EL NARRATORIO. ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO. 22 DICIEMBRE 2017

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 22 - DICIEMBRE 2017 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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Índice EL TIPO QUE ELONGA PABLO LABORDE 10 ENTRE LOS SEGUNDOS SARKO MEDINA HINOJOSA 14 PENITENTE

EZEQUIEL PRADO 18

DONDE HABITAN LAS ALMAS DE LOS MUERTOS DANIEL FRINI 21 LUNES DE LOCURA JAVIER A.ECHEVERRI AGUDELO 26 CAPAZ DE TODO

MÓNICA ALTOMARI 32

CENIZAS JESÚS H.SANTIVAÑEZ VALLE 35 LOS SUEÑOS DE CLARA OSWALDO CASTRO ALFARO 39 DURO COMO ROCA AUSENCIAS

CARLOS M. FEDERICI 42

ADELAIDA FONTANINI 47

COSAS DEL FÚTBOL

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO 50

BAJO LA ESTACIÓN DE SUBTERRÁNEOS NEDDA GONZÁLEZ NÚÑEZ 55 INSTITUCIONES

LUIS FONTANA 58

VIAJE FINAL YOLANDA SA 60 EL SUJETO

FEDERICA BORDABERRY MAISONNAVE 63

EL NUEVE

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 66

INCIDENTE CHELYABINSK

JOSÉ l.DÍAZ MARCOS 69

LA CLASE DE FÍSICA LETICIA MARINA BAICO 76 EL INFIERNILLO

GUILLERMINA SILVA 80

LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL CERDO NÉSTOR R. GARCÍA 84

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EL ANCIANO EN LA COLINA QUESITOS

MARTÍN SACRISTÁN 88

YOLANDA GIL JACA 93

VAMOS A CANTAR ESTA NOCHE RAÚL ARIEL VICTORIANO 99 SOMBRAS ÁLVARO MORALES 104 EL ARMARIO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 109 EL CASO DE MIRTHA SAUL MARÍA LARRALDE 111 EL FINAL DEL CAMINO

ROGER L.CHICO CABARCAS 114

HACE CINCO MESES Y 17 DÍAS… LORENA N. CANCINO 117 LOS DOS PALACIOS

ANDRÉS DEUS 121

LA CARTA MUERTA MANUEL VICENTE HENRÍQUEZ B. 125 LA CRUZADA OSCURA LUIS BRAVO 129 EL HOMBRE QUE QUISO VENCER AL AMOR ENRIQUE SALDIVAR 133

CARLOS

WHITECHAPEL ÁNGEL Manuel SANTAMARÍA ORTIZ 138 CÓDIGO INCORRECTO ZAMIA ROMERO NIEVES 140 UNA NOCHE CALUROSA ROLANDO JOSÉ DI LORENZO 144 UN DÍA PERFECTO

GERARD KING 148

LO QUE HABITA EN EL DRENAJE

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SPINOHZA 153


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L

as nueve y media de una noche oscura y fría. Y más oscura y fría por lo arbolada que es la cuadra. Y también ventosa, la noche. Conseguí estacionar en la puerta del instituto. Debía hacer tiempo, esperar que Carla terminase su clase de yoga. Le había prometido pasarla a buscar a cambio de que ella se encargase de la comida. Después de diez minutos, y aburrido de jugar con el celular, me puse a mirar a los transeúntes. Parecían ansiosos por llegar a sus destinos. Los relámpagos en el fondo del cielo no auguraban nada grato. Me sorprendió descubrir a un tipo elongando en la vereda de enfrente. Sí: estiraba los gemelos contra la fachada de un edificio moderno, uno de esos que se construyen de la noche a la mañana. En realidad, ahora que prestaba atención, me daba cuenta de que el tipo ya venía elongando antes de que yo apagara el motor. Raro. Demasiado tiempo para ocuparse de un único grupo muscular. Inclinado contra el mármol del frente, el tipo estiraba las pantorrillas hasta quedar en puntas de pie. Daba la impresión de que en cualquier momento lo palparían de armas. Elongaba una pierna, elongaba la otra. Después las dos juntas, y así dale que dale. Volví al celular: jueguitos, mails, agenda / agenda, mails, jueguitos. Facebook, galería de fotos, WhatsApp. El video que me mandó El Oso con la pendeja que acababa de levantarse. Y la curiosidad me obligó a alzar la vista: ahí seguía el obcecado, elongando y elongando. Y también estirando el cuello: movía la cabeza a un lado y a otro, como quien niega. Los aficionados al deporte sabemos que esto se hace para aliviar la tensión de las cervicales. Cambié la radio a una de música clásica. Con Janine Jansen haciendo las Cuatro Estaciones, le mandé un mensaje a Carla preguntándole para cuánto tenía. Sabía que ella no vería el celular hasta que saliera de la clase, pero lo envié de todos modos: una solapada recriminación por esperarla tanto. ¿Y el tipo? Ahí elongando, por supuesto. ¿Cuánto habría pasado ya? ¿Veinte, veinticinco minutos? Nadie elonga tanto. Y entonces algo me sorprende aún más: los faros de un auto que entra en la cochera del edificio de al lado alumbran la vereda, y puedo ver que el tipo que elonga no viste ropa deportiva. Ni siquiera ropa cómoda. No. Pantalón y zapatos de vestir, camisa y cárdigan. Se lo ve elegante ―distinguido―, pero sin la ropa idónea para hacer ejercicio. Una situación, sin duda, muy extraña. Y seguía elongando. Entonces no aguanté más. Entre el aburrimiento de la espera, y la curiosidad que 11


me provocaba el tipo, bajé del auto y crucé la calle en busca de una respuesta al misterio. Sentí las primeras chispas frías en mi pelada. Me fui acercando despacio, como quien no quiere la cosa, y las basuritas que el viento me metía en los ojos no me impidieron advertir que el hombre ―así, hecho un puente como estaba, la cabeza colgándole a derecha e izquierda―, balbuceaba algo. Me pregunté si realmente elongaba, o si le pasaba alguna otra cosa. Y me atreví a ponerlo en palabras: ―¿Estás bien, flaco? Estás… elongando. Y me sentí muy boludo. Desubicado. Un boludo metido, digamos. Él quedó petrificado ante mi presencia, con la cabeza mirando al piso, sin desarmar un centímetro la posición. Y más de cerca, pude darme cuenta de que no balbuceaba: lloraba. Sin saber qué le ocurría realmente, me produjo asimismo una gran compasión. ―Flaco... Fue desarmando la posición hasta terminar de rodillas sobre la vereda. Sin pensarlo, me arrodillé junto a él. ―Flaco, qué pasa… Tendría unos cincuenta y pico, y olía a perfume importado. Se notaba un tipo bien ―y también un buen tipo―, pero que evidentemente andaba en la mala. Levantó la cabeza hacia mí. Los ojos irritados, la boca trémula. Destrozado. ―Qué pasó, flaco… ―le pregunté, y puse, con cuidado, una mano sobre su hombro. Entre sollozos decía algo que yo no lograba entender. Intenté incorporarlo, y él se dejó. De tan flaco, fue fácil moverlo. Y lo erguí, entonces, sobre sus talones. ―¿Te puedo ayudar en algo? ―Tengo que correr el edificio ―dijo, y me clavó los ojos acuosos. Un loco. Miré en derredor, buscando a alguien que me ayude ―a su vez― a ayudarlo. Y ahí estaba Carla, observando la escena desde la vereda de enfrente con cara de pregunta. Le hice un ademán para que cruzara la calle. Cuando llegó hasta mí, me puse el índice sobre los labios, y con la mano libre hice el gesto de telefonear. Le hablé en voz muy baja, casi haciendo mímica: ―Llamá al SAME. Creo que es el 107. *** La ambulancia tardó. Un enfermero gordo con pinta de sindicalista y una médica joven, morocha y flaquita, se acercaron con lentitud. El tipo seguía arrodillado, y yo, en cuclillas junto a él. La médica se agachó a nuestro lado y se dirigió al hombre:

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―A ver ―dijo, en ese tono con que suele subestimarse a una criatura―. Contame, qué te anda pasando. El enfermero medía la situación, aparentemente listo para actuar ante una eventualidad. ―Tengo que correr el edificio ―dijo el hombre, y buscó mi apoyo para levantarse. Juntos quedamos de pie: mi brazo sobre sus hombros, su brazo sobre mis hombros. La médica y el enfermero seguían con atención nuestros movimientos. Carla observaba a unos tres metros. Y, sin que nos soltemos de nuestro abrazo…, ¡otra vez el tipo empezó a elongar! Bah, a elongar, no: ¡a querer correr el edificio! Si lo venía diciendo, pobre tipo. Me sentí un idiota, porque por reflejo y por estar abrazado a él, quedé yo también encaramado en esa extraña posición. Antipática, la médica me ordenó que me apartara. Pero me quedé ahí, cuerpo a cuerpo con el loco. No quise dejarlo. ―Papá ―le dije, mientras le apoyaba afectuosamente la mano sobre la parte alta de su espalda―, no se puede correr el edificio. ―Pero tenemos que sacarlo ―dijo, confiando ―sin duda― en que lo ayudaría. Habló con tal convicción y con ojos tan lúcidos que me cuestioné su locura. Y esta vez la médica fue más brusca: me empujó hasta apartarme por completo y ocupar mi lugar. Ya junto a Carla, ella me contuvo como si fuera yo el aquejado. El loco no le prestaba atención a la médica. O al menos, no parecía convencerse de lo que ella le decía. Un par de veces, él buscó mis ojos. Ya no lloraba, pero seguía muy angustiado. Finalmente entró en acción el enfermero gremialista. Con sorprendente facilidad subieron al hombre a una camilla. Después, a la ambulancia. La médica se quedó con el loco adentro del vehículo, y el enfermero bajó a tomarme unos datos, que asentó en un formulario. Partieron ―sin sirena― hacia algún hospital. Carla y yo quedamos hipnotizados con las luces estroboscópicas, que al alejarse y con la lluvia interpuesta generaban un caleidoscópico efecto visual. Hasta que me regresó de un codazo, y me señaló con la cabeza el cordón de la vereda. Quería mostrarme una baldosa. Conmemorativa: EN MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS DEL DERRUMBE FAMILIARES Y VECINOS PIDEN JUSTICIA Y CASTIGO

Corrimos a guarecernos en el auto, la tormenta se desataba con violencia.

PABLO LABORDE

Argentina

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E

l niño está encerrado en su cuarto. Allí, acurrucado contra la pared, un sudor frío le baja por la espalda. Siente el peso insoportable del arma que sostiene con las dos manos, mientras, murmura una oración sobre un ángel de la guardia y su dulce compañía. El fierro es una automática calibre 38. No puede evitar el temblor en los dedos, por lo que se aferra con más fuerza a la pistola. La agarra como lo haría con una raqueta de frontón, o un helado, o un mando de videojuego. Por una milésima de segundo piensa en arrojarla y dejar que lo maten, pero entonces recuerda que abajo, en el primer piso de la casa, están los cuerpos acribillados de sus padres y de su hermano mayor. De toda su familia. Y es que cuando empezaron los disparos —hace siglos, hace unos segundos tal vez— bajó las escaleras, asustado por el barullo de guerra. A la mitad se detuvo, justo a tiempo para ver como el cuerpo de su hermano, el Chirolo, se convertía en un amasijo de carne informe a consecuencia de la certera lluvia de balas que entró por la ventana y lo arrojó contra los muebles de la sala. El tiempo pareció detenerse, o, en todo caso, hacerse más oleoso, casi estático, lo suficiente como para contemplar a sus padres, mirar su desesperación indescriptible al ver el pecho abierto y expuesto de su hijo mayor de dieciséis años cumplidos. Logró atisbar como sus progenitores se descuidaban en el acto reflejo de tratar de alcanzar al vástago en la caída, solo para recibir ellos también una ola de impactos. Todo ocurrió en esa infinitesimal duda que les hizo desatender las ventanas por donde los tiradores asesinos pudieron acertarles en las cabezas, en los hombros y al final en las espaldas descubiertas con el asombro cortado a tajo. El niño vio todo a sus once años de inocencia de barrio. En el vacío inmenso que siguió, comprendió que sus familiares no se moverían más, no lo abrazarían, ni lo acariciarían, ni aún lo regañarían o corregirían. Se hallaba solo en el mundo a partir de ese momento fugaz en que un instinto oculto en sus entrañas le hizo desatender el cuadro de sangre y vísceras para entrar a la carrera en el cuarto de sus padres y sacar de debajo del colchón el arma con la que ahora apuntaba trémulo hacia la puerta de su dormitorio. Sentía el peligro en sus venas, palpitando en un tuntún vicioso, uniforme, que le llevaba la certeza a su corazón de que allí estaban por entrar los que destrozaron su vida. Estaba lúcido, tanto así que, a pesar del miedo que lo carcomía, sintió la furia animal de los pasos de esos desgraciados subiendo las escaleras. Los segundos pasan lento y entre ellos se puede percibir el polvo estático del tiempo que no se apresura en la oscuridad del cuarto del niño. No se ve casi nada, pero si se presta un poco de atención, el golpeteo de un corazón se percibe como un diapasón in crescendo. Si estuviera prendida la luz del ahorro, o el poderoso sol entrara por las ventanas ahora cerradas, se verían estantes de madera empotrados en las paredes. En medio de sus vacíos utilitarios se encontrarían juguetes mezclados con

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plumones de colores. Los libros de cuentos llamarían la atención por lo usados, los álbumes de figuritas deportivas también saltarían a la vista, confundiéndose con los libros de texto escolares. Paseando la vista por entre los muebles, se hallarían varios polos del Melgar, dispersos entre la confusión de medias y chimpunes. Sin mucha atención se observaría el póster gigantesco de Paolo Guerrero, sonriéndole a su hincha privado. Con algo de atención clínica, se hallaría escondida, en la mesa de trabajo, entre notas y papeles de colores rasgados, una tarjeta de felicitación por el día de la madre, hecho con crayones y letras de molde. Es tan mayo que duele respirar. La realidad se transforma en una foto tridimensional donde el principal fondo es el niño sosteniendo el arma de la seguridad. No logra entender porqué siente esa sensación de protección, pero la acoge con la incertidumbre de que valga de algo por favor, ya que siente los pasos llegando, las voces en susurros estentóreos dirigiendo y buscando en los demás dormitorios. Lo que ignora es que esas voces, tan entrenadas en el hablar sigiloso, son de agentes policiales. Esos tombos mataron a sus padres y a su hermano por algo tan ilusorio como es el dinero. Dinero que es la principal causa por la que se arriesgaron a entrar a mansalva y plomo a ese “hueco”. Lo que también ignora el niño, es que el que va a entrar a su cuarto es el sargento Minaya. En la cara del enjuto y barbudo sargento, se pueden adivinar las preocupaciones mundanas de su actuar. Con algo de atención en las ropas puestas y planchadas con anterioridad, se deduce que es un hombre de familia, o, en todo caso, que tiene una esposa que cuida de su limpieza básica. Lo que sería más obvio es que esa limpieza también trata de borrar de la ropa el aroma de otra mujer, la cual comparte con su consorte el renegar constante del genio irresoluto de Minaya, que nunca se decidirá en qué cama quedarse y que, mientras tanto, tiene que ocuparse en lo económico de ambas. Esas son las mayores preocupaciones suyas en ese momento: cuánto dinero sacará de la jugada y para qué cosas derivar el pago. Suda frío, pero está seguro de su capacidad. Suda tanto como el niño con el que se encontrará dentro de un momento. Pero aún ninguno de los dos se conoce. No saben que ambos están armados y que se apuntarán con sus armas. Lo que sí saben ambos es que la muerte entró en esa casa. Por una parte el niño cree que es por una injusticia increíble, ya que está más que seguro que su familia no hizo nada malo. Para Minaya, lo malo que hizo la familia que acaba de destrozar, no tiene mayor interés. Los padres del infante sí desconfiaban de la maldad del mundo, en especial de los “rayas” y de los otros traficantes de la zona. Por eso a través de los años montaron un negocio de distribución de cocaína muy privado. Tanta era su desconfianza, que el dinero de las transacciones no lo dividían en partes y puntos, sino que lo guardaban en casa. Los policías de la zona supieron de una fuerte movida de 75 mil soles de la última semana. Suficiente para convencer de dar el golpe a siete policías corruptos. En el lapso de patear la puerta de la habitación del niño, uno puede imaginar que

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las cosas no tendrían que ser así. En otra situación el niño estaría caminando hacia la escuela comiendo sus lentejas de chocolate. Al llegar a la avenida Aviación, se detendría y saludaría al sargento Minaya, el cual lo ayudaría a cruzar la vía de alta velocidad. Al despedirse del niño, el agente recibiría unos cuantos dulces en la mano que comería con deleite travieso. En otra situación el niño no estaría apuntando su arma a la cara del sorprendido policía, quién a su vez también le apunta con la suya. Mientras el gatillo es accionado y la bala busca su destino, los ojos del niño miraron fijo a los del policía. Ellos preguntaron: ¿POR QUÉ? En esos ojos se vería, robando tiempo al poco tiempo que transcurre, toda la gama de acciones de venta de droga, de matanzas sin razón. De violencia respondida y revertida, de mujeres que sufren en un rincón, de adictos sin nombre perdidos en hospitales psiquiátricos, de zonas rojas sin justicia y de justicia sin razones. El niño formula todo un mundo de preguntas en el intersticio de los segundos mientras la Muerte baila a su alrededor. Pero no morirá ese día. Y es que los ojos del sargento miraron fijo también a ese niño que se parece tanto a uno de sus hijos, se parece tanto al Manolo, pensó. La vida se jugó en ese instante y quién dudó, perdió. Eso lo comprendió Minaya mientras sentía como la bala le iba atravesando la cabeza de lado a lado. Después de caer el cuerpo del agente en el piso de la habitación, llegó a la realidad del silencio, la alarma intensa de las patrullas a todo sonar que se acercaban. Los vecinos temerosos alertaron a otros policías. Los compañeros del caído escaparon con el botín. Las calles eran de su conocimiento así que el distrito se los tragó en minutos. El niño no lloraba. Las fuerzas lo acompañaron hasta dejar la pistola en el suelo. Luego de eso las preguntas se fueron disipando mientras llega a su corazón ese sentimiento contenido por el miedo que lo acompañará por minutos, horas, días, meses y años: la soledad.

SARKO MEDINA HINOJOSA

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/SarkoMedinaHinojosa/ Mi blog: www.sarkomedina.wordpress.com

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A

manece y bajo un pelotón de nubes negras que marchan rendidas hacia el alba, sale Domingo. Carga una caña sobre el hombro izquierdo y un banquito de tres patas en la mano derecha. Sube los médanos sin perder el ritmo lento y acompasado, como quien se dirige a un duelo con la seguridad de lo inevitable. Se detiene en la orilla, impávido y sumido le otorga una larga mirada al esqueleto del barco que tiene enfrente. Luego de una profunda meditación, clava la caña en la arena, se sienta en el banquito de tres patas, se prende un cigarrillo, y vuelve a posar su mirada en los restos del barco que yacen en el mar. Barco que para algunos es un atractivo turístico y para otros, las evidencias del desastre humano. No pesca, la caña está ahí; tiesa como una estatua. Olas infantes se llegan hasta la orilla besándole los pies, se desentiende de todo lo que pasa a su alrededor: del perro que corre a las gaviotas, de los chicos que juegan a los gritos, de los ruidosos motores de unas motos, de los aviones que rayan el cielo. Cuando la vida condena a un hombre a la soledad este vuelve siempre a la escena donde se dieron los acontecimientos, comentan cuando lo ven pasar. Ya pasaron décadas de aquella tarde y sin embargo el hombre hermético y solitario, se entrega al tiempo, a una pesadilla real y directa, a las pruebas que el mar ha preservado para el propósito de su vida. Cargaba la caña en el hombro izquierdo, el banquito de tres patas en su mano derecha, ella corría con el perro por los médanos, dejándolos atrás a él y a Blanca, su mujer, que llevaba una canasta vieja con sándwiches y refrescos. En la playa, ellos se anidaban en las sombras de los tamariscos, Blanca preparaba el mate amargo y de ahí observaban a Catalina que corría de un lado a otro junto al perro por la orilla, con su pelo negro y largo, con una malla gastada de tanto usarla y los saludaba cada vez que se detenía. Domingo respondía a las insistentes preguntas que Blanca hacía sobre el reciente barco encallado, de procedencia alemana, y el misterio de que nadie al levantarse en el pueblo hubiera visto a ningún tripulante. Todos muertos: repetía Domingo, de una personalidad más realista y sin demasiados interrogantes. Sin embargo Blanca se negaba a que fuera solo eso, dubitativa, intuía que en el barco había otra cosa. ¡El qué, mujer!, decía él impaciente y un tanto receloso de que alguien fuera capaz de pensar diferente. Y chupando la bombilla larga de un mate redondo, Blanca le contaba, pausada, que para ella el barco era una señal, un desenlace, una emboscada. No delires mujer, es un barco más que ha naufragado, le contestaba seco y desdeñoso. Pero ella, que era escéptica por esencia, no creía en las respuestas de su marido y se atrevía a sospechar que algo ocultaba. Fue ese día, el día previo al cumpleaños de Catalina, que corría feliz con su perro 19


por la orilla, que los saludaba agitando las manos, ansiosa por recibir regalos. Un silbido bajó de los médanos, hizo que Domingo fuera al encuentro de tres hombres, ahora vuelvo, explicó. Blanca dejó correr los segundos y trepó el médano para espiarlos, los vio que se alejaban ocultándose en un terreno baldío, y ya no tuvo dudas de que su marido le retaceaba información del barco. Al volver, advirtió que en la orilla Catalina no corría, y que el perro ladraba infatigable en dirección al barco y las olas golpeaban con violencia la proa. Atormentada, Blanca le gritaba al perro que le diera respuestas y este ladraba más fuerte. De repente una masa oscura de nubes empezó a gobernar, y un viento desmañado movió los médanos, Domingo sintió el frío de la soledad y el terror, cuando volvió envuelto en arena. En la orilla ya no quedaba nada, solo el eco de los ladridos del perro, un mate ahogado y nada más. Taciturno, Domingo concurre todos los días a la misma hora, al mismo sitio, al mismo encuentro. Con su caña sobre el hombro izquierdo y su banquito colgando de su mano derecha, se queda estático, como quien reza un infinito rosario. Las horas más humanas de la mañana lo reciben, las horas más benévolas de la tarde lo adormecen, las horas más felices de la noche lo destrozan. Contempla una luz imaginaria que sale del barco y parte. Se levanta, carga la caña en el hombro izquierdo y el banquito de tres patas en su mano derecha, y al emprender el camino de regreso, sabe que cada hombre elige su propio castigo, el de él: la repetición.

EZEQUIEL PRADO

Argentina

Twitter: @lossietelocos7 Facebook: Ezequiel Leonardo Prado

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¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado. Domingo Faustino Sarmiento, Presidente de la República Argentina entre 1868 y 1874

T

emprano en la mañana, Teneri jugaba en la tierra guadalosa y santa del Aguará. Detrás de él, bajo un toldo —un techo de pieles, carandilla y cardón, que cerraba el espacio entre dos talas— su madre colgaba las pertenencias usadas durante la noche, mientras amamantaba al último de sus hijos. Al oriente, el cielo era triste y una neblina desdibujaba al inmenso Impenetrable. Los toldos dispersos trazaban un gran círculo alrededor de un claro muy amplio; bajo urundays, algarrobos y quebrachos; entre chañares y ucles. Sobre una loma baja, en el centro del descampado, un rancho hacía de templo en el que habitaban Kasogonagá, el dueño de las tormentas; el Jesús que había llegado con los franciscanos y Pedro, karashe de los kom de la Reducción. Al pie de la loma, un espacio abierto servía de pista en la que los mayores habían pasado la noche bailándole al trueno, para que trajera a los dioses de nuevo a la Tierra y les devolviera la vida a los indios mal muertos por los blancos. Eran más de mil y los había, también, de otros parajes, algunos mocovíes e, incluso, criollos correntinos y santiagueños. Estaban allí para rogar que Tata Dios llevase a buen término la huelga de los dueños de la Tierra. La l`toxoyeq hablaba en komleq; no en la castilla. Su voz apenas se oía. No tenía edad y parecía sin carne entre su piel y los huesos. Estaba sentada en un viejo sillón forrado con cueros, bajo las ramas de un quebracho, y rodeada por el grupo de antropólogos. La tarde caía. Hacía frío y una gran fogata desdibujaba las sombras del día y pintaba carmines en las caras de todos. La vieja agitaba su mano afirmando sus dichos. Las cámaras grababan, mientras el lenguaraz traducía: «…todo el Gualamba era nuestro. El monte era nuestra casa y nos daba la miel de las meliponas; la carne de pecaríes y guazunchos, los cueros de la iguana, la madera de los árboles, y las medicinas para nuestros males. Cuando vino el hombre blanco nos hizo la guerra. Mucho peleamos, pero los naroqshe ocuparon las tierras y mucho nos mataron.» Con el alba, hombres y mujeres volvieron a sus toldos después de una noche de rezos y bailes. Las voces se apagaron de a poco. A Teneri le pareció escuchar el ruido de un motor. No le dio importancia y siguió jugando. Sin embargo, el motor volvió a sonar más cercano. Las visitas de vehículos no eran raras, pero siempre eran un acontecimiento; y el monte las avisaba algunas leguas antes. 22


El sonido era distinto. Parecía venir del norte, desaparecía, y luego sonaba del lado del sol. Teneri se incorporó y levantó su cabeza, tratando de adivinar el rumbo. Algunos adultos hicieron lo mismo. —¡Allá! —gritó alguien —¡Avión viene! «Los kom nunca tuvimos policía ni jueces. Los blancos trajeron jueces, policías, soldados y abogados. Nos fueron a buscar al monte y dijeron que ahora eran de ellos las tierras que siempre habían sido nuestras, y que teníamos que irnos a las Reducciones. Nos llevaron a pie durante muchos días, arriados como vacas. Si uno se cansaba, un soldado sacaba el sable y le cortaba los garrones. Y ahí quedaba uno nomás, vivo y desgarronado en medio del monte. Las osamentas deben de estar ahí, todavía». El biplano llegó desde el sur. Pasó rápido y bajo, realizó un giro muy amplio y enfiló otra vez hacia el campamento haciendo un saludo con sus alas. Niños y adultos respondieron agitando sus manos. El avión volvió por tercera vez. Desde tierra vieron que el segundo tripulante traía, ahora, algo en sus manos; y lo arrojó al pasar sobre los toldos. Las bombas incendiarias estallaron en el monte y el fuego comenzó a devorarlo todo. Desde las carpas, niños, mujeres, hombres y ancianos, algunos en llamas, corrieron al descampado uniéndose al espanto de los otros. Entonces, comenzó la metralla. «Nos trajeron a vivir acá. Hicieron leyes que nos obligaban a quedarnos encerrados en la Reducción, como en un corral. Nomás nos venían a buscar para ir al algodón, a hachar el quebracho o a cuidar vacas de los gringos. Después nos traían de vuelta. En el mientras tanto, nuestros hijos se quedaban acá, separados de nosotros. De no ser para eso, de la Reducción no nos dejaban salir. Si alguno se salía, lo consideraban fugado y le aplicaban la ley de vagancia. Lo mismo al que agarraban mariscando en el monte. Cada tanto se veía un kom ahorcado de los quebrachos, con las orejas cortadas, porque lo acusaban, como ser, de robar una vaca. Me recuerdo que el comisario de Quitilipi ordenó que le cortaran un pie a un indio que cruzó un campo recién sembrado». En la hora siguiente, policías y estancieros que habían rodeado el campamento durante la madrugada, dispararon sus Mausers y Winches. El avión siguió sobrevolando, mientras el acompañante tiraba sobre los que huían hacia el monte. Cuando se acabaron las municiones, el comisario ordenó a degüello; sin perdonar, por las dudas, ni a muertos ni a heridos. Algunos indios trataron de oponerse con sus machetes; pero era un gesto inútil contra una tropa embotada de caña

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paraguaya, la promesa de una paga suculenta por cada par de orejas, y un asado para toda la milicada, al terminar la jornada. —¡Entréguense y les perdonamos la vida! —gritaba el comisario. Los pocos sobrevivientes, aterrorizados, se rindieron. Los sentaron y los ataron con alambres de púas. A Pedro y a algunos líderes de otras comunidades, aún vivos y delante de los demás, los caparon a machetazos y los empalaron. «Nos decían vagos, ladrones, borrachos y sucios. En el juzgado de paz había un cepo que siempre tenía manchas de sangre, gastado, liso y brilloso de tanto indio castigado. El Juez decía que servía para ablandar y para advertir al indio de que debía dejar su independencia y su dignidad en la puerta, porque en el juzgado tenía que obedecer y callar. Una vez el comisario vino a la Reducción. Buscaba a un indio que había carneado un animal de un estanciero. Lo ataron a un algarrobo y lo castigaron cincuenta veces con un teyuruguay de cuero crudo. Después, el comisario dijo «¡Estírenlo bien con los maniadores! ¡Ni aunque grite no le aflojen, vamos a ver al malo!». Más tarde se lo llevaron y lo tuvieron como dos meses en un calabozo de vara y media de largo por una de ancho, sin darle ni cobija para descansar del castigo. Yo nunca pensé atar a un árbol a una persona blanca, por muy malo que el haya sido con nosotros.» Después, las tropas degollaron a los prisioneros. Con furia, desencajados. Festejaban cuando las embarazadas, los niños que ni siquiera caminaban y los ancianos centenarios trataban de tomar aire, con las gargantas abiertas. A todos les cortaron las orejas; testículos y penes a los hombres, y los pechos a las mujeres. El comisario se llevó estos trofeos para exhibirlos en Quitilipi, en muestra de su guapeza. A treinta huelguistas los obligaron a tirar los cuerpos, algunos con vida, en el pozo de agua de la Reducción. Cuando se llenó, les hicieron cavar tres fosas grandes y tirar más cuerpos. Al final, ni siquiera esto fue suficiente. Entonces, los obligaron a amontonar cadáveres en varias piras y rociarlos con kerosén. Luego de degollar a estos treinta y tirarlos en las piras, los policías las encendieron. Los ancianos dicen que los fuegos se vieron durante varios días. «Nos dejaban cultivar alguito de algodón. Muy poco nos pagaban por eso y por el trabajo en el obraje. Y no nos daban plata, solo mercadería para la olla donde todos comían. Vivíamos muchos en poco lugar. La vinchuca ya daba vueltas por nuestros toldos. Cuando llovía, ni comida nos traían. Éramos esclavos de la lluvia y a veces de sed moríamos. Una vez, el gobernador Centeno mandó a decir que nos iban a pagar menos todavía. Pedro y los ancianos se le quejaron, pero él nunca hizo nada. Nuestros hombres querían dejar la Reducción y volver al monte, o irse a otras provincias donde pagaban más, pero prohibieron que salgamos de ahí, como no fuera para ir a los obrajes de los criollos». 24


Algunos se internaron en el monte, desesperados. Corrían, se caían y se arrastraban entre cadáveres y estampidos de las armas. Estuvieron huyendo durante días, sin comer y sin agua. Tres meses estuvieron cazándolos. A los que encontraban, los trataban igual que a los de la Reducción; pero a las jóvenes, ahora con más tiempo, las violaban todos los integrantes de las partidas de caza, las degollaban luego y las dejaban para alimento de los carroñeros. A unos cuarenta niños pequeños, vivos de milagro, los entregaron a los colonos, como mitaí, para trabajar en sus campos a cambio de comida y alguna ropa. Solo unos diez de los mil, lograron cruzar el cerco y perderse entre los habitantes de otras Reducciones, obligándose a olvidar para sobrevivir en tierras que ya no les eran propias. «Entonces, empezó la huelga del veinticuatro. Estuvimos muchos días sin ir a trabajar. Los gringos se quejaron al gobernador, y nos acusaban de que les quemábamos los sembrados, robábamos hacienda y carneábamos los animales. Mucho nos amenazaron, pero Pedro decía que la Serpiente Arcoíris nos protegería de las armas de los naroshque, si bailábamos con él. Toda la noche bailamos, pero al otro día el gobernador Centeno nos mandó la muerte.» En medio de la matanza, Teneri apeló al silencio. Una bala de Mauser le reventó la pierna cuando empezaron a tirar. Se mordió los labios para no llorar cuando su madre, aún con su otro niño en brazos, logró tomarlo de los pelos y arrastrarlo unos cien metros monte adentro, en medio de la balacera. Las espinas le marcaron toda la piel. A él, a su madre y a su hermano los mató el hombre que disparaba desde el avión. Hace dos o tres años, un arado que horadaba la tierra, ahora dedicada a la soja, dejó su cráneo al descubierto. Nadie se dio cuenta.

