EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 20 OCTUBRE 2017

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Foto de tapa:

Andrés Galindo

México

Twitter: @andresrsgalindo Blog: misimposturas.blogspot.mx

Dedicada a Lía Romero

Basada en un pasaje del cuento de Silvina Ocampo “Eladio Rada y la casa dormida”: “En un cajón lleno de clavos, recortes de diario y alambres viejos, Eladio guardaba la fotografía de su novia”.

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 20 - OCTUBRE 2017 ISSN 2591-3123

Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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INDICE NOCHE DE PESADILLAS ELIZABET JORGE 8 LA FERIA YOLANDA SA 11 PERDER LUIS FONTANA 15 EL DÍA DEL CUMPLEAÑOS IRMA VEROLÍN 19 LA NORIA DEL PRATER MARÍA XIMENA RODRÍGUEZ MOLINARI 25 20/07/69 JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 29 LA SEGUNDA CONFESIÓN CARLOS M.FEDERICI 33 EL AGUA NO ME DEJABA VERTE ALMA RURAL 39 QUERER JEAN FRANCISCO CERVANT 44 LA IMAGEN DE NICOLLE EBHER CASTILLO CADILLO 49 MANTO BLANCO GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO 55 EL RINOCERONTE ENSANGRENTADO DEL ALBA JOSÉ LUIS VELARDE 58 SERENDIPIA MIGUEL ANGEL DI GIOVANNI 61 LA VIDA CIRCULAR DE LAS PLANTAS DE INTERIOR EDUARDO CRUZ ACILLONA 66 HUEVOS, AVES Y PECES RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 69 DÍA DE GATOS MANUEL ÁNGEL CAMPOS 73 LA PAYANA DE LOS HÉROES VALERIA RODRÍGUEZ 76 EL SILENCIO DE LOS ARTISTAS LOURDES CUCCO 80 HOMBRE QUE CUIDA HOMBRE… LUIS SALVATORE SERVETTI 84 SHE WALKS IN BEAUTY LIKE THE NIGHT…ALINA TORTOSA 87 EYEDER, EL INICIO DEL FIN ANTONIO ZETA RIVAS 90 VOCES AL CIELO CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 94 ¡DESPIERTA! ÁLVARO MORALES 97 LA ESCALERA ROLANDO JOSÉ DI LORENZO 101 HOMO POLITICUS ANDREA ALVES 104 REFLEJO ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ 107 INCINERADO JESÚS H.SANTIVAÑEZ VALLE 109 LA LOCA DE LA MUÑECA DE UN SOLO OJO ANTHONY CCORI GUERRERO 113 COINCIDENCIAS DAMARIS GASSÓN PACHECO 117 DÍA DE MUERTOS GERARD KING 119 LA COSA EN EL CAMINO ROGER CHICO CABARCAS 124 EL VIENTO ZONDA ADA INÉS LERNER 128 6


UN CAFÉ, UNA MUJER ANDRÉS WAISTEN 133 SUPLEMENTO DOS ESTACIONES OTOÑO ADRIANA ACOSTA 138 VOLAR LUIS J. GORÓSTEGUI 138 CÍRCULO LUIS FONTANA 138 KORÉ ANA MILÁN 139 PRIMAVERA GABI SINAPESHIDO 139 OTOÑO LUIS MENDOZA 139 TRANSICIONES LUIS GONZÁLEZ 140 ALGUIEN Y LAS FLORES JOAQUÍN PRINO 140 PROSERPINA RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 140 PQV SERGIO B. GÓMEZ PIZARRO 141 MUJER PRIMAVERA JESÚS H.SANTIVAÑEZ VALLE 141 UN DÍA DESAPARECIÓ MARÍA XIMENA RODRÍGUEZ MOLINARI 141 ASUNTOS GUBERNAMENTALES ANDREA ALVES 142 COMIENZO RAÚL GARCÉS REDONDO 142 PRESAGIOS ALICIA GAIONE 142 PÁJAROS CANTAN RENATE MÖRDER 143 OTOÑO DEL ´89 RENATE MÖRDER 143 PRIMAVERA YOLANDA SA 143 OTOÑO LUIS MARIO SALVATORE SERVETTI 144 PRIMAVERA LUIS MARIO SALVATORE SERVETTI 144 OTOÑO Y PRIMAVERA DAMARIS GASSÓN PACHECO 144 LA AUSENCIA DE UN PASADO NANCY AGUILAR QUINTERO 145 EL ERROR DE JACK NICOLÁS RODRÍGUEZ 145 LA VICTORIA DE LAS TINIEBLAS JOSÉ RICARDO GONZÁLEZ SÁNCHEZ 145 OTOÑO GRANATE DIEGO VIDAL SANTURIÓN 146 FIN DE ESTACIÓN DIEGO VIDAL SANTURIÓN 146 OTOÑO SOLITARIO FEDE MARONGIU 146 SUSPENSIÓN VITAL CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 147 VIVIR EN OTOÑO CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 147 CUAL HOJA SECA CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 147 EL PAÍS DE LOS PRODIGIOS CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 148

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alvador no sabe que es noche de pesadillas. Podría ser Año Nuevo o Carnaval, pero no hay luces de colores. En la esquina, lo que hay es una luz blanca que brilla sobre la moto. Salvador se acerca, se sienta en el umbral y la mira largamente. Es como un sueño la moto del “Gato” Olmos bajo el reflector de la comisaría. El “Gato” Olmos que está adentro sentado de frente a la puerta cancel lo ve y cambia las señas del truco; guiña un ojo y ladea la cabeza señalando hacia Salvador. Los compañeros de juego ríen a carcajadas, ahora la noche se pondrá divertida. El Gato deja las cartas sobre la mesa, se para y va hacia el zaguán. Vení Salvador, pasá que te enseño a jugar al truco. Salvador con su sonrisa de idiota, entra. El cabo de guardia le acerca una silla y un mate dulce. El Gato baraja las cartas, finge enseñarle a jugar, y le dice que la próxima mano es por la moto o el calabozo. Jugá dale, yo te enseño a mentir, jugá. Salvador no sabe mentir, su sonrisa de idiota es auténtica. De tanto en tanto una baba acuosa corre desde sus labios a los naipes que aprieta contra el pecho. El Gato le dice cantá para el tanto, y Salvador canta un salmo de la iglesia. El Gato se santigua, los otros contienen la risa y después lo aplauden. El cabo de guardia le echa caña Legui al mate. Muchos mates, hasta que Salvador que no sabe nada de alcohol se queda dormido en la silla. La baba acuosa gorgotea al compás del ronquido. En Villa la Cruz, la primera de luna llena, es noche de pesadilla. Dicen que los únicos que están a salvo son los niños menores de siete años, solo si duermen en brazos de sus madres. Los adultos esperan el amanecer reunidos en las casas, hacen cenas como las de Navidad, campeonatos de truco, bailes. Algunos buscan compañía en el bar de la ruta o apuestan en la riña de gallos. No se debe beber alcohol, leer, o mirar televisión, ni nada que induzca al sueño. Soñará este infeliz, pregunta el Gato. Los otros tres cargan a Salvador y lo llevan al calabozo. Lo tiran en la cucheta, vuelven, se sientan y continúan el juego y las risas, y comienzan la ronda de porro. El cabo de guardia enjuaga el mate. Ahora lo sirve amargo y bien caliente. Puta digo, dice el Gato, ni para putas está la noche, porque si te entra el sueño. Truco. No quiero. Ni para joder al idiota, da. ¿Soñará ese infeliz? Falta envido, y termina el juego. Se para, deja la mesa y las cartas. Sale a la vereda, arranca. Los otros se quedan en silencio escuchando la moto alejarse. El Gato Olmos da unas vueltas alrededor de la plaza. Alguien comenta que parece un murciélago bajo la luna. Es noche de pesadilla, la sombra de la cruz es más que sombra, tiene volumen, profundidad. Nadie se atreve a cruzar la plaza, ni a

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caminar en las cuadras laterales. Él enfila la moto hacia la ruta. Esperará el amanecer allá, en el patio de atrás del bar, apostando a los gallos. El cabo de guardia y los otros salen a tomar mate a la vereda. En el calabozo, Salvador Cruz tiene los ojos entreabiertos e inmóviles, ronca pausado, la baba acuosa forma un charco en el jergón. Salvador acaso sueña: la boca abierta al viento y él volando en la moto reluciente del Gato. Se la ganó jugando al truco. Vale cuatro. Poco le duró el sueño. Salvador despierta con la sonrisa idiota invencible y húmeda, mira el techo, se sienta al borde de la cucheta, se para tambaleando y sale por la puerta del calabozo que siempre estuvo abierta. Camina por el corto pasillo siguiendo la luz de la oficina de guardia: no hay nadie, oye risas en la vereda y va. Se ríe como siempre el infeliz, dice el cabo de guardia, los tarados no sueñan. Salvador le pregunta por la moto. Raja de acá, o te dejo adentro por borracho, vamos rajá. Bajo las luces de la calle empobrecidas por el resplandor de la luna, se aleja rumbo a la plaza. Hace treinta años lo abandonaron, recién nacido, en la puerta de la iglesia una noche de luna llena en que llovía. A Salvador Cruz le dio nombre y lo crió el sacristán. Y Salvador, nunca aprendió nada. Ni para monaguillo aprendió.

ELIZABET JORGE

Argentina

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tra vez el sol, me despierta sin preguntarme, atravesando con su fuerza la cortina de cretona con grandes flores rojas. Me levanto, me espera otro día de nieve acumulada sobre los techos. El agua de la palangana está helada, pero me lavo la cara y la froto con la toalla para quitarme el frio. Voy a la cocina, todavía quedan carbones encendidos debajo de la plancha de hierro. Lleno la pava negra, negra por el hollín, con el agua de deshielo que cae del techo al tanque de hojalata, junto a la puerta. Mientras se calienta voy a vestirme. Hoy me toca ropa limpia: camisa sobre camiseta, después saco tejido con lana gruesa, pantalones de pana y medias largas de algodón, finalmente botas de cuero revestidas con piel de cordero. Queda sobre la silla, el tapado y el gorro con orejeras. Me desenredo el cabello y lo cepillo: brilla con el color de la cerveza negra cuando la sirven en las jarras de vidrio en el bar de Tomás. Tomo un té que me calienta el cuerpo y agrego dos rebanadas de pan con manteca. La feria está a tres cuadras, en el perímetro de la plaza. Una plaza con varios pinos, bancos de madera y una fuente dónde las salidas tienen un sello de hielo. Mi tío ya está atendiendo en el puesto de lácteos, quesos y huevos que maneja su familia. Llego más tarde pero me quedo hasta que se pone el sol. Hace frio, me reconforta pensar en veranos pasados: veranos sin guerra, tardes largas, bandas de música, cerveza y helados. No soy bonita, pero tuve pretendientes que elogiaron mis ojos y mi sonrisa. A mi padre no le gustó ninguno y ellos terminaron por irse. Él fue reclutado por el ejército ruso y yo estoy sola, con amor para entregar encerrado dentro de mí. Lleno botellas de vidrio con leche, fracciono hormas de queso, envuelvo huevos. La mercadería es buena. Unos compran y se van y llegan otros a pedir. El pueblo es chico, pegado a una zona rural. Los alimentos se venden como pan caliente. Al mediodía mi tío abandona el lugar, la concurrencia es poca, aprovecho para comer y charlar con la que vende embutidos, en la mesa de al lado. Veo un joven con ropa gastada, manchada de gris, no puedo distinguir un solo color. Lleva un gorro extraño sobre la cabeza y parece temblar. Mira en dirección a mi puesto. Se decide y se acerca. No tengo miedo. Me dice que tiene hambre pero no tiene con qué pagar. Apenas le entiendo, su ruso es primitivo. Le corto un pedazo de queso y lleno un vaso con leche. Estamos solos. Come con desesperación. Me pregunta sobre algún establo en la zona, para pasar la noche. Dice que mañana toma el tren y se va. Cuando me habla me mira a los ojos. Confío, aunque presiento que es un fugitivo, quizás de las minas de carbón a doscientos kilómetros, dónde hay muchos prisioneros de guerra confinados.

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Le indico dónde hay un establo y agrego la dirección de mi casa. Le digo que pase después de las seis, le voy a guardar algo para cenar. Le tengo que repetir lo que digo y agregar señas. Toda la tarde pienso en él. En su figura desmadejada. Otra muestra de lo cruel que puede ser la guerra. Llego a casa, dejo mi abrigo y agrego carbón a la cocina y leña a la salamandra. El ambiente se entibia. Escucho los golpes en la puerta. Es él, y se me acelera el corazón. Abro y le ofrezco que pase al salón. Está entumecido por el frio, se sienta cerca de la salamandra, acercando las manos al calor que emana. Le traigo un vaso de leche caliente con chocolate. Me agradece. El color vuelve a su cara desprolija. Pienso que necesita afeitarse. Me cuenta que ha escapado de una de las minas en producción, con dos amigos. Me habla en polaco, sin darse cuenta. Yo le entiendo mejor porque fue el idioma de mi madre. Le pido que continúe con su historia. No quiero que se vaya tan pronto. Siento que todavía está helado. Durante dos meses nos cortamos el pelo al ras, dice, uno al otro, dejando un mechón en el medio, tapado con el gorro de minero, y me lo muestra. Sin pelo no había plan de escape. La tarde que todo comenzó, nos tocaba el turno de noche. Con un alicate y unas latas de grasa de cerdo en los bolsillos, bajamos a la mina, una hora antes de que subiera el turno que estaba trabajando. Nos tiznamos la ropa y el rostro con el polvo del carbón y cuando se escuchó el silbato, salimos a la superficie con los demás. No estábamos en la lista y no teníamos que dar el presente. Aprovechamos el tumulto para escondernos detrás de pilas de carbón, lindantes con las cercas de alambre. Esperamos varias horas, se levantó viento que tapó los ruidos del alicate. Nos arrastramos para salir y seguimos así, hasta que el terreno se transformó en una zanja. Nos sentamos para descansar y tragar un poco de grasa. Enfrente se distinguían las siluetas de algunos árboles. La temperatura continuaba bajando. Teníamos que movernos. Después de hacer un trecho juntos, nos separamos. No supe más de ellos. Caminé un día entero, siguiendo las vías de un ferrocarril. Abordé un vagón de carga al aminorar el tren su velocidad, en una curva. No sé de donde saqué fuerzas. En ese momento perdí el gorro de minero y caí sobre carbón, algo que conocía. No sentí dolor, estaba agotado y me quedé dormido. Me desperté en la quietud del vagón estacionado, entumecido por el frio. Una media de lana estirada pasó a ser un gorro. Todos llevaban gorros, no podía llamar la atención con mi cabeza semirrapada. Me sacudí el hollín y salté del vagón, justo a tiempo. Mezclado con los que circulaban por el andén, me crucé con una patrulla de vigilancia, acompañada por perros. Los

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animales olieron mi hambre, se apiadaron de mi figura escuálida y no emitieron sonido. Caminé hasta la plaza. Sentí los olores, vi las formas y mis tripas se contrajeron con dolor. No podía desmayarme y atraer una investigación. Estoy vivo y libre gracias a su solidaridad. Mañana tomo el tren y me reencuentro con mi familia. —Todavía no tiene el pasaje, ¿verdad? —le pregunto. —No, y desvía su mirada, ya veré cómo me arreglo. —Tome un baño, mientras preparo la cena, —digo con seguridad—. Tengo ropa de mi padre que puede usar. Mañana compro el pasaje. Hace lo que le indico. Cuando vuelve y entra en la cocina es otra persona. No sé su nombre y no se lo pregunto. Come todo lo que le ofrezco. Me cuenta de su ciudad y de sus amigos. Me parece que su mirada me acaricia, dejo salir un poco de mi amor encerrado que se esparce en el aire entre los dos. Lo acompaño hasta la habitación de mi padre, le pido que descanse, que me espere hasta mañana por la tarde, cuando yo regrese de la feria. Dejo el desayuno preparado, solo tendrá que calentarlo. Me muevo en silencio. Vuelvo a casa y me recibe con una sonrisa. El descanso le sienta muy bien. Le doy el pasaje. —¿Puedo hacer algo por usted? —me pregunta. Yo bajo la vista y él se da cuenta de lo que quiero. Cenamos en silencio. Me ayuda a secar la vajilla. No lo miro, pero cuando termino de acomodar todo y lo encaro me besa con pasión y con los ojos me interroga si quiero que siga. Tiro el delantal y comienzo a quitarme la ropa, camino al dormitorio. Nunca lo hice, pero es lo que se hace cuando un hombre lo quiere también. Me trata con delicadeza, lo suyo es muy rápido. Volvemos a acariciarnos, siento sus besos, su lengua, sus manos y estallo en placer. El nuevo día amanece gris, siento el vacío en el ambiente y en mi cuerpo. Ya se ha ido. Pasan algunos años, la soledad no es buena compañera, me caso, tengo hijos, muchas obligaciones, soy feliz con lo que tengo. Hay noches de invierno en que el recuerdo de una media de lana, me hace sonrojar.

YOLANDA SA

Argentina

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uando me traigan la cuenta esta historia habrá terminado. Pagaré con discreción y revisaré nuevamente las caras de los comensales del bar procurando que ninguno sospeche de mí. Sé bien que no deberían siquiera imaginar lo que he vivido, pero aún me tiemblan las manos y no quiero dejar el menor resquicio de algo anormal en mi aspecto. Repaso mis últimos minutos en la Clínica de la esquina y trato de garabatear en este cuaderno lo que acaba de partir mi vida en dos, así sin más. Héctor era uno más en la cuadra. Alguna vez incluso fuimos amigos cercanos, según recuerdo. Todos sabíamos que tarde o temprano conseguiría un empleo y que su vida no sería ni más ni menos que la de cualquiera de nosotros. Alguna vez me recomendó el Fausto y creo que una colección policial. Esa charla fue nuestro último contacto antes de que me fuera del barrio. Supe que anduvo un tiempo con Liliana — mucho después de que terminara mi noviazgo con ella—, de modo que decidí perdonarlo de algún modo cuando llegué a visitarlo a la Clínica. Mis días de periodista en San Telmo me alejaron mucho tiempo del Tigre de mi infancia y recién volví cuando me enteré del cáncer de Héctor. Ahora entiendo que también vine para reencontrarme con los de la cuadra y —quizás— saborear el gusto del triunfo cuando me preguntaran por mi vida. Pero no hubo mucho de eso, la verdad. Apenas éramos cuatro o cinco y la madre, Doña Helena, perdida siempre en sus rezos y en el diálogo casual con las vecinas que venían a darle sus condolencias. Los médicos eran pesimistas y el lúgubre silencio de ese nosocomio de barrio apenas si daba para insistir por la vida del pobre Héctor. De algún modo todos habíamos decidido que muriera, y que solo era solo cuestión de tiempo. Su jefe, dueño de una pequeña empresa, apenas si apareció a visitarlo. No me costó entender que había algo entre él y la novia de Héctor. Creo que Doña Helena incluso me lo confirmó con una mirada lacerante cierta tarde de viernes, al despedir a la novia. El almanaque era impiadoso y me di cuenta de que la enfermedad de Héctor era degenerativa cuando su rostro empezó a mutar en algo pálido, blanduzco y lleno de imperfecciones. Quisiera omitir detalles morbosos, pero también quiero que se entienda cómo a través de los días el rostro y el cuerpo de Héctor se desgajaban en algo desagradable, con escaras, por momentos inhumano. De a poco los visitantes fueron dando excusas para dejar de ir. No quise saber demasiado de las explicaciones que cada uno ensayaba y al ver a la madre sufrir ante semejante abandono decidí esperar el final, aún a riesgo de llevarme en la retina hasta qué punto es capaz una enfermedad de terminar con alguien. Incluso me pareció notar que la propia madre venía unas horas menos por día, pero —por supuesto— no le dije nada.

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El jueves por la noche era —evidentemente— el final. No había que saber mucho de medicina para entender que de ésa ya no pasaba. Me incomodó no ver llegar a la madre puntual a las ocho como cada anochecer, y me resigné a ver morir un hombre. Allí, en medio de una clínica de barrio, se produciría el evento más común e inevitable de la historia de la humanidad, y yo sería su único testigo. Me acomodé en el sillón viejo que me acercaron los enfermeros, me cubría con el saco y miré por última vez a Héctor, que ya no era ni parecido a quien yo alguna vez conocí. Opté por dormitar hasta que llegara el momento irreversible y distinguí los tacos de la madre acercándose por en el pasillo, recién a las once. Ella no quiso entrar y entendí que ya no podía verlo así. Le hice un gesto a través del vidrio sucio y me miró con la calma de quien sabe que ya todo termina. El primer gesto extraño de Héctor fue a las dos de la mañana. Me susurró desde su cama algo que no entendí y, si bien al acercarme logré captar que necesitaba que lo pusieran de costado, advertí en la cara algo parecido a un gesto nuevo, distinto, como de alguien con pómulos más anchos y cara levemente redonda. La oscuridad no me dejaba inspeccionar demasiado y lo acomodé como pedía. Luego me despertó cerca de las cuatro para que le alcanzara un vaso de agua. Noté su voz más firme y sin los balbuceos a los que ya nos habíamos acostumbrado. Al alcanzarle el vaso se incorporó sin tanto esfuerzo, lo que al mismo tiempo me reconfortó y extrañó. Intenté mirar a la madre a través del vidrio y constaté que dormía profundamente. Volví entonces a mi sillón especulando con que la mejora era quizás esa leve sensación de vitalidad que a veces experimentan quienes están por morir, una suerte de despedida que la naturaleza le brinda a los que agonizan. Recién a las seis y media desperté. La enfermera me alcanzó un té con galletitas mientras abría la ventana para dejar pasar el sol de la mañana. Se fue sin decir palabra. Con asombro confirmé que Héctor, aparentemente más repuesto, me miraba sonriente. Advertí sus pómulos grandes —ahora sí a plena luz— y junto con eso, todavía en medio de imperfecciones, ciertos rasgos que me parecían nuevos: la frente más ancha y los ojos menos separados. Me hablaba con buen ánimo, sobre todo para agradecerme que hubiera pasado la noche con él. De inmediato quise despertar a la madre pero en cuanto me asomé al pasillo noté que la mujer se había ido. Imaginaba su emoción al regresar y comprobar que su hijo, evidentemente, estaba mejorando. Estuve un rato en el pequeño buffet de la clínica mientras curaban a Héctor y me permití después de eso fumar en la vereda para de paso esperar a los muchachos de la cuadra. Pero al rato nadie aparecía y volví a la habitación. Lo visitaba una mujer que hablaba con él y le tomaba la mano y a quien yo no

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había visto antes. Héctor seguía de mejor aspecto y aproveché un control de los médicos para preguntarles por esta recuperación. Se excusaron con no sé qué urgencia aunque parecieron no entender bien de qué les estaba hablando. A las diez ya me preocupó la ausencia de la madre y caminé las dos largas cuadras que nos separaban de su casa, pero nadie atendió. Una vecina me confirmó que la había visto salir temprano rumbo —según creía— a la clínica, como hacía todas las mañanas desde hacía meses. Volví resignado y cuando entraba en el pasillo decidido ya a despedirme de Héctor para volver a mi trabajo noté que su habitación, además de la mujer (que parecía haber tomado control de la situación) se había llenado de amigos que yo nunca había visto. Entendí —con nostalgia— que después de la infancia uno construye una vida separada de los amigos de la cuadra, y me sentí aún más ajeno que nunca a la situación. Opté por buscar mi abrigo apoyado en el sillón y noté que Héctor, algo distante, me extendía la mano para saludarme. En ese instante advertí que su cara ya casi no era su cara, y que su voz había mutado en algo áspero y grueso, alejada por completo a la que yo le escuché toda la vida. Los amigos hicieron un silencio incómodo, y entendí que estaba de más en esa habitación. Consternado, volví a la casa de su madre pero otra vez esperé en vano que alguien me atendiera. Esta vez ni siquiera la vecina salió a aclararme nada. Caminé confundido y asustado hasta este viejo bar, y empecé a garabatear estas pocas líneas que al menos logran calmarme un poco. Pido otro café y espero con paciencia ver aparecer la silueta del larga distancia que me llevará otra vez a la ciudad, a la rutina y la normalidad. Sé que era Héctor el de anoche. Y que lo vi agonizar durante días enteros. Sé también que en algún momento fui —junto con su madre— el que tenía autoridad en esa habitación, y que de a poco me lo sacaron todo. Ni siquiera terminará esto en una historia para el diario en el que ya hace tanto trabajo. No espero tampoco que nadie vaya a creer semejante delirio. Arrugaré estas hojas, que seguro terminarán en la basura antes de que tome el micro, y de a poco intentaré volver a mi normalidad. Lamentaré todo el viaje de vuelta —eso sí— haber perdido a Héctor.

LUIS FONTANA

Argentina

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travesó la calle a esa hora en la que la sombra de los árboles y de las casas apenas se despliega sobre el piso. Se había puesto unas sandalias compradas años atrás que, aunque ya tenían bastante uso, le habían ampollado el empeine y algunos dedos. Cada año le ocurría inevitablemente lo mismo al principio del verano. A los zapatos era preciso domarlos, se habían desacostumbrado a sus pies. El trayecto hasta el negocio se le volvió interminable, tal vez por el calor o tal vez porque entre sus pies y las sandalias no había entendimiento. El negocio estaba en penumbras. Detrás del mostrador, con el pecho medio engullido, se encontraba sentado el dueño. Apenas la vio, dio un salto y le preguntó cómo andaba. Ella movió la cabeza en señal de asentimiento. El hombre dijo: —¿Cuántas le doy? —Como siempre. Quiero tres. Con una lentitud apremiante, el hombre fue hasta el fondo del local y trajo las tres velas. La blancura de las velas contrastaba con la piel morena del hombre que las envolvió en un papel que antes había servido para otra cosa. La mujer le pagó y mientras avanzaba hacia la salida pensó en el camino de regreso, en el agobio del sol, en su casa, que también estaba en penumbras. La casa de la mujer era un rectángulo de dos habitaciones, una cocina grande y un patio atrás. Se parecía a las otras casas de aquel barrio suburbano. Todas estaban pintadas con el mismo color, un tono amarillento que con el correr del tiempo y la falta de otra mano de pintura se iba tornando agrisado. Cuando la mujer apoyó el paquete de las velas sobre la mesa de su cocina vio que la tinta del papel le había teñido parte de la palma de su mano. El color rojo de una ilustración predominaba sobre los restantes. Contempló su mano con cierta pena. Y se quedó mirándosela un rato largo, casi hipnotizada. Si no hubiera sido por la mancha de tinta no hubiese reparado en las líneas de su mano, de surcos profundos y cuarteados. Después, como si saliera de un estado de ensoñación, se preguntó qué estaba haciendo. Y enseguida se disculpó a sí misma, la fecha y el día lo explicaban todo. Igual que cada año esperaba la hora exacta para realizar su íntimo y solitario ritual de conmemoración. Las tres velas iban a ocupar el centro de la escena y ella iba a repetir más o menos las mismas palabras que venía diciendo desde hacía casi una década, año tras año para esa misma fecha, a la hora de costumbre. Ella sabía que el tiempo iba a transcurrir con lentitud hasta que llegara el momento, de modo que se procuró algunas tareas para entretenerse, para no pensar demasiado, en fin, para que al menos su día no girara en torno al vacío de la espera de encender las velas y comenzar el ritual. Se dedicó a ordenar unos cajones y a planchar

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un juego de sábanas que había quedado arrumbado en el ropero. El movimiento del brazo arrastrando la plancha en una dirección y en otra le produjo cierto alivio, le aflojó el nudo que tenía en la garganta. De repente se miró los pies, se había olvidado de quitarse las sandalias como hacía siempre para ponerse sus cómodas chinelas de entrecasa. Estirar la tela con el peso de la plancha le hacía bien. Entonces sintió que la plancha se deslizaba con dificultad y descubrió que la lucecita roja estaba apagada. Verificó el enchufe, supuso que la plancha se había descompuesto hasta que miró hacia el velador que mantenía encendido constantemente frente a la estampa de la Virgen de Luján y notó que también estaba apagado. Movió perillas y terminó por convencerse de que no tenía corriente eléctrica. Descorrió las cortinas y contempló el sol allá lejos, detrás de una hilera de techos agachándose y volviéndose rojizo. Muy pronto, pensó, su casa iba a estar a oscuras. Se quedó allí, parada frente a la imagen del sol cayendo y le causó gracia volver a mirarse la mano manchada de tinta roja. Todavía faltaban algo más de dos horas para que ella encendiera las velas y comenzara su ritual. Sospechó que el tiempo iba a volverse laxo e insoportable, a falta de luz las horas crecerían en su interior como un animal que construye su madriguera. Permaneció parada y volvió a sentir el peso de todo el cuerpo sobre sus pies ampollados y metidos dentro de esas sandalias que había rescatado de un rincón perdido en el ropero aquella misma mañana. Los golpes en la puerta de su casa distrajeron a la mujer que por un instante se quedó muy quieta, sin reaccionar, de pie, delante de la ventana con las cortinas descorridas. Ahora su vecina en primer plano le hacía señas detrás del vidrio y le señalaba la puerta. Cuando la mujer abrió la puerta, la voz de su vecina le resultó chillona: —¿A usted también le cortaron la luz? —Sí —contestó la mujer —Parece que es un corte general, en todo el barrio. ¿Ve? —dijo la vecina haciendo un amplio ademán con un brazo. Ver, lo que se dice ver, no se veía nada. La mujer seguía con la mano en el picaporte de la puerta esperando que la vecina dijera lo que tenía que decir y se marchara. Pero la vecina, muy solícita, con un entusiasmo que no ocultaba las ganas de seguir conversando, dijo: —¿Puedo pasar? La mujer la dejó pasar. No era la primera vez que la vecina entraba en su casa. Siempre vestida con esas polleras floreadas y de colores fuertes, pensó ella cuando la vecina hizo taconear sus pasos en el pasillo de entrada.

