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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3
NRO 26 - ABRIL 2018 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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Índice CALIXTO Y LA MUERTE ARIEL VÍCTOR LOWENSTEIN 7 CURSI JUAN CERONO 11 DIBUJOS ANIMADOS JAVIER G. COZZOLINO 17 TERCER DOMINGO DE JUNIO 7 A.M. OSWALDO CASTRO ALFARO 22 EN EL PAÍS DE LOS SUEÑOS CARLOS M. FEDERICI 27 TAREA PENDIENTE YOLANDA GIL JACA 30 LA ORDEN LUIS FONTANA 34 MAKUA NATASHA RANGEL 37 PIES, PARA QUÉ LOS QUIERO SEBASTIÁN MIÑO 43 LA MAR ME TIENTA CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 47 LA ENVIADA DE LOS CIELOS DIANA RUBIO SÁEZ 54 AMARGO DESENCANTO NANCY AGUILAR QUINTERO 60 UN VERDADERO FAN JAIR ORTEGA DE LA SANCHA 64 LLEGO A CASA DAMIÁN GUSTAVO FURFURO 66 PUENTE MARÍA GABRIELA BRAZÓN HERNÁNDEZ 70 LUNA DE CUATRO MENGUANTE VANESSA MARTÍNEZ EMMA 72 AVENTURAS Y DESVENTURAS DE LOS CUENTOS DE PRÍNCIPES Y PRINCESAS RICARDO BUGARÍN 78 AMOR EN LA ERA DE LA INESTABILIDAD JUAN CARLOS CABEZAS AGUILAR 81 ABANDONO PLANIFICADO YOLANDA SA 84 AL SON DE VIOLINES CLARA GONOROWSKY 88 AMIGO IMAGINARIO ADRIÁN GARCÍA CHOLBI 91 HUÉSPED LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 97 LOS MONSTRUOS NO EXISTEN DIANA BELÁUSTEGUI 100 LA INMORTALIDAD MÁS EFÍMERA CRISTIAN BERNACHEA 103 EL POZO DAMARIS GASSÓN PACHECO 107 YO SÉ QUE ESTO ES UN CUENTO ADRIANA MÓNICA LAMELA 110 DAOÍZ Y VELARDE JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 116 5
A VECES BUSCO UNA CALLE JOSÉ ÁNGEL SEGURA FIGUEREDO 121 SECRETO EN LA NEBLINA KRISTOFF ROJAS GÓMEZ 125 ¡ESTO NO ES PARA GENTE DE TRABAJO! RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 129 LA MIRADA DEL OTRO CÉSAR CHAFIO 134 LA ESQUINA MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 136 RUTINA ANA MARÍA CAILLET BOIS 138 FLORES AMARILLAS SOFÍA LUDLOW CÁNDANO 140
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l viejo mateaba tranquilamente a la puerta de su rancho. Caía la tarde y él, pensaba en la muerte. Ante sus ojos cansados la pampa bárbara se extendía como promesa hasta un horizonte azul que parecía la entrada a la eternidad. Sentado en un banquito de madera, de espaldas a la pared de adobe del rancho, el viejo chupaba la bombilla esperando la muerte en el final de la tarde. Aunque ya no veía muy bien, alcanzaba a vislumbrar una figura que se acercaba por la llanura… Iba envuelta en un camisón con capucha, como la que sabían usar los franciscanos. Rengueaba. Clareaba la luna cuando la figura estuvo lo bastante cerca para que Calixto la viera mejor. A menos de media legua, se notaba que era mujer. Una mujer vieja que aferraba el seno de sus vestiduras negras y se apoyaba en un cayado de palo santo. Parpadeaba de sueño cuando la luna llegó a lo alto y la mujer, detenida ante el rancho, lo miraba sin pestañar. Era viejísima; mucho más que él. Su cara de pergamino se hundía en las oquedades rugosas de la boca y la nariz, y en los pozos hondos de sus ojos sin pupila. Tendría más de cien años pues toda su osamenta estaba torcida y parecía a punto de desmoronarse. ¿Sabés quién soy? dijo. Su voz era como el viento entre los árboles. El viejo dio la última chupada al mate. No. ¿No? Es hora de que lo vayas sabiendo. Soy La Muerte. La Devoradora. Hurumain Pikè. Alma loba. Ah Puch. La Parca. Son mis nombres…mis muchos nombres. La muerte. Y venís a buscarme. Sí contestó ella. Sos viejo y ha llegado tu hora. Vengo a llevarte conmigo. Tranquilamente, Calixto dio vuelta el mate y lo vació sobre la tierra. No le creía. Te he visto en las estampas de la iglesia; me han hablado de vos los forasteros. Dicen que La Muerte es una calavera que lleva una guadaña, no un bastón. ¡Habladurías! soltó La Destructora con un grito ronco. Los que me conocen no han vuelto a la vida pa’ contarlo. Quienes me inventan en estampas o en fábulas son ignorantes nomás. Yo soy la soberana del reino de las sombras. Calixto sacudió la bombilla ¿y eso? Le preguntó, señalando el costado maltrecho. Ah, mi cojera. Es el cansancio de mi anciano cuerpo; siglos que me pesan en los huesos. Pero me haces hablar demasiado, Calixto, y eso también me consume. Levántate y anda a mi lado, pues, que el viaje es largo. Al oír su nombre el viejo se puso de pie, con un reproche en los labios. 8
Así que encima de morirme deberé andar un largo trecho. Con una guadaña se acortaría el trabajo. O con un carro para ir por este desierto. Al ñudo tanta historia santa. Caminaron largamente, sin hablar. El viejo iba despacio; la Muerte todavía más. Y no cesaba de soltar débiles gemidos resollando de fatiga en cada esfuerzo, mientras Calixto la miraba desfallecer sin saber si debía ofrecerle su mano para andar. Ella se detuvo para tomar aliento. Nunca tuve una guadaña. Esas son historias. No poseo caballos ni carruajes con auriga. Acompaño en soledad a los difuntos a mi reino que es un osario bajo un cielo blanco, para que moren por una eternidad en el silencio de la nada. No hay gloria en la muerte; eso no lo dicen tus libros sacros ni tus estampas… Pero yo te he visto tuvo que decir Calixto. Sus palabras se hundieron en la negrura de la noche. En alguna salamanca; en tu reflejo sobre el río, de noche, o en la cara de la luna. Ahí estoy. Has oído mi voz cientos de veces en el ladrido de los perros a la medianoche. Y oye esto, mortal: estuve bajo tu puñal cuando acuchillaste a aquel cuarteador de frontera en la pulpería San Pedro, hace cuarenta inviernos. Me lo llevé a él, pero poco te faltó, concluyó la mujer, señalando con un dedo descarnado la honda cicatriz que marcaba la frente de Calixto. Él se acarició el trazo casi borrado sobre sus ojos, rememorando en la certeza de la anciana el hecho casi olvidado. Me hizo cinchar ese gringo dijo pero te lo llevaste a él. Ella no respondió y siguieron caminando sin hablar, en la hondura del llano interminable. Arrastraban los pasos sobre el suelo calcinado donde ya no crecían ni los yuyos rebeldes. El cielo se había puesto del color del plomo, y el silencio era un estruendo sordo que enmudecía la tierra desde el firmamento. Parece…que ya estamos en su reino murmuró Calixto. El palo santo se soltó de la mano de hueso. La vieja se desplomó sobre el polvo con un ruido a ramas partidas. El cielo se encendió en un solo relámpago brutal que tiñó el llano de claridades del color del fuego. Calixto se inclinó ante la osamenta que yacía en el suelo sin creer que esa anciana que respiraba con silbidos y aferraba con mano temblorosa el pecho de su vestido era, la dadora de muerte del mundo. La que le estaba suplicando que se agachara un poco más, para escuchar el susurro de voz que le dijo: “tenía que llegar el día, mortal, el día en que La Muerte misma deba morir…estaba escrito. Ya nada será igual. Se me ha temido por otorgar la nada que es eterna… ahora les espera el infierno 9
de la vida eterna”. No dijo más, un suspiro salió del agujero de su boca y fue su expiración. La osamenta se hizo humo; el vestido se convirtió en ceniza, y Calixto se acostó sobre la tierra yerma. Había sido la jornada más larga y extraña de su vida; demasiado ajetreo para un hombre que debía morir ese mismo día. Cansado, se durmió bajo el cielo sin estrellas. Despertó con la mañana hecha sol sobre sus ojos perplejos. La hierba brillaba a su alrededor, hasta donde podía ver. Respiró hondamente. Se puso de pie, con un raro vigor, y se largó a caminar hacia el rancho, no tan lejos de donde lo había sorprendido el sueño. Pensaba en tomarse unos ricos mates. Anduvo a paso firme. Su corazón latía con fuerza de sentirse privilegiado o infortunado; tocado por la suerte o maldecido; ebrio de una vida nueva. Y recordó lo que ya ha sido dicho: “Tenía que llegar el día…en que La Muerte misma deba morir”.
ARIEL VÍCTOR LOWENSTEIN
Argentina
Facebook: Victor Lowenstein
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a primera vez que la vi fue un 2 de agosto. La última vez que la vi fue un 2 de octubre. Exactamente 2 meses después. “La numerología dice que las parejas regidas por el número 2, están embebidas de mucha sensibilidad y tendencias románticas”, leo en una revista mientras espero atención personalizada en la guardia odontológica. La numerología se puede ir bien a la mierda, pienso mientras observo de reojo cómo la secretaria, una señora exageradamente emperifollada, se pinta las uñas de la mano de un fucsia maravilloso. La primera vez que la vi estaba sentada, posada sobre la cubierta de madera que esconde las raíces del árbol viejo que está situado en la puerta del café Cortázar, justo en la esquina de Medrano y Cabrera. Recuerdo que, cursi como soy, al instante metaforicé forzadamente con la imagen de una raíz sobre otra raíz. Una raíz descubierta de algo que prometía florecer, situada sobre una raíz escondida de algo ya florecido hace tiempo. Como en una especie de posta conceptual. Ni el más berreta de los aforistas de sobrecito de azúcar podría haber pensado algo tan horroroso. En cierto punto me enorgullezco del logro. De más está decir que metaforicé hacia adentro, porque aunque en las cartas que habíamos estado escribiéndonos le confesé mi fascinación por las cursilerías amoriles, pretendí que su primera impresión de mi ser físico fuera lo menos traumatizante posible. Y si alguien me manifestara semejante mersada en una primera cita, en principio lo abrazaría en un gesto de agradecimiento por su complicidad superferolítica, para inmediatamente después, tomarme el primer tren que encontrara y establecer mi domicilio lo más lejos posible de esa persona. Y yo ansiaba su abrazo. Y también pretendía su complicidad. Pero ante todo, desde el momento mismo en que la miré por primera vez, necesité que se quedara conmigo para siempre. La última vez que la vi estaba acostada, desparramada sobre una cama lúcida. Durmiendo en un infinito blanco que le enfatizaba los pómulos sonrojados. Blanda. Ausente. Serena. Emitía cada tanto ese ruidito que rondaba los quince mil Hertz, que hacía las veces de ronquido híper agudo, que yo tanto adoraba. Que yo tanto adoro. Abrazame fuerte y no me sueltes nunca, me dijo antes de dormirse. “La numerología dice que quienes están regidos por el número 2 pueden vivir una gran historia de amor romántico durante muchos años”, leo en una revista mientras espero atención personalizada en la guardia odontológica. La numerología puede irse bien a la reputísima madre que la reparió, pienso mientras observo de reojo cómo la misma secretaria ahora moldea sus pestañas, mirándose en un espejito cuyo marco es del mismo fucsia maravilloso que sus uñas recién pintadas. 12
La primera vez que la vi me enamoré fuerte de su timidez descomunal. Cuando llegué a la cita se levantó estrepitosamente de donde estaba sentada, me saludó con apuro y al grito de no te puedo mirar, tengo mucha vergüenza, quiso resguardarse en el bar pautado. La puerta pedía un tire y ella la empujaba sin delicadeza. Como si afuera lloviese a cántaros, y se le mojara el peinado recién engalanado en una peluquería cara. En este primer gesto adiviné mi perdición. Nos sentamos uno enfrente del otro. Nos estudiamos. Nos reímos. Nos acariciamos con palabras lindas y recuerdos de otras palabras lindas que nos habíamos regalado para acariciarnos a la distancia. Le preparé tostadas, untando con esmero la manteca para distribuirla equitativamente por toda la superficie. Ella vigilaba amable y atenta. La indicación, aprendida y aprehendida durante nuestros encuentros virtuales, proponía que no quedara ni un ápice al descubierto. Éramos los fundadores de la “Logia de los Fundamentalistas del Comunismo de la Tostada”. El reparto equitativo de la manteca y la mermelada eran los dos pilares fundamentales sobre los que se erigía el manifiesto constitutivo de la misma. Tampoco faltaron los caramelos Sugus ni los Palitos de la Selva, elementos que sabíamos que nos mancomunaban. Estuvimos un buen rato agasajándonos con combinaciones binarias de caramelos de diferentes sabores, que al amalgamarse formaban uno nuevo. Era la primera vez que nos veíamos y ya conocíamos los gustos del otro a la perfección. En gran parte porque los gustos del otro eran a la vez los propios. Y además, porque la consonancia con el detalle era algo que nos fascinaba a ambos. Ella también llevó moneditas de chocolate y me siguió enamorando. De ahí nos fuimos al bar Roma, preciosísimo reducto porteño situado en Anchorena y San Luis. Caminamos a poca distancia, nerviosos, rozándonos las manos cada tanto. Recuerdo que, cursi como soy, al llegar metaforicé forzadamente con la imagen del nombre del bar como retrógrado de amor. Siendo esta vez, además de berreta, carente de originalidad. De más está decir que nuevamente metaforicé hacia adentro, porque a pesar de que ella conocía mi fascinación por las cursilerías amoriles y que ya llevábamos unas horas juntos, pretendí que su impresión de mi ser físico continuara siendo lo menos traumatizante posible. Y si alguien me manifestara semejante bobada en una primera cita, en principio lo abrazaría en un gesto de camaradería mezclada con pena, para inmediatamente después tomarme el primer avión que encontrara y establecer mi domicilio lo más lejos posible de esa persona. Y yo, aunque ansiaba su abrazo, no quería su pena. Pero ante todo, desde el momento mismo en que la miré por primera vez, necesité que se quedara conmigo para siempre.
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La última vez que la vi, hicimos el amor 2 veces. Y antes de dormirnos y de su solicitud de un abrazo eterno, me acarició la mejilla izquierda y mirándome con ojos de poesía me dijo “mi amor”. “La numerología dice que las parejas que están regidas por el número 2 combinan el amor y el sexo a la perfección”, leo en una revista mientras espero atención personalizada en la guardia odontológica. Hasta el más inquieto de los numerólogos se ruborizaría si pudiera espiarnos aunque sea unos segundos, y enterarse así de algunas de las exquisitas mieles que se fecundan en cada una de nuestras comuniones dionisíacas, pienso mientras la secretaria coqueta, grita mi apellido invitándome al encuentro con ese ser perverso y catastrófico denominado dentista. Pero este es el único punto en el que decido no confrontar con los números y aceptarlos como verdad inapelable. Porque en cierta forma, considero que durante estos encuentros nos comportábamos igual que esas combinaciones binarias de caramelos, que tanta felicidad y deleite nos traen a ambos. La primera vez que la vi, pasamos casi todo el día juntos. Luego de nuestras visitas al café Cortázar y al bar Roma, le siguieron un viaje en taxi para cumplir con un recado solicitado por un amigo mío, una caminata prolongada que abarcó una vasta porción de territorio porteño y una merienda en un café muy bello del que no recuerdo el nombre. Yo le había traído algunos regalos de mi viaje, que le fui entregando durante la jornada. “Mar Muerto” del gran Jorge Amado, directamente desde su casa museo en Salvador de Bahía. Una pequeña libretita de anotaciones con colores muy vivos y dibujitos de las bahianas de acarajé, comprada en el precioso y extrañable Pelourinho. Un cepillo de dientes del Esporte Clube Bahía, y un vinilo de Chico Buarque, íntimamente relacionado a una conversación que habíamos tenido a partir de un texto de Clarice Lispector, que tenía como protagonista a este Chico tan grande. Ella también tenía un regalo para mí. Y me habló de un papelito verde que lo acompañaba, y que yo no podía, bajo ningún pretexto, leer en su presencia. A sabiendas de mi ansiedad desmedida, decidimos que me lo entregaría a último momento. Recuerdo que, cursi como soy, inundé forzadamente dicho papelito con las frases más ridículas y estrafalarias. Todas amorosas, por supuesto, pero siempre dignas del peor de los poetas que haya pisado esta tierra. De más está decir que la mencionada “inundación” fue realizada hacia adentro, porque a pesar de que ella conocía mi fascinación por las cursilerías amoriles y que ya llevábamos unas horas juntos, pretendí que su impresión de mi ser físico continuara siendo lo menos traumatizante posible. Y si alguien me manifestara semejante esperpento en una primera cita, en primer término lo abrazaría en un gesto casi misericordioso empapado de compasión, para inmediatamente
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después, tomarme el primer barco que encontrara y establecer mi domicilio lo más lejos posible de esa persona. Y yo, aunque ansiaba su abrazo, no quería su compasión. Pero ante todo, desde el momento mismo en que la miré por primera vez, necesité que se quedara conmigo para siempre. Se hizo de noche. Ella debía encontrarse con una amiga y yo me ofrecí a acompañarla hasta el lugar del encuentro. Caminamos, por supuesto, y entramos así en el libro de records Guinness de cuadras caminadas por una pareja de recién conocidos en una sola tarde. Confieso que en esta última etapa, mis nervios comenzaron a traicionarme. Se acercaba el momento de nuestra primera despedida. La posibilidad de un final de novela de amor cursi me extasiaba al extremo. ¿Se daría el abrazo tan ansiado?. ¿Nos besaríamos en la boca?. ¿Qué gusto tendría ese beso?. Me dispuse a rastrear en mi cabeza la totalidad de las escenas de primeros besos que recordaba de las novelas de la tarde que veía mi madre cuando yo era adolescente, e inmediatamente advertí que en todas ellas, era el galán quien tomaba la iniciativa. Malditas novelas patriarcales. Pensé. De repente me volví torpe. Recuerdo que, cursi como soy, al instante metaforicé forzadamente con la imagen de un niño planeando el primer beso con su primer gran amor. Y me gustó sentirme así. Me gustó mucho. Llegamos a la intersección de las avenidas Santa Fe y Pueyrredón. Allí finalizaba nuestro recorrido. La escenografía no era la esperada. El cemento y los colectivos no eran un fondo propicio para semejante final de capítulo. Hubiese preferido un fondo con una arboleda frondosa, o por qué no, una playa con un mar inmenso y cristalino en donde el viento provocado por un helicóptero que toma imágenes desde el aire, nos volara los pelos mojados mientras riendo nos hamacamos con el agua hasta las rodillas, entregados a un beso repleto de pasión y de sal. Tomé coraje y me transformé en Gustavo Bermúdez. La miré fijo y medí la distancia. Apuré el desprendimiento de sabor mentolado que el chicle que masticaba me venía ofreciendo, y con un movimiento hábil y disciplinado lancé mi boca hacia la suya. Y ella, con un ademán certero, me regaló su mejilla. El abrazo tan ansiado se me dio con el fracaso. Me aturdió un colectivo que frenó muy cerca y me aturdió también el revés decepcionante de la batalla perdida. Recuerdo que, cursi como soy, al instante bauticé la escena como “El descalabro del amor”. De más está decir que el mencionado “bautismo” fue realizado hacia adentro. Aunque ya no me importaba su impresión de mi ser físico, porque no hay nada más traumatizante en la vida, que un beso fallido. Traté de disimular el hundimiento. La 15
saludé con gesto caballeroso y emprendí la retirada sin volver la vista hacia ella. 2 cuadras más adelante, recordé que mi mochila aún alojaba su regalo. Y el papelito verde, por supuesto. Rompí el paquete con la desesperación del hambriento ante el primer plato de comida en días. Había 2 libros de Samanta Schweblin, de quien ella me había hecho enamorar a partir de una recomendación de lecturas para mi viaje. Entre sus páginas, el papelito: Son los 2 primeros libros que amo, y aún así, regalo. Solo porque sospecho que algún día compartiremos biblioteca. Disfrutalos con café y palitos de la selva. Si me invitás, quizás pueda leerte un cuento acariciándote el pelo…
JUAN CERONO
Argentina
Instagram: @juancerono Facebook: www.facebook.com/juancerono Soundcloud: https://soundcloud.com/juan-cerono Spotify: https://open.spotify.com/album/0nFDbpAZYhhv3IygxGpKRo iTunes: https://itunes.apple.com/us/album/interludios-melancólicos/1295214411 Youtube: https://www.youtube.com/channel/UCQGlNtbYjIccHJ5Sx3xczTg Youtube muta.DOMO.i: https://www.youtube.com/channel/UC_JAIhHF-o4TCTAYMLdB1g
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A Mónica Sánchez Lázaro
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n atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava a la vez. Este es un buen ejemplo. Él la espera a las diez. Ella dijo “vuelvo a las diez”. Son las 12:15 y ella todavía no regresó. Se fue a las seis. Dijo “me voy temprano así vuelvo a las diez”, se olvidó el teléfono. Ahora ella llama a su propio teléfono para avisarle a él que se lo olvidó. Él responde que bueno. Ella dice “cualquier cosa llamame a este otro teléfono desde donde te llamo, el teléfono de mi amiga”. Él también responde que bueno y sigue mirando televisión. Dibujos animados. Hace unos días prefiere ver dibujos animados. Ello no tiene por qué ser la representación explícita de alguna patología. Él sabe que tiene patologías, pero puede separar de ellas al hecho de ver dibujos animados. Dibujos desanimados. Dibujos cansados, reiterativos. Sonríe a veces con algo que le parece gracioso. Solo a veces. Come un poco de arroz. Toma café. Debería estar haciendo ejercicio pero ella tiene que estar por llegar. No llega. Si la llama al número de la amiga resultará patético. Pero es que ya son las once, las 11:30, la podrían haber secuestrado, violado, matado. ¿No sucede eso con las mujeres en los noticieros? ¿No es común que aparezcan restos de mujeres en zanjones, flancos de rutas provinciales, departamentos cerrados con llave? ¿Y qué es pensar todo eso? ¿Es estar enfermo? Ella dijo que volvía a las diez. Él le respondió que bueno. Ella salió de la casa a las seis. Entre las seis y las once hay cinco horas de diferencia. Ella dijo que tomaría unos tragos con sus amigas. Él respondió que ok. Ella: que regresaría temprano, que hoy es lunes, no más de las diez. Y luego ella llamó a su propio teléfono para decirle que había olvidado a ese teléfono por el que él había recibido la llamada. “Bueno. Cualquier cosa llamame a este teléfono. Bueno”, dijo ella. Pero ya son las 11:45. A él le queda un cigarrillo en el atado, debería ir a comprar más, pero podría volver ella y no encontrarlo. Además está el chico, no puede dejar solo al chico, porque hay un chico, el chico de él y de ella, del que él no puede ahora despegarse, con el que tiene que estar a su lado clavado en el Cartoon Network. Él se conoce ya todos los dibujos nuevos de cartoon. Le gusta "Regular Show". No cree que "Regular Show" sea para una criatura tan chica. Pero no cambia de canal.
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"Regular Show" está bien, es gracioso, es algo psicodélico y no hay conflictos entre padres e hijos. Suele pensar que está hecho por el mismo dibujante de esa otra tira animada, aquella del niño solo, el pirata y la ballena. Suele pensar que "Los Simpsons" rápidamente van pasando de moda, que las nuevas generaciones solo se interesan por las últimas temporadas de "Los Simpsons", pero no por las más antiguas: los dibujos de las tiras más antiguas de "Los Simpsons", aquellas de fines de los ochenta que dan la impresión de estar mal dibujadas y peor animadas. Como sea, esto es Cartoon Network y no Fox. No está él ahora viendo junto al chico Fox, no están viendo "Los Simpsons", están viendo "Regular Show", que no entiende por qué lo traducen como "Un show más". Comió arroz, le dio arroz con huevos al chico. Le preparó jugo. Se recostaron en la cama a ver televisión. "El espectacular hombre araña" es ahora. Debe explicarle al chico que eso es una serie animada que terminará con un final abierto, es decir, sin resolución. El hombre araña en este capítulo tiene un traje negro que se le incorpora a la piel. El traje negro del hombre araña tiene vida. En un capítulo anterior, el hombre araña, el espectacular hombre araña, tuvo contacto con fuerzas alienígenas. El traje negro del hombre araña, del espectacular hombre araña, guarda alguna relación y posee alguna propiedad vinculada con el tema alienígenas. Ya son las doce y podría probar con un mensaje de texto al teléfono de la amiga de ella, algo más discreto que un whatsapp, del tipo “Hola, soy yo, ¿ella todavía está con ustedes?”. Un mensaje de texto es menos patético que un whatsapp y todavía mucho más discreto que un llamado, así él lo cree. Paso 1: enviar el mensaje de texto. Paso 2.1: esperar a que le respondan “sí, está con nosotras”. O que no, paso 2.2: “que hace dos horas que nos despedimos, ¿todavía no llegó?” (“No, todavía no”). O peor, paso 2.3: “sí, está con nosotras”, que sí, que es verdad que está, pero sus amigas cubren algo, un ataque sexual o el mero sexo consentido que, sea el uno o el otro, por alguna razón ellas no desean que él se noticie, al menos por el momento. Si la respuesta es tan solo la 2.2, ¿hay que llamar a la policía? ¿Llamar a la policía es tan patológico? ¿Y si la respuesta es la 2.3? Ella dijo que volvería a las diez. Que sería un simple encuentro con amigas. Cerca. Podría haber llamado, ¿no?, decir “se me hizo tarde, llego a las doce, a la una, a las dos de la mañana”. Podría haber tomado el teléfono de su amiga y gastar poco, un simple mensaje de texto, o un whatsapp que a nadie debería abochornar. Pero no lo hizo. ¿Por qué? 19
En el teléfono de él no hay mensajes de ningún tipo. Tampoco en el que ella olvidó. ¿Qué haría él si ella fue secuestrada, violada y muerta? ¿Y qué si tuvo sexo con otro? ¿Cómo continuarán sus días y especialmente los días del chico que, a su lado, mira el Cartoon Network? ¿Es ser patético preocuparse de este modo? ¿Pensar las cosas en estos términos es ser patético? ¿Y si llega? ¿Qué hará él si finalmente llega con olor a caipiriña, con muchísimo olor a caipiriña? ¿Le dirá hola? ¿Le preguntará por qué no me llamaste? ¿Qué es lo correcto? ¿Qué es lo políticamente correcto?, se pregunta mientras el espectacular hombre araña es golpeado por distintos enemigos, humanoides todos, bestias todos. Reptilianos salidos de la Union of the Snake de los Duran Duran. If I listen close I can hear them singers, oh / Voices in your body coming through on the radio / The union of the snake is on the climb / Moving up it's gonna race it's gonna break / Through the borderline. Si por lo menos tuviera el atado completo de cigarrillos sabría qué hacer en las pausas del cartoon. Subir, fumar un cigarrillo, regresar junto al chico. Pero ¿no es una irresponsabilidad por parte de él que no llame? ¿No lo tomarán por sospechoso luego los policías? “Señor, su mujer dijo que regresaba a las diez, eran las doce, las 12:30, ¿por qué no la llamó para saber si todo estaba en orden?”. “Es que ella había olvidado su teléfono”. “¿Pero no tenía usted, señor, el teléfono de alguna amiga de ella?”. “Sí”. “¿Y por qué no llamó a ese teléfono?”. “Para no resultar patético, el típico macho controlador del que hablan las mujeres. No quería mostrarme patético”. “Señor, es rara su versión. Su mujer olvida su teléfono. Usted recibe un llamado de ella en el teléfono que ella olvidó. Usted dice que ella dijo que regresaba a las diez pero son las 12:45, las cuatro de la mañana, y todavía no sabemos dónde es que está. ¿No le parece raro, señor? ¿No ve las noticias, señor?”. “Envié antes de que ustedes llegaran unos mensajes de texto, incluso llamé al teléfono de su amiga cuando eran las tres, pero estaba apagado”. “Señor, ¿por qué se demoró tanto en darnos aviso?”. “No quería ser alarmista”. “Lamentablemente ahora deberá acompañarnos”. “¿Pero saben algo?”. 20
“Eso se lo diremos en otro lugar”. “El chico se va a quedar solo”. “Llame a un familiar, señor, déjele puestos los dibujos animados”. La historia (más tarde, y sea cual sea) será increíble, en efecto, pero se impondrá a todos, porque sustancialmente será cierta.
