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FEDE MARONGIU Modelo:
MILA 2
EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3
NRO 29 - juLio 2018 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:
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Índice TRAPOS Y LATAS RAÚL ARIEL VICTORIANO 7 PODRIDO DE DECIRLE PABLO TORRES 13 SMITH
MIRELLA S, 16
EL ANCIANO GENERAL LLEGÓ TEMPRANO A LA CITA ERIC D. HAYM FIELITZ 19 UN EXTRAÑO EDIFICIO GABRIELA LEMA 24 LA COSECHA DE LOS INFELICES ADRIANA LAMELA 29 PLIEGUES NICOLÁS BARRASA 35 AARÓN DIANA MARINA GAMARNIK 38 COSAS QUE UNO APRENDE CUANDO YA ESTÁ MUERTO HERNANDO TORRILLA 41 FINAL DE PELÍCULA CARLOS M. FEDERICI 45 LA ARAÑA ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ 49 UN CAROZO EN LA AVENIDA PATRICIA I. CHABAT 54 la viejita de los hilos SILVIA M. VÁZQUEZ 60 FUEGO ÁLVARO VANEGAS 63 CRUZANDO LA FRONTERA RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 67 EN LA RUTA MARINA SOSA 73 DEL OTRO LADO DE LA VENTANA CLARA GONOROWSKY 76 ENCUENTROS CASUALES DP 79 LA PAYADA DE EDIPO Y LA ESFINGE DANIEL FRINI 82 UNA ESTRELLA EN EL MAR DIANA RUBIO SÁEZ 90 DESDE EL RINCÓN YOLANDA SA 93 5
INMUNDICIA
DAMARIS GASSÓN PACHECO 96
ESTOCADAS EN EL ANFITEATRO BENJAMÍN ROMÁN ABRAM 99 REENCUENTRO NANCY AGUILAR QUINTERO 103 LA RESURRECCIÓN DE VIETNAM VíCTOR MANUEL MORENO HERNÁNDEZ 106 LEYENDA PRIMORDIAL CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 109 AMBIVALENCIA AMALIA RENGEL 114 CERA CALIENTE
JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 119
LA SOMBRA ROGER LUIS CHICO CABARCAS 122 UN CLÍMAX ESPECIAL ANA PALACIOS 124 HACIA EL SIGUIENTE universo JOSÉ A.GARCÍA 127 PARIAS ANGIE KONCURAT 131 LA GUITARRA SIN CUERDAS ROLANDO DI LORENZO 135 LA APUESTA
RENZO F.DEL áGUILA MERZTHAL 137
LA PUERTA AMARILLA
SOFÍA LUDLOW CÁNDANO 142
BAJADA A PIE ÁLVARO SINARAHUA 146
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alí de la casa saltando el alambrado roto y desvencijado del fondo. Caminé con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Pateé una latita de conserva de tomates, vacía, y la miré cómo tropezaba con los terrones desprendidos de las huellas de los carros. Me senté bajo la sombra del algarrobo, a meditar, mirando hacia la laguna. Aunque no era exactamente “meditar” el término correcto, porque a la edad de entonces esa palabra no formaba parte de mi vocabulario. En realidad, en aquella circunstancia, trataba de saber cuál era el sentimiento que me atravesaba, y al ser escasa, todavía, la posibilidad intelectual con la cual contaba, mis pensamientos quedaron dando vueltas en un círculo interminable y pasé horas con el ceño fruncido, apoyando los codos en las rodillas, observando los brotes de pasto sin entender nada. Con los años supe que aquello en lo cual pensaba se llamaba vergüenza. Había llegado precedida de un agobio de melancolía y cuando esta emoción había cedido, quedé sumido en la tristeza como el condenado por un delito absurdo señalado por el destino. Y el origen de todo fueron los trapos y las latas: esos objetos cercanos que aludían a otro vocablo más crudo que siempre evitaba pronunciar. Recordé una vez más el episodio, aunque no lo deseaba. La conciencia de mi universo infantil quería abandonar en el olvido al objeto de mi pesadumbre. Nunca lo había podido compartir con nadie, excepto con el silencio, sentado y apoyando la espalda contra el tronco del algarrobo. Me refiero a lo que sentí aquella noche que llegué tarde a mi casa. Estaba a oscuras. Ya habían apagado las velas. Me había demorado charlando con los pibes en el baldío de la esquina. Entré apurado y me fui a acostar. Mi padre, mi madre, yo, y mi hermano mayor, así en ese orden, dormíamos apretados, en un único colchón sobre dos camas. Me quité la ropa y, tratando de no molestar, busqué mi espacio debajo de las sábanas. Tenía seis años recién cumplidos y había estado jugando a la pelota en el baldío de la otra cuadra. El cansancio me hizo dormir enseguida. Muy pronto empecé a soñar con Mariana, la vecina de enfrente. Sus cabellos me acariciaban el cuello cuando aparecieron aquellos pájaros enormes con alas de metal. Tenían picos largos y aleteaban en las copas altas de los árboles, peleando por un lugar entre las ramas. Eran muchos. Quería espantarlos, pero mis manos no me obedecían. La voz de seda de Mariana se desvaneció hasta agotarse por completo. Supe entonces que el sueño se había disipado. Me había despertado la voz ronca de mi viejo y yo me resistía a abrir los ojos. Apretaba con fuerza los párpados, pero no podía dejar de escuchar los susurros entrecortados de mi madre que perforaban el silencio en la oscuridad de la habitación. 8
Después escuché los jadeos de ambos que rasgaban el sigilo de la penumbra. Ellos estaban haciendo eso que me había dicho mi hermano y que yo siempre había pensado que era una pelea. Me había desvelado. Un vacío enorme me expandía el pecho, una soledad infinita me envolvía. Mi padre se detuvo y yo percibí que se había dado cuenta de que yo escuchaba todo. Me sentí un espía descubierto en las sombras. La vergüenza me recorrió la espalda. Luego él continuó. Entendí que saciaban sus deseos como podían, a esa hora y del modo procaz que les permitía la pobreza. En ese momento me ganó el desencanto. Ellos se amaban con la desesperación obscena de los cuerpos. Con el tiempo comprendí que eso también era una cualidad de la condición humana y no una humillación de la virtud, no era un estigma que portaban los más humildes solo por el hecho de serlo. Era una cualidad asociada al arraigo más primitivo del amor. Los sacudones del colchón, el chirrido del elástico, y los leves empujones de las caderas me habían sacado del sueño. Reconocía la urgencia de mi padre por los atropellos rústicos del movimiento masculino. El cuerpo de mi madre ondulaba sus caderas en la simulación de un baile, pero de su garganta salía un gemido. Yo lo asumí como un dolor que le hacía daño, una ferocidad que la violentaba y tuve el impulso de defenderla, de separarla de él. Pero no hice nada. Permanecí quieto en la cama, sumergido en la penumbra. Presté atención con la angustia encerrada dentro de mis pequeños puños apretados. No sé bien qué imaginé. Tuve ganas de llorar, quise huir, taparme los oídos, o tal vez todo eso junto. Advertí la falta de aire puro. Me empezaba a invadir la tristeza, y adiviné que me iba a sentir lastimado por dentro, como el día en que me dijeron que había muerto el abuelo Manuel. A la mañana siguiente decidí ocultar la confusión de mis sentimientos. No le conté a mi hermano lo que había pasado. Debía pensar el suceso que me había cortado abruptamente el sueño como una isla de barro hundida en la profundidad de mi alma, o aplastada por la lápida muda de los secretos de mi infancia. Mi memoria empezó, a partir de entonces, a asociar, equivocadamente, la melancolía con los trapos rotos y a ocultar bajo el rostro de mi inocencia infantil la suciedad de la carencia material. Porque pensaba que todo era parte de lo mismo y que las camas apretadas eran un rostro más de la pobreza. Eso me pasó cuando era chico, muy chico. Pero ahora se hace presente, nítido en medio de mis pensamientos, un acontecimiento posterior. Sucedió en la época en la que Mariana y yo concurríamos al colegio secundario. Recuerdo que una tarde estuvimos charlando hasta que el sol se 9
escondió en el horizonte y la penumbra inundó el barrio. Ella se fue poniendo cada vez más hermosa, con sus ojos negros y su piel oscura. Nos acercamos a la orilla de la laguna y nos tiramos en el pasto a mirar las estrellas. Yo quería saber algo que no le podía preguntar a los pibes de la barra, porque no eran cuestiones de varones, sino cosas de mujeres. Me animé. Le pregunté si los besos le dolían. —No sé, probemos —me dijo con una sonrisa. Pensé que la respuesta era una broma. Me quedé callado y debo haber puesto cara de asombro. Ella aprovechó el instante de duda y me dio el más dulce de los besos que recuerde. Y no me dio tiempo a seguir preguntándole más cosas. En silencio comenzó con las caricias y después con exigencias más urgentes. Y me encontré repitiendo el mismo ritual que mi viejo, el que me había despertado en aquella noche triste. Me entregué, entonces, a la sabiduría de Mariana, recostado sobre el césped, alumbrado por la luz tenue de la bóveda celeste, mientras murmuraba entre los pastizales de los baldíos, el eco lejano del croar de las ranas a la luna. Y comprendí, por lo tanto, que los gemidos de dolor de la mujer, eran parte de la comunión extraña de los géneros y me prometí no indagar más acerca de las emociones que Mariana guardaba detrás de su mirada, ni preguntarle qué sentía en ese momento de abandono, cuando nos acercábamos más al esplendor del éxtasis, con el lucero mirándonos desde el fondo del cielo. Ella después me dijo que “amor” era el nombre de lo que habíamos hecho y a mí me pareció más intenso que la pobreza. Mariana me abrió las puertas de un espacio desconocido y con ella descubrí que la vida del barrio, con los trapos y las latas, tenía algo superador, una ternura que valía la pena ser vivida, un perfume, un olor femenino que no olvidaría nunca. Los tiempos difíciles que viví en la casa de mis padres habían quedado atrás, pero dejaron rastros indelebles, porque en mi memoria se acumularon las palabras filosas con las cuales discutían por aquellos días. El dinero era esquivo como un diablo verde, el hambre castigaba los platos de comida y el frío era un ácido que en los inviernos mordía las rodillas. Pero los días de la infancia también me regalaron tesoros, porque conocí la pasión en el borde de una pollera, fue lindo mirar el brillo de la luna en los tinglados. Y, además, disfruté de la delicia de contemplar el verano en los almácigos, porque el sol hacía brotar las plantas de lechuga, pintaba de rojo los tomates y les sacaba brillo cuando se acercaba la llegada de las mariposas. 10
Los recuerdos se pueden contar de diversos modos. El óxido aflojaba los clavos, abría brechas en las chapas y las ratas corrían entre los tirantes podridos que se acumulaban al borde de las zanjas. Es verdad. Pero también la alegría recorría mis arterias, al escuchar el susurro de los flecos de los barriletes, que salpicaban con colores el movimiento de las primaveras ventosas. Y transpiraba corriendo tras la pelota, la bendita pelota, ese frenesí indescriptible, con el cual me gané las fiebres de las insolaciones y se oscureció más aún mi piel. Parecía malicia tanta adicción irrefrenable, porque interrumpía las siestas sagradas y quebraba los tallos de los rosales. A veces el estómago me hacía ruido y yo tensaba los músculos del cuello sin mencionarlo, para no enfurecer a mi viejo, a quién aquejaba la carga de la culpa cuando advertía que los platos quedaban grandes. Pero también recuerdo algunas noches que tuvieron una magia superior a la de los libros de cuentos. Con los pibes de la barra inventábamos historias alucinantes de terror mirando la casa abandonada. Imaginábamos que estaba tomada por las brujas. Creíamos ver a esas criaturas asomadas a la ventana desvencijada, o bailando danzas horrendas en el patio, bajo la luz mortecina de la luna. Y después reíamos disimulando el miedo. Y en ocasiones nos sentábamos a soñar. Hacíamos una pequeña fogata, pensábamos que el futuro era algo tan lejano como los astros celestes que se elevaban mucho más allá de la laguna. Y en esas cosas seguíamos pensando antes de dormirnos. Cuando llovía me asaltaba nuevamente la humillación de la miseria. En el dormitorio perseguíamos a las goteras verticales con los tachos en la mano, como buscando cucarachas, escuchando el martilleo del agua sobre los techos de cinc. Pero luego salía el sol y me olvidaba de todo eso. En Año Nuevo la gente bailaba en la calle. Y en algún momento, en algún rincón, en el rectángulo oscuro de la sombra de alguna vivienda alejada del ruido, coincidíamos con Mariana. Nos desatábamos los botones y el pecado era un edén irresistible poblado de roces, nos apoderábamos de las zonas húmedas de nuestros cuerpos elaborando la danza nocturna más hermosa del baile. Estos recuerdos maravillosos son los que echaron claridad sobre las tribulaciones oscuras de los primeros años de mi infancia, rescatando la dignidad de mi origen humilde, entre los trapos y las latas, en medio de las viviendas desparramadas entre los pastizales y las zanjas, más allá del agua de la charca quieta y de los ojos de las ranas asomando entre los juncos. Y qué otra cosa, sino eso, era mi barrio. Era el sitio donde vivíamos los pobres, esa palabra que nos dolía y nos marcaba 11
como la lepra. Ahora me acuerdo con cariño de aquellos desvelos nocturnos, cuando mis padres buscaban saciar el deseo en la oscuridad, agitados, manoteando un pedacito de cielo. Hoy sé que el gemido de mi madre no era dolor, era placer de mujer, el mismo que me regaló Mariana la primera vez. En este suburbio aprendí que lo único que vale la pena en la vida es seguir buscando el perfume del primer amor. Y que para alcanzarlo solo hace falta una ilusión y aceptar que lo pueden asir los livianos dedos del alma. Ya no turban mis sueños aquellos magníficos pájaros de lata, en este arrabal donde he nacido, el sitio que será, sin duda y para siempre, mi lugar en el mundo.
RAÚL ARIEL VICTORIANO
Argentina
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eí el cable de Télam y decidí viajar para ver cómo había sido. Los pueblos de la pampa son todos iguales, tanto que quien vio uno vio todos, pero un pibe comido por los chanchos, es un hecho con una historia atrás, sin dudas. Bajé del colectivo La Estrella casi arrepentido de haber iniciado el viaje, no pude dormir ni un minuto en toda la noche. Briante, dije cuando en el hotelito preguntaron mi apellido para registrarme. ¿Sabés algo del pibe que comieron los chanchos?, pregunté al chico que barría la vereda del hotel. Siguió barriendo, como si no me escuchara, pero cuando le pregunté dónde quedaba la Comisaría, me explicó rápidamente. Sordo no era. “El comisario baja a las diez”. ¿Baja? “Sí, baja —repite el milico— vive acá arriba”, y señala con su dedo índice el techo. Falta demasiado para las diez. La torre del Municipio domina el espacio de este pueblo de casas bajas. Una torre de hormigón de treinta metros de altura en un pueblo de la pampa. La miro, extrañado. Se abre una ventana, el que se asoma me dice: “venga, Briante”. Entro. —No crea que lo he leído, Briante, pero el compañero del hotel me avisó que había un periodista de la Capital y me dio su apellido, después la Directora de Cultura me dijo que es un buen escritor, pero ella tampoco lo leyó. ¿Qué pasó con el pibe, Intendente? “Una cagada, Briante, el pibe dándole de comer a los chanchos, resbala de la tranquera, cae, está solo, cuando su padre vuelve encuentra los pedazos”. ¿Trabajaba ahí el pibe? “No sea ingenuo, Briante —contesta el Intendente— Un pibe de catorce no trabaja, la ley lo prohíbe, ¿no se da cuenta?” Sí me doy cuenta, el pibe vivía en ese campo, a pasos del chiquero estaba su casa. Que no era suya, sino del dueño del campo y patrón de su padre. Pero su padre vive en el lugar de trabajo, entonces no tiene horario; y su mujer y sus hijos también viven en el trabajo del padre, entonces también ayudan. O sea, no trabajan ahí, pero viven ahí lo que es como trabajar ahí. Todo bien mezclado. “Bien, Briante, empezó a entender. Si se pone a averiguar un poquito va a descubrir a quién le echan las culpas por la muerte del chico. Me juego que es al padre. Pregunte en las veterinarias: ahí le van a decir que la familia no lo cuidó lo suficiente. Vaya, Briante, dé una vueltita por las veterinarias, tómese un café en el Club Social, charle con el dueño de alguna camioneta bien embarrada. ¿Quiere apostar algo, Briante?”. No apuesto. A las diez, estoy de nuevo en la Comisaría. El mismo milico, me cuenta que el Comisario salió, pero le dejó encargado que anote el motivo de mi visita. Ando por el pibe muerto en el chiquero, digo. “¿Es el abogado de don Izarra?” quiere 14
saber. No, no soy abogado, soy periodista. “¿Su apellido?”. Briante. El milico anota: Briante. ¿Quién es Izarra?, pregunto al mozo del Club Social. “Aquél, el de campera de gamuza”. Miro, parece relajado para ser el dueño de una estancia donde acaba de morir un pibe de catorce comido por los cerdos. Veo que va al baño, me paro y lo sigo. Me pongo en el mingitorio de al lado, casi rozándolo con mi brazo, mientras meamos le pregunto: ¿Usted es el dueño del campo donde murió el pibe? ¿Qué paso? —Podrido de decirle a Sepúlveda, sacá a tu familia de ahí, no quiero quilombos, nunca me dio pelota el paisano bruto y ahí tiene, el garrón que me como ahora por culpa de ese paisano. Lo dejo meando solo. Vuelvo a mi mesa, llamo al mozo que percibió mi movimiento hacia el baño al mismo tiempo que Izarra. Me cobra el café y hace un gesto, apenas perceptible, de complicidad. “Usted me entiende, yo vivo de ellos y mucho no puedo decir, pero se cagan en el laburante”, dice en un susurro controlando con la vista que los de la mesa de al lado no lo vean. Le guiño el ojo y no pregunto más nada. Camino por la avenida San Martín rumbo al hotel, desde atrás alguien me dice: “¿Y Briante, me va a decir que me equivoqué? ¿O voy a tener que leer Página 12 para enterarme de sus conclusiones?”. No, Intendente, no me iba a ir sin verlo, pero ya que lo encuentro le pregunto algo: ¿del Estatuto del Peón de Campo acá hubo alguna noticia? “Hubo, Briante, hubo. Pero también llegaron noticias del ’55. El Diario La Nación les contó a los Izarra que volvían a mandar ellos, y volvieron. Acá también arrastraron los bustos de Evita por el pavimento. Hubo Estatuto del Peón, sí, Briante. Pero no hay victorias definitivas, ni para ellos, ni para nosotros. Aunque las de ellos duran más que las nuestras”. —¿Ya se va, Briante? —Sí, Intendente, en La Estrella de las once de la noche, me queda un ratito, para anotar algunas ideas mientras ceno. —Suerte, Briante ¿Sabe… me dieron ganas de leerlo? Acaba de ganar un lector, no sé si es mucho, pero algo consiguió con su viaje. —Es mucho, Intendente, gracias. Le voy a mandar un libro de regalo. Nota del autor: El 100 % de este relato es ficción, ni los hechos ni los personajes existieron.
PABLO TORRES
Argentina
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upe la historia del señor Smith por mi abuelo. Me contó que tocaba el piano en los cines de barrio para musicalizar películas mudas. No era eficiente en su trabajo, aunque sí tocando el piano. Los temas elegidos no coincidían con lo que pasaba en la pantalla, no acompañaban los saltos, las morisquetas, la mímica de los actores o los momentos dramáticos de la trama. Su música era grave, absorta, no contribuía a crear el clima oportuno. Cierta vez quedó en silencio, con las manos quietas sobre el teclado. Del público se desprendió una larga ristra de silbidos y algún que otro zapateo. Él, metido en su frac negro, se paró como una golondrina atolondrada, hizo una reverencia a la platea y caminó hacia la salida. Allí lo atajó el gerente del cine, que con gestos frenéticos, casi una copia de los que se proyectaban en la pantalla, le indicó que regresara a su tarea. Al poco tiempo lo despidieron. El abuelo lo había conocido en un piringundín del Bajo, del que era habitué, como decía él. Un putañero el abuelo, antes de casarse con la abuela Isabel. Después, también. El señor Smith había pasado por todos los biógrafos de Buenos Aires, donde tocaba sus melodías a destiempo, hasta que vino el cine sonoro y terminó trabajando en el bar de putas. Cuando el abuelo murió, al revisar su escritorio, encontré una foto que se había sacado con Smith. Parecía la imagen de un matrimonio antiguo: el abuelo parado detrás de Smith, con una mano en su hombro y Smith, sentado junto al piano, era una sombra a punto de diluirse, sometido por la altura del abuelo. Con la mirada de vidrio de sus lentes parecía excluir lo externo, como una ventana cerrada. Muchas veces el abuelo había rememorado aquella época noctámbula. Uno renacía en amaneceres junto a cuerpos dispuestos, generosos y calientes —me contaba. Con el casamiento cumplió sus deberes maritales con la luz apagada y en silencio. Me quedé un buen rato con la foto en la mano. Ya no la miraba, la vivía, como si yo también estuviera inmerso en el ambiente neblinoso de humo, las risas borrachas, el alcohol que ardía en la garganta y de fondo la música del piano. La voz del abuelo me llegó como si proviniera de los tiempos jóvenes: Smith había cambiado el repertorio, en el bar tocaba blues, algo de jazz, el fervor de Memphis. Aunque todos le pedían tangos y milongas, de a poco su música se fue imponiendo. Siempre había alguna mina que apoyaba el escote en el piano y con las uñas rojas marcaba el ritmo oscuro de tristezas. Qué años aquellos, pibe —me decía el viejo. Podía verlo, sentado en el sillón del escritorio, sosteniendo el vaso de whisky en alto, en un saludo. Nunca supo la edad del señor Smith, sospechaba que era bastante mayor, tenía algo espectral en su delgadez, como si los huesos le succionaran la carne. No era buen 17
conversador y tenía un acento indefinible, con una voz gutural que se volvía un siseo en la llovizna expulsada por su boca. La verdadera voz le salía de las manos cuando se deslizaban sobre el marfil de las teclas. Entonces se producía el milagro. No tenía los dedos que se esperarían de un pianista. Eran cortos, chuecos, amarillos de nicotina. Cada vez que arrancaba con “Winter Time Blues”, había un momento en que algo se detenía en el aire y Smith, doblado sobre el piano, tocaba como si fuese invulnerable y sus manos sagradas —me había descripto el abuelo. Cuando él se casó, por unos meses interrumpió sus idas al bar. A su regreso Smith ya no estaba y la francesa Ivette le contó que durante su ausencia el señor Smith había cambiado. Su música perdió el alma y él parecía trepidante, más desconectado que nunca. Mezclaba o inventaba letras de canciones dentro del vaso de ron: I ain´t ever goin´ back no more, there´s a man going crazy up here… with the wintertime blues… no friends, I´m alone again… Una noche no volvió más al bar y el piano fue reemplazado por dos guitarras y un acordeón.
MIRELLA S. Italia/Argentina
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A Ana Ribeiro
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l anciano general llegó tempano a la cita. Montaba un manso jamelgo pardo, de paso lento y cansino, quizás tan viejo como su jinete. Lo fueron a buscar el domingo de mañana, luego de misa. Le habían prestado unas ropas para la ocasión, una camisa blanca almidonada, un pañuelo de seda, una levita oscura. El general miró esas prendas con algo de desconfianza. Hace mucho que no me visto como la gente de la ciudad, pensó. Ya casi no recordaba el tiempo cuando, siendo un oficial del regimiento de Blandengues, asistía a los bailes de sociedad en la lejana capital engalanado con su uniforme azul que tanto deslumbraba a las damas. Cuánto tiempo ha pasado, se asombró. Desmontó con cuidado, ayudado por un sirviente de la casa del presidente López. Gracias, m’hijo, murmuró cuando sintió, algo mareado por la cabalgata, que pisaba el suelo pedregoso con poca firmeza. Me siento como en alta mar, cada día las piernas me flaquean un poco más. Será que me estoy volviendo viejo. Buenos días, don José. La voz que le rescató de su barullo fue la de doña Juana, la esposa del presidente, quien no bien vio llegar al jinete, bajó de la balconada de la casa para recibirlo. El general, luego de palmotear con cariño a su caballo, se apoyó en el bastón y tomó del brazo a la dama para poder caminar sin problemas. Es una hermosa mañana, niña, dijo con un silbido que se escapaba de entre sus vacías encías. Y dentro de un rato va a llover, agregó, al observar unas nubes cargadas que venían del lado del Brasil. Hoy está su merced muy buen mozo, como para un retrato, lisonjeó la dama al encaminarse con pasos cortos al jardín. Don José, prendido de su brazo, murmuró algo ininteligible. Le habían avisado en la víspera que un artista famoso, venido de Europa, estaba realizando retratos con una técnica nueva, inmortalizando tanto a gente de fama como a simples desconocidos sin lápiz o pinceles. Y para qué quiero yo un retrato, se preguntó el general. Hace un tiempo largo, no recuerdo cuanto, vino alguien de visita y mientras hablábamos, dibujó mi perfil. Yo no le presté atención, mi apariencia hace tiempo que ha dejado de preocuparme. Pero agradecí la charla. En estos veintitantos años, pocas veces he tenido la ocasión de enterarme de las cosas del mundo. El jardín de la casa del presidente López era muy amplio, con un prado verde de vida bulliciosa a causa de las lluvias, adornado con exuberantes plantas tropicales e ibirá-pitás. Las flores y los árboles crecían casi por capricho. El general, venido por la fuerza de la necesidad desde las más áridas tierras del sur, se asombró al principio por el calor y la humedad, por esas tormentas que se forman en menos de un minuto,
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descargan su vientre como si fuera el fin del mundo y se rinden frente a un sol abrasador. El ritmo de la vida y la muerte de ese extraño país estaban marcados por las crecidas del Paraná. Los campos anegados, los pueblos aislados, el ganado ahogado. Sin embargo, qué lindo que se está aquí, solía pensar el general, a pesar de las penurias y las miserias. Así que usted me va a retratar. Bennet, el fotógrafo norteamericano, había instalado sus bártulos al final de un sendero, al lado de una fuente de mármol. Cerca se mecían los sauces. Luego nos tomamos un refrigerio, que mi marido ya está por venir, dijo doña Juana. A esa hora, todavía estaban a la sombra, pero el calor comenzaba a crecer y los moscardones zumbaban desde antes del amanecer. Alto, con el pelo encrespado y largas patillas oscuras, sudando y escurrido dentro de un traje para otra estación, el artista saludó al anciano con una inclinación de cabeza. Le conocía de fama. En su paso por Buenos Aires, donde residió un par de años maravillando a sus lugareños con la novedad del daguerrotipo, y en algunas visitas esporádicas a Montevideo, ya le habían hablado del anciano general, exiliado luego de su derrota, internado en pobres condiciones en tierras paraguayas. El nombre de Artigas todavía se escuchaba en las tertulias. Tanto sus defensores como sus muchos detractores le tenían presente. Comenzaba a ser parte de la leyenda. Ahora, esa leyenda le estaba mirando con curiosidad. Bennet pudo distinguir unos ojos claros detrás de las arrugas que surcaban su rostro. Alguna vez había sido un hombre alto, de porte fuerte y distinguido. Al final de su vida, el general trataba de mantener su estampa, aunque caminara ya algo encorvado y debiera ayudarse con un bastón. Seguía saliendo a pasear a caballo, solo o con algún amigo, de los pocos que conservaba. A veces, el presidente y su hijo le acompañaban. Hablaban de los hechos de la política local, recordaban viejas luchas, fumaban y tomaban una copita de ginebra. Usted viene de lejos, preguntó. En efecto, vengo de Francia, pero nací en Estados Unidos. El general entrecerró los ojos, como si quisiera fijar una imagen en su retina. Algo parecido hacía la cámara de Bennet, solo que esta captaba, en una placa de metal, imágenes estáticas, momentos irrepetibles. Las imágenes que retenía el general eran también irrepetibles, pero más antiguas, portaban colores casi olvidados, sonrisas de paisanos pobres, indios poco afectos a las palabras, silencios poblados con el rostro de una mujer o de muchas. A los sarrateas hubiera preferido olvidarlos. El suyo es un país muy interesante. El general recordaba haber leído algunos comentarios sobre las leyes y la sociedad del país del norte. En su juventud, acompañando a un funcionario español cuyo trabajo era demarcar y establecer pueblos en la frontera con Brasil, alrededor del fuego de un campamento improvisado supo de 21
las revoluciones, de los reyes derrocados, de los derechos de los pueblos. Leyes, principios e ideales circulaban y se mezclaban junto a los trozos de asado y generosa ginebra servida en guampas. Yo también conozco su patria, general, donde le recuerdan bien, contestó Bennet mientras culminaba los preparativos para realizar el retrato. El general, con semblante sombrío, miró otra vez las negras nubes que amenazaban desde el este. Yo no tengo patria, murmuró. Listo, creo que podemos proceder. Bennet estaba regulando el lente de su cámara y trataba de enfocar bien al anciano general. Con eso me va a retratar, preguntó con genuina curiosidad. Habían colocado un sillón de alto respaldo bajo los sauces, donde tomó asiento. Sus ojos, ya cansados, solo distinguían una caja de madera con un agujero y un cilindro en el medio, sobre un pedestal de tres patas y con una lona negra del otro lado, donde el fotógrafo estaba manipulando una placa de metal. Su imagen va a quedar impresa en esta placa, explicó Bennet. La luz entra a través de esta lente y se proyecta en la placa que está impregnada de sustancias químicas y retiene la imagen. Solo tiene que quedarse quieto unos pocos minutos hasta que el proceso culmine. Bennet se inclinó en la parte de atrás de la cámara, se puso la lona sobre la cabeza y los hombros para evitar que se filtrara luz, miró a través del visor y enfocó al general. Del otro lado, la imagen de un anciano distinguido, ya algo escaso de cabello en lo alto del cráneo, pero abundante a los costados, que caía como algodón sobre el cuello de la levita, con el rostro surcado de arrugas, curtido y endurecido por los años a la intemperie y adornado de largas y blancas patillas se fue formando sobre la placa. Y le gusta este país, tiene pensado quedarse mucho, preguntó el general, mirando hacia el horizonte. No mucho, contestó el artista. En realidad, estoy de paso, mi destino ahora es Caracas. Luego de unos años en Buenos Aires, ya no me queda nadie a quien fotografiar, bromeó. El general recordaba todavía su corto paso por esa ciudad, cuando ofreció su espada al nuevo gobierno criollo para librar batalla al otro lado del río. No se pusieron de acuerdo, aspiraban a destinos contradictorios y al corto tiempo eran sus espadas las que chocaron. Y usted por qué se ha quedado, preguntó Bennet. El anciano general entrecerró los ojos. De vez en cuando le venían ensoñaciones, rumores de los tiempos idos. Podía ver con claridad a sus queridos charrúas y guaraníes. Con ellos, con los gauchos libres, los contrabandistas de la frontera y con los negros libertos se entendía bien, mejor que con la gente de la capital. Por qué me he quedado, se dijo en voz baja, casi en un susurro. Todavía recordaba el desaliento al cruzar la frontera, derrotado y perseguido por antiguos aliados, pedir refugio y encontrar la desconfianza y la confinación decretada por el Supremo Dictador y los años sobreviviendo en 22
Curuguaty con lo justo. Si entonces me iba, no tenía donde encontrar refugio. Si hoy lo hiciera, tampoco. No sé qué haría en un país que no es el mío, donde mis paisanos no se entienden entre sí. Aquí, entre estos sauces, estoy en casa. Por un instante miró al artista escondido bajo la lona. Quizás en otra época envidiara su libertad. Me quedé, le contestó, porque le prometí al doctor Francia que no me iría, ya que él fue muy generoso al darme un estipendio. Y he cumplido. Listo, ya hemos terminado, su excelencia, dijo Benet luego que comprobara que el proceso se había concluido. El general comenzó a ponerse de pie con la ayuda de su bastón. Qué excelencia ni qué carajos, dijo casi con una sonrisa más parecida a una mueca. Puede guardar esos títulos para otras personas, m’hijo. Y ese retrato, cuando lo podré ver, preguntó. Bennet tartamudeó un poco. Mañana en la tarde se lo puedo alcanzar a su casa. No será necesario, intervino la esposa del presidente. Tráigamelo junto al resto de los retratos que yo me encargo de llevárselo al general. El anciano la tomó del brazo y con paso lento se alejaron en dirección de la casa, no sin antes despedirse del artista y desearle un buen viaje. Ya comenzaban a caer las primeras gotas. Este cuento ha sido publicado en “El monje y la pulga” y otros relatos, (V Premio del Concurso de Cuentos Históricos Hislibris), editado por Ediciones Evohé, España, 2013, y en el blog del autor.
