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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3
NRO 28 - junio 2018 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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Índice OSCAR MARTÍN PINUS 7 AHORA SÍ DIANA MARINA GAMARNIK 12 SIESTA MARINA SOSA 16 BIRRA AGUSTINA MURILLO 19 RIGOR MORTIS RODRIGO MARTINOT 24 RUFINO OSWALDO CASTRO ALFARO 28 PÁJARO DE FUEGO OVIDIO MORÉ 32 AUSENCIA JUAN IRIARTE MÉNDEZ 35 LA ARRIMADITA RICARDO BUGARÍN 39 NO FUNCIONA CAMILO ROMERO MATURANO 41 UN DESAYUNO CON LA MUERTE Emilio Paz Panana 45 GAME OVER LYCORIS RADIATTA 50 CACERÍA PABLO PEDROSO 54 LA CASA CARROZA EMMA V.CAIMI BARTOLONI 58 NIEVE DE NAVIDAD GUSTAVO VIGNERA 61 EL ÀRBOL DEL AHORCADO AMALIA RENGEL 65 DE PASEO María Gabriela Flores Crovetto 71 Otro Domingo Clovis Borbolla 75 Avula JESÚS MANUEL DE LA CRUZ MARTÍN 77 LA COSA ALICIA VILLOLDO-BOTANA 81 TRES ALTURAS JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 83 ENCUENTRO GIANCARLO UBILLÚS CELI 89 A LA CAPITAL JOSÉ A. GARCÍA 94 SACRIFICIO Verónica Edith González Cantú 98 EL CLUB Sergio NÚñez 101 TRÍPTICO FEMENIL Carlos M. FEDERICI 106 LA ALUSIÓN DE LAS PUERTAS lourdes cucco 109 CASA DE MUÑECAS Raúl Garcés Redondo 112 Si te despides, sonríe sofía ludlow cÁndano 114 5
EL RITUAL CRISTIAN BERNACHEA 120 LAS TRAMPAS DE LA VEREDA TATI JURADO 124 INVASIÓN JUAN LUIS ZAVALA 127 ELLA FUE MI BUENA ESTRELLA MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 132 EL HOMBRE DEL VACÍO ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA 136 LA PENÍNSULA YOLANdA SA 139 LA PASTILLA DEL TETA RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 143
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uando me avisaron me dieron ganas de verte. Me gusta ver los muertos, no lo tomes a mal, si me hubieras conocido bien, sabrías que me gustan los velorios, siempre me gustaron y no por morboso, llamale interés antropológico si querés, estudio del hombre y sus circunstancias. Pero no pude, esta vez tampoco pude. Yo que odio llegar tarde a cualquier lado, que a la cremación de mi papá no llegué ni para apretar el botón de la cinta transportadora que lleva el cajón hacia el horno, para tu velorio ni tarde pude llegar, no me diste ni siquiera la oportunidad de verte. Eso no se le hace a un hijo, por más que sea un hijo ganado de rebote, como las sorpresitas que vienen de regalo en los huevos Kinder. Un hijo Kinder podríamos decir, inaugurando una nueva categoría. Digo, yo no les haría eso a mis hijos. ¿Qué clase de vergüenza puede conservar uno después de muerto? ¿Se puede tener vergüenza de morir? ¿Es la vergüenza coqueta de ocultar un cuerpo arruinado, o la vergüenza de todo lo que evoca ese cuerpo en los que lo ven por última vez? ¿Por qué no un velorio? ¿Por vergüenza final? Yo, que tengo muchos velorios encima, te puedo decir que la imagen final no cuenta, todos los familiares e invitados llegan frente al cajón con una idea acabada de lo que hay dentro. Hace más de diez años que no te veía, ¿qué te costaba, a vos que tantos gustos me diste cuando era chico, darme un gustito final? Porque mientras duró la cosa, algunos gustos me diste, eso no lo podemos negar. De lo que no estoy seguro ahora es si no eran también gustos de rebote. Teníamos esa casa gigantesca en comparación a la casa de donde nosotros veníamos. Tres pisos contra uno, cuando uno es un chico es un gusto: más lugares para esconderse, habitación propia, todo tipo de recovecos. Me llevabas a la cancha, donde te emocionabas con la imagen del Che en rojo y blanco sobre las banderas atadas a los alambrados, me llevabas mandarinas, comprabas Coca y no me exigías que mirara el partido todo el tiempo. Y también estuvieron algunas buenas vacaciones en tu casa del dique, donde con los chicos llenábamos tachos completos con piñas, pescábamos pejerreyes, explorábamos, y encontrábamos en la costa del lago cosas tan maravillosas como tanza y anzuelos viejos y herrumbrados. Todavía tengo por ahí una foto donde estamos los cuatro jugando al fútbol con la tranquera como arco. Y tengo también ese olor, el olor de la heladera a nafta, querosén o lo que fuera, qué voy a saber qué era a esa edad, y las pileteadas en el tanque australiano, cuando no se soportaba el calor. ¿Cuántos veranos fuimos? ¿Dos, tres, cuatro? Algunas cosas buenas 8
me dejaste. De esas cosas que les gustan a los chicos, vos sabés. Como cuando me tomabas por debajo de los brazos y me usabas de elemento contundente para pegarles a mis hermanos, eran divertidas esas cosas. Pero también estaba lo otro, claro, no nos podemos olvidar de eso. Desde obligarnos a dormir la siesta, a no hacer ruido, a acostarnos temprano, hasta las peleas con mamá. Porque de que te gustaba el whisky, los burros, las minas y las apuestas me enteré mucho después. Pero las peleas, los insultos y los golpes a mi mamá los viví. La memoria, que siempre cuidó mi salud mental, se encargó de esconder muy bien la mayor cantidad de sucesos posible, pero con algunos no pudo. Es que con algunos no se puede. Ingrata y cretina son dos insultos que me quedaron de aquella época. Cada vez que las escucho ahora, me suenan a palabras setentistas, de la infancia, e inevitablemente las asocio a vos, a mi mamá y a gritos. Mamá ingrata, mamá cretina. Qué culpa tienen las pobres palabras después de todo, de que vos las hayas elegido. De la vez que mi hermano tuvo que intervenir para que no la mataras a trompadas también me acuerdo más o menos bien. Y de la vez que la empujaste por la escalera también, porque la recibí yo abajo, cuando me topé por primera vez con mis siete, nueve, diez años, con el cuerpo de una persona desmayada. Fue muy extraño, no sabía si estaba dormida, viva o muerta. La situación, el tiempo, los movimientos, todo tenía el color de un ensueño, de un trance. Después me enteré que tu primera mujer se había suicidado tomando veneno para ratas, porque de esas cosas no se entera uno cuando es chico. Hace poco también, y de casualidad, me encontré con algunas de mis libretas de la escuela primaria. Libretas y cuadernos de comunicados de tapas celestes. Y vi que todas las notas aparecían firmadas por mi mamá o por mi hermano mayor. Y pensé, por pensar nomás, que si ni siquiera para hacerse cargo de eso sirve un padrastro, entonces para qué. Pongamos las cosas en claro: lo que le hayas hecho a ella es culpa tuya y de ella, ustedes se eligieron; ahora lo que no comprendo es cómo puede uno borrarse completamente de la vida de un niño. A ver, a mi papá original lo seguí viendo, desde mis tres años, por lo menos los fines de semana, hasta que murió. A vos, padre adquirido, te viví, te escuché y te saludé todos los días desde los tres como hasta los nueves, diez, once años, no sé, y después, cuando se pudrió todo, la nada absoluta, ni una carta, ni una llamada de compromiso para un cumpleaños, 9
nada de nada. Ya pedirte que me hubieras saludado para el nacimiento de mis hijos, o que hubieras intentado conocerlos, hasta a mí me parece demasiado. Los que tenemos hermanos de distintos padres, sabemos que la convivencia es fundamental para la creación de una relación de afecto real. Si eso les pasa a los hermanos, a los hijos, suponía yo que lo mismo les pasaría a los padres, pero tu caso termina con mi teoría, porque si es por convivir, conviví más tiempo con vos que con mi papá original, y, alejado de los dos, cada uno a su tiempo, recibí mucho menos de tu parte que de la de él. Y si te digo que me dieron ganas de verte, aunque fuera ahora, cuando me enteré, es porque sea como sea en esos años te convertiste en algo para mí. Pero no, ni así, ni en el velorio quisiste que te viera yo ni nadie. Voy a terminar pensando que en realidad nunca me quisiste, je. Porque en el fondo me moviliza, como niño grande crecido a su pesar, como un aspirante a aquel niño del tambor, el derecho irrefutable que tienen los niños a ser queridos. Pero tampoco puedo ignorar que si bien parte del aprecio se construye, no se puede obligar a nadie a querer a nadie y a pesar de mi egocentrismo actual, también cabe la posibilidad de que yo no haya sido un niño querible, simpático, talentoso o lleno de virtudes, o —porque también existe la afinidad— de que nuestras personalidades no hayan sido compatibles y hasta la posibilidad de que directamente no te llevaras bien con los niños, ni propios ni ajenos. Pero en realidad no importa, de verdad no importa tanto eso a esta altura. Hoy me importa la despedida. A veces solo con la comparación se gana claridad. Cuando murió mi suegro, con quien me unía una relación de admiración y respeto fraternal, en la ceremonia de arrojar sus cenizas a la ladera de una montaña se nos apareció un águila que nos sobrevoló como la mejor alegoría poética que nadie hubiera podido pintar sobre una despedida. Mi papá original, después de morir, vino a despedirse de mí en un sueño de manera franca y real: se apareció en un espacio blanco indefinible, los dos estábamos ahí, caminó hacia mí envuelto en un profundo silencio, me abrazó como nunca lo había hecho en vida y siguió viaje. Vos, ni eso pudiste. O ni eso quisiste. Ni siquiera un mísero velorio, Oscar. Ni siquiera te fuiste en serio. Del libro “Adioses, colillas y estocadas” Alción Editora. Noviembre de 2016.
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MARTร N PINUS
Argentina
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ra obvio que el velatorio de la abuela Sara no era el mejor lugar para enterarme de algunos secretos de mi familia, pero ya se sabe, el destino juega cartas muy extrañas con nosotros. El ánimo fluctuaba entre la pena y el alivio, la abuela había estado muy enferma durante muchos años y todos sabíamos de su deseo de morirse. Yo siempre había creído que su tristeza provenía de su larga enfermedad —cuando nací, ella ya estaba enferma—, pero ahora sé que no fue por eso. Mi abuelo Pedro estaba sentado en un sillón y yo me ubiqué al lado para acompañarlo. Su mano se apoyó lánguida en la mía. Por eso, al sentir cómo me apretaba hasta casi hacerme doler, me sorprendí. Seguí su mirada y me encontré con la prima Julia —como no se casó, siempre fue la prima Julia, nunca ascendió al puesto de “tía”—, a quien hacía mucho tiempo que no veíamos. Nadie percibió ninguna diferencia, por supuesto, una pariente lejana venía a presentar sus condolencias, pero yo me di cuenta de que algo había cambiado. Mi abuelo sonreía levemente, como si estuviera en paz. Es más, estoy segura de que se había olvidado de mí y del resto de la gente. Ella se acercó a saludarlo, creo que tenía los ojos llenos de lágrimas. El abuelo Pedro se paró, le tomó la mano y se la besó con una ternura muy perturbadora, por lo menos para mí, muda ante esa escena inesperada. —¿Ahora sí? —preguntó Julia. —Ahora sí —contestó mi abuelo. Julia inclinó la cabeza y, con un gesto casi imperceptible, sacó de su bolso un manojo de cartas atadas con una cinta blanca. —Acá están las que faltan, nunca me dejaron mandártelas. —¿No pasaban la censura? —preguntó mi abuelo. —No, eran demasiado apasionadas —dijo Julia sin sonrojarse y agregó—: cuando termines de leerlas… No pudo completar la frase, rozó el brazo de mi abuelo con suavidad y se fue tan discretamente como entró. Recién en ese instante, él se percató de mi presencia y me miró como si hubiera visto un fantasma. —¿Vas a contarme vos o tengo que preguntar yo? —Sos muy chica para entender. —Abuelo, no soy chica para nada, no digas eso, siempre me contás todo y… —No, esto no. —Por favor, abuelo —le supliqué buscando su mirada. —Está bien, pero es entre vos y yo, ¿de acuerdo? 13
—Sí, claro. Deteniéndose cada vez que alguien se acercaba a darle el pésame, el abuelo comenzó su relato: —Cuando llegué de Ekaterinoslav, hace muchos años, me puse a buscar trabajo y una novia. Trabajo conseguí rápido, pero novia… No era tan fácil en esa época y yo quería enamorarme de verdad… Le pregunté a mi tía Esther, que ya vivía en Buenos Aires desde hacía bastante tiempo. Yo sabía que ella era medio casamentera y que conocía a todo el mundo. Poco después, me presentó a Sara, una chica alta y rubia que trabajaba como costurera y que ya estaba en edad de casarse. Nos gustamos, bueno, ella me gustó a mí por lo menos, y le propuse que fuera mi novia. En esa misma época, del trabajo me mandaron a Comodoro Rivadavia, hacía poco que habían encontrado petróleo y necesitaban muchos obreros especializados. —¿Y qué pasó? —Quedamos en escribirnos hasta mi vuelta y así fue. Lo que yo no supe en ese momento es que Sara se acobardó diciendo que no podía escribir ni dos líneas, entonces Esther convenció a su hija Julia… —La prima Julia… —Sí, la convenció de que ella escribiera las cartas para que el romance no naufragara antes de empezar. Y Julia, aunque tenía solo quince años y ninguna experiencia sentimental, escribió las cartas de amor más dulces que se hayan escrito. Y yo me enamoré perdidamente de la autora de esas cartas, sin saber que no era Sara sino Julia. Cuando volví, no tenía dudas, quería casarme enseguida con esa mujer que llenaba mis noches de poesía. Y nos casamos… —Pero si la abuela no fue la que escribió… —Enseguida, Sara quedó embarazada de tu mamá —continuó el abuelo sin hacer caso de mi interrupción—, yo ya la notaba algo distinta, pero suponía que era el embarazo. Cuando nació tu mamá, Sara me confesó la verdad, ella no era quien yo creía. —¿Y qué hiciste? —Me quedé, ¿qué podía hacer en esa época? Me había resignado a que el amor se encontraba solo en las cartas o en los libros. No tenía idea de quién había sido la verdadera autora, hasta que un día, mi tía Esther, con bastante remordimiento creo, me lo contó. Ella había intuido lo que se había gestado involuntariamente entre su hija y yo, por eso a mi vuelta la mandó a estudiar lejos, a La Plata, para que no nos cruzáramos. —¿Y después? 14
—Después… esa tristeza que se te pegotea y se te hace tan natural que ya ni te das cuenta de su existencia. Pensás que sentirse así es lo normal. Hubo un momento en que casi logro irme con Julia, pero tu abuela se enfermó y me hizo prometerle que me quedaría a cuidarla, que ella no podía vivir sin mí. Y volví a quedarme. El resto de la historia ya la conocés… —¿Y ahora? ¿Ahora sentís que te toca, abuelo? —le pregunté conmovida. —Ahora sí —me contestó. Acarició las cartas y deshizo el nudo de la cinta blanca.
DIANA MARINA GAMARNIK
Argentina
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iejos tiempos. Tiempos de Pelopincho, tiempos de tele encendida solo de doce a doce, con transformador y en blanco y negro, tiempos en los que jugar era lo único que importaba. Con Lili hemos pasado bellos veranos. Había un patio en el fondo, hecho como la casa, a los ponchazos. Apenas un mejorado sobre el cual, como reina en trono, surgía esa pileta donde pasábamos las tardes de calor. Eso sí, después de las cuatro y si la abuela daba permiso al final de la siesta. Lili y yo odiábamos la siesta. Fingíamos dormir y en cuanto la vieja empezaba a roncar, nos escabullíamos para crear mundos futuros, alternativos donde éramos felices, mantenidas, madres de bebés y esposas de hombres famosos según la fama de moda. También soñábamos a ser cantantes ensayando la mímica con un viejo tocadiscos que actuaba de orquesta y un palo de escoba o algo parecido que funcionaba como micrófono. Solo teníamos imaginación. Pero esa tarde algo diferente ocurrió. Nuestras mentes infantiles corrieron hasta la puerta de calle y osamos abrirla sin pensar. La luz iluminó nuestras caritas y así, algo enceguecidas, caminamos primero por la vereda, luego atravesamos la zanja donde vivían las ranas que cazaba mi primo y avanzamos por la calle de tierra. Una cuadra y girar hacia la izquierda. Desde la esquina podía vérselo. Era un colectivo incendiado y abandonado, ideal para imaginar un sinnúmero de escenas. Fuimos hasta allí. Mi prima se sentó en el asiento del chofer que aún estaba intacto y desde allí descubrió que la única puerta que conservaba sana, aún funcionaba. Entonces: —¿Sube señora? —Claro señor chofer. —¿Hasta dónde se dirige? Tome un boleto imaginario de veinticinco centavos. Yo era la señora. Hice mil viajes o más. El juego era agradable y divertido y me perdí en la cuenta de las veces que subí y bajé y siempre era alguien diferente y la conversación también. A veces tenía hijos, a veces era una señora de bien, a veces una viejita que apenas podía escalar los tres escalones y se quejaba de sus hijos o de sus nietos. La puerta se abría y se cerraba y el chofer era muy amable aunque no llegaba muy bien a los pedales y tenía una cola de caballo larguísima. —¿Chofer, es que ha tenido usted un accidente? La parte trasera del vehículo está totalmente destruida. —Sí, señora. El chofer que trabaja en el otro turno dio marcha atrás sin mirar y se llevó por delante un puesto de diarios. Un problema bárbaro porque va a salir caro arreglarlo pero por otro lado bien porque nadie salió lastimado y además leímos durante semanas todas las revistas: el Gráfico, Billiken, Anteojito, Condorito, las aventuras de Isidoro Cañones, Paturuzú, y todos los diarios. Al dueño del puesto el 17
Presidente le regaló un puesto más grande. —Ah. Qué bien señor colectivero. ¿Y quién es el Presidente? —No recuerdo el nombre pero es un señor de uniforme, con bigotes y pelo negro, flaquito, que siempre habla en la televisión con otros dos que visten parecido. Me parece que tiene el carácter podrido como mi abuela. —Señor chofer, tal vez si mira para atrás verá venir a la dueña de la terminal de colectivos. ¡¡¡LA ABUELA!!! Gritamos al unísono. Como un camión con doble acoplado a punto de atropellarnos, ella avanzaba en línea recta, dándose impulso con ambos brazos. Arrastraba sus zapatillas generando un efecto de cohete espacial casi a punto de despegar. Y de la cara mejor no hablar. Nos quedamos paralizadas. Lili no podía bajarse del enorme asiento y yo casi bajé de una los tres escalones que me separaban de la calle de tierra. Vociferó y vociferó pero el susto nos impidió comprender qué decían sus palabras. Recorrimos el camino de vuelta a la casa en un segundo. En el camino nos decía que qué nos creíamos, que cómo nos subíamos a un colectivo incendiado lleno probablemente de bichos invisibles que provocarían grandes males a nuestros jóvenes cuerpos y al de nuestros descendientes por el resto de lo que le quede de existencia a la humanidad, que cómo nos íbamos tan lejos y solas siendo tan chicas y sin permiso y que no iba a haber ni dibujitos en la tele y que iríamos a la pileta solo para lavarnos los cabellos. LAVARNOS LOS CABELLOS, qué horror. Y así fue porque ella se encargó, batón de por medio y detrás de sus lentes cuadrados, de controlar que cumpliésemos con el castigo para que nunca jamás de los jamases en nuestra vida futura volviéramos a desobedecer a nuestros mayores.
MARINA SOSA
Argentina
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A la palabra misterio del poema “La Gran salina de Zelarrayán”. A mi amiga Ayelén que me dice que soy un embole y que tengo que tomar más birra.
28 de abril de 2018, Madrid
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iego me dijo que los que nos venimos a vivir, en realidad, nos quedamos en el medio del océano. Hay gente que vive en cualquier lugar y eso no le significa ningún problema, hay gente que siempre vivió en un lugar y nunca sintió la necesidad de moverse y también hay gente que nunca vivió donde vivió, que siempre estuvo viviendo en otro plano, es esa gente que nunca se ha sentido cómoda, que no ha logrado acomodarse a una tierra ni a la vida en términos generales, sería algo así como una extranjería innata. A mí me pareció que lo de vivir en el océano era válido para él y era válido para mí al menos en ese momento, la diferencia era que él había llegado hacía diez años y yo solo hacía tres meses. Bolaño dice que debemos escribir no para publicar sino para conocernos mejor a nosotros mismos. Aquí voy a escribir sobre Diego varado en medio del océano hace diez años para poder entender mejor cual es mi relación con la tierra y con el amor como un lugar al que no termino de llegar nunca. Cuando llegué a Madrid conocí a un italiano, Nunzio, solo le voy a dedicar un párrafo, este, y luego solo funcionará como un punto de referencia. Nunzio se enamoró de mí en el primer minuto y yo desde el primer minuto supe que no me enamoraría nunca de él. Me gustaría saber por qué con unos sí y con otros no, ese tema me desvela. ¿Por qué simplemente no podía quererlo a él? Digo, para aprovechar su amor que ya estaba dado. La primera vez que nos acostamos, Nunzio me besó bocha, me besó como si yo fuera la primer mujer de su vida y como si esa fuera la última noche que me vería. A esa altura yo supongo que él ya sabía que yo, por más que él se esforzara, no lo iba a querer nunca. Tuvimos algunos encuentros más pero desde ahí, todo se disolvió en menos de un mes. Pasó poco tiempo hasta que lo conocí a Diego, demasiado poco tiempo, eso es algo sobre lo que también tendría que reflexionar y sin embargo no lo voy a hacer. Diego es el argentino del océano. Desde el inicio quiero ubicar lo importante que es y lo primario que es el fracaso de la comunicación. El mismo día en que nos conocimos le dije: mirá Diego a mi casa no vas a venir. Diego vino a mi casa. Luego le dije: Diego, escuchame, yo no voy a cocinar para vos y vos no te vas a quedar a cenar. Y esa noche cociné para él y él se quedó a cenar. Pasada la cena y totalmente convencida le 20
explique: mirá Diego, quiero que sepas que acá no te vas a quedar a dormir bajo ningún punto de vista por esto, esto y esto. Por supuesto, Diego se quedó a dormir. Dale nena, nos desnudamos, pero no cogemos, me dijo. A ver, que quede claro, entre coger y no coger yo siempre prefiero coger, no tengo muchas dificultades en ese plano, pero esa semana me sentía muy débil y sabía que debía reflexionar sobre la experiencia de Nunzio antes de poner el cuerpo en otra escena. Esa noche nos desnudamos y Diego me besó tanto como me había besado Nunzio la primer noche y me dijo: nunca nadie te besó tanto como yo. Los hombres quieren ser los únicos, los primeros y sin embargo se la pasan diciendo que esa pretensión es nuestra. Yo por las dudas no aclaré nada. Pero esa noche, yo sentí que a Diego lo deseaba como no había deseado a nadie nunca en el mundo mundial de todas mis vidas. Es curioso como la experiencia se actualiza y da por tierra a todas las experiencias anteriores y eso que te pasó varias veces (en mi caso no tantas) aparece allí con la fuerza de la vez única, primera, e intergalácticamente superior a todas las anteriores. Eso también es algo sobre lo que quiero reflexionar. (*) Últimamente me he sentido una mujer muy aburrida, muy reflexiva, como densa. El otro día fui a una Jam de poesía y vi a una chica que hablaba con un chico y este chico mientras la escuchaba miraba lo que pasaba detrás de ella, como en un gesto de indiferencia. Y la chica, que en ese momento a mí me pareció Dios, le dijo: Oye, tú preguntar yo contesto y tú no mirar ¿Qué os pasa? El chico apenas pudo titubear algo y se fue, yo por mi parte abrí una nota nueva en mi celular y escribí: mirar a la gente a la cara, decir lo que me plazca aunque no resulte amable, tengo que dejar de ser complaciente con la pavada del otro, eso también es ser una mujer. Bueno, toda esta anécdota es para decir que soy una mujer que tiene cosas para cambiar pero que como no puedo cambiarlas de un día para el otro voy a empezar cambiando algunas palabras. En este caso voy a cambiar el verbo reflexionar, que es un embole y que me hace parecer una pesada y que además ya lo repetí como cinco veces; por la palabra birra. Entonces, lo de la experiencia que anula a la anterior y que se vive como si fuera la primera vez es algo sobre lo que quiero birra seriamente. Y además, en esa línea, me pregunto: ¿cómo es posible amar a alguien, o saber que vas a amar alguien, desde el primer minuto? A mí esa sensación me agarró tres veces en la vida: con Gonza en la playa, con Enrique en la plaza y ahora con Diego en la parada del metro Avenida Guadalajara. Por el momento no sabría dar cuenta de esto pero que conste que aquí dejo la pregunta planteada sobre la cual debo birra un montón.
