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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4
NRO 46 — diciEMBRE 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE NO ERAN TRUENOS
ANDRÉS GUSó 9
UN FRAGMENTO EN DONDE YO LO QUIERO A ÉL VALENTINA CAYETANO KELLY 13 TRANSFERENCIA
ZACARÍAS ZURITA SEPÚLVEDA 21
DE MOMENTO
PLÁCIDO ROMERO 24
EL HOMBRE QUE FLOTA
ROGER LUIS CHICO
CABARCAS 26 LA MUCHACHA DE ARRIBA
MÓNICA MARCHESKY 29
LOS TOMATES PERITA NOVIAZGO DOBLE TRAGEDIA CITA MÉDICA
GUSTAVO VIGNERA 32
KALTON BRUHL 37
MARÍA CRESCENCIA CAPALB0 39
MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA 44
FRITZ (UN CUENTO DE HADAS)
DANIEL FRINI 49
ESCUCHA INVOLUNTARIA OSWALDO CASTRO ALFARO 56 UN OLVIDO ENTREABIERTO
EDITH CARRIL 60
FIN DEL JUEGO SEÑOR HOLMES
XIMENA R.
MOLINARI 63 EL POLICÍA Y EL DIVÁN (PRIMERA PARTE)
CARLOS
M. FEDERICI 70 BUENA GORRA
LORETO DI MASCIO 82
LA CARRETERA UN EPÍLOGO
RUBEN VALIENTE DOMÍNGUEZ 87
CAFÉ PARA DOS LA CARTA
AMALIA FUINO 85 JOSÉ A. GARCÍA 91
EDWARD A. VARGAS PERILLA 94
EL SACRIFICIO
YOLANDA SA 97 5
PREJUICIO
OSVALDO VILLALBA 100
EL SEÑOR DE LOS MANDADOS
NANCY AGUILAR
QUINTER0 103 VAYA FESTEJO
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 106
EL CAMINO AL ÉXITO
LORENA VICTORIA NORIEGA
FLORES 109 INFLEXIÓN
ANTONIO A. HUELGAS 114
LA FAN DUENDE
IÑAKI FERRERAS 116
ISABEL ANTELO ROMERO 121
BUEN SERVICIO
WALTER VELÁSQUEZ MENDOZA 125
USURPACIÓN METAMORFOSIS
CLARA GONOROWSKY 129
JULIO VILLARREAL GAVIRONDO 134
LO QUE RESTA DEL DÍA ALGARABÍA ELIS
JULIO PAZ Y VADALÁ 136
JESÚS ANTONIO PEYRANO LUNA 139 MARVIN VERA GODOY 142
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N
o eran truenos. No era una tormenta. El cielo estaba despejado y de un azul luminoso. Aquel estruendo no podía ser otra cosa que bombas. Bombas alemanas o bombas rusas. O ambas. La última vez que las gemelas bajaron al pueblo a por provisiones
para la granja, hará ya una semana, no se hablaba de otra cosa: del avance ruso. Y del retroceso alemán, también, pero con la boca pequeña. La inimaginable derrota, hace apenas un año, cuando Hans, su hermano mayor, les comentaba por carta el avance victorioso de las tropas germanas sobre suelo soviético, se había transformado hoy en previsible. Máxime cuando, hace un mes, vinieron a buscar a Ludwig, el pequeño — apenas diecisiete años recién cumplidos—, para que se uniera a las juventudes hitlerianas y marchase al frente polaco a defender el suelo patrio. «Que estos comunistas ateos no profanen nuestras iglesias, ni nuestra tierra, con sus botas y sus abrigos y sus gorros de piel de zorra», les arengaban los jefes nazis. Se habían quedado ellas dos solas al cuidado de la granja y de su anciano padre, quien apenas podía ya valerse por sí mismo. Las gemelas se encargaban de todo: alimentar a los animales —unas pocas gallinas, cuatro cerdos y un par de vacas—, y de sembrar y recolectar patatas, básicamente; unas cuantas coles, algunos calabacines y escaso brócoli. Nada más daba ya aquella granja, antes de la guerra la más productiva y ahora la más estéril. Habían escuchado historias terribles sobre los rusos. Sus vecinas comentaban aterrorizadas las violaciones y posterior asesinato, una vez saciados los soldados rusos, de muchas polacas. Jóvenes y no tan jóvenes. No hacían ascos a ninguna y ninguna se libraba de una muerte, con suerte de un balazo, lo habitual: degolladas para así ahorrar munición. Ellas no querían pasar por eso. Hertha y Grete pergeñaron un plan: no las iban a encontrar. Primero pensaron en huir, pero no podían irse sin su padre y tampoco acarrear con él. No les quedaba otra que esconderse, emparedarse si hacía falta. Habían oído historias sobre judíos que se ocultaban de los nazis en falsos armarios o en falsos techos. El rumor de las bombas cercanas las espoleó. Levantaron las tablas del suelo de la habitación de su padre. Únicamente las que estaban justo debajo de la 10
cama de matrimonio. Por allí accederán al sótano a partir de ahora. Como engaño tapiarán la actual puerta de entrada al mismo con ladrillo y cemento. Luego colocarán una alacena delante y rezarán para que los rusos no sospechen. Los ladrillos los sacarán de la antigua caballeriza, cuando en los buenos tiempos criaban caballos. No necesitarán muchos. El problema será el cemento. Tendrá que ser con ceniza y arena del cercano río. Quemaron, durante dos días completos, la leña que tenían guardada para el invierno. Utilizaron la chimenea para obtener la necesaria ceniza. Nadie se extrañaría de ver el humo escapar por la chimenea pues ya hacía frío. Además sus vecinos iban a lo suyo. Seguramente también ellos estarán ocultándose de los rusos, pensaron. Tapiaron la antigua entrada al sótano. La camuflaron con la alacena. Instruyeron a su padre de lo que debía hacer y decir cuando llegasen las tropas rusas o las británicas o las americanas, ya no sabían, a ciencia cierta, quien les iba a invadir finalmente. Su padre no debía esconderse, ni él quiso tampoco, ya que no sería creíble una granja con animales y labranza sin personas. Podría decir que sus hijos murieron en la guerra, que enviudó hacía poco y que hacía lo que podía para ir tirando con la ayuda de algún vecino caritativo. Todo esto les diría si le daban opción a explicarse y si alguno de aquellos brutos paganos hablase su lengua. El padre fue en busca de su pistola, guardada bajo llave desde el tratado de Versalles. No eran truenos. No era una tormenta. No eran bombas, tampoco. Oyeron perfectamente un ruido de motores a lo lejos. Acercándose despacio. «Carros de combate», les dijo su padre. Combatió en la primera guerra mundial, suboficial de caballería, y aunque los tanques eran mucho más pequeños y lentos, eran igual de ruidosos. Un sonido inconfundible: agudo y seco y continuo. Las gemelas lo prepararon todo a la carrera. Todavía no se habían pertrechado con viandas suficientes, pensaron erróneamente que podrían subir y bajar a por ellas a voluntad. No cayeron en que los asaltantes podrían permanecer una semana o más, refrescándose para un nuevo combate, para continuar hacia Berlín, su ulterior objetivo. Grete se situó a la entrada del sótano, bajo el catre, recogiendo todo el avituallamiento que su hermana gemela le iba pasando: conservas, agua, judías, coles y patatas, tres sacos. Una olla y una sartén. Cuchillos y tenedores y cucharas. Poco más. 11
El sonido de las cadenas de los carros de combate bajando por la colina hacia el valle parecía adueñarse de la casa. No les quedaba más tiempo. Su padre les entregó su Parabellum P08. Bajaron al sótano con ella. Poca defensa será para tanto soldado, se dijeron. Las paredes temblaron a causa del traqueteo constante de los tanques, ahora a menos de veinte metros. De repente cesaron el sonido y el temblor. Los sustituyó un zambombazo: un tiro de advertencia a los posibles moradores. Volaron parte del techo del granero, que comenzó a arder. El anciano señor Schulz se asomó a la puerta de la casa con las manos en la cabeza y tambaleándose al no usar su bastón. Dio dos pasos y se apoyó en uno de los pilares del porche para no caerse. Le apuntaron con sus kalashnikov. Mantuvo con dificultad las manos en alto y la verticalidad. Varios soldados soviéticos, comandados por un sargento, irrumpieron en la casa, repartiéndose por todas las estancias a tropel. Buscaban mujeres y comida. Removieron mesas y sillas. Por fortuna no movieron las camas, pero tanto catre delataba la presencia de al menos cuatro personas, además del anciano. El sargento chapurreaba alemán y le preguntó por el resto de los habitantes de la granja. «Todos muertos: cuatro hijos en la guerra y mi mujer de pena», le contestó escueto. No pareció convencido el ruso. Gritó: ¡sobaki! Al poco aparecieron dos soldados con sendos perros siberianos, que inmediatamente comenzaron a olisquear por todos los rincones. Se detuvieron los laikas de Siberia en la habitación principal, ladrando repetidamente y tirando de la correa se abocaron bajo la gran cama. Ambos perros rascaban y ladraban sobre las tablas del suelo. Entre cuatro soldados retiraron la cama. Los canes persistían en gruñir y ladrar. El sargento mandó levantar las tablas. Sonó un disparo. Provenía del suelo que pisaban los invasores. Luego otro. Los soldados montaron sus armas y se cubrieron tras los muebles y tabiques. El señor Schulz se arrodilló y prorrumpió en un llanto intenso y desconsolado. Los perros callaron.
ANDRÉS GUSÓ
España
Página web: www.guso.es 12
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E
l viernes lo invité a X. al cine. Me dijo que sí. Fuimos y compramos unas birras en el chino. Las tomamos adentro del cine. Vimos la película “Alanis”, la que dirige la tutora del guión de E. que trata sobre una prostituta que quiere ser
prostituta y tiene un hijo de un año y medio. A mí me identificó por ser niñera de Pedrito. Los niños de esa edad hacen todos lo mismo. Pero el bebé de la película, a diferencia de Pedrito, es hijo de una piba que queda en la calle por laburar de prostituta, porque los policías le entran a la casa y le rompen todo, y el pibe que les alquila el departamento decide dejarlas afuera, a ella y a su amiga, que también es prostituta, pero no tiene hijos y por eso, a esa, se la llevan presa. Estuvo buena. Me gustó, sobre todo, el debate posterior que se generó. Porque me encontré en la fila del baño y había una trans que decía que a ella no le había gustado la película porque ella también era una puta y que la película no mostraba lo que realmente pasa cuando se labura de puta. Yo pensé que la trans buscaba que se melodramatice su situación y eso no me pareció muy copado. Al lado mío, una señora me preguntó si habíamos ido a ver “Alanis”. Sí le dije. Y me preguntó de qué trataba. Le respondí: Es una prostituta que quiere ser prostituta y tiene un hijo. Pero, ¿es puta o prostituta? La miré. Una chica detrás de la señora me miró a mí y se río. Yo volví a mirar a la señora. No sé cuál es la diferencia, más bien, directamente, no uso la diferencia si para usté existe. La chica detrás de la señora volvió a reírse y habló: Es lo mismo, señora. Yo miré a la señora y quise saber cómo las diferenciaba. Bueno, puta es la que... la que no quiere trabajar y prostituta es la que está bien, y lo toma como un trabajo más. Entonces la puta es la denigrada, bajo sus conceptos. Exacto.
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La chica de atrás me miró y volvió a reírse. Yo me di vuelta esperando que la que había entrado al baño adelante mío ya hubiese terminado con su estadía dentro del trono. Pasé y salí. X. me esperaba afuera. Me dijo que tenía hambre, le pregunté si quería que fuésemos a comer a alguna pizzería de Corrientes. Me dijo que no y me preguntó si había ido, alguna vez, al Señor Duncan. No. Bueno es un centro cultural ¿estás para caminar? Vamos. Emprendimos el viaje charlando sobre las mujeres que laburan de prostitutas. Él me contaba que había ido con los chicos a una fiesta que organizaban las pibas de AMMAR porque Toti había salido con una de ellas que había conocido por Tinder. ¿Toti sigue usando Tinder? Sí, completamente, fiel militante de Tinder. Y a Toti le encantó cuando se enteró que la chica era de AMMAR. Sí me dijo X. Y después me contó que fueron todos a la fiesta. Yo pensé entonces que no solo a Toti le había excitado de una manera especial que estás mujeres fuesen de AMMAR. Creo que por esto es que X. quiso venir a ver la peli conmigo. Porque era ESA peli. Me preguntó mi opinión sobre el tema y le dije que estaba a favor de todo lo que desestigmatice al sexo. Que todos podamos coger donde queramos y como queramos y con quien queramos porque el sexo hace bien y me encanta, pero que, recibir guita por hacerlo, me resultaba un poco raro, me hacía pensar en que mis agujeros, aquella parte a la que el capitalismo no había llegado tan de lleno, se verían alienados de lleno. Y eso me generaba tristeza. (Más tarde leí un escrito en el que se criticaba a esta postura considerándola religiosa, católica. Señores, yo entiendo perfectamente el concepto de culpa, perdón y toda la sarta de cosas que ya no funcionan. Pero que quiera cuidar mi cuerpo, desde una postura de que es mío, no me somete a ser una católica. Y queriendo cuidarlo no significa que no coja, significa que no lo cambio por algo tan desagradable como el
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dinero. Y yo soy yo. Y que cada unx haga lo que se le cante). Después hablamos de cómo afecta todo esto a la trata de personas. Yo le pregunté: El viejo desagradable que nadie se quiere coger, ¿a dónde va si quiere garchar? A la trata me respondió X. Estuvimos de acuerdo con que sigue siendo debatible pero llegamos al Señor Duncan y pedimos unas pizzas y más birra. ¡Ah! Me olvidé que durante el cine me tocó la pierna cuando quiso que lo deje pasar para ir al baño y también cuando me pasó la birra.Tenemos esto de que todavía sentimos que cada contacto fue algo más en un pasado no tan lejano. O por lo menos eso me genera a mí nuestro tacto. En Señor Duncan nos encontramos con un amigo de él que se parecía a Rodrigo de la Serna. Hablaron de música y pianos. Yo escuchaba curiosa y no dejaba de pensar en qué parecido a Rodrigo de la Serna era el pibe. El amigo me incluía en la conversación. Hablamos un rato largo de si estábamos en la AFIP o no. El amigo decía que a él, los alumnos le deben guita. X. aprovechó para acordarse de que también él le debía guita. Ofreció pagárselo en ese momento. Me miró: ¿Vos me bancás? Yo le dije que sí pero pensé en que solo tenía cuatrocientos pesos en la billetera y en cómo se había disparado la economía del país en tan poco tiempo. El amigo, pensando en que era una cita y probablemente sorprendiéndose de que X. me pidiera que yo pagase, dijo que no se preocupara, que se lo pagara el martes. X. insistió una vez más pero el otro volvió a negarse y siguió hablando Muchos me pagan por internet, con el celular, entran en su cuenta en el banco y me pagan. X. respondió que él no era parte de todo eso pero que también le pasaba que algunos alumnos a veces llegaban tarde a la clase porque tuvieron que pasar por el banco a sacar la guita. Yo critiqué al sistema poniéndome del lado de X. para terminar diciendo que igual yo era monotributista pero que no lo usaba y que me lo había hecho para poder tener el departamento o porque mi vieja negreó algo con todo eso. X. dijo: Ah bueno, al final el único que no está metido soy yo. Y seguro se sintió orgulloso.
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Al rato el amigo se despidió y volvió a su mesa. Vino otra amiga de X. y de su amigo y nos saludó. Se quedó menos tiempo que el otro. Después se fue y nosotros terminamos nuestros segundos vasos de cerveza (ya habíamos tomado dos litros en el cine) y salimos porque X. quería fumar. Afuera, yo también quise fumar. Y seguimos hablando hasta que decidimos empezar a caminar. Pasamos por otra plaza enrejada y le dije que saltáramos la reja y nos metiéramos adentro. Creo que mi propuesta le pareció infantil pero no me dijo nada de eso. Solo negó, me dijo que quizás en la garita de dentro de la plaza había alguien y que mejor busquemos una sin rejas. Llegamos a Ladran Sancho. Entré emocionada pensando en escuchar una banda que tocara cumbia pero adentro solo había mucha gente y una banda desarmando. X. me miró, me hizo una seña muy rápida y salió inmediatamente. Yo lo seguí. Afuera me dijo que no tenía ganas de estar ahí y me señaló un barcito más tranquilo. Fuimos. Pedimos una birra y nos sentamos en una de las mesas de afuera. Le mostré con el celular los dos cortos, el del súper 8 para que oyera la música que le había inventado, y el de los millennials. Cuando terminó con el segundo, volvió a decirme que no le gustaban las letras en medio de la pantalla. Ninguno de todos los escritos que pongo en medio de las imágenes le gusta. Empezamos una discusión sobre si, como artistas, deberíamos pensar en el público al que llega el material. Yo decía que las letras me ayudaban a exponer mi punto de vista, me faltó contarle que lo que quise hacer con el corto era un filmensayo. Él insistía en que yo debería dejar de buscar el reconocimiento, que justificar la obra por la respuesta que va a tener, es prejuiciar al público desde mi propia mirada medioclasista de solo una pequeña porción de la sociedad. Me ofendí. No opinaba así. Él se paró y se fue al baño. Volvió. La birra se había terminado y quisimos irnos. Hacía frío, me ofreció su campera, le dije que no. Me preguntó si me había quedado mal con la conversación. Un poco, porque creo que estás malinterpretando mis palabras o soy yo que debería usar otras para hacerme entender. No sé, puede ser. De cualquier manera, si es eso último, no pasa nada porque podés cambiar las palabras, y si no, igual también podemos no estar de acuerdo en todo. 17
En el camino a mi casa encontramos una plaza sin rejas. Le dije que tenía medio porrito y decidimos entrar. El medio porrito era menos que medio pero nos alcanzó para una seca cada uno. Él me preguntó si no prefería seguir caminando. Le dije que bueno y mientras miraba los edificios le dije que uno de esos era el departamento donde nos habíamos encontrado en año nuevo. Tardó en acordarse. Me dijo que tenía hambre, le dije que podíamos cocinar algo en el departamento si quería subir. No me respondió. Llegamos a la esquina, se detuvo y me miró: Che, guacha, yo mejor me voy a casa. Le sonreí y le dije que no había problema. Lo abracé un rato largo. Me alejé. Él me miró a los ojos, yo le agarré las manos. Che, que bueno que podamos vernos me dijo. Yo volví a abrazarlo. Procuré tocar, con mi cachete, la piel de su cuello y lo logré. Me fui. Llegué al departamento y le mandé un mensaje: “Ey, vení y nos dormimos abrazados sin que pase nada.” Me respondió al rato, de hecho, vi el texto al día siguiente, un mensaje que decía: “Ya estoy en el 152, pero me comprometo a ese desafío para seguir cultivando la mutua madurez emocional”. El sábado me levanté con dolor de cabeza por fumar cigarrillo. Yo no fumo cigarrillo. Pero logré reescribir el guión de Ceci y pasar a compu las ideas de la serie con los pibes. Me fui para lo de D. y garchamos toda la tarde. Hicimos un brownie loco y nos fuimos para lo de T. que festejaba su cumpleaños. Vi a varios de los chicos del colegio. S. estaba más gordo y había caído con la novia y el bebé de cinco meses. Pensé en que el bebé había sido un hermoso accidente. D. estaba antisocial, me dijo que no le interesaba hablar con nadie. Se nota que tiene mucho miedo. Se siente inferior, no sabe sociabilizar. Le dije, después, cuando nos fuimos, que su tema era la vergüenza. No dejo de pensar en que su solución está en hacer teatro pero quizás me esté equivocando. Al día siguiente cocinamos ñoquis y me volví al departamento. Reescribí mi guión de largo y se lo mandé a la directora y a mi tutor. Le mandé un mensaje a N. preguntándole si la obra de teatro la pasaban el 18
domingo que viene. Me dijo que sí y le dije que, entonces, iba el otro porque sino iba a tener que andar corriendo. Me preguntó si más tarde, no quería ir al cine. Le dije que podía ser pero vi que no había nada que me interesase pero que el jueves se estrenaba Zama de Lucrecia Martel. Me dijo que esperáramos al jueves. Al rato, mientras me cortaba un pedazo de queso, seguí pensando en la conversación con X. y le mandé: “Ya sé lo que me pasa con el punto de vista que proponías en la discusión en el segundo bar. Me parece un poco egocéntrico. No sé, como crear una obra desde el interior de uno mismo, sin estar pensando en que otro la va a recibir pero presuponiendo que, si es sincera desde el interior, entonces va a ser una obra que valga la pena... no sé. Eso, lo sigo pensando. No me acuerdo si te lo había manifestado así. De cualquier manera, estoy segura de que la próxima vez no fumo porque, más la birra, me levanto con la cabeza hecha un quilombo.” Respondió: “Pensarse a uno mismo en tercera persona como espectador me parece mucho más enriquecedor e ilimitado que pensar en la idea prefabricada de las reacciones de un público dado y en cuyo prejuicio se lo está subestimando alevosamente. Básicamente siento que es ponerle un techo a la obra y muy bajo. Si eso me hace egocéntrico, entonces arriba el ego.” Le respondí: “Puede ser. Un poquito. Pero si yo pienso en un público, pienso también en lo que me gustaría ver. Y eso siempre es lo inesperado, la forma distinta.” Me puso: “Si, de ahí a donde quieras y hasta donde se te ocurra. El error para mi es justificar la obra con supuestas reacciones de quienes vayan a apreciarla. La próxima lo debatimos hablando y vos sin mezclar drogas.” Hoy fumé porro acá mientras Pedrito dormía la siesta. Y cuando le iba a dar yogurt para que comiera, se largó a llorar porque se lo saqué de la mano para ir a buscar la cuchara. Me puse a pensar y le mandé a X.: “Boludo, disculpá que insista pero el bebé de año y medio que cuido es súper egoísta por ser bebé. Creo que hay una relación intrigante (para no decir interesante y no caer en inconsciencias del capitalismo) en todo esto. Podríamos escribir un ensayo. No puedo parar de pensar pero ya me calmo. Hablamos en persona mejor. Buen día”. Me respondió con el ícono de un detective. Quizás me emocione demasiado. D. me mandó un mensaje que decía que había pensando en pasar a verme 19
porque quería comerme la boca. Le dije que eso era un ataque de amor y pensé en ponerle “merengue” para que se acordase de que no íbamos a traspasar la línea de garchar y just that, pero me contuve. Me respondió: “Deseo, más que amor.”
VALENTINA CAYETANO KELLY
Argentina
Instagram: @valecayetanokelly Facebook: www.facebook.com/valentina.kelly.180 Página web: www.sanquirinoestudio.com.ar
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l llegar, lo buscó con la mirada y lo encontró casi de manera inmediata. Sabía dónde podía encontrarlo. Caminó los pocos metros que les separaban y se sentó frente a él. Buenas tardes. Dijo seriamente. Buenas tardes Señor. ¿Cómo está?
¿Bien y usted? De salud bien, pero un poco triste. Otra vez mi hijo no ha venido a verme. Ya son más de las dos de la tarde y no lo he visto. Él es muy puntual así que probablemente no vendrá. ¿No vendrá? Pero si usted parece ser tan simpático respondió él mientras una lágrima rodaba lentamente por una de sus mejillas. Usted sabe como son los jóvenes de hoy. Se olvidan de sus padres, más aun si son viejos como yo. respondió mirándolo fijamente a la cara. Usted se parece bastante a él. Hasta podría imaginar que son hermanos gemelos Agregó mientras levantaba su dedo índice. Entonces debe ser un hombre muy apuesto ambos rieron. Si se parece a mi podría decir que lo he visto por acá. Quizá ha venido. Iré a mirar si se encuentra en la cafetería. Se lo agradecería bastante. Llevo varios días esperándolo. Quiero saber sobre mi nieta menor, la de cinco meses. Debe estar linda esa niña. Tiene los ojos iguales a los de mi esposa, verdes como uva. Ella era hermosa, como actriz de cine de los sesenta. Sinceramente no sé cómo se fijó en un tipo como yo. ¿Tuve mucha suerte verdad? Quizá respondió el hombre tomándole la mano al anciano mientras intentaba no llorar. ¿Le sucede algo? Lo veo con lágrimas en sus ojos. ¿Se siente bien? Estoy bien. Es por culpa de la primavera. Los alérgicos sufrimos mucho en esta época del año. Además he olvidado los medicamentos que me recetó el doctor en casos como estos. Mejor iré a buscar a su hijo. El hombre se levantó llorando y al cabo de unos minutos regresó con dos
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vasos de café. Hijo, que alegría que vinieses. Siempre puntual y con un café para tu padre dijo el anciano sonriendo sin recordar que le había visto hacía tan solo dos minutos atrás. Hola Papá. Tanto tiempo sin verle replicó con las voz algo quebrada intentando regalarle una sonrisa. Aquella fue una hermosa tarde para ambos. Disfrutaron de una charla que se extendió por más de tres horas. Parecía que la memoria del viejo se renovaba con cada palabra que su hijo profería. Recordaron las travesuras que ambos realizaban cuando el hombre aun era niño, como así también el verano en que aprendió a nadar en el campamento escolar donde sufrió el accidente que casi lo dejó parapléjico. El anciano sonreía con cada frase que su hijo hablaba sobre su nieta y se alegró enormemente cuando supo que sería abuelo otra vez. Al finalizar el día, cuando llegó el momento de despedirse, le dio un beso y un gran abrazo a su padre. Sabía que en una semana más volvería y pasaría por el mismo proceso: un café para que le recordara, hablar de los mismos temas y que le olvidara hasta la semana siguiente. Mientras conducía camino a su casa, resonaban en su cabeza las palabras de su padre el día que optó por no transferir sus recuerdos a una réplica sintética de él, tal como lo ofrecía el gobierno de forma gratuita para evitar perder ciudadanos. Soy un humano tradicional, de los que mueren indagando en su memoria los capítulos vividos para repetirlos las veces que sean necesarios. Ahora el Alzheimer había borrado hasta el día en que decidió tomar esa decisión.