ERIC D.HAYM FIELITZ
Uruguay
Blog personal: https://elescribabeodo.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/eric.haymfielitz
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l edificio era extraño porque nadie lo habitaba, porque no tenía puerta de entrada sino un portón de garaje de madera, porque el frente de ventanas cerradas casi no se apreciaba detrás de los árboles frondosos. La parte trasera mostraba balcones semicirculares, deslucidos, desnudos, grises y solitarios, refugios de palomas y de vientos. El edificio solo tenía tres pisos, y quizás alguna vez estuvo destinado a la venta, a que familias tumultuosas lo habitaran, a que el movimiento le insuflara vida. Nunca supo realmente por qué el destino de aquel edificio había resultado tan fuera de lo común. Algunos días de la semana veía una camioneta estacionada de culata en la entrada del portón de garaje. Hombres jóvenes transportaban cajas de zapatos apiladas y cuidadosamente atadas y las entraban al silencioso recinto, que no era más que una especie de depósito de la zapatería que se ubicaba precisamente al otro lado de la manzana, en línea recta respecto del extraño edificio. Desde el ventanal de su casa, cada tanto, observaba la construcción silenciosa y oscura, imaginando cuántas historias podrían haber ocurrido dentro de aquellos muros grises y gastados. También pensaba en el albergue desaprovechado que representaba aquel lugar, para gente sin techo. En especial durante el invierno, cuando los vientos soplaban furiosos o la lluvia helaba las esquinas. Había llegado a ver, no siempre, algunas noches nomás, un cuerpo de hombre arrebujado junto al portón del garaje, envuelto en una manta roñosa. Aquella presencia representaba la gran paradoja. ¿Sabría aquel hombre que había elegido para refugiarse el umbral de un edificio vacío? Un edificio que, como mínimo, tendría seis departamentos para que él eligiera bajo qué techo podría dormir. En algún momento que no pudo precisar, descubrió que un grupo de hombres se reunía los jueves por la noche, en el tercer piso del edificio. Una vez por semana, disciplinadamente, aquel balcón descuidado se iluminaba y se llenaba de presencias vociferantes. Casi podía oírlos reír desde su ventanal. En especial cuando hacía calor y el viento cálido le traía sus voces, retazos de conversaciones y risotadas con causas desconocidas. Habían puesto una antena de televisión en el balcón. Los veía sentados peligrosamente en la baranda semicircular. Veía sus espaldas arqueadas, distinguía vasos en sus manos. Alguno permanecía de pie, iba y venía, y un inconfundible aroma a carne asándose llegaba hasta su nariz. También se oía música. La música se desplazaba ondulante igual que las risas y las conversaciones. Aquello era solo los jueves. Los jueves, esa única parte del extraño edificio cobraba vida. El resto permanecía impasible, oscuro y decrépito como siempre. La rutina era, como todas ellas, prolija y consecuente. Llegó un momento en que solo echaba un vistazo para confirmar que, efectivamente, allí estaban, cumpliendo su ritual 25
amistoso. Empezó a desear ser parte de ese grupo de amigos. En cierta forma, empezó a envidiarlos. Desde su posición secreta, los observaba en aquella ineludible ceremonia de los jueves. Aunque no alcanzaba a divisar sus rostros, empezó a imaginar las facciones, las fisonomías, y a eso le fue agregando personalidades diversas, voces, sonidos de carcajadas y temas variados de charlas. Hacía años que vivía solo. Su vida había transitado por etapas alternadas de compañía familiar, de soledad juvenil, de parejas convivientes o no. Y ahora, por elección personal, estaba solo en un departamento cuyo único lujo era aquel desmedido ventanal. Porque todo lo demás era más bien pequeño: el dormitorio, el living y la cocina le resultaban casi minúsculos para su imponente presencia. Todo parecía llenarse con sus piernas fuertes y su tórax poderoso, su cabellera abundante y su barba desprolija. ¿Cómo habían podido vivir en ese pequeño lugar, durante casi quince años, Nora y él?, se preguntaba a veces, en especial cuando se llevaba por delante la esquina de algún mueble, o cuando su espalda recibía el límite de la pared al tender la cama cada día. Sin embargo, mientras vivió allí con Nora, todo parecía estar en su lugar, nada sobraba ni faltaba. Ella era pulcra en exceso; él en cambio era desordenado y olvidadizo. Ella era sociable y estaba llena de amigos; él en cambio era tímido y reservado. Ella era profesional y se dedicaba de lleno al trabajo; él en cambio solo había terminado el secundario y había decidido vivir de unas pocas rentas. “Sos un piojoso”, le había dicho ella poco antes de irse. Jamás pensó que le diría algo así, y jamás pensó que aquella frase, escupida con desprecio y en voz baja, le dolería tanto. Y a pesar del desdén y del rechazo, se resistió penosamente a su partida. Cuando la veía buscando afanosa algún departamento adonde ir, jugó con la idea de que se mudara al extraño edificio. Así seguirían viéndose a diario. La llegó a imaginar fumando en alguno de los balcones circulares, rodeada de plantas, el cabello fulgurante y rojo al sol. Incluso antes de que ella se marchara llegó a inspeccionar el aspecto de la construcción casi abandonada, como preparándose mentalmente para cuando llegara el momento en que la viera viviendo su propia vida de separada, a tan solo algunos metros de distancia. Pero, obviamente, nada de eso sucedió. Ella se mudó a otro barrio y ni siquiera le dio su nuevo número de teléfono. Cayó de sorpresa un par de veces, solo para llevarse algunos adornos, cuadros, un cubrecamas y un par de cajas de libros que le habían quedado. Y eso fue todo. El extraño edificio, desde su soledad inhabitada, parecía burlarse de él cada noche, cuando lo observaba por el ventanal. Hasta que empezaron las ceremonias de los jueves. Los envidiaba secreta y declaradamente. También crecía una estéril ofuscación 26
consigo mismo. Porque había dejado pasar los años sin procurarse ninguna amistad lo suficientemente sólida, alguien a quien recurrir para desahogarse, para reír o incluso para aburrirse. Había tenido a Nora para eso. Con ella a su lado no parecía necesitar nada más. Sin advertirlo, jugó su parte de pasividad sin donación alguna. Y cuando ella se fue, quedó desnuda su alma, el silencio que tantas veces había adorado, ahora era un abismo impiadoso. Por eso, se dedicó a observar al grupo de amigos en el extraño edificio, y a envidiarlos. Una tarde volvía del supermercado arrastrando un changuito colmado. Sabía que ofrecía un aspecto entre extraño y ridículo con su changuito de compras rodando tras él, pero lo prefería antes que acarrear bolsas pesadas que atormentaban sus brazos y su espalda. Ya no estaba para esos riesgos, por eso había decidido usar el artefacto rodante que Nora no se había llevado, quizás previendo esas situaciones. O no, quizás no previendo nada, porque Nora era egoísta y hubiera sido raro que contemplara alguna necesidad de él, antes de irse. Era más probable que no se lo hubiera llevado por viejo y feo. Como sea, ahora lo usaba él, enorme varón de barba y cabellos abundantes, volviendo del supermercado con su compra semanal de soltero. Y en esos menesteres, pasó justo por la entrada del extraño edificio y divisó al grupo de amigos en la vereda, cumpliendo con las conocidas tareas de acarrear las cajas flamantes de zapatos. Eran ellos, no le cabía duda. Era el grupo que veía en el balcón los días jueves. Se sintió desolado. Por algún extraño motivo, no había relacionado a esas personas con las del balcón. Y al verlos de cerca y a la luz del día, pudo comprobar qué jóvenes eran. Hasta podrían haber sido sus hijos. Una angustia irracional lo fue cubriendo. Hubiera querido desmaterializar el changuito. Se odió por ser tan débil y cómodo. ¿Qué hombre de su edad, con su contextura física, llevaba las compras en un changuito de vieja? Entró a su casa sintiéndose abatido como si alguien lo hubiera traicionado. Como si esos amigos le hubieran prometido hacerlo parte de su círculo y no hubieran cumplido. Entonces, pensaba mientras acomodaba las bebidas en la heladera y las cajas de hamburguesas en el freezer, nunca iría a conocer el balcón del extraño edificio. Nunca podría exponer sus dotes de asador frente al grupo de amigos. Los había imaginado bebiendo cerveza en una noche de verano mientras él se dedicaba a asar la carne. Se había visto a sí mismo, pinzas en mano, vigilando la cocción mientras dedicaba miradas de soslayo al ventanal de su casa sin luz alguna, señal inequívoca de que había tenido éxito en su misión. Alguien le recomendó una antigua tapicería en la calle Lezica. Atendida por sus dueños, un matrimonio mayor que exponía con humildad su mercadería y sus buenos precios. Allí se dirigió una mañana, dispuesto a enmendar su error cuanto antes. Y allí 27
los vio, tal cual le habían comentado, a los esposos, personas grandes y pulcras, expectantes detrás del mostrador de madera lustrada. Se saludaron con cordialidad y él enseguida les contó lo que quería. El hombre empezó a bajar gruesos rollos de telas de una estantería. Con habilidad los hizo rodar sobre la superficie resbaladiza del mostrador. Le fue mostrando texturas y colores. La mujer le apuntaba los precios en voz baja, puntual y minuciosa. Se hubiera llevado todas las telas. Pero necesitaba solo una. Se decidió finalmente por una tela gruesa, labrada, de color claro. Les dejó las medidas, que la mujer anotó en un cuaderno. Insistió también en dejar una seña. En menos de una semana tendría listas las cortinas para el ventanal. Reemplazaría el viejo cortinado de voyle transparente que dejaba traslucir el paisaje y en él, la figura del extraño edificio. En menos de una semana, ya no lo vería más.
GABRIELA LEMA
Argentina
Facebook: Gabriela L Cajal
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esde la entrada se aprecia la oscuridad del recinto. Hay una lámpara tenue. Es una mañana helada de julio y va a llover. El cielo es un techo de plomo y ceniza, como si el sol no existiera y un átomo muerto tocara la
Tierra.
Estoy vestida de blanco; incluso mi pelo es blanco. Me deslicé hace media hora en el agua burbujeante de la bañera; mi piel ya entrada en años me pareció joven y clara por algunos segundos, como la porcelana de Marruecos que heredé de Celmira. Mis brazos descansaron sobre los bordes brillantes de la bañera y casi parecían los de mi nieta, excepto por lo redondos y gruesos. Acaso en dos o tres años más, conquistaré un tinte similar al de la pared del balcón; biliosa y oxidada, grosera como el tiempo. El tiempo que descompone y abandona lo sensible, reduciéndolo a pliegues traicioneros. Murmuran a mis espaldas acerca de sus efectos devastadores, pero me da igual. Del polvo venimos y al polvo regresamos, pero el corazón empedernido, reaparece salvaje y puro, entre las hojas balsámicas de los eucaliptos y los pétalos amarillos de los girasoles. Celmira me está observando, bajo los durmientes del portal; a veces se queda suspendida como los murciélagos, pero no duerme. No es bueno dormirse cuando se está de regreso. No quiere acompañarme a caminar (y eso me vendría bien para no tener que cargar con el bastón). Dice que se desorienta y es lógico porque antiguamente, sus distancias más grandes recorridas llegaban hasta el cobertizo. Solo iba al centro en el coche, con Sebastián. Hasta que enfermó. No entiendo como no se le caen los lentes en esa posición, tampoco se le vuelca la falda gris que viste desde el entierro, pero está descalza y eso no me extraña. Toda su vida dijo que los zapatos eran “contranatura”. Hay serrín en el aire; por encima de las cabezas y parece que una quema ha ocupado la ciudad, pero extrañamente nadie lo nota. Es más terrible el frío. Es como un burbujeo alto, móvil, sutil, como el color del plomo; encapucha la ciudad en un capa espesa de oscuridad. Ignoro a Celmira y me abstengo poco a poco de su aura plácida y triste rumbeando hacia el cobertizo donde solía pasar las tardes conversando con las gallinas mientras recogía los huevos, almacenaba dulce y esas cosas tan de ella y de su vida campestre. El suelo del salón es negro. Muy negro y muy limpio y la araña del techo se mueve imperceptiblemente. Es un ambiente frágil y pequeño. Espío las sombras y veo una en particular, soplando el ventanal. Aguzo los oídos. Se oye un traqueteo pausado. 30
Seguro que Celmira ha regresado a su puesto de contemplación. Sabe pasarse horas balanceándose en las vigas. El fantasma de Sebastián reanuda sus soplidos; sopla y sobre la humedad que se dibuja en el vidrio, desliza el dedo índice y escribe “te amo”. Ha estampado esa frase durante mucho tiempo, aunque cada vez, la mano le tiembla y las letras se detallan menos. Fui su gran amor; Celmira fue su esposa. Yo no estaba hecha para el matrimonio; me gustaba viajar. Sebastián era un gran amante. Divertido y romántico. Antes. Pasó a buscarme muy de mañana un sábado de hace ya cuarenta y cinco años; caía la tarde en la estancia y era verano. Le pedí a Celmira que lo acompañara en mi lugar. Me había emperrado en viajar a la ciudad a conocer a un director de cine muy atractivo que estrenaba su película “Memorias de una bailarina”. Tardé un año en regresar. Una tarde de Agosto. Celmira vestía de azul con un sombrero de alas anchas y una gardenia sobre la oreja izquierda. No era su estilo, pero quería destacar; estoy segura que hasta hoy si pudiera, confesaría que era horrendo. Celmira y Sebastián se veían tan lindos juntos. Cuando me vieron bajar del tren nadie se atrevió a hablar. El silencio fue absoluto. Me pareció una eternidad, pero quizás fueron cinco minutos. Nuestras miradas se encontraron y se desviaron varias veces, hasta que Sebastián preguntó “¿Cómo estuvo el viaje?”. Después ya dejó de importarme. El telón cayó y nunca mencionamos mi viaje, tampoco mi ausencia, mucho menos los quijotismos que los llevaron a estar juntos. Se veían lindos. Para mí era suficiente. El fantasma de Sebastián se dirige ahora al cuarto de baño, lánguidamente. Recuerdo que entonces, tenía la costumbre de afeitarse y bañarse siempre a la misma hora. Luego, se sentaba en el zaguán, frente a las macetas colmadas de malvones, helechos, margaritas y encendía su pipa. Se quedaba allí por horas, fumando y observando a Celmira que seguía trajinando de la casa al cobertizo y del cobertizo al invernadero una y otra vez. Me pregunto por qué él no cuelga de las vigas. Por qué si también está de regreso, no teme desvanecerse cuando claree. Respeto que me haga compañía. Semejante casa. Y mi nieta no llegará hasta el martes. De todos modos, igual me preocupa. ¿Él creerá que ahora nosotros... con Celmira ahí fuera colgando como un péndulo trastornado, podríamos retomar lo inconcluso? 31
Ay que ideas estúpidas se me ocurren. Pero convivir con un fantasma cuyos huesos crujen por la casa, es complicado. (“advertí que volaba”, “lo advertí”, “advertí el humo de su pipa”, “advertí el impulso”, “advertí el impulso de su aliento y su desamparo”, “En paz, adrede, torpe”). La cosecha de los infelices es un ciclo grosero, turbio, al que la vuelta de los recuerdos le provoca una hinchazón cardíaca. Sebastián y Celmira murieron con poca diferencia uno del otro. La dictadura se llevó a Sebastián: fue mucho para él. Celmira había muerto dos años antes; la enfermedad la consumió hasta que ya no sabía siquiera dónde quedaba el cobertizo. Había sido siempre tan “minuciosa”. Por ser atentos, por acompañarse, por parecer felices. Cuando murió, me llamó a su lado en la cama; tenía los ojos muy abiertos y la cara blanca, surcada de arrugas. Tenía apenas sesenta años. Me impresioné mucho... Con un gran esfuerzo, hipando, parpadeando, ensanchando los labios paspados y leves, intentó decirme algo, pero no pudo. Murió cogida de las sábanas, tal vez creyendo que al hacerlo se aferraba a la vida; y sus manos estaban tan rígidas y lechosas que yo podía advertir sus huesos. ¿Qué habría dicho si la muerte llegaba unos segundos más tarde? Me lo pregunto a menudo y me respondo frunciendo el ceño, “no querrías saberlo”. Volteo la cabeza hacia la entrada del ala este y percibo la luz terrosa que atraviesa las celosías y reverbera en la casa, velándola aún más y más. La espera es algo conflictiva. Anita insistió tanto en que me trasladara a la casa “grande” para acompañarla durante los trámites de venta que no conseguí negarme. Alzo la cabeza para ver el cielo, saturándose en el vano que admiten los muros, cubiertos de enredaderas raquíticas, tristes. Cuando la noche avanza, en las cercanías de las farolas esquineras se ve brillar el pavimento amarilleado. Toda clase de bichos mariposean en torno a las farolas, alucinados y lerdos. Cuando existían aún grandes parques en la zona, a esas horas concertaban las cigarras con su molesto chirrido. Nunca pude soportarlo. Era un sonido largo; se filtraba por mis tímpanos adormecidos, atentos únicamente a las fluctuaciones hondas de mí misma, parecidas a voces. Me he estado oyendo a mí misma durante años sin saber exactamente qué decía, sin saber siquiera si eso era exactamente una voz. No se ha tratado más que de un rumor constante, sordo, monótono, resonando apagadamente por debajo de las voces audibles y comprensibles que no son más que recuerdo. Cuando estaba en la casa, entre viaje y viaje, él me evitaba. Como si yo no existiera, exactamente como hago yo ahora con su fantasma. 32
“Usted es la típica inventora de verdades y consecuencias”. Esa frase me fue dicha por su socio y abogado personal en una de mis visitas y después nunca volvió a tocar el tema, como si no hubiese dicho nada. Lo que desaparece de este mundo, ya no falta. Yo hice lo mismo. Hasta que regresé el domingo. Existen las consecuencias, pero no las verdades: apenas hay pasillos encantados, con una puerta falsa que el viento mueve levemente; o la discreción del otoño fermentando en silencio, en un balcón de malvones exuberantes, o el repique sombrío del tímpano galopando al ritmo de un vals peruano; pero no las verdades. Los recuerdos sí, pero no las verdades. Ahora no puedo más que recordar: montañas como jorobas de camello empujando las sombras; un insecto colándose en la sopa, ciertos discursos aprendidos; un sinnúmero de cigarras afinando el olvido en mi cabeza. Todo tan claro entre murallas de bruma. Sebastián está bajando lánguido las escaleras. Lo veo, en el atardecer frío, algo desorientado. El traje claro resalta su piel aceitunada y el azul de sus ojos, que se arrastran remolones detrás de sus gafas. Lo veo pasar hacia el salón grande. Cabecea e intenta no resbalar. Celmira mientras tanto, cuelga de las vigas, pero aún no los he visto juntos. No sé si se ven; tampoco si se perciben o se reconocen. Sebastián encuentra por fin la orientación y avanza, aunque con bastante torpeza (seguro perpetúa su esclerosis). Desaparece envuelto en el barniz del crepúsculo: el mismo que traspasa los cortinones pajizos y se licúa en mis pantalones de franela y a mi alrededor, como un acopio de claridades; se mueve vacilante mientras dormito en la vieja mecedora de Celmira. Alguien me llama. Anita, asoma desde la ventanilla de un auto con su sonrisa inagotable y el motor encendido (“Vamos abuelaaaa, nos espera el cuervo”). El cuervo es el abogado que lleva los papeles de la sucesión. Deduzco. Estaba verdaderamente hermosa esa tarde. Almorzamos en el mercado de artesanos. Estaba contenta. Iba a dejar atrás el pasado atávico y su viaje a Marruecos le provocaba una ilusión que fascinaba. Pero en este momento no reparo en eso. Tal vez en nada. Observo el parque; un verde extenso y gris producto de la niebla, que se desplaza hacia atrás, hacia aquí. Celmira está fumando en el umbral del cobertizo. Todos sus meneos son pausados, como si tratara de ejercitarlos. Recordarlos. Se friega los antebrazos, y luego sus manos comienzan a masajear sus sienes como si cavilara. Mis huesos gruñen como las vigas en las que se suspende Celmira. A veces sospecho que antes de morir quiso 33
aclararme que no juzgaba su condición de “substituta” en la vida de Sebastián Yo no era santa de su devoción y toda su vida fue un presumir que era yo, pero era ella. Ella siempre había querido ser yo. Y el Universo la escuchó. Le concedió su deseo con un matiz sucio, tramposo. Me parece muy injusto que no me quisiera; solo por no saber arrojar al Universo los enunciados correctos. Pero asumo que si pretendió decirlo antes de morir es porque en realidad su vida no fue tan mala. Y Sebastián. Ay Sebastián. Lo tuyo sí que fue grotesco. No la deseabas; no la despreciabas. Era para ti algo así como una mariposa aleteando. Una de miles que volaban y morían. ¿Lanzaste alguna sentencia al Universo? ¿Siquiera te molestaste en tener algún norte? No. Pienso que lo tuyo era resbalar, sin pena ni gloria, por la ladera de mi mundo y lesionar el paisaje. Igual. Exactamente igual que lo hace ahora tu mala sombra.
ADRIANA MÓNICA LAMELA
Argentina
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s imposible plegar un papel sobre sí mismo más de siete veces. Cada vez que lo intenta, la superstición y la física le arrecian la comisura de los dedos. Recuerda que dejó abierta la hornalla sin el fuego prendido, pero sigue: el miedo es la patria de los débiles. Sigue haciendo dobleces en el papel, mezquinando su soledad. Está sentada como una flor silvestre, pero lleva en su costal el peso de fauna de habitáculo, de nariz que apunta al norte pero que no se deja ver. Se vanagloria ante el segundo pliegue. La tarde se ha vuelto una tregua melancólica: el último rezago de sol cae en una sola herida de luz que se filtra por la persiana. Noventa años. Quién dice que hay que vivir tanto. Qué se puede hacer con la vida más que intentar plegar un papel siete veces. O mil. Si ya hizo todo: completó el ciclo del concierto social, hasta que la ópera de los propios y ajenos se libraron de ella. No quiere entender qué se le pide: en realidad, no se le pide nada. Exiliada en su asilo unicelular, fue reducida a una mitocondria urbana que dejó de tejer pulóveres y se dedicó al existencialismo extremo de los pliegues, de infligir arrugas a un pobre residuo de árbol procesado. Su única compañía aparente, el gato que cada tanto se acerca a constatar movimiento, es independiente y feroz, y ella sabe que no la necesita, que es más fuerte, que es un animal con todas las letras, no una anciana indigente de recuerdos. El tercer pliegue es difícil: las manos empiezan a temblarle y pierde la concentración. Mejor será echarle la culpa al gato, o al recorrido de la cucaracha por el empapelado maltrecho. Afuera existe un mundo, un territorio hostil hasta para el más apto. Pero ella no está dispuesta a cruzar el felpudo que ya no da bienvenidas. Tratando de dominar los temblores, obtiene un cuarto pliegue, una confirmación de que, todavía, la grieta que separa su indemnidad del suelo está lejos y no es más que un espejismo. Aunque el aljibe que proyecta ese espejismo sea cada vez más realista. Los artificios del gato para salir no resultan. Recita fragmentos de Nietzsche; le araña las pantorrillas insensibles; descuelga el teléfono… pero el sonido no llega, nadie oye, salvo el propio gato. Decide ir a tomar agua a la cocina y abandona la sala. En el quinto pliegue, la piel de la anciana se estruja, los labios se expanden en una mueca parecida a una sonrisa. Ahora es la reina de su asilo unidimensional. La hornalla de la cocina sigue abierta. El aire denso, compactado, se va trasladando en bloque. En esas cuatro paredes, los elementos que componen la escena son eternos: el papel y sus pliegues son la piedra de Sísifo para la anciana, la anciana es la piedra de 36
Sísifo para el gato, y ambos son piedras para su propio universo. La mecedora se mueve, la anciana se esfuerza al máximo por provocar el sexto doblez sobre el papel, pero un sismo digno de Richter estremece sus manos. Sin embargo, gracias a la inercia de la mecedora, el papel alcanza su sexto pliegue. Hay tristeza en sus ojos perdidos, que ya no pueden palpar el ambiente. El sol abandonó la vida por doce horas, y como si fuera un girasol en reposo, la insuficiente energía vital gerontina se renueva: deja el papel sobre la mesa ratona, cuelga el teléfono, le da de comer al gato y apaga el gas. La calma llega a ese asilo en el que cíclicamente las vidas se extinguen, donde la noche no es más que una tregua melancólica que posa su siniestra tutela sobre una anciana, un gato, y un papel que vuela por la ventana abierta y se pierde como cualquier vida.