DANIEL FRINI

Argentina

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E

l despertador, indiferente a los placeres mundanos, aulló su infernal sonido metálico. Jorge Espuelas abrió los ojos. Deseó estar muerto, si bien el dolor de cabeza y los vértigos le recordaron la realidad de la vida mortal. Tras otros cinco minutos en la cama reunió la fuerza necesaria para mover su cuerpo flácido saturado de alcohol. Tomó una ducha, bebió tres vasos con agua e ingirió un medicamento que prometía lo imposible: curar la resaca. El ritual de Jorge Espuelas cada fin de semana consistía en beber alcohol como si fuese agua y luego maldecir al mundo. Esa era la vía de escape al trabajo rutinario y aburrido que señoreaba su vida de lunes a viernes. «Malditos lunes», pensó. El inicio de la semana le hacía sentir enfermo y miserable, y ese lunes todo fue a peor. Al despertar, Jorge se dio cuenta de que la vida seguía ahí. Y su mente por fin se quebró. Creyó haber soportado una existencia saturada por estúpidos durante eones interminables. Estaba harto. —¿Diga? —Jorge Espuelas atendió su teléfono celular. —¿Cómo amaneciste, mi amor? Ayer estabas muy borrachito. Espuelas dibujó una mueca de fastidio en el rostro. Lo último que deseaba esa mañana era prestar atención a su novia. —Amanda —dijo—, ¿podrías hacerme un favor? —Lo que el príncipe desee. —Vete al demonio. —¿Perdón? —No vuelvas a buscarme —gruñó él—. Haz de cuenta que no existo. —¿Pero Jorge, qué te sucede? —Solo déjame en paz. —¿Es otra mujer, no es así? —preguntó entre lágrimas la novia ofendida. —En absoluto. Se trata de la misma —respondió él—. No te soporto. Ni a ti, ni a tu maldita zalamería. Fueron en vano las súplicas humillantes de la novia. Aquel sujeto no se dignó a dedicarle un minuto más; mucho menos le importó que ella le hubiese brindado cinco de sus años jóvenes. Jorge Espuelas permaneció una hora entera en silencio, inmóvil; sentado en el sofá de su apartamento. Contempló la vida. Concluyó que no valía la pena vivirla. Había disfrutado del cariño infinito de padres amorosos, había estudiado, había peleado; había besado y hecho el amor. Y disfrutado de lujos y confort. Nada le resultó suficiente; nada le pareció real. Tomó el revólver que había dejado en la mesa de centro la noche anterior y lo puso contra la sien. «No, no vale la pena», se dijo. «La vida es una mierda, pero… ¿quién garantiza que la muerte no lo es también?». Eran ya las nueve de la mañana. Tenía una hora de retraso para llegar al trabajo. Espuelas jamás había llegado tarde a la oficina en sus dos años como empleado de una prestigiosa firma programadora de software. Nunca en la vida se permitió cosa

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diferente a una puntualidad exasperante, pero ese lunes la responsabilidad y la puntualidad le produjeron náuseas insoportables. Marcó su ingreso a la empresa a las diez de la mañana. No alcanzó a tomar asiento en el cubículo cuando su jefe le ordenó presentarse ante él: —Jamás había usted llegado tarde, señor Espuelas —dijo el sujeto. El tono de su voz, tal como la oficina imponente, se habían diseñado para intimidar—. Le haré una anotación en la hoja de vida laboral y eso será todo, pero si esto se repite… Jorge, cualquier otro día, había de ofrecer disculpas a su jefe, pero ese lunes no era uno cualquiera: —¿Qué? —gruñó—. ¿Qué pasará si llego tarde de nuevo? —Será suspendido sin sueldo por una semana. Y si reincide, será despedido. —Métase su anotación por el culo. —¿Pero quién te has creído, infeliz? —El rostro de Jaime Gómez adquirió una tonalidad roja intensa—. Esto lo informaré a recursos humanos. Espuelas siempre fue adulador a tiempo completo de sus jefes. Jamás les gruñó un no. Todo el tiempo les sonreía, si bien para sus adentros los odiaba. Y el jefe del departamento de soluciones ofimáticas, a quien consideraba un lameculos, no era la excepción. Jorge se permitió en ese momento expresar todo aquello que siempre ahogó en su corazón ennegrecido: —Doctor Gómez, lleve por favor este mensaje a recursos humanos. El jefe de Espuelas cayó con brusquedad al piso. Sangre le brotó del rostro. —Mi nariz. —Se lamentó—. ¡Me rompiste la nariz! —Agradezca que no le reventé las pelotas. —Jorge sonrió—. Pero no le quepa duda de que lo haré si vuelve a meterse conmigo. Y considere esto mi renuncia. Jorge Espuelas no se molestó en recoger las pocas pertenencias personales que guardaba en el cubículo. Salió raudo del edificio, luciendo una sonrisa del tamaño de los Andes en aquel rostro blanco. Encendió su automóvil y condujo como si anhelara aniquilar el acelerador. Ignoró tres luces rojas y casi provoca dos accidentes, hasta que se vio obligado a detener la marcha al llegar a un embotellamiento. No se había percatado, pero un policía de tránsito le seguía: —Ni usted es piloto de fórmula uno —dijo el policía al bajar de la motocicleta—, ni las calles son un circuito de carreras. Enséñeme los documentos del vehículo y su licencia de conducir. —Ja, ja, ja. —Jorge Espuelas sonrió con sarcasmo—. ¿Eso fue un chiste? No se le ocurra dejar su miserable trabajo para dedicarse a la comedia. —Déjese de payasadas, tarado —replicó el agente—. Enséñeme los documentos. —No escuché un por favor… El policía perdió los estribos. Desenfundó su arma de dotación y apuntó a la

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cabeza de Jorge Espuelas para ordenarle descender del vehículo. —Está bien —dijo él—. Solo bromeaba. Espuelas entregó los documentos solicitados. El policía se tranquilizó. Enfundó el arma y los revisó al detalle. Se dispuso a levantar una infracción al irritante ciudadano, pero este decidió aprovechar un descuido suyo para golpearlo en las gónadas. El policía cayó. Jorge se apoderó del arma y disparó a los neumáticos de la motocicleta del agente del orden ante la mirada impávida de un par de transeúntes. Le robó el teléfono celular y el radio, y le apuntó directo a la cabeza. —Una sola palabra —gruñó Espuelas— y le vuelo los sesos. El agente permaneció inmóvil. Razonó que no valía la pena arriesgar la vida y que alguno de los transeúntes daría aviso a sus compañeros. Jorge Espuelas, antes de emprender la huida, propinó al policía una fuerte patada en la cabeza, dejándolo inconsciente. Abandonó su automóvil y corrió por los callejones estrechos en el centro de San Mártir, hasta perderse entre la multitud. Adquirió ropas de gente humilde en un almacén que vendía prendas de dudosa calidad y procedencia para disfrazarse de joven de estratos bajos. Incluso vistió una fea gorra negra para ocultar su peinado. Así no lo reconocería la fuerza pública. Aquel sujeto vagó toda la tarde por las calles abigarradas del centro de San Mártir. No podía regresar a su apartamento. Era seguro que la policía lo esperaba allí para detenerlo. Tendría que empezar de nuevo en otra ciudad, por lo cual decidió despedirse por todo lo alto del lugar en el cual nació y creció. —¿Qué bebe, caballero? —preguntó el mesero. —Vodka. Traiga una botella. Esa noche de navidad se contaron pocos hombres lujuriosos en el burdel. Espuelas fue uno de ellos. Decidió pasar unas horas en el prostíbulo más anónimo de la ciudad. —¿Podría hacerme un favor? —preguntó al mesero cuando este le sirvió la botella de licor—. Dígale a esa mujer que la quiero en mi mesa. —Espuelas pagó por el vodka con un billete de cien estelas—. Y no se preocupe por el cambio. Es para usted. El mesero sonrió. Le habían otorgado una propina de cincuenta estelas. Con eso había librado la noche de trabajo. —Como usted ordene, caballero —dijo a Espuelas—. Ya la traigo. Y muchas gracias por su generosidad. El mesero obedeció. Se acercó a la prostituta para conducirla a la mesa del dadivoso desconocido. La mujer era alta y bonita, aunque su cuerpo gritaba al mundo un par de visitas al quirófano. Y su rostro, si bien poseedor de cierto toque angelical, decía a todo aquel interesado en escuchar que su portadora padecía una vida de excesos. —Hola —dijo la prostituta al tomar asiento—, ¿quieres que te consienta esta

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noche? —Por ahora solo quiero compañía —respondió Espuelas—. Esto es para iniciar. —Le entregó un billete de cincuenta estelas—. Pórtate bien conmigo y pagaré mucho más. La mujer accedió. Ambos permanecieron en silencio por unos treinta minutos. Espuelas no le preguntó nada; tampoco le insinuó ansias de sexo. Solo bebió sin ofrecerle un trago. Ella no comprendía aquel comportamiento extraño. Encendió un cigarrillo para no caer dormida. —¿Sabes qué me gusta de las putas? —El hombre rompió su silencio—. Con ustedes no he de esforzarme. No es necesario fingir que me interesan sus vidas. —Si tú lo dices… —Por esa razón me agradan —insistió Espuelas. Había consumido la mitad del contenido de la botella—. Con ustedes obtengo exactamente lo que deseo: sexo. Nada más. Nada de amores insulsos y promesas vacías. —¿Vas a querer acostarte conmigo o no? —La mujer se impacientó—. Si no es así, preferiría devolverte las cincuenta estelas y regresar al trabajo. —Tienes razón. No hay motivo para permanecer en este lugar más que el sexo. Jorge Espuelas y la prostituta se levantaron de la mesa luego de que el sujeto bebiera tres tragos de vodka uno tras otro. Se dirigieron directo a la parte trasera del burdel. —Son cincuenta estelas —dijo la mujer luego de asegurar la puerta de la habitación. —Toma cien. —Espuelas le entregó el billete—. Quiero que me mimes. —Tus deseos son órdenes, bebé. La mujer se desnudó frente a su cliente. Reveló unos senos y nalgas voluptuosas, si bien artificiales, a quien había pagado para disfrutarlos. Espuelas, mientras bebía directo de la botella de vodka, la miraba con indiferencia. —¿No vas a desnudarte, cariño? —preguntó ella al intentar palpar la hombría de su cliente, quien no lo permitió—. Podría ayudarte si lo deseas. —Soy un poco tímido —respondió él—. ¿Te importaría apagar las luces y darme la espalda mientras lo hago? La mujer sonrió. Accedió. Giró su cuerpo hacia la puerta de la habitación para dar la espalda al cliente. «Lo ha de tener diminuto», pensó. Transcurrieron segundos efímeros, pero no escuchó que él estuviese listo para la acción. —¿Ya te quitaste la ropa, bebé? —preguntó ella. Espuelas no se había desnudado. Solo permanecía en pie tras la prostituta. En la oscuridad de la alcoba pudo distinguirse un débil destello metálico. —Llevas una vida de mierda —susurró Jorge Espuelas—. Yo te libraré de ella. La prostituta no tuvo tiempo para reaccionar. El cliente la sujetó con su

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poderoso brazo derecho y luego le cortó el cuello con un puñal de carnicero que sostenía en la mano izquierda. Ella no pudo emitir sonido de alerta alguno. Solo balbuceos inaudibles de dolor. El alma inerte cayó al piso, desangrada. Jorge Espuelas encendió las luces de la habitación y, para su fortuna, las ropas que vestía no fueron manchadas con la sangre de la mujer. Con mucho cuidado se acercó a la masa de carne seca que instantes atrás había sido una mujer deseable y la madre de dos niñas pequeñas por las cuales velaba. Hurtó del cadáver todo el dinero de la cartera, incluidas las ciento cincuenta estelas que él le había cancelado. Apagó las luces de la alcoba y huyó sin prisa del burdel. Horas después, al volante de un automóvil robado, Jorge Espuelas había de recordar el momento en el cual le cortó el cuello a la prostituta. Sonrió. Aquella acción le proporcionó un extraño placer que rayaba en lo sexual. Y devolvió a su espíritu los deseos de vivir. Después de todo, tenía cientos de ciudades y pueblos a su disposición a lo largo y ancho del país. Millones de mujeres indefensas esperaban por él.

JAVIER ALEXANDER ECHEVERRI AGUDELO

Colombia

Web: www.jaecheverri.com Twitter: @elJAEcheverri

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F

acundo me maltrata me dice y yo no sé muy bien qué creer porque lo conozco y sé que no es un violento. Ella, consciente de mis dudas, redobla la apuesta y me mira con los ojos húmedos por la pena. Yo me quedo colgado viendo como una lágrima le baña la mejilla pecosa. Siempre me gustaron sus pecas; cuando era chiquita tenía más y se enojaba cuando Facundo le decía que tenía caca de mosca en la nariz. Era hermosa de chica, bah, es hermosa, a pesar del rictus amargo que últimamente tiene en la cara. Él nunca actuó así me dice en algo anda, viene todos los días con olor a perfume barato y el otro día le encontré pelos rubios en la campera. Estoy segura de que anda con otra y que es alguien del bar. Está siempre en el bar. Le contesto que está siempre en el bar porque trabaja ahí y ella me mira decepcionada, como cuando se peleaba con Facundo y yo no la defendía. Vivíamos cerca de las vías del tren y lógicamente los chicos del barrio teníamos prohibido ir a jugar ahí, pero aquel verano fue distinto, la vieja de Laila, que era la única que solía estar en casa para mirarnos a todos, había conseguido trabajo y nosotros andábamos solos. La bandita había quedado reducida a tres, el resto estaba en el mar o en la sierra disfrutando. Nosotros nos íbamos a caminar por la vía, saltábamos los durmientes, el que pisa piedra pierde. Cuando pasaba un tren le tirábamos cascotes, el que le pega gana. Nunca ganábamos nada, hasta aquel día en que ella nos dijo: El que salta más lejos es mi novio. Me sentí ilusionado porque me gustaba desde segundo grado. Me acuerdo que lo miré a Facundo, pero él ni me miró, solo tenía ojos para ella y yo en ese momento me dije que tenía que ganar, que tenía que evitar que Facundo le hiciera las mismas cosas que le hacía a la retardada de la hija del almacenero. Competimos. Facundo saltó y ella puso un yuyo que arrancó del costado de la vía para hacer la marca, yo me esmeré en mi salto y pasé con creces el yuyo. Le dije: ¡Gané! contento, pero ella con una sola frase me mató la alegría: Esta vuelta sola no vale, es el mejor salto de tres. Facundo sonrió y yo no discutí. Volvimos a saltar, ganó Facundo. Saltamos de nuevo, iguales. Desempatamos, él salta perfecto, yo me caigo. Le digo que no vale, que me dé otra oportunidad. Laila me dice que sí valió y que ahora Facundo es su novio. Se acerca a mí, me toca el brazo, me dice: ¿Vos no viste nada? No puede ser que trabajando en el mismo lugar no sepas nada. La verdad es que yo sé. Sé que se llama Natalia, que atiende las mesas, que es muy joven, que Facundo está muerto con ella y que se encierran en el depósito. También sé que no le llega ni a los talones a ella, pero no se lo digo, porque la quiero a ella pero también lo quiero a él. Ahora somos novios le dice Laila a Facundo y se acerca para darle un beso en 33


la mejilla. Facundo le corre la cara y la besa en la boca, ella se pone roja, lo aparta y se pone detrás de mí, como cuando en el colegio provocaba a pibes más grandes y después tenía miedo de que le pegaran. ¿No era que éramos novios?, le pregunta Facundo enojado. Los novios no se besan en la boca el primer día, le contesta ella. Eso es una taradez, te hacés la grande, pero sos una nenita. Facundo empieza a caminar, me dice: Vamos. Y yo me quedo como ahora, pensando en si seguirlo a él o permanecer con ella. Lo que me cuentes, queda entre nosotros —insiste― entendeme, yo necesito saber a qué me enfrento. Me costó mucho armar esta familia, vos lo sabés mejor que nadie. Me mira con ojos suplicantes y me acaricia la mano y yo me detesto a mi mismo por lo mucho que me gusta sentir su mano sobre la mía. ¿Te vas a ir con él? ¿Me vas a dejar sola? Me siento confuso, intento descifrar que pasa en esa cabecita, entender por qué llora, por qué no me quiere a mí, por qué lo quiere a él y entonces viene el tren y yo la miro y pienso que me gusta tanto que por ella sería capaz de acostarme en la vía y dejarme atropellar, pero me doy cuenta que no vale la pena. Le digo: Yo no me meto en peleas de novios, y me voy detrás de Facundo. Laila nos grita tarados y otros insultos que son apagados por el sonido de la locomotora. Ella me mira como si con los ojos pudiera pasarme por un detector de mentiras, yo le sostengo la mirada, tengo ganas de decirle: Yo no me meto en peleas de pareja. Pero en lugar de eso le cuento que no vi nada raro, que en el bar hay mucho laburo, que Facundo está muy cansado, que él la quiere. Rescato mi mano, le sonrío, le digo que se hizo tarde y tengo que ir a trabajar. Laila me acompaña hasta la calle, no se rinde, me mira suplicante, me abraza. Yo me desprendo de ella con delicadeza y le doy un beso en el pelo. Me voy. La dejo sola, como aquella tarde, al costado de la vía.

MÓNICA ALTOMARI

Argentina

Twitter: @MonicaAltomari

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LA AMANTE

C

uando le conocí yo era apenas una chiquilla y él, todo un varón quien supo conquistarme. Era de brazo firme y despertaba la envidia de las demás mujeres del orbe, las cuales morían por estar en mi condición. Esposa de Focio, me decían, eres privilegiada. Y yo empinaba hacia lo alto la cabeza y caminaba orgullosa de ser su mujer. Focio me desvirgó con el talento que solo ostentan los grandes amantes, pensando más en mí que en su propia satisfacción. Gracias a su paciencia de genial enamorado conocí el universo desperdigado y confluyente aquí, en la calidez de mi vientre. Cabalgaba encima de él como potranca salvaje y era una dama recatada cuando compartíamos la vida social de Atenas. Ahora que lo he perdido, él ha de nacer dentro de mí. Loca, me han compadecido, individuos que antes me envidiaban. Me han envilecido de demente y es que ellos no saben lo que de verdad constituye el amor. Aquel genuino amor: poesía y canto de entrega y sacrificio. Me tienen lástima al verme arrodillada en el fango, tragando amasijos de barro mezclados con polvo de cosmos; y es muy triste, porque en verdad, desde mi posición humillada, yo soy la que les compadezco. Mi gran general había sido condenado a la muerte sin ningún miramiento y yo presencié su largo suplicio, mientras que para los demás no se trataba más que de un simple espectáculo. Primero le hicieron pasear por plazoletas, mercados y parques, exagerando una a una sus faltas, al tiempo que el pueblo le propinaba escarnios a diestra y siniestra. Luego expusieron sus miserias al viento y al sol, a la par que sus antiguos subordinados en armas, construían una pira colosal. Así fue empujado mi Focio, a cumplir con su última condena. Trastabillante y con la cabeza gacha empezó a desfilar. Ya para entonces, mis lágrimas eran inútiles. Yo sentía su dolor y me creía morir junto a él. Uno de mis esclavos, incansablemente, me consolaba acariciándome la espalda, mientras que la multitud enardecida, gritaba a voz en cuello la sentencia del fuego. Con valor, alcé los ojos y él me clavaba la mirada directo al alma. Orgullosa sentí un gran contacto con Focio, entonces la muchedumbre desapareció y solo existíamos nosotros dos. Cuando el fuego empezó a rechinar las carnes, el pueblo se quedó en silencio. Querían escuchar sus gritos, sus súplicas, la miseria y el perdón. Pero cualquier esfuerzo fue inútil, mi amado nunca amilanó. Seguía clavando sus ojos en los míos y ambos fuimos alquimia de pasión. Yo fui su fortaleza y él, mi sostén. Cuando el fuego se consumió por completo, en apariencia, Focio había muerto. Solamente yo sabía que él aún existía en un rincón del universo.

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EL AMADO

H

e tenido muchas mujeres, pero ninguna como mi esposa y amante. Cuando la miro a los ojos me siento desnudo, desprotegido; consumido por un fuego interior que por entero me abrasa. Ante ella soy dócil como un chiquillo en la edad inocente, mas en sus senos y en su vientre, siempre encuentro la fortaleza. Quien la viera, reservada dama, no sospecharía el fuego de mujer que lleva dentro. Ella era la que me guiaba en los malabares del amor. En cada encuentro inventábamos una nueva forma de unirnos y con su piel la travesura se convertía en aventura indiscutible. Pero lo que más recuerdo y lo que sí voy a extrañar es el solazar en su regazo. En su costado me sentía desarmado e indefenso, natural, pero cosa rara, también me sentía preparado para la guerra. Yo, Focio, General de la Gran Atenas, he sido cruelmente condenado. No merezco el maltrato al que se me ha expuesto. Desde anoche he sido encarcelado en la penumbra de las mazmorras violentas y mi cuerpo ha sido enarbolado al suplicio. Inútil es hacer comprender a mi verdugo que actué por el bien de nuestra patria aunque hayamos perdido. Hay momentos en que desfallezco y conozco el silencio, la quietud, la calma. Luego despierto con torrentes de agua polar y vuelvo a sufrir. Si he de confesarme, lo acepto: Tengo terror a la muerte. No soy un débil. Sin miedo a equivocarme, puedo sostener ante cualquiera que soy un valiente. No en vano he sido nombrado responsable de las más temerarias campañas en las que se ha enfrascado nuestra nación. Pero mírenme aquí, desnudo, desfilando con los pies renqueantes hacia la muerte, temblando como animal indefenso. Sin embargo, no juzguen a mi miedo como ordinario. No creo en condenas en el más allá, ni a semejanza del vulgo, tiemblo ante el hecho del sufrimiento corporal, ni espero con ansias el término de este vil suplicio. No lloro por el abucheo de la grey. Me tiene sin cuidado lo que la masa opine. Ya hace mucho tiempo que he superado sus prejuicios. Quizá ellos en mi lugar, se hubieran salvado a la condena, pero eso implicaría actuar de manera inmoral. Ninguno entiende que la derrota fue nuestra salvación. Si hubiera procreado hijos, me dolería el no verlos crecer. Ahora solo sufro por mi mujer. Tengo miedo a perderla y condenarme a la ausencia de su cuerpo, a la lejanía de su espíritu, a la nulidad de su amor. Ahora levanto los ojos y ella me sostiene la mirada. El pueblo quiere escuchar mis quejas y no les voy a satisfacer. Me consumo en el fuego implacable que soporto con la ayuda de los ojos de mi valerosa mujer.

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ATAÚD

Y

a muchos se han retirado, el espectáculo ha acabado. Pero tú, incansable amante, te quedas para el meticuloso funeral. Sus cenizas son infinitas, pero paciencia es lo que te sobra porque desparramas amor. No dudas en inclinarte al lodo. Incapaz eres en desfallecer. Mezclas con lágrimas las partículas de tu amado y las depositas dentro de ti ¡Oh noble Focio, quién tuviera tu dicha, quién tuviera el honor de ser sepultado en tan hermoso ataúd! La noble esposa de Focio come, una a una, las cenizas desperdigadas de su amor.

JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE

Perú

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D

esde el comienzo, Clara fue la única que tuvo seguridad sobre el asunto. Cuando el óvulo materno fue fecundado y se produjo el intercambio genético, su destino de género quedó decidido. Era mujer y el tiempo lo confirmaría. A veces su madre mencionaba los juegos hechos con su marido para adivinar el sexo que tendría, así como la alegría de los parientes cuando vieron que en la ecografía el feto no mostraba pene. Del mismo modo, su padre refrescaba la lista de nombres pensados para identificarla en la vida. El esfuerzo fue estéril porque al final optaron por lo más fácil. Si nacía hombrecito, se llamaría Andrés como él y si fuera niña el escogido sería el de su cuñada, la misma que se había impuesto en el madrinazgo futuro. Clarita, así le decía su mamá, siempre se portó bien y nunca causó problemas mayores. Al enfermar su madre enfrentó el primer desafío, acompañándola la semana de enfermedad. No quiso angustiarla más y, sufriendo en silencio, fue testigo ansiosa de su recuperación. Como no pudo ser de otra manera y, siendo tan estrecho el vínculo que las comprometía, se contagió solidariamente. Salió airosa del trance y siguió creciendo fuerte y sana. Ambas sobrevivieron a la virosis padecida y, según los médicos que las atendieron, ganaron el duelo a la infección. Su madre no quedó muy convencida con las aseveraciones de los especialistas y temió que padeciera complicaciones futuras. Sea como fuere, Clara ignoró la culpabilidad trasmitida y agradeció los mimos, cuidados y amor recibidos. Clara, al ser la primera de la lista que su madre procrearía, ejercería su condición de primogénita y la usufructuaría en el bienestar de sus hermanos. Sin embargo, era consciente que aún no tenía edad suficiente para desempeñar el rol asignado. Nunca dudó del hogar que satisfizo sus expectativas a cabalidad. Tal como sus hermanos corroborarían luego, sus padres se esmeraron en proveerles lo mejor. Una sola vez Clara se incomodó y después cambió de opinión. Su padre, por obligaciones laborales, llevó a la familia al interior del país. A pesar de los ajetreos de la mudanza y los sobresaltos del traslado, Clara consideró que ese cambio de lugar influyó en todos. Acostumbrados a una amplia casa con jardín y parques cercanos, tuvieron que contentarse con una propiedad más modesta pero no menos cálida y acogedora. Tato y Karlita aún no habían nacido. Desde los primeros paseos en la campiña, su madre la comprometía a ser el ángel protector en los juegos que realizaría con sus hermanos. Respirando el aire fresco que soplaba desde los cerros y escuchando el trinar de aves revoltosas, estuvo convencida que jugarían en ese paraíso terrenal de riachuelos, paisajes y aromas desconocidos. Seguiría sus consejos y los llevaría por caminos seguros y sorprendentes. Les descubriría las maravillas naturales y los encantaría con mundos mágicos. Clara se esforzaría por cumplir la petición materna. En una caminata dominical escuchó a su papá prometer que alquilaría caballos para montar y una cabañita de madera en las vacaciones. Con estos sueños en mente, Clara no veía la hora en que su madre la bendijera con sus hermanitos.

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Clara, fiel a su costumbre, acompañaba a su mamá en los quehaceres domésticos, convirtiéndose en su sombra irrenunciable. Jamás se consideró un fastidio o una presencia incómoda. Como si fuera una mochila a cuestas, reían en las habitaciones, ordenaban los cuartos, verificaban el almuerzo diario, apuraban a la empleada remolona, regaban el jardín, leían cuentos infantiles y aguardaban la llegada de la noche para cenar con papá. Poco a poco, el nuevo hogar se enrumbaba y hacía olvidar la antigua casa. Al llegar la hora del descanso, Clara recibía las buenas noches de mamá y el beso cariñoso de papá. Cerraba los ojos y soñaba. A veces tenía sueños inquietos recordando alguna peripecia del día y sin querer se agitaba más de la cuenta. Al percatarse de su intranquilidad, su madre le hablaba muy despacio para confortarla. Clara, medio dormida, sonreía y seguía amándola más. El gran dolor que Clara sintió, el único y terrible, fue cuando su madre rodó las escaleras del segundo piso y quedó inconsciente al pie de la consola de vidrio. Clara vivió horrorizada la caída y el largo recorrido, grada por grada, le pareció interminable. Quiso ayudarla pero se limitó a llorar en silencio y, presa de impotencia, esperó lo peor. Con el corazón agarrotado pensó haberla perdido irremediablemente. El primer golpe que su madre sufrió fue en el hemitórax derecho y, en un acto de acrobacia desconcertante, giró para golpearse la espalda y quedar con la respiración entrecortada. Luego, en medio del descenso incontrolable, la columna vertebral soportó la seguidilla de escalones. Sin poder cogerse de una mano salvadora, dio varias vuelta sobre sí misma y terminó boca abajo. Totalmente aturdida fue incapaz de controlar el cuerpo y se deslizó sobre el abdomen. Finalmente, Clara escuchó el crujido de la cabeza al golpearse contra la baranda. Clara soportó valientemente el accidente de su mamá. Sabía que en el interior de ella las contusiones en la zona abdominal habían sido severas y de pronóstico incierto. Fueron auxiliadas por la empleada y una ambulancia las llevó a la emergencia del hospital regional. En el trayecto se asustó con los latidos cardiacos acelerados y la dificultad respiratoria que presentaba su mamá. En su inocencia presentía que algo muy peligroso estaba por suceder. Su madre estuvo internada en estado crítico y Clara la acompañó sin moverse de su lado. Compartió quietamente su sufrimiento y la pelea gigantesca para salvarse. La lucha fue titánica y Clara nunca se enteró si su madre salió triunfante de ella. Decepcionada, cerró los ojos y entendió que sus sueños de juguetear con hermanos que no conocería se esfumaron. Los médicos se resignaron en los intentos que hicieron por traerla viva al mundo. El parto inducido de su existencia frustrada mostró que hubiera sido tan bella como su mamá.

OSWALDO JOSÉ CASTRO ALFARO

Perú

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-¿A

sí que la rubia le pidió... ayuda? —inquirió el pequeño Stanislavsky, con ávido agitar de los párpados tras lentes de gran aumento. Y sin darme tiempo a decir pío, añadió—: Un boccato, ella, supongo. —¿Tiene un cigarrillo? —le lancé, ignorando sus apremios. Él se recostó en su butaca (una monstruosidad de cuero negro, parecida al asiento de un piloto de B-29) y esbozó una breve sonrisa. —Ya sabe que aquí no fumamos —pontificó. Me encogí de hombros y seguí con la vista el rayo de sol que se colaba por entre las cortinas para ir a posarse precisamente sobre el calendario que colgaba de la pared. El sutil emisario lumínico proveía efímero fulgor prestado a los números rojos y negros de las fechas. Una vez que hube apoyado los codos sobre la pulida cubierta del escritorio ubicado entre ambos, señalé con el pulgar. —¿Ese almanaque suyo… es de chiste? Él aventó la cuestión mediante un simple movimiento de la diestra. Tenía manos más bien frágiles, observé, pero podía moverlas con bastante agilidad. Fijó en mí sus ojuelos penetrantes. —Lo acosan permanentemente, ¿no es así? —persistió—. Las rubias, digo. Ignoré el sarcasmo. Esa amargura no dejaba de ser comprensible en un semicalvo cincuentón como él… ¿Cuántas oportunidades tendría en un año? —Como le venía diciendo —continué—, la rubia esta tenía un problema. Recién casadita, ella, fíjese, ¡y ya sin marido! . —¿Baleado? —Stanislavsky hizo una mueca. —Degollado —precisé—. De oreja a oreja. ¡Y los imbéciles de la policía sospechando de ese ángel ojiceleste! ¿Concibe tal barbaridad? —De modo que usted decidió aclarar las cosas, ¿cierto, López? Usé el índice erecto para echarme hacia atrás el sombrero. —Se confunde —advertí—. El nombre es Flynn. —¡No me diga! De acuerdo a la ficha... —¡Fichas! ¡Basura! —Enderecé mi corpachón de metro noventa, y los ochenta y siete kilos que llevo entre piel y osamenta arrancaron un gemido a mi silla—. Michael Flynn, servidor, igual que mi viejo… ¡Bendito irlandés borrachín! Pero puede llamarme Mike, nomás. —Como sea —cortó Stanislavsky—, me parece que esta vez se metió en camisa de once varas… ¡La gente que anda por ahí cortando pescuezos puede resultar muy peligrosa! Alcé un hombro, en tanto un ángulo de mi boca se torcía hacia abajo. Con la mano derecha (simbólicamente), arrojé al aire las precauciones. —Estoy acostumbrado a los riesgos. Como detective privado, “el peligro es mi negocio”, ya sabe. Pero esto ya lo dijeron muchos, ¿no?

