por la espalda, la estatura, la nuca. Ninguno se dio vuelta para mirarlo y saludar. A Tato ya no lo saludaban. ¿Sería lo singular de ese día que percibía extraño? ¿Sería por eso? Porque él no estaba para juergas, ni para noches con pibas del puterío y horas perdidas aferrado a vasos de vino o cerveza. Él no podía despilfarrar ni un centavo. Tato encendió un V8. Lo mordió mientras guardó el atado en el bolsillo del overol y perdió la vista en el suelo, a la espera del estrepitoso timbre que ordenaba la vuelta al puesto de trabajo. Fumó automáticamente, no como en el desayuno, cuando disfrutaba cada pitada. En la metalúrgica era diferente. Era una pieza más. Entonces fumaba y echaba humo como una máquina. El capataz le hizo una seña para que volviese a su puesto, unos segundos antes de que estallara el timbre con su estridencia insana. Tato volvió y reinició el proceso de prensado siguiendo el ritmo de la perfecta automatización. Él, otro perfecto engranaje fordista. Se rió a medias con la ocurrencia y ladeó apenas la boca. Antes de ganar la calle pasó por la oficina de cobro. Esa tarde pagaron los salarios a los mensuales; al día siguiente sería el turno de las quincenas. Tato recibió el sobre. Le pareció más delgado pero siempre se llevaba la misma impresión. Le había ocurrido desde el primer día. Luego, en su habitación, contaría y comprobaría que estaba bien. No faltaba nada. Con esa tranquilidad ganada más tarde o más temprano se dedicaba a sacar cuentas. El alquiler, por un lado, que el mes próximo aumentaría; los billetes para el ómnibus, ida y vuelta, veintisiete días; los necesarios para pagar el cable a medias con el dueño de la pensión; un cálculo estimativo de los gastos en alimentos, a sabiendas de que jamás había podido ganarle la pulseada a la inflación, lo cual hubiera sido prácticamente como obtener premio en alguna de las tantas loterías que ofrecían cantos de sirenas cada vez más intensos a los desahuciados que habían caído en los pozos de mayor profundidad. Fue separando billetes en pequeños lotes para cada gasto proyectado. Tato observó el dinero restante dentro del sobre que llevaba impreso el nombre de la fábrica: le quedaba cada vez menos para enviar a su familia, que seguía en la provincia esperándolo con esperanza y los brazos tan abiertos como necesitados. Sumaban treinta y seis meses los que llevaba alejado de sus afectos. El único contacto era una llamada telefónica desde alguna cabina, cada quince días y, eventualmente,
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algún día extra si mediaba un cumpleaños. Entonces supo. Tato ese día sintió que la ciudad se le estaba presentando de otra forma. Como una enemistad que había ido arraigándose. Pensó en ello mientras revolvía unas pocas hortalizas en la olla y un caracú grande que expuso su carne tierna y grasosa. Se le hizo agua en la boca a Tato y por alguna razón disfrutó esa cena especialmente. Tampoco esa noche durmió con el desplome que sufría su cuerpo a partir de las veintidós. Tuvo sueños entrecortados, confusos y nerviosos, de sudor frío y músculos calientes y creyó haberse dado vuelta varias veces en la cama y correr y saltar de un ensueño a otro y vencer una o dos veces la oscuridad con los ojos abiertos enfocando el techo ¿o fue el cielo? curando la ceguera que imponía la madrugada a su cuarto con la paciencia con la que se cura un mate nuevo. Sudó. Ardieron las pantorrillas. El miedo hizo rancho en su estómago. La somnolencia lo trasladó de un mundo a otro, o cosa parecida. Después se sintió ingrávido. Y la oscuridad, entonces sí, fue serena. Esa mañana Tato se levantó a la misma hora de siempre. Encendió el televisor, dejó el volumen apenas audible y continuó ojeando el diario del día anterior. Luego alimentó el fuego de la salamandra con algunos pliegos. Los mates le supieron como en cada amanecer. Unas galletitas secas, las últimas cinco del paquete, tuvieron el mismo destino que los panes del desayuno anterior. Aún quedaban algunos cigarrillos en el atado. Fumó el primero del día con toda tranquilidad. El televisor esa mañana vomitaba frases histéricas sobre un asalto comando perpetrado contra un banco de San Isidro. Un gran botín. El doble de una lotería. O más. Tato bajó el volumen. Los locutores siguieron con mímica. Tato alzó un instante la vista de lo que quedaba del diario y comprobó que las morisquetas persistían en el tubo. Estaba claro que los canales tendrían tema para varias horas. Con satisfacción comprobó que su bolso estaba más pesado esa mañana. Tanteó el sobre con el sueldo, protegido en un bolsillo interior de su campera descolorida. La guata les daba calor a los billetes fríos. La calle repitió la escena del día anterior como si se tratase de una escena sinfín: llovizna de caricias sobre el rostro, la parada del colectivo, miradas apesadumbradas de los transeúntes, los ruidos incordiosos de los vehículos. Pero Tato dejó pasar el colectivo que lo había empujado hacia la fábrica durante más de mil días. Esperó y tomó otro.
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Se observó caminando por la estación Retiro y esta vez no le importó que nadie lo saludara. Se escuchó pedir un boleto hacia San Lorenzo. Le dijo “gracias” a una jovencita que no tenía cara de santafesina pero daba igual. Ella lo retribuyó con un “denada” muy suave. Se escuchó pisar las plataformas de las líneas de ómnibus, hasta que se detuvo en el sitio indicado. Era hora de volver a casa. Se acomodó en el asiento doce. Estaba marcado en color rojo en el boleto. A los treinta minutos de viaje se distendió y, si así lo hubiese querido, con solo girar la cabeza, hubiera podido ver las chimeneas escalonadas y el humo de la fábrica a su derecha. La metalmecánica que aún lo estaría esperando, con una tarjeta sin marcar la hora de ingreso de ese día. Pero para él, ni siquiera valía una última mirada. Se estiró en el asiento del ómnibus y, entrecerrando los ojos, Tato masculló: —Porteños putos.
MARCIAL LUNA
Argentina
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l día que Isabel conoció a Simón acababa de firmar el divorcio. Como andaba por la zona de Tribunales, había ido a la calle Libertad a ver si se compraba un anillo para gratificarse, para condensar en un símbolo el fin del matrimonio (un anillo por un anillo). Estaba desencajada, los ojos hinchados de tanto llorar. Se había aguantado hasta que se despidió de su abogada y quedó sola parada en Talcahuano, perdida. Se sentía adentro de una película de terror, de una pesadilla interminable. No podía creer que lo que le estaba pasando fuese cierto. Se sentía fuera de tiempo. La sensación era la de estar llevando a cabo un ritual ajeno, inexorable. No podía componerse. Se puso a mirar vidrieras para exorcisar. A la altura de Sarmiento, vio pasar a Simón con una pintura bajo el brazo, que iba a ver a su hermano a la relojería. Simón era corpulento y usaba bermudas de skater y camiseta. Su pelo era rubio o canoso y lo llevaba corto atrás, a lo marine, con el cuello ancho despejado. Un mechón le caía sobre la frente bronceada. Isabel no supo identificar qué le llamó más la atención. Si el hombre de aspecto juvenil (podía tener treinta o cincuenta y cinco años) o la pintura que sostenía contra su cuerpo. Sin pensarlo, le pidió que se la mostrara. Le dijo que tenía una galería por la zona de Retiro y que le interesaba la obra nueva de gente talentosa y desconocida. Le preguntó si la había pintado él y si tenía más. Le dijo que ella tenía buen ojo, que quizás esa era su única virtud. Dijo eso con sinceridad, al darse cuenta de que a pesar del día que estaba teniendo, y del mes y del año, mantenía la guardia alta para detectar artistas, la mirada atenta. Acompañó a Simón a la relojería y lo esperó afuera veinte minutos, lo que duró la conversación entre los hermanos Kozack. Simón había ido a llevarle “biesdielúshka”, como lo hacía cada mes. Mi talento se parece al tuyo, le dijo, envalentonado, elocuente. Yo también encuentro perlas en el fango. Compongo mis obras con trastos que encuentro por la calle. No salgo a buscarlos. Simplemente los encuentro. Se manifiestan ante mí. Un pedazo de espejo esmerilado fracturado en forma de estrella, un alambre grueso enroscado en forma de planeta con anillos o de nido, una llave antigua doblada, una rejilla partida con dibujos ocultos. Voy caminando y la cosa se suelta del mundo y viene a mí: un tarugo del viejo ferrocarril, una ficha de porcelana. Y así empieza mi obra. Las cosas me encuentran y me piden que les de un sentido, que complete la historia. Entonces las clasifico, las agrupo, las pulo, les busco su justo lugar. A veces encuentro cosas antiguas o de cierto valor y se las traigo a mi hermano. Son chucherías, biesdielúshka las llamaba mi madre. Él las hace dinero. 20
Las cosas me encuentran y me piden que les de un sentido, saboreó Isabel. Caminaron unas cuadras y se sentaron en Las Cuartetas. Simón desplegó sobre una de las mesitas de mármol la pintura que llevaba consigo. Le puse La mujer púa. La hice a partir de botellas de pronto shake y de latas de speed que martillé para volver planas. Esto lo sopleteé. Si te fijás la simetría, las púas del vientre tienen siete puntas: es una Menorah. Simón le contó que se dedicaba a la docencia en la UBA y que tenía cuatro hijas, Olga, Tatiana, María y Anastasia. Y para consolar a Isabel, que no había tardado en contarle de su divorcio reciente, le confesó que si bien él se había casado de muchacho, ahora se sentía prisionero de la familia, tenía que trabajar y trabajar. Tenía poco tiempo para pintar, a veces se quedaba a la noche tarde en su tallercito dibujando. Su mujer, con los embarazos, había perdido la línea y se había vuelto un tanto autoritaria y taciturna. La convivencia era difícil pero amaba a las chicas y no tenía dinero suficiente como para imaginar dos casas. Simón no parecía verdaderamente preocupado por su situación, más bien parecía que exageraba o mentía, pero Isabel sintió un súbito aire de esperanza ante la infelicidad ajena. Lo de ella era temporario. Estaba decidida a vivir con alegría. Quedaron en que Isabel pasaría por el taller de Simón a conocer su obra, cosa que hizo una semana más tarde. El taller estaba armado en el lavadero. La falta de espacio era compensada con un orden y prolijidad milimétricos. Las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de frascos, pinceles, cajas etiquetadas, cartones, escuadras acrílicas, herramientas. La impresión inicial que Isabel se había hecho de Simón se modificó radicalmente. A la imagen de un Simón que hurgaba en la basura buscando chucherías la reemplazó la de un padre de familia amoroso con una mujer inteligente y divertida que lo sabía llevar. Cecilia era una compañera fiel que llevaba adelante una casa con cuatro niñas pequeñas y un marido bastante inmaduro, un genio loco, fascinante, decía. Simón organizaba su vida lo mejor que podía para poder hacerse un huequito para pintar sus obras. Obras viscerales, turbulentas. Llenas de violencia vital, de pasión desmesurada, de energía. Isabel estudió las obras y ofreció a Simón ingresar en su catálogo de Prize, con el compromiso de producir obra para una primera presentación en el marco de una muestra colectiva. Unas semanas después, Isabel se compró la galería de Puerto Madero (su ex estuvo sospechosamente generoso), un galpón enorme y luminoso que bautizó Prize II. Simón la ayudó con la instalación eléctrica y con la carpintería fina. Isabel le ofreció armarse el tallercito en la trastienda de la galería.
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2 Cecilia, que trabajaba de psicoterapeuta en el Pirovano, le presentó un compañero del hospital a Isabel y empezaron a salir. Cecilia tenía buen ojo para hacer de Celestina y quería que su marido, que se quedaba hasta tarde dibujando en Prize II, no tuviese a Isabel tan al alcance de la mano, con su melena colorada y camisas de seda perfectas. La idea era pobre y ridícula, pero a Cecilia la calmó saber que el romance de Isabel con el jefe de psiquiatría tenía posibilidades. Un cinco de julio, víctima de un virus intrahospitalario, Cecilia murió. Simón llevó a su madre a vivir a su casa provisoriamente. Luego contrató una empleada cama adentro. Mudó el estudio del lavadero al dormitorio, aunque siguió yendo a Prize II, para poder trabajar desde la casa y estar más con las nenas. Por las noches dormía en la camita de invitados de Anastasia o en el living. No volvió a usar la cama que compartía con Cecilia. Le puso una tabla encima y la convirtió en una mesa de trabajo donde apoyar marcos y paletas. Gracias a la fuerte gestión de Isabel, sus obras empezaron a tener cierto valor en el mundillo del arte con lo que pudo dejar el turno noche de la facultad. Pasó a tener las tardes libres para pintar y para compartir actividades con sus hijas. Bañaba a Anastasia, que tenía cuatro años. Le llenaba la bañadera hasta la mitad, bajaba la tapa del inodoro y se sentaba a verla hacer burbujas y jugar con vasitos de plástico. La de seis y las más grandes se las arreglaban mejor. Pero Anastasia lo necesitaba, lo buscaba todo el tiempo para abrazarlo, le apoyaba el cachete en la barba con una entrega conmovedora. Él la peinaba, la vestía y la llevaba al jardín. En el camino le compraba paragüitas de chocolate. La nueva relación con sus hijas, que al principio no encontraba el tono, se convirtió en un refugio y en un manantial. Pero Simón era un hombre herido. Las noches se le hacían largas y a pesar del cansancio, le costaba dormirse. La habitual medida de whisky con la que se relajaba después del día se convirtió en una botella semanal, o dos. Concertaba citas por Internet y se acostaba con todas indiscriminadamente. Su obra entró en una fase más oscura y tempestuosa, pero a la vez más madura y constante. Una tarde, Isabel fue a visitar a las chicas, que la adoraban. Simón no estaba. La puerta del dormitorio matrimonial estaba abierta y sobre la cama había obras en pleno proceso. Lo que vio le impactó. Entendió que tenía que dar un paso al frente. Y no lo dudó. 3 22
La exposición fue todo un éxito. La muestra Vagina(s) convocó a todo Buenos Aires. Se vendieron prácticamente todas las obras. Hasta Lou Reed que estaba de gira en la ciudad pasó por la muestra y compró su Pequeña vagina armada con fragmentos de vidrios, espejos y máscara de pestañas. Los suecos amigos de Isabel señaron la instalación de Vagina gigante de 4.5 x 2.2 metros en yeso, arena y silicona. La parejita de periodistas lesbianas londinenses adquirió la serie de fotos Vaginas intervenidas, una colección de fotos de vaginas en secuencia cronológica que se iniciaba con una pequeña vagina rosada de bebé, rodeada de escarpines al crochet y que saltaba a una vagina de niña en edad escolar que llevaba puesta medias y canadienses y el pelo peinado en coletas. Seguía una vagina con vello púbico incipiente, decorada con plumas entre lo naive y lo kitsch. Las vaginas “sexuales” de mujeres entre diecinueve y cincuenta y cinco estaban yuxtapuestas, tenían números insertos (dnis, fechas de nacimiento, defunción, aniversarios, medidas en diferentes escalas, indicios, marcas), estaban pintadas encima, tenían boletos de ópera pegados, tickets de cajas de bombones, tarjetas magnéticas de hotel. Algunas eran peludas y enruladas, otras depiladas parcialmente con prolijidad, las había peladas, tatuadas, con piercing, con semen, con rouge. Y luego estaban las vaginas viejas, canosas, hinchadas, con clítoris estirados, moradas o pálidas, con pelo lacio y desgastado. La muestra fue reseñada no solo en revistas de arte sino también en Radar, en Ñ, en ADN. Tanto Isabel como Simón fueron entrevistados juntos y por separado para radio, revistas online, programas de cable. Isabel recibió propuestas de galeristas de San Pablo y Barcelona para montar Vagina(s) en esas ciudades o para armar una exposición nueva, también temática. A Simón lo invitaron a exponer en PS1 Moma y Vagina 4 en cartón y pelo de nutria fue adquirida para la Ficher Rohr Gallery de Basilea. Isabel estaba radiante. Se había cortado el pelo muy corto a lo garçon especialmente para la velada y tenía puesto el anillo del divorcio. Su vestido strapless color plata le daba un aire distinguido, elegante. Simón logró escaparse del círculo que lo retenía, atrapó dos copas de champagne de una bandeja que pasaba y se acercó a brindar con ella, solos en un rincón de la galería, justo delante de Vagina de lava en resina y laca. Algo le dijo al oído que la hizo sonrojar.
CATALINA TOVOROVSKY
Argentina
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era de apellido Miliwobsky, y la única mujer que conocí que decía poder comparar entre un pene circuncidado y uno cristiano. MAILÉN era la dueña de casa. Los últimos tres viernes con la gente de la facultad en lo de Mailén. Había tres reglas para esa casa: no gritar, no ensuciar, no se limpian vómitos. Todas fueron rotas en algún momento. La primera fui yo. La segunda fueron todos. Era muy pretenciosa la segunda regla. La tercera fue Alberto. ALBERTO era de ese tipo de hombre tonto y lindo que tan bien sirve para galán. Su inteligencia y formas eran muy limitadas, pero no necesitaba hablar: le bastaba con portar presencia. Todas estaban detrás de Alberto. CARLA era una de sus enamoradas. Podían sucederte mejores cosas en esta vida. Porque Carla era cargosa, como infantil, y no comprendía cuando del otro lado no había respuesta. Y exigía que hubiera una, como si todo el mundo se le debiera a ella. Eso podía resultar gracioso en una mujer linda o simpática, pero en Carla… ROMINA era su ex mejor amiga. Se habían peleado, en algún momento rondando el final de cuatrimestre, y ahora Carla hablaba mal de Romina cada vez que tenía oportunidad, y con cualquiera. Luego, Carla se había enemistado con Mailén, la dueña de casa. Parece que un sábado a la tarde le habló a Mailén, desde Bariloche, porque tenía un examen, y pretendía que ella fuera hasta la facultad a hablar con el profesor y solicitar una prórroga. Mailén dijo que no y allí acabó la relación con su nueva mejor amiga. Decían que también había discutido con Evelyn, y aquello ya era demasiado. Ahora, la cuestión con Alberto venía desde un par de reuniones atrás. Le estaba encima, le apoyaba las tetas en el brazo, lo desafiaba a hacer fondo en blanco con el fernet. ALBERTO estaba cansado. Y ese viernes había llegado a la fiesta ya borracho. Dicen los que vieron todo que Carla y Alberto estaban en el balcón. Dicen que Carla lo invitaba al fondo en blanco, y a otras cosas, y que Alberto, después de negarse un par de veces, le dijo, dicen, Si yo hago fondo en blanco con este fernet, vos no me rompés más las pelotas, no me hablás ni me escribís ni me rompés más las pelotas, y que dicho esto, dicen, Alberto terminó el trago de un tirón, la miró a Carla, le dio el vaso vacío y le dijo Traeme otro. CARLA, dicen, se puso a llorar y salió corriendo. Eso es lo que ellos dicen. En todo caso, yo que estaba en el sillón transitando mi propia borrachera la vi pasar hecha un desastre hacia la puerta. Segundos más tarde llegó Alberto, sin ningún apuro y muerto de risa, y parecía más estúpido cuando se reía, y nos dijo Creo que la bardié con Carla. En el sillón estaban, además, Anita, la de los penes circuncidados, Julián, el borracho más lúcido que conocí, y Paula, que a la salida del viernes anterior me había sugerido irnos juntos a cualquier lugar, yo la había rechazado y ella me había dicho que NITA
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la vida está para aprovecharse porque se acaba, y que su mejor amiga había muerto en un accidente y hoy se cumplía un mes y por eso dudaba si venir o no, y de repente estaba llorando y yo abrazándola sin decir nada. Y creo que también había otra gente dando vueltas alrededor del sillón. No lo sé, era un monoambiente con división lleno de borrachos a las cuatro de la mañana. La cuestión es que Alberto nos vino con el chisme y nos ahogábamos de risa. Nos decía, arrastrando las sílabas: Yo no vengo maaás, yo no tengo que venir maaás a estas juntadas. MAILÉN, la dueña de casa, llegó muy enojada. Digo llegó porque venía desde afuera. ¡¿Son tarados?! era más afirmación que pregunta—. Carla está llorando en la escalera y escucha todo lo que ustedes dicen. Pensamos que se había ido respondí. Vos, Diego, estás gritando. No seas vigilante dije. ¡No griten más! gritó—. Y allá volcaron un vaso de coca. MAILÉN no estaba preocupada por Carla, sino por el departamento y el consorcio. Creo que para entonces ya había descubierto que Alberto había vomitado en el baño. Alberto, arreglás esto dijo, y creo que al principio Alberto no supo si se refería al baño o a Carla—. Salís, hablás con ella y me la sacás de la escalera. ¡Los vecinos me van a matar! ALBERTO se quejó y dijo que el problema era de Carla y no suyo (tal vez lo único inteligente que le escuché decir), pero al final salió obediente. Carliiita lo escuchamos decir y fue imposible no reírnos—. Carlita, tranquiiila. Era una joda. ALBERTO volvió a los cinco minutos. Carla seguía llorando en la escalera. Entonces fue el turno de Paula. Eran mejores amigas, o eso decía Carla. Paula duró un rato más que Alberto, pero volvió sin Carla y de muy mal humor. Lo único que faltaba era más mujeres de mal humor. La que sí se reía era Romina, la ex mejor amiga de Carla, y una vez terminado todo fue quien mejor supo contarlo e imitar a Alberto diciendo Carliiita. Los varones también nos reíamos, pero Francisco tuvo que salir. FRANCISCO era el pibe más alto y lindo y masculino de la fiesta. Ideal para sosegar a Carla. Él se ofreció. Le dijo a Mailén que le diera la llave del departamento, que cerraba la puerta y se iba a dar una vuelta con Carla. Lo hacía por Mailén. Lo hacía porque era como un héroe. La parte de llevarse la llave no la entendí. En el momento no lo supe, nadie lo supo, y quedamos diez borrachos encerrados en un monoambiente a las cuatro de la mañana. 26
HERNÁN era estudiante de medicina y trabajaba en el Hospital de Niños y debía cubrir el turno de las cinco, y más tarde estuvo parado detrás de la puerta durante cuarenta minutos esperando a Francisco y la llave. En el momento a nadie le pareció extraño que Hernán fuera a trabajar en ese estado, porque tenía una mochila y un ambo. ANITA empezó a preguntar en dónde estaba Carla. Hasta entonces había estado en el sillón con nosotros, tranquila. Pero de repente: ¿Dónde está Carla? Las cosas suelen pasar de repente. No es que uno vaya anunciando lo que está por hacer. Salió a dar una vuelta dijo Julián, el borracho más lúcido que conocí. Pero está mal. Carla está muy mal. La dejaron sola. Francisco está con ella. Pero Francisco no la conoce. ¿Quién es Francisco? Es el hombre más alto y lindo de todos nosotros. Él la va a ayudar. ¡No! No. Está mal todo esto. Carla está sola. Yo voy a ayudarla. Anita, la puerta está cerrada. Yo voy a poder ayudarla. Somos amigas. Vivimos a cinco cuadras. Hasta donde yo sabía, Carla vivía en Paternal y Anita en Devoto. Tranquila Anita fue la primera vez que hablé. ¡No! Carla está mal y ustedes no hacen nada. Está acompañada. Va a estar bien dije, aunque no creía que Carla fuera a estar bien, nunca. Me acaba de mandar un mensaje. ¡Dice que se va a tirar por la ventana! Era un segundo piso nomás. Y a ustedes no les importa seguía Anita—. Se estaban riendo de ella. Sí. Se estaban riendo. Son unos forros. ¡Son unos malvados! ANITA no estaba bien. Se había parado y daba vueltas de un lado a otro en el departamento. Todos la mirábamos sin saber demasiado bien qué hacer. Fue al balcón y tiró un vaso hacia abajo. Desde allí, empezó a llamar a Carla a los gritos. Volvió. Yo también me levanté del sillón. La abracé. Más bien ella me abrazó. Nos abrazamos. Anita apretó su cuerpo contra el mío, apoyó la cabeza en mi hombro y se largó a llorar. Mal, fuerte y ruidoso. Habrá durado un minuto aquello. Sentía cómo su pecho se agitaba. A veces despegaba la cabeza de mi hombro, decía Son unos malvados y volvía a llorar. ¿Qué era todo eso? JULIÁN dijo: 27
Anita, no te salen lágrimas. ANITA separó su cuerpo del mío. Nos miramos a la cara. Era cierto. No había caído una sola lágrima. Sus mejillas estaban secas, no tenía los ojos opacos ni el rimmel corrido. Hubo un segundo de silencio. Y empezó a reírse. Lo miré a Julián. El borracho más lúcido que conocía. También se reía. Yo no. Estaba que no entendía nada y cada vez menos porque de repente la risa de Anita volvió a ser llanto. Esta vez en serio. ¿En serio? No sé. Quiero decir que ahora sí le caían lágrimas. Gruesas. Toda la cara se le puso colorada. Los ojos se le inundaron y la boca se le torció en un gesto. Pero nunca dejó de estar linda. Y volvió a apretar su cuerpo contra el mío. Yo también la abracé. ¿Qué iba a hacer? Siempre fui preso de las mujeres de diferentes modos. TODOS empezaron a decir Anita Anita de nuevo, con la preocupación renovada. La gente estaba muy borracha, Alberto había vuelto a encerrarse en el baño, Mailén decía dejen de hacer ruido y de Carla ni noticias. ANITA, lo sentí, perdía equilibrio, y se le aflojaban las piernas, y el cuerpo se le iba de un lado a otro. Cada vez me pesaba más en los brazos. Anduvimos dando vueltas unos metros, como bailando, y caímos los dos abrazados en el sillón, en un desmayo. Así estuvimos un rato. Contra los almohadones de la esquina. Yo arriba de ella, tocándole el mentón y diciéndole que todo iba a estar bien. El resto de la gente, sentados en el sillón alrededor nuestro, le decía lo mismo. Después Julián la ayudó a levantarse.