NICOLÁS BARRASA
Argentina
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arón vivió negado desde su nacimiento. Dory había llegado a la sala de guardia del hospital zonal quejándose de un dolor de estómago insoportable. Sus padres ya no sabían qué darle a la adolescente de dieciséis años para que se calmara. Cuando el médico que la revisó les dijo que estaba embarazada y que los dolores eran las contracciones de parto, ellos lo negaron escandalizados. Que no podía ser, que Dory era virgen, que no, mamá, te lo juro, no hice nada, usted está equivocado, te lo juro, papá, no hice nada con el chico de la panadería. El bebé llegó sin avisar, sin que lo esperara ningún ajuar de ropa, sin ningún beso ni ninguna caricia. Solo un coro de llantos que se mezclaba con el de él, tapándolo. El nombre se lo eligió su madre de una lista que le dieron, era el primero. Ella no quería ni tomarse el trabajo de leer los que seguían. En cuanto pudo recuperarse, Dory les dejó el bebé a sus padres y desapareció. Algunos dijeron que su partida coincidió con la del chico de la panadería, pero nadie pudo comprobarlo. Aarón creció buscando que sus abuelos lo miraran alguna vez a los ojos, pero ellos no podían. Cumplían con lo indispensable para que siguiera respirando, nada más. El nene eligió hacerse gris y perder sus contornos en el espacio, así nadie repararía en él. Su única afición era jugar con insectos, sus preferidos eran los saltamontes que encontraba en el patio de su casa, le gustaban porque era fácil arrancarles las patas y después se quedaba mirando cómo intentaban volver a saltar hasta que se morían. Así llegó a la adolescencia, con la vista siempre en el piso y jugando con insectos, hasta que apareció en el barrio Carmen, con la juventud estallándole en la blusa y en la pollera, y él levantó la mirada para verla pasar, deslumbrado por la luz que ella despedía. Con tal de que le prestase atención, Aarón empezó a bañarse más seguido y a dejarle regalos en la puerta de su casa, flores silvestres, piedritas, frascos vacíos, lo que él podía conseguir. A ella no se le ocurría de quién podían ser. Nunca había visto a nadie dejarlos. Cuando él sintió que después de tantos regalos ya era el momento de recibir el agradecimiento de Carmen, seguro de que le dedicaría una de esas sonrisas que él le había visto alguna mañana a escondidas, decidió seguirla desde la parada del colectivo hasta el lugar donde ella bajaba todas las tardes. Caminó unos pasos detrás de Carmen y tímidamente le tocó el brazo. Ella saltó como si le hubiera dado electricidad y le preguntó qué quería, yo soy el que te hace los regalos, qué regalos, las flores y…, eso no son regalos, es basura, yo te quiero, quién sos, salí de acá, nunca te vi, no me toques, yo te quiero… Y así sin darse cuenta fue arrastrándola hasta una obra en 39
construcción abandonada. Ella empezó a gritar con todas sus fuerzas y él le tapó la boca para que no gritara, yo te quiero, no me tengas miedo, no grites más… hasta que Carmen ya no pudo moverse ni resistir. Aarón se quedó temblando, te lo merecías por no creerme, yo te quiero, yo te quiero, y la tapó con unos trapos que había tirados mientras le tocaba las piernas y sus manos se le iban por debajo de la pollera sin que él pudiera detenerlas. Por el crimen fue detenido un vagabundo que dormía en la obra en construcción donde encontraron a Carmen, los trapos eran su cama, y él no pudo justificar dónde había estado durante la tarde de ese día. Aarón les dijo a sus abuelos que él había matado a esa chica, pero ellos se rieron, este chico ya no sabe qué inventar para llamar la atención, qué barbaridad.
DIANA MARINA GAMARNIK
Argentina
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stuvimos media hora o cuarenta minutos esperando a Croma en el galpón. Yo no lo conocía. Después me di cuenta de que ese apodo era un poco cruel, ya que tenía el cuello y parte del rostro cubiertos de retazos de piel acaramelada y arrugada. Cuando caímos presos me contó que, en efecto, había sido un sobreviviente de aquella fatídica noche del treinta de diciembre de 2004. Todos coincidían en que ya estaba loco desde antes del incidente. Era fanático de lo paranormal. Para él, la ufología, el espiritismo, los egipcios o Nostradamus eran igual de interesantes. Hasta que llegó al galpón con su bolsito gris rotoso en el que traía las armas estuve en el coche con Charly, quien me tenía sinceramente cansado. Se la pasaba hablando de cosas. Quiero decir que sus charlas solo se basaban en objetos. Y era una constante de él explicarte por qué tenía lo que tenía, y no tenía algo mejor. Por ejemplo, un rato antes, en su departamento, le dije: —Te compraste un lavarropas nuevo. Qué bueno. —Sí. Me salió diez mil. Me iba a comprar uno de catorce, que es mejor, pero me dije “no, ¿Para qué? Si soy solo y con este voy a poder manejarme. —Siempre dejaba en claro, al hablar de su mesa, su ropa, su departamento, que no tenía algo mejor solo porque no quería. Creo que era así, volcado a lo material, a causa de su fealdad. Era feo Charly. Tenía una horrible cicatriz que le unía el labio superior con la fosa nasal, y los ojos saltones los tenía tan separados que daba la sensación de que podía vigilar sus flancos sin problema alguno. Con Croma callado en el asiento de atrás y Charly diciendo que su auto no era más nuevo porque de todas formas para ir y venir al taller con ese le bastaba, nos fuimos a reventar el minimercado chino de la avenida Irazusta. Una vez presos Charly se fue alejando de a poco de nosotros y yo me hice mucho más amigo de Croma, que leía las manos, hablaba de los astros y se boxeaba con los cobanis como si fuera un dios de la guerra. Pero ese día los tres sabíamos que teníamos que estar unidos y adentro del minimercado los tres teníamos que actuar como si fuéramos uno solo. Reemplazamos el “Buenas tardes” por “Tirate al suelo, hijo de puta” y “La caja, la caja, abrí la caja”. Desde atrás del mostrador el chino con cara descompuesta me miró como pidiendo ayuda, hasta que le mostré el fierro para que viera que yo también formaba parte del triunvirato calamitoso que irrumpía a los gritos en su negocio. De acuerdo al plan, yo recorrí rápido las góndolas buscando entre los clientes a ese que siempre se hace el superhombre. Nada. Dos viejas llorando y un gordo pelado con una espantosa chomba a rayas, que cuando nos vio casi se mea del miedo. “¡Al suelo!, ¡al suelo!”. 42
Después todo se precipitó. Escuché el silbido que anunciaba la retirada y corrí hacia la puerta. Lo siguiente pasó todo al mismo tiempo. Es que en realidad, para el que cree en la eternidad, todas las cosas del universo pasan al mismo tiempo; pero eso lo sé ahora, que estoy muerto y ya tuve una charla con el que manda, el que explica todo. Al otro lado de la puerta, bajo el sol de la calle, vi la ventana de la Chevy, que yo había dejado con el vidrio bajo para poder entrar de un salto. Pero también vi los uniformes de dos policías que llegaban corriendo en dirección contraria. Nos cruzamos con ellos en la puerta, a toda velocidad. ¿No se dieron cuenta de que éramos nosotros los ladrones? Digo. Veníamos con un bolso lleno de guita y armas en las manos. Fue rápido y muy gracioso. No tuvieron tiempo de sacar cuentas. Entraron corriendo y pasaron derecho hasta la caja pensando que nosotros estaríamos entre las góndolas. Pasé derecho por la ventana y me partí la frente con la palanca de cambio. No es algo que volvería a hacer, pero no pude dejar de hacerlo. Tardé dos segundos en revolverme, darme vuelta y quedar sentado de forma normal. Mientras Croma y Charly se subían, miré de nuevo al minimercado. El chino. Se asomaba su cabeza despeinada y su camisa transpirada. Daba gritos parecidos a los de un personaje de animé enojado. Traía en las manos una matraca antidisturbios calibre doce, cuyos terribles embates volvimos a probar cuando estuvimos en el penal. El escaparate del local, dos bolsas verdes de basura, la vereda desportillada de baldosas, y cuatro o cinco personas nos separaban de su escopeta. Pero tiró igual. El estampido nos sacudió. Una lluvia horizontal de perdigones barrió el lugar. Algo me rozó el pómulo y cuarenta segundos después llegó el ardor, aunque en realidad, todo ocurrió al mismo tiempo. En ese momento yo no lo sabía, pero ahora no dejo de revivir aquello, y el día en que nací, el de mi muerte, el día que por primera vez toqué una teta. Todo pasa al mismo tiempo. Gritos. Gente retorciéndose en el suelo y el motor del Chevy1 que rugía alejándonos de la escena, como si eso fuera posible. Vi, o todavía veo, en el retrovisor astillado del lado derecho, que los canas estaban reduciendo y esposando al chino. “¡Te sangra la cara!” gritaba Croma. Alucinante. Todo salió bien. Después metimos la pata, y ya saben. Caímos en cana. Nos comimos un tiempo en la cuadrada. En el pabellón nos decían “los caritas”, imaginate. Yo con el pómulo deformado, Croma con la cara quemada, y Charly que ya era feo, muy feo, de nacimiento. Después salimos y al tiempo me mataron. 1
O Torino. Porque en el cielo de los cielos de los cielos, todos los autos son un solo auto. 43
Pero lo importante es lo que aprendí ese día, que es este día y todos los días. Porque cuando uno es una presencia incorpórea que no puede ser linda ni fea, buena ni mala, lo único que le queda es aprender. Aquellos hechos no solo pasaron todos al mismo tiempo, sino que además, nunca dejaron de pasar. Nunca no pasaron. Es difícil, Él lo explica mejor, y tiene más paciencia. Yo todavía no me acostumbré a ser eterno.
HERNANDO TORRILLA
Argentina
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Nota del autor: El presente relato me valió, muchos años ha, la obtención de mi primer “Primer Premio” otorgado en un certamen literario. Y fue nada menos que en el que organizara el rotativo de orientación de izquierda “El Popular”, donde nadie había oído hablar de mí, pues siempre había prescindido de ideologías o banderías en mi labor escrita. Hubo otros galardones (no demasiados, por cierto) a lo largo de mi trayectoria de más de medio siglo, pero aquel es uno de los que rememoro con mayor afecto.
L
a mosca orbita alrededor de tu cráneo, como algún Explorer perezoso. Sacudís la cabeza. No se va. Otra vez, y otra. Sigue. Se posa. Las patas te hacen cosquillas en la frente; pero también se le pegotearán con tu grasitud. (¿Eso te consuela?). La espantás con la mano... La peste, qué calor infernal. Te movés. No mucho: dos pasos hacia la derecha, doblas en ángulo junto al camastro, cuatro pasos más... Otra vez metiste el pie en el charco. ¡Cómo hiede! —¡Eh! ¡Desgraciados! ¡Pónganme un tacho! Ni terminás el grito y ya te estás apretando la boca con las manos y relajándote todo para adentro. ¿Qué querés, llamarles la atención, todavía? Sudás. Ya oíste los gritos de Jimmy. Nada delicado. Los barrotes del ventanuco te duelen entre los dedos. Otra vez estás ahí, sin saber cómo. Agarrado a la reja, mirás para afuera. Casi ves el calor, haciendo temblar el aire pesado de bichos y las hojas de la jungla. Algo te trepa por el tobillo. Una palmada…; pero ya te picó. Te rascás. Ni te mirás la pierna. Hay una costra de sangre podrida, saca olor, pero por lo menos ahora no te duele, aunque ayer te descubriste unas cosas que parecían gusanitos blancos... Mejor que no te pongas a pensar. —Dios mío... (¿Dios?) ¿Cómo me metí en esto? …Ayer, nomás…, bueno, unos cuantos meses atrás, te paseabas por 18 de Julio con las manos en los bolsillos (un agujerito en el fondo del derecho o del izquierdo), los zapatos gastándosete del todo contra las anfractuosidades (linda palabra del partido opositor) del pavimento. Las casas, los semáforos tuertos, los muslitos al aire, sombreados por las campanas coloridas de las “minis”, la Intendencia perpetuamente ruborizada de ladrillos... La lengua recoge un sudor agrio de tu labio superior. —Estoy podrido de todo esto —habías dicho. —Acá me ahogo —te quejabas. —¡Yo me las tomo! (¿El idioma? ¡Me defiendo! Básico, claro; pero con la práctica te hacés enseguida). —No, sin nada seguro. Pero me encajo aunque sea de mozo de bar. Mira, un muchacho amigo se puso de lavacopas al principio, y ahora... 46
—Más plata. —Más cosas. —Dos trajes juntos y coche. (—Vida, ¿no?) Y te largaste. Después, ¿qué pasó? Ni te acordás. Fue un mareo: papeles, papeles. Mucho “Please Print” y “Were you ever affiliated to any kind of organization, group or party...?” Se te cansó el pulso de tanto firmar, pero por fin te creíste en tierra firme. ¡Para qué! De repente te pareció que te levantaban en peso, no viste nada, no entendiste ni minga, y te encontraste rascándote por abajo de la tela kaki y soplándote las ampollas de la palma y del índice derecho. Te acordás ahora de alguna formación ensayada, tiro al banco (vos siempre tuviste bastante puntería), campamentos, música de banda. Después... Como “A ver quién saca la pajita más corta”, o algo así. Hubo suspiros de alivio cerca de vos; alguno hasta lloró. Vos te debes de haber creído que ganabas algún premio. Claro... ¡idioma básico nomás! ...Vuelve la mosca. Tirás cuatro o cinco manotazos al aire, desesperados; pero sabés que no te van a servir. Se va a ir cuando se le dé la real gana. A las moscas no las manda nadie; ni con matones, ni con gritos, ni con sonrisitas. Te reís entre dientes. Ni la mismísima sonrisita supercompradora del teniente aquel la convencería, a la mosca. ¡Lo quisieras ver a él, acá! (Pero no es él; sos vos.) Chapoteás en el charco, pero ahora ya no te importa. Dos pasos para el costado, ángulo, catre, cuatro pasos, la ventanilla. La ventanilla. Te mordés el corazón, que te saltó a los dientes. Hay una cara amarilla colgando detrás de los barrotes. Dos piedras oscuras empujan tras los párpados pellizcados hacia las sienes. Tenés la ventaja de que lo viste un millón de veces en el cine. Sabes a lo qué viene. No, no; hay un error. Es un malentendido. Ya sé que mataron a Jimmy (¡cómo gritó; la peste!); ya sé que les tiraron bombas a ustedes, que ayer les quemaron la aldea, que los chiquilines se les mueren como langostas, amarillitos y con brazos como pajitas quebradas. Ya lo sé. (Deciles todo eso, deciles; tienen que entender. Explicales). Yo no tengo nada que ver, yo no soy de ahí, yo soy uruguayo, nací en La Comercial, calle Miguelete, muy lejos, ¿saben?, muy abajo. Yo no sé nada, no me importa de nada, ni status ni “reos”, quiero vivir y nada más (¿vivir?) y no tengo nada contra ustedes, ni quiero matar a ninguno, ni me enojo por este raspón de la pierna. 47
(Macanudo. Deciles, deciles más). Me encajaron en este uniforme, ¿saben? A mí no me gusta, pero... ¡yo qué iba a hacer! Me ahogaron con el papeleo, me confundieron con las risitas y las flechas indicadoras... ¡Yo qué sabía! No tengo nada contra ustedes, ni a favor de ellos, ni de los otros. Yo soy yo. Alberto Giacosa, de La Comercial, Montevideo, Uruguay. Vamos, si no hace ni dos años que... …La cara color ocre ya atravesó las rejas (en algún momento habrán chirriado los goznes y vos ni los oíste) y está suspendida a cuatro centímetros de tu nariz, en cuya punta oscila una gota grasienta; te farfulla algo que no le entendés (quién sos; debe estar preguntándote quién sos) y te rocía con saliva impregnada en tabaco. Soy Alberto Giacosa, de La Comercial (deciles..., ¡deciles!); no soy enemigo de ustedes ni... Tu boca forma “motu proprio” el cantito tantas veces machacado: —Prívate Albert Giacosa, Number 20058, Third Regiment of... ¡NO! ¡NO! ¡HAY UN ERROR! SOY... Preparate. Lo viste millones de veces en películas; ya sabrás cómo acaba la escena. (Y te está pasando a vos).
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici
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a araña trepaba ágil por la fachada del edificio. Quería mantenerse alejada de nuestro alcance. No era una de esas que tejen su telaraña y esperan pacientes, apostadas en un escondrijo, a que algún insecto incauto caiga en su red. Poco parecían afectarle los envites de un fuerte viento de poniente cargado de salitre. El mismo que fustigaba la esquina del edificio y conseguía tambalear nuestro endeble talle infantil. Los edificios de la Térmica estaban a las afueras de la ciudad. A decir verdad, más allá de los edificios y de la Térmica, hacia el este, en dirección al Cabo, no había más ciudad, solo cañaverales, cortijos, y bancales. A veces jugábamos a doblar las esquinas conscientes del enérgico viento que allí aguardaba incesante a que nos asomásemos. Nos deteníamos en nuestro parapeto a escuchar su frenética respiración. Entonces salíamos de repente al otro lado de la esquina e inclinábamos nuestros cuerpos en contra del sentido de su soplo. Cerrábamos los ojos para evitar que nos entraran los minúsculos granos de arena, e imitábamos a nuestro amigo “Locomotoro”, el de la tele, desafiando con aquella postura la ley de la gravedad. Si el viento hubiese dejado repentinamente de soplar, nos habríamos dado de bruces contra el suelo. Pero el viento nunca dejaba de soplar allí. Había dos edificios con amplios balcones, perpendiculares a la línea costera. Y otro más grande que los anteriores que albergaba infinidad de viviendas de reducidas dimensiones. Ese era el de los “obreros”. Entre los tres componían una plaza en forma de herradura con las puntas orientadas al mar. Solo había que cruzar una estrecha carretera llena de parches alquitranados para llegar a la playa. Una playa de barrio, sin turistas. En este último edificio vivía mi amigo Almécija. Algunos días me invitaba a subir a su piso en una cuarta planta sin ascensor. Las paredes de las escaleras y pasillos de las zonas comunes estaban desconchados, y siempre se oía algún grito de una madre, niños llorando, el chup-chup de una olla a presión con estofado en sus entrañas o el portazo ocasionado por las repentinas corrientes de aire. Su padre coleccionaba caracolas y conchas marinas. Me enseñaban unas cajitas transparentes de plástico y frasquitos de cristal llenas de bivalbos y caracolas con las formas y colores más inverosímiles. El padre de mi amigo mantenía correspondencia con otros coleccionistas que incluso vivían en exóticos países lejanos, para intercambiar conchas y hacer así aún más variada su colección. Con unas gafas de bucear, un tubo y un pincho, atrapaba especímenes que ya hubieran querido para sí algún que otro turista germano o sueco mucho mejor equipado para bucear, de los pocos que osaban pasarse por allí en los años 60. La araña tenía unas patas largas y contundentes, cuerpo abultado y movimientos rápidos e inquietantes. Pertenecía a uno de esos tipos de depredadores que se dedican a cazar bichos dando un brinco sobre ellos para después devorarlos. 50
Seguro que en mi barrio no le habrían de faltar curianas y escarabajos para completar su dieta alimenticia. Había unos escarabajos rinoceronte, negros y con un cuerno enorme responsable de su denominación. Hacíamos hoyos en la tierra para enterrarlos vivos y comprobar cómo siempre se las arreglaban para salir al exterior. Los introducíamos en el interior de nuestras manitas cerrando con fuerza el puño, y sentíamos su extraña fuerza salvaje para abrirse paso entre los dedos. Pero las arañas de entonces eran malas, como los sapos, los alacranes y las culebras. Esto lo sabía hasta un niño como yo, que aún no había cumplido cinco años. Incluso un pez, denominado “pez araña”, era venenoso y dañino. Nuestra araña intentaba sobrevivir y el grupo de niños del que yo formaba parte estaba empeñado en acabar con su vida, lanzándole piedras, blandiendo cañas de los bancales que había entre las viviendas y la central térmica. En aquellos bancales llevábamos a cabo de vez en cuando arriesgadas incursiones para robar mazorcas de maíz. Panochas, las llamábamos nosotros. Sobre el prominente abdomen de la araña bullía una camada de arañitas que se asían a su madre-araña. De ella dependían sus destinos. Entonces llegó mi madre. Los niños, en aquellos tiempos, vivíamos en la calle la mayor parte del día, sobre todo durante el verano. A media tarde, mi madre me traía un vaso de leche, o pan con aceite y azúcar, o pan con sobrasada y una onza de chocolate, o unas papillas a base de plátano, galletas, azúcar y zumo de naranja. Ella iba en mi busca y se aseguraba de que me lo comiera todo, porque yo era uno de esos niños remilgosos e impacientes que no comían bien y se dejaban el bocadillo en cualquier sitio para suerte de algún gato espabilado de los muchos que vivían en la calle, como nosotros, o en aquel espigón de la Térmica, con su inconfundible olor a pescado en descomposición, carnada para la pesca y pis de gato. Quizás la araña no fuera tan grande, aunque a mí me parecía gigantesca, y eso es al fin y al cabo lo que cuenta. Mi madre enseguida se hizo cargo de la situación. “¡Apartaos!”, dijo. Es posible que yo no me apartara lo suficiente. Nunca he hecho demasiado caso a mis padres. Le pidió al mayor del grupo que le sujetara mi merienda y cogió una piedra con la intención de aniquilar a aquella bestia peluda de una vez por todas. Los primeros recuerdos de mi vida van de la mano de mi madre. Había una tienda en el barrio de los pescadores, el más cercano a los edificios de la Térmica, donde mi madre iba a comprar. Disfrutaba viendo los racimos de uvas con forma alargada traídos de Ohanes. “¿Quién es este rubiales?... ¡qué chiquillo más bonico!”, solía decir la tendera. “Pero este no es de por aquí. A este se lo han dejao olvidao los alemanes esos que vienen en verano”. La piedra golpeó las extremidades de la araña. Cayó la araña al suelo y la piedra sobre mi coronilla, tras rebotar en la fachada. Me dio tiempo a ver cómo las crías huérfanas abandonaban desconcertadas y a toda prisa el 51
abdomen de su madre. Muchas de ellas también murieron bajo los certeros pisotones de mis compañeros de juego. Todo se iba tiñendo de rojo. Mi madre me cogió en volandas. Yo veía gotear la sangre de mi cabeza sobre su espalda. Muchas noches nos llevaba así a la cama a mis hermanos y a mí, con las piernas sobre su pecho, la barriga apoyada en su hombro y la cabeza a su espalda, como quien lleva una taleguilla. A veces, al girar en el pasillo o junto al marco de una puerta, nos llevábamos un coscorrón por algún error de cálculo en el movimiento. Pero ya íbamos medio dormidos y apenas nos enterábamos. El fregadero se tragaba en remolino mi sangre y el agua del grifo que chorreaba sobre mi cabeza. Me parece que también caía alguna que otra cría de la araña, aunque quizá esa escena la haya añadido mi imaginación con el paso del tiempo. No recuerdo mucho más. Aún conservo la diminuta cicatriz de aquella vivencia. Hay quien dice que se pierde sensibilidad sobre la superficie de piel cicatrizada. No lo creo. Yo conservo la sensibilidad tanto sobre esa cicatriz como sobre otras ocasionadas por diferentes tropiezos que me ha ido deparando la vida. Ya tendré tiempo de irlos desgranando. Sí es cierto que se siente de forma diferente. Se perciben las impresiones exteriores con otro matiz que te obliga a reinterpretar la realidad. Me pregunto de qué manera pudo influir aquella pedrada en mi vida, en la vida de mi madre, en la de las escasas arañitas que superaron aquel traumático lance. Los apedreos eran bastante frecuentes entre los chicos del barrio de los pescadores y los de la Térmica. No era nada extraño que alguien saliera escalabrado de vez en cuando, y que luego recibiera un pescozón de su padre por haber sido tan torpe como para haberse dejado escalabrar. Una vez me pegó un chico y volví a casa con la cara inundada de lágrimas y mocos. “¡No te preocupes!”, dijo mi madre. Pasados unos días fue a su encuentro. “¡Hola, guapo! Ay, mira, se nos ha perdido un cachorro. ¡Animalico! Estará hambriento el pobre… ¿No lo habrás visto por aquí?...”. Y cuando lo tuvo confiado y a su alcance, lo agarró con fuerza del brazo y dejó caer sobre él su mano de madre justiciera al tiempo que le explicaba, acentuando las palabras con unos buenos azotes, a quién se podía y a quién no se podía pegar en el barrio. Ella era así. Cómo influiría en mi vida las piedras, los vientos, las corrientes marinas, la fuerza de la gravedad. La gravedad siempre atenta, acrecentando nuestro apego a la tierra, responsable de los movimientos del viento, de las corrientes marinas, del trayecto elíptico de las piedras. Tantas cosas que ahora han cambiado, que ya no son así desde que aparecieron —se “revelaron”— Ellos. Ya lo he dicho. Ya los he mencionado: Ellos. Ahora resulta más evidente que la naturaleza, es decir, el mundo, el universo exige un mayor esfuerzo de nuestros sentidos. Quizá exija sentidos que no tenemos o que ni siquiera sabemos que los tenemos. La epidermis tatuada de cicatrices 52
puede ayudar, pero no es suficiente. Creo que Ellos en realidad siempre habían estado aquí, divirtiéndose con nuestras ridículas conquistas astronómicas. Riéndose, quizás, de nuestras esperanzas en una vida después de la muerte. Estupefactos ante nuestros inacabables y sanguinarios enfrentamientos, y sobrecogidos por nuestras reconfortantes historias sobre dioses, sobre un Dios preocupado por nosotros, un Dios salvador al que le importamos y que en su momento dejará caer también, como mi madre, su mano justiciera… ¡Justicia!: qué principio moral tan humano. Pero Ellos no son humanos. Son Ellos. Ahora estoy convencido del todo: Ellos siempre habían estado aquí. No llegaron un buen día en refulgentes naves espaciales de tecnología vanguardista. Es posible que para Ellos las palabras “llegar”, “venir”, “viajar” y otras muchas ni siquiera tengan sentido. Puede que tampoco usen palabras para comunicarse. No sé si voy a ser capaz de explicar esto, porque ni siquiera yo acabo de entenderlo. Ellos no tienen forma humana, ni humanoide, ni de insecto, ni de simio, ni de nada que se le parezca, ni de nada que se parezca a cualquier diseño biológico creado por nuestras mentes a nuestra imagen y semejanza o a semejanza o imagen de algo que hayamos visto. Ellos podrían estar frente a nosotros sin que los viésemos. No porque sean invisibles, sino porque nos resulta imposible percibir, traducir, interpretar lo que (no) estamos viendo. Yo los llamo “Ellos” y, por descontado, no sé si son individuos, según el sentido independiente e identitario que tiene para nosotros la palabra “individuo”. O una entidad para la que me sería, por ahora, imposible adjudicar una denominación.
ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ
España
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onaron cuatro despertadores entre las seis y veinte y las seis y media. Todos fueron apagados de mala gana. En las cuatro casas de la avenida se levantaron persianas, corrieron cortinas, encendieron dos radios y dos televisores. En todas pusieron agua a calentar. Vamos Damián, levantate. Dejame, no dormí nada. Tu padre tampoco, encima esa alarma nos despertó antes. ¿Qué me importa?, que se jo… Cuidado con lo que decís advirtió la madre Dale, un último esfuerzo. No quiero. Medio mes y terminan las clases insistió la madre. ¡Me mintieron! No, nene, NO. Los dos me mintieron, dijeron que si no me llevaba materias… ¡Basta! Dijimos que antes de pensar en una moto tenías que pensar en la escuela, que no es lo mismo. Es el primer año que no me llevo ninguna ¿para qué? Para vos Damián, para vos, vas a tener vacaciones largas, tranquilas. Sin moto no van a ser vacaciones. Escuchá a tu padre. Tengo ahorrado para media moto. No entendés que la plata no es el problema, el tránsito es un infierno, es muy peligroso, con la moto ponés el cuerpo y vos lo sabés, ¿Querés quedar como Miguel? Lo de Miguel fue un accidente. ¡Justamente! En un año sacás el carnet, aprendés a manejar y listo dijo mientras empujaba a Damián hasta el baño. Listo, las pelotas rezongó detrás de la puerta. ¿Qué dijiste? Nada, nada. ¡Las siete y cinco! Se hace tarde. Mejor me quedo en casa. ¡Haceme el favor!... Apurate querés, tu padre te acerca. Damián dejó intacta la taza de café con leche y subió al auto con desgano. La madre le alcanzó un pelón grande, jugoso. Damián se lo llevó a la boca con una mano 55
y con la otra sostuvo la carpeta debajo del mentón para no mancharse la remera. Sandra se bajó del colectivo a las seis de la mañana, caminó una cuadra recordando el cruce de palabras con el hijo mayor. Dejá ese trabajo mamá. ¿Estás loco? Paga bien. Un día de estos te vas a pegar flor de sorete con ese tipo. Estoy en blanco, es un poco raro, nada más. Llegó temprano. Miró el reloj, faltaban quince minutos para que se levantara el dueño de casa, “Mejor me adelanto, así salgo antes”, pensó. Tocó el botón oculto, esperó a que la luz dejara de titilar, abrió la doble hilera de rejas y entró a la casa por el portón del garaje. Caminó unos pasos y comenzó a sonar la otra alarma, fue al comedor y se quedó parada frente al tablero sin saber qué hacer. La chicharra interna hizo saltar de la cama a Marcelo, miró la hora y al instante concluyó que habían entrado ladrones. Llamó al 911. Desenfundó el revólver de la mesa de luz, quitó la doble traba de la puerta y bajó en calzoncillos, empapado en sudor. Escalón por escalón, con la espalda contra la pared, apuntaba con el arma a derecha e izquierda sucesivamente, como lo habían entrenado en la agencia. La puerta apenas entornada del comedor dejaba entrever la claridad que llegaba de la cocina, confirmándole la presencia de intrusos. Pateó la puerta con furia, como en las películas. Sandra quedó estampada contra el tablero. Marcelo desactivó la alarma de la casa, se calzó el revólver en el calzoncillo, movió una silla con el pie y le hizo señas a Sandra para que se sentara. Corrió a la planta alta para anular el pedido de socorro, tropezó y cayó de rodillas en el descanso de la escalera, entró a la habitación a los tumbos, justo cuando el sonido del despertador se mezclaba con el del patrullero. Se puso el pantalón y bajó para hablar con la policía. Con tanta reja para abrir prefirió gritarles desde la ventana de la sala. No se querían ir. Tuvo que salir a la vereda y confirmarle a la policía que había sido falsa alarma. Entró y guardó el arma en su lugar. El reloj de pared marcó las siete. No tenía tiempo para afeitarse, amansó el pelo con agua, terminó de vestirse, tomó un par de mates cebados por Sandra, aún temblorosa. Agarró una banana a la pasada y sacó el auto. Con cautela miró para todos lados, esperó que las luces de las rejas comenzaran a titilar para partir. Tenía el tiempo justo para llegar a la clase de Crossfit. Le dolían las rodillas. El despertador apoyado en la cómoda y el celular sobre la alfombra indicaban en simultáneo las seis y veinticinco. Vicente metió la cabeza bajo la almohada. Durante 56
la madrugada había intentado hacer el amor, pero ella lo evadía. Además del cansancio tenía embadurnada la cara con una máscara relajante que le había recomendado la maquilladora. Hacía una semana que se dormía antes de llegar a la cama. Ana estaba extenuada por los exámenes y sobre todo por los preparativos, Vicente por las despedidas. Sonó la alarma en una casa del barrio. Ana saltó de la cama, silenció los relojes, abrió la ventana de par en par y se agitaron las cortinas. Gritó al aire: “¡Qué día para casarnos!”, preparó el mate y regresó a la pieza tarareando. Vicente estiró el brazo y le hizo señas para que regresara a la cama. Dale Ana, un polvito, el último de solteros dijo Vicente con la voz cascada. Ella rió y manoteó la lista de cosas por hacer antes del mediodía con los horarios cronometrados, se acercó agitando el papel y meneando las caderas. Vicente se sentó y estiró los brazos para agarrarla; ella lo esquivó y comenzó a leer: patente, seguro; peluquería, tintorería, flores, hielo… mientras Vicente pensaba en los buenos reflejos de Ana. ¡Vení para acá! Tenemos tiempo dijo él. Salgamos ahora, por las dudas Ana le tiró un beso, fue al baño, se enjuagó la cara, cepilló los dientes mientras preparaba aceites corporales previos al agua, abrió la ducha, se lavó el pelo y enjabonó el cuerpo cantando en inglés. Él se excitaba con esa canción. Vicente se acomodó para espiarla desde la cama, después se metió con ella, le pasó la esponja marina por la espalda; se apretó contra con su cuerpo, le susurró al oído “Último baño de soltera”. Ella sintió el sexo erguido, giró, lo besó en la boca y se escurrió hacia abajo para besarlo y hecha un ovillo salió para envolverse en una toalla mullida con sus iniciales. ¿No dejarás esto pendiente? Solo por unas horas dijo Ana tirándole un beso. Vicente estiró los brazos para apoyar las manos en las paredes y poner la cabeza bajo el agua fría. Ana escuchó una sirena, se asomó a la ventana y vio un patrullero estacionado cerca de la esquina y al vecino con los pelos parados gesticulando en la vereda. ¡Qué tipo raro!, comentó Ana. Miró el reloj sobre la cómoda y se escandalizó con la hora. Salieron a las corridas. “Manejá vos”, dijo Vicente y le tiró las llaves cuando vio la hilera de autos en dirección al centro. Emiliano estaba desorientado en su casa nueva. El griterío de los chicos del departamento pegado al suyo, los ruidos de la calle y el olor a pintura fresca no le permitieron dormir, le dolía la cabeza, se despertó muchas veces durante la noche, recién al amanecer logró dormir profundo. 57
Sonó Sumo en el celular por tercera vez consecutiva y volvió a presionar “posponer”. Se tapó con la sábana. De pronto recordó: ¡La entrevista! Saltó de la cama, puso la pava en el fuego, se lavó la cara, acomodó el pelo para que le quedara bien parado, se vistió en un minuto, agarró el casco, las llaves, la mochila y salió corriendo por el pasillo. Cuando llegó a la puerta del patio se acordó de la pava. Regresó bufando, se le cayeron las llaves, el casco y la mochila, menos las llaves dejó el resto tirado, apagó la hornalla y cerró otra vez su casa. Cuando salió se encontró con los hijos de la vecina revisando sus cosas, mientras la madre los llamaba a los gritos para que se pusieran el guardapolvo. Los amenazó, los pibes salieron corriendo, uno de ellos le hizo un gesto con el dedo. Juntó las cosas del suelo, llegó al patio sin aire, dudo en colocarse el casco, le aplastaría los pelos, recordó la multa y dejó de dudar. Subió a la moto y arrancó a toda velocidad. Con la avenida en reparación el tránsito se complicó desde las primeras horas. Los conductores impacientes tocaban bocina a pesar del cartel “Disculpe las molestias, estamos trabajando para usted”; más de uno cruzó con luz roja. La avenida 7, a la altura del cruce con la 520 se había reducido, era un gran embudo que dejaba pasar de a uno por vez. La moto de Emiliano, con el escape libre, ensordecía a medida que pasaba entre los vehículos, haciendo zigzag. Ana, desde la mitad de la cuadra lo observaba por el espejo retrovisor. Muy despacio fue acercando el auto al cordón de la vereda para poder quedar frente al paso habilitado de la esquina. Bajó el vidrio para sentir el aroma de los naranjos. Vicente le acariciaba la pierna. Marcelo, alterado, puteaba por el calor que se anunciaba. Entre el susto de la alarma, el tránsito y la posibilidad de no llegar a tiempo a crossfit tenía el humor de un perro rabioso. También él observó el zigzag, ese tipo... pensó en los motochorros y volvió a tocar el seguro de la puerta mientras circulaba por el carril del centro tratando de colocarse detrás del ridículo de la derecha. Reconoció el auto de Ana y Vicente y murmuró, como cada vez que lo veía, “¡Qué color de mierda! ¿Con qué necesidad”. Por el carril de la izquierda viajaban Damián y el padre. El padre concentrado en el monólogo que había preparado durante el insomnio y Damián, enojado, miraba para afuera, con la ventanilla baja. Vio por el espejo externo como una moto espectacular y ruidosa se acercaba pegada al cordón de la vereda. Esa quiero, pensó. Cuando se dieron cuenta del embudo, el padre frenó de golpe, Damián escupió el carozo del pelón con tanta fuerza que dio contra la ventanilla trasera del auto que circulaba por el carril del medio. Marcelo sintió el impacto en el vidrio de su auto y de inmediato dio por hecho que le arrojaron una piedra o algo parecido para que se detenga y después robarle. Pegó un volantazo hacia la izquierda. Ana lo vio venir, se 58
adelantó y pudo esquivarlo, no así a la moto, apenas la tocó de atrás. Suficiente para que perdiera estabilidad, derrapara, Emiliano cayera al piso y la moto de costado, eyectada por el asfalto se deslizara por el embudo hacia la avenida 520. A la pasada enganchó el andador de una mujer mayor que estaba parada, esperando para cruzar. El enfermero que la sostenía hizo una maniobra y los dos cayeron sentados sobre un montículo de tierra, preparada para relleno. Los obreros, esperando a la ambulancia, cortaron el tránsito. Emiliano, atontado y con el casco abollado, permaneció en el lugar esperando que lo asistieran. Entre los peatones y los pasajeros que fueron descendiendo de los vehículos se juntó una multitud en el cruce de las avenidas. La zona se convirtió en un caos por más de dos horas. El único que permaneció en el auto fue Marcelo, leyendo una y otra vez el mensaje de Sandra despidiéndose y avisando que le llegaría el telegrama de renuncia ni bien pudiera acercarse al correo. Damián entró al colegio listando en que gastar sus ahorros. Ana canceló las citas de la mañana, Vicente llamó al seguro y se sentaron en la calle junto a Emiliano. Cuando el ajetreo terminó, regresaron al departamento, quedaban dos horas para una buena despedida.
PATRICIA IRENE CHABAT
Argentina
Facebook: Patricia Chabat
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nhebraba la aguja sin lentes. Asombroso, para alguien de su edad. Se sentaba todas las tardes debajo del árbol añoso que estaba a la salida de la galería y se dedicaba a reparar la ropa que le llevaban. Estaba entretenida con eso y con algunos restos de lana que tenía en una bolsa. Tejía acolchados para bebés, alfombritas, bufandas. La llamaban “la viejita de los hilos”. Su habilidad con las agujas era conocida por muchos de los visitantes domingueros. A ella nadie la visitaba. Decían que estaba sola en el mundo. Parecía ser verdad, ya que las veces que iba a visitar a mi abuela, nunca la vi con alguna persona de la familia ni amigos. Ensimismada en sus labores, jamás dejaba de sonreir. Quien sabe de qué cosas se acordaba…y tenía muchos años para recordar. Una tardecita de sol, dejé a mi abuela en compañía de mi hermana. Aunque no podía caminar, disfrutaba del cálido atardecer en el patio y nos instruía a las dos acerca de los “muchachos”. La abuela pensaba que las épocas no habían cambiado mucho y nos daba consejos realmente graciosos. Me senté al lado de la viejita de los hilos, para que no se sintiera tan sola. Me miró y me preguntó mi nombre. “Hola”, me dijo, y me hizo un lugar en el banco de madera donde estaba acomodada, junto a la bolsa de lanas y algunas prendas ya terminadas. “Recién terminé de coser estos botones de los trajes de las enfermeras, siempre los llevan desabrochados por falta de tiempo y como a mí me gusta hacer estas cosas...” y mirando hacia abajo, le sacó de la boca un ovillo celeste al gato gris que estaba sentado debajo del banco. “Mire usted, que lindo queda esto”, le dije, señalando un chaleco multicolor que estaba tejiendo. “¿Hace mucho que teje, abuela?” Dejó de lado su labor y me volvió a mirar. “Sos muy linda vos, ¿sabías?” Yo quería agradecerle el elogio, pero ella siguió hablando: “Y muy joven. Debés tener la edad de mi hija, más o menos. Ella es así, tan linda como vos” En ese momento se desdibujó la hermosa sonrisa. A pesar de haberse dado vuelta, vi que corría una lágrima por su carita arrugada. Ella se volvió y me preguntó “¿Qué edad tenés nena?” Le conté algo de mi vida, luego se su breve interrogatorio. Me di cuenta que estaba muy sola. Una enfermera que pasó detrás del banco, hizo una seña como que no le hiciera mucho caso, no obstante seguí con mi charla. La hija había desaparecido un fin de semana, cuando fue con su flamante 61
marido a disfrutar de una casa en las sierras. Aquella tarde no quiso salir porque se sentía mal y se quedó descansando. Cuando él regresó no la encontró en la casa. Desde aquel momento la están buscando. Bueno, la estaban buscando. Pasaron diez años y la policía ya no se ocupa, según me contó la enfermera. Se quedó sola hasta que un hermano la internó en ese lugar porque ya no podía soportar la ausencia de su hija. Todos los domingos esperaba su visita y acomodaba los tejidos en una bolsa para dárselos y que ni bien comenzara el otoño, pudiera usarlos. De ese modo acumuló muchas prendas en un placard de su habitación. Cada tanto lo ordenaban y enviaban una tanda a hogares, cercanos a este y le decían que su hija había pasado a buscar la ropa cuando ella dormía. Aunque me pareció una mentira cruel, era la única forma de hacerle menos dolorosa su desaparición. Había sido idea de su hermano, quien pasaba mensualmente a pagar los gastos de internación y a llevar la ropa para repartir. Ella seguía sonriendo y apuraba sus manos para terminar el chaleco multicolor antes del próximo fin de semana. Volví con mi abuela y mi hermana. Tan diferente era la vida de aquellas mujeres… Nosotras a pesar del poco tiempo que teníamos libre, pasábamos los domingos a verla, estaba lúcida y no reclamaba nada, sabía que allí estaba bien cuidada y que todo lo que hacíamos era por su bien. No podía arreglarse sola. Necesitaba ayuda que nosotras no podíamos ni sabíamos darle. Adelle estaba en la pieza contigua a la de mi abuela. Unos meses más tarde de mi primera charla, sonó la alarma de las enfermeras. Estaba tirada en el piso del cuarto, con los ovillos de lana en la mano, sonriendo, pero sin vida. Días después, entre las cosas que le entregaron a su hermano, había una caja marrón de madera, cerrada con un candado. La llevó a su casa y la abrió. Se llevó las manos a la cara y pegó un grito de espanto. Dentro de la caja, estaba guardada la bufanda que llevaba puesta su sobrina cuando desapareció… debajo de unos papeles amarillentos, envuelto en un trapo multicolor prolijamente tejido a mano, uno de los dedos con la alianza de bodas, y un papel que decía “Hija, de nuevo en casa con mamá”.
SILVIA MABEL VÁZQUEZ
Argentina
Blog: lasmusasdespiertas.blogspot.com Fb : Silvia Mabel Vázquez. Escritora-Periodista / En breve: www.silviavazquez.com.ar
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udovika no esperaba estrellarse contra el suelo a toda velocidad, aunque lo hubiera elegido de ser posible. Cuando decidió lanzarse desde el sexto piso, lo hizo convencida de que se elevaría por los aires. Tal vez caería uno o dos metros, máximo tres, pero su cuerpo entendería la premura y sus alas recién adquiridas se desplegarían imponentes. Pero nada de eso sucedió. Lo que sí pasó, claro que sí, fue que se precipitó al vacío y cayó sobre Julieta, una transeúnte que cuando despertó aquella mañana y tuvo sexo de nuevo con aquel tipo que conoció la noche anterior, supuso que tendría un buen día, sin imaginar siquiera que el universo le cobraría con creces aquellos orgasmos. Julieta murió apenas tres minutos después de que los sesenta kilos de humanidad que componían a Ludovika le rompieran casi todos los huesos. Por el contrario, Ludovika sobrevivió, para su desgracia, a pesar de sus múltiples fracturas y contusiones, y fue llevada al hospital de la Misericordia para recuperarse y después ser judicializada por homicidio culposo. Una de esas cosas que nunca, jamás suceden. Julieta y Ludovika se convirtieron en noticia. Los medios, ávidos de sucesos que ayudaran a cortar un poco con tanto político corrupto y tanto violador impune, estuvieron de plácemes con esta historia imposible. Por supuesto, según el reporte policial, Ludovika había querido suicidarse y esa fue la versión que se extendió por todo el país y, por lo tanto, la que todos creyeron, incluyendo a las respectivas familias afligidas. Mucho más cuando se difundió por redes sociales un video de seguridad de la calle que quedaba frente al edificio de Ludovika, en el que parecía que Ludovika había estado hablando sola antes de lanzarse desde la ventana de su habitación. El video no estaba tan lejos de la verdad. Ludovika había proferido un par de frases antes de dejarse caer, pero habían sido de auténtica felicidad. Algo muy parecido a No puedo creerlo, por fin voy a poder hacerlo. Además, hubo algo que la cámara alcanzó a captar y que redujo para el mundo entero a la maltrecha Ludovika a la categoría de demente sin remedio: una sonrisa radiante que nada tenía que ver, según cualquier espectador desprevenido, con lo que estaba a punto de suceder. Ludovika, semanas antes, despertó con el impulso incontrolable de hacerse un tatuaje. No tenía idea de dónde provenía aquella obsesión, pero resultaba embriagante, así que no hizo nada para combatirla. Sencillamente se entregó a la sensación y dejó que las cosas pasaran. Luego de una breve búsqueda por internet, llegó al lugar elegido sin tener idea siquiera de qué quería tatuarse o en qué parte del cuerpo. Cuando se lo preguntaron, las palabras surgieron como si tuvieran vida propia y ansiaran salir de su boca. Alas, dijo sin intentar disimular su entusiasmo desmedido, De dragón, en la espalda. Decirlo le causó un raro alivio en la zona genital, como si acabara de masturbarse. Apenas pudo contener un gemido, pero aún así, el tatuador le dedicó una 64
mirada repleta de interrogantes, ¿Qué mierda te pasa?, decían esos ojos. A Ludovika le importaba poco, ella no podía evadir aquella sensación de placidez, de enormidad desbordada. Terminó pagando el triple para que la tatuaran ese mismo día. La única disponible es Vatra, le dijo el dueño del local. Ludovika sintió un corrientazo que le recorrió la espalda, una extraña pesadumbre. Pero fue momentánea, miró hacia el fondo, donde una pelirroja enjuta y tatuada de pies a cabeza la miró y la saludó con un gesto de sus manos. De inmediato Ludovika tuvo la certeza de que esa mujer, esta tal Vatra, a pesar de aquel nombre tan extraño y su actitud desconcertante, era la indicada para hacer su tatuaje. Ella y nadie más. Fueron cuatro horas en silencio. Ella no le dirigió la palabra ni una sola vez aunque sonreía y Ludovika soportó el dolor de manera estoica observando con atención, a través de un espejo, unas letras que recorrían el antebrazo derecho de la tatuadora: Nogard. Aquella palabra intentaba despertar algo en su cerebro, como si hiciera parte de un recuerdo lejano y difuso que no logró precisar. El trabajo de la tatuadora fue impecable. Ludovika salió del local experimentando una felicidad que no entendía pero que se extendía por toda su piel y casi, casi la sobrepasaba. Esa noche, pletórica como estaba, tardó en entregarse al sueño, pero durmió como un bebé. Soñó que su tatuaje se materializaba, que las alas rasgaban piel y adquirían tridimensionalidad, que se extendían a lado y lado. Soñó que volaba y que su respiración ardía dentro de los pulmones. Soñó que mientras recorría el cielo gritaba y de su garganta brotaba una llamarada gigantesca. Despertó convencida de haberse convertido en un dragón. Una convicción sin atenuantes. Feliz, exultante en realidad, se lanzó por la ventana. Solo faltaba un día para que le dieran de alta. Menos de veinticuatro horas para que fuera retenida por la justicia. Un doctor con expresión severa se lo anunció y le lanzó una mirada a medio camino entre el reproche y el estupor. Ludovika se limitó a asentir con la cabeza y quedó sola durante unos segundos, pues el policía que debía vigilarla estaba en el baño. Fue una enfermera que debía tomarle la presión, la primera testigo del extraño escenario. La bata de Ludovika estaba tirada en el suelo, salpicada con algunas gotas de sangre. La ventana, que había estado cerrada con un candado grueso, abierta de par en par y la cama calcinada por completo. La enfermera se tomó unos segundos para digerir la sorpresa y, en su mente abrumada, entender el porqué de la cama quemada, luego corrió a la ventana segura de que se encontraría, once pisos más abajo, con el cuerpo inerte de la loca que ocupaba aquella habitación, pero a Ludovika jamás la 65
volvieron a ver. Durante semanas los bomberos estuvieron ocupados como nunca, apagando incendios por toda la ciudad, obra de algún grupo de pirómanos sin ningún otro objetivo aparente además de causar caos y terror, pero eso, tú y yo lo sabemos, no tiene nada que ver con esta historia.
ÁLVARO VANEGAS
Colombia
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l Gordo tenía una rara habilidad para pisar la pelota, giraba sobre ella y salía como una ráfaga en sentido contrario al que venía. Era tan ágil a pesar de su gordura que, cuando alguno de sus rivales, el Nacho o el Canario, lo marcaban, en un instante se quedaban sin pelota y… sin contrario. Tenían que tener mucha habilidad para ir dominando la pelota sin que se fuera en la bajada de la calle y tener que ir a buscarla tres cuadras más abajo, porque cuando agarraba velocidad ya no la alcanzaban. La calle Justo Maeso, en el barrio La Unión de Montevideo, tiene cinco cuadras que corren en una pronunciada bajada desde Comercio hasta Propios. Zona de gente trabajadora. En aquella época se caracterizaba por sus casas de puertas y corazones abiertos. Hoy, ese y todos los barrios se ven irreconocibles, en una ciudad donde campea el miedo y la indiferencia y se perdió para siempre aquella generosa ingenuidad. En el año 1962, la calma del vecindario solo se veía alterada por las corridas de ese picado, cuyos pelotazos desde las seis de la mañana, sobresaltaban a los vecinos a la hora de levantarse y afrontar la lucha del trabajo diario. El partidito se jugaba entre tres amigos compañeros de Preparatorios del IAVA: el Gordo; dueño de casa, Nacho, y el Canario. Nacho era de complexión fuerte y medía más de 1,80 metros de altura; había adquirido la costumbre de abrir las ventanas a la calle a primeras horas de la mañana, y con su voz de cantante murguero lanzaba un ¡kikiriquíiiiiiii! que dejaba sentados como con un resorte a los vecinos en sus camas. No se enojaban mucho porque a su vez tenían que madrugar y la familia del Gordo era muy querida en el barrio. El Canario, procedente de un pueblo del interior vino a Montevideo para seguir sus estudios; vivía en un pequeño hotel de estudiantes. Había llegado con cierto temor provocado por los comentarios pueblerinos que lo alertaron de que, en la capital encontraría discriminación y burlas. No fue así, sino que, desde el primer día de clase los compañeros montevideanos le brindaron su amistad, la cual duraría hasta el día de hoy. Ese inverosímil horario para jugar un picadito de fútbol había surgido de la necesidad imperiosa de afrontar un nuevo período de exámenes; deberían salvar al menos tres materias que les permitiera pasar de grado. El período anterior habían fallado: la bohemia estudiantil, el descubrimiento de la ciudad y el surgimiento de nuevas amistades les dejó poco tiempo para preparar los exámenes. Una mesa en el café de la esquina de Eduardo Acevedo y Guayabos, frente al IAVA, ante tres vasos de espumosos jugos de banana con leche, fue testigo de la estrafalaria idea que tuvieron: estudiar en un horario en que pudieran concentrarse, sin las continuas distracciones de mirar muchachas por las ventanas, o salir a la calle al oír 68
un bocinazo o cada frenada brusca. La mejor hora para estudiar es en la noche, desde las diez hasta las seis de la mañana dijo el Gordo y el mejor lugar es en mi casa, porque la calle donde vivo es muy tranquila y pasan muy pocos autos, incluso de día. Bárbaro, estoy de acuerdo. No puedo continuar perdiendo exámenes y que mis viejos me sigan manteniendo en Montevideo dijo el Canario. Entonces, ¡de acuerdo! dijo el Nacho ¡De diez de la noche a seis de la mañana sin parar! Los amigos comenzaron ese plan de estudios con mucho entusiasmo. Pero después de un par de horas, los ojos se les cerraban de sueño, las conversaciones abandonaban los temas académicos y de a poco recaían en los bueyes perdidos de siempre… hasta que la mamá del Gordo, se levantaba y les preparaba un café bien fuerte, que los despejaba por otro rato. Cuando terminaron de estudiar a las seis de la mañana, estaban muertos de cansancio y sueño, pero aún tenían que regresar el Nacho a su casa y el Canario al hotel. Fue entonces cuando el Gordo los invitó: Vamos a jugar un picado en la calle antes de que se vayan. Van a ver que en un rato, con los movimientos del partido y el fresco de la madrugada, van a estar bien despejados. El éxito de tanto sacrificio fue relativo; alguno de los exámenes pudieron salvarlos, en otros fracasaron. La propia juventud de los dieciséis o diecisiete años hacía muy difícil la concentración en el estudio, cuando las mentes querían volar, explorar, sentir… pero lo que sí se ganó fue una amistad genuina, sincera, plena e incondicional, para siempre. Tres años después, el Canario dejó los estudios y regresó a su ciudad natal. Formó una familia y comenzó a trabajar en la empresa de su padre. Se perdió la ebullición estudiantil de los años sesenta, alentada en todo el mundo desde el mayo francés, la romántica figura del Che y la revolución cubana, y la lucha contra un gobierno que terminó en una dictadura que reprimía a sangre y fuego todo intento de resistencia, como ocurriría, tarde o temprano en toda Latinoamérica. El país quedó dividido entre Montevideo y el interior, y la poca información que se tenía era a través de la prensa oficialista o en reuniones clandestinas donde se conocían detalles espeluznantes de la represión. Cuando el Canario supo que el Gordo había sido detenido, tembló…sabía que luego vendría el quebrantamiento moral y físico mediante la tortura. No había manera más abyecta, ni humillación más grande que el sometimiento por el terror. Tener la 69
certeza de que emplearían métodos dolorosísimos y denigrantes, que le dolerían increíblemente, tan increíblemente que solo sintiéndolo lo podría creer. El no saber en qué momento sería el comienzo, ni cuando terminarían las sesiones. Ni siquiera el poder eludirlas arriesgando a confesar lo que no sabía, ni inventar mentiras que descubrirían, ni hacerse el valiente, ya que no era ni valiente ni cobarde, era solamente un estudiante idealista que creía en un mundo mejor. Ellos sabían que lo que hacían era humanamente insoportable y se regodeaban en aplastar, pisotear, golpear, quebrar, sobre todo el alma…porque además del propio terror, el detenido padecería el terror inimaginable de no saber qué pasaría con su familia; si también alguno de ellos estaba preso. Y ese pensamiento era la peor de las torturas. Pasaron unos años, y un día cualquiera, al regresar a su casa después de trabajar, el Canario abrió la puerta y vio, sentado, a un hombre flaco, desconocido, con el cabello cortado a cepillo y una mirada entre esperanzada y temerosa, con una sonrisa que aún no podía descifrar. Su madre, alegremente le dijo: ¡M’hijo! ¡Tienes visita! ¡Mira quién está aquí!! Ella le tuvo que decir su nombre para que reaccionara, y le diera ese abrazo que él esperaba desde el primer minuto. El Canario no lo podía creer… ¡era el Gordo! Imposible reconocerlo con tantos kilos de menos y el pelo cortado a ras. Se maldijo: a su amigo no le debió caer muy bien ver que no lo había reconocido. Pudo tomarlo como una manera sutil de negarlo o reprobarlo. Reaccionó de inmediato. Quería saberlo todo, si estaba escapado o liberado. Sea lo que fuera tenía que ayudarlo. El Gordo comenzó a contar. Lo habían liberado hacía pocos días, pero estaba bajo vigilancia. Había conseguido un par de trabajos, pero cuando iba a tomar posesión de los mismos, le comunicaban que lo sentían pero el empleo ya no estaba disponible. El comprobar que lo estaban siguiendo volvió a aterrarlo de tal manera que solo pensó en salir del país. No podría escapar por el puerto, ni por el aeropuerto de Montevideo, donde seguramente estaría en alguna lista de migración. Pensó que la mejor manera sería hacerlo por una frontera seca, con poca vigilancia, como la del Chuy. Debería llegar a ella en auto, no en ómnibus de línea donde podría encontrar controles en la ruta o al llegar. Con una apresurada colecta de unos pocos dólares entre sus vecinos del edificio y un pequeño bolso fue al encuentro del Canario. Era su única escapatoria y confiaba en su amigo de los años juveniles. Su compañera de vida y de ideas se quedaría esperando el reencuentro. Anocheció. No quiso descansar ni esperar para compartir un asado. Hubiera sido mejor para relajar tanta tensión, seguir planeando su fuga para hacerla el día siguiente, pero quiso salir de inmediato a la ruta. El padre del Canario les prestó un 70
viejo Volkswagen. Estaban a una hora de distancia del Chuy y allí cruzaría la línea fronteriza con Brasil, que no era otra cosa que la calle principal que dividía la ciudad. Una vez en el lado brasilero el Gordo se tomaría un bus hasta Porto Alegre. De allí atravesaría el Atlántico rumbo a España, Suecia o alguno de los países que en esos momentos aceptaban a quienes huían de las dictaduras latinoamericanas. Los planes parecía que iban a resultar, así que ambos salieron rumbo al Chuy sin pensarlo demasiado. El interior del país no era el campo de batalla en que se había convertido Montevideo. Podría ser probable que en los puestos de aduana de La Coronilla o del Chuy hubiera patrullas de controles. No lo habían tenido en cuenta, pero se les ocurrió que, si veían las luces de los patrulleros, doblarían por un camino rural y se adentrarían en el campo de algún amigo. Eran los pagos del Canario y conocía toda la zona y su gente. Estaba seguro que llegado el momento, los esconderían por unas horas. Por más que trató de conversar durante el viaje queriendo detalles de todo lo que había acontecido en esos años en la vida del Gordo, desde que dejaron preparatorios, solo consiguió que le contara algunas cosas. No podía concentrarse, era demasiado el nerviosismo de que lo descubrieran. Tuvieron suerte, pasaron sin problemas las guardias de La Coronilla, luego la del Chuy, y fueron directo a la terminal del lado brasilero. Allí se encontraron con que el coche a Porto Alegre saldría a las once de la noche; todavía faltaban unas tres horas. La estación estaba cerrada, abriría sus puertas quince minutos antes de la partida, y en el lado brasilero, en esos años no existían bares, cafés, ni ningún local donde pudieran esperar. La noche se presentaba muy fría. Desde allí divisaron unas luces encendidas de un bar del lado uruguayo, al otro lado de la calle; el bar Opel, un lugar de encuentro tradicional en la frontera. Gordo, vamos a cruzar y esperar en el bar tomando algo caliente, acá nos cagamos de frío... —dijo el Canario. Aceptó. Enseguida que se sentaron el Gordo comenzó a ponerse nervioso, mirando a todos lados sin poder mantener la conversación. Su corte de pelo al ras llamaba la atención en aquellas épocas, ya que así lucían los encarcelados. “¡Maldición!, no había pensado en eso”, pensó el Canario, “¡está atemorizado, tenemos que irnos!, pahhh ahora tenemos que volver a cruzar la calle-frontera. ¡Ojalá que no nos pase nada!”. Se fueron inmediatamente, y al estar en tierra brasilera el Gordo volvió a tranquilizarse. El autobús partió finalmente a la hora señalada. Tras un apretado abrazo los amigos se separaron. El Gordo aún debería enfrentar otros miedos al llegar a Europa… el miedo a la inserción, a conseguir trabajo, a poder reunirse más adelante 71
con su esposa… pero esos eran miedos de esperanza, miedos que podría afrontar. Atrás habían quedado el calvario de la tortura, la perversa humillación de la impotencia, y el frustrado intento de las dictaduras de castrar las ideas.
RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA
Uruguay
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bamos él y yo en el viaje. Un ómnibus que nos devolvía a casa. No me gustaba nada esa segunda fila. Me preguntaba cómo alguien podía viajar pegado al vidrio superior de ese vehículo que ya se internaba en una ruta oscura y angosta. Las luces se habían apagado en el interior del micro y quedábamos expuestos al peligro. Tenía ganas de llorar, de gritar, de despertar a toda la gente que viajaba con nosotros y avisarles que estábamos en peligro. Para qué… si íbamos a morir. Era mejor que no lo supieran y me daba bronca no poder dormir plácidamente como lo hacían ellos. Escuché atentamente, casi con esfuerzo, la conversación de los choferes. Había un chofer que viajaba de garrón y se había acomodado con ellos para darles charla. No recuerdo exactamente qué decían. Creí escuchar algo acerca de una vieja ruta para evitar el peaje. Yo trataba de mirar por la ventanilla pero Juan estaba del lado de ella. Había una oscuridad espantosa. Pensé que estaba metida en una película de terror. (Todavía me provoca un malestar terrible recordarlo porque contarlo es como volver a vivirlo). De repente el micro se inclinó hacia la banquina, las luces altas de un vehículo en sentido contrario advertía lo estrecho del camino. Una vez que el automóvil pasó, el ómnibus volvió a la ruta. Pensé que cada segundo era valioso, pensé que no quería estar allí, pensé que nunca deberíamos haber salido de casa. De pronto el micro se detuvo. Se escuchó el murmullo repentino de los choferes y luego el silencio. Todos seguían durmiendo. No había luces en la ruta. Solo las ópticas del autobús. Me levanté, observé a Juan inmóvil. Caminé unos pasos hacia el parabrisas del piso superior y entonces la vi. Era una mujer bella. Llevaba un vestido o una túnica completamente blanca y larga hasta los pies, escote redondo y con ambos brazos cubiertos. Sus cabellos castaños caían sobre sus hombros. No podía verle con claridad su cara. Parecía caminar descalza. Caminaba y caminaba y parecía nunca llegar a alcanzarnos. Los choferes no emitían sonido. Algo en ella me mantuvo de pie frente a ese parabrisas, absolutamente inmóvil. En un momento llevó ambas manos hacía su rostro y se detuvo. Luego se escucharon gemidos y finalmente su llanto se volvió desgarrador. Lloraba ahogándose con sus lágrimas. “Mis hijos. Mis hijos. Devuélvanme a mis hijos. Quiero a mis hijos”. Quise volverme hacia la escalera pero mis piernas no me lo permitieron, quise tocar con mis manos el vidrio pero no podía moverlas. Largamente esa mujer lloró y gritó sin que nadie en el vehículo más que yo la escuchara. Uno de los choferes caminó hacia ella, ese que decía viajar de garrón. Caminaba con un paso monocorde, como 74
fascinado por su presencia. Ella dejó de llorar y de gritar y elevó su rostro para mirarlo. Los otros choferes le gritaban a su compañero que volviera pero él parecía no escucharlos. Entonces se encendieron los motores del micro y empezó a avanzar lentamente, la mujer abrazaba al hombre y sus ojos bellos se agrandaron y se enrojecieron hasta desprender chispas, ambos se encendieron, se encendieron sus ropas, podía sentir el calor detrás del parabrisas y los gritos de terror de los choferes. El micro emprendió su marcha y los embistió. Ambas figuras se perdieron debajo de la carrocería. —Volvé a la ruta, volvé a la ruta, por Dios. —Escuché entre llantos desesperados. Nadie se movió en el micro. Lo último que recuerdo de ese episodio fue girar y ver a Juan completamente dormido. Parecía empezar a clarear. —Vamos dormilona que ya falta poco para bajar. —dijo Juan. Miré alrededor, todos desayunaban un alfajor y un café aguachento. —¿Por qué me mirás así? ¿Pasa algo? —No. Soñé feo nomás. —Márquez y Panamericana —se escuchó. —Juan, los choferes no son los mismos. —No, los habrán cambiado en la primera parada. Fijate cómo cambian los tiempos, ahora maneja una mujer. Una mala sensación recorrió todos mis órganos. Comenzamos a bajar. La mujer que manejaba estaba prolijamente peinada con un rodete. Cabello castaño. Tenía una camisa marrón que le quedaba bastante holgada, como la camisa de los choferes. No alcanzaba a ver si tenía una pollera o un pantalón. Cuando bajábamos Juan me pidió que me acercara a ella. —Creo que quiere decirte algo. Me acerqué con miedo. —Este tipo te va a dejar por otra. Un hijo morirá en tu vientre. Vas a enamorarte de alguien mejor, de un hombre de verdad. No llores. No hables. No cuentes nunca nada porque voy a volver entonces por tus hijos vivos. —Carla, ¿Pasa algo? ¡Estás pálida! —No. Vamos a casa.
MARINA SOSA
Argentina
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uliano, sentado frente a la ventana mira, sus ojos apenas parpadean, observa las siluetas de su barrio, las horas que pasan, la vida que fluye. Tres años han pasado desde que dictaminaron su enfermedad y así, poco a poco, se fue transformando. Siempre se había destacado por sus comentarios sarcásticos que despertaban sonrisas en las reuniones. Era enigmático e inteligente, irónico y punzante. Vestía con sobriedad y elegancia, su presencia imponía admiración, en fin, era uno de esos seres que no pasaban desapercibidos. Pero un día, el accidente cerebro vascular torció definitivamente su destino, ya nada volvió a ser como antes y se convirtió en un ser contemplativo y mudo. Desde entonces, la ventana fue su única conexión con el mundo exterior. Se pasaba el día sentado frente a ella y sus ojos profundos eran el objetivo, sus pestañas el disparador. Al principio fue cobijado por la dedicación de su familia pero esta estatua inexpresiva en la que se había convertido ahuyentaba amor, expulsaba compañía. Su aspecto físico también fue mutando a medida que la enfermedad le sumaba barreras y así, su rostro se cubrió con una barba desordenada y su cabello caía enmarañado sobre sus hombros. Con un único atuendo, un pijama marrón que se empecinaba en usar a diario empezó a semejarse más a un simio que al hombre que era. De esta manera lo vieron un día unos chiquillos que, al espiar lo que sucedía detrás de la ventana, lo observaron sentado. Le hicieron todo tipo de muecas pero el hombre-simio no transmitió ningún gesto. La ventana dejaba fluir así dos corrientes que se contraponían: curiosidad y algarabía por parte de los niños, inmutabilidad por parte de Juliano. Afuera, todo bullicio, adentro inmovilidad total. Juliano ya se había acostumbrado a las risotadas burlescas y esperaba expectante el horario de salida del colegio para tener al menos ese contacto humano; sus cuidadores lo trataban como un objeto. Con los primeros calores del verano finalizaron las clases y la calle perdió el flujo de niños. El anciano se debía conformar con el espectáculo de los árboles que rebosaban plenitud y detrás, escondida entre las copas, la silueta de la vivienda de su hijo, frente a la suya. Los veía salir en el vehículo y adivinaba su silueta y la de sus nietos, escondidas tras los vidrios polarizados. 77
Un día, lo sorprendió el grito de los estudiantes. Partían en excursión y debían tomar el colectivo en la puerta de la vecina escuela. Su corazón se sobresaltó tanto cuando vio aparecer las conocidas cabezas que una lágrima rodó por sus mejillas. Desde el otro lado de la ventana alguien gritó: “el gorila llora” y desde ese momento Juliano dejó de ser definitivamente humano.
CLARA GONOROSWKY
Argentina
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legó, como tromba, invadiendo el espacio mínimo, por demás que había logrado mantener como mío en aquel estrecho maremagnum de caos; aquella invernal mañana... Hasta ese momento me limité a dejar hacer. Al verla, me paralicé realmente. Era impresionante, incluso con la mirada que supuse era de intencional desdén ante los responsables de aquel desorden. Quiso la suerte, hasta ese momento bastante esquiva, justo es decirlo; que su intempestivo arribo resultara en un choque directo entre nuestros cuerpos. Miró de lado, cubriendo un poco con las manos su cuerpo, y murmurando algo que levemente sonó a disculpa. Yo, me limité a sonreír... Traté de cubrirle un poco. Evitando el vaivén de la masa, celoso ante la posibilidad de que algún despistado terminase como cuña entre nosotros. Ella seguía sin establecer contacto visual. Se limitaba a mirar al cielo y a suspirar cada cierto tiempo, ensimismada. Yo, simple desde que nací, me limitaba por mi parte a disfrutar el contacto de nuestras pieles, donde se daba. A respirar profundo aspirando su perfume que se sobreponía al olor de sudores y otros fluidos que iban impregnando cada vez más nuestro improvisado lugar de encuentro, y sintiéndome, pese a todo, afortunado. Al fin, algo pareció romperse en ella. Dejó caer una lágrima, aun debatiéndose en resistirla, y bajó el rostro, en un desesperado sollozo. Levantó la mirada, que se cruzó con la mía. Sonreí de nuevo, y le dije: "Tranquila. No estarás sola" Tomó mi gesto y descansó su cabeza en mi pecho. Acaricié su cabello, murmurando una canción. Lentamente, nos fuimos acoplando. Cuerpos desconocidos que parecían conocerse de antes, fuimos fundiéndonos en uno solo. Habíamos decidido acompañarnos. Besé su rostro, lo acaricié. Lo lamí. Aprendí a conocer su piel. Su olor. Sus formas. Una leve bruma nos iba envolviendo lentamente. Quiso girar el rostro hacia ella. Shhh, dije. No. Es cal. ¿Cal?, preguntó Sí. Cal. Para destruir más rápido las partes blandas del cuerpo. Ah. 80
Nos abrazamos más fuerte, mientras los camiones descargaban más cuerpos, y se hacía la noche, cubriéndonos la tierra, en aquella fosa común...
DP
Venezuela Sitio Web: http://darkness-preacher.blogspot.com/
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on el rostro pálido, los ojos como tizones y las alas manchadas de sangre, la Esfinge que mora en las afueras de Tebas esparce el terror en los campos que rodean a la ciudad y mata, estrangulando con sus garras, a los que no son capaces de resolver su enigma. Así murió el príncipe Hemón. Entonces, el rey Creonte, su padre, lanzó una proclama en la que promete la regencia del reino y el matrimonio con su hermana Yocasta a quien dé con la respuesta y se deshaga del monstruo. Edipo se acerca a Tebas por la vía que lleva a la puerta Homoloida. A quince estadios de la ciudadela, el camino atraviesa una cornisa estrecha; montaña a un lado, despeñadero al otro. Allí la Esfinge lo acecha. Cuando Edipo llega, el monstruo salta desde una piedra y le cierra el paso. Su boca destila veneno. Se mueve de un costado al otro del camino, sin quitar la vista de Edipo. El hombre se paraliza. El corazón se le acelera y comienza a sudar entre temblores de frío. Le hablaron de esta aberración, que juzgó inexistente; y su cerebro busca una salida que lo libre de los zarpazos asesinos. No la hay. —Salud, caminante —dice la Esfinge, con voz empalagosa—. Yo soy la cruel cantora, la hija de Tifón y Quimera, enviada por Hades para ser la ruina de los tebanos. Si quieres llegar a la polis, antes deberás resolver mi enigma —y muestra sus dientes, mientras gruñe. —¿Se-seguro? —pregunta el hombre —Así fue pactado con el rey Creonte: si alguien es capaz de resolver mi acertijo, me iré para siempre. Pero como nadie lo hará, mataré y comeré a quien falle, y seguiré destruyendo hasta que de Tebas no quede piedra sobre piedra. A Edipo le tiemblan las piernas y un hilo de orina resbala por su muslo, llega a sus sandalias y humedece la tierra. Traga saliva. Pregunta: —¿Y-y de q-qué vendría tratando la a-adivinanza? La Esfinge infla el pecho y dice, con sorna: ―Existe sobre la tierra alguien bípedo y cuadrúpedo, cuya voz es una sola, y a su vez, trípode. Él es el único que cambia la naturaleza de cuantos seres vivos se mueven en la tierra, por el éter y bajo el mar. Pero cuando camina apoyándose en más pies, entonces el vigor de sus miembros es mucho más débil. Ese es el enigma. ¡Responde! —Ajá. —Ajá ¿qué? —No entiendo… El Monstruo muestra sus garras y se prepara a atacar. Justó antes de su salto, Edipo grita: 83
—¡Pare, pare! ¡Dije que no entiendo, no que no lo sabía! Dígalo, otra vez, más despacio. Y no use palabras difíciles. La Esfinge resopla, y repite: —Existe sobre la tierra un ser de dos pies y de cuatro pies, que tiene solo una voz, y es, también, de tres pies. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, aire o mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad de sus miembros es mucho más débil. —Ápalala. Ta difícil. ¿Cuántos pies tiene? —Dos. Y cuatro. Y tres. —¿Al mismo tiempo? —No. No al mismo tiempo. —Ah. Ahí cambia la cosa. ¿Y tiene una sola voz? —Efectivamente. —¿Y cuántas voces, por un suponer, podría tener? —¡Tiene una sola! —Pero, ¿qué quiere decir con eso? —¡Que habla! —¿Y por qué no dice que habla? ¿La hace difícil a propósito? ¿Y dijo que cambia su aspecto? —Es el único ser vivo capaz de cambiar su aspecto. —¿Cómo es eso de que cambia su aspecto? —¡Que anda en dos, en tres y en cuatro patas! ¡Cambia su aspecto! —Pero eso ya lo dijo al principio —¡Sí! ¡Ya lo dije! —Entonces, ¿qué? ¿Es para despistar? —¡No! ¡Así es el enunciado del enigma! —¿Lo qué? —¡El planteo! —Ah. Y dice que cuando más pies usa, es más débil. —Sí —dice la Esfinge con sequedad—. ¡No! ¡Sus pies son más débiles! —¿Sí o no? —Bueno. Si. Él también es más débil. —Póngase de acuerdo con usted mismo ¿o es usted misma? ¿De qué sexo es usted? —Femenino. Soy una —dice el monstruo, enfatizando la palabra “una”— esfinge. —Me parecía. Mire que son jodidas las mujeres ¿eh? Yo supe tener una novia 84
en… —¡Conteste! —¿Dónde estábamos? —En determinar si la respuesta al enigma tiene sus pies más débiles o si todo él es más débil. —Ajá. Tiene sus pies más débiles. —No. Todo él es más débil. —¿Ve? Cómo no va a andar usted matando gente, si los confunde. ¿Usted quiere o no que le resuelvan la adivinanza? —¡Quiero! —Entonces, sea más clara. Dígame, de nuevo, la adivinanza esa. —Uf —bufa la Esfinge; y repite, sin tomar aire—. Existe sobre la tierra un ser que tiene dos, cuatro y tres pies que tiene solo una voz y que es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra aire o mar pero cuando anda apoyado en más pies entonces la movilidad de sus miembros es mucho más débil. —Ajá. Vamos por partes. Uno —dice Edipo, y muestra el dedo índice de la mano derecha, sostenido entre pulgar e índice de la mano izquierda—.Tiene dos, tres y cuatro pies —Sí. —Dos —muestra el dedo mayor de la mano derecha, indicando “dos”—. Tiene una sola voz. —Sí —vuelve a responder el monstruo, impaciente. —Tres —Edipo suma el dedo anular—. Cambia su aspecto. —¡Sí! —Pero esto es lo mismo que decir que tiene dos, tres y cuatro pies ¿no? —Sí. —Entonces el tres no va —baja un dedo y vuelve a mostrar dos. —Póngale que no va —contestó la Esfinge, con resignación. —Tres, entonces. Cuando más pies tiene, es más débil ―otra vez tres dedos. —Sí. —¿Y qué más? —Nada más. Ya está. —Uno, dos, tres —Edipo cuenta sus dedos levantados. —Sí. —Uno —repasa el hombre—, que tiene dos, tres y cuatro patas. Dos, que tiene una voz. Tres… —¡Basta! —interrumpe la esfinge— ¡Conteste de una buena vez! 85
—Espere. Estoy pensando. —¡Apure! —¿No hay tiempo? Algo así como «¡Corre reloj!», o «Tiene cinco minutos a partir de ¡ahora!», o «¡Minuto en el aire!», o un redoble de týmpana… —No. No hay tiempo. —Es difícil. La Esfinge amaga con saltar sobre el hombre. —¡Epa! —dice Edipo— ¡Tenga mano! ¡Usted dijo que me mataba si respondía mal! ¡Y aún no respondí! ¡Ni bien, ni mal! El monstruo se detiene, furioso. —Veamos —dice Edipo—. Que tiene varias patas podría ser un… —piensa, mirando hacia arriba—. No. No creo. Tiene más patas. Y no son débiles. ¿Hay alguna ayudita? —¡No! —¿Una pista? —¡No! —¿Con qué letra empieza? —¡No! —¿«No» es una letra? Mire que no sé leer ni escribir. Oí hablar de la letra Pi, de Gama; pero a No, no la oí nunca. Qué despelote este de los maestros ¿no? —¿Qué dice? —grita la Esfinge. —El tema del paro de maestros en Mileto… —¡No quiera distraerme! —Yo quería estudiar filosofía con Anaximandro; pero, usted sabe, me crié en Corinto. Y, aunque no lo crea, soy hijo del rey Pólibo y la reina Mérope. Y esto de ser príncipe implica una serie de compromisos, y no tuve tiempo… —¡Basta! —Qué problema el de los maestros de Mileto… —¡Escuche! ¡Concéntrese en el enigma! ¡Su vida está en juego! ¡Responda! —Otra vez. —¿Otra vez, qué? —Que me repita la adivinanza. —¡No! —Dele. Sea buena. —¡No! —De una manera más simple, porque no le entiendo… La Esfinge bufa. Parece que va a hablar, y se contiene. Bufa otra vez. Al final, 86
dice: —¿Cuál es el ser vivo que cuando es pequeño anda a cuatro patas, cuando es adulto anda a dos y cuando es mayor anda a tres? —¿Y por qué no lo dijo así de entrada? —¡Responda! ¡Más fácil no se lo puedo hacer! —¿Con qué nota se aprueba? —¿Qué? —¿Qué nota tengo que sacarme para pasar? —¡Ninguna nota! ¡Acierta y vive, no acierta y muere! —Deme opciones. —¡No! —Dele. —¡No! —Qué le cuesta. —¡No! —No la va a querer nadie a usted, ¿eh? —¡Responda! —¡Multiple choice! —¡No! —¿Por qué no? ¿Tres posibilidades? ¿Cuatro? La Esfinge se contiene. Su ceño se pone rojo de furia. Escarba la tierra con sus garras y pliega sus alas para acelerar un posible ataque. Sopesa la situación. Finalmente, cede. —Está bien —dice, con cierto desgano—. Alfa, los dioses. Beta, los titanes. Gamma, los semidioses. Delta, los hombres. —¡Ah, pero espere un cachito! —contesta Edipo— ¡Usted me habla de seres en general! ¡Yo pensé que la adivinanza tenía que ver con un ser único! Qué se yo: Menipo de Gadara, un suponer. O el perro de Panecio de Abdera. Lindo animal, no sé si oyó hablar de él. Se murió de viejo. Era un ovejero tracio de pelaje largo, marrón oscuro. ¿Sabe que Panecio le silbaba y el perro le entraba las ovejas al corral? De no creer. Una vez… —¡Basta! ¡Conteste ya! —O sea, es un genérico ¿no? —Sí. —No es un animal, o una persona; así, él solo nomás ¿no? —No. —Ahí cambia la cosa. ¿Me repite la adivinanza? 87
—¡No! —Al menos, repítame las opciones. —Alfa los dioses beta los titanes gamma los semidioses delta los hombres. —¡Eh! ¡Más despacio! —Alfa, los dioses. Beta, los titanes. Gamma, los semidioses. Delta, los hombres. —Ajá. —Ajá ¿qué? —¿Me pregunta usted a mí? —dice Edipo. —Sí. —Pero, ¿no es que las preguntas las hace usted? —¡Termínela! ¡Y conteste ahora! —Y, digamos, «la respuesta», ¿podría andar en carro? —Y…si… —¿Y en barco? —También… —dice la Esfinge, intrigada. —O sea, que puede andar en cuatro, dos y tres patas; en carro y en barco. —Sí. —Pero eso no está en el enigma. —No, no está. —Debería ponerlo. —¡Conteste! —Porque, si no, está incompleto… —¡Conteste! —Así, no es una adivinanza. Es solo un juego de palabras… —¡Conteste ya! —¡Bueno! ¡No se sulfure! —¡Apure! —A ver. Los dioses, no creo. Son más de volar. Déjeme pensar. —¡Responda! —Los titanes son casi como los dioses —Edipo cruza su brazo izquierdo sobre su vientre, apoya en él su codo derecho y se toma el mentón, mientras mira, de reojo, hacia arriba. —¡Responda ya, o lo mato! —Estoy entre los semidioses y los hombres… —¡Decida! —¿Sabía que el semidiós Cadmo fundó Tebas? 88
—¡No me importa! —Él trajo a Grecia la agricultura, la fundición de metales, ¡el alfabeto! —¡No se vaya por las ramas! ¡Conteste! —Qué gran tipo, Cadmo… —¡Me saca de las casillas! ¡Responda ya! —Dicen que cierta vez… —¡Ah! —gritó la Esfinge. —Podrían ser los semidioses. Pero también podrían ser los hombres…. —¡La puta que lo parió! ¡Los hombres! ¡Son los hombres! —¿Cómo? —¡No lo soporto más! ¡La respuesta es «los hombres»! —¿Los hombres? ¿Y por qué? —¡Porque al principio, cuando nacen del vientre de la madre caminan en cuatro patas; en la edad adulta en dos, y cuando son viejos, apoyan su bastón como un tercer pie! —Ah, mire. ¿Y el carro? ¿Y el barco? —¡Basta! ¡Usted me vuelve loca! —gritó, otra vez, la Esfinge y, en un movimiento rápido, se arrojó al barranco. Rodó hasta el fondo y quedó sobre las piedras, las alas quebradas, los ojos abiertos y la mirada perdida; el cuello roto. Edipo se acercó al borde, miró hacia abajo y escupió hacia un costado. —«Los hombres» era la respuesta. Mirá vos. —dijo, y siguió su camino rumbo a la ciudadela de Tebas, a cumplir su destino; libre de cualquier complejo.
DANIEL FRINI
Argentina
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uando el hombre se marchó, Pauline se sintió de nuevo sola y a salvo. En el último año, la joven de quince años se sentía sucia, vulgar y repugnante y el camino de la playa a su casa, si a esa construcción de madera mohosa se le podía llamar casa, era un tormento. Si bien se sentía extrañamente segura en la oscuridad de la noche, al mismo tiempo su corazón se encogía, algo se resquebrajaba en su estómago y las lágrimas resbalaban desde sus ojos casi por inercia. Pero cuando llegaba a casa, para darle a sus padres el paquetito de tela con la carne fresca, aquella sensación desaparecía. Sus hermanitos pequeños tenían comida que llevarse a la boca tras todo el día en ayunas y, de vez en cuando, también obtenía algunas monedas con las que comprar medicinas. —¿Estás bien, hija? le preguntó su madre mientras los filetes de ternera hervían en el fuego de la pequeña choza. —Necesito dormir... Estoy cansada. Su madre iba a besarla en la mejilla, pero la joven bretona la esquivó con suavidad y se dirigió a su jergón. No sabía muy bien si se sentía bien o mal. ¿Cómo iba sentirse bien cuando tenía que ceder a todo tipo de abusos sexuales todas las noches? Aunque, ¿cómo iba a sentirse mal, cuando era ella la única que llevaba comida y dinero a casa? Y en mitad de todos aquellos sentimientos encontrados, cerraba los ojos y aparecía el olor a sal, el sonido de las olas rompiendo contra las rocas y la suavidad de la voz del único hombre que la había amado de verdad. Allí, entre las rocas colocadas mágicamente bajo el muelle de los barcos pesqueros, Pauline era llamaba Stellamaris, “La Estrella del Mar”, y su prometido la había obsequiado desde los doce años con productos del fondo del mar que sus hermanos menores adoraban y que le hacían mucho bien a su padre enfermo. Pero él desapareció un día y Pauline había llorado su pérdida durante mucho tiempo. Hasta que se dio cuenta de que su lamento romanticón no era más que egoísmo y había comenzado a vender su cuerpo a hombres desconocidos para purgar su culpabilidad; así su familia también se alimentaba, su madre fingía alegría frente a su padre casi moribundo y los pequeños de la casa podían nutrirse en su edad de crecimiento como el resto de los niños de aquella aldea de pescadores de la Bretaña francesa. Una noche, mientras uno de aquellos extraños disfrutaba sobre ella, la joven vio un destello rojo en el mar. Sin poderlo evitar empujó al hombre hacia atrás, con tanta fuerza que este cayó al suelo inconsciente y corrió hacia las olas con el corazón agitado. —¿Stellamaris? preguntó una voz conocida cerca de ella. 91
—¡Señora! ¿Cómo estáis? ¿Qué hacéis aquí? ¿Qué pasó con...? —Murió dijo la sirena de pelo anaranjado que había estado a punto de ser su suegra, con un gesto doloroso en sus ojos—. Al quererte a ti, olvidó poco a poco el mar. Olvidó su familia, olvido el color del coral... Y olvidó quién era él. Stellamaris sintió que algo se ahogaba dentro de ella. Su amante tritón, al que tanto había querido y que tanto había hecho por ella y su pobre familia, al haber deseado con toda su alma vivir con su Estrella del Mar en la tierra sólida, lejos de su océano natal, había olvidado lo que los seres marinos inmortales jamás debían olvidar si no querían enfermar y morir: su nombre.
DIANA RUBIO SÁEZ
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esde el rincón de esta sala en penumbras, recostada en la incómoda cama ortopédica, trato de conciliar el sueño que desde muy temprano me fue quitado: una muestra de sangre, una más; la toma de presión, el desayuno de claustro, un baño a media mañana, una caminata corta en bata blanca, el descanso por la agitación producida, el almuerzo de hospicio, la siesta simulada, las visitas del último día, las miradas de despedida… ¡Pero amigos, en una semana, ya corro con ustedes, me río de la vida! Para eso me opero, y solo faltan unas horas. Desde el rincón veo la enfermería iluminada: el doctor López, el que se va a hacer cargo de mi cuerpo, el que me va a abrir en canal para colocar las piezas extrañas que necesita mi gastado corazón, está leyendo, supongo que historias clínicas, entre ellas la mía y de a ratos se ríe con la enfermera. Alcanzo a ver la hora, en el rincón del pasillo, las once. ¡Dios mío! ¿Por qué está trabajando todavía? Mañana es día de operaciones, de concentración, mañana entro yo al quirófano. Me dijeron que a las dos de la tarde. Doctorcito, váyase a casa, se acerca la medianoche, tiene que descansar. Me duermo, no escucho la ronda de las cuatro de la mañana, ni veo las luces que horadan el ambiente desinfectado de la sala. A las seis me sacuden. Nunca abro los ojos a esa hora. ¿Qué sucede? —me pregunto, mientras trago las pastillas que me ofrece la enfermera de la mañana. En el pasillo espera una camilla. Hubo una cancelación, —me dice—. Su operación se adelantó. La miro con ojos espantados. El gris se transforma en celeste y entra por las ventanas. Reacciono. ¡Qué más da! Quiero una vida normal, la que fue mía de siempre. Voy y la tendré antes. Me acomodan en el quirófano. Va entrando el personal, todos en sus trajes blancos. El doctor López me saluda y trata de relajarme con un comentario subido de tono, algo así como que va a enamorar mi corazón. ¿El doctor López, me va a operar, pero si no durmió nada? La anestesia va produciendo su efecto. Las voces se me confunden. Pasó una semana. Recorrí terapia intensiva, intermedia y ya estoy en sala común. En la ronda de la mañana, el doctor López repasa mis últimos análisis y veo la conformidad en su cara.
