EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 16 JUNIO 2017

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 16 - junio 2017

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ÍNDICE EL CAMINO DE REGRESO SEBASTIÁN PUJOL 5 vacía PAULA CUSCHNIR 9 LA VENGANZA EZEQUIEL OLASAGASTI 13 A CIELO ABIERTO LUCÍA FELICE 17 EL SILENCIO ALINA TORTOSA 20 EL AUSENTE ELIZABET JORGE 23 EL SEÑOR TREUM CARLOS MARÍA FEDERICI 26 SICARIO YOLANDA SA 33 cuatro cuadras zandro zás 36 unicornio LUZ OLIER ARENAS 41 nada es tan fácil como parece LILIANA MACHICOTE 43 el espejo elíptico GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO 47 79 FÁTIMA ALBA 53 el rechazao HÉCTOR GARCÍA 57 y yo también me voy álvaro morales 59 la lista CORINA VANDA MATERAZZI 65 mantequita VÍCTOR LOWENSTEIN 69 abran las ventanas Diego Vidal Santurión 74 sobre el límite JUAN PABLO GOÑI CAPURRO 79 la espera LAURA E.BERMUDEZ DE TESOLIN 85 sin CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS 87 1209 AEDO SÁNCHEZ 91 hipnotizado Jesús Humberto Santivañez Valle 95 una noche de verano LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 99 fugitivos juan ramón ortíz galeano 102 el mundo de juan graciela vargas ramos 104 traje a rayas adriel pellegrini 107 el retrato invertido r. j. nivia castellanos 110 en sus ojos y en los míos cecilia ramos montes 115 1939 plácido romero sanjuan 120 vamos al circo (cinco minificciones) jéssica de la portilla montaño 122 operación escape ana maría caillet bois 125 adiós conejitos andrés galindo 127 un eterno campeón alféizar 130 SHÁNGDI JUAN ARTURO GONZÁLEZ MAGGIANI 132 un día como cualquiera en nürt-ürkt jonathan molina 135 sorbos de rencor león salcovsky 139

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scucho a Eugenia cantar una canción infantil mientras hace bailar a Julia sobre sus muslos entre el humo de las brasas que se apagan de a poco en la parrilla. Mi abuela come garrapiñadas y mi madre sonríe y le

acaricia el pelo a Nahuel, recién nacido, a punto de dormirse sobre sus piernas. Mi angustia se calma con la voz de mi mujer cantando y la risa de Julia en pañales en una noche de verano en la que se ven pocas estrellas en el cielo despejado y la pileta es un rectángulo negro entre el pasto. Pablo, mi hermano menor, sigue haciendo largos de crol. Cruzo los pies y miro el reflejo de los fuegos artificiales en el agua alborotada por las brazadas de Pablo. Guillermo, mi hermano mayor, se rasca la barba y dice: —Nos pegamos un susto muy grande con lo de papá. Se jubiló y ahí empezaron los problemas. Lo diagnosticaron a los cuatro o cinco meses de que dejó de trabajar. Cristina se venía de Mar del Plata todos los fines de semana. Supongo que vos estando allá te enteraste. Nos quedamos unos minutos en silencio. Pablo deja de nadar para tomar aire. Se recuesta sobre el borde de la pileta y se queda mirando los fuegos artificiales. Guille me pregunta por la vida “allá”, pero yo no respondo. Deja pasar algunos minutos para volver a hablar. Nadie de mi familia llama a España por su nombre y les resulta más cómodo reemplazarlo con un impreciso “allá”. El “allá” es todo un misterio para mi hermano mayor y apenas si se anima a preguntar. Yo sé que mamá le cuenta a Guille todo lo que hablamos cuando se ven los domingos en casa de los viejos. Con ella hablo por Skype. Antes de que nacieran Nahuel y Julia me preguntaba por mis cosas, el trabajo. O me contaba de papá y la enfermedad y después la recuperación y me hablaba de mi hermana Cristina que todavía sigue viviendo en Mar del Plata con sus dos nenas. O me relataba lo de Guille y la separación y de que después de todo él decidió quedarse a vivir en capital. —Vos viste como es tu hermano, —me decía mamá por Skype— él nunca cuenta nada, su vida es un misterio. Desde que nacieron mis hijos la vieja cambió el tema de conversación y comenzó a centrar todas las preguntas en ellos. A veces lo traía a papá a la computadora para que los viera por la cámara. Pero ahora ya abrimos los regalos, comimos el helado y el fuego se apaga solo, despacio. Guille habla sobre el barrio de nuestra infancia y las cosas que se fue enterando. Conversa en tono de compromiso, para llenar el espacio con palabras.

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Mi hermano es un tipo tenso, que me enseñó a jugar al fútbol, me hizo escuchar música, me llevó al colegio y me defendió en los recreos. Ahora tiene miedo de quedarse sin temas para hablar. Conmigo, después de seis años sin vernos, no quiere terminar sin nada que decir. Sé que no le interesa en lo más mínimo la vida de la gente del barrio. Se fueron por otro camino. Personajes secundarios que dejaron de ser parte de nuestra historia, que no pertenecen a nuestra memoria. Para los dos, el barrio quedó atrás. Guille no me dice que vuelva, ni tampoco lo hace mi viejo, que ahora tiene el pelo y el bigote totalmente blancos y está más gordo que nunca, pero no cambió en nada. Más viejo, pero con las mismas mañas. Un tipo feliz que sigue disfrutando de la rutina de las fiestas y de romper las pelotas. Mi viejo se ríe como un nene alrededor de la parrilla, haciendo sonreír a Julia que baila sobre las rodillas de Eugenia. Yo sé que la extraña a Cristina, que quiere más que nada en el mundo que vuelva de Mar del Plata para que los cuatro hermanos estemos juntos y sé también que no lo va a demostrar nunca. Tampoco me va a pedir que me quede. Jamás. Ni bien pisé suelo argentino me acribilló a preguntas sobre “allá”. Un abrazo cariñoso en el aeropuerto, pero distante. Confianza, pero no intimidad. Me pregunta sobre mi vida y yo miento, porque no puedo hacer otra cosa que mentir. Eugenia dice que no hay vergüenza en volver con una mano adelante y la otra atrás. Volver peor de cómo me fui, cuando todo se incendiaba. Aguanté unos meses después del derrumbe. Tener el pasaporte era tener un paracaídas y cómo no usarlo cuando el avión se iba a pique. Conocí a Eugenia en España y tuvimos a la nena. Pero la vida es como un puto sube y baja, y ahora nosotros volvemos a estar abajo, con el culo en el piso, peor que acá, en la Argentina, cuando todo era derrumbe y caer y caer. Yo sé que Guille se da cuenta, pero no dice nada. No me dice que vuelva. Pero él sabe que las cosas allá no están bien. Me gustaría que lo diga, que me lo pida. Pero no. Él ya no vive en el barrio y las cosas fueron cambiando, pero hay un olor a recuerdo, a vida, en este patio en navidad, con el humo de la parrilla y las jodas de mi viejo y la sonrisa de mi mamá, que se muere por pedirme que vuelva. La vieja se desvive por hacerme volver. Está más chiquita que nunca. Ya no queda nada de la mina que me llamaba para ir a comer cuando se hacían las nueve y yo seguía dándole y dándole a la pelota con los pibes del barrio y me cagaba a pedos porque había usado para jugar las zapatillas que eran de salir. Pero ahora la vieja es frágil.

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Pablo deja de nadar y dice que tiene todavía una cañita voladora. Sale de la pileta riéndose. Mi viejo agarra una botella de vino vacía y salimos a la calle. La prenden en la esquina, lejos de los árboles para que no se desvíe. Me quedo a mitad de cuadra con Eugenia y Julia que miran, divertidas, mientras Nahuel duerme todavía en brazos de su abuela. La cañita chifla en el aire largando chispas y estalla, azul en el medio de la noche. Mi viejo aplaude y vuelve corriendo y rengueando hasta donde estamos con la nena y le pregunta sonriendo si le gustó. Estira los brazos y Julia acepta confiada. No la suelta hasta que subimos al auto y la sienta en la butaca que colocamos en el asiento trasero. Nahuel va en brazos de su madre. Mi viejo no me pide que me quede, que deje de alquilar ese departamento en Barcelona, que yo ya no alquilo más porque me tuve que mudar a uno todavía más pequeño que apenas llegamos a pagar con el sueldo de los dos. Mi vieja tampoco me dice que me quede, aunque se muere de ganas. La nena, que nació allá, que dijo sus primeras palabras con un acento que no es el mío, se duerme enseguida y quizás sueñe con su país, que no es el mío tampoco, mientras yo tironeo entre si vuelvo o me quedo. Julia se recuesta hasta ver el cielo por la luneta como cuando yo era chico y el que manejaba era mi papá. Guille saluda desde su auto y mis viejos, mi abuela y Pablo nos miran desde la puerta. Me aflojo el cinturón y desabrocho el primer botón del pantalón. Respiro con dificultad. Eugenia se inclina y me dice en el oído que comí demasiado y que no me queje si a la noche no puedo dormir. Después se da vuelta y le acaricia la pierna a Julia, que sigue con la cabeza echada hacia atrás, y quizás vaya contando las luces de la calle, las mismas luces que contaba yo de chico cuando la que me acariciaba la pierna era mi vieja.

Sebastián Pujol Argentina

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a mañana después de haberse quitado la vida, Clara se despierta cansada. Durmió, pero no lo suficiente. Nunca le parece suficiente si la noche anterior la encuentra nerviosa. El café está listo y lo sirve con cuidado de

no quemarse. Un problema menos, se repite mientras revuelve la taza. Lo prueba y confirma que está espantoso y ni siquiera lamenta que le haya salido tan mal justo esa mañana en la que sentir alegría aunque fuera por el más mínimo detalle cotidiano le parece, si no injusto, al menos inapropiado. Suena el celular y Clara lo busca por toda la casa hasta encontrarlo dentro de la cartera. Olvidó que no lo había sacado de ahí al llegar de la clínica, tan ensimismada estaba en sus pensamientos. Tiene algunos mensajes; no tantos como hubiera deseado, no tan interesantes como hubiera esperado. Necesita dejar de pensar en lo que hizo el día anterior y distraerse para encontrarse perfecta para esa noche. ¿Debería desearle feliz cumpleaños a Hernán o esperar a verlo en la fiesta? No quiere mostrarle interés, pero si no le muestra interés, él jamás sabrá que está interesada en él. Se mira al espejo y se ve gorda. Sabe que es imposible, que ayer se lo sacó, y que además se cuida desde hace años para evitar que la cintura le desaparezca como cuando iba al colegio. Es imposible, pero ahí está: un pedazo de piel que se eleva resaltando el obligo, ese ombligo tan ovalado que odió toda su vida, la vida que le dio ese mismo ombligo. Abre la billetera y calcula que con la plata que le quedó no podrá comprarse un nuevo vestido. Eso no la desalienta, hasta piensa que es mejor así, si no hasta podría parecer que celebraba lo que había hecho. Clara suspira mientras abre su placard. En las clases de teatro intentan relajarse con esos lamentos respiratorios que la deprimen más de lo que la alivian. Su profesora, sus compañeros, tan liberales todos, ¿aprobarían su decisión? Seguramente sí; está mal decirle a una mujer lo que debe hacer con su cuerpo, está mal coartar sus libertades, está mal hacerla sentir inferior, aunque lo sea. No tenía conciencia hasta que vio las dos rayitas y entendió que ella pagaría las consecuencias de un acto hecho de a dos. Podría habérselo dicho, hacerle creer a ese alguien —y sobre todo a ella misma— que compartían la responsabilidad. Podría haber permitido que, al principio, él enloqueciera; luego, con algo de suerte, que se entusiasmara hasta que finalmente le reprochara haberle arruinado la vida. Después de haberse enterado, imaginaba las noches de llantos interminables e incluso el juicio por alimentos, pero lo que más la perturbaba era, sin dudas, verse sola. Un hijo no es una compañía, es una carga. Una compañía puede ser Hernán, con esos

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brazos capaces de abrazarla, levantarla y protegerla. Y Hernán, o cualquiera para el caso, se habría alejado de ella con ese bebé sin padre, o con un padre ignoto, del que apenas sabe el nombre. Ya ni siquiera conserva su teléfono: lo borró de la memoria del celular en un intento desesperado de borrarlo a él de su propia memoria. Para relajarse se ducha y, como no soporta estar sola en su casa, decide pasar la tarde con su prima. Clara va a la casa de sus tíos, intenta distraerse y para ello habla sin cesar de la fiesta a la que irá esa noche. ¿A vos te parece que mi pelo está bien? ¿Este esmalte va o preferís este otro? Preparan mate amargo y no cruzan a comprar facturas. Se entusiasman pensando en lo que pasará más tarde, eligen para ella un vestido corto y unas medias negras que, a pesar del color, se alejan del decoro del luto. Clara se va cuando sus tíos la invitan a cenar. No, por favor, ya me quedé mucho tiempo, tengo que prepararme. Pero no va a su casa; de todas formas ya está prácticamente lista. Se maquilla en el auto: la luz la ayuda con sus pestañas. Como llega temprano, espera un rato dentro del estacionamiento mientras se entretiene con su celular. Finalmente se decide, cruza la calle y atraviesa el portón. A pesar de que es su casa, Hernán no aparece por ningún lado. Pregunta, le dicen que se fue a comprar hielo o algo para tomar. Le molesta la certeza de su ausencia. Busca un vaso y bebe lo que tiene dentro. No le gusta y, cuando nota que además es bordó, lo deja en una mesa. Camina por el jardín y se encuentra con algunas conocidas. Las saluda, se queda un rato con ellas, las escucha hablar de un recital al que quieren ir, pregunta si puede sumarse; hablan de la banda y ella participa de la charla. Pasa el tiempo. ¿Él ni siquiera va a venir a su propia fiesta? Decide rotar, ir para adentro, quedarse cerca de la puerta para ser ella la primera a la que Hernán vea cuando entre. Siente un tirón en la ingle. ¿Le dolería por el procedimiento? Procedimiento, así lo llamaban en esa clínica. No, no debía tener nada que ver. Pero recuerda la mañana anterior, esos instrumentos filosos. Parecían fríos, aunque realmente casi no tuvo tiempo de sentirlos. Muy rápido apareció esa vida, casi tan rápido como desapareció de la suya. Y en todo eso piensa Clara hasta que entra esa chica. Antes de alcanzar a verla siente su perfume, lo considera excesivo y eso la ayuda a anticipar la cartera de cuero, los rulos larguísimos y las piernas estilizadas. Podía imaginarla perfectamente, aunque sin Hernán de su brazo. Clara siente otro tirón, definitivamente no es el procedimiento, o sí, fueron los nervios por hacer eso y que ahora aparecen porque ve lo que está viendo. Hernán se acerca a saludarla, comenta que la nota pálida y ella

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no me digas eso, me hacés sentir fea. Juega con él aunque ya no tenga sentido, si está del brazo de esa chica, que ni se molesta en saludarla y la mira fijo porque intuye sus intenciones. Hernán se ríe, dice que no, decide cambiar de tema, agradecerle que haya venido, siempre muy agarrado de la mano de su compañera. Él encuentra a otros amigos y arrastra a su pareja hacia ellos. Un problema menos, se repite mientras los ve alejarse. Ni siquiera se molesta en hacer de cuenta que lo que acababa de pasar no la molestó en lo más mínimo. La actuación queda para la clase de teatro; el drama, para su soledad. Clara se abre camino entre la gente y sale del lugar. Enciende el auto y va en dirección a su casa. Manda mensajes de voz a su prima en los que le cuenta lo que le acaba de pasar. Se siente mejor al decirlo, casi un alivio. ¿Y si también le contara…? No, eso no, tampoco puede hablar de absolutamente todo. Abre la puerta y las paredes la calman y la confortan. Ahora le gusta su encierro, le gusta su calma. Se mete en la cama, se enrosca en las sábanas, se queda dormida envuelta en el acolchado rosado. El sueño la transporta, la vuelve ligera; es un punto ínfimo en medio de un universo caliente. Le parece que ahí no existe la preocupación, pero solo es feliz hasta que siente el frío, preludio del dolor. De repente se ve partida en mil pedazos y disuelta en una corriente roja y espesa. Clara se despierta y, sin pensarlo, acaricia su ombligo. Saca la mano apenas recuerda lo que hizo, apenas recuerda que decidió estar vacía. Para distraerse de la pesadilla, revisa el celular sin mensajes, lo coloca sobre su panza y lo apaga. Lo siente vibrar sobre su piel y eso la hace olvidar el tirón de la ingle. En otro universo, el movimiento podría no haberse debido al teléfono. Se imagina gorda e hinchada y la idea le causa gracia. ¿Cómo puede estar pensando en eso mientras hurga con el dedo ese ombligo ovalado? Se levanta y va hacia la cocina. Es hora de comer algo; si tuviera un bebé ya tendría que haber comido. Se da cuenta de que no sabe qué comen los bebés cuando pueden comer y de que, en definitiva, no pensó en eso cuando esa información podría haberle sido útil. Entonces come lo primero que encuentra y, mientras se acurruca en una silla, llora de verdad, con lágrimas saladas que nunca aparecen en la clase de actuación. Se pregunta por qué —después de quitarse la vida— una y otra vez tendrá que volver a despertar.

PAULA CUSCHNIR

Argentina

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l centro era un hormiguero, pero ya le quedaba poco para llegar a su casa. Con solo tomar un subte ya terminaría con el sufrimiento de ese día, marcado por tantos papeleos burocráticos. El ska que venía

escuchando casi que calmaba su mente; lo mantenía aislado de ese tsunami formado por la gente al entrar y salir de los vagones. Llegó con su transporte a Plaza Miserere —ya falta poco, camino un par de cuadras y estoy en casa— se decía con una voz cansina. Metros más adelante sobre su misma vereda, le pareció ver una silueta familiar contemplando una vidriera. Trataba de deducir quién era, se trataba de una mujer pero no podía discernir de dónde la conocía. Su andar lo acercaba más a ella. Sus ojos, que habían sufrido una noche de mal sueño y la luz dañina del monitor, se esforzaron por descifrar la identidad de la mujer. Por fin su último esfuerzo le dio la respuesta. La sorpresa que obtuvo fue desagradable: la mujer era Sofía, su flamante ex pareja desde hacía ya dos meses. La mañana había sido lo suficientemente mala como para cerrarla con ese encuentro, por lo que decidió aminorar su velocidad y cambiar el curso de sus pasos. Encogía los hombros como si esto pudiera hacerlo invisible. —¡Martín! —escuchó a sus espaldas, pero decidió no voltear. —¡Martín! —le gritó otra vez entre el tumulto. El joven comprendió que ya lo había visto, que seguir haciéndose el distraído era de cobarde. Volteó y cruzaron miradas. Sofía corrió hacia él y le dio un abrazo. Él no sabía cómo reaccionar. Su separación fue madura pero solo en apariencia. Martín aún la amaba con locura y ella le rompió el corazón con su alejamiento. Es por eso que la odiaba. Cuando se fue se llevó una gran parte de él, su parte más buena, sus sentimientos. Pero por fuera mantenía una imagen calmada, una máscara que se ponía cuando era necesario dar a entender que ellos podían ser amigos de todas formas. Y era esa imagen la que Sofía comprendía. Ella lo saludó con mucho cariño portando su brillante sonrisa y sus hermosos ojos pardos tras sus lentes ovalados. Le siguió la corriente, sin dejar de pensar lo mucho que la odiaba. Deseaba que ella muriera en ese mismo instante, que alguien viniera a asaltarlos y antes de irse le diera un tiro. Que se llevaran su plata, su reloj y cualquier cosa que les interesara; pero que no olvidaran dejarle una bala a ella. Mas la calle eran solo mujeres coquetas con niños y algunos hombres de traje. Nada pasaría en esa cuadra, por lo menos de mano de terceros. Sofía se dedicaba a hablarle de su nueva vida, su nueva pareja, así como

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también de su nuevo trabajo, la sonrisa en el rostro de Martín se formaba con gran hipocresía. Pensaba que esa chica no merecía una vida tan feliz, no merecía una vida siquiera. Se elevaron un poco sus cejas cuando recordó que dentro de su mochila tenía un trinchete que había traído del trabajo. Pensaba en lo rápido y fácil que sería. Una estocada al cuello y su rabia estaría saciada. La idea rondó su mente pero se alejó al instante, había mucha gente alrededor mirando y serían muchos los testigos de su acto vengativo. Sus cejas bajaron otra vez. Sofía ofreció acompañarlo un par de cuadras hasta su casa. Pensó el joven que esto ofrecería una nueva oportunidad. Llegaron al primer semáforo mientras aún le hablaba de forma constante. Martín tuvo un nuevo plan. Un simple empujón, eso era todo, un empujón que la arroje al tránsito. No estaría en sus manos su muerte sino bajo la rueda de algún auto. No podrían culparlo, pensarían todos que cruzó de forma indebida. Acercó muy despacio las manos a su espalda, los ojos estaban fijos y los dientes mordían el labio inferior Sin embargo en el último segundo el semáforo cambió su color. Ella giró y le preguntó si cruzarían la avenida. Otra chance se le frustraba. Llegaron a la puerta de su departamento. Sofía le pidió un libro de tapa amarilla que había dejado olvidado, que tenía dentro un par números telefónicos importantes que necesitaba. Al ver su impaciencia, Martín aceptó sin dudar, pensó que esta podía ser la chance definitiva para castigarla. Sin testigos, en la intimidad del edificio, creyó que todo debería ser más fácil. Subieron al pequeño ascensor y presionó el botón del piso cinco. El cubículo los obligaba a estar pegados. No hablaron, solo esperaron hasta que la máquina los llevara a su destino. El botón de emergencia estaba detrás del muchacho y fue así que comenzó a confabular un nuevo plan de venganza. Trabo el ascensor y la mato acá nomás- retumbaba una voz en su cabeza que no parecía suya – usa el trinchete –dijo la voz. Una mueca chueca se dibujó en su boca. Fue demasiado largo su pensar. En un suspiro el ascensor había llegado al piso pedido. Entraron al departamento y entre el desastre bibliográfico que Martín tenía junto a su cama comenzó a buscar el libro. Cuando abrió el cajón de la mesa de noche para buscarlo se encontró con el arma que había comprado varios meses atrás. La nueve milímetros con la que había comenzado a practicar tiro en el polígono junto a un buen amigo que lo convenció. Drenaba así un poco del odio que sentía por esa mujer. Su mano pasó por encima del arma, la rozó un momento con las yemas de los dedos. La tomó y tratando de sofocar el

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ruido tiró el martillo hacia atrás —esta vez sí— se oyó del aire que pasaba por sus dientes, casi inaudible. Se dio media vuelta solo para chocar con un beso de una pasión desmedida sobre sus labios. Dejó en su lugar el arma. Sus brazos quedaron extendidos y sus ojos abiertos de la sorpresa. A su vez los brazos de ella se envolvían en su nuca y sus ojos permanecían cerrados y húmedos de lágrimas. Rodaron en la cama que estaba tan cerca. Aun así, estando sobre ella, el pensamiento de Martín no se posaba en su cuerpo ni en su rostro sino en su cuello. Era el momento ideal para ahorcarla, para acabar con el alma de esta ninfa que tanto dolor le había causado. Juntó su pelvis a la de ella y sus manos, despacio, fueron subiendo por los costados. Solo cuando pasaron por sus pechos Sofía les prestó atención. Él quería subir un poco más, que patinen hasta el cuello que quedaba al descubierto con cada gemido de la joven. Lo alcanza. Primero con el pulgar y el índice. Con rapidez lo envuelve suavemente con toda la palma. La serpiente se disponía a enrollarse. En ese instante, Sofía lo volteó a un lado de la cama y era ahora ella la que tenía el mando sobre el cuerpo del vengativo amante. Una oportunidad más que se esfumaba. Despertó Martín, luego de horas de sexo y sueño, por el ruido de la puerta al cerrarse. Saltó de la cama y tomando el revólver se dirigió hasta el pasillo a buscar a su víctima. Pero nadie estaba ahí para apuntarle, el corredor estaba vacío. Volvió a entrar intentando armar en su cabeza una explicación lógica de lo que había pasado. Caminaba por el pequeño departamento desordenado estirando sus músculos. Luego salió al balcón con el arma aún en la mano. Miró al cielo, respiró hondo y lo puso sobre su sien. Puso su dedo en el gatillo y apretó fuerte sus parpados. Abrió los ojos justo cuando pensó que sería su último respiro y vio a su ex alejándose por la vereda. Extendió su brazo y le apuntó a la cabeza. Puso el dedo en el gatillo, exhaló todo el aire de los pulmones para no moverse y tener un mejor disparo. La vio doblar en la esquina sin poder dispararle. En un gran suspiro dijo —que se muera— tiró el revólver junto a una maceta y entró nuevamente a la casa. Con una mano ponía la pava y con la otra se secaba las lágrimas.