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—No tendrá ocasión de aburrirse, entonces. —¡Qué va! He frenado más de un plomo en estos años, y no sé cuántos huesos me rompieron... En cuanto a hembras, bueno…, no me .puedo quejar. ¡Apostaría a que recorrí toda la gama! —Aunque siempre con predominio de las rubias, ¿no? —sonrió él—. ¿Y a qué atribuye esa... bonanza femenil? —y se atusó el bigotillo. —Subproducto de la guerra —repuse—. Los muchachos que vuelven del frente se encuentran con más de una sorpresa... a los lados de la frente, ¿capta? Y en cuanto a las viuditas, bueno, ellas anhelan un poco de protección masculina. Así que menudean los contratos... y lo otro también, ¿ve? La boca de Stanislavsky hizo una “O” bajo el pequeño bigote. —¡Vaya, vaya! —musitó—. Estoy un poco confuso... Esa guerra que dice…, ¿No terminó hace como setenta años? Me envaré. Nunca había podido entender qué perseguía el hombrecito con bromas como aquella. Y esos ojitos de ratón que me taladraban… Sentí que se me erizaba el pelo de la nuca. En realidad no me encontraba nada a gusto en ese estudio suyo, lleno de muebles ultramodernos, y provisto de un extraño televisor con la pantalla más enorme y más chata que jamás viera. Desde luego que, de poder escoger, habría preferido jugar en mi propia cancha; solo que jamás logré engatusarlo para que celebrásemos las consultas en mi oficina de la Tercera Avenida. ¡Está uno tan bien ahí, arrullado por el rugido del elevador, al par que se regala la vista con las “pin-ups” escogidas que enchinché en los muros!... Pero había que conformarse así, por lo visto. De cualquier modo, si él esperaba alguna reacción de mi parte ante su disparate, podía seguir sentado como estaba. Continué hablándole como si nada: —Uno se acostumbra. Claro que al principio, a uno puede llegar a arruinársele la digestión con eso de andar abriéndole ventilación extra a más de un tipo, por más que se trate de sabandijas y cucarachas de dos patas... Pero a medida que repite el trance, uno acaba por no parpadear siquiera. —Ya veo —Stanislavsky se inclinó hacia mí; su retraída barbilla anidó en el hueco de la mano—. Duro como roca, ¿eh? —Es una forma de vivir —me defendí—. ¡Las hay peores! —El pan de cada día, ¿no? —y me estremecí a mi pesar, bajo sus ojos. —Ajá —convine. Me palpé con disimulo el costado izquierdo del saco. Para mi estupor, la 45 no estaba en su sitio. Logré ocultarle aquel desconcierto sirviéndome de mi “cara de poker”, y seguí diciéndole, con la mayor calma: —A estas alturas me imagino que debo de haber adquirido cierto oficio; sin olvidar, claro, que el “training” de Guadalcanal influyó lo suyo. Stanislavsky suspiró. ¡Demonios! Nunca habría creído que se pudiera meter

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tanto ruido solamente suspirando; pero así fue. Se levantó de repente y pegó con una palma sobre el escritorio; bastante fuerte, al punto que el pequeño busto de Freud, junto a su tintero, se tambaleó sobre su base de bronce. —Muy bien —declaró en tono seco—. ¡Perfecto! Así que habrá que ir a lo drástico, ¿verdad?... ¡Levántese de ahí! —me ordenó. Mientras le hacía el gusto (¡De haberse tratado de cualquier otro no se escapaba con la cabeza sana!), él se abalanzó hacia la ventana. Uno de los delgados pero nervudos brazos descorrió la cortina de un tirón. —¡Mire! —exclamó—. ¿Qué es lo que ve ahí? ¿El Empire State? ¿El Chryrsler? ¿Times Square?... ¿El Puente de Brooklyn? Mi larga mandíbula irlandesa descendió casi medio decímetro. Ante mis ojos alelados, el romo perfil de una metrópoli subdesarrollada se silueteaba sobre los granates y lilas del atardecer. Y aquel edificio grandote, de ladrillos rojos... ¡Esta no era mi Nueva York! ¡Condenado Stanislavsky!... Lo miré por entre párpados casi cerrados: dos hendeduras rezumantes de mortal resentimiento. —Conozco esa clase de trucos —le escupí—. ¿Qué basura me inyectó, eh? —¿Inyectarle? —profirió él—. ¿Inyectarle, dice? Se le habla empurpurado el semblante, y una gruesa vena violácea le latía en la sien izquierda. Tragué saliva. Creí que empezaría a los gritos, pero en vez de eso me habló en tono muy controlado: —Así que lo inyecté, ¿verdad?... ¡Y cuando estaba inconsciente lo saqué de Manhattan! ¿Eso es lo que supone? Iba a asentir, pero él ya estaba lanzándose a través de la pieza para encender las luces, cuyo brillo repentino me hizo pestañear. Bruscamente se apoderó de mí (yo estaba algo atontado, supongo que por efectos de la maldita inyección esa) y me arrastró ante un espejo de cuerpo entero, en el que no me había fijado antes. —¡Mírese! —conminó—. ¡Mírese bien! Se me saltaron los ojos del cráneo, mientras me recorría un frío glacial por todo el cuerpo, sin perdonar siquiera a los deditos de los pies. Quise hablar, pero no me salió ni una sola sílaba. Encarándome, estaba, un sujeto rechoncho, de cráneo ovalado y boca temblona, cuya coronilla no distaría más de metro sesenta y dos del suelo. Y aquel sombrero tan grande, que le aplastaba ridículamente las orejas... Retrocedí. Empecé a sacudir con violencia la cabeza y me di una docena de golpes con la mano abierta en plena frente. ¡No iba a dejar que me hiciese eso!... Me dolían los párpados de apretarlos así, pero me rehusaba a abrirlos y hacerle el juego a Stanislavsky. —¡Vamos, déjese de eso! —La orden restalló como un fustazo en mis oídos—. ¡Todavía tiene que ver unas cuantas cosas más antes de que terminemos!

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Me empujó de nuevo frente al escritorio. De la gaveta central sacó tres objetos que arrojó ante mí vista. —La cédula de identidad de Marcelino López, ¡nacido en 1940! —silabeó—; su carné de funcionario del Municipio (¡ese edificio rojo que vio por la ventana!), donde trabajó 30 tediosos años, y… —hizo una pausa deliberada—, ¡una de las estúpidas revistas de “Mike Flynn, Detective Privado”, con cuya personalidad eligió identificarse, a fin de evadirse de la frustrante realidad de una irremisible rutina! ¡Vamos, mire! ¡No dé vuelta la cara, hombre! ¡Vea la realidad tal cual es! Timbre de alarma. ¡Ya sé lo que trama el maldito! Como buena rata del Kremlin, intenta aplícame sus diabólicas tácticas de lavado cerebral… ¡Pero no voy a dejarlo! —¡Ya verás, perro bolchevique! Una nube roja me enturbia la visión. Embisto igual que un toro enfurecido, decidido a acabarlo... Pero de pronto me encuentro inmovilizado, los brazos a la espalda, el torso ceñido como salamín. ¿De dónde salieron esos tipos de blanco?... ¡Traición! —¿Está bien, doctor? —oigo decir a uno. . —No fue nada. —Stanislavsky se arregla la ropa—. Confieso que no esperaba que el shock terapéutico le afectase así. ¡Estos sujetos suelen ser pasivos! Claro que posiblemente haya influido la tendencia antisoviética que campeaba en esos relatos de la era macartista,.., como los de Mike Flynn. En fin, por el momento vuélvanlo a su cuarto y... doble medicación, ¿eh?, Sus palabras carecen de sentido para mí. ¡Sé bien quiénes son y lo qué se proponen! Creen tenerme a su merced, ¡pero no saben con quién se metieron! Me les escaparé. Y terminaré haciéndoles trizas, igual que a todos los infelices que se han cruzado en mi camino. Yo respiro peligro mezclado con el aire… ¡Soy como una roca! ¡Pobres de ellos!...

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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L

as doce campanadas de la catedral anuncian el mediodía. El aroma del café se mezcla con el murmullo incesante de las personas que ingresan al local. Julio, siempre tan atento, y Manolo allá en la barra, sonriente. Juan Carlos observa lo que sucede en el lugar. Hoy estoy solo. El canario me avisó que no venía, Marosa, nunca se sabe. Delgado llega un poco más tarde. No estoy seguro de lo que quiero hacer. El café ya está sobre la mesa, cuando doblo la esquina. Julio se apura a servirlo porque le gusta sorprenderme. Son muchos años, la misma rutina de los sábados, que se asemejan un poco a las reuniones familiares. Pero a diferencia de estas, el silencio es el color de las miradas. En algunas mesas, el humo del cigarrillo, las anécdotas de la semana, son la fuente de inspiración. Llega Oscar con el bandoneón. Poco a poco el boliche se llena de parroquianos. Entra Benedetti, cabizbajo con su cuaderno de apuntes ciudadanos. ¡Qué hombre tan fanático! Me mira, se sienta y comienza a escribir. Él dice que atrapa en la memoria las actitudes de la gente, el bullicio del asfalto, los obreros corriendo detrás del ómnibus, ansiosos por llegar al descanso del fin de semana… el empleado público, tan cuestionado. La ciudad vieja es misterio, desolación dominguera, por eso el sábado se apura a vivir los últimos minutos que lo acercan a las doce campanadas. Un trueno lejano quiebra la paz de los que entran para olvidar que allí en la calle habita todo lo que quieren ignorar. El boliche es el túnel donde los recuerdos quedan atrapados en las alcantarillas. Todo es gris, las personas, los instrumentos, los pensamientos, todo es gris, hasta que Benedetti comienza a liberarlos. Las costumbres, ideas y soledades de los parroquianos que solo escuchan los lamentos del bandoneón y no hacen preguntas, porque no importa quienes son. La vida es sensaciones…libertad…es ese lugar donde se rompen los esquemas. Onetti quizás hoy no venga, prefiere el Metro, o Libertad. Marosa aparece de la nada, es etérea como el color de su cabello...no saluda…no es necesario. Campodónico se sienta junto a Mario Delgado. Fressia y Penco ya están instalados en el lugar de siempre, junto a la ventana. En la mesa contigua las voces de Methol Ferré, Real de Azúa y Reyes Abadie se destacan por lo acalorado de la discusión. Desde otra mesa, Frugoni los escucha sonriente. Cabrerita observa con atención a la gente, seguro que los colores danzan en su mente creativa. La lluvia golpea los cristales. Poco a poco, se va borrando la vida que transita por la plaza. El humo y el sonido triste del bandoneón, se esfuman lentamente, esperando tal vez, que ese momento compartido, se detenga para siempre. Los focos de la calle, se asoman tímidamente mezclados con las gotas de lluvia, para compartir el momento de los encuentros. Las luces se encienden, quebrando la

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magia del bandoneón que deja de sollozar. La luz débil, amarillenta, ilumina a los clientes nuevos, que comienzan a entrar, inundando el local de risas y juventud. Terminado su turno, el gris se escapa por la rendija entreabierta de la puerta. La lluvia, comienza a caer sobre los vidrios, opacos de humo. La señal me llega a través del barullo, de voces desconocidas. Miro los rostros con ansiedad, buscando otros rostros. Me levanto…me dirijo hasta la puerta…me cuesta empujar hacia afuera…las sombras del atardecer dibujan rosados, el azul del mar se va apagando lentamente. En mis ojos, la luz. En mi alma, la nostalgia, llora recuerdos. Miro hacia atrás. Entre nubes se alejan ellos…Onetti...Marosa…Oscar…Julio….Mario… Sobre el muro escribo sus nombres.

ADELAIDA FONTANINI

Uruguay

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E

l marcador mostrado en el tablero del Estadio Nacional no era prometedor para el equipo; tres a uno a los cuarenta minutos del segundo tiempo de un partido de definición. Qué otra cosa podría ser peor para un fanático. Pero la hinchada, aún con los dos goles en contra, no paraba de alentar desde la popular norte. El sonido del bombo retumbaba en todo el estadio haciendo vibrar los corazones de los concurrentes a tan importante juego. La barra contraria, atrincherada en la popular sur, parecía satisfecha con el resultado y había disminuido la intensidad de sus cantos, que al principio del partido eran incesantes, pero que con el pasar de los minutos se fueron apagando progresivamente, impactados quizá por los corajudos y fervientes cánticos de la tribuna equidistante. Los jefes de barra animaban desde el centro de sus respectivas tribunas a los demás hinchas a seguir cantando, luciendo sus deslucidos torsos decorados con imborrables marcas ganadas en brutales batallas contra las pandillas enemigas. El cabecilla de la tribuna norte era un sujeto de raza negra que se hacía llamar Metralla. Tenía unos treinta años, era alto y de contextura corpulenta. Tan visible era su presencia en la tribuna, que se le podía distinguir desde cualquier punto del estadio, como si se tratara de un enorme monolito de ébano. Metralla llevaba puesta una pañoleta negra sobre la frente, con la que escondía una horrible cicatriz conseguida en un enfrentamiento pasado. En el hombro derecho tenía tatuado una enorme serpiente que le envolvía el brazo hasta la altura del codo, y en el hombro izquierdo, a manera de homenaje, el escudo del equipo de sus amores. A la altura del corazón llevaba tatuado la bandera de su país natal, Colombia, con las iniciales CSC, iniciales de la “Comuna del Sagrado Corazón”, lugar donde había nacido y vivido la mayor parte de su desordenada vida. Metralla había llegado al Perú diez años atrás, cuando le servía de burro a un grupo del narcotráfico enquistado en la capital, y después de cuatro años de negocios truculentos, cayó detenido por la Policía Antidrogas, cuando uno de sus socios limeños había revelado su paradero a las autoridades pertinentes para salvarse el pellejo. Ese soplo le costó una condena de ocho años en la prisión del Callao, en el penal Sarita Colonia, donde estuvo solo cuatro años, debido a su buena conducta dentro del penal. El día que llegó a la prisión chalaca, lo ubicaron en uno de los pabellones más violentos. En ese pabellón fue donde conoció a Bambam, quien en ese entonces se encontraba cumpliendo una condena de quince años por homicidio, luego que lo encontraran culpable de las muertes de dos pandilleros de la barra enemiga en uno de los muchísimos enfrentamientos entre hinchadas. Bambam se hizo de inmediato amigo de Metralla, pues pensó que teniéndolo de su lado dentro del penal, estaría más protegido de sus silenciosos enemigos. Bambam sabía que su vida corría peligro, ya que en otro pabellón de la prisión se encontraba un grupo de matones de la barra rival que cumplían sentencias por delitos de menor

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gravedad. La amistad creció con el lento pasar de los días, entre historias de niñez y recuerdos de las duras peleas que les habían tocado lidiar. El colombiano escuchaba atento las historias de Bambam sobre su vida con la hinchada, y no tardó mucho tiempo en hacerse hincha del equipo, a tal punto que una tarde de julio de su tercer año de condena, se hizo tatuar el escudo del club en el hombro izquierdo, en el taller de un tipo que se dedicaba a tatuar a los internos utilizando la punta de un compás y tinta china. El trabajo duró cerca de dos horas, en las cuales el dolor jamás disminuyó, desde la primera puntada hasta la última. Una tarde del cuarto año de condena, año que sería a la postre su último dentro del penal, los aires estaban más caldeados que de costumbre. Metralla se encontraba en la sala de lectura, mientras que Bambam se quedó sentado en el comedor, antes de irse a su celda a descansar. Entonces se oyó el estruendoso sonido de las charolas de metal contra el piso, conocida señal del inicio de una reyerta. Metralla, tras oír el escándalo proveniente del comedor, se ató las botas hasta utilizar el último ojal, y se dirigió corriendo al comedor, pensando en el peligro que corría su amigo al estar solo. Al llegar al comedor, se encontró en medio de un ambiente de incertidumbre y miedo; las sillas volaban por los aires de un lado a otro sin importar a quién o a quiénes les caían. Las patadas y los golpes iban y venían en todas las direcciones posibles. Metralla sintió como si repentinamente hubiese entrado en un nido de ratas enloquecidas por la impertinente presencia de un exterminador. Uno de esos golpes perdidos cayó de lleno sobre su rostro, golpe que consiguió marearlo un poco, aunque no lo noqueó. Luego sintió el frío penetrante de una hoja de navaja, tras el cual le sobrevino una interminable caída de gotas de sangre que se deslizaban por su rostro, sangre que al entrar en sus ojos, le nubló la visión por completo. Enceguecido y sin saber qué hacer en medio de la batalla campal que se llevaba a cabo en el comedor principal de la prisión, cogió el cuchillo que escondía dentro su bota y trató de abrirse espacio entre la multitud y la oscuridad que lo envolvían. Sacudiendo la mano que sostenía el arma blanca, intentó salir de ese lugar de alguna manera. En su desesperado intento por escabullirse del salón, sintió otro fuerte golpe, pero esta vez en la espalda, golpe que hizo que reaccionara moviendo el cuchillo hacia atrás. Pero ese instintivo movimiento no cortó el denso aire del comedor, sino que encontró en el cuerpo de uno de los reos involucrados en la trifulca, un lugar donde detenerse, cayendo este al piso, luego de que el filo del cuchillo le produjera un corte profundo en el vientre. Al percatarse de lo que había hecho, Metralla lanzó su navaja lo más lejos posible, para que se perdiera entre los demás objetos tirados en el suelo. Tras quince minutos de pelea, las autoridades penitenciarias pudieron al fin controlar la situación. Metralla presionaba la herida que le habían hecho en la reyerta con su camiseta. Sentado en el piso, y a la espera de las órdenes de la autoridad, luchaba 52


por detener el sangrado de su frente. Cuando la situación estuvo completamente controlada, los agentes de la prisión llevaron a los heridos a la enfermería, y trasladaron al único preso que acabó muerto en la gresca a la morgue central, para que sus familiares pudieran reconocerlo. En la enfermería, Metralla fue atendido por un joven enfermero que le suturaba la profunda herida. Tres camillas a la izquierda de la suya, descansaba Bambam conectado a un tanque de oxígeno y rodeado por varios enfermeros que le trataban de salvar la vida. Pero las heridas que tenía eran demasiado profundas; le habían perforado el estómago y un pulmón con un improvisado verduguillo. Veinte minutos después, minutos de intensa lucha contra las inflexibles garras de la muerte, Bambam perdió la batalla y, una vez declarado muerto, fue trasladado a la morgue, a la espera de la visita de reconocimiento de sus familiares. Cuatro meses después de ocurrida la reyerta en la prisión, Metralla salió al fin en libertad, pero embargado aún por la tristeza de haber perdido al único amigo verdadero que tenía en una ciudad todavía desconocida para él. Al cruzar el portón del penal, cinco sujetos que conocían de su amistad con Bambam por medio de las muchas cartas que recibieron de su fenecido líder, en las que les hablaba acerca de la fuerte amistad que los unía, lo esperaban para recibirlo como a un miembro más de su grupo. A Metralla lo acogieron como a un viejo amigo y al instante lo hicieron miembro oficial de la barra. En casa de Bambam, los padres de este lo recibieron y trataron como a un hijo, el hijo que habían perdido en la cárcel. No era lo mismo, pues nunca iba a poder reemplazarlo, pero al menos su presencia disminuía —en parte— el dolor producido por la ausencia del hijo que nunca supo vivir de una manera distinta a la que vive un hincha acérrimo, un fanático a tiempo completo. El pitazo del árbitro indicó el final del partido; el marcador fue de tres a dos a favor de los victorianos. Otro año más sin salir campeones, pero al menos podían tomarse la revancha en el enfrentamiento de fin de temporada entre las barras. La hinchada enemiga se había retirado treinta minutos antes por orden de las autoridades para evitar los problemas, pero permanecieron en las afueras del estadio a la espera de la inminente pelea. La barra norte salió por las puertas adyacentes al Paseo de la República, en dirección contraria a la hinchada enemiga. Cerca de un puente vehicular que se levanta sobre la vía expresa que dividía los distritos de Lima y La Victoria, los fanáticos de la tribuna norte fueron emboscados, iniciándose así la inevitable batalla campal. Los palos, las piedras y los verduguillos eran las armas más utilizadas en la pelotera. Metralla comandaba a los hinchas de la barra norte, mientras que el otro bando era dirigido por un sujeto con quien había compartido días en prisión; un cholón mofletudo y descuidado apodado Camello. Camello sujetaba un largo cuchillo en la mano derecha, y en la muñeca izquierda 53


tenía enrollada una pañoleta con los colores del equipo rival. Metralla vio la pañoleta enrollada en la muñeca de Camello y la reconoció al instante. Se trataba de la misma pañoleta que Bambam llevaba puesta el día del motín en el comedor de la prisión, la misma que ya no tenía cuando lo vio postrado en la camilla de la enfermería donde finalmente murió. Al ver la pañoleta atada a su muñeca, se lanzó furioso contra Camello, con la única intención de recuperarla. Ambos luchaban en el piso a puño limpio cuando Camello intentó clavarle el puñal en el abdomen, pero con un ágil movimiento, Metralla esquivó su arremetida, y cogiéndole la mano que sostenía el cuchillo, dirigió el ataque hacia el vientre de su rival. Un grito desgarrador se oyó en medio de la gresca, y Metralla aprovechó ese momento de desconcierto para perderse en la densa nube de polvo que envolvía a las dos pandillas. Todos vieron cuando los ojos de Camello se alejaron lentamente de la realidad, y al cabo de unos minutos de dolorosa agonía, quedó muerto sobre el piso. Metralla aprovechó para quitarle la pañoleta ensangrentada de las manos, luego se quitó la suya que escondía la vieja herida que le hicieran en el penal, y se colocó la pañoleta de su eterno amigo, manchada con la sangre de su verdugo. Esto es por Bambam, dijo antes de huir de la escena. Metralla estaba muy cansado y con los ojos vidriosos, cuando una leve sonrisa de satisfacción se dibujó en su demacrado rostro. Y mientras se alejaba de la gresca, pudo ver en medio de esa multitud enfurecida, el rostro aliviado de su amigo muerto. Ahora puedes descansar en paz, hermano, ya todo acabó, dijo, mostrándose aliviado. Y luego de decir estas palabras, se alejó corriendo por una calle angosta y solitaria, de la que salió con un semblante distinto al que mostraba a diario desde el día que perdió a su gran amigo en una batalla inútil, tan inútil como todas las batallas en las que había participado hasta ese momento de su inestable vida.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

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E

n la estación de subterráneos se respiraba impaciencia. Laura miró su reloj. Si transbordaba en diez minutos, podría tomar un café con Joaquín antes de entrar a clases. El tren llegó chirriando y ella se mezcló con los pasajeros. Entró en el último vagón, las puertas se cerraron, las luces parpadearon y languidecieron dejándolo en una semipenumbra. Laura maldijo para sus adentros porque no podría echar un último vistazo a sus apuntes. Miró a su alrededor y se encontró con la mirada descarada de un hombre joven y delgado, de cabello oscuro. Estaba parado cerca de una de las puertas; algo en él la hizo sentir incómoda. No era la primera vez que lo veía, pero nunca le había prestado atención. En la rápida mirada que le dedicó, le pareció que su ropa era anticuada. Notó su extrema palidez, y los ojos demasiado brillantes, rodeados por profundas ojeras. Pero el curso de sus pensamientos tomó otra dirección. Las estaciones se sucedieron rápidamente, hasta que llegó el momento de hacer la combinación. Bajó, rezagándose un poco. De pronto, un chico le arrebató el bolso y corrió por el andén. El hombre del tren se acercó a ella, tomándola de un brazo. ––Vamos a buscarlo ––dijo. No puede estar lejos. Laura lo encaró ––¡Suélteme! ––le respondió. ––Solo quiero ayudarla ––dijo él, mirándola fijamente. Pero de pronto cambió de parecer. Pensó en sus pertenencias. No llevaba mucho dinero, pero sí documentos, sus llaves, y las cartas de Joaquín. Mientras, el ladronzuelo se coló por una puerta estrecha que se abría donde terminaba la pared del andén. De un tirón Laura se soltó y, en un gesto de audacia poco común en ella, comenzó a correr detrás del chico. Entró en un pasillo largo y mal iluminado que parecía descender suavemente. Contra las paredes cubiertas de grafiti, se apilaban flojamente rollos de cable y alambre. El aire estaba frío y enrarecido. Solamente escuchaba el sonido de pasos. Delante, el golpeteo de los pies del chico; sus propios pasos rápidos y firmes y, por último, otros sigilosos que cerraban la marcha. El pasillo desembocó en un amplio salón de techo abovedado con columnas manchadas de humedad y Laura titubeó. Al detenerse escuchó su propia respiración agitada y un goteo monótono que caía en algún rincón. Una rata asustada chilló, y escapó hacia la oscuridad. La sala terminaba en una pared gris en la que se veía una única abertura, alta y estrecha. Del ladronzuelo, ni rastros. De pronto una mano fría se posó en su hombro, arrancándole un grito ¡Era el

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hombre del tren! Quedaron frente a frente. Él la miraba intensamente con sus ojos demasiado brillantes, y ella sintió miedo. Un miedo que la paralizó. Cada vez sentía su aliento más cerca, hasta que, con verdadero espanto, vio relucir unos largos colmillos que se acercaban a su cuello. Apenas la rozaron, un hilo de sangre manchó el blanco impecable de su blusa. Se estremeció. Él se apartó mirándola con sorna, y la dejó ir. Con un esfuerzo sobrehumano Laura corrió hacia la abertura del fondo; era su única alternativa. Se encontró en el rellano de una escalera oscura que descendía... quien sabe hasta dónde. Pero lo único que podía hacer era seguir adelante. Perdió la noción del tiempo. Ya no sabía cuánto hacía que bajaba, hasta que su corazón comenzó a latir furiosamente ¡Escuchó voces! ¡Más abajo se escuchaban voces! Apuró el paso. La escalera se abrió a otra amplia sala ruinosa en la que todavía se notaban los vestigios de un lujo decadente. Allí, vestidos con ropas raídas de distintas épocas, había hombres, mujeres y niños que, pálidos y envilecidos, deambulaban por los pasillos polvorientos y parecían esperarla. ––No la toquen, es para él. ––repetían con voz monótona una y otra vez, dejándola correr sin sentido ni dirección entre las puertas rotas, y las cortinas de terciopelo rasgadas. Y es que había llegado a lo más profundo bajo la estación de subterráneos, refugio y cárcel a la vez, de las almas perdidas que beben sangre para aplacar su sed eterna. Desde el principio todo había sido una trampa, un juego cruel. Y ahora llegaba Él. Él, que convertía a sus víctimas en amantes suicidas o en hijos de su negro corazón, despojándolos de toda humanidad. Laura entendió todo en su último instante de lucidez. Porque se acercaba a ella sonriente, tendiéndole las manos pálidas. Supo que había perdido la partida, porque estaba deseando que la tocara...

NEDDA GONZÁLEZ NÚÑEZ

Uruguay

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e sabe que si el accidente es en Limoges en horas de la mañana, aunque uno no viva ahí sino que esté gastando los ahorros de tantos años para ese viaje soñado con la novia, (para colmo golpeando justo la parte del medio del micro turista con una fuerza inusitada), en un rato estará lleno de ambulancias, policía y curiosos. Se sabe también que si en el medio del caos uno sale como inconsciente y se encuentra caminando a muchas cuadras de allí sin siquiera saber quién es, al rato estará en algún hospital y seguramente la asistencia social tardará poco en intervenir. Porque si fuera en Buenos Aires, donde los accidentes tienen ese sabor local donde tanto se improvisa, no sé...quizá, pero resulta que es pleno Francia, y allá las cosas funcionan, entonces deambular sin saber quién es uno, con un fuerte golpe en la cabeza nos llevará inevitablemente a los brazos de la señora Elda, que hace tanto se enamoró de los galos y se fue a vivir allá y ayuda en estos casos dentro del hospital. Se sabe que si todo eso ocurre, el hospital de Limoges muy a pesar de la insistencia de doña Elda a los meses derivará al accidentado a un programa de psicólogos que intentará por todos los medios hacerle recobrar la memoria, porque no es como acá... donde quieras o no todos se conocen, donde por ahí el boca a boca te saca del apuro y tarde o temprano llegás a los brazos de tu novia, la misma que te acompañaba en el viaje y estuvo dos días internada pero volvió en sí, sabe que es Carolina, que viajaba con vos en ese trayecto de ensueño previo a la boda, sabe que después de la tragedia te buscó sin descanso hasta que entre todos la fueron convenciendo de que ya está, de que el micro con tanta gente adentro y en medio de las llamas bien puede ser un final espantoso pero es final de algún modo. Y entonces reconstruir la vida, sin siquiera sospechar que ese deambulante muchas cuadras más allá del impacto entró en ese circuito de ayuda que un triste día terminó en lo inevitable, en el hospicio, porque tarde o temprano si los programas de los psicólogos no funcionan y el accidentado se pone como ausente y no colabora, no hay modo de rastrearle los familiares, ni siquiera a los padres que hacen como pueden ese duelo interminable tantos kilómetros más al sur, y que a pesar de todo ayudan a la antigua novia a reiniciar su vida, porque ya son tres años, Carolina, ya es hora de que lo dejes ir y nos ayudemos entre todos a superarlo, aunque por favor no nos pidas que estemos ahí en la iglesia y te veamos entrar de blanco, vos sabés, el recuerdo de Fabián es tan lejano pero tan palpable, nuestro querido Fabián, justo sentado del lado de la ventanilla trágica, son cosas que pasan,... y todo por más que milagrosamente una mañana él sí sabe que es Fabián, y lo dice a los cuatro vientos, y relata su historia una y otra vez en un castellano desesperado, pero la gente del hospicio siempre tan escéptica, ya se sabe cómo es esto..., todos los días los internos que vienen con una historia y un nombre distinto.

LUIS FONTANA

Argentina

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iempre el viento, atravesando sin barreras las resignadas ramas retorcidas y tirando la nieve acumulada por la noche. Una fría noche larga, dónde hasta las estrellas se juntaban un poco para dejar de tiritar. Magda y Tomás dormían y se abrazaron cuando empezó la duermevela, ese estado de ligera inconsciencia que surge con el día. El estallido de un tronco, quemándose en la chimenea de la sala, los despertó. Hoy va a ser un sábado largo, dijo Tomás restregándose los ojos tenemos que traer a casa las cabras, el frío no suelta. Voy a buscar más leña al galpón y después los huevos. Vamos Magda continuó, vistiéndose abrigado todos querrán pan caliente. Tenían siete hijos, cuatro varones en una habitación y tres niñas en la otra. Todos dormían debajo de edredones de lana de cabra. A Tomás le gustaba el silencio de la casa, por las mañanas muy temprano. Magda, con pantalones gruesos y botas de cuero se acercó a la cocina económica, removió los rescoldos y agregó ramas finas y después algunos troncos. Se acomodó la capa de tejido apretado sobre la camisa de algodón grueso, llenó la pava con agua y la puso a calentar para preparar té. Se volvió hacia la mesa, estiró el mantel de hule y comenzó con la masa. A media mañana, el olor a pan casero despertó a la tribu. Todos untaron con manteca, algunos agregaron mermelada y otros huevos fritos. El día va a ser soleado. Conocen sus tareas, dijo Magda, dirigiéndose a sus hijos Hay estofado en la caja con hielo. Voy con vuestro padre hasta el prado más alto, para juntar las cabras y arrearlas hasta aquí. Acompañados por tutores, subieron comiendo manzanas. Las casas se veían diminutas cuando se sentaron sobre unas piedras recalentadas por el sol. Magda desplegó una carpeta grande entre ellos, depositó dos panes con fetas de jamón crudo. Tomaron de una botella de cerveza. La señora Shell me prestó este libro de Rilke, dijo ella escucha: “El amor consiste de esto, que dos soledades se protegen y se tocan y se acogen la una a la otra”. ¿No es bello? ¡Ay, mujer mía, que niña eres! Levantó su brazo abrazándola y continuó Alemania necesita botas y zapatos, entre otras cosas, leí la solicitada en el Municipio. Me anoté como proveedor suizo, me darán un adelanto para el cuero. Carlos y Daniel aprenderán el oficio de cortar las hormas. Lili es buena con la aguja. Si trabajamos duro, podremos tener un negocio, frente a la Plaza de la Villa. Lástima los muertos en el frente. Tiene prestigio ensanchar las fronteras con tierras regadas con sangre. No lo entiendo terminó la mujer. Se incorporó y levantó el libro, la botella y un reloj que había llevado. Es hora de volver a casa. Tomás se adelantó, azuzando las cabras con sonidos guturales y una vez las vio correr, ladera abajo, esperó a Magda, la enlazó por la cintura y comenzaron a descender

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también ellos. El sol calentaba sus espaldas pero en el horizonte, gruesos nubarrones de hielo, empezaban a ganar volumen. Esta noche volverá a nevar. comentó Tomás. Un rayo de luz, se escurrió entre los pinos e iluminó una superficie de hielo de unos dos metros de lado, dónde se reflejaba el bosque y se formaba un arcoiris. Tomás corrió, sorprendido por el fenómeno. Magda lo alcanzó, giró, levantando apenas la pollera y se agachó, con la idea de tocar los colores. Fue demasiado para el hielo, que se quebró en cientos de filosos bordes, tragándose a la pareja en una grieta de cinco metros de profundidad. La nieve de la noche niveló el terreno y por muchos años no se supo de ellos. Muchos años fueron setenta y cinco. Los cuerpos quedaron momificados y un deshielo los descubrió. Algunos de sus hijos, muy ancianos, lloraron al entender que no los habían abandonado.