JAVIER G.COZZOLINO
Argentina
Blog:https://golpesypatadas.wordpress.com/ Twitter: @jgcozzolino
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A
noche no pude dormir como siempre. Me acosté temprano porque debía prepararme para el evento de hoy y muchas ideas disparatadas dieron vueltas por mi cabeza e impidieron el descanso necesario. Dormité, desperté, fui al baño, tuve frío, calor y hasta fumé un par de cigarrillos en el jardín. Al finalizar el último, el reloj de la cocina indicó las dos de la madrugada. Intenté conciliar el sueño pero fue en vano. A las cinco me levanté, duché, afeité y bajé por una taza de café. A las seis en punto encendí el carro, conduje, llegué hasta acá y estoy estacionado a dos cuadras del punto de encuentro, esperando que den las siete. Prendo la radio y no encuentro ninguna canción relajante, solamente música folklórica. Por el retrovisor veo un par de ojeras que se insinúan sutilmente; arreglo el cabello con la mano y me coloco la gorra deportiva. De la guantera extraigo los lentes ahumados y los guardo en el bolsillo de la casaca. Salgo sin documentos y recorro la distancia que me separa del parque. El tercer domingo de junio siempre es frío a esa hora de la mañana. El lugar luce desolado y el ventisquero sobre las copas de los árboles las desordena. No hay un alma en los alrededores; ni siquiera recogedores de basura, empleadas domésticas yendo por el pan o periodiqueros dejando los diarios. Todavía faltan cinco minutos para la hora pactada y me siento en una banca. He escogido una que está al medio de la rotonda y tengo visión periférica de todo. Miro el reloj de pulsera y son las siete en punto. Atrás de mí escucho pasos delicados, parece que caminaran sobre tacones. Volteo disimuladamente y observo la figura distante de una mujer madura acercándose. Viste falda y abrigo marrones. De uno de los hombros cuelga una cartera del mismo color. Sus cabellos están atrapados por un pañuelo y los ojos protegidos por lentes oscuros. Se sienta a dos bancas de distancia y nos miramos de reojo. Somos dos estatuas detenidas en el tiempo y la rigidez de nuestros cuerpos contrasta con el vaivén de las hojas caídas. El sonido de unas zapatillas deslizándose sobre la vereda que circunda al parque me obliga a girar la cabeza para distinguir a un deportista enfundado en una sudadera gruesa. Pasa delante de nosotros y puedo escuchar su respiración agitada. Se pierde al dar la vuelta y reaparece para hacer abdominales y planchas en el jardín que está delante de nosotros. Acaba su breve rutina, resopla y se sienta a descansar en la banca contigua a la de la mujer. El deportista, mientras se serena, extrae del short un recorte de periódico y lo lee. Luego lo guarda y permanece quieto como nosotros. Damos la impresión de ser muñequitos de torta esperando el happy birthday. Cinco minutos más tarde diviso la figura de un hombre flaco que lleva una mochila en la espalda; esconde una mano en el bolsillo del pantalón y con la otra 23
manipula un cigarrillo encendido. Se aproxima decidido hacia nosotros y, en actitud desafiante, nos recorre uno por uno. Fija la mirada en el deportista y luego en la mujer. Cuando se para frente a mi aprecio la cicatriz que surca su mejilla. Sus ojillos negros y profundos me escudriñan sin piedad. Lanza la colilla del cigarrillo sobre el piso y la apaga con el zapato. Toma asiento a mi lado y su presencia me incomoda. Lo ignoro para analizar a los llegados. El perfume discreto de la mujer traduce traición y despecho y las piernas entrelazadas ocultan el dolor de un amor traicionado. El deportista, sentado con los codos apoyados sobre las rodillas, sostiene la cabeza y la mirada profunda de su decepción se pierde contra las losetas. El hombre flaco enciende un nuevo cigarrillo y exhala el humo hacia atrás, permitiéndole ver el cielo. Creo que sobre sus hombros pesan demonios no resueltos. Son las siete con treinta minutos y, cuando estoy a punto de retirarme, oigo las llantas de un vehículo luchando por estacionarse a un costado de la bocacalle que desemboca en el parque. Los cuatro hemos escuchado el chirrido y siento que en el aire flota la angustia. Me incorporo para mirar mejor al recién llegado y el hombre flaco se levanta y huye despavorido, perdiéndose en el otro extremo del parque. Alcanzo a ver que toma un taxi. El deportista termina de anudarse los pasadores para iniciar la fuga. El hombre que ha bajado del carro lo desploma de varios balazos y cae ensangrentado a los pies de la mujer, quien, con asombrosa serenidad, saca un revólver de la cartera y espera a pie firme, apuntando en dirección al hombre que mató al deportista. Estoy en la línea de tiro, justo al medio de la trayectoria de dos balas. Si no apuntan bien es seguro que una de ellas me mate. Estoy clavado en la banca. Nunca imaginé que esto acabaría así. La mujer sigue de pie y el asesino continúa acercándose. Le hace un leve gesto con la cabeza y la mujer baja el arma y la guarda. El asesino se acerca al deportista muerto y constata que es quien se merece el disparo. De la sudadera ensangrentada recupera una pistola abastecida y se retira para largarse del lugar a bordo de su carro. Yo sigo con el corazón detenido, inmóvil, sin reaccionar. La mujer me ignora por completo y veo su silueta marrón caminar cansinamente con dirección misteriosa. Estoy con un cadáver y, de entre el charco de sangre, emerge el aviso del periódico. Lo leo de lejos y es el mismo que publiqué hace dos semanas. Lo recuerdo perfectamente: “En dos semanas estaré en el Parque Bicentenario, 7 am, por si alguien tiene un pendiente conmigo”. El nudo en la garganta no me deja respirar. La sangre la siento agolpada en la cabeza y los latidos cardiacos quieren sacar al corazón de su sitio. Me incorporo trastabillando y supongo que el disparo debe haber sido escuchado y pronto los 24
curiosos asomarán por las ventanas o saldrán para ver qué pasó y hasta es probable que alguno haya llamado a la policía. Debo desaparecer o de lo contrario seré involucrado en un hecho ajeno. Apuro los pasos hacia la esquina del parque que colinda con la calle que me llevará hasta mi automóvil. En el pequeño trayecto viene a mi memoria el recuerdo de Santillana, el socio que me acusó de malversar los fondos de la compañía y el del hijo de don Ricardo, que nunca dudó en responsabilizarme de la muerte de su padre en el accidente automovilístico y finalmente el rostro duro de Hilda cuando me recriminaba mi falta de ayuda en el incendio de su casa. A mis setenta años, en un acto de expiación, he intentado encontrarme con ellos para saldar viejas rencillas, extrañas acusaciones y odios inmerecidos. Hoy que estoy viudo, solitario y casi abandonado por mi única hija, que prefirió Miami a estar conmigo, he querido ponerme en paz con el mundo. Nada resultó como quería. El anuncio periodístico juntó a desconocidos que tenían entripados y uno de ellos solucionó su pendiente. Los otros regresaron por donde vinieron y seguirán buscando el desenlace. Yo, por el contrario, no logré resolver nada y debo seguir viviendo con esos asuntos inconclusos. En honor a la verdad, lo que hice fue una maniobra desesperada por hallarlos. Después que cada uno marcó distancia conmigo no volví a contactarlos. Las dudas quedaron flotando en el aire y el Parque Bicentenario, el lugar común para todos, no pudo convocarlos. Cruzo la pista que separa el parque de la calle y, de entre unos carros estacionados, veo a una mujer aproximándose hacia mí. La distingo nítidamente y casi pierdo el equilibrio por la emoción. Disculpa la demora me dice con una amplia sonrisa. Carola está frente a mí. Ha aparecido como un fantasma llegado de años olvidados. Parece una aparición maquillada por la ausencia, pero conserva la mirada juvenil del altar. Me sobrepongo al encuentro impensado y mi cara de sorpresa dice todo. ¿Tienes tiempo? pregunta con la voz que siempre me encantó. Estoy huyendo de un asesinato contesto con los nervios crispados. Lo sé, escuché el ruido cuando venía. Si nos apuramos podemos irnos de acá y te invito un café. Carola asiente y sin detenernos, en silencio, como dos perfectos extraños, llegamos al restaurant ubicado a la vuelta de la esquina. Entramos y los pocos clientes no se inmutan con nosotros. Están concentrados en sus celulares y diarios amarillistas.
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En una de las esquinas encuentro una mesa vacía, protegida de la indiscreción y curiosidad de cualquiera. Tomamos asiento y antes de pedir los cafés, Carola me toma de la mano y mirándome fijamente me pide: Háblame de nuestra hija.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/oswaldo.castro.73
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o primero que le extrañó fue no sentir dolor en los huesos. Y ese regusto ácido en la boca, de todos los despertares…, había desaparecido también. ¡Cosa rara!... Se sentó en la cama, algo confundido. No tenía claros ni el día ni la hora. Siguiendo un impulso que no intentó explicarse, se levantó y fue a abrir la puerta del cuarto. El individuo que esperaba fuera (¿y qué demonios tenía que hacer allí un extraño?), impecablemente trajeado de frac y corbatín, tenía una cara larga y grave, de espesas cejas, y mejillas rasuradas, pero ennegrecidas por las rebeldes raíces de una barba demasiado recia y oscura. Y no terminaban ahí las anomalías… ¡Aquello no era su apartamento! Paredes grises, lisas, igual que el piso y el techo, y un corredor que parecía interminable. ¡No entendía nada! —¿Qué es esto? ¿Dónde…? —No hay motivo de agitación —dijo el desconocido, en tono neutro—. A todo el mundo acaba por sucederle. Usted está muerto. Aquello sí que le sobresaltó. Casi brincó dentro del ajado pijama. —¿Cómo dijo? ¿Muerto? ¡Pero si yo ni siquiera estaba enfermo! ¡No puede…! —Un ataque repentino. Le aseguro que me sorprendió a mí tanto como a usted. Trató de serenarse. Lo consiguió, si bien no del todo, tras un esfuerzo. La faz seria e impersonal que tenía delante tuvo algo que ver en eso, con su impasible aceptación de lo irreversible. —Pero entonces —dijo él—, ¿cómo…? ¿Estoy… en el…? —Este es el País de los Sueños —repuso su interlocutor—. Donde se hacen realidad los de cuantos aquí llegan. El marchito rostro del anciano se iluminó de súbito, y una luz singular animó las opacas pupilas. Dulces lágrimas rodaron por los surcos de las mejillas. —¡Los sueños… se hacen realidad! Entonces…, ¿voy a ser por fin el brillante concertista que siempre quise ser, en vez de haberme pasado más de treinta años tocando en cafetines de mala muerte? ¿Tendré todas las mujeres que quiera? ¿Seré rico y famoso? ¿Podré…? La alargada cabeza del otro hizo un movimiento negativo. —No se trata de esa clase de sueños. Me refiero a los otros, los que usted tiene de noche, cuando duerme. Sintió un escalofrío. Porque todos sus sueños eran angustiosos: se veía 28
invariablemente atrapado en situaciones vergonzosas, al borde del ridículo, siempre a punto de convertirse en el hazmerreír de los demás… Cual campana de ring, lo salvaba el despertar. Pero aquí (lo supo sin necesidad de que se lo dijese nadie), aquí no habría despertar. —Ahora sígame, por favor —. El otro echó a andar, precediendo al viejo. Y fue solo entonces cuando este advirtió, con un estremecimiento de horror, la larga cola roja y puntiaguda que asomaba por debajo de los faldones del frac.
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici
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ienes que escribir un relato y se te ha echado el tiempo encima. Has desperdiciado los días en mil tonterías. Tú que presumes de organizado, de dedicar el tiempo justo a cada cosa y de no entretenerte en bobadas. Bien, pues llegó el momento de tragarte tus palabras. De reconocer que no llegas, de que te quedas fuera de la convocatoria o de que entregas una basura. No puede ser, tienes una reputación que defender y no está en tus planes enviarle al profesor algo que no sea de sobresaliente. Rebuscas entre viejos cuadernos. Quizás tengas algo aprovechable, un par de párrafos, una frase, algo que te inspire. Nada. Todo lo que lees son relatos de tu adolescencia que no servirían ni para emocionar a tu abuela. Están llenos de adjetivos, de adverbios acabados en mente y de abstracciones. Te perdías en descripciones interminables o tus personajes flotaban en un escenario invisible. Los diálogos eran impostados. Y decías y decías sin mostrar. No tiras los cuadernos a la basura porque sabes que en unos años valdrán oro. Cuando seas un escritor de renombre y estés nominado al Nobel servirán para dar lecciones a los aspirantes a emularte: vean, también él en sus inicios andaba perdido, pero trabajando y empeñándose, mejoró. ¡Vaya si mejoró! Está oscureciendo fuera, pero te asomas por la ventana de tu habitación. Quizás algún transeúnte te inspire. Eso hacían los dos aprendices de poeta que protagonizaban una novela que leíste hace poco. Pero, así como ellos sí encontraban alguna musa a la que dedicar sus versos, tú no ves ningún personaje protagonista, tan solo ves anodinos secundarios. ¿Qué secundarios? Ni a eso llegan, son figurantes que no tienen ni frase. No te sirven ni siquiera para dibujar el escenario que precisas para tu trabajo. Cierras la ventana y te sientas de nuevo frente al ordenador. Tienes el teléfono junto al teclado. Lo tenías en silencio, por aquello de que no vaya a sonarte cuando estás en pleno torrente creativo. No es el caso, así que lo coges y miras si entre las fotos, las notas, los whatsapp, Instagram, Twitter o Facebook encuentras algo inspirador. Tampoco. ¿Qué vidas de mierda llevan tus amigos y conocidos? ¿Es que no saben subir fotos y anécdotas jugosas? Lanzas con rabia el móvil sobre la cama. Nada, otra pandilla de figurantes que no sabes por qué no mandas a tomar por el culo, porque para lo que te aportan… Ya lo harás, pero no ahora, que tienes que escribir. Sales de tu habitación, aún te queda el recurso de tu abuela y tus padres. Ellos tienen historietas de cuando eran jóvenes o de cuando vivían en el pueblo para escribir un libro o dos. Tus padres se han ido al cine. ¿Por qué ya no te avisan cuando salen? Si tú tienes que hacerlo cada vez, ¿por qué ellos no? ¡Eh! Y tu madre no te ha dado ni un beso cuando se ha ido, vaya tela, en esa casa se están perdiendo las buenas costumbres. Pues nada, a ver qué le sacas de provecho a tu abuela. Pero no hay manera, te dice que 31
se va a la cama, que se ha tomado ya las pastillicas esas de dormir y que si se queda en el sofá, luego la tendrán que mover tus padres y que no quiere dar guerra. ¡Eso, eso, que te cuente algo de la guerra! Y te dice que no, que un sábado por la noche no son horas de recordar aquellos años tan negros y te da con la puerta de su habitación en las narices. Te entran ganas de abrir y decirle la verdad, que tienes una urgencia literaria y que sacarás un cero como un melón de grande. Eso ablandaría a cualquier abuela. Pero sabes de sobra que tu victimismo no podrá con el poder letal de las pastillicas esas de dormir. Así que renuncias a esta solución. Vuelves a la sala y enciendes de nuevo la televisión. Tu abuela tenía puesta una cadena inglesa. ¡Pero qué coj…! ¿Desde cuándo sabe inglés ella? Ríes: se hace un lío con los mandos y la pobre no se entera, habrá dejado eso por no estar en silencio en la sala. Haces un barrido por varios canales. Quizás encuentres la inspiración en alguno de ellos. Debates políticos, películas que fueron taquillazos en su día, películas de serie B, culebrones repetidos una y otra vez, documentales a cuál más bizarro, partidos de todos los deportes habidos y por haber, adivinos que leen el futuro en el tarot. Tal vez aquí escuches una historia interesante. Pasas dos horas mirando. Todos los clientes, o como se llamen los que contactan, son señoras preocupadas por el futuro de sus hijos, las enfermedades propias o de algún familiar y poco más. Si ha habido algo excepcional, te lo has perdido porque has echado varias cabezadas. No sabes concretar cuántas. Regresas a tu habitación. Te tumbas sobre la cama. ¡Musas, joder, vais a venir o qué pasa! Das un puñetazo contra la pared y se cae un libro de la estantería que pende sobre tu cama. Lo agarras al vuelo, antes de que te golpee la frente. Es una recopilación de cuentos infantiles que no sabes por qué aún no has donado a la biblioteca municipal. ¡Eureka! ¡Puedes revisitar un viejo cuento infantil! De un brinco te pones en pie y te sientas ante el ordenador. Calientas los dedos y piensas en todos los cuentos que te sabes. Le das unas vueltas y te decides por «Los siete cabritillos». Del que no recuerdas ninguna otra versión no siendo la clásica. Empiezas a escribir: Erase una vez… No, demasiado obvio. Borras. Hace muchos años… ¡No, joder! Lástima que ya no escribas a mano, porque tienes ganas de coger la hoja, arrancarla y hacer una pelota con ella. Será el sueño, son los tres de la madrugada. Por cierto, tus padres aún no han vuelto del cine o es que han entrado sigilosamente para que no te enteres. Te levantas para acostarte. Con suerte sueñas algo digno de ser escrito. Mañana será otro día y seguro que durante el domingo te sale un relato de diez. Eso sí, antes de apagar el ordenador y acostarte, revisas y borras ese ‘sigilosamente’ que hay hace cincuenta y un palabras. Gracias. Buenas noches y que sueñes con los 32
relatitos.
YOLANDA GIL JACA
EspaĂąa
Blog: http://elarcondelasmilcosas.blogspot.com.es/ Facebook: https://www.facebook.com/yolanda.giljaca
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l tiro fue seco, al corazón. De inmediato el viejito cerró los ojos. Tenía la boca apenas abierta, y casi no se quejó. Las botas del asesino sonaron duras y pesadas. El sol se ponía, y el frío lo ganaba todo en aquel rancho perdido en la Precordillera. Fue una muerte gradual, silenciosa. Don Juárez no dudó en demorar su partida unos veinte minutos hasta asegurarse que lo había mandado para el otro lado. A pesar de la sed atroz, decidió por respeto no ir a buscar agua mientras lo veía morirse. No es de señores ocuparse de otras cosas cuando un hombre fallece. Decidió venerar de pie esos minutos. El caballo se incomodó cuando lo vio aparecer, en una especie de extraño relincho. Don Juárez lo montó algo nervioso, a pesar de sus años de experiencia. Se secó la frente, respiró profundo y de un golpe preciso obligó al animal a iniciar la marcha de regreso. La orden recién cumplida le nublaba la mente. No podía creer que lo había matado, pero a la vez seguía sin dar crédito a la historia que alcanzó a balbucear el viejito, de modo que por momentos, en la larga vuelta, se jactaba de no haberse dejado convencer, y cierto orgullo de militar eficiente le llenaba el pecho. Todavía tenía gusto a tinto en la boca y para borrarlo prendió un puro. No quería parecer desgreñado en su reunión con el Superior, y si todo salía bien era probable ganar un ascenso o al menos una jubilación para vivir tranquilo los últimos años. Resonaron en su interior algunas frases del General días atrás: “No quiero demoras..., Juárez, ni historias raras ni lloriqueos. Entra al rancho y me lo liquida sin vueltas. Ese tipo es peligroso y la patria se lo agradecerá algún día. En la pulpería le dan el pago que hablamos y acá no pasó nada... Vamos, Juárez..., rápido. La orden viene de arriba y están nerviosos porque me he demorado unos días en encontrarlo a usted.” Solo dos lunas pasaron hasta que la noticia inundó el pueblo y las viejas empezaron con las conjeturas y los chismes. Es cierto que el pobre viejito bajaba poco a la pulpería, pero cuando lo hacía, parco y silencioso, algunos rastros de militar de rango que dejaba ver su vestimenta sucia inspiraban en la gente respeto, o quizá miedo. Los días pasaban. Cada vez más se recluía en la soledad de su hogar sin otra ocupación que un rato de lectura o algún whisky por las noches. Sin duda, su última misión era evitar la curiosidad de saber a quién diablos había matado, y porqué. Una batalla contra sí mismo que debía ganar cada día. De algún modo el General se lo había advertido con ese “y olvídese del asunto, Juárez”, que por las noches rebotaba entre las 35
paredes de su pieza. Ni siquiera podía intuir de quién se trataba, pero por las facciones del que dio la orden y el clima enrarecido del Cuartel aquella tarde, era evidente que estaban cortando el queso grande. Se sabía parte de una operación importante, y sin embargo no podía siquiera acercarse al nombre de su víctima. Los años hicieron un lento trabajo en la mente y el corazón de Juárez. El dinero cobrado le sirvió de mucho, y bien administrado logró rendir sus frutos. Todo parecía cerrar en su mente de militar en ocaso: ayudar a la patria en decenas de batallas y liquidar a un viejo solitario sin que nadie sospechara de él en el pueblo..., vivir cómodamente su última etapa y ser reconocido en toda la Provincia como un gran hombre de armas. El destino fue piadoso con él y se lo llevó de este mundo en medio de esa paz que solo logran las preguntas silenciadas a tiempo. La alcurnia y tradición que Mendoza reconoció a los Juárez fue bien llevada por todas las generaciones de la familia, hasta nuestros tiempos. Y el orgullo por sus antepasados llevó a uno de ellos, médico y aficionado a la historia, a rastrear su linaje hasta dar con Don Juárez y sus proezas patrióticas. Cumplía en verdad con un racconto que el diario de la ciudad le pidió sobre su antepasado ilustre. Invirtió casi una semana en la tarea y redactó un minucioso informe de todo cuanto pudo recabar. Con cierta vanidad lo entregó para su publicación. Solo le quedaron por leer un par de libros que juzgó menores, casi perdidos al final de la biblioteca familiar. Uno de ellos, que le denunciaba su memoria infantil, recopilaba curiosidades y leyendas populares. Recuerda con nitidez haber escuchado a su abuela leerle una y otra vez las historias. Eran versiones extrañas. La que más le intrigaba era aquella de que en la nómina oficial de bajas de la Batalla de San Lorenzo no aparecía ningún Sargento Cabral, lo cual resultaba muy llamativo por haber sido su más célebre mártir. Su abuela le condimentaba el relato diciendo que las viejas del campo completaban la historia de Cabral en las noches de fogón. Decían que lo encontraron malherido, pero por sucias intrigas militares y envidias de dudoso origen, lo obligaron a esconderse en la montaña. La condena al destierro era de por vida, y bajo promesa de no develar jamás su identidad. Amenazas terribles le aseguraban la seriedad de la orden. No mucho tiempo después, parece, alguno que tomaba decisiones no quiso más incertidumbre. Y, según cuenta la leyenda, una tarde de invierno lo mataron a sangre fría.