EZEQUIEL OLASAGASTI

Argentina

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l Basural Municipal de nuevo había amanecido con columnas de humo. El olor a combustión y fermento recorría el trazado irregular del barrio y enrarecía los pulmones. Igual, algo festejábamos en el salón de fiesta

de Alberti y Moreira, por algo bailábamos y chupábamos hace no sé cuántos días. Lo que nadie sabía era que sobre nuestras cabezas se estaba muriendo una piba. Pasadas las setenta y dos horas de agonía, Lurdes moriría de hipotermia sobre el techo de ese salón. Hasta el momento de la muerte, yo fui la única en saber que sobre la chapa de zinc que nos separaba de la noche negra, se retorcía un bulto dolorido, más parecido ya a un cadáver que a una mujer. Yo la escuché retorcerse de dolor casi todo el tiempo que a Lurdes le llevó morirse. Claro que no comprendí a priori los sonidos de la muerte. Primero pensé que lo que escuchaba era un instrumento lejano de la banda que sonaba en los parlantes. Pero por algún motivo se me dio acceso a una lengua horrible, que no puedo imitar con fonemas humanos, y entendí lo que escuchaba. Fue como si de golpe el techo se volviera transparente, como un mantel de tela de hule, deformado por el peso del cuerpo de Lurdes que se anudaba en posición fetal. Cuando pude escucharla también comencé a verla, a sentirla. Tenía hambre. Pero hambre posta. Ya no era deseos de comer o una exigencia fisiológica. Era un castigo. Su estómago la odiaba por no haberlo alimentado y se había transformado en una bestia de tres cabezas y millones de dientes, que chillaba e iba rasgando al resto de los órganos internos con sus garras de cuchilla oxidada. De no ser por el hambre, quizás no hubiese tomado consciencia del resto de su cuerpo, no hubiese podido ubicar dónde se sentía el dolor, dónde quemaba de frío, dónde se pudrían las células, ni dónde moría el impulso de su sangre. Su dolor me dolía a mí. Me dolía el frío aunque transpiraba por el amontonamiento y el meneo, me dolía el hambre y seguía tomando cerveza para intentar satisfacerla. Sin embargo, en ningún momento sentí deseos de salvar a Lurdes. Me imaginaba el dolor. Más lo imaginaba, menos eran mis ganas de subir a buscarla. Por momentos, más bien, era como si se me despertara el instinto de rasgar el techo de hule, de bolsa amniótica y que el cuerpo de Lurdes cayera en el piso del salón. Entonces otros podrían ayudarla a que se parara y la alimentarían con cerveza y le pondrían ropas tibias. Pero no podía, porque el hule parecía grueso y para romperlo necesitaría un objeto punzante y largo, como un palo de escoba con

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un cuchillo atado en la punta. Además, estaba muy elevada y la caída misma podía terminar de matarla. Así que la deje y bailé durante horas la música de la agonía. Lurdes murió justo antes de la salida del sol. A la hora en que siempre se terminan de morir los muertos, en ese momento en que todos buscan alguien con quien dormir. Cuando amaneció, ya no era una mujer, sino un quejido. Su cuerpo lloraba, pero solo por costumbre. Ya su recuerdo bailaba y bailaba sin parar entre la multitud de una fiesta. Yo salí a la calle un poco mareada. Empezaba a lloviznar. El agua mezclada con el humo podrido formaba una pasta que tapaba las vías respiratorias y dolía al entrar en los pulmones. Tardé tres minutos en recorrer el espacio que separaba la esquina de Alberti y Moreira de mi casa, abrí la puerta con dificultad, me metí en la cama y dormí.

LUCÍA FELICE Argentina

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l silencio del campo, entrecortado por el ladrido de los perros y por el canto de los pájaros, me agobia. Es un silencio espeso que parece sostenerse en el aire. Con el correr de los días se me ha ido calando en los huesos y en el pensamiento. Hay momentos en los que me parece que me he quedado sin ideas, otros en los que las ideas las pienso tan lentamente que parecen desprenderse unas de otras y flotar en el espacio. Se van convirtiendo en pájaros transparentes que aletean a mi alrededor. El sonido de sus alas se confunde con el movimiento del viento en las hojas de los árboles. Lo he ido tragando a bocanadas, a la vez que lo llevo puesto como una capa espesa que me aísla y me integra a este mundo atonal. El encargado del campo y los peones ya se han acostumbrado a mi presencia y me saludan hoscamente pero sin rencor. Yo respondo a saludos roncos con una sonrisa que siento tiesa. Al principio tratamos de entablar algún tipo de diálogo. Fue demasiado penoso. Los ojos reconocieron enseguida lo que las voces trataban de desmentir. Fue un alivio para todos cuando dejé de hacer el esfuerzo de parecer interesado en sus vidas. Salgo a caballo a la mañana temprano, haciendo el recorrido que hacía mi padre, según me explicó el capataz los primeros días. Rara vez me cruzo con la gente que está trabajando desde temprano. He llegado a la conclusión de que me evitan. A mi vuelta tomo unos mates amargos. Los primeros días me acerqué al fogón para compartir el mate de los peones. También fue un esfuerzo inútil. Los que estaban presentes se iban retirando parsimoniosamente. Ahora tomo mis amargos en la cocina de la casa, solo. Almuerzo el guiso que me deja preparado María, la mujer del capataz. Ella también prefirió mantener su distancia. La cena la preparo yo. A veces como solo un pedazo de queso de cabra con un vaso de vino tinto y una fruta. Otras, hago una carne a la cacerola o una pasta con una salsa ligera. Me gusta cocinar. Es el momento del día en que me siento más acompañado. Pongo atención en los tiempos de cocción y en los aromas. Creo que el vivir en silencio ha agudizado mi sentido del olfato. Se ha convertido en un deleite y en una desgracia. Puedo reconocer cada potrero por su olor especial, de acuerdo a las pasturas o a los animales. Casi creo que puedo reconocer a los hombres y a las mujeres también por su olor. Los olores han tomado el lugar de los sonidos. Dentro de la capa de silencio que me cubre siento expandirse mi respiración, la siento fluir graciosamente. Se ha convertido en mi columna vertebral. Y mis ojos se han convertido en una pantalla en la que se superponen las imágenes, unas sobre otras, fuera y dentro de su 21


contexto. El silencio es la estructura que nos sostiene, y en los bordes de ese silencio aún reverbera el grito de espanto de María, cuando encontró a mi padre colgado del eucalipto frente a la casa. Yo no estaba. Nunca me gustó el campo, por eso no vine a verlo cuando me escribió que le habían diagnosticado un cáncer terminal. Por eso, y porque nunca le pude perdonar su silencio; el largo y prolongado silencio en el que se sumió desde que murió mi madre. Publicado en "El jardín de la abuelita Ana y otros cuentos", Grupo Editor Latinoamericano. Colección Escritura de Hoy, 1995.

ALINA TORTOSA

Argentina

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o enterré con mis manos y una pala, prolijamente, hasta cubrir su cuerpo iluminado por la luna. Poco a poco lo fui tapando con barro hasta desaparecerlo por completo. Sobre el barro dibujé una cruz y debajo un

epitafio. Nada formal: “aquí yace el ausente”. Luego le puse unas piedras encima, grandes, irregulares y blancas. Y me dormí tendida sobre las piedras, abrazando la tierra que se lo tragó. Debe haber amanecido nublado, porque cuando el sol me tocó los ojos estaba ya bastante alto (como si fueran las diez), los pájaros no habían cantado y Aquiles no ladró. Me levanté, fui despacio hasta la casa, desaté a Aquiles y le saqué el bozal. Él olfateó mis pantalones embarrados, después mis manos y comenzó a ladrar. —¡Callado, Aquiles! ¡Si ladrás, te mato!, le grité y corrió a acostarse sobre la pila de piedras. Esas piedras grandes, irregulares y blancas, las había traído el ausente; ya no importa que se llamara Mariano, ya no. Él las había traído para hacer un camino que atravesara el jardín hasta la casa, porque odiaba ensuciarse con barro; y también había traído los plantines de eucaliptos, (que en el futuro serían muy altos, dijo) para sembrar el perímetro de nuestro terreno, y trajo la pala y las bolsas de tierra negra. Aquí escondidos te voy a hacer el amor hasta la muerte. Muerte dijo, no supe por qué. Pero lo sé ahora. Y escondido, eso sí. Siempre lo decía. Más que escondido, oculto, pensé, y todavía más: ausente Pero matarlo no, no lo había pensado. De eso me doy cuenta ahora, viendo cómo en la bañera se diluyen la sangre y el barro de mi ropa. Ahora que estoy bañándome vestida y empiezo a desvestirme bajo el agua, como en una ceremonia. Una ceremonia igual que cuando me bañaba esperando a Mariano: baño de espuma perfumada, baño de burbujas haciendo el recorrido que después harían sus manos, después secarme, elegir un corpiño de encaje —¿el rojo o el negro?—. No importaba, porque en mitad de la ceremonia sonaba el teléfono, y Mariano decía: —No nena, hoy no puedo ir. Mariano ausente, toda la noche, muchas noches, malas, como la de anoche. Y como las noches que la precedieron. Y como la noche que trajo a Aquiles cachorro, para que te acompañe cuando no estoy, me dijo. Las caras de Mariano ausente, se pintan en la espuma. Cara de mentir. Cara

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de fugitivo como cuando veníamos al campo, y él paraba en las estaciones de servicio, se demoraba en las cabinas telefónicas diez, quince minutos y yo, esperando en el auto. Mariano distraído tardes enteras. Mariano llegando de viaje, escondiendo en la valija un paquete de regalo que no era para mí. Las burbujas se extinguen en el desagüe, las soplo, cierro los ojos y las caras de Mariano se van. Me deslizo en la bañera y la vuelvo a llenar con agua limpia, para borrar este olor a sangre que no se va de mí. Permanece. Como el perfume de mujer (que tanto tiempo me llevaba lavar de sus camisas). Otra vez ese perfume, ¿otra vez?: la última vez. Lo juré ayer, cuando hicimos el amor, y yo, mintiendo unos gemidos, le tape la cara con mis manos, para no verlo, como no quise ver aquellos cigarrillos de otra marca en la guantera del auto, y ese lápiz labial ajeno que se asomaba en cada frenada por debajo de mi asiento y Mariano ausente, con los ojos en la ruta. Ojalá nos estrellemos —pensé— justo cuando Mariano, solo, acabó. Matarlo, no. Eso no lo había pensado. Pero él estaba ahí arrodillado en la tierra, cavando con la pala una fosa larga para la fila de eucaliptos. Y yo de pie. —Traeme la pala grande, Andrea —dijo el ausente sus últimas palabras—en el baúl del auto, está. Fui hasta el auto, busqué la pala y se la llevé, arrastrándola sobre mis huellas que se marcaban en el barro, como borrándolas al azar. Mariano de espaldas, arrodillado delante de mí. Pala filosa, pesada, con las dos manos la levanté, y la dejé caer de canto en medio de su cabeza. —Callate Aquiles. No ladres, que te mato Aquiles. ¡Vení para acá! ¡Perro estúpido! Después volví sobre Mariano y cavé. Hasta que el cielo se puso rojo y después negro, como la sangre que se coagulaba en la herida de su cabeza. Después lo enterré, como lo tenía pensado.

Elizabet Jorge Argentina

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N

o era más que un rectángulo de cartulina blanca, de unos siete por cuatro centímetros, con un nombre impreso en fina cursiva. Para mí representaba un misterio casi tan aterrador e indescifrable como... como el de la misma muerte.

Daba vueltas entre mis dedos de largas uñas rojas aquella tarjeta, repitiéndome una y otra vez las sílabas que tenía escritas. Y no encontraba nada que me proporcionara una clave, una salida. E. Treum, pensaba. E. Treum. Y nada más: ni número de teléfono, ni dirección. El señor Treum está allí, en el vestíbulo, esperando a que yo, yo, quizá una antigua amiga o —¿por qué no?— su amante, lo reciba. Y yo..., yo no sé ni siquiera quién es el señor Treum. Levanté la vista y encontré los ojos verdes de la doncella fijos en los míos, con la misma mirada cómplice y astuta de aquella primera vez en que, clavando mis pupilas en las suyas, le había preguntado: —Julia, ¿qué dirías si te enterases de que tu patrona ha perdido la memoria? Y ella, con el brillo felino de sus ojos amortiguado por las pestañas entornadas, me había respondido: —La ayudaría a recordar, señora. Sin decirle nada a nadie, por supuesto... Y supe que había hecho bien en arriesgarme. Lo había presentido desde que observé el fulgor codicioso de su mirada al clavarse en las joyas de mi hermana..., en mis joyas. Y me sentí segura desde entonces. Hasta el momento en que me anunció a aquel visitante. —No recuerdo absolutamente nada acerca de ese señor Treum, Julia —dije, con deliberada lentitud, acariciando la tarjeta entre los dedos—. Nada... Julia sacudió la cabeza, perpleja. —Lo lamento horriblemente, señora, pero no puedo ayudarla. Lo único que sé de ese hombre es que su... que usted lo recibió siempre en secreto, y jamás soltó una palabra acerca de él. Vino a verla tres veces, y se quedó con usted bastante tiempo. Siempre se iba contento... o por lo menos me pareció así. Es todo lo que sé. Extraje un hermoso broche de esmeraldas de mi joyero, y lo sostuve sobre el pecho de Julia, como probando su efecto. —He olvidado muchas cosas, Julia —dije suavemente—, muchas... Quizás ese hombre y yo... —completé con un ademán confidencial.

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La doncella frunció el ceño. Luego, al entenderme, sonrió. —¿Usted y ese tipo...? ¡Oh, no, no! No tiene pinta de eso... Es un pobre mozo, si me permite, señora. —Está bien. ¿De manera que no sabes nada más?... Bien —volví el broche a la caja de las joyas, ante la consternación de la chica—. Creo —murmuré— que no te favorecería en absoluto, Julia. Puedes retirarte. —¿Le digo a ese señor que pase? Permanecí en silencio, jugueteando con las perlas de mi enorme collar. Un solo detalle podría desbaratarlo todo. Quizá el señor Treum fuese mi amante... ¿y qué pensaría si lo trataba de “usted”? Necesitaba un poco de tiempo. —Dile al caballero que me encuentro indispuesta —ordené a Julia—. Si no le es molesto, que vuelva dentro de media hora, ¿eh? Media hora. ¿Una eternidad... o un soplo? Aquella otra media hora que procuraba olvidar (la que me asaltaba en pesadillas espantosas, pese a los soporíferos, la que rondaba por los rincones oscuros de las estancias silenciosas de la mansión, acechando siempre, hambrienta de mis terrores), aquella media hora había crecido hasta cubrir toda una vida. Después de aquellos treinta minutos, dos semanas atrás, yo había vuelto a nacer. Yo había muerto, mi cuerpo se pudría en una tumba... y no obstante aquí estaba yo, ahora, atenazada entre angustias y miedos, esperando. Siempre me había gustado el cine. Constituía la única posibilidad de evadirme del gris que me sofocaba. Y fue en el cine donde aquello nació. Oficina, cuartucho miserable de casa de pensión. Clack-click, clack-click, hacían las máquinas de escribir en el despacho; creac-crein, gemía la cama, cada vez que me acostaba en mi pocilga infame, entre dos días absolutamente grises. Más de una vez estuve tentada de terminar con todo. Seis pastillas en vez de una, y mi sueño se habría prolongado eternamente. Pero me faltaba valor. Siempre me había faltado, desde la época en que mi hermana y yo nos sentábamos en el mismo banco escolar. “¡Dos gotas de agua!”, se admiraba la gente... y por cierto que éramos exactas. Pero la semejanza terminaba en la cáscara. Lucía fue siempre más decidida, más audaz. Cuando muchachas, me quitaba las parejas en los bailes, y yo me quedaba haciendo amistad con el empapelado de las paredes. La oía reírse, feliz y contenta, y por un tiempo yo también me reí.

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Después Lucía se casó. Recuerdo que lloré toda la noche, cuando me lo anunció. La almohada chupó mis lágrimas y se tragó mis quejidos. Justamente con él... No la pude perdonar. Nos separamos. Tuve que ganarme la comida. Click-clack; crac-crein..., día tras día, noche tras noche, hasta que la última puerta se cerró. Si alguna vez “porvenir” había querido decir algo, yo ya lo había olvidado. Cierto día, Lucía reapareció. Su marido había muerto, dejándole una fortuna. Me invitó a vivir con ella; pero yo no la había perdonado. Y había un gesto en su boca pintada que me dio a entender que —inexplicablemente: tenía un convertible color perla, seis tapados de visón, una mansión frente al mar y el cuerpo cubierto de joyas— escondía entre los pliegues de su alma alguna amargura que yo no alcanzaba a comprender. Yo no estaba dispuesta a seguirle el juego. ¿Después de tantos años se acordaba de mí? ¡Que se enjugase las lágrimas ella sola! Me quedé con mis días de humo y noches sin estrellas. Mi único solaz siguió siendo un par de películas los sábados, en un cine barato. Y fue precisamente en el cine donde surgió la idea. Aunque, en verdad, ¿lo puedo decir con certeza? ¿Quién sabe desde qué recónditos abismos brotan las fuerzas oscuras que se traducen en pensamientos? ¿No lo habría llevado siempre adentro, sin saberlo? ¿No me habría acompañado —envuelto entre las brumas de alguna pesadilla— durante aquellas noches sin luz, dándome vueltas en la cama quejumbrosa? Pero fue solo hace seis meses, cuando vi la película de Bette Davis, que aquella imprecisa sombra de una culpa futura se condensó en propósito. Desde el principio me fascinó la trama: dos hermanas mellizas; una, pobre y solitaria; la otra, rica y triunfante, heredera de millones. El asunto hacía crisis cuando la hermana infortunada decidía asesinar a la otra, y suplantarla. No había riesgos, pensaba, pues ambas eran como dos gotas de agua... Y la idea prendió en las raíces oscuras que se alimentaban de mi rencor. Lucía se había apoderado brutalmente de la vida..., hasta de la parte que me correspondía a mí. Y yo podía remediar esa injusticia. Yo podía ser ella. Comencé a preparar el terreno. Me endurecían una decisión y una fortaleza de carácter que jamás me habría atrevido a rimar con mi nula personalidad de siempre. (El crimen es una infección que se propaga con rapidez inaudita, enfermando

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uno a uno todos los átomos del ser... Ahora lo sé.) Me reconcilié con Lucía, ante su sorpresa. Salí con ella, estudié su modo de ser y de hablar, de vestir y de actuar. Frecuenté su casa, hasta que llegó a serme familiar...; acepté sus préstamos de trajes y de alhajas, para habituar mi carne plebeya al contacto de la riqueza. Y entre tanto la odiaba más que nunca, porque, aun en medio del lujo y esplendor en que vivía, conservaba aquel rictus de amargor torciéndole la boca. Empecé a alegrarme de lo que le iba a hacer. Continué arreglando la escena: —Doña Paulina —le dije cierto día a la casera—, no le voy a poder pagar. —¿Qué? —Me despidieron del trabajo —expliqué; y mi aspecto era de completo desánimo. Ella puso los brazos en jarra. —Escuche, Clara. Yo también tengo mis obligaciones... No puedo andar haciendo caridad; a mí misma no me sobra nada. —¡Está bien!... Écheme a la calle. ¡Para lo que importa ya! —No digo tanto, pero... ¿usted no tenía una hermana en buena situación? A lo mejor ella... —No creo que mueva un solo dedo por mí...; pero voy a intentar. Y el tinglado quedó levantado. Al día siguiente de mi despido (que provoqué realmente), telefoneé a Lucía, rogándole que me viniera a ver. Ella acudió. Le serví un vaso de leche con ocho de mis píldoras para dormir. Después le saqué las joyas y los vestidos y le puse mis ropas. Borré todos los rastros, y estuvo hecho. El minutero del reloj había avanzado media hora. No hubo lugar a indagatoria. Era un caso evidente de suicidio. Las razones clásicas estaban a la vista, y sobraban testigos. El jefe de la oficina (“...tuve que despedirla, ya no servía para nada”), la dueña del cuchitril (“Si hubiera sabido que iba a llegar a eso...”)… y mi propia hermana. Un funeral modesto —yo no significaba mucho para el mundo— y su vida fue mía. Todo marchó como la seda, por lo menos durante el día. (De noche era el tumo de la Pesadilla.) Comenzaba a considerarme a salvo..., hasta que la doncella

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me pasó la tarjeta del señor Treum… Y la media hora ya había transcurrido, y Julia ya estaba otra vez en el umbral de mi recámara (como en uno de esos angustiosos sueños en que los sucesos se repiten una y otra vez, pasando de un fin insoportable a un nuevo principio de terror), anunciándome: —El señor Treum, señora. Y fue una lengua extraña, dentro de mi boca, la que articuló: —Hazlo pasar. Un instante de absurda expectación, y él entró. Era un hombrecito pulcro, cuyos ralos cabellos, a pesar de su cuidadoso peinado, no alcanzaban a disimular una calvicie vergonzosa. Me pareció ver algo de untuoso en su modo de mirar, y un no sé qué de agazapado en todo él; pero el estado de mis nervios no me permitía juzgar con claridad... Dios, ¿cómo tenía que empezar? —Y ¿cómo se encuentra hoy, mi querida señora? —dijo él. —Yo... muy bien, señor Treum, gracias —repuse, insegura del terreno que él me proporcionaba... ¿Quién era, por todos los cielos, qué era? —¿Cómo siguen esos dolores? ¡Vamos, anímese, señora! Hoy terminaremos con ellos. Un rayo de luz se hizo en mi cerebro. Observé por primera vez el maletín de cuero que traía el visitante. Y lo sumé al perenne gesto ácido de mi hermana..., que ahora empezaba a entender. ¡Lucía era una enferma! Casi me río a carcajadas, en la histeria del alud de alivio que me sepultó. —Vamos a ver, señora —dijo el señor E. Treum—. Por mucho que me desagrade, me veo obligado a tratar, antes que nada, el aspecto... ¡ejem!... práctico del asunto. Supongo —añadió, despejándose una vez más la garganta— que tendrá usted a mano... Las cosas se aclaraban. Seguramente la naturaleza de la dolencia que afligiera a Lucia era de un carácter más bien... íntimo y embarazoso de discutir. Por eso se había visto obligada a requerir los servicios de un sujeto de esa clase. No me costaría manejarlo, pensé. Me llevé las manos a la cabeza, en un además muy de mi hermana: —¡Ay, Dios mío! ¡Usted me va a tomar por una inconsciente! ¿Querrá creer que no recuerdo con exactitud...?

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Vi un extraño destello en sus ojos acuosos, y por un instante temí haber dado un paso en falso. Sin embargo, él dijo únicamente: —Es común que mis..., ¡jum!..., pacientes, se olviden de ese tipo de detalles, mi querida señora. Yo mismo los olvidaría, de serme posible. Pero ¡qué más remedio! En este mundo metalizado, hay que adecuarse a las circunstancias, y yo..., ¡ejem!..., no puedo ser tan desprendido como quisiera. Me debe, ¡ejem!, doscientos mil dólares por mi tratamiento. Una mirada a sus pupilas turbias me convenció de que debía aceptar cualquier exigencia de él. Abuso o no, no podía arriesgarlo todo por seiscientos mil. Al fin y al cabo, esa suma no me iba a arruinar. Me dirigí a la pequeña caja fuerte disimulada en la pared, y extraje la cantidad solicitada. La recibió con una sonrisa, la contó rápidamente y la hizo desaparecer entre sus ropas. Luego abrió el maletín. —Súbase la manga, por favor —indicó. Lo vi llenar una hipodérmica con líquido amarillento. —Las... las agujas me dan miedo —musité. —No sentirá nada —aseguró él—. No se preocupe. Tenía que someterme, o echaría todo a rodar. ¡De ahí el gesto bilioso de Lucía!, pensé. Pero ahora —sonreí para mis adentros al alargarle el brazo al señor Treum— la paciente experimentaría una súbita mejoría, y se terminaría la costosa terapéutica. Me estremecí al sentir el frío del algodón alcoholizado. Un par de segundos después él reponía la hipodérmica en el maletín, lo cerraba con un click seco, y sonreía. —Hará efecto dentro de dos horas —dijo el señor E. Treum—. Eso me va a dar tiempo para salir del país... Es que la estrechez mental del vulgo se muestra..., ¡jum!..., reacia a comprender ciertos principios fundamentales y persigue a los hombres de ciencia como yo, que han consagrado su vida a los desdichados que padecen males incurables, librándoles de su tortura mediante la respetable práctica de la... ¡ejem!... eutanasia…Ahora estoy... esperando. MI FIN

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

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E

s una de esas mañanas en las que la niebla se alza, sin apuro, del pasto de los jardines, después de dos días de lluvia continua. Mario se despierta con el ladrido de varios perros que intentan alejar a

otro, al extraño, de su territorio. Se levanta, se pone un pantalón y un buzo sobre la remera con la que durmió. Abre los postigos de la única ventana de su casilla. A unos metros hay una bomba que provee de agua a los moradores de “La manzana”. Sale y carga dos botellones. Al rato se escucha el borboteo en la pava, sobre el calentador a kerosene. No tiene garrafa de gas desde hace dos días. Se pasa sus grandes manos por el cabello encrespado mientras ceba unos mates. “La manzana” es cómo un grano en una cara maquillada; está en el interior de un barrio próspero de casas bajas, cerca de una avenida importante. Es un racimo de casillas improvisadas con materiales que sus habitantes consiguieron en demoliciones o en la calle. No tienen los servicios básicos ni títulos de propiedad. Es tierra perteneciente al Municipio, que familias necesitadas ocuparon hace varios años, al lado de otra parcela que ya estaba parquizada como Plaza de recreo. La mayoría de los que viven allí son cartoneros: recogen papel, plásticos, vidrios, ocasionalmente piezas de metal y venden todo en un corralón acopiador cercano. Mario es cartonero y también corta el pasto en las casas de la zona. Se sobresalta cuando escucha a uno de sus compañeros de recorridas. —Mario, la Tana está sacando bolsas a la vereda, vamos a ver que hay. —Ya voy Seba, ya voy, le contesta, sabiendo que no van a encontrar un tesoro. Desencadena su carro de madera y los dos se encaminan hacia una casa: de las bonitas con jardín y rejas que la protegen. Está a dos cuadras de distancia y ya se ven varios bultos desparramados. Mario los abre y descubre ropa de hombre, de verano y de invierno, zapatillas y zapatos. —Deben ser del viejo que murió la semana pasada, dice, ayudame a cargarlos. Están terminando su trabajo, cuando se abre la puerta de la casa y sale una mujer entrada en carnes y años. Lleva ropa ajustada que le marca los excesos. Su cabello es blanco, corto y ralo, los ojos negros hundidos en las cuencas y la boca con labios finos está pintada de rojo. Con voz grave, dice: —Hay más: revistas, una cama con colchón, sábanas, se lo pueden llevar todo. No quiero que quede nada de Antonio. A la tarde voy a sacar el resto.

