EL NARRATORIO - ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL Nro 7 Setiembre 2016

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EL NARRATORIO

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íNDICE OJOS OSCUROS

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS 5

UNA MAÑANA DE OTOÑO ÉL SABE

ANDRÉS GALINDO 12

RENATE MÖRDER 18

DEL AMOR AL ODIO JUAN MARCELO SOSA

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AMOR CLON TOMÁS v. rICHARDS 22 ESPACIOS ABANDONADOS DISPAROS

SANTIAGO HAMELAU

ROLANDO JOSÉ DI LORENZO

LA EXCUSA

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RODRIGO VILLARREAL GRANATA 37

CÓNDOR PATRICIA MÓNICA LOYOLA 42 LOS ROSALES

DAMARIS GASSÓN PACHECO 44

LA VERDAD DE SER UNO ADRIANA LAMELA EL MAQUILLISTA

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GEMA MARGARITA MORALES CUADRA 55

LA LUZ ARRASADORA CARLOS MARÍA FEDERICI 59 RECETA PARA PREPARAR A UN SER HUMANO SERGIO GAUT VEL HARTMAN 65 EL DEDO DE DIOS ANA MARÍA MANCEDA AMARRE FUERTE PARA EL AMOR SÓLO EL VIENTO ME HA TOCADO

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RAÚL CARDILLO

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JORGE ALBERTO MONTAÑO

LIEVANOS 90 LA ROSA YE EUN KIM 97 UNA PASAJERA ATRACTIVA ANA MARÍA CAILLET BOIS 100

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M

elina Cruzado me odia, y sé bien por qué. El pequeño Mateo está junto a mí cuando la veo de pie, en la baranda del segundo piso de su casa. Sus ojos oscuros me otean con una

cólera intensa. Cualquiera diría que intenta despellejarme con la mirada. A veces lo logra (y las laceraciones en mi epidermis comienzan a fluctuar entre los cortes y las quemaduras). Melina Cruzado podría acabar conmigo. Aunque no tiene pruebas aún. Casi siempre sale a la misma hora; vive frente a mi residencia, en una enorme casa blanca, con tejados color limón. Mi morada azul acero contrasta con la suya. Mi vivienda tiene tres pisos, la de ella dos. Duermo en la segunda planta, y cada vez que me despierto –a las 7 a.m. para ir al trabajo–, me acerco a la ventana, a fin de escrutar el amanecer; no interesa si hace frío o calor, el clima es lo de menos. Lo único que me importa es darme cuenta de que estoy vivo. Y al mirar por la ventana, allí está ella, observándome con fijeza. Ojos negros como la noche que despiden un fuego incesante. Que arde, y me derrite el alma. Luce el mismo camisón rosado, la misma figura delgada hasta la desesperación. La piel blanca como un témpano, y el cabello negruzco como humo, de ese que se forma con el fuego de los incendios. Mateito se despierta a los pocos minutos. Tiene que asistir al colegio, donde cursa segundo de primaria. Lo alisto. Le pongo una pomada en el hombro, en las cicatrices. Miro por curiosidad por la ventana de mi hijo (que también duerme en la segunda planta, en una 6


habitación contigua a la mía): ahí está ella, sonríe uno, dos, tres segundos con malignidad, luego hace un gesto de furia que me desespera. Me odia. Sé bien por qué. Y ella sabe que lo sé. Vive sola. Vivía con su hermana antes, no obstante, hace seis meses esta se fue. La única compañía que le quedó era su fiel samoyedo Alex. Siempre he odiado los nombres humanos en animales. Aunque ella lucía bien junto a su perro. Me gustaba mirarla cuando llegaba de trabajar, es bonita a la vista, quizá un poco introvertida. Indescifrable, es la palabra adecuada para describirla. Siempre he detestado resolver acertijos femeninos. La susodicha estaba toda la tarde con su can. ¿Qué hacía tantas horas con él? Eso nadie, excepto ella, lo sabe. Pero no quiero que mi mente cochina comience a alucinar cosas. La verdad es esta: Melina perdió alguna vez a un hermano mayor, lo escuché cierta vez, en una fiesta del barrio. He ahí la razón de que sintiera tanto afecto por un tonto perro. Voy a ser un malpensado y confesaré que la he imaginado sola en su sala, hablándole a su mascota. A veces, en mis sueños lograba escuchar que Alex le respondía, una tenebrosa voz de hombre emergía de su garganta. No, nada de oscuras elucubraciones, ella era feliz con su chucho. Esta felicidad me importaba un rábano. La razón de mis inquietudes era fácil de explicar. Sobre todo, cuando ocurrió lo de Mateo. Fue hace cinco meses. 7


El pitbull nunca salía de su casa, no se lo permitían pues era muy bravo. No sé cómo pudo escaparse. Atrapó a mi hijo mientras jugaba trompo con dos amiguitos e intentó destrozarle el cuello, los perros suelen dirigir sus colmillos a esa zona. Por fortuna, yo volvía de comprar cigarrillos y logré ver la espantosa escena. Recuerdo que corrí como poseído y pateé con gran fuerza al sabueso, no sin que este mordiera antes con fuerza la clavícula de Mateo, provocándole una herida profunda. Golpeé al maldito can una y otra vez hasta que mi pie comenzó a hincharse, y no dejé de hacerlo hasta descubrir que mi pantalón beige estaba lleno de sangre. El animal ya no se movía. A duras penas había logrado salvar a mi hijo. Es inútil contar lo que siguió, solo puedo decir que, tras la denuncia que puse contra la dueña del maldito canino, de las agresiones, los insultos, el hospital, las curaciones y demás, me sobrepuse al fuerte impacto que dicha experiencia me causó. Mateito, a pesar de su corta edad, también lo ha ido superando. Hace tres meses los perros del barrio comenzaron a desaparecer. Nadie sabía lo que pasaba con ellos. Nadie, excepto yo. Llámenle instinto de odio o venganza, da igual. Era muy sencillo capturarlos, les daba un trozo de carne con un somnífero y me los llevaba a mi casa. Siempre de noche. En las mañanas no, hay ojos que observan. Nada puede hacerse con necesaria calma durante el día. La noche es propicia. Los canes caminan en la oscuridad, abandonados por sus dueños, como bestias indeseables, lo cual son. Si estas personas les dejaban sueltos para que 8


el frío nocturno calase sus paupérrimos huesos, entonces ¿por qué mostraron tanto interés cada vez que una de estas piltrafas peludas desaparecía? Incluso hubo lágrimas. No entiendo a la gente. No entiendo nada, salvo a mí mismo y a mi gran afición: disecar animales. Eso es lo que me gusta. Tengo una habitación llena de perros. Diecinueve en total. Todos entran, y aún queda espacio, es una habitación grande. Puedo tardar entre dos y tres días en disecar uno de mediana estatura, y lo hago todas las noches. Es un pasatiempo feliz. Mi hobbie quedó suspendido desde el momento en que ella se paró, desafiante, frente a mí, en medio de la vereda. Fue hace quince días. Hervía de odio. Esa chica lo sabía. Lo intuía. ¿Sexto sentido? Puede que lo haya oído cuando corté sus entrañas con el bisturí. Alex chilló, fue solo un aullido de dolor, la anestesia no había hecho efecto total. Tuve que callarlo con un martillazo. Mateo dormía. En su inocente universo no podía sospechar nada. Todo el barrio dormía, menos ella. Estaba preocupada, había ido a una fiesta de sábado por la noche y, al regresar, no había encontrado a su mascota en el jardín. Siempre he sido bueno abriendo cerraduras. Cabe decir que a eso me dedico, soy cerrajero. Melina Cruzado tocó mi puerta a las tres de la mañana. Dijo que le había parecido escucharlo. He llamado a la policía, comentó. Me robaron a Alex. ¿Cómo iba a poder escaparse si la reja de mi casa estaba con llave? No sé, le dije, por aquí no está, mi hijo es alérgico a los canes. 9


Está bien lo siento, es que me pareció oír un aullido lejano, perdón, buenas noches. Antes de que se fuera, vi el fuego en sus ojos; no me había creído una palabra. Lo sabía. Quizá vio el pequeño pelo blanco en mi suéter negro. Tal vez tenía buen olfato, yo olía a sangre de samoyedo. Quizá descifró mis gestos; hay gente que puede hacerlo, lo he leído en alguna parte. Fue la única vez que hablé con ella. Desde entonces he contemplado a diario sus ojos de infierno que ardían con una rabia calculada y vengativa. Hace una semana la vi, una ligera sonrisa escapó de sus labios. Estaba vestida con ropa de calle, un polo rojo con una imagen perturbadora. Se encontraba apoyada en la baranda de su balcón, como siempre. Dio media vuelta y entró en su casa. No va a trabajar desde hace nueve días. Tal vez esté de vacaciones. ¿Pero qué hace allí dentro, sola? Lo que sea que haga, me llena de miedo, de infinito miedo. Hace cinco días Mateito estuvo a punto de entrar en la habitación secreta, allí donde descansan mis trofeos; la había dejado sin llave mientras iba a traer algo de la cocina. La abrió silenciosamente y exclamó lo que me temía: ¡aquí huele muy feo, papá!, empero, no logró ver nada; conseguí cerrar la puerta a tiempo. Me pregunto qué ocurrirá si en algún momento llega a descubrirlo, cómo lo tomará. Podría hablar más de la cuenta en la calle o en la escuela. No, no hay problema, es un niño pequeño, será fácil engañarlo, conminarlo a guardar silencio. 10


Hace tres días un chiquillo del barrio desapareció. Hasta ahora la policía no ha podido dar con su paradero. Nadie tiene ninguna información que lleve a esclarecer el hecho. ¿Cómo podrían? El raptor sabía bien lo que estaba haciendo y perpetró su acto con eficacia. Ayer desapareció otro niño. De seguro mañana, o después, el ciclo se repetirá. Melina Cruzado sigue mirándome con esa visión de odio. A mí, al culpable, pues sabe cuál ha sido mi crimen. Hoy, temprano, me ha vuelto a ver. Ojos oscuros. Mi hijo estaba a mi lado. Ella lo ha mirado también. Sus cristalinos me han hecho temblar. Descubre mi miedo, y se regodea de placer. Porque lo sabe. Claro que lo sabe. Sabe que es mi único hijo. Que no podré protegerlo. Y que cuando me sea arrebatado, mi dolor y el de ella se fundirán en un insoportable y único estallido de locura.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Perú Páginas web: www.fanzineelhorla.blogspot.com www.minusculoalcubo.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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U

na mañana de otoño desperté soñando. Así nomás, abrí los ojos y estaba soñando. Fue sin querer; o no lo sé; más bien fue sin saber, porque cuando me di cuenta ya estaba soñando.

Qué curioso, los años ya no me pesaban, ni las cosas, ni las personas. No sé si sea bueno o malo, pero me dieron ganas de correr y de llorar y de reír... De vivir, pues. ¿Cómo? Bueno, eso sí que no lo sé. Ya dije, no supe cómo fue que empecé a soñar; el caso es que ya estaba allí, soñando, o viviendo, según se vea, o se sienta; con muchas ganas, como en aquellas lejanas épocas en que no tenía mucho de qué preocuparme. Era joven entonces, no existían límites en el tiempo ni en el espacio. Es bueno saber que hoy puedo volver a hacerlo. Resulta que todo está muy bien. Es sólo que hay unas voces que me dicen cosas, de ese tipo de cosas que molestan a uno. A veces las oigo bien clarito, otras como muy lejos, como cuando alguien te grita "adiós" desde lejanas tierras, y sólo hay sombras. ¿Que qué es lo que escucha? Cosas, no lo sé. Creo que es como una fuerza que te atrae, una fuerza que pesa, sí, pesa, como los años, como cuando guardas muchos rencores. Me dicen que algún día tendré que volver a vivir, que algún día regresare con ellos. Eso yo no lo sé. No recuerdo haber estado en otro lugar antes de este sueño, o esta vida; o quizá no quiera acordarme. Tú me entiendes, ¿cierto? Lo único que recuerdo es que estaba dormido. Lo único que recuerdo es que aquí me siento bien, en mi mundo. 13


