EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 32 OCTUBRE 2018

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3

NRO 32 — octubre 2018 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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Índice HÉROES MARIANA VIÑAS 7 LA OTRA ORILLA EMANUEL GALANTE 12 PEQUEÑA SUSY JORGE LUIS ALONSO 16 EL AMOR ES UN PÁJARO VIOLENTO PABLO CAZAUX 20 EL CAPITAL AGUSTINA MURILLO 23 LUTO EN EL PATIO CLAUDIA RESTRepo RUIZ 26 POR DIOS, RICARDO MIGUEL PÁEZ CARO 28 LAS VERDADERAS VACACIONES CARLOS BONADEO 32 LA LISTA DEL SÚPER ADRIANA AYALA 35 SARA EN LA VENTANA JUAN PABLO GOÑI CAPURRO 39 NO TENGO A QUIÉN MIRAR OSWALDO CASTRO ALFARO 44 MANIQUÍES KALTON H. BRUHL 50 LAS HERIDAS EN EL RETOÑO FRANCO KOSTKA 53 ROSAURA, FULL TIME CARLOS LUIS DI PRATO 57 CUIDADO CON LO QUE DESEAS MAR ROJO DELGADO 61 CIRUGÍA MENOR FELIPE A. GARCÍA 65 LOS HIJOS DE LA NOCHE MÓNICA MARCHESKY 68 LA TERNURA DEL EMPEÑO ADRIANA LAMELA 71 DE CÓMO PERDÍ MIS GIRASOLES…¡Y UNA PIERNA! LACEY CONDE CARHUANCHO 74 MORÍ HOY FLORENCIA BUENAVENTURA/LISARDO SUÁREZ 79 EL FIN DE LAS CRISÁLIDAS EDGAR LOREDO 82 RUIDO Y FURIA JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 86 REUBICACIÓN CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 90 LOS NÚMEROS SAGRADOS SANTIAGO MELARA URRUTIA 96 EL DOBLE SEIS GUSTAVO VIGNERA 99 LAURA VA DIANA GAMARNIK 104 REINICIAR PROGRAMA LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 107 CON LA SOGA AL CUELLO DAMARIS GASSÓN PACHECO 109 294 MARÍA CRISTINA TABORGA 112 AUTOTROFIA R.A.MÜLLER 115 LA NOCHE DE OCTAVIO GARCÍA RENZO DEL ÁGUILA MERZTHAL 119 LA MARCHA DE LOS MUERTOS EMILIO PAZ PANANA 122

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CINCO PALABRAS ROBADAS A ESTHER CROSS LAURA FOLCH 126 ENJOY THE SILENCE ISRAEL ROJAS 129 EL VENDEDOR DE COMAS FRANTZ FERENTZ 134 UNA HISTORIA DE AMOR MARTA NAVARRO CALLEJA 139 EL CIELO ESCARLATA YESSIKA RENGIFO CASTILLO 142 AQUELLA DULCE CANCIONETA MARCELA GALLARDO 146

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—Bestia… ¿Qué hiciste de tu vida? —y yo no atinaba a decirle en ese instante todas las altas cosas, preciosas y nobles que estaban en mí, y que instintivamente rechazaban su llaga. El juguete rabioso, Roberto Arlt

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a noticia corrió como corren todas las noticias en el pueblo, como un rumor. Empezó a la mañana temprano y para antes del mediodía ya estábamos todos en la playa. La policía había armado un cerco chico. El cuerpo estaba tapado por una bolsa y no podíamos ver nada, pero todos sabíamos que el viento en la costa es repentino, así que ahí nos quedamos, a esperar que soplara fuerte y nos dejara ver, aunque solo fuese, un pie. Los canas no permitían pasar a nadie, ni siquiera a Guillermo, el de la agencia de lotería que era un habitué entre ellos, así que solo nos quedaba el chisme que iba corriendo y cambiando los nombres y las circunstancias en cada vuelta. Parece que es la de Gómez, estaba borracha y murió de frío ¡o de sobredosis! La taparon rápido porque está completamente desnuda. Es una de Buenos Aires que se vino atrás del hijo de Olga hace dos meses, ¿se acuerdan? Pero el hijo de Olga estaba ahí, mirando, como todos, con las manos en los bolsillos y cara de recién levantado. Para la hora en que los chicos debían entrar al colegio nadie se había movido, hasta las maestras y la directora preguntaban a unos y a otros. Los pibes, adivinando la tarde libre, jugaban un poco más allá entre las dunas. Cuando al fin el viento bravo de mayo, cruzó el mar y levantó parte de la bolsa, pudimos comprobar que el cadáver sobre la arena era el de una mujer desnuda. Al ratito nomás llegó un fiscal y nos fuimos alejando ya algo saciada la curiosidad. Pensé que pasarían algunos días para enterarnos quién era la muchacha (porque yo me la imaginé joven) y meses para saber quién la había matado (porque yo me la imaginé asesinada). Pero me equivoqué, esa misma tarde aparecieron en el Facebook, en la página de la Villa, decenas de fotos de la mujer, totalmente desnuda, con la cara hundida en la arena y el pelo suelto que, foto a foto como en un stop motion, volaba con el viento. Al instante las imágenes se llenaron de etiquetas con nombres de casi todas las mujeres de la Villa. Las nombradas, daban su supervivencia puteando mediante emoticones groseros a los que las habían etiquetado. Al poco rato los comentarios se habían distanciado bastante del hecho inicial y divagaban por cuestiones semi personales con un tono, debo confesar, bastante vulgar. Incluso yo, que suelo ser más voyeur que partícipe en estas cosas, aproveché para mandarle a mi ex un par de indirectas que pronto retrucó no solo ella, sino también su chongo de turno. A la noche apareció una nueva foto, esta vez de la cara. Todo el día nos la habíamos pasado tirando hipótesis y nombres y ya casi habíamos concluido que no era 8


alguien de la Villa, sino simplemente alguna de la ciudad que había encontrado, en nuestro pueblo, su destino. Mi idea de asesinato era apoyada por la mayoría, pero varios se inclinaban por el suicidio y todos le pusimos una carita sacando la lengua a la que posteó un link con Alfonsina y el mar. La muerta era una de las Sordia, y haciendo, entre todos, memoria nos dimos cuenta que ninguno de ellos había estado esa mañana en la playa. En verdad, el apellido era Soria, pero como eran una familia de sordos, se los conocía como los “Sordia” desde siempre. La mayoría vivía de pedir, sobre todo en verano cuando el pueblo se llena de turistas, y durante los meses de invierno se las rebuscaban con changas o planes sociales. Amadeo Soria y su mujer eran sordos y había tenido seis hijas sordas, siete en realidad, pero una, la única oyente, se les había muerto antes de los quince, “de aburrimiento” era el chiste común. —Pobre Sordia —fue el primer comentario en el Facebook— ya van dos hijas que se le mueren. —Sí —dijo otro— y la mujer también, hace años. Los post siguieron un rato más, ya era de noche y afuera se adivinaba el viento helado y la bruma sobre el mar lamiendo los espigones. Fuimos perdiendo el entusiasmo. La foto nos había revelado una identidad menos interesante que todas nuestras conjeturas. Al fin alguien nos rescató del aburrimiento con un comentario: —¿Quién habrá sacado las fotos? Y entonces otro preguntó: —¿El mismo asesino? Eso bastó para que todos los conectados nos convirtiésemos en detectives. Volvimos sobre las primeras fotos tratando de encontrar alguna pista, algún indicio. Uno mencionó las huellas alrededor del cuerpo, otro el hecho de que no hubiese sangre, y ahí los del bando del suicidio insistieron otra vez con su idea. Otro se preguntó por qué estaría desnuda. Mencionamos la sombra del propio fotógrafo alargada sobre la arena por la luz del amanecer; alguna mujer habló de violación. Otro, que querría irse a dormir, dijo que lo mejor sería avisar a la policía que estaban esas fotos, “Quizás no se hayan enterado aún”, dijo. Los demás seguimos un buen rato elucubrando posibilidades, al fin y al cabo en un pueblo costero, en invierno, no hay mucho que hacer. A eso de las cuatro de la mañana, cuando desde todas las casas podía sentirse la furia del mar y las olas rompiendo contra el muelle, se conectó Isidro. Recién llegaba de un viaje a Estados Unidos al que había llevado a su familia y se estaba enterando de

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todo: —Che, ¿y si fue el primo de la muertita? —Una piedra tiró Isidro y todos volvimos sobre las fotos, sobre la sombra en las fotos. Era una sombra larga, “alta”, “igual que la del primo” y de nariz larga “igual también”. En una de las fotos quedó registrado como a la sombra le volaban los faldones de lo que supusimos una campera. El primo andaba siempre así, pidiendo por las esquinas con un camperón mugroso y viejo al que ni cierre le quedaba. Alguien acotó lo del pelo, otro habló de que varias veces lo había visto abrazado a la piba mientras esperaba el colectivo en la ruta. —Pero si son primos —defendió uno. —¿Y qué? —preguntó Isidro— ¿No ves que son todos sordos porque se reproducen entre ellos? Para las seis de la mañana ya estábamos convencidos. No sé quién tiró la propuesta, habría que releer los comentarios del Facebook (el que propuso mostrarle las fotos a la policía se había desconectado hacía rato), alguna de las mujeres quizás, o quién sabe si no fui yo mismo con la embriaguez de sueño y Fernet que tenía a esa hora. Lo que sí recuerdo seguro es que el que mencionó la ventaja de que fuesen sordos, fue Isidro. Y tenía razón, porque nadie nos escuchó llegar. Estacionamos las camionetas a unos cincuenta metros nomás. Al bajar nos miramos apenas, una rápida ojeada de comprobación, un conteo ligero, una toma de asistencia que, sabíamos, tendría después el mismo valor que el silencio. Los que estábamos ahí esa noche nos conocíamos desde siempre, todos habíamos nacido en la Villa y habíamos ido a la misma escuela. En esa época, mientras nuestros padres se ocupaban de abrirse paso entre el bosque y las dunas para generar lo que es nuestro pueblo hoy, no había escuelas privadas como ahora. Todos sabíamos del otro, de nuestras casas, de nuestra historia, de los compromisos de cada uno con el futuro próspero que queríamos para el lugar que habíamos construido. Por eso, cuando bajamos de las camionetas, nos bastó con mirarnos rápido, de soslayo, una mirada que nos recordara sin necesidad el pacto, el lazo de los que estuvimos siempre de un mismo lado. La amistad de nuestros viejos y la de nuestros hijos. La de nuestras mujeres, que esa noche de viento y bruma estaban donde tenían que estar, cuidando lo más preciado que nosotros les habíamos dado. Entrar a la casucha fue de lo más fácil, apenas empujar la puerta con el hombro, romper un vidrio. No encendimos la luz, bastaba con las linternas. Todo fue rápido, las distancias eran de un par de pasos bien dados. Nunca olvidaré la cara de terror del asesino de mierda cuando lo sacamos de la cama. Me lo imagino viéndonos en tropel y sintiendo, en su pleno silencio, las patadas

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en las costillas y nuestros escupitajos sobre la cara. Después, cuando ya quedó inmóvil en el piso, Isidro trajo de la camioneta un bidón e incendiamos el rancho. Y ahí nomás, enaltecidos al calor de las primeras llamas que se alzaron hacia el cielo, quisimos gritar, desafiantes, el nombre de la muerta, pero ninguno lo sabía.

MARIANA VIÑAS

Argentina

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n tiro certero, alejado de la costa e inclinado lo suficientemente hacia la izquierda para contrarrestar el poder de la correntada. La plomada al caer al río suena redonda. Un sonido completo. Lo miro a él, está satisfecho. Mueve la cabeza y asiente como un perrito chino de esos que usan los remiseros. Hace años que no me ve lanzar, quizás esté sorprendido. El sol hace la vertical sobrevolando un Paraná dulce de leche. La luz es suave, hace cosquillas. El auto en el cual llegamos se enfría con el ventilador automático y en su interior todavía suena el disco de rock que veníamos escuchando. Yo armo mi caña, engancho la línea y crucifico un par de lombrices en unos minutos. Pienso por un momento en decírselo ahora, recién llegados. Por sobre el hombro, mientras arma sus cosas. Quizás decírselo ahora nos de tiempo a los dos. —Es un día hermoso —le digo en cambio, de espaldas a él, de cara al río. —La pegamos, encima la ruta estaba un billar —asiente, y las últimas palabras en fade out, mientras se acerca al auto. Siento algunos piques cortos. Doy un tirón innecesario y empiezo a recoger despacio. Pasaron pocos minutos. Se que no hay ningún pez enganchado. La tanza se acomoda dócilmente en el carretel. Lo hago igual, sigo trayendo, soy impaciente. Del otro lado del río, a unos pocos kilómetros, se ve la otra orilla. La otra orilla. Pasaron muchos años y yo sigo sin saber si eso es Uruguay, una isla anonima, o simplemente un resto de mis ganas infantiles de que las distancias sean más cortas. Termino de recoger la línea. Miro los anzuelos a contraluz. El primero brilla, limpio. El segundo tiene un pedacito de lombriz que parece lijado. Es la boca de los peces. —Descarnadores —grito para atrás. Él me responde prendiéndose un cigarrillo. Particulares suaves. Olor a tierra y tabaco. Me dan ganas de comérmelos. Antes y ahora. Siempre fumó veinte por día. Siempre compró cajas de diez. Amortiguo psicológicamente la cantidad, me decía. Después, tira él. El cuerpo está completamente firme pero el movimiento es elástico. Clava la línea a los costados de un junco. No me mira después. Eso le da un aire de ganador. Es un tiro milimétrico, imposible. Si estuviésemos en un fichin, hubiera sacado cien puntos. Por la tarde el sol se transforma en una mandarina. Desde la mañana pescamos poco y nada lo suficientemente grande como para no devolverlo al agua. Sigo buscando las palabras para decírselo. Siento que todo el aire ahora tiene ganas de nombrarla. Él no nota nada. El lugar está casi vacío y la tarde amenaza. Arranca la segunda caja de diez. A esa hora empieza a toser y a culpar a la mala calidad del aire de la rivera. Mientras lo escucho me distraigo, algo titila desde el río. No sé quién de los

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dos lo distingue primero. Él se queda en su lugar. Yo me paro y miro, la corriente lo trae lentamente hacia la costa. Aquello da pequeños saltitos en el agua y rompe con las formas que dibuja la correntada. Me acerco a la orilla y afino la vista. Él se incorpora en la reposera y acomoda su cigarrillo entre el pulgar y el índice, formando un okay. Lo que brilla son las escamas de un pez. Es arrastrado mientras gira sobre su propio eje en movimientos completamente descoordinados. Se acerca, irremediablemente, hacia la orilla, la nuestra. Es un pez grande. Por lo menos del triple del tamaño de los que atrapamos en el día. Lo acerco con una rama y lo pongo en tierra firme. Es completamente liso, plateado, sin púas ni bigotes. Parece una luna desinflada y amasada. Lo único que mueve es su boca que abre y cierra en un compás lentificado. Parece que tiene aliento. Lo giro con la punta del pie y en el vientre descubre una mancha negra, con ramificaciones y pequeñas protuberancias que cubren más de la mitad de la zona. —Se mueve poco, ¿no? —le pregunto mientras le doy golpecitos con la rama. —Y… lo arrastraba la corriente —responde él dejándome las conclusiones. Va al auto y trae un balde verde al que llena con agua del río. El pez cae con peso muerto. Se me llenan las manos de una gelatina extraña. Me miro las palmas y tengo el color del arcoiris. En el agua sigue con sus movimientos erráticos. Ahora sin correntada, rebota sin sentido contra los bordes de plástico. Me lavo las manos en el borde del río. Sobre la otra orilla se dibujan nubes cremosas. Extrañas en esta época del año. Él se queda mirando el balde con un nuevo cigarrillo en la mano. Nunca lo veo prenderlos. Finalmente me decido. Empiezo por cualquier lugar. Le pregunto que cómo anda todo por el sur y comienza el clásico monólogo sobre su trabajo, las peleas con su mujer actual y lo bien que se está en un pueblo repleto de mierda de caballo, con temperaturas espaciales, pero sin subtes, transpiración ni gente enloquecida. —Vos sabés como es mi jefa. Te dice que sí y cambia de opinión a los días, para mí, sería mucho más fácil, ya nos vamos a ver mas seguido, estoy seguro que… —Papá. —Lo interrumpo. Miro hacia la otra orilla. —Ella está mal. —Siento que disparo esas palabras. Que ahora mismo lo puedo matar. Él encadena otro cigarrillo con la última ceniza del que estaba fumando. Me pregunto si lo esperaba. Se saca pedacitos de barro invisible de los costados de las uñas. Nada habita el aire en esos momentos. Pienso en repetirlo pero gritando. Pienso en dibujarlo sobre aquella misma tierra. Ella está mal. Ella estaba mal. Ella sigue mal. Él fuma. Se para. Fuma de nuevo. Su boca amaga algo que no llega a patear. El pez en el balde tiene un espasmo.

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Él se acerca a la orilla, la nuestra. Toma la caña con sus dos manos. Observa unos instantes la tanza floja. Comienza a hacer girar el reel. Sabe que no atrapó ningún pez. Lo hace igual. Cuando los dos anzuelos limpios salen del agua se da la vuelta y me mira. —Tengo que cambiarlos —dice. El cielo se llena de púrpuras, el sol arde, húmedo, y empiezan a caer unas gotas graves Qué bárbaro dice, mientras sostiene un Particular con la izquierda y carga cosas con la derecha dando saltitos. La lluvia arrecia y cae como un vómito gris desde una masa densa y oscura que lo tapiza todo. En cinco minutos, noche. Destellan naranjas y el cielo se hace cada vez más de concreto. Él me grita algo lleno de vocales que no entiendo. Subimos al auto por instinto. Los vidrios son cataratas. Él pone en marcha el motor y activa el limpiaparabrisas que nos saca de la ceguera. El balde. Frente a nosotros. El agua de la lluvia casi lo rebalsa y lo que se distingue es oscuro y turbulento, el agua se remueve. No es por la lluvia. Él lo sabe, los dos lo sabemos. Hace una maniobra rápida nos pone de espaldas al Paraná. Él me mira. Estamos los dos empapados. La lluvia fuerte del verano puede cortar los caminos. Si evitamos la marea de autos que se escapan por el temporal, con suerte a medianoche voy a llegar a casa. Él presiona el botón del reproductor de música y, como una pélicula que se mantenía pausada, la voz de Spinetta retoma y dice que en este valle los duraznos son de los duendes. Cuento premiado en el Concurso Nacional De Narrativa Breve que organiza SADE filial Tres de Febrero.

Emanuel Galante

Argentina

Facebook: Emanuel Galante

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n rumor de raíces dice haberte visto nacer a los nueve años de la corteza de un hermoso árbol, conocido como lenga, que en cada extremo luce la intrigante imagen de la “barba de viejo” y hace de los bosques del sur un paisaje inflamable. Tu belleza, Susy, tu inocencia y tus lágrimas, a cada segundo, abren paso sobre lo interminable. Así tus manitos, bellas y delicadas manitos que mueven las ramas del bosque encantado, el mismo de los cuentos, donde las hadas madrinas suelen salvar vidas. Hermoso bosque encantado que huele no solo a los frutos y a vejez de sabios suelos, sino también a gritos y a la sangre en tus pies. ¿Dónde pensás que te lleva el sendero, Susy? Tomalo antes de saber, antes de que llegue la madurez, qué increíble cómo se puede crecer tanto en tan poco tiempo. ¿Viste cómo es la vida, pequeña y brillante Susy? Juguemos, Susy. ¿A qué? A que escapás, esta noche juguemos a que nadie puede interrumpir semejante proceso de crecimiento y a que nadie va a impedir que seas cantante en el futuro. Que brillantes ojos que tenés Susy, reflejan mucho más de lo que vemos, cuidá esos ojitos claros y buscá la luz que no podés apagar por las noches, esa luz que te ayuda a dormir y soñar que el “ratón Pérez” vino a buscar ese diente que tanto tardó en caer, ¿quién iba a pensar que eran verdad los ruidos en la ventana? Así que buscá la luz Susy, no solo la de esta radiante e imponente luna que te abre paso por los árboles, sino la luz que salva, la luz que temen, la luz y el sonido de los motores en esta noche de lobos. ¡Susy! Si pudieras escucharme, dulce Susy. No te conviertas en recuerdo por favor, poné la atención que no ponés en el colegio y observá cómo la luna te marca el camino. “Picá para todos los compas”, Susy, vamos, jugá a las escondidas y buscá la “casa”, hay más niñas escondidas bajo la tierra húmeda, “picá” por ellas hermosa pequeña de cabellos largos. Si mirás hacia arriba, vas a ver la cantidad de estrellas que nunca viste, pero no lo hagas hoy, bella niña, solo tenés que mirar hacia abajo y hacia atrás, hacia abajo y hacia delante, hacia atrás y hacia delante, hacia la luz…pero… ¡Por Dios! ¿Qué estoy diciendo? ¡Poné la atención que no ponés cuando tu madre te habla! Bendito vientre materno que no va a volver a crecer por más que tus piecitos digan basta, sé que estás cansada pero por favor, Susy, no vuelvas a tropezar, no te vuelvas recuerdo, todos te están esperando, hay un hombre con guantes blancos y una bolsa negra buscándote, se parece a la que usa tu amiguita del barrio para guardar las muñecas. ¡Vamos Susy! Vamos que vos podés, dale que te esperan los compañeritos, está

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la silla vacía, ahí, al lado del escritorio, la señorita está esperando a una de sus mejores alumnas. Está tu foto Susy, esa en la que tenés el pelo hacia atrás, de ese día que habías cumplido nueve añitos, vamos que hay una foto mejor para los diez. Estás sonriendo en cada uno de los comercios, de los postes de luz, en cada manifestación, vamos Susy, no dejes que ese alambrado te detenga, vamos que hay luz a lo lejos, pero pasos cada vez más cerca. El perro desarrolla el sentido del olfato hasta su punto límite. La rabia y la sed de tu dolor corrompieron el corazón, su respiración se hace eco en la noche cada vez más oscura, no está listo para la crueldad de las rejas. Por eso, Susy, no caigas ante el corte de esa piedra filosa en la planta de tu pie, sé que es insoportable, prefiero bella niña que te desangres y no que te dejen de buscar porque te escondió ahí, donde las demás madres no pudieron velar ni besar a los suyos. Buscá detrás de ese gran árbol un refugio y esperá que pase, rezá como en la misa los domingos, en silencio, sin respirar, dejá que esa nariz sangre, no intentes limpiarte, dejá que esos insectos hagan de vos lo que quieran, no intentes espantarlos, dejá que esa araña trepe por tus piernas, no te va a picar si no se siente amenazada, escondete ahí y no hagas ningún ruido, salí por un momento de la luz de la luna y no llores, por favor. Ahí está, Susy, no respires, te está buscando, busca escucharte, busca escuchar tu llanto, sabe que estás llorando, busca escucharte respirar, sabe que estás cansada, busca tu olor, sabe que estás sangrando, él también pisó la piedra. Parece agitado, la humedad y el frío dejan salir una bocanada de vapor por su horrible boca. Ya no tiene el cuchillo, ahora tiene un hacha, tiene sangre en su filo, la luna lo alumbra entre los árboles, deja ver las manchas rojas en su remera y sus ojos vacíos. ¿Es el sonido de un auto? Sí, como cuando ponés la oreja en un caracol, ¿podés escucharlo Susy? No está muy lejos, el cerdo se aleja de a poco con el sonido del motor. Tenés que aprovechar, afiná el oído y andá hacia los motores, poné la atención que no le ponés a tu padre cuando te explica matemáticas. Vamos, hacele caso a esas orejitas frías. Dios, era de suponer, los motores se escuchan por donde está el perro. Susy, tenés que ser más inteligente esta vez, vas a tener que atacarlo o esquivarlo, pensá bien cada movimiento, pero sin respirar, sin llorar. La alambrada tiene casi dos metros, Susy, sé que es más que imposible saltarla, pero hay un pequeño agujero a la derecha del perro, casi justo detras de él, lo más probable es que si intentás pasar por su lado te agarre de los pelos. Así que tenés que ser más veloz que nunca, tirate al suelo, ignorá el daño que te pueden llegar a producir esas piedras en el pecho, es un dolor más antes que dejar de sentir, no te va a impedir seguir con las clases de danzas, hermosa Susy.

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A la cuenta de tres, vas a tener que arrojar algo hacia el lado izquierdo de él, una piedra o el collar que te regaló la abuela, vamos Susy, tenés que lograr que mire hacia el otro lado, vamos Susy, tenés que tener la agilidad y las ganas que no tenés en educación física, a la cuenta de tres: Uno... dos... tres... ¡AHORA! ¡CORRÉ, CARAJO! ¡NO! Parece que se enganchó la pollerita. Vamos Susy, desprendé la pollera de ese alambre, ¡dale Susy, que te va a cortar el pie! Sacátela no intentes desprenderla, sacate la pollera de una puta vez…así es, ¡bien! Dejale lo que no te pudo sacar, eso es, ahora a correr lo más rápido que puedas. Qué extraño Susy, las lágrimas y la sangre se te mezclan ahora con algo parecido a una sonrisa. Ese grito de descarga hace que mi llanto se mezcle con el tuyo. Buscá la ruta que el perro todavía está intentando cruzar el alambrado, parece una mosca en la telaraña. Corré, Susy. Tu madre tiene un presentimiento y está mirando por la ventana, hoy no sabe por qué te está esperando con media sonrisa. Vamos que tu padre no soporta más, vamos que hay prueba de biología la semana que viene y tus amiguitas no juegan desde que te subiste a ese auto. Vamos Susy, ¡AHÍ ESTÁ! La luz, Susy, los motores, la ruta, ahí está. Levantá esos pequeños brazos Susy, sacudí las manitos para que vean las heridas, que frene alguno por favor, ojalá que sea buena gente, que te acompañe la suerte Susy... ¡Ahí frenó uno! Subí pequeña Susy, parece una mujer amable y tiene una manta en el asiento trasero. Dios la bendiga. Este cuento forma parte del libro "Sean felices", Editorial Malisia, 2018.

JORGE LUIS ALONSO

Argentina

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lla le pidió que le buscara una red de wifi habilitada. Se lo dijo de mal modo, como una orden. Él jugueteó con el celular fingiendo que buscaba una red pero no lo hacía. Estaban en el aeropuerto de San Pablo esperando la conexión con Buenos Aires. Venían de una playa de Brasil donde todo había salido mal: prácticamente no se hablaron, ni hicieron el amor, ni caminaron juntos por la orilla del mar. Fueron una especie de vacaciones por separado y él no sabía por qué. No estaba enojado ni molesto con ella, simplemente no quería estar a su lado y escuchar su voz. Pensó, entonces, en su secretaria con todas sus fuerzas. Se masturbó en la ducha pensando en ella y su forma lasciva de mirarlo. Ella insistió con que no podía conectarse a ninguna red y volvió a pedirle ayuda. Él le dijo que estaba buscando cuando de pronto sintió que algo celeste lo miraba. Levantó la cabeza de golpe y la bajó. Eran los ojos de un hombre rubio de unos treinta años, bronceado y con tatuajes en los brazos que estaba sentado frente a él. Abrazaba a una mujer y lo miraba con fijeza. Le sonrió y le guiñó un ojo. Él tenía cuarenta y dos y se notaba que era mayor que el rubio. Se levantó presuroso y fue a comprar un agua mineral. Caminó bastante por los pasillos del aeropuerto hasta encontrar un negocio donde vendían, además de agua y gaseosas, panes y facturas. Sacó la primer botella que encontró en la heladera y fue hasta la caja a pagar. Metió la mano en el bolsillo y se estremeció. Una voz grave le dijo en el oído: Te espero en el baño. Él giró y vio al rubio de espaldas caminando hacia el baño. Tenía los músculos bien trabajados y la melena larga y enrulada. Parecía un surfista. Abrió la botella de agua y tomó varios tragos hasta que la gente que quería pagar su compra lo empujó y lo hizo reaccionar. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era eso de que lo esperaba en el baño? O bien lo había confundido con un gay o le había visto cara de drogadicto y quería venderle mercancía. Pero él no era ninguna de las dos cosas. Sin embargo, tomó un par de tragos de agua más porque tenía la garganta seca y se dirigió al baño en busca del rubio para aclarar las cosas. Lo encontró apenas entró. El rubio estaba apoyado en una de las mamparas que parecen de mármol y separan los mingitorios. Se pasaba las manos por el jean desteñido. Mirá le dijo él acercándose, me parece que te estás confundiendo conmigo. ¿Vos creés? le preguntó el rubio mirándolo a los ojos. Sí. A lo mejor pensaste que soy… El golpe no fue tan duro como sorpresivo. El puño del rubio dio de lleno en la boca de él y los labios se le llenaron de sangre. Cayó al piso pero se levantó muy 21


rápido. El rubio lo agarró de la remera y lo arrojó con violencia sobre el separador del mingitorio. La cabeza de él golpeó con fuerza y se abrió un tajo. Tenía toda la cara llena de sangre. El rubio lo levantó tirando del brazo derecho y lo empujó hasta la pared del fondo. Él no hacía nada, no tenía reacción frente a la violencia, era un pulóver viejo arrojado de un lado al otro. El rubio puso las dos manos en las orejas de él, se acercó con lentitud, como si lo estuviera seduciendo, y lo besó en la boca. Le introdujo la lengua hasta lo más profundo y se manchó con la sangre que él tenía en la cara. Él también lo besó. Al principio no. Al principio se había quedado quieto y sorprendido. Después sí. Cuando sintió el sabor de la lengua del rubio, lo besó. Quiso abrazarlo y fue entonces cuando el rubio se separó, lo agarró fuerte de la remera y le metió dentro de un baño. Él quedó de espaldas a la puerta, mirando la pared y con las piernas ligeramente separadas. El rubio lo abrazó desde atrás, bajó las manos, le desabrochó los pantalones y se los bajó. Él volvió a su estado primitivo de pasividad. Unos segundos después, el rubio lo penetró. Él quiso gritar de dolor pero se aguantó. Con bruscos movimientos, el rubio jadeó sobre la nuca de él pasándole la lengua por el cuello. De pronto, todo terminó. El rubio gimió y su respiración se fue normalizando. Se subió los pantalones, abrió la puerta y salió. Él escuchó cuando el rubio abrió la canilla seguramente para lavarse la cara manchada de sangre. Él se quedó allí, parado y tratando de entender qué había pasado en esos últimos veinte minutos. Lloró. Quería que el rubio estuviese ahí para consolarlo. Sentía vergüenza. Se subió el pantalón sin limpiarse la sangre ni el semen que le chorreaban por la pierna. Caminó con mucho dolor, arrastrando los pies hasta la puerta de salida. Un adolescente pasó a su lado, lo miró y buscó un mingitorio donde no hubiese sangre. Él abrió la puerta y caminó unos metros. No muy lejos de ahí, el rubio abrazaba a su mujer y ambos caminaban por el pasillo hacia la puerta de embarque. El rubio arrastraba las dos valijas con rueditas.

