EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 38 ABRIL 2019

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4

NRO 38 — ABRIL 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE AL SUR DE BUENOS AIRES MARÍA CELESTE PORTA 7 ADORNOS

YADIR GÓMEZ 10

RATAS DE BIBLIOTECA

ERNESTO TANCOVICH 13

EL CLÁSICO DE AVELLANEDA EL LOBO DE PEDRO EN TU SILENCIO

GUSTAVO VIGNERA 19

MARÍA DOMÍNGUEZ 24

MARIO G. TORRES VALDIVIA 30

EL JEFE

OSVALDO VILLALBA 34

SALVAJES. SIN MORAL Y SIN LEY ISABEL SANTOS 38 EL MISTERIO DEL VIGILANTE NOCTURNO

CARLOS

LUIS DI PRATO 44 EMPLEADO DE LIMPIEZA NOCHE DE MIEDO LA HIJA

MANUEL SERRANO 49 YOLANDA SA 55

DANA BELÉN BAIONI (CON ILUSTRACIÓN DE ABRIL CORTÉS SUÁREZ) 59

EN FAMILIA

LISARDO SUÁREZ 62

PERSIGUIENDO UN SUEÑO EN EL INFIERNO

LUIS

DUQUE 64 CARACOLES

NORBERTO SHAMMAH 67

NOTICIAS DE AYER MUSEO ÉL Y ELLA

ÁLVARO MORALES 71

LUIS FONTANA 75

DIANA MARINA GAMARNIK 78

EL HOMBRE DE (MALA) SUERTE

MATÍAS HERNÁN

PICCOLI 81 FUERZAS DE PAZ

HAM BASHUR 85

ESCALERA AL CIELO

JOSÉ A.GARCÍA 89

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EL ENEMIGO PRESENTE CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 93 AUDICIÓN PRIVADA DE LA SEÑORITA MACBETH RICARDO BUGARÍN 97 PLATO ROTO JAIR ORTEGA DE LA SANCHA 99 EL OTRO, EN EL CAMIÓN

VÍCTOR ANDRÉS PARRA

AVELLANEDA 101 LAS HADAS MADRINAS NO TIENEN BUEN PLAN DE JUBILACIÓN

SARKO MEDINA HINOJOSA 105

LA IRONÍA ES QUE.. BEATRIZ OSORNIO MORALES 108 EL LAGO EL TAJO

AMELIA BARTOZZI 111

ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ (CON

ILUSTRACIÓN DE FRANCISCO SEGURA MORLÁN) 114 UNA EXTRAÑA EN EL ESPEJO

DAMARIS GASSÓN

PACHECO 117 PERDICIÓN POR UN SOMBRERO

MARÍA DEL CARMEN

RAMACCIOTTI 121 VISITA GUIADA RAÚL GARCÉS REDONDO 123 PRIMAVERA ESQUIVA MIRTA CALABRESE 125 VERSOS,SEXO Y ALCOHOL JAVIER ECHEVERRI AGUDELO 127 EL TITULAR DE LAS NOTICIAS TIGRES DE ACERO EL GUITARRISTA

ITZIA RANGOLE 134

JORGE ÁVILA 140

RAMIRO DE JESÚS RESTREPO URIBE 145

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A

penas cruzo el portón de rejas negras, piso la calle. La tierra vuela y los árboles están medios secos en agosto. Hace frío, un frío de pueblo del sur de provincia de Buenos Aires, de viento y pelo enredado y cara seca, de labios duros y tajeados. Adentro, el calor era inventado abajo

de acolchados pesados y un par de rituales frente al fuego. La terminal me recibe vacía como siempre a la madrugada. El olor a caucho y aceite quemado contribuye al revoltijo de estómago que traigo desde que salí de Rosario. Decido caminar hasta tu casa en vez de llamarte para que me vengas a buscar como habíamos quedado. Espero que el viento frío me despeje un poco y me ayude con las náuseas. Diez años sin venir y todo parece estar en el mismo lugar. Leo en una pared: Nadie es capaz de matarte en mi alma; ese grafiti es nuevo y me alegra un poco la referencia. La melodía del tema empieza a sonar en mi cabeza, se vuelve compañía en el camino. La calle está vacía, el pueblo duerme en el umbral del amanecer y no escucho nada más que el viento sacudiéndome las mangas de la campera. Miro para atrás como un gesto por costumbre, buscando ver solo la calle, los cables de la luz y los árboles flacos y pelados. Pero la imagen que se devela está lejos de la que imaginaba, no llego a recordarla. Me despierto con la cara aplastada contra la almohada y el corazón golpeando, como pidiendo que por favor le abra la puerta para salir. La angustia del sueño se asienta en mi pecho. Acción repetida, me duele en el medio de las costillas, en el hueco que se abre entre los pechos. Una oleada de puntadas que tarda en irse. Me cuesta un poco aflojar la mandíbula, mi cuerpo estaba tenso, al borde de un vértigo, a punto de caer. Intento dormirme reconstruyendo una cara avejentada por el paso de los años. Necesito decirle que la imagen de ese pueblo me llenó de tristeza, porque me sentí en medio de ese tiempo que no pasa. Me dio tristeza la calle que empezaba a hacerse una con el campo. El camino de tierra, marrón y seco. Y la obstinada convicción de que nada podría brotar ahí. Miro la ventana que enmarca un terrible cielo rosado a punto de reventarse contra la calle. Desde ese ángulo puedo ver el portón anaranjado de la fábrica de enfrente. Cada vez que llueve parece que el naranja se destiñe más y más. Presiento que no estoy sola en la habitación, como no lo estaba en el sueño.

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Estiro la mano y aprieto el botón del velador. El brillo que rompe la oscuridad no tarda en despejar mis dudas; no hay nada en la habitación, ni sombras, ni sueños, solamente el zumbido eléctrico de la bombita de luz.

MARÍA CELESTE PORTA

Argentina

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X

, estás en medio de la oscuridad de esta sala. Te quedaste solo. Estás desnudo también, con el cuerpo brilloso y el sexo laxo. Aún estás hambriento. Hay una breve luz entrando desde un canto de la mampara de vidrio. La luz muere directo en el centro de mesa que está

a la altura de tus rodillas. Descubres al elefante; el más grande de los dos que están en la mesa. No es la primera vez que lo ves, pero es la primera vez que le prestas atención. También hay otros objetos: un cenicero; un florero; unas llaves; dos vasos de vino: uno vacío y el otro a medio tomar; la botella está vacía. También hay otros adornos, pero qué importan. Te enderezas en el mueble; deberías tener cuidado con la viscosidad de tu sexo dormido. Recorres el elefante con la vista. Te niegas a palparlo. Es grande, vigoroso. La trompa se entorna en una curvatura que señala hacia el otro extremo de la mesa; parece guiar una manada invisible. Te acercas al adorno. La oscuridad es grave. Vamos, acércate más, hoy eres el dueño de este recinto. Hay un detalle en el adorno, ¿lo ves, cierto? El elefante lleva rajada la piel rocosa. Las grietas no son las arrugas de un animal envejecido, hay surcos que se extienden a lo largo y ancho del adorno. Te acercas más. Te provoca agarrarlo y revisarlo exhaustivamente. Pero rechazas la compatibilidad que podría existir entre tú, X, y ese adorno. Tus pestañas casi rozan el objeto. Te gustaría que la luz se incrementara, así tendrías mayor claridad para examinar los detalles. Efectivamente, X, el elefante ha sido reconstruido, y en las reconstrucciones, lo sabes bien, se pierden pequeños fragmentos que nunca volverán a encajar. Ahora es otro objeto, uno muy distinto a la primera versión. Aún se percibe el olor a pegamento en el lomo del animal. En las ranuras del daño, las cicatrices absorben pelusas. Piensas que el objeto ha tenido suerte: la cerámica podría haberse trizado por completo volviendo inservible al adorno. Sigues fijamente la dirección que te indica la trompa y te encuentras con el otro elefante. Este es un poco más pequeño que el anterior. Ambos están de extremo a extremo de la mesa: irreconciliables. Este adorno se diferencia en la complexión, es menos ancho, y la trompa se entorna en dirección al suelo. Este elefante, sigue entero, en su primera versión, salvo por el polvo que lo cubre. Pasas suave el índice por el lomo. Has dejado tu huella impresa en ese cuerpo de naturaleza frágil. La humedad se cierne entre tus pies desnudos y tu cuerpo se ha relajado, pero tu corazón sigue tenso. Ya no se oye la ducha. Ya no se oye rebotar el agua ni sus cánticos. Escucha la puerta, X: se abre. Los pasos se acercan, y tú, sigues ahí, estático, contemplando los adornos. Ya está delante

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de ti, X. Se seca el cabello con una toalla, y con la otra, lleva envuelto el cuerpo. Disculpa la demora. No la oyes, X, lo que es un problema, porque se percata de que no dejas de mirar el adorno. Se sienta a tu diestra. No la sientes, X. Abre el cajón debajo de la mesa de centro, extrae algo y lo coloca justo en el lugar a donde apunta la trompa del elefante que miras. Falta este. Va aquí. dice. El pequeño elefante ha remecido la mesa. Mira en dirección a la madre, directo a sus ojos. Las trompas se entrelazan formando una especie de corazón. No está empolvado, X, es el objeto más inmaculado de toda la casa. Ahora solo te preguntas en qué momento lo guardó: lo hizo minutos antes de abrirte la puerta, mientras tocabas ansioso el timbre por segunda vez. No aceptarías hacer el amor en esa cama de la habitación principal, aún te queda algo de orgullo, tendría que ser en la sala, en el mueble, y el pequeño elefante estaría ahí, viéndolo todo, el pequeño elefante… Lo compramos el día que… Enmudece al notar que dejaste de ver el adorno para mirarla. Ha sido un error pretender contar la historia de cómo lo adquirieron, ¿verdad, X? A veces ella olvida quién eres y qué lugar ocupas en su vida. Hiere, te va quebrando, X, y a pesar de todo sigues ahí, tomando la ofrenda del consuelo: el propio mutismo de la noche que se extiende por esa sala ajena, bañando de oscuridad tus deseos más íntimos, mientras los adornos te observan y ella te pide volver a hacerle el amor después de ocultar, a tientas, al pequeño elefante, por esta noche, solo por esta noche, X. Vamos, hazle el amor hasta el agotamiento, hazlo y sal de ese lugar, en medio de la madrugada fría, solo, pensando cuándo vendrá tu tiempo, el tiempo de tener tu propio adorno…

YADIR GÓMEZ

Perú

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-C

incuenta mil por un libro. Hay que ser idiota —dijo el alto. —Por un libro no. Por ese libro —replicó el pelado. El alto se encogió de hombros. —Un libro es un libro. Lo mismo da uno que otro.

—No seas ignorante, —se impacientó el pelado—. Pensá. Una Biblia, por

ejemplo. Los evangelistas las regalan. Pero ¿si fuese una Biblia dedicada de puño y letra por el propio Jesús? Esa valdría millones. —Si puede valer tanto, no veo por qué largarlo por cincuenta mil. Hagamos nosotros el negocio. —Nosotros no entendemos de libros ¿Acaso leíste alguno? El alto miró hacia arriba, donde más allá del parabrisas polvoriento el ramaje desnudo de los tilos se dibujaba sobre un cielo de negruras y simuló escupir. —Stup. —No hagas eso –dijo el pelado— Dios nos puede castigar. —Dios. Tu dios. Al diablo con tu puto dios —masculló el otro. El pelado, molesto, no contestó. Reclinados en las butacas delanteras de un destartalado Ford Fairlane vigilaban la casona del tal Howard. Esperemos que no tarde dijo el alto. Sacó un cigarrillo. Iba a darle fuego cuando el pelado manoteó el encendedor. —Lo vas a echar a perder. No debe vernos. —Me pone nervioso que no salga. —Ya saldrá. Todas las noches sale. Eso dijo el hombre. Aquel hombre. Un tipo inquietante. Cara alargada, orejas que sin ser puntiagudas, vistas desde cierto ángulo lo parecían. De pocas palabras, que dejaba ir entre dientes. Y largos silencios en que mordía el labio inferior llevándolo hacia atrás, como temiendo que alguna se le escapara. —Me traen el libro y se van con los cincuenta —había dicho. —Descuide —fanfarroneó entonces el alto—. Somos especialistas. —No lo crean tan fácil —advirtió el hombre—. Otros han fracasado. Los cincuenta no van de regalo. Les dio anotados nombre del libro y autor, y un plano de la casa con la ubicación de la biblioteca. —Esta ordenada por autores. La A empieza arriba a la izquierda.

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Les entregó una cartera negra, con cierre relámpago. —En cuanto lo tengan, guárdenlo acá. Ni se les ocurra abrirlo. —¿Usted estuvo ahí adentro? —Estuve, sí. —Y no dijo más. —Veinticinco de los gordos —susurró el alto, entrecerrando los ojos—. Mi local propio. Ya tengo el nombre. Será el mismo del libro. Por cábala. En letras rojas bien grandes. Y abajo uno de esos carteles que se prenden y apagan: Copas, tapas y putas. Soltó una cascada de risitas chillonas. El pelado lo miró con curiosidad, como si acabara de conocerlo. Después quedó pensativo, la mirada perdida en el punto que reunía en haz las líneas de la calle. —Tengo vista una granja como a cien kilómetros de aquí —dijo por fin—. Ni lejos ni cerca de un pueblo donde nadie me conoce. Cerdos, pavos, gallinas, un maizal. Ya no me verán en esta ciudad piojosa. El alto dejó escapar un gruñido. —No, gracias —dijo—. De chico pasé mis años entre cerdos. Del centro no me mueven ni a guinche. No aguantaría quince minutos en el campo. El pelado volvió a dejar que el silencio se alargara. Parecía querer separar claramente sus palabras de las del otro. —Crecí en un piso donde el sol entraba apenas un rato a la mañana — recordó—. Y todo el tiempo ese olor de fritanga, pis y querosén. Todavía lo tengo pegado a la nariz. Quiero aire y luz. El movimiento de una sombra tras el ventanal los volvió a la actualidad. —El tipo ese, el loco. Esperemos que cumpla lo prometido —dijo el alto. —Pagará —dijo el pelado—. No es loco. Raro nada más. Shhh. Las ventanas de la casa se oscurecieron una a una. Hubo ruido de puertas, luego de un motor. Segundos después las luces de un auto barrieron el parque, atravesaron la verja de hierro y se derramaron en la calle. La claridad, atenuada, llegó casi hasta donde los dos hombres acechaban. —Ahí sale. —Era hora. Una figura encorvada se recortó sobre la luz viva. La vieron abrir el portón, ir al auto, sacarlo a la calle, cerrar, volver. Sus movimientos eran trabajosos como si

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tuviese dolores repartidos por todo el cuerpo. El auto partió. Los hombres vieron huir hacia el fondo de la calle los dos focos rojos, hacerse uno solo, desaparecer. —Un viejo. Un viejo hecho mierda —observó el alto—. Fácil de reducir y hacerle soltar el libro sin tener que buscarlo nosotros. Hubiésemos entrado y salido por la puerta principal, como duques. —No seas bruto —se enojó el pelado. Este es un trabajo fino. Intelectual. El otro respondió con un eructo. —Vamos —apremió el pelado. El alto montó sobre las lanzas de la verja un cuero grueso. Tiraron por encima el bolso de las herramientas y saltaron al parque. Ante la ventana que el hombre de cara larga les había indicado, el alto introdujo la barreta entre la hoja y el marco. El cerrojo cedió con inesperada facilidad. —Viejo inútil. Ni cerrar bien una ventana —murmuró. Entraron. La luz de la linterna exploró el recinto. Alfombra circular con diseños que semejaban alguna clase de escritura, y en su centro, un sillón mecedora tapizado en terciopelo negro. El espejo que cubría la pared opuesta los mostró de cuerpo entero. El alto hizo un saludo burlón, vagamente militar. Al pelado lo asaltó el temor irracional de que su imagen quedara impresa allí para siempre. Las estanterías cubrían una pared y media. —La A —dijo el pelado—. Busquemos la A. Sacó del bolsillo el papel con las anotaciones. —Es por acá. —Nunca pude aprender el alfabeto de memoria —dijo el alto—. Soy medio bruto para esas cosas. Se había instalado en el sillón, y meciéndose, dejaba que el otro hiciera. —Adorno, Ajmátova, Alcott… ahí está. Alhazred. Abdul Alhazred. La linterna enfocó un libro voluminoso, encuadernado en piel negra con letras de plata ya deslucida. Le indicó al alto que lo bajara. El alto, apartando los volúmenes que lo aprisionaban, lo retiró y le dio una palmada, haciendo volar una nubecita de polvo. —Cincuenta pavos esta basura. Todavía no lo puedo creer. El pelado presentó la boca de la cartera.

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—Guardalo. Terminemos de una vez con esto. —Pesadito, eh —dijo el alto. Se demoraba en darle vueltas. —No lo abras. El hombre dijo que no lo abriéramos. —El hombre dijo, el hombre dijo… —canturreó el alto. Retrocediendo un paso abrió el libro. —Qué mierda… –alcanzó a decir. La habitación había desaparecido, y la casa. También el poblado. De pronto se encontraron náufragos en una playa de arenas negras. Hacia donde debía estar el horizonte se extendía un mar de aguas cenagosas. En la superficie se adivinaban formas invertebradas, oscuras, arrastrándose con lentitud de nieblas. Un ronquido sibilante hería la oscuridad, apenas vulnerada por la luz de un sol o luna del diámetro de una moneda, y de ese rojo sombrío que toma el hierro candente al enfriarse. El alto, desconcertado, tuvo la sensación de haber sido trasladado a otro planeta. La percepción del pelado, en cambio, fue la de haber caído en otro tiempo, un pasado remoto en que el universo comenzaba a tomar forma, o un futuro igualmente lejano en que todo marchaba a la extinción. El auto, de regreso, se detuvo ante el portón. El resplandor de los faros traspasó las rejas, hizo verdear el césped y dio de lleno en la fachada. El conductor descendió y con movimientos seguros abrió el portón. Después de estacionar bajo la enramada volvió para cerrar. Erguido, con andar resuelto, desanduvo el sendero y entró a la casa. Ya en la biblioteca encendió las luces. El espejo devolvió la imagen de un rostro alargado. El pelo aplastado ponía de resalto las orejas salientes, algo puntiagudas. En el piso yacían los dos cuerpos. La cara del pelado congelada en una máscara aterrada, la del alto en una expresión de asombro donde había empezado a pintarse el miedo. —Otro par de idiotas, —murmuró. Los dientes de arriba mordieron el labio inferior. La boca se estiró en un rictus que no llegaba a ser sonrisa. Corrió el sillón, recogió la alfombra. Quedó a la vista una puerta trampa, cuadrada. La retiró. En el fondo de la fosa algo se agitaba, susurrante. Hizo rodar los cuerpos, primero uno, luego el otro, dejándolos caer. Sonaron

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muy abajo como si golpearan sobre algo que no era líquido ni sólido. A cada golpe sucedió un rugido asordinado. —Buen provecho —murmuró. Volvió a clausurar la escotilla, la cubrió con la alfombra, repuso el sillón en su sitio, recogió el libro, que había caído boca abajo, y lo cerró sin mirar, ubicándolo en su hueco del estante, apretado entre Alcott, Louise May y Andersen, Hans Christian. Después se acomodó en el sillón, meciéndose, pensando. En la vida, en la muerte, en la precariedad de los sueños.

ERNESTO TANCOVICH

Argentina

Facebook: @letrasdetancovich

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Y

a de chiquito mi viejo me había hecho del Rojo. Mi primer regalo fue un gorrito colorado que me había traído mi padrino antes de salir de la incubadora y mi abuelo, para no ser menos, se había aparecido con el carnet del glorioso Club Atlético Independiente antes de que le dieran

el alta a mi vieja en la Maternidad de Avellaneda. Somos, en una palabra, una familia de diablos rojos. Pero por esas cosas extrañas que tiene la vida me vengo a encontrar con Martita en uno de esos bailes de Carnaval y concluí que, a veces, el amor —o tal vez la calentura— pueden más que el fervor por la camiseta. Ella venía de una familia hincha de los innombrables blanquicelestes, que no tuvieron ni siquiera un mínimo de imaginación para inventar una camiseta original y copiaron la de la selección. Siempre fueron unos muertos pecho frío empezando por mi suegra, y siguiendo por el choborra de mi suegro, el bombón de mi cuñadita y el resto de la parentela sin excepción. Yo era como un extranjero en esa familia, una especie de mosca en la sopa. Todos eran de la Academia y me hacían sentir como un negro en Japón hasta para los brindis de Navidad y año nuevo. Por otra parte, mis amigos siempre ponían la nota sobre cómo era eso de tener sexo con una Racinguista y ése era el puntapié inicial para una catarata de bromas. Ese domingo era el Clásico de Avellaneda, jugábamos de locales a las seis de la tarde y a Martita se le había ocurrido invitar a su hermanita y al novio a comer una raviolada en nuestro departamento. Lo bueno era que ellos siempre traían las deliciosas facturas de la panadería de avenida Mitre y se quedaban a tomar mate hasta que oscurecía. Hacía tiempo que nos habíamos prometido no hablar de futbol, religión y política en los encuentros familiares, después de haber llegado hasta las manos en alguna reunión cuando estaba arrancando mi relación con Martita. La locura empezó esa misma semana: fue el lunes en el que se incorporó a la fábrica de pastas donde trabajo una rubia que rajaba la tierra, una mutación de Pamela Anderson a la criolla que me había sacudido literalmente toda la estructura. La piba pegó onda conmigo desde el primer momento, se veía gustosa cuando le explicaba cómo se preparaba la masa de los fideos y me sonreía con una pizca de maldad mientras me recorría con sus ojazos de felina insaciable. Yo notaba que me miraba la

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boca como quien quiere comer una frutilla recién sacada de la heladera, pero me hacía el pelotudo, hablando mal y pronto, y dejé pasar todos sus amagues. El domingo había preparado la camiseta del Rojo dobladita —junto al carnet y la entrada— sobre la cómoda del dormitorio, para seguir la cábala de todos los encuentros. Ya en la mesa, mientras hablaba de bueyes perdidos con los tres racinguistas frente a la fuente de ravioles humeantes, recibí un mensajito de texto inesperado. Era conciso, directo y claro: Te espero en el telo de la vuelta a las cinco y media. Ingrid. Tragué saliva y seguí la conversación como si no hubiese pasado nada. Las imágenes de ella con el delantal ceñido al cuerpo me pasaban por la mente y se me había llenado el que te dije de preguntas. Intuí que Ingrid, como buena mujer, había planeado todo sabiendo que en ese horario me brindaría la coartada perfecta además de ser la única oportunidad de mi vida. A eso de las cinco me fui al cuarto y me puse la camiseta a las apuradas. Le di un beso seco a Martita, saludé con una sonrisa sobradora a mis cuñados y salí de raje. Caminando por la calle pude ver a otros hinchas entusiasmados que iban al estadio. Todos estaban felices con la seguridad de que ese encuentro sería un mero trámite y los de Racing, incluida mi familia política, se quedarían recalientes. Llegué a la esquina del telo y prendí un faso para aguantar la espera. Si ella no era puntual tendría tiempo suficiente para ir corriendo a la cancha y cumplir con mi obligación de hincha. Escuchaba de a ratos y a lo lejos los cantitos que venían desde el estadio y me emocionaba. En eso me di vuelta y apareció ella, la mujer más bella que existió sobre el planeta, con una mini que rajaba la tierra y una blusa que dejaba entender todo lo que me había imaginado durante la tarde entre medialunas y cañoncitos de dulce de leche. Miré para ambos lados. No había ninguna vecina chismosa que pudiese reconocerme. Temía que le llevaran el cuento a Martita y se me armara flor de bolonqui. A Ingrid apenas la saludé. Caminamos separados los metros que nos distanciaban del hotel. Antes de entrar a la habitación ella tomó la iniciativa, me empujó contra la pared del pasillo y me rompió la boca con un beso que aún recuerdo. Entramos a la habitación casi forcejeando, con las manos desesperadas tocando

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nuestros cuerpos y nuestros labios entrelazados con una pasión que hacía tiempo no existía con Martita. Le saqué la blusa y ella me quitó el pantalón dejándome en calzoncillos. Ingrid los miró y sonrió. Bajé la vista y me di cuenta que tenía puesto el de los escuditos de Independiente. En ese instante se me puso la mente en blanco. Se me vinieron de golpe las anécdotas de mi abuelo, las tardes con mi viejo y mi padrino en la cancha, las hazañas del Bocha, de Bertoni, del Burru y de Santoro y mi erección desapareció como por arte de magia. Le pedí un segundo y agarré el control remoto, acomodé las almohadas y puse el partido. Ella se molestó un poco al principio pero le dije que lo haríamos en un ratito, que solo quería ver cómo iban. Ése fue el fin, ya que hacía muchísimos años que no veía jugar tan mal al club de mis amores. Todos los pases se los daban a los contrarios, no agarraban una y ellos nos tenían en un arco. Y, como no podía ser de otra manera… llegó el primer gol. Ingrid me besaba el cuello y la oreja, pero yo puteaba y reputeaba contra los defensores, contra el DT, contra la madre del presidente del club, contra el arquero, contra el referí cuando expulsó al mediocampista y contra el lineman cuando nos anuló un gol del único avance que tuvimos en todo el partido. Ella intentaba excitarme y al ver que yo no respondía pretendió sacarme el control remoto y poner una porno, pero justo en ese momento llegó el segundo y el veneno corría a borbotones por mis venas. ¡Perdíamos dos a cero! Fue por eso que no dejé de ver los noventa minutos. Ella se cansó, se vistió y se fue prometiéndome no verme nunca más en su puta vida. Quedé tendido en la cama por unos minutos. Estaba sin aire. Me cambié, pagué las dos horas al conserje y me volví cantando bajito. Los hinchas que ahora venían de frente estaban tan tristes como yo, las caras les llegaban hasta el piso. Subí el ascensor. Solo quería darme una ducha e irme a la cama sin comer para olvidar ese catastrófico día. Martita, en cambio, estaba muy feliz y había pedido unas pizzas y una cerveza. Noté que ella quería festejar, gritarme en la cara los dos goles, pero no… no hizo

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ningún comentario que pudiese herirme y empezar una aguerrida discusión. Cenamos en silencio, escuchando a los comentaristas de la tele desguazando al Rojo por el desastroso papel que había hecho en el clásico. Me fui a dormir con la ilusión de que el próximo domingo Independiente se reivindicara y este mal trago quedara en el olvido. A la mañana siguiente extendí mi brazo, abrí los ojos y vi que Martita no estaba a mi lado. ¡Qué raro!, pensé. Ella no es muy madrugadora y le gusta remolonear bastante en la cama. Me despabilé, fui hacia la cómoda y encontré una nota, escrita en una hoja cuadriculada con marcador rojo. La levanté y leí: Puedo tolerar que me seas infiel, pero no voy a aguantar que le seas infiel a tus colores ¡¡¡Chau!!! Martita Estaba confundido. Quería llamarla por teléfono para aclararle todo, quería suplicarle y decirle que la amaba y que no se dejara llenar la cabeza por los chismes, pero el primer cajón de la cómoda estaba entreabierto y pude ver que ni una bombacha había dejado. Mi carnet de Independiente estaba ahí y la entrada del partido también. Estaba escrita con letras grandes, con el mismo marcador rojo. La leyenda decía: ¡¡¡Perdieron Amargos!!! ¡¡¡Hijos nuestros siempre serán!!!