LUIS FONTANA
Argentina
Blog: machofontanacuentos.blogspot.com.ar
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añana será el día en que despertaré al cuarto mundo. Escucho a la Nataska merodeando entre las sombras y aprieto la kachina contra mi pecho. Escucho el crujido de la madera consumida por el fuego, las llamas danzan y crean figuras imprecisas sobre las patas de la Abuela Araña, que sigue removiendo la tierra para cubrir el cuerpo del niño… Escucho las semillas que repican dentro de la maraca, el llanto de las mujeres cuyos rostros se difuminan entre el humo de las pipas. Siento un picor en la espalda pero no puedo aliviarlo, apenas logro acomodarme dentro del capullo hecho de palma y savia. Esta será la noche más larga. Los cabellos de la kachina me tocan el cuello, sus colmillos se presionan contra la piel de mi pecho. Sé que está bebiendo de mí. No debo gritar. No se me permite el miedo. La Nataska está al acecho para devorar a los incautos… Los lamentos crecen. Somos una hilacha en la gran red de la Abuela Araña que conecta a todas las tribus. Ella toca los hilos dorados y acerca el oído, si la vibración le trae de vuelta una canción, un nuevo ser se abrirá camino bendecido con los dones de Taiowa. Si no… Trago con fuerza, pienso en el niño… succiona desmadejado, con la boca en forma de tronco hueco, succiona la mirada blanca y gris como las nubes antes de la tormenta, succiona ha vuelto el silencio, los adultos se marcharon. succiona Mi sangre se pone densa, estoy ardiendo. succiona Ahogo un jadeo. Me encontró. El ojo amarillo de la Nataska me observa por la fisura de la palma. * Yo nací el día en que murieron las últimas libélulas. La Abuela Araña, como es costumbre entre los nuestros, plantó un árbol en el límite del bosque y me llamó Makua, “la que toca con las alas”. También le hizo una advertencia a mi madre: “Que tu semilla no caiga nunca entre los espinos, porque no dará fruto”. Cuando cumplí cuatro soles, empezó mi instrucción en los antiguos rituales y en 38
las historias de los Otros. Yo soñaba con insectos alados que volaban hacia una luna carmesí que tenía una boca enorme y los devoraba. Los mayores decían que era porque los ancestros habían dejado en mis venas las reminiscencias de la guerra, aquel tiempo en que los hombres, cegados por el enemigo de Taiowa, Akleón, habían decidido eliminar toda existencia de la tierra. Entonces se extinguió la luz y una neblina venenosa gobernó cada rincón. El miedo de los hombres dio origen a criaturas terribles, guardianas de las sombras… —Makua, pimiyi [1], presta atención. Necesito que busques más jugo de flor del alba, ya sabes qué hacer, no olvides el cuchillo —dijo mamá. Tarareaba una nana y secaba el sudor de un hombre atormentado por kyukai, los demonios del sueño. Lo vi retorcerse como si estuviera bajo el ataque de una colonia de hormigas. Los ojos desorbitados recorrían el techo como si allí pudieran hallar la solución a su tormento. Un kyukai estiró el pico rapaz por encima del cuello del enfermo. Me congelé. He querido decirle a mamá que esos demonios no tienen rostros humanos ni cuerpo de fiera, como aparecen en los grabados de piedra, sino que son más bien plumíferos: aves pequeñas y negras como el azabache, con los ojos sin pupila y encendidos como si un titán les respirara dentro. Sin embargo, sé que no puedo hacerlo, no se supone que vea esas cosas. —Sí, madre —contesté y salí de casa. …Pero Taiowa no se rindió y escondió su propia luz en los niños de nuestra tribu, pues encontró que las mujeres al pie del volcán sabían repeler la oscuridad con su canto. Ellas los protegerían hasta que la claridad volviera a reinar en el mundo. Alumbrados con la esencia de Taiowa, los niños eran más inquietos y curiosos de lo normal, muy pronto llamaron la atención de la Nataska, líder de los seres que pueblan la noche. Cuando un hijo desobedecía el mandato de su madre, se convertía en presa fácil de la bestia. He sido cuidadosa. Nunca me alejo de los senderos que los mayores han marcado en el bosque, ni me guío del todo por los relatos de las estrellas, que hablan de otro pueblo más allá de los árboles y el volcán. Un pueblo anterior a la guerra. Para aprovechar los bulbos de la flor del alba hay que machacarlos con el mango del cuchillo. Ya he sacado suficiente jugo, puedo regresar. Pero tan pronto como estoy de pie miro a mi alrededor, algo ha cambiado en el viento. Oigo el aullido de la bestia. Corro. Las copas de los árboles se cierran sobre mí igual que manos sobre una 39
garganta. Hojas secas y ramas se quiebran bajo mis pies, no obstante, el sonido hace eco más allá, a lo lejos, donde una cabeza rubia va en paralelo conmigo por encima de los arbustos y entre los troncos. El niño me ve. “Ayúdame”, articula con sus labios. Además del cuchillo y el jugo de flor del alba tuve la precaución de tomar unas granadas de cicuta y medianoche. Las tengo en el cinturón. Respiro hondo, puedo sentir cómo la bestia extiende sus garras hacia mí. Arrojo las granadas. * Nuestra gente sabe que las muñecas son contenedores de almas. La kachina está hecha con el polvo de los primeros cometas y la esencia de nuestros antepasados. Cuando llega el momento adecuado, la Abuela Araña nos asigna una kachina a cada uno para que nos acompañe en el Despertar. El temor no puede tener cabida en nosotros. Nadie despierta siendo el mismo. —¿Por qué te salen ramas de la cabeza? —preguntó el niño. Lo miré circunspecta. Su ropa era de un material extraño, de una fibra que no podía haber salido de los telares de los gusanos de seda que visten a nuestra gente. —Para poder hablar con la Tierra. Parpadeó, confundido. Se abrazaba las rodillas. —¿Y qué era esa cosa que nos perseguía? Fruncí el ceño. —¿Nunca habías visto a la Nataska? —Nunca he visto nada de esto. No se nos permite cruzar el muro. —Pero estás aquí. —Yo no hago caso a lo que me mandan. Mi madre siempre dice “Lucas Alexander Hölder, un día amanecerás con el mosquero en la boca y yo moriré de un infarto” —imitó una voz chillona y autoritaria. —¿Dices que vienes de más allá de un muro? ¿Qué muro? —toqué el cuchillo en mi cinturón, expectante a cualquier movimiento. —Espera, espera. Soy yo quien tiene preguntas. ¿Quién eres tú? ¿Dónde estamos? ¿Hay otras personas aquí? Y…caraj… ¿¡Por qué se te mueven esas ramas!? Sus ojos eran grandes y azules, aumentados por los cristales de una especie de insecto que le colgaba de la cara. Miré sus pies, revestidos por una capa gruesa y blanca similar a la espuma de la medianoche. Inspiré hondo, también desprendía un olor extraño, como a… ¿azafranes? 40
—¿Me estás escuchando? Me incorporé. —Tienes que irte. Ya casi muere el sol. —”Muere el sol”, qué raro hablas. No creo que seas de Selenia, he leído sobre todas las colonias que existen y ninguna tiene la pinta que tú tienes. ¿Cómo es que hablas mi idioma? Inspeccioné el exterior de la cueva. Las vibraciones de peligro habían desaparecido. Mamá debía estar preocupada. —Hablo todas las lenguas que conoce la Tierra —contesté. Volvió a pestañear, incrédulo, y se ajustó el insecto palo por encima de la nariz. —Eso no tiene sentido. —Tienes que irte —insistí. —¡Estás loca!, ¿sabes todo lo que tuve que pasar para llegar hasta aquí? No, no, no, llévame contigo. ¡Ay! Apreté el filo del cuchillo contra su yugular. —Tú no vienes. * Lucas provenía de una ciudad más allá del volcán. Una ciudad que nunca había conocido la guerra. Allí no escuchaban a los árboles, ni a las estrellas, y olvidaban a sus muertos. Las madres no cantaban para espantar a los seres de la noche de las cunas de sus hijos, los padres no sostenían los techos sobre su cabeza cuando llovía. Ninguno sabía cómo eran los lagos, los riachuelos o el mar, salvo por lo que leían en lugares llamados “museos”. Su gente “volaba” y sus casas no tocaban el suelo. Muchos ya no recordaban cómo lucía el mundo bajo las nubes de “smog”. Tampoco convivían como iguales con las otras especies sino que las domesticaban y convertían en “mascotas”. Lucas era ruidoso, pero nunca lo vi más callado que la ocasión en que lo llevamos a conocer un ragnick, un gigante de lodo que le dio cualquier impresión menos la de docilidad. Él quería experimentarlo todo sobre mi pueblo y mis costumbres. Se pegaba a mis talones como una giiga-nikua y esas son como una segunda sombra si se encariñan con un humano. Aquella boca que nunca paraba de ofrecer relatos, que no escatimaba en expresiones de sorpresa, ahora había quedado pasmada en una mueca de terror. Lucas no entrará junto con los otros niños al cuarto mundo. 41
Y ahora, mientras la Nataska acaricia mi capullo con sus garras, tengo una decisión que tomar: seguir al niño muerto hacia los espinos o luchar por despertarme. [1]
Pimiyi en nuestra lengua significa “hija de mi vientre”.
NATASHA RANGEL
Venezuela
Página web: piedradehabla.wordpress.com Twitter: @noxesnats
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I
C
htss, chtss, entra negra, chtss. Con las plumas mojadas y el cuerpito rígido, un pajarito muerto en la vereda es el juguete de la gata peluda que intenta arrancarle la cabeza para comerse el resto del cuerpo. Desde la puerta, apenas abierta detrás de ella, una chica le chita para que entre. La gata no le da bola, entonces saca su pie descalzo y comienza a girarlo en el aire, como queriendo hipnotizarla. Recién ahí la gata gorda y peluda se acerca, mirando al suelo y maullando bajito, como arrepentida. Ella la levanta, cierra la puerta y se meten las dos por el pasillo que lleva hasta la pieza. Ay negrita, para qué salís, negrita. Adentro tenés todos los pájaros que quieras para jugar. Le dice con la voz todavía un poco ronca de alguien que recién se despierta. II Qué la pario estas sucias de mierda. La única vecina con la que comparten el alquiler baldea la parte del patio interno que da a su pieza. El límite es la ventana, como el piso y las plantas, cubierta por el excremento blanco de las aves. Una ventana que nunca se abre y que en los días de mucho calor larga un olor nauseabundo que llega hasta donde duerme Natalia, que no entiende la afición de las hermanas por alimentar y convivir con aves, pero tampoco comprende por qué sigue viviendo ahí. III Hola holaa Negrita hola. Uno de los loros en la llanta de bici colgada del techo ve pasar a la gata por debajo de la mesita ratona, en la que cinco palomas comen alimento para aves comprado del almacén de la esquina. Hace varias semanas que para lo único que salen es para comprar. De noche caminan por el pasillo ida y vuelta y un poco por el patio, siempre en compañía de la Negrita. Descalzas, vistiendo solamente remeras largas que usan como camisón, aunque las llevan puestas casi todo el día. IV Me duele caminar, yo quiero estar en el aire como ustedes. Anita, la mayor de las hermanas, pasa las tardes conversando con las aves. Les pregunta sobre el viento, el monte, las partes de la ciudad que no conoce ni conocerá por el temor que le causa seguir usando sus piernas.
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V Marina, la menor, pasa el día en la cama. No acostada, sino en cuclillas, con las rodillas tocándole el pecho, los brazos recogidos en los costados, mordiéndose cada hombro con cada mano, atenta al ruido más chiquito, mirando la mancha en la pared descascarada por los picotazos, aunque en realidad ya nada mira, solo pone los ojos ahí. VI Natalia vuelve recién por la tarde. El alquiler queda solo para Marina y Anita y las aves. Aunque debería decir que queda para las aves. Ambas desfilan por el pasillo y luego por el patio tirando alimento. El lugar se llena sobre todo de palomas, pero también de pajaritos y de algunos quitupis con sus largos picos que más de una vez lastimaron los tobillos y los labios de las hermanas. Dejan la puerta abierta y sobre la mesa ratona ponen lo que quedo en la bolsa. Se arrodillan sobre el piso sobre más alimento y pegan los brazos a los costados del cuerpo e inclinan su cabeza para comer como lo hace su familia. Es el momento preferido del día. VII No basta. Las apariencias no bastan para la experiencia. En cada cambio debe quedar algo de nosotros. Lo sabe el coyuyo cuando abandona la tierra. Lo sabrá el gusano cuando recuerde de mi carne. VIII Una tarde Anita salió a comprar una cinta de embalaje, al llegar busco la tijera de costura que olvidó su mamá la última vez que las visitó. Frente al espejo del baño comenzó a cortarse el pelo sucio que le caía sobre la nuca. El ruido de la cinta despegándose del rollo puso atenta a Marina que la miraba desde su nido en silencio, sin comprender. Se encintó la boca bordeando por detrás de la nuca, una, dos, tres, cuatro, cinco vueltas. Con la tijera cortó la cinta y dejó el rollo sobre la pileta. Usando el índice y el pulgar de la mano izquierda estira la piel arriba y abajo del ojo izquierdo. La mano derecha con la tijera en punta busca el cuenco del ojo. Con un fuerte grito ahogado la hunde y en dos movimientos logra sacar el ojo de órbita que cae y rebota y gira un segundo en la superficie con sangre salpicada de la pileta. Llora y cierra con fuerza el agujero negro que acaba de abrir. Levanta el ojo y
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sale del baño hasta la mesita ratona, donde deja el manjar que los loros y las palomas terminan lamiendo, estirando y partiendo en varios pedazos. Se corta la mordaza y, con una toalla tapándose el hueco, se acuesta a dormir. Desde su cama su nido Marina la observa en silencio. IX Gggggg gggg ggggggggggg. A Anita la despertaron los maullidos o más bien los gritos de pánico que largaba Negrita. Esa mañana volvió con mucha hambre de la calle y saltó sobre uno de los loros en la llanta. El de al lado y las palomas y algunos quitupìs se le fueron encima tirándola al piso, largando picotazos a los ojos, la nariz y las encías que mostraba cada vez que intentaba morder a una de las aves. Marina veía todo en silencio al otro de la mesa ratona, en la posición de siempre, más encorvada y con los ojos más lejanos que nunca. X Ese día, al volver del trabajo, Natalia vio la ventana abierta por primera vez. No había ningún ave y sobre el piso yacía el cuerpo de Negrita. La mesita ratona estaba cubierta de sangre y plumas y acercándose un poco más pudo ver dos remeras en el piso, entre la mesa y la ventana. Al día siguiente se mudó del alquiler.
SEBASTIÁN MIÑO
Argentina
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L
a lucha está a punto de iniciar. Yo, de cara al mar, tengo sentimientos encontrados y un pequeño dolor orgánico que se intercala con una enorme dubitación que echa raíces en mi cerebro. Pero no es miedo. No. Ni siquiera hay un ligero centelleo de mis nervios, mucho menos un breve zumbido de mis huesos maltratados, tan solo son la duda y la esperanza de ser salvado pronto, rescatado de esta vorágine de tristezas y soledad. No. No creo ser liberado. Hasta hace muy poco estaba con los demás, mis amigos: Richi, Mati, Alejandra, y mi dulce esposa, Gía. ¡Gía! ¿Dónde estás? Quisiera nadar hasta el fondo del mar para salvarte, quisiera ser un tritón, tener branquias y descender al inmensurable abismo planetario que es este océano, engendro de impiedad maligna. Ayer tuve un sueño, esposa mía, te convertías en sirena y venías a mi lado para llevarme a un universo submarino. Me recatabas en tus níveos y profundos brazos de este desolador naufragio en que he caído. Estoy solo. Te extraño. Lo siento. Perdóname. Siento haber sobrevivido. Empero, en esta vida no hay placer sin derrota, quizá yo pueda tener una oportunidad, o tal vez no, mi siguiente paso será seguir mi esencia básica humana, con el fin de poder compenetrarme con la naturaleza, ello es lo único que me resta, no tengo otra opción, muy pronto no quedara nada, en breve todo finalizará, y será demasiado rápido. Es extraño, me siento fuerte y a la vez melancólico, aturdido. Pienso en ti, Gia, te extraño, preciosa mía. Me duele decirlo, pero quizá estás mejor en el fondo del océano que aquí, conmigo, sufriendo lo que padezco día a día. Aunque en realidad duele hora tras hora. Anochece en el islote. Despierta otro día. Es imposible mantenerme vivo. Esta isla silenciosa, tosca, nada beligerante me consume con velocidad. Los víveres están a punto de terminarse, y tengo hambre, mucha hambre, he de racionar la comida, mas no puedo, lo intento y no puedo, tengo hambre y necesito más comida, voy a buscarla, abro la caja, saco una lata de atún cuya base quiebro con mis rotos dientes, saco más alimentos: pan duro, carne seca. Agua. Es todo lo que probaré hoy. Anochece. 48
Amanece otro día. Tuve un sueño, Gia: estabas conmigo y de repente, entre la neblina taciturna de la noche, aparecía un barco y nos rescataba, aunque no podía ver los rostros de nuestros salvadores, parecían fantasmas que en vez de llevarnos en un viaje por alta mar hacia tierra firme nos conducían al mundo de los muertos, el cual se ubica (según una leyenda marina) en el fondo insondable del océano. Lo siento, Gia. Desperté y lloré, lloré mucho. No recuerdo haber derramado tantas lágrimas en mi vida. Anochece y amanece otro día. Solo tengo comida para hoy. Mañana ya no tendré nada. Qué suerte tuve de aferrarme a una caja de víveres al mismo tiempo que me trepé a una balsa. Una caja milagrosa y pequeña, que me ha sostenido hasta el momento presente. Sin embargo, no puedo hacer nada por sobrevivir, no puedo atrapar un pez con mis manos; por lo menos desearía vislumbrar un fiero tiburón para poder devorarlo a mordiscos. Aquí no hay árboles, por lo tanto no hay madera. No hay nada útil, ni siquiera rocas. En este lugar no puedo encontrar piedras para hacer una fogata y pedir auxilio. Solo hay arena, metros y metros de arena. Las noches son terriblemente frías, aunque el naufragio me cogió bien abrigado. Me acerco a la orilla, busco pequeños crustáceos, cojo uno, me lo como crudo, hallo otro, son una docena, una veintena, no encuentro más, me quedo satisfecho, bebo media botella de agua dulce. Quizá pueda vivir un nuevo día. Llega la noche. Sale el sol. Este es el lugar más solitario del mundo, pero no debo asustarme, el mar se interpone entre la tierra que me vio crecer y la cárcel de arena donde estoy. Desearía tener las alas de una gaviota para poder sobrevolar los cielos. Desearía tener aquí una gaviota o un alcatraz para devorarlos, no importa crudos, cualquier animal me sería útil para sobrevivir. Espero vivir y contar mi historia. Sé que algún día me regocijaré en mi caliente cama, en mi casa, que estará vacía y triste sin Gia, y podré escribir esta historia, así seré todo un personaje. Debo mantenerme hábil e intentar sobrevivir. Pero no puedo... me desvanezco... Rompo en llanto otra vez... ¡Maldición! Pienso en Gia, no la vi morir, pero estoy convencido de que todos fallecieron cuando la tormenta nos alcanzó. Mis amigos el capitán, los marineros, todos fueron barridos por el monstruo atmosférico y, aunque yo también lo fui, no sé por qué la muerte no me llevó a mi también. Tal vez esta pretendía desde un principio hacerme pasar esta dura prueba. Debo de vencerla. Soy un hombre y los hombres siempre 49
vencen en sus batallas contra la naturaleza. ¡No, no puedo! ¡El mar es indestructible! Si pudiese quitar el mar, si pudiera darse ese milagro, la costa de mis sueños y esta costa (donde me hallo) estarían juntas. ¿Acaso no hay tierra cerca? Quizá pueda nadar y nadar... A lo mejor alguien más ha sobrevivido y se refugió en otra isla, no igual a esta, sino más grande, porque cualquier isla debe ser más grande que esta (la cual es demasiado pequeña) y ha de tener más recursos para sobrevivir. He de intentarlo, debo regresar al mar. Mañana lo haré. Anochece una vez más. Sueño. El mañana llega. Hambre. Ya no hay víveres con los cuales subsistir. No debí tragar todo de golpe. Comer tanto me ha hecho sentir mal del estomago, la flatulencia, indigestión me va devorando poco a poco. Ya se me pasará. O quizás… No, estos pequeños crustáceos son limpios, lo sé, o tal vez sus cuerpos duros rasgaron algo en mí. He de aguantar. Sed. Gia, te extraño tanto. Estoy en la orilla del islote, de pie, frente al mar. ¡Maldito seas, océano! ¡Maldito seas, pues te interpones entre mi prisión y mi libertad! ¡De que sirve tener tanto mar en este planeta! Creo que Dios no existe y, si es así, se desinteresa en todo momento de sus hijos. Opino que cuando creó este planeta lo hizo defectuoso. Hay demasiado mar en el globo. En este, de seguro, hay tiburones ciclópeos, monstruos marinos, serpientes gigantescas, seres primordiales. Tengo miedo al mar. El océano, en cambio, no me teme en lo absoluto, se ríe de mí. No, no es miedo, esto no es miedo, es asco, repugnancia del agua que moja mis tobillos desnudos. Hace horas perdí mi saco, mi camisa está rota, no tengo zapatos, se los llevó el agua. Es muy difícil dormir en esta diminuta isla: tuve que hacerlo en su centro; de no haberlo hecho, la marea me hubiera cubierto de agua y me hubiese ahogado en sueños. Sueños de conchas marinas que resuenan con dolor y desesperanza. Podría quedarme. Podría alimentarme de los animalillos que andan por aquí y por allí, podría seguir alimentándome de ellos, o quizá podría atrapar un ave. Podría 50
hacer muchas cosas, podría morir aquí mismo, ya que carezco de agua potable. Y me muero de frío. Aquí solo hay arena. Es un desierto de unos cuantos metros. ¡Maldito universo acuático! ¿Por qué yo? ¿Por qué me haces sufrir así, océano? Desearía convertirme en pez, dejar de ser un hombre. Recién me doy cuenta de que nada soy en este mundo, envidio a los seres inferiores que habitan esta enorme bóveda marítima. La mar me tienta, sí, me tienta. ...a arrojarme dentro ella y entregarle mi vida. Empero, no debo no morir aún. Moriré después. Todavía no. Tengo que morir luchando. Me encomendaré a Dios. Tiene que haber un Dios, por todo lo sagrado tiene que haberlo. Debe de haber un mundo más allá. No puede ser que se aproxime mi fin. No hay barcos que se acerquen para rescatarme; no hay aviones ni helicópteros surcando el cielo. Nadie nos busca. No somos nada, no fuimos nada. La brisa marina me golpea con fuerza y caigo hacia atrás, derrumbado. Me pongo de pie, estoy azul, por el frío que reina hace rato. Ya ha de ser mediodía. No es miedo. Tengo que enfrentarme al mar que revienta en olas frente a mí, debo pelear contra él y ganar. Ganar equivale a sobrevivir. No se llevará mi vida a sus profundidades, aún no. Iré y me uniré a Gia. Ella debe estar viva en alguna parte, en otra islita. La buscaré. No obstante, opino que esto no es una isla. No sé lo que es. Solo sé que flota. Es un pedazo de suelo flotante, con base dura que una vez perteneció a algún continente. Volteo y atisbo el terreno sobre el que estoy parado. Unos metros de arena en un área redonda. Pocos metros de suelo. Cercano, a cien pasos, está el mar infinito, tan infinito como el espacio. Quisiera tener alas y emprender el vuelo, pero no soy un ángel, no soy un ave, solo un desdibujado ser humano. Si existe un ángel de la guarda que baje ya. Dios se ha olvidado de mí. Quizá nos creó por error, nos creó para morir y cuando yo perezca, no podré verlo. Todo terminará en breve. No existe otro mundo más allá. No, no he de pensar en eso. 51
Además no tengo muchas opciones de entre las cuales elegir. Existe un mundo más allá, hay que encontrarlo. La marea aumenta, el pequeño islote se va cubriendo palmo a palmo por el agua. Muy pronto no habrá lugar donde estar de pie. Se hunde el piso que me cobijó estos días. Se desvanece, fenece para siempre, se hace polvo disuelto en el agua. Un atardecer oceánico. No esperaré la tarde plena. Camino con voracidad, intento llegar al agua. Corro, caigo en las ondeantes olas pequeñas. Me sumerjo. Nado. Nado. No hay miedo en mí, al contrario, deseo que se inicie la contienda. La mar me ha llamado. Sigo nadando. Muy cerca, por ahí, debe haber otra isla más grande que esta, algún islote flotante, otro refugio para mi melancolía. Me cobijaré allí para descansar. Luego volveré a la carga. De isla en isla iré desplazándome hasta llegar a un lugar que sí me proporcione los recursos necesarios para sobrevivir. Debe haber una isla de este tipo o más grande en el horizonte. Una que no esté en los mapas. Siempre hay islas que no están en los mapas. Si no logro mi cometido, prefiero morir ahogado. Me reuniré con Gia, y viviremos para siempre en una dimensión subacuática de ilusiones eviternas. Percibo mi organismo mojarse, se llena de agua, el último intento, la estocada final. Ya no hay islote al cual retornar, solo agua, agua y más agua. No tengo miedo, ya no, me siento inspirado, valiente, fuerte, dispuesto. Morir en el agua podría ser dulce. Sin embargo, aún no. Luego tal vez. De momento ¡morir no! Tengo que pelear. No obstante, luchar contra este mar eterno es una batalla perdida por anticipado. Me regocijo, río y continúo nadando en cualquier dirección. No tengo miedo de las bestias marinas, no temo a la hipotermia, no temo al cansancio, solo tengo una cosa en mente: supervivencia. Mientras tenga un atisbo de energía, mientras tenga manos y piernas, mi enemigo no podrá doblegarme, no podrá, ¡no podrá! ¡NO PODRÁS! ¿Y yo podré? ¿Podré? Podré. ¿Podré? ¡Podré! ¡Sí que podré! No pienso en que mi cuerpo podría traicionarme dentro de poco, en que podría agotarme pronto y sentirme mal. Estamos solo yo y mi sufrimiento. Solo contra un dios. 52
Solo viento y agua. Sal y agua. En verdad este es un adversario difícil. ¡Ungfff...! ¡De-debo luch- luchar...! Veo una especie de mano gigante alzarse sobre mí para aplastarme. ¿Una ola? Una mano que se convierte en un rostro apacible, el cual se me acerca y a sus entrañas me hunde con un beso.
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR
Perú
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uidaos mucho los dos, ¿vale? les dijo Juana de Arco abrazándolos a los dos a la vez Ojalá nos volvamos a encontrar. Cuídate tú también le respondió Jean de Metz cogiendo sus manos
entre las suyas. Y si nos volvemos a encontrar, explícanos todo con muchos detalles. Que Dios te acompañe en este día y en todas tus posibles batallas le dijo Bertrand de Poulengy, más preocupado que su compañero. No temáis, Bertrand Juana sonrió. El Señor de los Cielos siempre está y estará conmigo. La joven campesina les dio un último adiós, agitando la mano y se alejó de ellos, acompañada por dos hombres enviados por el Delfín y un sacerdote. Hacía cuatro horas que había llegado a la ciudad de Chinon, faltaba poco para el ocaso, pero en la corte del Delfín aún había dudas sobre si recibirla o no. Así que Juana había tenido que acceder a ser interrogada por algunos expertos y gente cercana a la corte real, antes de darle un sí a su entrevista con el futuro rey de Francia. No podían arriesgarse a que ella fuera una aliada de los borgoñones o una fanática más en contra de aquel aspirante al trono, y que quisiera matar al Delfín Carlos delante de todos. La joven campesina fue llevada a un edificio de funcionarios de la misma ciudad, donde la invitaron a sentarse en un pequeño despacho bien amueblado, pero demasiado frío e incómodo para Juana. Los dos prelados y el sacerdote se sentaron frente a ella acompañados de un funcionario con pluma y papel y la miraron fijamente, como queriendo adivinar qué se ocultaba tras aquella mujer misteriosa, de cabello negro cortado al modo de los soldados franceses y ojos marrones y grandes; de momento nada objetarían sobre su vestimenta masculina. Eso era lo que les provocaba peores pensamientos a todos. ¿Cuál es tu nombre real? le preguntó al fin uno de los hombres. Me llamo Juana. ¿Juana La Doncella? Así me llaman desde que fui enviada desde Vaucouleurs hasta aquí. ¿Y bajo qué designio quieres hablar con el rey? No soy yo quien quiere hablar con el Delfín, sino el Señor de los Cielos. Y el mensaje se lo debo dar directamente a él. Los tres hombres se miraron, sin comprender ni averiguar aún nada. Somos nosotros quienes debemos decidir si tú hablarás con el rey o no. Así que danos ese mensaje y nosotros se lo transmitiremos.
