EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 47 ENERO 2020

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Foto de Portada: FEDERICO MARONGIU 2


EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5

NRO 47 — enero 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE EL EDECÁN DESENTERRADOS

OVIDIO MORÉ 7

OSWALDO CASTRO ALFARo 13

DEL VINO Y LOS MUERTOS LOS INVISIBLES MICHIGAN

LEON SALCOVSKy 17

MARINA GÓMEZ ALAIs 20

WALTER UGARTe valentín 24

PASCALE Y QUEIRÓZ CEMENTERIO

ÁLVARO MORALEs 29

ISABEL ANTELO ROMERo 33

LA VERDAD

AMALIA FUINo 38

EN UN ABRIR Y CERRAR DE OJOS

RUBÉN VALIENTE

DOMÍNGUEz 41 EL PESO DE LA TRADICIÓN MELANCOLÍA LA ESPERA

JOSÉ A. GARCía 47

MARTA NAVARRO CALLEJa 52

MIRZA PATRICIA MENDOZA CERNa 55

EL POLICÍA Y EL DIVÁN (SEGUNDA PARTE) CARLOS M. FEDERICi 61 TRÁNSITO FINAL

EDITH CARRIl 75

SIEMPRE LLEGO TARDE A TODOS LADOS

DANIEL

FRINi 77 LA RUBIA EL TRÁMITE

GUSTAVO VIGNERa 81 NICOLÁS DE REATTi 86

SER PERIODISTA

OSVALDO VILLALBa 90

¡CUÉNTAME UN CUENTO! FÓRMULA MALDITA

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAr 97

VOCES DEL PASADO LA CUOTA

MANUEL SERRANo 94

CLARA GONOROWSKy 100

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOs 103

LA REBELIÓN DE ALICIA 5

CARMEN TOMÁs 108


MORGAN, EL PIRATA LA LLAMADA

JUAN IRIARTE MÉNDEz 111

CARMEN GÓMEZ BARCELó 116

EMISARIOS DE LA FE PLACER FELINO APOCALIPSIS

SALVADOR ESTEVe 120

IÑAKI FERRERAs 122 LIDIA BOSCo 127

MARCHA A LA BATALLA JULIO ALBERTO VILLARREAL GAVIRONDo 130 LA CONFESIÓN TOM

GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTe 133 GERMÁN PAZ Y VADAlá 137

MERCADER LA ALARMA EL CAPATAZ DE

LUIS J. GORÓSTEGUi 139 EDUARDO JAVIER BARRAGÁn 144 LOS MUERTOS 147

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FACUNDO MALDONADo


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N

unca dije que el edecán tuviera cara de perro, nunca lo dije en voz alta, quiero decir. Lo juro por lo más sagrado. Yo apenas tuve tratos con él en vida, fue después de muerto que comenzó nuestra amistad. Es lo que tienen las guerras, los muertos están por todos

lados, se te aparecen sin más, sin pedirte permiso y, si no estás atento, te manchan de pus o de sangre el uniforme cuando se abocan hacia ti para estrecharte entre sus brazos, porque, según ellos, te han echado mucho de menos. Sin embargo a mí el edecán no me echaba de menos, porque no se relacionaba conmigo; él estaba al servicio del general, era su perro faldero, y jamás se mezclaba con el resto de la tropa. Me recordaba por un pequeño incidente ocurrido un día que me tocó sacar agua del pozo y, justo delante sus narices, tropecé llevando el tinajón de agua a cuestas y me puse perdido de barro al caer al suelo. No, nunca dije que tuviera cara de perro, pero lo pensaba, y era cierto, así que por eso, creo yo, por el simple hecho de pensarlo, siempre que me lo encontraba en sus labores de fantasma, quiero decir, deambulando como alma en pena, tenía aquella cara de dogo. No que pareciera un perro dogo, sino que tenía una cara real, de verdad, de perro dogo: con sus orejas, su hocico, su pelambre… Admito que la primera vez que me lo encontré de esta guisa salí disparado, pues me cagué vivo, pero me cagué de verdad, por la pata para abajo, literalmente. Luego, sabrá Dios por qué, a medida que las apariciones se hicieron más frecuentes, dejé de huir; quizás me fui acostumbrando a su presencia, total, el pobre hombre solo hacía que dar vueltas en un mismo sentido alrededor del almácigo, luego levantaba una pierna, de la misma manera que lo hace un perro, orinaba y desaparecía. Los otros muertos no hacían aquello, venían hacia ti, te abrazaban, te pedían un cigarrillo o un trago y luego se echaban por doquier a gimotear. Cada noche que yo tenía guardia iba preparado con varios cigarrillos y la petaca llena de ginebra, y aunque no lloviera, me ponía la capa de agua para que no me mancharan cuando me daban aquellos efusivos abrazos. Si le soy sincero, prefería al edecán con su cara de perro que al cabo o al teniente, o a otros que habían muerto en combate. El teniente tenía la mandíbula desencajada y el ojo derecho colgando del nervio óptico; el cabo todo el abdomen abierto con las tripas a la vista. Ambos daban mucho repelús. El edecán no me pedía ni cigarrillos ni alcohol, me pedía comida. Yo me había 8


agenciado un hueso, un fémur de ternera, él lo roía mientras conversábamos, luego, cuando se iba, me lo devolvía y yo lo enterraba a los pies del almácigo, y así, hasta el siguiente encuentro. El edecán no era un hombre, digamos, bien parecido, era más bien feucho, bueno, ya he explicado lo de su cara perruna, eso sí, era alto, fornido, su cuerpo era pura fibra y músculo, hercúleo total, que ya hubieran querido un cuerpo como ese muchos de los soldados para sí mismos. Resultaba atractivo si no le mirabas la cara, claro está. La hija del general se lo comía con los ojos, sobre todo en la entrepierna, donde al edecán cargaba con su arsenal de virilidad, y, a juzgar por el bulto, era un arsenal bastante poderoso. Ella también era poco agraciada, pero muy alegre, y avispada, y eso, quieras o no, le daba cierto encanto: siempre estaba riendo o con la sonrisa a punto de caramelo. Tenía una linda sonrisa con todos los dientes sanos. Cuando reía resultaba hasta bonita. Era una lectora compulsiva de poesía, y leía allí, mañana y tarde, a los pies del almácigo. El edecán sentía la misma devoción por ella. Él la miraba de manera golosa, bueno, eso me parecía a mí, porque él padecía un estrabismo bastante severo, y a veces era difícil saber qué sentimientos se agolpaban en aquellos ojos desorientados, pero… de que la seguía con la vista (a su manera), la seguía. Desde que ella salía de la casona rumbo al almácigo, él, desde la ventana del despacho del general, la espiaba. Ella se llamaba Analiz, pero su padre la llamaba Liz. El edecán se llamaba Onofrio. Yo no supe que habían llegado a entenderse hasta que él me lo contó, aunque era de imaginar teniendo en cuenta como ella le rascabuchaba… Sí, me lo contó estando ya muerto, claro está. Fue en una de nuestras conversaciones nocturnas a la vera del almácigo. Para entonces ya se había ganado toda mi confianza y me lo relató con pelos y señales. ¿Qué va a ser, hombre de Dios? Su relación con Liz, eso y todo lo demás… Pero… ¿me está usted prestando atención? Si quiere me callo… Luego dicen que el tonto soy yo ¿Sigo? Está bien, lo que usted diga. Cuando ocurrió por lo que estoy aquí encerrado, él ya hacía como dos meses que era cadáver… Bueno, ya sabe que el edecán no murió en el campo de batalla, aunque batalla hubo entre el capitán, el cabo y él. Los tres murieron ese día. Todo fue muy rocambolesco, como de vodevil… Bastante novelero, diría yo.

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Ya le dije que Liz era poco agraciada, pero, al igual que el edecán, tenía muy buena figura. Ella era pechugona, de amplias caderas y culo respingón; grácil y extremadamente femenina. Y, junto con su madre, doña Rigoberta (una mole grasienta y colorada) eran las únicas mujeres en toda la compañía, porque, para colmo, no teníamos ni yeguas, solo dos caballos renqueantes: uno del general y el otro del capitán. Así que la soldadesca no tenía donde saciar los pecados de la carne y era adicta al onanismo, y, para tal menester, tenían como musa erótica a Analiz… Bueno, ya sabe usted, a falta de pan, buenas son tortas, así que todos nos masturbábamos a cuenta de la muchacha. El cabo y el capitán igualmente, solo que ellos traspasaron la frontera de lo permisible. Si nosotros, la soldadesca, al ver pasar a Liz contoneando su bien estructurada figura femenil, la imaginábamos desnuda bajo tantas faldas y refajos o, de reojo, le espiábamos el generoso y protuberante escote, para luego correr a las letrinas y desfogarnos, el cabo y el capitán no, ellos, aprovechando que tenían acceso a la casona, le observaban cuando la muchacha se daba su baño diario en una enorme tina de porcelana que, según contaban, había pertenecido a no sé qué dama de la nobleza madrileña. El caso es que ellos habían descubierto una rendija entre el artesonado, cerca del techo, en la pared que dividía el improvisado cuarto de baño y el almacén de provisiones, y, desde allí, encaramados sobre una gran pila de sacos de grano, sacaban sus herramientas fálicas y se las despellejaban teniendo ante sí la visión del esplendoroso cuerpo de Liz. Según me contó Onofrio, aquel día los gimoteos y gritos eróticos, al alcanzar uno de ellos el orgasmo, supuso él, fueron más sonoros que otras veces y por eso los escuchó. Entonces se abalanzó hacia allí y se los encontró a ambos en plena faena masturbatoria, por lo que, ciego de ira, se lanzó, espada en mano, en pos de ellos. Se armó la de San Quintín. Imagino que la puerta estaba sin atrancar y que por eso él, el edecán, pudo acceder; esto nunca me lo aclaró. El cabo fue el primero en bajar de la pila de sacos aún con el pene fuera de los pantalones y goteando semen, pero, no más llegar al suelo con su sable en mano, el edecán lo atacó con furia propinándole el tajazo que le sacó todos los mondongos de paseo, aún así intentó seguir peleando, pero cayó hacia atrás, como si fuera uno de aquello sacos de grano, quedándose arrinconado contra la pared. Por su parte el capitán, en su bajada, trastabilló y fue a parar al suelo, cayendo de cara, dislocándose la mandíbula y, con la punta de un azadón que había allí tirado, se desprendió el ojo derecho. Luego se levantó e intentó combatir con el edecán pero, como es lógico, en condiciones tales, 10


poco pudo hacer y recibió una mortal estocada en el corazón, no obstante logró herir al edecán en un brazo. Fue el cabo, quién agonizando contra la pared y con los intestinos ya brotando por la enorme herida que había traspasado la tela de su camisa, logró incorporarse un poco y, con su sable, por la espalda, insertó al edecán y lo dejó patitieso. Lo que no habían logrado los mambises en un centenar de enfrentamientos, escaramuzas y otras acciones bélicas, lo habían logrado ellos mismos: darse muerte e irse de viaje con Caronte al inframundo… (…) Todos nos enteramos después, cuando Liz, que había salido corriendo desnuda de la tina, al sentir los ruidos de la pelea, los encontró a los tres ya cadáveres y comenzó a chillar como una loca. (…) ¿Se lo tenían merecido? quizás… Ellos, los tres, habían matado a mucha gente de esta isla. Y yo, yo también había matado ya a muchos mambises... (…) Sí, las guerras, las guerras nos someten, nos hacen sus presas y no nos sueltan hasta hacernos morir o perder la cordura, nos convierten en asesinos. La guerra es una perra rabiosa y nosotros sus endiablados cachorros. Sus ede-canes. No creo que nadie salga bien parado de una guerra, ni física ni psicológicamente. Empujar a los hombres a matarse entre sí no tiene justificación alguna enarboles los valores o banderas que enarboles. No, eso no es bueno, no señor. Ahí tiene usted los desmanes que acaecen cada día en todas las guerras, en esta guerra, seas del bando que seas. Sabe cuántas veces me he preguntado qué diablos hago aquí en este infierno de isla… Mil veces, mil veces me lo he preguntado… ¿Por qué mierda tuve yo que venir a esta guerra? ¿Cómo pude estar tan equivocado? Hubiera sido preferible morirme de hambre allá, en España. Pero yo necesitaba un sustento, mi familia necesitaba un sustento… por eso me enrolé en el ejército. ¿No es paradójico? Te vas en busca de un sueldo para sobrevivir y lo encuentras en un sitio donde sobrevivir es de lo que menos probabilidades tienes… Dígame usted… ¿no es una locura? Sí, una locura, una locura muy grande… (…) 11


¿Como la mía? No, como la mía no, yo no estoy loco; lo que hice lo hice por empatía, por hacer un favor. Le parecerá una cursilada, pero fue por el bien de ellos, para que el amor triunfara. Él me lo pidió y no pude negarme, aunque la verdad, al principio me costó asimilarlo, pero ese pobre hombre era un alma en pena, y nunca mejor dicho. ¿Y ella…? Ella después de que él muriera, también; en apenas dos meses era hueso y pellejo nada más, no era ni la sombra de lo que había sido. Él me dijo: Alcibíades, la necesito y ella me necesita. Solo la muerte la salvará, solo la muerte nos salvará; tienes que matarla, tienes que devolvérmela. Por favor, ayúdala, ayúdame. Y me lo dijo llorando, y yo, yo no pude decirle que no… ¡Sufrían tanto los dos! Tenían que reunirse y seguir amándose, juntos, por toda la eternidad. Y entonces lo hice, la maté, un solo disparo fue suficiente. Total, qué más daba ya un muerto más o un muerto menos. Y puede creer usted, que desde ese día ya nunca volví a ver al edecán con cara de perro. Ahora los dos, cada vez que les veo, tienen la misma apariencia que cuando estaban vivos. Cada noche vienen al pie del almácigo y se sientan en el suelo, y allí, entre besos y arrumacos, leen poesía.

Ovidio Moré

Cuba

Blog: www.piramideacostada.blogspot.com

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E

l terremoto los despertó de madrugada. No tuvieron tiempo para cambiar de ropa o buscar a niños y ancianos. Los enfermos postrados en cama vieron el techo caerles encima y los que pudieron esquivar las paredes llegaron a la calle para salvarse. Las réplicas siguientes los

mantuvieron en vilo el resto del día. El sismo desplomó muchas casas, acabó con la existencia de medio poblado y desbordó el rio vecino. Los sacudones en el cementerio desclavaron los ataúdes sacados a la superficie y los cadáveres olvidados, mezcla de huesos extraños y ropajes deteriorados por el tiempo, terminaron en los alrededores o sentados en las lomas circundantes. El aluvión de lodo, árboles y animales ahogados bajó de los cerros, buscó quebradas y encontró ruta en los recovecos y vueltas del valle. Pasó por el costado del pueblo y anunció las malas noticias. Las grietas en el suelo escupieron los muertos enterrados clandestinamente por el ejército, terroristas y ajustes de cuentas. Simulando las comparsas del día de los difuntos, los desenterrados miraban el sol, temblaban de frío y se observaban con ojos invisibles cegados por la luz. Dejaron las fosas sin saber qué les pasaría ni qué futuro tendrían. La mayoría, aburrida porque nadie les prestó atención, decidió secarse al sol, terminar de podrirse o ser comida de carroñeros. No encontraron otra solución y la salida a superficie solo fue una estación en el tren de las injusticias. Movieron las mandíbulas para despedirse y cerraron para siempre los párpados inexistentes. Pero hubo uno que no estuvo de acuerdo, se incorporó y les dijo adiós con las falanges desnudas de la mano. El cadáver rebelde viste pantalón de drill azul y camisa de franela marrón. Lleva lentes de carey y calza botas de seguridad. A la altura del bolsillo de la camisa muestra el orificio por donde entró la bala que lo mató. Bastó una para acabar con la vida del ingeniero Matías Cánepa, tal como certifica el carné de la mina para la que laboraba. La desaparición de Cánepa fue motivo de controversia en el campamento. La policía nunca concluyó la investigación y el caso continúa abierto a pesar del año transcurrido. En un momento se culpó al terrorismo y su supuesta muerte fue en venganza por no haber entregado cartuchos de dinamita. Otra versión, tan antojadiza como la anterior, incriminaba a los militares acantonados en la base contrasubversiva de desaparecerlo por colaborar con los sediciosos. El desaparecido estuvo atrapado entre dos fuegos y se esfumó la noche que regresó del pueblo, luego de visitar a Inés Carreño, profesora del colegio estatal y novia suya. 14


El ingeniero Cánepa está desorientado y aturdido por el paisaje desconocido. Le duele la cabeza y los lentes están tan sucios que le dificultan la visión. Se restriega los ojos y se da cuenta que ya no los tiene y en su lugar hay dos cuencas vacías. No entiende bien la situación, solo sabe que está muerto, baleado en el corazón, desenterrado, lleno de porquería y con sed, mucha sed. El encéfalo licuefacto le indica que debe buscar el pueblo donde vive Inés. El horizonte se le presenta nublado y los huesos de las extremidades inferiores no obedecen a la pequeña luz cerebral que aún conserva. Decide arrastrarse porque le es imposible mantener la vertical sobre el suelo. A poca distancia pierde dos falanges del Índice izquierdo. Mira la mano y no siente dolor. Avanza esquivando las grietas del camino, come tierra y el sabor que experimenta es diferente a la que lo cubría. Avanza dos kilómetros y el ruido del río discurriendo cerca lo anima. Huele el aire y los aromas de eucaliptos y retamas lo envalentonan. Sabe que el curso de agua está cerca y hacia allá va. Tropieza con piedras, raíces y troncos espinosos. Alcanza la orilla y logra mojarse los cabellos y sentir sobre el esqueleto despellejado el agua helada, reconfortante. Tiene que agacharse para sorberla porque no puede almacenarla entre las rendijas óseas de las manos. El líquido elemento ingresa al aparato digestivo que alguna vez tuvo y el contacto con las vísceras podridas le genera un eructo de satisfacción. Decide guarecerse al abrigo de unas piedras grandes y duerme plácidamente bajo la luz mortecina de las estrellas. Amanece y el ingeniero Cánepa reinicia la marcha. Recuperó energías para caminar sobre los talones astillados. Los arrieros que lo ven corren asustados a esconderse o pasan la voz para apedrearlo. Afortunadamente solo le cae una piedra en la pierna izquierda y el peroné sale disparado. Conserva la tibia y no pierde el equilibrio. La escasa chispa que todavía recorre las pocas conexiones neuronales le indica las coordenadas del regreso. La brújula del amor le señala el sendero para llegar a la escuela de su amada. Es sábado y el local está cerrado. Siente que va a morir por el infarto al corazón baleado. El ingeniero saca fuerzas de donde no tiene y corrige el rumbo. Camina evitando ser visto y, en la esquina de la casa de Inés, la ve despidiéndose cariñosamente de un hombre. La poca luz de su retina casi extinta le permite distinguir al capitán Morales, el militar que siempre lo cuestionó. El ingeniero lleva los pocos huesos de las manos que le quedan hacia la zona del orificio de bala. Por segunda vez siente el dolor intenso de 15


la muerte. Se promete morir lejos de ahí. Llega a la entrada del pueblo y se integra a los muertos que hacen cola para ser enterrados. Por lo menos tendrá cristiana sepultura. Asegura el carné de la mina y sonríe resignado.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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A

veces cuando estoy solo y la noche se perfuma de lluvia, me pongo a tomar vino. Y me pasan cosas cuando siento su dulce y frutado vigor. Se va mezclando con la sangre y me abraza los recuerdos; los tristes y los

muy tristes. Quedo quieto, en silencio, para solo recordar. El vino con sus destellos bermellón ilumina las imágenes burbujeantes de mi memoria. Mamá, papá, abuelos, todos mis muertos emergen con aquellos semblantes, gestos y voces, que como huellas de dolor perennes detienen la evasión insoportable del tiempo. Les pregunto si hacemos un brindis y solo mi papá acepta. Mi viejo lindo. Canoso amarillento, con sus cejas superpobladas y su boca levemente torcida hacia la derecha. Sirvo en su copa de cristal turbio verdoso, hasta la mitad. Le cuento de lo poco que conseguí en la vida y él solo escucha. Mamá me mira fijo, no sonríe. No parece estar a gusto con mi devenir. Mi vieja supo criticarme, a veces hasta la irritación. Estaba moribunda y aún seguía encontrando motivos para hacerme sentir culpable. Otro sorbo largo, y su contundencia me provee aquellos olores de almuerzos abundantes, familiares y hogareños, que tantas veces inundaban los ambientes de la vieja casa paterna. Las fiestas de cumpleaños, las tartas de crema moka. ¿Te acordás mamá la última tarta que me hiciste? Mamá ya dejó de mirarme, se esfuma con aquella mirada indiferente de sus últimos días … Veo la copa casi vacía y sirvo otro poco. Y… ¡Aparece mi buen amigo Lautaro! ¡Cómo nos poníamos en pedo con el Lauti! La última vez que conversamos, tardecita calurosa, le dimos a la ginebra en la cantina del pueblo… y sin comer nada, eh ¡Uf cómo pega esa! El loquito recuerdo que estaba con la cara luminosa de carcajadas. Anocheció y caminé mareadito, casi en zigzag, para mi casa. Lauti no sé si se quedó conversando con alguien o rumbeó para su tapera. Al siguiente día, me avisó el vecino del fundo cercano al final del camino, no me acuerdo el nombre del tipo, que esa misma noche al Lautaro lo había atropellado un camión. Habrán sido un par de horas después de despedirnos… ¡Qué mierda resultó la vida! El vino me contiene. Lo recuerdo a Lautaro y me emociono, pero no me

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desmorono. Era tres años menor que yo, flacucho, siempre puteando a Dios y medio mundo; Dale Lauti, tomemos una copa más, bueno, con vos serán seguro dos copas más… El embrujo del vino sostiene las flotantes alucinaciones. Sin embargo, “ella” no aparece. Grito para que se acerque, pero no hay caso. Mariel no llega. Con Mariel tomábamos cerveza, no le agradaba el vino, solo el blanco cuando pintaba una cena fina. ¿Será por eso que no vuelve de su lecho profundo unos instantes para saludarme y brindar conmigo? No es por eso… Sé que seguís molesta. Disculpá Mariel, una vez más, disculpame. No fue mi intención; era tarde, había tomado más vino que otras veces. Me sentía furioso por el día de trabajo frustrante que había tenido. Quería discutir, de bronca nomás. Me gritaste ¡basura! en un mal momento. A pesar del amor por vos que colmaba mi corazón, no pude evitar estrellar la botella de vidrio en tu cabeza. Confundido tras el tormentoso y explosivo momento de locura esperé, llamándote, que despertaras y te levantaras. Aún demasiado ebrio, sabía que el golpe en tu sien era fulminante, empujado por el vigor de tanto resentimiento acumulado durante años. Y sí…justo a vos, con lo mucho que te quería Mariel… Ahí quedaste. Ahí quedé. La noche oscura y paciente no dejaba llegar la madrugada. El campo olía a tragedia y el viento mínimo me acompañaba mientras arrastraba tu cuerpecito hasta el pozo de los perros. De mi boca brotaban gotas de saliva humeantes con cada jadeo de mi respiración, entrecortada, por el esfuerzo del tironeo que me exigía tu peso muerto. Desde entonces cada aguacero, cada puesta de sol, cada noche sin luna te espero, bebiendo vino y con una cerveza lista para vos. Dale Mariel, vení, brindá conmigo antes que se acabe el tinto… Dejame vivir en paz.

LEÓN SALCOVSKY

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/leon.salcovsky

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L

a noche que mataron a Alejo y a Zúñiga, el pueblo quedó bajo el agua. Un vendaval se ensañó con la zona rural. No se había visto fenómento tan violento en años. Todos coincidieron en que la furia había andado suelta por San Cipriano… la furia, el diablo, la ira de Dios… Volaron

techos de galpones, la mitad de sus habitantes quedaron a oscuras, arrancó de cuajo cientos de árboles y, también, dejó al descubierto décadas de mentiras, ocultamientos y falsa moral. Al muchacho lo encontraron en su casa dos días más tarde, desangrado en la bañera. Vestía ropas de mujer y el cuerpo presentaba, como única y contundente señal de violencia, la mutilación de sus genitales. Había una cuchilla sin huellas dactilares, tirada a un costado. A priori, todo hacía suponer que podría tratarse de un crimen pasional. Los datos más escabrosos se mantuvieron en estricto secreto sumarial para preservarlo del escarnio, ya bastante lo había padecido a lo largo de sus treinta y dos años siendo “el maricón oficial” de San Cipriano. De adolescente, había abandonado el colegio no pudiendo ya soportar el rechazo que despertaba en sus compañeros, por ser diferente. No quiso escuchar más insultos denigrantes ni soportar golpizas solo por haber venido al mundo en un envase equivocado. Él se sentía mujer y nadie iba a entender el sufrimiento que lo comía por dentro. Ni siquiera se atrevía a explicarlo, teniendo en cuenta que la gente reaccionaba a su disforia de género con una mezcla de asco y temor. Los padres del alumnado juzgaban su angustiante padecimiento como una desviación sucia que representaba un peligro latente, considerando inaceptable que sus hijos compartieran un espacio junto a un degenerado que podía pervertirlos. Alejo fue asediado por la comunidad al igual que se aísla y se ataca un foco infeccioso con un batallón de antibióticos. Ningún adulto jamás lo escuchó, excepto el señor Zúñiga, director de la escuela, quien sin grandes alharacas, tanto como para no volverse en contra a los padres prejuiciosos, intramuros, se mostraba comprensivo con Alejo y, en ocasiones, hasta protector y consejero. Ningún adulto lo había respaldado nunca. A partir de los ocho años aprendió a padecer el dolor del abandono cuando su padre, con la excusa de ir a la capital para probar suerte, jamás regresó y, como consecuencia, su mamá enfermó de pena y se tiró abajo del primer tren que pasó por la estación. Su abuela lo crió como pudo, con los preconceptos de una señora mayor; sin tiempo ni información para entender sus

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conflictos y, como si hubiera calculado el retiro con la mayoría de edad de su nieto, a los dieciocho de Alejo, partió. Al señor Zúñiga lo encontraron un día antes que a Alejo. Residía en una zona más céntrica y, si bien vivía solo, tenía vecinos muy próximos que enseguida notaron su ausencia. También había muerto desangrado, pero tendido sobre la alfombra del living. El forense contó diez puñaladas en el abdomen y no pudieron encontrar el arma homicida, pero sí precisar un horario estimativo del deceso. Al día siguiente, cuando encontraron a Alejo, concluyeron que entre un homicidio y el otro, había una diferencia de escasas horas lo cual les hizo pensar en un mismo agresor. Este doble crimen brutal, sin precedentes, marcó un hito en la historia policial de un pueblo en el cual, el mayor delito registrado hasta ese día, podría haber sido no usar casco para andar en bicicleta. Alejo estaba cansado de ocultar su historia de amor. Entendía la postura de Eduardo, hombre más grande y de prestigio en San Cipriano, pero transcurrieron años prometiéndole un futuro juntos, muy lejos de ese pozo mugriento donde había crecido rodeado de humillación, y nunca llegaba el momento de cumplir su palabra. Odiaba saber que se avergonzaba de él y de la relación clandestina; también despreciaba su falta de valentía para asumir, finalmente, su elección sexual. Ya no soportaba que prefiriera fingir para complacer a una sociedad hipócrita, en lugar de elegirlo a él. Alejo sabía mejor que nadie cuántos supuestos machos de San Cipriano, que cuando lo cruzaban en la calle le daban vuelta la cara con desprecio, habían tenido sexo con él. Muchos de ellos, padres de familia que iban a misa los domingos. Todo resultaba nauseabundo y él ya no resistía más. Eduardo Zúñiga no estaba dispuesto a jugar su falsa imagen. De hecho, sabía que de conocerse su relación, más tarde o más temprano, iría a prisión por estupro, un delito aberrante del pasado, no prescribía. Aquellas horas de confidencias y consejos, aquella protección cariñosa, habían sido la pantalla que enmascaraba al monstruo detrás del hombre respetable. La manipulación de la psiquis de un chico de trece años, confundido, solitario, vulnerable, sediento de amor, que su abusador lo hacía sentir especial por elegirlo. Casi veinte años de relación secreta, de dependencia afectiva, pero ese vínculo que había nacido enfermo era el soporte que lo mantenía de pie. El día de la tormenta, Alejo fue hasta su casa a exigir una respuesta decisiva.