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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L

levaban ya cuatro horas seguidas de lección y Pedro ya no podía con el retorcimiento de tripas de su estómago, suplicando por alimento para dejar en paz al pobre chiquillo. Era el mediano de tres hermanos, y sus padres eran tan estrictos y

sobreprotectores que, temiendo que el mundo exterior pudiera corromperlos, decidieron echar mano de la educación casera y sus propios conocimientos académicos para impartirles lecciones largas e intensivas que podían extenderse hasta seis horas seguidas cada día, con un solo descanso de veinte minutos para ir al baño, tomar agua o comer algo y a continuación seguir con las últimas cuatro horas de clase, comúnmente reservadas para las materias más demandantes como matemáticas o historia. Esto, sin embargo, era lo que a Pedro más le tenía sin cuidado. Las lecciones del día podían resultar incluso un simple inconveniente de no ser por la dureza con que su madre, al sumergirse en el papel de maestra, los sometía. Para empezar, debían llamarle profesora Cobos de la puerta del estudio hacia adentro, y por más que se preciaba de ser imparcial con sus tres hijos, a Pedro no le cabía la menor duda de que era especialmente severa e incluso cruel con él. Pablo era el mayor y por lo tanto el que se jactaba de mayor sensatez, a quien su madre usaba de ejemplo para todo. Sin embargo, aquella soberbia le servía para subestimar a su hermano menor. Paula era la más pequeña y, aunque juraban ser equitativos, sin duda alguna era tratada con mayor deferencia, y ella no dudaba en aprovecharse de ello, usando su condición de dulce niña para verse favorecida tanto por su madre como por su hermano mayor. Eso dejaba a Pedro siempre en desventaja, fuera de cualquier favoritismo y el niño de cartel para ejemplificar todos los errores que sus más agraciados hermanos no debían cometer. —¿Qué pasa, Pedro? ¿Deseas ir al baño? —preguntó su madre con el puntero firme sobre el mapa de Europa. —No, mam… —Al notar el ligero tic en el ojo de ella, se contuvo y rectificó— …profesora Cobos. —¿Qué es lo que quieres entonces? ¿No ves que estás interrumpiendo la clase con tus constantes contorsiones?

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Pedro estuvo a punto de decir algo cuando un chillido proveniente de su estómago terminó respondiendo por él. Sus dos hermanos ahogaron una risa y la mujer dibujó un esbozo de sonrisa en su rostro mientras bajaba el puntero. —¿Tienes hambre? ¿Es eso? Me llamará gordito, siempre lo hace. —Lo siento, profesora Cobos, no puedo evitarlo. —¿No puedes pasar cuatro horas sin comida? ¿No crees que sea por eso que ya te has puesto demasiado gordito? Paula no aguantó más y lanzó una carcajada a la vez que Pablo le propinaba a Pedro una patada por lo bajo mientras su rostro se retorcía en una mueca para mantener en sus pulmones la risa que intentaba escapar de él. Pedro enrojeció y bajó el rostro con el acompañamiento de una nueva serie de vergonzosos chillidos al compás de sus retortijones. —Bien, te doy permiso de ir a la cocina por una merienda o tu estómago no dejará de interrumpirnos. Tienes diez minutos. Fruta, Pedro, ¿entiendes? Que sea fruta o dentro de poco ya no cabrás en tu asiento —dictaminó la mujer, volviendo a su postura severo y señalando la puerta con el puntero. Pedro recorrió el espacio que lo separaba de la puerta con los ojos de sus hermanos encima, observándolo burlones. A veces deseaba arrancárselos. Y su madre estaba siempre al frente de sus humillaciones. Últimamente se le había metido a la cabeza que posiblemente fuera adoptado, de otra manera no se explicaba el diferente trato que recibía con respecto a sus hermanos. De hecho, era lo más factible, o quizá originalmente deseaban tan solo tener dos hijos, la parejita, pero él nació en el medio y les había arruinado sus planes. Apenas cerró la puerta del estudio, anduvo con pasos apresurados en dirección a la cocina. Debía bajar para eso y, mientras descendía por los escalones, iba arrastrando los dedos a lo largo del barandal, observando los distintos afiches escolares que su madre se había encargado de colocar en la pared. “CUIDA TU LIMPIEZA”. “LO IMPORTANTE ES LLEGAR”. Cada día tenía menos duda. Su madre debía odiarlo. Incluso él mismo llevaba algún tiempo fantaseando y teniendo sueños en los que un terremoto abría su sala de

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estudios a la mitad y ella terminaba cayendo en un oscuro agujero sin fondo. Tenía la impresión de que algún día uno de los dos acabaría destruyendo al otro. La cocina estaba justo detrás de la escalera, lo único que tenía que hacer era empujar la puerta y entrar en ella para buscar alguna fruta (¡Galletas!) que pudiera ayudarle a aguantar el hambre por un par de horas. Al detenerse en la puerta, pudo detectar el agradable aroma de la comida que se estaba cocinando. Lupe normalmente dejaba la olla a fuego lento por varias horas para que estuviera en su jugo a la hora del almuerzo. Quizá si tomaba algo de la olla nadie lo notaría, aunque tenía la orden de tomar una fruta… ¡Pero quiero galletas! ¡GALLETAS! Con la mano derecha empujó lentamente la puerta por si se encontraba a Lupe en la cocina, y fue entonces que vio al lobo gris echado frente a la estufa, con sus penetrantes ojos ámbar puestos en Pedro. Un gruñido escapó de entre sus fauces a la vez que sus músculos se flexionaron como si estuviera dispuesto a arrojarse de un salto hacia él. La ferocidad de sus ojos indicaba que era salvaje y sobre todo, tenía hambre. Pedro retrocedió y cerró la puerta de nuevo. El corazón le latía tan rápido que pensó que sufriría el ataque cardíaco con el que su madre siempre lo atormentaba para que bajara de peso. ¿Estaba seguro de lo que había visto? Es decir, ¿qué podría estar haciendo un lobo gris en medio de su cocina? Quizá eran simples alucinaciones causadas por el hambre. Plantó nuevamente la mano en la puerta y la abrió ligeramente, tan solo para echar un vistazo al interior. El lobo lo miró con aquellos ojos dorados que parecían fulgurar en cuanto alcanzaba a distinguir la silueta rolliza del chiquillo en el umbral de la puerta. El estómago de Pedro sufrió otro retortijón y se llevó las manos al vientre para amortiguar cualquier ruido que pudiera provocar al lobo. Fue entonces que un brazo lo rodeó por el cuello, obligándolo a apartarse de la puerta y ocasionándole un sobresalto tan grande que pensó que sus intestinos terminarían por salirse de su cuerpo. —¿Qué tanto haces? Ya pasaron los diez minutos y me han enviado a buscarte. Era Pablo, aprovechando que estaban solos para revolverle el cabello y picarle

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la panza como solía hacer para molestarlo. —No… no he podido entrar —tartamudeó Pedro, señalando hacia la puerta. —¿Por qué? ¿Está Lupe montando guardia para que no te robes la comida? — preguntó Pablo burlonamente. —¡No! Es...un lobo. Ahí dentro hay un lobo. Pablo se echó a reír a carcajadas, llevándose la mano al rostro como si se estuviera enjugando unas lágrimas inexistentes. —¡Estás de broma! ¿Qué va a estar haciendo un lobo en la cocina? Seguro tienes tanta hambre que te lo imaginaste. Pero para que veas que soy buen hermano, yo mismo entraré y te traeré una manzana para calmar esa panza que te hace ver cosas. —¡No, Pablo! ¡No lo hagas! —exclamó el chiquillo, pero su hermano entró decidido por la puerta. Pedro se pegó al instante en la pared, llevándose las manos a los oídos y cerrando los ojos con angustia, esperando a que algo ocurriera, pero no escuchó nada. Ningún grito. No tenía idea de cuánto tiempo permaneció ahí pegado contra la pared, inmovilizado del miedo hasta que un nuevo chillido de su estómago lo hizo volver en sí. Se acercó nuevamente a la puerta con cautela y se asomó levemente. El lobo seguía echado en el piso, pero ahora tenía un trozo de tela entre las garras, el cual seguía mordiendo y desgarrando. La tela tenía el mismo color azul de la camisa de su hermano. Justo a un lado de la puerta estaba el anaquel de la alacena, del cual resaltaba un tarro de galletas asentado en la esquina. Sus tripas volvieron a retorcerse en cuanto avistó lo que tanto quería, pero en esa ocasión su necesidad fue mayor que su propio miedo. Sin pensarlo mucho, estiró el brazo y tomó el tarro rápidamente, tras lo cual cerró la puerta de nuevo. El lobo lucía tan entretenido con aquel pedazo de tela que no pareció prestarle atención. En cuanto recuperó el aliento después de su acto temerario, abrió el tarro de galletas y se llevó una a la boca, justo en el momento en que apareció su madre. —¡Pero qué niño tan desobediente! —exclamó la mujer, quitándole la galleta de la boca—. ¡¿Qué te he dicho sobre lo que los dulces le hacen a tu cuerpo?! ¡Dije claramente que tomaras una fruta!

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—Lo siento, mam… profesora Cobos. Es que no pude tomar nada más de la cocina. El… lobo. —¿Dónde está Pablo? Lo mandé a buscarte. ¿Entró a la cocina? —Sí, pero… el lobo… —¡Ay de ti que lo hayas convencido de buscarte más comida, ¿escuchaste, Pedro?! —le advirtió con aquel gesto duro que adoptaba cuando pretendía culparlo de algo que hubiera hecho alguno de sus hermanos, colocando la mano en la puerta con la intención de entrar a la cocina. —¡No, el lobo! —¿Qué lobo? ¿De qué hablas? ¡No me hagas perder más el tiempo de lo que ya, Pedro! ¡No tengo tiempo para tus fantasías! ¡Dime qué pasa! El niño retrocedió unos pasos con el rostro inexpresivo. —…No lo sé. Técnicamente decía la verdad. Aquello era una locura y como tal iba a tratarla. Su madre dio un resoplido de impaciencia y se adentró en la cocina. Él tan solo tomó el tarro de galletas, se dio la vuelta y volvió a subir las escaleras hasta regresar a la sala de estudios. —¿Dónde está mamá? —preguntó Paula desde su asiento, con la espalda bien derecha. —En la cocina. Dijo que bajaras a verla. —¿Por qué? Pedro se encogió de hombros, y mientras la niña salía del estudio, él se sentó a leer sobre los países de Europa mientras iba sacando galleta tras galleta del tarro.

MARÍA DOMÍNGUEZ

México

Red social: https://twitter.com/MarianneBossu

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Tu cuerpo real que duerme Es un frío en mi ser. Fernando Pessoa

l vacío, sí, el vacío de un recuerdo que viene a mí después de tanto tiempo. Las frases irrepetibles, los monólogos. Tu voz y tu cara extraviada reprochándomelo todo. ¿Cuántas veces me dijiste que te dedicara algo? Nunca lo hice, no me nacía escribirte, aunque tú sí lo

hiciste, en una frase escrita con prisa, en esa tarjeta que guardo en una vieja caja de habanos: “Perdóname que llegue tarde”. Los días en el parque Cáceres y nuestros ojos confundidos en las frías tardes, trastocando la oscuridad que venía cómplice de aquel encuentro lleno de hojas secas, cielo gris y aves que no cantaban. El frío de la ciudad, húmedo y polvoriento entraba en nuestros cuerpos cuando te dejaba en el paradero para que tomes tu colectivo. A lo lejos, tus ojos me decían de la distancia que no veíamos. Como esta misma distancia que de Chimbote a Lima recorro ahora mismo, en el sórdido ruido de un motor en una pista que se me antoja sin fin. Solo en fracciones de tiempo me invade tu presencia, tu estancia en mis días y acelero más, cada vez más cuando atacas inclemente mi memoria. Por eso no me siento seguro al bajar la velocidad, porque sé que estarás en ese pequeño parque, en la universidad, en el asiento posterior o en el abrazo infinito en aquella fiesta de compromiso de tu amiga, nuestra amiga, donde se nos mojaron los ojos, quizás haciendo la paz con nosotros mismos, con algún pasado turbio y vergonzante, o lo insomne que vigila nuestras vidas y espera a que miremos al suelo para decapitar las fuerzas de seguir buscando, buscando la velocidad en este auto para no pensar en el dolor de los últimos días, las miradas al fondo del abismo y la intolerable perseverancia de llegar hasta lo más recursivo, tratando de rescatar la esencia de lo que años atrás se perdió. Los primeros días, la gran novedad, pasó como estos carteles al lado de la carretera; existía entre nosotros una sensación de haber superado a los “ex”; las aves de paso, refugios de soledad que nunca entienden nada, los chismes armados por gente que vive a través de otros, conseguimos esa perfección en la que nadie puede vivir por mucho tiempo, no sé si tú lo percibiste, no atino a vislumbrar un momento, una pausa incómoda después del primer año, ¿y qué si imaginabas un futuro más allá de lo que suceda al graduarnos? ¿Qué si mis planes iban deshaciendo los tuyos, sin becas, sin plata y sin esperanzas de llevarte conmigo a España?

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Aquella tarde en Bocanegra se rompió todo al no jurarte un futuro para nosotros, a tu cara extraviada se le unió mi mirada de espanto cuando las palabras ya no eran acordes a nuestros actos, intentando que comprendas que eso de “regresaré por ti”, era una fantasía. ¿Qué frases faltaron o qué argumentos se cayeron al piso?, ya no importa, ahora todo es inútil, tanto como esta voluntad de desacelerar que se quiebra con cada asomo de tu mirada en mi pensamiento, vulnerando mi calma, manifiesta en el torrente de sangre que bombea hacia mis oídos, apartándome de todo sonido exterior, del ronco insulto del motor por exigirle más de lo que me da para evadir mis palabras, mi definitiva despedida. El segundo verano llegó tan rápido, que pareció ser una extensión del primero, nuestro primer verano bajo las estrellas, en la fiesta de tu amiga, más tuya que mía. Nunca me atreví a hablarte, a volverte a llamar, no tenía suficiente valor reunido para verte otra vez y decirte que había regresado porque no di la talla afuera, que me cancelaron la beca por borracho y que trabajaba apenas en lo que podía; para preguntarte de tus días en Ancón en la casa de tu tía. Tus amigas me hablaban de ti, de cómo te recobrabas. Con quien más hablaba era con Líz y me tenía al tanto de tus días allá, de tus largas horas abandonada en la hamaca, en coma, soporíferamente ida, meciéndote sin prestar importancia a los piquetes de los mosquitos en las piernas, seguramente pensando en el imbécil que no regresa a tu vida para sacarte de ese hueco. Tus caminatas en la playa y el no saber olvidar hasta que nuevos amigos, lentamente, te devolvían a la vida, la piscina, las noches en el club, las fogatas y él, sus intentos de sacarte una sonrisa a tu nueva reconciliación con la vida, y sí Liz estoy con Fabio, es un chico lindo, no te imaginas, lo de Marcos ya pasó, sí, me encuentro bien, ya pasó flaquita, ya fue. Lo demás me lo trago en estas líneas blancas que lamen el asfalto a mi paso. La incontinencia, el miedo de existir en lo perdido e irremediable, lo nefasto y pérfido en tu silencio siempre al final de tu recuerdo, la sensación del volumen de tu cuerpo en la cama en esa noche, el miedo al vacío en el pecho, antes de oír el sonido del teléfono y oír la voz turbada que me contó de tu salto, la farsa que planeaste febrilmente. El engaño fue tan exacto como esta colosal carretera que me lleva hacia el final, y no sé si cuando llegue a tu cruz, al lado de la carretera, los profundos farallones me puedan decir en un oculto mensaje si dejaste algo para mí, algún fantasma guardián, de una

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piedra, que me sople una arenisca al ojo y me haga verte, en un hechizo terroso, como en ese día en que cerraste los ojos al cielo y sonreíste al viento en una tarde de sol bullente, seguramente tan rabioso como hoy, que me golpea en la cara muy fuerte y me exhala su asfixiante calor cuando desacelero con temor por llegar a tu encuentro, cada momento más cerca de ti, más cerca que nunca después de tantos años. Perdona mi tardío regreso, perdóname que llegue tarde, muy tarde.

MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA

Perù

Facebook: Mario Torv

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La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Rubén Blades

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l auto estaciona junto al cordón de la vereda, frente a mí. Los vidrios polarizados no dejan ver los ocupantes. Se abre la puerta trasera, Moncho baja y me hace una seña con la cabeza para que entre. Adentro hay otro grandote, cruzado de brazos, además del chofer.

Quedo en medio de los dos en el asiento de atrás y el auto arranca. El tipo de mi izquierda me alcanza una capucha. —¿Es necesario? —le pregunto. —Es imprescindible —responde. Empiezo a arrepentirme de lo que estoy haciendo. ¿Quién me manda meterme en lo que no me importa? ¡No aprendo más! Aunque tampoco podía ignorar lo que pasó antes de ayer. Mientras el auto avanza rápidamente, vaya a saber por dónde, vuelve a mi mente el momento en que salí del ascensor y vi la puerta abierta del departamento de mi vecina, Doña Isabel, con quien no tengo mucho trato, más que los saludos y alguno que otro favor de vecino, como guardarle un par de recipientes en mi freezer, —que siempre está vacío—, porque el suyo se había dañado. Me acerqué y la llamé sin obtener respuesta. Abrí un poco más la puerta comprobando que estaba todo revuelto, con cajones dados vuelta en el suelo, los armarios abiertos, lo mismo que la alacena de la cocina que se veía a través de la abertura. También la heladera estaba abierta y todo su contenido diseminado por el suelo. La llamé otra vez, antes de pasar al dormitorio y nada. Entré despacio, con temor de lo que podía encontrar, pero solo había desorden, los cajones de la cómoda vaciados sobre la cama y la ropa de los placares desparramada. Salí y llamé al portero. No había escuchado nada. Llamamos al 911 y en un rato estaba el patrullero de la comisaría de la zona. No había rastros de la anciana. Sacaron algunas fotos, nos tomaron declaración de lo poco que podíamos aportar y pusieron una franja sobre la puerta, dejando un agente de consigna. El auto se detiene y me bajan sin sacarme la capucha. Me guían para subir un par de escalones en lo que debe ser la entrada a una casa. Escucho una puerta que se abre y, al entrar, el piso cruje como pinotea. Me hacen sentar en un sillón y el grandote me dice: —Ahora te va a recibir el jefe. No te saques la capucha hasta que te avisemos.

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¡Insisto! Estoy acá por entrometido. Cuando volví a mi departamento, después que el oficial se fue, me percaté que la heladera de la mujer estaba funcionando. ¿Por qué no vino a buscar sus recipientes? Los saqué de la heladera, los abrí y cada uno tenía adentro una bolsa envasada al vacio de un polvo blanco. Abrí una punta, metí el dedo, lo puse sobre mis labios, sentí que se dormían. “¡Carajo!”, pensé en ese momento, “debía ser esto lo que buscaban. ¿Qué habrá pasado con Doña Isabel?” Envolví los paquetes en papel de diario, fui al compartimiento del motor del ascensor y los escondí entre unos escombros que estaban ahí desde siempre. Ayer a la noche, cuando volvía del trabajo, en la esquina, el tipo me paró y me dijo: —El jefe te manda decir que tenés algo que es de él. —¿Perdón? ¿De qué me hablás? —Sabés de que te hablo Federico, no te hagás el gil. —¡Ah! ¡Sabés mi nombre! ¿Y vos quién sos? ¿Quién es el jefe? —Soy Moncho y me estoy refiriendo a los paquetes de la vieja. ¡No me hagás enojar! —No me asustés que me voy a hacer pis. Laburé en un frigorífico. He manejado tipos más pesados que vos. Primero decime qué hicieron con ella. —¡Ah, bueno! Ahora soy yo el que tiembla. Ella está bien, el jefe la cuida. Dame los paquetes. —A vos no te voy a dar nada. Y no vayas a revolverme el departamento. No pensarás que están ahí. —Tranquilo, no fuimos nosotros los que volteamos el departamento de Isabel. Ahora que nos estamos entendiendo ¿Cuál es tu propuesta? —Quiero comprobar que ella está bien y solo arreglo con tu jefe. —Está bien, dame un minuto. Se alejó un momento y habló por teléfono. —Está bien. Mañana a la noche esperanos en la esquina que te venimos a buscar. Escucho abrirse una puerta: —Ahí está el jefe —dice Moncho mientras me saca la capucha. —Hola Federico, gracias por preocuparte —me dice Isabel.

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OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. "La llamada de Cthulhu" (1928), Howard Phillips Lovecraft

L

os aullidos de Martita y Robertito me despertaron. Salté de la cama —eran las tres de la madrugada—. Cuando pisé la madera y crujió, me calmé. Hacía meses que me había mudado a una casa con terreno.

No tenía que salir corriendo para que Martita y Robertito se callaran. No estaba

en el departamento de Barrio Norte. Estaba en la casa que siempre había soñado tener: una con pasto y jardín. Vieja, medio destartalada, de madera; pero con un terreno de cincuenta metros de fondo y ningún vecino molesto alrededor. El ladrido no paraba. ¡Qué perros! Furiosa, di el primer paso. Resbalé al pisar algo húmedo y pegajoso, y caí. Eso era lo único que les faltaba hacer a mis dos perritos celosos: hacer pis adentro, además de ladrar. Martita y Robertito se la pasaban llamando la atención. Yo solo me ocupaba del jardín. Y ellos ya no sabían cómo hacerme notar que los había abandonado un poco. Volví a la cama —ya me habían hecho tropezar—, que siguieran ladrando. Y siguieron. Martita vino corriendo y saltó para hacerme fiestas. Intentaba subir a la cama. Pero el otro molesto caniche seguía aullando. Era él el que molestaba. Ya me habían despertado. Para poder volver a conciliar el sueño, tenía que calmarlo. Me senté en la cama y apunté bien los pasos, para no resbalarme otra vez. Fui directo a la llave de luz. Cuando iba a prenderla, dudé. Me pareció ver sobre la pared que la sombra del jacarandá se movía demasiado rápido. Instintivamente miré la ventana para ver el árbol, y noté algo extraño: una rama de la hiedra estaba saliendo de la habitación. Parecía la cola de un animal que se escapaba. No podía ser la hiedra. No estaba tan crecida. ¿O, sí? ¿Y el jacarandá? Los aullidos seguían.