ZACARÍAS ZURITA SEPÚLVEDA
Chile Twitter: @zzurita ; @cifi140chile
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S
e acerca una mosca. Me pica. Luego otra y otra. También me pican. Hay siete u ocho moscas alrededor cuando regresa Luis. Las aparta. Me preguntaba a dónde había ido. Ahora lo comprendo. Buscaba una pala. Así que lo tenía preparado. Comienza a cavar. Al principio lo hace con ganas, pero pronto se cansa. Siempre igual;
nunca pone todo su empeño en nada, ni en el trabajo, ni en nuestra relación. En nada. El agujero es minúsculo. Estoy por decirle que cualquier bicho podría desenterrar el cuerpo sin mucho esfuerzo y que podría encontrarlo cualquier paseante. Sin embargo, me quedo en silencio. Cuando regresa al coche, me voy con él. Conduce de una manera peligrosa. Pone la radio. Escucha horrible música rock. Sabe que no la soporto. Menos mal que la acaba quitando. Da vueltas por el Bulevar. Acaba aparcando en una línea amarilla. Y luego me dice que nunca lo hace. Bueno, ya verá; en una semana le llegará la multa. Y todo por ahorrarse unos pasos. Y, a todo esto, ¿dónde va? Va al Mombasa. Pide un gin-tonic. Enciende el móvil y escribe algo. Me acerco por detrás. “Esta noche podemos vernos. Te espero en el Mombasa”, ha escrito. Es un guasap para una tal Teresa. ¿Teresa? Nunca me ha hablado de ella. Envía el guasap y se echa un largo trago de gin-tonic. Pide otro. No se ha dado cuenta de que tiene sangre y barro en el pantalón. La noche va a ser divertida. De momento, decido quedarme.
PLÁCIDO ROMERO SANJUÁN
España
Blog: Placidario.blogspot.com Twitter: @PlcdRmr Ilustración:
ABRIL CORTÉS SUÁREZ
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a noche los había alcanzado rápido en una conversación eterna. Mamá, el hombre que flota dice que mientes. También dice que está aquí por ti. Marta sintió como se erizaba su piel al escuchar las aterradoras palabras de su hijo. El hombre que flota no era alguien visible para
ella, solo su hijo de seis años, Sam, podía verlo y escucharlo. Sin embargo, ella sabía que era real. No todas las cosas visibles son reales, pensaba. Tal vez mi hijo tiene un amigo imaginario o por alguna razón la naturaleza lo ha dotado de un don especial. —Dime, Sam. ¿Ese hombre que flota es malo? La pregunta surgió de la nada, aunque realmente era producto del interés de Marta por saber más respecto al ser al que ella no podía ver. Tenía miedo, pero no por ella. Su instinto de madre la obligaba a creer que su hijo, a pesar de todo, estaba corriendo un riesgo notable. —No lo es —respondió Sam— Él solo te sigue a todas partes. Marta abrió los ojos de par en par. ¿Qué era todo aquello? ¿Acaso aquel ser se trataba de algún espíritu malvado o quizá era simplemente su ángel de la guarda? —Sam… ¿Ese hombre te ha hecho daño alguna vez? —No, no. Él no hace nada malo, mamá. A él le gusta jugar conmigo. Anoche jugamos a matar cucarachas, pero yo no quise jugar más porque dijo que tú eras la reina y que si yo te mataba entonces ganaría el juego. Yo no quiero que mueras, mami. Marta se estremeció y envolvió a Sam en un apretado abrazo. Ahora estaba segura de que aquello no era un ángel, o por lo menos no uno bueno. —Mami, el hombre que flota está detrás de ti y está diciendo cosas. Marta no lo liberaba del abrazo de serpiente como solía llamarlo. Pero sus ojos estaban perplejos y su cuerpo temblaba agresivamente. —¿Qué dice… Sam? —la pregunta fue casi inaudible para el pequeño. —Mami, El hombre que flota está enojado... ya no me gusta. Él no quería que yo te hablara de nuestros juegos. ¡Vete hombre que flotas! ¡Vete! Ya no quiero ser tu amigo —El pequeño se aferró a la espalda de Marta y apretó los ojos mientras repetía una y otra vez la palabra “Vete”. Marta giró lentamente su cabeza, con la esperanza de no encontrar nada detrás suyo y, para su desgracia, lo que vio la paralizó del miedo. Era un hombre alto, de tez 27
pálida y ojos completamente negros. Tenía el ceño tan fruncido que las arrugas que formaba entre sus cejas parecían heridas profundas. No sonreía, algo maligno había en aquel ser que carecía de piernas y cuya figura estaba únicamente compuesta por tronco, brazos y cabeza. Su piel daba la impresión de estar putrefacta y su boca era una sonrisa perfecta al revés. —Maldita, maldita, maldita… El espectro la maldecía sin reparo alguno y su voz era como un estruendo compuesto por muchas otras voces, áspera, cansada, agonizante, terrorífica. Marta recibió un impulso repentino que la armó de fuerzas para cargar a su hijo y correr despavorida del lugar. Mientras corría nunca miró atrás, para ella solo existía la necesidad de correr por doquier, correr sin detenerse, correr aunque no tuviera rumbo alguno. Pero tal vez a un par de kilómetros o menos, Marta fue doblegada por el cansancio y se detuvo. No hablaba y Sam solo lloraba al ver el terror dibujado en el rostro de su madre. Cuando Marta lo bajó de sus brazos, este la miró con aquella inocencia que precede a una importante pregunta. —Mami, ¿Por qué corremos? El hombre que flota fue más veloz que tú. Mira —y levantó su brazo para señalar hacia un arbusto lejano. Ahí estaba, esta vez sonriente. Pero su sonrisa no era para nada amistosa, más bien era una transfiguración de su naturaleza, un gesto forzado, fingido. Marta empezó a gritar entre sollozos y de imprevisto, cosas que Sam no podía entender. —¡Vete! ¡Merecías morir! ¡Déjanos en paz, deja a nuestro hijo en paz! ¡Jamás vuelvas a aparecerte ante nosotros, desgraciado! ¡Merecías lo que te hice! El espectro, en un frenético movimiento facial, respondió con un profundo y estruendoso “No”, que acalló la voz de Marta y provocó que Sam cayera al suelo desmayado. Después del acontecimiento Marta y Sam han tenido que aprender a convivir con la maldad materializada en el hombre que flota. La muerte los persigue desde entonces, puesto que cada persona a la que alguno de los dos le comenta respecto al espíritu muere fatalmente.
ROGER LUIS CHICO CABARCAS
Colombia
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En la noche no consigo dormir. Para comprender las cosas, es preciso reflexionar sobre ellas. Lu Sin
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uando se mudó aquel infernal día de calor al tercer y último piso del condominio, pasó a ser la muchacha de arriba. La vi mudarse. Pocos muebles, algunos utensilios de cocina y cajas marcadas como ropa. Nunca me registró como el portero; bueno, nunca me registró como nada. Yo era el holograma que estaba ahí,
porque tenía que estar, pero lo cierto es que seguía todos sus horarios, de puro aburrimiento nomás. Así supe que no tenía mascotas, que vivía sola, que le gustaba abrir las ventanas de par en par. Que iba a la feria con un sombrero y unos lentes de sol que le cubrían parte de la cara. Que por lo visto le gustaba leer porque siempre que salía o entraba tenía un libro en la mano. Un total misterio para mí. Tendría unos cuarenta años, aunque nunca le sé con certeza la edad a una mujer. Yo, jubilado, como me aburría, tomé por un tiempo este trabajo de portería, total, nadie me esperaba en casa. Lo cierto era que me había obsesionado con esa mujer, le puse un nombre: Virginia, porque sí, porque para mí tenía cara de Virginia. Decidí hacerme notar. Le hablaba cuando la veía pasar, le daba el pronóstico del tiempo, le abría la puerta, hasta llegué a ponerme ropa de colores llamativos, pero nada. Su mutismo era total. Un día se me dio por seguirla. Iba con una blusa blanca que le caía sobre los hombros desnudos. Tomó hacia la zona del parque, caminó zigzagueando entre el lago y los bancos, como queriendo errar el rumbo. Finalmente se enfiló hacia el pasillo de casas humildes y húmedas, donde es mejor abstenerse de entrar. Estaba oscureciendo: Desapareció en un callejón tenebroso, solo iluminado por una bombilla de luz. La vi pasar por una tortuosa escalera hacia el final, tuve intención de regresar, pero la curiosidad me invadió. Se fueron sumando gritos, insultos, llantos de niños al pasar. Un perro ladró a mi lado y me paralicé. Vi su figura ingresar en una puerta que tenía una luz roja, casi anaranjada que seguramente era un distintivo. En ese momento, mi imaginación estaba solo enfocada en esa luz, en el lugar, que se me antojaba un prostíbulo. No quise hacerme preguntas. Continué en silencio, tratando de meterme en las sombras, ser una sombra más y entonces llegué a la puerta con la luz naranja, una ventana a un lado, abierta, era mudo testigo, miré hacia el interior.
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Una mujer mayor estaba apostada ante una mesa redonda, Virginia sentada delante de ella. La mujer parecía una especie de médium, un turbante oprimía unas motas rebeldes, muy maquillada, con aretes enormes y pulseras, muchas pulseras que a cada movimiento sonaban como cascabeles en la noche. El contraste entre las mujeres era enorme, una caricatura frente a una dama. La mujer tiraba unas cartas, hablaba casi en un susurro, a veces levantaba la voz en un suspiro prolongado. Quise entrar y sacar a mi Virginia de ese lugar, pero de pronto irrumpió a llorar sin consuelo; mi irritación iba en aumento hasta que, sin mediar palabra, depositó dinero sobre la mesa y salió corriendo. Tuve que ocultarme mientras el famoso perro seguía ladrándome sin descanso. La seguí, me tropecé con unos hombres que casi me hicieron perderla de vista. Al que dejé allá en ese lugar fue al maldito perro. Su andar se fue haciendo cada vez más tranquilo, encaminó hacia el puente, la vi reclinarse hacia abajo, la vi subirse a la baranda y saltar al vacío. Corrí desesperado, no daba crédito a lo que había visto, tal vez las sombras de la noche me habían jugado una mala pasada, pero no, allá abajo flotaba una blusa blanca que arrastraba la corriente. Fue inútil todos los esfuerzos por salvarla, la gente se arremolinó a su alrededor, llegó una ambulancia, y finalmente se la llevaron sin vida. En un segundo me quedé sin mi Virginia. Volví a mi puesto de trabajo, como portero del edificio. Nadie sabía nada, no se comentaba nada de lo ocurrido. No pude conciliar el sueño esa noche. A la mañana siguiente la vi, entraba sonriente al edificio con su libro en la mano, su sombrero, y, sacándose los lentes oscuros, me miró, me saludó y me comentó del tiempo a la vez que subía sonriente por la escalera que llevaba al tercer piso.
MÓNICA MARCHESKY
Uruguay
Blog: http://persecucionesdel13.blogspot.com.uy/ Página WEB: http://monicamarchesky.wixsite.com/escritora
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i abuela decía que para una buena salsa había que usar siempre tomates perita frescos. No podíamos usar otro tipo de tomate dado que la salsa, aunque fuese obtenida con esmero, no sería la misma y su sabor no sería auténticamente italiano. Ella les hacía un corte en cruz en la base y los ponía un ratito en agua hirviendo para poder
pelarlos. El ajo y la cebolla no podían faltar, así como tampoco un buen aceite de oliva. Pero todo en cierta forma era reemplazable, menos los tomates perita. Esa noche sería la primera vez que Ángel vendría a cenar a casa y quería sorprenderlo de la forma en que se sorprende a cualquier hombre. ¿Con sexo? No. Con sexo ya nadie se sorprende en esta vida. Mi sorpresa para Angelito era una buena y opípara comida. Ya hacía dos años que me había separado de Julio y esa era la primera vez que invitaba a algún pretendiente al departamento que me había quedado después de un bélico e intransigente divorcio. Había tenido un par de encuentros con algunos ex y también con algunos no tan ex pero sí amigos de la secundaria y de la facultad con los que me había quedado con las ganas, y que las vueltas de la vida y un poco de creatividad en mis búsquedas de Facebook me habían permitido reencontrar. Nada serio, obviamente. Después de quince años de serle fiel al estúpido de Julio no me quedaba otra opción que disfrutar un poco de la vida... y conocer otros miembros que quizá me pudieran sorprender. De más está decir que nada me sorprendió y por eso, cuando Mabel me dijo que tenía un amigo que se había separado hacía un tiempito, con un buen pasar, limpio, con toda la dentadura, con pelo y que además era buena persona, me puse en campaña para conocerlo y tratar de iniciar una relación que se preciara de seria. Ángel y yo nos conocimos en el cumpleaños de la hermana de Mabel. Ella armó todo el circo para que él no se sintiera incómodo con la formalidad de una presentación. Al principio me pareció un poco corto, más bien vergonzoso, pero se lo veía buena gente. Había nacido en Nápoles y era socio en un centro odontológico de esos que hacen implantes dentales, muy reconocido en la zona de Caballito, recomendado por varias de mis amigas que ya habían perdido más de una muela y no por morder nueces. Esa tarde ni siquiera me pidió el teléfono, tuve que hacérselo llegar por medio
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de Mabel con la excusa de que me tenía que hacer un tratamiento de ortodoncia y que quería su eximio asesoramiento para lograr que mi pulcra dentadura lograra el alineamiento que no habían logrado en todos los años de torturas y sufrimiento a los que mi madre me había sometido durante la niñez y la adolescencia. Me llamó y al momento reconocí su tonada europea. La voz sonaba temblorosa y algo insegura. Me dio una serie de explicaciones sobre los métodos más efectivos, y también me recomendó un par de colegas a los que podría contactar de parte de él y que sin duda me harían un precio especial. Cuando ya estaba a punto de despedirse, no tuve dudas y me tiré a la pileta. Le pregunté si sería tan amable de hacerme una revisión general de las piezas dentales. Para mí la salud bucal era fundamental y, de paso cañazo, tendría el pretexto perfecto para volverlo a ver. En el sillón del dentista no me costó mucho llamar su atención, había ido con una blusa que levantaba bastante mis tetas, hechas con lo que logré quitarle al sátrapa de Julio. Parecía ser una buena inversión y no iba a tener otra oportunidad para monetizarla. Esa tarde tendría la oportunidad de descubrir qué tan buena había sido esa inversión. Fue así como empezamos a salir. Fuimos a la ópera, luego a restaurantes italianos, también a ver películas, hablábamos de Fellini, Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Ornella Muti y de toda la cinematografía itálica, la cual googleaba antes de cada encuentro para poder tener algún tema de conversación más allá de sus interminables relatos de extracciones sanguinolentas de molares, premolares, incisivos y caninos, algo que realmente me revolvía el estómago y acentuaba mi terrible fobia a todo profesional con barbijo. Pero era un buen partido y solo por eso había que hacer todos los sacrificios necesarios para conquistarlo, todos, incluso preparar una pastasciutta con la auténtica salsa boloñesa fatta in casa. La tarde elegida reuní los ingredientes, la carne picada, el tomillo, el laurel, el orégano, el aceite, la cebollita, el ajo. Pero olvidé el ingrediente clave: los tomates perita. Mi subconsciente me había jugado una mala pasada. Era jueves, ocho y media de la noche, y la única opción era ir a la verdulería de los chinos de la vuelta. Aún tenía que bañarme, vestirme para la ocasión, plancharme el pelo, maquillarme y preparar la cena que con tanto entusiasmo Angelito estaría esperando. Salí corriendo en chancletas. Por poco no me mato en un resbalón. Lo peor 34
fue encontrar el mercadito con la persiana baja y una faja de clausura que atravesaba la persiana. Mi desesperación alcanzó límites insospechados. Paré un taxi y le pedí que me llevara a la verdulería más cercana. El conductor me miró boquiabierto sin entender nada. —¡Necesito tomates perita! —le grité al imbécil. El tipo empezó a dar una vuelta tras otra sin rumbo fijo, hasta que a la distancia vi un cartel que auguraba la solución a mi problema. Al llegar le revoleé un billete de cien, bajé del auto y avancé a toda marcha hacia el local donde montones de cajones de frutas y verduras (también tomates perita) se ofrecían lustrosos apilados en la vereda. Entré al local. Detrás del mostrador estaba un joven morocho, con ojos azules y un espaldar más adecuado para modelo de ropa interior que para encargado de verdulería. Me miró sonriente y me preguntó qué necesitaba. Fue muy amable conmigo y también le sonreí. Hice las compras, para ese día y para el resto de la semana. Me dio un papelito con la cuenta hecha a lápiz y me fui muy feliz de conocerlo. Volví a casa en otro taxi, subí en el ascensor, entré al departamento y empecé a acomodar las cosas en la heladera. Prendí la hornalla y posé en ella la sartén para empezar con mi salsa boloñesa, pero antes quise mirar el detalle de la cuenta que había guardado en el bolsillo del pantalón. Me di cuenta de que tenía precios muuuuucho más baratos que los chinos de la vuelta y, sorpresivamente, pude ver que también había anotado un teléfono, quizá para hacer delivery, quizá no. Miré el reloj de la cocina. Me latía el corazón intensamente, tal vez por el apurón, tal vez no. Me di cuenta de que ya era muy tarde y tenía mucho por hacer. Tomé el teléfono e hice una llamada: —Ángel, ¿estás viniendo? —fue lo primero que dije. —Si, bellissima. En un ratito estoy ahí —me respondió, ilusionado como un niño. Carraspeé, cerré el gas y le dije: —Angelito, dejémoslo para otro día… no había tomates perita.
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GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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a convivencia con mi novia se ha vuelto imposible. Lanza gritos terribles, tira las puertas y ya ha roto dos vajillas, incluyendo la de porcelana que era de mi madre. Los vecinos se han quejado varias veces y me las he visto de cuadritos para convencer a la policía de que no pasa nada. Ella promete cambiar y controlar su mal genio.
«No soporto que te vayas a trabajar y me dejes sola», me reclama. Le explico que no puedo perder mi empleo, que siempre hay cuentas por pagar. Ella eleva de nuevo el tono de su voz y me dice que no la amo lo suficiente que si lo hiciera no nos separaríamos nunca. Yo me quedo callado. Mi silencio la exaspera todavía más. Me siento asfixiado, como si las paredes del apartamento fueran una mortaja. Le digo que me marcho a la oficina y me responde lanzándome el último vaso que permanecía intacto. Mientras bajo las gradas recuerdo que no siempre fue así. Al principio tenía un carácter dulce. El tono de su voz me iluminaba la mirada durante mis regresos y conversábamos durante horas sobre cualquier cosa. Sin embargo, con el tiempo fue volviéndose más posesiva. Me siento triste, pero debo reconocer que nuestra relación ya no tiene remedio. Necesito encontrar ayuda y consejo. Vuelvo a casa antes del mediodía. Le he pedido el día libre a mi jefe. Estoy decidido a librarme de mi novia. Abro la puerta. «Pase, padre», le digo a mi acompañante. Yo entro después y empujo la puerta con el tacón de uno de los zapatos. Los objetos vuelan por el aire y me prometo no volver a cometer el mismo error: la güija no es la mejor forma para encontrar pareja.
KALTON BRUHL
Honduras
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ra necesario, después de tanto dolor, sufrimiento y tanta lucha debía encontrar la salida. Hacía tiempo que no salía afuera. Supongo yo, que fueron tres meses, pero luego una vecina me contaría que habían transcurrido más de ocho. Lucrecia me miró con ojos desalineados como si estuviese viendo
un fantasma. La anciana tenía setenta y ocho años, su pelo canoso y despeinado a veces daba en ella un aire de suciedad. Su desprolijidad al vestirse hacía que la gente la mirase con desprecio. Sé que pensó que yo también había muerto, lo vi en sus ojos. Pero también vi su risita de felicidad al verme. Susurró: “Paula, ¡Oh, Paulita querida!, que delgada que estas”. Luego hizo un silencio mientras contemplaba mi delgada figura y mi cuerpo cansado de tanto reposo. Continuó hablando mientras sostenía con sus avejentadas manos mi rostro. “Pensé que… pensé… todos pensamos que habías muerto”. Aún no comprendía qué había sucedido y de qué hablaba Lucrecia. Creo que para ese entonces, ni siquiera recordaba quién era. Por primera vez, después de tanto tiempo, pude ver la luz del día. Me cegó el sol de enero y me abatió el calor que provenía del agobiante y seco verano. Abril había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Ahora me encontraba sola, perdida en el mundo, en la vida; en una vida que había sido cruel y dura conmigo. No tenía fuerzas para seguir, así que me senté en el cordón de la vereda de calle Rivadavia. Desde allí veía mi casa, mi hogar, ese hogar que me había visto crecer, soñar y que ahora estaba surcado de cintas que decían “Clausurado”. Un escalofrío comenzó a recorrer todo mi cuerpo y recordé aquella trágica noche de abril en que todo cambió así, tan de repente. En la salida del hospital, las enfermeras y los médicos me esperaban para despedirme. Poly, la enfermera del turno noche, había ido aquella tarde para darme ropa de su hija. Teníamos la misma talla, aunque en realidad no. Su hija tenía dieciséis años y yo veinticuatro, pero para ese entonces aparentaba ser de menor edad. Pasé seis meses en terapia intensiva, a veces siento el dolor, otras en cambio, me siento caer en un sueño profundo, en el cual hago un esfuerzo inhumano por seguir. Según Poly, la mayor parte del tiempo que transcurrí allí, hablé y luché cara a cara con la muerte. Pero aquel día de enero, salí caminando por la misma puerta por la que entré muerta. Salí y en medio del trayecto, giré para saludarlos y darles las gracias a ellos, a 40
los médicos y a las enfermeras. Veía mi casa y empezaba a recordar lo sucedido. Tuve miedo de entrar, pero de todas maneras lo hice. Abrí la puerta con la llave que siempre escondíamos con Paumi, mi gemela, debajo de una maceta. Apenas entré sentí volver a aquella noche de abril. El sillón de pana blanco era ahora de color rojo, el orden que manteníamos se había transformado en algo tirado por aquí y algo tirado por allá, los adornos ya no existían, solo algunos rastros de ellos. El piso encerado, brilloso de antes, ahora era opaco manchado por la sangre y estaba marcado con tiza las figuras de ellos… un olor nauseabundo removió mis entrañas y el vómito no tardó en llegar. Veía los rostros de papá, mamá, Paumi, Leandro y de mi novio Javier. Los veía sufrir, morir y yo ahí junto a ellos, paralizada por el pánico, vomitando, viva, inmóvil sin nada por poder hacer. Sentí dolor, terror, y vi pasar la tragedia nuevamente ante mis ojos, pero esta vez sin poder hacer nada, más que mirar. La noche del cuatro de abril cambiaría mi vida para siempre. Papá había cerrado una inversión a última hora. No solía hacer eso, pero aquella noche decidió llevar a casa el maletín con los dólares. Paumi aún no había llegado de La Plata. Leandro su novio, cenaría con nosotros. Mamá caminaba cada vez más lento, sus ocho meses de gestación a sus cuarenta y dos años se le estaban haciendo difíciles; pero pese a ello era activa e iba de aquí para allá. Hoy creo que fue porque presentía lo que iba a suceder. Yo estaba terminando de darme una ducha cuando sentí el grito inconfundible de Paumi: “Hermanita, estoy en casa…”. Salí rápido del baño, me vestí con el jean celeste opaco que usaba de entrecasa, una remera blanca, y las zapatillas Nike. Arriba de la mesa había dejado plata, así que como de costumbre la guardé en el bolsillo derecho. Cuando bajé, mamá miraba a Paumi con cara desconcertada. Mi hermana se había teñido el pelo color negro y lucía como Morticia pero con ojos verdes. Largué una carcajada y la abracé. Pese a nuestra igualdad, ambas nos diferenciábamos mucho. Paumi era gritona, decidida, con una personalidad atropelladora, difícilmente pasaba desapercibida con su vocecita aturdidora y con sus chistes descabellados. Irradiaba alegría con una sola mirada y como era de costumbre era el payaso de todas las reuniones, había salido a mamá. Yo, en cambio, era el reflejo de papá, callada, con una personalidad tranquila, más sumisa al hablar y con una paciencia inacabable. Con Paumi compartíamos los mismos gustos, nos divertía 41
hacer bromas, incluso de esas que no se deben hacer. Cuando no hallábamos nada que nos divirtiera, nos tirábamos en el sillón y hacíamos ruidos asquerosos con la boca, torturábamos a mamá y a papá. Él decía desde el despacho: “niñas ya basta, compórtense como las dos mujeres adultas que son”. Y era ahí cuando nos mirábamos de manera cómplice y hacíamos que peleábamos a veces era de verdad una siempre caía al piso lastimada. Ellos aparecían en la escena y se tiraban para ayudar a quien sangraba, media moribunda, ahogada en salsa ketchup y en risas contenidas… cuando se desesperaban, decíamos “solo jugábamos” y luego venían los enojos, los abrazos y las noches sin comer. Grandes o no, nos castigaban, dependiendo de la gravedad de las bromas. Aquella noche, papá entró directamente al despacho. Estuvo largo rato encerrado en él, ni siquiera vio a Paumi y a mí me miró sin mirar. Lo noté nervioso y preocupado. Para cuando papá salió del despacho, Paumi y yo, ya habíamos hablado. Y de pronto sentimos: “¿Qué te hiciste en la cabeza Paulina Milagros Peralta?”. Al alzar la mirada vimos a papá rojo de furia aunque era de contener la carcajada y siguió gritando: “Mañana a primera hora te sacas eso de la cabeza. Aunque en realidad te queda muy bien, Pimi” como solía decirle papá y a continuación largó la carcajada. Paumi y yo quedamos boquiabiertas, nunca nos hacía bromas de esa índole. Se sentó junto a nosotras y contó algo que me dejó paralizada. “He tenido llamados extorsivos, mañana mismo se van con mamá a Córdoba, aquí están los pasajes. He traído a casa una parte de una inversión de última hora. Ya he activado la alarma y las cámaras. Es mejor que nadie salga o entre de casa”. Pero los avisos y advertencias de papá fueron en vano. Leandro y Javier estacionaban el auto en la puerta de entrada y mamá sacaba el cerrojo sin haber escuchado a papá. Entonces, en ese momento, los chicos fueron tomados de rehenes. Mamá fue apuntada con un treinta y dos en la panza, papá gritó: “Cierra la puerta Irene”. Paumi quedó con la boca abierta y yo grité: “Papá”. No sé de dónde provino el disparo, pero papá quedó tendido en el sillón con los ojos brillosos respirando con dificultad. Paumi fue arrastrada hasta la cocina. Leo y Javi estaban golpeados. Mamá en las manos de un delincuente se agarraba la panza y lloraba, y yo, yo fui su blanco para entregar el dinero. Una voz cargada de furia y rencor me pedía la plata para que nadie saliera 42
lastimado. Me bastó decir “solo hay una parte” para sentir otra detonación, esta vez fue para Leandro. Papá revolvía sus ojos al vacío y decía en un susurro que apenas se oía: “Despacho. Biblioteca. Caja fuerte. Borges” y luego, un silencio monstruoso que anunciaba su muerte. Alguien me arrastró con odio hasta el despacho y en el camino veía que las cosas iban cayendo. Sentí una punzada en el abdomen pero no sentí dolor. Cuando entré al despacho entendí que papá había llevado los quinientos mil dólares a casa y que alguien lo había entregado. Sentí dos disparos más, entonces le di parte del dinero. Entré en pánico y por primera vez en mi vida, perdí la paciencia. Me dirigí al libro de Borges, con la excusa de sacar la llave de la caja fuerte, pero el libro solo era un camuflaje. Estaba ya sin fuerzas, golpeada, lastimada. Abrí el libro y saqué el arma con el silenciador de papá y le disparé al delincuente, justo en el blanco como me habían enseñado. Salí corriendo y a ciencia ciega disparé. Vi a mamá en el piso muerta junto a Javier agonizando. Vi a Paumi, en la cocina con un tiro en la cabeza y los vi a ellos, disparándome. Sentí el olor de la sangre fresca, el sonido de sirenas. Sentí correr con furia y desesperación por mi cuerpo un líquido caliente. Me sentí ir lenta y pausadamente en un sueño profundo. Vi luces que prendían y apagaban, sentía dolor y las pocas fuerzas que me quedaban. Sentía y luego me rendía nuevamente en el sueño profundo. Mi familia ya no formaba parte de mis recuerdos. A veces, sentía que alguien contaba una historia trágica, otras en cambio, solo “ya es hora de despertar”. Una tarde escuché la historia completa, una familia había muerto en un intento de robo y solo había un sobreviviente, también escuché que los cincos delincuentes estaban sin vida. Intentaba llorar, pero ya no podía, me había quedado sin lágrimas, las había llorado todas, sin guardar siquiera una. Cuando desperté, todos creyeron que había entendido que toda mi familia había muerto y que yo había matado para sobrevivir. Pero no, no lo hice hasta que entré en casa y los vi, nuevamente sufrir y morir.