JUAN MANUEL RIPOLL
Argentina
Facebook: Juan Manuel Ripoll Twitter: @RipollJuanma
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C
ushpi llegó puntual para cumplir la misión. Se escondió entre la espesura del bosque y aguardó la noche. La orden recibida era la de alertar sobre la noonki. Le llegó el fresco del atardecer y parpadeó para limpiar la mirada. Agazapado sintió que los árboles lo miraban con recelo. Soportó los ojos invisibles de la boa traganiños y un escalofrío recorrió su espalda. Se envalentonó y dominó el temor y angustia que experimentaba. A lo lejos divisó a Ishti, refugiado entre la palizada varada por la correntada del día anterior. Observó que estaba mojado, soportando el viento extraño que soplaba. En la orilla opuesta del riachuelo distinguió a Joel, caminando sigilosamente para ocupar su emplazamiento. Los tres acataban las indicaciones de Marshico. Cushpi trianguló las fuerzas vigilantes y concluyó que era imposible no detectar al reptil. Se habían apostado en puntos estratégicos que permitían el acecho para dar la voz de alarma. El crepúsculo vespertino se pintaba alentador para sus planes. La inteligencia natural, desarrollada durante millones de años, tornaba infructuoso el combate con noonki y eran conscientes que no podían enfrentarla. La bestia poseía la astucia y sentidos que la distinguían de otras especies. En el poblado decían que hasta el otorongo se hacía el idiota cuando la encontraba. Afirmaban que el rey de los felinos daba un paso al costado o vadeaba el río para no encararla. Incluso, juraban que había perdido varias presas por pura cobardía. Simplemente, ella era dueña del territorio ancestral y los demás unos advenedizos. En la choza, Marshico lía las hojas de tabaco y fuma a la espera de novedades. El humo recio y fuerte que exhala le raspa el pecho y espanta a los aparecidos de las riveras y los duendes caminantes de las aguas no se cruzan por la proa de su piragua. A un costado de la hamaca donde descansa yace el machete recién afilado. La luz de la luna que se filtra entre las palmas del techo cae sobre la hoja metálica e ilumina el piso con rencor y malos recuerdos. Marshico apaga el cigarro y abre el mueble de madera desvencijado que funge de alacena. Extrae la botella de aguardiente y bebe para tranquilizar el ánimo y llenarse de valor. El licor le remueve las caras de sus hijos desaparecidos y la ropita que el río le devolvió meses después le escarapela el cuerpo. Su mujer había enloquecido y, antes de envenenarse, le exigió que matara a la noonki asesina. Quería irse en paz para no vagar como una sombra sufriente y errante. De tanto ver su fantasma, Marshico también perdió la razón. Sus sueños fueron atormentados por el reclamo airado de la madre de sus críos muertos. Por escuchar sus imprecaciones envejeció de la noche a la mañana, encaneció la cabellera negra y dobló la espalda por el peso que cargaba. Marshico montó en cólera, peleó con los notables de la comunidad y, de tanto blandir el machete contra serpientes imaginarias, fue amarrado a la pomarosa de la 30
plaza. Lo intoxicaron con sahumerios pestilentes y lo obligaron a beber los brebajes nauseabundos del curandero. Soportó el tratamiento en silencio, vomitó el alma y aguantó los aguaceros y picaduras de insectos. Una mañana aseguró haberse curado, lo liberaron y regresó a su covacha para vengarse. Virgilio, su compañero de cacerías y padrino de los muertitos, se le enfrentó diciéndole que aún seguía mal de la cabeza y que debía aceptar su destino. Marshico profanó la selva escondida, trepó las copas de los árboles para otear el horizonte, incursionó en madrigueras y desafió los rápidos. Armado con lanzas y flechas cazó huanganas para usarlas como cebo envenenado, pero la maldita fue muy ladina y burló sus pretenciones. Los intentos fracasaron y, una vez al tender las redes, estuvo a punto de ahogarse. Enredado en el laberinto de trampas armadas vio la lengua bífida de la traganiños y la mirada vertical que recibió le demostró que lo quería vivo para seguir restregándole su superioridad. Cushpi escucha nervioso los sonidos de la selva. El vaivén de la hojarasca lo estremece de pánico y el murmullo de la lluvia le agita el corazón. El sueño lo vence por momentos y los aromas que perfuman el escondite lo vuelven a despertar. Alertado por el vuelo de los murciélagos afina el oído para dar el aviso. Cerca de la madrugada, y con los murmullos nuevos del amanecer, detecta a Ishti manifestándole su desencanto por no haber encontrado a la noonki. Joel se le acerca y le exterioriza la negativa de su faena. Llaman a Ishti y muy pronto los tres retornan al pueblo. Reciben el saludo de Natividad y Paco les alcanza agua. En la comunidad saben la tarea que Marshico les ha encomendado y se resignan a verlos regresar cansados y fastidiados. Cushpi se adelanta unos pasos y doblando la esquina de la calle mira el largo pasaje para llegar a la choza. Ishti y Joel lo siguen mientras miran a las gallinas que regresan asustadas al corral. Se detienen a pocos metros de la vivienda y Cushpi presiente que algo no está bien. Empuja la puerta entreabierta y los olores desconocidos de la habitación lo confunden. Ishti y Joel se acercan y se dan cuenta que la hamaca ha sido arrancada de las armellas. El machete está partido en dos, parece que se hubiera estrellado contra una roca. La sangre esparcida por el piso les mancha las patas y la huella serpenteante de la boa traganiños se dibuja trepando por la pared y saliendo entre las hojas de palma. Parte del techo ha cedido y las manos ensangrentadas de Marshico lucen grabadas en el trayecto ascendente. Los perros olfatean cada rincón, buscando a su amo, sin encontrarlo. Lamen su sangre y, frustrados por haberle fallado, salen a la calle principal. Desconcertados y sintiéndose culpables se juntan en fila, de mayor a menor y al unísono dejan escapar el aullido lastimero que remece a todo el monte, menos a la noonki.
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OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
Facebook: Oswaldo Castro Alfaro
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l niño y su perro, Bocón, juegan, como todos los días, en el largo y enmarañado patio de la casa: es el escenario habitual para sus histriónicos despliegues en soledad. Comparten juegos de búsqueda y estrategia. Utilizan rudimentarios métodos de cacería y aprisionamiento. Construyen celdas, cavan fosas y arman campañas compactas que detienen el sonido del afuera. Más allá de sus cinco años, Gerónimo está formado por un escapismo visceral. El pequeño no da un paso sobre el césped sin mirar hacia una ventana de la casa, una ventana de algarrobo agrietada que el tiempo le ha dado cierto dominio, como un cuadro que retrata la crucifixión. La garganta cuadrática, a diario, profiere insultos de dos voces que se entrelazan como una lucha de perros rabiosos. Se tapan la una a la otra, hasta que una de ellas se ahoga en un llanto estirado y lacerante. A veces se vuelven gritos desgarradores que se entrecortan por estallidos de cristales en las paredes. En algunas ocasiones la ventana escupe mitades de platos que el niño utiliza para abrir la tierra, cavar y enterrar a sus soldaditos de plástico. Un tercio del gran jardín está destinado a sus rituales fúnebres donde los militares descansan en paz. Las fauces de concreto no dan descanso. Un domingo ardiente y caluroso expulsa de la casa a los dos amigos. Uno fatigado por el flagelo de todos los días y el otro con la lengua afuera buscando un poco de agua. La casa sofoca y quema maquinalmente. Gerónimo sintió la necesidad de correr junto al cachorro lo más rápido posible hasta el final del patio, bajo una mora plantaron las patas, el cachorro lo miraba fijo, se miraban como quienes encaran un aventurado juego. Las cuatro patas se alzaron, las otras dos, firmes en la tierra sostenían un pesado abrazo que los hundía en el césped; un apretón fraternal que de alguna manera tuvo lugar para apagar la extenuación del niño. Sin embargo fue una tarea reveladora. El sol, fatídico, le cocinaba la cabeza. Los brazos cambiaron de posición. Bocón ya no estaba cómodo; y su dueño aumentó la fuerza. El calor guió la cólera y lo convirtió en una pequeña prensa de cinco años que no sentía ni mordiscos ni arañazos. Por primera vez su boca exhaló una especie de grito que creció con el calor, los rugidos de la casa y la desesperación de su amigo. Todo estalló al mismo tiempo, adentro y afuera. Gerónimo cedió la fuerza, el animal se desplomó en el suelo, la ventana perdió la voz y el sol se perdió detrás de la casa.
BENJAMÍN SOLANO
Argentina
Twitter: @eltortugobenja (Benjamín Solano)
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“Los Peritios habitan en la Atlántida y son mitad ciervos, mitad aves. Tienen del ciervo la cabeza y las patas. En cuanto al cuerpo, es un ave perfecta con sus correspondientes alas y plumaje. (...)Se los ha visto a gran altura en las Columnas de Hércules.” Jorge Luis Borges – El libro de los seres imaginarios.
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hí está otra vez la anciana, es el tercer día que la veo, pensó la mujer. Hacía frío, los rayos del sol a esa hora de la mañana estaban agradables, acomodó su silla junto a la ventana y la observó. No podía hacer otra cosa, ya que el yeso en su pierna derecha, motivo de una estúpida caída, la había dejado “fuera de circulación” por dos meses. La semana próxima empezaría con las muletas, nunca pudo adaptarse a la silla de ruedas. ¿Qué hacía esa vieja sentada al sol junto a un rincón? No hacía nada, ni siquiera la vio mover la boca para pedir limosna. En determinado momento, la anciana elevó la cabeza al segundo piso y la miró fijamente, sin apartar la vista, sin mover un músculo. La mujer trató de retirarse, el voile de la ventana se le enredó en la rueda, haciendo que sus movimientos fueran torpes. Vociferó en voz alta: ¡Ah Chambers, tu maldito Rey de Amarillo! Me está haciendo ver cosas donde no las hay. Gritó presa del pánico. Cuando se tranquilizó, desenredó con esmero el voile y volvió a la ventana. La vieja seguía mirando hacia donde estaba ella, ahora en sus ojos había dos cuencas oscuras. Se le perdió el horizonte y grandes nubes de algodón se entrelazaron, para fabricar un intrincado tapiz de hilos negros y rojos. Cuando regresó a la hora dieciocho, ya no estaba. Así transcurrieron unos días, donde la rutina fue la misma. Empezó a usar sus muletas para apoyar la pierna y sus movimientos fueron distintos. Lo primero que hizo fue salir a la calle y pasar junto a la vieja. Se detuvo a mirarla, ella no levantó la vista ni se movió. Cuando se retiraba, logró escuchar un susurro que le decía: Sigue tu camino. Quiso volver y preguntarle si lo que había oído era eso, pero su mutismo logró convencerla de que todo había sido su imaginación. Vivía sola, su hijo vendría a visitarla al otro día por las vacaciones de invierno. Luego de los saludos e intercambio de regalos y comentarios de sus amigos de secundaria, cenaron y fue entonces cuando le comentó de la persona que se sentaba al sol durante el día y desaparecía de noche. Al otro día, el chico estaba apostado junto a la ventana. Bien, ya tienes mi atención dijo en voz alta ¿Te molesta? Se dirigió a su madre.
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No me molesta, solo atino a pensar en el cochero de Chambers… ¡Tonterías! dijo y salió. Lo vio cruzar la calle y detenerse junto a la anciana. Lo vio gesticular, pero no tener respuesta. Desde abajo le hizo un gesto con las manos a su madre y siguió caminando hacia el parque. La escena se repitió dos días, al tercer día, el joven se asomó a la ventana, era la hora diecinueve. ¡Es la primera vez que la veo quedarse hasta tan tarde! dijo a su madre instándola a ir a su lado. La mujer se acercó y aquello se tapaba con unos trapos, el frío era insoportable en la calle. No salgas hoy le dijo a su hijo. Voy al cine con unos amigos, me voy mañana, quiero despedirme agregó besando la frente de su madre— tranquila, nada va a pasar. Le llevaré abrigo y un café caliente, es lo menos que puedo hacer —y salió. La mujer lo vio detenerse otra vez junto a ella, lo vio ofrecerle el café y el abrigo, la vieja extendió sus manos hacia él y tomó lo que le daba el joven. Las sombras se hacían largas a esa hora, poco tránsito, casi nadie en la calle, el silencio fue cortado por un grito, pensó que sería una bocina, pero no, era un grito como el berreo de un ciervo y el batir de unas alas muy grandes. No pudo identificar esos sonidos, y el lugar donde se encontraban estaba oscuro, de pronto la luz de un automóvil iluminó el rincón y fue cuando vio a ese animal fantástico con cabeza de ciervo y plumas verdes, aprisionar a su hijo, destrozarlo y bañarse en su sangre. Quedó inmóvil, pensó que las sombras tenebrosas a esa hora, le estaban haciendo una mala jugada. Tomó un abrigo y salió tropezando con todo, esas muletas le estaban estorbando para correr. Cruzó la calle, en el rincón no había nada más que trapos viejos. Vio más adelante la sombra de su hijo caminando rápido hacia el cine. Se tranquilizó, todo había sido una visión, efecto tal vez de los calmantes que estaba tomando. Pero cuando ya se daba vuelta, oyó nuevamente ese batir de alas y vio cómo la sombra del joven se elevaba hacia el cielo en un mar de sangre. Subió al apartamento y cuando estaba llamando a la policía, llegó su hijo. Uno de los chicos, cayó enfermo con gripe, por lo que suspendimos el cine, nos veremos mañana —dijo abrazándola. Notó algo raro en él, vio que no reflejaba su sombra. Von Chamisso ¡Tu sombra! gritó y se dejó caer en un sillón. Madre, vas a tener que dejar de leer a Borges agregó el joven
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sirviéndose una medida de licor.
MÓNICA MARCHESKY
Uruguay
Blog: http://persecucionesdel13.blogspot.com.uy/ Página WEB: http://monicamarchesky.wixsite.com/monicamarchesky
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R
ecuerdas como si fuese ahora la discusión que anoche has tenido con ella. Ha sido una de esas peleas por tonterías, porque tú no quieres ir a esa fiesta y ambos han perdido la calma elevando el tono de voz por esa cuestión frívola. Se ha truncado entonces su sonrisa después del desencuentro de las palabras. Ahora recapacitas en las frases, un tanto hirientes. Con un poco más de reflexión no se las hubieras dicho. Luego has notado cómo crecía el silencio de la casa alrededor de ella; su mirada había dejado de buscarte, la desviaba hacia cualquier objeto simulando indiferencia. La has puesto incómoda, sin hablarte se ha ido a dormir, y tú te has quedado acosado por la culpa. No sabes quién de los dos ha apagado la luz de la mesa de noche. Casi pierdes el sueño cavilando. “¿Cómo habrán sido los suyos?” te preguntas. Pero, lo sabes, el amor que le tienes no te permite estar distanciado más de una noche, sería insoportable para ti. Un poco más sin oírla se transformaría en un siglo, no lo puedes disimular. Tú nunca has llegado a herirla; si lo hicieses, se haría presente su dolor. Imaginas que puede ser intolerable, como la melodía de notas agudas que oyes cuando sopla fuerte el viento del invierno. Ahora, en esta mañana desapacible, la vuelves a mirar con ternura. Justo en este momento se está despertando. Sabes cuánto le gusta oír el tintineo del llamador de ángeles de la puerta balcón. Este se agita con el paso de un hilo de brisa que se cuela por un hueco, con sus agujas azules gotea notas musicales por toda la sala; los sonidos se escuchan lejanos desde la tibieza de las sábanas del dormitorio. Es el silencio el que eslabona las notas en la continuidad de los instantes. Estás atento, oyendo con cuidado lo que ocurre detrás de los cristales, pero, al mismo tiempo, la estás mirando. Ella entreabre los ojos frente a este clima invernal de lloviznas tan melancólicas que hasta las aves se entristecen. Enfoca la mirada hacia el cielo plomizo, que se extiende más allá del río con su capa gris, más allá aún de los arroyos que arrugan las islas del delta, y ve cómo empuja con furia el viento sudeste. Seguramente la crecida va a llegar por la noche. Miras su rostro intentando descubrir si resta algo de rencor bajo su frente lisa. La lluvia vertical no logra ocultar las nubes, que corren en las alturas, van con prisa buscando el norte o el oeste. La atmósfera allí arriba no está quieta, se desplaza velozmente. Pero aquí, entre los edificios, hay calma. Entonces te preguntas si sentirá la misma tristeza que emana de este aire quieto, al observar a través del ventanal de este sexto piso. Tal vez perciba otras cosas, por ejemplo, los pequeños sonidos y el vuelo de los pájaros, tan pesados con su carga líquida. Quizás tema su caída, pues podrían perecer aplastados contra el suelo. ¿Qué sentirá un ave herida flotando en el río con las
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alas quietas? Te alegras con su mirada, te agrada que se haga un ovillo a tu lado. Ya ha pasado la discordia, piensas, la noche la ha disuelto, por eso te atreves a alisarle los cabellos con la mano. Quieres despertarle una sonrisa. Conoces muy bien esta abertura al vacío de vidrios transparentes que es la ventana de la alcoba. Te sientes seguro con ella en este lugar, elevado del piso, donde este edificio alza levemente los hombros para mirar entre los demás. Ves otras arboledas más allá de la calle, por encima de las copas de los fresnos. Es ahora cuando le pides que se imagine ser dueña del tiempo, suelta a soñar con colores y susurros. Ella responde con los gestos conocidos, y tú te acercas más, dispuesto a hacerle el amor como siempre. Pero antes le ruegas que te abrace. La conoces. Tiene en sus brazos un cielo por el cual te sientes atraído, y también un mar luminoso entre sus pechos, con toda la inmensidad de los océanos, iluminado por las estrellas cálidas. Pero con un río de leche ardiendo bajo su piel. Una sola gota de rocío se evaporaría al contacto de sus senos. Deseas saber, te preguntas si la música viene adherida a la brisa de su voz cuando gira en tu oído y se enrosca en esa espiral, con la misma forma de los rulos de sus cabellos. Pero, aunque lo sabes, de todos modos, te interrogas de qué colores son su melodía, su cabello. Castaño es el color de sus mechones; canela, el aire de su canto, porque trae aromas en la armonía con que habla. Recuerdas esas fragancias exhaladas, dormida, ella, en alguna siesta. Escuchas ahora que te susurra: «Una vez soñé que nos conocíamos cuando éramos adolescentes. Ese sueño pudo ser realidad… Tal vez, en otra vida». No puede entregarse directamente al sexo, necesita antes hablar, decir algo que te desvíe un poco del camino, un jugueteo previo de pensamientos. Pero a ti te gusta esa idea, esa ilusión que nunca fue. El destino podría ser burlado a pesar de ser una utopía, sería un viaje hacia el pasado para convertirse en un hecho concreto. Un amor pendiente se haría realidad. Todo esto no lo dices, pero lo sientes. ¿Ella también lo piensa en este despertar de agosto? Te abandonas en esta visión tranquilizadora. El tiempo tendería un puente, o una nube completa, sin grietas. El tibio sonido del llamador de ángeles sería la costurera de esos dos momentos de amor y los podría unir, atándolos para siempre. La conocerías nuevamente para amarla cuando era una joven estudiante, volverías al pasado invirtiendo el sentido de los acontecimientos. Te dejas llevar así por los milagros de la imaginación. Pero ahora la invitas a comenzar; olvidadas ya las discordias, buscas su cuerpo
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acariciando su silueta ondulada. Se esconde desnuda, como es habitual, entre las sábanas; tus manos recorren sus suavidades, tus labios indagan en sus muslos. Le pides que te sostenga: «Aférrate como a una rama firme». Mientras, tu fiebre se eleva. Ruegas que te bese con ternura y no se entregue todavía hasta ser encendida por tus dedos. Deseas que piense en una locura cuando sus párpados se plieguen, cuando el gozo la queme en su propia hoguera. Recién después podrá murmurar su gemido desgarrado, por lo bajo, cuando te sienta dentro. No reflexionas, estás perdido disfrutando del placer, el descontrol se ha hecho presa de ambos cuerpos. También ella está en otro sitio, en este torbellino de furias y gemidos; ebrios de amor los dos, sin miramientos. Subes y bajas en un rito que no puedes contener, te ves arrastrado en la corriente, apenas miras con los ojos entrecerrados te abandonas, cada vez te ofreces más y más a la desesperación con desenfreno. No sabes de qué épocas lejanas llega el agobio ardiente, ancestral, de fuegos, de heridas; tratas de buscar en lo profundo, te entregas a la música de gemidos que compartes, quieres el mejor sonido, la porción más blanda, allá vas tratando de que ella te lleve a su mundo tibio, esa sensación interminable que no puede ser saciada. Aunque no te das cuenta de la carrera loca que te mece como a un junco entre la brisa, de un lado hacia otro, sin ver el fin de la lluvia de estrellas que se acumula en tu cintura, transitas estos momentos de delirio, te mareas ebrio entre jadeos gruesos; por tu espina dorsal te recorre un firmamento anunciando el fin de esta entrega imposible. Aprietas con tus manos temblorosas sus caderas blandas, tratas de culminar ahora este gozo que se derrama por tu vientre, desvaneciéndose despacio, lento. Puedes verla tan perdida como tú. Quizás su placer termine en pequeños sollozos, en un río de emociones del alma, gemidos de felicidad después de haber hecho el amor en esta mañana de invierno. ¡Cómo puedes explicar con mínimas palabras este acto sublime que ha terminado en su crepúsculo! La ves con un remolino de recuerdos incluidos; todavía brillan en su cuello las venas parpadeantes. Contemplas cómo la pasión todavía está instalada en sus pupilas negras como la noche, cálida y serena, en su piel suave, en su cabellera revuelta. Tardará un rato todavía en recuperar la calma. Te tiendes de espaldas. Aún tienes el corazón palpitante, con ríos de sangre apresurada recorriéndote las sienes. La ola gigante ya ha pasado. Después de descansar un rato, se aquieta tu respiración. Tu mundo vuelve a iluminarse en este dormitorio. La calma reposa ya con suavidad entre tus manos.
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Buscas sus ojos para ver si ella también ha superado el temporal. Su mirada quieta te dice que ha pasado la tempestad; está lúcida, tranquila. Le preguntas si hay resquicios, si existen espacios en donde hayan quedado migajas de rencor por la discusión de anoche. Entonces, sin decirte ni que sí ni que no, con ese modo tan especial de evitar decirte tonto y sin dejar de sonreír te interpela: «¿Qué quieres para el desayuno?, ¿té o café?». Arrugas la frente y la interrogas con cautela: «¿Es que sigues enojada?» y, con sorpresa, recibes su pícara respuesta: «Por supuesto». Desde la cama donde te encuentras, la ves que se levanta. Va soberbia hacia la sala. La estás viendo a través de la puerta, de espaldas, desnuda. Con el índice le da un golpecito al llamador de ángeles. Empiezas a oír el tintineo que se esparce por el ambiente mientras ella gira la cabeza para buscar tu mirada, sin dejar de mostrarte la desnudez de su espalda. Observas la sonrisa en sus labios mientras te lee lo que piensas. Sabe que te ha hecho compartir su sueño de adolescente. Además, se ha salido con la suya porque la deberás llevar a la fiesta. Es una amazona que disfruta su pequeño triunfo. Y tú te sientes agradablemente derrotado. Ahora camina de frente, tú miras su figura hermosa, sus muslos firmes, que se mueven, sus pechos, que ondean. Se detiene ante el espejo, gira arqueando su figura para verse por detrás, se alisa el pelo, con las dos manos se ajusta el pendiente de oro ladeando la cabeza, se mira nuevamente. Ves entonces que se da vuelta dándote la espalda y comienza a caminar descalza hacia la cocina. En un rato el aroma a tostadas embriagará todas las cosas. El llamador de ángeles bailotea su retintín, una brisa sopla por la hendija suavemente. Ahora esperas y la escuchas. Ella está tarareando una melodía mientras prepara el desayuno. Este cuento pertenece al libro “El sonido de la tristeza”
RAÚL ARIEL VICTORIANO
Argentina
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rimero fue la 370. Llena hasta las pisaderas, gente colgando en un trapecio amalgamado, aferrados a cualquier sobresaliente de la máquina para evitar caerse. El autobús pasó en segunda fila y el chofer ni siquiera hizo el amago de mirar hacia los que estaban parados en la cornisa de la vereda agitando sus brazos en vano. Regresó resignado a su posición original y se apoyó sobre uno de los pilares del paradero. Como todos los que esperaban, él también esperó sin despegar la vista hacia el sentido que venían los vehículos, como si el acto colectivo de esperar su llegada con la mirada, influyera en alguna dimensión espacio—temporal y los hiciera venir más rápido. Luego fue la 377, igual de llena e igual de indiferente con los que aguardaban esperanzados de que alguien bajara y se hiciera un espacio para subir. De nuevo los que se abalanzaban sobre la cornisa de la acera volvían a sus posiciones, en un ritual de repliegue humano, como un cardumen sincronizado que cambia de rumbo. La tarde estaba aún pegajosa, el calor del verano y el cansancio de un día completo de trabajo se condensaban en las camisas y blusas de hombres y mujeres que aguardaban el transporte público que los llevaría de vuelta a casa. Después de este nuevo desaire, empezó a mirar con envidia a los que si podían subir al microbús que les servía, los que no, solidarizaban entre sí mimetizando sus caras. Aún quedaba una esperanza, había un tercer recorrido: el 313, que pasaba tarde, mal y nunca, y lo dejaba a más de veinte minutos a pie de su casa, por lo que era la última alternativa. A lo lejos divisó un manchón amarillo cuya rectangularidad se definía gradualmente. Al ver un nebuloso tres en uno de los números que traía estampado el ómnibus, sonrío optimista. Cuando vio pegado a ese tres una cifra que no le hacía sentido achicó los ojos, para agudizar la mirada y corroborarlo. No eran sus ojos los que lo engañaban, era la 377 nuevamente. Esta irregularidad en la frecuencia lo desconcertó de algún modo, el mecanismo de control de los “sapos” funcionaba como reloj suizo. Estos trabajadores informales se encargaban de decirles a los conductores el tiempo transcurrido entre micros del mismo recorrido que pasaban por un punto. Dependiendo de cuántos minutos había de diferencia, este apuraba la marcha o continuaba con calma, para así evitar que la cercanía o distancia con las otras máquinas lo perjudicara en la recaudación. Ninguno de los que aguardaban junto a él compartió su extrañeza, solo les importaba confirmar si se veía lo suficientemente llena o no, para preparar la maniobra de abordaje. A medida que el autobús se acercaba a la parada, los impacientes peatones preparaban sus mejores tácticas. El viraje de la máquina desde la segunda pista hacia la pista más cercana a la acera fue la primera señal de alerta. El cardumen compacto, que solidarizaba en la espera, ahora era una manada disgregada que rivalizaba en el
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embarque. Previendo que habría espacio, los más avezados se posicionaron en los puestos de avanzada, calculando el lugar donde se abriría la puerta delantera. La maniobra de otros, más osada, era situarse en el lugar donde se abriría la puerta trasera y subir por allí, a riesgo de entorpecer la bajada de los pasajeros que descendían, y llevarse puteadas y codazos. Él, en cambio, no había pensado en ningún plan, por lo que el aparcamiento lo tomo casi de sorpresa. A fuerza de empujones logró quedar a dos pasos de la pisadera, pero al ver a su lado a una viejecita de bolso en mano, una mezcla de compasión y cortesía lo llevó a quedarse inmóvil, dándole el paso. Se quedó abajo, consolándose de al menos haber hecho una buena acción. Buscó la mirada de algún otro que se hubiera quedado abajo también, para presumir el gesto, pero no encontró a nadie. Todos los que estaban aguardando junto a él habían logrado subir. Mala pata, pensó. La espera se alargaba. Momentáneamente resignado se acercó al paradero, se dejó caer en la banqueta y volvió su mirada deliberadamente en la dirección opuesta desde donde debía aparecer la micro. Estaba ensimismado, masticando los problemas del trabajo, para no tener que acordarse de ellos cuando llegara a su casa, cuando el sonido de la válvula de aire de la apertura de puertas lo sacó del aislamiento. La puerta quedó justo enfrente suyo. Salió disparado de la inercia por instinto, y sin pensarlo subió los peldaños que lo adentraron en el largo pasillo del ómnibus. El ruido metálico del choque de las monedas dentro de la caja fue seguido por el rasposo sonido del corte del boleto. La mirada entrenada buscó los manchones vacíos para apresurarse a ocupar un asiento disponible, caminó despacio por el angosto pasillo, al vaivén del movimiento del autobús, y se sentó junto a una ventana. Misión cumplida, había logrado abordar la 313, peor es nada. Ahora a dejarse llevar por el sutil ronroneo del motor y el balanceo de la nave, que pronto lo invitaron a cerrar los ojos y cabecear. Cuando escuchó el chillido se despertó de un salto, medio desorientado volteó la cabeza hacia atrás y vio a la mujer de pie, gritando mientras tiraba del cordel como colgándose de él. —¡La puertaaaaaaa…! De seguro el timbre estaba roto y quizás con el ruido del tráfico y la delgada voz de la mujer, el chofer no la había escuchado. —¡La puerta hombre! —irrumpió un señor con un potente vozarrón. En seguida los pasajeros solidarios se unieron al coro, y entre patadones en el piso y golpeteos en las ventanas lograron poner al chofer al tanto de la situación. Sin inmutarse, el conductor se detuvo varias cuadras más allá de donde debía bajarse la mujer, quien descendió resignada. Luego del episodio, se quedó despierto mirando por la ventana, mirando a la
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gente entrar y salir de las tiendas, pensando en nada y en todo, divagando. Se distrajo mirando a su alrededor, era una micro común y corriente, como cualquiera de las que circulaba por la ciudad, pero siempre había esa pequeña individualidad que le permitía a cada una destacarse del resto. Del espejo retrovisor colgaba un amasijo de pinitos de olor, uno sobre otro los verdes aromatizantes se apretaban y soltaban entre sí al compás del movimiento. Sobre la visera que protegía al conductor del exceso de luz del sol, se desparramaba una colección de clásicos autoadhesivos que decían: “Dios es mi copiloto”, “Niños mayores de siete años pagan su pasaje” y “La radio del vehículo puede funcionar a volumen moderado, siempre y cuando ningún pasajero se oponga”. También estaba el logo de la marca de autos Volvo con el ingenioso juego de palabras “Solo Dios sabe si Volvo”. Siguió el recorrido visual pasando por el volante, forrado en un plástico que simulaba cuero, arrollado con amarras en todo su contorno. Luego miró hacia la “pecera”, esa caja de madera segmentada donde se guardaban las monedas por denominación y desde donde colgaba el rollo de boletos que el chofer cortaba por cada pasaje cancelado. Debajo de la pecera, la mano del chofer se posaba confiada sobre el pomo de la palanca de cambios, hecha de un plástico de color ámbar translúcido que dejaba ver en su interior un abejorro o un bicho parecido y bajo la empuñadura estaba el fierro que se levantaba desde el piso, cubierto por género de flecos anaranjados, simulando llamaradas. Pasadas varias cuadras, echó un vistazo rápido a su alrededor y vio que no habían más pasajeros que él, era el único. Cuando el vehículo se detuvo en la parada, el hombre, que esperaba con el brazo extendido, asomó decidido su cabeza por la puerta al mismo tiempo que puso el pie derecho sobre la pisadera, como si conociera la respuesta de antemano. —¿Hermano, me lleva? Un gesto indefinido que solo podía ser interpretado por un sí, y el hombre de camisa azul ya estaba encaramado a la máquina, sentándose en el primer asiento que encontró. En el siguiente paradero subieron unos estudiantes, los que deliberadamente avanzaron por el pasillo sin pagar su pasaje, cambiándolo por un desenvuelto “Permiso tío”. Los revoltosos, naturalmente avanzaron hasta los últimos asientos, desde donde quebraron el silencio que llevaba el viaje hasta ese momento con sus bromas y burlas entre ellos. Ese mismo bullicio y desparpajo se repitió cuando el ómnibus estaba a punto de arrancar de un semáforo, y avisaron a grito pelado que alguien venía corriendo. —Espere tíooooo —se escuchó a coro. El conductor miró por el espejo retrovisor, y al ver los aspavientos de la
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chiquillada que le señalaba a la corredora que se acercaba, retrasó la partida y abrió la puerta trasera para esperarla. Sin inmutarse, se comió los bocinazos e insultos de los automovilistas que venían atrás. —Gracias papitoooo —se escuchó con resonancia la voz de la muchacha, que cargaba en sus brazos un niño de unos tres años, quien se lamentaba por haberse lastimado la rodilla en el jardín y haber roto su pantalón. Acalorada y sudada, la chica de pollera verde se sentó al otro lado del pasillo, frente a él. La vio jadear durante un buen rato y pensó que se levantaría de su asiento a pagar el pasaje luego de reponerse de la carrera, pero cuando vio al niño apoyar la cabeza sobre su pecho y dormirse, se dio cuenta que eso no ocurriría. En la siguiente parada, no alcanzó a escuchar lo que la viejita le habrá dicho al conductor, pero cuando vio que la esperó a que avanzara hacia la puerta trasera, y subió por allí con su carro del mercado a cuestas, le hizo sentido la repuesta del chofer. —Por atrás mamita. Los estudiantes atinaron a ayudarla a subir el carro, la señora avanzó a duras penas por el pasillo y se acomodó en uno de los asientos delanteros. La anciana canosa y de moño apretado sacó desde el bolso un paquete de galletas, y en un gesto amable lo levantó mostrándoselas a los muchachos. —Gracias abuelita —le dijo el representante del grupo que se acercó a buscarlas. A esa hora el tráfico en las calles aún era alto, y los autobuses circulaban en su mayoría atiborrados, por lo que no era de extrañar que los vendedores ambulantes vieran una buena ocasión en un bus semivacío. Desde un set de agujas e hilos, hasta libros para colorear, pasando por turrones y chocolates, se sucedieron uno tras otro. Las importadoras, con sus eternos encargos, habían enviado a un batallón de representantes a anunciar las maravillas del artículo que en el comercio establecido costaban mucho más que lo que ellos ofrecían como una oportunidad que no se podía dejar pasar. Entre cabezazo y cabezazo, el sueño finalmente le dobló la mano, pero no fue un sueño profundo, sino más bien un estado nebuloso, en el que podía oír y sentir como los pasajeros del autobús seguían allí, cuchicheando, comiendo, pintando. Cuando despertó, le costó tiempo darse cuenta que estaba solo. El oscuro y vacío autobús estaba detenido en la cochera de lo que parecía ser una casa en un barrio cualquiera. Extrañado, se bajó del vehículo y caminó hasta la ventana más cercana, desde donde emanaba una tenue luz. Pegando la cara al vidrio vio a la vieja de moño apretado remendando los pantalones rotos del niño, que tendido de panza en la
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alfombra pintarrajeaba los dibujos del libro. En la mesa, los escolares sumergían las galletas en la leche que les servía la mujer de pollera verde, mientras el hombre de camisa azul veía el partido frente al televisor, con una cerveza en la mano. Seguía sin entender nada cuando sintió una mano que se posó sobre su hombro, al voltear, el chofer lo miró con rostro bonachón, siempre hay lugar para un pariente, le dijo, y lo invitó a pasar.