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—Necesitaría que me hiciera un favorcito ¿vio? —dijo la vecina aflautando el tono de su voz. —Usted dirá —contestó secamente la mujer. —¿No tendrá unas velas? ¿Sabe? Hoy es el cumpleaños de mi hijo, estamos de festejo, pero no tengo ni una sola vela, imagínese y ya están llegando los invitados. La mujer empezó a tartamudear adivinando que la vecina ya había alcanzado a distinguir sus tres velas apoyadas en la mesa de la cocina. No quería prestárselas, eran para su ritual, se trataba de algo sagrado. —Mire, yo tengo velas, pero las necesito… —argumentó la mujer. —Ya sé ¡Tengo una idea formidable! ¿Qué va a hacer usted aquí solita en medio de la oscuridad? Véngase conmigo a mi casa, la invito al cumpleaños de mi hijo. Véngase y traiga las velas. Ni tiempo tuvo la mujer para contestar que no cuando fue arrastrada por la vecina hasta la casa del lado, con una mano la empujaba a ella, con la otra tomó las velas. La mujer se preguntó qué hacía en el lugar equivocado y con las sandalias que le sacaban ampollas a la hora en que debía estar preparando lo que siempre había hecho en esa fecha. La casa de la vecina estaba adornada con guirnaldas. De un aparato a pilas salía una música estridente que ella apenas podía tolerar. Ahora la vecina, intentando sobreponerse a la intensidad de la música, elevó aún más el tono de su voz para decir: —Quién lo hubiera pensado. Mi nene cumple ocho años. ¡Ocho años! Si parece que fue ayer que le estaba dando el pecho. La mujer miró al niño, no con la expresión con que se mira comúnmente a un niño, sino como si quisiera comprender algo, algo difuso que el simple hecho de mirarlo no se lo permitía. —Pero siéntese, por favor siéntese —invitó la dueña de casa. La mujer se sentó. Tenía un gesto de presa acorralada. En sus ojos se adivinaba el fastidio y las ganas de huir. No tardaron en llegar parientes, amiguitos, gente desconocida que le estrechaba la mano y hablaba con voz estentórea. Las tres velas que ella había comprado estaban repartidas en puntos estratégicos de la habitación, aún así era más lo que no se veía que lo que se alcanzaba a vislumbrar. De manera que el diálogo que la mujer mantuvo con una señora de ojos saltones fue extraño. Eran voces que intercambiaban comentarios, pero no hubo cruce de miradas. De cualquier forma la mujer calculó que la que conversaba con ella debía tener más o menos su edad, rondaría los cuarenta, aunque la encontró mejor arreglada o más conservada que ella.

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—¿Nadie trajo velas? ¿Nadie trajo velas? —gritó alguien desde alguna parte. De entre la mezcolanza de sonidos sobresalió una voz que la mujer pudo reconocer perfectamente: —Tenemos que agradecer a la señora de al lado. Nos prestó tres velas. Y estallaron los aplausos. La mujer pensó que las velas la habían traído hasta allí y recordó la caminata hasta el negocio donde las había comprado, el calor, las ampollas que ahora le volvían los pies más y más en carne viva. Entonces la señora que estaba a su lado hizo la pregunta de rigor: —¿Usted es la mamá de uno de los amiguitos del cumpleañero? De buenas a primeras la habitación se volvió completamente oscura para la mujer y, cosa rara, le pareció que se instalaba un inexplicable silencio cuando dijo: —No, yo no tengo hijos. Vivo sola. Estuve embarazada y lo perdí justo cuando faltaba poco para que naciera. Fue un día como hoy, fue en esta fecha, casi a esta hora… A pesar de la penumbra, la mujer percibió la incomodidad que produjo su respuesta en la que mantenía con ella la conversación. Supo además que no iba a saber qué contestarle cuando le escuchó decir: —Lo lamento, lo lamento. Ah, me disculpa, acaba de entrar un pariente y lo quiero saludar. La mujer siguió sentada en el mismo sitio desde donde observó las tres velas que languidecían en su pobre luminosidad. Pensó en la mancha que tenía en la mano, en las ampollas de sus pies, quiso recordar las palabras que había repetido año tras año en aquella misma fecha, sintió el impulso de salir corriendo, pensó en buscar una excusa o en marcharse sin dar explicaciones, pero le dolían demasiado los pies y su casa estaba a oscuras y las velas continuaban encendidas allí donde ella permanecía tan cómoda y comiendo esas masas de dulce de leche que tanto le gustaban. Después, cuando se escuchó el canto del feliz cumpleaños y el niño apagó las ocho velitas de color celeste que pronto se derretirían, ella miró hacia la ventana y pensó que afuera debería estar soplando el viento. Es una pena —se dijo— si la calle estuviera iluminada se podrían ver las hojas de los árboles moviéndose a lo largo de la calle. Eso pensó. Después la mente se le puso en blanco como una hoja de cuaderno, como un vestido de novia, como las tres velas que la trajeron hasta allí. La gente volvió a aplaudir y la mujer no supo por qué aplaudían de nuevo, pero se dejó llevar y ella también aplaudió y la mancha roja en la palma de su mano resplandeció.

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IRMA VEROLĂ?N

Argentina

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E

l hombre estaba sentado con el torso inclinado hacia un lado, se enderezó con dificultad debido al punzante dolor que sentía, un frío gélido invadió su cuerpo, observó a su alrededor, era una pequeña cabina roja de metal con los vidrios rotos y dos filas de asientos enfrentadas. Se asomó a una ventana, hacia abajo se veía todo oscuro como un profundo abismo sin fin, un escalofrío le recorrió la espalda, su respiración comenzó a acelerarse, se encontraba a quien sabe cuántos metros de altura. Intentó recordar qué hacía allí, pero por más que se esforzaba no había nada en ningún rincón de su cabeza. Volvió a mirar, pero la oscuridad y la densa niebla no le permitieron apreciar demasiado a excepción de una estructura circular de hierro con otras cabinas distanciadas, no quería ni siquiera pensarlo, pero era probable que estuviera en la cima de lo que parecía una enrome rueda. Pensó en su acrofobia, no hubiera subido voluntariamente allí jamás, solo había accedido una vez ante los incansables ruegos de su amada y tenía la impresión de que había sido una experiencia aterradora. Su pensamiento se detuvo en la altura y comenzó a hiperventilar, agachó su cabeza, cerró sus ojos y posó ambas manos en las rodillas, trató de calmarse murmurando que se trataba de una pesadilla: —Despierta, despierta, maldición ¡despierta ya! —repetía, mientras apretaba fuertemente los nudillos. Una feroz ráfaga de viento sacudió la estructura de metal, el hombre se sostuvo con fuerza del oxidado barandal de los asientos raspándose las manos, mientras observaba las pequeñas gotas de sangre advirtió que alguien estaba sentado en la fila de enfrente. Todo su cuerpo se estremeció al ver a aquella figura apenas iluminada por la luna que se abría paso entre la niebla, tenía la cabeza hacia abajo, con una mano sostenía su galera y con la otra una sombrilla negra, vestía una camisa con un exagerado y espantoso cuello de volados rojo. Se levantó de repente, cerró su sombrilla y se apoyó en ella como un bastón, se quitó la galera, su aspecto diabólico aterrorizó al hombre. El extraño se agachó haciendo una reverencia y se presentó como el anfitrión de aquel lugar. Toda la cabina comenzó a temblar balanceándose violentamente hacia los lados, el hombre cayó golpeándose la espalda, miró a aquella presencia que permanecía sin moverse, la gravedad no le afectaba en lo absoluto. La luz de un relámpago lo cegó por un instante y un trueno ensordecedor lo obligo a cubrirse los oídos. Al abrir los ojos aquella presencia había desaparecido, miró a todos lados, volvió a asomarse por la ventana, pero allí no había nadie. Gritó tan fuerte como pudo, suplicó, lastimó sus puños, los gritos resecaron su garganta,

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finalmente se dejó caer al suelo —por favor, por favor —repetía sin parar. Estaba exhausto, sediento y terriblemente dolorido, en ese instante advirtió que la presencia estaba frente a él mirándolo con una mueca de macabra satisfacción en su desfigurado rostro, lo tomó por el cuello, su aliento fétido le provocó náuseas. El extraño le susurró al oído: —Recuerda ¡ahora! El hombre lanzó un asqueroso vómito, trató de incorporarse para pedir ayuda, pero la lluvia caía tan fuerte que apenas escuchaba sus propios gritos, la cabina se desprendió bruscamente de uno de los lados, el hombre no pudo sostenerse y se golpeó la cabeza. Abrió sus ojos lentamente, un brillante sol asomaba en el cielo de una cálida tarde de primavera de 1945, sintió una brisa suave en su rostro, las familias disfrutaban del Prater de Viena, el parque más hermoso del mundo. El hombre, que ahora vestía un impecable uniforme militar, había dado la orden del brutal ataque que acabaría con la vida de aquellas personas, él mismo había recorrido el lugar disparando en la cabeza a los sobrevivientes. Algunas personas tenían heridas tan horribles que excitaban su sádico gusto por el sufrimiento ajeno, a esas solo se limitaba a verlas retorcerse de dolor hasta morir. Miró a su alrededor con frenesí, aquella escena, proyectada como una película terrible, había desaparecido, otra vez estaba en la cabina azotada por el viento. —Por favor, Dios —gritó el hombre mirando hacia arriba— ¿Acaso no es de eso que tratan las guerras? ¿De muerte y dolor? —Aquí Dios no puede escucharte —dijo el extraño de galera que ahora estaba junto a un grupo de niños horriblemente mutilados. Las pequeñas manos lo cortaban como cuchillas, los niños se difuminaban y reaparecían para destrozarlo un poco más, mordiéndolo, arrancándole la piel. Le habían extirpado las uñas de la mano por completo, el hombre chillaba de dolor, la tortura era insoportable. —Esto no es real, no puede ser, los muertos no pueden herir a los vivos —dijo el hombre. —Ponte cómodo, apenas hemos comenzado —dijo el extraño esbozando una siniestra sonrisa. El piso se había desprendido, la cabina entera estaba a punto de derribarse, el

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hombre se sostenía apenas con una mano. —No voy morir así —dijo desafiante. —¿Es que no te has dado cuenta imbécil? Tú ya estás muerto —respondió el extraño propinándole una patada en la quijada. El hombre cayó en cámara lenta con una expresión de horror en su rostro, recordó aquel parque perfectamente reconstruido luego del bombardeo y como él mismo había pasado una bella tarde en la Noria del Prater con su amada, su última tarde. El extraño de galera reflexionó mientras el hombre se desvanecía a la distancia: —La muerte es una puta cínica y la noria tu entrada al infierno.

MARÍA XIMENA RODRÍGUEZ MOLINARI

Uruguay

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La viuda de Neil Armstrong encuentra artefactos del paseo lunar en un armario. CNN. 10/02/2015.

E

n su dormitorio, espacio conyugal durante décadas, Carol Armstrong temió desfallecer ante las puertas de un armario ya solo suyo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde…? ¿Semanas, meses…? No estaba segura. A pesar del generoso y unánime apoyo recibido, todas sus certezas habían quedado difuminadas, luces en la lluvia, bajo un oscuro derrame de dolorosa soledad. Neil Armstrong, primer hombre en pisar la Luna para el mundo y el amor de su vida para ella, había marchado de nuevo hacia las estrellas. Esta vez, para siempre. Su corazón, su enorme corazón, se había detenido incapaz de seguir el ritmo frenético e incansable de la vida. Qué desgracia. Para ambos. Asumida su nueva condición, Carol, viuda del insigne astronauta, acarició la misma madera que su difunta mitad había tocado tantas veces y, por un instante, «¡Neil…!», creyó notar la amorosa piel de sus dedos. Ahogó un gemido. No estaba preparada. Nunca lo estaría. Pero debía hacerlo. Asió ambos pomos con firmeza, inspiró profundamente, «Ayúdame…», y tiró, resignada, abriendo al presente el túnel del pasado. Y, tal como sabía, allí estaba él sin estarlo, ausencia de cuerpo presente en cada traje, en cada objeto, en cada fue y ya no es. «Neil…». Por dónde empezar y qué hacer con sus pertenencias, con aquellos recuerdos que, demasiado banales o dolorosos para ella, decidiera no conservar. Respecto a lo segundo, «Acabarán repartidas por museos de todo el estado, patriotas orgullosos de difundir la leyenda de su héroe cósmico, de mi estrella», valoró. Respecto a lo primero… «Mejor ir poco a poco», convino. Así, paseó la vista, indecisa, hasta descender a los zapatos, a las cajas, a… Estiró el brazo y tanteó el rincón derecho del armario. Sí, allí estaba el familiar volumen. Desde hacía, «Parece mentira…», casi cuarenta y cinco años, desde que su esposo, comandante del Apolo 11, pasase a la historia en compañía de los pilotos Buzz Aldrin y Michael Collins. Se trataba de una bolsa de tela blanca semejante a un gran neceser. Por lo que ella sabía, aquélla era conocida como bolsillo McDivitt, en honor a James McDivitt, guía del Apolo 9, y estaba destinada a contener clavijas e instrumentos utilizados durante las misiones. Y nunca la había abierto. Nunca. La despreocupada respuesta de Neil, «Cosas de trabajo», a la conveniente pregunta bastó, en aquella otra existencia ya perdida de

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1969, para desanimarla. Hasta hoy. De algún modo, era esa incógnita la que ahora, harta de esperar, parecía salir a su paso. Separó el cierre «de monedero» revelando el contenido. A simple vista, un variopinto conjunto de objetos se amontonaba sin orden ni concierto. Dispuesta a identificarlos, los vació en el suelo, sobre la alfombra. Una cámara de cine, dos correas, una red, una bolsita negra de plástico, piezas diversas… Así hasta un total de veintiún elementos, contó Carol antes de sacar una fotografía. Escuchado el ya mítico relato de boca del propio Neil y vista su grabación televisiva hasta la saciedad a lo largo del tiempo, la asaltó la duda sopesando la cámara de cine, el más aparente de los objetos contenidos en el bolsillo McDivitt: «¿Fue la que grabó la pisada de Neil sobre el polvo lunar?». Seguramente. Imposible saberlo con certeza. «¿Y la bolsita?», reparó. «Pesa poco y su contenido es rígido…». La abrió también. Contenía, según pudo ver, una larga tira de película enrollada sobre sí misma. La puso al trasluz y contempló, uno a uno, los respectivos fotogramas. …hueco rectangular en el firmamento, muy cerca de la Tierra, muestra una posterior pared de hormigón; escalera de mano y botes de pintura junto al Eagle alunizado; peones en mangas de camisa trasladan tablones entre cráteres; Armstrong, Aldrin y Collins, sin sus respectivos cascos, bromean con la supuesta ingravidez espacial,… Desplazado por un instante el desconsuelo de la pérdida, Carol quedó conmocionada por el descubrimiento. «No es posible. Quiere, quiso, gastarme una broma. Conociéndome, supuso que, antes o después, acabaría cediendo y… Sin embargo, si lo piensas…» Un montaje así no encajaba con la profesionalidad de Neil, con su compromiso público, con su entrega absoluta a la causa espacial y a su propio país. «¡Hay cosas que maldita la gracia!», había soltado en alguna ocasión, molesto con insinuaciones semejantes. «Nunca habría corrido el riesgo, estoy convencida, de que una mofa parecida llegara a los norteamericanos, al mundo. Ni siquiera conmigo». «A menos…». Tuvo que sentarse en la cama, indispuesta de repente. «A menos que creyese tener la seguridad absoluta, protegido por alguien, o por algo, de que nunca vería la luz. ¿Protegido, quizá,… por un gobierno?». Si era así, en el turbador caso de que fuese así, el alunizaje del Eagle, módulo del Apolo 11, en el Mar de la Tranquilidad del satélite terrestre, con su marido y otros dos hombres a bordo, habría sido… una invención, un escandaloso paripé. Tan falso como el contenido del mensaje grabado en una placa conmemorativa adjunta a una de las patas del mismo

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Eagle1. ¡El pequeño paso para el hombre, gran salto para la humanidad, dado por el pionero Neil Armstrong, su Neil, momento histórico seguido en directo por seiscientos millones de personas en todo el planeta, habría sido, increíble,… una película de ciencia ficción! ¿Y por qué? ¿Para qué? «¿Para inclinar a nuestro favor la balanza de la guerra psicológica contra el archienemigo soviético? ¿Para dar una vuelta de tuerca, otra más, a la guerra fría?» ¿Por alguna otra razón que ella no alcanzaba a vislumbrar? Por lo que fuera. Poco importaban ya los motivos. Terminada la metafórica emisión, el «The end» ya había salido. Hacía cuarenta y cinco años. «Y, por lo que a mí respecta, no seré yo quien critique a estas alturas el desarrollo de la historia ni la interpretación de los actores. Sobre todo, la del protagonista, mi adorado protagonista». «¡Hace frío…!», se dijo de pronto frotándose los brazos. «Encenderé la caldera. Tengo entendido que el celuloide arde bien».

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS

España

Blog: www.la-estanteria.webnode.es

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«Aquí, unos hombres procedentes del planeta Tierra pisaron por primera vez la Luna en julio de 1969 d.C. Vinimos en paz, en nombre de toda la humanidad. - Presidente de Estados Unidos de América - Richard Nixon».

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E

l Padre Artigas notó de inmediato que Mincho había leído en su expresión las malas noticias. Sacudidos por un diminuto sismo personal, los rasgos del muchacho se desencajaron. Su faz, color ceniza, absorbió ávidamente las sombras de la celda, fundiéndose en el fondo de franjas verticales que la luz exterior proyectaba sobre el muro. —¡El ministro se lo negó! ¿No es cierto, padre? ¡Dios, me van a colgar! El religioso vaciló, recorrido por un ramalazo de congoja. Parecía que tan solo hubiera sido ayer cuando aquel chiquilín de aguzadas facciones y mirar desafiante había consentido por fin en confesarse..., por una sola y única vez. Y ahora... —Se le había otorgado la amnistía, padre... Por obra de la merced del General, y a ruego de usted, padre. ¡Y así paga la benevolencia de nuestro líder! Comprenderá que es preciso dar un escarmiento... La opinión pública... En este ambiente tenso de hoy... Con la sedición al acecho... ...Cuando se enteró de que Mincho se había juntado con Irene, la “Mellada”, como la motejaba la crueldad popular, el padre Artigas (ignorando por el momento la precariedad de aquella unión sin votos) se permitió abrigar la esperanza de que tal relativa estabilidad calmaría en parte los desordenados ímpetus del joven. Pero muy pronto debió rendirse a la evidencia: la mala índole de Mincho se descargaba en la infortunada, víctima constante de maltratos e insultos. Todas las buenas intenciones del sacerdote para mediar en el conflicto se estrellaban invariablemente contra el ocluido corazón de Mincho. Y ahora el mazazo final: la acusación de asesinato.

Al cura le habían mostrado las fotos de la occisa. Aquella cara, destrozada por el disparo, tan solo un enorme agujero sangriento... ¡Se negaba a creer que el chico hubiese podido llegar a eso! Prepotencias..., golpes, inclusive, sí; pero... ¿una monstruosidad semejante?... —¡Yo no fui, padre! ¡Soy inocente! —Se había sentado en el camastro, casi invisibles las facciones en la semipenumbra—. ¡Y me van a colgar injustamente, y usted los deja! ¡Todo porque soy un huérfano miserable del arrabal, que nunca va a sus misas! Inocente. Inocente. Inocente. El sacerdote apretó los grandes puños. —¡Guardia! —llamó. Acudió un policía moreno, de acusado perfil aindiado. Fulminó a Mincho con la mirada y llevó la mano al revólver. —¿Algún problema, padre? ¡Si ese bicho se le insolentó...!

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—¡No, no, no! —Los ojos del cura, cándidos como los de un bebé, en la cima de su corpachón de atleta, irradiaron serenidad—. ¡Él no hizo nada malo! Lo llamé solamente para mostrarle una cosa, García... ¡Andá, Mincho, salí del catre! Con la cara fruncida por la perplejidad, el recluso se levantó en silencio. El padre Artigas asió gentilmente el brazo del carcelero para conducirlo a un ángulo del recinto. —Ahí, abajo del catre... Mire, García, mire. El policía se inclinó. Mincho, pasmado, vio cómo la nervuda mano del religioso se ceñía sobre la nuca del otro. En un suspiro, García quedó tendido sobre el catre de lona sucia, igual a un muñeco de trapo. —¿Qué m...? —Mincho tenía los ojos como platos vacíos. —¡Rápido! —ordenó el padre, en imperioso tableteo—. ¡Cambiá de ropas con él! ¡Ya! No, tu camisa dámela a mí... ¡Rápido, muchacho!

Obedeció el chico, moviéndose como sonámbulo. En cuanto el padre recibió la camisa, sus fuertes dedos la rasgaron en tiras. Acto seguido, llegó junto a Mincho, quien ya se abotonaba la chaqueta azul. —Quieto, que te vendo la cabeza. No se veía a nadie en el pasillo. La celda de los condenados quedaba en un rincón muy apartado del penal, y el padre bendijo al Cielo por esa circunstancia. Calculaba toparse cuando mucho con un par de vigilantes; de seguro viejos conocidos suyos, que aceptarían sus afirmaciones como a los Evangelios. Dejó la celda, aferrando a Mincho por la cintura. Los pasos de ambos profanaron el amplio ámbito vacío. El padre Artigas acercó la boca al oído de su compañero y le susurró con frialdad, a través del vendaje improvisado: —Lo que viste ahí adentro fue una toma de judo. Tenela bien presente si se te llegan a ocurrir ideas raras. ¿Está claro?... —¡Eh, padre Artigas! ¿Qué pasó? Se volvió el sacerdote, contraídas las mandíbulas para dominar el sobresalto. Su brazo se tensó en torno a la espalda de Mincho. —¡Nada grave, nada grave! —Raspó en lo más profundo de su temple, a fin de extraer un tono de voz bien casual—. ¡García, que se dio un golpe en la cabeza de la manera más boba!... Lo llevo a que lo vea el doctor. Su interlocutor, un cabo alto y macizo a quien conocía muy bien, empezó a

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caminar hacia ellos. El religioso le hizo un ademán con el brazo libre. —¡No, no te molestes, Quadri! ¡Me las arreglo solo! ¡Ah! Y no te ocupes de Mincho, que queda bien encerrado... ¡Mirá que no tuvo nada que ver con esto, eh! ¡Fue después de salir de la celda que García se cayó! El aire, largo rato contenido, siseó tenuemente al escapar por la boca entreabierta del cura. Oyó alejarse al cabo Quadri en el instante en que alzaba la mano para llamar a la puerta de la enfermería de emergencia.

Asomó la calva del doctor Lagarte, brillosa y amarilla como yema de huevo. Sagaces ojuelos miopes parpadearon tras gruesas antiparras. —Ah... El padre Artigas. ¡Epa! ¿Qué es lo que me trae ahí? —Un leve accidente... El sacerdote se introdujo en el cubículo, firmemente asido a su presa. Luego cerró la puerta tras ambos y pasó el cerrojo. —¡Pruebas! ¡Pruebas! ¡Es mi mala suerte y nada más, padre! ¡Si toda mi vida estuve pagando por culpas ajenas! ¡Sí, yo dejé huellas en el revólver! ¡Porque lo recogí del suelo! ¿Y quién no hubiese hecho lo mismo, eh? ¡Pero ella ya estaba muerta! ¡La encontré así, muerta! ¡Se lo juro por Dios!... —Pero ¿quién es este, padre?... —El doctor se erguía sorprendido, con un trozo de paño blanco colgándole del puño—. No es García, ni... Los dedos del cura asieron el arma que Mincho llevaba al cinto. Un fulmíneo envión dirigió el caño hacia el pecho del médico. —Créame que no quería llegar a esto, doctor. Pero él no es culpable y no puedo permitir que se le ejecute... Por favor no me obligue a usar la fuerza, amigo mío —rogó el padre—. Permítame llegar a la ambulancia y quédese callado diez minutos. No le pido más... ¡Vamos, Mincho! Lagarte retrocedió hasta pegarse a una de las paredes. Respiraba con fuerza, y las pupilas le bailoteaban en el centro de los lentes. —¡No pensará dejarlo así nomás, padre! —Mincho se prendió de un brazo del religioso. Tenía los ojos desorbitados y el rostro bañado en sudor—. ¡Va a gritar! ¡Nos delatará! ¡Hágale la toma, como a García, o dele con el revólver en la nuca! ¡Traiga, déjeme que...! —y manoteó para apoderarse del arma. —¡Por lo más sagrado, padre! ¡No peleamos ese día! ¡Irene no pensaba dejarme por nadie!... ¡Si nos escribíamos seguido, y ella siempre repetía que me iba a esperar! ¡Ella me quería, me quería, incluso se puso bonita para mí!... Se había arreglado los dientes, ¿sabe? ¡Para darme una sorpresa

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cuando yo llegara! ¡Fue algún otro el que la baleó! ¡Yo la quería, padre! ¡Jamás le habría hecho daño, se lo juro! Las miradas de ambos, en mitad de la pugna por el revólver, se encontraron de súbito, y el padre leyó hondo en la de Mincho... Mediante un supremo esfuerzo, desprendió la muñeca de la tenaza de los flacos dedos. Un arco metálico se dibujó en el aire, y el caño de acero laceró la sien del reo, enviándolo al suelo entre gemidos. —¡No trates de pararte o te va a ir mal! —avisó el padre Artigas. Sin apartar la vista del caído, se dirigió al doctor Lagarte—. ¡Llame al cabo Quadri, doctor! ¡Este pájaro vuelve a la jaula!

Más tarde, sentados frente a frente galeno y sacerdote, hubo lugar a aclaraciones. —Fue en el instante de disputarnos el arma, que él sin duda pensaba usar contra usted, doctor... Vi el mal en sus ojos, y se descorrió el velo. ”He conocido infinidad de parejas como esa en el barrio... Dos personas que siguen juntas en su mini-infierno compartido, atadas por una especie de inercia aplastante, semimasoquista... Irene, con sus dientes rotos, no era nada atractiva, pobrecita, aunque tenía buenos sentimientos. Y soportó con bastante estoicismo las maldades de Mincho. Pero cuando él fue preso, al parecer por largo tiempo, ella debe haber visto la posibilidad de liberarse. Posiblemente encontrase a algún otro... —O a algunos otros —apuntó Lagarte, cínico. —Como fuese. Pero la dichosa amnistía hizo salir prematuramente a Mincho... La encontró muy distinta a la Irene que había dejado: ahora ella contaba con medios propios, no dependería más de sus caprichos... Aquello debió... cegarlo. —Y la mató con el revólver que le proporcionó un contacto suyo del bajo mundo —dijo el médico—. Muy bien, pero... Eso de “ver el mal en sus ojos”... Soy hombre positivista, padre. Hay algo más que no me dijo, ¿cierto? —Es usted un ateo recalcitrante, Lagarte; pero no pierdo las esperanzas de volverlo algún día al redil... Sí, es cierto que hubo algo más —admitió el cura—. Sabe, yo vi las fotos de la víctima. ¡No quedaban trazas de rostro humano, mucho menos de dientes, arreglados o no!... De manera que si Mincho estaba enterado de que los dientes se habían compuesto (como efectivamente lo confirmó el odontólogo que hizo el trabajo), fue porque Mincho había visto la cara de la pobre Irene antes de que el tiro se la deshiciese. O sea que encontró a la muchacha con vida y no ya muerta, como afirmara tantas veces..., falsamente.