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En unos días, vuelve a su casa —me dice y su sonrisa me lo confirma. Doctor, una pregunta ¿Cuándo duerme? Mire, mi rutina es operar durante tres días seguidos, la adrenalina me mantiene alerta. En ese intervalo duermo unas horas. Al cuarto día me relajo y puedo dormir hasta quince horas —me dijo. Desde el rincón lo veo irse. Lo debe haber aprendido en su carrera —pienso—. Sabe lo que hace, o lo que hace le sale bien.
YOLANDA SA
Argentina
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os demonios, que se llamaban así mismos legión, porque eran muchos, pidieron a Jesús ser expulsados a la piara de cerdos que se encontraba en las cercanías, unos dos mil en total. Una vez dentro de ellos, se lanzaron al mar en desbandada”. Así se establece en las escrituras, pero el hijo del dueño de los cerdos logró salvar a un cerdito metiéndolo bajo su sayo, esperando que partieran el Rabí y sus seguidores. En la casa, su padre lloraba desconsolado, pero pudo comunicarle con gran alegría: —Padre, Padre, logré salvar a este, no llores, conseguiremos otros y tendremos de nuevo nuestro sustento. I El restaurante “Delicias de Circe” ampliaba cada vez más sus locales y su diversidad, manteniendo siempre como base la carne de cerdo como especialidad. ¿Su secreto? La crianza y el alimento que proporcionaban a sus cerdos. Carne magra en los cerdos que corrían libremente y que hacían mucho ejercicio, carne grasosa en los que retozaban en los lodazales y comían en exceso. Cruce de razas y experimentos para hacer de la carne un manjar exquisito y adictivo. Y adictivo se volvía ir al restaurant en donde el chisporroteo de las freidoras y el goteo suculento de la carne ya era en sí un acto precursor de lo que el público esperaba. Morder, sorber y sentir la grasa crujiente entre los dientes, —Al demonio el colesterol y los triglicéridos, esto es mejor que el sexo—, decían muchos. Solo que estos clientes, que descuidaban su salud impunemente, empezaban a notar cómo engordaban en tiempo récord y por más que intentaran cambiar la dieta o someterse a regímenes de ejercicios estrictos, ya no podían escapar de la obesidad mórbida. Algunos de ellos regresaban al restaurant aireados reclamando ser indemnizados por las consecuencias de su propia gula, pero estas demandas no procedieron y al tiempo los comensales iracundos desaparecían, no así las delicias del restaurant, que se volvían más dulces por momentos. El padre José Arnaldo tenía tiempo observando desde su púlpito esta soterrada pero constante transformación y entre confesión y confesión llegó a la conclusión de que algo extraño pasaba con este restaurant ¿Añadirían a la carne algún tipo de droga? Él de por sí no la había probado, pues a pesar de ser un cura católico guardaba en secreto las prohibiciones del levítico y consideraba la carne de cerdo inmunda. Por tanto, se decidió y acudió al restaurante para tener una charla cordial con el dueño del mismo. Le hizo gracia el cartel de la entrada, en donde una mujer brindaba en la mesa con sus invitados, que eran todos cerdos. —Aquí Circe no cambió a los viajeros y a Ulises —pensó y, pese a la gran cola de personas esperando por entrar al 97
restaurant, se le hizo pasar de inmediato. Mientras esperaba hablar con el dueño, observó el frenesí de los comensales por sus platos, no comían sino osaban como pues… como cerdos. Le hicieron pasar a la oficina del dueño y, mientras acomodaba sus pantalones para sentarse, lo vio entrar, no muy sorprendido a estas alturas por su aspecto porcino. —Padre, qué placer tenerlo aquí en mi humilde negocio, ¿qué le puedo ofrecer? Pida y será escuchado —Pues ehmm… Mucho gusto, nada, nada estoy bien, quería conocer su restaurant ya que da tanto de qué hablar entre mi feligresía —Me alaba Padre y su deferencia ante este humilde servidor es inmerecida. Presiento que no es de su agrado la carne de cerdo pues hubiese venido antes, por eso permítame ofrecerle esta torta cremosa de chocolate con nueces y avellanas, que de seguro sí será de su agrado. El padre para no mostrarse grosero, aceptó el trozo de torta que se le ofrecía, pero al darle la primera mordida, sintió en sus papilas gustativas un alborozo como nunca en su vida había sentido antes. El dueño del restaurant seguía hablando, pero el padre solo tenía conciencia para seguir comiendo esa ambrosía de los dioses. Metía trozos cada vez más grandes de torta en su boca, hasta que terminó metiendo el rostro completamente en ella para acabársela a mordidas, mientras el dueño sencillamente sonreía. II El cuidador de la piara de cerdos se sentía algo nervioso y acudió a hablar con el dueño del restaurant para hablar de uno en particular, —Verá señor, este… el cerdo ese negro con la cinta blanca alrededor del cuello se vuelve cada vez más agresivo. Fornica con las hembras, con los machos y con las crías y es increíble la cantidad de alimento que consume, ¿no cree usted que es hora de sacrificarlo? —No Matías aún no, deja que el “padrecito” se siga dando gusto. Pobre, la abstinencia en un cerdo tarde o temprano se desborda.
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson
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ra un hombre de cabello largo y oscuro, de una estatura mucho mayor a la del promedio de las tribus de la zona, con una notable musculatura y cuya piel se revelaba favorablemente curtida por el clima, las cicatrices de la espalda eran una advertencia a tomar en cuenta. Pulía el borde de su espada con una piedra de afilar, ambas con un origen que no conocía del todo, pero que sospechaba venían de una época anterior. Iba viendo como la hoja pasaba a ser capaz de cortar la rama más gruesa a la roca más dura, útil para acabar con cualquier enemigo, fuera o no humano. Las chispas que caían sobre su pecho, no lo distraían, seguía impasible en su labor. Finalmente, guardó el arma en una funda que tenía un elaborado correaje, y volvió a hacer una operación de afilado similar para su daga. Solo dos días atrás había llegado a esa región y prefirió alejarse de las ciudadelas y con esto de las bellas mujeres que lo retrasarían, ya que había aceptado por una gran suma de dinero un reto a muerte, del noble Nogur del vecino reino de Nemedia, según le dijeron los que se identificaron como sus mensajeros. A lo que se agregaría una fortuna en caso de vencer. Definitivamente esta vez, no dilapidaría tan rápido las ganancias, menos si en esta ocasión eran bien habidas. Se detuvo y lanzó la daga hacia la espesura del bosque, en medio de la noche se oyó un impacto seco y a continuación un ciervo se desplomó con el puñal enterrado en el cuello. Luego de comer una generosa porción de carne cocida al fuego, tomó su caballo, suficientemente notable como para soportar el peso de aquel guerrero y pronto se perdió en la lejanía. Siendo casi la medianoche los peleadores hicieron su aparición. Tal y como estaba acordado por los mensajeros del noble, ingresaron por lados opuestos del anfiteatro natural repleto de público. Estos comenzaron a dar vivas, sobre todo a favor del noble que se había encargado de repartir generosas cantidades de vino y cerveza. Aunque no era tan imponente como el desafiado, se le apreciaba fornido, no llegaba a los treinta, medía un metro ochenta y cinco. Usaba un peto y un espaldar que formaban una sólida coraza para proteger su torso. En cada mano portaba una espada corta de doble filo cuyos mangos tenían guardias en forma de serpientes que lo protegían de las estocadas. —¡Perro!, aquí me tienes, acepté tu reto, ahora exijo según lo acordado que antes de empezar me des en custodia el dinero que cobraré luego de asesinarte. Nogur respondió. —Aquí los perros solo pueden ser tú y tu dios Crom. Tú, tan soberbio que crees que todos se rendirán a tu fuerza, y el otro que solo sirve para ser invocado en lugar de un juramento o maldición. No hace nada por los humanos, solo echar un vistazo. Y no hará nada por ti. Luego extendió su brazo para darle una bolsa de cuero tintineante. El gigante la 100
cogió y se la entregó a un poblador, al que no dijo nada con palabras, pero con la mirada le dejaba en claro que tendría que cuidarla con su vida. Un minuto después las espadas se cruzaron con fuerza salvaje una y otra vez, sin que ninguno retrocediese, hasta que el retador del sur comenzó a ganar terreno con su técnica impecable. O usaba cada espada de manera alternada o al mismo tiempo, hasta que en un descuido del bárbaro le efectúo un corte superficial en medialuna desde el hombro derecho hasta el izquierdo. Eso lo enfureció, pero también se dio cuenta de su arrogancia al luchar casi desnudo. Entonces, usó un movimiento de pura fuerza, con una embestida que hizo que Nogur cayera de espaldas. El noble cambió de cuerpo, se volvió una cobra parda, de al menos el doble de tamaño del contrario, pero que entre una capucha de piel desplegada mantenía su rostro humano con unos ojos de bronce. El luchador palideció por lo sobrenatural y retrocedió hasta la ladera de piedra del anfiteatro, escaló unos diez metros y ya recuperado desde arriba le gritó. —No eres un guerrero sino un hechicero y tomas ventaja de las fuerzas del mal. —Ni lo uno ni lo otro, tal vez un escritor de espada y brujería, pero y tú ¿qué me puedes decir de tomar ventaja?, ¿acaso eres un hombre normal? Nadie te iguala en vigor, en valentía. ¿Quién cargaría esa pesada espada sino un monstruo? ¿Tendría alguna gracia que luches con alguien corriente? y en medio de un ataque de risa se transformó nuevamente en humano. Inmediatamente sus asistentes le colocaron la indumentaria de combate. —No he venido aquí para oír tus explicaciones, ni darte alguna, ni que te diviertas a mi costa, y si me retaste, ya sabrás que soy un asesino. Desde el peñasco cargó una roca, que ni cinco hombres jóvenes podrían alzar, para arrojarla hacia Nogur, pero simplemente se pulverizó en sus manos. El público miró con asombro, pero temerosos no dijeron nada. El musculoso de un salto volvió al ruedo y con un certero golpe partió el casco de su oponente que se le abalanzó con una sola espada, la que detuvo con las palmas de las manos, haciendo notar unos abultados bíceps, y de una patada lo arrojó al suelo. Esta vez los asistentes no pudieron contener las exclamaciones de asombro. —Hechicero, —dijo con voz retumbante y con su acento de bárbaro Cimmeria — tu dinero está perdido, tu cuerpo está perdido, tu honor, también, pero al menos puedes conservar algo de este dando a conocer tu nombre, porque no eres quien dices, ya habría sabido de ti hace tiempo si fuera así. Sino solo serás recordado con el mote de “serpiente hedionda” y la gente escupirá, como yo ahora, al pronunciarlo. —Lo sabrás Kull de Valusia, pero solo porque así lo quiero. Yo soy Robert Ervin Howard y sé tus puntos débiles, porque yo te creé, y he venido preparado para 101
sepultarte. No hay nada que puedas hacer, mis armas están hechas para acabarte. Ya aprendí lo que necesitaba y ahora crearé muchas páginas de un guerrero tan majestuoso que incluso a ti te empequeñecerá. En su forma humana exhaló un gas amarillo que envolvió al guerrero. Un minuto después se disolvió, pero el guerrero seguía de pie. Simplemente se contuvo de respirar sin ningún problema, gracias a sus amplios pulmones. —Loco Howard, ¿pensabas que tu aliento fétido me dañaría? Me crearon mi padre y mi madre, y no sé de escritores, pero sé de filosofía, de ciencias, de lucha, y algo de magia. Me llamo Kull, y así me conocen algunos, pero ya no soy el Valusia, el de los tiempos antiguos, soy Conan de Cimeria y así me llaman en la guerra. Eres tonto, y seguro no me entiendes, te equivocaste de persona. También te equivocaste en algo más, tú no decides mi destino. Terminó la frase con su espada silbando en la noche, el cadáver decapitado cayó con los brazos extendidos. Luego con un puntapié en la desprendida cabeza selló sus palabras. Mirando a la tribuna levantó los brazos en señal de victoria. Terminada la estupefacción, lo aplaudieron sonoramente. Observó que entre el público faltaba al que le había dado a cuidar la bolsa de dinero. —¡Por Crom! No se puede confiar en nadie. ROBERT ERVIN HOWARD (1906-1936): Más conocido como Robert E. Howard nació el 22 de enero de 1906 en Texas, Estados Unidos. Se suicidó a los treinta años, perdiendo la literatura a un portento que tenía mucho que ofrecer. Desde temprana edad leyó novelas de aventuras, mitología, historia y oyó cuentos de su región. Creó el subgénero fantástico de Espada y Brujería que dio a conocer mediante cuentos y los personajes “Kull De Atlantis”, y “Conan” en 1929 y 1932 respectivamente. Aunque en el mundo ficticio Conan vivió mucho tiempo después que Kull; algunos estudiosos han visto a Conan, que finalmente fue el más popular y poderoso, como una reencarnación de Kull. La espada y brujería gira sobre las aventuras combativas de hombres de fuerzas extraordinarias que, en un ambiente similar a la edad media, a punta de espada y músculos, se enfrentan contra monstruos, enemigos mágicos o sobrenaturales. Obras de su época, en muchas ocasiones, hay personajes femeninos secundarios que se enamoran del protagonista.
BENJAMÍN ROMÁN ABRAM
Perú
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quella mañana primaveral los periódicos de esa capital hermosa y fascinante narraban casi todos en primera plana un acontecimiento que quizás nunca debió ocurrir. Todo comenzó una década atrás, cuando ya el maquillaje y los ejercicios no tapaban lo que el tiempo en su crueldad dejaba aflorar con beneplácito y con cierta ironía en aquel bello rostro y cuerpo como no se había visto en mucho tiempo. Como todas las tardes Amelie se sentaba solitaria en aquel café que le traía no pocos recuerdos de cuando era feliz, codiciada y aplaudida por todos. Ella miraba absorta a las personas que por allí pasaban, con una taza de capuchino y un croissant que el mesero le servía cada día. Era casi un ritual. Las vicisitudes de la vida, habían comenzado a dejar su huella y Amelie no supo en qué momento había comenzado esa soledad que le corroía el alma y el pensamiento. Y es que la soledad no solo se lleva porque no tienes compañía sino por todas las circunstancias que acarrean a ella. Todos los que en algún momento reparaban en ella y la recordaban veían en su rostro lo que su alma gritaba, pero nadie la escuchaba. A veces pasaban jóvenes que la miraban y cuchicheaban entre sí y ella veía como se sonreían con un gesto ente lástima y asombro a la vez. No en vano fue la actriz de teatro más solicitada y admirada de toda la ciudad. Hacía tiempo que sus amigos se habían marchado. Solo Carmen, la señora que se encargó por años de vestirla y cambiarle los trajes en el teatro, envejecida ahora como ella, la visitaba eventualmente más por solidaridad y caridad hacia ella que por amistad. Amelie se lo agradecía en lo más profundo de su corazón pensando que al menos alguien se preocupaba de ella. Por las noches se sentía triste y desamparada. Figuras fantasmagóricas de antiguos pretendientes y admiradores la visitaban algunas veces en la fría habitación de aquel hotelucho, donde era huésped permanente y los dueños le tenían cierta consideración y respeto ya que habían sido asiduos visitantes de sus presentaciones en aquel teatro que ya hacía tiempo había desaparecido y hoy era un monumento más a la desidia y el abandono. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza y no conseguía el hilo de regreso para constatar en qué momento comenzó su decadencia. Y es que los humanos somos ingratos, cuando estamos en la cúspide son todo amores y alabanzas y cuando caemos ni siquiera nos saludan si por casualidad nos tropezamos en la calle. Una tarde llegó al café un poco más temprano y en el preciso momento que iba a ordenar, la vio pasar. Al principio no la reconoció totalmente. Estaba cambiada y hasta tenía una sonrisa en su hermoso rostro. Estaba totalmente rejuvenecida y al principio le costó reconocerla. No le dio mucha importancia pensando que eran ideas suyas. Al otro día llegó con el pensamiento fijo de verla otra vez. Pero ese día no pasó. Las tardes se hicieron eternas. Su rostro adquirió de pronto una placidez encantadora. Ya la angustia y ansiedad no oprimían su pecho. Deseaba verla otra vez. Y así pasaron 104
varios días, hasta que llegó el momento anhelado. Allí venia ella. Qué radiante estaba, con ese vestido floreado, uno de sus preferidos y ese sombrero llamativo que todas las miradas voltearon para verla. Allí estaba ahora, sí, preciosa y hermosa como siempre. Ya nunca más volvería a estar sola. En un impulso la llamó y ella volteando le obsequio su más tierna y encantadora sonrisa. Sus miradas se abrazaron al reconocerse. Cuánto había esperado ese momento crucial. Ahora las penas y sinsabores de los últimos años desaparecieron. Su esencia estaba allí. Ya nadie la miraría de reojo y disimularía al verla. Tardó unos segundos en reaccionar y comprender lo que pasaba. Allí estaba ella. Hermosísima. Se levantó de la silla y caminó presurosa hasta alcanzarla. Ya nunca más se separarían. Al otro día cuando los periódicos reseñaron la noticia muchos no podían creerlo. Una de las actrices de teatro más famosa de todos los tiempos aparentemente se había suicidado lanzándose de unos de los puentes del rio. Pero lo que más asombró y consternó a los habitantes de aquella ciudad fue que varios testigos aseguraron a las autoridades que vieron a dos personas lanzarse. Dos mujeres. Una anciana y una joven. Parecían madre e hija por su gran parecido. Pero lo más misterioso y que nunca se supo con certeza fue que la mujer más anciana vestía ropa de actualidad y la más joven llevaba un atuendo sacado de una revista de moda de hace muchos años. Un verdadero misterio.
NANCY AGUILAR QUINTERO
Venezuela
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ace mucho tiempo que estoy solo, todos a quienes quería han partido de este mundo, dejándome a mí como el último recuerdo de una era temerosa del comunismo y un deseo desesperado por mantener un orden impuesto por nosotros, los americanos. Muchos pensarán que fuimos villanos, metiendo las narices donde no debíamos, pero siendo sinceros, teníamos que interferir, no podíamos permitir la amenaza comunista de Vietnam, habría sido una amenaza mundial al espurio régimen capitalista. ¡Oh, Dios santo! Véanme aquí, moribundo y delirante, solo en la fría oscuridad de mi casa esperando que la muerte llegue por mí lo más pronto posible. Sé que moriré solo, nadie ha venido a verme en años y no lo harán ahora. He comenzado a abrazar la idea de perecer en soledad, de una forma lenta y despiadada, pero entonces, es cuando veo aquella silueta blanca al fondo del pasillo, es una mujer joven que brilla en la negrura de la noche con rostro pálido y gesto demacrado. Se acerca hacia mí, yo no siento miedo, ya nada me asusta, y ya no tengo nada que perder, entonces ella entra a mi habitación. Mírate aquí, viejo y triste, profesando a los cuatro vientos como si fueras un santo. Dice la mujer. ¿Quién eres tú? Le respondo Soy una de las muchas consecuencias de tus crímenes y de los crímenes de América. Seguramente no me recuerdas, son tantas las violaciones que cometiste, que sería difícil poder recordarlo. ¿De qué estás hablando? Yo fui un buen hombre, cuidé a mi familia, honré a mi país, fui devoto a dios. Eso es lo que crees, pero basta con que veas las viejas fotos de Vietnam para que recuerdes la forma sangrienta, violenta y depravada en que atentaste contra los principios de la humanidad. La mujer comienza a hurgar debajo de mi cama, hasta que saca una caja de cartón y la avienta a mis piernas. La caja se rompe y viejas fotografías salen de ella, regándose por toda mi cama. Comienzo a ojearlas, es inevitable hacerlo, y veo fotos mías, junto a miles de cadáveres, aldeas en llamas y un montón de cosas más. En cada foto que veo, hay sangre, muerte, mutilación y sonrisas mías y de mis camaradas. Veo foto tras foto, hasta que me encuentro con un retrato mío, parado con mi rifle, frente a un pilar de cuerpos destazados y prendidos en llamas. Escucho una voz infantil que me llama. Esa era mi familia. Debajo de todos ellos estoy yo. Dice el fantasma de un niño situado a mi lado. Tiene la mitad de la cara quemada y la dentadura expuesta. Mi pueblo se había escondido en la selva, buscando refugio de la guerra, por un 107
tiempo creímos estar a salvo, pero los helicópteros comenzaron a pasar sobre nosotros, después llegó usted con otros hombres uniformados. Destruyeron todo lo que teníamos, nos asesinaron y denigraron nuestros cuerpos… incluso después de matarnos. ¿Qué ganó con eso señor? Y como un flash, llega a mi mente el recuerdo de aquel pequeño, con una expresión de susto, al saber cuál sería su destino. Esa soy yo. Dice de la nada una joven llena de sangre y lodo, con lágrimas escurriendo por sus mejillas; se aparece frente a mi cama, señalando un retrato. Tomé la foto y vi la imagen de aquella joven, desnuda, en la suciedad del fango, con su rostro repleto de miedo, entonces recordé la historia que guardaba aquella fotografía: Mis tropas y yo habíamos encontrado un pueblo de puras mujeres, sus esposos estaban combatiendo, y nosotros decidimos divertirnos. Violamos a cada mujer que encontramos, las desnudamos, corrompimos su integridad, y cuando finalmente nos dimos por satisfechos, asesinamos a sus hijos y quemamos la aldea. ¡Suplicamos! Dice un anciano que emerge del pasillo, con múltiples heridas en todo su cuerpo ¡Imploramos! Rogamos por piedad, pero nunca nos escuchó, y ni siquiera tuvo la humanidad de darnos una muerte digna, una que pudiera mantener nuestro honor. Nos humilló, y… es hora de que pague, yendo al único lugar al que puede ir un hombre como usted, pero no sin antes ser escoltado, por todos aquellos a los que lastimó. Y de la nada, cientos de fantasmas salen de todas partes. Todos son personas que yo me encargué de matar. Ellos me sujetan por los brazos, las piernas, el rostro y cualquier otra parte de mi cuerpo, solo para llevarme al infierno.
VíCTOR MANUEL MORENO HERNÁNDEZ
México
Página Facebook: https://m.facebook.com/Corey-Dzúlum-348455505560735
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i madre me dio a luz en la copa de un árbol. Salí disparada hacia un cielo castigado por la tormenta. He vivido flotando durante décadas entre nubes de polvo. Entre sueños de rocío. Casi como un ave. Como las leyendas que las plantas me contaron hace un lustro. ¿Quién soy? ¿Qué soy? No lo sé, nada más comprendo que me siento vacía. El sol estalla. El calor me lacera de infinitas maneras. Por favor, ven. Arrúllame. Hazme tuya. Criatura de barro. De piel nocturna. De manos divinas. Sigo flotando, hasta el finito mar seco. Los cadáveres de peces parecen patalear en la arena. Respiro. Mi desnudez es provocativa. Mi piel cetrina, magullada, no comprende la razón de tanto dolor. Me golpean de nuevo. Me rodean. ¿Qué son? Formas atrevidas, con rabos y cuernos. Garras y colmillos. Empiezan a morderme. Me gusta. Una parte de mí ha quedado regada en el suelo. Hay sangre alrededor. Aunque no duele. Me entristezco. Por mi soledad. Por los sueños que tuve. Donde vi el pasado triste. 110
Quiero llorar. No puedo. Me elevo y me nacen alas. De mi batir surge un cielo. Azul, muy azul es lo de arriba. Aquí, en este punto, es cuando surge… La mano divina que intenta golpearme. La evado. Entonces luchamos. Una gresca sin cuartel. Quiere apresarme, destruirme. Terminar con mi alegría. Te quiero. ¿Por qué me haces esto? —Porque eres mi hija. No. No. Mil veces no. —No soporto tu contento, pequeña mía. La pelea se intensifica. Me apresa con su extremidad poderosa. Creo que quiere aplastarme. Lo hace. Pero no se decide a acabar conmigo. Una mujer desnuda, con alas de oro. Apresada por una mano invisible y omnipotente. Todo ello en mitad de un cielo magnífico. Él perdona mi vida. Me suelta. Sé que llora. Se aleja. Nos veremos pronto, me dice. También me entristezco, porque lo amo. Lo amo tanto, y hubiera deseado morir entre sus dedos. Como una flor, como un insecto. Desciendo. Duermo en la cima de un monte cubierto de nieve. No sueño. 111
Despierto de madrugada, presa de un intenso calor. Sudo. Quisiera elevarme y tocar el frío de las alturas. Nada ocurre. Mis alas no responden. Lo veo. Es alto, robusto, de piel trigueña, cabello largo sedoso, castaño. Se recuesta sobre mí. Me hechiza. Placer. Me besa. Me gusta. Me recorre. Me encanta. Me penetra. Me desmaya. Amanece. El día es opaco. No hay un solo rayo de luz cruzando en el aire. No entiendo. La claridad se ha alejado del mundo. Tal vez... Bajo hacia el confín de la Tierra. Veo algo muy extraño. Un charco de agua. Me contemplo reflejada. Mis cabellos negros y mi piel morena lucen bonitos. No hay una sola marca visible de sufrimiento en mi cuerpo. La excitación dura un breve lapso. Algo comienza a retumbar en mi vientre. Se está moviendo. Quizá... Aquel hombre está de pie frente a mí. —¿Te ha gustado? —Sí. Lo gocé mucho. Te adoro. —Preciosa, yo te venero también.
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No obstante, he de despedirme para siempre. Ha terminado mi ciclo de vida. Nada es eterno. Nadie lo es. Adiós, amada. —¡No! Se difumina, da espacio al vacío y al silencio. Tres meses después nació él. Es tan fuerte y hermoso como su padre. Tiene unas pequeñas aglomeraciones de hueso en el cráneo. Se le ven divinas. Posee un pequeño rabo con el cual coge todo tipo de cosas. Sus pequeñas garras y colmillos me enternecen. Su cuerpo armonioso y su piel aceitunada irradian brillo. Crecerá muy rápido, lo sé. Lo cuidaré con todas mis energías. Con mi vida. Por ahora tengo en mente una cosa: Él surgirá de nuevo para castigarnos. Cuando ocurra, le mostraremos nuestro poder. El cual es más bello que el suyo. Porque somos más recios. Más naturales. Porque nosotros sí lloramos.