MARÍA CRESCENCIA CAPALBO
Argentina
Facebook: Angie Alieve
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l entrar por la puerta de vidrio, vio que todo reflejaba asepsia, desde los cuadros sin rastro de polvo, hasta el piso de parqué con olor a pine-sol, que contrastaba con la suciedad inmediata de la avenida. Se limpió los zapatos en el tapete pero, aún así, temía ensuciar el inmaculado piso al entrar. La enfermera-secretaria le invitó a pasar con confianza desde su escritorio, él le dio el papel de la cita y ella
lo invitó a tomar asiento en los sillones de cuero. —¿Demorará el Doctor? —le preguntó al sentarse. —Déjeme ver —respondió la enfermera dirigiéndose a la puerta del consultorio. Atravesó el pasadizo y asomó discretamente por la puerta, un sonido como de poderosa succión de líquidos se dejó oír. Una mujer, que se encontraba sentada a su lado, emitió un sollozo que intentó reprimir llevándose la mano a la boca de inmediato. —Ya está acabando, después de la señora sigue usted —le dijo la enfermera al volver a su escritorio. —Gracias —dijo circunspecto el hombre, tomando la única revista de la mesa de centro y miró a la señora que retorcía frenéticamente un pañuelo. —Tranquila, va a ver usted que al salir de aquí se va a sentir mejor —le dijo con afán de reconfortarla, pero la mujer, inmutable, continuó estrangulando la tela. Quizá por el silencio, o por la aburrida lectura, se quedó dormido. Al sentir que su cuerpo golpeó el escritorio y que la revista se le resbalaba de las manos, despertó asustado. —Disculpe —se excusó con la enfermera, que sin prestarle atención, hacía anotaciones en varios expedientes. Desde el sillón, el hombre vio que la puerta del consultorio se abría lentamente, el interior estaba todo oscuro y nada parecía suceder adentro, de pronto, vio a un hombre detenerse en el marco de la puerta, llevaba algo rojo, como un algodón metido en la oreja. La enfermera se paró rápidamente, tomándolo del brazo. El hombre titubeaba al caminar, la enfermera, con sumo cuidado, lo condujo hasta la puerta de la calle y volvió al consultorio azotando la puerta. —Señora, es su turno —pronunció amablemente la enfermera. La mujer se hizo la que no oyó, pero la enfermera se lo repitió enérgicamente, 45
sin perder amabilidad. —¡Señora, pase por favor! La mujer entró al consultorio. Detrás de ella, la puerta se cerró lenta y silenciosamente, tal como se había abierto. —Pobre, debió venir acompañada —le dijo el hombre a la enfermera, buscándole un tema, pero nuevamente no le hizo caso. Al no encontrar nada con qué distraerse, se paró y se detuvo a ver un cuadro, luego se dirigió a la ventana. Al otro lado de la avenida, Scala Gigante apagó las luces ambarinas con que alumbraba la playa de estacionamiento y parte de la avenida. Los postes de luz le siguieron, luego se escuchó un estruendo que hizo eco por todos lados. —Apagón, otra vez —dijo la enfermera-secretaria cuando se fue la luz en la oficina—, voy a traer velas, usted esperé aquí y no salga por favor. Ella se dirigió a un apartado pasillo que al entrar no estaba o en todo caso, no se había percatado de su existencia al entrar. Los pasos de la enfermera, al entrar en él, sonaban cada vez más lejanos, no dejaron de oírse por haber parado en algún punto del corredor, sino por hacerse lejanos e inaudibles. El hombre trató de ver algo a través de la ventana pero la oscuridad era total. Tanteando el aire al caminar, se encontró con el sillón que daba frente a la puerta del consultorio, se sentó y cerró los ojos. No tuvo la certeza de cuánto tiempo durmió, solo sabía que aún estaba a oscuras. Pasaron unos segundos antes de que su visión se acostumbrara a las sombras. Primero veía el contorno de las cosas, luego, vio algo blanco en la silla del escritorio. —¿Señorita? ¿Señorita es usted? Pero nadie respondió. Trató de ver mejor su entorno abriendo los ojos lo más que pudo. Se dio cuenta de que la puerta del consultorio estaba abierta. Caminó hacia el interior para encontrar al doctor, pensando que los problemas de iluminación los tendría resueltos, al menos con unas velas, y que le podría prestar alguna para llevarla a la recepción. Podía escuchar el sonido del instrumental médico, pero todavía no lo veía. Avanzó un metro más y vio a su derecha un biombo que, atravesado, impedía ver lo que ocurría adentro, la poca luminosidad detrás de este hacía que luciese viejo u oxidado. Se acercó resuelto a interrumpir la sesión. Un momento antes escuchó un 46
sonido, como de algo golpeando un madero, seguido de varias risas y los lamentos ahogados de la mujer. Nuevamente, pudo escuchar el sonido de succión, esta vez más escandaloso que antes, sobresaltándolo. Dudó en interrumpir. Volvió sobre sus pasos en silencio, temeroso de ser descubierto cometiendo una imprudencia. Al volver a la recepción, pensó que era cuestión de tiempo identificar nuevamente los objetos en la penumbra; sin embargo, no ocurría así. La penumbra se había tornado más densa o daba la impresión de haber sido reemplazada por otra más cerrada o más hostil a su presencia. Rápidamente hizo un mapa mental de la habitación. De acuerdo a cómo estaba parado, el escritorio está a su derecha y la salida a su izquierda. Con mucha dificultad, pudo ver el bulto blanco recostado, ahora, en una esquina al otro lado de la recepción. —¿Señorita es usted? —volvió a preguntar. Un sonido, apenas un murmullo, viajó por el aire hasta llegar a él. —Ah, sí es usted, ¿Qué me dijo? —dijo el hombre aliviado, acercándosele. —¡Tengo fiebre!, ¡Tengo mucho miedo! —le dijo una voz angustiada, susurrándole al oído. —Dígame, ¿Tiene algo? ¿Está tomando algo? —dijo el hombre tratando de calmarla. —¡Bajo el piso, búsqueme! —le dijo la voz al borde del llanto. El hombre fue a buscar al médico, manoteando el aire para no chocar con nada. Súbitamente la luz volvió a la recepción. Volteó para atender a la enfermera y no la vio, en su lugar se encontraba un perchero del que colgaba una bata blanca. El hombre retrocedió espantado. Al parecer, solo la habitación estaba iluminada, ya que al asomarse al pasadizo para ver si la enfermera se había ido por ahí, este permanecía a oscuras. Caminó a la puerta del consultorio, la que se cerró rápidamente antes de que entrara. Tuvo la intención de tocar, cuando la luz se fue nuevamente. Quedó petrificado con el puño en alto. Sin dudarlo, fue hasta la salida para irse de ahí. Al dar vuelta a la manija la puerta no podía abrirse, parecía que un cerrojo en alguna parte lo impedía. Gradualmente sintió el susurro de la voz de la enfermera, acercándose por la espalda, pero no le quiso prestar atención. Los pasos, al fondo del pasillo también comenzaron a sonar, se iban acercando, pero corriendo. El hombre palpaba el contorno de la puerta, desesperado, la voz parecía estar más cerca. Cuando encontró el pestillo, lo jaló con fuerza, giró la manija y salió corriendo a la calle. Al volverse 47
para ver si alguien iba tras él, notó que esa misma oscuridad pastosa, parecía salir reptando de la estancia, desbordándose hacia la pista y adueñándose, apenas perceptible, de toda la calle.
MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/mario.torresvaldivia
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onocen La Cumbrecita? Está bien, ¿por qué iban a conocerla? Es una villa turística —y cito la página web; que, por cierto, muestra unas hermosas
fotografías—
ubicada
en
el
Valle
de
Calamuchita, en la vertiente oriental de las Sierras Grandes
y a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Está enclavada entre los cerros, en un pequeño valle con forma de anfiteatro que le confiere un clima especial. Está ubicada a unos cuarenta kilómetros de Villa General Belgrano (Sí, sí: la misma de la Oktoberfest). Es un pueblo en el que no se permite la circulación de vehículos, no hay bancos y se respira paz a pulmones llenos. Fue poblada por alemanes llegados después de la Guerra, que le dieron un sesgo centroeuropeo a todas las construcciones. Una villa de los Alpes austríacos en plenas sierras de Córdoba. Allá por fines de los setenta y principios de los ochenta compitió seriamente en mi escala de valores por ser mi lugar en el mundo. Solía pensar que, después de mi muerte y de que me cremaran, me gustaría que el viento llevase mis cenizas para esa tierra que amaba. Hoy ya no. Ahora es demasiado «turística». No es que reniegue de eso que, al fin y al cabo, es una grata manera de ganarse la vida; pero a mí me gustaba aquella de hace más de treinta años, más ignota, más silvestre, más a mi medida. Acostumbrábamos a pasar allí algunos días de los veranos, en carpa y en plan de mochileros, de este lado del Río del Medio, a metros del puente de madera, entre espinillos y piedras del tamaño de un camión, sin ningún servicio a la vista; pero inmensamente felices. Ahora, en ese lugar hay una oficina de informes y una gran playa de estacionamiento, donde dejar los autos antes de entrar caminando al poblado. Siempre fue un placer andar por esos añejos bosques de pinos donde era muy probable que no entrase nadie, salvo animales, desde hacía una década. Solíamos ir a caballo hasta el Vallecito del Abedul o hasta el Peñón del Águila e, incluso, nos topamos con un campo nudista camino de las Casas Viejas; en plenos años de fuego, aún antes de la Guerra, cuando solo por decir «culo» en público podías dormir una o dos noches a la sombra. Hay una excursión que yo disfrutaba especialmente: después de cruzar el puente, se sube a pie por la calle principal, pasando frente a Edelweiss y a la cabaña de Am Hang, hasta la Plaza del Ajedrez. En lugar de continuar por el camino (a 50
izquierda o derecha) se sigue al frente, cruzando el bosque, pasando por el pie del pequeño cerro donde está la Capilla, hasta cerca de la Olla del arroyo Almbach. Desde allí, tomando a la izquierda, corriente arriba, por una vereda de unos cincuenta centímetros de ancho, la montaña a un lado y del otro un barranco de más de diez metros, con el arroyo cristalino al fondo, se llega al pie de la Cascada Grande, después de una hora y media de caminata. La primera vez que hice ese recorrido fue en un día gris y muy fresco de mediados de otoño, con las nubes bajas, casi una niebla, y la humedad condensándose en las ramas de los pinos. Cerca del final del camino encontré una fina llovizna (a mitades iguales caída desde las nubes y proveniente del golpe del agua contra las piedras de la base de la cascada) que mojaba y resaltaba toda la vegetación del pequeño paisaje, incluso los grandes helechos que acariciaban mi cara al pasar. Las cumbres de las altas paredes de piedra se perdían en las nubes, lo que hacía que pareciesen infinitamente altas. Debo haberme quedado sentado en las piedras, con los pies en el agua fría, más de una hora, acunado por el sonido sordo del agua. Pero no fue esa vez cuando vi lo que quiero contarles. Toda esta larga introducción es para situarlos en la geografía donde, unos tres o cuatro años más tarde, otro día también de otoño y bien temprano por la mañana (me habían dicho que era el mejor momento para ver las mismas paredes que enmarcan la Cascada, pero ahora doradas con ese primer sol algo lánguido que suele darse en abril), encontré a Fritz. Debo decirles que este no era —o es, no lo sé— el nombre real; el que, por otra parte, nunca supe. Las cosas ocurrieron de la siguiente manera: a lo largo de la cornisa en que se convierten los últimos cien o doscientos metros de camino, hay innumerables manantiales que salen de la montaña, cruzan la vereda por la que se va caminando y resbalan hasta el cauce de agua, allá abajo. Los hay pequeños, casi gotas, y los hay más copiosos. Algunos son más constantes y otros aparecen y desaparecen según les venga en gana. Uno en particular, mediano, entorpece levemente el paso entre dos piedras, por lo que se debe andar con algo más de cuidado para no resbalar en el verdín que cubre el camino. Estaba cruzando esa vertiente y mirando al suelo para no errar la pisada, mientras me aferraba a alguna rama; cuando algo pasó, casi un fantasma, frente a mis ojos. Crucé y, más afirmado, giré para ver qué me había molestado. No vi nada. Avancé unos diez metros y algo me rozó la mejilla. Esta vez 51
sí. Lo descubrí un poco más arriba de mis ojos, a no más de un metro de distancia, flotando sobre el precipicio. La forma más sencilla de hacerme entender, es decir que vi un hada. Algo del estilo de la Campanita de Peter Pan, pero de unos treinta centímetros de alto. Sus alas desplegadas medían más o menos tanto como su altura y estaban ajadas, amarillentas y rotas (lo vi más tarde) pero las agitaba vigorosamente para mantenerse en el aire. No era un gnomo puesto que tenía alas. No era un ángel porque su tamaño era de más o menos un sexto del que imagino deben tener (la de una persona normal, si nos atenemos a las convenciones, y nos olvidamos que en la Bizancio del siglo XV discutían sobre su tamaño y cuántos entraban en la cabeza de un alfiler). No era, según he consultado en tantos libros desde entonces, ni un elfo, ni un troll, ni un duende, y tampoco un querubín. Siempre supuse que las hadas eran de género femenino. Podían ser pequeñas o grandes, tener o no tener alas, ser buenas o malas; pero mujeres. Incluso lo son en las fotografías —trucadas o no— que tomara Sir Arthur Wright en Cottingley. Ahora bien, lo extraño es que este hada era un hombre. ¿Cómo lo llamarían ustedes? ¿Hada macho? ¿Hado? A falta de mayores datos, e influenciado por el ambiente germánico que me rodeaba, lo llamé Fritz. Su cabeza era grande, desproporcionada para su cuerpo y pelada, con solo algunos mechones canosos y descuidados sobre las orejas sucias. No tenía ninguna prenda que cubriese su torso, era panzón y su pecho tenía manchas de pelo blanco que asemejaban islotes. Su única prenda era un pantalón de una lona que supongo marrón, muy vieja y muy sucia, con las rodillas rotas, las botamangas desflecadas y una más larga que la otra, sin botones en la bragueta, y sostenido en la cintura por una soga atada al frente por un nudo común. Sus brazos no hubieran podido rodear su talle y eran flácidos, sus manos eran grandes aunque de dedos cortos y gruesos, con uñas negras y partidas, que llevaban años sin ser cortadas. Tenía barba y bigote ralos (algo así como alguien que no se afeita desde hace una semana); labios gruesos y pálidos, con lunares oscuros; nariz chata y roja, cejas muy pobladas y ojos grises y apagados que lo hacían muy viejo. Después me llegó su olor: una mezcla repulsiva de alcohol, transpiración y suciedad de un siglo sin un baño. En la mano izquierda tenía una lata abollada de cerveza Löwenbräu, celeste y 52
con su leoncito rampante, blanco sobre fondo azul, vacía. Emitía unos chillidos apagados y continuos que se parecían más a un silbido inconexo que a un lenguaje; y me apuntaba, insistentemente, con la lata de cerveza, extendiendo y contrayendo su brazo en un movimiento que primero me pareció provocador, pero luego entendí: —¿Querés otra? —le dije, y me respondió con lo único que en esa y todas las veces que nos vimos después se pareció a un fonema con significado, emitido por él de manera consciente, y que yo entendí como un «sí»: Un estruendoso, grave y prolongado eructo. Dándose por comprendido, desapareció entre los árboles en un segundo. En un instante estaba allí, al siguiente no estaba más; y solo se agitaron dos o tres hojas de un helecho detrás del cual se fue volando. Desanduve el camino hasta la proveeduría del Rancho Grande, donde compré dos latas de Heineken, la última Löwenbräu que quedaba y un porrón de Budweiser. Volví a la cascada, pero no lo encontré. Dejé las cervezas ocultas debajo de una mata de frutillas silvestres, en la suposición de que estaba observándome, y para evitar que las viese algún transeúnte durante el día. Volví a nuestra carpa, y no dije nada. A la mañana siguiente, emprendí, de nuevo, el camino a la Cascada, llevando otra provisión, por las dudas. En la mata de frutillas encontré las latas vacías, pero la botella intacta. Bajé los últimos metros hasta la olla que formaba la cascada; y allí lo vi, acostado boca arriba sobre una piedra seca, las alas extendidas y las manos cruzadas sobre el estómago. Me acerqué despacio y escuché, otra vez, su chillido apagado, que esta vez era su ronquido. Quizá algún ruido o tal vez algún sexto sentido lo despertó y se incorporó asustado. Primero me reconoció, y luego vio las latas que llevaba. Se acostó nuevamente y otra vez cerró sus ojos. Parecía estar en paz. —¿Estás bien? —le pregunté. Un breve eructo, conciso, fue su «sí». Luego se quedó en silencio. —Día fresco ¿no? —insistí, tratando de iniciar algún tipo de charla. Nuevo eructo de su parte. En las horas siguientes, le pregunté su nombre, de dónde era, cómo había llegado hasta allí y un sinfín de interrogantes. Nunca pude enterarme de nada; y no es porque no me respondiese, sino porque nunca pude entenderle. Incluso, traté de hacer las preguntas de manera tal que pudiese responderme con su 53
«sí», pero no avanzamos mucho. Doy un ejemplo: le preguntaba «¿naciste en un bosque?», con la idea de que se quedase callado (un «no») o eructase (un «sí»), pero parece que cuestiones de ese tipo removían algún viejo recuerdo, y comenzaba a chillar y volar, alborotado, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Al cabo de los días, dejé de interesarme por tales cuestiones, le llevaba su cerveza y nos quedábamos sentados quietos, cada uno sumido en sus pensamientos durante una hora o dos. Algunas veces por un excursionista que llegaba, o bien por considerar que el tiempo «de visita» estaba cumplido, levantaba vuelo y se esfumaba tras aquel fresno, la rosa mosqueta o las piedras del costado del camino. La bebida quedaba siempre bajo la mata de frutillas, y entendí que no le gustaba beber de botellas. Creí, falsamente, que no podría abrirlas por lo cual alguna vez las destapé yo, y las cerré suavemente para que no escapase el gas, pero ni así. ¿Quién era? Nunca lo supe. ¿Por qué hombre? Tampoco. Supongo que las hadas, aun siendo personajes de fábulas y cuentos que viven muchos años, deben reproducirse de alguna manera y no me parece extraño que lo hagan de la manera tradicional. ¿Por qué su aspecto y su afición a la cerveza? Con los años elaboré una teoría: Creo que es posible que Fritz fuera una víctima más de la Segunda Guerra; que fuese separado de su familia, que ellos estén ahora muertos y que su bosque haya desaparecido. Creo probable que en los últimos días, a punto de caer Alemania, los aliados o los rusos bombardearan sus árboles y él haya logrado escapar hasta llegar a la ciudad, esconderse, muerto de miedo con tanto ruido a muerte, en las cajas o maletas de algún soldado nazi que preparó más escrupulosamente su huida hacia estas tierras. Entonces, Fritz resultaría un polizón involuntario que, una vez arribado a las sierras de Córdoba (que, se sabe, nunca fueron invadidas por hadas), se habría encontrado solo, incapaz de entender dónde estaba y de hablar, ni siquiera, un poquito de alemán o español, condenado a vivir en un bosque extraño; que fue primero de molles, sauces y espinillos; y luego se fue poblando de abetos, pinos, robles, nogales y castaños; escapando de cuises y zorrinos, protegiéndose de la nieve en alguna vizcachera, y salvándose con su vuelo del ataque de los pumas. Lo imaginé lleno de melancolía por un hogar y una familia desaparecidos bajo el horror de las bombas. Traté de entender la soledad y el miedo, que luego se transformó en tedio y más tarde en hastío. Las noches largas de frio del invierno 54
deben haber completado el proceso, llevándolo a la bebida. De manera inocente, lo consideré mi secreto y no lo comenté con nadie. Pero cierta vez, el viejo Hans, desde su eterna mesa del Bar Suizo, me vio pasar camino a la Cascada con mi cargamento de cervezas. Se sonrió y me guiño un ojo. No sé si todos estaban complotados o solo algunos conocían a Fritz. Nunca, en tantos años, nadie en el pueblo me dio otra señal; y a veces pienso que el viejo Hans se dirigió a alguien que en ese momento puede haber pasado detrás de mí. Ese verano nos vimos con Fritz todos los días. Al siguiente, lo vi cuando faltaban cuatro días para irme. Creo que recién entonces me reconoció y permitió que me le acercase. El siguiente año lo vi a diario, pero apareció una señal nueva y alarmante: un carraspeo esporádico que una o dos veces se transformó en tos. Me fui sin despedirme de él, cuando papá vino a buscarme porque la abuela estaba enferma. Nunca más lo vi. Las vacaciones próximas ya no lo encontré. Le llevé cerveza durante tres o cuatro días, pero las latas aparecieron intactas. Busqué señales en las rocas o en los troncos, pero no vi nada. Nunca me animé a preguntar por él a nadie del pueblo, temeroso de romper algún hechizo. Sin embargo, estoy escribiendo esto para acallar algún viejo fantasma de culpa por imaginarlo solo en los bosques que rodean a la cascada, pero tengo la secreta certeza de que ahora voy a romper este papel y quemarlo, antes de que lleguen mis hijos de la escuela.