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Fue vestida como Alejandra, como la mujer que siempre había querido ser, como la que sentía que debía ser. Le rogó, lo besó, se humilló, lloró, pero lo único que obtuvo por respuesta fue la intransigencia de un Eduardo violento. Alejo tenía prohibido aparecer por su casa, había roto una regla de oro que lo enfureció. Entonces comenzó la discusión, los sacudones, los insultos. Alejandra desesperada apeló a la amenaza, él le pegó un cachetazo y gritó con desprecio si acaso se había creído alguna vez todas esas idioteces de una vida juntos: “Rajá de acá, puto de mierda antes que te deshaga la cara a trompadas, no vuelvas a acercarte en tu vida, culo roto!” , dijo totalmente fuera de sí al sentirse acorralado. Alejandra fue hasta la cocina y volvió con una cuchilla en la mano. Nada la detendría. Diez veces hundida con todo el odio y el rencor y el dolor y la amargura y el amor y la pasión y el deseo… la cuchilla que entraba y salía como un falo que no se saciaba, la llevó a un paroxismo irrefrenable y una espantosa erección le recordó que ella era Alejo y que también tenía que matarlo porque todo aquello era un gran error: Eduardo y Alejo habían sido dos grandes equivocaciones en su tristísima vida. Guardó la cuchilla en su bolso, limpió lo que pudo esperando que sus huellas no quedaran allí, no por Alejo sino por Zúñiga al que, a pesar de todo, deseaba proteger, pretendiendo llevarse el secreto. Corrió hasta su casa. La tormenta ya había comenzado. Llegó empapada, pero tomó el tiempo suficiente para arreglarse. Se acostó en la bañera, tomó firme la cuchilla con ambas manos, envuelta en una toalla, la bajó como una guillotina. De un golpe limpio y preciso se separó de Alejo. Y luego sobrevino la paz.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

Blog: https://jumponthecouch.blogspot.com

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L

“La ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres existen una dentro de otra, pero no son la misma ciudad”. Italo Calvino

os gatos siempre han tenido un hálito misterioso que los rodea. Quizás se deba a su inquietante mirada estoica, o a su andar sigiloso de tigre acechando a su presa. También pueden ser animalitos tiernos. ¿Quién no se ha sentido más que cómodo abrazando un gato, escuchando su

dulce ronroneo cerca al pecho? ¡Pero que tanta ternura no sea engañosa! Detrás de la mirada de un gato se esconden universos infernales, donde son ellos los que ostentan el poder. Por eso en la antigüedad, en diferentes partes del planeta, han considerado a los gatos como seres mágicos. En algunas culturas pensaban que eran reencarnaciones de dioses, demonios, incluso como reencarnación del mismísimo diablo. En otras sociedades medievales, el simple hecho de tener un gato negro en casa, era motivo más que suficiente para ser procesado y condenado por la Santa Inquisición. Desde niño siempre tuve fascinación por las mascotas. En casa con mis padres y mi hermano criábamos patos, conejos, gallinas y un perrito pekinés. Cierta noche, mi padre, que es una persona que rara vez se embriaga, llegó a casa borracho; llevaba consigo un saco sucio cargado en la espalda. Mi madre lo estaba regañando por llegar en ese estado y con un extraño bulto, de pronto escuchamos un fuerte maullido que asustó profundamente a mamá. Por la abertura del saco emergió la cabecita de un gato negro, luego comenzó a observar detenidamente a mi madre. Mi padre estalló en carcajadas y luego dijo: Muchachos, les presento a Michigan (improvisó el nombre al parecer porque nuestro anterior gato se llamaba Misisipi). No sé cómo, ni en qué momento apareció en la cantina, pero cuando nos retirábamos con mis camaradas, el minino no se quería despegar y comenzó a seguirme. Así que no tuve más remedio que llevármelo, dijo mi padre. Michigan era un gato completamente negro, de mirada desconfiada. Su desconfianza seguía a pesar de que le habíamos servido un poco de leche en un platillo. Pensábamos que con el tiempo adquiriría confianza y afecto hacia nosotros, cosa que nunca pasó. Con el correr del tiempo y al ver que el gato siempre se mostraba arisco, mi

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madre le preguntó a mi padre, cómo así pudo encariñarse con un gato tan esquivo, sin embargo él no lo recordaba bien debido a su borrachera de aquél día y dijo que probablemente le había parecido un gato tierno. El gato no paraba nunca dentro de casa, su lugar favorito era el huerto. Solía recostarse sobre los hombros de un viejo espantapájaros que teníamos allí. Una noche, tuve un sueño muy extraño. Me encontraba en el huerto de mi casa, repentinamente comencé a escuchar varios maullidos que se acercaban acompañados por un tañido lastimero de campana, señal inconfundible de la cercanía de la muerte. Al sentir más cerca los maullidos, me escondí tras unos arbustos. Acto seguido, vi acercarse una extraña procesión. Docenas de gatos, caminaban en dos patas como si fuesen personas y levantaban a un gato grande y negro a quien reconocí en seguida. Cuando la procesión gatuna estaba más cerca de mi arbusto, Michigan levantado por varios gatos, giró la cabeza hacia donde yo me encontraba y me lanzó una mirada infernal, sus fauces mostraron una sonrisa malévola casi humana. Quise escaparme y gritar pero el cuerpo no me respondía. Al despertar en mi lecho, tenía sobre mí a Michigan, quien volteó y me dirigió la misma mirada y expresión que en el sueño. Eran comienzos de los ochentas y recién habían instalado el primer teléfono público en la pequeña localidad donde vivía. Fue todo un acontecimiento y una gran novedad para los pueblerinos, quienes hacían largas colas para usar el teléfono. Una oscura noche de luna llena, mis padres se fueron a probar la novedad del momento: hacer algunas llamadas en el recién estrenado teléfono público. Me dejaron al cuidado de mi hermano mayor. Yo estaba recostado en mi cama intentando pescar sueño mientras que mi hermano jugaba con unos dinosaurios de juguete. De pronto comenzamos a escuchar unos golpes fuertes en el zaguán, como si alguien estuviese pateando las puertas con fuerza. Mi perrito pekinés se puso a ladrar y corretear por todo el patio, como avisándonos de algún peligro. Al principio no me asusté mucho, pero al ver que las patadas en el zaguán no cesaban comenzó a invadirme el miedo. Mi hermano intentó guardar la calma y se aferró a un viejo cuadro de Jesucristo, “El amigo que nunca falla”, obra del afamado pintor renacentista Van der Wyener, que mi madre solía tener en la cabecera de su cama. 26


No sé si se debió al efecto del cuadro o porque la persona que pateaba las puertas se cansó; los golpes cesaron casi al instante y todo quedó en completo silencio. Un silencio incómodo, que en vez de apaciguar los ánimos, nos intranquilizaba más. Mi hermano al ver que nuestros padres demoraban demasiado y temiendo que el tipo que había pateado el zaguán apareciera de nuevo, me dijo que iría a buscarlos, sin antes recomendarme que por ningún motivo abriera la puerta a nadie. Luego de decirme eso, mi hermano abrió el portón, me ordenó que cerrara por dentro y se fue corriendo a toda prisa. Regresé algo adormecido a la cama. Quizás porque no había logrado conciliar el sueño, o por lo atípico que me resultaban aquellos sucesos. Mi pueblo se caracterizaba por ser tranquilo y hospitalario. No era posible que alguien violento patease las puertas y menos por bastante tiempo. Volví a recostarme en mi cama; cuando luego de unos minutos ví a Michigan entrar con sigilo hacia la habitación. De un salto se subió a la cama y comenzó a mirarme detenidamente, como si intentase decirme algo. Profería extraños y fuertes maullidos mientras sus pelos se erizaban adoptando una postura de ataque. Al inicio quise espantarlo para que se bajara de la cama, pero su mirada era de mandato y amenaza. El mensaje estaba claro, a pesar de que los gatos no pueden hablar, por algún mecanismo de transmisión de información que los humanos ignoramos, Michigan quería que lo siguiera. Temerosamente bajé de mi cama. Me puse mis pantuflas y comencé a seguir al felino. Cuando intentaba detenerme, el gato volteaba, me amenazaba con la mirada y me mostraba los afilados dientes. Sus pelos se erizaban más. Al salir de la habitación, mi perrito pekinés quizás percibiendo algún riesgo en las intenciones del gato, se abalanzó contra Michigan; ambos animales cayeron rodando al piso. El ruido era estrepitoso, entre fuertes ladridos y maullidos. El gato lanzó un furioso zarpazo hacia el ojo izquierdo del perro, lesionando seriamente al animal. A pesar de la gravedad del daño, el perro se envalentonó más y dio un fuerte mordisco en el lomo del felino. El demoníaco gato logró zafarse de los colmillos del perro y como si de un vampiro se tratase dio un mordisco letal en el cuello del pobre pekinés, matándolo enseguida. Yo seguía adormecido, ni siquiera pude reaccionar al ver como ofrendaba su 27


vida mi perrito por intentar salvarme. Estaba como dopado. No podía enfocar bien mis pensamientos y mis reacciones eran lentas. Luego de matar al perro, Michigan continuó con su travesía, tenía el lomo sangrando pero no parecía sentir dolor, se dirigía hacia el huerto, el mismo de mis sueños. Ya ni era necesario que volteara a mirarme. Yo lo obedecía, como si estuviese poseído por algo. Una fuerza externa a mi voluntad me hacía caminar tras el gato. Al adentrarnos en el huerto, las cosas se hicieron más extrañas aún. Caminamos por un buen rato. A pesar de mi letargo noté que ese ya no era el huerto que yo conocía. Era muchísimo más extenso y con más vegetación. Lo último que me resultaba familiar fue el viejo espantapájaros que se veía a lo lejos y en una posición completamente distinta. De pronto, casi imperceptiblemente al principio y luego con más fuerza, se escucharon varios maullidos acercándose, acompañados del lastimero tañido de campanas. Michigan volteó pero esta vez no para vigilar que lo siguiese, sino para mostrarme sus fauces con su sonrisa demoníaca, como si de un rostro humano se tratase. Esta vez su mensaje también fue claro: ¡Hemos llegado! Habíamos arribado a la legendaria ciudad de los gatos. Sobre un monte observé a varios niños de mi edad, rindiendo culto a la estatua de la diosa gata egipcia Bastet. En el oscuro firmamento se formó entonces una imagen, como si un cinematógrafo fuese proyectado enfocándose en el cielo. En la escena pude ver a mis padres llegar a casa junto a mi hermano quien lucía sudoroso. Estaban completamente desconcertados al ver el cadáver del perro, la habitación y mi cama vacía. Mi hermano estalló en llanto y se culpaba por mi desaparición. Luego de unos segundos la visión se desvaneció. Entonces supe que jamás volvería a verlos, pues me encuentro atrapado para siempre en la ignota ciudad de los gatos.

WALTER UGARTE valentín

Perú

Facebook: www.facebook.com/walter.ugarte.7

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M

icaela. 14 años. Taurina. Vive en el barrio de Belvedere. Escucha a una banda de cumbia cheta-adolescente uruguaya. Este año comienza tercer año de liceo. En su perfil, figura una muchacha rubia, flaquita y de ojos celestes. Conoció a Nacho a través de un

chat, aunque antes apeló a sus contactos en una red especializada. Ignacio. 14 años. Geminiano. Vive en el barrio Reducto. Escucha cumbia, lo que venga. Este año comienza segundo año en la escuela técnica. En su perfil hay un escudo de Peñarol. Han acordado encontrarse en la plaza Cagancha, en unos bancos verdes que hay en la vereda de la derecha, detrás del quiosco. Para reconocerse, han coincidido en que él vaya todo de azul y ella de negro. No han intercambiado video-llamadas (a ninguno de los dos se le ocurrió la idea), por lo que solo saben cómo es el otro por las descripciones escritas y por fotos provocativas que se han enviado. Micaela no cambia mucho ese día su forma de vestir. Se pone un pantalón negro y una remera con escote en v. Lleva por las dudas de que refresque un saquito gris. Eso sí, como una cábala, se pone la ropa interior que le regaló mamá. Ignacio tiene una campera azul rabioso que le sirve justo para el propósito, con bolsillos internos amplios que le permiten guardar el celular y otras herramientas. Se mira al espejo antes de salir: sonríe, todo va a salir perfecto. Micaela le da de comer a los perros. Deja una nota en la heladera para que la lea la empleada y transmita el mensaje. En ella dice: “Salí. Si no llego para la cena hay pollo en el horno”. Él ha perdido el gusto por el tránsito siempre extremo de las horas pico y hace un tiempo que no maneja, además de que ya no le renovaran la libreta de conducir. De todas formas, con el tiempo cualquier cosa puede volverse costumbre y ha aprendido a convivir con el transporte público. Micaela estaciona el Mercedes rojo a unas cuatro cuadras de la plaza, en una calle paralela a 18 de julio con fácil acceso hacia la costanera del puerto y hacia las rutas de salida de la ciudad. Ignacio se baja una parada antes y camina hacia la plaza. Llega veinte minutos temprano y explora desde el otro lado de la avenida el lugar exacto del encuentro. No hay chica de catorce años alguna. En su lugar una pareja come bizcochos de una bolsa mientras reposan sentados en uno de los bancos verdes de madera. Un hombre, de 30


camisa celeste y gorrito de visera azul, va de un lado al otro la plaza en medio de su inútil rutina de guardia de plaza citadino. Por ambas veredas transita la ciudad entera, ajena, cada cual en su propia odisea. Micaela se apura. Quiere llegar antes de la hora pactada para explorar la peligrosidad del escenario. Pero las calles cuesta arriba le producen cierta agitación y debe tranquilizarse. No necesita tener un problema de salud justo yendo a un encuentro tan prometedor. Él cruza la avenida. Compra cigarros y un paquete de caramelos. Enciende un cigarro y lo drena con ansiedad. Al minuto lo apaga y se mete un caramelo en la boca. Ya lo ha pensado: las cosas no son como se suponían, pero que sean diferentes tal vez sea algo bueno. Faltan tres minutos. Mira de reojo hacia los bancos detrás del quiosco. La pareja se ha ido. Ahora queda el guardia que va y viene con cara de estar meditando la posibilidad del suicidio, y un señor vestido de negro sentado en el banco del medio. Micaela se sienta. Se ha agitado. Tose. Piensa en sacar una pastilla del frasquito en el bolsillo del pantalón, pero se siente observada y se detiene. Ya lo ha pensado: hay algunas fotos con las que puede chantajearlo, además de que él no va a poder rechazar la plata que va a ofrecerle. Pero no hay muchachito de catorce años alguno. Pascale toma asiento junto al otro hombre. Percibe, con el sabor que da la experiencia de muchos años haciendo casi que lo mismo, la tensión que provoca en el otro al sentarse. Queiróz duda si mirar al recién llegado. Viste de azul. Pero es un viejo, como él mismo. Aguardan un instante tenso. Pascale levanta la vista. Una adolescente compra algo en el quiosco. Mira hacia el costado. El otro viejo podría interponerse. Pero la niña cruza la avenida donde una pareja de adultos la espera. Suelta el aire en un resoplido y se relaja en el incómodo banco de madera. Queiróz pudo haberse sentado en el de al lado, pero prefirió dejarlo libre por si aparecía el muchacho. Ha visto todo lo que ha hecho el otro y a la muchacha en el quiosco. Lo mira sin reparos, con esa actitud osada siempre necesaria para ese estilo de vida, y le dice:

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Qué disparate estas chiquilinas, cómo andan por la calle. Pascale reacciona de inmediato. ¿Vio? Andan casi que desnudas… Después se quejan de que las andan violando… Pascale lo mira. ¿Sabe que pienso exactamente como usted? La juventud está perdida. ¿Cómo dijo que se llamaba? Y extiende la mano derecha en solicitud de saludo. El otro se la estrecha. Martínez, Jorge Martínez. ¿Y usted? López, Pablo López. Un gusto. El gusto es mío, López. Lo mismo digo, Martínez.

ÁLVARO MORALES Uruguay

Facebook: Álvaro Morales

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D

espués de un largo sueño intranquilo, se despertó la mañana de navidad en una habitación desconocida, bañado en sudor y sin saber quién era. Incorporándose lentamente vio que se encontraba en una

habitación pequeña y sucia de paredes manchadas y que había estado durmiendo sobre una mugrosa cama cuyo colchón de paja desprendía un sulfuroso aroma a orina. Con la mente obnubilada intentó recordar los sueños confusos a los que se había entregado la noche anterior pero no tuvo éxito, su mente parecía cubierta de una densa neblina. Paseando la vista por las paredes desnudas de la habitación encontró una ventanita alta a su derecha, y dos puertas justo enfrente. Una cerrada de lata y una abierta de madera, la cual dejaba entrever una minúscula habitación continua, donde una bola de papel higiénico flotaba en círculos dentro de un retrete sucio y sin tapa. Un palpitante dolor de cabeza le traía recuerdos entrecortados que no alcanzaba a definir, mientras una sensación nerviosa de tener su nombre en la punta de la lengua le provocaba un temblor latente en todo el cuerpo. Incorporarse resultó sorpresivamente doloroso, y una vez de pie y fuera de la cama encontró que tenía los pies desnudos y que el suelo sucio de baldosas oscuras estaba frío. Mientras se calzaba un par de zapatillas viejas que encontró debajo de la cama cayó en cuenta de que su cuerpo era el de un anciano. Un anciano flaco, seco y débil. Sonrió entretenido al notar que no podía recordar el haber envejecido. Con pasos escuetos se acercó a la habitación que hacía de improvisado baño y encontró un espejo en la pared. Un espejito redondo con bordes mellados en el que asomó su rostro y descubrió que este también era el de un anciano de mejillas hundidas y cabello ralo. Encontró que algunos recuerdos sueltos regresaban a él en oleadas estimulados con la contemplación de su propia imagen en el espejo. El reflejo de su piel morena y arrugada le devolvió algunas escenas campesinas de una infancia miserable. El rostro de una madre sumisa y las caricias de su mano dura, unos cuantos hermanos difusos y la silueta de un padre rígido que trabajaba durante el día y bebía durante la noche. Recordó algunas mañanas de invierno en la escuela, los pies desnudos hundidos en lodo fresco, algunas noches de verano llenas de insectos que niños risueños guardaban en cajas de fósforos, el lamento separado de un brazo roto. Un poco aturdido por la remembranza, decidió que tenía que orinar, y mientras 34


lo hacía apuntando al papel estancado del retrete recordó abruptamente el beso en la boca de una juventud precoz en la que quizás no había pensado en muchos años. Recordó unas caricias inexpertas dentro de un molino abandonado, los sonidos de un millón de madrugadas vividas con ojos hinchados y un misterioso dolor que era al mismo tiempo placentero. Pensó después y sin motivo en el colchón de paja en el que había despertado unos minutos antes, y tuvo el presentimiento de que ya había dormido sobre él por más de una noche. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había comido pero no tenía hambre. En lugar de hambre tenía la extraña sensación de que en el sitio en el que algunos llevan el estómago él tenía un hoyo negro, y entonces súbitamente recordó un río bravo llevándose un zapato, seguido del recuerdo de la primera vez que estuvo en la ciudad y la impresión que le había causado su enormidad y su desorden. Se sintió como un lago mecido por el viento mientras en un ligero vaivén le llegaban varias memorias sueltas de esa ciudad, desde azoradas fiestas juveniles hasta manos femeninas sobre la piel. Recordó algunos rostros sueltos de hombres y mujeres, los nombres y apellidos que había repetido demasiado, algunos rasgos de narices grandes o de ojos achinados y algunas orejas prominentes. Mientras regresaba a la habitación se sintió exhausto y decidió recostarse nuevamente sobre la cama apestosa. De espaldas sobre su dura superficie clavó los ojos en el techo blanquecino salpicado de oscuras manchas de humedad y pensó en una habitación lejana en la que todas las mañanas entra un sol oblicuo y donde se acuestan y despiertan dos figuras paralelas en una cama limpia. Pensó en el cansancio extremo al final de un día de trabajo y en la deliciosa sensación de cerrar los ojos sabiendo que no se les volverá a abrir durante todas las horas que dure la noche. Recordó entonces un desfile de rostros femeninos, para finalmente quedarse con uno que persistía en regresar y con el cual regresaron otros rostros diminutos de tres o cuatro hijos con risas de cascada. Mientras respiraba acompasadamente luchando por retener los recuerdos de una vieja dinámica familiar, fue invadido por una imagen de manos callosas trabajando sobre un pozo ciego, manos que se enfrentan valientes a un frío que les lacera la piel y finalmente se relajan ante el calor de una fogata prendida con kerosene sobre un suelo duro de nieve apelmazada. Pensó, ya con los ojos cerrados, en una hermosa ciudad caótica vista desde una azotea altísima, que vive rodeada de las bocinas de miles de 35


autos enloquecidos en su hora pico, mientras una montaña gigantesca lo observa todo en silencio desde su taciturna cima inalcanzable, eternamente congelada. No reparó en el balde hasta varios minutos después, cuando adormilado giró sobre su cuerpo y notó una mancha roja en una esquina que no había visto hasta ese momento. Era un balde grande de plástico que le llegaba hasta la cintura. Curioso, se incorporó y caminó cautelosamente hasta él para poder echar un vistazo en su interior, en donde encontró un contenido líquido de olor fuerte que lo llenaba a medias. Utilizando una abollada taza de metal que encontró colgada del borde, recogió un poco de líquido y lo acercó hasta su nariz, sintiendo de cerca un aroma dulce a alcohol y fruta fermentada, un aroma que le revolvió el estómago y le produjo una repentina arcada. Mientras soltaba la taza, que caía con un golpe seco esparciendo su contenido por el suelo, sintió el pecho contraído por completo ante el recuerdo inexplicablemente desagradable de una lluvia recia que se atrevía apenas a mojar a alguien cuyos labios se sumergían en un líquido ácido al tiempo que empezaba a tomar cuerpo una lenta inconsciencia que en algún momento se había sentido como un primer espasmo de alivio para el sufrimiento, pero que en ese preciso instante se sentía como una mano apretándole el corazón hasta casi matarlo. No supo en qué momento había caído sobre las rodillas, sintiendo que se ahogaba. Alguien le había hablado de los cementerios de elefantes en algún antro. Le habían contado que en la zona norte de la ciudad había un negocio clandestino y macabro en donde pobres borrachos pagaban fuertes sumas de dinero para poder encerrarse en cuartos sucios y matarse bebiendo, o más bien bebiendo hasta morir. Su padre se había suicidado también. Se lanzó de la azotea. “No se lanzó, se cayó”, dijo mamá. Sí se lanzó, se lanzó hacia la ciudad en movimiento, hacia las bocinas y hacia las luces inquietas. Boqueando, con los pulmones agobiados reptó hasta la puerta de lata, la que no le había despertado ninguna curiosidad antes pero que ahora parecía ser la única salida de esa habitación en la que por alguna razón se había agotado el oxígeno. Apoyándose sobre su superficie metálica se puso de pie a duras penas, buscando desesperadamente el mecanismo que permitiera su salida. Pero una vez que tuvo la oxidada manija a su alcance se encontró incapaz de accionarla. Su mente, repentinamente lúcida, encontró las memorias de cientos de noches 36


de desenfreno, de callejones oscuros con olores acres seguidas de mañanas confusas y piernas corriendo cargadas de adrenalina. Memorias de vomito sobre la ropa y de sangre ajena manchando las paredes. En un momento supo perfectamente como sujetar un arma, y recordó súplicas que no le despertaron ninguna emoción. Se disipó el olvido en la imagen de un par de manos que se cerraban sobre una garganta amoratada, mientras a lo lejos se escuchaban los alaridos de mil voces infantiles. Lentamente soltó la manija de la puerta y volvió sobre sus pasos. Sonrío resignado mientras sumergía la taza en el contenido del balde como había hecho ya tantas veces. Las navidades de su infancia se disolvían en imágenes de dedos nerviosos rasgando papeles coloridos, dedos que con el tiempo serían reemplazados por los dedos de sus hijos, y eventualmente por un fantasma indisoluble de soledad, que vagaría desamparado por una ciudad excesivamente iluminada hasta explotar en mil pedazos. El primer trago es demasiado amargo, pero el segundo es más fácil. El tercero y el cuarto son tan naturales como respirar. Después de un sueño tempestuoso, se despertó una mañana de diciembre en una habitación que no conocía y sin saber quién era.

