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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3
NRO 34 — diciembRE 2018 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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Índice VEINTIDÓS KILOS DE COMIDA BALANCEADA VERO SCHILIRO 9 LA TARDE TENÍA UN NOMBRE, AVELLANEDA PABLO FEDERICO ANTELO 13 HUBRIS ALICIA MONSALVE 17 QUE TE VAYA BIEN, TE ESPERO AL MEDIODÍA DIEGO VIDAL SANTURIÓN 22 EL TECHO AGUSTINA MURILLO 26 EPISODIO PSICÓTICO DIEGO ALFONSO LANDINEZ GUIO 28 CAMINO A LA LIBERTAD MARÍA GUADALUPE VÁZQUEZ BUSTOS 32 IMPOSTERGABLE ANDREA ALVES 36 DERRUMBE ANGIE PAGNOTTA 39 LOS GIRASOLES MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 44 CELINE Y UN VERANO AGRIDULCE MIRTA CALABRESE DE LUCA 46 MORIR EN EL PESCANTE OSvALDO E. VILLALBA 49 MUNDO DE LOCOS BEATRIZ OSORNIO MORALES 54 EL FIN DE LA NOVELA HISTÓRICA JORGE PRINZO 56 UN DÍA EN EL ANÁHUAC GONZALO ZACAULA VELÁSQUEZ 63 LA NIÑA DE PAPEL MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ 67 RONALDO TIENE NOVIA CARLA ROSCONI 70 CARAS VEMOS... CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR 72 MORDER LA NOCHE FRAK TORRES VERGEL 76 LA MANCHA (UPA LA LA III) GUSTAVO VIGNERA 82 CINCO PASOS, O MIL DIANA MARINA GAMARNIK 87 MANUAL PARA ATESORAR EL AMOR, CASO N°11: IMBÉCIL HEIDY PERALTA / LISARDO SUÁREZ 90 STELLA DEL MAR (INTRADUCIBLE AL INGLÉS) CARLOS M. FEDERICI 94 LOS CONDENADOS AL INFIERNO EMILIO PAZ PANANA 98 LOS NIÑOS DESAPARECIERON, ALBERTO OSWALDO CASTRO ALFARO 102 EL TESTIGO MÓNICA MARCHESKY 106 EL GOL DE LOS TIEMPOS HÉCTOR GARCÍA 113 NET-MAN JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 117 LA SEÑORA LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 121 CON AROMA A FONDO DE CASA JORGE LUIS ALONSO 126 ALMENDRAS AMARGAS ADA INÉS LERNER 131 5
ENCONTRAR UNA SOLUCIÓN RICARDO BUGARÍN 135 ¿LOCA O CUERDA? ANDREA CHOROSZCZUCHA 137 EL MALETÍN MARÍA DE LA LUZ CARRILLO ROMERO 141 ME NARRARÉ HASTA ENCONTRARME JOSÉ LUIS VELARDE 144 SÚBITO GABRIELA LEMA 148 NUNCA DESAFÍES A LA DIOSA DE LOS BOSQUES DIANA RUBIO SÁEZ 152 SHOW TÉTRICO CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 156 LA ISLA DE LOS MUERTOS CARMEN GÓMEZ BARCELÓ 159 ENTREVISTA ANA MARÍA CAILLET BOIS 162 UNA PUERTA AL PASADO VÍCTOR ANDRÉS PARRA AVELLANEDA 164 ¿QUÉ MÁS FIERO QUE EL AMOR? DAMARIS GASSÓN PACHECO 168
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Enero
LAS FLORES DEL TIEMPO DE LA LLUVIA DANIEL FRINIRUNNING NATALIA LÓPEZ - EN LOS BRAZOS DE CIRCE HERNANDO TORRILLA - LA SIMA DE LOS HUESOS XIMENA R.MOLINARI - DE PASEO CON GABRIEL ERNESTO PATRICIA K.OLIVERA - EL QUE ARAÑA SOBRE TI CARLOS ENRIQUE SALDIVAR - AJUSTE DE CUENTAS OSWALDO CASTRO ALFAROFLOR JORGE DÁVALOS - EMET DAMARIS GASSÓN PACHECOGONG CARLOS M.FEDERICI - LA SEÑAL JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS - TOC TOC SCHUBERT ALDONZA Z.- Y DESTINO… LORENA N.CANCINO - NOCHE MANSA ANDREA ALVES - LA LEYENDA DE LA AMADA LENA ROGER CHICO CABARCAS INOLVIDABLE SORPRESA NANCY AGUILAR QUINTERO - LA MENTIRA DE MARTÍN RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA - AMOR FRATERNO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI - UN LUGAR LLAMADO CONFÍN ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ - INMORTAL DANPERJAZ LJ - CUENTO MATERO EZEQUIEL ORLANDO PENUMBRAS CLARA GONOROWSKY - JAMES PARKER ANA CAILLET BOIS - CAMBIO DE PLANES YOLANDA SA - DEADLINE JUAN PABLO GOÑI CAPURRO - LA CRUZ OLVIDADA SERGIO NÚÑEZ FRiO VISCERAL M.N.ALLEN - POPTENCIA ÁLVARO MORALES EN EL REGAZO DE FREUD FRANTZ FERENTZ - VACÍO MIGUEL ÁNGEL CARDONA HERNÁNDEZ - UN BUEN HOMBRE DIEGO CASTRO - UN TRÁGICO FINAL MARÍA ELIZA GARCÍA MARTÍNEZ CENIZAS DE ALMENDRO PARA EL AMOR DIEGO VIDAL SANTURIÓN - EL MUNDO ES UN ÁLBUM DE FOTOS DAMIÁN AGUIRRE - DEMASIADO CARO PATRICIA J.DORANTES PEDRO,JUAN Y DIEGO DIEGO ARMIJO OTÁROLA - EL VENDEDOR ADA INÉS LERNER - LA FRAGILIDAD DE LAS COPAS MARÍA SILVINA MACIEL - LAS CARTITAS DEL ARBOLITO EMILIA VIDAL - REMENDAR LA NAVIDAD JULIÁN KRONN
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aola era el estribillo de nuestras peleas, la parte que cantábamos juntos. Ella amaba a los perros, era buena también con las personas. Todo, hasta el camisón de Paola era bueno. La noche que conocí a Daniel me dijo que se habían separado porque era demasiado buena para él. Pensé que yo podía gustarle porque me daban igual los animales y las personas y empezamos a estar juntos mirándonos un poco de costado. Cuando mi vecina Marita tocó el timbre, Daniel y yo nos estábamos peleando, él quería quedarse a vivir en mi departamento. Decía que eso hacen las parejas cuando se quieren. Cuando él se mudó a lo de Paola, ella le había dado tres cajones y un placard entero. Bajamos la voz y entraron. Marita y un perro. Ella era fanática de los animales, adoptaba los bichos que nadie quería y cuando se quedaba sin lugar tocaba los timbres de todos los departamentos del edificio. No era la primer vez que le explicaba que perros no, pero ahora estaba Daniel. No, Marita, es que no podemos tener un bulldog en el departamento dije mirando al piso. Aunque sea unos días hasta conseguirle lugar. En casa intenté pero se llevó mal con mis gatos, no hubo caso. -Ya te conté que no me gustan los perros. Además, trabajamos todo el día los dos. Daniel no lo puede llevar al kiosco, yo a la oficina, menos. La comida, sacarlo a pasear… Ay nena, ¿pero a qué clase de persona no le gustan los perros? No digas eso que la gente va a pensar mal. Miren lo bueno que es. Se llama Borges. ¿Borges, como el escritor? preguntó Daniel y se agachó a tocarle la cabeza Qué lindo, me encantan los perros. Ellos hablaban y a mí de a poco se me apagaban los oídos. Al lado de la bronca, estaba la responsabilidad de cuidar a Borges, ese estado de maternidad constante que todavía no quería asumir, pero Daniel insistió, dijo que nos iba a hacer bien. Me pregunté cuántos de todos los perros del mundo llevarían una vida tan utilitaria: salvar parejas. Así que fui a la cocina, llené un táper con agua y lo dejé al costado del balcón. Era mi manera de acercarle un té al perro para que se distrajera y seguir con la discusión, pero Daniel agarró la billetera y se fue. Igual que unas semanas atrás. Nos habíamos peleado por algo que a mí me causó mucha fascinación. Fuimos a alquilar una película y mientras elegíamos, la dueña del video atendía a una mujer de unos sesenta años con el pelo mal teñido. La mujer no la miraba y mientras hablaba ponía los ojos hacia un costado, como si hubiera alguien a su derecha cantándole una canción. 10
Yo imaginaba que la tipa sacaba una pistola y apuntándola decía “are you talking to me”; o que se le desarmaba la cara en escalera a lo vengador del futuro gritando “dos semanas, dos semanas”. No sé, miro muchas películas, quería una buena trama y un gran final como las de antes. Entonces, la mujer preguntó “cuándo tengo que devolverlas” con su gesto estrábico y de la nada, mientras miraba la pared de películas porno, dijo “ah, ¿y no tenés una de negros?”. Dejé en el mostrador las cajas que había elegido y salí corriendo del videoclub. Me escondí en la panadería para reirme a carcajadas. En mi cabeza todo el cine aplaudía. Pero Daniel estaba ofendido porque lo dejé con todo eso en el video: ya no nos reíamos de las mismas cosas. En casa tiró las películas sobre la mesa y se fue con la billetera y las llaves. Ese día, cuando la vecina nos dejó a Borges, Daniel hizo el mismo gesto, billetera, llaves, portazo; pero esta vez cuando volvió, sostenía veintidós kilos de comida balanceada. También traía una mochila con sus cosas. Dos nuevos integrantes a mi monofamilia en un mismo día. El perro olió la bolsa, caminó por el departamento, entró a la habitación y apoyó la cabeza sobre el colchón. No tomó agua ni comió su comida. Nosotros nos fuimos a dormir sin hablar. A la mañana, Borges subió a la cama por una escalera de ropa y nos despertó con litros de baba y meneo de su cola muñón. La canción Paola estaba apagada hasta la próxima pelea. Fui a preparar mate y un tostado. Daniel, por lo general, decía que no quería comer y después reclamaba la mitad de lo mío. Así pasamos tres meses con Borges. La bolsa de alimento se fue vaciando mientras Paola se quedaba en el botiquín del baño. El perro fue un argumento para estar juntos mirando hacia el mismo lado, hacia algo vivo. Una tarde en la plaza me distraje y Borges metió el hocico en un hormiguero. No sé cuidar animales. No sé cuidar nada. En la guardia canina le dieron unas inyecciones y mientras le sostenía las patas de adelante, me puse a llorar como si yo me hubiese comido las mil hormigas obreras. El veterinario señaló una caja de carilina sin conmoverse. Me dijo que no era nada, que en unos días iba a estar bien. “Se debe llorar mucho en estos lugares”, me acuerdo que pensé. Llamé a Daniel desde la veterinaria y le conté el episodio. “A Paola nunca le hubiera pasado una cosa así”, me dijo. Antes de cortar, le pedí encontrarnos en el bar de abajo, yo quería comer un tostado entero. Cuando llegó le miró el hocico y me preguntó si no había comprado una bolsa nueva, nos estábamos quedando sin alimento para Borges, y yo le dije que necesitaba que se fuera del departamento. Él me 11
juró que no iba a hablar más de Paola y le contesté que Paola me caía bien, hasta tenía ganas de ser su amiga. Me preguntó si todo esto tenía que ver con el perro, que sabía que yo no quería mascotas y que capaz había ido muy lejos con eso. No metas a Borges en esto, por favor le dije. Bueno, pero entonces si no es el perro, ¿qué te pasa? No quiero estar con vos, Daniel, no quiero que salgas conmigo en las fotos y no quiero convidarte de mis tostados. Daniel pidió la cuenta y me agarró del brazo. Pagó y nos fuimos. En la habitación Borges estaba parado sobre la cama con una media en la boca. Nos miraba quieto. De repente las sábanas celestes empezaron a teñirse de azul oscuro entre los pliegues. “¿Pero qué hace este perro de mierda?” gritó Daniel. Borges estaba meando su lado de la cama y yo tuve que agarrarme las manos para no aplaudir.
VERO SCHILIRO
Argentina
Instagram: VeroCynar
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“Era niño y ya perdiera la costumbre de llorar; la miseria seca el alma y los ojos además; era niño y parecía por sus hechos viejo yá…” Rosalía de Castro
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l miriñaque colgaba del retrato amarillento y deshilachado... La cautividad de la familia en la foto encuadrada en un marco dorado y cascado, la hacia compactada como en una vitrina amarillenta de museo que presionaba los años pasados, la telaraña de los sueños inconclusos. Una novia. Un novio inseguro, perplejo y asustado, frenado justo antes de la huída. La novia con todo el poder sobre sus gruesas caderas carnosas, algo disimuladas por el enorme vestido blanco con varios metros de cola. Sus padres, como escoltas a cada lado, custodiaban la escena y el futuro inevitable. Todo estaba previsto, hasta la holgura que tendría el fracaso y el olor rancio de las flores agónicas. Verano y sudor, bailes, copas con mucho alcohol, bullicio, mareada gente oscura que baila hasta el amanecer. Torta, anillos, ligas y aplausos, llantos y risas irónicas. Un viaje de bodas en tren a Mar del Plata y la primera soledad, cuerpo a cuerpo, gritos ahogados y placer simulado en un chalet prestado con frente de piedra y troncos, y el mar en la lejanía opaca. Retiré la mirada del retrato colgado en la pared húmeda, musgosa y descascarada, y sentí el apremio de la tristeza ajena aunque familiar. Los abuelos habían extendido años largos de vida, ahora yo en su habitación abandonada distribuía la tristeza de la visión por todo el cuerpo. Un rumor inquietaba el silencio de la pieza que sobrevivía entre olores rancios. Al darme vuelta me vi reflejado frente al espejo opaco del ropero, incólume como un elefante petrificado mi figura no me resulto conocida, apenas un espía, un fisgón de corto aliento, un vecino atrevido pugnando por algo de valor. Por unos segundos mi imagen prosiguió como esculpida en la nube de la visión en lo vaporoso de toda la escena que envejecía lo que contenía en fantasmas anónimos. Salí del cuarto con apuro, pero a su vez con mucho peso en los pies, en el estómago un extraño roedor roía todo por dentro. Una bocanada de aire fresco de 14
invierno me animó a seguir. Chiquito…: ¡¡La vida es un pingo desbocado, las crines te pegan en la cara y te hieren, pero te mantienen despierto!! Tenés que abrazarte al cuerpo grueso y caliente y tratar de no caerte aunque se desboque en la locura de la huella... Decía el abuelo mirando siempre hacia el sur, como fascinado por predecir la lluvia, sentado con la silla al revés, la punta de los codos sobre el borde del respaldo y enfundado en su camiseta musculosa, parapetado en la vereda, oteando el barrio. “Haciendo patria” para que otros vivieran sus pasos y decidieran, gritando a los pibes que en jauría iban y venían atentando contra los vidrios de la fábrica de enfrente. Algunas tardes un tanto nostálgico, movía los bigotes gruesos blancoamarillentos en vaivén, como hurgando en la felicidad de otros tiempos; apuraba entonces el mate amargo para conjurar a los ojos que se humedecían y eran ya presa de la sal de la morriña, del mar bravío que golpeaba el metal del barco de carga que lo extinguía de la patria, dejando una estela tristísima de gaviotas y espuma, y el ojo de buey, tan absurdo en su tamaño le dejaba ver a tientas la inmensidad del océano y el punto negro a la distancia reducido, apretado y condensados el hórreo, la aldea, la novia antigua, la campiña, los olivares y algo así como el amor... El ojo de buey pensaba ... como la bestia que surcaba la tierra, como quien hiere brutalmente la piel de la sequedad del verano gallego. Prendí un cigarrillo y el gesto de las manos ahuecadas protegiendo la llama del fósforo me recordó al abuelo que también los encendía así, entrecerrando los ojos calentando la palma, hubiese o no viento que lo justificara. El abuelo nada sabía de literatura, salvo un vago recuerdo de una tal Rosalía de Castro (según decía), de la que le había hablado un anarquista compañero del viaje interminable a Buenos Aires. Él le había dicho que escribía mucho sobre los labriegos gallegos explotados. Hasta recordaba algunos versos no muy precisos, de tanto repetírselos al anarquista en la cubierta del viejo carguero en noches lánguidas, bañados los dos por el encono de la luz señera de la luna, que los guiaba al irremediable e inestable destino: América. Con esfuerzo de memoria dejaba insinuar en voz baja y casi temerosa: “Yo en mi lecho de abrojos, tú en tu lecho de rosas y de plumas; verdad dijo el que dijo que un abismo media entre mi miseria y tu fortuna. Mas yo no cambiaria tu lecho por mi lecho, pues rosas hay que manchan y emponzoñan,
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y abrojos que a través de su aspereza nos conducen al cielo.” El barrio tramaba historias nuevas tras cada puerta. Mucha pintura vieja oculta sobre las nuevas fachadas. La brisa fresca movió otro fuerte recuerdo: la abuela contorneándose entre la maleza, las flores y los tientos de colores en el fondo de la casa, hurgando la tierra antes de preparar la cena, llamando con silbidos al zorzal que clamaba por las sombras nocturnas. A sus ojos claros le sentaba muy bien la luz rugosa y penetrante del atardecer. Poco después llamaría al abuelo para el rito diario de la comida caliente y en horario puntual, el rumor incesante y somnoliento de los grillos, el aullido ahogado de algún perro lejano. Otra vez la noche demoledora les devoraría los sueños y las nostalgias sin cesar. Tomé la calle y ya no miré hacia atrás, un tanto agitado, apuré mis pasos; el tren me aguardaba cansado y casi desvanecido en la estación que lo guarecía del desden de la partida. Toqué al pasar el cartel blanquinegro de cemento de la estación y la tarde tenía un nombre: Avellaneda..., hasta que la distancia lo dibujó con violencia sutil y gradual para ser solo parte de mis pupilas, oscuras y remotas.
PABLO FEDERICO ANTELO
Argentina
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l señor Fu se sienta en la puerta de su tienda a fumar un cigarrillo de tabaco negro, sin filtro. Hoy no está ocupado, no hay nada que vender más que algunos vegetales arrugados, alguno que otro enlatado que quedó olvidado en un estante, quizá próximo a su fecha de expiración. No habrá que seguir a los clientes por los pasillos llenos de mercancías de poco valor para que no roben un frasco de champú de marca dudosa. No tendrá que pelear con los niños que se comen las golosinas antes de pagar. El señor Fu quiere seguir esperando. Quizás ya no hay tiempo. El teléfono escondido en el bolsillo interior de su guayabera está vibrando. Al sentirlo, aspira con fuerza el cigarrillo, las minúsculas partículas de hierba se consumen con rapidez y el fuerte olor se extiende por la calle vacía de transeúntes y de ilusión, como su presente. Entra al establecimiento cuyo aroma recuerda que alguna vez hubo allí verduras frescas, detergente, escobas y juguetes de plástico. Ahora esos olores se mezclan con el del moho que empieza a apoderarse de los anaqueles con la humedad condensada en las tibias tardes de aquella ciudad que hace unos años lo recibió con tráfico y apuros. Ve en la pantalla el anuncio de llamada perdida. Llama a la señora Fu que apenas lo oye vociferar. A ella ya casi no le importa lo que pase allá afuera. Está en el depósito viendo un programa repetido doblado al español y con risas grabadas. Luego discuten en el dialecto que aprendieron de sus padres antes de huir a Venezuela. Antes de casarse. Antes de tener a su única hija. Deciden marcar el número que aparece en la pantalla del teléfono. Llamada perdida. Suyin Fu. El objetivo de la llamada es el mismo de hace meses, él contesta rápido a las preguntas de Suyin, sin pensarlo siquiera un poco. Los esposos se miran adivinando los pensamientos del otro. La señora Fu arruga el delantal con una mano y con la otra trata de contener las lágrimas. Toma el teléfono. Pregunta por los nietos. Se despide con ternura e intenta disimular la tristeza. Su marido ha vuelto a decir “no” a la solicitud de la hija. Los quiere fuera del país cuanto antes. Que vayan a vivir con ella. Otro país, otros tiempos. La señora Fu le impreca. Asegura que se va a arrepentir de su terquedad. Respira. Se contiene. Por un momento siente que sus palabras podrían ser de mala suerte, pero en el fondo sabe que eso no funciona con el señor Fu. Para él las maldiciones son como el humo que aspira y suelta sin percatarse. Él sabe que ella no se va a ir sola. Lo acompañará hasta que uno de los dos deje de respirar. Está seguro de que él se irá primero. Suyin les ha rogado que cierren de una vez. Es el último local que les queda. Ya no hay más que perder. Sus primos y amigos se han ido. No queda nadie de su pueblo en el club social. Hasta los cocineros son gente reciente que viene con otras costumbres. Pero el señor Fu sigue esperando. Abre la puerta y el resplandor de las dos de la tarde le hace entrecerrar los ojos. 18
El sol sobre el asfalto caliente crea la ilusión de que hay una inmensa laguna en medio de la avenida. A esta hora la peluquería de al lado estaría llena de señoras buscando no perder el alisado. La farmacia anunciaría el turno del próximo domingo. La escuela de ballet le traería clientes aburridos mientras sus hijas terminan la clase. Estarían llegando los chicos del liceo a comprar meriendas y refrescos. Fu enciende otro cigarro y recuerda a Suyin, a esta misma hora, a la edad de los muchachos que venían en bandadas a la tienda. Recuerda la primera vez que la vio llegar con aquel amigo y siempre con él casi todos los días después. Caminaban sonrientes, hasta que lo veían. Siempre demasiado cercanos, siempre él tan distinto a lo que hubiera aspirado para su única hija. Fu no quiere recordar cuando Suyin le dijo que dejaba la universidad porque estaba embarazada. Se culpa por haberse asentado en aquel vecindario donde había gente de plaza y barrio, en vez de ocuparse de las tiendas de juguetes que había abierto con su primo en zonas residenciales. Pero la señora Fu quería estar cerca de las amigas que había encontrado con más excusas que razones. Se había convertido a una iglesia con el fervor del desesperado. A ella la saludaban los clientes con su nuevo nombre de bautizo. María Fu se había hecho parte de la calle y de los vecinos que le encargaban artículos escasos, descuentos y hasta fiado. Él fumaba y pensaba. No creía, solo vivía, solo deseaba todo lo que podía conseguirse en aquella ciudad que le había brindado prosperidad tan lejos de su primer hogar. No podría volver a empezar. No podría vivir como pobre recién llegado con aquella familia que lo había emparentado sin su consentimiento. Moriría primero. Mejor estar muerto que arrimarse al yerno al que había despreciado. El celular vibra y Fu lo contesta olvidando que está en la calle. Al frente hay dos hombres que se percatan de sus movimientos. Hacen señas. El cómplice se acerca a zancadas y sorprende a Fu por detrás. Trata de arrebatarle el teléfono. Forcejean. Fu toma el cigarro entre el índice y el pulgar y lo estruja sobre la mano del sujeto, la piel se chamusca mientras el hombre se retuerce de dolor y empuja la terca humanidad del comerciante contra el cemento. Un ruido sordo le dice a Fu que ya se hace tarde para el café negro de las tres que ya se está colando en el almacén. Suyin escucha a unos hombres gritar y un correteo al otro lado del teléfono. Sigue escuchando sus voces mientras su mente la lleva directo a su calle, a la salida del liceo, a los que se llevaban productos sin pagar, a la entrada del barrio construido en un terraplén detrás de la licorería. La señora Fu camina con la humeante taza de peltre, un pequeño lujo en esos tiempos de escasez. Empuja la puerta y las campanitas colgadas de la manija aun suenan cuando ve el cigarrillo retorcido que se consume lentamente sobre el cemento.
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ALICIA MONSALVE
Venezuela
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Febrero
PENSARLO PABLO LABORDE - ELLAS BAILAN RAÚL ARIEL VICTORIANO - MIRADAS: uNA NOCHE MÓNICA CENAMEMBRILLO CONSUELO HERNÁNDEZ LICER - RELATO DE LO ACONTECIDO EN MANTUA,JUNTO A UN VADO DEL RÍO MINCIO,EN LOS PRIMEROS DÍAS DE JULIO DE 452 DANIEL FRINI - ASÍ NO ERA EL ASUNTO OSWALDO CASTRO ALFAROENTRE DOS MUNDOS ADRIANA mónica LAMELARECAPITULACIÓN GERÓNIMO TROLIO - DESATENCIONES ANA MILÁN - CUANDO CREZCAN DE NUEVO LAS FLORES CARLOS M. FEDERICI - REVELACIÓN DANIELA ROSTKIER - la mano redentora giancarlo andaluz queirolo madre primeriza laura folch - LA CAJA DE COLORES PATRICIA RICHMOND - SERENATA DE AUTODESTRUCCIÓN LUIS BRAVOsusana hugo viglietti - lA QUIMERA DEL REGRESO jIMMY CASTRO MIRANDA - GOTAS DE INVIERNO LUIS FONTANA - ACOSADA YOLANDA SA - EL PARAISO (EL VIAJE DE UN DOLOR) ELBA vARGAS RAMOS - LAS ESCONDIDAS ADRIANA SALINARDI - DON MARCIAL Y EL ÁNGEL OSCAR FERRARA - PASOS SIN TIEMPO EDWARD A. VARGAS PERILLA - DIMES Y DIRETES MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI- EL BAILE RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA- el reto metafísico del saber roger chico cabarcas-LA MUJER DE SAL CLARA GONOROWSKY - OJOS DE COLIBRÍ RICARDO BUGARÍN - eL CHACAL DE VILLA CRESPO CRISTIAN BERNACHEA NOSOTROS Y EL ABISMO LUCAS AGUIRRE - DUELO MONSTRUOSO CARLOS ENRIQUE SALDIVAR - APRENDIZAJE ANA CAILLET BOIS-SUEÑO DE ARENA ROLANDO DI LORENZO - EL COFRE DAMIAN FURFURO - el teatro de los sueños césar chafio - MI QUERIDA MENTE ES UNA TRAMPA DE FUEGO SOFÍA LUDLOW CÁNDANO - BIG DATA JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS
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e ibas siempre junto con la tarde. Tu silueta negra, recortada contra el sol en los ventanales, revisaba que todo estuviera en su lugar: el abrigo colgado, los guantes en los bolsillos, la llave de la moto junto a la billetera. Repetías el mismo ritual cada tarde, previo a encerrarte solo en la oscuridad de tu cuarto mientras nosotros en el resto de la casa, nos volvíamos pies de plumas y manos de algodón. Gestos y susurros diluyéndose con las horas. Con los postigos cerrados y las cortinas extendidas, la noche artificial e interior de la casa me obligaba a encender la veladora para recostarme a leer, o tirarme a hacer puzles sobre el piso del living. Pasaba un buen rato entre penumbras jugando con las cartas, armando casitas sobre la mesa de mármol. Estructuras frágiles y escalonadas de cinco y hasta seis pisos. Perseverancia y paciencia, lenta y silenciosa. Al anochecer también tenía permitido ver la tele de cerca, tan de cerca que casi podía metérmele adentro. No recuerdo las cenas de aquel tiempo. Imagino una mesa silenciosa; a mí mismo manejando los cubiertos con cuidado para no hacer ruido sobre el plato, sirviendo la bebida con el vaso lo más inclinado posible. Sin embargo, no podría relatar con certeza cómo eran realmente nuestras cenas en los días en los que vos trabajabas. Quizás, sobre nuestras mandíbulas masticando en cámara lenta se escucharan tus ronquidos repentinos. Tampoco sé si cenabas antes de acostarte o si aprovechabas para comer cuando yo merendaba. De lo que sí estoy seguro, es que no lo hacías antes de irte, porque siempre te ibas previo al amanecer, mucho antes. Desde el cuarto chico, acostado en la cucheta de arriba y con la puerta entreabierta, te oía salir con sigilo de tu habitación y entrar al baño sin hacer más ruidos que el de las puertas al abrir y al cerrarse. En el baño hacías pichí y te largabas unos pedos que resonaban en el silencio amplificante de la noche. Seguro pensabas que todos dormíamos. Después, descargabas la cisterna y abrías las canillas del lavatorio, la caliente primero y después la fría, me daba cuenta por el chirrido vibrante pero distinto de cada una de ellas, y entonces, mientras entibiaba, dejabas el agua correr y cepillabas tus dientes para luego lavarte la cara. Pienso en la escena y escucho la descarga del aerosol de tu desodorante. Tengo la sospecha de que es una trampa de mi imaginación adulta porque estoy seguro de que usabas desodorante en bola, Pino Silvestre o Colbert Noir. Lo recuerdo por las revistas de Avon en donde los marcabas y que yo leía cuando ya no me quedaba más nada por leer, (además de aprovechar para ojear con disimulo a las modelos que lucían discretos conjuntos de ropa interior). Así que lo del aerosol me lo inventé o fue tan solo una vez, perdida entre tantas. Usabas desodorante en bola y te afeitabas con agua caliente que hacías hervir en la caldera. De esas dos cosas estoy más que seguro y se las podría contar a tus nietos con lujo de detalle. Incluso podría describir el vapor 23
desprendiéndose de la toalla blanca y empapada, tu brocha de cerdas amarillas, y tu cara roja, irritada y porosa. Pero nunca te afeitabas de madrugada. Nunca desayunabas tampoco, al menos no te sentabas a hacerlo. Encendías el tubo de luz de la mesada de la cocina y con aquel zumbido eléctrico terminabas de despabilarme. La luz blanca y fría se arrastraba por el piso hasta la puerta y se trepaba a la pared del cuarto. Afuera vos te servías un vaso de agua o de leche y cerrabas la heladera, lo tomabas de un trago y volvías a dejarlo sobre la mesada. Después, se escuchaba ruido a bolsas y en seguida tus pasos hasta el perchero del living. Allí, te ponías la campera negra de mil bolsillos, la bufanda y los guantes que te hacían las manos mucho más grandes de lo que eran. Manos de laburante tenías, y no era para menos, nadie podrá decir jamás que no fuiste un laburante. Al final de tus días habrás trabajado más de lo vivido; paradojas de la gente como vos. Manos de hombre cuarteado tan distintas a las mías. Entonces volvías a la cocina y antes de apagar la luz, te parabas frente a la puerta de mi cuarto y te calzabas el casco que ya habías traído del living. En ese instante, durante escasos segundos, tu sombra se proyectaba ancha sobre la pared contraria a la cucheta y a mí siempre me venían ganas de llamarte, y decirte: ¡Papá vení! Que te vaya bien, te quiero mucho. Te espero a mediodía. Y abrazarte desde arriba de la cucheta y besarte, aunque sea con el casco puesto. Pero nunca lo hice, un poco porque había otra gente durmiendo en la casa y otro poco porque sabía que estabas apurado y que además vos nunca te despedías. Es más, nunca te oí murmurar siquiera en esas madrugadas en las que te ibas a la fábrica tan temprano. En seguida apagabas la luz, y yo me quedaba inmóvil, respirando despacio por miedo a que me escucharas. Ya con el bolso colgado abrías la puerta del living y sacabas la moto. Afuera, con el frío punzante de la mañana y todavía a oscuras, hamacabas la Honda y pegabas la patada para darle arranque. El perro, que corría de un lado a otro de la varilla apenas vos ponías un pie afuera de la casa, esperaba el arranque para largarse a ladrar desesperado. Siete u ocho veces ladraba, en tres series seguidas. Entre veintiuno y veinticuatro ladridos cortos y agudos cada noche, ni más ni menos. Hasta que vos con un ¡Calle la boca Polo!, lo mandabas a la cucha y el perro te hacía caso y, además, dejaba de ladrar. Y así te ibas. El ruido de la moto alejándose en la ruta, la heladera ronroneando en la cocina, yo acomodándome para reencontrar el sueño, y el perro echado, feliz de despedirte él sí, a su manera, cada madrugada.