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Y ya me perdí, es que volví al párrafo anterior (*) para intercalar la anécdota de la chica de la Jam sobre la que pienso debo aprender y me quedé pensando en ella. No recuerdo su nombre, iba vestida de una manera en la que yo no me vestiría nunca y al final de todo ella recitó un poema en polaco y ahí a mí me dieron mil millón de ganas de que ella fuera mi amiga. Diego. Hablaba del amor que sentí por Diego desde el primer momento. Esa noche, cuando él quiso coger conmigo, yo no sé por qué, me negué. Entre la calentura que teníamos los dos y entre toda la birra que yo tenía encima por lo de Nunzio, todo se nos fue de las manos. Solo voy a recortar dos cosas de esa situación porque entiendo que no podría explicarla toda. Una: él me dijo: Sos una putita promiscua. Dos: yo me puse a llorar como una nena que siente mucho odio porque se da cuenta que el mundo es una puta mierda y que a su vez intenta aguantarse el llanto para no demostrar su debilidad pero que no logra contenerlo y que cuando finalmente llora no llora por la bronca que le agarró recién sino por todas las putas broncas que le agarraron en la vida y que se le acumularon y más aún, no llora por esa acumulación sino que llora porque es en ese mismo momento en el cual descubre que el dolor es algo que no se va a ir nunca. Esa noche Diego me abrazó, me besó, cuidó de mí y eso para mí fue como un sanguche de milanesa con papas fritas en una balsa en el medio del océano junto a él. Todo lo que siguió lo voy a resumir en este poema y todo lo que espero de este poema y de todos los poemas del mundo, es que no sea un poema definitivo. Ahí va: Mi llanto angustiado el día en que te conocí el helado de palito en el bosque ese pedacito de chocolate que me diste del tuyo que te enfermaras conmigo solo para verme cuidarte todo tu miedo junto a todo mi miedo que me pidas que te abrace así volver caminado de la peluquería que me digas: dale nena, contame cosas irte a buscar a tu casa para que vengas a la mía el cuento de la vaquita por la mañana que traigas la compu para ver una peli mis ganas de escribirte este poema. Ese momento en el que te abracé mientras fumabas un cigarro para estirar la despedida. 22
Luego del amor el miedo la birra la desconexión el no aprender nunca de la experiencia el bosque abrazarte así el cuento un cigarro este poema el mal plan y más miedo y más birra y más desconexión
AGUSTINA MURILLO
Argentina
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os copos de nieve van cayendo con un retrato bello, frío y simétrico. Miro el cielo pero no discierno nada y recuerdo la sutil y mortífera estrategia del hielo, del frío que siento. Al ver que un copo no es uno sino cientos, y cientos de miles de varios millones que caen de la penumbra al suelo y se posan en la nieve portando insipidez. Se desliza mi trineo con mucha agilidad, ha sido un recorrido largo pero por fin ha llegado ya el momento, no veo ni oigo pero lo siento. Pareciera que fuera un paisaje empinado hasta el infinito porque no me jala ningún grupo de perros, y no sé en qué sentido estoy yendo, pero dentro de mí va en aumento el calor y siento el vínculo de planetas, estrellas que viajan por encima y en torno mío. Cansado no estoy y por primera vez tampoco apurado, sé qué tengo que hacer y no daré lugar a opción más que a lograrlo, todo mal de mí he purgado y los límites he acribillado, un canal sin agua se abre paso delante de mí para llenarlo. Y mientras pienso, mi trineo se balancea de lado a lado, tanto así que parece que moriré y me preparo para evitarlo. De pronto, logro volver a enderezarlo y noto que el ritmo al que iba disminuye y mi nave va parando. Al frente se descubre una caverna, la boca de una caverna, de piedra azulada y nieve con hielo afuera. El frío es lo de menos, ando cada vez más caliente por dentro, irradiándolo por fuera. Así que desmonto mi vehículo y me adentro, iluminándome con la luz que desprenden las yemas de mis dedos, sin miedo ni recelo. Camino a través del suelo agrietado y contemplo en las paredes celestes atenuadas distintas pinturas. Las reconozco como partes progresivas de una historia, con símbolos y dibujos que se descubren conforme voy avanzando y va desenvolviéndose un relato. Se trataba de la soberana incandescente, que gobernaba con rigor como el verano y era ensueño de todo aldeano. Justa y llena de vitalidad, gobernaba con una estrategia de antaño, que usaban los dioses y omnipotentes previos a ella en aquel reino. Pero ya hacia el final, la pintura contaba que una mezcla de emociones, sentimientos y sensaciones, y no poder discernir entre ellos, la llevaron a un estado de frío intenso y poco a poco fue abstrayéndose en su alcoba, también dentro de sí, hasta tal punto que los veranos abandonaron el reino y la nieve lo invadió todo. El invierno prolongado fue la muerte del vigor del pueblo. Ya no había cultivos que cosechar ni alimento que comer, menos aún un sol que permitiera florecer la aurora y el atardecer. Todo dejó de crecer. Se marchitaron los colores que una vez pintaron un pueblo ocupado y creciente, cuyos ciudadanos se congregaban a observar el poniente y celebrar la vida y el gobierno ardiente. Me impactaron algunos de esos detalles, ya conocía la historia pero no todas las 25
partes. Sin más, seguí andando. Ahora mis pasos eran pesados, acompañados de una determinación mayor y más ganas de hallarlo. Debajo de mí el piso se volvía cada vez más frío pero yo me encontraba cada vez más caliente, dejando un rastro de agua conforme me adentraba. Seguí y volteé por un ángulo cerrado en aquel pasaje, quedando boquiabierto con aquello que me topé. Era un cristal de hielo macizo que se erguía a un par de metros sobre el nivel del suelo, y dentro de él se encontraba contenida la reina. Lo supe apenas la vi, aquella melena y labios como cordilleras inconfundibles eran. Su piel era de color azulado, probablemente por el frío, y se notaba la pena en su rosto dentro de la rigidez en la que se encontraba. Sin pensarlo dos veces, me dirigí hacia adelante y presioné el hielo con ambas manos. Poco a poco se fue derritiendo, despidiendo vapor y sonando. Me puse a trabajarlo minuciosamente, derritiendo por aquí y por allá sin saber el resultado que obtendría, pero no importaba, aquella diosa sería mía. Entonces su cuerpo fue descubriéndose, y con mucho cuidado fui liberando cada centímetro con el calor que aumentaba más dentro de mí y que mis manos emanaba. Por fin, después de horas de trabajo, logré descubrirla por completo y se encontró tendida sobre mis brazos. Miré su rostro apenado, sus labios morados y me rehusé a sentir pena. Al contrario, mi propósito inicial prevaleció firme y decidí inyectar vida y felicidad en aquella figura que una vez fue cálida y radiante. Así que me acerqué a ella y la besé. Nuestros labios se entrelazaron y sentí el agua que se desprendía, también cómo viajaba la energía y la inundaba, pero no me drenaba, me enriquecía. Por un momento me sentí poderoso y lleno de vigor, y fue entonces que sentí su calor. Fue cambiando el color de sus dedos, rostro, y comenzó a levantarse ligeramente su torso. Me desprendí un momento para dejarla recobrar el aliento pero luego seguí con el proceso, dándole, ahora robándole, muchos besos, y nuestro calor iba creciendo. Me encontré sumergido en el éxtasis infinito que traen el logro de un objetivo y el amor, cuando sus ojos planetas se abrieron repentinamente y me reconocieron. No pronunciamos palabra, pero de alguna manera supimos que una vez fuimos, y que ahora éramos, y qué sería lo que haríamos. Nos besamos apasionadamente de nuevo y el mundo se sintió como fuego, como un viento cálido para emprender vuelo, y en nuestros oídos resonaba el efecto gaseoso del agua evaporándose y de agua corriendo de nuevo, llenando el canal que había sido hielo. Abrimos los ojos. Sus planetas se posaron en mí y me deslumbraron con un destello lleno de vida. Volteamos, y a nuestro alrededor un paisaje despejado, un campo que se extendía hasta donde la visión daba abasto y, en el borde, un poniente rosáceo que se despedía de nosotros y que a su vez era cruzado por algunos 26
pájaros. Un cántico lejano llenó mis oídos y supe en ese momento que había logrado mi cometido, el sol había salido.
RODRIGO MARTINOT
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o sé si mis orígenes descansen en la pureza de una raza o sea producto del mestizaje asolapado. Sea como fuere, tengo prestancia, altanería y la rebeldía heredada de mis padres. Por otro lado me considero inteligente y perseverante. Y por si fuera poco, a veces peco de empeñoso y voluntarioso. Al fin y al cabo podría decir, con poca modestia, que estoy encaminado a superar mis aspiraciones. En relación a este último punto, reconozco hidalgamente que ocasionalmente me he equivocado y, aceptando mis errores, no me queda más que seguir adelante. El mundo, tal como lo encaro, no está lleno de sorpresas sino de desafíos. Por ejemplo, diariamente hay que sobrevivir y llegar a la noche con el estómago lleno para descansar y quedar listo para la odisea del día siguiente. Es muy fácil cuando no falta comida, abrigo y palabras cariñosas. La mañana arranca diferente si una mano amistosa te brinda caricias o te susurran frases animosas. No es que me deprima o abata por la aspereza de la vida que llevo, simplemente estoy cansado y aburrido con esta letanía constante. Procuro no traslucir mis sentimientos para no despertar sospechas y muestro el talante animado. Al respecto, hoy amaneció diferente y acepto que me ilusioné más de la cuenta. Este sentimiento escondido se manifestó al estar parado en una de las bocacalles de la plaza Central. Andaba escondido entre los puestos de periódicos cuando ocurrió. Siempre me cuido de no ser empujado por la mala leche de personas agresivas e intemperantes y el instinto proverbial que corre por mis genes me protege del descuido apurado de los vehículos imprudentes. Debo aclarar que no me enseñaron a leer ni escribir pero la fuerza de la experiencia y lo escuchado en las esquinas me han permitido reconocer, ubicar y orientarme en esta selva de cemento. Por eso puedo identificar el lugar donde lo conocí. En el paradero en cuestión se dio el hecho que cambió mi rumbo. Me percaté de él a través de la luna del ómnibus que lo transportaba. No puedo precisar el motivo de su mirada prolongada y menos la calidez de su sonrisa. Cuando procesé estos gestos, la unidad ya estaba en marcha con dirección a la avenida Principal. El bullicio y atolondramiento de la gente me distrajeron y lo perdí de vista. Al menos tuve una señal del destino y supe que nuestros caminos se entrecruzarían inevitablemente. Me resigné por la falla cometida y prometí esperarlo en un sitio más tranquilo. Esperanzado que esa fuera la ruta hacia su casa, al día siguiente lo aguardé más abajo, en el cruce con La Reserva. Soporté el rigor invernal en la puerta del chifa que se luce en una de las veredas y, para mi desgracia, solo vi su mano haciéndome adiós. Fue el segundo contacto visual y mi decisión ya estaba tomada. 29
Definitivamente el señor vivía más al sur, en alguna calle cercana a la avenida Transversal, tal vez en Macarena, y debía conocerlo para que me explicara la buena voluntad mostrada. El mediodía me avisó la urgencia de comer y ahí empezó el duelo postergado por la emoción de haberlo visto. Rastreando una huella misteriosa e indescifrable, mi espíritu indomable me llevó hasta los acantilados de Mar Grande. Era la primera vez que pisaba esa zona y el aire marino, mezclado con el desagradable olor de los basurales, me lastimó la nariz. Con tristeza recordé los años juveniles en La Pradera, en donde la pureza del viento seco y oloroso a árboles me marcó desde pequeño. El carácter rufianesco de Crispín me obligó a dejar ese paradisiaco lugar, desterrándome a la incertidumbre, sufrimiento y universidad callejera. No guardo rencor al malhadado reciclador y hoy asimilo sus motivos. Cuando el desgraciado no pudo sostener a la familia, nos trepó a su triciclo para dejarnos al borde del río Seco. Un huayco arrasó su casa y me alegré un poco. No soy malo ni malagradecido, solo pretendo ser sincero y aquilatar el suceso en su justa medida. Lo que nos hizo, en mi modesta opinión, no tiene nombre. Sin ápice de compasión y olvidando la relación que mantuvimos, nos trató como salvajes y se aseguró que estuviéramos lo suficientemente lejos para que no regresáramos más. La buena fortuna nos acompañó y salvamos la vida. Yo hubiera podido regresar pero no le di el gusto de verme pedir refugio o comida. En cambio, la pobre Mocha fue más valiente y, cogiendo a sus dos hijos, lo mandó a la mierda en el mismo sitio donde nos dejó y lo maldijo eternamente. Yo traté de calmarla y, deseándole suerte con la carga familiar, me separé para nunca más volver a verla. Supongo que vio mi espalda perderse en la Carretera Central y a lo mejor me incluyó en sus maldiciones. No volteé ni me tembló la piel con lo que acababa de hacerle. Era solo un asunto de supervivencia y salir adelante como se pudiera. La bajada de Mar Grande me atrae como un imán poderoso. El solo ver sus dos lenguas asfaltadas me escarapela el cuerpo y siento que el embrujo yace al pie de los acantilados. Bajo con cuidado porque el tráfico a esa hora ha arreciado. Me cuido de pegarme al cerro para esquivar a los carros y el sonido de las olas reventando en los espigones resulta aterrador. Nunca he visto el mar y me considero un citadino medio serrano. Con pasos agitados y preso de angustia llego a la pista que corre paralela a la costa. Miro a ambos lados y, estando seguro que puedo cruzarla sin riesgo, me lanzo a lo desconocido. Las piedras de la playa no se parecen a las de La Pradera. Son más filudas y ásperas. Las callosidades de mis plantas son tan gruesas que podría caminar sobre vidrios y me harían cosquillas. En frente de mí, el océano imponente se 30
despliega en esa mañana brumosa. El desfile incesante de camiones cargando desmonte llama mi atención. Al fondo puedo distinguir pescadores improvisados en cámaras de llantas y uno de ellos sale del mar con un manojo de pescaditos marrones. Me encuentro fascinado con este ambiente, ignorado por mí y descubierto al buscar al señor de gestos amables. Los aromas son errantes y cambiantes con la dirección del viento y los sonidos extraños repiquetean en mis oídos. Todo me parece irreal, mágico y desconcertante. Estoy embobado con las maravillas que se muestran frente a mis ojos cansados y sin embargo no dejo de agradecer a la casualidad el haberme permitido llegar hasta acá. De pronto escucho pasos pesados acercándose por atrás. Me inquieto con la pisada firme de las botas que se aproximan. Volteo y mi corazón se acelera. El señor de las calles avanza mirándome fijamente. Siento un poco de temor y las dos sonrisas que me regaló son distintas. Sé que me analiza, si cubro sus expectativas, si soy en verdad tal como me miró por las ventanas. Chasquea los dedos como si llamara a un perro. Mis orejas gachas se mueven hacia atrás y mis ojos lánguidos se achinan con su rostro sereno. Me olvido de mis principios y vuelvo a ser el de antes, el original. Si pudiera hablarle le diría que me llamo Rufino y mucho gusto de conocerlo, señor.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
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Maliba, apenas logró pegar un ojo, el sueño la atrapó de manera sádica haciéndole revivir su vía crucis, su infierno. Unos minutos después se despertó gritando y sobresaltada. Como ya se había hecho habitual, esta iba a ser otra noche de crudo insomnio. “Ni un soplito de aire, ni uno”, dijo, y no supo por qué lo había dicho, porque hacía mucho tiempo que no le importaba nada que tuviera que ver con la realidad circundante, con el mundo exterior y, mucho menos, con el clima. Sí, hacía muchísimo que todo había dejado de interesarle. Había perdido la esperanza de recuperar la cordura y se había dado, ella misma, por desahuciada, así que… ¿qué coño importaba si hacía calor y no corría el aire, o si hacía frío; si era de noche o era de mañana?, no importaba un carajo. Se sentía débil, muy débil, cansada, harta. Se levantó y se miró al espejo, y vio una mancha hedionda, pútrida, nauseabunda, y pensó que algo así no merecía existir. Aquel iba a ser su último día en el mundo, acababa de decidirlo, no podía aguantar más. Hacía un mes que había salido de la Casona y seguía tan esquelética como siempre; allí le obligaban a alimentarse, pero en casa no tenía ánimos para cocinar ni comer. Bueno, tampoco es que se le pudiera llamar casa a aquel cuartucho sin ventanas donde apenas cabía el canapé donde intentaba dormir. Aquello, más que un cuartucho, era el tonel de Diógenes. Un mes fuera, un mes, y seguía con la misma depresión. ¿Para qué quería ella seguir viviendo, para qué, a ver? No le quedaba nadie. Sus padres hacía mucho que habían muerto, y su hermano se había ido en aquella balsa endeble, aborrecido de todo y de todos, y nunca más había sabido de él. Julito, su novio, la había dejado… Pero cómo no la iba a dejar si, cuando él iba a visitarla al hospital, ella se negaba a mirarle a los ojos o a hablarle, y mucho menos le dejaba que tuviera ningún tipo de contacto físico. Cuando él intentaba cogerle la mano ella comenzaba a gritar completamente fuera de sí. Desde que lo veía aparecer por la puerta se ponía a temblar como un ratoncillo indefenso ante las garras de un gavilán. ¿Qué hombre la iba a desear comportándose ella de esta manera? ¿Y a qué hombre iba a desear ella si no se deseaba ni a sí misma? A ninguno. Después de regresar de la guerra, después de aquello, siguió sintiéndose sucia, tan sucia, tan terriblemente sucia, que no quería acercarse a nadie ni que nadie se le acercara. Solo había aceptado la compañía, alguna que otra vez, de Eladio, porque siempre había tenido una buena relación de amistad con él. No se habían conocido en la guerra, se habían conocido desde pequeños, pero la guerra y las desgarraduras de la guerra los habían juntado de nuevo en la Casona, esa Casona de la que ella había salido y de la que hubiera preferido no haber salido nunca. Ella ya estaba allí cuando él ingresó. A Eladio la guerra le había dejado sin mujer, y no había forma de que pudiera superar aquella 33
pérdida, estaba completamente desolado y había estado, además, a punto de perder la vida sepultado por una montaña de escombros. Ella, Maliba, cooperante civil en aquella época en que cumplió la misión, había caído en manos del enemigo, y había sido violada cada día de los que duró su cautiverio. 46 días, 6 horas y 20 minutos, para ser exactos, en los que dejó de ser humana para convertirse solo en un trozo de carne, o, mejor dicho, en una vagina y un montón de huesos que ni sentían ni padecían. Cuando la rescataron estaba completamente ida, apenas lograba articular palabra, solo emitía ininteligibles balbuceos. La devolvieron a la Isla y tuvieron que internarla en Masorra; un año después recalaría en la Casona. Para ese entonces ya había desarrollado aquel delirio que la mantenía viva: ella era la Doctora Maliba Requena, y estaba allí para ayudar a los demás. Pero aquella fantasía le duró poco, quisieron curarla a toda costa y, a veces, hay males que no tienen cura, están tan arraigados, tan enquistados en cada resquicio de tu interior, que sus abscesos, duros como piedras, crecen y crecen y crecen y pesan y pesan y pesan, hasta que te van dejando inmóvil, sin ganas de nada, sin ganas de vivir, en una quietud de estatua, en una inmovilidad perenne. Así se sentía ahora Maliba, así se empezó a sentir después de las sesiones de choque, de los electroshocks, de las terapias de grupo. Cuando dejó de ser, cuando la obligaron a dejar de ser la Doctora Maliba, dejó de ser algo y se convirtió en nada, en vacío; paradójicamente, en un vacío pesado, como de plomo, que la fue hundiendo en las profundidades abisales, en la oscuridad. Hoy esa oscuridad sería perpetua. Se levantó despacio, se acercó a la mesilla donde tenía el reverbero, cogió la botella de alcohol, se lo echó completamente por encima de la cabeza, prendió una cerilla y se inflamó. El dolor interno era tan fuerte, su mente estaba tan fuera de sí, tan enajenada, que el fuego le pareció una tímida caricia sobre la piel. Allí se quedó, estática, de pie, en combustión continua, como un pájaro de fuego, como un Ave Fénix, pero como un Ave Fénix que nunca resurgiría de sus cenizas.
Ovidio Moré (Osvaldo Moreno)
Cuba
Página WEB: https://piramideacostada.blogspot.com.es/ Ilustración:
LOLA Rodríguez
Barcelona
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onforme pasan las semanas y meses esto se enreda cada vez más y se convierte en un nudo gordiano de drama y humorismo negro. Dada la situación, celebro conservar, aunque sea en momentos, el buen ánimo que me ayuda a sobrellevar esto y a veces hasta hago bromas de mí. Mis familiares me observan con detenimiento y cruzan sus miradas para interpretar sus diagnósticos o pronósticos. Por la cara que hacen, las cosas no marchan bien. Como que van midiendo si mejoro o empeoro. Y todos los días, a cada rato, me ponen a hacer esos raros ejercicios orales y escritos. No entienden que no me duele nada que no sean los achaques propios de un anciano de noventa años. No, ochenta y cinco. Lo mismo da si son ochenta, noventa o cien. Yo hago como que no los veo ni los oigo y ellos creen eso: que no me percato de mi entorno, que no tengo conciencia. Esta enfermedad sirve, en parte, para saber en verdad quién es quién. Ya tengo agrupados en mi lista mental a los hipócritas, a los oportunistas, a los interesados, etcétera. Aunque reconozco que en una lista muy breve registro a la gente que vale la pena. Es fácil memorizar los nombres de la gente respetable. La otra relación, la de los nefastitos, uf, es kilométrica. Condición humana, al fin. Ese primo, por ejemplo, cree que el dinero que me debe ya es asunto olvidado. Lo que no sabe es que el pagaré ya está en mejores manos que las mías. Cuando viene a visitarme se despide con un hipócrita “espero que ya pronto mejores, ya verás que tu enfermedad tiene remedio, mi primazo”. Apenas lo veo entrar a mi cuarto y me hago el ausente, como si estuviera en mi cama un bulto próximo a encaminarse al panteón o al horno crematorio. Me pongo inmóvil, rígido, como si estuviera congelado, dejo la mirada perdida y pongo mi mejor cara de idiota, que dicho sea de paso cada vez me sale mejor y sin esfuerzo. Baboso primo, sabe que no tengo remedio. Si lo dijera de buena fe, con sinceridad “te veo muy bien”, hasta la deuda le perdonaba y más que está bien amolado por pendejo y huevón. Hace días estoy hospedado en este hotelito. Sí, ya sé que me buscan, o al menos eso creo. Lo interesante será saber para qué me buscan unos y otros. Unos andarán locos indagando por mi paradero, ya se habrán dado cuenta que aún no firmo mi testamento. Otros, tal vez tengan conmiseración, por no decir lástima, y desinteresadamente se preocupen por mi bienestar. En este encierro voluntario estoy tratando de recordar sucesos recientes y algunos lejanos. Se me dificultan más los primeros que los segundos. Me he preparado para tratar de entender —hasta donde se pueda y mientras se pueda—, la situación que ya empezó no sé cuándo y que se avecina como una terrible 36
tempestad. Un cáncer hubiera sido mejor. No, nada de eso: mejor un infarto fulminante y adiós mundo cruel. He leído mucho al respecto de mi enfermedad y he visto una docena de películas comerciales que con melodrama abordan el tema. No han faltado los asiduos documentales científicos ilustrativos, mismos que me deprimen ante la falta de alternativas. Solo queda, después de un sinfín de consultas médicas, tomar la medicina y dejar que las cosas ocurran. En última instancia son otros los que se deben preocupar. A mí todo se me empieza a resbalar. De haber sabido que esto es relativamente cómodo hubiera sido mejor vivir así siempre: sin angustiarme por nada. Sin saber nada de nada. Sin tener conciencia. No, nada de eso, qué tonterías digo. Ni que fuera un animal. Toda la vida me preocupó conservar el trabajo, dar mis clases en la escuela de contabilidad, atender mi despacho, educar a mis hijos, ser una persona honorable, atender mis obligaciones. También debo decir que disfruté amistades, viajes y vivencias gratas. De todo. Bien decía aquél maestro que el ser humano se ocupa y preocupa de dos temas: buscar la felicidad y darle sentido a la existencia. Y en eso se va toda la vida. Pero ahora eso no tiene ningún sentido. Da lo mismo. Y más ahora da todo igual, porque el diorama de la vida se va fundiendo como un caleidoscopio de figuras caprichosas. Me gustó esta frasecita, la voy a anotar antes que se me olvide. Creo que ya no tengo dinero para seguir refugiado en este cuarto, además ya me enfadó comer las porquerías de alimentos chatarra que me acerca el portero del hotel. Ya es tiempo de salir a que me dé el aire y dejarme ver por la familia. Bueno, ellos dicen que son mi familia. No sé si aún tengo medicina. Ya no sé nada. Se me está terminando este instante mínimo de lucidez. Estoy hecho bolas, todo se me enmaraña en la cabeza, no sé si estoy soñando y los sueños se me enredan. Mejor voy a casa antes que me regrese la oscuridad en la mente. Esa maldita oscuridad en la que de pronto brotan pequeñas luces que trato de retener en mis ojos, en mis manos, en mis recuerdos, en mis sentidos atrofiados, en lo que me queda mínimamente de raciocinio. ¿Demencia senil? Sí, eso es lo que me está pasando. Ya no sé dónde estoy ni qué debo hacer. Tengo mojada la ropa. He defecado en la recámara. Esto apesta. ¡Esto es una mierda! ¿Quién me embarró de mierda? —No te preocupes, enseguida te ayudo a asearte. No pasa nada… No es necesario que grites. Todo está bien. —Lléveme a mi casa, sáqueme de este inmundo cuartucho de hotel de mala muerte. Aquí me tenían secuestrado y sin comer. ¡Malditos narcotraficantes! —Ya, abre la boca, toma tu medicina, te hará sentir mejor. Y también te toca la inyección. Y vamos a la regadera. Todo está bien. Mañana vendrá a cuidarte Gloria, sí, 37
tu hija Gloria, Goyita, y no me digas que no te acuerdas de ella. Vendrá Goyita, tu consentida, debes ponerte contento ¿no? —Infame secuestrador, suélteme, ¡no me toque! —Tranquilízate papá, soy yo, soy Alex, tu hijo, tu hijo, entiende, ¡soy tu hijo!, no te voy a hacer ningún daño… Te voy a bañar y luego comerás. —Qué hijo ni qué nada, no sé quién es usted, de seguro viene por mi dinero. ¡Suélteme! Ya no me tengan prisionero, ya no tengo dinero, mis hijos me esperan y tengo que ir a trabajar. Nunca he llegado tarde a la oficina. ¡Alto, no me vaya a inyectar, maldito médico asesino! —Mírame, soy tu hijo. Trata de recordarme. Ve mi rostro. No te exaltes porque te hace daño. Mírame bien, soy Alex. Vas a estar bien, deja inyectarte, es por tu bien. Sí, así, muy bien, tranquilito, eso es, no te va a doler, vas a sentir nada más un pellizquito. Todo está bien, te voy a bañar con agua calientita, te daré de merendar y luego dormirás muy a gusto. Sí papá, así, así, muy bien… descansa. ¡Maldito Alzheimer! Te amo, papá. Del libro “Cuentos de locuaces, enamorados, etílicos y ocurrentes”
JUAN IRIARTE MÉNDEZ
México
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l yo nacer (esto no lo supe entonces) mi padre recién llegado de una de las tantas Campañas del Norte no reconoció su paternidad y mi madre, sumisa de amor obediente, renegó de mí y me dio a un ama. Los que por entonces me vieron, creyeron que yo era una arrimadita de la casa. A los veinte formé pareja y creo que fuimos felices en esos años turbulentos. Eran los tiempos en que Peñaloza defendía las fronteras y mi marido, sombra leal de la victoria, era el principal de línea. Una tarde me trajeron una chaqueta en hilachas, su sable y la bandera patria. De aquel hombre valiente me quedaron mis tres hijas. El tiempo ha traído la calma. La chacra tuvo que ser dividida en tres solares y mis hijas, honrosamente, han armado familia. Muy de tanto en tanto puedo ver a mis nietos jugando entre los frutales. En su inocencia me dicen Meca pero ignoran que soy la abuela. Mis hijas siempre dijeron que soy una arrimadita de la familia. Mi nombre no tiene importancia.