ISABEL ANTELO ROMERO

Bolivia

Facebook: https://www.facebook.com/isabel.anteloromero

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E

ntonces lo miró. El mate en una mano y la pava en la otra, desde su silla de paja. No lo relojeó, lo miró. ¿Qué andás buscando? Una respuesta, tal vez. He venido hasta acá, queriendo saber la

verdad. pidió el más joven. Solamente el tiempo te da la verdad, y yo ya tengo poco. Ya va siendo hora de que arreglemos nuestras cuentas, antes de que sea demasiado tarde. Tarde, ¿para quién? torció el viejo. Tarde para todos. No quisiera que San Pedro no lo dejara entrar. Sabés que no creo en él ni en nadie. Solo en mi sombra que nunca me dejó para querenciarse con otro pago. El joven, desganado, acerca otra silla y se sienta a su lado. Habían pasado ya muchos años y no quería volver a discutir para alejarse. Ambos sabían de soledades y dolores. ¿Cómo está? ¿Quién? Usted, viejo. ¿Cómo está? ¿Necesita algo? Te necesité hace tiempo y no te arrimaste. ¿Por qué creés que te voy a necesitar ahora? Porque a nosotros ya nos queda apretado el corazón. No te hagas el pueta, ahora. Acá ya no tenés nada. Tu mamá murió sin verte. Tus hermanas se jueron a otros pagos. Yo ya estoy muy viejo para remendar corazones. Ya lo sé. Me equivoqué y he venido a pagar mi deuda, si es necesario; pero quiero saber la verdad, antes de irme. Nunca entendí para qué venís, si siempre te vas. No tenés raíz en ningún lado. Los de ahora, son así. Van cambiando tanto e rancho que ninguno les pertenece. ¿Me va a decir si es mi padre o no? ¿Para qué? ¿No te crié acaso? ¿No tuviste lo necesario acá? ¿Para qué

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remover tanto dolor? Necesito saberlo. insistió el más joven. Lo que vos necesitás saber es que la vida y el tiempo te enseñan, como mama y tata. Si no sabés escucharlos, no sirve de nada que preguntes. Es inútil. Algo me decía que no tenía que venir. Será porque no sos de acá. Dejá que tu zaino descanse un poco, comé algo y seguí tu camino. Se levantaron de sus sillas, entraron en la humilde casa y por última vez compartieron algo más que dolores y recuerdos. Entrada la noche, el joven montó su caballo y volvió por donde vino. El viejo lo siguió con la mirada hasta que se perdió en la oscuridad. Sabía que no volvería nunca más, como lo había hecho su padre.

AMALIA FUINO

Argentina

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-¡A

buelo! ¿Qué haces ahí? No me oye. Está sentado bajo el famoso naranjo. «El Pájaro cada día está peor de la cabeza. Se pasa las horas deambulando por ahí como un alma en pena», me avisan, siempre que paso por allí, algunos de sus pocos vecinos que se atreven a salir al rellano. «¿Habéis pensado en

llevarlo a algún sitio?» —¡Abuelo! Se le ve tranquilo, con los hombros hundidos bajo su americana de pana, la boca arrugada y la mirada perdida entre el humo de su cigarrillo y la densa niebla de esta mañana. Juguetea, como si fuera John Wayne, con unas tijeras oxidadas. Desde que no está mi abuela, suelo venir a verlo todos los viernes que puedo. —¡Abuelo! ¿No te enteras? Se gira hacia mí. —¡Ah, hijo! No te había visto. —¿Qué haces aquí solo? Deja las tijeras en el banco y descubro a su lado un sombrero que, puesto boca abajo, recoge un puñado de azahar. —Aquí, echando el rato. He aprovechado para comprar el pan y, de paso, coger un poquito de azahar —me dice. Coge el puñado de flores y me las acerca. Me siento a su lado y las huelo. —Empieza a hacer mucho calor en la calle, abuelo. ¿Qué tal si subimos? El banco da a un pedazo nostálgico de su barrio, con sus ventanas tímidas de barrotes verdes, las fachadas encaladas y pequeños naranjos esqueléticos. Me fijo en un hombre en silla de ruedas, con la cabeza ligeramente ladeada y empujado por una mujer más joven que él. Descuidadamente, este arranca una flor de una maceta. Hace girar el capullo rojo ante sí y lo tira al suelo. La mujer le dice algo, retrocede, se agacha para recoger la flor atropellada y se la guarda en el bolsillo de su camisa. Mi abuelo también los observa, con la boca entreabierta, hasta que solo queda de ellos el difuso sonido de las monedas chocándose entre ellas en el bolsillo del hombre. Me levanto. Mi abuelo tira el cigarrillo al suelo, lo retuerce bajo su zapato, recoge el azahar, tose y comienza a desfilar hacia el portal de su piso; no sin antes girarse para echar un último vistazo al naranjo. La niebla condensa todo el calor del sol 42


creando un resplandor que, reflejado en el enjuto tronco pintado de blanco, resulta molesto para la vista. Entramos en el portal. —Oye, ¿y el pan? —le advierto. Mueve la cabeza de un lado a otro. Mira el banco, luego palpa los bolsillos de su americana de pana. Se quita el sombrero y se rasca la coronilla. —Me lo habré dejado donde la Pepi. —Vuelve a ponerse su sombrero—. Anda, acércate en un momento. El lloriqueo lento de la puerta abriéndose se mezcla con el rumor de la radio encendida, que está hablando sola en la cocina. Mi abuelo se acerca a ella con paso vacilante y la apaga. Deja junto a esta el montoncito de azahar. Luego abre las cortinas y la cocina se llena de luz. —Deja el pan ahí. —Con su dedo índice amarillento, me señala una panera antiquísima en cuyo interior las esquinas están llenas de migas diminutas; algunas verdosas—. ¿Quieres una cerveza? —Vale. —Son sin alcohol, ya lo sabes. El salón es la estancia donde se condensa con mayor fuerza ese aroma tan característico de las casas de los viejos. Deja su sombrero y americana sobre la butaca que, bajo la ventana y vista a contra luz, crea una peculiar silueta que por mucho tiempo se mecerá en mi memoria. Se va a sentar, pero algo le molesta. —Las malditas tijeras... —Las suelta de mala manera en uno de los brazos de la butaca. Resopla—. ¿Cómo está tu padre? —Saca el mando de la televisión, la enciende, le quita el sonido (algo que se ha convertido en una manía irremediable a lo largo de estos últimos años) y da un trago a su cerveza sin alcohol. —Bien. Ha encontrado trabajo en un almacén de ropa. Enciende un cigarrillo, le da la primera calada y da otro trago. —¿Y la chica? Esa diablilla no quiere saber nada de mí. —Está con los exámenes finales antes de las vacaciones de Semana Santa. —¿No sale con las amigas? Esta vez se le pasa preguntarme si hay algún amiguito rondándola. —Ahora está muy liada. En cuanto pueda vendrá a verte.

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Ambos damos un trago a nuestras cervezas. —Niño, ¿dónde he dejado el azahar? —En la cocina, abuelo. —Doy otro buche. De todos los recuerdos que hay en la estantería que se levanta sobre el televisor mudo, solo hay una fotografía que despierta cierto ánimo en mi abuelo y termina con el silencio que siempre llega tras las preguntas protocolarias. En ella aparece él en su idílica y exagerada época de taxista, junto a un viejo, y para él mítico, rockero de la ciudad. Me gusta que me cuente todas aquellas historias, aunque las conozca y no despierten ningún interés en mí, como si fuera la primera y la última vez que lo hace. —… y a las tres y pico de la mañana me dijo que lo llevara a ver el mosaico del campo del Sevilla. Se quedó una hora mirando el escudo, y me dijo que lo llevara de vuelta a casa. —Ríe y da un trago a la cerveza. Me pregunta si ha subido el azahar. Asiento con la cabeza y termino la mía. Hay una historia en la que él llega por la mañana con una borrachera del quince y un salchichón (cada día de origen más remoto). Mi abuela, furiosa, no lo aceptó como disculpa de una nueva noche en vela y lo lanzó por la ventana alegrándole el desayuno a Félix, el sereno, que volvía a casa. Enciende otro cigarrillo y voy a la cocina a por otro par de cervezas sin alcohol. Me aseguro de que el azahar está al lado de la radio. Este hombre vuelve loco a cualquiera. Cuando me asomo al salón, mi abuelo sigue riendo, atragantándose con el humo del cigarrillo, ya consumido. Las cenizas que cuelgan hacen su imagen aún más cómica y demacrada. Los ojos le brillan vidriosos. Brindamos por mi abuela y damos un largo trago. —Oye, chico, ¿y tu padre? —Bastante contento con su nuevo trabajo en una agencia de seguros. ¿Qué más da? —¿Qué has leído esta semana, abuelo? —le pregunto de sopetón. —Una de policías. Y otro viernes que cae en la trampa. En una cita con el médico salió quejándose de que este, un inútil imberbe, le había acusado de loco y le mandaba ejercicios de parvulito para entrenar la cabeza. Lo único que aceptó fue releer sus libros, nada de cuadernillos de pegatinas ni puzles. Y todos los viernes que vengo a verlo me responde 44


lo mismo. Hace una mueca de desprecio y deja la mirada perdida hacia el televisor callado. Coge del brazo de la butaca las tijeras oxidadas y vuelve a darle vueltas sobre el pulgar. Comienza a mecerse con la cabeza ligeramente ladeada. En realidad, le importan muy poco todos aquellos libros y fotografías que hay ante él. Hace tiempo que ya nada lo hace, que al Pájaro le cortaron las alas. Esa cabeza mohosa parece estar cerrada a todo lo que le rodea. Solo le queda esperar. Es probable que ni lo oiga cuando pase. De él he aprendido, entre otras tantas cosas, que la memoria y la nostalgia, en realidad, no son tan buenos inventos. —Por cierto, ¿y la chica? Necesito escapar. —Debería irme ya, abuelo. —Apuro mi cerveza. —¿No quieres quedarte a comer? —Golpea el paquete de cigarrillos contra la mesa; está vacío. —No puedo, tengo que estudiar por la tarde. Te lo dije antes. —Ah. No me acordaba. —Levanta su botellín y termina su cerveza sin alcohol. El cerco húmedo que deja es el único testigo coherente que queda en este salón. Antes de salir, se para en la cocina, coge un puñado de azahar y me lo da. También enciende la radio. —Esto para que te acuerdes de mí hasta la semana que viene. —Recuerda que en nada llega el Lunes Santo. Me da la razón asintiendo de manera poco sincera. Tampoco le importa a estas alturas. —Hasta la semana que viene, Esteban —le digo entrando en el ascensor. Me sonríe con complicidad. Es una broma que tenemos entre mi abuelo y yo. Dice que solo los del banco lo llaman así. —Aquí estaré, hijo. —Y cierra la puerta que vuelve, ahora despidiéndome, a lloriquear. —¿Qué tal está el abuelo? —me pregunta mi padre mientras comemos. No levanta los ojos de su plato. Se lleva una cucharada a la boca. —Os echa mucho de menos a la abuela y a ti —digo mientras saco del bolsillo de mi camisa algunas flores de azahar y las dejo caer sobre la mesa.

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RUBÉN VALIENTE DOMÍNGUEZ

España

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omos seres de tradición —saludó el prelado. —Lo seremos por siempre —respondió el hombre sin dejar de trabajar la tierra. Lo había descubierto acercándose desde la distancia, a pesar de lo

cual no dejó de remover la tierra con la vieja pala, mellada y oxidada, que encontrara en el cobertizo del pueblo. No le preocupaba nada más. —¿Cómo va tu día? —preguntó el prelado. —Igual que los anteriores. —¿Cuánto has avanzado hoy? —Te acercas a mis tierras todos los días, casi siempre al momento del crepúsculo, y haces la misma pregunta —dijo el hombre mirando al prelado por sobre su hombro, sin girarse por completo. No era resentimiento lo que cargaba sus palabras, sino otra cosa más difícil de definir—, intercambiamos algunas frases y luego regresas a tus libros, tus historias y tu retórica como si nada. No me interesa que eso se transforme en nuestra tradición particular, no hagamos de una fórmula convencional para saludarse una realidad —clavó la pala en la tierra y se volvió—. Además, ambos sabemos que en verdad poco te importa lo que haga o deje de hacer. Lo que te preocupa es otra cosa. En silencio, el prelado miró los surcos de la tierra y la humedad que se evaporaba poco a poco bajo el inclemente sol de tan inusual otoño. —Me preocupa que algo te suceda —dijo. —Antes de que cumpla. Dilo, ambos lo sabemos. —Eso también es cierto —reconoció el prelado—. Tampoco hace falta que lo señales ni que lo hagas ver como algo tan atroz. Piensa, en cambio, que es… —Necesario —interrumpió el hombre mirando hacia los lados. —Cierto —respondió el prelado sin notar el tono en que se pronunciara aquella palabra. Ninguno dijo nada durante varios minutos. El hombre tomó nuevamente la pala, hizo un pequeño pero profundo pozo antes de arrojar una diminuta, casi invisible, semilla y volver a taparlo. Cuando la tierra formó un montículo sobre la semilla la mojó con un poco de agua de una cantimplora casi vacía. —Eso de nada servirá —dijo el prelado—, le faltará más agua. 48


—Ya lloverá —respondió el hombre. —Me gustaría comprender por qué lo haces. —¿Cuáles fueron tus palabras cuando me buscaste la primera vez? Y me refiero a aquella vez en la que ya todos en el pueblo sabíamos la verdad… ¿Las recuerdas? —Sabes muy bien que sí —respondió el prelado. —Aquí también estoy haciendo lo necesario. —No te entiendo —dijo el prelado. —Ni espero que lo hagas. —Podrías hacer el intento de que te comprendiera. De ese modo quizá podría ayudarte. No tienes porqué cargar con todo ese peso sobre tus hombros. —Cada tarde respondo de igual manera. ¿Por qué hoy sería diferente? —dijo el hombre girándose una vez más. —¿Por qué esta tarde debería ser igual a las anteriores? ¿Por qué hacer de nuestros encuentros una tradición tan rígida? —preguntó el prelado sintiendo que acababa de anotarse un punto a su favor. Tal vez vencido por la constante insistencia, cansado por el esfuerzo de días, aburrido por la soledad de aquellas tierras tan alejadas del pueblo, o por cualquier otra razón que, en realidad, carece de importancia, el hombre volvió a dejar la pala a un lado y se sentó en la tierra. El prelado, cuidando la pulcritud de sus ropas ya raídas y remendadas incontables veces, continuó de pie a pesar del dolor en sus piernas tras tanto caminar. —¿Recuerdas que te encargaste de descubrir que era el último hombre fértil del pueblo…? ¿Cuándo fue eso? —Hace dieciséis años, cinco meses y dos semanas —respondió el prelado. —¿Tanto? —se sorprendió el hombre—. Hubiera creído que eran unos años menos… Pero no importa, más a mi favor. ¿Qué he estado haciendo desde entonces? —Lo sabes tan bien como yo —respondió el prelado bajando la mirada. —He servido a cada hembra disponible del pueblo y, por lo que he podido averiguar, también lo he hecho con alguna que no lo era a pesar de haber aclarado que no intervendría en otros lugares. Incluso en ciertos casos tuve que hacerlo en más de una ocasión. Y nunca por mi propio gusto. Ni siquiera una sola vez… —No lo diría de ese modo, no somos animales —respondió el prelado. —Dilo como quieras. No somos animales pero lo parecemos —dijo el hombre 49


escupiendo en la tierra antes de agregar—. Se sentía de ese modo. —Debíamos asegurar la siguiente generación, eras el único capaz de entre todos los hombres que regresaron de… —no completó la frase, tampoco hacía falta. El sol se ocultaba con rapidez tras el horizonte en el norte lejano. Lo miraron en silencio, antes de que el hombre pudiera volver a hablar. —Cuando nací —dijo—, mi padre plantó un árbol paulownias para mí. Es una tradición ancestral de algún pueblo que ya no existe. Estoy seguro que debe de haberlo leído en algún lado, porque siempre hemos vivido aquí y esos árboles no se encontraban en la comarca antes de mi nacimiento. Ni siquiera hay una palabra en nuestro idioma para nombrarlos. —¿Es el árbol junto a la casa? —preguntó el prelado. El hombre asintió sin agregar nada más. —Según esa misma tradición, debía talarlo y construir algo útil para el hogar con su madera el día que me casara… Nunca me casé, claramente… En fin. —Todavía hay tiempo para eso, eres joven —dijo el prelado. —Al cuerno con ello. No puedo hacerlo, no después de todo… de todo… eso —respondió atragantándose con las palabras. —Comprendo —dijo el prelado. —¿Ah, sí? Pues qué bueno —respondió con sarcasmo. —Intentaba ser… —Eso sí que no es necesario. —Entonces —dijo el prelado para evitar que el diálogo muriera—, cada uno de aquellos árboles, y las semillas que te he visto plantar, son… —Desconozco cuántos han nacido gracias a mis… necesarios esfuerzos… — dijo el hombre mirándose las manos—. Para ellos son estos árboles. Para que crezcan como ellos, para que… —se atragantó intentando disimular un sollozo y el temblor en sus palabras—. No. Ya ni siquiera sé para qué lo hago. La noche había caído mientras hablaban; las nubes ocultaban la luna lo suficiente para que ninguno de los dos se entera de que tanto uno como el otro lloraba por igual. —Somos seres de tradición —saludó el prelado a media voz comenzado a alejarse. —Lo seremos por siempre —respondió el hombre por lo bajo. 50


JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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Para él la vida era una prisión con las paredes muy altas, muy altas... Émile Bernard

U

na oscura leyenda corría por el pueblo en torno a él, de boca en boca su nombre andaba, sordo era el rechazo en cada gesto, esquivas las miradas, reticentes los saludos, apresurados los pasos al advertir su presencia. «¡Pobre loco!», murmuraban las gentes a su paso y sin

nadie conocer la causa, sin motivo ni razón, todos le temían. Solitario, siempre absorto en sus abismos, él vagabundeaba noche y día por los campos, perdida en el horizonte la mirada, devorada su alma de melancolía y de tristeza y solo en sus pinceles algunas tardes, muy pocas, hallaba su espíritu la calma. La pobreza lo cercaba, lo amenazaba la locura, el presente lo asustaba. Sufría. Yo sé bien cuánto sufría. Fue mi amigo y yo su confidente, su aliado. A mí ¡afamado doctor Gachet! se aferró cual náufrago a su tabla: esperanzado como nunca antes lo había estado. Y sin embargo. No pude. No pude, pese a la furia con que lo intenté y de veras lo hice, ayudarle. No fui capaz. No supe. No advertí a tiempo el presagio de tempestad latente en aquellos últimos días de calma. Que el cielo y las musas del arte y la belleza que, unas veces dulces, otras amargas, rigieron siempre su vida y su destino juzguen mi derrota, mi impotencia y mi fracaso. Solo mía fue la culpa. Lunas amarillas, estrellas errantes, nebulosas y cometas que en la inmensidad del firmamento caracolean y se abrazan, remolinos de sombra y luz, torturan implacables desde entonces mis desvelos, mis sueños y mis noches. Desde la pared del fondo de la sala, frente a la puerta entreabierta de mi cuarto, el rostro de un hombre gorra blanca, pelo rubio, premonitoria nostalgia en la mirada vigila atento mis insomnios y en la ceniza del amanecer, de mis errores pasados y presentes, quizá también futuros, inclemente, se burla. Un rostro que, más allá de mis facciones y la huella entre sus bordes del tiempo y el cansancio, guarda el genio de un artista irrepetible y generoso y a la herida de su ausencia cruel reflejo de otro tiempo hoy me enfrenta. Maldita sea aquella tarde. Maldito sea aquel verano. Maldito mi descuido, mi 53


soberbia, mi esperanza, mi torpeza... Sí, malditos, malditos siempre sean. Un corazón frágil y herido dejó a destiempo por su causa de latir. Perdió el otoño sus colores, a su pintor la poesía y entre ardientes campos de trigo, demacrados campesinos, cálidos y dorados girasoles, bajo un eco remoto de extraños sueños y utopías, deambula desde entonces sin descanso un espíritu triste, siempre sombrío, al que un destello inesperado de improviso embrujó. El espíritu de un hombre torturado con pasión por un anhelo de belleza que, sin saberlo, un breve instante, muy breve, rozó. De un luchador valiente, capaz un día (afortunado sortilegio) de transformar en luz su violencia, su angustia y su delirio, de atrapar entre trazos y colores la tristeza y desnudar de artificios casi os diría por ensalmo la ternura, la delicadeza y la verdad. Furia, belleza, abismo, incertidumbre, melancolía... Impresiones errantes, hipnóticas, doloridas, fugaces... Desgarradas, malheridas y sublimes, pinceladas de eternidad.

MARTA NAVARRO CALLEJA

España

Blog: https://cuentosvagabundos.blogspot.com.es

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E

l señor Santander llevaba agonizando cinco días. Los abogados esperaban cerca de la puerta de su habitación, sudorosos por el inclemente calor que inunda todo el trópico. Por un tema de formalismos debían estar en saco y corbata. Sus trajes estaban hechos

de lanilla oscura, camisas de múltiples colores bien planchadas los distinguían entre la muchedumbre cuando iban de dos en dos a la calle a dar una vuelta, buscando el aire fresco que nunca llegaba. Ahí estaban ya cinco días desde el miércoles cuando la junta de médicos dio su veredicto sobre el señor Santander. Estaban uno al lado del otro, estrenando traje uno y aquel, el más rellenito, rezando para que no se le reviente el botón de la camisa o el pantalón. Cordones ajustados y zapatos bien lustrados por sucios niños callejeros conformaban su formal atuendo. Para el tercer día, un par de ellos ya se habían agenciado de un libro y otro, que se creía perspicaz, hurtó un pañuelo de seda de su secretaria para poder enjugar sus sudores. Los demás hablaban entre sí. La casa era enorme y antigua. El señor Santander la había heredado de su abuelo. En ella pasó sus peores momentos pero nunca se desprendió de su propiedad. Su pierna izquierda la perdió ahí cuando cayó por las fastuosas escaleras, por orgullo se quedó inmóvil soportando el dolor por varios minutos, trató de reponerse pero la pierna estaba completamente fracturada. A los dos días la perdió, fue irremediable. Luego de ese accidente su salud fue desmejorando a ritmo de galope de caballo. Ahora el señor Santander estaba en cama respirando sus últimos momentos. Por ratos uno de los abogados deseaba fervientemente que el futuro occiso falleciera pronto, luego pensaba que desear la muerte a alguien era pecado y miraba de reojo a sus colegas tratando de adivinar si ellos tenían las mismas ganas de que el señor Santander por fin estirara la pata. Llegó la noche del día cinco y los abogados dudaban en dejar sus puestos. ¿Era necesario estar ahí a la espera de que el afamado señor Santander muera? Si todos hiciesen un trato bajo la mesa, una repartija, algún ardid legal dejarían de estar siendo el hazmerreír de la servidumbre y hasta de todo el pueblo, pero no, ninguno de ellos se atrevía a iniciar ese tema de conversación. Todos en la gran casa ya estaban preparados, estaban comprados las velas y licores que se darían a los asistentes al velorio. La carroza fúnebre estaba estacionada en la esquina y el chofer ya tenía enamoradas a tres sirvientas de la casa, jurándoles una 56


aventura amorosa sin igual apenas enterraran al muerto. Solo estaba esperando elegir cuál le convenía de entre las tres. Los abogados pasaron al gran salón para acomodarse en los sillones para dormitar. La enfermera de turno iba por su tercer café. El señor Santander moriría en cualquier momento. La madrugada llegó y todos en la gran casa que estaba en el centro de ese pueblo tan recóndito, ya dormían. Unos ruidos extraños despertaron a uno de los abogados quien inquieto se dirigió a la fuente, mientras caminaba somnoliento, el ruido se intensificó, luego un gran estruendo metálico se apoderó del lugar, ollas y sartenes cayendo al suelo, eso debía ser se dijo, cuando sin saberlo tenía al resto de los otros abogados detrás de él tratando de saber qué pasaba. De la cocina un rumor de palabras se alcanzaron a escuchar, a la escena llegó la enfermera de turno quien curiosa se acercó, luego las luces se prendieron y cuando ya todos estuvieron allí, fueron testigos de lo que estaba pasando: el chofer de la funeraria y una de las sirvientas en apariencia habían estado haciendo cosas indebidas en plena madrugada y por lo visto un mal movimiento hizo que se cayeran los servicios. Los abogados ahogaban sus risas, todo empeoró cuando llegó a la escena otra mujer que también servía en la casa y esta empezó a gritar, maldiciendo al chofer quien a duras penas podía abrocharse el pantalón. Otra voz femenina se unió a los reclamos de la anterior. Ambas vestidas con pijamas querían acercarse al infortunado hombre para hacerle algún daño físico. Los cinco abogados estaban en el medio de los dos bandos, la sirvienta que acompañaba al chofer se puso a llorar a moco tendido mientras este analizaba algún camino de escape. Las furibundas mujeres en cualquier momento derribarían a los abogados y la enfermera quien había dejado al señor Santander solo en su cuarto, para, sin querer, estar en medio de la trifulca. El alboroto se incrementó y todas las luces de la casa se prendieron, algunos peones entraron en escena y hasta el jardinero tuvo que contener a una de las mujeres. Los abogados pedían calma, mientras entre los empleados empezaron a sacarse los “trapitos sucios” y encarar al chofer de la funeraria. Una de las sirvientas más antiguas llamaba a la policía. Estuvieron aproximadamente veinte minutos entre gritos y jaloneo, sin dejar que el chofer de la funeraria saliera. Llegó la policía solo a constatar que los ánimos ya estaban mejorando. La enfermera, envuelta en todo el barullo, había olvidado sus funciones y discretamente fue a ver al señor Santander, al cual encontró tieso y frío. Tuvo miedo de hacer notar su negligencia y no dijo nada hasta el 57


amanecer, sabía que su reemplazo estaba en camino. Los abogados extenuados yacían dormidos en los sofás, un par estaban abrazados entre sí, todos con sus zapatos puestos. El chofer de la funeraria estaba en el patrullero de la policía, no se le imputaba ningún tipo de cargos pero estaba ahí resguardado por los uniformados para que las tres mujeres, ahora confabuladas, no le hicieran daño. Los gallos empezaron a cantar en todo el pueblo, cuando la enfermera por fin tuvo el valor de anunciar la esperada muerte del señor Santander. Los abogados se sobresaltaron, fueron uno tras del otro a constatar el óbito. Afuera ya se encontraba el cura y el médico del pueblo, ambos con mucho apetito ya que por las mañaneras horas no habían desayunado aún. Las tres sirvientas desistieron de seguir esperando a que su afanoso conquistador, el chofer de la funeraria, saliera del carro policial y entraron a la casa para ver por última vez a su patrón y empezar con los agasajos que trae la muerte, sobre todo si se trata de alguien importante. Los letrados, muy nerviosos todos y siguiendo las órdenes del ya finado señor Santander, fueron junto con el sacerdote a abrir la caja fuerte donde se hallaba el documento donde el propio señor Santander había escrito con su puño y letra quién de los cinco fieles doctos en derecho sería el merecedor de adjudicarse los últimos procesos judiciales pendientes que sostenía sobre algunas tierras expropiadas, además de otros tantos procesos administrativos sobre su herencia que estaban pendientes de ver. Sabían entre ellos que el señor Santander al no tener descendencia ni quien legalmente pudiera cuestionar los actos hechos por el futuro abogado, este tendría carta libre de cobrar por sus honorarios una suma estrepitosa de dinero sin que alguien pudiera alegar algo a favor o en contra. El sacerdote, sabiendo los tejes y manejes del asunto, cogió el papel y empezó a dar lectura de la última voluntad del señor Santander. En el documento donde no habitaban muchas palabras, el señor Santander explicaba escuetamente las razones de su elección de abogado de forma post mortem, las cuales se resumían a evitarse dolores de cabeza por el compromiso, ya que durante muchos años, venía concertando los servicios de cada uno de ellos, siendo todos muy facultados en su profesión y modales. No tenía por lo tanto un preferido o un aborrecido, luego en el documento enlistó a los cinco licenciados, que eran los únicos jurisconsultos que laboraban en el pueblo: Lic. Rosales – La ternera Felipa 58


Lic. Gómez – La cerda más grande que haya en el momento de mi muerte. Lic. Castro – El primer corcel de la próxima camada. Lic. Méndez – La ternera Tomasa. Lic. Agapito – Diez gallinas, un gallo y tres conejos. Todos se miraron atónitos ante semejante listado. El sacerdote siguió con la lectura, un poco más tranquilo y sonriente. “No pude decidirme entre tan eximios profesionales, así que como compensación recibirán a modo de resarcimiento lo que dice en el listado que yo mismo escribí. Todo esto se lo confesé al Padre Amadeo quien es testigo que estuve varios días agobiado por tomar esta decisión”, rezaba por último el documento. “Agradezco sus buenos oficios, ya encargué a un buffet de abogados de la capital para que sean los encargados de finiquitar todos mis asuntos legales luego de mi muerte”. ¡Padre, usted pudo decirnos esto, sabía que estábamos esperando por leer este documento, fueron cinco largos días, hemos dejado todo de lado, a nuestros clientes, nuestras familias, nuestro honor! Vociferó, resondrando al sacerdote, el licenciado Rosales, el más viejo y experimentado de los cinco. Hijos míos, es la última voluntad de don Pedro Santander, además era secreto de confesión, siéntanse bendecidos con los regalos que a bien tuvo, Dios lo tenga en su Gloria, don Pedro para con ustedes. Los abogados uno a uno muy colorados por la ira, se retiraron rechinando los dientes, con las corbatas desatadas, y desabrochándose los botones de las camisas… El licenciado Agapito muy molesto se dijo para sí: “El Sr. Santander nunca me disculpó ese recurso de casación que presente a destiempo”, así triste y un poco ofuscado fue caminando solitario hacia su casa, sabiendo que por falta de profesionalismo se llevó la peor parte en cuanto a las dádivas del muertito. Con paso seco y taciturno iba a casa cargando un costal con dos gallinas y el gallo. Decidió que se daría un largo baño, avisaría a su esposa para que se vistiera de negro, la llevaría al velorio para comer y beber todo lo que pudieran y ya cuando el finado fuera rumbo a su última morada, reclamaría las ocho gallinas y los tres conejos que le correspondían y le faltaba recoger.

