EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 50 ABRIL 2020

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5

NRO 50 — abril 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

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ÍNDICE CUANDO LLUEVE SOBRE LAS ISLAS RAÚL ARIEL VICTORIANo 7 LAS MELLIZAS ANDRÉS GUSó 11 EL MERCADO MÁS PEQUEÑO DE CARACAS MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIa 16 LA PISTOLA OSWALDO CASTRO ALFARo 20 EL ERMITAÑO J.R.SPINOZa 23 DÍA DE LOS DESAMORADOS III GUSTAVO VIGNERa 28 MUERTE A CUALQUIER TRAMA ES VIDA IÑAKI LEGARDa 33 LA PROMESA DE MORIR CONTIGO JUAN FERNÁNDEZ RAMÍREz 36 OTROS NIÑOS ÁLVARO MORALEs 42 EL JUEGO DE FÍGARO WILLIAM DOVE ESTRELLa 44 PÁRPADOS PESADOS MARINA GÓMEZ ALAIs 49 NO SOY UNA CHICA FOTOGÉNICA RAb 52 EL LABERINTO TATI JURADo 56 SÁBADO TRISTE RUBÉN VALIENTE DOMÍNGUEz 59 ALEJO Y AZUCENA DANIEL ZAFFERANO VELÁZQUEz 64 BLANQUITO OSVALDO VILLALBa 70 LAS ARENAS DE MARTE SON FRÍAS CARLOS FEDERICi 76 LA LEYENDA DE RAIMUNDA LA VACA PEPE RIBAULt 87 MUÑEQUITA LINDA MARTA NAVARRO CALLEJa 92 LA RUTA INCIERTA DEL MENSAJE CARLOS ENRIQUE SALDÍVAr 95 LA VIDA EXISTE GUSTAVO SMAURRa 99 PAPá, CUENTA MANUEL ALCALDE HERRERa 103 CLOACAS PLÁCIDO ROMERO SANJUán 105 5


TRASHUMANTE DAMARIS GASSÓN PACHECo 108 LA MÁQUINA DE COSER ROCÍO PRIETO VALDIVIa 114 MIS ANTEOJOS EDUARDO JAVIER BARRAGÁn 116 EL MISTERIO DEL POZO JULIO VILLARREAL GAVIRONDo 123 ECMM;FASES Y FRASES VALEN2 126 LA CAJA FUERTE MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTi 129 LA CAJERA MANUELA IÑAKI FERRERAs 132 TODO TIENE SU FINAL JUAN JESÚS MARTÍNEZ REYEs 137 MI VIDA ES UN ASCO ISRAEL MONTALVo 140 EN EL BOSQUE NILTON HERNÁNDEZ RODRÍGUEz 146

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A

poyada en el alféizar de la ventana, con las cortinas abiertas de par en par, Elena mira hacia la profundidad de la noche. Apoya los codos y juega con el anillo de oro. Desde la base del anular desliza la delgada alianza hasta el comienzo de la uña. Lo hace

casi sin darse cuenta, con el índice y el pulgar de la otra mano. Lo repite una y otra vez, olvidada de su entorno, entregada a otro mundo, entre el polvo de estrellas de sus pensamientos. Sobre el escritorio que se encuentra en el extremo del cuarto hay una lámpara encendida. Un pequeño cono de esplendor desciende sobre los papeles desordenados en el rincón íntimo. Hace unos minutos ella dejó de escribir. El verso de la poesía quedó inconcluso y la idea ya se ha disipado. En el resto de la habitación, a través de la pantalla opaca del candelero, la luz convierte el aire en una bruma mortecina que pinta de amarillo pálido todos los objetos, eliminando los ínfimos detalles, suavizando todo. La figura de Elena está tenuemente iluminada por detrás, y su contorno se recorta dentro del marco, por el cual entra el perfume nocturno de los jazmines. El cuarto se encuentra en la planta alta de la casa. Este es su mirador privilegiado. Afuera y debajo está el jardín, y en él, las luciérnagas merodeando entre los rosales. Un poco más retiradas medran las sombras entre los fresnos y las mimbreras. Detrás de ellos se desliza el espejo apacible del arroyo Las Totoras, cerca del recodo, antes de la boca que se abre al cauce furioso del Paraná de las Palmas. A la salida de las islas, reposa el río, el ancho Río de la Plata, donde ahora se baña la luna. Elena regresa desde sus pensamientos dispersos a la noche silenciosa de los arroyos del Delta. Deja la ventana, gira y avanza con cierto impulso, hacia adentro, pero, en el movimiento brusco, sus dedos distraídos sueltan la alianza. El anillo rebota y rueda sobre el piso de pinotea, da tres giros sobre sí mismo y queda quieto al pie de la cama. Ella lo recoge, se lo coloca nuevamente y se tira de espaldas sobre el edredón mirando el techo. ¿En qué piensa? Extraña a su marido. Helmuth Ritter es capitán de los cargueros que suben y bajan por la cuenca 8