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Hace una pausa y acercándose, prosigue: Necesito un favor, es sencillo pero yo no me animo. Tengo que deshacerme de una mascota, no va a poder sobrevivir sin la compañía de mi marido. Pago cien pesos. Mario siente su mirada que lo recorre de arriba abajo. —Si me resolvés el problema te llevas los cien pesos —repite la mujer, dirigiéndose a él. Pasan las horas. Mario y Sebastián regresan, tocan el timbre. Sale la mujer, detrás de ella, un hombre que carga la cama, el colchón y más bolsas. —Gracias, gracias, señora, usted sí piensa en los pobres —dice Sebastián y se alegra de antemano por la reventa que va a realizar. La mujer le hace señas a Mario, que entra a un recibidor, y le señala algo. —No lo quiero ver más, le dice. Él sonríe aliviado: —Señora, yo me lo llevo, no hay problema. Tampoco necesito los cien pesos, lo puedo vender por un poco más. —No, lo quiero muerto, bien muerto, que acompañe a su compañero de juergas. Durante los últimos cinco años tuve que escucharlo cada día, con cada amanecer. En toda discusión se interponía entre nosotros y me dejaban hablando sola. Además, que no le faltara manzana, lechuga y alpiste, que la jaula estuviera cubierta por el techo y sus tres lados durante la noche, la bandeja limpia de sus excrementos todos los días. No hay vuelta atrás, hacé tu trabajo. Mario ahueca la palma de su mano, la mujer adivina lo que quiere hacer. Indignada le grita: ¿No vas a retorcerle el cuello, no vas a aplastarlo con…? Él lo acomoda, suspira resignado, lo tapa con la otra mano, siente el aleteo de pelea por la vida y después nada. Necesita comprar la garrafa de gas.

YOLANDA SA Argentina

Facebook: Yolanda SA

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L

uego de bajar la cortina metálica, apretarla contra el piso con el pie, darle dos vueltas a la llave y hacer fuerza como para abrirla intentando levantarla, a fin de asegurarse de que estaba bien cerrada, giró sobre si

mismo y miró la noche. La miró a los ojos, de frente, sin secretos. La noche le respondió con una brisa fresca, con un resplandor tenue de focos, con ruidos de motores lejanos y con un aroma indefinido pero agradable. Observó el reloj, aún no eran las cuatro. Guardó las llaves en el bolsillo del vaquero y se dispuso a caminar, sin prisa, como masticando cada uno de sus pasos, dejando atrás el Bar cerrado. Emprendió tranquilamente las cuatro cuadras empinadas que lo llevarían hasta la avenida, pasó distraídamente frente a las librerías cerradas, pisó el agua jabonosa que salía de las puertas de los otros bares que estaban aún cerrando, miró los semáforos en los que titilaba la luz amarilla, entrecerró los ojos y respiró hondo. Una agradable sensación de tranquilidad lo invadió. Y sintió el cansancio, sintió el dolor en las plantas de los pies y la pesadez en las pantorrillas. Se miró las grandes manos pálidas y aún arrugadas de lavar los últimos vasos, con las uñas casi inexistentes de tan cortas, lo que les daba a los dedos una forma más redondeada en los extremos. Allá arriba por la avenida, más iluminada que las demás calles y menos cómplice que éstas, cada tanto se hacía sentir el transitar de un auto. Acá abajo, por las calles más sepias, se hacía sentir la vida. El día a día era cansino, la cotidianeidad respiraba y se hamacaba permitiendo un transitar consciente. Podía caminar mascullando obviedades. Repasaba los años, se detenía en los días y trataba de diferenciar unas de otras las horas de la jornada que recién terminaría cuando arribara a la avenida. Antes de terminar de recorrer la primer cuadra pensó en los diálogos que tuvo con los clientes, en los clientes habituales que vinieron y en los que no, en como la dinámica del Bar a medida que transcurría la noche se hacía más lenta. Pensó en la primera parte de la noche donde predominaban los empleados que salían de trabajar. Más entrada la noche llegaban los estudiantes de las facultades, más conversación, más ruido; y sobre el final caían los clientes de años, con los que tenía una historia en común. Y con los que conversaba sinceramente y cuyas opiniones ya conocía y, a pesar de ello, le gustaba volver a oír. Esta primera cuadra transitada era la que más disfrutaba. Era como el dulce final de un arduo día de trabajo; sentía la satisfacción de volver cansado luego de desempeñar la tarea que había elegido hacer por el resto de su vida. Era, sin lugar a dudas, la mejor cuadra. La segunda cuadra en donde se imponía una panadería de la que salía el

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inconfundible olor que despedían los hornos, era menos disfrutable; durante el recorrido de esta sacaba cuentas, cuentas cuyos resultados desde hace años le sonreían. Desde que decidió separarse de su socio, y sacar el préstamo para comprar la otra mitad del Bar, las finanzas habían cambiado. Se sabía muy bueno a la hora de planificar y administrar un negocio al que había estado vinculado desde niño. Y no le sorprendía que cada vez le fuera mejor en términos económicos. Durante esta segunda cuadra repasaba las cuentas del Bar, los gastos familiares, hacía un balance ligero entre la entrada de dinero y la salida de este. Y se sentía muy bien al corroborar lo que ya sabía. No tenía ningún tipo de problemas para afrontar los gastos de la casa, las clases de su mujer, el colegio de su hijo, el seguro de salud familiar, y le quedaba para ahorrar mensualmente lo suficiente como para aumentar lentamente su capital. A pesar del buen resultado matemático de esta segunda cuadra en los últimos diez años, no la disfrutaba tanto como la primera. Había algo que se dejaba adivinar apenas, como una especie de sombra agazapada detrás de las cuentas amigables, algo que casi no se percibía, pero que, sin lugar a dudas, estaba allí y que le recordaba que no todo eran números. Al llegar a la tercera cuadra, la de la farmacia, se acordaba de otros tiempos, de los primeros años al frente del Bar en sociedad con su compañero de secundaria, los peores en términos económicos, deudas que aumentaban y que se pagaban con otras deudas adquiridas. Sin embargo la nostalgia que le generaba recordar esos primeros tiempos del Bar, le reafirmaba lo bien que la pasaban. Durante aquellos años, mientras trabajaba atrás de la barra, tenía la esperanza de que todo iba a ser mejor, esperanza que no volvió a sentir jamás. Sin lugar a dudas la tercera cuadra no le generaba una sensación muy placentera. Luego de recorrerla se quedaba con la sensación que genera el hecho de haber tenido algo realmente bueno y haberlo perdido. Ese sentimiento de pérdida lo contrariaba aún más, dado que era resultado de las decisiones que él había tomado, y que volvería a tomar si las cosas se dieran otra vez de la misma manera. En esta cuadra la sombra se dejaba ver un poco, se mostraba menos difusa y, poco a poco se hacía presente y se figuraba determinante. Ya no estaba agazapada, se volvía desafiante y, en ella, creía adivinar una sonrisa burlona... aplastante. Cuando cruzó la calle que lo separaba de la cuarta cuadra, ya la iluminación se hizo más clara. Ahí era cuando comenzaba a pensar en las rutinas de su familia, los reproches de su mujer por las pocas horas pasadas al día con su hijo, por no

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estar en los cumpleaños de sus suegros y cuñados, y por tener que organizar todos los eventos familiares al mediodía porque las noches eran del Bar. Se hacían presentes las interminables discusiones que se daban en noviembre y diciembre acerca de donde pasar las vacaciones de verano y por cuánto tiempo. Y el planteo de todos los años para cambiar el auto. Revivía los frustrantes diálogos de la tarde, antes de salir hacia el Bar, en los que indefectiblemente se volvían a plantear los diferentes criterios que tenían a la hora de transmitirle algunas cosas a su hijo. Coincidían con su mujer en la necesidad de que se críe como una persona libre y capaz de tomar sus propias decisiones, sin tener temor a actuar o elegir de forma distinta a la mayoría. Sin embargo esa libertad su mujer la planteaba en términos de no confrontación, ella siempre le recriminaba que a la hora de discutir alguna situación específica con su hijo lo hiciera de manera vehemente, demostrando un exceso de seguridad en el planteo. Como tratando de que cuando llegara el momento en que el niño tenga que defender una posición lo haga de la misma manera. Para él era importantísimo tratar de estimular la creación de un espíritu firme, de una personalidad que tenga prioridades claras, sean cual sean estas, y de generar la necesidad de defender sus posturas con determinación. Siempre su mujer le terminaba reprochando que usara con su hijo su frase favorita: “Un hombre debe tener algunas pocas prioridades en su vida que no son negociables, las que debe defender a brazo partido en cualquier circunstancia y ante quien sea”. Indefectiblemente, en estos diálogos de la tarde él terminaba por echarle en cara a su mujer el hecho de que le transmitiera a su hijo el concepto de que la libertad implica tener la capacidad de reconocer que uno puede estar equivocado y, en cualquier momento, alguien puede convencerlo de que vea las cosas de manera distinta; y que esto se aplica a todo, no hay nada que sea absoluto, cualquier postura se puede cambiar. Así, para una mente abierta todo es discutible, todo se puede negociar. No estaba de acuerdo con que su mujer, y esto lo irritaba particularmente, le remarcara a su hijo que un espíritu firme no era otra cosa que una personalidad machista. En los últimos metros de la cuarta cuadra el cansancio era evidente, pero al cansancio físico de la primera cuadra que se sentía tan placentero, se le agregaba un cansancio anímico, y éste contaminaba todo su espíritu y se hacía predominante e invasor. La sombra se expandía de tal manera que lo abarcaba todo, era como una especie de niebla espesa y viscosa que le impedía moverse con facilidad y que solo él percibía. Y poco a poco apuraba más el paso, tratando de caminar más rápido.

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Sobre el final de esta cuadra, el ruido de los pocos autos que pasaban a esa hora era bastante fuerte, la luz de la calle brillaba y los pies le dolían demasiado. Restaba solo arribar a la Avenida y caminar veinte metros por esta para llegar a la entrada del edificio de su apartamento, donde el portero le abriría la puerta y le daría los buenos días. Él lo saludaría con una palmada en el hombro y subiría por uno de los dos ascensores al piso de tres dormitorios con grandes ventanales a la avenida y desde donde se podían ver todos los árboles del parque. Al terminar de transitar los últimos metros de la cuarta cuadra, ya se sentía hastiado, derrotado, aburrido. Pisó la Avenida, las luces lo acribillaron, las vidrieras se hicieron presentes, caminó los primeros metros por ésta, sintió rabia, un poco de desolación, mucha tristeza y, como todos los días, se contempló morir un poco más.

Zandro Zás Uruguay

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M

e despierta la luz anaranjada del amanecer. Los dos soles, el rojo por poniente y el dorado por oriente, se elevan lentamente, coinciden en el centro del cielo y unen sus rayos para saludarme. Me pongo en pie y sacudo mis crines. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? En mi mente no hay recuerdos anteriores, por eso supongo que una eternidad, pero mis músculos siguen fuertes y elásticos, como si mi existencia atravesase centurias y no conociera la muerte. Tengo sed y bajo despacio al río de miel. Antes galopaba de aquí para allá a través de los campos azules, teniendo cuidado de no aplastar las flores con mis pezuñas de plata. Algunas veces llegaba hasta las montañas blancas, donde los soles acarician la nieve con cuidado para no derretirla. Vivo en un sitio hermoso, donde hay alimento, no existen las luchas ni más estación que la primavera. Hace varias eras conocí a un ser llamado Mujer. Me dijo que en el lugar que ella había abandonado había lágrimas y muerte. Sabía llorar. Sí, era sorprendente: gotas de agua resbalaban por su rostro al recordar el sufrimiento de sus congéneres. Y también reía. El sonido que salía de su garganta era como la música que lanzan aquí las cascadas. Un repiqueteo de cascabeles. Luego desapareció y desde entonces languidezco. Soy único, irrepetible y bello, Mujer lo dijo, por eso el precio de mi belleza es la soledad. También dijo que yo era producto de su sueño, me dejó reposar la cabeza en su regazo y acarició con cariño mi único cuerno. Se marchó por la Puerta de Gaia que hay bajo el sol del poniente y me advirtió que no la siguiera porque, si lo hacía, tendría que morir para volver al paraíso. Así llamó a mi mundo: El paraíso. Hoy lo he decidido. Voy a ir tras Mujer. Quiero aprender a reír y llorar como ella. La Puerta de Gaia es una arcada grabada con seres fantásticos como yo: dragones, titanes, hidras, hadas, duendes y elfos. Seres míticos, que en otro tiempo existieron y que ahora solo son relieves coloreados. No se ve nada al otro lado y muy despacio atravieso el umbral. Lo último que veo al cruzarlo es que mi imagen se plasma en la piedra del arco, tallada por una mano invisible. El sol de la mañana me despierta. Ella se acurruca en mis brazos. Huele a canela, a vida, a algo cálido y tonificante. “He soñado que era un unicornio”, susurro en su oído. “Me alegro de que cruzaras la puerta”, me contesta.

LUZ OLIER ARENAS España

Blog: "El lugar de las cosas invisibles". www.luzolier.blogspot.com.es Facebook: https://www.facebook.com/luz.olier Twitter: https://twitter.com/LuzOlier

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N

o me gusta ordenar mis placares. Pero, un día llegué a ese punto en el que no podía encontrar lo que buscaba, sobre todo con el poco tiempo que suelo tener en las mañanas y hacía meses que buscaba una remera

perdida en ese agujero negro. Al placard, ya que estaba en la tarea, le siguieron la mesa de luz y la cajonera. Cuando abrí uno de los cajones, encontré desparramados aros, anillos, papeles, recortes y fotos viejas, y apareció una cajita de cartón que no recordaba tener. La abrí, ya no la recordaba. Mi memoria acaso estaba fallando. La caja contenía un collar. Me senté en la cama, estática, mirando cada uno de los detalles; sentía, una a una, esas perlas color beige, el broche dorado con forma de moño y, casi sin darme cuenta, soplé una pelusa adherida a los eslabones del cierre. Aparecieron los recuerdos, de golpe, a borbotones, como suelen aparecer esos recuerdos que escondimos, quién sabe por qué, en un compartimiento estanco de la memoria. Aquel día, hacía mucho calor, las bebidas frescas iban y venían. Éramos demasiados en aquella pequeña casa, nos amontonábamos, nos empujábamos, hablábamos todos juntos —nunca supe por qué esa mezcla de vascos con italianos, había dado como resultado que todos gritáramos para hablar, superponiéndonos unos con otros— Ella, me llamó con señas, casi escondida entre tanto murmullo confundido con ruido. Me pidió que la acompañara a su dormitorio, ese lugar sagrado que con los años se había ocupado de armar. Los santos se mezclaban con rosarios de diferentes formas y colores. Estampitas, una bendición papal, unas tazas de porcelana antigua y unos pequeños portarretratos completaban la fallida decoración de una vieja cómoda. Unas bolsas con lanas de distintos colores y agujas de tejer, sumaban trabajos inconclusos. Sobre la cama, pequeños pañuelos blancos con iniciales bordadas por esas manos fuertes y frágiles a la vez. Manos sufridas y sufrientes. Manos que acariciaban solo con mirarlas. Manos firmes que manejaban férreamente a toda esa tropa que se encontraba reunida en la vieja casa. Abrió un cajón y comenzó a empujar prendas, sacó un manojo de cartas amarillas atadas con un cordón de zapatillas, se detuvo a mirarlas y cuando se dio cuenta de que yo trataba de espiar para quién o de quién eran esas cartas, abrió otro cajón y las dejó en el fondo. Empujó el cajón y me pidió que la escuchara muy atentamente, mientras con un dedo se tapaba la boca para que me mantuviera en silencio. Aunque quería decir algo, no me salían las palabras. No era temor, era un

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profundo respeto. Parecía que hasta las elevadas voces de la casa se hubieran acallado o alejado. En aquel santuario se respiraba un aire diferente, como si algo o alguien lo hubieran poseído. Tomándose de la cintura, se agachó y abrió una puertita de la que comenzaron a salir bolsitas blancas, como las que se usaban en los supermercados, todas iguales y evidentemente todas con diferentes contenidos. Separó algunas, corrió otras y tomó una de ellas. Se enderezó y abrió la bolsita. Me miró y su mirada se dulcificó y con un tono de voz poco habitual en ella, como dando lugar a una ceremonia, me dijo: —Esto es para vos. La cajita de bombones tenía los bordes desgastados, y uno de sus costados estaba pegado con un pedazo de cinta oscurecida por los años. Estiré mi brazo para tomarla, pero ella la llevó otra vez contra sí y la abrió. Un rayo de luz iluminó el broche dorado. —Era de mi madre, lo usó cuando se casó. Era de su madre, mi abuela. Cuando mi padre llegó desde su país en un barco, ya sabía que se iba a casar con una criolla bruta, mi madre. De dónde lo sacó mi abuela, nunca supe. Antes, las cosas no eran como ahora, no se sabían y no se preguntaban. Si mi madre era bruta, imagínate lo que era mi abuela —se mantuvo unos instantes en silencio, como revolviendo en su propia mente— viste que yo fui hasta segundo grado, total… a ella no le interesaba que yo supiera nada, si ella no sabía ni leer ni escribir —lo dijo en voz baja, parecía avergonzada. Creo, tal vez, que solo se hablaba a sí misma. — Ahora, es tuyo. Yo, a estas alturas, había perdido toda capacidad de reacción. No sabía si contestarle, hacerle preguntas o mantener silencio. Vaya a saber por qué, opté por lo último. —Nada es tan fácil como parece —y tomó mi mano y lo apoyó allí. Me miró con ojos sonrientes, aunque no había sonrisa en su rostro. —¿Qué te parece? —dijo, y sin esperar respuesta, agregó: —lo usé cuando me casé con él. —¿Él? —pensé, ¿mi abuelo? ¿Quién podría ser? Hasta donde sabía se había casado una sola vez en su vida y había sido con mi abuelo. ¿Por qué se desprendía de algo tan preciado? ¿Qué iban a decir otras mujeres de la familia cuando supieran que yo lo tenía? ¿Me parecía a mí o reinaba en la casa un silencio absoluto? ¿Abriría la puerta y caerían todos encima de mí porque estarían unos y otros en una larga fila escuchando detrás? —Nada es tan fácil como parece —repitió. La observaba con una mezcla de embeleso y sorpresa. No me dio tiempo a pensar —¿Es que acaso no lo querés?

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Puedo asegurar que en ese momento, no era, ni aproximadamente, una dulce abuela de cuento. Un segundo me tomó entender su reacción, entendió mi sorpresa como un desprecio hacia su preciado objeto, o lo que era peor, hacia ella. —Quiero que lo uses el día que tu hijo se case. Yo ya no voy a estar, pero te vas a acordar de tu abuela. A la sazón, ella todavía era una mujer joven, fuerte y mi hijo, solo un gurrumín que aún no caminaba. No logro recordar qué pasó después, hay un enorme blanco en mi memoria. Todavía dudo si eso realmente pasó o no, si acaso esa conversación existió. Debería haberle dado un abrazo y un enorme beso. Aunque no lo sé, nunca fue particularmente cariñosa. Imágenes e imágenes, se entrecruzan y no logro discernir cuáles son reales y cuáles no. Con la entrega del collar, supongo, terminó esa ceremonia secreta. La mente, a veces, nos juega malas pasadas. Rememoro mi viaje de regreso, aferrada a la bolsita de plástico, porque sí recuerdo, que mi bolso no me parecía suficientemente seguro para tal regalo. Trato de seguir recordando, mientras lo siento entre mis dedos. Busco una explicación después de tantos años, y la duda sigue estando ahí; tengo preguntas, demasiadas, y quisiera tenerla delante para hacérselas; ya es tarde, se fue hace poco y a pesar de haber compartido muchos momentos más, nunca volvimos a hablar de esa ceremonia secreta que compartimos aquel día. ¿Por qué a mí? ¿Qué quiso decirme? ¿Por qué me persigue esa sensación de que había algo más? Las perlas emanan calor y el broche brilla demasiado. Parecen decirme: —Nada es tan fácil como parece.

LILIANA MACHICOTE Argentina

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- Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Jorge Luis Borges.

L

a primera vez que escuché del espejo fue en los años ochenta, en el café Sak´s de la rue Coulouvrenière, donde compartía con el escritor uruguayo Antonio Rodríguez Ferreira, además de una cerveza Zähringen, el hermoso

atardecer helvético reflejado en las turbias aguas del Ródano. Perdía el tiempo en el café mientras llegaba la hora de mi cita con una hermosa amiga francesa a la que había dejado de ver, cuando mi amigo me contó una historia que bien podría ser falsa, acerca de la verdad oculta detrás del cuento “El otro”, de Jorge Luis Borges. Consumiendo la tarde entre cervezas frías y cigarros negros, me narró cómo fue que al eximio narrador argentino se le ocurrió esa tan extraña como genial historia. En el año 1918, el joven Jorge Luis conoció a madame Richeaux en la tienda de antigüedades Moinat, de la rue de la Corraterie. Madame Richeaux, que tenía entre otras características; una profunda mirada gris capaz de atravesar la piel, así como un eterno puro atrapado entre los labios cuarteados por los años y por el recio clima suizo. Aquella tarde, la extraña dama leía un grueso libro detrás del mostrador, mientras que el señor Borges paseaba la vista entre las atiborradas estanterías y los muebles clásicos en exhibición. El joven Jorge Luis se distrajo viendo unos hermosos vitrales bizantinos y los muchos objetos de vidrio que abarrotaban los estantes del Moinat. En eso, como si el rumor pesado de la muerte lo envolviera por completo, se topó cara a cara con la señora Richeaux quien se había apartado del mostrador para seguir al curioso jovenzuelo. Al verlo nervioso, madame Richeaux trató de tranquilizarlo exhalándole el humo de su puro en el rostro, lo que logró calmarlo. Pasado aquel extraño episodio, el joven Borges le respondió al poco fluido germano de la anciana con una frase corta y contundente: “Boshaft wie goldene Rede beginnt diese Nacht”. Después de oírlo, madame Richeaux le pidió que la siguiera hasta una puerta ubicada detrás de un enorme jarrón chino. El joven Borges la siguió lleno de curiosidad, la tomó de su delgada y rugosa mano y juntos caminaron hasta toparse con la puerta frente a frente. La puerta no tenía perilla ni ojo de llave para

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abrirla, entonces madame Richeaux dijo una sola y definitiva palabra: Doppelgaenger, y la puerta se abrió al instante. Al abrirse, no se descubrió ninguna habitación, sino más bien una sábana gris que cubría algo tan alto como la propia puerta. Madame Richeaux hizo que el joven se acercara hasta ponerse frente a la sábana, luego lo miró y con un gesto mecánico le pidió que jalara la sábana para que pudiera ver lo que esta ocultaba. El joven Jorge Luis estiró la mano y atrapando entre los dedos la tela la jaló hasta dejar descubierto el aparato que se ocultaba detrás. Se puso frente a él y vio que paradójicamente no podía ver nada, a pesar de que se trataba de un gran espejo enmarcado en una madera dorada. —Está malogrado, dijo, sin dejar de mirar el objeto. La dama lo observó y luego le señaló un pequeño botón al lado derecho del marco. El inquieto Jorge Luis acercó su pequeña mano y presionó el círculo, y luego de unos segundos, se abrió ante sus ojos algo que lo marcó para siempre, y que, años más tarde, según explicaría el propio escritor en una de sus muchas conferencias, le había servido, y mucho, para escribir aquel intrigante cuento. El mozo llegó a nuestra mesa con una jarra de cerveza cuando Rodríguez Ferreira se dispuso a contarme lo que ocurrió en el Moinat aquella vez en la que el señor Borges tenía pensado comprar un escritorio para su estudio de la rue de Malagnou. Empezaba a disuadirse la tarde sobre la ciudad, la luz desaparecía de las hojas de los abetos de Ginebra para darle paso a la intensa noche que cubría lentamente a la ciudad. A la historia le faltaba aún el nudo, la oscura trama previa al desenlace. Aunque nos apresaba el frío otoño, no quise despegarme del lugar por temor a no volver a oír la historia; era la última noche de Antonio en Ginebra, ya que por la mañana partiría rumbo a Basilea, a una reunión de escritores en la cumbre del Matz. —Verás, querido amigo, la historia no requerirá más de unos minutos para darle fin, ya en ti queda el tiempo que le darás para lograr comprenderla. Rodríguez Ferreira apuró el chopp de cerveza que gracias al soplo de la noche se mantenía fría. Luego encendió el que sería su último cigarro negro de la noche, cruzó las piernas debajo de la mesa del Sak´s, cerró dos botones de su abrigo al sentir el frío rumor del viento, y dándose aires minúsculos de dandismo, me contó el final de la historia.

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El joven Borges presionó el botón del misterioso artefacto y ante sus ojos se abrió la verdad oculta tras las sábanas que lo cubrían. Lo primero que vio fue una vieja casa en Buenos Aires, con adoquines de adobe, tejas rojas y un impecable jardín exterior, donde pudo distinguir entre otras flores; gardenias, jazmines y pasionarias. La puerta de la casa estaba abierta y pudo ver el estado de abandono de aquel hogar bonaerense. Luego la imagen se desdibujó y apareció en el espejo un hombre mayor sentado en un escritorio y sumido en la escritura de algo que parecía importante. —Ese eres tú, o mejor dicho serás tú algún día, le dijo madame Richeaux al ver como el joven Borges miraba la imagen lejana del espejo. El tipo de la imagen debía tener unos setenta años o quizás más, vestía de negro riguroso y escribía a mano sin detenerse en ningún momento. La iluminación de aquella habitación era más bien pobre; apenas un rayo de luz colándose por la rendija de la cortina iluminaba el precario ambiente. Sobre el escritorio no había más que un gran cuaderno de apuntes, un tintero y un vaso de agua medio lleno. Las paredes colmadas por cientos de libros que rozaban el cielo raso del dormitorio, esbozaban lo que sería una biblioteca de casa, aunque un poco exagerada tanto en la cantidad de textos como en su distribución. El hombre escribía con fervor línea tras línea, sin detenerse siquiera a beber un sorbo del vaso de agua. El joven Borges observaba al tipo escribir con tanta pasión, que le pareció que estaba poseído por alguna clase de demonio literario. La escena no variaba en nada, pero lejos de parecerle aburrida, el joven Borges seguía expectante con la sola idea de que en algún momento, el hombre dejaría de escribir para dar media vuelta y mirarlo fijamente a los ojos. —Eso no pasará nunca, dijo madame Richeaux, leyendo la mirada del joven Borges repetida en el espejo. —Él no podrá verte nunca porque a esas alturas de su vida, habrá perdido casi por completo la capacidad de visualizar el mundo, concluyó. Pero inesperadamente el hombre dejó de escribir, se levantó de su silla, caminó hacia la ventana, y abrió de par en par las cortinas para dejar pasar los últimos rayos de la tarde. Luego se quitó el saco y dejándolo caer sobre la silla se dio media vuelta y caminó en dirección al espejo. El joven Jorge Luis no podía creer lo que sus ojos veían en ese momento; su propia figura se acercaba a paso lento hacía él mismo, y con cada paso dado, sentía que su corazón explotaba por dentro.

