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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4
NRO 43 — SEPTIEMBRE 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE QUÉ CARAJO PASA DEL OTRO LADO DE LA PUERTA HORACIO R. FERNÁNDEZ 7 EMILIO AURELIO DÍAZ 12 HUELLAS CAMINANTES OSWALDO CASTRO ALFARO 18 PÁJAROS DE CORTO VUELO WILL HELM 23 MARÍA DE AGUA RAÚL ARIEL VICTORIANO 27 SÓTANO JUAN IGNACIO POSSE 30 EL GOLPE KALTON BRUHL 34 LA CAMPANA ANDRÉS APIKIAN 36 EL VELORIO DE DOÑA LOLA GUSTAVO VIGNERA 40 ENSAYANDO CAMILO ROMERO MATURANO 44 EL ÁRBOLPADRELEFANTE, O EL PADRELEFANTEÁRBOL, O EL ELEFANTEÁRBOLPADRE CARMEN TOMÁS 49 EL ABUELO DEL GORDO CÉSAR QUISO TOCAR EL CIELO CON LAS MANOS, PARA LO CUAL CONSTRUYÓ UNA CATAPULTA QUE TE LA VOGLIO DIRE DANIEL FRINI 51 OTRA CASA VACÍA GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO 56 AISLAMIENTO ISABEL MACÍAS GALEAS 60 ESPEJISMOS ANDRÉS BLANCO 63 MI ÚLTIMO CAFÉ DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA 68 LA BÚSQUEDA ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ 73 EL SANTO BREBAJE EDITH CARRIL 77 ANHEDONIA MARINA GÓMEZ ALAIS 79 COSAS QUE PASAN PABLO MEREB 82 LA ESTACIÓN DE SUBTERRÁNEO YOLANDA SA 85 LLEGADO ESTE PUNTO ITZIA RANGOLE 89 LUCES BLANCAS MARIO TORRES VALDIVIA 96 PROBLEMA RESUELTO OSVALDO VILLALBA 99 NOVELA POR ENCARGO VÍCTOR PARRA AVELLANEDA 105 EDWIN GERARD KING 109 FELIZ CUMPLEAÑOS CARLOS M. FEDERICI 114 5
LE RéCEPTIONNISTE EDUARDO SARMIENTO 122 LAS MUJERES DE TEBAS JOSÉ A.GARCÍA 127 ¡ANIMALICO! JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 130 LA FOSA MARVIN VERA GODOY 136 ANTROPÓLOGO DECEPCIONADO WALTER VELÁSQUEZ 141 HIPOCONDRÍACO JUAN IRIARTE MÉNDEz 144
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oblamos en una esquina de calles empedradas. Un cartel indica el acceso a la autopista. Subimos por la rampa, Tobi pisa hierro a fondo. Tobi no es del tipo de personas con las que me siento a gusto, sin embargo aquí estoy, en el asiento del acompañante junto a un tuerca temerario. Andamos rapidísimo a bordo de su Mercedes por una noche desierta. Una sucesión de frenadas y aceleradas bruscas me despabilan. Cuando encuentra un coche en el carril rápido, Tobi hace un juego de luces prepotente para que le despejen el camino. Si no da resultado, pega paragolpe a paragolpe hasta que el otro se corre. Si no lo hace, lo pasa por la derecha y lo encierra, a modo de escarmiento. Las luces de propagandas a la vera de la autopista son estrellas fugaces que mueren a nuestras espaldas. Sobre una curva cerrada hay un cartel gigante de una compañía de seguros. El primer plano de una mano adulta toma con firmeza una manito de niño. La publicidad es engañosa: el adulto protege al niño de temores que el niño no tiene. Las angustias de la infancia se recuestan en miedos que los grandes no sospechan. La mano de mi madre aprieta mis dedos con fuerza, como en el cartel. Salimos de misa con aliento fresco de hostias de domingo. En el camino de regreso, mamá apenas me habla. En un momento, me dice que no acepte caramelos de gente extraña. Todos los días me dice lo mismo. Al rato, estoy jugando a la vuelta de mi casa y pienso: si un desconocido se acercara, la tentación por tomar el caramelo sería enorme. Seguramente lo tomaría. La contradicción entre mi proceder y la recomendación de mamá agrega una dosis de inquietud a esa felicidad efímera. No hay un seguro que cubra ese riesgo. Pienso: si acepto el caramelo, las fatalidades se estacionarán en mi camino para siempre. Un futuro difuso, inexorable. Zozobra que brota de la nada y estalla en finales abiertos. En caso de comer el caramelo, ¿qué debería hacer? Ir rápido a casa. Lo más rápido que se pueda. ¿Por qué en la desesperación todo parece que quedara tan lejos? Basta con llegar a casa. Basta con ir cuarto tras cuarto. A los ventanales de las habitaciones los invade un sol limpio que derrapa sobre la superficie de los muebles. Enceguece. Tengo que encontrar a mamá y contarle. Para salvar la situación, hubiera bastado con escupir lo que quedaba de caramelo. Eso es lo que ella me hubiera dicho. Los carteles quedan atrás, avanzamos sobre una zona despoblada. Tobi desacelera, se corre al carril derecho. Me encuentro en una de esas películas en las que
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resalta una luz de color en una escena en blanco y negro. Hay destellos amarillos y rojos sobre un fondo de tonos grises. Tobi detiene el auto en un surtidor. ¿Súper?, pregunta el muchacho de uniforme. No, diesel nitro. El empleado de la estación de servicio hace un comentario sobre el motor. Es tan silencioso que parece un naftero, dice, y Tobi responde con palabras que no recuerdo pero que denotan orgullo por su máquina de alta gama. Le cuenta al empleado sobre ciertas características técnicas. El muchacho no dice nada, no le interesa, escucha por respeto. Las palabras de Tobi son de una aburrida minuciosidad. Mezcla números precisos, como tres-punto-seis, o cinco-punto-doce, y términos lejanamente conocidos pero cuyos significados me resultan ajenos: torque, aceleración, cilindrada, antibloqueo, caballo vapor, válvulas. Suena el clac del pico sobre el surtidor, Tobi elige una tarjeta de su billetera y paga. Voy a la tienda, me dice a través del vidrio polarizado. El muchacho le pide que corra el auto hacia el estacionamiento que está a unos metros. Tobi le dice que no piensa correr el auto porque todos los surtidores están vacíos. Además, solo va a comprar preservativos. El empleado lo mira. —Forros. ¿Sabés para qué sirven los forros? Además, está cansado de que cada vez que para en esa estación de servicio le hinchen las bolas por algo. Además, en menos de un minuto nos vamos. Además, además, además. Siento a Tobi como a un extraño. Quisiera reconstruir las últimas horas, desde que entré al bar hasta que subí a su auto. El pasado inmediato aparece en forma de fragmentos desacomodados sobre una línea de tiempo. Afuera, la discusión sube de tono. El muchacho se preocupa por mantener cierto respeto a pesar del destrato de Tobi y menciona algún reglamento interno que está obligado a cumplir. Algunas empresas aleccionan a sus empleados con reglas estrictas sobre cómo tratar a un cliente. —Tobi —digo, desde adentro del auto. Siento extrañeza porque nunca había llamado Tobi a aquel tipo, ni Tobi ni de ninguna otra manera. Él estaba en la puerta de un bar. Me invitó a pasar. Sobre la barra había de todo, más de lo que yo alguna vez había visto. En un momento se acercó a mi oído, tanto que sus labios jugueteaban con el lóbulo de mi oreja. Me di vuelta, lo vi como a través de un cristal empañado. Me llamo Tobías, pero me gusta que me digan Tobi. Después de todo, cuando conocemos a alguien, siempre hay una primera vez para llamarlo como le gusta que lo llamen. —Tobi. ¡Tobi! No me escucha. No estoy en condiciones de elaborar una frase coherente. 9
Quisiera decirle: Tobi, por qué no corremos el auto hasta el estacionamiento y después vamos juntos a la tienda. Hay unos segundos de silencio. Los dos siguen ahí, del otro lado de la ventanilla. Ahí nomás, pero difusos. Parece que hubiera llovido, o tal vez el vidrio está empañado. Tobi grita algo que repica en mis oídos. Te lo pido por última vez, dice el muchacho, con ira amordazada, y mezcla un “por favor” en medio de la frase para atenuarla. A esa altura, Tobi está definitivamente de pésimo humor. Si nunca viste un forro, mirate al espejo. Lo manda a la concha de su madre. Peor: la recalcada concha de tu madre, le dice. No es la primera vez que escucho esas palabras, aunque hace dos horas que lo conozco. Cuando salíamos del bar, había un mundo de gente en la puerta. Un tipo le dio un pechazo sin querer, él se dio vuelta y le dijo lo mismo. La recalcada… La música estaba muy fuerte. Solo yo, que venía detrás de él, alcancé a escuchar. A Tobi ya no lo veo. Está dentro de la tienda. El empleado de la estación de servicio le explica el inconveniente a una persona mayor. Un supervisor, o algo así. Miro hacia afuera. El supervisor parece no prestar atención a lo que dice el muchacho. Mira a través de la ventanilla empañada y sonríe. Bajo la vista. Quiero acomodarme, pero el cinturón de seguridad me ata como un chaleco de fuerza. Miro al tipo a los ojos, él sostiene la mirada, exagera su sonrisa. Pone una mano en el hombro a su empleado. No alcanzo a escucharlo. Debe pedirle que mantenga una actitud contemporizadora, o tal vez le está hablando de mí. Bajo el parasol, me miro al espejo. El empleado se indigna, cree que Tobi ya debería haber corrido el auto. Va hacia atrás e intenta empujarlo haciendo fuerza sobre el baúl. El freno de mano está activado. Da dos golpes sobre la chapa, con la mano abierta, con bronca. Desde adentro de la tienda, Tobi se da cuenta. Se asoma a la puerta y qué mierda tocás mi auto y la concha de tu madre otra vez. Descerraja puteadas descomunales en defensa de su nave de patente nueva. El supervisor dice algo así como que nada de lo que ocurre es importante, pero el empleado parece harto, se deshace del discurso conciliador de su jefe y enfila hacia la tienda. Tiene un conjunto rojo y amarillo y unos borceguíes negros con los que marca el paso como un soldadito orgulloso en un desfile militar. Tobi lo putea otra vez y vuelve a entrar. El supervisor sigue a mi lado, no deja de sonreír. Ahora me clava la vista y le dice a su empleado: vení, no le des pelota. El empleado sorprende a Tobi mientras sale, le da una trompada en la sien y el pobre Tobi cae noqueado. El supervisor me mira como si fuéramos el uno para el otro. Su sonrisa es la más estúpida que jamás vi. ¡Se están peleando!, le grito, pero la humedad del afuera deforma objetos y voces. Con una mano gira el dedo índice al costado de su cabeza, como diciendo: están locos estos dos. La 10
otra mano la tiene en el bolsillo, me mira, se toca. Me dan ganas de bajarle los dientes de una piña. A través del parabrisas empañado se cuelan estampidas de leds rojos, como adornos de un árbol de Navidad fuera de época. Abro la puerta del auto, el supervisor sigue ahí. Paso a su lado y simula un roce casual. En la puerta de la tienda, el empleado tiene a Tobi contra el piso. Lo está cagando a trompadas. El bueno de Tobi —la bondad es una virtud que cotiza en alza para los débiles— atina a cubrir su cara más por instinto de supervivencia que por estrategia defensiva. La chica que atiende el mostrador también sale a la puerta, mira despreocupada, como si solo bastara el gong que anuncia el fin de la pelea. Camino, tan rápido como puedo. ¿Por qué todo parece que quedara tan lejos? Tobi reacciona y puede colar un puñetazo débil en una pelea desigual. Cuando llego a la tienda, el empleado agarra a Tobi del cuello y lo arrastra hacia dentro del local. Tobi debe estar inconsciente, desparramado con todo el peso de su cuerpo contra la puerta, que no cede. Tal vez debería ayudarlo. Tomo envión con todas mis fuerzas, reboto una y otra vez. Por fin puedo entrar. Del otro lado, las cosas no están bien. Las habitaciones son cuartos derruidos de persianas cerradas. Lienzos repletos de polvillo acre esconden muebles antiguos. Tengo que escupir el último pedazo de caramelo; es lo que me diría mamá. Pero la lengua recoge vestigios que se deshacen en el paladar, inexorablemente, como se deshacen las hostias inútiles de misa en la boca de los cristianos crédulos.
HORACIO R.FERNÁNDEZ
Argentina
Blog: horaciorfernandez.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/cuentosaescala/
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ama-mama-pulpo —le dijo Emilio a la criatura inexistente que, hecha un ovillo, se tendió frente a sus ojos. Su voz llevaba una mezcla de ternura y reproche, como si estuviera regañándola por alguna imprudencia; el dedo índice hendía el aire en un movimiento pendular de negativa mientras sus ojos no se apartaban del suelo vacío, auscultándolo. —Mama-mama-pulpo —repitió una y otra vez, acentuando la voz para que esta no creyera que se trataba de una broma. Emilio se encontraba seriamente contrariado, su semblante lo delataba. Con la mano libre empezó a rascarse la nuca y las prominencias occipitales, y detuvo la lengua en el vacío de su cavidad bucal, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados; pronto, la saliva segregada inundó sus encías y empezó a salírsele por las comisuras de la boca. Intentó reanudar su “monólogo” pero casi se ahoga con la saliva, por lo que no tuvo más remedio que juntarla toda debajo de la lengua y lanzarla hacia el exterior, directamente a su pecho. No podía escupirle a la criaturita, que parecía temblar después de la reprimenda. El hilo que le colgaba del labio inferior estableció un puente con su pecho y sus ojos vidriosos intentaron disimular el dolor punzante diseminado en sus sienes. Emilio se llevó una manga a la cara y rompió el hilo de saliva, se frotó los párpados con el dorso de la mano y lanzó un prolongado bostezo, abriendo tanto la boca que las comisuras parecieron partírsele. Estuvo sentado en la acera demasiado tiempo y la mancha en su pecho se asemejaba a una flor amorfa y espumosa; la observó unos segundos y volvió a dirigirse a la criatura invisible: —Mama-mama-pulpo —masculló, sintiendo cómo la saliva se le llenaba de nuevo en la boca y reconociendo que ya era hora de almorzar. Los automóviles le parecieron de algodón; no tuvo la intención de esquivarlos, más bien intentó abrazarlos para sentir su suavidad. Si bien cruzando aquella pista de cuatro carriles del jirón Camaná, en pleno Centro de Lima, se olvidó de la criaturita, en el tercer carril la recordó e intentó regresar para ayudarla a cruzar también. Cómo lo esquivaron los automóviles, describiendo curvas, giros y hasta desgastando sus neumáticos contra la pista en su intento por no embestirlo. Emilio no los veía, tenía los ojos clavados en el ovillo de la acera, el cual temblaba por verlo cruzar así, tan despreocupadamente; se detuvo y, con la mano, comenzó a llamarlo a escasos metros de la acera. Entonces la criatura dio un brinco y se le subió a la espalda, enroscándosele en la nuca; Emilio se sintió aliviado y emprendió el camino al restaurante; le desagradaba almorzar solo. 13
En el restaurante ya lo conocían, era un cliente fijo y tenía crédito para el almuerzo, aunque esta vez sorprendió que llegara solo. La mesera se le acercó para preguntarle qué almorzaría, pero Emilio se limitó a sonreírle enigmáticamente. Los intersticios de sus dientes tenían una pasta amarillenta y sus comisuras parecieron segregar más saliva de la habitual. Miraba al vacío y a través de la mesera, atravesándola, y solo cuando esta decidió emprender la retirada, dijo: —Mama-mama-pulpo… —¿Cómo dice, señor Emilio? —Mama-mama-pulpo… la comida de hoy depende de la vista del menú. Yo la podría escoger a grosso modo, pero lo que usted está argumentando no tiene sustento. Ante tremenda lógica, el cerebro de la mesera estuvo a punto de licuarse; prefirió dejar que la casualidad hiciera lo suyo mientras atendía a clientes menos complicados. “Cada vez parece empeorar”, pensó la pobre, pero no había avanzado ni un metro cuando Emilio la llamó con serenidad: —Señorita, quiero un café con leche y dos panes con queso. —¿Solo va a almorzar eso? —Mmm… pensándolo bien… sí, solo voy a almorzar eso —de repente la criaturita saltó de sus hombros hacia la mesa y Emilio se apresuró en lanzarse sobre ella para abrazarla antes de que ocasionara algún desastre—… ¡Mama-mama-pulpo! ¡Mamamama-pulpo!... —sus reprimendas fueron enérgicas y los comensales observaron espantados. Emilio tomó a la criatura entre sus manos, la dobló en dos, en tres y cuatro, en cinco y seis partes, y solo cuando se convenció de que no podría doblarla más sin romperle alguna espina, la guardó debajo de los testículos, abriendo desmesurada e impúdicamente el ribete de su calzoncillo. La mesera, al observar aquella mata de vello pubiano aparecer y luego desaparecer como por encanto, sintió que el desayuno se le subía hasta la garganta. Pero lo que verdaderamente terminó por largar a los comensales fue ver a Emilio sonreírle a la nada, con la mirada perdida y fija en el ápice su nariz; sonreía como un niño satisfecho, sus carrillos dejaron ver los caninos adentrándosele en la encía sangrante, como si fueran cuchillos y no dientes. Los pliegues de su piel surcaron estrías en aquel rostro de cincuenta y cinco años; el cabello corto y cano, una mucosidad seca incrustada en sus fosas nasales, la saliva agolpándose en las comisuras, la pierna derecha temblando de arriba abajo, el pie izquierdo oscilando en su eje articular, todo ello contribuyó para que la imagen fuera alarmante y peligrosa. De repente, lanzó un gruñido gutural y, con suma delicadeza, arrojó una inmensa bola de saliva y flema sobre 14
el cuenco que sus dos manos acababan de formar y las frotó hasta homogenizar la viscosidad. La gente abandonó el restaurante y el dueño no sabía si recriminar a la mesera por la falta de tacto con tan delicado cliente o si largar a aquel energúmeno que, de vez en cuando, terminaba por estropearle el negocio. —Señorita —repitió Emilio, calmado y aún sonriente—, ¿tiene caldo de gallina? —Sí, sí hay, ¿quiere un caldo? —No, quiero café con leche y dos panes con queso… —¡Decídase! —Y al caldo de gallina no le eche gallina por favor. Al cabo de diez minutos, Emilio llevaba su almuerzo en un táper y una bolsa mientras deambulaba por el jirón Moquegua; así, fue irrumpiendo en las pistas infestadas de automóviles, hurgando en los contenedores de basura en busca de alguna botella de plástico, saludando a los semáforos y, de rato en rato, rascándose los testículos en plena vía pública. Cuando llegó a la Plaza San Martín buscó la oquedad de una hilera de arbustos y se acomodó lo mejor que pudo. El sol era intenso y las gotas de sudor le empaparon la nuca. Quiso secarse la frente y recordó que las sienes no habían dejado de dolerle; entonces sintió de nuevo las punzadas, la saliva y el inexistente viento glacial amortajando su mente. Acuclillado, se dispuso a almorzar, pero los testículos le fastidiaban. —Mama-mama-pulpo —gruñó, pero la criatura continuaba creciendo dentro de su calzoncillo. Con movimientos bruscos y, en aquella posición, arrojó el arroz al suelo y la bolsa de la sopa se le reventó en el muslo al intentar recoger grano por grano; Emilio estaba furioso, una vena gruesa atravesó su ancha frente y las ventanas nasales se le tiñeron de rojo intenso. Con la sopa escurriéndole dentro de la ropa, y sin estirar las piernas —para evitar que la criatura escapara—, rompió el ribete de su calzoncillo y enterró las uñas, irguió la cabeza hacia arriba y atrás, estirando el cuello en un movimiento brusco que permitió vislumbrar su tráquea y los fascículos musculares, su mandíbula estaba rígida y los dientes crujían; los ojos entrecerrados no perdieron el ápice de su nariz… Cuando la tuvo entre sus garras, la criatura se había convertido en el ovillo inicial y gemía, arrepentida. Emilio incrustó las uñas en su pelaje variopinto, quebrando plumas y escamas; los gemidos aumentaron y el hincón de las sienes también. Entonces corrió… partió a toda velocidad por la Plaza, esquivando transeúntes que lo observaban enajenado, dejando a su paso, y suspendido en el aire, un hilo de baba que inmediatamente se precipitó en caída libre al suelo, demarcando su trayectoria. Emilio dio muchas vueltas con el ovillo en la mano, en sus sienes se agolpaban los gemidos de 15
la criatura, agigantando su angustia; quiso gritar, pero la mandíbula se le había soldado a los malares y los cóndilos óseos; se detuvo y se llevó las manos a la cara para permitir que sus gritos abandonaran la bóveda craneana, pero el ovillo, aprovechando la situación, se desenrolló y escapó, perdiéndose entre las nubes translúcidas que tenía diseminadas a sus pies. Sin poder gritar, Emilio sintió que su mundo se venía abajo otra vez, como aquella primera vez. Finalmente, se desvaneció en la entrada del Jirón De la Unión mientras el recuerdo lo hendía una vez más: Treinta años atrás, Emilio regresa de la universidad, toma una ducha fresca, se cambia de ropa y, sin apetito, se duerme. Está muy cansado y decide postergar sus acostumbradas veladas de estudio para recuperar energía. Sus sueños son chispas eléctricas que adormecen su razón y lo llevan por senderos inhóspitos de la psique humana; la descarga es colosal y única, espléndida, maravillosa, inesperada… al día siguiente, y en vista de su prolongada ausencia en el desayuno, su hermano va a buscarlo al cuarto. Emilio convulsiona en un mar de baba espumosa, con los ojos desorbitados y blancos, los dedos crispados y las articulaciones atrofiadas. Su hermano hace de tripas corazón para sujetar sus mandíbulas sin lastimarlo y para que no se rebane la lengua, sangrante y lívida, al tiempo que pide auxilio prorrumpiendo en gritos entrecortados por las lágrimas. Cuando despertó, se encontraba en casa de nuevo. Una mano familiar le tendió un abanico de pastillas: cuatro clozapinas, un valproato y media amitriptilina. Constituían su dosis diaria por las noches, ya que por las mañanas le correspondía un valproato y medio propanolol, y, por las tardes, solo medio propanolol. Haciendo un esfuerzo por recordar, cayó en la cuenta de que había evadido su terapia desde la mañana para salir a la calle… después de ingerir su dosis, la mano de su hermano se retiró y su voz le indicó que fuera a descansar. Así lo hizo, pero a la entrada de su cuarto lo aguardaba un ovillo difuso. Se le acercó en medio de la negrura de aquel tragaluz colindante con su cuarto y, al reconocer a su criatura, sintió pena por todo lo sucedido. —Mama-mama-pulpo —le susurró lloroso y quebradizo, temblando de calor en aquella noche de verano que se tornó invernal en su mente. Pero la criatura no le hizo caso, comprimió su cuerpo aún más y el ovillo se redujo considerablemente. —¡Nooo, nooo! ¡Mama-mama-pulpo! ¡Mama-mama-pulpo! Pero no pudo evitar que desapareciera por completo. Estaba solo, como todas las demás noches desde la tarde aquella que regresara de la universidad, hacía más de treinta años… Sí, estaba solo, con sueño y cansado; además, los fármacos habían hecho lo suyo para que la criaturita desapareciera de sus visiones esquizofrénicas. Al menos, hasta que volviera a olvidarse de la dosis.
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AURELIO DÍAZ
Perú
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l árbol siempre ha estado ahí, mucho antes de mis vivencias. Así lo afirma mi padre y los notables de la comunidad cuando relatan las desgracias sucedidas en tiempos que no alcanzo a comprender. Desde niño supe de las andanzas de los terroristas y militares. Sin entender el significado de la lucha librada por mi pueblo, me conmuevo con el sufrimiento padecido por mis abuelos y primos mayores. Me estremezco imaginando las masacres a balazos y machetazos. En mi memoria pululan los fantasmas imaginados de los desaparecidos. Don Porfirio, cada vez que puede, agradece a Tayta lindo el haber sobrevivido y se encarga de mantener vivos los recuerdos. No reclama a los muertos sino enseña a no cometer los errores del pasado. Ahora la comunidad vive en paz, labra los campos, cosecha la dureza de la tierra ancestral, pastorea la puna implacable y reza para que la nevada sea más benigna que en años anteriores. Celebra la vida renacida entre los nevados testigos, lagunas diáfanas y verdores extensos. Es tiempo de sacar provecho y dejar atrás el duelo y la tristeza. Sea como fuere, el árbol en cuestión nunca definió su origen. Algunos dicen que es una mezcla de olmo con eucalipto y otros aseguran que es el estornudo de las lluvias que bajó desde los apus sagrados. Al igual que otros adolescentes crecí bajo su sombra y en las festividades importantes los comuneros se reúnen al abrigo de su copa. Lo adornan con guirnaldas de flores y cadenetas de papel cometa y, gracias al influjo del cañazo, evocan a los hombres que murieron colgados de su rama principal. A decir de don Porfirio, nadie sabe cuándo el árbol apareció en ese paraje, tan distinto a los demás; caprichoso en su forma y tupido como lana de alpaca. Parece que el tiempo inclemente no le marchita las hojas y se ríe de la sequía o de otras amenazas naturales. El frondoso árbol se yergue como vigía centenario y de su tronco macizo y cuarteado se desprenden las ramas que le dan el aspecto de un ser de otro mundo, no por producir escalofríos sino porque su presencia evoca el respeto de una deidad incaica, mágica e incomprensible. La naturaleza lo plantó en ese sitio para que creciera a su libre albedrío e hiciera lo que le diera la gana. Nadie se opuso y fue escogido, mucho tiempo atrás, como emblema de la justicia local. Al no tener juez ni comisario, la comunidad le encarga la tarea de sostener la soga que cuelga de su rama principal, la que acaricia el cuello de ladrones, infieles, violadores y herejes. Muchos balancearon el cuerpo con la nuca destrozada antes de ser enterrados y las cruces desperdigadas en las quebradas y recodos testimonian la fiereza de la justicia popular. No solo encomendó al más allá a los criminales locales y vecinos sino, según dicen algunos deslenguados, también ajustó 19
cuentas con foráneos que causaron maldad y subversión. Jamás he visto a un ahorcado y los sustos que a veces me desvelan se extravían en abigeos colgados que descienden para perderse en los campos de pastoreo y ahuyentar al ganado. A pesar de mi corta edad, aquella en la que debería estar terminando la primaria o persiguiendo polleras, dedico el día a arrear ovejas y carneros de mi padre. Siguiendo la habilidad natural de mis dos perros chuscos, conduzco el rebaño por pastizales inhóspitos, buscando hierba fresca y ojos de agua. Al mediodía saco del atado las papas sancochadas y los trozos de carne que mamá me prepara como merienda. Los perros miran con ojos envidiosos, pero no reclaman porque al retornar los huesos y tripas los esperan. De regreso de una de mis correrías, y luego de asegurar al ganado en el corral construido en lo alto de un cerro, guarecido de los vientos y de los zorros, distingo a lo lejos el árbol de mi vida. La tarde cae con aplomo y el sonido del aire que escapa entre las piedras me envuelve con melodías desconcertantes y agradables. Me llama la atención la figura extraña, inusual, sobrecogedora que la distancia me enseña. Seguido por los perros apuro la caminata y, poco a poco, el árbol me muestra lo que cuelga de su rama. Siento que el corazón se me agita y restregándome los ojos veo al hombre colgando. Los perros se asustan y me dejan avanzar, escondiéndose tras de mí. El ventarrón mece con suavidad y ternura el cuerpo del ahorcado. Me paro frente a él y observo que tiene el rostro cubierto por una capucha negra y el cuello estrangulado por la soga anudada a la rama. Las manos enguantadas y amarradas a la espalda están cerradas en puño. Lo veo tan tranquilo que hasta siento pena. El cadáver viste poncho de lana de llama que oculta el pantalón de dril desteñido. Las botas que protegen los pies parecen las de un soldado y distingo las suelas gruesas e irregulares. Llamo a los perros y dejo al ahorcado bamboleándose suavemente. Seguido por los animales temerosos, y con la respiración entrecortada, recorro la distancia hasta mi casa. Saludo a mamá y con desgano termino la sopa de mote y no como el revuelto de oca con cebollas. Los perros husmean las tripas y no prueban bocado. Se cobijan a la entrada de la puerta y duermen sobresaltados. Cuando papá regresa de la chacra, intento preguntarle si sabe algo de lo que he visto. Sin embargo, reprimo las ganas y decido guardar el secreto. Al día siguiente me armaré de valor y lo haré. Por el momento solo quiero descansar y soñar con las historias que alguna vez escuché. Muy temprano alisto el atado de comida y salgo con los perros. Para llegar hasta el ganado realizo la caminata azarosa y complicada, salvando distancias enormes, vadeando un par de riachuelos y trepando las alturas. En las inmediaciones del corral 20
noto en el suelo huellas de pisadas pequeñas, extrañas para mí, tanto en forma como en tamaño. No puedo precisar el tipo de calzado y me llama la atención el ir y venir de las mismas, como si buscaran algo. Las pisadas se detienen frente a la tranca del corral y luego cambian de dirección hasta desaparecer cerro abajo. Atemorizado, inspecciono y me percato que el corral está en orden. Cuento los animales y ninguno falta. Saco al rebaño e inició la larga y desgastante rutina diaria De regreso a casa bajo la colina y, al costado de las rocas talladas por el tiempo, el árbol con el ahorcado se dibuja en el horizonte. Precedido por los perros me aproximo y detecto que nada ha cambiado. El cuerpo colgante del desconocido sigue en su sitio, no huele mal y parece ser una ilusión andina. Le doy varias vueltas para cerciorarme que es el mismo del día anterior. La capucha negra, las manos atadas y enguantadas, el poncho de lana, el pantalón raído y las botas continúan impertérritas. Súbitamente el viento arremete contra el árbol y la rama que sostiene el cuerpo cruje lastimeramente y cede con el peso. Esquivo la caída del cadáver y queda tendido con la cara sobre el suelo. Los perros se alejan confundidos y, sacando el coraje heredado, libero el cuello de la soga, tirándola hacia un costado. Desato el nudo de las muñecas y retiro los guantes. Las manos libres muestran el color diferente al de mi raza y los dedos ásperos y callosos traducen las faenas realizadas en vida. Lo volteo, descubro el rostro y arrojo la capucha muy cerca de la soga. Me asombro de encontrar un hombre algo mayor a papá, diferente en el tono de piel y sin arrugas. La nariz del ahorcado recuerda el pico de los cóndores y el ceño fruncido, rodeado por las venas prominentes de la frente, indican que murió preocupado. Con la mano temblorosa le abro los párpados y los ojos verdosos, del color de los manantiales a donde llevo al ganado, me miran con serenidad. Parece tener la conciencia limpia y resignada. Espero que el muerto hable y me cuente su historia, pero solo me devuelve una mirada de esperanza. A lo lejos escucho voces que bajan de los cerros aledaños. Giro la cabeza y la pendiente de la colina muestra las siluetas de una mujer y dos niñas descendiendo presurosas. A medida que se acercan constato que la piel de ellas es similar a la del ahorcado. Junto a los perros me escondo detrás del tronco inmemorial y, con los ojos desorbitados, asisto al encuentro inesperado. La mujer se arrodilla junto al cadáver, le musita algo al oído y se aleja con las niñas. Al llegar a casa espero a papá para contarle la extraña experiencia vivida. Me escucha y promete acompañarme para explicar lo ocurrido y demostrar que a veces los niños imaginamos más de la cuenta. Me acaricia los cabellos y me manda a dormir. Acompañados por los perros nos dirigimos al árbol y tal como papá aseguró en el camino, el ahorcado no está colgando. Nos sobrecogemos al ver la rama rota y la 21
capucha junto con las sogas. Las huellas de botas dibujadas en el barro seco, seguidas por otras más pequeñas, alejándose con dirección hacia donde no hay explicación, asfixian el aire de la mañana. Mi padre me abraza y luego los perros olfatean el aroma desconocido de la muerte. El más viejo levanta la pata y orina el tronco. Abrazados, mirando el árbol, entendemos que finalmente el capricho de la naturaleza se dispone a esperar el final de sus días para morir de pie, como le corresponde.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
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o creo que mi tío odiase a los pájaros, pero nos convenció de cazarlos con un par de charlas. Fue un verano, quien sabe por qué, que se le antojó la matanza. Era extraño, ya que el año anterior nos retaba al vernos con la honda en el bosque de eucaliptos. Lo más recordable que me viene ahora es que había aumentado la población de pájaros y que entonces eran plaga para su mentalidad práctica de hombre de campo. Decía que les comían el alimento a las gallinas, los pájaros de mierda. Eso lo decía él y era palabra santa. Sí, Tío Osvaldo tenía el ambicioso, utópico plan, de exterminarlos por completo. Nadie iba a discutirlo; muerto el abuelo él era el mayor y el más trabajador de los hermanos de mi madre. Pero la tarea él mismo no la podía hacer, o no quería. Y ahí encajábamos justo mi primo y yo. Teníamos todas las vacaciones por delante. Era simple, colocar la trampera y vigilarla. Nos hacía meternos en el pequeño habitáculo-depósito de semillas lleno de ratas aledaño al gallinero. Allí pasábamos mañanas enteras en medio de un adrenalínico silencio. La trampera era bastante modesta: una rejilla de uno por uno enmarcada, una estaca corta y unos cuatro o cinco metros de hilo de bolsa. Y el suficiente trigo para que se cebaran los angurrientos depredadores alados. Al principio, las gallinas y en especial los gallos se llevaban puesta la estaca inclinada y hacían caer la trampa, pero luego de un par de sustos ya no volvían a acercarse. Entonces todo quedaba a criterio de los pájaros. Iban arrimándose uno a uno, al principio con natural desconfianza. El artefacto era estrafalario, y los más desconfiados entraban, picoteaban apurados, salían, volvían y algunos se iban si el verdugo interior hacía algún ruido dentro del oscuro sucucho. Ahí estaba la clave del éxito, permanecer inmóvil como un francotirador. En eso, yo le ganaba a mi primo. Mi primo tenía parásitos y debía, cada tanto, tener que rascarse el culo o saltar sobre el cajoncito de madera que el tío nos había amablemente asignado como único asiento. Yo había pescado ya, había cazado lagartijas, peludos y variados insectos. Pero era tan fuerte el deseo de matar un pájaro para mí, tan excitante tener ese poder siendo un niño, que el ruidito de las ratas comiendo trigo a mis espaldas pasó enseguida a ser con el correr de las horas una simple música de fondo. Los pajaritos iban cayendo. Chorlitos, chingolos y pechos colorados. Los gorriones eran imposibles de atrapar, las palomas... mucho no recuerdo haber atrapado 24
alguna. Según el tío los pechos colorados eran los “más plaga”. Me daba pena su ensañamiento con ellos, ya que al ser los más vistosos me gustaba verlos más vivos que muertos. Solo a un cardenal le perdonó la vida el tío, pero lo encerró en una jaula. Prisión a la belleza y al canto. Como dije, me acostumbraba a las ratas comiendo a mis espaldas, pero a lo que no me podía acostumbrar era al método de exterminio que usaba mi tío para hacer pasar a los pájaros a mejor vida. Era práctico y rápido. De un saque los arrojaba contra la pared y los hacía estallar como granadas. La primera vez que me lo mostró, me quedé paralizado. Pero al ser él una persona mayor y el hermano más trabajador de mi madre, supuse que era lo más normal, lo correcto y lo único que se podía hacer para que no decayese la economía agraria argentina. Jamás falló mi tío, cuando él lo hacía era muerte instantánea y sin dolor. Apenas una estirada de patita y a dormir. En cambio, mi primo y yo éramos más tibios. Al no animarnos a usar toda la violencia, al no tener la cancha y la fuerza, más de una vez los pájaros hacían un reviro y se escapaban. Se volaban centímetros o milímetros antes de castigar contra la pared, que generalmente era la del gallinero mismo y a veces la del galpón de la esquila que estaba un poco más allá. En los intentos siguientes sucedió lo inevitable del tortuoso aprendizaje: ya dábamos en el blanco con la suficiente rapidez pero sin fuerzas, entonces los pobres bichos quedaban atontados o moribundos. Zombies alados. En nuestras manos estaba la delgada línea entre la tortura y la muerte, pero con el correr de los días nos fuimos perfeccionando hacia la segunda opción. Que se te escapase volando un pájaro era humillante, un tema vergonzoso para el almuerzo. De todas maneras, aunque me convertí en genocida luego de unas cien muertes, no me pude acostumbrar nunca a la expresión de los pájaros al morir. Una vez que les llegaba la hora, me dedicaba a estudiarlos. No solo me bastaba con la parte operativa, también quería estudiar sus expresiones, sus segundos finales de despedida. Eran toda ternura, toda aflicción, toda suavidad. Cerraban los ojitos con una dulce melancolía y se convertían en santos para siempre. O en mártires. También recuerdo que los picos se les abrían y se les cerraban espasmódicamente, buscando quien sabe qué aire, qué agua o qué canto. Y las patitas de nuevo, estirándose en un trémulo, silencioso final de vuelo. Al principio, yo sonreía, con la maldad bruta e inocente de un pibe salvaje de 25
provincia. Mirá, mirá, nos decíamos con mi primo. La impunidad de la licencia para matar nos hacía creer que era algo por lo que tenían que pasar y nosotros también. Hoy, en la gran ciudad, ya alejado de todo, no puedo más que ir al parque y tirarles migas, entendiendo la desconfianza de algunos de ellos, conmoviéndome ante la ingenuidad de otros. Y sentado en un banco, recuerdo, a veces con nostalgia, a veces con alivio, el final de aquellas vacaciones. Ese verano volvió la sequía a la zona de campo. Y el tío tuvo que apechugar, como todo el mundo. El peón puso un espantapájaros cuando nos fuimos, al comenzar las clases. Pero los pájaros... los pájaros se acercaban igual. Con aquella inmortal y hambrienta reticencia.