caudalosa llevando aceite, granos, cargas de todo tipo. En estos puertos fluviales debe adaptarse a los vaivenes del comercio, o al contrabando en fondeaderos clandestinos, si es necesario. Hace dos meses que está navegando y le ha hecho llegar un mensaje a Elena: «El viernes estoy en casa, besos, Helmuth». El jueves ella fue hasta el puerto de Tigre a comprar provisiones. Trajo una botella de vino para brindar con Helmuth por su llegada. Hoy es domingo. Está demorado. Elena está acostumbrada a la incertidumbre de la vida en las islas. El clima a lo largo de la traza del Paraná es impredecible. El río es un animal traicionero, un yacaré al acecho que, cuando cierra las mandíbulas, hasta los barcos de más porte quedan atrapados entre sus fauces. Los orilleros conocen raras historias de navegantes. Cuando la vanidad los seduce en la charla alrededor del fogón, la superchería ondula en el aire como un juguete peligroso hasta que el temor cede, porque saben que en una de esas lo que se está contando puede ser cierto. Elena abandona esos pensamientos, se incorpora, se acerca de nuevo a la ventana. Huele a tormenta. Los relámpagos desnudan el cielo con sus fogonazos. Una hilera de nubes se agrupa encima del arroyo El durazno. Las figuras difusas tocan con sus algodones sucios las copas de los árboles. La brisa sacude con fuerza el follaje, el viento sudeste trae malos presagios, el tiempo empeora. Elena cierra los batientes, gira la manija del cerrojo y acomoda las cortinas. Luego se desviste, se mete en la cama y lee hasta que se le cierran los párpados. Aparta el libro hacia un costado y de inmediato se abandona al sueño mientras oye el aguacero que se derrama sobre las islas. Ha llovido toda la noche. Hoy el sol ha estrenado una mañana espléndida. Elena escucha el ruido de un motor que se detiene. La embarcación de las provisiones ha estacionado en la orilla, tal vez en ella venga su marido. Se apura, abre la puerta y baja al muelle. Mario, el patrón de la Surubí, se asoma por la cabina y le entrega una 9


canasta. Ella le pide el diario y le paga. En dos maniobras, Mario acomoda la proa enfrentando la corriente, buscando el próximo destino. Elena entra y apoya la canasta. Luego despliega el periódico sobre la mesa. En la primera plana está la foto del carguero que encontró la Prefectura anclado en un banco de arena en Corrientes. Ella se interesa por el artículo. Lee la bajada: «El buque “fantasma” navegaba sin tripulación desde hace una semana, a la deriva, hasta que encalló». La nota comienza así: «En el día de ayer se realizó una exhaustiva búsqueda para revelar las causas del suceso. En la cabina de mando se encontró una alianza en cuyo interior tiene grabadas las iniciales E. R.». Elena está muda por la noticia que tiene delante. Se le ha incrustado como un acertijo macabro en el pecho. Acodada en la mesa, juega con el anillo hasta que lo suelta sin querer. La sortija cae y rueda sobre el piso, da tres giros sobre sí misma y queda quieta al lado de su zapato. La mira. Le parece que la alianza está tan lejos que no podría alcanzarla. Se pregunta cómo deberá empezar su vida de acá en adelante, de dónde sacará el valor que necesita, adónde irá a preguntar lo que ignora. Se lleva la mano a la boca. Y llora sin consuelo, en forma tan abundante como el agua que se derrama aquí, sobre estas islas, cuando llueve torrencialmente. Este relato pertenece al libro “Escarcha”

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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E

l vacío arañaba sus tripas. El dolor de la hambruna impedía el sueño reparador. Engañaban al hambre con aire, algo de agua y migas de pan duro. Tereza Kaloyanova no podía permitir por más tiempo que las mellizas, sus adorables hijas en la flor de la vida,