Las voces también me dicen a veces que no tengo lógica, que a veces me contradigo y luego no sé lo que digo, y que me pongo muy mal. Esto último sí he de reconocerlo, pero eso es cuando escucho las voces aquí, muy cerquita de mis oídos. Entonces me pongo a gritar fuerte, fuerte, para que el fuego de mis labios apague esas voces que me dan frío. Entonces me pongo a correr por todos lados para ahuyentar a los fantasmas que se me aparecen con las voces. Corro y corro con los brazos bien abiertos, como alas de águila, cortando el viento y sangrando al cielo. ¿Te acuerdas? Me acuerdo cuando me corté. El cuchillo se siente frío, frío. Es el metal, el frío metal de la tristeza. Pero es sólo eso y nada más. ¿Para qué entristecerse? Luego viene un calor muy rico, que acurruca, es el sol que sale de la piel abierta. Y digo que el sol es rojo, rojo como las rosas. Me acuerdo que en algún libro leí que las rosas son bañadas por el sol. Entonces me pongo a pensar que el sol estaría hecho de un líquido rojo, y que por eso las rosas se hacen rojas. No me contradigas, no, no me contradigan: el sol es de color amarillo. Dicen que no se puede ver así nomás, directo. Por eso a mí no me gustan las voces, porque siempre dicen cosas que no son ciertas, y quieren ordenarte la vida entera. Yo veo cómo el agua del sol se estrella en la ventana, esa que está siempre allí. Está allí para que no me inunde, y es que cuando me pongo a correr no hay mucho para donde ir; apenas doy unos brincos y ya choqué con los límites de mi existencia. Tengo que dar vuelta para acá o para allá y seguir corriendo. Lo importante es que con mis alas abiertas que cortan el aire también se van los fantasmas de mi dolor. Yo no lo sé, 14


alguna vez aprendí que los fantasmas estaban hechos como de una cosa que se parece al aire, pero más pesados, como los zapatos que me atan al suelo. No lo sé, me siento mejor cuando ya no están las voces. Me pongo a cantar una canción que me hace llorar de felicidad, que me hace bailar con lágrimas en los ojos. Y a veces veo cómo los pájaros vienen a bañarse en el chorro de sol que se estrella en la ventana. Vienen y estiran un ala y se la acicalan con el pico, y luego la otra. Se ponen a cantar conmigo, aunque ellos no saben cantar con mi voz, y yo tampoco puedo cantar con la suya. A veces intento cantar como ellos, pero yo creo que lo único que me sale decirles es “adiós”, porque entonces extienden sus alas y echan a volar. Lloro y me da un poco de tristeza saber que ellos no tienen las alas como de águila, como las mías, que son para cortar el viento y ahuyentar a los fantasmas de la tristeza. Lo importante es que las voces no estén, y que me sienta libre como el perro que anda allá afuera, que anda de acá para allá. Si doy unos brincos frente a la ventana, clarito alcanzo a ver al perro que anda de aquí para allá. Creo que el perro también me ve con sus ojos negros, porque cuando yo brinco él igual echa a dar saltos sin dejar de andar de aquí para allá. Hay días, hay días, o noches en que me pongo a pensar en lo que dicen las voces. Pienso, eso sí, cuando ya no están, ni cuando están los pájaros, y cuando la ventana se pone gris a veces negra, y cuando no brinco para ver al perro que anda de aquí para allá. Pienso en el miedo 15


que me daría ir con las voces, en el miedo que me da imaginarme sin mis alas de águila y ya no poder cortar a los fantasmas. Ahí están de nuevo las voces que dicen que me contradigo. Es como si un día hubiera estado viviendo en otro lado. Escucho a lo lejos que a veces digo cosas que me recuerdan de cuando estaba allá afuera. La verdad es que de eso yo no me acuerdo, porque allá afuera está el perro, y los pájaros, y el sol. La verdad es que yo no he tenido el gusto de conocer al perro más que de lejos; desde aquí, quiero decir. A los pájaros nunca los he tocado. Eso hasta donde mis memorias me lo dicen, porque en sueños, como ahora, como ahora que vivo, todo es posible. Lo mejor es cuando cierro los ojos; los cierro y los sueños se hacen más duros, fuertes, resistentes. No me duermo, porque si me duermo me entra un miedo terrible de que las voces vengan y me lleven a otro lado. Simplemente cierro los ojos para que los sueños tomen cuerpo, se realicen. Me gusta estar acá. Esto es mi mundo: mis alas de águila, los pájaros de la ventana, el perro que salta al otro lado, el sol rojo y mis sueños fuertes. * La tristeza es aquella que me quise sacar con el cuchillo... Mejor cierro los ojos y no, no duermo, porque el perro ya no se ve, la ventana ya se puso negra casi gris, las voces ya no están, los fantasmas ya se perdieron en el aire y a los pájaros ya les dije adiós. 16


ANDRÉS GALINDO

México Twitter: @andresrsgalindo Blog: http://misimposturas.blogspot.com.ar/

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N

o necesita verla, él sabe que está al otro lado de la cerca, que escucha música, que está recostada en una reposera al lado de la pileta y que el sol de la hora de la siesta le acaricia la piel.

Sabe que si se trepa a un árbol y apunta sus binoculares va a ver en detalle su cabello corto, su rostro perfecto y las gotas de sudor que se suicidan cayendo desde su frente a su cuello, desde su cuello a sus pechos. No, no necesita verla para sentirse excitado, permanece junto a la cerca, se toca, se regodea en el preludio. Olisquea el aire esperando que el viento le traiga el perfume de ella, que le cuente a qué huele esa piel, pero a su nariz sólo llega el aroma de los tilos y los jazmines que moran en el parque. Cierra los ojos, se regocija con la brisa, la imagina con su flequillo meciéndose suavemente sobre su frente, fantasea con soplarle la nariz, después el cuello, después la nuca. La música se detiene y la voz de ella hablando por teléfono interrumpe la quietud de la tarde, su voz es suave y pausada, un poco ronca y él se pregunta cómo serán sus gemidos, qué tan fuerte sonarán sus gritos. Él sabe que la desea, que la reja del fondo está rota, él sabe que ella está sola. Él sabe.

RENATE MÖRDER

Argentina. www.renatemorder.blogspot.com

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C

uando se conocieron, Kutina tenía trece años y Canejo, veinticinco. Aquel día ardieron de amor después del baile que se había hecho en el barrio como cierre de campaña de un tal Modesto Leal. La paliza que le dieron a ella por llegar tarde a

la casa obligó a Canejo a llevársela a vivir con él, pues desde el primer momento que la poseyó, creyó que se trataba de algo de su propiedad. Durante siete años, Kutina aprendió en carne propia lo que hoy se llama violencia de género. Ni los embarazos avanzados fueron impedimentos para que Canejo, completamente borracho y fuera de sí, le diera para que tenga, guarde y reparta. Entradas en la policía, el hospital, los tribunales, papeles que se llenaban, se archivaban, dos abortos y golpes, muchos golpes y moretones fue el saldo que le dejó esta etapa a Kutina. Y como así son las mujeres, luego de mucho aguantar un día dijo basta. Y dijo basta. El tipo, cuchillo en mano, la correteaba a la vuelta del rancho. Ella fue hasta el fogón sacó un palo de quebracho medio ardido y lo esperó en una de las esquinas. Apenas lo vio asomarse se lo partió en la nuca. Lluvia de cenizas, brasas, un inconfundible olor a pelo chamuscado y sanseacabó. A Canejo se le fueron para siempre, las ganas de volver a golpear mujeres.

Juan Marcelo Sosa

Argentina Facebook: https://www.facebook.com/marcelokraken.sosa Bio: http://biosdelosblogsh.blogspot.com.ar/search/label/Marcelo%20Sosa

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M

ientras

viví

en

el

extranjero

por

mi

doctorado

nos

comunicamos por skype. Hablábamos día por medio, a veces más, siempre de noche, cuando ella volvía de su trabajo en la planta potabilizadora. Nos contábamos cosas, nos decíamos

otras y hacíamos planes para el futuro. Una noche me habló de su enfermedad. En la pantalla, sus lágrimas eran pixeles un poco más brillantes que los demás. La consolé sin decir nada acerca de ponerse bien. Hubiera sido mentir: esa nueva rara enfermedad era incurable. Si dije que de algún modo todo se iba a arreglar, ya no lo recuerdo. Después de eso hubo noches buenas y malas. Supongo que íntimamente creíamos que nunca íbamos a volver a vernos cara a cara. Un buen día se conectó a skype de muy buen humor. Sonreía. Me habló de los clones que se usaban en la planta. Dijo que con una muestra de tu ADN te podían hacer un cuerpo nuevo y sano. Dijo que todo estaba resuelto. Pronto ella murió y el cuerpo clonado tomó su lugar. Yo seguía en el extranjero. Hubo algunos cambios, nos distanciamos. Al año terminé mi doctorado y volví. La encontré distinta. Su piel, sus ojos, sus curvas eran los mismos de siempre, pero había cambiado: estaba y no estaba ahí. Recompusimos las cosas, pero seguí pensando en dejarla. La situación viró abruptamente cuando su fantasma se me apareció en sueños. Me explicó que la ella que estaba ahí conmigo era ella pero no era la misma ella. Me rogó que no la abandonase. Sus lágrimas no eran pixeles. Juró que desde la zona del más allá en que 23


estaba detenida su alma sin cuerpo sentía todo lo que yo le hacía a su cuerpo clonado sin alma. Me casé con su clon y le hice el amor durante años pensando en su fantasma. A menudo el fantasma se me aparecía en sueños pidiendo más, aunque jurando que todo aquello aumentaba su sufrimiento. Un día dijo que me extrañaba. Hacerla feliz era difícil. Cuando murió por segunda vez, años después, enterré el cuerpo calcado junto al original. Su fantasma no volvió. De eso ya hace años. Podría decirse que la extraño.

TOMÁS V.RICHARDS Argentina Twitter: @TVRichards

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E

sta es la historia de un hombre que un día decidió dejar de limpiar su jardín. La decisión nos llega tan plana y recóndita como la cuento. Igualmente desconocida es la vida previa de

este hombre cuya anécdota apenas sirve para probar nada. Llamaremos a este hombre Marco. Así será posible contar esta historia. Marco tomó una mañana la extraña decisión de segregar una parte de su casa. El jardín con su pileta, sus plantas y su quincho no le interesaron más. Deducimos que apenas los utilizaba y cuidarlos se habría vuelto un gasto de tiempo más importante que cualquier cosa que recibiera por tanto sacrificio. Al principio, la parte trasera no pareció manifestar cambios. Marco, admirado de sí mismo, se tomaba el trabajo de ver el jardín y, para su decepción, éste parecía no necesitarlo. Marco sintió ese vacío un poco pueril que a veces nos ataca, cuando entendemos que no somos necesarios, y que el mundo puede continuar perfectamente sin nosotros. Por supuesto, esa pequeña angustia apenas lo afectó, y Marco siguió con su vida, ahora mucho más amplia y más holgada. Podía leer más, se relajaba de las jornadas laborales mirando televisión, haciendo zapping o empezando series nuevas. La libertad de tirar el tiempo por la ventana lo hacía sonreír de manera infantil. Será porque solo en la infancia nos está permitida esa prodigalidad. Cada tanto Marco, miraba el jardín, un poco nostálgico a veces, pero mayormente satisfecho de su liberación. Al cabo de un mes, vio cómo el pasto ya muy crecido le daba a la parte trasera un ligero aspecto 26


selvático, un desaliño bastante sentador. Las plantas y las flores también habían crecido más de lo normal, y ya que Marco no las podaba, habían adoptado formas un poco retorcidas. Las flores se habían agolpado en algunas ramas, mientras los pimpollos brotaban descontrolados. En algunas macetas la maleza y los yuyos habían copado la tierra y formaban coronas alrededor de la planta principal. Sólo la pileta se veía sucia, pero las hojas que la recubrían (ya era otoño) le daban esa apariencia calma de estanque, que pese a lo sucio podía al mismo tiempo ser agradable. Así es que Marco continuó con su vida, que poco a poco se nutría de novedades y nuevas experiencias, ahora que había abandonado esa pequeña, pero generosa, porción de su casa. No obstante, este idilio duró poco. Marco, otra vez asomado al jardín, mirándolo detenidamente, con los ojos más bien fijos en algo interior que lo regocijaba, fue inesperadamente sacado de su quietud por el sonido de algo cayendo en el agua. La superficie de la pileta ondulaba. Era evidente que algo había caído allí, pero el agua estaba tan turbia que era imposible ver el fondo. De repente, se escuchó otro golpe sobre el agua y luego otro. Marco agudizó la vista. Había chapoteos intermitentes y el agua se movía espesa, entre la mugre y las hojas. Al fin, lo vio. Era un sapo. Grande, rugoso, verde oscuro. El animal pegó un salto desde un colchón de hojas secas que le servían de isla, y aterrizó al costado de la pileta. Las miradas del sapo y de Marco se cruzaron en una suerte de imperceptible burla del primero hacia el segundo. Inmediatamente 27


después, el sapo saltó nuevamente y se ocultó entre el pasto crecido que ya catalogaba como maleza. El hallazgo lo inquietó hondamente a Marco. En el jardín donde alguna vez había recibido amigos y donde se había bañado en el cristal límpido de la pileta, ahora vivía un sapo… y muchos más que debía haber. La parte trasera de su casa, por negligencia suya, había mutado más allá de lo que él había podido predecir. Marco dispuso una silla delante de las puertas vidriadas, tanto en la planta baja como en su cuarto. Todos los días se apostaba allí y se ponía a mirar detenidamente todo. Vio cómo la apretada turgencia de los pimpollos que colmaban sus macetas ahora había sido reemplazada por una visión inquietante. Como si la planta hubiese redistribuido sus recursos, a falta del cuidado de la poda, algunos ramilletes habían muerto a favor del florecimiento de otros. Podían verse los pimpollos muertos como asfixiados por su propia madre. Las ramas sin color y sin fuerza se apilaban y pudrían a los costadas de las macetas. Las flores favorecidas por la planta, habían logrado crecer y desarrollarse, pero ya poco esplendor les quedaba. Los pétalos, vetustos, caían por su propio peso y tenían el aspecto de pieles ajadas. Por todos lados podía observarse cómo las yerbas conspicuas derrocaban y destruían la antigua perfección floral. La pileta no solo había incorporado sapos a su fauna sino también ratas que nadaban con bastante agilidad, siempre y cuando esquivaran el ataque de las víboras, que habían aparecido no se sabía de dónde. Los 28