WILL HELM
Argentina
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n medio del cardumen tu historia se presenta como un tiempo que surge desde los confines del pasado. Aunque ni vos ni yo somos peces, formamos parte de la vida. Miro hacia la profundidad sin horizontes rectos, en el silencio líquido que me rodea, y me pregunto si vos también estarás inmersa en tu mar tórrido, tan alejado de estas aguas meridionales, porque te imagino rodeada de corales y moluscos gigantes quietos sobre el fondo marino de arena clara. Por aquí todo es tan profundo y oscuro que no alcanzo a ver los vestigios de los navíos hundidos. Ni palos, ni arboladuras. Ni cascos, ni anclas oxidadas. Hace rato que te pienso, acodado en la mesa y con la mirada perdida, en mi invierno, al calor de los leños encendidos en el hogar. Mientras el licor reposa en el vaso hago un alto en esa tarea, corro la cortina y me asomo por detrás de los vidrios de la ventana cerrada, para observar el jugueteo del agua en la orilla. Titán ha movido la cola con arte expresivo al ver que yo he dejado de estar sentado. Mi perro espera que salga a caminar con él por la playa. Y puede que lo haga. Hay luna llena, como a él le gusta. Me pongo la campera porque afuera hace frío. Sopla una brisa helada que viene de lejos, desde el océano hacia el continente, nacida en los témpanos que se han desprendido más al sur. Bajo con mi perro por la escalera estrecha de cinco peldaños. Mis botas aplastan la grava gruesa y escucho como las suelas mastican los granos a cada paso, dejando las huellas marcadas con la precisión de la geometría. —María, te extraño mucho. Recuerdo el último verano que estuve con vos en tu cabaña del Caribe, sobre la costa de tu isla volcánica, pequeña como vos, con una ladera curva y frondosa de plantas de perfumes dulces. Fue en la estación de las lluvias. La primera noche bailamos descalzos sobre el sencillo muelle flotante, hasta que el mulato de la banda de música se tuvo que ir y nos quedamos sin la alegría de la percusión. Ante mi asombro me llevaste a compartir tu cama con el mandato de una diosa que dispone de sus libertades. Pero siendo mortales, ni vos ni yo fuimos capaces de vencer a las tres tentaciones del amor: la sensualidad, el erotismo y la embriaguez del agotamiento. El muchacho rubio cantó boleros encantadores hasta el amanecer y vos me los susurrabas al oído —porque oíamos las melodías a través de las ventanas abiertas de la choza—, de modo tal que el placer de la posesión de los cuerpos fue tan 28
inmaculado como el azúcar. —¿Me creés, María? Una vez agotado el frenesí del deseo no me cansé de recordar que yo, solo un Hermes terrenal, viajero, ladrón y mentiroso, había poseído a la magnífica Afrodita del Olimpo caribeño. Aún hoy lo siento así. Cavilando en la noche salina te escucho, te oigo en el rumor de las aguas agitadas por el aire y ensueño que tu aliento acumula las gotas de escarcha que cuelgan de mi barba. Si la tonada latina de tu voz no me cuenta historias de amores apasionados me siento un niño en orfandad, me falta el salobre contacto de tus labios tanto como el sabor agrio de tu sexo. Mañana con mi traje de buzo me sumergiré en el mar con el anhelo de acortar las distancias entre ambos hemisferios. Llevaré en mi mente el mensaje que he estado pensando y lo soltaré en medio del cardumen. Los peces lo llevarán a tu playa y vos sabrás entender el significado a través del canto de los tiburones plateados. Quisiera que me envíes una respuesta. Sin sobre ni papel. Solo escribila en el viento para que él la introduzca a través de las hendijas de esta casa solitaria, amparada en las dunas oceánicas, y la deposite en el licor de mi vaso, que yo sabré cómo descifrarla. Este relato pertenece al libro “Cielo rojo”
RAÚL ARIEL VICTORIANO
Argentina
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e giró al escuchar los gritos. Era la hermana, en algún lugar de la casa. Abrió más los ojos, para ver mejor lo que había oído. Quiso volver al trabajo pero por su mente cruzaron tragedias. Una separación, un nacimiento, una muerte, un vaso roto. Estaba sentado y, hasta un segundo antes, escribía. Quería encontrar el tono, el ritmo, sentir que los personajes se le volvían desconocidos, como las personas. Había transformado el sótano en su escritorio para aislarse de las distracciones. Pero el lugar no terminaba de ser impermeable al sonido. El escritorio estaba en una esquina del sótano, había leído en algún lado que el arte no tenía que estar al servicio de la vida. Frenó el movimiento de la mano que sostenía la birome. Quedó dibujada una línea negra que traspasó los límites del cuaderno. La luz del velador recortaba su figura quieta, espectral. Los músculos de la mano se hicieron visibles. Leyó en el cuaderno la última frase escrita: “Se giró al escuchar los gritos”. Era la hermana en algún lugar de la casa. Se desconcentró y no pudo seguir. Cuando giró, el cuello le hizo ruido a urna fúnebre. Estaba en el cuarto de herramientas, en el jardín. La cabeza quedó orientada hacia la pared que todavía tenía el corcho con el dibujo vacío de las herramientas. Había transformado ese lugar en su taller. Dedicaba la mayor parte del tiempo al oficio heredado del padre: el modelismo naval estático en madera. Estaba en un proyecto nuevo: una serie de barcos fantasma. Cansado de repetirse en los clásicos galeones y bergantines el barco fantasma le daba libertad. Le interesaba el misterio, la confusión entre leyenda e historia que rodeaban a ese tipo de embarcación. Había empezado la serie con El Caleuche, un barco que formaba parte de la mitología chilena. Se decía que los integrantes de su tripulación, náufragos y muertos en el mar, tenían la particularidad de llevar una pierna en la espalda y ser desmemoriados, para mantener el secreto de lo que pasaba a bordo. Navegaba de noche y se lo podía ver iluminado, envuelto en neblina. Como el canto de las sirenas, el barco producía una música que atraía a los incautos. También se decía que su leyenda estaba basada en la desaparición, en los mares del sur de Chile, del barco holandés El Calanche. Así, al no tener que ceñirse a planos o modelos conocidos, las maquetas ganaban en singularidad. Pero ahora los gritos de la hermana lo habían alertado. Desde la muerte del padre, su hermana y él vivían como un par de balsas navegando sin rumbo en un mar tranquilo. Sin siquiera tocarse. Dejó por un momento el trabajo y salió del cuarto de herramientas. En el jardín la luz natural era muy clara. Fue a la cocina y antes de llegar escuchó un golpe, amortiguado por la distancia, una caída o una puerta o ventana mal cerrada. Entró en la cocina y sintió olor a tostadas quemadas; se acercó a la hornalla. En la mesada estaba el teléfono celular de la hermana, un cuaderno, una birome, una taza y el sobre de un té envuelto en una cuchara, sobre un plato. Fue a la habitación de la 31
hermana, la que daba a la calle. No había nada fuera de lo normal, la cama deshecha, ropa tirada en el piso. Dudó en salir de la casa, preguntar a algún vecino. Volvió al jardín; tal vez la hermana, en todo ese tiempo, había estado dormida, tomando sol. No la encontró. Pasó por el lavadero, revisó los baños. Pensó en el único lugar de la casa al que no había ido y bajó al sótano. No recordaba que lo hubieran abierto en años. El sótano había acumulado las cosas que nadie quería. Recordó una de las veces que había estado ahí de chico. El padre lo había puesto en penitencia por haberle pegado una trompada en el estómago a la hermana. La tapa que hacía de puerta filtraba luz entre las maderas y en el encierro, ese día, se distrajo viendo las sombras. Aunque cerraba los ojos, se asustó al ver figuras deformadas en las paredes, objetos que en la oscuridad parecían tener vida y que en su mente se fundían con los personajes de los cuentos que inventaba la hermana sobre el narigón orejudo, la marsopa desequilibrada o el deforme desmemoriado. Levantó la tapa que hacía de puerta. Escuchó el golpe que hizo la puerta contra el piso. Tanteó los escalones con la punta de los pies. Llamaba la atención una luz. Bajó despacio la escalera. Vio algo en el piso, en el medio del sótano. La luz que venía del fondo lo distrajo. Miró de nuevo al bulto, se acercó y vio el cuerpo. Cruzó por su mente una idea rápida: los personajes eran reales. Se agachó, giró el cuerpo y retrocedió. Cerró los ojos, es un sueño, una pesadilla, se dijo. Pero abrió los ojos, se agachó y todo seguía igual. Se vio como en un espejo, más blanco. Se paró, trató de convencerse una vez más de que tenía que esperar hasta el momento de despertar en su cama. Miró alrededor, confundido. Vio la luz. En el rincón, contra la pared, el escritorio. La luz del velador iluminaba la figura quieta de una persona. Estaba sentada. Dio unos pasos, esquivó su propio cuerpo. La persona sentada sostenía una birome en la mano. Buscó un gesto, pero no había movimiento. Parecía estar concentrada en algo lejano, algo adentro de la cabeza. Intentó tocarle el hombro, pero la mano atravesó el cuerpo de la persona. Trató de verle el perfil, distinguir algún rasgo pero la cara estaba borroneada. Vio el cuaderno sobre el escritorio. El dibujo de una línea negra que se perdía. Empezó a leer la última frase escrita. No pudo terminar, se giró al escuchar los gritos. Se levantó de la silla. Apagó la luz del velador. Sintió los pies helados, como si tuviera el agua hasta los tobillos. En la oscuridad, de memoria, esquivó las cosas que había en el sótano. Subió la escalera. Miró el desorden de la planta baja, el polvo acumulado sobre las cajas apiladas, los libros amontonados en el piso. La casa que tenía que dejar en unos días hacía tiempo que sufría el abandono. Repasó ambientes, para ver si había olvidado guardar algo. En la habitación de la hermana, la cama revuelta, parecía tener impresa la forma de su cuerpo. Vio por un momento el vaso roto en el piso y el frasco vacío apoyado en la mesa de luz. En la cocina estaban los restos del desayuno: en 32
un plato el borde quemado de una tostada, una taza con la borra de café. Salió al jardín; el pasto y los yuyos crecidos le llegaban hasta las rodillas. Le costó abrir la puerta metálica verde del cuarto de herramientas. Todavía no había decidido qué hacer con las cosas de ese cuarto. Mesas, sillas plásticas agujereadas, una sombrilla de playa desteñida, retazos de telas, maderas de diferentes tamaños y formas, cajas de herramientas, una bicicleta marrón oxidada, con ruedas blancas, sucias. En una mesa de trabajo quedaban modelos de barcos destruidos, cascos de latas de pintura reseca. Pensó que tenía que dejar todo ahí, así como estaba, que tendría que prenderlo fuego, que tenía que hablar con el de la inmobiliaria, avisarle. Cerró con llave el cuarto de herramientas. Volvió a la casa. Sobre la puerta del sótano tuvo un último recuerdo. Le llegó involuntario. Escuchó los gritos de la hermana en el sótano, la voz del padre, ella en el piso, la voz del padre, el sudor caliente en la piel fría, los gritos de la hermana, el vacío que dejan los gritos, la sensación de muerte, el ahogo. Abrió la tapa que hacía de puerta del sótano. Escuchó el golpe que hizo la puerta contra el piso.
JUAN IGNACIO POSSE
Argentina
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a puerta de la sala de vigilancia está entreabierta. Me asomo con cuidado y no puedo evitar sonreír. Parece que esta es mi noche de la suerte. El guardia de seguridad está dormido. Tiene la cabeza echada hacia atrás por sobre el respaldar de la silla. Guardo la macana de hule. No habrá necesidad de usarla. Me alejo y avanzo por el pasillo. Conozco bien el camino y los puntos ciegos de las cámaras de seguridad. Hace un par de meses entré a trabajar como conserje. Llevo semanas preparando este golpe. Llego a la oficina del gerente y abro la puerta con mi copia de la llave. La caja fuerte está a un lado del escritorio. Obtener la combinación fue lo más difícil del todo. Enciendo la linterna e ilumino la puerta de la caja. Me llevo una mano a la barbilla y ahogo una maldición. La caja está abierta. Recorro su interior con la luz de la linterna. Mi desconcierto aumenta al ver varios fajos de billetes. Hago un rápido cálculo mental. Por lo menos hay doscientos de los grandes. Lleno un bolso de lona con los billetes y en el momento en que estoy a punto de marcharme veo un estuche de metal. Sigo con suerte, seguro se trata de joyas. Levanto la tapa. Está vacío. Tiene un fondo de terciopelo con el contorno de una cruz y una especie de barra. Tal vez sea un cincel. Sea lo que sea ya no importa, alguien se los ha llevado. Dejo el estuche en su lugar y cierro la caja fuerte. Tengo una urgencia repentina, quizás no debí tomar esa última cerveza. Sonrío al recordar que para el viejo dueño de la compañía su baño era como un lugar sagrado. Entrecierro los ojos con un gesto maligno: podré desahogarme y mancillar su santuario. Al abrir la puerta dejo de necesitar el urinario. La orina se desliza caliente por mis pantalones. La luz de la linterna oscila por el temblor de mi mano. El viejo, o lo que queda de él, está clavado en la pared. El suelo está cubierto de sangre. Hay una cruz de oro a los pies del viejo. Debe valer una fortuna, pero no estoy dispuesto a entrar en el baño. Desando mi camino y llego hasta la sala de vigilancia. El guardia sigue dormido. Es ahora que me percato que hay algo extraño en el ángulo en que descansa su cabeza. Mi instinto me grita que me largue, pero hay una enfermiza curiosidad que me impulsa a acercarme. Es solo un jirón de carne y piel lo que une la cabeza del guardia con el resto de su cuerpo. Veo las pantallas. Algo se mueve por el pasillo. Algo enorme. Parece estar herido. Furioso y herido. Avanza despacio. Mira hacia la cámara y veo la maldad reflejada en uno de sus ojos. Hay algo metálico clavado en el otro ojo. Debe ser el cincel del estuche. Las luces se apagan. Ahora no solo puedo escucharlo, también puedo olerlo. Huele a miedo y a muerte. Dejo caer el bolso con el dinero y pienso con tristeza que, tal vez habría una esperanza, si tuviera conmigo aquella cruz dorada.
KALTON BRUHL
Honduras
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l cañón del revólver .357 que Ronnie Fischer sostenía sobre su sien se sentía helado al contacto con la piel. No tenía demasiadas alternativas. O se disparaba allí mismo, o guardaba el arma y volvía a su salón. Debía actuar rápido. Segundos después de haberse acomodado sobre el asiento del inodoro, alguien abrió la puerta principal del baño. Fischer, nervioso, ocultó el revólver y permaneció inmóvil. Un paso, dos, tres, acercándose cada vez más a la delgada puerta de su cubículo. «Van a descubrirme», pensó con horror. No podía permitirlo. Los pasos continuaron hasta el fondo del pequeño pasillo. Contuvo la respiración y levantó los pies del suelo. Al sonido del repiqueteo de la orina sobre la losa le siguió el del cierre de un pantalón. Volvieron a escucharse los pasos, esta vez en dirección contraria. La puerta se cerró de golpe, y el silencio se apoderó nuevamente del lugar. Con una fuerte exhalación liberó el aire en sus pulmones. Sacó el revólver y lo apoyó sobre sus muslos. Hacía ya veinte minutos que se encontraba fuera de clase, por lo que vio muy probable el hecho de que enviaran a alguien en su búsqueda. Millones de ideas inundaban su mente, pero ninguna parecía tener el más mínimo sentido. Desde un principio se planteó cortarse las venas. Descartó la opción cuando se dio cuenta de que, si lo hacía de forma incorrecta, quedaría con unas cicatrices monstruosas por el resto de su vida. Por supuesto, ese no era su objetivo. ¿Saltar desde un lugar con la altura suficiente? De solo pensarlo se le erizaba la piel. Ni hablar. ¿Qué tal sobredosis? No tenía drogas a su alcance, y lo más potente que su padre consumía eran laxantes. Aquella era la manera más eficaz de acabar con todo. Rápido y sin dolor: estaría muerto antes de oír el disparo. El sudor frío le bañaba el rostro. Se limpió la frente con el dorso de una mano temblorosa y apretó los puños con furia, clavándose las uñas en las palmas. Billings era la persona más despreciable que él hubiera conocido jamás. Un auténtico hijo de puta. La semana anterior, en un hecho que sus preceptores calificaron de “riña estudiantil” (algo absurdo, ya que esto implicaba que ambas partes estaban dispuestas a pelear), Anthony Billings le había propinado un increíble derechazo en la mejilla. El enorme hematoma había recorrido una peculiar gama de colores en el transcurso de los días. Comenzó como una inocente mancha rosada, la cual le dio paso 37
a un azul cadavérico, finalizando en un amarillo verdoso de aspecto hinchado y supurante. Su calvario había aumentado de forma casi exponencial en las últimas semanas. Necesitaba una señal como la del día anterior, cuando había intentado volarse la cabeza al pie de su cama. Su padre aún estaba trabajando. En la televisión del comedor emitían un documental sobre el panda rojo, en el que explicaban cómo afectaba la caza indiscriminada a esta población de exóticos animales. Abrió la ruidosa y desvencijada puerta del garaje y observó hacia la oscuridad. Palpó la pared hasta alcanzar el interruptor, iluminando así el aire denso y polvoriento. Rodeó la vieja Volvo y se dirigió a la parte trasera, donde había una tapa de cemento con un pequeño orificio, justo bajo el paragolpes. Introdujo su dedo índice allí y la levantó. Una llave brilló resplandeciente, como una moneda recién acuñada. El candado del baúl se abrió sin dificultad. Alrededor de quince armas, entre rifles, pistolas y escopetas, descansaban sobre el fondo cubierto con paño grueso. Sin hurgar demasiado sacó un revólver compacto, el cual poseía un cañón que no superaba los cinco centímetros de largo. Solo restaba cargarlo. La munición estaba almacenada en un lugar aparte, por cuestiones de seguridad. Dejó todo en su sitio y apagó la luz, cerrando la puerta tras de sí. Subió las escaleras a toda velocidad, haciendo crujir la madera bajo sus pies. Tomó una silla, la colocó frente a una gran repisa colmada de adornos y se paró sobre el asiento. Comenzó a tantear la parte superior, buscando la caja que contenía los cartuchos correspondientes al calibre del arma, que ya había acomodado en su cinturón. Diez minutos más tarde Ronald se encontraba encerrado en su habitación, vestido con unos simples calzoncillos. Amartilló el revólver y se introdujo el cañón en la boca, apuntándolo hacia el paladar. Había llegado el momento. Su dedo, sin un atisbo de temblor, hizo retroceder el gatillo poco a poco. Un sonido estridente inundó el lugar. El timbre. Alguien había tocado el maldito timbre. Desesperado, metió el arma en el cajón de la mesa de luz y se enterró bajo las sábanas. A esperar. De pronto, otro timbre sonó. No podía determinar si el sonido provenía de su 38
cabeza o si, en efecto, formaba parte de la realidad. Era lejano, monótono. El recreo. Allí comprendió todo. La señal que tanto necesitaba. «Salvado por la campana», pensó. Era libre. Se levantó de un salto del inodoro y salió del baño, guardando el revólver en el bolsillo. Luces brillantes danzaban frente a sus ojos. Atravesó el corredor principal a toda prisa, completamente ajeno a las expresiones confusas que intercambiaban sus compañeros. Necesitaba hacer las paces, de una vez por todas. —¡Qué gusto verte, Anthony! —dijo mientras le guiñaba un ojo. Le apuntó a la cabeza, y con una siniestra sonrisa dibujada en el rostro, comenzó a disparar.
ANDRÉS APIKIAN
Uruguay
Blog: https://antologiaderelatos-com.webnode.com.uy/
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o sabés lo bueno que estuvo el velorio! —me dijo una amiga que había podido asistir. Yo, para ser sincero, prefiero evitar todo lo que tenga que ver con cuestiones funerarias. Las ceremonias de la muerte me deprimen profundamente. —¿Me estas jodiendo? —le pregunté. Podrá estar bueno un casamiento, un bautismo, un cumpleaños, hasta una comunión, pero nunca un velorio, donde todo el mundo llora y te ven ahí metido en ese cajón de madera como si fueras un montón de tomates a punto de ser vendidos en el mercado de Abasto. Pero mi amiga no tardó en demoler mi preconcepto y contarme todo el acontecimiento con lujo de detalles. Al parecer doña Lola había tenido una vida distinta al promedio de los mortales, que siempre estamos con un pie en la queja y otro en la puteada, una mano apretada de bronca y la otra aguardando el momento para dar el zarpazo. Ella era diferente, una mujer simple, sin pretensiones, sin maldad, con una sonrisa pegada en la boca que ni siquiera los momentos inevitables de mayor sufrimiento pudieron borrarle. Ella siempre decía: —Si pudiera elegir la forma de morir quisiera que fuese de risa. La anciana recién había cumplido noventa y cuatro y aparentemente Jesús, al igual que con Lázaro, le había dado de changüí un par de días extras para poderle decir adiós como corresponde a todos y a cada uno de los seres que había amado en su larga existencia. También tuvo el tiempo necesario para mandar a la mismísima mierda a la cuñada que tenía atragantada y no había tenido otra función en su vida que envidiarla y criticarla por cada hecho o decisión que Doña Lola había tomado sin joder a nadie. Hacía dos semanas que había estado internada en el Piñero, descompensada por un golpe de calor. Pero la vieja era más fuerte que un roble y había zafado. Le habían dado el alta y ya en su casa organizó un asado apoteótico para toda la parentela y sus amigos del centro de jubilados. Tras encargarle al carnicero de la esquina tres lechones de unos veinte kilos cada uno se había pasado la tarde cocinando buñuelitos de banana y chichiriquiatas para el postre. Todos estaban felices brindando a más no poder con la alegría inmensa de compartir con la viejita ese momento único e irrepetible. No dejaron botella sin abrir. Se tomaron hasta el agua de los floreros y la noche acabó con más de uno volcado en un zaguán. Al otro día, al parecer por el atracón, Dios se la había llevado hacia el otro mundo. Las hijas y las nietas no tenían un mango partido al medio para contratar el 41
servicio de una casa velatoria. Por eso, en el club de jubilados, el presidente había autorizado a preparar un saloncito para hacerle la despedida antes de la partida hacia su última morada. Los vecinos pusieron un pasacalle de esquina a esquina donde decía: ¡Adiós Lola!, ¡Nunca te olvidaremos! Juana, su hija mayor, se había ocupado de ponerle un vestidito que tenía reservado para las Pascuas y Mercedes, la del medio, la maquilló pintándole los labios y las uñas con un rojo carmín comprado a la vendedora de Avon. La habían peinado con matizador y le habían cubierto los ojos con unos Ray-Ban esfumados que Doña Lola lucía cuando iban a la playa de Punta Mogotes, mientras aún la salud y la guita se lo permitían. Una de las amigas, que conocía a la perfección los gustos de Doña Lola, le había puesto un grabador debajo del ataúd con los grandes éxitos de Cacho Castaña, su amor imposible. El aparato oficiaba de música funcional mientras los familiares y amigos se acercaban para despedirse y rezar una plegaria. No había coronas, pero sí muchas flores provenientes de los jardines de vecinas que tenían la mejor onda con la señora. Las nietas inflaron globos rojos y azules y los colgaron junto a varias tiras de guirnaldas en las esquinas del salón, ya que la vieja era fanática de San Lorenzo al igual que el Papa Francisco, aunque no confiaba en los curas y prefería tenerlos bien lejos. Los bisnietos estaban disfrazados de piratas, payasos y hadas madrinas mientras un mimo entretenía a los críos para hacer más amena la velada y que no se pusieran fastidiosos. Uno de los yernos fue a comprar varias docenas de medias lunas y bolas de fraile, pero el lechón que había sobrado del día anterior estaba más rico frío que recién hecho, así que también le entraron sin contemplaciones. Juliana, la hija menor, trajo una bañaderita de esas de plástico para bebés y la llenó con varias latas de ensalada de frutas y vino blanco, mezclando un improvisado pero nunca mejor recibido clericó. En una pizarra estaban todos los dibujitos que sus descendientes le habían regalado cuando eran pequeñitos e iban al jardín de infantes. En una pared del salón habían pegado una cartulina donde cualquiera podía escribirle un deseo a la difunta con marcador. Se formó una cola de asistentes, ya que nadie quería dejar de expresarle su afecto a doña Lola. Dora, su mejor amiga —jubilada—, recitaba poesías mientras Roque, un amigo que le había arrastrado el ala, simulaba pasos de tango dando volteretas por el salón con una invisible compañera. Doña Lola había tenido una vida sin excesos aunque sin límites. Ella era el equilibrio justo entre egoísmo y generosidad, características que pocas personas pueden 42
ensamblar. Con el trascurso de las horas las risas y los chistes florecieron por doquier. Nadie lloraba sino todo lo contrario, era una verdadera fiesta de despedida a una persona que solo había trasmitido paz y alegría a todos los que la rodeaban. Hasta algunos médicos y enfermeras que la habían atendido en el último tiempo también se acercaban a saludar a la familia. Llegó la hora de cerrar el cajón y llevarla al cementerio de la Chacharita. Los chicos correteaban por ahí, mientras los grandes discutían para ver quién tenía el privilegio de cargar el féretro. Una vez que se pusieron de acuerdo salieron del saloncito y la música de Cacho quedó atrás. Roque soltó la manija que le correspondía, corrió hasta la sala y recogió el grabador que habían dejado olvidado. A toda velocidad abrieron el cajón y pusieron el grabador adentro, para que se lo llevara con ella y esas melodías pudieran acompañarla por siempre. La resonancia del cajón hacía que el sonido fuese mucho más contundente. Parecía oírse en estéreo. El sol rajaba la tierra y el cielo parecía abrirse para recibirla como merecía. De los balcones la gente arrojaba pétalos de rosas y aplaudía al compás de ese Garganta con arena que tantas veces había escuchado. Doña Lola murió como había vivido, siempre dispuesta a ayudar a todos, pero sobre todas las cosas tomando la vida como una fiesta. Pusieron el cajón en el coche fúnebre y el cortejo los acompaño a marcha lenta por las calles de la Paternal. Llegaron caminando al lugar de los nichos y se fueron poniendo serios, la música se fue esfumando hasta que el silencio fue absoluto. Los parientes y amigos se miraban sin comprender que había pasado. Roque pidió la palabra y le solicitó a la comitiva: —Perdónenme, pero no podemos dejar a Lola así. Permítanme que vaya y vuelva en menos de lo que canta un gallo. El viejo salió corriendo, hurgando con las manos en ambos bolsillos. Los que se quedaron estaban nerviosos. Pasaron unos veinte minutos y Roque no aparecía. Ya habían decidido meter el cajón en el nicho y retirarse cuando Roque se hizo presente con el corazón en la boca y un paquete de pilas en su mano en alto. Les pidió como último favor que abriesen el cajón para poder cambiar las pilas del grabador. Al abrirlo encontraron a Doña Lola con su sonrisa habitual dibujada en la boca y los Ray-Ban esfumados apretados entre sus manos.