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DIEGO VIDAL SANTURIÓN
Uruguay
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i lo hacíamos con reborde nos salía ocho mil pesos más” le dice Barbi a la Turca, hablaban de mesadas de cocina. Cada una estaba construyendo su casa, en el medio se casaban, cada una y por orden de antigüedad. ¿Si el reborde sale ocho mil pesos cuanto sale la mesada? Pilas y pilas de ropa y demás objetos rodeaban a Barbi y su panza de siete meses, la rodeaban a ella y nos rodeaban a todas. Estamos rodeadas, dije. No podía dejar de pensar que era mucha ropa para un bebe, ¿Cuánta ropa necesita un bebe? ¿Cuánto maquillaje necesita una mujer? Barbi, tenés los ojos negros, le digo, ella se ríe. Parecía que le habían pegado una piña, dos piñas. Sentí unas ganas muy fuertes de llorar. Es como un duelo. Eso me pasa cada vez que vuelvo al lugar del que me fui, algo me impide hacerlo de un tirón, lo voy haciendo en cuotas y a esta altura pienso que quizás no lo termine de hacer nunca. Dos tornillos en cada viga Tina, vas a tener que hacer un poco de fuerza, me dice papá. Pongo el tornillo en la punta del taladro, encajan perfectos porque alguien pensó antes en las medidas, el tornillo se adhiere a la punta del taladro por el efecto de un imán porque alguien también pensó en eso antes. Apoyo la punta del tornillo en la viga, aprieto el botón y hago fuerza, el tornillo junto a mi fuerza hacen el agujero perfecto en donde entra y ahí se queda. Dos tornillos Tina. Pongo el tornillo en la punta del taladro, encajan perfectos, el tornillo se adhiere a la punta del taladro por el efecto de un imán. Apoyo la punta del tornillo en la viga, aprieto el botón y hago fuerza, el tornillo junto a mi fuerza hacen el agujero perfecto en donde entra y ahí se queda. ¿Cuántas vigas pa? Todas las vigas Tina. Pongo el tornillo en la punta del taladro. Apoyo la punta del tornillo en la viga, aprieto el botón y hago fuerza, el tornillo junto a mi fuerza hacen el agujero perfecto en donde entra y ahí se queda. Apoyo la punta del tornillo en la viga, aprieto el botón y hago fuerza, el tornillo junto a mi fuerza hacen el agujero perfecto en donde entra y ahí se queda. Apoyo la punta del tornillo, hago fuerza, el tornillo junto a mi fuerza hacen el agujero en donde entra. El tornillo, la fuerza, el agujero, ahí se queda. Pa, voy a tener que ir a llorar un rato al cuarto, es que me duelen los brazos y me da tristeza la ropa del bebe de Barbi, las mesadas de cocina y el tornillo. A veces sueño con una casa que no conozco, pero en el sueño la casa es mía. Tiene dos pisos, el frente da a una calle común y corriente en Concordia. En el fondo, desde la ventana del piso de arriba se ve un patio que no tiene los límites de la casa, es un patio sin fin. ¿De dónde vendrá la casa de mis sueños? ¿Quién la habrá puesto ahí para mí?
AGUSTINA MURILLO
Argentina
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olo, como muerto en estas cuatro paredes, no logro recordar cómo llegué hasta aquí. Pero no es la soledad lo que me atormenta, ni el hecho de despertar con la sensación de haber nacido aquí. Quiero estar solo. Me inquieta la familiaridad de quienes me visitan y no sé si creer que en realidad me conocen. Para mí son tan extraños como el humo de los sueños, esos sueños que recuerdo tenuemente y que, por extraño que parezca, ellos mismos rememoran. Eso me asusta. Los miro con sospecha. Trato de alejarme de ellos, pero los escucho. Me atrae ese semblante triste que contrasta con sus relatos siempre agradables. A sus preguntas por mi salud y mi ánimo respondo siempre que nunca he estado mejor, pese a que no recuerdo haber estado diferente. El resto del tiempo escucho, no hablo. No disfruto su compañía, me hacen pensar en muchas cosas y no me gusta. Espero que se vayan, pero siempre están ahí. Solo les agradezco que me despierten. Odio mis pesadillas, sobre todo porque es siempre la misma: un revólver, un disparo, un dolor y despierto. Me pregunto qué es lo más espeluznante de todo ello, si el sabor amargo y pastoso en mi boca o el metal ardiente en mi mano... por fortuna están allí, alguno de ellos al menos, para secar mis lagrimas, para decirme que todo está bien, que todo va a estar bien, que ya todo pasó. Entonces los escucho. Dicen que mi padre me pregunta, aunque no venga a verme, que en la universidad me esperan, que nadie ha podido reemplazarme y que todos preguntan por mí. Es maravilloso, por eso mismo no lo creo. Mi madre (o quien dice serlo) me habla de la familia, relata esas cosas insignificantes que cuenta la gente cuando está de visita y que, según ella, “endulzan la vida”. Ella permanece a mi lado casi siempre, preocupada de mi aspecto, de mi dieta, de que aproveche la luz del sol mientras entra por la pequeña y enrejada ventana de esta celda. Mi amigo, que a veces trae algún libro entre sus manos, me recuerda “tiempos mejores”: aquellas andanzas en las que corrían ríos de licor mientras deambulábamos en los laberintos de discusiones interminables. Extraña mis comentarios dice, mis discursos y mi ironía; no le gusta verme tan callado, pero no me reconozco en lo que dice. Y ella... bueno, es la imagen más hermosa que tengo. No siempre me habla, a veces solo me mira en silencio. Sus ojos negros se clavan en los míos mientras me toma de la mano. Creo que temo sus palabras. Esta ha sido mi vida a lo largo de un tiempo que desconozco. Siento que así ha sido siempre. Solo la ventana y una puerta me ligan al mundo exterior. Pocas veces he visto personas diferentes, aunque resuenan en mi mente una serie de voces que no logro distinguir si son reales o no. Desde hace unas noches no duermo. Fijo la mirada en los tres visitantes inmóviles junto a la puerta. No se han ido, pero ya no me hablan. Me inquieta su 29
presencia durante días enteros, como me inquietan los ojos que por la rejilla de la puerta se asoman, cada vez con mayor insistencia. Estoy intranquilo, siento esos ojos sobre mí, me falta el aire, no soporto el dolor en el pecho. Necesito salir... Estoy desesperado. Mi corazón late con fuerza y la angustia me oprime. No puedo más. Golpeo la cama y las paredes sucias de esta celda. Me acerco a la puerta, pero ya no hay nadie. ¡No puede ser! No he dormido, no he escuchado la puerta, no pudieron haber salido ¿dónde están...? Grito. Golpeo la puerta sin hacer caso al dolor de mis manos. Pero los ojos tras la rejilla vigilan, me miran con odio, con el mismo odio con el que yo los miro. Ahora oigo las voces, los murmullos que se agitan tras la puerta. Quieren entrar. No entiendo lo que dicen hasta que una voz interviene: Ha estado muy agitado. No ha dormido, ni tomado los calmantes. Otra vez delira. Hay que entrar... Golpeo con violencia la puerta, exijo que me saquen de aquí. No necesito de píldoras, ni su atención. Golpeo más fuerte. Ahora entran sujetos extraños. Tres hombres y una mujer que gritan que me calme, que es por mi bien. ¡Qué saben ellos de mí! ¡Insolentes! ¿Quiénes creen que son? Me sujetan, me golpean y caigo. No puedo moverme. Solo veo en mi rostro un piso asqueroso lleno de sangre, mientras escucho un gruñido: El desgraciado me golpeó de nuevo. Trabajo de mierda. No sé cómo dejan vivir a esa gente... la próxima vez hay que amarrarlo a la cama. Me río de él y de la mujer que trata de calmarlo. Pobre hombre, me da lástima su miseria. Ahora estoy sobre la cama, inmóvil como antes. Listo para ser examinado por un pequeño dios de blanco que llega en seguida. Mira su libreta y hace un gesto: Un tranquilizante dice a la mujer, pero esta vez dupliquemos la dosis. Se ríe y dice, como repitiendo palabras vacías: No se preocupe, amigo, volverá a estar como antes. Sé cómo se siente, pero está en buenas manos. Nosotros no lo dejaremos solo. Iluso. No sabe que nunca he estado solo... Adormezco, pero alcanzo a escuchar algunas palabras: Pobre hombre, creo que lo olvidaron. No se preocupe por él, mañana no recordará nada. Igual, siguen pagando por él. Hay gente que ya no tiene remedio.
DIEGO ALFONSO LANDINEZ GUIO
Colombia
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Marzo
EL SONIDO DE LA TRISTEZA RAÚL ARIEL VICTORIANO CORPUS, CORPUS, CORPUS… OVIDIO MORÉ - EL MARATÓN DE LAS VIUDAS JUAN C,CABEZAS AGUILAR - PRELUDIO PATRICIA ANGULO FRAGILIDAD DE LAS COSAS INCOMPLETAS PAULO NEO -AIRE MARINO LUCIANO ANDRÉS VALENCIA - JUVENTINO HERIBERTO DUARTE ROSAS - LOS ÚLTIMOS MINUTOS DE BÉRENGER DE LACROISILLE – DANIEL FRINI -A PESAR DE TODO KARLA MARIANA LÓPEZ ARAGÓN EL MAGNÍFICO ANA BUSQUETS FARIÑA - ILAMATL VERÓNICA MIRANDA OSNAYA - ITHACA 37 LAURA FOLCH - GÉNESIS EN PAUSA POLDARK MEGO RAMÍREZ - DE MUERTE NATURAL MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI - EL CASO MEDIA CUCHARA RICARDO BUGARÍN - EL SEGUNDO FILO TAMBIÉN MATA CARLOS M. FEDERICI - ESE DESEO QUE TENEMOS A VECES DE DESAPARECER COMPLETAMENTE CRISTIAN BERNACHEA - CAPERUCITA Y EL LOBO EN LOS TIEMPOS DE LA ERA DIGITAL MARÍA GABRIELA BRAZÓN HERNÁNDEZ ¡SOÑÉ CON LUISA Y CON LA BICI! MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI - BENITO, EL ZAHORÍ MARÍA CARMEN HINOJAL AMORES - CICUTA JUAN PABLO CIFUENTES PALMA - LAS EMPANADAS YOLANDA SA - ROSSINA, LA CUBANA OSWALDO CASTRO ALFARO - PAPÁ áLVARO MORALES - LA PETICIÓN SOFÍA LUDLOW CÁNDANO -BAPHOMET DAMARIS GASSÓN PACHECO MI ADIÓS A SAMUEL LACEY L.CONDE CARHUANCHO -AROMA GIANCARLO UBILLÚS CELI -RECUERDO JAVIER FEBO SANTIAGO - LOS ESPEJOS DEL BAÑO ADRIANA MONICA LAMELA - LA MUJER DEL ÁTICO NATALIA MARTÍN EL TIEMPO Y EL CAOS JOSÉ ÁNGEL PIÑERO PÉREZ -DOS MADRES SEBASTIÁN GONZÁLEZ LA INTRÍNSECA DIFICULTAD DE LOS PEONES JORGE URETA URETA -LOS ÚLTIMOS CARLOS ENRIQUE SALDIVAR
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igil y orientado dictamina en voz alta el de guardapolvo, al tiempo que otra voz más ronca y más firme ordena:
A depósito. Esas palabras de siempre resuenan en la cabeza del acusado, mientras los monos de botas grises lo levantan, y a rastras lo arrean al calabozo. Y lo tiran ahí, y la cara pega de lleno contra las patas del catre. Exhausto sobre el helado piso de cemento, él oye aquel inconfundible cerrarse de las rejas. Y sabe que para la próxima audiencia faltan meses. Meses interminables. Está sentado en una sala fría, de tenue luz. Las manos esposadas se le apoyan solas en el regazo. Las esposas le parten las muñecas, y tiene los dedos dormidos; pero sabe que, si las mueve, el dolor será más intenso. Dos guardias lo vigilan. Como si pudiese rajarme, piensa. Mira alrededor, y todo es deprimente. Pero al girar un poco la cabeza puede distinguir, desde la ventana que está detrás, un poco de cielo. Un poco de cielo celeste y despejado. Ve el reflejo del sol en la pared que tiene frente a sí. Imagina que el viento le pega en la cara, y sonríe. ¿Y la sentencia? ¿Serán meses, años? Se sorprende de no estar nervioso. Desde que aquello sucedió, se siente ajeno a lo que lo rodea. Y su cuerpo no es su cuerpo, y su mente no es su mente, y su vida no es su vida. Lo único que lo mantiene vivo es la ilusión de la libertad. Se abre la puerta, y le ordenan ponerse de pie, y él obedece. Entra el Juez, junto a una mujer mayor. Otra vez le ordenan que se siente, y él obedece. Obedece de nuevo, está acostumbrado a obedecer: tuvo que acostumbrarse; al principio le costaba, pero ya no le importa. El hombre vestido con una especie de poncho negro le habla en un idioma que él no comprende. Pero sabe que debe prestar mucha atención en el final. En el final, el hombre de negro le va a decir cuándo podrá irse a la calle. Así que él presta atención. Y ahora sí que tiene miedo. Miedo a no entender lo importante, entre tantas palabras. Escucha un día: 4 de agosto. La mujer mayor se acerca, y con palabras que él entiende le explica: Para irte en libertad te faltan veinte días solamente. Nada más que veinte días. Qué te parece, nene. No sé… dice él mirando a todos lados. ¿Vio cuando a uno le dan ganas de saltar, de bailar? Y sí: de no estar sentado y con las esposas, él bailaría de felicidad. Lo único dice la mujer, bajando la voz y mirándolo raro, en estos días y 33
siempre: no te mandés cagadas. El juez les ordena a los guardias que lo devuelvan al penal. Pero antes lo encierran en un sucucho del sótano, sin ventanas, sin luz: para poder volver al penal, primero tienen que terminar las audiencias y los trámites. Y siempre pasan horas hasta que terminan. Él se ovilla en un rincón, y espera callado. Se acuerda de esos meses de mierda, más los de las anteriores detenciones. Y darse manija con eso lo cruza de escalofríos. Temblando, se jura que jamás volverá a caer preso. Ya es bien de noche cuando lo sacan, medio despierto y medio dormido: ¡A ver las basuras, al camión! Los esposan uno a uno y los tiran en uno de los compartimientos, con capacidad para tres. Y ellos son cinco. Protestan, pero saben que no les queda otra que tratar de amontonarse. A él la cabeza le queda justo contra el sobaco del más grandote, que tiene un olor a cloaca. ¡Qué mierda! dice entre dientes. Menos mal que en veinte días me rajo. A lo mejor salís antes dice el otro. El blindado hace el camino habitual hacia el penal. Al alcanzar la autopista, acelera. A pesar de todo, él se duerme. Ya han quedado atrás las pesadillas de las otras noches. Qué es este quilombo, se dice, qué son estos gritos. Sí: los demás gritan, y al abrir los ojos ve que el ventilete del techo está abierto. ¡Parate, pelotudo! No es un cobani, son los otros los que le gritan así. El blindado reduce la velocidad: debe de estar llegando al peaje. Tres de los otros suben por el ventilete, y desde ahí saltan. El gordo del olor a cloaca lo caza de la cintura y lo empuja para arriba. No, no dice él, yo me quedo. En veinte días estoy en la calle. ―¿Sos gil o qué comiste, flaco? Ahora vas vos. En esta estamos todos. Ya en el techo, en cuclillas, las esposas todavía en las muñecas, ve las luces de los autos de la autopista. Del ventilete, desde abajo, se asoma la cabeza del gordo. Él vuelve a mirar hacia la autopista. Tiene miedo: el blindado ha dejado atrás el peaje y toma velocidad, y apenas puede sostener el equilibrio. El gordo tiene afuera más de la mitad del cuerpo, y lo mira con cara de por qué no saltás maricón de mierda. Él no se anima, pero toma coraje y salta. 34
Gira y gira, y la cabeza es un golpe seco que lo deja boca abajo contra el asfalto áspero y caliente. Sabe que se está muriendo, y oye las sirenas. Lo último que ve es al gordo tirado a unos metros. Ahora sí que él es libre.
MARÍA GUADALUPE VÁZQUEZ BUSTOS
Argentina
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E
staba verificando mi atuendo por enésima vez, antes de salir hacia una impostergable reunión de trabajo, cuando vi una cosa blanca en el suelo. Puesto que mi vista no es muy buena, la agarré. Era algo blando y pensé que podía ser algún resto de comida que por algún motivo había ido a parar cerca de la puerta. Me aproximé a la ventana para inspeccionarla mejor, cuando se movió en la palma de mi mano: ¡era un gusano blancuzco y asqueroso! Al borde de las náuseas lo tiré por el váter y me lavé varias veces las manos. Afortunadamente no vomité, ya que, de hacerlo, hubiera tenido que rehacer mi maquillaje y la reunión era de vital importancia; de ella dependía el futuro. Al salir, me sorprendí de encontrar varios gusanos más amontonados en mi puerta. De inmediato, descargué todo un frasco de insecticida sobre ellos que quedaron retorciéndose unos encima de otros. Turbada ante tal invasión, les seguí el rastro escalera arriba. Era como una especie de lluvia gusanil que iba a cayendo a los pies de mi puerta. Los mismos provenían del apartamento de arriba, más concretamente de varias bolsas de basura amontonadas desde hacía tiempo. Toqué vigorosamente la puerta de mi vecina tratando de que los gusanos no me subieran por los pies. Me atendió de mala manera porque la había interrumpido en sus estudios de medicina; que tenía mucho que leer y no disponía de tiempo para mí. Estaba descalza y mostraba una total indiferencia por aquellos viscosos seres que pisaba. Por más que intenté explicarle la situación, lo único que conseguí fue un portazo en la cara. Al sentirme ignorada, tuve que barrer las escaleras y poner los gusanos en una bolsa, que tiré en el contenedor de basura. Asqueada, decidí ir directamente a levantar una queja en la inmobiliaria que, por suerte, solo por aquel día, se encontraba apenas a dos cuadras de distancia. Mientras me congelaba esperando el ómnibus, mi mente bullía energéticamente practicando todo lo que les diría a los administradores sobre la falta de higiene, cuando se me acercó un muchacho de unos veinte años aproximadamente. Me mostró una esponja para lavar los platos. Se la habían regalado y estaba totalmente confuso acerca de su significado. Porque obviamente aquello tenía un mensaje que le había sido transmitido, pero que él no era capaz de descifrar. Me dijo que no podía expresar que lo trataran de sucio ya que hacía dos semanas se había dado un buen baño y que no podía oler tan mal siendo invierno. También le habían pintado las uñas de un rojo granate, aumentando así, su desconcierto. Impaciente por la demora del ómnibus, veía como las maravillosas frases de queja que había ideado en mi cabeza, se esfumaban rápidamente y a ese paso solo llegaría para decirles las buenas noches. El muchacho continuaba hablándome de sus elucubraciones sobre el significado del dichoso regalo. Finalmente, como veía que yo no le prestaba mucha atención, optó por regalarme la esponja, la cual amablemente rechacé. Cuando se iba alejando, me dijo que no le diera tanta importancia a lo de los gusanos, porque él había sido uno por tres meses y no había sido una mala 37
experiencia, después de todo. Más tranquila, decidí regresar a casa, pues el calor ya era totalmente insoportable.
ANDREA ALVES
Uruguay
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Algún día me encontraré con vos en algún lugar que no sean mis sueños
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o quería aprender boxeo. Llegaba a un gimnasio a tomar una clase de prueba y entre los alumnos estabas vos. Nos reconocíamos entre el tumulto de gente. Nos miramos un instante que pudo durar al menos veinte segundos, pero ese instante pareció una eternidad. En ese momento y después de tantos años, recordé todo el pasado que nos unió, un pasado lamentable que a fuerza de otros hombres intenté borrar. En medio de la clase, un profesor estilo Robocop dijo que había que armar grupos de trabajo. No sé cuál fue la excusa pero nos pusimos en pareja. Increíblemente estabas casado y tenías un hijo. Me mostraste entonces la foto de Joaquín. Joaqui, decías, y tu cara se convertía en la misma cara de fascinación que lleva cualquier padre baboso. En la foto se veía que era igual a vos: mucho pelo castaño, abultado, boca carnosa, sonrisa amplia y, tal vez, los ojos más hermosos que vi jamás. Terminaba la clase donde aprendimos los inicios del cross y el jab. Cada vez que practicaba un ejercicio, imaginaba que golpeaba todos los relojes del tiempo, por el tiempo mismo, por ese estúpido tiempo que pasó entre nosotros y, ahora, se burlaba ridículamente de los dos, sobre todo de mí. En algún momento fantaseé con golpear a la vieja versión de Federico, esa versión que, extrañamente, seguía estando presente y que ahora estaba frente mío en un presente que se volvía inestable. Tan ridículo es el destino que, sin importar los años, nos sigue poniendo las mismas piedras, los mismos dolores. Antes de ir al vestuario me decías que espere. Te miraba con desconfianza ¿cuántas veces más caería en esa trampa? Estabas casado con Martina, la profesora que habíamos tenido en quinto año del secundario. El niño de ojos hermosos, Joaquín, también era de ella. Me hice la sorprendida pero supe todo esto que ahora oía de tu boca, estando en la última gira. En uno de los viajes que, gracias a los conciertos de piano, me conducían a distintas ciudades del mundo; en uno de esos destinos, me enteré de todo. Recuerdo que abrí el Facebook y lo leí de tus propias palabras. Estaba en Praga. En un amanecer hermoso de un verano tibio. Lloré un rato largo. Fue peor cuando llegué a la casa en la que vivió Kafka y ahí me acordé de vos cuando me regalaste “El castillo” y aseguraste un autor y una nueva fijación en mí: la literatura. En ese momento, todo Praga fue una sola pregunta: ¿Federico casándose? Esa fue la primera estocada y luego vino la escalada de todo lo demás: las fotos de la boda, los mensajes de nuestros amigos en común felicitándote, tu cara rechoncha y feliz de ‘‘marido de’’. Me acuerdo también 40
que nos decías “Mar” y las dos, Martina y yo, nos dábamos vuelta. A partir de ahí, odié llamarme Mariana. Estabas igual que cuando éramos chicos. Dijiste lo mismo de mí, ¿Mentías? No lo sé. Dijiste que fuiste al último concierto que ofrecí en La Usina del Arte, pero te habías quedado sin entradas un segundo antes de empezar el show, ¿Importaba? No, pero que lo dijeras si me importaba y mucho. En medio de la charla, la foto de Joaquín flotaba como un fondo de pantalla movedizo y aparecía él con sus ojitos marrones, con su camión de plástico y sus remolinos castaños, ese nene tuyo —de ustedes— igualito a vos. Federico se acercó, como las quinientas veces que se acercó en mi vida. Me dejé, como las quinientas veces que me dejé en mi vida. “Estas hermosa Mar, cada vez más hermosa”, dijo con los ojos drogados, tal vez de golpear tanto la bolsa de box. Te aseguraste de que no hubiera nadie más en el salón y nos besamos. El beso fue como el beso que te hubiera querido dar cuando me despedí la última vez, en el hall de mi departamento, sin saber que esa era una despedida para siempre. Fue el beso más deseado, el beso con el que muchas veces soñé: te detenías en mis ojos un segundo antes de besarme, me tomabas firme con las dos manos y las apoyabas en mi cara, posabas tus labios carnosos en mi boca, primero suave, luego esponjoso y luego me mordías el labio inferior marcando que ese labio siempre te perteneció. Después me soltabas por un micro-instante y luego, tu lengua se abalanzaba sobre mi lengua, y el beso duraba tanto pero tanto que tu mano tenía tiempo de acariciarme y de enredarse en mi pelo lacio. Recordé entonces que en la noche de ese beso de adiós, de ese beso de despedida que nunca supe como último, Federico me había invitado a salir. Habíamos ido al cine, habíamos reído, habíamos caminado por Avenida Corrientes de la mano, y nada tan cursi y real como caminar de la mano por Avenida Corrientes. Llegamos a mi departamento y tampoco me acuerdo por qué, pero el colchón estaba en el living, tal vez por el calor que invadía Buenos Aires y por ser el living el único ambiente que tenía con aire acondicionado. Ahí, en ese colchón improvisado estuvimos hasta el amanecer y nunca esa frase fue tan cierta como en ese momento, porque así fue y no es metáfora, nada de todo esto lo es. Tantas noches de sexo, tantas veces de coger furiosamente y esa noche, la última, fue amor, eso también lo sé. En el medio de la madrugada una tormenta sacudió los ventanales de mi living y nos abrazamos tanto que todos los fragmentos de mi tristeza por vos, parecían enteros, de nuevo. Recuerdo también que salía el sol, despacio, de a poco. Yo estaba acostada, apenas tapada con la sábana y cuando abrí los ojos Federico estaba ahí, mirándome. Estaba de costado, apoyando su cabeza sobre la palma de la mano, contemplando algo que parecía ser 41
hermoso pero simplemente era yo semidespierta. De vuelta mi cabeza y mis oídos están donde estoy ahora. Separo mi boca de la boca de Federico y siento la ingravidez debajo de mis pies. Lo miro y niego con los ojos algo que tampoco sé que es, pero él —que sí sabe— me dice que no me preocupe, que todo va a estar bien. Entonces me lleva al fondo del salón de la clase. Pasamos por unos pasillos estrechos en esa vieja casona de boxeo. Al costado veo bolsas desinfladas, pesas, colchonetas y cintas de ring. Seguimos caminando, él me toma de la mano —y nada más irreal que caminar de la mano de alguien en una casona de boxeo— y me lleva al primer piso y allí hay varias puertas. Abre una y me hace pasar a una habitación pequeña pero acogedora. No quiero ni saber qué es ese lugar ni por qué él me lleva allí tan seguro. Poco importa. Hay una cama, dos sillas y una mesa pequeña. Algunos libros apilados, discos, un minicomponente y un cactus seco muriéndose en una esquina. También hay un pequeñísimo balcón. Federico abre las persianas de par en par. Mira el cielo y dice que está por llover. Yo no sé qué pensar ni qué decir. Nunca supe, nunca supe con él. Se me acerca de nuevo. Nos contemplamos, nos besamos, nos metemos en la cama y ahí estoy, quince años después o tal vez más, tomándolo con mis manos. Mis manos siempre pequeñas, abrazándolo. Y ahora mis manos de niña jugando con su rigidez. Suave, como una seda delicada, lo siento en mis manos y sé que le dije algo que quería recordar, pero no recuerdo. Y sé, entonces, que después de eso, vendrá otra vez lo peor: bajarme de Federico, dejarlo ir, derrumbarme y bajarme del único lugar donde realmente fui feliz alguna vez. Que forro que sos, por qué vine yo a soñar con vos después de tanto tiempo. Cuento inédito que forma parte del libro ‘‘Un segundo antes’’
ANGIE PAGNOTTA
Argentina
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CALIXTO Y LA MUERTE ARIEL VÍCTOR LOWENSTEIN - CURSI JUAN CERONO - DIBUJOS ANIMADOS JAVIER G. COZZOLINOTERCER DOMINGO DE JUNIO 7 A.M. OSWALDO CASTRO ALFARO-EN EL PAÍS DE LOS SUEÑOS CARLOS M. FEDERICITAREA PENDIENTE YOLANDA GIL JACA-LA ORDEN LUIS FONTANA- MAKUA NATASHA RANGEL - PIES,PARA QUÉ LOS QUIERO SEBASTIÁN MIÑO-LA MAR ME TIENTA CARLOS ENRIQUE SALDIVAR -LA ENVIADA DE LOS CIELOS DIANA RUBIO SÁEZAMARGO DESENCANTO NANCY AGUILAR QUINTERO- UN VERDADERO FAN JAIR ORTEGA DE LA SANCHA- LLEGO A CASA DAMIÁN GUSTAVO FURFURO- PUENTE MARÍA GABRIELA BRAZÓN HERNÁNDEZ- LUNA DE CUATRO MENGUANTE VANESSA MARTÍNEZ EMMAAVENTURAS Y DESVENTURAS DE LOS CUENTOS DE PRÍNCIPES Y PRINCESAS RICARDO BUGARÍN- AMOR EN LA ERA DE LA INESTABILIDAD JUAN CARLOS CABEZAS AGUILAR- ABANDONO PLANIFICADO YOLANDA SA-AL SON DE VIOLINES CLARA GONOROWSKYAMIGO IMAGINARIO ADRIÁN GARCÍA CHOLBI- HUÉSPED LUCIANO ANDRÉS VALENCIA- LOS MONSTRUOS NO EXISTEN DIANA BELÁUSTEGUI- LA INMORTALIDAD MÁS EFÍMERA CRISTIAN BERNACHEA- EL POZO DAMARIS GASSÓN PACHECOYO SÉ QUE ESTO ES UN CUENTO ADRIANA LAMELA- DAOÍZ Y VELARDE JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS- A VECES BUSCO UNA CALLE JOSÉ ÁNGEL SEGURA FIGUEREDO- SECRETO EN LA NEBLINA KRISTOFF ROJAS GÓMEZ- ¡ESTO NO ES PARA GENTE DE TRABAJO! RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA- LA MIRADA DEL OTRO CÉSAR CHAFIO- LA ESQUINA MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI- RUTINA ANA MARÍA CAILLET BOIS - fLORES AMARILLAS SOFÍA LUDLOW CÁNDANO
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a tierra yerma. Cuarteado el suelo sin vestigios de vida. A lo lejos aparecía la imagen moviéndose con dificultad, en el espejismo caliente y ondulante. Tal vez medio muerto de sed, con su caballo, el niño conducía en aquel infierno al aire libre. Sólo protegida su cabeza por un sombrero amarillo de fibra. Castigado por el sol de la siesta, iba en busca de la manada. Ni rastros de ella. Siguió andando por la cañada que otrora transitara el río. Nada le hacía presagiar el final de la travesía. Sonrió al ver que varios de sus terneros estaban regresando. Los conocía muy bien, hasta tenían nombre cada uno de ellos. Algunos nubarrones comenzaron a poblar el cielo hasta ahora diáfano, inmaculado. Juan bendijo las nubes porque le aliviarían el camino de regreso. Siguió hasta llegar al último de los animales y emprendió el arreo hacia el frente de tormenta, pues hacia allí quedaba la casa. Comenzó la bendita lluvia para regocijo del ganado que apuró el paso. Juan quedó apenas retrasado, observando feliz el disfrute de sus reses bajo el agua que las refrescaba. Él también prestaba su cara hacia arriba para sentir el alivio al calor. El chaparrón cesó de pronto. Un rayo rezagado alcanzó al niño mientras subía por la suave loma. Allí quedaron Juan y su caballo calcinados. El ganado continuó la marcha sin reparar en la pérdida de su arriero. Entonces, allí, comenzaron a brotar girasoles en aquella tierra hasta entonces estéril. Saludaban al sol que había regresado para iluminar el arco iris. Eran blancos sus pétalos como el alma de Juan y el centro amarillo, como su sombrero de fibra.