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No Juana comenzaba a sentir miedo. Santa Catalina le había prometido que todos creerían en su misión pero, desde su llegada a Chinon, todo se estaba complicando minuto tras minuto Dios me ordena que solo el futuro rey puede recibir ese mensaje. ¿Por qué no le llamas nunca Rey? Mis Voces celestiales me recomendaron no llamar Rey al Delfín Carlos hasta que él sea coronado en la catedral de Reims. ¿Bajo qué cometido has venido aquí? Para hablar con el gentil Delfín de parte del Señor de los Cielos, ya lo he dicho antes. Los dos prelados se miraron y hablaron en voz baja, sin que la joven les oyera ni entendiera. Ella se sentía impaciente. El tiempo apremiaba y debía llegar a Orleans con el ejército real antes de que los ciudadanos franceses allí sitiados murieran de hambre y la ciudad perteneciera de forma definitiva a los ingleses. Finalmente, tras la negación rotunda durante minutos de la campesina, para darles el mensaje por el cual estaba allí, uno de los hombres puso fin a la reunión viendo que aquello no iba a llevarles a ninguna parte. La muchacha, se sentía frustrada. Tenía ganas de llorar pero no lo hizo, solo gracias a la fuerza que Dios y sus Voces le habían infundido aquella mañana al levantarse y recitar sus oraciones. Esa vez no la hicieron salir del edificio, sino que esperaron a la llegada de un emisario, que anunció que el Rey exigía a la joven que transmitiera, al menos a uno de los sacerdotes, cuál era su cometido allí. Juana, sintiéndose rendida ante la orden de su adorado Delfín, y confiando en que Dios también querría urgentemente una solución a aquel callejón sin salida, miró con sus grandes ojos oscuros a los prelados, suspiró y habló por primera vez en voz alta sobre su misión para Francia. He sido enviada para realizar dos misiones de parte del Dios de los Cielos dijo la joven campesina con seguridad y hablando más alto que antes. La primera, levantar el sitio de Orleans. La segunda, acompañar al Delfín hasta Reims para hacerle consagrar y coronar como el verdadero rey de Francia. Lo que aquella misteriosa muchacha les decía era una locura. Y, sin embargo, ella hablaba con tanta sencillez que todos los allí presentes dudaron sobre qué hacer y decir. ¿Y realmente te ves capaz de cumplir con esas misiones? preguntó uno de 56
los hombres, el mayor de ellos y más desconfiado. No Juana bajó la vista por primera vez ante sus interrogadores. Yo soy solo una muchacha campesina que nada sabe de la guerra… Ni siquiera sé escribir la joven volvió a levantar la vista e, inspirada por su sentimiento divino, habló con más firmeza. Pero Dios dice que yo lo debo hacer y si él confía en mí es porque sí puedo. Juana, ¿de verdad esas voces vienen de Dios? ¡Por supuesto! Solo él tiene la verdad y el poder para decidir sobre todos nosotros. Por eso quiere que los ingleses sean expulsados de Francia y que el Delfín Carlos sea coronado como verdadero rey de nuestro reino al fin unido. El prelado y el hombre recién enviado por Carlos cuchichearon algo durante unos segundos. Después, el hombre hizo lo mismo con los tres prelados y solamente el escribiente no supo de qué hablaban. Ella se sentía nerviosa pero tenía fe, muchas esperanzas en que todo se resolvería pronto. Tan solo necesitaba estar cerca del Delfín. Una vez hablara con él, ella le revelaría algo que convencería a todos. Juana La Doncella. dijo al fin el hombre enviado por el rey Acompáñame, por favor. Desde ahora mismo serás instalada en la torre de Coudray, en la fortaleza de Chinon. Allí se te observará e interrogará durante el tiempo que el rey estime necesario. Juana no esperaba aquello. Era una noticia buena y mala a partes iguales; estaría más cerca de Carlos, en el mismo edificio donde él residía, pero aún no había convencido a la mayoría. Y aún así seguía confiando. En la mañana siguiente, de un frío 6 de marzo, no había casi nadie por las calles y en el castillo central de la fortaleza, donde se encontraban los aposentos reales, el Delfín y su suegra, Yolanda de Aragón, iban abrigados y temían la llegada de una tormenta. Deberías recibirla, Carlos. Sin dudar ni un segundo más. Carlos VII desvió sus ojos de la ventana, saliendo de su estado distraído, mientras veía caer la lluvia, y miró a su suegra. Ya no sé qué hacer… Unos me decís sí, otros no, otros quizás… ¿Y si no es más que una loca como mi padre y mi hermana? Tú padre estaba loco y firmó un pacto que nunca debería haber firmado. Pero tu hermana no tiene la culpa. Recuerda que fue vendida a Henry como una vulgar prostituta. 57
Pero los dos le han fallado a Francia aunque eso no era lo que decían hacer. Esta muchacha parece tener las ideas muy claras Yolanda se sentó junto a su yerno y posó una mano en su enclenque hombro. ¿O es que ya no te fías de mi criterio? Veo inteligencia en esa mujer. Como la mía, y por lo que cuentan los que la están interrogando, Dios de verdad habla con ella. Carlos decidió hacer caso una vez más a su suegra y se dirigió él mismo hasta la oficina donde los prelados que interrogaban a Juana deliberaban sobre sus últimos avances. Todo parecía ser idóneo. Ya casi no tenía dudas de que aquella simple campesina sería la clave para liberar Francia del yugo inglés y, sobre todo, para conseguir su tan anhelada corona de forma legítima. ¿Qué pensáis de todo esto, Monseñor? le preguntó el Delfín al arzobispo de Reims, al verlo entrar en la sala. Es todo una absurdez, y la tal Juana la Doncella no es más que una loca respondió Regnault de Chartres. Mi Rey, no debéis recibirla, eso no hará más que alejar de vos a los nobles armañacs que aún están de vuestra parte. No sé… No sé qué hacer, parece todo tan esperanzador. No es más que un espejismo, mi rey. ¿Lo creéis realmente? Carlos recordó las palabras de su suegra y las dudas comenzaron a hacerse un peso muy molesto en su cabeza ¿Acaso no dicen las profecías de los monjes antiguos que una mujer arruinaría Francia y una Doncella de Lorena la salvaría? ¿Qué hago pues? Recibirla, por supuesto. Yolanda de Aragón entró en aquel momento, dando como siempre, un halo de sentido común a su yerno. Acaba de llegar un mensaje de Robert de Badricourt dijo la mujer teniéndole la carta al arzobispo. Cómo veis, antes de venir hacia aquí, Juana predijo la última masacre sobre Orleans, dos días antes de que eso sucediera. Regnault de Chartres leía aquel mensaje con ojos desorbitados. Se sentía impresionado y sin ninguno más de sus muchos argumentos en contra de la Doncella. ¿De verdad? preguntó Carlos ¿De verdad ella es la enviada de Dios que nos va a salvar? Eso parece respondió Yolanda sonriendo. Lo que está claro es que los detalles sobre su vida que estos prelados han estado estudiando durante estos días, son 58
claros y sin rastro de sospecha. Ella es una muchacha muy devota, reza todos los días, habla de Dios con tanta entrega como de ti, Carlos. Está decidido el Delfín habló con decisión por primera vez La recibiré. Yo me adelantaré dijo su suegra. Voy a verla ahora mismo a sus aposentos de la torre de Coudray. Quiero saber de primera mano cómo y cuándo quiere ella darte su mensaje. Yolanda caminó desde el castillo central hasta el porche que llevaba al castillo más pequeño de la fortaleza, llamado fuerte de Coudray, y allí el capitán de Chinon y habitante de aquel lugar, Guillaume Bellier, la acompañó hasta la torre donde estaba alojada Juana. Cuando la puerta se abrió, la campesina estaba sentada en una silla, callada, quieta y con la mirada fija en la ventana que mostraba un cielo ya casi nocturno. Al ver a Yolanda, la joven se levantó e hizo una reverencia. No esperaba su visita pero confiaba en que todo iría bien. Juana, soy Yolanda de Aragón, suegra del rey. Mis respetos, Señora. Dime, Juana: ¿Por qué no has comido hoy? Es domingo respondió la chica con normalidad. Los domingos ayuno hasta la tarde como respeto a Dios en su día. Bueno, jovencita, desde ahora mismo seré tu representante y protectora en la corte de Francia. Señora… ¿Eso quiere decir que me vais a dar una oportunidad? Sí Yolanda sonrió al ver la inocencia de la actitud de aquella joven que hasta entonces había desprendido fuerza y rudeza Dentro de una hora, serás recibida por mi yerno, el rey Carlos VII. El corazón de Juana de Arco se lleno de una alegría inmensa. Así comenzaría su historia, su leyenda. Pero también su dolor y su trágica muerte.
DIANA RUBIO SÁEZ
España
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E
xactamente a las cuatro y media de la tarde, de aquel día caluroso del mes de abril, Adelaida dejó de llorar. En un instante su vida cambió y ya no sería más la misma. No sabía con certeza en qué momento comenzó aquel llanto tibio y melancólico. Las lágrimas corrían por sus mejillas, lavándole el rostro. Todo empezó dos meses antes, cuando aquel elegante y apuesto joven apareció en su vida. Aquella mañana, doña Beatriz, su mamá, una viuda de carácter muy recio y conducta intachable, le encargó que comprara en la única quincalla de aquel pueblo frío y triste, donde nunca ocurría nada importante, unos hilos y encajes que necesitaba, para terminar de coser el vestido que Adelaida luciría ese domingo en las fiestas patronales del pueblo. Y allí estaba él, sentado enfrente de la bodega del turco Richani, con un vaso de limonada en la mano y el pensamiento muy lejos de allí. Había llegado al pueblo la noche anterior, hospedándose allí mismo, ya que el turco tenía en la parte alta algunas habitaciones, que regularmente ocupaban los granjeros cuando venían al pueblo a vender sus productos y a realizar sus compras. Caminaba Adelaida con pasos lentos, cabizbaja, con una actitud de muchacha acostumbrada a obedecer. Sus miradas se cruzaron un instante, que para ella fue una eternidad. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Una emoción muy intensa la embargó. Muy turbada entró en la quincalla, que quedaba justo al lado de la bodega del turco. Con voz trémula y entrecortada, pidió a Misael, el dependiente tosco y huraño, lo encomendado por su mamá. Aun estaba muy nerviosa cuando salió, pero él ya no estaba. Doña Beatriz, mujer muy observadora, notó inmediatamente que algo había ocurrido en el trayecto, pero como Adelaida nada comentó, se guardó ella muy bien de hacer preguntas. Los días siguientes, con alguna excepción en que recordaba el encuentro de aquella mañana, Adelaida continuó con su rutina de vida. Se levantaba muy temprano, para ayudar en los quehaceres del hogar porque, aunque tenían una empleada que se ocupaba de los oficios fuertes, era ella quien administraba la casa disponiendo la compra de alimentos semanales, para elaborar el menú, platillos deliciosos que copiaba de una revista española, que siempre llegaba atrasada a la tienda del turco. Disponía de una manera casi artística, las plantas de los materos colocadas en el corredor y jardín de la vetusta casona, ocupándose de regarlas, tarea que no delegaba en nadie, con la cantidad exacta de agua que cada planta necesitaba. No satisfecha con esto, encargaba a su primo Santiago que venía al pueblo dos veces al mes trayendo mercancía, pequeños sacos de abono químico de un vivero, cuyo anuncio había visto en un periódico capitalino. Eran tan pocas las diversiones del pueblo que las fiestas dedicadas a San Sebastián, el santo patrono, eran esperadas con anhelo por los jóvenes del pueblo ya que se convertían en momentos de encuentros felices. Las casas eran pintadas con semanas de antelación 61
con colores brillantes y vistosos, ya que existía una sana competencia para ver cual calle era la más bonita, ya que el día del santo, el cura, en el sermón de la misa, les dedicaba elogios y bendiciones a los vecinos de la misma. Adelaida luciría para esa ocasión un precioso vestido verde esmeralda, que hacía resaltar más la blancura de su piel. Le había encargado a su primo Santiago unos hermosos zarcillos, comprados en la capital, que combinaban perfectamente con el traje, ya que ella no confiaba en los adornos baratos de la quincalla del pueblo. Ensimismada en sus propios pensamientos, Adelaida entró aquella mañana a la iglesia con su madre y allí estaba él, el forastero que vio aquella mañana frente a la tienda del turco Richani. Sentado en el último banco, como escondiéndose de las personas que entraban a la iglesia, la cual estaba plena de gente. Inundaba el ambiente un fresco aroma de rosas y azahares. Lo miró de reojo y eso fue suficiente para detallarlo. Vestía muy elegante y a la moda, pantalón gris y una camisa a rayas que le hacía juego. Su porte erguido, la desenvoltura de sus ademanes, su mirada perdida, le producían a ella emociones indescriptibles. Aquellos ojos color miel que denotaban una infinita tristeza la dejaron verdaderamente perturbada. Adelaida se sentó al lado de varias amigas, pero ese día apenas les prestó atención y mucho menos a lo que decía el cura Olegario. Su cabeza le daba vueltas con un pensamiento persistente y una idea fija. ¿Quién era él, de dónde vino y para qué? Todas estas interrogantes fueron contestadas muy pronto al terminar la misa. Su gran amiga Vestalia le hizo señas para que se acercara. Se llamaba Mauricio y era su primo. Había llegado de la capital, donde residía con sus padres, con intenciones de ver un viñedo situado en las afueras del pueblo, encomienda de su padre, un rico comerciante y banquero muy distinguido, que pensaba invertir en el campo, y alejarse un poco del bullicio de la ciudad. Vestalia se lo presentó y conversaron de cosas triviales, del tiempo, de las cosechas, de la abundancia de frutos de aquella región. Él le comentó que se quedaría un tiempo en el pueblo aprovechando que eran sus vacaciones. Como Vestalia no los dejó solos ni un momento, Adelaida pensó si tendrían algún amorío. La ocasión perfecta para conocer mejor a Mauricio y quizás para que se fijara en ella, se presentó cuando consiguió un sobre encima de su cama. Lo había dejado allí su mamá y era la invitación para el cumpleaños de Doña Elba, la madre de Vestalia, acontecimiento que se celebraría el próximo domingo con un almuerzo en su hacienda Blancaflor. El ansiado día llegó, sin sospechar Adelaida, que las ilusiones y proyectos internalizados por ella, noviazgo, matrimonio, se desmoronaría como castillo de naipes. Y es que ella de personalidad soñadora y romántica nunca pensó que la realidad sería otra muy diferente. Antes del almuerzo, y a medida que llegaban los invitados, Doña Elba presentaba a su sobrino, como un joven muy educado y estudioso. Cuando 62
alguien preguntó qué estudiaba, la señora contestó muy orgullosa —¡Mauricio tiene dos años en el seminario y por fin habrá un sacerdote en la familia!
NANCY AGUILAR QUINTERO
Venezuela
Twitter: @aninagat11 Facebook: Nancy Aguilar Quintero Blog: http://incongruenciaschachiblog.blogspot.com
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ueva York. 8 de diciembre de 1980. La máquina funcionó. Apenas son la cinco, así que tengo tiempo suficiente para llegar. A las once me planto frente al Dakota. Allí está él. Minutos más tarde llega un automóvil, desciende una pareja. Ellos, sin duda. Entonces escucho varios disparos. Espero que no sea demasiado tarde, pienso. No lo es. Saco mi celular y tomo una fotografía. Ahora puedo volver al presente, tranquilo. En mi colección habrá una pieza que ningún otro fanático podrá tener jamás.
JAIR ORTEGA DE LA SANCHA
México
Facebook: Jair Ortega de la Sancha
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lego a casa muy tarde, otra vez pasadas las ocho de la noche. Todo el día trabajando desde muy temprano. No sé el porqué, pero siempre creí que pasando los treinta correría menos y que estaría más tranquilo. Qué equivocado estaba. Siento que los días pasan tan rápido que se me escurren entre los dedos, sin lograr sacar algo que disfrute de ellos. Mi vida se desarrolla día tras día como dentro de una calesita de monotonía interminable, que nunca para de girar y de la que no veo forma de poder bajarme. Un trabajo sin motivaciones, el mal humor de la gente en la calle, horas enteras dentro de un auto entre el caos del tráfico. Solo un engranaje más, un autómata movido por el designio de otros. Pienso esto y de forma inmediata me inunda la culpa, como disparada por la acción de un automatismo. Como si el quejarme estuviera prohibido y la culpa fuera mi castigo. Una doctrina social en acción, escrita con tinta invisible en los renglones de mi inconsciente. Sentirme alguien incapaz de rescatar lo bueno y bello de la vida. Haber perdido la capacidad de disfrutar. Me digo que no disfruto porque no quiero. Pero quizás no pueda, perdí la habilidad de apreciar los pequeños placeres diarios. Esa calesita de hastío me ha relegado al rincón de los que se sienten frustrados, de los que se quejan de todo, de los que carecen ya de la sensibilidad para degustar de las cosas simples. Llego a casa, la que fue siempre mi refugio de amor y paz junto a ella. Pero hace tiempo que eso ha cambiado, de a poco y sin darnos cuenta. Tiempo atrás nos enamoramos locamente. Nos casamos inocentemente jóvenes y, por supuesto, sin experiencia. Nunca fue cosa fácil, pero siempre salimos adelante juntos. Siempre me sentí la oveja negra de la relación. El que más se equivoca; el que tiene peor humor. Luego llegó él que lo cambió todo, nos cambió, me cambió para siempre. Nunca supe cómo explicarlo a los que no son padres. Solo puedo caer en la trillada frase “ser padre te cambia”. Y sí que lo hizo conmigo. Por algunos años todo fue magia. Aunque seguía conviviendo con las mismas íntimas miserias, pero ellos dos sacaban lo mejor de mí, me hacían elevarme a mi mejor versión. Luego de cinco años decidimos ampliar nuestra felicidad, la familia y la casa. Ampliar la casa fue lo más difícil, agotador e interminable. En medio de esa locura de ladrillos y vigas sin fin, ella camina embarazada. Pero no todo sería como lo imaginábamos. Llego a casa y pienso en ella. Siento que no tengo derecho alguno a la más pequeña queja. Fue ella quien dio a luz a los mellizos, no yo. Ella siempre tan bonita y tan dulce. Antes sentía que la conocía de toda la vida. Últimamente no la reconozco. Se abrió un abismo entre nosotros. Uno lleno de pañales sucios, de mamaderas, chupetes, noches en vela y de no poder nunca más estar solos un rato. Dos continentes a la 67
deriva, alejándose uno del otro. Sufro por ella, por mí, por nosotros. Parece que desde que nacieron pasaron ya diez largos años. Pero no, solo ha pasado menos de un año. No logro disfrutarlos a ellos como lo hice con él. Llego a casa, percibo esto y lo lamento mucho. Lo siento injusto para todos y nuevamente se dispara la culpa. Son tan hermosos, me sonríen, se me acercan gateando, me buscan, pero no me encuentran. No lo soporto, me rompe el corazón. No sé qué hacer, siento el cuerpo entumecido y la mente agotada. Estoy oculto tras una cara de áspera apatía, con el fastidio crecido, con labios incapaces de sonreír siquiera. Incapaz de demostrar el afecto que mi corazón siente. Lo que siento por las noches tarde cuando los veo dormidos, con sus caritas regordetas. Como sonriendo con los ojos cerrados. Y yo incapaz de sonreír. Antes me la pasaba riendo a carcajadas por cualquier pavada. Ahora siento que se me atraganta y mi risa es solo un espasmo que se pierde en la comisura de mis labios. A ella no logro verla y eso me desespera. Únicamente veo una mujer agobiada. No se parece a la de siempre. Antes, pura jovialidad y sonrisas. Ahora, una diluida sombra de quien supo ser. ¿Puedo ser tan idiota? ¿Qué pretendo? Luego de un embarazo que puso a prueba todo su ser hasta el extremo, su mente y su espíritu. Recuerdo que la presioné para que deje de trabajar porque a los cinco meses parecía que explotaría. Nos preguntaban si estaba por dar a luz. Contestábamos que no, cansados de tanto repetirlo. “...está de cinco meses, es que son dos, son mellizos...”. “Mellizos”, una palabra a la que nunca le había prestado mucha atención hasta que fue parte de mi vida. Como tantas palabras perdidas en el universo. No las avistamos hasta que entran y caen con gran peso en nuestro mundo. Luego se hacen parte de nosotros y aprendemos a convivir con el cráter que dejan en nuestra existencia. Son esas palabras que nombran nuestras experiencias más reales y brutales. Las que nos marcan y no pueden pasar desapercibidas. Son también las más entrañables e imposible vivir sin ellas luego de conocerlas. Llego a casa luego de un día difícil, semanas eternas, meses imposibles. Pero esta vez es distinto. No logro abrir la puerta y me quedo afuera, del otro lado en el frío de la entrada. No puedo entrar, se me hace un nudo en la garganta, una extraña lucidez me embarga. Siento todo en ruinas, me siento solo, egoísta e inhumano. Me falta el aire, no logro respirar, siento lágrimas que caen de mis ojos. Llega el pánico, me oprime el pecho y me paraliza. Todo me da vueltas, caigo y pierdo el sentido. Es de noche y estoy en una casa abandonada. Todo está vacío y viejo. Los muebles arruinados y descascaradas las paredes. Siento el frío viento que entra por las ventanas con sus vidrios rotos. La casa es vieja pero en un rincón hay pilas de ladrillos y vigas amontonadas. Recorro la casa en busca de alguien, pero estoy solo. El frío me 68
hiela la sangre. Subo por gastados escalones. Las habitaciones en la planta alta también están vacías. En las paredes, viejas fotos arruinadas. Son de una familia que parece muy feliz. Hay tres niños, dos de ellos parecidos pero no iguales, como mis hijos. Recién la reconozco en ese momento. Es mi casa por la que camino esa noche, pero otra versión de ella, como si hubieran pasado muchos años, como si apenas se pareciera. Veo las camas de mis hijos vacías. Algo me oprime de forma brutal. Vuelvo a sentir el dolor en el pecho. Despierto y escucho voces lejanas en la oscuridad. No sé donde estoy y no puedo ver nada. De a poco logro distinguir algo. Luego es un brillo que me lastima los ojos. El eco de voces que se acercan a mí. Alguien me tiene aferrado de la mano. Estoy recostado, pero no sé dónde. Un rostro se me acerca, está borroso, no logro identificarlo. De a poco se aclara, es el rostro de un hombre que no conozco. Mueve los labios pero lo escucho lejano. Sus palabras llegan de a poco, creo que repite siempre lo mismo, casi leo sus labios antes de saber qué dice. Me pregunta si puedo escucharlo. Apenas entiendo y asiento. Solo logro mover la cabeza, el resto del cuerpo no lo siento, únicamente mi mano que sigue aferrada. Me duermo nuevamente. Despierto y estoy en casa, acostado en el sofá, quien me habla es un médico, logro ver el reflejo de las luces de una ambulancia en la calle. Ella está aferrada a mi mano. Me dice que me encontró desmayado en la entrada, que casi muere del susto. Me entró como pudo sin saber de dónde sacó las fuerzas. Me dice que me creyó muerto y se desata en lágrimas. Llora desconsolada y apoya su rostro en mi pecho. Me intento levantar para abrazarla pero no puedo. Entonces la abrazo así como estoy, tirado en el sofá y la aprieto contra mi pecho y también lloro. El médico deja una receta, consejos y se marcha en silencio. Los dos juntos acurrucados en el sillón somos apenas lágrimas y congoja. En ese momento siento que la veo, está nuevamente junto a mí y el abismo desaparece. Nos miramos a los ojos y de las lágrimas surge la risa. Una irracional por simplemente sabernos vivos. De entender que ya lo superaremos todo. Que podremos por más que en otros momentos no lo creamos posible. Le pregunto por los chicos, me dice que ya están los tres durmiendo. Le seco las lágrimas que corren por su carita sonriente. Me doy cuenta que logro reír. Mi risa ya no es más un espasmo que se pierde en la comisura de mis labios.
DAMIÁN GUSTAVO FURFURO
Argentina
Página web: https://cavernasdecristal.blogspot.com / Twitter: https://twitter.com/damianfurfuro
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lla cruzó el puente que la llevó lejos de aquella casa. Encerrada en las miserias de mendigar amor. Corrió fuerte hasta que se encontró en la otra orilla. Allí podía ver su reflejo en el lago. ¿Algo había cambiado o eran ideas de ella? Más nunca volvería la vista atrás, le había costado mucho salir de ella misma. Andaría mucho hasta encontrarse. De eso no tenía duda, pero el mejor viaje es el que se realiza al encuentro de uno mismo. Rememoraba las veces que no se atrevió a cruzar ese puente. Una vez que lo hizo, ya no le pareció tan difícil. Los pasos no aminoraban la ansiedad, pero esta ansiedad era diferente. Era una ansiedad por conocer el futuro. A medida que avanzaba, los pasos eran más fuertes y seguros. Pensó que parecía como cuando uno aprende a caminar. Al principio con inseguridad, pero a medida que sus músculos se hacían con el diario caminar, caminaba más segura. Ya quedaría pensar lo que vendría después. Escuchó una voz detrás de ella. ¿Alguien la estaba llamando, o era el pasado que le gritaba que regresara? Decidió no hacerle caso. Ya no voltearía, tenía que seguir hacia delante o si no la seguridad que ahora experimentaba, se iría. Se juro a sí misma que nunca más caminaría detrás de nadie. Persiguiendo o acompañando los sueños de alguien más. Ella era la única que podía decidir su camino.