YOLANDA SA

Argentina

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l sujeto acostumbraba a que la vida lo atropellara. El tiempo siempre está en ventaja y por mucho que el sujeto corriera, el sujeto nunca podría ganar. El sujeto decide dejar de correr, hacerse a un lado y caminar admirando el paisaje. Levanta los brazos y permite que el viento roce todo su cuerpo. El sujeto es una cometa. El sujeto siente una felicidad inmensa. Ahora nos encontramos con el sujeto tumbado en su colchón en el suelo desnudo y de madera. Vendió todo. El sujeto vive en un monoambiente sin mesa, sin placares, sin cajones, sin sillones. En su nuevo mundo solo le quedan su lecho de algodón y una lámpara de noche con una bombita de sorprendente intensidad. Lo acompañan pilas de libros, paquetes de fideos y una cocina sucia. Lo único que cuida como a su vida son los varios pares de lentes que le abren el mundo de las palabras. Tiene más de un par porque todos le encajan de forma diferente en la figura del cráneo, y cuando unos le empiezan a arder, cambia al siguiente par. Esa noche, antes de acostarse a descansar, el sujeto zambulle la mitad de su cuerpo hacia fuera del marco de su única ventana. El sujeto prende su cigarro diario, da la primera pitada y se relaja. En su mente decide que prefiere verlo consumirse y perderse en su propio pensamiento que continuar destruyéndolo. El sujeto define que es fanático del movimiento natural, y no del forzado. En cuanto encuentra en su mano una colilla y cenizas difuminadas en el aire se retira. El sujeto vuelve a su colchón y apaga la lámpara. Se despierta repentinamente suponiendo que mantiene un sueño lúcido. Alucina un zumbido muy lejano, pero la fuente de donde proviene se encuentra muy cerca en realidad. Supone que si es un sueño lúcido no podrá moverse, así que con mucha tranquilidad hace el intento. El sujeto empalidece cuando puede fácilmente estirar su brazo. No siente siquiera el peso de un músculo adormecido, ni el de un hueso alimentado por carbohidratos. Se vuelve loco intentando descubrir de dónde viene el zumbido. Había pintado sus paredes color blanco para distinguir la presencia de mosquitos durante el verano, pero sigue sin encontrar una diminuta vida que le haga entrar en razón. Adquiere los atributos de un psicópata, mira por todos lados, analiza cada centímetro cúbico, grita de rabia ante cada experimento fallido. El sujeto mira hacia su lado en ademán de desesperación. Tiene las pupilas casi totalmente dilatadas y gracias a eso, por un segundo, lo ve. Está adentro de la bombita, el mosquito. Es un insecto intrínseco. No para de zumbar. El sujeto contempla el suicidio como opción. No puede romper la bombita, no puede quedarse sin luz hasta el amanecer. La desesperación aumenta. Cada mirada del sujeto es un ataque de pánico repentino. Necesita que pare, que desaparezca. Lo empieza a dejar la genialidad y lo alcanza la locura psiquiátrica. Lo sensible lo domina, extraña la racionalidad y la seguridad de sus libros de filosofía.

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De repente el sujeto se acuerda. Se acuerda de que ella lo hubiera solucionado. Que lo hubiera abrazado y hubiera hecho que el zumbido se apagara. Le hubiera acariciado las mejillas y le hubiera dado un beso lleno de amor y paciencia. Le hubiera enredado los dedos en sus mechones oscuros y se hubieran reído a carcajadas de su locura. Hubieran hecho el amor al instante. Se había olvidado de que su locura la generaba ella, y cree que está preparado para volver a dejar su racionalidad de lado. Decide ir a buscarla. Tira la lámpara por la ventana y atraviesa la puerta caminando como camina un gato: lleno de sensualidad y de sensatez.

FEDERICA BORDABERRY MAISONNAVE

Uruguay

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os estaban peloteando de lo lindo. En realidad jugaban mejor que nosotros, se pasaban la guinda entre ellos. Nosotros, lo que hacíamos era reventarla para arriba y correr a lo loco. Ya nos habían metido uno y si seguían así nos llenarían la canasta. Para colmo, a la tercera vez que despatarraron a nuestro mejor defensor, empezaron a sonar las risas y los gritos desde la tribuna: “¡¡Agárrenla si pueden!!” No había cosa que me calentara más que oír las risotadas del público, sobre todo las de los supuestos hinchas nuestros. Nos llenaban de elogios cuando ganábamos algún partido, y cuando nos bailaban se cagaban de risa y nos gritaban “¡Burros!” Yo me quedaba adelante con dos backs grandotes, que me cuidaban por las dudas. El DT no me dejaba bajar a buscarla porque prefería que estuviera arriba para pelear las pelotas que bajaban de las nubes. Jaja, ¡qué desubicado! para pelearla por lo menos tendría que venir alguna. ¿No se le ocurría que podríamos jugar a pases y no reventándola? Para colmo el brasilero, que era el mejor jugador del otro equipo, era terrible agrandado: agarró viento en la camiseta y empezó a hacer pisaditas y jopeadas, hasta que el canario José, nuestro capitán, lo revolcó de una patada y lo dejó jugando sencillito. Era tanta la ventaja que nos llevaban que de a poco se fueron descuidando. Hasta sus defensas se iban para adelante porque la veían fácil y buscaban también hacer un gol para tener su pedacito de gloria. Cuando nos tenían amontonados, el canario la reventó para donde saliera: ¡que se fuera lejos, por favor!. Quiso el destino que, por un delirio de la casualidad, el tamaño pelotazo se transformara en un perfecto pase largo que dejó al Zurdito, nuestro veloz puntero, con toda su franja libre y sin marcadores hasta la raya de fondo. Adiviné que tenía una buena chance, y piqué a toda velocidad al medio del área. Si el Zurdo hacía un buen centro o pase atrás me encontraría casi solo. Ya palpitaba el gol, y miré al arquero para ver donde se la ponía, y otra vez al puntero. Hizo un centro como los dioses, la pelota se levantó girando por el efecto y venía derecho a mi cabeza. Ni siquiera tendría que saltar para meterla. Tensé los músculos del cuello para frentearla, cuando en el mismo instante un codazo en la espalda me tiró de cabeza en el área, y quedé revolcándome de dolor y rabia. ¡Ni siquiera cobraron penal y casi me matan! “Perdona loco. Fue sin querer”. El problema de jugar en una ciudad pequeña como Castillos, es que conoces a todo el mundo: a los contrarios y a los hinchas. Entonces piensas: este es amigo mío, nos encontramos en el Club y tomamos alguna copa juntos, hablando de fútbol, mujeres, bailes o lo que sea. Si juego contra él voy a tratar de no lastimarlo. Pero estas nobles intenciones se te van al carajo cuando te meten un codazo, o te muelen a patadas y de yapa gozan cuando te desparraman con una pisada. Los hinchas de mi

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equipo saltaron todos en un solo grito: “¡¡Penal!! ¡¡Juez burro!!!” El juez ni bola, claro. La calentura comenzó a ganar a nuestra hinchada, que hacía rato estaban aguantando las burlas y risas de los contrarios. En vez de desquitarse con ellos, nos empezaron a relajar y a gritar de todo a nosotros, que nos rompíamos el culo en la cancha. Puf, no sé para qué mierda me mato entrenando, para que estos, que no saben si la pelota es redonda me griten burro. Al final, lo bueno que tiene el fútbol, es que cuando estás en la cancha te olvidas de todo lo de afuera, pero también quieres ganar. ¡Carajo! El partido siguió y no lo pudimos dar vuelta heroicamente. No reaccionamos ni les pasamos por arriba. Nos siguieron pesteando y nos clavaron dos goles más. Ya era desastre y en un momento vi que en la tribuna estaban juntos tres o cuatro directivos de nuestro equipo. Jeje, estarían ensayando las puteadas que nos iban a dar cuando se reunieran con el plantel. El partido iba llegando a su fin. Nuestro martirio también. En las tribunas la hinchada de ellos y la nuestra, en una muestra de cooperación deportiva ejemplar, se turnaban para relajarnos, reírse de nosotros, y el grito de ¡BURROS! era lo más delicado que nos decían. En la última jugada, cuando los rivales casi se habían desinteresado del partido, el Zurdo se escapó por la punta como una flecha, lo vi que iba a llegar al fondo y volví a correr con las fuerzas que me quedaban. Cuando vino el centro el back central se disponía a rechazarla cómodamente, por lo que, seguramente no vio que yo venía a la carrera por detrás suyo; salté con todo mi impulso y caí con mi rodilla en su cadera. Sentí su grito de dolor, y también el silbato del juez. Esta vez lo cobró… “Perdona loco, fue sin querer”.

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

Facebook: Ramón Martínez

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Un gran meteorito cae sobre la Tierra y siembra el pánico en los Urales EFE. 15/02/2013 1

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onvocado de urgencia el Estado Mayor General, el ministro ruso de Defensa se dispuso a dar buena cuenta de lo sucedido: Señor presidente, señores, como ya saben, como todo el planeta ya sabe, a las nueve horas, veinte minutos del día de hoy, un asteroide ha penetrado en nuestra atmósfera sobre la región de Chelyabinsk. Con toda lógica, se preguntarán por qué nuestros sistemas de vigilancia y defensa no han sido capaces de detectar su llegada. Varios motivos lo justifican: su aproximación, desde el lado del sol; su extraordinaria velocidad, más de cincuenta veces superior a la del sonido; y su reducido tamaño, supuesto en unos quince por diecisiete metros. »La fortuna ha querido que sus aproximadas once mil toneladas hayan explotado a unos veinte mil metros de altura liberando una energía de quinientos kilotones, la bomba atómica de Hiroshima multiplicada por treinta. Parte de esa energía ha generado una onda de choque cuya potencia ha reventado cristales y derribado muros siendo percibida en un radio de doscientos kilómetros. ¡Rusia no veía nada semejante desde el bólido de Tunguska1, en los tiempos del zar Nicolás II! Salvo el presidente, figura impertérrita, los demás miembros del consejo militar se removieron, incómodos, en sus sillones. Nuestros expertos siguió el ministro de Defensa calculan que cerca de las tres cuartas partes del asteroide se han evaporado en la explosión. Su masa restante se ha convertido en polvo o ha llegado al suelo en forma de meteoritos. Precisamente uno de estos, de grandes dimensiones, se ha hundido en el lago Chebarkul, ochenta kilómetros al oeste de la misma ciudad de Chelyabinsk. Descartada toda actividad radiológica en la zona, ya ha sido recuperado y viene hacia Moscú. »Señor presidente, señores, debemos verlo con nuestros propios ojos. Aún siendo correcta la información que me transmiten, solo así, doy fe, creeremos la existencia y el extraordinario alcance del objeto que lo acompaña. »Sí, han oído bien: he dicho… «objeto». 2 Colocado sobre un podio, la forma del enorme meteorito, aunque irregular, recordaba a la proyección de un triángulo rectángulo: uno de sus lados se levantaba, más o menos perpendicular a su base, para luego descender en una escarpada diagonal hasta el extremo roto de aquella. Explosión aérea ocurrida cerca del río Podkamennaya en Tunguska (Evenkía, Siberia) el día 30 de junio de 1908. Arrasó dos mil kilómetros cuadrados de tundra. 1

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Encima, las dos terceras partes de un cuerpo, este sí perfectamente rectangular, prolongaban en el vacío el plano ascendente de la pétrea hipotenusa quedando unido a ella, solo y en consecuencia, por el tercio restante. Su bruñida superficie, sin desperfectos ni rendijas que delataran posibles divisiones, parecía ser de algún cuarzo negro. ¿Qué es? preguntó el mandatario ruso al otro lado del cristal de seguridad, en uno de los laboratorios subterráneos. Se adelantó uno de los científicos presentes: Señor, el conjunto pesa seiscientos tres coma setecientos veinte kilos. Sin actividad radiactiva, química ni bacteriológica. En cuanto al bólido, se trata de una condrita. Es una roca que... ¡Sé lo que es una roca! cortó el primero, tajante. Perdón, señor. Le aseguro… ¡Vaya al grano, maldita sea! ¡¿Qué es esa cosa?! N, no… no lo sabemos, señor… ¡¿No lo saben?! ¡¿Cómo que no lo saben?! ¡Es sólida, tiene forma, estará hecha de algo, cumplirá alguna función…! El objeto mide cuarenta centímetros de largo por treinta de ancho y otros treinta de alto. El material con el que ha sido fabricado es desconocido y virtualmente indestructible. Como ve, ha resistido la entrada en nuestra atmósfera y el posterior choque y hundimiento en el hielo del lago Chebarkul sin sufrir ni un solo rasguño. ¡Ni siquiera los rayos X, tras una tomografía, han conseguido penetrarlo! »Predicha la trayectoria del asteroide o antes de desviar esa trayectoria hacia nosotros, hipótesis ambas perfectamente posibles, no fue anclado a aquel, como cabría pensar, sino adherido de algún modo. La explosión, ya atmosférica, habría volatilizado todo rastro de ese… superpegamento junto con la roca. Ministro de Defensa, ¿podría ser algún tipo de arma? El aludido se cuadró en el acto: No parece probable, señor. Por sus dimensiones: la potencial carga agresora sería insuficiente para producir daños significativos a gran escala y eliminaría, además, el factor sorpresa para futuros ataques. Estratégicamente hablando, no sería un movimiento demasiado hábil. El presidente asintió, valorativo. Quiero verlo de cerca. Un asombrado murmullo recorrió a la comitiva. Señor presidente, a pesar de nuestras comprobaciones y teorías, desconocemos si el objeto es totalmente inocuo. Ya se expone demasiado estando aquí. Sugiero... 71


¡Sugerencia denegada! 3 La luz artificial arrancaba tornasolados reflejos al oscuro y pulido cuadrilátero. Es bonito… reconoció el presidente contemplando su propia imagen en la faceta superior de aquél. Alargó la mano, curioso. D, disculpe mi insistencia, pero… El mandatario fulminó al ministro con la mirada. Todos recularon temiendo, casi por igual, las dos consecuencias subsiguientes: la reprimenda furiosa y el impredecible desenlace del toque. El gesto interrumpido concluyó, como La Creación de Adán en la Capilla Sixtina, con el encuentro sublime, quién sabe si primero, entre la biología humana y la inteligencia ultraterrestre. Tensa expectación. Y de súbito, cuando el eventual peligro empezaba a diluirse en el tiempo, una débil y creciente luz interna encendió el poliedro aclarando la negrura de sus paredes. ¡Cuidado! ¡Atrás! ¡Atrás! ¡¡Por Dios, señor presidente!! El mandatario apenas retrocedió negándose, orgulloso, a admitir recelo alguno. Nítidas rendijas, brillantes perfiles, dividieron el espejo superior en sendas ¿tapas? longitudinales. Y estas, en efecto, también sin previo aviso, se separaron: el cristal, hasta entonces inquietante enigma, se convirtió así en un extraordinario envase. Literalmente, en una excepcional caja… …¿de Pandora? El presidente de Rusia, ya intrépido cosaco para la posteridad según él mismo supuso, se asomó. De manera involuntaria, «¡Por todo el hielo de Siberia!», quedó detenido, desconcertado, perplejo. Sin volverse, ordenó: ¡Acérquense! ¡¿Esto es… lo que parece ser?! 4 ¡Ha ocurrido! ¡Increíble! ¡Absolutamente increíble! ¡Demonio de yanquis…! El presidente extrajo una placa de aspecto dorado2 y amplitud sensiblemente inferior3 a la de un folio. Sus esquinas habían sido redondeadas y lucía sendos orificios 2 3

Aluminio anodizado con oro. 22,9 x 15,2 centímetros.

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en sus márgenes más cortos. En cuanto a la información (esencialmente gráfica) cincelada en ella… Leída en sentido horizontal, de izquierda a derecha y de arriba abajo, la placa mostraba, en síntesis, dos círculos unidos por un segmento, catorce haces ¿luminosos? partiendo de un mismo origen, una pareja humana (varón y mujer, desnudos) ante el esquema de una supuesta ¿antena? y, finalmente, la ruta cósmica seguida por esa… sonda desde el tercer planeta de un evidente sistema solar. Señor presidente habló por primera vez un segundo científico, salvo que las oportunas comprobaciones luego lo desmientan, está en lo cierto: es una de las dos placas Pioneer. »La NASA lanzó las sondas Pioneer-10 y Pioneer-11 en los primeros años setenta del siglo pasado4 con el fin de explorar, respectivamente, Júpiter y Saturno. Ambas, también botellas estelares, podríamos decir, fueron provistas con idénticas placas, esta y otra, cuyo mensaje fue diseñado por Linda Sagan, esposa del popular astrónomo y divulgador científico Carl Sagan. »Y, como es evidente, señor, al menos una de las dos… “botellas” ha sido encontrada. ¿Cuál de ellas? Imposible saberlo. Consumidas sus respectivas misiones, las Pioneer se adentraron en el espacio profundo: la primera hacia la constelación de Tauro y la segunda hacia la constelación de El Águila. Señor intervino el ministro de Defensa, se trate de la sonda de que se trate, creo que deberíamos preguntarnos quiénes la han encontrado y, sobre todo, cuáles son sus intenciones. El aludido, meditabundo, volvió a fijarse en el interior de la caja. De este modo, el intrépido, y ahora también intuitivo cosaco, halló respuesta a la primera duda planteada. 5 Aunque en un primer instante la confundió con el fondo demasiado próximo del envase, los brillos del oscuro perfil pronto aclararon su errónea apreciación inicial. Se trataba de una segunda plancha. Sus dimensiones, similares si no idénticas a las de su predecesora, encerraban, sin embargo, una diferencia básica con aquella respecto al material de fabricación: era supuesto cuarzo alienígena. Evidente contestación al mensaje terrestre, aquella también ofrecía información (fino trazo blanco sobre el negro) esencialmente gráfica: un planeta rodeado por tres inconfundibles hongos atómicos equidistantes entre sí del que partían veintiún haces luminosos, la misma pareja de la placa Pioneer y, finalmente, la ruta seguida por una 4

Ambas desde Cabo Cañaveral, la primera fue puesta en órbita el 3 de marzo de 1972 y la segunda el 5 de abril de 1973.

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roca (meteorito aún intacto con caja incluida) desde el quinto planeta (entre dieciséis) de un evidente sistema solar. Quedaron boquiabiertos, sobrecogidos. Y no solo por el desgraciado final, según parecía, del planeta que albergaba, o había albergado, a la civilización comunicante. 6 En esta segunda ilustración, los brazos de la mujer ya no pendían, inertes. Ahora acunaban, maternales, la esplendente (así lo sugerían varios asteriscos) caja. Tras la fémina y el hombre, este amable saludo, había sido incorporada una… tercera figura. Solo una. Suficiente, sin embargo, asumida su existencia, para resolver por sí misma la eterna incógnita. Situada tras la pareja Pioneer, una enorme criatura bípeda (medio metro superior a aquella), antropomórfica y de atlética constitución masculina abrazaba, amistosa, los hombros humanos. A pesar de vestir algunas protecciones metálicas a modo de escueta armadura, podían apreciarse, no obstante, las manchas de su piel (oscuros trazos paralelos), sus palmeadas falanges/garra, su voluminosa y horripilante cabeza… Su cabeza… La mitad superior, frente ancha de aspecto sólido, recordaba al caparazón de un crustáceo flanqueado, además, por una abundante «cabellera» de largos y lisos tentáculos. La mitad inferior exhibía una cara repulsiva: ojos diminutos y profundos, ausencia de apéndice nasal, enormes mandíbulas retráctiles cuyos pliegues cutáneos, abiertos en una espeluznante ¿sonrisa? de afilados colmillos, permitían ver el interior de la boca. ¡Santo cielo: son horribles! 7 ¿Y todo… esto…? Políticos, militares e investigadores se asomaron al interior de la caja con temerosa cautela, preguntándose cuántas increíbles e insospechadas sorpresas más contendría: El fondo estaba sembrado por filas de diminutos y planos… ¿botones? Señor presidente, ¿da su permiso para…? preguntó el científico que había identificado, de manera preliminar, la placa Pioneer. Permiso concedido. El hombre dudó un instante y se dispuso a manipular uno de los aparentes pulsadores. De manera casi involuntaria, acabó extrayendo un fino tubo de ensayo cuyo 74


contenido, líquido transparente, enturbiaba una nube de partículas. Parecen restos biológicos… La caja debe tener algún sistema de conservación. Escogió un segundo sello y extrajo otro tubo. Visto lo visto, ya sabemos qué o quiénes encontraron la sonda Pioneer y cuáles son, o fueron, sus intenciones respecto a la Tierra. Explíquese. Señor presidente, no creo descabellado afirmar que esta civilización alienígena nos confía… ¡¿El qué?! ¡Hable! …la supervivencia de su especie. El mandatario ruso abrió los ojos como platos. Al margen de la comunidad internacional, semejante hipótesis implicaba una abrumadora, inmediata e indelegable consecuencia: allí y entonces, dependía de él, solo de él, la posible continuidad de toda una inteligencia extraterrestre. Contempló la enorme figura de la segunda placa. A pesar de la actitud amigable, pose política al fin y al cabo, se preguntó si la feroz apariencia de aquel ser, de aquellos seres, no encerraría una naturaleza verdaderamente peligrosa para la humanidad. ¿Consentía su recreación científica, la demoraba o, en el peor de los casos, la impedía para siempre? ¿Qué decisión debía tomar? Inaudito dilema. Sintió el peso de la historia sobre sus hombros. Inspiró antes de dirigirse a los presentes: Señores, la decisión está tomada.

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS España Página WEB: http://la-estanteria.webnode.es/

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Dedicado al profesor Julio González

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ecuerdo mis clases de Física como si hubieran sido ayer. Julio se llamaba, rondaba los cuarenta años y lo caracterizaban unas ojeras que podrían haberlo confundido con un mapache camuflado de persona. Pero su voz arrabalera, su metro ochenta de estatura, el andar cuasiencorbado y la mirada callejera le regalaron el mote de “El borracho”. Las identidades de los profesores se funden en apodos para que los alumnos recordemos que no debemos encariñarnos con ellos. Nos inventamos entonces un periplo de seudónimos que iremos pasándoles a los cursos inferiores al mejor estilo de legado supremo e irrefutable para ser parte de esa identidad colectiva que nos identifica como miembros de una institución educativa. Tal vez sus clases no eran asombrosas; aunque es difícil discernirlo ya que a esa edad te esfuerzas porque nada te sorprenda… En el extraño caso de que un profesor (experimentado en múltiples pruebas con años anteriores) logre escandalizar tu pulso cardíaco o abrir un poco más de lo habitual tus párpados, prontamente te censurarás para disimularlo y difuminarte en el letargo de esa masa inmoble que reposa en los pupitres patéticamente encolumnados. La cuestión es que el Borracho no era quizás un profesor memorable, pero sí lo fue para mí. Es más… me gustaba, pero no como quien dice que le agrada arbitrariamente un color ridículo o los caballos, no. Me gustaba en el sentido de sentir una profunda atracción por él, un deseo irrefrenable de que me abrazara y jamás me soltara... La sola idea de asumirlo era perturbadora, no simplemente porque es irreconocible públicamente que te atraiga un profesor, sino porque además este podría haber sido mi padre y, para completar el escarnio, no era famoso por ser guapo ni nada que se pareciera a esa cualidad. Sin embargo, la situación era esta: yo era una adolescente de dieciséis años, enamorada de estudiar y combatiente de denotarlo públicamente, una típica “ñoña” que se maquillaba y usaba tacones para disimular que su verdadero amor se encerraba (y encierra) entre lápidas de celulosa salpicadas de tinta. A pesar de esto, así de frágil y antagónica mi esencia, mis ojos se inclinaban a mirar al Borracho cada uno de los minutos de la hora cátedra en la que nos explicaba un tema. Aprendí la definición de “cinemática” antes de que él la desarrollase, leyéndola sentada sobre la tapa del inodoro, encerrada en el baño de mi casa (para que mi hermana menor no me molestase) unas dos semanas antes de lo que el programa de la materia estipulaba abarcarlo. Cuando él habló del concepto del movimiento, fui la única que levanté la mano y pude responder sus preguntas. ¡No olvidaré jamás su mirada! Esta vez no era cansada ni apesadumbrada, lucía en cambio la chispa viva de la juventud, el brillo de quien se emociona ante la intervención acertada de un interlocutor que le presta atención y que, además, ¡lo entiende! Sentí complicidad, ternura, admiración, reciprocidad... Quizás me haya puesto colorada, no lo sé, pero recuerdo que la relatividad del tiempo y el espacio se me hicieron más tangibles que nunca, pues sentí que nadie más habitaba esa aula, 77


solo nosotros dos y esos segundos o tal vez minutos hablando solos, intercalados, entre frases técnicas de un saber físico, pero no tanto como la atracción que me conducía a él. Ese día la Física se hizo física, esa mañana entendí que yo estaba enamorada de un profesor. Dicen que todos, alguna vez, idealizamos amores. Dicen que todos, alguna vez, fantaseamos con un amor prohibido y, por eso, nos sumergimos en páginas de vampiros y hombres lobos, o de sombras sadomasoquistas de quienes describen con morbosidad los hábitos de sus encuentros sexuales. Jamás fui amante de las novelas fantasiosas ni eróticas, los romances siempre me parecieron bobadas para las niñas poco intelectuales. Orgullosa de mi capacidad mental, preferí los policiales, las historias de terror y, por supuesto, ¡las narraciones épicas! Aquellas con personajes como uno, pero que nos recordaban que todos encerramos un héroe adentro, a la espera de ser despertado por un impulso lo suficientemente intenso como para que el miedo sea más pequeño que el coraje. Normal o no (si es que hablar de “normas” en el amor sea acaso algo adecuado), mi situación era ésa y yo tenía que asumirla. Jamás me gustó falsearme los hechos… Podía mentirles o fingirles con astucia a otros, mas la sola idea de engañarme a mí misma me provocaba náuseas. No me quedaba otra que eyectarme del fingimiento y la ingenuidad mimética para asumir con una suicida valentía que me estaba motivando algo más que el mero y puro conocimiento. La historia no termina con final feliz... Eso no quiere decir que sea triste. La vida se bate entre matices muchos más sutiles y supremos que los extremos del blanco y el negro. Las agitaciones más intensas son multicolores, como un haz indescifrable de átomos blandiéndose a duelo por ganarles a nuestros sentidos. Él nunca supo de mi amor. Yo jamás decidí que debiera saberlo. ¿Para qué? Alejandro Casona me enseñó en una de sus tragicomedias que, a menudo, la fantasía se vive con mayor intensidad que la verdad (¿o quizás siempre?). Dicen que a veces es necesario inyectarse dosis de fantasía para no morir de realidad. Quizás el Borracho fue eso para mí: la certeza innegable de que me despertaba como mujer, el recuerdo jaspeado de que el corazón puede latirnos incluso por fuera del pecho, la comprobación empírica de que las dimensiones son relativas y que las emociones y los sentimientos no pueden explicarse completamente por medio de las ciencias. Años más tarde, me paro frente a aulas de quince a treinta adolescentes a dar clase. No enseño Física, el amor por la literatura me pudo más que la emoción por las nebulosas y los agujeros negros. Hoy cultivo mundos, destejo ficciones, recreo capítulos, parodio rutinas, burlo estereotipos e histrionizo clases. Hoy soy docente y miro a los ojos a mis estudiantes, recordando que no somos los libros escritos que leemos, sino las páginas en blanco que decidimos llenar. Hoy (pero más aún ayer)

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recuerdo que los neutrinos son partículas carentes de masa y eléctricamente neutras, que pueden atravesar un cuerpo (e incluso kilómetros de plomo) sin la menor dificultad. Estas “partículas fantasmas” se producen en el interior de las estrellas sanas y saludables y también en las explosiones de estrellas gigantes moribundas conocidas como “supernovas”. Algunos de aquellos neutrinos me atravesaron hace catorce años y se quedaron en mí, para siempre… No sé dónde se alojan, porque no sé si creo en un alma o un espíritu para darle nombre a donde se hospedan. El asunto es que, en algún sitio intangible de mi ser, manes energéticos y enérgicos soslayan un dinamismo que se vuelve cíclico en la historia de mi vida: aquí estoy yo, ejecutando hoy la profesión que un ayer me viró mi visión sobre la vida. Aquí (o tal vez no, y esté en otra parte… o en ninguna) estoy o soy yo (o lo que creo que es mi “yo”) tratando de entender la definición del movimiento, mientras me muevo, me muevo, y me muevo… Porque lo que no se mueve, muere. Lo que nos motiva, nos impulsa. Lo que nos nutre, nos salva. Lo que recibimos, damos… en un ciclo infinito que no es de agua, ni carbono, sino de energía. Y hoy aquí estoy Yo, aguardando ser también para otros un quásar.

LETICIA MARINA BAICO

Argentina

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-¡F

rená papá! No Mati, estoy apurado.

¡Dale! ¡Si te está diciendo que pares esa chica! El camión se detiene al costado de la ruta. Todavía faltan más de doscientos kilómetros para llegar a San Miguel de Tucumán. La jovencita de jeans rotos y zapatillas azules corre y sube al camión. Con una mano se agarra bien fuerte de la puerta y con la otra sostiene un papel con la dirección del lugar a donde debe dirigirse. No quiso guardar el papel en el bolsillo. Temía perderlo. Matías la saluda como si la conociera desde siempre. Su padre le avisa que va hasta San Miguel, a llevar hacienda al matadero. Ella asiente con cierto nerviosismo. Pero la alegría al fin de saber que no tenía que volver a hacer dedo, al menos en el viaje de ida. Lleva una mochila pesada y los pelos revueltos por el viento. Hace casi tres horas que estoy parada en la ruta esperando. Gracias. dijo Natividad. ¿No te da miedo hacer dedo sola, chiquita? No. Responde de manera cortante, mientras traga saliva y esconde el miedo que en verdad tiene. ¿Naciste ahí en Cafayate? Le pregunta mientras se detiene a mirar todo su cuerpo, incomodándola. Sí. Soy de ahí. Nosotros somos de Rosario de Lerma, dijo Matías, mientras tomaba Coca Cola del pico de una botella de medio litro. El camión destartalado y el acoplado tambalean al pasar por un pozo. Nati se marea y se acomoda contra el respaldo del asiento. Cierra los ojos. Suena música de Los Palmeras de fondo. Es un cassette que puso Oscar, el camionero, y que tiene un enganchado de música folclórica, bandas de sikuris y cumbia santafesina. Oscar, canta el estribillo, y canta tan fuerte que Nati se asusta y abre los ojos. Lo mira y le regala apenas una sonrisa, una leve mueca gioconda. Pero no le dice nada. Prefiere mirar la calma del paisaje. Los cerros que sangran el barro de la lluvia acumulada. Las piedras que se duermen en la ruta luego del alud. Los ocres de los cerros difuminados y lejos, los verdes de los cactus y sus espinas punzantes. La intensa niebla que vive en la cumbre de la montaña, no por nada llamada "el infiernillo". La cumbre más alta de los Valles Calchaquíes. La que más adrenalina dispara en los turistas y que tantos accidentes ha provocado. Es una ruta con muchas curvas, camino de ripio. Es un trayecto que a Oscar nunca le gustó hacerlo. Pero como pocos lo hacen, la paga es buena. Al fin y al cabo él sabe manejar. Hace años que es camionero. Y con un poco de prudencia y tiempo, las posibilidades de accidente disminuyen. Cuando estaban a tres mil metros de altura sobre el nivel del mar, y luego de

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hacer gran parte del trayecto zigzagueante, Nati le pidió a Oscar que se detuviera. Estaba descompuesta. Tenía ganas de vomitar. Y así lo hizo cuando se bajó del camión, en medio del viento de la altura. Estuvo un rato largo allí, al costado de la ruta, mientras observaba las vacas apretadas en la jaula. Mientras las oía mugir, ignorantes de su destino final. Subió al camión porque sintió que Oscar se estaba fastidiando por su demora. ¿Son tuyas las vacas? Le pregunta a Matías. No. Bueno, de mi papá tampoco... Son de un hombre. Nosotros las vamos a buscar y las llevamos nomás. Ah. asintió ella. A veces, cuando papá se queda charlando con alguno ahí en el matadero, yo entro a mirar como las matan. Está lleno de sangre. Les pegan en la cabeza para que no sientan el dolor, después se desmayan y después se le sale toda la sangre... en el piso... Queda todo sucio, y salpicado ¿Vos alguna vez viste como matan una vaca? ¡No! Qué feo, no me cuentes más porque me voy a descomponer otra vez. A mí no me descompone. ¿Querés venir con nosotros así ves? No quiero ver. Y tampoco puedo. Tengo cosas para hacer. ¿Qué cosas? Muchas. ¿Querés comer alfajores que hizo mi mamá? No. Gracias. Pero son ricos, a mí me gustan. Natividad optó por regalarle una sonrisa. Una sonrisa mejor que la que le regaló a Oscar. Y no le respondió que no, porque en realidad tenía hambre. Los carteles indican que falta poco para llegar a San Miguel de Tucumán. Nati va con la cabeza pegada al vidrio. Los lee y piensa. La distrae un hombre que saluda desde arriba de un caballo. Oscar toca bocina. Sabe que no se conocen, pero así se acostumbra en los pequeños pueblos. Disminuye un poco la velocidad y clava los frenos. Te conviene bajarte acá chiquita. Yo ahora doblo para el otro lado y me alejo de la ciudad. Si vas para el lado del centro, es a veinte cuadras más o menos. Mientras le señala con el dedo una calle arbolada, cerca de lo que alguna vez fue la vieja estación de trenes, convertida ahora en mercado de venta de ropa barata. ¡Gracias! Chau. Gritó mientras saltaba hacia la banquina. Estaba llegando a horario. Solo faltaba ubicar el lugar exacto. La casa de la dirección del papelito. Había cumplido las horas de ayuno necesarias. Repasó lo que llevaba en la mochila para estar segura de que no le faltaba nada. Un toallón, un 82


camisón, y abrigo. En una bolsa había una remera y un jean. Solo faltaba una inyección de anestesia, para no sentir el dolor y dejar que la sangre salpique un poco el piso.