RICARDO BUGARÍN
Argentina
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lla apretaba el botón del baño de servicio, pero el agua no corría. Se subió la ropa interior e intentó de nuevo. No había caso. Levantó la tapa del inodoro y probó por última vez. —¡Amor! —gritó por costumbre mientras seguía apretando, una y otra vez, casi de manera desesperada—. ¡Amor, vení un ratito! No recibió respuesta. Volvió a llamarlo. —¡Gordo, vení que no sale agua del inod...! —alcanzó a decir, cortándose en seco antes de terminar la frase. Supo que había cometido un error. —¿Qué pasa? —escuchó que él preguntaba a medida que se acercaba. Miró la tapa y la bajó de un golpe. Sin darse cuenta, empezó a morderse la piel alrededor de las uñas. Él abrió la puerta. Miró a su mujer y luego al inodoro. «¿Para qué venís a este baño? Usá el otro», rezongó. Ella no dijo nada. Levantó la tapa de la mochila y miró su interior. Se agachó para revisar el caño que se embutía en la pared. Parecía que estaba todo en orden. Se puso de pie. Abrió la canilla del lavatorio. El agua salía normalmente. La cerró. Y sí, de nuevo no cargaba agua la mochila. Apretó el botón un par de veces para cerciorarse de que el mecanismo funcionaba. Apoyó la mano en la tapa de la taza, como para levantarla, pero se detuvo. —¿Qué? —le preguntó ella, como atajándolo. —No carga —dijo él y señaló el inodoro. —Ya sé —contestó ella—. Pará, ¿querés desarmarlo? —No, seguramente debe ser la llave de paso. El plomero tocó eso la última vez. —Se tiró en el piso y giró varias veces la perilla—. Mirá, baila. —No toques, que no sabés lo que estás haciendo. —Baila; gira en falso. —Dale, dejá —dijo ella y lo tocó con el pie—. Nos va a terminar saliendo más caro. —Es de noche, no vamos a volver a llamar al plomero por esto —dijo él mientras se levantaba—. Además, es una boludez. —¿Sabés qué tenés que hacer o no? —Ahora lo llamo a mi viejo y le pregunto. —No, llamemos al plomero —dijo ella—. Algo no funciona. —Te dije que puedo hacerlo yo, dejame llamarlo —contestó él. Salió del baño para buscar el teléfono. La chica se sentó en el borde del bidet. Se llevó la mano a la frente y la deslizó por su pelo. Cruzó las piernas. Empezó a balancear el pie que no estaba apoyado en el suelo. Respiraba un poco agitada. 42
—... No, no carga directamente, es el del baño de servicio. Dale, ahora me fijo —le decía él a su padre en el teléfono. Regresó al baño como si ahora supiera lo que tenía que hacer. Se agachó y volvió a tocar la llave de paso—. ¿Es una arandela o algo, decís vos? Volvió a apoyar la mano en la tapa del inodoro. Cada vez que lo hacía, a ella le latía el corazón un poco más rápido. Por las dudas, se levantó y se arrimó al inodoro. Necesitaba estar cerca por cualquier cosa que ocurriera. —No veo, gorda, correte un poco. —Sin querer, ella le había tapado la luz. Se movió dos pasos hacia la izquierda—. Sí, está acá conmigo, fue ella —dijo y se rio—. Bueno, dale, viejo. Sino, te vemos este finde cuando vengas a cenar. Tenemos que darte una noticia. Cortó y le pasó el teléfono. Ella lo agarró y se le cayó al piso. Lo levantó y lo colocó sobre el mármol del lavatorio. —¿Te pasa algo? —le preguntó él sin sacar la atención de la llave de paso. —¿Qué te dijo? —Que tengo que desarmar esto, que es un tema de la arandela. —No, no toques nada. Llamá al plomero, dale. —No, está bien, yo puedo. Presionó la llave y la giró de manera torpe. Salieron unos hilos de agua. No esperaba que le pasara esto. Pidió un trapo y ella salió apurada a buscar uno. “¡Funciona!”, lo escuchó gritar desde el lavadero que estaba pegado al baño, seguido del ruido del agua que se iba por el desagüe. Se alivió. Cuando entró en el baño con el trapo en la mano, la tapa del inodoro estaba levantada. Él, de pie, miraba el interior. El agua no se había llevado todo. Ella se largó a llorar en silencio. Se le acercó y lo abrazó por detrás. Apoyó su cabeza en la espalda de él, que seguía mirando el inodoro. —Pero... ¿y el positivo del otro día? —Perdón —dijo ella. —Entonces fue una falsa alarma, de nuevo. —Perdón —repitió. —Es la tercera vez que nos pasa. —Se soltó—. ¿Por qué nunca me los mostrás? O tres veces se equivocó el test o tres veces te equivocaste vos —dijo y se dio vuelta. —Perdón —seguía murmurando ella, mirando el piso. Parecía una niña atrapada en su mentira. Todo el asunto había sido suficiente. Ahora era a él a quien le faltaba el aire. Quería huir de ese baño. La esquivó, pero ella 43
se plantó en la puerta y lo volvió a abrazar. —Te prometo que no va a volver a pasar —dijo ella. —Dejame salir, por favor. —Amor, te prometo que no va a volver a pasar —volvió a decirle. Ahora lloraba más fuerte—. Dale, por favor. —No es tu culpa —dijo y la contuvo—. Quizá debamos ver a un especialista. La sentía temblar y a su cuerpo sacudirse aún más en cada sollozo, tras cada espasmo. Él le besó la frente. Ella pareció aliviarse, le buscó la boca y comenzó a besarlo. Una cosa llevó a otra y terminaron en la cama. Él no pudo concentrarse: la decepción que sentía lo mantuvo ausente. Trató de cerrar los ojos, pero ni siquiera así se pudo deshacer de la patética escena que había vivido en el baño. Decepcionados, se detuvieron. Encendieron el televisor y vieron abrazados la mitad de una película, hasta que se quedaron dormidos. Él se despertó por la luz del televisor. Lo apagó. Trató de dormirse de nuevo, pero ya no tenía sueño. Recordó la primera vez que estuvieron juntos en esa misma cama y todas las veces que ella le había dicho que no tenía planeado tener hijos; recordó el tiempo pasado, los cinco años de relación y cómo ella había empezado a tomarles cariño a los bebés ajenos; recordó el día en que ella había aceptado buscar un hijo y recordó haber percibido en su mirada algo distinto de lo que ella ahora afirmaba casi con pasión; recordó que había decidido no prestarle atención a ese detalle. Se incorporó y la buscó con la mirada, pero la oscuridad de la madrugada no le permitió distinguir su figura. Sin embargo, ella seguía ahí, dormida a su lado, roncando como cualquier otra noche. Podía adivinar fácilmente hacia qué lado estaba inclinada; cuál de sus piernas estaba flexionada o enredada en alguna punta de las sábanas; que una de sus manos descansaba bajo la almohada y la otra, por encima. Y sabía que la funda amanecería con algún que otro dejo de saliva, y que se reiría de eso. Se levantó de la cama, caminó hasta el baño del dormitorio y se lavó la cara con agua fría. En ese momento supo que no visitarían a ningún especialista y que solamente podían seguir adelante, hasta donde llegaran.
CAMILO ROMERO MATURANO
Argentina
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on las cinco de la mañana. La pereza no se aparta de mi cuerpo y el mundo sigue dando vueltas. Tantas vueltas como el trompo que veía cuando era niño. Jamás aprendí a jugar trompo, pensaba que el clavo iba a atravesar mi mano e iba a quedar como Cristo en la cruz. Pero así es la vida, jamás iba a pasar eso y a Cristo no le colocaron los clavos en las manos, los colocaron en sus muñecas. A estas horas es que me levanto y pienso en lo que vendrá para el futuro. Tal vez venga el periódico o una nueva oferta de trabajo. No importa, pero algo vendrá. Salgo con pereza, de mi cama. Ya parezco una oruga en su capullo, pero mariposa no seré, menos polilla. Algún otro insecto sin nombre. Me dirijo al baño para el ritual diario: mirarme en el espejo, pasar mis manos y contar las canas, chequear si mis ojeras son más grandes y lavarme los dientes con ese cepillo que tiene cinco meses. Esta es la rutina de siempre. Y es que las novedades siempre son pesadas. Hago un ejercicio de estiramiento diario. Algo que me permita recordar los achaques de la edad, aunque solo tenga treinta años. Y es que envejecí a temprana edad. Días como este recuerdo a Manolo, mi primo, el negro de Malambo. Un hombre alto y fornido, fruto de los años jóvenes donde cargaba las cajas de fruta del mercado de nuestro barrio. Me sacaba unas quince primaveras. Pero era común, siempre le dábamos a la pelota. Era nuestro ejercicio sabatino. La vida era incierta con el pobre Manolo, siempre había esa duda sobre si la muerte tenía familia. Jamás entendí esa incertidumbre hasta que el pobre negro enfermó. Le vino la tuberculosis por una de sus tantas noches malas de trabajo más alcohol. Y es que al negrito siempre le gustaba tomar. En el hospital cuestionaban que seamos familia. Éramos de la misma sangre, aunque no éramos del mismo color. Nuestros padres eran hermanos, pero nuestras madres eran distintas. La mía era una chola recia, fruto de los glaciares huaracinos. Su madre era una negra-negra, una que venía desde la médula, descendiente directa de los primeros esclavos que llegaron al Perú. Y es que ellos le tenían cariño al viejo Castilla que les abolió la esclavitud en la hora amarga. Solo duró dos semanas mi primo, no hacía efecto la medicina. La muerte se lo llevó sin avisar, pero al menos se lo llevó sin deudas. Estas condonaron en su hora ciega y no había quien las cobre. Fue tan fugaz el recuerdo que me olvidé de mi ritual sagrado. Un ritual más importante que el de ir a misa cada domingo a las seis de la mañana. Salí del baño y con pereza me dirigí a mi cuarto. Era hora de cambiarme y 46
alistarme para la faena. El trabajo no se iba a realizar solo. Desde hace cinco años regresé a las tierras de mi madre y heredé la parcela de tierra que ella tenía. Siempre tenía que despertar a las cinco de la mañana para poder trabajar la tierra, alimentar a las bestias y revisar los cultivos. Era una rutina que no era sagrada, pero que era humana. ¡Ay tierra mía! Pues siempre fui de la tierra antes de ser piel. Entonces doblegaba mis silencios y mis vidas en cada metro cuadrado donde preparaba la tierra para su próxima semilla. Había que tener cuidado. Yo era un hombre soltero. Siempre tuve mala suerte en el amor y en el silencio de mis años mozos siempre encontraba la alegría de pernoctar con la conciencia tranquila. No tenía mucho que pedir en este mundo tan complejo. Estaba lejos del bullicio de la urbe y me encontraba con mi mente en paz. Hasta me había vuelto amigo de la muerte. ¡Tantas veces me vino a visitar! Pero siempre se iba tranquila. Jamás le aceptaba la invitación para ir a visitarla. Le mandaba saludos para Manolo, pero jamás le podía preguntar si es que ella tenía familia. A veces me cuestionaba si la muerte se sentía contenta con ser hija única. Yo suponía que lo era. Siempre lo suponía hasta cuando ella siempre traía más sombras consigo. Pero creo que eran las sombras de quienes habían aceptado su invitación. Es que la muerte siempre poseía un encanto para cada persona. Hablaba tantos idiomas que era un ente culto. Tenía esa posibilidad de saber diagramar las palabras para las personas adecuadas. Eran las diez de la mañana, me había tomado cuatro horas y media el poder acabar de realizar mi rutina humana. Ya podía desayunar. Alistaba la taza de un litro. Ahí servía mi café pasado. Sacaba mis dos panes serranos con sus quesos frescos. No había mucho que pedir. Me sentaba en una mesa de un metro de ancho y dos metros de largo y tenía cuatro sillas. No sé para qué quería tantas sillas si jamás recibía visitas. A la muerte no le gustaba estar sentada. Pero creo que en mi mesa se sentaban los recuerdos de mis padres y de los hijos que jamás tuve. Recuerdos que no ocupan tantos espacios como los cuerpos que los ocupan. Pero así era mi desayuno matutino: un saludo a la bandera. Así pasaban los días y las semanas. A veces inventaba nombres para cada semana, con eso me entretenía. A la semana de la cosecha le llamaba Argos, porque siempre estuvo fiel, pero llegaba el momento y moría. A la semana de mi cumpleaños le llamaba Caronte, porque siempre pensaba que era un paseo al infierno. Así le ponía a cada semana un nombre distinto. Con eso me sentía entretenido. Pero en una semana distinta llegó mi amiga la muerte. Llegó vestida de blanco y con el maquillaje que le regalé hace cuatro años. Esta vez lucía diferente, lucía con una 47
sonrisa y le invité a pasar. Ocupó una de las tantas sillas vacías y compartió el desayuno conmigo. A ella no le gustaba el queso fresco, le agrada la mantequilla. Esa que solo se prepara en mi tierra. Y es que ella tenía un particular modo de ser. No le afectaba el colesterol. ¿Con qué venas si era puro hueso? Esta era la muerte, mi compañera de años. Me animé a entablar un diálogo con ella y solo atenía a escucharme. Movía la cabeza para corresponder el saludo o responder a la pregunta. Le interrogué por Manolo y me daba a entender que este ya estaba en el olvido. Y es verdad, ¿quién lo visitaba al cementerio? ¿Quién iba a colocarle flores en el invierno? ¿Quién le daba palabras al polvo de sus huesos? Ahí supe que la muerte es ingrata con la memoria. Entonces la muerte me invitó de su pedazo de pan. Me pidió que lo enjugara con el café. Y es que la mezcla de café con mantequilla siempre es agradable. Siempre posee ese gusto para un desayuno sacro donde solo se comen silencios como merienda entre las comidas. El equilibrio de sabores que jamás debería hacer daño, que jamás debería ser un desencanto. Pero no en esta ocasión, nuestra hermana, la parca, nos observaba. Y era una sensación muy incómoda sentir su mirada encima de uno. No era su forma de ser. No era su gusto ni su encanto. Esta huesuda siempre había sido de un perfil bajo, pero hoy quería joder la flaca. No tenía intenciones de irse, ya entendía sus deseos. Y es que esta desgraciada había venido por mí. ¿Qué me quedaba por responder? No tenía mucho tiempo, no tenía intenciones de irse y solo me quedó proseguir con la rutina del día. Pero ella no quería que me parara de la mesa. Para ella, el desayuno, era elemental en esta actuación de amistad. Y comenzamos un diálogo. Uno corto, uno con fundamento. Y de frente le pregunté: ¿Tienes familia? Ella asentó la cabeza y golpeó la mesa. La golpeó con la fuerza de una ola que rompe con las rocas. Así de fuerte sonó. Así de fuerte que la tierra tembló y un glaciar se desprendió de lo alto. El mundo no era el mismo y las tierras huaracinas no iban a seguir iguales. Las aves comenzaron a volar en rumbos dispares, las fieras comenzaron a correr y todo fue un silencio de quince segundos. Cerré los ojos, fruto del miedo y después los abrí con recelo. A mi lado estaba la muerte y con una sonrisa perenne me estiró sus falanges desnudas. ¡Maldita muerte! Me había dado el susto de la vida. Pero nada era lo mismo de antes. Creo que no le gustó que le pregunte si tenía 48
familia, pero en eso siento un abrazo por la espalda y era Manolo. El negro estaba a mi lado y ya sabía qué significaba esto. Nos fuimos con él y con la muerte rodeada. Ya sabíamos que su familia éramos nosotros. Por la mañana solo quedó una taza de café con una rajadura. Una mesa y tres de cuatro sillas. Los panes con mantequilla se volvieron alimento para las aves que regresaban. La rutina ya no era necesaria. Todo había acabado.
EMILIO PAZ PANANA
Perú
Página WEB: El Edén de la poesía: https://edenpoetico.wordpress.com/
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pareces en el bosque a mitad de una lluvia torrencial, ya conoces esta parte de tu sueño. Necesitas avanzar en fila junto con los otros participantes por la parte lodosa, no te puedes quedar atrás. Te intentas adelantar un poco cuando ocurre esa parte que tanta desesperación te da: tus piernas atascadas por el barro avanzan lentamente, ya sabes lo qué te pasará si los demás se alejan demasiado de ti. Ignoras si es trampa o no, pero el sueño te permite hacerlo, así que decides agarrarte a otro de los participantes que puede avanzar con normalidad y te dejas remolcar. Al parecer no es penalizado, pudiera ser un “bug” del diseño; no en vano te permite avanzar con el resto. Enseguida ves a uno de los jugadores alejarse para cruzar el encharcamiento; se ve como un jugador experimentado y decides seguirlo. De pronto, el paisaje cambia a ser una solitaria caseta en donde se encuentran tres chicos tocando la guitarra eléctrica junto con todos los cables y extensiones que conlleva tocarlas. En eso, otro jugador, uno vestido de guardia sale de la caseta y te comenta desesperanzado que si continúan así morirán electrocutados. Miro por el cristal y me doy cuenta de que comienza a filtrarse poco a poco el agua. Toco con aprensión la ventana, pero a ellos no les importa. Me miran un instante y pasan de largo, continúan tocando sus instrumentos. ¡Idiotas, se van a electrocutar! les grito señalando el piso inundado. Déjalos, nunca han hecho caso dice el guardia, quien se sienta en un carrito de golf e intenta ponerlo en marcha. Al momento, me percato de que también a nuestro alrededor hay cables pelados y debido al escurrimiento de la lluvia, parte de la calle comienza a inundarse a paso lento y seguro. Me encamino hacia el lugar más alto y seco que encuentro, justamente coincide en donde aquel guardia espera arrancar el carrito de golf. Me invita a subir y nos ponemos en marcha. En eso, su cara me resulta conocida. Creo que tú y yo nos hemos visto varias veces, pero…me dice tranquilamente solo lo recuerdo vagamente dice sobándose la barbilla. Efectivamente, también él me había resultado familiar; en otras ocasiones había logrado llegar solo hasta este punto. Lo que se aproximaba era lo peor; si no hacíamos algo diferente volveríamos a empezar el sueño, recordé. ¡Escúcheme bien! le dije lo más calmadamente posible nos estamos encaminando a una bodega, si entramos le garantizo que no saldremos con vida le expliqué lo mejor que pude tratando de lucir razonable.
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Te creo… me dijo calmadamente ese sentimiento, me ha estado rondando la cabeza desde esta mañana paró en seco el vehículo justo antes de descender por la rampa de la entrada hacia la bodega. Pero no fue a tiempo ya que uno de los “bots”, un avatar femenino, vigilante del juego, se apareció por la parte de atrás y empujó el carrito facilitando su desplazamiento, descendiendo por la rampa hacia las entrañas de la bodega. No nos dio tiempo de salir del carrito así que en cuanto paró nos bajamos apresuradamente y subimos corriendo hacia la entrada. Sin embargo, la forma grotesca de la vigilante del juego nos hizo retroceder mientras bajaba la reja metálica para encerrarnos junto con ella. ¡Ya vienen! se desgañitó el guardia mirando aterrado en la oscuridad a lo que inevitablemente nos estuviera acechando. En eso, pensé en hacer algo diferente y desesperado, algo que no se esperarían… y antes de que sellara totalmente la salida… besé apasionadamente a la vigilante. Esta sin lograr comprender dicha acción se quedó quieta esperando instrucciones que no se encontraban programadas para estos casos. Aprovechamos su fugaz bloqueo y falta de comunicación con el organizador del sueño para escapar por el reducido espacio que había quedado entre la reja y el suelo. Al arrastrarnos por ahí para salir, en cuanto nos incorporamos, la escena cambió de nuevo. Nos encontramos en una casa con otros dos jugadores; nosotros claramente podíamos diferenciar a los jugadores de los vigilantes, ya que a pesar del terrible aspecto de estos últimos solo se limitaban a cumplir con ciertas funciones al pie de la letra, no hablaban y cuando acorralaban a sus presas eran preparados para iniciar otras simulaciones. El lugar tenía demasiados cachivaches viejos como para moverte de un sitio a otro. Para pasar tenías que apartar las cosas, apilándolas sobre otras aún más polvosas para ir despejando un poco y poder avanzar hasta la siguiente habitación. Los cuatro jugadores reunidos en aquel extraño y desordenado lugar nos ocupamos de comentar la forma de pasar con éxito las diversas simulaciones por las que habíamos sido puestos a prueba y con las cuales habíamos logrado llegar hasta aquí. Por lo que nos dimos cuenta era la primera vez en que todos alcanzábamos este nivel; debíamos actuar con mucha cautela. Era necesario llegar hasta el otro lado, donde se vislumbraba una vieja puerta detrás de un gran anaquel lleno de antigüedades y libros por doquier. Al empujar el anaquel para abrir la desvencijada puerta, de repente se escuchó el sonido de varias patas rascando el suelo al desplazarse muy deprisa; no pudimos ubicar su procedencia 52
a tiempo. Habíamos dado con el nido de una tarántula gigante. Era del tamaño de la cabeza de un adulto y su pelaje era negro con pequeños esboces parduzcos, tenía decoradas con un azul eléctrico la punta de sus patas. Ante el caos le aventamos todo cuanto tuvimos al alcance de nuestras manos, pero uno de los jugadores que encabezaba la comitiva de retirada fue atacado por la gran tarántula; la sujetó y nos gritó que avanzáramos. Pronto se desvaneció llevándose la alimaña con él; seguramente había regresado al inicio de la partida. Abrimos la puerta y cruzamos rápidamente por temor a ser alcanzados por otra alimaña como la anterior; se cerró inmediatamente la puerta una vez que pasamos los tres que quedábamos. La habitación estaba totalmente a oscuras. “Son siete mascotas con las que juego, son cuatro las que he tenido que buscar y son tres las que han encontrado su final.” se escuchó decir a una voz automatizada que provenía del techo. Las luces rojas se encendieron y ahí lo comprendimos. Apilados unos sobre otros, nuestros cuerpos estaban siendo devorados por el creador del sueño.
LYCORIS RADIATTA
México
Blog: https://papalotedeletras.blogspot.mx/
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unio. Es un domingo gris y frío. Tarde hasta para almorzar. Me visto, sin prisa, aburrido. Me asomo por la ventana de la habitación, ausente de curiosidad. Veo un gorrión aferrado a una rama delgada de uno de los tantos árboles de la vereda. Parece una bola de plumas, gordito, muy manso, muy quieto, sufriendo el día, perdido entre las ramas de un paraíso sin hojas. El tiempo pasa, el gorrión sigue ahí y yo lo miro aún sin terminar de vestirme. No sé quién está más quieto de los dos. No llego a ver sus ojos y no creo que él vea los míos. Algo me enciende, busco en el placard y encuentro el rifle de aire comprimido que me regaló el abuelo. Reviso tres cajones hasta que doy con los balines. Cargo el rifle, abro la ventana; el frío me pega en la cara y me hace pestañear. Vuelvo a mirar la rama del paraíso: el gorrión sigue ahí. Le apunto pero no disparo. Mi corazón se acelera y no quiero que esta sensación dure solo un segundo. Espero y disfruto. Ahora le apunto a la cabeza que apenas asoma, luego un poco más abajo. Busco o hago tiempo, no sé. Quiero que trate de salir volando, que no sea tan fácil. El viento mueve la rama. Pum. Disparé. Él no había intentado nada pero yo empezaba a aburrirme. Me termino de vestir y salgo a la calle, recojo el cuerpo muerto del gorrión y lo coloco en una bolsa de papel. No hay nadie en la calle, ni siquiera una vieja barriendo hojas. Vuelvo a casa a terminar de preparar las cosas. Pongo en marcha la combi y dejo la bolsa sobre el tablero. Me divierte ver la bolsita de papel con el gorrión dentro que comienza a vibrar por el temblequeo del motor, me causa gracia pensar que está vivo y que se quiere escapar. Llego a las vías y estaciono la combi cerca del puente, un poco oculta detrás de unos matorrales. Camino pegado a las vías unos cincuenta o sesenta metros, me cercioro de que nadie me vea y dejo el gorrión en una zona de pasto ralo. Guardo la bolsa de papel en el bolsillo y vuelvo a la combi con prisa. Me acomodo en la parte trasera, cierro las cortinas de las ventanillas y asomo el rifle por una mínima rendija. Espero. ¿Será un gato? ¿Será una rata? Pienso en esa boludez durante un tiempo largo. Sigilosa, por las vías, aparece una rata, gris. Pasa por debajo del alambrado, se frena y olfatea; se para en dos patas y vuelve a olfatear elevando su hocico todo lo que puede. Le apunto. De un brinco se lanza sobre el pajarito muerto. Disparo. Fue inmediato. El cuerpo de la rata quedó volcado sobre el gorrión. Me relajo, dejo pasar un par de minutos. Bajo de la combi y camino hasta llegar junto a la rata muerta. Su panza es blanca. Le veo los dientes y unos bigotes que parecen de alambre. Con un palo la volteo y la alejo del gorrión unos centímetros. Acerco el palo a la cabeza de la rata, lo 55
mantengo casi inmóvil por varios segundos hasta que me decido y le doy un golpe seco, y uno más. No hay dudas de que está muerta. Saco la bolsa de papel y vuelvo a guardar el gorrión, retuerzo la bolsa para que no se abra con facilidad y la arrojo con fuerza al medio de las vías. Vuelvo a la combi (hace más frío). Guardo el rifle y preparo la carabina para lo que vendrá. Me acomodo otra vez, la misma rendija y el dedo acariciando el gatillo, atento. Pasa un tren hacia Retiro con pocos pasajeros, se cruza con otro que va a Tigre y los dos hacen sonar sus bocinas. A lo lejos se acercan tres perros vagos. Saltan de la calle a la vereda y de la vereda a la calle. No encuentran mucha basura que revolver. Son dos perros grandes aunque flacos y uno bien petiso y peludo. Dudo a qué perro apuntarle hasta que elijo al más chico, tiene pinta de ser ladrador insoportable. Sé que debo ser preciso, que necesito un buen disparo. Uno de los dos perros grandes camina por la calle, pasa a un metro de la rata muerta pero no la ve. De los otros dos es el chiquito el que la descubre, frena su marcha y se para muy cerca de la rata. El otro, curioso, se arrima atravesando mi línea de fuego. Debo ser preciso —me repito—, necesito un buen disparo. Los dos perros me dan su perfil, el grande amaga con acercarse a la rata pero no se decide. El chiquito, más curioso o menos cobarde, se arrima un poco más. Este es mi instante, puedo verlo bien, le apunto al centro de la oreja, ruego que el proyectil atraviese esa mata de pelos y estalle su cabeza. Pum. Da un largo gemido y cae, su pata trasera se sigue moviendo a sacudones. Su lamento se hace eterno. El grandote recula tres o cuatros pasos y sale corriendo con la cola entre las patas. El otro perro, que tenía medio cuerpo metido dentro de una bolsa de basura, se asoma sin saber bien para dónde mirar, cuando oye que abro la puerta de la combi se da cuenta de que lo mejor es rajar. Me acerco, llevo la carabina conmigo, el perro da dos o tres sacudones más, mi primer tiro le entra por el cuello, el otro, en el medio del pecho. Dentro de poco será de noche. Lustro la carabina mientras espero, cuando pienso que es un mal día para cazar aparecen dos pibes en bicicletas. Charlan, andan rápido, ni se enteran del perro muerto y desaparecen en la primera esquina. Más tarde veo venir a un cartonero que arrastra un carro donde amontona las mierdas que encuentra por ahí. Frena junto a un árbol y carga una pila de diarios que alguien dejó abandonados, inspecciona entre unos yuyos altos pegados a las vías y encuentra un poco de alambre que arroja a su carro sin mucho entusiasmo. Se acerca, de a poco, hacia la zona donde lo espera el perro muerto. Lo veo a través de la mira de la carabina, unos cuantos harapos lo protegen del frío y no me permiten precisar si es joven o viejo, ni siquiera sé si es rubio o morocho. Tampoco me importa demasiado. 56
Camina por la calle, arrastra los pies, cansado de hoy o de siempre. Llega hasta donde está el perro muerto pero sin curiosidad. Se detiene, agarra un palo que asoma de su carro y se lo clava al perro un par de veces. Le apunto. Da un paso más y se queda. Disparo pero justo en ese momento, como si supiera, él se agacha. La bala le debe haber pasado por encima de la cabeza. En un solo movimiento gira su rostro y mira en dirección a la combi. Le veo el blanco del ojo. Disparo otra vez. No hizo falta más. Me tuve que quitar el abrigo, entré en calor (cargar al tipo, pasar el alambrado y colocarlo sobre las vías no fue fácil). Dejo la carabina y preparo el fusil Mauser, le cargo las cinco balas de rigor. Salgo de la combi y subo al terraplén del puente para poder ver mejor. Oigo un silbato, el tren que viene desde Retiro va deteniendo su marcha; el chirrido de los frenos no deja de sonar. Sigiloso llega hasta donde está tirado el cartonero, atravesado en las vías. Un último resoplido marca que su andar se detuvo. Por un instante todo está quieto hasta que una de las puertas por fin se abre. El guarda baja con una linterna en la mano. Unos cuantos pasajeros se asoman por las ventanillas, un tanto curiosos, un tanto molestos. Apunto pero no me decido a qué dispararle. El guarda mueve su linterna de un lado al otro, entre las ruedas del tren, mientras avanza por las piedras con bastante dificultad, con miedo quizás. Las presas huelen al cazador, decía mi abuelo. Mi corazón se acelera: es el momento de disparar. Pum... Pum... Pum... Pum... Pum... Los cinco tiros, todos al mismo lugar. Escucho el ruido de las balas pegando en el techo de metal. Me río. El tren no se movió más.