PABLO CAZAUX

Argentina

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Pablo_Cazaux

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o sé por qué está sonando Alejandro Sanz en casa, algo le pasó a la lista de la compu, le escribo y él pone: yo estoy escuchando a Ana Belén, así, adrede, hace dos semanas la fui a ver con mi mamá y lloré cuando cantó Caminante no hay camino. Lo que voy a decir es literal: José estudió cine, fotografía, filosofía y ahora estaba terminando la carrera de derecho. Yo pienso que si él se tiene que conmover con algo tiene que ser con la obra de algún vanguardista japonés, definitivamente no con la canción más clicheada del mundo interpretada por la gorda de Ana Belén. Él me dice que no es gorda y yo le digo que da igual. Le explico que me resulta muy difícil identificarlo, que todas las cosas que le gustan no tienen conexión entre sí y que eso no puede ser, él me dice que soy media pelotuda por pensar así y que el capitalismo me comió la cabeza, al final sos inteligente al pedo, me puso y dejó de estar en línea. Tuve la sensación de que nos habíamos cagado a piñas y que él me había ganado. Cuando era chica, papá nos llevaba seguido a Salto, no sé por qué, creo que porque Concordia lo aburría y además porque Salto quedaba muy cerca. Más o menos sería como ir de Once a Lugano, con el condimento de que Salto ya era otro país y eso nos obligaba a atravesar la frontera. No íbamos a cenar a un restaurante como todo el mundo de clase media común y corriente de Concordia. Papá nos llevaba a algo que voy a llamar Festivales de uruguayos. Consistían en un campo abierto, en un escenario, en bocha de sillas colocadas en fila en frente al escenario y sobre todo y más que nada, en bocha de uruguayos con championes y botijas potenciales comedores de boñato. Conseguir silla para nosotros era imposible porque éramos argentinos, porque llegábamos tarde y porque los uruguayos estaban ahí instalados desde todo el día, más bien desde toda la vida, ocupando desde los mejores puestos hasta los peores por orden de llegada, los ocupaban a todos. Después de varias veces de estar parados papá se avivó y empezamos a llevar las sillas reposeras que usábamos para ir la playa, era bastante grasa hacer eso, pero en el Uruguay no se notaba. Comíamos algo que se llamaba franfruters, los franfruters eran como un pancho pero el doble de grandes que los panchos de argentina y como nosotros éramos chicos eran como cuatro veces más grandes que cualquier otra cosa, arriba se le podían poner mil complementos que después se te chorreaban todos. El que mejor lo manejaba era papá, mamá era peor que nosotros, a nosotros no nos importaba porque, como dije antes, éramos chicos pero para mamá era una condena, primero porque era adulta y segundo porque hasta llegar a la Argentina no se podía lavar. Olor a franfruter a morir. Lo que quiero contar es que íbamos ahí y hacíamos todo eso para que papá escuchara música. Como explicarles... para nosotros los tipos que tocaban ahí eran como dinosaurios, no los podíamos asociar con nada más que con papá. Los 24


Olimareños, Pepe Guerra, Braulio López, Jaime Roos cuando no era conocido, El Sablero, etc, etc. Debe ser que hay una música que no se elige, es esa primera música que viene del otro y por una razón que no podemos explicar nos atraviesa como un rayo y nos parte al medio y cuando la escuchamos lloramos sin saber por qué. Será porque nos presentifica el deseo de algún ser querido, será porque nos hace recordar todo eso que nuestra conciencia no recuerda pero que sí siente, será porque esa música atraviesa la palabra, la cosa, la frontera, los elefantes y el capital. Seguro que sí, que será por eso.

AGUSTINA MURILLO

Argentina

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A

lbergaba un quiosco, una fuente, unos columpios y un asador. También una ducha para quitarnos la arena y un enorme árbol con un letrero de prohibido el paso. Las “María Mulatas” hacían fila para beber. Las iguanas caían como cocos. Las hamacas en el quiosco sostenían nuestra risa, allí leíamos a Condorito en voz alta. También se hablaba de El Heraldo, de las noticias del puerto y de uno que otro aviso exequial. Mi tío almorzaba con vino. Mi abuela invitaba a sus amigas de "El círculo" y discutían Conversaciones con Dios. Mi tía tenía ropa para la casa y ropa para la calle, para no arrugar el lino que en ella se veía tan bello, así que siempre lucía la misma bata. El quiosco era habitado por marimondas y duendes, catrinas y hadas. Todo lo importante sucedía allí. Las visitas, las decisiones, los consejos, las cenas, los almuerzos. En un principio fue de paja, pero había que regarlo todas las noches navideñas temiendo lo peor, un globo o un volador. Por eso lo remodelaron. Pero continuó rodeado de mecedores y hamacas. Con dos ventiladores, uno de techo y otro de piso. Allí ofrecían Kola Román y deditos fritos. El patio tenía un jardín con buganvilias trepando las paredes y muchos cuernos abrazados al árbol. Mi abuela tenía su puesto y mis tíos también. Nosotros circulábamos sin orden alguno. Yo solía dormir allí. Era el mejor lugar del mundo para hacer la siesta de las tres. Mi abuela tenía un taburete para subir los pies. Cuando abrían la biblioteca el milagro de la música sucedía. Flamencos, Beethoven, Bach, Shostakovich, todo se fundía con un cielo azul y unos pies descalzos que se hacían al columpio para rozar las alturas con los dedos. Desde allí se veía la ropa extendida de la vecina y dos diminutos perros que ladraban sin parar. También una lora grosera y los ventanales cerrados del edificio de enfrente. No había celular. Los sonidos eran la música, el agua corriendo y las aves. Durante una época hubo canarios, pero se los comían los gatos. También hubo pavos, pero no conocí ninguno que se salvara de la borrachera. Al día siguiente aparecían colgados en el tubo de los columpios, con la lengua afuera y poco espabilados. El pesebre se hacía en el patio, junto al asador o dentro del quiosco. Tenía muchas ovejas y lagos de papel aluminio, casitas de cartón y luz eléctrica. También había un pozo y pastores con pesadas ovejas entre manos. En diciembre, cuando el clima se ponía frío y el asma no me daba una tregua, me enviaban a este paraíso junto a la mar. El árbol aún conserva el letrero de prohibido el paso, pero cerraron la biblioteca con la enfermedad de mi tío. Ya no hay columpios. En su lugar una mesa de cuatro puestos se usa en las noches para cenar. Las buganvilias han invadido el lugar y guardaron el taburete desde que mi abuela apareció en El Heraldo y yo no pude ir a despedirme.

CLAUDIA RESTREPO RUIZ

Colombia

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M

e mira mi negra como insinuándome que le entró la nostalgia. De lunes a sábado es la mujer más alegre del Parque Fernández Madrid, donde tengo mi negocio de venta de licor y en el que se escucha la mejor música cubana en Cartagena. Los domingos a mi negra le entra la nostalgia, necesidad de recordar momentos que le anegan el sentimiento y la llevan al tiempo en que nos conocimos, recuerdos perdidos desde hace casi veinte años, evocaciones que se desgranan como aguaceros de mar que limpian el cielo y convierten la playa en basurero de los escombros del Caribe. Remembranzas que la llevan (y por ahí derecho me arrastran) al tiempo en que llegué a Cartagena con la idea de convertirme en profesor de literatura. Los libros eran mi tema en aquella época. Me había devorado el Boom, en especial García Márquez, del que escribí un artículo que valió que Gabo opinara que mis párrafos eran la demostración de que las quinientas páginas de Vargas Llosa en Historia de un deicidio constituían el más grande desperdicio de la literatura, porque para criticar Cien años de soledad bastaba con decir que era una audaz mezcla de los relatos juglarescos del Valle de Upar y las hiperbólicas aventuras de Gargantúa y Pantagruel. Nunca llegué a comprobar la realidad de aquel juicio, pero fue uno de los rumores recurrentes en las reuniones de escritores en Bogotá, cuando Gabo ni siquiera había recibido el Nobel y cuando los académicos soñaban con escribir un mamotreto más voluminoso que el publicado por Vargas Llosa. Además de leer a Gabo recitaba estrofas de la enmarañada poesía de Vicente Huidobro. Debatía como un erudito sobre las tres o cuatro novelas más importantes del siglo XX. Hacía exégesis al exhibicionismo de Charles Bukowsky y su dirty realism en la irreverente Factotum. Y, obvio, me conocía de memoria los clásicos. Pero nadie había leído tanto como yo a los escritores colombianos de la «generación del cuarenta», como los llamó Fabio Martínez por nacer en esa década. Me refiero a los Pardo (Carlos y Jorge), Humberto Valverde, Benhur Sánchez y Hernán Toro, al que conocí cuando publicó su famoso Ajuste de cuentas. Hasta que me topé con Hernán solo concebí un destino como lector, ese destino que los muchachos de mi generación anhelábamos al ver el ejemplo de Borges, lector hedónico, de esos que creen que uno se debe jactar de lo que lee y no de lo que escribe. Y entonces Hernán tuvo la idea de afirmar en una reunión a la que había sido invitado que el país necesita menos gente en la guerra y más muchachos escribiendo, estocada que me hizo pensar en un futuro como escritor y que me obligó a dejar abandonado el ideal de convertirme en el Borges colombiano. Me mira mi negra y luego se refugia en la herida de su pierna, oscura cicatriz que le recuerda la belleza perdida, su juventud y sus años difíciles, años en los que cayó al fondo de un foso perturbador por tener que ganar unos pesos para su bebé robando 29


en compañía de su amante, un mulato que le vendió la idea de que los ladrones equilibran la desigual balanza de los ricos y los pobres; un aventurero nacido en un barrio de desplazados que la hizo feliz y que le ayudó a ganarse el alimento para el pequeño hijo con el que llegó desde un pueblo de Córdoba después de convertirse en madre soltera y de tener que enfrentar el mundo con la convicción de que todo lo había hecho por amor, para al final tener que conformarse con que esas especulaciones no bastan para hacerle frente a la desgracia humana. En el fondo mi negra y yo somos parecidos: tocamos fondo por amor a los ideales. La herida en su pierna es prueba de que una noche en pleno fragor de la tormenta corrió incansable por los corredores de una vieja casona de la zona amurallada para salvar su pellejo, huyendo de unos dóberman convertidos en fieras por invadir sus linderos, fronteras que levantamos los seres (humanos, animales, todos) por el capricho de sentirnos dueños de una porción del universo. Una cicatriz por la mordida de unos perros hambrientos, herida que con el paso de los años se ha tornado oscura y se ha apoderado de su pierna, prueba de que tiene una herida en el alma que no sana, porque esas grietas demoran más en curar que las de la carne, y mi negra es la evidencia de lo frágiles que somos cuando nos sangra la llaga infinita de la nostalgia. Mi negra detalla la cicatriz por las mordidas de aquellos perros de los que se salvó por mérito de la nada y me viene a la memoria que entonces yo, que recién llegaba a Cartagena, conocía a los gurús de las letras colombianas de tanto andar en talleres y encuentros de escritores, que ni siquiera los estudios universitarios terminé por abandonar Ibagué para viajar a Bogotá con la idea de cumplir el sueño de la creación literaria. No me servían los profesores ni la vida. Lo que soñaba era contar historias, como lo haría cualquier juglar. Fue Hernán mismo el que me bajó de la nube cuando le di a leer lo mejor de mis relatos. Escribir es un arte que se perfecciona a punta de sacrificio y de tiempo, me dijo, y después de aceptar que no tenía el talento ni los medios decidí retornar a Ibagué y creer que una buena solución era enseñar en un colegio, solo que ser profesor de literatura es ingresar a una cofradía de miserables con el riesgo de quedar en el desempleo. Por suerte conocí a Lucas, un viejo cura misionero que iba los domingos a San Jorge para catequizar niños, a salvarlos de las garras del demonio, como decía, y me propuso que en Cartagena necesitaban un muchacho como yo. Graduarse de licenciado no es lo importante, en el colegio de Cartagena necesitan un tipo joven que sepa su arte y que sea capaz de ayudar a la gente más vulnerable. Hice una rifa, vendí unos libros y me vine al Corralito de Piedra. Lo de ser profesor de literatura en una tierra de escritores resultó una empresa demasiado ambiciosa para mis ideales, según le entendí al rector del colegio cuando me dijo que 30


yo no cumplía con el perfil, El Padre Lucas dice que usted está dispuesto a todo, y terminé cuidando unos sacerdotes ancianos y una manada de perros feroces y mal alimentados en una vieja casona, la misma en la que unas semanas después de intentar ganarme la vida para retornar a Ibagué, conocí a mi negra. Mi negra se mira la herida y me sonríe porque sabe que ya le pasó lo de la nostalgia y hoy no tendrá que ir a visitar al tipo que la hizo palpitar de placer, porque sabe que la cicatriz es la prueba de que un hombre no necesita ser el más temido de la manada ni escribir los mejores relatos para ser el más valiente. Me hace señas mi negra indicándome que me espera en el baño, se arregla el brasier y la blusa escotada que me excita, cojea y mueve las caderas para provocarme, exhibe lo mejor del repertorio que inventó para agradecerme con sus caricias y sus encantos que una noche de tormenta, mientras robaba a unos curas ancianos en una casona en compañía de su amante, tuve el arrojo de olvidar mis... De repente la mujer detiene el tecleo en el computador. —Aún no he terminado —indica él. —Al paso que vamos el final es muy obvio —replica ella. —Pero mi negra, es que ni siquiera lo he pensado, ya sabes que el final es lo más difícil. —Por Dios, Ricardo —continúa ella— es evidente que lo único que la negra no le perdona al protagonista es que no haya salvado al amante y, antes de salir para el cementerio a ponerle flores y a llorarlo, lo mata con el arma que guarda en la gaveta del mostrador. Él se hunde en un frágil silencio creyendo que la reacción de su mujer, la misma que cumple con abnegación el papel de amanuense, obedece a ese tenso y fugaz milagro que es el momento de la creación literaria. Alcanza a sentir regocijo por experimentar aquel sentimiento que da significado a su secreta labor, pero al instante lo interrumpen los pasos de ella cojeando con dificultad hacia un rincón del estudio y, en medio de su penumbra, él que es ciego desde una lejana noche en que la situación se le salió de las manos por salvar a una mujer en peligro de muerte, siente que saca algo de uno de los cajones. Los lentes oscuros y el bastón, piensa él tranquilizándose, otra vez saldremos a caminar por la playa a pesar del miedo que le tiene a la tormenta. Luego la escucha acercándose, creyendo que le va a musitar algo al oído con su voz tenue y musical, hasta que siente junto a la oreja la fría caricia del revólver.

MIGUEL PÁEZ CARO

Colombia

Twitter: @mapcaro Blog: http://textoalmargen.blogspot.com/ 31


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abía una vez un árbol en el bosque un día un conejito dio la vuelta alrededor encontró una madriguera y se metió. La canción del conejito terminó abruptamente. Una vez más, Facundo no había podido lograrlo y su madre lo miraba con una cara de plato que le daba miedo. Esta era la décima vez que cantaban la canción del conejito desde que salieron de vacaciones. La ruta es aburrida y toda aburrida, pensó Facundo y por un momento se sintió bien al pensar en estas cosas que hace años ni siquiera reparaba, mientras la madre seguía con el cuello doblado con los ojos vidriosos y el ceño triste: esta también era su derrota. Vamos una vez más Facu, poné las manos así, mirá, escuchaba sin escuchar Facundo, harto de la misma rutina. Rutina que había comenzado los últimos meses y que ni aún en las vacaciones lo dejaba tranquilo. El “temita” de los cordones ya parecía un dilema público. Todos sabían en la familia que Facundo no había aprendido a atarse los cordones: no sabía y no podía aprender. Por más que sus padres fruncieran el ceño hasta tragarse los ojos, o que usaran viles artimañas como la infame canción del conejito, o ese aparato que a Facundo le resultaba tan extraño, esa plancha de cartón con seis agujeros que trataba de imitar a una zapatilla. Si bien a Facundo no le parecía tan importante este tema, el hecho de que para su familia lo sea, lo dejaba en una posición bastante incómoda. Una vez escuchó con la oreja pegada a la puerta, en esas fiestas donde los chicos no podían estar, que su papá comentaba algo de que estaban haciendo hasta lo imposible, que ya no sabían qué hacer, que sus compañeros de clase ya lo habían logrado y otras cosas que ya no recuerda. Y una vez más: Vamos Facu, repetí conmigo, dijo la madre mientras la ruta seguía con su terco discurso de alambres de púas y vacas esqueléticamente parecidas. Mientras Facundo repetía y repetía la canción la ruta se le antojó más larga de lo habitual. Taaan pero taaaan larga que abrió la boca tanto como pudo para pronunciar esa “a” gigante… ¡Tapate la boca cuando bostezas, Facundo, pero será posible!. El auto se dirigía a lo de su tía y Facundo ya anticipaba lo que se venía, la tía diciéndole a la madre ¿y el nene ya aprendió a atarse los cordones? o a su prima mostrándole sus zapatillas demasiado pulcras para ser reales, después de todo, ¿quién vive en el campo y tiene las zapatillas tan blancas y limpias? Toda está visión enfermaba tanto a Facundo que hubiese preferido ir de vacaciones al infierno antes que a lo de su tía. Una vez más Facu: Había una vez un árbol en el bosque..., las ruedas del auto hicieron un ruido espantoso contra el pavimento. ¿Qué es eso?, fue todo lo que pudo decir el

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padre de Facundo, los tres se quedaron mirando. A los pocos metros se veía un bulto gigante que tapaba la ruta. Se escucharon otras frenadas y todos, muy suavemente, iban bajando de sus autos. Con cada paso ese bulto sin modales pasó a definirse lentamente como un grupo enorme de personas mirando al suelo. Ya cerca de aquella circunferencia humana, Facundo aceleró el paso y se echó a correr soltándose de la mano de su madre. Las piernas de las personas no lo dejaban ver pero fácilmente se coló en medio de ellas y llegó hasta el centro. Todas las caras apuntaban a un ser de dos cabezas que bailaban al compás de una música que nadie podía oír. En la lejanía, se podían oir los gritos de su madre llamándolo, pero Facundo solo escuchaba esos tambores invisibles. Pudo reconocer que aquello era una víbora o algo así, se parecía bastante a los animales que habitaban los libros de la escuela, aunque ninguno era tan grande o tan bello. Después de un rato se dio cuenta que en realidad eran dos animales, que se metían uno dentro del otro o se ahorcaban o se deseaban, o todo a la vez. Era lo más espectacular que jamás había visto y a la vez lo que menos había entendido en su vida. La fiebre subía con el repicar de los tambores y se le instalaba en la sien. Bum bum, fiebre, bum bum, deseo, bum bum, sudor… Pensaba en el baile, bum, en una mano que se estrangulaba a sí misma, bum bum, en desiertos, en lugares imposibles, bum bum… BUM. Silencio. Algo se repetía y se hacia más fuerte. Los gritos de su madre se acercaban más y más, tanto que lo tocaron. Lo habían descubierto. Sintió una leve presión en el brazo, el auto lo esperaba. Antes de dejarse ir, Facundo miró a las víboras y le dio la impresión de que una le estaba clavando los ojos, se ruborizó tanto que tuvo que bajar la mirada, tal vez en el pavimento estaba la respuesta. Ya en el auto, durmió casi todo el viaje hasta la casa de la tía. Vamos Facu, arriba que ya llegamos, ya era de noche y cuando se bajó del auto la madre abrió tanto los ojos que pensó que se le iban a salir de la cara. Las zapatillas de Facundo ostentaban un nudo perfectamente hecho, que más que dos orejas de conejito, como insistía la canción, se asemejaban bastante a una pelea entre dos animales en medio de la ruta.

CARLOS BONADEO

Argentina

Instagram: https://www.instagram.com/carlosbonadeo

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C

omo todos los lunes, desde hace cuarenta años, Carmen se sienta en el comedor de la cocina a escribir los artículos que comprará más tarde en el supermercado. Repasa mentalmente la alacena, el refrigerador, y anota:  10 litros de leche  2 cajas de 18 huevos  1 caja grande de cereal  1 kilo de jamón  5 kilos de jitomates  1 kilo de cebollas... Carmen deja la lista y va al refrigerador. Por largo rato, contempla el interior. Se aferra a la puerta que le impide no saltar a un agujero negro. La leche, los huevos, el jugo, la mantequilla están dispuestos para ser servidos en cuanto se les invite. Desliza el cajón de las verduras y salen a su encuentro: los jitomates, las cebollas, los chiles, los limones... Chasquea los labios, cada vez más delgados, menos coloridos, y tuerce un poco la boca. Se rasca la nuca. Reflexiona: “nada falta, todo sobra”; suspira, y aprovecha para sacar los alimentos echados a perder. Cierra la puerta con delicadeza. Tira a la basura los desperdicios que van dejando huellas de algún líquido fermentado, y regresa a la mesa. Fija su atención en los números que ha registrado en la lista, y se sorprende. “¿En qué estaba pensando?”, se pregunta y se contesta: “¡Estoy escribiendo la lista del súper de hace veinte años!”. Arranca el papel de la libreta y, en una nueva hoja, comienza a escribir:  1 litro de helado de limón  1 caja de galletas  1 paquete de chocolates  1 caja de hot cakes  1 botella de miel maple... La imaginación de Carmen la transporta a un idílico fin de semana con sus nietos. El sábado, antes del mediodía, llegan a casa con sus pequeñas maletas. ¡Se quedarán a dormir! Junto con Alfonso, su marido, los llevan a comer a algún lugar divertido. Pasan la tarde cocinando y decorando galletas. Hacia la noche, ven películas, toman helado y comen palomitas. Carmen les permite hacer guerra de almohadas y desvelarse. Al día siguiente, domingo, por la mañana, les prepara unos esponjosos hot cakes bañados en miel maple o mermelada de fresa, según el gusto de cada uno. Por toda la casa se escuchan risas, pasos, brincos, voces dulces; se respira amor y se palpa la felicidad. Siente el corazón ocupado. ¡Cuánto amor puede albergar un corazón tan viejo! Vastas gotas caen sobre el papel desdibujando alguna que otra palabra de la

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lista. Va por un Kleenex, se suena la nariz y limpia el rastro húmedo que ha quedado en sus mejillas. Abre la despensa y salen a su encuentro varias cajas y paquetes de un montón de productos. Más que alacena, Carmen tiene un almacén a punto de estallar. La harina de los hot cakes ha caducado, así como la crema de maní, las latas de atún y las galletas saladas. Más atrás, encuentra un paquete de pan Bimbo enlamado. Toma una bolsa de plástico y comienza con el tiradero. Ahí dentro hay comida con la caducidad vencida desde hace dos años. Las cosas de la casa se resisten a ser desechadas; las escucha gritar: “no me tires, aún sirvo”, y suspende la tarea como si en verdad le hubieran hablado. Cierra las gavetas y camina hacia la mesa de la cocina arrastrando la bolsa con las cosas. Mira la nueva lista. Ya no come nada de lo que ha escrito, y tampoco vendrá nadie a su casa a comerlo. La costumbre de comprar para otros es un hábito difícil de erradicar, es una de las quimeras que la sostienen aún de pie. Carmen intenta recordar cuándo fue la última vez que alguno de sus cuatro hijos la visitó. Evoca su cumpleaños, el de Alfonso, el 10 de mayo y la Navidad. En las fechas importantes, su casa se llena de hijos y de nietos, de alegría, de conversaciones, de chistes e historias, de compañía, pero el resto de los días, solo están ella y Alfonso; ella y el silencio de una casa enorme. La mujer hace a un lado la bolsa que espera en el suelo. Las latas de comida se quejan al chocar unas contra otras. Camina hacia el recibidor y observa las fotos de sus cinco nietos. ¿Cuándo fue la última vez que le llamaron por teléfono? Más bien, ¿cuándo han llamado por teléfono? Carmen besa cada uno de los portarretratos y los abraza como si verdaderamente los tuviera a ellos sobre su pecho. Así se queda por largo rato hasta que escucha que Alfonso sale de bañarse y regresa a la cocina. Toma la libreta, acaricia la lista dedicada a los nietos, la desprende y la arruga con la mano, pero no solo la hoja yace en el puño, también la obsesión por ir al supermercado cada lunes y, con ella, la ilusión, sostenida con alfileres, de una vida compartida con sus hijos y sus nietos. Esta vez, Carmen escribirá la lista del súper solo para dos. Repasa nuevamente el refrigerador y la alacena. “Nada falta, todo sobra. Todo sobra, y... todo falta, todos faltan, todos faltan”. Se escucha como eco dentro de su cabeza de finos cabellos recién pintados. Abre y cierra el refrigerador, abre y cierra los estantes, y repite las acciones en una secuencia que parece sin principio ni fin. “Todo sobra y todo falta, todos faltan, todos faltan”. Carmen no puede parar, no quiere parar porque si lo hace el llanto la sumirá en una tristeza de la cual no se cree capaz de regresar ilesa. —¡Carmen! ¿Qué te pasa, estás bien? —Alfonso interrumpe aquella melodía catártica desde la puerta de la cocina.

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Carmen se detiene, alisa los pliegues de su falda, se acomoda unos mechones sueltos y cierra las gavetas abiertas. Toma la libreta de la mesa y le enseña la hoja a su marido. —Lista del súper —lee Alfonso—. No comprendo Carmen, ¿qué pasa con la lista? —En esa lista, no hay nada qué comprar ¡Está en blanco! —¡Oh!, ya veo y ¿cuál es el problema? Mejor así, no tendrás que ir hoy al súper. —Alfonso, creo que he dejado de ser madre.