TONY RIVEROS
Chile
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ran casi las siete. El sonido del silencio perforó las paredes. Era un desencuentro entre lo que percibían mis sentidos y lo que percibía mi razón. No había lugar a dudas. El suelo era una extensión del mar. Era imposible de caminar, inestable, una onda que iba y venía. No tenía mucho tiempo. Solo podía correr y correr. Correr entre la multitud que gritaba al cielo y plasmaba su miedo. Correr y pensar si mi pequeña casa de adobe iba a aguantar. La historia de mis padres, de mis abuelos, de mis bisabuelos, de todos; esa historia se iba desmoronando. Nada iba a quedar de pie. La casa de la fe del pueblo también cayó, atrapando a los últimos peregrinos que estaban presentes. Lentamente, el pasado era un poco de polvo del suelo. Ese polvo seco y muerto, el mismo con el cual nos mezclamos después de muertos, en aquel momento donde las carnes se pudren, cuando todo es comido por los gusanos, donde el tiempo carcome los huesos. En aquel momento donde el cuerpo es polvo y en polvo se queda. Ese instante donde la muerte siempre canta. ¡Ay Dios! Fue mi castigo por no ir a misa el domingo. Eso es lo que pensaba mientras corría. El sonido del violín era un gasto innecesario. Solo era necesario el sonido de las aves que se iban alejando. El sonido de los perros y de los gatos que esquivaban todos los obstáculos. Corrían a mi par y solo podía sentirme como un animal que escapaba. Buscaba la libertad que se me negaba en aquel momento. Era esclavo del miedo, de la inseguridad, de la adrenalina que recorría mi cuerpo y de todas las figuras que emergían de mi mente. Me tropezaba y volvía a levantarme. No podía detenerme, no podía parar, debía proseguir. Fueron tres minutos que se volvieron eternos. Tres cortos minutos que llamaban a abrazar cualquier cruz que encontraras en el camino, pero era inútil. En aquel momento pensaba que Dios se había quedado sordo o que no podía atender todas las voces que clamaban por él. Entonces la paracas se transformó en un viento artificial que olía a muerte. Y un destello confundió a las masas. La noche se transformó en día y el mundo colapsó. El silencio volvió a dominar el ambiente, quebrando la voluntad de quienes quedaban en las calles. La marea de lágrimas limpiaba un piso lleno de polvo y sangre. Y el sonido de los grillos aturdía los pensamientos. Solo podía escuchar el latido de mi corazón, la voz de mi cabeza y el tronar de mis huesos. Mis lágrimas crearon un río que bajaba por la avenida. Mi pequeña casa de adobe había colapsado. Tantos recuerdos, tantas anécdotas. Toda una vida perdida. Y comencé a escarbar, desesperadamente. Con los órganos en la boca, con el alma que me abandonaba, comencé a trabajar en aquel vestigio de vivienda. Escuché a mi madre
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y a mi hermanita gritar. Las escuchaba y más fuerte movía los sedimentos colapsados. Cada segundo contaba, cada instante, cada fuerza. Podía romperme los huesos, pero debía persistir. Mi familia se encontraba debajo de todos los escombros de lo que alguna vez fue mi castillo de juegos. Pero el cuerpo me fallaba, era el único, todo el mundo corría y sucumbía ante el miedo. Gritaba por ayuda, pero mi voz era el sonido de una hoja seca que cae en las estaciones frías. Entonces sentí una sombra que se acercaba y pensé que era la muerte. Pero eran los vecinos. Los que conocían de pequeño, los que me veían crecer y me regalaban higos frescos. Eran los mismos a los cuales les rompía ventanas mientras jugaba futbol con mis amigos. Vinieron a ayudarme. No me sentí solo. No era aquella gaviota suicida. Era un magnánimo cóndor que dominaba los cerros que visité un año antes en Arequipa. Entonces, una mano familiar cogió de mi mano y sacando las últimas fuerzas que poseía pude volver a sentir su aroma maternal y escuchar la voz de pito que siempre me despertaba cada sábado para jugar. Las volvía a abrazar y sentía que era Orfeo regresando por su amado, pero en mi caso sí había logrado el éxito. Sentí que el mundo no era tan grotesco ni mentiroso, sino que poseía alguna pizca de esperanza. Pude asentar mi cabeza en su regazo y volver a ser aquel niño que regresaba con su mamá luego de perderse en el mercado. Y acariciar la cabeza de la pequeña que siempre me robaba un regaño o una sonrisa. Las lágrimas lograron enjuagar sus rostros sucios y sangrientos. Heridas menores. Los vecinos se conmovieron, pero no podían detenerse. Aún eran quince casas en toda la cuadra de la avenida. La noche era larga y extensa. Los animales eran dueños de los sedimentos y de los derrumbes. Los grillos acompañaban a los muertos y el cielo era solo un espejo de nuestro tiempo. La madrugada fue fría, pero de trabajo. Nadie podía dejar de ayudar. Todos tenían que poner su cota en el trabajo. Podían pasar largas filas de personas llevando comida, agua, plásticos para tapar a los muertos. Y un único cura pasaba para rezar por los difuntos y dar esperanza a los vivos. Pero qué esperanza se puede pedir cuando sientes el hueso fuera de tus carnes o abrazas el cuerpo de tu padre. Podían salir dos vivos por cada cinco muertos. El arduo trabajo de las manos quebradas que buscaban encontrar vida entre tanta miseria. La polvareda, el olor de muerte, la muchachada que lloraba y los valientes que trabajaban. Aquí conocimos lo que eran las ollas colectivas y la mano extranjera. No pedíamos nada. Absolutamente, nada. Por la mañana, no quedaron personas. Solo cuerpos en las plazas, carros
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abandonados, recuerdos de hogares y familias rotas. El mar era un placebo para aquellos que guardaban esperanza de encontrar a alguien. Y yo, abrazado a mi madre y hermanita, presenciaba a una señora de avanzada edad gritar por su perro. Paseaba gritando el nombre de su pequeño compañero. Era lo único que le quedaba luego de esa noche de un 15 de agosto del 2007, casi las siete de la noche. La hora exacta donde debía verme con mis amigos para la pichanga de la semana. La última pichanga, posiblemente, hubiese sido. Pero no se podrá realizar, varios han muerto y los que quedamos vivos, aún tenemos miedo.
EMILIO PAZ PANANA
Perú
Página WEB:El Edén de la poesía https://edenpoetico.wordpress.com
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olamente podía escuchar la cadencia de su propia respiración en aquel silencio reinante. La habitación, enorme y fría, se hallaba en penumbras, pero él veía claramente a la criatura que se erguía frente a sus ojos: la horrible bestia que había asesinado a su mejor amigo. El horroroso suceso había tenido lugar pocos días atrás, durante una apacible caminata por el bosque. El trinar de las aves y el aroma dulce y húmedo de la tierra inundaban el aire. El cielo resplandecía de azul, el sol brillaba. Nada presagiaba el inminente peligro que recaería despiadadamente sobre la inocente víctima. La bestia salvaje, salida de la nada, lo había atacado con una violencia inimaginable. El follaje verde y marrón del frondoso bosque rápidamente se tiñó de rojo. Los gritos y los gemidos callaron el canto de los pájaros. El perfume de la tierra fue reemplazado por el olor del miedo. Una escena casi insoportable de presenciar. Habían enterrado a su amigo el mismo día en que fue hallado el cadáver y ahora, el victimario se encontraba frente a él. Se acercó con cautela, midiendo sus pasos, conteniendo la respiración. La bestia no pareció alarmarse por su cercanía. Lo observaba de forma serena, casi con curiosidad. En sus ojos brillantes no se atisbaba ni un mínimo rastro del salvajismo que había desplegado días atrás. Al verla en aquel estado de sumisión, cualquier persona creería que era inofensiva. No emitía sonido alguno. No rugía, ni gruñía. Únicamente observaba con indolencia, con la frialdad y apatía propias de los asesinos más despiadados. Lentamente dio unos pasos atrás, alejándose de la bestia. Podría haberse quedado allí frente a ella, examinándola para siempre, dejándose llevar por una curiosidad morbosa, pero tenía prisa por irse de allí. Le dirigió una última mirada, dibujó en su rostro una sonrisa cómplice, le dio la espalda al espejo y salió rápidamente de la habitación.
DANA BELÉN BAIONI
Argentina
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o hay mayor alegría para Tinguaro que recibir cartas de Antonio, su compañero de milicia y guerra de África. Como es analfabeto las lee y contesta su hija por él. Tinguaro está convencido de que la única manera de tener éxito con los moros es cortándoles la cabeza. Pino piensa en el turco que cuida las cabras de los vecinos, toca la flauta de manera tan dulce que hasta el aire se detiene para escuchar. No se lo imagina decapitado. —Pero qué bruto es usted, padre. —¿Bruto?, ¿sabes que los nuestros cayeron por cientos, por miles...? Como moscas cayeron me cago en el Rif y en su puta madre. Mira lo que me hicieron a mí los condenados moros. Levanta la frazada con la que cubre sus dos ausencias, cómo si su hija no supiera de sobra que están vacíos los pantalones lacios sujetos con imperdibles en los bajos, claro que tiene dos manos para hacer cestos, canastas, escobas, esteras y lo que se tercie; separa las hojas de palma en tiras estrechas que después coserá su hija entrelazándolas con ayuda de una aguja de madera hasta conseguir hacer una tupida malla. Sobre todo hace sombreros. En una jornada, Pino es capaz de hacer un buen montón de ellos. El día que llegó la carta con el sobre de bordes enlutados anunciando la muerte del amigo, lo primero que recordó Tinguaro fue cuando Antonio y él tuvieron que cambiar municiones por comida en las cabilas y en los laberintos de las medinas de Marruecos, las mismas balas que luego serían usadas contra ellos. Recuerda a sus compañeros, la mayoría quintos ignorantes y analfabetos, campesinos cosechados a golpe de culata por los pueblos de España. Murieron más hombres por tifus, disentería y cólicos miserere que a manos del enemigo. La mayor parte de los oficiales no sabían ni leer los mapas, eso sí, con suficientes redaños para orientarse hasta en los infiernos. Pino se apresura a contestar dando las condolencias. Se inclina sobre el papel basto de color garbanzo. Le sobresalen sus dos dientes centrales, no puede cerrar los labios del todo. Sonríe muy pocas veces. Desde entonces siguieron escribiéndose. Él con trazos firmes, ella con letra de redondilla en la que ponía cuidado y empeño. Ella hace sombreros para los hombres y mujeres de la “zafra” de Fuerteventura, los que plantan, recogen y embalan tomates para su comercio y exportación sobre todo a los puertos de Londres. Él es enfermero, trabaja en los burdeles, atiende a las putas de las pensiones baratas aledañas a las ramblas y al barrio chino. Presume de conocimientos específicos sobre las blenorragias, ladillas, herpes, sarnas y sífilis. Sabe distinguir una gonorrea de unos
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chancros; entre una picazón en la uretra de un ardor tras orinar; un sarpullido de un escozor. Pese a ello, Pino se enamora del catalán aunque se resiste a mandarle una foto. Antonio quiere que se saque el pasaporte. —Cuando seas mi mujer te llevaré a conocer Francia. —¡Francia! —sueña la canaria con la boca abierta. Antonio le cuenta que acaban de derruir el viejo Hostal Vell en Hostafrancs, que van a construir un cine en su lugar, y que por esa razón le han comprado su casa, vecina al hostal, por un buen dinero... y que con las perras podrían comprarse en... Cuando Antonio pluraliza la compra, a Pino le da un vuelco la esperanza. Y que con ese dinero, sigue escribiendo, y el de la venta de tu tierra podríamos poner una consulta en el cruce de caminos de... —explica el novio. Es paso obligado de Barcelona a Valencia, a Zaragoza, a Madrid, a... ¡Si hasta las putas prosperan nosotros también lo haremos! Por fin decide enviarle una foto con una dedicatoria al pie: “De tu novia que te quiere”. La firma con los labios apretados de los que sobresalen las puntas de dos jazmines torcidos, dos horizontes, dos esperanzas blancas y muchas dudas... No puede dejar solo a su padre. No pueden vender lo que ya se comieron. Se lo cuenta a Antonio. Las cartas se van espaciando hasta que dejan de escribirse. El padre de vez en cuando le pide a su hija que le lea alguna antigua de su amigo, en especial las que cuentan sus desventuras de las guerras de África. Vuelve Tinguaro de sus recuerdos, baja de las montañas rifeñas y se queja a su hija de que le duelen las piernas. —¿Cómo le va a doler, padre, lo que ya no tiene?
ISABEL CABALLERO
España
Blog: http://alzapalabra.blogspot.com/
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uando mis hijos eran pequeños, pasábamos largos ratos observando una granja de hormigas que instalamos en mi estudio. No paraban de cavar túneles, pasadizos y cámaras en una arena especial embutida entre paredes transparentes, por lo que toda la estructura quedaba expuesta a nuestra vista. Les echábamos semillas o algún insecto para alimentarlas. Ellas se afanaban noche y día, almacenaban comida en determinadas cámaras, retiraban los desperdicios y cadáveres a otra concavidad diferente. Disfrutaba viendo a mis hijos recreándose en la evolución del hormiguero, aquel pequeño mundo que nos pertenecía. Con una lupa, observábamos los detalles de su morfología, los ojos, las mandíbulas, las antenas, las peculiaridades que diferenciaban a unas de otras. A veces ralentizaban la actividad o incluso se quedaban estáticas en una de las cámaras en una especie de reunión misteriosa y silente, como si estuvieran decidiendo algo que pudiera determinar su futuro. Pero ellas en realidad no podían decidir nada. Sus vidas dependían por completo de nuestras aportaciones alimenticias. Recordé entonces que yo mismo había “jugado” durante mi niñez a poner piedrecitas sobre la salida de un hormiguero, a llevarme hormigas de un nido a otro, a concentrar los rayos de sol con la lente de mi lupa sobre alguna de aquellas pobres hormigas, para ver cómo reaccionaban. La crueldad infantil. El niño que juega a ser Dios. ¿Qué imaginarían las hormigas que estaba pasando cuando yo les infringía mis pueriles crueldades? Atribuía a aquellos organizados insectos la capacidad de reflexión de un ser humano. Por supuesto, nunca confesé a mis hijos haber cometido tales actos, al menos hasta que se hicieron adultos, aunque para entonces supongo que ya ellos daban por hecho que yo no había sido mejor o peor que cualquier otra persona. Un aparato desfasado del taller de automóviles donde trabajaba, me brindó la oportunidad de mostrarles la morfología de una hormiga con mucho más detalle. Los ordenadores habían desplazado a los proyectores de microfichas hacia el rincón del olvido. El que llevé a casa podía aumentar una imagen casi veinte veces. Una hormiga con una envergadura de tres milímetros ocupaba buena parte de la pantalla. Para verla era necesario introducirla entre dos láminas de cristal transparente, por lo que la hormiga había de estar ya muerta antes de someterla a nuestra observación. Con bastante frecuencia, alguna de las hormigas de nuestra granja amanecía muerta o, al menos moribunda. Cogí una con las pinzas y la deposité sobre la superficie del cristal inferior. Sus patitas y antenas aún se movían de forma espasmódica. Al deslizar el cristal hacia la lente, la superficie superior descendía sobre la inferior como si cerraras un libro transparente. Sonó un leve crujido quitinoso. Mis hijos lo contemplaban todo con los ojos dilatados por la curiosidad. Lo primero que nos llamó la atención fue una especie de vellosidad que cubría la mayor parte de su cuerpo, la cual era del todo
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imperceptible a simple vista. Las antenas estaban divididas en segmentos y unidas a la cabeza cerca de los ojos compuestos y de visión pobre, y sus patitas acababan en una especie de garras. “¡Miraaaa!”, gritó mi hijo. Algo parecía moverse en la articulación de una de sus patas. Un ser diminuto abandonó su guarida: un recoveco en la extremidad de su anfitrión, seguramente tras detectar su fallecimiento. Un cuerpecillo ovalado con finísimas patas se dispuso a recorrer una superficie pulida, que para él sería poco menos que infinita, con la determinación de quien sabe hacia dónde va. Aquella criatura era lo suficientemente pequeña para caminar entre dos cristales con sus superficies teóricamente en contacto. Les expliqué a mis hijos que las hormigas de la granja no eran conscientes de que nosotros las estuviéramos observando. Aún menos lo era ese bichito casi microscópico. “¿Y puede que haya bichos aún más pequeños viviendo en las patas de este bichito?”… “¡Quién sabe!”, les contesté. Ellos se miraron con una sonrisa cómplice. Estaban en esa edad en que los hijos piensan que sus padres lo saben todo. Mi hija tuvo la ocurrencia de traer un espejo de su dormitorio y apoyarlo en la pared, sobre la repisa donde instalamos la granja de hormigas. Así ellas mismas podrían ver la evolución de su nido y sus actividades. Yo no es que supiera gran cosa sobre hormigas, aunque sabía que tienen ojos compuestos, parecidos a los de cualquier otro insecto, para percibir movimientos o luz, sin embargo inútiles para captar una imagen nítida como la que captan nuestros ojos. “Incluso si tuvieran una visión como la nuestra, serían incapaces de reconocerse a sí mismas en un espejo”, —afirmé con rotundidad—. “Muy pocos animales lo son. Solo algunos monos, el delfín…, nosotros mismos, los seres humanos, no nos reconocemos en un espejo hasta tener más de un año.” Les pareció decepcionante que una hormiga no pudiera ver el mundo tal como lo veíamos nosotros. “Las hormigas usan sus antenas para percibir matices que nosotros no podemos percibir. Ellas tienen los sentidos que necesitan para sobrevivir, como el resto de especies, como nosotros”. Debido a problemas que ahora no vienen al caso, en aquellos tiempos me costaba dormir. Algunas veces sufría una tremenda turbación durante unos instantes, que me causaba una angustiosa ansiedad y el consiguiente insomnio. Un día, por ejemplo, tuve una sensación extraña mientras llevaba el coche. Duró un segundo. Conducía a ciento cuarenta kilómetros por hora en una autopista… Y de pronto se me olvidó cómo conducir. No entendía el cometido de aquel habitáculo sobre ruedas, ni el sentido intrínseco de las ruedas, ni el uso de los pedales, ni de aquel objeto circular frente a mi pecho. Se me olvidó el concepto de velocidad. Creo que en ese momento me podría haber bajado del coche a ciento cuarenta kilómetros por hora sin correr ningún riesgo. Sobre mí no estaba actuando en ese preciso instante ni la velocidad, ni la inercia. Podría haber salido de aquel escenario, como el actor que hace mutis por el 61
foro, sin usar siquiera la puerta, que por cierto, era otro artilugio que se escapaba a mi raciocinio. Duró un segundo. Quizá menos. Justo el tiempo que tardó en recorrer mi espinazo una sacudida misteriosa, casi placentera, que jamás antes había experimentado. ***
¡No puedo seguir así! Han pasado meses desde que escribí las páginas anteriores y me resulta imposible continuar. Me invento quehaceres y obligaciones con tal de no enfrentarme al cursor intermitente en la pantalla. Leo frenéticamente libros, artículos, poesía… en un afán artificioso por crear excusas y, de este modo, no continuar con un relato que a mí mismo me parece incongruente. Pero hoy ya he ordenado mi mesa de trabajo tres veces. Ya no me quedan más excusas. Como estaba diciendo, una de tantas noches no podía dormir. Me fui a mi despacho y me dispuse a leer como había hecho otras veces hasta que por fin me vencía el sueño. Aquella noche era incapaz de concentrarme en la lectura. La granja de hormigas captaba continuamente mi atención, como si de alguna manera presintiera que algo extraño estaba a punto de ocurrir. En realidad tenía la absoluta convicción de que así sería. ¿Sabíais que las hormigas hacen ruido? No solo usan las feromonas para comunicarse, también emiten sonidos. Por lo visto está demostrado científicamente. Y si no lo está, no me podría importar menos. Yo lo escuché todo, y con eso me basta. En una esquina de la granja, la más cercana al espejo que había colocado mi hija apoyado en la pared, una de las hormigas permanecía aislada del resto del grupo. Me pareció —vais a pensar que deliro— que estaba mirándose en el espejo, reconociéndose a sí misma. Me aproximé con la lupa para observarla con el máximo detalle posible. Apenas se movía. Sus compañeras de granja seguían afanadas en sus tareas nocturnas. La hormiga miraba fijamente en dirección al espejo, al tiempo que balanceaba las antenas rítmicamente. El resto de su cuerpo permanecía en el más absoluto inmovilismo. Fue entonces cuando escuché un sonido tenue y constante. Una especie de armonía melódica y aguda, que en aquel momento quise interpretar como de convocatoria desesperada al resto de hormigas en la pequeña colonia. Paulatinamente se iban sumando más y más voces entrecortadas, un torbellino de resonancias, un insoportable clamor de reproches que parecían injuriar a la hormiga aislada. Como si esta estuviera enviando un mensaje, utilizando un nuevo código, un nuevo lenguaje para expresar algo que jamás se había expresado anteriormente en sus millones de años evolutivos de insecto. Aún no habían llegado sus compañeras al lugar donde ella se ubicaba, cuando —¡os lo juro!— giró levemente la cabeza para mirarme con el turbador talante de una
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mantis religiosa, para darme a entender que estaba al tanto de mi presencia. Ahora la hormiga alcanzaba a atisbar quién era ella, es decir, qué lugar ocupaba realmente en el mundo. Confieso que sentí desazón y odio ante aquella mirada, ante ese diminuto ser que durante un segundo, quizá menos, había sentido y me había hecho sentir de nuevo aquella sacudida misteriosa que un día experimenté mientras conducía, que había dejado de conformarse con ser lo que le había tocado ser: una hormiga más, sin más aspiración que la de sobrevivir en aquel pequeño mundo que yo había creado para ella. No sé si mi resentimiento gobernaba los pasos del resto de hormigas que se dirigían a su encuentro para despedazarla. No se resistió. Sus últimos instantes de vida no respondieron a su instinto de supervivencia animal. Pude percibir cómo sus compañeras ejecutoras no comprendían su pasividad ante aquella agresión mortal. No dejé de pensar en ello durante el resto de la madrugada. Un amargo nudo se instaló en mi garganta y tuve que vomitarlo a golpe de lágrimas. Fue un llanto pausado y continuo, expresado con sollozos cautelosos para no alarmar a mi familia. Aquella larga noche se me vino a la cabeza el funeral de mi padre. Fui incapaz de verter una sola lágrima durante su fallecimiento y entierro. Me refugié en los pormenores del sepelio, en los gestos indiferentes y rutinarios de los empleados encargados del traslado, en la negociación requerida para adquirir el ataúd más adecuado y más barato, que acabaría horas más tarde calcinado en el crematorio, en la variedad de platos que ofrecía el menú en el restaurante del tanatorio. Con estos pensamientos me quedé dormido, supongo. Tuve una larga pesadilla. Ahora no es el momento de contarla. Quizá no lo sea nunca… Pero la recuerdo. ¡Vaya si la recuerdo! Había espejos en mi sueño. Unos espejos que nunca antes habíamos percibido y que reflejaban una realidad aterradora por lo incomprensible y grotesco de su esencia. Sobre su superficie azogada se les intuía a “Ellos”. Eran “Ellos”. Estaban allí. Se manifestaban como una sombra, cuya envergadura y forma no acertaba a discernir. En aquellas noches de insomnio solía sintonizar una emisora de radio, aunque solo fuera por tener un “ruido” de fondo. Así me sentía menos solo. Más seguro. Me despertó la dicción profunda de una voz radiofónica. Luego fluyeron las primeras cinco notas de un tema musical conocido: “So I pretended to have wings for my arms and took off in the air”. Así que fingí tener alas en vez de brazos y alcé el vuelo. El teclado de un piano se hacía más tarde dueño del pentagrama. También tomaban protagonismo otros instrumentos de rock progresivo. Pero el piano continuaba recorriendo la escala con unos arpegios frenéticos, mientras otros acordes más pausados y secos se superponían en un intento de contener y poner orden a tanta nota musical en estampida. Cuando realmente me desperté, fue al escuchar al vocalista cantar en tono categórico y resolutivo: “That must have been another of your dreams / A dream of mad man
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moon.” Ese debe haber sido otro de tus sueños. Un sueño de lunáticos.
ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ
España
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uando Hàrren Howl patrullaba los bosques de la Encrucijada con su querido sabueso, recordaba historias sobre lobos y asesinos de la Estepa. Siempre prestaba atención. Si encontraba a uno le bastaría su destreza con las armas para dejarlo frío, la panza abierta zambullida en mierda. Estaba preparado para esos asuntos. Mas nunca creyó que se cargarían a Glot. «Por mil demonios», pensó ante el cadáver. Cuando lo halló, una criatura más grande y de pelaje renegrido enterraba sus colmillos en el cráneo de la bestia. Sus iris cetrinas delataban su procedencia infernal. El mejor amigo de sus últimos años, el compañero de noches junto a un pellejo de vino bajo el cuarto menguante, caía a merced de un predador más taimado, una especie de lobisome. Si hubiese hecho caso, si hubiese atendido a la alarma del burgomaestre cuando alertara la presencia de predadores en la frontera de Lèmpes con Richelàu, eso nunca habría ocurrido. Lamentablemente la realidad era distinta, así que había reaccionado como el bigardo que era. Primero sorprendió a la bestia con su ballesta. Los virotes le perforaron el lomo antes de que él descendiera por la colina para rematarla a cortes. Se había movido con velocidad. Después de degollar al animal con un tajo al sesgo, le arrancó la piel con sus cuchillas. Más tarde llevó su presa a la curtiembre y encargó una capa para sus rondas por los hayedos. Era lo menos que podía hacer en memoria de su perro. Noches después, mientras caminaba por una planicie atestada de sepulcros, un tufo a saliva lo envolvió. Miró a los lados. Detrás de las llamas que danzaban en los braseros encontró a un asceta comiendo carne. El hombre le hizo una seña con la mano y Howl se acercó. Nunca imaginó que alguien viviera con tantos esqueletos de venado en medio del barro. Según el ermitaño eran parte de un ritual. Buscaba a la encarnación del padre natura para arrancarle el pelambre. Así hay que actuar con las bestias susurró después de charlar un rato y compartir el estofado a la sombra de los sauces. Primero las matas. Luego despellejas. Finalmente te buscas un curtidor, de preferencia un ramoso del bosque, y te hará una capa para el camuflaje. Es muy útil. Sobre todo en estos tiempos en que invaden las fieras. ¿En serio? No sabía que los rumores habían escalado tanto. Tanto que ni imagino cuán lejos llegaron siguió el ermitaño. Hay labriegos muriendo por aquí y por allá. Gente que desaparece. Las jaurías escaparon de los abismos y empezaron a devorar niños. Si te descuidas un milímetro, te comerán, así te escondas entre los árboles como una puta liebre. Más o menos algo así susurró Howl con la mirada en el fuego es lo que creo. La verdad estaba al tanto de los ataques pero no les di importancia. Por aquí 66
siempre hay tíos diciendo lo mismo cada dos por tres y nunca pasa nada. Esta vez me tocó pagar caro. El ermitaño frunció el ceño y lo miró a los ojos. Por tu aspecto diría que saliste bien librado. ¿Qué te ocurrió? La peor mierda que te puedas imaginar. Estaba por el bosque haciendo mi trabajo cuando perdí de vista a mi perro, y un rato más tarde me encontré a una bestia detrás de los ramajes que se lo estaba comiendo. Era un lobisome. Hacía añicos el cráneo de Glot, y hasta ahora sigo sin creerlo. Siempre se me dijo que tuviese cuidado, que uno no está seguro ni con una buena ballesta, y para darme cuenta tuve que experimentarlo. Lo sé. Son gajes del oficio. Pero no tenían que ocurrir tan rápido. El hombre con el cabello enmarañado desgarró un trozo de carne y echó un eructo. Menuda historia dijo. Escucho cosas parecidas siempre que voy de paseo, así que estoy acostumbrado. ¿Por qué te lamentas tanto? Si viviéramos eternamente, no quedaría espacio en el mundo, y eso también incluye a tu chucho. ¿No estás de acuerdo? La pausa que se tomó fue eterna. Los búhos ulularon tras los matorrales girando sus pequeñas cabezas. Howl sintió un punzón en el corazón. Estaba asustado. Si no quieres responder, no digas nada. Pero hay que aceptar la muerte como algo natural. De lo contrario todo se derrumba. La naturaleza, como es sabia, nos la manda tras la vejez, en guerras o pestilencias, o escondida en animales como la cosa que encontraste. Unos matan por alimento. Otros… envenenan a miserables que ven por ahí, para robarles sus pertenencias mientras se alimentan. Howl masticaba un trozo de carne, mas lo escupió en el acto. Se pasó la lengua por los labios tras volverse al asceta. Lo siento. El hombre se retractó. Mis compañeros dicen que me domina mi humor. Se nota. Cuando estás del otro lado no es tan divertido. Si hubiesen sido otros tiempos, si hubiese sido más joven, lo habría golpeado hasta matarlo, pero agachó la cabeza para volverse a su puchero. Después de todo, lo que decía el ermitaño hacía razón. «La muerte es la muerte pensó y hay que aceptarla en el envoltorio que venga. Matar por necesidad alimenticia, supongo, es mejor visto que por pasiones terrenas». Tragó. Quizá era cierto, mas le costaba creer que si aceptaba aquello, que si esos crímenes eran menos deleznables de lo que creía, su venganza no habría sido una
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decisión correcta. Bebió de su pellejo. Cuando el ermitaño se puso de pie y recogió los huesos, el viento tiró de su cabellera. Sus ojos parecían rojos. Tenía grabada la experiencia del asesinato junto a su amor por la naturaleza. Te has quedado mudo le dijo a Howl. Eso no es cierto. Estaba a punto de hablar. El hombre pasó por su lado antes de palmearle el hombro. Si decides marcharte de aquí le dijo mejor aprovecha. Los lobisomes duermen tras llenar sus estómagos, y antes de que vinieras los he oído cazar a unos pobres alces. Probablemente mañana por la tarde, si siguen la misma ruta, asalten otro condado o pueblucho de por ahí, y así será hasta que puedan saciarse. Recuerda que la sed no se calma fácil. Gracias. Dentro de poco debo marcharme. ¿Qué harás tú? Tengo cierta experiencia en el bosque. Estaré un tiempo con mis muchachos y te aseguro que los lobisomes o como diablos se llamen ni siquiera nos mirarán. No hubo respuesta. Mientras más tiempo pasaban juntos, Howl notaba que era un tío raro y que de su cuerpo emanaba un hedor a cánido. Después de encogerse de hombros, recogió su odre y desandó por el collado. Caviló en silencio. Nadie sabía cuándo atacarían los lobisomes, o si gustaban de dormir tras merendar pastores. Eran bestias, y si la Estepa era una con el infierno, o si tierra y averno se habían fundido como decían los esotéricos, podrían surgir en cualquier momento. Howl lo meditó mientras llegaba a la encrucijada. Cuando arribó, miró el sendero que unía Lèmpes con Richelàu. El peletero al que había pagado para trabajar la piel, lo esperaba en la curtiembre de uno de los desvíos. Howl avanzó por la floresta. Cantaban los chotacabras. Andorreó como un penitente sin rumbo y pasó sobre huesos, dejando cadáveres junto a sauces bañados en sombras. No hizo caso de las brigantinas de los clérigos que destacaban ante la maleza, ni a las mujeres que se bañaban en las lagunas, desnudas como ninfas de novelas de brujería. Los ignoró. Siguió por senderos sumergidos en un olor a podredumbre que ascendía de cuerpos despellejados. Continuó por un riachuelo donde un curtidor lavaba unas pieles, y caminó hasta toparse con aquel que trabajara la suya. Tenía el rostro manchado de rojo. Más tarde, después de conversar sobre la paga, ingresaron a su taller, donde recibió un cofre. La capa estaba en el interior, acomodada con dobleces de cuero remendados a la moda. Howl soltó sobre la mesa una talega con monedas, y tan 68
pronto se marchó, andorreaba en el bosque bajo el manto nocturno. Embeberse de olor a setos y a hileras de arces en media marcha, era una aventura hacia el espíritu primigenio del ser humano. Respirar el viento. Sentir la brisa. Envolver su cuerpo con pantalones, botas de explorador y ese albornoz de lana que siempre portaba eran experiencias que hartos pastores desconocían. Esa noche, mientras los arces ocultaban a los predadores, tomó la capa de lobisome. La agitó. Se la puso. Era ancha, tan ancha que lo envolvía como un caftán de esos religiosos de la floresta. Siguió caminando. Estaba abrigado por el calor de una bestia que había recorrido cientos de millas, desde el infierno hasta el corazón del bosque para morir a hachazos. Sintió que traspiraba. Primero su cuello. Luego sus hombros. Se recostó en un árbol porque tuvo ganas de desperezarse. Trató de buscar sus manos mas no las encontró. ¿Dónde estaban? La capa se había vuelto más cálida, tan cálida que el viento no soplaba las partes sin cubrir, tan cálida que Howl empezaba a traspirar como puerco, y al querer acomodársela, al buscar la abertura para meter el brazo y desabrocharla, no encontró nada. La piel respiraba. Se arrastraba sobre su zamarra como si viviera. Le besaba la nuca hasta abrigarla como habría hecho con su antiguo dueño. «Mierda. ¿Qué coño pasa?». Corrió. Tropezó con las ramas y escuchó las risas de un bosque poseído por viejos fantasmas. Espíritus de la naturaleza. Fuegos fatuos que emergían entre osamentas podridas. No había nada que pudiese atosigarlo, ¿cierto?, ni sembrar ideas de mierda en su incrédula cabeza. ¿Cuántas veces había cruzado por aquel camino para ir al pueblo de al lado, acompañado de Glot? ¿Cuántas había viajado solo? Había perdido la cuenta. Comenzó a ahogarse. «Ayuda… por favor…», pensó. Los pájaros le cagaron encima. Cuando bajó la mirada, cuando descubrió que el pelo se arrastraba por sus tobillos, cambió su visión, y los colores oscuros se convirtieron en grises. Deseó gritar, maldecir el sino que lo marcaba, pero lo único que oyó fue el crujir de sus huesos. Sus piernas se quebraron para adoptar la fisonomía de una bestia que todo ese tiempo, desde que él le arrancara la piel, había esperado en su pelambrera por un nuevo cuerpo, una nueva entidad hospitalaria en su viaje hacia el infierno. Howl aulló. Su voz triste y prolongada se perdió en el laberinto que era el bosque, y cuando se convirtió en bestia, cuando su transformación estuvo completa,
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rompió a toda prisa por la oscuridad para darse encuentro con su manada. No fue sorpresa que esa misma noche desandara sus pasos ni que buscara al ermitaño a quien no encontró, ni que descendiera al montículo de tierra donde había enterrado a su sabueso. Lo desenterró. Un cadáver canino cubierto de gusanos. Los lobisomes, así como otros lobos de la espesura, obedientes al instinto, se alimentaban de carroña, y esa noche como era de esperarse estaban hambrientos. Howl enterró el hocico y comenzó con el festín acompañado de grajos que plegaban las alas mientras otros carroñeros se acercaban salivando.
JULIO CEVASCO
Perú
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xtraño mi niñez, aquella época feliz en la que podía jugar con mis muñecas por horas e imaginar mágicas historias de princesas, brujas, duendes, reinos lejanos y garantías de finales felices, hasta que mi mamá me sacaba de la ensoñación para que hiciera mis tareas, comiera o me acostara a dormir “de una buena vez”. Tiempos sencillos en que las horas pasaban sin hacerse notar y solo el futuro se ansiaba, con su final de cuento de hadas, sin tormentas ni tragedias a la vista. Estoy frente a la urna de mi nena, de mi niña. Una urna blanca y demasiado pequeña para justificar que sea construida. Deudos de otros fallecidos se asoman y se sorprenden de la urna, se inclinan a ver a mi Sara y hacen un gesto como el de quien prueba una fruta podrida sin darse cuenta. Mis familiares los alejan con delicadeza, pero siempre se voltean indiscretos. Si tuviera un centavo por cada mirada de compasión sería millonaria. Estoy cansada y sudorosa, el olor de tantas flores me marea y veo que las madres de los compañeritos de mi niña llegan, debo sonreírles a pesar de que siento una gran ira ¿Por qué sus hijos siguen vivos y la mía no? Pero la rabia me agota aún más. Una rabia que solo lleva al callejón sin salida de la tristeza más amarga, en donde solo quedan pétalos marchitos y velas consumidas. Ya pasó el horror del entierro, las noches de sueños inquietos a base de somníferos y la retirada presentida de mi esposo, que finalmente se ha ido. Sé que me culpa por el hecho de que la niña se ahogara, la madre siempre es la responsable del infortunio de los hijos, como si no bastara el hecho de que morimos en vida cuando parten. Como si cargar el cadáver de mi niña ahogada en la orilla de la playa no es un castigo peor que el mismo infierno; las personas que voltean hacia donde una está, con esa sabiduría en los ojos ¿por qué no vieron a cualquier otra persona?, ¿por qué asumieron que ese cuerpecito vomitado por las olas era el de mi hija? Mi esposo que llega corriendo alertado por mis gritos, los párpados y labios azulados de mi hija, su pechito tieso que no respira… pero está bien, le entiendo. La casa está demasiado sola y ordenada. Quizás consiga otra mujer con la cual pueda concebir a una niña como mi Sara. Se acaba de ir la luz y el recuerdo de esa noche tan especial me golpea el estómago como un puño gigante quitándome el aliento. Mi esposo leía y mi niña veía televisión en el momento en que esa noche se fue la luz, todos gemimos en señal de fastidio y yo busqué las velas rogando que el corte de electricidad no se prolongara, volteé hacia la ventana y los llamé a ambos para darles una sorpresa. Salimos hacia el patio de atrás y en la total oscuridad, las luciérnagas iluminaban el jardín como un enjambre de hadas diminutas. Tenía cargada a Sara, su peso y su realidad tangible me completaban y su cara de asombro ante el espectáculo es una de las cosas más bellas que he visto. Cuando me habló de nuevo solo atinó a decir. Mamá, ¿qué son esas 72
luces? a lo que le respondí: Luciérnagas mi vida, o diminutas hadas, como tú prefieras. Me mezo en la mecedora donde la amamanté, con los pezones adoloridos de recuerdos y abrazada a su muñeca favorita. Esa que construyen con las mismas características de la niña destinada a ser su dueña. La compramos luego de la sorpresa de las luciérnagas y pedí dos vestidos especiales. Mi Sara no cabía de la alegría de verse a sí misma y a su muñeca como hadas del bosque, con los vestidos verdes y alas traslúcidas. Bailaba con ella como si volaran y se iba al patio a soñar despierta. Más de una vez me sorprendí al verla jugar al atardecer y observar cómo las luciérnagas parecían posarse en su cabeza, como si tuviera un halo luminoso. Cuando entraba a la casa estaba tan contenta que no le preguntaba por el fenómeno, no quería asustarla, aunque era yo la que no quería asustarme más de la cuenta. Ahora que estoy sola en la casa, las luciérnagas se posan sobre la muñeca de mi hija. Tal vez si… la muñeca es solo una muñeca, lo sé, pero… ¿qué tal si mi Sara está presa dentro de ella? En ocasiones veo sus ojos y destellos los iluminan por dentro, así que me decidí a vestirla y a jugar con ella el juego de las hadas, para que mi Sara sepa que su madre la espera, que es posible que vuelva. No me decido a llamar a sus amiguitas para que jueguen con la muñeca pues sus madres se pondrían capciosas, mas algo se me ocurrirá, tiempo al tiempo. Sé que mi Sara necesita compañía para volver, las luciérnagas me lo dijeron. Mandé a construir en el patio de atrás una casa de muñecas apropiada para niñas entre ocho y nueve años. Un primor verde con hadas, duendes y gnomos pintados en las paredes, muebles y utensilios a la medida como una pequeña cabaña del bosque. Les comenté a las vecinas que solo quiero que sus hijas vengan a jugar por ratos, para hacerme la ilusión de que mi Sara está con ellas, las niñas enloquecieron de alegría al ver la casa y las madres poco a poco confían en que vengan solas a jugar. En las noches, la casa de muñecas se llena de luciérnagas, así tengo la confirmación de que mi hija regresa de a poco y que lo único que necesita es la compañía de sus amiguitas, los pequeños insectos se reúnen y asemejan la silueta del cuerpo de mi hija, mientras vuelan alrededor de su muñeca. En el hospital psiquiátrico en donde me encuentro, me obligan a confesar que les inyecté formol a cuatro niñas, que las vestí con trajes de hadas y que las até a todas al techo de la casa de muñecas como si volaran con mi hija. Yo no lo hice, juro que no, pero algo sí sé, en cuanto salga de aquí, mataré a las luciérnagas de la casa de hadas con insecticida mientras quemo a la muñeca, y cuando el fulgor de sus luces arda más, en señal de que están a punto de morir, tomaré insecticida y me reuniré con mi hija, pues 73
yo soy la única compañía que necesita. El Hada Reina, al fin y al cabo, es su propia madre.
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson
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ver! ¡A ver! Te voy a explicar —era mi muletilla para interrumpir cualquier discusión y de esa forma tirar por la borda todo argumento que tuviese la persona que quería explicarme algo. De chico siempre quise tener la última palabra. No era un tema de ego, es que no soporto ese silencio que flota en el aire cuando al parecer el último que habla, por definición, posee la razón. Yo era de opinar de todos los temas que figuran en la Real Academia, de fútbol, de política, de moral cristiana, de economía, y hasta de artes culinarias. Siempre, pero siempre, tenía una necesidad incontrolable de quedarme con la última palabra. Muchas veces algunos allegados me decían que tenía que ir a un psicólogo, que debía hacer un tratamiento, que no era normal lo que me pasaba. Algunos mas atrevidos hasta me tildaron de loco. Ninguno comprendía que lo mío no es una cuestión enfermiza, es una energía interior que me obliga a dar luz a los pobres ignorantes de las verdades incuestionables de la vida. Ya en la escuela secundaria mantenía discusiones apasionadas con el profesor de historia que me quería hacer creer que el general San Martin había organizado el cruce de los Andes con la estoica intención de independizar a los países de Suramérica de las garras del imperialismo español. Los curas me terminaron echando, por porfiar sobre la resurrección de Cristo y otros dogmas sobre los que aun tengo mis serias dudas. Fui creciendo y esta actitud, como pasa con todos los males, se me fue acentuando y sin importar el ridículo, peleaba con cualquiera que se me pusiese delante en una conversación. En algunas oportunidades he llegado a confrontar en escenas pugilísticas que me enorgullecían aunque mi rostro hubiese quedado lleno de sangre y magullones. Siempre, pero siempre, aunque estuviese tirado en el piso semimuerto yo decía la última palabra. Cuando frente al altar, el sacerdote me dijo si quería por esposa a Angélica, no pude contestarle con un simple “Sí, quiero”, a decir verdad, yo tenía más de un motivo para contraer matrimonio y no podría sellar ese majestuoso acto con solo dos palabras. Los otros novios que seguían en la secuencia de casamientos de la iglesia se impacientaron un poco, y mandaron a sus parientes y amigotes para que me sacaran a empujones al ritmo de Pompas y Circunstancias. Solo dos meses duró mi relación con Angélica, ella al parecer no entendía mis argumentos, mi conocimiento enciclopédico y menos aún... mis principios. Todo iba de mal en peor y no podía comprender cuál era la causa. Los vecinos ya no me saludaban y hasta algunos cruzaban a la vereda de enfrente con tal de no iniciar una conversación conmigo. En el trabajo me daban vuelta la cara y mi jefe... mi jefe ya me había dado el ultimátum con varios apercibimientos sobre lo que para él se definía como una terrible falta de respeto.
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Al notar lo que estaba empezando a suceder a mi alrededor decidí a regañadientes empezar una terapia. Al principio estaba feliz, ya que la psicóloga me dejaba hablar y nunca me contradecía, los turnos superaban los cuarenta y cinco minutos, pero ella no se alteraba ni me hacía ningún reproche, solo me cobraba y listo. Empecé a contarle de mis padres, de mi niñez, de mis primeros regalos para las navidades o para la fiesta de reyes. Casi de manera inconsciente comencé a darme cuenta cuáanto hacía que ya no me llamaban para invitarme a ninguna fiesta, con angustia recordaba esos tiempos inmemoriales donde festejábamos el día de la madre. La última vez me había cruzado con mi hermana cuando ella tuvo el atrevimiento de poner sobre la mesa el tema de la legalización del aborto. Era más que obvio, que a partir de mi formación católica, no iba a permitir, bajo ningún concepto, que se pongan en duda las santas escrituras y la palabra del Papa. Por eso mi cuñado y otros invitados que nunca faltaban, se levantaron de la mesa y se fueron a sus casas sin comer el tiramisú que mi vieja había preparado con tanto amor. A pesar de su dedicación, yo siempre objetaba su receta porque según el libro de Doña Petrona C. de Gandulfo debía incorporar para la terminación cacao en polvo y no chocolate rayado, como ella solía hacerlo erróneamente. En otra sesión la doctora me propuso que le contara sobre mi pasaje por la secundaria, cómo había sido mi relación con mis compañeros, las salidas, los trabajos en equipo, los deportes y otros temitas menores. Después de un buen rato de contarle cuáles eran las asignaturas que más me gustaban, como por ejemplo ERSA, Estudios de la realidad social Argentina, caí como quien no quiere la cosa, de que desde la última vez que me habían invitado a la cena de exalumnos habían pasado ya como cuatro o cinco años. En esa cena terminamos todos a las piñas a causa de su imbecilidad para reconocer que el gobierno de turno nos estaba llevando al fracaso, y que los militares quiérase o no, habían hecho cosas muy buenas para el país y para las generaciones futuras. Seguí de forma rigurosa con la terapia, no faltaba ni a palos, pero empecé a tener sentimientos encontrados. Sentía que a pesar del espacio de expresión que me daba la profesional, por un lado me sentía feliz de poder desahogarme y decir lo que se me cantaba y por otro... me daba cuenta de que el mundo se iba alejando de mi y yo me estaba convirtiendo en un paria. Era como que los jinetes del apocalipsis estaban trotando a mi alrededor ahuyentado a todo ser vivo que pudiera hacer algún tipo de contacto conmigo. Yo estaba convencido que no estaba enfermo, que mi problema quizás fuese una cuestión de falta de empatía con algunas personas ignorantes que no podían entender ni siquiera el sentido básico de la vida. No es que me crea más inteligente que
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los demás, es como un fuego que me nace por dentro para expresar mis pensamientos, hasta en algunas oportunidades superponiéndolos y hasta contradiciéndolos a mis propias creencias. Esa tarde llegué a casa y sentí un hueco profundo en mi pecho. Tenía taquicardia. Nunca había experimentado algo así antes. Yo sabía que no era un fundamentalista mesiánico, como muchos me catalogaban. Yo era una persona normal que pensaba diferente y defendía a capa y espada cualquier tema sin evaluar su nivel de importancia. Eso era todo, nada mas, no entendía por qué todo el mundo me estaba haciendo ese tremendo vacío. Destapé el frasco de pastillas que me había recetado bajo cuerda la doctora para esos momentos de ansiedad. Muy pocas veces había recurrido a él. Esta vez creí que mi mejor remedio estaba en tratar de mantener un diálogo normal con alguien allegado y no tomar ansiolíticos. Tomé el teléfono y llamé a mi padre. El teléfono sonó y sonó, y nadie atendió. Corté y casi como un autómata llamé a mi hermana. El tono de la línea repiqueteaba como una daga que se clavaba muy profundo entre mis tripas. Volví a cortar y llamé al Chueco, el único amigo que muy de vez en cuando me mandaba un WhatsApp para saber cómo estaba. Él era el que se tomaba el trabajo de recaudar el dinero y reservar algún restaurant donde, cada año, organizaba esas añoradas cenas de exalumnos. Sonó y sonó y esta vez tampoco el Chueco atendió. Solo me quedaba pedirle a mi psicóloga una sesión extraordinaria, necesitaba un lugar donde poder tener mi última palabra, un lugar donde se me escuchara sin interrupciones, sin objeciones, sin discriminarme, solo me escucharan y yo sentir que era dueño absoluto de la palabra, de esa última palabra. Esta vez ella sí atendió el teléfono y sentí una bocanada de aire fresco que entraba por mis pulmones. —¿Cómo estás, Roque? —fue lo primero que escuché y el alma me volvió al cuerpo. —Doctora, necesito ir a verla urgente, no sé qué me pasa, por favor, deme un turno hoy. —le dije en mi desesperación. —No puedo Roque, tengo la agenda completa, vas a tener que esperar a la semana próxima. —me respondió tajante como si no le importara lo que me estaba pasando, ni la locura que era capaz de hacer inmerso en esa soledad que estaba empezando a conocer. —¡Por favor doctora! Necesito ir a verla, estoy muy mal. —le supliqué dándome cuenta de que estaba sintiendo como una eclosión en la yugular. —Ahora no puedo Roque, tomate un Alplax y vas a ver que en un rato vas a estar fenómeno. —me prescribió con un pequeño dejo de preocupación a pesar de
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que yo percibía su real desinterés. —¿Doctora al menos le puedo decir mi última palabra? —le rogué sintiendo un dolor que me carcomía por dentro. —Bueno, dale... Roque... decí tu última palabra si querés. —me dijo sin interpretar lo importante que me sentía mucho antes de empezar con su estúpida terapia. —¡Perdón! —fue mi última palabra para ella y para esta incomprensiva e intolerable sociedad y tomando todas las pastillas del frasco, me despedí sin más palabras.
GUSTAVO VIGNERA Argentina Página WEB: www.gustavovignera.com Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/ Twitter: https://twitter.com/VIGNERA
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RR... el ruido quedo, apenas perceptible en la quietud de la madrugada, rasgó la neblina estacionaria de aquella playa solitaria. Las olas se habían hecho solidarias con la tranquilidad reinante y contribuían con tenues murmullos a mantenerla. Pero la superficie del cascarón eclosionado del huevo, se agrietaba de manera incesante, produciendo aquel leve sonido que delataba los deseos naturales por querer salir afuera, al mundo circundante, de un inquieto tortuguillo que pugnaba por liberarse de su cómoda burbuja protectora y lanzarse a las tibias arenas tropicales. Era lo natural, después de haber pasado todo el período de incubación en que su madre lo había dejado, había llegado el momento de romper la cáscara y salir. RRR... terminó por romperlo y atisbando tímidamente, sintió la primera caricia que la brisa silbante, venida allende mar adentro, le brindaba. Escrutó todo a su alrededor y se alegró al ver que no era el único. A todo lo largo de aquella playa, pululaban centenares de ojillos húmedos que también buscaban el mundo marino que se abría como un abanico. Comenzaron su trabajo de superar el promontorio de arena que servía de muro contenedor de las olas más atrevidas. La distancia a cubrir para llegar al mar abierto era considerable, pero ni eso los hizo retroceder y como si hubiesen oído una orden que flotaba en el eco de los rincones más solitarios de los acantilados, al llegar a la cima, todos se lanzaron en tropel por aquella rampa que los llevaba hasta la orilla. Sus huellas precariamente se marcaban en la humedad de los granos finos de las arenas llegadas desde los mares más remotos y ancestrales. Sin embargo, como señal de que la naturaleza tiene control sobre todos sus integrantes, a lo lejos, el golpetear de alas poderosas y la emisión de graznidos cada vez más nítidos de gaviotas, albatros y pelícanos; sí, en plena madrugada y bajo la luz intermitente de la luna, cuando lograba vencer la cortina de neblina quieta, indicaban que la salida y el avance hacia las aguas profundas de aquel mar abierto, era la única opción que tenían de compaginarse definitivamente, con lo que iba a ser su mundo particular. El tortuguillo se aferró a su instinto de salvación y luchó desesperadamente por llegar hasta las aguas profundas. Pero una bandada de aves venía en picada, haciendo piruetas en el aire para pasar al ras de la superficie, elevándose con otros de su especie que, junto con el referente, luchaban por alcanzar las olas más altas en su desplazamiento al mar. Casi todos cayeron, es cierto, perdiéndose así, las esperanzas por adentrarse en la inmensidad de mar abierto y explorar las maravillas que ese mundo marino les deparaba a sus habitantes. Si se integraban, podían viajar por todo el planeta, pasando por diferentes ambientes y conocer miles de criaturas que, como ellos, también habían librado su primera lucha por la vida. Pero, tenían que llegar hasta él.