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Empezó a transpirar, sintió el continuo fluir de su sangre por sus venas, las miles de palpitaciones de todo su cuerpo. A medida que el hombre se iba acercando más hacia él, pudo ver su cuerpo achacoso pero aún de pie, también la lenta agonía de su mirada, la que vio totalmente velada una vez la tuvo cerca para apreciar sus gastadas córneas. Se quedó mirándose a sí mismo por unos segundos, no podía creer que esa imagen gastada era él mismo muchos años después. El hombre también lo miraba, o al menos hacía el esfuerzo suficiente como para considerarlo una mirada. —Él no te puede ver pero sabe que estás allí, lo recuerda muy bien, quizá sus ojos no pueden ver pero su mente es infinita y en la memoria tiene grabado este día, al igual que mi rostro y hasta el escritorio que van a comprar, el mismo en el que ahora acaba de terminar el último poema de Los Conjurados. Esa será su última noche en Buenos Aires. Mañana por la tarde partirá de viaje a Ginebra, donde ha de quedarse hasta el final de sus días, dijo madame Richeaux. El joven Jorge Luis salió corriendo del lugar, tan asustado que no se detuvo hasta llegar a la puerta de su casa. Cuatro años después de aquel día, la familia Borges regresaría a Buenos Aires, llevando entre otras cosas; una buena educación, un hermoso escritorio renacentista para el nuevo estudio de la calle Maipú, y la terrorífica experiencia vivida en el Moinat. Años más tarde, justo antes de embarcarse en el proyecto de El libro de arena, el ya reconocido escritor descubrió en el altillo de su casa bonaerense (cuando atacado por el recuerdo de su recién fallecido padre decidió hacer limpieza general para botar tantas cosas ya inservibles, amontonadas en la buhardilla), un enorme aparato cubierto por una sábana llena de polvo. Volvieron a él esas palpitaciones de años atrás, el excesivo sudor, la aceleración de la sangre, el temor de que nada había sido como siempre pensó; un horrible sueño en vigilia. Semanas pasaron antes de que decidiera bajar el aparato de la buhardilla, y otras más para que resolviera ponerlo en su dormitorio de escritura. Del espejo no pudo deshacerse, por lo que tuvo que aprender a convivir con él. Eran raras las ocasiones en las que lo veía, pero sabía que en algún momento de su vida iba a verse reflejado en él y ese momento llegaría casi en simultáneo con su partida del mundo. Y así fue como ocurrió. Esa es toda la historia, querido amigo, ahora es momento de partir, dijo Antonio, antes de beber un sorbo más de cerveza e irse. Yo me quedé atónito en la mesa del café, pensando en la historia que acababa de oír, hasta que el tañido de las

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campanas de la catedral me regresó a la realidad. Rodríguez Ferreira dio fin a la historia, se puso de pie y con un apretón de manos se despidió de mí para partir rumbo a su habitación en el hotel du Rhonê, donde lo esperaba una cama caliente y el último libro de Josef Skvorecky sobre la mesa de noche, escritor con el que además se encontraría en la cumbre del Matz en unas pocas horas. Esa noche, sus palabras dejaron en mí una incógnita en mi cabeza, además de medio chopp de cerveza y la cuenta por saldar de aquella inolvidable velada en el Sak´s. Dejé unos billetes sobre la mesa redonda del café, tomé mi abrigo y salí del lugar, todavía intrigado, por la historia que acababa de oír. Me dispuse a bordear el Ródano por la rue de la Coulouvrenière y caminar hasta la rue de la Poste donde iba a encontrar el Restaurant Tony´s cerrado por orden municipal. Pero seguiré caminando, sin prisa, tratando de encontrar algún lugar donde comer salchichas con papas fritas, y reanudaré mis pasos hacia el Boulevard GeorgesFavon, donde me espera un banco de madera oscura, en donde sentiré el susurro gélido de la medianoche suiza antes de caer sentado en él, envuelto por el silencio ginebrés, aturdido y solo, a la espera —absurda ya— de alguien que estoy seguro, ya no vendrá a la pactada cita.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

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-¡E

stas tierras son mías! —repetía una y otra vez con el puño levantado en señal de amenaza. Su cuerpo se agitaba con la pesadilla que estaba teniendo. Por su frente corrían unas gotas de sudor que el aire que entraba por la

ventana se encargaba de enfriar. En la lejanía un búho lo observaba inquieto desde lo alto de una rama. Salió volando asustado cuando oyó los gritos del viejo. —¡No! ¡Suéltame desgraciado! ¿Quién te crees que eres? Diego escuchó los gritos de aquel hombre desde su habitación al fondo por lo que fue corriendo a ver qué le pasaba. Este seguía sumergido en la pesadilla, moviéndose cada vez más. El joven lo despertó, pero el anciano seguía nervioso por el sueño y acabó levantándose rápidamente de la cama para salir de la habitación. Diego cayó al suelo por el empujón que le dio. Corrió escaleras abajo, al salón, sabiendo a dónde había ido y lo que se avecinaba. Todas las noches eran iguales. —Ya están por llegar, apúrate Diego —dijo medio desnudo sujetando una escopeta. —¿Quiénes papá? Son las tres de la mañana y estamos en medio de la nada. Nadie se va a acercar. Por favor, suelta el arma y vámonos a dormir. —Dormir, dormir. ¿Solo piensas en eso? —dijo irritado— Te digo que van a venir. Quieren quitarme mis tierras. —Papá, mira el reloj —señaló la estantería. — ¿Qué hora es? —No lo sé. —Mira por la ventana. Está oscuro. —Estoy cansado hijo. El anciano soltó el arma encima de la mesa del salón y volvió a la cama. Diego se quedó con él hasta asegurarse de que dormía profundamente. Le dejó una luz encendida para que velara por sus sueños. Sabía que su padre temía a la oscuridad, era una de las cosas que le provocaban su enfermedad. Al final él también acabó cayendo entre las garras del sueño en la mecedora desde la que lo vigilaba. Asomó el sol desde el horizonte anunciando lentamente que el día empezaba de nuevo. Un gallo vislumbró los primeros rayos del sol desde el gallinero y salió estirando sus patas y alas. Cantó a pleno pulmón como si temiera quedarse sin voz mañana y despertó de un sobresalto a los habitantes de la casa. —¿Quién eres jovenzuelo? —dijo el anciano asustado ocultando medio rostro con las sábanas.

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—Soy Diego, tu hijo. Aquel hombre no creía las palabras del joven, pensaba que le estaba mintiendo. Se sentía incómodo ante un extraño que no le quitaba el ojo de encima. Diego bajó al salón y cogió un libro viejo para enseñárselo. Al abrirlo, múltiples fotos aparecieron por doquier: fotos en blanco y negro, desgastadas, rotas por algunos lados, en color, borrosas… Una a una las fue viendo con interés. Recordaba pequeñas historias vividas y alguna que otra anécdota graciosa que le contó de buen agrado a su hijo, a quien consiguió reconocer gracias a las últimas fotos. Así pasaron la mañana, pero Diego se tuvo que ir y no volvería hasta la noche. No le gustaba dejar solo a su padre, pero no tenía más remedio. En el transcurso de la tarde, el anciano dio vueltas por toda la casa, de un lado a otro y cuando terminaba empezaba otra vez. De vez en cuando salía a ver a los animales, pero pensaba que lo miraban mal y le daba miedo que le fueran a atacar. En uno de esos paseos, encontró un cuaderno, especie de diario, y se sentó en un sillón para leer. Me llamo Enrique Delgado, tengo setenta y nueve años y tengo principio de Alzheimer. Los médicos no hablaron claro, pero yo lo entendí todo perfectamente. Creo que Diego tomó la noticia peor que yo, después de todo él será quien sufra mi deterioro. Toda la vida trabajando para mi familia y ahora, que por fin puedo disfrutar de la compañía de mi hijo, me lo quita esta maldita enfermedad. Lloro a escondidas cuando mi mente vuelve a ser lúcida y me doy cuenta de lo que me rodea. Nunca quise acabar de este modo. Oigo el cantar de los pájaros que se posan en los árboles de mi granja, los animales charlando entre ellos y corriendo de un lado a otro. El viento los acaricia, aliviándolos de este sofocante calor de agosto. El cielo está nublado, ojalá pudiera ver llover y sentir el agua correr por los poros de mi piel, aspirar el olor a tierra mojada…antes de dejar de ser yo. No sé si cuando me vaya podré disfrutar de estas pequeñas cosas. Son tantos los recuerdos vividos, que ya siento cómo se me rompe el corazón al saber que los perderé. Recuerdo el día que me casé. Mi bella esposa, ¡cuánto te echo de menos! Fuiste tú la que me contagió el amor por los animales y la naturaleza. Llegué a odiarlos cuando te fuiste, pero comprendí que aunque no te veía, estabas presente en cada rincón. A veces me parecía oírte gritar mi nombre y no podía hacer otra cosa más que sonreír. Hoy solo me sale darte las gracias por estar al lado de este cabezota empedernido que no ha hecho otra cosa más que sofocarte, por haberme dado un hijo maravilloso y por enseñarme a ver que la vida es mucho más de lo vemos a simple vista. Amada mía, estés donde estés te ruego que me cuides cuando mi razón calle para siempre,

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pero sobre todo cuida a nuestro pequeño Diego. Sé su calma, sé mi luz. Las lágrimas brotaron de los ojos del anciano. Sabía que él era Enrique Delgado y le dolió descubrir de esa forma lo que su mente ya empezaba a olvidar. Respiró profundamente una y otra vez para tranquilizarse antes de seguir leyendo. Hijo, si algún día llegas a leer esto, quiero que sepas que siento en lo más profundo que tengas que vivir esto. Te haces el fuerte, pero en el fondo eres un debilucho. En algo tendrías que parecerte a mí, ¿no? ¿Recuerdas cuando cumpliste diez años? Llegué por la noche a casa y pensaste que me había olvidado de tu cumpleaños. Entonces te llamé para que te sentaras un ratito conmigo en el banco del jardín. Saqué de mi bolsillo un pequeño paquete que ocultaba una peonza. Cuando lo abriste me abrazaste. Sé que no estuve el suficiente tiempo para verte crecer, pero a pesar de ello te conozco mejor que nadie. Ese día fue la primera vez que me dijiste que me querías. No sabes lo feliz que me hiciste, desde ese momento todas las noches sueño con ello. Quiero decirte otra cosa muy importante y ten por seguro que el que habla es mi corazón. Siento las veces que te he hecho llorar, las veces que te he hecho enfadar y siento las veces que ahora te haré sufrir. Pero quiero que tengas una cosa en mente siempre: te quise, te quiero y te querré, aunque mañana no sepa quién eres mi corazón siempre te recordará. Estoy orgulloso de ti hijo. Te has convertido en lo que siempre esperé. Me quito el sombrero ante ti. Las lágrimas volvieron a salir con más ímpetu esta vez, y entre sollozos y quejidos se quedó dormido. Diego llegó al poco nervioso ante la incertidumbre de lo que se encontraría. Suspiró de alivio cuando vio a su padre durmiendo en el sillón. Se acercó a darle un beso en la frente y le cogió el libro que tenía entre las manos. Al reconocer la letra de su padre empezó a leerlo. Sus puños se apretaron con cada palabra que leía, se le formó un nudo en la garganta que no pudo contener y los sentimientos se le clavaron en el alma. —Te quiero hijo —dijo con los ojos medio cerrados. —Yo también te quiero papá —dijo entre sonrisas y lágrimas. Volvió a darle otro beso a su padre y este sonrió. El anciano se quedó durmiendo de nuevo y a su sueño se le presentaron todos los recuerdos vividos, en especial el del décimo cumpleaños de su hijo, antes de que se marchasen para siempre.

FÁTIMA ALBA España

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Q

ué linda que está la noche pa' dar una güelta, piensa el joven Rosendo, y sale nomás a pasear por las afueras de la estancia, lejos del alboroto de la fiesta, con tanta buena suerte que empieza a toparse con alguna que otra mocita por el camino. Así que el muchacho, que no por

joven deja de ser un viejo picaflor, encara a una con su mejor sonrisa, y mientras se inclina casi doblándose hasta el suelo, dice: —¿Verdá' que no se ofende si la invito una copa, churita? Pero la niña, lejos de halagarse por el convite, huye espantada. Pucha, se me habrá quedao comida en los dientes, imagina el rechazao, y se los repasa, un poco con la lengua, un poco con los dedos. No mucho después, aparecen de frente otras dos jovencitas que cuchichean risueñas. —¿Qué hacen por estos lares dos estrellitas como ustedes, además de opacar la luna? —suelta esta vez el galancito, haciendo uso de su mirada más picarona. Pero, como toda respuesta, las mozuelas se alejan despavoridas. Será que se me cae el jopo cuando me agacho, se dice ahora nuestro donjuán, y enseguida se escupe la mano y se acomoda ligerito los pelos. Apenitas al rato se cruza con otra señorita, ante la que, ensayando otro de sus exagerados ademanes de cortejo, declara: —Pueda ser, guainita mía, que me acepte usté' de compañero en la bailanta. De más está decir, a esta altura, que a la dama en cuestión no le alcanzan las piernas para salir corriendo. Mecachendié', susurra el muchacho (y esta vez se palmea la frente con fuerza), seguro que se me desacomodó el pañuelo. Y, acto seguido, se lo desata y lo vuelve a atar cuidadosamente alrededor del cuello. Pero el problema de Rosendo no es ni la comida en los dientes, ni el jopo que se le cae, ni el pañuelo que se le desacomoda. El problema de Rosendo es que no se da cuenta de algo esencial: está muerto, pero muerto bien muerto. Y lo que más lo delata no es la pilcha dominguera toda rotosa, ni la falta de cuatro de las muelas del maxilar superior, ni el hedor que desprende su cuerpo putrefacto, ni el tono azulado de su piel helada. Lo que más lo delata es su cabeza, que se queda adherida al sombrero cada vez que se lo quita para hacer una de sus estrambóticas reverencias.

HÉCTOR GARCÍA Argentina

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or primera vez llega a consulta en hora. Me sorprende y me encuentra detallando en la agenda actividades para la semana que viene. Me saluda en forma demasiado afectuosa, un beso en el cachete y una simulación de

abrazo. Sus ojos brillan, trae consigo el encanto que le gustaría tener; el mismo que, como dos ciegos, venimos buscando desde hace medio año con escasos resultados. Algo ha cambiado. No evito mostrarle también mi sorpresa. —Bueno. ¿Cómo andas? —digo en ese tono específico que busca transmitirle que me alegra verla mejor. Sonríe, casi como con culpa. Toma esa pausa de siempre, que hace antes de comenzar a hablar, como para engañar a mis tímpanos. —Sí. Lo que pasa es que… Te acordás que te dije que mi madre había conseguido la tarjeta de una mujer que… Je, je… Ta, esa que no sé cómo hace que te pasa la mano por la frente y te dice lo que te pasa. Ta, fui…La vi… Contrarresto el movimiento natural de abandonar la sonrisa. A pesar de todo sigue siendo una puñalada en el hígado, una patada en los testículos. Pero ya he aprendido a torcer los labios hacia arriba con algunos pacientes, a petrificar el gesto. —Me acuerdo, perfecto. La vez pasada me lo contaste. Que tu madre te había conseguido… una mujer, así, que hace eso… —Sí. Al final no fue mi madre —sonríe—. Después te cuento eso. Pero ta, fui. Y eso que a mí las cosas raras tampoco me gustan. Momento de abandonar la sonrisa. —No. A mí no es que no me gusten… Es que me parecen… raras. Ya hemos hablado muchas veces de esto. Para mí, la salud y la enfermedad tienen más que ver con la mente que con el mundo exterior. ¿Viste el video que te mandé de Watzlawick? Se ríe. —No —respondo por ella que niega con la cabeza—. ¿Y el del japonés de las gotas de agua? Tampoco. Muy largos, un embole. Después cuando tengas diez minutos, y si podés, miralos. Así podemos charlar de eso. —No, ta, no los miré. Pero escúchame. Te dije que me salía tres mil pesos. —Sí, un mes de terapia —se me escapa. —El edificio re lindo, al lado del faro. Valió la pena la plata, la vista desde el edificio. Un lujo.

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—Mm… —Me dijo que me recostara boca arriba en una camilla. Yo me sentía re incomoda. —Y sí. —Pero después puso una música como oriental y me fui relajando. Prendió un incienso re rico y me dijo que respirara por la boca y soltara el aire por la nariz. —Sí… —Y me puso la mano en la frente, una mano caliente, muy caliente. Sentí algo raro, como si pasara una electricidad entre la mano y mi cabeza. —¿Electricidad? —Sí. No electricidad como electricidad. O sea… —se ríe—. No quedé electrocutada. Fue como te digo, fue raro. —Ah, menos mal. —Dejó la mano como un minuto, no sé —piensa—. Un minuto, minuto y medio. Después me dijo que cerrara los ojos. Yo esperé como cinco minutos y sentía que no se movía, a pesar de que la música estaba bien baja. Después hizo sonar una campana y me dijo: abre los ojos. —¿Abre? —Sí, abre. Hablaba medio raro. Es dinamarquesa o algo por el estilo. —¿Y entonces? —Entonces nada. Digo, no sentí nada raro. Me pidió que me levantara y me hizo pasar a una salita lateral, sin ventanas. Me dijo que me sentara frente al escritorio, se sacó la bata y se sentó del otro lado. Después se puso a escribir en una libretita. No sé, estuvo así como cinco minutos. Cuando terminó levantó la vista y se me quedó mirando a los ojos. Me sorprendió y no pude bajar la mirada. Me empezó latir bien fuerte el corazón. Nos quedamos mirando. Eso sí fue raro —y se ríe. —¿Qué te dijo? —intento acelerar la conversación. —Me miró y me dijo…, yo no lo podía creer, me dijo: vos los ataques de pánico los tenés por temor. Vos le tenés miedo a decir la verdad. Hay algo que tuviste que haber dicho, que te quedó atragantado, que no podés tragar. Por eso te duele el estómago y te dan vómitos. Además, sería bueno que le digas a tu padre lo que sentís. O sea: que cuando se divorció y se fue, para vos fue como si te abandonara. Tenés miedo a decírselo a tu padre, pero también tenés algo turbio que decirle a alguien más; algo que podría arruinar una gran amistad.

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Me mira como el perro que acaba de hacer una voltereta. —¿Y ta? —Sí. ¿Pero te das cuenta que me dijo todo? —¿Todo qué? —corrijo mi gesto. Esa chiquilina hace tiempo pone a prueba mi paciencia y debo hacer un gran esfuerzo para no manifestar todo el desagrado que se me desborda. —Me dijo toda la verdad. Medito la siguiente respuesta. —Te habló de dos temas con los que hemos venido trabajando en terapia… La relación con tu padre y la infidelidad con el novio de tu amiga… —Sí… ¿Pero te das cuenta de que me dijo todo con solo ponerme la mano en la frente unos minutos? Esa tipa es una genia. Me mira sonriente. —Bueno. Yo en realidad me alegro de que hayas encontrado respuestas a tus interrogantes. Es positivo que alguien haya logrado hacerle un nudo a algunas cosas que andaban sueltas. Si a vos te gusta, y te sirve, a mí me parece que está bien que vayas. Yo por lo general no estoy muy de acuerdo con estas cosas, pero debo reconocer que la mente humana no tiene límites y que cada cual encuentra las respuestas en lugares diferentes. La verdad… me alegro. Ella lo piensa. A veces se cree una ajedrecista hábil; no lo es. —Esto lo podemos usar en la terapia. Sonrío. —Sí, claro —respondo. —Es bueno que alguien vea las cosas tan claras. —Por supuesto. ¿Cuántos minutos duró la consulta? ¿Media hora? —No, ni eso. Veinticinco minutos… A la media hora ya estaba en la calle. ¿Podés creer? —Increíble. ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Vas a seguir con las dos terapias? —Sí… La mujer me dijo que tiene a tope la agenda, y que no me puede atender todas las semanas. Recién conseguí una consulta cada cinco semanas. —Bueno. Podríamos trabajar de esa manera… —Eso pensé yo. —Cada cinco semanas ella va a sacar las conclusiones de lo que trabajamos acá todo ese tiempo… ¿Algo así?

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—Sí. —Bárbaro. Espero que podamos algunas veces sacar conclusiones diferentes, así te vale la pena —y muestro una de esas sonrisas que no se contagian. —Ah, me olvidaba. ¿Sabés que no fue mi madre la que me la recomendó? —¿No? —pongo cara de sorpresa. —No. Yo pensé que había sido ella porque ta, santiguó la casa y todo eso; y es re mística. —Perfectamente pudo ser ella. —Yo pensé que sí. Es muy de su estilo dejarme una tarjetita en la cartera. Pero le pregunté y dijo que no, que no tiene nada que ver. Ahora que le conté lo bien que me fue, está juntando plata para ir ella. Me río. —Ella me dijo que iba a empezar también terapia con la colega que le recomendé… —pregunto aún risueño. —No, terapia no. No le da para las cuatro cosas. —Bueno, te repito: me parece bien. —¿Sabías que ella hoy me venía a buscar? —No, no sabía. —Me parece que ya voy a ir bajando. —Pero te quedan veinte minutos. —No importa, porque así no la hago esperar. Hago una pausa. —Está bárbaro. Si te parece nos vemos el jueves que viene. Me saluda con un abrazo, abre la puerta y se va. Cierro la puerta y me vuelvo a sentar. Espero un minuto y tomo el teléfono. Marco un número y llamo. Suena tres veces, y atienden. —¿Cómo estás? Soy yo. Me responden. —Sí… En el consultorio, amor… Se acaba de ir… Sí, te dije que era una tarada. Sos una hija de puta, le cobraste tres mil pesos… Y media hora… Amenaza hablarme largo y tendido. Intenta contarme con detalles todo lo ocurrido. Empieza en el momento en el que le puso la tarjeta en la cartera en la cola de McDonald. La voy entrecortando, busco meter una frase en los pequeños

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silencios entre las palabras. Aminora el ritmo hasta que se da por vencida y escucha. —¿Le pediste la llave del apartamento al cuñado de tu hermana? Se la sacaste ayer de noche mientras cenábamos, la última vez que se levantó para ir al baño. Que hija…Supongo que todavía no se dio cuenta. Devolvésela…No, llevásela antes de que se dé cuenta. No te preocupes…Yo busco a los nenes…Sí, mi amor… No, nena… Llamamos a la confitería…Nos vemos en un rato… Besos… Yo también… Chau… Nos vemos. Cuelgo. Pago el alquiler del consultorio a la muchacha que en forma disimulada mira una serie en la computadora. Y yo también me voy.

ÁLVARO MORALES Uruguay

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R

epaso la lista, una pasada por la góndola de los lácteos y termino la compra de la semana. Abro la agenda del Ipad. Repaso los pendientes: 

Pago fácil.

Recuerdo que me olvidé la boleta del gas. La puta madre. Debería pasar por casa. 

Comprar los materiales de arte de Flor.

Retirar el traje de la tintorería de Francisco.

Cambiar los botines de Juanjo (un número menos).

Buscar otro presupuesto para el arreglo del lavarropas.

Comprar las entradas para el cine de las amigas de Flor.

¿Cuántas eran? 

Buscar el certificado buco dental de Juanjo.

Sacar turno para el cardiólogo de Francisco.

Renovar el plazo fijo.

Miro el reloj y pienso que falta una hora para llevar las viandas al colegio de los chicos. Si no paso antes por casa con este calor se me corta la cadena de frío de los lácteos. Pienso si haré tiempo a pasar por la depiladora. Bueno… podría postergarlo Fernando se va de viaje unos días… Me llega un wap de Flor: “Ma, no t olvides que hoy a la sda del cole me tenés que llevar a ver los zapatos para el cumple de 15 de Naty… ehhhh!” Le mando un emoticón: manito con pulgar para arriba. Lo había olvidado. Le mando una nota de audio a María: Hola, no te olvides de planchar las camisas que Fernando se va de viaje. Viaje, aeropuerto, me olvidé de anotar pasar a lavar el auto. María me responde con un emoticón: manito pulgar para arriba. Agrega: “Señora le aviso que al gato le están sangrando las patitas, se cortó feo”. La puta madre. La veterinaria no hace domicilio, tengo que llevarlo antes de lavar el auto. Me acuerdo de la noticia de hoy a la mañana, mientras busco la caja con 66


menos cola. Solo dos cajas habilitadas. La puta madre. Vengo siguiendo el caso hace unas semanas. Siempre sospeché de la madre. Los periodistas y la policía trenzaron todo tipo de hipótesis ridículas. La mujer había declarado que esa noche cuando volvían de un cumpleaños, le cerraron el camino con otro auto. Uno de los hombres obligó al marido a pasar al asiento de atrás y el delincuente se puso al volante. Dijo que los chicos lloraban. Ella les pidió que por favor no les hicieran nada y entonces el hombre que manejaba le apuntó con un arma. El otro auto los seguía. El tipo les exigió que escondieran las cabezas entre las piernas y pusieran las manos debajo de la cola. La mujer dijo que el hombre en realidad había dicho orto, tapándose la boca. Se trabó la cola, la reputísima madre, la boluda que está adelante no tiene fondos suficientes en la cuenta y dice que ayer le depositaron el sueldo. La mujer dijo que después de unos quince minutos, la hicieron bajar solo a ella. Le vendaron los ojos. La hicieron acostarse boca abajo y, entre gritos, la amenazaron: “Si te levantás antes de 10 minutos no los volvés a ver nunca más” Todos habían desaparecido: los chicos y el marido. Los habían pasado a los tres al otro móvil, se llevaron las llaves del auto y la cartera de ella. A mí me gustaba esa mujer. Es rubia tiene unos ojos enormes y una nariz menuda. Se veía fuerte aunque fuese muy delgada. Había logrado durante semanas frente a los flashes y las luces de las cámaras ser el gesto de la angustia nacional. A la gente le gusta eso, la imagen del dolor de los fuertes y que ese dolor provenga de algo tan sagrado como el amor de madre. La boluda sigue trabando la cola. Hay gente de seguridad que se acercó a la caja. Me pongo en puntas de pie para ver si el tema se resuelve y salgo de una puta vez de este supermercado de mierda. Se pensó en un secuestro y la mujer se las ingenió para que sospecharan ya que hacía poco habían vendido un campo de varias hectáreas por Luján. Era una sospecha sólida, los secuestros hoy en día son moneda corriente. Los noticieros subieron la apuesta y aportaron informes sobre robos de chicos, adopciones fraudulentas, tráfico de órganos. Al fin la boluda pagó en efectivo dijo el jubilado que estaba delante de mí en

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la cola. Esta mañana prefectura encontró tres cuerpos por Ensenada. Un wap de María: “Señora se cortó la luz, me voy sin planchar las camisas del Señor Fernando.” La reputa madre que los parió a Edenor. El titular de esta mañana era: La madre confiesa. La mujer había matado a sus dos hijos, el varón de tres, la nena de cinco y a su marido de cuarenta y cinco años. Los cuerpos aparecieron hinchados y con los ojos todavía abiertos. El río se había divertido con ellos antes de devolverlos. Fernando, hoy a la mañana mientras desayunábamos y escuchábamos la radio me dijo: “Al menos confesó el horror”. Yo pensé que la mujer era una pelotuda, había perdido la oportunidad de construir un nuevo orden donde antes había otro. La gente llamaba a la emisora tratando de saciar el morbo y especulando acerca de cómo los había matado. Fernando añadió entre sorbos del café: “Alguien le tiene que preguntar otra cosa: no cómo, sino por qué mató a toda la familia. Aunque pensándolo mejor, no creo que haya ningún otro motivo que una locura indomable”. Me llega una notificación de Facebook: “Hace dos años: Ver tus recuerdos”. Pulso sobre el link. Una foto de las vacaciones en Brasil. ¿Hace dos años? ¡Todavía usaba bikini! Abro la agenda, anoto debajo de depilarme, volver al gimnasio. Yo siempre supe que era ella, la autora de la desaparición de la familia. Siempre lo vi en sus ojos y por haberla descubierto sentí que había un lazo extraño entre esa mujer y yo. Imaginé que esa mujer y yo pudimos haber compartido la misma fila del supermercado de mierda, antes que aparecieran los cuerpos. Pensé que dejaría a salvo su mentira, no querría detalles. Solo hubiese querido pedirle algo: su lista. Del libro "VOZ EN OFF" Ed. Peces de Ciudad.

