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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5
NRO 48 — febrero 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE DEL PADRE AL HIJO VIDA PERFECTA
CELIA VÁZQUEZ MARTÍNEz 7 OSWALDO CASTRO ALFARo 11
DOS DÍAS DE PLAZO
LEONOR NIETO MUÑIz 14
LA CONFESIÓN DE ROMAN DÍA DE LOS DESAMORADOS NOCHE DE REYES MILAGRO ANA NO ESTÁ
VERÓNICA MIRANDa 18 GUSTAVO VIGNERa 23
MARINA GÓMEZ ALAIs 28
GRACIELA DE MARy 32
RUBéN VALIENTE DOMÍNGUEz 35
JEDEM DAS SEINE TU PLAYA
MARIO TORRES VALDIVIa 37 CARMEN TOMÁs 40
¿UN CUENTO DE HADAS?JOSÉ andrés GUERRERo 44 EN EL AEROPUERTO BEATRIZ OSORNIO MORALEs 48 CAM GIRL
GERARD KINg 51
SIETE DÍAS POR SEMANA CARLOS M. FEDERICi 55 JOVEN E INOCENTE
JUAN VELIs 61
EXPLORADORES DE SAG CARLOS ENRIQUE SALDÍVAr 73 DOS SEMANAS DESPUÉS DE TU CUMPLEAÑOS J.R.SPINOZa 76 DE VISITA
EDUARDO JAVIER BARRAGÁn 81
HISTORIA EN ROJO LIDIA BOSCo 85 LA ESQUINA DE LÓPEZ
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DIEGO GARCía 88
MANIFESTACIÓN ABIOGÉNESIS
JOSÉ A.GARCÍa 93 JORDANO GILl 96
LOS GORRIONES SON AZULES EN ALDUIR MORALEs 100 MIRADA
OSVALDO VILLALBa 106
LA MOCHILA LA SOSPECHA
YOLANDA Sa 111
MARÍA CRESCENCIA CAPALBo 117
VIEJOS CONOCIDOS ORDO VIRGINUM
ÁLVARO
AMALIA FUINo 121
DAMARIS GASSÓN PACHECo 123
LA MÚSICA MÁS HERMOSA DEL MUNDO germán PAZ Y VADALá 129 EL PATIO JULIO VILLARREAL GAVIRONDo 134 NUNCA LE CANTES UN BLUES
EDITH CARRIl 136
NO SERÁS DE NADIE JUAN SEBASTIÁN FERNÁNDEZ RAMÍREz 139 VENGANZA CLARA GONOROWSKy 144
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or qué elegí ser madre y no estrella de cine. Por qué decidí casarme en vez de hacer un voluntariado en Senegal. Por qué creí una buena idea hipotecarme y no vivir en un hotel. Este tipo de preguntas vienen a mi cabeza los días que me toca ver a mi hijo jugar al fútbol.
No es que sea el mejor, pero si quiere ser futbolista pienso apoyarle hasta el final. Mataría por verlo convertido en una estrella del Real Madrid. Me pondría una casa a mi nombre y otra para su padre. Me operaría la boca, la nariz y, por supuesto, los pechos. En cierta manera me lo debe. Allí va mi niño, allí, vamos, allí, vamos y gooooooooooool del equipo contrario. Después del partido le llevaré a comer pizza. No quiero que se desanime. Además, esta noche su padre y yo vamos a decirle que nos divorciamos, prefiero que esté de buen humor. Cuando lo han llamado al banquillo, ha mirado hacia mí con ese gesto suyo de elevar las cejas y abrir mucho los ojos como un cervatillo asustado. Me recuerda a su padre la primera vez que me invitó a salir. Le dije que no. Ojalá se hubiese quedado ahí, pero se le ocurrió apuntarse a mi clase de gimnasia rítmica. Apareció con mallas, se hizo el serio y a mí me entró la risa. Sabía que Grease era mi película favorita y la referencia me pareció romántica. Hoy hubiese pensado que era un gilipollas o un acosador, pero en aquellos tiempos yo me reía con todo… o con todos. Imaginaba que la vida consistía en enamorarse. Como si por amar te dieran algo a cambio: una carrera universitaria o descuentos en el supermercado. Salir con él fue divertido: ir a cenar, las pellas en el instituto, los magreos a la salida, subirme al coche de su amigo para dar vueltas por la ciudad… Nunca sospeché que los dientes se nos volverían amarillos, las carnes flácidas, y cambiaría soñar con viajar por Europa a soñar con que su madre no quiera venir de vacaciones en verano. El niño no deja de girarse hacia mí. No sé qué quiere. Por lo general, de los partidos se ocupa su padre, pero hoy es un día especial. Aprovecho que su entrenador se gira de espaldas a la grada para hacerle gestos a mi hijo con la mano. Le señalo la calva del hombre y me llevo el dedo a la sien. —Está loco— digo de forma exagerada. Quiero que se sienta seguro. Durante la cena, le contaré que a su padre lo echaron de cinco trabajos antes de conseguir el
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que tiene, que se trata de probar y fallar y volver a intentarlo. Aunque siempre me siento una hipócrita cuando hago eso. No puedo decirle que su padre tiene facilidad para escurrir el bulto y, además, para hacerlo con alevosía. En el penúltimo trabajo aguantó año y medio sin ir por las tardes. Si tenemos en cuenta que era una oficina con siete personas trabajando de sol a sol, se puede considerar un récord. Tampoco puedo decirle que hasta que no llevábamos dos años casados, yo tampoco me di cuenta de quién lo hacía todo en casa. Es verdad que las cosas le iban mejor y contrató a otra persona para ayudarme durante el embarazo. No le echo eso en cara. Mi padre nunca ayudó en casa y yo me peleaba con mis hermanas por quitarle los zapatos cuando regresaba del trabajo. El marcador anota 3-2: parece que remontan. A mi hijo, en el deporte, le falta pasión. Le falta ser como yo, que siempre fui una gran deportista. Podía haber llegado muy lejos, si hubiese visto las cosas con claridad. En aquel momento estaba dispuesta a saltarme los entrenamientos, a pelearme con mis profesores, por pasar una tarde con su padre. Le grito al entrenador que deje jugar a mi hijo, quedan diez minutos de partido y casi no le ha dejado participar. Ha debido de oírme porque el niño está de nuevo en el campo. A veces me cuesta creer que esa persona en miniatura que corre hacia un balón, haya estado dentro de mí. Se haya alimentado de mí. El día que me enteré que estaba embarazada pensé que se acabarían los problemas entre su padre y yo: el niño nos haría felices. Yo no sé qué pensaba mi marido en aquel momento, pero ahora el divorcio le ha sentado regular. Tiene ese defecto: no ve las cosas venir. La otra noche quiso hacer el amor y me tuve que enfadar. Le recordé que habíamos acabado y que si aún no me había ido era por el niño. Por él y porque el alquiler está carísimo. Yo podría vivir en cualquier sitio, creo, pero mi niño no. Cuando lo tuve por primera vez en mis brazos, le prometí hacerlo todo por y para él. Solo espero que nunca me decepcione. Físicamente se parece a su padre, me da rabia, pero lo asumo. Al menos ha sacado su porte, su pelo denso y su sonrisa, sobre todo, su sonrisa. Eso sí, la personalidad es la mía. Este niño es un diamante en bruto y yo me voy a encargar de pulirlo. Ese es mi niño. Vamos ahí, vamos, cariño, vamos, vamos, vamos, goooooooool en propia
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puerta.
CELIA VÁZQUEZ MARTÍNEZ España
Instagram: https://www.instagram.com/tanaka_mae/
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L
a nube del perfume me envolvió. Frente a una escultura vanguardista, sin ver nítidamente porque estoy casi ciego, sentí que el piso de la galería se deslizó hacia el costado. El aroma misterioso se ensañó con mis sentidos y aceleró el ritmo de mi corazón
septuagenario. Aspiré hondamente como si fuera la fragancia adolescente del primer amor y recuperé la ecuanimidad. Cerré los párpados para imaginar el escenario lleno de luces, colores y formas precisas. Cuando los abrí al cabo de unos segundos, la realidad visual de mis últimos meses me cacheteó como siempre. Percibí sombras difuminadas mezcladas en la tiniebla que antecede mis pasos. Miré de reojo y descubrí la huella olfativa. La seguí disimuladamente y se detuvo a diez metros de mí. Le pertenecía a una mujer que leía la información pegada al pie de un cuadro surrealista. Súbitamente dejó la lectura y su mirada se clavó en la montura de mis anteojos. Vi que le costó trabajo iniciar la marcha para dirigirse hacia donde me encontraba. La ligera desobediencia de su pierna izquierda tradujo que arrastraba alguna secuela médica. Se paró junto a mí para terminar de sonrojarme con la claridad de su sonrisa. Parado como una estaca y sin saber cómo reaccionar, afronté el enigma de su presencia. A mi rescate vino mi hija con dos copas de vino blanco. Se dio cuenta de nuestra turbación y nos las ofreció. El otoño de la vida nos unió y el destino llevó nuestros pasos hacia el final del camino. Lo iniciado hace una década se consolidó en el tiempo y descubrimos que éramos una mezcla indisoluble. ¿Por qué las paralelas de nuestra existencia decidieron tocarse a esa edad? Nunca quisimos averiguarlo. Como estuvo predestinada, mi mala visión fue galopante y ancló para solo servirme en lo básico; para lo demás siempre necesité su ayuda. Por su lado, ella padecía una enfermedad neurológica despiadada. El deterioro muscular, primero la pérdida de fuerza en los miembros inferiores y finalmente la parálisis fue inutilizándola hasta el extremo de confinarla a un armatoste de ruedas metálicas. De común acuerdo yo fui la fuerza impulsora y ella la luz para no caer en los obstáculos de las calles. Los paseos por parques, cinemas y teatros fueron el punto de encuentro para dos enamorados que se las arreglaron para ser felices y no rehuir
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de los placeres cotidianos. La música, lectura y televisión nos encontró con los mismos gustos y avanzamos hasta la decisión de morir juntos. Esa fue nuestra gran preocupación y para la cual estuvimos preparados. Las limitaciones físicas sirvieron para darle la vuelta de tuerca a la vida. Semejándonos un tercer riñón, cada uno se puso al otro sobre los hombros y con maña e inteligencia miramos de reojo a las situaciones impredecibles. La complicidad aprendida y el fino arte del disimulo burlaron las apariencias. Con abrazos cariñosos, palabras dulces y eximia tolerancia, el derrotero se facilitó para esperar la muerte. El final del trayecto nunca nos preocupó. Llegar al punto sospechado, ese que no permite el retorno y que se aguarda con escepticismo, fue fácil. La única duda era si uno iba a continuación del otro. El déficit neurológico se ha acentuado y ella partirá primero. Está en coma, postrada en nuestro lecho. Es cuestión de minutos. Sentado a su costado le cojo la mano tibia para despedirla. La respiración se le hace trabajosa y sé que pronto exhalará el último suspiro. Me quedo dormido escuchando la debilidad de sus pulmones. Despierto y ella está a mi lado. Me acaricia los cabellos y la veo con absoluta claridad. Es más hermosa de lo imaginado. Compruebo la belleza del marrón caramelo de sus ojos y los labios soñados son tan reales como la tersura de su piel. Me incorporo y abandono mi cuerpo. Nos estremecemos en el abrazo olvidado, aspiramos nuestros perfumes y dejamos la habitación. Somos felices, ¿saben por qué? Porque los fantasmas caminamos y vemos perfectamente.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
Facebook: Oswaldo Castro
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“T
engo dos días de plazo, después será la ruina para mí y para mi familia” pensó Sergio mientras entraba al Casino como tantas veces, prometiéndose que sería la última. Aquel lugar lo transformaba. La atmósfera del ambiente,
la música suave instrumental, la iluminación de las arañas de bronce cuyas pantallas daban un tinte rosado al salón, todo lo subyugaba. Cumplió con todos los rituales previos: el vodka con jugo de naranja que bebía en la barra, la recorrida por las mesas. Finalmente se dirigió a una de ellas exhibiendo una auténtica seguridad y confianza. Su adicción al juego le había costado seis meses de separación de su esposa e hijos. Luego ella lo había perdonado creyendo en sus promesas de abandonar el juego, que logró cumplir por unas semanas. Luego recayó, pero logró ocultárselo a Luana: obtuvo permiso en su trabajo para salir media hora antes para unas sesiones de fisioterapia a las que nunca asistió, tomaba un taxi hasta el casino, jugaba una hora y salía a tiempo para tomar otro taxi y llegar a recoger a los chicos a la salida de la escuela. Así logró que su esposa volviera a confiar en él. Por eso cuando empezó la mala racha, para ocultar sus deudas de juego comenzó a extraer dinero de la Agencia de Viajes. Los primeros meses le fue fácil cubrir sus retiros con lo que ganaba en el juego, pero luego la situación se le escapó de las manos. Comenzó a perder en forma reiterada y a sacar más y más dinero de la Agencia, ahora en dos días sería el balance y no tenía como cubrir el faltante de dinero. Apostó con prudencia al principio para probar su suerte y vio que esta lo acompañaba, en dos horas logró reunir más de la mitad de la suma que necesitaba. Se retiró contrariado, pero debía volver a su casa a la hora en que su mujer llamaría desde el balneario donde se había ido con los niños y donde él se les uniría el viernes después de mediodía. Al día siguiente y a la misma hora volvió al Casino repitiendo los mismos pasos que el día anterior. Probó suerte en dos mesas, en la primera no le fue bien, pero en la segunda comenzó a ganar y en ella se quedó. Dos horas después había perdido todo.
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“Esta es la solución para evitar la cárcel”, pensó ya en su casa con el revólver en la mano, pero se requería valor para disparar y Sergio no lo tenía. Imaginó a Luana dándole la noticia a sus hijos. ¿Qué les diría? ¿Les diría la verdad? ¿Era mejor para todos afrontar el escándalo con él vivo o muerto? Si vivía, tal vez sus hijos lo perdonaran y seguirían teniendo un padre. Guardó el arma en el último cajón de la cómoda nuevamente. “No te engañes” se dijo a sí mismo, “no disparas porque te falta valor, no para que los chicos continúen teniendo un padre”. El viernes salió para la Agencia temprano, trabajarían hasta mediodía cuando entregarían al estudio contable toda la documentación necesaria para el Balance. Cuando llegó vio a sus compañeros afuera y las puertas cerradas. Nadie sabía los motivos y circulaban diversos rumores entre los empleados. De un vehículo bajó Amanda, la secretaria, con Juan uno de los hermanos Segovia, dueños de la Agencia, y otros dos hombres que entraron en la Agencia. Juan Segovia se paró en la puerta e impidió el ingreso de sus empleados. —La agencia se mantendrá cerrada por unos días. Vayan a sus casas y esperen que los convoquemos —dijo y entrando, cerró las puertas. Entre comentarios los empleados se dispersaron y Sergio volvió a su casa sin hablar con nadie. “No pueden haber descubierto ya el faltante”, pensó. Se reunió en la casa de la playa con su familia y regresaron el domingo por la tarde. En la edición dominical del informativo vieron por televisión la noticia mientras cenaban: José Segovia había vaciado la Agencia y su hermano Juan lo había denunciado el día viernes. El sábado de noche las autoridades intentaron detenerlo en la frontera y José en su fuga —en forma accidental o voluntaria— había estrellado su automóvil contra una columna del alumbrado falleciendo en el acto. Luana se desesperó: ¡Pobre familia! Estaba casado y tenía dos hijos pequeños, los conocí en la última fiesta de fin de año. ¿Qué pasará con la Agencia? ¿Y los trabajadores? Sergio guardó silencio. Se limitó a decir “Nunca lo habría imaginado” y se
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fue al dormitorio pretextando dolor de cabeza. Ahora era un desempleado, víctima de un empresario deshonesto que finalmente resultó muerto. Podría por fin dormir una noche en paz. Después, pensaría en el futuro.
LEONOR NIETO MUÑIZ
Uruguay
Facebook: Leonor Nieto
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...A
hora, haré referencia al día en que llegué a la gloriosa Ciudad de México. Fue al final del año de 1879, venía huyendo de la pobreza de París, de los años de posguerra después del triunfo del imperio alemán. No
haré referencia a los medios de los que me valí para abandonar mi patria, puedo decir que mi apetito y mi sed de gloria, de triunfo, me salvaron la vida. Abandoné el liceo a temprana edad, pero eso no me alejó de las ciencias, las cuales aprendí por mis propios medios y experiencia; esa ciencia a la que otros, ignorantemente, llaman “charlatenería”. Aprendí el español desde pequeño, por tanto, no me fue difícil comunicarme desde el principio; además puedo decir con sumo orgullo que hasta llegué a participar en la redacción de columna del periódico más importante de la época. En México el periodismo no es una profesión, pero sí se tiene que pertenecer a la más sacra élite de escritores, trovadores, siempre aferrados a alguna idea, e incluso dispuestos a —con su pluma y tinta— disparar contra personajes de la vida política y social mexicana. Mis letras dieron cabida a una columna de ciencia e investigación. Ejercí entonces otra de mis pasiones, la cura alquímica del dolor, en específico el de muelas, y me convertí en el médico que toda una nación raquítica y enferma necesitaba. Las consultas las llevaba a cabo en La Plaza del Seminario, a un costado de la catedral. Era mucha la gente que acudía y poco a poco me convertí en el consentido de todos aquellos. ¿Cuántas muelas pude sacar en un año? Usted mismo puede hacer la cuenta a razón de trescientas muelas por día; pero eso no era todo, curaba lo mismo la sordera que la constipación, y con una de mis infusiones podía curar también de la esterilidad a las féminas, e incluso la histeria que volvía locos a más de un matrimonio decente, así como a una que otra “señorita” de abolengo. Por las mañanas atendía de forma gratuita, lo hacía por el placer de “practicar”, y a la vez de ofrecer una especie de paga al gobierno del Distrito Federal. Por las tardes, después de las dos, mi práctica se convertía en profesión remunerada. Ante mí tuve las bocas de toda la ciudad, sus muelas eran mías, sus dolores, sus secretos más allá de la ropa íntima. Con lo que había ahorrado el primer año, envié a un ayudante a traer un par de vibradores que me
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hacían falta para curar la histeria. Por las noches, poco antes de las siete, me dirigía acompañado de mi servidumbre a tomar el último barco de vapor que hacía escala en el canal de Santa Anita y de ahí partíamos a nuestra casa ubicada en las inmediaciones de San Ángel, al sur de la ciudad. Puedo decir que merecía un monumento, en lugar de este calabozo, pero el gobierno laico y masón no estaba apto para mi ciencia y, empero que sus males fueron combatidos por mi “alquimia”, no fueron capaces de discernir que mi propuesta médica era —es— revolucionaria. Fui testigo de muchas historias más infames que las mías. Me llamaron de muchas formas, y mi nombre pasará a la historia de este país como un adjetivo peyorativo, lo sé, porque entre mis otros dones, también puedo decir que soy prestidigitador y adivino. Aquí comienza la historia de mi caída y del por qué las horas de vida están contadas, a pesar de que la pena capital no existe en este país, y usted Reverendo Vadillo, reciba mi verdad sobre lo que aconteció en aquel año de 1888. Tome nota por favor. Yo, Roman P. Mazur, de origen franco suizo, a la edad de 32 años y en pleno uso de mis facultades mentales, me declaro inocente del dolo que se me imputa, más no del uso científico que de mis experimentos dieron objeto a tal infamia. La tradición alquímica se basa en experimentos básicos, y los nuevos descubrimientos nos han permitido extender la esperanza de vida más allá de la que el Dios que ustedes nombran les permite hacerlo. Entendí que los nuevos inventos traídos a estas tierras eran necesarios, así también mi hipótesis de prolongar los años o, en su defecto, de resucitar a los muertos. Mi técnica ha provocado el repudio de la comunidad científica y el enojo de ustedes los servidores del señor, pero le puedo asegurar que muchas personas de la alta sociedad mexicana me deben su permanencia en el poder o el ascenso. Y es que, viniendo de la guerra, le puedo asegurar que no hay miseria alguna que me pueda parecer nefasta, ninguna mi señor, ni siquiera el acto de engullir carne humana para prolongar la vida, pero sobre todo para alcanzar la vida eterna. Todos ellos comieron de sí mismos, no he cometido crimen alguno, ¿mi acto impuro es el alimento de nuestro mismo cuerpo?, si el mismo Cristo proclamó ante el repudio de sus apóstoles, “Yo soy el
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pan vivo que bajó del cielo. Si alguien come de este pan, vivirá para siempre. De hecho, el pan que yo voy a entregar para que el mundo viva es mi carne”. Pues bien, yo no soy Cristo y no ofrezco mi carne, pero descubrí a través de la ciencia que todo aquello que nos duele, que nos lastima, una vez extirpado de nuestro cuerpo, puede ser convertido en una infusión que es capaz de curar cualquier enfermedad, y con ello, extender la vida en la más absoluta certeza de saber que ningún mal podrá aquejar a ningún ser humano. He de confesar que, para llegar a este país, usé del poder de mis manos y mi mandíbula furiosa, fue así que descubrí el secreto que ahora le revelo. Transformé la carne de mis pacientes, cuando extraje una muela, me llevaba la carne de las encías; cuando hurgué en los pliegues vaginales de una dama, me llevé el útero, y no más de un refinado político me pidió que le castrara, para que con sus testículos pudiera crear la poción que lo haría eterno. Dentro de muy poco, usted podrá ser testigo de cambios importantes en esta nación, verá subir a los barcos a gente que no regresará y que construirá nueva vida en la Europa que me vio nacer, así son ellos, los ricos, los poderosos, los que a usted y a mí nos ponen en el lugar que quieren. Lo que yo hago no es un delito, insisto, he encontrado la piedra filosofal de la juventud, la gloria y la vida eterna, ¡Era tan claro el mensaje! El tabú que nos condena a comer la carne humana no es otra cosa que la represión de los estúpidos que se asquean de su propia mierda cuando defecan. Le diré que no me arrepiento, que lo que ahora me condena algún día los hará libres; lo que yo hago es ciencia y en nombre de ella, y de la carne de Cristo, me declaro inocente. Obviamente Monsieur Mazur, sabemos que usted es “inocente”, y de hecho está usted recluido en esta galera a petición de nuestro insigne Presidente Porfirio Díaz, no ponga cara de sorpresa, de hecho él no lo está traicionando, al contrario, le agradece sus consejos y sugerencias de cambios culinarios, tan es así que dispuso que usted pase a ser parte de la próxima cena que conmemora el natalicio de nuestro mandatario. Él asegura que su abolengo y carne blanca le proporcionarán el toque europeo que necesita…
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VERÓNICA MIRANDA
México
Facebook: Verónica Miranda Maldoror https://es-la.facebook.com/veronicamirandamaldoror/
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-¿E
ugenia? Escuché una voz familiar a mis espaldas mientras mi esposo Carlos, fuera de sí, discutía con la encargada del restorán porque no tenía registrada nuestra reserva. Era el día de San Valentín, y como hace ya un millón
de años, Carlos reserva en el más caro de los restoranes de Puerto Madero para homenajearme, o tal vez para cumplir conmigo como lo hace de costumbre. Giré mi cabeza con cierto temor. Algo interior me decía que no debía prestarle atención a esa llamada. Antes de terminar de mirarlo a los ojos repitió: —¿Eugenia? Me di cuenta de que era él. El hombre que había quedado dando vueltas como una calesita en mi cabeza desde aquel amor de primavera ya hacía veintipico de años. El “pico” lo dejo en suspenso para no delatar mi edad, que seguro estarás calculando. Era Roberto, el coordinador del viaje a Bariloche de nuestra promoción del colegio María Auxiliadora. Asentí con la cabeza y dibujé una mueca que parecía ser una sonrisa en mi boca recién pintada. —¡Hola Roberto! ¿Cómo estás, tanto tiempo? —atiné a decir, mientras pispeaba sobre mi hombro cómo Carlos matizaba el papelón que había iniciado al conformarlo con la asignación de la mesa que siempre ocupamos para estas ocasiones. Junto a Roberto había un grupo de gente. En el momento no pude darme cuenta de si estaba solo o acompañado. Me despedí, le di un beso en la mejilla y salí corriendo tras Carlos, que ya se estaba dirigiendo, junto al maître, a nuestra mesa. Al sentarnos nos sirvieron una copa de champán como bienvenida, para compensar el mal rato que habíamos pasado. Yo, erguida como con un periscopio en la espalda, trataba de identificar dónde ubicarían a Roberto y quién lo acompañaba. Con Carlos la cosa no está mal, pero ni fu ni fa, ni blanco ni negro. Tenemos dos hijos y un perro. Cualquiera diría que somos una familia feliz, pero
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no. Él me cuida como si yo fuera una Barbie dentro de una campanita de cristal. No sé si la rutina, el aburrimiento, o la vida misma han hecho que el amor se haya marchitado y mi alma se haya llenado de hastío. Algo así como que el amor había pasado directamente del horno al freezer, sin escalas. Mientras mirábamos la carta para elegir la cena mi mente no paraba de mandar imágenes de cuando fuimos a Bariloche, aquel viaje, aquellos desayunos tremendos, y él siempre ahí, muy cerca de mí, mirándome, cuidándome, diciéndome algo lindo, y yo perdidamente enamorada de un chico que, para mi edad, ya era un hombre. Pude ver donde lo ubicaron. No estaba a más de cuatro mesas de donde estábamos mi esposo y yo. Roberto podía verme a mí, como yo a él, perfectamente. Estaba con una rubia alta. Mi corazón empezó a latir a un ritmo acelerado. Tenía taquicardia. Nada había cambiado en Robert, se lo veía más maduro, obviamente, un tanto canoso, con una barbita de dos días que lo hacía mucho más sexy. De pronto levantó su increíble mirada hacia donde nosotros estábamos y me sonrió. Esa sonrisa me mató. Yo también le sonreí, pero con vergüenza. Fue como cuando me encontraron robándole los bombones a mi abuela Julia. Carlos pidió un bife de chorizo a caballo, para no perder la costumbre. Yo estaba inapetente, se me había cerrado el estómago y solo quería ver el rostro de la rubia que lo acompañaba, que estaba de espaldas a mí. Pedí una Waldorf, por pedir algo. Me acordé de cuando me tomó de la mano aquella primera vez en el bosque de los Arrayanes, cuando quise saltar por un pequeño arroyito y él no quería que me mojara. Volví a mirar hacia su mesa. Él seguía ahí, con su mirada firme y su sonrisa imborrable. Nos trajeron los platos y Carlos, como siempre, tomó un pedacito de pan y me lo dio como si fuera Jesucristo en la última cena, diciéndome: —Te ama verdaderamente quien te ofrece un pancito para que mojes en su huevo frito. Yo quise cortarme, en ese mismo instante, los huevos que no tengo, con la
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servilleta. La rubia parecía ser una mujer elegante, con mucha presencia, pero no veía que hablara mucho. Él seguía atento a nuestra mesa. Muchas de mis amigas ya se habían separado, la mayoría, pero yo me la venía bancando. No veía que ninguna de ellas fuera más feliz que yo. Algunas disfrutaban de la libertad, de salir un día con un tipo, otro día con otro, y otras estaban deseosas de encontrar un compañero. Yo les aconsejaba y les sugería que se compraran un perro, o quizás un gato, si la compañía era el problema. Al parecer, según la opinión unánime de todas, el amor es más parecido a las gaseosas que al vino. El vino, cuanto más tiempo pasa, se pone mejor, en cambio las gaseosas pierden la efervescencia y se vuelven intomables. Al momento de los postres inmortalicé aquella última noche del viaje en la que habíamos hecho el amor apasionadamente a pesar del mandato familiar y las tormentosas charlas que por años nos habían inculcado las monjas del colegio. Recordé también que Claudia, mi mejor amiga, me había contado una historia donde todas las personas nacen con un hilo rojo que sale desde el corazón y que las une a otra persona que sin importar donde esté y sin importar qué pase con sus vidas ese hilo iba a hacer que ellas se encontraran y no pudieran volver a separarse. Yo me toqué el pecho y sentí que ese hilo imaginario salía de él y me estaba uniendo a Robert. Recuerdo la vuelta en el micro de Bariloche a Buenos Aires, cuando una guacha envidiosa me contó que Robert era casado. Las vacaciones, el viaje, el mundo y la vida se habían terminado para mí en ese instante. Todas cantaban y se reían y yo no paré de llorar ni un kilómetro de todo ese largo viaje. No lo vi más hasta la noche del restorán. De pronto la flaca que lo acompañaba se levantó. Intuí que iba al baño, yo dejé la cucharita y salí como tiro a su encuentro. Necesitaba conocerla, necesitaba saber quién era la mujer que lo acompañaba en la vida y lo hacía feliz. Ya las dos frente al espejo pude verla en detalle, centímetro a centímetro. ¡Era tan joven! Como yo en aquella época cuando le había entregado todo por amor incondicional. Era preciosa, ninguna arruga, y tenía todo en su lugar. Yo no estoy nada mal, pero la ley de gravedad hace estragos hasta en las supermodelos. Bajé la cabeza y volví a mi mesa como perro con la cola
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entre las patas. Debía seguir resignándome a festejar el estúpido día de los enamorados. Carlos pidió la cuenta, dejó el diez por ciento de propina a los mozos como siempre y salimos a la calle a esperar que el valet parking nos trajera el Audi. A los pocos minutos Robert y la chica salieron también. Robert le dio el ticket del auto al muchacho. Carlos recordó que después de todo lo que había bebido no era mala idea hacer una pasada por el baño antes de irnos y volvió al local. Robert se me acercó con su sonrisa —que ya no me parecía tan hermosa— y me dijo: —Euge, te presento a mi hija. —Mucho gusto —le respondí, extendiéndole la mano y dándole un beso. Mi autoestima subió un par de escalones, lo juro. —¿Y tu mujer? —fue mi pregunta obligada, de buena chusma que soy. —Ella falleció hace tres años, una desgracia que no podemos superar. Noté que los ojos de la chica brillaban, no sé si por el reflejo de las luces de los autos o por alguna lágrima que no se animaba a brotar. Carlos, atolondrado como siempre, salió corriendo. El Audi ya estaba esperando. Yo le di un beso en la mejilla a Roberto con toda el alma y la pasión que podía expresar en ese difícil momento. Luego le tomé la mano a la muchacha, le di dos besos y le pregunté: —¿Cómo te llamas? Y ella me respondió: —Eugenia.