pájaros venían a lavarse y a mojarse. Se tiraban sobre el agua en picada y salían instantáneamente por el impulso de las alas. También pululaban una enorme variedad de insectos que Marco apenas si podía clasificar. Los detalles y los cambios se volvieron tantos que Marco empezó a usar un cuaderno. En él anotó el ritmo de crecimiento del pasto y describió el deterioro de sus flores. Inventarió los animales, insectos y arácnidos que pudo individualizar y anotó sus hábitos y la forma en que se relacionaban unos con otros. El jardín se convirtió así en un hábitat cerrado sobre sí mismo, donde las criaturas se reproducían y se cazaban unas a otras, donde la ley de la naturaleza imperaba e imponía su minucioso balance. Mientras tanto, Marco observaba y aprendía de ese orden fascinante, más perfecto e insospechadamente estricto que aquel de los humanos. La naturaleza lograba tener todo siempre bajo control. Ningún acto comprometía la totalidad. Todos se anulaban entre sí. Marco, no obstante, no pensó que esa supuesta naturaleza que él alababa, tenía necesidad de expansión. Una mañana cualquiera, antes de meter el pie en su tina de baño, apareció en la canilla, descendiendo del agujero con una perfección de equilibrista, una araña. Esta araña era como las que había visto en su jardín. Era grande, brillante y muy probablemente venenosa. La mató inmediatamente y se bañó sin problemas. Otro día, en una tarde que parecía tranquila, un sapo apareció en su inodoro. Cuando lo vio, saltó de un grito. Intentó sacarlo con un guante, y pese al gran asco, lo arrojó por la ventana directo a la 29


pileta. No hizo falta un tercer augurio para que entendiera que la casa sería irremediablemente tomada por la naturaleza salvaje. Al principio se desesperó. ¿Cómo iba a convivir con las alimañas y los animales inmundos? Mirarlos o estudiarlos era una cosa, pero que entraran a su casa, otra muy distinta. No obstante, luego el miedo fue pasando. Tanto había observado el jardín que su funcionamiento parecía obvio. Al fin, pensó, experimentaría la precisión con la que la naturaleza manejaba sus asuntos. ¿Por qué habría de hacerlo mal con él, con el pobre Marco? Así es cómo, luego de muchas dudas y ansiedades, cuando aparecieron las primeras hierbas salvajes en la cocina, Marco ni se inquietó. Abrazó su destino, según él dice, con inusitada facilidad, y no le costó trabajo acostumbrarse a él. Dejó que las telarañas colmaran sus esquinas y que las ratas se comieran las frutas y verduras de su despensa. Las cucarachas, para su sorpresa, resultaron sorprendentemente útiles, pues se comían la basura y limpiaban los platos sucios. El baño se pobló de juncos y los sapos comenzaron a vivir ahí, dentro de la bañadera, el bidet y el inodoro que se tornaron en pequeños estanques, cubiertos de plantas acuáticas. Las paredes de toda la casa fueron tomadas por las enredaderas. Esta fue la parte más feliz de la apropiación de la casa, puesto que, conforme cambiaban las estaciones, las paredes viraban de los tonos amarillos y rojizos a los verdes intensos, y una vez al año rebozaban de flores. Los pájaros, por supuesto, no dudaron en instalarse en las 30


paredes de Marco, y todas las mañanas cantaban y componían un coro estruendoso. El habitante de la casa encontró el hueco en el sistema que le estaba asignado, y lo ocupó. Uno entre los animales y los insectos, adoptó los ritmos necesarios para la supervivencia. Todo se dio casi demasiado fácil. Los vecinos aunque nunca le habían prestado atención a Marco o a su casa se dieron cuenta que sus rutinas diarias habían sido alteradas imperceptiblemente. Al principio no le atribuyeron importancia al hecho, pero al cabo de un tiempo, como una piedra minúscula en un zapato, esa alteración comenzó a incomodarlos. Desde el fondo de sus cabezas, creció hasta volverse evidente. Los vecinos, preguntándose unos a otros, descubrieron que hacía meses que no veían a nadie salir ni entrar de esa casa. Hubieran tocado el timbre, si de ellos hubiese dependido, pero alarmar una casa tan solo bajo la excusa de una presunción ambigua era quizás cruzar una línea. Por lo tanto, todos se mantuvieron expectantes. Vigilaban la casa día y noche para ver si alguien aparecía, alguien que tal vez hubiesen pasado por alto. Que el asunto podía constituir una paranoia general, no escapaba a las hipótesis de los vecinos. No obstante, seguían vigilando. Si tenían suerte, alguien saldría o entraría eventualmente y ellos podrían volver a dormir tranquilos en sus camas, sin misterios ni preocupaciones. Surgió el primer testimonio. Un vecino dijo escuchar sonidos extraños dentro de la casa. Si bien no los había podido identificar, ante la presión de los oyentes, concluyó en que se trataba de una televisión 31


encendida. Los otros vecinos, siempre que iban a comprar a la verdulería o de paso del chino, paraban la oreja y se quedaban unos segundos frente a la casa. Todos, creyendo escuchar cosas distintas, elucubraban en sus cabezas adormiladas llenas de ensueño. Lo que otros hubiesen juzgado como chismerío era para ellos un sano deber. El vecino que había escuchado los primeros ruidos tuvo el privilegio de resolver el enigma. Escuchando como todas las mañanas al costado de la ventana cerrada por la persiana sintió un sonido agudo y penetrante que se repetía a gran velocidad como perforando la madera. A cada segundo, el ruido se intensificaba y el hombre, ansioso, sintió que su espera sería recompensada. La madera hizo Plop. El vecino giró la cabeza para ver y se alejó del agujero con la velocidad de un látigo. Muy cómoda y oronda, una rata esbelta salió delicadamente, caminó por el alfeizar y bajó por la pared hacia la calle. A través del agujero, los ojos desorbitados pudieron ver claramente el despliegue de una selva y cómo pululaban a sus anchas los bichos y los animales más diversos. Las puertas estaban carcomidas, de las bachas salían sapos y los vidrios eran perforados por las ramas. La policía fue convocada inmediatamente y la puerta, derribada. La gente del barrio acudió inmediatamente, ya que el cofre del tesoro se había abierto y el misterioso secreto que tantas imaginaciones había movido por fin era sacado a la luz. Los efectivos de la policía, espantados por el hallazgo, entraron como pudieron en busca de algún ser humano. Todos los vecinos 32


alegaban

que

allí

vivía

alguien.

“¿Cómo

se

llama?”

“¿Roberto?

¿Estanislao?” “¿No era Pedro?” “No lo sabemos, pero ahí vive alguien, seguro.” “Marta, vos lo viste a ese que vive ahí. ¿Cómo se llamaba?”. Como era de esperar, nadie supo decir nada útil y para sorpresa de todos la casa estaba vacía, es decir, vacía de seres humanos. Hubo que llamar al control de plagas. Los vecinos, afectos a la fantasía, concluyeron que las ratas y demás alimañas se habían comido el cuerpo del supuesto propietario o inquilino. Lo cierto es que alguien tuvo que vivir allí y las razones de su desaparición permanecen ocultas. Marco existió y escribió el diario gracias al cual pude reconstruir la historia que hoy les cuento.

Santiago Hamelau

Argentina Link: http://enlaforjademialma.blogspot.com.ar

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C

uando Alejo comenzó a caminar hacia el auto, un hombre lo seguía desde la ventana del edificio, paso a paso. A través de la mira telescópica, lo veía en detalle; su expresión cínica y desagradable ocupaba todo el visor. No podía aguantar el

deseo de apretar el gatillo, las gotas de sudor que corrían desde su frente caían en su mano y sobre todo en el índice, que se afirmaba cada vez más sobre el percutor. Alejo, se detuvo un momento y miró hacia el edificio que tenía a su derecha, no sabía por qué, pero lo hizo y sintió un escalofrió que le recorrió su espalda. Se preocupó y en su cabeza sonó la alarma, no estaba seguro de nada, pero algo estaba mal. Se lanzó hacia la puerta del vehículo haciendo un zigzag incomprensible para los que estaban a su alrededor. Lo miraron como si vieran a un poseído, pero fue por poco tiempo, el guardaespaldas más cercano cayó atravesado por el primer proyectil, lo mismo sucedió con el que estaba del lado izquierdo de Alejo. Éste seguía corriendo, ya casi llegaba al auto blindado, cuando el tercer disparo rebotó en el techo del auto y pegó en la frente del tercer guardaespaldas; que cayó hacia atrás revolcándose con las manos en la cara. Alejo se aferró a la manija de la puerta y el cuarto proyectil dio de lleno en la ventanilla, había pasado por debajo de su brazo, entre este y su espalda, se detuvo entonces unos segundos: —¿Soy realmente inalcanzable por las balas, sería cierto lo que le había dicho la vieja vidente?—pensó al instante, sólo tenía que seguir allí inmóvil para probarlo. Se dio vuelta hacia el edificio y levantó la cabeza mirando hacia la ventana; desde donde creía que salían los disparos. Fueron solo unos 35


segundos, pero se sintió invencible, inmortal. Terminó de abrir la puerta, ahora lentamente, el quinto disparo le partió la cabeza en dos. No alcanzó a darse cuenta que no era inmortal.

rolando José di lorenzo

Argentina Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo

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37


C

onfieso que cada vez que me abrazaba, yo me sentía feliz. Sin embargo, cuando no estaba, y no se olía para nada en el ambiente, y de pronto volvía sola, desprolija, deambulando para

sentarse

encima

mío,

entonces

ella

me

parecía

insoportable. Ayer, mientras se soltaba el pelo, me prometió que nunca más se iba a hacer un rodete. Te lo digo en serio, nunca más me pongo el pelo así, me dijo. Bueno, le contesté, pero ella no me escuchó y siguió hablando. Sé que a vos no te gustan las mujeres dejadas, dijo ella. Está todo bien, le dije yo. Luego se sentó arriba mío, de prepo, como sabiendo que no la esperaba. En seguida me obligó a mirarla y a olerla y a ponerle la frente en las tetas. Te juro que tuve que interpretar eso, por el bien de los dos. Ella se sentó arriba mío, como si nada, hasta adormecerme las piernas. Anoche soñé que te escapabas, me dijo. ¿Y entonces?, le dije yo (o al final no le dije nada y me la quedé mirando). Entonces me parece una mierda, me contestó, como si me hubiera escuchado. Nos quedamos en silencio. Pensando por qué todavía nos queríamos. Después ella me empujó con el hombro, despacito sobre la cara, para que le prestara atención. Lo vi en un sueño, dijo, así que no hay nada más que hacer, se terminó, no hace falta que me sigas mintiendo. Me importó poco que siguiera, digo, con ese verso de la mujer insegura que necesita que le declaren constantemente las cosas. Yo no soy así, le dije, y la acompañé moviendo apenas la cabeza, señalándole la puerta, invitándola a que se 38


fuera. Ella (otra vez) interpretó lo que quiso, y me pareció bien, que sé yo, que

se

hiciera

valer,

que

quisiera

quedarse

conmigo.

Pero

inmediatamente apareció el énfasis sobreactuado. Ese énfasis de novela colombiana que me hacía quedar a mí como que me importaban menos las cosas. Yo la miré con cara de que se fuera, pero ella leyó en mí un: dale gorda, seguí con la historia que está buenísima. Para qué te la voy a describir si ya te la debés estar imaginando: hermosa, sonriente, avasallante, mascando chicle con la boca abierta a punto de chuparte entero, apuntando con el mentón (o la pera) ese hermoso par de tetas. Me dieron ganas de desnudarme (después de desnudarla a ella) y de estamparla contra el sillón hasta desarmarlo, y luego de revolearla por el aire hasta dejarla cansada, rendida enfrente mío. Pero no pasó nada de eso. Hacía frío. Y yo seguía doblado, debajo, pensando como sacármela de encima, moviendo sutilmente la pelvis, completamente asexuado. Sufriendo, en todo caso, por las piernas muertas que me acababa de matar. Esperé a que se callara (imposible), así que cuando bajó el ritmo, amagué con ir hasta la cocina para prepararme un té. Sabía, en el fondo, que ella me iba a pedir uno: uno de canela y limón o de caramelo y vainilla. Por eso apagué la hornalla y salí rápidamente, atravesé el comedor dando pequeños saltos, lleno de hormigas negras en el pantalón, pasé por la sala, el pasillo. Esperaba perderla al llegar a la puerta, dejándola muy atrás, en la soledad eterna de un palier de metro y medio. A dónde vas, dijo ella. A ver si el tipo de la limpieza se llevó la 39


basura, improvisé. Para qué querés saber si se llevó la basura, si vos en tu vida pagás las expensas, dijo ella. Porque quiero saber si el tipo se lo merece, le dije yo. No seas ridículo, si debés tener dos cáscaras de huevo y un par de huesos (la bolsa tenía mucho más que eso, pero no le seguí contestando). Así que dejé la puerta abierta, porque me daba igual escucharla balbucear desde adentro o desde el palier. Ella me dijo: anoche te portaste muy mal conmigo. Esta vez yo me quedé en silencio, la dejé continuar. Cómo podés ser capaz de abandonar a una mujer a punto de parir, a los pies de un árbol viejo. Cómo fuiste capaz de hacerme algo así, de dejarme sola, tirada con las manos llenas de sangre, agonizando en ese árbol de mierda. Sonaba tan absurda la historia, o el sueño, o lo que fuera, al fin y al cabo, yo todavía estaba parado a un par de metros de ella, en el mismo lugar, al lado dos o tres plantas moribundas (como mis piernas). Le di la espalda. Me distraje por un segundo con el ruido del único ascensor del edificio, soportando cómo el viejo del departamento de al lado golpeaba la puerta y golpeaba la puerta y golpeaba la puerta, mientras yo le hacía así con la cabeza, como diciéndole: viejo pelotudo, tiene rota la manija, hacelo más despacio, te voy a tener que cagar a patadas apenas me empiecen a responder las piernas. Ya lo hablamos, me dijo. Y se puso a llorar. Pero cuando te digo llorar, es llorar en serio. Es llorar sin tetas. Es ver cómo alguien se deshidrata en vida. Cómo la cara se le pone más redonda y bordó y empiezan los gritos. En cualquier caso, ella recordó que todavía tenía 40


puestos los tacos y la campera, se los sacó, a los tacos, la campera se la dejó puesta (parece que al final yo tenía razón con el tema del clima). Y a pisotones limpios comenzó a mojar el piso del departamento, como si llorara también por los pies. El pelo se le prendió fuego (o se le hizo de nuevo el rodete, no sé, algo feo pasó). Los vecinos se enteraron de todos los sentimientos de ella, de los míos, del sueño de mierda del árbol dónde yo la abandonaba antes de parir, de que no tengo la más mínima voluntad de pagar las expensas, pero que como soy tan cabrón, me la paso controlando al pobre tipo de la limpieza para ver si hace el bien el trabajo. Algún día vas a encontrar a alguien que esté a tu medida, hay personas mágicas sabés (supuse que estaba adaptando un poema de facebook, aunque puede que me equivoque). Quizás tengas razón, dijo ella, y si tengo miedo de que te vayas y me dejes sola, al final lo vas a hacer… Después de eso ella se fue. No volvió nunca más.