siguieran sufriendo la falta de alimentos, la falta de ingresos, la falta de todo. La de un padre que proveyera de lo esencial. La de un país seguro en el que desarrollarse. El suyo estaba en la ruina y ellas tres en la más absoluta inanición. Decidió llamar al tío de sus hijas, Tzvetan Kaloyanov, que trabajaba en España. Siempre les decía que le iba muy bien, que había montado un restaurante de carretera en un nudo de caminos y que no le faltaban clientes, principalmente conductores, que paraban en su local a degustar sus productos de primera calidad a buen precio. Ese era el secreto, le decía siempre a su hermana, las tres bes: bueno, bonito y barato. Lo difícil era hacérselo entender cuando se lo traducía al búlgaro, pues no eran bes sino des y uves. Aun así Tereza comprendió lo principal: a su hermano le iba bien. Le enviaría a sus sobrinas para que las colocara (tanto si podía como si no) en su casa de comidas. Pensó que así al menos comerían caliente cada día. Aunque no les pagase un sueldo al principio por trabajar con él, las tripas dejarían de repicar. Las chicas estaban en plena adolescencia y necesitaban alimentarse para permanecer sanas y crecer bellas. Ya lo eran de nacimiento, pero la pertinaz carestía las estaba marchitando. Hristina y Galina llegaron famélicas a Calatayud. El viaje desde Sofía fue agotador. Cuatro jornadas de traqueteo en una desvencijada furgoneta junto a otras tres chicas y un hosco conductor. Solo pararon para hacer sus necesidades. Dormían (poco) y comían (menos) en el vehículo. El complejo al que llegaron como último destino constaba de una gasolinera, un bar restaurante, un hotel y un club de alterne. Estaba situado a las afueras de la ciudad aragonesa, en el cruce de varias carreteras nacionales. Su principal clientela eran camioneros en tránsito y lugareños de poblaciones cercanas que se acercaban al caer la noche. Nada más llegar su tío Tzvetan les quitó el pasaporte y las confinó en un cuartucho del edificio dedicado a burdel. Se fijó con desagrado y decepción en su aspecto desnutrido y macilento, por lo que decidió engordarlas algo antes de subastar su virginidad entre los mejores clientes. Cada día las escoltaba del edificio 12


donde estaban encerradas a la cocina del restaurante. Allí les servía abundante comida con el objetivo de que aquellos cuerpos recuperaran redondeces lo suficientemente apetecibles. En su afán comercial decidió que no estaría de más comenzar por hacerlas trabajar gratis. A Hristina le asignó el servicio de barra y a Galina la puso como pinche de cocina. Durante el día ambas trabajaban en el restaurante. Por las noches eran recluidas en los bajos del burdel hasta el día siguiente. Los días eran monótonos, duros y tristes. Antes de dormir, las mellizas hablaban sobre su tremenda situación. Sobre su mala fortuna y la maldad de su tío, que las maltrataba tanto sicológicamente como físicamente. Les gritaba todo el tiempo. Les llamaba inútiles y cosas peores. Les hacía trabajar a destajo, sin descanso, hasta que caía la noche. Se estaban volviendo locas. Temían que fueran a perder la cabeza. Estaban agotadas y discutían sobre cómo escapar de aquel complejo. Llegaron a la conclusión de que huir de allí era imposible, pues en todo momento estaban vigiladas, bien por su tío o bien por sus secuaces. Galina decidió triplicar la ingesta de alimentos, además de elegir los más grasientos y azucarados, con el objetivo de alcanzar rápidamente un sobrepeso que redujera su atractivo. Su empleo en la cocina le facilitaría el acopio de comida. Su hermana Hristina todo lo contrario: permanecer lo más escuálida posible, por lo que evitó comer viandas calóricas y redujo al mínimo la ingesta del resto de comestibles. El trabajo en la barra, bastante físico y ajetreado, le ayudaría a quemar con rapidez las pocas calorías que ingeriría. Pasaba el tiempo y Tzvetan veía consternado como su sobrina Hristina seguía esquelética, toda huesos y piel. Ni un gramo de grasa. Rostro exangüe de pómulos salientes. Pelo sin vida ni lustre. Ausencia de curvas. Una escoba invertida. Ella disimulaba y comía cuando su tío estaba presente para a continuación encerrarse en el baño a vomitar todo lo trasegado. La preocupación de su tío por el engorde de Hristina le permitió a Galina pasar desapercibida. En dos semanas había triplicado su peso. Corría el riesgo de que la quisiera subastar cuanto antes si se fijaba en ella y en cómo se había redondeado. Curvas bien torneadas y atractivas. Su pecho recuperó la grasa y la tersura. Mejillas sonrosadas, ojos brillantes. Su bello rostro emanaba salud. Evitaba cruzarse con él. En cuanto lo veía se escondía en la bodega, bajo el banco de trabajo. Un día incluso se ocultó 13