CORINA VANDA MATERAZZI Argentina

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E

ra una tarde soleada. Haces de una tibia luz entraban a raudales por los ventanales de aquel bar de Munro. El gordo de impermeable entró tropezándose con la primera mesa y casi a los tumbos fue a sentarse a

un lugarcito del fondo. No estaba ebrio; pero parecía desubicado y muy inquieto. El escaso pelo grasiento le caía sobre los ojos descuidadamente y de su cara regordeta no cesaba de manar sudor. Pidió whisky y un vasito con soda. Al poco entró un sujeto bien vestido y ocupó una mesa cercana. Era alto, de unos cincuenta años; llevaba el cabello entrecano bien recortado y derrochaba prestancia. Corbata de seda, gemelos en las mangas, reloj y anillos de oro. Todo un dandy. Pidió un café americano. Luego de beber unos sorbos, se levantó con toda parsimonia y caminó hasta la mesa del gordo, que entrecerró los ojos, cegado por la luz externa sin poder verle la cara al tipo. Sí vio sus manos, finas y manicuradas apoyándose sobre su mesa. Y vio brillar los anillos de oro y oyó la voz grave que le decía: “Soy Benítez; y usted es el que me anda buscando para matarme…” El gordo contuvo la respiración y apretó los párpados, acobardado. Hundió las manos en los bolsillos del impermeable. La mano derecha se cerró sobre el frasquito del polvo blanco entre algunas monedas esquivas. La izquierda empuñó el revólver envuelto en un pañuelo sucio. No contestó y no abrió los ojos; la transpiración le corría como despavorida por la piel. Fue en la escuela primaria cuando comenzó a reaccionar de ese modo ante cualquier amenaza: un grandulón lo intimidó en el baño del colegio una vez, y el gordo se aplastó contra la pared de los mingitorios cerrando los párpados con fuerza. Contuvo la respiración y contó hasta cien, hasta que su oponente se hartó de tamaña cobardía. En el secundario, vivió igual percance esta vez fustigado por varios adolescentes que se burlaron de su obesidad. Lo que hizo en aquella ocasión fue caer de rodillas y cubrirse el rostro con las manos regordetas ahogando sus súplicas en un llanto apagado. Lloró hasta quedarse dormido sobre las baldosas frías del piso. Al despertarse, ya no quedaba más nadie; y él continuaría siendo un grasoso pusilánime; un espeso cobarde; un rollizo irresoluto. Por ello lo apodaron “manteca”... “mantequita”… Al abrir los ojos el tipo ya no estaba. Todo el salón del bar permanecía tan vacío como si nadie más que él hubiera entrado a lo largo del día. En la mesa cercana reposaba un pocillo que ya no humeaba; “como si nadie más que yo…” El

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gordo se restregó la cara empapada por el sudor y recuperó el aliento. Se alisó los cabellos desgreñados. Iba a beber pero ya se había terminado el whisky. Igual que la soda. Era bien entrada la noche cuando trataba de abrir la puerta de su casa, y estaba muy oscuro, pues no conseguía embocar la llave dentro de su cerradura. El malhumor hacía rebrotar su nerviosismo congénito, atemperado apenas por una prolongada caminata por el barrio, en la que se entretuvo cotejando ideas, abjurando sinsentidos y formulando mentalmente preguntas que no lograba responderse. Cómo pudo hallarlo Benítez, si ese encuentro no había sido acaso un alucinado juego de su mente aturdida… Cuando al fin pudo entrar en su casa, quedó de pie en la oscuridad del living haciéndose las mismas preguntas. Decidió repasar una vez más los hechos. Durante un año entero había estado planeando la muerte de su enemigo. Compró el arma que todavía dudaba utilizar. Consiguió el frasco de veneno mortal, y escondía las dos cosas en los bolsillos del impermeable, listas para ser usadas cuando se presentara la ocasión. Una y mil veces imaginó el encuentro. Una y mil veces asesinó a Benítez a tiros, por envenenamiento, asfixia, a cuchilladas; a sabiendas de que esta última acción, como otras igual de violentas, estaban descartadas de antemano. Carecía del valor para realizarlas. Todo lo había planificado en silencio, o en voz baja pero siempre a hurtadillas. A nadie había revelado sus oscuras intenciones, entonces: ¿Cómo se habría enterado, su enemigo acérrimo? El interrogante, así como el episodio del bar, lo tenían tan perplejo que decidió obviar el asunto antes de volverse loco intentando resolver esa incógnita. Se dejó caer sobre su sillón favorito, el de terciopelo verde, y descargó sobre la mesita ratona el arma envuelta en el pañuelo y el frasquito blanco; suspirando por despojar de sí esos artilugios de muerte que ofuscaban su mente solo verlos; invitándolo a saborear el regusto de fantasías homicidas de las que le era casi imposible sustraerse casi constantemente los últimos doce meses. “Pero eso va a terminar”, oyó. Se precipitó sobre el interruptor de la lámpara de pie, a su lado, y la pronta luz eléctrica le reveló la segunda sorpresa infausta del día. Benítez lo observaba sentado desde el otro sillón tras la mesita ratona y le volvía a decir: “va a terminar…”.

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Pudo admirar su magnífica apostura de nuevo: peinado perfecto, traje de buen corte, gemelos brillando bajo la luz eléctrica. Y esa expresión de seguridad imperturbable…vio todo eso antes de contraer su cuerpo y cerrar los párpados en acostumbrada reacción; ¿qué es lo que iba a terminar? Empezaba a sentirse en ridículo frente al hombre que le decía algo simple y no difícil de comprender; unas cuantas palabras que respondían a aquella angustiante andanada de imágenes criminales que le venían atosigando la conciencia desde hacía un año ya. Benítez se dio a inspeccionar los objetos que descansaban sobre la mesita; algo de detective había en el. Con los dedos apartó las puntas retorcidas del pañuelo sucio dejando al descubierto la 38. “Éste artefacto es inútil” —dijo entre risas— “al menos en tus manos. Hace falta valor para empuñar un revólver…” La frase, despectiva por sí misma quedó flotando en el aire, hasta que los dedos de uñas manicuradas alzaron el frasquito de polvo blanco sopesando el contenido. “Ahí te creo” —dijo esta vez— “cianuro potásico. Un método limpio y rápido para eliminar a un indeseable”. “Ahora irás a la cocina —ordenó Benítez— y traerás un vaso muy limpio con agua fresca. Y una cucharilla ¿entendiste bien?” Con infinita torpeza el gordo se incorporó bajando la vista para evitar que su enemigo le observara el rostro, donde confluía descontroladamente toda suerte de gestos, desde el lloriqueo hasta sonrisas histéricas. El gordo estaba mortalmente confundido, y en casos así atinaba a hacer lo que ya estaba haciendo; obedecer. Con premura se dispuso a lavar un vaso pensando en la perspicacia admirable de Benítez que sabía, evaluaba y preveía todo: hasta su propio asesinato. Al percatarse que estaba por matar a alguien, el vaso se le resbaló de las manos mojadas y cayó al piso en un estruendo de vidrios rotos. De la sala llegó la voz: “Si serás mantequita, che. Secate bien esas manos y hacé las cosas como se debe”. Se secó las manos. Lavó y repasó perfectamente un nuevo vaso. Lo llenó de agua fresca. Tomó una cucharilla limpia del porta vajilla y se dirigió lentamente a la sala, preguntándose cómo su enemigo podía conocer el apodo preciso con el que lo habían fatigado en la lejana infancia. Luego de examinar a trasluz la limpidez del agua dentro del vaso, Benítez volvió a depositarlo en la mesa y destapó el frasco de veneno. Lo fue vertiendo en el líquido con toda delicadeza, hasta agotar el contenido. Revolvió, dejó la cucharilla a un lado y se recostó en el sillón, satisfecho. “Esto se termina acá, como te dije. El peor enemigo siempre resulta ser uno mismo;

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ojalá lo hubieses sabido…” El gordo creyó comprender la picardía, y se abalanzó sobre el vaso lleno, antes que el otro le ganase de mano. Con un dejo de revanchismo en el espíritu empezó a beber y tragar el amargo brebaje. Creyó que iba a ser doloroso; sin embargo una sensación de paz, de manso alivio lo fue invadiendo hasta el último sorbo, cuando, a través de la transparencia difusa del fondo del vaso alcanzaba a divisar cómo la figura de Benítez se desvanecía, se perdía hasta desaparecer por completo.

VÍCTOR LOWENSTEIN

Argentina

Facebook: Víctor Lowenstein

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D

espierto y sigo en el tren. El constante traqueteo sobre las vías mezclado con un zumbido maquinal y continuo aturde mis sentidos, me desorienta. Por las ventanillas el campo amarillo y seco pasa veloz.

Las primeras casas del pueblo aparecen con sus techos de chapa cascoteada y sus muros coloridos. Las ovejas salpican el paisaje con su gris parsimonia, estúpidas y sucias. En el vagón el calor se hace sentir y la falta de aire acentúa mi sensación de malestar. Ahora, además de aturdido me encuentro mareado. Cierro los ojos y siento el repiquetear en las sienes. Un redoble punzante se sostiene en intervalos de algunos segundos hasta culminar con una brutal descarga sobre mi nuca. El malestar llega en un espasmo afilado hasta el estómago. La sensación de fría transpiración me incomoda. Me paso las manos por la cara y la frente pero es inútil, no hay rastros de sudor. Continúo con los ojos cerrados, los aprieto. De golpe, me surge pensar que fue una suerte haberme despedido de los niños y de María. Hace casi diez años que nos separamos y no fueron demasiados los almuerzos que compartimos desde entonces. Sin quererlo me doy cuenta de que extraño la mano de María para la cocina. Pienso que la vida ha sido piadosa. Nunca me faltó trabajo y tanto Florencia como José andan bien encaminados. Sospecho que debe ser por el malestar y la falta de sueño, pero me conmueve hasta las lágrimas saber que mi Florcita se ha recibido incluso antes de cumplir los veinticinco años. Lo cierto es que ha sido un milagro que ambos hayan salido tan sanitos. El silbato del tren frente a un paso a nivel me saca de mis reflexiones. Ya estamos a minutos de la ciudad. El sol inmenso, cuyo calor se ha derramado a lo largo del viaje a través de las ventanas cerradas, me encandila intermitente poniéndose entre las edificaciones que escoltan la bahía. Respiro hondo tratando de apaciguar el mareo. No siempre son tan intensos pero desde el comienzo del verano los malestares se suceden cada vez con mayor frecuencia. Los calambres en el estómago no cesan y ahora maldigo al Gitano y a su carro de comida en la estación. Maldigo la innecesaria hamburguesa completa con sus mil y una salsas que me zampé al trote antes de subir al tren. Maldigo el tren, sus ventanillas cerradas y el calor de invernadero de este vagón que no termina de llegar a destino. Vuelvo a respirar profundo y un hedor nauseabundo me invade súbitamente. No puedo reprimir las arcadas y alcanzo apenas a ladearme sobre el

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posa brazo para vomitar en el pasillo. Nadie se acerca. Me limpio la boca y permanezco inclinado. Dos estudiantes uniformados, del otro lado del pasillo, se cambian de asiento y evitan mi mirada. Una joven de traje y maquillaje elegante lanza un grito algo forzado y se apresura a salir por la puerta que da al vagón contiguo. Me tranquiliza que el lugar esté casi vacío. Un niño aferrado al brazo de su madre me mira desde los últimos asientos del lado de las vías. Alcanzo a percibir el miedo en su rostro nervioso y pienso en decir algo para tranquilizarlo, pero aunque lo intento no puedo emitir palabras. Afuera las chimeneas de las fábricas se repiten como una serie de cíclicos fotogramas, todos con su nube de humo negro y estirado. El efecto me recuerda a los dibujos animados: el personaje camina y en el fondo se repiten las casas, los árboles, los postes de luz. Me doy cuenta de que el olor repugnante que todo lo invade viene directamente de los restos inmundos que arrojé en el pasillo. La náusea no cesa y los retorcijones tampoco. Siento mi propio aliento insoportable, fétido, penetrante. Me incorporo lento para acomodarme en el asiento cuando la mezcla asquerosa en el piso del pasillo llama mi atención, ya no es el aroma sino su color, un verde negruzco y amarronado lo que me impacta fuertemente. Entonces un calor atroz que nace en mi pecho convulsionado se expande hasta las extremidades y me quema por dentro. Una punción fortísima a la altura del ombligo me corta la respiración. El fuego se hace insoportable y me baja desde los hombros hasta los dedos de las manos, en flujos de un ardor indescriptible. No lo tolero. Desesperado abro los ojos y me remango la camisa para rascarme inútilmente. Una costra dura y seca cubre mi antebrazo. Respiro hondo. El ardor no cesa y se aloja ahora a la altura de mi bajo vientre notoriamente hinchado. Me desprendo la camisa. No doy crédito a lo que veo, sin dudas he perdido todas mis facultades: la misma costra que envuelve mis brazos, una cáscara gruesa de un marrón verdoso, cubierta por cientos de esporas y filamentos de una tonalidad más oscura, se expande desde la parte superior de mi vientre hasta la ingle. Me siento desvanecer... Lanzo un grito desesperado, o al menos creo haberlo hecho... Entorno los párpados y otra vez sobreviene la somnolencia. Me pesan la lengua y la mandíbula. Siento la tenue llama quemando el metal… respiro lento y profundo… De nuevo abro los ojos. El vagón está vacío y el tren se ha detenido.

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Desciendo a los tumbos en la estación y corro escaleras arriba como un enajenado. Las pocas personas con las que me cruzo en la noche se hacen a un lado a mi paso. El hedor a carne podrida me persigue. Ya no oigo nada. El zumbido maquinal y continuo que antes había atribuido al viaje en tren, sigue aún en mi cabeza. Las sienes me palpitan incesantes. El cuerpo me pesa toda una vida y las luces van y vienen en un espiral psicodélico e indefinido. No sé cómo pero llego al apartamento. Me meto en la ducha y me quedo bajo el agua fría un buen rato. El ardor cede en algo pero el dolor de cabeza aumenta. La costra de los brazos se despega y se diluye con el agua. Lo mismo la del vientre. Sobre la piel irritada queda una mancha verde transparente en el lugar en donde antes estaba la cáscara. Me paso la mano y siento como si me hubiese quemado con el sol. Dejo caer un poco más de agua sobre mi cuerpo y salgo. Tengo los labios resecos, afiebrados. Ya no percibo aroma alguno. Sin preocuparme por la toalla voy hasta el dormitorio. Pienso en Florcita y en José. Por un instante el ardor me trae el recuerdo lejano del roce de María, su cuerpo sobre el mío, en otros tiempos, en tantas habitaciones. Tengo la sensación de que han pasado mil años desde el almuerzo del día anterior. Me inclino sobre la cama para arreglar las almohadas pero los mareos sobrevienen vertiginosamente. Me desvanezco. Caigo sobre el colchón de forma abrupta. Siento que me hundo, que traspaso el acolchado, el polifón, los resortes... Cierro los ojos, me alejo... Me encomiendo a vos María... como antes, como tantas veces... Mientras voy cayendo me escucho a mí mismo hablando, dándome consejos. Me acerco un poco para escuchar mejor pero no logro comprender del todo lo que digo. Un eco grave ahoga y estira mis palabras. Pienso que debo descansar antes de retomar el trabajo. A veces tengo miedo de que las cosas empeoren; estoy solo pero al menos tengo algo de dinero, me da terror llegar a quedarme sin nada, si es que en realidad tengo algo. No quiero seguir, estoy cansado, ya tendré tiempo de marcar el boleto cuando despierte. Ahora cierro los ojos y aprovecho para pensar. He decidido mirarme yo, desde adentro. Meterme en mi interior y pensarme desde allí. Entonces trepo a mi cabeza, me cuelgo con esfuerzo de las orejas y salto hacía la boca. Empujo con los dedos hacía adentro, a mis muslos que cuelgan por sobre los labios inferiores. Entro apenas, forcejeando, entero en mi boca. Siento el calor húmedo de la saliva, la textura áspera y tibia de la lengua, la fuerza de las muelas sobre mi espalda. La

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presión molar aumenta y mi brazo derecho cede, se desprende del hombro en un crujido sordo. Siento el estallar de las costillas, los órganos explotando e inundándolo todo. Algunos rayos de luz penetrando entre mis dientes iluminan la escena, los rojos opacos, casi negros, no permiten distinguir nada. Se me desgarra la carne de las piernas. La sangre se mezcla con la saliva y le siento el sabor dulzón. También siento el amargo de los fluidos o de vaya uno a saber qué. Y así sigo. Me mastico sin prisa. Noto el astillar de mis huesos. Me mastico y me acomodo con la lengua. Noto la molestia de mis pelos en la lengua. Me mastico. Me desgarro. Me trituro. Soy una bola de carne y huesos y cartílagos, despedazados, amontonados, flotando en una baba tibia y espesa. Me mastico por última vez. Ya no duele. Entonces me trago. Mi cuerpo fragmentado me raspa la garganta; necesito agua. Ya tendré tiempo luego de reservar el hotel.

Diego Vidal Santurión Uruguay

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uidado con la próxima copa, puede ser el límite de la cordura. Te enterarás tarde; entre tanto, quizá recuerdes o no el camino vivido bajo su influjo. El alcohol puede ser considerado por algunos como un paraíso artificial,

pero también puede convertirse en un infierno del mismo calibre. Podrás vivir una diversión efímera o la peor de las pesadillas; te comportarás como un payaso o como un idiota. O, tal vez, actúes de una forma difícil de calificar y te enfrentes a un fenómeno más indefinible aún, como me sucedió el mes pasado. Todavía no comprendo si padecí o disfruté durante el efímero embrujo del vino; lo cierto es que todavía me estremezco ante una botella de licor, temiendo verme otra vez envuelto en un mundo desconocido. Admito que mi conducta fue reprochable desde el vamos, sin injerencia de otros mundos ni de accidentes ajenos a mi propia irresponsabilidad. Invitado por unos amigos, pasé un fin de semana en la ciudad de Olavarría, en el centro de la provincia de Buenos Aires. Tras una noche de fiesta sabatina, el domingo nos despedimos con un asado donde bebí más de la cuenta, asado que se prolongó hasta casi las seis de la tarde. Como estaba, salí a la ruta decidido a retornar a la capital. A pocos kilómetros se largó a llover. Pero a llover con decisión. De paso, estábamos en pleno invierno, anocheció. Tuve un arrebato de conciencia y busqué un sitio donde aparcar, aguardando la escampada. Apareció un cruce de caminos. De un lado una edificación que no distinguí muy bien, con altos paredones; enfrente, una estación de servicio con un techo alto y generoso. Escogí estacionar allí. Me hubiera gustado beber un café pero no había cafetería. En la oficina las luces estaban apagadas y no apareció empleado alguno para atenderme. Me coloqué la campera y bajé del coche, a fumar un cigarrillo. Soy así, los vicios vienen asociados en mi vida, no me privo de ninguno. Fumaba entonces, apoyado contra el lateral de mi vehículo; poco y nada veía. La zona era desolada, campo en todas las direcciones, con excepción de las dos construcciones mencionadas, la estación y lo que había del otro lado de la autovía. El frío era soportable. Casi nada de viento, el agua caía sobre las chapas del techo sin alcanzarme. Di un bostezo, me puse a estirar las piernas caminando unos pasos hacia adelante. Cuando daba la última pitada, la vi. Una muchacha de vestido blanco avanzaba por el campo. Intrigado, permanecí en el límite de la playa de cemento. Se trataba de una mujer joven, el vestido era largo y tenía sobre su cabeza una especie de velo, de la frente hacia atrás. El alcohol ingerido me impidió hallar la

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conclusión obvia que ofrecía la imagen que se me acercaba. Por el contrario, arreglé el cuello de mi campera y me acomodé el pelo, dispuesto a charlar con ese regalo del atardecer. Pronto pude apreciar los rasgos delicados y bellos de la visitante. Piel pálida, ojos claros, nariz recta, labios finos, una cara ovalada como frente de una cabeza pequeña. El cabello era rubio y llegaba a sus espaldas. Llevaba las manos por delante, sosteniendo un hato de flores marchitas, irreconocibles ya. Los zapatos estaban cubiertos por el vestido, cuyos bordes lucían embarrados. Tan embotado estaba mi entendimiento que no reparé en el más curioso de los detalles, la joven estaba seca. Me disponía a abordarla cuando ella se me adelantó. —¿José? Di un respingo, ¿cómo conocía mi nombre? Asentí, sorprendido. Ella adelantó una mano, pequeña, tan pálida como su rostro, y tomó la mía, la derecha creo. De lo que sí estoy seguro es del frío de esos dedos que contactaron los míos. Mi reacción fue de compasión, interpreté que la joven se había congelado de tanto caminar a la intemperie. Me dejé tomar la mano; ella la dejó y continuó recorriendo mis brazos, hasta llegar a mi cara. Reconozco que me sentí halagado por su pose; me observaba con los ojos bien abiertos, como una fanática que no puede creer que esté frente a su ídolo. Palpó mis pómulos, mi nariz; cerré los párpados y me dejé acariciar. —Creí que ya no vendrías, que para toda la eternidad sería Marilina y… Dejó la frase sin completar. Adelanté la mano y rodeé su cintura. Se dejó atraer hacia mí. Cada segundo la encontraba más hermosa. Su cuerpo era casi esquelético, temí quebrar sus huesos de apretar demasiado. Su expresión cambió por un instante, como si no pudiera creer mis reacciones. Sonrió. Fue demasiado. Acerqué su boca a la mía y la besé, con delicadeza. Un beso extenso y raro. Sus labios, gélidos, apenas se abrieron para recibir los míos. Separé mi cara de la suya. Observé los alrededores. La tarde era ya noche, la oficina de la estación de servicio continuaba a oscuras, pocos automóviles y menos camiones pasaban por la ruta. La mano que había dejado en su espalda, comenzó a descender. Me detuvo. —Aquí no, en casa… Donde fuera, recuerdo haber pensado. Volví a besarla, esta vez ella separó más los labios y entré en contacto con una lengua extraña, como cuarteada. Poco más pude apreciar en mi estado. Acaricié su cabello, apartándolo de la frente y

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volviendo una hebilla suelta a su lugar. Frente pequeña. Le gustó mi gesto. —¿Dónde? —pregunté, con el deseo colándose por mi voz. Alzó su brazo y señaló el otro lado de la ruta, la construcción rodeada de muros. —Ahora vivo allí, parcela ochenta y dos. Me volteé para buscar el coche. Su voz me hizo frenar. —¿No vendrás? —Sí, voy por el coche. Mis palabras no la convencieron; noté que la tristeza invadía su semblante. Dejó caer el brazo que no sostenía el ramo marchito. Me dedicó una mirada larga, diría que suplicante pero desconfío de las apreciaciones que realicé bajo los efectos de mi reciente ingesta etílica. —Espero que vengas esta vez —dijo. —Te lo prometo —aseguré, con mi mejor voz de galán, sin darme cuenta de lo que se proponía. Volteó y comenzó a caminar en dirección al costado opuesto de la ruta, fuera de la protección del techo. Tardé en reaccionar. Quise explicarle que la idea era que ambos fuéramos en el vehículo, pero ya se había perdido en la noche. Encogí los hombros, estaba acostumbrado a las actuaciones sin sentido de la gente. Tenía una cita inesperada, no era cuestión de dejarle tiempo para que lo pensara otra vez y se arrepintiera. Puse en marcha el auto, aguardé que el motor respondiera como me gusta, y di una vuelta sobre la playa de la estación de servicio para tomar el camino que cruzaba la autovía. El tráfico era inexistente —o no lo vi y solo crucé sin chocar de puro milagro. Tomé entonces un camino barroso que me llevó, por detrás de unos árboles deshojados, hacia la portada de la edificación. En el centro del muro que daba a la ruta, como adelantándose, había dos tramos de paredes más altas y una entrada abovedada. La puerta era de metal, se veía pesada cuando la enfoqué con los faros del auto. La lluvia caía. Dije en alta voz: “Parcela 82. Curiosa forma de nombrar los departamentos que usan por acá”, mientras buscaba, excitado y afanoso, la caja de preservativos que llevo siempre en la guantera. Una vez que los encontré, los coloqué en el bolsillo de la campera. Bufé, me mojaría bastante. Apagué las luces y corrí, decidido, hacia la puerta. Estaba abierta. Aun así, me costó un buen esfuerzo empujar una hoja hasta introducirme en un sitio oscuro, donde solo pude advertir bultos raros. La oscuridad era completa,