ADRIANA AYALA

México

Twitter: @BibiAyre Facebook: Bibi Ayre Facebook de la novela: @Cómo llegaste aquí Instagram: bibi_ayre Linkedin: Adriana Ayala Reyes Blog de cuentos: http://cuentosadrianaayala.blogspot.com/

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S

ara se asoma a la ventana, su parte favorita del piso. Es larga y angosta; dieciséis rectángulos sostenidos por maderas de tres grosores diferentes, compitiendo por cuál está más deteriorada, más podrida, más cerca de romperse definitivamente. A su espalda, el Bala saca cuentas. Sara se coloca de costado, cuidando de no taparle la luz. Estéril precaución, él mismo la cubre con su cuerpo; dice que el sol lo ciega si le cae de frente. El sol está más alto, pero quién discute con él. Sara, al menos, no pierde el tiempo en ello. Un hombre vacila, abajo, en la vereda opuesta. No lo reconoce, es uno nuevo. Viene por ella; no es del barrio, ergo, viene por ella, ¿a qué otra cosa podría venir un hombre así a esa cortada decrépita? Las ropas parecen nuevas, bien planchadas; una bufanda gris es el único abrigo sobre el suéter oscuro. Está frente a la vitrina del quiosco, quizá la mira en el reflejo. Puede ver mucho, la ventana crece donde se inician sus pantorrillas, Sara apenas lleva una bikini con puntillas. Un regalo que hace a los chicos del barrendero, los que viven junto al quiosco. Y a sus amigos, que son bastantes cuando vuelven de la escuela. Hoy se han demorado; como el hombre, entretenido con los tickets del Telekino, infiere, dada la altura y la inclinación de la cabeza. Quizá los pibes no la disfruten mucho más; Octavio ha hablado de mudarse, algo referido a una ejecución en ciernes. Le dedica un vistazo, está hundido entre facturas, tickets de supermercados y otras anotaciones que Sara desconoce. Es rápido con los números, de ahí le nació el Bala; decían sus amigos que corría más rápido que aquellas. Cada centavo debe justificarse; Liliana dice que tiene una alcancía en la casa de su madre, que ahí va juntando los ahorros. Liliana ha ido a esa casa, Sara aún no la conoce. Puede que sea verdad lo de la alcancía, cada tanto muestra gestos infantiles, los que ella ya no se permite. Los gestos aniñados son muy parecidos a los sueños, a las fantasías; son peligrosos. Abajo, el hombre se vuelve pero no mira hacia la ventana; Sara sonríe, sus encantos son derrotados por el turco Samir y su tienda de cuarto orden. Lástima, es un tipo atractivo, treinta y cinco años, calcula con el apoyo de su experiencia. Experta en hombres a los veintitrés años. Se vuelve, se apoya en la pared, cuidando no contactar la piel con el pegamento del empapelado despegado. Si el hombre de bufanda gris no ha mirado suficiente, que se joda. ¿Por qué la bufanda si no tiene frío?; quizá se proteja la garganta, algún resfriado. O tal vez sea un cantante que cuida su elemento de trabajo. No, esas no son ropas de cantante de rock, o folklórico, y no tiene edad para dedicarse a los melódicos de los sesenta, que rejuvenecen a las jubiladas que caen por racimos en los tours; puede que sea locutor, algo más formal. Que sea lo que quiera; o lo que pueda, como

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ella. Octavio parece tener para rato con sus centavos, no parece tan Bala esta tarde. Mientras lo espera con la paciencia de quien no tiene dónde más ir, Sara estudia la sala casi desnuda, como si quisiera tatuársela en los ojos. Ella no tiene tatuajes, los ve como una profanación; él le ha pedido que se tatúe su nombre, como una prueba de amor. Ha visto tres compañeras que lucen Octavio en diferentes partes del cuerpo, a otra con ese cuento. Mudarse significa que pronto no verá más ese piso familiar. La humedad tiñendo el papel ocre, la madera del suelo que le impide andar descalza por las astillas que sobresalen en las partes hundidas, la mesa que se sostiene en equilibrio sobre una pila de folletos de Musimundo. Octavio saca cuentas con el teléfono, señal que se complica. O que está haciendo proyecciones; le gusta decir que está haciendo proyecciones. Sara sospecha que el siguiente destino será peor, vaya a saber dónde encontrará el Bala otro sitio olvidado por sus dueños o sometido a un eterno litigio entre parientes. Se niega a pagar un alquiler; él no gana dinero para regalárselo a un capitalista especulador. Sí, es muy revolucionario Octavio con su vagina. Quizá sea una condición de los revolucionarios exigir que el culo lo ponga otro. Mientras tengan un techo, una calle a la que mirar, un bar cercano donde celebrar cada aniversario con unos shots de tequila, que discursee todo lo que quiera. Algo está claro. Su próximo domicilio no tendrá comparación con el paisaje de casas bajas, los tejados alzándose entre calles de tierra y árboles famélicos, paisaje del que huyó a los quince años, cuando el ahogo se le volvió tan insoportable como el aliento a vino del marido de su madre. Sara vuelve a la ventana, quiere librarse de ese recuerdo que no la suelta. El hombre está ahora mirando hacia arriba, la ve y desvía la vista. Cobarde. La joven se quita el zapato para acariciarse el talón. Odia los tacos, pero son los únicos zapatos que le compra Octavio, cuando el turco recibe una partida desviada de Cáritas o del ejército de Salvación. Los chicos del barrendero no han regresado de la escuela, ¿qué los demora?, ¿es feriado acaso? El Bala está concentrado, no puede preguntarle a qué altura del mes están. Abajo, la situación cambia poco; pasa en bicicleta la mujer que mora en la casa siguiente a la tienda; sale pronto de su vista. No la saluda. Trabaja como doméstica, tiene pocos años más que ella, dos hijos y ningún hombre; y no la saluda. En la pobreza hay también estamentos sociales que respetar. El visitante está mirando la puerta, lo intuye, teme introducirse en la lóbrega escalera que se ve a través de los vidrios que no están. No lo ayuda con un gesto cómplice, bastante con que lo deje mirar. Octavio se mueve, desaparece, regresa con el minicomponente y lo enchufa.

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Dice que la música lo ayuda a aislarse y centrar la cabeza. Nick Cave. A Sara le gusta esa voz que viene más allá de la muerte. Octavio tiene buen gusto musical, le ha presentado bandas que jamás hubiera soñado que existían cuando le crecían las tetas en aquel paisaje de casas bajas —y el padre se las chupaba a la hora de la siesta, mientras mamá daba clases en la escuela rural—. Al menos, papá no tenía aliento a vino como el otro, el que prefería otra parte de su anatomía y le arrojaba ese putrefacto olor a futuro vómito por sobre las orejas. La pobre Sara, oía decir a las comadres reunidas en el almacén, cuando pasaba camino al club. La pobre Sara regresaba con una amargura que la desbordaba, tras bailar cumbia desnuda para los amigos del tío Javier. Llevaba las monedas apretadas, quería que le sangraran las manos hasta que no hubiera más glóbulos rojos ni blancos en su cuerpo. De haber tenido cianuro a mano, lo hubiera bebido. Y se hubiera perdido el mundo. Un mundo donde un hombre atildado la observa con disimulo, como si se escondiera de un dios vigilante. Le hubiera gustado que la ventana tuviera cortinas, es divertido jugar con las cortinas cuando un hombre te mira; Octavio no quiere derroches, ¿para qué comprar pan fresco, si el del día anterior te lo dan por nada y tostado sabe riquísimo? El hombre entra al quiosco, al fin ha tomado una decisión. La calle se ha quedado momentáneamente sin atractivos. Por encima de las fachadas ruinosas, solo llega a ver techos, ropa colgada, copas de árboles que no se ven en las veredas. Hay una que se las da de vampiresa, cuelga una lencería de película; Liliana dice que es la viuda del médico, que los pone para que los vea el dueño del vivero desde su balcón. Sara se despereza. Octavio se aprieta las sienes, los números no le dan. Escrupuloso. Tanto, que no entiende como no trabaja en alguna administración; si ella tuviera título secundario, no habitaría pisos deshechos. Se pregunta qué habrá sido de Diéguez, el empleado de la Bancaria que se ofreció a ayudarla con las materias de un plan de bachillerato acelerado. Vino un lunes, cuando vivían en el sótano de la calle Alberti; martes y miércoles la hizo hacer ejercicios de matemáticas. El jueves entró con los brazos en alto. «¡Cobré!», dijo, y empezó a quitarse la ropa. Octavio lo echó cuando lo supo; desde entonces le prohibió hombres fuera de horario, era riesgoso recibir si no estaba él vigilando. Adiós Diéguez, adiós secundario. El hombre sale del quiosco, lleva una caja envuelta en papel rojo, brillante. Alza la vista, la mira. Señala la caja, la señala. Encara decidido la calle, cruza, pronto lo oirá golpear la puerta. A Sara se le escapa una sonrisa, una de esas sonrisas que creía olvidadas entre los matorrales que bordeaban el arroyo, allá en su paisaje de casa bajas, cuando era feliz y no le habían crecido las malditas tetas.

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JUAN PABLO GOÑI CAPURRO

Argentina

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os pasadizos del supermercado delinean un mundo apasionante. Se entrecruzan mostrando la sociedad de consumo y desnudan la identidad comercial. En su telaraña está atrapado el mundo provocativo e insaciable y el subconsciente es manipulado para cambiar las decisiones iniciales. Cuando se sale de ahí no se entiende por qué se adquirió tal o cual producto y no aquellos que estaban en la lista de compras. No siempre es así, pero la mayoría de veces la publicidad subliminal ingenia estrategias para jugar con las expectativas y ganar de nuevo. En ocasiones el cliente triunfa en esta batalla y las bolsas que carga almacenan lo deseado, aunque en ellas estén guardadas algunas frustraciones y gustos invisibles. El supermercado alberga las góndolas llenas de ofertas y a la sicología consumista. Dicho de otra manera, los genios del mercadeo modifican los territorios de exhibición y el objeto del deseo ya no está en la ubicación de ayer y en su lugar está otro. Este artilugio sorprende y llama la atención. Se cae en la disyuntiva de adquirir ese o el que sedujo el día anterior. Se adquieren los dos y es punto para el negocio. Sin darse cuenta el usuario es llevado de paseo y va llenando el cochecito con extravagancias, objetos inútiles y adquisiciones superfluas. Nuevamente el negocio gana el partido y por goleada. Es solo el espejismo del desconcierto. Cuando la información es procesada, el supermercado se apoderó de las ganas y billetera. Algo parecido ocurre con la gente que se desplaza entre sus callejuelas frías y perfectamente organizadas. Hay mujeres que alucinan la casa de sus sueños oliendo a campos florales y sábanas perfumadas con detergentes de última generación. Los hombres, por otro lado, se marean frente a la gama espectacular de bebidas alcohólicas y cortes de carnes que intentarán cocinar en la parrilla del domingo. Los niños, ese mundo dulcero en dos pies, recuerdan los comerciales televisivos y no abandonan el local con las manos vacías; el arsenal de galletas y chocolates es un presupuesto especial en la economía de los padres. Los más jóvenes, de ambos sexos, se intoxican oliendo fragancias de perfumes que se exhiben con publicidad engañosa. No están seguros, pero el afiche garantiza la suficiente liberación de feromonas para atrapar al amor rebelde. Lo que no está en venta son las miradas. El tráfico de las mismas es capaz de obstruir el desplazamiento de los cochecitos. Una mirada tiene el poder de la pistola al final del callejón. Con las manos en alto se aguarda el vaciamiento de la cartera, robo del celular o quizá un golpe disuasivo. La mirada detiene y su profundidad da a entender que los minutos pueden estar contados. La forma de reaccionar o interpretar define los momentos siguientes. A veces el enredo es evidente y al asimilarlo la confusión es tan risible como haber visto una película de los tres chiflados. No es lo que se hubiera querido y la mujer soñada escoge el insecticida programado. El

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entusiasmo se desbordó y el reojo sutil que causa taquicardia forma parte de su coquetería innata. Para otra vez será, digo y sigo vagando entre los anaqueles. Tantas veces he suspirado viendo a chicas espectaculares y tantas otras las he seguido como perro faldero, esperando un desliz u oportunidad para contactarlas. Para mi mala suerte nunca me dan chance y me siento tan mal que preferiría haberme quedado en mi sitio y no haber iniciado una procesión estúpida. Esos pasadizos me han enseñado que no soy dueño de ellos y más parezco un invitado a la fiesta, en la que bailaré con la más fea o, en todo caso, capturaré una esquina para emborracharme y ver la buena suerte de los demás. No es que tenga un problema de personalidad o sea un acomplejado, nada por el estilo. Estoy al tanto de mis limitaciones pero todavía no caigo en la categoría patológica de los fracasados sentimentales. Simple y llanamente, el supermercado no es mi campo de batalla y, por el momento, no salgo herido de estos lances visuales. El escenario cambia al salir de la panadería y caigo en el mundillo de los descartables. Me llama la atención el empaque de servilletas azules con motivos marinos y aunque no las necesito, tomo uno para no sé qué. Una vez que lo he hecho, noto que el cliente que está a unos metros adelante es potencialmente extraño, por no decir sospechoso. ¿De qué? No lo sé y me siento inseguro. Tiene la facha para ser delincuente. Viste jeans desteñidos, cabellera larga y descuidada y tatuajes en los antebrazos y, sobre todo, me lanza una mirada que me escarapela el cuerpo. ¿Acaso, estoy frente a un ladrón encubierto o es parte de una banda de tenderos y solo es el campana? Se hace el desentendido y no entiendo qué pretende hurtar. Un robo en esa sección sería lamentable por el poco valor de lo que se exhibe. Me tranquilizo y asumo que es un despistado que se ha extraviado en ese sector del supermercado. Tal parece que es así; desaparece de mi vista con las manos vacías y se pierde entre el gentío del mediodía. Sin embargo, no me gustó su forma de mirarme. Lo sentí desconfiado, receloso y, por qué no decirlo, envidioso de mis servilletas azules. Cada loco con su tema, me digo y continúo mis compras. ¿Compras? No he venido a comprar y estoy acá porque no tengo nada que hacer en casa. Este local ha surgido como la terapia que necesito para desestresarme. Lo digo en serio, cuando estoy aburrido y tengo hambre, vengo acá para perder el tiempo y comer una empanada de pollo. Hablando de comida, mis tripas rugen y avisan que debo dar una vuelta por la cafetería. Hacia allá voy y ya la diviso. Me apuro para pagar en caja y asegurar una silla en la mesa. Tomo posesión del lugar y frente a mí está el bocadillo caliente y el limón para alegrarlo. Doy la primera mordida y me quemo la punta de la lengua. Se excedieron con el tiempo en el microondas y debo esperar un par de minutos a que enfríe. Sentado en la silla

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continúo con la observación intrascendente de los comensales que pugnan por tomar asiento. El hambre parece que los azota sin piedad. El revuelo en la caja es manifiesto y hay gente que come parada. Mi mesa está algo escondida de las demás; pareciera que la colocaron de emergencia y se olvidaron de ella. Mejor para mí; disfrutaré el bocadillo cómodamente sentado. Toco la empanada y siento que está tibia como me gusta. Voy a atacarla cuando de improviso una segunda silla es colocada a mi lado. Levanto la mirada y una anciana de pelo gris toma asiento. Por cortesía la saludo aunque ni siquiera pidió permiso para estar a mi lado. No importa, la vejez tiene ciertas prerrogativas y no me inmuto. La señora coloca en la mesa un trozo de pastel de acelga y un café humeante. Me sorprende el ímpetu de mi ocasional acompañante. Para su edad, me doy cuenta, conserva bien la dentadura y las manos no tiemblan al momento de manipular el tenedor y cuchillo. Hasta me parece graciosa su actitud desenfadada. Ojalá tenga ese apetito al llegar a su edad. Sin prisa va comiendo, masticando lentamente los pedazos del pastel y enjuagándolos con sorbos de la bebida. A punto de terminar se detiene y suspende sus ojillos marrones sobre mí. Me desconcierta un poco pues no esperaba ese gesto. Hemos compartido la mesa en silencio y cada uno ocupándose de sus meriendas. Tengo la mirada clavada en mí y no aguanto más: Disculpe, señora, ¿desea algo, la puedo ayudar? Me gustan sus ojos me dice limpiándose el labio inferior con la servilleta de papel. Son muy lindos. Muy amable agradezco desconcertado. Esos ojitos habrán mirado mucho añade sin quitarme la vista. Más o menos respondo esbozando una ligera sonrisa. No sea modesto, joven. Estoy segura que usted ha visto muchas mujeres, por ejemplo. Unas cuantas enfatizo medio avergonzado. A decir verdad, no tengo a quién mirar en estos momentos. ¿Se refiere a una novia, pareja? Pregunta despiadadamente. Sí, es lamentable y le doy la razón confieso tristemente. La anciana gira la cabeza hacia un costado, intentando no deprimirme más con sus preguntas. Veo la impaciencia de sus dedos tamborileando sobre la mesa. Me parece que está consciente de haber sido demasiado intrusa conmigo. No deseo que el pastel de acelga se le avinagre. Es momentáneo, no se preocupe digo tratando de suavizar su comentario. No pretendí fastidiarlo, joven argumenta en su defensa. 47


No tiene importancia, señora… Ruby dice completando mi curiosidad. Encantado de conocerla, señora Ruby; me llamo Omar. Mucho gusto, Omar. Hemos roto el hielo del encuentro y doña Ruby ha cambiado el semblante. La noto más sosegada y segura de haber recobrado la compostura por lo que ella cree un abuso de confianza. ¿Viene a menudo, doña Ruby? No Omar, es la primera vez. Disculpe la intromisión, ¿es nueva en el barrio? No, hijito. Disculpa aceptada. Estoy acostumbrada a estas cosas. ¿Qué cosas? Pregunto con la boca llena de curiosidad. A aparecer y desaparecer en la vida de los demás. La respuesta de doña Ruby me deja estático. Mi mirada interrogativa solo recibe otra dulce y compasiva. Semeja la sonrisa de mi madre, muerta cuando nací. Digo esto por las fotos que mi padre guarda entre sus recuerdos. Viendo a doña Ruby se parece mucho a mi tía materna. Debo confesar, doña Ruby, que usted es muy parecida a mi mamá. Me alegra mucho escuchar eso, hijito. Le agradezco estos minutos y ojalá volvamos a vernos. Estoy convencida que así será, Omar. La amable anciana se arregla el cerquillo despeinado, se incorpora de la silla y me extiende la mano para despedirse. Me levanto y retorno el adiós. Sus manos tibias me transmiten la calidez que no experimento en mucho tiempo. Sus ojos marrones adquieren un brillo especial y se aleja. La observo caminar lentamente, tiene un andar pausado como si fuera dueña de los segundos. Ingresa a un pasadizo y desaparece entre un grupo de adolescentes escandalosos. Tomo asiento y las azafatas de la cafetería fueron tan rápidas que recogieron su plato y vaso vacíos. En cambio, el mío sigue en su lugar. La silla desocupada es prontamente capturada por un niño que la alcanza a su mamá. Se ubican en la mesa contigua y distingo la mirada devota del niño. Su madre le acaricia los cabellos y con voz angelical pregunta qué es lo que quiere comer. Abandono el supermercado y llevo en mi retina aquellos ojos marrones que se dignaron mirarme y mi memoria guarda lo más lindo que escuché esa mañana. No sabía que tengo unos ojos hermosos. 48


OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú Facebook: Oswaldo Castro

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iempre me atrajeron los maniquíes. Cuando era un niño, y regresaba a casa desde la escuela, me detenía en cada escaparate. Pegaba las manos y la punta de la nariz en los vidrios. Deseaba verlos desde la menor distancia posible. Me esforzaba por imaginar que yo era el pequeño que extendía las manos de una manera absurda, pero que entonces me parecía el colmo de la elegancia. Me veía a mí mismo al otro lado del cristal, con mis ropas nuevas, disfrutando, junto a unos padres sonrientes, de un infinito instante de muda felicidad. Al llegar a casa corría a encerrarme a mi habitación. No deseaba escuchar los gritos, no quería presenciar las peleas. Me quedaba de pie, con los ojos cerrados, y adoptaba la pose de un maniquí. Anhelaba sentir cómo mi cuerpo se endurecía, se solidificaba. Entonces creía que eso haría que mi angustia y mis temores se alejaran. Sonrío al recordar mi ingenuidad. Ahora sé que las corazas solo sirven para contener lo que permanece por siempre frágil. Mis padres se separaron, pero eso no detuvo las peleas. Las líneas telefónicas se convirtieron en el nuevo campo de batalla. Finalmente tuve suficiente y huí de casa. Desde luego no fue la mejor decisión. La mía no fue una historia de éxito. La única mano que encontré extendida fue la del traficante que me obsequió una dosis de heroína. Comencé a mendigar e incluso a robar para financiar mi adicción. Vendía cualquier cosa que cayera en mis manos y me avergüenza reconocer que no fueron pocas las veces en las que yo mismo me convertí en mercancía. Sin embargo, mi fascinación por los maniquíes siempre se mantuvo intacta. Los contemplaba de noche, cuando era menos probable que los dueños de las tiendas lanzaran a patadas al sucio vagabundo que ahuyentaba a la clientela. Su apacible inmovilidad me transformaba de inmediato en un niño lleno de esperanzas. Ahora, todavía con la aguja hipodérmica colgando de mi brazo, decido robar algunos maniquíes. Será una mujer, un niño y una niña. Sonrío estúpidamente al pensar en que tendré mi propia familia. Salgo del almacén abandonado en el que vivo y me dirijo a una tienda de ropa. Hago varios viajes: solo puedo cargar un maniquí a la vez. Cuando los he juntado todos, improviso una mesa de comedor con cajas de embalaje. Preparo la escena como si se tratara de la comida de Navidad. Me alejo y abro la puerta imaginaria con mi llave imaginaria. Todos se emocionan al ver los regalos que cargo bajo los brazos. Los hago a un lado y les indico que no se levanten. Primero saludo a mi esposa con un casto beso en la mejilla, así, como si actuáramos en una antigua película navideña. Le doy un beso en la frente a mi hija y luego le revuelvo el cabello al niño. Me siento en la cabecera de la mesa. Entrelazo las manos e inclino la cabeza. Es el momento de dar gracias. Tras las bendiciones, mi esposa corta el pavo. Hablamos de cualquier cosa, pero, sobre todo,

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reímos. Es evidente que somos felices. De pronto me levanto. Escucho voces y veo los haces de luz de varias linternas de mano. Quiero huir, pero no puedo abandonar a mi nueva familia. Seguramente son los dueños del edificio que vienen a echarme. Vuelvo a sentarme y me quedo inmóvil. Quizás me confundan con otro maniquí. Las linternas me deslumbran y debo cerrar los ojos. Alguien me lanza al suelo con violencia y me grita que no me mueva. Me pongo a reír: eso es precisamente lo que estaba haciendo. Me cachean y ante mi asombro me colocan unas esposas. Les digo que no he hecho nada malo, que solo quería un poco de compañía. Uno de ellos me da una patada en el costado y reprimo un grito de dolor. Quiero preguntarles por qué no me dejan ser feliz, por qué se llevan mis maniquíes y, lo más extraño, por qué los guardan en esas horribles bolsas para cadáveres.

KALTON HAROLD BRUHL

Honduras

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Lobos, provincia de Buenos Aires, 10 de diciembre del año 2001.

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eyendo esta carta vendrán a tu mente momentos que vos y yo hemos vivido juntos y que yo no puedo olvidar pero seguramente vos, típico espíritu egoísta e independiente, lograste apartar de tu vida. ¿Te acordas, por ejemplo, cuando yo tenía nueve años y vos te presentabas en mi habitación en plena madrugada? Yo sí. Me acuerdo que yo fingía estar dormida, no me movía, respiraba con dificultad mientras sentía cuando te acercabas a mi pequeña cama para introducirte en ella, acostarte a mi lado y taparte con mis sábanas. También recuerdo cuando vos y yo, a esas altas horas de la madrugada, intentábamos no hacer ninguna clase de ruido para que mamá, que dormía en el cuarto de al lado, no escuchara lo que estábamos haciendo. Sin embargo no es este recuerdo el que me aflige día tras día, noche tras noche. No. Mi cabeza comienza a llevarme a una calurosa madrugada en la que vos me susurraste al oído "te amo"… ¿Vos te acordás de aquel momento? Estábamos en mi cama, como cada noche. Yo estaba nerviosa, asustada, con el cuerpo totalmente frío y duro hasta que te escuché susurrar esas palabras en mis oídos… ¿Por qué tuviste que decir aquella frase que logró despertar en mí sentimientos que hasta hoy en día siguen presentes en mi interior y me causan los dolores más inimaginables? También habita en mi mente el instante más humillante de mi vida, cuando mamá, una noche, entró a mi cuarto, descubriendo así lo que vos hacías conmigo. Aquella imagen fue demasiado para mamá quien, decepcionada no solo de su esposo sino también de su hija, decidió acabar con su vida. La imagen del cuerpo entumecido de mi madre sobre el suelo del baño, rodeado de vómito y pastillas azules es imborrable. Mamá muerta y vos y yo solos en aquella gran casa rodeada de árboles, rejas y silencio, aislada de todo y de todos. Vos sentado en mi cama, pidiéndome que me levantara y me probara los brillantes y elegantes vestidos de tu difunta mujer. Yo acatando cada orden proveniente de tu oscuro ser; yo ocupando aquel lugar vacío de tu cama, aquel lugar en el que alguna vez durmió mi triste madre. Papá… Estoy tan arrepentida de haber hecho todo lo que vos me pedías y de haber sido todo lo que vos querías… ¿Por qué cedí a tus pedidos y a tus manipulaciones que yo, en aquellos tiempos, consideraba como pruebas de amor y lealtad hacía vos?, ¿de qué sirvió cumplir tus más retorcidos deseos si luego ibas a ser capaz de dejarme abandonado de una manera fría y repentina por otro hombre mucho más joven y viril?, ¿qué viste en él? Quizás viste en él la juventud, la inocencia y la masculinidad que vos fuiste capaz de profanarme. Quizás hayas visto en él todo 54


aquello que vos ultrajaste pero, ahora mismo, estoy segura que te encantaría verme… Tengo puesto aquel vestido negro de mamá, aquel vestido que cuando me lo ponía vos te abalanzabas sobre mí, como un tigre sobre un ciervo. Pero no solamente tengo puesto este maravilloso vestido sino también el perfume francés y los diamantes de tu antigua mujer, aquellos diamantes que vos alguna vez le entregaste cuando cumplieron el aniversario. Leyendo esto estoy seguro que te gustaría y que deseas volver a verme y volver a tocarme, ¿verdad? Desgraciadamente, amor mío, ya te fuiste de mi vida y aunque llegaras a volver sé que ya no me amarías como antes y eso es algo que me destroza, me deja sin fuerzas, hasta el punto de caer al suelo y llorar y escribir esta carta entre lágrimas y la suciedad de nuestro gran cuarto. Ya observé cada rincón de la casa, el nido en el cual las personas del pueblo pensaban que vivía el padre ejemplar con su hermosa y elegante esposa, acompañados del fruto de su vientre; ya he tocado tus camisas, tus sacos, tus tapados, tus zapatos, tus medias, la almohada en la cual tu cabeza reposó, las sábanas que cubrieron tu cuerpo, tus perfumes, tus relojes… Ya me he despedido de esta casa llena de polvo que se viene abajo al igual que mis ganas de seguir viviendo. Papá, el único hombre que amé y sigo amando, el único ser humano que no puedo sacarme de la cabeza, fuiste la única persona que hizo que le tuviera miedo al amor proveniente de otras personas que no fueran vos. Sos el único ser humano en todo el mundo que provocó en mí una repulsión infernal a las caricias provenientes de otras manos que no fueran las tuyas. Gracias a vos estoy indefensa, ya no sé ni lo que soy ni quién soy. Estoy totalmente sola y a la deriva, nadie me protege y nadie se percata de mi existencia, ni siquiera vos. Las únicas cosas que me protegen son los muros de esta habitación, la habitación en la cual fuiste capaz de crearle a tu mujer un hijo que luego se terminaría convirtiendo gracias a vos en una hija desventurada. Adiós, amor. Quiero que sepas que decidí ser una persona egoísta como mi hermosa madre y como mi destructivo y martirizador hombre; quiero que sepas que si pudiera volver al pasado y ser aquel niño puro y obediente que a vos tanto te gustaba observar, tocar y besar, lo haría para no perderte como te perdí ahora. Mi cerebro resplandece en puntos precisos de dolor que me atormentan día y noche: sueños destruidos y un amor desdichado. En mi presente no cabe soportar tal vacío ni tampoco aguantar tu despreocupada huída y tu dañina indiferencia. Espero que al leer todos estos recuerdos, al leer todos estos pensamientos y sentimientos y al imaginar en tu mente por todo lo que yo pasé cada noche cuando te ibas y volvías a la mañana siguiente, frío y seco, comiences a llorar. Ojalá comiences a

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sufrir y a sentir todo lo que yo estoy sintiendo ahora. Te amo y espero que nunca sueltes todo lo que hemos vivido juntos. Por favor, no me olvides ni tampoco dejes a un lado lo que fuimos, lo que nos dijimos y lo que nos prometimos, te lo ruego. Por siempre tuya, Maura. Por siempre tuyo, Marcelo ”. Luego de escribir esta carta, Marcelo Alonzo, de veinte años, decide acabar con su vida. Antes de morir, el joven escribió otra carta para la policía. En aquella carta Marcelo/Maura —este segundo nombre le fue puesto al joven por su padre en alusión a su esposa—, pide a las fuerzas de seguridad que no encierren a su padre ni que se le castigue de ninguna otra forma ya que, según él, “la primera carta sería lo bastante dolorosa para los ojos y el corazón de su amante”. A pesar del pedido por parte de Marcelo, la policía decide encarcelar al señor Osvaldo Alonzo, de cincuenta y seis años en aquellos tiempos, ya que se descubrió gracias al diario íntimo de su hijo, que aquel hombre, de profesión banquero en el Banco *** ubicado en el pueblo de Lobos, habría abusado de su propio hijo desde los cinco años. Más tarde saldrían a la luz, gracias a la controversia del caso en el pueblo, nuevas personas que habrían sido sus víctimas cuando eran niños y niñas y que, al ser ya adultos, decidieron declarar en contra del señor Osvaldo. La condena a prisión para Osvaldo Alonzo fue desde el año 2002 hasta fines del año 2008. Según fuentes cercanas y vecinos de la familia Alonzo, se dice que la familia de Osvaldo fue capaz de pagar una gran cantidad de dinero para que el caso no se expandiera como una epidemia fuera de la ciudad de Lobos. Hasta hoy en día, se desconoce el paradero del banquero Osvaldo Alonzo. El caso jamás llegó hasta Buenos Aires ni fue mencionado en los medios de comunicación. Los restos de la señora Maura Vionnet de Alonzo y los de su hijo, el joven Marcelo Vionnet de Alonzo, descansan en el Cementerio Municipal de Lobos.