MARÍA GABRIELA BRAZÓN HERNÁNDEZ
Venezuela
Twitter: @marelaga Instagram: @marelaga Tumblr: https://www.tumblr.com/blog/marelaga
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(…) Yo tengo una palabra en la garganta y no la suelto y no me libro de ella aunque me empuje su empellón de sangre. Gabriela Mistral
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iempre hubo otra Rosa Luna latiendo tras su mascarita de niña ingenua. La de verdad se asomaba a veces detrás de los lentes que corregían su astigmatismo. Con la primera me hice amiga desde el primer año de pedagogía en la universidad. Éramos distintas, yo no hacía ningún esfuerzo para acoplarme a su estado casi siempre festivo, y ella no se incomodaba por mis silencios. La única afinidad consistía en no contarnos detalles de nuestra respectiva intimidad. Durante un tiempo el más cercano a nosotras fue Walton, compañero de curso, pero lo dejamos sin querer en la orilla de los amigos ocasionales. Su carácter explosivo, y su facilidad para hablar de cualquier tema lo acercaban mejor a los varones. Era notorio su liderazgo en el grupo más audaz, temido y bebedor de la carrera de pedagogía. Casi no lo veíamos, pero sabíamos que donde explosionaban las ruidosas carcajadas de Los Corsarios celebrando chistes picantes, o andanzas amorosas de las que hacían alarde, estaba él. Fue al segundo año cursado que Rosa puso sus ojos en Leo, otro estudiante de pedagogía. Sí, era alto, muy atlético, en contraste con su trato muy dulce. Una fiesta universitaria hizo posible los besos que vi entre los dos desde lejos. Ya éramos tres los amigos del mismo nivel compartiendo las mismas materias en clases, en la casa de Rosa o en la mía. Inevitable que saliéramos a divertirnos cada sábado. Leo, formal y protector, dejaba a Rosa en la puerta del edificio donde vivía a la hora que imponían sus papás, quebrantada alguna vez casi siempre por ella, riendo por decirlo así. Después de esperar a que nuestra amiga subiera por el pasillo caracol rumbo al cuarto piso hasta su departamento, él me embarcaba en cualquier cosa de cuatro ruedas con chofer, algo normal que me condujera hasta el umbral de mi casa. Era típico que nos vieran a los tres en el café de la universidad, nuestro punto fijo entre una clase y otra. Ellos, riendo mucho, yo mirando a cualquier parte, echada, contra la pared, como cansada de mis asuntos personales que no comentaba con Rosa, menos con Leo. Por las mañanas nos tendíamos sobre las áreas verdes de la universidad, hablando mucho, y a veces no, imbuidos cada uno en los espacios que no dejábamos ver. Siempre alerta, mi ojo atento captó en el aire una pizca de inquietud que huyó de la mirada de Leo. Sin desatender a Rosa, sus ojos buscaban a alguien. El brillo de sus pupilas fue tragado por el hoyo negro del instante en que Leo fue de nuevo él mismo, mirando con terneza a Rosa. Decenas de estudiantes saliendo o entrando a las salas y circulando los pasillos me impidieron visualizar quién había llamado su atención. Pero percibió que advertí la fugacidad de un comportamiento que 73
él quería ocultar. —Quiero un refresco —dije, y nos fuimos al café. Leo me lanzó una sonrisa clasificada de su desván secreto, besando a Rosa con intensidad. Comenzó a inquietarme que fuéramos tres. Leo no me desagradaba y sé que mi presencia llamaba la atención a simple vista. Y él no se restaba. Rubia por química, alta y voluptuosa por genética, toda yo era carne visible piropeada por groserías de todo orden en la calle, a las que no concedía ninguna importancia porque ni siquiera me molestaba en oírlas. Lo invisible para todos y angustiante para mí era mi infinita tristeza. —¿Hasta cuándo estarás solita…? —me dijo Leo una vez, susurrando en mi oído, casi pegado a mi espalda. —No te importa —le contesté ácida, molesta por su manifiesta proximidad y me alejé. La presencia de Rosa hacía menos evidente mi aspereza con su amorcito, hasta que hizo evidente su cambio de actitud conmigo. Ya no reía como en nuestros días de amistad sin Leo y la noté distante. Eran una obviedad sus celos. Para no perderla ni perdernos fue Leo quién sugirió invitáramos a Walton a participar con nosotros. Fue un acierto. Un sábado de luna nueva éramos cuatro en la disco, con un repentino interés de Rosa por el nuevo componente del grupo. Sonreí burlona mirando a Leo. Él contestó con un gesto indescifrable. Además del inglés, a todos nos gustaba el rock. Rosa y yo, solas, disfrutábamos de Led Zeppelin y Pink Floyd. Leo y Walton preferían a Judas Priest. La preferencia por Queen era compartida por los cuatro. Razones para que nuestra fonética fuese mejor solo por cantar con exagerada pronunciación letras de canciones de esos grupos. Displásico, Walton contrastaba con el tipo morfológico de Leo. Una ligera pancita era disimulada por una camisa a cuadros arremangada, sin abrochar, sobre su polera con la estampa de un ángel alado, portada del disco de Judas, Sad Wings of Destiny. Lo coronaba el pelo tieso que armonizaba con el gesto pícaro de su cara. —¡Jamás me enamoraría de usted, Sir! —le decía yo mientras bailábamos. —Soy aséptico: no beso bigotudas —fue la primera de muchas patochadas que me provocaban sonreír, mientras Rosa y Leo no zafaban del nudo gordiano de su abrazo. En ocasiones, solíamos juntarnos en mi casa a conversar temas serios, amenizando con varias cervezas, hasta que ellos se iban. No sabía si al dejar a Rosa en el portal de su edificio se marchaban a sus respectivas casas, o a otro lugar. Nunca les pregunté, pero yo jugaba con las opciones. Un domingo muy temprano llamó a mi casa la madre de Walton, pidiendo 74
hablar con él. Podía delatarlo, pero le dije muy amable que ya se había ido. —No voy a mentirle a tu madre la próxima vez. ¿En qué andas? —le dije el lunes en clases. —¡Asuntos, amiga! Ella sabe que me quedo en la pieza de tu hermano. ¡Por favor no me desmientas! —suplicó. Y así encubrí varios deslices que él prefería no contarme. Cuando Leo se enteró de estos detalles, solo dijo, sin mirarnos, que él no sabía nada. Era evidente que Walton hacía más largas las noches del fin de semana. Pero eso no afectó su excelente rendimiento, ni su manejo del idioma. Un día preparábamos nuestra fonética, Walton leía en voz alta los cuentos de Shakespeare en los jardines de la universidad, echados en el césped los cuatro, de par en par y frente a frente, con nuestras cabezas muy próximas. De pronto quedamos en silencio y solo hicimos mirarnos, indagando cada uno el gesto revelador de misterios del otro. Me paré molesta por la actitud de Leo conmigo, molesta por la de Rosa con Walton, y lo dejamos ahí. Un sábado cualquiera que decidieron salir los tres, yo no acepté y me quedé en casa. Al día siguiente me enteré por Leo que había discutido con Rosa Luna y que ella había optado por retirarse con Walton, dejándolo solo, y entonces él terminó bebiendo en un bar con unos amigos de por ahí. Dijo que se había dado el tiempo de llamar a las casas del parcito a las tres de la madrugada, y que ninguno contestó. A las siete de la mañana sí tuvo somnolienta respuesta. De ambos, y para colmo, molestos con él por andar indagando. —Más de dos horas… solos —dijo con voz ronca de rabia. Argumenté que, quizás ellos habían ido a otro sitio a conversar. —Conozco a Walton —contestó Leo, y no hablamos más del tema. El lunes obviamos el asunto, Rosa parecía flotar en su propia luna y en su divagar se le encendían las mejillas. No disimulaba su irritante felicidad. Leo fulminaba a Walton con la mirada, y este la sostenía con provocador cinismo. A pesar de la tensión fuimos al café, desplazando el magnetismo insano que nos atraía, instalado en nuestro pulso grupal. Por una voluntad ajena a nosotras, los rivales faltaron a las últimas horas del jueves. Fue un beneficio respirar el aire sin ellos, aunque no hayamos cruzado palabra con mi amiga. Solo estábamos en clases. Juntas, sin mirarnos, yo preguntándome cuál era mi cuota de culpa en el enredo de los tres. Sin acuerdo aparente, los tres obviaron el asunto, y volvimos al café, a los jardines, echados, masticando ramas, volvimos a las chelas en mi casa y los sábados a bailar en alguna fiesta de los amigos o en algún sucucho, con poca plata para gastar. 75
Esta vez fue un viernes cuando salimos a un local barato. Algo difuso flotaba sobre nosotros, siempre mirándonos para verificar oscuridades bajo la tenue luz del recinto, denso del humo y olor a cigarrillos. Walton se acercó. —Oye, deja atrás todo tu drama… intenta volver a vivir —me dijo en tono cómplice. Pocos sabían del suicidio de mi novio en Lima, de una carta suya culpándome. —Algún día —fue todo lo que dije al respecto. Me alivió compartir la caída de ese velo culposo que me volvía ausente en cualquier lugar donde estuviera. Pensando siempre en cómo hubiese podido enmendar los errores que activaron la mano suicida de mi novio en el barrio de Miraflores, en Lima. Con nuestros nombres escritos en los diarios. Rodeábamos una mesita pequeña con mantel, bajo esporádicos golpes de luz ultravioleta que imprimía violenta brillantez al blanco de los ojos, y a la sonrisa imperdible de Walton. Por discordias recientes Rosa Luna se sentó frente a Leo y a mi lado. Ambas enfrentábamos al par de amigos. Me di cuenta que el reloj de mi amiga se deslizaba de su muñeca para caer al suelo. Me agaché, luego ella, y ambas de inmediato dimos con la maquinaria en la semioscuridad bajo el tablero. Noté que Walton se había quitado un zapato. Deduje un juego audaz en ese espacio, una complicidad subterránea a la pantomima sobre la mesa. Al coger el reloj, vi en el gesto de ella el dominio que solía autoimponerse cuando se desbordaba de risa o de ira. Pero aún sonreía cuando ascendimos, a un tiempo, las dos. Fue cuestión de segundos, nada más. En los instantes siguientes solo me preocupó de mi amiga su enorme desconcierto. Parecía ahogada en ese escondite lioso de niebla, humores, y luz mezquina. Se quitó los lentes, y su mirada vaga tuvo un brillo ceniza bajo el iluminador de efectos. Me pidió retirarnos. Walton no reaccionó. Leo se paró confundido, para seguirla. —Quédate —le ordenó ella, y salimos. Ambas caminábamos a trancos largos, en silencio. Al llegar a los edificios donde vivía no se despidió de mí. Solo me miró con injusto rencor, dio la vuelta y se fue, arrastrando su malestar ascendente por el pasillo caracol del inmueble. Una mañana, sola en el café pensé en que los cuatro nunca encaramos nuestras dudas, y optamos por callar. No le dije nunca a Leo que descubrí a quién retuvo en su retina una mañana de búsqueda con sus ojos. No volvimos a salir, ni a estudiar juntos. Rosa se marginó sin texto aclaratorio. Walton fue otra vez parte de Los Corsarios, y Leo se mantuvo lejos, sin preguntar nada. Como grupo ya éramos lengua muerta. El nunca más temporal fue definitivo cuando abandoné el país, llevando 76
conmigo mis cargas de conciencia, preguntándome si eran tales las de mis amigos. Un reloj pulsera fue punta del ambiguo madejón, un reloj del que vertieron las horas rosas del tiempo de Rosa Luna. En esa noche de asombro y tugurio con luna de cuatro menguante, nos sacudió la visión de Walton y Leo, sorprendidos por nosotras en el instante en que no resistieron el impulso de morderse, el uno al otro, en la intensa fugacidad de un beso.
VANESSA MARTÍNEZ EMMA
Chilena nacida en La Paz, Bolivia
Facebook:Vanessa Martínez Emma Blog: micasaconmurosyescalerasdepapel.blogspot.cl
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esviándose de los caminos que cruzan el condado, tomó por el atajo y se internó en el bosque. Su fiel osezno lo guiaba en vuelo rasante. Más allá de las primeras vertientes, descendió hacia la izquierda, y apeándose de su bisonte miró en derredor por si encontraba alguna huella. Desembarazándose de su carcaj bruñido, de su daga de rica empuñadura y de su apreciada mandolina, se desprendió la capa de ricos detalles en marabú y, preparando la jofaina, acicaló su figura procurando borrar los efectos del camino. Se quitó los botines para no hacer ruido y se adentró en la espesura. Un mundo de musgos y de helechos dificultaba el trayecto. La penumbra, a veces, agigantaba la ansiedad por el encuentro. Avanzó cuidadosamente. Era sabedor, de todos modos, que las historias de príncipes y princesas tienen final feliz en todos los cuentos. Caminó orientado por el canto del verderón y a la vuelta de un abeto halló la cérvida presencia. Era sabedor, también, que en las historias de príncipes y princesas hay presencias encantadas que dan muy buenas sorpresas. Se detuvo a observar la juvenil figura que pastaba. Vio los ágiles remos, la piel lustrosa, la firme alzada. Sopesó las aventuras y desventuras que traería el eventual futuro. Eligió aguardar silente y expectante. El cervato se acercó. Observó la grácil figura, la esbeltez del porte, la redondez del tórax, la flexibilidad de los brazos, la estrecha cintura y la ductilidad de las piernas. El príncipe observó el acercamiento del cervato. Vio como colocándose en dos patas recorrió con sus manos la redondez de sus hombros. Sintió el descender de esas manos, suavemente, y la manera como, con cierta gracia, iban desprendiendo la botonadura de su jubón escarlata. Vio la hombría de su pecho quedar al descubierto. Sintió las manos llegar hasta la línea de sus calzas y vio como el cervato detuvo su mirada en la notaria aptitud de la sección pubiana. Mientras el príncipe azorado vivía este milagro, la cérvida presencia se fue mudando y quedó convertido en un fuerte mancebo en plena cúspide de inexperta adolescencia. El príncipe levemente retrocedió. El joven se le quedó mirando. Ahí fue cuando el príncipe volvió a recordar que en las historias de príncipes y princesas las presencias mágicas suelen acarrear innúmeras sorpresas. El verderón seguía cantando. El mundo de musgos y de helechos continuaba acechando. En alguna parte el bisonte aguardaba junto a la jofaina, al carcaj bruñido, a la capa con marabú, a la daga de rica empuñadura, a la apreciada mandolina y a los botines desabotinados. También el fiel osezno aguardaba para volver a remontar vuelo y guiar a su amo a la feliz morada. 79
El joven mancebo se inclinó y con acento provenzal pronunció estas escasas palabras: soy a vos señor, para lo que gustéis. El príncipe lo miró y, en acotado flamenco respondió: ya conozco el cuento.
RICARDO BUGARÍN
Argentina
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l despertar era pura como un espejismo. Maravillaban las cumbres heladas de los montes que rodeaban la ciudad, el tono violeta del amanecer extendiéndose por todo el firmamento y los pájaros hambrientos esparciendo su reclamo entre las copas de los árboles. Sentíamos, no obstante, que en nuestro interior se agitaba inquietud, un temor de que todo estaba a punto de cambiar. Pasado el medio día, las presunciones se confirmaban y los aguaceros asentaban sus pies rotundos barrio por barrio, casillero por casillero, en ese fenomenal damero que era Quito en el 2018. Si el aguacero demoraba, tomaba su lugar un sol albino que nos cazaba las corneas para asediarlas. En la noche, en cambio, la neblina resurgía de las quebradas para colarse en el pecho. Para 2048, la inestabilidad climática sobrepasó toda medición, en el mundo entero tempestades poderosísimas, microveranos ardientes y episodios catastróficos le quitaron al hombre la posibilidad de seguir al mando del planeta. El clima es el nuevo amo, un dictador sádico y eterno. Es difícil de creer pero, en este planeta de campos fundidos y desiertos, soy feliz gracias a Mariel. Tenemos toda la ciudad para nosotros, somos los últimos seres humanos en esta ciudad. Permítanme recordarla: la conocí en la Facultad y nos gustamos enseguida. Era estudiante de meteorología, una belleza de cabellos oscuros con la que todos los novatos soñábamos. Mi estrategia fue fijarme primero en los libros y luego en sus piernas. Funcionó. Nos casamos al poco tiempo de finalizar los estudios. Desde entonces hemos monitoreado a diario la era de la inestabilidad como los científicos han bautizado a estos días. “Hoy se esperan cielos nublados, no olvide su paraguas” repitió el antiguo aparato meteorológico colocado a la entrada de nuestra estación climatológica, ubicada en un punto alto de la ciudad. Allí también está el planetario, donde todavía proyectamos películas viejas. Terminada la proyección nos abrazamos y seguimos varios minutos en silencio con las luces apagadas, luego, nos cubrimos con trajes de keblar y caminamos hacia la habitación, a la que accedemos luego de una extensa explanada. La penúltima noche juntos fue inolvidable, apenas unos sobresaltos por la helada. Poco después se desató una tormenta eléctrica que reactivó algunos viejos incendios en la ciudad. Hoy, en cambio, Mariel parece otra. Se quedó en silencio largo minutos observando la pantalla en la que una luz roja late intermitente. Cuando entra en esos estados, (ha pasado antes), me remito a contabilizar los momentos felices del pasado. Debo esperar varios días hasta que vuelva a hablar conmigo. Es lo único que
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puedo hacer, aguantar que amaine su tormenta interna. Mariel mantenía el gesto ausente de los últimos días. No nos vimos a la hora del almuerzo, quedamos en encontrarnos en el Planetario. Sentada junto a mí se puso a hablar entre sollozos: te has fijado en lo serena que es la luna —dijo—, mientras en la opaca pantalla cóncava se desarrollaba un capítulo de Cosmos de Carl Sagan. En la película, una cápsula espacial recorría los cráteres hasta descender en la superficie. De repente Mariel se levantó y comenzó a quitarse la ropa, pensé que se preparaba para colocarse el traje protector, pero me equivoqué. Giró la perilla de la puerta principal y, completamente desnuda, atravesó la explanada desafiando a la intemperie, era un bloque de hielo hiriendo la noche. Justo en ese momento el cielo se encapotó y apareció una terrible tormenta eléctrica, las más fuerte de todas. Mariel, muy lentamente, se acostó sobre el descampado, mientras una multitud de centellas hirvientes la rodeaba. Desde la torre de observación la seguí sin ánimo alguno. El cielo se disponía a cerrar su ritual de muerte en cualquier momento. Apagué los equipos, aseguré las puertas y me dirigí a mis aposentos como cualquier otro día. Antes de cerrar los ojos escribí en la bitácora: el amor es la única fuerza más cambiante que el clima.
JUAN CARLOS CABEZAS AGUILAR
Ecuador
Twitter: @liberjuan Facebook: Juan Carlos Cabezas Aguilar
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l hombre apoyaba sus codos sobre una vieja mesa de madera: era madera noble, gruesa, con manchas de centenares de derrames involuntarios, apenas escondidos por un cuadrado de hule también ajado y de difusos colores. Los brazos sostenían un rostro arrugado, tapado en parte por una barba blanca, descuidada, con pelos en guardia. Los ojos miraban por la ventana de seis vidrios repartidos. El ayudante de cocina trajo una taza grande, llena de té, apoyada sobre un plato que alguna vez fue blanco y ahora estaba surcado de venas grises; Antonio agregó azúcar y revolvió. Era azúcar de remolacha, de la única fábrica que todavía funcionaba. Un automóvil se detuvo cerca de la puerta del bar. Bajaron dos mujeres de mediana edad, alrededor de los cincuenta, por su fisonomía. Entraron. Sus movimientos eran lentos, estaban desorientadas. Miraron y miraron descartando al viejo solitario, pero como no había nadie más, terminaron por acercarse. Se presentaron: Irene y María, hermanas de Marcos. Se sentaron, guardaron sus guantes y esperaron. El pago por la información, primero, —dijo Antonio, recorriendo las figuras tiesas que se acomodaron para escucharlo—. Son mis viáticos, el viaje es largo. Irene retiró un sobre de su cartera y se lo entregó. Antonio rasgó el papel, contó los billetes y guardó todo en un bolsillo interno del saco. Terminó de tomar el té, como si ese tiempo le fuera necesario para traer los recuerdos sobre la mesa. Marcos fue amigo de mi hijo Pablo, jugaban juntos, eso lo saben, — comenzó—. La guerra nos zarandeó de lo lindo. Muchos terminaron muertos y los restantes, desparramados dónde hubiera trabajo y reconstrucción. Nos quedamos en Cracovia. Marcos vivió con nosotros durante dos años, ahorró lo que pudo y emigró a la Argentina. Se escribieron un tiempo, después se perdió el contacto, quizás porque las cartas se perdían o la vida pedía demasiado. Hace un mes, Pablo lo encontró en internet, algo así como el Face. Se contaron cosas y entre ellas intercambiaron mails y con ellos vino la dirección. Eso es lo que quiero, la dirección de mail y el lugar dónde vive —dijo María. ¿Señoras, una taza de café, una medida de licor de nuez de la casa? —ofreció el dueño. Sí, traiga todo. Hace mucho frío y no veo madera encendida ni en la chimenea ni en la salamandra. ¿Acaso son piezas decorativas? —protestó María. Todavía no es la época, quedan hojas en los árboles, el sol todavía brilla —se 85
defendió el hombre. Antonio le alcanzó una hoja, prolijamente redactada por una computadora, donde figuraban los datos pedidos. Esperó que lo leyeran y se despidió: El tren pasa en media hora, no lo puedo perder. Mis saludos a vuestra madre. Que tengan buenas tardes. Irene, mañana le pido a mi hija que le escriba. En cuanto conteste, madre viaja a la Argentina. Es justo que él se haga cargo un tiempo, yo no la soporto, y vos, claro, no tenés lugar en ese departamento en que vivís. Justina acababa de cumplir setenta años. Ya no trabajaba en la cocina del Restaurant. Cuando murió su marido, las hijas lo vendieron. Irene se compró una propiedad, María un local comercial en el centro, en el que trabajaba con su hija. Justina pasaba mucho tiempo sola en la casa familiar. Ahora tenía una habitación pequeña, con una cama para ella al lado de la mesa de luz con varios libros apilados. Leía sobre historias de amor, disfrutaba en las páginas, de las montañas, los bosques, el mar, el sabor de los besos, la emoción de los abrazos y la ternura de las palabras, que nunca conoció. Sus padres arreglaron el casamiento para quedarse con una granja que en parte proveía al Restaurant. Eran muy trabajadores, pero rústicos, disciplinados, duros y en su adultez se volvieron avaros. Su hija no conoció otra cosa que la cocina y el maltrato sistemático del marido, del que nacieron tres hijos. A los nietos les dejaron sus pertenencias y sus ahorros antes de morir. Ella se alegró, pero la felicidad no se compra. Las hijas viajaron por el país y también por el extranjero, hasta que el dinero se terminó. Volvieron las quejas y el malhumor. Después de un mes de correspondencia virtual, María le comunicó a su madre: En una semana viajás a Buenos Aires, Argentina. Marcos te va a estar esperando. No entiendo qué estás diciendo. ¿Saben dónde está Marcos? ¡Qué alegría! Que venga él y esto será una fiesta. No, mamá, él no puede dejar su trabajo. Está de acuerdo en recibirte. Le vas a llevar un dinero, de parte de tus padres. Podés gastar algo a cuenta, en lo que quieras. Dicen que todo es barato allá. María, no conozco el idioma. Me asusta un viaje tan largo. ¿Si alguna de ustedes me acompaña? Ni pensarlo, no se hable más del asunto. Mañana te ayudo a preparar la valija. 86
Te compré una pequeña con rueditas. No vas a tener problema. Te acompañamos hasta el aeropuerto y Marcos te va a buscar. Justina se sentó delante del televisor. Bajó la cabeza resignada. ¿Marcos se acordaría de ella? Últimamente la memoria le jugaba malas pasadas, ella no se acordaba de él. No quería ese viaje, estaba tranquila en su habitación. Apenas arrastraba los pies. Le dolía el desamparo, las órdenes, primero de su marido, ahora de sus hijas. En el avión se sintió desorientada, hablaban alemán e inglés, no entendía una palabra. Después del aterrizaje siguió a la fila de personas. Le sellaron el pasaporte en Migraciones. Siguió flechas con el dibujo de una valija. Llegó a la zona de cintas transportadoras de equipaje. Se acercó a una, rodeada de muchas personas y se quedó esperando. ¿Esperando qué? No se acordaba cómo era su valija. Apenas la había visto. Quedaban dos dando vueltas. No se decidía. Un agente le pidió el pasaje y con el comprobante sacó la suya. Era muy tarde. Caminó hasta la salida, deseosa de encontrarse con su hijo. En el amplio salón quedaban muy pocas personas. Se sentó a esperarlo y todo se volvió negro. Cuando volvió en sí, el reloj de pared marcaba las cuatro de la mañana. Otro agente le preguntó algo que no entendió. Se levantó y se dejó acompañar hasta la puerta. Comenzaba el movimiento para los vuelos de la mañana. Volvió a entrar y a sentarse en otro lado. Vio al agente regresando por un pasillo. La invadió el pánico. No tenía que estar allí. Tomó su bolso y volvió a salir. Quizás su hijo la esperaba más adelante. Caminó y caminó hasta que se encontró al costado de una avenida, bordeada de árboles. Empezaba a amanecer. Los autos pasaban a su lado. Nadie la incomodaba. Pasó por debajo de un puente importante. Siguió y siguió hasta que no pudo más. Se recostó debajo de un árbol y volvió a perder el conocimiento. Un buscavidas la encontró, abrió su bolso y le robó el dinero. El cuerpo parecía sin vida. El segundo ACV fue fatal. El hombre la arrastró hasta el borde de una zanja, con agua de lluvia, empujó el cuerpo y se fue. —Marcos, ¿Hoy no llegaba tu vieja? —preguntó Leticia—. Son las diez de la mañana. —Dejame dormir, ella tiene la dirección. Seguramente el vuelo se atrasó. Ya tendrá tiempo de jodernos la vida.
YOLANDA SA
Argentina
Facebook: Yolanda SA Blog: yolanda-sa.blogspot.com.ar 87
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o sabía dónde ir, dónde encontrar consuelo. Cargaba sobre mis espaldas el peso del mayor desencanto de mi vida y necesitaba huir para borrar su imagen, olvidar sus besos, sus caricias, la forma en que hacíamos el amor. Empecé a recorrer las calles nevadas y el intenso frío me llevó a protegerme en un cine. Entré sin mirar el título de la película que proyectarían. Se apagaron las luces, se encendió la pantalla y ahí, frente a mis ojos refulgió el título: “Las brujas de Eastwick”. Inmediatamente quedé paralizada, fue la primer película que vimos juntos diez años atrás. Recuerdo, a la salida del cine, fuimos a su casa, cenamos a la luz de las velas, después me condujo al dormitorio, encendió el tocadiscos, puso la banda de sonido del film y me empezó a desvestir. Sus labios fueron el arco y mi cuerpo el violín. Con el crescendo de la música llegamos al éxtasis; a partir de ese día esa melodía siempre acompañó nuestra pasión y se convirtió en un himno de placer y lujuria. Sí, se me eriza la piel y una corriente eléctrica recorre mi columna cuando lo rememoro. Me quise concentrar en la cinta pero empecé a temblar, a vivir la película de mi vida. ¿Quién condujo mis pasos a esa sala? ¿Por qué daban justo ese film? No pude continuar viéndola, me levanté sin hacer ruido y en puntillas me apresuré a la salida y la música corrió a mi lado y se mezcló con los gritos de los actores y la música, esa música... Noté que la llevaba incorporada dentro de mí, que mi mente la tarareaba. Sentí la necesidad de escucharla muchas veces, de introducirme en ella, de vibrar al son. Caminaba sin rumbo cuando a lo lejos, sobre la mano de enfrente divisé un cartel que anunciaba la presencia de una disquería, “Vértice musical”; la misma acrecentaba años de trayectoria. Era un viejo escaparate donde se podían conseguir temas de colección, discos antiguos y piezas únicas. Crucé la calle sorteando los vehículos y cuando iba a ingresar, un gato negro se me cruzó entre las piernas, me clavó sus verdes ojos y lanzó un maullido. Para mí no fue un mal augurio, todo lo contrario. “Todo tiene que ver con todo”, —me dije—; las brujas, la música, el gato, recreaban sin querer el laberinto oscuro al que me había lanzado la ruptura, el engaño, la comprobación del desamor. Un viejecillo con anteojos de marco de plata se acercó, me sonrió y me preguntó qué buscaba. Cuando le mencioné la banda sonora, me miró con curiosidad y en cierta manera hasta esbozó un gesto de perplejidad. 89
—Nunca se dio, —me dijo— que en un mismo día, dos veces pasara por mis manos el mismo disco. Cuando le manifesté que no entendía, me contó que a la mañana temprano había entrado un hombre joven, aparentemente entrado en copas y que le había vendido ese long play, pues, aducía le traía malos recuerdos. Ahora era yo quien lo tenía en mis manos para revivir la vieja pasión. Reconocí la carátula en cuanto la vi, es más, en un ángulo conservaba el corazón que yo había dibujado con el nombre de ambos. Salí de la disquería con el convencimiento de que no existían las casualidades. Ingresé a mi departamento ya con el anochecer encima pero no encendí las luces, no haría falta, me acerqué al centro musical, puse el disco con el volumen al máximo y me acosté a escuchar los violines, mi cuerpo empezó a temblar.