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTi
Argentina
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os días largos, luminosos y más cálidos anunciaban el verano. No tenía tanta pereza al levantarme. Había algo más por lo cual me gustaba esta época: al comenzar junio toda la familia nos mudábamos un mes a la montaña, a una típica y antigua casa de campo que había pertenecido a mis bisabuelos. Estaba enclavada en un paisaje único. El bosque y el río cercanos la hacían perfecta. Lo más interesante para mis hermanos y para mí era que el pueblo nos quedaba muy a mano. Si bien era pequeño tenía lo suficiente como para divertirnos y pasarlo bien. El sonido de un coche al detenerse justo enfrente de casa despertó mi curiosidad una mañana. Al momento fui a ver quiénes habían llegado. Era una familia; padre, madre y una chica rubia preciosa que miraba con insistencia hacia nuestro jardín como si adivinara que los espiaba detrás de la ventana. Bajaban del coche maletas y bolsas, tal vez se quedarían unos cuantos días de vacaciones. Ella, la rubia preciosa, debía tener unos dieciocho, veinte años. Entraba y salía de la casa ayudando a su madre. Esa noche, cuando todos dormían, me levanté a mirar la casa de enfrente, estaba a oscuras, solo se veía una tenue luminosidad en la habitación de la planta alta. Imaginé que era la de ella. Me quedé un rato observando y luego, sin más, volví a la cama. Habían pasado unos tres días desde su llegada, una tarde al salir con la bicicleta, tuve la primera oportunidad para hablar con Celine, que así se llamaba la rubia. Su familia era francesa. Hablaba español con un acento muy personal que la hacía aún más atractiva. Tenía el cabello sedoso, una mirada color miel y unas piernas interminables. Nos presentamos, apenas decir que me llamaba Federico, me estampó dos besos en las mejillas. Olía a jazmines, un aroma que no olvidaré jamás. Hizo un gesto para que esperase un momento, regresó con su bici y salimos a dar una vuelta. Le encantaba recorrer el bosque, me atreví a insinuar que podía acompañarla. Al otro día vino a casa a buscarme. Saludó a mis padres y comentó que nos invitarían a cenar, para conocernos las dos familias. Al levantarme y abrir la ventana de mi habitación la veía en el jardín leyendo y tomando el sol. A veces me sorprendía mirándola, entonces me saludaba sonriendo y agitando la mano. Un día llegaron unos chicos a su casa, se quedaron hasta el atardecer. Por fin se marcharon, no sin antes besar y abrazar a Celine con bastante entusiasmo. Creo que estaba celoso. Luego todo volvió a la normalidad. Fuimos con su familia al río, ella llevaba un traje de baño azul, parecía una sirena en el agua. Su madre había preparado el almuerzo y comimos al fresco. Ansiaba que el tiempo transcurriera lento, muy lento. Cuando salía en su coche a hacer recados me invitaba. Recorríamos el pueblo, le mostraba lugares que conocía, comprábamos chocolate, nos lo pasábamos muy bien. Cuando íbamos caminando, ella siempre me tomaba de la mano. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto de unas 47
vacaciones. No quería pensar en volver a la ciudad y a lo cotidiano. “¡Cuánto la echaría de menos al regresar!” Un sábado por la noche las dos familias nos reunimos para cenar. Esa tarde había llegado a su casa un muchacho alto y moreno al que Celine besó de un modo, que sin lugar a dudas era más que un amigo. Para mi disgusto él también se quedó a cenar. Casi no pude probar bocado, aunque la comida que había preparado su madre se veía exquisita. Estuve muy incómodo. Celine se comportó cariñosa conmigo, mientras que el intruso no se movió de su lado ni por un momento. Volví a casa y me encerré en mi habitación. Me recosté en la cama pensando que no podía expresar con palabras lo que sentía. La alegría para muchas personas suele ser lo más natural del mundo sobre todo estando de vacaciones, para mí no lo era desde esa noche. Las lágrimas siempre encuentran su motivo, y yo tenía el mío. Quería estar solo. A la hora de la comida todos en mi familia cruzaban entre ellos miradas inquisidoras. Es probable que observaran que mi comportamiento había cambiado, pero no tenían idea de lo que me pasaba. Mis hermanos hacían planes con sus amigos y con las chicas que habían conocido en el pueblo y mis padres disfrutaban a su manera. Todos estaban contentos, menos yo. El muchacho alto y moreno regresó a la casa de Celine. Ya no cabían dudas. Cuando curioseaba escondido detrás de las cortinas los vi salir, iban abrazados. Lo que pasaba por mi cabeza era un sueño imposible, era mi secreto, un secreto que no podía revelar a nadie. Aprendí que amar a alguien también provocaba un gran sufrimiento, me había enamorado. Me faltaba solo un día para cumplir ocho años…
MIRTA CALABRESE DE LUCA
Argentina/España
Facebook: https://www.facebook.com/mirta.calabrese.9 Blog: https://deshojandoversos.blogspot.com/
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Muchos no creen en nada, pero temen a todo. Friedrich Hebbel
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a madrugada del lunes 13 de febrero de 1950 se presentó con una feroz tormenta de verano. De esas que se descargan luego de un día sofocante y pesado. Sin embargo, en Ezpeleta, al sur del conurbano bonaerense, la actividad laboral se cumplía con normalidad. En un par de horas, algunos operarios marcharían hacia la localidad de Quilmes a trabajar en la cervecería. Pero también las pequeñas actividades locales se ponían en marcha. Así, José Echea, más conocido como El Vasco, ataba a Mora, su yegua, al carro de lechero. Nada hacía presumir que ese día moriría en el pescante. El Vasco iba de lunes a viernes con su carro cargado de tachos lecheros hasta la ruta donde un camión, que venía desde Ranchos, traía la leche recién ordeñada de los tambos de la zona. Luego hacía el reparto, casa por casa, en su barrio y alrededores. Las vecinas salían con su jarra en la que él vertía el líquido con un envase de aluminio que, se suponía, era la medida de un litro. Los sábados no trabajaba porque a la mañana jugaba pelota vasca con sus amigos y a la tarde sufría en la tribuna del Club Atlético Argentino de Quilmes. Trabajador como el que más, su única debilidad era el cigarrillo. O por lo menos a eso le atribuía su agitación y falta de aire cuando jugaba pelota, lo que le había provocado desmayos en más de una oportunidad. Su familia no sabía nada porque les había prohibido a sus amigos que lo mencionaran. A los cincuenta años, el Vasco era un tipo respetado en el barrio por su trabajo y en la tribuna por su coraje. A pocas cuadras de allí, Arnoldo Cardozo, alias El Negro, se despertaba alarmado por la tormenta a las cuatro de la mañana. El Negro había nacido en Ezpeleta y siempre había vivido en su casa natal. A los veinte años, trabajaba, con su padre y su hermano mayor, en el cementerio de la localidad que, en realidad, era conocido como el “cementerio de Quilmes”, por ser cabeza de Partido. Desde chico había acompañado a ambos en su tarea de cuidar y mantener las tumbas, nichos y bóvedas. Renovaban los jardines, lustraban las placas de bronce, colocaban los mármoles y monumentos, cobrando una mensualidad a los deudos. Su casa estaba ubicada frente al paredón trasero del predio. Su padre había clavado en los ladrillos unos fierros escalonados que ellos usaban, en ocasiones, para entrar al cementerio sin necesidad de dar toda la vuelta hasta la entrada principal o cuando ésta estaba cerrada. Sus amigos bromeaban cuando lo veían llegar al bar, donde se juntaban a jugar al billar: 50
—¡Che! ¿No sienten olor a velorio? —preguntaba uno. —¿Sabés que sí? —decía otro. —¡Gallego! ¡Tirá un poco de acaroína! —gritaba un tercero dirigiéndose al dueño del bar. Sin embargo, realmente, lo admiraban. —¿No te da miedo entrar o quedarte solo después que cierran? —le preguntaban. —¡No! ¡Para nada! ¡A los vivos les tengo más miedo! —respondía riendo. ¿Qué circunstancias se encadenan de tal manera para que, en un momento, dos caminos separados se crucen?¿Qué fuerza hace que ese encuentro termine en tragedia? ¿Existe una mano invisible que mueve los hilos de cada persona, como si fueran marionetas, y los coloca en el momento preciso y en el lugar indicado para que las cosas ocurran? Los creyentes seguramente se lo atribuyen a Dios, los otros al destino o simplemente a la casualidad. En medio del aguacero el Vasco terminó de atar la yegua. Se apuró a revisar los tarros para comprobar que estuvieran limpios, subió al pescante y azuzó al animal. Tenía que llegar a la ruta antes que las calles de tierra del barrio se hicieran intransitables. Para cortar camino enfiló por la calle de atrás del cementerio. El Negro saltó en la cama con el estampido del rayo. Todavía somnoliento, se sentó escuchando el silbido del viento y el golpeteo de la lluvia sobre el techo de chapa. Recordó que la tarde anterior su padre le había pedido que dejara las puertas de las bóvedas abiertas para que se ventilaran después del calor sofocante del día. “Si las puertas se golpean se van a romper los cristales, además de mojarse los cajones”, pensó, “Mejor me voy a cerrarlas”. Buscó una linterna y, para no perder tiempo, salió como estaba, camiseta y calzoncillo blanco. “¿Quién va a andar por la calle a esta hora?”, pensó. Saltó el muro, tomó el camino que bordeaba el sector de tumbas más antiguas que salía justo a la calle de las bóvedas. El viento doblaba las copas de los árboles y producía un silbido que, a cualquiera que no estuviera acostumbrado lo hubiera paralizado. La lluvia arreció de tal manera que su linterna se mojó y dejó de funcionar. Como no se veía nada siguió caminando de memoria. Cada tanto los relámpagos lo iluminaban mostrando que iba bien. Cuando iba llegando a las bóvedas escuchó como se golpeaba una puerta con el viento. Corrió y se dio cuenta que el camino había comenzado a inundarse. Fue primero a la de los Losada que tiene subsuelo, rogando que el agua no hubiera rebalsado el escalón. Sacar el agua de allí sería un trabajo de locos. Se alegró que no hubiera pasado. Cerró todas las bóvedas sin que se dañara nada. Estaba mojado como si le hubieran volcado encima el tambor donde se junta el agua de lluvia. 51
El carro del Vasco avanzaba trabajosamente entre las huellas barrosas de la calle. Cubriendo con la palma de la mano para que no se mojara el segundo cigarrillo encendido esa madrugada se paró en el pescante para ver mejor. El Negro, empapado pero feliz porque todo había quedado en orden, llegó al paredón y empezó a trepar desde adentro. Pasó un pie por arriba y había empezado a descolgarse, cuando un rayo cayó muy cerca iluminando toda la escena. Cuando ya iba por la mitad del trayecto, el Vasco prendió su tercer cigarrillo, usando varios fósforos. El relámpago iluminó la calle y vio, con espanto, una figura blanca que saltaba el paredón del cementerio y se descolgaba hacia la calle. —¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó tironeando de las riendas. El Negro escuchó los gritos y vio al caballo patinando en el barro y sin dudar se dirigió hacia el carro para socorrerlo. El alarido del Vasco llenó la calle. La yegua, al sentir las riendas flojas, se lanzó al galope y el carro se perdió en la noche. El Negro se quedó parado en la vereda sin saber cómo reaccionar. Se fue a acostar pero no pudo conciliar el sueño. La mañana se presentó soleada. La tormenta había quedado atrás. Tomando mate con su madre en la cocina escuchó que llegaba su hermano a buscarlo para ir a trabajar. —¿Saben que pasó? —les dijo— Vine por la barrera. Estaba la policía. Encontraron un carro parado de este lado. El lechero estaba muerto en el pescante. Un ataque al corazón.
OSVALDO E.VILLALBA
Argentina
Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar
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EL LOCO DE LA JAULA RAÚL ARIEL VICTORIANO- NENAS PABLO VALLE - EL ASCENSOR PABLO LABORDE - EL LALÍN XIMENA PAZ CANDIA CORVALÁN - NOTICIAS DE LA SAGRADA CIUDAD DE ELELÍN DANIEL FRINI - XYXY VA A LA GUERRA MAXIMILIANO PONCE - SUR LE CIEL DE PARIS ANA BUSQUETS FARIÑA - LOS HIJOS DE LA ARENA MUERTA HUGO HÉCTOR MOREL - MARGARITA MIGUEL BARRIOS PAYARES EL VIEJO OSVALDO VILLALBA - BESTIA TANIA HUERTA HABÍA UN MURO DE GRANITO JUSTO AL FRENTE ADRIANA M. LAMELA - CYCLON-2 CARLOS M. FEDERICI - LA CASA CON PIEDRITAS JUAN PABLO GOÑI CAPURRO -SOLO TRES MESES YOLANDA Sa - EL ANGELITO DE LA CASA RICARDO BUGARÍN - ÉL LUIS FONTANA - EL HONORABLE ROBERT HOWELL OSWALDO CASTRO ALFARO - OTRO DÍA EN OKEFENOKEE JORGE PRINZO - EL LIENZO VIVO LAURA FOLCH - EL AJUAR DE ANA SILVANA FERNÁNDEZ MULATTIERI - LOS VAGABUNDOS DAMARIS GASSÓN PACHECO - MI SILENCIO MARTA ROUSSEL PERLA - LA BORRASCA JOSÉ JUAN GARCÍA GONZÁLEZ - LO QUE OJEA A MIS ESPALDAS CARLOS ENRIQUE SALDIVAR rosas - EL HOMBRE DE LAS MÁSCARAS LUIS RODRÍGUEZ MARTÍNEZ - VISITAS O PARAFRASEANDO A CORTÁZAR CLARA GONOROWSKY - NOSTALGIA RESTRINGIDA POR UNA PANTHERIS FELIDAE SOFÍA LUDLOW CÁNDANO - UN PASEO POR EL CEMENTERIO EMILIO PAZ PANANA - LA CATEDRAL DE ULRICO EISLEBEN ANA MARÍA MANCEDA COMPAÑÍA ÁLVARO MORALES - INFIELES GERARD KING ARGONAUTAS FERNANDO BARBA - LA COCINERA MARINA SOSA - DESVARÍOS AMALIA RENGEL - LOS 400 METROS LLANOS ROLANDO DI LORENZO
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ara Laura Pearse la náusea es parte del día y de no ver el otro lado de las cosas... saber que las cosas ignoran su presencia. Cuando sufre dolor de cabeza la realidad se convierte en algo enorme e intolerante, y su imagen es el comienzo de todo ¿Qué hace esa cara en el espejo...y esa panza? Laura desconoce su imagen de cuarenta años, que para nada concuerda con lo que ella recuerda de su cuerpo. Antes de los dolores le habían dicho muchas veces que el movimiento de su cuerpo era la encarnación de la poesía, moverse al bailar en el escenario era su forma de expresar el éxtasis de la poesía, y los demás lo reconocían cuando la miraban. Hasta en la calle se encontraba miradas de admiración pero eso quedó atrás hace años. Una mañana se levantó de una noche de sueños inquietantes, se acercó al espejo y vió un lado de su cabellera pintado de rubio y el otro oscuro, tenía flequillo, el resto del cabello le llegaba a los hombros. Al mirar el espejo sintió ganas de reír fuertemente pero su risa era muda, estiró las manos desesperadamente para palpar algo de vida en el espectro, mientras seguía riendo a carcajadas. Las manos parecían salirle de atrás del cuello y no tener control de sí mismas. Le tiraban puñetazos y arañazos en la cara, hasta que los golpes la derribaron, el impacto de los golpes la lanzó a otro sueño donde el espejo era negro y su cara hueca, ella tratando de esquivar más golpes, hacía acrobacias con una elasticidad envidiable, su cuerpo rebotaba ligero del piso y ella se sentía cómoda y poderosa. Era tan simple elevarse del suelo caliente que podría afirmar con seguridad que en realidad la gravedad no existe más que en la imaginación. En el sueño nunca se preguntó la razón de que el suelo estuviera caliente e irradiara casi incandescente. De pronto se encontró lejos de aquel suelo, suspendida en un salto; una brisa fresca la despertó entre las sábanas revueltas y la certeza de las paredes del psiquiátrico. En su ventana pasó un carruaje de cuatro caballos. Al frente del carruaje se veía la espalda de otros sueños en marcha. Laura daría cualquier cosa por verles la cara, el no poder hacerlo todavía le produce un sobresalto, más intenso que el de cualquier pesadilla. Y ellos ¿Se habrán dado cuenta que ella estaba en la ventana? Desde entonces cuando despierta de un sueño, la sensación de haber sido derribada le dura todo el día, y le sale al encuentro en cada rostro con quien se cruza en las calles que se ha inventado en el psiquiátrico. Los dolores y las pesadillas que la llevaron al hospital, son cosa recurrente y la sucesión de sueños, una extraña e interminable danza del derribo. Su único consuelo es que ahora vive en una ciudad donde las calles tienen el nombre y los ojos de los refugiados del mundo.
BEATRIZ OSORNIO MORALES
México
Blog: https://osorniobeatriz.wordpress.com/ 55
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s el fin de la novela histórica tal como la conocemos (y me siento bien). Capítulo I: Matar al padre
La negra Tomasa entró decidida en la oficina del presidente de la confederación. Chiquitita, delgada como una espiga, nariz respingona y pelo canoso atado en una trenza apretada. Se detuvo al lado de don Justo, con los brazos en jarra y el ceño fruncido. El presidente dejó lo que estaba leyendo para mirarla. Tomasa enojada era el punto ciego de su mentada hombría. Bajo la mirada de acero, el hombre trató de capear el temporal preguntando dulcemente ¿Qué pasa, Tomasa? Pasa que la niña Margarita, la sobrina preferida de su amigo el Restaurador, está gruesa. Eso pasa. Vino gruesa, Tomasa, bastante gruesa vino. No es problema nuestro. En Buenos Aires se alimentaba muy bien, según parece. No digo ancha. Está gruesa, grávida. Y eso pasó acá. A mí no me mire, Tomasa. Con todo respeto por la moza, mi buen gusto tiene sus límites, aunque no parezca. ¿Es modo ese de hablar delante de su nodriza, mocoso insolente? Perdóneme, Tomasa. Voy a ocuparme del asunto ya mismo. Alguna idea de... El Facundito. ¿El mayor o el menor? El del medio. Dice que no se hará cargo. Que se ocupe usted, que para eso le dio la vida y el ejemplo. ¡Sinvergüenza! Cuidado con el vocabulario. Perdón, Tomasa. Termino esta carta y voy a hablarle. El presidente esperaba que la mujer se retirase. Pero ella seguía firme. ¿Algo más, Tomasa? Llegó una nota del colegio preguntando cuándo volverá el Justito. ¿El del medio? No, el mayor y el menor, los dos. Salen de acá a la mañana y vuelven al atardecer, pero el maestro dice que hace una semana que no los ve. Don Justo suspiró profundamente. Hablaré con ellos. Los haré entrar en razón por las buenas o... 57
...o por las buenas. Me toca a los nenes y le cruzo la cara de un rebencazo. Olvídese de los retratos con el uniforme de gala, para la posteridad. Discúlpeme, Tomasa. Se me salió el salvaje unitario. ¿Eso es todo? No. Algo más. La Encarnación. ¿Cuál de las tres? Las tres. No quieren hacer la cama. Dicen que aprendieron de usted, que para qué la van a hacer si antes de terminarla ya se van a estar revolcando de nuevo. ¡¿Las nenas?! Las nenas hacen muescas en la pata de la cama después de la visita de cada mozo. Ya casi no hay lugar para marcas. ¡Me quiero morir! Haga lo que quiera, niño, pero ocúpese de su casa y menos del país, que el país se arregla bien sin usted, pero la casa es un viva la pepa. Ya mismo, Tomasa. Gracias por avisarme. Se retiró Tomasa y don Justo caminó afligido hasta el ventanal que daba al Paraná. La calma del río era un bálsamo para su corazón oprimido. De pronto, como un rayo, la solución le atravesó la mente. En dos zancadas llegó hasta el escritorio y comenzó a escribir una carta. Querido Juan Manuel: Espero que a la llegada de la misma te encuentres bien y en compañía de los tuyos, que bien te quieren. El tiempo, que todo lo cura, acaso haya restañado los antiguos (y tontos) resquemores entre nosotros. Confío en que así sea, y para mejor sanar nuestra profunda amistad, quisiera ir a visitarte a Southampton, si estuvieras de acuerdo. A la espera de una respuesta favorable, y pronta (urgente, diría), quedo tuyo como siempre. Justo Capítulo II: Cartas de amor desde el frente de batalla Huaqui, 20 de junio de 1811 Querida Natalia: Desde la tarde en que te vi por vez primera, y única, llevo tu rostro sonriente como un pequeño sol escondido en mi corazón. Cierro los ojos y te veo en aquella tertulia de los Thompson, y el amor vuelve a deslumbrarme como cuando me vi mirado por tus ojos. Hay, te confieso, una inquietud que me acompaña desde entonces. Creo recordar que viniste acompañada por un caballero que permaneció a tu vera en todo momento. Dirás que soy un tonto, pero mi ánimo se ensombrece mientras trato de dilucidarlo. 58
No hagas caso a mi torpeza. El deber me llama; la batalla comienza. El año entrante, o al siguiente, volveré a Buenos Aires para ofrendarte esta victoria y declararte mi amor. Tuyo Vilcapugio, 1 de octubre de 1813 Querida Natalia: No me sorprende tu picardía. Las chanzas que me juegas, eso de que no ubicas mi nombre ni recuerdas mi cara, son parte del humor zumbón que tanto me enamora. Pronto regresaré y podremos unir nuestros corazones ante Dios nuestro señor. Has vuelto a mencionar a ese muchacho. Me alegra que su compañía te conforte y entusiasme al punto de vivir juntos. Sin embargo, te confieso mis reservas en orden a cimentar nuestra relación. Ya es tiempo de batallar. En un par de años, o poco más, regresaré y conversaremos sobre esto. Voy en pos de la victoria. Será en tu nombre, Natalia. Tuyo. Cancha Rayada, 18 de marzo de 1818 Querida Natalia: Me confieso sorprendido por las novedades. Te felicito por la boda y por la bebé, que según cuentas comenzó el colegio. Entiendo que has encontrado un buen hombre, de corazón noble. En el fondo de mi alma, espero que estas circunstancias no afecten lo nuestro. Escribo y me estremece el contacto de la pluma entintada sobre el papel, como si discurriera sobre tu piel de terciopelo teñido con los colores patrios. Tengo por cierto que en unos cinco años, diez a lo más, concluirá mi romance con la Patria, y regresaré a Buenos Aires para entregar mi corazón a tus sublimes manos. Así será si aún estoy vivo, se entiende. Me llaman al deber. Esta victoria quedará atada a tu nombre excelso. Tuyo Capítulo III: El que sabía leer y escribir Lo despertó el golpe. Estaban en la playa. El sol se había puesto, y ellos estaban sentados en la arena mirando al mar, al horizonte y al cielo blanco. Era el comienzo del crepúsculo, la hora inquieta cuando todo es posible. Uno puede escapar de un lugar, de unas personas, pero no puede escaparse de una hora ni de lo que siente. Desasosiego; todavía no conocía esa palabra. Ella tenía el pelo mojado y revuelto; había arena en sus mejillas. No se animó a tocarla. También el vestido estaba mojado y le ajustaba, le dejaba los hombros
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descubiertos. Sus lindos hombros. Él le había dicho lo que sentía. Ella le respondió con delicadeza y cariño. No quería lastimarlo, ni perderlo como amigo. Siguieron mirando el mar en silencio. Entonces ella le tomó la cara con sus manos y acercó sus ojos chispeantes y su boca sonriente. El golpe lo despertó. Se va a escapar de ese lugar. ¡Despierta, rapaz! El hombre completó su obra arrojándole unos papeles al rostro. En un instante el chico recuperó su odio hacia España y todo lo que vino de allá. ¡Pluma, tinta, escribe! Se levantó lo más lentamente que pudo. Era sólo un chico, otro indiecito, salvo que... tenía un don y un poder. Entendía lenguas, y sabía escribir. Eso lo mantenía vivo y sufriendo menos que su gente. Pero era un esclavo y se iba a escapar. ¡Anota, lagartija! El español iba y venía dando zancadas. Estaba alterado y trataba de pensar. Mantenía la mano en la empuñadura de la espada. Lo alegró imaginar que el hombre le temía. Con el brazo, el chico despejó un rincón de la mesa. Apartó el vaso, el plato y los libros. Acomodó el tintero y las hojas; pluma en mano se dispuso a escribir. Se enderezó y miró al hombre, desafiante. ¡Debería mandarte azotar! El chico empezó a escribir. ¡Eso no, bestia! Apartó la pluma del papel y esperó sin mirarlo. Comenzó el dictado y lo siguió la escritura. *** Lee, rapaz. El español estaba agotado, transpirado y temeroso como si lo estuvieran juzgando. El chico había pasado un rato salvando errores, repeticiones y balbuceos. Las manchas y las tachaduras quedaron en el original. Leyó en voz alta lo que había pasado en limpio. La conquista de Chile, por Pedro de Valdivia. Cuando nos establecimos en Perú, desde Lima partieron expediciones que atravesaron el imperio incaico. Hacia el sur, según lo que nos dijeron unos indígenas de la región, se extendía el mundo de los 60
araucanos, a quienes los incas nunca dominaron completamente. A esa región la llamamos Chile. Diego de Almagro realizó una primera expedición, pero como no encontró oro abandonó la empresa. En cambio yo, Pedro de Valdivia, en febrero de 1541 fundé la ciudad de Santiago en el valle del río Mapocho. Me fueron necesarios casi veinte años para poder vencer a los araucanos. Sólo después de la muerte de sus dos jefes, Lautaro y Caupolicán, los indígenas se refugiaron en el sur del país. El español suspiró profundamente, como si se hubiera liberado de un peso. Bien. Basta por hoy. Apartó al chico y lo firmó. Guárdalo en sobre lacrado. Mandaré que lo envíen al rey. Mañana seguiremos. Salió. Por la sed, el chico calculó la hora. Sacó un odre escondido y bebió el agua tibia. Lo guardó y volvió a escribir. Tendría poco tiempo hasta que llegase el mensajero. La conquista de Chile Por Pedro de Valdivia Cuando terminamos de saquear Perú, desde Lima partieron expediciones que atravesaron el imperio incaico. Éramos como perros rabiosos devorados por la ambición. Hacia el sur, según lo que nos dijeron bajo tortura unos indígenas de la región, se extendía el bello mundo de los araucanos, pueblo libre, indómito e intrépido, a quienes los brutales incas nunca dominaron completamente. A esta región la llamamos Chile, aunque todos la siguen nombrando Araucanía. El inmundo Diego de Almagro realizó una primera expedición, pero como no encontró oro, que es lo único en la vida de un español que se precie, abandonó la empresa. En cambio yo, Pedro de Valdivia, un vulgar matasiete, en febrero de 1541 fundé la ciudad de Santiago en el valle del río Mapocho. Todo el emplazamiento es mérito de los araucanos; tras la fundación me emborraché y traté de pelearme con cualquiera que careciese de armas para defenderse. Luego me dormí, para bien de todos. Me fueron necesarios casi veinte años para vencer a los araucanos, y ya ve el resultado: siguen siendo libres, indómitos e intrépidos. No es la fuerza lo que permitirá conquistarlos. Después de la muerte de sus dos jefes, Lautaro y Caupolicán, de matar a sus niñas y niños, a sus ancianas y ancianos, a mujeres y hombres; recién después de tantos asesinatos, los indígenas se refugiaron en el sur del país, de donde volverán para borrar todo vestigio de nuestra existencia. Copió la firma con más torpeza que elegancia, para que fuera creíble, sopló sobre la tinta y puso la hoja en el sobre. El mensajero entró cuando terminaba de sellar 61
el lacre. Apenas estuvo solo sacó el odre y lo guardó junto con la nota original, el tintero, las plumas y papeles en la manta con que se cubría, cerrándola con nudos. Desde la ventana no vio a nadie. Arrojó la bolsa hasta el suelo. Midió la altura. Peor era quedarse. Salió por la ventana y desde afuera se colgó del borde con las manos. Miró las plantas allá abajo para elegir dónde caer; el corazón le galopaba. Se soltó antes de pensar. Nada más tocar el suelo con los pies dejó al cuerpo rodar hasta donde lo llevara el impulso. Cuando se detuvo, se aflojó sobre el pasto durante un momento. Luego se frotó los raspones, respiró hondo y se levantó para buscar la bolsa. Con el sol buscó el oeste y empezó a caminar entre los árboles. Primero debía llegar al mar. Ella lo había buscado en el sueño; ahora quería encontrarla despierto. Caminaba sin esfuerzo, llevado por la ilusión. Y reía. Cómo reía.
JORGE PRINZO
Argentina
Twitter: @jorge_prinzo
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A
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manecía en el Valle de Anáhuac. La silueta de los volcanes gigantes, majestuosos, imponentes, resaltaba a lo lejos por encima de todo con su inmaculada blanca nieve. Uno de ellos dormía con su nívea silueta, el otro vigilaba su eterno sueño. La bruma lo envolvía todo con su tenue manto blanquiazul. Ella abrió los ojos y levantó su cabeza, miró a su alrededor y avanzó, muy lentamente al principio, tratando de acostumbrarse al frío del amanecer, que acalambra los movimientos, pero ella no sentía ni el frío, ni percibía la bruma, ni le molestaban los rayos matutinos, luminosos e hirientes del poderoso sol. Su avance majestuoso, sigiloso, era firme y preciso, poco a poco su paso era más y más rápido. El crujir de la hojarasca a su paso se mezclaba con los sonidos de los pájaros de bello plumaje y los rugidos de la fauna silvestre. Era el comienzo de un nuevo día, maravilloso, en la jungla del Anáhuac. Ella se detuvo un momento, observó su alrededor y, con rápidos movimientos de su lengua, analizó el medio que la rodeaba, los animales notaron nerviosos su inmovilidad. —¡Oh No! —Dijeron espantados—. ¡Otra vez no! Pero luego de un instante, reanudaron sus gritos y actividades. A ella no le interesó, ni le molestó el griterío, continuó avanzando, majestuosa. El sol asomaba poco a poco su anaranjado disco a través de la bruma, lentamente calentaba el valle de Los Dioses. Las flores de increíbles colores y maravillosas formas se perlaban con minúsculas gotitas de agua que al caer humedecían el suelo y atenuaban su paso, zigzagueante. Irguió su cabeza buscando su presa y al mismo tiempo volvió a medir su alrededor con los rápidos movimientos de su lengua. Los Dioses la habían desterrado del lugar maravilloso, ahora vivía arrastrando su vientre para avanzar, pero el Valle de Anáhuac, no era muy distinto del lugar divino. La gran serpiente siguió su camino, majestuosa. Con cada movimiento o parada el mundo a su alrededor también avanzaba o se detenía a su ritmo y a su paso. Sabía que algún día regresaría al lugar divino, donde los Dioses caminan, donde no existe el tiempo y la alegría no termina. II Atardecía en el Valle de Anáhuac, la bruma tóxica azulada, casi violácea, envolvía con su tenue manto los alrededores. La silueta de los inmensos volcanes se 64
miraba a lo lejos, uno de ellos había despertado con gran estruendo y enojo de su largo sueño. Ella abrió los ojos e iluminó su camino, observó su alrededor y avanzó lentamente. El frío del atardecer acalambraba los movimientos, pero ella no sentía nada. Ni el frío, ni le molestaban los rayos hirientes y anaranjados del poderoso sol que se dirigía al lugar de las sombras. Menos aún, percibía la bruma tóxica. Su avance majestuoso era firme y preciso, se deslizaba rápidamente. El chirrido del metal se mezclaba con el parloteo de los seres que se movían a su alrededor. Ya no había hojarasca, ni flora, ni tampoco aves de bello plumaje, ni fauna exótica y salvaje, solo seres de semblante gris. Era el final del día, “acaso el ocaso”, en el Valle de Anáhuac. Se detuvo un momento, percibiendo el ambiente, con los sensores electrónicos de que disponía. Los seres grises notaron nerviosos su parada. ¡Oh No! Dijeron ellos espantados. ¡Otra vez no! Pero luego en un instante, continuaron su parloteo y actividades. Ella siguió su avance, lenta y pesadamente. El sol se despedía poco a poco, su disco pálido y anaranjado aún se divisaba a través de la bruma tóxica y el ambiente se hacía más frío a cada instante. Gotitas de lluvia ácida humedecían el suelo y atenuaban su paso zigzagueante. Había atravesado el gigantesco valle, lleno de hormigón y asfalto. Los Dioses la habían desterrado a este paraje sin nombre, que ya no se parecía en nada al lugar divino, al Valle de Anáhuac. Comenzó a detener su paso, lentamente, no tenía prisa. Un sonido alertó a todos. “Tururú-tururú”. “Tururú-tururú”. Una voz metálica, sin vida, sin tono ni alegría, anunció: “Próxima estación Universidad, fin de recorrido, favor de desocupar los vagones, este tren sale de circulación. Por su seguridad ninguna persona debe permanecer a bordo”. Los seres grises salieron en tropel de su estómago, e iniciaron una estampida sin orden hacia sus actividades. Las puertas se cerraron y la gran serpiente anaranjada continúo su majestuoso camino. El chirrido de las ruedas de metal sobre las vías se fue perdiendo a lo lejos. Sabía que algún día regresaría al lugar divino, donde los Dioses caminan, donde no existe el tiempo y la alegría no termina jamás.
GONZALO ZACAULA VELÁSQUEZ
México
Facebook:Gonzalo Zacaula Escritor - Literatura Prehispánica Tecámac 65
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OSCAR MARTÍN PINUS - AHORA SÍ DIANA MARINA GAMARNIK -SIESTA MARINA SOSA - BIRRA AGUSTINA MURILLO -RIGOR MORTIS RODRIGO MARTINOT -rUFINO OSWALDO CASTRO ALFARO - PÁJARO DE FUEGO OVIDIO MORÉ -AUSENCIA JUAN IRIARTE MÉNDEZ -LA ARRIMADITA RICARDO BUGARÍN -NO FUNCIONA CAMILO ROMERO MATURANO -UN DESAYUNO CON LA MUERTE Emilio Paz Panana -GAME OVER LYCORIS RADIATTA -CACERÍA PABLO PEDROSO -LA CASA CARROZA EMMA V.CAIMI BARTOLONI -NIEVE DE NAVIDAD GUSTAVO VIGNERA -EL ÀRBOL DEL AHORCADO AMALIA RENGEL -DE PASEO María Gabriela Flores Crovetto -Otro Domingo Clovis Borbolla -Avula JESÚS MANUEL DE LA CRUZ MARTÍN -LA COSA ALICIA VILLOLDO BOTANA -TRES ALTURAS JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS -ENCUENTRO GIANCARLO UBILLÚS CELI -A LA CAPITAL JOSÉ A. GARCÍA -SACRIFICIO Verónica Edith González Cantú -EL CLUB Sergio NÚñez -TRÍPTICO FEMENIL Carlos M. FEDERICI -LA ALUSIÓN DE LAS PUERTAS lourdes cucco -CASA DE MUÑECAS Raúl Garcés Redondo -Si te despides, sonríe sofía ludlow cÁndano -EL RITUAL CRISTIAN BERNACHEA -LAS TRAMPAS DE LA VEREDA TATI JURADO -INVASIÓN JUAN LUIS ZAVALA - ELLA FUE MI BUENA ESTRELLA MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI - EL HOMBRE DEL VACÍO ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA - LA PENÍNSULA YOLANdA SA - LA PASTILLA DEL TETA RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA
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éjame contarte una historia... Déjame hablarte de una niña que cuando nació no fue más que un nombre sobre un papel. No tuvo madre, y su padre no la quería, no... No quería a ese bultito tembloroso y llorón que le robó a su esposa. Así que pagó a una extraña para no dejarla morir de hambre y la borró de su vida... La niña creció, porque hasta las plantas crecen criándose a solas. Creció porque es lo único que sabía hacer. La pequeña no le daba problemas al servicio: no hacía ruido, no reía, tampoco lloraba y no llamaba la atención. Entretenía las horas y los días mirando las ilustraciones de unos libros viejos que alguien le dio, que hablaban de hadas y princesas. Aprendió a caminar sola y en cuanto pudo, cambió las sombras grises de la casa por el luminoso verde oscuro del bosque. Bajaba de uno en uno, y con mucho cuidado, los escalones de la puerta de atrás, y con las marcas de sus tropiezos infantiles en las rodillas, huía al bosque. Allí jugaba con la brisa y las hadas. El sol creaba sombras en las frondas, las hadas (pequeñitas como mariposas) se escondían tras las hojas, y la brisa jugaba a encontrarlas y descubrirlas. La niña reía entonces, alzando los bracitos, girando y queriendo unirse a sus juegos, y las hadas se posaban en la punta de sus dedos, haciéndole cosquillas y llenando sus manos de luz, como si ella misma fuera mágica. Un hada ella... ¿Puedes creerlo? La niña quería creerlo. Un hada... Cuando el sol se iba, la niña regresaba a la casona con ese pasito infantil apresurado. Alguna vez se le enredaban los pies, pero ella se levantaba, se sacudía la tierra y las hojas secas, y continuaba adelante. La niña trataba y trataba de ser realmente mágica. Un día, entró sin que nadie la viera en la biblioteca que olía a polvo antiguo y se llevó un par de libros. Luego, a solas en su habitación —esa que nadie visitaba—, los hacía pedacitos, los desmenuzaba con paciencia y luego hacía montoncitos frente a ella. Se ponía de pie, los miraba como esperando a que fueran a desafiarla, y luego se agachaba para llenarse las manos con ellos. Los lanzaba al aire y alzaba rápida los brazos, esperando acaso que su magia los convirtiera en hadas o quizás que se tornaran en luz sobre sus manos. Pero inevitablemente, caían al suelo. Ella no cejó en su empeño. Lo intentó todo el verano. Repetía, con estudiado método, todo el procedimiento: robar los libros, rasgar los libros, esperanza al aire, decepción en el suelo. Y en el suelo de su habitación se acumulaban los pedacitos de papel y de sus sueños frustrados. 68
Pero claro, al final alguien se dio cuenta de que faltaban libros en la biblioteca. Su padre, nada menos. Precisamente ese padre que no nota a su hija, que no la mira, que no la quiere... Ese mismo padre que la ha borrado de su existencia, sí que advierte la ausencia de unos libros. *** La niña corría, corría todo lo que daban de sí sus piernecitas. El nudo del llanto le atascaba la garganta y no le dejaba respirar; boqueaba y seguía corriendo, espantando a manotazos las gruesas lágrimas. Ningún niño debería ver el odio en los ojos de su padre. Ningún niño debería sentir ese odio sobre la piel, como si fuera una bofetada. Cayó de rodillas cuando llegó a su rincón del bosque y allí, entre los árboles que ya la conocían, lloró como un animal herido. El sollozo violento, convertido en llanto de desolación, sacudía sin control sus hombros. Fue por esto que tardó en advertir el beso de las hadas. Sus pequeñas amigas la rodeaban, volando en torno a ella, tratando de ofrecerle consuelo. La niña por fin sonrió (tristemente, eso sí) y cerró los ojos con un suspiro. Abrió los brazos y se dejó mecer por la brisa, que acariciaba sus cabellos. Y la brisa se tornó en viento, en vendaval. Y con el corazón a la carrera, la niña sintió que sus penas pesaban menos, y vio que sus manos brillaban, y que esa cosa triste que vivía en su pecho se hacía pedacitos diminutos que volaban en el aire hasta perderse bien lejos. Igual que ella. Volvió a reír la niña, esta vez de veras, mirando cómo sus manos se convertían en papelitos de colores que la brisa hacía volar, y las hadas bailaban para ella. *** La encontraron los sirvientes de su casa a la mañana siguiente, cubierta de hojas como si fuera una manta tejida por las hadas. Su padre volvió a olvidarla en cuanto la enterró. Pero cuenta el vigilante del cementerio, que cuando la brisa ríe, remolinos de pedacitos de papel y de hojas danzan sobre la tumba de la niña.
MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ
España
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o supe ayer. Ronaldo, mi vecino del 5D, tiene novia. Me acuerdo cuando recién mudada salí al pasillo y jugando al ta-te-ti con las otras puertas, la suerte cayó en la de Ronaldo. Le toqué timbre y después de unos minutos, entre dormido y despeinado, abrió y me dijo “¿Qué precisas nena?” y yo, con esa sonrisa que pongo cuando tengo que pedir un favor a un desconocido, le pregunté “¿No me ayudaría a prender el calefón? Me acabo de mudar acá al lado”. Se puso las pantuflas que estaban debajo de la cama y, dejando la puerta abierta, salió para mi casa. Ronaldo vive solo. Tiene unos setenta y laaargos como sus arrugas. Es una pared que mide cerca de 1,85 y se mueve con un andar corto e impreciso, como pasos de bebé. De un bebé ENORME con pantuflas. Tiene un hijo que lo visita poco y un amigo con el que se encuentra todas las tardes en el bar de Avenida Díaz Vélez. No sé el nombre de su amigo pero tiene cara de Pedro. Es pelado, panzón y petiso, todas cualidades que empiezan con “P”, de Pedro. Cuando Ronaldo y Pedro se encuentran en el bar charlan con todos los mozos, comparten cigarrillos, café y whisky. A veces hojean un diario, otras juegan a las cartas hasta que se pone la noche. Se despiden y vuelven a sus casas. Ronaldo hace una o dos paradas técnicas antes de recordar que debió haber apagado el televisor de tubo y guardado los restos de pollo que dejó en la mesada. Recién ahí parece que se mueve un poquito más rápido. Como el conejito famoso ese cuando le cambian las pilas. Ayer yo caminaba en dirección opuesta a vos. Vestías un jean claro, una remera a rayas y un chalequito. Te habías peinado y cambiado las pantuflas por unas alpargatas cancheras. Antes de llegar al garaje de mitad de cuadra, se me dio por mirar a esa casa de rejas que siempre tiene poca luz. Nunca sé si vive o no alguien ahí. Una silueta de mujer esperaba del otro lado. Me sorprendió y entonces bajé la cabeza. Solo alcancé a ver su pelo algodonado y un vestido estampado con flores negras y blancas. Me pareció hermosa y discreta. Como esas damas de antaño que no querían ser miradas, sino que las vieran. Cuando nos cruzamos dejaste en el aire un perfume que delataba tus buenas intenciones. ¿Ronaldo tiene novia? pensé. No aguanté y me di vuelta antes de entrar al edificio, y ahí te vi. Paradito frente a la casa de rejas. Acortando la espera, los años, los daños. Y solo pude sonreír por dentro.
CARLA ROSCONI
Argentina
Instagram: Carlarosconi
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olo al bajar del auto de patrulla el joven fue consciente de que venía descalzo y sin camisa. No podía recordar si el cinturón que le faltaba a sus pantalones le había sido quitado o si por el contrario no había tenido tiempo de ponérselo cuando fue detenido. Apenas ahora le dolían las muñecas por lo ajustado de las esposas. Los acontecimientos que habían precipitado aquel predicamento en que se encontraba ahora se habían perdido de entre sus recuerdos pero su memoria era asaltada de continuo por la voz de su madre: ¡Qué vergüenza! Al menos tu padre está muerto. No hay mayor vergüenza que ver un hijo convertido en cabrón… ¡Bien que te lo dije! ¡Esa mujer no sirve! El detective Solano lo tomó del brazo izquierdo y lo introdujo en la sede policial para las reseñas y trámites de rigor. Solano pensó por un momento en que aquel muchacho no tenía el talante de un cruel asesino y pensó en que tal vez con poco esfuerzo lo levantaría del suelo como a una bolsa de legumbres. Nadie es lo que parece reflexionó el detective y concluyó en que es precisamente eso lo que hace peligrosa a la gente. El muchacho, ahora desnudo y sometido a rigurosa observación, se esforzaba por acallar en su mente las aseveraciones con que su madre le instaba al crimen: ¡Ve tú a saber si esas dos muchachitas serán tus hijas! ¡Yo no las tengo como familia! ¡Ni para matar a esa desgraciada has tenido cojones! Dos detectives, terminada la jornada de chequeo, le devolvieron los pantalones y lo tomaron por los brazos para llevarlo a la sala de reseña. No se opuso a nada. No se quejaba. Lo fotografiaron, entintaron sus dedos y los imprimió en un formulario. Mecánicamente respondió a las preguntas sobre su nombre y edad, ocupación y estado civil, residencia y motivo de arresto. Llevado por el pasillo donde se encontraban las celdas de detención preventiva miraba sin ver y oía sin escuchar mientras caminaba escoltado nuevamente por el detective Solano. No era otra sino la voz materna la que resonaba dentro de su cabeza: ¡Cuando El Negro Solarte quiso faltarme al respeto tu padre le rajó la mitad de la cara con un machete! Claro que fue preso unos meses, pero nadie se metió con él jamás y nunca en este pueblo de mierda… y tú has venido a ser el refrán de por aquí ¡Cabrón! ¡Lo peor que se puede ser! ¡Hijo único y cabrón, el peor castigo para una madre! Dentro de la celda, Solano le quitó las esposas y salió sin hablar. Él se acostó en el pequeño catre y percibió ahora en su justa dimensión el ardor de las marcas dejadas por las esposas, y el daño que le había hecho a sus brazos el hecho de traer las manos a la espalda por tanto tiempo. Pero eso era nada frente al escozor del recuerdo: ¡Por eso has dejado de venir a mi casa! ¡Por eso no te gusta verme! ¡Bien que te lo dije! ¡Llévate a esa perra a una quebrada y la entierras! ¡Qué vergüenza! ¡Al menos tu padre está muerto! ¡Hijo único y cabrón, el peor castigo para una madre! 73
Pasado el mediodía, agotado, se quedó dormido. Estaba tan profundamente dormido que no escuchó al capitán Mendieta cuando se acercó a la celda: Solano ¿Ese es el muchacho? Sí capitán respondió el detective. ¡Coño! ¿Qué puede llevar a una criatura como esa a estrangular a su propia madre? Nadie es lo que parece respondió el detective y precisamente eso es lo que hace peligrosa a la gente…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR
Venezuela
Blog. loquecuentacalixto
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TRAPOS Y LATAS RAÚL ARIEL VICTORIANO -PODRIDO DE DECIRLE PABLO TORRES -SMITH MIRELLA S, -EL ANCIANO GENERAL LLEGÓ TEMPRANO A LA CITA ERIC D. HAYM FIELITZ -UN EXTRAÑO EDIFICIO GABRIELA LEMA -LA COSECHA DE LOS INFELICES ADRIANA LAMELA -PLIEGUES NICOLÁS BARRASA -AARÓN DIANA MARINA GAMARNIK -COSAS QUE UNO APRENDE CUANDO YA ESTÁ MUERTO HERNANDO TORRILLA -FINAL DE PELÍCULA CARLOS M. FEDERICI -LA ARAÑA ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ -UN CAROZO EN LA AVENIDA PATRICIA I. CHABAT -la viejita de los hilos SILVIA M. VÁZQUEZ -FUEGO ÁLVARO VANEGAS - CRUZANDO LA FRONTERA RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA - EN LA RUTA MARINA SOSA -DEL OTRO LADO DE LA VENTANA CLARA GONOROWSKY -ENCUENTROS CASUALES DP -LA PAYADA DE EDIPO Y LA ESFINGE DANIEL FRINI -UNA ESTRELLA EN EL MAR DIANA RUBIO SÁEZ -DESDE EL RINCÓN YOLANDA SA INMUNDICIA DAMARIS GASSÓN PACHECO - ESTOCADAS EN EL ANFITEATRO BENJAMÍN ROMÁN ABRAM - REENCUENTRO NANCY AGUILAR QUINTERO -LA RESURRECCIÓN DE VIETNAM VíCTOR MANUEL MORENO HERNÁNDEZ -LEYENDA PRIMORDIAL CARLOS ENRIQUE SALDIVAR AMBIVALENCIA AMALIA RENGEL CERA CALIENTE JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS -LA SOMBRA ROGER LUIS CHICO CABARCAS -UN CLÍMAX ESPECIAL ANA PALACIOS -HACIA EL SIGUIENTE universo JOSÉ A.GARCÍA -PARIAS ANGIE KONCURAT - LA GUITARRA SIN CUERDAS ROLANDO DI LORENZO -LA APUESTA RENZO F.DEL áGUILA MERZTHAL -LA PUERTA AMARILLA SOFÍA LUDLOW CÁNDANO BAJADA A PIE ÁLVARO SINARAHUA
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l entoldamiento de nubes pardas agolpadas desde el Cerro Ziruma hasta Playa Salguero protegía la piel de los transeúntes al mediodía. Habían transcurrido dieciséis meses sin que la arena de El Rodadero se tragara los macizos goterones de alguna tormenta estival. A diferencia de otros años, el petricor que exhalaba el asfalto durante esos minutos revoloteaba irrespirable entre los fétidos efluvios de los cangrejos intoxicados por el derrame de carbón en el fondo del mar y el sudor de cuerpos hacinados en un paisaje tropical que intentaba curarse las llagas causadas por el crisol matutino. Entre esa atmósfera del malecón, constituida por vagabundos de aliento putrefacto y mujeres callejeras luciendo medias transparentes con guirnaldas oscuras a la altura de los muslos, vivía hace siete años un inmigrante cuyo rostro arraigadamente inexpresivo hacía recordar a los personajes ‘stone face’ interpretados por Buster Keaton. Alto, enjuto y sombrío, Redden Drain llevaba tatuadas en los omóplatos unas amplias alas rojas de murciélago que en la contracultura vampyro representan el dolor como esencia de la vida. Su espíritu melancólico lo retraía con frecuencia de cualquier reunión con persona alguna. Mostraba indicios de un desorden de personalidad antisocial vinculado a sentimientos ambivalentes y apegos definidos por el conflicto enfermizo entre la pulsión agresiva y la pulsión de vida. Abrigaba en su interior el agudo deseo de deshacerse de algo dentro de ese profundo reino del silencio que lo habitaba y lo llevaba a trazar una línea de conducta en la que se descubre un motivo tan poderoso como el inspirado por un paisaje ataviado con irradiaciones suspendidas en una sucesión de relámpagos a los que inmediatamente sigue un implacable estruendo. * No es fácil aprender a controlar el apetito de querer ser alguien más que un simple mortal. Menos aún cuando se ha descubierto en el alma un depredador impulso hacia la inmortalidad. Hay padecimientos que la ciencia jamás podrá curar porque están ligados a naturalezas indeterminadas, huyen de cualquier causa racional. No resulta extraño que la tasa de suicidios en la última década se haya elevado al diez por ciento de la población mundial. Yo mismo fui un suicida indeciso hasta la noche en que descubrí quién era realmente. Siempre me había embelesado ver dormir a la gente. El sueño nocturno de cualquier persona puede significar más que toda su existencia. He hallado principios de vida y de muerte en la tensión y el relajamiento de las partes del cuerpo cuando se encuentra anclado en la profundidad del amodorramiento. Mientras duerme un ser vivo puede liberar grandes flujos de energía expansiva, imperceptibles al regusto perverso presente en las caricias exasperantes de unas manos enfadosas. Me he alimentado muchas veces de personas en este estado de indefensión. Durante estos 77
lapsos las mujeres suelen despertarse alarmadas al experimentar náuseas y un sangrado vaginal semejante a la menstruación; los hombres, en cambio, duermen muchas más horas de las habituales y se levantan cansados en extremo. Algunos sufren cólicos intestinales y migraña dos minutos después de haber bebido el primer vaso de agua de la mañana. Sé que substraerle la energía vital a otros sin su consentimiento es la forma más cerril de vampirismo pránico. No obstante, hace mucho tiempo resolví el nudo de las implicaciones éticas de mi condición estrambótica. El problema es que, a diferencia de la mayoría de las personas, no poseo la habilidad ingénita de procesar mi propia energía, lo cual me impone hurtarla de otros seres humanos. Inicialmente tomaba grandes cantidades de energía a distancias largas, pero luego descubrí que el contacto físico no sólo aceleraba todo el proceso sino que además centuplicaba una fuente adicional de energía en mí que me protegía de cualquier daño físico. Fue entonces cuando comencé a vislumbrar la idea de mi perpetuidad, en contra del supuesto de que temprano o tarde mi cuerpo sería absorbido por la nada que consume con mansedumbre el agua del tiempo. Nunca antes había tenido inclinación alguna hacia la hematofagia y menos aún por la antropofagia. Sin embargo, de forma gradual, impasible, el anhelo desmedido de no sucumbir ante la muerte me llevó a convertirme en un devorador de humanos. * Aquella tarde el miedo vibraba en la cara de Kristel mientras un barullo de emociones trastornaba sus habituales ideas penetrantes. Tranquilícese, necesitamos que nos cuente lo que sucedió dijo uno de los policías que la rodeaban para conservar la seguridad de la víctima. La mujer respiró hondo, cerró los ojos y vio al asesino disparatado, lo cual le impediría establecer claramente el retrato robot. Lo siento... dijo, tratando de retener la vaharada de la cogorza que manaba incontenible a través de la pequeña celda de sus labios rojizos, no está claro. Martínez, que a tres metros la observaba, se acercó como por ensalmo, la agarró por el brazo y la llevó hasta donde estaban apenas algunas partes del cadáver de su amante que chorreaba todavía una espesa espuma tibia revuelta con los pecados del mundo en el paraíso terrenal. Mírelo bien expresó con acritud al tiempo que lastimaba instintivamente con su mano derecha la muñeca izquierda de ella, usted y él eran infieles y aun así predicaban la pureza y la verdad. Dígame ahora todo lo que vio. Max Martínez tenía cincuenta y dos años. Llevaba ropa de paisano: bluyín desvaído, camisa blanca en chalis y mocasines de cuero color gris. Era de tez trigueña 78
y durante gran parte de su vida había luchado contra un sobrepeso de veinte kilos que no conseguía descontar con dieta alguna. Poseía la virtud de la desconfianza, y afirmaba que los dos factores más engañosos de la vida son los rostros y las circunstancias. Su felicidad se basaba en la ausencia de ésta en el cosmos, pues para él, estar conscientes de nuestra desdicha nos proporciona una ventaja espiritual frente al alijo de falsos contentos que pululan en las avenidas. Kristel lo observó un segundo y bajó la mirada. Apartó los pensamientos que obstaculizaban la prosopografía del individuo que acababa de matar a su donjuán. Cerró los ojos varios segundos. Recordó una figura escueta. El criminal era un hombre delgado, tenía el pelo liso y largo hasta los hombros. Había entrado mientras ambos estaban en el baño. Ninguno escuchó el primer ruido de la puerta de entrada al cuarto debido al sonido apresurado del chorro de agua que caía al suelo a través de la curvatura central de la espalda de ella y se calentaba al instante por efectos de la temperatura de su febrilidad. Antonio escuchó el giro del picaporte de la puerta del baño, separó a Kristel y descorrió bruscamente la cortina de la ducha. Ella giró también y ambos miraron a Red, a contraluz de un sol oscuro, reflejado, de un lado a otro de la claraboya, en el rígido espejo con moldura de enredadera celeste aguamarina. * Poco a poco recordarás lo que hacías mientras la lluvia caía vigorosa sobre el mar desteñido y los jardines menesterosos: primero vas a leer los anuncios del diario local, una versión parecida a tu rostro y figura en escala de grises, no te importará lo exiguo del formato, dos números telefónicos para denunciar al asesino de fragancia mortuoria, creados con dígitos repetidos para fácil memorización, harás una pausa mental, amontonarás sobre la mesa mil doscientos pesos en monedas que sacarás del pantalón arrojado al piso después de la fatiga que te ha generado siempre estudiar con anticipación las porciones de cada víctima, porque aprendiste que todo individuo encierra su mayor energía en puntos distintos, eso lo asimilaste con la experiencia, con la repulsión que soportaste al digerir zonas impalpitables de la carne, corruptas por la carencia de franjas derivadas de los focos de aglutinación. Luego, saldrás a la calle, avanzada la noche Max te verá caminar cerca de varios bares, pero no sospechará, tendrás el pelo corto y mostrarás una actitud compasiva hacia una anciana que necesitará cruzar la calle 11 justo cuando los cocheros de la caravana de carruajes que remedan las carrozas del siglo XVIII tirados por caballos tipo bereber han terminado su jornada y se dirigen en tropel a los mellados establos colindantes al Río Gaira. Esta vez será la chica de ojos hundidos, la que has amado en silencio como un esclavo impostor. Tendrás como nunca la respiración fatigosa, su carne olerá a tumba y tú, diablo de Cazotte, invocarás el consuelo vertiendo sobre sus senos el bálsamo de la
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partida. La víspera soñaste que cincelabas con tus incisivos sus músculos cigomáticos mientras separabas con tus dedos los cartílagos laterales, un postre casi metafísico posterior al banquete carnívoro de su vientre viscoso semidesnudo sobre la lluvia, alumbrado por una luz vacilante. Al acabar esta noche, ella se volverá esa lluvia ardiente, lluvia de caldo caliginoso, lluvia de agua de cuarzo, lluvia abatida por metales, lluvia vertida en la ola, entretejida en el rayo y desbordada en la tormenta. Y tú tendrás que estar bien, dejarte llevar sin límites como las hojas por el viento para no desfallecer. Deberás elevar más murallas dentro de ti, beberte la noche como Bukowski las copas de whisky, aprender a callar al pájaro azul que te inspiraba Lucrecia y olvidar todas sus monologadas consultas a los pósteres de Isabel Allende y Ángela Carter. Todo eso vas a aprender, Red. Volverás a ser tú otra vez. * Los vio acercarse. Había imaginado mucho tiempo el sonido de las pisadas vívidas, conectadas a círculos luminosos. Al otro lado de la puerta estaría él, sentado en el mismo rincón de hace dos noches. Esta vez Max entraría a la celda. Hubiera querido desahogar su cólera estancada sobre él, pero no lo haría. En lugar de esto abriría la boca para modular una frase breve: «llegó la hora». Red se pondría de pie ante él, mientras el recuerdo de Lucrecia le retoñaba en el corazón, como una llamada quejumbrosa. ¿Siente miedo? preguntaría Max. ¿Miedo? ¿De qué? replicaría Red con voz apagada. Será como dormir y volver a despertar. Afuera se oirían gritos acentuados, exclamaciones de odio. Max caminaría hacia la pequeña ventana y descorrería la cortina. La calle estaría atiborrada de una multitud furibunda. Cerraría al instante, iría hasta la pequeña mesa, se sentaría en una silla, sacaría de un estuche un cigarrillo y lo fumaría en silencio. Al salir, escudados por la policía, se escucharía un clamor en torno a Red, todos lo insultarían, podría haber sido escupido, la lluvia golpearía monótonamente los rostros, una mujer apretaría en su puño un crucifijo de yeso, mientras otras, sin poder contener las lágrimas, arrojarían cascajos a la cara del monstruo sin lograr alcanzarlo. Interrogado acerca del número de personas que había descuartizado, había respondido con la inocencia del mutismo y la mirada agria. Y si bien es cierto que las cifras habían sido excedidas imputándole crímenes que no le pertenecían, para la justicia colombiana los setenta homicidios que le habían sido comprobados eran suficientes para hacer caso omiso de la incompetencia mental de Red y estrenar la ley de pena capital aprobada hace menos de un año por el Congreso de la República. Al entrar en la sala de ejecución, vería en su centro la camilla blanca, las correas 80
negras, los ejecutores y los guardas imponentes y, a un costado, detrás de una pared con un gran vidrio de plomo, un grupo de familiares de las víctimas que, en ese momento, lo observarían desde sus oscuras regiones concéntricas sin tregua. Mañana estarían libres. No arrastrarían más angustias. Max cruzaría las calles llenas de gente sin aquel deseo loco de gritar con todas sus fuerzas. Toleraría sus sonrisas hipócritas. Serían frecuentes las ausencias nocturnas. Su mirada dejaría de rastrear la embrollada penumbra, porque ya no tendría el mismo sentido de antes, cuando el resplandor opaco de la luna del poniente anunciaba la noche entreabierta bajo el trono del sol. Ahora todos tendrían que acostumbrarse a la negrura de la nueva morada del vampiro, después del largo viaje de regreso.
FRAK TORRES VERGEL
Colombia
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eñores, vamos a cerrar el féretro. Los familiares y allegados pueden despedirse. —nos indicó el empleado de la funeraria con la solemnidad esperada en momentos como ese. Mi madrina y mi vieja lloraban como unas magdalenas. No sabía como consolarlas. “Hay cosas que son como el repulgue de las empanadas, cuanto menos las pensás mejor te salen”. No sé por qué recordé la frase que solía decirme el tío Gervasio cuando nos juntábamos a comer las infaltables pizzas del domingo. Abracé a mis dos damas y diciéndoles “Upa la la” les ayudé a subir torpemente al coche fúnebre que nos esperaba en la puerta para llevarnos al cementerio de la Chacarita. Mi viejo brillaba por su ausencia como era de esperar. Siempre había sido un cero a la izquierda, y no podíamos contar con él ni para el velorio de la persona que tanto lo había ayudado en vida. Los recuerdos se me iban amontonando cuando arrancó el cortejo. Gervasio siempre pregonaba con el rollo del sacrificio, del trabajo, del esfuerzo para lograr las cosas de la vida, nada que ver con mi padre que tenía la membresía Premium del hipódromo. Mango que agarraba lo reventaba en las patas de la primera potranca que se le cruzaba, no distinguía entre yeguas de Palermo o de las otras. El tío y papá eran el Yin y el Yang, el agua y el aceite, el día y la noche, pero para ser mas preciso, para mi eran el ejemplo y la jaqueca. Antes que sufriera el accidente, mientras le estábamos dando a una muzza de jamón y morrones, me contaba que cuando había comenzado con su primer empleo sin experiencia previa había logrado el premio al mejor vendedor del año superando a todos sus compañeros, los cuales ya venían transitando varios años en la compañía. Lo notable de su anécdota no era el premio, que sin duda era merecido, sino lo sucedido en el episodio de su premiación. Al parecer eso había sido en la fiesta de fin de año de la compañía, habían invitado a todos los empleados a asistir con sus parejas. Era una cena a todo trapo, hasta había una orquesta que tocaba en vivo los tangos mas populares de la época. En el momento cúlmine de la noche el presidente de la firma llamó por el micrófono para obtener la atención de todos y así hacer la entrega de premios a los ganadores. Desde el escenario improvisado mi tío Gervasio, colmado de felicidad, pudo ver a todos sus compañeros con sus copas extendidas expresando su admiración por el trabajo bien hecho. Pero... en un costado, casi entre sombras, detrás de una columna, pudo ver a su jefe que estaba escondido, casi con vergüenza. A pesar de la oscuridad podía notarse claramente que tenía una mancha violeta en medio de la frente, una mancha tan oscura que parecía un derrame. El tío bajó los escalones con su medalla de oro en la mano y se acercó muy preocupado. 83
—¿Arturo le pasa algo? —¡Nada, nada! ¡Está todo bien! —contestó su jefe y de un sorbo hizo fondo blanco a la copa de sidra que le acababan de servir. Días después, el tío, a manera de broma, se vanagloriaba de haber gastado muchas suelas de zapatos caminando infinitas cuadras para ofrecer los productos que cargaba en su pesada maleta. Esa tarde el jefe, que aún tenía una leve aureola en su frente, lo invitó a tomar un café. —¿Te puedo pedir un favor Gervasio? —le dijo antes de que llegara el mozo a tomar el pedido. —Sí, por supuesto. ¡Claro que sí! ¿Qué necesita? —le contestó mi tío siempre dispuesto a ayudar a todo mundo. —¿Podés dejar de hablar de tus logros? —le increpó con sus manos temblorosas. El tío pudo ver que la mancha volvía a ponerse cada vez mas oscura. —Sí, perdón, no quería molestarlo, solo conté con alegría lo que vengo haciendo en este laburo. No tuve intención de ofender a nadie. —le explicaba confundido por el cuestionamiento. —No, no es que me molestes, es que no puedo soportar que le vaya bien a la gente. Es terrible, es como una enfermedad, no puedo controlarlo. Cada vez que alguien me cuenta que se puso de novio, que compró un auto, o que simplemente se va de vacaciones a Mar de Ajó, hay algo dentro mío que se me dispara y aparece esto. —le aclaraba su jefe mientras se acariciaba la terrible mancha que a esas alturas estaba morada como si hubiera recibido un garrotazo. Esa historia había surgido a partir de que cuando estaba cursando Inmunología Humana, yo me había hecho de un grupo de amigos con los que nos juntábamos para estudiar. Todos eran muy macanudos, principalmente José Luis, que siempre estaba dispuesto a llevarme a casa con el auto que le habían comprado sus padres cuando había entrado a medicina. Recuerdo que nos habíamos quedado toda la noche para ese final. Litros de café había preparado mi vieja para que nos mantuviéramos despiertos. Estaba muy nervioso, esa materia era clave para mantener la correlatividad y poder avanzar a buen ritmo en la carrera. Había sido oral, fue mi primer diez y salí corriendo a contárselo a mis compañeros de turno. Todos habían aprobado, menos José Luis que estaba sentado cabizbajo, con su mentón hundido en el pecho. —¡Che no pasa nada! Nosotros te vamos a ayudar para que puedas darla de nuevo en la próxima fecha. —le dije con mi mejor onda. —Gracias, gracias, pero no los necesito. —me contestó descortés mirándome con sus ojos inyectados en sangre y una mancha violeta que se le extendía en medio de la frente. 84
Ese día José Luis no me llevó a casa con su auto. Preferí ir en colectivo. Nunca había experimentado una sensación tan desagradable. En vez de estar feliz por mi diez, estaba angustiado por la incomprensible reacción de mi amigo. Volví de mi viaje por los recuerdos, apenas el domingo anterior había estado en lo de mi madrina, comiendo pizzas como siempre y recordamos estas historias. Solo habían pasado dos días, cuando mi tío nos decía: —Estoy mejor que nunca. ¡Hoy prefiero comer empanadas! ¿Marquitos llamás al delivery para que nos manden una docena? El coche fúnebre avanzó por las calles internas. Podía ver infinitas lápidas alineadas en el caminito que nos llevaba a la capilla donde el cura nos esperaba para la ceremonia. Al llegar, los compañeros de oficina de mi tío estaban muy compungidos esperándonos, estaba claro que él había sido un hombre muy querido. Bajamos del auto. Mamá y mi madrina ya no lloraban, habían entendido que Gervasio había dejado de sufrir, y que esta despedida debía ser con alegría por las cosas buenas que gracias a Dios habían vivido junto a él. Mientras el sacerdote terminaba las oraciones, a las apuradas aparece entre la multitud mi viejo con una expresión desencajada y un ramito de flores que sin duda habría afanado de algún jardín de la zona. Al terminar la ceremonia, se me acercó apresurado y me dijo: —¡Che Marquitos! ¿Cómo te volvés? —Voy a parar un taxi y llevamos a la madrina. ¿Sí? —le dije con ganas de insultarlo. Paré al primero que apareció. Subimos, papá se sentó adelante y yo me fui atrás con las dos viejas. Bajé la ventanilla para tomar aire. El tío para mi era mi última línea de fuego, mi verdadera figura paterna y ahora se había ido para siempre. Yo quería llorar como un niño, pero mi procesión iba por dentro. El taxi paró en un semáforo. El chofer se dio vuelta y viendo a las dos mujeres que lucían sus lutos nos dijo a manera de cumplido: —Los acompaño en el sentimiento. Aprecié la intención de ese desconocido. No podía entender para qué cuernos había venido mi señor padre, si nunca se había preocupado de Gervasio, hasta creo que de alguna manera envidiaba el vínculo que yo había logrado con él y con su esposa. El auto arrancó y noté eclipsado entre el ruido del motor gasolero que papá empezaba a llorisquear casi en silencio. Nunca lo había visto llorar en mi vida, no pude
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quedar inmune a esa señal de humanidad que estaba descubriendo en él y extendí mi mano y la apoyé sobre su hombro. —Hasta en la muerte fue mejor que yo, hasta en esto me ganó de mano, siempre fue mejor que yo. —alienado me repetía. Papá se dio vuelta y pudimos ver con sorpresa que una mancha violeta empezaba a brotar en medio de su frente.
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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no, dos, tres, cuatro, cinco. Cinco pasos hacia atrás para tomar distancia y cambiar la perspectiva. Eso le había enseñado su profesor de dibujo y ella lo respetaba al pie de la letra. Sabía que a veces, por el entusiasmo, el deseo o la inspiración desbordada, se acercaba demasiado a la tela que estuviera pintando para después arrepentirse y sentir que había perdido la oportunidad de crear algo más duradero. Cinco pasos y mirar. Distinguir primero hacia dónde se dirige la oscuridad en el dibujo. Observar qué lado elige. Destacar esa oscuridad. Recién después trabajar la luz. Destacarla acentuando las diferencias. Había decidido esta vez animarse por fin a dibujar un retrato de alguno de los hombres rotos que habían dejado huellas del lado de adentro de la piel, esa parte que no se ve, pero que emite destellos que se pueden percibir solo las noches de luna nueva. Siempre prefirió la palabra “huellas” a la palabra “cicatrices”. No sabía bien por qué. Quizás era porque lastimaba un poco menos. ¿El investigador de profundidades, el lanzador de cuchillos, el negador de realidades, el encantador de serpientes? ¿O eran todos el mismo? No lo sabía. Los rostros se le mezclaban a medida que delineaba los trazos y se le confundían las cabelleras. De a ratos le parecía que la que se hacía pedazos era ella al intentar describirlos dibujando, pero se recomponía de inmediato al dar los cinco pasos protectores hacia atrás. Comenzó a destacar la luz de la camisa blanca. Había elegido que el hombre roto del dibujo llevase puesta una camisa impecable, inmaculada. Como si nadie nunca la hubiera tocado. Le gustaba cómo iba quedando lo que había hecho hasta ese momento. Le parecía que por fin exorcizaría esos demonios tan empecinados que le enredaban el pelo cuando soñaba sueños que la dejaban exhausta al despertarse, como si no hubiera dormido o como si lo hubiera hecho a los saltos. De pronto, sin que ella pudiera identificar muy bien cómo, una mancha roja se instaló en el lado izquierdo de la camisa, como si viniese de un lugar oculto de la parte de atrás de la tela o del universo. Después de unos minutos de estupefacción y los consabidos cinco pasos hacia atrás, aplicó un poco más de pintura blanca para intentar borrarla. La mancha roja desapareció por unos segundos, pero enseguida volvió para adueñarse, triunfal y posesiva, del lado izquierdo de la camisa. No importaba cuántas veces repitiese la misma operación, el resultado no cambiaba. Molesta, incómoda, se quedó de pie mirando el dibujo que se le rebelaba. Pensó entonces en la fascinación que ese hombre roto le provocaba, pensó en su vocación reparadora que siempre terminaba desembocando en la nada, disolviéndose en hilachas, y pensó en que, si no cambiaba aunque sea algo mínimo, como un trazo 88
distinto, como una independencia sin estrenar, se quedaría allí quieta, sin movimiento siquiera. En ese instante, la parte superior izquierda de su delantal también se empezó a manchar de rojo, como si fuera un espejo perfecto de lo que tenía delante de ella. Trató de limpiarla con la mano y solo logró que se volviera más indeleble, más imperturbable. Esta vez dio más de cinco pasos hacia atrás, en realidad se dio cuenta de que hubiera querido dar mil, alejarse lo más posible. Pero ¿cómo escapar de ella misma? ¿Cómo escapar de esa necesidad de reparar a otro que no era más que la imperiosa necesidad de repararse? Suspiró. Respiró una y otra vez hasta ese fondo inaccesible que se le escapaba cada tanto. Se acercó con cautela a la imagen del hombre roto, como si caminara pidiéndose permiso. Después de observar con suma atención el dibujo, decidió acentuar la mancha roja en el lado izquierdo de la camisa blanca, como si dejara un surco en la tela. La firmó con sus iniciales y la bajó del atril. Acomodó una nueva tela y empezó a pintarse, oscura, rota, luminosa, en movimiento, con su propia mancha roja en el lado izquierdo del delantal. Percibió que algo indefinible, quizás una de sus tantas derrotas, se le deshacía por dentro y salía por sus dedos como si el pincel le quemara. Sonrió levemente y siguió pintando hasta que la noche de luna nueva la cubrió de misterio.