en la gran nevera industrial. Pasó mucho frío. Más que en las heladas montañas de los Balcanes, patria que añoraba a pesar de sus malos recuerdos de calamidades y pobreza. No pudieron, sin embargo, evitar la codicia de su tío y las prisas por lucrarse a su costa. Una noche Tzvetan se presentó sin avisar en su cuarto. A una la sorprendió vomitando y a la otra comiéndose una tarta de chocolate. El tío se frotó la calva, de atrás hacia delante y viceversa, como los simios ante una situación que no comprenden. Él tampoco entendía bien qué pasaba, pero tenía claro su objetivo. Les entregó unos vestidos cortos y ajustados, unos zapatos de tacones imposibles y les conminó a ponérselos. A una no le entraba y a la otra le sobraba por todas partes. No se dio por vencido y regresó con un ancho vestido de punto para Galina y un body de la talla más pequeña que encontró para Hristina. Las mellizas reconocieron la amenaza de verse obligadas a acostarse con desconocidos si no hacían algo pronto. El cerebro de Hristina (sin duda, la más espabilada de las dos), a pesar de estar falto de calorías, seguía procesando estratagemas con rapidez. Le dijo a su hermana que le siguiera la corriente y la secundara en todo lo que le iba a proponer a su tío. Galina asintió repetidamente. La más delgada de las mellizas le dijo a su tío que estaban muy asustadas porque no sabían cómo debían actuar ante los clientes. Que nunca antes habían estado con un hombre y que le agradecerían que les enseñase qué debían hacer y decir. Tzvetan volvió a acariciar su calva. De acuerdo, les dijo. Les ordenó que se quitasen con lentitud la ropa que se acababan de poner. Una vez desnudas les ordenó que se tumbaran junto a él en la cama. No consideró ni por un momento estrenarlas: su codicia era superior a su lujuria. Aun así, pensó, un buen revolcón no solo les vendría bien como aprendizaje, sino que también podría, de paso, reducirle el deseo sexual que lo agitaba. Una vez tumbados, Tzvetan dirigió la cabeza de Galina hacia su miembro enhiesto y le explicó lo que debía hacer. Ella se aplicó a la tarea encomendada. Justo en ese momento Hristina gritó: ¡Ahora! Y propinó a su tío un cabezazo en la nariz. Su hermana cercenó de una rabiosa dentellada el pene y lo escupió al suelo. El tío, aturdido por el golpe en la nariz y el dolor de su entrepierna, se dobló sobre sí mismo entre tremendos dolores. Ambas hermanas se levantaron de la cama y cogieron la jofaina de grueso 14


latón en la que hacían cada día sus necesidades. La agarraron entre las dos por sus extremos y golpearon con fuerza sobre la cabeza de su tío hasta que este perdió completamente el conocimiento. Galina se vistió rápidamente con su ropa habitual y fue a la cocina a proveerse de afilados cuchillos. Hristina se quedó de guardia sin dejar de agarrar la jofaina frente al cuerpo inerte de su tío. Lo descuartizaron. Emplearon toda la noche en la cruenta tarea, pero consiguieron trocear a Tzvetan en pedazos y meterlo en varias bolsas. Limpiaron la sangre. Quitaron las sábanas e hicieron una lavadora. Tiraron las bolsas al contenedor frente al restaurante. Cuando regresaban al edificio vieron al camión de la basura acercarse. Nadie lo iba a encontrar y serían libres de irse a otro lugar. Recogieron sus escasísimas pertenencias, encontraron los incautados pasaportes, robaron la recaudación de varios días que su tío guardaba en su cuarto, bajo el colchón, como hacía en Bulgaria, y se marcharon en el primer tren que paró en la estación: un AVE destino Madrid.

ANDRÉS GUSÓ

España

Página WEB: www.guso.es

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-¿Q

ué quieres? Disculpa que te llame a esta hora pronunció Danilo con voz quebrada del otro lado del auricular. Es solo que debía decirte… Madame Corelia colgó antes de que empezara con su verborrea. Dos meses sin saber de él, sin que