PABLO PEDROSO
Argentina
Web: www.pedrosopablo.wixsite.com/pablo Blog: cuentitosfutbol.blogspot.com.ar/
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artín Carroza vivía al lado de la casa de mi abuela. Pude conocer el interior de su habitáculo, una tarde cuando lo ayudé a buscar a su perra Collie que había escapado. Estuve casi hora y media dando vueltas por el barrio hasta que finalmente la encontré. En forma de agradecimiento, Martín Carroza me invitó a merendar con él. Tomamos té de canela con pastafrola recién horneada por su hermana Olga. Olga tenía un peinado extraño que le tapaba la mitad del rostro y siempre andaba en la oscuridad con algún trapo en la mano. Esa tarde, ella no se sentó a tomar el té con nosotros. Olga sí que era un misterio para muchos, nadie nunca escuchó su voz. Martín, en cambio, era la antítesis. Todos en el barrio lo conocían y hablaban con él. Era muy popular por llevar medias verdes estridentes que se asomaban sin pudor bajo las botamangas cortas de sus pantalones de sarga. Luego del té, regresé a lo de mi abuela pero nadie abrió la puerta. Habrá salido, pensé. Esperé afuera unos minutos y luego me dispuse a tocar el timbre de Martín Carroza para pedirle asilo hasta que la abuela regresara. —Don Martín, no hay nadie en la casa y no tengo llaves. ¿Puedo quedarme esperando aquí con usted y Olga? —pregunté. Martin Carroza, me invitó a entrar de nuevo, extendiendo el brazo y la mano derecha hacia el interior de la vivienda; luciendo una tierna sonrisa en el rostro. ¡Qué viejito más amoroso!, pensé. Nunca voy a poder explicar lo que sucedió luego de esa segunda entrada. De repente, la casa Carroza era otra, totalmente diferente. La mesa en la que habíamos tomado el té ya no estaba; en su lugar había una enorme máquina tragamonedas con Olga sentada en ella. Olga vestía una minifalda y una blusa a rayas. Su peinado había cambiado; ahora su rostro se veía entero y lo iluminaba la máquina. Supe que era ella porque en su regazo descansaban los trapos. La perra Collie a la que yo había encontrado y devuelto triunfalmente a su dueño horas antes, había disminuido su tamaño y estaba embalsamada. Sillas de varios colores colgaban desde el techo. Mientras caminábamos por el living con la mirada hacia arriba, Martin Carroza comentaba: —En la silla celeste se sentó Aurelio, mi primo, mi primer amor. Aurelio ya está muerto. Lo enterraron junto a su madre un veintiséis de enero. Qué fecha más insulsa para enterrar a alguien tan buen mozo. Olga seguía jugando en la ruidosa máquina balanceándose hacia adelante y hacia atrás. —En la anaranjada asentó sus atributos traseros Camilo. Era rubio, alto y tenía una pancita que le quedaba muy bien. Murió joven también. Solo nos dimos unos 59
cuantos besos. ¡Pobre Camilo! Tenía adoración especial por los aeropuertos. Un día decidió suicidarse en el aeropuerto de Estambul, al lado de un enorme avión publicitario inflable. Supe esto por las noticias. Sigamos querida… La roja de allá ¿la ves?, perteneció a Casimiro Cuellas. Era un brujo que supo advertirme sobre la zozobra de Olga, por aquellos años negros. Y fue él quien me recomendó que le obsequiara pedazos de telas con diferentes estampados para que la protegieran. Yo empezaba a sentirme mareada por culpa, estoy segura, de una especie de humo blanco que salía por debajo de la puerta de la cocina. El viejo insistía con mostrarme las sillas colgantes y contarme las historias de los dueños muertos. Hice un esfuerzo enorme para seguir escuchándolo erguida. —La silla verde era de Octavio. Él amaba ese color. Fuimos muy felices juntos; solíamos caminar de la mano por la terraza de su edificio algunas madrugadas frías, mirando al cielo y con la fantasía de que caminábamos por las calles de Londres. Desde que falleció, opté por llevar siempre estas medias verdes; así siento que me acompaña en cada paso que dan mis pies. Le pedí a Martín Carroza que por favor abriera la puerta para poder salir. Pudo advertir que no me sentía muy bien. Me despedí de Olga, pero ella ni siquiera se percató de mi saludo. El viejo vecino de la abuela, cerró la puerta con la misma sonrisa con la que abrió. Nada en él había cambiado. Yo, por el contrario, estaba cargada de colores, nombres nuevos, humo y ese sonido de los juegos. Al otro día, cuando le conté a la abuela sobre las sillas y los amores de Martin Carroza, se puso muy triste y me reveló su gran secreto: ella estaba enamorada de él desde que yo vivía en la panza de mamá.
EMMA VALERIA CAIMI BARTOLONI
Argentina
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odos estamos un poco solos, solos en medio de la multitud. Hay veces en que lo estamos mucho más, porque la vida nos pone en esos momentos cúlmine en los que es inevitable rebobinar la película y volver a verla una, dos, tres, infinitas veces. Él era profesor de probabilidades y estadística en la Universidad de Buenos Aires. Ella, su ayudante de cátedra preferida. Él recordaba el día, ya hacía muchos años, cuando le había regalado una de esas esferas de cristal que encierran una nevada en un paisaje alpino. La había comprado en un viaje a Austria. Ella, con seis horas de diferencia, recién se estaba retorciendo en la cama y repitiendo la palabra mierda, enfatizando con odio la r. Él, torpemente, revolvió el armario donde su difunta esposa guardaba los adornos de navidad y reprimió su intención de armar el arbolito. Ella seguía remoloneando en la cama con ganas de seguir durmiendo (las pastillas que había tomado con el propósito de pasar de largo el día de Navidad no le habían hecho efecto). Él encontró la otra esfera que le había regalado a su esposa varios años después de aquel viaje por Europa. Ella se levantó abombada y encendió la cafetera. Él sacudió la esfera y vio como la falsa nieve simulaba caer a través del líquido, y sonrió. Ella miró la treintena de adornitos de viajes que tenía en la repisa de la cocina. Él no se sentía viudo, se sentía amputado: el único hijo estaba en otro continente con su familia, de modo que pasaría esa noche solo. Ella se servía un café y pensaba en cuánto tiempo hacía que no limpiaba esa repisa; la grasa de la cocina sin duda estaría impregnada, pero ese día no tenía ganas de nada. Él salió a dar una vuelta, quizás el hecho de caminar y encontrarse con algún vecino amable que le deseara felicidades le haría cambiar el ánimo. Ella solo quería tomarse otra pastilla y seguir durmiendo. Él había tenido dos amores en su vida. Ella había tenido muchos hombres, pero estaba convencida de que tenía una discapacidad para amar, o quizás para ser amada. Él fue a la panadería con la idea de comprar un pan dulce y al menos poder rememorar aquellos años felices. Ella buscó en la agenda una amiga que pudiera rescatarla esa noche para no morir de depresión. El compró tres tortitas negras; no tenía sentido gastar en un pan dulce, si en definitiva a él no le gustaban las pasas de uva. Ella se dio una ducha; quizás eso la 62
despabilaría. Él siempre había reprimido el deseo de mirar a una alumna. Ella siempre había reprimido el deseo de mirar a un hombre casado. Él se sentó en el parque y se puso a mirar a los chicos jugar en la glorieta. Ella se puso a llamar a sus amigas; alguna debería tener un programa del cual engancharse. Él abrió el paquete y se comió dos tortitas negras. Ella llamó a todas y cada una de sus amigas; algunas lo pasarían en lo de los hijos, otras estarían en lo de los padres y otras no querían estar con nadie. Él tampoco quería estar con nadie, estaba enojado consigo mismo y con Dios, quería que las horas pasaran lo más rápido posible. Ella probó llamar a algunos de sus ex buscando un cuerpo donde refugiarse, pero tuvo la misma suerte que con las amigas. Él estaba traspirado, hacía mucho calor esa tarde. Ella se tuvo que abrigar para ir al supermercado, estaba muy lluviosa esa mañana. Él odiaba a los Papá Noel que andaban por las esquinas promocionando ventas. Ella odiaba a los Santa Claus que tenían la misma misión del otro lado del planeta. Él retornó a su departamento, ya agotado por la temperatura y el desasosiego. Ella volvió de hacer las compras tiritando de frío por la nevisca que empezaba a cubrir las calles ese mediodía. Él puso en la radio una audición de tango y se preguntó si veinte años no eran nada. Ella puteó a un grupo de cristianos que cantaban villancicos y se preguntó si treinta años no era una edad como para volver a su país. Él dejó la bolsa de la panadería con la última tortita negra, que sería su cena, en la mesada, y fue hasta el armario donde estaban los adornos de navidad, tomó el arbolito y empezó a armarlo. Ella lloró un buen rato mientras abría las bolsas e iba poniendo en la heladera los alimentos que había comprado. Él puso, una a una, las bolas plateadas y las guirnaldas con mucha prolijidad, y sintió que estaba acompañado. Ella se secó las lágrimas, se sonó los mocos, se quitó el abrigo que aún tenía puesto y subió a un banquito para ver los adornitos, recuerdos de viajes que tanto le gustaban. Él volvió a ver la esfera de cristal que encerraba una nevada en un paisaje alpino y volvió a sacudirla con fuerza. Ella pudo ver entre la treintena de adornitos la esfera de cristal que le había regalado aquel profesor de probabilidades y estadística que nunca se había animado a amar. Ante su asombro vio que dentro de la bola estaba nevando, y no era un 63
movimiento sísmico: era un milagro de navidad. Ya nunca más, ni él ni ella, iban a estar solos otra noche de Navidad.
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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a recordé joven Joan, esta historia dentro de este enmarañado universo lleno de difíciles situaciones, contradicciones e infortunios...
El joven apuró los pasos por el largo camino de tierra, ya que iba tarde al colegio. El camino polvoriento seguía allí, detrás de la carretera principal que conducía a no sé dónde. Pero el chiquillo, de apenas dieciséis años, prefería tomar el camino “viejo” e irse derechito hacia el colegio. Pasó de prisa por el camino, los zapatos llenándosele de polvo. Ese día no podía contemplar el camino como acostumbraba con paso sosegado porque ya el tiempo lo llevaba pegado a los talones, sin embargo al pasar por el árbol no pudo evitar levantar la vista y posarla sobre aquel retazo de cabuya ya carcomido por los años y recordar la historia que le contaba su abuelo del hombre que se suicidó, a los que algunos le tenían miedo porque decía la leyenda que muchos lo habían visto sentado entre las ramas, mirando a lo lejos, como si se arrepintiera... Sentía un revolotear del viento a su alrededor acariciándole la cara, las ramas del árbol se mecieron como dándole la bienvenida mientras un cristofué paso volando sobre su cabeza para perderse entre las ramas: —¡¡Cristofué!! Así es joven Joan... Esta es la historia que atrapó el árbol del ahorcado, triste, profunda y reveladora... Pero déjeme un poco a ver que recuerdo... Han pasado tantos años y yo soy tan viejo. El joven llegó tarde al colegio. Entró en silencio al salón pensando en el árbol del ahorcado, oyendo sin querer aún el susurrar del viento como si le hablara. Ya su pensamiento se encontraba como distante, como meditando en algo que no sabía concretar con certeza que era... Nuestro adolescente aspiraba graduarse de bachillerato con honores pues así había mantenido sus estudios. Su padre, un hacendado del lugar, era exigente y esperaba que él siempre le presentara las mejores notas. Y él lo hacía, se esforzaba al límite. Pero últimamente no entendía una asignatura. Había mentido a su padre por primera vez para no mostrarle la realidad de sus notas. Con tan pocos años su mente era una maraña de sentimientos encontrados que oscilaban entre lo que quería y el deber que le era impuesto desde pequeño. Temía a su padre más que a nada en el mundo como se teme al monstruo debajo de la cama. Y era que también estaba enamorado de una chica y su mente estaba vagando
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en su pelo negro, en un rostro de mujer morena o en esa forma de reírse que lo llenaba por completo y para ser aun más trágica su situación, ella era mayor que él. Pero ella se había fijado en él y en una noche logró quitarle su inocencia con la terrible consecuencia que había perdido el examen más importante del semestre en una asignatura que ya venía arrastrando con malas notas…
Como verás joven Joan, solo una inocencia de niño que busca descubrir su propia sexualidad. ¿No es así? ¿No lo experimento usted? No me lo diga, no quiero que se sienta apenado por mi indiscreción. Oiga la historia... juzgue usted y perdone si me olvido de algo, ya sabe… En el momento en que lo llamaron para decirle sus resultados un estremecimiento lo embargó, aquella maestra lo miró moviendo la cabeza y diciéndole: —Pedro Pablo, la nota te da muy bajita y has perdido el puesto de honor. Pedro se sintió morir. No llevaría los honores que su apellido siempre había ostentado. Pensó en su padre, en la mirada de ira que lo paralizaba siempre, en la fusta en su mano, en aquellos terribles gritos, reprimendas. Se sintió suspendido en un remolino que lo asfixiaba, no consiguió oír nada más, solo se limitó a salir corriendo. Algunos dicen que ya el árbol del ahorcado lo había llamado...
¿Cree usted eso Joan? ¿Cree que un árbol puede ser tan maligno como para ejercer influencia en un ser ya atormentado? Pedro Pablo corrió ciegamente, sin detenerse ante el llamado de sus amigos que se asombraron al verlo con semejante carrera. Su corazón agitado y esa desazón en su pecho que no podía soportar. Sus pasos volvieron solos por el polvoriento camino y cuando se encontró frente al árbol del ahorcado que le brindaba su sombra y ese aire fresco que alivió su calor, se detuvo a mirar la carcomida cabuya. Sus lágrimas comenzaron a salir mientras un miedo terrible le hizo temblar y cayó de rodillas ante la gruesa raíz donde tiempo atrás se había sentado aquel otro en circunstancias diferentes pero con las mismas emociones encontradas. Temblaba con la sola idea de enfrentarse a su padre. ¿Cómo decirle que ya no estaría en el cuadro de honor; que había humillado el apellido de la familia? Hundió su cara entre sus manos y dejó salir todas sus lágrimas, solo la soledad fue testigo de su llanto y de su terrible miedo. El chico detuvo el llanto con un único pensamiento, se levantó y volvió a correr...
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¿Coincidencias desafortunadas, Joan? Usted juzgara si es así. Acá solo se habla de los ahorcados del árbol del camino cuando algún extraño hace mención de las cabuyas. Muy pocas personas se atreven a pasar a ciertas horas por el camino que permanece igualito... Correr con el alma apresurada y un ciego pensamiento… Así mismo corrió Pedro Pablo hasta detenerse al llegar a la casa, empujar el portón de hierro adentrarse en el patio donde divisó a su padre discutiendo con un trabajador de la hacienda. Era en esos momentos cuando le temía más. Cuando su espíritu se contraponía entre el amor y el temor por aquel padre tan estricto. El amor es debilidad le decía, pero él siempre añoró un poco de esa debilidad que veía en los padres de sus compañeros. Llegó al corredor donde siempre se mantenía guindada la hamaca y con sigilo la desató tomando una de las cabuyas que la ataban. Luego buscó entre las cosas del depósito un metal romo con un orificio a un lado y lo guardó. Cerró la puerta y entró a la casa con la intención de salir sin ser visto pero en la sala se tropezó con su mamá quien lo interpeló: —Pedro Pablo, ¿A dónde vas con esa cabuya? El chico no habló, solo se detuvo con la mirada ida y el pensamiento en el árbol… —Te estoy hablando Pedro, ¿y por qué no estás en el colegio? ¡¡Háblame!! Sin decir nada salió corriendo dejando a la madre en medio de la sala, sin entender la actitud de su hijo... Si tan solo hubiese visto un poco en sus ojos, si tan siquiera hubiera intentado seguirlo quizás esa alma estaría aun entre nosotros… El chico corrió de vuelta por el sendero polvoriento, el corazón agitado, el pensamiento puesto en el árbol. Sintiendo el susurrar del viento. —Ven... Escapa acá de tus penas... Pedro Pablo sintió sus pasos ligeros y el camino corto. Sus pensamientos estaban totalmente bloqueados, esta era una decisión no pensada sino sentida como la única solución a su problema. Cansado de aguantar o de anteponer sus intereses de adolescentes a las actitudes de su padre y sin encontrar un refugio en la madre sumisa a toda decisión del amo. El chico contempló el árbol con la cabuya al hombro. Miró sus ramas moverse, sintió el aire acariciar su rostro y secar sus lágrimas. Desvió por un momento la mirada al suelo hasta encontrar lo que le faltaba: una piedra… 68
Sus pensamientos se aglomeraban en desordenadas visiones pero sobre todo revivió la ira en el rostro de su padre. La soga sobre el hombro y la pesadez de su corta vida que no había sido otra que dolor y miedo... se sintió vacío, las lágrimas volvieron como única compañía, sintió un frío recorrer su espalda y por un momento vislumbró una silueta sobre la rama. Oyó la voz del árbol que lo llamaba... —Ven… Se trepó a él con torpes movimientos hasta alcanzar la alta rama donde decían se había sentado Juan. Se sentó en ella y dejó vagar la mirada por aquel paraje solitario. A su lado sintió como una presencia que lo estimulaba, por primera vez sintió el calor de un afecto a su costado... Como pudo clavó el metal al árbol un poco más abajo de la primera. —No pasa nada, acá estoy contigo. Solo quería cerrar los ojos… Sacó la soga de su hombro y la dejó en sus manos un rato... Mientras el eco del sonido repetía una y otra vez: —Ven... descansa... El viento silbando entre las ramas… El chico sintió el toque de unos dedos sobre su hombro que lo aprisionaban suavemente y obedeciendo a ellos, clavó el aro a la rama, amarró la soga al orificio, se cercioró de que el nudo había quedado firme, se pasó este por el cuello, cerró los ojos y se dejó caer... Un cristofué pasó volando sobre su cabeza emitiendo su canto característico... —¡¡Cristofué!! Encontraron su cuerpo muy entrada la noche... Cuando su padre, hirviendo en furia, salió con sus trabajadores y la fusta en mano a buscarlo. Fue su propio padre quien lo encontró. Dicen que se detuvo sobresaltado ante el inmenso árbol cuando vio a su hijo. Su palidez era inminente así como la rigidez del cuerpo suspendido del cuello y su mirada perdida en la oscuridad. Dicen que el hombre cayó de rodillas frente al árbol, que se halaba los cabellos y murmuraba palabras de dolor y otras de ira consigo mismo. Muchos fueron los que se aglomeraron frente al árbol mientras llegaban los funcionarios a bajar el cuerpo del menor pero más aun lo que se supuso, cada quien con su historia mal contada. Una cosa sí fue cierta, el padre fue el hombre más odiado de aquel pueblo que acogió la muerte del adolescente como la muerte de un hijo querido. Y es que Pedro Pablo era amado por sus amigos, sus maestros y sus vecinos 69
que sabían la realidad del joven pero que nunca se atrevieron a decir más. Lo cierto fue que cada uno de los pobladores sentía la culpa a cuesta de lo que pudieron hacer y no hicieron... Fue enterrado en las afueras del nuevo cementerio pues según el párroco en el cementerio no pueden ir los que se quitan la vida...
Ah, mi joven Joan, pues acá se la conté y le pido disculpa si cometo algunos errores pero esta memoria mía se me hace algo torpe con los años… Muchos fueron a verlo y en el ataúd Pedro Pablo tenía una sonrisa en el rostro como si descansara, una chica mayor que él lloró sobre su tumba desconsoladamente. Su padre se mecía los cabellos y su madre no dijo nada pero al terminar el entierro se perdió del pueblo y nunca más se supo de ella. Al entierro asistió todo el instituto: sus compañeros, amigos y maestros y medio pueblo acompañó el féretro.
Disculpe usted si me ve llorando, pero la historia me duele aún pues yo vi a ese chico crecer y morir todo en un corto tiempo. Así no deben morir los que son inocentes. Déjeme un momento porque el nudo en la garganta no me deja hablar… Ahora en este pueblo se habla de la leyenda del árbol del ahorcado... muy pocos quieren pasar por el lugar y algunos dicen que cuando el sol cae y se levanta la polvareda se pueden ver dos siluetas entre las ramas más alta de este viejo árbol... Real o no, existe el árbol y en él dos piezas de hierro que aun muestran los restos de cabuyas carcomidas por el tiempo.
Tengo este nudo en la garganta al concluir esta historia, mi apreciado Joan. ¿Me entiende usted? ¿Quiere saber algo más? Ah, pero no olvide que soy viejo... que a veces el hilo de mis pensamientos me abandona y que a veces... a veces se me olvida un poco la historia…
AMALIA RENGEL
Venezuela
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ecido mensajearte. “¿Estás libre?” “Sí.” “¿Quieres ir a pasear?” “Ok.” Me despido de mi familia, mi hermano y mi mami ya saben que te veré; no les queda otra opción que aceptar mi decisión a pesar de sus claras expresiones de negativa. Camino en dirección al paradero de la combi, cubriendo cuatro o cinco cuadras en diez minutos, mirando adultos caminar, familias reunidas afuera de sus hogares, borrachos afuera de una antigua bodega, amigos conversando en las esquinas y perros oliéndose entre sí. Subo a la combi blanco de franja violeta, pasa una hora de viaje interprovincial, voy a nuestro punto de encuentro en la Plaza Dos de Mayo, mirando las casonas, incluida la afectada por el incendio descubriendo el material de madera como un esqueleto. Camino en dirección al edificio de la CGTP y me paro delante del poste de luz, espero quince minutos mirando a cada transeúnte que pasa por la esquina frente al punto de encuentro y soportando las náuseas de los nervios, al final te apareces, beso en la mejilla, beso en la mejilla. “¿Qué tal?” “Aquí”. “Gracias por venir”. Sonríes. Te digo para ir a Miraflores, aceptas sin rechistar. Caminamos a Tacna a un paradero del corredor azul, subimos al bus y conversamos de nuestras vidas: que en mis prácticas en la biblioteca del CELACP me va bien, que estás dictando clases particulares a chicos y chicas de otras universidades, que aún no me siento bien al lado de mi amiga, que tus amigos te piden ayuda con los estudios, que aún estoy en cero con el marco teórico y tú aún sigues averiguando la cuarta dimensión. Bajamos en el óvalo, preguntas por el parque donde se ubican los gatos, te digo que estamos ahí, te asombras y se te escapa una sonrisa, a mí se aparece una; creo que es un acto involuntario, te digo para seguir caminando y dices que sí, así que caminamos por toda Larco, pasando Benavides, las librerías Crisol y SBS, en el camino me compro una gaseosa, avanzamos por los cafés y los restaurantes, Bembos y las casas de cambios a la vez que seguimos conversando sobre lo mismo de nuestros días. Cuando llegamos a Larcomar te digo para caminar por todo el malecón como yendo en dirección al Lugar de la Memoria, dices “Ok”: caminamos. “No es que la odie”. Sorbo de Coca Cola. “No la quiero ver. Si la veo me quiero lanzar del puente”. Le señalo el Villena. “Me quiero suicidar”. “Ya hablamos de eso”. Tus ojos demuestran preocupación. Volverás a decirme que soy especial para ti, que me quieres viva. Palabras que son sinceras para ti, pero para mí no, lo dices para controlarme; no te siento sincero. Si es así entonces por qué te sigo hablando, por qué sigo repitiéndome que eres mi amigo, por qué quiero que me abraces, si ya sé que todo lo que sale de ti es falso. “Evítala. No me gusta verte así, no me gusta verte llorar”. Porque te harta, 72
conozco tu expresión cuando me ves llorar. Admítelo, te harta, te enojas, te aburres de mí. Vuelvo a ver el Villena, sabes donde miro y me sigues. “Para eso están las paredes, para que locas como tú no se quiten la vida”. ¿Cómo diablos haces para hacerme reír? ¿En qué momento tus huevadas me dan risa? Me acerco a las paredes plásticas del Villena, trato de mirar la Bajada Balta, los carros último modelo brillantes de colores serios rojo, azul, negro, gris llenan la autopista a la Costa Verde, la hierba y las flores fucsias alegran el acantilado donde personas por distintos motivos decidieron quitarse la vida. Me acuerdo del primer capítulo de un libro de Carmen Ollé. Habla del Villena y las personas que saltaron de ahí, los llama ángeles. Tal vez ángeles de la muerte. Sigo mirando la bajada y el mar azul contaminado de la playa hasta que oigo tu risa. “Estás loca”. ¿Cómo esa palabra que en mis épocas escolares fue un insulto me da risa? ¿Tal vez porque eres tú quien me lo dice? “Me halagas”. Sale una sonrisa cómplice. “¿Aún quieres matarte?” “Nah, a final de cuentas soy una cobarde”. “Lástima”. Sabía que me quieres ver muerta. ¿En serio decir eso me da risa? ¿Sabiendo que en el fondo me decepciona? Y pensar que hace unos minutos me querías viva. “Me arrepentí”. “Jajaja”. “Solo evítala. Si no la quieres ver, no lo hagas”. “Meh”. Otro sorbo a la Coca. “¿Crees que deba perdonarla?” “Eso solo puedes decidirlo tú”. “Es que no sé... Aún no lo olvido...me pidió disculpas y la perdoné porque ya, pero después de lo sucedido la semana pasada como que...y ahora cuando hablamos todos los del salón en un chat grupal, cuando ella habla como que aggg, no la quiero ver: la quiero tratar mal, pero sé que si lo hago me sentiré horrible”. “No me parece bien que hagas eso”. “¡Exacto! Pero no la quiero ver. Estaré bien…pero si la veo siento que ese enojo volverá”. “Entonces no la veas”. “Odio esto”. Seguimos caminando por el malecón, pasando el Parque del Amor y el faro. Te agarro de la mano, te dejas. Me apego a tu cuerpo, te dejas. Te agarro del brazo, no te 73
quejas. Entonces cuando me dijiste que cumples todos mis caprichos era cierto. Te huelo, tienes un aroma tan particular que me gusta. Siempre ha sido así desde que te conozco. Tal vez esa sea el motivo por el cual sigo a tu lado. Culpo a tus feromonas por deleitar mi olfato durante muchos años. Sigo hablando y sigues en silencio. Siempre dices “sí”, “ok” o te ríes. Lo mismo sucede cuando hablas. Me apego más a tu cuerpo, mis pensamientos suicidas se desvanecen. “Te extrañé”. “Yo también”. “Eres el mejor y lo sabes”. “Así decidas ya no hablarme, siempre estaré a tu lado”. “Eso sonó a acoso... y a un psicópata”. Reímos. Otro sorbo a la Coca. “Gracias por venir”. Estoy muy cerca de tu boca. Si supieras cuántos versos y adjetivos le dediqué a esa boca. Quiero besarte, pero me contengo. Sabes que quiero besarte pero desde la última vez que hablamos respetaste mi decisión. “Para eso están los amigos”. “¿Ya te he dicho que eres el mejor?” “Sí”. Me alejo de tu boca y seguimos caminando en el malecón, creo que llegamos al inicio de la avenida Pardo o antes, dejando atrás mis deseos suicidas, mi desagrado hacia mi amiga, la Coca Cola en la basura y mis ganas de volver a besarte. Al llegar a uno de los tantos parques que hay por ahí te dije para sentarnos en una banca porque mis pies empiezan a doler, aceptas, nos sentamos en una banca con vista al mar, las gaviotas vuelan sobre el malecón, con el cielo azul de la tarde y la hierba con las flores de diferentes colores creando un perfecto contexto para un paseo de dos amigos que se conocen de hace tiempo. Miramos el mar, el aire desordena mi cabello, respiro a profundidad y me calmo. Al final me atrevo a preguntarte: “¿Y serás mi acompañante en mi graduación?” “No me gusta usar terno”.