rodrigo villarreal granata

Argentina Facebook: www.facebook.com/avelino.barburi

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42


C

uando muere su compañera el cóndor remonta vuelo hacia lo más alto, repliega sus alas

y se lanza al vacío…para luego

renacer nuevamente en su nido. Pronto encontraran el cuerpo de María, flotando en el río. Esa

noche en el barco crucé la línea, enceguecido por los celos. Hoy subí hasta lo más alto y mi última visión será esa manifestación de gente. No seré pájaro enjaulado. Soy un cóndor abatido sin su hembra. Soy un cóndor…y su muerte.

PATRICIA MÓNICA LOYOLA

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44


M

i pueblo a lo lejos parece ser como cualquier otro, tranquilo y reposado. Somos un aproximado de trescientas almas que conviven de forma bucólica, dedicados a la agricultura y a la adoración del Señor, pero si se fijan bien, notarán algunas

cosas extravagantes. ¿Ven esa casa tan hermosa (la más grande del pueblo) blanca, con techo a dos aguas y rodeada de rosales rojo púrpura? Es la casa de la madre Ruth, quien es la guía espiritual del pueblo desde hace más de cuarenta años. En este preciso momento sale a regar sus rosales, ustedes dirán que es imposible que una mujer como ésa, tan voluptuosa y que no aparenta más de treinta años, tenga tanto tiempo siendo la sacerdotisa por así decirlo, pero es de eso que precisamente quiero hablarles. Yo me llamo Sara, tengo veinte años y estoy embarazada de mi tercer hijo. En el pueblo creemos firmemente en el mandato divino que dicta: “Creced y multiplicaos”, pero mis dos primeros hijos tuvieron que ser entregados a la madre Ruth, así como la leche que salía de mis senos. Nací aquí, en la cama de matrimonio de mis padres y la madre Ruth fue la partera, como lo ha sido de varias generaciones. Ella decide cuáles bebes nacen sanos y cuáles no, y lo que hace con sus pequeños cuerpecitos es un misterio. Lo que sí sabemos es que cuando muere un miembro de la comunidad, lo enterramos en la noche en los sembradíos a través de un ritual que ella preside. El cadáver se envuelve en un paño mortuorio especialmente preparado por los familiares y la madre Ruth nos dice que, de esta manera, nuestros cuerpos nutren la tierra que da 45


los frutos que nos alimentan y que la unión de la comunidad es fuerte, que se afianza con un lazo indestructible, así como el pueblo de Israel se afianzaba a Dios. Los cultivos que obtenemos son excepcionales, las mazorcas de maíz más grandes que se puedan imaginar, así como frutas y verduras de todo tipo. Incluso el forraje que le proporcionamos a las vacas y a los caballos y los desechos que consumen los cerdos son de excelente calidad. Nuestros productos son tan buenos, que la madre Ruth junto con otros vecinos de su confianza, salen y los venden en los mercados aledaños. Claro, no podemos producir masivamente porque nuestros implementos de cosecha son rudimentarios, no contamos con luz eléctrica, pero la madre Ruth administra el dinero de las ventas y a través de la bodega del pueblo podemos conseguir lo que queramos, dependiendo del aporte que hayamos hecho en trabajo. La madre Ruth organiza y dirige los sermones del domingo, los partos, los entierros, y los matrimonios. Pero en los matrimonios existe una condición irrestricta: No nos podemos casar con nadie que no pertenezca a nuestra comunidad y por esta razón, hemos terminado unidos primos, tíos y sobrinas, y me imagino que por eso algunos bebés nacen defectuosos. Mi esposo, Samuel, viene a ser mi primo hermano y no temo ofender a Dios si digo que es un poco lento y muy dado a molestarse conmigo cuando le planteo mis dudas con respecto a la madre Ruth y la comunidad. Por todo esto es que pienso huir de aquí, sin importar que mi bebé sea defectuoso o impuro, porque considero que 46


es una injusticia que me sea arrebatado otro hijo sin siquiera tomar en cuenta mis sentimientos al respecto. Una vez tomada mi decisión, me dirigí a la casa de la madre Ruth porque tampoco quería salir huyendo como una ladrona o una pecadora. Ya tenía lista una pequeña maleta con mis pocas pertenencias y me senté a un lado del porche de su casa a esperarla, pues estaba asistiendo el parto de la hermana Teresa. Ya anocheciendo, la vi en el camino con un bebé en brazos, y sin saber por qué, me oculté lo mejor que pude para ver qué hacía con él. La madre Ruth le quitó al bebé la manta con la que lo tenía arropado y sin importarle que estuviera llorando, lo metió entre los rosales. Todas las ramas espinosas, asemejando serpientes vivas, rodearon al cuerpo del niño y decenas de espinas se clavaron en su frágil cuerpecito. El bebé iba dejando de llorar a medida que se desangraba, las rosas se tornaban más púrpuras que nunca y la madre Ruth clavaba su dedo pulgar en una de las espinas, como si se tratara de una malévola transfusión de sangre. Al final, el pobre cuerpecito consumido se sumía entre la tierra sin dejar rastros (un cuerpo sin defectos o taras visibles) y la madre Ruth satisfecha, entraba a su casa mientras se chupaba el pulgar agujereado por la espina del rosal. No me quedó más remedio que escapar de ahí de la manera más silenciosa posible. Cuando ya estaba como a cien metros de la casa de la madre Ruth, eché a correr hacia la carretera con la esperanza de ver algún vehículo que me pudiera auxiliar, pero fue en vano. Las contracciones del parto empezaron a martirizarme el cuerpo y tuve que 47


buscar refugio en un granero abandonado que divisé más adelante, entré en él y como pude, formé un colchón con paja y di a luz a mi precioso bebé, un varoncito perfecto con todos sus deditos, demasiado hermoso, que enseguida se prendó de mi seno y empezó a mamar. Mi bebé y yo nos rendimos del sueño, pero despertamos porque la madre Ruth y mi marido nos encontraron. Samuel estaba furioso, pero la madre Ruth le indicó que me dejara descansar primero antes de corregirme y que le entregara a mi hijo. Grité y grité, pero se lo llevó y más nunca supe de él. Ahora después de meses de golpizas y violaciones por parte de Samuel estoy nuevamente embarazada, pero ésta vez no voy a huir. Tengo un bidón de gasolina y voy a quemar los malditos rosales de la madre Ruth.

Damaris Gassón Pacheco

Venezuela Twitter: La Dama @damarisgasson

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49


“Soy el que pese a tan ilustres modos/ de errar, no ha descifrado el laberinto singular y plural, arduo y distinto,/ del tiempo, que es de uno y es de todos. Soy el que es nadie, el que no fue una espada/ en la guerra. Soy eco, olvido, nada.” Jorge Luis Borges

E

l salió, ataviado con un calcetín negro por toda vestimenta. Y ese es un dato esencial porque no hay realidad que pueda aprisionar la fantasía. El calcetín negro de la realidad nada

tiene que ver con aquello de que la vista nos traiciona. Es simple, muy simple tal hecho. Y leído así, resulta impensable creer que alguna persona en su sano juicio cometa tal indiscreción. El hombre estaba en sus cabales; tal vez claro, era un poco excéntrico, libertino. Nada que impresione. Y los ojos imponen una imagen pero la fantasía propone otra. Había algo de estática en el aire; la visión remolonea en las vetas del empedrado. Colisionan iris y pupilas —enredados— y la visión se transforma en visiones. Él —con su calcetín negro— solo en la avenida, haciendo equilibrio en los cordones de las veredas. Es habitual para él que las calles se extiendan, se eleven o se corten abruptamente en algún callejón. Ajeno a las normas urbanas, puede ignorarlas y arrojarlas incluso en los depósitos residuales del cerebro. A las personas les atrae el blanco. Tal vez a las personas les atrae el blanco porque es el revés del negro —la contracara— y entre ambos no 50


existe la alternativa del gris. El color negro —del calcetín— es definitivo. No es verde: si así fuera se avergonzaría la hierba; asustaría a las ranas. Paralizaría a las chinches y no éstas a los pájaros como ocurre en los cuentos. Mejor dejar el rojo aparte. No existen dudas que de otro modo, aparecería por allí un toro completamente ebrio, exhalando un último e interminable “olé”. Esto de la naturaleza del color desemboca en problemas; graves problemas y él, podría alegar que su hazaña se justifica en un combate contra la envidia. Resulta que la realidad ignora a la fantasía, purificándola sin la necesidad de gases, igualando especificidades derivadas todas de un calcetín negro. “Dónde hemos ido a parar”… Regresemos al hombre que le daba batalla a la envidia. No es contraproducente repetir que excluía, porque implicaba un conflicto, a la soberbia. Paradójicamente, la una se apoya en la otra, con las reservas del caso y él, aborrece las paradojas. Intuye su evidencia y comienza a rezar de manera irreflexiva. Cada oración es un conjuro para separar paradojas y hasta se dijo que chasqueaba los dedos a la manera del mago, con resultados asombrosos. Él llegaba entonces, saltando por detrás de los tobillos ajenos. Hombre sin rencores, aventurero nato, se acercaba con el ímpetu de un boomerang. Importaba más su liviandad que el sigilo caprichoso de su 51


delgadez. No pasaba nada; el aleteo de la nariz, los ojos desorbitados, como los de la lechuza. Los zapatitos de cristal inseparables o la doble chance del billete de lotería. Igual ignoraba el par. Su única verdad era lo uno; nunca lo otro. Inducido por el efecto que provocaba, reía de una sola carcajada. Negaba o hacía negar sin pelos en la lengua —sólo en su pecho reverberaban— la naturaleza binaria cualquiera sea su expresión. Ellos

—los

demás— iban

todos

vestidos

aquella

tarde

de

primavera; él sólo un calcetín negro. No se podía observar —desde ningún ángulo— la incomodidad de la ocasión pero estaba en un todo de acuerdo con lo previsto. Porque la realidad nunca desaparece de la fantasía —y no hay viceversa— y él, con su calcetín negro por toda vestimenta, se impacienta. Se detiene en la impaciencia. Pretende aborrecer la moral y las buenas costumbres y desatar la razón para que se derrame en el alma y genere sorpresas inusitadas. Reniega de ecuaciones del tipo “uno por dos, dos” e incluso del absurdo anuncio “todo por dos pesos” que inundaba la ciudad allá lejos y hace un chorro de tiempo. Pecador, veterano en transgresiones, ignora que al menos debiera vestir el par. Lo ignora impunemente y no es que especule con la moral de los vecinos. A él, le importa un pepino la paridad que no respeta al individuo. El uno se pierde en un rechazo perenne y parece que sólo es posible abrir el juego de par en par, excepto que el calcetín se inmola 52


único, entre gestos apagados y abucheos de los caminantes. Él no está completo ni vestido respecto de la visión real. Desprecia el ojo ajeno sin nada de pudor. Desprecia la paridad y se asegura de no pasar el límite de su fantasía. La picardía baja por tibia y peroné, se estira con habilidad hasta dar la impresión que el calcetín tiene vida propia. No existe la abundancia, la expresión es clara, una danza que se interpreta sobradamente en cualquier situación y se las trae con calma. Se oyen puertas y ventanas; abren y cierran. Cierran y vuelven a abrir. Una imagen transgresora fascina la vista; el aleteo de la nariz, los ojos desorbitados de la lechuza. Los zapatitos de cristal inseparables o la doble chance del billete de lotería. Todo se desvanece ante el calcetín negro. Ellos —los unos y los otros— se detienen en la curva de la picardía; suspiran, bajan la vista. En la ochava al sur, aguarda. La boca abierta, tanto que va a partirse. El desnudo, de afuera y de adentro, atrae descaradamente la atención. Es difícil pensará —probablemente— continuar la fantasía sin su presencia espiritual, mágica, casi irreal. No repara en su entorno, impertérrito. Luego, ese después libre de ataduras, ese paraíso de lo uno, le ofrece sobradas ocurrencias. Él termina por deshilar el calcetín negro sobre las calles más bajas. Las certezas bajo palabra y los falsos receptores encogiéndose y alejándose —los unos a los otros. — 53


No sabe —o tal vez sí— que todos son esclavos bastardos de su imaginación. En ningún caso —se concluye— gobernamos la realidad ni la fantasía. Como las circunstancias, son polvo en el tiempo. Polvo denso ensuciando los pies. O un mundo al revés donde, como la más pura verdad —blanca como un calcetín blanco— sólo cabe ser uno.