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR
Perú
Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas
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lla acomodó la capa negra sobre sus hombros y con su mano, algo delgada, la máscara que eligió con cuidado para aquella especial cita. Con la otra mano, sujetó el cetro plateado que se alzaba majestuoso con su calavera de brillantes ojos. Dio pasos cortos pero precisos por las estrechas calles atestadas de hombres y mujeres ataviados con máscaras de diferentes representaciones que pretendian engañar al otro en un juego de engaños mutuos. Sonrió para sus adentros sorprendiéndose de la majestuosidad que mostraban todos en aquellos cuatro días de desenfrenadas fiestas y desvaríos. ¡¡Pobres!! Cuya cotidianidad era tan superflua que los llevaba a enmascarar aunque fuera por unos pocos días su banal, mísera y corta existencia. Se detuvo a observar un instante el aire del carnaval, no tenía ninguna prisa por encontrarlo. Sabía que él estaría allí. Un poco más allá la máscara de la envidia y la codicia serpenteaban entre los asistentes en una danza frenética. Besando a unos acariciando a otros a su paso. Se unían en instantes, bamboleando sus cuerpos en un baile sensual de eterno reconocimiento. Ella jamás se dejaría tocar por esos dos, su ser estaba más allá de esos seres innobles y carnales. Recordó al sabio poeta: Vanidad de vanidades y todo le supo a eso... Sonrío interiormente del mundo, de sus personajes y de la mala propiedad que tenían de jugar un doble rol. Siempre, a lo largo de sus tantos años, la ambivalencia había sido la fiel seguidora de un mundo al borde del apocalipsis. Acaso también no era ella un poco ambigua desde que su padre la engendró con el solo propósito de ejecutar aquel singular oficio milenario, dulce y cruel al mismo tiempo. Jugar, jugar... el doble símbolo de lo sagrado y lo profano. De la naturaleza mítica del hombre que busca sus bases en lo religioso pero con su tendencia a lo carnal y lo profano. Por eso el hombre amaba el carnaval porque allí podía dar rienda suelta a su desenfreno. Se detuvo un poco y constató sus pensamientos. En aquel lugar se podía ver de todo bajo el claro de la luna. Hombres y mujeres con los rostros ocultos siendo lo que no son. Giró un poco atravesando el bullicio de las calles y se encontró con el diablo que la miró risueño, buscando tras su hermosa máscara la malicia de sus ojos. Intentando tentarla, acaso para ganar tiempo y ser el triunfador de la noche. Ella le sonrió coqueta, tentadora... conocerá de sus sutiles intenciones. Se encaminó hacia el callejón que daba a la plaza y al pasar observó a dos que no pudo diferenciar si eran hombre o mujer. El uno se comía al otro ávidamente con su boca mientras sus manos se perdían en la entrepierna del que estaba apoyado en la 115
pared. Fusión de cuerpos y pasiones...Volvió a sentir el hálito leve que le indicaba el destino de aquellos dos. Conocedora, como era, del destino humano. Siguió adelante, esos dos no le importaban, su tarea era encontrarlo a él en aquella plaza. A él, a su enamorado, su moreno apacible, de ojos negros. Se sorprendía un poco de la tanta atracción que sentía por aquel hombre soñador, poeta solitario. Quizás fuera eso lo que la hacía sentir aquella aprensión al buscarlo, pero esa noche él sería de ella. Aunque él no lo supiera aún. La noche se sentía fría como fría eran sus manos sosteniendo el cetro, la máscara le molestaba un poco pues a ella le gustaba mostrarse tal como era en su máximo esplendor (a veces) pero en aquella ocasión le dio gusto jugar con la humanidad. Pasearse entre todos aquellos pobres seres sin ser reconocida. La escena que tenía a su vista era digna de Dante, grotesca, infernal y llena de lujuria y obscenidad. Hacía rato que el desfile había terminado y solo quedaba el desenfreno suelto y el diablo merodeando. Se detuvo en la plaza y dejó vagar su mirada... Más allá, el tiempo la miró y le hizo una señal pero ella la ignoró a propósito. Todo tiene su tiempo pensó: tiempo de nacer y tiempo de morir... En una esquina la máscara de la lujuria le mandó un beso humedeciendo con la punta de su lengua sus sensuales labios al tiempo que dejaba salir una espléndida risa. Ella sabía que la había reconocido pero no le importó. Eran muchos los años lidiando con su desenfreno y tomando las estelas que dejaba a su paso. Ella solo lo quería a él... Ya su frío cuerpo, más frío aún por la noche, lo exigía en una inexplicable necesidad que la hacía tragar saliva solo por la anticipación... Ya se sentía algo húmeda, más fría y más anticipada. Sus pasos se hicieron algo más apresurados, se encontró envuelta en un torbellino de seres que danzaban frenéticamente entre besos, sexo, danza y muerte. Giró, giró por la plaza. Su negra capa tocaba a veces a alguien cuyo rostro se desdibujaba con su toque y se transfiguraba en pavor cuando por error, ella lo rozaba. Seres, que sin quererlo, se tropezaron con ella a destiempo. Ella tal vez no se dio cuenta de toda la locura que produjo esa noche o si lo hizo no le importó... Experimentó, una vez más, la naturaleza profana del mundo carnavalesco, ambivalente. Descubrió al otro, a aquel cuyas oraciones la hacían reír hasta la saciedad pues su falsa veneración ahora transitaba en la mediocridad de la máscara que tenía y la cual no la engañaba. Los enumeró de uno en uno en su rápido e imperceptible paso... En aquel último día del carnaval. Ella debía correr, correr más... Apresurarse... Era ese día y no otro en que debía encontrarlo. Quizás en su fuero interno golpeó a quien no debía o adelantó el tiempo sin quererlo pero su necesidad de él lo 116
sobrepasaba todo en aquella noche de fiestas y muertes. Hasta que lo vio, su enamorado se desplazaba por la plaza tranquilo, sereno, observándolo todo como ella misma lo hacía minutos atrás. Con parsimonia y algo de indiferencia. Ella se detuvo en un torbellino que levantó un frío que se extendió hasta él, lo supo al verlo abrazarse y levantar el cuello de su gabardina. Se dijo para ella, solo un poco, esperaré un poco y se deleitó en mirarlo mientras el joven taciturno se debatía entre pensamientos de infinita melancolía. Toda su vida deseó algo que jamás encontró por más que se afanó en buscarlo en sus poemas de tristes rimas... la vida no es más que una efimera ficción que nos creemos. Resonancia, eco... Vaivén inútil de melancolía... Así iba pensando el pobre hombre... A lo lejos, sin imaginar siquiera que era observado, el joven poeta soñador y enamorado sintió el frío y se lo atribuyó a la noche, subió el cuello de su gabardina y buscó a tientas su caja de cigarrillos. Encendió uno para apaciguar el frío y miró a su alrededor ajeno, por completo, a la que sería, en poco, su eterna enamorada. Sintió una leve punzada del lado izquierdo y una taquicardia que se hizo eco en sus oídos, pasó su mano cerca del corazón tratando de aliviar la molestia. Hacía días que sentía ese malestar pero lo atribuyó a sus largas horas sin comer, dormir o descansar pues aquella nueva obra que tenía en su cabeza se lo impedía. Hoy había decidido salir en un afán por distraer un poco su aturdida mente y buscar en aquellas grotescas escenas carnavalescas, algo de inspiración. Los dos caminaron un mismo sentido. Él, inconsciente de que ella lo esperaba ansiosamente ya. Otra punzada aguda lo golpeó más fuerte pero siguió andando. Ella hizo una leve mueca de alegría y tristeza. De satisfacción y dolor pero ya el hilo de plata se había roto. El malabarista ya no jugaría más con él quizás por cansancio de ver sufrir tanto al joven y solitario poeta. Caminó decidida hacia él, absorbiendo su aroma y sus nobles sentimientos primero... Él, al tiempo que sentía otra punzada más fuerte, la miró de repente. Y pese al dolor la encontró hermosa, única y salvadora. Bastaron solo segundos para reconocerla, su amada tan íntimamente esperada. Aquella que había buscado, sin éxito, más de una vez. Entonces todo le pareció diferente y ya nada más importaba. Allá en la mesa, olvidada, quedaba su obra inconclusa... la vida no es más que una efimera ficción que nos creemos... 117
Rueda, círculo... Nacer, suspirar... ¡¡Morir!! Ella le sonrió triunfal y quitándose la máscara dejó ver su hermoso, delicado y pálido rostro sonriente. Él la miró en silencio, resignado. Totalmente embobado por la grandiosidad de su presencia. Ella le tendió su delgada mano… Ya es hora, mi amado poeta le susurró encantada. Y en medio de la plaza, el joven poeta le dio la mano a su añorada muerte mientras una danza de máscaras, risas y pasiones pasaba por su lado indiferente en el grotesco baile carnavalesco que es la vida.
AMALIA RENGEL
Venezuela
Facebook: Amalia Rengel Instagram: Amalia Rengel
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ecibida la alarma, Federico y sus iguales, bomberos de carrera, salieron pitando hacia el infierno de turno. «¿Sabemos algo?», preguntó aquel mientras Jesús se saltaba calles y semáforos en rojo. «Pareja de mayores: la chamusquina huele a descuido con brasero», informó Tadeo, tercer extintor. Llegados al lugar, la simetría de costumbre: arriba, piso ardiendo; abajo, policía y curiosos. El trío saltó con el firme propósito, si ello aún era posible, «¡Esperemos!», de dejar a la muerte compuesta y sin víctimas. Armado con una manguera, Federico se detuvo, conmocionado de pronto. —¡Vamos, Fede! —animó Tadeo— ¡No es tiempo de filosofías! No reaccionó. —¡Federico! ¡¿Estás bien?! —¡No… no subas, Tadeo! —balbuceó aquel, pálido— ¡Por Dios te lo pido: no subas! —¡¿Qué pasa?! ¿Qué…? —¡¿No… no hueles?! A… cera. A cera caliente. Como entonces, cuando era niño, en el funeral de mi tío Venancio, que en paz descanse. ¡Lo he visto, Tadeo! Pero no a él, sino… a ti. ¡A ti en su ataúd! —¡¿Has perdido la…?! Escucha, Fede: ahí arriba nos necesitan. Te prometo que iré con cuidado, ¿vale? Subimos y luego hablamos. —N, no… ¡Tú, no! —¡¡Jesús!! —¡¿A qué esperamos?! —¡Fede necesita ayuda y nosotros refuerzos! ¡Avisa por radio y sígueme! Desnudo ante la sorpresa e incomprensión de todos, «¡¿Y ese por qué no sube?!», «¡¿Qué le pasa?!», Federico lamentó allí mismo, incapaz de contener el llanto, lo presentido, lo seguro. ¿Llegó el apoyo a tiempo? Sí. A tiempo, pero en balde: su lucha para evitar la tragedia fue inútil y la muerte, «¡Ay!», acopió tres almas. Una de ellas fue la de Tadeo Martínez, bombero de cuarenta y un años, casado y padre de una niña. Descansen en paz. Respecto a Federico, «¡Se lo advertí! ¡Y no me hizo caso! ¡¡No me hizo caso!!», lo previsible: medicina psiquiátrica y baja del servicio. Meses después, gracias, entre otras cosas, a la tranquilidad y los buenos alimentos del lugar común tantas veces citado, la culpa, que no el presentimiento, «¡Por mi tío, que lo olí!», pareció disolverse y Federico, «APTO», pudo vestir otra vez su uniforme. Se sucedieron las alarmas y, casi siempre, exceptuados otros percances, sus 120
respectivos avernos con toda normalidad o anormalidad, según se mire, hasta que un día… «N… no puede ser… ¡Snif! ¡¡Cera… cera caliente!!». Unida a la desesperación y los ruegos, su profecía vino entonces encadenada de manera inexorable a Antonio, otro compañero, despertando la misma compasión, «Pobre Fede…», y el mismo desdén que ya moviera, sobre todo, en Tadeo. «¡No! ¡Esta vez, no!», resolvió Federico. Sacó fuerzas de flaqueza y siguió a los otros, a Antonio, llamas adentro: su provisión de oxígeno, gas impecable, también hedía a iglesia, a funeral, a penitencia de Viernes Santo. Sopló y resopló, «¡Malditos cirios!», mientras ojeaba, máscara avizora entre la niebla, a la próxima víctima de su destino. «¡Tengo que…! ¿Será eso posible? ¿Se podrá huir, a pesar de todo, de lo que tenga que ser?». La aparición, «¡Ah!», de un hombre humeante y desencajado los detuvo en seco. «¡Venancio! ¡¡Tío Venancio!!», creyó Federico durante un horrible parpadeo. «¡Sácalo! ¡Yo sigo adelante!», gesticuló Antonio. «¡¡No!! ¡Sal tú! ¡¡Tú!!», apremió aquel, vehemente. Y, sin dar tiempo a objeciones, Federico se adentró en la caldera. Pocos metros más allá, se volvió: dos sombras, intuidas más que vistas, se alejaban. «¡Bien! ¡Bien! Sin embargo,… ¿por qué el aire, mi aire, aún…? ¡¿Por qué?!». Reparó así en el umbral próximo. Y dentro, en aquel dormitorio también abrasado, vio la desquiciada respuesta a su duda: la frontal y semialzada exposición de un ataúd con cadáver, «¡¡Antonio!!», dentro. «N, no… ¡Mi tío y él… Ese hombre y él ya salían! ¡Ya…! ¡¡Ay, ay, que no se puede huir de lo que tenga que ser!!». Advirtió entonces Federico que el rostro de la aparición, de Antonio, comenzaba a sudar. «No… ¡No suda! Es… ¡Se está… derritiendo, derritiendo como si fuese de… de cera! ¡Sí, se funde! Y, debajo… debajo asoma… No… ¡¡No!!». Sí. ¡¡Sí!! Como la piedra atrapada en el hielo, la fusión de las primeras facciones dio paso a un segundo rostro, a una segunda identidad: la suya. El techo se derrumbó tras él. «Es cierto: no se puede huir», aceptó Federico. Se alzó la máscara protectora y sonrío, por fin aliviado: «Ya no huele a cera. Ya no huele… a nada». La ficción de Cera caliente recuerda a Enrique Berenguer, (1881-1926). La historia afirma que el banderillero presintió las cogidas mortales de Joselito «El Gallo», (1920), y Manuel Granero, (1922), con un repentino e inexplicable olor a eso, a cera caliente.
JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS
España
Blog: www.la-estanteria-2.webnode.es 121
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as pesadillas que he tenido no podrían ser peor que mi propia realidad, lo supe cuando había agotado todas mis habilidades limitadamente humanas. Nunca le conté nada a nadie, nunca me atreví a transmitir a otros mi terror. Tuve un par de razones para no hacerlo: Porque no era una opción y porque no me era permitido. Pero ya es hora de hacerlo o mi cabeza reventará, asumo toda la responsabilidad de mi osadía si algo llegara a pasarles. Estaba en un desierto, el sol parecía quemarme por todas partes aunque estaba adecuadamente vestido, mis labios se sentían secos y rajados y el ardor en mis pies delataba que estaban descalzos. Un lejano horizonte me rodeaba, llano hasta perderse entre las ondas de calor que me impedían ver con claridad. No tenía agua ni comida y ya me quedaban pocas fuerzas. Intenté caminar hasta llegar a alguna parte o alcanzar aquella línea inestable que parecía ser el final del camino, pero me vi incapacitado para hacerlo. Caí de rodillas al ardiente suelo y lloré, aunque no brotara de mis ojos una sola gota. Al reincorporarme, entendiendo que no podía agotarme más llorando, abrí mis ojos y me topé con ella. Extendida en la tierra, indolente, burlándose de mí. La escudriñé, sintiéndome un tanto aliviado al percibir compañía de alguna forma, si es que aquello lo era. “Amiga mía, compañera de mis delirios. Cuan desafortunada eres por estar pegada a mis pies y acompañarme obligada en mis tristes andares. El suelo arde y el cielo también y sin embargo, bella bromista, tú te mofas de la experiencia e intentas imitarme. Maldita, que estás privada del habla y la escucha, que aunque estás siempre, jamás estás. Sufre conmigo mi final, disfruta el abrazo del sol…”. La demencia estaba tocando a mi puerta, pues aquella figura que reproducía mi silueta, se desprendió de mi cuerpo y se levantó frente a mis cansados ojos. “Valiente eres al llamarme amiga, porque nada te favorecería más el que así fuera. Yo soy tu lado oscuro, evidentemente condenada a viajar a rastras, pues la luz siempre está arriba y nos somete, la luz me pone en evidencia aunque intente siempre esconderme de ella. Dichoso tú que puedes darle la cara sin que te desaparezca su justicia, dichoso tú que aún con tantas culpas eres libre. Maldita estoy, dicho por tus palabras ha sido. Materia prima de todas tus pesadillas, la melancolía manifiesta, tu condena, tu mala suerte. Jamás debes hablarme, ni notar mi presencia a doquier, porque castigo tuyo soy, pronta agonía, receptora de males… ahora descubiertos”. Entonces desperté del sueño malo, sumido en uno peor: la vida misma.
ROGER LUIS CHICO CABARCAS
Colombia
Facebook: https://www.facebook.com/roger.c.c.5 - Blog: https://leerconr.wordpress.com/ 123
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nochecía. Parpadeaban las primeras estrellas mientras yo continuaba allí sentada, esperando que ocurriera lo que durante tanto tiempo llevaba deseando. Se levantó una brisa agradable y fresca. Consideré que el momento era propicio y lugar adecuado. Ese día, salí de casa y comencé a deambular por las calles sin rumbo fijo ni dirección; mi mente iba ocupada construyendo las frases que le diría, si la encontraba; mis piernas y mis pies tomaron el timón; me abandoné, no buscaba nada, salvo pasear, disfrutar de la mañana y tratar de encontrarla. A veces la presentía, y mi pulso se aceleraba, pero todo quedaba en una pura y simple sensación. A nuestro primer encuentro, allá en mi juventud, siguieron otros momentos de juegos amorosos con mucho fuego y pasión. A veces, ella llegaba cuando yo no la esperaba y me dejaba desconcertada pero, ante su fuerza y su ardor, poco o nada podía decir yo, salvo: heme aquí, poséeme hasta la locura. Querer ser poseída por quien no pretende poseer me colocaba en una posición de aparente subordinación, pero, cuando llegaba el clímax, nada de esto importaba, porque era transportada a otra dimensión. Cuanto más descendía ella, más alto volaba yo. Nuestros encuentros fueron cíclicos, ya que es difícil mantener ese estado de perturbación, sin llegar a perder la cordura. En los periodos de sequía yo la buscaba con ansia, pero nunca llegué a encontrarla; siempre era ella la que decidía el momento, la que me sorprendía, la que me alcanzaba. Los años fueron pasando, aquellos encuentros amorosos y apasionados se fueron distanciando. La vida, a veces, presenta oportunidades difíciles de rechazar y una amante como ella no puede estar en la mesa que come la mediocridad. Cuando ya había perdido toda la esperanza de disfrutar con su presencia, un día reapareció. No había duda, su fragancia, su frescura y su poder de atracción la hacían inconfundible. Yo no la esperaba, pero le sonreí, cruzamos nuestras miradas y nos tomamos de la mano. —Nunca te olvidé —me dijo. Yo, con los ojos húmedos y el corazón acelerado, me disculpé por sucumbir a lo mediocre, por mi falta de perseverancia, por haber dejado de buscarla y le di a entender que no estaba preparada. 125
—Permite que lo intente —susurró. Yo la dejé hacer y me envolvió, como solo ella es capaz de hacerlo. —Ya no tengo fuego —le advertí en voz baja. —No importa —respondió—, aprendamos a disfrutar ahora desde la calma. —Tal vez desde ahí lo pueda conseguir —asentí sumisa, pese a que siempre me caracterizó un punto de rebeldía. Curiosamente, pese a tener un sabor distinto al de años atrás, nuestro encuentro alcanzó un grado de equilibrio que le permitió fructificar. Nada me ha prometido, ella es siempre la que manda, la que me posee, desde la pasión exaltada en mi juventud o, ya en mi madurez, desde la calma. Si he de ser sincera, me gustaría que nunca se ausentara, que fuera siempre mi amiga, mi amante, mi compañera, pero, desde mi humilde posición, solo puedo agradecer que, a mi edad, me siga visitando y ofreciendo la oportunidad de disfrutar desde un punto de quietud y de calma, cualidades estas más cercanas y propias del alma. La luna llena se ha llevado las sombras y yo sigo esperando por si llega con retraso, y hasta que llegue el nuevo encuentro, escribiré a mi manera, para que, cuando tenga a bien visitarme, me encuentre preparada. Porque ahora ya he aprendido que la “inspiración” anda muy buscada y cuando llega no lo hace para quedarse, tan solo para ser disfrutada.
ANA PALACIOS España Blog: anapalaciosv.es
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a vernissage se había extendido demasiado tiempo, el alcohol había fluido con demasiada… fluidez. Y la noche, pegajosa de humedad y diálogos plagados de referencias pseudoculturales, series de moda, escándalos de la farándula y alusiones que no comprendía del todo, se tornaba insoportable a medida que los minutos se aplastaban uno sobre otro. Esperé lo que me pareció un tiempo prudencial para desaparecer sin que mi ausencia fuera tenida en cuenta y que el dialogo, tan insípido como insulso, continuara sin más. Dos horas. Podría haber huido antes, pero se parecería demasiado a una estampida de búfalos huyendo de cazadores inexpertos en las planicies; como la que se produjo con la llegada de las bandejas del catering y las copas de sidra disimulada como si de champagne se tratara, reforzando el estereotipo de que todo artista es, en un porcentaje medianamente indecente, un muerto de hambre (¿metafóricamente hablando?). Regalé más de mi tiempo de lo que en cualquier otra situación hubiera aceptado para algo semejante. Claro que acceder a la invitación había sido el primero de los errores. Acercarme al lugar, el segundo. Llegar antes del inicio, el tercero. Y la lista se tornaba cada vez más extensa a medida que transcurrían los segundos. Pero, ¿para qué mentir?, al menos algunos de los bocadillos tenían buen sabor. El problema era otro. ¿Por qué había aceptado ir? Aun sabiendo que ese tipo de espectáculos resultaba, como mínimo, aburrido, como máximo, demoledor para el humor y la cordura. Tal vez por eso, luego de empalagarme con algo que tomé de una de las bandejas sin saber su nombre, ni poder establecer tampoco una descripción medianamente coherente para señalar su filiación, si pertenecía al mundo de lo dulce o lo salado, o a ese otro espacio de lo agridulce, descubrí la mejor ruta de escape: los baños se encontraban en la misma dirección que la puerta de salida. Ni siquiera fue necesario el que me despidiera. Tan pronto como salí a la calle, hice señas a un taxi vacío. Me encontraba en una de las avenidas del centro donde el barrio se abre paso por sobre la ciudad y el mantener un “Centro Cultural”, o un “Espacio de arte”, o alguna denominación similar, resulta más económico; allí comenzó la segunda parte de mi aventura. Sí, todo lo anterior no era más que el prólogo para comprender cómo había llegado a subir a ese taxi, a saludar al chofer con el habitual gesto de cabeza y decirle que avanzara sin más, que se alejara tan rápido como había cerrado la puerta, que ya pensaría hacia dónde ir. Pasaron varias calles, creo que alguna avenida, o algo así, mientras esperaba que 128
las burbujas del falso champagne se calmaran en mi cabeza, hasta que escuché la áspera voz del taxista, sin dudas habituado al trabajo nocturno, pero no por ello menos cansado, menos necesitado de sueño(s), descanso, ver el sol dorándole la piel y vaya uno a saber cuántas cosas más. —¿Dónde lo llevo jefe? —preguntó. Ignoro realmente qué era lo que más le molestaba de la situación. El taxímetro estaba funcionando y pagaría lo que fuera a consumir; ¿por qué tanto apuro? —En la próxima calle gire hacia el siguiente universo —respondí aún con los ojos cerrados. El silencio que provocaran mis palabras me obligó a abrir los ojos y descubrir al taxista mirándome por el espejo retrovisor. No había odio en su mirada, ni resignación por ser el objeto de innumerables bromas mal dirigidas y de pésima calidad, ni por la infinidad de pasajeros que no sabían cómo mantener un diálogo de situación. No, no había nada de eso sino que, al contrario, lo que en ellos vi resultó por completo diferente. Ese brillo tan fuera de lugar en unas pupilas tan marrones como comunes en esta parte del mundo, ¿era de júbilo? —¿Qué…? —comencé sin saber muy bien qué decirle. —Llevo años esperando a que sucediera algo así —dijo interrumpiéndome—. Será mejor que se ajuste el cinturón y se coloque el casco. —¿Casco? —pregunté mientras veía como él mismo hacía lo que acababa de recomendarme sin poder decir de dónde había sacado el casco que ahora se colocaba. Me hizo un gesto con una mano señalando hacia atrás, allí me di cuenta que llevaba guantes sumamente gruesos y de aspecto pesado (de seguro eran muy caros, en la lógica de los 90s). Detrás del asiento que ocupaba había, efectivamente, un casco similar al suyo. ¿Cómo no lo había visto cuando subí al taxi? ¿Cómo es que no llamó mi atención antes? Giró en la siguiente calle, no me fijé si lo hacía en la dirección correcta, tampoco me importaba tanto. Comenzó a aumentar la velocidad más y más, mucho más que ochenta y ocho millas por hora en un lugar que no estaba preparado para algo semejante. —¿Qué está haciendo? —le pregunté. —¡Póngase el casco! —gritó. Con movimientos torpes, de quien nunca utilizó nada semejante, me coloqué esa cosa sobre mi cabeza, el vidrio estaba espejado, era tan negro que apenas sí podía ver. Las ruedas delanteras golpearon contra algo que parecía ser un reductor de velocidad y el salto me hizo golpear contra el techo de la cabina, pues no había llegado 129
a ajustarme el cinturón de seguridad. —¡Más despacio animal! —grité. —Pero… —respondió más tranquilo el chofer—, era la velocidad de escape necesaria. —¿De qué rayos (no usé la palabra rayos, sino otra que deberán imaginarse) está hablando? —dije mirando hacia el frente luego de acomodarme una vez más en el asiento. Contemplé ya sin estupor, porque por esa noche había superado la cantidad de emociones a las que podía recurrir para una descripción, el vacío y las estrellas. Una galaxia en la lejanía, un planeta que pasaba a nuestro lado, un puesto de venta callejera de artesanías sobre un asteroide, y tanta negrura que parecía tragárselo todo. Mi mandíbula se abrió de tal manera que, de no ser por el casco, habría golpeado contra mi pecho. —¿Qué es eso…? —pregunté sin saber muy bien a qué parte de cuanto me encontraba mirando, me refería. —El siguiente universo —respondió el chofer—, dos horitas, más o menos, si no hay mucho tráfico, llegamos. Miré los números que no dejaban de crecer en el taxímetro junto con otros símbolos extraños y por completo desconocidos para mí. Lo que más me preocupaba en ese momento no era el valor realmente astronómico del viaje, sino la remota posibilidad de encontrar, en algún momento del trayecto, un baño en el cual liberar a mi vejiga de tanto champagne sabiendo que aquella sería la última vez que tomara un taxi al salir de una maldita vernissage.