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¿cómo hallaría su departamento o su habitación en ese curioso lugar? Como un tonto —o como un adolescente alzado— no había bajado la linterna, que tenía en la guantera junto a los forros. Antes que girara para buscarla, percibí el vestido blanco. Agité mi mano, como un idiota; ella no podría verme. —¡Marilina! Acá estoy… —por una vez, no confundí el nombre de una mujer. No oí su respuesta, si es que la hubo. El agua caía, golpeaba contra lo que me sonó por momentos a pared, por momentos a chapa. Confuso, me dirigí al vestido, que continuaba a la vista. Tropecé varias veces, en el piso había muchos obstáculos. Reconocí, bastante lejos todavía de la joven, los síntomas que me asaltaron en ese tortuoso trayecto. Mareo, dolor de cabeza. El vino cobraba su cuota. Quizá me manejé con más dificultad, pero no me detuve, a pesar que escuché el chasquido que hizo mi campera al enredarse con algo y rasgarse. Debería estar empapado cuando estuve junto a ella; en ese momento no lo percibí, solo advertí su rostro, casi luminoso, su sonrisa gigantesca y sus brazos abiertos. La tomé de la cintura, la alcé y la besé. Se me dio por intentar un vals; me puse a girar y, antes que pudiera completar el trazo de un círculo, el mareo fue tan pronunciado que caí, sin sentido. Cuando desperté, no llovía. Me tomé la cabeza. Me noté sucio. Alcé la vista, sin entender cómo había dado a caer en ese lugar. Tenía una erección pronunciada bajo mi pantalón empapado; me vino de inmediato la joven a la memoria. “¡Marilina!”, repetí a gritos, cuatro o cinco veces. Antes que recordara la escena completa, di por supuesto que la había traído al cementerio por ser el lugar más cercano. Absurdo y a la vez lógico, las reacciones se demoran con la resaca. Por fin el mareo remitió y pude incorporarme. Parte de mi cuerpo estaba sobre una lápida. Había una cruz, de hierro; en el centro, un círculo con el nombre de la persona enterrada y una pequeña foto. Creí que sería un buen gesto pedir perdón a quien había molestado. Sé que suena poco creíble pero fue así. Me acerqué a la cruz. Leí. Marilina Risogletti, 1900-1917. Antes que viera la foto, ya supe cómo serían los rasgos de la joven sepultada en esa parcela, la número 82 sin dudas. Me aparté. Traté de orientarme y de dar con la salida. Recordé el detalle de las paredes, busqué las más altas. Corrí en esa dirección, entre tumbas y lápidas que parecían censurarme. Alcancé la puerta; una hoja continuaba abierta. Mi coche, bien de frente, estaba en su sitio. Pronto circulaba en la autovía, acelerando hacia la capital, jurando no volver a tomar de más. Tarde para promesas. En especial, cuando antes se hizo otra. Y cuando todas

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las noches temo que una joven de diecisiete años se introduzca en mi habitación, con su vestido banco, para recordármela. Por eso me pongo pesado y no me canso de repetir. Cuidado con la próxima copa, puede ser el límite de la cordura. Publicado en Perdidos en la niebla – Editorial Verbum (España) 2016

JUAN PABLO GOÑI CAPURRO

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/juanpablo.gonicapurro Blog: http://juanpablogoicapurro.blogspot.com/

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P

arado en el andén de una mañana fría de invierno, frotaba sus manos nervioso. Llevaba puesto un saco azul de paño, desgastado, y pantalón negro raído por el uso y el tiempo. Como todas las mañanas era habitual verlo en la vieja estación de trenes. Esperando tal vez inútilmente en vano, según los vecinos del pueblo (María Juana), inventó e hizo presumir con esas esperas, que aguardaba el regreso de su Juana (como el pueblo con nombre de mujer) tantas Juanas que han sido importantes para algunos hombres y heroínas para la historia. Hacía años que había llegado solo a este pueblo, tantos que ya ni lo recordaba. Su andar era erguido y elegante, llevaba sobre su cabeza plateada un sombrero negro. Su mirada era profunda y triste. Pero aquella mañana denotaba un brillo nunca visto antes. Estas cosas la relataban los pueblerinos, que tenían ventanas por ojos, y escondidos tras los visillos de las cortinas observaban y escuchaban atentamente la vida de los otros. Él era una incógnita, "la incógnita" o el misterio. El último tren de la mañana llegó con retraso arrojando un denso humo hacia el cielo, que se había tornado gris. En la estación ya no había gente, solo el inquieto caminar de aquel hombre, frotándose las manos. Comenzó a caminar por las desérticas calles del pueblo. Era la hora de la siesta. Un joven que había descendido del tren aceleró su marcha y tocó (con sus finos dedos) el hombro de aquel hombre, él giró su cuerpo y ambos quedaron enredados en un largo abrazo. Había comenzado a llover (sin embargo) todos lo vieron regresar, sonreía hablando animadamente con este joven. Los vecinos, como siempre, manejaron muchas hipótesis: Que era su hijo y tal vez lo había abandonado. Que era separado y la madre lo crió y vaya a saber uno por qué razones no lo dejaban venir a verlo, y… uno nunca sabe. Lo que nunca supieron, que detrás de los muros de aquella casa desataron las amarras de los prejuicios y se amaron con frenesí, pasión y ternura. Todo el pueblo de María Juana los vio caminar juntos, sin imaginar la relación que los unía. Esto afortunadamente nunca lo supieron.

LAURA ELENA BERMUDEZ DE TESOLIN

Santa Fe. Argentina

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A

veces ocurre lo impensable, aunque uno lleve dentro de sí la esperanza de que algún día las cosas serán distintas a como las hemos visto retratadas desde siempre, en los medios informativos (a los que yo llamo desinformativos); en las cuestiones que plantean y a la vez resuelven los profesores que nos educan, o que en realidad nos forman para integrarnos al sistema como ovejas dóciles y obedientes; en los mensajes que nos brindan a diario nuestros gobernantes, a quienes poco a nada les importa mejorar un ápice la calidad de vida de los ciudadanos que los mantenemos con nuestros impuestos; para colmo, estos políticos dicen que nuestro bienestar no es su responsabilidad, que un individuo es pobre y no tiene oportunidades porque así lo desea. Quienes están a cargo del manejo del Perú (y otros lares) piensan solo en los intereses de las grandes empresas, cuanto más millonarias mejor, pues este sector es el que realmente controla el país; en fin, no quiero seguir divagando, lo cierto es que si me hubiese sometido a estos seres vacuos hace tiempo, no estaría hoy aquí, frente a una pantalla, a punto de establecer un lazo grandioso con entes más allá de lo increíble. No solía tenerme tanta confianza, hubo en mí muchas dudas en mis épocas de colegio y de universidad, pensé que mi enorme talento con respecto a varias áreas de investigación no se vería recompensado con lograr ciertos avances científicos. Mis maestros dijeron que era imposible, me gritaron que no soñara, que todo lo que yo planteaba había que estudiarlo y trabajarlo en el extranjero. Mis padres me dijeron (con palabras cínicas, que muchas veces duelen más) que no tenían plata para cubrir mis caprichos. Qué injusticia, aunque había mucho de cierto en ello: mi país no estaba al ciento por ciento preparado para todo lo que yo podía ofrecer, mi mente acelerada no compaginaba con la realidad profesional de mi patria. Por suerte, nací en 1982, formé parte de dos realidades, crecí en una época donde una persona como yo, hambrienta de conocimiento, podía conseguir a acceso a información casi ilimitada. Durante mi adolescencia, el mundo virtual se desarrolló con una rapidez tremenda, y he de comentarte algo, lector, que no es un secreto, una aseveración que es de conocimiento público, pero que no muchos saben: no todo lo que vemos por una pantalla conectada a la red es el ciberespacio, hay mucho más. Hace varios años, después de hurgar con eficacia, gracias a algunos estudios autodidactas de informática, encontré un ambiente propicio en la internet profunda, la cual muchos conocen como deep web. Allí hay páginas, foros, redes filosóficas, culturales y académicas donde se puede interactuar con otros en secreto, bajo estrictos códigos de conducta y reserva. Pronto me puse en contacto con gente parecida a mí, y creamos redes de conocimiento, mediante las cuales nos retroalimentamos, de este modo trabajamos cada uno en nuestras investigaciones, casi siempre con gran éxito. Resulta curioso, pocos de estos camaradas presentan reticencias respecto de 88


brindar su trabajo al mundo, de forma pública y sin retribuciones. Desde luego, nos dedicamos en exclusiva a este oficio, sabemos formas efectivas de agenciarnos dinero con el cual vivir, de manera tranquila y modesta, incluso en familia; claro, sería pertinente decir que no en todos los casos las vías para adquirir el capital que nos mantiene en el ruedo son legales, pero ese es un asunto de nimia importancia comparado con lo que estoy a punto de contar. Lo que quiero aclarar es que estamos preparados de mil y un maneras para cualquier contingencia, y sabemos diversos modos de llegar a las pocas personas que saben que existimos, con el fin de estar contactados y poder distribuir nuestro conocimiento, no de forma masiva (porque, como dije, existen ciertos peligros al respecto), mediante los canales adecuados. Yo me hallo en el SIN: scientific and invisible network, internet científica e invisible, desde aquí muchos de nosotros realizamos diversas invenciones y logros que sorprenderían a la humanidad. Estamos bastante adelantados en comparación con lo que una persona que desconoce nuestro trabajo cree que está su sociedad. Laboro en una sección dedicada a la medicina, hace algunos años se encontraron las curas para el cáncer, el sida, la diabetes, el alzhéimer y todas las enfermedades degenerativas; de seguro usted, lector, ha visto las noticias en medios digitales, puede creerlo, pocos países cobijan nuestros resultados, uno de estos es Cuba. En mi base digital estuve dedicado a descifrar la clave para la inmortalidad humana y he logrado importantes avances que estuve publicando en diversas revistas cuya difusión se restringe a ciertas zonas de la Tierra, en el espacio virtual, con puentes al mundo real. No queremos que nuestra valiosa información caiga en manos erradas, se adueñarían de esta, la corromperían y nos destruirían. A los grandes laboratorios les conviene que la gente se enferme y no se sane, para vender medicamentos. Las funerarias necesitan cuerpos inertes. Las empresas tecnológicas requieren de artefactos que se malogren. Los políticos, de ciudadanos que vivan con miedo. No obstante, de a pocos salimos a la luz. Entretanto, crecemos a paso acelerado. Sabemos cómo viajar a otros sistemas estelares. Hace un año, mediante sondas invisibles, descubrimos un planeta habitable, similar al nuestro. Hace un mes hicimos contacto con una civilización extraterrestre, la cual compartirá con nosotros su saber. Esa es mi meta por ahora; pronto habrá noticias, y aseguro que serán las mejores. De modo que ya sabe, estimado lector, si recibe alguno de estos mensajes mientras utiliza su conexión a internet, espero que nos pueda reconocer con facilidad. Brindamos esperanza, una ruta hacia el futuro; en breve todos sabrán la verdad. Soy el único en el mundo que ha sido capaz de descifrar los raros códigos de otra galaxia que han llegado a nuestras bases. A veces ocurre lo impensable, mejor dicho: ocurre aquello en lo que hemos pensado toda nuestra vida. Las cosas se tornarán distintas. Yo estaré ahí cuando eso ocurra, y tú también lo estarás, lector. Si este mensaje ha llegado a ti, puedes 89


compartirlo, no te preocupes, habrá quienes creerán que es una broma, que es una de esas cadenas que circulan por ahí, pero tú sabrás la verdad, y eso es lo que nos interesa. Si deseas unirte a nosotros, hay modos de acceder a la internet profunda; si le das me gusta a este mensaje, la información llegará a tu software. No será complicado que accedas a este universo y a sus innumerables maravillas. Gracias, confiamos en ti. —Galileo Curie.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas http://fanzineelhorla.blogspot.pe/

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“M

átenlos a todos. El Señor ya sabrá”. Cinco mil espadas se levantaron y gritaron al unísono mientras se lanzaban a la carga. Antorchas encendidas eran lanzadas a los techos de paja

y a la luz de las llamas, el acero brillaba con el carmesí de la sangre. El fuego se propagó con rapidez por los techos, levantando inmensas columnas de humo al cielo de la tarde. En las calles, los cuerpos eran aplastados sin piedad por los cascos de los caballos y el piso se había tornado rojizo con la sangre de los muertos. Artaud contuvo la respiración mientras se escondía en una casa abandonada y sollozó en silencio. Para él, una pregunta no dejaba de formularse en su mente: “¿Por qué?” ¿Acaso no había sido un buen cristiano? ¿Acaso no habían seguido él y los demás la Palabra de Jesús Padre al pie de la letra? ¿Qué habían hecho mal? Afuera, los hombres gritaban sedientos de sangre y los caballos hacían estremecer la tierra. Penó en ellos como los enviados del Caído: la Horda del Apocalipsis. Sus armaduras estaban empapadas de sangre y mataban con furor enloquecido todo aquello que se moviera. La infantería se diseminó por las calles pequeñas paralelas a la avenida principal y dejaban un rastro de cadáveres a su paso: hombres, mujeres, niños, ancianos, casi todos muertos o mutilados. Algunos de ellos bajaban de su caballo y violaban a las mujeres repetidamente hasta que, en medio del clímax, degollaban a la mujer y dejaban su cuerpo desnudo en el suelo. Artaud creyó escuchar los gritos de una niña unidos a las carcajadas de dos hombres, gritando que ése era su castigo por sacrílegos y por quebrantar la fe del Señor, perra hereje. Los gritos se apagaron y los hombres rugieron de alegría. Desde el monte, recostado en su litera, el Conde miraba tranquilamente las volutas de humo conforme se terminaba la tarde. A su lado, dos hombres armados con picas miraban impasibles la carnicería que ocurría debajo. Ambos hubieran deseado ser partícipes del combate contra el enemigo de Dios, pero su deber era proteger a un hombre anciano que ya no podía caminar. Sin embargo, la flama de la destrucción brillaba en los ojos del noble, sabiendo que su Rey le recompensaría gratamente el servicio que había hecho a Dios y a la Corona. Malditos infieles, pensó, por su culpa hemos perdido la gracia del Señor y las cosechas se han secado, los bárbaros nos atacan desde el mar y la peste destruye mis villas y feudos. Merecen ser quemados todos ellos. Movió una mano de forma apenas imperceptible y ordenó un mandato discreto en el oído del muchacho, quien corrió a dar el mensaje a los nobles

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Caballeros que se encontraban en la entrada de la ciudad, cuidando que ningún hereje escapara. “¡Mi Señor ha dicho que quien capture al líder de estos paganos, recibirá una bolsa de monedas de oro!”. Los nobles caballeros, investidos en sus pesadas armaduras, espolearon a sus caballos de guerra y se adentraron por las calles como una tempestad, en dirección a la iglesia del pueblo. “¡Por la gloria, por Dios y el oro!”, gritó uno, y los demás le secundaron. Al llegar a la robusta puerta de madera de la iglesia, encendieron una antorcha y lanzaron brea a la puerta; cuando las llamas devoraban por completo la puerta, uno de los nobles atravesó la puerta a caballo y a los ojos de los refugiados, era un demonio venido del Averno, cubierto de fuego. El sacerdote, un hombre joven de aspecto rudo y vigoroso, tomó la cruz de madera y la levantó frente al espectro, invocando la Luz divina de Dios. El noble cayó al piso y murió aún antes de tocar el suelo, pues se había quemado por dentro. Los otros llegaron despacio y rodearon a la multitud en silencio. Nueve jinetes con armaduras contra treinta hombres, mujeres y niños. Afuera, había anochecido por completo y las llamas iluminaban la entrada, provocando que las sombras de los jinetes se proyectaran en las paredes de madera, dándoles un toque espectral y diabólico. Una mujer sollozó y al instante fue atravesada por una lanza. “Tus llantos no sirven, hereje”, replicó el Caballero del Roble. Los hombres apretaron los puños y sus quijadas se endurecieron, pero poco pudieron hacer. Fueron sacados del lugar mientras que tres jinetes disponían de las mujeres en el lugar. Los gritos de horror que provenían del atrio hicieron que Artaud se tapara los oídos para no escuchar el horror. Madres, hijas, niñas pequeñas, todas ellas brutalmente violadas y asesinadas. “¡Que conozcan a Cristo estas perras de Babilonia!”, gritó el Caballero del Roble, quien entre jadeos, reía como un loco. Afuera, los hombres de armas hacían piras con la madera de las casas, mientras los hombres eran amarrados a ellas. Desde la calle principal, el Conde llegó en su litera para el espectáculo final. Bajó ayudado por su paje y éste apretó cariñosamente el brazo del joven, mirándolo con lascivia. “Más tarde, querido”, dijo en susurros, mientras se acercaba a las hogueras. Se acercó al sacerdote joven y con su bastón lo golpeó en la frente. “Cerdo judío”, dijo, para después escupirle en la cara. “Quémenlo primero”. Los infantes amarraron al hombre a la hoguera y fue el Caballero del Roble, ahora sin yelmo ni armadura, quien salió del atrio para encender la primera llama. “¡Larga vida al Rey y Gloria a Nuestro Señor Jesucristo!”, dijo en voz alta,

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mientras desde el atrio, se escuchaban sollozos apagados mezclados con rudos gemidos de hombre. Luego, el silencio y el golpe seco de un cuerpo cayendo a tierra. El fuego lamió los pies del sacerdote, pero éste no dijo nada: simplemente miró al cielo y preguntó aquella frase que Jesús dijo en sus últimos momentos: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Sus piernas se ennegrecieron con el calor y la grasa de su cuerpo alimentaba las llamas. Lanzó un gemido sordo cuando las llamas destrozaron su torso y perdió el conocimiento antes de que el fuego desfigurase su rostro, incendiando su cabellera y dejando un olor pestilente en la ciudad en ruinas. Los infantes gritaron de alegría cuando el sacerdote no era más que un bulto grotescamente deforme y negro, lleno de pústulas y sangre quemada. Nadie le lloró y nadie dijo nada. Cuando las llamas cumplieron su trabajo, el Conde, ahora cubierto su rostro con un pañuelo con aroma a lavanda, se limitó a decir: “El siguiente”.

AEDO SÁNCHEZ

México

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E

staba contemplando la puesta del sol cuando apareció en mi vida, Ánely. Ella estaba persiguiendo un cometa que se perdía en el cielo. Yo desde abajo, desde mi posición afianzada en la arena, la percibí en

magnificencia. Estaba descalza y llevaba un vestido liviano que se espumaba al contacto con el aire. Una flor de jazmín se engarzaba en su cabello mientras que la luna asomaba en el firmamento. Ánely me invitó un chupetín de corazón de chicle rosado, aromado con tutifruti y escribió en la arena un poema melancólico de Alberti que el agua bañó con mucha delicadeza. Chapaleamos en el mar y escuché su risa sonora de sirena. Entonces se acercó a mi oído y me lo lamió con frases sublimes de promesas de pasión. Yo que soy medio poeta le creí la ilusión. Ahí comenzó mi profunda inmersión. No me mintió cuando me dijo que su padre era un gran señor. Fue sincera al confesarme que era virgen y que sufría mucho las noches de luna llena, como se encontraba Selene en aquella ocasión. Y cuando me besó, sentí el mar dentro de mí. Sus palabras sonaban cual cascabeleos de dolor dentro de mi corazón de aedo. Y bueno, como soy fácil de estimular y conducir, la acompañé con paso danzante hacia el muelle. Ahí pude contemplar su ombligo brillante de perla marina y percaté su cintura bordada de corales. Ella ahora estaba triste, pero no dejaba de ser coqueta. Sus labios se habían vuelto granates y sus ojos adquirían una tonalidad parda frente a la luz plateada de la luna. Su cabello negro azabache invitaba a la plenitud. Olía muy bien mientras se relamía los labios bañados en elixir. Le conté mi vida de mar y de madrugada, de sol y de caña brava. En eso contempló mis manos de pescador, curtidas de sal. Moreno, me dijo, eres todo un varón. Y acarició mi piel ruda con la tersura de las comisuras de sus labios de fresca seda mojada. Al sentir aquella provocación, me entregué al riesgo y al amor. En el mar había escuchado mitos frente a la fogata en bocas de marineros de antaño y nunca creí en lo que ahí se contaba. Historias de pescadores, para perder el tiempo, simples entretenimientos, juzgaba. No daba crédito a aquellas fantasías. Me dormía y soñaba con otras tonterías, con mis propias bagatelas. Ahora éramos ella y yo. El mito se había convertido en realidad y lo tenía enfrente de mí. Era una figura que me engatusaba mientras que en el mar, los peces de oro revoloteaban como locas luces artificiosas. Entonces ella cantó:

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Delicada soy fruta de amor, jugo del mar. Pocos hombres me han contemplado. Ninguno me ha degustado. Pescador, sé el dios que el destino me ha deparado. Tierna soy, joven atrévete a mí explorar. Ella cantó y yo ya no pude más. Una explosión se expandía en mi pecho y parecía que ella era la única que comprendía los latidos impacientes de mi corazón. Entonces me invitó a contemplarnos en el espejo radiante que nos brindaban las aguas inmensas y así observé nuestra felicidad en un reino perfecto en medio de los arcanos que estas albergaban en su interior. Anímate me dijo y entonces, excitados, nos aventamos hacia las fauces incógnitas del océano. Pensé en perder el aire, pero este nunca me faltó. Unas branquias se metamorfosearon en mis mejillas al tiempo que se extinguían mis ropas precarias. Ella también estaba desnuda y su piel adquiría el tono del iris en medio del verde oceánico de las profundidades insondables del mar. En el viaje pude percibir algas y conchas marinas rozar mi piel. El hipocampo se desplazaba junto a nosotros y me reconfortaba con su presencia, hasta que las luces del agua desaparecieron y me encontré en la completa oscuridad. Cuando desperté, mi cuerpo se había escamado y por más que intentaba, no podía hablar. Pero sí que podía comunicarme con los peces que nadaban a mi alrededor. Ellos se extrañaban ante mi rara presencia, sin embargo se replegaban dando paso a mis desplazamientos cada vez menos torpes al experimentar con la nueva dinámica que había adquirido mi anatomía ahora versátil. Ánely nadaba grácil otra vez en la paz de su verdadero elemento. Fue así como escuché su pensamiento poético que imprimía calma a mi nueva situación. Entonces me tomó de la mano y una vez más me dejé llevar por la marea sinuosa de aquella tranquilidad interior que ella siempre me brindaba. Unas rocas profundas en el lecho marino se abrieron de par en par y nos introdujimos en su interior. Una luz azulina sorprendió a mis ojos. Mis oídos entonces percibieron aquella música que nunca olvidaré. Me sentí comunicado con los cinco océanos y prometí siempre protegerlos y llevarlos incrustados en cada una de las escamas que protegían mi ser. Aquella revelación me hizo sentir en comunión con el mar.

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Cuando volví a la consciencia, Ánely me cuidaba con amor. Me dijo, has pasado la prueba, mi padre ha visto y sentido tu alma y te ha aceptado. Ahora eres mi hermano y estás a mi cargo. Cuando nado a mis anchas hay pescados coralinos y añiles, dorados y arcoíris que protegen mis aleteos. A veces el agua es fría y otras veces es cálida. Mi piel acepta con alegría aquellas tonalidades y temperaturas. Siempre estoy acompañado por la sirena que me persuadió con su canto a dejar la superficie terrestre. Mi hermana y yo nadamos juntitos cuando ambos somos alquimia de mar y pasión.