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El médico apoyó la barbilla en un puño, mirando al varón de Dios. —De cualquier manera, padre, usted se ha puesto en una situación de lo más crítica con nuestro bondadoso líder, el General... ¡Adiós sus privilegios! ¿Le parece que valió la pena meterse en un lío así..., por ese muchacho? Con suave sonrisa, repuso el padre Artigas: —¿Sabe una cosa, doctor? Hace un rato, Mincho me hizo llamar a la celda. ¡Porque quería confesarse! Y lo hizo, y vi en sus ojos (sí, doctor..., a pesar de su escepticismo lo vi, y con una luz aún más fuerte que la del mal de antes), vi en sus ojos, digo, que estaba arrepentido de lo hecho. ”¿Se da cuenta, Lagarte? ¡Esta fue por fin su segunda confesión, la que esperé durante quince años! ¡Claro que valió la pena..., aunque signifique el exilio o la reclusión perpetua! El médico se quitó las gafas y estuvo algunos minutos limpiándolas con su arrugado pañuelo. Luego miró al sacerdote sin valerse de lente alguna. —Lo vamos a extrañar, padre. Antes de que se vaya..., ¿no me hablaría un poco más acerca del bien y del mal? Es una asignatura que no me enseñaron en la Facultad, y creo que no me vendrían mal unas cuantas lecciones.

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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L

a cuarteada tierra estaba esperando una lluvia que no terminaba de llegar. De entre las grietas salió una lagartija de cola azul que se escabulló rápida cuando descubrió la presencia de Berta. Así es como le gustaba que la llamasen. Su nombre completo, Roberta, siempre le había parecido que la hacía más mayor y aunque, si bien no cierto que ya no era una niña, quería creer que aún le faltaban muchos años para ser una persona seria y asentada. Continuó caminando sobre la tierra reseca buscando la orilla del agua. El nivel del embalse había descendido tanto que más de la mitad de su viejo pueblo había quedado al sol. Desde donde estaba ya podía ver el campanario de la iglesia. Le faltaban las campanas que se las habían quitado antes de la inundación. Se las habían puesto al campanario nuevo. Su sonido seguía siendo el mismo. Eso no había cambiado. El pueblo estaba en la parte baja de las montañas, al borde del río que les proporcionaba parte del alimento diario, les daba el agua con la que cocinar, les servía para lavarse ellos y sus ropas. Vivir lejos del río cuando ella era pequeña suponía más trabajo y estar apartado de la vida diaria del pueblo que se desarrollaba entre el río y la plaza de la iglesia. Solo los más pobres vivían lejos de él. La plaza se empleaba para las celebraciones religiosas o para las civiles convirtiéndose en la Plaza Mayor o en el campo para las fiestas según la ocasión. Allí estaba el ayuntamiento, el colegio y el colmado de Don Antonio que hacía las veces de taberna y de tienda de comestibles y ropa. Allí estaba todo… Berta iba recordando sus momentos de juegos en la plaza mientras continuaba bajando por el camino que llevaba a la entrada del pueblo, un camino cientos de veces recorrido. Mientras fue pequeña no muchas, pero cuando acabó sus estudios en el colegio y tuvo que ir a estudiar al convento de monjas de la capital subía y bajaba ese camino para poder coger el autobús de línea que pasaba por la carretera general. La carretera no llegaba al pueblo, solo a ese camino. Su prima Manuela le había dicho que sus casas también habían quedado al aire con el descenso de aguas del embalse. Berta no sabía si atreverse a ir hasta allí. Era muy posible que ver su casa destruida en parte por las aguas de su amado río le trajera tristeza, añoranza y no estaba segura que pudiera soportar esa sensación. Al fin y al cabo en el antiguo pueblo enterrado por las aguas había dejado enterrada también su infancia y gran parte de su juventud. El primer amor y el primer desengaño que una mujer sufre son sentimientos y personas que no nunca olvida. Y ella los tenía enterrados allí. Desde el nuevo pueblo, en lo alto de las montañas que rodeaban el curso del

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río, se veía todo el embalse y sabías que allí debajo estaba también una parte muy importante de tu vida. Pero estaba allí, bajo el agua, inalcanzable para la mano. Hasta ahora… La sequía que estaban sufriendo en la zona había venido también para secar su alegría, sus ganas de vivir. Se tenía que enfrentar de nuevo a viejos fantasmas que ya tenía olvidados. Las paredes de la iglesia que sostenían el campanario seguían en pie. También estaba en buen estado la entrada principal. El resto del edificio se había ido derrumbando. Desde la parte de atrás de la iglesia salía la empinada calle que llevaba hasta su casa. Al poco de comenzar a subir, Berta vio el hueco en donde antes estaba la ventana de su cuarto. El corazón se le aceleró tanto que parecía que le dolía. De repente sintió un escalofrío en la espalda, como si alguien acabara de pasar por detrás de ella. Se giró, pero no había nadie. Las emociones que estaba experimentando en aquellos momentos le estaban jugando una mala pasada. Nunca pensó que volvería a estar en aquella calle, frente a su casa. El día que el agua del embalse la cubrió por completo fue el comienzo de una nueva vida. Su familia y ella dejaron aquella casa, aquel pueblo, obligados por unas leyes que no les respetaron. Era por el bien común, por el progreso del país, les dijo el alcalde. Pero lo cierto es que nadie pensó en ellos ni en lo que dejaban allí sumergido. Berta puso una mano sobre la pared de su casa. Fue entonces cuando, en silencio, ya no pudo contener más su tristeza y las lágrimas comenzaron a recorrer su rostro. Apoyó su frente sobre la piedra dejando que toda su pena saliera. Era como si hubiera llegado al final del camino después de tantos años andando. Volvió a sentir el frío bajando por su espalda, pero ahora con más intensidad, como si alguien la hubiera rozado con una mano helada. Levantó la cabeza y girándola a derecha e izquierda miró en torno suyo, pero no había nadie. Estaba comenzando a ponerse un poco nerviosa. Tal vez no debería de haber bajado hasta allí ella sola. Manuela se había ofrecido a acompañarla pero ella prefirió enfrentarse a sus recuerdos en soledad. Ahora ya no estaba tan segura de que hubiera sido una buena idea. Berta tenía que desandar todo el recorrido que había hecho por el pueblo para poder salir de él. Aquel camino era la única entrada y salida el pueblo. Así que hizo de tripas corazón, miró por última vez su antigua casa y comenzó a bajar la calle en dirección a la iglesia y a la plaza, pero no pudo avanzar. Dos manos la sujetaban con fuerza para que no pudiera andar. Muy asustada buscó a la persona dueña de esas manos, sin embargo allí no había ni veía a nadie… Una voz susurrante procedente del descampado que había por detrás de su casa la llamaba para que fuera hacia allí. Las invisibles manos tiraban de ella en esa

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dirección pero no quería mover sus pies. El miedo y la lógica le impedían ir en aquella dirección. Aquel descampado antes era un prado muy hermoso. Allí sacaba su padre una mesa y unas sillas los días de patrón para celebrar la comida con los familiares venidos de otras localidades; allí ponía su madre a blanquear la ropa que lavaba en el río los días de sol; allí jugaba Berta con sus amigos cuando los quehaceres diarios se lo permitían; y, allí también le robó su primer beso el hijo de unos vecinos del pueblo que habían emigrado a París en busca de una vida mejor. Y desde allí la llamaba ahora aquella voz para que fuera. Las fuerzas de Berta comenzaron a flaquear. No podía luchar más contra aquellas manos, contra aquella fuerza que tiraba de ella y que la obligaba a ir dando pasos en dirección a la voz. Así que se dejó llevar. No podía hacer otra cosa. Ante ella apareció un joven cuyo rostro se le hizo muy conocido. Estaba muy pálido y delgado, como si estuviera muy enfermo. Su sonrisa la tranquilizó. Ella conocía a aquella persona, estaba segura, pero no recordaba quién era. —He estado mucho tiempo esperándote, Berta, pero el agua no me dejaba verte. Menos mal que ahora ya estás aquí. —¿Quién eres? —preguntó Berta con un hilo casi inaudible de voz. —¿Tanto he cambiado? La tuberculosis casi me mata, pero al final pude más que ella. Tenía que regresar a tu lado y aquí estoy. No podía ser… era Ramiro quién estaba ante ella. Su muerte la había dejado envuelta en una tristeza tal que hasta muchos años después no había conseguido rehacer su vida. Y ahora estaba allí, frente a ella. La tuberculosis a la que él creía que había vencido en realidad lo había matado. —Solo pienso en ti, Berta, y no me puedo ir —dijo Ramiro estirando sus brazos hacia la mujer. —Yo no te puedo acompañar, Ramiro. Todavía tengo mucho que hacer en esta vida, en este mundo. Lo siento, pero no me puedo ir contigo. En el instante en que Berta terminó de decir aquellas palabras estalló un fogonazo de luz que la deslumbró. Se tapó los ojos con las manos y al destapárselos descubrió que Ramiro había desaparecido. Tan solo unos segundos antes había tenido ante sí al gran amor de su vida muerto hace muchos años en tierras lejanas. Él también había emigrado buscando una vida mejor. En cuanto tuviera unas condiciones de vida dignas regresaría para casarse con ella y llevársela a vivir con él. Pero aquello nunca pasó. Berta se dio la vuelta y comenzó a bajar la empinada calle camino de la vieja

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iglesia. «La muerte se encargó de separarnos, Ramiro, y yo tuve que aprender a vivir sin ti» —se dijo Berta para sus adentros—. «Con lo felices que podríamos haber sido tú y yo».

ALMA RURAL

España

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S

olo dos noches después volví a la ciudad y ya todo había cambiado. La puerta de mi apartamento estaba abierta, chillando en sus goznes al son del viento invernal que zumbaba en el corredor. Con tanta inseguridad, acechando cada vez más cerca de uno, lo primero que creí es que había sido víctima de un saqueo. «Esta vez he sido premiado», ironicé. Desesperado, sin detenerme a revisar la cerradura, corrí al interior, y la escena que descubrí fue algo mucho más difícil de imaginar: Irina y su valija extendida sobre la cama. —Lo siento —dijo, y se dirigió al cuarto de baño— No puedo más. Por un instante sus palabras, frías y cortantes, me dejaron convertido en una estatua de sal. En el silencio más desesperante, la miré sin parpadear, mientras buscaba las palabras, los motivos, las excusas, algún sentimiento de culpa, alguna afrenta moral o física, algo, una idea cualquiera que me pudiera llevar a la comprensión de aquella súbita determinación. Nada; sentí cómo se apoderaba de mí el monstruo del vacío. Mientras dejaba la mochila y el portátil sobre el escritorio, Irina se desplazaba de un rincón a otro, como si nadie estuviera alrededor suyo; recogía sus trapos y neceseres y los iba echando en la valija. —¡Por qué! —aullé, lleno de impotencia. Ella no respondió. Supuse que no era correcto estallar de ira, recobré la calma y empecé a hablarle suavemente, como si tal cosa no estuviese sucediendo. —Todo este tiempo juntos, tantas cosas… «Sabes: no me causa temor ser libre, pero sí quedarme solo». «¿Crees que soy un objeto desechable?» Ella continuó atareada, indiferente. Su actitud consumía la llama de mi paciencia, y entonces, a fin de provocarle una simple reacción, terminé diciéndole: —Siempre fuiste como una lumia. Irina se detuvo, abrió sus ojos negros y me miró sin vacilación, como pocas veces. —Tenías que vomitarlo, ¿verdad? —dijo, y agregó, con gesto de resignación—: No vuelvas a jurar nada en tu vida, Pep. ¡Recuérdalo! La noche continuaba en carrera al son de los latidos del despertador. No hubo más reproches. Ella volvió a sus cosas y yo, cabizbajo, me senté en el escritorio para contemplar su huida. Entendí que había quebrado la promesa de no desvelar el obscuro pasado en el que se había visto envuelta, y asumí que eso no tendría perdón. Al rato Irina se esforzaba por cerrar la valija. Aquel vetusto saco de cuero tenía la cremallera estropeada, de modo que, al intentar cerrarlo, con arrojo y cuidado, yo

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sabía que ella solo había simulado. Incluso movía la cabeza y esbozaba una sonrisita para sí misma. De cualquier forma, estaba resuelta a marcharse; la observaba y creía que ya nada la detendría, ni siquiera una noticia inesperada o un desastre natural repentino. Obstinado, traté de persuadirla, eché unas cuantas palabras evocando los buenos momentos, pero era como si se perdiesen en el embudo de un huracán o como si se esfumaran en una tormenta de arena. —No podrás llevarte todo lo que tienes en esa valija —insistí. Ella ni me miró; aunque esta vez, sorpresivamente, con toda la intención de zanjar una herida, murmuró que alguien muy importante la esperaba del otro lado de la ciudad, y que llevaba prisa. —Bien sabes cómo soy —aclaró—, no me agrada dejar cuestiones pendientes. —Entonces, ¿volverás? —me precipité. Ella esbozó una sonrisa, llena de escarnio. —No juegues al tonto —repuso—. No suelo volver a mi vida pasada. Nunca se sabe con una mujer decidida, no lo suficiente. Podrían sepultarte con una frase. En mi memoria flotaban restos de una vida mutua, casi ocultos, en el sexto piso de un viejo edificio cuyo único atractivo era la vista nocturna de un bulevar desde la azotea más enmohecida de la ciudad. Todavía retenía la noche en que huía de sus perseguidores, el momento en que había decidido esconderla y darle refugio, las largas horas en que compartíamos risas y silencios apostados en una terraza llena de polvo, humo y lluvia. Sin pensarlo, me había ido entregando noche a noche al calor de esa mujer; después de interminables batallas, creía haber conquistado el derecho de conservar su corazón fugitivo latiendo junto al mío por el resto de mis días. Pero ahora, cuando ella, por primera vez, había resuelto alzarse sediciosa y sin mayores explicaciones, al fin, me sentía derrotado. Entonces recordé sus clásicas: «¿Para qué te matas estudiando?, ¿Crees que sobresaldrás entre tantos miles?, Me da miedo subirme a un taxi, Mejor quedémonos a ver una peli, Ese tipo no tiene futuro, Es un papanatas, Es bueno vivir sin condiciones, compromisos o ataduras, El mundo no se trata solo de querer las cosas». Todo ello me llevaba a recordar con qué pesimismo vislumbraba el mundo. Después de un buen trago de silencio, contemplé cómo ella se encaminaba hacia la puerta sin decir, cuando menos, «adiós» o «gracias». No sé por qué me brotó la ilusión de recibir un último abrazo, al tiempo que me esforzaba por retener el embalse de algunas lágrimas. Mis párpados, vistos en cámara lenta, parecían constantes y

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denodados aletazos que se resistían a la despedida. Bajo ese impulso irreflexivo, salté en pie, corrí hacia ella e intenté tomar su brazo. Sin embargo, debí calcular mal, pues Irina soltó la valija y todas sus cosas terminaron regadas por el piso. Enseguida quise excusarme y recoger sus pertenencias. —Ya es suficiente de ti —exclamó—. ¡Basta! Irina me miró suspendida, llena de un noséqué. Dio media vuelta, huyó hacia la cama y allí se tumbó; sus profundos ojos negros parecían buscar respuestas más allá del cielo raso. Aunque ella trataba de no evidenciarlo, yo sentí allí un leve aire de temor. No encendí más el fogón. Tras alzar sus cosas sobre una silla, vagué en el apartamento. La noche había caído. Junté las cortinas y pulsé el interruptor. La luz artificial era densa, opaca. Desde el umbral de la cocina, flotando sobre el mar tranquilo del dormitorio, alcanzaba a ver una cama, un cuerpo inerte y una pared sepia de fondo que se alejaba y se hacía cada vez más pequeña a medida que mis pensamientos alcanzaban un horizonte incierto, lleno de imágenes brumosas. Bastante rato después, sin saber cómo, me encontré tendido sobre la cama junto a Irina. —Está bien… está bien… —musitó ella. Me sentí como un animal apaciguado. Tomé su mano, suavemente, y sentí como si una grieta de luz se abriera en el cielo, mientras nuestros cuerpos giraban al son de una música muy profunda, reducidos en solo un instante por algo inexplicable. No lo estaba soñando. Fue como un alegre y súbito despertar. Mi pulso estaba a toda máquina. Ella, su voz y su silencio, me habían resucitado. —Es difícil tragarse de golpe este nudo en la garganta —agregó. Emocionado, agradecido por la buena nueva, me di a la labor de esculpir — hasta el agotamiento— una noche que fuera distinta y memorial, el principio de una vida prometedora y feliz. A la mañana siguiente, al despertarme, entreví una silueta difusa en medio de la ventana abierta hacia el amanecer. Cerré los ojos, me hice un ovillo entre las sábanas y sonreí. Ella, cual Eva en el paraíso, no podía saber lo que estaba ideando: sigilosamente, me levantaría, me aproximaría por detrás y la envolvería con mis largos brazos hasta llevarla a una muda sonrisa de complicidad. Volvería a embriagarme con el perfume de sus negros cabellos sueltos, me dejaría llevar por el suave estremecimiento de su piel; ella tendría que sentirse dichosa con el hormigueo de mis dedos en el edén de su vientre. Juntos, en ese estado de pura felicidad, nos daríamos un baño dorado con los primeros rayos del sol; ambos disfrutaríamos cómo la

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mañana, cargada con la leve brisa de la nueva temporada, inundaba lentamente la habitación. Desperté una vez más. El sol ya brillaba en lo alto. El monótono ruido de la ciudad se cernía sobre mi cabeza. Busqué la silueta amada, la luz de la ventana, miré a todos los rincones posibles. Allí no había nada. Nadie. Me levanté, salí al balcón, dejé rodar unas cuantas lágrimas, y contemplé el mundo de allá abajo, a la vez inmenso y vacío, difícil e incierto.

JEAN FRANCISCO CERVANT Perú Web: elsonidoylafuria.webs.com

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A

llí, frente al espejo, Nicolle empieza a acomodarse su espesa cabellera oscura. Enseguida delinea sus labios, luego sus cejas e intenta sentirse lo más segura posible. Se aprieta los labios. Una, dos, tres veces. Diagnostica luego su vestido negro. Baja unos centímetros su traje a la altura de sus hombros y se observa expectante; se contempla, ligeramente se descubre la zona de sus pechos y observa toda la dimensión de su torso. Ensaya una sonrisa; se ve fijamente en el espejo. Busca algún defecto que se le haya podido pasar por alto. Pero no, ninguno. Se siente espléndida así, con el cabello suelto, libre. Juega con él, menea la cabeza y asiente carismática. Después retoma lo anterior: se acomoda nuevamente el brassier y sostiene y palpa cada uno de sus senos con cierta curiosidad. Finalmente se coloca los pendientes y se observa por última vez frente al espejo, respira hondo y aliviada se siente lista para esta noche. Nicolle cruza en menos de dos segundos de su habitación a la sala. Oye que los parlantes de su ordenador aún despiden las melodías de la cantautora Mon Laferte, por hace más de media hora. Del escritorio toma el sobre que le llegó hace dos días; extrae el contenido y se toma un segundo para concentrarse y releerlo un par de veces más. Percibe la textura rugosa de la hoja y el perfume que imagina despide aún. Sonríe. Se pregunta si esta invitación es una falsa nota o una broma estúpida. Por supuesto que no, se refuta. Está decidida a dar fin a su inseguridad. Hace una llamada, pero nadie llega a contestarle. Devuelve el teléfono a su lugar y oculta el sobre junto a la carta dentro de una pila de hojas reusadas. Respira. Exhala. Toma el juego de llaves, juega unos segundos con ella y sale de casa. A las afueras, en toda la extensión de la avenida, el frío es intenso. Un olor desagradable semejante al de un animal furiosamente disecado emana desde el suelo, pronto siente náuseas. En este lapso llega a recordar su situación amorosa, precisamente piensa en su última relación que culminó nuevamente en fracaso. Pronto siente que le hierve la sangre al recordar a aquel tipo. Procazmente pretende asomar su nombre. Pero ella está consciente de que está en proceso de recuperación de una depresión aguda. Así que procede a practicar una técnica eficaz de relajación. Espera serena que le surja efecto. Optimista se dice que esta cita le vendrá bien. Ante la calle oscura, Nicolle procura tomar sus precauciones; cautelosa, analiza la calle en tanto alza la mano, concluye que no existe nadie en todo el espacio sino ella. Siente cierto alivio. Al fin, ante su llamado insistente, un taxi se detiene. Ya dentro piensa en Fabián. En la traición tan cruel que le hizo. Le falta aire. Baja la ventana y enseguida siente la caricia de la brisa. Respira. En el trayecto del viaje no llega a calmar su ansiedad. Lo que resta del camino se reprocha por qué confió tanto tiempo en él.

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Fueron dos años de relación que tuvieron hasta hace dos semanas en que él la dejó sola en el altar ante la curiosa mirada del sacerdote. Al fin llega al lugar citado. Advierte que el local permanece semiiluminado, posee un decorado discreto y sin mayor clientela. Las mesas están vacías, menos una en el que un sujeto de mediana estatura sostiene un ramo de flores. La escena se devela con un saludo discreto y un beso tibio en la mejilla. Tras un «hola» pretende añadir algunas frases más. Pero no posee ninguno en mente. Por ahora cavila. Lo observa con atención. Siente que le agradan sus ojos, el estilo de su peinado o simplemente su complexión. En fin, no sabe verdaderamente cuál de estos. Quizá, tan solamente basta con su presencia. Pero no hay duda alguna de que siente una enorme atracción hacia él. Si llegara a suceder algo la noche de hoy, solo debería permitir que suceda. Está prohibido decir no. Lleva muy bien grabados los consejos de su psicóloga, además los de sus amigas: debe darse la oportunidad de conocer nuevos hombres. Precisamente debe observar nuevos rostros, debe abandonar a como dé lugar la imagen por ahora perenne de Fabián. Claro que no resulta fácil olvidar a alguien que te hizo un desplante en el altar, musita. Entonces se detiene de fijo en este nuevo rostro que tiene enfrente. Recuerda haberlo visto antes. Ignora el lugar exacto. Sin embargo, en su rostro se dibuja una sonrisa esperanzadora. —Gracias por venir. Me llamo Renato. —Descuida. Yo soy Nicolle —responde inmediatamente. Sonríe. Una carcajada dotada de nerviosismo y alegría eclosiona en el ambiente. Él también sonríe. Parece despertar de un breve letargo y a continuación le hace presente el ramo. —¡Son estupendas! ¡Gracias! —dice enérgica tras recibir el ramo de tulipanes amarillos. Le encanta el detalle. Recuerda entonces haberlo visto en su tránsito a las clases de periodismo. Sí. Quizá un martes, piensa. Tal vez al mediodía en el ascensor. Renato aclara que lleva radicado un mes en la ciudad. Llegó a conocerla al verla caminar por las avenidas circundantes a la universidad desde el hall de un hotel. Se confiesa que jamás imaginó toparse con una mujer tan guapa como ella. Al finalizar toma su mano, la acaricia una, dos, tres veces. Ella aleja su mano con cierto pudor, pero luego habla del acierto de haber escrito aquella carta. Le encanta esta excentricidad. No es habitual este tipo de detalles, piensa. Renato, tras unos brindis y antes que culmine el bufet de la cena, la invita a caminar un rato por la ciudad. Le promete que no será más de veinte minutos. Los pasos cortos y lentos que llevan cerca de quince minutos de actividad por la acera se detienen de golpe. Renato la sujeta de ambas manos, sus sonrisas cómplices

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juguetean frente a sus pupilas dilatadas. Entonces como un certero disparo, Renato pronuncia una frase tenaz: te quiero entre mis brazos. II Nicolle acaba de despertarse. Aún soñolienta se percata de la ausencia de su vestido negro. Solo lleva puesto una lencería rosa. Enciende la luz y observa su vestido a lo lejano que se halla en medio de la habitación cálida. La cama está desordenada. Las sábanas blancas, los edredones y las almohadas yacen revueltos en el piso que advierten de una noche muy intensa. Aún es de madrugada y lo que Nicolle atina a hacer es tomarse la cabeza. En sus miradas aún perduran imágenes cargadas de satisfacción. Nicolle se pregunta cómo han llegado hasta aquí. La respuesta se resume en el consumo del vino y el champagne. Decide no pensar más. Solo busca por ahora beber algún líquido. Se percata de que aún no amanece, tan solo han transcurrido tres horas desde que se conocieron. Se conforma en acudir a los servicios a mojarse el rostro. De regreso a la habitación observa a Renato ya despierto. Nicolle decide besarlo. Duda. Concibe que fue una mala decisión. Pero no. Él la coge de la cintura y el beso se prolonga. No hay pausa hasta que Renato exclama: ¡no podré dormir! Nicolle se pregunta la razón frunciendo el ceño. Renato responde que posee un trastorno de sueño y no solo se refiere al insomnio. Nicolle admite aquella dificultad como un inconveniente minúsculo. En tanto Renato se alza de la cama, se desabotona la camisa, se sienta al borde de la cama y pensativo dice: —Hagamos algo. —¿Algo como qué? —responde Nicolle semidormida. —¿Oíste hablar del juego de roles? Por ejemplo: imagina que pertenezco a una mafia muy peligrosa y me buscan intensamente para quitarme la vida. ¿Qué harías? —En realidad no lo sé —señala algo incómoda. Piensa que no tiene por qué estar oyendo estos absurdos. Mucho más a esta hora. Imagina que a estas alturas debería de ser ya una señora y no estar acá. —Pues ven, levántate, acércate a la ventana. ¿Observas la calle? Mira, ya no hay congestionamiento de autos. Solo se oye ladridos. Imagina que escuchamos de pronto unos ruidos afuera y nosotros nos acercamos a esta misma ventana. De inmediato nos disparan salvajemente. Una bala impacta en mi hombro y pronto caigo malherido, me desangro. Tú eres mi secuaz y yo te suplico: ¡Nicolle, tienes que ayudarme! ¿Qué harías? —No sé, llamaría a una ambulancia, a la policía, no sé. —No puedes hacer eso Nicolle. Olvidas que pertenezco a esas sociedades

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criminales como La Camorra en Italia o las maras en Centroamérica. —¡Ah!; ya, basta Renato, no sigas. Es suficiente. Intenta dormir por Dios. Nicolle se recuesta dándole la espalda. Cierra sus ojos, finge dormir. Cavila la situación y una vez más llega a sentirse defraudada. Concluye que todos los hombres son unos completos idiotas. Por su parte Renato ha decidido callarse ante su silencio emitido. Aparentemente ya duerme. Nicolle piensa en la proposición de Fabián de hace una semana. En el mensaje que le escribió mencionando que desea verla, lo más pronto posible. Pretende redimirse. Insistió luego que ella lo llamara. Aceptó la idea que el desplante que le hizo en el altar fue una completa estupidez. Fue un insensato. Sí. Se considera un completo imbécil. «Nunca más volverá a pasar esto», versa la última línea que le escribió y por ahora ronda esta frase en su mente. III Son las seis de la mañana y el golpe continuo del agua contra el piso despierta a Renato. Nicolle cierra la ducha, se cubre el cabello y se dirige a él. El hotel no está nada mal, oye decir a Renato. Mientras camina él la contempla con un deseo irrefrenable. Observa sus piernas, sus senos, sus glúteos y lo terso de su piel. Disfruta el aroma floral que se desprende mientras va por su bata. Renato llega tras ella. La sorprende en tanto se proponía vestirse. La sujeta de la cintura. Aún es muy temprano, le susurra al oído. Volvamos a la cama, insiste con voz provocadora. Pero Renato parece resignarse al notar su molestia. Nicolle jura que nunca más volverá a acostarse. Prefiere tomar el control remoto y encender la televisión. Mientras hace zapping llega a sintonizar un noticiero azteca. La presentadora habla de la desaparición de más de cuarenta estudiantes de la escuela rural de Ayotzinapa en el estado de Guerrero, que después de tres años, el caso aún no está esclarecido. Nicolle oye con atención, además, la opinión de un periodista texano. Él sentencia: «En México es más peligroso investigar un asesinato que cometerlo». Apenas termina de oírlo se siente indignada. Está segura de que el Perú está próximo a ello. La violencia se ha desbordado profusamente. Piensa en todas las muertes que han quedado impunes. Advierte que su labor profesional como periodista quizá le lleve a estar en situaciones complicadas en que la muerte esté tan cerca de ella mientras busca justicia. En tanto recae en ese pensamiento, observa a Renato recibir una llamada urgente. Contesta pronto y percibe en él un cambio abrupto de su ánimo. —¿Sucede algo? —interrumpe Nicolle.

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—Debo confesarte algo —hace una pausa y continúa—. Debo partir pronto hacia Arequipa. Mañana temprano debo de estar allá. No puedo contarte más… Nicolle acepta parcialmente la idea. La Ciudad Blanca le trae recuerdos insondables. Como aquellas últimas vacaciones que pasó junto a Fabián. Lugar predilecto donde recibió la propuesta de matrimonio. Con los ojos vidriosos observa a Renato vestirse apresuradamente. —Tranquila —dice Renato acercándose. Se toma un respiro y la abraza. Jura que una vez llegue a estar allá procurará llamarla. Ella asiente y lo ve partir. Nicolle permanece a las afueras del hotel. Observa el tropel de colegiales que transitan bajo la bruma matinal. Ella solo desea estar pronto en casa. Encender su ordenador e internarse a oír las mismas melodías. Recostarse en toda la amplitud de su dormitorio. Respirar, exhalar. Reponerse luego y dirigirse al tocador. Estar nuevamente frente al espejo. Someterse ante su imagen y reprocharse, una vez más, que algo nuevamente ha salido mal.