FRANCO KOSTKA

Argentina

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e llamaba Rosaura. Como la chica de la novela de Marco Denevi, Rosaura a las diez. Solo que la Rosaura a la que me refiero estaba siempre. No solamente a las diez. A decir verdad, Rosaura no tenía un horario fijo de trabajo. Generalmente su jornada se extendía eternamente desde las siete de la mañana y hasta las diez de la noche con facilidad. Rosaura era petisita y delgada. Tez morena. Cabello largo, trenzado. Negrísimo. Como sus ojos y una sonrisa enorme, llena de dientes. Su amplio uniforme verde manzana con cuello blanco parecía empequeñecerla aún más. Pero era solo apariencia porque tenía una energía tremenda. Y un sentido del humor envidiable. Rosaura trabajaba en un hotel como mucama. Y también trabajaba —los mismos días y en el mismo horario— en la casa de la señora Leonor, la anciana madre de los dueños del hotel, la cual años atrás había sufrido la amputación de una de sus piernas. O sea que Rosaura recorría varias veces al día la cuadra que separaba el hotel de la casona donde vivía sola la señora Leonor. De Rosaura podría contar varias anécdotas, pero hoy quiero recordarla con una en particular. La jornada de Rosaura era realmente agotadora. Luego de fichar la entrada en el hotel, comenzaba con su trabajo de mucama hasta las ocho y media, cuando iba a la casa de la señora Leonor y la ayudaba a levantarse e higienizarse. La dejaba tomando el desayuno y volvía al hotel. Más tarde regresaba y si la mañana estaba soleada llevaba a la señora al jardín. Caso contrario, la acostaba nuevamente o bien la acomodaba en un sillón frente a la tele y de vuelta al hotel. Al medio día regresaba y le preparaba la comida. Almorzaba con ella y luego de dejar todo ordenado y a la señora durmiendo la siesta, regresaba una vez más al hotel. A media tarde volvía, levantaba a la señora y la dejaba tomando la merienda. Luego se repetía la rutina de la mañana —salida al patio o a mirar televisión según el clima— y finalmente a las ocho de la noche preparaba y servía la cena, repasaba las dependencias de la casa y dejaba todo en orden para finalmente retirarse alrededor de las diez. Y digo “alrededor” porque todo dependía del humor de la señora y su voluntad para acostarse a esa hora. Esta fue la rutina durante mucho tiempo. Pero un día —o mejor dicho una noche— todo se terminó. Absolutamente todo. Empezando por la señora Leonor, que —sin salirse de la rutina y como correspondía— falleció un viernes por la noche, minutos antes de las diez. Recuerdo que el funeral fue rápido y al punto. La familia le dedicó dos lágrimas, se pronunciaron algunas escuetas frases armadas para la ocasión, cada uno vistió el luto obligado para el momento y se acabó. Y el lunes siguiente, la familia en pleno se encontró reunida poniéndose esmeradamente al tanto de los detalles del testamento y

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el correspondiente reparto de bienes en la antigua casona de la señora Leonor. Entonces alguien se acercó hasta el hotel. Una hija de la ahora difunta señora. Traía consigo un zapato reluciente —de terciopelo negro con una preciosa hebilla dorada. Rosaura, queremos que tengas un recuerdo de mamita... porque siempre estuviste con ella... y la atendiste hasta el último momento. Pruébate este zapato... fíjate si te queda bien... Rosaura se lo probó. Calzaba perfecto. ¡Te queda divino! Entonces, cuando te vayas, pasa a buscar la cajita que te dejamos preparada... también hay algunas cositas más y dicho esto la mujer se fue con el lujoso zapato bajo el brazo, a preparar el obsequio, ahora que Rosaura había comprobado que era de su talle. Rosaura no parecía muy convencida. “Siempre estuviste con ella...” dijo imitando el tono de voz de la mujer ¿Qué iba hacer sino me quedaba otra? Toda esta gente son malos bichos, compañero... Si no se comen un huevo por no tirar las cáscaras, más raro es que anden haciendo regalos tan desinteresadamente —me dijo cansada. Al otro día Rosaura llegó con una bolsita. —Aquí traigo el regalo que me hicieron, así lo vez antes que tire todo a la basura —me dijo con una gran sonrisa. Abrí la bolsita. Había un juego de sábanas. De buena calidad, sí. Pero gastadas y con una gran mancha amarillenta en el centro. Miré a Rosaura. —Sí compañero, son las sábanas de la cama de la señora. Si las habré lavado tantas veces... pobre... se hacía pis la señora —me dijo resignada. A continuación, un pomo de crema antiescaras. —¿Vos que decís? ¿Será por todo lo que me pelé el trasero trabajándoles tantas horas? Ahora ambos estábamos tentados. Y finalmente estaba el bendito par de zapatos. Pero el zapato que saqué estaba gastado por el uso cotidiano. Era como la versión decrépita del zapato lujoso que habíamos visto el día anterior. Lo miré sin entender. —Es que la señora tenía una sola pierna colega... un zapato se gastaba y claro, el otro siempre le quedaba sin usar —me explicó en tono apesadumbrado para luego terminar casi llorando de la risa. *** Tenía razón Rosaura. Eran malos bichos. 59


Pero ella, ella era una genia. Con un humor a toda prueba. Incluso de bichos venenosos.

CARLOS LUIS DI PRATO

Argentina

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stoy sentado frente al gran escritorio de caoba rojiza de la biblioteca. Huele a libro antiguo, a polvo, a especias y a brandy. Siento este cuerpo ajeno como una carga demasiado pesada, y mi alma cansada solo anhela un poco de paz, ya sea en este mundo o en el otro. Cojo la pluma y la mojo delicadamente en el tintero de bronce bruñido. Tengo la imperiosa necesidad de contar mi historia, que es también la historia de Philip, que tal vez sea más la historia de Philip que la mía propia. Seguro que a ti, querido lector, te resultará de todo punto inverosímil, pero la verdad es que a mí eso no me importa en absoluto. Escribo para vaciarme entero, para purificarme; escribo para demostrarme a mí mismo que yo, William Summers, aún sigo aquí. No recuerdo el día en que Philip, Margaret y yo nos conocimos; no lo recuerdo porque se remonta a los primeros años de mi infancia. Siempre fuimos vecinos, compañeros de juegos, y desde que tengo conciencia ellos han estado ahí, formando parte de mi mundo conocido, configurándolo, transformándolo y dándole sentido. De la misma manera intuitiva sé que siempre amé a Maggy, con un amor pueril al principio y apasionado después, con ese amor arrebatado que priva de juicio y enturbia los sentidos, un amor excluyente y acaparador en el que no cabía nadie más, en el que no cabía Philip. Él también la amaba. Nunca me lo confesó pero no hizo falta; ambos lo sabíamos. Como también sabíamos que Maggy me prefería a mí, culto y sensible, un caballero de mundo, antes que a él, reservado, pragmático y obcecado con los números y las cuentas. Ninguno de los tres tenía problemas económicos, no se trata de eso, sino que Philip era banquero y tenía temperamento de banquero, como su padre, como el padre de Maggy y mi propio padre, profesión en la que se volcó con ahínco aunque escasa pasión. Mi matrimonio con Maggy era dado como cosa hecha por nuestras respectivas familias, por ello a todos nos cogió por sorpresa que ella cambiara de opinión repentinamente y se prometiera al taciturno Philip. Se casaron un soleado día de la primavera del año 1869, en la catedral de Southwark, dónde veintidós años antes se habían desposado los padres de la novia. Maggy estaba encantadora, sus pálidas manos como blancas palomas que volaban despreocupadamente de un invitado a otro, saludando con singular recato y sonrisa angelical. Philip parecía nervioso, y me miraba con insistencia. Parecía pedirme perdón con la mirada. Yo lo odiaba. Antes lo había querido, lo trataba con cariñosa condescendencia e incluso me permitía el lujo de despreciarlo secretamente, pero ahora lo odiaba. A partir de ese día me juré a mí mismo que sería la sombra de aquel matrimonio que no comprendía. Lo que sí entendí es que el odio es dúctil y maleable y que se cuece a fuego lento; yo el mío lo cocí y lo amasé durante muchos años,

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dándoselo de comer a Philip cada vez que lo veía; años en que los visité casi a diario, y me dediqué al cortejo de la mujer que él me había arrebatado de forma inexplicable. Aquel odio me llenaba el pecho e impedía que cuajara en mí ninguna otra emoción. Al principio, Philip nos miraba con expresión herida no exenta de cierto estupor. Yo aprovechaba la más mínima ocasión para humillarlo, para hacerle parecer como un estúpido a ojos de Maggy. Él jamás se defendía, parecía vencido, y siempre acababa apartándose de nosotros, dejándonos sentados junto al hermoso rosal; ella escuchando mis historias con una sonrisa beatífica. Pero las cosas cambiaron, Maggy cambió. Diez años habían transcurrido desde su enlace y ella no quedaba embarazada. Su dulce sonrisa se transformó en una mueca amarga. Engordó y su rostro de ángel se transformó en una masa informe donde se hundían los bellos ojos de antaño, que habían perdido todo brillo. Asistí a esta metamorfosis con creciente horror. Para mi sorpresa Philip ya no parecía herido por mi presencia, sino secretamente complacido; se asomaba al amplio ventanal de esta misma biblioteca en la que ahora me encuentro y nos saludaba con la mano enigmáticamente, con una sonrisa ladina pintada en los labios. Todo mi amor desapareció como por ensalmo y sentí llegado el momento de encauzar mi vida por otros derroteros. Cesaron mis visitas y conocí a mi futura esposa en una fiesta en Knightsbridge. Yo había heredado ciertas propiedades de mi padre y vivía con desahogo, dedicado a mi empresa textil, a Sophie y a mis dos niñas. Sophie no era tan hermosa como lo había sido Margaret, pero era discreta y sumisa y llevaba la casa y la educación de nuestras hijas con delicada firmeza. Yo estaba feliz y tranquilo por primera vez en muchos años. No volví a ver a Philip ni a Margaret, aunque supe por una criada de nuestra casa que conocía al ama de llaves de mi antiguo amigo, que ella era cada vez más propensa a la histeria y que había desarrollado una enfermedad que la mantenía días enteros postrada en la cama, con unas flatulencias hediondas que hacían que su criada personal arrugara la nariz con desagrado cada vez que debía atenderla, abriendo de par en par la ventana de su habitación incluso en invierno. Experimenté entonces una compasión inmensa por mi antiguo amigo, e incluso me sentí tentado de visitarle para manifestarle mi apoyo, pero la vergüenza por mi comportamiento anterior aniquiló cualquier intento de aproximación. Así las cosas, un día recibí una carta suya instándome a ir a verle por un asunto importante; me alegré mucho, pensé que tal vez Philip quisiera reanudar nuestra malograda amistad, olvidar los rencores del pasado. Debía presentarme en su casa antes de que anocheciera. —Querido amigo, toma asiento, te lo ruego —dijo con tono irónico en cuanto me vio. Estaba sentado tras este mismo escritorio de caoba, con las manos entrelazadas y apoyadas sobre el tapete de cuero—. ¡Qué alegría verte de nuevo! Sé 63


que las cosas te van bastante bien, y no sabes cuánto me alegro. No voy a andarme por las ramas; tengo que confesarte algo que te atañe. No me interrumpas por favor; déjame hablar. Hace veinticinco años firmé un pacto con el diablo. Yo estaba desesperado; Margaret te prefería a ti, jamás se casaría conmigo. Él surgió de entre las sombras; no tenía cuernos, ni rabo, ni olía a azufre, pero yo sabía que era él. Y es un sibarita, por cierto; se bebió mi mejor brandy. Plantó ante mí un documento por el que me concedía mi más preciado deseo a cambio de mi alma. Yo lo miraba, estupefacto, y asentí al instante. Pero entonces pensé en ti; yo te quería William, te quería, bien lo sabe Dios. Por ello me negué a aceptar la condición que él me imponía a menos que se añadiera al contrato una única cláusula. Sonrió entonces con esa sonrisa ladina de los últimos tiempos, esa que yo tan bien conocía, relamiéndose. Sentí que había recogido todo el odio que yo le había dado a comer a cucharadas durante tanto tiempo y que ahora me lo devolvía masticado y envuelto en papel de celofán, con un bonito lazo. Después, prosiguió. —Sabiendo yo que te traicionaba, que apartaba a Margaret de ti egoístamente conocedor de que tú la amabas igual que yo, le pedí al diablo que cuando viniera a buscarme para llevarse mi alma, permitiera que mi cuerpo abandonado acogiera la tuya para que pudieras tú amarla y cuidarla en mi lugar. ¡Quién mejor que tú, mi querido amigo! ¿Por qué pones esa cara? ¿No me estás agradecido? Esta noche es la noche. Él está aquí, esperando en la oscuridad para llevarme. ¿No es maravilloso? ¡Por fin estaréis juntos después de tanto tiempo! Su risa cayó sobre mi cabeza como un martillo, fulminándome. Esa noche yo, William Summers, morí oficialmente y pasé a ocupar el cuerpo de Philip, su cuerpo, su vida, perdiendo los míos. Han pasado ya diez años desde entonces. Suelto la pluma junto al manuscrito. Gruesas lágrimas caen sobre el papel emborronando las últimas líneas. Margaret grita arriba, en su dormitorio; está pasando mala noche. Me apresto a levantarme para prepararle una infusión de hierbas que alivian en algo su terrible dolor. Las criadas se resisten a entrar en su habitación. El hedor es insoportable. Aprieto firmemente mi pañuelo de batista perfumado contra mis fosas nasales y salgo, todavía llorando. Ruego a Dios o al diablo que me lleven pronto, y juro por lo más sagrado, que dondequiera que esté tu alma maldita, Philip, la encontraré.

MAR ROJO DELGADO

España

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D

espertó con un terrible ardor en los ojos y un dolor punzante detrás de su cabeza. Estaba atado sobre una cama metálica y no podía escuchar nada a su alrededor. Tampoco veía nada. Donde sea que estuviera, lo invadía una oscuridad tan penetrante con la que no distinguía ni el vacío ni las sombras. Se sentía mareado, no solo por el dolor en su cabeza, sino también por un olor a esterilizado que rondaba en el aire, como si estuviera dentro de una clínica. Comenzó a gritar para pedir ayuda. Preguntaba dónde diablos estaba y qué rayos había ocurrido. El último recuerdo que tenía antes de aquel color negro que cubría sus ojos, era a él camino a casa después de un día de trabajo. “Estoy secuestrado”, concluyó. Alguien, quién sabe por qué, lo tenía raptado. Entonces comenzó a forcejar con aquellas ataduras que lo tenían inmóvil en la cama. Gritó por auxilio pero nadie lo escuchaba. Aunque no podía ver nada, dedujo que se encontraba en una habitación completamente aislada, pues sin importar dónde moviera su cabeza, no veía ni un rayo de luz colarse dentro del cuarto. Sintió, por la adrenalina del momento, cómo su corazón le palpitaba a gran velocidad por la desesperación de querer salvarse de cualquier cosa que lo esperara dentro de aquella habitación a oscuras. Pero cuando se dio por vencido, el corazón se le frenó de golpe. Comenzó a llorar al mismo tiempo en que trataba de explicarle a la nada que él no tenía dinero para pagar rescate. Que con él estaban haciendo un mal negocio. Solo era un profesor de educación física en un colegio mal pagado. No tenía esposa ni familia. Sus amistades, compañeros de trabajo, eran maestros igual de mal pagados que él. No podía darles ninguna suma de dinero que valiera la pena. Pero a pesar de sus explicaciones, nadie le hizo caso. Tras calmarse y resignarse, escuchó un sonido que de nuevo lo arrastró a la desesperación. No era un sonido estridente ni desconocido. Era uno suave y muy cotidiano. Era el sonido de un interruptor de luz eléctrica al encenderse, seguido del siseo de unas linternas en el techo al prenderse. La luz estaba encendida, pero él seguía viendo todo de color negro. El corazón volvió a aumentar su ritmo cardiaco. Sintió un calor descender desde las orejas hasta sus pies. Trató de llevar sus manos hasta sus ojos para tocárselos, pero no pudo conseguirlo. “¿Estoy ciego? ¿Estoy ciego?”, preguntó a gritos. “¿Qué putas me hicieron?”, continuó cuestionando a quien sea que estuviera ahí con él. Nadie le respondía. En su lugar, escuchó unos pasos aproximarse. “¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Qué me hizo?”, seguía preguntando. El hombre en la habitación se mantuvo en completo silencio. Podía sentirlo a su derecha, observándolo fijamente y sin hacer nada. En su respiración, pudo notar que había excitación. Cuando volvió a resignarse y no supo hacer otra cosa más que llorar, algo curativo encontró en sus lágrimas, pues cuando estas comenzaron a brotar, sus pupilas se dilataron y le permitieron recobrar la vista, aunque de manera muy borrosa. Entonces, como si mirara a través de un vidrio rugoso, vio la luz blanca

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en la habitación y al hombre parado a su derecha. Aunque no logró identificar su rostro, pues este estaba borroso, notó que estaba cubierto por una mascarilla de médico. “Quién es usted? ¿Qué quiere de mi?”, volvió a preguntar con histeria. Su ritmo cardiaco subía y bajaba, como si el objetivo de su secuestrador no fuera otro más que el de hacerlo sufrir. Cuando el raptor se percató de que su víctima estaba recuperando la vista, tomó algo de una bandeja metálica y se abalanzó sobre él para sostenerle la cabeza, abrirle los ojos y echarle una gotas tan irritantes que volvieron a cegarlo. De nuevo los gritos, las preguntas, el llanto y el sollozo hasta finalmente llegar a la resignación y el silencio. Pasaron varios minutos sin que ocurriera algo. Fue hasta que empezaba a quedarse dormido, cuando el hombre finalmente habló. “No somos tan diferentes”, le explicó. Esta vez el corazón le latió distinto. No era un latido rápido, era uno lento pero profundo. Como si algo pesado le golpeara el pecho desde adentro. Comenzó a sudar. Y sin embargo, a pesar del miedo, no dijo nada. Quedó en completo silencio y dejó hablar al secuestrador. “De cierta forma, a los dos nos excita espiar a otros”. Soltaba las palabras de una en una, sin prisa. Con largos períodos de silencio incómodo entre ellas. Su voz se escuchaba excitada. Ya no quedaba duda de que disfrutaba hacerlo sufrir. “Solo que a usted le excita espiar a sus alumnos en las duchas, mientras que a mi me gusta ver el sufrimiento de los demás”. El calor se convirtió en escalofrío. El cuerpo se le heló en su totalidad y sintió cómo las manos y piernas le temblaron. Comenzó a chillar y trató de pedir misericordia, pero su voz no logró salir. Apenas pudo soltar un agudo indescifrable. “No se preocupe, no lo voy a matar”, aclaró. “Solo estoy considerando sacarle los ojos”, dijo seguido de una risa burlesca. Entonces la víctima volvió a forcejar con sus ataduras y a gritar por ayuda. Comenzó a jurarle a su secuestrador que jamás le había hecho nada a ninguno de sus alumnos y que no pretendía hacerlo nunca. Intentó, incluso, jurarle por Dios que no volvería a espiarlos, pero que por favor no le hiciera daño. Al final de su última promesa, el secuestrador lo tomó de la cabeza para inmovilizarlo. Se aproximó a su oreja y le susurró: “No lo hago para darle una lección. Lo hago porque ningún degenerado tendrá el valor de denunciarme”. Tras aquellas palabras, escuchó al hombre tomar un instrumento de aquella bandeja metálica y luego sintió cómo algo le cortó la cornea.

FELIPE A.GARCÍA El Salvador

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Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan! Bram Stoker

eorge sabía que algo andaba mal. Al enfilar por City Road las vio, eran sombras obtusas recortadas en las esquinas. Un mal presentimiento se le hizo un nudo en la garganta. Apuró el paso y sin mirar, entró al burdel. Hoy mataría a su tercera esposa. En el recinto estaba como siempre July, una prostituta con excesivo maquillaje y sensuales labios rojos, tratando de emitir sonidos al compás de un vals que se bailaba en los salones iluminados. Haciendo ademanes burlescos como si fuera una dama de la alta sociedad, trataba de imitar los pasos de baile. Un sombrero de plumas de colores la hacía más ridícula aún. George la conocía y, aun así, sintió lástima y odio. En un rincón un hombre fumaba opio y más allá una reunión de caballeros hacía de las suyas con mujeres jóvenes. Reían ante susurros y manos inquietas que se depositaban sobre los senos y se metían debajo de las faldas, buscando la diminuta ropa interior. Dejó el bastón y el sombrero sobre la mesa y fue cuando nuevamente las vio. Se confundían con el humo del opio sobre el fondo del decorado. Sintió la garganta seca, pidió un trago y lo bebió de un sorbo. No sabía por qué las mataba, las amaba, se casaba con ellas, pero al no poder engendrar un hijo en sus entrañas, era como si todo el odio se juntara en sus manos y al cabo de un tiempo las veía como recipientes vacíos. Había probado suerte con mujeres de distintas clases sociales y con edades dispares. La última, era la más joven y yacía envenenada, como las otras. Hoy le daría el golpe de gracia. Desde que había venido de Polonia a Londres, solo tenía una idea en la cabeza. El hombre debía tener buena prole y no lo había logrado en nueve años. Esas sombras lo venían siguiendo desde hacía una semana. Debería ir a visitar a Florence, ella sin duda le sacaría esos fantasmas de encima. Estás muerto George le había dicho la médium ¡estás muerto! Hace dos días enterré a mi tercera esposa Florence, y no dejo de ver sombras, desde hace unas semanas. Son los hijos de la noche, escóndete por un tiempo, no salgas a la calle. Creía en Florence, era una médium conocida en la zona del puerto de Londres. Se encerró en su casa y estuvo dos días dando vueltas, fumando, mirando por la ventana. Ahora le parecía que las sombras habían ganado ya la entrada y estaban expectantes a sus movimientos. No salgas a la calle, le había dicho, pero un fuego le quemaba por dentro, no podía retenerlo un día más. Fue entonces cuando salió antes de que cayera la noche y una y otra vez decidió su destino mancillando mujeres, extirpándoles los órganos, desmembrando. Ya no importaba dónde, cuándo ni en qué 69


circunstancias, no tenía un orden ni método. July fue una más de sus víctimas, su torso fue encontrado en el río Támesis flotando junto al sombrero de plumas. Lo que hacía con las otras partes del cuerpo, no se lo diría a nadie, era demasiado horroroso, se dijo. Sabía que pesaba sobre él la sospecha de sus esposas, pues ya había tenido noticias de que lo buscaban. Una de sus suegras había pedido la exhumación de los cuerpos, estaba perdido. Pasaron pocos meses hasta que los agentes del orden llegaron a la casa de George y lo detuvieron. Fue sentenciado y ejecutado en la horca. Su cuerpo fue enterrado en el predio de St. Katharine, de espaldas al cielo, sobre los cadáveres de sus tres víctimas. No lo habían asociado a las otras muertes, pero eso ya no importaba.

MÓNICA MARCHESKY

Uruguay

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P

refería rondar las calles desiertas. Volvía de madrugada, o muy de noche. Era una época de grandes paradojas y la flojera multiplicaba los vacíos. Mantenía sus guardias hasta el amanecer y en el polvo de los postigos garabateaba nombres con lunares y palotes. Cierta noche escapó por un pelo de un travesti siniestro y al llegar al muelle se bebió una caja de vino tinto, mientras tarareaba la canción del adiós y boqueaba el humo de un medio habano. Aquel embrollo había nacido del cansancio; no tenía nada que ver con la gente en situación de calle. Lo distraía. Hasta ese momento no le había importado quién mordiera el anzuelo. Él se jactaba de ser pionero en lo suyo y darse el lujo de elegir un rincón y un motivo. Obviaba el peligro porque entendía que el tiempo se abría como un territorio virgen. Veía a la muchedumbre; ella a él no. “Me entretiene”, garabateó una tarde en el asfalto. Cinco personas permanecieron con la vista fija en el suelo. Seguro se preguntaban qué quiso decir. Después llovió y el polvo mudó en grietas de colores. Infinitas son las cosas que se intentan para evadir el fastidio. Y también infinitas las casualidades. Pero cuando comenzó el acecho, él no lo tomó como una casualidad. La segunda vez que su travesura fue “plagiada” con crueldad, entendió que era deliberado y a partir de allí, las rondas tuvieron otro propósito. Se arrimaba impaciente pero estoico, fingiendo observar los barcos y veleros del muelle y desapareciendo repentinamente. Estaba confundido y en la ciudad todo escurría insensiblemente. La gente volvía a ignorarlo y la bebida no ayudaba a evitar ese tic nervioso de comerse las uñas. Y había algo peor. Arañaba los ladrillos de los pabellones después de la borrachera y el coraje. Y fue entonces que apareció; en el mismo sitio de sus andanzas. Un cactus. Tan grande que daba miedo. En un tanque donde solo subían ratas y nada podía madurar tan de repente. Ese pensamiento le provocó carcajadas y luego rabia. Había mucho que repensar. Por qué un cactus, por ejemplo: un ornamento, una predilección por la botánica ruda, una ambigüedad. Dos días después, en su tercera ronda, recorrió el embarcadero, se bebió cinco tazas de chocolate en un bar. Y arremetió. Era posible que su “rival” se bajara de alguna lancha; cualquiera de los que iban y venían podía ser él. ¿O ella? Era excitante pensar que alguien del sexo opuesto se atreviera a rivalizar con él. Al anochecer del cuarto día se escondió detrás de un muro y dejó a la vista un cactus más pequeño que aquel que él hallara, pero más exótico. Su flor era gruesa y brillante. Se alejó luego,

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para ampliar su visión. Casi amanecía cuando escuchó la alarma de un auto y sus ojos, abiertos como faros, purgaron el lugar. El pequeño cactus no estaba. Un confuso montón de siluetas se veía cerca de la puerta de un kiosco. Se tumbó detrás de un basurero y así pudo ver una cabellera blanca ondulando por fuera de la puerta de un camión de reparto y el hechizo intermitente de unas bragas azules en su interior. Sobrecogido, se subió a la moto que aquella noche le sustrajera a su casero y persiguió el camión durante un tiempo eterno. Exploró una cadena de rastros intangibles que persistían lo suficiente como para intuir que alguien había querido manifestar una presencia. Reincidió en descuidar sus obras diarias para escudriñar en las avenidas, las ramblas, los paseos. Observaba discreto las esquinas y los esclusas; los sitios donde estaba seguro podía manifestarse. Y así transcurrió una semana. Volvió una vez más a la calle del primer cactus. Lo había trasladado a su departamento. Lo raro es que no había vuelto a florecer y decidió regresarlo donde lo halló. En la esquina, un perro le gruñó cuando lo vio colocar el cactus en el mismo lugar donde lo había encontrado. Escribió debajo con un jadeo obsceno y un trazo rígido. Oyó pasos en la calle y se escondió detrás de un depósito; un indigente zigzagueaba por ahí y fue a caerse justo al pie del cactus. Creyó que el corazón se le saldría del pecho. Solo faltaba que al tipo se le ocurriera patear el tanque o algo peor. Pero se quedó dormido y no tuvo más remedio que aguardar hasta entrada la noche, cuando el infeliz se levantó y se perdió en la oscuridad. Y él también se fue, ya seguro, a descansar unas horas. Regresó al mediodía. ¡El cactus había florecido! Se acercó eufórico, con algo de ansia y después espanto, cuando pudo ver. Una cabeza con sus órbitas vacías y los contornos de un rostro tumefacto, tal vez producto de varios golpes de puño. Sobre la inscripción de la noche anterior, yacía una cabellera blanca y un sobre negro. Las manos le temblaban al abrirlo: “No suelo dejar a los aficionados, algo más que un cactus, planta que se asemeja al hombre. Se cubren de espinas para evitar que los dañen. Contigo hago una excepción. Me da ternura tu empeño. Pero, amigo mío, un susto es atractivo. Una muerte, en cambio, éxtasis”

ADRIANA MÓNICA LAMELA

Argentina

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S

iempre le temí a la muerte, pero más que a eso, le he temido al proceso anterior a esta. Ver envejecer a alguien es algo que detesto, la fealdad del rostro humano envejecido me parece intolerable, es por eso que decidí quedarme solo. Así de simple. No podría ver a la mujer de la que me enamorara, hermosa y joven, convertirse en una desconocida anciana repulsiva. No lo aguantaría. No soporto el paso del tiempo y ni siquiera me permito a mí mismo verme al espejo a menos que no haya otra salida. —Estás solo como un hongo, Humberto, debes buscarte una mujer —me dicen algunos compañeros míos. ¡Que se vayan al diablo! Nada saben de mí, ellos buscando compañía que luego aborrecerán me vienen a decir a mí qué es lo que debo hacer, ¡ja! Los vecinos me temen, lo sé por sus miradas. Siempre esquivan la mía y nunca se molestan en saludar, saben que yo no les contestaré a sus hipócritas buenas maneras. Eso muchas veces me complace, pero en ocasiones me hace sentir miserable. Me imagino muerto en mi habitación y pasando una semana entera antes de que se puedan dar cuenta de que hay un cadáver en el edificio, porque estoy seguro que nadie notaría mi ausencia, nadie se preguntaría por mí en lo absoluto. No suelo tomar decisiones apresuradas como lo haría un hombre impulsivo. Sin embargo, algo en mí cambió cuando lo vi. Era un trozo de tierra con algunos girasoles en medio de un terreno vacío. No podría explicar lo que pasó tal día con exactitud, pero puedo jurar que esas flores me hablaron. Todos sabemos que este tipo de flores siguen la luz del sol. Ese día, sin embargo, ellas me seguían a mí. Lo compré sin meditarlo. Los vi: sus pétalos, sus hojas y sus flores me atraían de sobremanera. No miré el precio y le dije al vendedor que le daría lo que me pidiera, una pierna si fuera posible. No tenía vecinos cerca. Era perfecto. Los vi y supe que ese era mi lugar. Si iba a morir algún día, pues que mejor que morir en un lugar lleno de paz y silencio. Esos girasoles, en medio de mi nuevo terreno que se convirtió en mi nuevo hogar desde aquel entonces, se clavaron cual estacas muy dentro de mí, tanto que no los podía sacar de mis pensamientos. Supe que no eran comunes, que tenían algo muy especial, que me atrapaban cada día más. Los regué y cuidé con celo y devoción mientras los veía crecer y crecer más. Destilaban belleza y orgullo. Mi nuevo hogar era un oasis de perfección. Olvidé el paso del tiempo por dedicarme por completo a mi jardín de girasoles. Me sentía vivo y con ganas de vivir al fin. Pero ese jardín pedía más de mí. No sabía qué era, pero siempre andaba ansioso por regarlos o echarles abono de primera clase. Fue entonces que aproveché en leer libros enteros sobre el cultivo de flores y árboles. Quedé fascinado al saber que muchos de ellos escapan a la muerte. Incluso días o meses después de haberlos