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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etractarse es arrepentirse tarde e intentar borrar lo que se dijo o lo que se hizo. Pretender que otro acepte la opción de otorgar una segunda oportunidad. La mayor parte de las veces, el daño es irreparable y no es cuestión
de voluntades. Era víspera de reyes. El calor de enero se había instalado con la pegajosa intención de quedarse vaya a saber por cuánto tiempo. No alcanzaban las aspas de los ventiladores por enloquecidas que giraran, ya que lo único que conseguían era remover aire tórrido. Cada casa parecía tener como huésped un enorme dragón de aliento espeso, rugiendo en la puerta de entrada. No se podía respirar, los chicos se ponían pesados, los adultos perdían la paciencia con rapidez y las advertencias de bofetada inminente venían asociadas a la amenaza de ausencia de Reyes Magos en la madrugada. Bien pensado por parte de los mayores, encontrando así la única manera efectiva de detener la exaltación de un grupo de chiquilines vandálicos que pululaban por cada rincón, sin siquiera respetar la siesta de los abuelos. “Si los Reyes Magos solo le dejaron incienso y mirra al niño Jesús, ¿por qué a ustedes deberían regalarles juguetes, que no hacen otra cosa más que portarse como el culo?”. Esa era la frase de cabecera del padre, al que su presupuesto ajustado lo ponía especialmente rebelde con las tradiciones que solo favorecían los bolsillos de la industria juguetera. Resultaba gracioso que jamás coincidieran los pedidos de las cartas que los hijos escribían minuciosamente, repletos de ilusión, con lo que encontraban en sus zapatos cada 6 de enero. “Se hace lo que se puede…”, decía la madre a sus vecinas, totalmente desolada. Cada día de Reyes le recordaba un pasado de mayor esplendor y lamentaba no darles a sus hijos lo que ella había recibido en su niñez de abundancia. La pasión, los ojos azules y el bigote a lo Clark Gable de su marido, le habían enmarañado la mente en el momento de decidir y con cuatro hijos a cuestas ya no estaba a tiempo de arrepentirse de su elección. Como todos los años, al caer la tarde, cuando el sol dejaba de arañar la piel con sus rayos incandescentes, salían en busca de pasto para los camellos. Esa tarea los mantenía entretenidos un buen rato y la casa quedaba en silencio. Todos se
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sentían felices y aliviados hasta la hora de la cena. Cuqui, la mayor de los hijos, tenía trece años. Hacía tiempo que conocía la verdad, pero le había prometido a su madre no revelar el misterio a sus hermanos. Caminaba por esa incierta cornisa de la niñez lindante con el precipicio de la adolescencia y, tras los pasos de su madre, un par de ojos azules ya le cegaban el juicio. Todo momento y cualquier excusa resultaban válidos para encontrarse con su enamorado y no desperdiciaría esa oportunidad preciosa, de modo que dejó a los chicos en el parque llenando sus bolsas con yuyos y se escabulló para tener el único regalo de Reyes que deseaba: robarle un beso a su galán. Los barrios, antes, tenían esa dinámica de pueblo chico, no existía manera de evitar cruzarse con algún conocido a la vuelta de la esquina, pero las hormonas revolucionarias no le permitieron ser previsora. Así fue como la tía Marta la pescó enroscada como hiedra al cuello del noviecito. Sin decir “¡agua va!”, corrió con el cuento a su madre, más por chismosa que por protectora. Mientras la madre, olvidando los zaguanes que habían sido testigos de tanto apretujón furtivo en su adolescencia, sermoneaba a la hija; la chica buscaba rehenes para iniciar una negociación. “¡Yo no te crié para que te convirtieras en una mocosa atorranta! Ahora vas a ver cuando le diga a tu papá.”, gritó fuera de sí. Cuqui, disparó con lo que más podía asustarla: “Si le decís a papá, yo les cuento a mis hermanos que los Reyes Magos son los padres”. Ninguna estaba dispuesta a ceder. Nunca hay que pelear cuando la sensación térmica asciende a los cuarenta y dos grados Celsius. Nada bueno puede resultar, no se piensa con claridad. Nadie debería correr detrás de un par de ojos azules ni bajo la influencia de la ira. En ninguno de los casos se toman buenas decisiones. Al unísono, espetaron sendas declaraciones. Las mandíbulas de todos los varones de la casa cayeron hasta el suelo. El padre no concebía cómo su hija andaba franeleando como una calentona si todavía era una criatura. Los hermanos no entendían cómo los padres se las arreglaban para conseguir camellos todos los años que comieran el pasto y tomaran el agua y,
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menos todavía, podían creer que su padre tacaño les comprara los juguetes. De pronto, se desató una tormenta de viento. Al cabo de dos horas, bajó la temperatura y cada uno se fue a dormir acompañado por una tristeza distinta. La madre pensó que se había marcado el final de la infancia de sus cuatro hijos. El padre pensó que debía buscar a ese muchacho y cagarlo a trompadas, pero después cambió de idea al recordar que tenía tres hijos varones y, en breve, estarían del otro lado del mostrador. Los tres chicos solo pensaban que, por la mañana, sus zapatos estarían vacíos. Cuqui lloraba desconsoladamente, pensando en esos ojos azules prohibidos. Los abuelos, como habían dormido la siesta, quedaron levantados hasta tarde y, recién después de repartir los regalos arriba de los zapatos, se fueron a acostar pensando que lo único que necesitaba la familia era una segunda oportunidad. Aquella noche de Reyes cerraron los ojos con la esperanza de que, por la mañana, se les concediera el milagro.
MARINA GÓMEZ ALAIS Argentina
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on Juan, príncipe de León, cavilaba de noche por el camino de ronda en la parte más alta del castillo. La muerte de su tercera esposa, doña Urraca de Astorga y Ávila, no lo tomó por sorpresa. La muchacha de ojillos de aceituna y piel macilenta
parió una niña prematura y no sobrevivió. La hija nació muerta, con la sangre débil cuajada de antiguos blasones nobles. Por eso don Juan miraba desde la muralla, con infinito pesar, la gran cruz que mandó levantar en el lugar donde los moros habían sacrificado, cuando el sitio largo, al único heredero suyo que había superado la niñez. La luna clareaba las rocas. El río que penosamente se abría paso en la meseta, no ofrecía una gran defensa contra la soberbia caballería de Al Andalus. Al oeste, la eterna amenaza portuguesa, y al norte el mármol infranqueable de los Pirineos. Don Juan necesitaba consolidar su reino. Decidió orar más allá de sus defensas. Salió del castillo por la puerta sur y ordenó que nadie lo siguiera. Fue descendiendo con seguridad, conocía cada piedra, cada sendero hasta llegar al mojón donde su hijo había sido martirizado. Se hincó a rezar con tal devoción que de pronto el cielo se iluminó. Ningún mortal había visto antes semejante luz. Una voz imperiosa le llegó desde lo alto: —¡Aproveche las ofertas de navidad! ¡Precios súper bajos! ¡Maximax lo conoce y siempre le da más! Don Juan oyó el llamado celestial pero no lo entendió y por unos momentos no se animó a levantar la cabeza. —¡Milagro! —gritó al fin. Ayelén, la repositora del supermercado, estaba remarcando los productos en la góndola de las bebidas. Se dio vuelta al escuchar la voz recia del hombre. —¡Ay, me asustaste! ¿Estás ensayando, no? Porque a esta hora casi no hay clientes. ¿Es el disfraz de Rey Mago? Te faltan los camellos, amigo. Todo bien igual. A mí me gusta más Papá Noel, no sé, es como más copado. Los reyes me parecen todos unos ortibas. —La mujer, robusta y de unos treinta y cinco años, hablaba mientras seguía haciendo su trabajo. Tenía rapada la mitad inferior de la cabeza. El cabello negro y abundante de la parte superior estaba prolijamente recogido. En el hueco de la
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nuca, lucía una cruz con una rosa en el medio. El tatuaje le había costado medio sueldo. El príncipe, que había dejado de aferrarse a la empuñadura de plata de su espada, se persignó al ver la imagen. Se puso de pie y dio un rodeo. Se ubicó frente a la chica y sin apartar los ojos negros del botón desprendido de la camisa con el logo de Maximax, se presentó con una gran reverencia. —Don Juan, príncipe de León, Duque de Burgos, Conde de Valladolid, Señor de… —¡Cortala! —A sus pies. Ella, estimulada por una repentina excitación, le tendió la mano y con voz temblorosa dijo: —Ayelén… de Villa Maipú. La luz del amanecer los fue guiando hasta la puerta sur. Los guardias, extrañados, vieron entrar a su señor y a una mujer de raro peinado embozada con la capa del príncipe. Al mes siguiente, el jefe de personal del supermercado le envió a la repositora una carta documento por abandono de tareas. Jamás recibió contestación.
GRACIELA DE MARY
Argentina
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odo ha terminado y ha sido como tenía que ser. Ha pasado el mismo día que a Jesús de la Rosa le han puesto una placa conmemorativa en el portal de la casa donde nació, y por la noche están celebrando un concierto en su honor. Hoy podrían haber
encontrado a un poeta de la ciudad muerto, en una bañera, bajo el puente de la Barqueta, que tampoco habría significado nada. Una mosca lo persiguió por toda la calle Feria y no se la pudo quitar de encima hasta que empezó a correr. Hay una cuerda. Y el cuerpo de ella se mece en el aire por el viento que entra por la ventana. A ninguna de aquellas tribus de la Alameda que bailaban alrededor de su verdad, y de botellas de cerveza, ni a la señora que había dejado de ver a Juan y Medio un rato para asomarse a su ventana de barrotes oxidados, ni siquiera a ninguno de esos bustos sin nombre que caminan por ahí, ni a los fantasmas que se esconden tras la persiana metálica de la droguería de Amor de Dios, les ha importado lo más mínimo. Algunos se le han quedado mirando al pasar a su lado, pero solo eso. Para ellos no ha significado nada en absoluto. Cuando la ventana de la cocina y la del cuarto están abiertas, la corriente de aire cierra y abre la puerta de la habitación. Las zapatillas de andar por casa están debajo de ella, delante de la silla volcada, puestas la una junto a la otra como los zapatos del hombre invisible. Amigo, ¿la hotel Alfonso Dose?, le preguntó un tipo que daba pena. Después consiguió entenderle algo así como que era su primera vez en Sevilla porque sus padres eran muy protectores y no había salido de Bélgica hasta los cincuenta y tres años. Después de eso llamó la madre. El ojo medio abierto, iluminado por la luz de las farolas de la calle, brilla en la oscuridad. Se escuchan los golpes de la puerta de la habitación y los ecos del concierto tributo a Triana. ¿A quién tiene que importarle lo que haya pasado aquí dentro? Todo ha terminado y Emilio se pregunta si, ayudarla y esperar, ha sido lo mejor.
RUBÉN VALIENTE DOMÍNGUEZ
España
Twitter: https://twitter.com/rubvaliente
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a antes hubo amenazas contra el hotel y nunca sucedió nada. Esta vez la despertaron los gritos que provenían del pasillo. Rápidamente se levantó de la cama y miró a la puerta en un intento de atravesar la madera con los ojos para saber lo que
sucedía. Solo pudo ver el humo entrando por el piso. Aún atontada por el sueño interrumpido cogió su abrigo, se lo puso encima del pijama y calzó lo primero que sus pies tocaron. Salió a averiguar qué era todo eso y antes que un enorme bostezo blanco la envolviera, inhaló lo que pudo de aire, tratando de avanzar hacia lo que ella creía era la salida. Intentaba dar pasos seguros en medio de aquel limbo blanquecino, pero los empellones de la gente se lo impedían. Cada embate era un golpe inesperado, tuvo que caminar tanteando el espacio con las manos, buscando desesperada el pequeño pasaje a la derecha que le conduciría a la salida. Se pegó a la pared y bosquejó un mapa mental, “dos habitaciones y de ahí la salida”, pensó. El oxígeno en los pulmones se le acababa y dudó al tantear la pared. La primera puerta estaba cerrada, en la otra casi cae al piso, la habían dejado entreabierta en la huída. Aferrándose a sus cálculos buscó el tercer hueco. Avanzó unos metros y lo encontró, palpó el umbral y sintió la esquina sin marco, era la salida. Ahora la escalera a la izquierda. Ya no oye voces ni la atropellan, cree estar sola. Cruza el pasadizo resuelta a encontrar la baranda, cuando la punta de sus zapatos se topa con algo blando que emite un gemido: «¡Ayúdeme por favor, creo que me rompí el tobillo!», se lamenta una voz de hombre desde el suelo, «¡Deme el brazo!», le pide la mujer manoteando, «¡Apóyese en mí, vamos a tratar de salir!». El hombre se le encarama como puede, «¡Dios la bendiga!», le dice, pero ella no lo oye bien. Empiezan a bajar las escaleras. Piso a piso la fatiga precipitaba un posible final. Las fuerzas no le obedecen y sus piernas se doblegan al cansancio. Piensa en una buena ráfaga de aire que la sorprenda, siente los ojos irritados y cree estar dando vueltas en el mismo lugar. El hombre trata de ayudar, jadeante, pero estorba la labor. Un último esfuerzo por bajar un nivel más. En su mente el aire lo es todo. Algo blando trabado en sus pies casi hizo que fuera a dar al suelo, un bulto que no
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obtiene ayuda; de repente, el humo que asciende se torna brillante. «¡Luz!», regurgita la mujer al borde de la asfixia. Llegan al último descanso, ya no le importa tragar humo, llegan al primer piso, al igual que arriba no logra oír a nadie, un rectángulo luminoso señala la salida, alarga los pasos y ya puede ver algo, gente tirada en el suelo, un hilo de aire la anima y logran atravesar la salida devorando frenéticamente una respiración tras otra. En la calle mucha gente es retenida y subida a la fuerza en camiones que parten a toda velocidad por la avenida. No solamente el hotel sino todos los edificios aledaños vomitan humareda sin fuego visible. El hombre, sosteniéndose como puede de la blonda cabellera de la mujer, al fin se desploma. Antes de que llegue al piso lo sostiene, mirando a todos lados desesperada. «¡Auxilio!», grita tosiendo, débil, a un grupo de uniformados que se felicitan por la operación. Apenas la mujer pide ayuda a la brigada que contempla con satisfacción la calle, tres de sus integrantes saltan del camión donde cargan gente y le arrebatan al hombre que se le resbala de los brazos, lo llevan al suelo a patadas y no paran de molerlo. La mujer, atónita, repara en el rostro del hombre que acaba de salvar y también emprende a patadas contra él.