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Entonces, haciendo el último esfuerzo, y eludiendo con maestría aquel picotazo que se clavó en la arena, estiró las membranas plegadas a sus patas y se hundió desesperadamente, entre la masa de una ola enorme que acababa de romperse, como con una furia, cómplice de esa desesperación. Después no escuchó nada más, dejándose llevar por la corriente submarina que lo succionaba con una fuerza superior. Cuando pudo salir a la superficie, su silueta fue cubierta por una luz blanca que se desprendía de la cara toda redonda de aquella luna que se iba despidiendo en la madrugada marina. Sus ojillos vivaces, ahora, después de toda la hazaña lograda, buscaban con angustia a su alrededor. Pero no encontró ningún individuo semejante a sí mismo; entendió entonces que había sido el único que había logrado salir victorioso, en la primera y principal lucha que todos sostuvieron por la vida. ¡Ah! Se me olvidaba decir que este tortuguillo, al crecer, resultó ser un ejemplar hembra. Aquella historia me había sido narrada por la joven perteneciente al grupo ecológico que se apostó a la entrada del centro comercial, para ofrecer el mensaje sobre cómo adoptar una tortuga de las que nacían en la zona de desove de su especie, en las costas del oriente del país. Y yo me quedé pensando en todo lo que había que hacer para entusiasmar a los humanos sobre la necesidad de prestar atención a estos hechos de la naturaleza, a fin de brindarle a las otras especies del reino animal, la mínima oportunidad de sobrevivir a los obstáculos que la misma naturaleza anteponía. Porque la lucha inicial que emprenden las tortugas por vencer esos obstáculos para llegar al mar, debe estar entre las más difíciles de todas las que llevan cada una de las especies que conviven en el planeta. Les comento que, por efecto de aquel cuadro presentado y narrado por la joven perteneciente al grupo ecologista, me dejé llevar y me anoté para apadrinar una de aquellas tortugas que lograban salir vencedoras en su primera lucha y en sus propios ambientes. Como pueden deducir, la mía, es la de esta historia. Debe andar por allí, buscando la manera de llegarse a la misma orilla para cumplir, a su vez, con el acto más significativo de la vida y en su desove, traer más vida. Estoy seguro de que algunos de sus descendientes, también lograrán vencer en su primera lucha que, por su vida, sostengan.
VíCTOR CELESTINO
Venezuela
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a Luz era una flamante barca pesquera lanzada al agua en Punta del Diablo. Esta era una playa de varios cientos de metros, entre dos puntas rocosas, y encerrada por un cerro que caía abruptamente sobre ella, dejando una franja de arena de no más de cien metros de ancho, donde se diseminaban una docena de ranchos de paja muy humildes, hogar de los pescadores, entrelazados por largos varejones tendidos a un metro de altura, donde se colgaban a secar al sol los grandes filetes salados de la pesca. Medía casi siete metros de largo por unos dos de ancho. Había sido construída con una fuerte armazón de lapacho, con las bandas y cubierta de anchos tablones de pino Brasil, curvados a fuego para abrir las olas a su paso, y que a la vez le formaban una noble panza capaz de llevar hasta tres mil kilos de tiburón, gatuzos o cazones. Era tan marinera como tenía que serlo para enfrentar esa mar impredecible. Tenía pronta la cabina que le daría su toque final, la que protegería a sus tripulantes del viento y el oleaje, pero aún no había sido colocada en su lugar, y descansaba, ociosa, al lado del rancho del patrón. Este, un fornido y bien plantado hombrón, había sido peón de campo, esquilador, ladrillero y cuanto trabajo se le presentara por delante, y se había hecho pescador en la mar frente a Valizas y Aguas Dulces. La pesca era un oficio muy duro y peligroso, pero les permitía un ingreso mejor a cambio de tanto sacrificio. Un día se vino para Punta del Diablo, atraído por una mayor abundancia de pesca. Tenía apuro por comenzar a producir. Le colocó el motor, cargando apenas las artes de pesca, y sin llevar ni remos ni vela, se lanzó a la mar. Se tenía confianza. Había toreado la mar de Valizas y las islas, se había hecho baqueano conocedor de los vientos, corrientes y mareas, y no le tenía miedo a nada. Hace cincuenta años, en la madrugada del 30 agosto, el suave rumor de las olas mansas que apenas rompían en la arena, adivinaban que sería un día frío de invierno, pero de mar tranquila. Ideal para recoger la pesca, procesarla en tierra y prepararse para los tres o cuatro días del temporal de “Santa Rosa”, que todos los años, sin falta, castigaba las costas de Rocha y el sur del Brasil desde el 31 de agosto. Era una sudestada de fuertes vientos arrachados, lluvias y granizo. Recién comenzaba a asomar una claridad rosada desde el este, frente a la playa, cuando ya Don Gildo, el patrón de la “Luz” y dos ayudantes, Beltrán y Eduardo, fueron a la playa donde descansaba la barca, y empujándola sobre dos tablones y un par de palos atravesados, la llevaron hasta el agua. Una vez flotando, ponían en marcha el motor y aproaban a la rompiente. Cuando cruzaban la última fila de olas, se secaban como podían y se vestían con gruesos pantalones y camperas. Luego de una hora de marcha, llegaron a un lugar seleccionado por el ojo experto de Gildo, apagaron el motor y echaron el ancla. Cebaron alrededor de la Luz,
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y en un rato los cazones comenzaron a rodearla, como pidiendo ser pescados. En pocas horas la panza de la Luz estaba casi llena con ciento cincuenta cazones de unos diez o quince kilos cada uno, y se asentaba majestuosa en el agua, sin estar ya tan sensible a los movimientos de las olas. A la media tarde, se prepararon para el regreso; había que descargar la carga de cazones y subir la lancha varios metros sobre la arena dejándola asegurada contra las mareas para luego filetear los cazones, salarlos y dejarlos prontos para ponerlos a secar al otro día al sol. Estaban contentos; era una buena carga que sería vendida oportunamente a buen precio. De pronto todo cambió. Gildo se sentó al lado del motor, tomó la palanca que tenía el arranque y el acelerador, a la vez que le servía para manejar el timón, y le dio arranque… el motor gimió, produjo un par de explosiones y quedó en silencio… Los semblantes de la tripulación iban cambiando desde la tranquila alegría al iniciar la vuelta, a la preocupación primero, el temor después y la casi desesperación final al comprobar que habían quedado a la deriva. Los intentos de Gildo de hacer arrancar el motor con una manija, no tuvieron otra consecuencia que lastimarle malamente la mano al golpearla en cada giro contra la popa. Anochecía y echaron el ancla para no quedar a la deriva. Surgieron unos lamentos casi reproches; ¿cómo habían salido sin remos y sin vela? Pero eran hombres duros y sabían que por más que se reprocharan ya la cagada estaba hecha y no tenía remedio. El frío calaba los cuerpos a través de las ropas ensopadas por el salpicar de las olas. Ahora lamentaban la seguridad y el abrigo de la cabina, la que descansaba en la arena de la playa. La noche caía, cuando vieron, en el horizonte, una nube negra que comenzaba a cubrirlo, iluminada por los resplandores de una formidable tormenta eléctrica. ¡¡A la maula!! ¡¡Cartón lleno!! Se nos viene el Santa Rosa, dijo Gildo refiriéndose a la terrible sudestada de fines de agosto de todos los años. Pero estos hombres no iban a dar la lucha por perdida antes de intentarlo todo. Ahora ya sabían que en poco rato la tormenta estaría encima de ellos, y que, desde la playa nadie se embarcaría a su rescate enfrentando al Santa Rosa. Intentaron levar el ancla, pero esta se había enterrado en el fondo arenoso y tuvieron que cortar la soga. Ya el viento ululaba, las olas comenzaban a aumentar su tamaño, y urgía timonear la lancha para aproarla a las olas. La solución la tenían en la panza de la Luz; una larga soga y los cazones que ahora se habían transformado en el lastre que mantenía la barca pegada al agua. Tomaron la soga y con las manos ateridas por el frío fueron enganchando diez cazones, uno cada metro y medio, con lo que lograron un ancla móvil de ciento cincuenta kilos. Y justo a tiempo ataron una punta de la soga a la 85
popa, dejando a la rastra el colgajo de cazones. Cuando se formaba la ola, esta empujaba el ancla de peces y hacía que la proa enfilara directamente a la cresta, evitando ser tomados por la banda. El Santa Rosa se abatió con toda su furia, viento helado y fortísimos chubascos. La Luz comenzaba una larga subida cada vez que comenzaba una ola, la coronaba y caía de pronto hasta el seno de la siguiente, pareciendo imposible que la proa pudiera repechar nuevamente la ola siguiente. Los hombres estaban ateridos, agarrotados de frío, mojados, y al agua entraba con cada ola por el hueco donde debería estar la cabina. Se turnaban para achicar constantemente con un balde. Era tanto el frío que sentían, que, cada tanto, se sacaban la ropa, la retorcían y se la volvían a poner. Aprovechaban la lluvia para beber agua dulce, la que se escurría por un pequeño agujero de la cubierta. La debilidad, el agarrotamiento de brazos y piernas, y el hambre, los fueron encogiendo. Se metían bajo la cubierta de popa, se abrazaban todos juntos para darse algo de calor y se tapaban con un viejo sobretodo de pelo de camello que Gildo llevaba de reserva en una bolsa. Perdieron la noción del tiempo. Cuando la Luz enfrentaba una ola les parecía que estaban horas subiendola, y luego de cruzar la cresta iniciaban una caída que se alargaba cada vez más con el miedo permanente de que al final de la caída, clavara la proa y finalmente los tragara la mar. Un día el sonido de un motor que se acercaba los hizo salir a cubierta a los tropezones, cayéndose uno sobre el otro, intentando hacer señas a ese avión que los buscaba, viendo con desesperada angustia como seguía, sin dar señales de haberlos visto. El tercer día parecía que la furia de la tempestad hubiera amainado un poco. Por lo menos el viento parecía que no era tan fuerte y una vez más salieron a cubierta a retorcer sus ropas para escurrirles el agua. Gildo se enderezó para poner su mano lastimada en el agua, y cuando miró a su alrededor, se le quebró la voz y gritó a sus compañeros; ¡¡Tierra!!! ¡¡Nos salvamos carajo!! ¡¡Nos perdonó!! ¡¡La mar nos perdonó!! Frente a ellos, se veía una interminable playa desierta, acordonada por una línea de médanos bajos. Y aunque aún estaban lejos, vieron que la marea y el viento los iba llevando a ella. Sabían que en unas horas terminaría el calvario. Y así fue; finalmente la última ola clavó la quilla de la Luz en la arena de la playa. Los tres hombres se tiraron al agua y salieron chapoteando, riendo y gritando, cayéndose y levantándose, porque los cuatro días en la mar habían alterado su equilibrio. Gildo saltaba y bailaba igual que Eduardo. Beltrán, aunque había enfermado por tomar agua salada, trataba de acompañar a sus compañeros, pero estaba muy débil y dolorido. La terrible odisea llegó a su fin. Tuvieron que caminar diez kilómetros al sur, en 86
condiciones de debilidad, hambre y frío. Llegaron a un faro, el “Bordón”, donde fueron auxiliados y alimentados. Descubrieron que la mar los había llevado a más de doscientos kilómetros de Punta del Diablo. De ahí fueron llevados a Hermenegildo, un balneario próximo a la ciudad de Santa Victoria do Palmar, y finalmente al Chuy donde fueron internados en un sanatorio del lado uruguayo. Allí se vieron sorprendidos por la multitud que se reunió para verlos, pues hacía días que se sabía de la búsqueda realizada por las marinas de Uruguay y Brasil, y la aparición cuando ya se los daba por muertos era un milagro. Los amigos salieron juntos del sanatorio; Beltrán y Eduardo se juraron nunca más entrar a la mar. Gildo se aprestaba para volver al Brasil. La Luz lo había mantenido con vida y no iba a permitir que se deshiciera sola en una perdida playa del sur de Rio Grande. Contrató un camión y la llevó de regreso a Punta del Diablo, la reparó, la pintó y le puso la cabina. Volvió a entrar a la mar por varios años más, pero ya nunca dejó de llevar los remos y la vela, los que nunca tuvo que utilizar. Aun cuando no era un hombre cabulero, al regreso de cada salida, al tocar la arena de la playa decía: ¡Otra vez me perdonaste! ¡Gracias otra vez!
RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA
Uruguay
Facebook: Ramón Martínez
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n el majestuoso Teatro Juárez de la ciudad de Guanajuato no cabía un alma. Era contagiosa la emoción del público asistente. Después de que hizo su aparición la Orquesta, entró el maestro Narciso Yepes con guitarra en mano. El cálido recibimiento no se hizo esperar mientras avanzaba hacia su silla para comenzar el concierto. Desde el inicio del primer movimiento, cuando la guitarra abrió con los primeros acordes, seguida por los violines, aprecié en varios de los espectadores el esbozo de una sonrisa y la mirada expectante que solo la emoción placentera puede producir. Sentado a mi lado, inclinado hacia el escenario, se encontraba un hombre de mediana edad con la vista fija en el excelso concertista. Se veía poco aseado, ataviado con una gabardina negra muy sucia, la barba crecida y descuidada. Aunque estuviéramos en gayola, llamaba la atención su presencia. Su mirada perdida y desolada me hizo, incluso creer, que no estaba bien de sus facultades mentales. Me incomodaba su cercanía, sobre todo por su desagradable olor. Traté de olvidar su presencia y concentré mis sentidos en la música y la alegría y placer que me producía el estar en ese sitio, y sentir cómo vibraban cada una de las notas que resonaban en aquel majestuoso y bello recinto. Al comienzo del segundo movimiento, cuando la guitarra de diez cuerdas del maestro Yepes dio entrada a la melodía del corno inglés, la nostalgia se apoderó de mi. La había disfrutado muchas veces, pero ninguna con tanta intensidad como en esa noche. El hombre barbado distrajo mi atención poco después de que dio entrada el tercer movimiento, pues en ese momento emitió un profundo suspiro, y a partir de entonces no dejó de llorar. Cuando llegó el tiempo en que toda la orquesta entró, me invadió una tristeza con algo de resignación, sabía que llegaba el final de aquella espléndida ejecución. Hubiera deseado nunca terminara. Para entonces ya me había visto obligado a obsequiarle varios pañuelos desechables a mi compañero de banca y de emociones. Al escucharse el rasgueo de las últimas dos notas, que dieron fin al concierto, todos los asistentes nos levantamos para otorgar un efusivo y prolongado aplauso al maestro Yepes, al director de la orquesta y a sus músicos. Se escucharon varias exclamaciones de reconocimiento. El momento me hizo estremecer. Terminada la función permanecí sentado, relajado, aún escuchaba en mis adentros la propia voz de la maravillosa guitarra, mientras desde lo alto, observaba entretenido la salida de la gente. Mi vecino, que no se había movido de su lugar, seguía con algunos suspiros y los ojos llorosos. Me le quedé mirando y por la confianza que me inspiró el haber compartido tan extraordinario momento, me animé a hacerle una
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pregunta, que una vez hecha, consideré era de Perogrullo: —Valió la pena haber venido ¿verdad? Trató de controlarse y me dijo con voz ronca y pausada: —Para mí sí, pues vine a buscar alivio a mi dolor. —¿Está enfermo? —No, no es eso, me refiero a otro tipo de dolor. Al notar que parecía estar totalmente cuerdo, mostré curiosidad por querer conocer un poco más. Alcé las cejas en señal de que quería que continuara hablando, y así lo hizo: —Si tienes tiempo te contaré lo que me pasa. Me serviría para desahogarme. —Claro, con gusto. Lo escucho... —Me sentí atraído por el misterio que transmitían sus palabras. Se limpió con fuerza la nariz. Luego quitó las lágrimas de su rostro y comenzó un interesantísimo monólogo: Mi esposa y yo vinimos hace unos meses a vivir a esta ciudad. Ella tenía seis meses de embarazo y comenzábamos un pequeño negocio. Nos llenaba de ilusión que nuestro hijo fuera a nacer aquí. Hace quince días mi mujer dio a luz un niño, el cual venía a otorgarnos la mayor felicidad que podíamos aspirar en la vida, ya que durante años habíamos tratado sin éxito de ser padres. Cuando por fin llegó el momento del nacimiento de nuestro pequeño, el parto se complicó y mi hijo, mi gran ilusión, falleció casi de inmediato. Mi querida esposa aún permanece hospitalizada en estado de gravedad. Desde entonces un gran dolor me acompaña. Después de volver a suspirar hondo y desgranar unas lágrimas, continuó: El desinterés por la vida me hundió en una profunda pena y apatía por todo. Durante toda mi existencia he sido un ferviente creyente, pero a partir de lo que sucedió, solo reniego de Dios. No hay momento en que no le reclame por la muerte de nuestro hijo y la agonía en que se encuentra mi esposa. Me la he pasado tirado en la calle, allá arriba, en la Plaza de Mexiamora. Allí estoy la mayor parte del tiempo, incluso duermo en ese lugar. No regresaré a casa si no es en compañía de mi mujer. Te confieso que por momentos he deseado morir. Vivir con enojo, tristeza y rencor, no es vivir. He soportado porque no he perdido la esperanza de que ella se aliviará. Parecía que había concluido su narración, pero solo disminuyó el volumen de la voz y continuó hablando casi en voz muy baja: Así iban las cosas hasta lo ocurrido ayer a media mañana. Estaba sentado en la banqueta, recargado en una pared de la plaza, cuando observé que se dirigía hacia mí, a paso lento, un hombre ya mayor. Vestía con elegancia un traje negro, era calvo, 90
usaba lentes obscuros y un bastón. Al llegar a mi lado, sin decirme algo, dejó caer a mis pies un sobre. Pensé que al considerarme un pordiosero me estaba dejando un poco de dinero. Cuando se retiró lo tomé y abrí, no tenía ningún billete sino solo una nota escrita a mano, que decía: ¡Asiste!, allí encontrarás la paz que necesitas. Engrapado tenía un boleto para entrar a este Concierto. Mi lugar estaba en el palco central, pero no me atreví a entrar a él en estas condiciones. Por eso estoy aquí. Para ese momento su respiración se había agitado un poco. Antes de continuar, posó por segundos su mirada sobre mí y advertí ahora en él, un dejo de tranquilidad. Luego prosiguió, imprimiendo emotividad a sus palabras. Cuando comenzó el concierto, mi corazón latía con rapidez por el desasosiego que sentía al haber perdido a mi hijo y tener a mi querida esposa tan enferma. Conforme avanzó, la música arrancó de mis adentros la ira que sentía contra Dios, debido a que consideraba injusto el castigo que nos había propinado. Tuve sentimientos encontrados, pues a pesar de saberlo cerca de mí, me encontraba enojado con Él. Luego, mientras se tocaba el tercer movimiento, algo inesperado ocurrió, me invadió la resignación, la esperanza y una profunda paz. Supe de inmediato que eso era lo que me había ofrecido el extraño que me entregó el boleto para venir. Hizo una pausa prolongada, lanzó entonces su mirada hacia el cielo del teatro mientras parecía que reflexionaba. En esos segundos yo pensaba de cómo había cambiado mi percepción de ese sujeto al que menosprecié cuando lo vi por vez primera. Ahora lo consideraba un hombre sensible, educado, que en su profunda soledad y angustia trataba de enfrentar un terrible sufrimiento con nobles sentimientos. Al bajar su mirada me dijo con voz pausada y algo quebrada: Quiero que sepas que ya me siento tranquilo. La guitarra de Yepes, la música, el concierto, todo esto me ha hecho sentir mejor. Qué bueno, me da gusto ¿puedo ayudarle en algo? Me gustaría. Ya lo hiciste, me has escuchado estos minutos y eso ha sido muy importante para mí. Creo que Dios marca el destino y que solo Él sabe por qué suceden las cosas que uno es incapaz de aceptar o comprender. Me voy, quiero ir al hospital para ver cómo sigue mi mujer. Ahora tengo absoluta confianza de que el Señor la dejará a mi lado. Acto seguido nos dimos un apretón de manos y nos brindamos una sonrisa de satisfacción y comprensión. Se retiró con un andar pausado, con las manos metidas en las bolsas de su mugrienta gabardina. Entendí por qué hay gente que no acepta la posibilidad de ser agnóstico. Necesita a un ser superior del cual asirse en momentos 91
difíciles. Al regresar a mi auto, advertí que se acercaba el maestro Narciso Yepes, también se dirigía a un automóvil, que estaba estacionado a pocos metros del mío. No dejé pasar la oportunidad y me acerqué a saludarlo. Me atreví a pedirle me otorgara unos cuantos minutos para que conociera —una increíble historia que le va a sorprender —le dije. A pesar del cansancio que mostraba, aceptó de buena gana. Traté de ser breve al narrarle lo sucedido al hombre que encontré en el Teatro. Hice énfasis de cómo la melodía de su guitarra había logrado una profunda transformación en su estado de ánimo. Mientras avanzaba en mi plática, el maestro comenzó a fruncir el ceño. Al concluir me lanzó una penetrante mirada de incredulidad, al tiempo que me decía con su acento español: Vuestra actitud me dice que no estáis tratando de tomarme el pelo. Lo que sería prácticamente imposible dijo bromeando. No maestro, no. Sería incapaz de decir tal mentira a una personalidad como usted. Bien, bien, me interrumpió y de inmediato cuestionó— ¿tenéis idea de quién pudo haber sido la persona que entregó la entrada a ese hombre? Preguntó como interesado en descubrir la identidad de aquel enigmático personaje. Respondí apenado por no poder satisfacer su curiosidad: No, no sé. Pero me aventuré a suponer— Tal vez un vecino que estaba enterado de su problema y lo quería ayudar. El maestro, ahora con la mirada introspectiva, con voz baja y entrecortada me dijo: Que curioso, esa persona me recuerda a… —Hizo una pausa, como para controlar su emoción que también se reflejaba en el brillo repentino de sus ojos y repitió: Esa persona me recuerda a Rodrigo, a Joaquín Rodrigo. Se hizo un silencio inquietante que interrumpí para preguntar lo que era obvio: ¿Al compositor del Concierto de Aranjuez? Mi expresión fue entonces la que mostraba gran incredulidad, por lo que se apresuró a explicar: Sí, en efecto. Hay varias cosas que coinciden. Rodrigo es ciego desde niño, según su descripción, aquel hombre también parecía serlo. Las facciones de ambos son similares, sin embargo, hay algo que me sorprende aún más, lo que le sucede al hombre del Teatro, es parecido a lo que le ocurrió hace mucho tiempo a Rodrigo. Él y 92
Victoria su esposa, perdieron a su primer hijo. Ella también estuvo a punto de morir. Esa dolorosa experiencia fue la que lo inspiró para escribir hace cuarenta años el Concierto de Aranjuez. Las emociones que el concierto generó en el hombre que conoció, son las mismas que le surgieron a Rodrigo cuando lo compuso. Solo se me ocurrió decir: ¡guau, es increíble! Entonces el maestro Yepes continuó. Claro que lo es, pero no es posible que el hombre que le obsequió la entrada haya sido Joaquín Rodrigo. Él no está aquí, no vino a Guanajuato. En estos momentos se encuentra en Madrid, por lo que todo esto resulta un verdadero misterio. Me quedé con la boca abierta y literalmente temblando. Con un semblante emotivo, el maestro Narciso Yepes dijo antes de despedirse: Estoy confundido al no tener una explicación clara a la historia que me habéis contado. Os agradezco me la haya compartido. Mirad, desde hace treinta años interpreto el Concierto de Aranjuez, que creo fue dictado por Dios. Ahora tengo la seguridad de lo que en ocasiones he pensado, cuando lo toco, no solo sirve para entretener, alegrar, inspirar o relajar a las personas, sino que también puede ser un instrumento para que algunos logren recuperar la esperanza de poder tener una mejor vida. Al estrecharme su mano para despedirse, me hizo un comentario que tomé como una promesa: Tenga la certeza de que esta historia pronto se la platicaré a Rodrigo.
CARLOS TENA TAMAYO
México
Twitter: @CarlosTenaT Tumblr: jacinto-marfil Blog: tenadic.blogspot.com
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Casi del fondo de mis archivos rescato este trozo con aires romancescos, animado únicamente por el ánimo de introducir un matiz distinto, tal vez más fresco, entre el tono habitual de mis colaboraciones a “El Narratorio”.