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Prendí la luz, y Robertito ya estaba con Martita. Ella le lamía la oreja porque le sangraba a borbotones. Grité. La pieza era un reguero de sangre. Cuando corrí a socorrer al perro, metí el dedo gordo de mi pie en un agujero de la tabla de pinotea. Y algo me pinchó. Algo afilado. Una astilla, pensé. Saqué el dedo, sangrando. Robertito y yo, lastimados por la misma madera. Consolé a mi caniche, le lavé la herida. Y después me dediqué a mi dedo. Me dormí pensando que era hora de ocuparme de la casa, del piso, del baño. De todo lo que había dejado de arreglar, por dedicarme solo al jardín. A la mañana siguiente, cuando me desperté, Martita y Robertito seguían durmiendo. Mejor. Salí al jardín. Esta vez por la puerta de costado, para no despertar a los perros. La hiedra estaba gigante. Daba varias vueltas a todo el terreno. Menos mal que la casa estaba lejos de la pared. O no tanto: me costó pasar entre la casa y la pared. Como siempre iba al jardín por la puerta de atrás, nunca había notado que por los costados de la casa la hiedra estaba enorme, casi pegada a la casa. Y me acordé de lo que había visto a la noche. ¿Llegaría la planta hasta adentro de la casa por la ventana? Miré para arriba y parecía que no sería posible. Pero tenía que tener cuidado. Si la hiedra tocaba un milímetro de pared, podía treparse y tapar la casa. La casa, no, pensé. Llegué al fondo y preparé el té. Tenía todo organizado en el quincho: un anafe y una pileta. Armé la mesa con la bandeja y, como tenía unas galletitas en la lata de la alacena, me senté a tomar el té debajo de la parra. ¡Qué felicidad! Cuando se despertaron los perros, se pusieron a chumbar adentro. Querían salir. Ese mismo día organicé todo por teléfono, y vino el albañil a tapar el agujero de la pinotea. Quería dormir toda la noche en paz. Pero, no. Seguían los ruidos, que en lugar de ladridos eran como rasguños. O chillidos. Así, varias noches. Pero una mañana creí que me moría. La puta hiedra se había ensañado con mi jacarandá. La muy guacha se fue subiendo sigilosa. Ni me di cuenta. Y cuando el albañil me puso la membrana en una gotera del techo, me avisó que el pobrecito

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estaba todo cubierto y enroscado en la hiedra. Lo vio él desde arriba. Yo, como no veo bien de lejos, creí que eran las hojas del árbol y no las de la hiedra. El jacarandá quedó seco en dos días. La muy guacha se lo devoró. Cómo sufrí. El paraíso estaba más lejos de la pared. Pero igual, a partir de ese momento, lo vigilé de cerca. No me iba a volver a pasar. La parra también se puso densa. Sus delicias caían corroídas por mordeduras de pájaros. El suelo quedaba pegoteado y mugriento cuando caían las uvas maduras. No podía aprovechar la sombra de la parra. El aire estaba viciado por el olor a excremento de pájaro y fruta podrida. Las dos plantas arruinaron la alegría de mi jardín. Vivía encerrada adentro del comedor. Me daba asco salir al patio por el olor a podrido de las uvas. Eran tantas, que un día las guías, que le había puesto el albañil para que se sostuvieran, se aflojaron. Y al caer la parra, se vino en banda una cosa gigante con una cola. Como si fuera una de esas cotorritas, pero negra. Chillaba y chillaba y saltaba por la mesa del patio. Cuando parecía querer chupar la cucharita del té, que había dejado sobre la mesa al salir corriendo por el susto, golpeé el vidrio de la ventana para espantarla desde adentro. Pero giró la cabeza desafiante. Y como me pareció que tenía unos bigotes, salí corriendo a buscar los anteojos para ver bien. ¿Qué pájaro podía ser tan grande y agresivo? Se había ido el muy guacho. ¡Qué asco! Tanto terreno al divino botón. Ya ni quería salir. ¿Cómo podía ser tan tonta? Un día tomé coraje, y agarre la tijera de podar. Salí al jardín decidida. Me subí a la mesa del patio y corté todas las guías de la parra. La planta inmunda cayó vencida, y yo estaba feliz. Recogí todas las uvas y las puse bien en el fondo del terreno, para no tener olor a podrido cerca. No iba a gastar ni en bolsas de residuos. Que se pudrieran en la tierra. Más abono para el paraíso que estaba justo en esa esquina. La dejé un palito. Solo un tronquito. Y me prometí estar atenta para borrarle cada hoja y cortarle cada guía que se dignara a sacar de ese tronco. ¡El terreno es mío!, grité contenta.

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Los caniches… Bah, el caniche se asustó un poco. Me quedaba Martita, porque Robertito había pasado a mejor vida. Se le infectó la herida de la oreja. Apareció muertito, pobre. Martita siempre me acompañaba a todos lados. Me quería más que Robertito, que era el más rebelde. Ahora éramos ella y yo. Todo el patio y el terreno para nosotras dos. Y mi paraíso se puso amarillo, parecía estar muerto de miedo. Seguro que por las hiedras, que ya estaban dando más de tres vueltas al terreno. Yo había gastado mucha plata en podas. Y no quería darle más cabida a la planta esa de mierda. Parecía ser ella la única que disfrutaba de mi jardín. De noche, cuando había viento, se movía como si le caminara una invasión de cucarachas gigantes. Era como si se quisiera salir de la pared para desenroscarse. Se me ocurrió que tendría mil brazos y diez mil dedos que se acercaban a la casa para tocarla y adherirse a las paredes. Esa hiedra no tenía límite. Mi pobre árbol del paraíso parecía darse cuenta de que iba por el mismo camino que el jacarandá. Estaba petrificado, ¿presentiría los peligros? Tenía una copa cada vez más chica, y apenas se movía. Tendría otra peste. ¿Pero, cuál? Quizá los pájaros, que ya no tenían las uvas… Demasiados nidos. Y el pasto también cambió. Se secó. Tenía que vengarme de tanta saña. Necesitaba planear una venganza. Pero, ¿contra quién? Basta de pasto. Basta de todo. Voy a poner cerámica. Comprar dos o tres macetas con malvones y terminar con sostener la farsa de la imagen de la felicidad: una casa con jardín. Una mañana me desperté perversa. Encerré a Martita en el comedor y salí con la tijera de podar. Di una primera vuelta al contorno del terreno y las miré a las hiedras una por una. Todas esas plantas perversas me desafiaban estirándose. Buscándome. Escuchaba chillidos detrás de las hojas. Y se movían, como queriéndome conmover por lo que ya no podrían. Y sin pensar más, corté todo, en una línea recta sobre la pared a cincuenta centímetros del piso. Las hiedras quedaron flotando sin raíz. Colgadas de la nada. Esperando marchitarse. Miré el pasto desprolijo y amarillo imaginando unas lajas brillosas y negras.

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Pero antes de arrancarlo para poner las baldosas, me dieron ganas de sentir lo que había deseado y que me había durado tan poco. Me tiré, y sentí que algo se movió debajo de mí. Oía chillidos agudos. Los mismos que había oído siempre: debajo del piso, detrás de la hiedra, encima de la parra, sobre el jacarandá. ¿Qué pájaros viven debajo del piso?, pensé. ¡Ratas! Y el piso se hundió. Y yo con él. Y cuando quise reaccionar para escapar, las hiedras que quedaban se pusieron de acuerdo para marchitarse juntas y caer sobre mí. Se desplomaron de las paredes y quedé tapada por las hebras entrelazadas, que me cubrieron por completo. Las ratas se desesperaron, viéndose atrapadas. Cuando intenté salir de entre ellas y las hiedras, sentí un golpe seco sobre mi cabeza. Había sido el paraíso que se había caído también al hundirse el terreno. Ya sin demasiada fuerza por la pérdida de sangre, me resigné a morir en ese agujero. Me hundí con todo lo que había sembrado. La casa vieja con terreno siempre había sido y seguiría siendo de las ratas.

ISABEL SANTOS

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/IsabelSantosCuentos/

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(Tal como me lo contó su protagonista, una noche de 2005. Solamente su nombre y los lugares fueron modificados)

L

lovía esa noche cuando ingresé al viejo hospital. El amplio corredor central se encontraba vacío, a diferencia del bullicio habitual de las mañanas. Ahora podía oír perfectamente como cada paso que daba se replicaba en ecos infinitos por los pasillos en penumbras. Con mi

impermeable bastante mojado por cierto en un brazo, traté de acomodarme un poco y me dirigí hacia el otro extremo, donde un escritorio puesto a propósito en medio del camino, indicaba que hasta allí se podía transitar libremente. Sentado detrás de él un guardia dormitaba con el mentón apoyado en el pecho y un solo auricular conectado desde una radio de bolsillo a su oído. Tosí dos veces antes que el hombre se percatara de mi presencia. Rápidamente se acomodó en su asiento y se desconectó de la radio. Si viene por una consulta, a esta hora no hay nadie me dijo antes de que pudiera presentarme. No, en realidad vengo por mi trabajo y procedí a mostrarle los documentos de la aseguradora para la cual trabajaba. Estamos actualizando las pólizas de seguros de vida de todo el personal añadí señalando un afiche alusivo en una cartelera de avisos empezamos hace algunas semanas y solo nos están faltando un par de personas del turno noche para terminar. Y a continuación le detallé unos pocos nombres señalados con resaltador en un listado, no más de cinco o seis. Bueno, no va a tener mucha suerte esta noche… de esos nombres, hoy solo somos dos clientes; el resto está de licencia o faltó por la tormenta. Minutos más tarde, y luego de haber completado los formularios correspondientes, el guardia llamó por un handy al otro asegurado. Es el encargado de la seguridad ahí afuera... un poco gruñón y desconfiado… pero buen tipo el viejo Timo me dijo, como haciéndome un rápido bosquejo de esta persona antes que llegara. Al poco rato, surgiendo de la oscuridad de un pasillo infinito, apareció el viejo Timoteo, calzado con botas altas de goma, una improvisada capa de plástico que

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destilaba agua y una potente linterna. Lluvia endemoniada gruñó al sacudirse el agua, a la vez que se calentaba las manos junto a un calefactor. El guardia rápidamente lo puso al tanto del motivo de mi presencia y de su convocatoria. Ustedes ni de noche descansan en sacarle plata a uno… que lo tiró… dijo colgando la improvisada capa. Mirá Timo, no te quejés, que si acá alguien necesita de más de un seguro ese sos vos… así por lo menos, la próxima vez que desaparezcas, la dejas con plata a tu mujer y el guardia se rió con ganas a la vez que se levantó para ir a la cocina a preparar unos mates. Y desde el pasillo agregó: Contale al muchacho lo que te pasó; capaz que si se enteran en la aseguradora ya no te quieran como cliente. Miré al viejo Timoteo sin entender. El vigilante, en lugar de seguir la broma, se quedó en silencio. Arrastrando una silla y poniéndola con el respaldo por delante frente al calefactor, se dejó caer pesadamente en ella. Repentinamente se había puesto serio y pensativo. *** Estos lo toman en joda… pero hay que estar en la situación para saber lo que se siente… dijo repentinamente el viejo Timoteo, a la vez que tomaba un mate. Entendí que si hacía preguntas me iba a perder una buena historia, por lo que decidí dejarlo hablar. Estaba oscuro esa noche, bueno, como tantas otras de los últimos veinte años en que, a la misma hora, tipo nueve y media, salgo de mi casa para venir a trabajar. Sorbió otra vez la bombilla y se quedó como sopesando el mate… y la historia con él. Subí a mi bicicleta y enseguida tomé por la ruta, pedaleando tranquilo por un costado. De tanto en tanto pasaba algún auto para el pueblo, pero fuera de eso, nada anormal. De repente noto algo, ahí dijo como señalando algo medianamente cerca al otro lado del asfalto. Los arbustos se movían como si hubiera una pelea de perros, pero no se escuchaba nada, solo el barullo de ramas agitadas. Iba a seguir

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adelante cuando de ahí mismo salió algo que me pareció un perro, o por lo menos tenía esa forma. Muy peludo, oscuro, de porte mediano, cruzó la ruta corriendo justo hacia donde yo estaba. Traté de pedalear más rápido y ¡zas! entre esto que se me venía encima y yo asustado, me enredo y caigo entre los pastizales con bicicleta y todo. Timoteo devolvió el mate y nos quedó mirando, como observando el efecto que el relato había provocado en su mínima audiencia. El guardia, que evidentemente muchas veces ya lo había oído, me miraba con gesto satisfecho, como diciendo “¿Y? ¿Qué explicación le das a esto?”. No dije nada, pero aguardé expectante. No sé por cuánto tiempo quedé ahí tirado, pero al rato, cuando desperté, tenía todavía las piernas enredadas en la bicicleta, que es de esas tipo inglesa. Con la humedad del pasto sentía más frío. Estaba como entumecido. Me acomodé un poco y quise apurarme porque, como usted sabe, a las diez entro a trabajar. Otro silencio. Otro mate. Fui llevando la bicicleta hasta subir a la ruta, pero ahí se complicó el tema. La ruta no estaba. Yo sabía perfectamente que, a lo sumo, al caerme había salido tres o cuatro metros del camino, pero ahora, por más que anduve buscando, todo era monte de frutales, arbustos y pastizales. Me entró a dar miedo, don. Que un hombre curtido por los años y los trabajos, que si en lugar del uniforme de vigilador del hospital hubiera estado vestido como gaucho tendría la estampa de un Segundo Sombra, confesara su temor abiertamente era algo serio. Anduve caminando un rato, pero la noche cerrada, la oscuridad de los árboles y el miedo a ese animal que se me había abalanzado… todo eso, hacía que sintiera un desasosiego que ni le cuento. Caminé un buen rato, mirando para todos lados, pero nada, todo estaba tranquilo. Solo se oía el canto de las lechuzas y los teros. Hizo una pausa y siguió: Al rato, unos hilos de alambres de púas me cortaron el paso. Era un cerco. Me costó pasar con la bicicleta, pero después de rasparme un poco, estuve al otro lado y a poco de caminar, encontré la bendita ruta. Ahora sí, me monté en mi negra y empecé a pedalear más rápido que ligero, para alejarme cuanto antes de ahí y llegar a tomar el turno. Pero algo no andaba bien. Como que el lugar no era el mismo. ¿Sabe? como que empecé a desconocer el rumbo. Te habías ido al carajo, viejo dijo entre risas el guardia, como para ponerle una cuota de humor a la tensión del relato de Timoteo, quien prosiguió sin hacerle

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caso. Como a unos dos kilómetros noté que había un cruce de ruta y estaba iluminado. Un patrullero estaba estacionado justo en esa intersección, bajo un farol. Nunca había visto algo así en mi camino. Llegué medio confundido y me quedé mirando, sin saber para donde tenía que ir. Un policía me habló desde el auto, me preguntó si estaba bien, si necesitaba ayuda. Tuve que reconocer que estaba perdido y también les mencioné mi apuro por llegar al hospital. Los polis se miraron, como confirmando algo que ellos ya sabían. Entre ambos me ofrecieron cargar la bicicleta en el baúl y llevarme hasta un lugar seguro. Una media hora después me dejaron en la comisaria primera. Ahora Timoteo pareció emocionarse y su voz sonó quebrada. Ahí estaba mi mujer, toda angustiada. Me abrazaba y no paraba de agradecer porque yo estaba bien. No entendía nada. Entonces vi algo que terminó de asustarme: ahí, frente a nosotros, había un reloj enorme, que justo en ese momento estaba marcando ¡¡¡las cinco de la mañana!!! Así como se lo digo dijo haciéndose repetidamente la cruz sobre la boca con un dedo ¡¡¡eran las cinco de la mañana!!! Entre los tres nos miramos sin saber muy bien qué acotar. Timoteo terminó su relato explicando que aquella noche, al no llegar a su lugar de trabajo, el compañero al que tenía que relevar, había llamado a su casa preocupado por la demora. Luego, siendo casi media noche, su mujer angustiada había ido hasta la comisaria a informar su desaparición y allí estaba, a la espera de alguna novedad. El resto ya era historia conocida: había aparecido varias horas y kilómetros después. Eran casi las tres de la madrugada cuando salí del hospital, dejando atrás a Timoteo y su historia imposible. Había dejado de llover y ahora la luz acuosa y difuminada de la luna inundaba las calles, dejando algunas zonas en penumbras. Absolutamente nadie andaba por allí y solo el ladrido lejano de algún perro interrumpía la quietud nocturna. Pensé en caminar las trece cuadras que tenía hasta mi departamento… pero mejor no. Opté por tomarme un taxi. No fuera que quienes se habían llevado a Timoteo, esta noche tuvieran ganas de repetir el chiste.

CARLOS LUIS DI PRATO

Argentina

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D

esde el accidente que le privó del sentido del olfato, no había encontrado trabajo. La simple mención de la patología hacía que fuera rechazado. Mandaba currículums sin parar a cientos de empresas. Unas no le contestaban y en otras, tras la entrevista,

quedaba excluido. Fue un accidente de moto. Un accidente estúpido. Iba con la moto por la ciudad, entre los coches parados, cuando la puerta de un taxi se abrió. Le pilló de lleno. Llevaba un casco de montar a caballo. Se aplastó la cara contra el cristal interior. Se partió casi todos los huesos de la nariz, el pómulo derecho y se fracturó la mandíbula. Varias piezas dentales quedaron esparcidas por el suelo. Tras muchas operaciones de reconstrucción y plástica le quedaron secuelas físicas y psicológicas. Se había desfigurado la cara. Lo de la nariz no fue todo lo bien que podía haber sido; la tenía desviada y de boxeador. Tapó las cicatrices de la cara con una barba mal cuidada y siempre usaba gafas oscuras. Cuando tenía ganas de broma, decía que se parecía a Eugenio, el humorista catalán “¿Saben aquel que diu?”. Pero eran las menos. Le llamaron para una entrevista, “Otra más”, pensó. Se presentó puntual. Estaba en una nave industrial de las afueras de la ciudad, “Limpiezas Amanecer”. Después de las presentaciones de rigor, le dieron la noticia. —Puede usted trabajar con nosotros ya, siempre y cuando acepte el trabajo que le vamos a proponer. Pero antes, déjeme que le haga una pregunta. —Dígame. —Aquí pone que padece usted de anosmia, ¿es cierto? —Sí señor, no tengo olfato. No noto ningún tipo de olor. —Entonces es usted el adecuado. El trabajo consiste en la limpieza de escenarios de crímenes. Escenarios sangrientos. —Igual me da una cosa que otra. —En ese caso, le esperamos mañana para el papeleo y para darle las instrucciones. Acudió al día siguiente. Firmó el contrato. Las condiciones eran muy buenas. Tendría un sueldo más que decente por un trabajo esporádico; si no había escenarios que limpiar, no habría trabajo, pero cobraría igual. Por cada escenario completamente limpio recibiría una gratificación.

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Le mostraron el equipo de protección: gafas, mascarilla, máscara para filtrar olores, guantes, mono impermeable y zapatos de goma. Todo este material tenía que ser metido en bolsas para material biológico contaminado al acabar la jornada. Le entregaron varios recipientes y una buena cantidad de productos químicos para la limpieza. —Este es tu material de trabajo. Al primer escenario irás con Matías. En cuanto le cojas el tranquillo, Matías se irá de la empresa. Dos días después le sonó el móvil. —Pásate por las oficinas que tenéis trabajo. Les dieron la dirección y, sin conversación alguna, llegaron al escenario a limpiar. Matías y él se pusieron la ropa de protección en la puerta de la casa. Retiraron las cintas de la policía y el precinto y abrieron la puerta. Pese a la mascarilla, Matías se volvió, se la quitó y vomitó. Él entró. Descorrió las cortinas y abrió las ventanas. Aunque no notaba ningún olor, sentía cierto cosquilleo cerca de la punta de la lengua. Al cabo del rato, con la máscara antiolores, entró Matías, le dijo que saliera y le explicó lo que había que hacer. Después volvió a vomitar. Ya no entró más. Dos horas después salió él. Matías estaba blanco. Fumaba sin parar y las manos le temblaban. —No puedo con esto —dijo entre lágrimas—, es superior a mis fuerzas. Creo que, si sigo un día más, me voy a pegar un tiro y que alguien venga a limpiarlo. —Tranquilo. No tendrás que hacerlo más. Esto ya es cosa mía. —Gracias. Ahora mismo entro y te ayudo. —Ya he terminado. Está todo limpio, desinfectado y perfumado. —No puede ser. —Pasa y lo verás. Matías se colocó la mascarilla y olisqueó el ambiente desde la puerta. Era cierto. Estaba limpio, impecable. Olía bien. Era un trabajo espléndido. —Lo has hecho muy bien —dijo al quitarse la mascarilla y notar que no tenía que salir a vomitar. Ese mismo día, Matías dejó la empresa y él tomó las riendas de la tarea. Pasó más de un mes hasta que le llamaron de nuevo. —Es el escenario de un triple asesinato y un suicidio. Lleva cerrado más de un mes. No sabemos qué te vas a encontrar.

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—Da lo mismo. Solo es trabajo. Llegó al sitio convenido. Un policía le esperaba esta vez en la puerta, rompió los precintos y se marchó. Descargó sus útiles de trabajo de la furgoneta, se puso la ropa de protección, la mascarilla y las gafas, colocó una placa de limpieza biológica de restos humanos a modo de persuasión para los curiosos, y abrió la puerta. Una nube de insectos revoloteaba por la estancia. Fumigó con las ventanas cerradas. El zumbido se hizo silencio en cuestión de segundos. Abrió las ventanas para ventilar y los escasos seres voladores que no habían sucumbido, salieron a respirar aire limpio. Se quedó en lo que debería de ser el salón. Dos grandes manchas de sangre cubrían buena parte de los muebles, el suelo y llegaban hasta las paredes en forma de salpicaduras. Un reguero negruzco recorría el pasillo y desembocaba en la habitación principal. Sobre el colchón otra mancha parda. El cabecero de la cama, así como la pared, estaba salpicado de una sustancia parda, “Los sesos de alguien”, se dijo. Con diligencia realizó la limpieza a fondo del salón. Retiró las manchas, quitó los elementos que no se podían limpiar y los fue colocando fuera en los contenedores apropiados. Después pasó a la habitación. Quitó el colchón manchado, limpió el cabecero y la pared, lo roció todo con desinfectante y acabó la tarea. Cerró la puerta de la casa por dentro. Sabía que nadie se acercaría a ver qué pasaba. Pese a los productos químicos, aquello debería oler a muerte. Deambuló por la casa cerrada, con las persianas bajadas y las ventanas abiertas. Fue hasta el dormitorio. Se volvía para marcharse cuando reparó en la cómoda. Sin dudarlo fue abriendo los cajones hasta que encontró el de la ropa interior de la mujer. Sacó con mimo la lencería y se la llevó a la nariz. Aspiró el aroma que no podía notar pero que sabía que estaba allí, concentrado. Tuvo una erección. Estaba demasiado excitado como para salir de la casa. Se metió en la bañera con agua caliente. Echó sales de baño hasta que subió la espuma y después se metió en el agua rebosante de pequeñas burbujas. Asió su miembro viril y lo amasó con fuerza mientras se llevaba las bragas a la nariz. Tuvo una eyaculación feroz que le dejó con ganas de más. Salió del baño, se secó con una hermosa toalla del tamaño de una sábana, metió toda la ropa en una bolsa de residuos y salió de la casa. Abrió la furgoneta y echó todo el material. Llevaba las bragas en el bolsillo.

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Volvió a la empresa para dejar el coche. Los jefes no podían creer que hubiera terminado tan pronto. Mientras estaba entregando el parte de trabajo con el detalle de los productos consumidos, los restos biológicos fueron a la incineradora. Iba a salir cuando llamaron para felicitar a la empresa por el gran trabajo realizado en la casa. Le trasmitieron las felicitaciones y le pasaron un sobre con cien euros. Salió de la empresa hacia su casa pero en el camino encontró una prostituta cerca de una rotonda. La subió al coche. En un descampado la poseyó a lo bestia. No le hizo el amor. Aquello no era amor. Era sexo. Solo sexo. La pobre chica se ganó bien el dinero porque aquel cerdo no acababa nunca. Aunque estaba muy excitado no acababa. —Dame tus bragas —le ordenó. —No llevo. —La madre que te parió —ya se iba a retirar cuando recordó que él sí que llevaba. Las sacó del bolsillo, se las puso en la nariz y empezó a empujar como un animal. La chica chillaba. Él se excitaba más y por fin consiguió llegar al clímax. Se quedó unos segundos dentro de ella y después le pagó y de un empujón la sacó del coche. Volvió a casa, se duchó de nuevo y guardó las bragas en su cajón de ropa interior. Unos días después volvieron a llamarlo. Esta vez era una habitación de un hotelucho de mala muerte. Además, eran dos hombres. Los hombres no le excitaban. Hizo la faena sin más y se marchó. Aséptico y riguroso con el trabajo, pero sin aliciente. Antes del verano recibió un nuevo encargo. Tenía que volar fuera de la ciudad. Los detalles los tendría al llegar. Tomó el avión y un coche de la empresa le estaba esperando en el aeropuerto. Le condujeron al escenario. Otro asesinato múltiple: la madre y tres niñas de corta edad. Esta vez la excitación no esperó. Mandó todo el mundo fuera. Fumigó. Abrió las ventanas y fue directo al cuarto de las niñas. No miró lo que había. Solo buscó la ropa interior. Se llenó los bolsillos con braguitas de varios tamaños. Volvió a la puerta de la calle y la cerró por dentro. Regresó al baño de la madre, pero estaba muy sucio. No podía limpiarlo ahora. Necesitaba aliviarse. Buscó el de las niñas. Allí sí que podría. Se desnudó, se metió en la ducha y se masturbó con rabia hasta que consiguió relajarse. Después se vistió y

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terminó la faena. Antes de marcharse volvió a echar un vistazo a las zonas limpias. El baño de la madre estaba limpio. Y seguro que su ropa interior estaría en algún cajón. La localizó y volvió a masturbarse. Terminó su tarea y su ritual. Recogió las cosas, sacó la basura y cerró la puerta. Aquella noche solicitó una prostituta, con bragas, al hotel donde hizo noche antes de volver a su casa. Con la llegada del verano, los crímenes descendieron. La gente se mataba en accidentes de coche o se ahogaban en el mar o las piscinas. No estaban en casa. Las tardes ociosas las mataba dando vueltas con el coche por las urbanizaciones casi desiertas. A mediados de agosto vio que unas chicas, de escasos dieciocho años, bajaban las cosas de un coche y en alegre alboroto las entraban en una de las casas. Eran tres. Tres bellezas. No llevaban perro y tampoco había chicos. Un resorte le saltó en la cabeza. Dos días después las chicas aparecieron asesinadas de forma salvaje. Su empresa se encargó de la limpieza del escenario y él tuvo su satisfacción, por triplicado. A principios de septiembre le llamaron para otro trabajo. Pasó por la empresa. Recogió la furgoneta y el material y se marchó. Al poco de salir le sonó el móvil. —Te has ido sin la dirección. —No me hace falta.