MARIO TORRES VALDIVIA
Perú
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ecidiste llevar este tipo de vida contemplativa, no exenta de trabajo, por supuesto, al fin y al cabo no naciste heredera ni encontraste la fórmula para hacerte con un patrimonio que te eximiese de dedicar un buen puñado de horas a ganarte el
sustento. Pero el trabajo te gusta, te permite oír ese compás de olas infinitas, ese susurro que te acuna, te acaricia, tu música preferida. En otra reencarnación debiste ser una habitante de la mítica Atlántida porque sin la presencia del mar sencillamente te ahogas. Definitivamente fue una idea magnífica adquirir el chiringuito playero cuando los bancos aún concedían prestamos hasta a los perros, poco antes de que todo se viniese abajo. Sin embargo, tus clientes cada verano gastan más, seguramente fueron los únicos beneficiarios de aquel artífice. Ya basta, te obligaste a dejar de pensar, te instalaste en este pedazo de costa para olvidar, así que no vas a consentir que te inquieten más las injusticias, harás que se desvanezcan zambulléndote en la cadencia oceánica. Lo primero que percibes al abrir el bar es ese olor, mejor dicho, ese perfume que te llega desde mar adentro. Entra en tus fosas nasales cargado de sal, te invade y te hace sentir a salvo. Ordenas las botellas, los vasos, el sol se refleja en el vidrio y lo torna oro. Te permites caminar descalza, notas cada grano de arena en la planta de tus pies, el masaje te acompaña mientras hundes las mesas y las sillas plegables en la playa movediza. La clientela tardará en llegar, sin duda es el mejor momento del día. Miras al horizonte, hay demasiadas lanchas, si fuesen barcas de pescadores no sería grave pero se trata de los coches marinos de los que se han montado un parking en cada cala. No importa, el azul se impone y además aún se recorta la silueta de algún hombre con su caña. Qué pacientes, tanto tiempo plantados, si apenas pescan, quizás están ahí por lo mismo que tú, quieren ser uno con cuanto les rodea, admirar cada ola iluminada, sentir como el agua espumosa rompe en sus piernas. Un grupo de jóvenes se aproxima. Es extraño que acudan tan pronto. Son dos chicos y tres chicas, llevan guitarras a la espalda, te encantaría que las tocasen, sería delicioso. A veces contratas grupos locales por la noche, son un buen reclamo y los disfrutas enormemente. Los tiempos han cambiado tanto, ahora se emparejan
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como quieren esos jóvenes, ver a dos chicas abrazadas no escandaliza a nadie. Últimamente ellas hablan mucho sobre el daño que nos ha hecho a las mujeres el patriarcado. En ocasiones te resultan repetitivas, como si se hubiesen aprendido de memoria el panfleto. Pero está bien, te parece bien, en tu juventud actuaste siguiendo esos referentes que ellas critican y reconoces que tomaste pocas decisiones por tu cuenta. El grupo de jóvenes se sienta en la mesa más alejada y te pide casi al unísono café con leche. La leche también ha cambiado mucho, sin lactosa, de arroz, de soja, almendrada, la lista es interminable. Estás de suerte, pese a ser temprano se les ve animados, vas a poder escucharlos, siempre se te dio bien atender con disimulo. Pasas repetidamente la bayeta por las mesas circundantes para entender lo que dicen. Algo no va bien, solo hablan ellos, cada vez que alguna de las tres chicas intenta intervenir le hacen ver lo muy equivocada que está y después la ilustran con argumentos de andar por casa. Frotas con más fuerza las sillas y aprietas los dientes. Uno de los dos listos se lanza a aseverar que el renacimiento italiano fue posible gracias a una gran crisis económica, el hambre y las penurias, según el doctor en la materia, obligó a los desposeídos a agudizar el ingenio. El otro tipo, también de inteligencia superior, asegura que en el sur de Italia existe un pueblo donde las casas culminan en techos con forma de pezón, esas casas-pecho, según dice, fueron construidas por los aztecas, como las mujeres ostentaban el poder, se elevan hacía la diosa solar. Lo suelta y se queda tan ancho. Las chicas hace rato que no comentan nada, se limitan a fumar y a mirar hacia abajo. Te habías jurado no volver a entrometerte pero esto es demasiado, te supera, no logras contenerte. Le arrojas la bayeta empapada al filósofo de los pezones. Amigo, inventiva no te falta. Afirmar que los aztecas estuvieron alguna vez en el sur de Italia es una barbaridad tan inmensa como lo de los tejados en forma de pezón. La civilización azteca no era matriarcal, no lo fue jamás y menos aún invadió Europa. En cuanto a ti, si a ti, no me mires así. ¿Qué el renacimiento lo inventaron los mendigos? Bastante tenían con sobrevivir para dedicarse a pensar
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en otra cosa. De verdad que nunca había escuchado tantas tonterías. No tenéis vergüenza. Anda, fuera de aquí, iros a contaminar otra playa con vuestras mentiras. Te miran espantados, no les das elección, o se largan o se largan. Titubean, recogen sus guitarras enfundas y se marchan despacio, con su falsa seguridad entre las piernas van tropezando con algún que otro obstáculo inexistente. Antes de desaparecer de tu vista, las tres chicas se dan la vuelta y te sonríen. Su sonrisa obra el milagro de devolverte el gran día que habías comenzado.
CARMEN TOMÁS
España
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-¿D
e qué te habló la abuela esta vez? le preguntó su madre cuando la vio subirse al auto con una sonrisa de oreja a oreja. Me contó una historia increíble, mami. De Lutheia me imagino, ¿no?
Sí, es increíble todo lo que me dijo. Me habló de un árbol mágico, un árbol que tenía una carita muy simpática, con unos ojos grandes y verdes y una boca que le servía para hablar y decir cosas muy bonitas. Ese árbol se llamaba Saubol, y se encontraba en lo alto de una colina, y al ladito tenía un río bastante chiquito que bajaba de unas montañitas que había muy, muy lejos, y desembocaba en el mar. ¡Pero eso no es todo, ma! Me contó que el valle encantado en el que se encontraba Saubol era uno de los más bonitos de Lutheia, ahí siempre hay luciérnagas por las noches, que iluminan los grandes bosques de abedules. ¿Sabías que los abedules son árboles? Sí, sabía, ¿por qué? Porque yo le tuve que preguntar porque no sabía lo que eran. Bueno, mirá, mami, son árboles gigantescos, por lo que me dijo la abu, y muy bonitos, sobre todo muy bonitos. Me dijo que dentro de los bosques del valle encantado hay todo tipo de criaturas mágicas y hermosas, por ejemplo las hadas. ¿Hadas como la de Peter Pan? ¡Sí! ¡Como Campanita! No sabés, me contó que las hadas de Lutheia recorren todos los bosques encantados, y se reúnen para cantar y jugar, y hacer muchas cosas divertidas. También me contó que algunas se animan a adentrarse en ciudades o aldeas por las noches para ayudar a los niños que pasan frío en las calles. Ah, pero no me quiero ir por las ramas, mami, todavía no te conté que hay lugares que están mucho más lejos del valle encantado de Saubol, que tienen personitas muy interesantes. ¿Qué personitas, Lu? Bueno, personitas que son distintas a nosotros. ¿Sí? ¿En qué sentido?
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Bueno, por empezar hay personitas que son elfos, que tienen sus ciudades en grandes bosques. Mientras que hay otros que son mucho más chiquitos que los elfos, que habitan montañas, como los gnomos y los enanos. ¿No son lo mismo? Por lo que me dijo la abu, no, son bastante diferentes, por más que les guste construir sus ciudades en el interior de las montañas. Otra cosa que me dijo es que son los mejores constructores de Lutheia, por más que sean chiquitos. ¡Ah! También me habló de unas personitas mitad humano mitad animal. Algo así como un hombre lobo, ¿no? Sí, pero creo que me dijo que tenían otro nombre, hmmm… ahora no me lo acuerdo la verdad. Pero estas personitas mitad animal de las que te hablo, tienen colonias en distintas regiones, hay algunas que están en el norte, en ese continente que tiene mucho hielo pegado a la tierra. ¿Cómo si fueran glaciares? Sí, como el Perito Moreno, pero mucho, muchísimo más grande. Esas personitas mitad animal son mitad morsa o mitad tortuga, porque tienen los cuerpos muy bien desarrollados para no pasar frío. Qué interesante, che, y le contaste cómo te fue en la escuela. Por favor, mami, no me interrumpas que me vas a hacer olvidar de todo lo que me contó la abuela. ¡Ah! No sabés, ma, también me habló de un territorio que está lleno de cristales, pero no cristales chiquitos, te hablo de unos cristales enormes. ¿Y eso dónde queda? Porque tu abuela nunca me habló de un lugar así cuando yo tenía tu edad y me contaba los cuentos de Lutheia. ¿Te acordás de esos desiertos de arenas rojas? Bueno, mucho más arriba, o al norte. Se dice al norte a algo que está más arriba, ¿no? Sí, así que al norte, ¿eh? Eso se lo inventó hace poco me imagino. ¿Cómo que se lo inventó? Estamos hablando de Lutheia, che, todas esas historias que escribió tu
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abuela son parte de mi infancia como la tuya, y son un cuento de hadas. No, mami, para mí que la abuela nos mintió a las dos, ¿sabés? Para mí que ella se conoce de memoria esos lugares y esas personitas de las que nos habló porque alguna vez fue a parar a Lutheia. ¿Vos crees? Yo creo que sí, ¿vos no? Hmmm… siempre tuve esa sospecha le sonrió a su hija para seguirle la corriente y cuando vio no demasiado lejos una sucursal de Mostaza no dudó en decir. ¿Tenés hambre? Porque podemos hacer una paradita a buscar una hamburguesa. Sí, tengo mucha, muchísima hambre. ¡Ah! Y no sabés, ma, la abu también me contó muchas otras cosas, una de las bonitas fue cuando…
JOSÉ ANDRÉS GUERRERO
Argentina
Página WEB: https://los52golpes.com/2020/autor/jose-a-guerrero Twitter:@JosAGuerrero12 Instagram :@josaguerrero12 Facebook:https://www.facebook.com/JoseGuerrero25
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veces fatiga estar presa del levitar de las cosas, suspenso sin caída, sin ascenso, pendiente de un hilo que nadie alcanza o distingue entre las fibras del espacio. Comparado con esta sensación, el espacio es limitado, corto para
un paseo, para un viaje o el arribo de un avión sin pasajeros, lleno de gente desconocida, no por falta de aeropuerto, el aeropuerto está, aunque es nomás otra estación del viento. Los pasillos abarrotados de gente con gabardinas y maletas pequeñas para un viaje corto, son la muestra de que los extranjeros no vienen a este lugar. Todos los vuelos son domésticos. Este armario también pende inconcluso, allí frente a la otra cómoda de las muñecas sin cuerpo, los objetos perdidos, con sus seis cajones cerrados y sus cerraduras abiertas, dispuestas todo el tiempo por descomposición. Alguien había perdido la llave y para abrirla de nuevo, trajeron a un cerrajero de los suburbios. El hombre era demasiado bruto para saber cualquier cosa de artefactos de antigüedad, donde se gira la llave en sentido contrario a las manecillas del reloj, como para cerrar. Bajo la fuerza torpe del cerrajero, las aberturas con silueta de mujer cedieron a la violación, no dieron más de sí. Desde entonces se planea reemplazar el mueble completo por uno de estilo más contemporáneo, más sobrio, menos elaborado y, sobre todo, que evite crear apegos. Al cerrajero se le pagaron honorarios. La mujer del mostrador que le atiende, indica que necesita contestar la llamada, puede ser sobre el vuelo esperado. Al ver que Aníbal está distraído estudiando los anaqueles de al lado, agrega: —por fortuna estos armarios, no son más que anaqueles fuera de uso— Aníbal lee el gafete en el lado izquierdo de la blusa: Ross es un lindo nombre, piensa. Aníbal se dice que si los muebles han de ser desechados porque ya no tienen arreglo, y las pertenencias olvidadas no serán reclamadas, para qué esperar. Pero bueno, están arrimados junto a la sala B de la aerolínea nueva, a nadie le estorban… Sumido en su lógica de los acomodos funcionales en el aeropuerto pasan casi dos horas. Después de su larga espera, el hombre decide irse de regreso por los
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pasillos, ella no vendrá, cancelaron el vuelo por mal tiempo, la señorita había dicho que una fuerte nevada. Las cosas son lo que son, nosotros las justificamos. El armario seguirá siendo lo que fue antes de que él pensara que pudo haber sido suyo, o de cualquiera que le dé el destino final. Ella no vendrá. Por el cristal se filtra la luz y la imagen de las nubes dibuja una sombra en la alfombra. El escalador eléctrico también está fuera de servicio…temporalmente. No se puede uno alejar lo suficientemente rápido de lugares así. “Y pensar que estuve dos horas especulando acerca de inmuebles y mascotas que deberían estar escondidas tras de sus puertas, dos horas”, piensa. Ella no vendrá, no vendrá, punto. El vuelo 711 hace horas que se canceló y él vino a esperarla. No vino porque haya querido sentirse la estrella de cine que viene a lugares públicos a regalar autógrafos, o el muchacho que juega a ser poeta y viene a buscar inspiración en la contemplación del mundo ambulante y estático, a husmear entre la gente y la fricción del caminador rápido de los aeropuertos. Vino a esperarla. No hará notas hasta llegar a la casa. La misma timidez le impedirá ser honesto, como cada vez que intenta escribir palabras como “vientre colgado, revoltura de tripas, puta, puta” o cualquier expresión profana según su moral que todavía no se desarraiga. A pesar de que pretendió ser un pervertido cuando escribió su primer poemario y tuvo la desfachatez de publicarlo con el título de “Poemario de Pornografía” aun le pesa.
BEATRIZ OSORNIO MORALES
México
Blog: https://osorniobeatriz.wordpress.com/
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ebería estar escribiendo, plasmar ese cuento que tanto me atormenta por las noches, sin embargo, estoy plasmado frente al ordenador viendo porno. Tengo un jodido problema, lo sé. Veo a una chica con el cabello azulado desnudándose en vivo
para un grupo de pervertidos que esconden sus fetiches detrás de un nombre de usuario. La chica se hace llamar “Sirena”, es delgada, blanca, de rostro fino y unas tetas firmes y redondas, aunque se nota el silicón a kilómetros de distancia. Me concentro en sus gemidos y en su expresión de placer; ella emplea un lenguaje vulgar, sumiso, con un tono de voz infantil. Pero es mayor de edad, lo juro por Dios. Una vez desnuda arrastra un pequeño baúl hacia la cámara. Ella lo abre para nosotros y nos pregunta qué juguete queremos. En el interior del baúl hay consoladores de un tamaño exagerado, vibradores que estimulan tanto la vagina como el clítoris, varios plug anales y látigos de cuero. Una gran cantidad de objetos utilizados para el placer de ella y el nuestro. Escribí que usara el látigo en el chat, que le daría seiscientos pesos por ver como castiga su piel, pero otras personas pusieron algo que me sorprendió y me incomodó: usa la navaja. Es cierto, entre los juguetes sexuales había una navaja. No le di importancia porque deduje que no era parte del show, no debería serlo, pero más gente lo pedía a la vez que donaban grandes cantidades de dinero. El usuario que más insistía era “Moore77X”. —No —dijo Sirena, algo perturbada—. Eso es de locos. La navaja no es parte del juego. Te voy a bloquear, Moore, me espantas. Bloqueó al usuario pero de repente apareció otra cuenta suya: Moore78X. Más gente lo apoyaba con la idea de la navaja. Sirena leía con espanto todo lo que sus “Fans” ponían. Yo igual los leía con espanto, pero era incapaz de escribir algo. ¿Qué podía escribir? No lo hagas, no les hagas caso. Mi comentario se perdería enseguida. Moore puso una oferta difícil de negarse en los comentarios de la trasmisión.
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—¿Diez mil si me corto debajo de los pechos? ¡Estas jodido, Moore! —Ella leía con rapidez los comentarios, y su expresión se volvía cada vez más retorcida. Observé el contador de espectadores; éramos más de cincuenta mil y la cifra iba en aumento por cada segundo que pasaba. El rumor de la navaja se había corrido por toda la página de CamGirl. —¡¿Esto es lo que quieren?! ¡¿Lo que quieren todos?! —El tono de su voz había cambiado, ya no era tan inocente y gentil—. Entonces lo hare, malditos, porque el cliente siempre tiene la razón. Sirena agarró la navaja con la mano temblorosa. Se mantuvo admirando el filo del arma con los ojos al borde del llanto. De repente miró fijo a la cámara, fijamente a mí. Sentí sus ojos de asco y desprecio en mi alma. Me sentí mal, pero en el fondo sabía que no lo haría, aunque solo fuera un pequeño corte, no se atrevería. —Eres tú, ¿verdad, papá? —Habló sin desprender la mirada de la cámara.— ¿Tú eres Moore? Joder, Moore es el apellido de tu escritor favorito. ¿Te masturbas viendo mis videos, pa? ¿Te da placer hacerme sufrir? ¡Pues regocíjate! ¡Esto es por ti, pendejo! Sirena pasó el filo de la navaja por sus muñecas y las mostró a la cámara con una expresión de sufrimiento. Cerré la laptop enseguida, cubrí mi boca para ahogar mi grito y cerré los ojos por un momento. Presencié como una mujer se quitaba la vida en vivo y no hice nada. Bueno, no había mucho que podía ser, ¿Verdad? ¿Moore en verdad era su padre? ¿Él la orilló al suicido? Esto es jodido, muy intenso, ¡Y fui parte de todo! ¿Debería llamar a la policía? Ni sé dónde vive esta chica, ni siquiera sé su verdadero nombre. Batallé con la voz de la razón en mi cabeza y volví a conectarme. En la trasmisión aparecía Sirena tumbada en el piso con los brazos extendidos. Se estaba muriendo, o ya estaba muerta. Me fijé en el contador de usuarios y eran más de doscientos mil. Doscientos mil cabrones habían observado como esta chica se suicidaba, y le estaban dando dinero por eso, como si la muerte fuera un simple espectáculo. A la mierda, tengo que hablar a la policía, con alguien, tengo que denunciar
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esto, tengo que hacer alg… Ella… ¿Está riendo? Se está riendo como una loca. Se enderezó frente a la cámara, sonriente, mostrando sus heridas con diversión. —¡Es falso, chicos! —Su voz recuperó su tono habitual—. Era una broma—. Restregó sus manos por todo su cuerpo, en especial en los senos y en la cara, cubriéndolos de sangre—. ¡Wow! Casi trescientos mil en vivo. Es asombroso, chicos, muchas gracias. Malditos psicópatas. En serio, vayan con un psicólogo si todavía pueden pagarlo después de sus bondadosas donaciones. Eso fue todo por hoy. Los quiero mucho. Hasta la próxima. Sirena nos mandó un beso y después finalizó la trasmisión. Yo me quedé viendo una pantalla negra, pensando en todo lo ocurrido: en lo enfermiza que es ella, en lo enfermizo que están sus fans, y eso me incluye. En verdad necesito un psicólogo. Recupero el aliento y abro Word. Creo que tengo inspiración para escribir.
GERARD KING
México
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e despertó el olor a las tostadas quemadas y el repiqueteo de la tapa de la cafetera dando contra el suelo. Un desayuno típico de Vicki incluye todo eso, a tal punto que el pan chamuscado es ya una de mis debilidades... Después de todo, un aroma así
tiene sus encantos. Había otro tipo de fragancias también, desde luego; efluvios que se
empeñaban en demorarse entre las sábanas. Parte de ellos provenían de la piel de Vicki y también de la colonia con que se rociaba el pelo. Alguna vez me había emocionado con esas sensaciones olfativas, pero hoy día me dejan impávido, qué quieren que les diga. —¿Qué hora es? —inquirí, con voz aún semidormida. Le pude dirigir la pregunta solo mediante un retorcimiento de cuello, sin necesidad siquiera de incorporarme en el lecho. Una de las ventajas de este diminuto alojamiento nuestro, con la cocina a cuatro pasos de la cama. —Todavía podés quedarte unos minutos —repuso ella. El tono de su voz me sonó a aburrido, pero calculo que el mío habrá sonado más o menos lo mismo. Ambos ya conocíamos de sobra la mutua geografía (hablo en términos a la vez literales y metafóricos) como para exaltarnos durante los periodos vacacionales..., aunque no voy a negar que en un principio solía esperar bastante ansiosamente esos respiros anuales de diez días. Bostecé. Luego de revolverme un poco entre cobijas, acabé sentado en la cama, rascándome la cabeza con ganas. El frescor del piso embaldosado, donde apoyaba los pies, me resultó agradable, de manera que decidí quedarme descalzo hasta que fuese hora de salir. El reglamento establece que uno debe estar completamente equipado media hora antes de que llegue el heli; ¿pero qué sería la vida sin estas pequeñas transgresiones a la norma, digo yo? —¿No sabés si hace buen tiempo? —le pregunté a Vicki. —El indicador marca “soleado” —me informó ella. Como de costumbre, se apuraba a sacar las tostadas y hacía mohines de dolor al sentir las puntas de los dedos escaldadas—. El café ya va a estar, gordo. Me dice así cariñosamente, claro. Dado el programa de ejercicios físicos de
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la base (siete días a la semana, al levantarse y antes de acostarse), es obvio que no llevo un gramo de grasa superflua, excepción hecha de la región glútea; pero esto último es consecuencia de las largas horas que debo pasar sentado frente a la consola. Estuvimos mordisqueando las tostadas (¡juro que voy a extrañar el regusto a carbón cuando me falte!) y sorbiéndonos el café dulzarrón que a ella le gusta, hasta que por fin se encendió la luz roja de la pared. —Llegaron —masculló Vicki, por el lado de la boca libre de migajas. —Ajá —comenté. No podríamos haber oído el ruido de los motores, como tampoco enterarnos del clima reinante, a causa de lo hermético del aposento que compartimos. No hay ni un triste tragaluz. “Seguridad”, dicen ellos, y al mismo tiempo tratan de convencerlo a uno de las ventajas de la intimidad, aunque sea forzada. Todas las comunicaciones están estrictamente reglamentadas. A veces me da curiosidad pensar en cómo serían aquellos días de que hablaba mi abuelo, con conexión de TV cable, teléfonos celulares, blogs y páginas web para cualquiera que los quisiera usar… Pero uno se acostumbra a todo con el tiempo, creo. Veterano en estas lides, me bastan segundos para alistarme. Todo es a base de cierres relámpago y broches; en cuanto al afeitado, me lo hago siempre la noche antes. Luego, con el casco de vuelo puesto, ¿quién puede decir si uno se pasó el peine o no? Cambié las frases de rigor por el intercom, metí la tarjeta en la ranura de la puerta y, tras deslizarse esta hacia un lado, salí a campo abierto, para ascender al heli, que me aguardaba ronroneando bajo el sol matinal. Ya ubicado junto al piloto, recordé que una vez más se me había olvidado despedirme de Vicki. ¡Qué más remedio!... Tal vez el próximo año fuese menos distraído. Este piloto, por suerte, no era de los que hacen bromas respecto a las vacaciones (por su connotación de desahogo erótico, ya saben), así que volamos en silencio por encima de campiñas y desiertos, absorto él en su pilotaje, y yo rumia que rumia la amargura de tener que reintegrarme al yugo. Tenía la friolera de un año por delante, encerrado con Bolívar, en turnos alternos de ocho horas, siete días
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a la semana... Y las horribles raciones reglamentarias, y los vídeos “de esparcimiento”... Solo de pensar en todo eso me recorrió un escalofrío. —Hay calefacción —gruñó, a mi lado, el piloto—. Si quiere... —Deje, así está bien —farfullé, a mi vez. Luego de depositarme sano y salvo en la base (¡maldita sea!), el heli se alejó envuelto en su ronquido. Dios me perdone, pero incluso una buena catástrofe, con explosión y llamaradas, me habría caído de perlas... Y no es que tuviera algo contra el piloto, no: nada más que para romper la monotonía, no sé si me explico. ¡Ah, si no pagaran tan bien! La vieja Base del Cono Sur seguía lo mismo, observé. Toda de acero inoxidable y cemento armado, ¿qué otra cosa podría esperarse? Cumplidos los consabidos rituales de identificación, controles, etc., ingresé a la Catacumba. Los zumbidos y murmullos de las computadoras me dispensaron su cáustica bienvenida habitual; Bolívar, por su parte, ya instalado en su asiento, se volvió a medias para mascullar un saludo. Me alegró que no me encarase. Dudo que hubiera conservado mi buen humor ante la vista de esa maldita verruga que ostenta en el pómulo izquierdo. No me explico por qué diantres no se la hace extirpar de una buena vez; aquí contamos con un Servicio Médico de primera, y una operación como esa sería pan comido… Pero, bueno, me imagino que cada cual es dueño de disponer como se le antoje de las verrugas que Dios le ha dado. Solo que, ¿podrá ser alguien tan masoquista como para que le guste verse una verruga así día tras día en el espejo? En fin... —¿Novedades? —pregunté, entre dientes. Soltó un sonido que era toda una respuesta. Yo ocupé mi lugar, toqué dos o tres botones, y el planisferio de mi consola cobró vida. Hervía de puntitos rojos y blancos, y una cantidad de curvas amarillas, verdes y azules empezaron a discurrir aquí y allá, como gusanos luminosos. Todo normal. En los monitores latían vistas de lugares distantes, observados secretamente por los satélites. Posé con suavidad la mano junto al gran botón rojo central; desde luego que con el mayor cuidado de no rozarlo siquiera, aun cuando bien sabía que no iba a activarse hasta tanto Bolívar no desconectase su sector para retirarse a descansar.