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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l aire estaba húmedo, pesado. Cuando se les antojaba, las nubes dejaban el sol al descubierto. Duraba apenas unos minutos, los suficientes para que el calor le recordara a la gente que el verano había empezado hacía ya una semana. Las veredas eran el infierno mismo; incluso los perros callejeros de Villa Crespo las evitaban y se echaban en el umbral de algún edificio o al reparo de la sombra de algún toldo. Los motores de los autos que quedaban atrapados en el semáforo ardían tanto como el pavimento que se encontraba debajo de ellos. Todos deseaban que una nueva lluvia terminara con la humedad y el calor. Pero eso no iba a suceder: ya había llovido mucho los días previos. Bajó del colectivo y miró su celular. Había tardado apenas veinte minutos en llegar al punto de encuentro. Durante el viaje, la frase de ella no había dejado de torturarlo. “Tenemos que hablar de varias cosas, encontrémonos en media hora”. Se detuvo en una de las esquinas de la avenida Ángel Gallardo. No se decidía a cruzar; el semáforo de peatones apenas si se veía con el reflejo del sol. La luz cambió a verde unos siete segundos después; al final, tenía tiempo. Las primeras dos filas de autos arrancaron como si jugaran una picada, para llegar hasta la estatua del Cid, a unas tres cuadras de allí. Los de la tercera y cuarta fila se quedaron en el semáforo desincronizado de la cuadra siguiente; el resto avanzó a paso de hombre. El sol, ahora en el oeste lejano, le impedía tener los ojos abiertos y se hacía visera con la mano. Era tanta la molestia que debió retroceder y esperar a la sombra del toldo del negocio de la esquina. El semáforo volvió a ponerse en rojo. Algunos autos igual avanzaron hasta bloquear la senda peatonal. Pasó con cuidado entre dos colectivos y llegó al lugar de la cita. Era una heladería pequeña, con mesas adentro. Desde la calle leyó los sabores que ofrecían. Se detuvo en “limón”. Ese le gustaba a él, pero no sabía el favorito de ella. Nunca habían tomado un helado juntos. Tal vez podría ser algo nuevo, algo que no habían hecho hasta entonces. Una voz le cortó el pensamiento. —¿Estás hace mucho? Él negó con la cabeza y se acercó. Ella lo besó apresurada en la mejilla y amagó con entrar en el local. —Mmm, no —se frenó ella. Sostenía la puerta. Él todavía estaba un escalón abajo, en la vereda. Podía sentir el milagroso aire acondicionado—. Ya sé que te dije de vernos acá, pero en realidad a mí me da lo mismo; no sé si quiero tomar un helado, ¿vos querés? —Me da igual. —Ella dejó que la puerta se cerrara, bajó el escalón y se movió de la entrada—. ¿Entonces adónde vamos? —No sé, caminemos por ahí —le dijo ella y se adelantó unos metros. Él la 45
alcanzó. —Che, ¿puede ser que me haya olvidado el cárdigan blanco en tu casa la semana pasada? —Todo puede ser, igual con este calor no lo vas a usar —contestó él. —Ya sé. Horrible esta humedad. Suerte que tengo aire en la oficina, ¿vos ya arreglaste el de tu casa? —preguntó ella. —No, por las fiestas están todos tapados de laburo. —Intentó concentrarse en el tema actual y no en lo otro, que lo ponía más ansioso—. El calor me pone mal, no me dan ganas de hacer nada. —Mirá esas nubes. —Señaló el cielo; él miró de reojo—. Espero que la lluvia alivie algo, por lo menos para que vos no sufras tanto el calor. Ella le sonrió. Se detuvieron en la esquina de Leopoldo Marechal por el semáforo. Parecía que ella estaba a punto de decir algo, pero se arrepintió antes de empezar alguna frase. Cuando la luz dio verde, él le preguntó qué pasaba. —Nada, tuve un día horrible en el trabajo. —Lucía diferente. Quizás era por el vestido que parecía nuevo o por el peinado, que no era el habitual, el que él conocía—. Ahora nos sentamos y te cuento. A una cuadra ella vio la entrada del parque Centenario. “Justo en este parque no”, pensaba él a medida que caminaban hasta la entrada. Hubiera preferido el otro parque, el de su barrio; o que no se detuvieran justo ahí. De todas formas, la siguió sin protestar. Después de haber pasado de largo varios bancos, ella se sentó en el suelo cerca de un árbol. Él prefirió apoyar la espalda contra el tronco. Era una zona en la que el césped estaba bastante descuidado; en realidad, muchas partes se veían abandonadas. —No sabés lo que me pasó hoy, la verdad es que no puedo entender a esta gente —dijo ella—. Un día me van a agarrar medio cruzada. —Y empezó a contar conflictos minúsculos de rutina durante un buen rato. Él miraba el escaso césped verde, el camino formado por hormigas que iban y venían, algunos mosquitos amenazando sus piernas y las de ella, las palomas que sin pudor buscaban comida entre la hierba. Todo le parecía más interesante que lo que estaba escuchando. —Che —le dijo de repente—, ¿estás cómoda ahí? —Sí. —Se quedó con una frase a medio terminar—. ¿Qué, vos no? —Llovió ayer, te vas a ensuciar todo el vestido. —No me importa el vestido, no es nuevo, y la tierra ya está seca. —Su tono cambió de golpe, parecía que estaba defendiendo algo—. Si no estás cómodo vamos a 46
sentarnos a un banco. —No, yo estoy bien, de verdad. —Sí, bueno, dale, vamos al banco entonces. —Se paró. Él la observó desde abajo—. ¿Y? —Quedémonos acá, lo decía por vos. Posta que pensaba que el vestido era nuevo. —Si te estaba contando algo y me interrumpiste. No, no lo decías por mí, no pienses cosas por mí. ¿Te vas a parar o no? Él esperó en silencio hasta que ella se sentó de nuevo; trató de buscarle la mirada, pero no cedía. —No me pediste que nos viéramos para esto, ¿no? —Recién entonces ella lo miró—. ¿Me vas a decir cuáles son las “varias cosas” que tenemos que hablar? Ella empezó a enumerar temas desordenadamente: —... porque esas cosas a mí no me gustan, son escenas y no estoy para eso— la oía decir—. Onda, no quiero atarme a nadie. —Y no te ates, entonces. —No, pero no es eso… —¿Sabés qué pasa? —dijo él y se mordió los labios—. ¿Hace cuánto que estamos saliendo? ¿Un año? Más, menos. —Ella asintió y repitió: “un año”—. Es la cuarta o quinta vez que amagás con hacerme un planteo, con esto de “tenemos que hablar de ciertas cosas” y nada. Al final ni siquiera podés decirme qué es lo que te pasa. —Pero ¿te pensás que me resulta fácil? Por lo menos yo sí quiero arreglar las cosas; estuvimos sin hablarnos toda la semana pasada, no me gusta estar así. —¡Si ni sabés cómo estamos! No sabés qué te pasa. —¿Y vos, como siempre, lo sabés? Siempre sabés todo, es como si vieras la relación desde afuera, como si nada te afectara. —Por lo menos yo sé lo que me pasa a mí, y obvio que me afecta. —¿Qué te pasa? Si tanto sabés… —Me jode esto de que me tengas en un limbo. —¿Cómo? —En la nada; ni acá, ni allá. Así estamos. Ella se mojó los labios, se acomodó el pelo, cerró los ojos y levantó las cejas. —Estamos yendo muy rápido —sentenció, con el cuerpo echado hacia atrás. —Vos estás yendo muy rápido, y encima sola —le dijo sin mirarla. —¿Sola? ¿A dónde estoy yendo sola? —Se volvió para adelante. —Sola me pedís que organice almuerzos los domingos en lo de mis viejos, sola 47
me proponés mudarme con vos y que deje de alquilar... —¡Pero porque no te funciona el aire acondicionado desde que salimos! —¡Un año! Un año nada más, y además no sé qué tiene que ver el aire acondicionado —se rió, pensando en lo absurdo que sonaba todo. —No sé, la verdad es que no sé. Ella amagó con sacar algo de la cartera, pero se detuvo. Los dos vieron en silencio a una pareja de ancianos que caminaban en dirección hacia algún lugar desconocido, y de fondo el lago artificial que apenas se movía por unos patos que nadaban. —Me estás dejando —se escuchó decir a sí mismo. No hubo réplica inmediata—. Dios, la próxima acercate vos, que el bondi no es gratis. —No te estoy dejando, no flashees —dijo ella y buscó algo en la cartera—. Voy a armarme un tabaco. El temblor de sus dedos no le permitían sostener bien el papelillo que había sacado del bolso. Con la otra mano trató de sacar la tabaquera y se le cayó un poco del contenido. El tabaco esparcido en sus piernas se le quedaba pegado por la transpiración. Le pidió que le sacara un filtro, que tenía las manos ocupadas, pero él respondió otra cosa. —Entonces ya está —dijo él. Ante el silencio, que duró un rato y agregó más que cualquier otra frase, se repitió las últimas dos palabras bajito: “Ya está”. Ella empezó a proponerle cosas para deshacer todo lo hecho. Él no le prestó atención; sabía que no funcionarían. —Me voy yendo —dijo finalmente
CAMILO ROMERO MATURANO
Argentina
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l árbol no era un árbol, el elefante no era un elefante, mi padre no era mi padre, era un árbolpadrelefante y hablaba sin necesidad de palabras, decía cosas deliciosas: Hijo, algún día vendrás conmigo y te dedicarás a crear, aquí es lo único que hacemos durante todo el día. La muerte me pareció menos siniestra esa noche en que mi padrelefanteárbol me susurró en sueños que no me preocupase, que donde él se encontraba se experimentaba a espuertas, probarás y ensayarás cuanto quieras, esto es un patio de recreos, ya verás, vas a recrearte a tus anchas. Es curioso que se me apareciese tan irreconocible, tan otro, porque en vida fue bien distinto, lo sé yo, lo saben mis hermanos y lo sabe mi santa madre. Su ira resultaba impredecible, no había manera de verla venir, como cuando me golpeó repetidamente bajo la ducha por alguna falta grave que debí cometer, confundir el champú con el gel de baño, algo así. La pobre vecina del tercero que miraba la escena estupefacta no volvió a bajar nunca más a pedirnos huevos, ni leche, ni harina, ni nada de nada. Por eso me extrañó que viniese a visitarme en sueños con un mensaje tan agradable como el de la noche en que se manifestó de elefanteárbolpadre. Cierto es que tras los arrebatos pedía siempre perdón y que sus disculpas sonaban sinceras, pero… no sé si se puede llegar a cambiar tanto, dicen que la gente no cambia. A ver, es que no es normal que la misma persona que te ordenaba recoger los tubos de ensayo de la clase de química porque, según él, ya estaba todo inventado, se te presente cuarenta años más tarde para anunciar que te espera en una especie de paraíso de los ingenios y encima lo haga tomando la peculiar forma de un padreárbolelefante. En honor a la verdad, también tenía sus buenos momentos. No se le daba mal contar chistes, además le encantaba confeccionar disfraces en carnaval, obraba auténticos milagros con la simple ayuda de una cartulina y de papel pinocho. Un año íbamos mis hermanos y yo de pequeños faraones, al siguiente de mandarines chinos, causábamos sensación en el barrio. En esas ocasiones especiales, la cena familiar transcurría tranquila, sin sobresaltos, sin gritos, tan solo risas, muchas risas. Para ser justo, tampoco se le caían los anillos, surfeaba las sucesivas crisis sin perder jamás el equilibrio, incluso siendo ya mayor y estando algo delicado de salud, lograba el hombre salir adelante. Sin embargo, tengo que reconocer que lo que más me gustaba era escucharlo cantar canciones con su guitarra, una lástima que renunciase a su carrera artística por nosotros. Quizás en el paraíso ese donde dice que me espera esté prohibida la venta de licor porque durante las temporadas abstemias sí se comportaba como el árbolpadrelefante que vino a visitarme una noche mientras dormía.
CARMEN TOMÁS 50
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—Los muertos pueden bajar del cielo —interrumpió el gordo César —. Cuando mi abuelo murió se fue al cielo y después bajó. —No, gordo, tu abuelo se fue al cielo y por eso se murió. Y eso que le avisamos que no era buena idea querer ser catapultado por los aires pero no, el viejo cabeza dura se emperró en tocar el cielo y ahí lo tenés. Más sería vicio, Saurio
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o logro explicarme por qué razón este párrafo quedó en mi memoria y, con los años, llegó a transformarse en una obsesión un tanto molesta; algo así como cuando una melodía pegadiza nos acosa y la tarareamos en cualquier momento y llega a incomodarnos; o, en mi caso, el octosílabo picaresco de Marco Valerio Marcial que dice: No hubo en toda la ciudad quien de balde a tu mujer la quisiese pretender mientras tuvo libertad. Pero tu curiosidad de poner a su reposo guardas y hacerte celoso, Vergenal, ha despertado más de mil que la han gozado. Eres un hombre ingenioso. y que me valiera la expulsión del Círculo de Ajedrez Martín Fierro, cuando tuve el mal tino deben creerme, lo hice sin darme cuenta. Daba lo mismo que hubiese silbado «La cumparsita» de recitarlo en el velorio de su extinto presidente y en presencia de los más conspicuos socios y de su viuda, quien, de manera curiosa, no era hermosa ni fiel. Mi psicólogo decidió por mí que debía enfrentarme a ese que llamó episodio incordioso de la memoria. Así empecé una búsqueda que ha ocupado los últimos cincuenta y cinco años de mi vida. No viene al caso contar ahora cómo encontré los pagos de Noles, o lo que me costó sortear los ataques de las ovejas carnívoras del Cholo, ganarme la confianza de los lugareños —algo comparable, les aseguro, a los trabajos de Hércules; o, finalmente, bucear en la memoria de los más viejos hasta dar con las hilachas de la historia del hombre que quiso tocar el cielo: don Eulalio Medina, abuelo materno del gordo César. Cuando don Eulalio contaba con unos veinte años, supo noviar con la Pelada Saravia —algunas matronas de Noles cuentan que ella tenía una hermosa cabellera negra, con un mechón blanco en la frente, pero carecía de pelos en la zona baja, 52
aparentemente por efecto de tanta fricción y durante tanto tiempo, y cierto mediodía la llevó al campito que está al otro lado de las vías. Parece que al final de aquel encuentro, la Pelada le dijo: —Me hiciste tocar el cielo. Eulalio le miró las manos, como queriendo encontrar alguna hilacha de nube enredada entre los dedos, pero no vio nada. Entonces, miró al cielo, que se le antojó muy lejano; y además, no le pareció que la Pelada se hubiese ido de abajo suyo en los últimos cuarenta minutos, así que fue en ese momento cuando decidió dos cosas: en primer lugar, que las mujeres eran unas mentirosas; y luego, que él sí tocaría el cielo. A la madrugada del día siguiente, comenzó el ascenso a la montaña, llevando al hombro la escalera tijera, de madera y de tres metros, del Pepón Carnota; que, por aquel entonces era el pintor de brocha gorda del pueblo (esto pasó muchos años antes de que al Pepón se lo comieran los caníbales). El ascenso; entre horcomolles, guayacanes, cinacinas y mistoles con una escalera a cuestas— fue penoso. Hacia el mediodía había llegado a la zona de los pastos duros y los cactus, a mitad de camino. Sobre la hora de la puesta del sol, alcanzó la cumbre. Hizo noche allí y casi muere congelado. Cuando el sol del próximo día aflojó el hielo que lo aprisionaba, se puso en puntas de pie y estiró sus manos. Sin embargo, el cielo se le antojó tan lejos como lo estaba si se miraba desde el campito de atrás de las vías. Dispuso de la escalera y se subió hasta lo más alto, resistiendo el embate del viento que venía desde el océano. El cielo seguía lejos. «Necesito ir más arriba», se dijo. Miró hacia el horizonte, pero no vio nada más alto. Bajó de la montaña, casi derrotado y cabizbajo. Pensó en un avión. Viajó a la capital de la provincia en el acoplado del camión del Zorrino Saravia (el mismo que se fue secuestrado en el zepelín alemán, durante el gobierno de Pereira) y que lo acercó, gentilmente, al aeroclub. Luego de regatear el precio, subió a un viejo Bristol Fighter, reliquia de la Gran Guerra, usado para vuelos de bautismo. Nadie sabe, a ciencia cierta, qué pasó allá arriba; aunque no es difícil de imaginar. Nuevamente en tierra, los mecánicos del aeroclub debieron usar destornilladores y barretas de hierro para abrir los dedos y lograr que quitase las manos de la manija de hierro del asiento del acompañante. Ya en el taller, les llevó un porrón y medio de ginebra «La llave» para lograr que aflojasen los músculos y abandonasen la posición de sentado. Pensó en una gomera. Le pidió a la Señorita Aurora, la maestra (que murió tres años después, con ciento quince cumplidos), algún libro en el que pudiera ver cómo hacer para llegar más alto. Ella le dio un ejemplar de Física Elemental (Primer Tomo; José 53
Fernández y Ernesto Galloni, Primera Edición, Buenos Aires, 1939) que —la verdad sea dicha no le sirvió de nada; aunque algo entendió acerca de la observación y experimentación de los fenómenos físicos. Durante dos días estudió, libreta en mano, a los changos que cazaban chuñas y bichofeos en el bosquecito de talas cercano al cementerio. Después, le encargó al Turco Jasim, novecientos setenta y tres metros de elástico para ropa interior, que este le trajo desde la capital. De un árbol de palo blanco sacó una gran horqueta, que clavó en el campo del viejo Vilchez. Plegó y replegó el elástico y usó dos matungos para tensarlo. Se acomodó en el cuero que usó a manera de bolsa; y su compadre, el Chirino Azcuénaga —algunos me contaron, en cambio, que fue el Tape Valenzuela, cortó la soga con la que tiraban los caballos. Al contrario de lo esperado, el tiro salió rasante y don Eulalio recorrió apenas cinco metros a unos setenta centímetros del suelo. Quiso la providencia que su pie quedase enganchado en el elástico que, sin que tocara el suelo, lo llevó de regreso hacia la horqueta. Según dijeron algunos viejos, aún convaleciente de sus quebraduras, vio por primera vez una catapulta, cierto verano que llegó a Noles un cinematógrafo ambulante. Instalaron una sábana vieja y manchada, a modo de pantalla, frente a la Sociedad de Fomento, y proyectaron una de Juana de Arco, en blanco y negro y «sin ruidos». Entonces, decidió construir una. Volvió a pedirle ayuda a la Señorita Aurora, que esta vez no pudo socorrerlo. Buscó en los libros del cura, en la biblioteca del Juez de Paz y en la del doctor Seismandi. En esta encontró un libro sin tapas que mostraba algunos grabados viejos, pero bastante claros. En uno de ellos representaba el asedio del castillo de Stirling, durante la rebelión escocesa de William Wallace y mostraba un tipo de catapulta al que los franceses llamaron «trebuchet», con un gran cajón de madera lleno de piedras, que actuaba como contrapeso. Hizo una copia del grabado, a mano alzada, en su libreta, y empezó a construir algunos modelos a escala. Tuvo varios fracasos, pero con perseverancia aprendió de los modelos previos, corrigió errores, probó materiales y, finalmente, decidió construir «La Gauchita». A esa altura de su vida ya había nacido el gordo César, y él acompañó a su abuelo al monte para buscar las mejores maderas, le ayudó a robar ovejas del Cholo y algunas cabras de Ña Encarnación, a las que descuartizaron para sacarles los tendones y tripas, y construir las cuerdas elásticas. La primera prueba satisfactoria se hizo con piedras, luego probaron con una oveja cuyo balido de terror se perdió en la distancia. Finalmente, todo estuvo listo para el gran vuelo. 54
Fue un día de verano, apenas salió el sol. El mismo gordo César tiró del pestillo y su abuelo voló y se perdió más allá de la montaña, del otro lado del horizonte. Aquí se acabó la historia. Por un lado, la policía de Noles incautó La Gauchita, le pegó varios papeles en los que decía «secuestrada», que se decoloraron con el tiempo; y quedó guardada en los fondos de la comisaría. Diez años después, los policías usaron la base para hacer una carroza alegórica del terremoto del año quince, para los carnavales de Santa Antonieta (los mismos en que voló por el aire el auto del Coronel Piesetti). Treinta y siete años más tarde, se usaron los restos de la madera reseca para hacer un gran asado cierta vez que un político con aspiraciones tan grandes como sus patillas, visitó Noles. En tanto, el cuerpo de don Eulalio apareció, a los diez días de su salto, en la villa de Las Piedritas, a sesenta y tres kilómetros de Noles, enredado en los tunales cercanos al campo de Don Emeterio Canosa (el que después ganó la lotería, pero el Reverendo Soriano le robó el boleto). Alguien me contó que la punta de los dedos de la mano derecha de Don Eulalio Medina estaban manchados de celeste.
DANIEL FRINI
Argentina
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uando al fin pude disponer de la nueva casa, la encontré desordenada, cosa que debo confesar me sorprendió porque tenía buenas referencias de los anteriores dueños. Y ahora que menciono a los anteriores dueños, me parece increíble lo fácil que fue para el señor Gómez deshacerse de ellos. Uno tiende a pensar que para hacer algo tan radical como echar gente de su casa a la calle se necesita algo más que fuerza bruta, amenazas y ultimátums. Nunca pensamos llegar a esto por un espacio donde dormir, pero fueron los problemas acontecidos en el departamento de la calle Suipacha los que nos empujaron a tan radical decisión. Si bien aquel departamento era agradable (de amplias habitaciones con ventanales que daban a un parque casi siempre solitario), no pude lidiar con los bichos que dejó el anterior inquilino. Varias veces traté de hacerle entender a la dueña, la señora Andreé, que fumigara el departamento, pero ella no quiso hacerme caso. Y ante la falta de techo, no nos quedó de otra que ocuparlo con todo y sus alimañas. Acostumbrarse al hecho de que tendríamos que compartir el departamento con once conejos me producía una sensación de impotencia a la que con el paso de los días tuve que acostumbrarme. Pero como todo en esta vida, mi paciencia también tenía un límite, y este llegó tres años después, cuando dos de las alimañas que habían dejado de ser diminutos demonios para convertirse en incontrolables bestias que roían todo cuanto se les cruzaba en el camino, destruyeron casi la totalidad de mis ahorros, los que tenía escondidos en una caja de zapatos debajo de mi cama. Hasta ese día, no tenía idea de cómo era el rostro de la demencia, hasta que vi el mío reflejado en el espejo de mi habitación, la tarde que encontré a los dos conejos royendo mis diez mil pesos. Y tal fue mi enojo que desde esa noche se contaron nueve conejos en el departamento. Ya no once. Le tengo una buena noticia, señora Ledesma, me dijo el corredor
inmobiliario al que le encargué la tarea de encontrarme un hogar nuevo. La casa de Rodríguez Peña está disponible, pueden mudarse cuando lo crean conveniente, expuso el señor Gómez, quien luego de terminar de hablar, exhaló una gran bocanada de aire, como quien se acaba de quitar un enorme peso de encima. Ese fin de semana nos mudamos para la nueva casa. Hacía menos de un mes que los empleados del señor Gómez habían logrado desalojarla, por lo que fue natural encontrarla desordenada y llena de polvo. El señor Gómez nos citó a las siete de la mañana de un sábado de otoño para mostrarnos la casa. A las 6:50 estábamos parados frente al zaguán, aguardando su 57
llegada. Llegó exactamente a la hora señalada, puntual como todo descendiente de inglés (Morris era su apellido paterno). Primero nos estrechamos las manos y luego nos invitó a pasar para conocer la casa. Cruzamos el zaguán hasta quedar delante de la puerta. Cuando la cruzamos, quedamos de pie en un amplio living con dos puertas cerradas al lado izquierdo. Esas son dos habitaciones, nos dijo el señor Gómez, y luego reiniciamos el recorrido. Caminamos por un pasillo hasta llegar a una pesada puerta de roble, y después de abrirla, seguimos caminando hasta dar con la parte más alejada de la casa, conformada por tres habitaciones, un comedor, una biblioteca con estantes tallados a mano y una sala con gobelinos. Esto fue lo primero que tomamos, dijo el señor Gómez, mostrando una sonrisa maquiavélica. Entonces, los antiguos dueños del lugar; una pareja de hermanos cuarentones y solteros, se refugiaron en la parte delantera de la casa. Mientras el señor Gómez nos contaba la historia de cómo se apropió de aquella casa, sentí como un peso muerto sobre mis hombros. Y entonces llegaron las dudas; ¿estaremos haciendo bien al ocupar esta casa? ¿Dónde habrán ido a parar los dueños del lugar? El señor Gómez, tan hábil como sagaz, notó la incomodidad en mi rostro, y sin que se lo preguntara, respondió mis mudos cuestionamientos. No tienen de qué preocuparse. Ustedes querían un lugar mejor que el departamento lleno de conejos de Suipacha, y esta casa es lo bastante amplia para que puedan tener hijos y formar así una familia. Además, aquí no hay conejos, y no creo que los antiguos dueños regresen nunca más por aquí. Es más; estoy seguro que ya deben haber ocupado alguna de sus muchas propiedades, ¿acaso no les dije que se trataba de personas ricas? Pasamos nuestra primera noche en la nueva casa. Ocupamos uno de los dormitorios del ala delantera de la casa, el que por la ropa que encontré en el armario, supuse era del hermano. Echada en la cama, recordé los días en el departamento de Suipacha, así como a las endemoniadas alimañas que ocupaban aquel lugar. Andreé nunca me permitió que los eliminara, por eso tuvimos que buscar otro lugar para vivir. Los diez mil pesos fueron solo la gota que derramó el vaso, quizás si los conejos no hubieran hecho nada, aún seguiríamos viviendo allí. El dinero lo recuperaremos, mi amor, le dije a Emilio, quien se sentía aliviado en la nueva casa, lejos del sonido desesperante que producían los conejos al 58
rasguñar las paredes. Mientras él leía un libro que había sacado de la biblioteca algo de Flaubert, si mal no recuerdo, tumbado en la cómoda cama, yo ordenaba nuestra ropa en los cajones del armario. Primero tuve que sacar lo que había en estos: tricotas, medias de lana y pañoletas de variados colores. Lo último que encontré en el armario fue una caja de alcanfor escondida al fondo del último cajón. Y dentro de esta, un fajo de billetes atados con cuerditas de goma. Apenas vi los billetes, una sonrisa comenzó a trazarse en mi cansado rostro. Era la primera vez en los últimos tres años, que el destino tiraba sus dados a nuestro favor.
GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO
Perú
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espués de tartamudear por años, junto a sus padres y hermanos y de haber sido objeto de burlas en la ciudad, Crisóstomo se dispone, orgulloso, a hacerse un orador nato. En esta ciudad todos hablan como reyes, las casas están construidas para que las voces se escuchen con rigor y fuerza; las paredes tienen varias capas de madera que absorben y aíslan el sonido; no existen ventanas y los techos son inmensamente altos. En los mercados se escuchan oradores de verdad, esos que hacen que te detengas y aplaudas. Cada puesto tiene un vendedor que convence con sus palabras. Crisóstomo se asombra porque no le parece normal que alguien sea orador en un espacio abierto; visto esto, se aleja de sus padres y se encierra en una casa en el campo. Empieza a comer hojas de menta para aclarar la voz y de vez en cuando hace gárgaras con hojas del aire para limpiar su garganta. Ahora, ya lleva muchos años practicando la destreza de la oratoria y la forma de combatir la humedad de sus paredes y suelo. En la casa de campo la escalera no brilla, la mesa sufre debajo de un mantel de encajes. Por más que pula el piso, así como pule cada frase, cada modulación de la voz, cada entonación, cada silencio, se siente áspero. Vocaliza mientras ordena los libros roídos que están sobre un estante alumbrado por una única luz que llega de una ventana redonda. Experimenta con ademanes y gestos. Prepara un guión y no lo lee, cocina y, con el plato apoyado en las rodillas, no come. Su reloj reposa sobre una servilleta; nunca ve qué hora marca. No sale de casa y es capaz de repetir una y mil veces un vocablo hasta que el sonido consiga la perfección. La casa es su escenario. Con el tiempo su voz se va aclarando y, entretanto, decide ya no recibir en casa a sus padres; teme que le contagien con su rústico tartamudeo que, según él, está superando. Cierra la ventana. Ya no se da tiempo de conversar y el mantel de encaje está raído pero limpio. Tiene miedo de que ensucien el piso o quiebren una taza, tiene miedo de que le roben su estilo de habla. Finalmente, cuando ya no le queda nada que limpiar, cuando ya cree tenerlo todo, decide ir a la ciudad. Camina por los callejones atestados de vendedores. Está preparado para su primer día de orador. La multitud habla de él, camina entre niños, jóvenes y adultos, directo a la plaza del centro y pronuncia su primer discurso. Termina sonriente. «¿En qué idioma ha hablado?». Muchos se ríen, otros lo ignoran y prefieren ir a ver a los payasos. Ha vuelto a vivir con sus padres bajo un techo alto y sin ventanas, pero mientras están juntos, deciden no cruzar una sola palabra.