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MIRZA PATRICIA MENDOZA CERNA

Perú

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J

4 orge Lancaster echó una mirada a su reloj de pulsera. —Se va a despertar dentro de cuarenta minutos —anunció. Se hallaba sentado frente al comisario Belleiro, en una pequeña cocina adjunta a la celda del detenido. Dos tazas de café caliente y unos cuantos bocadillos los habían reconfortado un tanto; ahora consumían sendos cigarrillos en tanto aguardaban.

—¿Y qué vamos a hacer cuando se despierte? —preguntó Belleiro. En el transcurso de las últimas horas, desde que se aplicara el soporífero a Di Grazia, no había parado de hacer preguntas. Pero Jorge, demasiado absorto acaso en sus procesos mentales, no condescendía más que a alguno que otro monosílabo, que en nada contribuía a disipar las tinieblas entre las que procuraba orientarse el comisario. —Cuando esté despierto —soltó por fin Jorge—, voy a empezar con mi verdadero trabajo. Probaremos el hipnotismo. —¿El qué?... Jorge se rió. —¡No pongas esa cara, viejo! El hipnotismo es el auxiliar más valioso de la psiquiatría moderna. En el noventa por ciento de los casos… Belleiro apuntó un índice amenazante. —Escuchame, Jorge. Si pensás que... —¿No querés resolver el caso? —Sí... ¡Claro que quiero resolver el caso! Pero... ¡hipnotizarlo! Como... ¡como en las películas! Jorge Lancaster lo contempló piadosamente. Se dirigió al aire: —¿Qué decía yo? ¡Ah, país de retrógrados!... Comienzo a desesperar de poder civilizarlos algún día... Hubo algún conato de resistencia en Belleiro, motivado sobre todo por la irritación que le causaba el menosprecio de Lancaster que, por cierto, lo incluía; pero por fin accedió. —¡Bueno! ¡Hacé lo que quieras! Total... Jorge sonrió.

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—Me vas a servir de prueba. Si consigo convencerte, creo que no me costará mucho llevar adelante mi cruzada. Un ordenanza entró en la estancia. —La lista de la requisa en lo de Di Grazia —dijo al comisario, con una venia. —Ah... Muy bien, Corradi —el comisario tomó la carpeta que se le tendía—. Puede retirarse. Solos, los dos amigos se dedicaron al estudio del expediente. Resultado: ni negro ni blanco. Gris, como todo lo que tenía que ver con Di Grazia. Ropa, documentos personales, una libreta bancaria, algunas cartas comerciales, unos pocos libros de bolsillo, una cantidad no muy considerable de efectivo, en dólares (no era él solo quien tomaba previsiones, pensó el comisario), un vetusto revólver, útil solamente como pisapapeles. Y eso era todo: nada, mejor dicho. —¡Maldita sea! —exclamó el comisario—. Seguimos a ciegas. Arrojó la colilla de su décimo cigarrillo, y destrozó la caja en busca de otro. Jorge, con toda calma, procedió a extraer uno de sus king-size, lo encendió con mano segura, hizo lo propio con el del irritado comisario, guardó el encendedor y se reclinó en su silla, con los brazos tras la nuca. Permaneció en silencio largo rato. Sus grises pupilas se abstraían en la contemplación de las nubecillas que le brotaban de las fosas nasales y de la boca. Belleiro, impaciente, tamborileaba con las uñas sobre la mesa. Por fin Jorge se quitó el cigarrillo de la boca y le espetó: —Walter Di Grazia no tenía ningún motivo para matar a Speghen. —¡Es lo que te digo! —Por consiguiente, Walter Di Grazia no mató a Werner Speghen. Durante un momento, el comisario se quedó mudo. Al fin, escrutando los firmes rasgos de su amigo, habló con lentitud: —Mirá, Jorge: no sé qué maldita idea se te ha metido en el cráneo. Pero... si estás queriendo salir ahora con que pudo haber alguna otra posibilidad en este maldito caso... ¡te equivocás! Las ventanas del despacho de Werner Speghen (que daban al jardín) estaban abiertas, pero tenían reja...; y en la habitación no había nadie más que el cadáver y Walter Di Grazia. Di Grazia tenía el revólver; sus huellas digitales aparecían superpuestas a las de Speghen en la culata del arma; la prueba de la parafina fue positiva en Di Grazia... No, Jorge; no hay posibilidad de error. El asesino es Di Grazia. Jorge Lancaster sacudió la cabeza. 63


—No me entendés, Arístides. El comisario se frotó la barbilla. Miró de reojo a Jorge. —Querés insinuar... No —fue categórico—. Eso tampoco puede ser. Si estás pensando en que el muerto pudo no ser Speghen, olvidate de eso. El muerto era Speghen. Jorge sonrió, sin separar los labios, mirando agudamente al comisario desde atrás de los anteojos. —¿Cómo lo sabés? —¡Vamos! Todo coincide: huellas digitales, sistema dentario... No nos cabe ninguna duda de que es Speghen. La sonrisa de Jorge se ensanchó. —A ustedes no les cabe duda. El comisario lo miró intrigado. En vez de contestarle, Jorge Lancaster se levantó de la silla y apuntó con el pulgar hacia la estancia del detenido. —Ya estará despabilándose —advirtió—. Es hora de empezar. —¿Empezar a qué? —Empezar a usar el diván..., policía —replicó Jorge—. ¿Venís? 5 El Comisario Belleiro se movió, incómodo, en su asiento. La escena resultaba decididamente fantasmagórica, tuvo que admitir. La habitación casi a oscuras, salvo por la tenue luz azulada que bañaba el rostro del hombre tendido en el diván, el imponente silencio, matizado tan solo por la voz de Jorge Lancaster, monótona, sedante..., persuasiva..., el sonido apenas perceptible del grabador de cinta... y el de su propia respiración... Tosió. —Calma... —decía la tranquila voz de Jorge—. Su cuerpo está tranquilo. Su cuerpo está frío. Frío..., tranquilo... No hay nada que le preocupe; no tiene que decir nada, ni mirar nada, ni pensar en nada... Los párpados le pesan... más y más; y los ojos se le cierran..., se le cierran... Porque todo está frío, y no hay nada que le preocupe, ni que le moleste... Se le cierran los ojos..., y su cuerpo se afloja..., y usted flota..., flota..., flota... Los párpados de Walter Di Grazia se unieron. Jorge aguardó unos instantes.

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Luego preguntó en tono lento y claro: —¿Me oye, Walter? —Sí —la voz era lejana, hueca, como la de un sonámbulo. —Dígame la fecha de hoy, Walter —ordenó Jorge. El hombre del diván se retorció —Es... es... 13 de octubre de 1965. —Muy bien, Walter. Ahora escuche: el tiempo ya no corre hacia adelante; vuelve hacia atrás..., días atrás..., meses atrás..., años... —No..., no... —el ruego de la voz era patético. —Es preciso, Walter. Debemos volver atrás...: dieciocho años atrás. El durmiente se revolvió, como pugnando por despertarse. El comisario, fascinado a pesar suyo, no se atrevió ni a mover los ojos. —Estamos en 1947, Walter —dijo Jorge—. ¿Cuántos años tiene usted? —Veinti... tres... —¿Quién es esa persona que le grita, Walter? —Yo... no... ¡Nadie! Nadie me grita... No... —¿Quién le grita, Walter? —No... sé..., no... —¿Quién? —Oh... Oh, papá...; padre..., viejo... Seré lo que yo quiera. Seré actor. Actor..., actor-actor-actor... Mi vida... es mía ¡Ohh! Ay... Ay... —¿Lo lastimaron, Walter? —Jorge hablaba ahora con dulzura. —Me duele... Me duele... No el cuerpo...; me duele... adentro... El frío..., el rechazo... No me comprenden... La soledad... ¡Padre! Querido padre; respetado padre...; maldito-maldito-maldito-maldito padre... Voy a ser actor...: el teatro es mi vida... Yo, teatro... Teatro-Walter... Pero... ¡me descubriste! Ahora... lo sabés. —¿Qué es lo que sabe su padre, Walter? —Él... No... ¡No! —¿Qué es, Walter? —El... descubrió... Yo voy en secreto... Clases de arte dramático... Soy Yo el Actor... Seré-soy... ¡Pero ella se lo dijo! Ella... vigila todos mis pasos..., acechando..., espiando todo lo que yo hago, para contárselo a él... Ella... —¿Quién, Walter? 65


—Ella...: hermana. Estela. Estelalechuzalora... Estela que vuela a contar... a chismear... Estela, la... ¡Estela! ¡Por lo que me hiciste, te voy a...! ¡Te...! ¡Aooohhh! —¿Qué hizo usted, Walter? —Yo... esa noche... esa... —Esa noche es hoy, Walter. Ahora. —No... ¡NOO! —Sí, Walter. Cuénteme. Dígame qué pasa. —El... padre déspota-dominadorcruelfrío... Me echa en en cara mi... falsedad..., me... Yo me siento... avergonzado... Niño... avergonzado... Indefenso frente a Él... Y ¡ella... goza... mira con ojos de lechuza... Estela-lechuza... Él... Padre padre... ¡perro!... Frente a mí los dos, y mi vida que termina... Un sollozo. Luego: —...Yo... débil-solo-niño-débil... ¡Si me decidiese!..¡ ¡Si pudiese...! El fuego-liberación-vidaVIDA-vidamuerte... está ahí, sobre el... escritorio... Muerte... ¡muerte!... pero vida... si yo... Pero yo débil..., débil... ¿Oh...? —¿Qué pasa, Walter? ¿Por qué se sorprende así? —Yo no me atrevo...; no me... atreví... Pero el tiempo... Corrió hacia... atrás... ¡debe de haber corrido hacia atrás! y la segunda... oportunidad... ¡La segunda! Y esta vez... ¡¡OHHHU!! —Calma...

Calma, Walter

—los retortijones del

desventurado eran

horrendos—. Todo está bien ahora...; el tiempo transcurre..., sigue y sigue transcurriendo..., cada vez más aprisa..., más..., más... Y usted olvida..., olvida… —Sí..., sí. —Ya nada le perturba. Todo está bien... Y usted va a dormir, Walter..., va a dormir profundamente durante treinta minutos, y luego se va a despertar y ¡óigame bien!, estará en el año 1965; y todo andará bien, y usted estará bien, y no recordará nada de esto... Calma... tranquilidad..., silencio..., paz..., paz... Jorge, de puntillas, se apartó del dormido Di Grazia, e hizo señas al comisario de abandonar la habitación. Belleiro, pálido y sudoroso, lo siguió en silencio. 6 Jorge Lancaster depositó con cuidado la taza de café sobre el plato, se quitó

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luego los anteojos, los limpió escrupulosamente con el pañuelo y comenzó por fin a explicarse: —Desde el principio sospeché la naturaleza de la perturbación que aquejaba a Di Grazia. Después, al conversar con él, mis sospechas se incrementaron; y la certeza la obtuve al hipnotizarlo. Se detuvo para colocarse las gafas, y Belleiro aprovechó: —¿Qué perturbación es esa? —Represión volitiva inducida por despotismo paterno... En términos más sencillos, un padre demasiado autoritario y una hipersensibilidad del sujeto, exacerbada por esa misma excesiva autoridad paterna. La expresión de Belleiro era de sobra elocuente; por lo que Jorge se apresuró a aclarar: —Walter, subconscientemente, agigantó aquella tiranía de su padre, al extremo de llegar a considerar la muerte de este como su única posibilidad de liberación. Walter anhelaba convertirse en actor... —Y el padre se oponía. —Es frecuente. Pero en este caso el conflicto se agravó por el mismo complejo de sumisión que la dictadura paterna había venido desarrollando en Walter desde la infancia. No se atrevió a presentar una actitud abierta de desafío. Así, subsecuentemente, se cumple el proceso de despersonalización de Walter Di Grazia, plegándose a la voluntad del padre, dejando de lado sus proyectos, iniciando quizá estudios universitarios, fracasando por falta de aptitudes, quedando relegado a un oscuro empleo de rutina... y culpando siempre de su fracaso, en las profundidades del subconsciente, a su padre. —Entonces... ¿Quiere decir que Di Grazia era un amargado que se pasaba los días amasando el rencor que le tenía al padre... y lamentándose de que no lo hubiesen dejado ser actor, como él quería? —Bueno...; no necesariamente. El tormento se producía sobre todo en las capas del inconsciente de Walter. En esa zona oscura se iba acumulando estrato tras estrato de resentimiento…, todo aquel rencor que les guardaba al padre y a la hermana. Todo eso, desde luego, sin que él se diera cuenta... No sé si alcanzás a captar la idea. Me estoy esforzando por reducir el problema a términos tan elementales como sea posible, pero... 67


Belleiro fingió ignorar por el momento la implícita desconfianza de Jorge Lancaster en sus capacidades mentales. Le interesaba más llegar al fondo de aquello. Hizo un ademán, como si rodease con ambas manos una esfera intangible. —De manera que, exteriormente... —insinuó. —Exteriormente, Walter Di Grazia era un hombre del todo normal; bueno, por lo menos tan normal como puede serlo cualquiera. Y su perturbación jamás se habría manifestado, y mucho menos con resultados tan trágicos, de no haber intervenido la fatalidad… La ciega fatalidad, que facilitó la amalgama de una serie de circunstancias, las cuales, inofensivas en sí mismas, obraron sobre Di Grazia como... como agentes catalíticos del shock, digamos. —¿Circunstancias? ¿Cuáles circunstancias? Los grises ojos de Lancaster lo contemplaron con grave tristeza. —La vida suele tener caprichos, Arístides... Caprichos curiosos, y algunas veces trágicos. Cuando Walter Di Grazia, individuo del montón, fue a ver a Werner Speghen, un completo desconocido, por asuntos de rutina... ¿cómo podía sospechar que se iba a encontrar con el fantasma de sí mismo? —¿Cómo?... Jorge abandonó la silla que había estado ocupando, y comenzó a andar por la habitación mientras hablaba. Belleiro, en su afán de no perderse nada, retorcía el cuello de un lado para otro. —El fantasma de sí mismo...: su atormentado subconsciente—. Sin dejar de pasearse, Jorge encendió un cigarrillo; echó algunas bocanadas de humo y añadió—: Antes de proseguir necesito un dato: ¿cómo era Speghen? ¿Qué carácter tenía? —¿Speghen? —Belleiro alzó un poco los hombros—. Caprichoso como todo millonario, según se dice; viejo, y alemán por añadidura... Acostumbrado a que las cosas se hicieran a su modo... ¿Pero qué diablos tiene que ver todo eso con...? Lancaster levantó una mano, sin dejar de dar vueltas por el cuarto. —A eso voy. Confirmada mi suposición, tengo todas las piezas para armar el rompecabezas. Vamos a empezar por los antecedentes. ”Speghen tenía dinero invertido en la firma donde trabajaba Di Grazia. Apareció una ligera discrepancia entre las cuentas de Speghen y las de la empresa; se cruzaron cartas; Speghen se mantuvo en sus trece, y por fin se envió a Di Grazia para zanjar la cuestión. Todos estos son datos ya conocidos, que vos mismo me 68


proporcionaste. ¿De acuerdo hasta ahora? El comisario asintió. —Ahora bien: para poder seguir el razonamiento voy a tener que acudir al terreno de las hipótesis; pero contando con la información que poseo sobre Di Grazia, apostaría a que acierto. Walter no pudo llegar a un acuerdo con Speghen; discutieron, y el alemán insultó a Di Grazia. Y ahí fue donde todo el oscuro sedimento de rencor que infectaba el infraconsciente de Walter, afloró de súbito a la superficie. ”¿Cómo y por qué se produjo eso... justamente entonces? La respuesta surge por sí sola del ordenamiento lógico, hecho por deducción, de todos los datos conocidos. Las frases de Di Grazia, consciente e hipnotizado, por una parte; por otra, los objetos hallados en el lugar del crimen. Jorge se interrumpió, para arrojar la colilla de su cigarrillo y encender otro, y continuó enseguida: —El resultado de la concurrencia de toda una desdichada serie de factores fue que, de hecho, aquella noche el tiempo retrocedió para Di Grazia..., porque se encontró viviendo, súbitamente, una situación igual a aquella en que, dieciocho años atrás, se decidiera su destino. —No lo veo muy claro —dijo Belleiro. —Me refiero, por supuesto, a la noche en que el padre de Di Grazia descubrió sus estudios secretos de arte dramático, y le echó en cara su falsedad y su mentira... Para la mente de Walter, Speghen, insultándolo, disminuyéndolo, se confundió con la imagen detestada de su padre...; literalmente, para Walter, Speghen —la autoridad— fue su padre; y (aquí lo más extraño) el perro, la lechuza y el loro se convirtieron en símbolos —símbolos vivientes, que era preciso destruir— de la tiranía del padre y del espionaje de su hermana Estela. Y así fue como Walter Di Grazia tuvo la segunda oportunidad de crearse una vida..., de liberarse. Y esta vez usó el revólver que había sobre el escritorio..., el mismo —para la enfermiza apreciación de su subconsciente— que, dieciocho años antes no se atreviera a emplear. ”Por eso te decía antes que Walter Di Grazia, sin motivos, no pudo haber matado a Speghen. Y no lo hizo: mató, en verdad, a las imágenes de su tiránico padre y su odiada hermana, que por años habían envenenado su subconsciente. ”Walter Di Grazia no es un asesino vulgar; no se le debe tratar como si lo fuese. Es un hombre enfermo; y es preciso que se le dé la atención médica que 69


necesita. El comisario, desorientado, movió la cabeza. —Todavía no me aclaro del todo... ¿Me querés decir que Walter Di Grazia le pudo haber pegado un tiro al padre o a la hermana en cualquier momento? Eso es... —No necesariamente, Arístides. Era el subconsciente de Walter el que deseaba la muerte de ellos. Y en los dominios del subconsciente todo se da en símbolos... Y en la inocuidad de los símbolos habría quedado todo, de no mediar los largos años de frustración y de resentimiento, y la propia inseguridad del carácter de Walter que, por acumulación, culminaron en la trágica descarga que causó la muerte de Werner Speghen... y de tres animales. —¿Qué tienen que ver los animales? —Símbolos, una vez más. Si te molestás en volver a escuchar la grabación del diálogo que mantuve con Walter en estado hipnótico, verás que Di Grazia identifica a la hermana con un loro y una lechuza, porque lo espiaba, y lo delataba al padre; y a su progenitor lo llama “perro”. Belleiro se cubrió la boca con la mano, pensativo. —Hablando del perro —dijo—, estaba en el jardín, lejos del despacho. ¿Cómo es eso? ¿No tendrían que haber estado juntos todos los elementos para provocarle el choque a Di Grazia? Lancaster detuvo su enésima vuelta alrededor del cuarto. Se recostó contra la mesa, y asintió con un movimiento de cabeza. —Bien observado, Arístides. Supongo que el perro habrá estado allí, o por lo menos muy cerca y bien visible..., quizá a través de la reja de una ventana. Herido, se habrá arrastrado hasta donde lo encontraste muerto. —Sí —admitió Belleiro—. Puede ser. Pero hay otro punto que todavía no me aclaraste. ¿Qué es lo que le causa ese extraño comportamiento a Di Grazia? Eso de ponerse rígido..., reaccionar así ante determinadas preguntas..., ¿por qué? Jorge chupó el cigarrillo. —Me olvidaba de que no sos psicoanalista. La causa de todo eso es un prodigioso y aún poco comprensible mecanismo que funciona en las profundidades de la mente humana: la censura psicológica. La censura psicológica se preocupa de disfrazar los elementos que pueden herir la sensibilidad emocional, enmascarándolos mediante símbolos o, en ciertos casos, más drásticamente. El crimen es un acto de 70


violencia contra la víctima; pero al mismo tiempo implica autoviolencia, pues choca contra todo el edificio ético que por siglos se ha venido implantado en la psiquis del hombre. ”Así, este mecanismo de censura tendió una cortina de amnesia protectora en Walter, borrando todos los años posteriores a su edad juvenil, y con ellos todo vestigio psicopático. Pero cualquier cosa que lo enfrentase a la realidad objetiva (su imagen en un espejo, el cuerpo muerto de Speghen-padre), lo sumía en un estado catatónico, otro recurso del subconsciente para seguir protegiéndolo de la locura. Solo podía sacárselo de ese trance mediante alguna droga o utilizando alguna frase que (por un complejo proceso simbólico) lo transportara a algún tipo de “realidad” menos insoportable. —Cuando yo dije: “¿Quién diablos será este...?” —Efectivamente. El hecho de poder reconocer su personalidad, de ser Walter Di Grazia, indudablemente un factor positivo, lo sacó del trance..., hasta un nuevo enfrentamiento con la traumática realidad objetiva. Jorge Lancaster se dejó caer en una silla, aplastando con el zapato la colilla de su último cigarrillo. —La mente humana retiene todavía mucho de su misterio original. Pero llegará un día en que avancemos en nuestro conocimiento de ese terreno inexplorado. Entonces podremos enorgullecemos, al fin, de haber crecido un poco... Belleiro asintió sin decir nada. 7 Dos semanas después, Jorge Lancaster penetraba con elástico paso en el despacho de su amigo. Belleiro se hallaba en compañía de un sujeto maduro, bien trajeado, de aire serio. Cerca de ellos, sentado ante una mesita, otro individuo manipulaba una silenciosa máquina de escribir. Sin fijarse en él, Jorge hizo un ademán de saludo en dirección del comisario. —Ah, Jorge —Belleiro contestó el saludo—. Adelante. Este es el señor Podestá, el Juez de Instrucción. Tenemos que consultarte sobre un punto. Jorge se sentó, juntando las puntas de los dedos frente a sí, y se inclinó hacia sus interlocutores en actitud de amable atención. —Ustedes dirán.