Jesús Humberto Santivañez Valle

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/jesushumberto.santivanezvalle

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“lo siniestro sería aquella suerte de espantoso que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”. Sigmund Freud, Lo siniestro (Unheimlich), 1919

B

eatriz leyó el mensaje de texto que acababa de llegar a su celular: “En quince minutos salgo del Hospital y voy para allá”. Estaba nerviosa. Hacía semanas que intentaba acercarse a Esteban, el nuevo residente del

Hospital. El día anterior había tenido la oportunidad. Regresaba de la Sala de Radiología del tercer piso con los resultados de un paciente cuando se cruzaron en el ascensor. —Hola —le dijo él— ¿Vas para la Planta Baja?. —Sí —respondió ella con timidez. —¿Está todo bien? —Sí, buscaba los resultados de un paciente. —Fue un gusto verte —dijo Esteban cuando el ascensor se había detenido. Esteban se alejaba cuando Beatriz lo detuvo: —¿Tienes guardia mañana en la noche? —le preguntó. —No —respondió él—, trabajo solo hasta la tarde. —Entonces…—dijo ella con la voz entrecortada—, quería saber si te gustaría cenar conmigo en la noche. —Me gustaría mucho —le respondió—. Después acordamos los detalles —y se alejó rápidamente porque lo llamaban desde la guardia. Beatriz había terminado de preparar la cena y acomodar la mesa cuando sonó el portero eléctrico del departamento. Atendió: era Esteban. Bajó a abrirle. El joven residente aun llevaba puesto el ambo y cargaba una botella de vino tinto. Durante la cena conversaron sobre la situación del hospital así como de su vida personal, atravesada en todos los aspectos por las exigencias de la profesión médica. Cuando la cena ya había terminado Beatriz le dijo: —Me alegro que hayas venido. —He disfrutado de tu compañía —dijo Esteban mientras la tomaba de la mano. Beatriz la alejó despacio al tiempo que le decía: —Salgamos al balcón. Era una hermosa noche de verano. Beatriz se acercó al balcón con una copa de vino en sus manos. Esteban se colocó a su lado y la tomó por la cintura. Ella

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sintió un calor que le recorría todo el cuerpo y dejó que su cabeza cayera sobre su pecho. Él la acarició suavemente en el rostro y la besó. Beatriz se abrazó contra el cuerpo de ese hombre y se besaron apasionadamente. Sentía que sus manos eran fuegos que le quemaban bajo la ropa. En ese instante comenzó a sonar el teléfono de Beatriz. Decidió ignorarlo como a cualquier cosa que en ese momento la obligara a separarse de los brazos de su hombre. Pero el teléfono continuaba sonando con insistencia. —Será mejor que atiendas —dijo Esteban—. Podría ser algo importante. Otra de las exigencias de la profesión médica. Beatriz se separó de su lado y fue en busca del teléfono. Cuando miró la pantalla comprobó con horror que era el número de Esteban. Confundida, atendió y del otro lado de la línea se escuchaba su voz inconfundible que le decía: —Beatriz, te pido disculpas por no haberte llamado antes. Hubo un terrible accidente de tránsito y estamos atendiendo a los heridos, por eso no pude salir antes del hospital. Todavía estoy en la guardia. La cena vamos a tener que dejarla para otro día. Beatriz no pudo articular palabra alguna. Muda de espanto, giró la cabeza hacia el balcón. Esteban sostenía la copa que antes había estado en sus manos y la miraba con sus penetrantes ojos negros mientras la preguntaba: —¿Está todo bien? Publicado en antología "Sucedió bajo la luna" Buenos Aires, Dunken, 2016.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA Argentina

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L

a mujer se envuelve con sus brazos y cuenta en voz baja: “Uno, dos, tres, cuatro; la lluvia es la agasajadora del fugitivo, pero el barro es su perdición”. El hombre llega mojado a casa, trae un recipiente de vidrio rojizo en la

mano izquierda, en el interior del mismo: un collar de madera. El frasco es destapado y obsequiado es su contenido. Pero lo más evidente en la actitud de un esclavo que ha cometido una grave falta, es el temor a flor de piel, la incalculable atención y la entrega físico espiritual absoluta, evidenciada en su mirada vibrante, desesperada, (¿fugitiva?); porte que exacerba el ya intrínseco enojo del amo, no que lo envalentona, como sucedería con un perro, sino que le otorga el justificativo que precisa para soltar el desagravio con toda su fiereza y crueldad contenida. El collar está colgando del cuerpo desnudo de la muchacha, entre sus senos: seduciendo; entre sus pezones: endureciendo. Ella acomoda sus armas sobre la cama —que es ahora la guillotina— y él la ama aferrado al amuleto, a su manera de pedir perdón. Pero es tarde, pues el metal es preciso y su espalda es perforada. La mujer se levanta entre la sangre y camina, a paso lento, en dirección a un enorme espejo situado en la misma habitación (camina erguida pero visiblemente angustiada), se detiene frente al vidrio e intenta mantener al cuchillo dentro de la danza que inconscientemente ejecuta con sus dedos, danza que ejecuta para expulsar al miedo de su cuerpo, de su mente, para demostrar no temerle, pues: ¿quién bailaría aterrorizado? No obstante, pronto descubre que no puede engañarse a sí misma, y una lágrima surca su rígido pómulo derecho: ¿El arrepentimiento? ¿La culpa? ¿La angustia? ¿El terror? Entonces el puñal, que no se adapta a los quebradizos movimientos de los precipitados bailarines, cae al piso ensangrentado y rendido; sutiles sonidos son provocados por el impacto, ella baja su mirada para ver de qué se trata y nota sobre el alfombrado, impresas en la sangre, huellas de pies desnudos que marcan el trayecto realizado entre la cama y el espejo (“pero el barro es su perdición”); sorprendida alza su mirada y, escrutándola contra el espejo, descubre que se encuentra hermosa en el exacto momento en que el amanecer ilumina el cuarto.

JUAN RAMÓN ORTIZ GALEANO

Argentina

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J

uan fue un niño muy esperado en el transcurso de largos años. Cuando aconteció su inesperada llegada al hogar de la familia Álvarez, se celebró con bombos y platillos. Una habitación digna de un príncipe, con harto juguetes, figuras de Disney

en las paredes… ese sería el mundo de Juancito. La

vida

transcurrió.

Juan

creció

en

ese

mundo

de

juguetes.

Cuando comenzó la escuela, pasó a ser el retraído de la clase y el raro para su maestra y compañeros. La misma pensó que el chico tenía un cierto retardo, y decidió llamar a los padres. Esta cita trajo discusiones en el hogar. Juan solo se limitaba a comer y a escuchar todas las recriminaciones que sus padres le objetaban. Él intentó mil veces decirles que no le interesaba la escuela, ni sus compañeros y menos el loro de su maestra. Tenía amigos de verdad. Todas las noches abría el ropero y se colaba por una puerta secreta hacia un mundo lleno de gnomos y hadas que le enseñaban un mundo de respeto, convivencia y armonía. Era feliz, ayudaba a germinar las plantas; sus amigos lo apreciaban mucho e incluso le permitían volar en el pegaso. Se sentía tan feliz como en ningún otro lado. Sus pensamientos son interrumpidos por el grito de su padre quien lo envía a su cuarto en penitencia y sin cenar. Sube las escaleras, cabizbajo, triste por ser incomprendido. Los padres quedan comentando sobre la posibilidad del retraso enumerado por la maestra. Deciden, de mutuo acuerdo, llevarlo a un psicólogo para su evaluación. Al otro día cuando Juan baja a desayunar se lo comunican. Es el día más triste de su vida, se dirige a la escuela como anestesiado. Ni se entera de las burlas de sus compañeros, menos de los gritos de la histérica maestra. Añora estar en su cuarto, jugar con sus amigos especiales. Cuando llega a su casa, en silencio, toma la merienda. Mira de reojo a sus padres, que lo ignoran totalmente. No le dan importancia, es invisible para ellos. Esto la causa un dolor inmenso, no lo soporta y se retira a su cuarto. En la mañana siguiente la madre lo llama para el desayuno; pasan largos minutos. La madre reitera el llamado. Extrañada del silencio de Juan, decide dejar sus menesteres y sube al cuarto. Golpea en la puerta pensando que se ha dormido. Nadie contesta. Vuelve a golpear y, ante el silencio, abre la puerta.

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Sus ojos se desmesuran al ver que el ropero permanece abierto de par en par y salen largas enredaderas llenas de campanolas violetas. Baja aceleradamente las escaleras llamando a su marido a los gritos porque Juancito no está en el dormitorio. Recorren el vecindario en la temprana mañana preguntando por su hijo. Todo es en vano, nadie lo ha visto. Hacen la denuncia a la policía. Esta recorre todos los lugares. Han pasado quince años. Todos recuerdan a Juancito y muchos dicen que en noches de luna llena ven a un niño montando un pegaso, que llena de risas de felicidad la plateada noche.

GRACIELA VARGAS RAMOS Uruguay

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N

unca pensé estar en una cárcel, pero qué se puede hacer. Aquí estoy. Voy caminando a reunirme con mi amigo. Siempre confié en él. Sigo sosteniendo que es muy buena persona, aunque muchos lo duden.

El guardia me abre la puerta. Ahí está, sentado, esperando. Hace ya un buen

tiempo que está esperando… y por la panza, también sentado. Debe haber engordado unos cinco kilos desde la última vez que lo vi. También había sido aquí dentro. A lo mejor es por el ejercicio que hace. Quema muchas calorías e ingresa algunas de sobra. Nos estrechamos las manos. Los saludos de rigor, con la falsedad necesaria entre un abogado y su cliente, duran más que entre dos personas decentes. Ninguno de los dos queremos estar aquí dentro, pero hoy estamos. Qué ironía, ¿no? Deberíamos sentarnos. Al menos yo debería. El tirón que me pegó haciendo pesas antes de ayer todavía me sigue molestando la pierna derecha. Eso me pasa por querer hacerme el forzudo y ponerle mucho peso a la máquina. Lo que gané por querer impresionar a mis compañeros es un dolor que no sé hasta cuándo va a durar. A mi amigo le gusta conversar más que a mí, y eso que a mí me gusta mucho. Siempre arranca con un “cómo va todo”, como si no supiera. A veces creo que piensa que la vida es fácil. Para él será fácil, porque para mí… “La vida está hecha para vivirla, no para quejarse”, decía mi abuelo. Cada vez que me quiero quejar de lo que me pasa en algún momento se me viene esa frase a la cabeza y dejo de quejarme. Después de todo el destino lo hacemos nosotros. Cada quien elige como reaccionar en cada situación y después... a afrontar las consecuencias. Por educación tuve que esperar que se siente él primero. Así estoy más cómodo. El dolor de la pierna iba en aumento. Sin el peso del cuerpo arriba aminoró un poco. Parece que ahora sí vamos a hablar de lo que nos interesa: quién se saca primero el traje a rayas. Uno lo usa por gusto, el otro por obligación, ambos lo llevamos puesto hoy. No es fácil soportar la desesperación que invade el cuerpo cuando se encuentra al ser amado con otra persona en la cama que usa todas las noches. Por más que se piense que se puede sentir en ese momento, si no se vive no se sabe. ¿Quién puede soportar ese instinto asesino que brota en ese momento? ¿Quién puede decir que no es un arrebato de emoción violenta por la situación del momento? ¿Quién tiene el derecho de juzgar a otro por algo que no vivió?

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Hace rato que estamos conversando. Tratamos de llegar a un acuerdo. Un preso por homicidio y un abogado negociando. Esto se está poniendo divertido, después de todo no tenemos mucha diferencia: a ninguno de los dos nos importa la vida del otro. Solo estamos reunidos por necesidad. Necesidad de libertad y necesidad de dinero. Sonrío de nuevo, aunque esta vez no es de falso. Realmente me brotó la sonrisa. “No le sienta el traje a rayas” pienso mientras nos despedimos con otro apretón de manos. Saliendo de la habitación en la que nos reunimos, otro pensamiento me invade: “entre un abogado y un asesino, ¿quién se merece más el traje a rayas?”.

ADRIEL PELLEGRINI Argentina

Twitter: https://twitter.com/adpellegrini

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D

e repente, Aura Helena comienza a pelear desgraciadamente con su esposo. Desde el momento indecible; ella va expulsando su prepotencia contra el hombre. Sin tener ninguna piedad, lo ofende, lo irrita en lo impúdico. Así, los cónyuges discuten a solas en medio del salón clasicista, lugar cual aún permanece encerrado relativamente hace algunos tiempos dislocados. Ellos igual; recién desenamorados en la nostalgia, se reflejan rabiosos junto al espejo cóncavo; que hay ubicado a un costado del recinto, bastante bañado de luz solar. Sus cuerpos flacos ahora forcejean bajo sus lágrimas decadentes. El dolor interno en cada uno de ellos; pronto va haciéndose manifiesto con berridos grotescos, salidos desde sus bocas retorcidas. De corrido, ambos conciben una desfijada realidad. El ambiente se pone tenso a la vez que intolerable. La mujer, acaba de desvestir unas muecas horrorosas mientras tanto para instigar a su marido de cara misteriosa. Ella, lo repudia con maléfica energía entre su presente. Así que las injurias, juntos las lanzan hacia ellos y contra ellos. En furia, designan mostrarse con repugnancia. Demás, no parece haber ninguna reversa de acciones pacifistas. Los teatros suyos como seres disfrazados; cuando al ayer se soportaban con hipocresía, para estos instantes desaparecen con voracidad, debido a las punzantes recordaciones suyas, más malas que indulgentes. Aura es por cierto, la pintora más reconocida del movimiento sinfinista. Sumida en un destino fugaz, ella buscó consagrar una obra limpiamente intelectual. La hizo de exclusiva, estudiando las bellas artes. Aparte este ideal, Aura lo creó una vez quiso engrandecer el uso de los sentidos con la razón, tratando de trasmutar los enigmas metafísicos. Entre las otras verdades; ella vivenció cualquier variedad de experiencias en la juventud, encausadas de pasión hacia la idealización del dibujo extraordinario. Como mujer poderosa, bien alcanzó la trascendencia sobre lo artístico. Y por supuesto el hombre con quien ella se casó, bajo un mar de dudas, resultó ser un actor hermoso mozo. Una persona rara, quien aún trabaja a costa de contratos ofensivos, dramatizando telenovelas baratas para los canales privados de Estados Unidos. De esta causa, prosigue el pesado instante, sin porvenir para estos dos enemigos. Cada novio como endiablado, solo golpea al otro individuo atractivo a quien amó con sufrimiento durante el pasado. Los ambos seres irracionales sueltan entonces su vacuidad de miseria, sin nada de cobardía. Desde la apenada posición; cada actual enemigo encierra su mano y sin dudarlo ya suelta su puño hiriente, lanzándolo contra el otro rival. Engendrados en sus perfidias de venganza, precipitan la inexplicable locura. Abrazados y distintos, ellos aruñan sucesivamente sus brazos con ruda brutalidad. Se cortan cada piel tersa, bajo esta tarde calurosa de 111


cielos ardientes. Más con más rabia, Aura vuelve a sacar sin decoro las nefastas desgracias del horrendo desamor suyo, tras un repudiado desespero de muerte. De una sola patada, ella de rasante lastima a su hombre en los genitales. Y aquí la lucha parece menguar con fatalidad. Tras el atrevimiento agónico, los maltratos físicos y ajenos parecen acabarse quedamente, más se apagan con desarmonía. La mujer vocifera sin embargo, pide algo de justicia y grita iracunda cualquier otro cúmulo de groserías de frente al marido suyo, recién acorralado él sin salida, desgraciado por la supuesta infidelidad, que cometió hace unas cuantas semanas. Según lo supuesto, fresco él, irónico, estuvo frecuentando la mansión del hada para ir a revolcarse con la modelo más atractiva de New York, Virginia. Desde luego, Helena, tal como una esposa celosa, lo recrimina ferozmente, lo inquiere con claridad. Su rencor de soberbia, que hacía varios días tenía reprimido adentro de su corazón, pronto se lo esputa. Así en efecto; que por esa crueldad, que por ese irrespeto de infidelidad, Aura no soporta más ese juego ridículo, ideado suciamente contra ella y su lealtad, naturalmente le desviste sus agravios. Aura Helena es además una rubia de frescura fémina, ella entregada a la núbil plenitud de las nupcias. Siempre ha sostenido lo puritano en su mente. La mujer lacrimosa, suspira entre unas bellezas con otras ilusiones, inspira unas emociones extrañas. Es ella como una ninfa seductora a cualquier hombre ilustre, porque de fondo al alma suya hay una jovencita tanto legendaria como creativa, llena de famosos sueños. Igual, adentro del lóbrego salón hay colgado un cuadro, ubicado a un lado de Helena, la Helena de ojos azules bucólicos. El retrato irreal es una doncella mística; quien lleva varios años de antigüedad, pintada al arte eterno del mundo. La cara del dibujo parece estar cuidadosamente reflejada desde una perfecta elaboración sutil, tanto expresionista como simbólica. Las coloraciones del lienzo lucen a la vez cierto albor desconcertante. Y el sombrío esposo de Aura, ahora está recostado contra la pared fría del salón aún soleado. Su nombre es Edward y de repente él voltea a mirar la obra artística de la damisela, opuesto así sin esperanza, la contempla durante algunos segundos irresueltos. Del seguido momento, queda quieta esta penumbrosa disputa. Edward, por su parte piensa sobre la urdida obsesión mientras deja de insultar a su bonita esposa, que tanto aduló antes hasta el desborde de llegar a la neurosis. En su estado; solo espera olvidar la tragedia de molestia, observando constante con despecho a la doncella abstracta, fulgurante en aquel espacio sugestivo de la otra imaginación. Decaído hoy, Edward no quiere padecer más su verdad, no ansía sobrellevar más su propia desdicha porque hoy está arrepentido de haber reventado a Helena. Eso sin 112


la gracia de sus puños bestiales la hirió en los pechos. Desde lo infeliz, él único y él absorto, ahora va dejándose apartar de lo existencial, solo admirando aquel otro rostro de jovencita virgen, que hay entrevista sobre la mágica pintura, allá donde la señorita estuvo posando toda serena, durante la época inquisidora. El sagaz actor, entre tanto tras lo desquiciado, aún no recupera el ingenio psicológico por completo. Sin nada de miedo, la despelucada artista renueva su cortante sordidez. Y esta discordancia indispone a Edward. Por el hecho, ella a lo excéntrica no deja de expresar sus gestos de fealdad caprichosa. Se hace Aura, se sabe es siempre una muchacha dolosa, cada vez cuando emergen estos conflictos sexuales. Aparte, los declives afloran afuera del matrimonio estúpidamente ya destruido. De seguida intuición, marido y mujer vuelven a mirarse desfigurados a las caras rasguñadas. Ellos van enfrentando sus ojos intensamente acusadores, sin nada de decoro. Cada amante, intenta recordar sucesivamente las falsedades que oscurecieron ese azaroso noviazgo. Fueron sus bromas lastimeras, las encargadas de acabarlo en verdad. Quizá ellos nunca debieron enamorarse, pero Aura no lo entiende y aún sostiene sus brutales escarnios con absurda valentía. En acosado desencanto; la tarde perdura con fulgor mientras los dos esposos elucidan las historias suyas, que parecen estar confusamente entrelazadas. Desde sus fugaces existencias y desde sus costumbres ajenas, las logran asemejar, las eventualidades. Cuando al poco tiempo, por el misterioso destino; ellos se vuelven a confundir entre los figurantes cuadros del salón ovalado. Todo el presente se desteje obviamente desde un solo drama inesperado. Al mismo tiempo, Helena alza sus gritos con mayor fuerza, encumbrando su bravura del espíritu. Todo ello a causa de sus dobles tragedias, abiertas al desconsuelo. En absoluto, la dama resentida anhela ser escuchada de una buena vez fatalista para poder acabar con esta farsa de romance. Helena, trama destruir los añejos idilios con Edward, cuales recomenzaron hace unos cuantos años infernales. Así que ella, escupe ahora a la boca del marido recién mitigado. Lo ofende sin mucha modestia humana, no retiene su insidia según la manera como lo sojuzga. Edward, ha sido un hombre de arrogancia despótica y sin embargo, hoy se contiene. En general el desespero es sospechado desde la profunda interioridad. Tras el tanto desquicio, Aura ansía incitarlo a que escoja el abismo del suicidio desvergonzado. Para esta presencia degradante; lo quiere hacer sufrir hasta que llore, hasta que se quede humillado porque para esta mujer nada es más importante, que esconder su orgullo de a poco rebajado. Certeramente, ella adivina las burlas de la muchedumbre escandalosa. Debido a esta pena irrespetuosa; Aura insiste en botarle saliva a chorros a Edward, le babea las mejillas, similar ella lo hace sin mostrar ninguna evasiva, sin tener mucho arrepentimiento. 113


En estado indistinto, el esposo anda descaradamente desnudo. Va yendo y va viniendo desde la esquina hasta al centro del recinto, sitio adornado con esculturas de gorilas góticos y con máscaras de porcelana. En cuanto a Helena, pese a la tensión traumática lleva puesto un largo vestido blanco, que tiene ligeramente desajustado para la funesta ocasión. Ambos vanidosos están igual de exhaustos. Pero Aura Helena no renuncia. Así entonces de una vez, resurge un estruendo fugaz en la ventana traslúcida del salón estático. Y por supuesto; doña Carlota, la señora quien vive en la casona opuesta, asustada se levanta de la mecedora de mimbre, donde hacía unos escasos segundos lo pasaba haciendo la siesta del almuerzo. La viejita estaba durmiendo levemente. Ante la imprevista novedad, obvia ella pasa a ver qué sucede allá afuera. Delata una mueca de pereza. Doña Carlota, aún está como somnolienta. Por tal motivo, la cucha de gafas negras agudiza sus sentidos asombrosamente a estímulo del repentino ruido, recién escuchado por ella. Eso sonó un quejido estruendoso, fue todo soterradamente perturbador para la misma señora, debido a la regular pasividad que antes había represada en ese barrio de imperfecciones. Así sin normalidad; la vieja tanto gruñona como chismosa, va dando sus pasos cuidadosos hasta ir acercándose despaciosa al balcón del hogar suyo. Más de ocasión, dispone sus acciones de rutina; asoma la cabeza sigilosa hacia el exterior para calmar las ganas de intriga, que hoy tanto la acosan. La anciana aquí rápido, acoda solitaria sus brazos junto al barandal de hierro, muy tranquilamente. Desde allí, trata de ojear cualquier disputa venenosa, que esté dándose entre los vecinos adyacentes. Cuando con un degradante descaro, se asusta. Más tristemente más temerosamente, la señora Carlota acaba de avistar al galán esposo de su mejor amiga; colgando del ventanal espejado del domicilio aledaño. Y ahora el hombre bañado en sangre, y ahora Edward, resbalándose desde el tercer piso, va cayendo al vacío sin Helena, hasta verse reventado contra el andén de la calle.

Rusvelt Julián Nivia castellanos

Colombia

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L

a vislumbré quieta, callada, contemplativa y distante; tal y como es, tan ausente en su genuina presencia. Mirarla me sumerge en un único pensamiento: aniquilar distancias. Las barreras más infranqueables son aquellas que se construyen con la nada. Yo no la quería lejos, la quería cerca. Muy cerca. De mí. Su timidez y reserva hacían más difícil mi inquietud. No es diferente de mí, eso es claro; con el deseo maniatado y la piel temerosa, habiendo vivido la seducción y el cortejo como esa amable tarjeta de presentación de lo que después será el olvido; con el alma ahogada en el formol de los recuerdos, que sin ser tan antiguos, parecen fosilizarse debajo de una piel que aún se esfuerza por recordarnos que estamos vivos. Ella no lo imagina. Ni intenta hacerlo. Las mujeres no son lo que perfila el amanecer del deseo en el horizonte de su cuerpo. Me ocurre lo mismo. Jamás han conquistado mis preferencias, ni siquiera para las amistades. Pero ella. Ella está ahí. A ella la entiendo, la proceso de un modo casi instantáneo. Pronunciar su nombre sin el mío, me genera un vacío incomprensible para el resto. Una tarde llegué, supongo que sin quererlo (pero anhelándolo, piel adentro) a la conclusión de que debía intentar. Intentarlo. Intentarla. Buscar, delinearle ese placer que no buscaba para mí. Ese goce fugaz, vivo, inconsciente e indeleble, que sería para ella y del que yo no buscaba ser otra cosa que artífice y no destinatario. Sin buscar trascendencias, promesas ni romances. Entrar a su olvido, y ella al mío, por la puerta grande de un suspiro quedo y tibio. Borrando las angustias añejadas, haciendo de su sonrisa el mágico oasis de mi propia angustia. Nada más. Creí que sería imposible. Pero la conocía y ella a mí, más de lo que nos atrevíamos a aceptar. El deseo se intuye en donde más se calla. Nada lo anunciaba abiertamente. Nada. Y sin embargo, todo parecía pronunciarlo. Tocar. Es eso. La piel escucha las palabras que le pronuncia otra piel. Y responde. Tocar. Tocarla. Tocarnos. Ocurrió un día cualquiera, en un momento simple y carente de todo encanto o atmósfera prefabricada. Entonces, opté por no hablar, solo seguir mis impulsos. Celina estaba ahí, mirando hacia el horizonte con un bello vestido negro de satín, dándome la espalda. Solo podía ver su hermoso escote que dejaba descubierto desde su nuca al infinito. Había pasado a su casa, a recoger alguna cosa antes de ir a una reunión con otros amigos. Ella se arreglaba un poco el cabello frente a la ventana. Me coloqué detrás de ella, observándola de modo en que también pudiera verme. Sus ojos se hicieron más grandes, su reflejo en la ventana me sonreía. Sus pupilas preguntaron “¿Qué?” Sin emitir sonido, conozco tanto su voz, que escuché su timidez en la pregunta. No respondí. Me acerqué y toque su cabello lentamente, 116


arreglándolo un poco también. Ella detuvo su arreglo. Me miró. En su mirada había duda, mas no rechazo. Comencé a acariciar su cabello. Me gusta su cabello. Seguí acariciándolo sin prestar atención a su reacción: no me importaba. Era ese momento que había deseado. Deslicé mis dedos desde su cabello hasta su cuello. Ella siguió mirándome, contemplándonos en ese reflejo en la ventana que capturaba, envidioso y a detalle, cada movimiento; Celina me miraba con duda, pero sin decir palabra o tomar acción alguna al respecto. Mi mano recorrió su espalda, mientras con la otra mano tomaba suavemente su hombro para girarla, de tal forma en que quedásemos frente a frente. Nos miramos de nuevo reconociendo nuestras almas en nuestras pupilas. No tuve el valor de acercar mi boca para darle un beso. Tal vez hubiera sido contaminar ese instante con un romance que yo no buscaba. Pero continué tocándola. Toqué su cuerpo por encima del vestido. La sentí estremecerse. Me detuve acariciando suavemente sus pechos, pude percibir como se desprendía de ellos un leve aroma a durazno, antojándome a acariciarla toda, su cadera, sus muslos, toda. Su respiración se hizo más agitada. Mientras mi mano recorría su pubis, acerqué mi rostro a su cuello, y lo besé lentamente. La escuché suspirar suavemente. Esos senos, hermosos, grandes, redondos, subían y bajaban con mayor rapidez mientras mis manos iban retirando su ropa. Lo hice con calma y sin los nervios y torpeza inaudita que suelen mostrar algunos al abordar esa empresa. La miraba sonriendo al hacerlo. Me miraba sonriendo, aprobando lo que hacía. Retiré la última prenda, y sentí su suave reposar sobre su propia piel. Me gustan sus senos. Su tibieza bajo mis manos, su temblor a mi roce. Mi boca fue bajando lentamente hasta ellos, hasta su nacimiento, rozando suavemente, sin apresurarme, sin detenerme, recorriendo todo aquello que tenía a mi alcance. Los acaricié, mirándolos, tomándolos con ambas manos, jugando con su forma, acercando mi boca de nuevo para continuar ese largo beso. Pude mirar el sin fin de lunares que posee, quería besar cada uno de ellos, contenía mis impulsos para no borrarlos, pero…a cada lunar un beso, a cada peca una mordida. La escuchaba, escuchaba sus largos suspiros que comenzaban a parecerse a un oleaje alborotado del mar. Imaginaba la humedad que iba naciendo en su interior, sin urgencia alguna de llegar a ella. Que estuviera ahí, que me esperara, que intuyera mi camino hacia ella, que se reuniera, toda ella, para recibir mi rostro y mi aliento. Esa idea me encantaba. Era el sueño idóneo que me permitía descubrirla al fin. Seguí explorando su cuerpo, no sé por cuánto tiempo, ¿Minutos? ¿Días? ¿Horas? Era lo eterno, lo sin tiempo, lo que permanece por siempre, sin importar cuánto dure. Era todo eso. Mis labios la iban recorriendo toda, ese cuerpo hermoso, 117