MANUEL SERRANO

España

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T

erminó el horario escolar. Después del timbre, en el patio se formaron filas por grado y al segundo timbre se desbandaron todos. Hasta mañana, pato Lucas gritó un compañero, lanzándole una piedra que erró el bulto.

Lucas corrió por el sendero que bordeaba el arroyo, hasta perderse de vista. Su

madre le había prometido las zapatillas a medida, para corregir su cojera. Estarían listas para fin de mes. Podría caminar sin contorsiones y se terminarían las burlas. ¿Cuándo llegaría fin de mes? Aflojó el paso acercándose al primer peral cargado de fruta. En la casa no había nada. Trepó y se acomodó en una de las horquillas. Más arriba lo miraban tres búhos, listos para levantar vuelo a la menor provocación, pero Lucas no les dio motivo. A corta distancia se distinguía el rancho abandonado, rodeado de más perales. Habían quitado las aberturas y los huecos estaban tapados por enredaderas. Escuchó ruido de motor. Era una camioneta roja baqueteada, salpicada de barro, con el parabrisas apenas despejado por la escobilla barre lluvia. Descendieron dos hombres, el conductor y otro con un extraño bulto, apoyado en su cintura. Extraño porque Lucas se percató de un movimiento dentro de la bolsa de arpillera. “Un ser vivo, pensó, un perro, una oveja o un cabrito del monte”. Entraron en el rancho y al rato el conductor subió a la chata y desapareció del lugar. El otro individuo salió y caminó hasta el viejo aljibe. Liando un cigarrito se apoyó contra el muro circular, de espaldas al arroyo. Lucas descendió con sigilo y con la curiosidad de su edad se acercó a la parte trasera de la propiedad. Fue fácil entrar. Detenido unos instantes hasta acostumbrarse a la penumbra, se acercó al bulto que permanecía inmóvil. Con trabajo quitó la bolsa y se encontró con un niño, en posición fetal, con un trapo en la boca y las manos anudadas con una soga sisal de yute. Lucas lo palmeó y el otro, con dificultades para respirar abrió los ojos con espanto. Le quitó el trapo y le indicó silencio. Con su cortaplumas, comenzó a cortar la cuerda. Rellenó la bolsa con unos baldes cuarteados y tomó de la mano al pequeño para salir. El hombre, el que vigilaba, había cambiado de posición, recostado contra el tronco de la santa rita, con la vista fija en la entrada de la vivienda. Había recogido

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unas peras del piso y las estaba engullendo. Lucas salió por dónde había entrado y se sorprendió por la cantidad de búhos que se estaban congregando en las cercanías. Levantó la vista, pero el cielo estaba despejado. Se acordó de una historia: en noches de luna nueva, las más oscuras, se decía que los búhos festejaban un banquete proteico. A la mañana siguiente, aparecían en los claros, huesos de pájaros, ardillas y una vez hasta un perro pequeño despellejado. La vieja más vieja del pueblo sostenía que tenían una líder, con plumas mucho más elevadas sobre la cabeza que el común, ojos con iris dorado y mirada maléfica, que siempre tenía hambre. Cuando llegaba, volando muy alto, conjuraba a los iris naranja y comenzaba la cacería. Lucas había visto, junto a otros niños, las plumas y los huesos pelados en el campito dónde pateaban la pelota. Se estremeció. Si hoy era la noche del conjuro, tenía que salir con el pequeño, antes que anocheciera. Podían ser presas fáciles. Rehicieron el camino hasta el bosquecito, arrastrándose a través de los altos yuyos. En ese momento llegaba la camioneta. Estacionó junto a la galería. Los dos hombres conversaron, también conocían la leyenda de la noche sin luna. Se escucharon disparos y los búhos se alejaron del lugar, pero no fueron lejos, aterrizaron en el claro entre el bosquecito y la casa y se quedaron esperando. Lucas decidió dar una vuelta grande, amparado por los árboles y la penumbra que se hacía dueña del lugar. En cualquier momento los saldrían a buscar. Si encontraba la casa de Ramiro a la vera del camino, estarían a salvo. Volvió a escuchar tiros. Le pareció ver el rojo de la camioneta alejándose del lugar, los adultos no querían arriesgar su seguridad. Corrieron hacia el camino antes de que cayera la noche por completo. Lucas, con el pequeño de la mano, se detuvo ante el horror de ver miles de ojos naranjas, moviéndose dentro de las cabezas negras. Retrocedió buscando un lugar detrás de unos árboles caídos. Construyó un refugio con ramas y hojas de helecho del lugar. Cortó más hojas para taparse y esperó. Fuera, el “Uuuu” de los búhos iba subiendo de volumen, estaban intranquilos. Cuando llegó volando la “reina” y se posó en una rama, el ulular era infernal. Lucas se movió, partiendo una rama. El ruido asustó a una liebre que reposaba en una cama excavada en la tierra cercana. El animal se levantó y corrió hasta el

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sendero. Allí se quedó inmóvil, encandilado por los ojos de los búhos, que brillaban en la oscuridad. Fue su perdición. Lo rodearon y clavaron sus garras sobre la piel grisácea. La “reina” bebió de su sangre y picoteó su carne. El resto disfrutaba de la carnicería, hasta que solo quedaron los huesos y la piel desgarrada en tiras. La “reina”, ahíta, olfateó algo más. Entró al bosque y se posó sobre el refugio de ramas que escondía a los niños. Lucas temblaba de miedo, cubriendo al otro con su cuerpo. No se veía nada, salvo el iris amarillo del ave gigante que movía la cabeza de un lado al otro, hasta que levantó una rama con el pico y se posó sobre la espalda del mayor, con delicadeza, con las garras cerradas. Cerró los ojos y empolló, transfiriendo su calor a los niños, disfrutando quizás del olor a pera madura que impregnaba la vestimenta o del temblor visceral continuado. Después de un tiempo interminable para Lucas, levantó vuelo y desapareció, dejando que el sueño cerrara la pesadilla. Cuando el niño despertó, el sol había subido en el horizonte. Escuchó el ruido de un tractor. Sacudió a su compañero y juntos corrieron hacia el camino. ¿Qué hacen ustedes por acá? preguntó el campesino. Todo el pueblo los está buscando. Suban, vamos a la Comisaría. Creo que tendremos festejos.

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA Blog: www.yolandasa.com

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N

unca antes había visto una golondrina de ese color, un negro tan brillante como el cielo de medianoche, hasta aquella mañana cuando descubrió al solitario pájaro posado en una rama seca y maltrecha de un árbol que había muerto mucho antes de que ella llegase al mundo.

El antiguo reloj de la sala anunciaba la llegada del mediodía y el ambiente en la pequeña cabaña de madera se tornaba sofocante. Abrió la ventana para dejar que la brisa suave y refrescante de finales de primavera inundara la casa. Sin embargo, fue un viento helador el que penetró en su alma en cuanto el ave agitó las alas. Estaba sola. Creía recordar que las golondrinas volaban juntas, en grandes bandadas. Su tiempo de emigrar se acercaba. Pensó que tal vez aquel pájaro que parecía mirarla fijamente desde su rama se había extraviado. Pero muy dentro suyo sabía que no se trataba de eso. El ave emitió un graznido que sonó como hielo resquebrajándose y fijó sus inquietantes ojos en ella. Dentro de su mente comenzaron a emerger extraños recuerdos a la superficie de su memoria, flotando vagamente aquí y allá, como trozos de madera a la deriva que aparecen cerca de la playa tras un naufragio. Historias. Cientos de ellas. Historias sin fin que le había contado su abuelo, y que este había escuchado de su abuelo, y este de su abuelo, hasta el principio de los tiempos, cuando todo era nada más que frío, vacío y oscuridad. Todas aquellas historias comenzaban en alegría, y terminaban en tragedia. Se apresuró a coger una lámpara de aceite y la encendió antes de salir, porque sabía que en cuanto abandonara su hogar la oscuridad recaería sobre la aldea y la cubriría de un manto negro desierto de estrellas. Abrió la puerta con el pulso palpitándole en las sienes, y el corazón desbocado en la garganta, y dio un primer paso al exterior. Sus pies desnudos sintieron crujir la nieve debajo de ellos. Las tinieblas sofocaron al sol en el cielo, que cedió lugar a una luna plateada de luz cegadora. Las chicharras enmudecieron y el aire se pobló con los aullidos de los lobos. Su aliento se heló mientras seguía a la golondrina hacia el bosque. A su espalda resonaron unos pocos gritos agudos y desesperados, que pronto se perdieron en el

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silencio avasallador. Caminó tras el ave hasta la orilla de un río que jamás había estado allí, pero que ahora brotaba de la nada con aguas tan negras como las alas batientes del pájaro. Del otro lado la esperaban los hijos del invierno, con sus sonrisas blancas y sus ojos como esquirlas azules de hielo, para convertirla en uno de ellos. Una ráfaga repentina de viento gélido hirió de muerte la trémula llama de su lámpara. Se volteó y dirigió por única y última vez su mirada hacia la aldea que era engullida por la noche eterna. Se levantó las faldas de su vestido lleno de escarcha y, conteniendo el aliento, se adentró en el agua.

DANA BELÉN BAIONI

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/dana.baioni1 Twitter: https://twitter.com/DanaBaioni Ilustración:

ABRIL CORTÉS SUÁREZ

México

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C

uando llego a casa después de trabajar, mi familia me espera; todos están sentados a la mesa. Es el mejor momento del día. Alberto explica en detalle los tres goles que ha marcado en el partido de hoy. Sabe que me encanta el fútbol y así trata de endulzar sus malas

calificaciones. María me habla del muchacho que le gusta, callado y buen estudiante; cree que él también se ha fijado en ella. Sonrío con el amor de un padre que adivina que su hija pronto volará sola. El bebé, en su sillita, lo mancha todo de puré mientras intenta llevarse una cucharada a la boca. Qué revoltoso es. Mi esposa Laura me cuenta que los vecinos nos han invitado a un asado el próximo fin de semana, pero ya les ha dicho que no podremos acudir porque tenemos un compromiso; otra vez será. La cena es deliciosa y el enjambre de moscas que invade el comedor tiene la misma opinión. Cuando termino, antes de retirarme a la sala para ver televisión un rato, le doy un beso de agradecimiento a mi mujer por lo bien que cocina y otro de buenas noches a cada uno de mis hijos. Se quedan allí, inmóviles, sentados como los coloqué, a la espera de hacerme compañía otra vez. Cuánto me adoran. Debo traer insecticida y un ambientador nuevo; no quiero dañar el asado de los vecinos.

LISARDO SUÁREZ España

Goodreads: Lisardo Suárez Twitter: LisardoSuEs

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É

l solo sabía que no sabía nada, su cuerpo reflejaba los síntomas de su país, su piel se encontraba tostada por el inclemente sol, sol que se unía a los males de la isla e irradiaba incandescente para atormentar aún más a un pueblo atormentado, a pesar de ser una bendición para los bananeros, actividad que no podía ya ejercer porque su cuerpo no se lo

permitía. Sus manos temblaban por el párkinson, en su nada saber pensaba que eso se le había contagiado de los temblores de la tierra, esos que, en combinación con los huracanes, mantenían en la ruina a la isla. Él se decía «tiemblo por mi país, por solidaridad con él» pero no se lamentaba de la enfermedad que le imposibilitaba realizar la mayoría de las tareas, aunque para lavar y fregar era la idónea, sentía que le daba el dinamismo y ritmo de un artefacto eléctrico, así como efectividad. Igual reflexionaba que si no fuese por su condición, no generaría confianza en sus contrincantes y en quienes, seguros de que la ganarían, lo invitaron a jugar en ese círculo privado y secreto. Eso y porque astutamente consiguió que un soldado de la ONU le consiguiera canicas, de las reales, las codiciadas por los niños. Cuando el soldado le preguntó para qué un adulto de setenta años quería canicas, él solo mostró su patentada sonrisa, esa que descubre sus encías sin dentadura y su lengua fisurada, como fisurada se mantenían las calles y la mayoría de las construcciones de su amada Haití. Sabría Dios cual enfermedad de las tantas que han aquejado a su cuerpo le habrá puesto la lengua así. Con esa sonrisa retrato de su tiempo, evadía toda pregunta y preservaba el secreto. Practicó con ahínco cómo lanzar las canicas. En medio de su temblequeo supo determinar con precisión cómo ubicar su mano y en qué momento su dedo pulgar se soltaría como gatillo para impulsar la bolita de vidrio y asestar la del rival. Se aferraba esperanzado a su nuevo sueño, uno que no provenía de promesas electorales, las cuales creía se frustraban por los reiterados golpes de estado que marcaban la agenda política de la isla. Tampoco las de miembros de defensa civil, cruz roja, militares extranjeros quienes decían venir a poner orden y ayudar a los desvalidos por las arremetidas de la naturaleza y los grupos que se disputaban el poder. Todos solo explotaban a su pueblo, prostituían sus juventudes y traían enfermedades de otros continentes. «Dios se la tiene agarrada con la isla» era el decir frecuente de la mayoría de las personas que conocía, pero él había encontrado un sueño que lo sacaría de ese infierno.

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El último huracán que azotó la isla obligó a suspender la competencia, dejó en mal estado el terreno. Este debía ser plano, plano y en un sitio donde nadie les interrumpiera ni descubriera. Tras haber limpiado parte del desastre, el lugar había quedado impecable para el evento. En la noche se dedicó a pulir sus canicas, recordaba que en conversaciones con el soldado que se las consiguió, este le ilustró que se les suele llamar también bellugas, boliches, bolichas, bolitas, boles y caniques (Asturiano), cayucos, balitas, bochas, bolindres, pingos, pelotitas, polcas, bolas, piquis, polquitas, caniques, chivas, cincos, chibolas, bolillas, maras, metras, balas, garbinches, bolondronas, corote, salva, bolinchas, tiros, pero a él no le interesaba cómo se les llamaba, representaba su interés lo que lograría con ellas, el cambio de su futuro: poder viajar con su nieta a República Dominicana. Sabía que ella vivía muy bien allá, era dueña de un pesquero heredado de su padre, su hijo, a quien no quiso acompañar, porque él no quería ser una carga, pero después del evento tendría mucho dinero, no solo para viajar sino para comprarse una casa justo al lado de su nieta y recordar juntos a su amado hijo, quien murió en una tormenta una tarde de pesca. Soltó una lagrima con ese recuerdo, era como si a los habitantes de Haití las desgracias naturales les persiguieran, pero secó su lágrima con la fuerza que le caracteriza, esa que también es propia de los habitantes de Haití y les permite afrontar las dificultades y los castigos que pareciera que el destino les tiene cruelmente reservado. Durmió lo suficiente, se levantó, aseo, tomó su saco de canicas y emprendió la caminata con su cuerpo tembleque hasta el lugar secretamente determinado. Avanzaba confiado de que les ganaría a todos esos chicos sus esferas, esas a las que su inocencia les impide establecer su valor comercial y por las cuales se sumergen a grandes profundidades en lugares que no revelarían nunca y extraen de las ostras, esas que codician los adultos y en su nuevo sueño le darán para abandonar la isla y residenciarse al lado de su nieta.

LUIS DUQUE

Venezuela

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H

ace mucho calor en la playa. Recién llegamos y veo que toda la gente camina descalza, pero mi mamá no me deja que me saque las sandalias y dice que una nena como yo se tiene que cuidar los pies. Mientras mi tío lee el diario, mi mamá habla con mi tía Elsa que le

dice que no se haga problema por la comida, que ella ya trajo todo. Mis primas me invitan a ir hasta la orilla a juntar caracoles ¿Puedo ir con la chicas, mama? Mi mamá parece que no quiere, pero la mira a mi tía y me deja. ¿Me puedo sacar las sandalias? Mi mamá me mira mal, pero mi tía me ayuda y puedo ir hasta la orilla descalza como van mis primas. Desde lejos se ve la sombrilla de colores de mis tíos como una pelota. Tu mamá no está enojada, está preocupada porque es la primera vez que vienen a la playa. Parece que mi prima mayor, Paula, sabe. Me cuenta que en la playa se pierden muchos chicos. Que cuando se pierden alguien los sube a los hombros y todo el mundo aplaude, así los padres saben dónde buscarlo. Mi prima Victoria que es más chica que yo, dice que ella una vez se perdió y que al principio le daba miedo pero después fue divertido porque parecía que todo el mundo la aplaudía a ella. Paula le dice que no me tiene que contar esas cosas, pero a mí me dan ganas de perderme. Se me queman los pies por la arena caliente. Parece que mis primas no se queman porque se ríen. Hay arena por todos lados y no se para donde ir. Ya no aguanto y ahora mis primas corren. Las sigo hasta un canasto para la basura. Nos paramos encima de la sombra del canasto y de a poco el dolor se va. Las sombrillas se ven lejos. Mis primas gritan: hasta la arena mojada! y corren otra vez. Yo también corro. La arena mojada es lo más lindo que pisé en mi vida. Cerca, el mar ya no es una línea de agua, es enorme. ¿Cuántos litros habrá de agua? Seguro que más de cien. Mis primas entran al mar. Yo no porque no sé si mi mamá me deja que me moje. Viene una ola que crece. Es cada vez más grande y las sombrillas están muy lejos. Mis primas se patean agua y no se dan cuenta de que viene una ola enorme. Pero por suerte no llega grande. Se hizo chiquita y llega chiquita hasta donde están mis primas que ni saben que una ola enorme parecía que se las iba a comer. Ya casi está por desaparecer cuando se me acerca. No sé si mi mamá me deja que me moje. Corro y la ola no me alcanza.

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Mis primas se agachan en el agua. Esperan que el agua se vaya y buscan y agarran. Vení Anita, acá hay muchos caracoles me dicen. La sombrilla está lejos y no sé si mi mamá me deja que me moje. Paula me llama y me muestra un caracol. Es de los que dan muchas vueltas y tiene brillos. Quiero uno de esos. Llega el agua y yo creía que estaba más fría, pero esta tibia. A lo lejos viene otra ola enorme. Ojalá que esta también se haga chiquita. Abajo del agua hay muchos caracoles que hacen como un camino. Desde la orilla no se ven pero hay miles. Y más adentro seguro que está lleno y nadie los puede ver. Y también debe haber más cosas. ¿Habrá animales que nos miran? Victoria tira piedras al mar. Se pone de costado y se agacha para tirar las piedras. Dice que quiere hacer “sapitos”. Que su papá puede hacer como seis “sapitos”. Mirá, hice dos grita. Pero yo no veo nada. ¿También hay sapos? El mar no me va a gustar. No Anita Paula me pasa el brazo por encima del hombro y me explica que los “sapitos” son saltos de la piedra en el agua. Mejor que no haya sapos. Entonces meto las dos manos adentro del agua y saco un montón de arena mezclada con caracoles. Los enjuago y aparecen muchos de muchos colores. Uno con líneas azules, uno verde con rosa que parece un arcoiris y uno negro muy muy brillante. Un caracol tiene un agujero en el medio igual al que Victoria tiene en un collar. Y, que suerte, hay uno de los que dan muchas vueltas. Qué lindo, a este no lo quiero perder. Y a los otros tampoco. Mis primas también juntan caracoles. Los miran, les buscan formas y los tiran. Victoria dice que ya tienen muchos, un frasco entero. Pero para mí, estos son los primeros caracoles que tengo y me los voy a guardar para siempre. Con el que tiene el agujero yo también me voy a hacer un collar, y al que da muchas vueltas, que es el que más me gusta, quiero tenerlo conmigo a la noche para dormir con él. Yo también voy a necesitar un frasco. Ahora los tengo adentro de la remera y tengo el borde levantado con las manos para que no se caigan, pero necesito algo mejor para llevarlos a la sombrilla porque a mi mamá no le va a gustar que ensucie la remera y me va a decir que los caracoles tienen feo olor.

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Mis primas se corren entre ellas y me llaman. Yo no puedo correr porque se me va a caer todo. Victoria le tira a Paula bolas de arena mojada. Y Paula, para sacarse la arena, se mete en el mar y sale con la remera empapada. En el medio de la playa encuentro un globo. Un globo raro, largo y transparente. Una bolsita perfecta para mis caracoles. Los voy poniendo de a uno. Primero el de muchas vueltas para que no se caiga, después el del agujero. Después van todos los demás. Ahora puedo correr. Vamos hacia la sombrilla. Desde lejos veo a mi tío en la reposera que sigue leyendo el diario. Mi tía Elsa y mi mamá están sentadas en la arena tomando mate. Mi tía y mi mamá nos sonríen. Mis primas van a buscar unas palas y unos baldes. Pero yo la voy a buscar a mi mamá. Llego con la mano levantada, mostrándole el globo lleno de mis caracoles. Mi mamá deja de sonreír y me mira mal. Muy mal pero mi remera está seca y parece limpia así que no entiendo por qué me mira así. Se levanta y no me deja ni bajar el brazo con el globo. Me agarra de la muñeca y sin decirme nada me lleva con el brazo en alto. Mi mamá da pasos largos y yo no puedo ir tan rápido. ¿Ya nos vamos? Mis primas me miran pasar mientras sacan arena de adentro de un pozo. Nos paramos frente a un canasto para la basura. Mi mamá no me pide, me aprieta muy fuerte la muñeca para que suelte el globo con mis caracoles y yo lo suelto. Después me dice: Te vas a lavar muy bien las manos. Y pará de llorar.