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—El señor Juez está enterado de todos los detalles relativos al caso Di Grazia, Jorge...; y también de otros elementos que yo reuní después. Ahora, Jorge, te doy una única oportunidad: ¿qué tenés que decir en tu defensa? Lancaster parpadeó, insinuando una media sonrisa. —Si es una broma no le... Se le extinguió la voz ante la expresión de Belleiro. Había un fondo de tristeza en la cara seria del comisario... y nada de calor. —No, Jorge. No es ninguna broma... Di Grazia confesó. Los ojos grises de Lancaster, repentinamente despavoridos, recorrieron las facciones de cada uno de los otros, hallando la misma dureza helada en ambas. En cosa de un instante toda su potente personalidad se derritió literalmente, como sebo al calor. —Bueno —murmuró—. Me doy cuenta de que perdí. Te lo diré todo. —No. Jorge alzó la vista, sorprendido ante la amarga frialdad del monosílabo. —Yo te lo diré a vos, Jorge. Vos sos el verdadero asesino de Werner Speghen. Vos tenías motivos para deshacerte de él... y fuiste lo suficientemente hábil como para emplear el arma menos comprometedora: la maleable mentalidad de un pobre infeliz como Di Grazia. Siempre te las supiste arreglar para conseguir cualquier cosa de cualquiera. ¡Si lo sabré yo! —la ironía del comisario era sangrienta; y la sangre provenía de su propio corazón—. Pero, por desgracia, yo soy siempre el mismo Arístides, ¿verdad, Jorge?, el Arístides que se dedica a cosas nimias, como por ejemplo especular en chiquito... ”Y justamente por especular en chiquito, y por mi manía de fijarme en cosas aparentemente sin importancia, fue que me saltaron a la vista un par de detalles que me hicieron entrar en sospechas... Inmediatamente me dediqué a investigar; y por desgracia se confirmaron esas sospechas mías. ”Supe por mis informantes (esos sábelotodo del hampa, que tanto me sirven, Jorge), que si bien en su círculo no se tenía noticia de que Walter Di Grazia conociera a Speghen, o tuviese algo que ver con los negocios del alemán al margen de la ley, en cambio se sabía de otra persona —cuya descripción encaja sorprendentemente con la tuya, Jorge— que sí tenía que ver con Speghen. De hecho, tenía que venir al país trayendo una entrega de dinero bastante voluminosa, proveniente de un cuantioso contrabando 72


de alcaloides... ”Pero esa persona —tan parecida a vos, Jorge— decidió que era mejor quitar del medio el estorbo que representaba Speghen, a quien tenía que entregar el “paco”, y quedase él con todo el dinero. ”Visitó a Speghen un par de veces, para explorar el terreno —tuvo la mala suerte de que mis informantes lo rastreasen, Jorge—; y finalmente llegó a la conclusión de que podía librarse de aquel hombre sin riesgos…, si lo planeaba bien. El comisario se detuvo para tomar aliento. No tenía la costumbre de hablar tanto de un tirón; pero sentía que tenía que tirárselo todo a la cara del otro. —Vos conocías de antes a Di Grazia, un pobre diablo con veleidades de actor, y lo convenciste para que te secundara. ¡Cuándo no ibas a saber convencer a uno!.. Le aseguraste que no debía temer nada, que lo más que le iban a hacer sería internarlo un par de años en algún sanatorio, y luego..., luego iba a tener más dinero de lo que jamás podría haber soñado. El aceptó —cualquier cosa, con tal de escapar de esa mediocridad que lo asfixiaba—, y entonces te dedicaste a adiestrarlo para su papel. ”¡Y bien que lo adiestraste!... Pero se te escaparon uno o dos detalles…, de esos sin importancia. Lástima, Jorge. Porque esos detalles chiquititos son mi especialidad. El comisario abrió el cajón de la mesa y sacó varios billetes. —¿Te acordás de estos, Jorge? ¡Qué lástima que sean de numeración correlativa a los que se encontraron en casa de Di Grazia! Debiste haberte fijado, antes de cambiarme aquellos cincuenta... y de adelantarle a Di Grazia los otros mil doscientos. ”¿Un adelanto sobre el salario, eh? ¡Lástima que la codicia de Di Grazia haya podido más que su prudencia, y no cambiara enseguida esos dólares por dinero nuestro, como seguramente le habrás ordenado! Si lo hubiese hecho, quizá el plan no se habría descubierto. El comisario hizo una nueva pausa. El silencio fue absoluto, salvo por el ronquido de su propia respiración. Nadie movió una ceja. —Eso me abrió los ojos. Y después, escuchando la grabación de tu primera conversación con Di Grazia (porque esa conversación también se grabó, Jorge, aunque te resulte una novedad), escuchándola con atención, reparé en el segundo detalle. El comisario movió algo debajo de su escritorio. De inmediato sonaron las voces grabadas de Lancaster y Di Grazia: —Los padres no comprenden los ideales de los hijos... 73


—¡No! ¡No comprenden nada! —...y tratan de imponerles su propio modo de ver la vida. —¡Quieren dominar! ¡Siempre quieren dominar! Solo se fijan en el dinero. —¡Sí! ¡Es cierto! ¡Es verdad! ¡Querrían que sus hijos fuesen... fuesen..., fuesen todos miembros del Consejo de Gobierno, por lo menos... ¡O gerentes de...! El comisario detuvo el aparato. Miró a Jorge. —La mente de Di Grazia, dijiste, había retrocedido en el tiempo, y de hecho él vivía en 1947... Dijiste eso, ¿no? Entonces, si ignoraba todo lo referente a años posteriores, ¿cómo podía hablar de “miembros del Consejo de Gobierno”? En 1947 teníamos un Poder Ejecutivo unipersonal... ¡y el actual régimen de Gobierno Colegiado recién empezó a regir en 1952! Nadie dijo nada. No era necesario. Belleiro había gritado las últimas palabras. Se dominó mediante un esfuerzo y habló otra vez, con voz demasiado tranquila. —Uniendo los dos detalles vislumbré la impostura. Mis contactos del bajo mundo me dieron la certeza... ¡Me habían engañado como a un idiota! La frente y el labio superior del comisario goteaban. Estaba muy pálido y se sentía agotado. —Te valiste de mí, Jorge. Me usaste. Y yo mismo te voy a destrozar. ¡Llévenselo! El juez asintió con la cabeza. Cuando aquel despojo que había sido Jorge Lancaster desapareció tras la puerta, Belleiro se recostó en la silla, la cabeza contra el respaldo, los ojos cerrados. El juez le oyó murmurar: —Estoy agotado..., deshecho, Jorge. Creo que, cuando termine todo esto, el Policía y el Diván se van a hacer muy amigos. Estoy... cansado.

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos M. Federici Ilustración: Burt Lancaster (“J. J. Hunsecker”) en la película “Sweet smell of Success” (“La mentira maldita”), dirigida por Alexander Mackendrick en 1957.

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A

quel día lo encontré moribundo. Su lengua parecía de cartón. Yo volvía de un largo viaje. Al verlo caminar con dificultad, tan débil, le ofrecí un poco de agua. No abría la boca, solo mostraba los dientes. Se le escurría una saliva espesa por la comisura. Seguramente, había

tragado lo no debido. En casa, solía decirse que nadie debe ver lo que traga. Me miró pútridamente, con la pregunta en el hocico, dónde estuviste. Intuí que el tiempo amenazaba con irse, llevándoselo. Eso me aterró, en masculino. Hubiera querido aletargar las horas. La culpa pateaba mi estómago, mis pies. Asustada, percibí su carne gatuna abombada. Lo vi casi muerto. En transparencia, repasé la película de su vida y la mía. Él, yo y la muerte, la mujer fatal. Con ese retumbe salí confusa a la calle. Busqué ayuda. Él no se quejaba. La muerte sí, en femenino. Lo puse dentro de la mochila, la de color gris, como yo. Entró todo el cuerpo menos las orejas que, todavía puntiagudas, rozaban el cierre, quizás buscando el suyo. Mi gato respiraba mal. Y la muerte, también. Entonces recordé a mi madre: la culpa. Una vez más, histriónica, se jactaba del destino. Volví hacia mí y hacia la noche. Y hacia él. Olvidé todo, en femenino. Mientras, por detrás, la vida se burlaba. No pude evitarlo: apuró sus pasos y lo mató. Ella lo mató. En masculino.

EDITH CARRIL Argentina

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T

engo un problema: mi máquina del tiempo atrasa. He gastado horas en darle cuerda de la manera correcta (no es conveniente forzar el mecanismo, tal como lo demuestra el trágico incidente del Chichilo Sartori), pero no hay caso.

Intenté encontrar alguna ecuación que me permitiera compensar los desajustes

(mi hipótesis era que cuanto más lejos hacia adelante o hacia atrás, más atraso del mecanismo), pero no hubo caso. La he llevado al taller del Laucha Micheli —no hay mejor relojero que él—. Consulté con el Manteca Acevedo, que de motores cuánticos sabe una enormidad. Corregí el flujo de tempiones con una barrera de interacción electromagnética de largo alcance, confiné las fuerzas de repulsión electroestática para limitar la velocidad térmica, interferí en la relación an/cat de manera de aumentar la energía de paso; pero tampoco me sirvió de nada. Y el problema no es menor. Me hice viajero porque fue la mejor manera de aunar mis dos pasiones: por un lado, soy una especie de científico casero al que le fascina construir dispositivos extraños; y por otro, me encantan los episodios anecdóticos de la historia; así que, cuando encontré los planos, no lo dudé; construí la Máquina y me lancé al espaciotiempo, pero no hay caso. Tres o cuatro veces quise ver cómo perdía su cabeza Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, el veinticinco de Vendémiaire del año dos de la República Francesa, a las once de la mañana, en la Plaza de la Revolución, en París; y siempre arribé cuando los últimos curiosos estaban alejándose y el verdugo Sansón limpiaba la hoja de la guillotina. Incluso una vez llegué en la noche del veinticinco al veintiséis, y solo encontré a un borracho orinando una de las patas del cadalso. Quise ver a Martin Luther King y su «I have a dream» el veintiocho de agosto de mil novecientos sesenta y tres, frente al monumento a Lincoln, en Washington; pero solo encontré las escaleras llenas de papeles y sucias por las miles de personas que las habían pisado; y a un grupo de relegados comentando, mientras se alejaban, lo impactante que les había resultado el discurso. Intenté estar entre las catorce horas veinticinco minutos y las quince del 30 de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en los techos del Reichstag de Berlín y resolver, de una vez por todas si fue Melitón Varlámovich Kantaria, o Mijaíl Petróvich Minin o Abdulchakim Ismailov el soldado que hizo ondear la bandera roja en el portal 78


del Parlamento alemán; y ver a Yevgueni Jaldei inmortalizar el momento en una foto (ícono, si los hay, que marca el final de la Segunda Guerra); pero no llegué, siquiera, a verlo guardando sus equipos. Ya eran las cinco de la tarde, el tejado estaba vacío, y no había bandera. Para cuando pisé la Curia del Teatro de Pompeyo en Roma, en los idus de marzo del año setecientos nueve at urbe condita; Bruto y los conjurados ya habían asesinado a Julio César. No llegué a ver a Perón en el balcón de la Rosada, el diecisiete de octubre del cuarenta y cinco. En Nagasaki ya había explotado la bomba. No quedaba ningún occidental en Saigón. Los militares no me dejaron entrar al Ground Zero de Roswell. Los plomos de los Beatles estaban desarmando los equipos de la terraza del edificio de Apple. Mary Jane Kelly ya estaba muerta en su cama y no vi ni rastros de Jack the Ripper. Los cadáveres de Mussolini y la Petacci ya estaban colgados cabeza abajo en la estación de servicios de la Piazza di Loreto. El auto de Lady Di ya estaba deshecho en el túnel a orillas del Sena, y rodeado de ambulancias y autos de la policía. Apenas quedaban astillas de las maderas del puente sobre el Kwai. De Juana de Arco solo quedaban cenizas y dos o tres brasas que avivaba un leve viento del norte. Dempsey estaba subiendo al ring después del terrible uppercut de derecha de Firpo. Los árboles de Tunguska estaban caídos y en llamas. Y, por supuesto, la policía ya había acordonado la Plaza Dealey de Dallas y se habían llevado a JFK mortalmente herido hasta el Hospital Parkland. No hay nada que hacer. Siempre llego tarde a todos lados por culpa de este cacharro que me costó más de diez años de trabajo, una monstruosidad en dinero, mi matrimonio, el odio de mis hijos y el repudio de mis padres y amigos. Por supuesto, intenté varias veces volver a mil novecientos noventa y ocho para prevenirme de este inconveniente con la esperanza de, en aquellos primeros pasos, encontrar una solución adecuada y tal vez obvia en los planos sacados de la revista Mecánica Popular del mes de marzo; pero, haga lo que haga, siempre llego después de haber cerrado mi taller y mientras, de seguro, estoy dormitando en el colectivo en el largo viaje de regreso a casa a esa última hora de la tarde. Ni siquiera pude llegar a prevenirme para sostener, fuerte, el pasamanos, la vez que el colectivo doscientos noventa y ocho frenó de golpe en la esquina de Brandsen y Quirno Costa, por culpa de un taxista que cruzó el semáforo en rojo; y que me valió una caída y un dolor en la 79


espalda que me durรณ tres semanas.

DANIEL FRINI

Argentina

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L

os muchachos de la oficina me jodían diciéndome “¿por qué no te abrís una cuenta en Facebook?”. Todos se enteraban de todo, afterhours, cumpleaños, nuevas relaciones y divorcios y yo parecía vivir en la luna de Valencia. A decir verdad, a mi edad, el tema de las redes sociales

parecía una boludez, un tema para chiquilines o para esos tipos que están a la pesca a ver si enganchan alguna minita escondidos detrás de la pantalla de la computadora. No me sentía cómodo con eso, me parecía que un viejo choto como yo no podía estar en esas pendejadas. Pero tanto me hincharon las pelotas que al final les hice caso y me abrí una cuenta en el maldito invento de Mark Zuckerberg. Hasta ese día tenía una vida normal, sin sobresaltos. Mi esposa Clara, buena esposa y compañera, y dos hijos: Julito el abogado y Marita, que ya me estaba rotulando como abuelo por segunda vez. Clara y yo estábamos por cumplir las bodas de Coral, según había visto en una página de internet. Treinta y cinco años llenos de buenos momentos y, sobre todo, de felicidad. Ella adora el teatro. Por tal motivo pensé en comprar unas entradas a la salida de la oficina y hacer un super programa de espectáculo y cena para festejar nuestro aniversario. Faltaban quince minutos para las seis de la tarde y empecé a solicitar amistades en mi flamante cuenta de Facebook. Arranqué con todos mis compañeritos de oficina y al instante me empezaron a llover solicitudes de gente que no conocía pero que al parecer tenía algún tipo de relación con mis nuevos amigos virtuales. Al principio me pareció divertido y, como soy un tipo sumamente generoso, no le negué la amistad a nadie. Dieron las seis y estaba tan entretenido que me permití quedarme un rato más navegado por los distintos muros. Como una maldición del más allá, de pronto, me apareció una sección que se titulaba Personas que quizás conozcas y ahí fue cuando mi estructurada vida dio un vuelco de ciento ochenta grados. En un cuadradito, muy sonriente, estaba ella. Julia Bonfiglio, la rubia. Ya habían pasado cuarenta años desde la última vez que nos despedimos con un fuerte abrazo en la fiesta de graduación del Colegio Manuel Belgrano. Recuerdo que yo había repetido el primer año en otro colegio y no sé cómo se la habían 82


rebuscado mis viejos para que me inscribieran en ese. Durante todos los años que duró la secundaria Julia, la rubia, se había sentado en un pupitre delante mío, y obviamente yo detrás de ella. Soñaba con ese pelo hermoso, con su color único, su brillo espectacular y su fragancia a perfume de bebé. Era una melena de oro, como dice el tango. Una melenita que me volvía loco. Sus cabellos eran como un manantial refrescante en medio del insoportable desierto de las clases de Instrucción Cívica o Matemáticas o Historia. En realidad, no me gustaba estudiar nada, todo era un suplicio para mí. Yo era un burro tirando de un arado. Siempre me pregunto cómo hice para recibirme. Creo que mi única motivación para poder culminar con mis estudios era esa cabellera que me había enamorado con locura y me llevaba como a un zombi a través de los años. Julia, la rubia, era una gran amiga. Yo la amaba y creo… no, estoy seguro de que ella lo sabía, pero nunca, nunca, nunca me había animado a tirarle los galgos. Su belleza celestial me cohibía y jamás logré vencer mi estúpida timidez. Julia, la rubia, no solo era una chica más que hermosa: para mí era una divinidad. Inalcanzable, intocable, una mujer ideal. En esa época yo era un tarado. Como no me animaba a dar el salto, un día — del cual me arrepiento hasta hoy— tuve la feliz idea de pegarle un chicle Bazooka en un mechón del inmaculado pelo. Creo que fue la impotencia de no poseerla. Lo hice sin pensar. Ella, al darse cuenta, me insultó en diecisiete idiomas, y yo no supe decir otra cosa que ¡Perdón! mil veces, en el lenguaje de los bobos que hacen boludeces porque no tienen huevos para jugarse por un amor. Recuerdo que no me habló por un mes, el mes más triste de toda mi existencia. Por suerte un día, en el recreo, Julia, la rubia, se acercó, me convidó unas pastillas Renomé, y entonces me di cuenta de que el ángel me había perdonado. A partir de aquel incidente todos los días, mientras miraba su pelo, yo escribía cartitas que nunca le daba, por vergüenza. Siempre terminaban en el cesto de la basura. Julia, la rubia, mi amor platónico, estaba ahí, en esa fotito, con una cara menos angelical pero con la misma belleza a pesar de los años, y yo estaba a un click de solicitarle amistad y tirar treinta y cinco años de matrimonio al cesto de la basura como había hecho mucho antes con mis románticas cartas. La vida misma nos había separado. Los trabajos, la universidad y las obligaciones, poco a poco, habían logrado borrarla de mi cabeza. Solo raras veces la recordaba, cuando veía alguna modelo con una cabellera parecida en una publicidad de 83


tinturas, o de shampoo por la tele. Sentía un deseo irrefrenable de apretar la tecla del mouse, parecía que el mismísimo Lucifer me soplaba al oído y me decía ¡pedile amistad! ¡pedile amistad! ¡pedile amistad! Pero yo, a pesar de haber sido toda mi vida un burro, también había sido un tipo fiel. Por eso me resistí a la tentación, cerré la notebook y me fui a comprar las entradas. Al llegar a la calle Corrientes me acerqué a un quiosco y compré cigarrillos y unas gomitas de menta. Siempre las tengo a mano para quitarme el gusto a faso de la boca. Abrí la puerta del teatro y una bocanada de aire frio me llenó los pulmones. Me dirigí a la boletería y me alegré, ya que en la cola había a lo sumo cuatro o cinco personas. Miré en la pizarra el precio de las localidades y decidí que Clara se merecía las más caras, ésas que están bien pero bien cerca del escenario. Delante de mí había un gordo pelado que no paraba de rascarse las orejas como un perro sarnoso. Mientras lo observaba vi que delante del gordo desagradable había una mujer con una cabellera hermosa, tan hermosa como la de Julia, la rubia. Era más corta, eso sí, pero del mismo tono rubio y con el mismo movimiento que la de mi antigua compañera. No podía creer lo que estaba viendo, no podía ser ella. Seguramente era un espejismo, una ilusión óptica. Esa cabellera que había visto durante cinco años todos los días de mi pasaje por la secundaria estaba ahí. Al rato, la mujer pagó y al escucharla traté de reconocer su voz, pero me fue imposible. Se dio vuelta, me miró sorprendida y dijo ¿Jorge Belatti?, con una sonrisa tan dulce como la que lucía al convidarme aquellas pastillas conciliadoras en el recreo. Asentí con la cabeza y se me movió toda la estantería. Julia, frunciendo el ceño, me preguntó ¿No tendrás otro chicle, no? y me abrazó con tanta fuerza que aún recuerdo la sensación de tenerla entre mis brazos. Pagué mis entradas y la invité a tomar un café. Ella aceptó gustosa. Me contó de sus dos ex maridos, de su hija que vivía en Paris y de su hijo que estaba en Canadá, de su empleo, de su asqueroso jefe y de la nueva relación que estaba tratando de llevar adelante. Nos reímos mucho. ¡Qué bien la estaba pasando! Quise encontrar la oportunidad para decirle que la quería, pero preferí dejarlo 84


en el olvido. Sentía que había cerrado un ciclo, que esa asignatura pendiente que nunca había aprobado ya estaba saldada y con un sobresaliente. Salimos del café, ella me volvió a abrazar, pero esta vez lo acompañó con un sonoro beso cerca de mi oreja. Yo también la besé, en la mejilla, con un amor puro y sin culpa. Nos despedimos con un simple Adiós. Caminé por la 9 de Julio como veinte cuadras, estaba aturdido, no tenía rumbo, solo pensaba y pensaba. En una esquina miré al cielo y me prometí que no la vería nunca más y que cerraría la cuenta de Facebook cuanto antes. El sábado Clara se puso su mejor vestido y yo mi mejor traje. Fuimos al teatro y también nos reímos mucho. Después cenamos, recordamos anécdotas, brindamos y volvimos a brindar como cien veces. Estábamos felices. Llegamos al departamento e hicimos el amor con la pasión de los adolescentes. Todos los planetas estaban alineados. El domingo le llevé el desayuno a la cama y nos fuimos a pasear por Palermo. Fue un fin de semana perfecto. El lunes tomé el colectivo de siempre para ir a la oficina. Me preparé como siempre un mate cocido. Prendí la compu con la firme idea de ver la manera de cerrar la cuenta de Facebook. Al instante noté que tenía una nueva solicitud, y mi curiosidad pudo más que mi firmeza. Era Julia, la rubia, quien ahora me estaba pidiendo amistad. La flechita del mouse se movió, mi mano tembló, no quería sucumbir al deseo, pero... Después de ese click el universo me infringió el peor de los castigos: hacer que mi corazón se partiera en dos pedazos.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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C

uando Baltazar entró aquel lunes por la mañana a la oficina número treinta y ocho de la avenida del boulevard no sabía muy bien por qué La Administración lo había citado allí. Creía, o al menos luchaba por creer, que sería otra de esas simples rutinas que solían efectuarse con

motivo de control, que solo llevaría un rato y que a las doce estaría libre para ese almuerzo de negocios que había pactado. Subió una escalera de dos escalones que llevaba a la recepción principal y miró al joven que del otro lado del mostrador le sonreía hasta con los ojos, en ese mismísimo momento sintió llegar a él un aroma a tuco dominguero que lo hizo sentir: primero, altamente asqueado, porque recién terminaba de tomar un café con leche y dos medialunas, segundo, nostálgico, porque hacía años no sentía tanto olor a laurel y puré de tomate. Buen día, susurró Baltazar. La Administración lo saluda gratamente, respondió el joven. Soy Baltazar Ferroso, número de identificación setenta y ocho millones quinientos trece. ¿Cómo se siente hoy, señor Ferroso? Aguarde un minuto que ya lo haremos pasar, le dijo mientras anotaba su llegada en una computadora. Baltazar se sentó y esperó mientras olía el tuco que se acercaba desde algún impredecible sitio. Aparte de generarle nauseas le recordaba a cuando iba con sus padres a visitar a su abuela materna más allá de la línea de la ciudad. Ellos llevaban el pan y la tarta de manzanas que hacía el padre, no golpeaban la puerta porque tenían llave. Ni bien entraban el tuco les inundaba los sentidos, podían hasta palparlo en el aire. Qué hermosos domingos, pensó Baltazar, tendría cinco años la última vez que fuimos. Señor Ferroso, puede pasar por la oficina cuatro, le dijo la sonrisa del recepcionista. Al contrario de lo que se creería esa oficina era una de las últimas, por lo que tuvo que caminar por un largo e hiperiluminado pasillo lleno de puertas. Cuando llegó a la cuatro el olor a tuco lo envolvía como una espesa niebla, golpeó tres veces, pero nadie atendió, así que decidió entrar. Dentro había una joven de traje que le dijo que le daba la bienvenida y que por favor pasara por donde le estaba señalando, que eso iba a ser solamente un cortísimo tramite de rutina y que si en algún momento llegaba a sentirse mal solo debía levantar la mano y decir “oh, esto es todo para mí, piadosa Administración”. Baltazar entrecerró un poco sus ojos en actitud de sospecha y le preguntó por qué podría llegar él a decir eso, pero no obtuvo una respuesta satisfactoria, solo más parafernalia política. Así que la muchacha lo dejo frente a otra puerta y lo invitó a pasar, yo iré detrás de usted, señor Ferroso, le dijo. Lo primero que reconoció de la otra habitación fue el jarrón azul al 87


cual él le había roto una de las asas cuando era apenas un niñito, luego el olor a salsa: ya no se parecía al de su abuela, era el de ella. El sillón de hule con flores marrones estaba en la misma esquina de siempre, junto a la radio y al tocadiscos, por la ventanita que daba a la galería se veía el loro, cosa que lo hizo asustarse enormemente, porque él sabía que el pájaro en cualquier momento podía empezar a silbar la marcha de la Resistencia y eso no sería muy afortunado sabiendo que detrás tenia a un miembro de La Administración. Intentó hacerse el desentendido y siguió caminando por el comedor de la casa hacia la cocina, de donde venía el tan intenso olor a tuco. Baltazar giró para ver a la muchacha que seguía sus pasos, ella le sonreía, lo hacía sentir acompañado, pero él tenía miedo de que el loro comenzara de repente a silbar y que ella se transformara en un monstruo y comenzara a retarlo y que le pegara un par de cachetazos y le dijera que si seguía así le va a decir al oficial que se lo llevara preso. Se acercó a la hornalla y bajó un poco el fuego, ¿dónde se supone que están todos?, preguntó Baltazar. ¿Quiénes?, le respondió la joven. No lo sé, mi padre, mi madre, mi abuela. Silencio. Aquí no están, señor Ferroso. ¿Y quién está haciendo esta salsa?, dijo él. Supongo que usted, dijo ella, acaba de bajar el fuego. Sí, acabo de bajarlo, pero también acabo de llegar, yo no estaba haciendo esta salsa. ¿No?, preguntó ella, ¿entonces por qué le está agregando sal? Baltazar se dio cuenta que efectivamente estaba salando la salsa, pero no le pareció para nada extraño, después de todo, la había probado y le faltaba un poco de gusto. Mire, ahora sí que sabe como la de mi abuela ¿quiere probar?, le dijo mientras le ofrecía un pan mojado en salsa. Ella se lo aceptó gustosa y al probarlo puso cara de “es realmente buena” mientras asentía con la cabeza. Señor Ferroso, comenzó a decir la joven mientras Baltazar ponía a calentar el agua para los fideos, ¿usted conocía a Milena Baiot? Claro que sí, cómo podría olvidarla, le alquilaba el cuarto de allí al fondo a mi abuela cuando yo era niño, siempre me tenía preparado algún regalo cuando veníamos los domingos ¿usted va a querer fideos? Sí, gracias, señor Ferroso. Quisiera hacerle otra pregunta: ¿ha sabido algo de ella? Mientras se reía nostálgico dijo que ni siquiera había escuchado su nombre en los últimos veinticinco años. Mire, venga, esa puerta daba a su cuarto, pero yo tenía prohibido entrar allí, porque a los cuartos de las señoritas no podía entrarse por esas épocas, pero siempre me sentaba con ella en esta mesita de aquí y comíamos masas finas mientras me contaba cuentos y merendábamos ¿Qué clase de cuentos le contaba, señor Ferroso? Baltazar tragó saliva. Ya no lo recuerdo, ha pasado demasiado tiempo, 88


había uno de un pequeño y astuto zorro que lograba entrar a un gallinero haciendo una celada ¿sabe lo que es no? Claro, eso mismo. Se entrega una pieza de valor para ganar la partida. Bueno, no recuerdo bien qué es lo que el zorrito sacrificaba para ganar la partida. ¿Tal vez a su abuela? Dijo la joven ¿Cómo dice, señorita? Eso mismo, que tal vez el pequeño zorrito tuvo que sacrificar a su abuela para ganar la partida, ¿hay algo que le parezca ofensivo? No, dijo Baltazar, la verdad es que no recuerdo como terminaba ese tonto cuento, así que existe la posibilidad de que haya sido así. Como bien sabe, señor Ferroso, su infancia fue una época de constante guerra contra el caos de lo no administrado, le haría un inmenso favor a La Administración si pudiera entrar por la puerta que daba a la habitación de la señorita Baiot. Me encantaría ayudarlos, pero nunca entré ¿cómo podría hacerlo ahora? No estaba bien entrar a los cuartos de las señoritas. En eso tiene razón, Ferroso, pero piense que por esa época tampoco estaba bien entregar a su propia abuela mientras la verdadera Baiot se escapaba por el techo, en mi humilde opinión, Ferroso, está vez le toca colaborar. El loro comenzó a silbar la marcha de la Resistencia. Que linda suena del pico de un pájaro, dijo la joven mientras sonreía, ¿se la enseñó Baiot? Baltazar no podía hablar, se había quedado mudo como cuando era un pequeño, pensaba que tal vez está sería su última celada, que era la única alternativa que realmente le quedaba a La Resistencia, miró su reloj disimuladamente como si estuviera controlando el agua de los fideos, eran las doce menos cinco. Caminó lentamente hacía la puerta de la señorita Baiot, que ahora ya era señora y estaba esperando por él en un café, porque tendrían una reunión de negocios, como solían decirle. Bueno, pensó, espero que pueda huir. Cuando estuvo con la mano en el picaporte sacó una pequeña capsula de su bolsillo y se la tragó. Se dio vuelta, miró a la joven y le sonrió. Gracias por este hermoso recuerdo que me trajo, señorita, deseo con toda mi alma la muerte a La Administración, también deseo que usted muera con ellos. Baltazar cantó desgarrado la marcha de La Resistencia junto con el loro hasta que el cianuro de la capsula terminó por asfixiarlo. La joven suspiró y apagó las hornallas, ahora ya no había sonrisa en su rostro.