MARÍA GABRIELA FLORES CROVETTO
Perú
Blog: http://imaginacionprofunda.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/maria.florescrovetto
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stoy sentado de cabeza en el sofá de la sala de mi abuela, no hay nadie, he venido de visita pero creo que se les olvidó avisarme que nadie estaría aquí, llevo unos cuantos tragos del coñac de mi abuelo, ese que guarda bajo llave en el estante de su estudio, desde niño sé dónde oculta la llave porque en uno de mis juegos infantiles me creía un espía a cargo de las misiones más peligrosas del gobierno francés, en una de ellas fui enviado a encontrar un tesoro oculto en la caja fuerte del malvado emperador. Así que me oculté debajo del escritorio y vi el lugar donde mi abuelo escondía su llave. Nunca le tomé importancia hasta un día en preparatoria cuando quería llegar sin invitación a una fiesta y la mejor manera era llegando con alcohol. Sigo bebiendo, decido encender el tocadiscos y poner uno de los clásicos, Frank Sinatra suena y el alcohol me anima a pararme a cantar “Fly Me to the Moon”, tengo antojo de un puro, pero hace tiempo que deje de fumar y no quisiera romper mi racha de cero humo. Quiero prepararme algo de comer así que voy a la cocina, no hay mucho en la nevera así que improviso algo recordando aquella etapa de gordo cuando necesitaba satisfacer mi hambre con cualquier cosa y me improviso un emparedado con pan de centeno, incluyo una chuleta, tocino, queso manchego, queso amarillo, jamón, jitomate, aguacate, lechuga y un poco de mostaza. Sé que no combina con el licor de mi abuelo así que destapo una de las cervezas que están en la puerta del frigorífico. El tocadiscos sigue girando pero mis ánimos por Sinatra se han calmado, cambio el disco y ahora me apetece algo de Louis Armstrong, devoro mi emparedado y satisfago mis necesidades de alcohol con esa cerveza, ahora me siento en el mismo sofá donde estaba de cabeza hace algunos minutos y me relajo, tarareo la canción “Cheek to Cheek” y pienso en lo genial que sería que estuviera ella aquí, lo curioso es que al referirme a ella en verdad quiero referirme a todas, a las que alguna vez estuvieron aquí, las que quise que estuvieran y las que quizá quisieron estar pero yo nunca las noté. La cabeza me da un poco de vueltas, debo bajar el nivel de alcohol en mi sangre y no se me ocurre otra cosa más que prepararme un café, sin embargo en el último instante lo cambio por té, así que en lugar de encender la cafetera lleno la pava de agua y espero pacientemente el silbido que indique que esta lista.
CLOVIS BORBOLLA
México
Twitter: @Clovis_601 / Instagram: Clovisbc Tumblr: Clovis601
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vula se encontraba absorta en sus divinas cavilaciones. Las plumas de su cabeza y hombros, de un blanco nacarado, brillaban con la luz de las lamparitas de cristal, unas pequeñas esferas con candelas llameantes en su interior. Llamaron a la puerta de la cámara con tres golpes suaves. Cuando Avula dio permiso, una pequeña Doncellita abrió con cuidado una de las hojas de madera perfumada. Asomó su cabeza de pelo dorado, peinado cuidadosamente con raya en medio, dejando entrever también el cuello abotonado de su camisita blanca almidonada. Con permiso, mi Señora. Espero no molestarla . Avula rio con una voz suave y musical, unas notas ligeras y vibrantes que quedaron suspendidas trémulas, en el aire. En la ventana ojival que se abría en la pared circular de la estancia, los pequeños tallos de una hedrera habían alcanzado tímidamente el alfiz. Animados por aquella risa, brotaron de súbito en unas hojitas apuntadas, de un verde brillante con vetas doradas. Por favor, adelante, querida. Ven aquí, mi pequeña. ¿Qué es esta vez? preguntó Avula, observando como la Doncellita se acercaba a su escritorio con gesto profesional, sujetando contra su pecho un cartapacio ajado de piel tintada en rojo. Sus pequeños pasos, acompasados y de zancadas simétricas, apenas movieron su vestido plisado color gris perla, abrochado por delante con cuatro botones negros. Sus zapatitos de charol, también negros, como sus medias, sonaban con rápida eficiencia en el suelo de cerámica. Son los ojarancos, señora. ¿Otra vez? repuso Avula, alzando una ceja, pero sin perder la sonrisa en su rostro almendrado. Aquellos pajarillos eran una fuente constante de problemas. ¿Qué es ahora?, ¿los picos?, ¿siguen enredándose con las rabacetas? No, mi señora la Doncellita alcanzó el escritorio. Poniéndose de puntillas y alzando mucho los brazos, estirándose como un gatito perezoso, consiguió poner el cartapacio sobre la mesa. Sus huevos no terminan de eclosionar con el calor del sol en Medianía. Se cansan y juegan con ellos hasta tirarlos por el suelo. Avula tomó el cartapacio delicadamente con sus finos dedos y lo abrió con sumo cuidado por el marcador de tela negra. Leyó el texto escrito en letras pequeñas de rabillos estilizados, formando unas filas apretadas, mientras fruncía el ceño, contrariada. Fuera, se pudo sentir el estallido sordo de un trueno. La Doncellita lanzó una mirada de reojo por la ventana, nerviosa. Tras leer el informe, dio un suspiro de resignación y dejó la mirada perdida en
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dirección a la puerta, que la Doncellita había cerrado cuidadosamente al entrar. Los pensamientos cruzaron rápidamente por su mente, mientras recordaba, repasaba y sopesaba. La Doncellita esperaba con paciencia el final de sus cavilaciones mirando fijamente las puntas de sus zapatos, mordiéndose repetidamente el labio inferior, con las manos de delicada manicura a la espalda. Debemos afrontar el problema de otra forma. Ningún animal nos había dado tantos problemas. ¡Qué lástima! La solución de darles plumas no fue buena idea Avula acariciaba distraídamente las hojas quebradizas del cartapacio mientras hablaba. Parecía la mejor solución para dar salida a su fogosidad, pero solo nos ha traído más problemas. Los pobres colorigos… y las rabacetas, ¡cómo se molestan! Dime, querida, ¿tú qué piensas? Me gustaría mucho oír tu opinión. La Doncellita dio un respingo al escuchar la propuesta de Avula, y tardó un momento en responder, mientras buscaba la respuesta más adecuada. Señora, el problema de las puestas de huevos afecta a la reproducción, y en mi opinión es un elemento capital. Pienso que si mi Señora les confiriera un hábito nocturno, los huevos eclosionarían a su debido tiempo y así no acabarían jugando con ellos. Del mismo modo, no compartirían el tiempo con los colorigos y podrían dejar a las rabacetas tranquilas. ¡Excelente solución, querida mía! repuso Avula con alegría, encantada de escuchar la propuesta. Con su nocturnidad solucionamos dos problemas de una vez… bueno, tres, si tenemos en cuenta a los colorigos. ¡Pobrecitos, que nunca me acuerdo de ellos! Habrá que darles un nuevo trino: que provoque la melancolía en los poetas y que anime las puestas y salidas del sol, para recordar a los nostálgicos que siempre hay otra oportunidad. Así nos acordaremos mejor de ellos. Perfecto, querida, manos a la obra. Pero mi señora… ¿Sí? ¿Y respecto a los ojarancos? ¡Oh, es cierto! Les daremos nocturnidad y todas contentas. Pero de día o de noche, me temo que seguirán con sus juegos y travesuras, y seguirán incordiando a los colorigos, y las rabacetas y los cornijos seguirán peleándose con ellos. Por eso, me parece que lo mejor es que hagan sus nidos en la tierra. Que aprovechen las oquedades en los acantilados y las playas, en las montañas, o en los cortados de los cañones de los ríos. Así estarán lo suficientemente alejados de los demás para que no los molesten, y los mamíferos no les darán problemas. ¿Está todo? 79
Así es, mi Señora repuso la Doncellita, terminando de anotar en su cuadernito, que guardaba junto con una pluma en los bolsillos de su blusa. Excelente, entonces. Puedes retirarte. Avula extendió el cartapacio por encima de su escritorio, y la Doncellita lo tomó con diligencia. Las llamas de las lámparas de cristal tremolaban, haciendo que su sombra se agitara como en una danza mientras atravesaba la estancia. Avula observó cómo se alejaba y cerraba la puerta con cuidado al salir. Otra vez sola, sonrió para sí, satisfecha con lo que parecía ser la solución definitiva del viejo problema, mientras se acariciaba con cuidado las níveas plumas del píleo. Mantener en equilibrio aquel mundo era una tarea ardua e incesante, pero le llenaba de íntima satisfacción. A través de la ventana, ahora cubierta totalmente por las hojas de la hedrera, el Lucero del Alba brillaba como una joya sobre el cielo de terciopelo.
JESÚS MANUEL DE LA CRUZ MARTÍN
España
Blog: http://depluribusmirabilia.blogspot.com.es Twitter: https://twitter.com/PMirabilia
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a vi por primera vez en una tarde cálida de otoño; pero no me asusté. Era normal en esa época de lluvias, con esos aguaceros sorpresivos en los que el agua caía con ira ensombreciendo el horizonte. Duraban poco. A María no le llamó la atención, tan distraída como suele estar siempre, metida en sus labores y trajines varios. Era verdosa: yo, en cambio, la descubrí mientras sostenía la barbilla en alto para no cortarme con la maquinilla. Se fue agrandando a medida que pasaban los días. Entonces se lo dije, pero me miró con sus ojos de bacalao extraviado y no dijo nada. Decidí llamarle “la cosa”. Empecé a perder el apetito. Al principio era como una sensación de asco en la boca del estómago. Pensé que había comido algo en mal estado. Tampoco se dio por aludida cuando iba dejando más y más llenos los platos que me servía. A medida que “la cosa” iba creciendo, a mí se me adelgazaba la figura. Como esas anoréxicas cuyos cuerpos se van afilando hasta parecer una radiografía de tórax. Tuve que abandonar el trabajo, “la cosa” no se amilanaba. Ahora ocupaba el techo del dormitorio; también el del baño y, a modo de helecho, se iba extendiendo por las paredes interiores. De afuera, la casa tenía un aspecto normal; de lo contrario, otros vecinos hubiesen dado un toque de alarma. Yo no podía dejar de mirarla y recordé que una vez había querido volverme loco. Quizás lo estaba consiguiendo. María seguía enfrascada en su vida cotidiana y no parecía percatarse de la situación. Yo sí, pero no podía hacer nada. Una noche, “la cosa” me cubrió. Le costó poco trabajo porque yo solo pesaba cuarenta kilos. Para poder desprenderme tuvo que venir un equipo de restauración. Un experto, supongo que en frescos de murales, dibujó mi perfil y con los picos eso sí, muy delicadamente lograron liberarme de la pared. ******* En el psiquiátrico, la comida no es tan mala como dicen. Solo que yo no tengo muchas posibilidades de disfrutarla y tampoco de curarme. No saben qué hacer con una mancha humana. Estas líneas se las he dictado la voz es lo único que mantengo fuera del magma verdoso a una enfermera porque María dice que no me ve. Resulta imposible hablar con alguien que no te ve.
ALICIA VILLOLDO-BOTANA
España/ Argentina
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uis conduce por un bacheado camino, en pleno bosque. A medida que progresa, busca algo entre los árboles. Se lleva la mano a la espalda visiblemente dolorido, quejumbroso. Poco después, enfila un segundo camino que pronto lo acerca hasta un inmueble cuya añeja apariencia ha conocido tiempos mejores. Delante, un coche. En la puerta, una mujer de aspecto urbano con un portafolios. ¿El señor Más, Luis Más? pregunta aquella en cuanto él pisa, «¡Ay!», el suelo. Sí… Soy Eva Torres, de la inmobiliaria ofrece su mano. Siento decirle que no voy a poder enseñarle la casa. ¡¿Cómo?! Me ha surgido un imprevisto y debo irme enseguida. Pero no se preocupe tranquiliza: aquí tiene la llave. Pase usted. ¿Yo…? Sí. A su aire, con total confianza. Como verá, la vivienda consta de sótano, planta baja, primera planta y desván. Tres alturas. Si no hay otra opción… asume Luis cogiendo la llave, dolorido. Cuando termine, déjela en esa maceta de ahí: ya pasaré a recogerla. ¿Se encuentra bien? Más o menos. Hace unos meses sufrí un accidente y la espalda aún me culpa por ello. Ánimo entonces. ¿Puedo preguntarle qué le trae por aquí? Turismo rural. Quiero abrir mi propio negocio. ¡Fantástico! En ese caso, ha venido al sitio ideal. Disfrute desea Eva camino de su coche. ¿No teme que le robe los cubiertos? bromea él. En absoluto. La casa le va a gustar tanto, que los cubiertos me los regalará como agradecimiento por vendérsela. 2 Luis abre la puerta principal y lo golpea la atmósfera sólida y rancia de las construcciones deshabitadas. El mobiliario, antiguo y polvoriento. ¡Buf! Sus últimos inquilinos debieron ser… En el vestíbulo, de izquierda a derecha: una puerta (cerrada con llave, según 84
comprueba), un estrecho pasillo, la escalera que conduce a la primera planta y una segunda puerta, también obstruida. Se adentra por el pasillo. Salvo el de la cocina, todos los dinteles que encuentra están bloqueados. Empiezo a pensar,… ¡ay!, que me he dado la paliza del viaje para nada... Entra en aquella, puro descuido. Descubre en el centro de la estancia, bajo la mesa, el rectángulo abierto de una trampilla. El sótano, imagino… Intenta mover el mueble y un doloroso latigazo le fustiga las lumbares. Se agacha y gatea. No es la postura más elegante, pero al menos… Encuentra una sucesión de escalones en cuyo fondo, semioculta en la oscuridad, despunta una pala. Duda. Pensándolo bien, mejor dejarlo para luego... Extenuado como un alpinista en la cumbre del Everest, Luis corona la primera planta aferrado a la barandilla. Más puertas. Todas cerradas. ¡¿Así recibes a quien se interesa por ti: dándole con las puertas en las narices?! ¡¿Quieres acabar convertida en una montaña de leña, eh?! ¡¿Es eso lo que quieres?! vocea a la casa, frustrado. De improviso, como respuesta a su reproche, una segunda escalera se despliega estrepitosa desde el techo, en el pasillo. Luis recula hasta un rincón, temeroso. ¡¿Ha, hay alguien ahí…?! Sin respuesta, se acerca tímidamente: Y esto debe ser… Sube a una buhardilla con techo a dos aguas también anegada por el polvo. Enfrente, un rosetón acristalado. Más de lo mismo… No sé si este sitio puede tener futuro como negocio… Asomado al tragaluz: fuera, tres alturas más abajo, su coche. Se dispone a bajar y queda atónito. Ahora, de repente, la trampilla ya no se abre a la segunda planta, sino… a los escalones del sótano en cuyo fondo, semioculta por la oscuridad, despunta una pala. ¡¿Pero qué…?! Se aventura, tímido, en la negrura. Uno de los peldaños, quizá podrido, cede bajo su peso y acaba sentado de golpe. 85
¡¡Aaaah!! grita, transido por el dolor. Teme no poder levantarse. Alcanza un interruptor al final de la pared: la mortecina luz de una sucia bombilla ilumina un recinto cuadrangular surcado por pilares y traviesas. Luis niega, atónito. Apoyado en la herramienta a modo de bastón, sube, «¡Ay!», y se asoma… ¡al desván! Ahoga una risita sintiéndose absurdo. Otea bajo el suelo-techo, frontera que separa ambos niveles, intentando atisbar el menor rastro de los espacios perdidos. ¡¿Qué… qué locura es esta?! ¡¿D, dónde están la planta baja y la primera planta, las dos alturas que… faltan?! Agitado, suelta el apoyo y saca su móvil. Intenta encenderlo, sin éxito. Lo estrella contra la oscuridad. 3 ¡Así que esto es lo que quieres! exclama mirando a su alrededor, sopesando de nuevo el utensilio, desafiante. Para salir de aquí tengo que cavar un túnel... Para eso es la pala, ¿no? ¡¿Quién eres?! ¡¿A qué juegas?! ¡¿Qué quieres de mí?! Tantea el piso y el muro con el metal: roca pura. La golpea y se le escapa un doloroso gruñido. Tira la pala, furioso. Aparece en el desván, arrastrándose. Caída la noche, sobre las tejas empieza el golpeteo rítmico y progresivo de la lluvia. Agua… murmura, esperanzado. Gatea hasta el rosetón: el aguacero llora sobre el cristal. Se incorpora a regañadientes e intenta la apertura. Sin fuerzas. Insiste y la logra. Gracias… Sacia la sed usando las manos como cuenco. Se deja caer, molido. Ya de día, lo despierta un motor: Eva…recuerda. ¡Eva! ¡¡Eva!! ¡¡Socorro!! ¡¿Luis?! exclama la mujer. Sorprendida, desconcertada ¡¿Qué hace ahí… desde…?! ¡¿Qué ocurre?! ¡No puedo salir! ¡Ayúdeme! ¡Tranquilo…! ¡La llave! ¡Tire la llave! Luis busca entre sus ropas, ansioso. ¡Ahí va! 86
Escrupulosa, Eva busca entre el barro. ¡Ya la tengo! ¡El sótano! ¡Suba a través del sótano! ¡¿Qué?! ¡Confíe en mí! ¡Vaya al sótano! Aturdida, Eva corre hacia la casa. Por fin… Por fin saldré de esta pesadilla… se confiesa él, contento. De súbito, algo empuja la escalera y cierra la trampilla con gran violencia. No… ¡No! ¡¡NO!! Renquea hasta aquella e intenta abrirla, impotente. Eva entra en la cocina. Descubre la trampilla, cerrada. Forcejea y... Bajo la madera, suelo puro y duro: el sótano no existe. ¡Por todos…! Sale al zaguán y sube a la primera planta. A la segunda trampilla, también cerrada. Repite la maniobra y… Sobre la madera, techo puro y duro: el desván tampoco existe. ¡¿Có… cómo pueden desaparecer… el sótano y una altura?! ¿Qué…? ¡¡Luis!! ¡¿Luis, sigue ahí?! ¡¿Me oye?! Silencio. Eva corre escaleras abajo y se precipita fuera de la casa. ¡¡Luis!! ¡¡Luis!! ¡¡Sí!! se asoma al cabo ¡¿Por qué está ahí?! ¡¿Qué pasa?! ¡Algo extrañísimo! ¡No se lo va a creer, pero…! ¡Han desaparecido el sótano y la altura del desván, su altura! –¡Se equivoca! ¡Faltan la planta baja y la primera, las otras dos alturas! Confundida, Eva saca el móvil. –¡No funciona! ¡Voy a buscar ayuda! –¡No tarde! ¡Por Dios bendito, no tarde! ¡Se lo ruego! La mujer sube en su coche y se aleja a toda velocidad. 4 Eva conduce de vuelta. Precede la marcha de un coche policial. Ambos vehículos se detienen. Aquella grita de pronto y se apea. Policía y Ayudante la imitan, boquiabiertos. La casa se ha derrumbado quedando convertida… en una montaña de leña. 87
Los agentes intentan tranquilizarla. Se acercan los tres. Aún sobrecogida, Eva grita de nuevo señalando los escombros: asoma, inconfundible, el cadáver de Luis. Ayudante la aleja. Policía intenta establecer comunicación con su walkie: Qué raro… No… Unos metros más allá, aquél pregunta: ¿Estaba solo? ¿Había alguien más en la casa? N, no… ¡Ay, Virgencita! ¡Pobre hombre…! Intente calmarse… ¡Espere! ¡¿Ha oído eso?! ¿Qué? –Un ruido. ¡Por ahí! Donde estaba la cocina… Se suceden varios golpes. Policía se reúne con ellos. ¡El sótano! ¡En el sótano! urge de improviso, tan exacta e inconfundible como su propia muerte, la voz de Luis Más ¡Estoy aquí, Eva! ¡Sácame! ¡¡Sácame pronto, Eva!!
JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS
España
Publicaciones (blog personal): www.la-estanteria-2.webnode.es
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I
nicia un nuevo día, una nueva semana. El despertador sonó puntualmente a las cinco, como todas las mañanas, señal inequívoca que es tiempo de empezar la rutina. Veinte minutos de ejercicios, una ducha, un desayuno ligero y a la calle. Al parecer este verano será más intenso que el año pasado. Va caminando a paso lento, sabe que está a tiempo. Llega a la estación y piensa: lunes otra vez, hace una mueca y sonríe, mientras va tarareando la canción de Sui Generis. El tren avanza por la ciudad y va dejando atrás barrios nuevos. Ve gente indiferente, indolente, de caminar apurado y facciones hoscas. Un típico lunes. El sol golpea cada vez más fuerte, atravesando la ventana y haciendo que cierre los ojos mientras su mente se va perdiendo en las banalidades de siempre. ¿Y si fuera la primera vez que llego tarde al trabajo? ¿Y si el dinero no alcanza hasta fin de mes? ¿Y si un día simplemente me rindiera y ya no volviera a despertar? Una voz metálica anuncia la primera parada. La gente sube apurada, buscando asientos libres. Cree reconocer un rostro. Sí, es el mismo rostro que ha estado viendo y añorando desde hace casi un mes. Se sientan frente a frente, pero no lo nota. De pronto se siente observado y abre rápidamente los ojos. Lanza una mirada circular, como en una película de terror, y entonces la ve. Hace un gesto de extrañeza mientras baja la mirada. ¿Lo estaba observando? ¿No me estará confundiendo con alguien más? Vuelve a abrir los ojos lentamente. Ahí está ella. Mirándolo y sonriéndole. ¿Qué debía hacer? ¿Acercarse? ¿Hablarle? Notó que leía algo. Era “Guía triste de París”. ¿Conocerá París? Dicen que es una de las ciudades más bellas del mundo. No, pero me gustaría. Aun queda mucho por conocer en esta parte del mundo. Y si algún día voy a Paris sería mucho mejor si el propio Bryce fuera mi guía ¿no crees? Fue uno de los primeros libros que leí ¿Sabes? Lo debo tener por algún lado. Últimamente me he vuelto un tanto desordenado dijo haciendo una mueca de fastidio. Deberías ser más cuidadoso con tus cosas. Lo sé, lo sé. Es una de esas tantas promesas sin cumplir. Siguen avanzando por la ciudad. Parecía aburrida, miraba hacia la gran avenida y no hacía gesto alguno. Pegó la nariz a la ventana y parecía que se iba a quedar dormida. De vez en vez volvía a abrir el libro y leía indiferente al ruido de la ciudad. 90
Creo que te he visto en algún otro lado se fue dibujando una sonrisa en su rostro. ¿Ah sí? ¿Y dónde me has visto? Titubeó. Pensó que había hablado de más. A lo mejor estaba molesta. Ya recordé, siempre te veo subir en el mismo lugar todos los días. Sintió que se sonrojaba. Volteó la mirada tratando de olvidar lo que había dicho. ¿Fui muy atrevido? Espero que no piense nada malo. Apretó con fuerza los puños. Sudaba. Los rostros seguían pasando y el ruido de la ciudad iba aumentando, como despertando de su modorra, de su apatía. Luces estresado. ¿Todo está bien? Puedes confiar en mí. Además, aunque no parezca, soy buena escuchando dijo soltando una sonora carcajada. Tiene una bonita sonrisa. Aunque su risa es una desgracia pensó sonriendo. ¿Entonces? ¿Nunca sentiste la necesidad de escapar, de huir de todo? ¿De mandar todo a la mierda? Hay momentos en los que siento que todo me asfixia, que no puedo ser yo. Hay tantas cosas que he planeado y no he podido hacer. ¿Ah sí? ¿Y se puede saber qué tipo de cosas? Volvió a bajar la mirada. Era extraño que empezara a sentirse cómodo con ella. Sentía esa extraña necesidad de encontrarse con alguien y que lo viera conversando con ella para ser el centro de atención. Tocar guitarra, por ejemplo. Vaya, que interesante. ¿Eres compositor? ¿Cantante tal vez? No, pero tengo algunas cosas escritas a las que me gustaría ponerles música. Solo eso. No es nada del otro mundo. ¿Me podrías enseñar algo de lo que escribes? -La verdad es que no me gusta lo que escribo se volvió a sonrojar. Quiso bajarse, correr a encender un cigarrillo y perderse en la ciudad. Cómo extrañaba el sabor del tabaco, del café, de las madrugadas silentes. Aun la tenía al frente, parecía despreocupada, pero había algo en sus ojos, en su mirada. Parecía triste, como si necesitara una palabra o un abrazo. ¿Será cierto eso de que los ojos son la puerta del alma? ¿De qué nos sirve tanta poesía? ¿Tantas palabras de amor? ¿Dé que sirven tantos gestos si no puedo acercarme, ni tocarte, ni besarte, ni preguntarte por qué esos ojos tristes?
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Otra cosa que me gustaría es aprender quechua. Es un idioma que me encanta, es fuerte, armonioso, y hasta cierto punto romántico. Imataq sutiyki? Lo interrumpió abruptamente. Lo miraba con una media sonrisa esperando una respuesta. Se sonrojó por enésima vez. Tuvo ganas de escribir algo. Lamentó no llevar consigo su libreta. Encontró un papel en blanco entre sus cosas. Cerró los ojos. No quería que terminara el viaje. No quería que se fuera. ¿Y si le entregara mi corazón? ¿Y si me pidiera que me quedara? ¿Crees en el destino? ¿Crees en la predestinación? ¿Que todo está escrito? Lo miró con ternura. Tenía ojos grandes que intimidaban pero, sí, eran tristes. No podía dejar de mirarlos, estaba hipnotizado. No lo sé, pero si me dijeras que hoy nos íbamos a encontrar y que iba a pasar todo esto, pensaría que sí. ¿Y si estuviéramos en un sueño, en un cuento? ¿Y si alguien ya supiera cómo va a terminar esto? Busca desesperadamente un lapicero. Ya tiene lista su hoja en blanco. Ve que está a punto de terminar de leer el libro, la ve sonriendo como si se reconociera entre esas páginas. ¿Cuántas veces se había perdido entre las páginas de sus libros, en acordes imposibles, en versos inútiles? No estamos en un sueño. Estamos aquí y ahora, mirándonos, tratando de descubrir qué nos tiene preparado el destino. No solo el destino, sino también el tiempo había sido cruel. Había dejado de creer, de soñar. Tenía miedo. Casi nunca tengo la oportunidad de ser cursi, pero en estos momentos tengo la necesidad urgente de serlo contigo. Quiero que seas mi destino, que me abraces fuerte y cures mis heridas, que me hagas olvidar, que me digas que soy bueno, que ya no tengo que preocuparme por nada, que puedo dormir tranquilo, que somos nosotros los que hacemos nuestro propio destino, que… Abrió los ojos. Tenía algo escrito en el papel pero lo cerró. Vio que ella iba cerrando el libro y miraba a través de la ventana con los ojos entreabiertos y sonriendo. Guardaba sus cosas con paciencia, sin apuro. El viaje iba terminando, deseaba que fueran por un café y se olvidaran del mundo y de todos sus parásitos. ¿Me puedes prometer algo? Lo que quieras dijo visiblemente nervioso. 92
Escríbeme algo. Una canción, un poema, una historia. Lo que quieras. Dicen que si te enamoras de un escritor, serás eterna o eterno. Eres bueno, créetelo. Recuerda que las cosas malas no duran para siempre. Guarda tus lágrimas y tu pesimismo para otro momento. Abre los ojos, ¡mírame! Aun tenía el papel entre sus manos. Miró alrededor con miedo. La vio levantarse. ¿Adónde iba? ¿Me va a dejar así? ¿Después de todo lo que hemos pasado? Se va acercando, lo mira, tropieza y se le cae el libro. Se apresura a levantarlo para entregárselo. Es un buen libro dice. Bryce es uno de mis autores favoritos Lo sé. Muchas gracias. Disculpa pero ya tengo que bajar dijo. Cruzó la avenida y se paró frente a un gran edificio rojo. Tocó la puerta. Mientras esperaba volvió la mirada. Recordó el papel que había escrito. Lo fue abriendo sin prisa. Lo leyó y sonrió. Miró hacia la calle. Ella seguía parada mirándolo y sonriendo. Asintió mientras volvía a leer el papel arrugado: “Eres lo que siempre soñé. Fuimos lo que alguien más soñó” El tren retoma la marcha y se pierde en la calurosa mañana.