DANIEL FRINI
Argentina
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a estación musical interrumpe las melodías del recuerdo para dar paso a las noticias de las siete de la noche. Almorcé hace cinco horas y el cansancio empieza a adueñarse de mis reflejos. Un par de kilómetros atrás, en la llamada curva de los muertos, estuve a punto de caer al precipicio por dormirme un segundo. Recuperé la
conciencia y la señal enviada por mi organismo indicó que ya estoy viejo para estas aventuras. Cuarenta años recorriendo los caminos pasan factura y no tengo otra salida que seguir desafiando la muerte. No he conseguido salir de la camioneta entregada por la empresa y continúo siendo el mejor agente viajero. El susto en la pista adelantó el descanso programado para las diez. He decidido pernoctar antes que me venza el sueño. No entiendo el súbito cansancio que me ataca ni por qué parece que floto en el aire. No es mareo ni vértigo sino la extraña sensación de dar tumbos en el mar. Al fondo de la carretera el horizonte se difumina como una bruma, es un espejismo desconocido y no se parece al acostumbrado. Tal vez el crepúsculo vespertino me juega una broma de mal gusto. Sea como fuere, no debo tentar al destino y preciso buscar un motelito para pasar la noche. Mañana será otro día y estaré en las calles del pueblo vecino para vender los productos del catálogo. Detengo el vehículo para recuperarme, beber agua de la botella de plástico y morder un pedazo del chocolate empezado que está en el asiento. La glucosa debe estar baja, pienso. Reinicio la marcha y la distancia me señala las luces de neón del establecimiento salvador. Estaciono frente al portón principal. El recepcionista es un hombre adusto y parece aburrido del turno nocturno. Toma mis datos y me entrega la llave de la habitación 201. Pregunto si hay servicio a la habitación y responde que la cocina cierra en treinta minutos. Informa que la cocinera se pondrá a mis órdenes. Agradezco y subo las escaleras hacia el segundo piso. Abro la puerta y la cama de dos plazas parece abrirme los brazos de par en par. No bien me instalo, una mujer regordeta llama y avisa que solo hay apanado de pollo con papas fritas y arroz blanco. Estoy de acuerdo y en menos de quince minutos el olor a grasa del pedido sofoca el cuarto. Como a regañadientes y sentir el estómago lleno me reconforta. Lo que no ha cambiado es el desconcertante desgano que tengo ni el fastidio de sentirme levitando. Por ratos mi visión se torna borrosa. Miro el reloj de pulsera y descubro que son más de las ocho. Estoy exhausto y sigo sin comprender los síntomas que ya empiezan a 57
preocuparme. Resoplo y acepto, medio convencido, que los sesenta y tres años a cuestas piden urgentemente el giro que merece mi vejez. Acostumbrado a manejar diez horas seguidas, la mitad de hoy me ha devastado. Ya estoy viejo, diagnostico resignado. Me desvisto y quedo en calzoncillos. Retiro las colchas y frazadas y me echo sobre las sábanas. A punto de dormirme escucho que alguien llama a la habitación vecina. El huésped se levanta y oigo claramente que rechaza el ofrecimiento carnal de la prostituta del lugar. Se llama Selene y sus servicios básicos incluyen masaje corporal, sexo oral y vaginal. Si el cliente desea sexo anal, tiene otro precio. El hombre la despide amablemente y cierra la puerta con discreción. Solo falta que venga a ofrecerse conmigo. No lo creo porque debe saber que soy un sesentón de capa caída. Ojalá no interrumpa mi sueño. Lo que acabo de escuchar, fuerte y claro, como si estuviera en la habitación contigua, me hace entender la delgadez de las paredes. Si me he sorprendido con ese diálogo, el sujeto del costado no dormirá con la bulla de mis ronquidos. No me importa. Intento conciliar el sueño cuando el timbrazo del celular del vecino me interrumpe. Maldigo en silencio y sin querer asisto nuevamente a la conversación ajena. El hombre que rechazó la prostituta asegura a su interlocutora que la mujer vendrá a las once en punto. Asevera que está coordinado y es imposible que no acuda a la reunión. La recibirá, saldrán, la matará lejos de ahí y desaparecerá el cadáver en una acequia escondida que conoce. Jura que es casi imposible encontrar el cuerpo y si lo hallan será un paquete de huesos desnudos. Finaliza la conversación despidiéndose de su amante. Acabo de oír el plan para asesinar a una mujer. El zumbido de oídos que escucho debe ser reflejo de mi angustia e impotencia. Recuerdo lo que ocurrirá en media hora. Seré cómplice por no evitarlo. ¿Qué hago? Me visto y bajo a la sala de espera. El recepcionista se quedó dormido viendo la televisión. Me ubico en una esquina para no perder detalle del ingreso de la mujer. Finjo estar leyendo una revista. Veo cómo el minutero avanza en el reloj de pared. Faltan cinco minutos para las once y el chirrido de las llantas de un carro deteniéndose en el portón rompe el silencio de la calle. El empleado ronca. Me acomodo en el sillón y espero. Observo que la perilla gira lentamente y una mano quita la cadenita de seguridad. Conoce el lugar, reconozco envuelto en la nube que me levanta del piso. Ingresa con paso decidido, ignora al viejo, me descubre y saluda 58
inclinando la cabeza al mismo tiempo que sonríe dulcemente. Quiero devolver la cortesía, incorporarme y detener los pasos que la llevarán hasta su victimario. No puedo hacerlo porque la arteria que anunciaba la catástrofe en la carretera se rompe e inunda mi cerebro. Pierdo el movimiento y el habla. Antes de desmayarme distingo que sube apurada la escalera hacia la habitación 202.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
Facebook: Oswaldo Castro
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ue de madrugada cuándo unos relámpagos muy fuertes, horizontales, me desvelaron. Dibujaban guiones sobre la pared, uno detrás del siguiente. Tantos reflejos habían agotado mi almohada. Decidí levantarme. La habitación aún permanecía a oscuras,
mientras un remolino de vientos soplaba mi espalda. A pesar de la negrura, arrugué la mirada para ver mejor. Vi algo, como una puerta entreabierta, esfumina. Simulaba un ovillo con ruidos de fondo, enrarecido, que giraba junto a mi sombra en la pared. Sentía que alguien me observaba. Lo hacíamos en simultáneo. Eso y yo, nos mirábamos. Tenía ojos amarillentos, como el fuego joven; pero no me ardía. No parecía un monstruo... creo. A veces se escurría entre los zócalos; parecía escapado. Dudé entonces que fuese una bestia. Dudé. Me pregunté si estaba soñando, si estaba viva o muerta. Luego, como si me hubiese leído la duda, ese algo me habló. Al principio no podía entenderlo. Balbuceaba, me hacía gestos, queriendo expresarse o decirme, pero yo no podía, no lograba descifrarlo. Después, bajaron imágenes sobre mis párpados. Jadeé. Lentamente, lo fui reconociendo: primero la cara, la piel, los brazos. Todo se agigantó. Le crecieron patas enormes, más una cabellera de inciertos colores. Se aproximó despacio, a ritmo felino, hasta juntar su aliento con el mío. Retumbaban los pasos, pero nunca temí. Cuando estuvimos más cerca, comenzó a achicarse, o yo, o los dos a la vez. Él temblaba, se hizo chiquito, todo muy muy chiquito, y lloró. Lloró sobre mi camisón de gasa lila. Lloraba nubes grises, juguetes rotos, navidades, gente muerta. Me dio tanta pena; lo tomé entre mis manos, junto a mi pecho pero él seguía llorando. Intenté calmarlo, mientras recordé una canción de cuna. Una que le cantaba a mi bebé (qué absurda similitud) una noche de tormenta, cuando alguien conducía, apurado, con los vidrios sucios. Yo le rogaba que fuera despacio; que no manejara así, borracho. Que nuestro hijo se iba asustar, que estaba llorando. Lloraba “mamá”. La lluvia seguía cayendo vertical; yo, preferí cantar, hacia afuera. Canté cada vez más alto, altísimo, como loca. Parecía no escucharme, no verme. El auto daba vueltas sin control. Pobrecito bebé, no dejaba de berrear y al hacerlo, yo más le cantaba. Lo abrazaba entre gritos; lo besaba entero. Solo quería dormirlo. Olvidar y dormir se parecen, quizás. 61
Más tarde, no sé, unas luces se lo llevaron y continuó lloviendo. Apareció desde lo alto, un cristal entre los dos. Empañado. De la nada, se interpuso. No pude ver más. No lo vi más.
EDITH CARRIL
Argentina
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Whitechapel, Londres, 9 de noviembre de 1888.
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a lluvia no daba tregua en aquel oscuro y gélido invierno londinense, las calles del barrio más tétrico de la ciudad apestaban a repugnante olor a humo, alcohol y perversión humana. Nada extraño en otra mañana gris salvo por un carruaje negro que se alejaba rápidamente y el grito aterrador de una mujer unas calles
hacia abajo. Una señora de mediana edad sollozaba en los brazos de un hombre mayor que trataba de tranquilizarla. En la puerta de una pensión de mala muerte la Policía Metropolitana y Scotland Yard, ante la mirada morbosa de la gente, se disputaban la escena del asesinato. Los gritos e improperios que ambos detectives se dirigían uno al otro logró que la gente olvidara la asquerosa escena y posaran sus ojos en el nefasto espectáculo que los dos hombres estaban dando. En el preciso instante en que parecía que iban a tomarse a golpes de puño un sujeto se abrió paso entre la gente, llegó hasta allí y se paró justo en medio de ambos. Sin ni siquiera mirarlos permaneció inmóvil con la vista hacia el cadáver. —Caballeros pueden retirarse y si fueran tan amables de continuar con su espectáculo unas calles más arriba para alejar a toda esta gente se los agradecería. Aquel hombre de mirada penetrante, pequeños lentes negros posados en la parte delantera de su nariz y un particular sombrero dio una larga pitada a su pipa curvada provocando un carraspeo en aquellos detectives. El hombre de Scotland Yard, George Abberline, increpó al extraño que parecía no prestarle atención mientras examinaba el cuerpo de la joven destripada. Este tomó una lámpara de gas que estaba sobre la mesa para iluminar mejor la escena, la víctima había sido desfigurada severamente, degollada de izquierda a derecha y le habían extraído algunos órganos. Mary Jane Kelly, una joven prostituta pelirroja, era la quinta mujer asesinada por quien se hacía llamar Jack El Destripador. El detective de Scotland Yard, ante la presencia del extraño que se encontraba pensativo, decidió romper el silencio. —¡Lo que me faltaba! ¿Qué habrá hecho este criminal para merecer la
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atención del “increíble” Sherlock Holmes? Pero Sherlock seguía concentrado en los cortes de la víctima. —Ya hemos descartado que se trate de un anatomista, más bien parece un carnicero. Si no lo ha notado soy el guardia experto en este caso así que debería irse y dejarme trabajar —dijo Abberline. —Ustedes miran, pero no observan —respondió Sherlock—existen en Withechapel 62 burdeles y 1200 prostitutas, todo ha sucedido en este pequeño sector de la ciudad, no más que unas cuantas cuadras separan un crimen de otro, en un tiempo menor a cuatro meses. Todos los crímenes sucedieron en la calle a excepción de este. Sobre la silla hay un gorro y un par de guantes muy costosos para ser de la víctima, la lámpara de gas que tomé de la mesa es un lujo que solo gente con dinero puede darse, los restos de vela aún calientes confirman que la lámpara vino tal vez con el asesino. Nadie mejor para simular terribles cortes quirúrgicos que quien sabe hacerlos. El aroma a whisky que despide y el uso de la palabra guardia me dicen que no solo está equivocado sino que además es usted irlandés. Holmes salió del lugar abrió su paraguas y se alejó caminado rápidamente calle arriba. Un carruaje color roble lo recogió a mitad de camino. Su amigo el doctor John Watson se disculpó por el retraso, Sherlock le indicó que se dirigiera a Hyde Park. Con un ademán hizo que se detuviese, bajó sin el paraguas y corrió hasta casi perderse en un callejón. Un sujeto con capa negra y una galera estaba de pie frente a una especie de círculo luminoso de destellos blancos y azules, Holmes le gritó y este giró apenas la cabeza, Sherlock pudo ver que llevaba una máscara de cuero que le confería un aspecto aterrador. El Destripador entró en aquel círculo de luz y Holmes sin pensarlo lo siguió. Akihabara, Tokio, 30 de agosto de 2051. Sherlock sintió una violenta sacudida y cayó tendido en el suelo. El mareo le propinó una jaqueca terrible, lentamente trató de incorporarse. Tres adolescentes de aspecto asiático se le acercaron, Sherlock notó la rara vestimenta que llevaban. Lo ayudaron a ponerse de pie. En ese instante recordó que perseguía al Destripador, se apresuró a correr, las luces lo cegaban y la enorme cantidad de gente en las calles no 65
le permitía moverse con rapidez. Todos vestían extraño: cabellos de colores, máscaras y gorros con orejas de animales. Hablaban en algún lenguaje que no pudo identificar en seguida, hacia delante notó a un hombre de capa negra y galera, se abrió camino dando empujones, lo tomó de un brazo y giró violentamente, tenía una máscara aterradora como la que había visto antes, se la quitó y debajo vio a un joven con el mismo aspecto de aquellas adolescentes. Miró hacia un costado y vio a otro hombre con ropa similar, los transeúntes que disfrutaban del encuentro de historietas más importante del mundo comenzaron a protestar lanzando a Sherlock al medio de la calle. Miró hacia arriba y vio edificaciones de alturas imposibles, imágenes en movimiento, el cielo estaba oscuro, pero las luces eran tantas que apenas había notado que era de noche, objetos de forma indefinida volaban a gran velocidad, un grupo de gente fumaba, aunque no estaba seguro qué, recordó su pipa y la palpó en su bolsillo, de repente un hombre apareció de la nada, una luz lo rodeaba, dijo algo y desapareció. Observó las imágenes, sabía que conocía esos caracteres, se escuchaba una música ensordecedora y una voz que venía de algún lado, el sonido le era familiar, acaso era posible que fuera japonés no pensó Sherlock no, no, si apenas acaban de restaurar su imperio. Una arcada espantosa subió desde su estómago hacia la garganta, colocó ambas manos en las rodillas y vomitó. Uno de esos objetos voladores se detuvo frente a él, dos sujetos lo tomaron del brazo y lo metieron dentro. Aquel objeto comenzó a volar y Sherlock, que aún no sabía si había recuperado la razón o la había perdido por completo, se asomó a la ventanilla. Trató de recordar y efectivamente no había consumido ningún alucinógeno, observó a los hombres, el asiático vestía una chaqueta color caoba adornada con botones, un sombrero pequeño, un ancho cinturón negro y en su brazo derecho portaba alguna clase de arma, el otro ni siquiera parecía humano, rígido, con una armadura de alguna clase de metal dorado. Llegaron a un edificio y allí dentro lo encerraron en un cuarto con barrotes luminiscentes. Sherlock pidió enfáticamente para hablar con un superior, era bastante inteligente para saber que ya no estaba en Londres y tampoco en 1888. Reflexionó un rato que podía ser posible encontrarse en el futuro. Se sintió distendido, saber que no había perdido la razón lo tranquilizó por 66
completo, pensó que podía adaptarse, aún en el futuro la gente seguiría siendo incompetente así que sus servicios serían requeridos. Un hombre se le acercó, se presentó como el inspector Himura, Sherlock intentó explicarle lo sucedido. Himura era consciente de que, si bien sonaba un poco loco, no era imposible, además había comprobado que Sherlock no estaba en el sistema y no era la primera vez que escuchaba su nombre y el de Jack, había crecido con algunas leyendas populares. —¿Qué es lo que propone señor Holmes? —dijo Himura. —Hoy es 30 de agosto, el primer crimen del destripador fue la madrugada del 31 de agosto de 1888, hay que ir a los barrios más decadentes, este asesino es un hombre de costumbres. Himura desactivó el programa de alta seguridad y dejó salir a Sherlock, juntos se dirigieron a los barrios más lóbregos de la ciudad. Sherlock lo observó durante un rato: —Usted es inteligente y bien parecido, es un hombre de familia, tiene dos hijos pequeños y un perro cachorro que le ha destripado el asiento de atrás, su madre era asiática, pero su padre no, ambos están ya fallecidos. —Así que los cuentos eran ciertos —dijo Himura. *** Un extraño de capa negra recorría las calles de Shin Imamiya uno de los lugares más peligrosos de Tokio, no estaba apurado ni nervioso, como si supiera exactamente donde se encontraba. Se quitó la máscara y se acercó a una joven mujer que estaba parada en un callejón donde no llegaban las cegadoras luces ni el sonido estridente. —Disculpe señorita, me he perdido, no soy de por aquí. La joven se mostró algo sorprendida —Pues mal lugar para perderse —dijo. El destripador la observó durante un segundo: era muy diferente a las prostitutas de Withechapel, pero igual de despreciable. Se colocó la máscara, tomó un pañuelo húmedo de su bolsillo y lo puso en el rostro de la joven, con el bisturí que llevaba en la otra mano desgarró su garganta y allí comenzó su obra de arte. Seccionó su abdomen de forma horizontal de izquierda a derecha, le extrajo 67
los intestinos y los depositó sobre el hombro derecho, secciono la parte superior del hígado y apuñaló la ingle, le hizo un corte en el muslo que llegaba hasta la columna, cortó la nariz y le hizo varios cortes en el rostro, también le abrió los labios, dañó sus parpados inferiores, rajó la membrana que recubre el útero, pero la vagina y el cérvix los dejó intactos. Se incorporó y se alejó caminando lentamente. Al cabo de un rato Himura y Sherlock recibieron la alerta de un cuerpo mutilado en un callejón. En el suelo a los lados de la víctima estaba el pañuelo que puso en el rostro de la mujer, a ninguno le pareció extraño el descuido, Jack no existía, era un fantasma, una leyenda, al igual que Sherlock. Himura notó la ansiedad de Holmes que caminaba de un lado hacia el otro y de tanto en tanto se detenía para observar la escena. —El mismo modus operandi que con Catherine Eddowes, la cuarta víctima —dijo Sherlock. —Piensa Sherlock, piensa dijo Himura hay aspectos que no han cambiado, la edad, la fuerza, el intelecto, aquello que perduró en las leyendas. —Bueno, casi todo es cierto, las víctimas del asesino de Withechapel eran prostitutas, hambrientas, enfermas y débiles, al igual que esta pobre mujer del futuro, además un trapo bañado en cloroformo puro y quién sabe en qué más desmayaría a cualquiera, la fuerza no era imprescindible para el asesino. Mientras hablaba, Sherlock observó un papel doblado y colocado en el portaligas de la víctima, lo tomó y sintió su textura, era una carta costumbre bastante común en su época. Aunque la tinta ya se había secado estaba escrita con pluma. Estimado señor Holmes me complace decirle que me siento halagado de que haya dejado atrás todo lo que conoce para seguirme a un tiempo tan lejano como extravagante, debo significar mucho para usted, es igual para mí ¿qué sería de un villano sin un adversario? ¿no es verdad? Es imposible que pueda seguirme, temo que tampoco podrá regresar al Londres del pasado, he hecho historia, libros enteros se han escrito y continuarán escribiéndose, es tan emocionante como excitante, así que como entenderá esta es una carta de despedida, tal vez no en otro tiempo, pero si en otra vida tenga mejor suerte. Sin sospecharlo me ha conocido por diferentes nombres, pero tengo solo un aspecto. El Destripador es poco elegante, le concedo eso y le digo adiós, Sherlock, tenga una buena vida.
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Su también admiradora, Irene Adler. Sherlock explotó y golpeó su mano contra la pared, en ese instante un hombre de rostro amable se le acercó y se ofreció a revisarle la herida. —Buenas noches señor, mi nombre es John, doctor John Watson. Y Sherlock le tendió la mano. FIN?
XIMENA R. MOLINARI
Uruguay
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Decidí rescatar este cuento de los archivos de una etapa temprana de mi trayectoria, porque, fuera de las cualidades literarias, o de mera entretención, que tal vez pueda hallar en sus líneas algún lector, le cupo —posiblemente por mera casualidad— un raro privilegio: dentro de una serie de diez antologías (“Relatos de Misterio”, Ediciones “Dronte”, Barcelona, 1973) fue el único texto escrito en lengua romance, siendo todos los demás de origen anglosajón. En aquellos momentos, representó un aliciente para mi autoestima; hoy por hoy, es una curiosidad. Con la venia de los editores de “El Narratorio”, se ofrece ahora en dos partes, no solo por razones de espacio, sino para darme el humano e inofensivo gusto de agudizar la intriga de los lectores.
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S
entado ante una de las mesitas callejeras del “Waldford Bar” (se disfrutaba aún en aquel año 1965, de las postrimerías de una dorada era de tranquilidad), el comisario Arístides Belleiro, de la vigesimoquinta seccional de Policía de la ciudad de Montevideo, revolvía con total concentración su café, cuando sintió la palmada
en la espalda. Y, simultáneamente: —¡Pero si es el viejo Belleiro! El comisario no necesitó mirar. Imposible confundir una voz como esa. Era bien digna de su dueño; y resultaba un elemento indivisible de su vigorosa personalidad, de su potente y avasalladora autoconfianza, que lo habían recortado siempre con firmes y resaltantes trazos entre el conjunto de los recuerdos de Belleiro. —¡Jorge Lancaster! ¡Hace un siglo que no se te ve! Lancaster estrechó con desenvoltura la mano irresoluta del comisario, acercó al mismo tiempo, con la izquierda, un taburete, y se sentó frente a su amigo. No había cambiado nada, pensó Belleiro, no sin un dejo muy humano de envidia, al contemplarlo. Los mismos hombros anchos, la misma esbeltez de los días de la universidad. Si acaso, un poco más de experiencia retratada en aquellos ojos grises que observaban al mundo con permanente ironía desde atrás de los anteojos de marco oscuro... Por cierto que tenía un notable parecido con su tocayo hollywoodense, de nombre Burt. Belleiro, un cuarentón cuya coronilla raleaba ya escandalosamente, y cuyas ropas se las arreglaban en forma invariable para parecer prestadas, no pudo eludir una sensación de cierta inferioridad, mezquina pero inevitable. —Recién vuelvo de Estados Unidos —dijo Jorge, con sonrisa simpática—. Me prolongaron la beca por cinco años, y por supuesto que me aproveché.