NICOLÁS DE REATTI

Argentina Twitter: http://www.twitter.com/NicolasDeReatti Página web: https://seleejacinto.wixsite.com/cuentos

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-E

El periodismo es libre o es una farsa. Rodolfo Walsh n dos minutos, apenas termine un llamado en curso, el Sr. Benítez lo recibe —le informó la secretaria. Estaba nervioso, no podía negarlo. Tomó asiento en la antesala del despacho del editor y aunque estaba decidido no podía

evitar esa sensación de un puño apretando su estómago. No era muy optimista en cuanto al resultado de la reunión. El día anterior se había ido de allí muy descorazonado. Cuando la secretaria le dijo que podía pasar, al abrir la puerta, como un flash, vino a su mente el diálogo con Benítez. —Rafael, vos sabés que no podemos publicar esto —le había dicho el editor mostrándole las hojas que entregara esa mañana— Esta nota es como poner una bomba en la alcaldía. —Pero todo es real. Cada dato está chequeado y tenemos los documentos que demuestran la corrupción. —¡Ese no es el punto! ¡No podemos echarnos al intendente en contra! Si enganchamos a algún inspector municipal en un cohecho… ¡Todo bien! Lo denunciamos, ellos lo sacrificarán y equiparamos nuestra posición con las denuncias sobre los que estuvieron antes y el público sigue creyendo en nuestra imparcialidad. ¡Pero una denuncia que involucre directamente al jefe…! —¿Y la plata que este contrato le cuesta al pueblo, que nos cuesta a todos? ¿Eso no importa? —No digo que no importa. Solo creo que debemos ser cuidadosos. ¡Mirá si con el escándalo nos saca la pauta publicitaria! ¿Cómo te voy a pagar el sueldo? Eso sin contar con que nos manden los muchachos a visitarnos. —¡Ah, entiendo! La verdad está supeditada al equilibrio económico o al miedo al apriete. Bueno, usted es el editor. ¡Haga lo que crea conveniente! Sin despedirse se retiró y se fue directo a su casa. Estaba tan enojado que no pudo disimularlo ante su esposa e hijo, Ana y Juan Marcos, que lo esperaban para cenar. Intentó, sin éxito, responder con evasivas el interrogatorio sobre qué le pasaba, pero ellos lo conocían demasiado como para conformarse y terminó contándoles. —Bueno Rafael —intentó tranquilizarlo su esposa— Si no publican la nota no

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va a pasar nada. —¡Mamá! ¡No es así! —intervino el hijo— Papá es periodista. Ocultar una noticia así es como ser cómplice. —Pero si es la editorial la que no quiere publicar, no sos culpable —insistió ella. —¡Juan Marcos tiene razón, Ana! No denunciar esto es ser un encubridor. Además… ¿Tengo que soportar que la editorial ignore así una investigación que me llevó casi un año? ¡Entrevistando gente en horarios insólitos para no despertar sospechas! ¡Quitándole tiempo a ustedes! —¿Y entonces? —preguntó Ana. —¡Mando al carajo la editorial, renuncio y hago la denuncia en la fiscalía! Esperaba hacerlo apenas me aprobaran la nota, mientras estuviera en imprenta, para que la revista tuviera la primicia, pero que, cuando se publicara, ya estuviera en la justicia. —¿Te parece quedarte sin trabajo? —insistió Ana. —¡Mamá! ¡La dignidad está primero que cualquier trabajo! ¡Me lo enseñaron ustedes! Y si papá no consigue un puesto en otro medio compramos brochas y rodillos y nos vamos a pintar casas por el pueblo. La respuesta de Juan Marcos lo conmovió. Nunca pensó que un pibe de dieciséis años tuviera esa claridad de conceptos. La decisión estaba tomada. —¡Ah Rafael! ¡Pasá, sentate! —la invitación de Benítez lo sacó bruscamente de sus cavilaciones, sorprendido por todo lo revivido en esos pocos segundos. —Gracias señor Benítez. Vine en cuanto su secretaria me avisó de la reunión porque creo que es necesario darle un corte a este tema. —Sí, es cierto. Opino igual. Estuve pensando en todo este asunto, —Benítez se rascó la barbilla— y creo que es de tal gravedad que, por sí o por no, requiere una respuesta rápida. ¿Vos entendés mi posición? —¡Sí! ¡Claro que la entiendo! Pero no la comparto. ¿Usted entiende la mía? —¡Pues claro! ¿Cuánto hace que te conozco? ¿Cinco años? Hablé con el Directorio de la editorial. Para decirlo en francés, se cagaron todos. —¿Y entonces? —la salida le sacó a Rafael la primera sonrisa en las últimos dos días.

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—¿Qué vas a hacer si la nota no se publica? —Presentar mi renuncia y llevar la información a la justicia. —¡Me lo imaginaba! ¿Sabés?, cuando ingresé a la editorial, hace más de veinte años, era cronista de espectáculos. Chimentos de la vida de los artistas, comentarios de las películas y toda esa basura. Cuando se jubiló el de policiales me dieron el puesto. Creí que tocaba el cielo con las manos. Hacía las investigaciones mejor que la policía. Hasta que un día me frenaron porque había alguien importante del pueblo implicado. Yo tenía principios, pero al igual que Groucho Marx, cuando no gustaron, apelé a otros. Y así me fui acomodando a las conveniencias. Y llegué alto a costa de venderlos. Se fue muriendo el periodista y creciendo el comerciante. Y así llegué a editor. —Le extendió las hojas de la nota que Rafael había presentado el día anterior.— ¡Tomá! Dale la última revisada a la nota. ¡Se publica este domingo! ¡Podrán matar al comerciante pero el periodista no está dispuesto a morir dos veces!

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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-T

ío, cuéntame un cuento. Anda. Porfa. —Espera un poco que estoy acabando este capítulo. Solo es un par de minutos. —No puedo.

—¿No puedes esperar? —No. Y si no me lo cuentas empezaré a berrear y no te dejaré leer. —Vale. Termino esta frase y ya. —No, ¡Ahora! ¡Ya! —Vale, vale, no te sulfures. —¿Cuál me vas a contar? —Uno de unos cerditos —¡Los tres cerditos! —Empiezo: Había una vez una piara de cerdos —No es así. Son tres cerditos. —Que vivían en un piso de alquiler. —Que no. Vivían en el bosque. —Los iban a desahuciar por no pagar el alquiler. —Ala, eran felices. —Además, hacienda iba tras ellos. —Otra mentira, era el lobo. —Vale. Así que decidieron huir de la justicia y se fueron a una isla. —¡Pues no, listo! Querían hacerse una casita para cada uno. —Eso. El que estaba marcado con el número cincuenta y ocho mil doscientos

treinta y cinco… —Pero ¡qué dices! Uno la hizo de paja. —Ah. Fue al banco a pedir un préstamo. —¡Otra burrada! La acabó enseguida y se tumbó a dormir. —No sabía. Bien, otro, una hembra de color sonrosadito… —¡En el cuento no hay chicas! —¿No? Bueno, pues un macho de más de quinientos kilos. —¡No hay cerditos tan gordos! —Yo creía que sí. —Pues no, listo. Déjalo. No sabes contar cuentos. Me voy a jugar. 95


—Tendré que volver a leerlo porque creo que no me acuerdo de nada. —Sí, mejor será. Eres muy malo contando cuentos, tío— dijo la niña saliendo de la habitación.

MANUEL SERRANO

España

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Y

o sabía que Antonio Rey Montalvo, de origen peruano, era el mejor científico del mundo. Estudiamos en el mismo colegio, en la misma universidad; extranjera, desde luego, porque en nuestro país de origen la educación era

paupérrima. Nos graduamos con honores, él en Química; yo, en Física. Lo que me lleva a contar esta historia que estoy escribiendo en un papel que nadie leerá es que Antonio tenía un extraordinario secreto, redactado en un cuaderno, en varias hojas, no muchas, poco más de cincuenta, pero lo que tenía anotado era el descubrimiento más trascendental de la historia. Nunca lo mostraba a nadie, porque grande era el horror de lo apuntado allí, pero este loco llevaba el cuaderno a todas partes y en una noche de borrachera, en la cual les pagué a unas prostitutas para que lo distrajeran, tomé su manuscrito, le saqué copia y lo leí. Ahí decía la fórmula para destruir el mundo, en un tiempo muy breve y con poquísimos medios. Desde luego, Antonio era un genio idiota. Había allí toda clase de complicados procedimientos experimentales, explicados mediante subfórmulas matemáticas y teorizaciones químicas y biológicas. Aunque lo mejor era que había sistemas que funcionaban, porque se habían hecho antes. Mi amigo había engarzado todo de forma muy esquemática, incluyendo en su infalible estudio técnicas del pasado y procesos actuales. Antonio era genial, claro, pero tenía una ética rayana en la estupidez: ¿para qué diseñar tamaño plan si nunca lo llevaría a cabo? ¿Para qué abrió el empaque del condón si nunca se lo iba a poner (a menos que fuese para masturbarse)? No obstante, quizá estoy siendo injusto con mi ex amigo. Oh, lo asesiné, por eso hablo en tiempo pasado de él, fue una explosión en su laboratorio disfrazada de accidente. En fin, no me cabe en la cabeza que él le dedicara toda su vida, veinte años o más, a desarrollar tremendo proyecto letal y ambicioso (extremadamente letal y ambicioso, valga la redundancia), si es que no lo iba a poner nunca en marcha. Siempre fue una persona muy extraña mi ex camarada. No tenía familia, no contaba con suerte en el amor, socialmente era una nulidad; todo lo contrario a mí, aunque no soy perfecto: desde hace unos años he estado torturando gente hasta la muerte, en especial niños, para darme un poco de placer. Estoy mal de la mente, sí; es ahora de mí de quien quiero hablarles: ya que Antonio concibió el plan y nunca lo realizó, creo que soy yo a quien le corresponde hacerlo. Tengo los medios, soy muy hábil, tengo poder, dinero y soy un buen manipulador. Está a mi alcance lograr esta empresa. Entiendo bien los complejos análisis y disertaciones que el difunto 98


hizo en este cuaderno, porque lo tengo conmigo, lo robé antes de acabar con Antonio, y quemé la fotocopia. Su secreto es ahora mío y no se lo contaré a nadie, puedo concretar la aniquilación de la vida en la Tierra sin decirles nada a otros. Este es mi destino, creo, mi misión; para eso vine a esta porquería de planeta. Un individuo colocó en ideas el fin de raza humana, ahora yo lo conseguiré en la realidad, porque ya estoy harto de todos y de todos. Esta será mi obra máxima, mi maldad absoluta, quiero verlos a todos arder y desintegrarse, flora, fauna y todo lo demás. Siempre he creído que la ciencia consiste en dos potencias: teoría y práctica; la teoría es bella, pero la práctica es sublime; yo pondré en práctica esta fórmula bendita. Empiezo ahora mismo... No. Mejor no. Me detengo. De repente, como una iluminación, se me ha ocurrido algo fascinante: no hay mejor goce que tener en las manos el poder de destruir al mundo, mas no utilizarlo. Nadie sabe que poseo la fórmula destructora, salvo yo. Puedo ponerla en práctica cuando quiera, en eso radica mi placer, pero no será hoy. Saber que puedo hacerlo cuando me plazca me excita, me hace feliz. Podría ser mañana, o en una semana, o en un mes, o en un año. Será. O tal vez no será. El mundo ya está jodido por sí mismo, da igual si es o no eliminado. No obstante, dependerá de mi humor. De momento, tener la fórmula maldita en mis manos, esta fuerza extraordinaria, me convierte en un dios, en uno destructor. El deleite terminará cuando aplique la aniquilación. No me tienta que mi fruición acabe. Guardaré el arma que me convierte en un todopoderoso y la usaré llegado el instante indicado. No se lo contaré a nadie, esta dicha es solo mía, también lo es este gran poder. Por ahora. Por ahora.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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P

or fin visitaría la tumba de su hijo. Treinta y siete años de espera, treinta y siete años de desconsuelo. Treinta y siete... Raquel despidió a su hijo quien con dieciocho años recién cumplidos partía a una guerra pergeñada por una Junta Militar que veía con

zozobra cómo la dictadura a la que habían sometido al pueblo se les desvanecía y este era el último as que se habían guardado para recuperar el poder. En su alienación megalómana estaban seguros de que le ganarían a Inglaterra. Enviaron así, un montón de jóvenes inexpertos contra uno de los ejércitos mejores dotados de la tierra. Y ahí quedaron, más de seiscientos víctimas entre conscriptos y oficiales, sepultados en la turba. Y entre ellos estaba Jerónimo, hijo de Raquel, quien al despedirse de su madre le dijo: “no temas, voy a volver”. Ella le dio una botella con agua bendita que había traído de la Gruta de Lourdes, Jerónimo la guardó en su mochila, le dio un beso en la frente y partió. Le bastaron dos combates para caer abatido. Después del primero y ante la poca comunicación que había con el territorio, pues las cartas pasaban por muchas manos y se perdían en el camino, Jerónimo escribió una larga misiva contando en detalles las penurias vividas hasta el momento, roció con agua bendita su raído uniforme y su catre de campaña, secó la botella y metió adentro el mensaje, lo hacía por ese medio como una premonición de que no volvería a verlos pero sí la carta llegaría a sus manos. Y ahí quedó la botella flotando en las gélidas aguas del Atlántico. Treinta y siete años después, Jerónimo fue identificado junto a ciento once camaradas. Raquel puso en un bolso unas pocas pertenencias, descolgó el retrato de su hijo que pendía sobre la cama y partió hacia las Malvinas. Cuando llegó al cementerio su emoción se desbordó y cayó desvanecida sobre la tumba. Al volver en sí, una sorpresa mayor le esperaba: un habitante de la isla había encontrado una botella a la orilla del puerto y en su interior había un mensaje. Cuando lo abrió se topó con la carta que Jerónimo le había escrito a su familia. John, un malvinense que encontró la botella, hacía tres años que buscaba entre los archivos y papeles que habían quedado de la guerra, datos sobre el remitente y el destinatario del mensaje y cuando los medios dieron cuenta de la identificación de los 101


soldados caídos, el nombre de Jerónimo percutió en su mente. Intentó comunicarse con la familia pero no tenía muchos elementos para hacerlo. Esperó así la convocatoria para homenajear a los caídos y ahí estuvo, junto al sepulcro de Jerónimo cuando se desvaneció Raquel. Ahora, ella no solo podía visitar el lugar que albergaba sus restos, la vida le daba la oportunidad de compartir sus vivencias a través de una carta resguardada tanto tiempo en una botella de vidrio que había contenido agua bendita.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

Blog: http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com/

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Sé el cambio que quieres ver en el mundo. Gandhi.

-¡P

1 apá, preguntan por ti! vocifera Ana desde la puerta bailando al son de sus auriculares. ¡Te vas a quedar sorda y nos vas a dejar sordos a los demás! protesta Hugo viniendo por el pasillo. ¡Anda, deja ya la musiquita y ponte a estudiar, que es lo que tienes

que hacer! Venimos del ayuntamiento anuncia un señor. Detrás, sendos operarios. Traemos su cuota de plástico. Mi cuota… ¿de qué? De plástico. Como sabe, o debería saber, hoy entra en vigor la nueva ordenanza municipal relativa a la asignación y custodia de residuos plásticos. Gracias por reprocharme lo que ignoro, señor funcionario, pero no tengo ni idea de qué me habla. ¡Qué sí, papi: la nueva ordenanza medioambiental! informa la adolescente, escandalosa ¡Aquella del buzón! ¡La que tiraste a la basura! Hugo enrojece y la mira. Vale, vale… recula. ¡Qué genio! El día que cumpla los dieciocho… Usted perdone… ¿Qué me decía? Su cuota de plástico… abunda, paciente. A partir de ahora, y dada la imposibilidad de su total almacenamiento y reciclaje, los vecinos deberán acopiar la proporción de esos plásticos que, según nuestros cálculos, les correspondan. En su caso… consulta un portafolios. Aquí está: ¡ocho metros cúbicos! ¡¿Ocho…?! Sí. El volumen equivalente a ocho mil litros. No puedo creerlo… ¿Y hasta… hasta cuándo…? Hasta que su paulatina eliminación nos permita retirárselo. ¡O sea, hasta dentro de… meses!

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No creo. Ojalá me equivoque, pero yo diría que hasta dentro de… años. ¡¿Años?! Asiente, comprensivo. Y, ahora, si es tan amable y me firma el recibí, los compañeros procederán a dejarle la cuota. Como ve, y para facilitar su transporte y acumulación, las infinitas formas del plástico vienen prensadas en bloques de cincuenta por cincuenta centímetros. Así, le incumben… sesenta y cuatro bloques. P, pero, ¡¿dónde voy a…?! Aquí, en su casa. Esto… ¡Esto no puede ser legal! ¡¿Y si me niego?! El mandatario enarca una ceja, pensativo durante un segundo, y contesta con otra pregunta: ¿Le gusta la playa? 2 Ante Hugo, extrañeza inerte, entran sesenta y cuatro bloques, sesenta y cuatro porciones cúbicas de dúctiles, hasta llenar el pasillo. ¡Tampoco ponga esa cara, hombre! anima uno de los soguillas. Si le sirve de consuelo, venimos de aquí cerca y… ¡Van a tener que deshacerse de la mitad del mobiliario, por lo menos, para asumir su cuota! ¡De la mitad! Consuela mucho, sí… Quién iba a creer que llegaríamos a estos extremos… siente el otro ¡Ahora todos, quieras o no, con síndrome de Diógenes por culpa del maldito plástico! Esto… Hugo cierra, aturdido: Sí, quién iba a creer… Pues muchos asegura Ana, al fondo. ¡¿Y tú, qué haces ahí?! ¡No te había dicho…! ¡Y dale, Perico al torno! De verdad: qué pesadito te pones a veces… Por si te interesa la opinión de una socia de Grimpís, esta movida ha sido tan chunga como la de mi ex: ambos la veíamos venir, pero no hemos querido verla, a ver si cambia, a ver si 105


cambia, hasta que, ¡pum!, ha petao´, y ni cambio ni leches. »¡Pues tal que así, en pleno 2031, con el dichoso plastiquito! Tanta envoltura, que mira que nos gusta envolverlo todo, y tan poco reciclaje, que mira que reciclamos poco y mal, que… ¡…llegan los del ayuntamiento y te encasquetan, por orden del señor alcalde, o de quien sea, dos metros cúbicos de botellas, tapones, bolsas y yo qué sé más hasta que, dentro de unos añitos de nada, sea posible su reciclado! Y digo yo: ¡¿Es que no hay vertederos?! Claro que los hay. Pero, como todo, son limitados y están, ya casi como todo también, saturados. ¡¿Y qué pasa entonces con los productos plásticos y sus más de ciento treinta sustancias tóxicas?! ¡¿Los seguimos dejando por ahí, de cualquier manera?! Imagina, por ejemplo, ¡qué fuerte!, el incendio de toneladas y toneladas de esos productos: ¡nuevas emisiones a lo que nos queda de atmósfera!; ¡más contaminación, ya casi imposible, de ríos y acuíferos!… ¡Una catástrofe, papá! ¡Otra catástrofe! Bien, vale… Me rindo: como dice el tango1, el mundo es una porquería y debemos asumir nuestra culpa. Entendido. Ahora, y yendo a lo práctico, querida afiliada de Grimpís,… ¡¿dónde narices ponemos…?! Pues… La cinta de correr y las pesas hace siglos que ni las tocas: a la vista está… Y tus librotes y maquetas acaparan polvo y espacio en casi todas las habitaciones. Si lo piensas… ¡¿Qué?! Ya me dirás si no… Claro, claro… Pues, en ese plan, también podríamos prescindir de cierto equipo de música y de sus gigantescos altavoces, de cierta colección de cedés, de ciertos armarios llenos de ropita ni siquiera estrenada… Sí, creo que, en conjunto, liberaríamos mucho, mucho espacio. ¿No crees? 3 04:00 AM. Una furgoneta rodea la casa del señor alcalde. Dos encapuchados, un hombre y 1

Cambalache. Enrique Santos Discépolo. 1937.

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una fémina, empiezan a descargar bloques de plástico prensado: uno, dos,… treinta y ocho, treinta y nueve,… sesenta y tres, sesenta y… ¡Quietos! ¡Policía! …cuatro… ¿De verdad creían que…? Para su información, ustedes son los séptimos de esta semana. ¡Y aún es miércoles! En fin… Ahora, venga: carguen su cuota antes de que aparezcan los siguientes, que ya hoy se irán de playa. «¡¿Irnos de…?!». Sesenta y cuatro, sesenta y tres,… Papi: me duele el lomo… ¡Claro: y a mí, el mío! …treinta y nueve, ¡ay!, treinta y ocho, ¡ay!… 4 15:00 PM. Playa. 43ºC. Una veintena de condenados por infringir la ordenanza municipal relativa a la asignación y custodia de residuos plásticos peina la arena en busca de eso, de fragmentos dúctiles. ¡J, jefe,… no podríamos esperar a que… a que bajase un poco el sol? pregunta alguien. ¡No! ¡Calla y recoge! ¡¿Y si… me niego…?! ¡¿Y si dejo la sombra, el ventilador y el mojito, y voy con la porra?! . . –¡Aaagh, papi! Tengo mucha… –¡Sí, ya lo sé: yo también y… y me aguanto!

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS

España

Blog: www.la-estanteria-2.webnode.es

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ola conejito. Hola Alicia. No me mires así por favor. ¡No me llamo Alicia! Ni yo soy un conejito. Eran las reglas del juego

¿recuerdas?

Demasiado bien. ¿Dónde me arrastras Alicia? Tengo miedo. Déjate llevar y disfruta del viaje, disfruta de algo por una puñetera vez. Los conejos no pagan billete en el tranvía azul, perfecto. Nos sentaremos en aquel banco de madera del fondo ¿te parece? Así me gusta, calladito estás más guapo. ¿Oyes la campana que anuncia la salida? Suena infinitamente mejor que el reloj con el que me contagiabas tus prisas. Da gusto apreciar las mansiones de la Avenida Tibidabo acariciadas por la brisa del verano que se filtra a ráfagas. No pongas esa cara de pánico, no nos descarrilaremos ni llegaremos tarde a ninguna parte, tan solo ascenderemos lentamente. Vas a tener que enfrentar tu adicción a la caída amigo. Toca bajar del tranvía y subir al funicular ¡ánimo muchacho! se te ve muy pálido, si elegí este medio de transporte para que te aclimatases sin problemas a las alturas. No forcejees, es inútil, no pienso soltarte. Venga, de un salto, se te debería dar bien saltar, se supone que está en tu naturaleza. Uno, dos, tres, ya estamos en el interior del vagón, no era tan difícil. Sigues empeñado en pasarlo mal, pues no seré yo quien intente convencerte de lo contrario. Sí, las ventanas están selladas, pero te aseguro que hay aire de sobras, la probabilidad de morir asfixiados es inexistente. Admira los pinos que se abren a ambos lados de los raíles ¿Piensas continuar convencido de que de un momento a otro sucederá algo terrible? Cómo me enerva ese pánico tuyo sin fundamento. Hemos llegado a tú destino ¿Ahora temes apearte? Un empujoncito y pisarás tierra firme. Entremos en el Parque de Atracciones del Tibidabo. Mira, la puerta de entrada, a ti te pirraban las puertas. Lamento decirte que esta no cambia de tamaño y nosotros tampoco. En mi mundo la magia se produce por sugestión amigo, la inventamos con la finalidad de llenar de belleza nuestras vidas, nos ayuda a superar la realidad. Vaya, no me escuchas, sigues en estado de shock. Sin tu permiso, te ataré unos instantes a una de las carrozas doradas del carrusel 109


centenario. Hoy el cielo luce el mejor de sus azules, es un día ideal para contemplar la ciudad desde el mirador y prefiero hacerlo a solas, sucumbirías al vértigo. ¿Otra vez mareado? Muy bien, tranquilo, te desasiré de la carroza, después descenderemos por unas escaleras. Has oído bien, descender, eso nunca te molestó. Tras visitar el museo de los autómatas, podrás observar cuanto quieras tu reflejo deformado en la sala de los espejos, te dejaré cautivo de esas imágenes grotescas para que os espantéis a gusto mutuamente. Allí será donde se separen para siempre nuestros caminos por una sencilla razón, me he hartado de que me sabotees conejito.