GIANCARLO UBILLÚS CELI
Perú
Twitter: @gubc WordPress: gubillus.wordpress.com
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N
umerosa, según creo, es la palabra que mejor se aplicaba a la comitiva que se alejaba de la costa de aquel mar a paso de elefante, hacia la capital del Imperio. Elefantes de regalo para el Gran Rey, caballos rayados de las sabanas, camellos, perros de caza y muchos otros animales acompañaban al pequeño ejército que escoltaba al Enviado. Él lo miraba todo desde lo alto de su litera trasportada por cuatro esclavos, protegiéndose del sol con un tapiz y ropas de seda mientras los demás sufrían el calor abrasador del desierto, en el que se internaban, sobre sus cuerpos. Seguían una de las innumerables rutas que unen la Capital con cada extremo del inconmensurable Imperio; apenas delineada en la arena que se empecinaba en cubrirla cada vez que el viento azotaba desde el norte. Desde el sur, desde el este y, una vez al año, del oeste. El mensaje que el Enviado llevaba era el más importante encargo que pudieran haberle hecho a quien, por su prosapia, poseía de las mejores sangres. Y avanzaban sobre la arena. Un día terminó. Un día no es suficiente para llegar. Otro también lo hizo, y uno más después de ese. Ningún oasis apareció para que las vacías vasijas volvieran a llenarse. El fasto de los adornos que colgaban de los animales y la litera, se opacaba bajo el sol. Los elefantes sintieron, antes que nadie, el rigor de aquella semana pisando caliente arena. Sus patas ampolladas se negaron a dar un paso más. No llegaron a posarse sobre ellos los ojos del Gran Rey, mas su carne, fresca en parte, alivió el martirio de los hombres; sus restos hicieron otro tanto con los mastines. El reflejo del sol, su calor emanando del cielo y la arena, incomodaba a los hombres. Sus ojos no veían ya otra cosa. Y, cuando la segunda semana pasó, el camino distaba, al parecer, mucho de llegar a su fin. La piel comienza a resecarse y resquebrajarse cuando toda su humedad se ha consumido y solo perdura el sol sobre ella. Los animales, a falta de costumbre, soportan mal el calor; los caballos rayados murieron y alimentaron, también, a los mastines que, por falta de agua, rabiosos se volvían al anochecer. Un cazador sabe reconocer que, cuando la rabia ataca, es hora de prescindir de su mascota. Los perros siguieron a los caballos en su destino. Las aves ya no cantaban, sus plumas amarillentas recordaban pálidamente sus vistosos colores. Solo los camellos parecían no notar los estragos del inclemente astro, los camellos y, por supuesto, el Enviado. El agua se agotó en la cuarta semana de travesía; el desierto no regalaba, en 95
dirección alguna, el milagro del oasis, más bien, escondía sus dones a cada paso. El agua se agotó, es verdad, para los hombres de la escolta, pero el Enviado escondía, en lo profundo de su litera, tres odres colmados del preciado líquido sin que nadie lo supiera. Hundía en ellos una de sus manos y bebía gotas durante el día para que la espesa saliva no dañara su delicada garganta; por las noches se deleitaba trago a trago sabiendo que, por lo menos él, resistiría un tiempo más si lograba conservar la calma. En la dirección del sol, acercándose a la menguada comitiva, a pleno mediodía, un caminante, un solitario hombre caminaba por el desierto sin mostrar sorpresa alguna ante la visión de hombres y bestias cubiertos de arena. Venía de la Capital, si. Conocía cómo llegar, si. Pero su camino lo llevaba en otra dirección. No, no llevaba agua, pues conocía cada oasis del desierto. Siempre hay agua para quien sabe ver, dijo. Hacia las dunas, también dijo, hacia las dunas deben ir. Seis semanas bastaron para que los hombres desfallecieran ante la atónita mirada de los camellos. La litera del Enviado quedó sin quien diera su fuerza para conducirla y, por primera vez en aquel viaje, dejó su trasporte para pisar la arena ardiente. Vistió dos camellos con paños de gala, improvisó una sombrilla para su cuerpo y, a lomo de bestia, continuó su camino, sin olvidar los odres que mermaban su contenido con el día. Montando uno cada día avanzó dos semanas por el desierto, para entonces también él casi sin qué beber. Uno de los camellos se desplomó, deshidratado, con el Enviado sobre sí. Toda la parafernalia, toda la alcurnia de aquel personaje quedaron revueltos en la arena. El segundo animal no distaba mucho tiempo de la extenuación, y las dunas se alejaban, cada mañana, otro poco. Como si el esperado destino de la capital imperial no quisiera, por propia voluntad, entregarle sus secretos. Envolvió sus pies en suaves sedas que cargara para obsequiar al Gran Rey. Envolvió sus pies y continuó caminando cargando el último de los odres que, apenas por la mitad, conservaba. Y caminó aquel día, y el siguiente. Creyó estar avanzando más rápido, pues las dunas a las que ansiaba legar se acercaban a él, un día, quizá dos de caminata y llegaría. A la semana de ansiar alcanzar las dunas, apenas las veía más amplias de lo que la lejanía dejaba ver. Alcanzó la cima de las dunas, si. Un día de sol, por supuesto, luego de una tormenta de arena en la que su cuerpo fue atravesado en millones de diminutos puntos, y en la que el viento le hizo perder los últimos presentes para el Gran Rey. A pesar de todo, logró llegar a las dunas y escalar su altura proverbial. 96
Sin agua, empujado por la ansiedad de la proximidad de la civilización a la que deseaba cercana, utilizó el resto de sus fuerzas para coronar la duna y mirar hacia el otro lado. Lo deslumbró el brillar del sol, como siempre, sobre cúpulas de oro y trozos de piedras preciosas engarzadas en las paredes. Lo deslumbró la brillantez del agua en las fuentes. Lo deslumbró todo aquello tanto que debió parpadear, tan solo una vez. Lo suficiente para que aquel paisaje tan deseado desapareciera como si nunca hubiera estado allí, lo único que tenía para ver en aquel sitio perdido era, simplemente, arena.
JOSÉ A.GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
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"¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe cuando me siento triste y te siento lejana?" Pablo Neruda
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os últimos meses la miré feliz. Caminaba por toda la casa, acomodando cosas, regando otras, moviendo todo de lugar. Estaba inquieta. Se quitaba los zapatos en la mañana y hasta la noche volvía a calzarse. Terrenal. Se despertaba temprano, se tardaba horas bañándose y se vestía siempre como para una cita a la que nunca acudía. Traía el cabello suelto y revuelto, libre. Como es ella. Empezó a comer poco; a tomar menos alcohol; a comer más chocolate; a dejar el café a medias y la sopa completa. Parecía una niña. A ratos la oía cantar por la casa, lavando trastes, barriendo, cocinando. Tarareaba canciones nuevas, como memorizándolas. Sonreía. El mayor cambio fue verla sonreír por todo, por lo feliz y por lo triste. Una noche la escuché en la habitación, gemía con fuerza, a solas, la oía desbaratarse. Me imaginaba la escena. Su cuerpo desnudo sobre la cama, a oscuras, acostada de lado; su mano derecha presionada en medio de sus senos, a ratos escapando a sus pezones erectos, pellizcándolos un poco, con suavidad como quien desmorona un polvorón entre su pulgar e índice; un nuevo movimiento que la tiene encantada. Su cabello acostado haciendo gala de rebeldía. Su boca entreabierta, suspirando, por momentos sus labios se secan; su lengua sale un poco, y humedece dando vuelta por ellos, de a poco, acariciándose, apenas lame para poder continuar. Su mano izquierda ha pasado de su cintura a su vagina un ciento de veces. Sube y baja pasando por sus costillas, dando vueltas por su ombligo. Cayendo en su vientre, mezclándose entre su vello, abriendo sus labios, buscando su clítoris, girando un dedo alrededor de él, tocando la punta, después otra vuelta; así hasta encender sus mejillas, hasta desesperarse. La señal es ver sus tobillos pegarse uno con otro. Después sus piernas tallarse entre sí, la mano se aprisiona dentro, llega al límite y finalmente mete un dedo en su vagina. Humedad. Calor. Presión. Bordes. Texturas. Calor. Mete otro, entran y salen, los dobla un poco y siente ese lugar, ahí, donde pierde el sentido la razón y presiona. Su otra mano deja de lado a los senos y los pezones, mete los dedos en su boca, abierta, trabada como en un grito que ha muerto en el silencio y la intimidad de la oscuridad. Chupa sus dedos, los deja goteando y así los lleva a su ano. Acaricia alrededor, abre sus nalgas y apenas mete un poco, siente la contracción natural; la otra mano no para de subir y bajar y presionar. Sus ingles se humedecen con una mezcla de sudor y lubricante. Mete por fin un dedo atrás. Está perdida. Ha llegado muy lejos. Mete y saca por ambos lados. Alucina y fija sus ojos entrecerrados en un 99
punto en la pared, ¿en qué?, ¿en quién piensa?, ¿qué siente?, ¿qué mira? Continúa. Se detiene atrás con cuidado y delicadeza. Continúa adelante y un suave líquido de exquisita textura, blanquecino inunda su mano y culmina con el grito que calla en su almohada. Duerme. Caída en su propia batalla, en la que nadie pierde. Su sueño es profundo, el cansancio de un orgasmo no tiene par. El sueño tras el éxtasis es imperativo. Duerme. Atiné, así más noches y cada vez más. La sonrisa no se iba. Una tarde todo paró. Se encerró en un cuarto, envuelta en cobijas. La taza de café rebosante, los chocolates olvidados. El cabello agarrado en un estirado y doloroso chongo. La prisión del rebelde azabache. La cara triste. La sonrisa desaparecida. Unos ojos hinchados de tanto llorar a escondidas. Silencio en la casa, ni canciones, ni pisadas, ni vueltas. Los pies envueltos en calcetines y zapatos duros, rígidos, jaulas. Despertándose tarde. Dejando pasar un día entre baño y baño. La misma ropa todos los días, sin accesorios ni colores. Era tan hermosa antes de aquella tarde en que todo cambió. Por mi madre, lo juro, lo voy a buscar y le ruego que vuelva con ella, porque yo solo no puedo hacerla tan feliz como lo había hecho él, aunque sea a la distancia.
VERÓNICA EDITH GONZÁLEZ CANTÚ
México
Twitter: Doña Clito @veroglezcan
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omenzar de nuevo a los cincuenta años, no es tarea fácil, menos aún, si hace ya un año acabas de perder a tu familia. Pero debía intentarlo. En todo caso, no tenía otra opción creo. A menos que ocurriera un milagro y yo ya no creía en ellos. ¿Cómo hacerlo? Myrna y Franco estaban bajo seis metros de tierra y lo único que moderaba en algo mi ira, cada vez que llegaba a visitarlos al cementerio, eran sus pequeños retratos de cuando estaban sonrientes, vivos, a mi lado. Esas fotos me miraban desde sus lápidas y junto a sus nombres. Ambos, en aquellos instantes de dolor infinito, parecían decirme que no me afligiera tanto, que dentro de poco estaríamos juntos... Cuán en lo cierto estaban. Cuánta razón tenían. Morning era el nombre de aquella ciudad y cuando el achacoso colectivo me dejó en la estación, tuve la impresión de estar en un pueblo fantasma. Pocos y misteriosos habitantes. En aquel momento, una pareja cruzaba las grandes puertas de vidrio en la entrada y pasaba a mi lado. Miradas furtivas, ojerosas, esquivas. Andar lento, parsimonioso. Salí al exterior y caminé unos metros por la explanada hasta encontrar un taxi. La voz del conductor sonaba cavernosa al preguntarme la dirección... Tal vez exageraba. Imaginaba cosas. Me preguntó nuevamente la dirección y le di la del hotel que me habían reservado. Veinte minutos después, llegábamos. Ni charla, ni gestos amables. Incluso apenas pude divisar su rostro desde atrás, reflejado en el espejo retrovisor. Tampoco me parecía que importase mucho. El conserje que me recibió aparentaba cien años y creo que los tenía. No quise averiguar. El anciano revisó su libro y me extendió un juego de llaves. Habitación 48 B, planta alta. Venía hasta este lugar, contratado para dar una charla sobre literatura de ciencia ficción y terror. Cada vez que ponía a mis ocasionales oyentes en trance con la presentación y sinopsis de mis relatos, cobraba en dólares una buena paga de la editorial contratante. A veces eran fundaciones, ONGs, alguna asociación. Esta vez fue un club. La Señora Madsen era la anfitriona en la sede a la que fui invitado. Una casa antigua, de estilo victoriano, color pastel, cortinas rojas, rosales frondosos en el jardín del frente. Unos altos e imponentes fresnos la rodeaban y batían sus ramas sobre aquellos rojos también, tejados. ¿El té sin azúcar...verdad? pronunció Sonia Madsen, al acercarme la taza humeante de rigurosa porcelana. Sí...¿Cómo lo sabe? pregunté. También somos indiscretos seguidores de sus...costumbres. Respondió Queremos que se sienta cómodo... 102
Una hora después, el auditorio era numeroso. El inmenso estudio en la planta baja, de amplia biblioteca, mostraba muchos señores y señoras de edad similar a la mía, casi no había jóvenes, salvo un mayordomo negro a quién la Señora Madsen llamaba Trevor. Un muchacho de unos veintitantos años, alto, espigado, con ceñido traje clásico, oscuro. Solo sus ojos eran vivaces, comparados con los del resto de quienes estaban ahí. Sé que escuchaban con atención lo que yo decía, algunos incluso tomaban apuntes. Pero en todos ellos, podía detectar cierta parsimonia, parecida al desgano. Estaban en ese lugar por mí, invitados, y quizás admiradores, como dijo Sonia. Si así era, no lo demostraban mucho. Creo que esperaban algo más. Al finalizar mi charla, hubo un tibio aplauso. Firmé unos veinte ejemplares de mi último libro y al estar solo con la dueña de casa, vicepresidenta del club, me pidió que me quedara un rato más. Intentaba mostrarme su prolífica colección de libros. Tenía unas horas por delante hasta que saliera el próximo bus a Galveston, podía concederle una. ¿Por qué no? En determinado momento, luego de acomodarnos en mullidos sillones de cuero y de haber ojeado algunos ejemplares valiosos de escritores como Poe, Lovecraft, en fin, los grandes maestros del terror y el misterio, Sonia me acercó un álbum de fotos. Allí estaba la historia de aquel club y mi sorpresa fue mayúscula al ver en una de ellas, a mi padre. Posaba muy serio, junto a seis personas que no reconocí, frente a la casona. En sus comienzos, me contaba, fue un poco difícil creer en ese proyecto pergeñado por estas personas, pero especialmente por mi padre, basado en cierto mito que rodea a quienes como él, son tan determinados, audaces, soñadores. Pero lo había logrado, parece. Bebí un sorbo más del excelente coñac que Trevor servía displicentemente. Estaba cansado por el viaje, la charla, los libros, las fotos y esta emoción última. ¿No quieres saber de qué se trata todo esto? preguntó Sonia Madsen. Hoy no, gracias, quizás en otra ocasión. Le prometo que volveré con más tiempo a seguir charlando. Contesté lo más educadamente posible. Sonia sonrió y pude ver en sus ojos, cierto destello de picardía. Claro...seguro. Estamos aquí y tiempo es lo que nos sobra. Gracias, cuídate. Demoré un poco la vista ante la fachada de la casa, mientras esperaba el taxi. Casualidad o no, era el mismo chofer, quién, por supuesto, parecía conocer cuál era mi destino. Murmuré apenas acerca del estado del tiempo, llovería. No contestó. Me llevó directo a la estación. Otra vez la pareja que vi al llegar me cruzó, esta vez, salían. El bus arrancó no bien subí. Al instante me empecé a adormilar. Agotado por la charla y 103
el coñac, seguro. En el breve sueño, reviví una historia acerca de aquellos que, abrumados por sucesos graves o desgracias familiares, desesperados, se suicidan, negándose a sí mismos, la posibilidad de llegar al paraíso. El chirrido de los frenos del coche me despertó. Bajé apresuradamente desde mi asiento en la última fila y con asombro me di cuenta que estaba de vuelta en Morning. Ofuscado, pensé en esperar el próximo coche. Seguro ocurrió que el chofer, retomó el recorrido de ida y vuelta, sin reparar en que yo me hallaba dormido allí detrás. Ni siquiera se le dio por revisar. En la ventanilla de la Empresa me dijeron que habría otro bus disponible recién unas dos horas después aproximadamente. Opté por volver al único lugar conocido: la casa de la Señora Madsen. Me recibió con mucha amabilidad, parecía segura de que yo volvería. Pase, siempre será bienvenido. Si no le molesta, podríamos seguir la charla. Acepté de mala gana. Como un fantasma, Trevor se acercó a mí, ofreciéndome alguna bebida. Dije que no. Sonia desplegó su simpatía y abrió de nuevo el viejo libro de fotos. Fue como si el momento se hubiese congelado. Las hojas pasaban y la voz de Sonia, contándome la historia del club, se hicieron una letanía. Así me enteré de una larga lucha dialéctica de mi padre con personas que, como él, arrastraban en el fondo de su alma, historias ocultas. Prohibidas. Volvió a mi memoria aquello de los suicidas, ya que él se había desgajado un tiro en la boca a los cuarenta y ocho años, asfixiado por las deudas. Uno a uno, hombres y mujeres de aquella cofradía, reflejaban a través de sus fotos, en su mirada, el estigma ¿Los actuales miembros también? Faltaba media hora para mi partida, apurado pero intrigado sobremanera por el final de esta historia, prometí a la Señora Madsen que volvería. Seguro dijo. Aquí estaremos. Llegué angustiado a la Estación y más inquieto aún, pues nuevamente viajé hasta el lugar con el mismo inexpresivo chofer de taxi de la vez anterior. Me dolía horriblemente la cabeza. Subí apurado al colectivo, me arrebujé en mi asiento, al final del pasillo y con la imagen de mi padre grabada en mis retinas y la sangre corriendo por el piso y por su alfombra. Volví a adormecerme. ¿Una hora, dos...diez minutos? No sé, al despertar, la mano del chofer intentaba sacudirme. Está bien. Ya bajo...ya. Le dije. Perdone Señor, hemos llegado a Morning. Aclaró. En aquel momento, confieso que me paralicé, aterrado. Bajé precipitadamente, atropellando al escaso resto del pasaje y busqué las puertas de salida. Allí, para mi 104
horror, una pareja conocida, entraba nuevamente al amplio hall del lugar. Sin mirarme. Con la vista al piso. Sombríos. Como era de suponer, el taxi me esperaba. Sin saludar siquiera. (No tenía sentido). Dejé que me llevara, otra vez, al club. A Sonia. A la verdad. Su voz melosa, me acarició. ...porque este es el calvario eterno de quienes, como tu padre, yo, Trevor y los demás miembros que aquí te escuchamos tarde a tarde, sufrimos al quitarnos la vida. Giramos enloquecidos por una misma situación y volvemos siempre al último lugar donde hemos muerto... Eres el hijo de uno de los Fundadores y te envenenaste hace una semana, loco de remordimientos y soledad. Este es también tu club... El Club de los suicidas... Finalizó. Yo temblaba. Puedes creerlo si quieres. La leyenda o el mito, como quieras llamarle, existe. Pero si no estás convencido, puedo contártelo todo otra vez...desde el principio.
Sergio NÚñez
Argentina
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1. MUJER TRÁGICA TRES PALABRAS
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espertó con la dulce certeza de su presencia. Se sonrió en la semipenumbra, demasiado adormilada como para separar los párpados. ¿Pero qué falta le hacía? Bien segura estaba de que era él: el corazón se le hinchaba de amor. Atisbó por entre las rubias pestañas y vio la silueta adorada recortarse contra la luz del candil, negra, negra. Se incorporó sobre las almohadas, abierta la sonrisa, en tanto agradecía en silencio a Dios por haberla bendecido con aquella pasión tan inmensa como exótica... Los oscuros labios de la silueta comenzaron a moverse, y ella se estremeció, anhelante de aquellas, sus tres palabras de siempre, que solían colmarla de dicha y de deleite: ¡Cuánto te quiero!... Esperó. —¿Rezasteis vuestras oraciones? —dijo el Moro. 2. MUJER SOCIOPOLÍTICA DIFERENCIAS IDEOLÓGICAS
E
ra lo único que empañaba nuestra relación casi perfecta: incluso lucía la barbuda efigie del “Che” impresa en el frente de su abultado suéter. —Vos hablás mucho de “libertad” y de “no opresión” —le observé al fin—; pero no tenés el más mínimo reparo en guardar a esas dos tan apretadas... Se convenció. Sus manos ágiles revolotearon, tironeó del suéter, y el “Che” dejó de interponerse entre los dos. 3. MUJER CIBERNÉTICA ÚLTIMO MODELO CON FILOSOFÍA PROGRAMADA
M
e costó hasta el último peso, y hasta la postrera porción de aire pulmonar; pero valió la pena. ¡Era el último modelo! Pelo natural, seudocarne y... ready for action, como rezaba el prospecto, Incluso hablaba..., y filosofaba también. Judy: el sueño inflatable del solterón. Avancé hacia ella, jadeante. Sus ojos azules (¿de qué diablos los habrían hecho, que hasta se movían?) rezumaban de promesas. Sentí húmedas las palmas y galopante 107
el corazón. ¡Judeee! ¿Cómo ocurrió? ¡Ay! Nunca lo supe. Una quemadura en la estufa, un pinchazo accidental... ¡Qué importa ya! Todo terminó para siempre. Oí una explosión apagada y la vi encogerse ante mi impotente horror. De entre las mejillas, progresivamente fláccidas, se escapó un suspiro de voz; una delicada excusa: —De goma somos... —y Judy murió.
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici
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e encontraba en el centro de la habitación principal de la casa. Respiraba profundamente. Olía el ambiente que tenía un aroma particular y único, era similar al de su cuerpo, y en cada inspiración cerraba los ojos y retenía el aire, como intentando detener el tiempo. Miró a su alrededor, nadie en la izquierda, nadie en la derecha, nadie delante de él. Comenzó a pensar y se dio cuenta de que la vida lo hallaba solo, y que las personas ocupaban una ínfima parte de su tiempo en el día, quizás porque nadie se acordara, o por el mismo tiempo, que al transcurrir aumenta el olvido de los demás. Percató sus manos arrugadas llenas de venas que parecían trascenderle la piel, las dio vuelta y su palma estaba más rosada que nunca. Sabía que el momento se avecinaba. Comenzó a caminar, o mejor dicho, a desplazarse por la casa sin rumbo. La miraba, miró cada grieta en la pared y cada parte renovada. La contemplaba como si se tratara de la primera vez que la veía. Se detenía y acariciaba los muebles viejos de roble. Cuando pasó su mano por ellos, pude darme cuenta, por su mirada, cómo comenzaba a recordar. ¡Ah! Aquella navidad donde estábamos todos reunidos, y el murmullo perduraba por horas. Cuando en ese entonces los niños me llegaban a las rodillas y corrían a abrazarme las piernas, y veía esos rostros que miraban para arriba retorciendo el cuello y conectando sus ojos para expresarle un amor que ellos no notaban que se lo daban, sino que lo hacían por mero instinto. Miró la pava, y recordó las tardes de eternas conversaciones con su esposa. Echó un suspiro de nostalgia y de antitética esperanza. Una sensación de agobio y angustia lo invadió en todo el cuerpo, como si súbitamente el corazón se alzara y en cada exhalación volviera al lugar natural, dejando un hueco insaciable. Esa congoja no tenía nada que ver con lo que padecía, sino que era la mera tristeza haciéndose notar en lo físico, el lugar donde lo que nos desborda en nuestra alma toca fondo y se manifiesta externamente. Quiso evadir los recuerdos, porque levantó la vista, miró hacia arriba intentando ocultar las lágrimas de sus ojos, y prosiguió su camino. Olvidando que solo se movía por el simple hecho de recordar para negar su realidad. Abrió la puerta del estudio donde se hallaba la biblioteca y todos sus trabajos recolectados y disminuidos en un pisa papel. Volvió a pasar la mano por otro de sus muebles y se sentó en la silla de su escritorio. Abrió un cajón repleto de cartas de las personas más importantes de su vida, ya que solo utilizaba ese medio de manera especial. Leyó cada una de ellas tomándose su tiempo, sin importarle que contaba con 110
poco y que aguardaba su espera. Al entrometerse en cada carta sentía como si reviviera cada uno de esos momentos. Lloró taciturnamente y se sintió tranquilo al pensar que su vida había tenido un sentido. Se dirigió al marco de la puerta y de nuevo contempló, mientras suspiraba, el escritorio. La tristeza le llegó, ahora, a su cuello, con un nudo agobiante en su garganta. Repasó la sala, cerró los ojos, los volvió a abrir, deslizó sus dedos por el picaporte frío, y cerró, lentamente, la puerta. Al oír el choque de la cerradura se quedó parado con la cabeza apoyada en la madera. La acarició mientras suspiraba y giró prosiguiendo su camino. Así lo hizo con todas las habitaciones, recorría, examinaba, volvía contemplar y cerraba lentamente. Al llegar a su cuarto, se sentó en la cama, levantó la vista y tomó la ropa que estaba doblada. La estrechó contra su cara por un momento, y la guardó en el bolso. La cantidad de mudas que empacó tenían relación con el tamaño de su esperanza. Tomó el espejo que reverberaba el sonido de su esposa. Se miró y observó el poco pelo que le quedaba y por ello, decidió no peinarse, sino enfrentar la circunstancia naturalmente, de la misma manera en la que nació; despeinado y en una sala blanca de un hospital. Alistado y entregado regresé a la habitación principal y noté uno de mis últimos descubrimientos: mi hija había estado desde hacía unas horas esperándome. Lo miré y supe que había estado observando lo que hacía, ya que intentaba ocultar las lágrimas de sus ojos y con su voz entrecortada me dijo, ya sabiendo la respuesta: ¿Ya acomodaste todo, papá? Sí hija respondí, pasando mi mano por su nuca para besarle la frente. Quizás disimulé bien mi despedida, o tal vez todos estaban esperando el momento de manera oculta, porque lo más inútil que haría ahora sería acomodar mis cosas, más bien dejarlas como están para que luego sean un destello de algo que sucedió, un espejo detrás de una puerta cerrada cerrada por mí que refleje mi cara, más allá de que inexorablemente los años cambien esas salas y el aroma del ambiente se vuelva vacío y sin memoria. Vamos agregué.
LOURDES CUCCO
Argentina
Tumblr: https://nefelibatamente.tumblr.com/ Twitter: https://twitter.com/LulaCucco
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o faltaba ni un solo detalle en aquella casita victoriana que recibiera por su cumpleaños. El distinguido cabeza de familia leyendo el periódico en el sillón orejero, su delicada esposa bordando junto a la chimenea, las mellizas de rubios tirabuzones tomando el té en el cuarto de juegos. Cuando los sentó a la mesa del salón para la cena, no reparó en el ojo malva de la madre. Tampoco se percató de su labio partido durante el desayuno en la cocina. Pero ante la luna del armario descubrió que apenas se tenía en pie y decidió acostarla en la cama con dosel del dormitorio principal. A la hora de la comida, echó en falta al padre. Y mientras lo buscaba en el baño, la biblioteca y el desván, las niñas observaban de reojo, con una sonrisa aviesa y sus vestiditos manchados de tierra, la pequeña pala del jardín.