DIANA MARINA GAMARNIK
Argentina
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reo que se han olvidado de nosotros. —Mientras lo dice, Bill se pasa la mano por la frente para quitar el sudor que lucha por llegar hasta sus ojos. El casco es agobiante y el sol inmisericorde. Roger, a su lado, no contesta; se limita a recorrer la entrada al mercado desde la mira de su arma. —Morir cumpliendo el deber junto a mi mejor amigo es una buena forma de irse al otro mundo. —Su voz suena insegura. —Ajá. —La de Roger, como siempre, suena indiferente. Uno de los insurgentes intenta atravesar el pórtico de piedra por la zona que Bill debe cubrir. Antes de que tenga tiempo para apuntar, Roger dispara y el atacante cae a los pies de una palmera. —¡Buen disparo! Otro piojoso menos. —Ajá. —En serio, Roger: creo que se han olvidado de nosotros. Su compañero sigue cubriendo la entrada al mercado y no dice nada. Siempre ha sido muy callado; incluso en el colegio era un niño de pocas palabras. Otra ráfaga corta y un nuevo cuerpo se une a las docenas que hay en el suelo, repleto de fruta podrida. —Ya sé que nos dieron la orden de cubrir esta entrada, pero creo que somos los únicos que siguen aquí. Se han retirado sin avisarnos. De soslayo, mientras vigila su zona, por el borde del ojo cree apreciar un ligero encogimiento de hombros de su amigo. Bill intenta consumir otra dosis de optimismo. —Pero seguro que vienen a buscarnos enseguida. —Ajá. Tras un par de minutos de silencio y espera, varios insurgentes intentan tomar posiciones en el mercado; se encargan de ellos con rapidez. Bill comprueba las municiones: todavía hay bastantes, pero cada vez menos. Tiene sed; cuando trata de beber de su cantimplora, descubre que está vacía. Antes de que diga nada, Roger le arroja la suya sin perder de vista el acceso al mercado. —A veces creo que me lees la mente. —Ajá. Otro grupo ataca y sus balas pasan muy cerca, pero en cuestión de unos instantes hacen compañía a los demás cadáveres que reposan sobre el polvo arenoso. —¿Sabes? Me sorprendió que te alistases conmigo. Nunca escuché que dijeras nada del ejército. —Ajá.
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Los que forman parte de la siguiente incursión llevan lanzacohetes. Antes de caer, destrozan su parapeto y les obligan a retroceder para cubrirse detrás de un pequeño muro. —Estamos jodidos. Roger se limita a disparar dos ráfagas cortas y nuevos cuerpos adornan la entrada del mercado. —No te había dicho nada pero, cuando termine este turno, lo dejo. —¿Ajá? —Por un instante, Roger aparta la vista del acceso al mercado y sus miradas se cruzan. —Le pedí matrimonio a Paula durante el último permiso y no me reengancharé. Disparan para detener un nuevo asalto hacia el mercado; pero algunos consiguen pasar y, a cubierto tras la madera agujereada de los puestos, los insurgentes responden a los disparos. Bill escucha un gruñido: han herido a Roger en el brazo, pero él parece no darse cuenta y mantiene el fuego. Cuando el enemigo avanza por los flancos, Roger lo agarra del hombro y tira de él, sin dejar de disparar, hacia una pequeña estancia, sucia y abandonada, hecha de adobe. Cuando están a punto de entrar, recibe dos disparos y Roger tiene que arrastrarlo unos metros. Desde el suelo, Bill lo ve abrir fuego en todas direcciones antes de caer de rodillas: también lo han alcanzado. Con gesto de dolor, Roger se mueve hacia él, en una esquina de la sala y sobre un charco de sangre, para cubrirlo con su propio cuerpo. —Quería que fueses mi padrino de boda. Roger dispara contra cualquiera que intenta traspasar el umbral. Cuando se agotan sus municiones, lanza las granadas y toma el arma de Bill. —Solo podrías serlo tú. —La voz apenas resulta audible bajo el eco de los helicópteros que, de improviso, toma el lugar. Roger gira la cabeza por un instante. Tiene la cara enrojecida y los ojos empapados. —Pero mira que eres imbécil. —Lo dice con una mirada llena de algo que Bill, con los párpados ya casi cerrados, no sabe interpretar—. Siempre has sido un imbécil. Seca sus lágrimas con la mano hecha un puño y vuelve a disparar.
Heidy Peralta
Colombia
LISARDO SUÁREZ España
Twitter: @LisardoSuEs Goodreads: https://www.goodreads.com/author/show/16936998.Lisardo_Su_rez) 92
Agosto
LOS BORDES DEL SILENCIO MIRELLA S.-el amor son las cosas que pasan agustina murillo -LAS MUECAS JUAN RAMÍREZ BIEDERMANN -POR EL MISMO CAMINO DIEGO VIDAL SANTURIÓN -las uñas verónica miranda osnaya bajando la escalera CHRIS URIEL -LA JAULA EMILIO PAZ PANANA -PESADILLA KELLY JOSÉ MUÑOZ RAMÍREZ ÉRAMOS UN MILLÓN DE ANIMALITOS CIEGOS DANIEL FRINI - EL COLOMBÓFILO OSWALDO CASTRO ALFARO - CAMINITO TANIA HUERTA POZO -EXPEDICIÓN CERO CARLOS M.FEDERICI -LAS TRES CARAS DE LA MONEDA DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA -JAIME, EL MATAAUTORES JOSÉ A.GARCÍA -TOLEDO Y EL AMOR DIANA MARINA GAMARNIK LA NÁUSEA CLARA GONOROWSKY -DESDE ABAJO SILVIA MABEL VÁZQUEZ -LA COSA HUGO DÍAZ -la sirena suicida CINTHYA SARAHI DÍAZ NÚÑEZ -El jubilado NORA CURONISY LOSTAUNAU -la ira del hombre común LUCIANO ANDRÉS VALENCIA -el sentido oculto MARCO A.ROMÁN ENCINAS -me preguntaré JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS perspectiva DORIAN HERNÁNDEZ VÁZQUEZ -EN CUSTODIA DE LA ESPECIE MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI -EL DIFUNTO DE LA SALA II TARA-ISABEL CABALLERO -VISITA NOCTURNA CRISTIAN BERNACHEA -LICENCIA PARA USAR PARAGUAS MIRNA GENNARO -la sensación de lo perdido MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA -hack life facundo maldonado -FELIZ CUMPLEAÑOS YOLANDA SA-VUELO DE ÁGUILAS AMALIA RENGEL -ESPERANZA RICARDO ALARCÓN LOS SUPERVIVIENTES ANA PALACIOS -OBSESIÓN ANTHONY CCORI GUERRERO -BLANCO LUTO GRACIELA VARGAS RAMOS UN HOMBRE MADURO FELIPE E. GARCÍA -LA HABITACIÓN EN LLAMAS PATRICIA DAGATTI -LA VILLERA MARINA SOSA
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intió un escalofrío. El mar había recobrado su neutralidad, tras el portentoso paréntesis. El azul ondulante, los susurros milenarios, los festones de espuma que venían a coquetear con los dedos de sus pies... Ni un alma en las inmediaciones. ¡Nadie con quien compartir la increíble experiencia que le había tocado vivir! ¡Sí que lo vi!, pensó. ¡No fue sueño ni ilusión! De regreso al hotel, echó llave a la puerta y corrió las cortinas. Luego de higienizarse un poco, se metió en cama, casi en completa oscuridad. El rugido de su corazón era estentóreo. Sonrió, con los párpados bien apretados. Seguramente se trataba de alguna especie de retribución, se dijo. Un privilegio personal, destinado a equilibrar las miserias de sus despojados veintitrés años. ¿Quién podría saberlo con certeza? Cada vez que salía a pasear por el balneario, semiocultándose tras su poco airosa indumentaria, el runrún de las murmuraciones despectivas se encaramaba por sobre los sonidos del mar y le alcanzaba, con la contundencia de una lluvia de dardos ponzoñosos. Desde luego que era consciente de lo basto de sus formas; por otro lado, tampoco le adornaba esa peculiar sofisticación que piden los tiempos. Siempre en su rol: una suerte de paria social, igual que en la ciudad. Genio y figura. Se movió entre las sábanas, abrazándose a la almohada, y dejó escapar un suspiro de satisfacción. Solo para sus ojos, se dijo. Aquel brazo soberbio, de dorado lustre, exquisitamente estructurado, había surgido de las misteriosas profundidades del mar, apuntando un índice gallardo hacia las nubes... Y eso no era todo. Le estremecía la gozosa certeza de que al siguiente amanecer el bello miembro iba a estar allí de nuevo. Y quizás... Se dejó sumir en el más dulce de los sueños. Segundo encuentro: Casi sin aire en los pulmones se detuvo, azotadas blandamente las pantorrillas por el estertor de las olas. Tenía muy pálida la cara, y la piel se le encrespaba en diminuta orografía. El brazo —de regreso de las líquidas simas— era como un extravagante poste indicador de color caramelo, ahí mismo, delante de sus ojos embelesados, bajo la indecisa claridad del alba. Giró con lentitud sobre su propio eje vertical, acaso (se permitió suponer) esbozando un ademán de saludo, o tal vez de bienvenida. Las largas uñas ovales refulgieron al agitarse los dedos... Su aliento silbó entre los labios crispados, cuando divisó el anillo. Copia fiel del otro, se admiró, en malaquita o jade verde; solo que éste tenía grabada una “S” de grácil diseño. Enseguida se le hizo evidente la razón de aquello.
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Por supuesto que debía ser así: no la vulgar inicial de “Estela”, sino la del nombre glorificado: Stella. Pero finalizó antes de lo que hubiese deseado. Dejó caer la mano, alzada en fútil impulso de retardar lo inevitable, aunque su desconsuelo no fue completo, pese a que el trozo de milagro hubiese vuelto a sumergirse. Aurora tras aurora... No importaba cuántas llegasen a sumarse: lo que había de ocurrir, ocurriría. Era una certeza que nutría su espíritu con ánimo indeclinable. Y nada tenía que interferir en ello, se dijo con firmeza. Nada en este mundo. La tercera vez, el hecho se produjo cuando ya el agua, ribeteada de blanco, le ceñía la cintura. No sentía las piernas, anidadas en sal y fluida quietud. A sus espaldas (no habría podido determinar la distancia precisa), la arena, las huellas congeladas de innúmeras plantas, el balneario..., aletargado todavía luego de la habitual trasnochada. Como lengua de fuego ascendente, se abrió camino el brazo entre el fluido verdiazul, casi hasta el hombro. Asomaba también la dorada cima de la cabeza y (pese a que anticipaba lo que seguiría) no pudo evitar el espasmo emocionado que le hizo vibrar todos los músculos, en el instante mismo en que la preconjurada imagen se materializó por fin. Largos cabellos de miel, mágicamente preservados del contacto del agua salobre; enseguida, aquellos ojos... Ojos que —paradoja— eran los de Estela, y al mismo tiempo no lo eran... Su inefable verdor provenía sin duda del mundo de los sueños irrealizables, pensó. El capullo escarlata de la boca se hendió a fin de permitir el paso a dos palabras, borrachas de música: —Soy Stella. —¡Stella! Stella, yo... Pero ya se encabritaba la marea, al espoleo de lo recóndito. En cosa de segundos, Stella fue restituida a la húmeda oscuridad que la había liberado en forma temporal. Se quedó contemplando aquel espacio vacío por varios minutos, o media eternidad. Después: —Hasta mañana... —musitó. Preludio de tempestad. Bajo un cielo de agobiante plomo, acudió a la cita final. Ni un grano de arena oscilaba en su nicho minúsculo, en tanto el mundo se anegaba en un difuso claror ultratrerreno. Sus plantas estamparon una hilera de concavidades en dirección del mar. El silencio tejía una enmarañada urdimbre de tensión en torno de las cosas, porque el momento pendía entre dos esferas contiguas de realidad. Una peregrina fusión, 96
inextricable, estaba a punto de operarse. El Universo se abría a la posibilidad de Lo Imposible. ¡El cuarto amanecer! La diáfana silueta emergente le hirió las pupilas con su resplandor. Entornó los párpados. Por un segundo le asaltó un ramalazo de temor. ¿Podría soportar la consumación? Había aflorado casi por entero. Únicamente por debajo de las rodillas la recataba el velo azul y espumoso: el bronce noble de la carne relucía con su propia aureola. ¡Y los torneados brazos se tendían en su dirección, tal como si...! Su corazón enloqueció dentro de la frágil jaula de las costillas. Sintió que toda su vida pasaba en un raudal delante de sus ojos: la eterna frustración, a partir de su propia imagen reflejada en los espejos, su estéril búsqueda de la belleza, su incomunicación irremisible... No tuvo conciencia, al avanzar, del vaivén de sus piernas; tampoco registró el instante preciso en que brazos y torso llevaron a cabo las flexiones indispensables para emancipar al cuerpo de las exiguas prendas que lo cubrieran. Sobre la arena, separados no más de medio metro de la línea de resaca, la camisa azul claro y el short blanco compusieron un par de pequeños montículos expectantes. Por breve lapso se detuvo, saturándose las pupilas de belleza ante la espléndida forma de Stella; luego pasó a su lado, derecho hacia el horizonte, mientras Stella salía a la playa, sin apenas estremecer las aguas a su paso. No se produjo el menor roce entre ambas figuras. —¡Ojalá te siente bien mi ropa, Stella!... —alcanzó a murmurar Estela, antes de que el mar se enseñorease de su garganta y sus pulmones, y las olas se cerraran definitivamente por encima de su cabeza.
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici Ilustración:
Elizabeth Shippen
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rees que deberé morir?”, me preguntó el pájaro azul que había creado Bukowski. Ya no tenía sentido su existencia. La muerte era lo más seguro para él. No quería seguir durmiendo dentro de un cadáver, pero ¿qué más le quedaba por vivir? Era un pájaro ortográfico, sus huesos eran letras que debían estar conectadas y su canto solo era una onomatopeya. Era una composición tan personal que sus ojos tenían esa mirada de bestia que solo podía tener su padre, el poeta. Una mirada que llamaba a Eros y a Tánatos para beber una cerveza ante la hora de la muerte. El pájaro azul no tenía quien lo alimente, quien lo visite durante el invierno o durante la primigenia primavera. Siempre encontraba un golpe entre los confines de la soledad. Compañera perenne de sus penitencias y de sus desconsuelos. Siempre repetía, como el cuervo de Poe, “¡nunca más!”. Pero, ¿quién lo podía escuchar? Él creía que un pájaro azul jamás podía llamar la atención. De todas formas, Bukowski lo colocó en un poema y ahí lo dejó. Era un buen adorno de una mesa de centro. Le quedaban pocos aleteos para poder recorrer este mausoleo de osamentas sonrientes y de nichos llenos de polvo. Las mutaciones de sus alas, fruto del paso del tiempo, eran señal de un desvarío que no tenía fin, que el vuelo ya no podía proseguir y que en esta noche debería encontrar respuestas para poder descansar. La poesía era un adorno para esta noche de luna llena y el pájaro azul quería morir, pero no podía morir. Sabía que la poesía siempre es una forma de escapar de la muerte. Era un personaje extraño, con el pecho hinchado por tantos ojos que lo leían, pero que no lo comprendían. Sin embargo, decidió alzar vuelo y conocer el entorno que lo acompañaba. El cementerio jamás es un lugar de soledad, ¡hay tantos muertos que quieren hablar! Y los muertos siempre reclaman por algún familiar que los escuche, que les hable, que les regale unas palabras de aliento. Porque el tránsito de la muerte es, en ocasiones, un purgar las penas que no tiene gozo ni consuelo. Las narraciones de Dante sobre el Purgatorio quedan cortas con el aburrimiento de ver la descomposición de la madera y de la carne, mirarse como revientan las entrañas propias de uno y que los gusanos devoran todo. Los muertos también necesitan de amor, de mucho amor. Tanto que reclaman por una rosa, aunque esta esté muerta. Por ello el pájaro azul alza vuelo y se encuentra con el Gato de Cheshire, quien va y viene, quien busca a Alicia en este cementerio, pero ella ya tiene doscientos años de fallecida. El pájaro imagina que su cadáver debe estar echado al lado del cadáver de Bukowski. A veces veía que una mujer de cabellera larga se iba con su creador, así pasaban el tiempo juntos mientras hacían el amor. Por eso supone que ese cadáver debe ser el de Alicia y es que murió tan joven que no logró perder la virginidad y Bukowski es un experto en robar flores y besos. Siempre robaba las palabras de otros poetas y las cervezas de otras mesas. Por algo había creado un hijo literario como “La 99
máquina de follar”. Esperaban que eso los entretuviera hasta que llegara Cristo en su siguiente aparición y los separara. Es difícil que el poeta llegue al cielo, muchas veces los poetas son seres malditos porque roban las almas de los vivos. El gato sufre y decide cambiar de nombre, ahora será llamado Sr. Gato, todos tienen derecho a recomenzar, pero el pájaro azul no puede, tiene un verso atado a la pata y le impide escapar de sus orígenes. La vida es peculiar, demasiado peculiar. Especialmente en las horas de la muerte. El pájaro sigue en este vuelo y ve que camina la vieja llorona. Esta era una chica con esposo militar, pero que jamás perdió al hijo, sino que perdió la cordura. Le encantaba gritar y chillar, apedreando con palabras a sus subordinadas. Lástima que ahora la muerte le tocó sola, mientras el esposo baila con el hijo y sus subordinadas están libres de su voz. Y como pájaro poético, este se hace una pregunta: “¿Cuándo dejará de llorar? Quizá nunca, no creo que Dios le tenga paciencia. Posiblemente la muerte sí, después de todo, la muerte es sordomuda”. El pájaro entendió que ella no era buena opción para conversar, por ello prefirió proseguir con su vuelo y ver qué más encontraba en este panteón de personajes. A veces era interesante conocer el camino de la muerte, los pasadizos de lamentos, los nichos con epitafios con errores ortográficos. De pronto, pudo apreciar un grupo de personas a lo lejos. Era un hombre rodeado de mujeres gordas y horribles. Entre todos los cuerpos, el que más destacaba era el del hombre con cuerpo de sapo. Tenía el cuello perdido, los labios hinchados, el estómago perforado. Quizá haya sido una mala alimentación en vida, pero no creo que haya tenido descendencia. Se aprecia que el amor no le asentaba, “no creo que haya existido mujer que le pudiera besar esos labios”, pensaba el pájaro azul. Quiso acercarse a hablar con esos seres monstruosos, pero solo le quedaba escuchar que gritaban y vociferaban como fieras salvajes. Posiblemente hayan muerto en mala época o con malos recuerdos. ¿Quién sabe? Eso es lo bueno de la muerte, no se preocupa en las apariencias. Igual, todas las muertes valen si de alimento debe hablarse. Porque la muerte come cadáveres en el desayuno, en el almuerzo devora memorias y por la noche se conforma con sorber una taza de té acompañado de lágrimas de niños que quedaron huérfanos. La muerte no es mala, prefiere llevarse a los que ocupan espacio en la vida. Por ello, no todos los cadáveres son amistosos. Algunos son amargados de vida y se llevan esa amargura a la tumba. “¿Acaso no hay amistades en este panteón de cadáveres?”, era la singular pregunta de este pequeño pájaro con las alas cansadas y el pico caído. No le quedaba de otra que hablar con el Sr. Gato y que le haga compañía en el techo de aquel pabellón. Al final, el felino debía estar pendiente de si Alicia regresaba cansada. El 100
sexo siempre cansa y más si eres un muerto que recién lo conoce después de perder el cuerpo. El gato se acercaba y lo acompañaba. Los dos miraban la luna llena. Posiblemente era el faro de Alejandría más bello que hayan podido haber visto. Las luces de las estrellas eran pequeñas luciérnagas que jugaban con los sentidos del pájaro y del gato, mientras tanto Alicia y Bukowski seguían jugando con sus huesos y sus pellejos. El pájaro le pregunta al gato: “¿Cómo tendrán sexo los muertos?”. Pero no hubo tiempo para responder, el Sr. Gato devoró al pájaro azul y dejó una pluma cayendo por las paredes del pabellón. Por fin el pájaro encontró el descanso eterno. ¿Y el gato? El Sr. Gato recorre las calles de papel de ese cementerio, escuchando historias y burlándose del hombre cuerpo de sapo y de su séquito de mujeres gordas. Esos, para su pensamiento felino, son los primeros condenados al infierno. Por tal fealdad deberían estar condenados al olvido, pero en el infierno servirán como verdugos de los injustos. No todos deben sufrir la soledad, esa es una condena demasiado especial para ese tipo de personas. En el cementerio siempre hay historias interesantes. Siempre hay un Bukowski con una Alicia teniendo sexo o una mujer llorona que se queja porque nadie la hace caso. Siempre hay algún muerto que desea recitar un poema o un escritor que busca, angustiosamente, las palabras adecuadas. Siempre habrá un pabellón de suicidas y héroes de guerra que ocultan sus locuras y cobardías. Siempre hay algo que encontrar en el cementerio y el Sr. Gato es buen guardián de estas historias.
EMILIO PAZ PANANA
Perú
Página WEB: El Edén de la poesía https://edenpoetico.wordpress.com
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os niños desaparecieron, Alberto musito y aguardo una frase compasiva. Alberto, lejos de decirla, da la espalda en un signo claro de inconformidad y disgusto. Mira el techo de la habitación y mueve la cabeza de un lado a otro. Voltea y sus ojos me enfrentan. La mirada que recibo está cargada de dolor y resignación. Se apoya en la pared y uno de sus zapatos estampa la suela sobre la pintura. Conozco su lenguaje corporal y se ha acomodado para escuchar. Su actitud me abruma y tomo aliento para precisar los detalles. No quiero obviar ninguno porque soy el responsable de la desgracia. Con voz serena y grave inicio el relato: Para empezar mi descargo, Alberto, mencionaré algunos hechos previos cierro los puños y resoplo emitiendo un silbido : una semana antes de navidad tu hermana me invitó a cenar con ustedes. Consideré la ocasión ideal para acercarme más a la familia y le ofrecí llevar dos botellas de vino. Compré regalos para los niños y acerté con lo escogido. Pepín estuvo feliz armando el rompecabezas y Anita con la muñeca caminadora. ¿Recuerdas la cara de felicidad de tus sobrinos y a Diana aprobando mi buen gusto con el beso que me dio en la mejilla? No sé si fue el licor o su perfume, pero aquella noche decidí confesarle mi amor, el que para ti no era novedad... Alberto mantiene la vista clavada en alguna pared de su mundo y escucha con atención. Sé que lo hace y continúo: Bebimos champaña desde las diez y Martha, presionada por el hambre de los chicos, rompió el protocolo y abrimos los regalos. No sé cómo Ramiro llegó en pie a la medianoche. Diana, al oírlo con la lengua medio trabada, lo sentó en el sillón y obligó a tomar café cargado. El cuñado aceptó de buena gana y, a punto de quedarse dormido, tus sobrinos lo levantaron para encender chispitas luminosas y ver el espectáculo pirotécnico de la ciudad... Hago una pausa para constatar que Alberto no ha perdido interés. Carraspeo para pasar saliva y prosigo: El edificio de tus hermanas es una mole antigua y el departamento de ellas está en el séptimo piso, junto a otros tres. Esa noche las puertas estuvieron decoradas con coronas y guirnaldas, los árboles y plantas adornados con luces intermitentes, los pasadizos llenos de purpurina verde y dorada y los pasamanos tejidos con cadenetas de nieve artificial. En realidad, el piso lució hermoso y colmó el sueño de la vecina del departamento contiguo. La viejita se dio el trabajo y gasto de hacerlo... Inspiro el aire frío para no ahogarme con los eventos y reanudo: La ubicación del edificio es inmejorable y la vista panorámica de los fuegos artificiales es un lujo impagable. Volviendo al asunto, desde la ventana Ramiro y sus 103
hijos se maravillaron con las luces multicolores y figuras que rompieron el cielo oscuro. Después Pepín quiso repetir el escenario en el pasadizo del séptimo piso. Martha pidió paciencia y cautela con la pirotecnia. Ramiro se recuperó de la borrachera y aseguró que no habría problema. Sin embargo, entendí la indicación disimulada de Diana y salí para acompañarlos y vigilar. Los niños corrieron con las varitas encendidas, jugaron a perseguirse e imaginaron batallas con espadas láser. Ramiro no les quitó el ojo y yo aproveché para alejarme un poco y fumar un cigarrillo... Me detengo para buscar la cajetilla que siempre llevo en el bolsillo de la camisa y no la encuentro. Decepcionado sigo adelante: Escogí la baranda más alejada y empecé a disfrutar a escondidas. Al pie del tragaluz las luces de un carro indicaron la premura de sus ocupantes y escuché el bocinazo apurando al portero. Desde el séptimo piso, la columna vertical de escaleras, descansos y luces de emergencia parecían el interior de una garganta gigantesca... Me detengo unos segundos para observar a Alberto. Callado como una estatua enarca las cejas para que termine la confesión. Muy bien, Alberto. Acá empieza el problema. Ramiro se dio cuenta de mi ubicación y me hizo un gesto con la mano, sugiriendo que luego fumaría. Yo le devolví la promesa mostrándole el pucho. Estaba exhalando la bocanada de humo cuando súbitamente los niños desaparecieron. Alcancé a mirarlos corriendo y sus vocecitas se repetían en medio de los petardos callejeros extemporáneos. Después solo puedo decir que los gritos de tus sobrinos se alejaron hasta desaparecer. No sé adónde fueron y tampoco supe de Ramiro en ese momento. Vagamente escuché que pedía fósforos a su mujer y no puedo precisar si entró a la casa o se los alcanzaron... Alberto baja el pie de la pared y se acomoda el pantalón. Lo hace ajustando la correa como si le quedara grande. Sigue silencioso, en un mutismo desbordante de preguntas. Ya no puedo decir más o aportar algo que explique la desaparición de los niños. Lo miro fijamente, pretendo que él sea quien aclare la confusión. El espacio entre nosotros se acorta hasta casi fundir la piel y llegar al fondo del misterio. Los niños no desaparecieron dice convencido. La afirmación es la puñalada que me hace entender. Diana nunca escuchará mi declaración de amor y me olvidará. Algún día los niños sabrán cómo es posible que un señor esté y luego no. Alberto explica que ahora pertenezco a una cofradía diferente, que integro una nueva dimensión y no debo torturarlo con explicaciones que desafían la lógica de las ausencias. Es mejor desaparecer y dejar a todos en paz. Para eso está conmigo, para ayudarme.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
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Septiembre
MUJERES DE REVISTA ADRIANA AYALA - TATO MARCIAL LUNA -VAGINA(S) CATALINA TOVOROVSKY - DE APELLIDO MILIWOBSKY JUAN MANUEL RIPOLL - TRAGANIÑOS OSWALDO CASTRO ALFARO -UNA TAREA REVELADORA BENJAMÍN SOLANO -LA SOMBRA TENEBROSA MÓNICA MARCHESKY -EL LLAMADOR DE ÁNGELES RAÚL A. VICTORIANO -PARE CHOFER TONY RIVEROS -UN 15 DE AGOSTO EMILIO PAZ PANANA - LA BESTIA SALVAJE DANA BELÉN BAIONI -HORIZONTES ISABEL CABALLERO -DE HORMIGAS Y ESPEJOS ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ -PIEL DE LOBISOME JULIO CEVASCO -CASA DE HADAS DAMARIS GASSÓN PACHECO -LA ÚLTIMA PALABRA GUSTAVO VIGNERA - LA PRIMERA LUCHA DE UNA TORTUGA MARINA VÍCTOR CELESTINO -LA LUZ Y LA MAR RAMóN MARTÍNEZ VENTURA -CONCIERTO DE ARANJUEZ – TRES MOVIMIENTOS PARA CUATRO HOMBRES CARLOS TENA TAMAYO - ROMANCE DE ROSAURICA SOÑANDO EN EL OCASO CARLOS M.FEDERICI -EL INQUISIDOR LUCIANO ANDRÉS VALENCIA EL REGALO YOLANDA SA -EL HORROR QUE ME ACECHA CARLOS ENRIQUE SALDIVAR -MI CARA EN EL ESPEJO DIANA MARINA GAMARNIK - EL FINDE FEDERICO ROMAIRONE MIENTRAS CAE CHRISTIAN JONES - LEUXIA, LA ELEGIDA DE LAS ESTRELLAS LILIANA CELESTE FLORES VEGA -LAS MIGAJAS DE UN GRAN TESORO DIANA RUBIO SÁEZ -CARTA DE ADVERTENCIA MARÍA CRISTINA TABORGA -LOS DESEOS DE BONFIM MATÍAS ROQUE -LETANÍAS PARA UN DIFUNTO HAM BASHUR - DIARIO DE UNA CANTINA JOSÉ ÁNGEL SEGURA FIGUEREDO - EL MINOTAURO ANA MARÍA CAILLET BOIS -NO SOMOS NIÑOS INÚTILES SOFÍA LUDLOW CÁNDANO
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“Para nada me asusta el peligro, pero si la consecuencia ultima: el terror”. Edgard Allan Poe
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odo fue un suceso de acontecimientos que llevaron a la situación de la que pienso, no voy a sobrevivir. Frente a mí, está mi amigo Robert y no creo poder salvarle la vida. La de él, ni la mía, dos almas estúpidas a las cuales no les asusta el peligro. Todo comenzó aquel fatídico sábado en que expondría una conferencia de Física cuántica en la ciudad de Boston, concretamente en la Universidad de Massachusetts. Como me encontraba en la zona de Boston Common, decidí tomar el tren. Llevaba conmigo una cantidad de papeles, folletos anunciando la presentación, un abrigo, porque vendría de noche, ya que la idea era recorrer también Forest Hills y tomar algunas fotografías o filmar el interior del cementerio, por lo cual metí en el bolso de color azul, la filmadora HD de última generación. El sol de la tarde de un otoño recién anunciado, hizo que me adormilara unos minutos, en los cuales perdí toda referencia de mi estado y de mis cosas. El bolso color azul cayó al suelo, también de color azul y ahí se quedó cuando me bajé. Haciendo un recuento de las cosas, caí en la cuenta de que me faltaba. Corrí por el andén unos metros, pero, el tren ya había emprendido su recorrido. Maldije mi descuido, me recriminé el haberme quedado dormido. Traté de calmarme y me dirigí a la oficina de la estación. Ahí había quedado mi conferencia escrita, los folletos y la filmadora. Tendría que improvisar, eso no sería un contratiempo, pero la filmadora era lo que más lamentaba. Declaré la pérdida y con un malhumor de perros me dirigí a la Universidad. Eran las 12:30 hs, la conferencia sería a las 14:00. Me metí en un restaurante de la zona a tratar de tragar algo, pero la rabia hacía que las cosas que me rodearan fueran desabridas. Todos estaban alegres, hablando, riendo, nadie se percataba de lo que corría por mi interior. ¿Se siente bien? ¿Quiere ordenar ya? era la voz de la camarera. Le hice un gesto y no le contesté, quería gritarle lo que me había pasado, contarle lo estúpido que había sido, pero ya se había retirado con un: Vuelvo en un momento. Ordené un menú y no comí postre, me llevé una botella de agua. Debía calmarme porque sino en lugar de una conferencia de física cuántica sería un tratado de improperios y referencias para no quedarse dormido en un tren. El coloquio se desarrolló de acuerdo al programa, me hice un resumen gráfico de los temas más importantes y me dirigí a un grupo de estudiantes de física, deseosos 107
porque les comentara mi exótico trabajo con el comportamiento de la materia en pequeñas dimensiones, el intercambio de energía entre partículas y la improbabilidad de saber con exactitud su posición. Luego de la charla, hubo un debate, preguntas y respuestas a los que se sumaron otros colegas de distintas áreas, entre ellas estaba mi amigo y compañero de estudios, Robert, a quien hacía un tiempo no veía. Quedamos de vernos en la cena, la que estaba anunciada enseguida de que los expositores terminaran su presentación. Me senté junto a Robert en un sillón de la sala a tomar un aperitivo y le conté mi percance. Trató de tranquilizarme diciéndome que son cosas que pasan, que estamos con muchas preocupaciones en la cabeza, que a veces se nos escapan los pequeños detalles y todas esas cosas que dicen las personas ajenas a los hechos. Me preguntó si había formulado la denuncia y concluyó con que diera por perdido el famoso bolso azul; que ya podría comprar otra filmadora e inmediatamente desvió la conversación hacia el trabajo que estaba haciendo, los proyectos, su familia, el coche y cosas tan banales que tuve que contenerme para no saltarle al cuello. Sí, mi filmadora también era una cosa banal, pero era mi segundo ojo, era la que me mostraba esa otra visión de lo que me rodeaba, me sentí como quien pierde a una mascota muy querida. Recordé los tiempos de estudiante junto a Robert. El peligro era nuestra forma de vivir, los desafíos, los retos, las decisiones a último momento, ese carpe diem en el que nos movíamos ¿Dónde había quedado? ¿La sociedad y sus hábitos nos había transformado? Todo eso pasaba por mi cabeza mientras Robert seguía con su perorata. La charla se diluyó con la llegada de otros colegas, un saludo a la familia y con un gesto nos dijimos que nos comunicaríamos en cualquier momento. Luego de la cena estaba totalmente convencido de que la pérdida era inminente, incluso ya había pensado en comprar otra filmadora, tal vez un poco más sofisticada. Me decía que era hora de cambiarla y que prácticamente era una porquería, que no valía la pena pensar más en el asunto. El regreso a casa en tren me resultó menos pesado, me había colocado el saco y no llevaba nada en las manos, no me importó dormirme hasta el destino. Llegué cerca de las 20:00 hs, una suave brisa corría por los árboles haciendo llover hojas. No me acosté enseguida, deambulé por la casa, miré hacia la calle, escuché los ruidos nocturnos. Mis ojos recorrían todos los rincones. Subían por la escalera a la habitación, reptaban debajo de la cama, se metían en el baño, trepaban los muebles, se tiraban en picada hacia la alfombra del living, hurgaban detrás de los cuadros. Cuando caí en la cuenta de mi obsesión, me dije que era hora de dormir. El reloj marcaba las 23:30 hs. Exactamente once horas me separaban de los hechos. Me despertó el sonido del teléfono, en la planta baja, insistente. Había 108
silenciado el celular. En domingo casi siempre lo mantengo dormido, esta vez con más razón, ya que no quería ver a nadie. Bajé pensando quién sería, ¿mi vecina? ¿mi madre? ¿de la Universidad? ¿del laboratorio? ¡Buenos días! me habla una voz del otro lado. ¿El señor James Boddeley? Con él habla Nos comunicamos de la sección de objetos perdidos de la línea B. Se encontró un bolso seguía casi sin respirar color azul y en unos folletos que contenía estaban sus datos. Hay una denuncia de su parte ¿Me puede decir qué contiene? Bueno, unos folletos, como bien dice, unas carpetas me demoraba en pronunciar una filmadora, hasta que por fin lo dije. Está todo, puede pasar a buscarlo. ¿Todo? No me contestó, me dio la dirección y dijo que pasara a la brevedad porque en domingo la oficina estaba abierta solo de mañana. Cuando tuve el bolso en mis manos, hurgué dentro de él y efectivamente estaba todo. ¡Increíble!, me dijo la oficinista, no lo podemos creer, en los tiempos que corren que se encuentre este tipo de cosas en una línea de tren que ha recorrido como veinte horas, donde las personas suben y bajan continuamente, pero ve usted, que hay gente honrada. El bolso en cuestión estaba muy sucio, sin duda había tenido una larga vida en esas veinte horas. Pegotes sanguinolentos en el asa y en el fondo se multiplicaban a ambos lados. Lo metí en una bolsa para tirarlo al tacho de basura cuando saliera. La filmadora estaba llena de huellas, la limpié a fondo con alcohol y la dejé secar. Al encenderla, me di cuenta que la batería de unas dos horas y media estaba casi agotada. Yo la había dejado cargada. Fui al menú para ver lo que había pasado y al entrar a un archivo desconocido, se me heló la sangre. Corrí a la pantalla del televisor y la conecté para ver más grande, no quería perderme detalle. Una filmación de lo que parecía ser un médico forense estaba sobre el cuerpo de una mujer. Estaba tiesa pero los ojos los movía como si estuviera con vida. La mujer estaba de frente, desnuda y miraba decididamente a la cámara, con ojos llenos de terror. En un determinado momento, la cámara fue colocada sobre un pie y entonces pude ver casi todo el recinto. Parecía un laboratorio, estantes, elementos de cristal, y además había muchos bisturíes de distintos espesores y tamaños. Eso me hizo 109
pensar que tal vez no fuera una cámara forense, sino de otro tipo. En determinado momento, unas manos dieron vuelta el cuerpo como si fuera una muñeca y empezaron a cortar la piel, en una forma tan sutil y meticulosa que mi primera impresión fue que el dueño de esas manos la estaba despellejando. Efectivamente, el proceso siguió su rutina y entonces me dije que no era una filmación forense sino un trabajo de taxidermia. En mis ratos libres practico algo parecido, en un tiempo estuve tentado de hacer taxidermia, pero después me convencí que era algo morboso. Conservar la cáscara de algo que una vez estuvo vivo, no me pareció ético, así que me decidí por armar esqueletos de pequeños roedores o peces y fue así que me contacté con el museo de Antropología. Me serví un oporto y lo bebí de un trago. Debía llevar la grabación a la Policía... ellos sabrían qué hacer me dije en voz alta. Tomé el teléfono para llamar a Robert, la cabeza me daba vueltas, pero entregar el material sin saber por qué la filmadora volvió a mis manos a través de la sección de objetos perdidos y no personalmente, me inquietaba. En los folletos estaban mis datos, así fue que me habían encontrado. Eran muchas preguntas sin respuesta las que se presentaban, debía saber la verdad, antes de entregar el testimonio. Casualmente Robert tenía unos días libres en la Universidad. Estuvimos en casa mirando la filmación, tomando datos, revisando la técnica del taxidermista, pero también tratando de localizarlo. En ningún momento la cámara desenfocó el trabajo, así que no pudimos ver el exterior del recinto. Seguimos tomando Oporto y nos dividimos las tareas, él se encargaría de ver el recorrido de la línea B del tren y yo vería si había algún taxidermista en esa zona. No había mucha prisa por deducir nada porque no era algo de vida o muerte, así lo pensamos. La mujer ya estaba muerta cuando el hombre le cortó limpiamente la cabeza, conservando todos los detalles. A la mañana siguiente recibí un correo de Robert que me indicaba el recorrido, entonces me puse a buscar en la zona y lo único que encontré en el directorio fue una tienda de mascotas. Decidimos ir los dos, al cabo ya lo había involucrado. Al entrar vimos una cantidad de mascotas vivas en sus jaulas, desde pájaros a ratas, pero todas vivas. Al fondo había una sección de taxidermia y nos miramos sin hablar con Robert. Tocamos la campanilla y demoró en aparecer un hombre fornido, de unos cincuenta años, canoso, de manos grandes, un delantal anunciaba que estaba en plena faena. Empezamos preguntándole por unos pájaros y terminamos hablando de taxidermia, que era el tema que queríamos tratar. Nos trató de convencer de llevarnos unos hermosos ornitorrincos y unas ardillas muy decorativas, pero acordamos en no llevar nada antes de entrar a la tienda. 110
No sabíamos cómo encarar el tema así que fui directamente al grano. ¿En qué horario trabaja en taxidermia? No contestó. Nos miramos con Robert como buscando preguntas. Decidí hacerle otra. ¿Qué tipo de animales conserva? Silencio. ¿Lo realiza en humanos? Usted es el tipo de la cámara, sin duda respondió. Esperaba que viniera solo, pero se puede arreglar. Nuestro primer impulso fue salir corriendo, entonces le tomé el brazo a Robert y dije como para disculpar la intromisión. Yo trabajo para el museo de Antropología, por eso le pregunto. Eso fue lo último que recuerdo, eso y un suave perfume que nos cubrió como un manto. Al despertar, me encontré sentado en una posición ridícula, frente a mí Robert, aún dormido. Nos encontrábamos dentro de una cámara de refrigeración. Se sentían ruidos externos, traté de gritar, pero estaba con el cuerpo adormecido, me di cuenta que no podía moverme. Igual que la mujer pensé. Se abrió una puerta y apareció el carnicero junto a un señor muy atildado, de traje negro, anteojos oscuros, guantes y muy elegante. Conversaban. Aparecieron dos dijo el taxidermista. No hay problema agregó el cliente. Necesito uno con cara de inteligente. El taxidermista me señaló a mí. El otro ¿cara de qué tiene? preguntó el hombre. Cara de nada contestó el carnicero. Entonces me di cuenta que Robert en realidad tenía cara de nada, parecía anglosajón, con un toque de judío. Parecía moreno, pero era castaño, de cabello ondulado, sin gracia. Parecía diplomático, pero podría ser sanitario. La paga será doble. Convenido dijo casi sin mover la boca. Y agregó la mujer y el hombre con cara de inteligente estarán sentados y tendrán de mascota a un coyote. El otro hombre con cara de nada estará paseando a un cocodrilo. Pensé qué era ese tipo de conversación, Robert seguía desmayado. Al cabo de un rato me enteré de la realidad del cliente porque se puso a conversar por teléfono con un operario.