CARMEN TOMÁS

España

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e apellidas igual que el pirata —le dije cuando alguien nos presentó. —No solo eso, ¡desciendo del pirata Morgan! —presumió Henry con rapidez y voz profunda, como si llevara prisa porque

se supiera con quién se estaba hablando. —¡Ah caramba! —expresé en tono entre burlón y sorprendido, mientras me preguntaba yo mismo de dónde había salido ese loco u ocurrente. —Soy chiapaneco. Por allá y en toda la región del sureste mexicano viven cientos de Morgan. Mi tatarabuelo, el celebérrimo pirata Sir Henry Morgan, pasó media vida en el Caribe, particularmente en Jamaica. Se acostó con casi todas las indígenas, y no porque las persuadiera, sino porque era un tenaz y consumado violador. Era un cabrón bien hecho. O ¿dónde se ha visto un pirata decente, con buenos modales? A través de los años mis ancestros se dispersaron en tierra firme. No creas que mi tatarabuelo daba su apellido a sus vástagos piratitas. Las indígenas sin consultar ni pedir permiso en automático le colgaban el apellido Morgan al fruto de las violaciones. Y aquí me tienes. —¿Y por qué crees que desciendes del pirata? No le hubiera preguntado. Con lujo de detalle y con alegría sin igual empezó a delinear su árbol genealógico. Sus ojos azules, azules como las aguas del Caribe o Mar de las Antillas, se agrandaron en actitud expresiva y alegre. Tendrá sesenta años. Es alto, fuerte, de tez blanca y abundante cabellera encanecida. Robusto como un ropero antiguo. Debe pesar no menos de cien kilos. Se nota a kilómetros (o a millas náuticas) que le hace feliz hablar de sus orígenes, o sus supuestos orígenes. Yo no presumiría descender de un violador, asesino y asaltante. Pero él al hablar del tema se pone tan contento como su ancestro galés cuando asaltaba una nave española o violaba a una indígena. Me aclaró que Henry Morgan no era pirata, sino corsario, que tenía patente de corso de las autoridades británicas para atacar en especial a las naves españolas. Le dije que lo dejáramos en pirata Morgan para no entrar en detalles históricos. Me informó que su tatarabuelo murió a los 53 años y no en batalla sino porque era muy enfermizo. Y que al morir era Teniente Gobernador de la Isla de Jamaica, distinción que le dio la corona inglesa como reconocimiento a sus elevados servicios de estar fastidiando, saqueando o destruyendo naves enemigas del interés comercial y político de su patrón el Rey. Murió con el honroso título de Sir. 112


Henry intercala sus relatos pirateriles con la declamación de textos poéticos que dice son de su autoría. Y sí lo creo, por su cursilería. Su conversación es un caos, aunque no deja de ser divertida. Habla de piratas, se empina la bebida, suelta un intento de verso, se carcajea, avienta bocanadas de humo de la pipa que a cada rato se le apaga y vuelve a prender echando denso humo como locomotora de vapor, sorbe con estrépito de tarja al engullir un caldo de pierna de guajolote que él mismo preparó. Sin que nadie le pregunte presume la receta del guisado que en abundancia sirve en platos hondos: —Utiliza pierna de pavo, cócela en agua natural con un poco de cebolla, ponle garbanza, un diente de regular tamaño de ajo y hojitas de yerbabuena; sal al gusto. El secreto está en la yerbabuena. Aparte se prepara arroz blanco y lo bañas con el caldo y la carne. Se sirve al gusto aderezado con cilantro, chile serrano y cebolla morada. El monólogo, con su voz operística de bajo profundo, transita por el relato de sus ancestros, la presunción de sus poesías dedicadas a sus seres queridos y la cátedra culinaria. Bebe una y otra vez tarros de cerveza como si fuera agua. En momentos le escurre el líquido etílico por la comisura de los labios y se limpia con el dorso de la mano. O sea, sus modales no son nada refinados que digamos. Está como medio salvaje, por decirlo de manera suave, pero qué otra cosa podía esperarse de alguien que es pirata o cree serlo. Como que lo bajaron del cerro a tamborazos, o como que acaba de transportarse en una máquina del tiempo y viene de siglos atrás. —Estoy compilando toda la información que se requiere para escribir una gran novela sobre mi tatarabuelo. De hecho, ya tengo mucho material. —Oye Henry, recuerdo de mis lecturas en la escuela de Historia que el pirata Morgan existió más o menos en los años cincuenta del siglo XVII. Yo creo que ni siquiera sería tu tatarabuelo el pirata, no cuadra la cronología. Si calculamos dos generaciones por siglo habrían pasado no menos de siete. Entonces solo de chiripa eres Morgan, pero no necesariamente desciendes del pirata. —¡Soy un Morgan, carajo! Aunque en parte tienes razón, pero para ubicarme como un Morgan de prosapia digo que era mi tatarabuelo, no sé cómo se dice más atrás en la genealogía. Pero, mira, no me estés cuestionando con tarugadas. Mejor dime de dónde heredé esta habilidad… En ese preciso momento lanzó el cuchillo con el que picaba verduras y lo clavó a la distancia de unos quince metros en un árbol. En automático y como espontáneo 113


instinto de conservación tomé distancia del pirata moderno y entonces le noté una pavorosa expresión de enojo, misma que de inmediato como buen histrión tornó en una sonrisa fingida. Su relato se prolongó hasta que horas más tarde aburrido de conocer la vida y milagro de cientos de descendientes de Morgan, me retiré de la finca campestre situada en la ribera de la presa de Umécuaro, un vaso de agua que alimenta una pequeña hidroeléctrica y que obsequia pescados espinosos a los lugareños. También con esas aguas los campesinos riegan sus parcelas en las que para su autoconsumo cultivan maicito, frijol, calabaza y uno que otro árbol frutal. En el rancho casi todos se apellidan Rangel. Entonces me parece natural que en otro sitio distante haya cientos de Morgan. Con franqueza diré que en términos generales me agradó conocer a este individuo, aunque parece que come, desayuna y cena radio y televisión, no deja de hablar. Su verborrea al principio interesa, luego de dos horas taladra los oídos y de paso todos los sentidos, hasta la cabeza me empezaba a doler. Tal vez podría hablar sin parar toda la vida, solo haciendo pausas para comer, respirar, fumar e ir al baño. De retorno a la ciudad, ya empezaba a oscurecer, desparramé la mirada para ver el paisaje de la presa. Poco faltó para que el auto saliera del camino cuando vi un enorme velero con una bandera negra típica de los piratas: una calavera y dos tibias cruzadas. Frené el auto, me bajé contrariado y confundido, muy confundido, para corroborar lo que había visto y… ¡ya no estaba el barco! Si hubiera visto un ovni no me hubiera asustado e impresionado tanto. Regresé inmediatamente al encuentro de Morgan para contrastar dichos, hechos y espejismos. Ahí se le ve inamovible en su monólogo, tomando cerveza y aguardiente con avidez en cantidades industriales que podrían tumbar un elefante. —Tomo este marrascapache porque no hay más. Para la próxima que atraque en esta isla traeré un ron. Eso es lo que tomamos los descendientes de Henry Morgan, mi tatarabuelo. Traeré un ron jamaiquino, ni modo que no. Me retiré, en definitiva, no sin antes ver que el cuchillo en el árbol seguía ahí clavado, como testimonio o recordatorio de no sé qué. De nuevo dirigí la vista al lago y solo vi un campesino que echaba sus redes al agua con el ánimo de atrapar un pez con el que pudiera preparar un caldito que mitigara su hambre y la de su familia.

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Días después supe que la convivencia con el tal Morgan no terminó bien. Mejor dicho, terminó en desastre. Ya de noche, ebrio a más no poder, quiso abusar de una hija del anfitrión, además en sus bolsos le encontraron algunos objetos de escaso valor que se había robado, estuvo injuriando a todos los presentes, defecó cerca de la entrada principal de la casa, orinó por todos lados como perro que marca territorio, lanzó y encajó cuchillos en una mesa de fina madera, acabó con la escasa bebida que quedaba, gritó incoherencias y reía a carcajadas como poseído por el diablo. Antes que varios ofendidos lo echaran a la fuerza amenazó a todos con lanzarlos al mar para que fueran alimento de los tiburones. De sus ganas se hubiera quedado, pero no tuvo más remedio que perderse en la oscuridad del bosque dando tumbos y hablando cosas raras e ininteligibles. Me enteré de ese insospechado fin de fiesta, cuando el anfitrión me habló por teléfono para reclamar mi estupidez de invitar a un loco a la fiesta familiar. Por supuesto que no tuve nada que ver con la presencia del fulano. Jamás en la vida lo había visto antes. Se concluyó que nadie lo había invitado. La deducción natural es que un habilidoso colado había abusado de la buena fe de las familias. De los males el menor, se consoló alguien que consideró que aquél señor podría haber sido un asesino. Desde entonces, muy seguido viene a mi mente la imagen de haber visto una gran carabela, con siniestra bandera pirata en la pequeña presa de Umécuaro. ¡Quién sabe!

JUAN IRIARTE MÉNDEZ

México

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L

os búhos blancos del Parque de los Pinos de Montequinto, no bajaban de sus árboles a partir de las doce de la noche. El sonido chirriante de cerrojos oxidados clausurando la entrada al parque era la señal; la llamada.

Los guardias estaban nerviosos. Habían dejado allí el despojo humano del que

se alimentaba “aquello” y solo quedaba esperar a que amaneciera para que todo volviera a estar en orden. No había pasado ni media hora desde el cierre, cuando el graznido de los búhos alertaban de la orgía. Los pinos, impotentes ante la voracidad de la bestia, agitaban sus ramas con furia no por mucho tiempo, porque en pocos minutos, todo había terminado una noche más. La criatura volvió a su estado piramidal azul, volviéndose a posar en el punto señalado. Los búhos bajaron ahora más tranquilos de sus nidos en busca de algún erizo distraído, luego los guardias del parque limpiaron el escenario de la masacre y volvieron a sus casas. Germán, el vigilante, era más joven que su compañero Félix y vivía en un piso compartido en la Avenida Los Pinos. La amplia calle cuajada de tiendas de todo tipo, desembocaba en el parque. Desde la terraza del apartamento, se podía ver su arboleda. Esa noche, mientras dormía, la temida pirámide azul se posó en su cama. Jamás la había visto fuera del parque, solo acoplada a su base o en el peor de los casos en plena acción, pero siempre dentro del parque. Soñoliento aún, el guardia oyó ese zumbido demasiado conocido por desgracia para él y contempló la metamorfosis. No conseguía observarla sin temblar. La pirámide azul, fue desplegándose en multitud de pequeños triángulos de diferente color, llegando a formar una especie de criatura en forma de enano grotesco, con una gran boca, por la que hablaba con sonido metálico un dialecto andaluz de Dos Hermanas. Tengo hambre dijo con voz ortopédica, el enano metamorfoseado. A duras penas pudo Germán dirigir unas palabras al odioso visitante. Te hemos dejado el último viejo solitario que hemos encontrado. Cada vez es más difícil verlos por la calle, y las residencias de ancianos tienen fuertes medidas de seguridad. Me temo que vas a tener que irte a otra zona donde encuentres lo que

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necesitas respondió el joven guardia con más miedo que respeto. ¡No me puedo marchar todavía! replicó la “cosa”. Luego se replegó y desapareció. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, volvieron a encontrarse los guardias de seguridad del parque y empezaron la ronda. Anoche vino a mi casa, fue terrorífico, no he pasado más miedo en mi vida, ni siquiera el día que lo encontramos. Nunca antes lo había hecho, está hambriento. Su voracidad no tiene fin dijo Germán a su compañero. Tiene que marcharse ya contestó Félix. Hasta ahora no se ha notado nada. Los viejos no tenían familia. Pero yo no he encontrado ninguno más, Germán. El bicho nos tiene acorralados Félix. Si no hacemos lo que nos ha encargado, él no tiene problemas en presentarse en nuestra casa y absorber a uno de nuestra familia. Aunque no sea viejo. Lo extraño es que sobre todo absorbe los cerebros de los pobres desgraciados que le ofrecemos. Los hombres, visiblemente angustiados, recorrieron el barrio desde la carretera vieja de Dos Hermanas, pasando por el cortijo hasta la gasolinera y desde allí, a la calle Madre Paula Montal y alrededores. De vez en cuando cruzaban sus miradas y negaban con sus ojos. Creo, amigo Germán, que está llegando la hora de pagar por esto. Queramos o no, somos cómplices de esta atrocidad. Llegó de nuevo la hora de cerrar el parque de los Pinos. Entraron y fueron pidiendo al público, que eran sobre todo parejas de jóvenes, que fueran abandonando el lugar. Se quedaron solos y fueron echando uno a uno los cerrojos de las distintas cancelas de hierro. Los búhos estaban desorientados, no sabían qué hacer, si bajar o no mientras los guardias se preparaban para el sacrificio. El reloj deportivo de Félix marcaba las doce. Los corazones se podían oír en el silencio y los pinos mantenían la tensión en sus ramas. Permanecían inexplicablemente quietas. Se acercaron al emplazamiento triangular dónde descansaba la “cosa”, desde que había llegado. Era noche cerrada y se vieron obligados a encender las linternas. Allí estaba, en el mismo sitio. Mantenía su forma piramidal y comenzó a girar sobre sí 118


misma. Los guardias estaban desconcertados. El cubículo se iluminó de un color sin nombre y emitió un sonido metálico convertido en palabras, que decía: La información de la sabiduría humana ha sido completada. El gusano me devuelve a mi origen. Gracias. La pirámide azul desapareció. Los guardias nunca volvieron a ser los mismos. Desde entonces permanecen ingresados en un centro psiquiátrico de puertas abiertas pero se niegan a salir.

CARMEN GÓMEZ BARCELÓ

España

Twitter: @BarceloGomez Facebook: Carmen Gomez Barcelo

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L

a nave aterrizó en el desierto de Yeshimon. Después de que el polvo se asentara, el ser se hizo visible. Mediría metro y medio, su color era grisáceo, su piel rugosa como la de un lagarto, sus piernas gruesas y su cabeza prácticamente plana donde dos finas protuberancias se movían

inquietas. Tras un momento de duda empezó su camino en busca de Jesús; su hermano. El nazareno vio como la muchedumbre gritaba y tiraba piedras al extraño ser. Levantó la mano y todos enmudecieron. —¿Quién eres?— preguntó. El ser, que carecía de boca, habló con su mente, las palabras le llegaban nítidas. «Mira en tu corazón, lo sabes bien, soy tu hermano. El Padre me ha enviado a salvar un planeta a una distancia infinita de este, pero no he sido capaz de entregarle mi vida. El miedo ha superado a mi fe». Jesús no sabía qué hacer, por primera vez en su vida estaba confuso y perdido. Entonces observó que el cielo ennegrecía y las nubes se retorcían enfurecidas. Un rayo salió de las entrañas de las nubes y el ser venido de las estrellas quedó calcinado. El nazareno contempló el poder del Supremo y, tras rezar una oración por su hermano, prosiguió rumbo a su destino.

SALVADOR ESTEVE

España

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¡N

unca pensaste que un felino te llegara a excitar sexualmente! Te quedaste solo, sin familia ni pareja ni trabajo. Habías pasado unos años infernales, cuidando de tus padres sin prácticamente ayuda externa. Al ser el soltero, tus hermanos lo cargaron todo sobre tus espaldas. Te volviste histérico,

taciturno, antisocial y desconfiado. Desarrollaste el síndrome de Diógenes: almacenar objetos se convirtió en tu único pasatiempo. Las compras por Internet Gastaste prácticamente todos tus ahorros en esa adicción. Cuando acostabas a tus padres, te pegabas al ordenador y realizabas compulsivas compras por Internet. A la mañana siguiente, te llevabas las manos a la cabeza, por lo que habías hecho, pero el desorden psicológico ya se había apoderado de ti de un modo brutal. Estuviste a punto de despedir a la cuidadora que te ayudaba: le habías debido tantos meses que la mujer, desesperada, se había visto obligada a denunciarte por no tenerla contratada y retrasarte tanto en los pagos. Fuiste a juicio y, evidentemente, lo perdiste: el juez te impuso pagar lo que la debías, más una buena multa. Tuviste que ponerte a fregar escaleras. “¡Qué bajeza..!”, pensabas cada vez que cogías la fregona… La cuidadora, en el fondo, buena persona, continuó contigo por lástima. ¡Y cuánto me hiciste sufrir a mí, tu principal amigo, tu alma gemela de la infancia! Lástima que vivimos separados, lástima que no pude estar a tu lado para ayudarte in situ... Pero lo estuve telefónicamente y en las contadas ocasiones que pudimos reunirnos. El préstamo No me eches la culpa por no haber estado ahí presente cuando me necesitabas: sabes que podías haber contado conmigo en cualquier momento, pero tampoco pediste ayuda porque te podía el orgullo. ¿O es que no te presté dinero a interés cero cuando me lo rogaste? ¿O es que no te permití que me lo devolvieras en un año, cuando lo normal, en mi caso, siendo prestamista, hubiesen sido seis meses? Pero un año ya fue más que suficiente. Ahora, estoy convencido de que te debía haber cobrado un interés bancario… Soy demasiado bueno… Los negocios deben ser los negocios… No me merezco este martirio, amigo, no me merezco tantos reproches. Podía haberte dicho que no tenía cash en ese momento, que lo había prestado todo a las ecuatorianas… Pero no, arañé hasta el último céntimo y te lo dejé de buen grado. Te 123


lo tuve que recuperar al cabo de los doce meses, querido, porque lo necesitaba para una colombiana que sabes que me lo pagaba a un interés extraordinario. Mira, te lo vuelvo a repetir: el dinero es el dinero…. ¡Bastante hice ya por ti! Sí, sé que te amenacé duramente porque veía que te demorabas. Y lo volvería a hacer, si nos volviéramos a encontrar en la misma tesitura. Para que aprendieras a organizar mejor tu vida, para que te curaras de ese hábito tan pernicioso que adquiriste. No quisiste acudir al psiquiatra. Sé que no tenías fuerzas ni para eso… Pero te digo una cosa: cuando uno está mal y no soluciona su problema, es porque, en el fondo, no quiere porque en el poder de la mente está la solución. Es muy sencillo regodearse en las propias miserias. De modo que no te permito que me regañes NUNCA más, ¿entendido? Los gatos Y luego te diste a los gatos: dejaste de comprar objetos porque quebraste y tuviste que engancharte a otra cosa. Tus padres, cuasi moribundos y tú, metiendo felinos en la casa. ¿Pero qué te creías, la madre Teresa de los gatos…? Ya sé, ya sé que una buena pareja te hubiera salvado de muchas cosas. Lo sé de sobra porque, en aquella época, yo tampoco la tenía, pero… lo tuyo llegó demasiado lejos. Cuando adoptaste a Cuco, el gatito atigrado color naranja medio muerto, pensé que sería una buena solución a tu malogrado estado mental, pese a que tus padres no querían animales en casa. Le quisiste como a un hijo. Luego, llegó Tito, el gato negro arisco y odioso. Te duró medio año. Y entre medias, Aruqui, esa gata ratonera y asquerosa que aún, conservas. ¿Por qué tres animales? ¿No te había bastado con uno o, como mucho, dos? Posteriormente, llegó una batería de nuevos gatos, a los que mantenías dos o tres meses y luego, regalabas. ¡Ay…! ¡Cuando uno pierde la cabeza, qué difícil es recuperarla! Ni siquiera ya te interesaba conocer a chicas con las que mantener relaciones, aunque estas fueran esporádicas… Tu fijación por los gatos llegó al paroxismo. Primero, falleció tu padre, después de nueve años de un galopante alzheimer. Creo que, en ese momento, ni te enteraste: te habías tomado siete lexatines… Bueno, quizás, mejor así porque no hiciste ningún drama y es que a dramático no te gana nadie. Ni a neurótico, tampoco ¡Ay, qué personaje eres! Y seguías fregando como loco… ¿Es que no podías haber buscado un trabajo decente? Hijo, fregar es lo último. ¡Ya sé, ya sé que estabas fatal! Pero todo tiene un límite. Yo, antes que fregar escaleras, 124


pediría en el metro, fíjate lo que te digo, en el metro, pero no en cualquier línea, ¡eh!, en las más modernas, que allí los pasajeros tienen más guita… Anda, tío, pobre y, además, cutre. Tu madre se quedó sola contigo y la cuidadora… y con tres gatos en casa. ¡Cómo les cepillabas, cómo les acariciabas con morbo, como les dabas la vuelta y les rascabas la barriga! ¡Qué vídeos me enviabas! Eran vídeos cuasi pornográficos… Ponías una cara de obsesionado que daba miedo… A mí, cuando me enviabas esas cosas, más que miedo, me daba asco, fíjate lo que te digo, un asco que me llegaba desde lo más profundo de mis entrañas… ¡Llegaste a ronronear, incluso, llegaste a ponerte a cuatro patas y subirte al sillón con ellos. Incluso, abandonaste tu cama y te acurrucabas en el sofá junto a los animales. Dejaste de salir los fines de semana y hasta se te llegó a olvidar darle la cena a tu madre en no pocas ocasiones. Los gatos llegaron a serlo todo para ti. En uno de los vídeos, me mostraste cómo les forcejeabas a besarte y a acostarse contigo. Yo creo que te llegaron a coger mucho asco, pero te obedecían porque te temían. ¡Qué expresiones de psicópata tenías en esas imágenes, qué pose de tarado mental! No comprendo cómo pude continuar siendo tu amigo. Ahora te quiero hacer una pregunta, después de todos esos años de sufrimiento y locura, ahora que tu madre ya no está ni los gatos tampoco porque te deshiciste de ellos de la peor forma posible: tirándolos por la ventana (Murieron los tres…¡Pobrecitos!) ¿Por qué lo hiciste? Esa noche de luna llena y firmamento nítido los mininos encontraron su fin. No te molestes porque te pregunte lo siguiente, amigo. Si me respondes sinceramente, prometo hacerte otro préstamo, pero ahora, al quince por ciento. Ahora, ya tienes un trabajo normal y has salido del pozo. La pregunta es: “¿Llegaste a disfrutar sexualmente con ellos…?” El reencuentro Esa tarde, ambos amigos se reencontraron después de muchos años. Ambos habían envejecido. Sus miradas con los pliegues de los párpados denotaban tristeza. Se abrazaron con fuerza y, al mismo tiempo, cariño. Entraron en el viejo café que de adolescentes tantas tertulias habían compartido y pidieron dos gin tonics. Después de todo lo que, hacía ya un tiempo, se habían sincerado el uno con el otro, necesitaban mucho alcohol. ¿Pero cómo pudiste montártelo con los gatos…?

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Nunca lo podrás comprender: ni siquiera mi psiquiatra lo entendió. Me lo pedía el cuerpo en ese momento y lo hice; así de fácil.

IÑAKI FERRERAS

España

Facebook: Inaki.FerrerasRobles

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A

fuera era el silencio. Un silencio estridente que penetraba en los oídos como un puñado de flechas certeras. Era silencio, pero al mismo tiempo era sonido letal, en estado puro. Por momentos, el ruido del silencio se atenuaba hasta convertirse en

una marea turbia que penetraba en el cuarto y le producía una sensación de extraño desequilibrio. Él lo percibía desde el montón de escombros en el que había caído. Después de un largo desmayo, ahora meditaba en medio de una confusión que por momentos lo hundía en la desmemoria de lo sucedido. Afuera había sido el caos. Primero, el sonido agudo de los aviones que desgarraron el cielo de la tarde. Al instante, los misiles que quebraban la tierra y la llenaban de astillas incontables. Los estallidos. Los gritos de terror. La huida de la gente. Una catarata de llantos y pedidos de auxilio. Las sirenas… Otra vez las bombas. El ruido ensordecedor de las sirenas. Las ambulancias. Los socorristas en desesperada tarea. Los edificios pulverizados en infinitos desechos. El fuego indomable de los incendios. El apocalipsis… Salió con esfuerzo de la maraña de escombros que había sido su casa y ahora corría sin rumbo fijo. Se veía a sí mismo huyendo de todo y sin destino final. O sí, había un destino. La buscaba a ella. Se habían conocido unos meses antes en un concierto. La música que amaban los unió mientras el mundo todavía mostraba un orden aparentemente normal, aunque ya se percibían en el aire los presagios del horror. Salieron juntos varias veces, siempre a algún concierto. En el último encuentro gozaron con Vivaldi y Beethoven. A la salida del teatro, caminaron tomados de la mano hacia el puente que les devolvió la imagen serena del río al anochecer. En el agua que fluía silenciosa, el amor fundió en una sola sombra el reflejo de las dos siluetas… Los recuerdos se enturbiaron. Ahora, afuera era sobre todo el silencio. Solo de tanto en tanto, el ruido ensordecedor de algo que se derrumbaba, que acababa de morir. Más allá, el crujido lastimero de alguna viga que sacudía el viento. Después, otra vez la tenebrosa oquedad del silencio, la nada. Él tenía la extraña, terrible sensación de no hallar a nadie vivo en su huida. Nadie en las calles que ya no eran calles, sino un laberinto monstruoso de ruinas, cuerpos, ojos muertos, aterrados, fijos en un cielo cubierto por una espesa neblina gris. Ni un gemido. Ni un grito de vida. Ni un animal 128


errabundo. Ni un ave. Solo destrucción y muerte. Hierros retorcidos. Un viento gélido, escalofriante y artero. La atmósfera espesa, poblada de llamaradas que aquí y allá convertían a la ciudad en un infierno desolado. Se sintió perdido para siempre en un mundo que ya no era. Aturdido, no recordaba dónde vivía ella, o si lo recordaba, estaba seguro de que no podría llegar en medio de las ruinas de un planeta que imaginaba completamente devastado. Palpó sus bolsillos buscando el teléfono, pero no lo encontró. Aminoró de a poco la marcha, la frenética carrera hacia la salvación. El silencio opresivo volvió a taladrar sus oídos. Se echó por fin, vencido, entre los restos de lo que había sido una casa. Pensó en la muerte. Se imaginó buscando su propia muerte porque la soledad que lo cercaba le haría imposible existir. Y en ese preciso instante, la revelación. La música se elevó lentamente, salía de alguna parte como un último y único hálito de vida. La melodía buscaba el cielo que ahora viraba a un morado intenso, a un negro y un rojo dantescos. …Vive soñando el nuevo sol en que los hombres volverán a ser hermanos… Beethoven. “Himno de la Alegría”. Alguien acababa de hacer girar el disco y lo convocaba a vivir. Un frágil destello de luz se abrió paso entre las sombras del horror. Él sintió que lo encandilaba. O lo soñó. O lo deseó. Quizás todavía era posible recomenzar. La música le revelaba la presencia de alguien, de ella. Lo presentía con desesperación, en un temblor que lo recuperaba de la nada. No podía no ser ella… Se levantó de prisa y corrió hacia la esperanza.