RAÚL GARCÉS REDONDO
España
Página WEB: www.desdesoria.es/tieneunminuto
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ú estás de pie en la pequeña habitación, sin hacer el menor ruido. Nuestra habitación siempre fue obscura, solitaria y pequeña… Ahora que lo recuerdo mejor, ambos estábamos de pie, tú me mirabas con atención, pero yo estaba ausente como si estuviera aprendiendo a moverme de nuevo. Recuerdo también la ropa que traías puesta ese día, era una simple camisa de rayas, la mía era una blusa del color de las tripas frescas, ambos con pantalones cortos. Preguntaste qué me sucedía, pero yo bajé la mirada, eso no te gustaba, porque te costaba ver mi cara. ¿Cómo entraste aquí? dije. Compartimos llave, creí que sería mejor devolvértela. Asentí con poco interés. Moviste tus dedos ansiosos, como si estuvieras temblando. Creo que aún es tiempo para hablarlo. Fuiste tú quien dijo adiós. Giré la cabeza para ver donde pusiste las llaves, nos esforzamos mucho para mostrar rostros apáticos, aunque los dos llorábamos por dentro. Fuiste bastante claro. Das unos pocos pasos para poder ver mi cara, respetando los centímetros de distancia que suelen tener los amigos. Eso me dio la impresión de que por fin sabías la diferencia entre amigos normales y amantes, entre lo que de algún modo empezó y ya no terminó así. Te inclinaste un poco para verme, pero la dirección de mi mirada sigue orgullosa. Pronto, decidiste investigar el espacio que nos rodeaba, buscando alguna diferencia desde que te fuiste o algún recuerdo que se quedó por ahí; ganando algo más de confianza te aproximaste a las cajas y te sentaste sobre el suelo, acercando tu rostro a ellas y leyendo las letras con plumón permanente. Te cercioraste del aroma y la textura para hacerte una idea. Cuando llegué aquí por primera vez, estaba convencido de que vivirías una aventura interesante. ¿Así fue? Dijiste al mismo tiempo que te levantabas del suelo. Tal vez. Sonreí con un afán de molestarte un poco, no te gustaban las respuestas poco directas, tanto como a mí. Dirigiste tus pasos a la puerta que dejaste entreabierta. Pero…Tu voz me sorprendió de repente, no tenía en mente de que te quedarías tanto tiempo por devolver una simple llave, quizá, eso solo era una excusa. Me molesta que ya no tenga ninguna influencia en este entorno, cambió tanto todo que es como si, nunca hubiera formado parte de ti… Este sentimiento 115
desbordante, no sé cómo llamarlo ¿qué es? Te levantaste y cerraste la puerta, ahora con determinación; de manera inconsciente levanté la mirada y me topé con la tuya.¿Cómo lo haces?Es la primera vez que te veo así, no triste, ni frustrado; esas expresiones tuyas ya las conocía, sin embargo, esta es nueva; estabas vulnerable, ¿por qué muestras ahora tus sentimientos cuando tomaba mi avión de vuelta a Burgos? ¿Por qué no antes? ¿Por qué no fuiste sincero cuando te vi con esa otra persona o antes de aceptarme? Este tipo de manipulación no me gusta. Desde que acepté mis sentimientos por ti, nunca fue mi intención herirte, de todos modos, ya no puedo hacer nada al respecto. ¿Quieres saber cómo lo hago? Elimino todo lo que me lastima y sigo. ¿Qué tengo que hacer para poder estar contigo? ¿Cuál hazaña debo realizar para poder tener, tan siquiera, tu perdón? No soporto la idea de que fui yo quién te hirió. Rompiste la distancia y tomaste mis brazos; recordé las noches donde me albergaba en esos brazos y la idea de que alguien más pronto estaría ahí. Inhalé con fuerza y apreté la mandíbula, quise gritar al principio, pero el nudo de dolor en el corazón se subió a mi garganta. ¡Basta! Sacudí tus brazos lejos de mí y me aleje. Déjame en paz, ya me has atormentado lo suficiente. ¡Deja de ser tan orgullosa! Enójate conmigo, grítame, golpéame si eso hace falta, pero deja de estar así.¿Por qué no fuiste más decidido?¿Cuándo te lastiman de este modo no es lo mismo que estar en un sueño? ¿No es igual a estar vacía? ¿Esto no es igual que estar en un sueño?Ahora caminas a la puerta, con una nueva determinación, pensando en algún tipo de propósito para salir de ahí. Y lo tenías, te había herido por el simple hecho de que me hiciste sentir herida… La venganza solo suena bien en la cabeza. Si tu intención es borrar esas memorias del ayer de este modo entonces, eso es suficiente. Solo sonreíste y te despediste sin palabras, como un fantasma obsesionado. Un día antes de tomar el avión estuve caminando por las calles estrechas donde solo los gatos callejeros y yo nos animamos a caminar. Creo que llevaba cargando un ramo de galantos que alguien dejó en mi puerta, sin embargo, no tienen ningún significado; llegué al final del callejón, donde estaba la vieja cerca de madera que me 116
separaba de resbalar de la caída en picada de la tierra y caer al agua fría del río. Agaché la mirada para ver la ciudad que estaba del otro lado, la brisa me abrazó por la espalda y separó los pétalos y dejé a mis sentimientos perderse, para que siguieran al viento y se fueran a otro sitio, para que todos esos sentimientos cayeran en picada. Aún los escucho crujir y salpicar contra el suelo y las rocas, conforme se alejan y se acercan al vacío. Si eso no me es suficiente, trataré de permitir que mi corazón permanezca medio vacío ¿o se dice medio lleno? Pero ¿cómo sería si intentara llenar mi corazón con el agua del mar más profundo? ¿Entonces podré sentir de nuevo? Hablé, hablas y ella habló sobre el amor, pero, me temo que ese concepto ya es algo que está más allá de las nubes, más allá de ti y de mí; nos alineamos al mismo tiempo, en la misma espiral de nuestras vidas. Tu tuviste una pelea con tu prometida, ella estaba molesta por tu negación y yo estaba molesta porque alguien me empujó y mi borrador había caído al agua estancada de la fuente. La decisión definitiva fue simple, los tres cambiamos los ojos de dirección. Pero esas figuras del pasado se estiraron como sombras, a tal punto que ya no podemos ver aquel amor, porque nuestras mentes están brumosas; la mía, la tuya y la de ella. Un gato de manchas naranjas, negras y blancas roza mis piernas y maúlla, en un pequeño intento de consolarme. ¿Yo? ¿Ser consolada? ¿Los errores pueden borrarse o aplastarse? Susurré en voz baja, con cierta privacidad. Escuché pasos detrás de mí y giré veloz por instinto, pero no era ningún peligro, era el recogedor de basura, El Moro, le decían, por su parecido físico al personaje de Otelo. Sí, ese barrendero que se volvió la primera persona amable con quien traté cuando llegué al pueblo. Es cierto que soy un simple barrendero, y los líos amorosos dejaron de importarme hace mucho tiempo, pero reconozco una mirada de dolor; las veo muy seguido. Me invitó a pasear porque era su día libre. Era extraño verlo con ropas casuales, parecía disfrazado. Llegamos al parque de Cáliz y hablamos un poco; ya no sé cómo llegamos a cierto punto que me dijo unas bellas palabras que jamás olvidaré: “Incluso la basura más ignorada tiene rasgos de amor, están cubiertos por la vergüenza pero el amor nunca se va de las personas”. Cuando regresé a casa a empacar los últimos objetos que no guardé porque los 117
iba a usar el día de hoy me percaté de algo importante: No quiero permitir que esos días que compartimos, que imaginábamos, que vivimos y tratamos de revivir se desvanezcan. ¿Ahora hablaremos de esos días en nuestras memorias? “¿Se puede arreglar? Dijo El Moro. Estás loco… Teníamos peleas infinitas. Pues bien. Contestó. Ahora compartirán sonrisas avergonzadas y se despedirán sin más”. Despedirnos como si nada era una idea detestable, pero la más viable a suceder. Admito que tuve el fugaz deseo de que se despidiera de mi en la terminal, pero no lo haría, no después de que… Ambos tuvimos la culpa. Es la madrugada para irse, cargué mis maletas y salí del departamento, le entregué las llaves a recepción y me despedí; El Moro me llevó en su camión de basura al aeropuerto y no hablamos en todo el camino, que era bastante largo. Pero no fue necesario, yo necesitaba silencio y él lo respetó. En todo el camino al aeropuerto no quise pensar en nada más que en la logística del avión, las horas, el dinero, los papeles, llegar a casa… Subí al avión y miré por la ventana esperando ser la primera en ver un amanecer. La mañana, sin duda es brillante, y esta ciudad pone nuestros sueños en una cuna, incluso hoy, tal parece que nos hemos olvidado mutuamente. ¿Acaso eso no es verdad? Cerré la boca de mis emociones y si me siento incómoda por acumular el silencio, eso está bien, porque sentir tal tristeza significa algo, avisa que significaste y que tal vez yo signifiqué algo. Ahora me siento asqueada de amor, de demasiado amor. Es cierto que nos dijimos cosas horribles sin que el otro se enterara, se lo dedicamos a nuestro lado callado, a ese lado que está a nuestras espaldas. Ahora, oh ahora que miro el reloj, debería ser el momento en el que me decías al despertar: “Aquí nadie nos verá” y yo te contestaré un “Lo sé.” Porque ya nadie nos verá, nuestras mentes nos pertenecen. Mezclamos, nos mezclamos, nos separamos y volvemos a unir, y justo en el final, tomamos el camino de regreso y nadie nos vio, ¿pero nada cambia? Las campanas de aviso del avión me distraen: “Atención pasajeros, se está retirando un obstáculo de la pista pero pronto volaremos a su destino”. Por mera curiosidad volví a asomar la mirada y un pensamiento mío de antaño se confirmó: “Cuidado con lo que deseas, porque los deseos son niños, y los niños escuchan”. 118
Te estabas peleando con los del cargamento de maletas, se gritaban porque las turbinas de aire son muy fuertes, de seguro te decían que nadie podía bajar, pero ellos no sabían que no aceptabas los no. Traías puesto un traje elegante y tus zapatos negros colgando del cuello. Obvio no, por supuesto que no. No te atrevas a decirme que sabes qué es el dolor, porque no es verdad, en cambio yo siempre lo supe. Fue en el comienzo de esto, cuando decidimos todo por nuestra cuenta y sin preguntar, eso provocó que lo nuestro se volviera inútil pero volviera a un breve buen inicio. Aunque, en este momento me lo pregunto, ¿podremos cambiar? Por nuestra cuenta sí, ¿pero queremos hacerlo? Me reconoces, hablas, parloteas y yo ya estoy mareada sobre el amor, pero en un buen sentido, pero ya te lo he dicho y lo repito. Eso está más allá de ti y de mí; por ahí, más arriba de las nubes. Tranquilo, ni tu ni yo podemos verlo, aún. Ahora me hablas de arrepentimientos, sobre lo que aún puede pasar, pero sé que no pasará. “No nos hemos olvidado del uno y del otro”. Repites la palabra una y otra y otra vez, te niegas a escuchar y lo vuelves a intentar; entonces voy en contra de mi orgullo y digo “está bien”. Nos volvimos a ver, de noche por primera vez, nos atrevimos a saltar, llegando al final, tú generaste cenizas alrededor tuyo y yo me alejé dejando hojas como huellas. Cuando te diste cuenta que me fui gritaste, pero yo me despedí riendo.
SOFÍA LUDLOW CÁNDANO
México
Twitter:@SofíaLuCa18 Blog: http://elmundodesofialabruja.blogspot.com.ar/
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uardaba la carpeta en la mochila cuando Carla se dio vuelta en su silla y trató de decir algo. Maa…Ma…ría… tartamudeó bajito. Estudió a los alrededores por si
alguien nos escuchaba... aa..aayyud..dd..ddaamme ―me clavó los ojos por un momento y las lágrimas se las arrancó con el puño sucio del guardapolvo. No sabía cómo responderle. Desde cuarto grado era la rarita y nadie le hablaba. Vi que tenía el pelo muy enredado: rastas bien negras y opacas, gordita, algo fea, pero no por eso le decíamos así, no: le decíamos rarita por su mamá. Mi papá decía que esa mujer tenía algo que a él no le cerraba. Me mostró la prueba de lengua: respondió todo mal. ¿Te presto las hojas? le pregunté. Asintió con la cabeza. Busqué los temas en la carpeta y se los di. Sonó el timbre, y salí al patio. La mañana siguiente, durante el recreo, pasó delante mío corriendo con un tipo. Los dos gritaban. Me contaron que ese hombre era su tío, la sacó temprano porque la mamá tuvo un accidente horrible y falleció. Por la noche salimos con papá a ver la tormenta que se venía, capaz así me levantaba un poco el ánimo después de lo de Carla. El refucilo iluminaba las enormes nubes negras que se agruparon formando a un remolino gigante que no tocaba el suelo. Una luz muy fuerte nos obligó a cerrar los ojos y en ese instante oímos una explosión, el piso temblaba y nos metimos corriendo a oscuras llevándonos por delante todo lo que se vino abajo. Ese trueno cayó cerca dijo mi papá abrazándome, si agarró una casa la prendió fuego. Seguro se prende fuego. A un mes del rayo que provocó el temblor, en el barrio se empezó a hablar de una camioneta blanca, a veces roja, que levantaba chicas. La verdad, tenía más miedo a la última evaluación, que era en unos días, y me faltaba todo lo que le presté esa vez a Carla, que a esos secuestradores. Guardé todo y salí del colegio pensando en cómo recuperar mis hojas, con la canción de Lali que se me pegó y no me la sacaba de la cabeza. El sol estaba tan fuerte que me crucé de vereda. Doblé y mientras enviaba un WhatsApp me agarraron del brazo. Era un pibe que no conocía y no me soltaba. Me acordé de papá, iba a gritar con todas mis fuerzas pero me mostró un cuchillo y apoyó el filo contra mis labios. Me arrastró a una camioneta roja y arrancó. Eran dos, uno manejaba. Decían que no me iba a pasar nada, el que estaba conmigo agarró una media mugrienta y la metió en mi boca atando también un pañuelo. Fue tan asqueroso y no 121
podía vomitar. Me tapó con una bolsa de tela agujereada. Ese olor era lo peor, a humedad, a tierra, a carne podrida o a todo eso junto. Me tenía recostada sobre las piernas de él. Tirada sobre una cama, la cumbia sonaba fuerte. No veía nada. Uno se quedó acariciándome la pierna, al otro lo escuché que hablaba con alguien, volvió y me llevaron afuera, a un fondo; la bolsa se me acomodó a la altura de uno de mis ojos. ¿Ya está, nena? le preguntó a alguien que estaba atrás de una cortina de tela naranja, solo podía ver su sombra. Ella asintió con la cabeza. Listo Miguelito, traela―escuché. El que me llevaba me arrastró hasta ellos. Apenas veía por donde caminaba. Entonces vi a la nena con un trapo que le cubría la nariz y la boca. Se acercó a algo que trató de morderla. Había una picadora de carne detrás de ella. Ma..maaa...m… mi yaa vas aaaaa co..co..coo..mer, traaaanqui..la Fue en ese momento que reconocí su voz entre la cumbia y los gruñidos, era Carla. Perdónanos me dijo uno de los dos. Si no estás viva no come. No lo hacemos de hijos de puta, pero es mi viejita. No entendía nada de lo que decían. Traté de gritarles que era yo, traté de zafarme inútilmente, ninguno se daba cuenta que Carla me conocía. Me agarraban muy fuerte mientras ella acomodaba la picadora. Sabía que en cualquier momento me iba a pasar algo y no podía hacer nada. La bolsa de mi cabeza se movió y se volvió todo negro. No podía respirar, me ahogaba. Empecemos con este brazo le dijo el que me sostenía a Carla. Unos pasos venían hacia mí. Cuando me tocaron la mano pegué una patada con todas mis fuerzas, y me oriné encima sin querer. Oí un grito horrible, interminable, al que se sumaron más gritos. Entonces me soltaron y pude sacarme la bolsa. Estaba en una habitación negra en donde el sol entraba por todos los agujeros. Era un lugar que se había quemado hace poco. Vi una mesa enorme repleta de velas derretidas y santos que no reconocía, ¿era eso brujería? Quedé paralizada. Todo esto pasó en un segundo porque automáticamente mis ojos se clavaron en los dos hombres intentando rescatar a Carla que era devorada por esa cosa tirada en el rincón. Era una mujer desnuda, muy gorda, con la piel carbonizada en muchas partes. Uno de los ojos no lo abría, el otro estaba muy rojo a punto de salirse de la cara y nos miraba a todos. Di unos pasos pero tropecé y caí al piso. La boca se abría tanto que arrancaba trozos enormes de Carla. Ella casi no se movía. El estómago hinchado con una sutura que la cruzaba de arriba a abajo supuraba un pus marrón claro cuando los hermanos la golpeaban para que soltara a mi amiga. 122
Me costó levantarme del piso enchastrado de algo viscoso que salía de esa mujer, y despedía un olor a descompuesto. La saliva se me volvió amarga. Corrí. Lo hice arrancándome la media que me amordazaba y alcancé a ver en ella pequeños gusanos blancos revolviéndose por el piso. Vomité tres veces antes de llegar al portón y después en la calle. Pasaron dos días y no conté nada. ¿Quién me iba a creer que Carla no fue más a clases porque se la comió su mamá?. Además yo ya no hablo con nadie. Desde que llegué a casa, de ese lugar, tartamudeo. Hoy me desperté en la madrugada por un trueno seguido de un temblor como el de aquella vez. Lo único que pude hacer fue taparme la cabeza llorando, imaginándome el nuevo ritual para traer de vuelta a Carla, mientras yo mojaba las sábanas.
CRISTIAN BERNACHEA
Argentina
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as manos siempre buscaban delatar su asistencia. El anuncio de un aquí estoy. Un movimiento enérgico, un vaivén que se afanaba en sobresalir entre el barullo de los vehículos y la gente que irremediablemente provocaban los días de tormenta. Una tenacidad que no cedía hasta que los ojos lograban distinguirse. Entonces se saludaban. Una leve inclinación de cabeza y enseguida tomaban posiciones bajo el amparo del techo de los portales para examinar la ruta y a los concurrentes. El esfuerzo extendido por llegar a destino indemne, sin sucumbir ante ninguna o casi ninguna de las trampas de la vereda, solía estrechar algunos pasajes y cegar otros. El inevitable atropello de zapatos producía siempre algún que otro enredo en ciertos tramos. Igual, ellas habían aprendido a identificarlas, al menos la mayoría. En la puerta del lavadero, en la esquina de la farmacia, en el semáforo de Gaboto y así sucesivamente hasta llegar a Ejido. El intercambio sistemático en su recorrido por las dos aceras y el resultado de un escrutinio minucioso del terreno habían contribuido a ampliar su conocimiento. Y por supuesto, también anticipar a los otros. Esos que examinaban con camaradería para perfeccionar una estrategia, desde hacía tiempo, colaborativa. La identificación de ciertas secuencias motoras, de determinados patrones de movimiento y la memorización de alguna que otra destreza ajena, también habían ayudado a mejorar su táctica. Observaban a la joven que avanzaba resuelta en una especie de zigzag sostenida por las puntas de los pies mientras esquivaba a otros caminantes. Como si para ella el resultado de sus piruetas fuera fruto puro y exclusivamente del azar. Un juego, una suerte de apuesta en la que a veces se gana y otras se pierde. O a los cuellos de resorte de algunos peregrinos que, en un acto de cortesía hacia los pies, se alternaban con impaciencia en su estiramiento bajo cualquier cornisa en algún intermedio de la romería. El calzado, amontonado, hacía lo imposible, y alguno lo indecible, para esquivar el agua. El que había sorteado las trampas pretendía seguir incólume. El que ya había recibido alguna que otra mojadura o incluso alguna inmersión involuntaria, no quería más. Y luego estaban los otros, esos que avanzaban con paso indolente y mirada perdida, ajenos al agua que penetraba en sus zapatos, a las salpicaduras que pudieran provocar o a las que les provocaban los otros con o sin intención. Esos a lo que no mencionaban pero que observaban con el rabillo del ojo con ese temor tan peculiar del que presiente la amenaza. Alguna que otra vez, mientras repasaban las eventualidades que habían logrado esquivar, les daba por buscar en la memoria el momento exacto en la que cada una se 125
había iniciado en esa obsesión por sortear las baldosas sueltas. Esas que aparentaban solidez y que una vez puesto el pie encima se tambaleaban lo suficiente para ensopar el calzado, la media o salpicar los bajos del pantalón. Esas que, aún teniendo remiendo, estaban sentenciadas a la perpetuidad. Para estas, coincidían, no contaba solo la atención. Había que ser avispada e intuitiva, se convencían mutuamente con entusiasmo cuando lograban esquivarlas a pesar de los tropezones o las zancadillas, o cuando descubrían una nueva, no la pisaban y le ganaban la mano a la providencia. Y siempre volvían a la misma imagen, la de aquella mañana en la que, como muchas otras en las que el agua caía con inclemencia, se habían sorprendido anticipando los pasos de la otra. Se habían reconocido en los movimientos, en la concentración de la mirada, en la expectación de los pies que avanzaban con la guardia siempre en alto entre otros pies bajo la lluvia. Un encuentro, un descubrimiento que había suscitado una complicidad. Una que habían sellado con aquel ritual que cumplían a raja tabla desde los portales y que no finalizaba hasta que los dos pulgares se alzaban en señal de aprobación. Solo entonces los pies pisaban por fin la vereda. Primero salía una y dos o tres minutos después, la otra. Tal y como habían convenido. A partir de ese momento todo era avanzar, prever, esquivar, seguir, enfrentar, resolver, resistir. No había lugar para la indecisión. La duda, habían aprendido a base de tropezones y unas cuantas salpicaduras, reducía las posibilidades de lograr llegar indemne. Igual, cada tanto, las miradas se hacían un hueco para buscarse. Sabían de la improbabilidad de que los ojos se encontraran pero el solo hecho de lograr reconocerse entre el tumulto, de saber que la otra seguía en carrera, agudizaba sus destrezas y energizaba sus movimientos. Las confortaba. Al menos hasta que llegaban a Ejido. En esa esquina por la que sí o sí debían pasar las dos, la camaradería pasaba a pender de una hebra escuálida. Si todo salía según lo previsto no había de que preocuparse, sus pasos no se cruzarían. La inquietud surgía cuando sus zapatos coincidían en aquel tramo estrecho con una trampa en su haber. Entonces el desasosiego. Un tormento que cedía cuando confirmaban que el paso indolente y la mirada perdida que habían provocado en la otra eran solo transitorios.
TATI JURADO
España/ Uruguay
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eñor. Hemos recibido una potente señal desde uno de nuestros satélites. Se trata de un objeto no identificado que se encuentra cerca del cuadrante G-707. —Eso es cerca del circuito lunar ¿saben qué es? —No tenemos una certeza absoluta, señor. —Bueno, pero ¿qué muestran las imágenes satelitales? —Lo único que conseguimos fue esto. El operador Báez le enseñó una fotografía que mostraba una mancha oscura en medio del infinito espacio. Sin embargo, el cuadrante señalado se encontraba demasiado cerca del planeta. —¿Por qué no lo detectaron antes los radares? —señaló airado el Director de Operaciones. —No lo sabemos. Las alarmas se encendieron hace un momento —puntualizó el operador. —¿Y qué sabemos entonces? —su rabia se hizo sentir en todo el salón. —La mancha oscura que muestra la fotografía no se trata de un meteorito ni mucho menos de un cometa. —¿Y qué es? ¡Báez, deme una respuesta ahora! —Señor…parece ser —Báez hizo una pausa— parece ser una nave. ¡Una nave! No había ningún control espacial ni despegue autorizado. Se suponía que el flujo aeroespacial debía estar despejado. No podía ser. Una nave en el sistema lunar significaba solo una cosa: era de otro planeta. —Llamen al Alto Mando de inmediato —ordenó Garret, quien, por ser Director del programa, debía encargarse de los protocolos que demandaba esta situación— nadie sale ni entra del edificio sin mi autorización. La noticia había sorprendido a todos en el centro espacial. Si bien había ideas y supuestos sobre vida en otros rincones del universo, jamás se había logrado comprobar; jamás, a pesar de todos los viajes e investigaciones, se había logrado establecer un contacto o comunicación con otros seres. Lo que estaba sucediendo era un hecho sin precedentes. La intranquilidad e inquietud desbordaban a los operadores. Garret había marcado lo ocurrido como un asunto de alta seguridad, dándole de paso la máxima confidencialidad posible. Hasta no confirmar nada, no podían alarmar a nadie. Cuando el Alto Mando se presentó, Báez trabajaba, junto a otros expertos, en las últimas imágenes y señales de onda que habían obtenido de los distintos satélites. La tensión se acrecentó mucho más, ya que ahora no solo estaba la primera nave, sino 128
que habían aparecido tres más. —Infórmenme sobre lo que sucede —ordenó Williams, Líder del Alto Mando. —Hace unos momentos descubrimos una nave en el sistema lunar, sin embargo, los últimos datos señalan la posición de tres objetos en los cuadrantes G409, G-506 y G-200, respectivamente —informó Báez mientras señalaba los objetos en la enorme pantalla. —¿Sabemos algo más? —Según los cálculos… estarán en nuestra atmósfera en treinta y siete ciclos. —¡Qué! —el pánico se presentó en los ojos de Williams— Den la alerta máxima y preparen las tropas de inmediato —ordenó con nerviosismo a uno de los hombres que lo acompañaban. Los siguientes minutos fueron una eternidad en el centro de operaciones espaciales. A las cuatro naves que aparecían en el radar se sumaron cerca de diez más, y que se posicionaban en diferentes cuadrantes del sistema lunar. El alto mando lanzó la alarma a las tropas de todo el planeta; el mensaje era claro: preparen la defensa ante una inminente invasión. Cuando la primera nave se dejó ver no se parecía a nada de lo que se hubiesen imaginado. No se parecía a otras naves del planeta ni se asemejaba en lo más mínimo a las invenciones de ningún artista. Costaba trabajo describirlas, parecía salida de otra realidad. No llevaba una gran velocidad, pero hacía un ruido terrible. Descendió lentamente en una de las laderas del pueblo de Okpet, en donde se posó destruyendo una de las granjas del lugar. No se trataba de un objeto enorme, sin embargo, sus dimensiones superaban a cualquiera de las naves que poseían las tropas. Al abrirse una de las escotillas de la nave, Williams y su comando se encontraban en el lugar con todo el arsenal bélico disponible en el sector. La figura que apareció ante ellos era extraña: tenía una cabeza redonda que servía de espejo, ya que reflejaba todo cuanto lo rodeaba. Su cuerpo era más grande que el de cualquier habitante del planeta y sus movimientos parecían muy controlados. Descendió lentamente con sus extremidades en alto, asumiendo una postura tranquila y pacífica. Tras la primera figura emergieron otras dos desde la nave, de igual forma y tamaño, quienes se pusieron a cada lado del primer visitante. Williams se sentía nervioso, ya habían evacuado las ciudades y todos se encontraban en refugios. Ahora solo restaba saber qué querían, de dónde venían y quiénes eran estas figuras que se plantaban frente a él y su pelotón. Como no había señal de que fuesen a atacar y mucho menos de que quisieran iniciar una guerra intergaláctica, se acercó a quién parecía el líder de los visitantes y le habló lenta y 129
calmadamente para no dar la impresión de que los estaba agrediendo. —Mi nombre es Williams —dijo con voz suave— ¿Quién eres? —Finalizó la pregunta sintiéndose un poco estúpido al creer que entendían su idioma. —Mi nombre es Reign —respondió el extraño. Esto provocó la impresión de Williams y de todos los que se encontraban a una distancia que permitía oírlos— Venimos a pedir asilo, ya que nuestro planeta se extinguió —finalizó Reign. La conversación entre Williams y Reign duró por un largo tiempo. Se enteró así que no existían grandes diferencias (además del tamaño) entre ellos y los interplanetarios; ambos dependían del oxígeno para vivir, tenían un sistema biológico similar, el agua era el principal elemento de ambos mundos, sin embargo, había algo que le llamó profundamente la atención a Williams: la destrucción de su planeta. —Entonces… —dudó Williams— ¿su planeta fue destruido? —No realmente. Sigue ahí. —respondió Reign— Pero lo declaramos inhabitable. Es por esto que toda nuestra civilización se movilizó en las naves en busca de un planeta que tuviese características similares. —Entiendo ¿y por qué fue declarado inhabitable? —preguntó aún más intranquilo. —Porque ocupamos todos los recursos naturales hasta que se acabaron. —¿Y si nos negamos a su petición? —la pregunta la formuló con un temor evidente que no dejó a Reign indiferente. —Lamentablemente situaciones desesperadas te llevan a tomar medidas desesperadas. Si se niegan tendremos un grave problema, ya que llevamos mucho buscando un lugar como este. Williams, sabiendo que llevaba en sus hombros el peso de su raza miró a Reign, le dio la espalda y se dirigió a sus tropas. No estaba dispuesto a ceder su planeta a nadie, y menos a seres que ya habían poseído y destruido el propio. Reign y los otros dos ocupantes de la nave regresaron a esta, entendiendo la situación que se aproximaba. De las naves extra-planetarias, que ya se habían posicionado en todo el mundo, comenzaron a salir decenas de soldados y un inmenso contingente de vehículos armados. Williams se horrorizó al ver que la tecnología de esas máquinas superaba con creces a cualquier artefacto de defensa del planeta. Se volvió a sus tropas, dio la orden de que alrededor del orbe se prepararan las defensas y se dispuso a combatir, aun sabiendo que no tendrían posibilidad de vencer. La lucha se resolvió en cuestión de horas, las tropas invasoras eran mucho más poderosas. A pesar de la resistencia de Williams y sus aliados, la población del planeta 130
se vio diezmada ante la amenaza y poderío de los visitantes. Se destruyeron gran parte de los monumentos, casas, estatuas y poblaciones enteras cayeron bajo el fuego enemigo. Hubo pocos sobrevivientes, quienes finalmente pasaron a ser prisioneros de guerra y, posteriormente, esclavos. De esta forma los humanos conquistaron la Tierra, sometiendo y mezclándose con la raza Hawlew: seres del tamaño de un adolescente promedio que vivían en ciudades subterráneas y tenían un aspecto antropomórfico. Si bien tenían algunas construcciones en la superficie terrestre, estas solo servían como granjas, telescopios y edificios gubernamentales. A pesar de que se hicieron muchas expediciones para hallar a todos los Hawlew, nunca se supo con certeza si se eliminó a toda la raza, ya que estas ciudades eran inmensas y estaban, en su mayoría, conectadas entre sí formando un gran conglomerado de poblaciones. Los humanos, entonces, decidieron destruir estas ciudades con la esperanza de que esto acabara con los últimos nativos. Sin embargo, aún se piensa que, en algún lugar más allá del subsuelo, existe un número no menor de Hawlew que esperan recuperar el planeta que antes fue suyo y que, cada vez que la tierra tiembla, es porque han logrado acercarse un poco más a la superficie.