EBHER CASTILLO CADILLO

Perú

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I

maginá que despertás como cada mañana, saltás de la cama, corres la cortina, luego la ventana de tu habitación para ver si el día ha amanecido gris o soleado, entonces asomás la cabeza por el hueco de la ventana y lo primero que vez es un extenso manto blanco que recubre todo tu vecindario. Un ligero, vaporoso y fino tejido blanco moviéndose al son del viento matutino sobre la calle de tu infancia. Buscás el auto de tu padre y lo ves cubierto por esa tela que parece de otro tiempo. Mirás las casas vecinas, los árboles, las bicicletas tiradas sobre los jardines exteriores adyacentes, los buzones de correo, los tachos de basura, los postes de luz, las casitas para perros, las piletas para las aves migratorias, todo en sí, cubierto por ese ligero manto que tiene al vecindario atónito. Pues eso me pasó a mí. A medida que pasa el tiempo, comienzan a aparecer los vecinos para apreciar el extraño fenómeno que se ha producido en el barrio1. Los hombres no saben qué hacer, miran estupefactos el manto que lo cubre todo, que disipa las primeras horas de esa mañana de domingo. Salgo al balcón de mi dormitorio y siento como si hubiera atravesado un portal invisible y viscoso. Muevo las manos tratando de abrirme campo y filamentos minúsculos se adhieren a mis dedos. ¿Qué es esto?, pregunto, tratando de sacarme la delicada fibra pegada a mis dedos. Y mientras quito los filamentos de mis manos, más de esos hilillos blancuzcos se adhieren a mi piel. Camino hacia la baranda y apoyo las manos en la madera cubierta por la telilla. Desde allí observo lo que ocurre afuera, en la calle de mi vecindario. Oigo algunos gritos rompiendo el sosiego del domingo. La señora Doris, mi vecina, cruza el jardín de su casa al ver a su perro Lucas cubierto por la extraña tela. El perro gime inmóvil sobre el césped, esperando por un desenlace que aún ignora, mientras el señor Aldo quita de la carrocería de su hermoso Mustang hardtop, la tela que lo ha tapado por completo. El día ha dejado de ser un apacible domingo como cualquier otro. En menos de una hora la calle se ha llenado de bomberos del voluntariado, de policías y hasta de periodistas listos para cubrir el raro espectáculo que se ha suscitado en nuestro vecindario. Todavía preso del asombro, me visto y salgo a la calle dispuesto a averiguar qué es lo que ha pasado en realidad. Papá observa en el noticiero lo que acontece a pocos metros de su casa, como si tal cosa no fuese algo sorprendente. Mamá por su parte, de rodillas frente a la imagen de Nuestra Señora del Buen Aire, y con un rosario en la mano, no ha dejado de rezar desde que descubrió sus queridos rosales forrados con ese extraño manto. Desde la puerta de mi casa observo con más claridad todo el panorama que me rodea. Veo a los bomberos tratando de retirar el manto que todo lo cubre, intento que al parecer —por el abstraído gesto de sus rostros— parece inútil. La policía trata de

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calmar a los más nerviosos, como la señora Adela, quien no puede dejar de llorar al observar que su jardín ya no es más una alfombra verde y perfecta, sino que se ha convertido en un espacio ceniciento y lúgubre. Estupefacto observo lo que ocurre sin percatarme que del techo del cobertizo de mi casa descienden decenas de pequeños arácnidos ayudados por imperceptibles filamentos que penden del remate de la marquesina. Son decenas de pequeñas arañas que cuelgan delante de mis ojos y me miran como si fuera yo el que estuviera invadiendo su hábitat. ¡Papá, mamá!, son arañas, centenares, miles de arañas que han invadido la calle. Mamá me oye desde su lugar de oración, y cuando me callo, vuelve a iniciar sus rezos con mucha más fe que antes. Papá, desde su sillón, observa el noticiero como si lo que ocurre afuera no tuviera nada que ver con él. Me mira con indiferencia, y al ver el miedo en mi rostro, me llama a su lado, me abraza y me sienta en el brazo del sillón. Mirá, Facu, me dice papá, señalándome el televisor. Ese fenómeno se llama

Ballooning, o baba de diablo, me explica, mientras que en el noticiero, un reportero del canal 8 entrevistaba a un reputado entomólogo de la Universidad Nacional de La Plata, quien trataba de explicar con palabras simples lo que está ocurriendo en Lezama. Demoraron dos semanas en limpiar el vecindario por completo. Después de retirar las telarañas, los del área de zoonosis del municipio ordenaron a todos abandonar sus hogares por dos días, mientras ellos fumigaban el lugar para eliminar la plaga de arañas que había invadido la zona. Aprovechamos esos dos días para unas cortas vacaciones. Fuimos a visitar a la abuela Rosa en las afueras de La Plata, en Berisso, donde tiene una hermosa casita en Palo Blanco, desde donde se puede ver a los lejos, el reflejo del sol en el Río de La Plata. Al regresar a casa, el eco de la invasión arácnida todavía se oía. Tuvieron que pasar varios meses para que la gente dejara de sacudirse las ropas sin ningún sentido, como si quisieran quitarse de encima aquella sensación inexplicable que los atormentaba en silencio.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

Blogs: elcuentarium.blogspot.pe 1. En el año 2007, tras las terribles inundaciones acontecidas en la provincia de Buenos Aires, los vecinos de la ciudad de Lezama se vieron sorprendidos por la invasión de millares de arañas del tipo lycosa, que tejen densas telarañas en la copa de los árboles y utilizan el viento para trasladarse de un lugar a otro. Este fenómeno afectó a 20000 personas, de las cuales 2000 tuvieron que ser evacuadas por el área de zoonosis del municipio de Lezama. El fenómeno es conocido por los lugareños como “Baba del diablo”. Tal fenómeno no se ha vuelto a repetir desde aquel invierno.

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U

n rinoceronte sudafricano sintió mejorar de la fiebre que padecía tras devorar un ajo tras otro en un sembradío colindante con el Parque Nacional Kruger, reserva natural habitada por el mamífero en Sudáfrica. El remedio se convirtió en amenaza cuando otros rinocerontes enfermos comenzaron a buscar ajos con avidez mientras causaban daños irreparables en la propiedad. Yo era el guardián del sembradío y acompañado por otros trabajadores intentaba echarlos de la granja cuando desperté. Mi mujer ya había encendido la luz de la habitación. —Me asustaste. Debes haber tenido una pesadilla horrible. Gritabas con furia como si estuvieras en un pleito. Dabas miedo. La miro confundido. Mis recuerdos no me alarman. Le digo que solo tuve un sueño extraño y nada más. Edna permanece en el otro extremo de la cama. —¿Por qué estás tan lejos? —Perdona que te mire sin confianza, pero hace un rato alcancé a oír que mandarías al infierno a todos los que se atrevieran a acercarse a ti. Río al escucharla. —Yo cuidaba un plantío de ajos asediado por rinocerontes y quizá gritaba para espantarlos, pero bien sabes que nunca podría causarte alguna clase de daño. Quizá combinaste tus propios sueños con los míos y obtuviste escenas que resultaron terribles. —¿Estás seguro? Yo no recuerdo haber soñado. —Uno siempre sueña —respondo. —Ahora que lo dices mi confianza no mejora, porque lo que gritaste, así haya sido dedicado a los rinocerontes, va y viene por mi cabeza como si ya me lo hubieras contado alguna vez. —Quizá se trate de un déjà vu. El instante donde el cerebro se desconecta y deja de percibir una imagen que de pronto se manifiesta como si fuera nueva. Paramnesia lo llaman. Ella asiente con escaso convencimiento. Abandonamos el terreno de los sueños y comenzamos a platicar sobre diversos asuntos más preocupantes según mi punto de vista. Surgen las cuentas por pagar, los horarios de los niños, los problemas del automóvil y otros asuntos que nos mantienen despiertos tres horas antes de volver a la cama. Duermo de inmediato. Con extrañeza me encuentro en el sueño anterior. Sin pensarlo mucho reanudo mis labores interrumpidas. Reagrupo a mis ayudantes para

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instalar trampas hasta concluir la jornada. Al oscurecer regreso a mi casa. Edna duerme con sobresaltos. Al colocar mi mano en su frente para tranquilizarla puedo ver su sueño. Edna es un rinoceronte que destruye un sembradío de ajos en el sur de África. Espantada por mis gritos cae en un foso escondido bajo ramas de arbustos. En el fondo surge una serie de estacas bien afiladas. La miro hundirse en ellas. Me despierta un grito. Edna sangra incontenible.

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Web: Literatura Virtual

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R

ubén, como cada sábado de principio de mes, salvo que lloviera, volvió a dejar unas flores en la Chacarita. Mañana era el gran día. Ya había arreglado con un amigo remisero para ir a Ezeiza a buscarla. Después de tanto tiempo, igual que en el cine de ciencia ficción, las redes sociales se empecinaron en implantar vagos recuerdos para unir lo que Dios había separado. Y dos corazones para nada virtuales, pero solitarios, ocuparon esos roles sin más opciones.

—Lili querida. —¡NEGRITOOO! Por fin el abrazo interminable y real. Fueron en el hall del aeropuerto un obstáculo para los pasajeros que buscaban ansiosos la salida. En el viaje desde Ezeiza a Colegiales, no hablaron mucho: se hacían manitos, se miraban, se redescubrían, ¿o descubrían? Vaya uno a saber que pasaba por esas cabezas. Las promesas por whatsapp, a medida que se acercaba el día, fueron subiendo de temperatura. Pero tenerse cara a cara era otra cosa. Había cierto recule. En el departamento de Rubén generalmente limpio y ordenado, hoy se notaba además, la excitación. Lili no reconocía el vestíbulo ni el pasillo. Claro, más de veinte años habían pasado. Pero una vez adentro, se sentía familiarizada con la casa. O casi. —Debe ser por las reformas de la cocina y el baño —decía Rubén, y se disculpaba porque venía demorando la pintura del departamento. A Lili nada de eso le importó. Lo abrazó, y lo besó sin más trámite un buen rato. Rubén había hecho lugar en la pieza de su hija. —Ay, Negro —decía Lili en un tono andaluz que maravillaba a Rubén— pobre tu niña, que la vengo a molestar, coño. —No hay problema —la tranquilizó el—, en la semana no viene, y el próximo fin de semana va a estar con amiguitas. Ni se va a acordar de mí. Acomodaron la valija —maleta, insistía en llamarla, Lili—, sobre la cama de la hija. Después, Lili le contó que tenía que ver con urgencia a Adriana, una antigua amiga de estudio. Quería, necesitaba a toda costa conseguir, un certificado de la

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facultad de psicología, para la vuelta a España. En Sevilla, obligada por su trabajo en la clínica, debía hacer un master, y le faltaba ese documento. Solo tenía una semana. Era necesario encarar el trámite lo antes posible. Así que llamó a su amiga, y combinaron para el día siguiente a la tarde. Por lo demás, fue una semana movida. En moto al Tigre, excursión en lancha, asado criollo. Al cine con una de Darín, héroe máximo de los exiliados argentos en España. Pizza en Las Cuartetas, con explicación del porqué del nombre y todo. Paseos nocturnos en moto. También fueron al teatro, fueron a escuchar música, y a ver a Dolina. Una semana concentrada en lo que pudo haber sido más de un año de cuando se recordaban como novios. Llegaban cansados a la noche, tan cansados que solo hicieron el amor… no, solo cogieron un par de veces. Y siempre de fondo: música. La música de ayer, y la nueva, aprendida en estos tiempos de doce mil kilómetros. En la apretada agenda, Lili mechó un par de reuniones con su amiga, Adriana. Las cosas no estaban fluyendo, como Lili esperaba, con el trámite de la facultad. Que la secretaria académica esto o lo otro. Que no puedo un certificado, que mejor una constancia. Que en papel, que en PDF, y así mientras se acercaba la fecha de la vuelta. En la segunda reunión de Lili con su amiga. Esta vez, por fin a solas, Adriana pudo hacer la pregunta que tenía atragantada desde hacía tres meses, cuando Lili le contó que viajaba a Buenos Aires. Lili amaneció triste, quizás extrañaba a su hijo, quizás intuía algo. Rubén la abrazó y consoló. Después de unos mates estuvo lista para salir en busca de Adriana. Como cuando eran compañeras de estudio y de café, se metieron en el histórico bar de la esquina de la facu. Eligieron la mesa pegada a la ventana que da a Hipólito Yrigoyen. —¿Quién es este Rubén, Lili? —preguntó Adriana. —Rubén, el Negro, ¿Quién si no, tía? —Lili, ¿vos hablás siempre de Rubén Varela? ¿Ese Negro? —Sí gilipolla. Vamos tía, que acá la única gilipolla soy yo —decía Lili—. Mira que ahora, a la distancia, me vengo a dar cuenta, después de veinte años, que es el amor de mi vida. Joder. Ese: el Negro Varela. Rubén. Sí, ese. —Lili, el Negro Rubén murió. Tu Rubén murió hace ocho años. Un paro cardíaco. —… —Yo me enteré de casualidad, por unas amistades en común. Vos parecías tan,

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tan en familia, para qué te iba a contar. Todo se puso en cámara lenta. Lili soltó la cucharita dentro del café, y salpicó el borde del pocillo. La gota de café fue la única lágrima, Lili no lloró. Su mirada se perdió por Hipólito Yrigoyen hacia Congreso. Al rato se despidieron. Adriana le ayudaría a presentar la nota en el rectorado al día siguiente, y a cruzar los dedos. Dependían de la buena voluntad de una empleada de la facultad de psicología, y eso era peor que esperar un milagro. —¿Te alcanzo con el auto, Lili? —No, Adriana, gracias. Lili, a pesar del whatsapp de Rubén, prefirió caminar un poco antes de usar la SUBE prestada para el bus. —Colectivo, colectivo, bondi —se corrigió avergonzada en el mensaje de voz. Más tarde, Rubén la iba a “retar” mientras le besaba el cuello. —Hablame en gallego, dale, porfi. Lili llegó a la casa. Algo iba a decir, pero Rubén tenía todo listo. Quesito cortado, unos boquerones de la costa, que Lili había traído como un presente, aceitunas y cubitos de mortadela bocha, que él recordaba como su fiambre preferido. Unas velas y música, esta vez Sade. —Mmm, tío, que rico todo —dijo Lili. —¿Te sirvo más tinto? —Que sí tío, por favor, sí —dijo Lili— Hasta la mortadela está rica —agregó— y mira que nunca me gustó, coño. Rubén miró los prolijos cubitos de mortadela, y a Lili, y otra vez los cubitos. Prefirió pasar por alto el momento, y llenó las copas una vez más. Lili sucumbió a la música de fondo, al tinto, a los besitos en el cuello, y cómo interrumpir el camino a la cama para buscar una explicación a lo que, Adriana, le había dicho par de horas antes. Amaneció un día patológicamente primaveral, en pleno agosto del hemisferio sur. Armaron el equipo de mate, y se fueron en la moto a la costanera. Se cagaron de risa recordando una comunicación de video-llamada donde, unas semanas atrás habían tenido sexo a distancia. Se cagaron de risa, y se felicitaron mutuamente, porque mal que les pese a los imbéciles progres, habían logrado tacto, sabores y olores, aún en esas circunstancias.

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—La fantasía los crea, tío —decía Lili—. La mente es poderosa. Más poderosa de lo que esos gilipollas piensan: nazis sin saberlo, que nunca entienden nada, que no luchan por nada que no esté de moda, que tienen agua de costumbre en las venas. A tomar por culo, tío. —decía Lili, moviendo las manos como una bailaora. Rubén no recordaba tan combativa a la Lili del pasado. Pero eso que tenía en carne y hueso delante de él, esa argentina con aires de andaluza y gitana, le gustaba. Alucinaba. Un día y medio para el regreso. Lili le mandó el famoso correo a la secretaria académica, y cruzó los dedos. Tuvieron una última cena, un último desayuno y un último almuerzo en la casa del hijo mayor de Rubén. —Vaya tío, pero qué fue de aquel chavalito, si estás hecho todo un hombre — se asombraba Lili— y no se reconocían el uno al otro más que por lo que contaba Rubén. Esa tarde, Adriana y otras dos viejas amigas pasaron a buscar a Lili por la casa de Rubén. En el Corsa dos puertas, no había más lugar que para Lili y la “maleta”. Igual ya lo habían hablado. Él no quería más que una corta despedida en la puerta de su casa. Las “chicas”, obviamente saludaron a Rubén un poco incómodas, y no por la falta de espacio en el auto. —Cuídenmela estas últimas horas —dijo Rubén moviendo la manito como un nene, desde el umbral de su casa. El auto dobló la esquina. Veintidós horas más tarde, Lili estaba en Sevilla. A la mañana siguiente, la despertó un mail de la facultad española: Le avisaban que habían aceptado el documento. Estaba inscripta. Rubén en esas veintidós horas no hizo más que recordar el accidente con la moto. Al otro día, y aunque no era el primer sábado de mes, fue a la Chacarita a dejar un ramito de flores en la tumba de la Lili, que veinte años atrás, había muerto en ese accidente.

MIGUEL ANGEL DI GIOVANNI

Argentina

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#5 A estas horas, Patricio Pron se encuentra recostado sobre el sofá de su salón corrigiendo las galeradas del que será su próximo libro de relatos. Concretamente, corrige el que lleva por título Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido. A mano, bajo el título, escribe un nombre (“Peter Adolphsen”), a quien pretende dedicárselo. #4 El mensajero recoge el paquete de manos de la recepcionista de la editorial y comprueba con desgana la dirección a la que tiene que dirigirse y el nombre de la persona a la que tiene que entregárselo. No le parece que Pron sea un apellido de persona normal y concluye que es un pseudónimo. Así se lo hace saber a la recepcionista, quien le sonríe y le pide que tenga cuidado con la mercancía, que son las galeradas del próximo libro del autor. #3 Mi padre tiene una amante, le confiesa ella después de que haya sonado el despertador y hayan hecho el amor como cada vez que él tiene turno de tarde. ¿Estás segura?, le pregunta él mientras se dirige al cuarto de baño. Está muy raro últimamente, viste mejor, usa una colonia nueva, llega más tarde de lo habitual a casa y siempre pone la excusa del trabajo, vamos, lo típico del que tiene una amante; al menos, eso es lo que me cuenta mi madre; contesta ella. Será la crisis de los sesenta, se le oye a él por entre el ruido del agua de la ducha. Y concluye: lo importante es que tu padre se decida de una vez a delegar responsabilidades y me ofrezca el trabajo de ayudante que nos prometió, que ya estoy quemado de la moto y de andar repartiendo paquetes todo el día de punta a punta de la ciudad. #2 Son las ocho y media de la tarde y el hombre abandona su despacho. Le pide a su secretaria que apague las luces y que, si no tiene nada urgente que terminar, se vaya ya a descansar. Mientras baja por el ascensor privado al garaje, llama a su mujer y le explica que tiene una reunión de última hora y que no llegará a cenar. Conduce por la ciudad nervioso, como con prisa. Al cabo de unos quince minutos, aparca en doble fila frente a la librería Cervantes, hace sonar el claxon un par de veces y espera a que salga Beatriz. Mira a su reloj y comprueba aliviado que llegarán a tiempo a cenar a ese restaurante que ha elegido con mimo para sorprenderla y, a los postres, confesarle que quiere dejar a su mujer e irse a vivir con ella.

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#1 Me ha encantado el libro que me recomendaste, le digo. ¿Cuál?, pregunta tratando de hacer memoria… El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, le aclaro… Ah, es verdad, recuerda, el de Patricio Pron… Pues creo que está a punto de publicar un nuevo libro de relatos, añade. Y, por lo que me cuentan, parece que se llamará La vida interior de las plantas de interior, ya te diré… Bueno, ¿y qué me llevo mientras tanto?, pregunto… Beatriz piensa durante un momento, abre los ojos como queriendo decir “¡ya lo tengo!” y se dirige a una estantería de la que extrae un libro de la editorial Lengua de Trapo: Brummstein / Machine: dos novelas cortas, de un tal Peter Adolphsen. Si te gusta Pron te gustará este, dice mientras me entrega el libro y me empuja hacia la salida. Y ahora vete, añade, que voy a cerrar, que está a punto de venir mi novio para llevarme a un restaurante a cenar; yo creo que de hoy no pasa, que se me va a declarar…

EDUARDO CRUZ ACILLONA

España

Blog: http://masclaroagua.blogspot.com Twitter: @masclaroagua Facebook: https://www.facebook.com/ecruzacillona

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a desde mediados de setiembre, dos amigos, mi hermano y yo comenzábamos a especular si este año nos invitarían a la huevada. Estábamos en 1958, por lo tanto ya teníamos trece años, y nos sentíamos lo suficientemente baqueanos como para acompañar a los grandes al viaje de octubre. Llegaba la época de los nidales plenos de huevos, tejidos en los juncales, que llenaban la orilla oeste de la laguna de Castillos. Había escuchado alguna conversación de mi padre con alguno de sus amigos donde se invitaban a hacer campamento en la boca de la laguna, pasar dos o tres días, y cruzar en lancha al “Diamante”, el lugar donde patos, gansos y cisnes, gallaretas, garzas y margullones, nos proveerían de cajones y cajones de huevos, que, además de lo que se cazaba y pescaba, aprovisionarían por un buen tiempo las despensas hogareñas. Hasta ahora, los que iban a la huevada eran hombres grandes, baqueanos conocedores de toda la zona, desde Aguas Dulces y Valizas, hasta el Rincón de los Oliveras y el Polonio. Algunos de ellos eran cazadores de leyenda, otros viejos loberos del SOYP, pescadores o gente muy campera, dominadores de todas las tareas rurales. Ya era una tradición que el segundo viernes de octubre, cargaban en un camión una lancha, bolsones con colchonetas y ponchos, y jaulas con gallinas vivas, damajuanas de vino y una barrica de caña “La Habana”. El viaje comenzaba de madrugada en Castillos, y se hacían dos o tres paradas para levantar viajeros que vivían cerca de la ruta. Llegaban temprano al puente sobre el Valizas, donde descargaban la lancha en el agua y salían rumbo a la boca de la laguna. Navegando íbamos los chicos, la carga y el timonel. El resto se iba caminando por el campo de un amigo de los expedicionarios, al lado del arroyo, haciendo una línea recta para evitar las vueltas y revueltas del arroyo, que para nosotros era una delicia recorrerlas en la lancha, navegando por la parte honda, que el timonel conocía de memoria. Llegados a la boca, atracábamos frente al monte de ombúes, donde había un galpón que serviría de cuartel general, alrededor del cual se preparaban fogones que estarían encendidos los tres o cuatro días que iba a durar la expedición. También guardaba allí, una pequeña chalupa a botavara que iba a ser la herramienta principal para recoger los huevos. Le decíamos la boca de la laguna al nacimiento del arroyo Valizas, que desde ahí corría hasta el mar. A su izquierda había un muy extenso monte de ombúes centenarios, que con sus enormes troncos, muchos de ellos huecos, eran la delicia de la “gurisada” para jugar a los matreros. El primer día era de “acomodo” y fiesta por el reencuentro. Temprano se ponía

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a asar un cordero, y temprano comenzaba a pasar de mano en mano la caña cubana, mientras repasaban el anecdotario de las peripecias del año anterior. Era curioso ver como mantenían una conversación chispeante, pícara, sin dejar de hacer cosas preparando el cruce del día siguiente hasta “El Diamante”. Algunos tiraban una red de orilla a orilla del arroyo para tener la provisión de pesca segura. Otros sacaban la chalupa del galpón para llevarla de tiro con la lancha hasta el comienzo de los juncales, poniendo tres o cuatro cajones en su interior, y asegurando una caña de un par de metros, con un cucharón de cocina en la punta, que era la herramienta con la que se recogían los huevos de sus nidos. Y todos iban acomodando sus petates en el galpón, donde dormirían alrededor y dentro de una barca de pesca que estaba en construcción, o sobre bolsas de lana, de la reciente esquila, estivadas contra una pared. En la noche, comenzó el punteo de una guitarra, y de inmediato saltó el desafío de una payada a contrapunto, así que las vueltas y vueltas de vino y caña se habían prolongado hasta muy tarde. Pese a ello, en la madrugada siguiente, apenas amanecido, se preparaba el cruce de la laguna. Solamente iban algunos hombres y los demás quedaban en el campamento. No nos querían dejar ir, pero creo que con nuestras caras de ansiedad y los pedidos casi gimoteando, logramos escuchar la música que queríamos oír; “¡Pero que gurises que joden! ¡Que vayan y se dejen de romper los huevos!” Con dos cuerdazos el motor de la lancha quedó cantando, subimos los más chicos con tres hombres, y a popa, prendida a una cuerda de unos tres metros de largo, iba de tiro la chalupa con el más baqueano de los valiceros y con la botavara al alcance de su mano. Había que salir bien temprano, para que, por lo menos a la ida, evitáramos las peligrosas olas que el viento iba levantando a medida que avanzaba el día. De madrugada el agua era un espejo, y a través de los jirones de la niebla que se deshacía, se vislumbraba el comienzo de un maravilloso día de primavera. Luego de un par de horas de travesía, llegamos al inicio de El Diamante, apagamos el motor y anclamos, para que no se enredara la hélice en los juncos, mientras se soltaba la chalupa, la cual se internó en el pajonal. Se había pasado otro hombre a la chalupa, así que, mientras uno impulsaba el pequeño bote con la larga caña que hacía de botavara, el otro sacaba los huevos de los nidos e iba llenando los cajones. La recogida duró casi toda la mañana, mientras esperábamos en la lancha el regreso de la chalupa. Nuestra inquietud permanente no cabía en los límites de la embarcación, de la que nos tirábamos a cada rato a bañarnos o a explorar los límites

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del pajonal, avanzando penosamente con el agua al pecho, sobre el lecho barroso de la laguna, y cuando pisábamos, subían enormes burbujas de aire que se deshacían en la superficie con un espantoso olor a podrido. Cuando regresó la chalupa con los cajones llenos de huevos, emprendimos el regreso, aunque esta vez se había levantado un viento del sur que encrespó la superficie de la laguna, generando una seguidilla de olas altas y cortas que exigían toda la baquía del timonel para enfrentarlas, aún con el peligro de que la lancha pudiera darse vuelta. Peor era la situación de la chalupa, a remolque, y solo con un hombre y la carga de huevos. Pero no en balde se trataba de un pescador de Valizas, ya que, atravesando la botavara a la altura de su cintura, con golpes al agua a uno y otro lado, conseguía equilibrarla y evitar el riesgo de que se le diera vuelta, con una tranquilidad pasmosa que nos llenaba de admiración. Cuando llegamos nuevamente a la boca de la laguna, ya estábamos impacientes por volver a Castillos para contar a nuestros amigos el calibre de la tremenda aventura que habíamos corrido, la que, seguramente adornaríamos bastante más hasta que nos convirtiéramos en una especie de superhéroes de ríos, arroyos y lagunas. El último día fue dedicado a recoger la red y a cazar, así que finalmente el premio fue de cuatro cajones de huevos, dos de pescado y una docena de patos. El regreso desde el campamento fue en parte en la lancha y en parte a pié hasta el puente de Valizas, donde se cargó todo en el camión y volvimos a Castillos, donde llegamos, muertos de hambre, mugrientos, y con una alegría salvaje de creernos más baqueanos que cuando salimos. Sabía que casi no dormiría hasta que, al otro día, les contara a mis amigos, en el liceo, como nosotros, los más chicos, habíamos recogido los huevos, cazado los patos y pescado los peces, la lucha continua que habíamos mantenido con la furia de los elementos desatados, (bueno, o casi desatados…) los que no pudieron, en ningún momento, desanimarnos. Las muchachas nos rodearían, llenas de admiración, y con tantas preguntas que no nos darían tiempo para contar el episodio de los vómitos incontrolables en la lancha cuando la laguna se encrespó.