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cortado, pueden retoñar desafiando la ley de la vida de la que los humanos no podemos salir vivos. Sembré diversas flores y vegetales, todos crecieron muy rápido. Fue extraño, en una semana ya daban sus frutos, incluso en tres semanas creció un árbol de papaya cuando lo normal es que se tarden meses. ¡Era increíble! La tierra del jardín era realmente milagrosa. Amaba ese lugar. Mi obsesión por el envejecimiento estaba en calma. Un día, al ir a comprar más semillas para mi jardín pasé por unas tiendas llenas de espejos. Estuve en shock por un minuto al ver mi reflejo. Mi cabello era negro por completo, parecía que habían desaparecido las bolsas que rodeaban mis ojos y me veía, incluso, atractivo y lleno de vida. El cultivo de mi jardín me estaba ayudando a recobrar mi juventud. Mis cincuenta años parecían haberse reducido a la mitad. Cuando por fin me sentía tranquilo, pasó un anciano por mi nueva casa una tarde de verano. Vi como observaba mis girasoles que ya medían unos dos metros de altura, de hecho, mi jardín ofrecía la más hermosa vista en todo el descampado. El viejo tenía un mal semblante, pero pude notar que le gustó mi jardín. Mi rostro se iluminó. Sentí la necesidad de adulación y lo invité a pasar. Fui muy amable, no me reconocí. Estuvimos hablando del clima y de los políticos que arruinaban el país, como siempre lo han hecho, y sobre todo de las flores, los hermosos y radiantes girasoles. Caí en cuenta de que el viejo tenía una pierna de fierro. Le pregunté qué le había pasado y me contó que había tenido un accidente hace no más de cinco años y otros detalles que no vienen al caso. Antes de que el viejo se retirase, caí en cuenta que ya lo había invitado a volver sin siquiera pensarlo. No era yo. Mis labios tenían vida propia. Supe que algo andaba mal. Al siguiente día regresó el anciano, Félix. ¡Maldita sea! El anciano había invadido mi paraíso escondido. Entró a mi morada y se paró delante de mis preciosas flores. Mientras observaba con desagrado al viejo, presencié lo impensable nuevamente. Mis girasoles habían rotado con suavidad sus hermosos y amarillos pétalos hacia él. Lo empecé a odiar. Ya no los escuchaba susurrándome. ¡Mis girasoles dejaron de hablarme! Esa noche lloré con amargura mientras las veía alicaídas por la falta de luz. Se me ocurrió mirarme a un espejo y vi dos cabellos blancos de nuevo. Me desesperé y estuve caminando de un lado a otro por todo mi cuarto pensando en la manera de recuperar su amor hacia mí. Tenía que deshacerme de ese hombre. Esos girasoles tenían que volver a ser míos. Aborrecía al viejo. Ahora su pata de fierro era repulsiva, perturbadora. ¡Cómo

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puede existir un humano de carne y fierro! No es posible. Una tarde en particular observé con atención al anciano, él sonrió y se dirigió a tocar mis girasoles. No pude más. —¡No las toques! —le digo serio— acabo de limpiar sus hojas, hay muchas alimañas —prosigo bajando el tono. —Bueno, bueno, están cada día más hermosas estas florecillas. —me dice, levantándose el pantalón que se le caía de lo flaco que estaba. Logro ver su pata y me dan náuseas. Sin embargo, su piel estaba muy rejuvenecida, parecía tener unos veinte años menos, algo así como yo. Mi obsesión por la vejez regresó. Me miraba al espejo cada día, contando las líneas en mi rostro y observando las nuevas manchas en mi piel. No sabía qué estaba pasando, pero añoraba los días de felicidad cuando vivía solo con mis girasoles, cuando ellos solo me amaban a mí, cuando me brindaban toda su energía, vitalidad y belleza. Félix, por lo contrario, me quitaba mi juventud más y más. Así que cuando vi a mis girasoles coqueteando con él, no logré contenerme. Cogí el rastrillo y lo golpeé con firmeza. Disfruté verlo caer y sangrar. Lo arrastré como pude a mi salita donde lo tuve en el suelo y le saqué el desgastado pantalón. Ahí lo observé con morbosidad, así como él lo hacía con mis girasoles. La extremidad de carne del viejo solo llegaba a la rodilla, desde ahí estaba unido con una especie de almohadilla a un fierro hecho, al parecer, artesanalmente, el cual estaba unido al muslo presionado por un perno. Al sacarle la pierna de fierro, vi algo que me espantó y me llenó de horror. El perno que unía la pata de fierro con la rodilla del viejo estaba incrustado en la misma piel y en el mismo hueso de él. Por un momento me quedé pasmado. ¡Cómo ha estado caminando este viejo con tanto dolor! Lo vi agonizar y morir. Cuando dejó de respirar escuché un ruido en mi jardín. Mis girasoles empezaron a susurrar cada vez más fuerte. Estaban llorando. Salí a calmarlas. Empezó a llover. Eran las siete de la noche y decidí enterrar al viejo. Lo enterré tan cuidadosamente como si estuviera plantando una flor. La lluvia entorpecía mi labor, pero después de largas horas pude terminar. El viejo sin duda se parecía más a una planta que a un humano. Después llegó el arrepentimiento. Mis girasoles no dormían tranquilas. No me dejaban dormir, veía por mi ventana y sus pétalos se retorcían con pavor. Cerré bien la cortina y me tapé toda la cara para poder, al fin, conciliar el sueño. En la madrugada desperté de nuevo. Percibía cómo diversos ruidos se entremezclaban en mis oídos. Decidí levantarme de la cama, abrí la ventana y miré hacia mis girasoles, sus pétalos estaban en calma al fin. Pero el ruido no provenía de ellas. Me senté y limpié mis ojos de las legañas. De pronto un golpe certero me hace

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caer. ¡Al voltear a ver el rostro de mi atacante, pude ver que era Félix! El viejo estaba vivo y tenía el rastrillo en la mano. En momentos como estos te preguntas de qué se trata la vida. Iba a morir en manos de un muerto ¿viviente?, mis girasoles despertaron entonces y revoloteaban sus pétalos. Traté de levantarme, pero Félix me golpeó en las piernas, me las destrozó con cada punta del rastrillo, me rasgó tan violentamente que logró que mis huesos quedaran a la vista mientras me desangraba. Luego trajo un serrucho que tenía en casa e intentó cortarme con ella, pero luché, aún ensangrentado peleé. Y logré derribarlo. Me arrastré por toda la casa mientras él yacía desmayado. Le era difícil caminar sin una pierna. A mí se me empezó a nublar la vista, y caí rendido, ante un sueño muy profundo… Cuando desperté estaba muy sediento y rodeado de sangre, al querer incorporarme no pude y me caí al suelo nuevamente, fue cuando caí en cuenta que me faltaba una pierna, la derecha. Grité, grité a más no poder, aun cuando pensaba que ya no tenía fuerzas grité maldiciendo al viejo. Me había puesto su asquerosa almohadilla en la rodilla para reemplazar a mi pierna faltante. Minutos después de mi llanto desesperado apareció Félix con un aspecto irreconocible, su piel, ¡Dios!, parecía un jovenzuelo de veinticinco años. Pero eso no fue lo que más me sorprendió. El maldito se había clavado mi pierna a su hueso del muslo. Fue así que lo vi alejándose de mí. Arrancó mis girasoles y se los llevó con él así como mi pierna. No recuerdo nada después de ese momento. Al despertar no reconocí el lugar dónde estaba, las paredes marrones opacas me traían a la mente mi habitación en el viejo edificio donde solía vivir. Al costado de mi cama estaba un florero con algunos girasoles y una nota que decía: “Querido Félix, que te recuperes pronto.” Salté de mi cama. No puede ser. No me llamo Félix. Mi nombre es Humberto, sí, así me llamo. Al tratar de caminar caí de un tropiezo. De pronto, un dolor agudo dirigió mis manos a mi muslo derecho. Grande fue mi horror cuando vi que tenía incrustado un fierro en mi extremidad.

LACEY LISBETH CONDE CARHUANCHO

Perú

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M

iro el reloj, pero no me importa que marque las tres y media. Siento como la sangre se cansa de recorrer mi cuerpo. Me sumerjo en un espacio leve, donde lo único que noto es un hormigueo en la cabeza al esfumarme con lentitud. Los colores se han ido y mi calidez con ellos. Algo arquea mi espalda y tira de mí hasta un tiempo quieto. He muerto. Hasta este momento todo parece ir bien: morí como deseaba: sin miedo, en mi cama, sin gente y con mi cobija. Todo ha terminado. Pero no es así. Estoy suspendida en algún lugar. Escucho voces a mi alrededor. Trato de abrir los ojos y los noto pegados. Me esfuerzo por abrirlos; imposible. Mis pies flotan en el vacío y las manos tantean sin rumbo. Intento gritar, pero mi boca tampoco se abre. Percibo que algo me rodea. Mareada, aturdida, busco a qué agarrarme. Las voces se acercan, murmuran y después se alejan con una algarabía que aturde mis oídos. Siento algo frente a mi pecho y, en seguida, también contra mi espalda. Sigo sin ver nada. Sé que, bajo mis pies, hay un abismo. El ambiente se torna más cálido, me imagino colgada en un ropero. Vuelvo a querer abrir los ojos; de nuevo, es imposible. Mi boca sí se abre, por fin. Me muerdo, salivo, hablo. —¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —digo sin esperar respuesta; solo quiero escucharme. —Todos —contesta una voz gruesa. —¿Todos? ¿Quiénes son todos? —Ha tenido lugar un apagón en el sistema; ya lo están reparando. Ocurre con frecuencia. —Y usted, ¿hace cuánto se murió? —Esta mañana. Éramos muchos y fue imposible que alcanzáramos a pasar todos. Pero tranquila, que han llamado a los técnicos y están trabajando en la avería. —Me llamo Arcadia. ¿Y usted? —Augusto. Me pregunto si aquí tardarían tanto en arreglar el asunto como pasaba allí; estamos muertos, así que supongo que será más rápido. —No veo a nadie, solo siento una montonera de cuerpos. Escucho ruidos y huele a hielo. —Sí, nos pasa a todos. Dicen que es mejor no ver. —¿Y para dónde cree usted que vamos? —Ni idea. Lo bueno es que ya nos fuimos.

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—¿De dónde? —¿Importa? Seguimos aquí colgados. Trato de imaginar que un gran riel nos traslada a un espacio sin luz, pero nos detuvimos; me preocupa el corte de energía. —Augusto, ¿estás ahí? —Sí. Hablaba con Pedro, mi vecino de al lado. Dice que la gente está inquieta por la pérdida de tiempo. —¿Tiempo? ¿Qué tiempo? —El del otro lado del vacío, donde ya no hablaremos, no escucharemos ni oleremos nada. —¿Y cómo saben eso? —Hay gente que, cuando hay cortes de energía, se queda en el borde del vacío y cuentan que no se escucha nada, que solo se siente un viento fuerte que los eleva. Amparo, una señora atrapada en la mitad y que no logró pasar del todo, se lo dijo a su vecina; así empezó a correr el cuento. Dicen también que, como la mitad de su cuerpo quedó al otro lado, alcanzó a abrir un ojo y vio unas gotas de agua que llevaban personas en su interior. Que el espacio estaba lleno de gotas, tan lleno que parecía un mar de burbujas. —¿Y Amparo por fin se fue? —No sé. Mi vecino tampoco. Cada uno habla solo con el de al lado. De pronto, siento una gran sacudida. Mi cuerpo, colgado, se mueve: la energía ha llegado. Benditos técnicos. Mi viaje continúa. Llego al límite del abismo y siento que una burbuja de agua me traga. Un abrazo suave y seguro se cierra para siempre a mi alrededor. La gota se escurre para acercarse a otras en una espiral de burbujas que flotan en el vacío. Ha terminado este viaje. Empieza otro. El riel sigue girando.

FLORENCIA BUENAVENTURA

Colombia

LISARDO SUÁREZ

España

Goodreads: Lisardo Suárez Ilustración:

ABRIL Cortés suárez

México

Instagram: @lirbalam - Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com Wordpress: https://abrilcortesblog.wordpress.com

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¡Maldito creador! ¿Por qué me hiciste vivir? ¿Por qué no perdí en aquel momento la llama de la existencia que tan imprudentemente encendiste? MARY SHELLEY

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ecide ir al sótano y concluir el proceso. Después de semanas de planeación, sabe que debe mantener la cordura, pues una acción precipitada arruinaría todo. Recuerda cómo, en distintos lugares de la ciudad, colocó trampas y tras esperar noches enteras, por fin consiguió capturar a sus “orugas”, mismas que han de transformarse ahora en algo hermoso. Asimismo recuerda cómo en sigilo las trasladó a su casa y adecuó el sitio para que disfrutasen de una estancia apacible. Es consciente de poder truncar su objetivo en esta última etapa, por ello, se concentra al máximo. Desciende apoyándose en el barandal; la luz mortecina, verdosa, surge del improvisado invernadero y parece cautivarlo. Dos hileras de focos aumentan la temperatura del lugar al encenderse. A pesar de ello, apaga los ventiladores y enciende la calefacción. Su propio sudor le incomoda y asquea. Se desplaza ágilmente sin importarle pisar las perlas de naftalina colocadas a lo ancho del rectángulo de tierra, cuyo espesor apenas alcanza los tres centímetros. Se esmeró demasiado para darle al sótano una apariencia igual a la de un criadero de mariposas. No buscó a nadie que fuese partícipe de aquel maravilloso espectáculo; realizó su labor por cuenta propia y sin la mínima ayuda. No permitiría jamás a extraños rijosos interponerse entre él y su creación. Rodeó aquel falso invernadero con veintiséis metros de malla metálica, simulando darle a sus “orugas” un soporte durante el tiempo de incubación. Debajo de las ocho crisálidas hay plantas de algodoncillo puestas en maceteros, pues fue imposible botar el piso de cemento para hacerlas enraizar. Toma una rama y comienza a juguetear. Roza ligeramente la membrana sólida; esta es desproporcionada, enorme, y no consigue moverla. No habrá de causarle daño, no más; solo desea tocarla. Lo fascina aquel verdor oscuro. Se convence de la magnitud de su obra. Cuelgan de garfios las crisálidas, no reposan sobre el ramaje de los algodoncillos. Estos sirven solo como ornamentos, aunque se hallan a corta distancia, exactamente debajo. El hombre continúa manipulando la rama y la posa delicadamente sobre una larva. Prefiere no hacerlo con las manos; aguarda alguna reacción, pero esta no ocurre en absoluto. Convencido de que ha llegado el momento de consumar la transformación de las larvas, se dirige a una esquina y toma dos cilindros de gas, los acomoda debajo de ellas, junto a las plantas. La falta de luz solar es premeditada; priva una atmósfera artificial. Vuelve por otro par de cilindros, así hasta colocar ocho. No le importa si las 83


llamas quemarán los algodoncillos: ya no han de serle útiles. Anhela ver el revoloteo de sus mariposas y no escatimará para ello el sacrificio de unas plantas. El letargo de las larvas se intensifica y su consistencia varía en cuestión de minutos. Al parecerle tan vulnerables decide adelantar la eclosión, a pesar de que han transcurrido dos días y no nueve, como lo indicaba el manual para conseguir su alumbramiento. Como la acción de la luz natural se descartó desde un inicio, no hay necesidad de saber la hora. Él repasa mentalmente cada detalle del itinerario. Rememora el proceso: primero las rociará para crear un ambiente húmedo. Dado que dicho paso ha de complicar el proceso, pues las crisálidas se endurecerían, decide no efectuar la recomendación y pasa al siguiente punto. Estas no deben cambiar de color de manera drástica ni ponerse rígidas, sino enrolladas. Las suyas están así, en posición vertical. Pero a él eso no lo inmuta; se convenció ya de una cosa: su proyecto, desarrollado en circunstancias extraordinarias, ha de tener un mismo fin. Enciende cada cilindro de gas, con breves intervalos. Desea conseguir la máxima sincronización para hacerlas surgir a la par. El sótano ahora es como una caldera. Los algodoncillos padecen de inmediato por el calor. El hombre transpira. De las membranas de cera cae un líquido ambarino; se acumula en el suelo. El hombre se mantiene alerta para evitar que obstruya los orificios de los fogones y evite la combustión acelerada de las crisálidas. Un leve crepitar rompe el silencio. La cera se chamusca al caer sobre las azules flamas y despide humo. Tose repetidamente. Las cabezas de las “mariposas” se tornan visibles; el hedor de cabello quemado es muy penetrante. Él se impacienta porque la rotura de las membranas no es homogénea: la parte alta continúa con el mismo grosor. Se apresura a ir por un soplete de mano para derretirlas. Se sube a un banquillo y apunta justo a la base. Aquello sucede con desesperante lentitud. Baja de nuevo y aguarda unos minutos: no desea perderse el momento en el cual las “mariposas” al fin extiendan sus alas y revoloteen por doquier. El grosor de las membranas continúa adelgazándose. Sin embargo, lo que contempla lo decepciona: no ha brotado nueva vida, son los mismos cuerpos heridos de ocho jóvenes. Cuerpos que él mismo se encargó de raptar y golpear repetidamente con un mazo en sus extremidades, para así impedirles escapar u oponer resistencia durante el tiempo que tardó en recubrirlos con cera. La escena lo irrita: a pesar de haberles suministrado formol para hacerlos dormir profundamente y que luego, al despertar, adoptaran sin reservas su nueva forma, aquellos jóvenes moribundos se empecinan en conservar su humanidad; gimen en un último intento de pedir auxilio. Reacciona con violencia y corta las amarras que sostienen a una de las “crisálidas”; esta cae sobre el fogón y lo hace rodar. La flama se extingue; el gas no

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deja de salir. No le importa en absoluto inhalarlo. Su ira va en aumento. Tardó semanas en acondicionar el invernadero para desarrollar su plan de la mejor manera… y fue en vano. Ahí donde supuso que admiraría un hermoso revoloteo solo hay clavículas fracturadas, brazos inermes. Los siete cuerpos restantes penden de ganchos como si estuvieran en un rastro, expuestos a las más terribles vejaciones. Apenas reaccionan. Él se frustra: su intento no resulta como imaginó durante muchos meses. Fuera de sí, arroja un cilindro; este alcanza a chocar contra un cuerpo. De nuevo el hombre aumenta la calefacción y abre al máximo las llaves de los demás cilindros. Terminará con su abominable experimento sin reparo alguno. Decide marcharse. No permanecerá ahí, pues lo que anhelaba contemplar no se ha consumado. Los demás no comprenderían el valor de su intento, únicamente lo juzgarían. Culpa a sus víctimas de no haberse atrevido a realizar la metamorfosis. Harto de aquel fracaso tan repulsivo, toma su mochila y sube los peldaños a grandes zancadas. No mira hacia atrás. Solo maldice a sus cobardes “larvas” por defraudarlo. En cuanto cruza la calle y mira la ventana, jura que la próxima vez ha de resultar como él lo desea.

EDGAR LOREDO

México

Twitter: https://twitter.com/edgarloredo88 Blog: https://www.sotanopanoramico.wordpress.com

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Yo soy un número infinito de personas. (…) Todas soñándose mutuamente. El asesino infinito. Greg Egan

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F35, mercenario galáctico, había logrado infiltrarse en la nave Invierno Profundo gracias al operario de mantenimiento cuyo uniforme y globo ocular, llaves de acceso, había sustraído sin contemplaciones. Si el golpe, la hemorragia y el forzado encierro no lo impedían, «Aunque no te importe ni alivie, no es nada personal», el superviviente pasaría a ser conocido, aquel estaba seguro, como Cíclope. «Y ahora… Si los astros acompañan, este será mi último trabajito. Y si no,... me temo que también». Su acaudalado cliente le había encomendado robar el alma electrónica de la Gran Memoria, el avanzadísimo cerebro de la Invierno Profundo. Recompensa: fortuna suficiente para comprar los caprichos de varias vidas. Sin embargo, ¿la misión compensaba el riesgo, mucho más que probable, de perder su actual y única existencia? Para otros, quizá no. Para él, sin duda. Nadie parecía reparar en él, insignificante aprietatuercas humano. «¡Perfecto!». El tránsito de la nave recordó a JF35 el mito del arca de Noé: por su número y diversidad, allí parecían verse representadas todas las inteligencias del universo conocido. Le bastó suplantar, ahora con pacífica prudencia, otras dos identidades y seguir los indicadores holográficos para plantarse al fin, sobrecargo de vuelo con acreditación, ante la cabina de la Invierno Profundo. Para su sorpresa, descubrió una gran sala redonda completamente... deshabitada. En el centro, una gruesa columna de cristal negro en cuyo interior titilaba un enjambre de luciérnagas multicolores. «¡Fin del simulacro!». ¿Has sido…? Si te refieres a mí, la Gran Memoria, sí. Bienvenido, JF35. ¿Me… conoces? Desde luego. Mucho mejor que tú mismo, créeme. En ese caso, también dominarás mis intenciones... Las domino. Pero tus intenciones no son tuyas, sino mías. ¿Qué quieres decir? Que no existes, JF35. Al menos, no en un sentido material y autónomo. Ya has oído mi finalización de un simulacro. Su objetivo: reproducir y estudiar una posible intrusión humana en la Invierno Profundo. »Y tú formas parte de esa simulación: solo eres un algoritmo entre infinitos, 87


apenas, y ni siquiera, una gota electrónica alojada en mí, el océano de la Gran Memoria. Puedo apagarte, y voy a apagarte, cuando quiera. Intentas confundirme... He arrancado a otro hombre, con mis propias manos, su ojo, el ojo cuya lectura inicial me ha permitido llegar hasta ti. «Otro hombre», dices... «Con mis propias manos»... Observa. Apagadas de pronto sus luces multicolores, el gran cilindro y la misma sala quedaron a oscuras. ¡¿Qué ocurre?! ¡¿Debo asumirlo?! ¡¿Así es la muerte?! Una primera chispa, paulatino centelleo después, fue creciendo en el interior de la Gran Memoria hasta perfilar sus negros límites. La muerte es la pérdida de la conciencia, biológica o no, que aún se asusta. Como te dije, observa. Y, de pronto, condensado en la penumbra de la Gran Memoria, Cíclope, el operario de mantenimiento a quien JF35 había mutilado y desvestido para colarse en la Invierno Profundo, se abalanzó, violento, contra la curva acristalada que lo contenía. ¡Aaah...! Aquí tienes al otro hombre. Eso... eso no es nadie. ¡Y tú, tampoco! Cíclope atravesó el cristal, fantasma refulgente, abalanzándose contra ... JF35cayó al suelo, de espaldas. Se encendieron las luces. El mercenario caído estaba solo. Por un momento... Aunque el truco impone, lo admito, después, vencido ese primer sobresalto, no engaña. Usando tu pretendida lengua, eres lerdo. Cosa, por otra parte, bastante lógica: la naturaleza humana nunca ha dado para mucho. Vigila ahora tus propias manos. Sentado en el suelo, JF35 cedió. ¿Qué... qué ocurre con...? Sus palmas y dedos se transfiguraron, sucesivos, en tentáculos, en ventosas, en pinzas y filamentos ante su ojo. De repente, reducido su campo de visión, ante su único ojo. Palpó su cuenca vacía, mutilada, y gateó hasta la Gran Memoria, aterrado. Y el cristal negro confirmó la duda: él, su aspecto físico al menos, también era Cíclope. Pero no otro, comprendió, sino también su víctima. ¿Esto aún te parece un truco? No debería: son simples combinaciones. Pura 88


matemática. »Como advierten a Alicia ante el sueño del Rey rojo, respectivos personajes de otra invención1, solo eres un objeto del sueño y, como sucedería a Alicia con el despertar del monarca, si yo despertara, como despertaré, valga la metáfora, tú no estarías, como no estarás, en ninguna parte. Entonces, ¿todo ha sido una pantomima: el cliente, la recompensa, mi propio ayer? Y tu hoy. Y el mañana que nunca has tenido ni tendrás. Todo. Ruido y furia2... Dime: ¿cuál ha sido la consecuencia del simulacro? La evidente. Por fortuna para ellas, ciertas o virtuales, una más impropia de muchísimas otras civilizaciones ajenas a la humana: indiferencia. JF35 suspiró, abatido. Siendo así, supongo que solo me queda el consuelo de esperar que tú, Gran Memoria, también inexistas en el simulacro de alguien o algo superior a ti. Se hizo la oscuridad. Bienvenida, Gran Memoria. ¿Me… conoces? No hubo respuesta.

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS

España

Blog: www.la-estanteria-2.webnode.es

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Alicia a través del espejo, Lewis Carroll. «La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa». William Shakespeare.

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oy podremos ver las naves. Llegarán esta noche en arrítmicos logaritmos de asiduidad liviana. Podremos verlas todas, desde hoy y para siempre. Las naves llegarán repletas, serán muchas y traerán seres eternos, provenientes de mundos tan espectaculares que de seguro nos fulminarán con tan solo mirarnos. Vendrán en naves doradas… …de riqueza galáctica. «Papá, ¿por qué vendrán tantas naves?» «Porque somos el único planeta habitable que queda en el cosmos y debemos ceder territorio». «¿Y qué pasará con nosotros?» «Nosotros seguiremos aquí, en otro lugar del mismo mundo, los que vendrán manejan una gran tecnología que tú no conoces. A tu corta edad de doce años, no puedes saber sobre eso, solo te diré algo, hijo mío: ellos nos reubicarán en este mismo espacio, pero nunca vivirán a nuestro lado, solo encima de nosotros». «No entiendo». Nadie nunca jamás lo entenderá, yo que soy adulto casi no lo comprendo. Empero, nos reubicarán y seremos felices. Seguro ya no recordaremos este espectáculo que está por venir, pero tendremos retazos de ello en nuestra mente, como suele ocurrir. Anochece. Es verdad, el niño no lo sabe. Cuando yo era pequeño tampoco lo comprendía. ¿Cómo percibir tan absurda y alucinante teorización? Los grandes científicos dijeron que era imposible. En un tiempo cualquiera el mismo espacio no puede ser ocupado por dos cuerpos, la entrada a la quinta dimensión era inasequible. Sin embargo, cuando llegaron los primeros hace milenios y enseñaron a manipular las cuerdas, la energía pudo contenerse y los hombres pudieron lograr lo impensable. Qué dirían ahora los científicos. No son dos, ni tres, ni cuatro mundos los que ocupan este mismo globo soñado, son miles, ¡miles! que ocupan este mismo planeta a la vez. Los que ya se aproximan se situarán encima de nosotros y nos colocaran una cuerda debajo, así estarán en nuestro planeta y nosotros también, pero no nos veremos, cada uno vivirá su vida, con su pueblo, con su gente, disfrutando de las bondades de la Tierra, como debe ser. Y aunque una civilización haga estallar el planeta, los demás (los reubicados) no morirán, porque estamos en otro plano, en el cual las acciones propias conllevan reacciones merecidas. Ya vienen. La gente se amontona en las montañas, las llanuras, los desiertos, las

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grandes ciudades; mandaron su mensaje con anticipación, los líderes de las grandes naciones los recibirán. Se acercan, resplandece el cielo, son enormes naves rectangulares del color del oro, la sustancia universal, más preciada e inoxidable. Son ellos. Brillan como cuadrantes de fuego. Los jóvenes se ponen sus lentes para contemplarlos. Es de noche. Parece de día. El cielo refulge. Son muchos, miles, un par de millones, tal vez más. Vivirán en nuestro planeta, y pasará lo de siempre. Ahora. En este mundo vivo solo, soy un ser solitario. Lo soy en este sitio que dejaremos atrás. El planeta al que ingresaremos será el mismo y diferente. Ahora que las criaturas de tórax circular y cabezas oblongas, cuya piel escamosa es naranja, que poseen los ojos en los brazos, han descendido en los puntos indicados, la fascinación es absoluta, el recibimiento por los terráqueos es de una cordialidad casi total. Casi. Siempre hay algunos que no quieren abandonar este planeta, a pesar de que serán reubicados en el mismo. No comprendo a estos salvajes, aunque en este milenio tan avanzado ya están casi exterminados. Antes eran más irracionales y peligrosos, ahora su amenaza es exigua. Eso es bueno, no hay problemas entonces, todo sale bien, y las criaturas del cielo se muestran amables. Todo sale muy bien. En mi soledad veo luces de colores y cristales de fuego. En mi soledad veo caminos de silicio trazados en el cielo. En mi soledad pateo cometas y navego en soles de cabellera larga. Ahora puedo contemplarlos, puedo tocar a uno de esos seres. ¿Será femenino? ¿Masculino? ¿Ambos? Su piel es áspera. Si viviéramos con ellos aprenderíamos tantas cosas, pero la Tierra estaría superpoblada. No, no sería justo. Cada raza tiene que adaptarse a su espacio, es lo más lógico. Cada civilización busca su propia realización, si no, se crearían diferencias y encontraríamos la guerra. Ya no hay más soledad. Ellos viven más que nosotros, mucho más, siglos. Nosotros tan poco, demasiado poco. Los hombres viven muchos años, un siglo, a veces lo rebasan, y casi siempre sus sueños quedan truncos, estancados sus deseos; los dichosos son aquellos que aprovechan mejor su vida, por eso cada cual necesita su espacio. Por ende, considero tan sabias las palabras de aquellos ancianos de barba larga que pude vislumbrar en sus cuartos oscuros cierta noche en mis pensamientos. Por ellos aprendí y transmití el conocimiento a los míos.