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ISABEL MACĂ?AS GALEAS
Ecuador
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lguna vez, Enna había sido seducida por ella; alguna vez, incluso, se había sentido honrada de servirle. La presencia de ella emanaba perfección, en sus ojos se adivinaba un universo oscuro y profundo; su ilimitado poder, la asemejaba a una diosa. Enna, sentada frente a ella en el inquieto palanquín, la miraba preguntándose cómo es que había sentido eso alguna vez. De manera gradual y silenciosa, había aprendido a odiarla, a encontrar defectos en su perfección o cualquier cosa que la asemejara a sí misma. Ella debió notarlo porque así, en silencio, Enna pasó de ser una esclava a ser esclava de esclavos. Sus diálogos prácticamente desaparecieron. Aun allí, con ella sentada enfrente, la sentía cada vez más lejana, más ajena al mundo. No solo pensaba en sentimientos, en su frialdad; el calor, el agobiante calor, no parecía existir en su realidad. Enna, sin mover un músculo, se dejaba sacudir por el balanceo del palanquín y aun así sentía gotas heladas correr por su espalda. Ella, impasible, inmaculada dentro de su túnica color esmeralda que opacaba el resplandor de las piedras en sus orejas, corregía innecesariamente su maquillaje. Cada tanto, le dirigía una mirada que no decía nada. Enna miró por la ventanilla. El desierto parecía un océano de oro en el que flotaban rocas repetidas, haciéndose distante, otro mundo, seco, inerte. La volvió a mirar, observándola en su pose solemne, envuelta en nubes perfumadas, pensando en que ella también se esforzaba en actuar frente a su esclava, que aun perteneciendo a lo más bajo, Enna era digna de su atención, de su odio; pensando en que la distancia que las separaba era menor de lo que su dueña creía. La monotonía del tiempo se dilató de una manera abstracta, irreal, medido imperfectamente por el balanceo arrítmico del palanquín; eventualmente, se detuvieron. Por la ventanilla vio las descoloridas murallas de la ciudad ocultando sus sombras tras de sí; sobre ellas, asomaban cúpulas amarillas. Al descender, Enna sintió el golpe del viento sólido de la tarde. La miró de inmediato, buscando, algo: un gesto, un gemido, una mueca; pero ella seguía indiferente a esos problemas mundanos. Ella inspeccionaba con atención el palanquín, el que parecía brillar con luz propia, bajo el cielo impoluto, como un gigantesco rubí en el desierto; miraba también a los esclavos que las llevaran, bañados en sudor, apenas protegidos por los turbantes y sus túnicas, como si en su transporte residieran todas las molestias. Así debió creerlo, pues miró a Enna y le dijo: El palanquín se ladeó todo el camino del lado derecho. Los portadores no están trabajando coordinados. Hoy te ocuparás de ellos y más te vale dejarlos satisfechos porque si en el próximo viaje vuelve a suceder, te cortaré algo. Enna suspiró resignada, viendo como los esclavos, entre su agotamiento, 64
encontraban fuerzas para mirarla y sonreír por la tarde que les esperaba, quizá la última satisfacción que tendrían, si el capricho de ella luego decidía decapitarlos. Las puertas fueron abiertas y fue llevada, junto a los portadores, a la habitación común, despojada y gris. Ni bien terminaron de comer, los portadores parecieron recuperar sus fuerzas y se ocuparon de Enna; al comienzo atolondradamente, en grupo; otras, alguno más fuerte la tomaba para sí solo. Enna, al comienzo, trataba de satisfacerlos, con la presencia de la amenaza de ella en su mente; pero los inagotables esclavos la llevaron a un punto en que simplemente tuvo que dejar ir su mente a otros mundos y dejó que le hicieran lo que quisieran. Afortunadamente, esa tarde no fue molestada por ella y pudo recuperarse. Se retiró a otra habitación donde pudo tomarse un tiempo para acostarse sobre un improvisado lecho y descansar. El lugar era compartido con otras mujeres de la servidumbre, esclavas como ella, de diversos rangos. Yajna, una mujer entrada en años que conocía de hierbas, pócimas y, se decía, de brujería, hacía las veces de médica. Sin que Enna le explicara nada, Yajna creía entender lo que pasaba por su mente. Mientras le acariciaba el cabello sin que Enna pareciera sentirlo, le decía como tantas otras veces: El Malash puede ser tu amigo, el Malash lo hace por ti. Una gota que te bebas es suficiente. El Malash te hará sentir el infierno un instante pero luego el Malash te liberará de los sufrimientos de la carne y te llevará con tus antepasados. Una sola gota mi niña. Enna la ignoraba, como las otras veces, pero los pensamientos que siempre daban vueltas en su mente parecieron tomar forma, aunque de una manera remota. Miró a Yajna y asintió con la cabeza. La vieja bruja sonrió. Cuando quedó sola, Enna miró por la ventana al próximo objetivo de los viajes de su dueña. El valle de Noireht se extendía en invariables rocas, solitarias y ardientes, envueltas en la arena. Hacia el este, se alcanzaba a vislumbrar el palacio del rey, un punto refulgente que ondulaba tras el aire caliente, perdiéndose a veces en espejismos de dulces lagunas o dragones de fuego azul. Acarició el frasquito de vidrio con el Malash, oculto entre sus ropas sucias. Pronto partirían hacia el palacio y debía tomar una decisión. Sabía que hiciera lo que hiciera nunca dejaría de ser esclava, pero morir no estaba en sus planes; no, al menos, mientras ella siguiera impasible en su perfección. Siempre había soñado con castigarla, a ella; siempre, también, pensaba que la muerte no sería un castigo suficiente, satisfactorio. Volvió a acariciar el frasquito, como si fuera una lámpara mágica que pudiera cumplir sus deseos. 65
Hacia la noche tuvo que atender a los portadores: llevarles la cena y limpiar el lugar. Se acostó lo más temprano que pudo, cuando el sol había desaparecido y el frío empezó a hacer más presente las cosas. Se durmió rápidamente. Al despertar, con los ojos pegajosos, creía recordar haber tenido un sueño intranquilo, poblado de fantasías y pesadillas fragmentadas que el cansancio se había ocupado de hacer desaparecer. No se preocupó por ello, no quería mirar hacia atrás; le esperaba un día en el que, creía, no todo lo que sucedería dependería de caprichos de otro. No mucho después de despertar se presentaría en la habitación de su dueña. Antes, se había tomado unos minutos para lavarse en la fuente y untarse unos aceites perfumados que disimularan lo que ella era; sin embargo, al abrir la puerta la invadió un aroma fresco de fragancias florales que le hicieron olvidar el cambio. Le ayudó a vestirse; ese día ella usaría un vestido azul resplandeciente que el sol que entraba por la alta ventana lobulada hacía brillar como un zafiro. Ella no le hacía indicaciones, se suponía que Enna sabía lo que tenía que hacer; sí lo hacía mal habría un castigo. Enna se preocupó por ser más precisa que nunca, incomodada por esos aromas que la invadieran al entrar y parecían haber sido esparcidos en el lugar para opacar sus propios ungüentos y recordarle cual debía ser el olor a esclava. No hubo problemas esta vez; Enna terminó de cerrar por detrás la diadema enjoyada y se retiró lo más rápido que pudo. Se presentó temprano donde preparaban el palanquín. Como esperaba, los portadores dejaron de hacer lo que hacían y sin necesidad de palabras la dejaron a Enna hacer los preparativos, mientras charlaban en el idioma incomprensible de su ignota tierra natal. No había mucho que preparar: la mayor parte del cargamento era agua, clara e indispensable que era cargada sobre el camello que siempre los acompañaba, guiado por un escolta fanático con el tatuaje de reino en la frente. El palanquín no llevaba más peso del necesario. La pasajera, envuelta de cegador azul, apareció poco después y subieron juntas al palanquín. El viaje comenzaba; por la ventanilla se veía al desierto inundando paulatinamente el paisaje. A Enna le correspondía abanicarla durante el viaje, innecesariamente, solo para que tuviera algo por lo que transpirar. Ella, sentada enfrente, cada tanto, cuando el ritmo decaía, le echaba una mirada y Enna tenía que esforzarse por mantener la cadencia. Fuera de eso, ella estaba enfrascada en la lectura de unos documentos que parecían necesitar un estudio profundo. Enna solo se concentraba en abanicar, dejando que la monotonía del movimiento lo volviera irreal y sus brazos parecieran ser de otra. El tiempo, así, parecía una ilusión y el momento llegó antes de que lo imaginara. De 66
hecho, apenas se dio cuenta cuando el palanquín se detuvo. Ella le tuvo que carraspear y Enna detuvo su abanicar. Era la parada a mitad del camino; aun para la frialdad que la dominaba, la pasajera entendía que los portadores debían descansar unos minutos e hidratarse. La ilustre pasajera, precavida, bebería de su propia provisión, sin molestarse en descender. Enna mantenía su respiración lenta y profunda, tratando de mantenerse tranquila. Oía las voces, apagadas, llevadas por el viento, las breves órdenes del escolta. No los veía desde allí: por la ventanilla solo veía el desierto, difuminado por una neblina de arena. No tardaron las voces en convertirse en sonidos extraños, incomprensibles, que fueron dejando paso al silencio. Frente a Enna, ella arqueó una ceja, dando la única muestra de preocupación que le vería nunca. Ambas descendieron. El espectáculo era atroz: los cuerpos de los esclavos y el escolta estaban diseminados por el suelo en posiciones absurdas, víctimas del Malash; solo uno se retorcía aún, escupiendo sangre negra, pero pronto se quedó quieto. El camello corría, mezclándose con el color del desierto. Ella la miró. Enna trató de hablar, pero por tanto tiempo sin decirle palabra, le tomó varios intentos hilar una frase. Al fin, logró decir: Ahora estás sola en el desierto. Ahora tendrás que caminar. El sol te bañará con tu propia sal, el desierto te quemará con tu propio fuego. Caminarás deshaciéndote los pies en este laberinto infinito sin muros ni puertas. No saldrás. Morderás la arena con tu último aliento, sola, sucia, sufriente, como todos nosotros lo hacemos. En la muerte, seremos iguales. Ella permaneció impasible mientras oía el discurso. Luego miró detenidamente a Enna de arriba a abajo y finalmente lanzó una carcajada feroz que no parecía tener fin. Y eso fue todo. Ella tomó una sombrilla, le dio la espalda a su esclava y empezó a caminar sin prisa hacia la silueta del palacio de Noireht. Enna tardó en reaccionar, pero comenzó a seguirla. La siguió largo trecho. Cada vez más le costaba mantener el paso. No tardó en atormentarla el sol ardiente, la falta de sueño, la mala comida, el cansancio acumulado de una vida. Se esforzó hasta su último aliento. Finalmente se dejó caer de rodillas, sobre la arena desnuda. Ella nunca se dio vuelta a mirarla. Enna intentó levantarse pero cayó de bruces, sabiendo que ya no se levantaría. La miró alejarse, impasible, como un zafiro resplandeciente, perdiéndose en espejismos como lagos de plata que la hicieron desaparecer.
ANDRÉS BLANCO
Argentina
Blog: https://oquedadesdelcosmos.wordpress.com 67
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stoy en el bar, en la misma mesa de siempre y sé que voy a morir asesinado. Siento la culata de mi Beretta 92 bajo el brazo, pero sé que no me va a servir para nada. Solo me tranquiliza. Ellos seguro que contrataron profesionales, y yo apenas soy un perejil. Nunca fui bueno con las armas. No tendría tiempo de desenfundarla para defenderme, y tendría suerte si lograra pegarle, pero me da una extraña sensación de seguridad, de que yo soy el que tiene el control. El control, no de mi vida, pero sí de mi propia muerte. Como todos los días desde hace meses, miro cómo mi última taza de café se enfría sobre la mesa de madera percudida. Aunque nunca le pongo azúcar, lo revuelvo y disfruto su aroma. Cierro los ojos y aspiro profundo. Es uno de los pocos placeres que no han podido arrebatarme. Muchas veces me he preguntado por qué he llegado a esta situación, pero me aburrí de analizar las opciones sin sentido. La respuesta es simple y sencilla. No tengo idea de qué hice, pero debo haber molestado a gente poderosa que no le gusta que la jodan. Estoy cansado. Ya quiero que termine de una vez. Junto a la ventana miro la suciedad de la calle. Los vidrios apenas limpios no me protegen de un posible francotirador, o de cualquier asesino de poca monta que pase por la calle, me vea y me dispare; pero el poco tiempo que me quede, lo viviré con la cabeza levantada. Aterrado, pero con dignidad. Analizo los dos edificios de enfrente. Uno con varios pisos de alto, tiene un techo de tejas rojas con ángulo muy empinado. Ahí nadie puede parapetarse. La terraza es la que me preocupa. Allí sí alguien puede apoyar un rifle y cazarme como a un venado. Un ángulo incómodo pero no imposible. Busco con atención pero no hay ningún movimiento. Hoy no vendrá desde allí el tiro que me liquide. Todos los días me hacen saber que estoy en la mira: una rata muerta en la puerta de mi casa, un llamado telefónico nocturno que no contesta, un papel de exterminador pegado en la puerta, una propaganda de una casa de velatorios o de sistemas de alarma en el buzón de mi puerta… Sé interpretar esos mensajes. Cada uno por su cuenta podría no significar nada, pero unidos, unidos son muy elocuentes. Me cansé de huir, de vivir escondido, desconfiando hasta de mi propia sombra, enterándome por los diarios cómo operan sobre conocidos y desconocidos: disparos, puñaladas, venenos, explosiones de combustible, vehículos que pierden el control, caídas… Que los disfracen como quieran, sé que la mayoría de las veces son mensajes para mí, cartas de odio de esos poderosos. Saben que lo sé todo sobre ellos, cómo operan y están jugando conmigo. Así lo hace el gato con el ratón. Miro el vapor de mi café, cada vez más tenue, contorsionarse sobre la taza. Caprichoso, gira y contragira. Como todos los días, dejo que se enfríe. ¿Esta vez tendrá 69
veneno? No me gustaría morir envenenado. Creo que es una manera de morir dolorosa y poco digna, pero ¿hay alguna que lo sea? Terminar en el piso de un bar, en un charco de sangre mezclado con orines y heces. Tomo un sorbo de café que se pierde en el nudo que se forma en mi garganta: entran dos sujetos con gorrita. La visera apenas deja que vea sus miradas torvas. Caminan con el andar típico de matones que pueden llevarse al mundo por delante. Esas mochilitas de computadora no los disfrazan. Suspiro. ¿Estaré listo? Llegó el momento. Miran hacia mi mesa y comienzan a acercarse. El más alto de los dos, pasa de largo. Seguro para que no escape. ¿Cómo será? ¿Disparo o puñalada? Viene su compañero. Mi corazón bombea con fuerza y siento los latidos en los oídos. Se detiene a mi lado. Huele a perfume barato. Se agacha. Espero el dolor punzante de un cuchillo que no llega. Que yo esté preparado, que lo esté esperando, no significa que no tenga miedo. —Se le cayó —Dice y me alcanza la servilleta que se había deslizado al suelo. Continúa hacia la mesa que eligió el otro hombre. Se sienta y pone una netbook sobre la mesa en la que se sumerge de inmediato. Me lleva tiempo tranquilizarme. Tomo otro sorbo de café. Ya está casi frío. Lo apuro y dejo el dinero sobre la mesa. Antes de abrir la vieja puerta de madera del bar, miro la calle. No hay nadie. Decido caminar. No quisiera que en el amontonamiento de la gente dentro del colectivo, me den un puntazo. Que te maten a traición tampoco es una muerte digna. Dos tipos me siguen. Hablan muy animadamente entre ellos, pero uno de ellos me estuvo mirando. Sé que me miraba. Van con las manos dentro de los bolsillos de una campera. Cruzo la calle y me pongo a mirar una vidriera y los sospechosos continúan, perdiéndose al girar en la esquina. Me detengo unos minutos y observo a un hombre colgando la ropa en la terraza de un edificio de tres pisos. Un caño sobresale de la baranda. Seguramente es el cañón de un rifle. Vuelvo a cruzar y me mantengo debajo de los balcones para que no pueda acertarme. Por lo menos no se la pienso hacer fácil. Una vez fuera de la línea de tiro cruzo dos o tres veces más para asegurarme que nadie me sigue. Llego a casa. Junto a la puerta de entrada, hay una paloma muerta. Otro mensaje. Ya tengo los nervios de punta. Abro la puerta esperando que sea mi última vez. No estalló ninguna bomba. Y no siento olor a gas. Miro abajo del sillón. No veo cables. Con precaución me siento. Miro el control remoto de mi televisión. Cierro los ojos cuando presiono el botón de encendido. Se enciende en el noticiero y aún continúo con vida. 70
Golpean a mi puerta. —¿Quién es? —Más que preguntar, lo grito. Nadie responde. Me acerco a la puerta, espero que dos disparos atraviesen la madera y me veo desangrándome en el piso. Porque los profesionales siempre disparan dos veces. Eso lo vi en las películas. Por la mirilla veo alejarse al portero. En el piso, un sobre con el logo de la compañía de electricidad. Debe ser porque hace tiempo que no pago la cuenta de la luz. Es que… tener que entrar en esa trampera que es un cajero automático. Ya no puedo pagar con la tarjeta de crédito. Me las cancelaron por falta de pago. ¿Para qué pagarla? En poco tiempo estaré muerto. Quizás hoy mismo. Quizás le pida al portero que vaya y pague la cuenta. Suena el teléfono. Responde una voz metálica. “Somos un emprendimiento reciente y necesitamos unos segundos de su tiempo…” Quieren saber si ya estoy en casa. Con cansancio infinito cuelgo el auricular. ¡Estoy harto! ¿Por qué no acaban de una maldita vez? Todos los días me recuerdan que andan detrás de mí. Golpeo desesperadamente la mesa con el teléfono. ¿Quiero que terminen conmigo o que me dejen vivir en paz? ¿Cuántas veces quise irme a un lugar donde nadie me conozca, a un lugar donde no puedan seguirme? Esos son sueños imposibles. Ellos lo saben todo. No podría sacar un pasaje sin que se enteraran, si me fuera caminando, tomara un colectivo, volviera a caminar, y tomara un micro, ellos lo sabrían. Ni siquiera tendrían que mandar a alguien para que me siga. Cómodamente sentados en sus escritorios accederían a las omnipresentes cámaras de seguridad que están repartidas por todos lados y me verían pasar. Vuelve a sonar el teléfono. Lo miro y me doy cuenta que aún lo tengo en la mano. Levanto y cuelgo el auricular sin siquiera acercarlo a mi oreja. Pongo la Beretta sobre la mesita de luz. La miro, paso mi dedo por las muescas de la corredera, y me da cierta tranquilidad. No me va a librar de mis malditos persecutores, pero podría terminar con esta persecución cuando a mí se me atojara… si no fuera un estúpido cobarde. La agarro, siento su peso y su frialdad en mi mano. La abrazo tiernamente y me duermo. Me levanto temprano. Como todos los días, verifico que la puerta y todas las ventanas estén bien cerradas. Prendo la computadora. Verifico que el firewall esté levantado y que el navegador esté en modo incógnito. No pienso permitir que vean mi trabajo. Ya no soporto estar todo el día encerrado. Me voy al café. Llego y abro con lentitud esas puertas de madera labradas el siglo pasado. Como todos los días, me siento en la misma mesa de manera percudida y verifico la terraza del 71
edificio de enfrente. No veo ningún tirador. —¿Lo mismo de siempre? — Me pregunta el mozo pasando un trapo sobre la mesa. —Café negro sin azúcar. Simplemente asiento mirando hacia la puerta. No hay nadie más en el bar. Lo observo ir hacia la máquina de café. Toma una taza del montón. Pone el café en el filtro y el filtro en la caldera. No pone ningún tipo de veneno. Trae la taza y la pone sobre la mesa. Ya no pone un platito con un bocadillo junto al café. Sabe que yo nunca lo he comido. Siento con placer el aroma del café recién hecho. —Hoy, hoy será el día de mi muerte—. Le digo como lo vengo haciendo todos los días, y me pongo a revolver la taza con suavidad esperando a que llegue mi asesino.
DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA
Argentina
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uponía que hoy tampoco la íbamos a encontrar. A saber qué han hecho con esta pobre chica. No quiero ni pararme a pensarlo… Que conste que a mí no me importa seguir buscando. Como decía aquel, la esperanza es lo último que se pierde. Eso sí, la tarde ya está cayendo. Cuántas veces me he pateado esta misma zona, aunque fuera con un propósito totalmente diferente. Yo nací aquí, aquí me casé y aquí perdí también a mi única hija. Nadie mejor que yo puede imaginar cómo deben sentirse los padres de esta muchacha desaparecida. Y ya estamos liquidando el quinto día de búsqueda. Al comenzar la jornada, las autoridades nos encomendaron un área a cada grupo de voluntarios. A mí me han asignado hoy toda esta ladera que se dirige hacia el estrecho. Saben que conozco la zona como la palma de mi mano, y que no me importaría continuar hasta que oscurezca o durante toda la noche, si fuera necesario. Qué inmenso se hace el campo cuando buscas a alguien desesperadamente. Qué de recovecos tiene. En el fondo esto te anima, pues así siempre te queda algún sitio por rastrear. Hasta ahora nadie ha encontrado ni una huella —como suele ocurrir en las películas—, ni el jirón de una prenda de vestir, ni un triste botón. Nada de nada. Me da igual dedicar todas las horas que hagan falta para encontrarla. En realidad, es lo mismo que estaría haciendo aún en el caso de que no se hubiera organizado una búsqueda. Ya antes de jubilarme pasaba muchas horas caminando por las inmediaciones del pueblo, siempre bicheando por aquí y por allá. Y desde entonces apenas he hecho otra cosa, aparte de cuidar del pequeño jardín en la parte trasera de nuestra casa. No dejo de pensar en la de cosas que tenían en común nuestra hija y esta chica desaparecida. También Laura disfrutaba de sus dieciséis abriles cuando nos dejó hace ya muchos años. De todas formas sería difícil convenir qué situación resulta ser la más dolorosa. Nosotros vivimos nuestro horror impregnados de olor a antiséptico y quimioterapia. Nadie debería pasar por eso. A lo largo de los pasillos de un hospital, en las habitaciones, en la capilla aprendí a tener fe. Aprendí que se debe dar gracias a Dios cuando las cosas salen bien, y a aceptar que los caminos del Señor son inescrutables cuando todo se tuerce. Nunca llegué a entender estos conceptos, pero los acaté con una resignación modélica. Ahora estoy más bien convencido de que las cosas pasan porque sí, sin más. Ya supongo que esta impresión no es muy edificante, pero es lo que hay. A estas alturas ni siquiera puedo permitirme el lujo de no ser sincero conmigo mismo, o de intentar justificar lo injustificable. Eso ya no me consuela. En cuanto a mi esposa… Bueno, ella no consiguió tomárselo con la entereza de la que yo hice gala. Se le fue un poco la olla, como se dice ahora. Tras una primera fase, incapacitada para reconocer la muerte de nuestra hija, pasó a una segunda fase, en la 74
que se empeñó en no aceptar el cementerio como el lugar adecuado para albergar sus restos. Jamás superó esta obcecación. No asistió el día que le dimos sepultura. Nadie la ha visto nunca visitar su lápida. Su niña no podía quedarse allí sola, teniendo, como tenemos, un jardín tan bien cuidado. Todos los mimos que habíamos dedicado al jardín entre los tres durante años, no parecían tener entonces otro sentido, sino el de servir de lecho eterno y balsámico para los restos de Laura. ¡Qué solita debes de sentirte en el cementerio! —Musita en ocasiones hasta la saciedad, ensimismada, con la mirada perdida en el fondo del espejo— ¡Qué solita debes de sentirte en el cementerio! Llevamos demasiado tiempo sin apenas hablar entre nosotros. Después de tantos años, un simple gesto nos es suficiente para comunicarnos. Juraría que nunca me ha vuelto a hablar mirándome directamente a los ojos. Si hay algo ineludible, algo que no le queda más remedio que decirme, lo hace a través del espejo. Se podría decir que en realidad habla con el reflejo abatido de mi cuerpo sobre la luna del armario en nuestro dormitorio. Como aquella inquietante mirada que nos dedicábamos cuando esta pobre chica pasaba por nuestra acera —desde el duelo constante y taciturno de nuestra casa, se escucha el matiz de cada uno de los sonidos que llegan de la calle—. Tenía una de esas risas adolescentes que lo inundan todo de luz y alegría. Sus cuchicheos, sus chascarrillos con doble sentido pícaro e inocente, su tono de voz tintineaba tan cristalino y lleno de vida —ya sé que no debería hablar de ella en pasado—. Estoy convencido de que mi mujer pensaba exactamente lo mismo que yo: ¡Cuánto se parece esta chica a nuestra hija! Un día, al oír su voz, me gritó a través del espejo: ¡Laura, es Laura! ¡Ábrele la puerta y pásala al jardín para que descanse! Ya va siendo hora de volver. Y hoy, nada de pararse en el bar. Me producen arcadas todos esos comentarios que algunos dejan salir de sus bocazas, cuando el alcohol comienza a fluir por sus venas. “Si es que hay que estar más al tanto de por dónde andan nuestros chavales y de con quien se juntan… Si es que las chicas van vestidas de cualquier manera y, claro, luego pasa lo que pasa.” Como si se pudiera evitar lo inevitable. Como si en sus familias no pudiera pasar algo así. ¡Tengo que volver a casa cuanto antes! Hoy voy a hablar cara a cara con mi esposa. No podemos seguir así, amortajados en nuestra soledad. ¡Se acabó! Y se acabó cuidar del jardín. Pero si ya apenas me quedan fuerzas. Cada día me pesa más la azada. Estoy harto de escuchar ese eterno bisbiseo de vieja loca, que cree estar hablando con alguien bajo la sombra de nuestra mimosa. ¡Se acabó!
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ANTONIO CARMONA MÁRQUEZ
España
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os guanacaches acostumbraban ser prudentes. Mimetizados al valle del Talampalla, ellos criaban guanacos y comían maíces al ritmo del chajá. El cura Anselmo, párroco insistente, si los hubo, llenaba el templo de santos con el ánimo de convencerlos. Pretendía tejer cierto enlace entre el cielo y la tierra, entre lo alto y lo bajo. Ostentaba el arte de allanar los senderos mundanos con el más allá. Mezcla de rezos y otras yerbas, él se desvivía por encaminar las almas. Recibía todo tipo de estatuillas, fruto de donaciones que viajaban desde lejos: vírgenes, patronos y cientos más. Pero hubo uno que atrajo la mirada esquiva de aquella sociedad: San Roque. La honorable deidad, había ganado fama gracias a los dones de Melampo, su perro curalotodo: símbolo de protección y fidelidad. A cambio de virtud y oraciones bendecidas, el franciscano, ofrecía un brebaje hecho de yuyos, con la consiguiente imposición de manos sobre los potenciales creyentes. Los feligreses, año tras año, desfilaban frente al santo, tocando con entusiasmo a Melampo y su rabillo. Verlos conmovía. Tantos fueron los beneficios cumplidos por el venerable, que los peregrinos fueron desgastando la sagrada escultura. Tiempo después, por la frecuente tocadura a la santa estatua, terminó la mascota de yeso, perdiendo su cola benefactora. San Roque y su buen perro, junto al brebaje, resultaron altamente beneficiosos y sanadores. La popularidad traspasó los algarrobales; el pueblo había vuelto a creer. Venían de todas partes a comulgar sacrificios, junto a bondadosas ofrendas. Dejaban: oros, hipéricos y semillas. Pero el codicioso clérigo, tentado por la codicia, fue engordando fortuna. Acumuló bienes sin que mediase un mea culpa. Ante desgraciada evidencia, fue una tormenta ruidosa quién dio el marco justo a la furia de los reconvertidos. Todo el gentío se unió frente a la entrada de su iglesia y a pedradas, lo asesinó. Sotana y dueño, quedaron sepultados bajo los impuros recuerdos de aquel santuario. Víctimas de tal descrédito, todos los perros fueron enviados a la hoguera. Desde entonces buscan a San Roque. Se dice que el santo, sin Melampo, huyó ateo.
EDITH CARRIL
Argentina
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ara llegar puntual al trabajo sin dejar de cumplir con sus complicados rituales cotidianos, debe sacrificar, cada día, una hora de descanso. Comienza la requisa controlando que cada uno de los cuadros que cuelgan de las paredes de la casa esté derecho. Si registra la más imperceptible oblicuidad, lo endereza, da dos o tres pasos hacia atrás y corrobora que haya recuperado una aceptable posición horizontal. De este modo, ahuyenta la muerte. No es que crea en esa superstición, pero si alguien muere, no soportará la culpa. Luego, se detiene en la llave de paso del gas. La sube y la baja seis veces y gira, de izquierda a derecha, las perillas de las hornallas. Olfatea la superficie del anafe y, recién allí, queda apenas tranquila de que no exista ninguna fuga letal. Alinea los repasadores que cuelgan de un perchero en la cocina. Repite la acción con las toallas del baño, es preciso que queden a la misma altura con rigidez soldadesca. Revisa las colillas que flotan, desde la noche anterior, en un recipiente con agua (jamás las tira en el tacho de la basura, así los cigarrillos lleven apagados más de una semana, desconfía de alguna chispa persistente). No obstante, no queda convencida. Entonces los envuelve en una servilleta de papel y los lanza dentro del inodoro, apretando el botón del depósito tres veces, hasta que no queden rastros ni de una molécula de ceniza. Insiste en el procedimiento aunque le hayan recomendado que no lo hiciera, ya que los filtros pueden tapar la cañería. Prefiere llamar al plomero y no a los bomberos. Acomoda la cama, alisa cada arruga que pueda aparecer sobre las sábanas, las frazadas o el acolchado. Apretuja los veinte almohadones que tiene repartidos entre el dormitorio y el living para que recuperen su forma regordeta. La casa debe quedar siempre en perfecto orden: uno sabe cómo sale, pero no cómo regresa. Por último, inspecciona la cartera y se asegura de llevar las gotas para aplacar espasmos intestinales y la caja de analgésicos, porque, de lo contrario, indefectiblemente, tendrá cólicos o migraña. Toda esta agotadora tarea, día tras día, se repite de idéntica manera (sino, carece de efectividad) y la realiza mientras, mentalmente, confecciona un listado de previsiones escalofriantes de lo que podría sucederle en la calle. Se proyecta como víctima de un asalto o de una violación; se ve desmayada; a bordo de una ambulancia; atropellada por el tren; corriendo por las escaleras de emergencias atrapada en un incendio del edificio de oficinas; despedida del trabajo o intoxicada con la comida del almuerzo. Pergeña caminos alternativos plagados de horrores, con premeditación tramposa para confundir al destino y ganarle la pulseada. Como un conjuro para neutralizar la mala suerte. Esta deducción se infiere de la lógica de que todo aquello que podemos prever, jamás sucederá. 80
Recién entonces, se siente preparada para enfrentar lo que el día le depare, con la confianza de que no habrá nada peor que pueda ocurrir, que ella no haya imaginado con antelación. Toma el abrigo, cuelga del hombro la cartera y sale, no sin antes constatar dos veces, abriendo la puerta y asomando la cabeza, que no quede ninguna luz encendida. Por eso, en su soberbia omnipotencia, en su juego de Dios omnisciente, no cabe la posibilidad de distraer energías en momentos placenteros. No sea cuestión que, disfrutando de la vida, la sorprenda, distraída y con la guardia baja, alguna atrocidad. Ocupada en que el porvenir se mantenga estático y sin darle sobresaltos, transita una existencia gris y angustiosa, esquivando el peligro como quien camina aguantando el aliento sobre un campo minado. Así es como ni siquiera advierte la presencia de un hombre enamorado. Cada mañana, su secretario llega al trabajo media hora antes que ella para cumplir con un secreto y candoroso ritual. Cuelga la esperanza de un bombón de licor y aprieta sus sueños dentro de un florero repleto de fresias. Como una ofrenda, los coloca con devoción sobre su escritorio. La espera detrás de la puerta con la agenda en una mano, la correspondencia en la otra y el corazón galopando entre diástoles y sístoles atolondradas. Ella apenas si repara en esos detalles. Él sufre en silencio la tortura de saberla inalcanzable. Y comprende que es ingenuo su intento por despertar con nimiedades el interés de una mujer, a la que, supone, la deben de mantener preocupada asuntos mucho más importantes que el amor.