LIDIA BOSCO

Argentina

Facebook: www.facebook.com/lidia.dellacasa

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E

l ex combatiente hace la venia sentado en una silla de ruedas mientras escucha la banda militar tocando una marcha. En su rostro se reflejan mil cosas, el orgullo de la herida que ostenta y que quizás le salvó la vida, aunque ahora deba exponerla y que los que lo conocen poco o

por gastarle una broma, le digan “Pata de palo” aunque esta media pierna sea metálica. El clarinete junto a la flauta dan alegría a la marcha, acompañados por la pandereta y el triángulo parecen decir: “Vamos todos a la batalla, vamos contentos, cantando Tiembla el enemigo al escuchar nuestra voz Tiembla la tierra al redoble de nuestros pasos Y el sonido ronco del trombón”. La banda sigue tocando, ahora le toca el turno al bombo, que con su ¡Boomm…booomm….boomm! asemeja el sonido del cañón y con él se redobla el paso y las voces de cientos de gargantas cantan un himno de batalla, que se expande por la llanura, rebota en las montañas y retumba en los valles. “Vamos todos a la batalla, que allá la gloria espera Tiembla el tirano que invade nuestras tierras Que ha osado pisar, profanar nuestras estepas Tiembla la tierra al redoble de nuestro paso Y el sonido ronco de nuestras voces”. De pronto la marcha baja el ritmo, se acallan las voces, en el horizonte el enemigo espera atrincherado. En la banda solo suenan los oboes y el redoblante en sonidos suaves sigilosos. Las miradas se esfuerzan para ver las caras, los ojos lanzan fuegos de desafío. El veterano hace la venia, por su cara corren lágrimas de recuerdo. Cada uno para sus adentros canta un himno para darse ánimo, para no pensar si en el choque con el enemigo será uno más de los caídos. “Ánimo soldado, la muerte es una sola y la gloria espera. De ti depende salvar la patria, así te cueste la vida. Allá a lo lejos reza por ti tu familia. Ánimo soldado, la patria clama por ti, tu vida es la ofrenda”. Al grito del capitán que encabeza las filas, todos saltan y los gritos se confunden con el estruendo de los cañones, de las armas que cantan una canción de muerte. El veterano en su silla hace la venia con una mano y con la otra cubre su cara para que no 131


vean que está llorando. En la banda suenan todos los instrumentos en una marcha ligera que va in crescendo. En las trincheras se confunden las voces de mando, con los gritos de los heridos, alguien llora asustado, a su lado algunos yacen callados. Al final una bandera se yergue en lo alto de la colina, han arriado la de los vencidos. En el campo de batalla se mezcla la sangre hermanando a los muertos, ellos ya no tienen patria, solo un pedazo de tierra y una cruz sin nombre en el campo de batalla. “Ánimo soldado, el sacrificio ha sido necesario. No lamentes la muerte de tus enemigos, llora a tus camaradas caídos. Prepárate para seguir, ha sido solo una batalla. Prepárate a seguir, la guerra debe continuar. Hasta que se firme la paz”. La banda redobla el ritmo y de golpe por orden del director para de tocar. Aplaude el público presente, el veterano en su silla deja de hacer la venia y un grito ronco sale espontáneo de su garganta. ¡Viva la Patria!

JULIO ALBERTO VILLARREAL GAVIRONDO

Uruguay

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S

oy el Doctor Aníbal Klein y ejercí la medicina durante casi cuarenta años. De los miles de pacientes que atendí en todos esos años, algunos casos han quedado en mi memoria marcados a fuego por las consecuencias que le ocasionarían a mi futuro y al resto de la sociedad.

María no podía quedar embarazada y José su marido era estéril. Ellos

deseaban tener hijos y como no lo conseguían se hundían en la resignación. Podrían haber adoptado alguno de los miles de chicos que pueblan los asilos, pero para ellos el más grande anhelo era el hijo propio. Desconfiaban de lo que otros pudiesen haber engendrado y por esta misma razón no aceptaban la fecundación con semen de donante ni estaban dispuestos a someterse a ningún otro tratamiento donde participara un tercero. Ellos eran personas normales; inteligentes y con proyectos de vida en común. Colaboraban con la comunidad, eran creyentes... y sin embargo no lograban concretar su sueño. Llevaban ya cinco años de casados cuando vinieron a verme y la tensión, los reproches, las dudas alojadas en sus mentes, los estaban alejando. José no aceptaba que los resultados de los exámenes que lo daban como infértil fueran correctos. Aún así, no querían separarse. Yo los comprendía y les propuse una solución. Solo había una forma de hacerlo pero estaba prohibida. Si alguien llegaba a enterarse del método utilizado José y María tendrían problemas y yo podría terminar en la cárcel. Pero la Medicina está para ayudar y yo había hecho el Juramento Hipocrático. Así que nos pusimos de acuerdo y en el más absoluto secreto me puse a trabajar. Tomé un óvulo de María, le quité el núcleo y lo fertilicé con una célula de su propia piel. Lo mantuve en observación el tiempo necesario para asegurarme que la activación se producía correctamente. Luego se lo introduje a ella en el útero para que terminara de desarrollarse normalmente. Para todo el mundo, esta sería una fecundación in-vitro más. Nueve meses más tarde nacía una hermosa niña. Todos los felicitaban: parientes, amigos, vecinos, se regocijaban al saber la noticia. La pareja a la que nadie daba por fructífera demostraba que sí podía engendrar hijos. Y ellos se sentían felices, aunque temían que alguien pudiera descubrir la verdad, sobre todo cuando algunos

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conocidos insistían en el parecido de ambas: “¡qué igualita a la madre que salió! ¿No será un clon?”. Y ellos sonreían y tragaban saliva. Tres años pasaron y la hija crecía sana y hermosa. Los parientes decían: “ya que demostraron que pueden concebir entonces ahora tienen que buscar el varón”. Nuevamente se planteaba el problema y si no lo intentaban, la gente podría sospechar. Por otra parte José seguía sintiéndose excluido del proceso y creía que debía demostrar de una vez y para siempre su virilidad. Quería propagar sus genes también, tenía derecho a hacerlo como todos los mortales. Los temores volvieron a la pareja y la duda de si habían obrado bien. Como fuese, ellos habían tomado una decisión una vez y por eso volvieron a mi consultorio. Yo los tranquilicé y les dije que los volvería a ayudar. Pero sería la última vez. Si alguien se daba cuenta estaríamos en problemas. Yo no estaba de acuerdo con esa prohibición absoluta de clonar seres humanos bajo cualquier circunstancia. Si los médicos hubiésemos respetado todas las leyes que nos limitaban a lo largo de la historia, jamás hubiésemos avanzado y continuaríamos aún en el oscurantismo. Así que tal como me lo pidió José, esta vez utilizamos una célula de él para fertilizar el óvulo de María previamente vaciado de su núcleo. De esta forma, el futuro hijo tendría solo material genético del padre. Así fue. Nació un hermoso varón de tres kilos, doscientos gramos con unas enormes ganas de vivir. Una vez más, parientes, amigos, vecinos los felicitaban. Y otra vez alguien señaló: “¡qué igualito al papá que salió, son dos gotas de agua, parecen clones!” y ambos padres asentían nerviosos. Mi gran problema surgió cuando sus amigos y conocidos intentaron averiguar el método del “maravilloso” doctor. Vinieron a verme una docena de parejas con diferentes problemas para concebir. Querían que yo los tratara de la misma manera que a José y a María. Yo utilicé diversas técnicas de fecundación in vitro hasta que con una de las parejas no había solución. Ellos me exigieron que los ayudara. Yo sé muy bien que usted los clonó me dijo la mujer en tono amenazante me lo contó María. Decidí volver a usar la técnica. No sé porqué lo hice, supongo que como ya había violado la ley dos veces no me quedaban más excusas para no volver a hacerlo.

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Como han de suponer la historia no terminó allí. Muy pronto se corrió la voz de que había un “médico clonador” y en poco tiempo tenía largas filas en mi consultorio esperando para que los clonara. Sucedió lo inevitable, alguien me denunció y a pesar de un buen abogado fui a parar a la cárcel y perdí el título para ejercer. Otros médicos también comenzaron a clonar humanos por diversos motivos. Al fin, frente a la realidad, se decidió levantar la prohibición, aunque solamente para los casos de esterilidad probada de los dos miembros de la pareja, cuando no había otros medios de procrear... De todos modos esto tampoco ha sido muy respetado, supongo. Ahora ya estoy viejo y no me arrepiento de lo que hice, porque sé que muchas parejas fueron felices gracias a mí. No me hice millonario no era esa mi intención y aunque nunca más pude volver a ejercer la medicina legalmente, siempre hay alguien que me consulta sobre distintos temas. Me siento satisfecho con el agradecimiento de la gente a la que ayudé. De José y María solo sé que aún están casados y que sus hijos adultos ya continúan su vida normal, aunque tanto el varón como la mujer parecen haber heredado la esterilidad de sus padres.

GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTE

Uruguay Blog: https://miscuentos17.blogspot.com

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-¿Y

? ¿Lo conseguiste? Preguntó impaciente, casi susurrando, procurando no alzar su gutural voz, al distinguir la silueta de su compañero avanzando entre la niebla. Sí. Acá está.

Con sus manos peludas y rugosas abrió la bolsa para dejar ver una cabeza que

aún conservaba parte de su humanidad. Me fijé bien. La última palabra es la misma que está en el cartel adelante de la casa. Apellido. Eso es el apellido. Quiere decir que son de la misma sangre. Ahora siéntate y acomoda la cabeza en tu regazo. Bien. Ahora abre la boca así y siempre tienes que humedecer la yema de tus dedos y frotar sobre los labios. No golpees, no queremos que grite. Solo frotar los labios muy suavemente para llamar. ¿Qué palabra dirá? ¿Y si llama a varios? No te preocupes. Siempre hay un preferido. A ese llamará primero. Lo aprenderás con la práctica. Sí, así. Continúa con ese ritmo pero un poco más suave. Lo estás haciendo bien. Humedece siempre las puntas de los dedos. Sacaré filo a los utensilios. Tú continúa así. Ni bien dicho esto, la cosa en el bosque comenzó a usar sus uñas de pómez para recuperar el corte en todas las hojas de metal y piedra que había traído en su bolsa. Una suave brisa refrescó la noche pero era algo más que eso, porque hacía callar a los animales del bosque y las mascotas agacharon sus cabezas. Se podía oír algo imperceptible, algo que hizo incomodar, transpirar y despertar a TOM al escuchar la voz de su padre muerto, como un susurro que proviene del bosque y no deja de pedir por él.

GERMÁN PAZ Y VADALÁ

Argentina

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R

esulta sorprendente. Vista desde el espacio la nave podría simular una ballena por su forma aerodinámica y su color; aunque es mucho más grande e infinitamente más rápida, claro. Y lo mejor de todo es que es mía. A lo largo de mi vida me he dedicado a muchas cosas, y no todas

buenas, lo reconozco, y ahora busco a unos desgraciados que me robaron; mientras, me dedico al transporte de mercancías a lo largo de la galaxia, las que sean mientras las paguen bien. Garantizo la entrega y no admito que me digan cómo hacer mi trabajo. Mi nave, mis reglas. Tengo la mejor nave y no soy barato, pues soy el mejor; y me conocen por Mercader. Y sí, sí tengo abuela. Aquel día las cosas me salieron mejor de lo que yo pensaba. Llegué al amanecer y amarré mi nave en el puerto espacial, en un remoto planeta de cuadrante Orth. Transportaba como carga unos peligrosos ejemplares: unas monstruosas criaturas, grandes como elefantes; unas gigantescas babosas de infinitos dientes punzantes y tentáculos como látigos repletos de afilados garfios emponzoñados. Saseks, las llaman; al parecer las utilizaban para las peleas ilegales que organizaban en aquel maloliente planeta. Pues bien, bajé al bar del puerto y ¡no os imagináis a quién me encontré allí!; exacto, a mi antiguo socio, sí, el mismo que, junto a algunos de sus esbirros, me robaron mi parte en nuestro último transporte; ¡el muy canalla! ¡Vaya, hombre!, ¿a quién tenemos aquí? le dije acercándome a su mesa. No sé si me había visto al entrar, pero no pareció sorprendido al verme. ¡Mi viejo amigo!, ¿qué haces por aquí, Mercader?... ¡Se te ve con buen aspecto!... Ven, tómate algo conmigo… por los viejos tiempos me dijo con un tono que me dieron ganas de ensartarle con mi rifle de plasma; pero me contuve, y fui al grano. Me debes veinte mil… amigo…, dámelos le respondí. Me miró en silencio unos segundos, con esa sonrisa suya de bicharraco engreído. ¿Qué son esta vez? me preguntó, señalando al puerto. No sé cómo pude contenerme, pero le contesté. Saseks. Cinco adultos. ¡Saseks!... pues no te arriendo las ganancias, la verdad. Yo perdí a tres de mis mejores hombres en la última cacería, y eso que solo se trataba de una cría me dijo 140


con una mueca exagerada. Yo trabajo solo, ya lo sabes; y déjate de rodeos y dame lo mío le respondí. Sí, lo sé, por eso lo digo y me guiñó un ojo con gesto malicioso; bien, tu ganas, pero no lo tengo ahora aquí. Lo tengo en mi nave, ya sabes, esa vieja chatarra de cuando trabajábamos juntos. ¡Y, por cierto! He visto tu nueva nave, ¡qué maravilla!, ¿dónde la conseguiste? No es asunto tuyo le espeté. ¡Vale, vale!, perdona; pero me gusta, me gusta mucho y el tono con que lo dijo me dejó escamado. Mi ex socio se levantó y salimos del bar. ¿Cómo sabes cuál es mi nave? le pregunté. ¡Oh!, ya sabes que yo me entero de todo lo que me puede interesar… y todo lo tuyo me interesa me respondió con sarcasmo. No te he preguntado eso le dije. Pura casualidad: acababa de enviar a mi segunda en el mando a cerrar unos acuerdos cuando te vi aterrizar esta mañana. Mira, ya hemos llegado, ¿la recuerdas? me respondió señalando a su vieja nave. Parece que le has dado un buen trajín. ¿Qué pegamento usas para que no se te haya hecho trizas? le dije sin poder evitar un tono de burla. Espérame, voy a por el dinero me dijo sin parecer haberme oído. Cinco minutos después regresó. Aquí lo tienes me dijo mostrándome una bolsa, pero, ¿no vas a tener el detalle de dejarme ver de cerca tu nave?, quizá sea esta la última vez que nos veamos; ¡anda, aunque solo sea por fuera! No debí hacerlo, lo sé, pero accedí. Mi nave estaba al otro lado del puerto. Ya está, mírala pero no la toques le dije cuando llegamos. ¡Impresionante, de veras! Será rápida, ¿verdad?, ¿cuánto? me preguntó. Lo suficiente le respondí a desgana. Y entonces… Bien, y ahora dame tus llaves y sal echando leches antes de que me arrepienta

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y te mate, ya te dije que me gustaba mucho me dijo apuntándome con su pistola bláster. Saqué del bolsillo el codificador de la nave y fui hacia él. Alargué la mano izquierda, para dárselo, pero con la derecha le di un puñetazo que le tiró al suelo. Entonces aproveché y salí corriendo mientras abría la compuerta lateral de la nave. Mi ex socio se levantó, salió corriendo tras de mí pisándome los talones y ambos entramos en la nave. Me escabullí por sus salas pero me alcanzó en una de las escaleras. Luchamos. Me tiró al suelo y yo le hice la zancadilla. Pugnamos por la pistola y esta cayó al piso de abajo y la perdimos de vista. Le golpeé y cayó al suelo. Pasé a la sala continua y cerré la puerta con seguro. Llegué a uno de los paneles auxiliares de control, sellé todas las puertas de la nave y me quedé mirándole por el ventanuco de la puerta. Cuando se dio cuenta de que estaba encerrado en aquella cámara de la bodega golpeó furioso la puerta. Entonces le mostré el codificador a través del cristal y, haciéndole un guiño, lo activé. A sus espaldas, una de las compuertas de la nave se abrió, y de ella salió uno de los saseks. Me resulta difícil describir el horror que sucedió a continuación: El monstruo chilló a un tono demencial, sus tentáculos restallaron, agarraron a mi ex socio, le levantaron y le sacudieron salvajemente infinidad de veces, y, finalmente, se lo comió en dos bocados. El suelo y las paredes se tiñeron de sangre. Y es que los saseks siempre tienen hambre; y, tras una buena comida mi ex socio pesaba sus buenos cien kilos, el monstruo regresó a su celda a descansar; ¿podéis imaginar una anaconda gigante tras un sabroso banquete?, pues parecido pero mucho más desagradable. Entonces aproveché y cerré la compuerta de su celda activando el panel de control. Luego abrí la puerta de la bodega y recogí del suelo la bolsa con el dinero: veinte mil. No tenía tiempo que perder: llamé al comprador de los saseks y quedamos a las afueras de la ciudad. Cuando aterricé, me estaban esperando. Sacaron de la nave las celdas con las babosas sanguinarias con ayuda de unas grúas y me pagaron. Cincuenta mil por cada una. Tardaron media hora. Entonces regresé a la sala de control, arranqué la nave y abandoné el planeta antes de que los esbirros de mi ex socio pudieran asociarme con la desaparición de su jefe. Sí, aquel día las cosas me salieron mejor de lo que yo pensaba, sin duda.

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LUIS J. GORÓSTEGUI

España

Twitter: http://www.twitter.com/ObservaParaiso Blog: https://observandoelparaiso.wordpress.com

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¿C

uánto tiempo ha pasado ya? ¿Cuánto más va a durar esto? No consigo despertar, sin importar cuántas veces me despierte. Hoy es mi entrevista laboral y no puedo llegar tarde, por eso puse esa alarma, la cual sonó al horario correspondiente. Sin embargo, un instante después de haberme incorporado en la

cama, la escuché sonando nuevamente, lo que me hizo abrir los ojos y descubrir que aún continuaba acostado. Naturalmente ignoré esto y me levanté. Escuché la alarma otra vez cuando entraba al baño, cosa que me obligó a abrir los ojos, acostado en mi cama, de nuevo. Recuerdo que, para la tercera ocasión, había logrado llegar al comedor antes de que esa alarma volviera a regresarme a mis sábanas. Claro, no es la primera vez que esto me ocurre. De hecho, no puedo recordar un solo despertar mío, desde que tengo uso de razón, que no haya sido así. Pero ahora es distinto. Para empezar, porque debo llegar temprano a mi entrevista; además de que parece que todo esto no va a llegar a una conclusión nunca. Creo recordar que fue en el séptimo intento cuando el peligro aumentó, cuando todo cambió repentinamente para peor, cuando desperté en el medio de aquel enorme puente flojo. Desconozco cuánto tiempo estuve parado ahí sin hacer nada pero, en cuanto di un paso, toda la enorme construcción se vino abajo, llevándome con ella. Mientras caía al vacío, aterrorizado, escuché de nuevo la alarma. Entonces abrí los ojos, encontrándome sobre un pequeño bote, en medio del océano. Mí desorientación y mi repentino mareo provocaron que hiciera tambalear aquella embarcación justo cuando la alarma volvió a sonar. Debido a eso no caí al agua, si no en un montón de arena, a la vez que despertaba en medio de lo que parecía ser un desierto. Desesperado, sin saber qué hacer, empecé a caminar. Luego de lo que parecieron horas de andar bajo ese sofocante calor, en un lugar completamente vacío (no se veían ni cactus siquiera, solo arena por todos lados), la alarma volvió a sacarme de donde estaba, arrojándome en esta espesa y lúgubre jungla 145


¿Cuándo va a acabarse todo esto? A pesar de los aterradores sonidos de fieras salvajes (creo yo) que estoy siendo capaz de oír alrededor mío, no voy a moverme de acá. La alarma está sonando ahora mismo, pero voy a seguir ignorándola. Ya no me importa mí estúpida entrevista, ni lo aterrador que es este lugar. No me pienso arriesgar a caer en un sitio todavía peor que este, no puedo resistirlo. Ojalá algún día pueda despertarme.

EDUARDO JAVIER BARRAGÁN

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/edu.barragan.77 Instagram: www.instagram.com/edu.escritornovato

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E

“La luz siempre es igual a otra luz. Luego cambió: de luz se convirtió en alba incierta, […] y la esperanza tuvo nueva luz.”

l recorrido va de la Estación Central al cementerio de la capital, allí el tranvía da la vuelta y regresa por el mismo lugar. Ese es todo el camino y las viudas, los niños, los viejos y algunos jóvenes románticos suben para llegar al final del recorrido, paradójicamente. Contadas

veces olvidan paquetes y ramos, ramitas y envoltorios en menor medida. El conductor usualmente tiene flores frescas a su disposición para adornar la carrocería del viejo vagón, el aroma del carromato siempre está bien, aunque el piso esté la mayor parte del tiempo sembrado de boletos marcados. Última parada. Anuncia el tipo que maneja la máquina y el simplismo implícito en esas palabras, el mismo que se destruye lentamente junto al pasar de las horas, que una a una se van agregando a una vasta mochila de humo, que oprime el pecho, se clava en mis entrañas. El dolor se vuelve insoportable, aprensivo, tengo que bajar, dejar mi asiento y bajar: alguien tiene que encender luces y tirar las viejas flores olvidadas. Disfruto de ese estado masoquista mientras veo el camposanto desde la esquina, camino hacia la entrada principal por la vereda, a la sombra del gran paredón; sin detenerme atravieso el gran portón, algo me envuelve ni bien doy los primeros pasos en su interior. Algunos dicen que es un lugar embrujado, que aquí el tiempo sucede de maneras extrañas, que los relojes se detienen o se atrasan, que los visitantes olvidan ciertas cuestiones como su nombre, el número de su casa o por donde está la salida. Aún así está lleno de gente que anda, que vive, no es un lugar te-ne-bro-so, no así como otros sitios similares que son oscuros y asustan, aquí hay luz y en las intersecciones de la calles hay pequeños puestos, como kioscos, donde la gente puede pedir flores, caramelos y dulces, para su comodidad o por si lo olvidaron. Ciertamente no es un cementerio cualquiera, ni es de esos desordenados con lápidas esparcidas por el suelo, es más bien como la cuadricula de una ciudad, una Necrópolis por definición. Me detengo porque me detienen ¿será por mi uniforme? Me corta el paso y alguien a quien nunca he visto antes me increpa: ¿Usted sabe quién soy? No, y... ¿Usted sabe a quién se está dirigiendo? Le digo sin perder el tiempo y me mira con aire extrañado contestando monosilábicamente 148


No. Bueno, eso nos pone en igualdad de condiciones, ahora, dígame, ¿en qué le puedo ayudar? Sonríe y me dice tímidamente: ¿Puede decirme dónde está la salida? Sí, claro. Le señalo el camino que tengo a mis espaldas. Siga esa vereda y cuando llegue a la pasarela principal, la verá a su izquierda. Ni bien termino de decir mis palabras, da un rodeo y endereza por las baldosas que antes pisé. También ocasionalmente olvidan decir gracias, no sé por qué. Desde donde estoy puedo ver como algunas personas llegan y van a pasear a su no tan distante destino; como la luz rojiza del atardecer se mete entre los recovecos que dejan las distintas edificaciones, bañándolas de colores pasteles, anaranjados, rojos, tenues amarillos, como una torta de cumpleaños hecha de ladrillos, adoquines y tejas, todo iluminado por una vela ardiente en el cielo. Es ordenado y tranquilo, las flores y los dulces con su olor inundan los pasillos y las escaleras de las construcciones, todas parejas, todas muy parecidas en sus características y disposiciones. Las tumbas por su parte lucen como puertas de pequeñas moradas que se enclaustran en las paredes pintadas, como en los edificios de departamentos uno puede leer al principio del pasillo por orden alfabético, quien ocupa cada lugar, aunque aquí no hay timbres porque las visitas siempre son esperadas. La gente se detiene delante de las puertas, disponen las flores y hablan con la piedra, con el mármol, con la madera y el bronce. Comen sus caramelos y por momentos se quedan callados, como si del otro lado hubiese una devolución de entre tantas palabras que ellos dicen. Pueden verse los nombres tallados/escritos/sublimados/grabados en las distintas superficies, nombres, fechas, epitafios, leyendas. El buzón es el lugar para las flores. La gente se sienta en un “tapete de bienvenida”, un cómodo almohadón. Pasan largo rato ahí. Este lugar es muy bonito, las cornisas cuentan con adornos de color verde, ornamentos que cuelgan, fijos, estáticos, calados en punta, a través de ellos se entra el sol y la luz artificial de las lámparas de las callejuelas empedradas. También poseen toldos que protegen de la lluvia y de otras inclemencias del tiempo las pequeñas entradas y los desprotegidos pasillos y así a lo que parecen tortas le crecen alas. He sido testigo de que por las noches hay un espectáculo de polillas brillantes que revolotean zumbando la luminaria. Algunas veces, sobre todo en verano, cuando

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ya no hay visitantes y las luces se apagan, cientos de luciérnagas dan un brillante espectáculo, como si los pequeños habitantes de esta singular ciudadela salieran de sus escondites, encontrándose para bailar una danza inquietante de almas ínfimas vagando por el espacio, efímeras lucecitas tenues que rebotan en el aire buscando donde reposar sus desconocidas intenciones. En un momento me acerqué a pedir flores ¿a quién no le gustan las flores?, con ellas me regalaron caramelos y panes glaseados, de anís y de canela. También me dijeron que tuviese buenas tardes y buenas noches. Sereno, desde este banco veo lo que sucede, las flores descansan a un costado y el dulce del glaseado empalaga mi boca. Veo como la gente se detiene, siguen, vuelven, van y se quedan un rato más, algunos saludan cuando los veo llegar con bolsitas y ramos de flores en las manos, casi siempre se ocupan de la limpieza y no dejan que las flores se pudran. ¿Han olido flores pudriéndose al sol? Podría jurar que a algo había venido a este lugar, supongo que este también es un trabajo.

FACUNDO MALDONADO

Argentina

Blog: https://maddummyblog.wordpress.com

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