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Con el rabillo del ojo lo observé desperezarse. Nunca me ahorra esa especie de mugido con que complementa el estirón de brazos por encima de la cabeza; esta vez no lo hizo tampoco. Luego presionó el interruptor. —Me voy al catre —anunció. —Si no me avisabas —refunfuñé, corrosivo—, capaz que me imagino que te vas de camping a las Bahamas. Se limitó a cerrar la puerta del dormitorio con un golpe seco. No es tipo que hable más de lo estrictamente necesario; eso hay que reconocérselo. Así que acá estoy, solo con mis cavilaciones, en medio de este alarde de la Tecnología... Años ha, la idea de saberme una especie de Guardián del Hemisferio me había mareado un poco, lo reconozco; pero hoy por hoy ya no hay nada de eso. Todo lo hago como un autómata, casi en forma mecánica. Posiblemente el adiestramiento a que nos someten sea la causa; también han de influir, creo, las píldoras que tomamos y las grabaciones que nos hacen escuchar durante el sueño. Todo venía estipulado en el contrato, incluso esta especie de servomecanismo en que nos convierten… ¡Pero el pago es tan suculento! Claro que a pesar de todo uno sigue siendo humano, y la tentación de rebelarse alienta siempre en lo más hondo, vaya usted a saber por qué... En ocasiones, lo confieso, jugueteo con el pensamiento..., nada más que con el pensamiento, de presionar por mi cuenta el dichoso botón rojo ese. ¡Ya me imagino el resultado! Podría ser algo grandioso: las sirenas ululando, los altavoces escupiendo órdenes, toda la Base vuelta patas arriba en un hormigueo de actividad febril… …Y la rugiente eyaculación de los silos subterráneos…, las flechas incandescentes saltando hacia el firmamento… Pero cada vez que bromeo mentalmente con eso me asalta un vago temor, apenas una sombra de inquietud que estremece ligeramente los estratos de abulia en que vadeo. Pienso en los tipos que están del lado opuesto, vigilando también, como nosotros a ellos… ¿No pasarán por lo mismo? El tedio, la rutina..., ¿no les retorcerán los
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nervios igual que a mí? Claro que no es posible suponerlo siquiera... Pero, ¿y si uno de ellos fuese menos… íntegro? ¿Si… cediese a la tentación?...
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
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B
eto se sienta en el banco blanco ubicado al costado del sendero del parque. Es un hombre mayor de pelo y barba entre negra y blanca. La zona es amplia y está casi repleta de gente realizando estiramientos y ejercicios físicos. Beto se recuesta cerrando sus ojos
y apuntando con su cabeza hacia ese refulgente cielo azul, se toca sus manos y se refriega la cara con ellas. Una pelota de fútbol lo golpea entre las piernas, lo que hace que se sorprenda al instante. Vuelve a su anterior posición recostado en el banco con los ojos completamente cerrados. Varias gotas de transpiración empapan su rostro. Está vestido con una remera totalmente blanca y unos shorts cortos negros con franjas grisáceas, lleva puestas también unas medias claras prolongadas que le llegan casi hasta las rodillas. Su calzado son zapatillas deportivas color rojo y negro; están bastante sucias, manchadas con barro y pasto mojado. Su remera también se encuentra bastante húmeda por el sudor. Abre exageradamente sus ojos y vuelve a cerrarlos, mientras suspira ampliamente. El ruido constante del piar de los pájaros abunda el aire. Es precisamente en ese momento cuando Marina tropieza y cae sobre el asfalto del sendero aeróbico del parque, a pocos metros de allí. Se mantiene en el piso, se levanta lenta y algo torpemente, y comienza a avanzar hacia el banco donde se encuentra sentado y aún recostado Beto. Marina camina casi arrastrando su pierna derecha, se sienta en el banco. Se toca incesantemente su cuádriceps derecho que parece dañado luego del accidente. Es joven, esbelta y de cabellos color castaño y piel bastante pálida, blanquecina. Viste una musculosa llamativa color verde azulada y unas calzas cortas negras. Beto habla, dirigiendo su mirada a Marina. No te preocupes, che, que nadie se dio cuenta parece dice el viejo, mientras suelta una risa débil y ahogada. Respira de modo agitado. Marina sonríe levemente manteniendo la vista fija en su pierna. Apoya la pierna dañada sobre el banco, la inspecciona más de cerca y se masajea con delicadeza la zona lesionada. ¿Estás bien? Beto se refriega la cara con sus manos nuevamente. Mira fijo a Marina.
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Marina mira a Beto. Ella tose, nerviosa, incómoda. Sí, sí. No te preocupes responde. Yo te pregunto porque el otro día me caí igual ¡Ja, ja! Yo no me doy cuenta y de pronto dejo de mirar al frente, me distraigo y me tropiezo con cualquier piedrita del suelo. Viste que está medio viejo ya el asfalto este… Marina asiente con la cabeza mientras continúa masajeándose el músculo de la pierna. Beto se acomoda en el banco, se sienta firmemente. Un ciclista pasa a toda velocidad por el sendero, casi se lleva por delante a un niño que cruzaba hacia el otro lado del parque, donde están los juegos de plaza. Beto entonces reacciona, abriendo sus ojos exageradamente después de que el chico pasa justo a tiempo. Primero frunce el ceño, luego menea la cabeza. Hay algo extraño en su expresión, en su semblante, cuando se dispone a llevar a cabo este tipo de reacciones: se parece a un personaje pintoresco de algún dibujo animado. ¡Guarda! ¡Más despacio! exclama, luego se dirige a Marina Increíble estos tipos. Tienen que bajar la velocidad en esta zona, no se dan cuenta. Marina sonríe débilmente y asiente casi sin mirarlo. Beto observa el parque con detenimiento, espera a que el niño que casi choca con el ciclista llegue a la región de los juegos. El menor se sube a una hamaca. Beto torna la vista hacia el sendero donde siguen pasando personas corriendo sin cesar. Yo arranqué hace poco con esto, ¿sabés? Me cuesta muchísimo. Estoy muerto ahora acota el hombre. Suspira ampliamente, se frota las manos y parece secarlas con el extremo de sus pantalones cortos. Marina sonríe con mayor plenitud y elegancia. Vuelve luego la vista a su pierna. Qué linda sonrisa tenés, me recuerda a la de mi hija. Gracias Marina es breve, concreta, sucinta, pero no por eso menos cordial. Extiende su pierna y vuelve a flexionarla como estaba anteriormente, a modo de estiramiento. Beto observa esto frunciendo nuevamente el ceño, con
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vigoroso detenimiento, como queriendo aprender, interesándose de pronto. ¿Vos venís seguido a correr acá? Marina se toca con insistencia la pierna, mientras continúa con los estiramientos. Mira a Beto. Intenta mirarlo fijo, pero se sorprende a sí misma al no poder retener esa conexión de miradas tan directa durante más de medio segundo. Un par de años, sí. Me gusta. Está bueno. Está bueno, sí replica ella. Pero a mí me cuesta un montón. Me lo recomendó mi médico, ¿viste? Pero hoy logré un record, eh se enorgullece Beto, con los ojos bien abiertos y la mirada cautiva. Marina continúa observando su pierna lastimada, muy fijamente. Mirá qué bien le dice, sin demasiado ánimo. Breve pausa, demasiado corta. Beto insiste, no da lugar al silencio, no lo permitirá de ningún modo. Sí, sí. Casi tres vueltas me dí. Increíble… Increíble luego del segundo “increíble”, palmea algo toscamente con sus manos, no queda del todo claro si se trató de algún tipo de festejo, pero sí se advierte una falla en el intento de colisión de sus manos: el impacto fue débil, torpe, insuficiente. Marina se mantiene ofreciendo cierta indiferencia e ignorancia. Se frota con mayor vehemencia el cuádriceps derecho. Beto mira el parque en general, casi que lo analiza, exhaustivo, con esa mirada locuaz, los brazos cruzados, aún respirando agitadamente. Bueno, vos debés dar muchas más inicia nuevamente Beto. ¿Muchas más qué…? Disculpame a Marina se le escapa una risita nerviosa, mientras procura esbozar la sonrisa más falsa y burda que cualquier persona haya visto jamás. Muchas más vueltas digo, yo festejo por tres y vos debés dar muchas más… el hombre no se cansa, el tipo insiste e insiste; mientras Marina ya no sabe dónde esconder su intento de mirada tierna y encantadora. Ah… No, no te creas, eh. Marina ríe débilmente, nerviosamente, de
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nuevo. Otra pausa, más larga. Los pájaros, el viento… Marina se decide a completar su acotación: No más de cinco por día. ¡¿Por día?! ¿Venís todos los días? se sorprende el viejo. Marina tarda en responder. Sí, sí. ¡Ah bueno! Y yo que viniendo tres veces por semana me sentía un campeón… ¡Já! Beto remarca y refuerza su “¡Já!” final con una renovada palmada, esta vez estruendosa e innecesaria. Marina sonríe, falsamente. Beto explota ahora en una carcajada vigorosa y vertiginosa. Y, es que me cuesta ser lo que se considera una persona saludable, viste. Hoy en día está tan deportiva la gente. Y yo me sentía un viejo choto, viste... disculpame la palabra... El médico me recomendó esto y bueno… Ya hace un mes y pico que vengo, voy de a poco. Voy… de a poco continúa relatando Beto moviendo los labios y gesticulando ampliamente. Y sí, está bueno correr. ¿Vos venís sola a correr? Marina coloca su pierna lastimada en la misma posición que la otra, sentándose entonces de forma totalmente normal. Comienza a elongar ahora sus brazos, moviéndolos ágilmente. Mantiene su vista clavada de lleno en un árbol que se encuentra enfrente de ella y Beto. Se toma su tiempo, Marina empieza a pensar que tiene que buscar la manera de escapar de esa situación ilesa, es decir, sin faltar el respeto al viejo insoportable ese, con cierta... modestia. A veces vengo con los del gimnasio… O con mis amigas. Hoy sola. Ah mirá… A mí me gusta venir solo. Marina ya no sabe cómo liberarse de la situación. Se quiere ir. Se conforma con arrojar respuestas inmediatas, pero cortas, aunque inseguras y vagas. Mirá… Y, está bien.
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Y sí, viste. Me siento más calmo así solo. No podría correr y charlar con alguien que me acompañe al mismo tiempo. ¡Me quedo sin aire, ja ja! Marina suelta una risa leve. Y, claro... Beto frunce su entrecejo nuevamente, y gira casi todo su cuerpo en dirección a la joven; casi repentinamente. A vos, ¿te divierte correr? reinicia el juego. Marina mira el árbol frente a ellos. Mantiene su vista allí. Más o menos, pero me gusta. concisa. Ahá… No te divierte… Pero te gusta. Marina asiente, abrumada. Y... ¿Qué es lo que… qué… qué te gusta exactamente de correr? ¿Por qué Marina no se atreve a irse? No lo sabe. Tarda un poco más en lanzar su respuesta, dubitativa, hasta que lo hace: A mí me gusta hacer ejercicio, es eso. Marina comienza a incorporarse, lentamente, con un nivel de timidez que se puede advertir y evidenciar en cada movimiento de su alargada contextura física. Beto alza brevemente su brazo izquierdo. No te... no te vayas a levantar ahora, a ver si te caés de nuevo. Recuperate un poco más, mejor, ¿no? los ojos amplios, la mirada cautiva. Marina responde casi titubeando. Sí, sí… Así que te gusta hacer ejercicio. A mí siempre me costó… Fui siempre malísimo para los deportes, viste. Ahá… No me gustó nunca, la verdad. No me gustó nunca mucho. Pero qué se yo. Todos somos distintos. Pero, viste, el mundo está así ahora. La sociedad, la gente, están así. Antes se fijaban en otras cuestiones… Antes… Beto habla rápido, parece no detenerse ni un instante a pensar en las palabras que salen y se
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escapan inadvertidas de su boca. Salvajes, feroces. Marina, al contrario, piensa y repiensa otro modo para poder salir de ahí. Tiene que decir algo certero y tajante. Beto prosigue: … ahora en el deporte. Está bien, qué se yo. Es como un escapismo para muchos, ¿no? Es como… sí, sí. Como están cansados de todo lo de afuera y se internan horas y horas en el gimnasio, ¿no? Para sentirse bien, pero… ¿los hace sentirse bien? Beto hace una pausa. Puede ser… dice Marina. Antes tal vez se hacía más con la música, viste… En mi época era más con eso. Hoy es más con los deportistas. Es algo más democrático igual… Más común para todos. Te sentís mal por algo… Bueno, hacé ejercicio que por lo menos vas a tener el cuerpo más en forma. Es como un… un atajo que te da la vida para salir y respirar un poco, ¿no? Digo, si están con muchos problemas, personales o… o de laburo, sí, ¿no? o demás… Beto se toca sus cabellos como peinándose, están mojados de transpiración, húmedos. Se vuelve a fregar la cara con las manos. Suspira ampliamente. Pausa… hasta que vuelve a arrancar, ante la mirada agobiada de Marina. La verdad es que ya no importa lo que la joven haga, ya no importa en absoluto. Ojo, no odio la actividad física igual. No digo eso. Pero, está ese escapismo, viste. Existe… Es como una condición de este mundo de ahora. Siglo veintiuno, viste. Que te dice que tenés que ser lindo e ir a correr o al gimnasio, porque sino, simplemente, sos feo. ¿No? No aceptado, ¿no? Qué sé yo, no lo… no sé... Sí, sí. Puede ser. Mirá vos, por ejemplo. Nadie se te rió cuando te caíste recién. Nadie nada. Es más… dos o tres te miraron fijamente y no por eso, sino porque sos hermosa. Realmente, sos muy linda. Tenés muy lindo cuerpo… Marina se observa muy fugazmente a sí misma. Recorre la mirada por sus piernas y su torso, con velocidad. No lo mira a Beto, no lo piensa hacer, parece…
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ahora se la nota pensativa. Traga saliva, hace un extraño gesto de ahogo e irritación, torciendo y arrugando todo su rostro por completo. De pronto, Marina tiene diez años más de edad en su semblante. Tenés muy lindo cuerpo. No importa si te caés porque te tropezaste sin querer. A la gente no le importa, porque sos linda y estás muy bien físicamente igual. Es así… Si yo me cayera, imaginate... El otro día me caí. Se aguantaban las risas los que andaban alrededor. Tentados estaban. Tentados. Yo me doy cuenta. Marina está seria. Se acomoda los pelos que están algo desordenados, se los ata con una colita color rosa. Acomoda su rostro y su expresión. Ya no va a contestarle más al viejo, ya tomó la decisión internamente. Beto contraataca: Pero es así. Yo vengo porque mi médico me hinchó las pelotas, viste. Pero, en realidad, en mi sano y humilde juicio te lo digo, con total honestidad, no me gustan como están las cosas. No me gusta este tipo de gente de ahora. Yo creo que es un reflejo del país que tenemos, viste. Un país atormentado. Un país con pocas respuestas. Y si las hay, son simples y sin lógica ni razonamiento alguno... Porque es así, porque esto es así y punto. ¡No se entiende nada! ¡Hay que saber explicar con un mínimo grado de seriedad las cosas, viejo! Beto se exaspera, le empieza a faltar el aire. O eso parece. Comienza a agitar los brazos con fuerza. Se toca la cara reiteradamente con sus manos. Ahora alza la voz, con firmeza: Por eso te digo que mucha gente grande tiene como este impulso por sentirse joven de pronto, y hacer lo que hacen los jóvenes. Y creerse guapos de golpe, y deportistas, viste. ¡Como yo! ¡Como yo ahora! ríe irónicamente, se exalta, se motiva ¡Porque mi médico me rompe las bolas! Y mi señora, bueno… Pero me cuesta entenderlo. Al final, qué queda para los jóvenes si nosotros seguimos el ejemplo de ellos y ellos no el nuestro… Marina parece incorporarse de nuevo. Mueve lentamente sus piernas y se para en su lugar. Se mantiene inmóvil, estática, a la vez incómoda. Un gesto en su rostro pálido y cristalino lo dice todo. Vuelve a sentarse. Pausa, silencio. Silencio incómodo, silencio atroz.
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¿Duele todavía, no? Y, caíste duro, sí... Yo te vi cuando la pierna dio contra el suelo. Es duro el piso este arranca nuevamente Beto, mucho más relajado … encima eso, te ponen caminos para correr en todos los parques de la ciudad pero están hechos pelota, hechos... mierda… Con perdón de la palabra, eh. Pero bueno, es así, viste… Están así… sí.. Beto hace una pausa. Un gesto breve, un suspiro. Son las cosas que no entiendo, yo no entiendo, la verdad, no entiendo. Pero bueno, acá estoy. Festejando que llegué a las tres vueltas… Y vos que das cinco todos los días. Qué lindo ser joven, eh. Qué linda la juventud. Cuánta libertad de decisión pero cuánta vida y agilidad se tiene en el cuerpo de uno mismo a esa edad. Cuánto… control, en el cuerpo de uno. Y pensar que hoy en día los jóvenes son tan inconscientes… Tan perdidos están, pobres. No saben ni cuánto es dos más dos muchos jóvenes, no saben. Yo lo sé, yo me doy cuenta de eso… no saben Beto acompaña esta última aseveración levantando el dedo índice de su mano derecha, y abriendo los ojos con una amplitud casi voraz. De nuevo: un personaje pintoresco de dibujito animado. Marina está sentada en el banco, ya rendida, moviendo su pierna derecha y mirando tímidamente a Beto cada tanto. Muy cada tanto. Cuando lo hace, esboza esa
mueca
amable
y
simpática
en
su
rostro,
casi
automática,
que
contradictoriamente se vuelve reveladora de sus verdaderos pensamientos. Aunque, claro está, quizás Beto no se da cuenta de eso. Beto mira ahora hacia el árbol. Pero vos sos joven, y hermosa. Joven y hermosa. Y estás acá ahora, medio lesionada. Pero en un par de días ya vas a estar corriendo cinco vueltas diarias de nuevo, sin mayores inconvenientes. Yo seguiré celebrando mis logros tan miserables. Qué va a ser. ¡Las cosas de la vida…! Beto menea la cabeza mientras habla, la hace danzar al compás del, no sé… del viento, de la brisa cálida y estremecedora. Beto se recuesta de nuevo sobre el banco del parque. Apoya su cabeza lentamente y entrecierra los ojos. Apunta su cabeza hacia el cielo, inmenso, monumental. Marina saluda con su brazo derecho a una chica que pasa corriendo
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por el sendero aeróbico a gran velocidad. En ese momento, espontáneamente, cierra los ojos y piensa, al menos parece hacerlo… Qué va a ser… Beto suspira … así están las cosas. No hay con qué darle. No hay más vuelta que darle. A bancársela, che. Beto renueva un silencio inmediato. Piensa… sí, piensa algo. Recapacita quizás. Cavila, recorre, busca algo en su interioridad problemática, entre sus ideas gastadas y sabias de anciano. Luego abre sus ojos y se anima nuevamente, se ilumina su expresión. Mirá ese, mirá ese, che señala a un tipo joven que pasa corriendo, lo hace con insistencia y ansiedad- … Mirá cómo está vestido, con esa remera tan pegada al cuerpo, con esos pantalones tan cortos y ajustados. El pelo peinado para correr, casi. Lo hace para llamar la atención; para llamar la atención lo hace... ¡Y, sí! Y mirá ese otro… sin remera va el tipo. Se quiere hacer el lindo, el guapo, es así. Es así. Para que todos lo miren. Y… y la otra de allá, ¡ja, ja! palmea, hace estallar sus manos, una con la otra, y esta vez casi que funciona a la perfección La de allá, mirá ¡Mirá! Mirá cómo se agacha para estirarse, mirá... Es para que todos los tipos la miren, para eso lo hace. No hay duda… increíble. Es así. Qué va a ser. La juventud, ¡la inocente juventud! Qué va a ser… Andan perdidos por la vida, fijándose solo en ellos mismos y en su belleza… su… su belleza superficial. Son así, ¿viste? Es así... Marina no responde. ¿Habrá escuchado algo de lo que Beto dijo? Seguramente. Ese viejo se merece que lo caguen bien a trompadas, debe haber pensado. Pero ella no lo hará. Estira de nuevo un poco sus brazos. Se pone de pie con un accionar muy lento y abre copiosamente las piernas para estirarlas con meticulosidad. Hace un gesto de resignación, notorio, elocuente, ante la mirada indiferente proveniente de los ojos gastados de Beto. Gastados por el tiempo, cansados, agobiados… insoportables. Marina suspira. Los pájaros adornan… matizan, el ambiente. ¿Vos estudiás algo, querida? prueba Beto. Marina responde, lo hace rápido. Por alguna razón cree que es
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urgentemente necesario contestarle, por alguna razón no quiere abandonar ese juego. Bancatelá, viejo choto. Sí, voy a arrancar Derecho ahora. En unos meses. Abogacía... Ah… ah, sí, sí… mirá, mirá qué bueno. Qué bueno che. Marina se mantiene unos segundos parada, extendida, y estática. Se dispone a comenzar a caminar, mientras moviliza su pierna derecha lentamente, con cuidado. Hasta luego, eh… acota ella, con un nivel de voz casi imperceptible. Pareciera que murmura algo. Sí, algo susurró, pero para sus adentros. Incluso se debe haber tratado de una reflexión íntima, introspectiva, que accidentalmente se volvió explícita. De todas formas, Beto no parece haberla escuchado. Está viejo, anciano, y sordo. Es un viejo choto. Chau, chau querida. Muy linda sos, la verdad que muy hermosa. Te felicito por todo lo que corrés y por el cuerpo espléndido que tenés Beto habla rápido, curiosamente rápido … tené cuidado y no te caigas ahora, cuidate. Cuidate y arrancá despacito la próxima, por las dudas. Va a haber que quejarse por acá para que arreglen de una buena vez el camino… Marina parece ofrecer una última sonrisa, pero más bien parece una escalofriante mueca de repulsión, y gira en dirección opuesta abandonando la zona del banco y dirigiéndose a la calle paralela al parque. Beto la observa detenidamente hasta que la muchacha abandona el espacio. Un hombre cuarentón se aproxima y se detiene junto al viejo Beto, es alto, de espalda y caderas anchas, se encuentra en muy buen estado físico. Está elongando cuádriceps sostenido con su brazo derecho al banco. El tipo la mira también… la mira a Marina alejarse, con ese paso lento y algo torcido, tembloroso. La sigue con la mirada. Es linda, es linda la mina. Es joven. Es así, es joven. Joven e inocente sorprende al tipo Beto, en voz muy baja. El hombre sonríe amable, o quizás mordazmente, tal vez no alcanzó a oír ni una sola palabra de lo que dijo el viejo choto de Beto. Finaliza su estiramiento y se
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aleja caminando a paso leve. Beto se mantiene sentado en el banco. Después de unos segundos, finalmente se incorpora y se retira, avanzando por el camino del parque. De repente, se la observa a Marina que pega media vuelta y parece estar regresando al banquito, a la ubicación precisa en donde se encontraba Beto. Su andar, inexplicablemente, se observa sanado y renovado. Se detiene abruptamente, le clava una mirada inquisitiva al viejo y parece que está a punto de gritarle algo. Beto escucha, de repente sus ojos crecen hasta el tamaño de dos pelotitas pálidas de ping pong. Lo último que se alcanza a escuchar es el grito urgente del ciclista que venía por el camino a toda velocidad y que, aparentemente, no lo había visto al viejo. No lo vio al viejo. “¡Pero qué pelotudo, Beto! ¡Si sabés muy bien que sos un queso para hacer deportes!”, le habría recriminado su mujer al viejo una hora y media más tarde, mientras sonaba en la radio del comedor ese programa nocturno de jazz fusión, mientras desde la tele del living se escuchaba medio de fondo la enérgica voz de Marcelo Tinelli.
JUAN VELIS
Argentina
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H
emos llegado, en nuestra nave, no sin algunos tropiezos, al fascinante planeta Sag. Aquí hay vida inteligente. Lo hemos confirmado mediante nuestras sondas rastreadoras que han buscado a sus habitantes
por años.