MARINA GÓMEZ ALAIS
Argentina
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os amigos. Uno a otro. ¡Qué bufanda de puto! ¿Tenés algo contra los putos? ¿Sos homofóbico? No, chambón, fue solo un comentario. Bueno, todo bien, igual no soy puto. Pero te vestís como tal, vieja. ¿Cómo se visten los putos? ¡Atrasás dos décadas mínimo! No, ahora que veo parecés metrosexual. ¿Metrosexual? No. ¿Andrógino? No. ¿Bisexual? No soy bisexual. Entonces, ¿qué sos? ¿Asexual? Asexual, boludo, ¡Jajaja! ¿Te imaginás? A-sexual… ¡Jajaja! ¡Boludo, qué risa! Sí, sí, loco, soy asexual, ¿y qué? ¡Jajaja! ¡Sos como una ameba! ¡Jajaja, JA! ¡No necesariamente por ser asexual sos como una ameba, salamín! ¡Retrógrado mal! ¡Cuando despertó el boludosaurio todavía estaba allí! Y no, no soy como una ameba. ¡Soy una ameba! Enseguida se aprieta la uña del dedo anular de su segunda izquierda (ubicada donde generalmente va la mano derecha según mi criterio) y se transforma en ameba. En ameba, pichón; este se transforma en ameba. Contala como quieras. Un rato antes de aquel particular encuentro, en el Salón de la Injusticia, o sea en el Centro de lo que sería la ciudad de Buenos Aires —Argentina, América, Tierra, Sistema Solar, Universo—, en avenida Corrientes, pasando el Complejo La Plaza, no sé si ubicás, a la salida de un local de comidas rápidas, había una cáscara de banana tirada en el lastimoso sopi. Típico, típico de ese lugar. Por ahí pasó el chambón que luego nos enteramos que la iba de ameba reluciente (pero que allí, en ese momento, estaba de chambón nomás). Entonces pasó, paró, y como era de esperar, se resbaló y cayó golpeándose un poco la cabecita; se le formó un chichonardo de la San Fruteli. ¡Para qué! Es por ello que se reviró y decidió contarle la verdad a su amigo, cuando se hiciera de una chance. La cosa es que ya venía bardeado desde hacía un tiempo. Ocultar no era lo suyo, parece, pero lo fue durante cierto espacio de tiempo. El traje de humano no le sentaba para nada bianchi al purrete corte asexuado; vos vieras, de torpeza en torpeza el Don Perinola este. Le encantaba una morocha petisa, voz de locutora, sensual, mandona, terca, culona. Ella, muda en sus devoluciones. No se le asomaba ni un poco de bola en sus mofletes felinos. No se volvieron a ver (él la persiguió y le insistió su amor durante tres patéticas temporadas). Nunca se enteró de que la chica también era una ameba (ella tampoco sabía que él lo era, pero poseía una rara intuición ameba de todos modos) y que a ella él le gustaba, pero era muy tímida en el fondo y en el frente, y prefirió la comodidad de la incertidumbre, la soledad y el desamparo. ¡Qué decisión jugada! ¡Cómo la cuestionaría en un debate televisivo acerca de sus actitudes para con la vida! La cosa es que, casualidades de la vida o no, esta ameba había fallecido tres días antes. Hechos, queremos hechos. Una resbalada al toque de un local de comidas rápidas del 83
Complejo La Plaza, sobre la avenida Corrientes —Buenos Aires, Argentina, América, Tierra, Sistema Solar, Universo—. Dicen que fue la cáscara de banana lo que provocó que se desnucara, la desmesura de una muerte instantánea, que no por sorpresiva anunciada. La testiguería del suceso era altoescasa y no se me pusieron de acuerdo en sus apreciaciones. Alguno le apretó el dedo anular de su segunda mano izquierda y ella se transformó en ameba. Esto parece que ocurrió en una hora pico y nadie le dio mucha pelota que digamos. Nadie se fijó en esa estruendosa transformación. Solo dos tipos estaban ocupándose del asunto. Tuvieron susto. Y sí. Transportaron a la ameba hasta el Río de La Plata y allí la arrojaron. ¡Tarde piaste ameba morida! Una gaviota suspiraba. El Señor Belloso, uno de los dos tipos — que del asunto ocupándose estaban—, volvió a su casa del barrio de Núñez y se drogó feo. El resto del mundo seguía sin tener la menor idea. Ni Crónica TV esta vez, aquella voz. Respecto del amigo convertido en ameba, resulta que caliente como estaba (la vida lo había cagado a palos al pobre) atacó al amigo no ameboso y este no había ido preparado por si le agarraban amebas atacantes. Se zambulló al interior del amigo no ameboso vía fosa nasal derecha. Se adhirió a los tejidos y llegó al cerebro. Dolor de cabeza, rigidez en el cuello, fiebre, vómitos, alucinaciones y convulsiones. Espichó. El diario, Crónica, Radiolandia o Mitre informa primero, que ni fu, que ni fa. Nada, eso. Que son cosas que pasan.
PABLO MEREB
Argentina
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onó el despertador a las cinco de la mañana. Afuera todavía era de noche, no hacía frío ni se sentía el viento. Roque manoteó el reloj y apagó la alarma, encendió el velador y se arrastró hasta el borde de la cama, bajó la pierna sana con lo que quedó sentado y luego con un envión se incorporó, tomo las muletas que estaban al lado de la cama y comenzó su rutina. Tomó la ropa del día, colgada del respaldo de una silla y, con una agilidad sorprendente, se dirigió al cuarto de baño. Esa mañana estaba contento, quizás la volvería a ver... Dos años antes, un accidente de tránsito, le cambió la vida. Obtuvo una pensión del gobierno pero perdió el trabajo que tenía y Mercedes, con la que ya tenía una mala relación, lo abandonó volviendo a la casa de sus padres en Salta, aduciendo que no podía seguir conviviendo con un hombre lisiado, que se hiciera cargo la Seguridad Social, ella no. Sus hijos, ya mayores, lo visitaban de tanto en tanto. Los primeros meses, después que le dieron el alta fueron muy duros. Evitaba los espejos para no reconocer su cara cruzada por cicatrices ni el pantalón suelto sobre el muñón derecho. Seguridad Social envió una idónea para los trabajos de limpieza, lavado de ropa y compra de comestibles. Él se movilizaba de la cama a la ventana, de la ventana al baño, del baño a la cama. Encendía la radio y dejaba que el tiempo pasara hasta que nuevamente tuviera necesidad de levantarse, a veces solo para ver como maduraban los limones. Extrañaba el pedaleo en su bicicleta eterna, el aire fresco en la cara, su trabajo de mecánico en la concesionaria de autos, de la que había sido el mejor. Ahora los días se le hacían insoportables, necesitaba una ocupación, salir de esa casa, hacer algo… —En Seguridad Social no tienen nada —comentó Matías, uno de sus hijos— Hay una larga lista de espera para empleos varios. Mientras tanto, vi unos anuncios no oficiales, en los que una Empresa ofrece a las personas discapacitadas pañuelos descartables para vender, a muy bajo costo, porque su objetivo es la promoción e inserción en el mercado de estos productos. —Estamos en mayo, a las puertas del invierno, no sé si podré soportar estar varias horas parado en una esquina —dijo Roque. —Estás de suerte —dijo Matías— las obras que hace años nos complicaron la vida se terminaron. Acaban de inaugurar dos estaciones nuevas del subterráneo. La última a una cuadra de esta casa. Te vamos a conseguir un lugar allí bajo techo. —Está bien, lo voy a intentar, cualquier cosa por un cambio. 86
Al cabo de una semana, los hijos le consiguieron la mercadería para vender y lo más importante, con su certificado de discapacidad, el permiso para bajar hasta el andén donde se podía instalar por unas horas, usando el nuevo ascensor. Estar en contacto con la gente le devolvió un poco el buen humor, bromeaba con el maquinista y el guarda de turno, siempre había victorias y derrotas en el complejo mundo del fútbol. Los lunes eran para fanfarronear o hacerse el distraído según el desempeño de su equipo. Era puntual en su trabajo. A las seis y media ya estaba abriendo la caja y colocando a la vista los paquetes de pañuelos. Las personas se iban acostumbrando a su presencia y ventas no le faltaban. El invierno era su aliado. —Dos paquetes por dos pesos, dos paquetes por dos pesos —voceaba. Se había acostumbrado a afeitarse día por medio y la ropa aunque muy usada, siempre estaba limpia. A las diez y media de la mañana, recogía la mercadería, pasando antes de llegar a su casa por un bar al paso, donde pedía un café con leche con medialunas. Laura se levantó esa mañana más temprano que de costumbre. Sería una semana sin movilidad. —Voy a viajar en subte —le dijo a su marido— es el medio más rápido que tengo. Ya estaba llegando a la entrada de la estación, cuando se sorprendió con la leyenda de un grafiti “Sonríe, yo te invito”. Bajó las escaleras, pasó la tarjeta, cruzó el molinete, y bajó las segundas escaleras, que daban al andén. El último descenso fue más lento, por la mayor cantidad de personas, algunas de ellas apuradas para no perderse la formación que ya había llegado. Le quedaban pocos escalones cuando reparó en el vendedor discapacitado y teniendo en mente el texto leído, abrió sin querer un portal increíble, al ofrecerle una sonrisa franca, como un saludo pero sin voz, que a Roque le entibió el frío del alma. Ella siguió su camino, subió a la formación siguiente y desapareció. Él se sintió feliz, para alguien fue importante por unos segundos. Cuando llegó a su casa se encontró con Paula planchando la poca ropa que tenía, mientras tomaba unos mates. —Hola Paula, antes de irse, pase por favor por la casa de Adelina y dígale que venga cuando pueda. —Sí, Roque, no hay problema, en la heladera le dejé unos bocaditos de acelga y unas milanesas, también hay fruta y tomates.
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—Gracias, mujer —le dijo— y se tiró en el sillón destartalado de la sala para descansar un poco. Cuando llegó Adelina le dijo: —Acá te dejo unos pesos, traeme de la tienda de Sara un equipo de gimnasia, si tiene alguno con una guarda con los colores celeste y blanco mejor y un gorro de lana. Hace frío temprano. Durante los siguientes días, cuando Laura bajaba parecía entrar en una zona altamente sensible, desviaba su mirada del improvisado puesto de venta pero sentía la de Roque dentro de una euforia desconocida. Mientras esperaba la formación, él se ponía a tararear algo pegadizo, se quitaba y volvía a poner el gorro. Con el atuendo nuevo y el pelo muy corto se movía inquieto de un lado para otro como para llamar la atención, porque sabía que ella lo intuía, y necesitaba una señal. El último día de la semana, mientras Laura descendía, Roque realizaba una venta. Cuando le faltaban dos peldaños, bastante tranquila, lo miró con detenimiento sabiendo que era la última vez. —¡Qué feo es, pobre hombre! —pensó, descubriendo sus cicatrices. Y en ese instante él levantó la vista, sus ojos oscuros brillaban como estrellas, opacando el resto de su desgracia. —Hola —se animó, quitándose el gorro y regalando una sonrisa tosca. Ella como una autómata también le sonrió. —Hola —le contestó—. Y sorprendida por ese embrujo momentáneo, por esa atracción no esperada se alejó como flotando. Subió al vagón y al rato todo el andén pasó de largo, así como su mínima historia que se apagó dentro de la oscuridad del túnel por el que se desplazaba la formación. Roque la esperó por semanas, cada nuevo día podía ser el día de verla bajar. El tiempo pasó, el invierno terminó, la venta dejo de ser rentable y el también dejó de venir.
YOLANDA SA
Argentina
Facebook: Yolanda SA Página Web: www.yolandasa.com
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-P
or favor, no grites. Me aturde el sonido de los gritos. De hecho, mi audición se ha visto severamente afectada por estos. Resulta verdaderamente agotador tener que soportar bramidos, durante todos los días, a lo largo de milenios. Así que hazle un favor a mis
nervios y no grites. ¡Bien! Para mi fortuna eres de la clase de personas que no ulula. Debes de estar aterrada, pero contrario a otros que ya hubieran sentido una explosión de adrenalina, a ti el miedo te paraliza. No puedes siquiera emitir el más mínimo sonido. Puedes sentir que te mueres, pero eres incapaz de decir nada. Tu garganta se cerró, ¿no es así? La mujer percibe en su mejilla el roce de una tela. ¿Sientes eso? Vete acostumbrando, será el único contacto físico que tendrás de aquí al final de tus días, el cual por cierto nunca llegará. ¿No vas a decir nada? Entiendo perfectamente el mutismo inicial, pero llegado este punto, el que no hayas emitido el más mínimo sonido, me ofende. Te tenía en la estima de una mujer más inteligente. Es difícil hablar con alguien que no se calla. Vamos, una mujer intrépida. Esto es un sueño. Una ilusa, a fin de cuentas. ¿Qué está pasando? ¿No lo sabes? Estoy soñando. Ya te dije que eso no es cierto. En cualquier momento me despertaré para ir al baño o sonará la alarma. No voy a mentirte. Esa idea ha seducido a varios, los hay incluso que siguen esperando despertar, de lo que ellos gustan de llamar: un sueño muy largo. Hay un hombre que pronuncia interminables discursos, sobre como un día de estos resurgirá en su búnker. Detalla sus métodos para asesinar a todos los qué él llama débiles, a todos los que no quisieron pelear por su noble causa. No abras esa puerta. A pesar de toda la esperanza o locura que deposites en la creencia de que esto es solo un sueño, eso no lo hará real. No vas a despertar. Para este punto, ya debes de saber quién soy yo y, sobre todo, quién eres tú. Esto es un sueño. No te empecines en esa idea. Hay muchos que se tardan largo rato en poder
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decir mi nombre. Y no hablemos sobre su proceso de aceptación. Los hay que dudan al principio, hasta que topan con la idea. Una vez que sabes mi nombre, no hay vuelta atrás. No te puede quedar duda alguna. Así que dime, mujer, ¿sabes quién soy? Lo sé. Y mi nombre es… No me interesa tu nombre y a ti tampoco te debería de seguir importando. Ya no eres tu nombre, a lo largo de los siglos irás olvidándolo, por más que te lo repitas. Por más que lo escribas, en un momento serás incapaz de leerlo y, mucho menos, de pronunciarlo. Tú ya no eres un nombre, porque tú ya no eres la que solías ser, por la sencilla razón de que tú ya no eres nadie. Esto es un sueño. Bien, si ese es el papel que has decidido interpretar, es tu decisión. No inmiscuirme en las crisis existenciales ajenas, fue una de las primeras reglas que me impuse hace tiempo. ¿Qué quieres que te diga? Esta rutina se ha terminado por convertir en un trabajo, con una estructura burocrática, un itinerario que cumplir y un protocolo para cada visita. Yo cumpliré con mi deber de informarte sobre tu nuevo estado. Si tú prefieres ignorarme, es tu problema. Voy a cerrar los ojos y cuando los abra estaré en mi cuarto, a punto de tener que irme a trabajar. Nunca te vi tan entusiasmada por ir a tu trabajo. Lo dices como si me conocieras. Te detecté hace poco. Apenas hace unos días que comenzaste a desprender mi olor. Al principio era de una manera sutil, al paso de las semanas, me fue imposible desentenderme de él. Te visité, te observé, eras una actriz. No una famosa, por supuesto, ni siquiera una reconocida. Tu condición también se podría considerar la de una mentirosa patológica. Te has inventado tantas vidas, tantas personalidades, tantas historias con la gente que te rodea, que no creo que ni tú misma sepas ya cuál es la verdad. ¿Disculpa? Estás loca, pero eres una loca funcional. Has aprendido a controlar tus ataques de ira y, no estoy muy segura de por qué, pero mientes como un mecanismo de defensa, es tu manera de evasión de la realidad. No tengo todos los detalles, lo que comprendo es que estabas insatisfecha con tu vida. ¿Por qué hablas de mí en pasado? Querida, necesitas comenzar a asimilar tu estado actual. Esta será tu última morada. No puedes salir de estas cuatro paredes, no volverás a hablar con ninguna otra 91
persona, no tendrás más compañía que tu mente y, con el paso de los años, invariablemente perderás la cordura. El olvido será tu única casa, con leves destellos de lucidez y conciencia que te pasarán desapercibidos y, que rogarás no vuelvan a ocurrirte, cuando llegada la ocasión, contemples en qué estado te encuentras. No entiendo por qué aún no despierto. ¿Esperas que ocurra lo mismo que en el sueño con el hombre lobo? ¡Lo ves! ¡Esto es un sueño! Nadie más sabe acerca de eso. El que tú lo sepas significa necesariamente que estoy soñando, que es mi mente la que está creando toda esta ilusión. Sabes, al principio me asombraba mucho la incapacidad del ser humano para entender las cosas. La incompetencia de la humanidad para aprender la realidad, es uno de los grandes misterios que no puedo resolver. Así que inicié una investigación sobre el tema, movida por el hastío de la costumbre. Al avanzar en el estudio, me topé con un descubrimiento que explica la inherente ineptitud del ser humano. ¿Perdón? ¿Demasiado complicado? Déjame ponerlo en palabras más sencillas: las personas son ineptas en entender que han muerto porque, en general, la raza humana es incapaz de entender el concepto mismo de la nada. No pueden concebir la nada. Entre el ser y no ser, todos elegirán siempre al ser, porque carecen de la fuerza suficiente para hacerle frente al no ser. Si se les pide a los humanos que no piensen en nada, invariablemente piensan en algo. Sospecho, aunque todavía no entiendo cómo, que la incapacidad del ser humano por comprender la nada, está estrechamente relacionada con toda esta puesta en escena. Es tal la incapacidad para entender la muerte, que los humanos se aferran a seguir viviendo, aún cuando ya no tengan un cuerpo para hacerlo. ¿Qué estás diciendo? Te advertí que debías de aceptar quién soy yo, quién eres tú y qué está pasando en este momento. ¿Es-toy-mu-er-ta? ¡Al fin! NO. ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO. NO PUEDO ESTAR MUERTA. Verás, querida, la muerte no es una cuestión de poder. Aquí no importa tu dominio o tu voluntad, no es si quieres o no quieres estarlo, porque lo estás. Estás muerta. NO. ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO. TENGO QUE DESPERTAR. 92
TENGO QUE DESPERTAR. VAMOS. DESPIERTA. VAMOS.
Me siento insultada. En lo que a mí respecta, tengo la impresión de que no escuchaste nada de lo que te dije. Estás muerta, lo desees o no, te convenga o no, lo estás. No hace ninguna diferencia el que consideres que tu muerte es un suceso injusto e infortunado y ruin, eso no altera la realidad. Estás muerta. NO.
ESTOY
SOÑANDO.
ESTOY
SOÑANDO.
CONCÉNTRATE.
DESPIERTA.
La mujer comienza a golpearse contra las paredes. Esto no funciona así. Debo de admitir que me gustó tu sueño del hombre lobo. Estás sola, en una noche tenebrosa, en una colonia desconocida, no tienes llaves para entrar a ninguna casa. Lejos de ti, ves a una criatura salir por una de las calles, la luna llena alumbra su silueta, un hombre lobo se encuentra tan solo a unas cuadras de distancia de ti. Te aterras, el pánico que te envuelve es abrumador y te obligas a despertar. Es mi obligación informarte de que eso no va a suceder en esta ocasión. Porque ahora estás muerta. ¡AAAARGH! ¡AAAARGH! ¡AAAARGH! ¡AAAARGH! ¡AAAARGH!
¡AAAARGH!
¡AAAARGH!
¡AAAARGH!
Era de esperarse, al final todos gritan. ESTO NO PUEDE SER CIERTO. TENGO QUE DESPERTAR. TENGO QUE DESPERTAR. TENGO QUE DESPERTAR. TENGO QUE DESPERTAR. No vas a despertar. No vas a despertar. No vas a despertar. No vas a despertar. No importa cuántas veces lo repitas. Estás muerta. TENGO QUE DESPERTAR. ¿POR QUÉ NO DESPIERTO? ¿POR QUÉ NO DESPIERTO? ¡VAMOS! ¡VAMOS!
Tu mayor esperanza es tu mayor temor también. Yo sé acerca de las pastillas. ¿De qué estás hablando? ¿De qué estoy hablando? Por favor, tú y yo ya hemos cruzado un límite. Sé que eres una mentirosa estupenda, pero no puedes esperar engañar a la muerte. No eres tan buena, nadie lo es. Eran para aliviar el dolor del cuerpo. He estado sometida a mucho estrés en el trabajo. Por supuesto, acudir a una oficina seis días a la semana a no hacer nada, requiere una fiera predilección por la vagancia. Alguien se dio cuenta, ¿no? Te están pidiendo reportes, entregas, en cualquier momento te van a auditar y no encuentras la forma de terminar en días una carga de trabajo de meses. 93
¿CÓMO SABES TODAS ESAS COSAS DE MÍ? ¿POR QUÉ NO DESPIERTO? ¿CÓMO ENTRASTE A MI CASA? VETE. DESAPARECE. DEJAME EN PAZ. ¿POR QUÉ NO DESPIERTO?
Estás haciendo todas las preguntas correctas, pero ya es muy tarde para plantearlas. VETE. POR FAVOR. DEJAME EN PAZ. TENGO QUE DESPERTAR. TENGO QUE DESPERTAR. TENGO QUE DESPERTAR.
When the music's over, turn out the lights. ¿Te gustaba esa canción, no? Es momento de aplicarla. La música se acabó, es hora de apagar las luces, el escenario ha quedado en penumbras, no queda una sola alma en el auditorio, las puertas se están cerrando y el teatro nunca más volverá a abrirse. NO PUEDE ESTAR PASANDO ESTO. ¿CÓMO ES QUÉ ESTÁ PASANDO ESTO?
Tu corazón no soporto más. Una rutina de comida para llevar, largos períodos enfrente de la televisión, comprar de todos los carritos de comida que encuentras mientras vas caminando por la calle… Si me lo preguntas, no es la clase de dieta que yo esperaría me lleve a pasar de los sesenta años, o de los treinta, en tu caso. TENGO QUE SALIR DE AQUÍ. ¿A dónde exactamente planeas ir? No tienes escapatoria. Esto es todo. Nunca podrás irte de aquí. Tengo que salir de aquí. Tengo que despertar antes de que mi mamá llegue… Llegue y encuentre el frasco de pastillas de control restringido compradas ilegalmente por su hija. Antes de que abra la puerta y encuentre un departamento caótico, con basura acumulada, con polvo por todos lados, ropa en el suelo, el fregadero repleto de trastes sucios, todas las cosas fuera de lugar… Concéntrate en despertar. Tu mamá ya lo sabe. Ya encontraron tu cuerpo, ya se descubrieron muchos de tus secretos, se aclararon tus mentiras y tu cuerpo está siendo comido por los gusanos, antes de terminar de pudrirse bajo tierra. Nada ya debe de preocuparte. ¿Por qué me estás haciendo esto? Te dije que informar a la gente que ha muerto es mi trabajo. Cada muerto recibe un trato distinto dependiendo de su carácter y de mi propio estado de humor. ¿Qué quieres que te diga? Pensé que lo entenderías rápidamente, al final de cuentas, fue tu decisión morir sola. Tú sola te apartaste de tu familia y de tus amigos, te volviste este ser caótico, asiduo a sustancias para tolerar la soledad, a la que tú misma te exiliaste. Ni 94
tú misma entiendes por qué hiciste lo que hiciste, pero ese no es mi problema. Tengo que despertar. ¿En serio? ¿Sigues creyendo eso? Cualquiera creería que llegado este punto lo habrías entendido: no vas a despertar más.
ITZIA RANGOLE
México
Twitter: https://twitter.com/revistamiseria
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E
stábamos sentados alrededor del fuego, concentrándonos en él. No hablábamos. Desubicados por el entorno y los rostros taciturnos, nos mirábamos con impotencia e ira. Alguien me tocó el hombro. Oí tu voz y me vi acercándome a tus labios para saborear tu esencia. Cuatro horas antes, sumergieron mis sentidos en un hondo sueño, inducido por el jugo de unas hierbas que me obligaron a inhalar, para calmar la desesperación que trepaba por mi cuerpo, como las enredaderas que crecen por aquí, las que pueden ahogar a los árboles en tres días. Ya a la distancia lográbamos ver la enorme fogata que, encendida, nos llamaba alegremente. Apuramos el paso con entusiasmo pensando que las celebraciones de nuestra boda estaban iniciándose sin que yo hubiese llegado. Los macheteros abrían paso entre las marañas de tupida maleza que la selva se había encargado de hacer crecer, negando el acceso a la vieja trocha; pero, al entrar al pueblo, vimos la gran pira de cuerpos consumiéndose con un humo negro y crepitante. Faltando medio día para llegar, oímos el tableteo estruendoso que nos hizo detener la marcha y ocultarnos. No imaginábamos que aquellos disparos distantes entre los valles eran los que apagaban tantas vidas en tu villa amada, Agea. Fuimos muy cautos durante todo el viaje. Íbamos unas veces pegados al río para que no nos robaran los salvajes, otras, un poco más adentro para que no nos viera la guerrilla y fuera peor. Ellos estaban donde tú te encontrabas y yo solo pensaba en proteger los regalos que te llevaba… Al salir de mi pueblo, mis padres me despidieron preocupados por lo largo del recorrido y la cantidad de bultos que iban en las mulas. Mi padre se lamentó de ser ya tan viejo para viajar, mi madre lloraba abrazada a él y así, tuve que enrumbar para la selva donde estabas esperando por mí, sin tanto dolor que encontré al llegar. El acre olor lo envolvía todo, el calor del fuego, las brasas y el desconsuelo nos inyectaban los ojos con una quemazón enervante. Empecé a buscarte mirando a todas partes. En cada rincón de la villa gritaba tu nombre, gritaba en tu lengua, desesperado, llorando. Tus hermanos me tomaron de los brazos con firmeza, apretándome como sogas de puente. Tu padre me metió algo líquido a la nariz que me dejó alejado de todo lo que ocurría. No podía sentir mi cuerpo y ya no distinguía ni luces ni voces. Casi al despertar, en una de las chozas, sentí tu pequeña mano pasando por mi frente y mi pecho. Iba recobrando y perdiendo el sentido, como la gente que se ahoga en el río, que lucha por salir a flote pero más se hunde, hasta que ya se deja arrastrar hasta la muerte. Así podía verte y cuando quería fijar mis ojos en los tuyos volvía a alucinar imágenes confusas. Gente de mi pueblo 97
corriendo por tu villa con los intestinos desparramados, cayendo al suelo al enredárseles estos entre las piernas. Niños desnudos con el rostro arañado por enormes garras, sacando la lengua por entre los surcos de las mejillas, relamiéndose la sangre que brotaba como si de manantiales saliese. Nubes de fuego que devoraban la selva con su lluvia. Luego tu mano en mi frente otra vez. Tratar de respirar tranquilo para enfocar tu rostro; pero volvía a hacerlo en horribles tempestades. Truncamente pasó todo y me envolvió el silencio, un silencio interno que me aislaba de lo ajeno, de lo que estaba fuera de mí. Logré incorporarme y sentí un aguijón en la columna, me empujaba a caminar hacia la pequeña fogata que veía afuera, de la que parecía que estaban naciendo diablillos de entre las llamas. Todos reunidos, niños, mujeres, viejos y jóvenes permanecían callados. No alcanzaba a distinguirte entre ellos. Me senté donde me indicaron, al lado de los sirvientes de mi papá que vinieron conmigo desde el pueblo. Me toqué el rostro y noté que me lo habían cubierto con una pasta que pintaba de negro mis dedos. Alguien apoyó su mano en mi hombro y percibí el susurro de tu voz diciéndome que no lo hiciera. Giré la cabeza para abrazarte y besarte, ya podía sentir la tibieza de tus labios cuando tu padre me jaló del cuello y me hizo volver la vista hacia sus ojos, me dijo que no con la cabeza y me acercó un tazón de madera que contenía una sustancia plomiza y aguada, «Agea», me dijo con tristeza, me tomó por las sienes y me besó en la frente. Más allá, en un cerro de cenizas, unas viejas mujeres separaban los huesos de los cremados, moliéndolos con cuidado y en la profundidad de la selva, luces blancas parecían desaparecer a lo lejos o entrar lentamente a los árboles.
MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA
Perú
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El hombre se descubre cuando se mide con un obstáculo. Antoine de Saint-Éxupery
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a alarma del celular me sobresalta sacándome bruscamente del sueño. La había configurado para que me avise cuando entrara algún correo en esa cuenta. Cancelo el sonido y me percato que son las seis de la mañana. ¿Quién puede ponerse a escribir tan temprano? —pienso— ¡Es no tener nada que hacer! Me quedo un rato en la cama, estirado, tratando de despertarme del todo. Igual, me pica la curiosidad por saber quien escribió. La cuenta, creada especialmente para nuestra actual actividad, tiene bastante movimiento, dejando como resultado buenos ingresos. Me levanto, abro la notebook y reviso el correo. Como casi siempre, el remitente no se identifica: De: rufianmelancolico@hotmail.com A: problemaresuelto@gmail.com Asunto: Recomendados Estimados: Tengo muy buenas referencias de ustedes y me agradaría encomendarles una tarea que requiere tanta profesionalidad como discreción. Si están dispuestos, a vuelta de correo les paso un teléfono para que nos contactemos. Atentamente. El texto no difiere demasiado de la mayoría de los mensajes. Nadie quiere dejar sentado por escrito el objetivo que pretende de nosotros. Le respondo. En minutos me pasa el teléfono, y lo llamo tomando la precaución que no quede identificado mi teléfono en el llamado. —Hola —dice una voz de hombre. —Hola, le hablo de Problema Resuelto. Me llaman El Negro —respondo— ¿Usted nos escribió? —¡Ah, sí! Me hablaron muy bien de ustedes, como puse en el mail. Necesito un trabajo especial y, como también aclaré, que se haga con limpieza y discreción. —Lo tiene garantizado. Somos efectivos y discretos —presumo— ¿De qué se trata? —Quiero que me liberen de mi socio.