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El señor en cuestión tenía un gran parque temático en un amplio patio cerrado donde realizaba representaciones con personas y sus mascotas como si fueran muñecos. La gente pagaba por ir a ver a ¿personas? pasear a sus mascotas muertas. Pensé qué harían con la parte del cuerpo que no le servía, porque solo la piel es necesaria, pero me dije que mejor sería no pensar en eso. Tal vez alguno de mis alumnos me reconociera algún día. Lástima que Robert sigue dormido, se perdió lo mejor, por eso digo que es difícil salir de esta situación. No puedo mover mi cuerpo, pero estoy despierto, vivo y escucho, esa es la peor de las muertes.
MÓNICA MARCHESKY
Uruguay
Página WEB: http://monicamarchesky.wixsite.com/escritora
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e todas las barbaridades que se han dicho sobre el fútbol, Alexei Semionov, pensador ruso y jugador de principios del siglo XX, planteó algunas de las más curiosas acerca de la razón de ser de este deporte tan festejado por niños y adultos. En uno de sus más olvidables ensayos, gestado presumiblemente durante su breve y funesta campaña como líbero del Dínamo de Moscú, afirmaba haber llegado a la conclusión de que «Dios ha colocado sobre las frágiles espaldas de los hombres la solemne responsabilidad de mantener el equilibrio del Universo entero sosteniendo cierto número de encuentros futbolísticos hasta el Día del Juicio. Y los hombres, ignorando este asunto, debemos limitarnos a divertirnos (o ganar dinero, según corresponda) jugando. Así, hemos de saber que todos los partidos habidos hasta el día de la fecha han resultado como resultaron porque, de haber resultado de otra forma, probablemente hoy no estaríamos contando el cuento. »Entendamos que lo que hay aquí de fondo es, básicamente, un paralelismo entre balones de fútbol y partículas subatómicas. Cada partícula tiene su propósito sagrado en la Naturaleza, y lo mismo ocurre con las pelotas de fútbol. Así como los electrones orbitan alrededor de los núcleos atómicos gracias a la extraña confabulación de leyes en extremo complejas, las pelotas en los estadios siguen trayectorias de difícil predicción debido a la presencia y las acciones, siempre causales aunque a veces se las crea azarosas, de aquellos que ofician como jugadores. »Vamos a detenernos un poco en este punto. Imaginemos por un instante que, en un determinado momento y en un determinado lugar del Universo, uno solo de los trillones de trillones de electrones que han de existir recorre un camino que no está destinado a recorrer. Las consecuencias serían, como mínimo, catastróficas. La realidad se vería obligada a adaptarse a este evento de tal manera que todo cambiaría abruptamente: la duración de los días en Yakutsk, la aceleración de la gravedad en Toulouse, el punto de ebullición del agua en Realicó, el período de gestación de los elefantes africanos, los procesos sinápticos de la mosca de la fruta, la química a base del carbono y tantas otras cosas dejarían de ser lo que hoy son por causa de esta modificación no prevista. Tengamos en claro que, en algunos casos, es posible que ningún tipo de vida resulte compatible con hechos de esta clase, lo que daría como consecuencia un Universo triste y carente de testigos. »Algo similar ocurre con la pelota de fútbol. Este proyectil de cuero exalta y conmueve a las masas no solo por la pasión que despierta el juego en sí, sino además y principalmente porque la gente, aunque inconsciente de ello, intuye que hay algo especial y determinante en sus movimientos hipnóticos y en sus rebotes inesperados. Una finta que no debió ser o un tiro libre ejecutado fuera de ese guión definido por reglas que no comprendemos porque ni siquiera imaginamos que están allí, y todo se acaba. Todo. 114
»Pero dejemos un poco de lado estos razonamientos trágicos y pensemos que, así como nuestro electrón no irá de excursión porque sí a las Montañas Rocallosas en lugar de quedarse tranquilo junto a su núcleo de carga positiva, la pelota de fútbol no entrará en el arco si no es ese su destino, y las cosas seguirán siendo como siempre las conocimos. Una consecuencia llamativa de esto es que absolutamente todo lo que vemos en un partido, incluso sucesos tan nefastos como una expulsión o un penal mal cobrados, tienen su razón de ser y, de hecho, es preferible que así sean si deseamos continuar con nuestras vidas cotidianas. »Advirtamos, además, que esta visión del fútbol explicaría por qué sus protagonistas son considerados con frecuencia titanes de la Humanidad, mientras que otros miembros de la sociedad que, en principio, merecerían con creces gozar de dicho título, logran alcanzar un grado de notoriedad más bien exiguo. Nuevamente, esta idolatría es puramente intuitiva: el hombre promedio no adivina ni por asomo que venera al futbolista ni más ni menos que por su rol de guardián de la realidad de la que forma parte.» Al margen de lo que podamos decir acerca de los conocimientos científicos y religiosos de este filósofo de potrero, los pocos que se han interesado en su vida concuerdan en que sus teorías son cuanto menos llamativas. Por un lado, otorga a acontecimientos como el Maracanazo un sentido muchísimo más profundo del que suponemos que tienen, y por otro no duda en aceptar ciegamente los arbitrajes decadentes como ladrillos imprescindibles de la realidad que percibimos. En el ocaso de sus días, completamente pobre, solo y víctima de delirios místicos, mantenía incansablemente que el Mesías «volverá como jugador de fútbol y será el único capaz de violar los libretos divinos preestablecidos, al convertir un gol tan magníficamente glorioso que todos comprenderán al instante que el Apocalipsis habrá comenzado». Una aguda enfermedad del corazón envió a Semionov derecho a la tumba siendo relativamente joven, y dejando a sus escasos seguidores la ardua tarea de hallar, entre todos los habilidosos del balompié que nos entrega esporádicamente la Historia, a Aquel que señale el Fin de los Días. Hoy, varios años después de su muerte, algunos de sus discípulos esperan con impaciencia la inminente venida del Rey de Reyes y su Gol de los Tiempos, mientras que otros opinan que el Elegido ya llegó, anotó y nos condenó sin que nos percatáramos de ello. Un tercer grupo, cada vez más numeroso, ha dado a luz la novedosa idea de que existen, en verdad, no uno sino varios Mesías capaces de cambiar el curso de nuestras vidas sin más herramientas que sus gambetas ineludibles y sus jugadas maravillosas. Sea cual fuere el caso, queda claro que el fútbol seguirá emocionándonos hasta el delirio por los siglos de los siglos.
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HÉCTOR GARCÍA
Argentina
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ay que ver cómo puede cambiarte la vida, literalmente, de un día para otro: te acuestas hecho un tirillas y te levantas convertido en todo un superhéroe. Eso mismito le ha ocurrido a este menda. Y ahora, escuchad bien, legión de envidiosos, yo sí tengo superpoderes. Bueno, en realidad, solo tengo uno. Y no me refiero a volar como Superman, a tener la fuerza del Increíble Hulk o a incendiarme como Johnny Storm, la antorcha humana de Los cuatro fantásticos. No. Siendo realistas, yo solo vuelo con aerolíneas lowcost, no tengo ni media torta, la verdad sea dicha, y, respecto al fuego, solo pillo calentones. ¡Lo mío, alucina vecina, es aún más increíble! ¡Soy capaz de conectarme a Internet captando mentalmente las ondas de las redes wifi! Yo solito. Con el único poder de estas neuronas que se han de zampar los gusanos. Sin ordenador, tablet, smartphone ni nada de nada. No, no os riáis. Como le digo a mi psiquiatra, hablo en serio. En mi mollera se precipitan columnas de números verdes, como en Matrix, y puedo localizar webs, buscar en Google, entrar en Facebook y en Twitter, descargar legalmente música y cine... ¡Insisto: sin ordenador! ¡Solo concentrándome y a una velocidad de quinientos megas reales! ¡Quinientos! ¡Quinientas veces más rápido de lo que ofrecen realmente las compañías «timofónicas»! ¡¿Cómo lo hago?! Supongo que me viene de familia: mi padre capta las ondas de radio y mi madre las de televisión. Supongo que yo soy el siguiente paso evolutivo de nuestra especie. Somos como la familia de Los increíbles, pero de carne y hueso. Y aún no os he dicho lo mejor: mientras mi padre sintoniza Los 40 principales y mi madre visualiza la vida y milagros de Belén Esteban, yo navego por la red… ¡de manera total y absolutamente libre! ¡Sin necesidad de claves ni contraseñas, atravesando cortafuegos y sistemas de seguridad! ¡¿Os dais cuenta de lo que eso significa?! ¡Soy el hacker del futuro! ¡Soy el psico-hacker, el puñetero amo del mundo virtual y, por extensión, también del analógico! Como David, el protagonista de Juegos de guerra, podría entrar en el sistema de defensa norteamericano, o en el ruso, y provocar la Tercera Guerra Mundial. Podría entrar en Wall Street y provocar la mayor crisis financiera de la historia. ¡Ríete tú de Mario Conde y de Bernard Madoff! Podría entrar en los dispositivos de las «modeluquis» y Copiar/Pegar todas sus fotos de lencería. De las tres opciones, ésta última es la que más me apetece. Sin duda, la que más me acercaría a La Antorcha Humana. Pero el mundo puede estar tranquilo: no voy a intentar ninguna. He decidido consagrar mi talento al bien. Acordaos del día de hoy. En el futuro podréis decir, orgullosos, «¡Yo estuve allí! ¡Fui uno de los pocos afortunados que presenciaron el nacimiento de un nuevo 118
superhéroe: Net-man, el hombre Internet!». ¡¿Qué os parece?! ¡A que molo! Ya me estoy viendo: así, en lo alto de un edificio, recortado en silueta como El tío de la vara1. Todas las nenas suspirarán por mis huesitos: «¡Net-man, valiente, queremos tu cuerpo ardiente!». Debo prepararme. Para empezar, me apuntaré a un gimnasio. Los superhéroes tienen, tenemos, que estar buenísimos: Batman, Spiderman, Catwoman, Supergirl… Aunque también hay excepciones: La Cosa, compañero de La Antorcha, parece un mojón de piedras; el Chapulín Colorado2 es igualito a... ¡Menuda imagen! También haré kung-fu: para no comérmelas todas en las peleas contra los villanos. ¡¿Qué clase de superhéroe sería yo si aparezco en Urgencias con la cara más ancha y caliente que un pan de pueblo?! Además de ser muy doloroso, no quedaría bien. ¡Y, necesito, cómo no, un traje! Una segunda piel de licra con su correspondiente capa, muy llamativo, con el símbolo de la arroba en el pecho… También necesito una identidad secreta, una guarida y un vehículo. ¡Chupao! Identidad secreta: la mía. No me conocen ni en mi casa. Más secreta, imposible. Guarida: el piso de mis padres. Donde vivo y he vivido siempre. Vehículo: el bus. Más barato que el batimóvil, seguro. ¡¿Veis?! ¡Superpoderes aparte, el que no es superhéroe es porque no quiere! Antes he mencionado los villanos... La importancia de uno se mide por la importancia de sus enemigos y estos deben tener un nivel mínimo. No vale cualquiera. Mirad los villanos de los grandes: el de Superman, Lex Luthor; el de Batman, el Joker; el de Spiderman, el Duende Verde... ¡Así da gusto salvar al universo de lo que haga falta! ¡¿De qué vas a salvar a nadie si tienes que vértelas con robaperas de tres el cuarto?! Podría proteger al dueño del huerto, sí. ¡Pero, para eso, me meto a guarda forestal, no a superhéroe! Lo guay sería enfrentarse a... los políticos que roban «por el bien de su país», a los banqueros que especulan y se enriquecen con los sueños y el futuro de sus clientes, a los dictadores que pisotean la libertad y los derechos humanos... ¡Ay, si además de Internet mental yo tuviera una escoba! ¡Cuántas cosas barrería! Para empezar y no meterme en más líos de los que pueda resolver, pediré consejo a otro superhéroe español3: ¡Superlópez! Igual me deja acompañarlo como aprendiz. Lo llamaré mañana. Después de ir a probarme el traje que me está confeccionando un diseñador también en prácticas. ¡Miedo me da! He visto su primer desfile y ¡vaya tela! Nunca mejor dicho. Es de esos que viste a las modelos enseñando Personaje del humorista José Mota. Personaje del actor mejicano Roberto Gómez Bolaños. 3 Imposible dirigirme a los americanos: como casi todos vosotros, no hablo inglés. 1 2
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el culo, pero, eso sí: con bufanda. ¡Cómo se le ocurra hacerme algo parecido, le pego un troyano4 que le cuelga el Badoo pa´ siempre! Por supuesto, el traje debe ser ignífugo, antibalas y lavable en agua caliente. No quiero que mi madre lo meta en la lavadora y lo saque con la talla de David El Gnomo. Y, hasta que las proteínas me pongan como Schwarzenegger, deberá llevar hombreras y músculos de gomaespuma. Es patético, lo sé. ¡Pero más patético es pretender salvar a nadie siendo un tirillas con pijama! ¡Si a Superlópez no le importa, a mí, sí! Ya os contaré qué pinta tengo. O mejor: ¡Llamadme! Bastará con acceder a mi web (www.netmanelsemental.com) y dejar un email con vuestros datos. Cuando os toque, porque la lista de rescates será más larga que la de la Seguridad Social, apareceré dispuesto a echaros una mano, o las dos si estáis de buen ver, y así podréis admirarme. Y haceros fotos conmigo para venderlas en eBay y grabarnos con el móvil para colgar el vídeo en Youtube... Lo que queráis. ¡Ya me veo en Hollywood rodando mi biopic!
JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS
España
Blog: www.la-estanteria-2.webnode.es
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e encontraba realizando el último año de mi residencia en Medicina Rural en un pueblito ubicado en el medio del monte llamado Higueras. Trabajaba en el centro de salud como asistente del único médico del lugar, muy pronto a jubilarse. La buena amistad trabada con los pobladores alentaba en ellos la esperanza de que reemplazara al anciano profesional. A pocos kilómetros de Higueras se alzaba una Colonia Agrícola, creada por el gobierno en la década de 1920. Una vez por semana me trasladaba hasta el lugar para atender la consulta de los pobladores. Una camioneta del Ministerio de Salud me dejaba en la entrada de la Colonia, desde donde debía continuar a pie hasta el primer puesto. Tras atender a la familia que allí residía, se informaba por radio de mis siguientes movimientos y el resto de los pobladores se dirigían al punto de mi trayecto que les quedara más cercano, para recibir atención. A la noche regresaba caminando hasta la ruta, donde hacía dedo a la espera de que alguien me acercara de vuelta al pueblo. Un día me sucedió algo extraño. Había realizado mi trabajo habitual en la colonia: tomando la presión a los ancianos, atendiendo malestares en los niños, sanando heridas y recetando medicamentos. Eran alrededor de las ocho de la noche y ya comenzaba a oscurecer cuando me despedí en el último puesto y emprendí mi viaje por el camino de tierra. Una hora más tarde de comenzado el trayecto, sentí un jadeo a mis espaldas. Giré rápidamente para ver de qué se trataba, pero no encontré a nadie. La sorpresa fue que al volver a mi posición, pude ver a una señora que caminaba a unos tres metros sobre mi lado derecho. No podía comprender cómo había aparecido esa mujer en el lugar, parecía surgida de la nada. Seguía mi paso perfectamente, pero jadeaba como sufriendo de algún malestar. ¿Se siente bien señora? le pregunté. No respondió. Porque soy médico y puedo ayudarla volví a decir con idéntico resultado. Miré hacia adelante, ya se divisaba la ruta. Estaría en ella en menos de quince minutos. La señora continuaba caminando a mi lado y jadeando. Comencé a sentir temor y moverme cada vez más deprisa. Ella me seguía a la par. Su jadeo ya se volvía aterrador. Una gota fría de sudor me resbaló por la frente, era el comienzo del pánico. Llegué finalmente a la ruta y doblé rumbo al pueblo. Creí que la señora había desaparecido, pero la divisé inmediatamente al otro lado del asfalto. Pasó poco tiempo hasta que un auto se detuvo a recogerme. Al momento de detenerse, los faros me encandilaron dejándome sin visión por unos segundos. Cuando pude recuperarla, miré hacia el último punto en que se encontraba la señora: ya no estaba. Desapareció tan misteriosamente como había llegado. Subí al automóvil y mientras nos dirigíamos al pueblo le comenté a la persona 122
que conducía la extraña historia sucedida. No pareció sorprenderse y cuando terminé me dijo: Mucha gente la ha visto. No sabemos quién es, pero es inofensiva. Solo te acompaña y luego desaparece. Pero había algo extraño en ella insistí. Algunos piensan que es un fantasma o un aparecido volvió a decirme tranquilamente. Acá no nos preocupamos por esas cosas, son comunes. Al día siguiente otros pobladores me dieron la misma versión acerca de la señora que se me había aparecido la noche anterior. Desconocían de quién se trataba, pero aseguraban que no hacía más que acompañar a los que recorrían el monte en horas de la noche. Un par de días después, un paciente me preguntó al terminar la consulta: ¿Así que usted doctor se encontró con “la Señora”?. Supe inmediatamente a que se refería. Le respondí afirmativamente. Me dijo que, si a la tarde me encontraba disponible, pasara por la biblioteca de la escuela en donde trabajaba, porque deseaba enseñarme algo. Con curiosidad me dirigí esa tarde a la Biblioteca, preguntándome que dato relacionado con “la Señora” quería compartir conmigo este sujeto. Me saludó efusivamente y luego me enseñó una colección encuadernada del diario «El Heraldo». Tomó un volumen previamente preparado y lo abrió en una página señalizada. Había en ella una fotografía. ¿Esta es la mujer que usted vio la otra noche? preguntó. Sí, era exactamente ella. Leí la nota que acompañaba la fotografía. Era del año 1935, sección policiales. Allí daba cuenta del asesinato, a manos de bandoleros, de una mujer que aguardaba a su esposo en la entrada que conducía al puesto. Ambos formaban parte de los pobladores originales de la colonia. Entonces... está muerta dije. ¿Cómo puede ser posible? Si yo la vi, caminaba a mi lado. Me gusta pensar que es un espíritu guardián me dijo el bibliotecario, que acompaña a los que viajan a pie para protegerlos, para que no sufran la misma suerte que ella. Esa hipótesis chocó con mi frío racionalismo científico. Mi escepticismo profesional me impedía creer que un ente sobrenatural hubiese caminado a mi lado aquella noche. Pero no podía negar haber visto a la mujer de la fotografía, y que había aparecido de una manera tan misteriosa como luego desapareció. Continué dialogando del tema con el bibliotecario unos minutos más. Como muchos en el lugar, creía fervientemente en estos fenómenos sin darles la mayor importancia. Como si fueran parte de la vida cotidiana que no debe cuestionarse. 123
Permanecí unos meses mas en la zona, pero nunca volví a circular de noche por las afueras del pueblo, y mucho menos en las cercanías de la Colonia Agrícola.