GUILLERMINA SILVA

Argentina

Twitter: @ambar__violeta

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Se preguntaba qué efecto le haría a Bill tener que abandonar la casa que acababa de pagar. Era toda suya, al cabo de dieciocho años de pagos; y al día siguiente sería un montón de escombros. La vida es terrible, pensó, al tiempo que apagaba el motor. Richard Matheson; Descenso

L

es detuvo el auto en el borde de la acera, mientras el tráfico de la Sunset Avenue discurría velozmente a su alrededor. Estaba cansado de manejar y ya era muy avanzada la tarde. Carrie, su esposa no pudo evitar admirar el bello paisaje rojizo de la puesta de sol sobre las colinas. Es increíble pensar que no volveremos a ver otro crepúsculo dijo sombríamente. El rostro de Les se oscureció. ¿Por qué lo dices? Ella volvió a sonreír, con esos dientes perfectos y luminosos que había comprado en el mejor mecánico dental de Los Ángeles. Oh, por nada, estaba boludeando. Les no le creyó. Ya estaba suficientemente angustiado por descubrir que su nombre era un pronombre en tercera persona del plural como para hacerse más problemas. Sin embargo, se hizo. Oh, vamos, nena, no puedes engañarme tan fácilmente y lo sabes le dijo mirándole fijamente a los ojos, aunque en realidad estaba mirando el espejo retrovisor. Eso de ser ciego le traía algunos problemas, especialmente cuando conducía o trataba de mirar a alguien. Carrie no pudo evitar sonrojarse. Les tenía razón, no podía ocultarle nada. La leía como un libro abierto (escrito en Braille, claro). Tarde o temprano, hiciera lo que hiciera, él lo sabría. Se enteraba siempre. Salvo, quizás, aquella vez que lo engañó con Lewis, el vendedor de camisas de Palm Street. O tal vez cuándo se acostó con Elmer, el enano fisicoculturista que vivía en el piso de abajo. O esa aventura fugaz que tuvo con Kate, la hermana de Les. O posiblemente cuando le dio a comer veneno para ratas haciéndolo pasar por chocolate con almendras. O acaso cuando le vacío la cuenta del banco y la transfirió a Suiza. Pero, a excepción de esas nimiedades, pequeños e inocentes embustes para llamar la atención de su amado cuando lo notaba distante, no le resultaba sencillo embaucarle. Ya, chica, suéltalo de una vez ¿Qué quieres contarme? Bien, supongo que lo sabrás de todas maneras dijo cabizbaja. ¿Saber qué? preguntó extrañado. Carrie hizo una pausa que a Les se le antojó interminable. Mañana… mañana… es el fin del mundo. El hombre se mantuvo en silencio. Ella entonces continuó. 85


Un grupo de alienígenas del espacio exterior van a atacar la tierra mañana. No tenemos defensa alguna. Todos vamos a morir. Les estaba perplejo. Estoy perplejo le dijo a Carrie¿Cómo lo supiste? Sale en todos los periódicos desde hace un mes. ¿Y por qué yo no me enteré? Entre otras cosas, porque eres ciego, cariño. Ta que lo parió, tienes razón. ¿Y tenemos alguna posibilidad de sobrevivir? Tantas como que Arjona tenga un ataque de buen gusto. Entonces dijo el hombre desconsoladamente estamos en el horno. Ambos se quedaron callados durante algunos minutos. Luego Les comenzó a acariciar el tapizado del asiento creyendo que era el brazo de su esposa. Pensó que tal vez ella debería depilarse más seguido. Sabes, primor dijo calmadamente si mis padres me hubieran puesto Paul de segundo nombre y mi apellido fuera Gibson, al menos sería un modelo de guitarra. Pero no, mi apellido es Biana. Les Biana. ¿Comprendes? He tenido que lidiar con ello desde pequeño. Y ahora vienes tú y me dices que mañana todo termina. ¿No tiene todo esto un poco de gracia? ¿No es tan absurdo que resulta jocoso? Pues cuando mueras calcinado por los rayos de los marcianos, arrastrándote en el fango entre terrible dolores, cuéntame que tiene de gracioso contestó ella. Bueno, estaba tratando de ser profundo. Carrie le miró enojada. A veces creo que eres bastante pelotudo. Mañana estaremos hechos mierda. ¿Y qué hace el señor? Trata de ser profundo. Estaba esperando que me propusieras alguna solución. No sé, tratemos de huir hacia las montañas, escondámonos en algún lado. Algo que me dé alguna esperanza. Lo tomó por los hombros y lo sacudió espasmódicamente ¡¡Debes reaccionar, Les!! El pecho del hombre se inflamó de rebeldía ante las palabras de su mujer. Su rostro enrojeció de furia y sus manos se crisparon sobre el volante. Encendió el auto y gritó: ¡¡Es verdad!! ¡¡Huiremos hacia las Rocallosas y allí no podrán encontrarnos esos malditos marcianos comunistas!! ¡¡Sujétate nena, allá vamos!! Puso primera, clavó el acelerador hasta el fondo y el viejo Oldsmobile 96 Custom Cruiser saltó hacia adelante sacudiéndose como una iguana. Pronto la autopista descendente hacia el Sunset se desdibujó, devorada por los seis cilindros de la impetuosa máquina. Después de un rato la carretera 74 se abrió ante ellos como las fauces de un dragón. Pero Carrie parecía un tanto inquieta. Se revolvía en su asiento,

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como si tuviera una pena en su corazón (o un forúnculo en la nalga, vaya uno a saber). Les, cariño, debo decirte algo. Pues dime, amor. Creo que nunca llegaremos a las Rocallosas. ¿Y por qué? Porque estamos yendo en la dirección contraria. Aquella revelación fue brutal para Les, como cuándo se enteró que su padre no era ingeniero aeroespacial ni trabajaba en la NASA, sino que vendía jabones a domicilio. O como cuando advirtió que Santa Claus era un invento de la Coca Cola. Evidentemente, el destino le había marcado con el estigma de la mala suerte. Tanto que no tenía forma de saber que en ese preciso momento, un camión venía de frente y se lo llevaría puesto junto a su inaguantable mujercita. Y con ello también sus sueños de toda la vida, como el de comprar treinta libras de mantequilla de cacahuete o hacer un curso de grabo y perfoverificación. Para colmo al día siguiente los extraterrestres suspenderían la invasión por mal tiempo, ya que les molestaba mojarse y nunca más volverían a amenazar la tierra. La verdad, tanto despelote al pedo. Y dos vidas desperdiciadas. Qué pena.

NESTOR R. GARCÍA

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/Nestorro.garcia.1

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-E

l cielo ha amanecido nublo. Nublo, nublado. En cualquier otro momento hubiera oído está nublado, o hay nubes. Frases cortas para definir una realidad que en el fondo me importaba una mierda. Íbamos a estar despiertos, o a dormir, sin ver el sol. El mundo moría, o había muerto, a nuestro alrededor, así que, qué más daba. Viviríamos para ver un día grisáceo y tal vez muriéramos antes de la oscuridad nocturna. O no. El viejo estaba a punto de cumplir ochenta años, o eso me dijo. Una edad para moverse despacio y con dolores, al menos así lo veía yo. Un anciano tiene que ser débil, estar desmotivado, y comportarse de modo cínico. Pero tengo que ser honesta. Era yo el que me comportaba así, no él. Supongo que no fui ganando enteros en su consideración. Tanto daba. No estábamos destinados a estimarnos, sino a hacernos compañía. Nos habíamos encontrado por el camino. Intentando sobrevivir después del cataclismo. Cuando le vi por primera vez traía a cuestas su vara de madera, las manos nudosas, un morral con provisiones, y su fuerza. Yo calzaba unas botas de montaña, una mochila técnica llena de útiles destinados a hacerte vivir en la naturaleza salvaje. Saqueados de una tienda especializada, que quedó abandonada, como todo lo demás. Me proveí bien, sin que nadie apareciera para molestarme. Comí barritas energéticas, purés de alimento liofilizado, y otras mierdas, durante semanas. Cuando Tomás me ofreció aquel par de pajaritos asados que había cazado para los dos, me supieron a gloria. Supongo que como un plato de restaurante de chef estrella, de esos carísimos que nunca llegué a probar. Delicias de gorrión socarradas con llama de leña. Carne es lo que tú necesitas para coger fuerzas. Los lugares comunes en las expresiones de Tomás ni siquiera me recordaban a mi madre. Más bien iban más hacia atrás, supongo que a mis abuelos. No sé, no los conocí demasiado bien, murieron cuando yo era muy pequeño. Aprendí a no discutirle sus convicciones. Él había vivido en un mundo que también desapareció, antes que el mío. Jamás le pregunté si ese desaparecer lento, como de una larga enfermedad, te hace sentir mejor que un apocalipsis repentino, como el que estábamos viviendo. De pequeño fue pastor de ovejas, hablaba de cómo se criaban los cerdos, los matices del arte de cuidar gallinas y recoger sus huevos. Al parecer los ponen aunque no haya gallo de por medio. Por qué habría tenido yo que preguntarme cosas como ésas. Iba a comprarlos, venían en un envase de plástico, con una marca. Él en cambio había permanecido en el lugar en que nació, con dos únicas diferencias vitales importantes, agua y luz en su casa. Por lo demás, viviendo frugalmente de una jubilación, cortando leña en otoño, quemándola en invierno, comiendo de sus conejos y sus gallinas, su huerto, y comprando poco. Pan a diario, ropa alguna vez. Después de toda una vida has acumulado mucho, y lo que necesitas, lo tienes. 89


Herramientas, sillas en que sentarte. Oírle era como leer un libro de etnología. A veces me ponía furioso. Yo había desarrollado mi vida yendo al supermercado, alguien, alguna autoridad, se ocupaba de que mis compras tuvieran todas las etiquetas, garantías y productos prefabricados necesarios. Criar un animal, cazarlo para comerlo, era cosa de tribus primitivas. Del pasado. Y allí estaba yo, en mitad de ninguna parte, viendo a un viejo partir ramas con la mano para arrojarlas al fuego. Obligado a pensar que formaba parte de una nueva realidad, no de un absurdo sueño. ¿No quieres el hacha, Tomás? Me contestó con un “ná” despectivo. Otra respuesta me hubiera sorprendido. Yo seguía recostado, sabiendo que debería levantarme y ayudar. Pero es que hasta el último rincón de mi cuerpo me dolía. Era aquél tiempo, sí. Cuando pensaba que acabaría acostumbrándome a las largas caminatas cargando peso. Bueno, no. Como hubiera dicho él, miento. Entonces pensaba que moriría sin acostumbrarme, de agotamiento. Después de los treinta me desentendí del deporte, jamás fui a un gimnasio, ni me uní a esa moda loca de correr como un mono. Permití que la barriga asomara encima de la hebilla de mis pantalones, desoyendo las advertencias de que así ponía en peligro mi vida. Evitar el colesterol, la presión arterial alta, estar sano y guapo. Memeces. Alguien hubiera debido decir lo importante es estar en forma para el fin del mundo. Y quién coño iba a pensar que pudiera terminar ocurriendo. Atiende. Para arder, la leña tiene que estar bien seca. El mejor modo de saberlo es partirla con las manos. Si no se quiebra con facilidad, es que está verde. Tomás estaba emperrado en enseñarme a sobrevivir. No es que escondiera un gran corazón detrás de sus gruñidos, qué va. Era por su deseo de ser enterrado. Tenía que mantenerme vivo para eso. Cuando fallezca me insistía día sí, día también, no dejes mi cuerpo al aire libre, para que lo coman las fieras. Cava una fosa tan alta como tú mismo, y me tiendes en el fondo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Luego me echas tierra. Cúbrelo todo con piedras, y a los animales les será más difícil escarbar, para buscarme. Admití esa manía suya, como otras muchas. Estaba dispuesto a admitir cualquier cosa con tal de no estar solo. Mis pensamientos eran sombríos, y no solo por lo que nos había sucedido. Es que a cada paso encontrábamos entonces imágenes de la desolación. Había cadáveres dentro de los coches. Nosotros procurábamos no mirar las ventanillas ni el parabrisas, así pasáramos cerca o lejos. También los había dentro de las casas. Ninguno de los dos entraba en las cocinas o despensas si allí había muertos. Por la noche, en cambio, Tomás me preguntaba, si los había visto, si me daba cuenta de que reposarían sin tierra. Una noche le pregunté qué tenía eso de importante. Se enfadó. Intentó explicarme, rudimentariamente, los preceptos de la religión. Le aclaré que los conocía, y hubiera podido enzarzarme en una discusión sobre por qué Dios había 90


permitido que pereciéramos. Para qué. Me había encontrado con un extraño, y decidí vivir con él el Apocalipsis. Tenía que acostumbrarme a sus hábitos y manías. Al fin y al cabo él toleraba las mías. A menudo hablábamos de supervivientes. Tomás tenía miedo de hallarlos, yo esperanzas. Nunca llegó a contármelo, no hubo tiempo, pero sospecho que ocurrió algo, en sus días pasados a solas como último habitante de su aldea, antes que decidiera marcharse. Su silencio obstinado me hacía pensar en posibilidades. El canibalismo no era la peor de las explicaciones posible. Pero desde luego era muy mala. Tenía miedo. Lo teníamos los dos. A veces le observaba parándose, escuchando el aire, escrutando los cielos. Yo ya no miraba arriba. Para qué. Si en alguna parte quedaba un rescoldo de sociedad organizada, no hubiera enviado helicópteros o aviones como partidas de reconocimiento. Quedaban países o autoridades competentes. Quedaba algo. En aquel entonces no sabíamos. Aún así yo pensaba que por qué iban a esforzarse en buscarnos, a nosotros o a otros cualquiera. Tendrían un problema más inmediato y acuciante, hallar agua y alimentos. Como lo teníamos nosotros. Tomás procuraba no creerlo, diciéndome que si los seres humanos nos comportábamos como lobos, lobos seríamos, y no hombres. Pero qué más daba ser uno o lo otro si todo había terminado. A él no le daba igual. Estaba obsesionado con que nos laváramos, y afeitáramos, cada vez que había un torrente de agua limpia en el camino. Limpieza y aspecto exterior. Al final acabé comprendiéndole. Su deseo de que lo hiciéramos así, su manía en tener una tumba, partían del mismo temor. Que olvidáramos lo que éramos. Humanos. Y ahora por fin aquí estamos, Tomás. Me gustaría empezar como aquella mañana en que acabábamos de conocernos, diciéndote que el cielo ha amanecido nublo. Pero hay sol, un sol espléndido, como en aquellos felices días del pasado, cuando yo despertaba perezosamente en mi piso, y tú salías a tu puerta a recoger los huevos de tus gallinas. Las piedras está bien colocadas, Tomás. Me he tomado mucho trabajo. Debo reconocer además que tu insistencia fue útil, que me has enseñado bien. No queda nada en mi cuerpo de lo superfluo, la grasa, la flojedad, ni el desánimo. Eso es menos mérito tuyo que del hambre y las caminatas, pero me enseñaste a soportarlo sin quejarme, y creo que ya me ha creado hábito. Si te cuento todo esto es porque creo que en tus días con fiebre no habrás sido demasiado consciente del lugar en el que finalmente nos encontramos. Es hermoso. Al norte de esta colina crece un bosque de álamos temblones, serios y juntos, ordenados en fila, como por un jardinero. El suelo a nuestro alrededor está cubierto de hierba verde, alimentada por los manantiales, que nacen a cada paso. Y al sur, abajo en el valle, está lo improbable. Una pequeña ciudad, antigua, que conserva su muralla. No es un lugar muerto, como tantos que habíamos visto hasta llegar aquí. Hay gentes que se mueven por ella, que entran y salen por las puertas, personas que han improvisado carromatos, y traído caballos, vacas y ovejas.

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Cultivan la tierra y pastorean, sobreviven, y pienso que lo hacen al modo en como tú y los tuyos lo hacíais. Me hubiera gustado que hubieses visto todo eso. Que te sintieras conforme, porque orgulloso ya sé que no, con mis habilidades. Gracias a tus explicaciones sé cómo se cuida el ganado, cómo se cultiva el trigo y las legumbres. Gracias a todo eso he sido admitido en la ciudad, donde la supervivencia no es una mera esperanza. A mi me hubiera gustado que la hubieses visto. Pero como no ha sido posible, lo único que puedo decir es que he cumplido mi promesa. Yaces bajo dos metros de tierra, cubierto además por piedras. A veces llego hasta aquí pastoreando el rebaño que me han encomendado cuidar. Y a menudo les hablo a ellos de la tumba del anciano en la colina. Ellos miran hacia arriba, cubriéndose los ojos con la mano, para protegerse del sol, intentando divisar tu túmulo. Me pregunto si, como creías, estarás allá arriba, y si cuidarás de todos nosotros.

MARTÍN SACRISTÁN

España

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-¡M

amá, mamá! ¿Estás ahí? —nadie respondió. Había abierto los ojos, pero la claridad me obligó a cerrarlos. Me los tapé con la mano y fui entreabriéndolos hasta acostumbrarme a la luz. Me dolía mucho la cabeza. Me la agarré con las dos manos. Luego me la froté y, al llegar a la nuca, noté una especie de grano, del tamaño de un garbanzo. Me incorporé como pude en la cama. Aquella no era mi habitación. Me asusté. Las paredes eran plateadas, paneles lisos unidos por perfiles de metal con remaches, sin ventanas, solo había una puerta. Llamé otra vez: —¿Mamá? Tampoco obtuve respuesta. Tenía diez años y, la verdad, nunca había pasado la noche fuera de casa. Me preocupé. Hasta que oí unos pasos detrás de la puerta. Me puse en pie de un brinco para pedir ayuda a quien estuviera al otro lado, pero, antes de llegar, la puerta se abrió y apareció una hormiga casi tan alta como yo. Corrí horrorizado y gritando hacia el otro lado de la habitación. Quise trepar por la pared, pero no había dónde agarrarse. Lloré. Pensé que era el fin. Miré de reojo a la hormiga. No se había movido de la puerta, me miraba impasible, solo movía las antenas lentamente. Cuando dejé de gritar, me habló: —Cálmese, por favor —dijo con tono suave—. No se preocupe, Dios Rubén. Sabe mi nombre y me llama Dios. No puede ser. Una hormiga que me habla y que es tan grande como yo. O yo tan pequeño como ella. Esté claro: es una pesadilla y en nada, me despierto. Me pellizqué el brazo. Solo conseguí hacerme daño. —Soy el coronel Micrón, si es tan amable de acompañarme —giró sobre sí misma y echó a andar por el pasillo. Pensé en no moverme de allí, pero quizás fuese la única oportunidad de salir de esa habitación, así que la seguí. Sentí el frío del suelo en los pies, iba descalzo. Me los miré y no los reconocí, eran grandes. Igual que mis manos y mis brazos llenos de vello. Me toqué la barbilla y descubrí que tenía barba. Caminamos por una serie de pasadizos, todos con las paredes como las de la habitación, sin ventanas, iluminados con la misma luz blanquecina e intensa. Llegamos a una gran sala donde más hormigas hablaban alrededor de una mesa. Al entrar nosotros, guardaron silencio e inclinaron la cabeza a mi paso. El coronel Micrón me indicó una especie de trono, situado en lo alto de una escalinata, para que me sentara. Obedecí. Ninguna habló, parecía que esperábamos a alguien más. Por fin, una puerta a la derecha de la escalinata se abrió y apareció otra hormiga, aún más grande que las demás. Despiértate ya, Rubén, despiértate ya. —Majestad —le dijo el coronel mientras se retiraba a una esquina de la sala. Las otras hormigas hicieron una genuflexión. Yo, agarrado a los reposabrazos del trono, era incapaz de moverme. La hormiga grande se paró delante de mí.

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—Dios Rubén, nos alegra que por fin haya despertado. Es un honor tenerlo con nosotros —inclinó la cabeza—. Soy la reina de la colonia, la Reina Nórvix. Deseamos ponerle al día de la situación actual. Asentí. Primero para saber dónde estaba y por qué. Segundo, por miedo a que me atacaran si me negaba. La reina se sentó en otro trono que había en la parte opuesta de la mesa. —General Velton, por favor, proceda. Una de las hormigas se levantó, vino hasta el pie de la escalinata y con un mando descolgó del techo una pantalla. —Dios Rubén, le ruego que escuche atentamente mi explicación. Cualquier duda que le surja, plantéela al final de la misma. Bien. Como si tuviera otra posibilidad. —Nos encontramos en la Cámara del Consejo de la Colonia 54281XE —dijo y en la pantalla empezaron a sucederse diapositivas—. La misma se ha desarrollado gracias a su importante aportación de alimentos. Su entrega diaria de lo que llamaba quesito propició el desarrollo de nuestro cuerpo militar. Como el destello de un relámpago me llegó la imagen de mi madre insistiéndome en el parque cada tarde: —Rubén, toma los quesitos, que ya sabes que tienen mucho calcio. Te harás grande y con los huesos fuertes. Lo mismo cada día desde que tengo uso de razón. Ella no sabía que aquella masa densa, pastosa, no me gustaba. Me daban náuseas cada vez que la tenía en la boca, pegándose en cada recoveco de mis dientes. Si le decía que no me gustaba, seguro que me castigaba. Así que los cogía, me iba a jugar y los tiraba por ahí. Hasta que un día vi un hormiguero y se me ocurrió poner los dos quesitos junto a la boca del mismo. Las hormigas se arremolinaron encima. Al día siguiente no quedaba nada de los de la víspera y les dejé los que acababa de darme mi madre. Estuve dejando cada tarde los dichosos quesitos durante años. Mi madre les tenía una fe ciega. ¡Ayer mismo dejé dos! —Poco a poco —continuó Velton—, cruzando los miembros del cuerpo militar con la Reina, que también se alimentaba con el quesito, se desarrolló una raza superior, más grande, más fuerte y con un exoesqueleto más duro. Sí, hombre, ahora resulta que va a tener razón mi madre, ¡no te digo! Casi se me escapó la risa. —Al exterior continuamos enviando las hormigas de tamaño arcaico para no levantar sospechas. Pero la nueva dimensión que adquirieron los miembros de la colonia precisaba galerías y cámaras más amplias. Por ello se ha hecho necesario expandirla y se tomó la decisión de salir a la superficie. —Gracias, general Velton —interrumpió la Reina—. Continuaré yo. El general se sentó y la Reina se acercó a la escalinata.

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—Hace tres semanas nos organizamos para ocupar la superficie. En primer lugar fuimos a buscarle para ponerle a salvo. Era muy probable que el ejército de su especie llegara a la conclusión de que usted nos había ayudado a desarrollarnos y pensamos que su primer objetivo sería eliminarlo. Localizamos su colonia y, con un picotazo, lo sedamos. Me toqué de nuevo el garbanzo de mi nuca. —Actuaron de noche, por lo que al comando encargado no le resultó difícil. Una vez estuvo usted a salvo en nuestras instalaciones, todo nuestro ejército se desplegó por la superficie de lo que llaman ciudad. Cuando salió el sol y los primeros miembros de su especie comenzaron a salir de las colonias, empezamos a someterlos. —¿A someterlos? —interrumpí angustiado— ¿Qué quiere decir, Reina Nórvix? —En pocas palabras —me dijo—: hemos esclavizado a los humanos. —¡Imposible! —Reí— Los humanos tenemos armas muy potentes — presumí—, lo he visto en mi consola. Todas rieron, incluida la Reina, y yo dejé de hacerlo. Cuando volvió el silencio, ella continuó. —Nuestras bajas han sido mínimas. Le recuerdo que somos una superespecie gracias a usted. No así las bajas de los humanos. Pero es lo que pasa en las guerras, quizás no lo sabía. Los que han sobrevivido, trabajan para nosotros. Los que no pueden, se convierten en nuestro alimento. Me pellizqué de nuevo, varias veces, quería despertarme ya. Pero no ocurría. Seguía allí. —¡No, no! —No quería hacerlo, pero se me puso una especie de pelota en la garganta que me impedía tragar— Por mi culpa, todo es por mi culpa. —¡Cálmese! —Me riñó la Reina— Compórtese como un Dios, un ser todopoderoso. Dentro de un momento subiremos a la superficie para que mis súbditos y los esclavos puedan venerarle y tiene que mostrarse sereno. —¡No soy un Dios! ¡Solo soy un niño! —grité y empecé a llorar— ¡Dejad que me marche con mi madre! La Reina Nórvix se giró hacia las otras hormigas e hizo un gesto con las antenas a una de ellas. —Coronel Yukig, por favor. —Dios Rubén —me dijo con tono triste la otra hormiga—, lamento comunicarle que los humanos conocidos como mamá y papá fueron eliminados durante su rescate. —¡No, no es verdad! —Casi no me salían las palabras— ¡Mentiroso, mentiroso! Bajé la escalinata de un salto y empecé a darle puñetazos en la cabeza. La hormiga ni se inmutó, me apartó con una de sus patas, como cuando las vacas alejan las

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moscas con los movimientos de su cola. Me sentí insignificante. Me tiré al suelo de rodillas, me tapé la cara con las manos y lloré. Mamá y papá, muertos. Por mi culpa. —¡Sois idiotas! —No podía contener la rabia, me limpié las lágrimas y los mocos con el dorso de la mano— Era mi madre la que me daba los quesitos. ¿Qué vais a hacer ahora que no está? No podréis seguir comiéndolos —concluí triunfante. —No sea estúpido —me increpó la Reina—. Días después de comenzar la ocupación de la superficie nos hicimos con el mando de la fábrica de quesito. Su producción está en nuestras manos. Disponemos de todo el que queramos. —Entonces ya no me necesitáis —se me ocurrió—, puedo irme. —¡Ni hablar! —la Reina me miró con sus grandes ojos llenos de ojos pequeños. —¡Soy vuestro Dios! —grité mientras subía a la parte de arriba de la escalinata— ¡Os ordeno que me dejéis marchar! De nuevo estalló una carcajada general en la sala. —¡He dicho que me voy! —exclamé indignado. —No puede irse, no es libre —la Reina había tenido que apoyarse en la mesa para reponerse de la risa—. Todos sabemos que, efectivamente, no es un Dios. Pero el pueblo es ignorante, por eso necesita iconos, algo en lo que creer para no sentirse perdido. A nosotros nos conviene mantener idiotizada a la plebe para evitar sublevaciones. Usted es un simple ídolo que mantendremos aquí mientras siga siendo útil. Una pareja de hormigas armadas se colocó en cada una de las puertas de la sala. —¡Yo les contaré la verdad! —solté. —No lo haréis —me prohibió la Reina—. Prácticamente no tendréis contacto con ningún humano. Visto que la sustancia con la que le dormimos ha acelerado su metabolismo y ha envejecido prematuramente, le proporcionaremos hembras de su especie para que se aparee con ellas y engendre hijos entre los que, cuando usted fallezca, elegiremos su sucesor. —Ellas me ayudarán a develar el secreto. —Lo dudo —añadió la Reina con sarcasmo. *** No sé el tiempo que ha pasado desde ese día. Creo que años, pero no sé cuántos. No era un sueño, aunque en lo más profundo de mi ser todavía espero despertarme. Intenté rebelarme un par de veces, pero me picaban, dormía durante un tiempo y me despertaba más mayor. Comprendí que así no solucionaba nada. Empezaron a traerme concubinas. A todas les habían arrancado la lengua y provocado sordera. Hormigas malditas. Pero con una de ellas conseguí comunicarme. Nos escribíamos mensajes con los dedos sobre nuestras pieles. Ella me contó que había un movimiento de resistencia humana.

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A partir de ese momento me mostré dócil y colaborador para ganarme la confianza de la Reina Nórvix y recabar información útil desde dentro. Los de la resistencia saben que me tienen retenido a la fuerza y que tienen mi apoyo. Sé que a estas alturas están muy organizados y que falta poco para que ataquen el cuartel general de la colonia. Pero yo ya no lo veré. He sentido un nuevo picotazo en la nuca, más intenso que otras veces. Alguien ha descubierto mi juego, estoy seguro. Y también estoy seguro de que esto es el fin, me dormiré y ya no me despertaré. O quizás sí. Quizás me despierte de nuevo en mi habitación. Sí. Entonces lo primero que haré será decirle a mi madre que no me gustan los quesitos. ¡Mamá, mamá! ¿Estás ahí?

YOLANDA GIL JACA

España

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M

i amigo Pedro Kallpucará vive casi adherido al paisaje cósmico en la parte elevada de los Valles Calchaquíes, junto al corral desprolijo armado con troncos de horqueta, donde alberga cabras y mulas. Allí se yergue chata su pequeña vivienda de adobe, inclinada, para contrarrestar el declive de la ladera del cerro pelado, en el “Abra del Infiernillo”, en las altas cumbres de la provincia de Tucumán. Lo vi por primera vez cuando los dos éramos chicos. Mis padres me habían dejado cuatro días de visita en su casa por un intercambio escolar. Concluida la charla con la abuela y las despedidas, yo quedé con mi bolso de ropa adentro de la cabaña, la única edificación cercada por dos cadenas de macizos interminables, al costado de la ruta en este paraje desolado. Miré a través de la ventana trasera. Pedro estaba sentado en una piedra, afuera, como una ranita mirando absorto el ámbito solitario e infinito. Su forma de estar en el mundo era la propia sugerencia de la Naturaleza. Miró hacia el costado, porque escuchó el sonido habitual del chancleteo asmático de la abuela, el suave roce de la suela contra el piso del patio alisado con cemento. En el redil, a su vez, la llama giró el cuello por encima de la barra horizontal del corral con un gesto silencioso. No había otra cosa que se moviese en esa inmensidad. Pedro observó hacia arriba. El polvo en tenue suspensión cubría el cielo y opacaba el aire leve. El caliente viento zonda levantaba la arenilla fina de la orilla del río para traerlo hasta aquí, a tres mil metros por encima del nivel del mar, en este cruce de cerros en el medio de la nada. Aspiró hondo, abriendo más sus pulmones antes de pararse, caminar hacia la casa, y poder ver quién había venido en el auto que acababa de irse por la ruta. Han pasado treinta años de ese primer encuentro. Ahora estoy en Buenos Aires, en el barrio de Palermo y me siento frente al teclado sonámbulo entre las paredes dormidas, con mi costumbre de rememorar separando con sigilo los recuerdos. Acá la noche está templada y rumorosa. Los focos de la gran ciudad iluminan la grilla geométrica de calles y avenidas. La gran urbe rodea por fuera esta habitación en la cual escribo. Le debo una visita prometida a su pago, distante, a 1300 kilómetros de acá. Me llegan imágenes dispersas de colinas grises, en goteo sosegado hacia la contemplación, un sistema semejante al que él adopta para reflexionar con meridiana claridad, cuando cuelga las cuencas rojas de sus ojos en la cumbre nevada, que vigila, desde hace incontables milenios la cuenca del Tafí. Y esto ocurre así porque cuando estoy allá, con Pedro, en sus montañas ancestrales, no puedo escribir aplastado por tanto paisaje. Observo cómo el viento agita y deshilacha los cuadrados coloridos de la wiphala del Tawantinsuyu. Y me fundo en ese mismo ente, como él me ha sabido enseñar. Soy un pulso. Percibo la quietud de la roca pura en sagrada adoración del sol. Una vibración sutil me

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nutre la superficie de la piel. Me parece oír la música antigua del inca, el rumor de sandalias pisando los pequeños cascotes verdes, rosados, amarillos y negros, de los senderos, bajo la manta de copos en las nevadas del invierno. Mi interior se vacía en medio del infinito y la eternidad, respirando cerca de las nubes. Cedo ante las evidencias, imposible encerrar la perpetuidad en un frasco, o explicar el esplendor de un amanecer. Pero aquí puedo contar el detalle de lo vivido allá con cuidado minucioso. Los instantes del vestigio humano en mota elemental, la partícula de la vastedad del espacio y el destello impredecible de la engañosa cualidad del tiempo. Y sé que en estos momentos él puede o no estar pensando en aquellas reuniones, en su rancho de techo de barro. Pero quiero unir la trama de los hilos de nuestras historias, la mía de inciertos rasgos mapuches, con la de él, en anillos dibujados por el vuelo del cóndor en el remolino superior. Y atarlos en estos párrafos para dar veracidad de que nos hemos conocido, cada uno a nuestra manera, pero bajo el mismo cielo del mundo, aunque el suyo según él, es solo una pisada en la sucesión de todos los eventos. Pedro Kallpucará para mí es una combinación de períodos. Fue, es y será. Pero él siente distinto porque nacimiento, vida y ocaso del cuerpo es una única fase compleja de lo vital. Por eso él dice que su pasado se alarga mucho más allá de los quinientos años, en la plenitud del esplendor de su estirpe, cuando abarcaba toda la extensa longitud del Camino del Inca en las alturas de la Cordillera. Y su futuro improbable, impredecible, puede estar en el agua de algún arroyo, viajando por la piel ajada de la Pacha, en la sustancia astral de las manchas tostadas de Venus, o en el sonido de un pinkullo rebotando por el abra de las quebradas. Y puede que, de algún modo, no esté tan errado porque en su concepto de trascender, cuando explica estas cosas, pone en duda el discurrir del tiempo y la continuidad del espacio, tal como lo conciben las mentes más lúcidas de Occidente, en sus conjeturas sobre la gravedad cuántica. Fueron muchas, sucesivas veces en las cuales nos hemos visto, para armar diálogos alrededor del fuego en las noches heladas, con conversaciones cortadas por prudencias necesarias, tramadas en telar de aire de oxígeno magro, tejidas con mi tristeza del llano y con su alegría de andino sosiego cobrizo. Él no es capaz de explicar su entorno con mi método de conocer porque su inteligencia es de otra entidad. Sin embargo, me hace ver algo análogo al alma en los cerros de colores y en los estratos de eras geológicas del océano profundo. Y lo entiendo cuando observo el sitio señalado por su índice apuntando al cielo. Soles, estrellas, todo está constituido por lo mismo. Y también la bóveda celeste, azul, granate o púrpura, es de la misma esencia, su nítida pureza en apariencia de vacío es una estafa a mi inocencia, porque la veo como el soporte intacto e inamovible de los astros.