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—Defíname liberar. —Lo quiero muerto —dice con determinación. —¡Apa! ¡Eso es algo muy serio! No está dentro del servicio standard. —Por eso dije que era especial. ¿Está arrugando? —¡No! Déjeme consultarlo con mi socio y lo llamo. Claro que en caso que el trabajo se haga la tarifa tampoco será standard. —Por el pago no hay problema. Ponga la cifra y dígame cómo procedo. —De acuerdo. Lo llamo ni bien tenga la respuesta. ¡Chau! Corto y me tiro sobre la cama. Antes de consultar quiero tener en claro qué hacer. De una cosa estoy seguro. A la cárcel no quiero volver. De solo pensar en esa época me da escalofrío. Dos años me comí en Devoto. Y mi viejo, enojado porque había sacado plata de la caja de la fábrica, no quiso pagar la fianza, y estuve guardado hasta esperar el juicio oral. Cuando me condenaron por estafa, —¡estafa! ¡mi familia!—, ya había cumplido casi toda la pena, así que pronto salí. Pero el guacho de mi viejo no me dejó volver a casa. ¡Ah! ¡Y de mis amigos mejor ni hablar! Cuando yo garpaba las jodas… ¡Un capo! Cuando salí del penal… ¡No tenían tiempo para verme! ¡Y para darme cobijo, menos! ¡Hijos de puta! Me levanto y le envío un mensaje a Tenaza para reunirnos a las once en el café. Tenaza es como el hermano que no tengo. Cuando volví al barrio estuve como seis meses en situación de calle. La “gente bien” no me daba bola por ser ex presidiario. Los pibes de la calle me miraban con desconfianza por ser el “cheto” venido a menos. Me costó un montón ganármelos. Los convencí el día que me crucé delante de la moto de un tira para que el pibe que venía persiguiendo se escapara. Quedé todo golpeado, con un tremendo raspón en la pierna, pero la diferencia de orígenes que teníamos quedó definitivamente zanjada. Después de eso, Tenaza intercedió para que me consiguieran un lugar en una casa tomada. En ese tiempo hice de todo. Levanté quiniela y apuestas de carreras de caballos para un capitalista del barrio; participé en la mesa de una timba que manejaba el Rengo en la que desplumaban giles; levanté autos para el desarmadero o para la banda de los Grillos, si tenían algún golpe. Con ellos nunca fui. Salir de caño no es mi estilo. Con la droga no me meto. Los conozco pero en esa no entro. Pero hace un par de años todo cambió. Mejores ingresos con menos ocupación. Disfruto más tiempo de mi actividad preferida: el ocio. Me acuerdo como si fuera hoy, yo estaba sin un mango, muerto de frío, recostado en la vidriera del café, esperando a alguno de la barra que me invitara con algo caliente, —el gallego del boliche ya no me fiaba— cuando lo veo venir a Tenaza con una sonrisa que le llenaba toda la cara. 101
—¡Negro, qué suerte que te encuentro! —dijo mientras me daba una palmada en el hombro con esas manazas que daban razón a su apodo— Tengo un laburito y necesito que me hagás pata. —¡Claro! ¡No hay problema! —le dije— Si me pagás un café con leche con medias lunas, soy todo oídos. —¡Que hijo de una gran…! —me respondió sin terminar la frase— Dale, vamos. ¡Gallego! ¡Dos cafés con leche con medialunas! —Gritó desde la puerta mientras nos acomodábamos en la mesa del rincón. El trabajo era sencillo. Teníamos que “convencer” a un fulano que dejara de ver a la mujer de un importante abogado del barrio. Salió todo redondito. Esperamos al tipo a media cuadra de su casa, y lo interceptamos antes que entrara al zaguán. Intentó hacerse el héroe pero Tenaza le apretó la cara con su mano derecha mientras yo le “masajeaba” los riñones y el hígado. No tardó mucho más en convencerse que esa señora no le convenía. Cobramos buena plata, pero lo más importante es que ese “favor” nos dio cartel. Comenzaron a buscarnos para otros trabajitos. Así, le cobramos una deuda que tenía con un prestamista del barrio uno que se las daba de pesado. Atendimos una barrita que había abusado de la hermana del farmacéutico y otros asuntos por el estilo. Pero la fama trascendió el barrio. Nos llamó una vez un contador con oficina en el microcentro para pedirnos que “conversáramos” con el entrenador de un equipo de fútbol barrial que se negaba a poner en el equipo titular a su hijo. Quedó tan agradecido con nosotros, después de ver a su hijo jugando en primera, que me aconsejó publicar en internet nuestros servicios y abrir una cuenta de e-mail. —¡Quién te ha visto y quién te ve, Negro! —me decía Tenaza— ¡Con una noubuc y en interné! ¡Jajaja! Cuando llego al café Tenaza ya me está esperando. II Paro el auto una cuadra antes del cruce donde pensábamos interceptar al blanco. Estuvimos más de dos semanas estudiando los movimientos del sujeto. Es un tipo muy metódico, repite toda su rutina casi sin cambios. Hoy jueves debería volver de jugar al golf como a las dieciocho horas y siempre toma esta ruta camino a su casa. —¿Por qué querrá limpiarlo? —pregunta Tenaza. —No es ético preguntar. Algunos cuentan los porqués como una forma de autojustificar el trabajo que nos encargan. El laburo de hoy es el primero de este tipo. Si el fulano no dijo nada… 102
—Y, si ni siquiera la jeta le pudimos ver. La guita la mandó por un remís en una caja de mermeladas. Menos mal que le habíamos avisado al gallego —dice riéndose Tenaza, como una forma de aflojarse. —Se cuida. Las llamadas siempre fueron de celulares diferentes —agrego. —Me parece que aquel es el auto —Tenaza se pone serio. Nos bajamos los pasamontañas pese a que verificamos que no hay cámaras en la zona. Cuando su auto empieza a cruzar la esquina le cruzo el mío haciéndolo frenar de golpe. Tenaza se baja corriendo y lo encañona por el parabrisas mientras tironea de la puerta del conductor. —¡Abrí la puerta! ¡Quiero ver tus manos! —le grita. El tipo abre la puerta, temblando, con los ojos y la boca desmesuradamente abiertos. —¡Tranquilos! ¡Llévense el auto! —dice torpemente— Solo déjenme bajar al nene. —¡Papi! ¡Papi! —la vocecita viene del asiento de atrás. Tenaza lo agarra de la camisa y lo pone contra el suelo, boca abajo. El tipo llora. El nene sigue gritando. —¡Papi! ¡Papi! Nos miramos incrédulos. ¡Esto no puede estar pasando! —¡Vamo´ Negro! A un pibe no, ¿eh? —me susurra Tenaza. —Esperá —le digo— Dejame pensar. Si no cumplimos estamos terminados. —No me importa —la voz de Tenaza suena ronca— Pero con un pibe, no. Me agacho y lo agarro al tipo de los pelos. —Decime. ¿Qué tiene tu socio contra vos? —¿Él los manda? ¡Qué hijo de puta! —dejó de llorar— Saqué plata de la fábrica por un apuro que tuve y el turro me hizo cederle mi parte para no denunciarme por estafa. —¡Ah! Estafa… ¿Sabés donde guarda sus papeles? —En la caja fuerte del local. Yo ya no tengo llave. —Tenaza, sentalo. —y dirigiéndome al tipo— Calmalo al nene. Tenaza lo levanta y lo sienta en el suelo recostado contra el auto. Hace bajar al chico, de unos cinco años, y lo acomoda en la falda del padre. El pibe se calma. —¡Oíme bien! —le digo— Vas a hacer exactamente lo que te diga. El día de hoy festejalo como tu cumpleaños porque naciste de nuevo. Cuando llegues a tu casa decile a tu mujer que lo llame al turro y con voz afligida le pregunte si sabe algo de vos, porque no llegaste. A ella decile que cuando pase todo le vas a explicar. A nadie más 103
una palabra de todo esto porque me puedo arrepentir. ¿Dónde queda la fábrica? Tomo nota de la dirección y lo dejamos ir. —¿Qué vamos a hacer? —me pregunta Tenaza cuando nos vamos a casa. —Nos pagaron por un muerto. Para no perder prestigio tenemos que cumplir. III Sentado en la mesa del fondo del café releo el WhatsApp que me escribió antes de ayer Tenaza: Ya le yevé la copia del contrato al fulano le dije que nos quedamos con el original por seguridá (de él jajaja si yega a boquear es boleta) La “interné” como él dice, lo alcanzó también, pienso con una sonrisa. Me acerco al mostrador y mientras le paso al gallego un fajito de dólares por su “servicio de recaudación”, le pregunto si llegaron los diarios. —Sí seor! ¡Aquí lus tienes! —me dice con esa tonada que no perdió en los cincuenta años que tiene en el país. Tomo el más importante y empiezo a hojearlo. Me detengo en la página de policiales: EXTRAÑA MUERTE DE UN INDUSTRIAL El industrial metalúrgico Raúl Estévez fue encontrado sin vida en el depósito de la planta que poseía en la localidad de Villa Lynch. El cuerpo fue hallado por el empleado de vigilancia, en su ronda habitual, al pie de la escalera que permite ingresar desde el despacho de Gerencia, en el tercer piso, en forma directa al sector productivo. En apariencia habría rodado desde arriba y por la posición de la cabeza, podría haberse quebrado el cuello. Según fuentes cercanas a la empresa el personal ya se había retirado. Habitualmente el industrial se quedaba en la planta hasta más tarde. Pudo saberse que antes de su ronda, el vigilador estuvo revisando el tablero eléctrico por un cortocircuito que se había producido en la instalación, lo que no permitió registros en las cámaras de seguridad. En el despacho de Estévez la caja de seguridad se encontraba abierta con importantes sumas de dinero en pesos y moneda extranjera en su interior. Se esperan los resultados de la autopsia para determinar fehacientemente la causa de su muerte. Cierro el diario. ¡No debiste amenazar con estafa! —pienso— ¡Esa palabra me cae muy mal!
OSVALDO E.VILLALBA
Argentina
Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar
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E
A la memoria de Gerardo Arana Villarreal
l libro llama su atención. Lo examina. El título es “Si no se hubiera quemado la biblioteca de Alejandría”. Lee la contraportada y unas cuantas páginas para tener noción del contenido.
Es una ucronía dice, apenas susurrando. A Daniela le encantan las ucronías. No duda en comprar el ejemplar, una edición impresa, al parecer, en la década de 1980, cuando abundaban textos de extraterrestres y misterios esotéricos sobre las pirámides egipcias. Al llegar a su casa se dedica a devorar la obra de cuatrocientas páginas. En menos de tres horas, Daniela ha leído ya la mitad del libro. Ha estado encerrada todo el día enfocada en ello. Algo tiene esta novela. Se siente muy cansada. Coloca un separador para no perderse en la lectura y cierra el libro. No puede resistirse a la fuerza de un sueño en extremo pesado. Sueña que está en la gran biblioteca de Alejandría. Está sola. Camina a través de los pasillos y toma uno que otro pergamino escrito por los antiguos filósofos. Entre todos estos, descubre uno en particular, escrito en caracteres griegos, que dice “Prometeo liberado”. Lo lee y no puede dejar de sentirse emocionada. Posteriormente, al ir conociendo la biblioteca, descubre sorprendentes pergaminos que nunca pensó encontrar: Sobre los animales pequeños y los males que provocan; un texto filosófico que argumenta la existencia de animales muy pequeños, imposibles de divisar a simple vista, y que son los causantes de todas las enfermedades que afectan al ser humano. Concebido en el año 600 antes de Cristo. Adelantaba la idea de los microbios. La plasticidad del mundo; aquí se esbozaba la idea de que la Tierra es un enorme globo de lava líquida, siendo su superficie expuesta al frío de la bóveda celeste y generando una corteza que es la zona habitable por las criaturas del mundo. Intuía, además, la premisa de la tectónica de placas. La inexistencia de las direcciones; un diálogo filosófico de un tal Eupámidaxides de Tarintrago, donde estaban expuestas varias conjeturas sobre la ambigüedad de la orientación espacial y temporal. Todo evocaba a la teoría de la relatividad de Einstein. La forma original; otra serie de diálogos, de varios filósofos, que abordaban la existencia de una única semilla de donde derivan todos los seres vivos. Contrario a lo que decía Platón, no existían formas ideales para cada animal existente, sino que hubo hace mucho tiempo una forma original y única que fue degradándose con el paso del tiempo, como lo hace una gota de tinta en el agua, dando origen a todas las diversas
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morfologías de los organismos vivientes. Estos diálogos presuponen ya el pensamiento de la teoría evolutiva y genética. Leyó y leyó sin detenerse. Despertaría del sueño y lo olvidaría todo. Se sentía ahora más agotada que antes, con un tremendo dolor de cabeza. Continuó la lectura de la novela con dificultad. Al terminar el libro, este había perdido todas sus palabras y las páginas se habían vuelto totalmente blancas. A Daniela pareció no haberle extrañado esto. Insistió en recordar lo que había visto en sus sueños. Pero fue inútil. Era la oportunidad para escribir los capítulos de mi libro se dijo, decepcionada. Sucumbió ante una crisis de ansiedad. Daniela tenía encargada una novela experimental. Planeaba abordar, en su obra, un compendio de pequeños relatos que conformaran cuatro ucronías, todas nacientes de un acontecimiento en común. Pensaba usar las visiones de su sueño como parte de la trama, pero fue inútil. El tiempo para terminar el libro era cada vez menor y Daniela se sentía angustiada. Daniela se quedó sin ideas y sin cordura. No pudo escribir, tampoco imaginar un buen argumento durante más de cuatro meses de sequía mental. Daniela dejaba de ser Daniela. Cada vez era más neurótica e irritable. El simple caer de una hoja de algún árbol era suficiente para sacar lo peor de ella. Daniela envidiaba, o más bien odiaba, los cerebros de los demás, que tenían momentos de inspiración. Odiaba verlos tan joviales y despreocupados. Su mente poco a poco se volvía enfermiza. Pensó que sería buena idea anotar todas sus frustraciones en un diario. Tomó el libro de la ucronía, en blanco, para escribir en sus páginas. Incapaz de imaginar algo creativo, la Daniela demencial se percibió parasitada, como si le hubieran chupado toda su energía anímica. Pensó en recuperar la inspiración, siendo ella un parásito de ideas. Se convertiría en una depredadora de mentes creativas. No dejaría a nadie escapar ni dar testimonio de sus maniobras oscuras. Era ahora todo menos un ser humano. El primer golpe lo dio un martes. Atacó a una colega que escribía poemas. Le abrió el cráneo con una gran piedra y devoró su cerebro bestialmente. Actuó bajo el mismo modus operandi, hasta acabar con la mayoría de los escritores de su ciudad. Daniela, al devorar el cerebro de sus víctimas, asimiló todos sus pensamientos y 107
los anotó en su diario, la novela de las hojas en blanco. Estaba contenta con el resultado. El diario era un compendio de delirios, sueños, confesiones de asesinatos e ideas mixtas de toda la gente que mató. Pensó en transcribir sus notas y publicarlas bajo la forma de un libro. No pudo. Al diario se le esfumaron nuevamente las palabras. Se puso en blanco. También todos los recuerdos que robó de sus difuntos amigos escritores. No recordaba nada, ni siquiera su nombre. Imposible transcribir. La policía no tardo en encontrar y arrestar a Daniela. Años después, moriría por una hemorragia cerebral en un hospital psiquiátrico. De la basura fue rescatado el libro abandonado por un sujeto que resultó ser el autor de “Si no se hubiera quemado la biblioteca de Alejandría”. Abrió el libro y vio las notas de Daniela. Ya tengo buen material para hacer mi novela policial se dijo Sin embargo, creo que requiero visitar más ciudades, extraer las ideas de sus escritores. Así obtendré una obra más cosmopolita, más universal y accesible. Será una obra maestra añadió el autor, quien era un desconocido para todo el mundo, hijo de nadie, nacido en ninguna fecha y un ser ajeno de nuestra realidad; un ser que no podría ser catalogado dentro de los parámetros biológicos ni filosóficos. Simplemente era el autor. El autor viajo a una lejana ciudad. Fue a una librería de segunda mano y colocó el libro en uno de los estantes. El libro llamará la atención de algún joven escritor, quien quedará atrapado por la premisa de la novela; la lectura será agotadora y se verá afectado por la pérdida total de la creatividad; caerá en la locura y sufrirá una transformación, convirtiéndose en asesino de escritores para rescatar las ideas de sus cerebros; lo escribirá todo en el libro, que a este punto se habrá quedado con las hojas en blanco y será usado como diario. Solo así, con unas cuantas ciudades más, la obra perfecta estará lista: una novela policial sobre un escritor, creador de un libro que convierte a la gente en asesinos de escritores y chupan sus ideas comiendo sus cerebros. Una buena premisa.
VÍCTOR PARRA AVELLANEDA
México
Anacronismos (Blog): https://victorparravellaneda.wordpress.com/
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E
xiste una calle en el centro del puerto de Veracruz, no me acuerdo de su nombre pero su apodo esta tatuado en mi memoria; la calle de los peluqueros. Casi tres cuadras llenas de peluquerías: tenemos la peluquería de Chávelo, de Don Chava, de Don Beto, del Chivo, de Don Paco, del JJ, etc. Un peluquero aquí, un peluquero por acá, un peluquero te saludará; es lo que siempre decimos en esta calle. Yo siempre me corto el cabello con Nacho, hombre joven de familia con negocio propio y un estilo sin igual; aunque casi nunca me lo corto con él. Marisol, Mari para los amigos, es una de las trabajadoras de Nacho: gordita y morena con el cabello rojizo y unos dientes lechosos y perfectos. Corta bien el cabello pero eso es lo de menos. Me voy con ella por su sonrisa encantadora y la plática que tenemos sobre películas y series. Charlamos desde clásicos como la Naranja Mecánica hasta las películas de superhéroes actuales. Hoy entro como cualquier día normal, es de noche pero se aprecia un chingo la fría corriente de aire del minisplit. Saludo a Nacho y él me saluda a mí. Hay casa llena así que me siento a esperar mi turno, pero antes le dedico una sonrisa a Mari que es correspondida con ternura. Ella está rasurando a un hombre viejo con el cabello grisáceo y el doble de barriga que yo. Me acuerdo de niño cuando iba a cortarme el cabello con Chávelo, el lugar donde solía trabajar Nacho antes de independizarse. Llegaba con mi madre y agarraba una revista o periódico que había para los clientes. No me gustaba leerlos, pero en las últimas página solían poner modelos en poca ropa. Ahora, veinte años después, ya no hay periódicos o revista en las peluquerías, al menos en esta no, todos están con los celulares a espera de su turno, incluyéndome a mí. Todos menos un niño que está chingando a su madre para que le dé el celular para jugar pero ella le dice que se le terminó la batería. El niño le dice mentirosa en voz alta y empieza a pegarle a la madre en los brazos. Ella, con la cara pálida, le dice que le comprará una cajita feliz del McDonald si se porta bien. Eso parece calmar al niño por el momento. Niños, no les tengo paciencia y me cuestiono si en verdad quiero tener uno en el futuro, aunque ahora ni pareja ni dinero tengo. Mari termina de rasurar al viejito y con la mirada me ordena que me siente en la silla. Le gusta mandar, pero si lo pienso bien, a qué mujer no le gusta mandar. Le beso en la mejilla, me siento y dejo que ella haga su magia mientras me pierdo en su sonrisa. —¿Ya terminaste la serie que te recomendé? —me pregunta ella mientras maneja 110
las tijeras sobre mi cabeza. —¿Cuál de todas? —Dark. La serie alemana de Netflix. —Ah, la termine hace dos días. Me dejó con la cabeza dando vueltas, ansioso por la temporada tres. —A mi igual —dijo entre pequeñas risas que parecían suaves melodías producidas por un piano. Todo iba bien, con normalidad, estaba a punto de invitarla al cine, como si fuéramos dos adolescentes en el receso, pero a mi lado se sentó el niño irrespetuoso. Ya no los educan como antes, con mano dura. No sé de qué hablo, a mí nunca me pegaron por mis maldades. El niño empezó a llorar cuando vio los utensilios del peluquero. Robert, la mano derecha de Nacho, tenía experiencias con los niños ya que él siempre cuidaba a sus hermanitos. Imitó la voz de un payaso alegre y le entregó una paleta de cereza al niño pero él siguió llorando. La madre trató de calmar a su hijito que debía de tener como cinco o seis años; no lo consiguió, el niño continuó llorando. Por eso detesto a los mocosos, son una molestia la mayoría del tiempo. Solo chillan y piden cosas. Estoy aguantando por Mari, si no estuviera ella ya me hubiera largado de aquí con el cabello cortado a la mitad. Es tan desesperante su llanto y su madre no es capaz de callarlo. —No se va poder —dijo Robert en un suspiro, ni él pudo con el pequeño diablito llorón. —Está bien, perdona las molestias, por favor. —La madre cargó al niño y se lo llevó a las bancas de la peluquería. Seguía intentando detener el llanto, prometiéndole cosas que solo lo malcrían más—. Por favor, deja de llorar, hazlo por mamá. —¡No! —exclamó el chamaco con los brazos en el aire y la pequeña barbilla repleta de mocos. —Por favor, Edwin, no seas así. Dame un respiro. ¿Edwin? Ese es mi nombre. Me fijo en el niño a través del reflejo del espejo. Es pequeño y regordete con la cara de inocencia. La madre es joven, flaca y con ojeras. Una lágrima se resbala por sus pálidos cachetes. —Ya, nene, deja de llorar porque me haces daño —dice ella en voz baja—. Comete la paleta, está muy rica. —¡No quiero! —El pequeño Edwin arrojó la paleta que le regaló Robert. —Dios, solo dame un respiro. ¿Es tanto pedir? —Cargó de nuevo a su hijo, abrazándolo firmemente, y se marchó de la peluquería. El niño llorando a gritos y la 111
madre llorando en silencio. —Pobre mujer, se nota que está sola —comentó Mari mientras me aplicaba la gel. Sola, como mi madre cuando me tuvo a una edad muy temprana. Era como ese niño, mal educado que hacia sufrir a su madre con mis estupideces. No era capaz de ver el daño que le causaba, los sacrificios que ella hacía por mí. Incluso creo que yo llegué a llorar en la peluquería de Chávelo cuando era pequeño. Yo sigo siendo ese niño, culpando a mi madre por todo sin saber lo que ella ha hecho por mí. Me sacó adelante sola, se mató trabajando para que tuviera educación, soportó el rechazo de la sociedad por mí. ¿Y cómo le pagué? Le grité, la insulté, le dije que se muriera y… —Ed, ¿Estás bien? —¿Eh? —Te pusiste serio de repente. —Nada, nada. Ya no me afeites, así está bien. —¿Seguro? —Sí, sí. —Me levanto del asiento sin importar los rastros de cabello por el cuello y por la playera. —¿Vas a un lado? —Se puede decir que sí. Me despedí de ella con un beso en el cachete. Me acerqué a Nacho para pagarle el corte de cabello. Le pregunté si alguna vez con Chávelo me había comportado como ese niño: me dijo que sí. Salí de la peluquería, buscando en ambos lados de la calle a aquella mujer que está sufriendo lo mismo que sufrió mi madre. No la encuentro, y si la encontrara, ¿Qué haría? No soy capaz de poner orden en mi propia vida. No creo poder quitarme esa imagen de la mente, de aquella mujer con su hijo, la imagen de mi madre cargándome en sus brazos; yo llorando a gritos y ella llorando en silencio. Tengo que verla, a mi madre, pedirle perdón por todo. Camino un poco hacia la otra calle y detengo el primer taxi que veo. —¿Adónde lo llevo, jefe? —me pregunta el taxista en un tono amable, algo muy raro en los choferes de Veracruz. —Al cementerio municipal, por favor.