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—Psicología aplicada, era, ¿no? —Aja... —sus ojos relumbraron—. ¡Vengo encandilado con las cosas que vi por allá, viejo! Nosotros todavía estamos en pañales... ¡Si nos faltará por aprender! Nada más cierto, suspiró en su interior el comisario. Y sobre todo en cuanto a técnicas de investigación policial. Si tan solo marchasen más de acuerdo con el siglo... Ahora él no tendría que estar ahí, dale que dale a la cucharita del café, mientras se le revolvían en el magín todas las vueltas del maldito caso Speghen… Un rompecabezas con todas las de la ley. —¿Qué te preocupa, viejo? Se sobresaltó. Los penetrantes ojos grises de Lancaster le hacían cosquillas en el ego. “Maldición”, pensó, “soy más transparente que un baby-doll.” —¡Don Aprietatornillos! —rezongó—. ¿No se te puede ocultar nada? Jorge volvió a sonreír. Su sonrisa era protectora, sin resultar ofensiva. —Vos no podés, Arístides. Te conozco demasiado bien... —meneó la cabeza, afectuosamente—. Si no cambiaste nada... ¡El buenazo de Arístides...! —Vos tampoco estás cambiado, Jorge —repuso Belleiro con sinceridad. —Aprendí muchas cosas nuevas en el norte... Oíme —agregó de súbito—: ¿Por qué no me lo contás? A lo mejor te puedo ayudar, ¿eh? —¡El Aprieta tornillos! —gruñó Belleiro—. No, mi estimado; no. El problema es estrictamente policial. No entra en tu campo. —Oí, viejo: allá en los Estados, el ochenta y cinco, coma diez por ciento de los casos criminales los resuelve la sección “Psi”. Los sabuesos no hacen más que el trabajo de rutina: seguir rastros, y cosas así. —Sonrió una vez más, y el malhumor de Belleiro se desvaneció como aliento en un espejo—. Bueno, no quise decir tanto — rectificó gentilmente—; pero sí es verdad que allá el policía y... y el diván, digamos, hacen mucha labor de conjunto. El comisario, al cabo de una breve escaramuza con su propia tozudez, tuvo que reconocer que, al fin y al cabo, quería contarle a Jorge. ¿Quién le decía que...? Se tragó el café de un golpe. —Está bien, —dijo—. Perdido por perdido… El caso es así: Tres noches atrás, relató, alguien había llamado a su despacho para informarle que se habían oído tiros en la residencia de Werner Speghen, un millonario alemán, refugiado de postguerra, conocido en varios ambientes y comentado en la prensa un 72
par de veces. Ni bien llegaron a la casa del susodicho, continuó diciendo el comisario, se toparon con las primeras cosas raras. La puerta de hierro del jardín, contra toda costumbre, estaba abierta; y el enorme danés del millonario yacía muerto de un tiro en uno de los caminillos de grava del jardín. —Esto es algo completamente fuera de la norma —explicó el comisario—. Por lo general, el ladrón usa métodos silenciosos para deshacerse de los perros. Por lo visto, aquí había algo más que una simple ratería. Penetraron en la mansión tomando todas las precauciones del caso, pero nada ocurrió hasta que, tras atravesar una serie de habitaciones, irrumpieron en el despacho de Speghen. —Allí mismo —declaró Belleiro— nos esperaba el más condenado problema de los últimos noventa años de hechos criminales. ”Un hombre, sentado en un sillón, nos miraba con ojos extraviados. Los brazos le caían flojos a los costados, y de la mano derecha le colgaba un revólver del .38 corto... El cañón todavía humeaba. Le grité, intimándolo a soltar el arma, pero no hizo ningún caso... Daba la impresión de estar borracho, o drogado. Me le acerqué, lo sacudí, llegué a pegarle un par de bofetadas; pero fue inútil. Parecía que ni se daba cuenta de que estábamos allí, yo, un sargento, y dos policías más. Jorge Lancaster, muy atento, apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia el comisario, sin apartar la vista de él. —El tipo estaba como loco —siguió diciendo Belleiro—. No hacía más que mirar al vacío, con los ojos duros, y repetir y repetir frases sin sentido ninguno, en un murmullo difícil de entender. —¿No pudiste pescar nada? —inquirió Jorge, con aparente interés. —Muy poco... Creo que algo de “puerta abierta”..., “el camino...” ¡y qué sé yo qué estupidez más! Le pedí al sargento Píriz que me ayudara a hacerlo levantarse y entonces, al pasar por detrás del sillón donde estaba sentado, ¡vi lo peor! Una arruga vertical se marcó en la frente de Lancaster. —El millonario... El comisario asintió con la cabeza. —Detrás del escritorio... ¡con un tiro en la frente! —Lo veía venir —dijo Jorge, en voz baja; y, cambiando el tono—: ¿Cómo era 73
el tipo del revólver? ¿Qué aspecto tenía? —¿El loco? Nada del otro mundo... Bajo, más bien rechoncho, cara redonda... Ni viejo ni joven..., discretamente vestido. En fin... —Un hombre-nadie típico —comentó Lancaster—. Ya veo. —Bueno. Pero resulta que, cuando me vi frente a un cuadro como ese, no pude aguantar la rabia. ¡Justo a mí me tenía que tocar un caso así! Me puse a rezongar y a maldecir, y, en cierto momento, recuerdo que dije a gritos: ¿Quién diablos será este tipo? Y entonces ocurrió lo que jamás me habría esperado. ”—Me llamo Walter Di Grazia —dijo el supuesto loco en tono mesurado. 2 Mientras sorbían el quinto café, tan frío como los anteriores, el comisario continuó explicándole el enredo a su amigo. Ni bien oyeron hablar al “loco” normalmente, se le echaron todos encima como peces al anzuelo. Y, al registrarlo, descubrieron —con lógica estupefacción— que el hombre decía la verdad. Llevaba documentos, y estos confirmaban su identidad. Y no eran documentos falsificados, según resultó de las investigaciones que se llevaron a cabo más adelante. Pero eso no fue todo: después, ya en la comisaría, se había intentado volver a interrogar al individuo, que por entonces parecía perfectamente en sus cabales. —¡Y fue el acabose! —exclamó Belleiro, dando un golpe en la mesa. Porque Di Grazia contestó con toda normalidad a las preguntas de rutina, como su nacionalidad, focha de nacimiento y estado civil. Pero, cosa inexplicable, mintió en cuanto a la profesión, asegurando ser actor, cuando no era —como se averiguó posteriormente— nada menos prosaico que un auxiliar de contabilidad, empleado en una firma de escasa relevancia. A Belleiro le resultaron un enigma las razones que podía tener un sujeto, cuerdo o no, para mentir precisamente respecto a su trabajo. Pero lo más extraño estaba aún por suceder. —El sargento Píriz —explicó Belleiro—, es hombre de no andarse por las ramas. De manera que le preguntó a Di Grazia, sin preámbulos y a boca de jarro: ”—¿Por qué liquidaste a Speghen? ”¡Y el individuo se puso duro otra vez, como cuando lo encontramos, con los 74
ojos fijos; y vuelta a empezar con su murmullo de puertas abiertas y caminos sin barreras y cosas por el estilo! No hubo forma de sacarlo de esas; hasta que al fin el doctor Clérici le dio una inyección que lo durmió hasta el otro día. Jorge Lancaster tamborileó con los dedos sobre la mesita del bar. —Muy, pero muy, interesante... —¡Y hay más! En la pieza donde Di Grazia mató a Werner Speghen había dos pájaros: un loro y una lechuza (chocheces del viejo), y... ¿A que no te lo imaginás? —¡Muertos de un balazo, como el perro! —¡Justo! ¡Como para enloquecer! Porque... lo del perro, vaya y pase. Era un animal grandote, bastante peligroso, y además muy ladrador, parece. Pero, ¿por qué matar a esos otros dos bichos, completamente inofensivos?... Eso ya sobrepasa mi capacidad de entendimiento. —Y supongo (porque te veo la cara) que la cosa no se queda ahí, ¿eh? —¡No! ¡Eso hasta sería un lujo! —El comisario aceptó mecánicamente el cigarrillo que le ofrecía Lancaster por encima de la mesita; encendieron ambos, exhalaron por turno sendas columnillas de humo, y Belleiro continuó—. Mi querido Aprietatornillos: te falta lo peor. Jorge Lancaster se reclinó contra la pared del bar, el cigarrillo entre los labios y las piernas elegantemente cruzadas. Su expresión era de concentración intensa. El comisario sacudió la ceniza de su cigarrillo e, inclinándose sobre las tazas vacías, manifestó con lenta deliberación: —Walter Di Grazia no tenía ningún motivo para asesinar a Speghen. Jorge Lancaster lo miró atentamente. Luego, escogiendo con cuidado las palabras, preguntó: —¿Siguieron interrogándolo ? —¡Claro! Y otra vez la misma historia: contestaba con toda normalidad, hasta que se le preguntaba directamente sobre el crimen. Entonces volvía a caer en ese estado de idiotez o cata..., cata... ¡qué sé yo! —Catatonía —apuntó Lancaster. —Creo que era eso lo que dijo el doctor Clérici. Y había que aplicarle un calmante que lo dormía por tres o cuatro horas; y vuelta a empezar. También le pasó cuando le preguntamos la edad... —¿Cómo...? —Jorge dejó a un lado el cigarrillo, alzando las cejas. 75
—La edad, en vez de la fecha de nacimiento, que respondía con exactitud... ¿Sabés lo que dijo? ¡Veintitrés años! Y no hubo forma de hacerlo desdecirse. Hasta que Píriz (¿cuándo no?) le puso por delante un espejo y le preguntó si esa era una cara de veintitrés años... ¡Zácate! Vuelta a los ojos duros y a los murmullos; y otra vez el calmante y el sueño... Eso fue esta mañana. Todavía duerme. —De manera que por él —resumió Jorge, con excitación mal velada en la voz— no sacaron nada en limpio. Pero ¿y ustedes? ¿No investigaron por su lado? —¿Cómo te creés que se trabaja? ¡Seguro que investigamos! Y bien a fondo. Pero no hubo caso. —¿No? —Los ojos acerados de Jorge se entornaron tras las gafas. —Di Grazia ni siquiera conocía de antes a Werner Speghen. No le debía nada. No estaba en situación económica apurada... ¡Nada de nada! —¿Y por qué estaba en esa casa? ¿No lo averiguaron? —Un asunto de rutina. La firma donde trabajaba Di Grazia lo envió a ver a Speghen, que era cliente suyo. —Sin embargo, Di Grazia fue con un revólver... —¡No! Eso es lo peor... ¡El revólver era de Speghen! Lo tenía sobre el escritorio, cargado... Di Grazia no tenía medio de saber siquiera que el arma estaba allí. Nunca había ido a esa casa. Jorge Lancaster se mordió los labios, frunciendo las cejas. —Alguien se lo podía haber dicho... ¿Alguna mujer?... —No, no; nada de eso. Ambos son solteros y, según opinión general, bastante... sosegados. Alguna canita al aire de vez en cuando; pero eso sería todo. Jorge se cruzó de brazos, echándose para atrás. —¿Speghen es trigo limpio? —¿Speghen? —el comisario miró con alguna sorpresa a su amigo—. Sí...; no sé cómo se te ocurrió. Por el lado de él hay alguna cosita medio rara. Se habló de cierto tráfico de alcaloides... No estamos muy seguros. Pero de cualquier manera, una cosa te puedo afirmar: donde quiera que estuviese metido Speghen, Di Grazia no tenía nada que ver con él. Ninguno de nuestros… informantes lo conoce; y a ellos se les puede creer. No, Jorge; por ahí también vas a un punto muerto. Lancaster inclinó la cabeza un momento. Luego: —Sí —reconoció—. Creo que estamos ante algo fuera de lo común. No tiene 76
nada que ver con crímenes vulgares. —¡Qué novedad!... —estalló Belleiro, golpeando el suelo con el pie—. ¿No te lo vengo diciendo desde un principio? ¡Y eso es lo que me tiene enfermo! No es lo acostumbrado; es mucho para mí. Un homicidio por celos, una riña de borrachos que termina a puñalada limpia, un asalto a mano armada... ¡Con esas cosas me puedo entender! Pero esto... —Esto —declaró Jorge Lancaster, con firmeza— es trabajo para un Aprietatornillos. Belleiro lo miró con ojos entornados. —¿Qué te traés entre manos? —Quiero hablar con ese tipo, viejo. —¿Para qué? —Para ayudarte. Vas a necesitar que te asesore un experto. —Ya tengo expertos. Lo que me pedís es muy irregular. —Vos lo podés arreglar —Jorge le tocó el brazo, afectuoso—. ¿O no somos amigos? —¿Y a qué tanto interés? ¿Tanta lástima te doy? Lancaster apretó los dedos sobre la manga del comisario. —Te voy a ser sincero —dijo—. Tengo dos razones para meterme en esto. La primera, naturalmente, ayudar a un gran amigo a salir de un berenjenal. La segunda..., bueno, es más egoísta. Uno de los propósitos que traje al regresar de Estados Unidos fue difundir en esta comunidad aldeana los adelantos del psicoanálisis, con todas sus aplicaciones y sus beneficios, en la terapéutica médica... Y también en la criminología. Si consigo ayudar a resolver algún caso policial importante, ya tendré una base firme para mi campaña. ¿Me explico? Belleiro terminó por ceder. Jorge era un gran convencedor. —Te dejo salirte con la tuya para no perder el día discutiéndote — refunfuñó Belleiro, por cuestión de principios—; pero no creas que me engatusaste con toda esa palabrada... ¿Nos vamos? Hizo ademán de sacar la billetera para pagar, pero Jorge, con suprema elegancia, lo detuvo extrayendo la suya, bastante abultada, según pudo apreciar el comisario. —Parece que te fue bien con los americanos… —se le escapó. 77
—Tengo que pensar en ir cambiando esta plata —dijo Lancaster—. Me quedó casi todo en dólares. —No te conviene cambiarlo todo —aconsejó Belleiro—. Con el peso cayendo verticalmente… Yo me guardaría todo lo que pudiera en dólares. ¿Sabés cuánto subieron desde que te fuiste? —No tuve tiempo de fijarme en las cotizaciones. —¡Sesenta y ocho pesos cada uno! Vos debés haberlos comprado a cinco... ¡Qué negocio! —Belleiro no pudo disfrazar su amargura. —Me remuerde la conciencia al mirarte —rió Jorge—. Querido amigo, voy a tener el placer de devolverte tu “gauchada”. Me hacés un enorme favor al dejarme ver a Di Grazia. Yo, en reciprocidad, te cambio cincuenta de estos al precio que digas. ¿Qué te parece? Belleiro sintió que le ardían las orejas. ¡Este Lancaster era el mismo diablo! Lo había “calado” bien…, como en los tiempos de estudiantes. ¡Todo un señor comisario metido en especulaciones! Pero, por otro lado, estaba el juego de comedor nuevo que le había prometido a su esposa… Y esta oportunidad que le ofrecía Jorge... —Muchas gracias; ¡sos un amigo! Jorge se rió a carcajadas. —¡El buenazo de Arístides! ¡No cambiaste nada! —Extendió varios billetes—. Servite. Era un poco ignominioso; pero había que ser prácticos. Los comisarios de policía no nadan precisamente en la abundancia… Ultimó la operación, con cierto aire furtivo de agiotista peso pluma. —Agradecido... ¡Don Aprietatornillos! —gruñó Belleiro, enojado consigo mismo y con el mundo. —Me gusta el apelativo —rió Jorge—. Un perito en tornillos flojos es lo que estás precisando—. Se levantó, palmeando sonoramente la espalda del comisario—. Vamos a ver a tu famoso loco. Belleiro se levantó también, y echaron a andar. —Y a propósito —dijo Jorge—. ¿Allá en la comisaría nos podrán facilitar un buen diván?
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3 -Este es el señor Jorge Lancaster —dijo el comisario Belleiro a Walter Di Grazia, sin añadir más detalles a la presentación, de acuerdo a previas indicaciones de su amigo—. Jorge, te presento al señor Walter Di Grazia. El detenido parecía completamente tranquilo; lo cual, desde luego, era signo inequívoco (dada su situación) de anormalidad psíquica. Vestía un pijama a lunares verdes, muy arrugado, tenía el pelo en desorden y, en su esférica cabeza, los apagados ojos conservaban las huellas de un sueño prolongado. —Un placer, Walter —dijo Jorge, con tono amistoso. Y, por espacio de unos cincuenta minutos, le fue dado al comisario el privilegio de presenciar una magistral exhibición de la habilidad, característica en Jorge Lancaster, de conducir una conversación por los derroteros que le convenían, sin que su interlocutor se percatase nunca del juego. —... y el accionista más importante —dijo Jorge por fin—, es un tal Werner Speghen, un alemán refugiado acá desde el cuarenta y cinco. ¿Usted por casualidad lo conoce, Walter? —No —respondió este, plácido—. ¿Me dijo que es un refugiado? Lancaster se inclinó hacia el otro. —Exacto. Pidió asilo en abril del cuarenta y cinco, de manera que está viviendo aquí desde hace... —Dos años justos —interrumpió Di Grazia, con tono suave—. Abril del cuarenta y cinco...; abril del cuarenta y siete. El zapato de Lancaster golpeó con disimulo la pierna del comisario, que se sobresaltó. Belleiro habría continuado insistiendo sobre el punto de la fecha, pero Jorge consideró conveniente variar el tema, y pasó a otros asuntos que poco o nada se relacionaban con aquel. Tal proceder, en un primer momento, le resultó inexplicable al comisario; pero de inmediato comprendió. Jorge, mediante trampas dialécticas muy bien armadas, consiguió ir poniendo en evidencia, poco a poco, la singular perturbación psíquica del detenido. Su mente había retrocedido, literalmente, dieciocho años. No solo creía estar en mil novecientos cuarenta y siete, sino que de hecho vivía en esa época, ignorando todo lo concerniente a años posteriores, como la TV hogareña, satélites artificiales o —afortunado de él, pensó Belleiro—, los Beatles. 79
—Speghen —dijo súbitamente Jorge, volviendo de golpe al alemán—, es un hombre que gusta del teatro... Incluso financió alguna función de aficionados. Acaso haya oído algo, Walter. Como usted es actor, según me cuenta el amigo Belleiro... Y ahora Di Grazia empezó a describir con todo detalle su carrera teatral, empleando la elocuencia entusiasmada del que habla de una verdadera vocación. —Así que debutó con “Fuenteovejuna”, ¿no? —dijo Jorge; y su tono excesivamente casual llamó de inmediato la atención del comisario. —Sí —contestó Di Grazia—, ya hace dos años. Al principio mi familia se opuso, pero... Silencio. El comisario frunció el ceño. Di Grazia se había detenido demasiado súbitamente... Sintió el zapato de Lancaster presionándole el suyo y se quedó callado. Era evidente que su amigo perseguía algo. —¿Su familia es muy numerosa? —inquirió Jorge, todo inocencia. —No...; no mucho —el acento era de pronto hosco, como si deseara que se dejase el tema. —¿Tiene hermanos? —Yo..., este..., sí..., sí, una hermana. —¿Madre? —No —la réplica fue indiferente—. Murió al nacer yo. —¿Padre? Silencio. Belleiro sintió un repentino e inmotivado escalofrío. Jorge insistió: —¿Padre? —¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Jorge simuló no advertir lo vehemente de la respuesta. —Supongo —dijo, en tono natural—, que su padre se opone a que usted siga su vocación. Es un hecho muy común: los padres no comprenden los ideales de los hijos... —¡No! ¡No comprenden nada! —gritó Di Grazia. —...y tratan de imponerles su propio modo de ver la vida. —¡Quieren dominar! ¡Siempre quieren dominar! 80
—Solo se fijan en el dinero. —¡Sí! ¡Es cierto! ¡Es verdad! ¡Querrían que sus hijos fuesen... —Di Grazia, congestionada la cara, con la exaltación del maniático, buscaba el símil apropiado—, fuesen..., fuesen todos miembros del Consejo de Gobierno, por lo menos...! ¡O gerentes de Banco! ¡O...! Le faltó el aliento. Jorge meneó la cabeza. —Es lamentable... Dígame, Walter... —¿Sí...? —¿Por qué mató a Werner Speghen? La reacción no fue violenta, pero sí impresionante. La cara, el cuerpo, la mirada de Di Grazia, adquirieron una repentina rigidez, y de sus labios trémulos comenzaron a brotar murmullos incoherentes: —La puerta... está... abierta —barbotó—. El... camino va... derecho... Los fuertes dedos de Lancaster aferraron el hombro del comisario. —Ya...
—murmuró
aquél,
contraídas
las
mandíbulas—.
Ya
voy
comprendiendo. (Continuará…) Ilustración: Burt Lancaster (“J. J. Hunsecker”) en la película “Sweet smell of Success” (“La mentira maldita”), dirigida por Alexander Mackendrick en 1957.
CARLOS M. FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos M. Federici
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F
ederico subió al tren subterráneo, esperó que su compañero recogiera las golosinas dejadas a cada pasajero. Entonces pregunto: ¿Cómo te está yendo? Apenas puchereando. Para vos, ¿cómo viene la mano? Mal, no saco ni para la leche del pibe.
Te deseo una buena gorra. Quien tomó la posta del vendedor de golosinas, con un saxo golpeado y deslucido, haciendo equilibrio, y exigiéndole a sus pulmones tratando de ser oído, interpretó dos boleros de Manzanero. Al finalizar agradeció toda colaboración que le pudiesen dar. Comentó a los pasajeros que lo recaudado sería para que su joven pareja terminara los estudios universitarios. Muchos no lo oyeron, otros seguían durmiendo, algunos colaboraron con la gorra que resultaba enorme para contener tan poco. Esa noche, como todas las noches, un amigo fue al inquilinato donde Federico dormía con la esposa y el pibe. Buenas noches, ¿se encuentra Mariana? Preguntó a una persona que estaba en la vereda. ¿Usted busca a la mamá de Leonardo, un pibe de unos cuatro o cinco años? Sí, es la esposa de un amigo, traje algo para ella. Le comento, esta tarde, el administrador de la casa la echó para siempre, apenas permitió qué pusiera sus pocos harapos en una bolsa de residuos. Escuché que trataría de ubicar a su esposo, para pasar la noche juntos en la terminal de trenes, aquí nomás a cinco cuadras. Gracias por el dato, trataré de encontrarlos. Llegó a la terminal, en los andenes fríos y oscuros la miseria estaba por el piso donde descansaban los marginados, cubiertos con cartones, frazadas y todo aquello que mitigara la baja temperatura. Se apreciaba claramente el contraste de una parte de la sociedad empobrecida en la enorme geografía de un país inmenso, lleno de recursos. Cuanto más avanzaba caminando por el andén, más se sentía el frio, y golpeaba la tristeza. Los desprotegidos esperaban que llegara el tren, que climatizaba el lugar con el calor de los motores y a la vez enrarecía el ambiente. 83
Encontró entre tantos a quienes buscaba, ella dormida, sobre el pecho su hijo envuelto en un poncho, a su lado, el esposo esperaba que despertaran para compartir un mate cocido acompañado con unos panes y queso. Su compañero les acercó leche con chocolate caliente. Pasaron varias noches en el andén de la estación conviviendo con el frío, el hambre y la falta de higiene. Una mañana partía una formación con destino a Mar Del Plata, se animaron a conversar con el guarda, este acepto que subieran hasta la estación Lezama, ubicándolos en un espacio reservado. Mediando la tarde llegaron a destino, agradecieron la gentileza al guarda, y en el viejo edificio de la estación, se acomodaron en la amplia sala de espera. Al anochecer cuatro ciclistas que pedaleaban desde la costa con destino a Luján, compartieron el espacio con ellos. Entre mates y picadas, uno de los ciclistas le propuso al joven buscavida, un trabajo en Las Toninas. Le ofreció se encargara de mantener sus propiedades en alquiler, y ocuparan un departamento fuera de temporada sin costo alguno. Agradecieron la oferta y aceptaron gustosos la tarea. El septuagenario y oportuno ciclista, les dio dinero para los pasajes, y dijo que los esperaría en la dirección indicada al volver de su viaje. La pareja de Federico, retomó sus estudios de sicología en la universidad Siglo 21 del Partido de la Costa. Hoy viven instalados en ese pueblo, Federico en temporada recorre con su triciclo las playas ofreciendo ensalada de frutas, mientras su esposa trabaja de mucama en los departamentos.
LORETO DI MASCIO
Argentina
Facebook: Loreto Di Mascio
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espués de más de veinte horas de viaje, sus ojos le pedían un descanso. Esperaba que este fuera el último tramo antes de entregar la mercadería y empezar a disfrutar de sus vacaciones. Ya llevaba muchos años en la empresa y nunca había pedido nada, pero esta vez, necesitaba un descanso y creía merecérselo.
La noche cálida y estrellada le agradaba. Sin darse cuenta se descubrió tarareando una vieja melodía. De pronto, al costado de la ruta, la vio. Muy rubia, muy alta, muy sola. Decidió llevarla hasta el pueblo más próximo. Ella decidió otra cosa. Él le ofreció un poco de café, ella lo sorprendió con un beso. Él se aferró al volante, aceleró y sonrió ingenuamente. Dos horas más tarde, la policía local encontró el cuerpo de un hombre de mediana edad, desangrándose al costado de la ruta. Ella, se quitó el disfraz unos kilómetros más adelante.
AMALIA FUINO
Argentina
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omo todas las mañanas, una mujer sale de su casa. Del hueco de la escalera emerge un olor a pan tostado, y en el ascensor hay un charco de algo que apesta. Mira que no haya nada en el buzón y sale del portal. Camina hasta la iglesia del barrio y besa el talón húmedo y gastado del cristo.
Luego roza la cruz que este carga con la yema de los dedos y se santigua. Aprovecha el viaje de regreso para comprar algo de pan. Quedan unos minutos para que salga del horno la primera tanda de la mañana. Han cambiado a la dependienta de la panadería. Esta, al menos, no huele a sudor; pero tampoco la despide cuando sale con la bolsa de papel abierta para que el pan recién hecho no se ponga blando. Cuando vuelve a casa, echa un vistazo al buzón. Ahora puede subir por el ascensor sin taparse la nariz con la mano. Delante de la puerta de su casa, saca del bolso unas llaves y las deja caer (en realidad hace como si se le resbalaran de las manos por si la vecina del B la espía por la mirilla). Es una señal que tienen acordada ella y su marido. Aunque este, aún, no ha llegado. El sol se asoma sobre la muralla y la noche termina de secarse en los barrotes metálicos de los balcones. Por el Callejón del Agua, en la esquina con la calle Vida, un hombre siente que lo persiguen los recuerdos que pretende olvidar. Parece que estos quieren afilar sus cuchillos en su nuca oxidada; pero tampoco se atreve a girarse, para que no desaparezcan. Se detiene de sopetón. Había algo haciendo equilibrio en una alcantarilla, a lo que le ha dado un puntapié. Se agacha e intenta distinguirlo en la oscuridad achinando los ojos. Ve a una cucaracha boca arriba en el suelo que mueve desesperada sus patitas, pero a estas alturas nada de lo que pasa a su alrededor le resulta, ni siquiera, anecdótico. Luego busca, en la barra del bar más cercano, un punto fijo para controlar el mareo. Toma otro coñac. Después otro. Golpea la madera húmeda y gastada de la barra con unas pocas monedas y se va. Espera al autobús en una plaza próxima. A estas horas siempre anda por allí un tipo en pantalones cortos que promueve la lectura de la biblia, y al que le huele el aliento a ajo. Cuatro paradas después de haberse montado, se sube al viejo trasto una niña con un chaquetón azul. Esta se sienta en uno de los sitios de mitad del vehículo, deja su mochila en el asiento de al lado y abre la ventana. Sus rizos dorados revolotean
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desordenados y se los intenta controlar con una coleta. El traqueteo del autobús parece adormecerla. Se acomoda apoyando la cabeza sobre el respaldo de plástico de su asiento y cierra los ojos. Por arte de magia, la chica del chaquetón azul abre los ojos a pocos metros de llegar a su parada. Agarra su mochila y sale apresurada del autobús, que rebufa al abrir las puertas. El hombre se lanza tras ella. Sabe que está a varias paradas de la suya. Los cristales de la marquesina están destrozados y se retuercen bajo sus pisadas. Sigue a la chica, que camina despacio. Pasan por una sucursal bancaria abandonada. En la puerta de esta hay un cartón extendido en el suelo junto al casco vacío de una cerveza de litro. La chica se gira, mira al hombre y acelera el paso hasta que se pierde en el tumulto que hay en la puerta de un instituto gris. En la misma plaza hay un bar abierto que todavía tiene encadenadas las mesas y las sillas. El cuponero de la zona está acodado en la barra sobre una cerveza pálida. Que lleve gafas de sol y un bastón blanco extensible es lo único mitológico que hay en él. El hombre pide un café y otra copa de coñac, y sale fuera. Una pareja, que llega tarde a clases, se para en la puerta del instituto. El chico abraza a su amiguita y la alza unos palmos del suelo. Esta lleva falda y se le levanta un poco. Al otro lado de la puerta del bar hay un viejo sentado en una silla de plástico que mira indiferente la escena y se frota la entrepierna. Su peso dobla las patas de la silla. “¡Lo tengo!”, piensa el hombre. Vuelve a casa. En el descansillo de su planta huele a huevos revueltos con beicon, su desayuno favorito. Deja caer las llaves antes de entrar, abre la puerta y corre, sin decirle nada a la mujer, hacia su despacho. Teclea algunas palabras en el ordenador. Tras releerlo un par de veces lo imprime, huele las hojas calientes y las archiva. —Hoy es el día, cariño —le anuncia a la mujer. Se sienta a la mesa y remete el corbatín por un hueco entre botones. Cuando termina, va a la cocina con el plato bien rebañado. La mujer está apoyada en la ventana limpiando la pistola. En la habitación donde van a hacerlo, la luz tamizada que entra por la persiana echada apenas ilumina las paredes azules y los posters amarillentos y acartonados. Huele a polvo y periódicos. Ya no hablan de María ni ellos ni en la televisión. Fue uno de los primeros días que la dejaron ir sola al cine, con una amiga, cuando lo único que encontraron de ella fue su chaquetón azul olvidado en la butaca. El cuerpo 89
de Aida, su amiga inseparable, fue encontrado un par de días después, tirado como un trapo sucio, en un descampado a las afueras de la ciudad. Se sientan en el suelo. La mujer posa la pistola en su falda extendida. —¿Quién lo va a hacer primero? —le pregunta. Está despeinada y con los ojos rojos. —¿Piedra, papel o tijeras? —¿De verdad quieres hacerlo así? —Tras vencer al Tiempo, Zeus echó el mundo a suerte. —Déjalo, lo haré yo primero. Te quiero, Alberto. Siempre te querré. —Sé que lo has hecho hasta ahora, cariño. La mujer agarra la pistola, se la introduce en la boca, oprime los párpados y aprieta el gatillo. Es espantoso. Una pistola. Un hilo de humo sale de la cabeza de la mujer. Cáscaras de cráneo y cerebro y sangre por todas partes: encima de él, estampada en la pared azul, en la falda de la mujer… Hay silencio. Alberto se incorpora y se quita la sangre de la cara. La escena le recuerda a algo. Va a su despacho, coge el archivador, acude a la última página, tacha con lápiz el último párrafo y añade algo. Lo devuelve a la mesa, junto a una foto desastrosa de María en la que esta se pelea contra el viento y sus largos rizos dorados, y la besa como Pigmalión a su trozo de mármol. Marca el número de la policía y regresa a la que fue la habitación de su hija.