ADRIANA MÓNICA LAMELA

Neuquén, Argentina http://vuelosdegaviota.blogspot.com.ar/ https://www.facebook.com/lameladriana https://plus.google.com/+AdrianaLamela

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55


B

uenos días, querido amigo! Hoy ha salido un sol tan ardiente que cualquiera diría que no tendríamos derecho a un cielo abierto. Si tan solo tuvieras de nuevo la oportunidad de sentir el fuego que cae, te haría pensar que ya estás en el infierno.

No tengas miedo, solo soy un amigo, o bien digamos uno de tus últimos conocidos. Me

llamo

Sebastiano, pero

me dicen Chano

y más

íntimamente Tanato o Tanito, ya te imaginarás por qué. Tu familia insiste en verte pronto y entiendo la prisa, pero la demora no demora y embellecerse cuesta, aunque tú ya no estés muy consciente de eso. ¿Qué hay de tu vida? Habla con confianza. Tranquilo, que estamos solos en esta sala tan acogedora. Me llama la atención tu herida; me hace pensar que fue algo muy grave de lo que te salvaste. Me enteré por ahí que tienes dos hijas muy lindas y una esposa que te quiere mucho, aunque sin intención de deprimirte debo decir que la ausencia por mucho tiempo hace perder la costumbre. Solamente lo digo por experiencia. Dicen que tienes

muchos

estudios,

viajes,

fortuna,

cosas

tan

anheladas

últimamente pero que no creo alguien te las quiera canjear por ahora. Lo importante, y lo he dicho siempre, es pensar en lo que nos gusta, disfrutarlo sin pensar en la eternidad. Es como tomar café, que a mí gusta tan caliente, tres veces al día, y que me ha provocado una gastritis tan fuerte que podría decir de qué moriré. Por cierto, no te ofrezco; sólo traigo mi ración y además te puedes quemar. Pero sigamos charlando. Tu fémur parece que algún día quiso hacer de trapecista. Veo que tienes unas arruguitas generosas y sonrojadas las mejillas, como las de un 56


bebé pero con cara de urticaria. No es que me burle, simplemente me gusta ser cariñoso. He tenido la oportunidad de conocer a tanta gente sin cuestionar sus porqués, pues es ley para los de mi oficio no discriminar a nadie y realmente no importan las circunstancias, simplemente les devolvemos la dignidad. Ahora sentirás como un masajito en la barriga, es sólo para aligerarte y quitar algunas cosas que te estorban. Mira tú, lo mal que ya andabas de tus partecitas. ¿Será por los tragos o el lechoncito que te comías los domingos? Bien lo decía mi madre: come sano y vivirás cien años. Estas almohaditas de algodón te quitarán cualquier dolor o molestia. ¿Recuerdas cuando jugabas con plastilina? Todos cuando somos niños lo hacemos. Estas ceras simulan muy bien su textura y la experiencia de hacer muñequitos cabezones y de brazos largos, secos, como disecados. Algo así es lo que te haré pero con clase, con estilo, con profesionalismo. Ayer compre las masillas especialmente para ti, pues sabía que me visitaría un personaje muy importante. Por cierto, era el cumpleaños de mi hijo, pero aún así no olvidé mi responsabilidad. Yo te prometo dejarte joven, con apariencia de Schwarzenegger y bien pulcro, con ayuda de algunos químicos y soluciones. Lo digo no para asustarte, pero como comprenderás es necesario. Parece que necesitarás algunas aplicaciones, como retoques de maquillaje, con polvito, sombra, gelatina… Y no te incomodes por la pasadita de brillo, es solo por efectos de luz, no porque te quiera dar la imagen de metrosexual. No, para nada. Eso sí, te irás sin el olor de 57


aquellos que te reconocen por tu aroma. Y del vestuario no te preocupes, es lo de menos, pero sí elegante, como lo amerita. ¡Vaya plática! Entre agujas, hilos y bisturí, a veces creo que Tanato quedará loco. —¡Con permiso!, ¿está listo ya? Lo están esperando. Deja de hablar tanto hombre, que no te escucha. —¡Eso dicen los que no creen en la vida más allá! —respondió. —¡Parece que no basta tanta carne la que ves podrirse para darte cuenta de tus fantasías! —replicó su compañero de turno. —¡Ay hombre, tendrías que hablar con uno de ellos para sentir su presencia; es muy corta la distancia para decir que ya no existen! — suspiró Tanato. —¡Es sólo un oficio mal pagado, como el de un carnicero que lo que más recibe son salpicones de sangre! —volvió a replicar el amigo. —¡No te contradigo, pues yo no he dicho que me encargo de las almas, sólo me despido de ellas. ¡Para eso están los sacerdotes! —dijo, ya algo molesto. Luego guardó silencio, y albergó en sus ojos tristeza al ver partir a aquel hombre, preguntándose una vez más quién lo despediría a él cuando le tocara morir.

GEMA MARGARITA MORALES CUADRA

Nicaragua Web: Garza Morena Producciones. Facebook: Gema Margarita Morales Cuadra 58


59


A

solas con ella, y ante el derrame inminente de sus anhelos, tuvo que hundir las uñas en las mantas para refrenar la compulsión de prorrumpir en aullidos de triunfo y brincos descontrolados. ¡Al fin, la gloria! La consumación, a la postre,

dentro de aquel cuarto en penumbras... Estiró ambas manos a un tiempo, y fue entonces cuando ocurrió la catástrofe. Como un vitral polícromo alcanzado por vandálica pedrea, todo se deshizo irremisiblemente, trozo a trozo, sangrando luz blanca y cegadora: un triángulo, un rombo, un trapecio (prodigios de color y de armonía), disueltos por aquella luz irruptora, arrasante, impiadosa. Sentado en el borde de la cama, se le escapó un suspiro al sentir la aspereza de las tablas del piso a través de las medias. —Perra vida —farfulló, aún semiadormilado, pero ya sin sueños—. ¡Tenía que despertarme!... ...Pero desde luego que esta vez era otra cosa, se dijo. Todo estaba signado por la definida nitidez de lo real. Sin esfumados, sin vaguedades. Sabía

a

ciencia

cierta

que

era

un

jueves;

también

la

fecha

correspondiente: 30 de julio; de ello no existía duda alguna. Bien claro le quedaba el lugar en que se hallaba (un hotel de cierto lujo); y su memoria registraba, sin bache alguno, las vivencias inmediatamente precedentes. Una casualidad, podría decirse. Alguna especie de milagro, tal vez. El total de las reservas de su audacia, conjurado mediante un esfuerzo sobrehumano: una falsa piel de hombre-de-mundo revistiendo su 60


anodina naturaleza. Porque, habiéndose jurado a sí mismo que la conseguiría a cualquier precio, no paró en escrúpulos respecto a mentir o traicionar, ya fuese a personas o a su propio código de vida, tabúes y principios incluidos. Ahora sí que iba a lograrlo. La gelatina informe de aquel sueño recurrente se condensaría por fin en un bloque concreto de experiencias vitales: el chasquido reiterado de los besos, el frufrú de las sábanas, el rechinar de los elásticos del somier..., sinfonía de la consumación tantas y tantas veces prefigurada en la fantasmagoría caprichosa de los sueños. Todo tangible, cierto: el tacto electrizante de la mata lujuriante de cabellos enroscada entre sus dedos, la enervante tersura de la piel exquisita. Todo real y concreto, igual que las líneas rectas que encuadraban el hueco de la puerta del toilette, un rectángulo amarillo sobre el que se recortaba la silueta curvilínea, apenas velada por la seda traslúcida, crujiente... Lo mismo, pensó, que la blandura del colchón sobre el que yacía, la mullida almohada tras su espalda y el peso de las mantas sobre cintura y piernas. Una de las otras veces (recordaba), había urgido: —¡Vení, vení, no te hagas de rogar, que me matás!... —Ya voy, mi vida. ¡Estoy tan ansiosa yo también!... Y al abatirse sobre él aquel cuerpo flexible, ardiente, tierno, cerró los brazos como cepo voraz..., en torno, ay, de una nube algodonosa; menos aún, un pedazo de sueño..., nada. Y la luz inclemente lo anegó, sepultando diseños y colores, arrasando con las colinas voluptuosas de 61


sus fantasías, para precipitarlo sin ceremonias al páramo gris de su cotidianeidad. —¡Dios! —imprecó, al incorporarse, desvelado, entre raídas cobijas—. ¿Por qué te ensañas tanto? ...Nada de eso iba a sucederle ahora. Esta vez, no. Incluso, si quería,

podía

acudir

a

la

elemental

confirmación

del

pellizco

autoinfligido..., pero, por cierto, ni aun ese recurso era preciso. El solo hecho de plantearse dudas de tal índole le hacía obvio que vivía una realidad. La conciencia dormida (es axiomático) no se arriesga a lucubraciones como esas. La veía aproximarse..., una forma oscura y ondulante, preñada de fragancias y texturas sui generis. El paquete de los mil y un deleites, remitido y facturado a nombre de él (porque él se las había ingeniado, aun a costa de sus principios, para ganárselo), se le entregaría sin reticencias. Le tocaba al famélico darse, finalmente, el banquete que la vida le estuvo mezquinando tanto tiempo. Y era nada más que justicia, se dijo. Se le debía, ¿no? Había tenido la boca de ella, fuego y almíbar, a escasos milímetros de la suya, tan seca, recordó. Los tendones del cuello gimieron inaudiblemente al estirarse al máximo, cada célula del cuerpo había coreado idéntico clamor de hambre. Mezcla de soledad, frustraciones, forzada resignación y desamparo, y ahora, bien… Una crepitación de luz encandilante, la conflagración solar de cada día. Y un microuniverso 62


desintegrado, como si nada..., no con un estallido sino con un rugido de indecible despecho. ...Pero no se trató sino de una más de aquellas tantas ocasiones, pensó. Reviviéndolo, cuando ya la tenía prácticamente encima de él, en momentos en que las ondas de su calor lo envolvían en volutas cosquilleantes y las vaharadas de efluvios femeninos casi lo asfixiaban, y las puntas de los ensortijados cabellos rozaban, insidiosas, la cúspide de su deseo, volvió a repetirse (en un insólito rincón de su mente, permeable aún a la frialdad del análisis) que en un sueño todo ocurría en forma mucho más imprecisa. Aquí, ahora, la piel era piel-piel, los cuerpos pesaban y punzaban (había huesos bajo la carne de ambos, rígidos y prominentes), y también había rechinidos y crujidos y toda esa suerte de rumores tan apoéticos que el Mundo Real prescribe. Los sueños son todo lo contrario... ¡Si lo sabré yo!, pensó él. Y entonces estrechó, libó, mordió, se prodigó en suspiros, gruñidos y jadeos; y todo era como debía ser, tan concreto como la vida misma. —¡A que ahora no me despierto! —ironizó, locamente, lejos del oído de la mujer—. ¡Quisiera ver que se disuelva algo de esto! ...Más tarde, ya extinguida la lucecilla del velador, tendido de espaldas, con los ojos abiertos a la negrura estremecida de ilusorios reflejos que pendía sobre él, llenos los oídos de aquella respiración acompasada y monótona que jugueteaba inconscientemente con el cabello de sus sienes (tan próxima a sí la tenía), paladeó un regusto 63


amargo en el fondo de la garganta. Sintió que los rasgos, ocultos en la sombra, se le contraían en un rictus de incurable desencanto. —Para esto me lo jugué todo —musitó—. ¿Y, en resumidas cuentas...? La fruta siempre parece más sabrosa cuando cuelga bien alto, en la rama enhiesta. No es igual si se la recoge del suelo. ...Yacía muy quieto, en el corazón de una noche cualquiera de la urbe, junto a una forma pesadamente relajada, inmersa a su vez en sus laberintos personales. Comprendió que continuaba tan aislado, a su modo, como siempre lo había estado. En un relámpago, la futilidad incontrovertible de las cosas se le presentó ante los ojos del alma, cegándoselos durante un breve instante con la fulgurante impiedad de una luz arrasadora.