JUAN LUIS ZAVALA
Venezuela
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i madre me puso por nombre Bonifacio. Según me dijo, su patrona se lo sugirió como un deseo hacia mí, para que tuviera buena estrella o buen destino. Me apellido Aráoz, que es el apellido de mi madre, ya que mi padre no se hizo presente en mi vida y allí, desde mi nacimiento, es que perdió poder mi consabida estrella. A partir de ese desafortunado desacierto, fue que mamá decidió elegir por sí misma el nombre a los ocho hermanos que me sucedieron. Al principio, cuando yo era el único, me dedicaba tiempo. Podíamos ir a la plaza, patear la pelota, tiraba un carrito con una soga y yo iba arriba. Uno a uno llegaron mis hermanos y su dedicación hacia mí desapareció. Y el que atendía a los niños fui yo. Por esa razón tuve que dejar de asistir a la escuela a los catorce años. La señora de la casa en donde servía mamá me consiguió un trabajo en una chacra cercana, para cuidar animales. Ya no vería más a mi madre, ella había sido todo para mí. La extrañaría. En aquel lugar conocí a Blanca, la hija del granjero. Nos encariñamos. Era muy linda y buena y cuando se acercaba a donde yo estaba limpiando los corrales, ¡me subía un entusiasmo! Un día se acercó mucho y aproveché y la besé. A ella le gustó mi beso. Desde esa vez esperaba que volviera de la escuela, siempre en los corrales, hasta que traspasamos los besos. Blanca me dijo que habíamos pecado y parece que se lo contó a sus padres, porque sentí que hablaban en voz alta y luego gritaban. Pasaron unos meses y no me dejaban verla, pero un día apareció y dijo que estaba esperando un bebé y la enviarían a la ciudad. Nunca más volví a ver a Blanca. Sus padres nos obligaron a alejarnos, yo la hubiera cuidado a ella y al bebé, era capaz. No como mi padre. Me llevaron con mi madre, y como ya no había lugar para mí en esa casucha, me dieron un cuarto de servicio en casa de los patrones. Al poco tiempo, los señores de la casa se fueron a vivir a otro país y me llevaron con ellos para acarrear valijas, limpiar patios y cuidar sus perritos falderos. Yo estaba bien, tranquilo, hasta que apareció Teresa. Era bonita, pero no como Blanca. Tampoco se dejaba besar como ella. Me trataba como si fuera un tonto y me hacía burla. Era mala, se reía de mí todo el tiempo. No quería entregarme su amor. Una noche la seguí hasta su habitación, cerré la puerta apenas entré y forcejeamos. Abusé de ella y la dejé sobre la cama, parecía agotada porque no se resistió más. No me importó nada, pero iba a aprender, que se creía, siempre me fastidiaba. Antes de irme, retiré un dinero que había sobre su mesita de noche. Me escabullí por la puerta del fondo y fui a un bar cercano a la casa a beber unos tragos. Volví tarde, era sábado y los señores no habían establecido horario para el día siguiente. A la mañana desperté sobresaltado con el sonido de la sirena de una ambulancia que se detuvo frente a la 133
casa. Sacaron el cuerpo de Teresa tapado con una sábana. Quedé paralizado. La patrona dijo que la habían ahorcado para robarle y la habían violado. Me preguntó si no había escuchado ruidos o gritos. Por supuesto que le dije que no. Si hubiera escuchado algo la hubiera ayudado ¡Pobre Teresa, qué mala estrella!. Decidí irme de esa casa signada por la tragedia. La atmósfera era rara, todo el mundo vivía encerrado y atemorizado. Así fue que hablé con los patrones, cobré mi salario y tomé nuevos rumbos. Ellos estaban muy acostumbrados conmigo y lo lamentaron, pero entendieron mis razones. Tenía que seguir mi estrella. No sabía muy bien dónde ir, ya que nunca decidí nada por mí mismo, estaba un poco aturdido frente a mi libertad y dudaba cómo utilizarla. Lo que sí sabía era que quería conocer el mar. Los señores me aconsejaron llegar a una villa pequeña, sitio de pescadores y turismo. Podría vivir cerca del mar y trabajar en él. Finalmente partí. Durante todo el viaje el corazón acelerado como cuando estaba con Blanca. Llegué al lugar, a la playa. Divisé un muelle y allí quedé extasiado observando la transparencia de ese mar inmenso y los botecitos que se balanceaban en el oleaje suave. No se veía a nadie por allí, pero me senté en la orilla a esperar. Al rato apareció una mujer, preguntó qué hacía, si buscaba a alguna persona en especial. Le respondí que no y le relaté cómo había llegado y mi deseo de vivir y trabajar en ese lugar. Me ofreció algo de comer, que ya llegarían del mercado los hombres de la casa. Se acercó una muchacha, hija de la mujer mayor, a interrogarme y saber más de mí. Era una diosa, de piel oscura brillante, formas perfectas y sonrisa permanente y luminosa. Quedé fascinado. Hablaba suave. Su nombre era Luz. Se sentó a hacerme compañía y narró acerca de lo que hacían su padre y sus hermanos; como comercializaban los frutos del mar, que ella y su madre trabajaban en una posada cercana, pero aún no había comenzado la época fuerte de trabajo, que si no me agradaba el trabajo en el mar podría conseguir empleo en la posada. Con tantas atenciones y demostraciones de cariño, me conquistó. Caí a sus pies. Cuando regresaron los hombres de la casa, su padre y dos hermanos, ella se retiró. Quedé reunido con los hombres mientras la madre les servía la comida. Relataban algunos acontecimientos del día y me ofrecieron ayuda, enseñanzas y un sitio para dormir, hasta que encontrara en donde instalarme definitivamente, si es que decidía establecerme en el pueblo. Por la tarde, mientras Pedro, el padre, y sus hijos descansaban en la casa, Luz se ofreció a acompañarme a conocer el sitio. El mar en esa zona era tranquilo y nos acompañó con su sonido durante todo el tiempo. Las casas eran sencillas y las calles limpias, en contraste con las estructuras de los hoteles con bajada al mar, que se veían más lujosos. Hablamos de su vida, sus sueños e ilusiones, el 134
trato que recibía en la posada y yo le conté un poco de mi historia, sin mencionar los episodios con Blanca y con Teresa. Volvimos al atardecer para aprender a preparar la salida del día siguiente con los pescadores. Estaba ansioso frente a lo que podía significar el cambio de mi destino. Por fin encontraría mi buena estrella. El mar me agradaba. Tenía que madrugar y trabajar duro, pero cuando el viento daba en mi cara, sentía que allí debía estar. Al volver al pueblo con el barco rodeado de gaviotas, limpiando los peces, yendo al mercado a vender el fruto de nuestro trabajo diario, era feliz. Era todo lo que necesitaba. Eso y el amor de Luz. Había conseguido para vivir una cabaña pequeña, pero cómoda y suficiente para mí. Luego ella se mudó conmigo, aunque su madre no parecía muy contenta con nuestra relación. Quizás la mujer pensaba alguien de mayor valor para su hija. Tal vez algún visitante de la posada que fuera rico y le diera otro tipo de vida, con más lujos y una mansión en la ciudad. Pero nos amábamos tanto, que no nos hacía falta nada más. Un día de tantos que llegó enojada, agrediéndome con palabras y empujones, metiéndose sin permiso en mi cabaña, me encontró solo y decidí hacerme valer. La enfrenté y le dije que nos dejara tranquilos, que era nuestra vida y queríamos vivirla de esa manera. Se me tiró encima para pegarme con una jarra que había tomado de la mesa. Me puse furioso y volví a sentir cómo mi corazón se aceleraba y parecía salírseme del pecho. Tomé algo para defenderme de su embate y le pegué en la cabeza. Cayó al piso. Pero estaba consciente. Yo seguía rabioso y enajenado. No iba a permitir que alguien, otra vez me arrebatara lo que me daba felicidad. Aprovechando su debilidad, le tapé la nariz y la boca, hasta que su cuerpo cedió a la presión y no opuso más resistencia. Solté el objeto contundente que no recuerdo qué era. Justo entró Luz y rompí en llanto. Le dije que su madre me había atacado y sin querer, por defenderme, le había pegado y ella del susto pareció desmayarse, pero nunca más había respondido cuando yo la hablaba. No le dije toda la verdad. Luz me había creído porque conocía muy bien a su madre. Pero la autopsia dio muerte por asfixia y ya Luz no quiso volver a verme. Pensaba que nadie podría quitarme la felicidad que estaba viviendo, señor abogado, y lo que más lamento es que perdí a Luz.
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI Argentina a
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as armónicas luces que pasaban por sus ojos, acaso inexistentes, lo distraían. Hacían que por un momento se olvide de lo que era, de su pasado que había sido el responsable de construir su exitoso presente, que para él era miserable. Lo portentoso de su apariencia escondía a la perfección el vacío de su interior y la soledad con la que pululaba su alma aquellas noches en las que la televisión ya no servía de compañía, ya ni el sexo lo llenaba. Era una carcasa, un armazón, una máquina vacía y él lo sabía. Las endorfinas que expulsaba su cuerpo en las primeras horas de la mañana cuando se exponía a extenuantes rutinas de gimnasio lo ayudaban a aplacar aquella depresión que venía arrastrando desde años atrás, desde aquel tiempo en que las cosas tenían algo de sentido, esos tiempos en los que Valentina, a diario, llenaba sus mañanas con caricias y café negro y espeso recién colado. Y con un cigarrillo en la cama. Y con sus estúpidas conversaciones. Y con la pantalla al ver el noticiero. Y con su rabia. Y con sus verdes ojos enrojecidos. Qué sentido tiene el éxito cuando se lo compara con la insignificancia de una vida carente. Cuando nada importa más que aquellas pequeñas lucecillas que aparecen al cerrar fuertemente los ojos bailando y adornando la gris realidad. No son más que rezagos de una olvidada niñez, de aquellos tiempos de cosas simples, dientes caídos y rodillas raspadas, mordeduras de perro y charlas interminables con personajes que acaso existían en su inofensiva imaginación. La ambición desmedida, fuera de foco; el hambre de gloria y el ego desnaturalizado que suele traer consigo la abundancia de poder, habían hecho lo que era de temerse, le habían usurpado el alma. Él lo sabía, él lo sentía, él quería remediarlo y la única manera que había encontrado era a través de videos, sí, de videos, de esos que vagan por la red, que ofertan frases pomposas con una suerte de espiritualidad light, de consejos mundanos para encontrar paz interior esporádica, de recomendaciones que finalmente nunca son puestas en práctica y que después de todo, lo hacían sentir más vacío, diminuto, miserable. Pero todo cambia y todo se detiene al momento de apretar los ojos y de ver aquellas luces de colores, cuando todo deja de importar solo por ver los movimientos disformes que se dibujan y las siluetas extrañas con las que brillan; las estelas que dejan y cómo poco a poco van desapareciendo hasta que vuelve a cerrar los ojos con fuerza y a restregárselos con las manos y las lucecitas tienen una nueva oportunidad y vuelven a nacer y su brillo regresa y su movimiento circular continúa y se teletransportan de arriba para abajo y finalmente son paz y pintan lo que queda de su desgastado espíritu y de su agotada fe. 137
ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA
Ecuador
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enínsula es toda porción de terreno que se encuentra bordeada por agua, en general de mar, con excepción del área donde se conecta con un territorio de mayor magnitud. Desde un piso elevado de la ciudad de Setúbal, en Portugal, a unos kilómetros al sur de Lisboa, Javier observaba la península de Troia, lugar de salazón de pescado en épocas muy antiguas de ocupaciones romanas, cuyas ruinas entraron por sus ojos asombrados, sacudiendo fibras muy íntimas. María estaba cerca, cenaron con sardinas y vino tinto moscatel y, exhaustos, se rindieron en un abrazo apretado. Javier cayó en una ensoñación con el relato del guía: tiempos primitivos de fenicios, que descansaban en esas tierras arenosas de vegetación endémica, de sus incursiones marítimas, trayendo maravillas regateadas en puertos desconocidos. A unos kilómetros de la costa, dónde la tierra era más fértil, había crecido una ciudad en el valle, con todo el verdor de un monte a sus espaldas. El lugar era centro urbano de talleres, mercados y almacenes. Se mezclaban campesinos, artesanos, cocineros y marinos que también incursionaban en el asalto de pueblos lejanos, con la excusa de asimilarlos a la urbe. A mediana altura, una construcción lujosa, dedicada al estudio de los astros y la vida, tenía la última palabra. Los ilustrados cumplían funciones en el templo, y este último además, hacía las veces de palacio. Dentro del Barrio Sagrado, se encontraban los graneros y las casas de los sacerdotes. Vivían en la metrópoli, cerca de cinco mil personas, de las cuales, la mitad eran esclavos. Todo esto, claro está, hasta el día que el templo ardió. Javier vio en el sueño, tres sacerdotes vestidos de campesinos, que cruzaban la zona lindante del Barrio Sagrado, huyendo de las llamas y el humo. Él era uno de ellos. Un entorno de caos y sublevación dominaba las calles: saqueos y hurtos eran el denominador común. —Han llegado hasta los graneros —dijo uno de ellos. —¿Son solo esclavos? —preguntó otro —Deben de ser campesinos y primitivos también. —¿Primitivos hasta aquí? —Pues sí, los primitivos han entrado por las puertas de la ciudad. —¿Tú crees que ellos han incendiado el templo? —Pues sí, deben haber sido ellos... El almacén mayor no logró cerrar sus portones antes de que los agitadores llegaran. Si a eso se sumaba el asalto a los graneros, la ciudad se estaba quedando sin suministros de trigo. Pronto se oyó un estruendo y se desmoronó el ala derecha del templo, cercano a las casas de los sacerdotes. Asustados, los tres personajes apuraron 140
el paso. —¿Y tú qué piensas Baruc? Javier al que llamaban Baruc permaneció callado. —¿Todavía quieres cruzar la puerta de la ciudad y marcharte? —preguntó el que tenía más información. Baruc asintió. —Tú eres imprudente. Debes esperar ¿Dime sino a qué comarca irás? —Me iré a la zona baja de los pescadores. A lo que siguió una seguidilla de réplicas, exclamaciones y lamentos para con Baruc: “Que tú estás desequilibrado, que los primitivos te atacarán en el camino, que sería vivir como un nómade y finalmente, que su destino era vivir en la urbe”. Nada lo hizo cambiar de opinión, al llegar a la encrucijada de la Plaza de los Olivos, Baruc se despidió de ellos, sin escrúpulos y pasó bajo la puerta de la ciudad. Evocó su instrucción, su aprendizaje, su educación junto a los ilustrados. Recordó a su amada. Vio carretas huyendo con lo que él suponía eran tesoros sacrosantos del templo. Observó muchos a pie que corrían con alimentos, utensilios y bolsas de monedas. Por último, miró el templo ardiendo en lo alto de la ciudad, y sintió cómo se incendiaban todos los valores religiosos y gran parte de la cultura opresiva. Caminó solo, hasta que se hizo de noche, encontró un campamento y durmió al raso pero bajo la protección de carretas y animales. Al día siguiente se unió a la caravana, que bordeaba el estuario del rio y en un desvío la dejó, desandando el camino que tan bien conocía, hacia su hogar. La zona baja de los pescadores seguía siendo como siempre, una pequeña aldea. Un centenar de casas agrupadas alrededor de un estrecho muelle en esa península con olor a pescado y mucho barro. Vio las balsas junto a la costa pedregosa. Baruc sonrió. Había pasado cinco años de estudio, y un segundo lustro como sacerdote. Diez temporadas atrás, los escudos rojos de la ciudadela se habían presentado en la aldea exigiendo toda la redada. Ante la negativa de aquellos primitivos pescadores, que no supieron negociar por su vida, los escudos rojos habían incendiado la aldea y matado a los que tenían a su alcance, llevándose el botín de pesca. El mismo Baruc, escondido detrás de maderos humeantes, presenció la muerte de su amada. Desde entonces, hasta el día que el templo ardió, se había dedicado minuciosamente a urdir su venganza. Ahora, los pescadores amarraron las barcazas y sus ocupantes se sumaron a una 141
de las varias hogueras encendidas en honor a él, su Campeón, el que había vengado el asalto a sangre y fuego, la matanza indiscriminada sucedida años atrás, el que había incendiado el Templo. Lo sorprendieron con el agasajo, tomó un brebaje de uvas que lo mareó, su mente se llenó de imágenes confusas, no las entendía, se veía en un cuarto blanco con aberturas cubiertas con telas transparentes que se movían con el aire nocturno y cuando Baruc se asomó a una de ellas vislumbró su tierra, iluminada de manera extraña y en la orilla muchas embarcaciones pintadas con colores estridentes. Una mujer hermosa dormía a su lado. Le pareció reconocer a Lea. Sus dioses se la habían devuelto como premio a su osadía y perseverancia. Acarició su cuerpo y ella le regaló una sonrisa dormida. Javier se volvió a dormir y soñó que le tiraban agua a la cara, se despabiló y se encontró nuevamente con sombras barbadas que terminaban de limpiar los restos de besugos que habían estado asando. La música del despertador lo volvió finalmente a la última realidad.
YOLANDA SA
Argentina
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n la cantina del club zumbaba el rumor de que el Teta había vuelto al pueblo. Se había ido a Montevideo cuatro años atrás. Pero para mí no era ninguna primicia ya que me había encontrado con él la noche anterior y habíamos estado conversando de la campaña del último año en que jugamos juntos. La novedad era que el técnico lo iba a poner de nueve y a mí me pasaría a la punta. No era eso lo que me afectaba, porque el Teta siempre fue un gran jugador y nos entendíamos muy bien. Pero ahora me ponía nervioso porque lo había visto muy gordo, con una panza que no podía disimular con la camisola grande por encima del cinturón; su cuerpo era una mole que se bamboleaba al caminar, y estaba seguro que él, y todo el equipo quedaríamos en un ridículo absoluto cuando entráramos a la cancha a disputar el partido. Llegué temprano al vestuario, una casilla de cuatro por cuatro con tablones a los costados y grandes clavos en las paredes que hacían de percheros. Solo habían llegado tres o cuatro jugadores, y también el capitán. Tiré el bolso en mi lugar en uno de los tablones y fui directo a él… —Ché, Juan ¿es verdad que van a poner al Teta? ¡No lo puedo creer! ¿No has visto la barriga que tiene? ¡Vamos a jugar con uno menos! —Bueno; sabes que era un muy buen jugador. Le dijo al técnico que está un poco gordo pero que se siente en buenas condiciones como para jugar. Lo van a poner hasta que se canse. Se lo merece con todo lo que ganó antes de irse. Fue llegando el resto de los jugadores. El Teta venía acompañado por el presidente del club, quien tuvo unas palabras de bienvenida al crack que volvía a su casa, con todos los lugares comunes que se imponían: que era un ejemplo para los nuevos jugadores, el hijo pródigo que vuelve, el destello de calidad que hace la diferencia, y otro lote de bobadas que sacaban risitas disimuladas en los jugadores más jóvenes. Era un buen jugador, técnico y muy hábil. Pero era ladino, mañoso, practicante del mínimo esfuerzo. Era hasta gracioso verlo en los entrenamientos como si hiciera “sin hacer” los ejercicios físicos. Astuto para detectar el punto débil del rival. Percibía en un instante por donde podía sacar ventaja, ya sea escupiendo a su marcador para que reaccionara y fuera echado, o pegándole una trompada en los riñones cuando el juez miraba para otro lado. Así también era en su vida: inteligente, hábil, sin escrúpulos, pero dueño de una simpatía que muchas veces lo salvaba de alguna paliza merecida. Bizqueaba un poco, pero sabía que su ojo desviado despertaba simpatías y lo utilizada arteramente cuando se le ponía el viento del lado de la puerta. Le encantaba ir por el borde del precipicio y estirar el pie al vacío… y 144
muchas veces cayó. Nos equipamos y preparamos para salir a la cancha, Cuando formamos la fila, el Teta, Juan y yo nos quedamos últimos. Los tomé a los dos del brazo y dije en voz baja; —Teta; ¿estás seguro que puedes jugar con esa panza? No podemos dar ventajas. —Siempre puedes decir que te dio un tirón en el calentamiento, le dijo Juan… El bueno de Juan, como capitán, ya había visto el estado del Teta cuando se estaba equipando, y se había dado cuenta que por más buen jugador que hubiera sido, no le iba a ser fácil mover con habilidad esos cien kilos de peso, por lo que ya estaba dispuesto a hacerlo cambiar antes de comenzar el partido. Entonces el Teta nos apartó de la fila, y con voz misteriosa nos dijo en un susurro: —¡Esperen! ¡No me saquen por favor! Traigo la última de Montevideo: unas pastillas que te hacen volar aunque estés gordo y sin entrenar. Así juego allá y me va muy bien. Si no dicen nada los invito con media pastilla a cada uno y van a ver como corren todo el partido sin cansarse y juegan mucho mejor. ¡¡Pero no le digan nada a nadie!! ¡¡No hay que avivar giles!! Juan y yo nos miramos asombrados. A principios de los años sesenta, en un pueblito como Castillos, jamás habíamos oído hablar ni de estimulantes ni de drogas, ni soñábamos que hubiera otra manera de mejorar el rendimiento más que entrenar hasta el agotamiento. Pero nos jugábamos la punta del campeonato, y los del Deportivo ya nos esperaban en la cancha haciendo el calentamiento… Nos miramos con Juan, el Teta adivinó la duda que nos hacía vacilar, y remató con la estocada final: —¡No sean nabos! ¿Qué creen que usan los ciclistas para aguantar cuatro horas con el culo en el asiento y meta pedal? ¡¡Esta es la posta!! ¡Les pasamos por arriba y nos metemos el campeonato en el bolsillo! Mientras hablaba bizqueaba cada vez más rápido su ojo derecho, y ya no podíamos esperar más para entrar a la cancha. Sacó una pequeña pastilla, la partió por la ranura y nos dio una mitad a Juan y otra a mí. Cada vez más nerviosos la tragamos en seco sin creer que tuviera demasiado efecto; es más, pensamos que fuera una picardía del Teta para que no lo sacáramos antes de empezar el partido. El pitazo del juez nos dejó solos con la pelota y los rivales y en los primeros minutos no sentí ningún efecto. Miré al Teta y lo vi arrastrando penosamente su humanidad, siendo anticipado continuamente por sus marcadores. Juan era el cinco y organizaba el juego con mucha inteligencia, pero jugaba al mismo tranco de siempre, era lento por naturaleza. 145
Al poco rato, al correr a la punta en busca de un pase largo, sentí un ahogo que me hizo detener, boqueando, buscando el aire que no encontraba. Con las piernas flojas, noté que algo me estaba pasando… sentí la boca espantosamente seca, un rubor en mi cara como si tuviera la vergüenza más grande de mi vida y un picor en la nuca y las orejas que me hacía rascar continuamente. Me parecía que no me recuperaba más del pique y tenía que concentrarme para no trastabillar. Miré a Juan que estaba saliendo del área con la elegancia y calidad de siempre, cuando de repente veo que tropieza con la pelota, se cae y se la llevan derecho al gol. Su cara estaba colorada, sus ojos brillaban y, como yo, buscaba desesperado el aire que se le fue en la jugada. Comprendí que ambos estábamos bajo los efectos de la pastilla del Teta. En lugar de transformarnos en máquinas de correr y jugar no éramos otra cosa que unas piltrafas humanas: no podíamos con las piernas y vagábamos por la cancha como perdidos. Al poco rato comenzaron a oírse las puteadas desde la tribuna, que siempre tiene esa rapidez para bajar a sus jugadores preferidos desde la admiración al desprecio. Cuando terminó el primer tiempo, ya con un 4 a 0 y un baile de aquellos, avergonzado y furioso busqué a Juan. Solo con las miradas nos entendimos: en el vestuario íbamos a cagar a patadas al Teta, empastillado o no. Sin embargo, antes de entrar a la casilla sentí que, de repente, se me erizaban los pelos, afirmaban las piernas y unos nervios incontrolables me ponían de repente en un movimiento continuo. Me parecía que tenía pájaros aleteando en mi estómago. Oí el sonido de una arcada y vi a Juan, que estaba vomitando tapándose la boca con manos temblorosas. El Teta nos miró y dijo entre miradas cómplices: —¿Vieron? ¡Recién les está pegando la pastilla! ¡¡Ahora van a ver lo que es correr; vamos a dar vuelta este partido!! Al comenzar el segundo tiempo Juan y yo salimos queriéndonos comer la cancha como locos; picábamos a cada pelota como si fuera a una carrera de cien metros, y ni siquiera nos cansábamos. Pero nos pasaba algo extraño, estábamos torpes, nos enredábamos con la pelota y no acertábamos un pase. Sin embargo el Teta seguía arrastrando su corpachón como si la pastilla no le hiciera efecto, así que el técnico lo cambió antes de acabar el juego. Terminamos el partido con un lapidario seis a cero, y queríamos seguir corriendo sin parar bajo los insultos que bajaban del terraplén que hacía de tribuna. Iba a pasar mucho tiempo antes de que los hinchas se olvidaran de este partido. Tendríamos que jugar muy bien y ganar muchos partidos seguidos para que se sacaran 146
esa espina… Corrimos al vestuario para apretar al Teta, pero este se había escabullido rápidamente de la cancha, adivinando que no le iba a pasar nada bueno. Ese mismo día se volvió a Montevideo y por un par de años no supimos nada de sus andanzas. De a poco nuestra furia y ganas de darle una paliza se fueron aplacando. Era un tipo tan entrador que siempre se ganaba una extraña admiración, como si todas sus tretas y tramoyas las hiciera bajo una especie de inimputabilidad, ya que “él es así”. Al tiempo salió una noticia en la Sección Policiales de los diarios de Montevideo: “Un peligroso estafador fue detenido luego de una persecución a la carrera por varias cuadras en el centro de la ciudad”. Estaba tan gordo que ni su mágica pastilla lo hizo correr más rápido…. ¡¡Chauu Teta!!
RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA
Uruguay
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