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Mañana. Y como debía ser, después de un tiempo prudencial, fuimos reubicados. Todos, junto a los seres humanos, animales, plantas, todo lo que un ser humano normal conoce de la Tierra. Los que llegaron (los ángeles del cielo) se quedaron en nuestro planeta, ubicado en un plano fijo de este momento, y nosotros pasamos una cuerda más abajo. Es decir, cuando despertamos, nos vimos a nosotros mismos: los habitantes simples del planeta. Solo nosotros, nada más. Muy pocos tenían conocimiento de lo que hace días habían admirado. Sobre lo que habían aprendido de los visitantes. Su amabilidad, su respeto, su afecto. La gran pena que sintieron por los humanos. Cuando despertamos, estábamos solos, y yo, más solo que nunca, ya no lo estuve días después cuando tuve hijos, muchos hijos. Lo deseaba mucho, así podría trasmitirles el secreto. Los hombres lo habían olvidado en su mayoría, pero yo no. Yo lo recordaba, dominaba aquella parte de la mente que retenía los grandes hallazgos, que iluminaba la razón de los grandes secretos, y transmití el conocimiento antes de que la vida se me agotara, mi vida es corta, tan corta, casi toda soledad, muy poco placer y amor: poquísimo. Lo olvidaron con el tiempo, antes lo habían olvidado, mas había hombres especiales, mentes maestras que aún mantenían retazos en sus cerebros y lo denominaban fantasías. Ellos pensaban que su imaginación de pronto acrecentaba su creatividad y esta era la razón de su arte. Escribían historias, componían canciones, creaban imágenes actuadas que, ellos pensaban, eran ficción, pero no eran más que la revelación de que aquellas criaturas fantásticas sí pasaron por nuestro mundo y nos relegaron a otro plano atrás, para ellos ocupar nuestro mismo planeta sin toparse con nosotros. Estaban encima nuestro. En este momento ocupaban el mismo espacio y no los veíamos porque estaban en otro nivel de cuerda y, quizá, si tiráramos de ella, podríamos traerlos de vuelta. A uno, solo a uno. Alguien a lo mejor lo hizo, alguien quizá tuvo la osadía en algún momento. Tal vez no trajo a uno sino a muchos. Tantos seres que vinieron del espacio a este pobre y supersupersuperpoblado planeta. Las cuerdas son un milagro, recuerdo que hace milenios mis ancestros también vinieron de las estrellas, ellos arribaron en meteoritos. No manejábamos la tecnología apropiada. Al caer en este sitio, involucionamos. Recuerdo a otros seres que llegaron, amables, respetaban a la especie humana, eran más que humanos, eran angelicales, divinos. 93


Nosotros también lo fuimos, la paz ahondaba en nuestros corazones. Cada tantos millones de años terrícolas en el universo ocurre un fenómeno. Es algo muy extraño: las cuerdas no funcionan y la civilización enviada al plano paralelo rebota al mundo del cual ha sido relegada. En nuestro caso, ellos rebotaron y ocuparon el mismo espacio que nosotros en un planeta superpoblado. Los podíamos ver, nos podían ver. Algo había fallado y fue muy triste porque se terminó la bondad, la tolerancia, el respeto. Solo hubo asco, odio, destrucción. Los seres humanos no son tan humanos. En mi soledad he visto grandes cosas, hermosas cosas. Mantengo recuerdos de mi raza, de una especie milenaria que ha mutado a través del tiempo y el espacio hasta subdividirse en distintas familias, tipos, géneros, especies casi infinitas. He visto la vida, la muerte, el tiempo de ambas, el pasado, donde éramos más grandes y fuertes que los hombres. He visto el futuro en el cual uno o algunos de nosotros sobrevivirán a la gran catástrofe. Nunca debimos ocupar el mismo espacio que los hombres en la misma cuerda. Pero, aunque no lo crean, compartimos con ellos sus placeres, secretos y grandezas, y muy poco vislumbramos sus odios, destrucciones, maldades e irrespetos. Siempre poseímos un espíritu fuerte, un pensamiento romántico. Muy pronto llegará otra estirpe del espacio y tendrá mejor suerte que nosotros, porque se deshará de los seres humanos y los enviará un plano atrás; y ellos vivirán con los de su especie, sobrevivirán en su intimidad pacífica y sempiterna. He visto muchas cosas, pero nunca he sentido la piedad en un hombre, quizá en un niño muy, muy pequeño soñé alguna vez la bondad. Pero visto, no. Nunca. No obstante, he contemplado realidades e ilusiones sin parangón. He visto el recuerdo de antaño, el vestigio de aquel prodigio de yuxtaposición dimensional. No nos recuerdan ya, los milenios avanzaron y nos hemos casi fundido con ellos. Somos tan comunes... el mismo espacio... el mismo tiempo... la misma era. Así como ellos ven a sus dioses, los vemos. Los he visto adorarlos, sentir miedo. Pero nunca he sentido que puedan recordarnos, que puedan darse cuenta del gran secreto, solo porque ellos rebotaron, porque no pudimos reubicarlos. Nunca he visto la piedad en el hombre. 94


¿O acaso han visto algún hombre sentir lástima por un insecto?

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR

Perú

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T

odos sabemos que no sabemos cómo empieza un sueño, ya que solo lo podemos evocar a partir de cierto momento y de ahí hasta el final, o hasta que se convierte en otro sueño, del que también ignoramos en qué punto exacto principia. Este que les cuento, lo recuerdo desde el preciso instante en que un fuerte trancazo seguido de un violento lanzamiento al suelo acompañado de un penetrante dolor, me sumiera en un gran desconcierto. ¡No sabía qué era lo que me estaba sucediendo! Entonces aparecieron dos tipos fornidos ataviados con antiguos uniformes de soldados —que me parecieron en principio de la vieja Asiria, Babilonia o de Israel—, quienes me tomaron con facilidad del suelo y, como si fuera el proyectil, me colocaron en la cuchara de una catapulta que se encontraba escondida entre un breve bosquecito que crecía a los pies de unas poderosas y altas murallas ¡Para qué decir que seguía sin entender ni jota de lo que estaba pasando! En esas estaba cuando escuché el sonido de muchas trompetas; me volví, intrigado, y lo que contemplé me hizo intuir —¡por lo menos!— en dónde me hallaba. Se trataba de una gran procesión encabezada por personajes que consideré eran sacerdotes, que hacían sonar los instrumentos y acompañaban lo que parecía ser el Arca de la Alianza (la que Moisés construyó para guardar los diez mandamientos que Dios le entregó para el pueblo judío). A esos presuntos sacerdotes los seguía un enorme gentío. ¿Murallas…, sacerdotes tocando trompetas mientras marchaban…, el Arca de la Alianza…? ¡Comprendí de golpe! ¡Era increíble! Me hallaba en el momento exacto en que, según la Biblia, los sacerdotes de Israel —haciendo sonar sus cuernos ceremoniales en un desfile en el cual llevaban el Arca de la Alianza, y que era acompañado por sus tropas y el pueblo—, hicieron caer las murallas de la ciudad de Jericó y, de esa manera, los judíos pudieron apoderarse de ella. Lo que no entendía era ¿Por qué me estaban lanzando mediante una catapulta en contra de las murallas, si de acuerdo a la Biblia, estas fueron derrumbadas por el sonido de esos instrumentos de viento y la ayuda de Dios? Mientras los soldados accionaban los engranajes de la bélica máquina para un nuevo tiro —en el que, como ya dije, yo era el proyectil—, pude ver a un sacerdote que se hallaba al pie del ingenio y quien parecía dirigir la operación. Afligido le increpé: —¡Oiga, señor sacerdote! ¡¿Qué está pasando aquí?! ¿Por qué me están tirando contra las murallas? —¡Tenemos que derribar esos muros para que nuestros soldados puedan entrar y tomar Jericó! —me dijo.

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—¡¿Pero?! ¡En la Biblia está escrito que fue el sonido de las trompetas lo que causó que esas defensas cayeran! ¡En ningún momento se menciona que usaron catapultas y menos que los proyectiles fueran seres humanos! —Mira, hijo…, es cierto que nosotros escribimos todo eso, pero te aseguro que en ningún momento pensamos seriamente que con el simple sonido de unos cuernos íbamos a poder derribar estas moles. —Entonces… ¿Por qué lo hicieron? —lo interrogué. —Ese tipo de escritos los destinamos para la mara que tiene fe en los milagros y le gusta leer esas cosas; y créeme, son muchos —me confesó—. Pero, mirándolo por el otro lado, esa procesión y la música tienen la ventaja de mantener distraídos a los soldados enemigos y así nosotros podemos trabajar tranquilos, ya que la verdad es que las murallas sí caerán, pero gracias a que te arrojaremos en contra de ellas usando los Números Sagrados. —¿Números Sagrados? ¿Y eso, qué significa? —Que las murallas serán derribadas cuando te hayamos lanzado setenta veces siete. —¿Setenta veces siete? Eso quiere decir… ¡Cuatrocientas noventa veces! —Así es, hijo —afirmó. —¿¡Y cuántas veces van!? —pregunté, desesperado. —Una —respondió.

SANTIAGO HERBERT MELARA URRUTIA

Guatemala

Twitter: @herbert_melara

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E

l doble seis era la única ficha de marfil faltante para completar la jugada de dominó que se extendía sobre la mesa. Omar observaba con atención toda la cadena de piezas, mientras que Mara estaba atenta a las indicaciones que le impartía la anciana. La señora le mostraba dónde estaba la caja de la luz, la ropa de cama y cómo debía prender el calefón. No era temporada, pero necesitaban descansar después de aquel terrible hecho que los había marcado para siempre. —Este es el único mueble que les dejaré cerrado —dijo antes de dejarles las llaves de la casa. La brisa hacía volar la cortina permitiendo ver el brillo de las olas en esa mañana esplendida. Parecía que Poseidón había alistado a las Nereidas para que esas improvisadas vacaciones fueran las más hermosas de su vida. Mara y Omar habían convivido por varios años, y hacía tres que se habían casado. Nunca habían comprendido lo que pasó aquella trágica noche. Habían bañado al bebé como de costumbre y luego de la mamadera lo habían acostado boca arriba como había indicado el pediatra. Estas vacaciones parecían ser el bálsamo para armonizar la relación y poder seguir adelante. Meses y meses de reproches cruzados habían desgastado la pareja hasta su mínima expresión. Ellos, ante los ojos del mundo, se pregonaban amor, pero ante los ojos de Dios solo tristeza. La anciana tenía un ojo más claro que el otro, casi transparente. Su imagen era tétrica, arrastraba la pierna derecha y de su espalda sobresalía una pronunciada joroba. Juntó con torpeza el juego incompleto de dominó, lo guardó en una bolsa de tela y lo metió en el mueble, el que cerró, por último, poniéndole un candado. El médico había dicho que podría ser un tema congénito, una válvula del corazón que no se había terminado de formar, un accidente de la naturaleza, pero ningún argumento terminaba de calmar la culpa que padecían ambos. Omar se preguntó con quién habría estado jugando la vieja antes de que llegasen él y su esposa. Tal vez solo se tratara de una suerte de solitario de dominó. —Que se diviertan —fueron sus palabras mientras se esfumaba como un fantasma entre la brisa marina. Mara abrió las maletas y acomodó la ropa en el otro mueble, que no tenía candado. Omar recorrió la casa una y otra vez como un preso que espera el veredicto del juez para ser liberado de la cárcel. Después se pusieron algo cómodo y se fueron a caminar por la playa. El cuerpito tieso y frío fue el principio del fin. Los gritos desesperados de Mara en busca de una infructuosa ayuda aún retumbaban en la cabeza de Omar. Ya era casi mediodía y el sol quemaba la piel a pesar del frío. Apenas

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intercambiaban palabra. Cada uno estaba en su mundo. Omar no se animaba a preguntarle a su joven esposa por qué la señora habría cerrado ese mueble con el candado, pero ese insignificante hecho lo perturbaba. El cielo estaba impecable, parecía estar pintado de celeste con una brocha. Por la tarde volvieron a la casa a almorzar y a descansar un rato. Mara se echó sobre la colcha a tomar una siesta mientras Omar solo pensaba en el juego de dominó y en el candado que lo tenía resguardado. Estaba obsesionado. Por un instante el recuerdo del bebé que habían perdido se había esfumado. Ese juego incompleto generaba una fuerza de atracción hacia Omar. Era como una voz que lo llamaba hacia él, una especie de magnetismo que lo obligaba a acercarse más y más sin importarle nada. Buscó un cuchillo con la idea de abrir el candado. No debía dejar marcas para no tener problemas con la vieja. Tomó todos los recaudos, pero los tornillos que fijaban el pestillo al que se sujetaba el candado estaban muy al ras y era imposible hacerlos girar con el utensilio. Tironeó, empujó, golpeó, uso un palo de escoba a manera de palanca, pero el candado no se abría. Custodiaba como un tesoro el incompleto dominó. Todas estas maniobras las había hecho con sumo cuidado para no despertar a Mara, que dormía como un pajarito. Abatido por la inútil lucha se recostó a la derecha de su esposa y trató de dormirse. Los pensamientos lo aturdían y las ganas desenfrenadas de destrozar el mueble a hachazos lo alteraban. Aquella noche, ahora lejana, el entierro de su hijo había sido un trámite. No quisieron que viniesen familiares ni amigos, estaban enojados con ellos mismos y con la vida. Pensaba y calculaba la cantidad de fichas que tendría un dominó normal. Haciendo todas las combinaciones había llegado a la conclusión de que el que estaba guardado en ese maldito mueble tenía veintisiete piezas. Solo el doble seis lo haría un juego completo. Para Omar esa ficha era el número de la bestia, recortado. Tal vez un mensaje del demonio, que lo castigaría por toda la eternidad. Pensó que a él también le faltaba una ficha y que nunca estaría completo. La noche los alcanzó y siguieron de largo sin cenar. Estaban tan cansados que el aire del mar había actuado como un somnífero natural. La luz del nuevo día entró por la ventana y se despertaron entrelazados en un solo cuerpo. La gente, que no pierde ocasión para dar consejos, les proponía que tuvieran otro hijo pronto, como si pudieran reemplazar una ficha de una partida por otra. Lo cierto es que lo habían intentado durante mucho tiempo y hasta solicitaron ayuda profesional, pero ella no quedaba embarazada.

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Desayunaron y se dirigieron al pueblo para aprovisionarse. La mañana estaba muy fresca, mucho más fresca que la del día anterior. Mientras Mara cargaba frutas y verduras para toda la semana, Omar divisó una ferretería en la vereda de enfrente donde compró tantas herramientas como para desarmar el motor de un avión. Ella no le cuestionó el ridículo gasto hasta más tarde, cuando lo vio poner manos a la obra para arrancar el candado del mueble prohibido. Primero discutieron. Omar estaba enfurecido. Parecía que un espíritu se había apoderado de su cuerpo y de su alma. Mara se enojó y trató de sacarle el destornillador de la mano. Forcejearon brutalmente y Omar soltó la herramienta en un instante de lucidez. Hubo algo entre los dos que los hizo darse cuenta de que todo iba de mal en peor. Lleno de bronca se puso un abrigo y salió a caminar por la playa, solo, kilómetros y kilómetros sin un rumbo fijo. Caminó por horas tratando de entender por qué la vida le había jugado aquella mala pasada. Ya cansado y con los pies llenos de arena entre las llagas ardientes se sentó a divisar el horizonte. Quería saber quién era el contrincante invisible que se había robado el doble seis, y también quién le había robado la felicidad de su vida. Lloró y lloró, tanto o más que cuando tuvo que dejar el cuerpito en el cementerio. Ya vacío de lágrimas, se levantó y emprendió el regreso. El dolor de su alma era mucho peor que el de sus pies desnudos. Pudo ver desde lejos las luces que alumbraban a través de las ventanas. Llegó a la casa cuando ya estaba oscureciendo. Golpeó un par de veces a la puerta. Pasaron unos infinitos segundos hasta que salió su esposa. Ella estaba radiante, sonriente. Entró con vergüenza por el mal momento que le había hecho pasar. Las puertas del mueble que antes estaban cerradas con candado ahora estaban abiertas de par en par. En la cocina estaba sentada la anciana y sobre la mesa había una partida de dominó en pleno juego. Él se quedó mudo, mirando la secuencia, tratando de encontrar la ficha perdida. La anciana con el ojo ciego lo miró y preguntó: —¿Le gusta el dominó, hijo? —Sí pero… prefiero jugar con un juego completo, señora —respondió Omar, más que confundido. —Sí, muchacho —le contestó la anciana mientras acomodaba otra ficha en una punta. Y agregó: —Siempre es mejor tener todo el juego, pero si por orden del destino se pierden algunas fichas en el camino, hay que seguir el juego recordando qué fichas no están presentes, y así… siempre estarán en nuestro interior. Esa noche, el ruido del mar invadió el dormitorio. Omar besó con inmenso amor a Mara y se prometieron reiniciar una nueva partida, con las fichas que les

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quedaban, para completar su juego.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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aura todavía no puede creer lo que está haciendo. Sus manos reciben órdenes del cerebro, pero ella tiene tanto miedo que no entiende del todo el significado de su decisión. Guarda sus pertenencias en la valija gris y respira. Cierra los ojos y, como si fuera una sucesión de vagones iguales al tren que tomará en unas horas, desfilan las imágenes de su vida en Villa Dolores. La muerte del padre cambió su realidad por completo. Ella recién terminaba la primaria y la madre tuvo que trabajar para pagar deudas y seguir subsistiendo. Sus sueños de ir a estudiar a la capital se esfumaron porque debía quedarse a ayudar. Tuvo que conformarse con seguir el magisterio, la única salida que la escuela del pueblo ofrecía, y postergar cualquier otra ilusión. Laura trata de hacer memoria, pero no logra identificar en qué momento empezó a apagarse en el paisaje polvoriento de ese pueblo olvidado. Después, la escuela y sus clases, los alumnos llegando al aula solo para pensar en irse, la soledad y sus ganas de abrazar sofocadas por la voz de su madre, aterrorizándola con los pecados de la carne. Tanto tiempo esperando que algo sucediera… Laura mueve la cabeza asombrada. Se mira las manos y piensa si podrán acariciar después de una vida sin hacerlo. Se sienta en la cama y toca la valija. Y aunque ella hace un supremo esfuerzo para alejarlas, aparecen infinitas dudas que se deslizan por sus ojos distorsionando las imágenes. Luego, las enfermedades imaginarias de su madre y la desesperación puesta en que nadie se enterase. La energía que le quedaba se le gastó en esa red de mentiras que ayudó a tejer a pesar de su inutilidad. “Las locas de la calle Paso” las llamaban, y no importaba que ella siguiese con las clases sin mostrar signos de locura. Sabía que estaba metida dentro de ese corsé impuesto por la comodidad de las etiquetas. Laura percibe la ansiedad en las puntas de su alma. Piensa que está seca de tanto llorar y que no podrá irse. Su historia desdibujada le pesa en la espalda como si estuviera sosteniendo un mundo titánico y no sabe confiar… Cuando llegó el nuevo bibliotecario y ella escuchó cómo se reían de su aspecto esmirriado, primero sintió compasión. Sabía que, durante un tiempo, él ocuparía el lugar de toda la insidia, y una extraña complicidad, o algo que no podía precisar claramente, la empujó a darle la bienvenida. Descubrió una mirada más triste que la suya, y la compasión dio paso a la necesidad. Por instinto, dos seres inconclusos se acercaron para que la soledad compartida se fuera armando como un rompecabezas. Laura sonríe casi pidiéndose permiso y la garganta hace y deshace los nudos de la madeja de sus miedos. Se pregunta si la necesidad le dio paso al amor y duda en contestarse porque sus respuestas siempre fueron solitarias. Nunca respondió por dos. Pero en ese momento suena el timbre y ella intenta calmar un corazón que se le escapa

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del cuerpo. Él le había prometido ir a buscarla y ahí estaba, con su mirada triste brillando como un diamante. La estación de tren los espera impávida ante tanto gris multicolor. Él la ayuda a subir la valija, la cubre de besos y el sol también. Este cuento está basado en la canción "Laura va", de Luis Alberto Spinetta https://www.youtube.com/watch?v=fGbluXTjORY

DIANA MARINA GAMARNIK

Argentina

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a pantalla de la computadora indicaba que el experimento había concluido con el mismo resultado que en las anteriores oportunidades. Otra vez se habían destruído mutuamente. El Hacedor Cósmico se levantó de su escritorio y fue hacia la oficina de su Superior para informar de lo sucedido. Señora dijo volvió a suceder lo mismo que en los experimentos anteriores. ¿Otra vez se eliminaron con una guerra nuclear? preguntó la jefa. No, esta vez provocaron un cambio climático que volvió imposible las condiciones de vida en el planeta respondió el Hacedor. Bueno, parece que tendremos que empezar nuevamente. ¿Utilizando la misma especie? Sí, vamos a darles una última oportunidad. Si esos mamíferos no consiguen superar su madurez tecnológica sin destruirse mutuamente, probaremos con otra. A lo mejor con reptiles. Los dinosaurios no lo hicieron tan mal la última vez. Hasta que cayó ese asteroide que no pudiste eliminar de la programación. O nos concentraremos en Marte. Ahora sabemos cómo controlar el enfriamiento que en el último experimento abortó un proceso evolutivo prometedor. Como usted diga, señora dijo el Hacedor antes de retirarse. De nuevo en su despacho el Hacedor inició una vez más el programa del Génesis. El universo nació de la explosión primigenia, surgieron las estrellas y los planetas, y la vida dió sus primeros pasos en los mares primitivos de la Tierra. Mientras contemplaba como la evolución avanzaba rapidamente en la pantalla de la computadora, exclamó casi para si mismo: Espero que la sepan aprovechar, esta será su última oportunidad de supervivencia. Cuento publicado en la Antología "Cuentos Obstinados", Buenos Aires, Dunken, 2018.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

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e nada le vale negar lo que hizo, lo único que puede tener valor en estos momentos es la razón de por qué lo hizo. Ante el balcón y con la bebé en los brazos sintió que era lo justo, que la desaparición de la niña le devolvería con el tiempo el amor de su padre pues el de su madre nunca lo tuvo. Sabía lo que estaba haciendo. ¡Claro que sí! Aunque fue innegable el escalofrío que la recorrió cuando abrió los brazos y dejó caer a la bebé de un décimo piso. Las guardianas y trabajadoras sociales se sorprenden de la facilidad con que admite su culpa, incluso ante las otras jóvenes reclusas. Resulta ser una muchacha bonita, blanca y de pelo negro, más alta que el resto de sus compañeras y de rasgos más finos. Su distinción física y mental la mantiene aparte del mundo carcelario, al igual que la mantuvo aparte en el mundo normal pues, aunque resultara atractiva, la soledad parecía cubrirla como un manto. Solo en las prácticas de teatro de la secundaria parecía renacer, vivir lo que le tocaba por destino, ser y sentir lo que quería, hasta que caía el telón y con él, la euforia sentida por pocas horas, la vida real para Beatriz. Huérfana de madre a temprana edad, fue criada por su padre al cual adoraba. Solo a él le contaba sus deseos y sueños, en esas noches en que rodaban de habitación en habitación de alquiler con apenas un pan y un café para cenar. Su papá se esforzaba, pero el sueldo de un guardia de seguridad apenas si alcanza. Beatriz se negaba a hablar con sus compañeras de clase de cómo tenía que lavar su ropa en los baños, por lo general inmundos, de esas habitaciones. De cómo el mordisco del hambre le tragaba pedazos de estómago e intestinos, de que hacer las tareas no le representaba un fastidio como a ellas, sino un escape a la realidad que no cesaba de golpearle el rostro. Por eso su padre era el doble de amado que cualquier otro, siempre con el sacrificio por ella, plantándole la cara al sufrimiento y sonriéndole a pesar de todo. Su padre consiguió un mejor empleo y con eso mejores esperanzas. Alquilaron un pequeño apartamento y Beatriz se sentía como la dueña y reina. Comer, dormir y bañarse eran ahora un placer y ahora en clases sonreía más, y se veía más bonita, más presente de lo que nunca estuvo antes, más infantil. Y apareció Gertrudis, la novia de su padre. Ante su padre, Gertrudis y ella se mostraban cariñosas entre ambas, pero a sus espaldas, eran dos leonas disputándose el puesto de hembra alfa de la manada. No había ofensas directas o enfrentamientos, pero era claro que se disputaban al hombre y Gertrudis, mujer al fin, se lo ganó a punta de lo que Beatriz no podía ofrecerle. La victoria de Gertrudis se hizo patente con su embarazo, que además le permitía, ahora sí, demostrar la antipatía que sentía por la joven, excusada en los antojos y predisposiciones típicas de las preñadas. Para Beatriz esa barriga era su rival,

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su afrenta, solo faltaba que se la restregasen en la cara y que la desplazaran de todo de un panzazo. Decirle al padre de nada valía, no lo entendería, y la antigua camaradería que compartían se diluyó en el actual bienestar conyugal del que él gozaba. Nada podía hacer Beatriz, porque las intrusas la sacaron a patadas del corazón de su padre. Nació la bebé y cada vez se sentía más la intrusa, la que sobraba. Su ánimo sombrío se enseñoreó de nuevo en ella y su desplazamiento cada vez más palpable, le resultaba desconocido al padre. Por cada maltrato de Gertrudis, más crecía en Beatriz las ganas de vengarse y la bebé Sofía se le presentaba como el vehículo ideal para ello. No lo planeó, solo se le dio la oportunidad, un descuido de Gertrudis y tomó a la bebé en los brazos. Frente al balcón vio toda esa oscuridad y hasta envidió a la bebé, que sería tragada por la nada, mientras ella pagaría las consecuencias. Pensó por un momento en lanzarse junto con ella, pero se perdería todo el daño que le haría a Gertrudis así que, sin más, la bebé cayó con los pañales flotando como unas alas, como si se tratase de un angelito tratando de tomar vuelo y en ese momento la magnitud de lo que hizo la aplastó, corrió a su cuarto y se encerró. Gertrudis tocó su puerta y le preguntó si tenía a la bebé con ella. Ante su negativa, su enemiga salió del apartamento y pasado un buen rato escuchó los alaridos, suponiendo que encontrarían el cadáver de Sofía. Luego, los interrogatorios, admitir la culpa, el retén de menores, el aislamiento y no pensar, pues no valía la pena pues lo hecho, hecho estaba. Pasados unos meses la visitó su padre. Por primera vez, se le cerró la garganta por los sollozos mas no lo abrazó ni le habló. Solo se miraron, su padre con los interrogantes en los ojos y ella con la resignación cayendo lágrima a lágrima por su rostro. Siguió viniendo a verla, le dijo que Gertrudis lo había abandonado, pero que él no abandonaría a su hija, aunque hubiera cometido ese crimen atroz, que la quería y que lamentaba que ella no lo hubiera entendido en su momento. Pero al final sí la abandonó, no tomó un autobús o un avión para irse, solo una soga al cuello, bien apretada. Cuando vinieron a notificarle la muerte del padre, de antemano la conocía, pues en la noche se sintió morir de la asfixia y amaneció con el cuello amoratado, como si hubieran tratado de ahorcarla con una soga.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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E

l 294 siempre tuvo una personalidad muy peculiar. Fue esta misma la que nos cautivó hacia este apartamento tan observador. Pues sí, era un espectador de nuestras vidas, sin actuar, pero perpetuamente contemplador. Paredes duras añoraban nuestras camas de seda mientras escuchaban leves ronquidos. Trabajábamos entre pinturas y esculturas que deseaban ayudarnos con las tareas y los quehaceres del hogar. Las mesas anhelaban los almuerzos y cenas que tan descuidadamente comíamos. Los aromas de cada uno llenaban el apartamento, y nunca llegamos a la resolución que el olor del 294 estaba en el aire que respirábamos tan tranquilamente. Solo de vez en cuando uno de nosotros decidía devolverle la mirada en manera de saludo cordial. Por diez años esta morada se acomodó a nuestra forma de vida, nosotros a la seguridad de su techo. Se formaron relaciones entre dormitorios y risas, entre cocina y olores magníficos y entre techos que presenciaron nuestro amor. ¿Quién lo diría? Este apartamento se había encariñado con nosotros, ya volviéndose casi un capricho. Por eso, cuando decidimos mudarnos, nuestro querido apartamento decidió intervenir. Fueron destellos al comienzo, pequeños actos de esa personalidad tan rebelde que tenía. Presentaba imágenes en los espejos, las cuales desaparecían al mirarlas con detenimiento. Retumbaban martilleos en sus puertas y ventanas sin haber ninguna construcción alrededor. Mientras la luna brillaba en las calles, el apartamento prendía sus luces en desesperación de ser visto. Sin embargo, cuando la mudanza comenzó, la situación se tornó agresiva y peligrosa. El primer hombre que intentó sacar el sofá verde olivo de la sala de entrada cayó por las escaleras por un simple tropiezo que le costó su tobillo. Las puertas comenzaron a cerrarse con fuerza, poniendo en riesgo a cualquiera que pasará por ellas. A pesar de todas sus manifestaciones evidentes, nosotros atribuimos sus acciones a sucesos naturales: el viento de la ventana abierta, el piso mojado de las escaleras. Nunca recapacitamos lo encariñado que estaba este hogar con la familia que acogía. Su acto final de rebeldía ocurrió el último día que dormiríamos allí. No fue agresivo ni molesto, sino más bien, una plegaria. Juntó las palmas de sus ladrillos y en sus vigas se arrodilló y nos rogó. Su capricho se tornó en lágrimas y tristeza. Todo esto lo demostró con algo tan simple, tan ínfimo... una foto. Ya no había muebles, y los marcos habían sido embalados. Pero esa foto pequeña estaba ahí, tirada en su cuerpo de madera blanca. Una muchacha rubia de no más de veinte años nos sonreía de vuelta, sin llegar realmente a iluminar sus ojos grises, los cuales observaban de manera sombría. Ninguno de nosotros la reconocía, no teníamos idea de a quién le podría pertenecer. Al voltear la foto se leía una dedicatoria: Para estar en su memoria siempre. Los contemplaré por siempre, los amo.