Es curioso, la flora es similar a la de nuestra Tierra. La fauna es escasa y se limita a algunos animales pequeños que no representan ningún peligro para nosotros, aunque hemos salido de la nave con nuestros trajes protectores para evitar el contacto con algún germen o bacteria que nos pueda resultar dañino. Aunque, a decir verdad, nos hallamos bien protegidos. Nuestras vestimentas, que incluyen cascos con oxígeno son de última generación. Empero, es pertinente recordar cuál es la razón por la cual nos encontramos aquí. Son los residentes de este mundo, los sagianos, los que nos interesan. Sabemos que este globo, que es diez veces más grande que la Tierra, contiene una flora exuberante y existe una gran cantidad de recursos minerales. Hay bosques, montañas, océanos, una docena de continentes y los sagianos son una especie no del todo desarrollada, además hemos notado que no son muy numerosos, esto se debe a su ciclo reproductivo, el cual aún no conocemos del todo, pero intuimos que tienen poca descendencia y viven muchos años. Además, son muy hábiles, nómadas y una raza de exploradores. Esa es su naturaleza: recorrer su propio territorio, descubrir los más hermosos sitios mientras se alimentan de los frutos silvestres y de los animales pequeños. Suelen viajar en grupos. La soledad no es característica de estos seres. Calculamos con nuestra gran computadora que aún no han descubierto ni la décima parte de su planeta. Todavía les queda mucho por explorar, pero ¿hasta dónde llegarán sus capacidades? ¿Y qué harán una vez que lo hayan abarcado todo? Nosotros, los terrícolas manejamos una tecnología superior y aún no sabemos hasta dónde conducen los límites de este globo. Por fortuna, hemos solucionado nuestro problema de superpoblación en la Tierra y no planeamos invadir este
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nuevo mundo, en el cual nos encontramos, aunque sí deseamos recorrerlo, admirarlo, aprender más de sus habitantes. Los sagianos son entidades casi incorpóreas, solo materiales en un dos por ciento, esto los hace similares a fantasmas. Lo bueno es que tenemos la tecnología para avizorarlos. Era inevitable que detectáramos a un grupo de extraterrestres para establecer contacto. Nos ponemos nerviosos al encontrarlos, este es un gran paso para nuestras especies. Las cosas no salen como las predecimos. En lugar de utilizar un lenguaje que pueda decodificar nuestra computadora, ellos reaccionan de otra forma: nos exploran; recorren nuestra nave y nuestros alrededores. Lo mágico es que logran traspasar nuestros trajes, sin hacernos daño ni contaminarnos, y su parte incorpórea ingresa en nosotros para descubrir nuestros misterios. Penetran en nuestras mentes y corazones. Encuentran nuestros secretos más ocultos y enternecedores. Saben que venimos en son de paz y se sienten regocijados. Luego de un rato se van satisfechos, lo sabemos. Solo somos un grano de arena en un vasto planeta, del cual aún deben descubrirlo todo.
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR
Perú
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aún no me explico por qué te suicidaste. Mamá dice que fue porque terminaste con Ramiro. Papá… papá no dice nada, apenas habla, se mantiene con la mirada perdida, como si estuviese viendo otro lugar o tiempo y solo por momentos durante el día
regresa a la realidad. No lo culpo. La realidad no es la misma sin ti Keyla. Tal vez sea de familia. El abuelo Gelasio nos platicó en una ocasión que su primera hija, la tía Martina, se suicidó al cumplir los catorce. Según él, papá tenía solo diez años cuando ocurrió. Quizá por eso nunca habla de ella. Me pregunto si con el tiempo yo también iré a olvidarte. Parece imposible en estos momentos. Aquí, de pie, bajo el marco de la puerta de tu habitación, miro tu cama bien tendida, otra señal de que ya no estás. Es la primera vez que la veo así, la encuentro enorme. Entro. La yema de mis dedos recorre la colcha morada, está fresca, la última vez que estuve sentado en esta cama fue la mañana de tu cumpleaños número dieciséis. —Abre el mío primero, es el más grande. La cama estaba llena de regalos. Los conté, eran ocho. Uno menos que el año anterior. Tal vez mamá tenga razón, tal vez fue por Ramiro. —Espero que no esté lleno de periódico —hace un año te había regalado un kit de lápices para dibujar, había comprado una caja de cincuenta centímetros cúbicos y la había rellenado de periódico. —Este es diferente —te aseguré. Tomaste mi regalo. Una caja dos veces más grande que la anterior, forrada de amarillo chillante y coronada con un moño rojo. Abriste la tapa y tu cara se iluminó. —¡Es Stitch! ¡Está enorme! El peluche de color azul, con ojos grandes y negros representaba a uno de tus personajes favoritos, medía un metro y su precio rondaba en los dos mil pesos. Había tenido la suerte de encontrarlo en una liquidación, tenía setenta por ciento de descuento. Por supuesto no fue lo que te dije. —Sí, bueno, lo mejor para mi hermanita. Me abrazaste.
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—Ya, ya, ya que me pegas tus gérmenes —si hubiera sabido que sería nuestro último abrazo no te hubiera soltado. Tomaste otro regalo de la cama, era una cajita pequeña y alargada. La mandaba Alondra. Supe que era un reloj desde antes de que lo abrieras. Los siguientes regalos fueron una bolsa, un par de aretes de plata, un Funko Pop de Stitch, el libro Coraline, de Neil Gaiman y unos zapatos negros; los primeros cuatro eran obsequios de tus amigas, el último era de parte de mamá. —¿Te quedan bien? —Sí, perfectos —esa fue la última vez que le diste un beso a mamá. Estabas por abrir el regalo de papá cuando el timbre sonó. Bajé al recibidor y a través de la mirilla divisé a un hombre con uniforme de repartidor. —Paquete para Keyla Moctezuma. —Sí, aquí es. —Lo siento amigo, debe firmarme alguien mayor de edad. Llamé a mamá, pero decidieron bajar todos. —¿Quién lo envía? —preguntaste mientras mamá firmaba la orden de entrega. El hombre no respondió. Solo cargó aquella caja, que era casi tan larga como él. Después se retiró sin agregar más. El obsequio tenía unas etiquetas en las que se leía la palabra “Frágil”. Por lo que te ayudé a recostarla. —¡Es un espejo! Una nota cayó al suelo mientras lo sacábamos. Para mi querida Keyla: Espero que con este espejo veas lo hermoso de la juventud. Con amor, el tío Salomón. En realidad era nuestro tío abuelo. Un hombre al que solo habíamos visto un par de ocasiones. Rico, cascarrabias y viejo. Según papá, era veinte años mayor que nuestro abuelo Gelasio. El abuelo ya había fallecido y el tío Salomón seguía dándose la gran vida. En ocasiones nos enviaba postales de sus viajes, pero nunca regalos. Por eso a todos nos sorprendió el que ahora lo hiciera.
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—Papá, papá —tuve que llamarlo varias veces para reaccionara. —Eh…¿qué? —Dice Keyla que si ahora abrimos el tuyo. El regalo de papá fue el mejor. Un celular de última generación. Mamá ya ha registrado toda la casa y el móvil continúa perdido. Ahora que lo pienso, tampoco he visto el peluche que te regalé. Lo que sí está es el espejo. De forma ovalada, hecho de latón y con patas para que pueda sostenerse por sí mismo. Me miro en él. Traigo el mismo suéter azul que aquella noche. Está un poco manchado de sangre de la manga izquierda, quizá por eso no me deshice de él. Me acaricias el cabello con una mano mientras pones la otra en mi hombro. Yo acuno mi mejilla en tu mano y recuerdo… Volteo y te has ido. —Álvaro —me llamaste. Había ido cinco veces a tu habitación. Atraído por tu voz que me nombraba incesante. Solo ahora me he animado a entrar. Sé que estás muerta, pero no puedo ignorar mis sentidos. La primera vez que te escuché fue un día después de tu entierro. Era sábado. Tu voz me despertó. No fue hasta que estuve delante de la puerta de tu habitación cuando caí en cuenta que eso era imposible, que habías muerto. De todas formas abrí la puerta. No había nadie. —Álvaro —es tu voz nuevamente. Viene del espejo. Me acerco. Pego mi oreja en él. Siento unas garras que me jalan hacia adentro. El mundo es de dos colores. El firmamento oscuro, sin estrellas y el suelo de color azul acero. Frente a mí está un demonio. O eso me parece. Su cara es roja con colmillos grandes y torcidos saliendo de la boca. Corre hacía mí. Me atraviesa. Lo veo salir del espejo. Quiero ir tras de él. Pero estoy encerrado. Golpeo el espejo con todas mis fuerzas pero no cede. El demonio luce como yo. Me mira por unos momentos, es idéntico a mí, excepto por los ojos amarillos. Tú también tenías los ojos de ese color cuando fuiste a la cocina. Te habíamos organizado un convivio en casa, estabas charlando con una de tus amigas, (lo siento, siempre confundo sus nombres, la del lunar en la frente) cuando recibiste una llamada. Mamá dice que era Ramiro. Subiste a tu alcoba a contestar.
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Cuando regresaste noté el cambio en tus ojos. Te pregunté si estabas bien, pero me ignoraste. Fuiste directo a la cocina. Nos dimos cuenta veinte minutos después. Se nos hizo raro que no salieras. Al verte en el suelo con el charco de sangre a tu alrededor lo supe de inmediato. Mamá no lo procesó hasta que te tomé entre mis brazos. Te habías cortado el cuello de lado a lado. Aun siento que se me apretuja el corazón al recordar el grito de nuestra madre. Escucho pasos acercarse. Alguien está abriendo la puerta. Es papá. Trae un bate en la mano. Se para delante del espejo. Yo le hago señas, pero parece que no me puede ver. Está llorando. Toma vuelo y le da un batazo al espejo. Escucho el sonido del cristal. El espejo comienza a romperse y con él, el lugar que habitamos. Puedo verte de nuevo, junto a mí. Me tomas de la mano.
J.R.SPINOZA
México
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abizbajo, avanzaba moviendo muy lentamente un pie después del otro, casi mecánicamente. El estado de su traje, al igual que el de su corbata adquirida recientemente, delataba la enorme cantidad de veces que lo había usado en las últimas semanas.
No tenía ninguna obligación de hacerlo, pero sentía que era mucho más
correcto el hacer su acostumbrada visita semanal con aquella vestimenta puesta, vestimenta que tanto le había gustado siempre a su hija. —Como si arreglara algo con eso —pensaba casi todos los días, sabiendo que nada sería capaz de realizar semejante proeza. No podía negar de quién era la culpa de todo. Como cada semana, mientras transitaba las grises calles de la ciudad, a un paso que dejaba en claro que era un hombre que no hacía ninguna acción a las prisas (se negaba a tomar el colectivo para asistir a este importante compromiso), su mente lo llevaba una y otra vez a aquel recuerdo. Aquel que nunca sería capaz de olvidar, sin importar cuánto lo intentara. Igual que en las ocasiones pasadas, y las que vendrían en el futuro, revivió contra su voluntad esa pesadilla hecha realidad. Volvió a ver aquel espectáculo que lo horrorizó y que se manifestó frente a sus ojos después de abrir la puerta de la habitación de su único y querido retoño, Gabriela; su amada hija. Sin embargo, esa fue una de las escasas ocasiones en la que consiguió detener ese horrible recuerdo, a la vez que las primeras lágrimas hicieron su aparición, logrando dirigir sus pensamientos por una dirección diferente. No obstante, algo muy dentro no lo dejó en paz, como siempre. El pensamiento que pasó a ocupar su mente en esos momentos no había llegado para darle el alivio que tanto necesitaba. ¿Por qué actué así? —se recriminó a sí mismo, provocando que el recuerdo de esa noche, pocas antes de la que arruinó toda su vida, comenzara a acosarlo desde aquel preciso instante hasta llegar a su destino—. Pude defenderlo… digo, defenderla… Parece mentira que ni siquiera a estas alturas sea capaz de decirlo bien… Sin proponérselo, y en contra de su voluntad, se vio a sí mismo sentado
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frente a la mesa del comedor de su casa, bebiendo cerveza y jugando felizmente a las cartas con tres de sus amigos más cercanos, ignorando por completo lo que ocurriría poco tiempo después; como también lo simple que le habría resultado evitar semejante suceso, en retrospectiva. Al igual que en las reuniones anteriores, el nombre de Gabriel no tardó en ser mencionado, provocando la incomodidad eficazmente disimulada de su padre, quien no perdió tiempo en contestar lo mismo que en las pasadas ocasiones: que aún no regresaba de su visita a unos parientes de otra ciudad. Mientras esperaba a que el semáforo le diera autorización para cruzar la calle, su odio hacia sí mismo comenzó a aumentar, como siempre que recordaba aquella nefasta mentira que tantas veces repitió, así como la actitud que manifestó mientras esa charla progresaba. Como en cada juntada, esa pronto giró en torno a sucesos ocurridos recientemente alrededor de nuestro vasto mundo. ¿Habrá sido el destino el que quiso que saliera a colación el suicidio de aquel muchacho de otro país (cuyo nombre no recordaba), cuya homosexualidad, escondida durante tanto tiempo, nunca fue aceptada por las personas cercanas a él? ¿Habrá sido un aviso que él no pudo ver? Imposible de saberse. Cruzó la calle furioso al recordar como se había quedado callado mientras sus amigos mencionaban casos similares, ocurridos en fechas diferentes entre sí. Rechazos familiares debido a la orientación sexual de las víctimas, o a conflictos con su identidad de género; derivando en depresión, a raíz de estos problemas, y acabando en suicidio en la mayoría de estos casos. Nunca le cupo duda de que Gabriela había oído todo lo dicho. —Deciles algo —se ordenó a sí mismo, al verse tan callado y avergonzado ante esa situación—. Defendé a tu hija. Lamentablemente, le era imposible alterar lo que ya había pasado. Solo podía contemplar, como si de una película se tratara, el hecho de no haber reaccionado de ninguna manera mientras sus camaradas hablaban sobre cómo estaban de acuerdo con la postura de esas familias, y sobre cómo “todos esos se tienen que morir”.
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—Como si no han tenido suficiente teniendo que vivir con la vergüenza de tener de familiar a uno de esos enfermos —dijo uno. —Sí, encima van y se matan cuando tratan de ayudarlos, haciéndoles más daño todavía —le contestó otro. —No tienen perdón de Dios —acotó el tercero. Era en ese punto cuando el recuerdo siempre comenzaba a tornarse neblinoso. Pero nunca le importó eso, pues a esas alturas él ya estaba en el cementerio, frente a la lápida de su querida Gabriela, contemplando aquel nombre grabado en ella. Mientras estuvo viva él se negó a usar este nombre para referirse a ella, llamándola Gabriel siempre (las pocas veces que le dirigía la palabra, pues vivía encerrada debido al deseo de su progenitor de que nadie la viera en aquel estado). No obstante, se encargó de que su tumba sí llevara escrito ese nombre, el que ella tanto anhelaba oír pronunciado por su papá. —Por favor, perdoname hija —susurró, con los ojos rebosantes de lágrimas, como siempre que llevaba a cabo esa visita—. Perdoname, Gabriela. Cruelmente, la imagen del cadáver de su amada hija, hallada por él en ese fatídico día, colgando del techo de la habitación en la que la había encerrado, regresó para atormentarlo aún más. —Yo te maté —exclamó, abrazando la cruz de la tumba, pues nada más podía hacer, además de vivir lamentando su proceder por el resto de su vida—. Yo te maté…
EDUARDO JAVIER BARRAGÁN
Argentina
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esde siempre, mi vida había transcurrido entre dos fuegos cruzados: el encono de la familia de mi padre y el desprecio de la de mi madre. Desconocía cuándo había comenzado aquel rencor mutuo. Siempre tenía la sensación agobiante de una
fogata que crecía entre las dos familias y devoraba todo: afectos, encuentros, vínculos… No sé bien cuándo empecé a soñar esa hoguera que en las imágenes de pesadilla despedía un chisporroteo de lumbre escarlata y densificaba la soledad nocturna. El odio familiar fue socavando la relación de mis padres, abrasada por el fuego del resentimiento y los reproches mutuos. Para no escuchar gritos ni amenazas veladas, deambulaba por el parque que rodeaba la antigua casa familiar. Por las noches, me debatía en un sueño intranquilo que preanunciaba las pesadillas de siempre. No había en ellas figuras humanas. Solo el fuego cada vez más turbulento…. Hasta que un amanecer, se perfilaron dos siluetas borrosas, apenas esbozadas, que ardían en medio de las llamas. Desperté con un grito pensando que eran ellos, mis padres, incendiados por el permanente desencuentro… Una tarde, el enfrentamiento aturdió mis sentidos y me llevó a entrar abruptamente en su habitación. No recuerdo o no quiero recordar qué vértigo de palabras les grité en mi desesperación. Desde ese día dejaron de hablarse. Me cuesta relatar lo que sobrevino después. Aquel atardecer de otoño me encontró caminando sin rumbo fijo entre la arboleda sombría de la casona familiar, hasta que llegué a la cabaña abandonada en el límite del parque. Al acercarme, escuché voces y risas. Allí estaba mi padre con otra mujer, abrasados ambos por otro fuego: el de una pasión oculta. Cerré los ojos y los vi arder. Entonces sí se corporizaron las siluetas borrosas de mis pesadillas… Confieso que lo planeé todo cuidadosamente. La tarde decisiva, con una calma helada que me sorprendía a mí misma, arrojé la antorcha delante de la puerta. En un instante, la cabaña fue una turbonada de fuego que estallaba en lenguas flameantes. Vi cómo huían mi padre y la otra mujer hasta perderse entre la arboleda enrojecida por el resplandor de las llamas.
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Cuando ya solo se escuchaba el crepitar de las últimas brasas, emprendí el regreso a la casa. Un humo denso sobrepasaba las copas de los árboles. A lo lejos, escuché el sonido de las sirenas… Al fin pude llorar. Comprendí que acababa de salvarme de mi destino de fuegos cruzados que había intentado arrojarme en la venganza.
LIDIA BOSCO
Argentina
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¿Q
ué sería de una ciudad sin barrios? ¿Qué sería de un barrio sin gente, sin calles, ni esquinas, sin historias, ni mentiras? Los lugares comunes son comunes y no hay tanto que explicar. Se junta todo ahí en ese lugar y nada más. No hay más pretensione que, en algunos casos, compartir
un momento en algún instante del día que por lo general ya está definido de una manera implícita. En el barrio teníamos un lugar al que íbamos sin avisarnos, y era la esquina de López que queda a pocos metros de la puerta de mi casa, la casa de mis viejos. Es toda una esquina con pasto, dos árboles sobre un costado. Justo ahí, hay como un codo que une las dos calles y uno se puede sentar y ver gran parte del barrio, observar dos de los mercados más viejos, y a lo lejos, ver una de las entradas a uno de los parques de la ciudad. Siguiendo con el paseo ocular, como juego, contábamos los autos que pasaban por la avenida que corta de manera diagonal una de las calles del barrio. Esta avenida está conectada al empedrado que llega y tiene fin en el cementerio. Todo se abría como un abanico que nos dejaba ver lo que pasaba a nuestro alrededor y un poco más allá. En esa esquina pasaron cosas de las más variadas, muchas divertidas y otras no tanto. Era nuestra esquina, nuestro lugar común, cuando éramos pibes nos reuníamos para organizarnos y salir a “tomar” el barrio. Ya iniciándonos en la adolescencia las charlas y las costumbres cambiaron. Durante el día, cuando el sol pegaba de manera directa en ese verde césped, esa esquina se transformaba en nuestro arco de fútbol. Los dos árboles estaban separados a una distancia que daba forma de arco real, por eso al que le tocaba atajar se sentía como un arquero de verdad, soñábamos con jugar en algún club de primera o ser el arquero de la selección. La pasión era tan grande que volábamos de palo a palo, nos revolcábamos en el pasto mientras algunos gritaban como locos y más cuando hacíamos campeonatos de penales. Éramos varios chicos tratando de meter un gol, la gran mayoría de los tiros
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daban a la pared y repercutían de manera directa dentro de la propia casa. Un abuso. Muy pocas veces salía el dueño a hablar con nosotros, pobre tipo, le rompíamos las pelotas todas las tardes. Cuando nuestro fervor estaba en el punto máximo de lo soportable, López, salía a hablar con nosotros. No era habitual esa costumbre, nadie o casi nadie se sentaba a explicarnos, repetirnos hasta el hartazgo que no podíamos hacer esas cosas. Pero este hombre rompía la regla. Salía por lo general con una camisa clara, boina si la ocasión lo ameritaba, las manos en los bolsillos, cara de bueno y tono amigable. Buenas tardes chicos. Hola López contestábamos a coro. ¿Qué les dije ayer sobre esto? Algunos con vergüenza le respondíamos que nos acordábamos lo que habíamos hablado el día anterior, todos con cara de perdones nos íbamos retirando de a uno con las cabezas gachas, con los brazos acariciando alguna pelota, caminando para el entubado donde estaba nuestra “canchita”, la bautizaron con ese nombre algunos chicos más grandes, varios años antes que nosotros jugáramos ahí. Herencia que respetábamos sin chistar. Él, López, daba otra vez, las mismas explicaciones de siempre: A mí no me molesta que jueguen acá, pero traten las cosas con cuidado, me rompen toda la esquina. Sí, don, tiene razón. Disculpe de vuelta, nos vamos a la canchita del entubado a jugar respondía alguno de los más grandes. No sé bien por qué, pero siempre se quedaban los más grandes a escucharlo y responder. Claro chicos, vayan para allá, ahí tienen más lugar, nadie los va a molestar ni a cortar la tanda de penales. Con una sonrisa cómplice se acomodaba la boina y preguntaba quién iba ganando porque tenía a sus preferidos. Ya sin mucho que decir, los últimos enfilaban para el entubado donde estaba nuestra cancha. Hoy en ese lugar hay una plaza que tiene el nombre de uno
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de los dirigentes más reconocidos del barrio, y también los gobiernos de turno arman la fiesta de la primavera y traen grupos de música y viene mucha gente que no sabe en qué lugar iban los arcos. Ni siquiera quien llegaba último de la esquina de López. Cuando comenzamos a crecer las costumbres fueron cambiando. Dejamos la pelota en la esquina para iniciar las charlas con girasoles y gaseosas, cuando se podía. Éramos nueve o diez chicos, el número fue bajando y con el pasar de los años mucho más. El ritual consistía en sentarnos uno al lado del otro masticando girasoles, todos teníamos una bolsita, pero antes revisábamos el césped para asegurarnos que ningún perro hubiera dejado algo suyo y nosotros nos sentáramos arriba. Las charlas eran de los temas más variados, se pasaba por todo lo que se tenía conocimiento y si no, se inventaba algo, lo que sea. Todos queríamos meter algún bocado, algo que nos hiciera resaltar del resto, como una inspiración divina o algo así. Las conversaciones se iban transformando en debates de los más absurdos, picantes, cómicos, esotéricos, inocentes, fantasiosos, soñadores. Las tardes-noches del fin de semana eran el momento adecuado para los encuentros. No importaba la estación del año, la esquina nos esperaba para hospedarnos sin regañar a un grupo de pibes del barrio que necesitaban escucharse, hablar, cosa que me di cuenta algunos años después. No recuerdo bien cuándo fue que terminaron los encuentros en esa esquina. Ella sigue estando ahí, esperando, sabiendo que tal vez en algún momento alguno volverá a sentarse, abrir una bolsa de girasoles, admirar las estrellas, contar los autos que pasan por la avenida lejana, reír, escuchar, hablar. Paso seguido por ahí, no sé si los demás hacen lo mismo, algunos ya se fueron del barrio. Cuando me encuentro pisando ese verde césped, miro para los dos costados en dirección a ambas esquinas, están los palos del arco, iguales que antes, en la misma posición. Para ser sincero, la distancia entre ellos es mucho más chica, hoy en día no necesitaría “volar” de palo a palo para atajar una pelota y tampoco el cuerpo me lo permitiría. Lo que hago es esquivar en todos los tiros lo que los perros dejan ahí, en la esquina de López.