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ue en el ocaso, cuando la fantasía agonizaba dolorosamente y los sueños habíanse extinguido casi por completo, subsistiendo las últimas fábulas — sutiles y lastimosas criaturas transparentes— tan solo entre las brumas de la mente de un hombre inspirado, o detrás de los velos vaporosos de las quimeras nacidas en el alma de una muchacha soñadora. Fue en aquella época turbulenta, en que los hombres arrojaban de sí viejos principios y tradiciones rancias, para dedicarse en cuerpo y alma a la productiva tarea de llenar las huchas. Fue en aquel tiempo en que las armas no se empuñaban ya en defensa de nobles ideales, sino en procura de oro. ¡Oro!... Mágica palabra, nacimiento y punto de partida de toda una nueva filosofía; letal veneno para las antiguas costumbres y los inútiles mitos polvorientos, más y más relegados al olvido. En uno de aquellos atardeceres, Rosaurica, tal como hacía siempre, barría el sendero de la señorial mansión de sus amos. Y, según su costumbre, soñaba, esperaba, confíaba... Los luminosos ojos fijos en el recodo del camino, anhelante el turgente busto de mozuela campesina, aguardaba. ¿Qué aguardaba Rosaurica, la moza de pelo color noche y piel morena, la de las pupilas profundas y transparentes como el agua del cercano manantial? ¿Por qué, todas las tardes, cuando moría el sol, Rosaurica no lograba apartar la mirada de aquel camino que se curvaba hacia lo ignoto como un signo de interrogación? Día tras día, desde que podía acordarse, Rosaurica había esperado ver llegar a alguien, desde el recodo escondido de aquel sendero serpenteante y promisorio…: al caballero andante que, como en los cuentos y en las cántigas y en los romances que de viva voz se cantaban por aquellas tierras, vendría a buscarla un día, a ella, a Rosaurica, para decirle que era hermosa, que la amaba y que se la llevaba a una lejana comarca, donde la haría su esposa y su reina. Porque Rosaurica sentía que era su destino ser princesa y no humilde sierva de una encopetada familia; que estaba escrito en el Libro de las Estrellas —consultado por ella cada noche— que habría de ser rescatada de esa existencia gris y chata por el gallardo caballero que —¿hoy, mañana?...—, se acercaría por el sendero para traerle la vida. Porque los sueños, pensaba Rosaurica, han de realizarse… Si no, ¿de qué valdría vivir? Si no, ¿dónde estaría Dios? Y así, ocaso tras ocaso, Rosaurica aguardaba. Escondíase el sol, sangrienta corcova de fabuloso dragón, tras el horizonte lejano; invadía la desierta campiña un soplo fresco, vocero de la tranquila noche que se aproximaba; encendíanse, cual 95
ojuelos guiñantes, las primeras estrellas... Nadie llegaba. Con paso lento, fatigado, Rosaurica entraba entonces en la casa, para sufrir humillaciones, soportar reprimendas, esquivar alguna bofetada. Pero no dejaba de esperar... Noche tras noche iba a tenderse a su pobre jergón, fijos los húmedos ojos en las estrellas amigas que a través del ventanuco divisaba. Y en sus rítmicos parpadeos leía Rosaurica una palabra: “¡Mañana!...” Oprimido el corazón por una fe inquebrantable, llena de ciega confianza en sus sueños, cerraba los ojos. Y tornaba a aguardar el siguiente atardecer… …Y en esta tarde en que, cual todas, Rosaurica barría el sendero, en esta tarde tibia y perfumada de verano, grávida de músicas y de dulce melancolía, tarde encantada y distinta, en que se presentía que algo —algo capital, alguna cosa tremenda e inefable— iba a suceder; en esta propia tarde misteriosa y suprema, Rosaurica lo vio. Al pronto, resistióse a creerlo. Soltando el mango de la escoba, frotóse los encandilados ojos con los nudillos, al tiempo que sacudía la cabeza de brillantes rizos renegridos. Volvió a mirar después..., y el corazón le dio un vuelco, y poco faltóle para caer a tierra, vacilantes las piernas por la emoción y el asfixiante y todavía incrédulo gozo que le henchían el pecho, quitándole la respiración. Contuvo su jadear oprimiendo las temblorosas manos sobre el seno agitado, muy abiertos los ojos. ¡Era cierto! ¡Él había llegado! Fue tal y como Rosaurica lo había visto tantas veces, con los ojos de su alma quimérica, como su cabecita ardiente lo había figurado, en los sueños de cada atardecer. Erguido sobre el piafante corcel, resplandeciente en su lustrosa armadura, al costado la formidable y justiciera espada, sobre cuyo metal pulido se quebraba en reflejos color sangre la luz del sol que fenecía a sus espaldas...; soberbio, bello, alto, muy alto, tocando casi el cielo su cimera..., allí estaba. ¡Su sueño hecho realidad! No le era posible a la azorada Rosaurica distinguir con claridad las facciones del jinete, pues la luz menguaba por momentos, y el caballero encontrábase colocado entre ella y el poniente astro. Pero estaba segura de que era joven, espléndido y fuerte en su viril hermosura de arcángel..., tal y como en su soñar lo viera tantas veces. Su noble prestancia, su marcial imponencia, la marearon, la agobiaron, la enceguecieron, privándola del habla, impidiéndole esbozar siquiera el menor gesto, el mínimo movimiento... —Hermosa doncella... ¡Su voz!... ¡Era real! ¡La dulcísima voz del encantado caballero, que venía a buscarla —a ella, a Rosaurica—, desde remotísimas tierras! Toda estremecida,
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muriendo por el deleite indescriptible de aquel instante supremo, escuchó. —Hermosa señora —repitió el jinete—, ¿podría vuestra gentil merced decirme en qué tierras me encuentro? Rosaurica se sintió palidecer: no esperaba esa pregunta. Pero consiguió balbucir: —En tierras del Marqués de Calambrán, mi amo y señor... Y, seguidamente, al conjuro de sus propias palabras: —¡Valedme, bondadoso caballero! —exclamó. —¡Hasta la muerte, divina señora! Enteradme de qué mal os aqueja, y mi brazo y mi corazón, por la gracia de Nuestro Señor, os servirán hasta el fin, a fuer de andante caballero! —Ved que soy presa de un encantamiento, señor caballero —sollozó Rosaurica (¿Soñaba? ¿Era real aquello? ¿Qué perversión…, qué fiebre, le dictaron palabras tales? No lo supo; pero no pudo detenerse.)— ¡Algún maligno servidor del Demonio me ha apresado entre las trazas de una sierva, siendo que debo de ser una alta señora, o tal vez alguna noble princesa de lejano reino!... ¡Valedme, noble caballero, vos que me habéis reconocido, según lo denotó vuestro lenguaje al dirigiros a mí! Intentó Rosaurica besar el pie del jinete, tal como habla oído se debía hacer para implorar su merced, pero él la contuvo con airoso ademán. —¡Teneos, excelsa señora, os lo suplico! Que no vos, sino yo, soy quien debe besar hasta el suelo que vuestras plantas hollan; que no vos, sino yo, soy quien debe rendiros homenaje, de rodillas y a vuestros pies… Informadme tan solo quién os mantiene cautiva, a qué ser maldito del Señor debe mi espada tronchar 1a infame existencia... ¡y vive Dios que lucharé contra quién sea, hasta que mi último aliento sea exhalado a vuestro augusto servicio! El caballero, excitándose a medida que hablaba, había elevado la voz hasta convertirla casi en un grito; lo cual suscitó la alarma de Rosaurica, quien volvióse hacia la cercana mansión, temerosa de que sus amos hubiesen oído algo... Pero nada se movía en la cerrada casa. Entre tanto, la noche había caído por completo, y una claridad irreal bañaba la escena. Fulgían las frías estrellas, muy arriba en lo oscuro, y la luz plateada de la media luna chocaba contra la bruñida armadura del caballero, reverberando en blancos y azulados rayos trémulos, cual un enorme y muy próximo astro. Un fantasmal silencio pesaba en el ambiente, contenido aliento de la suspensa naturaleza, en espera de la realización de lo imposible... Rosaurica, pasándose la helada mano por sobre la frente enfebrecida, volvió a preguntarse si no estaría soñando… —Hablad, os lo ruego, exquisita señora —pidió el caballero, y Rosaurica
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estremecióse de pies a cabeza..., pues no había duda de que oía verdaderamente aquella voz. —No será menester, señor caballero, que luchéis o combatáis con hombre alguno... Pues mis opresores han de hallarse dedicados a tareas tales que no les permiten advertir mi ausencia. Bastará, pues, que me subáis a vuestra grupa, y me llevéis de aquí, tan presto como corran los remos de vuestro corcel. —En menos que se reza un Paternoster seréis servida, gentil dama —contestó el jinete, disponiéndose a apearse—. Bajar he de mi silla para ayudaros a montar, y... —Aguarde vuesa merced, que no puede hacer como dice. Volvióse Rosaurica, sobresaltada al sonido de esa voz áspera que brotara de la noche... Notó entonces a un personaje en el que no había reparado antes, a causa de haber velado todo lo demás la magnificencia del caballero. Era el que había hablado un sujeto bajo y fornido, tocado con un amplio sombrero, cuyas alas le ocultaban siniestramente el rostro. Por la familiaridad y el desparpajo con que se había dirigido al caballero, dedujo Rosaurica que seríale en alguna forma allegado; y calló, estrujándose las manos, sudorosa; temiendo sin saber qué temía, esperando sin tener idea de lo que esperaba. —¿Qué dices ? —tronó la airada voz del caballero. —Digo que vuesa merced olvida que esta noche debe jurar sobre las armas de mi Señor el Duque, en la capilla de su palacio; y que no será de buen ver que lleve vuesa merced moza a su grupa; que, para lidias tales, bueno es ir limpio del contacto de la fémina..., según vuesa merced misma me tiene dicho. —Ante todo, sabe que no has de llamar moza a esta doncella, sino alta y soberana señora; pero, punto en boca a tales cuestiones, que en lo demás razón tienes, y no he de negarlo. Volvió su erguida faz, velada por la visera del yelmo, hacia la temblorosa Rosaurica, y, con amable continente, le dijo: —Ruego a vuestra excelsa bondad, alta señora, se sirva relevarme del juramento que, imprudentemente, acabo de prestarle; que anteriores e indispensables votos me obligan a proceder de diverso modo… Pero aquí mismo os juro, poniendo por testigo al Sacratísimo Hijo de Dios y a esta mi Espada, que el día de mañana, a esta misma hora, tornaré a este propio punto y lugar para llevaros conmigo... ¡y guay de hombres, bestias o demonios que osen oponerse! —Yo..., caballero... — gimió la pobre Rosaurica. —¡Os juro que volveré! Nada temáis, y esperad confiada. —¡Hasta mañana, caballero..., noble paladín! Y con la rapidez de un sueño que se desvanece al filtrarse la fría luz del alba
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entre los párpados, la bizarra figura del caballero y de su acompañante fundiéronse con la noche. Doblaron el recodo del camino, reflejándose aún alguna estrella sobre la plateada coraza... y desaparecieron, Quedó, pues, sola Rosaurica, en medio del feérico escenario de aquella noche sin par, platinada de luna, recamada de estrellas, susurrante; noche de lo imposible hecho cierto; noche de sortilegios, de sueños realizados... Colmado el pecho por la inefable ventura anticipada de aquel nuevo mañana, que ya no sería “quizás”, sino “sin duda”, Rosaurica, la mano sobre la oprimida garganta, preñados de cálidas lágrimas los ojos, experimentó la suprema dicha de comprobar que los sueños se cumplen, que había hecho bien en esperar. Y cual si quisiera asociarse al encanto de aquella noche mágica, un vientecillo travieso, fresco, leve, le trajo aún, apagada un tanto por la distancia, la voz del caballero, quien, dirigiéndose a su rollizo compañero, demandaba: —Sigamos, Sancho amigo, nuestro largo camino... Ilustración: Compuesto de láminas de Wladislav. T. Benda y Newell Convers Wyeth enviado por el autor.
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici
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“No era la primera vez. Sin embargo, se despertó sobresaltado. La gota de sudor... recorría... el trayecto... inverso” Nicolás Bompadre
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ajé lentamente los peldaños de la escalera que conducían a la sala inferior de la Abadía, en donde el condenado aguardaba en la Cruz. Yo, Malaquías, el gran inquisidor, que había ordenado quemar a decenas de infieles en la Plaza pública de la ciudad de Lima me veía obligado ahora a ocultar una ejecución, como si no fuera la mía una obra de Dios. Pero los recientes levantamientos contra el orden colonial, aunque pequeñas escaramuzas sofocadas, nos obligan a tomar precauciones. Cualquier ocasión puede ser propicia para que estos rebeldes se levanten contra el poder establecido, aunque esto signifique liberar a un pecador. Yo, Malaquías, no acostumbro hablar con los prisioneros antes de su ejecución, pero sentía la necesidad de saber qué fue lo que instó a este hombre, Hernán de Oviedo de nombre, artesano de profesión, a divulgar por los mercados la no resurrección de la carne y que el alma viaja a través de los cuerpos. Terminé de bajar el último escalón. Las paredes del salón de tormentos todavía estaban manchadas con la sangre del judío al que ordené azotar con látigo de punta de acero. Crucé la profunda galería y llegué al amplio recinto, donde mi prisionero aguardaba en la cruz. Sus brazos y sus piernas atravesadas por los clavos habían empezado a supurar vermes que daban un aspecto repugnante. Cuando me vio se alegró, creyendo que venía a traerle la muerte. Aún no vengo a traerte la muerte le dije. Además no puedes comparar este pequeño dolor que sientes ahora con los tormentos que padecerás en el infierno, donde ríos de azufre y fuego quemarán tus entrañas por toda la eternidad. No hay ni cielo ni infierno, — me respondió — solo la trasmigración de las almas en este mundo. —Aún bajo tanta tortura continúas insistiendo en tus abominaciones. —Y seguiré insistiendo aún después de muerto, pues mi alma trasmigrará hacia otro cuerpo como lo ha venido haciendo desde el comienzo de los tiempos. —¿Entonces niegas que Cristo haya muerto en la Cruz para perdón de nuestros pecados y para que podamos disponer de la vida eterna?. —El alma tiene un destino inmortal. —Porque Nuestro Señor Jesucristo murió en la Cruz para que así fuera — inquirí. —No, porque el alma es energía. Como la energía del Sol o la que desprenden las velas del candelabro que llevas en tus manos. Y la energía no muere. —Eso no es verdad, las llamas de estas velas no arderán por siempre. 101
—Pero no desaparece la energía, se vuelve calor, que es absorbido por el aire o el cuerpo de los vivos. Como la llama, el alma es energía, no muere. Solo viaja a través de los cuerpos. Ellos son sus naves, y no van a resucitar al final de los tiempos. —Eres un infame. ¿Cómo te atreves a negar la resurrección de la carne? ¿Cómo te atreves a poner en duda la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo?. —Jesucristo murió en la cruz, es cierto. Pero su cuerpo no resucitó el tercer día, su alma trasmigró hacia otro. —¿El alma trasmigra hacia el cuerpo de los vivos? —El alma transmigra hacia los que aún no nacen. Pero es posible trasmigrar hacia los cuerpos de los que viven intercambiando sus almas. —¿Aseguras haber vivido más de una vida?. —Todos las han vivido, solo que no pueden recordarlo. O no quieren hacerlo, o no prestan atención a sus sueños. Algunos sueños no son ficciones, son recuerdos. —Es suficiente. No quiero seguir escuchando tus herejías. —Una cosa más: revise en los Archivos del Santo Oficio, acerca de una ejecución ocurrida hace cuarenta años, antes de que usted llegara al Perú. Busqué en los Archivos del Santo Oficio, ubicados en el segundo piso del edificio donde me encontraba, y hallé el caso que seguramente quería que encontrara. Se trataba de un indiano llamado Miguel Inti, ejecutado por asegurar haber vivido varias vidas desde la época en que Pizarro destruyó el País de Cuzco. Regresé inmediatamente hacia donde se encontraba el señor Hernán de Oviedo. —¿Quieres decir que tú eres Miguel Inti? pregunté. No respondió. Se limitó a sonreír burlonamente. —Pues no creas que con esto has conseguido embaucarme le grité—. Conocías esta historia y fue la fuente de tus ideas satánicas. Pero esto ha llegado a su fin. Arrepiéntete de tus pecados porque mañana morirás irremediablemente. —Padre Malaquías, mañana, durante mi ejecución, usted podrá comprobar que todo cuanto he dicho es cierto. —Así como el agua que se derrama en la arena del desierto se pierde para siempre, Dios no vuelve a dar vida le respondí. Atravesé nuevamente el amplio salón en donde se llevaban adelante los tormentos y llegué a las escaleras. Antes de subirlas le ordené al guardia que el prisionero fuera azotado. Esa noche no podía dormir. Me hallaba intranquilo. No debía temer, soy un soldado de Dios y Él me protege. Traté de pensar que faltaban solo unas horas para que el infiel muriera. Después ya todo habría acabado. 102
Al día siguiente se presentaron los oficiales del Santo Oficio, el Arzobispo, el Cardenal y los principales funcionarios religiosos del Perú, así como también el Virrey que, en nombre del pueblo que estaría privado de observar el ajusticiamiento, constataría que el prisionero había sido efectivamente ejecutado. Bajamos las escaleras y atravesamos el salón hasta llegar a él. Estaba más demacrado que la vez anterior que lo visité. El soldado a quién había ordenado azotarlo se había excedido. La ejecución se retrasó unos momentos, pues parecía que el sujeto había muerto. El Cardenal ordenó a uno de los centuriones de la abadía que se acercara a comprobar si aún vivía. Cuando este intentó sentir su corazón, el prisionero abrió los ojos. Inmediatamente los clavó en mí y dijo: —Padre Malaquías, voy a abandonar mi cuerpo habiéndome vengado por todo lo que usted me ha hecho padecer. Ordené que acabaran con él inmediatamente. El centurión tomó una lanza y se aproximó para darle muerte. En ese momento el infiel me miró y yo aparté la mirada. Por alguna razón sentí temor e inmediatamente tuve la extraña sensación de que abandonaba mi cuerpo. Nunca antes había experimentado aquello. Pero ya no tenía miedo, sentía una gran paz. No recuerdo el tiempo que duró esa sensación. Sí recuerdo que momentos después sentí nuevamente mi cuerpo. Pero ahora estaba cubierto de sangre, con mis manos y piernas clavadas en la Cruz. Miré hacia abajo y me vi a mí mismo de pie observando la ejecución, con una mirada maliciosa en la cara. Era mi cuerpo, pero no era yo quién estaba ahí. El centurión me lanceó en el ijar y solté un grito de dolor. De la herida brotó sangre y agua. Miré nuevamente a Malaquías que se cubría la cabeza con la capucha del hábito y se alejaba haciendo la señal de la cruz. Permanecí unos segundos desangrándome hasta que ya no sentí nada.
LUCIANO ANDRÉS VALENCIA
Argentina
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espués que el cielo ardiera, muy temprano, se cortó la luz. Una cortina de agua caía del techo de la galería, elevada medio metro del nivel de la tierra revestida por el pasto autóctono, a la que se llegaba descendiendo por escalones de cemento. Hortensias moradas y margaritas blancas recibían las gotas, y estiraban los tallos. Los niños, después de almorzar, esperaron la apertura del cielo para tirar cortezas en la corriente clara de la zanja y avizorar a la ganadora al final de la calle. Volvían por la cuesta hasta el portón de la cerca y comenzaban de nuevo. Se unieron vecinos y ya era un torneo de regatas. —La merienda, gritó la abuela y ante la ausencia fue a buscarlos. Cachetes colorados, respiración agitada, brillo en los ojos, ganas de chocolatada y pan con manteca. Empezó a oscurecer. La mujer trajo una lámpara antigua: un depósito transparente rodeado por un aro metálico con un líquido rosado, una mecha sobresaliendo y una cubierta también de vidrio, cilíndrica, ensanchada en el medio y un poco estrangulada después. Acodados sobre la mesa, los niños miraban asombrados. La abuela giró una rueda por fuera y levantó la mecha, retiró la pantalla y acercó un fósforo. Cuando prendió, volvió a bajar la mecha y encajó la pieza transparente. Les alcanzó el juego de damas y fue a preparar la cena. Jugaron dos partidos pero la lámpara los tenía intranquilos. El menor giró la rueda, haciendo levantar la mecha. La luz se incrementó. La abuela se dio cuenta y la llevó a su antigua posición. —Tenemos que ahorrar kerosene, no sabemos cuándo volverá la luz, dijo con su voz paciente. —Voy a llenar la bañadera, pueden jugar en el agua, agregó. Tomó dos velas comunes, les armó una base con papel de diario y las introdujo en sendos vasos. Acercó un fósforo y el ambiente quedó iluminado. Después de un rato de escuchar risas y chapoteos, restregó los cuerpos con esponja y jabón y envolvió a cada uno en un toallón. Cenaron y los menores se durmieron después de escuchar una historia del libro de las historias. Al día siguiente, uno más de esas vacaciones cordobesas, se volvieron a encontrar con los vecinos, jugaron durante la mañana, a la escondida, a la mancha. Vigilaron las hormigas. Tiraron migas a los pájaros. Por la tarde fueron a jugar todos a la pelota, al campito, con Rosa y Eugenia, dos mamás que los acompañaron. Antes de salir, el mayor guardó en un bolso, dos frascos de vidrio, con tapa, de esos de mermelada, junto con los sándwiches de queso de cabra.
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Pasaron las horas. —A casa, volvemos, llamó Rosa, cuando el ocaso comenzó a colorearse. —Solo un rato más, pidió el mayor. Se acercó a Rosa y le cuchicheó palabras al oído. Ella rió y le dio permiso. Los demás fueron tras él curiosos. Corrieron hasta la enredadera de campanillas azules. El mayor pidió silencio. Se sentaron en el pasto, esperando la representación. Abrió el frasco de vidrio, su hermano hizo lo mismo. Con sus dedos pequeños cerraban los pétalos de las flores y sacudían el contenido en los frascos. Los demás no sabían que pasaba, pero ni una palabra se escapaba. Al rato cerraron los frascos y dejaron el lugar. Les mostraron a los amigos los recipientes iluminados por las luciérnagas atrapadas. Se los dieron a la abuela, mirándola a la cara, para verla sonreír. —Tomá, es un regalo, para cuando se corte la luz.
YOLANDA SA
Argentina
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oy un fantasma. Al menos eso es lo que creo ser. Nunca la palabra «ser» resultó tan paradójica para mí, que siempre me he movido entre las letras y conozco muchos de los secretos encerrados en las palabras. Soy una entidad incorpórea que mantiene su consciencia, que se puede transportar a cualquier lugar de la Tierra, que en algún instante se pudo trasladar de una dimensión a otra, aunque por ahora no puedo acceder al Más Allá. O quizá ya me encuentro aquí, en el reino de los muertos. Tal vez no hay nada a partir de este punto, no hay cielo, infierno ni purgatorio. Lo extraño es que no me he topado con otras ánimas. Estoy atrapado en una soledad atosigadora e incluso me resulta difícil distinguir a los vivos para poder arrancarles un grito de miedo, o siquiera de inquietud, al manifestar mi presencia sobrenatural. De momento, me encuentro en un limbo, en un espacio cerrado y que a la vez me abre sus puertas para acabar en cualquier lugar del planeta. Mi meta es hallar la forma de alcanzar otros universos. Es la única manera de escapar de ellos. Aún me persiguen. No obstante, es perentorio regresar atrás, para atisbar respuestas. En vida fui escritor, trabajé textos dedicados al terror. El horror, el gore y otras vertientes literarias sanguinolentas fueron mi especialidad y eso me granjeó una fama mediana en el ambiente de las letras en castellano. Solía publicar en cuanta revista, muestra o antología de estos tópicos se me presentara. Era un autor eminentemente virtual. Sin embargo, publiqué un par de libros de cuentos y un par de selecciones de varios escritores (una peruana, de mi país de origen; y otra con literatos de todo el globo), dedicadas al terror. Me hice un creador prolífico y, de alguna forma, dilucidé que mi fama se incrementó con mi temprana muerte, debido una pulmonía atroz, aunque siempre sentí que mi final se debió a fuerzas superiores, las cuales se inmiscuyeron en aquello que el destino me tenía deparado. ¡Maldita sea! No puedo acostumbrarme a mi deceso. Siento que, de haber vivido un poco más, me hubiera convertido en un literato de prestigio, pero no fue así porque una «cosa» me atrapó con sus tentáculos helados y destruyó mis pulmones impidiéndome respirar, llevándome así a un fallecimiento prematuro. Treinta y seis años es muy temprano para fenecer, y eso es lo que pasó conmigo. Sin embargo, no morí, no del todo, no como la mayoría de la gente cree que se manifiesta la muerte. Desperté en este lugar, del cual leí su nombre escrito en la arena: «CARCOSA» Comprendí. Alguien había redactado esa palabra antes que yo. Alguien que ya no estaba aquí, que había desaparecido, quién sabe de qué ignominioso modo. Me
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hallaba solo. Sabía dónde estaba. Había leído el famoso relato de Ambrose Bierce, incluido en el popular volumen denominado «Los mitos de Cthulhu», de H. P. Lovecraft y compañía. No entendía nada. Nunca en vida escribí relatos de tono clasicista con referencias, temáticas o formas lovecraftianas, o de autores de su círculo. Mi estilo se aproximaba al de epígonos más modernos, como Richard Laymon, Poppy Z. Brite o Clive Barker. No obstante, sabía que mi presencia en este lugar se debía a algo. Por cierto motivo, que aún desconocía, yo estaba en el presente sitio, junto a un inmenso lago neblinoso. Miro hacia arriba, hay un conjunto de estrellas negras que convierten el firmamento en una cascada de amenazas. El suelo es marrón, oscuro, casi negro, es de noche, pero la luna ilumina mi estadía y es lo que me ha permitido leer la siniestra palabra en el piso. No sé a dónde dirigirme, si al centro de la ciudad, en busca de ayuda (todavía no puedo acostumbrarme a mi actual estado, ni tan siquiera estoy seguro de que he perecido), o he de alejarme nadando en el agua hasta hallar el otro lado. Empiezo a caminar, siento que me deslizo con una suavidad increíble. Tan solo avanzo, no me detengo. Es mi objetivo ubicar a alguien o, de ser posible, algo que me ayude a liberarme de este cruel castigo, al cual poderes inentendibles me sumergieron. Como dije, creo que nunca he revelado secretos bien resguardados por los habitantes de Carcosa; por lo tanto, es incomprensible que me desplace como un alma perdida (que es lo que soy) por estos lares que lucen como si quisieran tragarme con cada paso que doy. No estoy realmente en esta ciudad, sino en sus contornos. Puedo ver las construcciones en penumbras, adornadas con puntas afiladas en sus techos, de figuras ovaladas, de siluetas temibles. No quiero seguir andando, pero debo… Lo veo: un engendro, mitad insecto, mitad reptil, de un color opaco, entre verde y azul, alado, aparece volando y pretende atacarme. Corro en la dirección opuesta. Me voy hacia el lago. Mientras estoy huyendo, giro el rostro; las observo: surgen más de esas criaturas. Llego a la orilla del lago, y de allí emerge una bestia parecida a un gusano gigantesco, sin rostro, y lleno de apéndices, repleto de bocas en el cuerpo. De estas salen huevos y caen a tierra, ¡y de allí salen seres iguales (aunque más pequeños) a los que intentan alcanzarme! Me atrapan, me arañan, me muerden. Me concentro y me hundo en la arena. He escapado de ellos, mas no sé cuánto tiempo durará mi suerte. Mantuve la cordura, ello me sirvió para salvarme. Ahora vivo en una mansión abandonada. A veces percibo la presencia de gente, pero soy intangible para los vivos. Me he mudado cincuenta veces. Pero sigo en la
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Tierra. A menudo escucho los aleteos y los rugidos. Sé que es tiempo de seguir viajando para así salvaguardar mi alma. Recuerdo que la abominación con la que me topé en Carcosa es similar a una que mencioné en un cuento publicado en una revista digital llamada «El Narratorio». ¡He develado su misterio! Por eso me persiguen. Empero, logré evadirlos. Quisiera dejar este mundo, entrar a otra dimensión, pero me es imposible por ahora. Soy un fantasma, uno que huyó de Carcosa, y hoy es acechado más allá de la muerte.
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR
Perú
Página WEB: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas
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L
a mesa cubierta de libros y de apuntes. Sergio leyéndonos las características de los yacimientos minerales. Celia preparando café. Mi mano derecha a veintisiete centímetros de tu mano izquierda. El anillo en el dedo anular de tu mano izquierda. Tu voz retumbando en mi cabeza confesándome que no sabías qué hacer con lo que sentías por mí. Mi voz retumbando en tu cabeza contestándote que eras mi amigo y que estabas casado. Los nueve días que pasaron entre esa conversación y este momento. Tu mano que me atrae y me repele a la vez. El anillo que brilla desafiante. Mi mano que abandona la distancia y busca tu caricia. Tu mano que se adueña de la mía y la aprieta. Sergio levantándose a buscar agua. Vos estampándome un beso que me lastima y me desdibuja la boca. Tu barba raspándome la piel. Yo enmudeciendo sin saber qué decir. Vos caminando como un tigre enjaulado. Sergio avisando que terminamos de estudiar por hoy y que se tiene que ir. Celia anunciando que tiene que salir, pero que enseguida vuelve. Vos diciendo que te quedás un rato más para tomar unas notas. Las respiraciones contenidas esperando encontrarse a solas. Cada uno apoderándose del otro. Las palabras que no alcanzan para todo lo que queremos contarnos. Vos y yo escondidos en el baño por si Celia llega. Las ganas demoradas de devorarnos. El apuro entremezclado con la lentitud de la espera. Mi camisa azul y mi corpiño desabrochados. Las bocas cumpliendo todo lo que las manos habían preanunciado. Mi pollera levantada. Mi bombacha en el piso. Tus pantalones en los tobillos. Los dos enfrentados a nuestra imagen en el espejo. El tirón de pelo que me diste para que levantara la cabeza y me mirara. Tu cara oscura perdida en mi pelo rubio. Mi cara en el espejo y la rotunda comprobación de la imposibilidad de ponerle
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lĂmites al deseo.
DIANA MARINA GAMARNIK
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/diana.gamarnik Twitter: https://twitter.com/dianagamarnik
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V
iernes. Calle empedrada. Pasado el mediodía. Nublado. Juan y María vienen cruzando la calle por mitad de cuadra. Acaban de salir del laburo, son compañeros de oficina. Llegan al auto de ella y suben. El auto sale. Juan hace un comentario sobre un crítico de cine que habla en la
radio. —El gordo este se hace el canchero y no tiene idea de lo que dice. María se impacienta por un auto que va delante de ellos. Lo intenta pasar, pero hay una bicisenda que achica la calle y no puede. Vuelve a intentarlo en la manzana siguiente. Lo mismo, no puede. Esta vez el impedimento se debe a un auto estacionado en doble fila. Putea y Juan se lo toma con humor. —Tendrías que ver tu cara cada vez que te enojás al volante. —Los odio, odio cuando estoy apurada y aparecen estos boludos. —Estoy seguro que los morderías si pudieras. Toca bocina y lo apura. —Dale boludo. Juan ríe. —En serio, tu cara en este momento es muy genial. Se abre un hueco en el tránsito y ella logra sobrepasar al otro auto. Ambos miran al conductor. —Un viejo. —describe Juan. —Un viejo pelotudo. —amplía ella. Doblan en una avenida. Juan saca conversación. —¿Definieron tus amigas dónde se juntan hoy? —No sé, ahora voy a ver qué escribieron en el grupo. Pero en la casa de alguna, segura. —Ah ¿y los chicos bien? ¿Cómo vienen estos findes de vacas de invierno? —Bien, Agus mañana va de una compañerita temprano y a la tarde de otra. Me quedo con Beni yo. —¿Ya dijo algo Benicio? —Nada, balbucea, se queja pero ni una palabra. —Tranqui, ya va a hablar… capaz te metés tanta presión que él lo nota y te lo hace a propósito inconscientemente. Perciben todo los bebes. —Sí, seguro… Un colectivo la encierra. Ella le toca bocina y se indigna. Juan la observa. —Otra vez esa cara, jaja. —Se creen los dueños de la calle los hijos de puta. —Vos también sos jodida, eh.