CLARA GONOROWKY
Argentina
Blog: http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com.ar/
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n el mundo de Minoture solo existía una raza gobernante desde que los seres inteligentes que lo poblaban tenían uso de razón: la de los minotauros. Este mundo era tan verde como el manto de profundas selvas que lo vestía, y había miles de tribus de minotauros diseminadas por su vasta tierra, conviviendo entre sí durante épocas que bien podían variar entre una profunda armonía y los más hostiles enfrentamientos. Por encima de todo eran una raza guerrera, pero también poseían una virtud que les había permitido evolucionar y hacerse con la supremacía del mundo: la imaginación. Rayo de Luna era un minotauro joven. Sus padres, Noche Ventosa (el líder de su tribu) y su esposa consorte, Luz del Crepúsculo, habían acordado con el gran Chamán ponerle ese nombre porque la noche en que nació la luna estaba llena y emitía un resplandor que iluminaba el bosque como si fuera de día. Tenía apenas veinte años, lo cual, teniendo en cuenta que la esperanza de vida de estas criaturas rondaba el medio milenio, le convertía en apenas un bebé. Aunque un bebé a todas luces corpulento e imponente, como su padre, con sus dos cuernos largos y afilados, y heredero de la aguda inteligencia de su madre que le hacía merecedor del respeto de sus allegados a pesar de su corta edad. Al joven Rayo de Luna le gustaba tocar la flauta en las noches calmadas, cuando no hacía viento y el cielo estaba despejado, y se encontraba cara a cara con aquella diosa brillante que pendía en las alturas y a quien le debía su nombre. Se encontraba con la luna en el claro que había a poca distancia de la aldea y le arrancaba las notas al instrumento de madera cuando todos dormían, pues su mente era inquieta y su juventud le hacía adolecer de una energía casi incontenible que le mantenía en estado de vigilia durante más horas que a sus astados congéneres. Una noche, cuando acababa de sentarse sobre su roca habitual escogida para este fin, escuchó unos pasos aproximándose entre la maleza. Aún no había tenido tiempo de llevarse la flauta a la boca y este sonido le sorprendió, ya que nunca había tenido compañía en sus noches de música. Por ahora no podía ver a su misterioso visitante, pues el sonido de pisadas provenía de los árboles que tenía enfrente; no obstante sería cuestión de segundos que el desconocido revelase su identidad. Cuando por fin pudo verle, se detuvo ante él a escasos dos metros de distancia y Rayo de Luna no daba crédito a lo que veía. Tenía aspecto antropomórfico, como él, y también caminaba sobre dos patas. Pero hasta aquí las semejanzas con los minotauros. Carecía de pelaje, salvo una larga melena azabache que le nacía en la cabeza y que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Tampoco poseía cuernos. Sus ojos eran pequeños, al igual que su nariz y su boca. Su 92
complexión, en comparación con la de los de su especie, era delgada, aunque algunos músculos se le marcaban bajo la ropa y en los brazos desnudos. No poseía pezuñas, sino dedos en sus pies, del mismo modo que en las manos. Su piel pálida era el fiel reflejo de la luna, tal vez fuera por este motivo que el minotauro se sintió reconfortado por su presencia misteriosa. Por lo demás, era alto, aunque no tanto como él, por supuesto, y vestía un extraño atuendo muy colorido: una tela azul claro, con botones, envolviéndole el torso y otra, marrón, enfundándole las piernas. A pesar de que en un principio Rayo de Luna no sintió miedo, sí fue presa de una enorme curiosidad, así que no se pudo contener y lanzó la primera pregunta que se le vino a la mente. ¿Quién eres? Nunca había visto un minotauro como tú. Eso es porque no soy un minotauro. Respondió el desconocido con una voz mucho más suave que cualquiera que hubiera escuchado hasta ahora, pues las cuerdas vocales de los hombres-toro tendían a producir sonidos roncos y muy graves Mi nombre es Edgar, y soy un humano. He venido gracias a la música que creas cada noche. Soy un producto de tu imaginación, pero no por ello menos real que los árboles que te rodean o la roca sobre la que estás sentado. ¿Eso quiere decir que eres único? ¿Nadie más sabe que existes? Soy único en tu mente. Pero tal vez no lo sea en el futuro y los demás también puedan verme; por ahora solo tú puedes hacerlo. Edgar es un nombre un poco extraño. ¿Qué significa? El que defiende sus tierras con la lanza. ¡Me gusta! Es buen nombre para un guerrero. Aunque no tienes aspecto de ser un buen guerrero. A decir verdad, estoy seguro de que podría derribarte sin apenas esfuerzo dijo Rayo de Luna, sin poder evitar que se le escapara una breve carcajada. Solo moriré el día que dejes de tocar tu bella música, amigo Rayo de Luna. Entonces vivirás siempre, porque necesito crear música con la misma urgencia con la que todos requieren respirar aire. Siéntate, Edgar. Justo iba a empezar a tocar esta noche. El humano aceptó agradecido la invitación del minotauro, y durante horas estuvo escuchando la música mágica que escapaba de la flauta de madera, interpretada con maestría por el joven minotauro. A partir de aquel momento los miembros de la aldea vieron a Rayo de Luna correr solo por el bosque y mantener animadas conversaciones con algún ser invisible. También se asombraban viéndole lanzar aquellos mugidos roncos y entrecortados a 93
modo de risa típicos de los de su especie, y pronto se originó el rumor de que el hijo de Noche Ventosa estaba siendo víctima de algún tipo de locura o del encantamiento chamánico de alguna tribu enemiga, al fin y al cabo esto podría servir para desestabilizar al líder y convertir a todo el grupo en vulnerable. Como era de esperar, estos rumores no tardaron en llegar a oídos de Noche Ventosa y de Luz del Crepúsculo. Preocupados, fueron a buscarle una noche para hablar con él. Tal y como sospechaban, lo encontraron en su claro de bosque preferido, sentado sobre una roca y tocando la flauta como solo él sabía en la aldea. Dejaron que terminara la delicada melodía, que les recordó a la suave brisa veraniega de esa noche y entonces se acercaron a él. Hijo, ¿cómo estás? le saludó el padre, con el tono más afectuoso del que fue capaz. Rayo de Luna, que no había advertido su presencia, se sobresaltó y se dio la vuelta. Saludos, padre; saludos, madre. Hace una agradable noche, ¿no os parece? preguntó, alegre, pues sin duda no sospechaba el motivo que había traído a sus padres hasta allí, y no se preocupó, a pesar de que nunca antes habían acudido a verle tocar. Es una noche deliciosa, hijo. corroboró Luz del Crepúsculo. Dinos, querido hijo. ¿Con quién hablas últimamente cuando estás en el bosque? Los amigos de la aldea se hacen preguntas; no pueden evitar sentir curiosidad cada vez que te ven hablar solo. ¡No hablo solo, padre! respondió Rayo de Luna, sorprendido Él ya me advirtió de que no le veríais. Su nombre es Edgar, “el que defiende sus tierras con la lanza”. Nunca habíamos oído hablar de él, ¿no es así, amada? Luz del Crepúsculo asintió con la cabeza ¿Es un amigo de otra aldea? Para nada. ¡Es un amigo imaginario! Y es un humano. Ante las palabras de Rayo de Luna, sus padres intercambiaron miradas de desasosiego. Se pusieron rígidos y pálidos (o todo lo pálido que puede llegar a estar un minotauro). Luego rieron. ¿Te refieres al “humano” del que hablan las leyendas, aquel que traerá el fuego a nuestros bosques para hacerlos arder y destruir nuestra especie? inquirió Noche Ventosa, preocupado. No creo que Edgar quiera destruir nuestros bosques. Es mi amigo. 94
Pues te ordeno que olvides a tu amigo, Rayo de Luna. De lo contrario serás portador de desgracia entre nuestros congéneres. Hazlo, o no tendremos más remedio que condenarte al destierro. añadió, esta vez con grave autoridad, Noche Ventosa. Así fue como Rayo de Luna se vio obligado a marcharse de su aldea, ya que ninguno de cuantos la componían querían saber nada de alguien cuya imaginación había dado vida a las terroríficas leyendas del poblado. Pasaron los años y el joven minotauro se convirtió en una criatura adulta. Lo único que no cambió en él fue su maravilloso sentido del arte, aquel que creaba con su flauta de madera. Y la compañía de Edgar, por supuesto. Viajó sin cesar. Por el camino encontró a otros minotauros que también habían visto al humano. Eran, por lo general, minotauros cuya poderosa imaginación sufría la falta de comprensión de los demás habitantes de sus respectivas aldeas. Pero lo que descubrió Rayo de Luna era que estos minotauros habían perdido a su amigo imaginario. Lo recordaban, pero al fin habían perdido la batalla ante el apego artificioso de las costumbres. Eso entristeció a Rayo de Luna. Siguieron pasando los años. Cuando quiso darse cuenta, se encontró una noche sobre un acantilado mirando las estrellas y tocando la flauta. Pero Edgar no acudía. Tampoco lo hizo la noche siguiente, ni la otra. Se preguntó el motivo, hasta que llegó a una aldea a la que de vez en cuando acudía como artista ambulante a cambio de unas monedas. Allí se reencontró con uno de esos minotauros que había visto hacía tiempo, uno de esos que también habían visto al humano. Debes venir a la plaza central. Hay un humano hablando, y todos le escuchan. le dijo y Rayo de Luna se dejó guiar. Efectivamente, al llegar a la plaza central de la aldea vio al humano de pie y hablando a todos. No se sorprendió al ver a Edgar dando un discurso: Durante milenios habéis desterrado a quienes afirmaban haberme visto. Pero no os alarméis, porque existen millones como yo que también os imaginan cada día, a vosotros y a otra cantidad de razas de criaturas y son igualmente tratados como apestados por mi sociedad cegada y materialista. No debéis tenerme miedo. Al contrario, nos necesitamos el uno al otro. Yo os imagino a vosotros y vosotros me imagináis a mí. Ahora pertenezco a vuestro mundo y haréis bien en aceptarme tal como soy. No quemaré bosques ni destruiré aldeas, siempre que respetéis mi voluntad y si me matáis, mil más como yo aparecerán y os someterán. Pero Rayo de Luna tocó la flauta. Y de esta sonó una melodía nueva, diferente a las anteriores. En vez de dulce y subyugante, era fría, tediosa y oscura, hasta el punto
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que helaba la sangre. Era tan terrible que los demás minotauros lloraron y casi enloquecieron. Pero de este modo fue como destruyó a Edgar y descubrió que la imaginación es un poder que necesita ser controlado; cuando se desboca es capaz de crear monstruos, pero cuando se domina podemos tender el mundo a nuestros pies. Así fue como Rayo de Luna enseñó al resto de los minotauros el poder de la imaginación y desde entonces no se volvió a ver a un humano en Minoture.
ADRIÁN GARCÍA CHOLBI
España
Página web: elcontinentehundido.blogspot.com.es Instagram: @adriangarciacholbi Facebook: Adrián García Cholbi
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sidoro Vázquez salió a trabajar como todas las mañanas, cortando cañas para una empresa azucarera. El sol era abrasador, y las cañas ofrecían poco refugio. A eso del mediodía se sentó a descansar en uno de los pocos lugares donde daba la sombra y se quitó la camiseta transpirada para que se secara con la brisa. En ese momento sintió que algo caminaba por su espalda. Pensando que podía tratarse de una araña ponzoñosa o de un alacrán, intentó quitárselo rápidamente, pero antes de que pudiera actuar la alimaña clavó su aguijón y se perdió entre las cañas. El cañero comenzó a experimentar mareos y nauseas. Corrió en busca de ayuda, pero solo pudo avanzar unos pocos metros antes de caer desmayado. Despertó en una cama de hospital. No había nadie más en la habitación. Al lado de la puerta se acomodaba una mesa con dos botellas de agua y unos refrigerios. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Recordó el motivo y se llevó instintivamente la mano al lugar donde había recibido la picadura. Allí tenía una hinchazón similar a un quiste. Intranquilo, se dirigió hasta la puerta, pero esta se hallaba cerrada con llave. Cuándo intentó forzarla escuchó una voz que le hablaba desde un parlante ubicado en algún lugar de la habitación que no pudo precisar: Sr. Vázquez, usted ha sido puesto en aislamiento porque tiene una infección contagiosa. Estamos haciendo lo posible para ayudarlo. Si tiene alguna necesidad puede comunicarse con nosotros por este medio. Isidoro Vázquez no supo que decir. Sentía una sed arrolladora por lo que tomó una botella de la mesa y comenzó a beberla con tal ansiedad que la acabó sin siquiera parar a respirar. El mareo regresó de repente, así que caminó despacio hasta la cama y se colocó de costado. Tenía fiebre y le pesaban los ojos. Casi de inmediato, cayó en un profundo sueño. Unas horas después lo despertó un terrible dolor en la espalda. La hinchazón había crecido hasta superar el tamaño de una manzana y despedía un intenso calor. Gritó pidiendo ayuda y desde los parlantes le dijeron que le enviarían algo para aliviarle. Se sentó en la cama y trató de calmarse. El dolor parecía que comenzaba a mermar. Pasaron los minutos y la ayuda no llegaba. Bebió un poco más de agua y devoró con fruición los refrigerios que había sobre la mesa. Cerca de una hora después la ayuda prometida no había llegado y el dolor regresó. La hinchazón en su espalda no solo había aumentado de tamaño sino que también parecía que algo se movía en su interior. En un ataque de pánico comenzó a rascarse de manera desesperada hasta que se produjo una herida de donde manó sangre y pus. Eso alivió la tensión por un momento, pero cuándo se tocó nuevamente sintió lo que parecían las patas de un insecto saliendo de su espalda. 98
El cañero comenzó a gritar pidiendo ayuda, pero nadie vendría a auxiliarlo. Quiso correr a la puerta dispuesto a derribarla, pero cuando se incorporó sus piernas se paralizaron y cayó de boca al suelo. Todo su cuerpo había sucumbido a la parálisis, pero sus sentidos seguían funcionando con normalidad. Lo último que pudo sentir fue una fila de decenas de diminutas patas corriendo por su espalda. Desde otra habitación, dos hombres presenciaban en una computadora portátil aquella espantosa escena. Uno de ellos dijo: Este caso fue una verdadera bendición. Nunca habíamos podido estudiar la incubación completa del parásito en un huésped humano vivo. Esto adelanta mucho nuestra investigación —dijo el otro—. No sabemos por cuánto tiempo podremos seguir comprando el silencio del Ministro de Salud. Cuando se declare la Emergencia y la existencia de la patología se haga pública, otras compañías comenzaran a buscar la cura y corremos el riesgo de perder un fabuloso negocio. El hombre que había hablado en primer lugar se puso de pie y le dijo al otro: Asegúrate de que el parásito sea llevado vivo al laboratorio. Tenemos que estudiar su ciclo vital. ¿Y qué hacemos con el cadáver? —preguntó su compañero. Lo mismo que con los otros —le respondió—. Que nuestros expertos lo arreglen para borrar toda evidencia. A la familia entréguenle un certificado de defunción que diga “Causa de Muerte: Accidente Cerebro Vascular”. Tras esto se retiró de la habitación y se fue silbando tranquilamente por un largo pasillo de hospital.
LUCIANO ANDRÉS VALENCIA Argentina
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e siento en el piso. Podría haberme sentado en el sofá pero ella no objeta nada y me quedo ahí. —¿Cómo vas con tu insomnio? —pregunta. Le respondo que bien. No es que no pueda dormir, me acuesto y duermo enseguida. Lo malo es que me despierto a las dos o tres horas y no logro dormir nuevamente, y estar caminando en la oscuridad, revisando los dormitorios, me genera ansiedad. —¿Por qué los revisas? ¿A qué le temes? —A que alguien se meta en la casa. —Pero me habías dicho que era segura. —Sí. Pero escucho ruidos y creo imaginar que están adentro. Que nos matarán. —¿Quiénes? —No se —¿Los monstruos? ¿Ya los has visto? —No. No creo en los monstruos. No soy tan infantil. —¿Por qué imaginas que si alguien entra no podrían defenderse? Son tres. ¿Verdad? —Sí. Ella cambia de posición y yo me siento incómodo. Debe estar acostumbrada a escuchar pelotudeces. —Para poder dormir nuevamente deberías pensar en eso. En que ustedes podrían dañarlo a él. —Pero si nos encuentra dormidos, no. Me mira. La miro. —¿Cómo vas llevando tu ansiedad? —Mejor. Ya he dejado de cambiar de piel cada dos días. Ahora es una vez a la semana. —Tendría que ser una al mes y deberías aceptar que lo que llamas ansiedad son ataques de pánico. Sabes de esto, tu madre los sufría, deberías tener un aprendizaje empírico e ir con un profesional. No contesto. Ronronea y me tranquilizo, no me doy cuenta que estoy por tener un ataque de pánico hasta que siento que su ronroneo ralentiza mi ritmo cardíaco. Mira fijo hacia mi izquierda y maúlla. —Deberías tenerle miedo a los monstruos. Los humanos son fáciles de digerir. No concuerdo con ella: los monstruos no existen. 101
Levanto con serenidad mi cuerpo y camino lentamente hasta la cama. Hay ojos saltones en una esquina. Pero los monstruos no existen, así que me calmo e intento dormir nuevamente. Ella maúlla con un miedo que yo imagino la está haciendo envejecer rápidamente. —Los monstruos no existen —grito y cierro los ojos con fuerza.
DIANA BELÁUSTEGUI
Argentina
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“Llorás por la sangre de los pájaros, pero no por la de los peces” Mamoru Oshii
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l viento armó remolinos de polvo y hojas, el agua que hasta hace unos momentos reposaba calma, ahora se agitaba anunciando tragedia. Bajo un cielo que se cubrió de nubes eléctricas, en la costanera ellos discutían ebrios un largo tiempo sin notar nada de todo esto. Era una de esas noches en donde la última de las posibilidades podía llegar a silenciar todas las demás. —No podes hacerme esto, sos un egoísta —reprochó ella, le brillaron los ojos tratando de contener las lágrimas. —No es egoísmo, sabés que va a cambiar todo si acepto hacer lo que me pedís —contestó él. Viendo que las primeras gotas de lluvia caían sobre su manga—. Sé cómo te sentís, pero no es la solución. —Nadie me comprende, y vos sos el último que puede decir algo así. No entendés una mierda de cómo me siento, idiota —Y se golpeó la cabeza con la palma de la mano—. Soy una estúpida por confiar, ¡Me odio!, ¡Me odio! Él la abrazó y se quedaron unos momentos sin decir nada, cada segundo pareció eterno. Aunque ella aún lloraba. La lluvia comenzó después de que se escuchara un fuerte trueno, aun así permanecieron inmóviles, atrapados en sus pensamientos. Él reflexionó, la quería lo suficiente como para aceptar ese sacrificio. —Está bien, ganaste —le susurró al oído, como un secreto. Ella reaccionó besándolo de manera apasionada, dejando caer al piso la cartera, mientras que él abrió los ojos tratando de encontrar respuestas en lo que veía. Él la apartó, lento, luego de ese interminable beso y la miró a los ojos, que brillaban por las lágrimas »Es la única manera, perdóname —dijo él. La joven paralizada, sin entender bien a qué se refería, cayó por el borde después de que la empujara. El golpe fue fuerte, chocó con un tronco semihundido que le partió el tabique nasal. A la desesperación de no saber nadar y el dolor, se sumaban las olas heladas que la arrastraban hacia abajo, a la oscuridad, a la muerte. Había tragado mucha agua y sintió en las piernas el principio de un fuerte calambre que la dejó paralizada. El tronco volvió con fuerza y le rompió algunas costillas. Aun así no se rendía. 104
Cuando miró hacia arriba vio que estaba llegando a la superficie otra vez para tomar aire, sintió que la tomaban por el tobillo y la hundían a gran velocidad. Ella dejaba en un grito su último aliento. Despertó entre vómitos de agua y dolores insoportables en todo el cuerpo, apenas pudo abrir uno de sus ojos. Las nubes se iban y el cielo se aclaraba. Una fría brisa constante la lastimaba como la hoja de un cuchillo. —Ustedes son seres despreciables, merecen morir —dijo él, sentado a un lado de ella, mientras se pasaba la mano por el largo pelo para escurrirse el agua. Ella temblaba sin poder decir palabra. Le dolía moverse. En su boca se mezclaba ese gusto amargo a mar con su sangre. Él leyó los pensamientos de confusión que la joven tenía, entonces siguió: »Tengo que reconocer que sentí tu llamado el día que te conocí. Por ese aroma a sufrimiento que brotaba de tus muñecas y que ocultabas con vendas. »Sí, iba a devorarte. »Lo pedías con cada uno de esos cortes autoinflingidos —siguió el trayecto de una de las cicatrices del brazo de ella con su dedo. —. Pero después te fui conociendo. Soportabas día a día el peso de la existencia sin ningún tipo de máscaras, cuando ya la humanidad había creado miles de cosas para distraerse y evitar ese dolor. —¿Por qué me hiciste esto? —llegó a balbucear ella. —Bueno, me pediste algo y para eso tengo que alimentarme de vos, esto funciona así. Aun así, no podía lastimarte, ya habíamos creado una relación. Ustedes hacen algo parecido, tratan de mirar para otro lado para no ver de qué se alimentan, porque les sería imposible comer algún ser con el que tienen un vínculo afectivo. Como por ejemplo las mascotas, jamás se alimentarían de ellos. Y como ahora ya no sos ni una cuarta parte de lo que eras, se me hizo fácil. —Sos un hijo de puta —pensó, sin poder articular palabra por la bronca y los nervios. —Todo lo que me gustaba de vos lo ibas a perder. Por eso me negaba. Ahora ya no me interesás en lo absoluto. »Las heridas se te van a cerrar en un rato —dijo mirándola con frío desdén, luego se fue caminando abandonándola en el suelo. Ella se quedó inmóvil varios minutos, no sabía dónde estaba pero escuchaba las olas. Giró muy despacio la cabeza a la izquierda para sentir con los dedos la herida de los colmillos que él le había hecho en el cuello, ardía demasiado pero la herida estaba 105
helada. Entonces del celular que había permanecido en la cartera escuchó el Morgenstemning de Edvard Grieg que usaba como despertador y tembló casi al punto de convulsionar porque delante de sus ojos el sol salía majestuoso. Intentó gritar, pero el sonido que logró se confundió con el viento y su cuerpo, ahora en cenizas, se mezcló con la brisa de la mañana, viajando sobre el agua, para la eternidad.
CRISTIAN BERNACHEA
Argentina
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l contrario de lo que piensan mis amiguitos, yo no quiero crecer. Los adultos solo sienten miedo; de las enfermedades que puedan tener ellos o sus familiares, especialmente del cangrejo cáncer que parece que se los come por dentro con sus tenazas; de los accidentes en donde los cuerpos quedan tirados en la carretera como muñecos rotos con pintura roja; de los atracos; de si las otras personas los quieren o no; de si son normales o no, miles de pensamientos rebotando como pelotas plásticas en sus mentes ¿qué gracia puede tener ser mayor si todo lo que no puedo hacer ahora por ser una niña igual no lo voy a hacer cuando crezca por miedo? Claro, ellos no saben que mi amiga la del pozo me muestra todas esas cosas, al principio yo solo sentía cuando mis papás estaban tristes o preocupados pues una bruma gris los envolvía, y esos colores fueron definiéndose cada vez más a medida que yo crecía y dependiendo de lo que sintieran: rojo si estaban molestos, verdes si estaban celosos o envidiosos por algo, gris o negro por miedo o enfermedades, pero nada comentaba porque se angustiaban cada vez que les decía algo y era tan feo como entrar a su cuarto y verlos haciendo sus “cosas de mayores”. A mi amiga del pozo (la del pozo viejo de atrás) la conocí una tarde en que estaba paseando por ahí por pura curiosidad y tiraba piedritas dentro del pozo para oírlas chapotear. Había escuchado en la bodega del mercado que hace muchos años atrás se rumoreaba sobre una niña que se había caído en el pozo viejo de mi casa y había muerto ahí, por lo que su fantasma penaba. Los que lo comentaban hacían como que no me veían pero sé que lo dijeron al propósito para asustarme, pues sus colores eran de un feo tono amarillento. Se quedaron sorprendidos cuando les pregunté por qué me querían asustar así. Me miraron fijamente, se miraron entre ellos y siguieron hablando, pero la palabra “rara” rebotaba en sus miradas, pintada de amarillo y negro. Así que fui al pozo, si había algo ahí, de seguro lo vería y sí… Al fondo vi una cara blanca de ojos negros que me sonreía. A diferencia de muchos adultos esa cara no me asustó, sentí que era mi amiga y estaba ahí para cuidarme y la verdad se sentía más sincera que la de algunos de mis amiguitos de la escuela. Mi amiga me fue enseñando el significado de los colores y me decía qué era lo que pensaba cada quien, pues cuando le dije que si quería me acompañara, salió del pozo y estaba a mi lado en todas partes, pero claro, solo yo podía verla. Ella me contó que su padrastro la había lanzado allí un día en que la persiguió para azotarla con el cinturón por una falta real o imaginaria, no necesitaba excusas para castigarla, pero una vez que ella cayó al piso desfallecida de lo cansada que estaba por el esfuerzo de correr entre zarzas y espinas, su padrastro se le echó encima 108
estrangulándola y haciéndole “cosas de mayores”. Fue tal la violencia del ataque que la mató pero luego, por los remordimientos se ahorcó en la casa sin decirle a nadie antes de suicidarse que la había lanzado al pozo. Me dijo también que ella había estado dormida pero que había algo en mí que la había despertado y que ahora sería mi protectora, que nada ni nadie me haría daño. Solo mi mamá percibía que algo raro ocurría conmigo, así que tuve que esforzarme en disimular con ella. Y aunque era agradable que mi amiga del pozo me acompañara a todas partes, de a poco empezó a enseñarme cosas que me disgustaban y entristecían. Con las niñas de la escuela por ejemplo; me dijo que se burlaban de mi y como yo no le quería creer aún viendo los colores, hizo que uno de los cuadernos de una de ellas se cayera y yo viera un dibujo mío que decía: «Ana la tarada, Ana la loca, que si te descuidas te toca». Cuando iba a halarle los cabellos a la dueña del cuaderno me dijo que me tranquilizara, que mejor la llevara al pozo con la promesa de enseñarle algo extraordinario. Y así lo hice, llevé a la pequeña Josefina al pozo, mi amiga ya no estaba conmigo pero la sentía cerca. Le dije a Josefina que se asomara que lo vería y cuando lo hizo mi amiga salió reptando de ahí toda podrida, con el pelo colgando a jirones y los ojos hinchados y acuosos, las pupilas de un color azulado desvaído, los dientes negros y podridos y una espantosa sonrisa, el olor a pescado putrefacto casi me hizo vomitar. Agarró a Josefina por el cuello y se la llevó con ella. Me asusté y eché a correr a la casa. Al rato apareció, normal como yo la recordaba y muy contenta, prometiéndome que nos vengaríamos juntas de todos los que se burlaban de nosotras. Cuando llevaba al décimo niño al pozo una de las maestras me vio, y me llevó arrastrada a la comisaria. Encontraron todos los cadáveres y dijeron que había sido yo las que los había lanzado ahí. Les conté de mi amiga del pozo y pese a que descubrieron unos huesos muy viejos que bien podrían ser de una niña, igual me encerraron en una institución psiquiátrica. Ahora y después de mucho tiempo, cuando se supone que me he convertido en una adulta, que he mejorado y me podrían dar de alta, mi amiga reapareció y esta vez me está llamando desde los desagües. No se ha corporizado porque no he querido que lo haga, pero la presión que ejerce es cada vez mayor ¿será que la única solución es que me lance al pozo para vivir por siempre con ella?
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela Twitter: La Dama @damarisgasson
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Yo sé que esto es un cuento; pero en su trama hay una realidad, una obscena realidad, que gime a la luz de la luna
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i siquiera el más extraño gemido del viento lo ponía en guardia distrayéndolo del indescifrable documento donde estudiaba los últimos versos de un poeta benedictino. Quienes fueran a su encuentro, estaban obligados a indagar en todo el amplio territorio neuquino, donde los pobladores se afincaban incluso en tierras profundas e inhóspitas. ¿Por dónde andará Burgoa? preguntaba el editor. Podría estar en cualquier parte respondían familiares, conocidos y hasta desconocidos quizá en el retiro del convento del Cerro Wayle, o al borde del Correntoso, intentando oír alguna palabra de la conversación de los biguás; o sentado en la grieta de un peñasco, regocijado en el movimiento de las hojas de sus apuntes. En cualquier parte, excepto donde circule el resto de la humanidad. Justamente, si algo seducía a Burgoa era su intimidad. Lo disfrutaba de tal modo que, en ocasiones, hasta pasaba tiempo imaginando el modo en que pudiera hacer desaparecer su sombra, para que no le importunase con su presencia. En aislamiento, gobernaba la imaginación, urgiéndolo a fabricar un infinito de utopías, donde se alojaban las más extravagantes invenciones, visiones y fantasías, a tal punto, que jamás se le ocurría encasillar sus ideas. Una de las consecuencias de ello era que sus obras carecían de título. Burgoa especulaba que entes desconocidos, brujas y gnomos, se hallaban entre la capa vegetal de los cerros y volcanes, en el caudal del río, y sobre las orillas pobladas de aves zancudas, y emitían suspiros y quejidos, y también coreaban y carcajeaban al amparo de la naturaleza, murmurando mientras él intentaba representarlo. Burgoa admiraba todas las voces nativas, y también las múltiples señales del amor en el mundo. Excepto en su corazón. No estaba chiflado aún; no le afectaban los motes o las burlas, pero parloteaba a solas, situación que representaba un precedente bastante convincente. Por aquellos días, los pobladores de la villa atravesaban una histórica adversidad; el Volcán Puyehue, había entrado en erupción justo cuando Burgoa se hallaba en un refugio cercano al paso Samoré; un nubarrón de cenizas se expandía arrastrado por el viento, esparciendo como lava su rastro en distintos puntos geográficos. El viento soplaba disipado, extendiendo un manto sombrío y viscoso.