LUCIANO ANDRÉS VALENCIA
Argentina
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Octubre
HÉROES MARIANA VIÑAS - LA OTRA ORILLA EMANUEL GALANTE -PEQUEÑA SUSY JORGE LUIS ALONSO -EL AMOR ES UN PÁJARO VIOLENTO PABLO CAZAUX - EL CAPITAL AGUSTINA MURILLO -LUTO EN EL PATIO CLAUDIA RESTRepo RUIZ -POR DIOS, RICARDO MIGUEL PÁEZ CARO - LAS VERDADERAS VACACIONES CARLOS BONADEO - LA LISTA DEL SÚPER ADRIANA AYALA -SARA EN LA VENTANA JUAN PABLO GOÑI CAPURRO -NO TENGO A QUIÉN MIRAR OSWALDO CASTRO ALFARO -MANIQUÍES KALTON H. BRUHL - LAS HERIDAS EN EL RETOÑO FRANCO KOSTKA -ROSAURA, FULL TIME CARLOS LUIS DI PRATO -CUIDADO CON LO QUE DESEAS MAR ROJO DELGADO -CIRUGÍA MENOR FELIPE A. GARCÍA - LOS HIJOS DE LA NOCHE MÓNICA MARCHESKY -LA TERNURA DEL EMPEÑO ADRIANA LAMELA -DE CÓMO PERDÍ MIS GIRASOLES…¡Y UNA PIERNA! LACEY CONDE CARHUANCHO - MORÍ HOY FLORENCIA BUENAVENTURA/LISARDO SUÁREZ -EL FIN DE LAS CRISÁLIDAS EDGAR LOREDO -RUIDO Y FURIA JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS -REUBICACIÓN CARLOS ENRIQUE SALDIVAR LOS NÚMEROS SAGRADOS SANTIAGO MELARA URRUTIA -EL DOBLE SEIS GUSTAVO VIGNERA -LAURA VA DIANA GAMARNIK -REINICIAR PROGRAMA LUCIANO ANDRÉS VALENCIA -CON LA SOGA AL CUELLO DAMARIS GASSÓN PACHECO -294 MARÍA CRISTINA TABORGA -AUTOTROFIA R.A.MÜLLER - LA NOCHE DE OCTAVIO GARCÍA RENZO DEL ÁGUILA MERZTHAL -LA MARCHA DE LOS MUERTOS EMILIO PAZ PANANA - CINCO PALABRAS ROBADAS A ESTHER CROSS LAURA FOLCH -ENJOY THE SILENCE ISRAEL ROJAS -EL VENDEDOR DE COMAS FRANTZ FERENTZ -UNA HISTORIA DE AMOR MARTA NAVARRO CALLEJA -EL CIELO ESCARLATA YESSIKA RENGIFO CASTILLO -AQUELLA DULCE CANCIONETA MARCELA GALLARDO
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n día quise VOLVER A VOLAR. Unas ganas repentinas de tocar el cielo con las manos, un cielo repleto de nubes mucho más bajas que otras tormentas. Entonces, pensándome vivo otra vez, agarré unas ALAS QUE GUARDABA DE CUANDO ERA NIÑO. Muy blancas, si las vieran, pero que con el tiempo y la falta de sueños se fueron poniendo grises y llenas de humedad, como todo aquello que solemos olvidar en los rincones. Habían sabido ser alas de plumas firmes y suaves, donde el aire corría liviano, acariciaba amable, con huesos fortalecidos por mi madre consejera y fugaz, por mi tía a cargo antes que los perros, por los sueños como varillas de acero, y los cartílagos duros, que nunca se desgastan, llenos de coraje porque ¿qué miedos iba a tener si me andaba riendo por toda la casa? Me las puse, me las clavé en la espalda como dos cuchillas, y en ese mismo momento sentí la frescura de fondo de casa, de patio con abuelos, un perfume a tierra mojada, limonero y ciruelo, el aroma propio de la LIBERTAD. Un vientito ligero, suave como nube o como abrazo de amigo, acarició mis labios resecos, mi barba de cansancio, de poca dedicación, mis arrugas en la frente profundas como cortes, mis ojos húmedos post-llanto, mi alma, lo más importante, ese vientito acarició MI ALMA. No era un día lindo, de esos que el sol motiva a los todavía a tiempo, jóvenes y que cuestionan. Tampoco era un día donde los pájaros despiertan envidia como otras tantas veces. Sino que lluvioso, de grises predominantes, de amanecer oscuro, pesado, día de silencios prolongados y gente triste, pequeños grupos solitarios, suspirando cansados como de costumbre. Esqueletos de árboles, pleno otoño, con esas ramas en sombra que en los sueños son perversas. Las calles frías y sombrías, el cielo cada vez más abajo como dispuesto a ahogar a la humanidad. Además tenía que cumplir horario en el trabajo, la rutina de respetar, tolerar y obedecer, tolerar, obedecer y respetar, obedecer, respetar y tolerar, soportar la presión, la angustia, el enojo durante dilatadas horas, y por la noche tenía que llorar, comer y llorar, comer, llorar, respetar y obedecer, llorar y dormir, dormir y soñar a veces con el trabajo, entonces respetar, entonces obedecer, entonces despertar. Salí de casa, con las alas cerradas, pegadas a las costillas, a todo el lomo contracturado, entonces en la vereda las abrí como un ángel urbano, esos que van detrás a veces, que dicen protegernos. Y empecé a caminar primero, como aprendiendo a caminar otra vez, después a correr, torpe, queriendo levantar vuelo. Y parecía siempre a punto de tropezar, con miedo a caerme, porque ya tropecé antes, hace años. Me había olvidado cómo era tener alas, qué se sentía SER UNO MISMO. Y 127
me propuse asegurar cada paso, me concentré en eso, tenía que GENERAR CONFIANZA, para despejar mi mente de pensamientos que desestabilizan, que tumban hasta al más gigante de los animales, sino inútil, sino débil y presa fácil. Logré de pronto DESPEJAR EL MIEDO a caerme, logré afirmar cada paso y dar con una corrida de esas de niño feliz, de carreras de esquina a esquina, de jugar a la mancha las tardes de domingo, mientras mi mamá dormía la siesta después del almuerzo en familia y preguntarnos qué queríamos ser cuando fuéramos grandes. Con los zapatos mal lustrados, las suelas gastadas, pisando baldosas flojas, inestable suelo, acelerando como un loco, abriendo paso entre la neblina y los acostumbrados, después de varios metros, me di cuenta que tan solo corría, corría como así todos los días, desesperado y bajo presión. No era lo mismo, yo no era el mismo, me sentía aplomado, nublado, rutinario, agotado, y las alas lo sabían, me leían y lo sabían, no se movían, ni una aleteada como último reflejo de muerto, ni para darme una pizca mísera de esperanza. Es que ellas no sienten lástima, como nosotros entre nosotros, cuando reconocen que no son genuinas no pretenden existir. Pensé, entonces, en que mi cabeza era el problema, que cargaba con obligaciones y sueños ajenos, con un pasado denso y latente, con un presente sin señales de futuro, quiero decir sin sueños, quiero decir sin objetivos. No me podía sacar de la mente el MIEDO A FRACASAR, en caer producto de un vértigo que alimenté durante años, una bestia en el sótano que fue engordando, y más miedo me daba golpearme, que me duela más mi vida. Y vi algunas plumas al viento, volando pegadas al cordón gris, me estaba desplumando como un pájaro enjaulado y repleto de parásitos. Insistí, ME LO PROPUSE, no me iba a dejar vencer otra vez. ¿En qué pensaba cuando tenía las alas? ¿En qué pensaba cuando era niño? Y una sonrisa tímida se dibujó leve. Pienso en las cosas hermosas de este mundo, en cuando jugábamos a la pelota, a la bolita, a las carreras y como unos locos andábamos en bici por la calle de tierra, los campos verdes. Me concentré en cosas tan lindas, tan sencillas y puras, y cuando nos reímos tanto ¿te acordás cuando nos reíamos un montón? Cuando corría buscando que se eleve aquel barrilete azul y blanco, el mejor barrilete del mundo, y a mi lado, corriendo a la par, el perro salchicha que movía la cola y ladraba, ¡cómo ladraba ese perro! Y las risas sinceras de los amigos, mis mejores amigos, al costado del camino, al rayo del sol de verano, pensando a qué jugar, qué hacer para matar el tiempo, un tiempo nuestro, un tiempo amigo también. Y dos aleteadas, dos cortas aleteadas, ¡era increíble cómo esas alas se movían! Empecé a reír como un loco, como hace rato que no reía, solo en el medio de la vereda, pero también con ganas de llorar,
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de emoción, llanto de emoción. Y ahora a tomar distancia, y recordé a los autitos, los que uno pretendía que nunca dejen de andar por la cocina, por los pies de los abuelos, por los pies de los padres, ¡por toda la casa qué mierda! Sentí alivio y alegría, me sentía en aquel barrio de niño. Empecé a correr, la gente me miraba y me alentaba, me aplaudían y gritaban: “¡Dale, viejo, dale que vos podés!”. Al verme la gente pensaba en llegar a su casa y agarrar las alas, sus alas olvidadas… Todo el mundo tenía alas ahí abandonadas en algún lugar. Y yo les tenía que demostrar que se podía, que podíamos volver a volar. Y empecé a aletear a la vista de todos, mis aleteos movían las ramas de los árboles, despeinaba a la gente que muy prolija iba a trabajar. Movía a las hojas secas, las que tengo debajo de la cama, esas se tienen que ir lejos, no volver, pero tenía que no pensar en eso. Y aleteaba levantando viento, y los pies se empezaron a despegar del piso, de las baldosas gastadas por mis propios pies, por mis propios siempre mismos pasos. La humedad del suelo era rozada por las puntas de mis zapatos. ¡Estaba FELIZ qué mierda! La llovizna me mojaba la cara y me hacía cerrar un poco los ojos, pero no me importaba porque mi vista venía de otro lado, de más adentro, eran la perspectiva de aquel que alguna vez fui, el del viejo barrio, de mi madre, de mi tía, de mis abuelos jugando a la canasta bajo la luna tibia. Pero el contexto y lo ajeno a veces tiene más poder que lo propio, que los deseos y la voluntad. Y una raíz, no mía, una raíz impropia que se encargó de crecer y levantar mi piso, una raíz que sobresalía más allá de todo, de todos, una raíz juzgadora y envidiosa, hizo que se enganche mi zapato, me hizo tropezar, parecía haberme agarrado a propósito, una mano de madera mojada, babosa y que no acepta ver progresar. Y venía muy rápido, yo venía muy rápido y feliz, no era el momento, fue muy injusto, porque yo vi volar y nunca hice tropezar, yo me alegré cuando se alejaban volando. Caí con todas mis fuerzas, mi peso, mi presente, mi pasado y ese futuro de mierda que no quiero imaginar, me di un golpe horrible que hizo temblar el piso de los que más me quieren y de toda esa gente que contenta quería ir por sus alas, que ahora al verme caído se arrepentían de haber soñado. Pude sentir que las pocas fuerzas que administraba se fueron ante tanto dolor. Tuve miedo, de verdad, un terror barroso y pegajoso invadió mi pecho como una bestia enojada queriendo comer mi espíritu. Este tropiezo ya lo conozco, pensé, esta herida ya la conozco, esta especie de muerte ya la conozco. Y me quedé de rodillas, golpeado, sangrando, con tanto miedo que no quería verme en el espejo, tenía miedo de mi mismo, otra vez, de mi mismo. Me quedé ahí quieto, mirando al cielo que cada vez más abajo, ahogando, maldiciendo con furia a los sueños que siempre vuelven y quieren ser, y quieren que sea, esos sueños de mierda 129
que tanto nos persiguen en la vida, y pedí que dejen de confundirme, que ya no podía ser aquello que quiero, que me dejen en la PAZ de mi estupidez, de mi miseria, de mis condenas, de los que dicen tener mucho tiempo pero muy poca vida. Entré a casa con las alas cerradas, pegadas otra vez al lomo castigado, volví al cuarto de persianas bajas, me desclavé las alas huérfanas de plumas y las dejé en un rincón nuevo porque, antes en el del olvido, pero ahora en el rincón de la FRUSTRACIÓN, que bien todavía no había reconocido, y nuevamente, ante la vista conservadora y juzgadora de aquellos que me vieron intentarlo, nuevamente me arrastré.
JORGE LUIS ALONSO
Argentina
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En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre. “Más allá del bien y del mal”. F.Nietzsche
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onfortable, instalada en mi mecedora y sumergida en la primera parte de la 40 de Amadeus, únicos bienes materiales heredados por parte de padre, me planteé las siguientes disyuntivas: ¿Por qué? Por venganza. Y porque serás lo que debes ser o no serás nada… ¿Cuál sería el mejor método? Seguro el más silencioso, anónimo y rápido. Una vez abrazada a esta determinación me preparé un delicioso y aromático té de hierbas y al observar al inteligente burrito fue que me encontré planificando: Nunca me había sentido así. Cuando finalizó la última visita se apoderó de mí una idea, una obsesión que prendió (como garrapata al Bachicha) hasta en mis pensamientos más íntimos. Como si fuera natural y lógico. Soy una anciana de carácter estable y casi diría alegre. Pero como decía mi mamá, una está vieja pero no es sonsa. Y aunque no forma parte de mis reflexiones cotidianas habituales planear algo así, que quede claro, en ciertas ocasiones suele ser necesario apropiarse de medidas drásticas. Y esta era una de ellas. Y una mujer debe hacer lo que tiene que hacer. Primero proyecté la utilización de un arma de fuego o un arma blanca, pero me surgieron imágenes terribles, situaciones violentas en las que me vería envuelta y en verdad repugna a mi delicado espíritu y a mi formación humanística el derramamiento de sangre, además del inútil desperdicio de órganos que podrían ser aprovechados para una ablación que ayudara a algún necesitado de un transplante. Definitivamente no, no me pareció conveniente, porque como decía mi mamá una está vieja pero no es sonsa. Con lógica femenina deduje que podría intentar convencer a ese cuervo (ninguna vinculación con el cuervo del poema de Poe) que se suicide, hasta podría lograr el crimen perfecto. Aunque entreveo una dificultad casi insalvable: está tan convencido de su importante cometido en este mundo que suele tener conductas psicopáticas, es decir, no se hace cargo de nada. Como si fuera natural y lógico. ¿Podría mi impecable dialéctica docente llevarlo a reconocer sus errores? Difícil. Mejor desechar esta solución de neto corte filosófico. Una vez tomada esta determinación me prepararé un delicioso y aromático te de hierbas. De inmediato consulté libros de Christie, Conan Doyle, y Chesterton buscando más ideas, sin dejar de nutrirme de las noticias policiales diarias a las que no se puede dejar de reconocer variedad. En alguna noche desvelada deliré con esta idea: una forma anónima sería 132
contratar a un profesional, que los hay y muy buenos. Pero ¿cómo podría una humilde y sencilla anciana como yo contactarse con el mundo del hampa? ¿Quizás un aviso en el periódico? A la luz del día decido que este razonamiento no me parece conveniente. Podría hasta ser peligroso para mí, porque como decía mi mamá una está vieja pero no es sonsa. Mientras resuelvo el tema del arma y el anonimato pensaré en la opción de un método rápido. “El tiempo es la esencia del contrato”. Deducción: El tiempo es lo que envenena la relación entre deudores y acreedores. Pero ¡claro! ¡Cómo no se me ocurrió antes! Veneno. El veneno apropiado para este mamífero roedor, muy voraz y perjudicial, sería el específico para las ratas. ¡Porque el tipo es una rata! De inmediato surge en mis razonamientos metafísicos el primer inconveniente: ¿cómo administrar veneno sin despertar sospechas? Aquí se me presenta la segunda dificultad: tengo entendido que el veneno para ratas es una sustancia amarga, ¡tendría que invitarlo a comer en diferentes oportunidades, a fin de suministrarle pequeñas dosis! Como si fuera natural y lógico. Tercera complicación: darle de comer a ese muerto de hambre puede salirme caro. Más costoso que sus honorarios inútiles. Me prepararé un delicioso y aromático te de hierbas En definitiva, el sistema más apropiado es el veneno, pero ¿cuál? ¡No haber cultivado amistad con algún Borgia! Ahora recuerdo a un amigo, químico él, que tiene un laboratorio bien surtido y se las sabe todas pero es tan bueno, el pobre, que me parece arriesgado hacerlo partícipe de esta aventura, seguro no va a aceptar. Y se hace necesario tomar medidas drásticas. Mis momentos de mayor lucidez han sido siempre durante la mañana, temprano, en especial en la primavera cuando recién asoma el sol en el horizonte, la brisa es fresca y el mar se muestra tranquilo y en retirada. Camino por la playa durante la bajamar y este es el momento en que a todas luces me inunda la fuente de creación y vida, las olas abandonan la playa hacia el horizonte y, lentamente, va naciendo en mi una idea salvadora, porque como decía mi mamá una está vieja pero no es sonsa y recuerdo el caso de la Yiya, imagen esta que surge, además, porque soy una lectora ávida de casos policiales. ¡Método infalible, silencioso y anónimo si los hay! De regreso en mi hogar, con presteza tomo mi ducha energizante, y me acicalo con cuidado. Nada como un buen desayuno para reconciliarme con el mundo. Y nada mejor que “un proyecto para iluminar el presente”. Una vez tomada esta determinación, ahora sí, puedo untar en la tostada el queso blanco y la mermelada dietética de naranja, deleitarme sorbito a sorbito con el 133
mejor café con leche y, mientras, extasiarme con un maravilloso espectáculo de la naturaleza: las gaviotas caen en picada y se engullen un pez (en ese instante, entre la vida y la muerte, ¿el pez tendrá conciencia de lo efímero de la vida?). Mientras, el sol ha iniciado el camino a su cenit. Me dirijo al archivo del periódico y durante mi recorrido recibo el afectuoso saludo de mis vecinos, gente trabajadora de buenos sentimientos, estoy segura que de conocer mis tribulaciones se prestarían a darme una mano. Pero hay ciertas cosas, pienso, que es mejor ejecutarlas en soledad. Para no despertar sospechas le digo al bibliotecario que estoy buscando temas policiales para mi nuevo libro de cuentos ¡Inocente de mí!. De inmediato me inunda bajo un fárrago de historias truculentas que sucedieron en su familia. Escapo entre los anaqueles hasta que doy con la pantalla donde están digitalizados los números atrasados. En pocos minutos encuentro diversos artículos donde describen las propiedades del veneno que se cree utilizó Yiya; un médico forense formuló una hipótesis sustentable: cianuro de sodio, un polvo blanco con olor a almendras amargas que suele tener diversos usos, entre ellos para galvanizar, dice el cronista y agrega además, que al suministrar la dosis suficiente actúa en veinte minutos. Cuando salgo de la biblioteca ya tengo montada la estrategia, porque como decía mi mamá una está vieja pero no es sonsa. Primero debo visitar a mi amigo químico, tomar prestado una pizca del polvillo salvador. Luego, como si fuera natural y lógico, concurrir a la oficina de la víctima (de ninguna manera invitarlo a mi casa, para no despertar sospechas); echar el cianuro en la taza de ese té barato (que de seguro me convidará cuando lo visite) y retirarme rápido para evitar estar presente cuando se produzca el desenlace. Como es tan ratón que ni empleada tiene, no hay peligro que alguien se envenene en su lugar y deba sentirme culpable por una muerte inocente. Es casi mediodía cuando salgo del laboratorio y me dirijo a su oficina. Todo sucede como está planificado, como si fuera natural y lógico. Me recibe tan contento que un poco más y me siento confundida y me arrepiento. Me ofrece una taza de té. Como era de esperar sirve para los dos y, tal como lo planifiqué, se retira a buscar el edulcorante artificial que astuta, recién le pido. Ya regresa. Mientras bebe la infusión mi abogado dice que tiene una excelente noticia sobre la jubilación. No me engañará otra vez, no me quedaré para escuchar sus mentiras porque como diría mi mamá una está vieja pero no es sonsa.
ADA INÉS LERNER
Argentina
Blogs: http://yosoylaescritura.blogspot.com/ http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com 134
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n Finlandia la cosa está que arde. Los renos están de protesta y parece que han decidido negarse al recorrido. La temporada se presenta complicada y sin posibilidades de solución. Al escuchar la noticia que nos daba papá, una especie de pavor cayó sobre nuestra casa. Nos quedamos mirando el arbolito que, silencioso, permanecía en el centro de la sala y no atinamos a pronunciar palabra. Jorgito, que siempre fue el más creativo de todos, dijo que prestáramos al tío Humberto. En Finlandia se van a poner contentos, agregó con esa seguridad tan propia de las personas creativas. Por qué al tío Humberto, escuchamos a la pequeña Anita que asomaba desde la cocina. Para salvar lo de la protesta, respondió resueltamente Jorgito, y además el tío Humberto es como ellos. Desde cuándo el tío Humberto es finlandés, preguntó papá asombrado. No, no es finlandés, es como los renos, respondió Jorgito, y mamá lo sabe bien porque ella siempre anda diciendo que el pobre de Humberto tiene más cuernos que un reno. Se imaginan ustedes cómo sería una Navidad sin regalos porque los renos de Finlandia están de huelga, al menos el tío Humberto va a saber cómo llegar a nuestra casa. Al escuchar estas frases finales de Jorgito nos quedamos en silencio, como pensando. Mi hermano me enorgullece. Es un creativo. Siempre a todo le encuentra solución.
RICARDO BUGARÍN
Argentina
Facebook: Ricardo-Bugarín
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n escalón, y otro. Escaleras arriba, los pies le pesaban a Teresa, y cada peldaño crujía a su paso. Ocho escalones bien empinados para llegar al altillo. Cada día, inevitablemente, ella subía con la secreta pero inútil esperanza de no abrir el arcón de los juguetes. Sabía que al abrirlo se toparía de frente con la maldita muñeca. Los demás juguetes no estaban más que en sus recuerdos de infancia. Ingrid se llamaba la muñeca. Era de porcelana fría y ojos de vidrio verde, con mirada siniestra, llena de manchas de suciedad en sus brazos, piernas y cara. Vestía una blusa de gasa rosa con puntillas deshilachadas. Al subir la tapa del arcón, muy pesada, Teresa la sostuvo con ambas manos hasta trabarla. En ese momento, indefectiblemente, como todos los días, se cruzaba con la mirada gélida de Ingrid y quedaban ambas mirándose fijamente. La muñeca parecía tener vida. Teresa pensó, enojada, que era increíble que a sus veintisiete años una muñeca dominara sus acciones y la apabullara de esa forma. No podía creer que algo inanimado no la dejara ser. Continuamente se preguntaba si sería su propia cabeza la que la hacía implosionar en una impotencia infinita por no poder tener las riendas de su vida para escapar de esa rutina que la atormentaba. Para Teresa, lo simple, leer un libro, salir a pasear o elegir su ropa o comida eran cosas imposibles. Indignada, una y otra vez, se preguntaba cómo podía ser que una muñeca antigua, una cosa inerte, sin vida, la hubiese poseído e imposibilitado a escapar de ese encierro. Casi en un grito dijo: ¿Qué maldición tiene esta muñeca qué se alimenta de mi angustia?. Lo cierto es que esta vida tormentosa bajo una rutina insoportable de visitas periódicas al altillo se volvía cada vez más pesada para Teresa. Sometida a esa vida miserable, miró alrededor del desván y tomó el trompo de madera con una punta de metal, intentando distraerse. El trompo, que era el único juguete que acompañaba a la muñeca, funcionaba con una cuerda fuerte y larga. Tiró de esta gran cuerda y absorta escuchó los chirridos que sobre la madera provocó el juguete al girar. Sin despegar la mirada de la cuerda que descansaba sobre el piso, mientras el trompo seguía sus giros, nació en Teresa una idea. Una gran idea. Una idea que por fin la libraría de esa maléfica muñeca que dominaba, sin descanso, su vida.
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Tomó la cuerda sujetándola con ambas manos, con mirada fuerte y perdida. Subió a un banquito, luego al borde de la tapa del baúl para alcanzar una viga del durmiente de quebracho que atravesaba de pared a pared el techo del desván. Ató fuerte la cuerda, en forma de horca y la colocó alrededor de su cuello. Se aseguró que fuera bien fuerte tirando con ambas manos, puso el cuello, como había visto en tantas películas y comenzó a transpirar como si estuviera en el mismo infierno. Con un movimiento decidido saltó del borde del arcón y sintió un crack, como si se hubiera partido una vertebra. Su cuerpo quedó colgando. Con la vista nublada y la cabeza ya descolocada de su cuerpo, Teresa intentó enfocar el arcón y pudo ver ahí a la muñeca. Ingrid sonreía, con esa sonrisa fruncida y cínica que tantas veces le había visto. Teresa, ya agonizando, vio a Ingrid abandonar el arcón y salir del altillo. Para la muñeca ya no había motivos para quedarse en el baúl de los juguetes.
ANDREA CHOROSZCZUCHA
Argentina
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LAS MENDIZÁBAL MERCEDES MORENO-PUERTO RUIZ MARÍA CELESTE PORTA -RAMONCITO GABRIELA ROMERO IMÁGENES CASUALES NOELIA DIGNANI -UPA LA LA GUSTAVO VIGNERA -LA CARMELA OSWALDO CASTRO ALFARODESIERTO DE FUEGO RAÚL ARIEL VICTORIANO - SOLO ROSARIO VENERO CERRÓN - MI PADRINO BRANCO TROIANO VEINTE MINUTOS BRANCO ERAZO - SER COMO ODÍN JOSÉ A.GARCÍA - EN GANÍMEDES FLORENCIA BUENAVENTURA LISARDO SUÁREZ - CUCARACHA YOLANDA GIL JACA ISCARIOTE ERIC D. HAYM FIELITZ - MARTÍN,EL CALLEJERO OSVALDO VILLALBA - UNA HAMACA PARA FRANCO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI - ¡A TODO TRAPO! MIRTA CALABRESE DE LUCA - CAUSAS LUIS FONTANA - DONDE LOS CAMINOS SE CRUZAN FACUNDO MOREA- SU ADMIRADOR SECRETO DIANA MARINA GAMARNIK -REMINISCENCIAS DE UN SALTO DAMARIS GASSÓN PACHECODIABÓLICO DESEO CARLOS M.FEDERICI- RECORDANDO SOBRE RUEDAS DIANA RUBIO SÁEZ -LA ENTREGA YOLANDA SA -UN DÍA CUALQUIERA LUIS ALONSO CRUZ ÁLVAREZ EL CLUB DE LOS IDIOTAS EMILIO PAZ PANANA - LA NO REBELIÓN GUILLERMO CAMPOS CANCINO- LA MÚSICA MISTERIOSA LILIANA CELESTE FLORES VEGA - CUANDO UN RÍO SE MARCHA SOFÍA LUDLOW CÁNDANO- MORTALIS CADAVERICA VÍCTOR ANDRÉS PARRA AVELLANEDA - AMOR CLANDESTINO MARIANO CONTRERA EL LAPICERO CONMEMORATIVO QUE NO SALÍA DE ESE OJO SARKO MEDINA HINOJOSA - UN LADRÓN JOSÉ MARÍA ROSENDO - MÁS ALLÁ DE LA ACERA JONATHAN CAICEDO GIRÓN - resurrección emilio santana arreola
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na descomunal fuerza lo derrumbó al piso. No alcanzó a detenerse. Cayó de bruces, el impacto de su boca con el pavimento. Una sanguinolenta baba se formó a su alrededor. Varios dientes rotos se desperdigaron como pequeños granizos. Ernesto tardó en sentir dolor, el golpe fue sorpresivo. Aún, se regodeaba de salir airoso con el maletín. La visita a la mansión de su madre fue un rotundo éxito. Su ambición lo cegaba, sólo el dinero era su objetivo. No le importó ver a su progenitora enferma desde tiempo atrás sus relaciones con ella eran tirantes Su madre se transformó cuando descubrió las maravillas de la magia negra. Ernesto, por mantenerse en internados lejos del hogar, desconocía el ritmo de vida de su mamá. Posteriormente, por rumores ácidos y nauseabundos, se enteró de su afición a los aquelarres, cuando sus tíos espantados vieron salir del inmenso jardín, una sombra en forma de serpiente tragándose restos humanos. Dicen que nadie supo cuántos invitados se congregaron o se marcharon en su propio pie de la mansión de su progenitora. Pero cabe preguntarse si en verdad los gritos y cantos desaforados eran emitidos por gargantas humanas. Ahora, Ernesto deseaba huir de la férula materna. ¡Ay, maldición! Con dificultad se puso a gatas, miró a todos lados. Ninguna persona andaba cerca, después gritó adolorido. Para su mala suerte, como dos brazos abiertos, quedó su maletín, expulsando varias hojas desprendidas de una carpeta. El testamento y algunas escrituras se desperdigaron con sorna. Mal augurio, un fuerte viento elevó risueño los documentos que hace unas horas descansaban en el escritorio de Doña Sixta. Ernesto se incorporó rápidamente, maldiciendo. Guardó todos los papeles, se limpió con suavidad su ensangrentada boca con la manga del saco. No se molestó en recoger sus dientes. La urgencia de salir del país lo llevó a buscar un taxi. Al doblar la primera esquina, se topó de frente con la avenida Insurgentes. La apacible tarde invitaba a las personas a caminar sin prisa. Ernesto odiaba a la gente, la algarabía y los ruidos le incomodaban. Sus fobias siempre fueron insoportables para quienes lo conocían. Recordó su miedo adolescente a los espejos. Su figura repulsiva como un hedor raspante fue causa de constantes burlas. En contraste, su madre de perturbadora belleza lo intimidaba. Frecuentemente, cual sombra de grisura fatal, caminaba detrás de la grandeza anímica de su progenitora. Sus amigos, si acaso fueron dos, lo visitaban sólo para admirar e idolatrar en silencio a Doña Sixta. El día que los descubrió masturbándose frente a un retrato de su mamá, Ernesto odió todo tipo de compañía, nunca se inclinó por tener mascotas. Todo ser vivo, incluso las plantas entristecían ante su cercanía. Se tornó huraño y un negro rencor se anidó en su pecho. Esa tarde caminaba con premura, deseaba con todas sus fuerzas destruir con su mirada a las personas que al ver su extravagante rostro le rehuían. ¡Mugres! ¡eh, eh, muévanse, basuras! gritaba y con desdén los empujaba a su paso. Ante el pasmo y 142
burla de peatones se despojó de su saco y cubrió su rostro, parecía un beduino perdido en pleno desierto. Detrás de él, un rojo atardecer se desplegaba sobre la ciudad anunciando malestar. Ningún taxi se detenía al ver su detestable apariencia, lo ignoraron por varias horas. Cansado de caminar, un auto se detuvo por fin. La noche lo cubrió con mejor suerte. ¡Por favor, lléveme, frente al Parque México! No cerraba del todo la portezuela cuando el arrancón del conductor alarmó a Ernesto. ¡Oiga, qué le pasa! ¡Tenga más cuidado idiota! Pero un fuerte calambre en todo su cuerpo, enmudeció su enojo. El golpe que recibió fue brutal, aun le sangraban las desnudas encías. Noche oscura, poca visibilidad en el taxi. “Creo que no tengo nada en el botiquín, ni alcohol, ni aspirinas”, gimió para sí Ernesto. “Tendré que apresurar mi viaje, es mejor que busque al doctor Domínguez, desde niño él me atendió. Me aplicaba las vacunas que mi madre imponía, según ella para estar más sano y fuerte. ¡Vaya burla, si soy un enano! Mido uno veinte de estatura y mi flacura asusta a más de tres personas. No tengo a nadie de confianza sólo al doctor. Después me iré muy lejos, ¡Hasta nunca madre!”. “Por favor, siga hasta la calle de Durango número 172. ¿Oiga, no me escucha?”. El silencioso automovilista avanzaba sin tomarlo en cuenta. Ernesto observó al interior del vehículo. No había taxímetro, los asientos estaban sucios, manchados de grasa. En el piso, un cúmulo de papeles, envolturas de comida desechable, basura y algunas prendas de vestir arrugadas se amontonaban bajo sus pies. ¡Qué asco! profirió molesto. Por instinto se replegó hacia atrás del asiento, algo se movía, tal vez fue una ilusión óptica, tal vez su espanto lo hizo que debajo de los trozos de papel viera una mano. Estiró una pierna y, desde una manzana podrida, dos imponentes cucarachas se deslizaron por el interior de su pantalón. Sintió un punzante dolor, un fuerte estremecimiento. Aterrorizado gritó: “¡Detenga el auto, abra la puerta! ¡Aquí me bajo!, ¡abra la puerta!”. Trataba de abrir las ventanillas, pero sus uñas resbalaban, no había salida. El conductor no contestaba, en cambio, aumentaba la velocidad. Las alimañas, crecían al avanzar sobre su cuerpo. Ernesto desesperado no soltaba el maletín. “¡Oiga, deténgase! ¡Pare por favor! ¡Ahaggg…!”. La noche cual capa protectora extendía sus brazos sobre el techo de una mansión. En la apacible recámara, una anciana de exótico rostro examinaba su grimorio, lo sostenía con soltura no obstante la pesadez del libro.