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DIEGO GARCĂ?A
Argentina
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reí soñar. Tanto tiempo llevaba sin sentir el impulso consumista que me resultaba extraño encontrarme allí, en ese centro comercial en particular, a esa hora del día, en medio de las ofertas de fin de temporada que no necesitaba. Ese no era yo, que había aprendido
a no dejarme llevar, a no caer en la tentación y librarme del mal, amén. Lamentablemente, no soñaba. En verdad me encontraba en los pasillos de esa mole de concreto, plástico y vidrio tan odiada, tan despreciada, cuando aquello comenzó. Una agitación en el aire, un rumor que crecía al igual que el caudal de un río de montaña que baja de improviso cargado con el barro del deshielo. Una vibración extraña en el suelo, en el crujir de los cristales de las grandes vidrieras, provocaba que los vendedores de las casas de ropa y objetos de mala calidad y alto precio se asomaran a las puertas de sus capillas del consumo. Miraban, con tanta sorpresa como yo mismo, en la dirección en la que parecía acercarse el rumor. Tres aterrorizados guardias de seguridad aparecieron corriendo girando atolondradamente el codo del pasillo. Sin dejar de avanzar, gritaban algo que no comprendí; pero sus palabras pusieron en movimiento a los atónitos vendedores que, inmediatamente, comenzaron a cerrar y trancar las puertas de sus negocios con cuanto tenían a disposición (maniquíes en desuso, sillas de cortesía, biombos de probadores desarmados, clientes molestos, etcétera). En medio de tal movimiento, más intrigado que asustado, miraba hacia el pasillo por el que aparecieran los despavoridos guardias al tiempo que el retumbar de miles de pasos no dejaba de acercarse. No debí esperar demasiado para ver como una columna, compacta y bien formada, en la que nadie se empujaba ni se chocaba con quien caminaba a escasos centímetros de distancia, dobló por el pasillo. Caminaban en silencio, haciendo sonar sus pasos en el suelo siempre limpio de baldosas brillantes. Gente de todos los tamaños y colores, de todas las alturas y peinados, vistiendo galas o harapos, de cualquiera de los géneros disponibles en esa temporada (y no, no me refiero a las
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telas de sus vestimentas), y que apenas se miraban entre sí, avanzaban al unísono. En medio de su avanzar, el rumor que se tornara más y más fuerte, y que no provenía de sus gargantas, sino que era producto del movimiento de sus brazos. Cada uno de ellos llevaba el brazo izquierdo en alto, todo cuanto se los permitía su altura, y agitaba, con los extremos de sus dedos, billetes sueltos, billeteras bien cargadas, monederos como los que usaban las abuelas, chequeras, cupones de descuentos varios, tarjetas de regalo, de crédito y de débito, bien alto, a la vista de los vendedores. Pasaron junto a mí sin responder a mis preguntas; pero, de sus gestos, de sus miradas, obtuve cuanto necesitaba saber. Esperé a que el último de ellos pasara junto a mí y, levantando mi billetera de cuero viejo y descolorido, me uní a la silenciosa columna.
JOSÉ A.GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
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anual de Usuario. Tabla de Contenidos. Materiales. Instrucciones.
Recomendaciones y advertencias. Felicidades por haber adquirido su primer Vial de Abiogénesis de la casa de
producción NOVA ERA. Usted, a través de este curioso producto, no solo obtendrá una nueva forma de generar sus propios pájaros de manera tradicional, evitando así tener que recurrir a la compra de sus variedades enlatadas cuyos cantos además de genéricos son de corta duración, sino también las herramientas necesarias para generaciones futuras. Antes de empezar, le sugerimos encontrarse en un lugar tranquilo y de preferencia solitario. Asimismo, seguir las instrucciones en orden cronológico, respetando los tiempos de espera y sin leer nunca el paso siguiente al que se encuentra en el momento. La razón de esta sugerencia es facilitar la familiarización completa con el producto y lo sutil de su naturaleza, de otro modo el proyecto no solo puede fallar, sino que su usuario puede enfrentar consecuencias graves. Materiales Se incluyen en la caja: Dos viales de vidrio de 30 cm3. Una tabla rúnica de roble de 25 cm x 40 cm. Una cadena de plata. Un cristal catalizador. 400 g de mercurio. 400 g de plomo. 200 g de azufre. 200 g de fósforo. Además, necesitará: Una ramita de un árbol de cobre.
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Incienso robado. Tres pétalos de la flor de su elección previamente secados dentro de un libro. Un poema escrito en su infancia. 40 litros de agua bendecida por un cura excomulgado. Sal de río al gusto. Instrucciones Primer Paso: Durante tres semanas, empezando el primer día de luna nueva, tomar baños de vapor cada quince minutos en posición de loto con los ojos cerrados. Evitar en ese tiempo comer otra cosa que no sean frutos secos e infusiones de jengibre, sobre todo a horas en las que brille el sol. La purificación del cuerpo es de suma importancia para que nuestro pájaro no fallezca antes de su primer trino. Segundo Paso: Durante la noche de luna llena sentarse descalzo enterrando bien los pies en tierra húmeda y mezclar en uno de los viales con la ramita de cobre dos litros y medio de agua bendita con la mitad del plomo, el azufre, el fósforo y el mercurio cuidando las proporciones. Repetir el proceso hasta que no quede más agua que rebalse el vial y dejar reposar toda la noche. Es importante que los pies lleguen a mojarse con la solución y que no sean limpiados hasta la mañana siguiente para que el cuerpo absorba los nutrientes necesarios para alojar a nuestro pájaro en su etapa de gestación de lo contrario no se desarrollara adecuadamente o puede que ni siquiera lo llegue a hacer. Tercer paso: Esa misma noche, después de haber preparado en el segundo vial la misma mezcla explicada en el segundo paso, recrear el árbol alquímico sobre la tabla rúnica de roble de manera que los pétalos sean la copa, el poema el tronco y el vial el sol. Colocar alrededor del cuello la cadena de plata y dormir con el cristal catalizador a la altura de los pies, o para obtener mejores resultados, sobre la coronilla. Procurar soñar con la forma del pájaro, con sus colores, con sus aromas, sus hábitos. Es importante haber seguido los pasos anteriores con precisión de modo que se tendrá la mente clara y nuestro pájaro será exactamente el soñado,
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reflejo fiel de nuestros deseos más profundos. Cuarto Paso: A la mañana siguiente, y antes del primer parpadeo, tomar el contenido del segundo vial sin hacer ninguna pausa. Luego llenar la bañera con el agua restante y recostarse desnudo habiendo previamente encendido el incienso. Una vez ahí dentro, sumergir un extremo de la cadena de plata en el primer vial y sostener el otro con la mano izquierda mientras que, con la mano derecha, se aprieta el cristal catalizador bajo el agua. Mantener esta posición tratando de no realizar movimiento o sonido alguno hasta que el último hilo humeante de incienso se desvanezca. Este proceso permitirá imbuir vida a nuestro pájaro, extrapolar su existencia del plano de la imaginación hacia el de la realidad. De moverse demasiado en este paso el pájaro carecerá de la facultad del vuelo, de hablar la del canto. Último paso: Finalizado el proceso de generación del pájaro repetir el primer paso por unos meses, la duración dependerá del tamaño del pájaro, hasta que se sienta un gorjeo en la garganta. Después con los dedos hacer una pinza e introducirla en la boca cuidando no lastimar al pájaro. Este saldrá de un aleteo que generará cosquilleo en la lengua, se sentirá un leve picoteo en los dientes, luego un suspiro que terminará en canto. Advertencia La
manipulación
irresponsable
del
juego
puede
resultar
en
la
despersonalización completa del usuario que durará hasta que este decida desde un lugar propicio emprender vuelo. No se aceptan devoluciones.
JORDANO GILL
Ecuador
Facebook: https://m.facebook.com/NightmareLyro Instagram :https://www.instagram.com/siouxie_suzuki/
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irta. No llegaré esta primavera a tu lado para plantar los crisantemos. Disculpa que sea tan directo y vaya al grano, pero es la forma en que me gusta hacer las cosas. Así soy yo, y bien tú lo sabes. La nave en la que regreso a casa se ha retrasado, el
viaje demorará dos meses más de lo previsto. Este mensaje es más que nada para darte las explicaciones pertinentes. Me ha ocurrido algo de lo más curioso. Sabes que mis negocios estaban en Alduir; nada tenía que hacer yo en la luna salvaje del tercer mundo, pero la reunión duró menos que el viaje para llegar. Y sabes cómo suele hacerse en este tipo de ocasiones: uno no viaja tanto para acudir a la reunión, ponerse de acuerdo y emprender el retorno. Se supone que uno debe dejarse llevar por algún tipo de esparcimiento, casi siempre relacionado con el turismo. De otra forma el viaje revelaría su verdadero rostro de cuestión mundana, lo cual, dicen que no es conveniente para la imagen de la empresa. Es un mal heredado de las primeras colonias. Tal era la ansiedad y las ganas de viajar y conocer otros lugares de nuestros abuelos, que no concibieron que algunos tendríamos intereses diferentes. En otras palabras, no se puede viajar dieciséis años luz de distancia y no recorrer la ruta turística. De ello depende, aunque parezca mentira, una gran industria. Y no es por justificarme. Me conoces y no es mi estilo. Pero no hubo forma de eludir ese caldero montañoso, húmedo y lleno de alimañas de lo más bizarras y extravagantes. Cuando llegamos, lo primero que nos dijeron fue una especie de advertencia que por supuesto tomamos para la broma. Se nos dijo que el lugar no era un parque temático, que realmente era salvaje. Tanto era así que un veinte por ciento de la superficie aún permanecía inexplorada. Fue evidente que exageraban al decir que inclusive en las partes más humanizadas todos los días se descubría y catalogaba alguna especie nueva o se identificaban yacimientos de recursos donde hasta entonces no se había visto nada. Se nos dijo que no nos sacáramos los trajes porque si bien la atmósfera era apenas diferente de la de casa, exigiría una aclimatación debida que llevaría bastante más tiempo que las seis horas que duraba el tour. No sé qué te produce…, pero a mí la palabra tour ya me suena a algo poco
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serio. Por eso tal vez lo tomamos tan para la broma. También porque la entrada parecía un Hawái primitivo y exótico y el presentador hablaba como si se estuviera dirigiendo a niños en un zoológico, lo cual con seguridad era lo que hacía la mayor parte del tiempo. Se nos dijo que podíamos llegar a sentirnos un poco más livianos pero que era algo normal por la pequeña diferencia gravitacional y otras cosas más que a esa altura no escuchábamos con claridad. Las leyes naturales funcionan en cualquier lugar de una forma muy similar. Las especies venenosas lo advierten con colores coloridos y hay que alejar los dedos de cualquier cosa con más dientes que uno mismo. Luego se nos asignó un guía para cada grupo, y se nos dejó entrar en la jungla dirigida de la luna mayor del tercer mundo de Alduir. Caminamos durante bastante tiempo. En teoría podíamos seguir tres horas en una misma dirección y luego volver. Aunque la duración del tour se calculaba en seis horas esto no era una regla estricta, y de ser necesario podía excederse. La jungla era en realidad exótica. Muchas de sus especies vegetales tienen la particularidad de ser iridiscentes, es decir que parece que brillaran en un hipnótico verdoso resplandor. El camino de piedra estaba bien marcado y se notaba más trabajo humano del que los organizadores hubieran admitido. Serpenteaba entre las montañas y las colinas como una ruta terrestre. A lo lejos se veían bosques de árboles enormes, de más de cincuenta metros de altura y de troncos que en su base parecían edificios. El cielo estaba plagado de bandadas de aves de colores, y desde la vegetación circundante surgían sonidos pululantes y chillidos que alimentaban nuestra imaginación. Llegados a la hora de camino se escuchó un fuerte rugido viniendo desde la montaña que el camino rodeaba. Pero al instante entendimos que era una exageración propia del tour, para darle más realismo al concepto de salvaje. Era difícil que algo más grande que un perro pudiera convivir con el hombre en ese paraje y lo sabíamos. Tal vez ese efecto hubiera hecho saltar a más de un joven estudiante de Astrofísica, pero no a un montón de ejecutivos cuarentones. Más allá del nerviosismo natural, lo único que despertó el suceso fueron más sonrisas. Al terminar de bordear la elevación quedé maravillado por lo que creí una bandada de aves que había descendido entre unas plantas de hojas circulares. Me detuve un instante, asombrado por la peculiaridad de lo que veía. Lo juro, Mirta,
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hacía mucho tiempo que no me sentía sorprendido en forma tan grata. Porque esas aves que saltaban traviesas entre las hojas y picoteaban el suelo, eran gorriones. Te lo aseguro, Mirta. Gorriones como en la Tierra. Pero estos, para mi asombro y mi regocijo, eran azules, de un tono metálico y brillante. Creo que entiendes el sentimiento que me invadió en ese momento. A veces la rutina monopoliza nuestro tiempo. Sabes que siempre añoré ese sentimiento de los primeros exploradores, que esperaban una sorpresa detrás de cada encrucijada, que todos los días experimentaban lo novedoso. Nosotros, que hemos controlado todos esos mundos, muchas veces obramos como en piloto automático, como el engranaje de una máquina, burocráticos fantasmas del tedio, que transitan entre realidades muy parecidas sin notar las sutiles diferentes y cada vez más convencidos, casi de una forma mística, de que todo se parece y que todo es lo mismo en un previsible universo. Así, me sentí maravillado frente a esos peculiares animalitos. No recordaba lo último tan hermoso que había visto. Uno de ellos aleteó hasta mi mano abierta y extendida y se posó justo en el centro de mi palma. Lo miré, nos miramos, yo supongo que con cara de tonto, él como esperando que le diera algo. Recordé cuando les arrojábamos migajas de pan a las aves que bajaban a nuestro patio sobre todo en primavera, cómo más de una vez un gorrión había repetido idéntico comportamiento. Supuse que no era nada extraordinario. Cualquiera que le ofrezca migajas de pan a un gorrión, logrará ver cómo cada vez los pequeños y simpáticos animalitos van perdiendo todo pudor hasta volverse verdaderos aventureros que bien podrían comer de una mano. Pero en Alduir, a dieciséis años luz de la Tierra, era sin dudas algo que nunca hubiera esperado experimentar. Giré sobre mí mismo para llamar la atención del resto del grupo y cuando volví a mirar al pajarito azul, este había aumentado de tamaño. Parecía ahora un gorrión regordete, tanto que el pecho le daba contra el pico diminuto. Lo quedé mirando sorprendido. Parecía un ave diferente. Fui notando cómo se hinchaba sin aumentar de peso. Sentía cómo si se estuviera inflando. El resto del grupo había acudido a mi llamado y miraban el espectáculo maravillados. Yo sonreía cada vez que miraba, supongo que para aparecer simpático en las fotos que tomaban. El pequeño animalito ya era del
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tamaño de una paloma. Extrañado retiré la mano y el gorrión permaneció en el mismo lugar, flotando. Era como si nunca hubiera dependido de mi apoyo y como si en efecto se estuviera volviendo un globo. Me asombró sobre manera el hecho de que en ningún momento demostrara la menor dosis de miedo. Este asombro pronto se tornó en desconfianza. El animal continuó inflándose ante las miradas de todos los presentes. Cuando llegó al increíble tamaño de una pelota de baloncesto comenzó a vibrar. Muchos de nosotros pensamos en alejarnos, pero la estrechez del camino y la gran cantidad de personas no permitían muchos movimientos. Luego de unos segundos en los que se sacudió como presa de un temblequeo epiléptico, sin hacer ruido, estalló en una nube de polvo azul brillante. El polvo me alcanzó por completo. Mirta, todo mi traje se cubrió de esa especie de polen azul. Las ocho o diez personas más cercanas también estaban cubiertas. El resto, de una forma u otra había resultado salpicado. Limpié lo mejor que pude el visor de mi casco tan solo para observar aún sin poder salir de mi asombro cómo el grupo entero entablaba una alocada e histérica huida a lo largo del camino y en dirección al hotel. Sé muy bien cómo funcionan estas cosas, digo, las relacionadas con la histeria colectiva. Primero habíamos visto un hermoso y dócil gorrión con la particularidad de ser azul y de encontrarse en un lugar tan exótico y tan alejado de casa. Cuando comenzó a hincharse, la fascinación pasó a desconfianza. La explosión había desatado la reacción. Me imaginé al guía tranquilizando a los más alterados. Pero luego me enteré, al llegar al hotel, que fue el que corrió más rápido y que aún no podían sacarlo del alterado estado nervioso en el que se encontraba. Si bien creo entender que nunca había ocurrido un suceso como ese, y que hasta el momento se desconocían los gorriones azules explosivos de Alduir, y que todo fue un gran descubrimiento, no entiendo la reacción exagerada primero de los organizadores y después de las autoridades coloniales. Se dijo que algunos de los trajes no estaban del todo descontaminados y se nos mantuvo en aislamiento tres días enteros. Justo los tres días en los que planeábamos recorrer la parte más vieja de la principal ciudad del planeta. Esto no pudo ser. Por lo que no podré llevarte las imágenes que me has pedido del casco viejo, ni del puerto de aguas turquesa, ni
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del famoso filón del diamante más grande jamás encontrado, que tiene el tamaño de un edificio de nueve pisos y que brilla con todos los tonos del arco iris cuando la luz lo atraviesa. Al cuarto día debieron liberarnos. No porque parecieran dispuestos, sino porque las leyes diplomáticas son muy estrictas a ese respecto. De modo que en este momento me dirijo hacia casa. El viaje ha sido retrasado a propósito para realizarnos estudios virales y de toda especie que te imagines. Al principio, como te he dicho, no entendí lo que me pareció una reacción un tanto exagerada. Pero con el paso de las semanas me he comenzado a sentir un tanto extraño, lo cual demuestra los efectos de la sugestión o que en realidad algo fuera de lo común está ocurriendo. Aparentemente ese polvo azul era una especie de polen o de esporas, o de otra cosa ni una ni otra, nadie lo sabe. A pesar de que el ave parece un gorrión, por supuesto no lo es y el desconocimiento en torno a él es total. Como te he dicho, en tres meses llegará nuestro crucero a la Tierra con la delegación completa. No deberías preocuparte, pero también podrías contactar al doctor Yong, ese especialista que ha atendido a tu familia desde que tengo memoria. No creo sea nada grave, pero más vale estar precavido. Los síntomas no son severos, pero sí un tanto extraños. En ocasiones me dan mareos y una gran acidez estomacal. Ayer, después de haber almorzado, sentí una gran arcada que se originaba desde mis más profundos adentros, eructé en forma prolongada y escupí una pluma pequeñita de un color azulado, que el viento de la ventilación alzó en un juego travieso por el aire de la recamara.
ÁLVARO MORALES
Uruguay
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S
La ilusión es el primero de todos los placeres. François-Marie Arouet (Voltaire)
ubió al colectivo como todos los días al salir de la oficina. Rodrigo caminaba hasta la terminal y, aunque siempre había cola, esperaba para viajar sentado eligiendo el último asiento, el largo, contra la ventanilla de la izquierda. Hacía casi diez años que, de lunes a viernes,
repetía esa rutina. A sus cuarenta años era la primera vez que un trabajo le duraba tanto. No porque fuera una gran cosa sino porque él ya no era el mismo. Ya no tenía la inquietud de los veinte años de buscar, crecer o cambiar. Los amigos le decían que se había achanchado hasta para jugar al fútbol. Antes disputaba cada pelota como si fuera la final de la copa del mundo. Ahora cuando perdía una pelota dividida no la corría. Los ocasionales compañeros de equipo le prodigaban todo tipo de epítetos y él solo sonreía. Claro, tampoco era como antes el cierre de los partidos. Ahora, al terminar, todos se cambiaban y se iban corriendo porque los esperaban a cenar las esposas e hijos y ya no había mesa de birra y cargadas. Solo él no tenía apuro. Nadie lo esperaba. Desde que Sonia lo había dejado, hacía ya muchos años, no había vuelto a tener una pareja estable. En realidad sí lo esperaban. Simón, su gato, viejo como él, lo recibía en la puerta y maullaba apenas ponía la llave en la cerradura. Como todos los días se ubicó en “su” asiento y conectó la radio en su celular para escuchar las noticias. Tenía como cuarenta y cinco minutos de viaje y eso lo entretenía. Por lo menos hasta llegar a la facultad donde muchas veces subía la chica. Era viernes y en esta semana la había visto una sola vez, el martes o el miércoles. Era de pelo castaño, largo hasta los hombros, de grandes ojos claros y una sonrisa luminosa. A veces viajaba con compañeras y otras, sola. Como a esa altura el colectivo iba repleto, él la observaba desde su rincón sin que ella lo notara. Era muy joven, unos veinticinco años tal vez y por eso jamás se le había ocurrido otra cosa que admirarla en silencio. Estaba seguro de que ella ni había reparado en él en todas las veces que habían viajado juntos en este año. Ella se bajaba a los quince minutos, más o menos, pero ese tiempo le bastaba para que el regreso 107
tuviera un toque especial. Al llegar a la facultad su atención se centró en los pasajeros que subían. Desde su posición no podía ver la gente abajo. Pasaron cuatro o cinco personas y la vio en el estribo. Con un solero verde claro y las carpetas apretadas contra su pecho. Se fue corriendo y quedó parada dos o tres posiciones adelante. Y, por suerte para él, mirando hacia las ventanillas de la izquierda, por lo que Rodrigo, la veía de frente. “Es hermosa”, pensó. Y de pronto los acontecimientos se desataron vertiginosamente. El flaco que se paró detrás de ella y comenzó a “apretarla”. La chica intentó correrse y el tipo se corrió también. Rodrigo sintió como el calor subía a sus mejillas y su corazón se aceleraba. No se pudo contener. Se paró y le dijo a la chica: —Vení, por favor, sentate —y mirándolo a él—, a ver si me querés apoyar a mí. El flaco puso cara de ofendido y le contestó: —¿Qué te pasa? ¿Estás loco? Rodrigo dejo pasar a la chica, se acercó al flaco, se le paró enfrente, y a cinco centímetros de su cara, le dijo marcando las palabras: —Tenés diez segundos para bajarte antes que te tire por la ventana. El tipo se dio cuenta que hablaba en serio y los noventa kilos de Rodrigo lo deben haber convencido porque, caminando hacia atrás, se fue hacia la puerta y apretó el botón. Rodrigo se agarró del pasamano del asiento de un solo pasajero de adelante y miró a la chica. Ella puso su mano sobre la de él y le dijo: —¡Muchas gracias! —Para Rodrigo eso fue como un beso. Con voz entrecortada atinó a decir: —Está bien, no es nada. No me banco estos tipos. La chica retiró la mano, y agregó: —No. Es mucho. Donde priva el “no te metás”, vos estuviste presente. Rodrigo le sonrió y no supo que contestarle. Pensaba miles de frases con que seguir la conversación pero no se animó a ninguna. Así siguieron en silencio
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hasta que ella llegó a destino. Se despidió con un: —Chau, y gracias otra vez. —Chau, buen fin de semana— solo atinó a responder Rodrigo. El resto del viaje Rodrigo no podía sacarse de la cabeza lo boludo que había sido al no aprovechar esa oportunidad. El fin de semana se quedó en su casa y ensayó un montón de formas de iniciar el diálogo cuando la volviera a encontrar. Pensó, descartó, rehabilitó, volvió a descartar y volvió a elegir infinidad de variantes, pero no pudo encontrar la que lo convenciera. “Mejor espero e improviso”, se dijo finalmente. El regreso a casa del lunes lo encontró ansioso como nunca. Cuando el colectivo llegó a la facultad sintió que se le aceleraba el corazón. Fue subiendo la gente, pero nada. Ella no subió. Sintió una desazón muy grande y pensó: “Bueno, será mañana”. El martes casi no pudo concentrarse en el trabajo. Hacía mucho tiempo que ninguna circunstancia lo ponía así. No veía la hora de que el reloj marcara las dieciocho para salir corriendo a la parada del colectivo. Por fin se hizo la hora y como siempre completó su rutina. Al llegar a la facultad la ansiedad lo desbordaba. Comenzaron a subir y la vio. “A ver como la encarás”, se dijo. Le llamó la atención que pasara directamente sin colocar su tarjeta magnética por la máquina. Entonces el cielo, partido en mil pedazos, se desplomó sobre él. Detrás de la chica subió un pibe, más o menos de su edad, quien pagó los pasajes y la alcanzó. Se corrieron al fondo del colectivo tomados de la mano. Estaban muy juntos y hablaban mirándose a los ojos, con los rostros casi pegados. Ella estaba tan embelesada que ni se percató de que él viajaba en el fondo. Se le hizo un nudo en la garganta. Pensó: “Y bueno ¿qué esperabas? Estas cosas solo pasan en las novelas”. Se puso a mirar por la ventanilla y subió el volumen de la radio en su celular. En la FM Tango retumbaba la voz de Julio Sosa: “Que ganas de llorar en esta tarde gris...” Antes no le gustaba el tango. ¿Por qué será que estaba comenzando a entenderlo?