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—Bah… —Así la primera palabra de Benicio en vez de mamá, va a ser “hija de puta”. Ambos ríen. Ella relaja. El auto frena cerca de una esquina con boca de subte. Juan baja, saluda con la mano. El auto sigue camino y él lo observa perderse entre el tráfico, gira y desciende por las escaleras al subte. A Juan le gusta mucho María, pero no se atreve a hacer nada al respecto, no sabe cómo manejar la situación. No cree tener chances. Y ella no se dio cuenta o hace que no se dio cuenta para no entrar en el terreno de lo incómodo. Viernes. Subte. Juan viaja parado apoyado en una punta del vagón. Escucha música por auriculares. Suenan Los Rodríguez. Saca el celular y whatsappea a Pía: en 20 estoy por allá. Pía contesta: dale joya. Viernes. Farmacia. Llueve afuera. Juan es atendido por el farmacéutico. Le pide una crema: aciclovir, es para los herpes de la piel. Le está saliendo uno en un costado de la boca. Cuando está estresado le brota y ayer discutió fuerte con su jefe. Viernes. Departamento de Pía. Llovizna fuerte. Pía baja a abrirle a Juan. Se saludan y suben al piso doce por ascensor. Él da cuenta de que ella está descalza. La temperatura no supera los diez grados. —¿Estás loca, boluda? —Me pinté recién las uñas. No pensé que hacía tanto frío. Entran al departamento. Pía sale en busca de unas medias y vuelve. Juan se saca la campera y se sientan en el living. Pía ceba mate e inicia una conversación. —¿Todo bien en la oficina? —Sí, lo de siempre. Todo igual. Ellos fueron compañeros de trabajo, de ahí se conocen. Pía agarra el celu y le saca una foto a Juan, la manda a un grupo de whatsapp que comparten con otros compañeros de laburo: acá llegó mi concubino, escribe debajo de la foto. A Juan le suena el celular, ve el mensaje y ríe. Pía vive en el departamento de su madrina que esta internada en un neuropsiquiátrico. Tiene una habitación vacía y la alquila a turistas que la reservan a través de una app. Juan vive en el conurbano, cansado de los viajes y con ganas de hacer un poco de vida cosmopolita, acordó alquilarle el cuarto algunos días a la semana. Viernes. Cine Gaumont. Atardecer. Sigue la llovizna. 116
Juan en la boletería saca una entrada. Sube las escaleras y hace la cola para ingresar a la sala. Entra y se ubica a mitad del lugar sobre un asiento al costado. Comienza la película. Entre las primeras escenas el protagonista se somete a sesiones de diálisis por un padecimiento en sus riñones. A Juan le baja la presión, por lo cual tiene que hacer el esfuerzo de ignorar las imágenes para no caer. Se concentra en las escaleras con alfombra roja para distraerse. Evita desmayarse y al rato se recupera. Juan desde adolescente tiene una especie de fobia a cualquier ambiente relacionado con la medicina. Se impresiona y muchas veces termina pálido tirado en el piso. Viernes. Avenida céntrica. Noche. Ya no llueve. Juan para un taxi y se sube. Le indica la dirección de un bar. Viernes. Bar. Juan entra al bar de un centro cultural comunitario. Hay varias personas sentadas en mesas y en la barra, él no conoce a ninguna. Le duele un poco la panza, solo pide una botella de agua en la barra. Se sienta en un rincón y al rato sale la banda del Negro a escenario. Son solo un bajista y un batero. Tocan. Suenan bien. Termina el recital. El Negro sale de camarines y se abraza con Juan. Charlan cinco minutos. La música está fuerte. Se despiden con otro abrazo y Juan sale. Juan y el Negro también son compañeros de trabajo. Madrugada del sábado. Departamento de Pía. Juan entra al departamento sin hacer ruido. Se dirige a su habitación y se acuesta. Se duerme al toque. Sábado. Día soleado. Casi mediodía. Juan camina en dirección a una parada de colectivo. Espera diez minutos. Toma un bondi con destino a villa Santa Rita. Sábado mediodía. Café El Tokio. Juan está sentado solo en una mesa. A pesar de la muchedumbre de la gente que almuerza logra concentrarse en la lectura de un libro: Trópico de Capricornio. La mesera le trae su plato de comida, deja el libro a un costado y come. Al terminar pide la cuenta y se va. Juan pasea y come en los bares que siempre le gustaron. No importa que tan lejos estén. Sábado atardecer. Conurbano sur. Juan se baja del bondi y camina media cuadra hasta su casa. Dejó el 117
departamento de Pía y volvió a su barrio para asistir a una cena que tiene más tarde con viejos amigos. Noche del sábado. Día del amigo. Bar de esquina. Entre risas y cervezas Juan la pasa bien con un grupo de amigos y amigas que le quedaron de la secundaria. Cenan y brindan por la ocasión que los reúne. Todos están con su pareja salvo Juan, que es soltero. Pasada la medianoche toman una última ronda de cervezas. Un rato más y piden la cuenta. Calle céntrica. Ya madrugada del domingo. Cielo estrellado. Juan camina, pasa por una heladería que aún está abierta y ve a Irina sola en la puerta. Cruzan miradas y se saludan. —Ey ¿cómo estás? —Juan, todo bien ¿vos? —Bien, ¿qué haces? —Estoy con unas amigas, pero salí a fumar. —Ah, yo estuve con unos amigos hasta recién. Hace rato no te veía. —Sí, es verdad, ¿tus cosas bien? —Siempre en la lucha, como todos. Ríen y hablan unos minutos más. Irina y Juan se conocen hace años, pero se ven poco. No son amigos pero eran compañeros de militancia en una organización social. A Juan le gustaba mucho Irina. Cuando la conversación se agota, se despiden. Se dan un abrazo y ella entra a la heladería. Irina le sonríe y Juan saluda con la mano. A Juan le son muy parecidas las sonrisas de Irina y María. A Juan le gusta María. A Juan todavía le gusta Irina. Juan sigue y dobla en la esquina. Camina solo. Lunes. Calle empedrada. Pasado el mediodía. Soleado. Juan y María vienen cruzando la calle por mitad de cuadra. Acaban de salir del laburo. Llegan al auto de ella y suben. El auto sale. María hace un comentario sobre el crítico de cine que habla en la radio. Ahí está de vuelta el gordo canchero.
FEDERICO ROMAIRONE
Argentina
Instagram: https://www.instagram.com/fromairone/ 118
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ada tanto, algunos de sus objetos tienen la capacidad de ser guardianes de recuerdos. Estos son las llaves a lugares olvidados de su memoria. Los utiliza para condensar momentos que teme olvidar, como el boleto de colectivo que en este momento se desliza por las páginas del libro que acaba de abrir después de sentarse en el colectivo. De vez en cuando necesita releer esta obra para hacer pie en cierto lugar de su persona. Hoy, en este colectivo, comenzaría a leerlo otra vez. La última vez que lo leyó, se dejó un recordatorio entre sus páginas, el boleto que ahora, fuera de su vista, acaba de abandonar las páginas donde fue guardado y se hamaca lento en el aire, en caída hacía el piso. Mientras cae lleva consigo el recuerdo de una mañana nueve años atrás que prometió no olvidar: miraba a Sofía a los ojos, el sol que se filtraba por las cortinas, lo enceguecía a él y encendía los ojos a ella. Sentían las sábanas rozar sus cuerpos, mientras él le acariciaba la pierna a ella, como ahora el boleto roza su propia pierna en pantalón de jean. Cuando ahora el boleto cae antes su mano subía. Esa mañana estaban desnudos, relajados, la transpiración se secaba en sus pieles mientras sonreían por la satisfacción de una experiencia compartida que no tenían necesidad de poner en palabras. La noche anterior se habían dejado caer sobre la cama para continuar una conversación que llegaba con ellos desde el bar en el que habían estado, una conversación alimentada por un Malbec y el análisis de películas que tenían en común. Así se habían quedado dormidos en casa de ella. Al otro día, cuando se descubrieron vestidos sobre la cama se quitaron la ropa con la excusa del sol de verano a las nueve de la mañana. Más tarde, mientras la miraba a los ojos, supo que nunca habría un mejor momento para ellos, que después tendría que vestirse, peinarse, salir a la calle antes de que llegara la novia de ella y volver a su departamento. Sabía que nunca más sucedería esto y, en el colectivo que lo llevaba a su casa, prometió no olvidar cómo había sido esa única mañana con ella, recordarla con su sonrisa y ojos verdes, por lo que guardó ese mismo boleto en la página del libro que tenía en su mano. Ese boleto que, ahora, años más tarde, terminaba su caída debajo de su asiento, al lado de la mochila de un desconocido, llevándose consigo ese recuerdo que jamás revisitaría en su memoria sin ayuda.
CHRISTIAN JONES
Argentina
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as tres lunas iluminaban el cielo de Nephula y derramaban sus rayos de plata sobre una construcción de piedra milenaria que se erguía en el borde del acantilado mirando al mar: El Templo de Shia. Más abajo, en la playa de arenas iridiscentes como el nácar, se llevaba a cabo un ancestral ritual. Las damas blancas danzaban alrededor de la hoguera al compás de los tamboriles que tocaban los guerreros. Las bellas doncellas vestidas con vaporosas túnicas níveas, adornadas con collares de perlas y con las largas cabelleras al viento, trazaban figuras cabalísticas con sus pies descalzos sobre la arena mientras arrojaban manojos de hierbas aromáticas a las llamas. Los guerreros iniciaron un cántico gutural sin dejar de tocar sus tamboriles… la atmósfera era hipnótica. La anciana guardiana del Templo precedía el ritual sentada en el trono hecho con madera varada por el mar y adornado de nácar… entonces se puso de pie y a esa señal se hizo la quietud y el silencio. Los guerreros enmudecieron, dejaron los tamboriles y se arrodillaron. Las damas blancas detuvieron su danza y se formaron en dos hileras para darle la bienvenida a la sacerdotisa que bajaba por la larga escalinata que llevaba del Templo hasta la playa. La sacerdotisa caminó hasta llegar a la orilla, se despojó de su túnica blanca con bordados de plata y se adentró lentamente en el mar siguiendo el camino argentino que dibujaba la luz de las tres lunas hasta que el agua le llegó a la cintura. El guerrero de las mareas surgió de las olas como un dios marino, la tomó entre sus brazos y la besó apasionadamente, luego la llevó hasta la playa en donde esperaba el palio nupcial y la hizo suya mientras las damas blancas y los guerreros contemplaban la cópula mística con devoción. El guerrero de las mareas partió con el alba. Esa noche Leuxia fue concebida, hija del mar y la luna, según la tradición su destino era convertirse en la siguiente sacerdotisa y así perpetuar la cadena del linaje de las sacerdotisas del milenario Templo. Leuxia fue criada por su madre en el Templo hasta que cumplió dieciséis años, durante ese tiempo fue instruida en el arte de la magia además de las disciplinas de la poesía, la música y la danza… sería una digna heredera de su madre. Pero en la ceremonia de su iniciación una lluvia de estrellas cambió su destino: en el monolito de mármol estaba escrito que la señalada por las estrellas sería la hechicera guerrera que salvaría a su pueblo cuando el Terror surgiera del mar. Un mes después un barco apareció en la línea del horizonte al atardecer, era su padre y se la llevó a la Isla de las Tormentas en donde la entrenó en las artes de la guerra. Pero la profecía no anulaba que ella siguiera con la cadena del linaje de las sacerdotisas. Cuando cumplió veintiún años su padre la trajo de regreso y en la playa se realizó el mismo ancestral ritual en el que ella había sido concebida. Un nuevo
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guerrero de las mareas la hizo suya y su vientre fue bendecido. Leuxia dio a luz mellizos, un niño y una niña y eso fue celebrado con tres semanas de festejos como una señal de prosperidad que enviaban los Dioses. Leuxia dedicó tres años a criar a sus hijos, luego los dejó bajo el cuidado de su madre y partió a encontrarse con su destino. Darcus y Ceuxis fueron los dos guerreros elegidos para escoltarla en su peligroso viaje hasta las lejanas Montañas Vivientes. Durante el primer tramo del camino se alojaron en las posadas que encontraban y el único peligro eran los ladrones a los que fácilmente amedrentaron. El resto del camino fue difícil, pero Leuxia había sido bien entrenada por su padre, era diestra con la espada y luchó hombro a hombro con los dos guerreros que la acompañaban. Vencieron a los endriagos que habitaban en los pantanos, a las arpías que moraban en el bosque quemado y a los espectros que asolaban el páramo. No era secreto que ambos guerreros, quienes habían crecido con ella, la amaban devotamente. Leuxia estaba enamorada del guerrero de las mareas padre de sus hijos, pero sabía que ese amor idealizado era una ilusión, no había vuelto a verlo después de aquella noche del ritual, estaba prohibido, así que el recuerdo de ese amor imposible no le impedía refocilarse con sus dos compañeros de viaje. Durante la accidentada travesía también disfrutaron momentos agradables, gozaron de días hermosos cabalgando en las praderas doradas y noches de pasión al cobijo de un cielo estrellado, conocieron la hospitalidad de los elfos silvanos y contemplaron maravillas de la naturaleza nunca antes vistas de las que luego Ceuxis hablaría en un libro que escribió narrando las peripecias del viaje. Y así prosiguieron con su camino hasta que una tarde de otoño, después de casi dos años recorriendo los senderos desconocidos y parajes inhóspitos, divisaron en la lontananza la silueta oscura de las Montañas Vivientes. Darcus murió en un enfrentamiento con los orcos que habitaban en las cuevas cercanas a las montañas y Ceuxis resultó herido en una pierna… Leuxia intentó curarlo pero aunque tenía los conocimientos para hacerlo no tenía a la mano las plantas medicinales que necesitaba. Luego de varios días en los que Ceuxis deliró de fiebre, Leuxia no tuvo otra alternativa que amputarle la pierna gangrenada con su espada calentada al rojo vivo. El ascenso fue duro, Ceuxis tuvo que subir apoyándose en un rústico bastón de madera y en el hombro de Leuxia. Finalmente consiguieron llegar a su destino, el Ermitaño los recibió y se ocupó en instruir a Leuxia en los secretos de la magia arcana. El anciano sabio permitió que Ceuxis se quedara y con sus conocimientos de alquimia le hizo una pierna artificial que funcionaba como si fuera de carne y hueso, fue por este artilugio que años después Ceuxis fue conocido como “Pie de Bronce” en las
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canciones que alababan sus innumerables hazañas como guerrero. Una vez al año el Ermitaño hacía uso de su espejo mágico para que Leuxia se comunicara directamente con su madre, así fue como supo que el guerrero de las mareas padre de sus hijos se había llevado al niño cuando este había cumplido siete años. Once largos y duros años pasaron hasta que Leuxia culminó su aprendizaje con el anciano sabio quien parecía inmune al paso del tiempo. Al despedirla le entregó un báculo de madera tallada, un cofre con pócimas y un antiguo libro con hojas de pergamino en blanco. Leuxia, en compañía de Ceuxis, volvió al Templo de Shia para la iniciación como sacerdotisa de su hija, para ese entonces su madre ocupaba el lugar de la anciana guardiana del Templo. Leuxia se quedó en el Templo de Shia esperando el momento de cumplir con la profecía escrita en el monolito de mármol preparada para salvar a su pueblo del Terror que surgiría del mar. Ceuxis partió en busca de aventuras bélicas pero siempre regresaba al lado de su amada Leuxia trayéndole obsequios y trofeos de guerra. Y pasaron los años… Leuxia escudriñó el cielo buscando las señales de la llegada del Terror pero estas no se mostraban. Descubrió cómo leer las páginas en blanco del libro que le obsequió el anciano sabio pero no encontró las respuestas que buscaba. Leuxia pasó a ocupar el lugar de la anciana guardiana del Templo cuando su madre extrañamente se suicidó adentrándose en el mar una noche en la que las tres lunas se volvieron negras y el vigía del faro dio el aviso de que había divisado una espesa niebla en lontananza ¿Era el Terror que finalmente llegaba? Todos esperaron en ascuas hasta el alba pero las nieblas se disiparon y volvió la calma. Un par de años después presidió el ancestral ritual en el que su hija se entregó a un nuevo guerrero de las mareas para continuar con la cadena del linaje de las sacerdotisas y se hizo cargo de la crianza de su pequeña nieta cuando su hija huyó con un hombre desconocido. Durante días se preguntó por qué su hija había huido cuando se le estaba permitido tomar como compañero a uno de los guerreros y había varios anhelantes de recibir ése honor ¿Quién sería ése amante desconocido? ¿Un simple hombre del pueblo, un mercenario, un aventurero, un hombre indigno de compartir su sagrado lecho? El que una sacerdotisa abandonara el Templo era un delito pero en este caso estaba atenuado porque su hija había dejado una heredera. Sin embargo Leuxia tuvo que lanzar el anatema contra su propia hija, aunque en el fondo estaba feliz de que ella hubiera tenido la valentía de huir con el hombre que amaba fuera quien fuera… pero no tardaron en llegar los rumores que decían que el amante de su hija era el guerrero de las mareas que la había hecho suya y que además era su hermano. Eso estaba
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prohibido, la ley ordenaba que se diera caza a los dos fugitivos herejes… pero ¿Cómo podría ordenar la muerte de sus hijos? Leuxia envió a Ceuxis y él, cumpliendo su orden secreta, presentó los cadáveres calcinados de dos inocentes. Leuxia no pudo con la culpa, se sentía indigna de ocupar el lugar de la venerable anciana guardiana del Templo llevando en su conciencia la muerte de dos inocentes. Esperó a que su nieta llegara a la edad de ser iniciada como sacerdotisa, confesó su crimen y se marchó voluntariamente al exilio a purgar su culpa en el desierto. Ceuxis fue con ella y ambos se perdieron en las arenas del tiempo. Pasaron los años y estos se convirtieron en siglos. La cadena del linaje de las sacerdotisas se rompió cuando la última tuvo un hijo varón el cual fue sacrificado al mar, el Templo cayó en el olvido al igual que la profecía escrita en el monolito de mármol. Ya nadie cantaba las hazañas de Pie de Bronce y se olvidó el nombre de Leuxia, la elegida por las estrellas. Solo quedó de pie el faro y el vago recuerdo de un Terror sin nombre que algún día surgiría del mar trayendo la destrucción se volvió una leyenda con la que asustar a los niños. Había un vigía en el faro pero este solo estaba atento a dar el aviso si llegaban los piratas a la costa para saquear la ahora floreciente ciudad comercial. Entonces, un amanecer, el vigía divisó en lontananza una espesa niebla que surgía del mar, al atardecer había llegado a la playa y con ella los espectros de las mareas que lo devoraban todo a su paso. El caos y la desesperación se apoderaron de las personas que huían aterradas. Fue entonces cuando apareció una anciana encorvada y de ojos sin color que empuñando un báculo de madera tallada se enfrentó a los espectros, lanzó conjuros en un idioma desconocido y los convirtió en espuma salvando al pueblo de la destrucción. Luego ella, agotado todo su poder, se convirtió en piedra. Nadie supo explicar quién era esa anciana ni de dónde había venido. Aún se ve aquella piedra con forma de mujer de pie en la playa, las olas lamen sus pies, los lugareños y peregrinos le dejan ofrendas de caracolas y flores. Nadie sabe que aquella anciana era Leuxia, la elegida por las estrellas.
LILIANA CELESTE FLORES VEGA
Perú
Blog “Memorias de una Dama Blanca” http://lilinaceleste.blogspot.pe/ Facebook Oficial: Lileth https://www.facebook.com/lilethoficial
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-M
uchas gracias, Sabina —le dijo Hypatia a su esclava—. Ya puedes retirarte. La filósofa y científica fingía calma pero, en realidad, en su ser todo era un torbellino de sensaciones y miedos. Hacía apenas media hora que por orden del obispo de Alejandría, la Biblioteca y el Serapeo habían sido saqueados, sus libros destruidos y sus estudiantes expulsados de manera ruda bajo pena de muerte para quien se opusiera a aquella horrible destrucción. Hypatia, algunos de sus discípulos y otros tantos esclavos, habían podido salvar algunos documentos en el último momento. Los papiros más antiguos, los pergaminos que guardaban más información... Y, aun así, grandes obras de la antigüedad habían sido destruídas bajo las hordas de los monjes parabolanos que formaban parte de la guardia militar de Teófilo. Aquella era la segunda vez que aquel edificio era profanado, y vivirlo en primera persona la asfixiaba. La mujer observaba lo poquito que quedaba de su amada Biblioteca, sin saber si podría continuar sus investigaciones con ellos. ¿Y las clases que ella impartía? Todo había sido tan precipitado que ni siquiera sabía si podría continuar esas clases en la Escuela. La científica anotaba una lista improvisada en una tablilla de cera con los títulos de los libros salvados y los nombres de sus autores; para alivio suyo, había podido conservar aquel objeto de escritura que había sido regalo de su padre antes de morir. Pero había dejado atrás sus últimos apuntes sobre sus recientes teorías, las de la posición de los astros de la que hablaba Aristarco, que parecía tener cada vez más razón sobre lo que ella ya había dado por correcto. Ella siempre dudaba para bien, sabiendo que la verdad absoluta era aún inalcanzable y que, estudio tras estudio, todo se aprendía de nuevo. La puerta sonó cuatro veces y la mujer reconoció aquella forma de llamar, con educación a la vez que vehemencia. —Pasa, Orestes. Su todavía alumno entró y sus ojos contemplaron con horror las migajas que quedaban del mayor templo del saber de la época. —¿Solo eso? —preguntó el hombre con voz temblorosa. —Eso me temo. ¿Qué han dicho ellos? —Han decretado el cristianismo como religión obligatoria —Orestes hablaba con desprecio—. Los paganos tendremos que bautizarnos y me temo que tus clases, señora, deberán ser en pequeña escala y solo para cristianos y aristócratas. Hypatia se sentó de golpe, sintiendo que el suelo se derrumbaba bajo sus pies. ¡La corriente filosófica a la que pertenecía no decía eso! El neoplatonismo promulgaba que su saber debía ser compartido con todos por igual, sin importar su clase social ni religión. —¿Algo más, Orestes? —Me han vuelto a proponer el puesto de prefecto de la ciudad. Y esta vez voy a aceptarlo. Aunque sea solo para proteger la poca tolerancia que queda aquí... Y para protegerte a ti, mi maestra. La filósofa sonrió con amabilidad. Sabía que su discípulo tenía las aptitudes necesarias para aquel puesto y que aquello tardaría unos años en ser realidad. —Haz lo que debes, siempre —le recomendó su maestra—. Bautízate si eso te ayuda 127
a cumplir tu sueño. Pero no olvides la lección de ayer. —Desde luego que no. Eso nunca. Al mismo tiempo que Hypatia escribía una carta informando de lo sucedido a su antiguo alumno y aún amigo Sinesio, Orestes llegó a su casa, cogió una tira de pergamino y una plumilla y anotó la lección del día anterior, cuya palabra quedó adherida llegando gracias a ello a nuestros días.
“La gente se pelea por una superstición tanto como por una verdad, ya que una superstición es tan intangible que es difícil cogerla para refutarla, y la verdad es un punto de vista y, por tanto, se puede cambiar”
DIANA RUBIO SÁEZ
España
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15 de febrero, 1967
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scribo esta carta para quien sea que quiera saber la verdad. La verdad del suceso que ocurrió el día de ayer, 14 de febrero, en San Valentín. Lo hago con todo el prestigio que tiene mi nombre, Mateo Bernardi, hijo de Luis y Cecilia Bernardi, propietarios del Castillo Rivoli, en el cual se dio el atroz acto. El propósito de esta carta es que el lector entienda, que, aunque yo fui el provocador de los hechos a las veintidós horas de ayer, no debo ser yo a quien le deben hacer rendir cuentas. Yo no llevo la culpa. Le pido al lector que una vez se den a conocer los detalles, no manche en tinta el nombre de la familia Bernardi. Sin embargo, sin más preámbulos, estos fueron los acontecimientos. A las siete de la noche estaba camino a su casa en mi Chevrolet Impala, el último del año. No tenía una relación muy cercana con la Señorita Florencia Torelli, pero su reputación de ser una bella dama la precedía. Por esta misma razón procuré obtener una cita con ella en el día más romántico del año. Vivía en una casa azul de tres pisos, de un hermoso estilo victoriano. Toqué su puerta y el mayordomo, vestido impecablemente la abrió. Mientras esperaba que la señorita bajara, su padre, un hombre serio de unos cincuenta años me acompañó con un whiskey de malta. Charlamos de banalidades hasta que una vez lista, Florencia bajó sus elegantes escaleras y me saludó con un beso en la mejilla. Tenía que admitir que los rumores de su belleza se quedaban cortos. No tenía el cuerpo delgado, como se estaba volviendo la tendencia en esta década, pero cabe decir que tenía curvas en los lugares precisos. Su piel perla era absolutamente perfecta, la cual iba de maravilla con su vestido carmesí. Me atrevo a decir que se la veía deliciosa. Las rosas de la ocasión se encontraban en el asiento del copiloto, y la sorpresa que se dio me ganó su mano entrelazada en la mía. Así conducimos hasta el restaurante francés de la ciudad. La cena resultó espectacular, risas y cortesías a través de la mesa. La comida fue placentera, pero por alguna razón no terminé mi plato. Tal vez simplemente no me apetecía comida francesa. No paraba de mirarme con sus ojos azules, pues en realidad estoy seguro que ella pensaba que era un buen partido. Conseguir alguien de mi status social como marido sería un logro. A nuestros veintidós años, ya estábamos más que listos para casarnos. Es por esto que creo que la Señorita Florencia accedió a volver al castillo, en vez de que la llevase a su casa. Claramente todo ocurrió con la excusa de que le daría un tour alrededor de este. Después de atravesar altos bosques que acompañan la carretera al castillo, llegamos con las manos aferradas la una a la otra. La suya estaba caliente, pero me gustó. La vida en ella vibraba de energía, y el color escarlata de sus altas mejillas eran el 130
ejemplo de su vigor ferviente. Cada uno de sus detalles me fascinaron, y prendían en mi un deseo inigualable. Por esta razón, apenas cruzamos la puerta, me acerqué lo suficiente a ella para sentir su calor, y esperando a una señal suya de que continúe, besé sus labios carnosos. Fue el mejor beso de mi vida, apasionado, lleno de fuerza y ansia. Me dejé llevar un poco más de lo que debí y mordí su labio inferior. Al principio le gustó, hasta que realmente apreté mis dientes y su sangre llenó mi boca. Me detuve en ese mismo momento y observé su reacción. Tenía temor en sus facciones, por lo que me alejé y me dispuse a llevarla al primer salón del castillo para distraerla. Majestuosamente decorado como siempre, paseamos por el salón, el cual contiene cuarenta y tres pinturas y cinco esculturas, todas de diferentes lugares de Europa. Nuestros pasos lentos apenas sonaban por las alfombras que cubrían el piso. Ella estaba maravillada con las artes, y algunas veces hasta se adelantaba a mi explicación del lienzo. Obras de paisajes verdes, retratos de la realeza italiana antigua, y cuadros católicos nos acompañaban, sin embargo, ese dulce sabor metálico invadía mi mente. Finalmente nos detuvimos frente a una de mis obras favoritas de todo el castillo. Se denominaba Franqueza en Guerra y retrataba una escena en plena pelea de dos bandos, sus uniformes sucios de tierra y sangre. Le fui explicando que lo que hacía este cuadro tan especial eran los pequeños detalles. Si se observa con detenimiento se puede notar la total conspiración de la guerra, pues mientras que hay los simples soldados que solo combaten, los de mayor rango intentan salvar su propio pellejo sin combatir. Ella contemplaba la obra y yo la contemplaba a ella. Tan hermosa se la veía, con su piel perla inmaculada y sus curvas perfectas. No puedo decir qué me impulsó realmente a hacerlo, tal vez fue la obra agresiva o el hecho que la comida francesa no me satisfizo. Pero el lector tiene que saber que yo no quise que la noche terminara de esa manera. No quise morderla, no racionalmente. Pero ella estaba parada ahí en mi sala, y se veía exquisita. Después del primer mordisco no pude parar, y no lo hice. Hubo gritos, desgarradores en la noche tranquila, y ella peleó por su vida, al igual que los soldados de la guerra. Pero no sirvió de nada. Mi euforia ganó la batalla y no estuve saciado hasta que perdió el calor que tanto me atrajo hacia ella. Una vez terminé, la realidad me azotó con fuerza. El magnífico salón quedó manchado con ese color que estuve viendo todo el día, rojo como las rosas, y rojo como sus mejillas y rojo como su corazón, el cual devoré. Después de un poco de reflexión, puedo declarar con absoluta certeza que mis acciones no fueron mi culpa. Fue el día de San Valentín el cual indujo tal reacción en mí. Por esta misma razón, dejo al lector con un consejo, sobre todo si es una dama, no salga ningún año en el 14 de 131
febrero, pues al parecer ese dĂa soy incontrolable. Mis mĂĄs sinceras disculpas por el desorden, Mateo Bernardi.