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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65


C

uando termines de contar —dijo uno de los extraterrestres, el que

parecía

ser

el

jefe,

aunque

no

estoy

seguro—

encenderemos la sartén y te freiremos, ¿estás de acuerdo? Por alguna razón el tono de la frase me causó risa y eso hizo

que olvidara dónde estaba, de lo fría y dura que sentía la plancha en mi espalda y de lo precario de la situación en la que me encontraba. —Hasta diez —dijo

otro, con un tono

que pretendía ser

amenazador. Era ridículo, absurdo, pero no tenía escapatoria y conté. Al llegar a “siete”, el más pequeño de los extraterrestres —de por sí pequeños; ninguno medía más de sesenta centímetros— trepó por mis piernas y hamacándose en el cinturón alcanzó el pecho y se aferró con sus garras del abundante vello. Parecía una mezcla de zarigüeya y gorgojo, con ese hocico picudo y las pinzas chasqueando como castañuelas. Un asco. —Serás nuestra cena, te lo digo por si no lo advertiste —dijo el primer extraterrestre con esa voz melíflua y profunda de los naturales del Bajo Jockland. —Soy duro, seco y desabrido —dije interrumpiendo el conteo y tratando de conservar la calma; la situación no daba para más. Todavía no lograba explicarme de dónde había salido esa peste, aunque lo cierto era que me habían atado a la placa principal de la rampa de disparo de sondas; la desprendieron del puente con excesiva facilidad; tendría que presentar una queja formal a los fabricantes de la nave. Sabía que el frío en mi espalda duraría lo que tardaran en encender el fuego y que la 66


dureza que sentía dejaría de serlo en cuanto el material —duroplas moldeado al circonio— se fundiera como cera. —Comemos cualquier porquería —replicó el extraterrestre, muy serio. No se estaba burlando de mí y hasta donde sé, no me estaba faltando el respeto; a esos bichos hay que tomarlos como son. —Padezco de una rara enfermedad sanguínea —insistí—: la anemia mutada de Rhea, ¿la conocen? No es mortal para el portador, pero sí para los que beben su sangre o ingieren sus tejidos musculares. El extraterrestre pegó un salto y se sujetó de un estribo que colgaba de la trocla. —¿Crudos o asados? Quiero decir, ¿en qué circunstancias tu carne podría resultar venenosa? No tuve más remedio que meditar la respuesta. Si decía “de las dos formas” no me creerían. Me decidí por la que alejaba el peligro inmediato. —Fritos. —El extraterrestre se arracimó con sus congéneres. Así amontonados parecían murciélagos de Pusa, esos animalejos inmundos cuya compatibilidad genética con los humanos los hace tan peligrosos, especialmente en verano. Parecieron conferenciar algunos segundos, aunque sabía perfectamente que los bichejos eran telépatas. —Está bien —dijo uno de los extraterrestres volviendo a posarse en mi amplio pecho de astronauta, aunque no hubiera apostado un sólo crédito a que era el mismo—: te comeremos crudo. —El Código de Convivencia Cósmica —dije con calma—, Libro 2, Sección V, Capítulo 453, Artículo 2 bis... 67


El extraterrestre dio un salto aún más espectacular que el anterior y se estrelló contra el antepecho de la escotilla de babor; un hilo de líquido plasmático de un azul eléctrico le manchó instantáneamente la jeta. Los otros extraterrestres se abalanzaron sobre el herido y lamieron el humor utilizando unos apéndices bucales que parecían cualquier cosa, menos lenguas. Chupeteo va, chupetón viene, en unos segundos no quedó rastro de la herida... ni del herido. Celebré el respiro, pero supe que no duraría. Sólo parecían saciadas; no lo estaban. Para mi consternación, dos minutos después, las espantosas criaturas volvieron a centrar su atención en mí. —¿Conoces todos y cada uno de los artículos, capítulos, secciones y libros del odioso Código de Convivencia Cósmica? —dijo uno de los monstruos, quizá unos centímetros más grande que los demás. Me pregunté, en el caso de que realmente lo poseyera, de qué me serviría ese conocimiento cuando empezaran a desmembrarme, una vez frito como una rana de Everglades. —Todos y cada uno —improvisé—. El Libro 2, Sección V, Capítulo 402, Artículo 31 dice: “si un miembro de una especie infligiere a uno de otra un daño irreversible en su integridad física y/o anímica y/o virtual, las Fuerzas Armadas Especiales de la Comunidad, amparadas en el Código de Convivencia Cósmica, estarán facultadas a tomar una represalia equivalente a setecientas setenta y siete veces el perjuicio original. 68


—¿Será posible? —dijo uno de los extraterrestres—. ¿Y si este tipo miente? Para salvarse podría mentirnos. Sé que su especie es afecta a la mentira. —Parece que el discurso no les cayó bien a los otros, por lo que tardaron un parpadeo en matarlo y comerlo. Pero dos minutos después estaban hambrientos de nuevo. —Corramos el riesgo —dijo otro—. Nuestros hábitos alimentarios, que nos parecen la cosa más natural del universo, nos mantienen, demográficamente hablando, en un nivel muy cercano al umbral de extinción. ¿Cuántos éramos según el último censo, Pepe? —Quinientos noventa y tres —respondió Pepe. —¿Pepe?

—Estallé

en

carcajadas,

lo

que,

considerando

la

precariedad de mi situación, era por lo menos muy audaz—. ¿De dónde sacó el nombre este mamarracho? —¿Qué tiene de malo? —protestó el aludido—. ¿No puedo llamarme Pepe? —Pepe es un nombre terrestre; ni siquiera un nombre, es un sobrenombre, de uso familiar y amistoso. Hay que ser amigo para decirle a alguien “Pepe”. Ustedes, engendros del demonio no tienen derecho a usar nuestros nombres. —Son nuestros nombres, que se parezcan a los de ustedes es una mera coincidencia —dijo el que yo había considerado el jefe de los extraterrestres—. ¿Acaso hay algún artículo del Código de Convivencia Cósmica que se refiera a eso? 69


—¡Por supuesto! —dije envalentonado—. En el Libro 3, Sección IV, Capítulo 100, Artículo 73. —¡Por las glifas de Shine’sun! —exclamó otro de los facinerosos—. ¿No existe una ñiya banja en el universo que no esté regulada por ese kujo Código? —Temo que se le están escapando demasiados localismos, amigo. Piense en los pobres lectores. ¿Por qué no me desata y hablamos como especies civilizadas? Tenga en cuenta que el Código de Convivencia Cósmica, Libro 1, Sección I, Capítulo 3, Artículo 299 cataloga las posibilidades de contacto y advierte sobre las sanciones que le corresponden

a

los

que

las

vulneran

por

acción...

o

inacción.

¿Entienden? Acción o inacción. Los extraterrestres se agruparon una vez más y parecieron deliberar.

Cuando

llegaron

a

una

conclusión

me

enfrentaron

gesticulando como agentes de la camorra. —¿Qué pasa si los del Código no se enteran? —dijo uno de ellos—. Nosotros no vamos a decir nada —añadió con picardía—. Y usted no va a estar para contarlo. —Se enterarán igual. Esta nave envía una señal automática cada sesenta minutos, ya que posee una especie de radiofaro. Es preciso que yo añada un código secreto para evitar que se dispare. Si no lo hago la nave emitirá un reporte de desaparición de persona y un registro de lo ocurrido. Como habrán imaginado esto está filmado con doce cámaras de 70


alta resolución. ¿No lo imaginaron? ¡Qué pena! Son un poco tontos ustedes, ¿eh? —Está bien —dijo uno de los extraterrestres—. Somos tontos. Pero igual nos lo comeremos; se enteran y nos persiguen, de acuerdo. Les llevamos pársecs de ventaja. —No importa; no escaparán a las garras de la Ley. La represalia, ahora o dentro de cuatro siglos, llegará. El Código tiene memoria. Por menos que esto borraron del mapa a los vishubs de CB-708-C. —¿Destruirán nuestro mundo y exterminarán a nuestra especie? —Me temo que sí, sin contemplaciones. —Ya —dijo el jefe de los depredadores—. Es una pena que ocurra tal cosa. Siento desazón, pena, pesadumbre y aflicción por la parte de culpa que me toca en la extinción de mi propia especie, y deduzco que a mis compañeros aquí presentes les ocurre otro tanto varias cabezas se movieron afirmativamente pero tenemos un hambre de lobos, de cerdos, de locos. —Y sin demorar un sólo segundo más pusieron manos a la obra, me terminaron de freír y me comieron de cabo a rabo. No dejaron ni los pelos del pecho.

Sergio Gaut vel Hartman

Argentina

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Sergio_Gaut_vel_Hartman

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72


T

engo una fábrica de chocolates, parece muy simple y terminante esta afirmación, pero es una artesanía de exquisita y paciente elaboración. En esta tarea todo debe ser creativo,

higiénico. Una vez que la plancha del producto está preparada para su relleno empiezo a jugar con mi imaginación y hago posar sobre ella; cerezas al marraschino, higos al coñac, maníes, dulces regionales y demás confites. Para inspirarme observo por las pequeñas ventanas de la gran cocina, el arroyo cristalino que viene bajando desde lo alto de la vega. El bosque autóctono llega hasta el parque de la casa. Siempre me parece ver la figura alta de mi padre vagando por los senderos, su recio cuerpo reflejado en la laguna, mancha amada sobre el agua, cruzada por la familia de patos. Me veo pequeña, leyendo al lado de la cocina a leña, esperando su entrada con los brazos repletos de troncos prolijamente cortados. En la actualidad, ya no se ven desde la casa, parte de los cerros de redondeado perfil, que parecen deambular hacia el noroeste. Los árboles están muy altos y el terreno loteado, ya se han construido varias cabañas para turismo. Miro el almanaque; veintinueve de junio de mil novecientos noventa y cuatro. Hay agujas de hielo bordeando el arroyo, tengo que apurarme en la fabricación, ya están llegando turistas y este año promete ser bueno, Chapelco ya tiene nieve, los festejos comenzarán. El domingo decidí aceptar una invitación de Juana para ir a la cabaña de Lago Hermoso con unos amigos, sentí deseos de compartir. Mi 73


vida a los veintisiete años es rutinaria pero tiene la magia del paisaje patagónico. Luego de la tragedia de perder a mis padres me volqué de lleno a seguir con sus tradiciones y sus sueños, entre ellos mantener la fábrica de chocolates y a las familias que dependían económicamente de este trabajo artesanal. Conmigo viven doña Naillanca (en mapuche: Joya que bajó del Cielo), originaria del lugar, orgullosa y fiel a la que amo entrañablemente, dos perros; un Collie y un raza perro, y Espartaco un gato capón blanco con una mancha negra alrededor de un ojo. La esterilización se la ganó luego de varias peleas amorosas de las que salía siempre malherido. Este es mi mundo, mi refugio. Juana y su familia viven en las cercanías de mi casa. Son mis amigos y parte de mi niñez; veranos, cumpleaños, nochebuenas... compartíamos la vida. Era nuestra familia sustituta ya que la nuestra venía de raíces muy lejanas. Juana es más joven que yo, esa condición y su fresco carácter tenían el poder de sacarme de mi mutismo. Por estos días

me

sentía

contenta

y

esperaba

con

ansiedad

el

paseo.

Luego de cargada la camioneta, previa compra de víveres para dos días, partimos por la ruta que a pesar de estar en los primeros días de Julio, estaba despejada de nieve. Llegamos a la cabaña cerca de las diez de la mañana. El grupo era ruidoso, comunicativo. Juana y yo éramos consultadas continuamente, pues conocíamos los quehaceres típicos de nuestra región, todos colaborábamos excepto Dany, el novio de Juana, que había ido al aeropuerto a buscar dos amigos que arribaban de Buenos Aires. 74


Hacia el mediodía el almuerzo estaba preparado; el asado sobre las brasas del hogar, la mesa puesta, las ensaladas esperando los condimentos. Decidimos tomar mate sentados sobre inmensos troncos, preparados como bancos, ante los ventanales de la cabaña. El sol aparecía y desaparecía entre densas nubes gris topo jugando con la frondosidad del bosque, hacía mucho frío, la nieve, medio congelada, cubría el suelo y se acostaba sobre las copas de los árboles, provocando una suave danza de silenciosa melodía entre las ramas. Estábamos exultantes, toda la charla derivaba en anécdotas o experiencias en la nieve. Se sentía el silencio del paisaje, lo que hacía que nuestras voces y risas restallaran en el espacio, lo constante y equilibrado eran las llamas crepitantes del hogar y el olor deliciosa de la carne asada. Por el sendero apareció el jeep de Dany, de él bajaron los amigos. Los tres hombres entraron a la cabaña sacudiéndose el frío acercándose instintivamente al hogar, nos presentaron. Cuando Nathaniel me dio la mano y un beso sentí que el tiempo se detenía. Los días transcurrieron vertiginosamente, como si huyeran de toda realidad. Ya en la casa seguí con mis tareas, pero parecía que me deslizaba y las horas no pasaban, por la noche nos citábamos con Nathan, ahí sí el tiempo huía. Nos enamoramos. En ese tiempo de locura, en la soledad de mi cuarto, invocaba a mi padre. Fue un sabio, todo lo que hacía y decía era para mostrarme un camino. Lo necesitaba, Nathan era judío y yo era agnóstica, si bien no nos importaba, existían tradiciones y costumbres a las cuales debíamos avenirnos. Busqué entre los cuadernos de mi padre 75