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OSVALDO E. VILLALBA
Argentina
Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar
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M
e desperté. La habitación estaba a oscuras. Me levanté y descalzo fui hasta la ventana. Empujé los postigos y la luz inundó el espacio gris. Miré el reloj: otra vez el mediodía y yo desaprovechando tantas horas. Me gustaba leer a la noche, en
el silencio de la casa y fuera de las miradas de mis padres. Yo podía ser como los demás y lo había demostrado. Tenía mi certificado de haber completado las materias de la Licenciatura en Fisicoquímica. ¿Por qué esa carrera tan difícil, según algunos de mis conocidos? Porque era lo que me gustaba, lo que daba respuesta a mis inquietudes. Cuando me interesó la fotografía, encontré un amigo que me involucró en ese mundo de luz y sombra. Me enseñó cómo se revelaba en blanco y negro. El secreto era usar buenas drogas y controlar los tiempos. Yo atesoraba rostros, paisajes, piezas inmóviles, pájaros. Sabía que llegaría el día en que solo distinguiría contornos apenas coloreados y también otro en que todo serían sombras oscuras, pero era joven, faltaba mucho para eso. Para poder pagar los gastos que me ocasionaba la fotografía tomé un trabajo a tiempo parcial como cobrador de venta a domicilio de paraguas directamente de fábrica. Fueron dos veranos y el año lectivo comprendido entre ellos. En esa época de estudiante, recorrí todos los barrios lindantes con la capital federal: los del norte, del sur, del oeste. Era uno por vez. Un lujo conocer los barrios obreros y los residenciales, las avenidas y las calles de tierra, las diferencias de clase, lo amable y lo indiferente. A veces encontraba domicilios cerrados, o la mujer que me atendía se disculpaba porque el marido no le había dejado dinero. Quedaban para un próximo recorrido. Cuando terminaba el trabajo en una zona, me acercaba a la plaza más cercana. Sentado en un banco contaba la recaudación y anotaba el valor en la planilla del día. Guardaba todo en mi mochila y a la vez sacaba el sándwich de milanesa que devoraba sin contemplaciones. Cuando no salía para las cobranzas, me refugiaba en un restaurant de barrio,
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ubicado sobre la Avenida Francisco Beiró y con la compañía de un café y una jarra de agua, siempre al lado de una ventana, estudiaba. Necesitaba ese ambiente en el que podía concentrarme hasta la hora del mediodía. En cuanto los trabajadores de los alrededores hacían su entrada para almorzar, el mozo que me conocía, se acercaba para cobrarme la consumición y yo regresaba a mi casa, dónde mi madre me esperaba con el almuerzo. Puedo decir que de joven era una persona solitaria. Mis compañeros de colegio o vecinos del barrio, realizaban deportes, concurrían a recitales nocturnos, iban a bailar. Yo tenía restringida la noche y las actividades dónde se necesitaba una visión lateral. Promediando la carrera, me junté con compañeros, con intereses parecidos a los míos en las ciencias y en la política, que me aceptaban como era. Por mis notas, gané una plaza de ayudante de segunda en la asignatura Química General: era una materia del plan del primer año, común a muchos estudiantes, que después seguirían diferentes orientaciones como la biología o la geología, además de las distintas especialidades de la química. Una tarde, después de la práctica de laboratorio, me quité el guardapolvo blanco y caminé hasta la cafetería. Pedí un café en la barra, no tenía mucho tiempo. Aspiré su aroma, pero dejé la taza sobre el mostrador, estaba caliente. Me distrajo la entrada de la morocha de ojos grandes, que me sonreía dónde me veía. —Profe, tengo dudas sobre los ejercicios ácido base. ¿Los va a explicar en la clase de problemas, no? —preguntó, dándolo por hecho. —Sí, señorita Funes, los vamos a ver uno por uno. Saqué un cigarrillo y lo encendí. En ese momento se acercó Damián, ayudante de segunda como yo, y repasamos juntos el listado de problemas a tratar, terminando con sorbos distraídos el café olvidado, ahora apenas tibio. Me gustaba el aula 16, toda revestida de madera, en forma de anfiteatro, con escalones que subían hasta los últimos asientos. En el estrado había dos pizarrones verdes y marcadores especiales. La escritura se borraba con una esponja húmeda. Un lujo. Por los ventanales entraba el sol de la tarde. Tenía la luz que necesitaba. En primera fila estaba Funes con sus compañeros de estudio. No me sacaba
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los ojos de encima. Consiguió que me sintiera importante. El aula se llenó. Damián comenzó con un tema, yo lo seguí con otro y así pasaron las dos horas de la clase de ejercicios, relacionados con la teoría que se dictaba dos veces por semana en el Aula Magna. Realicé preguntas y las respuestas me dejaron satisfecho. No quedaban dudas, por lo menos en ese momento. Junté mis cosas y salí al ancho pasillo. —¡Profe, profe! —me sorprendió una de las alumnas—. El sábado a la noche hay una peña, cerca de la Plaza Flores, van a tocar Los Santiagueños. Le dejo la dirección, trate de venir, las empanadas y el vino son de primera. No nos falle. Gracias, si puedo cancelar un compromiso voy —le respondí. Funes me miraba, pero no dijo nada. Comenzaba a oscurecer, tenía que apurarme. ¿Cómo contarles que sufría de ceguera nocturna? ¿Por qué a mí, que me gustaba la noche para caminar, para conversar? El oftalmólogo decía que no había cura hasta el momento. ¿Cómo decirles que me era imposible desenvolverme en un ambiente en penumbras? Seguir a las personas por la voz, muchas veces tapada por la música de los instrumentos. Bajé las escaleras distraído, pensando en la invitación y me llevé por delante a un individuo que se molestó bastante por el empellón que recibió. Me deshice en disculpas. Perdí el colectivo. Esperé un cuarto de hora hasta que arribó el siguiente. Alguien mencionó el ocaso y su rosa intenso. Un rosa que iría cambiando al violáceo, hasta confundirse en un azul oscuro y después en un negro dónde las estrellas irían apareciendo de a poco, cubrirían todo el cielo. Por supuesto no había visto nada de eso, pero recordaba la descripción que hizo una vez mi hermana. Prometí pasar por la casa de unos tíos. Allí me encontraría con mi familia que estaba de visita desde temprano. El colectivo me dejaría a dos cuadras. Le recordé al conductor la dirección dónde tenía que bajar. Ya se había pasado dos paradas. Maldije mi suerte. Le pedí que parara, no me dejó bajar por adelante, para eso estaba la puerta de atrás.
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Corrí entre los pasajeros, gritando que me esperara. En el apuro quedó enganchada la mochila en uno de los barrales de la puerta. El ómnibus arrancó y empezó a arrastrarme. Todos comenzaron a gritar y eso me salvó. La unidad se detuvo, alguien liberó la correa y yo caí al piso. Nadie se preocupó, el vehículo prosiguió su marcha. Me levanté y un poco dolorido, comencé a desandar el camino hasta la calle Sarmiento, mi destino original. La avenida estaba iluminada, los negocios tenían sus puertas abiertas. No me costó realizar ese trayecto, pero el último tramo era otra cosa. Conocía el camino por haberlo recorrido muchas veces, pero siempre de día. Desde la esquina en que estaba parado, distinguía los primeros veinte metros, después la oscuridad pintaba todo de negro. Era una zona residencial, las casas estaban detrás de jardines muy cuidados y la iluminación de la entrada y de las ventanas quedaba opacada por las ramas de los árboles que se mecían con la brisa de la noche. Se me adelantó una señora con una nena y decidí seguir el bulto. Ella apresuró el paso, temiendo un atraco, porque yo le pisaba los talones. Se paró delante de su casa, levantó a la niña en un gesto de protección y tocó el timbre. Dije: “Buenas noches” y pasé de largo. Tenía que devolverle su tranquilidad. Avancé treinta metros en la más completa oscuridad. Me apoyé en una verja y traté de tranquilizarme. Cerré los ojos y los volví a abrir, esperando reconocer el entorno. No sucedió. Solo me faltaba cruzar la calle y los últimos cien metros, tenía que lograrlo. En un momento dado, choqué contra lo que parecía un cartel de chapa, indicador de que había alguna reforma en curso, tropecé con adoquines sueltos, me detuve. Aquí dejaron un trabajo sin terminar, pensé. Deslicé un pie delante del otro con mucho cuidado, hasta que me encontré con el cordón. Listo, ahora camino por la calle, los autos estacionados me van a servir de guía, pensé aliviado. Me impulsé para bajar, relajado, respirando hondo, y entonces el piso debajo de mis pies, desapareció. En la misma línea de mi movimiento, una alcantarilla destapada me tragó.
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No me deglutió porque la mochila quedó agarrada de uno de sus bordes. Mis pies se movían en el aire. Un movimiento en la dirección incorrecta y la mochila me acompañaría hasta el fondo. Pero la muy noble resistió. Con las dos manos me así a un extremo y comencé a impulsarme. Era delgado pero alto, me costó bastante apoyar el pecho fuera. Me agarré de salientes de brea de la calle y despellejándome las manos, conseguí salir. Volví a tantear el piso antes de dar cada paso. Crucé la calle y me aferré al primer auto estacionado. Seguí con mucho cuidado, un paso detrás de otro. —¿Martin, sos vos, estás jugando a las escondidas? —escuché a mi hermano, que estaba con nuestros primos delante de la casa. Se acercó y me dio la mano. Quiero pasar al baño, —dije— después paso a saludar. Rodeamos la casa y me encerré en el pequeño ambiente sanitario. Encendí la luz, era potente. Mi reflejo en el espejo me hizo reír. Me lavé la cara y las manos. Sacudí el saco y los pantalones del polvo de la calle. Miré la mochila y le estampé un beso.
YOLANDA SA
Argentina
Facebook: Yolanda SA Página WEB: www.yolandasa.com
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legaba esa hora del día en que la soledad era su única compañía. Esa hora del día en que las horas se detenían y el silencio atosigaba su rutina. Haydé había aprendido a convivir con sus demonios, pese a que
esos fantasmas resurgían en medio de la soledad del otoño. La soledad opacó su estado de ánimo y el mal humor no tardó en llegar. Algo oprimía sus sueños, sus esperanzas, su futuro. Todo la irritaba hasta su propia sombra que se escondía en cada paso. La nostalgia invadió su cuerpo y el llanto no cesó en su calvario solitario. Haydé sufría en silencio, en soledad, en compañía de sus fantasmas que la observaban desde un rincón de la habitación. Ellos estaban quietos, petrificados, sumidos en la propia desazón de la mujer. Mientras tanto, ella creía que esos espectros la comprendían, pero no, solo estaban detenidos por el tiempo en un espacio acotado, observándola de lejos, temerosos de su próxima reacción. La sospecha cayó en “esa”, en esa mujer segura de sí misma, bella a pesar de los años y atenta en las palabras que surgían de sus labios rosados. La sospecha cayó sobre la mujer que nunca desconfió, que jamás creyó una amenaza. Los motivos sobraban, tal vez, faltaban, pero Haydé los creía vivos como a su soledad, como a sus fantasmas. Abel en su rutina diaria se hablaba con “esa”, con la mujer sin sospecha, sin fantasmas, con la luciérnaga que una vez fue para él. Se hablaban, sí. Hablaban de la vida, de la literatura, del amor, de los sueños, hablaban de ellos, de esa amistad transparente y vivaz que jamás se había visto amenazada o puesto en duda por Haydé. “La vida es como una ruleta rusa a la que todos apuestan para ganar”. Le decía “esa”. “La vida es el sueño del pasado no consumido, añorado, amado que aún espera por vivir”, respondía Abel. “La literatura es la fantasía de un amor no vivido”, se lamentaba “esa”. “La literatura es lo que me ata a ti”. “El amor es la falta de libertad, la opresión, pero sin él no puedo vivir, y
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vos, eso lo sabes”, le reafirmaba “esa”. “El amor es el ocaso del pasado en el resurgir del presente que espera con esperanza vivir en el mañana”, continuaba Abel. “Los sueños son nostalgias de lo no vivido”. “Los sueños son tenerte aquí conmigo”. “Nosotros, nuestra amistad… añoro con nostalgia lo que nunca me animé a vivir contigo por temor. Me arrepiento, me arrepiento de esta amistad sin amor real”. “Nosotros, aún espero el nosotros y con frenesí poderlo vivir”. Haydé se ahogaba en sus palabras calladas, en sus encierros oscuros. Se ahogaba en suspiro de sospechas, en temores reprimidos y jamás creídos. Recordaba, en esas horas de otoño, de soledad, el día en que lo sospechó por primera vez, en el que el corazón se le hizo un nudo y en la que su garganta gimió de dolor, el día en que las lágrimas salieron secas y lastimaron sus ojos cafés. Recordó el instante en que se sintió estúpida en medio de ellos dos, el mismo día en que el silencio otorgó, en que las sonrisas confirmaron y las miradas hablaron. Había un pasado, lo sabía, siempre lo supo, nunca lo sospechó, pero sabía que siempre había estado. Y ahora la sospecha recaía sobre “esa”… esa libertad al pensar, al vivir, al amar, esa libertad de elegir, de hablar… la sospecha… ahí estaba… en “esa”. “Mañana tengo peña, veámonos”. “Pedís mucho, lo sabés, mi ideología de vida no me lo permite. Jajajaja”. “Podemos intentarlo nuevamente”. “El destino no lo permite”. “El destino nos invita a vivir nuevamente”. Haydé sintió que su corazón había dejado de latir, presintió una vez más la sospecha, pero dudó que sea real. Caminó sumida en sus silencios, acompañada de sus fantasmas, ella iba en busca del diván que había dejado encargado cuando lo vio llegar… Quedó paralizada en la esquina, observando desde un rincón como si ella misma fuera un
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fantasma. Quedó parada en ese espacio diminuto que eran las baldosas flojas de la vereda, observándolo a él en la puerta de la casa de “esa”, viendo el beso en la boca, la caricia en el pelo, el entrar apurado; y ella, ella misma en compañía de sus fantasmas sosteniéndola al caer en un llanto silencioso, en que las lágrimas lastimaban sus ojos. Haydé se sintió morir en el silencio del anochecer, el frío caló sus huesos, la soledad la abrazó en su manto de piedad y petrificada por la sospecha, olvidó el diván. Marchó en camino contrario y continuó como si nunca la sospecha hubiera ocurrido. El mal humor cesó, el frío se instaló en su vida rutinaria, la soledad era su compañía, sus fantasmas sus amigos, él no era nadie más que él a su lado, dibujado. Hizo oídos sordos, silencios largos, se reprimió las palabras, ya no opinaba, no preguntaba, no indagaba, no planificaba. Dejó de ser como era para convertirse en lo que Abel había creado, en un ser que caminaba perdido, que deambulaba y ya, y ya no sospechaba, pues la sospecha había sido confirmada.
MARÍA CRESCENCIA CAPALBO
Argentina
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e tomó la mano sobre el mantel y él se sorprendió. Sin embargo, no la alejó. Lo miró de una manera especial y él entendió perfectamente. Pidió la cuenta mientras ella, despacio y sin dejar de mirarlo, quitó
su mano. Dejó la servilleta sobre la mesa, tomó su bolso y salió del lugar. Se encontraron a dos cuadras, en una esquina conocida. Caminaron sin hablar. Ambos masticaban besos en sus mentes. Acariciaban aquel cuerpo deseado, sin prisa. Al llegar al lugar, ella lo miró e ingresó. Él caminó hasta el mostrador. Lo rodeó, miró la correspondencia, se quitó el saco y dejó sus llaves en el cajón pequeño. Ella ya estaba en la pequeña habitación. Se quitó el abrigo y se colocó el uniforme. Él se asomó para contemplarla y, apoyado en el marco, le dijo: Un día de estos deberíamos ocupar alguna de las habitaciones. ¿Qué te parece Manuela? Ella sonrió y bajó la cabeza asintiendo.
AMALIA FUINO
Argentina
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e de reconocer que no entré a la orden por vocación, sino por pura envidia, aunque las virtudes propiamente virginales son, evidentemente, la reserva; pero también la prudencia, la modestia, la dulzura y sabiduría, la gravedad y delicadeza, la
casta libertad y, sobre todo, la caridad. Soy la más fea y contrahecha de cinco hermanas, y al momento de que yo decidiera convertirme en monja, tres de ellas estaban casadas y la menor estaba prometida. Ver la alegría de todas, cómo acomodaban sus ajuares y se preparaban para dejar el hogar materno, me sumió en una gran depresión y estaba consciente de que no conseguiría consuelo alguno en mi familia; pues sabía que de cierta forma, me culpaban a mí de mi fealdad y mi desdicha. Fui aceptada por la madre superiora para entrar al convento, y aunque se supone que la confesión es un acto privado entre el padre confesor y el pecador, por la manera de mirarme supe que la madre estaba al tanto de mi pureza tanto de cuerpo como de espíritu. Era digna de ser una de las esposas de Cristo y para eso me preparé para el Ritual de Consagración de Vírgenes, al igual que el resto de las novicias, el cual trataré de explicar con el mayor de los detalles: Este ritual consiste en tres pasos: Consagración, Bendición y Velación. La Consagración y Bendición las realiza el Obispo Diocesano, y es a través de su ministerio que nosotras aceptamos a Cristo como Esposo: «¿Queréis ser consagradas a nuestro Señor Jesucristo, y ante la Iglesia ser desposadas con Hijo del Dios Altísimo?». La ceremonia comienza por la llamada dirigida a las candidatas que esperan en la entrada. Para invitarlas a avanzar hacia el coro, el obispo canta el versículo 12 del salmo 33: «Venid hijas, escuchadme, os instruiré en el temor del Señor». Las candidatas responden a la invitación cantando, mientras avanzan hacia el coro, dos versículos del canto de Azarías en el horno encendido: «Queremos seguirte de todo corazón... ». Se puede acompañar este rito con el de la luz, las diez vírgenes de la parábola con sus lámparas encendidas; para esto, después de la llamada del obispo, se canta la antífona «Vírgenes prudentes» y, mientras cantan, las candidatas se levantan, encienden su lámpara y avanzan hacia el obispo. Después de la homilía, se entabla un diálogo entre el obispo y las vírgenes.
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Es importante que las candidatas sepan exactamente a qué se comprometen, y que asuman sus responsabilidades con todo y ante el pueblo de Dios. Esta es la razón por la cual el obispo pregunta a las candidatas, por una parte, si están dispuestas a perseverar todos los días de su vida en el ideal de la virginidad consagrada (o de la vida monástica) y en el servicio a Dios y a la Iglesia, y, por otra, si desean ser consagradas y convertirse en esposas de Cristo. El diálogo es inmediatamente seguido por las letanías de los santos. La petición final, tomada del ritual las ordenaciones: «Para que te dignes bendecir, santificar y consagrar a estas hijas tuyas». Seguidamente, las candidatas emiten o renuevan el propósito de castidad para las mujeres que continuarán viviendo en el mundo, o la profesión monástica, para las monjas. Para emitir este voto, las vírgenes colocan sus dos manos juntas entre las del obispo, para orar así: «Te pedimos, pues, Señor, que protejas con tu auxilio y guíes con tu luz a estas hijas tuyas, que desean que tu bendición confirme y consagre su propósito». La Consagración de las vírgenes termina con la entrega («traditio») de las insignias que simbolizan su nuevo estado de consagradas: el velo (si es oportuno), el anillo y, eventualmente, el Libro de la oración de la Iglesia. Fue en la Velación cuando, con la cabeza rapada y acostada en el suelo, esperando que sucediera algo, lo que fuera, que me indicara que en efecto era la esposa de Cristo, inició mi calvario. Cada vez me sentía más sola, solo quería morir, pues estaba al tanto de que no era esposa ni de Cristo ni de nadie. Mi vientre sería un vientre seco y marchito que no vería hijos, mis pechos se arrugarían sin haber alimentando a ningún bebé, mi cuerpo no recibiría la caricia y la admiración de ningún hombre. Moriría ahí, agotada como el suelo que nunca recibe agua, envuelta en la hipocresía en la que solo me engañaba a mí misma. Las horas pasaban con la lentitud de una agonía, el olor de las velas y el incienso era asfixiante, todo esto era solo el preludio de una vida estéril, viví mi noche oscura del alma. Pero la noche pasó, y entre el hábito y la rutina, sobreviví. La estructura del convento me ayudó en gran medida a superar mi infelicidad, pues entre otras cosas, el servicio a otros me distrajo. Estaba aprendiendo a tener si no felicidad, al menos paz, pero llegó ella. La criatura más hermosa que ojos humanos hayan visto jamás: Clara se llamaba, e iluminaba todo
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recinto en el que entraba, pero mi corazón lo ensombreció. Decían que entró en el convento porque era una santa, una iluminada, y una criatura de esas características no podía estar en el mundo común y corriente pues corría el riesgo de mancillarse con mucha facilidad. Este tipo de pureza atrae e incita al peor tipo de personas, pues al carecer de ella, se la quieren apropiar destruyéndola. Ante este ángel yo me sentía impura, defectuosa. La envidia se iba tornando en un Leviatán en mi interior y no hallaba la manera de combatirla. Estuve muy pendiente del ritual de consagración de Clara, mostrándome solícita en todo momento, pero tomé la previsión de esconderme en el confesionario para observar lo que pasaría en la velación, algo me decía que debía estar atenta… Esperé, y cuando el sueño estuvo a punto de vencerme, sucedió. Clara empezó a hablar con alguien, a quien llamaba «Esposo mío», se retorcía en el suelo como si la estuvieran acariciando y parecía besar el aire. Vi cómo su hábito era retirado de su cuerpo, ella no se lo quitó, al igual que sus enaguas, y gemía durante todo el proceso. Un olor exquisito, como a nardos, se extendió por toda la iglesia, mientras ella parecía estar sumida en un goce sin fin. Yo, a la vista de ese hermoso cuerpo desnudo, sentí como un fuego en mi entrepierna, jadeaba y sudaba sin explicármelo, mi corazón parecía retumbar en todo el recinto de tan fuerte que latía, y no lo toleré más. Llorando de rabia salí de la iglesia y me sumergí en la fuente, que a esas horas tenía el agua helada, para calmar la ansiedad que se había apoderado de mi cuerpo. De ahí en adelante, cada vez que los recuerdos sobre Clara me atormentaban, me sumergía en esas aguas y me apaciguaba, no sabía de qué, pero funcionaba. Santa Clara a los meses dio signos de gravidez, y todo el convento estaba espantado. Cuando se nos acepta en la orden, nos hacen la prueba de pureza, a menos que sean jóvenes que ya hayan pecado y esperen el fruto de su caída en sus vientres. A la santa se la repitieron y comprobaron ¡que era Virgen! Se decidió esperar a ver si podía ser algún tipo de enfermedad femenina, pero Clara no parecía enferma en lo absoluto, se veía radiante y no dejaba de decir que había consumado su matrimonio con Cristo y que lo que estaba en su vientre era el fruto de esa unión. De alguna manera la gente del pueblo se enteró y se empezaron a generar
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posiciones antagónicas. Estaban lo que decían que era un milagro, que el hijo de Clara era Jesús en su Segunda Venida, pero también estaban los que decían que Clara era una bruja hereje y que debía ser quemada en la hoguera por blasfemar así; la única virgen existente fue María, ninguna otra, jamás. Pasaron los meses y se dio el alumbramiento, resultó ser el bebé más hermoso del mundo entero, no había comparación posible. Clara falleció en el parto, pero sostuvo hasta el final que su vástago era hijo de Jesús de Nazaret. Rapté al niño, y estoy con él en una cabaña escondida en la profundidad del más tupido y verde bosque. Creo que no lo comenté: los ardores en mi cuerpo siguieron pese al agua helada, pero me empezó a visitar una presencia, un ser obscuro que supo complacerme hasta en mis deseos más ocultos, un súcubo porque tenía forma de mujer, un ser que parece conocer todos los pecados de mi corazón y de mi alma. Ella me encomendó la tarea de estar al pendiente de Clara y su hijo, y me dijo que sí; que el niño era el Salvador, Alfa y Omega, Christus, y que por esa razón debíamos raptarlo para que lo entregáramos a Lilit, de la cual me recitó: «Yahvéh formó entonces a Lilit, la primera mujer, del mismo modo que había formado a Adán. De la unión de Adán con esta hembra, y con otra parecida llamada Naamá, hermana de Tubalcaín, nacieron Asmodeo e innumerables demonios que todavía atormentan a la humanidad. Muchas generaciones después, Lilit y Naamá se presentaron ante el tribunal de Salomón disfrazadas como rameras de Jerusalén». Pero me explicó también que ahora Lilit se había cansado tanto de los hombres como de los demonios, y nos invocaba a nosotras, las mujeres, para que formáramos una hermandad inquebrantable. Que la iglesia estaba dominada por hombres, que Dios es Hombre, que la caridad y el servicio no eran más que esclavitud, y que por tanto nos despreciaba. Que untara mi cuerpo con un ungüento especial que me daría y que correríamos libres en forma de gatas hacia la reunión, en donde seré verdaderamente consagrada pero a mí misma y a mis congéneres. Con Lilit gozaremos de verdadera libertad, a nadie perteneceremos y a nadie rendiremos cuentas. Lo único que me preocupa es qué pasará con el bebé pues, es tan hermoso y dulce. Sobre su destino, mi súcubo no quiere decir nada.