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Pedro tiene algo afín a un dolor de siglos. En una de esas ocasiones me lo confesó, con el rostro serio y la mirada esquiva asomada por debajo del sombrero ancho, flamante estreno de Carnaval. Siente una confusión íntima, una discordia entre los santos impuestos a sus antepasados recientes, y la impronta misteriosa de la cultura perfecta y atroz de los incas. «Todo está mezclado aquí», me dijo aquella vez, apoyando la palma en el pecho mientras yo concebía el correr del líquido mestizo por las venas gruesas. Imagino oír, el recitado en lengua quechua, ancestral, canto elegíaco compuesto por él para alivio del peso de centurias aciagas de compadres y comadres, y lo traigo una vez más traducido a la memoria: La pena del siku golpea el risco. Del Camino del Inca a la ermita de ladrillo blanco sin preguntar nada. Olor de tanta sangre seca en el arenal. Errar y errar. Algo de coca en la panza esquivando hambres. ¿Hasta cuándo, compadre?, conformes y sumisos… apenas con lo que se nos permite decir, expulsados de la tierra donde hemos nacido. Pedro, tal vez ahora, levanta la vista al pico más alto y piensa en los niños de Llullaillaco ofrendados a la montaña sagrada. Y medita en ese simple cambio de un estadio al otro desde este lado de la muerte. Y, quizás, bebe en soledad o anda con sus ropas largas bajo la pálida luz de la luna, un ovalo trémulo en el espejo lacustre. Él late vital, aparece y desaparece, es y deja de ser en la noche insondable. Con sus creencias firmes, hijo del sol, siempre. Aquellos encuentros fueron únicos, profundos, recónditos. Arrimamos nuestras culturas casi hasta el contacto en asíntota verbal extendida hasta las madrugadas. Al principio desciframos los gestos del rostro en socorro de la palabra. Luego, acumulando otoños, crecimos. Y la voz fue más precisa, y pudimos compartir saberes. Noches frías de hoguera escarlata, grato calor a mi piel, pero aviso fatal para él cuando envuelve el cuerpo del hombre para permutarlo en ceniza. Ahora y aquí, la música de las teclas rasga el secreto nocturno y puedo grabar estos detalles, en esta hilera de símbolos alineados, para conectarme con el silencioso mundo de Pedro a pesar de la distancia, mientras pienso su silueta abstraída en la sombra. Lo imagino con su gorro de vicuña en tránsito por las veredas minerales, por la ladera de cardones, cavilando tal vez, cuándo será el momento adecuado para ascender y entregar su figura peregrina, natural y perecedera, en sacrificio espontáneo, partícipe de la cosmogonía de su estirpe, todo él, como una parte más de su universo eterno. De loma en loma, lento en su andar discurre ágil en sus deliberaciones, tan rápidas tal vez como la velocidad del baile de los astros del firmamento, entre las sucesivas crestas de la Cordillera de los Andes. Tanto como los párrafos en los cuales yo relato su realidad, en disposición lineal sobre papel como un texto literario, 102


vadeando los mismos estrechos y dejando unas huellas parecidas a las de sus pies, escribiendo con similares caracteres. Desde aquí, yo intuyo sus movimientos. Él busca, selecciona la última morada, se anticipa a elegir el mejor final de este tramo de existencia. Ha de ser en las alturas, en la caverna adecuada, el propio pasillo de tránsito hacia otro estado de pertenencia, sumado a la unidad del cosmos todo, lo más arriba posible. Asciende hasta donde la tráquea consigue la justa molécula de oxígeno para incorporar en el torrente sanguíneo, sin dejar de lado la posibilidad del último alimento. Su sueño es búsqueda anticipada, preparatoria. Irá allí cuando llegue el momento. No todavía. Pero especula con el invierno crudo, calcula, se convence. Si ocurre en la estación blanca, llegará, aún con los pies congelados, y podrá, al fin, estirar su brazo en el último gesto para acariciar la blanca palidez de la luna. Y ve la buena señal de un árbol achaparrado, clavado en la cuesta escarpada, mágico y raro, porque allí no hay vegetal que soporte el clima. De tronco nudoso y retorcido. Se expande entre ramas color pardo, oscuras como la tristeza, hacia arriba, a la manera de un puño invertido sediento de tanta sequía, en ademán de dedos ancianos, artríticos y dolientes. Es su árbol. Y más allá aguarda el oscuro hueco de la caverna. Pedro gira feliz en el lugar sagrado, el corazón le palpita fuerte como el parche de la caja. Se orienta, graba en su mente la geografía, agradece al sol, y comienza el regreso a su casa. Hoy soñará el mejor de los sueños. Y, quiero pensar, ahora, además, no en la contingencia, sino en la certeza. Pedro está escuchando el ligero tableteo de las teclas y comprende. Estoy contando su historia y a él le llega a través del aire, o en cifrado tectónico por debajo de la sensibilidad de sus talones, quietos, desnudos sobre la arcilla y la laja, porque ellos son capaces de oír los temblores de la tierra. Y de este modo, atrapa este mensaje, como si estuviésemos, él y yo, frente a frente, con las brasas encendidas de por medio, mitigando fríos, tratando de descifrar quienes somos. Y yo siento un pequeño milagro de comunión, como en aquellos momentos evocados, en la penumbra de su rancho, agotada ya la charla y con la chicha ardiendo en nuestras gargantas. Estoy seguro de ello, casi alcanzo a ver su figura. Él está tomando el charango con el austero propósito de afirmar nuestra amistad, y dice: “Kunan tuta takisunchis”. O espera que yo le señale la quena para pedirle lo mismo, pero en mi lenguaje… o sea: “Vamos a cantar esta noche”.

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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N

adie sabe cuándo fue que comenzó, ni cómo. Por mi parte tengo la vaga idea de que luego, gracias a la frialdad que da el paso del tiempo, pensé en un suceso determinado como punto de partida. Casi lo elegí al azar pero eso ahora no importa. Mi vecino cacheteando a su mujer en la playa, enfrente de todo el mundo, hace unos días. Ese fue para mí el primer escalón de la peligrosa vertiente. Ella no reaccionó de ninguna forma, con lo cual a la vista de los que mirábamos boquiabiertos, parecía confirmar que el agravio respondía a otro anterior pero en sentido inverso. Esa misma tarde, camino a casa, me crucé con un amigo de la infancia. Los dos nenes iban en el asiento de adelante compitiendo en quién sacaba los pies por la ventana. Nos íbamos riendo los tres. El día estaba radiante y no tenía mayor preocupación en la cabeza que el pensamiento de que me habían llenado de arena el auto, cosa que por supuesto no era del todo correcta ni tan importante. Entonces, justo antes de entrar en la carretera, de inmediato lo reconocí. Y creo que no hubiera frenado de no haber estado de tan buen humor. Él no se dio por aludido por lo que di marcha atrás, lo alcancé y lo saludé casi en la cara. Volvió a darse por desentendido. Su respuesta fue: “Jamás lo he visto en mi vida”. No me compliqué demasiado y continué mi camino. No era que no estuviera seguro o que creyera que me había confundido, sino que algo no me gustó en el gesto de su cara. Podría tratarse de un primo de mi compañero o un medio hermano, lo cual explicaría el singular parecido y nuestro desconocimiento mutuo, pero poco importaba y agradecí para mis adentros haber eludido de forma tan milagrosa las obligaciones que aparecerían de la nada si me hubiera reconocido. La carretera estaba atestada de gente, no de autos, aunque había más que de costumbre, pero esto es algo que no noté sino hasta ahora. Cientos de personas caminaban por la banquina de la ruta, la gran mayoría en la misma dirección. No me sorprendí de inmediato. El día había sido hermoso y ameritaba un anochecer junto al mar o a dónde fuera que se estuvieran dirigiendo. La sospecha recién se despertó al abandonar la ruta, apenas entrada la noche y al tomar el camino vecinal que me conducía hasta la casa que habíamos alquilado. Había mucha gente en los jardines, comportándose como sombras furtivas. Esto no hubiera sido para ningún asombro si todo este gentío dedicara su tiempo a alguna de las actividades típicas de la temporada estival. Digamos, tomar mate bajo un velador, o una cerveza, sentados en un murito, agrupados alrededor de un fuego, una parrilla o lo que fuera. En lugar de esto una multitud taciturna deambulaba por las veredas y los jardines, camuflados por la abundante arboleda, como cómplices silenciosos ocultos en las penumbras. Llegué a la casa y estacioné junto a la puerta. Bajé a los nenes con apuro. Tenía en la garganta la inconfundible sensación que da el presentimiento de que algo importante va mal. Entré a la casa. Mi mujer estaba sola en el living, sentada frente a la televisión. La casa era

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bastante modesta, lo justo para una vacación semanal. El living era amplio pero despoblado, detrás había una pequeña cocina bastante completa y con horno eléctrico, y a un costado estaba el baño donde reposaba lo mejor de la casa, una bañera de porcelana delante de un inmenso espejo de pared con forma de óvalo. Ninguna luz dentro de la casa estaba prendida, en su lugar el resplandor fosforescente del televisor fluctuaba sobre las cuatro paredes, los desvencijados sillones marrones, los bolsos aún sin deshacer, los numerosos e inútiles utensilios que los niños pretenden usar en la playa. —¿Qué estás viendo? —le dije a mi mujer. —El noticiero —me respondió al instante—. Vení, sentate. Yo miré a los nenes que ponían esa cara confusa en la que no sabemos si comprenden todo o nada. Le di al mayor las bolsas que habíamos traído del supermercado y prendí la luz del living. —Preparale la leche a tu hermano. Y cómanse unas galletitas, pero ponelas en un plato que sino después dejan en el paquete y quedan blandas y no las come nadie. Me miró con esa cara que sabía que me torturaba, pero hizo lo que le había pedido. Me senté junto a mi mujer. —¿Qué pasa que está toda la gente en la calle? Me miró como si hubiera dicho algo que no debía. —Nadie sabe. Escuchá... Presté atención al noticiero. Se percibía un clima de tensión en la voz del comentador. Recién entonces comencé a unir todos los cabos. El cachetazo en la playa y la mujer cabizbaja, el desconocido con la cara de un compañero de la infancia en una carretera repleta de gente, los vecinos en sus jardines, el tono tenso en la anónima voz que sale del televisor. Algo iba muy mal. Noticias de todas partes del mundo reportaban lo mismo. Una horda de inesperadas personas atestaba todos los lugares públicos del mundo, las plazas, las calles, las carreteras. Los medios de transporte masivos estaban sobrecargados. Las confusiones se acumulaban de forma anecdótica. Miles de testigos habían tenido encuentros fortuitos con personas que habían creído reconocer, pero que luego se trataban de completos desconocidos. El noticiero intentaba rayar en esos momentos la comicidad. Habían puesto el testimonio de una mujer que afirmaba que no había recibido el pago de sus inquilinos. Previamente el anunciador había comentado que el inquilino perjuraba haberle dado el dinero a una señora muy similar. Miguel me llamó desde la cocina. —¿Qué pasó? —le grité y vino hasta mi lado. —¿Podemos ver algo en la tele? —preguntó en tono meloso. —Ahora no —le dije—. Estamos viendo algo importante. Báñense mientras

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papá y mamá miran esto. —Papá... —Sí, se tienen que bañar para sacarse la sal del mar. No hay discusión. Llenen la bañera y báñense los dos juntos. Me miró con ese gesto que me convertía a mí en el exclusivo culpable de su aburrimiento. El hermano ya estaba en la puerta del baño demostrando que el gusto por la bañera no era algo exclusivo de los adultos. Me centré en el televisor de nuevo. Cambié de canal. Me detuve en el del noticiero extranjero. Caos mundial. Nadie sabe cómo explicar lo que sucede pero innumerables personajes lo intentan. Teorías de diversa índole buscan aclarar por qué el mundo se ha superpoblado de forma tan repentina. No faltan los fanáticos apocalípticos y pronto informan sobre diversos disturbios y manifestaciones violentas en cada rincón del mundo occidental. En oriente las voces más temerosas hablan de una nueva invasión mogol. Cualquiera habla del ejército de Gog y Magog, de nuevas guerras mundiales, del resurgimiento nazi, de los neo cowboys que antes salían en camionetas a matar inmigrantes, y ahora a cualquiera. Un experto calcula lo poco que pueden durar las provisiones de alimentos del mundo, otro habla de una invasión extraterrestre y yo que me tranquilizo cuando escucho los chapoteos en el agua y las risas que vienen del baño. Me alejo un poco de la hipnótica pantalla. Intento abstraerme. A veces es inútil buscar explicaciones para lo inexplicable, más aún en momentos como ese en donde saberlo todo no alcanza. Apagué el televisor. Miré a mi mujer que no me sacaba los ojos de encima. —Vamos a salir de esto, mi amor. No te preocupes. —No estoy preocupada —dijo y yo me reí. Ella esbozó una sonrisa. Los niños salieron del baño, pero yo aún escuchaba las risas y los chapoteos. Mi mujer me miró petrificada. Solo apagando el televisor hubiéramos escuchado el singular fenómeno. Los dos niños me observaban empapados, apenas cubiertos con sus toallas. —¡Miguel! —Llamé al mayor—. ¿Quién está en el baño? —Nosotros —me dijo con ese gesto de culpa que yo sé que pone cuando me oculta algo. —¡No! —grité nervioso—. Ustedes están acá. ¿Hay otros niños en el baño? Miguel subió los hombros en gesto de ignorancia. Su hermano no levantaba la vista del suelo. Entonces me preguntó algo que se grabó por siempre en mi memoria. Una simple pregunta para que yo uniera todos los cabos y por fin desatara todo el terror contenido en mi interior. Luego de eso tomé a mi familia y salimos en el auto con lo que teníamos puesto. No necesité nada más. No hizo falta abrir la puerta del baño y ver a los otros dos niños dentro de la bañera. Ni mirar más allá hasta el fondo brumoso del espejo oval para imaginar lo que pasaría con la figura taciturna de mi propio reflejo.

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Rompí los espejos del coche. Tomamos la carretera en el sentido opuesto al que se dirigía la multitud. Desde entonces hemos huido. Mi hijo menor me había preguntado. —¿Papá, por qué están vacíos los espejos?

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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A

lcanzó a salir del lodazal antes que se desatara la peor parte de la tormenta. Parecía huir de algún ánima, como que lo hacía, por la prisa que llevaba. En el bar de la gasolinera del pueblo no se veía a nadie. Necesitaba usar el sanitario, entró, se acercó al viejo que estaba detrás del despacho y le pidió las llaves. El hombre se las entregó, siguió atento a su móvil, ni lo miró, mejor así. En el servicio se lavó las manos con ímpetu y refrescó varias veces su cara. Se observó en el espejo, se vio fatal, desencajado, demacrado. ¡No tenía idea cómo había llegado hasta aquí, a esta situación! Primero irse de casa, así, sin más, ninguna explicación a nadie. ¡Dejar a Marta y a los niños, con lo que los amaba! Enfrentar a su hermano, su amigo, ignorar sus advertencias. No querer ver la realidad. Empecinarse en ese amor, ¿amor? Después abandonar el trabajo, su profesión. Tantos años de esfuerzo de sus padres, suyo, de su esposa e hijos. ¡Un horror! Fue una fiebre posesiva de alguien que le nubló las entendederas. Dejándose someter, manipular como un adolescente embobado, al juego permanente de su sensualidad, su carnalidad y lascivia. ¿Cómo esperaba que reaccionara ante su decisión de irse?, ¿acaso pensaba que aceptaría que volviese con su antiguo novio?, ¿qué haría él ahora que no tenía nada y a nadie? Estaba allí acorralado en el sanitario de una gasolinera. Víctima y culpable. Volvió al despacho, devolvería las llaves y pediría un café, lo ayudaría a recomponerse. Instintivamente llevó sus manos al bolsillo buscando los documentos que siempre estaban allí. Siempre menos esa noche. No necesitó preguntarse dónde los habría olvidado, porque entraba un policía con ellos en la mano.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

Ilustradora:

ABRIL CORTÉS SUÁREZ

México

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olo puedo decir sobre Mirtha Saul Minsk, que Dios no la creó; que los hombres no la engendraron; que andaba entre ellos como una más, es cierto; que parecía tener alma, es cierto; pero que no era humana y su alma quizá nunca anidó en su cuerpo, es más cierto que lo anterior. Sé que ese cuerpo, el de Mirtha, estaba completamente hueco, tanto, como un pozo oscuro, profundo, en el que tiramos una piedrita pero del que no recibimos respuesta auditiva, jamás. De cómo sobrevivir a Mirtha, va esta historia. Estudié en profundidad su caso. No era de una problemática social marginal, parecía más simple de lo que resultó ser después. Tuve tiempo, si hay algo que tengo de manera ilimitada es tiempo, y si hay algo que tengo como virtud, es paciencia. A pesar de todo, nunca se puede prever dónde y cómo nos vamos a encontrar con un ser que desafía nuestra propia naturaleza, que pone del revés todo aquello en lo que creemos, que manifiesta una capacidad sin igual para hacer tambalear nuestras creencias más profundas y, que nos lleva al límite de nuestra propia capacidad de comprensión y cordura. Y ni mucho menos era mi primer caso, había participado en miles de casos antes, solo o con ayuda de otros de mis colegas, algunos, es cierto, con más experiencia que yo… pero nada de lo que tenía que hacer en el caso de Mirtha era, en principio, de excesiva problemática para mí. Cuando la conocí, su delicada figura, casi de niña, me cautivó. La vi y observé por primera vez mientras abría la puerta. Ella entraba y acicalaba su corta cabellera rubia con ambas manos a modo de caricias perrunas. Los labios rosados y sutilmente dibujados en el centro de su redonda y graciosa cara llamaban la atención visualmente. Ambas mejillas rociadas con pequitas y algún lunar la achiquillaban más aún. Los ojos grandes y negros absorbían la luz de la estancia, de por sí, poco iluminada por un atardecer rojizo. El momento me desconcertó profundamente, no por ella, sino por la reacción que tuve. Yo mismo me sorprendí en un estado de nerviosismo impensable con cualquier otra persona y supe, en ese instante, que Mirtha era alguien especial. Mis acciones y planes para con Mirtha requerían de un esfuerzo al que estaba habituado y, por ello, nada me hacía sospechar que algo excepcional pasaba con ella. Parecía una simple, pero bonita, muchacha sureña que corría por los campos medio desnuda y saltaba los arroyos veraniegos con sus pies descalzos. Pero algo, algo pasaba con Mirtha. Sus primeras palabras fueron, para mí, hipnóticas. Observar a alguien sin que lo sepa es la forma de análisis más aconsejable, ayuda a conocer en profundidad su personalidad. Es mucho más clarificador que el diálogo o que cualquier confesión profunda excretada en un momento puntual de lucidez mental o arrepentimiento moral. Me dediqué a ello concienzudamente, debía empaparme del caso. Mirtha parecía ser la perfecta joven feliz y risueña típica de cualquier lugar del mundo, lo inquietante era su mirada. En ocasiones se cruzaba con la mía, fortuitamente, entonces me sentía azorado, me entraba un nerviosismo extraño, parecía 112


que observaba mi interior y sentía que quería absorberme. Sin embargo, eso no era posible. Digo, afirmo: era imposible. Yo, por aquel entonces, creía que ella no podía hacerse idea de que la estaba observando porque siempre me mantenía a una distancia prudencial. A no ser… a no ser que no fuera una persona normal y corriente. Desde mi privilegiada situación la seguía, primero, con la vista. Después fui acercándome poco a poco; delicadamente pasaba a su lado y rozaba su ropa, a ella parecía no importarle; después, comencé a darle pequeños toques juguetones en su abdomen, en un hombro, en la espalda… luego los toques se convirtieron en caricias furtivas y, más tarde, cuando comprobé que aceptaba mi presencia a su alrededor, comencé a mostrarme más cercano pegándome a ella completamente en abrazos algo más largos y placenteros. Sí, sé que me equivoqué al acercarme tanto. Me atraía el olor de Mirtha. Su olor era algo dulce y delicado, como a fruta recién recogida de un árbol. ¡Si lo llego a saber… ! Si hubiera concebido, en algún momento, la posibilidad de lo que luego ella hizo conmigo, os aseguro que hubiera desaparecido de su alcance, os aseguro por mi atormentada alma, que hubiera huido al lugar de donde nunca debí salir. Pero escuchad mi lamento y mi advertencia hombres del mundo: ¡Mirtha, se hace llamar Mirtha! Si apareciera ante vosotros, con su dulce néctar os atraerá irremediablemente, pero si apreciáis en algo vuestra alma ¡corred!, ¡huid!, ¡salvaos de ella! Yo no pude. Así, aconteció que, primero, se mostraba distraída y se dejaba acariciar, y cuando ya me acercaba a su cuerpo tierno, delicado y perfumado, sin reparos, Mirtha me miró de frente y me dijo: —¡Hola demonio!, ¡¿cómo te haces llamar?! —una leve mueca, entre sonrisa socarrona y desprecio, asomó en su rosada boca. Yo, sin poder reprimir mi nombre, ¡cosa que nunca debí hacer!, pues mi nombre es mi cadena hacia la cárcel del infierno o del cielo, y la liberación del cuerpo de mis poseídos, tuve que decirlo. —Pa-zu-zú… —pronunciado bien cada sílaba, obligado por ella a obedecer. ¡Corred! ¡Huid! ¡Hombres y demonios… corred, huid! ¡Yo, no pude! Ahora estoy aquí adentro, dentro de su cuerpo delicioso, atrapado eternamente sin poder apoderarme de su alma, porque Mirtha no tiene alma… ella, ella… se come las almas de los hombres, de los demonios, de los ángeles… ¡Y quizá, algún día, sí, algún día… sé, lo sé, quizá algún día se coma a Dios!

MARÍA LARRALDE España

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star en ese lugar me helaba la piel. Todo ese silencio, que se expandía sin misericordia hasta quién sabe dónde, hacía que sintiera el palpitar de mi corazón tan fuerte y claro como solo yo podía sentirlo. Y no sé por qué, pero aunque vi luces que iluminaban lado y lado de la carretera, parecía que la oscuridad combatiera con ahínco por dominar sobre ellas. Regresaba de un viaje muy largo, me ardían los ojos y luchaba contra mis párpados para no dejarlos caer. Sin embargo, la idea de apagar los motores y descansar por unos minutos llegó demasiado tarde. Ahora estaba justo en el interior de un portal situado en la falda de una montaña que se alzaba imponente sobre él, un largo pasaje al que llamaban “el túnel infinito”. Quien hubiese inventado aquel apodo seguramente sintió lo mismo que yo empezaba a sentir. No había tránsito, y el reloj de mí antemano exponía con presunción la medianoche para justificarlo. Llegué a pensar que era el único osado que se atrevió a tomar ese camino sin importar lo tarde que se hacía y la simple idea hizo que presionara un poco más el pedal. Debía salir de aquel lugar cuanto antes. Habían pasado varios minutos y yo aún continuaba en el túnel. El motor rugió y el auto se detuvo por un momento. Me di por vencido y suspendí el avance poco antes de llegar a una curva. Parqueé en un costado subiendo un poco las ruedas derechas sobre el sendero peatonal. Me dispuse a dar una pequeña siesta y permitir que los ya recalentados motores se enfriaran un poco. Entonces pasó. Primero sentí un leve mareo que se fue acrecentando poco a poco, pero cuando miré que los accesorios que decoraban mi parabrisas se tambaleaban agresivamente de un lado a otro me paralicé. Cuando recobré el sentido opté por asegurarme el cinturón de seguridad y aferrarme al timón con fuerzas. La impotencia me obligó a ver como el ímpetu de aquel temblor empezaba a desplazar el auto hacia todos lados, y vi a través de la ventanilla cómo el pavimento empezaba a agrietarse. Supuse que moriría en ese lugar, que cualquier esfuerzo que hiciera por escapar iba a ser en vano. Las paredes del túnel empezaron a desmoronarse, los fragmentos de piedras arremetían contra la ya debilitada vía y por poco uno de ellos casi aplasta el auto. Era terrible. Cuando vi caer tan cerca aquel pedazo gigantesco de pared decidí salir del auto y correr a cualquiera de los dos extremos del camino. De repente las luces se apagaron. Ahora estaba aún más desorientado. Esquivé un par de rocas y luchaba por mantener el equilibrio mientras corría pero, sin saberlo, había tomado el camino correcto. Me vi en aquella curva que capté cuando apagué los motores, pero el destino había sido claro, debía morir en aquel lugar. Lo supe cuando, después de ser guiado por aquel ángulo vial, noté a lo lejos lo que parecía ser la salida. Corrí desesperadamente como pude, y mis ánimos reaparecieron cuando estuve a punto de llegar a ella, mas todo vestigio de esperanza desapareció al instante cuando un horrible alud cerró mis posibilidades. Miré atrás y, como era de esperarse, las rocas habían taponado la ruta de

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regreso. Me abracé a un gran pedazo de pared que estaba en el suelo y esperé a que mi cuerpo dejara de sentir dolor por fin.

ROGER CHICO CABARCAS

Colombia

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os ojos de ella atravesaron la pantalla, como si detrás hubiera una mirada que la paralizaba, pensaba que era la última vez que iba a pasar por ese episodio el día en que Francisco había dejado atrás la puerta para dedicarle una última mirada de furia. Tal vez esa era la razón que le había permitido tomar la decisión más importante de su vida, al menos la que había sentido que lo era en ese momento. Fran era una ilusión que no la iba a llevar a ningún lado. Porque se aparecía cuando le apetecía y desaparecía como si fuera en un sueño. Ella estaba convencida de que necesitaba otra cosa, otros olores y otras ilusiones. Porque cuando pensaba que era parte del pasado, ahí mismo se le volvía a aparecer, ya no sabía si era real o si era una ilusión. Justamente no era lo que su padre le había deseado. Él decía que era importante vivir una pasión o varias, no importaba. Él creía que era importante que el cuerpo se estremeciera y el corazón galopara; pero qué sentido tenía pensar en eso ahora, era papá, estaba al borde de la muerte, tal vez ni siquiera era consciente de lo que decía… Estaba bien lo de ese tipo, más que bien, era un torbellino que no la dejaba racionalizar nada. Cómo podía ser, dedicada la vida a llenar de premisas y lógica pura la física y la naturaleza, explicando cada hecho y cada momento desde la racionalidad pura. Sí, es cierto, Marie todo el tiempo le decía que tenía que pensar menos, pero por qué, ¿acaso querer sentir y hacerlo en palabras, meditarlo, era un problema? Ella pensaba que no. Aunque sentía que Fran la sacaba de su eje y que muchas veces no tenía sentido ponerle un límite, sentía que sin más, sin aviso, él los atravesaba todos, todo el tiempo. Es fácil para alguien que no está viviéndolo decir que haga esto o aquello. Pero ella sabía que cuando Fran se le aparecía empezaba a nublarse toda su objetividad, aunque sabía que él no iba a estar ahí por mucho tiempo. Todavía se acordaba de la primera conversación que tuvieron. Él se mostraba tan seguro, creía que eso era lo que más atraía a una mujer y ella pensaba lo mismo. No importaba tanto su carrera segura y alta en calificaciones y en reconocimiento intelectual, ella se sintió una niña pequeña desde el primer momento que lo había visto y después pensaba ¿a todas las mujeres les pasará lo mismo, papá tendría razón? Mamá no existía, solo tenía una imagen borrosa de caricias de su infancia. No era triste, al menos no ahora, tal vez antes. Pero era tan pequeña que ni siquiera tenía un recuerdo con nitidez de lo que sentía. Y ahí estaba Fran, otra vez, él ocupaba todo el espacio, se devoraba su tiempos, sus ideas, irrumpía en sus fantasías, hasta en las que ni siquiera imaginaba que podía tener y la hacía desear cada pedazo de ese tipo, se convertía en alguien irracional a quien ella desconocía; tal vez eso era amor, pasión. No lo tenía para nada claro, pero hacía exactamente cinco meses y 17 días que había decidido no dejar que esa mirada se le atravesara ni que su olor permitiera siquiera perturbarla. Sacude la cabeza como si su olor le hubiera atravesado las fosas nasales.

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Qué obsesión de mierda. A veces pensaba que era una maldición. Un karma. Ya no tenía nombre para eso. Alguien que controlaba su vida a su antojo, aunque también pensaba que el tiempo no había pasado en vano. Ya era una decisión y no obstante lo viera otra vez ya sabía lo que pensaba de él, ya sabía cómo continuaba la relación, ya sabía cómo una y otra vez la dejaba de lado, justo cuando ella le iba a hacer una nueva confesión… Si lo pensaba, tenían muchas cosas en común pero él parecía no tenerla en cuenta. Ella entraba a su mundo, estaba en su mundo, pero él era ajeno a todo lo que ella esperaba que sucediera… pero no quería pensar más. Ya sabían todos que ella pensaba cada detalle y cada conexión con su realidad pero también veían su desconcierto cuando él se aparecía en su vida como si hubiera desaparecido el día anterior. Cuando ella empezaba a olvidarse, como acto de memoria, como parte de su registro neuronal, él aparecía y aclamaba la potestad sobre su cuerpo, como quien declama por un territorio que le pertenece. Ella una vez más tenía preparado el discurso que se le venía en ganas. Basta no más, Fran. Ya fue suficiente, estamos en lugares diferentes, ya no me atraen tus ilusiones, o mejor dicho no le atraían las ilusiones que él hacía que se precipitaran en su mente y que galoparan por todo su cuerpo. De repente se encontró con las agujas del reloj pegado a la pantalla. Eran las once y todavía tenía que salir a la calle. Se quedó en silencio, otra vez ensimismada y pensó que ya estaba, que eso era todo. Miró la pantalla otra vez y decidió contestar el e-mail. “Lo siento Fran”, “no nos podemos dar este momento”. “Yo no puedo”. “O tal vez no quiero”. “Da igual ahora”. El cursor titila en la pantalla. Ella siente que su corazón galopa antes de poner “enviar”. Los pensamientos brotan a borbotones y parece que ese sí es un fin definitivo. ¿Qué va a decir Marie? Seguro que va a estar de acuerdo con ella, a decir que hizo bien, que no podía pasar otra vez por las mismas cosas. Sí, sí. Ella lo entendía a la perfección, pero eso no le daba la tranquilidad que parecía que sobrevolaría ante “la mejor” decisión. Eran sentimientos controvertidos. Era decir “no más”, pero ¿era lo que ella quería? Tenía bastante temor de contestarse a esa pregunta. Mejor, salía a la calle porque ya eran las once y eso indicaba que la esperaban otras cosas. Esas que ocupaban todo su tiempo cuando Fran desaparecía. Él también vivía su mundo. Y parecía nada incomodarle. ¿Cómo podía mostrarse tan seguro, tan frío; cómo podía aparecer y desaparecer cuando se le daba la gana? Se estrellaban las pautas de su cotidiano con la decisión de enviar ese correo. Su última imagen fue la mirada de Fran que se le atravesó justo ahí. Justo ahora. Se paró así sin mucha prisa, y barrió con su mirada la totalidad del cuarto y se detuvo en su computadora. Se distrajo. Tomó su bolso y salió con un poco más de prisa…la calle la distrajo, el sol le pegó en la cara, el semáforo la detuvo y su visión se cegó por fracción de segundos.

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Ella escucha una voz conocida pronunciar una vez más su nombre, así como un acto reflejo dirige su mirada hacia la voz que la nombra, que la hace sentir que es quien es. Es él. Es Fran. ¿Qué hace ahí? Otra vez vamos a pasar por lo mismo, ella lo piensa, lo siente, lo intuye. Pero no dice nada. Hola, le dice él como si nada. Y acto seguido la toma entre sus brazos y le dice que hace cinco meses y 17 días que espera su respuesta.