JOSÉ A.GARCÍA
Argentina
Blog: www.proyectoazucar.com.ar
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l lugar estaba oscuro y hacía un frío estremecedor, de ese que puede calarte hasta los huesos. Me froté las manos para infundirme calor y luego las llevé a mi boca. Pude ver el halo de mi propio aliento al escaparse por los labios. El hombre que me guiaba no se molestaba en comprobar si lo seguía. Supongo que mis pasos y los suyos retumbaban lo suficiente en el pasillo largo y oscuro como para constatar mi presencia allí. O quizás le daba igual. Mientras pensaba en eso, una gota de agua me cayó justo en el medio de la cabeza y me causó un escalofrío. Al menos fui capaz de permanecer callado. El silencio que nos rodeaba tenía algo de místico e inquebrantable. Miré hacia arriba. Alcancé a distinguir unos caños negros que recorrían el techo cóncavo. En el suelo había charcos a intervalos irregulares. Intentaba esquivarlos, pero de vez en cuando mi zapato se encaprichaba con alguno y la media mojada me daba una sensación de viscosidad. Cuando pasábamos junto a los reflectores blancos, ubicados más o menos a treinta metros unos de otros, encastrados en las paredes, alcanzaba a divisar unos cuantos bichos en el suelo negro. Si mi guía o yo los pisábamos, el crujido de su muerte me retumbaba en los oídos por varios segundos. No sé cuando perdí la noción del tiempo, pero después de mucho caminar comencé a preguntarme si llegaríamos a destino. Y con más ahínco todavía, cuál sería ese destino. Por momentos pensaba que desembocaríamos en el centro de la tierra y entonces la probabilidad de descender al mismo infierno me sobrecogía. Para distraerme fijaba la vista en la espalda de mi guía. Era un hombre más bien pequeño, pero no de contextura, sino porque se hallaba encorvado, ensimismado, como si fuera un envoltorio de papel que se arruga con la mano luego de consumir el contenido. Caminaba despacio, y rítmicamente. Si me concentraba en oír solo nuestros pasos, podía escuchar en el fondo de mi cabeza una melodía, y si la sincronizaba con el sonido de las gotas al caer en los charcos y el de algunos bichos al sobrevolar, parecía una canción. Un ritmo ancestral. Por fin nos detuvimos. Me costó mucho trabajo mandarles a mis pies la señal y que estos obedecieran. En el mismo instante mi corazón se aceleró. El guía se dio la vuelta y clavó sus ojos celestes en mí. La mirada era casi blanca, velada como la de un muerto. —Llegamos —anunció. Su voz aguda me perturbó por completo. Intenté distinguir alguna irregularidad en el pasillo infinito. Con gran trabajo, porque nos hallábamos en la sección donde la luz se veía casi extinta y la oscuridad se presentaba, observé el pomo de una puerta. Mi guía lo tomó con su mano de dedos largos y chuecos y la abrió sin esfuerzo. —Después de vos —dijo. 132
Lo miré por un segundo y su figura me repugnó tanto que pensé que lo mejor sería entrar. Ahora entiendo la causa de esa reacción. Jamás se me hubiese ocurrido dar la vuelta y desandar mi camino. Lo que encontré en ese lugar es difícil de explicar. Las palabras no me alcanzan y los términos no pueden dar una imagen fiel de lo que vi. Pero tengo que hacer el esfuerzo de explicarlo. Necesito comprenderme. Lo primero que me impactó fue el olor. Lo segundo, las jaulas. Las recorrí de golpe, casi corriendo y luego de una a una. En la última de ellas vi una figura en el fondo, como un bulto. Me acerqué y me puse en cuclillas. Agarré los barrotes de la jaula y sentí al moho viscoso y húmedo. Pero no me importó. Cuando los ojos se me acostumbraron a la falta de luz, me sorprendí dándole forma de humano. El corazón se me disparó cuando comprendí que respiraba y el cuerpo no me reaccionó. Con lentitud, el otro se fue incorporando y se arrastró hasta colocarse cerca de mí. Me miró y yo también lo estudié. Tenía uno de esos rostros parecidos a todos y a ninguno. Sonrió y yo sentí cómo se me erizaban los pelos de la piel. —Somos criaturas sensibles —dijo mi guía desde el umbral—. La gente nos trata de locos. Nos juzgan porque a veces matamos a algunas personas con nuestros juegos. Perdí la capacidad de hablar. Estaba absorto contemplando algo tan distinto de mí y preguntándome cuántas veces lo había visto en la calle sin verlo. Mi guía rió y lo hizo tan fuerte que tuve que darme la vuelta para observarlo. —Bienvenido —agregó. La palabra me quedó retumbando igual que el sonido de la muerte de los insectos. Quería saber qué era ese lugar. Y por qué estaba yo ahí. Tenía una inquietante sensación de que podría convertirse en espacio regular en mi vida. Volví a fijar mi atención en la cosa de la jaula, me costaba referirme a él como a un hombre. Sin embargo, tenía los rasgos de cualquier persona. Pero sus ojos… sus pupilas me miraban con tanta intensidad, como si fuera un perro. Parecía esperar una… ¿Muestra de cariño? Este último hallazgo me produjo tanta confusión que las palabras salieron solas de la boca, destrabando al fin mi lengua. —¿Qué le pasó? Antes de responder, mi guía río. Una risa para nada encantadora. —¡La vida! Lo que experimentamos todos. Todos los que llegamos hasta acá por lo menos. —¿Qué querés decir con eso? 133
—Cuántas preguntitas… ni sabés quién tenés al lado. Sé cuidadoso, porque muerde. No alcanzaba a comprender la idea de lo que el hombre me decía. Estaba intentando descifrar sus palabras cuando el otro, el de la jaula, se abalanzó contra la reja. Inmediatamente me eché para atrás y caí al suelo, ensuciándome los pantalones. La cosa agarraba los barrotes con las dos manos e intentaba sacar la cara por ellos, aunque no pudiera. Abría y cerraba la boca, queriendo morder algo. El guía soltó una carcajada. —Es bueno, aunque no te lo parezca, está un poco roto nomás. Es mi amigo. —Al decir esas palabras, se acercó y le palmeó la cabeza dos veces, en un gesto juguetón—. Le pegaron. Hizo algunas cosas malas. Se quedó solo. —Después de esas palabras permaneció en silencio por espacio de varios segundos—. Pero ahora está conmigo, y vos también. —¿Yo? —Claro. Porque a vos también te pasaron esas cosas, ¿o me equivoco? Entonces recordé los acontecimientos de los últimos días. Toda la sensación de rechazo que experimenté. Puede ser difícil haberla cagado y que nadie te quiera. Volví a mirar a la jaula. El otro había vuelto a su posición inicial, hecho un ovillo contra el fondo oscuro. De nuevo respiraba tranquilamente. Así, repentinamente dormido, no parecía tan diferente de mí. —Los demás deben estar por llegar. —Ante mi mueca confusa, aclaró— ¿Qué pensaste? ¿Qué las jaulas estaban vacías por que sí? —Su risa de nuevo inundó la habitación y penetró en mis oídos—. La tuya es la décima. Por consideración todavía tiene una manta. Bienvenido —repitió— un gusto que ahora seas parte de nosotros. Mi último pensamiento fue hacia el hombre encerrado. Alguien que, como yo, alguna vez había caminado por las calles en libertad. Alguien que, como yo, se había equivocado. Alguien que, como yo, ahora las recorría escondido, pretendiendo ser otro, observando, al acecho de algún compañero paria a quien traer a casa.
ANGÉLICA KONCURAT
Argentina
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l joven barbudo y de largo pelo, se apoyaba en la columna del semáforo, en la esquina de Cabildo y Juramento. A su lado unas cajas de cartón apiladas cuidadosamente. Él, con una pequeña guitarra a simple vista de plástico, de color negro, ejecutaba una canción, lo mirábamos desde una mesa del bar de esa esquina, nos dimos cuenta de que ejecutaba una música que solo él podía escuchar. Sabía tocar la guitarra, era evidente por los movimientos de la mano y sus dedos, pero recorría ese estéril mástil sin cuerdas, sin que nadie lo escuchara. Estaba alegre, conforme con su rutina. En un momento determinado un golpe de viento desacomodó sus cajas, rápidamente volvió a apilarlas, con un orden que solo él entendía y necesitaba; esas vacías cajas de cartón eran sus amplificadores, sus bafles y sus columnas de iluminación. Tardó varios minutos en poner todo en orden nuevamente, corrigió los sonidos, afinó su guitarrita y cuando tuvo todo listo, se puso de pie nuevamente apoyando su pie derecho en la columna del semáforo y continuó con su concierto, al que le agregó movimientos típicos de los guitarristas de rock. La gente que pasaba lo miraba indiferente, dos chicos que estaban vendiendo pañuelos descartables se detuvieron a charlar con él y el silencioso músico, les dio explicaciones amablemente, rieron juntos y luego siguieron su camino. También se detuvo una pareja de jóvenes, que lo saludaron con un apretón de manos, la chica llevaba un cuaderno en el que algo anotó y también siguieron de largo. Continuó el concertista actuando y ya ninguno de los transeúntes le prestó atención. Cuando estábamos por salir del bar, escuché de pronto una música que me sorprendió profundamente. ¡No será que lo estoy escuchando! dije sorprendido mirando a Gra. Es la música del bar, pero no estaría mal para el cierre de un cuento respondió sonriendo. Me pareció que tenía razón.
ROLANDO DI LORENZO
Argentina
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i alguien preguntara por el doctor Oswaldo Cabellos, mucho antes del terrible evento de aquella lejana mañana, dirían con total seguridad, que es un hombre ejemplar, bien educado y respetuoso. El doctor Cabellos era de unos cincuenta y tantos años, de mediana estatura, con una ligera calvicie y un bigote grisáceo y frondoso. Respetado y admirado galeno con un cargo importante en el Hospital Regional Docente de Trujillo, contaba con una columna en el diario de mayor circulación de la ciudad, algunos artículos en revistas médicas y apariciones en cuanto noticiero era invitado. Debo reconocer que era un deleite escucharlo hablar sobre literatura, política, historia, y está demás decir, que conocía a la perfección su especialidad. Incluso se rumoreó que podría ser candidato a alcalde, congresista en la lista de un histórico partido del país, incluso, se sabe que estuvo voceado como ministro de salud. Su llegada a Trujillo es un misterio; unos dicen que vino de Lima, huyendo de acreedores; otros dicen que vino de Arequipa, buscando mejoras económicas; inclusive que era de otro país, por su perfecto francés e inglés. Lo único cierto de todas esas historias, es que llegó viudo, pues su esposa, Isabel Castilla, había fallecido dando a luz a su hija Josefina. Contrató los servicios de una señora mayor, para que desempeñara las tareas de nana y ama de llaves. Al llegar se instaló en una pequeña pensión, cerca de la plaza principal. A las semanas, ya se presentaba en el Hospital, a los días era contratado, a los meses ya era un destacado médico, para que con el pasar de los años, se vuelva el personaje que todos recuerdan. Fue una primavera, cuando Josefina ya tenía veinte años y se había vuelto una mujer atractiva y pretendida por muchos en la ciudad; cuando llegó de Lima, el joven doctor Antonio Lara. Cargaba unos treinta años, porte atlético, graduado con honores y una promesa en la medicina. Llegó con la intención de ayudar a la ciudad, decía que Lima estaba demasiado poblada de médicos y que son las regiones, quienes demandan más atención médica, atención de calidad, además, de un espíritu por la aventura y conocer el país. Recuerdo que la presentación de este joven, estuvo a cargo de nuestro protagonista. Cabellos iba al lado de Antonio, presentando a doctores, enfermeras y empleados. Luego de eso, vi que se dirigieron al despacho que tenía el doctor. Tuvieron una breve, pero amena reunión en la cual intercambiaron ideas sobre temas médicos, políticos y sociales. Cabellos, siguiendo la cortesía que lo caracterizaba, invitó al joven Antonio a una cena en su casa. El joven aceptó gustosamente y se despidió con un cordial apretón de manos. Uno de los que trabajaban en la casa de Cabellos, me comentó que el galeno ordenó preparar los mejores platillos para esa noche y que el bar estuviera abastecido 138
con los más selectos vinos, piscos y whiskies. También mandó comprar habanos y; redecoró las cortinas e indicó que la casa debía estar pulcra y reluciente. Al llegar Antonio, Cabellos, haciendo gala de su elegancia y educación como anfitrión, mostró cada rincón de la casa a su joven invitado, intercambiando historias y anécdotas. Se podría decir que todo iba dentro de lo normal, hasta que de las escaleras descendió la joven Josefina, luciendo un traje que le resaltaba su joven y esbelta figura. Antonio no dudo en acercársele y extender su mano para tomar, con delicadeza, la suya y darle un tierno beso. Sus miradas se quedaron amarradas por un instante, solo siendo desatadas por una incómoda y sonora tos del padre. Durante la cena, las miradas entre el invitado y la joven anfitriona iban y venían de un lado a otro, mezcladas por los halagos de Antonio a Josefina, de las mejillas sonrojadas de ella y de la ligera incomodidad del anfitrión. Siempre tuve la duda de saber si después de esa cena, los coqueteos entre ambos se concretaron en una carta, una salida o un encuentro más íntimo. Estuve preguntando entre las enfermeras, empleados del hospital y alguno de los empleados de la casa de Cabellos, pero ninguno logró darme una prueba fehaciente y contundente de un amorío o una aventura secreta. Salvo en una reunión, que los vi conversando, muy amenos, muy sonrientes; mientras Oswaldo, al otro extremo, entre sus breves discursos sobre historia, miraba a la pareja, miraba esa complicidad, ese brillo en los ojos de su pequeña Antonia, los miraba con ojos fríos y firmes. Es la noche que Antonio organizó una partida de póker, en donde empezaría todo el calvario de Cabellos. Uno de los asistentes a ese juego, comentaría, mucho tiempo después, que nunca había visto al honorable doctor de la forma en que lo vio esa noche. Indicó que esta trascurría de manera natural, entre bromas y comentarios. Las partidas iban y venían, las fichas sobre la alfombrada mesa verde junto con los ceniceros, las colillas de cigarros, los vasos y las botellas de licor. Fue casi dos horas después, que el doctor empezó a cambiar de actitud. La botella de whisky fluía sin discreción por sus manos y su estado de ánimo era cambiante; por momentos de un júbilo exagerado y, sin preámbulos, pasaba a un estado violento. Luego de esa terrible noche, sus hábitos cambiaron. Se dice que empezó a reunirse más seguido con un grupo de jugadores en su casa, fue excluido de los elegantes cocteles a los que iba, por comportamientos inapropiados. Se le veía en bares de mala muerte, donde apostaba casi todo el dinero que tenía ahorrado. Los empleados de la casa, no reconocían a su jefe. Las sirvientas se hacían señales de la cruz cada vez que tenían que ver en ese estado al doctor y los sirvientes, lamentaban la degeneración de este, al verlo inconsciente después de largas partidas de póker. Antes de aquella noche, la noche previa al fin; Oswaldo, quien ya no era ni la 139
sombra del hombre que empecé a relatar al inicio, se me acercó. Salía de terminar mi turno, cuando me dijo que necesitaba un préstamo, que necesitaba pagar unas deudas. Su aspecto era desordenado, la camisa fuera del pantalón, la barba descuidada y oliendo a licor. Le dije que no tenía mucho dinero, pero le podía ofrecer una parte de lo que me pidió a cambio de que me acompañara a tomar un café. Se rascó la barba, mientras miraba el suelo, y luego asintió con la cabeza. Nos sentamos en un café cercano al hospital. Pedí un café con una empanada de carne para él y un jugo de papaya para mí. Devoró la empanada en un segundo y el café lo tomó como agua. Me preguntó si tenía un cigarrillo, le dije que no fumaba. Quise saber qué hecho había sucedido, que lo hizo volverse este personaje ajeno al Oswaldo que me hablaba de Cervantes, de Grecia, de los Incas, de las reformas en salud que deberían hacerse; quise saber qué sucedió con ese maestro que muchos alumnos de medicina, admiraban y seguían, quise saber dónde estaba ese padre ejemplar, ese ciudadano modelo; pero antes de poder preguntar algo, me pidió el dinero y se retiró de manera feroz. Fue luego de un partido de fútbol que Antonio anunció que iba a invitar a Oswaldo a la partida de póker que celebraría en su casa esa noche. Todos nos miramos asombrados. Algunos rieron pensando que era una broma, otros se quedaron en silencio, otros negaron con la cabeza. Lo que recuerdo de aquella noche, es que todo fluía de manera normal, Oswaldo se encontraba tranquilo y departiendo entre los invitados, el licor iba y venía mezclado con el humo del tabaco. Pero todo cambió cuando Oswaldo no tuvo más que apostar, es ahí que Antonio, lanzó su apuesta. Todos nos quedamos en silencio, asombrados e incrédulos por lo que escuchábamos, pero mayor fue nuestro asombro al escuchar la aceptación de Oswaldo. Al terminar la partida, Cabellos se paró con serenidad, se despidió cortesmente de todos los asistentes, miró su reloj de bolsillo y le dijo a Antonio que podía pasar a las nueve de la mañana por su premio. Logré verme con Antonio, y a pesar que han pasado casi diez años de esa mañana, aún veo en él esa mirada aterrada y de asombro cuando revive lo sucedido. Me confesó que su intención nunca fue burlarse de Oswaldo, de ofenderlo; solo quería que se divirtiera un poco, por el mal momento que estaba pasando. Antonio prendió un cigarrillo antes de empezar. Fui temprano a casa de Cabellos, pero me sorprendió ver las cortinas de la casa cubriendo el interior y la demora al abrir la puerta. Sabía que muchos de sus empleados ya no trabajaban con él, por eso pude entender la demora. Luego de unos minutos, sería el mismo doctor quien abriría la puerta, mostrando ese aspecto lamentable. Antes de poder dar mi explicación; me dijo, con una voz calmada que mi 140
premio se encontraba en el segundo piso, que él cumplía con pagar sus deudas. Antonio hizo una pausa y volvió a encender otro cigarrillo. Le dije que no entendía lo que me decía, que todo había sido una broma de mal gusto; y pude ver como se dibujaba la desesperación en el rostro de Antonio. Oswaldo caminó a la sala, ignorando el terror de Antonio. Su rostro era un lienzo frío y sin expresiones. Es en ese momento, prendiendo otro cigarrillo, que me dijo que subió presuroso las escaleras y al llegar a la habitación de Josefina: “Me acerqué a ella, la tomé de la mano y pude sentir lo fría que estaba, tenía unas marcas moradas en el cuello, marcas que había visto en aquellos cuerpos que han muerto por estrangulamiento. Solo recuerdo que fue un violento y fuerte disparo, proveniente del primer piso, que rompió el silencio de la casa y el shock en el que me encontraba”. La noticia del filicidio y, posterior suicidio del doctor Cabellos, fue portada de los diarios trujillanos y de todo el país. En el hospital estábamos impactados, devastados y entristecidos por el final de, quien fuera, no solo un gran médico, sino un gran ser humano. Las ceremonias fúnebres de ambos, se intentaron manejar con la mayor privacidad posible. Al no tener más familia, solo se restringió el acceso a personal del hospital. Ella descansaba en un ataúd blanco, de cedro fino y él en un ataúd negro, del mismo acabado. Se encontraban uno junto al otro, con los féretros cerrados y con una foto de ambos en la cabecera, rodeado de unas cuantas coronas fúnebres y rosas blancas. Fueron cremados y ambas cenizas lanzadas al mar. Nunca se supo la razón del cambio de Oswaldo, nunca se supo si tal vez tendría un problema oculto, un miedo a perder a su única hija, un miedo a ser olvidado y dejar de ser el centro de atención. Como en todo relato, se tejen tantos finales, tantas hipótesis. Caen preguntas como, qué hubiera pasado si Oswaldo no hubiera invitado a Antonio aquella noche, qué hubiera pasado si Antonio no hubiera propuesto esa terrible apuesta, qué hubiera pasado si no llegaba a Trujillo, qué hubiera pasado si su esposa no hubiera muerto. Qué hubiera pasado si no asesinaba a su única hija, qué hubiera pasado si aún siguiera vivo. Nadie lo sabrá. Solo sabemos del terrible acto que cometió y que opacó una brillante carrera y un prometedor futuro. Solo sé que basta un clavo mal puesto, un ladrillo defectuoso, una decisión mal tomada, una frase o acción desatinada o dañina, para tirar abajo una casa, un castillo, un gobierno, y con mayor razón a un hombre, tan impredecible como lo inesperado, y tan único como los secretos que se llevará a la tumba.
Renzo F.Del Aguila Merzthal
Perú
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undida en un mar de dolor le resulta una molestia abrir sus ojos, por eso estará continuamente cayendo entre sollozos. Está parada en una muy tenue luz, detrás de ella está la puerta por la que acabas de pasar, y ella sigue flotando innaturalmente por encima del suelo. Además de ella y la puerta, todo está ahogado en una absoluta obscuridad sin límites, no porque no haya nada más, sino porque es todo lo que necesita ver. “¿Me encontrará alguien?”, pensó. Ese nuevo espacio le hace pensar en las tardías noches de invierno, justo después de que todas las hojas rojas abandonaran a los árboles para unirse al suelo. Tan tranquilo y húmedo; sin un alma a la vista posible, de seguro había más almas, pero le son de poca importancia, como vida simple solo tenía un nuevo objetivo, encontrar una luz, la que fuera, pero la necesitaba. La puerta le recuerda la escena de la vuelta a casa luego de un día largo de muchos deberes y, por fin, puede disfrutar de un poco de paz. Está un poco confundida, comienza a caminar alrededor de la puerta, pero siempre con el margen a la vista, nunca se alejó demasiado de las cosas, ¿por qué ahora? En este momento tenía todo el tiempo del mundo ¿o no?, pero se sentía casi como si estuviera obligada por una cuerda a quedarse donde estaba. A pesar de que flotase a donde quisiera y atravesara los cuerpos que deseara, esa sensación le distraía para cumplir su objetivo. Tal como si fuera una manera de asegurarse que no desapareciera de su espalda, bajo ningún segundo de descuido. Solo toma algunas medidas de seguridad, eso es todo, ¿o solo es cobardía? Pero nada fuera de lo normal ocurre, el paisaje no cambia y no hay ningún movimiento en los alrededores que le perturbe, solo el de su propio cuerpo, o al menos lo reconoce como su cuerpo porque si prestaba atención no parecía como lo recordaba. Aliviada o tal vez buscando algún cambio se atreve a caminar aún más lejos, porque esa luz debe estar en algún lado y tiene que encontrarla. No sabe con exactitud la cantidad de energía que ha gastado tratando de encontrar esa luz, pero entre más se esfuerza, más impaciente se vuelve. En esta obscuridad, sin ningún punto de referencia para ayudarse a mantener el sentido de la orientación, decide utilizar algo, o alguien, para llegar a tu destino. La puerta como punto de reunión fue descartada, pues la dejó atrás desde hace tiempo, y empieza a moverse en línea. Camina y sigue; por lo que reconoce son callejones con seres que se mueven y la ignoran, en jardines donde solo los animales te emiten sonidos o te voltean a ver, sin embargo, lo que antes reconocía como lo que fue antes, es invisible. Cambia su forma para asustar o en su inmersión mueve las cosas que están cerca por error, o a veces para que alguien la escuche, de todos modos, los vivos se 143
espantan y los animales la fuerzan a que se vaya de ahí. Llega a un sitio que en sus recuerdos es un pueblo pequeño, con muchas casas, más animales, pero hay objetos que la gente usa y ella también puede usar; a veces le divierte la reacción de las personas, el modo en que su aura se altera le renueva pero es de manera efímera. Ella necesita algo permanente, la cuerda se hace más larga y ya no puede cargarla por más tiempo. Se dio cuenta que conforme pasaba más tiempo en su antiguo mundo de nuevo podía verlo pero no tenía caso. Entonces un resplandor llegó, ¿era lo que estaba buscando? Alzó la mano y se dejó atrapar, pero lo perdió entre sus dedos gracias a las olas de su propia condición, su propio mar de obscuridad. “¿Qué era eso? Cálido y deslumbrante ¿Quién se atrevió a dejarlo entrar?”. Aún podía sentir esa luz, con mayor esfuerzo cargó su larga y pesada cuerda y pudo entrar a la fortaleza donde estaba esa luz. Tenía forma de persona, era una persona pequeña, pero lo que aumentó su emoción fue que esa persona le mirara, sabía que estaba ahí, entendía para qué estaba ahí. Fue tal su descontrol de energía que cambió forma, a la única y última que recuerda cuando podía sentir las cosas. Estaba lista para obtener esa luz y que la cuerda se rompiera de su espalda y ser liberada, pero la personita gritó y la oportunidad se perdió. “La chica del fondo del mar quiere saber, pero está encerrándose en su propio abismo”. Otra energía apareció de manera oportuna sobre la personita y logró que se marchara. Pero era tarde, ella ya se había decidido a quedarse en esa casa. Porque conoció a alguien que la cautivó. En ese lugar llueve mucho, los árboles se amontonan y cubren el cielo, lo cual vuelve normal que la lluvia no la toque. Sabe que el lodo se mueve bajo su cuerpo flotante y sus extremidades se balancean lentamente hacia atrás y adelante. Pero no lo siente, eso le hace sentir vacía y su sed de luz aumenta de nuevo. Incluso en un mundo sin día ni noche, continúa sin dormir. Moviendo sus aletas lentas, le es hermoso nadar profundo, aguardar en los lugares que nadie va de la casa, haciendo ruidos raros para desaburrirse y mover cosas de su lugar o lanzarlas cuando su frustración incrementa. De nuevo la luz llegó cuando el mundo ajeno estaba obscuro, solo así no se sentía perdida y, de este modo, lograron coincidir. Pero la chica del mar, como así la denominó la energía protectora, se hunde a propósito, avergonzada de no poder con su mentiroso corazón parlanchín. 144
“¿Me dará aquel valor necesario el abismo?”. El agua se arremolina, como si celebrara los secretos de su futuro. Muchos piensan que pisar agua es desagradable, se quedan bacterias ahí, pero la personita está determinada y el color lodoso cambia a uno claro, por una parte, ella, en su forma invisible, se alegra de verla porque puede conocerse a través de ella de manera externa, pero la personita no entiende con facilidad lo que trata de decirle. No puede hablar, solo pensar y mover la energía a su alrededor para transmitirle cosas. La personita crece y sigue caminando, fingiendo no verle. Pero algo cerca capta repentinamente sus ojos. Eso le detiene. No era la única sombra que vivía ahí, y tampoco la única que necesitaba a la persona para regresar, sin embargo, ella se da cuenta de que esa otra sombra es más obscura, pesada y burbujeante; era cruel, sabía que en la otra dimensión había provocado dolor y pensaba seguir haciéndolo; un nuevo objetivo brotó de la sombra del fondo del mar, protegería a su persona. Los sentimientos se desbordan en burbujas, se sintió más fuerte y por eso esa sombra perversa se va de repente, para la chica del fondo del mar. Fue algo rápido, hasta casi sencillo, pero recordó que en su forma de ser, el tiempo es rápido mas para la persona pasan horas y noches largas y tormentosas de pesadillas crueles y a veces enrredadas. Sin embargo, la personita estaba agradecida con la chica del fondo del mar, le dijo cosas con suavidad que de cierta manera movieron su interior, se preocupó, porque la obscuridad la dejó sola. —¿Quieres ayudar a otros? —le pregunta la persona. Déjame ir contestó la sombra. Ahora sin eso, con libertad, la persona extendió su mano y la vio, la verdadera forma de la sombra. Dijo al aire: —Mira, tú también tienes colores. Curiosa, se agacha y gira la cabeza para conseguir una mejor vista de lo que acaba de encontrar. Es una pequeña puerta de color amarillo, su color amarillo la hace destacar. Se acerca a ella sin dudar y decide abrirla. La chica del mar ahora canta una bendición, ahora quiere saber más sobre los amaneceres. La chica del mar dejó de nadar y ahora vuela. Porque ha encontrado a quién liberó su corazón.
SOFÍA LUDLOW CÁNDANO
México
Twitter:@SofíaLuCa18 - Blog: http://elmundodesofialabruja.blogspot.com.ar/ 145
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ercedes sintió un dolor que le estremecía la espalda y le recorría cada vertebra. Las contracciones comenzaron a pocos minutos del toque de queda. Ella se frotaba el vientre para tratar de calmar el dolor. El único teléfono que tenía estaba fuera de servicio. Jaime estaba tomando un taxi para poder llegar a salvo a casa y evitar que la guardia civil lo detuviera al estar en las calles en esas horas, donde nadie tenía que estar deambulando, porque podría ser confundido con un miembro de Sendero Luminoso y el final sería fatal. Tenían la orden de disparar. Todo el Perú estaba paralizado. Habían empezado en la sierra de Ayacucho, quemando actas de las elecciones, declarando así, fuera de ley las elecciones que daban como presidente a Fernando Belaunde Terry. Tome, dijo Jaime, entregando unos billetes al conductor, pero antes que pudiera cerrar la puerta con tranquilidad, el auto ya estaba en marcha. A lo lejos se escuchaban disparos. Respiró hondo, ya estaba en casa. Al pasar por la sala vio a su esposa, quien sudaba y parecía tragar saliva como acto emergente ante el dolor. Pero mira cómo estás, mujer. Voy por un taxi—, dijo, pasándose la mano por la frente, con esos dedos que comenzaban a tener vibraciones involuntarias. ¡No! Prefiero que te quedes conmigo—. Tomó su mano y la apretó junto a su crucifijo que llevaba en el pecho. Dios te salve María, llena eres de gracias, siguió rezando casi en silencio. Mientras él se desesperaba más a cada segundo que transcurría entre esas paredes. Ya vengo, dijo Jaime, indicando la cocina con el índice. Al verse solo cerró los ojos, no pensaba con claridad. Abrió con cuidado la puerta trasera procurando evitar cualquier ruido que su esposa pudiera percibir. Y salió temblando de miedo. Recorrió casi dos cuadras a rastras. Tocó la puerta de una casa hecha de adobe y quincha que parecía deshabitada. Después de insistir con golpes fuertes, apareció ante él una mujer de nariz aguileña de cuantiosas arrugas. Por favor, ayúdeme, ayúdeme, se lo suplico. Mi hijo está por nacer, dijo apretando la mandíbula. La comadrona lo miró y asintió con la mirada. Le dijo que volviera a su casa, que en menos de media hora estaría en su puerta. Jaime ahogado por su angustia regresó a casa, se sentó al lado de su esposa y la abrigó. En treinta minutos alguien llamó a la puerta. Él abrió y no hizo preguntas. ¿Quién es ella? preguntó Mercedes. Jaime se arrodilló ante ella y respondió: la comadrona, ha sido partera toda su vida. Lamento que mi hijo no pueda nacer como se debe, en un hospital. Ella recostó su rostro en sus hombros y se quejó de dolor. La anciana se acercó a la mujer y empezó con unos masajes sobre el vientre, después de veinte minutos se detuvo. La criatura está de pie, nacerá parado. 147
Las contracciones se hacían cada vez más insoportables y la gestante se quejaba de dolor. Mientras que Jaime iba a traer los medicamentos un clavo entró disparado por una de sus lunas, haciendo del cristal granos de azúcar. Pudieron ser más, pero él solo vio ese, que le había raspado el brazo en medio del roce. Mercedes gritaba mientras la anciana trataba de calmarla, que ningún grito calmará a esos, que lo deje, que más vale mujer calmada que muerta y tapada, sostuvo terminando el refrán. Un coche bomba había explotado en el descampado de la zona conocida como El Bosque en el distrito de Vitarte. Al menos, tenemos luz, se dijo Jaime. La comadrona tomó con fuerza a Mercedes y le dijo: puja mujer, puja. Ella decía que no, que no puedo. La vieja: que sí, no seas dejada. Vamos, un poco más. Y el silencio otra vez, en esas cuatro paredes. El bebé no lloraba, estaba morado. El padre tenía la cara de sorpresa con una vocal entre los labios. Está muerto. —Que se calle. No me venga con malos augurios—, dijo la anciana. Dándole una palmada al recién nacido, surgiendo el llanto. Calmado el ansia de las miradas agónicas. “Qué futuro nos espera en este lugar, hijo. Qué futuro”, pensó Jaime.
ÁLVARO SINARAHUA
Perú
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