NORBERTO SHAMMAH

Argentina

Instagram:norberto shammah Facebook: Norberto Shammah

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M

i tía es fatalista. También es hipocondríaca, y se ha mimetizado a la perfección con el rol de víctima. Encontró un psiquiatra piola, tan loco como ella y con un buen arreglo con alguna farmacéutica, que le diagnosticó bipolaridad, rotulo de infinita interpretación. Su

propensión a buscar culpables externos a su sentimiento de desgracia la lleva a despotricar contra todo lo que la rodea y a vivir en un estado de miedo constante. A pesar de esto, entiendo la lógica de esto. La idea (compartida por muchisima gente) es que no le gusta este gobierno de izquierda de “putos, drogadictos y tortilleras” (en relación a la legalización del consumo de marihuana, y a leyes como la de matrimonio igualitario y a la que previene situaciones de violencia de genero). La crispa, la enerva. Pero tampoco es culpa de ella. Tiene más bien relación con la educación que le dieron sus padres, con la forma intensa que tomó su lavado de cabeza. Esto, sumado al achaque del tiempo, produce problemas de memoria, a lo que hay que agragarle que en realidad algunas cosas de este gobierno son un objetivo desastre. Por este malestar tiene un continuo sentimiento de desubicación. Sostiene cosas como que no está en el país en el que creció, que los valores se perdieron (no que cambiaron) y que muy pronto (profecía antigua) todo se va a ir al rotundo carajo. Para justificar este sentimiento paranóico busca modificar la realidad, hasta el punto que un presunto violador venezolano, que te viola cuando le vas a buscar agua, se vuelve la peor amenaza del mes de la jubilada montevideana. Es necesario, para que la ficción del aumento inconmensurable de la inseguridad sea tomada por algo serio por alguien, que muchas personas crean que está todo mal, alimentando otras ficciones como que la delincuencia supera valores históricos y cosas como que el que no afana es un gil. Ayer llegó a un colmo en sus ansias de encontrar justificaciones para su sentimiento permanente de inadecuación. Y digo al colmo porque no es la primera vez que hace algo por el estilo. Publicó en Facebook la foto de un hombre. Debajo puso un texto: “Este es Ricardo Gómez. Se trata de un delincuente peligroso. Golpea tu puerta pidiendo agua y cuando se la vas a buscar ingresa, te viola, te mata y te roba. Cuidado”. Y la órden: “compartan”. La noticia era evidentemente falsa, y no costó mucho googleo descubrir que se trataba de una situación ocurrida en Venezuela hace unos cuatro años. No quise corregirla, porque no funciona. Por otro lado ya he entendido que a veces no es una casualidad la forma en la que son las personas. Si

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desbaratara sus ideas fatalistas de que todo está mal, cada vez peor, que las autoridades son todos ladrones, que está lleno de violadores de viejas, que las profecías bíblicas tenían razón (creo que aquí radica el origen del problema), ¿qué quedaría?, ¿quedaría algo? No es bueno atentar contra las estructuras débiles de las personas, porque puede ser que no haya nada más debajo, y que al caer la estructura caiga todo. Pero no me aguanté en tomarle el pelo. Y puse debajo: “No, tía. Ese trabaja en el carrito de chorizos de la Plaza Central”. Para mi asombro esto dio inicio a una conversación vía mensaje de Facebook. Fue como si la conversación ya se hubiera estado gestando desde antes, y solo esperara al primer insensato que pusiera el primer comentario para desbaratarse como una cascada de mierda. Un conocido de ella puso: “Sí, cuidado con los que te piden agua”. Otra vieja, “y sí, con la cara de violador que tiene ese delincuente”. Y un tercero (uno de esos jubilados que se aburren desde que se ilegalizó la tortura), “eso antes no pasaba”. Hasta que por ahí, de sexto o séptimo lugar, un salvavidas de humor dice “yo lo vi revendiendo entradas vencidas en la cancha el domingo”. Se mezclan comentarios endemoniados con burlas. “Hay que matarlos a todos”, “antes se vivía más tranquilo”, “hay que empezar a envenenar el agua”, intercalados por las respuestas edulcoradas de mi tía. “Gracias, Tatita”, “muy acertado, Alfredo”, y hasta un osado “habría que estudiarlo”, como si fuera la diosa tortuga sobre la que se afirman los cuatro elefantes que sostienen el mundo. Y al final (el mío, claro) un comentario que me derrama el vaso. “Yo lo conozco. Vende latas de papitas fritas vencidas en la parada de bondis frente a la terminal de Albornóz. Tremendo chorro. Hace rato que habría que haberlo matado”. No lo podía creer. En cinco minutos yo había encontrado la noticia del tal Ricardo Gómez, el Richard, apresado en Caracas hace un poco más de cuatro años. La noticia se resaltaba porque lo detuvieron por robar agua, y al indagarlo le descubrieron que existía la sospecha de haber violado a la hija adolescente de su expareja. Ya está, apague la computadora. Me quedé con ese sabor agrio en la boca producido por la duda de si fui yo el que comenzó todo con mi comentario de burla (que mi tía tuvo que haber captado) o si iba a ocurrir lo mismo apenas un nabo escribiera algo. Como sea, me dormí casi de inmediato. A la mañana me levanté temprano, y como si un oscuro presentimiento me hubiera embargado puse el noticiero en la televisión. Todos los canales se hacían eco de una misma noticia. “Ola de asesinatos en Montevideo. Casi a la misma hora fueron asesinados tres hombres en diferentes

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puntos de la ciudad”. El choricero de la Plaza Central, un revendedor de entradas, y un vendedor de papitas vencidas en la calle Albornoz. Llamé a mi tía desesperado. Tía… apenas pude decir. Nene, como andás, responde. Viste lo de anoche, que increible la ola de asesinatos. La delincuencia campea, no se puede creer. Y el ministro, pintado, y el presidente, aceptando premios viajando por el mundo. Esto es una joda. Pobre gente, personas laburadoras. Ya no se puede vivir en este país de porquería. Terraplanistas, los que niegan la Evolución darwiniana, los que dicen que los dinosaurios no existieron, y un largo etcétera, son todos individuos que recibieron una profunda y estricta educación religiosa (cristiana). No hay ni uno de estos locos que no haya sido educado en el cristianismo. Porque al fin y al cabo es eso: creen todo lo que está en la biblia (o lo que alguien interpreta de lo que está en la biblia). Pero se han alejado del discurso religioso. No porque no lo sientan sino porque se han dado cuenta que aburren. Entonces se hacen los laicos, y aparentan buscar en su archienemigo, la ciencia, comprobantes de su doctrina. Pero esto es una apariencia porque en realidad lo que buscan es la comprobación de que la ciencia no ha podido dar argumentos convincentes que permitan explicar de otra forma lo mismo que se explica en las escrituras. Y es que la ciencia no ha dado una explicación 100% convincente de ninguno de estos temas (no debe hacerlo), lo cual no significa que sus explicaciones sean mucho menos convincentes que las religiosas. Presentemoslo así: Creo que todo lo que dice la biblia es verdad, pero cada vez que planteo el tema mis amigos empiezan a charlar de fútbol o de Bailando por un sueño. De modo que cambio mi discurso, me pliego al Método Científico, a un discurso que parece científico. Pero mi búsqueda no cambia, lo que busco es comprobar esa creencia antigua de que el libro es perfecto y que fue escrito por un dios.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

Facebook: Álvaro Morales

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E

n la segunda secuencia del óleo, la de la esquina inferior, llena de amarillos y ocres, la misma que me había mostrado Patricia aquella tarde de alcohol y vagos reproches, parecía estar la repuesta a todo lo que habíamos venido hablando.

La observé detenidamente, tal y como ella me había indicado, al atardecer,

tranquilo... cuando ya no quedaban visitantes en el museo. Era increíble pero solo de ese modo aparecía la pequeña bruja, nítida, casi con vida, como mirándome a los ojos. Duraba no más de dos o tres minutos, y el guardia de la sala al decirme que ya cerraban me rescataba sin saberlo del trance en el que estaba imbuido. Probé azorado lo mismo los días siguientes hasta que Patricia, ya satisfecha, me sugirió pasar a un nivel más arriesgado. Esa misma noche yo quizás seducido por su belleza o porque en verdad ya todo me daba igual nos trepamos al viejo balcón del museo en medio de la calma del vecindario. Con una tenaza rompí el postigo (ya no había presupuesto para alarmas) y en pocos minutos estábamos con el café caliente sentados frente al cuadro, pronunciando una larga serie de frases en inglés antiguo, las que según ella... Pero a la una de la mañana nada había ocurrido y el café se había terminado. Nos propusimos volver, pero antes intenté robarle un beso. Yo intuía que era prematuro y que ella quizá me miraba más como a un hermano, pero como dije ya todo me daba igual y le tomé suavemente el rostro con ambas manos. No se resistió, pero en el medio del beso y la oscuridad sentí en mis labios un ínfimo líquido, que era sin dudas algo más que la delicada saliva de su boca. Fue demasiado tarde cuando percibí en mi paladar la pintura, el tímido olor del óleo invadiéndome, y apresándome para siempre dentro del cuadro. Mis manos, claro, empezaban a sentir el cutis arrugado de la bruja. Ha pasado mucho tiempo. Por más que lo intento, mi grito ahogado y las súplicas no sirven para llamar la atención de los turistas, que muy atentos a lo que explica el guía no prestan mayor atención al tipo que extrañamente y sobre todo en horas de la tarde, aparece parco y triste entre los ocres finales del cuadro

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LUIS FONTANA

Argentina

Blog: http://www.machofontanacuentos.blogspot.com Twitter: @machocuentos1

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É

l, tan quieto, y ella, tan tímida, desplegaron en la mesa sus vidas salpicadas de recuerdos nuevos y de proyectos antiguos. Revisaron detalles meticulosamente y trajeron dudas y certezas casi por igual. Él, tan cansado, y ella, tan escéptica,

rozaron sin querer sus brazos al inclinarse a mirar unos libros perdidos y

sintieron una corriente eléctrica que los sumió en un silencio con compañía. Él, tan caballero, y ella, tan gentil, cedieron entonces sus determinaciones, dejaron volar las agujas de los relojes y compartieron el mismo aire, con olor oriental o quizás con perfume de caléndulas misteriosas y de jazmines chinos. Él, tan asombrado, y ella, tan sorprendida, caminaron por un laberinto de sabores y escaleras a ninguna parte y se hipnotizaron con el fuego doble de una vela que les ofrecía un mensaje que solo ellos entenderían. Él, tan callado, y ella, tan decidida, pusieron rumbo a un río revuelto que les rogó que se fueran a otro lado y se los demostraba empapándolos y burlándose sin piedad de sus vacilaciones. Él, con tanto viento, y ella, tan despeinada, chocaron en un beso con sabor a caramelos Sugus de ananá, demoraron las lenguas, mezclaron las salivas y se rieron de la irrupción de lo mágico en ese espacio pequeño que quedaba entre los cuerpos que hacían juego. Él, tan resuelto, y ella, tan contenta, partieron hacia un lugar que cobijara sus postergadas urgencias y que pusiera música a las palabras y a los sentidos que se estrenaban por primera vez. Él, tan minucioso, y ella, tan relajada, se entregaron a la tarea de descubrirse y el tiempo se detuvo para dejarlos disfrutarse mientras ella sentía que una línea la abría al medio y él sentía que no podía hablar. Él, tan protegido, y ella, tan respetuosa, susurraron un tibio “hasta la próxima” al despedirse y no se animaron a decir qué les había sucedido en ese espejo múltiple que la suerte arrojó a su paso. Él, tan lejos, y ella, tan oculta,

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disimularon lo que habĂ­an sentido y lo guardaron en algĂşn recoveco de sus ojos, suspiraron y volvieron a la ronda infinita de otros cuerpos.

DIANA MARINA GAMARNIK

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/diana.gamarnik Twitter: https://twitter.com/dianagamarnik

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E

ra sin dudas uno de los debates más grandes del pueblo. Entre las charlas sobre la economía, el clima, la vida diaria, siempre se colaba el tema de Pepe. Incluso había quedado instalado con ese título: “el tema de Pepe”. Y el debate no era sobre su vida, lo que hacía o dejaba de

hacer, ni sus características físicas. Lo que todos se preguntaban era: “¿Es un hombre con suerte Pepe?”. La mitad del pueblo consideraba que sí, y la otra mitad que no. O que era un hombre de mala suerte, en realidad. Lo que no había era persona alguna, sea niño, niña, adulto o jubilado, que se abstuviera de elegir o le restara importancia al tema. Pepe era una persona corriente en su localidad, un poblado de unas cinco mil personas. Era corriente como lo es la mayor parte de las personas: sin destacar, sin llamar la atención. Un vecino que se llevaba bien con algunos coterráneos y no tanto con otros, pero no generaba ni más ni menos sensaciones que cualquiera. Todo cambió el día en que intentó quitarse la vida. Fue a la semana siguiente a la que perdió el trabajo, una dura noticia que se sumó a una insostenible situación económica y a la soledad de no tener pareja ni familia alguna. En su casa, sin dar aviso a nadie ni dejar notas, rodeó su cuello con una soga colgada del techo y se dejó partir. Pero no. Por suerte o mala suerte, según a quién se pregunte, en ese momento llegó Marisa a su casa para invitarlo a una reunión vecinal en la que iban a decidir qué hacer con el viejo mercado popular. Tras golpear tres veces sin recibir respuesta, la mujer se sintió confundida, ya que era raro que Pepe no se encontrara en casa. Con un poco de atrevimiento a cuestas, rodeó la pequeña construcción y desde la ventana trasera lo vio: su vecino colgando, yendo de un lado al otro como un péndulo y con sus piernas pegando patadas al aire, como buscando en vano encontrar una superficie de apoyo. Marisa no lo pensó dos veces, volvió a la puerta principal, la abrió de una patada y, una vez dentro, bajó a Pepe y lo acostó en el suelo. Unos segundos de incertidumbre se vieron interrumpidos por una tos fuerte, y el hombre abrió los ojos. Por suerte, o mala suerte, seguía vivo. Luego del episodio, en la reunión vecinal, de la que Pepe se ausentó, se modificó el asunto de discusión: el mercado le dio lugar a lo que había presenciado Marisa. ¿Por qué había tomado esa decisión aquel vecino? ¿Cómo se lo podía ayudar? También se sumaron otras preocupaciones típicas de una reunión vecinal, sin mucho

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fundamento pero con fuerte contagio: si empezaba una epidemia de suicidios, si era mejor mudarse a otro pueblo, si habría una maldición, y otras cuantas teorías. Algo más estaba pasando. Mientras todos estaban reunidos discutiendo, Pepe había decidido no dar el brazo a torcer en su objetivo. No soportaba más su situación. Ya sin la soga (Marisa se la había llevado, lógicamente), empezó a caminar hacia la estación de tren. Eran unos largos cinco kilómetros, los últimos que andaría en su vida. Paso a paso fue acercándose a su destino. Cuando llegó, notó que no había gente en la estación. “Mejor”, pensó, “para que nadie intente detenerme”. Echó una última mirada al mundo mientras daba una vuelta en el lugar, y se acostó sobre las vías. Solo quedaría esperar el tren. Pero no. Pasaron los minutos, media hora, una hora completa. Lo que no pasó fue, precisamente, el tren. Pepe se levantó desorientado y, entre enojado y sorprendido, volvió al andén. En ese mismo instante se acercó Cristian, el joven que estaba corriendo sus diez kilómetros diarios (rutina que no cambió ni por la mencionada reunión vecinal) y, al verlo, le gritó que ese día el tren estaba fuera de servicio, que no podría viajar. A pesar de que el muchacho no imaginó que la intención de Pepe no era estar arriba del tren, sino justo al revés, no pasó mucho tiempo hasta que todo el pueblo se enteró de lo que había querido hacer. Y no pudo. Nuevamente tuvo suerte, o mala suerte. A partir de ese momento los temas de discusión ya eran dos: qué hacer con Pepe para ayudarlo, y, precisamente, si era un hombre con fortuna o todo lo contrario. Podía seguir viviendo, disfrutando del regalo de la vida, defendían unos. No le salía nada, ni siquiera el deseo de partir, retrucaban otros. Y entre charla y charla, en la calle, el bar, la plaza y las casas, volvió a ocurrir. Esta vez fue Lorena la vecina que lo encontró. Había pasado una semana desde el episodio en las vías del tren y, mientras seguía la discusión sobre qué hacer por Pepe, nadie hizo nada. Excepto él. Aún con su objetivo entre ceja y ceja, tomó todas las pastillas que encontró en su casa (por problemas físicos, antidepresivos, para dormir), las juntó en su mano y se las tragó. Lorena, que pasó a visitarlo para conversar con él, se topó con su cuerpo en el suelo y las cajas de la farmacia vacías a su lado. Llamó urgentemente al servicio médico y, apenas colgó, salió a la puerta para pedir ayuda a gritos. Fueron dos días en los que Pepe se debatió entre la vida y la muerte en la

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camilla del hospital. Finalmente abrió los ojos. Por tercera vez “la Parca” falló y no se lo pudo llevar. ¿Suerte o mala suerte? Durante las semanas que el hombre permaneció internado sus vecinos y vecinas pasaron a visitarlo todos los días, acompañándolo y compartiendo horas y horas con él. Por primera vez en mucho tiempo Pepe volvió a sentirse feliz y a saber que no estaba solo. Y su mente dio un giro completo: a partir de ese momento estaba convencido de querer vivir, de seguir intentándolo. El último día en el hospital, aquel en el que le dieron el alta, lloró. Y lo hizo de felicidad: la vida lo había vuelto a entusiasmar… Han pasado algunas horas desde ese instante, y ahora los abrazos se suceden y el llanto es el único sonido que se escucha. Todo el pueblo está presente: Marisa, Cristian, Lorena y los demás. Tratan de entender y de explicarse entre ellos. La hora señalada llega y se cierre la tapa. La del cajón. Aquel que guarda a Pepe, el hombre que, en el momento en el que había decidido vivir, sufrió un infarto del que no pudo escapar. El vecino del que nunca se va a saber si fue un hombre con suerte, o con mala suerte.

MATÍAS HERNÁN PICCOLI

Argentina

Sitio WEB: https://ideastinta.wixsite.com/ideastinta RRSS Personales: Facebook, Twitter, Instagram.

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O

scar despierta perturbado por el ruido simultáneo del citófono y el timbre de su puerta. —Pero quién diablos… —musita Alma (su esposa), que adormilada corre un poco la cortina. En el andén hay dos hombres

de traje negro, el uno en el citófono y el otro recostado en un automóvil también negro parqueado frente al edificio. Oscar mientras tanto mira por el ojillo de la puerta. Otro hombre trajeado igual a los que esperan abajo, le muestra un carnet que Oscar reconoce de inmediato. —¡Espere un momento, por favor! —le dice tras la puerta al inesperado visitante y regresa a la alcoba donde Alma lo espera con cara de incertidumbre. —Son del ministerio de defensa —le susurra, mientras se pone el pantalón encima de la pijama. Alma comprende, hace un gesto de desagrado y se mete a la ducha. Él abre la puerta e invita a su visitante a la sala, con el brazo extendido hacia el sofá. El hombre le entrega una carta y espera parado mientras Oscar la lee. —Usted conoce el protocolo, Ingeniero —dice el hombre cuando Oscar esta ya doblando la carta. —Sí, lo conozco. Por favor deme un momento, me alisto y nos vamos. Entonces el hombre se sienta, acodado en sus rodillas. Al rato, Oscar sale de su alcoba trajeado, con un portafolios en la mano y salen. Alma ve en la tele, zarpar un buque de guerra, en las noticias del medio día, mientras la presentadora lee el comunicado de prensa del ministerio: “Como miembro de la OTAN, la nación contribuye a la pacificación de medio oriente, cooperando con un equipo interdisciplinario de militares y científicos que se unirán al ente internacional…”. Apaga la tele y sale rápidamente a la oficina del ministerio de defensa. —Soy la esposa del Ingeniero Oscar Ortiz. Fue reclutado para la misión de paz en el mediterráneo —se presenta Alma. La hacen seguir al despacho de un oficial. —¡No fue un reclutado! —le objeta este.—Por favor siéntese. Alma lo hace, sin apartarle la mirada, esperando una respuesta. —Su esposo hace parte de un grupo de brillantes patriotas que con su conocimiento científico, contribuyen al engrandecimiento de la nación —le contesta el oficial. —¿Yendo a pelear una guerra que no es nuestra? —le refuta Alma.

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—Al contrario Señora Ortiz, somos una fuerza de paz. —Si son una fuerza de paz, por qué navegan en buques de guerra —contesta Alma. —No estoy en disposición de sostener esta discusión, señora Ortiz. Lo único que le garantizo es que estará muy orgullosa de su esposo cuando todo esto termine. La misión está prevista para desarrollarse en cuarenta días, y lo tendrá de regreso —le dice en tono sosegado y le ofrece un vaso de agua que Alma rechaza con un “no gracias”, mientras saca de su cartera un teléfono y se lo enseña: —Dejó su móvil, no tengo modo de comunicarme con él. —No será necesario, él se comunicará con usted, cuando sea pertinente— responde el oficial. —¿Pertinente? —pregunta Alma, con su voz reseca y temblorosa. —Por ahora, solo se comunican con el mando de la misión, después lo harán con sus parientes. Alma, lo mira con angustia. —A su domicilio, le enviaremos las cartas de su esposo —Alma le cuestiona: —¿Cartas? ¿Como en el siglo pasado? ¿Y por qué no, una maldita llamada al móvil? —empuñando de nuevo su teléfono celular. —Es parte del protocolo de seguridad, no se preocupe, a lo mejor lo tenga de regreso antes de lo previsto —concluye el oficial, reclinándose hacia atrás en su poltrona y cruzando los dedos, como dándole a entender, que la conversación estaba concluida. Alma se pone de pie, con sus ojos brillantes por las lágrimas que empiezan a brotar. —No lo acepto, qué mierda es esta, ¿un secuestro? El oficial le hace una señal al soldado escolta que está en la puerta, y este la sujeta del brazo, con el que le manotea al oficial. —¡Suéltenme, hijos de puta, no tienen derecho! —Y es sacada del despacho entre dos soldados, casi alzada, tomada por sus antebrazos. En su departamento, Alma esculca el estudio de su marido. Lo único raro que encuentra es una credencial que le autorizaba acceso a un laboratorio militar, entonces recuerda una conversación que el siempre evadió. —¿Estás ayudando a fabricar armas?, ¿para eso te llevan y te traen los militares,

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con tanto sigilo? —le insistía ella. —¡Son solo experimentos, flaca!¡No hablemos de ese asunto aburrido! —Y ponía punto final a la conversación. Pasan veintiún días y recibe una carta con matasellos de las fuerzas armadas. Se toma la cabeza con las manos y llora en silencio. Es una frase trivial, pidiéndole paciencia y anunciando que la espera sería más larga, pero ella nota que esas no eran sus palabras, y esa firma solo la usaba en sus cheques, mas no en las notas personales ni en las esquelas de aniversario. Ya no puede indagar con los militares, le restringen la entrada a la oficina del ministerio, entonces se hace asidua a la base naval, y cada día repite su angustiosa rutina con cierta mansedumbre para ver atracar los buques. Cuenta los días y las horas, hasta que explota en histeria contra la dependiente, al notar que cuando le pide verificar un nombre en la lista de arribo, esta le contesta que no está, sin ni siquiera mirar la lista. La caución ahora le impide acercarse a la base naval. El hermetismo en torno a lo que acontece allende el mar, por parte de los portavoces militares, es total. Alma intuye que lo que muestran las noticias, no es del todo cierto. El perímetro más alejado del fuerte naval, está provisto de una valla de alambre tejido en rombos, que bordea las postrimerías de un terreno en desuso. Alma hace de ese lindero su lugar de espera, ve salir más buques con más tropa, y permanece agarrada a los fríos rombos de metal, tratando de descifrar los sonidos que el viento trae del otro lado del mar.

HAM BASHUR

Colombia

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T

omó la idea de una canción. ¿Para qué negarlo? El título era más que suficiente como plan de trabajo: construiría una escalera al cielo. Comenzó con los diseños preliminares probando con los materiales que tenía a su alcance; luego de realizar varias consultas a personas

especializadas en la materia, se decidió por el que presentaba las características ideales de maleabilidad, flexibilidad, precio y accesibilidad: madera de pino. Con las primeras decisiones, el diseño original comenzó a modificarse. Resultaba un tanto complicado llevar adelante la idea sin tener en cuenta que necesitaría una base material que sustentara el peso de la mole de madera. Cuestiones que, al comenzar el proyecto, ni siquiera se había detenido a pensar. Ante la mirada atónita de los consultados sobre estas cuestiones, continuaba recurriendo a la regla de tres simple y sus propios dedos para realizar los cálculos necesarios. Más allá de las imperfecciones de los dibujos iniciales, el proyecto se construía a sí mismo. La idea resultaba atractiva a pesar de que unos pocos incrédulos señalaran lo irrealizable del mismo debido al material elegido, la falta de criterio de oportunidad y utilidad, y porque algo tan abstracto como el mismo cielo difícilmente existiera. Pero, a pesar de las críticas claramente infundadas, no dejaba de crecer la ayuda de todo tipo que recibía mientras se aprontaba para iniciar la construcción. Consiguió aportes de empresas privadas que aprovechaban la buena fe del proyecto para limpiar su nombre frente a fiascos anteriores. También realizaron aportes políticos de todo el arco ideológico en desuso, buscando algunos votos a cambio. Personas en general, de los pueblos cercanos, y de rincones lejanos, luego de que la noticia se viralizara en las redes asociales, llevaban lo que podían: herramientas, horas de trabajo, panes rellenos, bebidas artesanales, sentimientos para compartir y vender, ropa nueva y usada. Todo llegaba al sitio elegido para la construcción de los cimientos de la futura escalera al cielo. Se donaron miles de hectáreas que fueron reforestadas con pinos específicamente plantados para abastecer el proyecto; se acumulaba en galpones distribuidos por toda la región el resto de las herramientas y los insumos necesarios; la industria del mueble se vio obligada a cambiar de materiales ante la escasez y la especulación de los aserraderos en cuanto al precio final de la madera de pino. La economía se había reactivado luego de tantos años de estancamiento y retracción; muchos estaban contentos por ello, otros no lo estaban tanto.

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Tal era la cantidad de materiales en movimiento que prácticamente nadie se percató de que solamente aquello carente de valor quedaba en el sitio del proyecto. Las grandes maquinarias, nuevas y con el olor de lo recientemente ensamblado, llegaban un día y desaparecían al siguiente; los materiales se evaporaban en los depósitos; el dinero de la cuenta bancaria fluctuaba de día en día en gastos en teoría vinculados con el proyecto, según aclaraban quienes tenían acceso a tan sensible información. Dos semanas antes del día fijado para el comienzo de las obras, el proyecto recibió un importante subsidio por parte del estado. Una cantidad de dinero con tantos ceros que parecía sacado de una mala película sobre robos increíblemente impracticables. Hasta el momento no se había invertido tal cantidad de dinero en una obra semejante, en ningún tipo de obra, en ningún proyecto, en la historia del país ni de la humanidad. Se intentó justificar semejante asignación de dinero del erario público sosteniendo que: Una escalera al cielo merece todo el esfuerzo que pueda realizar nuestra sociedad, aún a costa del hambre, la sed, la educación y la salud de las generaciones venideras. El mundo escuchará hablar de nuestro país, que dejará de ser uno más, perdido en un mapa atravesado de fronteras imaginarias. Al contrario, el mundo entero podrá ubicarnos en cualquier mapa, sin la menor dificultad. Y vendrán a visitarnos a raudales, a conocer el fruto de nuestro esfuerzo, el sudor de nuestra frente, el color de nuestro pueblo, el ardor de nuestras mujeres, el coraje de nuestros trabajadores que desafían, y desafiarán, la ley de gravedad en inverosímiles alturas. El día en que se colocaría la simbólica primera piedra, que en realidad sería una cuña de madera marcando el punto cero de la construcción, en vano esperó la comitiva la llegada del ilustre espíritu romántico que ideara semejante proyecto. Esperaron y esperaron, durante horas; desde la mañana hasta después del mediodía, pues entendían que, algunas veces, los soñadores suelen ser un tanto descuidados con el tiempo y con las convenciones sociales. Continuarían esperándolo de no ser porque uno de los ayudantes administrativos del proyecto tuvo la brillante idea de chequear el estado financiero de la cuenta bancaria del proyecto y encontrarse, en lugar de los consabidos millones, un único y aterrador cero que parecía sonreírle desde la diminuta pantalla de su ya no tan inteligente teléfono celular. Hay quienes dicen que, al conocerse la noticia de la cancelación del proyecto, pudo sentirse llegar, desde los pinares cercanos, una suave y fresca brisa cargada de

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algo similar a la alegría y el alivio.

JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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E

l enemigo estuvo presente antes de que Alberto se fuera a dormir. No podía, pero debía descansar. Se dedicó a ver videos de Youtube hasta tarde y se sintió muy culpable, porque no debería haberlo hecho, debió ir a la farmacia a buscar unas buenas pastillas para dormir, pero se le

pasó la hora en su segundo trabajo, como pintor de paredes. Estuvo toda la mañana y toda la tarde arreglando una fachada. Ya casi eran las tres de la mañana, sacó la cuenta: solo podría reposar tres horas y habría de acudir a su segundo trabajo, el cual consistía en manejar un bus interprovincial. Tendría que manejar más de doce horas. No se sentía capacitado, pero ya se había comprometido, además era su chamba. Le daba miedo llamar al jefe, decirle que no era capaz de realizar la jornada. Si hubiera hecho eso lo hubiesen despedido en el acto. Los conductores de buses interprovinciales nunca debían fallar. Son la parte más delicada de aquellos viajes, de los cuales dependen decenas de personas. Tenía que ir a Huaral. Su única opción era aguantar el cansancio. Se puso nervioso, ¿cómo podría conducir en ese estado? Había dormido mal los últimos días, le faltaban horas de sueño. No lo conseguiría. Entre uno y otro pensamiento negativo que lo atribulaba, se quedó dormido. El enemigo aún estaba presente, a su lado, velando alegre su breve sueño. La alarma de su celular lo despertó a las seis de la mañana. Le quedaba poco tiempo para levantarse, bañarse, cambiarse e irse al trabajo. No quería mover el cuerpo de la cama, se sentía muy a gusto ahí: arrebujado entre las sábanas. Allí, cerca de él, el enemigo se reía a sus anchas, porque sabía que en algún instante se alzaría vencedor sobre Alberto. Eso quería el adversario: derrotarlo, como había hecho con tantos otros seres humanos a través de la historia humana. Por supuesto, el hombre no percibía a aquel contrincante. Era invisible para él. Era una especie de presencia que estaba allí en todo momento, que se hallaba en los pies, en las extremidades, en el abdomen, en el tórax, y, sobre todo, en la cabeza de Alberto, a quien el cráneo le dolía y le costó salir del lecho para poder realizar todas sus obligaciones, las cuales no podía dejar de lado de ningún modo. Su primer paso estaba hecho. Se hallaba de pie junto a su cama, apagó la alarma de su celular, buscó el cargador, el que llevaría al viaje y se dirigió al baño. Ya en la estancia, se lavó la cara y los dientes y se sintió raro por primera vez, se percató de que no lucía como el mismo de otras veces. Se miró en el espejo y este

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parecía devolverle su imagen distorsionada. «No hay caso», se dijo. «El sueño no se me irá tan fácil». No se daba cuenta de que al otro lado de su reflejo su rostro se reía a carcajadas, pues ya lo tenía en sus manos. Quería hacerlo caer ahí mismo, que fallara en su chamba, que no asistiera, que cayera de nuevo en los brazos de Morfeo, pero no, se dijo la cara maligna, mejor era esperar unos instantes más. Aún no llegaba el momento, pero pronto sería el tiempo indicado. Alberto se cepillaba los dientes y la imagen al otro lado del espejo no dejaba de atisbarlo, como si de una presa se tratara, como a un tierno corderillo, el cual sería degollado y puesto a cocinar para luego ser devorado con una voracidad brutal. Llegó el turno de darse una ducha. Alberto pensó erróneamente que el líquido limpio cayendo sobre su cuerpo lo reanimaría y lo haría despertar un poco, pero se equivocó. Cada gota lo hacía entumecerse más. «No puedo rendirme, tengo que dar un poco más de mí», dijo en voz alta. El agua no era de gran ayuda, mas lo ayudaría a perder el miedo al calor que atenazaba a la población limeña desde hacía algunos meses. En cierto modo, el agua le daba alguna seguridad, aunque no la suficiente. Ahí en todas las gotas que caían se hallaba presente el enemigo. El antagonista parecía dibujar un rostro sonriente con el agua que caía al suelo. Alberto se lavó con champú el cabello, estaba seguro que eso le despertaría la cabeza y, en efecto, eso le ayudó un poco, pero de pronto el rival emergió desde el agua caída y se colocó en cada hebra del cabello de Alberto para atormentarlo. Era tiempo de cerrar la llave de agua. El siguiente paso era secarse con la toalla. En cada una de las fibras del utensilio se encontraba su némesis, riendo, porque estaba convencido de que ya había ganado. En tanto, Alberto no sabía que ya había perdido esa contienda. De hecho, no sabía cómo sería su trágico final. El enemigo lo había sido de la humanidad a través de los siglos, algunos lo habían evadido astutamente con una y otra artimaña. Utilizando algunos elíxires o comidas apropiadas o inapropiadas, otras habían estado lejos de caer, debido a problemas del cerebro que iban más allá de los poderes del milenario adversario. Seguidamente Alberto procedió a cambiarse. Se puso la ropa que siempre llevaba a los viajes interprovinciales. Ni muy elegante ni muy casual. Se acomodó los calzoncillos, las medias, el pantalón, el bividí, la camisa. Y en cada una de esas prendas se hallaba el enemigo presente. Esperando que en algún momento Alberto cayera para nunca volver a levantarse. Eso sucedería de todas maneras.

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Una vez listo, cogió sus llaves y aun en ellas el adversario estaba riéndose. Alberto salió de su departamento, en el cual radicaba solo desde hacía cinco años. Tenía treinta y seis años y sus padres vivían lejos de allí, en Cusco. Alberto pensó en cómo se había forjado una vida interesante en Lima, aunque llena de trabajo y sacrificio. No era una persona pobre, estaba ahorrando para formar su propia empresa. Tenía planes, proyectos, sueños, «pero esos malditos problemas para dormir que joden». Se había acostado tarde los últimos días cuando se suponía que debía reposar bien. Había sido descuido suyo, lo reconocía. «Irresponsable». En la calle, tomando el microbús que lo llevaría a su trabajo estaba el enemigo presente, en cada uno de los rostros que lo miraban de pie junto al asiento del transporte, donde iba parado. Las risas del mal continuaban. Alberto todavía se recriminaba el haber sido tan vicioso y no haberse acostado temprano. Hubiera sido otra la historia de haberlo hecho así, pero ya no había marcha atrás, ya no. El adversario lo persiguió por las calles limeñas hasta que Alberto llegó a la terminal de autobuses y se le asignó el bus interprovincial que tendría que manejar para llevar a su destino a varias personas que aún estaba pagando su pasaje. Subió al transporte mientras los acomodadores colocaban adentro el equipaje de los pasajeros. En todo ese tiempo el antagonista no paraba de reír, porque había decidido que demoraría un poco más el desastre, esperaría unas cuantas horas. Fue junto a un precipicio, cuando Alberto manejaba que se sintió bastante mal, decidió que ya no podía más, pero continuó, aún restaban horas, y fue justo en la curva de Pasamayo que el sueño lo venció. El enemigo cobró así nuevas víctimas, y luego se alejó.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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L

a señorita Macbeth estaba en su ensayo de música. El productor presenciaba la audición privada, deleitándose anticipadamente, del concierto de esa noche. El programa había sido rigurosamente seleccionado y las dos obras de

estreno, cierre del mismo, eran de excelso nivel. Argentina y Holanda esa noche harían un nuevo aporte a la sinfónica mundial. La señorita Macbeth agregaría a su esbelta presencia, tres vestidos de gala que Usamoro le había confeccionado especialmente para la ocasión. Y el escenario estaría todo bordeado de gladiolos como una ofrenda típica de la ciudad. Seis horas de aplicada ejecución habían transcurrido ante la presencia del productor. Seis horas en que se repitieron algunos pasajes para ser ajustados al timbre del instrumento. La coda de la última obra de estreno era de una belleza sublime. La señorita Macbeth trasuntaba iluminación. El productor levitaba arrobado en su butaca. El sonido, magistralmente límpido y armonioso, se elevaba en la sala. Un abrupto silencio interrumpió la ensoñación. Con extrañeza el productor vio como los diez dedos de la señorita Macbeth volaban sobre el teclado. Y la señorita Macbeth vio como, de repente, sus delicadas manos se convertían en muñones.

RICARDO ALBERTO BUGARÍN Argentina

Facebook: Ricardo Bugarin

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E

l patrón ya avisó que paga en dos semanas, sin falta. Todavía debemos pagar lo de la luz y el agua. ¿De dónde vamos a sacar el dinero, Enrique? Le puedo pedir prestado a mi mamá.

¿Otra vez? Ni siquiera pagamos el préstamo de la última vez. Bueno, ¿Y yo qué puedo hacer? Dime qué quieres que haga. Que te importe tu familia. Ve cómo estamos; vivimos en un cuchitril. Nuestros

hijos merecen algo mejor. Enrique seguía lavando los trastos. Su silencio provocó que los reclamos se convirtieran en insultos. Él siguió sin contestar. Amalia tomó un plato; lo arrojó al piso. Varios pedazos quedaron cerca de sus pies. Terminemos de construir la nave, hermano. Hermano, ven, ven, no vayas para allá. Mamá dijo que no estemos en la ventana. El seguro no sirve. No llores hermano. Por favor. Marco tomó al pequeño José y lo arrastró al lado de la cama, donde él construía la nave. Ayúdame, hermano, a construir la nave. Cuando la acabemos nos iremos juntos de aquí. Exploraremos todo el espacio. El pequeño José sollozaba, sin hacer mucho ruido. Marco trató de consolarlo. Cuando José se calmó, Marco retomó la tarea de construir una nave espacial con las cobijas y los cojines de la cama. Todavía se oían gritos de afuera. Marco no se dio cuenta cuando el pequeño José se recargó en la ventana, y cayó.

JAIR ORTEGA DE LA SANCHA

México

Facebook: Jair Ortega de la Sancha

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A Samantha Díaz

R

egresaba de la nevada cordillera de los Andes, a bordo de un camión de pasajeros. En eso, veo a un anciano, con un bastón y un traje elegante, acompañado de varios sujetos. Esto no tendría importancia: todos los

días, al abordarse un camión, o en el simple hecho de caminar por la ciudad, se ven personas y ancianos con bastones deambulando libremente. Sin embargo, aquel hombre se parecía mucho a Jorge Luis Borges; es más, podría jurar que era el mismísimo Borges, era idéntico. No dudé en acercármele: Disculpe, ¿es acaso usted Jorge Luis Borges? ¿Quién? me respondió con una voz llena de confusión, sus ojos miraban a la nada, mientras tras los vitrales enmarcados de las ventanas se alcanzaba a vislumbrar el vasto paisaje montañoso. Borges, el escritor. ¿Escritor, yo? luego, se dirigió a sus acompañantes y les preguntó con cierto escepticismo: ¿A ustedes les suena ese nombre? dijo Los demás negaron con la cabeza rotundamente. No existe ningún escritor llamado Borges dijo uno. ¿Qué? ¡Usted escribe cuentos de género fantástico! ¿Cuentos, fantasía? ¿De qué me está hablando? ¿De qué me ve la cara? No escribo, ni me llamo Borges, soy José Luis Forbes y soy editor de libros de no ficción. En eso, Forbes sacó de una pequeña maleta tres libros que me mostró, los cuales tomé y examiné detenidamente. El primero era un libro azul, en cuya portada figuraba en letras blancas el título “No-Ficciones”. Lo hojeé y me encontré con un puñado de fichas bibliográficas acomodadas alfabéticamente. En la información de la impresión, el nombre José Luis Forbes encabezaba el rol de editor en jefe de la compañía EmeC. El segundo libro tenía escrito en la portada, en grande letra, una letra alfa griega, y sobre esta el título “El Alpha” Ese es un mísero diccionario, como cualquiera que usted encuentra en una

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librería corriente me dijo Forbes. Luego, un tercer libro, de color azul, y que se titulaba “El libro de Agua”. Ese que tiene en sus manos, es un manual de hidrología volvió a decirme el hombre del bastón. Miré el interior de las páginas y corroboré lo que sus palabras habían dicho: el libro era un aburrido y tedioso manual de hidrología, lleno de complejas fórmulas matemáticas que describían diversos fenómenos que ignoro y que son de enorme utilidad para los ingenieros civiles. Le devolví los libros, no sin antes manifestarle mi inquietud al señor Forbes. Este, al escucharme atentamente, me dijo que tal vez estaba inmerso en un denso y vívido sueño, o posiblemente ese tal Borges del que tanto hablaba yo no era más que un recuerdo onírico, de algún sueño, de esos donde aparecen personas ficticias, producto de mezclas de recuerdos tanto de personas vivas como de las conocidas por la televisión o las portadas de revistas. Lo más sensato a pensar, es que en la vigilia ha mezclado recuerdos que no existen, hechos que jamás ocurrieron; tanto así, que su persona ahora se encuentra agobiada, víctima de una incisiva confusión dijo Forbes. Me quedé un pequeño instante pensando, mirando a la nada, agobiando esta conversación por medio de un pestilente silencio, hasta que, después de toda esta incómoda ausencia de palabras, José Luis Forbes me dijo lo siguiente: Tal vez haya usted despertado en una realidad diferente, y se encuentre ahora aprisionado en otro universo, en un cosmos ajeno al suyo. Eso explicaría muchas cosas. Sus palabras, como un cincel sobre la roca, calaban mi cordura, hasta que la vencieron y en mi mente sentí algo esclarecedor. Me di cuenta de que él tenía razón. A la siguiente parada, no dudé en bajar para comprobar su teoría, y en efecto, estaba atrapado en otro universo. *** Bajó el hombre, Borges. Te dije que sería fácil poner en duda la cordura de cualquier persona. Solo fueron unas palabras, unos libros cualesquiera con la portada editada, y el acto de tener fe en lo más inverosímil.

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Ahora el pobre hombre cree que está atrapado en otro universo, Borges. ¿No lo estamos todos cada vez que despertamos?

VÍCTOR ANDRÉS PARRA AVELLANEDA

México

Club de Escritura: https://clubdeescritura.com/perfil/93307/victor-andres-parraavellaneda/ Soundcloud: https://soundcloud.com/palapeto-walawala Instagram: https://www.instagram.com/victorparravellaneda/ Facebook: https://www.facebook.com/palapeto.walawala

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“T

oc toc” —¿Quién es?—preguntó la niña. Detrás de la puerta apareció un Hada Madrina. —Te he estado esperando desde siempre.

—Sí, pequeña niña, lo sé —contestó la alada señora, algo pasada de kilos con el

rostro cansado y un vestido que tuvo mejores tiempos. —Ahora estoy aquí porque blablabla, ya sabes el resto, espero que me hagas caso —siguió diciendo—. Tienes que entender algo antes de pedirme tu deseo: No debes anhelar algo que después puedas arrepentirte, no debes pedir algo que sabes causará dolor a otros y no debes pedir nada que atente contra ti misma. Obvio, sí puedes pedir cualquier cosa dentro de la realidad posible según las leyes de este universo. Para que me entiendas no puedes pedirme un elefante con pies de hormiga porque se muere en el acto. Te advierto esto según la norma 118, asiente si has comprendido… muy bien, dicho esto, me voy a tomar cinco minutos de descanso establecido por el sindicato antes de que me des tu respuesta. La niña miró al hada acomodarse con dificultad en la silla de su escritorio. La encontró algo distinta a su imagen de lo que deberían ser esos seres mágicos que poblaban sus libros de cuentos de hadas. Antes de criticar sus zapatos gastados, su vestido sin forma y ajado, su aspecto tan decaído, aún más ahora que estaba durmiéndose y una gruesa gota de saliva empezaba a bajar de sus labios, pensó en lo que le había dicho. Ella siempre deseó partir hacia lugares muy lejanos y correr aventuras, pero eso podía hacerlo sin necesidad de un deseo cuando creciera, además no estaba en la edad de andar sola por allí, primero quería estudiar algo interesante. También había pensado en pedir uno de esos que llaman “príncipe azul”, o lo que sea que fuera lo que su hermana pedía cada noche a las estrellas, pero recordó a los jóvenes que frecuentaban a su joven tía, hermana de su mamá. Eran galantes pero pasajeros, eran guapos pero creídos, eran educados pero cuando comían las tortas que preparaba su mamá, daban miedo, aparte de no ser ordenados, dejar las cosas por aquí y allá y ser desconsiderados cuando pasaba algún tiempo de salir con su pariente. Al final desaparecían como habían venido, lo cual hablaba mucho de su falta de compromiso. Igual pensó en algo mágico, de repente que le salieran alas, o que tuviera dos

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estómagos, para comerse más tortas de mamá y que no la dejaran sin parte siempre, por lo menos tener menos pecas o más altura... pero se había examinado antes y se gustaba mucho como era. No quería cambiar eso. Pasaron los cinco minutos. El hada se despertó con un ronquido y preguntó: —Muy bien pequeña, dime tu deseo, aún tengo que cumplir mi cuota de esta noche y no sabes lo difícil que es moverse con estas alas tan débiles. Deberían cambiarnos por unas más recias, así como la de los ángeles de la guardia, o como las de las gárgolas, esas sí que son alas. Bueno, perdón, dime cuál será tu deseo. La niña supo que iba a responder: —Quiero un helado Banana Split con veinticinco bolas de sabores diferentes y chispas de chocolate blanco y un cucurucho de galleta e-nor-me. —¡¡¿¿Qué, solo eso??!! Pero por qué no pediste algo más, no sé veinte deseos más, eso es lo primero que piden o mucho dinero, viajar, el amor, no sé, muchas piden eso y otras cosas. —¿Y les dura? El hada meditó su respuesta. —Pues… no, la verdad ahora que lo pienso, no les dura, siempre me piden cosas así y cuando vuelvo a verlas de grandes, el príncipe se volvió un sapo, el dinero se les acabó, los viajes no les dejaron recuerdos, la belleza pasó, la casa se derrumbó... —Sí, eso pensé, por eso pedí un rico helado, y te estás demorando en dármelo. El hada sonrió a través del maquillaje corrido por el sudor. Agitó su varita mágica e hizo aparecer el helado más rico de este mundo. La niña dijo: —Ven, haz aparecer dos cucharas y lo comemos juntas, que está muy grande para mi solita, luego ya terminas tu trabajo. El hada hizo aparecer dos cucharas y se quedó a disfrutar del helado junto a esa niña pecosa.

SARKO MEDINA HINOJOSA

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/SarkoMedinaHinojosa/ Blog: www.sarkomedinahinojosa.com

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S

i escribir es saber de antemano lo que ocurrirá, Andrés debió saber que moriría así un día como hoy. La marcha que cubrió ayer desde las diez hasta las cinco resultó ser el catalizador. Por la mañana, antes de salir de su casa al trabajo, no sabía de

la marcha, mejor dicho, no sabía que le tocaría cubrirla, su rutina avanzaba en la monotonía de eventos periodísticos sin relevancia. Naturalmente pensé en ti primero, dijo el supervisor que llamó a Andrés a su oficina en cuanto llegó al trabajo, mientras le indicaba con la mano que tomara asiento. Ya vas. ¡Como me gusta tanto el business de la Antorcha! se queja Andrés. Peor es nada, así tendrás menos tiempo de reclamar y escribir arenosos conteos contra todos. Pero… ¿Antorchistas? ¡Suerte mi buen! Concluye el supervisor entregando un folder con documentación que reconoce a Andrés como corresponsal oficial del diario en la marcha, y señalándole la puerta de salida. Unas cuantas frases y testimonios de los marchistas fue lo que esbozó con desgano en el bloc de notas que le regalara una compañera de trabajo para navidad. Después de la marcha, caminaba sin ganas por avenida Revolución con la intención de relajarse un poco y se metió a un bar a tomar una cerveza. Luego de cuatro frías abandonó el lugar lamentando no haber escrito más detalles sobre la marcha que le ayudaran a redactar un artículo decente. Ahora tendría que rellenar la redacción con esfuerzo y mierda. Al llegar a su barrio decidió, antes de entrar a casa, pasar al local de enfrente a comprarse un six para mañana. Allí estaban dos amigos suyos, Joel y el Ricas, a quienes no veía desde hacía un montón de tiempo. Decidieron tomarse allí mismo unas chelas juntos y ponerse al día con sus vidas. La estadía en el local se prolongó hasta pasadas las dos, cuando los del local avisaron que iban a cerrar en unos minutos. Andrés se despidió de sus nuevos viejos amigos con una inexplicable nostalgia. La calle estaba desierta y la luna brillaba en todo su esplendor. De pronto la fatiga de un largo día se apoderó del joven periodista. Le vino a la mente el cuento que escribió en sus años de estudiante; un cuento breve que se publicó en la sección

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cultural del mismo periódico donde ahora trabajaba. El personaje principal es un hombre que, cansado de su constante aburrimiento, un día decide cruzar la calle con los ojos cerrados solo por experimentar algo distinto. Era la hora pico del tráfico en esa área, así que no es difícil adivinar lo que le ocurrió. Cuando la ambulancia llegó, el hombre ya había pronunciado sus últimas palabras. Varios testigos que corrieron en su auxilio tras el atropello, concordaron que la última sentencia del moribundo había sido “A veces hay que morir para experimentar algo nuevo”. “Karma is a bitch” pensaba Andrés cuando escuchó muy cerca el motor, pero ya era demasiado tarde, si no para abrir los ojos, sí para actuar. El conductor que debió haber estado ebrio, en lugar de frenar aceleró, y después del atropello se desvaneció en la madrugada. Nadie vino en su auxilio de inmediato como en el cuento. Los bares habían cerrado y los amigos de Andrés habían desaparecido como si la tierra se los hubiera tragado. Pasaron casi cuarenta minutos antes de que otro carro se acercara. Incrédulo ante el cuerpo inerte en la carretera, el conductor se detuvo a un metro del cuerpo y llamó a urgencias. Andrés fue pronunciado muerto allí mismo, sin esperar siquiera a que el día rompiera el cascarón de la oscuridad.

BEATRIZ OSORNIO MORALES

México

Blog: osorniobeatriz.worpress.com

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S

ábado 24 de enero de 2015. Seis de la tarde. Volvíamos de San Martín de Los Andes por la Ruta de Los Siete Lagos. El conductor de la combi detuvo el vehículo para que bajáramos a contemplar el Lago Falkner, digo bien, no es Faulkner, es Falkner. Martín y Darío se habían dormido; yo

también estaba un poco adormilada, pero como no quería perderme nada, me preparé para bajar. Debo haber tenido una cara espantosa, porque una de las viejas de atrás me miró horrorizada y otra se reía entre dientes, mientras le decía algo al oído. Era un grupo muy heterogéneo el que había en esa combi, pero eso da para otra historia. La cosa es que bajé, me acerqué al lago, toqué el agua helada, me agaché y bebí un poco (a la noche moría del dolor de estómago). Pasaron unos pocos minutos y el chofer nos indicó que ya era hora de volver, así que subimos nuevamente a la combi. Ya estábamos a punto de partir cuando se acercaron dos muchachos y le hablaron al conductor. Me parecieron muy extraños, despertaron mi curiosidad. No eran tan jóvenes, rondarían los treinta y pico; los dos descalzos, los dos con la cara demudada, despojados de toda pasión, como muertos. Uno llevaba en sus manos un salvavidas naranja desinflado; el otro, nada. Saqué la cabeza por la ventanilla y traté de oír lo que decían, pero fue en vano; solo pude oír frases inconclusas y sin sentido. Vi que el conductor les hacía señas para que subieran. Subieron. Uno era alto, de pelo oscuro y cutis blanco; el otro era colorado, parecía irlandés. Yo moría por saber por qué subían. Como si hubieran leído mi mente, se sentaron y comenzaron a hablar sin parar; parecían estar muy ansiosos. El primero en hablar fue el morocho. Se nos hundió el velero en el lago dijo cabizbajo. Hoy temprano a la mañana; nos agarró un viento fuerte y no pudimos hacer nada agregó. ¿Pero cómo? preguntó el guía de la excursión—. No puede ser. ¿Y la grilla? Yo no tenía ni idea de lo que era la “grilla”. Pero ahí me enteré. Parece que es algo que tienen los veleros para mantenerlo a flote. No pudimos sacarla. Quedó adentro…yo traté, pero no pude… ¿Era un velero chico? preguntó una vieja de atrás. No tan chico, cinco metros de largo —dijo el morocho. Y agregó: Lo único que pude hacer fue meterme abajo y sacar los salvavidas. No tuvimos tiempo de nada.