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La ceniza se esparcía burlándose de las miles de manos que intentaban expulsarla. En los cerros y en los patios, la vegetación se asfixiaba tristemente. Los pobladores se iban quedando a oscuras, sin luz, sin agua, sin aire; las calles se confundían entre sí; ni siquiera los cardos y las ortigas resistían el ataque, próximos a tumbarse, pregonando destrucción y ruina. En una de esas asfixiantes noches, rigurosa, cargada de polvo ceniciento y de ruidos ingratos, con una luna censurada por gasas volcánicas, Burgoa, despojado de luz y de imágenes, cruzó el sendero que inauguraba el refugio y desde allí, avistó una forma blanca que se recostaba por encima de los campos en el horizonte y a continuación, se introducía entre los puestos de los gendarmes. Burgoa sintió un pánico antiguo; sin embargo, se obligó a continuar y entró lentamente en una arboleda como boca de lobo por la que se prolongaba el sendero del refugio hasta desembocar en los terrenos de Gendarmería. Y entonces sofocó un grito, una insólita mezcla de asombro y miedo. En un punto de la oscura avenida divisó nuevamente la forma blanca; esta emergió un instante y se perdió en la noche. Era evidente que se trataba de una silueta humana que atravesó el sendero en el mismo minuto en que Burgoa se aproximaba a la bajada, pero ¿cómo llegó hasta allí antes que él? “¡Quién puede moverse así!” pensó Burgoa; y reemprendió el camino, resuelto y maravillado. Alcanzó el lugar en que viera desaparecer la silueta furtiva. Ni rastros ¿Por dónde andaba? Un ser como los que él se distrajera inventando, podría estar vaya uno a saber dónde. No muy lejos, no obstante, le pareció ver por entre los torcidos tallos una luminosidad o una figura moviéndose lentamente. ¡Ahí está! pensó y comenzó a correr a ciegas, tosiendo y jadeando por efecto del esfuerzo y la ceniza que continuaba cayendo y amontonándose como un tapiz sombrío. Desgarrando sus ropas, a los saltos, dando tumbos, llegó hasta un tablado que ascendía hacia los puestos de la guardia... ¡Nada! Deambuló durante un tiempo perturbado, deteniéndose y aguzando el oído, serpenteando con mucha cautela en la espesura o echando a correr desesperado. Avanzó de esta manera, preocupado e intrigado porque ahora acababa de recordar que tampoco halló en sus puestos a los gendarmes. Se instaló en la zona más alta de una colina sobre la que debieran verse, en condiciones normales los pabellones del refugio. Y una vez en lo alto, agrandó los ojos intentando distinguir los alrededores; clavó la mirada en un sitio determinado, no supo dominar su excitación y despeñó, 112
rodando sobre la pendiente. La luna turbia lo acompañó en esa caída, chispeando sobre el surco que dejaba tras de sí y cuando por fin se detuvo, descalabrado y golpeado, se percibió empapado. Había aterrizado a la orilla del río. Distinguió ligeros sonidos y reconoció un chapoteo próximo. Se irguió de entre las piedras y el musgo con lentitud, y despojándose del amplio albornoz de frisa, se desplazó con torpeza hacia donde oyera el chapoteo. Especuló acerca de qué podría encontrar en la otra orilla. Unos metros más y entonces, fatigado y entumecido, comprendió que estaba nuevamente en el acceso este del refugio. Una de las entradas, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, y en cuyas aguas se reflejaban en días de sol pleno, sus trabajados muros. Sus expectativas por descubrir a quien fuera que buscaba palidecían, pero Burgoa no perdió la ilusión. Afianzado en este pensamiento, regresó en dirección a la villa, y guiándose por el aroma de los hornos que a esas horas iniciaban la cocción del pan, comenzó a recorrer los pasajes. Eran delgados, sombríos y recortados. El silencio más hondo administraba los rincones; un mutismo que solo se entorpecía con un solitario ladrido, el rezongo de una puerta, el mugido de una vaca o el vagido de un cabra. Burgoa, con la oreja atenta a esos ruidos del alba (un alba cenicienta), circuló unas horas, deseoso de descubrimientos y aún sin comprender por qué no había indicaciones de presencia humana. Al cabo, se topó con una construcción de piedra, disimulada entre los matorrales; resplandecía y también los ojos de Burgoa, con una particular expresión de júbilo. En un extremo de aquella suerte de edificio, se distinguía un brillo moderado y dúctil que, vadeando una leve cortina de raíces, se manifestaba en un sucio y cortado paredón. —Pero que… susurró Burgoa fijando la vista en su descubrimiento. Una puerta falsa “¡Eso es! ¿Quién sino un ser sobrenatural puede vivir aquí?” se dijo asintiendo entusiasmado. Con gran seguridad y agitando en su mente las más delirantes fantasías, se sentó a esperar frente al tragaluz de corte medieval, en el que nunca dejó de brillar la luz. Al romper el día, los apretados huecos que daban acceso al escondite cambiaron de medida con un repiqueteo lento y fino. Un accesorio asomó en la parte superior con una cerradura encubierta, y una llave enganchada al ojo. Burgoa, echó un vistazo confundido y a continuación, con un impulso ajeno, volteó la llave. Una chispa se depositó a sus pies de pronto, aunque no le causó mayor 113
sorpresa que lo que se revelara al desplazar la entrada. La turbiedad del terreno apagaba sus movimientos; el único sonido que percibió en tanto que estudiaba los alrededores fue el de su propia voz al preguntar en voz alta: “¿hay alguien aquí?”, y el eco doblando en todos los rincones como un gong. La oscuridad prevalecía en aquel sitio. Apenas se percibía el flotar de los frunces de un lienzo de calidad; el turbio murmullo en eco de su voz: ¿Hay alguien? ¿Alguien? ¿Algui ¿Alg ... La oscuridad era excitante y sublime velada por un gris ceniciento y el aire se respiraba con un fragmento de jazmines entre las frondas. Un socavón, un túnel. Pero algo no estaba bien. Decidió regresar al tramo donde vio a la figura por primera y única vez. Acaso, voluble, misántropa y circunspecta, como todas las almas inquietas, gozaba vagabundeando entre las piedras, con la única compañía del silencio nocturno. Burgoa se dirigió a una ermita que se erigía en lo profundo del bosque y echó un vistazo por el perímetro, vadeando las cepas compactas de sus arcos. Estaba vacía. Se alejó de ahí y orientó su marcha hacia la sombría arboleda que lleva al lago, y todavía no había entrado en ella, cuando dejó salir un chillido de euforia. Sucedía que los tahalíes del ajuar del objeto de sus visiones, en un instante emergían y al otro, se desvanecían como plumas arrastradas por la brisa del otoño. Y así sigue su trajín; anda de búsqueda, alcanza el área en que ha visto desvanecerse la forma; cuando cree que la alcanza se contiene, clava los ojos asustados en la tierra, persiste por un rato en su fijeza; un leve estremecimiento sacude sus extremidades, y va ascendiendo, va progresando y augura una conmoción, y finalmente estalla en una risotada, una hosca risotada, estrepitosa, fea. Ese cuerpo lechoso, grácil, nebuloso, luce nuevamente ante sus ojos, pero antes había centelleado a sus pies, apenas un segundo. Lo suficiente. Pero al cabo, solo fue un relámpago lunar, un refucilo que se filtraba intermitente por entre los bosques cuando el viento arreciaba. No sabe cuántos días persiguió aquella figura. Y los que saben, porque desesperados lo buscaban, no se atreven a decírselo. O quizás prefieren no hacerlo. Burgoa, quieto en un sillón de caña, frente a la estufa gótica del recinto, insensible casi, con una muy ambigua y tensa percepción del entorno, casi no tenía en cuenta ni los arrumacos de su gato, ni al conforte de sus asistentes. Los años se burlaban de él con una carcajada grotesca e ininterrumpida, colgados de su espalda como una mochila de cemento. 114
¿Por qué te impones esta soledad? le planteaba su hermana; ¿Por qué te abusas de la melancolía? En soledad se deshacen los suspiros del mundo —farfullaba él. Es hora ya que despierte de su letargo Señor Burgoa —le decía su casero— libérese de sus estigmas y salga a la naturaleza. Usted se entendía con ella como nadie. —¡La naturaleza!... La naturaleza es un sarcófago lunar. ¿Y si vamos al teatro? insistía la hermana estrenaron la obra de Muscaria, la última que ha compuesto Arnaldo, lo recuerdas? ¡No! ¡No! exclamó Burgoa arrebatado ...quiero que me dejen disfrutar de mi fase eremita. Mis equilibrios, mi edad adulta, mis encantos, mi seguridad, ¡son todas farsas! ¡Duendes pueriles que se establecen en nuestro pensamiento y nos manipulan a su capricho, y los rondamos y salimos tras ellos! ¿Y para qué?, para gemir de amor a la luz de la luna. Burgoa, comentan, se había vuelto loco: era lo que todo el mundo comentaba y muchos creían. Por el contrario, aunque cuando lo visitaba, se me atravesaba un nudo en la garganta, decidía creer que sencillamente, aquel hombre, de antiguo considerado el poeta más destacado de su generación, había dejado atrás las puertas de la simple y obscena realidad.
ADRIANA MÓNICA LAMELA
Argentina
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de octubre de 2017. Congreso de los Diputados. Madrid. Raúl Hoz ultima la ponencia que deberá defender en el pleno del día siguiente. «¡Un domingo y aquí estoy! ¡Para que luego digan algunos que sus representantes no nos ganamos el escaño! Anda que iba yo a luchar lo que lucho desde hace décadas si de verdad no creyera en la democracia…». Suspira decidido a retomar el estudio. Un imprevisible fenómeno llama su atención sobre el extremo derecho del escritorio: su ajado volumen de la Constitución Española, edición de bolsillo con mil y una anotaciones,… humea. «¡¿Qué…?!». Se levanta y aleja la ley de leyes, aprensivo, como habría alejado un pájaro muerto por la punta de una de sus alas. «¡¿Y ahora…?!». Sin tiempo para reaccionar, brota un súbito fogonazo, «¡Aaaah!», consumiendo la norma al instante. «¡¿C, cómo…?!». Raúl no fuma y, por tanto, no ha podido dejar nada encendido con ese fin. Tampoco hay ninguna fuente de calor próxima. «¿Entonces? ¡¿Combustión… espontánea?!». Observa la unidad de España, entre muchas otras cosas, también convertida en ceniza sobre el suelo. «¡Menuda imagen! Es ridículo pensarlo, pero… ¡¿Tendrá esto que ver, se me ocurre, con lo que pretenden, y de qué manera, votar hoy. Suena la alarma. …en… Cataluña…?!». 2 Una familia posa ante Daoíz, el león broncíneo que, a ojo de los transeúntes, custodia el flanco derecho de la Cámara Baja 1 . Sonrientes, padres e hijos esperan mientras dos señoras, improvisadas fotógrafas, «¡Un pasito más! ¡No, no tanto!», aseguran el encuadre. «¡A ver: sonrían, que yaaaah…!». El esbozo feliz es ahogado por un sonoro chirrido metálico, junto a ellos. «¡¿De dónde…?!». El teléfono móvil cae de la mano, ahora estupefacta, que lo sujeta. Ambas mujeres miran al frente, sobre la familia. Señalan, mudas. Daoíz, «Fundido con cañones tomados al enemigo en la Guerra de África en 1860», como reza la inscripción de su pedestal, y bautizado así en honor a Luis Daoíz, héroe del levantamiento del 2 de mayo de 1808 contra las tropas francesas,... …«¡¡Se mueve!!». La expresión es una reminiscencia del pasado. En tiempos de las antiguas Cortes españolas, se denominaba así al Congreso por tener sus integrantes un estatus social inferior respecto a los integrantes del Senado o Cámara Alta: los diputados pertenecían al pueblo y los senadores a la nobleza. 1
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El félido ejercita sus mandíbulas, diseño del escultor Ponzano y yertas desde 1865, año en que fueron fundidas en la Real Fábrica de Artillería de Sevilla. Boquiabierto, el grupo oye nacer la misma estridencia al fondo de la escalinata. Retrocede y confirma, «¡¡Im… imposible!!», el prodigio: Velarde 2, el segundo león, representación hermana,… …«¡¡También…!!». Ambas figuras, asimismo nuevas bestias, abren sus fauces al cielo, unísonas. Pero de sus respectivos gaznates, asombro de asombros, no estallan las gemelas y atronadoras furias que cabría suponer, sino retazos de frases, exclamaciones, aplausos y abucheos, especie de grabación antigua con ecos acampanados. Enseguida lo intuyen: Daoíz y Velarde rugen a los cuatro vientos el diario de sesiones del Congreso de los Diputados, orden democrático en cuyo interior se construye y asegura, debate a debate, una soberanía nacional que reside en el conjunto del pueblo español. Su pueblo. 3 Raúl Hoz irrumpe en el pasillo. Corre bajo el agua del sistema antiincendios. Tropieza con un vigilante: —¡¿Qué pasa?! —¡No lo sé! Son los libros, algunos de los libros: han empezado a arder como por arte de magia. —¡¿Qué… qué libros?! —Uno solo: la Constitución. —¡¿Estás seguro?! —Completamente. Al menos, hasta donde yo he visto: los volúmenes calcinados ante mis ojos pertenecían a distintas ediciones, eso sí, pero contenían, sin duda, la gran norma. Por cierto, ¿a usted también…? Hoz asiente, confuso. —¿Y eso… significa algo? —Significa muchísimo. Si estoy en lo cierto, desde luego. —¡¿Y…?! —No lo creerías. Ya te contaré. Ahora lo importante es el Congreso. —¡Mire! Al fondo del pasillo, la cortina que viste la gran puerta de la fachada principal
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Apellido que recuerda a Pedro Velarde, también oficial de artillería y compañero de Daoíz en el 2 de mayo.
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está siendo descorrida. ¿Por quién? Por nadie: el paño, terciopelo burdeos, se repliega sin ayuda aparente. Se miran, suspensos. Los cerrojos, metal animado, también retroceden en sus guías: una vez más, la titánica doble hoja abre la institución a la luz del sol. 4 La esplendente rendija, paulatino ventanal sobre el mármol, agota la lluvia extintora. Incapaces de especular sobre coincidencias o extraordinarios efectos, diputado y vigilante observan, empapados y absortos, a la impresionante pareja recortada contra la claridad. —¡¿S, son…?! —¿D, Daoíz y Velarde…? Eso… pare… ce… Desde su restauración en 1985, los leones del Congreso vuelven a estar fuera de sus respectivos pedestales. Esta vez, sin embargo, «¡Qué locura!», por sus propios medios. Las efigies, bronce mágico, entran en el vestíbulo y contemplan, orgullosas, la magnificencia de su palacio. «Nada ni nadie, absolutamente nadie, puede derrotarlos», suponen aquellos, patidifusos en el Salón de los Pasos Perdidos. Los cuatro, dos y dos, cruzan sus miradas. —¿Y… y ahora…? —A, ahora… Terror unánime, dan media vuelta y huyen. Salen al pasillo del Orden del Día y chocan, resbalón sobre el agua, contra la puerta presidencial del hemiciclo. —¡¡Está cerrada!! —¡¿Qué?! ¡¡Tira!! ¡¡Tira!! Tras ellos, la respectiva y atronadora carrera del mítico golem. 5 Vencido el atasco, «¡¡Rápido!!», ambos fugitivos caen más que bajan desde la jefatura hasta el suelo del graderío. Allí, como ya hiciesen sus señorías aquel 23 de febrero de 19813, se tiran tras la primera fila de escaños. El estruendoso galope se detiene sobre sus cabezas. Se asoman: Daoíz y 3
Fecha de la intentona golpista encabezada por el teniente coronel Antonio Tejero.
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Velarde, supuestos guardianes del Congreso de los Diputados, ahora vida artificial, parecen presidirlo. Majestuosos, los leones contemplan la historia legislativa, también la suya, de la única e indivisible España. Vuelven a abrirse las fauces, añejos fonógrafos, y a sonar el discurso de su memoria. En el suelo, Raúl Hoz se jura y perjura reconocer algunas de aquellas identidades, incluida la propia, ya disecadas para siempre en el eterno diario de sesiones. «Yo también estuve. Para bien o para mal, yo también estuve aquí, y estoy, arando camino. Así, en conciencia, también son míos los méritos y las culpas. Lo asumo. Gracias y perdón». Para su mayor sorpresa, si eso aún es posible, y la del guardia, junto a los leones aparece un pequeño grupo de visitantes, adultos y chiquillos. «Otra familia…», piensan. Una de las niñas posa su mano en el lomo de Daoíz, amistosa, y este calla para propinarle un suave lametón. Velarde hace lo propio con nuevas caricias. Aunque confusos, los hombres se incorporan, más tranquilos. —No hacen nada —informa la niña—. Son buenos.
JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS
España
Blog: https://la-estanteria-2.webnode.es/
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T
engo una historia queriendo gritar, un borroso recuerdo que a veces sin querer, cobardemente, se me da por recordar, un viejo préstamo/regalo por devolver y muchas gracias por decir.
Ya no puedo recordar bien aquellos rostros piadosos, no podría reconocerlos, una niebla espesa cubre sus rostros. No puedo ya sentir el frío que sentí aquella nublada tarde, tampoco, el lugar exacto donde ocurrió. A veces busco esa calle, me pierdo en la ciudad, soy un niño de treinta años, perdido. Ya no me hace falta este regalo involuntario que me dieron una tarde, ahora incierta, casi desconocida, que el tiempo no me ha ayudado a olvidar ni recordar. Ahora me es muy extraño decir qué sucedió exactamente, quizá no tenga caso mencionarlo, ya no parece necesario un lamento; no sería fácil negar y/o renunciar a las palabras pronunciadas sobre este aparente “obsequio” para mí. *** Recuerdo de aquellos años, solo algunos borrosos hechos, por eso los reconstruyo en cada memoria. Cada mañana me despertaba en un rincón de una vieja casucha con mucho frío, y me acostaba con sueño y hambre, a veces más sueño que hambre. No me hacía falta nada más que un juguete para, jugando, distraer los pensamientos sinceros del inocente niño que entonces fui. Una mañana como cualquier otra, me desperté con más frío que siempre, no quería levantarme, quería seguir envuelto en los andrajos que me servían de colchas, me llamaron y no contesté, seguía cubierto, protegiéndome del frío que nos atormentaba. Mi padre, furioso, caminó hacia mí, me tomó del cuello y a gritos hizo acelerar los latidos de mi corazón para que yo, con desesperación y miedo, me levantara lo más rápido que pudiera para desayunar una taza de agua azucarada con sus dos panecitos y no retrasara demasiado la salida rutinaria de ir con mamá a una calle muy concurrida o a algún paradero, para estar todo el día bajo su cuidado, mientras ella, con un oxidado triciclo lleno de golosinas y otros “manjares”, que me encantaban degustar a escondidas de ella, se dedicaba a vender golosinas lo más que podía, para así apoyar en la mejora de nuestra economía familiar. Ese día fue diferente, papá después de gritar y amenazar salió apurado, yo me demoré en tomar el desayuno, pues no lo quería, solo pensaba en los deliciosos chocolates que minutos después iba a sacar a escondidas de entre las galletas que estaban guardadas dentro de la caja en el triciclo. Mamá, entonces, decidió dejarme al cuidado de una vecina que, siempre que me quedaba en su casa, me dejaba jugar con 122
todos los cachaquitos y tanquecitos que ella había comprado para sus hijitos, unos muchachos de diez y doce años, que todavía seguían en esas andadas. Sus hijitos, al encontrarme en su casa jugando a la guerra, siempre simulaban tratarme bien, pero al menor descuido de su mamá me jalaban los mechones y pellizcaban. Siempre que me ponía a llorar su mamá me consolaba regalándome deliciosos chocolates que le compraba a mi mamá. Al quedarme ahí, ese día, pasé la mañana muy tranquilo, jugando y conversando a mi gusto, sin que alguien se acercara a molestarme; por la tarde fue diferente, mis vecinitos llegaron, almorzamos juntos, después ellos se pusieron a hacer sus tareas, y no me dejaban jugar para no distraerlos. Fue entonces que se me ocurrió una idea que sin pensarla dos veces decidí hacer: ir donde mi mamá a comer chocolates y galletas. Salí corriendo de la casa, crucé el largo pasadizo, llegué a la calle y caminé hasta, sin darme cuenta, perderme entre aquellas estrechas calles que no conocía bien. Cuando me di cuenta ya no sabía en dónde estaba, cómo había llegado, ni por dónde tenía que ir para encontrar a mamá o volver a casa, o a la tienda donde siempre íbamos a comprar pan. Seguí caminando, cruzando un puente, descubriendo dos o tres parques, un malecón con árboles gruesos y secos. Así me pasé gran parte de la tarde, yendo por lugares desconocidos y temblando de frío, pues no había pensado en sacar algo para abrigarme; cuando ya el sol estaba por ocultarse descubrí que estaba perdido y no sabía qué hacer. Comencé a sentir miedo, quería llorar pero no me atrevía, caminé fijándome por dónde iba. Después cuando creía que ya no volvería a mi casa, me detuve. Por una calle, que creo nunca volví a cruzar, se me acercaron dos personas, un varón y una mujer, me preguntaron qué hacía yo andando solo por esos lugares y a esa hora, descubrieron entonces mi carita sucia, mis ojos llorosos, mi piel fría, se dieron cuenta que estaba perdido. Se apiadaron de mí. Me hicieron muchas preguntas, a las que solo respondía moviendo la cabeza. Uno de los dos, el varón creo, se sacó la chalina que llevaba puesta y me la puso en el cuello para sentir menos frío y la chica, creo, me tomó de la mano, me regaló unos chocolates y me dijo que me llevaría hasta una comisaría para que ahí se encargaran de llevarme con mi mamá. Me llevaron por varios sitios, de pronto reconocí un lugar, un paradero creo, un lugar donde ya había estado. Les dije que conocía ese lugar que por ahí cerca vendía mi mamá, ellos me dejaron ir, me dieron su chalina: “Te lo prestamos, mañana vamos a estar por aquí, vienes y nos la devuelves”. Caminé aproximadamente media cuadra, llegué y me 123
acerqué a mamá, ella me preguntó sorprendida cómo había llegado solo y de dónde había sacado esa chalina. Le respondí que había llegado caminando, “me la prestaron unos señores, mañana les voy a devolver”. Al siguiente día, por la tarde, después de haber recibido una brutal paliza de parte de mi padre, fui muy agradecido a devolver aquella prenda, pero no los encontré. Los siguientes días seguí yendo por esos lugares a buscarlos, buscando esa calle, pero no volví a saber algo de ellos. En esos días he vuelto a perderme y desde entonces sigo perdido, pero ahora ya siento menos frío. *** Ya no quiero apresar viejos momentos, tampoco quiero invocar al cruel olvido, solo quiero sobrevivir a ello, solo no quiero tener que deber algo a alguien que no conozco (alguien a quien ya no reconozco). El tiempo, los años transcurridos son muchos, más de treinta para ser más exacto. Las cosas vienen y van, los hechos suceden simplemente. Yo vivo (sobrevivo) entre el pasado y el futuro, y pienso que este mundo sería más hermoso si tuviéramos (tuviera) el valor (la voluntad) de dar algo sin esperar ser compensado.