perfecto, que se alejaba de una perfección artificial e impuesta a la que la que todos nos sentimos ajenos y que, sin embargo, tantas veces nos ha hecho sentir avergonzados y proscritos del mundo de lo bello, de lo deseable. Celina no era eso. Estaba mucho más allá de eso. Yo buscaba cada curva, cada resquicio, cada precioso punto de su piel y su cuerpo. Y mis labios y dedos los iban encontrando todos. Terminé de recorrer ese paraíso para mis sentidos. Todo él, a mi vista, era estético y sin defecto. Aproveché el momento de besar sus muslos para acariciar muy suavemente su universo con mis dedos. El temblor y gemido, con una risa traviesa, que ello le provocó, me enloquecieron. Su voz es un poema y más en este contexto. Me acerqué hasta que mi nariz rozaba su pubis, tan natural, tan perfecto. El ver la humedad, no guardada, no sugerida, sino corriendo lenta y constantemente por sus muslos, era un regalo que jamás hubiese podido imaginar. Su agitación era inocultable al hallarme ahí, expectante, con mis dedos separando y tocando cada punto, sin atreverme aún a ocultar mi cara entre sus piernas. Me detuve una fracción de segundo y levanté el rostro para mirar al suyo, que era tan mío. Reconocí en él mi mirada de deseo incontenido, de mandato, de orden, de súplica. Ese rostro me estaba pidiendo que siguiera, que no parase, que jamás me detuviera, yo lo sabía tan bien. Ese rostro me gritaba la urgencia de que la acariciara como tantas veces lo había hecho consigo misma, tocando labios, buscando huecos, suave pero incesantemente, que tocara esa flor que se inflamaba como un destino ineludible, bendito y eterno. La probé. La probé del todo. Lenta, consciente y deliciosamente puse mi lengua a recorrerla, iniciando por ese pubis, hasta meterme en sus labios. Ella abrió más las piernas, sabía que su necesidad, ahora, era vital, e inaplazable. Enloquecía por llegar a ese estallido. Su control, su timidez y su reserva, se habían perdido. Era la mujer, exigiendo placer a suspiros. El sabor dulce de su interior me inundaba de un modo que jamás había imaginado. Era como desgajar una mandarina, quería bebérmela toda, como si fuese un mágico hechizo. Ella ya no escuchaba, no pensaba, no conocía de presentes o futuros. El pasado era ya un punto minúsculo y perdido. Su placer era lo único que tenía sentido. Temblaba y gemía sin control ni recato. Sus dedos habían bajado ya y separaban sus labios para que mi lengua llegara de un modo más intenso a su destino. Yo no hubiese podido detenerme aunque me lo hubiese ordenado el mismo cielo. Lamía, acariciaba, estimulaba ahí, donde ella más lo quería. La sentí tensarse, y me aferré a sus glúteos como si fueran la vida de todo lo que he amado alguna vez. Mi lengua nos quemaba. Su temblor llegó a un punto que se volvió casi una 118


vibración imperceptible y pude ver, un segundo, el estallido de estrellas en sus ojos y en los míos, la incredulidad en su rostro por lo que estaba sintiendo. Llegaba ya, a ello. No dejé de probarla ni un segundo. Sus gemidos llegaron a ser pequeños gritos. Nunca con la exageración que busca complacer a un compañero o inflar un ego herido. Era ella, estallando, contrayendo rítmicamente su cuerpo, liberando su esencia eterna, perfecta, increíblemente bella, su olor, su sabor, mi premio. Seguí buscando incontrolablemente que mi lengua la quemara, aún más, que le asesinara la cordura antes de que su clímax se fuera haciendo más pequeño. Seguimos ¿Horas?, ¿días?, ¿minutos?, tiempo. Sus piernas perdieron casi por completo su fuerza en algún momento. Tuvo que aferrarse a mí para no caer. Mi rostro estaba mojado. Acarició mi cabello, mientras yo la seguía bebiendo, y comenzó a reír con la risa de un ángel, inocente y travieso. Era lo que yo quería, y lo que guardaría para lo eterno. El momento completo, las horas, los milenios. Lo que viví con ella, ella conmigo, ella que era yo, con todo lo que nos dijimos en silencio. Vislumbraba mi rostro en el reflejo de la ventana, tan parecido a la calma que dejan los huracanes después de revolcarlo todo, mis ojos iluminados reflejaban mi interior, pude darme cuenta que siempre estuve sola, quieta, callada y distante; tal y como soy. Y antes de poder entender algo, un sonido constante interrumpía mis pensamientos. Me despabilé, tomé mí tiempo para escabullirme de aquel fantástico letargo, respondí el teléfono y pude escuchar un saludo habitual que decía: —Buenos días Celina, ¿cómo estás? Descubriendo así, que todo el tiempo estuve soñando conmigo... Ahora, quién me explica que solo fui un sueño hecho dualidad. A usted, en quien confío, a quien que me traduce sin pedirlo.

Cecilia Janet Ramos Montes

México

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E

l crujir de las hojas les recuerda lo solos que están. Han sido olvidados. Nadie viene jamás a visitarles. Llenos de ardor, llegaron de todo el mundo. Acudieron a luchar por una causa que creían justa. Lanzaron los

mismos gritos de entusiasmo en veinte lenguas distintas. Lucharon con fe en la victoria y murieron en ese país extraño que habían hecho suyo. Como único premio a su generosa entrega, recibieron un metro cuadrado de tierra y una tumba sin nombre.

PLÁCIDO ROMERO SANJUÁN

España

Twitter:@PlcdRmr Blog;Placidario

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L

DESCARO as comisuras del mimo apuntan hacia abajo para aparentar melancolía: una manera sencilla de seducir señoritas en cada pueblo que la compañía visita.

Detrás va dejando una estela de payasitos llorones que a su vez crecerán usando máscaras distintas como mejor les convenga. ENCANTADOR DE FIERAS

N

o requirió acto de magia alguno para robarle a la entrenadora de tigres el corazón. El prestidigitador siguió con la cartera, el contenido de cuentas bancarias,

joyas, facturas, incluso muebles cuya ausencia no abrumó a la entrenadora: el ilusionista también le iba robando la voluntad, la valentía y la determinación, y siguió con su autoestima, la dignidad, y hasta el amor por los animales le arrebató. La antes vigorosa mujer se iba transformando en una frágil muñequita de papel estraza que bailaba dentro de la carpa cada que su captor lo exigía. Y ella habría sido más feliz que nunca si tan solo hubiese tenido un músculo con el cual sentir. SALTO DE FE

Q

uedas frente al precipicio, a cincuenta escalones del suelo. A pocos metros de distancia está ella, la enigmática equilibrista sin arnés que ahora cuelga de cabeza del trapecio: su sonrisa invertida señala el piso, esa pista de

cemento sin red que te hará añicos si tu ex decide vengarse cuando busques su mano... No puedes permitirte la duda. Das media vuelta y con un brazo en alto saludas a la concurrencia. Vendas tus ojos justo antes de lanzarte de espaldas para dar tres volteretas seguidas.

E

LA MANO QUE TE DA l conserje del circo comenzó a conducir un Jaguar XJ luego de que los tigres, a quienes da alimento y cariño, lo defendieron de los azotes del hoy manco

dueño. El propietario del circo ahora viaja en un carro autónomo. Aún va por la carpa con el látigo de cuero que utilizaba para golpear a payasos sin gracia, taquilleros ladrones y conserjes zoofílicos.

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L

ALZHEIMER a anciana no comprendió por qué el paquidermo atravesó corriendo la carpa del

circo

para

entregarle

un

ramo

de

flores

con

la

trompa.

Y es que los seres humanos lo olvidan todo. Los elefantes, en cambio, recuerdan cada suceso, cada promesa y otras muchas cosas.

JÉSSICA DE LA PORTILLA MONTAÑO

México

Página web: https://TodoMePasa.com Facebook: Facebook.com/TodoMePasa Twitter: @TodoMePasa

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C

omo un engranaje muy bien aceitado comienza la operaciรณn escape. Descalzos, en puntas de pie, salir al patio, cruzar el tapial, trepar por las ramas del รกrbol mรกs lindo y, cual cirujanos, tocar uno a uno sus frutos

maduros. El deleite llega cuando en cada mano resbalan los granos rojos, rojos y brillantes. Resbalan despacio y crujen los dientes, refrescan gargantas y ensucian la ropa. Quedamos dormidos debajo del รกrbol, con la cara sucia y la risa franca.

ANA MARร A CAILLET BOIS

Argentina

Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois

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C

omo todos, cuando somos niños, Dulce Pánico también lloró, lloró y se desgarró las vestiduras cuando vio partir a sus mascotas. Cuidaba a sus conejitos con el inocente y desinteresado amor que le profesan los niños

a sus amigos imaginarios. Todas las mañanas les daba los buenos días y los cuidaba de que no los viera la abuela, que odiaba a las mascotas, y quizá también a los amigos imaginarios, porque eran escandalosos y hacían decir la verdad a los niños, cosa que no siempre resulta agradable a los adultos. Un día la abuela le preguntó a Dulce que si la quería y que cuánto y que cómo. Entonces los conejitos le susurraron al oído que no, que no la quería nada, que era la peor de las brujas y que ojalá… Un bofetón le cerró la boca a la pequeña y no la dejó terminar. Pero los conejitos sabían, sabían consolar la tristeza de Dulce Pánico. Ojalá mamá llegara pronto del trabajo y me llevara de aquí y ojalá ustedes vinieran conmigo porque si se quedan capaz que un día la abuela se los lleva y los desaparece y entonces yo me volvería loca o quisiera matarme o no sé qué sería de mí sin ustedes, los quiero tanto ¿saben? aunque a veces me den mordiditas en las piernas y en los brazos ¿qué le voy a decir a mamá, que fue la abuela? pero ella no me cree, nunca me cree nada, pobre, tanto trabajo la tiene loca y yo aquí; lo bueno que los tengo a ustedes pero hablen quedito que si no viene otra vez la abuela y nos hace daño ¿nos hace daño o son ustedes o soy yo? ¿y si fuera mamá? Escenas como esa se repitieron más de una vez porque… porque así son los adultos, les gusta ser el centro de atención y les gusta saberse queridos y admirados por los niños, a quienes realmente no les importa que el mundo ruede. La verdad es que mientras uno tenga la imaginación para entretenerse es más que suficiente. A veces, claro, hará falta una caja de cerillos, un cuchillo, una cuerda, un qué se yo. Con todo y las cosas de la abuela, Dulce era feliz sabiendo que todas las tardes, al regresar del colegio, ahí estarían sus conejitos para recibirla y jugar con ellos y platicar y reír, reír como los locos, como los que no tenemos futuro porque somos una quimera más en la cabeza de alguien que al despertar o al pasar la página nos borrará para siempre de sus sueños… Pero sucedió que una tarde no estuvieron más. Con horror y desesperación, Dulce Pánico recorrió todas las habitaciones de la casa esperando encontrar a sus amigos. Y nada; parecía que se habían esfumado. ¡La cocina! Claro, la cocina, no había revisado la cocina. Antes de llegar, escuchó el grito desgarrador.

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Los ojos de la abuela se le clavaron como cuchillos; el horror los mantuvo abiertos hasta que la cabeza se estrelló contra el piso, abandonando el cuerpo a su suerte. Todavía alcanzó a dar dos o tres pasos, tanteando el aire con movimientos torpes, antes de chocar contra la pared para finalmente derrumbarse ante los pies de la niña. Los conejitos, al fin, rieron, rieron a carcajadas; ya nada podía detenerlos de gritar y ser felices. Esa fue la última vez que la pequeña vio a sus amigos. También a carcajadas, alcanzó a despedirse antes de que su madre entrara a la cocina y la viera con el vestido manchado de sangre y el cuchillo jugando en las manos. Dulce Pánico no volvió a la casa de la abuela nunca más; dejó de ir a la escuela y cuando salió del sanatorio apenas hablaba, quizá porque ya era adulta y sus amigos ya no estaban ahí para hacerle decir las verdades de este mundo… o quizá sí… o quizá todavía, de vez en cuando, nos escuches cuando llega la noche y tratas, solo tratas, de dormir.

ANDRÉS GALINDO

México

Twitter: https://twitter.com/andresrsgalindo

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C

omo cada mañana, Jean-Louis se viste con ropa deportiva para iniciar su rutina de entrenamiento. El olor a tierra mojada, embalsamado en la brisa marina que se cuela por la ventana de su habitación, le evoca esas épocas gloriosas en las que sus logros fueron conocidos más allá del

Atlántico. La disciplina, la guía de sus entrenadores y el apoyo de sus padres le habrían de otorgar los réditos a los que todo atleta de alto rendimiento aspira. Inolvidable, aquella noche de verano en la lejana Moscú donde pulverizó el récord mundial para una vuelta completa a la pista sintética del estadio nacional. Las exclamaciones del público, al verlo arribar en primer lugar, solo eran comparables con el rugir del paso de un huracán por su terruño. Recoge sus piernas, las amarra con un cinturón y sus manos ajadas hacen rodar la vieja silla que años atrás intercambió por su medalla dorada, única pertenencia, del único sobreviviente, rescatada del avión que se estrelló al momento de aterrizar en esa isla caribeña, con toda la selección olímpica de un pequeño país que regresaba triunfante.

Alféizar

Colombia

Twitter : @AI_Feizar Blog : https://al-feizar.tumblr.com/

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E

s un lugar distinto para celebrar el año nuevo. En estas fechas, entre enero y febrero, la ciudad acoge sutilmente las últimas brisas del invierno. —Abre la ventana Kumiko. Así escucharas mejor.

La ciudad respira un ambiente de renovación. Propósitos y compromisos

permeados por la esperanza de felicidad. A veces parece que el mundo se mueve en masas. Una idea guía a miles. Como un barco fiándose del faro para no encallar. Pero, ¿quién controla esa luz? El devenir de existir no puede actuar meramente como antena. —Mami, mami. El cielo sigue oscuro. —Espera un poco, tal vez el sereno humedeció la pólvora. Todo comienza a generarme dudas. Cuando falleció Huan Yue fue difícil asimilarlo. Aún me cuesta aceptarlo. Kumiko tenía cinco años, sentía una gran necesidad de hablar con ella y explicárselo de una manera que le brindara seguridad. Decirle que su papá nos está esperando con los brazos abiertos. No pude hacerlo. No era el no querer decirlo, sino el no saber cómo decirlo. Ella nota cuando uno le esconde algo. Tuve que callar y esperar que la vida lo arreglara todo. —Mira mami, que bonito. Un dragón—. Los fuegos artificiales nos toman por sorpresa. Me estacioné del lado equivocado. El tronar de la pólvora se sincroniza con la caída de la imagen en pequeños puntos de luz. —¡Cuántos colores, amarillo, verde, rojo, morado! Le fascinan. Los niños ven la vida con tanto color. Traer aquí a Kumiko es darle las gracias por cargar con mi dolor, ella no lo sabe, pero inconscientemente sé, que sacrifica muchas cosas por verme feliz. —¡Woooooow, bajemos! ¡Bajemos! Bajemos del auto, mamá. Quiero tocar. ¡Quiero ver más de cerca mamá! —Bien, vamos—. Cierro el auto y tomo su mano izquierda, la derecha no deja de apuntar al cielo, como queriendo hacerle una pregunta al profesor eterno. Sospecho que es ahí donde radican mis dilemas, será acaso que desconozco como es hablar con Él. Mis hermanas insisten en que eso me ayudara a seguir adelante. No lo creo. —Que luces tan hermosas Kumiko. Tápate bien, que ya empezó a hacer más frio—. Un par de pequeños guantes ascienden a su rostro para acomodar su cabello dentro del gorro rosa. Alzo la mirada para desviar mis pensamientos hacia las figuras del cielo.

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—Feliz año nuevo Kumiko. —Feliz año nuevo mami. Las aceras se empiezan a llenar. Familias, parejas. Hombres y mujeres presenciando la llegada del nuevo ciclo. Sus rostros brillan al unísono reflejando los colores del cielo. La tristeza se esfuma por un instante y se guarda en un cofre en la esquina del corazón. Siento como se va llenando mi alma al ver a mi hija gozar de todo el espectáculo. Pareciera como si todo alrededor se impregnara de Dios o viceversa. Si tuviera la seguridad, alguna señal de su existencia, tal vez me esforzaría en…. —Mami. ¿Crees que papá este viendo esto desde el cielo?

Juan Arturo González Maggiani

México

Sitio web: juanmaggiani.wordpress.com

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¡S

ilencio! Lo confieso: soy el responsable de la desaparición del Gran Sabio. Si queda algún rastro de civilización dentro de su corazón, permitan que argumente en mi defensa antes de que decidan ejecutarme.

Agradezco su generosidad. Lo primero que deben saber, queridos hermanos, es que nunca he cometido delito alguno ni he dañado a algún ser vivo. Después de la gran explosión, mi respeto por la vida aumentó y ello fue, precisamente, lo que motivó el desencuentro con quien hoy desconocemos su existencia. Al igual que muchos de ustedes, antes de habitar este lugar me encontraba en el otro lado, en el mundo en ruinas. Día y noche luchaba por agua, comida, medicamento y por algún espacio dónde pasar la noche para no ser devorado por los hombres-sombra que rondan las calles —al menos lo que queda de ellas— cuando se oculta el sol. Así transcurrió mi tiempo hasta que tuve la fortuna de conocerle. Ese día me dirigía hacia el horizonte. El sol estaba por ocultarse. Apresuré el paso y llegué al sendero que desciende en forma de serpiente hacia lo que parece ser el infierno. Caminé hasta que mis piernas se paralizaron y, como si algo me hubiese golpeado, caí casi inconsciente. Una figura —que no distinguí por la debilidad en la que me encontraba— se acercó: —¿Quién eres? —preguntó—. ¿Te encuentras bien? —Estoy muriendo… ayúdeme por favor —respondí con voz débil. —Ven conmigo, hermano. Me tendió la mano y me trajo hasta aquí para ofrecerme un lugar donde recuperarme y vivir; un verdadero hogar, a su lado, para ser feliz y superar el apocalipsis que destruyó todo lo que conocíamos. Luego me explicó cómo funciona Nürt-Ürkt: él administra, dicta las leyes y las hace cumplir; él es todo y todos somos él. Si deseaba permanecer aquí, subrayó, debía acatar todas y cada una de sus instrucciones al pie de la letra. Si no lo hacía, analizaría la gravedad de mi omisión, escucharía mi postura y, posteriormente, emitiría una sentencia cuya resolución podría ser la aplicación de la pena más severa: el confinamiento eterno en El Pozo. Al igual que ustedes, queridos nürt-ürktenses, acaté puntualmente sus indicaciones. Tenía que trabajar, comer, dormir, soñar y despertar cuando él lo quisiese. Y así lo hice. Poco a poco me gané su confianza y afecto. Por mi parte recibía respeto,

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amistad y lealtad. Es más: todo creció hasta adquirir tintes paternales. Sí, llegué a quererle tanto como a un padre y él a aceptarme como un hijo. En verdad, lo siento… ¡Tranquilos, tranquilos! Permítanme continuar, por favor. Y llegó el día; el maldito día en el que entró en mi cabeza la maldita idea de seguirle. No debí hacerlo. Era de noche y concluía mi jornada laboral. Entré a la casa y caminé hacia la cocina. Abrí el refrigerador y sustraje una cerveza —uno de los pocos placeres del antiguo mundo que aun conservamos. Me extrañó no encontrarle, pues era la hora que dedicaba a la lectura junto a la chimenea. Lo busqué en cada rincón hasta que, a lo lejos, observé que caminaba hacia El Pozo. Le llamé, pero no respondió. Entró. Yo lo seguí. Descendimos por un camino estrecho y seguimos un largo pasillo. Y al final descubrí algo aterrador: personas encerradas en jaulas. Identifiqué a muchos de ellos… sí… nuestros hermanos que han sido condenados al confinamiento eterno se encuentran en la peor condición: sujetos encadenados con los ojos cubiertos; algunos con las extremidades amputadas, pero todos, absolutamente todos, ¡con la lengua arrancada de raíz! Por medio de señas… imploraban auxilio. Continué el recorrido y llegué hasta una habitación iluminada con un siniestro tono rojizo. No quería entrar, pero algo me llamaba, me atraía. Asomé lentamente la cabeza y vi al centro una roca hexagonal y al lado de ésta al Gran Sabio abriendo una jaula. Como si se tratase de un animal, sacó a uno de nuestros hermanos. Lo colocó sobre la roca. Habló en alguna lengua extraña y comenzó a desollarlo vivo. El pobre hombre no podía gritar. Abría la boca, pero no emitía sonido alguno. Con gran destreza extrajo su carne. La cortó en trozos y la colocó en bandejas. Subió con ella hacia la cocina. La entregó a un sirviente y le pidió empacarla para darla a la familia que le correspondía comerla esa semana. ¿Saben lo que significa? ¡En Nürt-Ürkt el alimento principal es la carne humana! ¡Todos la hemos comido! ¡Nos hemos comido los unos a los otros! Tal y como mencioné al inicio de mi argumento de defensa, soy respetuoso de la vida y ello fue, precisamente, lo que provocó que sintiera repulsión por quien antes tenía gran afecto. No quería aceptarlo, me negaba rotundamente. Lo observé durante varios

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días, pensando que el hecho había sido producto de mi imaginación… pero lo corroboré y resultó ser verdad. Y con gran pesar en mi alma decidí arrebatarle la vida: yo maté al Gran Sabio. Le seguí durante día y noche. Memoricé todos y cada uno de sus pasos y, con base en ello, tracé un plan que cumpliría puntualmente. Solo debía esperar la hora indicada… … era una noche fría y oscura de un día como cualquiera en Nürt-Ürkt. Él se encontraba arrojando leña hacia la chimenea. Se preparaba para leer. Me acerqué con cautela y le sorprendí por la espalda. Sujeté firmemente el arma, esta que ustedes observan ahora, y la coloqué a la altura de su sien derecha. «¿Qué me vas a hacer?», preguntó con la voz resuelta que le caracterizaba. No respondí y disparé. El sonido que emitió la pistola hizo eco en toda la casa. En mi interior también estalló algo: el remordimiento por matar a quien consideré un padre. El cuerpo yacía sobre el suelo con la cabeza destrozada. Me senté junto al cadáver y le leí su novela favorita. No podía partir sin conocer el final, ¿verdad? ¡Atrás! ¡No, no comerán al Gran Sabio! ¡Él no estará dentro de ustedes! Conviví con el cuerpo durante un par de días hasta que comenzó a emitir un olor desagradable. ¿Qué haría con él? Después de meditarlo, concluí no compartir su carne con ustedes. Entonces, lo descuarticé y arrojé sus trozos dentro del Fuego Sagrado. ¿Saben?, lo he liberado de sus apetitos y he liberado su alma. Es momento de que haga lo mismo con la mía. Esta arma, la misma con la que lo asesiné, liberará mi espíritu y lo llevará de vuelta hacia el univer…

JONATHAN MOLINA

México

Twitter: @jon316

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L

lueve. Como si el cielo odiara la tierra, más aún a esta ciudad burlona y cínica con sus propios y tristes habitantes. La arboleda urbana flamea agitada por el viento. La calle muestra un pavimento oscuro, decorado de

agua e inmundicias, que los autos derraman por doquier con sus corridas. Susana enciende el velador junto a la mesa del comedor. Llena la copa hasta la mitad con un tinto descorchado alguna noche cercana del que quedó para unos tragos todavía. El primer sorbo da indicios de su cepa mediocre. Recuerda lo que decía su padre Boris al invocar a los amigos muertos: “El calor del vino ayuda a veces a reemplazar el calor de los amigos que ya no están”. Su padre tuvo pocos y buenos amigos. Ella no tiene amigos. Ni buenos ni malos. Bebe. Se sirve más. Piensa en su último novio. Leandro, —Ja…¿Cuánto duró el infeliz ?— La dejó al cabo de casi dos años porque no hacía bien la fellatio. Pobre imbécil. Nada más supo de él, pero si lo pisó un camión, todo bien. Cuando Susana enfrenta el espejo, éste le arroja sin piedad los sesenta y pico que cuenta. Ya no hay luz en su piel y el cabello se ve escuálido y desprolijo. Vive sola la Susy, como le gustaba que la llamen. Sonaba sexy. De vez en cuando en la calle percibe miradas masculinas insinuantes dirigidas hacia ella. Sale poco. —Mejor así— se convence. Todo está tan inseguro… Hoy a las ocho se irá a encontrar con un tipo que conoció en una página de citas. Le gustó, parecía educado. Hay cada analfabeto haciéndose el galán. La lluvia para entonces debería calmarse. Se ilusiona, quiere estar con alguien, — ¿Será éste?— Ya probó con otros, nada rescatable, muchos pelotudos en estas páginas. ¡Bueno!, “Hay que probar”, decía la tía Faby, de la que sospechaba su madre que había ejercido de prostituta, pero bien no le fue y seguramente dejó. Susana toma una ducha. Se maquilla levemente, busca destacar sus ojos grises y no mostrar en lo posible las ojeras, —¡Malditas! ¿Cómo ocultarlas ?— Por fin va a estrenar su vestido azul. Pensar que lo compró para salir en el segundo aniversario de novios con Leandro, al que nunca llegaron. Busca el sostén que realce sus tetas, —Mmm, que flacas están, ya olvidaron lo que es el aliento masculino—. Recibe un whatsapp. Es él, José. Ya llegó, espera en el bar acordado. Se mira una vez más en el condenado espejo. Sale. Garúa. Unas gotas de lluvia en el pelo pueden verse sensuales. Son dos cuadras y tal vez el inicio de un nuevo…, el inicio de algo. Ya lo vio. La espera debajo del alero en la entrada. Se ve bien, no mintió con la altura.

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Se acerca a él. —Hola José… Susy , ¿Cómo estás ? —No sé, ¿Sos la de las fotos?, ¿Estabas…más delgada, no? —¿Entonces? —Nada, no quiero hacerte perder el tiempo ni perderlo yo. Cuidate, adelgazá amorosa. José desaparece. Susana mira el suelo, da la vuelta, va para su casa. Ahora llueve más fuerte. Compra una botella de tinto en el quiosco. Entra a su departamento, pasa por el baño. Al salir descorcha el cabernet y llena la copa. —Maldito imbécil, uno más para odiar— ¿Para qué seguir buscando un tipo?, solo provocan rencor, frialdad, desaliento, angustia. A veces es mejor buscar el calor en el vino…

LEÓN SALCOVSKY Argentina

Google+ : León Salcovsky

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