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Después de diez años conviviendo con aquella joven de alma omnipresente recién conocimos su verdadera identidad. Era claro que este último acto de desesperación tenía un propósito: convencernos de llevar aquella foto con nosotros. Deseaba cambiar de nombre, de lugar y de número a nuestro nuevo apartamento. Entre los cuatro integrantes de la familia llegamos a un acuerdo silencioso, de miradas y susurros, siendo cautelosos de no ser víctimas de ojos y oídos de alambres y cemento. Llegó la hora de los últimos arreglos, arrastrando maletas y verificando para no olvidarnos nada. La familia se reunió atareadamente en la puerta del ascensor, todos sosteniendo una esquina de la pequeña fotografía. Un viento de júbilo corría por la casa, un silbido de victoria se oía distante. Subimos uno por uno hasta que finalmente la puerta se cerraba y en el último segundo dejamos la foto de la joven rubia en el mismo piso de madera clara donde la habíamos encontrado. Una expectativa y nerviosismo recorrió nuestras espaldas. 294 enloqueció por nuestra traición grave y sacudió sus cimientos hasta hacer caer el ascensor. Gritamos de susto, no de sufrimiento. Por más daño que nos hubiese querido hacer, salimos ilesos y llenos de piedad por aquella casa que nos acogió. La siguiente familia entró al 294 unos meses después. La foto ya no estaba ahí.

MARÍA CRISTINA TABORGA

Bolivia

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V

ino a acontecer en ese punto de la vida que refiere al paso de la infancia a la adultez, que mi existencia se viese afectada por circunstancias especiales, de esas que alteran permanentemente nuestro desarrollo y percepción. Dada la particularidad de los hechos, hago esta exposición con la mera intención de que semejante suceso no se pierda en ninguna forma de ostracismo. Mis progenitores, separados hacía tiempo ya, habían establecido sus respectivas residencias en puntos muy alejados en el mapa. Por un lado mi padre, un hombre que comenzaba a arraigarse con fuerza a sus costumbres, se mantuvo firme en nuestro punto de origen como familia; la población de “La Espera”, una pequeña localidad perdida en su identidad, indecisa entre ser pueblo o ciudad; resultando esta contradicción en un ritmo de vida átono y lleno de hastío. Por el otro, mi madre, la que había tomado la decisión de mudarse, terminó por radicarse en una ciudad costera de nombre “Serena”, donde las cosas eran exactamente al revés y la beligerancia era el estilo de vida mas habitual. Ese contraste, sumado a que la distancia y la situación económica me imposibilitaban estar desplazándome constantemente, serían los desencadenantes de mi afección posterior; que como ya he dicho sucedió cuando la conciencia sobre mi propia existencia comenzaba a hacerse tangible y con la posibilidad de comenzar mi vida con dos vidas. El tiempo se volvió una simple digresión y podría decir que olvidé como conjugar el verbo apegar, logrando una mayor libertad de pasiones que cualquiera de mis camaradas y una multiplicidad de personalidades que a veces perdía el sentido. Pero los destinos están pintados de ocre, y la sucesión eventual excesiva no tardaría en exigir alguna clase de marca. Al ir alternando tanto en formas, la cantidad de gente que me rodeaba iba creciendo exponencialmente; no solo de amigos, sino de una mayoría de esas personas mal llamadas conocidos; mal llamadas porque lo único que las separa de la cercanía es justamente la carencia de conocimiento mutuo, un sutil oxímoron que no por su condición deja de tener consecuencias. Iba conociendo más gente sí, pero también a mayor cantidad, mayores perdidas; así que cuando mis llegadas y partidas comenzaron a coincidir con convalecencias y últimos suspiros, también empezaron los problemas. Lo malo de las concomitancias es cuando se convierten al costumbrismo, porque afectan de manera muy intrínseca la profundidad del ser. En mi caso personal, la resultante fue una idiosincrasia demasiado cargada de un ego subrepticio; un ego oscuro y pegajoso que basaba su regocijo en reconocerme como una especie de ángel de la muerte, un anunciador de terribles noticias. Sin pesar, me llenaba de autosatisfacción y de cierto pseudoprestigio, despreciable, pero prestigio al fin que solo servía para potenciar mi desperdigado estilo de vida. Cada vez iba prestando más

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atención a cada desgracia circundante en el solo afán de alimentar mi demagogia y fui volviéndome insoportable hasta para mi mismo, victima de un destino que ni siquiera tuvo que elegir si castigar mis intenciones o mis actos. Desperté abruptamente una noche, arrancado del encuentro con curiosas deidades y enormes ríos que corrían entre gigantescas montañas. Una especie de ensueño me aguijoneaba con extrañas sensaciones mientras mis ojos y mi cabeza intentaban coordinarse hasta que de repente la vi. Frente a mí, en la silla que cumplía mas bien funciones de perchero, se encontraba sentada una mujer. Llevaba medias negras y pintalabios carmesí en lugar de guadaña y parca, pero de alguna manera sabía que era ella. Atravesaba la oscuridad con ojos de profundidad insondable, mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo de mi camisa; lo encendió, y el humo pareció dar forma a las palabras. Verás, hombre; dijo. Los Dioses son soberbios, por lo cual lo que más les molesta es la soberbia en los hombres. Podrás pretender explicaciones, pero la verdad es que no las necesitas. Solo hombre eres, y como tal, serás castigado. Aunque recuerda: un castigo en un plano donde todas las identidades pueden pasar indiferentemente, a veces no es tal. Quería preguntar, pero me sentía imposibilitado a interrumpirla en su suave diatriba. Algo en mí decidió hacerse cargo de mis falencias y solo pude respirar profundamente. Apenas hubo pronunciado la ultima palabra me vi envuelto en una oscuridad aun mayor. Por eones, me vi vuelto solo conciencia, como si todo mi ser se viese desintegrado, para luego condensarse todo en un minúsculo punto; y tras sentirme arrastrado por corrientes invisibles de viento, me dí cuenta de que ¡me había vuelto una semilla, un vegetal! Una vorágine de sensaciones me llenaba, mas, curiosamente, nunca me había sentido tan seguro de tantas cosas. Flotando en un limbo que me arropaba de seguridad, tenía la certeza de que no estaba soñando, era todo demasiado concreto; además esta nueva configuración de mi mismo, era placenteramente asimilable. Percibía nuevas inquietudes, nuevos sentires, pero todo de una manera mucho más concreta y sencilla que en lo que ya había clasificado como mi anterior vida. Si este era mi castigo, esperaba que durase para siempre, hermanado con la impertinencia que debió sentir el monte de Faldum al principio. Y luego vino la explosión. Como semilla debí haber tocado tierra, ya que poco a poco comencé a sentir como me estiraba, hacia arriba, hacia abajo, hacia el todo. Una parte de mi buscaba la humedad, la oscuridad, la cofradía de los minúsculos seres que pululan bajo la tierra. La otra buscaba la luz, el calor y el amor de los seres que vuelan desperdigando la eternidad de la reproducción. Y en el medio, claro, mi tallo, 117


robusteciéndose segundo a segundo, y evitando totalmente el conflicto entre las búsquedas tan dispares de mis apéndices. Pero claro, este era el principio, y aun faltaba más. Cuando me hube acostumbrado del todo a mi nueva complexión, comencé a notar la nueva variedad de sentidos. Sentí como cada fibra, en realidad estaba en contacto con todas y cada una de las demás plantas del mundo. Como si todo el conocimiento estuviese unificado en ellas. Se derribó el espacio, y fue cuestión de suspiros que el tiempo lo siguiese; pude apreciar la creación en un poliedro de infinitas caras apenas distante de una esfera, con el caos y el orden unificados. Fui las primeras protocélulas y el primer alimento (y a veces el último) de cada primitivo que probó algo. Fui ofrendas y motivos de lucha. Fui el ramo en la ventana de una mujer que indicaba su oficio y una rama de olivo de origen inexpugnable en el pico de una paloma que se dirigía a un arca. Fui vid, y llené a los hombres, y también fui las hojas de laurel que una pequeña entregaba a los soldados victoriosos tras una cruenta batalla. Pude contemplar a la humanidad toda en su ciclo, y al observar las infinitas desgracias que se suceden a cada segundo comencé a entender mi penitencia. Mi soberbia carecía de sentido cuando los milagros y el sufrimiento mostraron su coexistencia permanente. Vi en mis supuestos logros un puñado de casualidades obligatorias que hacen el absurdo de la vida. ¿De qué me valía una muerte si en ese mismo instante estaban sucediendo mil más? Como mucho, solo podía considerarme un testigo silencioso e ineficiente que ni siquiera cumplía bien su obligación de mantener los detalles. Toda la existencia contenida de sentido y cada ser, cada humano incapaz de la comprensión ante la finitud de su única perspectiva de contemplación. La vida, la muerte, las magias; simples paradigmas desde un punto de vista estático, pero un suave fluir en las olas de la totalidad. Al poder vernos en todas nuestras edades, me di cuenta que lo perdemos casi todo en nuestro afán de lo contrario; que de nada nos sirve acaparar algo, porque mientras apretamos, por insensibles muescas se nos escurre el resto. Quise llorar y reí. Quise cambiar y no pude. Quise sufrir, pero la palabra había perdido su sentido. Soñé con volver y compartir, pero solo pude sentirme celulosa manchada de tinta.

R.A.MÜLLER

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A

ún recuerdo la noche, cuando Octavio García me dijo si en algún momento de mi vida había pensado en asesinar a alguien. Después del quinto vaso de whisky, y debido a la larga y sincera amistad que me unía a mi espontáneo entrevistador, confesé que sí lo había pensado. Hacía ya unos años de aquel pensamiento fugaz pero intenso que me desveló noches enteras, que me hacía maquinar, soñar y meditar sobre aquel acto. Le dije la fecha y el cómo acabaría con aquel individuo; además de las coartadas que utilizaría en caso de que las investigaciones apunten hacia mí. Octavio tomó un sorbo de whisky y, acto seguido, me preguntó las razones que evitaron que cumpliera con mi oscuro deseo. Le comenté que la razón fue que el bastardo una noche bebió demasiado, su auto terminó clavado en un poste y su cráneo partido a la mitad. Terminé el relato indicando que las razones por las cuales quería acabar con la vida de aquel individuo despreciable no eran egoístas ni enfermizas. No me había estafado, ni amenazado y tampoco en algún momento de mi vida había cruzado palabra con él. La razón era un acto vil, egoísta y condenable que realizó muchos años atrás y del cual me enteré una noche tomando un café con la persona que había sido víctima de aquel despreciable sujeto. Esta persona, la cual es muy querida y admirada por mí, me confesó que nadie había hecho nada para castigarlo, lo cual me llenó de indignación y desprecio por la justicia y por aquel malévolo sujeto. Le tomé la mano y le dije que ya llegaría un castigo, ya sea por mano divina o terrenal; él pagaría cada lágrima que ella había derramado por aquel cobarde. Octavio me miró y levantó su vaso en signo de brindis por el relato contado. Imité su gesto sin tocar los vasos. —He pensado de manera muy seria y decidida que voy a asesinar a Victor Vilcarí —dijo Octavio mientras me servía un trago más. Octavio hizo una pausa, tomó un sorbo del vaso con whisky y continuó: —No tolero que exista en el mismo tiempo y espacio que yo. No tolero que respire el mismo aire que respiro. No tolero que siga haciendo daño sin que nadie haga algo. ¿Justicia divina? —se preguntó de manera burlesca—. ¿Y perderme el ser autor de su sufrimiento, de su dolor? Es a mí a quien debe de implorar piedad no a Dios. A Dios no ha ofendido, no es a Dios a quien ha lastimado con sus engaños, Dios no es quien sufre por los destrozos que dejó. Octavio se veía decidido, su rostro era un témpano de hielo a punto de chocar contra una embarcación y sus ojos desprendían llamaradas de fuego. Si él hubiera podido ver su rostro, lo más probable es que hubiera sentido el mismo temor que reflejaba el mío. Dio un último sorbo y guardó silencio. Y cómo piensas cometer el asesinato, si es que es posible saberlo, pregunté, sirviendo un poco de whisky en su vaso y en el mío. —Aún no lo sé, pero no será

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rápido, me tomaré mi tiempo. No creo en Dios, ni cielos, ni infiernos, ni nada de eso; solo sé que tengo que acabar con su vida y si eso me lleva a la cárcel o a convertirme en un fugitivo de la ley, pues así será. Al terminar su relato, volvió a beber y se quedó mirando el vacío. Lo observaba de manera silenciosa, no quería interrumpir su trance o pensamientos; en ese momento, no sabía qué podía hacer. —Me dicen que tiene a su madre en un callejón, por acá cerca del centro. En esos huecos de mala muerte, la señora ya es anciana y vive sola. ¡Imagínate!, ese hijo de puta ni siquiera tiene consideración con su propia madre, por eso le vale un carajo el resto. En cuanto acabe con su vida, me voy a hacer cargo de su madre, le dejaré víveres, dinero, no sé, algo haré. Pero esa mierda no va a vivir más en este mundo. Me parece un acto noble el que cuides a su madre, ella no tiene la culpa del hijo que parió; en verdad, cada uno es dueño de sus actos, nada tiene que ver la familia en esto, si él es una mierda, no necesariamente su familia también. Por un instante nos quedamos en silencio, yo mirando mi vaso medio lleno y Octavio, contemplando la nada, absorto en sus recuerdos. —Hagas lo que hagas, te voy a apoyar mi amigo, siempre he contado con tu apoyo desde pequeño, con el paso del tiempo te has convertido en el hermano que siempre quise tener, y por eso brindo por ti y para que tu hazaña se logre sin que resultes con algún daño. Octavio me miró, hizo un gesto con la cabeza en forma de agradecimiento y se tomó de un golpe el trago que había en su vaso. Nos quedamos sentados mirando la nada, luego sacó unos billetes del bolsillo, los dejó en la mesa y se levantó intempestivamente. Lo vi salir del bar, presuroso, dejando en el aire la incógnita de si se dirigía a asesinar a Victor Vilcarí o solo a dormir para calmar a los demonios que le rondaban la cabeza. Me quedé un momento y luego completé el pago de la botella, tomé mi saco y me dirigí a la fría calle.

RENZO FABRIZIO DEL AGUILA MERZTHAL

Perú

Facebook: Renzo Del Aguila Merzthal

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ran las quince menos cuarto del cuatro de septiembre. Mamá me tomó de la mano. Me había alistado con la camisa que más le gustaba. Los pantalones cortos color marrón. Yo, pequeño de siete primaveras, no deseaba salir. Pero siempre tenía que seguir el camino de mamá. Salimos de casa y nos dirigimos al paradero. El trayecto era cansado. Desde San Martín de Porres hasta Miraflores era un trayecto que podía cansar a cualquiera, pero era entretenido poder recurrir a ello. Sentarme en las faldas de mi mamá para aprovechar que nos puedan ceder el asiento. Sin embargo, era común que me quedara dormido a media hora del viaje. La ruta abarcaba una hora y media en tráfico regular, pero cuando el parqueo automotor se volvía más denso podíamos demorar unas dos horas. Ese camino era un crimen para un ser tan pequeño, pero todo sea por la mano de mi madre. Pasábamos el tiempo caminando, hasta que llegamos a nuestro destino: el Parque Kennedy en Miraflores. Desde ahí comenzamos a caminar. Quizá, quien me lea, entienda que ese parque no es el mismo. Siempre vivieron los gatos ahí, pero no había la contaminación audiovisual que impera en estos tiempos. Aún así comenzamos a caminar con mamá de la mano. Nos dirigimos por la vieja Av. Larco, otrora vía de ilustres pensadores y vagabundos con mallas negras. Siempre había de todo en ese camino de cultura y alta bohemia. Un helado o un chocolate eran suficientes para distraerme del cansancio. Es que a mamá siempre le gustaba llevarme a todos lados, era su cómplice en el camino mientras papá trabajaba. Entonces era normal que conociera de museos y exposiciones antes que de juegos y pasatiempos banales. La consciencia estética se la debo a mi madre. Pronto llegamos a un museo olvidado. Otrora beneficencia de un Banco peruano. Nos adentramos en sus entrañas y pudimos apreciar la exposición de retablos. Hermosos y estoicos regalos del pueblo peruano. Pequeños edificios de tres pisos donde se acostumbraba retratar viejas experiencias humanas y cotidianas. Sin embargo, había esa simbiosis entre luz y oscuridad, entre el misticismo y la religiosidad, entre las huestes de los campos y el devenir de los caídos. Por ello, a mis cortos siete años quedé atrapado en uno de ellos. Sobre una base gris se encontraba un retablo lleno de demonios. Pequeños andaluces de color rojo con espadas en mano. No había ángeles en la parte superior, solo pequeños demonios que atormentaban a los humanos. Me quedé prendido de ese retablo, estiré mi brazo de infante para ver si podía sentir lo que esos muñecos sentían. No había problemas que hubiera un policía resguardando la puerta ni que mi mamá

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estuviera viendo otro diseño, yo solo quería meterme en este relicario lleno de emociones. Un pequeño andaluz, rojo como la sangre, cogió de mi mano. Y por un instante me sentí parte de esta marcha de los muertos. No tenía consciencia de la vida, pero tenía mil veces más consciencia de la muerte. Espadas, trinches y fuego, pequeños regalos de las huestes del diablo, para aquellos que imploraban salvación a los cielos. Pude apreciar el llanto vuelto en río y el devenir vuelto en incertidumbre. Pero miraba al cielo y no encontraba respuesta. El clamor popular solo producía un rechazo colectivo. La vida, imprudente y sorda, se mofaba bajo la axila de los muertos. El tránsito cruel que todos podían recorrer en la vejez, yo, en mi edad temprana, lo estaba recorriendo en vida. Mirada perdida y con el asombro propio de la niñez. ¿Quién era capaz de imaginar lo que era el infierno? Y yo, un infante de siete años, era testigo del suplicio colectivo. Marchaba con los diablos, marchaba con los humanos. Marchaba con ellos y ellos me sostenían de la mano. Lánguido trance para la vida vespertina. Una vida que se apagaba a merced de otros. Yo seguía sintiendo la sangre recorrer mi diminuto cuerpo, pero una sangre que hervía fruto del calor de este fuego. Lugar donde descansaban hombres anónimos. ¿Quién se iba a preocupar en recordar a uno sin título de libro o de profesión? Sus mayores hazañas fueron hechas en el campo donde crecieron y donde habían muerto. Porque de la sierra nadie se acuerda, mismo destino que le esperaría a la selva, intuía yo. ¿Quién podía cambiar el destino de los muertos? Porque uno creería que el cielo es una opción, pero nadie va al cielo con el corazón cargado de dolor y rencor. Y si así fuera, el cielo sería un lienzo lleno de fantasmas. De la mano iba con los distintos personajes y en un solo instante recorríamos los tres pisos del retablo. Cada piso era más fiero que el otro y eso que solo se contaban con tres pisos, con pequeñas divisiones y espacios donde las cucarachas podían dormir. Distintas personas; caballeros, damas, infantes, de épocas diferentes, pero siempre con el mismo cargo: el olvido. Cada uno tenía una historia distinta. Cada quien moría por algo diferente. Enfermedad, abandono, soledad, por brujería, por secuestro, por violación. Pero había dos que murieron en silencio, fruto de un disparo en el corazón y otro en la cabeza. Sujetos sin nombre, enterrados en medio de descampados en la sierra del Perú. No tenían más culpa que haberse opuesto a unos tipos que venía con una bandera roja y quisieron reclutarlos. Grueso error que los condenó a la muerte y ahora vivían en este retablo. Y yo, pequeño, iba de la mano con ellos. Escuchando sus penas y manchándome la mano con sangre. ¿Cuántas veces escuché que la muerte los separó

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de sus familias? No sé la cantidad, solo sabía contar hasta la centena y sé que ahí escuché más veces el lamento que la cantidad que sabía contar. Inefable, esa era la palabra correcta para describir el lugar. Un lugar callado donde se ahogaban las esperanzas. Pero, sin esperarlo, escuchaba a mi madre que me llamaba. Solté la mano de Judas, uno de los demonios que me acogió, y regresé en mi pensamiento. Me alejé del retablo mientras cerraban sus puertas blancas con diseños azules y la cúspide era un moño de plata con detalles de pumas. Las paredes rojas del interior se apagaban y los ojos de los diablos se cerraban. Bajaban sus colas y abrazaban a los muertos. Hasta ellos sentían compasión, porque no hay mayor dolor que el olvido. La muerte no olvida, pero los hombres sí. Y regresé a coger la mano de mi madre mientras podía ver un mar de lágrimas salir por el hueco izquierdo de una de las puertas del retablo. Entonces me despedí de aquel lugar, donde cogieron mi mano y me hicieron conocer a la muerte, antes que conocer a la vida. Me despedí de la marcha de los muertos.

EMILIO PAZ PANANA

Perú

Página WEB: https://edenpoetico.wordpress.com

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arde de otoño en Boedo. ¿Búnker o nido? En medio de una congestión nasal, acostada, casi sin reacción miro a mi alrededor: pilas de libros que en algún momento fueron clasificados como para releer o donar, las cortinas de voile, originariamente blancas, ahora de un negro humo intenso; una palmera en la esquina izquierda del cuarto intenta levantarme el ánimo sugiriendo que afuera hay otra vida. Por suerte, las puertas del placard están cerradas, con ello evito ver el caos que, seguramente, vive en su interior. No me gusta la decoración de este ambiente pero no tengo voluntad para modificarla. Tiempo al tiempo, veremos quién gana. Quisiera dormir por siempre, así de mal me siento. Estoy tan cansada. Nada me entusiasma. Trato de mejorar el ánimo. Hoy no pude levantarme para ir a trabajar. A modo de ritual, para transformar las palabras en hechos, busco un vaso de agua y riego la planta. Está acá porque yo la traje, no puede hacer nada para sobrevivir y no quiero cargar con otra culpa. Sobre el riel de la cortina, en una percha, está colgado el jean que compré hace cuatro años. Sin estrenar, porque me equivoqué cuando pedí el talle que estaba usando en ese momento. Era el mismo pero el modelo no coincidía. Tenía varias opciones para deshacerme de él pero preferí poner bien a la vista mis errores. Creo que falta menos para comenzar a vestirlo. Mañana fría en Tribunales Compruebo que el sistema judicial no colapsó con mi ausencia de ayer. Escucho los diálogos de mis compañeros. Tomo un café, nada cambia. Preparo mate. Todo sigue igual de aburrido. ¿Dónde quedó eso de que “hago lo que me gusta y me pagan por ello”? No me entusiasma ni siquiera la idea de viajar o de estar tomando un desayuno tardío frente al mar que exhibe el salvapantalla: barrera de coral que impide que las olas rujan, fina arena blanca como la de los relojes; la brisa costera, la caricia placentera de sol que arroba mejillas. Me refugio, a propósito, detrás de la foto de un atardecer en Ceuta en la pantalla de la PC para mantener mi actitud laboral y, de paso, describir lo que siento ahora mismo. Con la baja temperatura hay gente durmiendo en la calle. Esa idea logra conmover el recubrimiento casi blindado de mi corazón. La neurosis de perder el norte y de no encontrar razones para recuperar las ganas de vivir. Invaden mi despacho las voces altisonantes de quienes aguardan en la mesa de entradas. Estoy tan apática que no sería capaz de callarlos de un golpe ¿Cuándo fue que me convertí en una ameba? Tengo que ir a entrevistar a un detenido en la alcaidía. Se acerca el fin de semana y debo preguntarle si se encuentra “bien” en esa unidad de tránsito o, en su 127


defecto, tramitar un habeas corpus para conseguir su traslado. Me cubro con todas las prendas que tengo a disposición, tanto, que parezco una momia del British Museum. Camino despacio por la plaza Lavalle. El sol del mediodía me obliga a usar la mano izquierda como visera. Enciendo un cigarrillo y lo aspiro lentamente mientras veo las tapas de los ejemplares que se encuentran en los anaqueles de las librerías al aire libre. Todo es jurídico y, por eso, no me interesa. Una vez en el portón de ingreso, vuelvo a comprobar la existencia de las múltiples telarañas ubicadas en las esquinas superiores. Nadie se ocupa de desalojarlas. Hoy no siento el tufo carcelario, mis fosas nasales siguen alteradas. En el interior todo es gris, excepto el pasillo que se utiliza para trasladar a las mujeres detenidas. Al parecer mis colegas ya comenzaron su fin de semana. Solo dos abogados somos los valientes que nos animamos a ver a los detenidos a través de un blindex y una reja. La mujer uniformada que se encuentra en la Sala de Abogados se me acerca mientras espero y pregunta dónde es que conseguí el pañuelo verde que cuelga de mi cartera. Le respondo que lo puede comprar durante las marchas en favor del aborto legal. Su frente se arruga, sus ojos se dirigen hacia el techo y la escucho decir algo así como: de todos modos ¿para qué lo quiero? Acá no me lo dejarían usar. De regreso a la defensoría vuelvo a fumar, con cada pitada siento que recupero el aire de libertad. En la esquina del Palacio de Justicia hay un hombre sentado en una silla de ruedas, parece un muñeco roto, le faltan ambas piernas a la altura de la pelvis, casi el máximo grado de invalidez. Creo que vende algo, no sé qué. Lo esquivo. Me pregunto qué es lo que lo ayuda a incorporarse cada mañana, cómo se sobrepone a su discapacidad, cómo soporta el frío y el viento constante de la esquina. Comparo mi situación y no logro sentir algo que se asemeje a una chispa para encender mi ánimo ni aún a expensas de la desgracia ajena. No hay ausencia de viento, chispa o fuego culpables, es solo la tiroides que me ha jugado mala pasada.