LORENA N.CANCINO

Argentina

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l astrónomo Frank Haslam, llegado a Cambridge hace apenas unos días, ya había levantado las frondosas cejas del cónclave de directores. Su perspicaz instinto lo llevaba por arrabales desconocidos que probaron su coraje. La curiosidad y determinación movían sus pies al son del arpa de su compañero de cuarto. Lo arrebató un sinuoso camino con luz celeste que, sin dudarlo, decidió seguir. Veintitrés días de ayuno valió su parto, veintitrés días de contar estrellas y dio a luz. La Teoría de la Quinta Dimensión, su obra magna, refutaba la relatividad de Einstein, desmantelaba las obras que tan dedicado el cónclave acopló a lo largo de los siglos. Ahora, las cejas dejaban las caras y materializaban cuernos en las cabezas que encolerizadas tornábanse rojas. Por los corredores de la universidad retumbaba una exigencia saturada, una demanda hambrienta. Se necesitaba más que la verificación, se necesitaba el método de Haslam. Así fue que secretamente se estableció, siguiendo la naturaleza del cónclave (los directores tenían impuesto el deber de determinar de manera inmutable con la caída de su martillo ensangrentado), una operación confidencial para discernir dendritas. Haslam nunca advirtió que su dormitorio, lugar donde hacía todo su trabajo, había sido comprometido. Su escritorio que mira al río y al cielo, su pluma que mira al libro y al cielo, sus ojos que miran adentro y al cielo: todos corrompidos por la presencia imperceptible de una entidad engendrada especialmente para vigilar y traducir, vigilar y traducir. Al principio los directores de la peripecia infame sufrieron agrias jornadas de desconsuelo en las que las cifras eran jeroglíficos que relucían turquesa. Era inentendible la fracción de genio que derivaban sus ratas. Sudaron, lloraron, pero jamás abandonaron su misión (los directores tenían impuesto el deber de mantener su posición una vez que caía su martillo ensangrentado). Una noche sin luna que confundía las constelaciones en la turbia corriente del río, Haslam cedió. Cayó su mirada y con ella su cuerpo fue arrastrado por el surco negro. A la mañana siguiente dejó que flotaran piedras en el cielo. Por vez primera, la operación extrajo órganos vitales. Los directores intercambiaron sonrisas sombrías que guardaban hace tiempo. Por fin había llegado el momento de armar su Frankenstein. Con los dibujos que quedaron de las constelaciones, restos de la desviación febril, el cónclave produjo un microscopio astral. El artificio monstruoso invertía la vista en los eclipses y dejaba ver el interior del sol. La serendipia les regaló este descubrimiento que sus manos analíticas usaron para reestructurar el mundo. Se eliminó el tiempo, se eliminó el libre albedrío. El cónclave estableció un orden artificial, hizo cesar la hermosa tormenta. Se estampó en su libro sagrado una realidad atroz y al negar la infinitud de las demás estas dejaron de existir. Infinitos gatos muertos. Se establecieron reglas irrefutables, se erigieron esculturas inamovibles. Los periplos de Haslam quedaron sobrescritos, sus mapas con bifurcados caminos quedaron señalados con una cruz roja. Su encarcelamiento fue casi inmediato y sin quejas, entre los innumerables

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cargos estaba el desacato. El mundo se olvidó de él. Las cejas volvieron a posarse cómodamente sobre los ojos y el sueño venció a la vigilia. En el sueño, Haslam no se reconoció en el espejo. Había sobre su frente una mancha negra y sus facciones se volvían grotescas. Se lavó la mancha enérgicamente y al pasar la toalla por su cara la mancha reapareció, sintió un escalofrío en la espalda. Alguien lo miraba, sintió que alguien lo miraba, se escondió y sintió que alguien lo miraba, corrió y alguien lo miraba. Lo miraban porque se dejaba ver, lo miraban porque él se miraba. Sus pies no seguían las mismas fuerzas, iba un paso atrás de ellos, los alcanzaba y estaba un paso atrás. Sus extremidades se alargaban y mutaban. Un pájaro azul en una jaula. Un ratón en una serpiente. El sueño se consumió con el silbido delicado de Hipólita y sus pasos sobre los adoquines del calabozo. Una pálida silueta que se aproximaba con ligereza envuelta en un manto negro, velaba por el sueño del prisionero con un dejo de compasión. Escondida entre sus largas sedas había una vasija con agua que guardaba junto a su corazón. Extrajo sin esfuerzo la vasija y mientras vertía el agua sobre la cara marchita de Haslam sus ojos sonreían regocijando redención. Con esfuerzo extrajo su corazón y se marchó. Sin asimilar que quién lo había despertado había dirigido la extirpación de sus dendritas (con tijeras de plástico ensangrentadas), Haslam se incorporó esperanzado por la aparición de un papel. Ya tenía catalogados todos los sectores del calabozo y había jugado ajedrez con los grillos en la noche, un papel era salvación para el desamparado. La ilusión de un cuento, el derrame de un poema, la sonrisa esbozada en un dibujo. Pero el obsequio figuraba un palacio barroco, verde de vitrales azules que le produjo un sentimiento ambivalente de melancolía y alegría, sentía haberlo visto antes, en su infancia o en un sueño. Al reverso sostenido por los mismos pilares, con una arquitectura idéntica al anverso, el obsequio figuraba un castillo medieval rojo con vitrales amarillos. Este le despertó una curiosidad innata, brotó en él la necesidad de conocer cada uno de sus rincones pero a la vez sentía que ya los conocía. Las edificaciones mantenían símiles secretos, parecían proporcionados a la perfección. Agotado por la confusión, Haslam volvió a sumergirse en sueños con el papel sobre la cara. Esta vez se vio caminando por la ribera junto a Hipólita. Sus pasos caían en sus huellas. Sin tocarse sintió que se abrazaban. Dos espectros sin mácula sobrevolaban su andar enlazados. Dejaron de caminar y el río mudó su espacio. El camino entre sus ojos formaba el río y este no reflejaba nada, contenía a ambos en su calmo silencio. Soñaba en un lenguaje que prefiguraba la comunicación, el remitente sabía lo que estaba pensando y lo que iba pensar. Una tranquila telepatía que trasciende y él la sentía fluir por su canal compartido sin miedo. No sentía el afán propio de las inquietudes juveniles que reinaba sus sueños. No sentía la implorante necesidad de escribir. Los

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directores colgaron sus túnicas y se fueron a pintar. A través del papel, una luz enceguecedora despertó a Haslam y dejó ver la realidad. Las dos edificaciones eran una.

ANDRÉS DEUS

Uruguay

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L

ucas tomó el lápiz, le sacó punta y en una hoja blanca comenzó a escribir: “Querida Teresa, te escribo desde este encierro con la intención de contarte todo lo que me ha pasado en estos últimos meses, en los cuales mi tristeza a crecido mucho, mi salud está empeorando y mis esperanzas de salir de aquí son cada vez menos. Lo único que me mantiene con ganas de vivir son tus cartas, pues ellas son mi puente con la realidad, esa realidad que me fue quitada hace ya dos años. Te diré que me es bastante difícil mantenerme cuerdo en este lugar. Gracias a Dios que en el cuarto estoy solo, sino hace mucho tiempo que hubiera enloquecido como los demás. Por la misma razón, me he mantenido al margen de toda relación con los compañeros y los enfermeros. Es la única manera de seguir normal. Sin embargo, esto me ha traído más problemas que beneficios. Los compañeros me ven con recelo y los enfermeros creen que mi actitud de no relacionarme con nadie es la mayor prueba de mi locura. Teresa, es bien difícil para mí estar aquí entre estas cuatro paredes. La gente aquí adentro no me acepta y yo sé que a estas alturas, la de afuera tampoco lo hará. Para todos soy un loco. Entonces ¿qué me queda? solo yo mismo. La vida —si es que se le puede llamar así— aquí es desesperante. Estar durante las veinticuatro horas del día rodeado de dementes es poco alentador para cualquiera que se precie de tener un poco de razón. En mi caso, yo sé que no estoy loco y que me retienen aquí por no sé qué razones. Es cierto que al finalizar la guerra quedé un poco perturbado, pero con el tratamiento bastaba. Nunca comprenderé por qué el ejército me mandó para este infierno. Como te decía, la vida acá es una inmensa monotonía. Pasó de diez a quince horas como un autómata por las drogas que me dan. Dicen que son para «mantenerme tranquilo». A pesar de eso soy afortunado, todavía no me han aplicado los electrochoques como a otros compañeros. Teresa, de verdad que eso es horrible. Si algo ha estado a punto de desquiciarme han sido los alaridos que dan esos pobres infelices al sentir las descargas en su cuerpo. Un día de estos, Alfredito, un compañero de al lado, me contaba cómo era eso de los electrochoques. El pobre sufre de paranoia; dice que le hablan voces todo el tiempo y le ordenan que mate guerrilleros y no sé qué cosas más. Por eso a él le dan electrochoques. Cuenta que la descarga es una sensación terrorífica. Sentís que un fuego te entra por todo el cuerpo y te quema las venas. En su caso, a la tercera o cuarta descarga pierde la conciencia, pero otros enfermos deben sufrir más para aplacar esa violencia que llevan dentro. Luego, cuando se despierta, Alfredito afirma sentir un ardor en todo su cuerpo y le dan ganas de arrancarse la piel. Lo ha tratado muchas veces; gritando, se clava las uñas en los brazos y si no fuera por los enfermeros que lo «disuaden» con algún calmante, hace mucho que se hubiera despellejado. El pobre se quedó en la época de la guerra. Teresa, te extraño mucho, extraño tus cartas en las que me contás cómo va tu vida. ¿Qué tal en el trabajo, te dieron el aumento que esperabas? ¿Cómo está tu hijo?, 126


espero que bien. Cómo desearía conocerlo, lástima que aquí no nos dejan recibir visitas. En mi pabellón, el de los enfermos peligrosos, no hay ninguna prestación. Dicen que si estamos completamente locos no necesitamos nada. Eso no es así, al menos en mi caso. Yo sé que no estoy loco y por eso hago todo lo posible por mantenerme sano. Algo que me ha ayudado mucho han sido los libros que tú me has mandado. De verdad que son muy importantes para mí, Teresa. Después del almuerzo paso tardes enteras devorando novelas. Me gustan tus libros. Todo es tan normal en sus historias, tan tranquilo, como ha de ser allá afuera. A veces, luego de leer un capítulo, me acuesto en mi cama, cierro los ojos y me imagino cómo será ese mundo que describen las líneas que acabo de leer. Paso así horas, ensimismado con mis pensamientos. Cuando pasa algún enfermero y me mira con conmiseración, yo solo me río y sigo con mis ideas ¡Qué engañado está! En otras ocasiones, cuando no leo, camino por los sombríos pasillos del hospital hasta llegar al patio. Es un pequeño jardín en donde todos los pacientes salimos a «pasear». En honor a la verdad, lo visito pocas veces; ver los edificios y escuchar el rumor de los automóviles solo acrecienta mi necesidad de estar allá afuera. Me quedo poco tiempo, las paredes son tan inmensas que no puedes ver el sol y eso me enferma. Ver solamente gris me enferma. Teresa, aquí todo es gris. Paredes grises, sábanas grises y cuartos oscuros. Este es un lugar en donde la única posibilidad que uno tiene es la de deteriorarse cada día más. Por las noches todo parece más tranquilo. Me acuesto pensando en miles de cosas, pero sobre todo, si al día siguiente recibiré carta tuya. Con la llegada de las lluvias, las noches se han tornado frías. Entonces enciendo un fósforo de los que se consiguen ilegalmente, me envuelvo bien y en la penumbra, releo alguna de tus cartas. Sus palabras son tan cálidas que disminuyen el frío. Así paso las noches, apagando y encendiendo fósforos para poder leer tus cartas. Otras, no puedo dormir al escuchar los quejidos de los enfermos. Son apenas audibles, pero sabes que son de un compañero que está siendo violado por algún enfermero. Ellos están tan locos o más que los mismos reclusos. Algunas noches, no puedo dormir por la angustia de oír una llave abrir el cerrojo de mi cuarto; así paso unas cuantas horas hasta que el sueño me vence. Teresa, amanecer cada día sin ser abusado es una de las mayores bendiciones que Dios me ha regalado. Pero la única razón que tengo para creer todavía en un Dios son tus cartas. Por eso es que estoy muy triste al no recibir tu respuesta. Ya con esta, son cuatro las que te he mandado y no he podido leer ninguna tuya. ¿Qué es lo que pasa, Teresa? Es acaso que te has olvidado de mí, o peor aún, ¿crees, tú, también que estoy loco? Déjame recordarte que no lo estoy. Yo sé que si salgo de aquí no tendré una vida normal, no tendré casa, esposa e hijos, pero seré libre y me tendré a mí; con eso me basta. Pero ahora no tengo tus cartas y me hacen falta. Contesta, por favor. Lucas”. Dobló la carta, la metió en un sobre con la dirección de Teresa y se la dio al 127


enfermero. —A ver si esta la contesta —dijo al entregarle el sobre. —Esperemos que esta sí —respondió el enfermero mientras se alejaba y, lentamente, rompía en pedazos la cuarta carta para Teresa.

MANUEL VICENTE HENRÍQUEZ B.

El Salvador

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C

erró los ojos, recordando las palabras agónicas de su madre: «El humano es un perro asustado que necesita un líder para convertirse en lobo, sino a lo único que aspirará es a perseguir su cola; aniquilándose a sí mismo —estiró la mano, reseca y llena de venas violáceas producto de la quimioterapia. Ella la asió y la besó, una gruesa lágrima se escurrió hasta esta—. Hija mía, no llores, sé que tú serás quien los guíe y lleve a este mundo a un cambio enorme». —Mademoiselle, ¿Está lista? —dijo una voz lejana. Ella abrió los ojos. A pesar de poseer un rostro delicado, la determinación encendía su mirada, endureciendo sus facciones. El Twitter y los viajes a Cancún habían quedado atrás, su fama la precedía y estaba a punto de presionar el botón rojo. Uno que, como dijo su madre aquel aciago día, llevaría al mundo hacia un cambio enorme. —Desde el día en que nací —guardó el expediente del protocolo que expondría a la junta, luego, alisó las mangas de su traje—. Es hora de la verdad. El agente abrió la puerta sin moverse de su sitio. Un brillante haz de luz ingresó al despacho, como si fuera una señal divina. Ella volteó por última vez hacia el televisor empotrado. Las imágenes se reflejaron en sus lentes: una turba de manifestantes inundaba el Paseo Real. Sonrió. Igual que parásitos, arremolinándose sobre sus propias heces. Igual que parásitos, consumiendo todo a su paso. Así pues, al igual que parásitos serían exterminados. Ellos aplastaron sus sueños, ahora ella los aplastaría a todos. ¡Nada quedaría fuera de su alcance, las guerras y el hambre cesarían, pues todos se arrodillarían ante ella! —Los reinos caerán uno por uno, víctimas de sus vicios —masculló, furiosa—. Ascenderemos sin control pues ellos serán las ascuas de nuestro crisol. Volteó de golpe, elevando su cabello al aire con la gracia de un pura sangre. El agente la miró dirigiéndose a paso firme hacia la puerta que la llevaría a su primera junta de poder. Nunca en su vida había sentido tanto temor, y menos por una mujer, pero, fuese quien fuese ella, ahora presidía la Ciudad Dorada. La siguió de cerca, después de todo era su guardaespaldas. «¿Y quién me guarda la espalda a mí, de ella?» Menos mal que nadie escuchaba sus pensamientos, sino pensarían que era una gallina. Sacudió la cabeza y se insertó el audífono en su oído. Hora de entrar en el personaje, el profesionalismo del traje se ocuparía de absorber todo lo que estaba a punto de pasar. Al cerrar la puerta del despacho, la televisión inundó el cuarto con un insistente cántico. «¡Odia el desorden! ¡Ama el Control!». La guardia negra, los Sin Rostro, recitaban aquel salmo mientras avanzaban apuntando sus armas hacia los manifestantes. Solo bastó un motivo, una razón y la

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masacre dio inicio. *** —¿Un protocolo? ¿Está usted loco, señor vicepresidente? —respondió con desdén, un parlamentario. —Se le recomienda al señor Jones mejorar su léxico y retirar de él palabras ofensivas, sino será retirado de la junta —se elevó por encima del ajetreo la sosa voz del regulador. —¡Situaciones extremas requieren medidas extremas! —aquel se levantó del asiento agitando un folio en las manos—. ¡¿Acaso vive debajo de una piedra?! ¡¿Acaso no ve lo que está ocurriendo con el mundo?! —¡El mundo necesita tranquilidad! ¡Nuestro poderío les brindará la tranquilidad! —refutó un militar curtido—. ¡Nuestra investidura es suficiente para controlar lo que sea que se necesite controlar! ¡Sea realista, nada de lo que usted plantea ocurrirá! Incontables horas se fueron acumulando en la espalda de la soberana, palabras vacías flotaban en el aire, miradas cegadas por el peso de la moralidad, voluntades doblegadas bajo la voz de las masas. Con el codo encima de la mesa y la quijada apoyada en la mano, miraba esa superflua muestra de lealtad hacia un concepto tan desfasado como el de la libertad. Una purulenta enfermedad que había contaminado las esferas más altas del gobierno, una peste que ella debía erradicar. En fin, no le gustaba perder el tiempo, es por eso que se había tomado todo el tiempo posible para analizar y calibrar a cada uno de sus oponentes, esperando el momento oportuno para aplastarlos bajo su propio peso. ¡PAM! Un estruendoso golpe sacudió la mesa de la junta, haciendo saltar de sus asientos a unos cuantos líderes. La dama blanca había golpeado con ambas manos la mesa, levantándose imponente por encima de ellos. Luego, impasible, retrocedió su asiento, ajustó sus gemelos dorados con incrustaciones de rubí y ciñó sus distinguidos guantes blancos. La sala permaneció en silencio. Las cámaras de diversos canales enfocaron el rostro de la lideresa, la cual parecía contener con elegancia una marea incesante de odio que, cual volcán, estaba estallando en su interior. —¡Hemos perdido el control de todo! —su agradable voz vibraba con una potencia y rectitud digna de cualquier militar, y por más que tan solo pareciera una delicada señorita, el miedo comenzó a invadir el corazón de todos los asistentes a la junta—. ¡¿Nos pide ser realistas?! ¡Mire el mundo a su alrededor!, ahora le exijo: ¡muéstreme el lugar donde el humano no haya destruido todo a su antojo! —levantó el dedo índice hacia la bandera y con la otra mano golpeó de nuevo la mesa—. ¡Esa bandera se mantiene en alto en símbolo de nuestra libertad! Pero dígame, ¡¿de qué sirve la «libertad» si se usa para destruir el mundo y quebrar las familias?! ¿Libertad? ¡Ja! ¡Es un simple condicionamiento humano, una mentira que fue reescrita para lavar el cerebro de millones y ganar votos a costa de nuestro progreso! ¡Somos el gobierno más 131


grande en la tierra! ¿Qué es lo que nos detiene para progresar, para guiar a la humanidad hacia un futuro mejor? ¡Gente débil como usted! ¡Gente que será aplastada sin miramientos bajo mi gobierno! El militar se levantó de inmediato, como si un resorte hubiera golpeado su espalda. —¡No le permito que hable así! ¡Nosotros servimos al pueblo y a la libertad…! La dama blanca golpeó con ambas manos la mesa y se apoyó sobre ella, dando la impresión de haber crecido muchos metros por encima del militar. Levantó la mano y apuntó hacia él. —¡No tendremos piedad de nadie, ni siquiera de aquellos que estén infiltrados entre nosotros! —comenzó a sacudir las manos, imprimiendo cada vez más violencia en cada palabra que daba, volviéndose rápidamente una fiera bestia irrefrenable—. ¡Levantaremos a todos de su pesado ensueño y los haremos trabajar hasta quebrarse las espaldas! ¡Consumiremos la ambición y el descontrol! ¡No habrá permisividad ni indulgencia hacia los débiles! ¡Bajo mi dominio nadie se quejará! ¡Se me ha investido con el poder de la población y la venia de Dios! ¡Somos los soldados que hemos venido a purificar este podrido dominio! ¡Llevaremos a todos hacia un nuevo mañana, curaremos el mundo con la sangre de cada insolente que intente desobedecer! ¡Nadie se opondrá ante nosotros, porque nuestra cruzada es justa y quien se oponga como tú, será aplastado al instante! Los dorados cabellos de la dama estuvieron danzando alrededor de ella como si fuera una estela de fuego que se levantaba ante la presencia de un catalizador, un combustible de potencia incontrolable. Cuando esta terminó, aquellos se precipitaron sobre su pecho que estaba sumamente agitado tras el imperioso discurso y, para sorpresa de todos, el magno militar agachó la cabeza y se sentó sin mediar palabra alguna. —¡Hmpf! Lo que pensé —dirigió su fría mirada hacia el regulador—. Prosiga. El regulador dudó en comenzar, hasta dio la impresión que no pudo continuar hasta que la imponente figura de la investida ya se hubo sentado en su sillón. —¿Algo más que agregar? —miró hacia todos los asistentes, todos parecían evitar la mirada—. ¿Presidenta White? Puedo… —Adelante —dijo, con una mueca desafiante. En diversos televisores del mundo se televisó la votación, aunque en el fondo, todos sabían el desenlace. Hicieran lo que hicieran, no había nada que detuviera aquel poder aplastante que tenía como nombre: «Protocolo Punta de Lanza».

LUIS BRAVO - Oblivionsoul

Perú

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u nombre era Jonás. Una vez tuvo una madre, se llamaba Karina, una presencia que lo dejó cuando era muy pequeño y se diluyó con el paso de los años. También tuvo un padre al que sí recordaba con una leve claridad, su nombre era Joshua, a quien le gustaban los grandes retos, había derrotado a un sinnúmero de oponentes, excepto a uno: intentó vencer a la muerte, pero no lo consiguió; tras una vida de victorias este hombre descubrió que la muerte era una de los dos grandes rivales a los que era imposible derrotar en este mundo. Su hijo también lo sabría. Jonás, criado en una sociedad patriarcal, que provenía de una casta de hombres valientes (o por qué no decirlo: valentones) pensó en enfrentar a la muerte, pero un día oyó decir que había algo más fuerte que la muerte; se trataba del amor. El joven Jonás se rió a carcajadas y se preguntó a viva voz cómo el amor, tan tímido, dócil y, muchas veces, inseguro podía ser más fuerte que la muerte. «No, no puede ser. No obstante, debo enfrentarme al amor e intentar vencerlo. Sí, eso haré. Pelearé contra el amor y le ganaré». Les contó a sus amigos y vecinos su osado proyecto, y partió de su hogar para realizarlo. Así fue que el joven Jonás, novato e impetuoso, que nunca había conocido el amor, se embarcó durante buen tiempo en la búsqueda de su adversario, mas no pudo encontrarlo. Se preguntaba dónde diablos podía estar, hallar a la muerte resultaba más fácil, aunque era temible enfrentarse a ella, empero, aquel sería un desafío que asumiría llegado el momento, tras derrotar al amor. De vez en cuando se topaba con la muerte, de cerca y de lejos, podía invocarla cuando deseara, solo bastaba con arriesgar su vida en una peligrosa empresa. El tiempo en la vida de Jonás se hacía circular, la muerte siempre regresaba y parecía hablarle con una voz cavernosa: «al final te arrasaré, te llevaré conmigo a un país misterioso donde no existe el dolor». El muchacho se percataba de que en realidad era su propia voz, surgida de lo más profundo de su mente. Una tarde, Jonás llegó a la Ciudad de la Luz Intermitente, y se sentó al borde de un muelle, muy cerca de un barco anclado. Bebió un poco de licor, masticó chicle. Se hallaba un tanto preocupado, pues le quedaba poco dinero, sin embargo podría pasar la noche en una posada que se encontraba a varios metros, en el límite con la playa. Hacia allí se dirigió y vio salir de la pensión a la mujer más deslumbrante que había atisbado en su vida. Ella se detuvo unos instantes para observar el paisaje y Jonás se acercó a ella para contemplarla mejor. Era una muchacha bastante delgada, de cabellos negros, ensortijados, y piel trigueña, sus ojos aguamarina asemejaban al color del océano en invierno, el mismo que se hallaba a poca distancia de allí. Jonás se rió de manera alocada, de alegría, porque había encontrado el amor. Abordó a la mujer, le preguntó su nombre; «Zafira», respondió ella. La enamoró con poesía, canciones, galantería y obsequios, aunque estos últimos la dama se los devolvía con una sonrisa. El joven no 134


entendía esa especie de rechazo inicial; no obstante, persistió en el cortejo, pensó que si mostraba lo mejor de sí, el aspecto más agradable de su persona, podría conquistar a la mujer de sus sueños. Al principio, Zafira lo rechazaba por su aspecto ladino, mas, como la atracción era mutua, y él le parecía muy distinto a los otros hombres que había conocido en su mediana vida de veinte años, terminó enamorándose de Jonás. El romance no se dio de inmediato, pasaron días; él consiguió trabajo como descargador en el muelle y así estaba cerca de su amada, vivía en el barco que se hallaba permanentemente anclado. Zafira residía y trabajaba en la posada realizando actividades varias. Una noche hubo una fiesta allí para celebrar el día de Santa Rosa, la patrona de la ciudad. La pareja bailó unida toda la celebración. Jonás se quedó a dormir en esa enorme casa de seis pisos, en el último, donde se encontraba la habitación de Zafira; allí ambos se acostaron juntos. A la mañana siguiente Jonás no estaba en la cama. Zafira no lo ubicó en la residencia, ni en parte alguna. Pasaron las horas y lo comprendió todo. No lo odió por lo que había hecho. Él se había ido lejos, se había propuesto vencer al amor. Se forjó un nuevo futuro, ideó una serie de negocios y creó una empresa de envío de mercadería por mar; se compró un barco, luego otro, después un tercero; obtuvo muchas ganancias y alcanzó una alta posición social en su recorrido por la vida. Debido a su poca madurez, lo perdió todo tan fácilmente como lo hubo obtenido: en borracheras, juegos de azar, apuestas o meras tonterías. Con el tiempo hizo nuevos amigos, maduró en lo físico, mas no en lo intelectual, mucho menos en lo emocional. Parecía una máquina cuya única actividad era conseguir placer, aun a costa de su seguridad. Pasó por etapas de miseria y de prosperidad. Fue en una de estas últimas que de nuevo la muerte se aproximó a él, para susurrarle que esta vez lo había alcanzado. Aterrado, Jonás fue al hospital, habló pronto con el médico y se enteró de que la mala vida le había inyectado una enfermedad que lo acabaría en poco tiempo. Él lo aceptó, resignado. Sin embargo, una preocupación aun más grande, como una tormenta naciendo por encima de su cabeza, se hizo presente. Al principio no la detectaba, pero en el momento de saber que su final era inminente logró percibir cómo el amor lo golpeaba y aplastaba; él hizo lo imposible por ganarle la dura batalla a su rival, pero este era muy fuerte y lo vencía. ¿Qué había de hacer? ¿Dejarse morir solo, aunque no desamparado (ya que contaba con dinero de sobra para solventar los gastos de su desahucio y entierro) o debía ir en busca de aquella que se le había metido en lo más hondo de su corazón? No lograba decidirse, había pasado más de una década, ya había perdido a la mujer amada, pero aún podría estar a tiempo de vislumbrarla una vez final, y de pedirle perdón, de mencionarle unas palabras. Jonás, triste, derrotado, regresó a aquella ciudad costera donde había pasado los mejores momentos de su existencia. Se dirigió al muelle donde varios años antes había libado licor y comido chicle, donde había caminado junto a un barco anclado, que ya no 135


estaba ahí. Anduvo con lentitud y temor hacia la enorme pensión donde había abandonado a una buena mujer, y ni bien llegó, preguntó por ella. No la encontró. Le dijeron que al inicio Zafira no le había dado importancia al alejamiento de su enamorado, pero al cabo de unos meses, decepcionada y sola, se había ido de aquel lugar en busca de un nuevo destino. El hombre, desde aquel instante, hizo todo lo posible por ubicarla, pues le quedaba poco tiempo y quería confesarle que el amor lo había pulverizado en el campo de lucha. Deseaba decirle cuánto la adoraba para así morir en paz. Gastó mucho dinero —que había conseguido con astucia invirtiendo de buen modo los pocos bienes que le quedaban— en la búsqueda de esa mujer a la que adoraba profundamente. Utilizó todos los medios a su alcance, pegó carteles, consultó en diversas entidades, envió emisarios a indagar, contrató detectives, se presentó en un programa televisivo, en uno radial, ofreció una recompensa. Sus amigos le ayudaron en lo que pudieron, pero la dama no aparecía y él perdía las esperanzas, se sumió en la depresión. Mandó a buscar en todos los rincones del país a aquella mujer que poseía un nombre poco común, el cual producía cierta magia en quien lo pensaba o pronunciaba. «Un nombre fácil de decir, que me repetía en los ratos de ocio y diversión, que me decía una y otra vez en los espacios y tiempos de soledad. Un nombre que se me está olvidando, que ya casi no recuerdo. ¿Dónde estás? ¿Por qué las circunstancias no hacen que regreses a mí? ¿No te das cuenta de que te extraño, que te quiero con todo mi corazón? Z… Z…» Llegó el día de su muerte. Él estaba en la cama de un departamento que había alquilado. Después de perecer lo enterrarían, ya tenía todos los arreglos hechos. Alrededor de su lecho se hallaban sus amistades. Jonás gritaba incoherencias, lleno de pena, de remordimiento, casi paranoico, trastornado, hablaba maldiciones, sus ojos brillaban y se hinchaban repletos de odio. Este padecimiento emocional se había sumado a la enfermedad corporal; no obstante, esa curiosa aleación, de modo misterioso, le daba resistencia. Era como si estuviera peleando con la parca, como si no quisiera dejarse vencer e irse del mundo. En sus últimos momentos apareció un niño al pie de su camastro y le dijo: —¿Usted es quien busca a la mujer de nombre poco común, que produce cierta magia en quien lo piensa o lo pronuncia? La expresión de Jonás cambió, prestó atención a las frases del chiquillo. Esas palabras no se las había dicho a nadie, excepto a ella, solo Zafira las conocía. —Sí, soy yo, niño, soy yo. ¿Por qué? ¡Por qué! —Porque aquí está ella. —Llámala, por favor, quiero verla. ¡Quiero verla! ¡Quiero hablarle! A la recámara ingresó la dama, trigueña, de cabellos oscuros y ensortijados, más largos que antes, bien peinados, que caían sobre su busto. Ojos aguamarina y expresión angelical. Más delgada que antes, aunque no menos encantadora en sus gestos. Jonás 136


recordó esos mechones sobre los pechos grandes aquella noche de pasión, cuando el amor los unió, y él dejo en esta su semilla, debido a la cual pudieron engendrar al hijo que hoy la acompañaba. —Eres tú, mi amor —dijo el hombre sanando (en lo emocional) de inmediato, volviendo a ser un humano vital, aunque la enfermedad física continuara en él—. ¡Eres tú, amor mío! —Sí, soy yo. He vuelto a ti, pues me dijeron que deseabas verme —ella lloraba. —Nunca te he olvidado. ¿Tú me has olvidado? —Por supuesto que no. —¿Y este precioso niño? —Es tu hijo, se llama Joseph. Cuando descubrí que estaba encinta, ya no pude continuar en mi trabajo, tuve que buscar una actividad distinta. Por fortuna, la hallé. Laboré en una ciudad diferente, esforzándome menos en lo corporal, desarrollando mis dotes intelectuales. Fue en esos derroteros que conocí a un hombre bueno que me aceptó como pareja durante mis últimos meses de embarazo y me apoyó. Me he casado con él. Me quiere mucho, a mí y a mi hijo —Zafira tomó de las manos a Jonás, y añadió—: Pero nunca te he olvidado, siempre me pregunté qué había sido de ti, y si algún día volvería a verte. El moribundo sonrió y le dijo a la mujer de su vida cómo el amor lo había vencido, cómo lo había derrotado de la manera más dolorosa y apabullante. Aunque también de una forma bella, inexplicable. Abrazó a su hijo y lo llenó de halagos, le dijo que no lo imitara, le profesó caricias a modo de palabras, de aliento y orgullo. Se dirigió a Zafira y le preguntó: —¿Aquel hombre, cómo se llama? —Se llama Juan. Juan Del Rosal. —Es, desde luego, mejor hombre que yo. La mujer sonrió y le soltó las manos a Jonás, se aproximó más a él, junto con el niño. El desahuciado los abrazó con fuerza, los apretó contra su persona y les susurró a ambos: —Muchas gracias, Zafira. Muchas gracias, Joseph —en voz alta añadió—: Estoy feliz de que el amor me haya vencido, ahora debo enfrentar a la pálida, a la doncella imbatible… Entonces, en ese instante, cuando la alegría llegó a su cénit, la muerte lo venció también.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR

Perú

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o único que diferencia la primavera del invierno en esta ciudad, es el anochecer. Más horas de luz, pero no de sol, que apenas puede rasgar la niebla con sus lívidos y macilentos dedos. La calidez escasea. El frío y la humedad, se te mete en los huesos. Penetra dentro de ti hasta convertirse en una parte más de ti mismo. El calor es algo tan preciado como escaso. Por eso cada uno utiliza lo que tiene a mano para mantener la temperatura de su cuerpo. Al fin y al cabo, todo se reduce a eso, ¿no? Somos carne. Tan primarios como instintivos y nuestro cuerpo reacciona como lo que somos. Al fin y al cabo, ¿no dicen que venimos del mono? Carne, calor y fornicio. En eso consiste el fin último de la naturaleza humana. A eso se reduce todo. Marzo acabó como ha empezado abril. La lluvia, que te corta con su lánguida cadencia no te da respiro ni resuello. Caballos y carros arrollándote sin pudor y gente que, indiferente, se te cruza salpicándote con el barro y la mierda que se les pega en los zapatos. El gentío, que insolente ni te mira al lanzártelo a la cara al caminar. A nadie le importa mancharte y tirártela. La educación es otra de las cosas que comenzamos a perder en el Imperio. Educación y buenas maneras no abundan hoy día. El tedio me invade y este maldito frío me raja como si fuera una manzana entre el estiércol del infecto suelo de las calles que cada día piso. Me cago en el jodido Imperio Británico y en esta maldita ciudad de mierda de la que el sol parece haberse olvidado. Vendrán tiempos mejores. Si no, tendré que hacerlo por mis propios medios. Afortunadamente soy hombre de recursos y empiezo a tener ideas que cruzan divertidas por mi cabeza. Ya lo dije antes, somos primarios, ¿no? Pues creo que esta noche saldré a la calle y quizá encuentre a Mary Ann. Sí. Hoy tengo ganas de ver a ésa puta. Dear Boss, como le dije, todo se reduce a carne, calor y fornicio…

ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ

España

Twitter:@Manel_SaO Facebook: Manel SaO

Ilustrador:

FRANCISCO SEGURA MORLÁN

España

Twitter: @Pakseal

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onó el despertador, estiró la mano hasta la mesa de noche y, entre los movimientos inciertos que hizo con su mano, logró silenciar el molestoso sonido. Indudablemente había amanecido y con el despuntar del sol la faena diaria se filtraba por las ventanas de su pequeño apartamento. No tenía mucho, solo lo verdaderamente esencial: la computadora, el celular y sus batidas de proteínas. La computadora había olvidado recordarle que la alacena estaba próxima a vaciarse y Alex no se había percatado de esa verdad. Se levantó y encendió su computadora, escribió el código y se dispuso a acceder a su cuenta; sin embargo, la clave no parecía ser la correcta. Intentó, intentó y reintentó, pero el mensaje que se dibujaba en su computadora era el mismo: Código incorrecto. Aquellas letras se abrían en las ventanas de su pantalla como el recordatorio a siempre estar preparado ante cualquier eventualidad. Miró a su alrededor, todo parecía igual. El sol por la ventana, su celular y la computadora, todo lo necesario para funcionar en el planeta C-34. Lo único inhabitual era el maldito Código incorrecto. El acceso a su cuenta estaba imposibilitado. Se acercó a la ventana con la ingenua idea de que en alguna esquina de la calle podría aparecer el remedio a la inaccesibilidad, pero lo único que encontró fue el silencio habitual. Comenzó a caminar por el dormitorio, caminaba de un lado al otro. Sentía las palpitaciones del corazón en su garganta. El sudor comenzaba a bajarle por el cuello y le era imposible entender lo que estaba sucediendo. Código incorrecto. Su mirada no encontraba un lugar seguro, el escritorio donde tantas veces había encontrado la clave para vivir cada segundo de su vida hoy le parecía el abismo que le arrancaba la posibilidad de seguir existiendo. Código incorrecto. —¡Solo tres batidas de proteínas! ¿Cómo es posible que la computadora no me hubiera recordado que tenía que encargar más batidas? —murmuró mientras se detuvo a mirar la pantalla de la computadora. Algo en el ordenador llamó su atención. Se detuvo frente al escritorio, se sentó nuevamente en la silla, miró con cuidado la pantalla de la computadora y entendió lo crítico del asunto. Solo le quedaba un intento, una sola oportunidad para escribir el código correcto. Se llevó las manos a la cara, comenzó a comerse las uñas mientras su mirada permanecía perdida en las palabras que seguían parpadeando en la pantalla de su computadora. Código incorrecto. —¡¿Maldita sea, qué se supone que haga?! —exclamó con voz desgarrada. Su subsistencia dependía de eso. La vida de todos en el planeta C-34 estaba determinada por el acceso a la aplicación Live code en ese portal cibernético donde cada ciudadano leía las instrucciones para poder existir. En sus cuentas se encontraba la información necesaria para saber qué hacer con sus vidas. Lo primero que debía hacer cada individuo del planeta C-34 al levantarse, desde los niños hasta los ancianos, era ingresar el código para acceder a la cuenta en la que encontraban las instrucciones para

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vivir cada día. Sin esa información Alex no podía hacer otra cosa que quedarse atado a su escritorio, sin la más mínima idea de qué hacer para logra terminar su ciclo y garantizar otro día más de vida. Código incorrecto. Si no lograba acceder, Alex sería registrado como un ser insuficiente y terminaría desechado de C-34. Los sensores que rodeaban cada rincón del planeta monitoreaban todos los dormitorios y resguardos del C-34. El planeta era vigilado por el agente virtual. Estos sensores medían los niveles de acción de cada humano, de este modo determinaban la funcionalidad de cada ciudadano en la sociedad. Cualquier individuo que no cumpliera con los requisitos de actividad en pro de la subsistencia del planeta era removido y desechado de C-34. Ese parecía ser el destino de Alex, quien aún permanecía inerte en su escritorio. Veinte minutos de inacción eran suficientes para levantar sospechas sobre su comportamiento perjudicial y nocivo para el sostenimiento del planeta. La pantalla seguía marcando la misma desgracia. Código incorrecto. Alex vivía solo, era el hijo único de don Alejandro Olivera y doña Silvia Roldán. Sus padres vivieron los últimos días sometidos a lo que ellos llamaron el engaño de la nueva modernidad social. Ambos se suicidaron, les fue imposible adaptarse a vivir bajo la sombra y exigencias de una computadora que conocía muy poco, según ellos, de lo que era vivir. El día en el que don Alejo se vio obligado a abandonar el campo por un ordenador que dictaba lo que debían hacer entendió que no estaba hecho para esa nueva realidad. Doña Silvia lloró amargamente la tarde en la que su taza de café se vio sustituida por batidas de proteínas, que según Live code, les ahorraba tiempo de la cocina y podían ser más productivos. Don Alejo y doña Silvia juraron no permitirse ver el derrumbe del mundo que ellos habían creado a fuerza de entrega, sudor y convicción. Y lo cumplieron una mañana justo después del sonar del despertador. Cuando todos los ciudadanos se disponían a apagar la alarma y a encender sus computadoras, los sensores registraron dos despertadores sin apagar en el tiempo requerido. Representantes de la compañía llegaron y encontraron al matrimonio muerto, ambos se ahorcaron y ataron a sus pies un papel blanco en el que manifestaban su repudio a la imposición de Live code. Alex no pudo llorar la muerte de sus padres, ese día no encontró esa instrucción en el ordenador. Su dolor fue sustituido por la ejecución de varias tareas domésticas que según la aplicación debía cumplir para garantizar otro día de vida. Quince minutos habían pasado desde que Alex apagó la alarma. En la pantalla de su ordenador seguía la desgracia parpadeando una y otra vez. Código incorrecto. El celular, y sus batidas dejaron de ser un recurso para su supervivencia, sin instrucciones le era imposible entender qué hace con todo aquello. Estaba convencido de que había ingresado el código correcto en los cuatro intentos.

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El tiempo seguía pasando. El sudor bajaba por su cara, acercaba su mano al teclado de la computadora decidido a realizar un último intento, pero el miedo lo paralizaba. Otro fallo en su código y entraría a su dormitorio el ejército dispuesto a terminar con él, sería tratado como un intruso y amenaza para C-34. Al parecer nada lo libraría de la muerte, así que hizo lo que entendió correcto. Abrió la pequeña gaveta de su escritorio, en ella escondía un pedazo de papel blanco. Escribió y lo amarró a sus pies, caminó hasta la venta de su dormitorio, la respuesta a su inaccesibilidad la encontró dibujada en el recuerdo de sus padres, en aquello que ellos habían llamado un engaño.

ZAMIA ROMERO NIEVES

Puerto Rico

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ra de noche y él caminaba lentamente, recorriendo las calles oscuras, ensombrecidas por las copas de los árboles. La temperatura era alta para esa hora, era un buen verano. Ella había salido de su casa temprano, para encontrarse con sus amigas en el bar y de allí a la salida habitual de los viernes, cine y luego comer algo. Caminaba apurada, nerviosa, no le gustaba andar de noche sola, pero no había conseguido taxi y tenía que andar más de cinco cuadras hasta llegar a la avenida principal. Para colmo con la vereda destrozada, solo podía mirar hacia abajo, para no caerse. Cuando llegó a la primera esquina, se encontró de golpe con él. Se sobresaltó y hasta sintió miedo, en realidad a los dos les pasó lo mismo. A él, el encuentro repentino lo sacó de sus pensamientos y atinó a tirar el cuerpo hacia atrás, gracias a eso no la llevó por delante. Ambos alarmados, se miraron unos instantes y comenzaron a aflojar la tensión, aunque la adrenalina corría por su sangre. Fabián, fue el primero en reaccionar y con una sonrisa la saludó amablemente, Lara le correspondió y rodeándolo, siguió su camino. Él, se dio vuelta y extendió su mano para detenerla, pero se contuvo. Aunque le pidió disculpas por el susto, ella se detuvo unos segundos, lo miró intensamente y con una sonrisa siguió su camino. Caminaba al mismo ritmo de antes, Fabián la alcanzó en unos momentos, se le puso al lado y le preguntó si podían seguir juntos unas cuadras, no tenía apuro y podría retomar su camino más tarde. Lara no le respondió al instante, pero tampoco le dijo que no. Anduvieron las cuadras que faltaban para llegar a la avenida, hablando muy poco, pero lo suficiente como para conocer sus nombres y coincidir en que el calor de esa noche no era habitual y que existía la posibilidad de que lloviera. Ambos se miraban de reojo y quedaron conformes con lo que vieron, aún en las sombras. Lara era una chica de baja estatura y gordita, con el cabello largo y muy bien vestida. En cambio Fabián era un flaco de estatura mediana, con el cabello largo y una barba escasa, que no dejaba de sonreír. Era gente común, como otros miles que vivían por allí, quizá eso los conformó y los hizo sentirse bien. Mirando las luces y el tránsito de la avenida, Fabián, le preguntó si era inevitable y necesario que se separaran, o podían seguir juntos hasta el bar y tomar algo. Ella pensaba rápidamente en la situación. Cuando le dijo que sí, se acordó que la esperaban las chicas, entonces, sacó de su cartera el teléfono y llamando a una de ellas, le dijo que no la esperaran, que tenía algo que hacer y que si podía llegaría para cenar juntas. Guardó el teléfono y lo miró como diciéndole que todo estaba bien. Fabián estaba contento, caminaron hasta el bar que él conocía bien, entraron y se sentaron en una mesa contra la vidriera, le pareció feo llevarla hasta la mesa que ocupaba siempre, que estaba al fondo. Se miraron para conocerse físicamente, la impresión de ambos no cambió a la luz, eran igual que en la oscuridad. No fue solo un café, la charla los hizo seguir con una gaseosa y luego una cerveza. Ambos se sentían bien, se contaron muchas cosas, dónde vivían, dónde trabajaban, quiénes eran sus amigos y cómo eran

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estos. Mientras lo hacían se iban sorprendiendo de lo que se contaban. No era habitual que lo hicieran, no era habitual, como el calor de esa noche. Más tarde sintieron hambre y acordaron continuar la charla en un restaurante cercano, no tenían ganas de separarse, esa noche era distinta para los dos, ni se imaginaban que la iban a pasar tan bien. Cuando ambos salieron, lo hicieron para vivir una noche como otras tantas. Pidieron la comida y allí se pasaron las siguientes dos horas. Ya eran las once de la noche, luego de mirar el reloj, Lara volvió a tomar el teléfono y llamó a la misma amiga, para decirle que todo estaba bien, pero que no se encontrarían tampoco para cenar. Fabián la miraba asombrado, realmente era una chica diferente, no la detenían los compromisos previos ni las costumbres, hacía lo que le parecía que estaba bien, en el momento que sucedía. Además su sonrisa era cautivadora, igual que sus movimientos graciosos. No dejaba de mirarla como agradecido y feliz de haberla encontrado. Ella parecía sentir lo mismo, pero trataba de demostrarlo menos que él. Siguieron con su conversación y ambos se confiaron que estaban solos, que no tenían compromiso alguno. Fabián le tomó las manos y ella contenta las dejó entre las suyas. Al rato se dieron cuenta que llevaban allí adentro más de cuatro horas, era ya la una de la madrugada. Decidieron seguir un rato más y volvieron al bar, se tomaron unas copas y sin darse cuenta, el reloj marcaba las dos y media. El mozo ya levantaba las sillas y las colocaba cobre las mesas, cuando lo llamaron, le pagaron y salieron, no tenían ganas de separarse y la noche seguía calurosa. El departamento que ocupaba Fabián, era muy chiquito, tenía un estar con la cocinita en una esquina y el baño en la otra y una habitación con una gran ventana al exterior. Tenía pocos muebles, una pequeña mesa con tres sillas y un silloncito frente al televisor. En el dormitorio, solo estaba la cama y una mesita de luz, sobre la cual se lucía un viejo velador, que había sido de su abuela, con base de bronce y pantalla de tela. Al lado de la cama, en el piso, un pequeño equipo de música, con una pila de CDs encima. Lo peor era la iluminación: en el centro del estar pendía una lámpara con un potente foco de luz blanca y otro en el dormitorio, lo había recibido así y no le había hecho cambio alguno. Se sentía avergonzado de su lugar, pero ese era en ese momento lo mejor que tenían. Apartado, reservado, en un barrio silencioso y tranquilo. Le dio mil explicaciones a Lara, disculpándose por lo poco que podía ofrecerle y por la falta de calidez y romanticismo del ambiente. Ella lo miró dulcemente y con una sonrisa tierna, le dijo: —Solo estoy aquí por vos, no te disculpes más, todo está bien. —Lo dijo con una voz profunda, al tiempo que le acariciaba la cara, deteniendo su dedo índice en los labios de Fabián, como indicándole silencio. Él la tomo por la cintura y la atrajo con total suavidad, se miraron unos instantes y se besaron dulcemente. Entonces advirtieron ambos la fuerte luz blanca, se separó de ella, la apagó y solo quedó la tenue luz que entraba por la persiana del dormitorio. Ambos caminaron hacia allá. Lara con

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total serenidad, comenzó a quitarse la ropa antes que él, llevaba solo una blusa blanca y los jean azules. En ropa interior quedaba hermosa, Fabián la miraba absorto y emocionado, mientras comenzaba a quitarse la camisa y luego el jean. Se recostaron en la cama y allí ella siguió con su tarea de desvestirse, lentamente llevó las manos a su espalda, se desprendió y sacó el corpiño. Tenía los pechos pequeños pero hermosamente formados. Se miraron asombrados, estaban desnudándose y entre ellos, solo estaba el silencio de la noche. La luz que entraba tímidamente desde la calle, por la persiana, formaba rayitas sobre el cuerpo de Lara. Él se arrimó a ella y comenzó a seguir con sus labios las líneas de luz y luego las de sombra. El vello se erizaba a medida que la calidez de su boca pasaba sobre ellos. Fabián actuaba con serenidad y dulzura, como temiendo que al menor de los ruidos, se quebrara en mil pedazos la imagen de su felicidad. Lara terminó de desnudarse, también él y se ofrecieron mutuamente, generosamente se abrazaron y se dieron uno al otro profundamente, como si lo hubieran vivido antes. Con una entrega total de cuerpo y alma. Las manos de Fabián acariciaban sus pechos y ella sonriendo halagada y estallando de femineidad, besaba sus labios entreabiertos. Largo rato estuvieron amándose y se sintieron felices como nunca, la luz de la calle seguía jugando sobre ellos con sus rayitas, acompañando sus movimientos suaves y lentos, a veces sobre él y otras sobre ella. Así lo hicieron y más de una vez. Ninguno de los dos miró la hora y agotados y felices se durmieron, justo cuando el zorzal comenzó su canto de amanecer. Había sido una noche muy calurosa y presagiaba una mañana igual.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZo

Argentina

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C

on los ojos medio abiertos y llenos de lagañas, Jon observa desde su cama a la joven mujer de piel morena, cintura pequeña y cabello rizado color negro que se encuentra completamente desnuda enfrente al espejo del cuarto. Ella, sin darse cuenta que su cliente ya ha despertado y la está observando, empieza a vestirse lentamente. Primero se pone su ropa interior, después su pantalón ajustado y por ultimo su blusa escotada de color morado. —¿Ya te vas? —Dio un gran bostezo. —Sí. —Volteó a mirarlo. —Ya me tengo que ir. —Le regaló una tierna sonrisa. —¿No te puedes quedar un poco más? —Se sentó en la orilla de la cama, completamente desnudo, mientras observaba a la morena caminar hacia él, aunque sus ojos estaban más fijados en su escote que en su andar. —Lo siento pero no puedo. —Se paró enfrente de él, poniendo su pierna derecha entre las piernas de Jon. Gentilmente agarró su barbilla, repleta de vello facial, y le levantó la cara para que sus miradas se cruzaran. —A menos que tengas más dinero, si es así me puedo quedar hasta la una. —Déjame revisar mi cartera. —Sonrió tímidamente. Jon se levantó de la cama y aprovechó para rozar su miembro semierecto con los muslos de ella, lo cual le causó algo de risa a la prostituta que no desprendía la mirada del trasero de su cliente. Bonitas nalgas, pensó ella. Jon levantó su pantalón del piso y metió su mano en el bolsillo para sacar su cartera, la abrió y solo encontró en su interior su credencial de elector, un condón caducado y un billete arrugado de veinte pesos. Esto no va alcanzar para nada, se dijo mentalmente. Dio media vuelta y con mucha pena le mostró el billete, ella rió muy fuerte al verlo, tanto que su risa se oyó por todo el departamento, lo cual no era algo muy difícil de lograr ya que era muy pequeño. —¡No te alcanza ni para una mamada! —Se acercó a él con un paso lento y sensual —Pero para que veas que no soy tan mala, te regalaré esto. —Rodeó el cuello de Jon con sus brazos y juntó sus labios con los de él por medio minuto. —Espero que tengas un feliz fin de año. —Dicho eso, le sonrió y se despidió de él. Cruzó la puerta de la habitación, cruzó la sala comedor y llegó a la puerta principal del departamento, la cual abrió para marcharse. Jon quedó parado en su cuarto, completamente solo, mirándose al espejo, sintiendo tristeza, pena y desprecio por sí mismo mientras en su mente resonaba la frase dicha por la prostituta: Espero que tengas un feliz fin de año. Se dirigió a su baño para lavarse la cara y para orinar. Mientras hacía sus necesidades escuchó el impacto de las gotas de lluvia chocar contra la diminuta ventana del baño. La mirada de Jon se perdió en las nubes grises del cielo, grises como su vida. —Es un día perfecto. —Dijo sonriendo. Salió del baño y se dirigió a su habitación para vestirse con la ropa más elegante

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que había en su closet. Se puso unos zapatos negros muy relucientes, un traje completo de color azul marino, una camisa blanca y una corbata de color rosado ligero. Este es el conjunto de ropa que siempre se ponía cuando iba en busca de trabajo y todas esas veces había regresado con las manos vacías. Después de vestirse, se fue a la cocina. Abrió el refrigerador y extrajo lo único que había en él; un vaso lleno de jugo de naranja y una manzana. Se sentó en la mesa a desayunar tranquilamente mientras oía la música de la lluvia. A Jon le encantaban los días así. Terminó de desayunar y con mucha tranquilidad se levantó de la mesa y empezó a caminar hacia su habitación, sacó una caja de zapatos que estaba al fondo del closet, la abrió y se quedó mirando fijamente al revolver envuelto en una hoja de libreta, rodeado de muchas balas. Parpadeó y agarró el arma junto con una sola bala. Soltó la caja de zapatos, por un error o una traición de su mano, causando que las balas sobrantes se esparcieran por el suelo. Caminó con un paso muy lento hacia su sala que estaba conformada solamente por un viejo sillón color marrón y un televisor. Se sentó y desenvolvió el arma, tirando la hoja por la ventana que estaba a su derecha. Liberó el tambor y se quedó mirando fijamente los seis agujeros vacíos que esperaban a ser llenados. Sintió el viento en su nuca, igual que las gotas de lluvia, eso lo tranquilizó mucho aunque su corazón estuviera latiendo con mucha fuerza. —Este es el fin, el fin de todo, de esta vida llena de desgracias. —desvió su mirada hacia la bala que se encontraba entre sus dedos de la mano izquierda. —Una bala, un hombre, una muerte. —Una lágrima empezó a salir por el lado derecho de su rostro, al mismo tiempo que metía la bala en un agujero al azar del tambor, después apartó la mirada hacia la ventana mientras daba vuelta al tambor y lo metía nuevamente entre el cañón y el martillo, sin saber la posición exacta de la bala. Pensó en escribir una nota pero con tan solo ver su departamento cualquiera se daría cuenta del verdadero motivo del suicidio: la soledad, el alcohol y la falta de dinero. No merece la pena escribir una nota, pensó, a nadie le interesa mi vida ni el motivo de mi muerte, ni siquiera a mí mismo. Con la mirada fija en la ventana, perdida en el cielo oscuro, levantó el arma hasta llegar a su sien y lentamente acercó el cañón, hasta chocar contra su piel. Empezó a sudar aunque hacía fresco, preguntándose en su interior si realmente quería hacer eso. —Bueno. —Respiró profundamente y tragó saliva. —Aquí vamos. —Dijo con mucha inseguridad. —Adiós mundo cru… ¡TOC! ¡TOC! ¡TOC! Sorprendido, bajó el arma y volteó hacia la puerta. —¿Qué mierda? —Nuevamente tocaron, ahora con más insistencia.— ¡Ya voy! —Se limpió las lágrimas disfrazadas de sudor con la manga de la chaqueta.— Dios mío, ni siquiera me dejan suicidarme en paz.

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Se levantó con mucha pereza del sillón, guardo la pistola en el bolsillo interno de la chaqueta y se dirigió a la puerta para abrirla. En el otro lado se encontraba su vecina; una mujer algo vieja con poca barriga y un lunar cerca de los labios. Jon la había visto muchas veces por el edificio pero no lograba recordar su nombre aunque sabía por experiencia propia que era una mujer muy fastidiosa y chismosa. —¡Buenos días Jonathan! —Miró de reojo a la vestimenta de Jon. —Qué elegante te ves. Apuesto a que tienes grandes planes para este día. —De hecho sí los tengo. —Contestó sarcásticamente con una gran sonrisa burlona. —Bueno, solo te quería entregar esto. —Estiró su brazo hacia Jon, para entregarle un pequeño sobre.— Estaba en mi buzón, por una extraña razón. Más deudas, pensó Jon mientras agarraba el sobre. Al verlo más de cerca y con más detalle se dio cuenta que no había sido enviado por ningún banco, el remitente estaba firmado con el nombre de su media hermana. Su cuerpo se estremeció por un momento, mientras que una imagen de su infancia apareció de pronto en su mente. —¿Estás bien? —Jon no le respondió ni le agradeció, solo cerró la puerta de golpe.— Qué maleducado, es la última vez que hago algo por ese vago. Jon dio la media vuelta y se recargó en la puerta. Desesperadamente abrió el sobre con sus manos y de la misma manera desesperada, sacó la carta y la extendió en el aire. Sus ojos se posaron en la elegante letra de su hermana y de una manera inevitable, empezaron a aparecer gotas llenas de tristeza en su cara al momento de leer la carta. Hola Jonathan, soy Cynthia. He intentado hablarte por el celular pero supongo que lo perdiste o lo vendiste. Te escribo porque tu sobrino quiere pasar el fin de año contigo. Yo también lo deseo, hace años que no nos vemos y realmente necesito a mi hermano. Y mi pequeño niño necesita a su tío. Así que por favor, regresa a casa. La carta ya se encontraba empapada por las lágrimas de Jon. Se iba a quitar la vida y en ningún momento pensó en su hermana o en su sobrino pero la verdad es que ellos dos estaban mucho mejor sin él. Solo sería una molestia en sus vidas como lo había sido con el resto de personas que habían tocado su alma. —Lo siento. —lentamente se sentó en el piso. Soltó la carta y sacó el arma del bolsillo. —Ustedes están mucho mejor sin mí. —Nuevamente colocó el arma en su sien. Todo su cuerpo se quedó quieto, excepto por la mano que sostenía el arma ya que no dejaba de temblar. Cerró los ojos y trató de perderse en la oscuridad de su mente y de su corazón, pero de repente apareció un pequeño destello de luz que iluminó todo a su paso; era la pequeña risa de su sobrino recién nacido. —¿Qué nombre le pondrás? —Le preguntó a su hermana. 151


—No será el nombre de su padre ni el nombre de nuestro padre. Mi hijo tendrá el nombre de la única persona que realmente me ha apoyado en la vida: Jonathan. Removió el tambor del arma y sacó la bala sin mirar en qué lugar estaba. Se levantó bruscamente, dejando el revólver en el suelo, y caminó hacia la ventana. Una vez ahí, aventó la bala con todas sus fuerzas hacia afuera. —Hoy no ¡HOY NO! —Gritó al aire, dándose cuenta que la lluvia ya había cesado y las nubes grises se habían dispersado, dejando la vía libre al sol al cual Jon miró fijamente por unos segundos. —Hoy no.

GERARD KING

México

Twitter: https://twitter.com/GerardJKing Instragram: https://www.instagram.com/gerardjking/

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Dedicado a mi amigo y profesor Bruno Rodríguez Aguayo, el cual vio mi inicio como escritor en un sitio dedicado al mundo del comic, de la misma manera a José Luis Cruz “El Abuelo Kraken”, Angel David Revilla “DrossRotzank”, Guillermo Lockhart y a Gerardo Bloomerfield, los cuales han sido como maestros en la senda del terror a lo largo de mis años de juventud y temprana adultez, también se lo dedico a Tania Barreiro por las correcciones realizadas en esta historia. Adicionalmente le ofrezco no solamente este relato a estos cuatro caballeros y a la dama de la tierra de las sombras, sino al hombre por el cual hoy plasmo pesadillas, espectros y horrores indescriptibles: Howard Phillips Lovecraft.

S

i decides trabajar en el drenaje profundo de la Ciudad de México deberías conocer un hecho que se conoce a voces por aquellos que llevan trabajando entre la inmundicia y las turbias aguas de la gran urbe. Cuentan los viejos hombres del inframundo mal oliente, que todos los veranos se hace presente un aura maligna que desata el infierno en las entrañas de la urbe. Las ratas, aquellos repugnantes criaturas que habitan entre los intestinos mugrientos de la ciudad, se entregan a un total frenesí de destrucción en el que, sin importar que sean sus propias crías, las madres las asesinan sin piedad alguna, mientras grupos enteros de los roedores se destruyen mutuamente hasta quedar reducidos a trozos de carne apenas reconocibles por los pedazos de pelo. Muchos de los trabajadores reportan que al descender cada vez más a los niveles profundos comienzan a darles fuertes migrañas, mientras que sus narices sangran. Al proseguir con su recorrido son guiados por un extraño cantico acompañado de frenéticos tambores tribales y trompetas atecocolli a unos extraños grabados en los muros de la cañería. Al estar ante aquellos misteriosos garabatos, comienza a resonar insistentemente en la cabeza de los trabajadores, una gutural e inhumana voz, que por un extraño acto de arcana magia oscura, trastorna la mente de los infortunados, rebajándolos a lo más cercano a brutales e incontrolables simios, que no dudan en matarse de las maneras más cruentas y primitivas. En los raros casos en que alguien llegue a sobrevivir, terminará sumido totalmente en una agónica locura, en la que gritará desquiciadamente sobre las muertes de sus compañeros, grabados de caricaturescos y demoniacos peces, así como un ser indescriptible, ajeno a todo lo humanamente conocido. Para la mayoría de la población esto se trata solamente de las alucinaciones causadas por los estupefacientes que pudieran usar los trabajadores, para aguantar la pestilencia de la basura y las montañas de asquerosos excrementos que le dan su característica fetidez a aquellas mórbidas catacumbas. Pero esto cambiaría totalmente… Justamente en el caluroso verano de aquel agosto de 2012, sería un momento clave para los moradores de la inmundicia, debido que con la llegada de novatos, no 154


faltaría oportunidad para jugarles alguna broma pesada por medio de aquellas historias aterradoras. Por lo que el trabajador más viejo procedió a guiar a los trabajadores de nuevo ingreso por los túneles. Tras haber empezado aquel horrible recorrido comenzaron a oírse gritos extraños y guturales, causando la inquietud y los nervios del grupo de trabajadores. El anciano que los guiaba solamente les sugería el no separarse y mantenerse callados, porque los gritos solamente atraerían a los monstruos, que en su hambre de carne humana no dudarían en devorarlos. Mientras que el descenso proseguía, los ruidos aumentaron. Algunos trabajadores comenzaron a llorar de miedo y gritar, a lo que aquel viejo solamente les dijo: —Bienvenidos al banquete señoritas, no podíamos empezar esto sin ustedes, ya que solo nos faltaba el plato fuerte. De la nada llegaban corriendo varias extrañas figuras antropomórficas verdes, portando mascaras de monstruos y grotescos sapos, los cuales aventaban, golpeaban a varios de los novatos, mientras el líder del grupo, comenzaba a carcajearse y repetir sarcásticamente: —Miren son los hombrecitos más valientes del drenaje. Por otro lado los bromistas, entre carcajadas, se quitaban sus máscaras mientras huían triunfalmente, celebrando su jocosa odisea. Al terminar aquellas estruendosas risas, prosiguió la marcha de los principiantes, lo que no sabían era que el horror estaría a punto de empezar. Al paso de unas horas, llegaron a los niveles más profundos, en los cuales se toparon con una indescriptible masacre de ratas, de las cuales muy pocas aún mostraban signos de aferrarse a la vida. Entre los pedazos de carne y pelo que flotaban en las aguas negras comenzaron a sonar los estruendosos tambores y las ensordecedoras trompetas. Entre los trabajadores comenzaba a sentirse la desconfianza y la duda sobre si se trataba nuevamente de una broma, pero esto era más real que cualquier pesadilla. Irónicamente el que mostraba más miedo era el abuelo bromista, el cual ante las dudas de sus hombres contestaba tartamudeando, mostrando su mal disimulado miedo. Al hartarse de las dudas, ordenó violentamente el seguir apresuradamente el recorrido. Mientras que la música llegaba al punto de coda, los trabajadores comenzaban a quejarse de fuertes jaquecas acompañadas de violentos sangrados nasales. Estos no parecían detenerse, al topar con una extraña pared, la cual mostraba grabados de grotescos batracios, hombres peces y otras aberraciones indescriptibles, bailando ante un ídolo maldito con aspecto de humano, pez y salamandra, al que rendían sacrificios humanos. Perdidos en la completa contemplación de aquella extraña escena, empezó a retumbar en las cabezas de los hombres aquella gutural, asquerosa e inhumana voz que 155


comenzaba a rendir su efecto. Como si fuera arte de magia quedaron reducidos a simples bestias las cuales se golpeaban con brutalidad, llegando a teñir las inmundas aguas con la sangre de los que alguna vez se vieron como colegas. Pero sin duda uno de los que fue brutalmente lastimado fue aquel anciano, el cual fue mutilado sin piedad alguna. Dentro de toda esta horrida carnicería, quedó solamente un joven el cual gritaba adolorido en busca de que alguien lo rescatara. Mientras agonizaba, aquella voz tomaba más fuerza, se sentía con mayor fuerza, cuando de golpe se manifestó aquel dios maligno el cual lo miraba frente a frente, para proceder a devorarlo vivo. Pero el deleite de la macabra deidad se vio interrumpido ante una multitud de trabajadores que al oír lo ocurrido corrieron apresuradamente para tratar de salvar a su compañero. Aquello al darse cuenta gruñó molesto y cargó contra la multitud, que vio como se desvaneció en una nube de color sangre. Cuando lograron ir por su compañero, se dieron cuenta que era demasiado tarde para salvarlo, por lo que temerosos de que aquello regresara buscaron sacar discretamente los cuerpos con el objetivo de desaparecerlos antes de que algún periodista de nota roja se diera cuenta y fuera a contar lo ocurrido. Pero contrario a sus objetivos, se supo de aquellos cuerpos sacados de entre las aguas negras, dando paso a especulaciones sobre víctimas de la delincuencia o de algún mórbido ritual satánico. Por lo que ante el constante acoso, no faltó el que contó haber visto aquel ente necrófago que sigue en espera de algún sacrificio tal como los que le daban aquellos antinaturales devotos. La pesadilla del drenaje apenas comienza y nada puede impedirlo…

SPINOHZA

México

Youtube: La cabaña del terror de spinohza

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