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

Facebook: Ramón Martínez

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manece. Hay una humedad espesa, visible y fría. Casi se palpa si saco la mano por la ventana. Las luces crean halos en la niebla, charcos de claridad de feo color sodio. Como todas las mañanas el gato joven maúlla de forma lastimosa debajo de la ventana. Está bien alimentado y aún así viene todos los días a contarme su aflicción. Repaso cosas que debería hacer: las compras, la casa, las comidas de la próxima semana (inútil, suelo improvisar), limpiar el coche (fuimos a setas y parece una cuadra), cortarme el pelo, seguir con el jardín del patio (lloverá, así que...), el dentista, visita al médico con el chaval... Tengo ojeras. Cada vez duermo menos. Pongo música, bajito, para no despertar al chaval: Michel Camino toca el piano. Hago la cama. Pienso poner otra manta, pero todavía no. Enciendo el ordenador y el correo corporativo me salta como un tigre furioso: planos, esquemas, permisos de trabajo, reuniones, cursos. La virgen. El particular tiene tanta morralla que casi se puede eliminar de un clic. Un vistazo a la prensa y a la viñeta del Faro de Vigo (sonrisa). Vuelvo a la cocina, pongo la radio y recojo un poco. Sale Arguiñano contando un chiste: ¿sabes cómo se llaman los dedos de la mano? Meñique, pulgar, índice, orégano y tomillo. ¿Cómo que orégano y tomillo? Sí, porque son los que le dan gusto al conejo... ¡La ostia! ¡A las 8 de la mañana! ¿O será repetido? Casi me atraganto. Está loco. Se me ha puesto la sonrisa. Ahí se queda un rato mientras inspecciono la nevera y los armarios. Solo una cebolla, poco aceite virgen extra, no hay mantequilla. Pienso qué te gustaría comer. Un arroz caldoso con el pulpo que sobró y unas almejas y pastel de calabaza, si me acuerdo de la mantequilla y la crema de queso. Alguien da de comer al gato. Se aposta en la ventana de la cocina en cuanto abro. Tiene unos ocho meses y cicatrices. Alguien lo echó de su casa, alguien tuvo el coraje mezquino de hacerlo. No se aleja nunca veinte metros de aquí; claro, los gatos viejos le han dejado esas heridas y han grabado el miedo. Maúlla lastimeramente, se frota contra la ventana y me mira con ojos felinos, como charcos de mar, preciosos. Llevo la ropa sucia a la lavadora del patio. Me sigue escaleras abajo, enroscándose en mis piernas, casi haciendo que me caiga. El jardín del patio luce lleno de hojas que cubren la zona de hierba. La hortensia pequeña tiene las hojas de un increíble color dorado. Todo está empapado de niebla, ya con resplandores del Sol nuevo, que se cuela entre los jirones de nube. Entro en la caseta, con el gato delante. Pongo la lavadora. El gato huele rastros de ratón. Entran por el desagüe, pero me

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parece una crueldad poner trampas o veneno. Abro la taquilla de la pesca. Las cañas y carretes esperan, sin conciencia, que llegue la temporada. La caña de mosca del chaval está reparada. Es vieja y efectiva. Querida como un zapato que calza bien y que no tiras. En unos años, pocos, ya no pescará y la colgaré de una pared para mirarla con añoranza. El gato ha salido. Está sentado con las orejas tiesas, los ojos fijos en la cancilla. De repente una cabeza felina asoma por debajo y después el resto se desliza en el patio: una gata joven. Joder, lo que me faltaba La vida continúa, la buena vida, la puta vida.

MANUEL ÁNGEL CAMPOS

España

Twitter: @MacBolitho

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n el infierno del patio el niño hacía rodar sin piedad su yo-yo, mientras sin poder moverse del destartalado banco de madera, observaba a su alrededor. Los gritos de los demás se hacían oír por todo el recinto de la escuela, en un ensordecedor coro de voces, que no daban lugar a resquicios de silencio. El murmullo que lo circundaba subía y bajaba en sintonía con el yo-yo de piedra, una maroma estridente, profunda como el océano. Observado por un par de ojos grandes y rutilantes que seguían el discurrir de los discos de manera exclusiva. No hablaban, se limitaban a seguir el ritual acostumbrado de jugar y mirar. El recreo recién comenzaba y desde la mañana el calor era inaudito, desde el piso de concreto surgía una calígine húmeda trasladada desde las antípodas de la tierra, los árboles inertes miraban el paisaje esperando la suave brisa que trae la noche, muy lejana en ese momento del mediodía, donde el sol ostentaba su máximo esplendor. El tercer niño apareció de repente, portando una sonrisa de oro de oreja a oreja. Tomó asiento junto a los otros dos y empezó la conversación rompiendo con el silencio que reinaba entre ellos. — ¿Qué haces? —preguntó inquieto, quebrando el silencio de improviso. —Siempre lo mismo —contestó el niño del yo-yo. — ¿Y tú? —siguió interrogando. El segundo niño miró hacia el cielo durante largos segundos. —Esperando que se nuble, hace mucho calor, muchísimo... —dijo pasándose la mano por la frente perlada por el sudor. Luego se hizo un silencio, adecuadamente musicalizado por el tumulto del patio. —¿Jugamos? —dijo el recién llegado, sorprendiendo a todos con esa reacción. —Yo no puedo moverme —contestó lastimosamente el portador del yo-yo. —¿Por qué? —preguntó el de la sonrisa dorada. —Ya lo sabes… —Aquí tengo las piedras, no necesitas moverte. Tú, de este lado —los otros dos se miraron, desconfiados. Dadas las indicaciones, el niño se arrellanó entre dos pequeños montículos de color gris que sobresalían del intolerable piso de cemento, deseoso de comenzar la partida. Los tres jugadores se sentaron con los nerviosos puños cerrados llenos de piedritas en la palestra circular que habían construido en medio del patio, preparándose para la lid que iba a comenzar. Uno de los niños, el más espigado, arrojó las piedras al piso, tomó una de ellas

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y la lanzó al aire mientras recogía con la misma mano una de las que había quedado en el suelo. A su vez, capturó la que arrojó al aire antes de que cayera al piso. Así continuó con las piedras restantes. Los otros dos se miraban con amarga comprensión, con la convicción de que sería imposible poder superar los perfectos movimientos del niño de oro. A continuación, arrojó nuevamente todas las piedras al piso y tomó de a dos piedras del piso en lugar de una. Luego recogió tres al mismo tiempo y luego la que quedaba. Finalmente, con las cuatro piedras en el puño, arrojó la quinta al aire mientras depositaba las cuatro en el piso, y volvía a capturar la piedra arrojada. Hecho esto, volvió a lanzar la piedra al aire, tomó las cuatro piedras al mismo tiempo y volvió a capturar la restante. Era el turno de otro de los niños, que retomó con resignación la ronda, con tan mala fortuna que movió una de las piedras que aún no había recogido cuando intentaba tomar la otra. Sus compañeros lo miraron con reprobación, entonces se soltó la moña que a esta altura hacía las veces de cuerda y lo ahorcaba sin compasión. Tomó un pañuelo sucio de su bolsillo y se secó la frente. Las piedras se habían transformado en rocas gigantescas en la palma de su mano, el yo-yo reposaba en su bolsillo como una bomba que de un momento a otro fuera a estallar. El sol, mientras, miraba inexorable. —Empiezo de nuevo —dijo el niño sin aliento, mirando a los otros dos. —No, es el turno de él —dijo uno de ellos señalando al otro. —Dije que voy a empezar de nuevo —contestó amenazante. El niño de oro no se inmutó. Había visto al niño que lo amenazaba pelear con niños mayores que él y salir ileso, comerse la merienda de los demás era cosa de todos los días, acosar a los más débiles parecía ser su actividad preferida; sin embargo, su astucia era muy admirada por todos, todos querían ser tan respetados como él. —Entonces empieza —contestó el que brillaba, mientras miraba al otro que, en ese momento, no prestaba atención a la partida. Dibujaba un águila en una baldosa color naranja, una figura imponente y oscura que parecía salir del piso y hablarle. No sabía que su amigo dibujara tan bien. De todas formas, había muchas cosas que no sabía de sus dos compañeros de juegos. Los veía solos en el patio, y en clase, nunca se acercaban a menos que él lo hiciera. Sabía que su comportamiento irreprochable era una mancha a la hora de hacer amigos o socializar con los otros, que raramente llevaban las tareas o dejaban de conversar. La payana era el momento que él tenía para poder acercarse a los otros héroes, tan maltrechos por la historia como por la vida. Miró solapadamente al dibujante. Sabía que se llamaba

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Antonio. Quien llevaba la ronda volvió a juntar las piedras y aprovechó la distracción de sus amigos concentrados, uno en dibujar y el otro en observar la figura que iba surgiendo del piso de cemento, para recoger rápidamente la piedra que se le había caído. Sabía que no era bueno jugando, y detestaba a los niños ejemplares como el niño de oro. —¿Quién sigue? —les dijo a los otros dos. El dibujante se incorporó lentamente, siendo observado desde el piso por un águila encorvada. Llevaba las piedras en la mano y tenía cara de susto. Se arrodilló y empezó a jugar con la frente llena de perlas de sudor. Su partida fue impecable hasta la quinta tirada, cuando una piedra que tenía una lasca se clavó en la palma de su mano que en unos segundos se tiñó de oscuro carmesí. Atraído por la situación llegó otro niño, con una cicatriz en medio de los ojos. —Sabía, sabía que iba a suceder esto —dijo con un suspiro. —Sí, falta que digas que el cielo se va a poner negro y va a caer un chaparrón —le dijo burlonamente el niño que había hecho trampa y que finalmente ganaría. Una legión de niños corrió a ponerse a salvo de la lluvia que comenzaba a bautizar el piso, y se sobresaltaron cuando el trueno cayó sobre el águila majestuosa, iluminada en el fragor del patio. Los héroes se miraron, sabiendo que el Calor y la Eternidad les impedirían moverse por siempre.

VALERIA RODRÍGUEZ

Uruguay

Sitio: valeriarodriguezmar.blogspot.com Twitter: @rodriguez_mar

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“Ars longa, vita brevis.”-Hipócrates, Aforismos, I, 1.

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staba loco, cualquiera que lo viera desde afuera podría creerlo. Casi no dormía, y si lo hacía, era sentado en su piano con la cara marcada por la dureza de las teclas y los relieves entre las piezas blancas y negras. Las ojeras le llegaban hasta la punta de la nariz que tan tapada estaba por su barba seca y gris. Si alguien hubiera intentado hablarle, lo espantaba con su voz gruesa y atrofiada. Además, su olor hacía que hasta el ser más benévolo del planeta no quisiera acercarse. La razón por la que se encontraba así fue una: destinó lo que le restaba de vida a una sola tarea, la de crear una sinfonía cuya melifluidad traspasara lo más insondable de la humanidad. Creían que su labor era absurda, porque lo que menos se podían esperar de aquel hombre era que pudiera salir algo dulce de esa alma, considerada oscura por los muchos pocos que lo “conocían”. Quizás fue un incomprendido porque nunca tuvo el valor de revelarse y convertirse en lo que era para que las personas pudieran valorar su misión. Lo único verdadero es que fue avezado en la soledad y se conocía lo suficiente para elegir retirarse del mundo. Pero si esto era así ¿por qué invirtió su vida (y hasta olvidó vivirla) para hacer algo por los hombres en silencio? Esa fue una de mis más grandes dudas hasta que después de veinte años de haber sido compuesta, mi padre interpretó la sinfonía y pude comprenderlo todo. Fue por una tarde donde nos encontrábamos a solas con papá en una casa de campo a la que íbamos cuando necesitábamos distensión y silencio. No nos llevábamos del todo bien, es más, casi que vivíamos juntos sin conocernos. Pero esa tarde, entre charlas y extensión de temas, me interrumpió (con una interrupción agradable, de las que se agradecen) diciéndome: seguime. Sin comprender, ni tampoco queriendo hacerlo, me levanté del sillón, abandoné la sala y empecé a caminar a su lado. Recuerdo muy bien que hizo un gesto de evocación cuando comenzamos a pisar los pastos secos del campo nombrándome a un tal (desconocido en ese momento para mí) Laureano, Laureano Fueyo, Fueyo como nuestro apellido. Con un poco de confusión le pregunté qué tenía que ver con nosotros. Me evitó el tema diciéndome que no era lo importante ahora, que su mención venía por otra razón. Mi intriga, en ese momento, fue mucho más fuerte que la circunstancia, pero no quería hacer demasiadas preguntas; primero porque la confianza con él no era aún la suficiente, segundo porque me había dicho que aguarde hasta llegar a su casa que se encontraba a unos tantos kilómetros. No entendía el porqué de tanto misterio, papá siempre era directo y hasta podía contar de modo natural la cosa más drástica del mundo. Aun así permanecí en silencio

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y fingí como si no le diera importancia a la situación. No sabía otra cosa más que el hecho de que estábamos yendo a la casa de un señor nunca antes mencionado en los años de mi vida, por ello, no tenía indicios de nada, pero para saber de dónde pudo haber tenido papá ese ímpetu de olvidar el presente rápidamente en busca de algo, traté de recordar de manera minuciosa los temas de conversación debatidos en la casa. Eso exigía más esfuerzo que develar por mi propia cuenta quién fue Laureano, ya que las conversaciones, como los soliloquios, son montones de fragmentos de una idea transcurriendo en un tiempo ínfimo. Solo me acordaba de dos temas centrales: el arte y la muerte. Y por ello, todavía guardo dos sensaciones del tiempo transcurrido entre la conversación en nuestra casa y los símbolos manifestados en el camino hasta llegar a la de Laureano. Dos sensaciones repletas de extrañeza. Primero porque las palabras que salen de forma frecuente por la boca de un poeta, sonaban en papá, que era la antítesis de alguien místico. Segundo, cuando el cansancio comenzaba a ser insoportable y las plantas de los pies me dolían de una forma que me dificultaba caminar, miré a papá con la intención de crear empatía, pero avanzaba esperanzado y sin problemas, como si este camino fuera parte de su cotidianeidad. Había podido seguir caminando solo porque detrás de unos árboles frondosos se divisaba una casa que transmitía despojo. No distinguí el color. Esperando que papá cortara el silencio, noté que sus ojos estaban más brillantes que nunca. Comprendí, en ese momento, que se le hacía imposible hablar. Cuando por fin llegamos a la puerta, ingresé. Ese día, lo primero que pensé fue; desearía estar muerto. Al sentir el olor que había en la casa, me dieron impulsos de dejar todo atrás y salir corriendo, pero mi padre me detuvo, diciéndome “es hasta que te acostumbres, entrá a esta sala, no emitas sonido, solo investigá y vas a comprender por qué te traigo.” Entonces, hice mi mayor esfuerzo y comencé a contemplar lentamente el sector principal. Todo era ruina. Las paredes estaban descascaradas. En una mesa ratona había un retrato de mi padre con otra persona que tenía muchísimos pelos en la cara y ojeras pronunciadas. Al lado del retrato, una grabadora de voz con un cassette inserto, lo reproduje. Escuché dos palabras inentendibles y me eché hacia atrás inconscientemente por el susto que me produjo esa voz. A la izquierda, había un piano totalmente estropeado, le pregunté ¿qué significa todo esto? ¿Quién es Laureano? Todavía recuerdo su respuesta. Imposible olvidarlo, tengo estas palabras tatuadas en mi memoria: “Hijo, Laureano es mi hermano, no sabés nada de él porque, para perseguir sus sueños, tuvo que renunciar a todo, inclusive a su vida, por ello nadie lo entendió y su casa está tan lejos. Todos lo comenzaron a negar, entonces mi padre me prohibió

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mencionarlo por el resto de mi vida. En nuestra infancia pasábamos las horas tocando en este piano y soñábamos indefinidamente con ser grandes artistas, músicos especialmente. Yo no tuve el coraje de hacerlo, ya que incluía hacer lo mismo que Laureano, por ello lo admiro tanto. Mirá estas cartas de aquí, están totalmente amarillas, y cuidadas. Son viejas, no como él, porque murió relativamente joven a causa de la miseria en la que se hallaba. Si podés leer lo escrito notarás que dice que invirtió sus últimas fuerzas en crear una sinfonía, pero sabiendo que no le quedaba mucho tiempo, me escribió para que yo lo hiciera. No fui de inmediato, y por eso no tuve el privilegio de poder despedirlo y que él supiera que yo seguía queriéndolo, ya que cuando pude escabullirme, él estaba muerto, con la cabeza contra su piano y las partituras a su lado. Voy a intentar interpretarla, para que descubras porqué decidí no terminarla”. Mi padre se sentó, sin escrúpulo, en la banqueta, que con suerte podía sostenerlo, y comenzó a tocar la sinfonía. Veía por primera vez cómo deslizaba sus falanges por las teclas con delicadeza disfrazada de amor. Nunca lo había visto en ese estado de fragilidad vigorosa, de éxtasis. Recuerdo aún la sensación de fascinación por la dulzura de la melodía que sentí y cómo por primera vez pudimos unirnos, como si en ese instante se resumieran todos los momentos. Él se demostró tal como era, se quitó su máscara inventada por la rudeza y el orgullo hereditario. Reveló su pasión, y solo bastó de un oído para que pudiera manifestarse. Inesperadamente cesó de tocar. Se echó hacia atrás, suspiró y comenzó a llorar. Al volver, nos mantuvimos callados. Ya nos comprendíamos lo suficiente como para arruinar este inefable momento mencionando palabras en vano. Además, queríamos sublimar el acto del mutismo, de la misma forma que lo hizo Laureano al componer su obra en homenaje al silencio, que representa lo ínfima que es la vida en comparación a la trascendencia e infinitud del arte. Al llegar a la casa nos recostamos y al otro día, súbitamente, papá murió. No lloré, me alegré de que pudiera descifrar y cumplir su finalidad en la vida. Hoy, a un año de lo sucedido, al pulsar las notas de la partitura en mi piano, logro inmortalizar a Laureano y tocar las manos de mi padre.

LOURDES CUCCO

Argentina

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brí la puerta del corredor y comencé a subir las escaleras. Uno, dos, tres, cuatro… diecinueve… uff. Tantas veces los había contado, ahora pasaba exactamente por el medio de la línea negra del piso de monolítico y en cinco certeros pasos estaba en la puerta de casa, el apartamento siete. Saqué mi llavero y por riguroso orden de arriba abajo, comencé por la llave triangular que en doble vuelta abriría la tranca superior. Seguí por la inferior, la llave redonda que liberaría el cerrojo más cercano al piso y subí hasta el del medio, con la llave chata, que con medio giro me daría entrada a mi mundo particular. Me recibió el olor amigo de mis paredes, ese que me da tranquilidad, que mima mi ser y acaricia mi estancia haciéndome sentir seguro. Dejé mi saco en la percha improvisada de la silla frente al escritorio del cuarto chico, mi paragua en el gancho detrás de la puerta que daba acceso al mismo y volví al living con mi portafolio en la mano. Lo apoyé sobre la mesa y saqué un cuaderno. Me senté y comencé a escribir mientras prendía instintivamente un cigarro. Siempre seguía el mismo camino, hacía las mismas paradas y demoraba los mismos veinticinco a treinta minutos en llegar. Pero ese día yo la había seguido para que nuestros caminos coincidiesen en un punto, único, de conocimiento mutuo, de intimidad, para sentir su piel, su calor y poder purificar su recuerdo, santificándola, liberándola de las ataduras de lo terrenal… de lo cotidiano. Ella metió la llave en su puerta, abrió y pasando mi brazo por su abdomen, a la vez que tapaba su boca, presioné su cuerpo contra el mío. Entramos a su casa como siendo uno solo, sintiendo el calor de su sangre correr entre mis dedos mientras el bisturí abría su vientre. Eso me excitaba, a la vez que sentía cómo su cuerpo perdía firmeza y comenzaba a dejarse llevar. La puse contra la pared, la di vuelta y siempre tapando su boca y sintiendo su hermoso glúteo hice correr el pequeño, pero certero instrumento hacia arriba, profundizando el corte y penetrando por debajo del diafragma para perforar el corazón y la base del pulmón izquierdo. La mano que tapaba su boca comenzó a mojarse con la saliva espumosa y sanguinolenta, llena de aire, que subía desde lo más profundo de su tórax. Queriendo toser llegaban bocanadas de sangre que la iban ahogando. Cayó en un estertor final y con los ojos más abiertos que nunca. Apenas pudo dar un gemido cuando la degollé a la vez que eyaculaba de placer. Sonó mi celular en ese preciso momento. No pude más que levantarme, mirar la hora, cerrar el cuaderno y contestar: —Sí, Luciana, ya voy, ¿cómo está la paciente? —Pronta para la cirugía doctor

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—Bien, prepárala que en veinte minutos estoy por ahí. Suspiré profundamente…estaba más calmado.

LUIS MARIO SALVATORE SERVETTI

Uruguay

Página Web : elalmaenlasletras.blogspot.com.uy

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alí a la galería y la noche me recordó esa primera línea del poema de Byron que G citó tantos años atrás sentado al borde de la pileta del Edén Hotel en La Falda. Yo caminaba por el borde de la pileta hacía él y cuando estuve a su lado la dijo. Entonces yo era She. Hacía pocos días que nos habíamos conocido y estaba enamorado de mi, o seducido por mí, sin que yo me lo hubiese propuesto. Y digo seducido, porque la seducción implica un enajenamiento del pensamiento. Yo evocaba en él un ideal que no tenía necesariamente que ver con quien yo era. Esa misma tarde, al borde de esa misma pileta, me preguntó qué quería de la vida. Recuerdo la respuesta pero no el orden en el que dije mis prioridades: tener una familia, escribir y tener paz espiritual. Le puede haber parecido cándido, simpático, inusual, idealista o nada. No lo sé. She walks in beauty like the night… La noche cubre las formas, las transforma, les concede un dejo de misterio que puede ser atractivo o puede infundir miedo. Creo que yo, She, hice las dos cosas. Durante varios años le resulté muy atractiva y después, a medida que me fue conociendo más y no pudo relacionar quien yo era con quien creía que yo debía ser, lo asusté. Of cloudless climes and starry skies; And all that’s best of dark and bright Meet in her aspect and her eyes… En su imaginación la noche me vestía como una túnica, transformándome en un ser translúcido, casi incorpóreo… Thus mellowed to that tender light Which heaven to gaudy day denies. La luz fuerte del día define los contornos, dejando menos lugar a la imaginación. Recuerdo que en los primeros tiempos, cuando volvimos a Buenos Aires, no le gustaba salir de día. Prefería la noche y los programas de salidas al aire libre le resultaban incómodos. One shade the more, one ray the less, Had half impaired the nameless grace Which waves in every raven tress, Una vez le preguntaron qué le había gustado de mí cuando me conoció. Que era callada y siempre estaba triste, fue la respuesta. Or softly lightens o’er her face; Where thoughts serenely sweet express How pure, how dear their dwelling place.

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Como si yo no pensase entonces. Como si el pensamiento me eludiese. And on that cheek, and o’er that brow, So soft, so calm, yet eloquent, The smiles that win, the tints that glow, Las sonrisas y el brillo de los ojos y de la piel tostada por el sol, como partes sustanciales de la personalidad. But tell of days in goodness spent, A mind at peace with all below, A heart whose love is innocent! Como si hubiese sido inocente de toda vocación y deseo. Ausente del mundo. Eso es. G se enamoró de una mujer ausente.

ALINA TORTOSA

Argentina

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E

l profesor Baltazar, usando gafas oscuras, llega con veinte minutos de tardanza. Saluda al estudiantado y, sin manifestar excusa, reparte el hato de separatas que llevaba bajo el brazo. Lee las instrucciones de la ficha en voz alta y pide a los educandos que desarrollen los ejercicios de comprensión lectora en silencio, mientras que él revisa su celular, apoyado en el ambón de la esquina. Estos ríen, musitan, dicen que el profe parece moscón. Él alcanza a oírlos, deja el celular a un lado y pregunta que por qué tanto alboroto. Tiene conjuntivitis, dice, no quiere contagiarlos y no se quitará los lentes de aviador. Aparentemente, los alumnos entienden, pero siguen riéndose de él. La clase transcurre con normalidad, hasta que un ave de plumaje manchado ingresa aterrizando en el salón. Se trata de una paloma. A nadie llama la atención, puesto que dichos plumíferos solían abandonar el techo, que fungía de palomar, para deambular por los espacios del colegio “Luis Felipe Angell”. El docente engafado es el primero en verla y notar que tiene una particularidad que la hace ver grotesca. No obstante, al dar una vista panorámica por el salón, observa que, al fondo, uno de los estudiantes está durmiendo. Este hecho lo distrae. Avísenle al señor Takamura que ya amaneció. Todos ríen. Disculpe, profe, me duelen mucho los ojos. Vaya a lavarse la cara, joven. Ahora nadie ríe. Saben que cuando Takamura se pone serio, no hay espacio para bromas. El adolescente sale airado. El resto, cabeza erguida, logra ver al ave caminar por el aula. Esta paloma sí llama su atención. Tiene los ojos hinchados, averrugados, horribles. Qué tiene en los ojos, dice alguien, señalándola. Pobrecita, dicen otros. La curiosidad los hace moverse en sus asientos. Sí, pobrecita, qué tiene en los ojos, profe. El docente también se halla observando los ojos y el andar lerdo del ave. Sus ojos parecen haber estallado y estar exponiendo la carne pulposa. Alguien baja de su carpeta. Todos los ojos están puestos en la adolescente que ha decidido acercarse al animal pese a su fealdad. El docente la observa. No la toques. Detiene su andar en el preciso momento en que está a punto de acariciar al grotesco espécimen. La orden del profesor estremece completamente la osamenta de la alumna. Un silencio en forma de ola hace que todos los ojos ahora se posen en él. Su voz había retumbado en la cabeza de cada uno. No la toques, insiste. ¿Por qué no?, pregunta Abril, que ha detenido su mano. Baltazar explica que hay enfermedades que son comunes entre animales, pero que al entrar en contacto con los humanos, traen en ocasiones terribles consecuencias. La seriedad de Baltazar transmite miedo. Es grave, firme. “Traen terribles consecuencias”. Luigi, un estudiante, manifiesta que, en una película, un cuervo tenía los ojos de

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igual forma, y fue por comer carne humana podrida, descompuesta, muerta. El corazón de Abril comienza a latir con fuerza, tiene las pupilas dilatadas. Todos en el salón miran asustados al adulto que está frente a ellos. El compañero acaba de decir algo inverosímil, pero así de posible. La palabra “muerta” los ha dejado patidifusos. Dijo carne humana podrida y el profesor Baltazar no le ha refutado. No le ha dicho que eso es ficción. Abril mira al ave. No creo, dice ella, eso es una película. Entonces te reto a acariciarla, replica el maestro. Para entonces los corazones inocentes palpitan a un mismo ritmo, como un tambor tétrico anunciando alguna fatalidad. Por otro lado, el cuerpo de Abril es solo pulsaciones. Hubiera pegado un brinco ante el menor sonido o ante una mano apoyada en su hombro. Abril sigue con el brazo levantado cerca del ave. Cree que lo oído es un disparate, pero algo la detiene, un temor le impide moverse. El reto sigue flotando en el aire y ella no sabe qué hacer. El docente ha dado un par de pasos hacia adelante. Nadie se ha dado cuenta de que la paloma ahora la ve a ella, con ojos arrugados como pasas. Ojos pulposos, había pensado Baltazar. Sus ojos han aumentado de tamaño, como un panal a punto de reventar. No creo, repite Abril, parece más bien que está sufriendo, está enfer… Un ¡ay! se yergue escalofriante en el recinto estudiantil, traspasa las cuatro paredes y llega a estremecer los oídos de todos dentro del colegio. Un ¡ay! ha quebrado la excesiva quietud del salón de clases. Los compañeros se encuentran sumergidos en el terror. La paloma, de manchas oscuras, salta a la mano de Avril y, luego de picotearla fuertemente, se arroja sobre su rostro para lanzar repetidos y descontrolados picotazos en sus ojos. Ocurre tan rápido que nadie atina a actuar. En cuestión de segundos, su blusa blanca ha cambiado a un rojo granate. Ella intenta protegerse cubriéndose con las manos, pero el ave sigue picando por entre los dedos, consiguiendo que la sangre brote como escupitajos. El salón de clases se convierte en un ambiente babélico, donde los gritos no dejan de oírse, yendo y viniendo de todas partes y mezclándose. En medio del caos flotante nadie ha notado que el alumno Takamura ha regresado del baño. Está de pie, aprehendido del marco de la puerta. El agua escurre por su frente, baja hasta mezclarse con su saliva y cae a cuentagotas por su mandíbula. El profesor Baltazar también está quieto, inmóvil, asido del pupitre. Sus gafas resbalan, se estrellan contra el suelo, pero el sonido se hace nada en medio del caos reinante. Sus ojos quedan desnudos. Se encuentran inflamados, como si una extraña alergia los hubiera hinchado. Takamura continúa asido del marco. Ninguno de los dos se mueve. Ambos tienen la mirada perdida, los ojos cristalizados, sin vida, como vidrio rojo oscuro. Cualquiera que los viera diría que están… ¿muertos?

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Lo están. Desde hace un rato. Es cuestión de tiempo para que todos en el salón noten el olor infecto, a carne pútrida que expelen maestro y alumno. Pronto empezará la guerra y luego el inevitable éxodo.