RUBÉN VALIENTE DOMÍNGUEZ España Twitter: https://twitter.com/rubvaliente
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e refugié en aquella cafetería porque, desde el exterior, lucía como un cúmulo de paz y tranquilidad. Allí afuera el mundo se transfiguraba en caos, mientras que en el interior todo continuaba como si de un día más se tratara. Azoté la puerta al entrar, pero nadie levantó la vista. Si alguien se
percató de mi presencia, no dio la menor muestra de ello. Apoyado contra el vidrio, para asegurarme que se mantuviera cerrada, respiré pesadamente hasta que mi agitación disminuyó poco a poco. Comenzaba a sentirme ridículo allí parado, por lo que decidí sentarme, más para disimular que por otra cosa. Elegí una de las mesas del centro del salón que permanecía en gran medida vacío; desde allí podía ver el gran ventanal que miraba a la ciudad y que tenía aquella puerta como centro. Un poco hacia la izquierda, iluminada por el resplandor irreal del exterior, una muchacha ocupaba una solitaria mesa junto al ventanal. Escribía en una libreta amarillenta mientras una taza de café humeaba junto a su mano. Su pie jugueteaba con la sandalia manteniéndola en el aire sin dejarla caer. No parecía darse cuenta de lo que sucedía afuera, tan cerca de ella, tan distante del mundo. Eso que nadie sabía lo que era; una conjunción de planetas, una guerra neutrónica, el desgarramiento de la continuidad espacio-tiempo, el final de la realidad o el comienzo de una nueva. Más allá del cristal los edificios se derrumbaron y volvieron a construirse, eran los mismos o eran diferentes, lo mismo daba; crecieron palmeras sobre un lago inexistente; el atardecer y el amanecer sucedían al mismo tiempo antes de que llegara el café que pidiera con una seña al solitario y silencioso mozo. Aún no se me había ocurrido pensar que, quizá, mi dinero careciera de valor allí. Una tribu de mujeres construyendo una torre apartando los viejos edificios como si se trataran de árboles muertos; guerreros a caballos combatían contra seres para nada humanos entre sus piernas; una procesión interminable de elefantes atravesó lo que quedaba de la avenida 18 de Julio; animales inclasificables surgieron poco después entre las ruinas. Agregué dos sobres de azúcar ultraorgánica al tiempo que una nave espacial de proporciones incomprensibles en comparación humana, derribaba a otra de idénticas características, sin que los antropoides que pastaban debajo lo notaran. 92
Las pocas personas en la cafetería atendían sus asuntos, sin siquiera mirar al resto de los clientela, sin preocuparse por el exterior, ni nada ajeno a sus mesas. Un bárbaro, desnudo, grasiento y musculoso (como todo bárbaro cinematográfico), descubrió el ventanal, lo miró con curiosidad un instante antes de arremeter contra él con su espada en alto. Tensioné mi cuerpo preparándome para verlo atravesar el vidrio y caer sobre la desprevenida muchacha pensando en cuál sería la mejor manera de rescatarla o de ponerme a cubierto. De una manera u otra la paz que encontrara en aquel lugar estaba a punto de desaparecer. Escasos decímetros antes de lograr su cometido, se desvaneció en el aire. Me relajé por completo y suspiré. Observé una vez más la cafetería; estudié la agradable decoración, su diáfana luz y los pocos sonidos habitualmente estridentes del ambiente. Probé el café y lo encontré sabroso como pocos de los que probara desde que comenzara el caos hacía tanto tiempo. Me recliné en la silla mirando, una vez más, a través del ventanal, esperando que el caleidoscopio de imágenes que descubría del otro lado me llevara a juntar el valor necesario para cercarme a la mesa de la muchacha. Ella continuaba escribiendo, sin siquiera levantar la mirada por un instante, sin percatarse de mi mirada, como si de lo más importante del universo se tratara, en su libreta…
JOSÉ A. GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
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uevamente el sudor frio y el golpeteo de fuertes palpitaciones en el pecho me despertaron… ya era la quinta vez este mes. No pude hacer más que incorporarme con lentitud y esfuerzo y tratar de normalizar mi respiración, que en ese momento era rápida e irregular.
Cuando volvió la calma, mi mente se enfrascó en pensamientos oscuros y terribles conjeturas, en hipótesis que, con bastante temor y la boca extremadamente seca, debí aceptar que eran muy posibles y más que probables. Di vueltas por más de una hora en mi habitación, intentando llamar al sueño, que ahora se había vuelto tan esquivo y tramposo. Pero como siempre, nada. Así que decidí buscar algo para leer. Buscaba con cierto desgano algo pesado y complejo, de esa forma me cansaría un poco y podría dormir o eso creía, hasta que mis ojos se posaron en aquel sobre; estaba allí, una carta que no me había dado la gana de abrir y hacía casi un mes reposaba sobre el escritorio, acumulando una capa de polvo bastante gruesa ya. De momento, retiré mi mirada del sobre, fui a la ventana y la abrí, dejando que una suave brisa acariciara mi tembloroso cuerpo; mi piel, había empezado a ponerse bastante más pálida y estaba perdiendo mucho peso… pero no le presté demasiada atención a detalles tan insignificantes y encendí un cigarrillo. Serví una taza de café y me perdí por cerca de un cuarto de hora viendo el cielo salpicado de estrellas. El aullido lejano de un perro vagabundo me devolvió de golpe a la realidad; maldecía por lo bajo, tenía la impresión de haber pasado horas despierto, pero el reloj no me daba la razón, el reloj solo me mostraba su lento andar debido a mi impaciencia. Encendí un cigarrillo más y serví otro poco de café, en silencio, tratando de acumular el valor suficiente para dirigirme al escritorio y abrir ese sobre… pero cada vez que pensaba en ello un escalofrío cruzaba por mi espalda. Después de tanto pensarlo, le di una última calada a mi cigarrillo y me dirigí con paso firme hacia el escritorio, tomé el sobre y, sin dudarlo más, rasgué el papel color ámbar del sobre; saqué una carta, bastante corta a decir verdad. La leí con calma, necesitaba comprender cada palabra, grabarla en mi cabeza, cerciorarme de estar despierto. Terminé de leer, me dirigí al balcón, me senté y encendí otro cigarrillo… tenía 95
la mirada perdida en la lejanía y un frio extraño en el estómago; mis manos empezaron a temblar y en mi mente empezaron a retumbar las palabras de aquel papel. Fue un golpe de entendimiento, una bofetada de realidad… lo comprendí todo, el miedo que me invadía no era a demonios de más allá de las esferas ni a criaturas que llegaban a cebarse con mi carne desde el vacío insondable del tiempo y el espacio, no, era algo más terrible; el maligno ser que habitaba dentro de mí y me consumía con premura ansiosa tenía nombre, un nombre que jamás creí posible llegar a nombrar con tanto temor… con los ojos perdidos y un cigarrillo consumido entre los dedos, con una sonrisa desencajada y con un dejo de locura y desespero. El nombre del demonio que ahora me consumía… era cáncer, lo confirmaba ahora, aunque lo sospechaba hacía mucho. Según la carta, había aparecido muy rápido y avanzado aún más rápido, no me quedaba mucho tiempo, no había nada que hacer… así que alargué mi brazo hasta la mesita y tomé otro cigarrillo, lo encendí lentamente y dejé que el humo inundara mis pulmones para calmar los espasmos del susto; finalmente… si iba a morir, lo mejor era aceptarlo y esperar a la muerte con calma, para invitarle un cigarro y un café, pues como rezaban las palabras de un viejo relato que había leído hacia muchísimos años…. Llamado PAROXISMO “Al final, era cierto… nada importaba, nada tenía sentido ni razón”.
EDWARD ALEJANDRO VARGAS PERILLA
Colombia
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rucé el parque apurado, sin mirar lo que debía mirarse a finales de ese noviembre caluroso, regado de jacarandaes añiles. Imágenes de pesadilla me perseguían desde temprano. Me concentré en el trabajo pero la angustia respiraba conmigo. El río corría a los pies del monte cuya cima era un páramo de tierra
mezclada con sangre, enmarcado por vegetación apiñada, pujando por sobresalir, rodeando palmeras y todo tronco que se interpusiera en su expansión hasta el sendero abierto, por donde cada tanto, subían los sacerdotes y el elegido, para calmar con su sacrificio, a los dioses enojados que pedían vidas. Esta vez los supremos habían sacudido la tierra, destruyendo las chozas de barro y agrietando las paredes del templo y las viviendas de los guerreros. El consejo eligió al agricultor que enseñaba qué sembrar, por tener, decía, un pacto con la tierra. Lo untaron con grasa desde el cabello hasta los pies porque su ofrenda era arder con llamaradas de colores en la pira erigida, para que los dioses aceptaran el sacrificio. Llegué al Natatorio Municipal y entré al vestuario. Cortaron las sogas que amarraban sus muñecas. Durante la plegaria encontró la mirada angustiada de su mujer, aunque tenían un plan. Respiré profundo y guardé el aire. Sonó el cuerno con fuerza y ese fue el momento en que se lanzó en carrera y se tiró por el precipicio. Mi salto desde el trampolín fue impecable. Me arrastré en lo más profundo, tratando de avanzar sin salir a la superficie. El agua revuelta ocultó sus movimientos, dirigiéndolos hacia la pared oscura, dónde buscó una raíz en la que anclarse porque su cuerpo engrasado pedía sobresalir entre la vegetación de la orilla. Sacó un trozo de caña hueca y respiró desesperado. Un grupo de arqueros disparó bolas de trapo y grasa encendidas, que se perdieron en la espuma de la correntada, una rebotó en su costado, no la esperaba. Tuvo que frotarse con fuerza para eliminar la pequeña llama que se ensañó con su piel. Comencé a largar el aire, dispuesto a salir, cuando un grupo de niños se tiró 98
desde el borde, uno rebotó en mi espalda. Me quedé sin aire, me hundí y volví a flotar. Una mano fuerte me tomó del brazo y me ayudó a salir. —Tome —me dijo, alcanzándome un toallón— Séquese y vaya a la sala de masajes. Un poco de óleo le sentará de maravillas. Un recuerdo angustiante me hizo contestarle: —No hace falta, estoy bien. En otra oportunidad, quizás. Salí a la calle y caminé, caminé hasta el edificio de departamentos, dónde vivía. Desde el noveno piso se distinguía el río. Corrí las cortinas y me desplomé en el sillón... a salvo.
YOLANDA SA
Argentina
Facebook: Yolanda SA www.yolandasa.com
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“Nada nos engaña tanto como nuestro propio juicio” Leonardo da Vinci
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a chica salió de la boca del subte y en la primera esquina, la calle de su casa, dobló caminando rápido. A escasos diez metros un hombre dobló en la misma dirección. Ella presintió que la seguían e intentó apurar el paso. Él se puso la capucha del buzo y corrió. Mientras bajaba en el ascensor se miró en el espejo y sonrió.
“Nunca imaginaste que ibas a hacer esto”, pensó. Ya en la calle se dirigió hacia la avenida, a dos cuadras de su casa. En la esquina, la barra de pibes que limpian parabrisas, charlaban esperando que corte el semáforo. Debía ser una de las pocas veces que pasaba caminando por allí. Siempre le había molestado el aluvión que se venía cada vez que la luz roja detenía su auto. —¿Le limpio maestro? —Ante la negativa, hacían un círculo entre el índice y el pulgar— ¿Una moneda? Muy rara vez accedía, solamente si había llovido y su parabrisas estaba muy sucio de gotas y salpicaduras de otros autos. Pero en general su gesto era negativo ante las dos preguntas. Cruzó la avenida y entró en la pizzería. Hizo el encargo. Fue a la caja y pagó con tarjeta las pizzas y las empanadas. El empleado del mostrador recibió con una sonrisa el billete de propina. De regreso a su casa entró en el supermercado chino, el único que podía encontrar abierto a esa hora de la noche, y se llevó cuatro cervezas en envases no retornables. Llegó hasta la esquina justo cuando el semáforo había detenido a los autos. Dos de los muchachos estaban limpiando y el tercero se había quedado parado al lado de los baldes. Se acercó a él y lo abordó: —Buenas noches ¿Quién es Dante? —¿Quién lo busca? —preguntó el pibe. —¿Cómo se llama? —le había preguntado hace una hora a su hija. —Creo que Dante —respondió ella todavía con la respiración entrecortada. Estaba sufriendo frente al televisor, como todos los hinchas de Independiente, porque el empate se les negaba y el tiempo se iba acabando, cuando escuchó los gritos de su mujer en la cocina. 101
—¿Qué te pasó? ¡Mi amor! ¿Qué te hicieron? —¡Me asaltaron! —escuchó la voz de su hija quebrada por el llanto. Corrió y vio cómo su mujer ayudaba a la chica a sentarse en una silla. Preguntó qué había pasado pero ambas lloraban y no podían explicar. Revisó la cabeza de su hija. Tenía un chichón morado sobre el lado derecho de la frente cerca de la sien sobre el que apoyaba un repasador con trozos de hielo. —Bueno, tranquila, es un golpe fuerte pero con lo cabeza dura que sos… —le dijo para aflojar un poco la tensión. Sin dejar de llorar, la joven sonrió. —No perdés oportunidad papá ¿eh? ¿A quién salí? —¿Qué te robaron? ¿Cómo fue? —Salí del subte y venía para acá. Me pareció que alguien me seguía y cuando me quise apurar sentí que me tironeaban de la mochila y me empujaron. Sentí como un estallido y cuando abrí los ojos estaba sentada contra la pared y los pibes de la esquina me estaban atendiendo. Uno me dio este repasador con hielo que fue a buscar a la heladería. Me preguntaban si estaba bien. Si me podía parar. Lo habían corrido al tipo y recuperaron mi mochila. Después otro de ellos me acompañó hasta la puerta. —¿Cómo se llama? —preguntó él. —Creo que Dante —respondió. —¿Quién lo busca? —preguntó el pibe. —Digamos que un padre agradecido. —¡Ah! ¿Por la piba? Yo soy Dante. No hay nada que agradecer. A la piba la vemos pasar todos los días. —Gracias por recuperar la mochila de mi hija. —¡Ja! ¡Para el flaco Ráfaga fue sencillo! Cuando le gritamos el chabón quiso salir corriendo pero Ráfaga es Usaín Bolt. No se le podía escapar. Posta que con la murra que le dio no le quedan más ganas de afanar por acá. —Les compré unas pizzas y empanadas y traje unas cervezas. —¡Eh, joya! ¡Ráfaga, Corcho, paren que pintó pizza y birra!
OSVALDO VILLALBA
Argentina
Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar 102
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nselmo, cada mañana daba los buenos días al mal encarado, odioso, cajero de la taquilla número cinco del banco. Y como siempre, el mal educado no le contestaba. Anselmo tendría a lo sumo cincuenta años, pero aparentaba más, debido quizás a las dos cajetillas diarias de cigarrillo que fumaba, las vicisitudes y
desengaños de la vida, aparte del mísero salario que devengaba por ser el “office boy” de la ferretería más grande y surtida de la ciudad. El dueño, don Andrés Sierralta, un tacaño, nunca lo subió de categoría en veinte años que laboraba allí, con un sueldo mínimo que apenas le alcanzaba para las necesidades básicas. Vivía con su madre y tres gatos que eran la adoración de la señora. Cómo soñaba Anselmo, ser un destacado ejecutivo, y que lo llamaran “don”, y su madre que se lo recordaba a diario: —“Eres un tonto, en ese trabajo te exprimen y para qué. Allí no eres nadie, ni siquiera te respetan”. En esos momentos, deseaba retorcerle el cuello, pero se acordaba que era su mamá y debía quererla, tenerle consideración. ¡Quererla!, esa vieja gruñona y antipática, a la cual muy para sus adentros detestaba con toda su alma. Desde niño lo vejaba y maltrataba delante de los vecinos y amigos. Y en la misa lo obligaba a confesarse, porque según decía “qué de malos pensamientos tendrá este muchachito”. Total, Anselmo era un soñador, pero muy infeliz, que transcurría su vida de aburrimiento entre la invisibilidad de sus compañeros de trabajo y sus recorridos al banco. Sus únicos momentos de felicidad y alegría, eran cuando miraba a Martica, la recepcionista de la ferretería, e imaginaba que ella le regresaba la mirada con arrobamiento y le sonría. Pero no, eso nunca ocurría. Para Martica, como para todos los otros empleados él simplemente no existía, él solamente era “el señor que hace los mandados”, ni siquiera le decían su nombre. Y Anselmo, escuálido y tristón, caminaba todas las mañanas las siete cuadras que lo separaban del banco, porque el tacaño y miserable de don Andrés ni siquiera le daba para los pasajes en el autobús. En el camino no dejaba de pensar y le rogaba a ese Dios a quien tanto su madre le rezaba, que le tocara otro cajero, que al menos le contestara los buenos días. Sucedió que el lunes temprano, el encargado de la ferretería le encomendó hablar con el gerente del banco, ya que al parecer el contador había encontrado algunas irregularidades en la cuenta nómina del personal. Y allá iba Anselmo caminando, más despacio que de costumbre, decaído y triste a cumplir la misión encargada. Llevaba un gran sobre cerrado, para entregar en persona al gerente. Al llegar al banco, se 104
anunció con la recepcionista y esta al ver el sobre y de donde provenía, le obsequió una encantadora sonrisa y un buenos días sonoro como hacía mucho tiempo no escuchaba. “¿Desea don Anselmo, un café?”. Anselmo miró a los lados, y todo desconcertado, pensó: —¿Es a mí a quién se dirige esta encantadora señorita? Don Anselmo, —repitió la señorita—, ¿desea un café? —Sí, sí, si es su gusto. Anselmo estaba en una nube, todo confuso y nervioso, cuando de pronto, sale un señor muy bien vestido y elegante, y le da un fuerte apretón de manos, como desde hacía tiempo tampoco nadie lo saludaba. Pase, pase, Don Anselmo, es un placer tenerlo aquí en nuestro banco. Ya le vamos a solucionar este pequeño inconveniente que hemos tenido. Después de una breve llamada, el señor elegante, que debía ser el presidente o el gerente del banco, le dio otro apretón de manos, —ya está todo resuelto, dígale a don Andrés que todo está solucionado y nos disculpe el inconveniente. Anselmo salió con una amplia sonrisa sintiéndose tan feliz y pleno. Al salir del banco sintió el canto de los pajarillos y en sus oídos sonaba como una melodía angelical eso de… don Anselmo.
NANCY AGUILAR QUINTERO
Venezuela
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l gesto de Luciano me hacía saber que estaban disgustados. Sin llegar a escuchar lo que decían, me compadecí de Ana. Iba a estallar en llanto. Logró escabullirse de la reunión rápidamente y se dirigió al baño. Luciano se movió incómodo en la silla ante tal reacción y buscó conversación con la prima Eugenia que estaba cerca.
La relación matrimonial venía en caída libre desde hacía un tiempo. Ciega voluntariamente o no, negó todo hasta el colapso final. La verdad se manifestó y ya no pudo detenerla. El hecho concreto es que Luciano se enamoró, como suceden todos los enamoramientos, sin pensarlo. En medio de la crisis se encontró con Julia, no lo interiorizó hasta hace poco y hoy decidió comentárselo a Ana y fue lamentable, aparte del contenido, el momento que eligió. El día de su cumpleaños. Muy inoportuno. La pobre chica no podía contener el llanto y tampoco sabía cómo iba a hacer para salir de allí. Situación difícil de remontar para ella. No para él que es un gran cínico y que por aquella confesión se había colocado en un sitio de indiferencia por lo que pudieran pensar los demás. Los sucesivos le aportaron coraje, se puso de pie, golpeó la copa con la cucharita del postre y una vez que captó la atención de todos, comenzó diciendo. Muchas gracias a todos, querida familia y amigos, por haber estado aquí esta noche, acompañando a Ana en su cumpleaños. Resulta que ha tenido una pequeña indisposición, algo le ha caído mal y se ha recostado un momento. Les pediría a todos, que para que ella no se sienta más incómoda con esta situación, se fueran retirando. Les agradezco su comprensión y empatía. No va a faltar oportunidad de retomar el festejo. Ella escuchaba el improvisado discurso desde su dormitorio, con sollozos de ira tan poderosos que le habían provocado hipo. No podía creer tanto cinismo y no alimentaría esa mentira quedándose allí encerrada, así que en un arranque de osadía mezclada con rabia, salió a la sala y contó entre lágrimas, el por qué de su estado. Resulta que Luciano se ha enamorado de Julia —comenzó diciendo— y me pidió el divorcio. Tiene tan poco tacto, que no tuvo mejor idea que hacerlo hoy, como regalo de cumpleaños, arruinándomelo y provocándome este estado de angustia y humillación frente a todos ustedes que son mis grandes afectos. Pero he 107
decidido no permitir que se salga con la suya —continuó. Así que el que se retirará será él y nosotros seguiremos brindando por mí —concluyó Ana triunfante. Luciano pasó de verdugo a víctima, se retiró a buscar consuelo en los brazos de Julia y otro día buscaría su ropa.
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI Argentina
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odría resumir mi vida en una palabra, “fracaso”. Eso es lo que siento y eso es lo que ha sido. Lo que realmente me molesta al tiempo que perturba mi conciencia, es que he tenido las oportunidades y las herramientas a la mano para poder lograr éxitos totales, brillantes, explosivos y no las he usado. Simplemente,
he dejado pasar todo por miedo al fracaso mismo. Mis padres siempre me alertaban en contra de fallar, ¡ten cuidado, esfuérzate, prepárate! Pero sus palabras solo incrementaban mis temores, me convertían en una especie de tlacuache inmóvil ante cualquier amenaza; me detuvieron ante cualquier posible intento o acción y, sin darme cuenta, me fui convirtiendo en una habitación permanente para lo que temía, porque a pesar de no intentarlo, a pesar de mantenerme en un lugar seguro, con los años, mi inacción ha venido a convertirse en eso, en una lista en blanco de todos mis logros, de todos mis intentos porque en realidad no existen. Veo a mis conocidos; sus vidas tan llenas de sentido, de logros y fracasos pero, sobre todo, de plenitud. Ellos no temieron ni dudaron ante la idea de un posible desastre. ¿Y si yo lo hubiera intentado? ¿Qué? No deja de rondarme esa pregunta. ¿En qué situación? En todas, desde lo más sencillo. Nunca aprendí a montar en bicicleta por miedo a caerme, a no lograr el equilibrio o a estrellar mi cabeza contra el pavimento y perder la cordura. No aprendí a patinar porque nunca pedí unos patines a mis padres por miedo a recibir una negativa. En la escuela, cuando la maestra hacía alguna pregunta, nunca levanté la mano aunque pensara que conocía la respuesta porque no me sentía confiado a decirla (¿Y si cuando me daban la palabra perdía la voz?). Me gustaba ver a otros jugar, esconderse, correr. Parecía divertido, estudiaba las reglas del juego, parecían muy simples, demasiado simples, no podía ser así, seguramente eran más complejas y yo no las entendía en su totalidad. Era casi una certeza para mí que si intentaba jugar lo estropearía todo, me tropezaría al intentar correr. Nunca intenté acercarme a ellos; hablarles. Temía el rechazo. Cada día me sentaba en el mismo lugar, junto a la oficina de los maestros, de alguna forma me sentía seguro ahí. Una maestra alertó a mis padres. Parecía muy callado, retraído, no hablaba, no mostraba interés en nada. Quizás necesitaba otro tipo de educación o atención. 110
Mis padres estaban destrozados. Yo era lo que temían. Nunca iba a ser nada bueno. No serviría para nada. Sus esperanzas se habían terminado. Los dos lloraron en la noche, los oí desde mi cuarto. Las luces apagadas, el silencio de la oscuridad y su llanto... Mi madre no se daba por vencida, buscó ayuda. Me llevó con una especialista para que me revisara en busca de otra alternativa. Yo estaba temeroso, no quería defraudarla, pero no sabía lo que esperaba, cómo debía actuar. La especialista trató de hablar conmigo. Yo estaba asustado, Sin deseo de hablar, me costaba levantar la mirada. Estaba destrozado. Le pidió a mi madre que saliera. Me dio varios papeles, exámenes con imágenes, rompecabezas, laberintos. Me dijo que los resolviera, que lo intentara. Yo no quería ni tomar el lápiz, estaba seguro de que no lo conseguiría, no respondí. Ella sonrió y dijo que no importaba, que estaba segura de que yo era un campeón y que así se lo comunicaría a mi madre. La miré con esperanza, como imagino que los marineros miran tierra firme a lo lejos después de meses de navegación. Nuestros ojos se cruzaron y ella asintió como si lo hubiera comprendido. Pero duró muy poco. Se puso seria y llamó a mi madre. La hizo pasar y le dijo que yo no tenía ningún problema cognitivo, solamente era callado, retraído y temeroso; que necesitaba apoyo y seguridad, mi mamá sonrió y me abrazó, nos fuimos a la casa. Cuando llegó mi padre, se lo comentó y él, molesto, respondió que entonces todo esto era por mi flojera. Que ni siquiera podía hacer bien lo más sencillo. Hablar, estudiar, relacionarme. Ni siquiera era bueno en eso. Me esforcé en los estudios lo suficiente para acabarlos, pero no tomé riesgos. Nunca hice nada que pudiera llamar la atención y atrajera las miradas extrañadas hacia mí. Temía sentirme juzgado. ¿Deportes? Ninguno, nada en lo que existiera alguna posibilidad de perder. Seguí los pasos dictados por la norma, cumplía las reglas, estudiaba lo que tenía que estudiar, ni más ni menos. ¿Algún romance? ¿Amigos? No, el temor al rechazo, al desprecio, al dolor. Busqué algún hobby pero era imposible adentrarme en cualquiera. Siempre había un momento en el que se tenía que dar un paso para avanzar más allá. Yo no podía, me quedaba petrificado cuando llegaba el gran momento, lo más sencillo era abandonar y empezar algo nuevo. Estudié contabilidad porque era la opción más sencilla de elegir de acuerdo a mis calificaciones y el área que me habían dado. Seguir esa carrera significaba pasar a 111
ella inmediatamente (después de terminado el bachillerato no tenía que realizar ningún examen) así que la seguí aunque no me interesaba. No llegué a titularme, tenía la tesis lista pero no me presenté al examen. Temía no ser lo suficientemente bueno, lo dejé. Dejé todo. Entré a trabajar como cajero en una tienda pequeña, un trabajo que no me exigía mucho y en el cual no podía equivocarme. Para ese entonces mi padre ya no me hablaba, mi madre lo intentaba pero era muy triste para ella verme así, viviendo en un pequeño cuarto, solo, con un trabajo que no prometía nada ni me impulsaría nunca. Yo me dolía por estar en el fracaso y me sentía en la orilla de un gran barranco en el cual caería de un momento a otro. A veces me pregunto qué pasaría si hoy me atreviera a arriesgarme; si decidiera hacer un cambio, buscar otra opción. Después de pensarlo por mucho me doy cuenta que no tiene sentido. He dejado pasar los años, tantos años. Mi juventud se ha ido. El momento preciso en el que podía haber logrado cosas maravillosas se ha ido, ahora ya no me queda nada, estoy solo. Vivo solo. Mi único acompañante es aquel que me ha traído hasta acá y al que le he temido durante tanto tiempo. Ni siquiera he podido encontrar consuelo en los libros (como había escuchado a otros haberlo logrado). He buscado algunos que me interesen pero nunca me he atrevido a terminarlos. Los compro, los abro con emoción y comienzo a leerlos. Es justo en ese momento cuando llega a mi mente la idea de que no podré entenderlos o que no podré acabarlos. Es demasiado para mí, lo mejor es cerrarlos; olvidarme de ellos por un momento porque me acusan; me muestran que no seré capaz de leerlos y si es así, también se aleja de mí la posibilidad de escribir alguno. Todo lo que se refiere a mí no es más que un vacío e incontables cosas sin terminar. Estoy cansado de despertar cada mañana sabiendo que este será otro día sin lograr nada. Hundido, acabado. Mi vida ha sido un sin sentido y la he dejado escapar. Al mirarme en un espejo ya no estoy, ya no veo esa luz en mi mirada que alguna vez creí reconocer cuando era adolescente. ¡Tantas dudas! Tantas ideas de cosas por hacer que solo se quedaron en eso y desaparecieron. ¡Tenía tanto que dar! Y yo mismo lo evité. ¡Sé que tengo que cambiar! Pero también sé que es demasiado tarde. Mi fuerza se ha acabado. Mis opciones también. Ayer me dijeron en mi trabajo que iban a contratar a alguien más joven con mayor energía e ideas. No sé para qué servirían las ideas en un trabajo de cajero, creo que esto significa el fin de lo único 112
que pensé que era seguro y en lo que no fracasaría. Y ahora ¿qué me queda? También perderé este cuarto en el que he vivido tanto tiempo, no podré ya pagarlo. Tampoco puedo empezar a buscar trabajo, no tengo currículo (nunca me atreví a hacerlo) Además no tengo ningún logro que poner en él. A esta edad no puedo regresar simplemente a vivir a casa de mis padres. La única opción que me queda es acabar con todo, olvidar que he dejado ir mi vida, las oportunidades, la felicidad, la juventud. Por primera vez he pensado seriamente en arriesgarme, tal vez esta es la última oportunidad que tengo de cambiar lo que ha sido de mí durante toda mi vida. Lo que me cuesta trabajo es decidirme cómo hacerlo porque temor a la muerte no tengo, lo que temo es a la vida, a una vida de fracaso y, eso, ya lo tengo. Recuerdo que uno de mis mayores deseos de niño era volar, pero nunca me atreví a pensar que podía llegar a cumplirlo; tal vez como un aviador o simplemente subiendo a un avión y pensando en lo recurrente de ese deseo en mis momentos de ensoñación creo que en eso se encuentra la clave. Por eso he venido aquí a este edificio, he subido las escaleras de incontables pisos, y a pesar de que vengo por primera vez me siento tranquilo. Confiado. Puedo sentir que he tomado esta decisión yo solo sin temer las consecuencias. Sin temor al desenlace. Venciendo las limitaciones que durante todos estos años me he impuesto. Un paso tras otro lleno de esperanzas camino a través del último pasillo que me conduce a la azotea. Veo algunos edificios y calle, posibilidades de vida que he perdido y dejado pasar. Un escalofrío me recorre y siento que pierdo las fuerzas. Cierro los ojos, suspiro y aparece nuevamente la mirada de la mujer que me comprendió en la infancia, siento que su mirada me sonríe, me anima. Ella lo sabe. Estoy listo, parado frente a esta abrumadora altura, con el aire envolviéndome en un abrazo, he esperado por mucho tiempo este momento. ¡No puedo dejarlo pasar! Es mi redención. Estoy preparado. Es el fin. Puedo vivirlo, sentirlo. ¡Éxito!