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Mientras hablaba, miraba un punto fijo, pero tenía la mirada ausente, perdido quién sabe en qué oscuros pensamientos. Fue horrible ver cómo se hundía. Nadamos toda la mañana desde el fondo hasta la orilla, y después nos caminamos toda la costa. Yo creí que no la contaba… dijo el colorado, con el rostro acongojado y a punto de ponerse a llorar. Pasó un velero chico con dos muchachos y no nos quiso llevar; dijo que seríamos muchos y que no podía arriesgarse a subirnos agregó el morocho, cabizbajo. ¡¿MUCHOS?! grité yo, casi sin poder creerlo. No se puede creer dijo el conductor de la combi. Yo los miraba como hipnotizada. No podía dejar de mirarlos. Eran la viva imagen del desamparo. Me había quedado con el termo y el mate en la mano y casi sin darme cuenta le ofrecí uno al morocho, que lo tenía más cerca. Tomó el mate, le dio un sorbo y mirándome a los ojos me dijo, emocionado: “Gracias. Es el mejor mate que tomé en mi vida”.

AMELIA BARTOZZI

Argentina

Facebook: Amelia Beatriz Bartozzi

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-B

onita furgo, niño... La que nos habían reservado.

Apenas eran las cinco de la mañana de un frío miércoles de enero. Sierra, esperaba con la luces de emergencia en una estrecha calle

en el Barrio del Pilar, en pleno centro de Madrid. Nono, llegó puntual. Nunca llegaba tarde a ninguna cita o compromiso. En su trabajo, ambos eran profesionales impecables. ¿Qué tal todo? Tirando. Y de tu codo, ¿cómo andas? ¡Puff! Pelín jodido… dijo mientras ayudaba a Nono a meter la mochila y la bolsa de deportes en la furgoneta. Un pequeño gesto de dolor delataba su codo lesionado. ¿Todavía? Míratelo porque no es normal que todavía estés así. ¿A que no has ido al fisio? No. Si en cuanto llevo un rato funcionando y entro en calor, se pasa. Tras colocar todo, ambos montaron en la furgoneta. Las confianzas no eran aconsejables en el trabajo. Ni siquiera con su compañero. Emprendieron el camino al centro de trabajo. La conversación apenas duró lo que lo hizo el encuentro. Nono, en el asiento trasero dormía. El silencio en el coche solo se rompía por sus ronquidos. Sierra sonreía por el cómico sonido que le acompañaba detrás. Carretera de Toledo casi desierta y cerca de una hora en marcha. Poco antes de llegar, tomaron un desvío que les llevaba a una lujosa urbanización situada en la parte norte de la ciudad del Tajo. La perfectamente cuidada calzada les dirigió a una suntuosa vivienda rodeada de altas vallas y alambre de espino, separada unos trescientos metros de la urbanización. Llamaron al vídeo portero. ¿Sí, en qué puedo atenderle? Una voz metálica, con acento eslavo les contestó, formal y seria. Servicio de limpieza. La puerta se abrió dando acceso al vehículo de alquiler conducido por Sierra. La voz del vídeo portero esperaba en la puerta de entrada a la vivienda. Un tipo con la

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envergadura de un armario empotrado de cerca de dos metros de altura, cabeza rapada, mirada fría como los Urales en invierno, y elegante traje negro, les esperaba con gesto serio para darles las instrucciones de trabajo. Tenéis seis horas. Dos en salón; dos en cocina y una en baño... Sus manos, sumaban a la vez que enumeraba. El portero se apartó levemente a la par que Nono daba un paso para ver el salón, en el que el cuerpo de una voluptuosa joven yacía ensangrentado y desnudo a los pies de un enorme sofá. El híper musculado portero extendió su mano con un sobre de color marrón que Nono abrió para revisar el contenido, asintiendo instantes después. No hay problema tovarich… Todo correcto. Sierra, haría honor a su apodo nuevamente, aunque su codo, posiblemente volviera a resentirse después de lo que preveía una ardua jornada de trabajo…

ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ

España

Twitter: @Manel_SaO Facebook: https://www.facebook.com/angelmanuel.santamariaortiz Enlace a novela: mybook.to/WATCHsaga

Ilustrador:

FRANCISCO SEGURA MORLÁN

España

Twitter: @pakseal Enlace a novela: mybook.to/WATCHsaga

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S

e paró de la cama como todos los días en que le tocaba levantarse temprano; distraída, con los ojos legañosos y con las tres cuartas partes de la mente reposando aún en la almohada. Vertió pasta dentífrica en el cepillo de dientes y en pleno proceso de cepillado se

miró por primera vez en el espejo ese día. No era la imagen a la que estaba acostumbrada. Luego de la conmoción inicial observó que tenía el cabello rubio y rizado, cuando en realidad su pelo era negro, corto y liso. La veían unos ojos verdes bastante grandes (y muy bonitos, para qué negarlo, felinos sin duda) pero de ninguna manera sus ojos caobas y miopes. Una cara redonda y no alargada, unos labios finos y no gruesos… Unos cincuenta años y no los treinta que recordaba tener hasta ayer en la noche. Terminó de cepillarse los dientes y enjuagarse la boca por la fuerza del hábito y salió del baño corriendo hacia el dormitorio, quería ver las fotografías que tenía enmarcadas y en los álbumes. Una vez que vio que eran las mismas imágenes que la reflejada en el espejo, prendió el teléfono móvil con la vana esperanza de que las fotos guardadas en él desmintieran esa fatal realidad. Pero no, era la misma mujer rubia al lado de su esposo, sonriendo, tomando cervezas con sus amigos, al lado de sus padres, abrazando a su gato. Volvió al espejo y confirmó que el pelo rubio que tomaba entre su mano era el mismo que veía reflejado ahí. Tocó su cara al igual que lo hacía la extraña en el espejo. Se desvistió y comprobó que todo su cuerpo era diferente; senos más grandes, un vientre más redondo y caído, celulitis en unas piernas otrora musculosas. La desesperación ya hizo de ella su presa y llamó a su esposo para que se devolviera alegando una emergencia. No sabía si para él lo sería, pero para ella era más que una emergencia. Este fenómeno se constituía en una fractura de la realidad. Mientras esperaba no dejaba de revisar fotos, documentos y demás papeles de identificación. Todo concordaba excepto su imagen y se preguntó si no estaría sufriendo un episodio psicótico. Llegó su esposo y la discusión empezó casi de inmediato, pues él no veía nada fuera de lo común. Tanto es así que se fue molesto por haberle hecho perder el tiempo justo hoy, que tenía una junta muy importante. Salió del apartamento sin rumbo y sin propósito. Le desconcertaba ser saludada por sus vecinos con tanta naturalidad, ella por dentro con un sismo y

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el mundo seguía dando vueltas, tan tranquilo… tan impasible... En su peregrinar por la ciudad la vio, la mujer que había robado su cuerpo no sabía cómo, pero lo iba a averiguar. Se bajó en la misma parada que ella y la siguió hasta su residencia, no le iba a dar chance de escapar sin una explicación. El pelo negro, corto y liso era su guía y la interceptó en un callejón. Aunque supiera que su cuerpo anterior estaba más joven y en mejor forma no se amilanaría, la arrinconó con un cuchillo en la mano y la confrontó: ¿Cómo es posible que robaras mi cuerpo? Aléjate un poco por favor, tienes mal aliento. Bien, te di a beber una pócima muy parecida al «vinum sabbati» aquel que tomaban las brujas en sus aquelarres. Lo agregué en forma de polvo blanco al trago que tomabas en el bar hace dos noches con tu esposo, lo que permitió que se aflojaran las amarras de tu espíritu para que pudiera entrar el mío. ¿Cómo es posible que me hicieras eso? ¿Y por qué yo? ¿Por qué a mí? Porque eres médium, y esto facilita la transmigración. Llevo tiempo siguiéndote y lo pude percibir en tu aura. Hay cientos de personas que se dicen psíquicas, pero auténticas son muy escasas en realidad… Aún así, ¿por qué querías cambiar de cuerpo conmigo? Porque estoy muriendo, y ahora serás tú la que muera. Dale la bienvenida a la leucemia linfoblástica. Además, no hay forma de que regreses a este cuerpo, ya me pertenece. No le extrañó que en algo así radicara la trampa. En cuestión de segundos evaluó sus opciones y al saberse perdedora, apuñaló a la otra mujer. La bruja no se esperaba esta reacción y la amonestó gritando: ¿Pero qué has hecho, estúpida? Ahora moriremos las dos. Sintió la presión de la puñalada en el hígado, como si al mismo tiempo se apuñalara a sí misma. El espíritu de la intrusa luchaba por regresar a su cuerpo por su boca o por su nariz, pero a medida que pasaba el tiempo y ella retenía la respiración, la percibió retirándose, resignada. Cuando al fin fue apresada por la policía junto al cadáver desangrado y con el cuchillo chorreante, no sabía muy bien ni lo que había pasado ni la razón de que se sintiera tan débil y adolorida. Se vio de refilón en el espejo de la comandancia policial cuando la trasladaban a su celda y volvía a

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ser la misma de siempre, pero la leucemia era la otra extraña que sí se había quedado, y empezaba a tomar mayor fuerza.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: @damarisgasson

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H

acía tiempo que buscaba ese modelo tanguero pero en tejido panamá, en un color claro, ya que viajaría en verano. La semana siguiente me entregarían el pasaporte y cumpliría un nuevo sueño. Visualizaba un horizonte cercano y diáfano, que provocaba en mí, un estado de

euforia renovado. Finalmente abrí la puerta y entré a la tienda de sombreros. Se acercó la vendedora. Una mujer de grandes ojos oscuros, voz suave, dicción modulada y edad incalculable pero muy superior a los sesenta. Le solicité el sombrero que deseaba comprar. Me guió hacia el interior del negocio, entre percheros y vitrinas, llaveros, cintos, pañuelos y otros accesorios. Caminamos de derecha a izquierda en un andar interminable. Subíamos y bajábamos escaleras en círculos, abríamos puertas y cortinados. Las galerías tenebrosas, húmedas y heladas, me hicieron dudar de que llegáramos a algún lugar. Estábamos inmersas en un laberinto oscuro y sin fin. Ella seguía desplazándose y yo detrás, sin atinar a interrogarla acerca de lo que estaba sucediendo. Cuando caí en la cuenta y justo que iba a interpelarla, llegamos a un gigantesco pórtico blanco. La mujer apoyó ambas manos y la placa se corrió hacia un lado. Detrás apareció un enorme hombre blanco, muy blanco, con ojos achinados y parecía no tener boca. No obstante habló y dijo: Soy el rey de los sombreros de panamá, y continuó pudiste llegar hasta mí porque seguiste a Ariadna, pero para poder llevarte el sombrero que deseas, deberás recorrer con éxito el camino de regreso, tú sola. Giré como si fuera a encontrar aunque fuera un consuelo y advertí que Ariadna había desaparecido. El desafío me involucraba solo a mí y decidí aceptarlo. De todos modos no tenía otra opción. Entonces comencé a desandar el camino. No tengo idea del tiempo que tardé en arribar nuevamente a la tienda; ya no estaba la vendedora Ariadna y la distribución del mobiliario era diferente. Elegí mi tanguero de panamá como correspondía, después de haber cumplido con la parte de mi pacto con el rey y me dirigí al espejo, feliz por mi logro. Más mi reflejo no estaba allí, solo el del sombrero.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentin

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E

n cuanto atravesamos el quejumbroso portón, dejando atrás el atrio de entrada, no dudaron mis compañeros de grupo en fusilar sin contemplaciones con sus cámaras y teléfonos móviles aquellas pinturas de Goya que decoraban los muros de la iglesia, haciendo caso omiso a

los requerimientos de la guía. Yo esperaba paciente a que terminaran de capturar aquellas escenas de la vida de la Virgen, sentado en uno de los vetustos asientos de madera, cuando lo vi. En un principio me pareció un trampantojo, una de esas obras pictóricas que buscan engañar a la vista pero no tardé en comprobar que se trataba realmente de un monje cartujo que, con un leve ademán, me invitaba a seguirlo tras aquella puerta. Pese a mi celeridad, en seguida le perdí la pista en aquel interminable y silencioso claustro. Y aquí sigo, deambulando por sus eternas galerías, ahogada ya toda esperanza de encontrar una salida pues sin posibilidad de articular palabra, tan solo me sirvo de tímidos gestos que de poco sirven cuando al otro lado de la pared los pocos turistas que reparan en mi presencia me toman por una peculiar pintura mural.

RAÚL GARCÉS REDONDO

España

Página WEB: http://www.desdesoria.es/tienunminuto Twitter: Raúl (@RaulGRMM)

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L

a primavera se adivina detrás de las ventanas pero no ha querido entrar en esta casa. Yo lo había preparado todo para ella. Había guardado en el desván las cosas del invierno, las mantas, los abrigos. Había puesto visillos alegres de lino ligero para que la brisa fresca y leve de la tarde los

agitara, entrara la tibieza del sol y pudiera acariciar toda la estancia. Había elegido un ramillete de flores perfumadas y las había puesto para adornar la mesa. El sol ni lo ha notado, no ha tocado siquiera el alféizar. Ni el aire se ha atrevido a rozar esas telas quietas, que se han quedado como una novia aguardando a su amor. Me he retirado entonces a mi alcoba, que es la habitación más fresca y oculta. Y allí, quieta en el centro de una penumbra tenue, mis ojos fijos en la pared blanca, he sentido dentro de mí que la ilusión se esfumaba. Por la ventana entraban solo unos hilos de la luz dorada del final de la tarde, cuando el sol parecía desangrarse. A lo lejos, una casita pequeña dejaba escapar de su chimenea unas finas volutas de humo gris que se mezclaban con el color incierto del cielo a esa hora. Presentía que más allá de aquel sitio, alguien venía hacia mi casa. Aparecía y desaparecía entre los árboles, las flores del bosque y el canto de los pájaros. El tiempo transcurrió perezoso, sin prisa alguna. Se estiraron las horas y los minutos en la espera inútil. La noche tibia se fue cerrando poco a poco hasta borrar el día. Afuera, la primavera derramaba su aroma dulce entre los callados almendros en flor. He dejado por si acaso, como al descuido, la puerta entreabierta…

MIRTA CALABRESE

Argentina / España

Blog: https://deshojandoversos.blogspot.com/ Facebook:https://www.facebook.com/mirta.calabrese.9

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«N

oches de mierda», suspiró la mujer rubia. El vestido blanco seductor que solía usar para exhibirse en el bar mostraba varias manchas de alcohol y cenizas de cigarro, y sus ojos azules gritaban cuánto hastío sentía ella por la vida. «Los últimos

cinco años han estado repletos de noches de mierda en las que me ahogo en licor mientras dirijo sonrisas fingidas a los borrachos con la esperanza de que se decidan a montarme. Puta vida, y puta yo». Celeste bebió su trago de ron. Esperaba sentada en la barra del bar por una mirada lasciva lanzada a su cuerpo. Para capturarla encogió el vestido tanto como pudo y cruzó las piernas, de manera que su pose seductora le asegurase un cliente lujurioso. «Recuerdo el inicio en esto», se dijo. «Día tras otro solía maldecir un destino arribista que dictaminó que yo nacería en cuna pobre. Deseé ropa bonita, dinero en el bolsillo y poder sobre mi vida, y abandoné ese nido de ratas con olor a mierda en el que me criaron cual alimaña, no sin antes escupir al rostro de una madre marchita que siempre odié por darme vida en la miseria, y al de un padrastro repulsivo a quien, juro por dios si él me regala vida, meteré no menos de diez cuchilladas en la barriga». Celeste ordenó un trago más. Ese lo bebió despacio. «Ingenua razoné que al vender mi cuerpo joven me haría rica en poco tiempo», prosiguió con un lamento que nadie escucharía. «Y al principio creí lograrlo. Mis clientes se filaban y cada noche hacía montones de dinero que despilfarré en licor, drogas y todo aquello que podía comprar para ocultar lo fea que me siento por dentro. Y entonces llegó el hijo de puta. El maldito que me enamoró, golpeó y embarazó, y se largó una vez los billetes dejaron de llegar. Inicié en esta vida por amor al dinero fácil, mas ahora permanezco en ella por la necesidad de alimentar a mi pequeña; una niña hermosa que me odiará por darle vida en la miseria». —C-Celeste —dijo el encargado de la barra—. ¿Estás ahí, C-Celeste? La mujer salió del trance. —E-esos tipos levantan el brazo. Te quieren en su mes-mesa. Ella bebió el trago y se levantó de la silla color naranja. Acomodó su vestido y adoptó una postura que permitió a sus encantos destacar. Caminó en la manera más sensual posible, y movió sus nalgas carnosas de un lado al otro, con la esperanza de resultar irresistible.

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—Hola —dijo a los tres hombres que departían en la mesa—. ¿Me llamaron? Sus labios se movieron a fin de pronunciar palabras mecanizadas, pero su mente articuló pensamientos que solo ella había de escuchar: «Nunca los había visto, pero los conozco de toda la vida», pensó. «Viejos calvos y de abdomen generoso acuden a este lugar de luces neón en búsqueda de aquello que sus esposas, viejas y gordas, ya no pueden brindarles. Quieren devorar la carne de mujeres firmes y succionar cuanto puedan de sus espíritus. Mueren por regresar a la juventud y sentirse machos; mueren por regresar a los años de bravura. Y pagarán buen dinero para lograrlo». —Siéntate —dijo el más viejo de los hombres—. Y sírvete un aguardiente. —Prefiero un ron —replicó ella. —Pídelo al mesero —gruñó él. Los hombres la ignoraron. Bebieron un trago tras otro, como si tuviesen el firme propósito de ahogarse con todo el licor del mundo. «No conformes con estar aquí, niegan a sus mujeres», se dijo Celeste. «Arribistas ingenuos: retiraron de sus dedos los anillos de casados, sin reparar en que el círculo blanquecino en sus anulares delata el compromiso. No entiendo por qué lo hacen, si en este lugar importa poco que una verga vieja y arrugada esté comprometida». —¿Alguno de ustedes va a querer fornicar conmigo? —dijo ella impaciente—. Llevo treinta minutos aquí sentada y nada me dicen. —¿Quién te permitió hablar? —gruñó el hombre más viejo—. Toma esto y cállate. —Le entregó un billete de cien estelas—. Eso es lo que ustedes, putitas, cobran por una hora de vagina. Los sujetos retornaron al alcohol. Y soltaron carcajadas estrepitosas. Celeste permaneció sentada, muerta de aburrimiento, mas conforme con la suma recibida. Bebió un trago, y de repente sintió dedos callosos, como de lagarto, deslizándose entre sus piernas y en búsqueda de un camino corto a su sexo. Sintió asco y trató de impedirlo. —Si no le gusta —dijo el hombre más viejo— regréseme el dinero. Celeste se vio obligada a permitir que el viejo lagarto se regodease al acariciar su feminidad con dedos ásperos y regordetes, mientras ella hacía hasta lo imposible por contener las náuseas. Él bebió cinco tragos de aguardiente, y con lengua arrastrada, le

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dijo: —Vamos ya, hip, que voy a devorarte ese coño. Y ustedes no suban a molestar —dijo a sus compañeros de mesa mientras agarraba las nalgas de la mujer a manos llenas—, que clavaré mi verga en esta puta hasta que le deje el, hip, coño en llamas. La mujer accedió. Levantose de la mesa y esperó a que el cliente repulsivo hiciera lo propio. Caminó delante de él, meneándose en esa forma seductora que solo ella conocía, con la esperanza de que un joven gallardo se interpusiera y luchase por su honor. O al menos por su coño y culo. Ello no sucedió. La pareja improvisada fijó rumbo a las habitaciones y en la recepción el hombre pagó para que nadie los molestase en dos horas. —Son doscientas estelas —dijo Celeste tan pronto aseguró la puerta del cuarto. El más viejo de los hombres metió la mano en un maletín que llevaba consigo al que no le apartaba la vista. Sacó un fajo de billetes, y de aquel fajo uno de quinientas estelas. —En este maletín, hip, hay más dinero del que usted haría al montar veinte tipos por noche durante un año —dijo él—. Nada me niegue, y otro billete igual le obsequiaré como propina. Celeste accedió. El sujeto le ordenó desnudarse despacio. Ella obedeció. Y reveló todo detalle de su cuerpo: un trasero grande y firme, senos de pezón rosa juvenil, piernas largas y carnosas, y ese coño grande, rosado y lampiño que incitaba a besarlo hasta que la lengua se descarnase. El lujurioso hizo lo propio. Reveló aquella barriga enorme y peluda, y un pecho flácido que rivalizaba con los senos de una anciana. Celeste hizo gran esfuerzo por contener la risa, pues la verga pequeña del más viejo de los hombres le pareció ridícula, casi tierna. —Deme, hip, deme una buena mamada. —El sujeto tomó la barriga con las manos, de manera que su virilidad resultase más visible. —Primero le pondré el preservativo. —No —dijo él—. Chúpelo así. Recuerde, hip, que usted hace lo que yo diga: si quiero meterle mi verga por el culo, se pone en cuatro y lo abre tanto como pueda. —Prefiero devolverle el dinero —gruñó Celeste. El hombre resignó su pretensión. Ella abrió el preservativo y lo puso con

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suavidad entre sus labios, para luego vestir aquella verga diminuta con suma maestría y lamerla con delicadeza. Luego sintió al más viejo de los hombres desplomarse contra la cama. Roncaba con fuerza. «Bebió en exceso», pensó ella. «Gracias a dios». Y sintió curiosidad. Le resultó tentador el echar un vistazo al interior del maletín del sujeto repulsivo. No menos de doscientas mil estelas había allí. «Suficiente dinero hay para comprar casa, automóvil y emprender un negocio del cual vivir», se dijo. «Sería una tonta de no hacerlo». Celeste se vistió a prisa y dirigió el paso hacia la recepción para reclamar su bolso. Regresó rauda a la habitación y se cercioró de que el sujeto siguiese desmayado, para luego vaciar todo el dinero en su bolso, a excepción de un par de fajos. Rellenó el maletín del sujeto con papel sanitario y puso los dos fajos encima, de manera que no resultase evidente el cambio. —Perra, hip, perra hija de puta. —El más viejo de los hombres, desnudo todavía, se puso en pie. Tambaleaba, pero logró apuntar al cráneo de Celeste con un revólver que recogió de sus pantalones—. A mí nadie me roba. «Es todo», se dijo la mujer. «Niña mía, te amo». El sujeto apretó el gatillo con fuerza, pero este se había trabado. Lo intentó de nuevo, y nada. Celeste, tan pronto volvió en sí, tomó el puñal que guardaba en su bolso negro y se abalanzó en contra del más viejo de los hombres. Y de repente le sobrevino el recuerdo de su padrastro, otro viejo de barriga prominente, y sin percatarse propinó treinta cuchilladas salvajes al cuerpo del lagarto. Sonrió. Y se vio obligada a envolver la carne en sábanas, de manera que la sangre no saliese por debajo de la puerta del cuarto. Luego tomó una ducha para limpiar la sangre que le fue salpicada y cambió su vestido blanco por los jeans azules y la blusa negra que usaba para regresar a casa. Luego bajó rauda por las escaleras de emergencia, no sin antes asegurarse de que el dinero siguiera en el bolso, y caminó de prisa, pero sin correr. Dos manzanas en dirección al sur, Celeste tomó un taxi. El conductor era un hombre blanco y de facciones fuertes, quien de inmediato evocó en ella el recuerdo del padre de su hija. —A San Mártir —dijo la mujer al abordar el automóvil—. Y dese prisa. Tengo una hora de ventaja, cuando mucho. —¿A qué se refiere? —preguntó el conductor luego de esconder en la guantera

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unos papeles amarillentos repletos en letras. —Solo arranque —le entregó ella un billete de cien estelas—, que llevo prisa. El hombre obedeció. Y conforme se alejaron de Quirama el semblante de Celeste mejoró. La palidez en su rostro abrió paso a una sonrisa tímida. —Mi nombre es José Cubal —dijo él—. Y no lo tome a mal, pero es usted una mujer bonita. Posee la hermosura de una Venus de Milo. Celeste sonrió. No le incomodó el comentario de Cubal. —Eres lindo —dijo ella—. Y pareces un chico inteligente. Tienes la apariencia de un licenciado y no la de un conductor. —Es un buen trabajo —dijo él—. Me gano la vida con honradez y no recibo órdenes. —Discúlpame. No quise ofenderte. Conductor y pasajera guardaron silencio por unos minutos, si bien Celeste se decidió a romper el hielo: —Noté que escribías algo en unos papeles al tiempo que susurrabas. El hombre se sonrojó. —¿Eres estudiante? —insistió ella. —No —respondió José Cubal—. En mis ratos libres escribo poesía. —¿Podría leer algún poema tuyo? Cubal abrió la guantera y sacó una hoja llena de garabatos. —Lee la parte de atrás. Acabo de escribirlo —le dijo—. Y no te ofendas. —¿Por qué habría de ofenderme? —replicó ella. —Ya lo verás. Celeste clavó la mirada en el papel. Y leyó en voz alta: «Licor adulterado en exceso gramos de polvo blanco por doquier, veinte hombres feos en tu haber fervorosos clientes de tu sexo. Sonríes, si bien mueres por marcharte, finges interés, y te importa un bledo. Asquea el sentir los sucios dedos de aquel borracho que paga por amarte. Cuarenta manos disfrutaron de tus senos,

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cuarenta ojos de tu cuerpo al desnudo; ojos que te juzgan demonio del averno. Te juzgan por trabajar en la cama, te gritan puta por vender el cuerpo. ¿A ellos cómo por vender el alma? ¡Sepulcros blanqueados!» Celeste se permitió una lágrima solitaria. Y sonrió. Y besó la mejilla del pretendido poeta. —Me gustó —le dijo. —Gracias —replicó José Cubal. La mujer meditó sobre el asesinato cometido. Luego reparó en el hombre, humedeció sus labios, y dijo: —José, ¿crees que los seres humanos somos malos por naturaleza? —Uno no es ni bueno ni malo —respondió él—. Uno simplemente es. —¿Te gustaría acompañarme? —¿A dónde? —preguntó él. —A un lugar en donde intentemos ser.