MARÍA DE LA LUZ CARRILLO ROMERO
México
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as once de la noche del 24 de diciembre resuenan lentas en el reloj de pared instalado cerca de la ventana de mi habitación. En mi reloj de pulso aún faltan diez minutos para la hora. Entre la quinta y la sexta campanada advierto que el péndulo se balancea irregular. ¿Acaso mi reloj construido en Corea con plásticos semejantes a piezas de madera y metal es sensible al tembloroso vaivén? Lo observo como si mi análisis a distancia pudiera revelarme el motivo de la falla; casi de inmediato me respondo que no puede tratarse de nada significativo, porque es un reloj que funciona conectado a la corriente eléctrica. El péndulo debe ser sólo un adorno que no afecta la medida de las horas. Recuerdo el reloj de mi casa paterna. Importado de Suiza en los años en que todavía era posible comprar calidad en el extranjero sin quedar en bancarrota. Aquel aparato no se alteraba más de un minuto en un semestre. No era un Junghans, pero fue confiable hasta que se desplomó en el interior de un camión de mudanzas. De cuando en cuando pienso en mi reloj esparcido en el piso y no puedo evitar indignarme por el accidente ocurrido hace treinta años. Intervengo de nuevo para decirme que sólo trato de rehuir trabajos pendientes. Respiro despacio. Intento concentrar mi atención en el cuento que me empeño en escribir desde hace algunos días. ¿A quién se le ocurre organizar un concurso donde todos los participantes escribirán sobre el final del mundo en navidad? Lo peor de todo es que nadie me obliga a inscribirme. Apenas trato de asegurarme de que puedo escribir un texto sujeto a una temática determinada. Varias hojas de papel expulsadas por la impresora muestran mis intentos fallidos. Exhiben apocalipsis navideños narrados desde diversos puntos de vista sin encontrar el mejor enfoque. Las hojas parecen más gruesas por el frío. Resisten la presión ejercida por mis manos. Con dedos también rígidos las amoldo hasta construir una esfera o algo parecido. Miro la figura con afanes críticos. Descubro historias donde se amontonan seres mitológicos, niños de la década de los sesenta horrorizados por un incendio, terremotos en el altiplano azteca, galaxias a punto de coincidir en órbitas explosivas, un monstruo más grande que Godzilla y un reloj roto entre dos calles que ignoro. Mi vista va más allá del papel y descubre que ha transcurrido media hora en el reloj de pared. Me sorprende ver que la diferencia con el reloj de pulso es mayor que hace un rato. Unos cuantos minutos en comparación con el reloj de la computadora donde la Nochebuena está por concluir. Una voz ronca surge inusitada. —El tiempo siempre ha sido una lata, pero más me fastidia no saber quién soy. Aúllo una maldición y camino alrededor de mi estudio sin descubrir a nadie. El 145
monitor de la computadora resplandece como si fuera un reflector. Arranco los cables y el aparato entero sigue encendido. Las letras de mi cuento fluyen en la pantalla hasta transformarse en líneas que delimitan el rostro inconfundible de Santa Claus. —Me narraré hasta encontrarme, —dice el personaje principal de mi historia dedicada al final del mundo en navidad, al tiempo que estira sus brazos sobre mi escritorio—. Es un poco estrecha la pantalla —afirma frunciendo el ceño—, lo bueno es que tienes un monitor de treinta y dos pulgadas. Santa Claus sale con dificultades hasta plantarse frente a mí. Se palmea todo el cuerpo como para comprobar que ha llegado completo. —Por fortuna, tanto subir y bajar por chimeneas me mantiene flexible. Como te dije estoy harto del tiempo; pero debo añadir que también me fastidian los regalos, las manipulaciones realizadas en mi nombre y tampoco soporto las identidades con las que me conocen alrededor del mundo. Ya no sé si soy Nicolás, Santa o Viejito Pascuero. No sé si debo vestir de blanco o de rojo. No sé si soy identificación publicitaria o un buen santo. —¿Y cómo llegaste a mi departamento? —No te sientas privilegiado por una elección provocada por el bendito azar, si bien es cierto que en mis archivos figuras como incrédulo desde que cumpliste diez años; tampoco me importa que seas periodista. Quédate tranquilo, porque pude manifestarme en cualquier sitio del mundo y no en el tercer piso de tu miserable edificio de departamentos. Por favor no te atribuyas virtud alguna, porque para mí Helsinki o Monterrey son tan irrelevantes como París, Buenos Aires o una comunidad de bereberes peregrinos. —¿Y por qué eliges la nochebuena para descomponer relojes? —Deben ser ajustes naturales del reloj universal. Bien sabes que reparto tantos regalos navideños que sería imposible producirlos y entregarlos con puntualidad sin la participación del tiempo. Es raro al principio, pero te acostumbras a mirar cómo los relojes enloquecen. —¿De verdad te acostumbras a que el tiempo experimente sobresaltos? —Claro que no y es molestísimo. Por ese último hecho sumado a las razones antes expuestas; además de los sucesos poco publicitados de que no me gustan la inmortalidad ni el papel que desempeño en la mercadotecnia; a partir de hoy dejaré de ser Nikolaus o cualquier otro personaje. Mi último regalo será renunciar a mi trabajo. —¿No has pensado en que eres indispensable para el funcionamiento del mundo? Yo podría publicar nuestra charla en un buen periódico… Santa Claus, sin verme, lanzó su jojojó tradicional al tiempo de arrojarse por la ventana. Desde ahí lo vi estremecerse como si fuera un reloj descompuesto. Murió sin advertir que tras él desaparecía la humanidad entera. 146
JOSÉ LUIS VELARDE
México
Página WEB: Literatura Virtual
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l la conoció en un chat. Durante un breve lapso se divirtieron así, sin intercambiar más información que las frases y los comentarios chistosos que tipeaban en los teclados. Un día se vieron personalmente, y él quedó entusiasmado, casi enloquecido con la simpatía y la belleza de la mujer que tenía enfrente. Empezaron a encontrarse los sábados en una confitería de Recoleta. Allí tomaban café y conversaban por horas, absortos en un placer recíproco, las miradas danzando sobre la mesa, las manos ansiando tocarse. Hasta que un día, se tocaron. Se tocaron las manos, los brazos, las espaldas, las piernas. El cuerpo entero. Del cuerpo pasaron al alma, y se fueron atravesando con voracidad. Cuando no se veían, se mandaban mensajes de texto. Una alegría infantil los embargaba. Ambos eran reservados en lo que se refería a hablar del pasado. Los datos eran escasos, pero suficientes. Preferían vivir el presente, dedicarse con ahínco a los momentos que pasaban juntos. Él no sabía su domicilio ni dónde trabajaba. Cuando se citaban, siempre lo hacían en un café o en la entrada de un shopping. Les parecía mentira estar viviendo todo aquello, y sobre todo se sentían halagados al descubrirse mutuamente tan respetuosos de la privacidad y de los silencios del otro. Él, sin embargo, tuvo ganas de invitarla a su casa, y así lo hizo. Iniciaron entonces una rutina de cine, paseos por Libertador y luego dormían en su antigua casona en Belgrano. El lugar estaba repleto de recuerdos ofrecidos en cuadros, fotografías y adornos. Incluso había misteriosas habitaciones cerradas con llave. Aún sabiendo que aquello despertaba, previsiblemente, la curiosidad femenina, él no aportó ningún dato, y ella, por su parte, nada preguntó. Así fueron transcurriendo los meses. Ella parecía conforme y a gusto con las rutinas establecidas. Era dulce y suave. No había malentendidos, ni siquiera se interrumpían. Una tarde, ella llegó a su edificio en Barracas y se encontró con que el ascensor no funcionaba. Resoplando de fastidio, se dispuso a subir nueve pisos por la escalera. Cuando por fin llegó, jadeante, a su departamento, abrió la puerta y se tiró en el sillón para recuperar el aliento. Mientras tanto, se dio cuenta de que su heladera estaba casi vacía. Se levantó, ofuscada y, luego de cerciorarse de que, efectivamente, no había nada para cenar, decidió enfrentar nuevamente las escaleras y bajar al supermercado. El estómago le rechinaba de hambre. Al salir al pasillo, descubrió que el ascensor estaba detenido en su piso. Decidió probar si, efectivamente, no funcionaba, y se metió en la cabina. Notó que había quedado levemente desnivelada. Cerró ambas puertas y pulsó el botón de la planta baja. Nada, ni un solo movimiento del motor, ni un sonido. Cuando estaba a punto de abrir la puerta corrediza, la sobresaltó una sacudida. Pulsó nuevamente el botón de la planta baja y luego, algo frenética, los 149
botones del piso uno y del piso dos. Las sacudidas se repitieron bruscamente, mientras el motor emitía sonidos desusados. La caída fue estrepitosa, surcada de gritos de auxilio, metales que parecían golpear furiosamente contra los costados y luces que titilaban hasta apagarse por completo. Esa misma noche, él le mandó un par de mensajes de texto. Extrañado por la falta de respuesta de ella, que siempre le había contestado puntual, se decidió finalmente a llamar. Lo invadió el desaliento cuando, en lugar de escuchar su voz melodiosa y amigable, se topó con el contestador de la empresa de celulares. Le dejó un saludo, instándola a hablar más tarde. Cenó solo frente al televisor, los pensamientos vagando por parajes disímiles. Finalmente, se metió en la cama entre decepcionado y ofuscado. Era la primera vez que ella le fallaba, pero lo atribuyó al cansancio y a los quehaceres de la jornada. Al día siguiente, viernes, Buenos Aires lo recibió con el bullicio del último día de la semana, transeúntes alborotados y atolladeros en el tráfico. Su celular no registró un solo mensaje ni llamada de ella en toda la mañana, ni en toda la tarde. A la noche, la incertidumbre empezó a agobiarlo. Volvió a mandarle mensajes de texto. Echó un vistazo, desolado, a la seguidilla de mensajes que le había estado enviando en las últimas horas. Le parecía un exceso. Empezó a borrarlos, pero algo lo detuvo. El fin de semana languideció en una espera arrasada de interrogantes. La conducta de ella le resultaba enigmática y al mismo tiempo desagradable. El domingo a la tarde salió a caminar, aparentemente sin rumbo, hasta que sus pasos lo condujeron destinalmente a la confitería de Recoleta donde solían encontrarse. Se sentó en la mesa de siempre, pidió el café cortado que siempre pedía, y hasta le pareció que el mozo lo miraba con extrañeza, al verlo solo. Observaba con ansiedad la vereda, esperando como un niño que ella apareciera para iluminarle la tarde. Tal vez estaba enferma, pensó, descorazonado al advertir que no podía ayudarla. Se arrepintió de haber sido tan cerrado y de no haberle instado, a su vez, a brindarle más información concreta sobre su vida. Pero se autojustificó de inmediato, pensando que, en realidad, hacía poco tiempo que se conocían. Rememoró otras relaciones que había tenido y se dio cuenta de que en todas se había conducido igual. Llegó aterido a su casa, el invierno se estaba despidiendo con ferocidad. Pasaban los días y el silencio lo azotaba, impiadoso. Por momentos la angustia lo entumecía, de pronto se metamorfoseaba en una furia que lo quemaba con llamaradas de dolor. Tomó la costumbre de volver, los fines de semana, a todos los sitios a que había ido con ella. Husmeaba entre las butacas del cine, en las largas veredas de Libertador, creía a veces verla de lejos, mirando una vidriera, o sentada en un banco de plaza, leyendo. Pero incluso antes de acercarse, se daba cuenta de que no era ella. Sus 150
caminatas solo lo orientaban hacia una desilusión fatigosa y corrosiva. No lo calaba tan profundo la desilusión como la incertidumbre. O quizás era al revés. El dolor a veces era pequeño. Le germinaba por las mañanas en el estómago. Al llegar la noche, le cubría el cuerpo entero. A su pesar, siguió por largo tiempo esperando una respuesta. A sus mensajes. A sus llamados. A sus pensamientos que alternaban entre la bronca grotesca y la debilidad. Un día, lloró. Pasó horas llorando. Sus razonamientos prolijos repasaron cada charla, cada encuentro. Se detuvo en los instantes que habían pasado allí, en su casa. Puntualizó la armonía, el equilibrio de su mirada hermosa, la invitación de cada una de sus sonrisas. Y, de pronto, lo comprendió todo.
GABRIELA LEMA
Argentina
Facebook: Gabriela L Cajal
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uando despertó, Ptolomakis sintió una brisa fría que le hizo estremecerse. Pero lejos de abrazar de nuevo a su amante dormido a su lado, el hombre se incorporó sobre un codo y observó el bosque anciano que se desplegaba frente a sus ojos almendrados. Apolo le había dicho que aquel lugar era propiedad de su familia y que seguramente nadie les molestaría. Tan solo algún que otro cazador trabajando, pero allí ocultos tras los arbustos, ninguno les vería. Era ya de día pero Ptolomakis se dio cuenta de que el cielo estaba demasiado ensombrecido, quizás se aproximaban lluvias. Él, joven y de familia de alta cumbre desconocía que en las moradas de los dioses también llovía. Iba a reposar un rato más la vista, cuando brotando de entre los gruesos troncos de los arboles, vio una mujer de singular belleza. Era alta, esbelta y musculada, de cabellos castaños y maravillosos ojos verdes. Además, vestía una túnica corta con la cual, el joven griego se deleitó observando sus piernas prietas y fuertes. Olvidando a su amante nocturno, que aún dormitaba entre la hierba, el hombre se levantó y fue hacia aquella hermosa mujer. Ella colocó una flecha en su arco y tensó la cuerda hasta colocar las plumas de la saeta bajo su mandíbula, atenta a la presa, dispuesta para acertar y darse un buen desayuno en aquel día tan especial. Sin pronunciar ni una sola palabra, Ptolomakis se abalanzó sobre la joven cazadora y le acarició sin remordimiento sus esbeltas caderas. ¿Qué estás haciendo, vil humano? gritó Artemisa propinando un codazo en la nariz a su adulador con el mismo brazo que antes tensaba su arma. Sois muy hermosa, bella guerrera. Quisiera yacer contigo aquí y ahora. Nada me haría más dichoso. Ni siquiera toda la noche con el dios Apolo podrá ser igualable a un rato contigo. El joven quiso atraer a la diosa hacia él pero ella fue más rápida. Le dio un segundo golpe en la nariz, esta vez con el puño, y le hizo sangrar. ¡Como poses otra de tus asquerosas manos sobre mí, te arrepentirás el resto de tu vida! Vaya... A la guerrera le gusta el sexo violento... Aquella vez la respuesta fue más dura de lo que el hombre hubiera imaginado jamás. Artemisa llamó a tres lobos y dos de sus blancos galgos y los cinco acorralaron a Ptolomakis contra un árbol. El joven intentó darles patadas a los animales enfurecidos, esta vez enfadado al ver que aquella chica no iba a ceder a sus encantos. Y la diosa de la naturaleza no iba a permitir que hiriera a sus animales como la había herido a ella: cuando el bosque salió de la penumbra del eclipse solar que 153
finalizaba en ese mismo instante, Artemisa enfureció tanto que soltó su arco con fiereza, sacó una daga de caza y avanzó firmemente hacia su acosador. Para cuando Apolo abrió los ojos para ver qué le ocurría a su amante nocturno, Artemisa ya había emasculado al hombre sin ningún impedimento. La próxima vez, será tu vida en esta tierra lo que corte maldijo la diosa guerrera mientras Ptolomakis gritaba y lloraba, desdichado como nunca antes. Apolo también maldijo. Maldijo la estupidez de su conquista ya que había sido tan idiota de caer en la tentación de intentar hacer con su hermana gemela lo mismo que con él.
DIANA RUBIO SÁEZ
España
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VEINTIDÓS KILOS DE COMIDA BALANCEADA VERO SCHILIRO -LA TARDE TENÍA UN NOMBRE,AVELLANEDA PABLO ANTELOHUBRIS ALICIA MONSALVE - QUE TE VAYA BIEN, TE ESPERO AL MEDIODÍA DIEGO VIDAL SANTURIÓN -EL TECHO AGUSTINA MURILLO-EPISODIO PSICÓTICO DIEGO ALFONSO LANDINEZ GUIO -CAMINO A LA LIBERTAD MARÍA GUADALUPE VÁZQUEZ BUSTOS - IMPOSTERGABLE ANDREA ALVES -DERRUMBE ANGIE PAGNOTTA -LOS GIRASOLES MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI-CELINE Y UN VERANO AGRIDULCE MIRTA CALABRESE DE LUCA- MORIR EN EL PESCANTE OSvALDO E. VILLALBA-MUNDO DE LOCOS BEATRIZ oSORNIO MORALES-EL FIN DE LA NOVELA HISTÓRICA JORGE PRINZO - UN DÍA EN EL ANÁHUAC GONZALO ZACAULA VELÁSQUEZ LA NIÑA DE PAPEL MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ-RONALDO TIENE NOVIA CARLA ROSCONI -CARAS VEMOS CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR-MORDER LA NOCHE FRAK TORRES VERGEL -LA MANCHA (UPA LA LA III)GUSTAVOVIGNERA-CINCOpASOS O MIL DIANA MARINA GAMARNIK -MANUAL PARA ATESORAR EL AMOR, CASO N°° 11: IMBÉCIL HEIDY PERALTA/ LISARDO SUÁREZ -STELLA DEL MAR (INTRADUCIBLE AL INGLÉS) CARLOS M. FEDERICI-LOS CONDENADOS AL INFIERNO EMILIO PAZ PANANA-LOS NIÑOS DESAPARECIERON, ALBERTO OSWALDO CASTRO ALFARO-EL TESTIGO MÓNICA MARCHESKY -EL GOL DE LOS TIEMPOS HÉCTOR GARCÍA- NET-MAN JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS-LA SEÑORA LUCIANO ANDRÉS VALENCIA -CON AROMA A FONDO DE CASA JORGE LUIS ALONSOALMENDRAS AMARGAS ADA INÉS LERNER- ENCONTRAR UNA SOLUCIÓN RICARDO BUGARÍN- ¿LOCA O CUERDA? ANDREA CHOROSZCZUCHA-EL MALETÍN MARÍA DE LA LUZ CARRILLO ROMERO- ME NARRARÉ HASTA ENCONTRARME JOSÉ LUIS VELARDE-SÚBITO GABRIELA LEMA -NUNCA DESAFÍES A LA DIOSA DE LOS BOSQUES DIANA RUBIO SÁEZ SHOW TÉTRICO CARLOS ENRIQUE SALDIVAR-LA ISLA DE LOS MUERTOS CARMEN GÓMEZ BARCELÓ - ENTREVISTA ANA CAILLET BOIS- UNA PUERTA AL PASADO VÍCTOR PARRA AVELLANEDA - ¿QUÉ MÁS FIERO QUE EL AMOR? DAMARIS GASSÓN PACHECO 155
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alena se sintió incómoda en aquella fiesta de cumpleaños. Se suponía que debía estar animada; su hermano, Anselmo, cumplía cinco abriles. No obstante, esas miradas, esas expresiones abyectas la atribularon sobremanera. Ella solo tenía doce años, no podía resistir tal cosa. Pensó en decírselo a sus padres, pero ambos estaban distraídos viendo el show. Todos parecían muy contentos, ¿por qué no ella? Sintió nauseas y se encerró en el baño. Intentó vomitar, mas nada salía de su boca, de sus ojos sí emergieron unas pocas lágrimas. En ese momento se oyeron los gritos; no había mucha gente en la casa, unos cuantos familiares y amigos… y los niños: todos chillaban, como si estuvieran siendo masacrados. La chiquilla no supo qué hacer en aquel momento, se preguntaba cuál era el motivo del escándalo; al mismo tiempo, no deseaba saberlo; se tapó los oídos y se escondió junto al inodoro. Quiso convertirse en una burbuja, para flotar y reventar en el aire, y así no tener que enfrentar aquel aterrador peligro; no obstante, el ruido no la dejó concentrarse. No supo cuánto duró el escándalo, quizá unos pocos minutos. ¿Qué había pasado? Sus padres, su hermanito… Algo muy malo de seguro, y no sé qué hacer. El miedo se había asentado en su interior y comenzó a roerle las entrañas. Habitaba un domicilio en las afueras de la ciudad. Los invitados habían llegado en auto, no había vecinos que hubiesen escuchado el barullo. Debido a ello, estaba convencida de que nadie podría salvarla, ni la policía, ni algún residente de la zona. Estoy fregada. No. Debo ser fuerte, he de sobrevivir a cualquier precio. La luz comenzó a titilar. No podía quedarse en el baño toda la vida. Los atacantes estaban en los alrededores, pronto se darían cuenta de que ella faltaba. ¡Vendrán ahorita! Intentaré escapar por la ventana alta del baño (esta daba a un tragaluz); haré lo posible para caber por ahí. Se trepó. De súbito golpearon con fuerza la puerta, la quebraron. Malena tropezó, su cuerpo fue a dar adentro de la ducha. Trató de pararse, sin embargo se resbalaba. La cogieron de los cabellos y la arrastraron, pero la chiquilla logró soltarse, se puso de pie y se escabulló hacia el pasillo, el cual atravesó con rapidez, llegó a la sala... y se detuvo; sabía que tenía que huir, mas aquello era hipnótico y asqueroso al mismo tiempo. Malena miró lo que hacía uno de ellos: está devorando un pequeño cuerpo, ¡no! El ser le dedicó una sonrisa y siguió con lo suyo. Gritando con desesperación, la niña consiguió avanzar hacia la puerta de entrada; se hallaban tras de ella, podía escuchar las carcajadas. Cuando iba a coger la manija para salir, dos de ellos la levantaron en vilo y la entregaron a un tercero, quien 157
la puso en un saco. Ella intuía para qué se la llevaban: la guardarían para el almuerzo del día siguiente. Los payasos comieron hasta hartarse, luego se marcharon con sus risas macabras.
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR
Perú
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ra el castigo, el destierro a la isla de los muertos. Situada en medio del mar, la pude ver desde el ojo de mi camarote. Aparentemente su imagen encajaba con la definición de isla: Un cúmulo de algo rodeado de agua por todas partes. Ese algo que desde luego no era tierra precisamente, parecía una masa viscosa que formaba burbujas negruzcas. Estas, tal y como emergían, volvían a hundirse produciendo oquedades aleatoriamente. El olor nauseabundo que desprendía el islote llegaba hasta el viejo y sucio compartimento del carguero que me trasladaba al siniestro lugar. Hubiese preferido morir antes que ir allí. Nadie en su sano juicio hubiese deseado acercarse al lugar, por eso el capitán del barco decidió embarcarme en una balsa sin remos justo en un punto donde las condiciones del mar inevitablemente me llevarían a mi destino. Por más que intenté luchar contracorriente, al final la balsa chocó contra la enorme masa negra perdida en medio del océano y catapultó mi maltrecha osamenta hasta el interior. Después del tremendo impacto caí de bruces y sentí cómo mi cara y todo mi cuerpo se hundían en aquel asqueroso lodo donde el olor era vomitivo. A pesar de la repugnancia que me producía aquello, podía más el miedo a volver el rostro y no quise moverme. Algo tiró de mí elevándome del hoyo. Era tal el pánico a imaginar lo que allí había que no fui capaz de volver la cabeza, pero si pude oír algo... Ven, sígueme, no puedes quedarte aquí. Era la voz de un niño. Aquello me hizo reaccionar de inmediato, me giré y... era cierto, un niño en medio de aquella mugre espantosa. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí, por Dios? Le pregunté temblando aún. No me contestó, solo se fue alejando mientras se le hundían sus flacas piernas en cada zancada. A duras penas conseguía seguirle pues al ser yo mucho más pesado que él mis piernas se clavaban en la masa a cada paso. Aún así pude observar la superficie de la isla hasta donde alcanzaba mi vista: se podían ver además de las erupciones negruzcas lo que parecían ser plantas en movimiento que se retorcían como si tuvieran vida propia y que no sabía por qué motivo el niño pretendía evitar. Cuando el agotamiento estaba llegando al límite, vi como el chaval entraba en una especie de cueva y haciendo un último esfuerzo conseguí alcanzarle. Chico, creí que no podría llegar; Hay que ver qué habilidoso eres. ¿Cómo te llamas? —Le dije queriendo encontrar su huidiza mirada. No tengo nombre, mi madre no quiso ponerme nombre, —me contestó. ¿Tu madre? ¿Dónde está? —pregunté. Donde todos —murmuró bajando la cabeza. Deja que me siente y cuéntame por favor lo que ocurre aquí. ¿Dónde están 160
los que han venido antes que yo? No veo a nadie por aquí, —comenté. No, no hay nadie tal y como vinieron. No comprendía nada y el sueño me venció, pero solo por poco tiempo ya que un rumor lejano empezó a oírse desde el mar. Se fue volviendo ensordecedor y acabó siendo un estruendo insoportable para el oído humano. ¡Ya viene, ya viene! —Gritó el niño sin nombre —No sé quién viene pero escondámonos de todas formas, —sugerí. Es inútil que te escondas, es imparable, lo sabe todo y viene a por ti, —me informó el chico. ¿Porqué a por mí y no a por ti? Yo no le sirvo, soy un niño. Mi madre me contó antes de que se la llevara que una vez hace muchos años vino a parar aquí un científico muy importante y quiso reciclar o algo así, pues yo no entiendo muy bien esas palabras, a las personas que estaban recluidas aquí. Les quiso dar una utilidad, entonces empezó a unirlas a todas, a coserlas. Construyó un monstruo con cientos de cabezas, brazos y piernas que continuamente va perdiendo miembros putrefactos que tiene que reponer. Los trozos de carne podrida que se desprenden del monstruo tampoco se desperdician, se siembran en el pantano negro. Una parte alimenta a la isla y otra renace de nuevo. Estas son las especies de plantas que has visto por el camino hacia aquí. Tú vas a ser el próximo repuesto. Te he traído aquí para esto. Lo siento, pero traeros hasta aquí es mi contribución a cambio de salvar mi vida. Algún día volveré a la civilización. Me lo ha prometido. No podía creer lo que estaba oyendo, pero el aspecto y el olor parecían confirmar la historia. Sentí como algo cálido y maloliente me envolvía. Entre la confusión pude apreciar una especie de escalera de cuerdas un poco más adelante. Sin saber de qué se trataba, me agarré a ella, pues fuera lo que fuera, no podía ser peor que lo que me esperaba allí. La escalera se fue elevando y yo con ella. De pronto me vi en un helicóptero de las fuerzas armadas oyendo una voz en off que decía: mil metros, dos mil, cuatro mil y subiendo… ¡Ahora! ¡Lanzad la bomba! Acabemos para siempre con esta pesadilla. Nunca debimos permitir al doctor Morgan realizar el experimento. La explosión conformó una gran seta que hizo temblar el aparato desplazándolo bruscamente. Solo se me ocurrió un pensamiento: Juro por Dios que no volveré a infringir la ley.
CARMEN GÓMEZ BARCELÓ
España
Twitter: @BarceloGomez
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e levanté aquella mañana y acudí presurosa respondiendo a un aviso interesante de una agencia de trabajo. A pesar de que llegué temprano tenía dos chicas antes que yo. Después fueron llegando muchas mas. Yo tenía que deshacerme de dos rivales. Ese trabajo iba a ser mío. Abrí mi cartera donde tengo de todo por si surge algún imprevisto. No, no voy a matar a nadie simplemente lograr que se retiren. Cuando cerré la cartera, no sé cómo, se abrió mi paraguas justo entre las piernas de mi rival número dos que cayó estrepitosamente. Yo me asusté muchísimo y como corresponde a todo buen ciudadano llamé a un equipo médico que la llevó inmediatamente al hospital gritando desesperada que no se había hecho nada. La primera de la fila, angustiada me ofreció pasar primera pues se había quedado pasmada ante la situación vivida. Yo pasé muy nerviosa a la entrevista. Mientras llenaba las solicitudes contestaba las preguntas que con gran maestría realizaba el entrevistador. Llamó mucho mi atención que al terminar la entrevista me dijo que debido a la cantidad de aspirantes cobraban un mínimo de mil pesos, los pagué y salí a esperar los resultados. Por supuesto quedé en el puesto y a la mañana siguiente cuando me presenté al trabajo no existía ni la agencia ni el entrevistador.
ANA MARÍA CAILLET BOIS
Argentina
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l lugar era inestable, en aquel punto en particular estaban conjugados dos espacios temporales. Nuestra época coexistía con lo que hubo en ese mismo sitio hace 145 millones de años. Por ello era muy común avistar y confundir animales prehistóricos con seres propios de la criptozoología. Encarar a un distante pasado causaba escalofríos, más porque cuando alguno de esos seres se le aparecía a la gente y, atrapada por el espanto que le causaba dicho encuentro, se proponía a exterminar las alimañas sin darse cuenta que podrían convertirse en los artífices de las tres últimas grandes extinciones en masa de la historia de la vida. Tal vez fueron ellos los causantes de tales decesos, y no lo que estipulan las actuales teorías paleobiológicas. El mismo miedo que causa ver una cucaracha fue la causa de convertirse en un genocida evolutivo. II En este día diez de febrero del glorioso año de mil trescientos y treinta y cuatro, invocamos al demonio. Contrario a lo que nuestra conciencia podía prever, el aspecto del demonio no fue propia de la alegoría de la fe profesada en el reino; nada de cuernos ni de piel roja ni de cola puntiaguda, el demonio era una persona con prendas de gris color intercalado con un patrón similar a un tablero de ajedrez sepultado en una capa de leve polvo, y con una bandera rectangular pequeña pegada a sus ropas, adornada con unas líneas rojas y un fondo estrellado. Su voz era incomprensible, seguramente porque hablaba la lengua del infierno, y sus manos, en vez de portar un tridente portaban un arcabuz, que como una serpiente se elevó hasta mirarnos a los ojos para luego escupir un fuego invisible que flechaba a todos los presentes, atravesándolos y marcándolos con orificios por donde la sangre corría. Posiblemente se tratase del sello de la muerte. III Había salido de mi casa con intención de proveerme de lo que faltaba para la cena. Un cartón de leche, algún pan dulce y unas aspirinas serían los productos a comprar antes del cierre de la tienda de abarrotes. Como siempre, la oscuridad de la calle y la frialdad de la noche acompañaban mis pasos hacia el trayecto. Llegué a la tienda, compré lo requerido y salí para retornar a mi casa. Será que la semana fue muy cansadora o que estaba ya muy distraído por el sueño, el hecho es que no pude volver a mi casa. Al salir de la tienda torné a una cuadra que conecta con mi calle, y no pude encontrarla. En su lugar había un bosque virgen con ausencia total de vida humana. Ante ello me volteé y quedé sorprendido al observar que detrás mío toda la civilización se había esfumado. 165
Comencé a caminar desesperado, completamente aturdido por tal experiencia. Un leve ruido de hojarasca fue suficiente para poner mi corazón al punto del infarto. Sin poder contenerlo, la fuerza de aquel animal me tumbó y pude ver su terrible faz. ¿Era un reptil, era un mamífero?, la verdad no tenía idea alguna de lo que era. Parecía una mezcla de ambos, pero en verdad no me explico que era. Se me vinieron a la mente mil imágenes que no concordaron, sin embargo, se estampó en aquel brusco momento la imagen de un sinápsido, un antiguo animal que habitó en el periodo Pérmico. Pero, ¿cómo era posible estar frente a algo así?, tal vez la pregunta que debí hacer era “¿en qué tiempo estoy?”. Era víctima de aquella alimaña, mis fuerzas pronto se extinguieron y lo último que pude ver antes de morir devorado fueron los ojos de aquel depredador. Extrañamente al ver el brillo de sus ojos me asaltó un sentimiento de familiaridad, como cuando se ve a alguien y se intuye que existe cierto parentesco. En dado caso, ¿será que estaba reconociendo a algún lejano ancestro mío? IV Vandalizan sitio paleontológico de Coahuila El INAH ha reportado en la última semana actos vandálicos en zonas paleontológicas donde se encuentran impresiones de huellas de dinosaurio. Algunos de estos ultrajes radican en la remoción total de las huellas para la venta de estas piezas en el mercado negro. En uno de los sitios fue encontrado un mensaje grabado en piedra que decía “Mi nombre es Esteban Pérez, y no sé cómo llegué aquí, pero estoy atrapado en este sitio. Nadie me desapareció ni secuestró, llegué de manera espontánea”. El mensaje ha sido interpretado como un desafío, en actitud de burla por parte de los autores del ultraje en relación con el caso del joven Esteban Pérez, desaparecido hace dos semanas en la ciudad aledaña. Las autoridades investigan la posible identidad de los transgresores y su posible relación con el caso de desaparición. V No me explico cómo, ya no había nada de lo que conocía, simplemente la ciudad se desvaneció ante mis ojos y me encontré en un río poco profundo. ¿Hice mal en tomar otro camino a mi casa? No comprendía lo que ocurría. Salí de las aguas del manso río y puse los pies en la tierra, en la suave arena de la orilla del cuerpo de agua. Los árboles me saludaban, moviéndose por el viento. Hacía mucho calor, más de lo que yo acostumbraría a decir que es lo típico de Coahuila. Comienzo a caminar un poco a través del lugar con tal de comprender qué es lo que ocurre. Mi corazón casi se detiene, mi sangre casi se convierte de hielo, y mi cabello tal 166
vez se hiciera blanco; todo ello por el hecho de ver a un implacable dinosaurio rondar el lugar. No debí asomarme, no debí hacerlo. El animal enorme de rebosantes dientes afilados comenzó a olfatear el ambiente y su mirada terminó por encontrarse con la mía. Luego, sus pasos se dirigieron hacia mí. Rápidamente tomé una piedra de las que había por ahí y escribí desesperadamente en la arena “Mi nombre es Esteban Pérez, y no sé cómo llegué aquí, pero estoy atrapado en este sitio. Nadie me despareció ni secuestró, llegué de manera espontánea”. Fue lo que alcancé a escribir antes de que los pies del Tiranosaurio estuvieran detrás de mí y sus mandíbulas me comprimieran, comenzando la masticación de mi cuerpo.
VÍCTOR ANDRÉS PARRA AVELLANEDA México Megustaescribir.com: http://megustaescribir.com/autor/30761/victor-andres-parraavellaneda Soundcloud: https://soundcloud.com/palapeto-walawala Instagram: https://www.instagram.com/victorparravellaneda/ Facebook: https://www.facebook.com/palapeto.walawala
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u hija Teresa tardó en casarse, ¡y además con su primo hermano! Pero Eduvigis comprendía que en cuestiones de amor nadie manda, surge y ya. El amor no sabe mucho de los sujetos más apropiados ni de las edades tampoco. Y pese a la opinión de unos cuantos, de condiciones materiales mucho menos. Para Eduvigis, que ya tenía sus años encima, la visión romántica del amor era tolerable mas poco realista, en particular con respecto a las parejas, pero con respecto a los hijos era otra cosa. El instinto maternal es fiero y dominante, ya que como el resto de los instintos se ubica en donde manda el reptil anidado en el cerebro y no la razón. Se actúa, se acciona. Un embarazo primerizo a los cuarenta y tres años por lo general resulta de muy alto riesgo, y Teresa tuvo que guardar reposo por preeclampsia. Su hermana Ivonne ya tenía dos hijos, pero la emoción de tener el suyo propio después de haber esperado tanto la llenaba de alegría y miedo al mismo tiempo, todo podía salir bien, o no. Tuvieron que hacerle una cesárea de emergencia y la niña fue sietemesina, pero no fue alegría precisamente lo que los acompañó ese día. Había nacido con anencefalia, lo que resultaba aún peor que una parálisis cerebral, no se había detectado en la amniocentesis, y tendrían que pasar al menos cuatro semanas en el hospital porque la bebé estaría en la incubadora para que se la pudieran llevar a casa. A los ojos de Teresa, la bebé Ana era hermosa, pero no paraba de llorar y para ella y su esposo los días y las noches eran un martirio; pese a ello amaba a su hija y mucho. Un amor mezcla de lástima, culpa y ternura. Una combinación difícil de digerir y manejar. El agotamiento la derrotaba a ratos, pero la energía nerviosa la mantenía al filo de la vigilia, siempre atenta para atender a su hija, en sintonía con sus más mínimas necesidades, atada a ese llanto nada saludable ni normal. Qué no hubiera dado ella, hasta su vida, por haberle escuchado a Ana el llanto fuerte y saludable de cualquier otro bebé y hasta su alma hubiera dado por la negada risa infantil. Un castigo inconcebible para una inexistente culpa, pero lo afrontaría a riesgo de cualquier cosa. Eduvigis veía a su hija consumirse día a día. La mujer alegre y activa había sido sustituida por una zombie y no podía ni verla sin que se le partiera el corazón. Tomó la decisión dentro de sí, aunque la justicia humana y divina la juzgaran y la hallaran culpable. La bebé no podía seguir con vida porque eso no era vida. Habló aparte con los doctores y le explicaron que la infante jamás tendría un desarrollo normal y que aunque estos niños por lo general, no vivían durante mucho tiempo, no se podía predecir con certeza el tiempo que les restaba de vida. Su hija y su yerno se negaban a internar a la niña y tampoco tenían los medios para hacerlo y, mientras tanto, se derretían como velas que nadie quisiera apagar. Les puso somníferos en un té a ambos padres. Se paró frente a la cuna, y tragándose su dolor, oprimió una almohada contra la carita de su nieta. Por primera 169
vez en un año, Ana no lloraba y parecía un ángel, plácida y en paz como de seguro estaría en el cielo. El diagnóstico del pediatra fue síndrome de muerte súbita en la cuna y dadas las condiciones de la niña a nadie extrañó. Pero Teresa una vez pasado el funeral y el entierro la empezó a ver de forma extraña y sospechosa, el instinto maternal se imponía de nuevo y le gritaba al oído que algo había pasado, aunque temía confrontar a su madre pues no es lo mismo la sospecha que la certeza. Pasaron los años y para Navidad, Eduvigis que vivía sola empezó a adquirir una extraña costumbre; le agregó una pequeña peluca a la imagen del niño Jesús y un vestidito rosado. Decía que era su nieta Ana que nacía de nuevo cada año y no permitía que nadie tocara la imagen. Esta quedaba destapada desde que se armaba el nacimiento hasta que se retiraba, pues Eduvigis temía que se ahogara con un paño, y para cuando murió, la imagen del niño Jesús estaba colocada y disfrazada permanentemente en su cuarto. Le pedía perdón día y noche, así como a su hija Teresa, que más nunca contestó sus llamadas ni sus cartas.
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson
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