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DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson
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M
iguel se cansó de esperar el colectivo que no llegaba más y decidió volver andando hasta su casa. No llegó a caminar las primeras cuadras que escuchó el golpe desde atrás. Sorprendido dio media vuelta y vio como un auto daba a la
fuga. La víctima era una anciana, tirada en el piso por haber sido atropellada —Señora. No se mueva. Estoy llamando a una ambulancia. ¿Usted está con alguien? —le hablaba Miguel para calmarla y que siguiera consciente, pero la anciana trataba de moverse. Tocó el rostro de Miguel con su mano mientras sus ropas de vivos colores se tornaba carmesí. —¡¡MIERDA!! ¿Cómo es que no hay señal? —maldecía Miguel al servicio de tecnología que solo pareciera ser útil para la estupidez social virtual. Miró a su alrededor buscando más ayuda pero los curiosos bajaban su cabeza, miraban a la anciana agonizando y se alejaban. —No va a venir nadie, muchacho. Gracias por quedarte. No tengo nada, solo esto, pero ten cuidado con el futuro —dijo la anciana al sonreír, dejando deslizar un hilo bordó que agrandaba su sonrisa final. Dio su morral a Miguel quien ya no sabía cómo actuar ante la impotencia al ver como una persona se le había ido de las manos Más bronca tuvo al notar a los curiosos, los de siempre, que no se acercaron para socorrerla, ni usaron sus celulares. Todos decían lo mismo: —Es una gitana. No la toquen ni la miren. Tienen maldiciones encima —decían los de siempre, los que hablan por hablar. Miguel no escuchó sonidos de sirenas, igual ya era tarde. Se apiadó de la anciana, cerró esos ojos color de cielo y agarró el morral que ya era suyo y nadie se iba a animar a tocar por ser de la gitana. Era un poco pesado por el tamaño que tenía, se lo cargó al hombro y continuó el camino a casa, no sin antes mostrar su dedo por los reclamos que recibía en dejar el cuerpo así. En el camino agarró su celular y dejó un mensaje a Luciana, su pareja, para contarle lo que ocurrió. Llegó más rápido que nunca, miró hacia ambos lados y abrió abruptamente la puerta de casa. Apoyó el morral en la mesa y sacó una cajita cuadrada de música con una manecilla en la tapa superior con dos flechas
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indicando hacia ambos sentidos: izquierda y derecha. Parecía haber sido tallado a mano recientemente. Uno de sus lados tenía el dibujo de unos chicos tirados en el piso y al girar la caja hacia la derecha vio que el dibujo continuaba, como si fuera uno solo, un gran dibujo grabado. A continuación vio el rostro de una mujer desesperada, mezclándose con el de un anciano llorando, para finalmente ver que en su cuarta cara no había dibujo alguno, estaba sin cincelar. Miguel apoyó su celular sobre la mesa y giró la manecilla que solamente permitía moverse hacia la izquierda. Comenzó a sonar una melodía. La música lo relajó. Parecía ser el sonido de cuerdas, un pizzicato que no dejaba de ser cautivante. Enseguida la melodía lo conmocionó (tragó saliva para no llorar). Era música que hipnotizaba y le hizo recordar momentos. Unos tras otros. Había escuchado que hay música que llega al alma y lo estaba viviendo. Sintiendo. Cada nota grave era como una caricia. Nunca las había escuchado pero le recordaban momentos. Era lo más extraño porque no era que pudiera asociar esa melodía con instantes de su vida, sino que volvía a vivirlos alrededor suyo. Miguel miró para todos lados porque creyó oír a su madre, pero continuaba solo y Luciana no había llegado todavía. La canción continuó sonando, no se repetía y él olió fragancias que no respiraba desde hacía muchos años. Como el jazmín que se hacía enredadera, pero que ya era una planta que no crecía mas y se había extinguido, aromas de fragancias ambientales que no se fabrican más. Y postres caseros hechos por su madre y sus tías los fines de semana. ¿Cómo era posible todo eso? ¿Cómo podía ser que la melodía permitiera sentir todo esto? Son cosas del pasado, se dijo a sí mismo Miguel, mientras en un segundo plano comenzó a acompañar las risas de chicos correteando y mascotas que bufaban tratando de mantener el ritmo junto a ellos. Eran cosas que él mismo hacía cuando tenía seis, siete años La canción continuaba sin repetirse y era más cautivante. Miguel no pudo evitar llorar, no solo por las emociones sino por la melodía que era bella, suave, aterciopelada y, al mismo tiempo, cautivante.
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Entonces la cajita hizo click y dejó de sonar. Se acabó la música. Miguel ya quería repetir la melodía para darle la sorpresa a Luciana, pero el mecanismo estaba trabado. No permitía girar nuevamente hacia la izquierda, solo podía mover la manecilla hacia la derecha. Por un instante titubeó porque recordó las últimas palabras de la gitana. ¡¡¡El futuro!!! Lo que está por venir, lo desconocido. Son solo desvaríos de una gitana. Latiguillos que manipulan hábilmente, se dijo Miguel mientras comenzaba a girar la manecilla hacia la única opción viable: la derecha Empezó a sonar otra melodía. Completamente distinta. Vertiginosa, de semitonos cacofónicos que fue mutando hacia ruidos ininteligibles, aturdidores. Sintió olor a humedad, hongos, encierro. Costaba mirar bien. No sabía si era por el dolor de cabeza que veía todo nublado o si realmente se había formado niebla a su alrededor. Miguel comenzó a sentirse mal, débil, con dolores musculares que le obligaron a sentarse al lado de la mesa. No pudo marcar su celular y no recordó nada más. La caja musical dejó de sonar y comenzó a mutar, a cambiar su forma.
Luciana chequeó su celular y no había respuestas a sus últimos mensajes. Y Miguel no era de hacer eso, al menos dejaba un aviso, si estaba ocupado, diciendo que respondería después. Llegó a casa y al abrir con la llave, notó que la cerradura no estaba cerrada con dos giros, como acostumbraba cerrar Miguel. Él no estaba. Solo una cajita de música artesanal sobre la mesa. Y un morral. No era una cajita musical convencional porque tenía cinco lados. Luciana la levantó y empezó a mirar los tétricos dibujos. Pero el que más llamó su atención fue el de una persona, un hombre adulto joven, inclinado sobre una mesa, apoyando sus codos y cabeza como si se hubiera quedado dormido y con algo rectangular cerca de su mano. A pesar de no poder ver más le sorprendió el parecido con Miguel y vio que la cajita de música tenía un lado sin tallar. “Qué raro. Es muy hermosa y la dejaron sin terminar. Esto debe ser lo que encontró Miguel. Es solo una cajita de música. ¿Qué puede llegar a ocurrir?”, se
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repetía a sí misma Luciana mientras tocaba la manivela sobre la tapa que no permitía girar hacia la derecha. Esta empezó a girar hacia la izquierda y comenzó a sonar la música más hermosa del mundo. Envolvente, cautivante, atrapante. Letal.
GERMÁN PAZ Y VADALÁ
Argentina
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l patio del fondo de mi casa tiene algo especial que lo hace único e irrepetible. En él di mis primeros pasos entre las veredas de los canteros y a medida que tomé confianza me mezclaba entre las plantas deshojando sus flores, motivando el enojo de mis padres o
el rezongo cómplice de mis abuelos. En él jugué con mi primera mascota, un gato llamado Corbata. Un gato viejo y manso que cuando no lo buscaba para abrazarlo o tirarle de la cola, se emboscaba entre las plantas para saltarme entre las piernas y pegarme un gran susto. Lloraba a veces cuando me hacía perder el precario equilibrio, para reír luego abrazado a él. El patio del fondo de mi casa, que no solo está en este, sino en los costados de la vieja casa, tiene miles de misterios y de a poco los va contando. Una base de hormigón con tornillos empotrados nos servía de asiento cuando en las tardes de verano el calor era agobiante y por las noches, era un observatorio perfecto para identificar las estrellas titilantes. Grandes árboles de ligustro daban una sombra espesa y en ellos gorjeaban los pájaros cobijando a sus pichones. Cada tanto un picaflor libaba las flores de una retama y debajo del viejo parral, el aljibe impregnaba su fresca agua con la fragancia de las uvas y el rosal. El patio del fondo de mi casa es tan amplio, que hay espacio para todo, jardín con flores de todo tipo; árboles frutales de toda época que, cuando florecen o dan sus frutos, los colores van del verde al rojo y de este al amarillo, ciruelos, naranjos y membrillos o los frutos del níspero. En la quinta las hortalizas con sus canteros muy prolijos y al fondo contra el alambrado lindero del vecino y la cancha de fútbol de la capilla, está el gallinero, donde se mezclan o separan según la época de celo, gallinas, pavos, gansos y una pareja de teros.
JULIO ALBERTO VILLARREAL GAVIRONDO
Uruguay
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L
a peatonal abría su paso rumbo al auditorio de la ciudad. Era un setiembre aún sin brotes. Yo caminaba sin pensar. Nerviosa. El encuentro prometía, una amiga de ambos estrenaría canciones. Ese “ambos” me resonaba caliente. Mis venas lo sabían, la brisa
comenzaba a desnudarme. Había llegado bastante público y algunos lugares estaban completos. Las
filas de adelante habían sido ocupadas. Haciéndome la distraída, te buscaba entre la gente. Me decía por dentro: tranquila, disimulá, que no se note. En el cielo, las nubes se juntaban orquestadas, quizás cómplices de mi búsqueda. De fondo, los bafles comenzaban a vibrar al compás de "Remember me" y la voz de Blue Boy al ritmo de los platillos: un-dos, un-dos, estribillo, estribillo: Remember me... remember; el re, sonaba contra mi pecho. Re. El escenario, un hueco de ansiedad, mientras la banda preparaba su debut. Remember me, remember, bailaban los pies al ritmo de la melodía, cuando mis ojos descubrieron un blanco, el de de tus canas. Te había encontrado. Vos ya me estabas observando; un-dos, un-dos y el estribillo por detrás, atajándome: remembeer meeee, sostenido otra vez. Bajé la vista. El suelo fue un vinilo sin fondo, atrevido, se burlaba. Un dos, un dos, las palmas enloquecían con la espera. Me sentí aniquilada. En realidad, yo fui por vos y eso, era un secreto. No deseaba blanquear; estribillo, estribillo: remember me, un-dos, un-dos, me estabas envolviendo. Luego, el sonido fue bajando, las luces insistían. Impacientes. Me senté en cualquier silla; listo, nadie lo notó, pensé, mientras me escurría colorada hojeando el repertorio. Por encima de mi ombligo, mi corazón se reía. De mí. La sincronicidad había terminado enfocándonos. Te acercaste. Otro asiento apareció, lo acomodaste junto al mío. Pegados, unidos. Ambos mirándonos, undos, un-dos; todo me estremecía. Alrededor, una oleada de manos y nosotros, agudos, fuera de programación. Aquel espacio, ese estribillo, un-dos un-dos y tu sacro, mi pelvis: ambos y ese blues otra vez. Tan metido. Repetición-estribillo. Vos, yo, dos marcianos. Rojos en ré, como siempre quise. La fiesta seguía, en crudo. El lugar sudaba. Las luces crecían, bajaban, escalonadas: un-dos, un-dos, de pronto un foco azul, clavándose sobre la
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oscuridad. Silencio, las voces enmudecieron. El show estaba por comenzar.
EDITH CARRIL Argentina
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C
ambió la pistola de juguete por una de verdad. Nunca imaginó que pesaría tanto ni que fuera tan fría e indiferente como lo había sido su alma durante los últimos años. Ahora, con su convicción y su dolor, había decidido acabar con la vida de María.
Había caído la noche y parte de su rostro estaba iluminado por las luces que
entraban surcando el cristal de la ventana y las cortinas. Estaba siendo juzgado por los miedos, los fantasmas y el odio que sentía por aquel cadáver envuelto con la sábana blanca de su cama. Hacía más de veinte minutos que había llamado a la policía. Era cuestión de tiempo para que lo arrestaran y comenzara su proceso judicial. Terminó por sentarse en una esquina de su habitación, dejó caer la pistola sobre el piso adoquinado, pegó las rodillas contra su pecho y observó, con una parsimonia sepulcral, aquellas manchas de sangre provenientes del cuerpo de María. Se quitó lentamente sus Adidas blancas y sus medias Lacoste, y con fijación psicótica observó sus pies blancos y esqueléticos. Con una navaja que había sacado del bolsillo de su chaqueta, empezó a amputar el dedo meñique de su pie izquierdo. Mientras lo hacía, un torrente de lágrimas corría por sus mejillas pálidas y curtidas. Pero estas lágrimas no se debían al insoportable dolor del fino roce de la navaja contra su dedo, sino al agobiante dolor de su alma destrozada por el engaño y la traición de María contra un amor que para él parecía eterno e indisoluble. Cuando se quitó su dedo meñique, continuó con el siguiente. Un charco de sangre iba creciendo sobre el frío piso. Entre lágrimas y lamentos decía al cuerpo marchito de María “¿Por qué lo hiciste?”. Bajaba su vista al dedo mutilado y ahogado entre sus penas reclamaba: “ves lo que me haces hacer”. Había conocido a María dos años atrás en una de las reuniones que organizaba con sus amigos. Era prima de Nicolás, y había llegado hacía poco a Bogotá después de un viaje de más de un año por Australia. Esa noche de diciembre, entre la timidez y el candor de las velas puestas sobre el balcón, hablaron sobre sus miedos y sus sueños. Tal vez fue por el embriagante tumulto de la noche y el calor de las velas, que parte de sus almas se desnudaron ante los ojos del otro y decidieron intentar algo más que compartir palabras y experiencias, algo
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más allá del terreno compartido de sus cuerpos en la tierra. Quisieron un beso, una aventura y después una relación en la cual sus almas estuvieran comprometidas, pero no sus sueños ni su libertad. María había huido de la incertidumbre de su futuro y había escogido Australia para comenzar de cero. “No me importa si tengo que limpiar la mierda de los baños, quiero vivir algo distinto y no la vida que ustedes quieren que viva”, había dicho a sus padres meses antes de emprender su viaje. Consiguió irse por un tiempo, pero nunca imaginó que la soledad y la nostalgia hirieran tanto su espíritu. Pensó en volver innumerables veces al seno de su hogar y esconderse bajo la protección paterna, pero su orgullo se lo impedía. Soportó el inicio de su nueva vida y se acostumbró, después de un tiempo, a que se moviera por inercia. Logró darle un poco de sentido a su existencia cuando conoció a Robert, un americano que se encontraba realizando su maestría en la universidad Monach. Con el tiempo, Robert le propuso vivir con él en su país natal. No le haría falta nada, le prometía el americano. María, por el contrario, evadía siempre con cuidado su propuesta. No quería terminar así, no era como veía su futuro. Quería volver a Colombia y encontrar nuevos caminos, un horizonte en el cual ella se sintiera satisfecha. “Por eso volví”, le decía a Javier, “tengo una vida por hacer, aprendí de la paciencia para realizar las cosas que quiero. Sé que puedo construir mi vida aquí”. Javier veía en sus ojos una llama incandescente que opacaba cualquier luz presente en el mundo. La veía capaz de todo, airosa ante cualquier eventualidad del destino, capaz de tomar su espíritu y contagiarlo de esa energía arrolladora que traía. Javier vivía en un apartamento en arriendo. Graduado de lenguas modernas. Como María, salió de su casa en busca de una razón para vivir. Al principio creyó haber hallado algún significado, sin embargo, la pérdida de claridad de sus ideas lo iban alejando constantemente de sus objetivos. Cuando realizó su vida de adulto: el estar solo, el ganar dinero con su trabajo como traductor, le habían enseñado a valorar lo que tenía y a conseguir un sentido de pertenencia. Continuamente las peleas eran él contra él, a veces se sorprendía de lo que era capaz y de lo que no, otras veces la melancolía lo poseía cuando se miraba al espejo y no reconocía la
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mirada del Javier de antes. Veía, en ocasiones, cómo se desvanecía la mirada de cordura que lo caracterizaba. Al encontrarse solo con sus pensamientos, se derrumbaba entre las penumbras de su apartamento. Se preguntaba si lo que estaba viviendo era lo que él quería. “A veces me pregunto si lo que hago enorgullecería a mis padres”. “El primer error es ese”, respondía María, “que lo que haces no lo hagas por tus padres sino por ti. A nadie más le debes rendir cuentas, si lo que haces está bien para ti, el resto no importa”. Javier la miraba sorprendido de la certeza y ánimo con que hablaba. Esto fue lo que le gustó a Javier, la seguridad, la transparencia y el ánimo de sus palabras y su alma. Sin embargo, con el tiempo Javier no entendería ese ímpetu y ese ánimo característico de María. Ella era alguien indomable, siempre queriendo arrebatar las oportunidades que el mundo le brindaba. Enérgica y tenaz buscaba su destino, y si en algún momento en sus planes, en el camino a seguir, Javier no se encontraba, ella dejaría a un lado ese amor compartido y volaría por sus sueños, porque su retiro a un país extranjero le había enseñado que el amor propio sobrepasa cualquier limite y es el fuego que alimenta la vida. Javier tampoco comprendió que el amor se trata de libertad, de dejar ser a la otra persona, de dejar que realice sus sueños y de apoyarla en la realización de los mismos. Confundió el amor con obsesión, y este detalle, este importante detalle, fue lo que lo llevó a conseguir una pistola. María, después de un tiempo le había dicho que continuaran por caminos separados. Ella no iba a dejar de hacer sus planes solo porque él no quería. Tenía sueños y ella los iba a cumplir. Javier ya obsesionado sintió la traición. Asoció los sueños de María con una aventura carnal, con algún aparecido que solo la quería para sexo, pues jamás nadie le mostraría el amor verdadero, así como suponía él le había mostrado el suyo. ¡Jamás!, se repetía a sí mismo. Si él no la tenía, no la tendría nadie, y si ella no caminaba con él por un futuro compartido, él jamás volvería a caminar. Continuó lacerándose los dedos de su pie. Iba terminando con su dedo gordo. Los otros cuatro dedos se encontraban dispersos por un enorme charco de sangre que corría por toda la habitación. El torrente de lágrimas que caía por su
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dura cara se mezclaba con la sangre chispeada de María. Se escucharon las primeras sirenas. Impávido tomó el dedo gordo amputado y lo arrojó al cadáver de María. ¡Zorra! Gritó desgarradamente. Tomó su pie derecho y empezó a mutilar su dedo meñique. La policía había llegado. Una gran sorpresa se llevaron los agentes al ver la laguna de sangre que se extendía sobre sus botas, los dedos navegando sobre ella y el cadáver envuelto en sábanas blancas que ya estaban cubiertas en su totalidad por un rojo carmín. Javier sin resistencia alguna se dejó llevar por la policía. No había alcanzado a cortarse el dedo meñique de su pie derecho. Apenas se le veía colgando, sostenido por un delgado pedazo de cuero. “Fui yo, yo la maté, no tenía futuro sin ella, yo la maté”, fue lo que repitió Javier González en su arresto, en el hospital y delante de un juez que lo condenó a diez años en prisión considerando el crimen como un crimen pasional. El reporte de la policía verificó que a María Figueroa le propinaron ocho tiros, de los cuales cuatro se encontraban distribuidos en la cavidad torácica y los otros cuatro en el rostro, dejándola irreconocible para su supuesto amante.
JUAN SEBASTIÁN FERNÁNDEZ RAMÍREZ
Colombia Página Web: https://meditaismovanguardia.blogspot.com/ Twitter: https://twitter.com/JuanJuanfer9530
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eníamos algo en común, nos gustaban los higos. Ellas y yo oteábamos todos los días la higuera para comprobar el punto de maduración, para corroborar el momento en el que podíamos libar su dulzura, el momento en el que yo podía clavarles los dientes,
ellas el pico.
Debo reconocer que en más de una ocasión ellas se me adelantaron y el desgarro era tan cruel que me inhibía toda posibilidad de preparar mis afamadas mermeladas. Pero hoy, tras visualizar tanto picoteo, una idea cruel, según quien la mire, ingeniosa, para mí, se vino a mi cabeza. Así, distribuí por el jardín platos con semillas, trocitos de pan y hasta higos, sí, me despojé de los más grandes. Rocié los alimentos con gotas reguladoras del sueño y me puse a espiar tras la ventana. Cuando las vi comiendo con gula, empecé a saborear la venganza. Después, las vi levantar vuelo, victoriosas, cotorreando de alegría. Yo salí inmediatamente a levantar mi cosecha, sabía que no contaba con mucho tiempo... A la mañana siguiente la prensa dio cuenta de la aparición de una bandada de loras “muertas” en el Polideportivo del pueblo. Nadie supo explicar el porqué del fenómeno. De lo que no se habló, es que al tercer día resucitaron.
CLARA GONOROWSKY
Argentina
Blog: http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com/
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