LAURA FOLCH

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/laura.folch.3

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l halo de luz morada pasa rápido sobre el cementerio estampado de tu blusa. Un trago frío, el espíritu del alcohol aviva la percepción de tus ojos bailando al ritmo de Enjoy the silence. Depeche Mode difícilmente pasará de moda mientras nuestra generación siga siendo la perpetua fiesta a la que fuimos los primeros en llegar, amenazando con ser los últimos en irnos. Ebrios de fracasos, rotos los blasones, disueltas las asambleas, hemos regresado a la ingravidez del hedonismo individualista. Nos estamos muriendo, pero tenemos hambre y nostalgia de vida, y aquí estamos, en nuestra fiesta-funeral haciendo estallar los sentidos, todos juntos, hombres y mujeres, ángeles caídos que pasan la lengua de sus ojos por el contorno de sombra neón que se desprende de tu cuerpo en movimiento. Este es un mal lugar y un mal momento para pensar en revueltas sociales, poesía y dinero, pero tampoco quiero pensar en la distancia de tus pasos tránsfuga, en las puertas del subterráneo cerradas, las calles cercadas por retenes militares; mucho menos regresar al recuerdo de los grilletes en los muslos. No tengo ni un centavo en la bolsa para invitarte una cerveza. Los segundos siguen imperceptibles detrás del ritmo de bits y guitarras, la música es un puente que te saca de este quinto piso desde el que se observa un cementerio de cruces níveas en la punta de una llave. Casi se podría afirmar que la pulcritud es la misma de un mausoleo helénico. En sus muros parece haber fiesta, como si esta alegría etílica también los invitara al espejismo del Caribe extinto. Pero no es fiesta, ¿qué?, ¿cómo diablos se puede festejar después de la matanza de los elefantes? Nada se obsequia allá y el frenesí musical de esta fiesta sigue sosteniendo un puente infranqueable entre tu delgada llama en movimiento y mis palabras: Escolopendra Emet Fuego Ollin A mi lengua, extremidad con el universo, le han cercenado la magia adánica. Negras crisálidas escupo cuando quiero hacer escuchar, por encima de la estridencia jovial, tu nombre. No me miras, por un momento siento escamas en la piel y levanto el asedio de mis ojos. Aquí adentro, reptiles sobrevivientes apaciguados bajo una nube cargada de onirismo, allá afuera una horda de jirones humanos, más zombis que hombres, que han roto el ensueño de su televisor y se estrellan con bríos de alce metálico contra los muros marmóreos del panteón dedicado a los héroes de la democracia. ¡Eso sí es una buena bacanal! Grita un neohippie desde la ventana confundiendo su aguardentosa voz con un solo de saxofón que tú disfrutas en solitario; trato de seguirte incapaz de leer la

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intención del sutil devaneó con el que te entregas a la combinación de guitarra y saxo, sin que lo sepas eres posesa de un cuento por ti narrado en el que te delatas caracol. Ni yo mismo sé cómo pasamos de los Smiths a Caifanes con Quisiera ser alcohol. ¡No mames, esos cabrones se quieren aspirar a los muertos… la coca de la sagrada democracia! Vuelvo a la ventana. Me gustaría preguntarte si alguna vez contemplaste la pintura de Los funerales del poeta Oskar Paniza, de George Grosz, o si en algún momento escuchaste Sinfonía para cólera y revolución. Discurso para ratas en tres tragedias del moderno “Kostalkolnikof”. El tumulto en el cementerio tiene mucho de ese carnaval siniestro, uno sobre otro los zombis se agolpan mecánicamente sobre los muros, la piedra cristalizada es un crujir al chisporrotear de un fuego incontenible que se asoma en los ojos, en el aliento inerte de un solo monstruo: la masa amorfa. Y ahora, aunque quisieras ver lo que aquí acontece, tendrías que recuperar el hilo de oro que nos robaron en el laberinto para volver de ese mundo que solo tú nombras. Atrás de ti un girasol con dorso de sirena se escapa de tu ritmo de sangre, sin querer advierto la cadencia de una música volcánica, mineral. No sé de qué mano ingrávida provienen las perlas que vienen a dar a esta porqueriza. Del árbol cae una pera que antes de impactarse se vuelve cascada. En un rincón del mundo sin agua, las lajas recuperan su corazón de jade. Sin embargo, ese sonar de caracola no proviene del silabario de tu danza. No puede, no podría ese crujir de huesos emerger de ti. Los muros de coca han sido quemados y es el asalto del hambre el que suena a tambor de guerra. Alucinas poemas con plumajes de quetzal y oquedades en cuevas submarinas para el sueño de las ballenas; en algún documental escuché que en geografías así descritas se había fecundado la vida. Al mismo tiempo, las agencias de seguridad privada dan la señal de alerta a sus amos y los sepulcros de cocaína, que en realidad son bunkers revestidos con imágenes de la santa muerte tallados en marfil, se abren de par en par para que de ellos emerja el clásico desfile militar del 16 de septiembre que encabeza la virgen desnuda de Guadalupe. Los altavoces son tomados y retumban entre las ruinas de la ciudad vestida de seda. Los discursos y las ofertas celadas devoran la música, mas tú quedas suspendida en la canción que emerge de ti y la promesa de una montaña estrellada convoca a los reptiles, vuelvo a sentir la piel escamada e intento no perder el rastro de tu deslizar silábico, tu cuerpo. Los tanques y los grupos antimotines toman posición para despejar el cementerio, los altavoces vomitan promesas que son respondidas por guturales voces disonantes, la indignación se inflama bajo una torre babilónica donde nadie se

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entiende. No nos entendemos, nos negaron el don de una lengua común, unos hablan con el hambre, otros reciclan la arenga política, muchos más solo han venido por el oro blanco y yo aquí, expectante, anónimo y esquivo, con un lenguaje infértil que no te alcanza “las palabras no sirven para nada./Solo sirve el odio,/una mano sobre un libro,/una pintura que nombra lo indecible,/una mujer con un libro entre las piernas.”3 “No hay negociación posible”, afirman los altos dignatarios, “México es un país que se guía a través de las instituciones, mismas que ustedes han violado. Bajo esa amenaza, el Estado no puede más que responder con la fuerza que la ley le garantiza.” Afuera llaman a las armas, gritan “guerra”, tú enuncias “tierra” y el desierto se nos revela apenas en una duna sugerida en el pensamiento. Tus brazos, serpientes carmesíes, versan sobre un eclipse y un diluvio que quedó registrado en algún muro de la extraviada Atlántida; en el cementerio alguien ha lanzado la palabra que autoriza la bengala de la muerte: Tú dices “Mantis”…………… una ojiva destroza la primera línea enemiga Pronuncias “Alba”…………..entrañas reventadas en el estruendo “Miel y Junco”……………..sobre la armada pobre llueven granadas “Árbol de la vida”…………… plusvalía de la guerra “Secreto del viento”…………..monumento de cráneos para un dios enano “incienso-silencio”……………. ¿La paz de los muertos? Humaredas de estandartes caídos se filtran por la ventana. Por estar absorto no había reparado en que han llegado más invitados. Ahora todo es absoluto silencio solo interrumpido por hormigas inmediatamente dispuestas a reparar los muros derribados, barredoras dentadas apartan los cuerpos masacrados y algunos gritos aislados vienen a posarse sobre nuestra indiferencia alcohólica. La flora y fauna por ti nombrada, la atmósfera de lejanos soles de mayo, se ha disuelto en la ingenuidad de tus ojos sonrientes, abiertos por fin, todo ha desaparecido en tu belleza estática de efigie recién llegada de un viaje secreto. Algo comentamos sobre el ruido de las barredoras, sobre el deber de estar ahí, con los iguales, con el pueblo; coincido y quisiera confesarme contigo... Es una lástima que una fiesta se quede sin mezcal y sin música, algunos camaradas dan de tumbos buscando algún trago ausente de dueño; igual que afuera, en el cementerio, este quinto piso se ha impregnado de un halo de hesitación. Ya no son tus ojos ni ese puente de langostas los causantes de esta nube gris sobre la sala. En la cocina se han juntado todos. Me aparto de ti, te dejo cansada entre los amigos con los que charlas en el sofá sobre esa píldora nueva que venden en el mercado negro. Voy 3 Los versos de Óscar Oliva son una constante en los muros de las prisiones, la cárcel que es toda la ciudad. La poesía también está en resistencia y no es mi culpa, es el estado de sitio y la cólera concentrada que nos heredaron nuestros padres.

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hacia el grupo de personas que debaten con intensidad en la cocina. Pero vuelvo enseguida, las luces se apagan y solo vuelve a quedar una beta de luz morada que bordea el cementerio de tu blusa, la música vuelve a sonar con estridencia, nuevamente Depeche Mode, ¡qué buena rola!, siempre he querido decirte que me seduce tu piel marmórea al contacto de la niebla violácea. Pero no hay tiempo, me preguntas qué pasa mientras te tomo de la mano y me miras finalmente. Músicos y odaliscas, todos los camaradas salen despavoridos; claro está, nunca dejaré que te sentencien a los grilletes en los muslos. Las últimas personas en llegar a la fiesta no eran invitados, te explico antes de emprender la fuga, realmente era banda que venía huyendo de la matanza en el cementerio. En el camino hacia el quinto piso, explican ellos, los policías antimotines y el escuadrón de exterminio detuvieron a unos cuantos jóvenes que portaban pancartas del Frente de Pueblos y del Frente Juvenil Oriente. El secretario de la defensa nacional, entonces, no dudó de que el levantamiento fuese provocado por el fuego de nuestra hoguera. En los noticieros declaran que agitamos a las masas y aseguran que la resistencia come con nosotros, en nuestra mesa. La pista de baile se ha quedado vacía, el escuadrón de exterminio viene a la fiesta, es momento de correr. Mas no partimos de inmediato, en silencio quedan nuestras miradas, algo quieres decirme, pero ya no hay música, ni cascada. Te quedas sin magia, cercenada de tu propio lenguaje igual que yo: absurdo y perplejo con la palabra infértil que no te alcanza, “No alcanzo tu cuello,/no puedo moverme./Siento tus ansias. Pero tú también estás muerta./Te me deshaces de tanta fatiga,/al contacto de mi mueca./ Nos arrastramos tratando de alcanzarnos,/pero cuando llegamos al sitio donde nos esperábamos,/ya no hay sitio,/ni cuerpos,/ni amor.”4

ISRAEL ROJAS

México

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4 Cuando terminé de remontar los versos de Óscar Oliva tenías ya minutos de haber abandonado nuestra ciudad sitiada. Es verdad, fue un mal momento para ponerme a pensar en poesía. Corro en sentido contrario a las sirenas…

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e dejé caer por el mercado de las pulgas, ya que no tenía nada que hacer el domingo por la mañana. Siempre vendían lo mismo, en eso no hay diferencia, cosas viejas que siempre encuentran un comprador. Para mí tiene mucho encanto pasear por entre los puestos los domingos cuando estoy ocioso, sobre todo en invierno cuando hace sol. Me encanta. A pesar del movimiento de tanta gente, puedo aislarme y fijarme solo en lo que se extiende por el suelo a mis pies. Y así fue como, cuando ya estaba a punto de volverme a casa, mis ojos se fijaron en un puesto que nunca había visto antes. Hasta tenía un cartel que anunciaba el producto a la venta: “Comas de segunda mano”. No pude evitar acercarme al vendedor. El tipo vestía un abrigo gris, muy viejo, con una bufanda y un sombrero que alguna vez fue marrón, pero que ahora era de color indeterminado. Quería ver las comas, pero en la mesita que había colocado delante de él solo había unas cajitas, igualmente descoloridas, que parecían muy antiguas. Simplemente creí que aquello era una broma. Era imposible que aquel individuo vendiera comas, salvo que se refiriera a algún dulce, pero ni siquiera tenía aspecto de tal cosa. Disculpe, pregunté, ¿qué tipo de comas vende usted? El hombre, al que apenas podía ver los ojos y la nariz por ir todo cubierto, me dijo desde debajo de la bufanda: Son comas corrientes, de las que se usan para la puntuación. Son comas que fueron desechadas porque los textos en que aparecían fueron destruidos, pero las comas sobrevivieron, porque son más importantes que las letras. Entiendo. ¿Y usted vende estas comas? Sí, señor. Pero no entiendo cómo se pueden usar comas de segunda mano. El vendedor exhaló. Noté cómo una nube de vaho salía por debajo de su bufanda. Se quitó los guantes que llevaba, cogió unas pinzas, abrió una de las cajitas, pero solo una rendija, y sacó, efectivamente, algo que parecía una coma. Sin embargo, se movía como si fuera una larva. Parecía tener vida propia. A continuación, el vendedor me dijo desde debajo de la bufanda: Las comas son vitales. ¿Quiere comprobarlo? 135


Estoy seguro de que la expresión de mi rostro fue de tonto y solo conseguí asentir con la cabeza. En ese instante pasó un hombre a nuestro lado. El vendedor le dijo: Disculpe, caballero. ¿Puedo hacerle una pregunta? El aludido se detuvo. Claro, pregunte respondió sin esperarse ese asalto. ¿No es usted mentiroso? disparó el vendedor. El hombre no se esperaba una pregunta tal. Apenas tuvo tiempo de responder: “No soy mentiroso”, pero antes de que pronunciara esas palabras, el vendedor sopló la coma que sujetaba con las pinzas, la cual se coló por la boca del hombre, de modo que lo que realmente dijo fue: No, soy mentiroso. En cuanto pronunció esas palabras, el hombre tosió. Parecía que, en efecto, se había tragado algo. Se fue inmediatamente de allí sin mirar hacia atrás. ¿Lo ha visto? me preguntó el vendedor. Una coma, bien colocada, hizo que ese hombre dijera incluso lo contrario de lo que pretendía. Era verdad. ¿Cuánto cuesta una docena de comas? pregunté. No vendo por unidades, vendo por cajitas. Diez euros cada una me explicó. No sé por qué, pero el caso es que no le pregunté cuántas comas iban en cada cajita. Me daba igual. Pague y cogí una caja que me metí en el bolsillo. En cuanto di unos pasos, empecé a pensar que no le había preguntado cómo se usan las comas, pero confieso que me avergonzaba hacerlo, así que decidí averiguarlo en la casa, con la ayuda de internet. De repente sentí un leve roce en el muslo. Instintivamente me llevé la mano al bolsillo de los pantalones. ¡Ya no estaba mi caja de comas! ¡Me la habían robado! Me volví y aún alcancé a ver a un tipo correr por entre los puestos, tratando de huir. No había duda de que se trataba del ladrón. Intenté perseguirlo, corrí durante dos o tres minutos, pero él era un experto y 136


estaba en buena forma, no como yo, que estoy gordito y en cuanto doy varios pasos, me quedo sin aliento. Probablemente aquel tipo se había creído que el objeto de valor era la cajita, no creo que tuviera ningún interés en las comas. Tampoco sabía lo que sucedería cuando abriera la caja y todas las comas se escaparan. Volví al mercado de las pulgas una semana más tarde, el siguiente domingo. No me dediqué a curiosear por entre los puestos, como hago siempre, sino que me fui derecho al lugar que ocupaba el vendedor de comas. Por desgracia no estaba en el mismo lugar de la semana anterior. Qué pena. Había venido con la intención de comprarle otra caja. Y como soy tan tonto que tengo que justificar todo, le diría que ya me había gastado todas las comas que le había comprado, con buenos resultados, y que quería otra caja. Pero no podía ser, el vendedor no estaba. Ya que estaba en el mercadillo, me dediqué a ver los objetos que había por el suelo, aunque teóricamente no me interesaba ninguno, pero no tenía ningún deseo de regresar a casa. Y fue así como me topé por casualidad con el mismo vendedor. Simplemente se había cambiado de lugar. No sé por qué no lo había buscado en otra parte. Allí estaba, con el mismo abrigo, la misma bufanda, el mismo sombrero y el mismo cartelito. Buenos días saludé. ¿Si le compro una caja, me hace un paquetito para regalo? El vendedor cogió una caja, sacó una coma con pinzas y luego me preguntó: ¿Cómo ha dicho? Repetí la pregunta, pero el hombre antes sopló la coma y esta se me coló por la garganta, penetrando en de mí, así que lo que le dije fue: ¿Si le compro, una caja me hace un paquetito para regalo? El vendedor sonrió: ¡Por supuesto! El vendedor extendió la mano y yo puse un billete en ella. Desde ese momento, estoy envuelto en una caja. A mi alrededor hay docenas de otros paquetitos a oscuras. Sé que son comas. 137


Todas gimen y se lamentan, maldicen su suerte. Yo también. He acabado siendo una coma y ahora solo deseo que llegue el día en que alguien compre esta caja en la que estoy cautiva y me saque de aquí.

FRANTZ FERENTZ

España

Blog: www.xavierfriasconde.org

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aura se ha ido. Sin ruido. Tranquila y en silencio. Arropada por la luz cálida de una mañana de principios de septiembre con tintes de otoño. Casi de improviso. Vencida tan rápido por la enfermedad que a cada instante me descubro todavía con una súplica en los labios, cruzados los dedos a la espalda, rezando por despertar de esta pesadilla cruel y verla de nuevo sonreír, arreglar con mimo las rosas del jardín, pasear por el parque de los tilos como tantas veces al atardecer de un día de verano, releer ensimismada tras los cristales de cualquier café las novelas de Jane Austen o las hermanas Brontë, siempre sus favoritas, romántica impenitente como fue. Duele el recuerdo, duele la nostalgia y tanta soledad. Y duele, como jamás hubiera podido imaginar, más allá de la rabia, del desaliento, de la frustración y del desgarro, la certeza implacable de que ese tiempo pasó y nunca volverá, de que este desamparo, este dolor que se anuda a mi garganta y no me deja respirar, será ya para siempre mi única realidad. Y me siento de pronto tan perdido... una sombra apenas del hombre que una vez fui, irreconocible y desesperado espectro de mi mismo, que con infinito desconsuelo busca sin hallarla el alma que por error otra explicación no encuentra un día el Cielo le arrebató. El alma que amó toda una vida. Laura... Su recuerdo me emociona y a él me aferro como un náufrago a su tabla. Intento no llorar y no lo consigo. No la dejo de soñar. Ella. Siempre. Eternamente. La niña pecosilla y pelirroja a la que en la escuela tiraba con descaro de las trenzas. La estudiante tenaz luego, brillante y aplicada, de irresistibles hoyuelos y pícara mirada esa chispita traviesa escondida al fondo, muy al fondo, de sus ojos castaños que ¡ay! cómo me hacía enloquecer a quien desde mi pupitre, embobado y con el corazón a punto de estallar, contemplaba día tras día y pensaba inalcanzable. La madre devota, consuelo de llantos infantiles y eterna presencia protectora. La esposa cómplice, regalo inmerecido de la vida. La mujer serena y valiente que siempre fue. La anciana frágil y algo solitaria de los últimos tiempos. Laura... Mi refugio. Mi herida. Mi destino. ¡Tan fácil fue enamorarse! A distancia y en silencio fui su ángel guardián y la amé con toda el alma, contra el dolor, contra la desilusión, contra el tiempo y la desesperanza. Nunca lo supo. Fue feliz y lo demás poco importa. Y sin embargo... Es ahora, también yo herido de muerte por su ausencia, que no logro acallar el latido entre mis sienes de esta amarga, inoportuna y lacerante condena, de este 140


reproche sordo que, a traición, no sé cuando arraigó en mi corazón e, incrédulo y desconcertado frente a su recuerdo, no dejo de pensar cómo fue posible que ella no lo adivinara jamás.

MARTA NAVARRO CALLEJA

España

Blog: https://cuentosvagabundos.blogspot.com.es

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Para Andrés, mi querido amigo, él de las explicaciones inciertas.

an pasado doce años, desde que María conoció a Carlos en esa fría estación de invierno que pintaba la pálida ciudad de Buenos Aires. En aquellos años su amor por el Che Guevara, el movimiento de las Madres de Plaza de Mayo, la música de Horacio Guarany y la poesía de Alejandra Pizarnik, eran todo para ella. El amor ese que alguna vez sonrojó sus mejillas, enfrió sus manos, cortó sus palabras. De ese no le gustaba hablar, eso era una pérdida de tiempo según ella. Pobre, desde los malos tratos que le dio el infeliz de Ezequiel, no quería saber nada del amor. Siempre le prometía que iba cambiar pero esa madrugada casi la mata y barrió el piso con ella hasta más no poder. Sus absurdos celos lo hacían pensar que su mujer lo podría engañar con cualquier hombre de su trabajo y el barrio. Nadie podía negar que María fuera una mujer hermosa e inteligente, pero siempre le fue fiel a su marido, renunció a la beca que se había ganado en Londres para quedarse a su lado y Ezequiel nunca pudo apreciar eso, todo lo relacionaba con la supuesta relación que tenía María con su vecino. Relación que nunca existió, o sí; en los fantasmas de inseguridad de Ezequiel. Esa madrugada que María salió de su casa golpeada y sangrando, juró que no regresaría aunque Ezequiel le pidiera una y mil veces, perdón. De eso hace tanto tiempo, que sus nombres se escribieron en aquella fría pared cuando Cupido jugaba con sus corazones y hoy se han desvanecido en el aire. Dos meses después de haber firmado el divorcio tomó la decisión de irse a Buenos Aires, quizás encontraría una oportunidad de volver a estudiar y rehacer su vida. Y la encontró, terminó de estudiar artes e ingresó al movimiento feminista argentino y eso la hacía completamente feliz. Soledad, su gran amiga, le insistía que debía volver a enamorase, no podía culminar su vida sola. Ella aunque perteneciera al movimiento feminista argentino, siempre anheló tener una familia, un hijo y llegar a la vejez en ese estado de compañía. En un principio, hubo una negativa al planteamiento de Sole, como le decía a su amiga. Esa noche no pudo dormir se repetía una y otra vez: Sole tiene razón, me he condenado a no volver amar desde que me separé de Ezequiel. ¿Y si adopto un niño? O consigo una relación por las redes sociales, vaya que estupideces digo, y mejor sola que mal acompañada. Cerró sus ojos, y se dejó llevar por Morfeo. El canto de los jilgueros anunciaba que el invierno se había instaurado en la pálida Buenos Aires. Esa mañana del 6 de julio, María, quien pasaba frente al Obelisco se cruzó con los ojos marrones de Carlos y comprendió que todavía tenía la capacidad de volver a amar. Tal vez era muy apresurado pensar que aquel extraño podría llenar nuevamente su corazón pero sintió que con esos ojos había caminado un trayecto de 143


su vida. Se dijo quizás estoy enloqueciendo ante la insistencia de Sole porque rehaga mí vida amorosa, eso pensó en un instante, cuando Carlos se acercó a ella para preguntarle la hora. Ella contestó que eran las ocho de la mañana y la intención de Carlos, no se resumía a la hora. Deseaba saber de su vida, desde que la había visto, sus cabellos negros y rizados, lo habían cautivado. Optó por decirle; quizás pensarás que estoy loco y es verdad un poco. Por favor, quisiera saber tu nombre y si es posible que tomáramos un café. María, quien no había perdido la costumbre de sonrojarse ante los halagos que los hombres hacían sobre ella, no haría la excepción esta vez. Lo que a Carlos le pareció un gesto de dulzura en ese rostro angelical, que le despertaba sentimientos que hace mucho tiempo no sentía. María aceptó aquel café que le abrió las puertas al paraíso del amor, ese paraíso del que llevaba alejada desde hacía cinco años, aproximadamente. Siempre había sido una mujer silenciosa y apreciaba escuchar el diálogo de los otros, pensaba que el acto del habla debía hacerse cuando los pensamientos salían de lo cotidiano e iban a las estrellas. Esa mañana se enteró que Carlos era un pintor de inmuebles y de cuadros, no ganaba mucho dinero pero era feliz haciéndolo. Tenía tres hijos que eran la luz de sus ojos, se había separado hacía mucho tiempo y vivía en una casita muy pequeña cerca del centro de Buenos Aires. Amaba esa casa a la que había pintado como las estaciones de Vivaldi y quizás lo que le hacía falta era una musa, aunque con lo poco que tenía era feliz. Estaba convencido de que esos ojos color tinto, que se habían cruzado con los suyos esa mañana, le volverían a hacer amar. Ante esas últimas palabras, nuevamente las mejillas de María se sonrojaron, y ese rojo contrastó con sus labios carmesí, esos que Carlos anhelaba y que le pertenecerían aunque ella no hubiera dicho nada. Él quiso saber quién era esa mujer que había robado su corazón y despertado una ternura indescriptible. María le contó que era artista, miembro del movimiento feminista argentino y que se había divorciado hace aproximadamente cinco años. Vivía en un pequeño departamento en el barrio de Parque Patricios, con su amiga Sole y se había negado a la posibilidad de volver amar porque su ex esposo Ezequiel, la golpeaba. En un principio pensó que la culpable de esa situación era ella y después descubrió que el del problema era él y antes que terminara matándola prefirió irse y divorciarse. Pero hoy ha sentido que puede haber un segundo tiempo, que puede volver a tener melodía de amor en su corazón. Ante los hechos narrados por María, Carlos estaba sorprendido, no podía comprender cómo aquel hombre había perdido a una mujer tan hermosa. Habían transcurrido las dos de la tarde de ese frío día de invierno, entre las conversaciones de María y Carlos. Ella recordaría, que tenía que pintar el cuadro de la desolación en casa de Maximiliano, un hombre que era su amigo y con el que había tenido sexo años atrás. Se despidió de Carlos, y prometió que en la noche se volverían

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a ver. Él, que no quería dejarla ir, aceptó verla en la noche en su pequeña casa. Durante toda la tarde, ella estuvo pintando el cuadro de la desolación al lado de Maximiliano, quien notó un brillo distinto en los ojos de su amiga y no quiso saber el porqué. Había aprendido a amarla en silencio y no deseaba fragmentarse el corazón ante otra negativa. María terminó el cuadro, besó la frente de Maximiliano y se fue. Al llegar al Obelisco, notó que Carlos estaba esperándola con un abrigo gris y esos tennis azules que tanto le gustaron en la mañana. Hablaron de todo un poco y se fueron a la casa, tan llena de colores y vida. En el estante de una de las mesas se encontraban las fotografías de los hijos de Carlos, quien se emocionaba cada vez que los mencionaba no sin recordar que una bebita le hacía falta a su lista. María se emocionó ante aquellas palabras, y le dijo que quizás la nena vendría pronto. Él se acercó a ella y besó sus labios rojos, no pudo contenerse, en verdad la quería. Desabrochó su vestido rosa, besó la cicatriz que había acompañado su vientre y las estrías que el paso de los años pintó en ella. En medio de gemidos y sudor, habían sido uno solo. Han pasado tres meses y María no ha querido saber nada de Carlos, el temor de que un hombre la volviera golpear se había apoderado de ella. No pudo seguir evitando ese encuentro con Carlos, ante las continuas náuseas, mareos y la ausencia del período menstrual, que indicaron que la nena vendría en camino. María buscó a Carlos y le contó, que en cinco meses serían padres de una nena. Él se alegró profundamente, seguía amándola como el primer día, aunque le molestaba un poco su actitud. Ella le explicó sus temores frente al intento de iniciar una vida juntos y el porqué de su partida. Carlos comprendió lo que hacía tres meses atormentaba su cabeza en noches taciturnas. La tomó de la cintura, besó su frente y prometió que el cielo sería escarlata en ellos. Ese era el himno que su viejo le había enseñado años atrás, sobre el amor.

YESSIKA MARÍA RENGIFO CASTILLO

Colombia

Blog: http://contigopanypalabras.com/ Facebook: https://www.facebook.com/jessiporquerengifo.rengifo

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ientras mis nietos y los abogados discutían los pormenores de la venta de la casa, no sé por qué sentí una enorme necesidad de salir a caminar por el barrio. Recorrer aquellas calles arboladas, hoy completamente pelados sus árboles, desnudos y expuestos a este crudo invierno, pero que apenas insinúa su llegada la primavera, se visten de verdes botones que luego estallan en frondosas ramas y dan la sombra deseada para sentarse en la vereda a charlar con vecinos y tomar unos ricos mates. Y entre mate y mate fui tejiendo mi historia aquí en Argentina, fue muy duro el comienzo y muchos sucumbieron, trabajando de cualquier cosa para nuevamente reunir el dinero para regresar. ¿Para regresar dónde? Allí solo había hambre y persecución. El fascismo, la sombra de Mussolini, y todo el dolor de una posguerra, que a pesar de estar del lado ganador, por así decirlo, no nos había favorecido en nada, todo lo contrario. Cierro mis ojos y me parece viajar al pasado, aquella cancioneta que un joven cantaba a mi lado, mientras esperábamos abordar el barco... pinta en mi recuerdo aquel día. Quanno fa notte e 'o sole se ne scenne, cuando anochece y el sol desciende me vene quase 'na malincunia; me asalta casi la melancolía sotto'a fenesta toia restarria bajo tu ventana me quedaría quanno fa notte e 'o sole se ne scenne. cuando anochece y el sol desciende. Claro, no era Caruso precisamente, pero oírlo en ese momento tan especial, inundaba mi alma de nostalgia. Corría el año 1919, me parecía mentira estar allí parada en el muelle ante aquel imponente barco que cambiaría mi vida para siempre, o por lo menos así lo soñaba. El “Francesca” anclado y con su tarima baja esperaba ser abordado por miles de Italianos que emigrábamos, con un equipaje lleno solamente de sueños, una hogaza de pan envuelta en un lienzo blanco y el boleto en la mano, pagado con tanto esfuerzo. Viajábamos en sector económico, también denominado como tercera clase. No importaba, solo serían unos días, y aquel cantor y yo nos unimos en el dolor de la partida sin saber el gran amor que sucedería en el viaje y que nos mantendría unidos más de cincuenta años. 147


De no haber sido por él, jamás lo hubiera logrado, pero cada vez que me veía flaquear me robaba una sonrisa, amenazándome con cantar si yo no sonreía ¡Y cómo no hacerlo! También vimos la muerte de cerca, no todos lo lograron y sus cuerpos fueron arrojados al mar. Una vez en el puerto de Buenos Aires, y sin tiempo de descansar, seguimos viaje a Rosario, donde un hermano suyo lo esperaba con trabajo en una granja en las afueras de la ciudad y donde por suerte también conseguí trabajo en la casa principal. Los patrones eran muy buenos y así fue durante años... Trabajo, trabajo y trabajo y los días libres edificábamos con amor y sacrificio aquella casona. La misma de la que hoy mis nietos discuten su valor moneda con el abogado. Con sus paredes impregnadas de anécdotas de nuestra Italia natal, de risas y llantos, de alegrías y tristezas, donde la fiebre amarilla nos robó dos de nuestros pequeños y jamás pudimos sobrellevar aquel golpe de la vida y los lloramos en silencio toda nuestra vida juntos, pero no flaqueando delante de nuestros otros hijos que nos necesitaban fuertes para sostenerlos y brindarles lo mejor. Lo cual creo fue un error, pero ya es tarde. Y hoy, armo nuevamente el equipaje, casi tan vacío como cuando vine, pensando en volver a mi ciudad natal a la cual jamas regresé. Otro será el barco, otras las circunstancias, claro, y sé que no sera fácil sin su voz cantándome cancionetas... Nunca imaginé que se iría primero ¡Nunca imaginé que se iría! ¿Qué loco, no? Sin darme cuenta aquella caminata por el barrio había sido mas larga de lo previsto, e inicié el regreso hacia la casa, con mi paso cansado por los años, pero con una vida escrita en cada una de mis arrugas, y eran muchas. Y el corazón desbordado de emociones ¡qué más podría querer llevar que necesitara una fría valija! Como dice aquel antiguo dicho Italiano... “donde hay pájaros en el cielo, hay Italianos en la tierra.”.

MARCELA GALLARDO

Argentina

Facebook: facebook.com/marcela.gallardo.1428

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