ANTONIO ZETA RIVAS

Perú

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rep era una enorme nación ubicada junto al Océano Pacífico. La gente ahí vivía en armonía, no existía el crimen, la mentira, la ignorancia, la discriminación, la flojera, ni el odio. Desde hacía siglos aquella región había evolucionado su pensamiento ético de manera asombrosa. Se habían aislado del resto del mundo. Les iba muy bien gracias a sus riquezas: minerales, fauna, flora y suelos. El sitio se dividía en comunidades, cada una estaba liderada por un Maestro Natural. Su dios principal era El Cielo. Por aquella época, en Occidente había renacido el pensamiento capitalista, los políticos comenzaron a proliferar allí, arribaron en América del Norte primero, y luego llegaron a América del Sur. Esta raza era conocida como los soicus; eran largos, escuálidos, tenían narices y orejas grandes, los había claros y oscuros, y, a diferencia de los urepianos, los soicus tenían una larga, pelada y afilada cola. Estos representantes del Consumismo y el Mercado agresivos se afincaron durante meses en Urep. Intentaban adoctrinar a los habitantes, querían convencerlos de seguir su ejemplo, de exportar sus productos, de importar otros, de privatizar sus negocios, de nombrar a unos cuantos políticos para dirigir su país. «No les cobraremos nada», les dijeron, «nosotros somos sus amigos». Los urepianos no estuvieron de acuerdo con la oferta, pues quebraba la calma que durante tanto tiempo habían forjado. Con mucha educación rechazaron todo tipo de dominio extranjero. Los soicus, por su parte, lejos de desistir en sus intenciones, persistieron en aquello que pasó de ser una propuesta a convertirse en una imposición. Cierto día, uno de los visitantes abusó sexualmente de una niña urepiana. El más anciano de los maestros naturales, sin saber cómo reaccionar ante tamaña afrenta, les pidió con moderación, en nombre de sus coterráneos, que se retiraran, aunque el violador debería quedarse en el país para ser llevado a juicio y pagar condena por su terrible delito. Los soicus no hicieron caso, trajeron un par de miles más de sus iguales (los urepianos vivían en paz desde hacía siglos por ello no conocían la violencia ni las armas, mas sí tenían una constitución política, un sistema legal para hacer frente a las eventualidades), y comenzaron a amedrentar a los invadidos con pistolas láser y látigos eléctricos. Los urepianos valoraban la vida, por tal motivo no lucharon. Los ocupantes tomaron el poder y empezaron a explotar aquella fértil región. Se dictaminó que Urep mantendría su autonomía como estado, no obstante, se nombró a un presidente, congresistas y fuerzas armadas, todos extranjeros. Así gobernaron los soicus en tierra ajena durante tres meses. Un día, al cuarto mes, se descubrió que los soicus se comían a los urepianos. Hubo una oleada de miedo, ningún nativo sabía qué hacer. Los conquistadores, ya sin

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asco, exigieron el sacrificio de mil doscientas vidas humanas por año. El más anciano de los maestros naturales les dijo a sus compatriotas que elevaran una plegaria al Cielo, era la única opción para liberarse del yugo opresor. «Él nos escuchará». Y los ciudadanos rezaron a su dios. Las voces de todos se unieron, clamaban una misma frase: «Sálvanos, Cielo». Los soicus se rieron de ellos, prepararon su armamento para capturar al primer centenar, y después asesinarlo. El Cielo comenzó a brillar, se abrió un hoyo de donde salieron enormes lazos gruesos y metálicos que terminaban en una ciclópea mano plateada. Cada una de aquellas fabulosas extremidades descendió a tierra, cogió a un soicu y se lo llevó hacia arriba, a las entrañas de su inmensidad, mientras los atrapados aullaban de horror. Aquel día llovió sangre. Los urepianos celebraron su libertad, esa fecha y en las posteriores. Solo quedaron vivos los soicus menores de dieciocho años. Estos fueron enviados de regreso a Norteamérica, donde contaron esa historia. Después los norteamericanos llevaron el testimonio al resto de Occidente. Desde entonces nadie ha vuelto a molestar a los habitantes de Urep. En tanto exista su amado dios Cielo, ellos estarán protegidos y serán felices. —Es una narración increíble, mamá —dijo la niña, quien, junto a otras familias, ayudaba a la mejor ingeniera del país con la gran labor. —Así es, hija, por favor, pásame las tuercas y el aceite, tenemos que darle un buen mantenimiento a esta máquina y reinstalarla en el cielo, requerimos que actúe de inmediato, para ello debe estar en óptimas condiciones, a fin de recargarse con la energía suficiente una vez encendida. No debemos exponernos a una nueva invasión, por más improbable que sea. Toma nota de cada palabra, no desearía que quienes lean este relato piensen que aquí hubo deus ex machina.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Perú

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lgo anda mal. He pasado a velocidad. Poco a poco me freno, a un ritmo lento pero tan diferente que lo percibo. Es esa sensación de estarse metiendo en un embudo. De alguna forma abandono el pulso galáctico; un cuerpo azulado me atrae. Ha ocurrido algo inesperado, pero predicho. Las fuerzas de los sistemas planetarios no siempre se comportan como se espera, pero cualquier situación ya ha sido calculada. No hay lugar para la sorpresa. De modo que me dejo llevar. Compruebo la integridad de mi preciada carga. Se encuentra intacto dentro de su vaina metálica con forma de semilla. Duerme desde hace tanto tiempo que ambos, por motivos diferentes, ignoramos cuánto. Para él pudo haber transcurrido un instante, un destello turbio entre luces, para mí pudieron derretirse los siglos o incluso los milenios. Desconoce que hemos estado cerca del reinicio. Ahora no me concierne valorar nuestro futuro, tan solo asegurar el momento presente. Pero no volveremos a ritmo galáctico. Lo mejor que sea, ocurrirá en ese globo azulado. Su atracción me va frenando a medida que me acerco. No puedo ver nada de esto pero lo entiendo. Las posibilidades y ecuaciones dentro del marco predicho permiten dilucidar la realidad y no otra cosa. El marco ha sido establecido por los dioses. De modo que otra cosa solo podría ser un sueño. La única forma en la que el impulso galáctico pudiera romperse debería relacionarse con la intervención de una fuerza que no ha sido calculada al principio, y esto ocurre por ejemplo cundo chocan planetas en algún lugar del recorrido; porque las estrellas no explotan de forma tan inesperada. Aguardo el impacto. O el deslice. Teniendo en cuenta su gran porcentaje de agua líquida lo más probable sería caer en un océano. Pero no. El casco exterior se enciende al rojo vivo apenas antes del punto de fusión. La roca se derrite alrededor nuestro y la inercia se acerca a cero. Activo el impulso anti-gravitacional y resisto el pequeño empujón. Siento como me deslizo con suavidad, como una gota de lava en el océano. Me desprendo de la última capa, la dejo caer. En contrapartida me elevo y floto por el aire. Veo por primera vez la línea verdosa del horizonte. Hacia abajo la planicie de color naranja se extiende en todas direcciones. Surgen columnas de humo desde numerosos puntos. Miro hacia el cielo. No somos lo único que está cayendo. Veo allá arriba la continua lluvia de escombros que nos acompaña. Surcan el cielo como lenguas de fuego. Me vuelvo a dejar llevar, pero tan solo hasta tocar el suelo. Mi carga aun duerme. Lo he suprimido todas las veces que ha intentado tomar conciencia. Triangulo mi posición entre las estrellas. No es que pueda hacer algo al

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respecto pero me gustaría saber dónde estoy. Los datos son contradictorios. Dos de los gigantes gaseosos que equilibran el sistema planetario han permutado sus órbitas y un tercero ha salido disparado. Todas las piezas se están acomodando. Una ola de pequeños asteroides se ha desatado por todo el sistema. Lo que haya iniciado el movimiento excepcional es lo mismo que contradice mis triangulaciones. Calculo bien dónde descender. La lluvia de fuego me sigue de cerca y debo proteger la carga con mi existencia. Toco tierra cerca de un cráter recién abierto. Comienzo a correr al instante, pero no dejo de mirar sobre mis espaldas. Enciendo algunos de los propulsores y esquivo otro impacto. En esta situación extrema lo primordial es el ahorro energético. Llegado el caso podría suprimirme y mantener a mi carga en su dulce sueño durante mucho tiempo. Pero esta no es la idea. Ahora lo imprescindible es sobrevivir. Me dirijo hacia un grupo montañoso. En la otra dirección, en la distancia que lleva al mar, creo ver las formas de lo que puede ser los restos de una ciudad en ruinas. Esquivo los latigazos de fuego y alcanzo el borde de un precipicio, una cicatriz retorcida en el monocorde paisaje. Planeo sobre la distancia. Tomo impulso y alcanzo la primera roca de la cordillera. El sol se ha perdido detrás del macizo y a pesar de ser ya noche el valle brilla en un sinfín de brasas ardientes. Las columnas de fuego surcan cada tanto el cielo poblado de humo. Al amparo de la pared de roca recalculo mis posibilidades ya que eso es lo que nos distingue del resto de la creación, la capacidad de prever con acierto lo que va a ocurrir. El proceso lleva un tiempo, lo suficiente como para que el sol vuelva a alzarse esta vez detrás de un pesado manto de humo y ceniza. Su disco amarillo se deja ver a intervalos entre las densas nubes. Al final entiendo dos cosas. Dentro del monte más alto de la cordillera hay una fuente de energía poderosa, una de las piedras negras que los dioses diseminaron por la galaxia justo antes del primer desorden. Y por otro lado, que cada vez caigan menos brasas del cielo no es un buen signo. Todo lo contrario, algo bastante más grande desciende en silencio hacia el océano. Pronto traspasará las nubes e inundará el mundo entero. La forma más coherente de tener éxito es refugiarnos junto a la fuente de energía y esperar en animación suspendida hasta que la situación sea más favorable. Cuando alcanzo la roca escucho el impacto. Las hojas se desprenden de los árboles y el cielo se vuelca contra la tierra. Agua, piedra y aire parecen confundirse. Derrito la roca en línea recta hasta la fuente y allí aguardo a que la tormenta amaine, a que el agua retorne a sus cauces, a que reverdezca la planicie y a que se repueble.

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Hace un tiempo el marco de posibilidades indicó una vertiente favorable. El mundo se ha estabilizado. Crucé los desiertos y dejé atrás las altas cordilleras. Comprendí la naturaleza de este globo azulado, los misterios de su arcana arquitectura. Era imposible saber dónde me encontraba por una única razón. Por más que triangulara nunca lograría saberlo. Se trata de un mundo viejo, borrado de los patrones que definen el movimiento de la galaxia. Un mundo reubicado. Un lugar especial, ya que tan solo los evacuados por los dioses han sido borrados de los catálogos. De otra forma la diseminación carecería de cometido. Mi carga hasta hoy duerme. Lo he nutrido más que nada de la piedra negra, pero también de elementos que he extraído de la tierra misma. A nuestro alrededor se ha construido un gran templo que nuclea la energía del mundo entero. De alguna forma, los hombres han intentado imitar la montaña cónica que durante tanto tiempo nos dio cobijo. Toco la vaina y se sacude en su interior. Permito que se abra. Hace mucho se ha acostumbrado a la composición del aire y del suelo, por lo que intenta despertar. Sostengo su alargado rostro e injerto los últimos nutrientes entre las plumas de su nuca. Su pecho se infla, aprieta con fuerza las manos y abre los ojos, negros, profundos y rapaces. Se levanta altivo. A su alrededor, esfinges de piedra de formas aquilinas imitan su porte. En un último instante previo a la plena consciencia suspiro en sus oídos: Tú, que sales de la oscuridad. Eres la luz. Dios del sol, levanta tu carro hacia el cielo. ¡Despierta, Ra! ¡Despierta!

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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a escalera, que estaba al fondo del terreno de la casa del tío Honorio, siempre había sido un misterio para Mario. Estaba apoyada en una pared muy baja, que los separaba del terreno del vecino. La pared, que era de ladrillos montados en barro, se veía muy vieja y estaba gastada y en algunas partes rota, tanto que se veían las plantas de al lado. El pequeño Mario se paraba junto a esa vieja escalera que no llevaba a ningún lado y se quedaba mirándola, preguntándose por que estaría allí. Era alta y delgada y parecía que se afirmaba en el aire. Justo en ese lugar no había nada alrededor, solo la pequeña pared donde se apoyaba. Muchas veces pensó treparla, pero no se animaba porque no la sentía segura, posiblemente en cuanto comenzara a subirla se caería para el otro lado. Otras veces se imaginó llegar hasta el último escalón y ver lejos muy lejos, quizá la vista llegara hasta el mar, que estaba muy distante y no lo conocía. También imaginaba que luego de subirla, desde lo más alto, vería el futuro o el pasado. Soñaba que desde allí arriba elegiría su destino y podría ser el bombero o el policía que esperaba ser cuando llegara a grande. Pero a pesar de su interés, nunca se atrevió a poner un pie ni siquiera en el primer escalón. Una tarde cuando volvió a su casa, juró que lo haría. Planeó que al día siguiente la treparía, le daba vergüenza tenerle miedo a esa odiosa escalera que apuntaba al cielo y no servía para nada. Entonces al día siguiente fue decidido al fondo del terreno, se paró nuevamente frente a ella, puso sus manos a cada lado y apoyó el pie derecho. Le pareció en ese momento sentir una vibración extraña, como si tuviera corriente y la soltó inmediatamente. Era imposible que estuviese electrificada, la miró por todos los lados y se convenció de que no estaba conectada a ningún cable. Se acercó de nuevo con bronca por haber sentido miedo, volvió a tomarla con las dos manos y al apoyar el pie, no solo sintió la vibración, sino que además escucho un ruido extraño, como el zumbido de un motor y de pronto comenzó a sacudirse, como para desprenderse de él. Mario corrió hacia la cocina del tío, saludó de pasada y de allí a su casa sin parar. Si algo caracterizaba a Mario era su tozudez volvió en cuanto pudo a la casa del tío y pasó al fondo sin que nadie lo viera, no se detuvo hasta que estuvo al lado de la escalera. La miró con furia y amenazándola a gritos con destruirla si no se dejaba subir, la tomó con las dos manos con mucha fuerza, rápidamente apoyo el pie derecho y en cuanto lo afirmo y puso el otro, la escalera rugió y comenzó a subir rápidamente, zumbaba y vibraba por todos lados. Mario la abrazó con fuerza y con terror vio cómo se alejaba del piso. Seguía subiendo y subiendo con gran velocidad, siempre hacia arriba, derecho, pero muy alto. Demasiado alto para Mario, no sabía qué hacer, se acordó de las recomendaciones de la abuela y comenzó a rezar, confundiendo las oraciones, pero no importaba, seguramente Dios lo escucharía igual, cerró los ojos y

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siguió rezando. De pronto sintió que lo sacudían fuertemente y la voz del tío Honorio que decía: —¡Marito…Mario! ¿Qué te pasa? —los gritos del viejo lo despertaron poco a poco, hasta que se dio cuenta de que estaba sentado en el piso aferrándose las rodillas, muerto de miedo, entonces miró a los ojos al tío y le dijo: —¡Tío…me llevaba la escalera, me sacaba de aquí y volaba y se iba lejos, muy alto! —Mario con los ojos llorosos le relataba a su tío lo sucedido, mientras el viejo lo miraba incrédulo, sorprendido y dijo: —Escalera… ¿Qué escalera Mario? —al tiempo que con ambas manos mostraba todo a su alrededor y decía— Nunca tuve una escalera.

ROLANDO DI LORENZO

Argentina

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…nombra un rey que nos gobierne, como es costumbre en todas las naciones. 1 Samuel 8:5

E

l senador Julio Marco Hircio se pasea de un lado a otro mientras con voz grave exhorta a sus colegas a apoyar el proyecto que se debate en estos momentos en la magnífica Curia Julia. Como su asistente, trataba de prestar atención a sus palabras pero no podía evitar que mis ojos volaran sobre las columnas y de allí hacia los tres enormes ventanales donde se podía apreciar el sol que ya comenzaba a entrar en el recinto. Hacía pocos meses que colaboraba con él, gracias a la intervención de mi padre. Desde mi humilde puesto, ya había podido observar cómo la corrupción se expandía y gangrenaba los órganos de la república. Por eso quiero ser senador. Me mueve el ferviente deseo de barrer toda esa inmundicia; proceder correctamente, ayudar al bienestar común y no al de unos pocos que se venden por unos denarios. El senador continúa su oratoria tratando de no dejarse avasallar por el griterío de los otros que expresan su opinión al unísono. El sol ya repta por las paredes de la Curia intensificando mi apetito. Después de pasar toda la mañana escuchando los chillidos desaforados de los siervos de Dios al discutir sobre la conveniencia de enseñar a los jóvenes el antidogmático pasaje bíblico que trata sobre los hermanos de Jesús, me dejé caer rendido sobre un sillón. La tarde prometía ser tranquila; sin embargo me ha traicionado por la espalda: apenas a minutos de haber comenzado a almorzar, se me ha entregado una carta; me anuncia la muerte de mi padre. ¡Estaba tan contento con mi labor en la Santa Iglesia Romana! Había compartido conmigo todos mis desvelos al descubrir varios casos de simonía, entre otras cuestiones no menores, practicados por obispos allegados a Marco Julio, el Cardenal a quien sirvo. Pero mi obrar fue recompensado con la frialdad de su Excelencia: de un día para otro dejó de llamarme, de concederme audiencias, de hablarme. (Para expresarme sus condolencias me ha enviado una nota en la que me exhorta a permanecer junto a mi madre de ahora en más. ¡Me echa de su lado y aprovecha la muerte de mi padre para hacerlo!) Los rumores que en un principio me negué a creer se muestran ahora diáfanamente ciertos. Me siento engañado, defraudado por un hombre que dice defender los principios cristianos y solo acumula dinero y poder a costa de las almas inocentes. No me queda más remedio que partir pero no pienso desistir en mi lucha sagrada; defenderé el buen nombre de Cristo a como dé lugar. Mientras suben mis valijas al carruaje, contemplo

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por última vez lo que consideré sería mi hogar permanente. Las lágrimas me anublan en tanto el sol galopa a través de las santas ventanas de la sede apostólica. No me he dejado abatir por las experiencias anteriores. Tal como prometí a mi padre y a mí mismo he continuado peleando, sin descanso, contra la corrupción en la república. Y la prueba de ello es la sucia marca que ha dejado en la pared el cuadro del presidente. Dirigiendo una delicada operación he encontrado las pruebas que lo involucran en el robo de documentos de la sede del Partido Demócrata. Es el escándalo más importante de los últimos años. He dado un fuerte golpe a los que se esconden detrás de un cargo público para cometer delitos. Soy consciente de que hay muchos intereses implicados, gente muy poderosa. Pero no tengo miedo. Todavía hay mucho para purificar. El aire fresco me atrae desde la ventana entreabierta y desde allí observo cómo el sol ya se duerme en los brazos del Capitolio. El reloj marca las cinco a.m. He pasado toda la noche en vela. ¡Estoy arruinado! ¡Totalmente devastado! No doy crédito a lo que me está pasando. Mi cabeza no para de dar vueltas. El hielo se ha derretido en el vaso de whisky que aún sujeto en mi mano inerte, inconsciente del tiempo. ¡Lo han descubierto todo! ¡Todo! Y me abandonan, incluso Mark Hircio, que era como un hermano para mí. Me cansé de pelear contra molinos de viento, me cansé de proceder correctamente. ¡Y tomé un atajo! ¡Como hacen todos! ¡Este es un mundo odioso y repugnante! Apuro el whisky; me quema la garganta su fuerte sabor. La oscuridad que penetra por los ventanales quema hasta el recuerdo venerable de mi padre; no hay luna ni estrellas, nada que me desvíe del cajón de mi escritorio donde late el corazón de una pistola.

ANDREA ALVES

Uruguay

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F

río. Tengo frío. Solo eso. Me levanté a duras penas del suelo. La oscuridad envolvía la habitación. En el pasillo, mi corbata colgada en un clavo de la pared, y toda mi ropa impecablemente doblada en la destartalada silla. La tenue luz que atravesaba el cristal de la puerta de madera, me guió al salón. Frío, mucho frío. Silencio al otro lado de la ventana del balcón, y la extraña luz anaranjada que apuñalaba la raída cortina de lino que la anteponía al cristal que me separaba de la calle. Frío, mucho frío. Aquél hombre del sofá miraba con una extraña mueca al mugriento espejo que presidía el salón, con una araña dibujada en él, a base de grietas. Fue entonces cuando me vio entrar en la estancia y el espanto, el horror y la locura se dibujaron en sus ojos. Sus manos esposadas cubrieron su rostro mientras sollozaba como un niño. Dirigí mi mirada al espejo y vi lo que solo en su reflejo podía ver. Aquello que no estaba ahí. Los hombres vestidos de azul, la camilla, los sanitarios, el hombre esposado del sofá, y mi cuerpo desnudo y cubierto de sangre junto a él… Frío. Tengo mucho frío…

ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ

España

Twitter: @Manel_SaO Facebook: https://www.facebook.com/angelmanuel.santamariaortiz

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M

e encontraba revisando bibliografía especializada en seres fantásticos, cuando en una librería de viejo me choqué con pergaminos olvidados, los cuales no interesaban para nada al estoico dependiente, quien se despojó fácil de ellos por unas cuantas andrajosas monedas que penaban tristes en mis gastados bolsillos y de las cuales no dudé en desprenderme, aunque constituyeran mi precario pasaje de regreso al cuartucho olvidado en donde vivía en fiel compañía de mis libros de segunda mano, que en realidad, a diferencia de los seres humanos, nunca me habían defraudado, sino que siempre me habían proporcionado momentos de felicidad bajo la única condición de recorrer en libertad el contenido que sus páginas me proporcionaban abiertamente. Cuando salí de aquel apolillado establecimiento, la noche se encontraba en su esplendor. Lo supe por el paso raudo de las gentes, quienes con desesperación se encaramaban sobre la movilidad pública, rumbo a sus hogares en donde les aguardaban la calidez y protección desinteresada de sus familiares. Yo, en cambio, joven desempleado, quien no tenía urgencia ni persona que me esperara, con cuidado me aposté debajo de un farol y hojee mi tesoro. Por suerte, no me había equivocado, ya que el contenido del mamotreto en cuestión me revelaba información valiosa para el loco cometido que me había planteado alcanzar en la ociosidad de mis vanas cavilaciones que constituían gran parte de mi vida precaria. Las viejas y delicadas hojas mencionaban la última aparición de aquella mágica ave, de espíritu en llamas, que se había colado en mi mente obsesiva de alucinante lector, quien cree a pie juntillas en todo lo que lee impreso en reliquias como aquella, la cual pasaba desapercibida ante los ojos de los demás, pero no para los míos. Así que sin pensarlo dos veces, decidí enrumbarme a la aventura, pues los escritos prometían un pronto renacimiento acompañado de una dicha indescriptible para el humano que osara presenciar tan loco prodigio. Cuando llegué sudoroso a mi pocilga, apuré un alimento fugaz y de inmediato me puse a preparar los cachivaches para mi partida del día siguiente en cuanto apenas se asomara el sol. Mi sueño era ligero, pues me entusiasmaba el hecho de albergar entre mis manos a aquel puñado de fuego convertido en viento y a su cálido y fulguroso aletear como si fuera un despliegue de artificios relucientes en medio de la nada. Esta idea no me permitía sumergirme por completo en el descanso del sueño, pues mi mente, en devaneo constante, se proyectaba en situaciones fantasiosas en donde confluían miles de ideas disparatadas. Ya cuando sonó el reloj despertador, de un brinco salté de la cama, me enjuagué el rostro con la precaria agua que apenas brotaba del caño oxidado, le di de

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mordidas a una fría, brillante y verde manzana, hice calentar un tazón con el nutritivo cereal de a diario, rellené un grupo de panes con jamón y mermelada y luego de engullir unos cuantos y reservar otros más, cargué sobre las espaldas a mi vieja y mohosa mochila de tosca mezclilla y abandoné, sin decir nada, sin tristeza alguna, el refugio en donde vivía con pena y sin gloria, rompiéndome el cerebro en interminables investigaciones y lecturas, desde que había arribado a la ciudad. El mapa me indicaba dirigirme hacia el oeste en una caminata que duraría tres días después de acaecido el solsticio de verano en el primer año de aquel nuevo siglo. Estaba en fecha justa y me encontraba en buena forma. Al primer día di con la encina gigante que se encontraba ilustrada con líneas tan finas en los pergaminos. En la segunda jornada me encontré con el río de aguas cristalinas en donde peces dorados nadaban a contracorriente y finalmente, al culminar el tercer día, ya había recalado justo a los pies de aquella inmensa roca puntiaguda, cuya cúspide ardía develando la presencia del fuego alado. Quinientos años volando en recorrido perpetuo por toda la inmensa circunferencia del mundo y llegar a anidar, otra vez, en ese lugar después de tanto tiempo y yo ya empezaba a escalar esos quince metros que me separaban de aquel ser fantástico con el que tanto había soñado. La piedra era resbalosa y me hacía sudar la gota gorda. A medida que iba avanzando procuraba no mirar hacia abajo pues, loco de emoción, podría acabar estampado en la pétrea superficie terrestre y así terminar sin vida, despatarrado en el suelo, con el cuerpo reventado en una explosión de sangre que nadie iba a encontrar porque ese lugar era completamente inhóspito. Yo no quería que mi historia terminara de esa manera, entonces saqué fuerzas del interior y fui avanzando con rapidez y con la emoción bombardeándome el corazón mientras que mi mente fantaseaba con el triunfo del poder disfrutar del Fénix en su máxima plenitud y gozar en la visión del contemplarle en el momento cumbre de convertirse en un ave briosa inundada por completo de fuego. Cuando llegué a la cima, extenuado me arrodillé para observar mejor la llama que parecía querer apagarse en el centro de aquel nido espectacular y fue entonces cuando comenzó mi transformación. El pequeño pichón clavó sus ardorosos ojos rojos en los míos y luego su cuerpo se convirtió en una veloz saeta que, vía mi frente, penetró en mi interior. Fue entonces que aquella semilla de fuego explosionó en mis entrañas. Sentía que unas ráfagas filudas de diamante consumían a cada una de mis extremidades y reventaban como taladros dentro de mi cerebro, mas cuando el dolor se disipó, dejé de sentir la pesadez natural de mi cuerpo y me transporté a un espacio estelar en el cual yo era uno fusionado con el universo. La paz constituía un estado de

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sedación y algarabía en total magnitud en donde los astros infinitos se diseminaban cual centros de radiación dispersos en la inmensidad del cosmos que se situaba en lo más profundo de mi recóndito ser. Al abrir los ojos, mis alas eran corazas envueltas en fuego. Al observar mis garras, parecían cuchillas de acero que se extendían dando un firme sostén a mi cuerpo. Garras que parecían preparadas para atrapar al globo terráqueo en toda su magnificencia y en la fiebre de una épica cacería, apoderarse de él. Y cuando abrí el pico, un rotundo hinchar de mi pecho, desde mi buche perlado, emitió el destello mágico de un sonido que estremeció a los árboles que circundaban al picacho en donde yo, el ave más poderosa del mundo, la de la mitología inmortal, me imponía a punto de emprender mi primer vuelo con la anatomía renovada por completo. Ya era de noche y la ráfaga de mi ser era una luz en medio de toda la inquietante oscuridad. Arriba en el cielo podía contemplar a cientos de estrellas que eran iguales a mí. Mis movimientos eran veloces y durante toda la madrugada volé y volé como loco. Di una vuelta completa a la Tierra, escapándome del amanecer. Ya cuando el inevitable día me atrapó, en las orillas de un fresco arroyo, guarnecido por verde floresta, me puse a descansar. Cuando desperté en la noche, me di cuenta de que mi cuerpo ya no se encontraba rodeado de llamas. La combustión externa ya no me acompañaba. Sin embargo sentía un fuego dentro de mí. De pronto intuí que esa luz iba otra vez a explosionar. Tenía quinientos años hasta presenciar, una vez más, aquella impresionante detonación, aunque no supiera a ciencia cierta si iba a ser nuevamente bendecido con tan extraordinario privilegio. Mientras tanto podría volar, volar y planear, y explorar selvas, desiertos, páramos, océanos y civilizaciones desde la bendición de mi poderosa condición. Tenía demasiado tiempo para lucir y utilizar mi dinámico cuerpo en armadura de fuego forjado. Por lo pronto intentaría atrapar una estrella, la cual ya percibía, ya sentía que se encontraba dentro de mí, como un fuego que despacio, muy lentamente, iba a causar una gran, una prodigiosa, una espectacular combustión.

JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/jesushumberto.santivanezvalle

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L

a gente la mira raro, algunos se burlan y otros la botan. Dominga camina sin rumbo por las calles polvorientas de San Juan de Miraflores. A ella la ven como la loca de harapos. A diferencia de otros locos, ella no lleva consigo un costal, solo una muñeca con un ojo. La gente la tilda de la loca de la muñeca de un solo ojo, pero nadie sabe el porqué esta mujer se volvió así. Justino Quispe y Dominga Huamán llegaron a Lima desde su Ayacucho querido, aunque no tenían dinero eran una pareja feliz, pero les faltaba algo para sellar ese matrimonio, un hijo, era algo que se les negaba. Habían tratado por años y Dominga no quedaba embarazada, ya habían perdido las esperanzas porque ambos tenían cuarenta y seis años. Una noche cuando Justino regresaba de laborar como vendedor ambulante de bolsas de basura en el mercado de San Juan de Miraflores, su esposa lo esperaba con una grata noticia, ella estaba embarazada. Las lágrimas de felicidad de ambos hacían presagiar que aquella criatura los iba a unir más que nunca. Pasaron los meses y la pareja mejoró su estado económico, ahora ya no eran ambulantes sino alquilaban un puesto en ese gran mercado del cono sur, parecía que mientras crecía el vientre de Dominga la suerte de ambos también lo hacía. Para Justino, un hombre honesto y que nunca había sido infiel ni alcohólico, la llegada de ese hijo era lo mejor que le podía pasar y por eso se propuso salir adelante por el hijo que estaba en camino. Iban a tener una hija, eso les había dicho el médico de la posta. Nacería en el mes de diciembre, iba a ser un gran regalo de navidad. La suerte seguía del lado de ellos. Dominga daría a luz entre el 24 ó 25 de diciembre, ya habían elegido el nombre, se llamaría Milagros, porque todo lo que ocurría era un milagro para ellos. Llegó el gran día esperado, Milagros nació un 24 de diciembre a las 11:59 pm, pero eso no le importó a la madre, porque al ver a la hija que tantos años anheló se dio con una gran sorpresa, la niña nació con síndrome de Down. Justino al ver a la niña, sintió repulsión por esta, también odió a su mujer y sin decir nada se fue del hospital hecho una furia. Por su parte, Dominga no quiso volver a ver a la niña por toda la noche, se la pasó llorando en silencio, sabía que algo iba a cambiar en su familia. El señor Quispe pasó Nochebuena bebiendo en un bar, nunca lo había hecho, pero la repulsión que sentía por aquella niña lo hacía tomar. Ese monstruo, como él la consideraba, no era su hija. Pasaron los años y Milagros crecía sin el cariño de su padre. Justino había cambiado mucho, se había vuelto un alcohólico y repudiaba a la niña. En cambio, Dominga quería mucho a su hija.

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Justino buscaba cualquier excusa para maltratar a Dominga, la culpaba de ese error andante que había parido. Dominga ya no sentía amor por su marido, pero este no quería dejarla porque le decía que ni bien él se fuera, ella se encamaría con otro sujeto; y eso no lo iba a permitir. Una mañana fría, Dominga le regaló a su hija una muñeca con un solo ojo que le había comprado a los ambulantes. La niña era feliz, a partir de ese día no soltaría ese juguete, era el único que tenía. Todo lo económico que había ganado la familia se había esfumado. Justino había malgastado el dinero en licores y mujeres. Dominga le rogaba que le ayude a pagar los estudios a su hija, porque los chicos con ese síndrome también merecían estudiar como cualquier persona. Lamentablemente Justino no entendía eso y trataba a su hija como un animal. El alcoholismo de Justino y el odio a su hija lo habían convertido en un ser malhumorado y hasta golpeador. Antes de ser padre nunca había maltratado a su mujer, pero hubo un momento en que lo hizo y le gustó. Dominga sabía que tenía que aguantar las ofensas y golpes porque sino la perjudicada sería Milagros. Ella no quería que el rostro de alegría de su hija al jugar con su muñeca desapareciera. Poco a poco Dominga empezó a ahorrar dinero para poder educar a su hijita. Lo malo que, al no tener familiares, ella dejaba encerrada con candado a Milagros. Dominga temía que Justino dañara a la pequeña. Y sus temores se hicieron realidad. Una mañana, Dominga dejó como siempre a su hija jugando con la muñeca que le había regalado. Ese día Justino no había ido ni a la cantina, así que quedó a solas con la pequeña. Al llegar la noche, Dominga se encontró con una desagradable sorpresa, su hija, Milagros, estaba con la cabeza destrozada y con signos de haber sido violada, su muñeca estaba a un lado de la cama. Dominga entró en shock y empezó a llorar. Levantó la muñeca y también un cuchillo, esperó a que llegara su marido, quien se hizo presente en la casa todo borracho. Lo que sucedió luego ya es conocido por toda la cuadra. Nadie pudo saber quién mató y violó a la pequeña Milagritos, solo se supo que Dominga fue presa por apuñalar a su marido. Por mucho tiempo nadie supo nada de Dominga, hasta que la empezaron a ver caminando toda ida con una muñeca en la mano. Algunos se burlan de ella y otros le tienen miedo o asco, pero los que vivimos en su cuadra sabemos que ella, en su hermetismo, piensa que Milagros sigue viva, en la muñeca que siempre lleva consigo.

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Aquella muñeca, que pase lo que pase, nunca dejará sola.

ANTHONY CCORI GUERRERO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/arcg7 Twitter: https://twitter.com/AnthonyRCG

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V

io a su homicida parado frente al auto en donde se desplazaba, con muy poco tiempo para reaccionar. Un disparo en la frente, la sensación de un líquido caliente bajando por su cuello y espalda, y la oscuridad acompañada por los gritos de su esposo. Se paró de la cama, aterrorizada y sin aliento. —Dios mío, qué sueño más real —se dijo, su corazón palpitante parecía no entender que la pesadilla había acabado y, en el cuello y la espalda, aún la sensación de la sangre corriendo. Se metió a la ducha para relajarse, a pesar de ser de madrugada y, a medida que la golpeaba el agua caliente, se disipaba la sensación y el mal sabor de boca. Se acostó de nuevo y al día siguiente se enfrascó en sus labores, como siempre. Hasta que un día lo volvió a ver, el homicida que le disparó en sueños, hecho carne y huesos. Él no mostró ningún reconocimiento y ella solo paralizada y sudando frio ante este fantasmagórico encuentro. Ahora el turno fue de él, soñar que estaba frente al auto de su enemigo, disparándole a su mujer para vengarse en lo que más le doliera, pero su enemigo a su vez le disparaba a él, no sintió nada en realidad, humedad en el pecho y el desconcierto de saber que le habían disparado en el corazón, que todos los santos y las cortes espiritistas esta vez no pudieron salvarlo, quizás la mujer tenía una “protección”. Así que cuando la vio, se mantuvo tranquilo pero no así en sus adentros, esta era en efecto la esposa de Camilo, su enemigo, lo extraño era ver el miedo que reflejaba en su mirada, pues hasta donde él sabía, Martha no lo conocía de nada. Vuelta a soñar para los dos, pero esta vez, Martha se vio en el cuerpo de Gustavo, sintió la rabia y la resignación a morir con tal de cobrarse la deuda de sangre con Camilo, su esposa muerta también. Y Gustavo a su vez, sentir el miedo y el completo desconocimiento ante el ataque en el cuerpo de una mujer, ante el soplo gélido de la muerte en la nuca, ante la inminencia. Pasó el tiempo y la precognición pasó con él, hasta que el ambiente para ambos se coloreó de tintes oníricos, enlodados: el auto, la carretera, la trampa planeada por Gustavo, la mirada resignada de Martha, la pistola engatillada de Gustavo que no dispara, Camilo que acelera y la cara de Gustavo que impacta frente al parabrisas y lo destroza, muriendo ambos como si se besaran, amantes para toda la muerte.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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U

n joven de apenas catorce años, prende una veladora en su oscura habitación donde la única luz proviene del fuego del encendedor. Al lado de ella hay una fotografía de una bella mujer que aparenta los treinta y cinco o cuarenta años. El chico coloca un pan de muerto enfrente de la fotografía a la cual se queda mirando fijamente. —Espero que te guste. — ¡JULIO! — ¿Qué quiere ahora? —dice en voz baja, casi en un susurro para que su padre no lo escuche. Lentamente se levanta del suelo sin desprender la mirada en el pequeño e improvisado altar de muertos dedicado a su madre que murió hace dos años en un accidente de auto. El niño sale de su oscura habitación, camina por el pasillo oscuro del departamento hasta llegar a la sala iluminada débilmente por uno de los dos únicos focos que hay en el lugar. En la sala, sentado en un sillón individual, se encuentra el padre de Julio, vestido solamente con un short azul. —Aquí estoy papá. —Ven cabron, acércate. — ¿Para qué? —pregunta con miedo e inseguridad. — ¡Que vengas aquí! ¡Chingadamadre! Lleno de miedo, con paso lento caminó hacia su padre hasta quedar al lado suyo pero él no lo miraba, tenía la mirada perdida en el televisor. Julio imitó a su padre y dirigió su mirada a la pantalla que tenía enfrente que iluminaba más que el propio foco. Estaban pasando los Simpson en ese momento, un capítulo especial de terror que el chico no había visto. En ese momento el hombre semidesnudo agarró bruscamente a su hijo por el brazo y lo jaló hacia él. —Abre la mano. El joven obedeció mientras trataba de ocultar el dolor que estaba sintiendo en ese momento. Su padre colocó un billete de 200 pesos en su mano. —Ve por más cerveza, trae la promo de la doble x. —Pero…Ya es muy noche como para salir a la calle. —dijo el muchacho con la voz temblorosa. Su padre lo miró fijamente a los ojos, abrió su boca y dejó salir su gran y

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apestoso aliento a alcohol. —Déjate de puterias. Ve a la puta tienda y no te atrevas a regresar sin mi jodida cerveza. El muchacho no dijo nada, el miedo le había comido la lengua así que solamente se limitó a asentir con la cabeza. Dio media vuelta y caminó hacia la cocina donde recogió tres botellas de cristal de un litro y medio para meterlas en su mochila. Después de hacer eso, caminó hacia la puerta y salió del departamento. Lo primero que hizo al salir fue respirar el aire fresco. Faltaban solamente unos minutos para que dieran las diez de la noche. Su madre siempre le decía que era muy peligroso salir tan tarde, que había cualquier clase de peligro ahí afuera pero lo que ella no sabía o más bien lo que ella se negaba a ver era que el verdadero peligro vivía adentro de su casa. Julio empezó a caminar por la calle desolada, viendo las casas adornadas con imágenes de calabazas, brujas y murciélagos. Le tomó menos de diez minutos llegar a la tienda, se dio cuenta que había muchas personas paradas en la calle. Se fue acercando más hasta que vio una patrulla de policía y una ambulancia estacionada enfrente del negocio. El chico puso atención en los chismes que decían las personas a su alrededor. “Un robo, eso fue lo que paso”. “Dicen que hubo disparos”. “Yo oí que el ladrón mato a alguien”. En definitiva, hubo un robo y eso solamente significó una cosa para Julio, no podría comprar las cervezas que su padre le había pedido y si regresaba con las manos vacías le esperaba una tremenda paliza. —Mierda, mierda. ¡MIERDA! —gritó el muchacho, todo frustrado y enojado mientras se alejaba de la tienda recién robada. Pensaba en ir a otra tienda pero nadie le iba a vender alcohol a un menor de edad, solamente Mauricio, el encargado de la tienda lo haría porque era amigo de su padre. —Tal vez comprenda lo que pasó y no me haga nada, después de todo, esto no es mi culpa. —¡Hey! ¡Niño! —gritó alguien, sacando a Julio de sus pensamientos. El chico volteó y contempló a cuatro personas de aproximadamente veinte años, todos eran morenos y estaban vestidos de negro. — ¿Qué llevas en la bolsa? —preguntó uno de ellos. —Nada. —contestó tímidamente. —No mientas chico, no te haremos nada. —dijo el mayor de ellos. Los cuatro vándalos empezaron a caminar lentamente hacia Julio que retrocedía

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torpemente. No lo pensó dos veces: el muchacho comenzó a correr lo más rápido que pudo hasta llegar al parque donde pensó en usar los arbustos para esconderse. No podía darse el lujo de perder las botellas ni mucho menos el dinero ya que su padre no se lo perdonaría nunca. — ¡Ven puto! ¡Solo empeoras las cosas! Uno de ellos alcanzó a Julio, sujetándolo de su playera blanca y tumbándolo al suelo. El pobre chico soltó un gemido de dolor mientras su atacante se puso encima de él para proporcionarle dos puñetazos en la cara. El chico suplicaba y lloraba mientras que los demás reían y le escupían. No tardaron en revisar sus bolsillos, en quitarle la mochila y el billete de doscientos pesos. —Miren muchachos, parece que hoy nos vamos de fiesta. — ¡Muchas gracias idiota! Hoy beberemos a tu nombre. —Por favor. —dijo débilmente mientras intentaba levantarse. —Mi padre me matará si no le llevo el dinero. — ¡Cállate! El mayor del grupo lo pateó en el estómago con tanta fuerza que lo tumbó hacia unos botes de basura. —Feliz día de muertos. —dijo uno de ellos. El dolor le impidió moverse enseguida ya que la patada impactó en un moretón que tenía en su panza. Julio lloró y gritó de dolor mientras escuchaba como los vándalos reían y se alejaban del parque. —No puedo regresar. —dijo entre llantos, con la voz quebrada. —No puedo regresar. Mamá ¿Qué hago? Lentamente levantó su cara y abrió los ojos con mucha dificultad a causa del dolor. Lo primero que vio fue un montón de basura tirada, restos de comida y envases de plástico pero entre toda la basura que cayó del bote, visualizó algo plateado que brillaba gracias a la luz de la luna. Con mucha lentitud y cuidado, se levantó del suelo mojado y caminó hacia el extraño objeto mientras escupía sangre a su paso. Al llegar se dio cuenta que aquel objeto brillante era una pistola. Su mirada se perdió en el arma de fuego, se agachó para recogerlo, se sintió diferente al momento de agarrar el arma con sus manos y solamente un pensamiento cruzó por su mente. Regresó a su casa y encontró a su padre profundamente dormido con la televisión encendida. Lentamente se puso detrás de él y coloco el cañón de la pistola en su nuca. Sus manos le temblaban demasiado y las gotas de sudor no dejaban de derramarse hasta llegar a sus labios, su respiración se volvió muy pesada mientras que

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su corazón latía fuertemente. No supo cuánto tiempo estuvo parado con el brazo levantado, sin hacer nada, con la mirada perdida en la oscuridad de su cuarto hasta que sus ojos se cruzaron con el altar improvisado, iluminado por la vela que había encendido hace rato. Vio la foto de su madre y automáticamente quebró en llanto. Bajó su brazo y se limpió las lágrimas con la otra mano. Caminó hacia su cuarto pero en ese justo momento su padre se levantó. — ¿Hijo? El chico tragó saliva antes de responder. —Mande. —Dame la cerveza. —No la traje. —¿Qué? —bruscamente se levantó del sillón y caminó hacia su hijo con el puño cerrado. —¡Te pido una simple cosa y no puedes hacerla! ¡Maldito inútil! ¡Te voy a dar tu castigo! Julio rápidamente volteó y por primera vez en catorce años dejó salir toda su ira, toda su rabia interior mientras que en su mente repetía lo mismo por cada bala disparada: “Lo siento madre”.

GERARD KING

México

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ubiese deseado no ser testigo de aquellos acontecimientos extraños a los que aún no les encuentro explicación, pero a todos nos toca algún día vivir algo como lo que les voy a contar. Aquella noche, como todas, mi hermano Matías y yo regresábamos a casa. Para llegar a ella debíamos alejarnos una media hora de la poblada ciudad y adentrarnos en un viejo pueblo casi abandonado. Mi madre había tenido problemas con mi papá debido a que él no quería dejar perder la casa que mis abuelos le habían dejado como herencia. Él decía que en esa casa había vivido toda su vida y que era perfecta para nosotros; a mí nunca me terminó de gustar esa casa, era demasiado grande y sus detalles eran tan antiguos como sus cimientos. Además, no bastaba solo con estar construida lejos de la ciudad, sino que también estaba un poco lejos de las otras casas del pueblo. Las dividía un extenso camino apedreado, cuyos costados estaban vestidos de un espeso verde natural por la maleza que se extendía a los pies de algunos árboles gigantescos. —Apresura tu paso Leo, ya sabes que no me gusta caminar tan tarde por este camino particularmente oscuro. Mi hermano era un cobarde, la verdadera razón por la que no le gustaba transitar por el camino que conducía a casa era que había escuchado rumores en el pueblo de que en este lugar sucedían cosas extrañas. Él se había comido el cuento completito, sin embargo, a mí me asustaban muy pocas cosas para ser sinceros. Me asustaban las ratas, las alturas y un par de cositas más, pero solo aquello que podía experimentar de manera visible, audible o palpable. —¿Acaso tienes miedo Matías? —Lo admito, no me gusta para nada este sitio. No sé cómo hizo papá para crecer aquí. —¿De qué tienes miedo? Tenemos años aquí y nunca hemos visto nada, eso que cuentan son puras mentiras, pero anda, camina ligero antes de que nos pueda salir la madre monte o algo por el estilo —dije en tono de burla. Matías mantuvo su cara de serio, como si lo que le dije lo hubiese enojado. Seguimos caminando pero él no decía una sola palabra, solo miraba a los costados y enfocaba su mirada en uno que otro árbol lejano. Esto me incomodaba un poco así que le dije que dejara de hacerlo. —Déjame en paz, Leo —y siguió mirando los árboles que susurraban cosas motivados por la brisa. —Si sigues haciendo eso tus ojos verán lo que no quieres ver, hermano. —¿Y quién te dijo que no quiero ver? Me asusta y todo, pero ¿te has puesto a pensar en lo que cuenta la gente del pueblo?

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—Detesto cuando cambias de opinión tan drásticamente. Hasta hace un momento me apresurabas porque no te gustaba este lugar y ahora pretendes que se nos aparezca alguna cosa. A veces me asustas Matías. La gente hablaba que en este mismo sendero, hacían ya muchos años, sucedió una tragedia. Decían que, en ese entonces había un niño de algunos doce años encargado de llevar leche a algunas casas del pueblo, le decían Tito el lechero. Según ellos, ese día venía a traer el último cántaro de leche a mis abuelos y había tomado este mismo sendero para llegar a la casa. La abuela se refirió a Tito diciendo: “pobre muchacho, trabajaba duro por llevar algo de comida a su casa. Si por lo menos Dios le hubiese concedido el habla, no tendría que haber andado golpeando sus cántaros por todos lados para que supiéramos que se acercaba”. Nos dijeron que Tito nunca regresó de este camino, y mis abuelos dicen que tampoco escucharon sonar los cántaros. Tito no había llegado a su destino. Al cabo de los días, un grupo de leñadores encontraron el cuerpo de Tito entre un par de arbustos. Estaba roído por los animales y bastante descompuesto. Desde entonces, la gente afirma que el niño se ha aparecido a algunos leñadores, que les toca la espalda y les ofrece leche. Otros dicen haber escuchado sonar los cántaros mientras araban sus tierras. Nunca se supo que le pasó. Lo que mi hermano dijo me sonó interesante, pero, en el fondo, algo dentro de mí se rehusaba a ceder ante sus intenciones. Guardé silencio, dejando que mi hermano siguiese empeñado en ver algo tras los árboles y aguzando su oído pretendiendo escuchar lo que realmente no quería, aunque dijese que sí. Sin embargo, nada pasó, o por lo menos nada extraño hasta que llegamos a casa. Todos dormían. El silencio sobrecogedor de aquella vieja construcción siempre me daba escalofríos. Le dije a mi hermano que me iría a la cama, que me encontraba cansado y abrumado por sus estupideces. Su respuesta me preocupó por un segundo, pero aquello era su problema. —Vete a dormir, yo me llevaré una de estas sillas viejas al sendero, quiero esperar a ver qué pasa. Mañana te cuento si me sucede algo extraordinario —dijo. Me encerré en la habitación, intentando que el mundo exterior desapareciera. Me gustaba imaginar que mi cuarto era el único lugar que existía en el mundo y que afuera de él solo había un intenso color blanco y profundo. Lástima que ni siquiera con imaginación pudiese olvidarme de que mi hermano estaba a la intemperie, vulnerable a alguna serpiente venenosa o a cualquier otra bestia de monte. Resolví salir de la casa en busca de Matías con la intención de hacerlo

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recapacitar. Los fantasmas no existen, yo estaba completamente convencido de esta realidad. La oscuridad era densa y fría, podía sentirse en la piel, el sonido de los búhos y grillos me aterraban, el quejumbroso sonido de los arboles mecidos por la brisa daban el toque tenebroso que faltaba. No debía estar ahí ¿en que estaba pensando? A lo lejos, sentado en una de las orillas del camino estaba mi hermano, cubierto por una cobija blanca que no sé de dónde había sacado. Parecía estar atento a lo que sucediera alrededor, miraba a todas partes y una que otra vez fijaba su mirada en algún punto específico. Me acerqué con cautela, aunque sabía que él ya había notado mi presencia desde mucho antes de que yo notara la suya. —¿Qué haces aquí? —dijo sin ni siquiera voltear a verme. Esto me sobresaltó. Quise devolverme a casa y dejarlo seguir con sus demencias y fue entonces cuando escuché. Un tintineo de metales débiles, como distantes, apareció de la nada. Las piernas me empezaron a temblar, los golpecitos sonaron tres veces seguidas, mientras que mi hermano, sonriente, buscaba el origen de los mismos sin ponerse de pie. Seguramente estaba tan paralizado como yo en ese momento. El bosque acalló su voz, el silencio era igual al de la casa y vimos cómo se dibujaba, en la lejanía del sendero, la silueta de un hombre altísimo. Era extraño ver como se formaba aquel cuerpo entre la mismísima oscuridad, un cuerpo que, mientras más cerca, daba la impresión de estar más y más pequeño. —¡Vámonos de aquí Matías… esa cosa no es un ser humano! Matías parecía no escuchar mi voz, y en vez de seguirme cuando intenté correr, lo que hizo fue ponerse en pie y caminar en dirección opuesta, justo hacia el espectro. Le gritaba que regresase, pero él seguía caminando como hipnotizado. La figura se detuvo pero mi hermano continúo su paso, entonces vi como aquello, que inicialmente parecía ser un hombre y que al final terminó siendo tan pequeño como un niño, abrió sus brazos como si esperara recibirlo con un abrazo. Fue en ese preciso momento cuando mi voz desapareció por completo, ahora tampoco yo podía escucharme aunque gritara con todas mis fuerzas. El terror invadió todo mi cuerpo y no tuve más opción que regresar a casa despavorido. Mi hermano no volvió jamás. No sé si esa cosa extraña se lo llevó, en realidad nadie supo nunca qué sucedió; pero ese camino se convirtió en un lugar completamente aterrador desde entonces.

ROGER LUIS CHICO CABARCAS

Colombia

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U

na tarde de viento oeste, una tarde que paseaba por los senderos de Parque Leloir escuché que alguien comentaba que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví se escondían en los jardines de la Clínica del Parque para intercambiar palabras y caricias que les traía la brisa. Y dijeron que Rufino Pocoví —después de muchos inviernos viviendo allí, tantos que ya nadie recordaba por qué había ingresado— logró que el Doctor Mayor le confiara su jardín, con las flores de estación y de las otras y los paraísos y eucaliptos y acacias y pinos negros, blancos, y muchos otros y que Rufino Pocoví le explicó a su mujer que los pinos tienen siempre verdes las hojas y le regaló varias piñas, fruto de sus árboles amados. Dijeron que Ernestina vivió con su mamá hasta llegar a una edad mediana y que Ernestina era una mujer buena moza que un buen día intentó explicar a quien quisiera oírla una alocada idea (opinaron los médicos, que de eso saben mucho). Pues bien, Ernestina afirmaba que alguien quería prohibir el viento, el viento aquél de su zonda natal, y que querían prohibirlo solo porque el dulce viento solía escribir en las piedras pensamientos duros y pertinaces mientras soplaba ardiente en los campos de su sanjuan natal. Y me contaron que por algún raro designio de la ciencia Godoy Ernestina se encontró un buen día internada en una clínica de los buenosaires; fue allí que le contó al bueno de Rufino Pocoví su loca idea e inmediatamente Rufino Pocoví le contestó que al viento hay que respetarlo, porque algunos le dicen viejo, pero viejo y todo, Ernestina, mire como sopla ese viento suyo. Luego, no sé cuándo, Rufino Pocoví le contó a Ernestina Godoy, recomendándole eso sí, que no lo repitiera jamás, (porque eso de “jamás” es una forma de decir que tienen los doctores), que él, Rufino Pocoví, estaba seguro que Ernestina tenía razón: —El viento zonda forja las dunas de nuestro cuerpo como en un espejo caliente, con un lápiz perfumado y modela en las sábanas blancas las formas del deseo —agregó Rufino Pocoví Aquí debo reconocer que me dijeron que Ernestina se ruborizó un poco, ella que era una señorita pero reconoció entre suspiros secretos que era así nomás, que el viento arrastra las miradas, las abraza y con los quejidos enciende la ternura entre danzas y que algo crece y decrece en la piel. Una tarde en que las gotas de humedad muerden y la ñata contra el vidrio estimula las confesiones, Ernestina le contó a María Veydile (la enfermera del segundo piso) que alguien quería prohibir el viento y le confió sobre Rufino Pocoví; Mary (que

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es solo la enfermera del segundo piso), se escandalizó y le aconsejó que se mantuviera apartada del viento porque era peligroso y estaba prohibido, que no era bueno para ella. Ernestina lo pensó y lo pensó pero decidió seguir los vericuetos del viento y lo vio quebrar las fronteras de las rejas del jardín y se imaginó que debía recorrer mapas ignotos y viajar para siempre como aquel río que dicen que se aleja y no vuelve. Enterado el Doctor Mayor, que era un buen hombre a pesar de toda su ciencia, quiso prohibir el viento. Fue entonces que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví tuvieron que esconderse entre los vericuetos del jardín (que tan bien conocía el jardinero) pero no sería justo reconocer que desobedecieron del todo al Doctor Mayor ni a la enfermera del segundo piso y solían encontrarse atravesando las sombras quiero decir, andaban por ahí sueltos y se escondían cuando alguien paseaba por los jardines y sus veredas. En la realidad Ernestina y Rufino gozaban viendo cómo los vecinos de una quinta lindante con el oeste (donde nace el viento zonda), hacían su labor bienaventurada, porque no hay tarea tan bendita como la de hacer germinar la tierra pensaban Ernestina y Rufino, y los granjeros además del trabajo de la casa cuidaban los gansos, los perros y las gallinas y a una torcacita que se refugió bajo un alero y se quedó para siempre. y no faltaba día que los tres, Ernestina Godoy, Rufino Pocoví y la torcacita reían de buena gana. No sé si es importante aclarar que Ernestina era de buena familia —de los Godoy y Godoy como dicen en el barrio—, a la señorita se le notan los modales y el porte distinguido, (dijo la moza del comedor) aunque por estos tiempos Ernestina vaya vestida con ropas gastadas y una mantilla tejida al crochet (color amarillo patito) que le cubre los hombros, y por esa mirada altiva de sus ojos empapados de celestes estrellas y orgullosas primaveras. Sí, hay algo entre Ernestina Godoy y Rufino Pocoví dicen las coníferas celosas... Una tarde impecable, a Rufino Pocoví le pareció escuchar que los doctores hablaban de que alguien quería prohibir el viento, dijeron que es peligroso cuando atraviesa las sombras y Rufino Pocoví (recordó que alguna vez, en sus mocedades, había sido músico) y quizás pensó que el viento se desliza como un milagro entre las notas blancas de su verdulera correntina; y también que la música puede parir y crecer como los amores locos. Y creo que también pensó que antes de semejante despropósito casi toda la música nacía del viento; aún en más en la verdulera, aunque los doctores, con toda su ciencia, lo ignoren.