donde anotaba sus reflexiones. No tenía una religión, había leído sobre distintos creencias; la Biblia, el Talmud, sobre la Torá, y sabiduría oriental. Él creía que una Energía Cósmica mantenía el equilibrio de un Universo en constante movimiento y expansión. Me solía decir «Lo difícil es encontrar la simplicidad en la perfección de la naturaleza, en el milagro de cada instante, en el maravilloso privilegio se existir». Con sus amigos discutían sobre el origen del hombre, razonaba sobre el destino, me educó libre y con la convicción de eternidad, yo era su eternidad. Entre los papeles encontré un poema dedicado a mí. POEMA PARA ARIADNA Infierno y paraíso. Estupidez. Todo nació en el instante Supremo del Big-Bang. ¿Qué alquimia tenebrosa gestó parte de esa energía en monstruos ignorantes? Son pedazos de Averno que deambulan por el mundo. Pero... miremos los pájaros querida Ariadna, ellos nos regalan los colores del espectro solar, danzan, ayudan a hacer el amor a las flores. Pero... miremos los cachorros, amada Ariadna, Sí, los cachorros de cualquier especie y sabremos por instinto de ternuras ancestrales. Pero... 76


miremos las plantas en primavera hija mía ¡Cuánto deleite para el alma! Pero sobre todo, miremos al niño que nace y a la muerte dulce de un viejo, esto nos atañe. Seguramente estamos viajando con nuestra Galaxia hacia un puerto más allá del Cosmos. durante este largo viaje, deberíamos educar a los monstruos. Dios nos guiará, su Dedo marcará el camino y quizás sea luminosa la llegada. Hija, te dejo como ofrenda todas las religiones de la Tierra sus luces te alumbrarán, no habitarán en tu mente, ni el odio, ni la avaricia, ni la discriminación, ni la injusticia ni el desdén hacia cualquier criatura. Si tendrás dignidad, la dignidad de “Ser Humano” querida Ariadna. La lectura me trajo paz, como si mi padre hubiera sabido que tendría que vivir esta situación. Las horas fluían, nos amábamos con las miradas, con un suave roce, con nuestros cuerpos, con nuestras risas. El mundo viajaba a un ritmo alocado. Paseábamos todo el tiempo, decidimos ir a Bariloche, todo 77


era motivo de sorpresa para Nathan y yo le explicaba secretos de la naturaleza que me había transmitido mi padre. Él me contaba de su profesión fascinante; era periodista, especialista en cuestiones políticas sobre el Medio Oriente. Por supuesto su vida transcurría entre hoteles, aviones y faxes. Me nombraba

«Ari» y yo me estremecía. «Ari... el

desierto... Ari... las bombas...Ari… El Muro de Los Lamentos». Éramos el movimiento y la quietud; el torbellino y la risa; La historia y la leyenda. Cruzamos Confluencia, nos detuvimos un rato a observar la belleza del lugar, donde el río Traful se une a las aguas del Limay. La nieve cubría parte del paisaje. Ya en el Parque Nahuel Huapi entramos al Valle Encantado, Nathan escuchaba entusiasmado mi explicación «El viento esculpe las rocas, formando un sinfín de figuras que la mente codifica según su imaginación». Aminoramos la marcha, una forma erguida, dominante, señalaba hacia el cielo ¡El Dedo de Dios! Así lo habían denominado los lugareños ─¿Nathan, creés en el destino? ─Hasta llegar a Bariloche la charla tomó un cariz filosófico, pero una vez arribados nos olvidamos del mundo. El regreso fue silencioso, como presagiando la despedida. El quince de julio Nathan debió partir, viajaba a Europa la próxima semana y desde ahí a Israel. Lo llevamos con Juana y Dany al aeropuerto de Bariloche ya que Chapelco estaba inoperable por la nieve caída. Se sentía el frío, la ruta estaba peligrosa, la nieve se congelaba. Y nos despedimos, no me sentí triste, sabía que siempre estaríamos juntos. Lo 78


vi subir al avión, el brazo en alto, estaba iluminado. Era Energía Cósmica dispersa en el Universo. El dieciocho de julio Nathaniel esperaba mi llamado en la A.M.I.A., estaría allí, pues debía realizar unos trámites con su tía Esther. Me levanté temprano, prendí la cocina a leña, encendí la radio. La nieve caía copiosamente ¡Qué confortable es mi hogar! Espartaco arrollado al lado del calor, me miraba sabiamente desde su misteriosa existencia y yo no podía dejar de admirar su pelaje blanco. A las nueve horas llamé a la A.M.I.A, siempre ocupado. Insistí. Mientras recordaba lo vivido apareció en mi mente la figura del “Dedo de Dios”. La radio daba sus flashes informativos, en ese instante sentí que el mundo comenzaba a viajar lentamente. Miré la hora: 9:55 hs. Como cuando era pequeña, me senté al lado de la cocina a leña, poco a poco fui tomando posición fetal y todo se paralizó.

Ana maría manceda

Argentina Web: https://murmullosenlapatagonia.wordpress.com Facebook: https://www.facebook.com/anamaria.manceda

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L

a sirena se acerca en la noche, como lamentándose en nuestro funeral, un poco por anticipado. Gime como bebés abortados, como mujeres que claman por su amor violado. Nadie llora por unos pobres que se asfixian en un caserón

quemado. Apropiado. Muertos por su culpa e imprudencia. Sazona un poco la cena de los televidentes con su cuota de horror superficial. Hoy sí la culpa está de este lado. Es mi culpa. Lo siento por los chicos, sus chicos, parte de él, de sus genes y de lo que resta de mi cuerpo pudriéndose. Duermen con Tang y pastillas dulce sueño Roche, el humo negro los alcanza. Los bomberos y la policía ya están acá. Entraré para tragar el inmenso humo, como un porro gigante. TRAGEDIA EN UNA CASA TOMADA. MUEREN TRES NIÑOS JUNTO A SUS PADRES. Me acostaré junto a él, al origen del fuego que ya quedó negro, devorado, silenciado de una vez por el alcohol que tomó y en especial el que arrojé sobre él, encendiéndolo. Prendiendo todo con rapidez. Es el final de la historia de una loca perversa que aniquila a su familia. Los niños me duelen, pero ya acaba todo. Él se convertirá en víctima, mártir. Los bomberos y la televisión derriban las paredes, las puertas, el fuego. 81


Aspiro una última vez, todo es negro mientras mis ojos se cierran y mi corazón sucumbe, descansa al fin. Carolina iba a los bailes, las letras de amores perdidos y amantes crueles la hacían llorar, pero el ritmo se metía en su piel, sus pies y sus caderas delgadas que se movían sin que lo pudiese evitar. Karina, le decían Karina, no Caro ni Carolina que nunca le gustaron, tenía libertad ahora que su padre estaba muerto y trabajaba en casas de familia para ganarse su platita, ayudar un poco a su madre. Con dieciséis su vida era simple, evitaba los recuerdos tristes, la infancia. Sabía que él vendría, que sería lindo y dulce, no como su papá. Lo conoció un sábado, era tan rubio y alto, la quería, lo pensó para siempre sin dudar, sin rechazar sus manos que la desnudaban, que la tocaban, su cuerpo que se pegaba al de ella, que la inflamaba por primera vez, que la convertía en mujer en la noche salvaje, siendo su primer hombre, el único a quién amaría siempre, en un siempre que duró sólo tres meses, para dejarla sentada en un charco de lágrimas, como un cuento leído de niña y con su panza creciendo, hinchándose, arrullando un bebé, también en lágrimas y tanta, tanta soledad. Arrastrando a Martincito de acá para allá, seguía trabajando, el bebé ya tenía dieciocho meses, su mamá lo cuidaba cuando se lo permitía su salud, la presión, el colesterol, pero no se animaba a pedirle 82


que se lo tuviera alguna noche, sólo una, para que pudiera ir a bailar. Todo seguía así. Claudio era alto y fuerte, de ojos y cabellos claros. La cortejaba siguiéndola por todos lados. Te amo, le decía y ella se enamoró y él aceptó todo. A Martincito. Que se casaran por Iglesia en la pequeña capilla del barrio. Así fue. Claudio y Karina se casaron, juntos hasta que la muerte los separase. Un año después nacieron las mellizas. Claudia y Petra. Las cosas estaban un poco cambiadas. La felicidad todavía duraba, pero su envoltorio de esperanza se había roto. —No viste mi celular, me estoy volviendo loca buscándolo —Karina tenía guardado un celular nuevo sin uso, segura que estaba en uno de los cajones del ropero, no pudo encontrarlo. —¿Vos no lo sacaste?...no sé, a lo mejor querías ofrecerlo por ahí, ver cuánto te daban. —Qué ¿Me acusás de chorro ahora? Fijate bien, si sos una desordenada estúpida. ¿O lo vendiste y ahora me venís con historias?

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Claudio estaba tan distinto, la insultaba y despreciaba. Tenía otra mujer. Karina se convencía que otra mina acaparaba la atención de Claudio. Tomaba cerveza de más, ella lo acompañaba, a veces era brusco, muy bruto y le hacía daño, otras simplemente dormía, a ella le gustaba, era su Claudio, permanecía manso a su lado, no iría con otra. ¿Tendría otra mujer? ¿Soñaría con ella? Claudio dejó el colectivo después de chocar. Le inhabilitaron el registro especial de colectivero. Hizo un poco de seguridad, también pasó algo raro que no quiso contarle. Un robo o algo así. ¿Estuvo metido él? Dejó los trabajos, anda con plata a veces, son changas dice. Trae porros. Yo comencé a fumar, para acompañarlo, me siento tranquila y lo dejo que me haga esas cosas que a él le gustan. Un poco asquerosas. No lo que duele no, duele mucho, dicen. Hoy me convencí me lleva las cosas de la casa. Entré a trabajar en una fábrica, con los recibos de sueldo me dieron un crédito. Compré un televisor grande, un plasma. Para los chicos más que nada. El televisor desapareció y me echa la culpa a mí. Lo vendiste, entraron ladrones o qué. 84


Me dio una paliza brava y se fue enojado. Los chicos hacen lo que quieren, no me hacen caso, el mayor no va más al colegio. Por donde andan no sé y en este barrio de mierda, de drogones. Faltó varios días y estuve desesperada, volvió y tomamos cerveza y fumamos porro. Por un tiempo todo anduvo bien. El sueldo se lo lleva casi todo él. -Vas a tener que ayudarme, las cosas andan mal con los trabajos, sos mi mujer, tenés que hacerlo. Una vieja chismosa del barrio, como si se diera gusto en las desgracias ajenas, me cuenta que anda en cosas raras: robos, menudeo de paco, hasta se lo ve con los cafishios. —Sabés que podrías hacer buena plata para ayudarme, todavía tenés buen lomo, mirá que culito. Andrea lo ayuda a Roby, que bien andan. Pero no, no te voy a dejar, vos no vas a ser para otro que no sea yo. ¿O te gustaría?¿Te gustaría revolcarte con cualquiera? Sigue una paliza, fuerte, quedo lastimada. El vino con el tema ese de que haga la puta para él para después echarme la culpa a mí. Me dijeron que lo denuncie. No. Él es mi Claudio. Está pasando un mal momento por lo del trabajo. Mientras no tenga otra. 85


Ahora me convencí. Tiene otra. Él que es tan calentón todo el tiempo, todos los días, viene y se acuesta y no me hace nada. Toma cerveza solo y fuma y se acuesta y yo como una bolsa de papas. Tiene otra. Ahora sí. Lo voy a matar. Se la voy a cortar mientras duerme borracho. Una compañera de la fábrica me recomendó una bruja especialista en temas de amor. Va a cortar la relación con la otra para que vuelva a mí. Manso y tranquilo, mi Claudio amante. Lic. en Parapsicología. Tarot. Amarres Fuertes para el Amor. Fui juntando plata de a poco, nos dieron un aumento que él no supo. Sale caro pero le voy pagando en partes. El amarre es eterno, no se puede deshacer. Es un fetiche que se hace con prendas de los dos, fotos, nombres completos. Se les llama objetos testigos. Le pinché un dedo dormido y llevé su sangre. Tiene más fuerza. Luego se hacen rituales con velas de forma y color rojas, rosas y negras. A las horas y días adecuados. Se usan flores, esencias, miel y sahumerios. Actúa a los veintiún días. Ya terminé de pagar todo. El compromiso está asegurado. 86


Pasaron tres meses y no sucedió nada. La parapsicóloga me dice que tenía un trabajo fuerte del otro lado. La otra mujer. Por eso tarda. Ya va a volver. La Licenciada se mudó y no volví a verla. Dijeron que estaba presa. No sé. La gente es muy mala. Ahora sí es mío. Todo cambió. Ya no se mueve de casa. Soy su esclava y hago lo que él quiera. Tuve que decir sí a eso que él quería tanto. Duele mucho. Ahora quiere siempre. Sólo eso. Estoy desgarrada. Toma todo el día. Sale para traer droga. Me da palizas todas las noches, después me hace eso que le gusta. Me persigue, cuando vuelvo de trabajar me pregunta con cuantos estuve. No aguanto más. Ahora no hay manera que salga de mi lado. Para hacerme cosas feas. Las mellizas no tienen diez años, saben hacer todo, bañarse solas. Él no tendría que estar bañándolas. Llego y esta con las mellizas en la cama. Las acariciaba y se acariciaba él, abajo de la sábana. Con el calor todos tenían poca ropa. Casi desnudas. El más grande está fuera de control, que haga lo que quiera. Me voy con las mellizas a lo de mi mamá. 87


Que lo haga con mis hijas no. Lo denuncié, esta vez sí. Hicieron un expediente y mil preguntas. No cambió nada para bien. Todo está mal. Empezó a perseguirme. Me amenaza. Me pegó una paliza en la calle. Va a lo de mamá y me pide perdón, llora. Se va a suicidar. Un olor de muerte ronda cerca. Con olor a velas negras y flores podridas. Le pegó a mi mamá. Me llevó arrastrando y me sacó la plata del sueldo. En la Comisaría no me llevan el apunte. —Traiga un cadáver—parecen decirme. Tuve que volver con él. Es mi Claudio y yo lo amo aunque sea malo. Estaba desesperado por mí. No podía vivir sin mí. El amarre daba resultado. Ya no se iría con otra. Que me pegue y se lleve la platita y me haga las cosas feas no importa. Es mío y está conmigo, para siempre, amarre eterno. Ya no lo perderé. Hasta que la muerte nos separe. Tampoco será así. Yo me iré con él. Juntos. Amarrados. 88


Volvió a pasar. Lo hizo otra vez. En nuestra propia casa. En nuestra propia cama. Lo agarré justo al volver antes del trabajo. Con ellas. Con las mellizas. Las malditas que me lo sacaron. No dije nada y sonreí tímida y sumisa. Esa noche me hizo el culo y se durmió. Mañana cobro en la fábrica y habrá cena especial para todos, en familia. Comimos a reventar. Asado al horno, mucho Tang para todos. Él, vino. Las pastillas las conseguí por ahí. Es tan fácil. Empecé el fuego con él. Con alcohol. Cómo prendió todo tan rápido y con tanto humo. La sirena se acerca en la noche, como lamentándose en nuestro funeral, un poco por anticipado. Gime como bebés abortados, como mujeres que claman por su amor violado. Me acuesto a su lado, ahora sí es mío, es mi Claudio, amarrados por toda la eternidad.