LORENA VICTORIA NORIEGA FLORES
México
Twitter: @spiritblue1 113
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F
rente a él los ojos negros. No había un gramo de piedad en la mirada. No era un hombre, tampoco una máquina, era tan solo la verdad. Este mundo es un lugar cruel. Mujeres, hombres y niños eran arrastrados fuera de sus chozas por el grupo de monstruos. Sus brazos acababan en hierro y plomo, ya no eran seres humanos,
ni tampoco bestias. Tan solo monstruos sin alma. Pusieron contra el muro a todos los ancianos y niños del pueblo, de espaldas. Excepto a él, pues no quiso seguir la orden de sus captores. Vio como las mujeres jóvenes y adultas eran llevadas a la choza más grande. Sus escoltas eran sus depredadores. Algunos de ellos se llevaron aparte a las ancianas, inclusive a hombres y niños. Planeaban lo mismo, pero no podían hacerlo frente a los otros. Hablarían mal de ellos. Se empezaban a oír los gritos. Las mascotas y bestias de ganado fueron quemadas vivas. Algunas fueron separadas, llevadas lejos, a la mitad de la jungla. Harían con ellas lo que quisieran. Él era un niño, aún así sabía lo que pasaría, lo que les pasaría a todos. El sujeto le gritaba, poniéndole el cañón frente a la cara. Sabía que este le entendía. Entonces se negó. Al instante, un golpe. Aún así no caminó. Un golpe más con el rifle. Todo se veía borroso. No gritó el chico. Pensó entonces en algo, la mirada del sujeto, a pesar de ser fría, era diferente a la de los otros monstruos. Quizá él si era humano después de todo. No tienes que hacer esto, no quieres hacerlo. Nadie está obligado a nada para con nadie. Puedes detenerte ahora. Entonces, ya fuera por compasión o culpa, el sujeto lo miró a los ojos. Habló: Lo sé. Nadie nos manda. Tomé una decisión. Nadie está obligado a nada para con nadie. Entonces disparó.
ANTONIO A. HUELGAS
México
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l aeropuerto bullía a las nueve de la noche. Por las escalinatas del avión descendió Beverly Adoratriz muy altiva. Era la estrella más rutilante del panorama cinematográfico de entonces. En la sala de espera le aguardaba Ronaldo, su amante gigoló de treinta y cinco años, excesivamente hortera (camisa floreada de cuellos largos y
pantalones de campana rosa fucsia), que se las daba de conde y que, en el pasado, ya había dado unos cuantos braguetazos con varias millonarias sesentonas. Las revistas del corazón siempre publicaban sus idas y venidas sentimentales con algunas ricas y famosas del momento. Su representante hacía un buen trabajo de relaciones públicas y a él tanto le gustaba salir en el papel couché, como en los peores y más chabacanos programas televisivos de cotilleo. Adoratriz dio un beso de pico al joven y, acto seguido, una nube de fotógrafos captó la instantánea. Ambos suspiraron de satisfacción: el objetivo había sido cumplido. En la puerta de salida, Vespertina temblaba al sostener el cuadernillo de autógrafos. Siempre había querido ser como Adoratriz, pero su realidad era bien otra: un ama de casa sin un chavo y, en ocasiones, prostituta de tapadillo en su barrio para pagarse algunas necesidades. Su marido la había echado de casa porque pasaba más tiempo en los aeropuertos buscando autógrafos de sus famosos preferidos que ocupándose de las tareas del hogar. Y, por otro lado, siempre le echaba en cara no haber conseguido ninguna firma de Adoratriz. De modo que la mujer malvivía en un albergue para desahuciados. Pero no le importaba en absoluto: su única meta en la vida era llenar de autógrafos la mayor cantidad de cuadernos posible. ¡Eso le hacía sentirse feliz! Toda su vida había tenido la mala suerte de estar rodeada de la escasez y conocer a famosos llenaba el vacío que causaban sus escaseces económicas. Última hora de la tarde Era la última hora de la tarde. La actriz traspasó la puerta de salida del aeropuerto y Vespertina se abalanzó hacia ella, en medio de docenas de fans, ávidos de su firma. Pero sus años de experiencia pesaban más que toda la avidez de éxito de los jovenzuelos adictos al cine y a la televisión. De modo que, ruda y veloz, se situó en primera plana y gritó desgañitadamente el nombre de su diva. “¡Adoratriz, Adoratriz, te adoro, sí, te adoro a ti. Fírmame un autógrafo, por favor...!” 117
La actriz, henchida, soberbia al ver que seguía siendo una de las más admiradas de su generación, sonrió, se quitó las gafas ahumadas y comenzó a firmar autógrafos desaforadamente, menos en la libreta de Vespertina. Esta, desesperada, empezó a gemirle ahogadamente, en medio de un mar de lágrimas.
¡ Adoratriz, Adoratriz, no me dejes sin la firma! Adoratriz, por favor. Mira que te adoro… Pero la diva siguió firmando sin percatarse de las quejas y lamentos de su más fiel seguidora y, cuando hubo terminado, cogió al gigoló del brazo y siguió su camino hacia la limousine que impaciente la esperaba para llevarla al hotel de lujo donde siempre que viajaba a la ciudad se instalaba. Luego, la multitud se deshizo y Vespertina quedó sola y aturdida. Nunca le había ocurrido algo igual a Vespertina: siempre lograba que sus queridos actores y actrices le echaran una firma en el cuadernillo. Dejó el lugar cabizbaja y llegó al albergue con los ojos rojos. Esa noche, no cenó ni tampoco pudo dormir. Siesta tardía Al día siguiente, se levantó tarde, después de la siesta y, sin ducharse por la ansiedad, salió corriendo comiendo un plátano a trompicones y, de nuevo, se dirigió hacia el aeropuerto: Sabía que Adoratriz volvería a tomar otro avión y esperaba que, entonces, podría conseguir el añorado autógrafo; llevaba años intentándolo y no pensaba cejar en el empeño. Eran las siete y media y comenzaba a oscurecer y a llover suavemente una especie de sirimiri. El cielo adquirió una luz melancólica… La actriz llegó apresuradamente, mal maquillada y, en esta ocasión, sin acompañante. A Vespertina no le importó verla prácticamente como a una persona normal. Al contrario, agradeció saber que su estrella preferida era una mujer del día a día, pero con mucho talento y encanto. Esta vez, tampoco tuvo suerte, por mucho que gritó y berreó. También se quedó sin autógrafo. ¿Lo estaría haciendo a posta por algún motivo oculto que ella no adivinaba a conocer? A la semana siguiente, de nuevo, en el aeropuerto, a media noche, Vespertina imploró un nuevo autógrafo y la actriz, una vez más, se lo denegó.
¿Qué te pasa, Adoratriz, que me tienes manía?
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Vespertina pronunció en voz alta e iracunda estas palabras para ver si se le hacía de una vez caso. Pero la actriz continuó su camino llena de soberbia. Una obsesión Vespertina había adelgazado cuatro kilos en siete días. Conseguir un autógrafo de Adoratriz se había convertido en la obsesión de su vida. Sus compañeros mendigos del albergue habían comenzado a temer por su salud, pero esta les decía que no pararía hasta lograr tan solo una firma con el pulgar de la mano de la estrella. Un lluvioso día, un mes después de la lucha de Vespertina por el ansiado autógrafo, ambas se volvieron a encontrar en el aeropuerto. Eran las veinte horas: gritos, empujones, sollozos de los fans y Vespertina, enloquecida, intentando conseguir el autógrafo de la artista. Ansiedad, prisas, taquicardias, sudores... De repente, la actriz dejó los cuadernos y libretas, miró a la pobre ama de casa fijamente a los ojos y le espetó con voz grave que a la mujer se le antojó de Marlene Dietrich:
No ansíes tanto ser quien no eres ni querer a quien ni siquiera te conoce. Sé tú misma, acepta tu realidad. Vuelve a casa con tu marido y olvídate de esta vida de mierda. En una alucinación paranoide, Vespertina creyó que Dios le estaba hablando y cayó desmayada. Adoratriz siguió su camino altiva, como siempre. Cambio de chip A la semana siguiente, la jefa del albergue despertó de golpe a Vespertina.
¡Venga, levántate, holgazana, que tienes que desayunar y salir cuanto antes! Hay que limpiar. La mujer se desperezó con sueño. Una vez más y ya, como de costumbre, en las últimas semanas, no había pegado ojo en toda la noche. Había vuelto al infierno del albergue, pero, ahora, por el contrario, se encontraba más animada. Había decidido comenzar a aceptar su vida tal y como era. Escupió en la salida del local con desprecio. Volvió con su marido chillón y sucio, pero que la quería de veras, y a esa casa destartalada a las afueras de la urbe, pero que, en el fondo, era su hogar. Y es que en su cabecita loca de mujer ensoñadora había entrado bien la lección de que, en el fondo, los sueños evasivos no le proporcionan a uno la felicidad que necesita. 119
Vespertina se duchó cantando. Preparó un café torrefacto con sabor a hierro y se lo tomó viendo cómo su media naranja salía para arreglar el coche de segunda mano en el taller de desguaces donde llevaba veinticinco años ganando una miseria…. Sabía que, ahora, nunca más le volverían a echar de casa porque había decidido lanzarse de lleno a la prostitución de barrio, la de tapadillo, la que proporciona unos ingresos regulares. Así, tendría a su marido contento con una casa más decente. Y ella, volvería a pedir autógrafos a sus actrices preferidas con otro talante, de tú a tú, de puta a puta.
¡A ver si esta vez consigues la firma de Adoratriz, mísera vaga..! Volviendo a entrar en la casa, el marido le dijo estas palabras propinándole un buen tortazo en la cara. Vespertina pegó una sonora carcajada y se fue a por el cuadernillo más erguida y orgullosa que su adorada Adoratriz. Esta vez estaba segura de que lo conseguiría…
IÑAKI FERRERAS España
Facebook: Inaki.FerrerasRobles
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n día de verano en que jugábamos por el bosque ocurrió que una tormenta nos atrapó lejos de casa. Buscando refugio de ella dimos con un claro espacioso, en donde encontramos una viejísima casa abandonada, que en algún momento había sido grande y lujosa pero ahora parecía estar al borde del derrumbe.
Sin vacilar, Nela y yo entramos a la vieja construcción, pero Lucho parecía dudoso. En susurros ahogados por un miedo supersticioso que había acarreado toda su vida, nos explicó que en esa casa habitaba un duende. Esto lo dedujo pues en el jardín crecía una higuera frondosa que desperdigaba sus frutos por el suelo, y según Lucho y el folclore de mi tierra, los duendes habitan siempre en estos árboles. Nerviosos, los tres esperamos hasta que se detuvo la lluvia, y luego decidimos marcharnos. Al momento de salir tuve un golpe de intuición que me hizo volver el rostro, y sentí la paralizante certidumbre de que algo que buscaba estaba cerca, una seguridad absoluta de que lo que tenía que hacer a continuación era apartar un montón de higos podridos dejando al descubierto una roca pequeña que recogí para admirar con detenimiento ante el horror de Lucho, pues la roca que era de un color platinado pálido no solo era perfectamente circular sino que había sido horadada de algún modo, dejando un hoyo en forma de ojo justo al medio. Recordé una voz lejana de abuela que me decía que una piedra agujereada es el ojo de los duendes, al tiempo que Lucho me advertía que dejara la roca en donde la había encontrado y trataba de arrebatármela sin éxito, pues yo estaba empeñado en protegerla. Lo que sucedió después es una borrosa sucesión de imágenes; el patio de la casa abandonada, la llovizna leve, los rostros pálidos de Lucho y de mi hermana que con ojos gigantescos miraban como yo me llevaba la piedra a la altura del rostro, asomando el ojo derecho por el hoyo, usando la piedra como un monóculo por el cual vi apenas un segundo, y luego ya no vi nada porque mi mundo se apagó mientras caía de rodillas. Inmediatamente fui presa de un atroz pánico, pues mis ojos parecían sellados de manera sobrenatural. Desesperado por abrirlos rodé por el suelo, sintiendo que algo dentro de mí moría inevitablemente y para siempre. Después de varios minutos de agonía pude tranquilizarme, logrando finalmente abrir los ojos y respirar con calma. Fue grande mi sorpresa al encontrarme completamente solo y bajo un cielo oscuro. Sentí la sudoración profusa que anuncia un nuevo arranque de 122
ansiedad, pero fui capaz de contenerme pues encontré junto a mis pies la piedra horadada que había sido la causante de mi sufrimiento inicial. Mi primer impulso fue apartarla con un puntapié, pero me detuve y volví a cogerla, entendiendo que debía asomarme por su abertura, que no había otra opción, y así lo hice. En esta oportunidad no hubo ceguera, ni pánico. Por el ojo de la piedra pude ver, como a través de un catalejo, un sol alto de verano, y un jardín salvaje. Comprendí despacio que lo que veía era el lugar que había dejado la casa abandonada en medio del bosque, en donde aún estaban mi hermana Nela y mi amigo Lucho, conversando con un muchacho alto de cabeza rojiza. Ese muchacho, que en un principio no pude reconocer, no era otro que yo mismo. Mi perspectiva estaba hundida, yo los contemplaba desde abajo, en donde asumo cayó la roca. A pesar de que intenté llamar su atención, descubrí que no podía ser oído desde donde observaba. Después de un momento y ante mi completo horror, los tres niños decidieron marcharse por donde habían llegado sin percatarse siquiera de mis gritos desaforados pidiendo ayuda. Un instante antes de perderse detrás de los otros, el niño que era yo mismo volvió el rostro pecoso hacia donde yo estaba y pareció mirarme de lleno. Se encontraron nuestras miradas, y en la suya encontré algo que nunca había visto en el espejo, una expresión pícara en un par de ojos negros como el ónice, ojos que no eran los míos, pues siempre me han dicho que tengo los ojos marrones de papá. El duende se volteó llamado por mi nombre en la voz de mi hermana que lo esperaba y se alejó dentro de mi cuerpo sin más, presto para vivir mi vida y dejarme atrapado dentro de su cárcel. Y así entendí que como yo, él también había esperado para ser visto por la piedra que era su único portal, y que como yo, él había vagado por un mundo inerte, sin encontrar luz, añorando el contacto humano. Hace mucho que no veo la luz del día y que mi única actividad es vagar por este mundo muerto, apretando la piedra en la mano, usándola a veces, a la espera del próximo que asuma mi lugar y cuyo cuerpo joven pueda yo usurpar. Pero lo único que veo siempre a través del hoyo es un sol que insistentemente calienta la piedra en un silencio completo. Mientras tanto, mi cuerpo de duende se deteriora. No sé cuántos años tengo, pero siento que soy un anciano deforme, con la espalda torcida y las articulaciones débiles. Y aun así, mi mente es lúcida, mis recuerdos son difusos pero presentes y mis reflexiones eternas siempre me llevan de vuelta a ese verano en 123
que dejé de ser niño. Me pregunto a menudo como ha vivido el duende todos estos años. Si ha sido un buen hijo de mis padres, si ha cuidado de mi hermana, si ha vivido mi vida como la hubiese vivido yo mismo. He deseado tanto que alguien se asome por mi roca que hay momentos en los que me pregunto si es cierto que he sido niño alguna vez, si estos recuerdos son reales, si no es que el duende que nos daba pesadillas he sido siempre yo mismo.
ISABEL ANTELO ROMERO
Bolivia
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uevamente el antropólogo decepcionado vuelve a ser protagonista, solo que está ocasión es especial y cómica. Después de estar decepcionado, golpeado, desilusionado y bajoneado por su chiquilla de la misma carrera y de su misma universidad, Jorge decide volver a las andadas de las noches bohemias del Centro de Lima. Sus
viajes a las distintas partes del país para estudiar las culturas de las diferentes tribus y sus largas madrugadas de Dota 2 con sus compas le duraron poco, pues él, todo necio, decide regresar como matador y buscar lo atractivo y fresco de la calle. Esta vez no iba a la calle Jirón Camana 945, sino mas bien bajaba una cuadra más para caer al mismo jirón pero con el número 830. Dos pisos, tres ambientes (uno de salsa/reggaeton, uno de indie y otro de pop). Jorge en su cabeza decía: “La última vez me dejaron como un completo huevón, encima misio y borracho. No más chicas de mi carrera y ni más confianza rápida. Hoy me comporto como un tremendo desgraciado, carajo”. Al subir a la zona de salsa/reggaeton, Jorge se sentía incomodo y desconocido. Pues lo suyo era la zona wave y Bizarre Love Triangle a las 3 a.m. En esa zona solo pasaban Salserín, Victor Manuel, Camagüey, Rosalía, J. Balvin, entre otros artistas de los mencionados géneros. Las chicas lo miraban raro y con gestos de burla. Fue a la zona de pop, sus oídos casi se rompen al escuchar “Señorita” de Camilla Cabello feat. Shawn Mendes. “Putamadre, yo buscando algo nuevo pero no logró acoplarme, maldita sea”, sostenía desesperadamente Jorge. Finalmente regresó a la zona que más se le pegaba: la zona indie y ahí saco su lado demoníaco bailable. Tiradas al piso, bañadas de cerveza Pilsen, invitadas de gaseosa con ron e intentos de gileos. Jorge estaba feliz, hasta que volvió a ver a su peor pecado: la famosa antropóloga. A Jorge se le pararon los pelos, su corazón comenzó a palpitar y su mirada estúpida se hizo presencia en su rostro. “No puedo creerlo carajo. Qué conchuda esta flaca para venir aquí. Mierda, ¡comportarte Jorge! Haz que nunca la has visto y sigue haciendo lo tuyo que lo vas haciendo pajita”, pensaba emocionado. Hasta que su famosa amiga puso su mirada en sus ojos fríos, se acercó y le dijo esto: “¿Te acuerdas de mi verdad?”. “No, ni mierda. No recuerdo haberte visto antes”, dice enfadado Jorge. La joven entre risas le dice: “Jajajajajajaa. ¿Estás dolido por lo de la última vez, verdad?”. “No, para nada. Entiendo que eres una orgullosa de mierda pero no puedo hacer nada al respecto. Es tu forma de ser, tu forma de actuar y la forma como conquistas 126
tus premios”. “¿O sea te parezco que soy una pendeja? Puta, que machirulo eres weón. Sabes, quería reivindicarme contigo pero veo que te quema el hígado por lo que hice la otra vez. Alaos, chibolo sano”. “Espera. No quise expresarme así, solo que me siento dolido desde aquel momento”, decía triste nuestro personaje en cuestión. “¡Pero igual suenas machista, cojudo!”, hablaba enojada el crush de Jorge. Tras comenzar a irse su enojo, le dice esto: “Mira, ¿Te parece si vamos por unas chelas para olvidar lo anterior?”. Es aquí donde Jorge en su cabeza sentía mariposas coloridas bailando en un jardín. Su esperanza volvía a él. Sus ansias para conquistar a la famosa chiquilla corrían en él. Jorge estaba motivado. Fueron a la zona indie a bailar y beber unas heladas Pilsens. La compañera le ponía todas las cervezas para que así su sonrisa deslizara de manera estúpida e imbécil. Parecía que todo iba bien, e incluso Jorge pidió permiso para ir al baño para ir a orinar. “Me hice una promesa de no caer pero ya saben: Adonde vayan, sigue el camino tú nomas”, decía un excitado Jorge a unos hombres que también descargaban sus orinas. Tras volver a la pista de baile, el flashback volvió ante sus ojos. La famosa antropóloga bailaba con un hombre mayor, barbudo y gordo. Luego comenzó a besuquearse con él de manera apasionada y sexual, todo esto ante los pobres ojos de Jorge, que desconsoladamente se ponía a llorar. Después de terminar el acto, la antropóloga le soltó esta frase: “Gracias por el rato. Has sido un buen servicio, hasta que llegó otro, y mucho mejor”. Esta vez Jorge no hizo un berrinche, simplemente se marchó y huyó a la famosa Plaza San Martín para reflexionar lo ocurrido. De repente, se aparece un hombre alto y robusto, buscando algo de manera desesperada hasta que ve a Jorge. “¡Hola, que tal! ¿Cuál es tu nombre?”, le pregunta el hombre. “Jorge, ¿Y el tuyo?”, le pregunta Jorge. “Matías, y tengo treinta años. Y dime, ¿Qué te trae por aquí? Es raro ver a un hombre de tu edad por esta plaza a esta hora”. “Nada, reflexionando de la maldita vida”, dice Jorge. De repente Matías, de una manera sospechosa y llamativa, le suelta esta pregunta: “¿Y das buenos servicios?” Nuestro personaje lanza una mirada de furia y le pide a gritos al hombre que se vaya del lugar antes que sus puños arruinen su rostro. “Lárgate, mierda. Vete de aquí antes de que te saque tu putamadre”. Matías le responde: “Ok, disculpame pero, si gustas te la puedo, ya sabes qué, en otro momento”. “Largateeeeeeeeeeeeeeeeeeee, maldita sea antes de que te saque la 127
reputa”, dice furioso Jorge. Matías se va, al igual que Jorge, solo que este va en dirección a su paradero para tomar un micro que lo lleva directamente a su casa. Sentando cómodamente en un asiento, comienza a reírse escandalosamente, soltando estas palabras: “Pucha, ahora no solo doy buenos servicios, sino que también me buscan para ello. Algo de especial tengo, carajo. Ojala un día me dé cuenta, aunque solo por ahora mis únicas habilidades son estudiar las distintas tribus del país y utilizar mi Pudge para ser un capo en Dota 2. Ojala estén esos huevones para meterme un dotita, carajo”.