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Y fue para entonces, me parece, que Rufino Pocoví le contó a Ernestina Godoy que en algún tiempo él, Rufino Pocoví, para pensarse músico se enganchó en una chacarerata (antigua de verdad), y después se fue a Europa junto a una chica que también andaba en eso de la canción, aunque él ya había olvidado cómo se llamaba. Y también fue por ese tiempo que un martes de visita llegó la mamá de Ernestina; fue llegando como si se llevara por los cabellos, de revoloteo, como gallina ponedora que solo puede levantar vuelo corto, por el peso de los huevos, digo; se le notaba el alboroto gallináceo en el dilatarse de los ojos y en el movimiento de las manos contrahechas y económicas que a Ernestina le hacían acordar cómo andan a los picotazos los pollitos. El Doctor Mayor llegó después y entró por el caminito rodeado de nomeolvides, subió el escalón de la entrada, siempre seguido por María Veydile (la enfermera del segundo piso). —Comprenda, doctor, —decía la mamá de Ernestina— que han corrido rumores —la mamá decía eso, pero en realidad todos sabían que la cuentera había sido Mary que esperaba que las visitas llegaran para largar la lengua y forrar los bolsillos. Solo Ernestina no le dio importancia porque para mi mamá los chismes siempre fueron una preocupación placentera, dijo. —Yo no me fijo, cada cual hace su vida como quiere —decía la señora— pero mi hija es señorita y tratándose de una discapacitada, usted me entiende, Doctor —y permaneció de pie, con una sonrisa cómplice, las manos escondidas, como si tuvieran vergüenzas entrelazadas en su espalda. Al Doctor Mayor, que no por nada era el director, se le dibujó una mueca que solía llevar escondida y aunque no se le notaba, Ernestina le conocía muy bien. —Me gustaría conversar con usted en privado —y esperó para que sus palabras crearan el suspenso necesario— permítame invitarla a mi despacho. Ahora sí a la mamá se le instaló otro gesto que seguro todavía no conseguía encontrar, lo siguió. Cuando la mamá salió de la entrevista se le había derrumbado la cara y todo; claro que Ernestina nunca la había visto así: su mamá tan charlatana que no paraba de hablar esa tarde estaba silenciosa como un poste. Creo que fue a partir de esa tarde que el Doctor Mayor le encargó a Lady Godiva (que era la psicóloga rubia) que se reuniera con Ernestina Godoy y Rufino Pocoví y Lady Godiva les dijo que era bueno que los dos se sentaran en la playera, en el parque, para charlar y charlar. Por supuesto María Veydile (la del segundo piso) contó que, los novios, en seguida se abrazaron y se besaron... y luego él con una mano... pero que parecía que a Ernestina le daba vergüenza (eso creía Mary) pero que Ernestina no parecía hacer nada por zafarse.

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Quizás la mamá de Ernestina no entendió que las piedras estaban escritas por los vientos, incluso el Zonda, desde mucho tiempo antes. Y creo que fue entonces que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví pudieron adivinar que el sonido nacería de la verdulera y crecería entre amores locos y que a nadie más se le ocurriría prohibir el viento.

ADA INÉS LERNER

Argentina

WEB: http://yosoylaescritura.blogspot.com http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com

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B

ajar las escaleras, tantear las llaves, cruzarme con gente extraña (yo soy el extraño; yo soy el extranjero en este edificio, por lo menos en estos tres días corrientes). ¿Qué tenía que hacer? Ah, sí, calcular con qué llave abriré esta enorme puerta de vidrio y bronce. No es la primera vez que me encuentro acá, pero cómo cuesta desacostumbrarme a mi puerta, la de mi casa, la de mi barrio. Salgo a la vereda: ¿por qué hay gente en la vereda a las siete de la mañana preparándose un vino con quién sabe qué otra cosa?, ¿y yo qué debo hacer ante esto?, ¿pararme al frente de ellos y preguntarles cómo fue que llegaron a ese estado? (¡No, Sergio! Ni se te ocurra, va a ser un desastre). Ya lo sé, pero me da cosa. Me da tristeza ver esas cosas. ¿Acaso a nadie le importa? Un montón de gente que ni conozco, ni tampoco voy a conocer. Porque si pensás que soy de esos tipos que se paran en el medio de una esquina a hablar con desconocidos, estás confundido; a esa gente le temo. Profundo terror siento, cuando me cruzo con esa clase de personas que creen que nadie se va a enojar o a poner de mal humor si lo parás en el medio de la vereda para preguntarle cosas, insinuando que el día está agradable. Qué frialdad de mundo, esta ciudad. ¿Saben qué? No debería estar pensando todo esto. Yo merezco estar en mi barrio, en mi ciudad, tocando y abriendo mi puerta, que tanto conozco y me gusta ver abrirse. Cada vez que quieren traerme a la Capital yo sufro. ¿Qué esperan que sienta cuando en el noticiero están todo el tiempo mostrándome asesinatos y robos? ¿Cómo pretenden que salga yo, tranquilo, pensando en que nada va a pasarme, si acá pasa todo lo que te imaginás y hasta lo que desborda de ella? ¿Qué me hicieron? O mejor dicho, ¿en qué momento decidí hacerles caso a los demás y a sus miedos? (Dejá de pensar boludeces, seguí caminando, ¿querés?). Lo más curioso de estas calles es ver cómo, primero y principal, nadie se preocupa por el otro; segundo, la manera en que se detestan, a los bocinazos, a los gritos, ¡Dios! Los lugares más confortantes son los cafés, ponele la firma. Ahí, sí que se olvidan de los problemas, así, al toque. ¿En qué calle estoy? A ver, las tiendas y las casas no tienen el nombre de la calle. Pensá: ¿dónde estará? Bien, en las esquinas. Calle Bulldog (¿calle Bulldog?, ¿a quién se le ocurre poner ese nombre?, ¿en conmemoración de qué?) Qué tonto. ¡Bulnes, es! Claro, historia pura. Menos mal que no le pregunté a nadie, porque con mi acento —olvidándome de pronunciar las eses— y mis dudas, se me iban a cagar de risa. Ya que estamos, les cuento por qué estoy acá. Debo un par de trámites a mis parientes de la ciudad. Bendito el día en que me ofrecí; pero es buena biyuya, no podía rechazar.

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¡Qué ganas de tomarme un café con leche! Ellos ahí, sentados como si nada, tratando de resolver sus problemas, superando los tragos amargos. Yo quiero entrar, quiero ser parte de ellos, sentirme alguien importante. Voy a entrar (no lo hagas). Naranjo & flor (mirá vos, ¡Polaco viejo, nomás!). Abro la puerta. —Buen día. ¿Qué se le ofrece? —me saluda la moza. —Café con leche, por favor, y dos medialunas —respondo. —Enseguida —dice ella. «Qué atenta, esta señorita», pienso. —Siéntese donde guste. —Muchas gracias. —No, por favor. Hay una mujer mirándome; me aterran cada vez que lo hacen sin reírse. Una mujer sin sonrisa es como un tesoro escondido que no vale buscar. —Acá tiene su café, señor —dice la moza—, enseguida, las medialunas. —Muchas gracias, señorita. ¡Mmm, esto está buenísimo! ¿Será lindo trabajar acá? (Trabajar es lindo en donde sea). Qué olorcito tiene este café, espuma espesa, qué mejor, hasta podría hacerme alucinar. Bah, ¿qué estoy diciendo? Siempre perdiendo el hilo... La mujer que me miraba comenzó a hablarme y no la puedo oír. Súbitamente mis palabras salen por mi boca. Mi no la puedo oír se transforma en un cuerpo literario que sale despacio y, sin avisar, se posa enfrente de mí y está decidido a ir en busca de la mujer, mientras ella se aleja cada vez más, con silla y todo. «La vida es triste», pienso, por no poder alcanzar a la primera mujer que me mira en meses. «La vida es triste, sin imaginar», me respondo, después de unos segundos. Ella sigue mirándome. Más me resigno. Mi cuerpo literario es demasiado fiel a sí mismo e insiste. Para cuando capto mejor, la mujer pasa de los diez metros donde se encontraba, a veinte centímetros de la mesa en la que estoy. Me asusto; pero él, no (¿qué tendrá en manos?). Sus palabras, tan fieles, tan frágiles, tan inspiradoras, no se asustan y dialogan con la mujer. Él la convence y ella comienza a acercarse. Me intrigo: él sonríe, no sé cómo, pero lo hace de forma muy natural. Tiene mejor sonrisa que yo, la sonrisa más hermosa que vi en años. La mujer le devuelve el gesto; comienza a acariciarlo. Lo veo y lo siento, pero ningún movimiento que yo haga será recompensado. Estoy bloqueado. La mujer tiene talento en sus manos y mis palabras, para las mujeres, también (y yo, tan necio, tan pobre de amor). Me transpiran las manos y me cae la gota gorda.

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Mi cuerpo literario lo está haciendo por mí, se acerca más, va a besarla. «¡Podré besarla, entonces!», pienso. «¡Voy a dejar de ser un perdedor al fin!». Él está a segundos de probar esos labios. Estas cosas me ponen tenso, inquieto; nunca tuve semejante minón en frente. Y ya abrió su boca, y yo, los ojos, nervioso, detrás de él que se está ganando el Nobel y continúa firme tras el pelo de ella, metiéndolo con los dedos detrás de sus orejas. «Ya está», pienso. Y me empuja con sus manos, como diciéndome “Alejate, lo vas a estropear”. No sabe ni un gramo lo que siento y, por más que quiera explicarle, no entendería que no puedo alejarme, es parte de mí; son parte de mí. Aun con todo ese alboroto lo está logrando; su lengua se aproxima; me inquieto aún más. Mis palabras avanzan con su mano en la mejilla; y yo, en puntitas de pie, tratando de no perderme ningún segundo de esa acción, como un niño (literalmente). Se lanzan los dos. ¡Qué felicidad! Voy a probar labios ajenos (hace tiempo esperaba esto). Ah, mmm, sí, qué rico… Y entonces abro la boca y, sin querer, respiro, y mi cuerpo literario comienza a desvanecerse. Se va perdiendo como el humo de un cigarrillo en la luz. Aparezco ante ella y me ve. Perdió el efecto, se asusta, se impresiona, me mira (con cara de asco), me corre la cara y comienza a alejarse sin decir una palabra. Me quedo tartamudeando, sin completar la palabra “qué”, imaginándome el sabor de ese beso. El beso que tanto esperaba, el suspiro que tanto anduve buscando. «Qué fácil se pierde en la desesperación», pienso. Vuelvo a ser el mismo solitario de siempre. «La vida es triste», pienso nuevamente, como si sirviera de algo; pero la vida no sabe de tristeza tanto como mis palabras. Ellas aparecieron y se esfumaron por mi propia torpeza de creer que todavía tengo el buen tacto para las mujeres y, peor aún, la certeza de que sigo siendo atractivo… —Aquí tiene sus medialunas, señor. ¡Señor!

ANDRÉS WAISTEN

Argentina

Blog: https://teiphablahoy.blogspot.com.ar/

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OTOÑO

ADRIANA ACOSTA

M

e miro al espejo, la imagen que me devuelve de mi cuerpo desnudo no me gusta para nada. Son las hormonas, me dije. Es la menopausia, completé. Qué pena, justo cuando empezaba a sentirme tan bien por dentro, tan cómoda en la persona que estoy siendo, llega el otoño a mi cuerpo. Milito el feminismo, desapruebo el acoso callejero, pero en mi contradicción humana extraño el halago o la mirada masculina. Eso me enoja conmigo misma; resabios de haber sido criada en dictadura, me dije. Formación machista del patriarcado capitalista, completé. También el otoño llegó a su cuerpo. Pero el de él no importaba. Y me dejó.

VOLAR

LUIS J. GORÓSTEGUi

-P

ues sí, fue la primera expedición científica que se realizaba por aquellos terrenos inexplorados. El museo me había encargado elaborar el catálogo de zoología de aquella imprecisa región olvidada. Fue un viaje incierto hasta que, a primeros de primavera, encontré aquel bosque. Allí observé eclosionar mariposas nunca vistas hasta entonces. Te lo puedo asegurar, fue una experiencia sobrecogedora; y por cierto…, hay quien opina que lo más impresionante es volar a lomos de un dragón, y no es cierto. ¿Ah, no?... ¡Qué va!... Nada se puede comparar a volar a lomos de una de esas mariposas gigantes.

CÍRCULO

LUIS FONTANA

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lega el otoño y cientos de miles de servilletas esperan pacientemente en los cafés de todo el mundo la inspiración de escritores de toda laya. Aguardan atentas para no servir de meras limpiadoras de labios y ser en cambio usadas en maravillosas ideas literarias urgentes, esas que no pueden esperar al papel o a la pc. Mientras cae una infinidad de hojas amarillas tomo una de ellas y anoto: "otoñoservilletas-café-escribir algo" Y con dulce perversión, todo vuelve al principio.

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KORÉ

ANA MILÁN

¿T

uve otra opción? Al principio, sus partidas me desgarraban; quedaba desnuda para que la sal de los vientos helados me despellejara a voluntad. Certeramente curtida, pienso ahora que es mejor que, lozana y guarecida, ella permanezca en aquellas tierras hirvientes; su amante no pudo formular acuerdo más beneficioso. Los retornos han sido siempre puntuales, y las fragancias, los trinos, las delicias de néctares y savias, encandilan tanto su mirada que nunca podrá verse en mí, espejo de su sumisión. Los lingüistas insisten en afirmar que Primavera significa “primera verdad.” ¡Por Zeus, no me mientan más! ¡Soy Deméter, soy la madre!

PRIMAVERA

GABI SINAPESHIDO

B

rotes verdes por la ventana. Rápidos. Todo está verde dentro de esta camioneta. Borroso. Casi no hay dolor. Olor. Jazmines. Siempre inundaban mi cuarto en primavera. Los huelo. Me calman. ¿Preguntará alguien por mí? ¿O seré el próximo olvido? Ojalá sirva. Casi grito mi nombre cuando me llevaban... los arbustos no escuchan. No tienen olor a jazmín. Se adelantó este año... brotes verdes... mama... pacha... verdes... nag... mapu... hermanos... siento libertad.

OTOÑO

LUIS MENDOZA

A

lgunas hojas secas caían por delante de mi rostro como suaves gotas de lluvia. En breve ya no estaría acá, este lugar no me pertenecía si es que alguna vez fue mío. Mis piernas reposaban sobre las hojas doradas y mi espalda descansaba sobre un tronco áspero. Mi cabeza estaba rodeada por un halo de incertidumbre, sabía que irme era la mejor opción, esta vez no podía titubear. Me acerqué al filo de aquella gran elevación y miré mis manos húmedas. Debajo, los árboles se mecían con el viento, cerré mis ojos y mis pies ya no tocaron el suelo.

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TRANSICIONES LUIS GONZÁLEZ

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l día está gris, estático. De todos los colores el gris es el más flexible: no tiene centro a pesar de sus extremos rígidos y fuertes; en él yace el secreto de la plenitud, el artificio sucesivo interrumpido, la imagen no refleja del tiempo: ya comprendo por qué los fantasmas prefieren el monocromatismo. Dime ¿Hay amaneceres y ocasos en un día gris? No, verdad. Cuándo un color brilla más: ¿Antes de su muerte o después de su renacimiento? ¿Es el final del otoño o el comienzo de la primavera? No lo sé. Mañana descubriré si la monotonía es vencida. Mañana.

ALGUIEN Y LAS FLORES JOAQUÍN PRINO

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as flores dejaron de caer, pensó. Miró el suelo limpio. Las flores no tienen tiempo. A las flores no les importa el tiempo. El tiempo persigue a lo que huye. Alguien perseguía las flores, las flores lo sabían, pero no podían escapar. Alguien encontró a las flores y se quedó con ellas. Alguien y las flores no tenían miedo, jamás tuvieron miedo. Entonces alguien beso las flores. Las flores no sabían besar. Alguien tampoco.

PROSERPINA

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

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l invierno fue invierno. Los caminos rurales que recorría se habían transformado en lodazales. Unos días de sol esplendoroso me animaron a salir, y tomé un sendero nuevo, inexplorado. Delante de mí, con la alegría de la flor que nace, caminaba, saltaba y corría, una jovencita casi mujer. La tibia brisa de setiembre apretaba el vestido estampado contra sus senos, caderas y piernas, dibujando un cuerpo que crecía, pleno. A su alrededor el pasto reverdecía, las flores se abrían y los pájaros trinaban. Me miró, con el cielo en sus ojos, y pidió; “Mi vida es corta; ¡tómame ahora!!”

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PQV

SERGIO B.GOMÉZ PIZARRO

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espués de la lluvia volvieron las estrellas, me hundía lentamente en un espacio sin tiempo, sin apenas conciencia, mientras me acogía aquella tierra extraña, tras la tormenta. Aullaba entre los árboles el viento y los truenos ya a lo lejos, no asustaban a nadie sobre la hierba. Tragaba el barro siglos de Historia, regaban flechas el campo como hojas secas; vi alejarse las águilas, y ya sin fuerza, sonreí al pensar en el gesto de Caronte, al ver ante él, en formación, tres legiones enteras. Es otoño en Teutoburgo, hay quién gime en Roma como alma en pena.

MUJER PRIMAVERA

JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE

L

a joven mujer trae consigo un séquito de lluvia que refresca a la árida tierra y a su voz de mando se recargan los cielos y comienza la precipitación. Ya cuando se despeja el firmamento, la jungla comienza a nacer: se asoman germinales, hojas, flores y frutos brillantes, mientras madreselva emprende su recorrido sobre el cuerpo desnudo de aquella bella mujer. Entonces su piel se transforma en fulgor de gema y savia que se esparce por toda la fértil floresta. Ella abre los brazos y desperdiga su polen por doquier. Colibríes, jilgueros, abejas y mariposas vuelan en algarabía. Primavera llegó.

UN DÍA DESAPARECIÓ

MARÍA XIMENA RODRÍGUEZ MOLINARI

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e repente lo invadió una profunda oscuridad, tristeza, enojo y frustración, su alma se sentía como las hojas que el otoño despedaza. Una gélida ventisca le provocó un escalofrío, una sensación de horror que no tenía fin. Había intentado todo, pero aun así había fracasado, permaneció parado allí mientras los árboles perdían su fronda amarillenta. Por fin abrió los ojos y comprendió que la magia había desaparecido.

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ASUNTOS GUBERNAMENTALES ANDREA ALVES

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spiaba temeroso mientras las hojas caídas, inconscientes de su destino, jugaban felices en ronda. Ecos de pasos. Un sudor empañó su arrugada frente cuando una sonrisa cínica irrumpía ya en la sala. La gente… me ama ¡Esos! ¡Son ignorantes amnésicos! —contestó el joven También vendrán por ti. Te equivocás, viejo. He firmado una coalición. Inmisericorde avanzó hacia el anciano que sintió el frío cuchillo en sus entrañas. Ella … me vengará… —balbució agonizante. ¿Ella? Les haremos creer que la odian. Después de todo, querido Verano, ¿Quién soporta las mortales alergias?

COMIENZO

RAÚL GARCÉS REDONDO

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toño era la estación de los árboles desnudos, de las hojas secas alfombrando el suelo, de sacar los abrigos y paraguas. Pero también era el tiempo de empezar un nuevo curso escolar (libros nuevos, nuevos profesores), de los coleccionables anunciados por televisión... Realmente el año empieza ahora, solía decir mi padre. Nunca supe si por todo aquello o porque comenzaba una nueva temporada de fútbol con la ilusión renovada por ver a nuestro equipo de una vez por todas ascender a la Primera División.

PRESAGIOS

ALICIA GAIONE

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l salón estaba muy iluminado. Cinco ventanales grandes y alargados prometían que había algo más allá, pero no se veía nada, salvo sombras. A lo lejos, unas tenues lucecitas sugerían alguna presencia. Sentía mi corazón destrozado y la esperanza de que estuviera con vida se iba apagando; había desaparecido sin dejar rastro. De pronto, el ambiente se inundó con una exquisita fragancia de las rosas del jardín. Buen presagio de primavera, pensé, y pude sonreír. Llegó la madrugada, y sin poder conciliar el sueño comencé a escuchar un jadeo. Arañaba la puerta. ¡Había regresado! Ya no estaba sola.

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PÁJAROS CANTAN RENATE MÖRDER

Y

a es primavera, unos pájaros atraviesan los barrotes de la reja y se posan en el alféizar. Maribel, desde abajo, no los ve pero oye sus trinos, da saltitos intentando divisarlos, sonríe, imaginando que van a hacer un nido. Se detiene bajo el ventanuco y algo cae y golpea su cabeza. Ella observa el trozo de alambre puntiagudo y oxidado y piensa. Es una cuestión de precisión y de suerte. Entonces la puerta se abre, los pájaros amplifican su canto, él ingresa y los mira con ojos inyectados. Maribel salta, le perfora la yugular, corre.

OTOÑO del´89 RENATE MÖRDER

L

a hoja se desprendió del árbol y cayó a sus pies. La niña la recogió, sacó un bolígrafo y escribió su nombre en ella. Le dio un beso de despedida y la dejó a merced del viento que la arrastró más allá del muro. “La hoja es libre”, exclamó. Muchos otoños y muchas hojas después, en aquel precioso otoño de 1989, la niña, ya mujer, camina sin que nadie la detenga. Llega hasta la Columna de la Victoria y recoge una hoja del suelo. Saca un bolígrafo y escribe su nombre, la suelta, sonríe.

PRIMAVERA YOLANDA SA

A

veces los árboles se secan en el invierno. No es fácil darse cuenta en primavera, porque muchos han perdido sus hojas en tiempos pasados y todos son iguales. Cuando el sol comienza a calentar, quedan al descubierto: fibra oscura en una postal sin vida. Caerán ramas finas y después más gruesas. Quizás una enredadera los cubra y les devuelva color. Como a mi amigo, de cuya empatía no me quedan dudas. La vida le fue quitando alas, pero le dejó un infante trepado a sus rodillas.

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OTOÑO

LUIS MARIO SALVATORE SERVETTI

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legó y se sentó. Buscó en sus bolsillos y las encontró. Las miguitas de pan caían cual lluvia en el suelo de la plaza. Las palomas llegaban como tantas veces, como tantos años. Él ya las conocía, o decía eso. Tanto que las llamaba por su nombre. Siempre encontraba a alguien a quien contarle de las palomas. Pero ellas fueron cambiando, la comida escaseando y los que antes charlaban se fueron yendo. Un día, él se sentó, buscó en su bolsillo y estaba vacío. Miró a su costado y no había nadie. Miró al cielo. Y cerró sus ojos.

PRIMAVERA

LUIS MARIO SALVATORE SERVETTI

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ómo te estoy esperando, mi señora. Tú, que coloreas y perfumas nuestro entorno para alegrarnos el espíritu. Tú, que te colocas en medio del invierno y el verano, diciéndole adiós al primero y acercándonos al segundo para que comience con el día más largo. Tú, que traes contigo la danza de cometas, de todas las formas, grandes o pequeñas, y los brotes de los árboles gritando que llegaste. Si hasta te hicimos el honor de contar los años con las veces que has estado con nosotros. Por eso, vuelve siempre, amiga, que queremos seguir contando... que queremos seguir viviendo.

OTOÑO Y PRIMAVERA

DAMARIS GASSÓN pacheco

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l Otoño que ya acariciaba sus sienes y ella; tan primaveral, tan fresca y explosiva como un baño de flores en el jardín. Rocío de lluvia para su ya maduro devenir. No se explicaba qué podía ver ella en él, claro que aún era guapo, pero no podía competir con los jóvenes que rodeaban como zánganos a su ninfa del bosque. Hasta que se decidió, dejar atrás a la fresca primavera, mejor recordar un dulce pasado que una amarga realidad. Ella sobrevivirá, viene su ardiente verano, él quizás no, solo abrazará al invierno.

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LA AUSENCIA DE UN PASADO NANCY AGUILAR QUINTERO

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o primero que vio Eva al bajar del autobús fue su antigua casa y el campo repleto de alegres flores amarillas que anunciaban la primavera. ¿Que venía a buscar después de veinte años de ausencia? No lo sabía con certeza. Dejar a sus padres, a su hijo recién nacido, todo por vergüenza y cobardía y no defenderse de quienes la juzgaron y señalaron sin piedad. El fardo del remordimiento hacía lento su paso. La voz de un joven, alto, fornido, de inmensos ojos tristes la despertó de su letargo. — ¿Qué desea la señora,… a quién busca?

EL ERROR DE JACK

NICOLáS RODRíGUEZ

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a lámpara se aleja. Entre lacres, naranjas y amarillas hojas de desnudos fresnos, tus cristalinos ojos, intactos en tu cuerpo desgarrado por mis hermosos tajos; me inspiraron: el mandil junto al "The Juwes are the men that will not be blamed for nothing¨ y el riñón que obsequiamos a Mr Lusk, ante el pánico vil de la ignorante multitud. Tu carnalidad ha terminado de lucrar, pues tu sifilítica sangre no es más que un desparramo de la Mitre Square; el alma está liberada de tu infausto ser. Fuiste mi obra, pero eras Catherine, no Mary. ¡Malditos Bobbies!

LA VICTORIA DE LAS TINIEBLAS JOSÉ RICARDO GONZÁLEZ SÁNCHEZ

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a victoria de las tinieblas no fue en la noche, tampoco en invierno, sino en primavera. No fue arrebatándola, sino aprovechando sus virtudes. Se podría decir que fue una muerte piadosa. Un demonio colocó una semilla corrupta, primavera hizo el resto: La flor creció con su veneno; el viento, esparció las esporas, y la abeja, hizo la miel, que comió el humano, que murió al probarla. Todos perecieron con una sonrisa en la cara, felices, arropados por las delicias primaverales. Ningún demonio gritó ni se manchó de sangre, solo observaron, la primavera hizo el resto.

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OTOÑO GRANATE

DIEGO VIDAL SANTURIÓN

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quel fue un cambio de estación tan fugaz como sombrío. Grandes cadenas quebraron sumidas en un caos de grotesco y pastiche. Los únicos que lograron sacar algo de provecho fueron las tiendas de discontinuados por fin de temporada. Quienes la oyeron aseguran que el último grito de la Moda fue desgarrador, loca de asco se tajeó las muñecas. Algunos la imitaron sin razón, otros más calmos quisieron ocultarlo. El duelo claro está, fue transitorio. El reemplazo no se hizo esperar; se impuso el mito de la resurrección y aquel otoño los tonos granate y punzó marcaron la temporada.

Fin de estación

DIEGO VIDAL SANTURIÓN

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orriendo atraviesa la estación e irrumpe en los andenes. Adelante el ómnibus se pierde en el camino de balastro. Se detiene abrumada, llorando. Ya no habrá caminatas clandestinas por el arroyo ni picnics en primavera. Un gris plomizo y denso encapota el cielo de noviembre. De rodillas sobre el suelo deja que la lluvia lave la sal de sus lágrimas. La tormenta descarga su bravura pero ella continua impávida, como un patético anticipo de lo que será su vida en aquel pueblo. Ya no hay rastros del micro en el camino. Él no volverá nunca; ella jamás podrá matarlo.

OTOÑO SOLITARIO FEDE MARONGIU

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abía vuelto a lo primitivo. Desde aquel terrible accidente que había terminado con su vida (tal como él la conocía hasta entonces) había decidido aislarse, alejarse del mundo. El paso de los días lo indicaba la salida y la puesta del sol. Ni siquiera hacía una marca en la pared ante cada uno de estos ciclos. Simplemente había perdido interés en cosas tan inútiles para su vida actual como el calendario, las semanas, los meses. Sabía que era otoño por los colores: amarillos, marrones, apenas un poco de verde pálido. Poco después los remplazaría el blanco más absoluto. Quizás era el momento de partir.

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SUSPENSIÓN VITAL

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR rosas

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na tarde de otoño pasé por el centro de un bosque y fui testigo de un hecho prodigioso. Las hojas secas de los árboles no caían a tierra, estaban flotando, era como si no quisieran llegar al final de sus existencias. Estuve cerca varias horas, tocándolas: en cierto momento me elevé también. De noche, ustedes me encontraron riendo en el camino. Hace cien años de ello. Ahora ya entienden por qué soy un anciano que se encuentra en la sala de su casa flotando y se rehúsa a morir. Es otoño, sí. No obstante, para mí habrá una nueva primavera.

Vivir en otoño

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR rosas

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legaron los terribles días en los cuales de tanto experimentar con el clima, las grandes potencias del mundo provocaron que cada estación fuera extraordinariamente intensa. En verano hacía tanto calor que todo se derretía, los sobreviviente residían en sitios especiales para no asarse vivos. En invierno, todo se congelaba, y los refugios habían de ser cálidos. Solo se podía salir en primavera, y en otoño. Aunque en esta última estación había vientos fuertes. Algunos nos hemos acostumbrado; de este modo esperamos la estación siguiente con ánimo. El otoño no solo representa la caducidad, sino también la madurez y la plenitud.

Cual hoja seca

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR rosas

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a mujer era una hoja arrastrada por el viento. Había caído de un árbol, al cual había estado unida durante su corta existencia de veintisiete años. Su coloración verde se tornó ocre. Sin embargo, no tocó el suelo, el viento soplaba fuerte y la condujo en un viaje hacia linderos desconocidos, aunque dentro del mismo bosque. En cierto momento decidió entregarse al sueño, hasta que la despertó la voz de un hombre. La retuvo entre sus manos con suavidad y la cuidó. La hoja se puso verde de nuevo cuando él la abrazó y la llevó a ver la primavera.

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El país de los prodigios CARLOS ENRIQUE SALDIVAR rosas

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n el hemisferio sur había un país donde la gente vivía en armonía. Era una tierra en la cual la población se hacía más numerosa con cada año que pasaba. La gente allí era trabajadora y abundaban los recursos vitales. Ese lugar era mágico porque crecía, se ensanchaba, sin alterar el espacio geográfico de las naciones cercanas. Los extranjeros eran bien recibidos, el exceso de habitantes no representaba líos. En cuanto pisaban aquel sitio todos hallaban la paz y se portaban bien. Otra maravilla era que cada primavera, los fallecidos resucitaban, volvían a ser jóvenes, y festejaban con los suyos.

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