RaÚl Cardillo

Argentina Blog: necropsiassa.blogspot.com Twitter: @raulcardillo facebook.com/raulcardillo instagram.com/raulcardillo

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E

ntre el sudor recurrente que sale de la frente de Remigia. El candor de la noche, remueve más que sábanas blancas. La suavidad de sus manos acaricia su piel que yace bajo gemidos de un extenso y prolongado calor. Los impulsos de su cuerpo

son casi un esbozo de felicidad difusa. Felicidad que se ve consumida cuando las culpas inundan su sonrisa. El reloj siguió consumiendo el tiempo, hasta que el primer resplandor de la ventana surgió. Remigia se vistió con el mismo vestido de flores de todos los domingos. Las campanadas de la iglesia resonaban y la apresuraban en su rutina. Ella no salía de su casa sin antes ir al cuarto de su papá Don Felipe, que tiene años despertándose al sonido de las campanadas para la misa. Preocupada, mide la dosis de medicina que administra a su padre moribundo por el cáncer terminal. Todos los días recorre las mismas calles, acostumbrada a caminar desde niña hasta sus veinticinco años. Nunca olvidaba su rebozo que le tapaba hasta la respiración. Sus ojos se abrían en destellos fulgurantes que invocaban un temor a que cualquier persona pudiera tocarla. Entre chiflidos del carnicero y una mirada que la despojaba de sus pertenencias, aceleraba el paso hacia la iglesia. La misa comenzaba puntual y el padre Jacinto, la esperaba para que le ayudara con todos los aditamentos para la misa. Los sermones del padre hacían huir hasta las moscas, ya que la única alma atenta, era Remigia que le había aprendido sus sermones al padre desde que era pequeña en la iglesia. Sus padres le inculcaron a ser 91


toda una mujer religiosa. Cuando tuvo edad suficiente, quiso entrar a la congregación de las Mártires. Al poco tiempo salió por una enfermedad que contrajo su madre. El día de la muerte de su madre, todos los habitantes del pueblo de la Candelaria, se preguntaban qué haría Remigia, si su padre se veía tan enfermo y cansado. Sin embargo, pudo salir adelante vendiendo gelatinas y rompope afuera de la iglesia. Todos los días, ella corre por el campo sin censura de su belleza que la comparte solo con las plantas y los árboles, así, desosegada corre abrazando al viento para sentir que Dios la ha tocado, haciendo volar su pelo de forma caprichosa. Ella cubre su cuerpo celosamente con túnicas y faldas hasta el piso, ya que no quiere que nadie se fije en ella. Porque eso sería faltar a las advertencias de su madre que en paz descanse, le dijo antes de morir. —No dejes que nadie te toque Remigia, prométeme que te convertirás en monja y cuando tu padre y yo no estemos más en este mundo; hija sólo el viento podrá tocarte y serás tocada por Dios—. Remigia prometió cumplir su promesa con lágrimas en sus ojos. Desde ese entonces, ella ha cumplido su promesa, por eso nunca se acerca a nadie, no tiene amigos, las únicas personas con las que habla son el padre de la iglesia y su papá moribundo. A nadie saluda, a nadie mira, ella sale con su rebozo en la cara y camina hacia la iglesia. Un día Remigia vendía sus gelatinas afuera de la iglesia. A lo lejos, observó a un muchacho de apariencia agradable. Lo miraba fijamente escudriñando cada parte de su cuerpo, cada ademan que hacía. Ahí frente a la iglesia, ella se repetía que tenía que cumplir con la promesa 92


que le había hecho a su madre. Después de repetirlo tantas veces en su cabeza, alzaba sus gelatinas y se marchaba. Tal vez pensó encontrarlo o verlo una vez más para dejarlo grabado en su mente. Tenía que impregnarlo en sus pupilas hasta el hartazgo y olvidar. Los días pasaron y ella se preguntaba que se sentía amar, y lloraba por no tener el amor, el amor de un hombre. Pero esa nostalgia no se iba de su mente ni de su cuerpo; todas las noches despertaba en medio de la noche a sucumbir ante el deseo de un cuerpo que veía todas las tardes. Sentía embriagues de su cara y de su cuerpo perfecto. La primera vez que el joven la quiso tocar, fue un día que se acercó a comprarle una gelatina. Remigia inmediatamente quitó su mano y con desdén le ordenó que dejara el dinero en la mesa. Sin embargo, en su interior ella ardía en deseo porque hubiera ocurrido algo más. La imagen de su madre no se iba de su mente, además, su padre estaba de acuerdo a los últimos deseos de su esposa. Así pasaron los días en silencio y las noches frente a una boca que susurraba éxtasis desenfrenado. Ahora, los días se convertían en una extensa agonía de incontrolable deseo de verlo una y otra vez. A veces, él intentaba dialogar, pero Remigia incrustaba una barrera solida apagando cualquier pretexto para interactuar. Las lágrimas no se hacían esperar por su deseo frustrado. Cuando llegaba a casa, se sentaba al lado de su padre y le proporcionaba las medicinas necesarias para que quedara dormido; ella esperaba caer rendida de cansancio hasta quedar dormida en la silla junto a su padre. 93


Un sueño le dijo que tenía que dejar de cumplir esa promesa para ser feliz con él o con quien sea. En la madrugada se colocó el vestido de flores que encaja en su diseñado cuerpo cubierto. Así mismo, se preparó para acudir a las campanadas de la iglesia. El cansancio de su rutina la asfixiaba. Decidió pasar a despedirse de su padre. Sus labios secos de rabia le deseaban un buen día a su padre, que apenas podía mantener sus ojos abiertos. Abrió la puerta y se alejó como el sol cuando entra en el horizonte. Su único pensamiento es el deseo y el de una autónoma novata que quiere salir de la oscuridad. Remigia corre decidida de cambiar y romper esa promesa absurda. Su sonrisa se había devuelto después de tantos años. Parece que había toda una vida desde que alguna vez irradió una sonrisa de su rostro. La gente del pueblo la veía como un caballo desbocado corriendo por primera vez. Sin embargo, no decidió llegar a la iglesia, espero en la plaza para ver pasar a su amado hombre. Ella esperó en la banca, junto a la sombra de las ramas de un árbol. Las hojas caían como si el otoño quisiera robarle el turno al verano. Los minutos eran eternos, volteaba a todos lados para ver algún indicio de su amado. Los minutos se consumieron haciéndose horas. Y después días. Sentada en la banca Remigia escuchaba el sonido del viento que pegaba en su cara. Alzaba la vista hacia el cielo etéreo. Mientras la gente murmuraba cuando la veía con cierta compasión al pasar. Llegó la hora. Las campanadas de la iglesia fueron como fuertes golpes en el corazón. Todo el pueblo acudió al entierro de su padre, entre lágrimas y 94


tamborazos de la banda del pueblo. Pero Remigia en lo único que podía pensar era que cada acorde, la acercaba más a la libertad. Al sueño de poder desechar esa estúpida promesa. Nadie se atrevió a darle las condolencias porque temían tocarla. Solo el viento lo hacía. Mientras transcurría el tiempo, el dolor se hacía más fuerte y extrañaba a sus padres, la soledad inundaba su vida y su vida pasó como el viento dejando las huellas de un corazón roto. El pasto arde en la ciudadela de la Candelaria. Remigia camina arrastrando los pies cansados de andar por todo el pueblo. Entre sus manos lleva unas flores marchitas y apagadas. El sol pega en su cara quemada y reseca. Sus pies descalzos y sucios de lodo sangran por las piedras filosas. Ella hace un esfuerzo por seguir caminando, algunas veces siente el dolor y se detiene, otras veces no siente nada. El vestido de flores tiene algunos agujeros, pero ya se cansó de remendarlo. Remigia sigue su rutina, así como todos los días. Sale de su casa y camina por las calles; antes de llegar a la iglesia se desvía a la plaza. Se sienta en una banca a esperarlo, voltea a todos lados, mientras las hojas del otoño caen con nostalgia sobre el suelo de cantera. Él nunca llega. Ahora ya tiene cuarenta y cinco años y piensa que solo fue ayer cuando lo esperaba. Después, al caer la tarde, ella grita para que su madre y su padre la escuchen hacia el cielo. Repitiendo —solo el viento me ha tocado madre, solo el viento me ha tocado, solo el viento me ha tocado, solo el viento. 95


Jorge Alberto Montaño Lievanos

México Facebook: Jorge Aml Montaño Twitter: @Lievanos81Jorge

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E

ntre tantas rosas que existen, aquella me cautivaba. Era una rosa igual que todas las demás: roja, fragante y voluptuosa. Pero ella poseía algo diferente; lloraba al amanecer.

Le fascinaba la oscuridad que la vestía en secreto. Adoraba al

silencio que esperaba ser cantado. Observar cómo la tenue luz de las estrellas santificaba el campo la entretenía. El placer del frío tacto de la noche era inigualable. El arroyo que corría al lado refrescaba el aire y la hojarasca en viento sonaba como la orquesta. La noche era la escena perfecta y ella era la protagonista del teatro en donde no había más espectadores que yo. Ella aborrecía que el sol arruinara la magia de la noche. Le ponía muy triste que el rocío mojara su traje de terciopelo. Le desagradaba ver la prisa con la que otras rosas se arreglaban. Ellas no sabían cantar ni bailar; solamente regalaban sonrisas ensayadas a todos aquellos que pasaban de largo. Aunque sea una rosa y nada más, ella creía en que en la vida algo se hace. Por eso, ella me amaba. Ella despertaba a la noche para que juntos crearan una obra de teatro en donde yo era el único presente. Ella ardía para mí; llameaba su propia existencia ante mis pies. Bailaba junto al sereno viento y se arrancaba las espinas para ser abrazada. Sí, ella me amaba. Entregaba su ser al mío porque sin mí ella no podía existir, o eso creí yo. Ahora entiendo. Ella sabía que yo no podía existir sin ella. Ella se dedicaba a mantener la flama de mi vida. Ella se ofrecía como mi mayor 98


placer. Ella me nutría de sí misma. Y no lo sabía...hasta ahora que algún insensible ser ha arrancado mi amada rosa.

Ye Eun KIM

Corea del Sur Twitter: https://twitter.com/media_lima Blog: https://medialimablog.wordpress.com/

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S

ubió al ómnibus y su sensualidad subió con ella. La blusa transparente dejaba adivinar unas formas lujuriosas capaces de despertar pasiones a su paso. Aunque la cara redonda no armonizaba con el cuerpo, un rictus de poder emanaba de la

boca rígida, decidida, y si bien los grandes ojos claros estaban enmarcados por unos párpados maquillados a la perfección, el contraste con la dureza de la mirada era evidente. Ermelina Ataide se acomodó al fondo del pasillo, y se sentó en el último asiento al lado de la ventanilla. A esas horas, el ómnibus recorría las calles desiertas y el conductor no dejaba de mover el espejo para mirarla mejor. Cuando faltaban pocas cuadras para terminar el recorrido, una sola pasajera seguía sentada muy quieta en el último asiento, Ermelina. De pronto, el conductor frenó de golpe y giró la cabeza para contemplar a gusto a la hermosa mujer. Un pensamiento intenso se apoderó de él. Lo haría, ¡claro que lo haría! Ella estaba a su merced, vulnerable, acorralada. Fue en ese mismo momento, cuando la idea se hizo movimiento, que un penetrante perfume invadió el interior del colectivo. La cabeza del conductor cayó sobre el volante. Ermelina, sin apuro, se incorporó, recorrió el pasillo, tomó el dinero de la recaudación y sin mirar al hombre, dijo mientras abría la puerta: —Me bajo aquí.

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ANA MARIA CAILLET-BOIS

Argentina Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois

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