MARIA CRISTINA TABORGA
Bolivia
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uando Henrique llegó a Salvador tomó el elevador Lacerda para conocer Pelourinho. Al salir, los pibes de la calle le convidaron pulseritas de Bonfim, pero continuó su andar sin prestar atención a las promesas de deseos a cumplirse que le ofrecían con voz firme. Entonces paró en la plaza a comer un acarajé. Había leído sobre esta tradicional comida bahiana y quería experimentar el sabor de la historia brasilera. Nuevamente, una crianzinha insistió en cambiar por apenas unas monedas las coloridas pulseras de felicidad. Henrique la miró con cierta indiferencia y avanzó hacia el corazón del barrio. Ya frente a la casa de Jorge Amado recordó el famoso video de Michael Jackson y pensó si él hubiese aceptado aquellos recordatorios de la iglesia que ahora se elevaba ante su mirada. Y una vez más alguien se le acercó. Era un hombre de unos cuarenta años, curtido por el sol y sin muchos dientes, pero con sonrisa serena y mirada sugestiva. Le explicó que las pulseras cumplían deseos, que cada una daba hasta tres según sus nudos, pero que si realmente buscaba realización, debía pedir solo uno por vez. Henrique, cansado del hostigamiento del marketing callejero, cambió por dos reales seis pulseras de Bonfim. Eran dos blancas, una celeste, una verde, una violeta y una rosa. Pensó que no combinaban mucho, pero el hombre le ayudó a colocar tres en cada muñeca. Ante aquella sonrisa, pensó cansadamente en sus seis deseos, sin la menor esperanza de que se volvieran realidad. Por subestimar el poder del mito, el primer deseo fue digerir rápidamente el acarajé, que no cayó muy bien en su estómago. El calor del mediodía no ayudaba para que el aceite de dende se convirtiera en energía suficiente para continuar su paseo. Procuró una sombra que encontró en las escaleras de San Jerónimo. Se recostó contra la pared y bebió una lata de guaraná que compró en un kiosquito unos metros antes. Colocó los auriculares en sus oídos y cerró los ojos por unos minutos. Escuchó algunas canciones de Seu Jorge y cuando se aburrió de estar sentado fue hacia la cima de la escalinata. Una vez arriba percibió que el primer deseo se había realizado. El acarajé ya no pesaba en su pecho. Estaba satisfecho y liviano. Con una tímida sonrisa, se jactó más por su excelente metabolismo que de los milagros de la bahía. Se dirigió hacia Santo Antonio. Le comentaron que allí existían casas de arte y quería conocer los famosos ateliers. Mientras caminaba comenzó a pensar en su segundo deseo. —¿Acontecerá? —Mencionó en voz baja. Al instante sucedió. Había comenzado de menor a mayor justamente porque no creía que fueran a suceder.
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Quería vivir una experiencia típica de Salvador. Fue cuando un grupo de mujeres salió bailando y cantado de una iglesia en donde parecía haber terminado una misa. Ellas reían y se miraban para coordinar la coreografía. Él las miró con dulzura y su sonrisa esta vez fue de perspicacia. Era de noche y Henrique estaba recostado sobre la cama en la habitación que compartía en un hostel en Barra. Esta vez escuchaba el MTV Unplugged de Charly García, un músico argentino que un amigo le había aconsejado en su paso por el pueblo de Itacare, al sur de la Bahía. Estaba muy animado con ese nuevo rock and roll que zumbaba en sus oídos. No comprendió la letra pero le encantó la melodía. En ese estado de somnolencia, de repente una sensación extraña se apoderó de su mente. Si los dos primeros deseos se cumplieron, podía ser posible que ocurrieran los próximos cuatro. Eso le parecía bien en cierta medida, porque en verdad, estaba en la duda si quería que los últimos dos realmente acontecieran. Y se preocupó. Esa noche no durmió muy bien y despertó bien temprano. El calor no ayudaba a conciliar el sueño. Desayunó y salió a recorrer nuevamente la ciudad. Tomó un ómnibus y fue para Itapoa. Quería conocer la escultura de Iemanja, la diosa del mar, a quien le rendía devoción desde sus días en Guaruja. Como no sabía muy bien donde bajar le preguntó a una señorita que estaba dos bancos a su derecha, en la parte final del colectivo. Ella era de la ciudad, pero había estudiado en San Pablo y conocía bien el acento de la capital. Enseguida comenzaron a conversar y encontraron algunas ideas en común. Tenían un buen tiempo de viaje y las sonrisas aparecieron al instante. A los pocos minutos ya se miraban con interés. Ella bajó con él, tenía el día libre y se dirigía a la casa de su madre. Le comentó acerca de la estatua, sobre la fiesta del 2 de febrero día de la diosa— y un poco sobre su vida. Era profesora de arte de la Universidad Federal y había vuelto a Salvador un año atrás. Cuando se besaron, Henrique tuvo que abandonar el escepticismo que lo llevó a emprender el viaje por el nordeste. Estaba desencantado con la vida en la ciudad, vivía solo, sin amor. Sin embargo, la embriaguez no se produjo por el suave cariño que acababa de recibir, sino por la certeza de que su tercer deseo era realidad. En su viaje quería un pequeño amor, una porción de bondad del universo. Quería sentir que las buenas cosas les suceden a las buenas personas. Quería que alguien compartiera, mas no sea unas horas, su despertar. Fueron juntos a conocer Praia do Forte, bebieron cerveza en Rio Vermelho y bailaron con Olodum en la calle. Disfrutaron de su romance, y aún sabiendo que sería breve, fueron intensos. Se amaron por cinco días. Luego ella volvió a su rutina y Henrique a su aventura. 135
Su cuarto deseo ocurrió al momento en que aterrizó en Guarulhos, aeropuerto de Sao Paulo. Había pedido que sea un buen viaje, lleno de nuevas experiencias y enseñanzas. Tuvo momentos de descanso y alegría. De reflexión y optimismo. Todo eso era realidad. Su paso por Praia dos Carneiros, Olinda, Pipa y Canoa Quebrada había resultado muy reconfortante para su espíritu. Volvió recargado para recomenzar. Sin embargo su felicidad no era completa. Temía por los últimos dos deseos. Cuando comenzó el viaje nunca hubiese creído que descubriría un mundo en donde la energía muda el universo, en donde recibimos todo aquello que damos con voluntad sincera. Un plano donde nos transformamos, y así nuestro entorno. Todo cambia y nada puede volver a nuestras ilusiones idílicas. Sintió saudade del futuro, pensando en ese pasado reciente en donde cada día era una nueva posibilidad que ocurra lo inesperado. Allí aprendía porque ya no estaba en la comodidad de lo conocido. Quería salir nuevamente, seguir viajando. Pero cómo romper los últimos dos deseos, cómo hacer que no se cumplan, esa era la cuestión. Comenzó sus semanas laborales un poco deprimido, con esa sensación que tenemos cuando volvemos de un largo viaje en donde vivimos en un mundo paralelo que nada tiene que ver con nuestra realidad, con las cosas que hacemos y que pensamos en el día a día de la vida formal. De a poco se fue adaptando y volvió al ritmo de la normalidad. De casa a la oficina, del escritorio al bar, del boteco al cine, del cine a casa. En esos meses comenzó a tener buen suceso en su trabajo, iba cada vez mejor y el terror del quinto deseo ya era latente. Entonces un sábado corriendo por el parque Ibirapuera comprendió que podía mudar su indefectible destino. Que era responsable por su vida, sus actos, decisiones y consecuencias. No modificó su quinto deseo, simplemente lo anuló. En pocas semanas se mudó a una casa frente al mar en Caraiva. Iba a nadar al río, pescaba en el mar y bailaba forró todas las noches en el pueblo. Al poco tiempo se sentía la persona más feliz que podía ser. Tenía tranquilidad. Cuando le daban ganas leía y escribía. Otras veces salía a correr por la playa. Comenzó a tomar clases de guitarra y triángulo, fascinado por el sonido de ese instrumento que él creía posible solo en la música clásica. Percibió que si había roto la cadena de deseos tenía libertad para cambiar el último. No sabía si se cumpliría, ya que la secuencia estaba destruida. Pero al menos lo intentaría. Ya no era el incrédulo que vivía en la ciudad. Ahora era un hombre de fe. Se levantó temprano, tomó la balsa y fue hasta la terminal de ómnibus de Porto Seguro. Compró un ticket a Ilheus. De allí a Itacaré, Bom Despacho y por último el ferry. Llegó a Salvador dieciocho horas después, cansado y sucio. Reservó una
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habitación en un hotel de Pelourinho y llamó a Eliane. Se encontraron al día siguiente en un café frente a la Plaza de la Piedad, en el centro histórico de la ciudad. Allí le contó la historia de su viaje y los deseos. Tenía miedo de que ella pensara que era un loco o un romántico, cualidades que él creía que alejaban a las mujeres. Le habló de sus últimos dos deseos, cómo había cambiado su historia y le dijo que quería compartir con ella su última ilusión. Le pidió que fuera con él a Caraiva, le transmitió su amor por la vida simple y le prometió vivir rodeada de naturaleza y amor. Henrique voló al día siguiente a Puerto Seguro y se instaló en su casa creyendo que para quien sabe pedir deseos, la vida ocurre tal como la pensamos.
MATÍAS ROQUE
Argentina
Blog: www.porlosbuenosaires.blogspot.com.ar
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uien cree en ti señor, no morirá para siempre…” entonaba con su voz grave el cantor ciego que guiaba los responsos. El resto de la procesión lo seguía armoniosamente. Respondiendo las letanías que el cura pronunciaba en la cabeza del cortejo fúnebre. Iba detrás del ataúd, calculando cada paso, con la mano puesta en el hombro de su sobrino, que le servía de lazarillo. Igual que en los entierros olvidados, a los que mi madre me llevaba de la mano en tiempos remotos. Esta vez yo iba ahí, con la fiel Dioselina, que acompañó a mi padre durante toda la vida que yo recuerdo, y ahora le había tocado sola organizar su entierro. Yo participaba en los responsos mentalmente. Nunca me había gustado cantar ni rezar de viva voz. La brisa fría de noviembre, se empeñaba en recorrer la procesión en sentido contrario, esparciendo un aroma de astromelias y crisantemos. Mientras yo tosía, trataba de ver sobre mi hombro, como buscando un rostro conocido, algunos cargaban un cirio encendido, que la brisa no apagaba, habían mujeres con chalina, a la usanza antigua, y caminaban impávidos en ese frio gélido que carcomía los huesos. Creí ver rostros que suponía conocidos pero mi cansancio no me permitía recordarlos, y cuando volvía a buscarlos con los ojos, se me hacían difusos, como si una neblina envolviera toda la procesión, y de vuelta al sopor que me domina cuando toso demasiado, me aferré de Dioselina para no desfallecer. Al salir del cementerio me impresionó la frescura del aire, la soledad y quietud de las calles del pueblo, en contraste con el gentío que formo la procesión minutos antes. Yo seguía agarrado a Dioselina, que aunque podría tener la edad de mi madre, me sostenía con firmeza. Le invito un café en la posada, a usted siempre le gustó ese lugar me convidó ella. Aunque llevaba veinte horas sin dormir, convine, pues quería ir allí. Ese sitio era grato para mí, ya los recuerdos del lugar se me iban diluyendo. Sí. Quiero aprovechar para rememorar buenos momentos acepté. Ya no estaba la casera que mi memoria relacionaba con el lugar, pero lo demás sí estaba intacto, como una fotografía. Me gustó el funeral dije. Fue como si hubiera sido hace cien años. Los responsos del cantor, con su voz de tenor, el olor de crisantemos, y el gentío en la procesión. De que habla don Mijaíl. Por mucho habíamos diez personas en el entierro, 139
Don Epifanio el cantor, murió hace años y en este pueblo ya no hay flores. Si oyó rezar de más, tal vez eran las animas benditas, repuso con naturalidad, mientras revolvía en su pocillo de agua caliente con hojas de yerbabuena. No supe si era en serio o en broma. Quedé estupefacto, tratando de recordar sus caras, mientras un frío de pavor recorría otra vez mi cuerpo.
HAM BASHUR
Colombia
Página Web: https://hambashur.blogspot.com/
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¡C
arajo! Uno, a veces, se pregunta a sí mismo: ¿Qué hace un hombre en una cantina con un lapicero y una hoja? Estará acaso redactando una misiva, o... no sé; bueno qué carajos importa, ¿verdad? Pero, yo sigo preguntándome: ¿Qué carajos hace un hombre sentado en una cantina con una botella de cerveza, un vaso, un lapicero y una hoja? Será acaso uno de esos ingenuos jóvenes soñadores que dice que quiere ser poeta y está bebiendo para, como dicen algunos, confundir sus sentidos y aclarar sus ideas o, al contrario, para así poder escribir siquiera algo, porque hace semanas no puede escribir siquiera un simple verso. Será acaso un tonto más que un día prometió dejar el trago, es decir, la bebida, y dedicarse a su familia, pero como usted ya se lo está imaginando, no puede ni dejar de beber ni dedicarse a su familia (porque si fuera así, no estaría bebiendo en una cantina) y en este mismo instante, está decidido a cambiar del todo, por eso está intentando escribir una carta para la persona que más quiere. Será acaso un desdichado hombre que, igual que todos, tiene problemas, que viene de su trabajo y, como estaba con sed, decidió tomarse una cerveza; pero el pobre es adicto al alcohol y no lo quiere aceptar, por eso se dio una escapadita de sus estresantes labores para saciar su sed, pero ya va tomando su octava botella. Bueno esto tampoco importa, ¿verdad? Como sea, ahora usted igual que yo, tiene ya una duda, que dicho sea de paso, no le importa a nadie más, pero infórmese ahora, un día le puede suceder. Verá, pregúntese usted ¿qué haría en una lujosa cantina (porque, seamos claros, usted no podría ir a uno de esos muchos antros baratos que hay por doquier, no) escuchando una canción que le recuerda a la persona que más quiere, con una botella del mejor vino que tiene ese lugar, una delicada copa, un lapicero y una hoja? Ah, también tiene una pena que hace de sus días los peores de su vida. Vamos, atrévase, pregúntese: ¿Qué haría? Respóndase, aunque la respuesta sea poco o muy dolorosa, atrévase, respóndase. Ya, esto tampoco importa, ¿verdad? Bueno, ¡diablos azules y ángeles rojos!, le seré un poco sincero, como ya le advertí, le diré lo que le podría suceder. Otra vez: ¿Qué hago yo un grandísimo menor de edad un viernes trece sentado solo en un mugroso bar escuchando una canción que me recuerda al gran amor de mi vida, con unas seis botellas de cerveza, un vaso, un lápiz, un borrador y mi viejo cuaderno despintado (en el cual apunto todas las barbaridades que pienso)? ¿Qué mierda hago yo ahí? Entérese: estoy emborrachándome para atreverme a escribir (realmente escribir, no redactar historias autobiográficas y/o cuentitos tontos y absurdos), escribir algo que sea verdaderamente poesía y no esos patéticos “versos” que escribo todo el tiempo; no, en realidad estoy intentando escribir algo para la persona que acabo de perder, estoy libando, pues me dijeron que así se superan las penas; he pedido su
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canción favorita, la estoy escuchando por quinta vez, y estoy intentando escribirle alguna mentira para volver a seducirla o por lo menos intentarlo, pero está comprobado, no soy escritor ni nada parecido, sé que le dije a todos que quiero ser escritor, mas ahora reconozco que fue un error, sí le puedo escribir pero no le puedo mentir, la quiero demasiado. Entérese: durante las últimas doce lunas llenas me he jactado de ser grandioso, un sapiente, en términos simples, el mejor; me he mostrado espléndido, fiero, orgulloso, depravado, vanidoso, pero desde hace setenta y dos horas estoy como apedreado porque siento que todo se me vino encima, estoy decepcionado de mí mismo; hace años que no escribo algo interesante (de hecho nunca he escrito algo interesante), he descubierto, bueno, aceptado que no tengo talento para esto de la poesía y por eso brindo por todos los míos (aunque somos pocos), brindo porque mi vida sin ella no tiene sentido, brindo por las personas que aún pueden amar, brindo porque no hay nada mejor que la dolorosa y sincera verdad. Entérese: hace tres días después del desayuno recibí la llamada del amor de mi vida, quien después de pedirme tranquilidad me dijo que ya no siente nada por mí y dio por terminado nuestro amorío, todo por teléfono (qué insólito, cierto), luego un buen amigo me contó que vio a su enamorada con otro (que tragedia, ¿qué coincidencia, verdad?), y juntos (los dos hermanos) nos enrumbamos a embriagarnos, estuvimos bebiendo día y noche yendo de bar en bar, cantando y contándonos una y otra vez nuestra desgraciada desgracia, nuestra suerte de perros rabiosos que nadie envidia, hasta que el pobre de mi buen amigo después de más de dos días de juerga no resistió más ese rencor asesino, y furioso se fue a buscar a su, ahora ex, para decirle a grandes gritos la “granputa” que es; yo me quedé, lo hubiese acompañado para verlo cometiendo su fechoría, pero no quiso. Luego fui a mi casa, tomé una ducha muy fría, me puse ropa limpia, tomé mi vieja mochila y salí nuevamente, a seguir bebiendo hasta que me muera o hasta que se nos acabe el dinero, así que vine a este mugroso pero acogedor lugar a beber, beber y beber, pero como este establecimiento está vacío, es decir, solo estamos yo y ese tarado del mesero, estoy pidiendo la misma canción por enésima vez. Me he puesto un poco sentimental, por eso he sacado mi cuaderno para escribirle algo a ese ángel que me quitó su luz y ya no ilumina ni le da sentido a mi existencia, pero no sé qué le pueda escribir. ¡Ah!, pero no vaya usted a especular o afirmar que estoy llorando. Triste sí, llorando nunca. No, eso es para idiotas, no, yo solo estoy recibiendo mi premio, este justo castigo que recibimos todos por amar. Mientras voy haciendo hora hasta que llegue mi buen amigo, porque, sépalo, no me gusta beber solo. Pero cómo se demora el desdichado este... Así es mi querido enemigo, las verdades duelen, pero aunque duelen siempre
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nos hacen un bien. Pero no se burle, también a usted le puede pasar y ya usted entenderá cuán difícil es no tener mujer un día antes de San Valentín.
JOSÉ ÁNGEL SEGURA FIGUEREDO
Perú
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na tarde roja, un torbellino de luces en un cielo tenebroso. Me encuentro sola en medio de un camino, de pronto una flecha señala el norte, la sigo y el sendero se bifurca, no se cuál seguir, voy en un sentido, pero no, me vuelvo y sigo por el contrario. Me encuentro con el Minotauro que surge entre los árboles. Este avanza y yo, pequeño, perdido, lo sigo muy despacio. Frente a nosotros un castillo con una puerta herméticamente cerrada, me ordena llamar. La pesada aldaba parece manteca entre mis manos y suena tan fuerte que las flores forman una larga fila y, palpitantes, desfilan ante nosotros. La pomposidad de la escena se desvanece cuando la puerta del castillo se abre y cual Torre de Babel surgen miles de personajes mitológicos. El Minotauro, feliz, cierra la puerta y se queda en el castillo. ¡Ha encontrado su lugar! Mientras, yo me escapo por el jardín silencioso y vuelvo mis pasos de regreso a casa.
ANA MARÍA CAILLET BOIS
Argentina
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o sucede nada malo. —Dije y me callé, aunque en verdad, yo era en ese momento la que más deseaba que todo eso se detuviera.
“Tú eres una inútil, inútil niña. Eres la más inútil de todo este mundo”. Si las palabras de mi padre fueran una bala de cañón y dejaran un eco a su paso, sonarían de ese modo cuando impactaran sobe mi pecho. Cada día lo veo más lejos, se aleja sin titubear; su rostro triste, que se forma tras decirme esas horribles palabras, es una imagen que jamás podré olvidar. Y así, muchas veces se va y el tiempo me arrastra junto a él. Quiero correr hacia él para salvarlo de esa maldición que intrínsecamente parece llegar a mí, pero la tierra me arrastra en reversa. No quiero llorar, ellos no pueden llorar, porque esas son palabras que se han pasado de abuelo a padre e hija, duelen y mucho. Mi madre trata de consolarnos con un suave “Lalala” al darnos amor y orden en forma de mariposas pero eso solo servirá cuando podamos decirle antes de perderlo: Hey, no te vayas. Escucho a lo que papá me dice: “No sabes estudiar y eres mala en el ejercicio”. También escucho lo que dice el abuelo a papá: “Tú solo eres un pobre y denso niño”. Aún, sobre todo, amo a mi padre. Con sollozos que provienen de mi boca trato de cantar con mi madre que comparte conmigo un suave “Lalala” al darnos amor en forma de recuerdos, explicaciones y perdones. A pesar de que todo parecía normal, mi madre sabe que algo estaba mal. Ella deseaba que juntos nos hundiéramos en un sueño más profundo para que todo el mundo a nuestro alrededor cambiara. Escucho a lo que papá me dice. —Ven, ven, yo te protegeré; juntos, juntos, juntos para siempre. —Y se va, dejándonos atrás, para poder tener la lucha contra la maldición. ¿Por qué nadie lo ve? Esta distancia cruel sigue creciendo, la silueta de mi padre se desvanece bajo la carcaza de una criatura agresiva porque ha sido constantemente lastimado, ahora camina en una nube, y el paisaje se vuelve obscuro, eso es la soledad más cruel. —Adiós, buenas noches. —dijo al dejarme en la entrada de la escuela e irse en su coche a trabajar, donde inevitablemente tendría que ocultar su dolor, sin compartirlo. No pude concentrarme del todo en la escuela, pero ya tengo práctica de estar en dos lugares al mismo tiempo. ¿Ya no te veré? ¿No hay más que hacer? ¿Esperas que poco a poco todos nos vayamos hundiendo en esta maldición? 148
Papá y yo cantamos un dueto por separado, como habíamos acordado, pues es eso lo que nos permite dormir, no en cuestión de descanso, sino en un intento de buscar en nosotros mismos nuestra verdadera naturaleza, lejos del abuelo. Cuando regresaste a casa, estabas tan molesto que hasta el más fiero ladrón te percibía a distancia y se alejaba con tal de proteger su vida; entre el agotamiento del trabajo y la pesadez de la carcaza, peleamos, casi fue un duelo a muerte, pero mamá se armó de valor y se interpuso en tu visa. —Canta, canta conmigo y con tu niña solitaria. Esa noche, en la cena en familia, de nuevo todos parecían felices, pero el abuelo te pidió algo y fuiste con él; vi sus gestos enfurecidos detrás de la ventana, nadie los vio o prefirieron no hacerlo, no se escuchaban las palabras pero eso no era necesario; con ustedes aprendí a entender las palabras mudas del enojo y la soledad. Nos retiramos la familia de ahí y cuando tuviste la oportunidad de hablar volviste a dispararme. No era mi intención disparar también aunque, para alguien que no era lo suficientemente prudente, debo reconocer que es difícil pelear con los demonios de alguien más cuando apenas puede reconocer los propios. —Tú eres una inútil, inútil niña. Eres la más tonta de este mundo. Allí está, un animal enorme, a primera vista de una niña de diez años, es una bestia temible, con un resplandor represivo como si quisiera resaltar su naturaleza violenta… Sin embargo, esa bestia con los vasos sanguíneos marcados en los costados de su cabeza y sus puños cerrados, dejó ver la incapacidad de dar rienda suelta a su ira, moliendo sus dientes con rabia porque esa criatura no era el padre que nos protegía porque atrás de ti, papá, se escucha al abuelo hablar sobre tu voz y censurando tus lágrimas de auxilio. “Tú eres un inútil, inútil, inútil niño”. Tu camino se ha vuelto obscuro, no sé si está bien seguir solos. La crianza mal dirigida y estricta nos mira gruñendo, lista para atacar en cualquier momento, yo sé que aún hay amor dentro de esas personas porque dentro de esas bestias está la sensibilidad y la fuerza de voluntad, ahí estaba la verdadera esencia ¿Los dos estaríamos muertos de no ser por el abuelo, el verdadero abuelo? O acaso… ¿el abuelo está triste porque mi bisabuelo decía lo mismo? —Tú no eres inútil, no lo eres, eres mi hija. —Tus lágrimas secas susurran con el apoyo de tus puños cerrados y así me proclamo tu única salvadora. Las palabras amables de mamá no alcanzan a llegar tan profundo como pensábamos, mi presencia tampoco es suficiente así que te respondo, tu gritas, mamá reacciona, peleamos… Sin embargo, es una pelea extraña porque no buscamos obtener la razón, todos tratamos de liberarnos de la maldición que ha perseguido a tu familia, rompiendo nuestras carcazas.
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Bisabuelo monstruo, abuelo chupasangre, papá fantasma, hija invisible; los roles van aumentando hasta mi punto. Mi pequeña voz brota fuerte por las calumnias. —Ni tu papá ni yo lo queremos repetir. —Grita mamá. El rechinar de los dientes no solo era de papá, mamá estaba irritada, enojada, tratando de liberar tensión, yo no era la única que se había proclamado su salvadora y ambas nos dimos cuenta que entre los tres solos no podríamos vencerlo. Sin embargo, el tiempo continúa y sigues en el tedio. Negué la cabeza en negativa, preocupada por todo, ya no quiero vivir en esta pesadilla. —¡Papá ya no tiene tiempo suficiente!— Grité, finalmente. Al día siguiente, comenzando el fin de semana me percaté: mamá y papá me quitaron la manta de mi cama que me cubría hasta la cabeza, respiré profundo al ver sus rostros, sus auténticos rostros felices, como alguien que acaba de salir debajo del agua. Fuimos a una excursión al bosque, nunca nos dio miedo el bosque. Tal vez era porque podías gozar de tanta libertad e incertidumbre que sin duda a muchos les aterraba, pero a nosotros no, porque necesitábamos de eso; convivir, hablar y quitarnos nuestras carcazas. Sin duda fue un momento hermoso que luchaba por proteger en nuestros recuerdos cuando regresamos a casa, todos con la expectativa de que la tristeza nos azotaría. Pero no es muy tarde, su corazón de “piedra” aún palpita. Papá es tan valiente y se esfuerza tanto para que no suframos por su culpa que muchos olvidan que él también sufre. —Se buena, se tierna, salva a papá. —Me repito eso en la cabeza las veces necesarias como un mantra. Adiós, buenas noches. Con una sensación de sueño se desvanece. —Las maletas, tráelas, vamos a empacar.— Mi papá, mi mamá y yo también nos desvanecemos, ya no somos niños inútiles. Zaz, Zaz … Se escucha el azote de las maletas contra el suelo y al sonar contra la cajuela del coche. “Eres un inútil, inútil, inútil niño”. El abuelo y la sombra detrás de él nos gritaban. —Soy una niña solitaria, y tal vez mis padres lo sean, pero no soy invisible y ellos tampoco. —Le contesté. El abuelo quería estallar y mi padre también. Aún así, mi madre es muy astuta, identifica el momento exacto para irnos de la ciudad y mudarnos a otro sitio y salimos corriendo lejos de ellos. Antes de poder darme cuenta, mi cuerpo estaba lleno de heridas. E incluso en esa condición, la sombra no lo abandonó. “Niños, niños… Niños”. Gritó y su sombra habló: “Yo soy un inútil, inútil, 150
inútil niño; ahora ustedes ya lo saben. Lo soy, lo soy. Ni mi esposa me pudo salvar de mi padre”. El ciclo de la soledad que empezó, ya lo rompí… No, todos lo hicimos y ahora mi familia ya no es del vicio. El abuelo y bisabuelo estaban tan desdichados que confundieron la humillación con cariño. Ahora desean con revertirlo. Ah… Llegamos a una cabaña, hogareña y cálida. Creo que no recuerdo otro día en el que bajar cajas y objetos me fuera tan agradable y hasta divertido. —Te quiero a ti y a tu mamá, te protegeré. —El corazón de papá volvió a latir porque el círculo vicioso se rompió gracias a la oveja negra que lloró el amor que partió el cascarón de piedra de su padre.
SOFÍA LUDLOW CÁNDANO
México
Twitter: @SofiaLuCa18
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