WALTER VELÁSQUEZ MENDOZA
Perú
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e levanté con dificultad, apenas podía ponerme de pie. Miré la habitación y la encontré extraña aunque reconocía que era mi dormitorio. Tras las cortinas de brocato se filtraba un tenue rayo de sol que alumbraba la ropa que yacía sobre la silla.
Me acerqué, la tomé, pero no la reconocí como mía, yo nunca había usado esa pollera de cuero ni la blusa con flecos que la acompañaba. En eso, unas fuertes carcajadas que venían del comedor me sacaron de mi meditación. Me aproximé a la puerta e intenté abrirla pero estaba con llave y, al no verla en la cerradura, supuse que alguien la había cerrado por fuera. Lo corroboré cuando espié por el agujero de la misma. No podía imaginar quién me había confinado a esa habitación ni quién reía con estridencia si yo siempre he vivido sola. Golpeé, grité pero fue en vano, los ruidos de afuera tapaban todo intento de llamar la atención. Observé la mesa de luz y vi un vaso con agua a medio tomar y un plato con restos de una papilla seca. Yo no recordaba haber comido en la habitación, nunca me gustó hacerlo. Volví a acercarme a la puerta, seguí escuchando ruidos y hasta me pareció sentir olor a comida. Con lentitud fui hacia la ventana, corrí la cortina y observé el sol por encima del techo del vecino. Su posición me indicaba que era mediodía. De pronto, la puerta se abrió y apareció una mujer pintarrajeada, con altos tacones que traía en una bandeja un plato con una sopa espesa y un vaso con jugo. Cuando nos miramos, al unísono gritamos. A ella, del susto se le cayó la bandeja. Cuando le pregunté quién era me explicó que vivía aquí con su familia y que desde hacía un año me cuidaba. Como yo no entendía lo que me decía, me contó que yo había tenido un accidente cuando volvía de una excursión en colectivo, que había estado varios meses hospitalizada, que ella me había atendido en el hospital pues trabajaba como enfermera y cuando me diagnosticaron un coma irreversible y propusieron trasladarme a mi hogar, ella se había ofrecido a cuidarme. Así, mudó a su familia a mi 130
casa que ahora consideraba suya con el compromiso de atenderme hasta mi último aliento. Mi despertar le generó incertidumbre al principio pero inmediatamente se repuso, me ayudó a volver a la cama y llamó a toda su familia para presentármela. Yo no podía salir de mi estupor. La pieza se llenó de gente que tocaba todo, una hija adolescente tomó las prendas de la silla y gritó: “por fin las encontré, las creía perdidas” y salió corriendo. Mientras tanto, una mujer de edad que se presentó como madre de Matilda, la enfermera, me indicó que a partir de ahora quedaba bajo sus órdenes y debía hacer lo que me indicara. A no dar trabajo, viejita y me dio una palmada en el hombro que sentí como un latigazo. Ese día no me moví de la cama, no tenía ni fuerzas ni ganas. Una desazón me había embargado y no dejaba de pensar cómo superar esta situación. Sabía que no tenía a quien recurrir, siempre fui una persona muy solitaria, sin familia ni amigos. Traté de adaptarme a mi nueva vida pero era un imposible. Cuando empecé a recorrer la vivienda me di cuenta de que habían sido trastocados todos los rincones: la habitación de huéspedes se había convertido en el dormitorio de Matilda y su madre y en el living dormía en un sofacama, Aurelia, la adolescente; la pieza de servicio tenía unas cuchetas donde dormían los dos niños barulleros. La mesa redonda del comedor había sido reemplazada por una rectangular larga y a mis sillas se habían sumado unas viejas de esterilla. Había colillas en ceniceros por toda la casa y el olor de cigarrillo barato lo invadía todo. Me implantaron una rutina muy ajena a la mía y me tuve que acostumbrar a vivir en un desorden continuo, con ropa tirada por todos lados, el baño invadido por cosméticos, toallas y toallones percudidos y con el sonido de la televisión que estaba encendida todo el tiempo hasta altas horas de la noche. Un día me animé y me les planté. Les dije que ya me sentía totalmente recuperada, que agradecía todo lo que habían hecho por mí pero que ya podía volver a vivir sola. Me miraron y empezaron a reír con todas sus fuerzas. A continuación Matilda me dijo: 131
De ninguna manera pensamos abandonar este lugar. Levantamos nuestra casa para venir a atenderte y ahora no tenemos dónde ir. Tendremos que vivir todos juntos, total, espacio sobra. Tras escuchar esas palabras, el odio fue cubriendo mis sentidos y decidí, desde ese momento, empezar a pergeñar un plan para sacármelos de encima. Como había recobrado todas mis fuerzas empecé a salir, caminar primero por los alrededores de la casa, después, a alejarme un poquito más. La vivienda estaba ubicada al comienzo de una zona rural, entre el pueblo y el campo por lo que no podía andar mucho a pie. Recordé que a quinientos metros estaba el criadero de pollos de don Urquía, lugar que yo detestaba pues olía a excremento y siempre estaba lleno de moscas. Justamente, mi casa tenía mosquiteros en cuanta abertura había para evitar que estas ingresaran. Esa mañana tomé coraje y me fui caminando muy lentamente hasta la granja. Me recibió doña Genoveva, la esposa de Don Urquía, una de las pocas personas que me tenían simpatía. Le sorprendió verme y le divirtió la cara de espanto cuando la observé sentada en medio de una nube de moscas. La visión era apocalíptica. Me contó que el intendente del pueblo los había intimidado pues los lugareños se habían quejado por la invasión y los había amenazado con clausurarles el criadero. Ella no quería desinfectar pues temía intoxicar las aves. Inmediatamente una chispa esperanzadora me iluminó. Le relaté la ocupación de mi hogar y la idea que me había surgido y que beneficiaría a ambas. Al principio ella no estuvo muy de acuerdo pero cuando vio mi desesperación por recuperar mi vivienda y con ella mi propia vida, decidió colaborar. Esperé pacientemente el día elegido para el plan. Era el cumpleaños de Matilda y habían decidido festejarlo donde unos familiares en una ciudad vecina. Partirían por veinticuatro horas pues habían comprobado que yo no necesitaba asistencia y que nada podía hacer pues no me animaba a alejarme de la casa. En cuanto los intrusos se fueron, Genoveva mandó al peón a casa quien con solicitud empezó a retirar los mosquiteros de cada abertura. El día pintaba caluroso y era necesario actuar de prisa para poder cumplir con el plan. Mientras tanto, yo embadurnaba con mermelada camas, sillones, sillas, mesa, utensilios de cocina y todo lo que se me pasara delante de mis ojos. 132
Al poco tiempo, sentí un zumbido enloquecedor y vi avanzar la nube de moscas que era de tal magnitud que tapaba el sol. Yo me había puesto un vestido largo, me había enguantado y con un sombrero y una mantilla había cubierto cabeza y rostro. Salí entre el enjambre y me dirigí a la granja. Genoveva no podía creer que en tan poco tiempo hubieran desaparecido los insectos. Si hasta se veía la casa iluminada. Me ofreció alojamiento y nos pusimos a esperar. Al día siguiente, nos ocultamos entre los arbustos del jardín de mi vivienda y le dimos tiempo al tiempo. El grito de los intrusos irrumpió la tarde, la invasión había dado su fruto. Las moscas no perdonaron bocas ni orificios nasales, hasta los ojos habían sido atacados. La policía retiró los cuerpos asfixiados mientras de las bocas inertes salían a borbotones moscas; Genoveva me envió la empresa de desinfecciones que de manera ecológica le había limpiado la zona del gallinero y lo haría ahora en mi casa. Dicen que un enjambre se asocia con un maleficio y brujería, a mí, me devolvió la vida.
CLARA GONOROWSKY
Argentina
Blog: http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com
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n París se estaba celebrando el simposio de los más afamados Chefs del mundo. En el mismo se premiaría al que lograra el postre más original y exótico. En una mesa grande finamente decorada, estaban distribuidos los postres confeccionados por cada uno. Los jurados encargados de
hacer la degustación giraban alrededor de la misma probando una pequeña porción de cada uno. Sin embargo todos terminaron aglutinándose cerca de uno de estos, tratando de dilucidar no solo los componentes, sino lo que despertaba a cada uno en el paladar. Hubo tanta conmoción que tuvieron que pedirle al hacedor de tan maravilloso postre que hiciera otro de inmediato. Doris Inger Silva adujo que no era posible porque no tenía los elementos para hacerlo, pues estos requerían un proceso muy delicado. Los jurados se preguntaban unos a otro si habían podido captar de qué estaba hecho. Tiene una textura muy natural, con un sabor muy peculiar, parecido al de los hongos mezclados con dulce de leche y un toque ácido que no puedo determinar dijo uno. La cubierta parece estar hecha de nueces molidas, y la masa hecha con huevos de codorniz o alguna ave desconocida dijo otro. Ha superado por lejos al resto, en textura, colorido, diría que su sabor es casi afrodisíaco dijo el más veterano. Es verdad dijo uno a su lado. Cuando probé el primer bocado, sentí que ya no podía dejar de seguir comiendo, una lástima que hubiera tan poco. Por unanimidad le otorgaron el primer premio. Todos aplaudieron a rabiar con sus tres pares de patas, moviendo alegres sus antenas y relamiéndose las tenazas. Doris emocionada escuchó el veredicto, pese a que se dio cuenta de que se le había ido la mano al mezclar los ingredientes. Lo tendría en cuenta para el próximo simposio.
Julio Alberto Villarreal Gavirondo Uruguay 135
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as flores comenzaron a brillar para hacer recordar en la programación el comienzo de otro día e invitar al cortejo de recarga. Nuevamente se escuchaba el zumbido de turbinas acercándose, que se disputarían el territorio. Llegaron en pareja, como era habitual. Seducidos por los pólenes
fluorescentes y para no hablar a los gritos pusieron sus turbinas en modo reposo. Esas de ahí son hermosas, me encantan como brillan. Me voy a conectar. Y Abby se apoyo suavemente para no romper los filamentos de silicio extendiendo sus conectores y recargar con la luz de vida. Su pareja la seguía observando como desde el primer día que se conocieron. No era su programación o el alma mother lo que le atraía, sino su psique raíz, lo innato en ella, su A.P A Priori aquello que los hacía seguir siendo humanos. El mundo había cambiado y esta parecía ser la última oportunidad porque no podrían resistir otra purga climática. Los productos químicos vertidos en agua y tierra para optimizar los recursos naturales fueron contraproducentes. La fauna se volvió estéril y la clonación hizo perder el gusto y sabor a los alimentos porque nadie hizo pruebas en replicar con la vieja fauna, antes del comienzo de la purga. Los insectos siempre supieron adaptarse y fueron el siguiente (y último) paso a seguir: ser insectoides. La tecnología fue de gran ayuda. Era imposible adaptar o cambiar órganos pero sí podían copiar y adoptar miembros para volar o desplazarse más rápido. Todo gracias a complementos y aplicaciones. Podían optar por ser de día o de noche. Zum y Abby prefirieron ser de día: cosechadores gracias a la labor que hacían los insectoides de noche: sembrar, aunque ambas labores se complementaban. La luz era el único alimento confiable. Muchas aplicaciones ayudan en sintetizarla directamente como vitaminas y proteínas. También se sigue usando como fuente de energía. Ahora era vital poder almacenarla como energía y lo podían hacer gracias a sus alas paneles solares. Abby se acomodó en dirección hacia donde estaba su casa y expandió su abanico de alas comenzando a recargar las fuentes de almacenamiento con tecnología Lightooth que transmite la energía acumulada sin tener que ir y volver con baterías de repuesto. Todo es hermoso pero extraño lo que era comer. O disfrutar de un 137
desayuno dijo Zum mientras también almacenaba energía mirando con nostalgia al horizonte. Cuando nosotros intentamos desayunar, recuerda que la leche ya no tenía gusto. Nunca fue como lo contaba la abuela de la abuela de mamá. Mezclamos nuestros recuerdos con los de ella sentenció Abby quien se desconectó para ir hacia otro racimo de luces. ¿La mamá de tu mamá era quien decidió apagarse, no volverse a cargar? No, Zum. La abuela de la abuela de mamá. Nunca se adaptó al cambio. No se sentía cómoda, no le gustó nunca este nuevo mundo. Los sensores ayudaban a marcar cuanto restaba del día para culminar la recolección y desconectarse antes que las flores disminuyeran su luminosidad para luego entrar en modo reposo y dar paso a la tarea nocturna de los sembradores. Se nos acaba otro día. En un par de días tendremos verano y los días serán más extensos. Veremos mucho menos a nuestros hijos. Ya no los vemos. No quisieron ser como nosotros, Abby. Adolescentes. Quieren estar sin los padres. ¿Qué haremos mañana? Me gustaría poder ir un poco más allá, donde el horizonte se torna verde anaranjado. Tendremos que pedir permisos. Somos recolectores en este sector. Y tenemos que saber la decisión de los chicos. Maldita burocracia. El mundo cambió pero nos persigue el papelerío y los formularios dijo sonriente Abby y su pareja recordó porqué había elegido a esa mujer. Podemos tener un poco de intimidad. Activemos el piloto automático para regresar a casa. Todos están haciendo lo mismo. Y tomados de la mano emprendieron su regreso a casa, apurando el vuelo porque también deseaban poder cruzar unas palabras, aunque sea un saludo, con sus hijos: los sembradores.
JULIO PAZ Y VADALÁ
Argentina
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os sueños se tejen de frágiles hilos de cristal, que con el mecer del viento tienden a colapsar. Hebra por hebra sin descansar, un viejo titiritero forma da a una siniestra marioneta que sin alma parece estar. Entre soldados y princesas lo puso a reposar, un triste arlequín que
de sus chistes nadie gustara. Pues de todas las marionetas que el titiritero construía, a este lo dejaba siempre a medio terminar. Por las noches alegres los dichosos muñecos de sus cajas se paraban dispuestos a jugar, pero del pobre arlequín siempre tenían que pasar. “¿Cuánto más debemos esperar, para que este compañero esté listo para jugar?”. Exclamaba una muñeca de trapo con caireles de aserrín, mientras se sacudía las polillas y un poco de hollín. Meneando las cabezas en un vaivén jocoso, agitando las manos como afirmando no saber, los muñecos bailaban siempre alrededor de él. Después de la noche estrellada siempre venía brillante la mañana, con el semblante indiferente del titiritero indolente. Pues ni el brillo del barniz de los ojos del arlequín contra el sol, sentía nostalgia o pena en su corazón. “Cuánto más me tomará poderte terminar”. Sujetando con fuerza siempre al pobre infeliz, lo arrojaba a una esquina arrumbándolo solo por ahí. De mañana en mañana y de noche en noche, el baile de las marionetas en secreto pasaba sin reproche. “Qué daría yo por ser un humilde pájaro, que aun enjaulado sería libre con mi canto. Mas sin libertad y sin encanto, me pudro solo aquí esperando”. Queriendo llorar sin lograrlo, dejando un hueco sin poder llenarlo, el arlequín imploraba a lo sacrosanto que alguien fuera por él a rescatarlo. Mas una noche sin estrellas y sin afán de trabajo, el titiritero se sentó en su banco. Tomando con una mano una botella de viejo anís y con la otra una foto que tenía en viejo velis. Trago con trago fue sus penas ahogando, entre lágrimas de desencanto contemplando el viejo retrato. Una familia feliz, de un pasado distante. Esposa, dos hijos y un viejo mastín. Sosteniendo con afán como aferrándose a aquel tiempo solaz, una lágrima dejó brotar por cada copa que el recuerdo le hizo levantar. Añorando con cada sonrisa salir de aquel tiempo añil, en un completo frenesí 140
aquel titiritero tumbó todo de la mesa con la esperanza por conseguir. Tomado con tal dulzura que jamás había experimentado, el viejo y maltratado arlequín no daba crédito ante lo inesperado. Con golpe tras golpe de un viejo cincel, martillo en mano y afán, el titiritero dejaba cada suspiro en el trabajo final. Hora tras hora hasta que el sol se dejó asomar, el pobre viejo nunca paró de trabajar. Al final de su jornada, en un tributo final, de su vida terminada una joya en el viejo mueble sentada está. La gente que entraba al antiguo local, entre mirones y morbosos no dejaba ni un ápice de suelo sin ocupar. Murmuraban entre ellos sin dejar que otros pudieran escuchar: “Vaya final tenía que tener este viejo amargado y sin presencia, que de la soledad como compañera tuvo en su muerte tan discreta”. Los niños del barrio gritaban afuera del local, implorando a los adultos que les dejaran pasar; pero entre tumultos y escarnios uno a uno fueron despachando. Al final el local fue cerrado, sin parientes, ni acreedores, todo como estaba fue dejado. Más en aquella noche de luna llena de luto ni huella queda, pues en una algarabía de risas y cantos, las marionetas aplaudiendo festejaron. El arlequín se movía y bailaba un vals, tomando de la mano y por la cintura a la vieja muñeca de cabello de aserrín. “Nos tuviste mucho tiempo esperando, mi amado Rubén, pero ya nunca más nos dejaremos de ver”. Quién lo diría con ver aquellas viejas marionetas, sin lugar a dudas ni un alma sospecharía. Que la familia que aquel viejo añoraba siempre estuvo más cerca de lo que él creía. Los niños del barrio cuentan así la historia del viejo Rubén el titiritero. Que en una sola noche cambió su tristeza por alegría.
JESÚS ANTONIO PEYRANO LUNA
México
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ntonces pude ver como él moría. Casi sonriendo dio su último aliento y las lágrimas brotaron de mis ojos. Tan doloroso fue ese momento que no pude soportarlo. Lo abrazaba muy fuerte, y mi grito de dolor ensordecía a todos los presentes. Yo quería soltarlo, no podía, en verdad lo amaba, no tuve padre, hermanos ni amigos,
él lo era todo para mí, una persona maravillosa, ¿por qué tuvo que abandonarme? ¿Por qué si la culpa no fue suya? Y así el partió, lo envolvieron como a todo cadáver y lo tiraron al carro, lo llevaron a la morgue. Yo me quedé ahí por horas, luego me levanté tembloroso, me dolían las rodillas. Fui a casa ahí donde él me enseñaba sus libros y me explicaba de política, y cosas así, también de lo tóxica que pueden llegar a ser las personas últimamente. Recuerdo que decía con vehemencia ten cuidado con quién compartes tu vida y cuida quienes serán tus amigos. Yo no respondía, solo lo miraba fijamente, ya que no tenía amigos, solo era él. A la mañana del día siguiente me paseaba por la casa donde vivíamos. Fui a su estudio, ahí donde el conservaba un millar de libros, empecé a sacudir el polvo de los muebles, libros y sillones donde descansábamos, pero nada me daba tranquilidad, la atmósfera ahí era desoladora y funesta. Me senté en el sillón que pertenecía a él, recuerdo que odiaba que me sentara en ese sillón, decía que era suyo. Pues lo hice, él ya no estaba. De ahí podía ver muchos libros gordos de todos los tamaños, pero había uno que estaba mal posicionado que sobresalía un poco de los demás, así que leí el lomo. Decía “Recuerdos del futuro”, me acerque, lo alcé y le di una ojeada fugaz y las hojas se detuvieron en una página que hablaba de líneas, jeroglíficos, de Nazca. Me pareció raro ya que me di cuenta que en él había letras encerradas en círculos. Sospeché que lo había hecho Andrei. No presté atención, dejé el libro como estaba, no quería mover nada de la casa, quería que se mantuviera como él la había dejado, así que fui a recostarme a mi habitación, llevándome conmigo un bocadillo de la cocina. No tenía hambre pero tenía que alimentarme. Solo le di una mordida, me recosté en la cama. Todo estaba en silencio, un ambiente sepulcral, no podía dejar de pensar en lo que había encontrado en su librería, así que lo recordé: él estaba haciendo unos estudios básicos sobre códigos, cifrados y criptoanálisis, me había explicado vagamente, así que pensé que las letras encerradas de seguro significaban algo. 143
Fui corriendo a buscar el libro, lo puse sobre la mesa, agarré una pluma y una hoja suelta de papel, y ocurrió algo sorprendente. Las letras encerradas en círculo formaban la oración: ve a la página ciento trece. Sí, eso decía: ve a la página 113. Así que lo hojeé y encontré una carta de él camuflada entre las hojas del libro. A continuación expongo lo que decía: Hola Elis. Si estás leyendo esto, lo más probable es que ya no esté respirando. Dejé esta nota oculta por si la tenía que romper, ya que no estaba seguro de lo que ocurriría. En fin, me imagino que la estás leyendo susurrando, sin abrir bien la boca y pronunciando mal. Qué más da, solo quería que sepas, que la tarde en la cual di mi última clase de química a mis alumnos, noté que una alumna mía estaba desanimada, decaída, así que le pedí que se acercara a mi escritorio para preguntarle que estaba sucediendo con ella. Me dijo que todo estaba bien, no le creí, insistí, no pudo sostener su versión de que todo estaba bien y rompió en llanto. La tomé de la mano y me contestó que estaba siendo acosada por el director de la universidad, que ya no lo toleraba y que creía que iba a caer en las garras de su acosador, ya que se sentía fatigada y presionada. Le dije que la ayudaría, que era un tema enmarañado, pero necesitábamos pruebas contundentes antes de que se nos cruzara por la mente acusar a un señor como lo es el señor director de nuestra universidad. Además los logros que tenemos como mejor universidad de la región, son gracias a este señor. Me dijo que todas las tardes noches la citaba en el gimnasio, cerca de la piscina. Entonces, se me ocurrió decirle que lo llevara hacia los vestuarios donde había opción de ocultarme, escuchar y anotarlo todo en la vieja libreta, mi mejor compañera, mi vieja libreta. Así que llego la hora y saliendo del salón fui a la biblioteca a devolver unos libros que había pedido prestado, luego fui presuroso al gimnasio. Recuerdo que me di un tiempo para observar por los cristales, mientras recorría el pasillo al gimnasio, el crepúsculo, una delgada línea naranja en el horizonte, y sobre ella la más hermosa formación de nubes teñidas de los colores del alma. Un tono azul oscuro seguido del violeta y terminando en unos tenues lila, rosa y celeste. Se podían notar los primeros rayitos de lejanas estrellas brillantes, una hermosa postal que la guardaré por siempre en mi conciencia. Bueno, al entrar al gimnasio bajando las escaleras vi a Charlotte, sentada en el piso con la cabeza agachada, infortunada, llorando. Me acerqué y me agaché, la abracé y sentí su espalda húmeda. Me miró, estaba macilenta, entonces me di cuenta que estaba sangrando. Se desplomó, la acosté en el piso, le di la vuelta para mirar su espalda. Tenía una herida profunda de un puñal, que 144
había atravesado el dorso dañando el pulmón izquierdo y el corazón. Mire mis manos llenas de sangre, me di cuenta que me había convertido directamente en sospechoso de asesinato, así que fui a casa, dejé esta carta en uno de mis libros y esperé escuchar las campanas de la policía buscándome. Te cuento, mi querido Elis, sé que fue el señor Nataniel Floros. No lo vi pero sé que fue él, ya que es la persona con la que Charlotte se encontraría en el gimnasio. Además al pasar por la biblioteca, en camino al gimnasio, pasé por la oficina del director y tenía la puerta entreabierta y pude ver sobre su escritorio sus objetos personales: su cartera y su reloj de bolsillo. Al salir de la universidad salí corriendo y la puerta del director estaba cerrada, pude notar que en el cerrojo había una pequeña mancha de sangre o al menos eso parecía. Dejo esto a tu conocimiento. Sin más que escribir me despido, hasta siempre mí querido amigo y compañero Elis. Te espero del otro lado. Eso fue lo que encontré escrito, así que fui a ver al profesor Gian Rubens para mostrarle la carta que había encontrado. El profesor Rubens era el mejor amigo de Andrei, también lo es el mío, solo que no me agrada su bigote, muy espeso con puntas afiladas que se rizan hacia arriba. Pero bueno, el señor Rubens es muy inteligente, se podría decir que más que Andrei, y es el hombre más pacífico del mundo. Apenas se le escucha la voz cuando pronuncia las palabras, muy suave. Es un buen hombre. Le mostré la carta, la observó fríamente, no dijo una palabra y me la pasó. Dio la vuelta y fue a su escritorio. Le pregunté, qué ocurría y me dijo que debía ir a mostrárselo al que juzgó a Andrei. Le pedí que me acompañara y se negó. Le reproché por ello y me contestó: no importa lo que hagamos no nos devolverá a Andrei, así que por favor retírate y déjame solo. Me lo dijo muy amablemente como era característico en él. Así que lo deje. Fui a mostrar la carta al magistrado del pueblo, la analizó minuciosamente. Luego de refunfuñar porque se había dado cuenta que probablemente había juzgado mal, dio orden a dos oficiales para que comenzaran una investigación respecto a lo que había leído. Así que lo primero que se hizo fue ir a la universidad por la muestra del cerrojo. La muestra coincidía con las huellas del director. Ya no quedaba duda de que
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Andrei era inocente. Las campanas de la policía ahora se escuchaban por todo el campus de la universidad. Un oficial fortachón con cara de malo fue a la cafetería donde se encontraban varios profesores y entre ellos aquel desgraciado. Y así fue capturado y llevado a juicio, lo condenaron perpetuamente en la fosa. Lo que más odiaba Andrei lo está viviendo el señor Floros. Ahora solo estoy en compañía del silencio y la gélida ventisca de invierno, ya pasaron cuatro inviernos desde la última vez que hablé con alguien. Este invierno es el más frío de todos. Hay ráfagas de viento muy fuertes que hacen rechinar las maderas de la casa. Todas las lunas llenas salgo del pueblo y voy a pararme en la entrada de la fosa a escuchar los quejidos, llantos y lamentos de dolor de los infelices infortunados, se que entre esos ecos de dolor está el del infame Floros. Alzo la cabeza, miro la luna con lágrimas en los ojos, y prometo a la noche: Espérame del otro lado, voy hacia ahí.
MARVIN A.VERA GODOY
Paraguay
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Gracias Abril Cortés Suárez por acompañarnos un año más.
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