JOSÉ ÁNGEL SEGURA FIGUEREDO
Perú
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hí estaba yo, con la punta de la nariz pegada sobre el vidrio frío, transparente como las copas de los bares. Tenía la mirada perdida, mi mente divagaba en comida, deporte, familia, vacaciones, Europa, música, y otras cosas que me solían rodear a diario. Afuera, caía una llovizna suave sobre las plantas, plantas verdes, flores de varios colores; más allá de ellas había un estacionamiento, carros grandes y pequeños que destilaban gotas de lluvia por sus ventanas; en un momento enfoqué la mirada sobre el vidrio y ahí estaban las gotas, parecían lágrimas de mujeres engañadas; lágrimas de esos hombres que se llegan a enamorar tan fuerte que su única salida es el llanto. Pero no estoy aquí para contarles esas cursilerías, ni romances ficticios, estoy aquí para que disfrutemos un poco de los infortunios vividos. Ahí estaba, tratando de llevar la mirada hacia algún punto fijo de aquel panorama que se extendía ante mi nariz fría, autos mojados, flores y plantas, paisaje húmedo, frío, sensual. No recuerdo qué hora era, tampoco sé si era en la mañana o en la tarde, lo único cierto es que estaba sentado en algún lugar con la nariz pegada al vidrio de una ventana, mirando la llovizna que caía en ese momento. Traté de enfocar un poco más la mirada, la neblina que comenzaba a caer me quitaba visibilidad ¡Más frío! pensé. Ahora trataba de concentrarme en la caída de la neblina, ¡Qué suavidad con la que cae! dije pero en una montaña sería tan poderosa, tan misteriosa, pero tan perfecta a la vez, que haría que los excursionistas se perdieran ante su majestuosidad y algunos hasta morirían inmersos en ella. Yo en cambio, no era excursionista, ni estaba en la montaña, solo la contemplaba desde la ventana (me sentí a salvo por un instante). De pronto alguien en el estacionamiento enciende su auto y pone a todo volumen “Summertime” de Janis Joplin, ¡Jaja! qué ironía, de “verano” el clima no tenía absolutamente nada. Luego de escuchar la primera estrofa de la canción, ese alguien gritó: “¡Con este clima lo que provoca es sexo!”. Al escuchar aquel comentario, con cara de extrañado separe de inmediato la nariz de la ventana. Debido a la neblina no podía ver quien lo había dicho. No quise pensar en la frase ni en la canción que sonaba. Me levante, ¡Estaba en el salón de clase! Y el profesor me miraba con cara de pocos amigos y me dijo: “Señor John, necesito que se retire inmediatamente del aula, luego se pondrá al día, pero al menos hoy no lo quiero ver en este salón”. ¡Maldición!pensé. ¿Cómo no me había dado cuenta que estaba en clase? Recogí mis cosas, le guiñe el ojo a mi mejor amiga, y le dije “te espero afuera”, ella asintió y salí del salón. 126
Estando fuera del salón había un frío congelante, una neblina espesa y una soledad terrorífica, miré el reloj y era alrededor de las seis de la tarde. Me abroché bien la chaqueta y me dirigí al baño, tropecé con una papelera abandonada en el pasillo, no podía ver muy bien, la neblina seguía colándose por todos los espacios abiertos, como queriendo invadir el edificio donde me encontraba para derrumbarlo con su poder. Por equivocación, entré al baño de mujeres; supe que no era el de hombres, no porque la diferencia fuera en lo limpio (como pensarían algunos), sino que simplemente no tenía urinarios. En uno de los retretes había una pareja teniendo sexo, tal vez era el hombre del estacionamiento pensé. No le di importancia, oriné en uno de los retretes que estaba vacío. La mujer seguía gimiendo y el hombre trataba de ponerle la mano en la boca para que el ruido no fuera tan fuerte, me lavé las manos y salí. Bajé a la entrada del edificio, los vigilantes hablaban de sus problemas financieros, las secretarias que salían de sus respectivas oficinas, despeinadas de un día “ajetreado”, hablaban con tono chillón sobre lo desgraciado que es trabajar de secretaria, los profesores que aún quedaban, hablaban sobre los nietos, medicinas y algún viaje que tenían planificado para las vacaciones, mientras se dirigían al estacionamiento. Levanté la mirada y vi que había dejado de lloviznar; ahora solo era neblina y frío. Salí del edificio y fui al cafetín, compré un café y me senté en una de las mesas a las que no les llegaba el viento de frente. Esperé un rato mientras mis compañeros salían de clase, levanté mi morral, lo abrí y deseaba que el libro de Edgar Allan Poe que me había regalado mi mamá hacía años, estuviera allí dentro. Como siempre, me equivoqué, no había nada allí dentro solo guías de materias que significaban muy poco para mí. ¿Qué coño voy hacer aquí sentado? me pregunté. Tal vez leer una de esas guías, tal vez tomar mi café lentamente, o quizás irme y dejar a mis compañeros solos (no se van a morir). Mientras pensaba en eso, una pareja entraba al cafetín, era la pareja que tenía sexo en el baño del edificio. La mujer, de mediana estatura, poco proporcionada, con cara de poder asesinar a cualquiera en su camino, pidió una botella de agua fría; el hombre, un poco más pequeño que la mujer, robusto, tenía cara de satisfacción y solo pidió un par de caramelos. ¡Tal vez cumplió una de sus fantasías! Jajaja —pensé. Se sentaron en la mesa contigua a la mía, levanté una de las guías que tenía en el bolso para no llamar la atención, la pareja comenzaba a tener de esas conversaciones post-coito. Nuevamente me equivoqué. Mira Ángela, ya lo hicimos hoy, ¿Por qué no formalizamos? 127
No Alex, ya te dije que eso era solo para sentir cosas nuevas. Ángela ¡por favor! Yo te amo. ¿Ah? ¿Tú amas? Jajaja eres un ser repugnante —dijo despectivamente la mujer. Si fuera repugnante no habríamos estado en el baño —dijo el hombre con aire de orgullo. Alex vamos a hacer lo siguiente: olvidémoslo, solo nos veremos para tener sexo y ya. Yo no quiero una relación con nadie, ¿Por qué te cuesta comprenderlo? Ok, pero tendré que pensarlo bien, de verdad creo que te amo. ¿Te llevo a tu casa? Ok, vámonos, presiento que ese muchacho está escuchando nuestra conversación. Yo con mi guía frente a la cara no paraba de reír, un hombre idiota enamorado de una puta, ¡Qué cosas se ven en este mundo! —dije. Decidí tomarme un café más. Llegaron mis compañeros al cafetín, compraron un par de cafés y unos trozos de torta, se sentaron a mi lado y dijeron ¡John la cagaste en clase! Los miré y sonreí diciéndoles: si supieran los secretos que descubrí hoy a través de la neblina. Ellos se miraron extrañados, no les importaba para nada mi comentario. Recogimos las cosas, nos levantamos y comenzamos a caminar calle abajo o… ¿Comenzamos a desaparecer entre la neblina?
KRISTOFF ROJAS GÓMEZ
Venezuela
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quel mediodía de diciembre, el sol quemaba los médanos del Cabo Polonio, que se extendían desde frente al faro y por la playa La Calavera hasta llegar a los restos del buque Don Guillermo, encallado casi frente al cerro de la Buena Vista. Hasta el boliche del Zorro, un largo rancho de paja que miraba a la playa sur, y su pequeño grupo de parroquianos, también parecían aletargados y envueltos en una pesada modorra que callaba las conversaciones. La playa desierta y los arenales sin vegetación alguna, parecían multiplicar el castigo del sol impiadoso hasta hacerlo casi insoportable. Esa visión de médanos áridos y playas interminables, no conseguían opacar la salvaje belleza del lugar. Las rocas que rodeaban el cabo desde la playa sur hasta el embarcadero de las loberías eran constantemente golpeadas por el oleaje furioso del mar que parecía estallar en espuma. A finales de los años sesenta, el cabo se iba descubriendo en el boca a boca maravillado de los pocos visitantes que se arriesgaban a la épica travesía a pie, a caballo o en carro, de esos ocho o diez kilómetros desde la Ruta 10, cerca del puente de Valizas hasta el cabo. Ese día, ocho o diez personas ocupaban las mesas del boliche, una especie de provisión y bar que abastecía a la pequeña población de pescadores y loberos, y, sobre todo les brindaba un lugar de reunión donde compartían los comentarios de la lucha diaria con los trabajos que acometían. Era gente dura y recia, que se iban moviendo por la zona tras los trabajos zafrales que iban cambiando con las estaciones. Según donde fuera, dormían en improvisadas carpas, galpones o tapados con un grueso poncho de paño. Pocas veces en sus casas. En invierno tocaba hacerse a la mar, a los islotes frente al faro para la faena de lobos, en el trabajo más duro y peligroso. Afrontaban el cruce hasta la isla Rasa en una vieja ballenera de seis remos, sin ropa adecuada, con los pies cubiertos con trozos de arpillera para no resbalar en las piedras, y pasaban el día trabajando, mojados, y solo con el calor del movimiento físico que no podía cesar para no enfriarse. Reunían a los lobos en un corral en medio de la isla, y en un esfuerzo continuo, los mataban de un golpe en el hocico con un pesado palo de madera dura, los cuereaban muy rápidamente con un cuchillo curvo y los desgrasaban. Tenían que hacerlo en unos pocos minutos. Si un solo hombre demoraba más de lo previsto atrasaba el trabajo del resto de sus compañeros, y eso era peor que el reto del capataz. Era fallarle al compañero. Un mundo cruel, con la cotidiana crueldad de la supervivencia donde la matanza de los animales era el trabajo de los hombres. En la primavera comenzaba la esquila que se prolongaba por tres o cuatro meses, recorriendo los establecimientos ganaderos, grandes y pequeños, trabajando 130
doblados todo el día por la cintura para sujetar a las ovejas, y atontados por el olor a la suarda, la grasitud de la lana de las ovejas, que muchas veces les hacía aflojar los esfínteres. En el verano, ya por febrero, comenzaba la zafra del camarón en el arroyo de Valizas. Se pescaba toda la noche, sin dormir, hasta el amanecer, cuando venían los compradores desde Rocha, Maldonado y Montevideo. Las orillas del arroyo se iluminaban con cientos de faroles que atraían a los camarones hacia las trampas de redes, tendidas a poca distancia una de otra a lo largo de todo el arroyo, desde el Monte de Ombúes hasta la barra de Valizas. Esta vida, durísima, los hacía hombres humildes, recios, sencillos, de pocas palabras pero muy solidarios. Todos sabían que en ese tipo de trabajos era fundamental ayudarse uno a otro, en el esfuerzo, en el grito de aliento en el momento justo. Y no los privaba de tener un agudo sentido del humor, siempre presente, más que nada en el ingenio para bautizarse con apodos inverosímiles que luego les quedaba para toda la vida, y en la capacidad que tenían para meter en una conversación una frase aguda que parecía descabellada, pero que siempre se ajustaba al tema en una especie de verso sin rima, que se burlaba y alababa a la vez al compañero de prosa, como para no faltarle el respeto… Los únicos medios mecánicos con que se llegaba al faro eran un viejo camión todo terreno, veterano de la segunda guerra mundial, que rugiendo y gimiendo acometía un sendero en la arena que subía y bajaba médanos, y se encargaba de llevar a la ruta los cueros y las barricas de grasa de los lobos faenados y traer provisiones. Las ruedas del viejo “Guerrero”, como habían bautizado al camión por su pasado bélico, y las de un par de viejos “Jeeps”, de vecinos de la zona, eran casi las únicas ruedas que habían dejado efímeras huellas en las arenas del Polonio, que el viento se encargaba de borrar casi enseguida. Esa tarde, un lejano ruido de motores sorprendió a los hombres que salieron presurosos del boliche, mirando hacia la playa sur por donde vieron pasmados como venían por la costa, a increíble velocidad tres extraños y pequeños vehículos de una forma como jamás habían visto. Parecía que el moderno mundo exterior estaba tomando por asalto la tranquila vida del cabo. En cinco minutos llegaron, y se bajaron los ocho o diez pasajeros que luego de unos breves y cordiales saludos a los asombrados lugareños, salieron a conocer el faro y las instalaciones de la faenera. El cabecilla del grupo se quedó conversando con el jefe de las loberías, además de todos los curiosos que miraban asombrados aquellas maravillas pequeñas, livianas y con anchas ruedas que apenas marcaban su huella en la 131
arena. El visitante explicaba que esos vehículos se estaban armando desde hacía muy pocos años en Estados Unidos, justamente para transitar en forma ágil y rápida por los arenales y médanos de California. Los llamaban “Buggys”, y se habían traído tres al país para ofrecerlos en aquellos lugares de la costa de muy difícil acceso. Nos invitaron a dar una vuelta por los médanos y la playa, con la única condición de que los vehículos debían circular muy rápido, para que no se “enterraran” en la arena. En un minuto llenamos los tres buggys con pescadores y loberos, que, aunque no tenían miedo alguno ante tiburones o lobos machos, se apretujaban en los asientos con forzadas sonrisas que no disimulaban un cierto temor de sentirse encerrados en esas máquinas casi voladoras. De cualquier manera, impacientes y excitados por acometer esta loca aventura, inimaginable e impensada hasta poco rato antes, no tardamos en partir, raudos, en fila, en los tres cochecitos, que se desplegaron a temeraria velocidad por la playa, para atacar rápidamente los primeros médanos. Para asombro de todos, las dunas no muy empinadas se subían a toda velocidad sin casi mermar la marcha. El viento hacía pequeños rastros en la arena, largos, paralelos y de no más de cinco centímetros de alto, pero cuando los coches pasaban sobre ellos a toda velocidad, todo en el interior vibraba en un tacaca del demonio que sacudía sin parar contra el techo de lona y las puertas, a aquellos sufridos pasajeros que no emitían sonido alguno, y solo de vez en cuando se miraban de reojo, crispados por el esfuerzo de agarrarse de donde podían. En determinado momento, al pasar en una pequeña planicie húmeda entre dos médanos, uno de los buggy se enterró rápidamente en unas arenas movedizas hasta quedar apoyado en ellas sobre el chasis. Pese al pánico del encargado de los coches, los hombres comenzaron a caminar alrededor del auto, primero con mucha dificultad, enterrándose en la arena hasta más arriba de las rodillas. Al hacerlo, comenzaba a subir agua desde el fondo del arenal, donde el piso comenzaba a afirmarse poco a poco. Así, en cada vuelta se enterraban cada vez menos, hasta que finalmente lograron caminar sobre suelo compacto. En seguida, seis fornidos faeneros sacaron el vehículo del arenal, con la facilidad de quienes, con su fuerza, desconocen el peso de las cosas. Otra vez en el trillo, la caravana volvió rumbo al faro a los tumbos y saltos y a toda velocidad. Llegamos al boliche del Zorro, donde nos esperaban aquellos que no tuvieron lugar en los coches, y los que directamente dijeron que “ni mamaús” se subirían a aquellas máquinas de locos. Los pasajeros fueron bajando lentamente, enderezándose de a poco, y dando algún traspié al retomar contacto con tierra firme. Era curioso ver 132
tambalear totalmente mareados, a aquellos curtidos hombres de mar, que siempre se mantenían erguidos en sus pequeños botes desafiando el oleaje bravío del mar. El capataz de loberías, hombre rudo entre los rudos, plantó firmemente sus pies y avanzó al mostrador del boliche con la dignidad de un acorazado regresando de su singladura. No podía permitirse tambalear frente al recio personal a su cargo. Pidió una caña que tomó de un trago. Carraspeó y con voz calma, apenas audible, dejó su sentencia: ¡Esto no es para gente de trabajo!
RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA
Uruguay
Facebook: Ramón Martínez
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nas cuadras atrás quedaba el ministerio, mi monótona labor en ese establecimiento término por el día. En casa me esperaba un pedazo de tortilla de papa, un pan y una copa de vino, por esos días gastaba más en vino que en estampillas postales. Debía caminar once cuadras hasta la parada del micro. La tarde parecía más opaca que de costumbre como si estuviera detrás de un velo o de un vidrio esfumado, le atribuí ese melancólico tono a la cercanía del invierno. Intenté recordar en qué estado había quedado la ropa de abrigo. La calle parecía más estrecha, las preocupaciones más recurrentes, pensaba en los periódicos y las radios ofreciendo como “plato del día” solo malas noticias, solo predicciones funestas. A medida que me alejaba del centro hacia la parada del micro, las calles se iban vaciando de gente, como palomas espantadas por un ruido, pavorosos huían de la noche. La ciudad demacrada pareciera cabecear de sueño y esperar que se apaguen sus últimas luces. El eco de unos pasos me seguía detrás como una sombra, la balanza entre el pánico y la valentía, se mecía como una balsa en un naufragio, tenía la extra urgencia de correr hasta la parada del micro. Me saqué los ojos y me los coloqué en la nuca, el camino hacia adelante era conocido así que no tendría inconvenientes. Enfoqué la mirada y vi un hombre a unos cincuenta metros detrás de mí, tenía un aspecto extraño y sus intenciones no parecían favorecer mi integridad. Intenté apurar el paso, pero el hombre se anticipó a mi intención y comenzó a levantar las manos. Lo que hizo que me dejara alcanzar, fue que gritó mi nombre exacto en dos ocasiones. Al tenerlo a solo unos pasos pude reconocer que era un compañero de trabajo. Mientras acomodaba los ojos en mi cara, el hombre recuperaba su aliento, cuando pudo hablar y luego de disculparse por asustarme de esa manera, me explicó que hubo una confusión en el baño y sin querer intercambiamos nuestros ojos. Yo me llevé los de él que estaban en la bacha donde me lavé la cara y el tomó los míos que dejé olvidados. Educadamente intercambiamos el par de ojos y cordialmente nos dimos la mano, vi cómo se alejaba el simpático ciudadano. Las últimas cuadras hacia la parada del micro fueron un sendero mágico, de luciérnagas colgadas de cables y árboles que bailaban en la noche y rozaban el viento a su paso.
CÉSAR CHAFIO
Argentina
Blog: http://cesarchafio.blogspot.com.ar/ 135
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abíamos estado escondidos en el cuartucho abandonado de la casa de los Martínez, cerca del río. Venían solo en las vacaciones, el resto del año nos pertenecía por usurpación. Era un sitio húmedo y oscuro, pero nos gustaba, porque hablábamos de nuestras cosas, sin la intromisión de adultos. Estaba cercado para evitar la entrada a intrusos como nosotros, claro. Sin embargo en una esquina del cerco y detrás de una enredadera, abrimos una parte del alambrado y nos escurríamos prolijamente para no arruinarlo, ya que de ser así, arreglarían nuestra escapatoria. Cuando caía la tarde cada uno volvía a su casa, sin revelar el lugar del encuentro. Despistábamos, dando la vuelta a dos manzanas, y al llegar a la segunda esquina, nos separábamos, simulando venir cada uno por su lado. Cada vez que recuerdo esas andanzas infantiles, las disfruto nuevamente y pienso con nostalgia, en la brevedad de los tiempos de la niñez. En verano sé pasar algunos días en la casa paterna, que sigue en pie y donde vive la persona que acompañó a mi madre en sus últimos años. Entonces me encuentro con alguno de los integrantes de aquel grupo, que aún viven en el pueblo. La esquina en la que nos dividíamos unos hacia un lado y otros hacia el otro, es mi preferida, y allí sé pasar el rato. ¿Cómo podíamos pensar, que nadie se daba cuenta de nuestra complicidad en nuestras maniobras para despistar? Y en ese momento mi sonrisa se hace más amplia todavía, hasta casi llegar a una carcajada. Quizás, de no haberme ido a vivir a la ciudad, me hubiera casado con Estela, era buenísima, un poco tonta, pero buena chica. Siempre estaba descolocada, llegaba tarde a los chistes, todo el mundo la gastaba y se burlaba de ella, y ella se reía. Si hasta parece que la veo venir hacia mí. No, la verdad era tonta, mejor no. Se casó con Braulio y está bien, tal para cual. Con Patricia yo estoy bien. Y en esta línea divisoria donde me he parado, donde se divide mi niñez y adolescencia del resto de mi vida, me parece ver a Manuel. También era bueno, pobre, fumaba mucho y nos dejó súbitamente, muy joven. Ahora en este puente espectral, aparece Alejandro. El Ale, mi amigo. Se fue a España en la crisis del 2001. ¡Cómo lo extrañé! Y lo extraño, éramos como hermanos y me angustió mucho su partida. A veces llama. Yo nunca pude ir a visitarlo. Vino una vez pero no quiere venir, porque le da pena volverse a ir y a la vez putea contra nuestro país y así se convence que tiene que volver a España. Tiene el corazón partido, como les ocurre a muchos. En fin… ¡Oh! Y allí viene Andrea, con aspecto adolescente, desde que teníamos dieciocho años no la vi más. Siempre tendrá esa edad en mis recuerdos. Ahora tomo distancia y creo que todo está en su lugar. Que la vida transcurrió y fue buena conmigo. Que solo en este pueblo y en esta esquina, nuestra esquina, parece estancado el tiempo.
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI
Argentina
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ra tan rutinario que la pobre mujer se volvía loca para tener todo en orden, la comida siempre la misma con ese sabor soso y aburrido, siempre la misma ropa: camisa negra, pantalón negro, como si no existiera otro color. Un día se cansó y lo espero con la casa toda revuelta, se vistió con pantalones estampados y alpargatas. El pobre hombre bajó la cabeza y dijo: Pero mujer, es que te has vuelto loca. No, loca estaba siguiendo tu rutina, ah... y busca casa porque a vos también te cambié por una persona alegre que toca la guitarra y me hace reír. Al otro día él, con su valija negra y su ropa negra, se perdió en la oscuridad.
ANA MARÍA CAILLET BOIS
Argentina
Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois
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e encienden las luces en un lugar donde las nubes hacen ruido cuando se mueven, donde las raíces del árbol de la vida han extendido tanto sus brazos que olvidó de donde venía. ¿Alguien recuerda al ave que soltó Noé? ¿Esa ave regresó o voló tanto que olvidó de dónde venía o murió al no encontrar tierra? Si fue así, yo entiendo a esa ave, pero envidio que ella pudo volar lejos y yo solo puedo caminar, tal vez ella sabía pero yo ya no lo sé. ¿Quién era esa ave? ¿Era yo en un sueño? Dejo el libro que estaba leyendo y miro por la ventana, la casa está vacía y no hay nadie, ni servidumbre, ni animales, ni plantas. Al igual que las calles, todo está embriagado de silencio y sumergido en agua ¿Por qué no para de llover? A pesar de que hace frío, a veces siento calor, es un calor extraño. No es resultado de un sueño, son recuerdos… Hola, ¿qué tal, Flora? dijo Felipe Bienvenida de nuevo. ¿Desea que tome su orden? ¿Qué tal Felipe?, que gusto saludarte pero me temo que voy a esperar un poco. Él me miró con una ceja en alto y respondió burlón. ¿Esperas a alguien?Reí por ese comentario. Ya quisieras... Por favor, déjame leer un rato más. Felipe suspiró y dejó una taza de té frente a mí. Miré la taza y mi pecho sintió un enorme peso. ¿Té de manzanilla? Había recordado otra cosa, un aroma, mi aroma favorito. Suena Tchaikovsky de manera ambiental a través de las bocinas del sitio que ahora he considerado mi hogar. Suena la campanilla de la entrada gracias a los peces que se mueven afuera y que siguen la corriente. Pero no volteo, ya me acostumbré a que suene sin que nadie entre. Hace años que nadie viene. No hay manera de que exista en algún lugar, ese dichoso lugar llamado paraíso. No importa a donde hayan ido o a donde yo vaya… No hay nada en el fin del mundo, este es el fin del mundo, ¿o no, Yahvé? Si me equivoco dime qué es lo que la lluvia sabe que yo no sé, creo que te hemos herido tanto que esas lágrimas apenas brotaron, pero ¿tenías que quitarme el sol? Te lo comiste sin compartir. “Deja que la lluvia lave tus últimos días”, me dijo. Pero eso no importa, no importa que tanto haya caminado, el sendero sigue siendo el mismo. La música se detiene y cierro los ojos. Suspiro suavemente. Sin embargo, ¿por qué siempre termino siendo víctima de ese impulso de seguir caminando?
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Cierro los ojos y dejo que las gotas de agua de las goteras mojen mi frente. Las flores amarillas que están en un florero sobre la mesa donde siempre me siento son las únicas flores que no se han marchitado o que tan siquiera sé que siguen conmigo, el resto de la flora y fauna que había dentro y fuera ha muerto ahogado. Pero… Con todo eso, aún puedo escuchar a alguien llamando, dice: “Apunta al paraíso.” Aparecen las hojas de una libreta en las que solía escribir, están colocadas sobre una libreta de cuero negro y las hojas dicen: Yo, Lugar: hogar desconocido. Año 2033, después del Gran Diluvio. ¿Y esto? ¿Por qué desconocido? Esta es mi casa, bueno, tal vez era de alguien más, pero nadie llegó o tal vez se fue hace tanto tiempo que no lo recuerdo. Parpadeo al darme cuenta de que sigo parada enfrente de la ventana y mis ojos van hacia adelante. Las épocas que vivió este lugar se ven reflejados en su interior y no me han alterado; las décadas pasan y los fantasmas entran y salen. Son recuerdos del pasado, míos y de este lugar que se entrelazan. Recuerdo la primera vez que vine. La brisa era fría y vine sola. Los recuerdos de toda una generación arden dentro de mí en estos momentos. La Flora del pasado se sienta en una mesa con flores amarillas en su centro, la Flora del presente gira para verla. Ese día, en el pasado, había salido tarde de la escuela y ella se sentía agotada con solo veintitrés años. Se le acerca su mejor amigo que trabaja ahí. Felipe no ve a la Flora actual pero ella sí, y sus ojos se humedecen. —Luces agotada, ¿esta vez fue un caso congelado? —Felipe vuelve a aparecer.— Esos casos siempre te drenan, realmente debes estar cansada como para venir aquí, nunca vienes a verme aquí. La Flora del pasado estira los brazos sobre la mesa y suspira sin verlo a la cara. —Esta vez fue complicado, pues la acusada es mayor de edad, pero te juro que tiene cien años; solo sabe decir incoherencias. Hacer que hablara fue un sufrimiento, tuvimos que ir con un psicólogo para que la convenciera. Él ríe sin desviar la mirada de la antigua Flora. ¿Flora, te gusta la herbolaría, verdad? La Flora del pasado se reincorpora con una expresión de sorpresa y mira hacia Felipe, quien poco a poco se vuelve más transparente. ¿Pero qué dices? Sabes que sí. ¿Entonces por qué no dejas las leyes y te dedicas a eso? Posa una mano sobre la mesa. La antigua Flora agacha la cabeza y decide no contestar eso, él se da cuenta de
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que la ha incomodado. Desaparecen. Ese día salimos por primera vez, él me conocía mejor que nadie, o mejor dicho, él hacía que me dejara conocer frente a él. Rodeo mi cuerpo con mis brazos, exhalo aire frío. Aún recuerdo el color de su pelo, era el más negro que había visto en mi vida, con espíritu amable y fuerte, como un caballo. Miré a mi alrededor, tratando de ver más allá de los espejismos del ayer. Tres años antes del Gran Diluvio no había flores en las mesas, solo en una y era en la mesa que Felipe apartaba para la Flora del pasado, a ella le gustaba como reflejaba el Sol en la ventana y la “energía” que se acumulaba en ella. Por hábito ella colocaba más flores amarillas, de las pocas que quedaban, en todas las mesas, pero todas se marchitaban por la falta de Sol y el exceso de agua. Excepto las flores de su mesa, esas flores amarillas no han permitido dejar caer un solo pétalo. Desde que liberé de mi interior el llanto y la sensación de soledad, viví y morí incontables veces. Pero ahora estoy aquí, justo al borde, mirando hacia arriba esperando encontrarme con la Luna, pero no la he visto desde 2032. ¿En serio solo quedé yo? Decido hablar y siento enajenación con mi propia voz, es áspera y ahogada, resultado de no haberla liberado en mucho tiempo. Exclamo: “¿Ya no hay nadie más? ¿Habrán quedado más personas atrapadas como yo? ¿Seguirán buscando el paraíso como yo alguna vez lo hice?” Camino hacia la cocina, donde tengo una cama, que es un colchón en el piso, varias mantas y el calentador de gas que está en su límite de resistir sin mucho en su interior. Abro la mochila que está en el suelo, a lado de una almohada, esperando algo de comida, pero encuentro una foto, una foto familiar que tenía guardada. De nuevo ese calor. Este empezó como algo desconocido y se transformo en algo tenue y agradable. Felipe está sentado frente a mí, en la mesa cuyas flores amarillas son la única barrera visual. Yo miré la foto, miré las ventanas y luego a la foto. Por un momento creí que se movía. Mira Flora.Dijo él. Tenías razón, en el sótano de la escuela es posible imprimirlas y revelarlas como antes se hacía. Sonreí para él en ese momento, pero ahora lloro ¿esto es una emoción? Se sintió bien que el agua saliera de mí. Ya decía que el agua tenía que ser parte de mí de algún modo. ¿Qué te dije? Tu familia y la mía se ven muy bien en esta foto.Las personas de la foto se movían y se miraban, ahora lo sé… Ahora lo sé. 143
“¿Por qué nadie viene a verme? ¿Dónde está Felipe? Él prometió que volvería de su patrulleo para que comiéramos después. Debo esperarlo… Pero…” Me acuesto en su cama y apago el calentador de gas. Me acomodo en posición fetal y me envuelvo en las cobijas. Cierro los ojos. No tengo arrepentimientos, lo acepto Yahvé, te prometo que despertaré pronto. Ahora apuntaré hacia el paraíso, viviendo mi vida lo mejor posible, hasta que caiga. Suelto un último suspiro antes de dormir. Se vuelve a escuchar el agua correr con velocidad y fluidez, pasan tres días y tres noches hasta que el agua desaparece y la tierra es descubierta. Todo lo que solía ser de una generación se petrificó bajo el agua hasta desaparecer, incluso el cuerpo de lo que pareció ser una doncella se volvió roca, pero extraigo su corazón, es una piedra brillante y hermosa, la guardaré en el arca y le contaré a mis hijos sobre ella. Un pájaro blanco vuela y se posa en las ramas de la enredadera que había envuelto esa casa por fuera y empieza a cantar. Puedo ver las flores amarillas de la mesa gracias al cristal de la ventana, sueltan un pequeño primer pétalo que cae suave y sutil hasta tocar suelo, al igual que la vida que se fue y volvió junto con el tiempo, al igual que el agua que regresó al río del que provino.
SOFÍA LUDLOW CÁNDANO
México
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