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GERARD KING
México
Instagram: https://www.instagram.com/gerardjking Twitter: https://twitter.com/GerardoJavierG6
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o estaba contento. Era el día de mi cumpleaños, y las cosas no podían irme mejor. Mi Plan de Exterminación Por Inmersión había sido aprobado por el Gran Tío. ¡Y en reconocimiento me había concedido el honor de recibirme en sus habitaciones particulares! —Sobrino Bratt —fueron sus palabras— el Estado, y yo, su Conductor Supremo por la gracia de los Cuatro Becerros Celestiales, le estamos inmensamente agradecidos. Su plan ha recibido el beneplácito unánime del Comité, de modo que la semana entrante se pondrá en práctica. Resulta notablemente más efectivo que el Plan Calorífico y mucho menos oneroso para las arcas del Estado que el obsoleto Plan Eléctrico. ¡Mis felicitaciones, fiel Sobrino! Se puso en pie, el brazo izquierdo levantado, con los dedos pulgar, índice y mayor extendidos. —¡Por un Estado Puro, pujante y Poderoso! —proclamó. Imité el ademán, y contesté, con énfasis: —¡Por Él lucho yo, tu Sobrino leal! Volvió a sentarse y sonrió con esa sonrisa tan suya que tantas veces había contemplado en los visífonos. Una como capa de protección y amor se extendió sobre mí… Era mucha suerte la mía y la de todos los Sobrinos. Ciudadanos de un Estado fuerte y sabio, teníamos además al Gran Tío velando permanentemente por nosotros. Mientras acatáramos sus mandatos no tendríamos que preocuparnos por nada. —He sabido —me dijo amablemente— que hoy festeja usted su cumpleaños, coincidiendo con El Gran Día. Nuestro victorioso Estado también cumple años hoy. ¡Cien años ya, desde que la Gran Tutela puso término a las perversiones del pasado y reveló a todos la Única Verdad! Doble motivo de alegría para usted, ¿no lo cree así, Sobrino? —Por supuesto, Gran Tío. ¡Estoy orgulloso de este privilegio! Por eso pondré siempre toda mi voluntad y hasta lo último de mis fuerzas para que tanto con mis acciones como con mis pensamientos pueda seguir siendo siempre el Sobrino fiel que el benemérito Estado merece. (Quizás me excedí un poco, pero creí que la ocasión lo ameritaba.) Con una nueva felicitación, que me sonó a gloria, el Gran Tío dejó su alto sillón de ceremonia y me hizo el honor de acompañarme hasta la puerta del enorme salón. Incluso llevó su magnanimidad hasta pasarme un brazo por sobre los hombros. Yo no cabía en mí de gozo. Él no era tan alto como me había parecido en los visífonos y en los hologramas, 115
pero sus nobles rasgos exudaban Grandeza. Me parecía estar soñando. ¡Yo, Adolfo Bratt, lisonjeado así por nuestro Conductor Supremo en persona! Presionó un botón dorado, y la enorme puerta de estilplasto se corrió silenciosamente para darme paso. —Hasta pronto, Sobrino. Tiene el resto del día libre hasta la hora del Gran Acto. —Esbozó una sonrisa—. No faltará, ¿verdad? Esto último, desde luego, era una broma. El Gran Tío, que todo lo sabía, ¿cómo había de ignorar que yo cifraba mi orgullo en no haber perdido nunca un Acto?... En cierta ocasión, incluso, había acudido a pesar de haber contraído una fuerte Gripe “V”. Me costó después cinco semanas de hospital; pero no me perdí el Acto. El Gran Tío me despidió levantando el brazo, y yo respondí del mismo modo. —¡Por un Estado Puro, Pujante, y Poderoso! —¡Por él lucho yo, tu Sobrino leal! La puerta se cerró tras mí. Atravesé el largo corredor, flanqueado por guardias de la categoría Máxima, equipados con sables laser y lanzadardos. Todo esto, pensé, no quedaba mal como adorno, pero era inútil; pues, ¿quién sería lo suficientemente desajustado como para tratar de causar daño al Gran Tío, nuestro Benefactor Tutelar, Dador de Seguridad? No éramos un país de orates. Al salir, el guardia, un sujeto alto de mandíbula cuadrada y manazas como jamones, requirió mi Tarjeta de Identificación. Cuando se la entregué la acercó a sus ojos hasta casi rozarla con la punta de la nariz. —Sobrino Bratt, Categoría Patrullero (Dos Menciones Tutelares) —leyó, sin entonación—, Número Clave 1050555897. —Me miró con fijeza—. Todo en regla, Sobrino. Pase. —Gracias, Sobrino. Buenas tardes. Como tenía la tarde libre, decidí ir a ver a Helga para contarle todo. Ella vivía en la Sección Baja, que distaba unas diez cuadras, por lo cual pensé en tomar un girotaxi. Los Patrulleros viajamos gratis, de modo que no gastaría ningún Vale; pero finalmente decidí ir a pie, para poder pasear por Venusberg, y contemplar la felicidad de los Sobrinos que la habitaban. Cuán diferente debió ser en la Tierra, pensé. Con aquellos ridículos sistemas neoliberales y su estúpida ética… Pero hace mucho de eso, y ahora todos hemos aprendido lo que más nos conviene. Vivimos bien, mucho más aprisa, y a nadie le falta nada, en esta zona terraformada de Venus, que se va acrecentando año tras año, hasta que al fin, muy pronto, ocupará el planeta entero. Aun el más humilde Recolector de Residuos de Venusberg tiene su cubículo, sus 116
mujeres, su pitanza diaria y su visífono para disfrutar de los programas recreativos y solazarse con los sabios consejos del Gran Tío, que no dejan de aparecer entre bloque y bloque de las emisiones. Aun las hembras de la Sección Baja, que perdieron el derecho de llamarse Sobrinas, por descender de familias que otrora se atrevieron a atentar contra la Seguridad del Estado, pueden pasarla razonablemente bien, siempre que sepan tener contentos a sus hombres… Vivimos bien, sí, y no creo que haya peligro de que Venusberg termine algún día como la Tierra. Son tremendas las Historias que pasa el visífono, mostrando el fin de la Tierra, partida en pedazos, desintegrada. ¿Y quiénes fueron los responsables? ¡Los científicos! Afortunadamente, me dije, ya no tenemos más Ciencia. Nos basta con los sabios decretos del Gran Tío para seguir viviendo en paz, confraternidad y seguridad constantes. Atravesé la Sección del Mercado. Era un placer ver a esa gente cordial, alegre, adquiriendo lo necesario para su alimentación y confort. Tomé un blerg [fruta nativa dulce] del mostrador de un frutero, como es derecho de los patrulleros, y el hombre me sonrió tras su bigote rojo. —Saludos, Sobrino Bratt —dijo, levantando el brazo con los tres consabidos dedos estirados—. Vi por el visífono que su Plan fue aprobado. ¡Lo felicito! Si todos fueran tan inteligentes como usted, esa escoria venusina terminaría por extinguirse, y los Sobrinos puros quedaríamos tranquilos. —Gracias —le devolví la sonrisa, al tiempo que mordía la fruta, y su dulce zumo me corría por la barbilla—. Pero hay muchos Sobrinos más capacitados que yo trabajando en lo mismo. Ya verá cómo pronto nos libramos de esa maldita raza venusina, que renegó de los Cuatro Becerros —hice una pausa para escupir las semillas—, y los terráqueos puros, los únicos que merecemos la dicha de ser Sobrinos, podremos servir al Estado y venerar al Gran Tío sin que nadie nos moleste. —¡Así se habla! —profirió una vieja, multiplicando por tres sus arrugas al sonreír—. ¡Hay que terminar de una buena vez con esa canalla! Ahora me puse vieja, pero cuando joven trabajé en el Departamento de Desinfección, e hice desparecer a unos cuantos, vaya que sí… —¡Yo mismo eliminé a tres ayer! —intervino bruscamente un hombre alto y tosco, que llevaba en su cinturón la Medalla de Servicios Distinguidos—. Los pesqué escondidos en la mina donde trabajo, y los terminé con la piqueta. El Guardián Jefe me dio esta medalla, y el Gran Tío en persona me habló por mi visífono y me felicitó… ¿Qué tal, eh? 117
—Me uno a esa felicitación, Sobrino —le dije, limpiándome al mismo tiempo los labios con la manga—. Y usted, Sobrina, no merece menos —añadí, mirando a la vieja arpía—. ¡Apuesto a que debió haber sido la más fiel de las servidoras del Estado en su juventud! —¡A que no había otra más fiel que yo en todo el Departamento! Quince horas diarias cumplía, jovencito, ¡quince, ni una menos! —¡Notable! —cumplimenté. —Ya perdí la cuenta de todos los experimentos en que trabajé, tantos fueron… Contando las pruebas de Esterilización, de Exterminación Directa y de Disección…, ¡qué sé yo a cuántos habremos borrado del mapa! —Es que en otras épocas había más del doble de esos sucios venusinos de los que hay ahora… —¡Claro! ¡Por eso nos teníamos que emplear más a fondo! ¡Jijijijijí! —cacareó, jubilosa. —Vuelvo a felicitarte, Sobrina, por tu lealtad. Y me alegro de haberte conocido—. Me volví al frutero, que escuchaba acodado en el mostrador—. ¿Se da cuenta? No soy yo solo. Hay muchos Sobrinos leales. Ya verá cómo triunfamos. Por lo pronto, los asquerosos venusinos han disminuido notablemente en el último trimestre. Ya se acabarán. En aquel momento se oyó la sirena de las cuatro. —¡Becerros! —exclamé—. ¡Qué tarde se me hizo!... Me van a perdonar, pero tengo una visita pendiente, je-je. El frutero me guiñó un ojo con picardía. Yo me reí, asintiendo. Me alejé. Atravesé la Sección Terapéutica, blanca y silenciosa, con olor a antisépticos. Después crucé por la Sección Docente, justo en el momento en que los niños salían para gozar de su tarde libre, que a ellos también les concediera el gran Tío, a fin de que pudieran festejar El Gran Día. Contemplé satisfecho a aquellos infantes de uno, dos, y tres años, el futuro del Estado. Egresados ya de las Casas Gestatorias, la Corporación Escolar los guiaría por el camino de la Verdad y de la Fidelidad, moldeándolos en Sobrinos leales y fieles creyentes de los Cuatro Becerros Celestiales. Al lado de la Escuela Prima está el blanco y sólido edificio de la Escuela Segunda, donde se inicia la preparación para las Especialidades y el Adiestramiento Genético. Los alumnos se volcaban a la calle, muchachos de cuatro a siete años, alegres y excitados ante la inminencia del Acto Conmemorativo. Les habían dicho que seiscientos cincuenta y dos venusinos se iban a exterminar en público, empleándose los 118
Planes que más se distinguieran en el transcurso del año, y los chicos comentaban animadamente sobre el acontecimiento que presenciarían, haciendo toda suerte de pronósticos. “¡Becerros!”, exclamé para mis adentros. “¡Pensar que el año próximo mi Plan va a figurar en el programa!” Era muy posible, ¿por qué no?, que el Gran Tío me distinguiera, y hasta me gratificase con un Servicio de Doncellas fijo… A Gilberto Foster se lo habían concedido el año anterior. Tal vez… Me distrajo de mis entusiastas pensamientos el canto ferviente de los fieles de los Cuatro Becerros, ante cuyo Templo pasaba en ese instante. Es una construcción maciza, dorada, en cuyo interior se encuentran las Imágenes Sagradas. Los feligreses concurrimos de dos a tres veces por semana para adorar a los Becerros y conquistar su Gracia Bienhechora. En los días de Fiesta Primaveral los Sacerdotes reciben a las piadosas Sobrinas, y las Sacerdotisas a los Sobrinos devotos, y se efectúa la Gran Comunión de Espíritus y Cuerpos. Me detuve, enfrenté la puerta del Templo, y tocando mi frente, mi corazón y mi vientre, hice el Signo. Luego continué mi camino. En todas las esquinas los visífonos públicos mostraban la imagen del Gran Tío, afable y sonriente, dedicado protector de sus Sobrinos fieles. La casa de Helga es modesta, pero nuestra relación le permite disponer de varias comodidades a las que sus vecinas no pueden aspirar. Como por ejemplo el visífono tridimensional que le obsequié el mes pasado, con una definición de imagen muy superior a la que se obtiene con los ordinarios, de dos dimensiones. A veces parece que el Gran Tío se echara fuera de la pantalla para envolvernos con la calidez de su afecto y de su generosidad. Es un regalo muy valioso el que le hice, pero mi rubia se lo merece. ¡La paso de maravilla con ella! La encontré probándose una bata de top abierto, que yo le había comprado dos días atrás. Ni más ni menos que un guante de seda para ese cuerpo lleno de curvas. Me relamí. Como no me había oído entrar, aproveché para acercarme con pies de gato y, una vez junto a ella, pellizcarla justito donde estaba seguro de que la iba a hacer saltar… Saltó, en efecto, y fue tal su sorpresa, que me vi obligado a traerle un vaso de agua para calmarla. Después la abracé, claro. Un verdadero “boccato”, la rubia... No puedo quejarme de ella. No me arrepiento para nada de haber pasado por alto y no haber denunciado nunca a las 119
autoridades lo de su bisabuelo mestizo de venusino, a pesar de que esto forma parte, estrictamente hablando, de mis deberes de Patrullero… Me enteré casualmente de eso, y en un primer momento estuve decidido a cumplir con mi obligación, pero después la belleza y el calor de Helga, y el pensar que de todos modos no se trataba más que de uno de sus bisabuelos…, y mestizo solamente, me disuadieron. Resolví, pues, hacer la vista gorda, sin dejar empero de advertirle que en cualquier momento puedo cambiar de opinión, así que mejor se anda con cuidado conmigo. —¿Ya tienes listo mi traje de gala para esta noche? —le pregunté. —Casi. Solo me falta bordarle tus iniciales con hilo de oro. Pero ahora tengo otra cosa para ti —sonrió, juguetona, poniéndome una mano sobre los ojos—. ¡No mires hasta que te diga! Se alejó, y percibí un ruido como si arrastrara una mesita, y como si algunos objetos de metal se entrechocaran. —¿Y?... —pregunté. Tenía curiosidad, pero igual mantuve los ojos cerrados. —Un minuto… ¡Ahora! Había ante mí una mesita redonda sobre la cual Helga había colocado una torta de cumpleaños. Junto al plato brillaba un afilado cuchillo de mango negro. —¡Feliz cumpleaños, Adolfo! —exclamó, riéndose a carcajadas. Tuve que besarla, claro. Luego le conté las novedades; como me había recibido el Gran Tío, el Acto de la noche, y demás. —Supongo que te habrás enterado de que se arrojarán fuegos artificiales simultáneamente con la Gran Quema de Libros y Papeles Pecaminosos… Lo habrás visto en el visífono. Pero... —me interrumpí al ver que el aparato no estaba conectado—. ¿Por qué no tienes encendido el visífono, como todo el mundo? —Es que... no…, no funciona bien, ¿sabes? —contestó con sonrisa forzada—. Igual, ¿para qué lo queremos? Ven, acércate y verás cómo te hago olvidar el vísífono — agregó con voz acaramelada. Pero yo ya lo había encendido, y constaté que marchaba perfectamente. …presentes en el Gran Acto —decía el locutor—. Serán exterminados seiscientos cincuenta y dos venusinos impuros, mediante quince diversos procedimientos, a saber: número 1, Plan Eléctrico; número 2, Plan de Aplastamiento; número 3, Plan Rayos “M”; número 4... —¡Apágalo! —gritó Helga, tapándose los oídos con las manos; enseguida comenzó a gritar y sollozar como una histérica. Yo ya le conozco esas crisis, y sé cómo manejarla, a pesar de que ella es cuatro años mayor que yo. La sacudí y la abofeteé alternativamente por unas seis o siete veces. —¡Basta, Helga! —ordené—. ¡Córtala! 120
Se calmó, quedando reducida su explosión emocional a algunos débiles sollozos. La agarré por los hombros, clavándole los dedos, y le hablé con firmeza: —“La mujer de un patrullero debe llorar solo cuando él llora, y estar alegre cuando él lo está” —le recordé, citando un párrafo del Manual—. Te mereces un castigo; tengo derecho mientras no te brote sangre, según el libro. Pero me siento demasiado feliz para hacerlo, de modo que te voy a perdonar por esta vez. Trata de portarte bien ahora, y yo voy a hacer lo posible por olvidarme de esto —le hablé así solo para asustarla, claro, porque nunca le pegaría fuerte, con esa carita preciosa que tiene. Ella sonrió entre sus lágrimas. Se las secó. —¡Perdóname! Hoy ando un poco nerviosa, no sé por qué… —me acarició el cabello—. Festejemos tu día como corresponde, ¿eh? ¡Ah! —exclamó—. ¡Si te tenía otra sorpresa! —¿Otra más? ¿Qué es, diablejita mía? —¿Te acuerdas de aquella vieja costumbre de la Tierra, de poner velitas en las tortas de cumpleaños? —¿Velitas? ¿Qué velitas? —¡Chiquitas, de colores! La misma cantidad de los años que cumple el festejado… —¡Vaya una idea! ¿Y para qué? —El cumpleañero las apaga todas de un soplo, y se le realizan todos los deseos… ¿No te gusta? ¡Porque conseguí velitas! El viejo Jacoff tenía…, no sé de dónde las habrá sacado… Bueno, ¿me ayudarás a colocarlas? —Está bien, hazte el gusto —reí—, pero si se arma un incendio, no me eches la culpa. Ella también rió, y yo le palmeé un poco más abajo de la espalda. Colocamos las dichosas velitas, y ella corrió las cortinas para mayor intimidad, supongo. Di fuego a los pabilos con mi encendedor eléctrico de bolsillo. —¡Feliz cumpleaños..., Sobrino! —me deseó ella, riéndose. —Gracias, Sobrina —contesté, añadiendo—: ¡Felicidades, Gran Tutela, en tu Centésimo Aniversario! —¡Así sea, Sobrino! —canturreó Helga, y le pasé un brazo por el talle. Soplamos juntos mis once velitas de cumpleaños y quedamos a oscuras. Nota del autor: Aunque parezca mentira, la ilustración es tomada de una foto real, en la Italia de Mussolini.
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici 121
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-¿S
abe usted hablar francés? me preguntó un tipo sin levantar la mirada mientras firmaba unos cheques. No. Ya se lo había dicho en la entrevista le respondí. Deberá aprender. Está bien. ¿Me quedo con el empleo?
Por el momento, sí. El hotel era elegante, la decoración era española, la comida italiana, en el restaurante el hombre al piano cantaba canciones norteamericanas en inglés, en francés estaba el nombre del hotel y el saludo que nos obligaban a aprender, estridente. “Bonjour, Monsieur. ¿Que puis-je faire pour vous?”. Practicaba la desgraciada pronunciación de ese saludo todo el desquiciado día. Iba y venía a casa repitiéndolo. Claro está que no siempre fue así. El primer dueño del hotel fue el anciano Monsieur Dumont, llegado a la Argentina hacía más de medio siglo. Lo primero que hizo fue fundar un bistró donde comían algunos poetas o intelectuales de diversas nacionalidades. No faltaba de aperitivo un Pineau des Charentes, y la especialidad era sin lugar a duda el boeuf bourgignon. Con el tiempo, al local de Dumont dejaron de ir nobles personalidades y fueron reemplazadas por excéntricos y amenazadores malandrines que aprovechaban el lugar para llevar a cabo tratativas delincuenciales. Dumont entendió que era momento de cambiar un poco de aires y cerró el bistró. Se apuró en comprar otro terreno y levantó un hotel francés con los ahorros y ganancias de su antiguo negocio y créditos bancarios. Los préstamos fueron minúsculos y, por tanto, los acabados palaciegos del hotel no fueron los soñados. A la hostería no llegaron ni por asomo importantes personalidades de la política o del jet set bonaerense. Durante la dirección de Monsieur Dumont el negocio se mantuvo con los ingresos suficientes para permitirle a él y a su familia disfrutar de una condición acomodada y placentera. Cansado de lidiar con los apremios del hotel, el patriarca Dumont se lo heredó en vida a su hijo, un nuevo Monsieur Dumont. Más o menos cinco años aguantó el heredero. A diferencia de su padre, de quien decían tenía un excelente don de gentes, Dumont hijo era excesivamente puntilloso y se irritaba con facilidad, le encantaba viajar y aunque estudió para ser administrador, nunca vio la necesidad de ejercer la profesión. El hotel implicaba para él cambiar a una sedentaria vida comercial en una dependencia a la que no se sentía atraído ni encariñado. Cuando murió el anciano Dumont, su hijo decidió vender el patrimonio. No le fue difícil encontrar comprador, otro francés, de apellido Fournier. Este hombre tenía poco más de dos años en el país, era socio en una importante constructora y según contó tenía intención de demoler el hotel si no daba réditos en el plazo de un año. 123
Fournier era falto de tacto y tenía ciertos aires fascistas que le impedían mostrar amabilidad, o cortesía por lo menos, con los huéspedes. Aullaba e insistía en que aprendiésemos francés; nada de lo que hacíamos le llenaba completamente y amenazaba a diario con tirarnos a la calle. En cierta ocasión, Monsieur Fournier en una de sus visitas inesperadas pilló a uno de los réceptionnistes escondiendo unas monedas en su bolsillo. El joven ayudante, aterrado, no encontró excusa para su desprolijidad, ante lo cual Fournier le propinó un puñetazo brutal. Al muchacho lo trasladaron a la comisaria de San Jerónimo previa parada obligatoria en la sala de urgencias del Hospital General. El francés, por supuesto, se encargó de que el novel ladrón pasara una buena temporada tras las rejas, además de dejarlo sin ningún beneficio laboral. Aparte de mi pésimo dominio del francés, mi cuerpo se familiarizó con rapidez al ritmo de réceptionniste. Eran dos turnos de doce horas cada uno, a mí me precedía o me sucedía una linda jovencita de ascendencia rusa, rubia, delgada y ojiverde. Una noche de noviembre no llegó más y me vi obligado a quedarme tres días seguidos casi las veinticuatro horas de cada uno. En reemplazo de Anna llegó una señora de mediana edad, de lentes y faldas largas. Yo estaba acostumbrado a las faldas cortas y a los escotes de Anna. Entrados en fechas de festividades navideñas tuve que hacer los turnos nocturnos durante toda la semana. El colofón llegó aquella madrugada del lunes 25. Bonsoir, Monsieur. Je regrette mais l´hôtel est complet. (Lo siento, pero el hotel está completo) le dije. Oui, mais jái une réservation. Je m´appelle Raimond Allamand. (Tengo una reservación. Mi nombre es Raimond Allamand). Me apuré en buscar su nombre en el libro de reservaciones. No tenía nada para él y así se lo hice saber, luego de lo cual se soltó haciendo una serie de salutaciones que por más esfuerzo puesto no logré entender. Le hablé a Monsieur Fournier que estaba en su oficina y, luego de discutir por unos minutos con Allamand, me indicó que le diera una habitación. Le dije que debería aprender francés reclamó Fournier. Le he entendido casi todo respondí. No me pareció así. Le he entendido. Aun así, no podía resolver su problema. Es usted un idiota, debería echarlo. Luego soltó un severo portazo y desapareció. Entonces el teléfono de la 124
recepción sonó: ¿Hola? Necesito una botella de tinto, cualquiera. Estoy en la habitación 406, dese prisa apuró en decir una voz chillona y colgó. No tuve tiempo de negarme ni de decir que no teníamos servicio a la habitación a las dos de la mañana como era en ese momento. Fui al restaurante, tomé el primer tinto que vi, me serví un whisky con soda y subí al ascensor. En el piso cuatro las finas paredes no ocultaban los gemidos y demás extravagancias. Procurábamos mandar a todas las parejas con similares intenciones a este piso. Toqué en la 406 y un hombre desnudo salió a darme la bienvenida. Detrás de él una mujer en un traje de cuero, esposada de una sola mano y con un látigo color escarlata en la otra, me miró fijamente. Se acercó al hombre y le susurró algo al oído. ¿Quieres acompañarnos? me preguntó y me observó de pies a cabeza. La mujer adentro me hacía guiños. No estoy interesado le contesté. Disfruten el vino. Regresé por el largo pasadizo con el coro de gemidos y alaridos rechinando en mis oídos y pensé en el placer que podría causar un par de latigazos en la espalda. Aceleré la huida temiendo que el hombre desnudo o la mujer en cuero me persiguiesen, cerré la puerta del ascensor y bebí de un solo trago el whisky que había dejado en el asiento de adentro. Las tres de la mañana suele considerarse popularmente como una hora endemoniada. Fournier salió a gritarme unas cuantas veces debido a unas cuentas mal cuadradas en las que yo no tenía responsabilidad. Como a las cuatro y media un tipo gordo, vestido de vaqueros y camisa a cuadros, con una barba mal acicalada y bañado en perfume barato bajó a pedir la cuenta. Casi al instante bajaron con estrépito dos personas; tanto el tipo gordo como yo quedamos pasmados. Él la arrastraba de los cabellos y ella en un impulso pudo alcanzarle un manotazo en la entrepierna. Me acerqué con la intención de disipar los ánimos. Todo fue tan repentino que no pude alcanzar el teléfono para llamar a la policía. A cambio de mi heroicidad recibí dos certeros puñetazos que me hicieron tambalear. Todavía de pie me interpuse entre la pareja y seguí recibiendo ardorosos arañones y amagos de rectos y cruzados. Caí sobre un sofá aturdido, con la vista borrosa. Los bramidos sonaban cada vez más lejanos y el paisaje tomaba un color negruzco. Perdí la noción del tiempo y cuando logré recuperarme tenía a Monsieur Fournier dándome golpecitos en las mejillas. Aturdido, me dirigí hasta el mostrador, cerré un libro de francés que leía en mi tiempo libre, lo arrojé dentro del morral y me lo puse. 125
Fournier le hablé, ¡renuncio! No dijo una palabra. Caminé a la salida tambaleando y advertí que seguramente el tipo gordo se habría ido sin pagar, por tanto, yo tendría que hacerme cargo de esa deuda. Me detuve brevemente y saqué de mi bolsillo unos billetes, supe que no sería suficiente para cubrir lo adeudado y los volví a meter. Volví sobre algunos de mis pasos y encolerizado le dije: ¡Fournier, no creas que te devolveré un centavo por lo de hoy! Le tiré mi insignia de recepcionista y el libro de francés. Precipité mi salida antes de darle alguna oportunidad para litigar. Eran las seis menos cuarto de la mañana, el cielo se tornaba de un suave azul eléctrico, la luna en cuarto creciente todavía se podía divisar, unos barrenderos iniciaban sus oficios y el quiosquero del costado me saludaba con palabras que no alcancé a oír. Finalmente iba con frustración, impotencia y temor, pero con una pizca de libertad en los bolsillos.
EDUARDO SARMIENTO
Perú
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E
l viejo ciego Tiresias me sugirió, días antes de que la plaga hundiera a la ciudad en el caos y el desenfreno, que me alejara de Tebas. Por el castigo que sobre él pesaba luego de desairar a los Dioses, conocía de antemano cada cosa que sucedería. No dio demasiadas precisiones; dudo que pudiera hacerlo pero, de alguna manera, supe que tenía que ver con ese extranjero de pies hinchados que habían coronado como rey hacía apenas unos días. Sin desearlo realmente, abandoné el hogar que construyeran mis ancestros; dejé mi hogar y mis campos al cuidado de mis esclavos, si algo lograba salvarse de la cosecha cercana, ellos sabrían qué hacer. Dejé atrás a los pocos amigos que hiciera a lo largo de mi ascenso en el Ágora, a mi familia y a todo quien me conociera. De cuanto dejara atrás, nada volvería a ver, pero me esperaba en el futuro un camino más interesante del que ya había recorrido. Eso si decía creer en todas las palabras del viejo. Tiempo después, luego de que mis posesiones se perdieran en el fuego con el que se pretendió poner fin a la plaga, y la guerra fratricida hubo arrasado hasta lo último que se mantenía en pie en nuestras tierras, lo único que me mantenía con vida era un rumor que venía de Beocia. Ignoraba si era cierto o si solo se trataba de palabras en el viento; en esa indecisión, continuaba adelante. Las ninfas de los lagos, junto con sus hermanas en los bosques, repetían que no había sido yo el único que lograra huir de Tebas. Mientras los hijos del Labdacida luchaban por los despojos de la ciudad, en medio de la muerte, la sangre derramada, y el caos que gobernaba entre los hombres, un pequeño grupo de mujeres, las Cocineras de Tebas, se habían refugiado en medio de los valles. Eran ellas las guardianas de uno de los mayores secretos culinarios de toda la Hélade; si es que quería creer, como lo hacía, en el rumor que traía el viento. Eran ellas las únicas de entre todas las mujeres a quienes las diosas revelaran el secreto de la elaboración de la perfecta Ambrosía. Aquel alimento de los Dioses era el único capaz de tornar inmortal a un hijo de mortal; y era también el que bebiera el propio Heracles antes de lanzarse a la pira que construyera para sí mismo. Aquel alimento era, sin dudas, el camino que el viejo Tiresias vaticinara para mí. En mi mente no tenía lugar la idea, ni el deseo, de ser uno más de los que desafiaban a los cansados dioses de mi pueblo; no me interesaba ser otro de los que ocupaba su sitio en el de por sí atestado y aburrido Olimpo. Tan solo ansiaba escaparle a las Moiras, a la vejez, a la decadencia. Tras haber visto tanta muerte a mi lado, ansiaba la inmortalidad para que nada pudiera conmigo. Desde que escuché por primera vez aquel rumor, hace algo más de diez años, cuando recién comenzaba la reconstrucción de la ciudad en la cual no había sido 128
aceptado a mi regreso, recorro los valles de la fértil Beocia en su busca. He revisado cada resquicio esperando hallar aquel detalle que me indicará la dirección correcta que me llevaría a posar sobre mis labios la bebida predilecta de los inmortales. Cuanto antes lo lograra, ya que mi cuerpo y mi mente declinan rápidamente, sería mejor. Las mujeres de Tebas, de mi ciudad, mis mujeres, de seguro me reconocerán, me recordarán y, al contrario que aquellos traidores hombres que no me admitieron como uno de los suyos, me permitirán acercarme. No lo dudo, como no dudo de mí, de ellas, ni del poder la Ambrosía. Por eso continúo buscando, aun cuando todavía nada he encontrado.
JOSÉ A.GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
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(Entra masajeándose la espalda, dolorido.) B, buenas… ¡Ay! ¡Qué golpetazo! ¿Ustedes tienen mascota? Yo, sí. ¡Por eso estoy como estoy: baldao y lleno de moratones! ¡Va a acabar conmigo! Y, no, no es un gorila. Si lo fuera, aunque estuviese en la niebla, tendría más posibilidades de controlarlo. Dicen que es un perro. Dicen. Porque, aunque se comporta como tal, en realidad, no lo es. A juzgar por su tamaño y su fuerza, es, ¡estoy convencido!, un caballo disfrazado de eso, de chucho. Su raza se denomina Gran danés o Dogo alemán y responde, como no podía ser de otra forma, al nombre de Brutus. Los romanos lo llamarían Brutus Filio de Perrus Máximus. «¿Y por qué lo tienes?». ¡Pues por qué va a ser! Por la misma razón por la que ustedes también soportan perros, gatos, iguanas, serpientes, tarántulas y yo qué sé más: ¡porque se han empeñado sus hijos! ¡Si no, de qué! Mi Maiquel Jesús empezó a darme la brasa («¡Papa, cómprame un perro!, ¡Papa, cómprame un perro!, ¡Papa,…») y, por no oírlo, se me ocurrió la brillante idea de decirle: ¡Hacemos un trato: te lo compro si apruebas todas las asignaturas en junio y con sobresaliente! ¡Vale! ¡Pero tiene que ser un gran danés! ¿Y por qué un gran danés? Me gusta Scooby-Doo. Mmm… Bueno, un gran danés. ¡Ok! ¡Cómo mola! Yo dije: «¡Ya está!». ¿Cuántas veces había aprobado mi Maiquel Jesús todas las asignaturas en junio y con sobresaliente? Las mismas que su padre, que soy yo, creo: ¡ninguna! ¡Sintiéndolo mucho, o no, ni mi campeón ni un servidor íbamos a tener un gran danés en la vida! «¡Le compro un periquito para que se le pase el berrinche y listo!», pensé. ¡¡Pues lo aprobó todo en junio… y con matrículas!! ¡Has falsificao las notas! ¡De eso nada! Otras veces… ¡¿Cómo dices?! Fui al colegio ¡¡y las notas eran auténticas!! Los profesores alucinaban: ¡Nunca habíamos visto nada igual! ¿Cómo lo ha logrado? ¿Qué método ha seguido? El que mejor se me da: ¡hacer el gilipollas! En el caso de mi hijo, resultó ser cierta la mentira con la que los profesores nos 131
suelen consolar a los padres: «¡No es que no pueda, es que no quiere!». ¡El muy gandul me había estado engañando toda la vida! ¿Qué clase de padre habría sido yo si hubiese faltado a mi promesa? El peor y el más odiado del mundo. Y con razón. Así que, recordando el Scattergories, no me quedó más remedio que aceptar gran danés, no como animal acuático, sino como animal de compañía. Ya en la tienda: Hijo, ¿lo has pensao bien? ¿No preferirías una tortuga? ¡No! ¡Quiero un gran danés! ¿Y dos tortugas? ¡Un gran danés! ¿Y dos tortugas y un camaleón? ¡Vale, vale, ya me callo…! Resultó evidente: mi Maiquel Jesús es más listo que yo. ¡Y menudo sablazo! ¡¿Saben lo que cuesta un cachorro de gran danés?! ¡Lo mismo que sus padres juntos! Y, encima, yo soy mileurista… ¡Tardé más tiempo en pagar a Brutus del que tardé en pagar el coche! ¡Una pasta! Sin contar, además, los gastos de veterinario y de comida: ¡le hacen más pruebas que a mí cuando voy al médico y se traga el pienso por sacos! ¡Para que luego digan! ¿Saben de dónde viene la palabra mascota? Del francés mascotte, y significa talismán. Por tanto, una mascota, incluido Brutus, es un animal que debería traer buena suerte, ¿no? ¡Por aquí! Me consuelo con el bien que le hace al crío. Como animal de compañía, le ayuda a fortalecer la autoestima, le enseña valores positivos como el respeto y la amistad, favorece su socialización, le ayuda a estar en forma… ¡Todo eso está muy bien! ¡Claro! Lo que ya no está tan bien, es el hecho de que, siendo su perro, sea yo, como todos los padres, reconózcanlo, quien tenga que sacarlo a diario. ¡Me apetezca o no me apetezca, quiera o no quiera, haga buen tiempo o caigan chuzos de punta! ¡Y acojona! Me gustaría verlos en mi lugar: esperándolo junto a la puerta con la correa en la mano y él galopando desde el fondo del pasillo directo hacia ustedes… Acabarían como suelo acabar yo: ¡aplastado por los ochenta kilos de un perro empeñado en borrarme la cara a lametazos! Ha conseguido que odie los besos con lengua. ¡Puag! Salimos a la calle y es todavía peor. Mucho peor. ¡Todo lo excita: un coche, una bicicleta, otro perro o perra, cómo no, un gato…! Intentar detenerlo es como intentar sujetar un caballo enloquecido. ¡Imposible! ¡Ni César Millán, El encantador de perros, lo conseguiría! Y, claro, pasa lo que pasa: vuelves a besar el suelo. Menos mal que, después 132
de todo, tiene conciencia y, aunque no lo haya hecho a propósito, se siente culpable y se disculpa. ¡A lametazo limpio!: ¡Desde luegooo! ¡Vergüenza debería darte! «¡Sluuurp!». ¡Puaaag! ¡En toa la boca! ¡Qué asco, por Diooos! El problema no es solo su fuerza, sino el hecho de no poder sujetarlo con ambas manos. ¿Por qué? Porque, además de sujetar la correa, también llevo el modelo gran danés de la bolsita recoge-truños. O sea: ¡un palustre y una espuerta! Tragando lo que traga… Brutus se alivia y te hace una rotonda: ¡los coches no las pisan, las rodean! Y el ayuntamiento ya me ha avisado. Si no las recojo, me sancionan por partida doble: por ensuciar la vía pública y por alterar el sentido del tráfico. Cuando se echa, tengo otro problema y el peligro de otra posible sanción. ¿Por qué? ¡Por obstaculizar el paso de los viandantes! Por eso lo llevo a una zona de la ORA1, saco un tique y dejo que se acueste en una plaza de estacionamiento. ¡Aunque no lo crean, Brutus ocupa el mismo espacio que un Twingo! ¡¿Por qué no propondría a mi Maiquel Jesús comprarle un chucho… electrónico?! Como los de los japoneses: Oye, ¡qué perro más raro tienes! ¿De qué raza es? Es un cruce de Kawasaki y Panasonic. ¡No te vapulean, no comen, no…! Y, cuando te cansas de ellos, les quitas la batería, los metes en el armario ¡y listos! ¡Intenta meter a Brutus en algún sitio en el que él no quiera entrar! ¡No lo consigues ni de coña! Y una cosa quiero dejar muy clara: me guste más o me guste menos, he aceptado su compañía y soy, y seré, consecuente con mi decisión hasta el final. ¿Qué final? ¡Probablemente, el mío! Sin duda, y esto sí lo digo muy en serio, demostraría ser más, infinitamente más hijo de perra que Brutus, si se me ocurriera... Sé que él nunca lo haría2. Hecho este breve, pero necesario paréntesis, y siendo sincero, asumo que los japoneses prefieran, por ejemplo, las aspiradoras a los osos hormigueros y las grabadoras a los loros. Al fin y al cabo, aquellas sorben y repiten igual o mejor que estos, ¿no? ¡Pues eso! «¡Dónde esté un animal, que se quite una máquina!», dirán algunos. Y es cierto. ¡Si la máquina no se quita y el animal la trinca, despídete de ella por destrozo o por meada cortocircuitadora! ¡O por las dos cosas, aunque la segunda ya no importe! 1 2
Ordenanza Reguladora de Aparcamiento. «Él nunca lo haría. No lo abandones». Campaña publicitaria de Fundación Affinity.