JAVIER ALEXANDER ECHEVERRI AGUDELO

Colombia

Twitter: @unAlexanderB

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E

n una pequeña ciudad de un no tan pequeño país, la catástrofe llegó de la manera menos prevista a una familia común, cuya existencia transitaba por todo aquello que como sociedad podemos calificar de normal.

Era esta una pequeña familia conformada por mamá, papá y un bebé a punto

de nacer. Él trabajaba y ella se tomaba su correspondiente licencia de maternidad. Faltaban pocos días para el nacimiento. Un día, ella estaba recostada en el sofá, con los pies levantados, viendo un programa de televisión. Pero el antojo por algo dulce no cesaba de inundar su paladar. La panadería estaba a tan solo una cuadra, sería cuestión de ir y regresar, algo rápido y eficiente. La mujer embarazada, miembro principal de un proyecto de familia, sin ninguna preocupación, con su esposo en el trabajo, su bebé en su vientre, camina de regreso a su casa. Lleva en su costado izquierdo una bolsa grande repleta de pan dulce y en su mano sostiene una dona mordida. Su felicidad es absoluta, experimenta un festín de azúcar en su sangre y se encuentra satisfecha de haber cumplido su deseo. La mujer camina por la banqueta, en sentido contrario a los carros. Es una banqueta angosta, diminuta, en donde apenas cabe una persona. Cumple su función de brindarle a los peatones un espacio de la calle reservado para ellos, nada más. La mujer ve venir enfrente de sí a otra mujer que, inmediatamente se da cuenta de su estado, se baja de la banqueta, para cederle el espacio completo. Nuestra mujer sigue caminando, disfruta de su dona. Lo que pasa a continuación es tan inesperado, tan veloz, sucede en cuestión de segundos, que la mujer no tiene tiempo de reaccionar. Siente como las manos de la mujer extraña, que está a unos centímetros de ella, la sujetan con fuerza. La dona mordida cae al suelo. La mujer siente perder el equilibrio, es empujada hacia su derecha, directo a la calle, ve con sus pupilas dilatadas la defensa de una camioneta cuatro por cuatro, blanca, dirigiéndose hacia ella. Es un golpe, seco, rotundo, sorpresivo. El cuerpo de la mujer da saltos en el aire antes de caer en la caja de la camioneta, fría, metálica. El pan dulce vuela por los aires para descender en forma de lluvia. La sangre sale de la boca y de los oídos de la mujer. El conductor pierde el control de la camioneta, impacta frenéticamente contra un poste. Es una calle transitada. Hay locales de venta de ropa, de pollo asado, panadería.

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Estéticas y papelerías están abiertas, los encargados no tardan en salir al oír el estropicio. Se apresuran a hablar a la ambulancia. Hay preguntas sobre lo sucedido. La gente rodea a la mujer extraña, responsable del accidente, para frenar su huida. Pero, en una correcta descripción de los hechos y comportamiento de la multitud que se empieza a aglomerar alrededor de la camioneta, la mujer extraña no parece tener intención alguna de escapar. Se mantiene estática en su sitio, ausente de todo cuanto la rodea. Lo que a continuación sucede es, como lo anterior, precipitado y violento. El doctor confirmará la muerte del feto por traumatismo severo, la madre morirá horas más tarde por graves contusiones, el conductor despertará horas después, llorando, jurará que hizo todo cuanto estuvo en su poder para frenar, que no entendía nada de lo que había sucedido. La asesina pasará su primera noche tras las rejas, mirando el techo. El marido ha sido informado de la muerte de su familia, se le ha notificado con el protocolo correspondiente que su hijo ha expirado sin haber siquiera inhalado su primer bocanada de aire. El bebé ha fallecido, sin haber siquiera conocido a su padre o a su madre ni al resto de su familia que lo esperaba. Su esposa está en la casa, esperándolo, enfundada en su pijama, doblando ropa de bebé, con la cena lista. El esposo cree esto, a pesar de haber llegado a su casa y encontrarla deshabitada. Lo siguió creyendo aun cuando las autoridades le pidieron que identificara el cadáver de su esposa. Lo creyó más allá del día que, marcado en el calendario, debía de haber nacido su hijo. Lo creyó aunque no acompañó a nadie a parir en el hospital, lo creyó a pesar de que no hubo un primer llanto hacia la vida y aunque nadie lo felicitará por su reciente estrenada paternidad. Lo creyó durante toda su vida, a pesar de que todo el mundo se lo negó y lo siguió creyendo aun cuando los años transcurrieron. Lo creía con la misma fuerza, cuando ya todos se habían cansado de querer convencerlo de lo contrario. La realidad para todos se ha convertido en algo inexplicable y vertiginoso. Al día siguiente del percance, en la ciudad no se habla de nada más. Están todos, en sus casas u oficinas, detenidos en el tiempo por el suceso. Dueños, funcionarios y secretarias, conocidos y extraños a la familia, se preguntan cómo algo como eso ha podido ocurrir.

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La ciudad entera se reunió para el funeral. Ahí estaban dos ataúdes, uno grande de color café caoba, otro pequeño de color blanco. La familia transitaba como fantasmas entre los rezos y las coronas de flores. El marido disculpó su inasistencia, argumentaba debía estar en casa por si a su mujer embarazada se le ofrecía algo. Nadie se atrevió a reprochárselo, él agradeció la amabilidad y dejó su sentido pésame ante el infortunado esposo. No podía siquiera imaginar, comento, cómo se debería de sentir. Todos le prometieron hacer llegar sus condolencias. En cuanto a la asesina, el móvil de su asesinato fue lo que causó mayor conmoción: no había ninguno. Verdugo y víctima no se conocían, nunca en su vida se habían visto hasta ese desdichado momento. La asesina declara oficialmente no tener ningún motivo para hacer lo que hizo. El ambiente de la policía y los civiles se tiñe de escepticismo, afirman que la mujer miente. Aunque son incapaces de establecer una conexión entre las dos mujeres, que les arroje una causa probable de asesinato, están firmes ante la idea de que la asesina miente. Se piensa primero en un crimen pasional. El marido de la muerta debió de tener una historia amorosa con la asesina, la cual despechada comete el crimen como una venganza macabra ante su amante, por no casarse con ella. No logran encontrar ninguna pista que apunte a esta dirección. El marido no era un santo, pero siguiendo dicha lógica, las sospechosas del crimen hubiesen resultado ser otras mujeres. Se barajaron las posibilidades de que fuera una compañera de escuela, que celosa y frustrada, mata años después a la compañera de la cual siempre sintió envidia. Sin embargo, las mujeres no habían ido a la misma escuela. De hecho, la asesina tenía relativamente poco tiempo de haberse mudado a la ciudad. Por qué hizo lo que hizo, esa era la pregunta en la mente de todos. La asesina se ofreció voluntaria para que se practicaran en ella pruebas médicas, psicológicas y psiquiátricas, que pudiesen develar su conducta. Ella era la principal interesada en saber por qué se había convertido en una asesina. El cómo lo había hecho, decía ella, ya lo tenía muy claro. En qué pensaste cuando efectuaste el crimen, le preguntaron. En nada, contestaba ella, cuando fui consciente de lo que hacía, mis manos ya la tenían sujeta y unas irreprimibles ganas de hacerle daño, me acecharon, obligándome a causar su muerte. Escuchas voces, la interrogaron y ella lo negó. Hay ocasiones en las que no soy capaz de escuchar en mi cabeza ni mi propia voz, sería una dicha escuchar un

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sonido en lo que me parece un abismo silencioso. Lo volverías a hacer, quisieron indagar los psiquiatras. No lo sé objetó la mujer no sé si cualquier otro día, viendo a cualquier otra mujer embarazada o a cualquier otra persona, sin importar su condición, me sienta orillada a aniquilarla. Sabes lo qué te espera, los psicólogos criminales querían establecer que la criminal conocía la diferencia entre el bien y el mal, siendo consciente de las consecuencias de sus actos. Lo más seguro es que me encerrarán durante muchos años. Eso no te importa, le replicaron. Es un cambio en la rutina, obtuvieron como comentario a pie de página de la declaración. Muchos se entretuvieron en la inútil tarea de cavilar lo que debió de haber sucedido y así conjeturar cómo pudo haber sido el futuro. Si la víctima no hubiera ido por pan a la panadería; si hubiera caminado por la acera contraria; si hubiera salido tan solo unos minutos antes o después de su casa; si la dependienta de la panadería le hubiese hecho más o menos conversación; si la hermana se hubiera decidido ir a visitar a la embarazada, como se lo había pedido repetidas veces en el día su mamá. Si la mamá ante la desidia de su otra hija, hubiera ido ella misma a visitar a su hija embarazada. Si el conductor se hubiese desviado por otro camino, para efectuar un pendiente que traía, tal como lo había pensado minutos antes de arrepentirse y transitar por la misma calle por la cual venía. Si la asesina hubiera caminado por cualquier otro sitio, si no estuviera loca, si no se hubiera mudado a la ciudad, si no hubiera nacido, si ya se hubiera muerto, si alguien hubiese alcanzado a detenerla. Si el conductor, en un milagro de la providencia, hubiera logrado esquivar el cuerpo. Si el marido hubiera llevado pan dulce el día anterior a la casa, tal y como su mujer se lo había pedido. Si… Si… Si…Pero no. No fue así como sucedió. No es así como es en realidad. El crimen inexplicable, la bestialidad sin excusa, inundó las portadas de los diarios locales, trascendiendo incluso a algunas televisoras a nivel nacional. Con el tiempo, la desesperanza fue cambiando su rostro a uno menos lúgubre y cotidiano. Las personas, como tienden a hacer con todo, como no les concernía directamente la catástrofe, comenzaron a olvidar la tragedia. La familia, ante su propia sorpresa, prosiguió con sus vidas, sin dejar de extrañar y recordar hasta donde su memoria se los permitía, a su hija y a su nieto, a su hermana y a su sobrino.

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El marido durante toda su vida atesoró las vidas de su esposa y de su hijo. Sigue creyendo, cuando está fuera de casa, que su esposa y su hijo lo esperan y cuando se encuentra en su hogar, que en cualquier momento, en cualquier segundo a partir de ahora, su esposa lo llamará de la habitación continua para avisarle que su hijo está a punto de nacer

ITZIA RANGOLE

México

Twitter: https://twitter.com/revistamiseria

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E

se día por alguna razón decidí tomar la bicicleta y empinarme hacia la selva. Bueno, en realidad no sé si fue una bicicleta, pudo haber sido una moto (iba rápido y algo pesado a tramos) o tal vez un auto liviano capaz de andar por esas vías estrechas de los montes.

Pensándolo bien, aunque la idea resulta algo peligrosa, me quedo con la opción

de que fue definitivamente en bicicleta, porque levitaba, rodaba, andaba (la mayor parte del tiempo) en un vehículo donde podía controlar la velocidad con los pies y los frenos con las manos. El aire fresco me rozaba de frente, alisándome el rostro y el cuerpo. La arboleda estaba verde, frondosa, por eso no cabe duda de que iba avanzando hacia la espesa selva. Los rayos del sol, los pájaros y el zumbido de los mosquitos le daban animosidad a un camino que se extendía en varias eses deformadas. Pero en la embocadura de la selva se asentaba un caserío, de pocas casas, pero casas al fin habitadas por incautos habitantes mitad selváticos, mitad rurales. Los ranchos estaban encalados; las casitas, de tierra en su mayoría, eran casi todas azules. Los jardincitos, no muy extensos, lucían limpios y con pocas matas, floreados de rojo, algunos. Unos mecaticos para amarrar a los becerros y a los chivos se mecían en los postes o descansaban en las sillas de madera. A pesar de la hora se observaban pocas personas, más gallinas, debieron estar trabajando. Ni un perro por si acaso… La selva se daba un mote de tranquila en aquellas circunstancias por lo que me di a pedalear. Ninguna impresión causaba mala espina. Ante esta visión, mi cuerpo, mi ser, lo que yo era entonces comenzó a rodar en busca de algo que no sabría explicar, un no sé qué, una fuerza magnética que me arrastraba a un rincón del clima tropical lluvioso. Cuando ya me aseguraba, con el corazón tranquilo, de que dejaba el caserío detrás para sumergirme en la arboleda, un espectáculo inusual me detuvo en seco, en esa parálisis donde no se logra pensar en nada al menos que otro te haga de un golpe reaccionar. Una hilera de camionetas blanquecinas, en perfecto estado y de la vieja usanza, de pique y de caza a la vez, de acarreo de personas y de palos a la vez, esperaban una tras otra impacientes. Sus choferes se abanicaban con los sombreros y verificaban en la

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lejanía el por qué de la tardanza, el por qué de la asfixiante trancazón. “¿Qué es esto? ¿Qué pasará?”, pensé. En una última casa de barro con techo de palma un niño lloró y su madre lo calmó propinándole nalgaditas mientras lo embebía en agua de maíz. En mi imaginación no podía abrigar nada positivo, puesto que no eran horas para que se detuviera el tráfico en tal lugar y en tan preciso momento. Una motocicleta de alta cilindrada se abrió paso entre los vehículos estacionados, zigzagueante, a contrasentido, con una fiereza mecánica que hizo que se tensaran las cuerdas de mi alma. “Este desgraciado viene por ti… ¡Están matando gente! Morirás aplastado como una bosta de vaca en esta selva desolada”, me recriminó el instinto. Todos parecían nerviosos, claro está, pero yo más que todos. Por eso sería que el guardia, vestido de verde y forrado con armas de control público se paró justo a mi lado. Le reparé el rostro, su gordura empotrada en el chaleco antibalas, su color moreno y luego al hablarme supe que constituía uno de los hombres más bonachones del mundo. ¡Ey! me dijo Los indígenas se han levantado y han matado un gentío sostenía la moto con seguridad No sabemos qué les pasa, nunca se habían portado así luego aceleró y se alejó hasta que perdí su rastro marcial en el aire y el suelo. Las montañas en el horizonte se entretejían, igual a campanarios a punto de tocar las horas. Cerca, una bandada de garzas alzó el vuelo y un mono aulló escabulléndose entre las palmas de un claro. Un burro rajó corriendo cerro abajo. El animal corcoveaba como si lo picaran tábanos invisibles. Llevaba el miedo incrustado en el hocico. Porque en la selva el pánico suele ser espinoso, turbulento, rápido y venenoso. Así lo manifestaban los rebuznos que se extinguieron en la nada del silencio. Unas camionetas tocaron sus cornetas y se escuchó el rumoreo de los choferes. Unos segundos después emergieron, alineados a mi vista, en una curva poco distante, a unos veinte metros a lo más, dos feroces tigres. Para que se hagan una imagen más justa del hecho fueron un jaguar y una pantera. Movían sus cabezas, cuerpos y colas gelatinosamente: en términos selváticos de una manera erótica, pero para un mortal como yo, no posee otra denominación que una escena cruenta, como

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terrorífica. Rebusqué al niño de la casa, por ventura su madre lo fue a dormir. Traté de hacer señas a los choferes, por desgracia ninguno volteó. Temblaba con la boca abierta. Para colmo de males, cosa que no había advertido, se apersonaron a mi lado (consecuencias de la curiosidad de nosotros los tontos) tres personas, dos ancianas y una muchacha, que aterradas no cesaron de gritar. Con la bulla, los tigres más pronto se dirigieron hacia nosotros. Por suerte cargaba una mochila a la espalda y había estacionada una camioneta descapotada a tres metros de donde estábamos. ¡Rápido! ¡A la camioneta! Súbanse a la camioneta exclamé. Todos la abordamos. Pero los tigres siguieron avanzando con signos aterradores, pelando sus dientes y sus filosas garras. “Que desgracia, es mi fin” me dije “Podría correr a una de las casas, pero de nada serviría, me agarrarían en un santiamén”. Creo que en un segundo me desmayé dos veces y me reincorporé tres. Seguía vivo… Estamos vivos, quién lo duda. Esperen… no todo ha terminado, me digo… aguarden, reflexiono, llevo una escopeta de dos cañones en mi mochila. Finalmente entiendo mi terquedad por ir a la selva, iba a matar o a cazar… o a las dos cosas juntas. La saqué tembloroso y apunté detenidamente. “¡Bum!” El tigre, de unas manchas amarillas y negras brillosas, trató de esquivar el tiro (la bala se dirigió diligente a él), la vio, intentó matarla, pero ella lo mató primero a él, segándole la vida, extinguiéndolo en el polvo. Los mosquitos se lanzaron en desbandada, adentrándose en la selva, aterrados. También los matos, las pipillas y las culebras. Las señoras y la muchacha se lanzaron al piso de la camioneta casi haciéndome caer. Supe que había muerto sin dolor puesto que algo grave se tambaleó en la espesura. Sentí su huella alejarse, sentí que lo sepultaba en un pedazo de mi aterrado ser. El otro tigre, es decir, la pantera, no sabía si huir de aquella emboscada, si tomar a su compañero a dentelladas y llevárselo al cascajo o permitirse que la maten de una vez para terminar de una vez por todas. Antes que eligiera una opción ya tenía al tirador frente a frente, a unos cinco metros, cagado de la cabeza a los pies, cargando el arma, sobre una camioneta pálida de sol, en las fronteras de la jungla y protegiendo a

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unas mujeres a las cuales no les pudo percibir los ojos (sin descifrar aún si una de ella es su mujer o su desgraciada madre) “¡Bum!” El plomazo derrumbó a la pantera. A estas, nadie, ni choferes, ni guardias, ni habitantes, ni ancianas, ni muchacha, se han dado cuenta de que hay dos tigres tendidos. Así de orinado ya no me provocó rodar hacia ninguna selva. Me apeo, con pasos sigilosos me dirijo a las fieras, apuntándolas. Sus cadáveres me observaron caminar, pero ya no podían mover ni una garra. Con la punta de la escopeta revisé sus patas (quise decir sus partes)… “¡Están más que muertos!”. Busqué los huecos por donde penetraron los proyectiles en cada caso y separando los pliegues de las pieles encontré el cúmulo de engranajes destripados, bañados en sus propias piezas metálicas astilladas. Alrededor comenzó a transpirarse el aceite, hediondo a sangre. Aquí y allá asomaron los tornillos reventados por los impactos. Sudé frío. Caí de rodillas tragando saliva caliente. No vi más que casas derrumbándose, montañas asustadas y carros descarrilándose por las lomas enmontadas. Me hormigueaba la piel de la coronilla a las plantas de los pies. En ese preciso instante comprendí el peligro que corría, sólo una de las garras de esos felinos podría haber pesado una tonelada al menos. Si agregamos la fuerza que proporciona el zarpazo, habrían caído sobre mí, la muchacha y las ancianas, las casas y los choferes tal vez unas diez mil toneladas de peso. Ese día la montaña se abrió paso y una hilera de camionetas transcurrió lentamente por los caminos de tierra sin siquiera pestañear.

JORGE ÁVILA

Venezuela

Facebook: facebook.com/jorge.avilaarvelaiz

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J

uan Barrantes, conocido en el mundo de las letras como Jules Barre, y considerado por la crítica poeta maldito, se levantó a medias, pidió papel y pluma, escribió: “Para Eliza”. Cerró el sobre. Se lo entregó al músico, su gran contertulio y su mejor carnal. Al día siguiente, este llegó a la urbanización San Genaro, casa número 32. Abrió ella y observó el remite: Tome asiento. ¿Desea un brandy para calentarse? Aquí él lograba la paz que

no le daban su esposa y su hija. “Víboras”, las llamaba. Lo entregué todo por él, fue un amante increíble. Lea su obra de los seis últimos años, allí se refleja la pasión y la virtud que lo embargaban por mí: “Tus pezones son como pétalos ambarinos” o “Tu pubis es un bosquecillo embrujador”, por ejemplo. Usted es sensible e inteligente. No me extraña su relación con Jules. Como imaginará, él estaba ya en un mal atardecer. Yo ya no tenía anclas en él. Nuestra comprensión carnal se había vuelto imposible. El guitarrista se estremeció. Sin abrir la boca ya iba en ascenso a la cima por voluntad de una dama que no conocía. Los seres sobre los cuales uno puede expresarse así, con solo verlos por primera vez, son raros. Los genios son una proporción ínfima en la historia de la humanidad; usted pertenece a esa escasez. La señora Eliza, como gustaba que la llamaran para resquebrajar la maledicencia de las vecinas, se recató en un rincón de la iglesia durante las honras fúnebres de su amado. Solo los ojos del artista de las cuerdas se percataron de su existencia. Este con pausa, con discreción pasó por su lado. Graciosa usted, mi señora le balbuceó. Ella se sonrojó y lanzó un suspiro leve, pero estremecedor. Lo citó, casi conminó, a su casa de campo para las horas de la noche. Con un beso de saludo, la señora Eliza le invitó a que tomara asiento. La sala estaba llena de una tenue luz y un suave calor emanados de la chimenea. Le ofreció un vino para acariciar la garganta y volvió a lisonjearlo. El artista agradeció con un poco de rubor. Se dio cuenta que en su primera visita la había visto más madura, ahora le pareció unos cinco años más joven. El músico traía un ánimo jovial y sensual y vio unos labios voluptuosos y una mirada prolongada y tierna. Pensando en presumidos aristócratas y burgueses de poco vuelo intelectual, se atrevió: ¿Se enamoraría usted de alguien a quien no le gusten los pájaros, los ríos, los bosques y sus ninfas, los mares y sus peces, las vertientes, las flores y sus néctares?

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No le parece suficiente con haberme enamorado de un poeta ¿O preferiría a alguien con castillo, embarcaciones de lujo y una colección de armas para caza de alto prestigio? ¿Cree que esa gente es digna de conjugar el verbo vivir? ¡Tal vez solo poseen, no son! dijo ella. Él volvió a su modulación musical: Es que está bien que se sea incoherente, pero la incoherencia debería ser mínima, y ellos la maximizan. Se puede ser incoherente con dignidad o con vulgaridad alegó ella. Explícate anunció él, ya entrando en confianza. Se puede ser incoherente por altruismo (sin anticipar el error), eso sería una incoherencia digna, y se puede ser incoherente por extremado egoísmo, eso sería una incoherencia vulgar, por puro beneficio desmedido, por inmoralidad. Y no hay que olvidar una cosa extravagantemente fundamental: la gran mayoría de los humanos son incoherentes por miedo, porque no controlan las circunstancias, esas terroríficas damiselas que dominan la vida de los hombres. La señora Eliza había preparado un cuadernillo con poemas de Merner. Se los mostró a su invitado. Este los ojeó, noto de inmediato unos poemas, para su gusto, licenciosos, con una estética cursi, síntoma de la senectud del poeta maldito. Los desdeñó y se atrevió a posar sus labios en los de la dama con la suavidad de leves mordiscos, luego le pasó serenamente su lengua por el cuello y sus dedos se deslizaron por el cuerpo como si quisiera hacer vibrar las cuerdas de la mejor guitarra que hubiera tocado. Es usted tan jovial, y de repente me trae a mis mejores días. Volví a sentirme mujer. Las caricias sobre mis senos sí que lo saben. Se llegaron a conocer en demasía. El ajedrez de las decepciones se fue completando. A cada decepción producida por ella correspondía una producida por él. Cuando Eliza le fue ajena, ajada por el tiempo, Medellín dejó de serle un festín. Le puso acelerador a la vida y sobredosis a la música. Logró marchitar, primero, y luego anular esa maravillosa capacidad para improvisar. Él, que había logrado manantiales apacibles y cascadas perturbadoras de sonidos; no tuvo iguales. Le tocó jugar de Celestino, entre el pudor y el placer, de servil músico de vejetes que compraban la

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perversiรณn de chiquillas y terminรณ despreciado, solo y abandonado en las calles de Nueva York. Le ocurriรณ a Charles, disfraz de Carlos, el negro colosal de la guitarra.

RAMIRO DE JESร S RESTREPO URIBE

Colombia

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