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Ahora los perros electrónicos me parecen perfectos. Pero aún hay, mira tú qué bien, mascotas artificiales todavía mejores. ¿Por qué? Porque son más baratas y pequeñas. ¡Qué le vamos a hacer: el money es el money y cincuenta metros cuadrados no son ciento veinte! Estoy convencido, sin ir más lejos, que muchos de ustedes han tenido alguno de esos ejemplares en sus manos. Y no me refiero a ningún juguetito erótico ¡Un vibrador no es, precisamente, el equivalente electrónico de una lombriz nerviosa! Me refiero a… Los Furbys. Una especie de grabadora con forma de gremlin sin brazos que repite chorradas. Son cansinos, sí, ¡pero con darle al «OFF»! Los Tamagotchis. ¿Recuerdan aquellas maquinitas con forma de huevo? En su pantalla aparecía un monigote electrónico al que tenías que cuidar, virtualmente hablando, para impedir que ocurriera lo que siempre ocurría: ¡qué te cargabas la pantallita usando el tamagotchi como llavero! Su versión moderna son: Los Nintendogs. ¿Recuerdan el anuncio de Paula Echevarría, exseñora de David Bustamante?: ¡Este es buenísimo! ¡Jijiji! Paula, ¿podrías explicar brevemente cómo es la Nintendo 3DS? Bueno… eh… ¿Cómo te lo explico? No sé… Pues como que está aquí, como que está aquí mismo, pero… pero no está. (…) ¡Hola! Le gustó tanto, que intentó convencerlo a él para que la acompañara en el siguiente anuncio: ¡Venga, Busty, hazlo por mííí! Es que salir en la tele pa no cantar… ¡Me cagüen diez! ¡Jo, porfiii! Bueno, venga: (Cantando:) ¡Por el amooor de esta mujeeer…! (A una supuesta consola:) ¡Pero yo sé que ella me quiere a mííí y que juega contigooo...! ¿Imaginan que también pudiéramos elegir entre personas de carne y hueso y, en este caso, androides? ¡Cómo en las películas! La convivencia sería muchísimo más fácil: te casas o te arrejuntas con un robot y, cuando se ponga insoportable, lo desconectas ¡y qué le den: al trastero con el banco de gimnasia! Sin peleas, sin disgustos, sin lloros… Y podría hacerse lo mismo con el resto de familiares y amigos. Al menos, con los que te hayan salido rana. ¿Recuerdan Inteligencia Artificial3, la peli de Spielberg? ¿Recuerdan a
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Año: 2001.
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David4, el niño-robot adoptado por la pareja protagonista? Al principio, ella no se acostumbra a verlo y llega un momento en el que abre el armario y lo aparca dentro. ¡Arreglao! Aunque David parece un androide muy sofisticado, también tiene fallos. De hecho, los ingenieros olvidaron programarle conductas básicas como, por ejemplo, llamar antes de entrar. Por eso se producen escenas tan incómodas como aquella en la que David deambula por la casa, abre una puerta… ¡y pilla a la mujer leyendo en el váter! ¡No se le cayeron las bragas del susto porque ya las tenía en los tobillos! Y, menos mal, dentro del corte, que estaba haciendo eso y no acordándose de su actor favorito… ¡A saber cómo habría reaccionado David en esa circunstancia! Una de dos: o se le funden los plomos y hay que tirarlo, o en su cerebro electrónico aparece el mensaje de las máquinas recreativas, Insert coin5, y le entran ganas de insertar aunque no tenga cambio. Ya me entienden… Y, al mediodía, otro susto. La pareja come tan pancha y David los imita con el plato y el vaso vacíos6. A la mujer le cuelga un espagueti de la boca, al niño-robot eso le parece la monda, y... (Gritando:) «¡JAJAJA!». ¡Suelta una carcajada de psicópata! Esta vez, a la mujer sí se le pudieron caer, ¡y se le cayeron!, las bragas. ¡Y en qué estado! Pero, ya digo, todo eso se solucionaría reprogramando la sesera del robot. ¡Intenten reprogramar a algunos, que lo van a conseguir! ¡Todos somos como somos y no nos sale de los… cambiar! ¡Las máquinas no serán perfectas, pero nosotros, aún menos! Y con Brutus ocurre lo mismo: es como es y… pasa de mí. A veces, le digo que haga algo y, en lugar de obedecerme, se tumba y se lame las pelotas. Como diciendo, «¡Mira por dónde me paso tus órdenes!». Espero que ya esté durmiendo. Cuando está despierto, se empeña en cambiar el mobiliario de sitio: ¡¿Pero dónde vas con una silla en la boca?! ¡Y no te metas debajo de la mesa, que te levantas y te la llevas puesta! ¡Ay, qué cruz! Bueno, me voy yo también a dormir. Por las mañanas, madrugo para sacarlo antes de irme a currar. Ay, cómo les envidio… ¡Quiénes posean Furbys, Tamagotchis y Nintendogs, no saben la suerte que tienen! ¡Esas sí son mascottes!
JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS
España
Blog: www.la-estanteria-2.webnode.es 4
Para los que tampoco sepan inglés: se pronuncia Deibi. Personaje interpretado por el actor norteamericano Haley Joel Osment. Como en El sexto sentido, el (ya no tan) crío, pone los nervios de punta. Da peor rollo que una novia comprando un Predictor. 5 Insertar moneda. 6 Pretender alimentarlo sería tan engorroso, caro y absurdo como echar un plato de fabada en el tambor de la lavadora.
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iento el polvo en la cara, no puedo respirar, me ahogo, hay luna llena y hace mucho calor, puedo escuchar los latidos de mi corazón cada vez más rápidos, pareciera ser que estoy asustado, no lo comprendo muy bien. No puedo mover las manos ni los pies, no logro verme, todo está tan oscuro. Parpadeo con dificultad, cada que lo hago siento como si pasaran horas y horas. Por fin logro escuchar algo, sí lo escucho, es el sonido de un cerillo seguido de una aspiración, alguien encendió un cigarro lo puedo olfatear y huele agradable al menos más agradable que el olor a orina de ratas, alguien camina, se oye como si lo hiciera en un pasillo muy angosto y largo, se siente como si se acercara. Oh, sí, está aquí. Escucho que llama mi nombre, dice con voz suave y delicada. Oye Andrei, ¡Oye! ¿Estás ahí? Vamos, ven, levántate y sígueme. No puedo hablar, no respondo, la voz se va apagando en ecos. ¿Quién será? No puedo imaginarlo. Oh, rayos. ¿Dónde estoy? Eso es lo último que recuerdo. Solo sé que ahora estoy esperando a que me trasladen al juicio, estoy seguro que me condenarán y que dirán: culpable. No sé qué hacer, no puedo caer en la miseria de la esclavitud. ¡Del encierro! ¿Qué puedo hacer? Odio estar encerrado, no es lo mío, estoy muy molesto me dan ganas de maldecir. Quiero escapar, tantas cosas útiles he aprendido en esta vida y ni una me puede ayudar en este asqueroso momento, solo pasan tonterías muy creíbles por mi torpe cabeza. Oh, mierda, qué hago. Tal vez si pudiera conseguir las fabulosas píldoras de cianuro que llevan siempre consigo esos agentes encubiertos para cuando las cosas vayan muy mal jajaja en qué estupidez estoy pensando no sé qué hacer. De repente un trueno inefable me despierta, un sonido infernal algo maligno, un martillazo y seguido de una pausa silenciosa, unos ojos poseídos por el mismísimo Aamon me envuelven como si quisiera decir te odio, te desprecio y oigo una voz tan tenebrosa que pareciera que proviene del lado más oscuro del infierno, ahí donde ni el señor de las tinieblas se atreve a entrar, que dice: Culpable… ¡No...No...No! ¡Esto no está bien! ¡Qué hago, no! Me desvanezco, todo está borroso estoy confundido. Alguien aprieta fuertemente mi brazo izquierdo y me arrastra hacia las escaleras. Puedo verla, es una escalera en espiral, veo los peldaños perfectamente estructurados, son treinta y tres peldaños, una obra maestra. ¿Quién pudo construir algo tan majestuoso? Noto que no posee un soporte central. Muy raro, no encuentro explicación a esto, tal vez haya un truco en el larguero central. De seguro actúa como poste, así logra mantener la estructura de manera vertical. Cómo deseo conocer al carpintero de esta maravilla, los detalles son impresionantes, se balancea como un 137
resorte, no lleva centro definido. ¡Oh demonios, quién pudo haberla hecho! No lleva clavos, es mágica, tiene casi siete metros de altura. Tengo que bajar, cada paso un peldaño muerto. Tantas cosas podría hacer, tal vez arrojarme por ella y ser libre, no puedo creer que esto esté pasando. Una gota fría se desliza por mi mejilla y cae justo frente a mí, escucho como se deshace, mi hora está cerca y un nudo en la garganta no me deja tragar el aliento, no puedo seguir. El apretón en el brazo es más fuerte ahora, me corta la circulación sanguínea. Termino de bajar, estoy aquí, cuarenta y cuatro pasos y la puerta a la calle. ¿Corro? No. La luz del sol que entra por la puerta apenas me deja ver el vehículo que me llevará a la fosa. Es momento, me encuentro frente al vehículo, mucha gente desconocida me observa y yo solo sonrío amargamente. De pronto siento una presencia extraña detrás de mí, me doy vuelta y veo un niño cadavérico que clava sus ojos en mí. Me hace un gesto muy suave, desea que lo siga y me niego, el custodio me empuja bruscamente al vehículo. Me dirijo a prisión. El custodio se sienta a mi izquierda, voy mirando detalladamente el paisaje, nos alejamos del pueblo por el único camino. Y de repente una voz se dirige a mí. ¿Estás bien? ¡No! ¿Triste? Tampoco. Te noto muy pensativo, no pienses tanto. Te podría hacer daño. ¿Daño? ¿A qué te refieres? ¡Me llevan a prisión! Se nota en tus ojos. Oh sí, todos son lo mismo. ¿Qué significa que todos son lo mismo? ¿Deseas morir, no? El silencio nuevamente se apodera de este mundo, raro, antes me fascinaba el silencio. Era lo más hermoso, me ayudaba en todo. Ahora lo odio, le temo, ni siquiera puedo pensar, ya no me importa lo que suceda. ¡Ya no me importa! El oficial dice: Tengo esto si quieres. ¿Qué es eso? Pregunto con asombro. Tengo un amigo en la vieja farmacia del pueblo, me consigue lo que le pida. Ya sabes, todo tipo de píldoras de esas que ayudan a uno en el matrimonio. Se sonríe de manera picarona. 138
Esto no es una píldora, es un frasco. ¿Qué es? Está bien, te lo contare, qué más importa. Ya estás perdido y lanza una carcajada. Le dije al viejo Francis que me quería deshacer del perro odioso de la vecina que no me deja dormir, tu sabes no duermo y trabajo mucho. Es detestable no descansar bien, así que me lo consiguió. Oh... ya veo, pero por la manera en que me lo cuentas no parece que sea para un perro... ¿O sí? Exacto, es para mi esposa. Había mucha maldad en su rostro, no lo podía asimilar. ¿Para tu esposa? ¿Qué paso? ¿Qué quieres saber? ¿Te importa? ¿La vas a tomar o no? Sí dije tranquilamente, pero lo que no sabía el oficial es que me llenaba de alegría, mi corazón se agitaba, sentía que salía de mi pecho, quería gritar de la emoción, sentía felicidad, gozo, era como ganarme la lotería, tenía suerte de poder morir... Bien, pues tómala. Espera un momento. ¿Qué pasará con tu amada? Quiero saberlo. ¡La mataré, eso es, la mataré! El oficial susurraba. ¿Podría usted decirme por qué decide acabar con la vida de su amada? Ya no la amo, deseo que muera. Por favor, cuénteme, ya estoy casi muerto no podría hablarle a nadie de esto. ¡Lo sé...! Es que ella ha destrozado mi corazón, ella simplemente me lo ha arrebatado. Me ha dicho que está enamorada de otro hombre, que siempre lo ha estado, que contrajo matrimonio conmigo porque su padre la obligó ya que tenía un acuerdo con mi padre. ¿Entiendes? Perfectamente. Pero, ¿por qué decides sobre su vida? ¿Por qué simplemente no desapareces tú? ¡No! Cállate, animal, cállate. Casi llorando decía que me callara, no lo podía entender, así que pregunté que tenía para mí y respondió: Es una formula, 1080 la llaman... Empecé a pensar y pude recordar algo, creo que es fluoroacetato de sodio. ¿Me permites leer la etiqueta? Dije. Claro dijo y me puso el pequeño envase transparente frente al rostro y pude leerlo. Sí, era eso, lo que pensé al principio, era perfecto, perfecto en ese momento, ya 139
que no había otra opción. Solo necesito cincuenta miligramos. Sí, con eso bastará para que sea letal. El fluoroacetato interrumpirá mi ciclo del ácido cítrico, eso no permitirá respirar a mis células aeróbicas y no liberarán energía, esto se deberá a que el metabólico del flouroacetato se ligará a la acontinasa, interrumpiendo el ciclo. Los síntomas aparecerán a los quince o veinte minutos, sentiré nauseas, dolor de estómago, vomitaré empezaré a deshidratarme, me sentiré confundido, mi sistema cardíaco empezará a colapsar, mi cerebro se desviará, ya no seré consciente, tal vez convulsione y entre en estado de coma. Posteriormente moriré a causa de una arritmia ventricular. Jajaja maravilloso, excelente. El oficial me miraba con cara de asombro. Supuse que no había entendido nada de lo que había dicho ya que abría la boca torpemente al observarme. Le dije que era el mejor de la clase en química para que se relajara. No dijo nada, solo asintió con la cabeza. Le pedí que me avisara cuando estuviéramos a medio camino. Sí, me dijo. Él sabía lo que iba a pasar a medio camino. Y así es como me libero, a medio camino ingiero todo el veneno. Ya estoy en la puerta de la prisión, muy confundido porque el veneno ya hace su trabajo. Escucho una voz muy lejana que dice “¡Alto, por favor! ¡Alto, esperen!”. Se oía en ecos. Apenas si pude dar la vuelta para observar quién era. Yo babeaba y estaba pálido, sudaba mucho. Vi a aquel pequeño que me seguía, corría como si viniese a abrazarme. “Esperen”, otra vez oía. Caí de rodillas, me pesaban las cadenas de las manos y piernas. No logré sostenerme más me dolía el pecho. Caigo con el rostro en el polvo me asfixio, la arena entra por mi boca. Y ahí vi al joven frente a mí. No tenía atados sus zapatos y llevaba las medias hasta las rodillas. Me dijo otra vez en un susurro: “Oye Andrei, ya les conté toda la verdad, ya saben todo. Eres inocente, Andrei, por favor, mírame. ¿Entiendes lo que digo? Eres inocente”. Sonreí como agradeciéndole. Cerré los ojos y nunca los volví a abrir.
MARVIN A. VERA GODOY
Paraguay
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orge es un pata de veintidós años que cada fin de semana se va celebrar en un antro ubicado en Jirón Carabaya 945, Cercado de Lima, para socializar, bailar, gilear, agarrar y dormir. Tiene amigos, pero son sanos, de los que les gusta una buena partida del famoso juego Dota 2 aunque también disfrutan una buena de Póquer. Pero, a Jorge no le vacilan esas cosas, ya que se considera un chico maduro y no un chibolo, a pesar de que su edad diga lo contrario. Antropólogo en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Jorge ve ese antro como la perfecta oportunidad de darse un chapuzón de cerveza helada, para alejarse de sus temas académicos y encontrar un momento de paz. Otra cosa que le encanta es no poner ABSOLUTAMENTE nada para la entrada a dicho local, o incluso para consumir cerveza, porque cree que se lo consigue mediante ser sociable o entretenido. ¿Su peor debilidad?, el baile. No le gusta el reggaetón y frecuenta un poco la salsa porque en su familia todos son salseros. Por más intento que haga, sus pasos son horribles y poco originales, causando que las chicas pierdan el interés total en él, pero, a él poco le importa porque al final solo lo hace por ser extrovertido. Eso sí: muere por sus rolas. Cuando se trata de Joy Division, Soda Stereo, Blur, Molotov, Loquillo y los Trogloditas, entre otras bandas, el brother se tira al piso para vivir el momento mientras que otros sujetos lo miran de manera extraña y asqueable. Al terminar una clase, un sábado por la tarde se dirigía a su casa para investigar en las redes sociales qué eventos ocurrían en la famosa movida limeña. Él no solía asistir a dichos eventos porque sabía que al final no iría. Solo en aquellos que le llamaban la atención, ponía un “me interesa” para así confirmar su participación. Tras varias horas de búsqueda se encontraba con un antro ubicado en el mismo Carabaya, como a cuatro cuadras, cuyo número de dirección es 815. Las dudas se aferraban a él, pero al final después de meditarlo, mandó a la mierda todo y se fue a dicho lugar. Al llegar, vio que se trataba de una fiesta con temática de New Wave e Indie Rock, algo similar al lugar que solía frecuentar. Jorge comenzó a sentirse cómodo y a hacer sus famosos pasos de baile, todo de una manera alegre y divertida. Hasta que llegó una chica de cabello negro con una mirada de curiosidad. Al verla, el corazón de Jorge comenzó a bombear, sus venas se pusieron heladas y la baba le salía de la boca. En ese instante Jorge sentía que era su noche para destacar. Al acercarse a ella, iniciaron una pequeña conversación y descubrió que también la joven estudiaba la misma carrera en la misma universidad. La emoción de Jorge era exageradamente notable, hasta el 142
punto que puso cara de idiota. La joven no entendía el porqué de su reacción y decidió sacarlo a bailar para quizás tratar de romper el momento bizarro y extraño, ocasionando que Jorge se pusiera más feliz. Después de unos arduos bailes y abrazos, la joven le propuso ir a un lugar distinto, y Jorge sin pensarlo dos veces dice un sí. Resultó que terminaron yendo al mismo lugar que Jorge frecuentaba, ubicado en Carabaya 945. Ahí comenzó a darse cuenta de que quizás no era el único que frecuentaba dicho espacio y que al final podría encontrar a alguien que le completara ese vacío de ir solo. Al entrar, se toparon con gente vomitando, bailando, insultando, peleando y durmiendo. Ambos comenzaron a bailar la canción María Magdalena de la cantante alemana Sandra. La chica notó que Jorge estaba algo perdido por ella, causándole una especie de curiosidad. Después ella le pidió a Jorge comprar unas cervezas heladas que él aceptó inmediatamente. En dirección al sitio de compras se topó con una cola inmensa, causándole una enorme ansiedad por la prisa que tenía por regresar al lugar donde encontraba la chica. Después de unos diez minutos, Jorge obtuvo las famosas cervezas. Al regresar al lugar y se topó con algo chocante: la joven estaba besándose con un tipo de manera apasionada y excitante. La rabia y decepción de Jorge corrían por su mente, con deseos de querer darle una paliza al tipo, de romper las cervezas en el piso. La joven, al verlo, le dice que si ya tiene las cervezas listas, ocasionando que Jorge se quede completamente mudo. Jorge buscaba alguna explicación y ella le dijo que no existía tal explicación y que solo fue utilizado para cumplirle un favor: traerle algo para beber y luego compartir esa bebida con alguien que no fuera él. La rabia de Jorge no esperó más para desbordarse e inmediatamente rompió las dos botellas. La joven fríamente le respondió que su amigo, el del beso, le conseguiría otra, agradeciéndole a Jorge por hacerle guardar dinero. Jorge perdió los papeles y salió del lugar pateando la puerta, ocasionando que los vigilantes le propinasen una merecida paliza. Después caminó por la calle llorando y lamentándose de su decisión, mientras que unos señores lo observaban de manera burlesca. Jorge comenzó a meditar y decir: “es hora de buscar otras opciones de distracción”. Eran las dos de la madrugada, Jorge fue a su casa y llamó a sus amigos para contarles lo ocurrido. Entre recomendaciones y lamentaciones, le propusieron un duelo de Dota 2 e inmediatamente Jorge se lo instaló para jugar. Al parecer, terminó convirtiéndose en lo que más odiaba: un chibolo dotero.
WALTER VELÁSQUEZ Perú
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er hipocondríaco no es cualquier cosa. Enfermarse imaginariamente de todo y a cualquier hora del día o de la noche requiere vocación, perseverancia y resistencia para aguantar tantos y tan incómodos y dolorosos síntomas psicológicos que lastiman el cuerpo y el espíritu. Chavita, un veterano burócrata solterón, antipático, de mal genio y poco sociable, es uno de esos personajes que pueden estar en el seno de la propia familia, en el centro de trabajo o en cualquier parte; hipocondríacos abundan, con diferentes estilos, pero con un mismo patrón: estar enfermos, sin estarlo. Por lo general ignoramos la condición psicológica de esas personas singulares. A ellos todos los males les aquejan en su imaginación. No obstante, viven y sobreviven para contar y superar cada supuesta enfermedad. Mejor dicho, enfermedades, en plural, es el caso de Chavita quien, como excelente hipocondríaco, es un catálogo robusto de padecimientos, unos conocidos, otros desconocidos porque solo existen en su atormentada imaginación. Si de verdad lo que sea anda mal en su organismo tiene la oportunidad de exagerar la situación, a grado extremo que debe ser atendido con urgencia y eficiencia en hospitales. En cierta ocasión sintió los síntomas de una apendicitis. Programaron operarlo de inmediato y se encomendó a todos los santos. Hubo milagro, pero no hubo operación, salió raudo y veloz del hospital antes que iniciaran los preparativos. Desde entonces no volvió a tener síntomas de esa enfermedad, pero sí de muchas otras. No es que le guste hacerse el enfermo. Bueno, le gusta y no le gusta, eso depende de muchos factores internos y externos más o menos complejos. Internos si tiene ganas de “enfermarse”, externos si alguien se entera. Es su naturaleza. Prevalece en su ánimo despertar conmiseración en las personas a las que asiduamente cuenta sus debilidades corpóreas. Debe estar enfermo, aunque no lo esté en realidad. Literalmente se cura en salud. Desde luego se siente de mejor ánimo cuando alguien se interesa por sus dolencias y pone atención a su experta y elocuente narrativa en enfermedades para las que puntualmente tiene algún paliativo farmacéutico o de infusiones. Y, por cierto, no duda en recetar a toda persona que tiene algún problema de salud. Es un experto en todo eso. Más aún, en el consultorio discute acaloradamente con el médico acerca del diagnóstico que le hace y cree saber más que quien está sentado bajo un título profesional de Médico; sin duda la experiencia hace al maestro. En definitiva, debió ser actor teatral o médico. Su cerebro tiene una asombrosa capacidad para discurrir enfermedades y 145
transmitir a la parte del cuerpo que corresponde lo que siente, o lo que debería sentir. Si platica con algún enfermo somatiza esa situación, es decir, hace suyas las dolencias ajenas. Todos los días está enfermo, bueno, para no exagerar, casi todos los días. Se la pasa mucho tiempo en consultorios y clínicas. Una vez que los galenos le recetan tal o cual medicina, deja de tomarla antes de exceder una tercera o cuarta dosis. Sana con inaudita rapidez del mal que lo aqueja, pero enseguida ya llega otro, en ocasiones con más severidad al grado de estar en cama un día, o los días que su ánimo le indique, o hasta donde lo cubra la incapacidad laboral. Por cierto, en la oficina burocrática donde cobra, sería mucho decir que trabaja, un burlón de esos que no faltan, lo saluda con sarcasmo: ¿Qué le duele hoy, compañero? Más de alguno, muchos, se preguntarán qué gana un hipocondríaco con ese comportamiento que la mayoría de las veces él sabe que nada más conduce a tomar más medicina y tener la autoestima poco menos que por los suelos. Estar enfermo es sentirse triste, débil, apático, de mal humor, indiferente, fuera de onda. No gana nada, salvo acumular más sobrantes de medicina y fomentar esa desgastante locura. Podría poner una farmacia con las pastillas, pomadas, jarabes, vendajes, hipodérmicas y todo un arsenal-botiquín que queda después de cada “recaída”. Tiene por gusto revisar con alguna frecuencia la caducidad de los medicamentos y tirar los que ya rebasaron la fecha límite de vigencia o utilidad. Seguido le duele la espalda y cadera, se queja con amargura: Esa ciática que no me deja ni dormir en paz y peor en estos tiempos de frío. Igual la rodilla, se lamenta: Nunca quedé bien después de la fractura al caerme de joven en la motocicleta. Vive el infierno por las hemorroides: Ni de broma me opero, dicen que es peor que una operación de cesárea o un parto. Con el frío además se le bloquean las vías respiratorias. La migraña lo tira en la cama un par de días, a veces hasta una semana: Ya no hay pastilla que me haga efecto para este maldito dolor de cabeza. Así andaba mi compadre Ernesto antes que le diera el derrame cerebral que lo llevó a la tumba. Los problemas de su mente lo deprimen y debe tomar ansiolíticos. Comenta a sus conocidos: Le diré al médico que me recete medicamento más fuerte. La pastillita para la presión arterial no debe faltar jamás en la cajita redonda y plateada que es su pastillero y que carga desde hace muchos, muchos años. Ahí guarda todo tipo de pastillas para atacar su catálogo imaginario de enfermedades: No sé si esta temblorina de manos sea por la resaca o porque ya me está dando el Parkinson. Antes de salir a la calle se mira en el espejo, saca la lengua lo más que le es posible y revisa con detenimiento si el color no es extraño o sucio. Igual se jala los párpados y pela los ojos como asustado para ver si no se manifiesta por ahí algo 146
amarillento o anormal. Su puntualidad para tomar las medicinas es un rito más fuerte que profesar cualquier religión. A las siete de la mañana la pastillita para la colitis. A las nueve la de la gastritis. A las doce la de la presión. Siempre debe tener cerca el aparato que sirve para tomar la presión: La tengo un poco alta, 95-125. Después de comer no puede ni debe faltar el jarabe para la buena digestión. Si anda un poco inflamado del estómago sabe perfectamente qué medicina tomar y hace esfuerzos para liberar flatulencias que sacuden los cimientos de la casa. Igual si de diarrea se trata sabe cómo combatirla con certera eficacia. Si la ciática o la rodilla empiezan a fastidiar, de inmediato toma cualquiera analgésico. Ya en la noche, después de la merienda ligera no olvida nunca tomar lo necesario para dormir de corrido al menos siete horas. Después de pedir a su Dios no lo desampare ni de noche ni de día, vuelve a surtir su cajita de pastillas para estar bien previsto y provisto al día siguiente. Programa con semanas de antelación hacerse semestralmente los análisis clínicos que determinen cómo anda de colesterol, de glucosa, de triglicéridos, de la próstata, etcétera. De por vida deberá tomar, entre muchos otros medicamentos, la metformina para la hipoglucemia, la atorvastatina para el colesterol y el bezafibrato para los triglicéridos. Además, infaltable tomarse lectura de la glucosa con el aparatito electrónico y la cintita previo pinchacito. De menos una vez por mes está en algún consultorio, ya sea del sector público o privado. Más de los primeros que de los segundos, enfermarse cuesta mucho dinero cuando se prioriza la salud tal como él lo hace. En las últimas semanas se ha hecho a la idea que la próstata le empieza a dar problemas. Cada vez que orina pone especial atención en la salida continua del fluido. Un poco de lentitud en ese trámite de micción es motivo de alarma máxima, apesadumbrado piensa: El cáncer de próstata está por llegar. Sé que Yépez no se atendió a tiempo y está hecho un cadáver y dicen que pronto va a morir de cáncer. Toco madera, mejor me atiendo a tiempo. Mañana voy al médico. No, mañana no porque ya tengo incapacidad, otro día mejor. En alguna época, en los inicios de sus achaques múltiples, veía médicos homeópatas, pero luego consideró que el calibre de sus “enfermedades” requería atención más especializada. No deja de martirizarse: Esa maldita flebitis me tortura, aunque el médico dice que no es esa enfermedad, cuando llegué al consultorio desaparecieron las inflamaciones de venas varicosas. Ya ni le dije de la “gota” que lastima todas las articulaciones de mis pobres huesos. Hasta tuve que dejar de beber cerveza para que no me esté jodiendo el ácido úrico. 147
La medicina herbolaria la descartó desde hace tiempo, aunque en ocasiones ingiere brebajes si alguien se los sugirió con cierto conocimiento de causa. En la cocina hay más recipientes y frascos con medicinas que cacerolas, ollas o comida. Y en la sala abundan desparramados, por todos lados, libros de medicina y diccionarios especializados en esa materia. Su asistencia con los acupunturistas fue fugaz. La brujería será un último recurso si sigue de enfermizo. Acudió con unos tales alphabióticos que estuvieron a punto de desnucarlo con sus quiroprácticas de tronar el cuello con la técnica que lo hacen algunos matones del celuloide. Dizque le iban a alinear y balancear como si fuera automóvil la columna vertebral. Ser hipocondríaco empezó hace muchos años cuando acudía con demasiada frecuencia al consultorio médico para conseguir incapacidades y justificar su ausencia en el centro laboral. Se hizo un experto en la actuación teatral de sentir tal o cual dolor y obtener el papelito con el membrete y sello de la institución y la firma del médico. Se consolidó en un holgazán y charlatán. Con el tiempo fue presa de sus propias mentiras y terminó en ser un obsesivo hipocondríaco, sin saber que lo era. Terminó por enfadar a todos quienes le rodean, propios y extraños, su plática por lo común gira en torno a enfermedades y remedios para las mismas. Por ahí, en el cuarto de los tiliches, guarda el bastón, la andadera, una faja con varillas, otra sin varillas, una silla de ruedas, un colchón especial, un collarín, un sillón para masajes y otros objetos ortopédicos y de todo tipo. Incluso algunos inventados por él. Se justifica si le preguntan sobre tanto equipo médico: Es por si se ofrece usarlos, uno nunca sabe con tanta enfermedad y accidentes. Por cierto, debo revisar que el tanque de oxígeno esté surtido; en la última arritmia cardíaca que tuve estaba vacío y casi me lleva la pelona. Obtuvo su ansiada jubilación laboral, como si fuera merecedor de ella. Al año, según consta en su expediente personal de la oficina de recursos humanos, obtenía hasta 54 días de incapacidades médicas, una por semana. Recién jubilado de su trabajo, cuando además estaba gestionando una pensión económica gubernamental adicional, empezó a enfermar, pero esta vez sí de verdad. Chavita fue al médico familiar que le correspondía en la institución pública. Dijo que todo le dolía, pero aquella fábula de Pedro y el lobo le quedó ni mandada hacer. Languideció de manera rápida ya que le dio no se sabe qué enfermedad. Cómo saberlo. Los médicos no acertaban en sus diagnósticos con tantas y tan graves “enfermedades” que le habían aquejado al menos en los últimos diez años. Lo mismo podía ser el páncreas que el hígado, o la próstata o quién sabe. Tenía sesenta y tres años, pero 148
aparentaba al menos ochenta. Le empezaron a hacer todo tipo de análisis clínicos, algunos muy dolorosos e incómodos. Empezó con problemas de respiración, perdió el apetito, las arritmias cardíacas se repetían. Quedó postrado en cama bajo los cuidados de un sobrino candidato a ser su heredero universal. Se rehusó a internarse en la clínica de gobierno donde había pasado tantos días. Una mañana Chavita amaneció bien tieso y con los ojos muy abiertos, como cuando alguien se asusta o se admira de algo. El sobrino, un joven de veinte años que dormía en la misma habitación, no hizo el menor esfuerzo por reanimarlo y entre dientes dijo: Qué bueno que ya descansas, tío, sufriste tanto en tu vida que es tiempo te liberes del dolor. Y de paso también descansamos nosotros. Ya era tiempo. El médico de cabecera que lo había atendido en los últimos años sin mucho pensarlo diagnosticó la causa del deceso: Murió de todo un poco.
JUAN IRIARTE MÉNDEZ
México
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