mandara al menos un mensaje de texto. Ni una llamada, ni una notificación del portero de que alguien había estado en la entrada del edificio preguntando por ella. Dos meses que le había costado seguir con su vida, intentando pensar en otra cosa, consagrándose a sus espectáculos nocturnos, al arte drag. Siempre que bajaba de los escenarios entre aplausos, ignoraba las ganas de buscarlo, de ir hasta su casa y pedirle que le acompañara. Que, de todas las caras entre los asistentes, la suya era la única que importaba. Ese día por fin, cuando Corelia sentía que se había librado de su rostro, volvía a aparecer con el infame número de contacto en la pantalla del teléfono. Las llamadas continuaron. A las tres de la mañana, cinco minutos después y así sin detenerse, hasta que dieron las seis. ¡Déjame en paz! Edwin lloriqueaba del otro lado de la línea. No me cuelgues, tengo que decirte algo importante. Corelia soltó un bufido. Que le llamara por el nombre que solo a él le dejó proferir cuando estaban juntos, era ahora un molesto taladrar en su interior. Su ex era la persona más desesperante que había conocido, pero también la más querida. Cada noche luchaba en su interior mientras se retiraba el maquillaje frente al espejo, viendo la cara de Danilo en la superficie, en lugar de su reflejo. Su rostro que le recordaba con incómoda insistencia que se negaban a olvidar, que se aferraban a la distancia, sin hacerlo verbal, pero siempre presente. Quiero verte le dijo con firmeza. Danilo, quiero dormir atajó Corelia. Hablamos luego. Es muy importante repitió. Dímelo de una vez. Te veo a las cinco de la tarde en el mercado más pequeño de Caracas. 17


Lo pensó repetidas veces antes de decirle que sí. Finalmente lo hizo, sin saber si había sido por el sueño que la presionaba a cortar la llamada o porque de verdad las ganas de verlo ganaron en su lucha interna. Por dentro se debatía entre salir de la cama en ese instante y no acudir a la cita. No pegó ojo. Las ideas daban vueltas en su cabeza y el sol le saludó al asomarse los primeros rayos del día por la ventana. Ya no tenía caso intentar descansar, Danilo le robó el sueño esa noche, como muchas otras. Esperó hasta la hora indicada. Rogaba porque Danilo llegara temprano, ese día Corelia daba espectáculo en un bar muy importante y quería estar varias horas antes para arreglarse. A las cinco se presentó en el lugar acordado. Las dimensiones del sitio le hacían honor al nombre: apenas cuatro locales de tres por tres metros lo convertían en el mercado más pequeño de la ciudad. La razón del insomnio de Corelia apareció puntual. Su menuda figura atravesó los locales cerrados y se plantó frente a ella con el cabello rojizo ondeando al viento. Su olor a madera y menta le hizo sentir un retortijón en el estómago. Le encantaba ese perfume. Muchos lo usaban, pero solo en él se fijaba de esa forma. Efecto de la bioquímica del cuerpo o la locura de Corelia, lo único que sabía era que quería abrazarle. Ella temió que se le empañara la vista, que las rodillas la traicionaran y los brazos se extendieran sin haberles dado la orden. Vine a traerte esto. Danilo le entregó la maleta gris que había dejado en su casa. El último fragmento que unía los sueños de ambos. Un anhelo forjado en el éxtasis de las promesas y la pasión. Corelia comenzó a entender por qué era indispensable que se la diera en persona. Que no era algo que se tenía que decir, sino hacer. Era una manera de expresarle cuán significativa había sido para él y que el momento de decir adiós había llegado. Cuídala, Madame Corelia. Aún queda espacio ahí. Corelia reprimió el deseo de acercarse más, de evitar que se marchara. Pero ambos necesitaban hacerlo. Lo vio irse y ser engullido por el bullicio de una de las tantas avenidas de Caracas. Ella salió por el lado opuesto cargando la maleta, dispuesta a vaciarla. En un instante el motivo de su molestia y decepción partió con esos pasos que se alejaron del lugar. Comprendió que habían puesto un punto 18


final, que no había que esperar para más llamadas o mensajes. En un lugar cercano abrió la maleta, tiró todo y, vacía, la cargó hasta el bar donde daría el espectáculo aquella noche. Lo disfrutó como nunca. Años después la recordaría como la noche con más aplausos de toda su vida.

MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA

México

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T

engo que huir de mis miedos. Desgraciadamente me consumen de a poco. Dominan mi existencia, haciéndola miserable y vacía. Intenté

erradicarlos

con

ayuda

psiquiátrica,

curiosidades

herbolarias y sortilegios de brujería y fueron inútiles. Alguna vez

pensé que los sicotrópicos, además de aturdirme y hacerme parecer imbécil, serían capaces de matarlos, pero no fue así. La pistola farmacológica gastó la munición y me convirtió en fármaco dependiente. Fue otra tarea superar la adicción. Al cabo de unos meses, y al punto de casi quedarme sin uñas, vi la retirada de ese ejército mentiroso. Mis miedos son tan fuertes que condicionan mi vida. Simulan el pronóstico del tiempo que te invita a planear en función de la lluvia. Si solo se tratara de aguaceros cerebrales, sería muy fácil proporcionar paraguas a mi lóbulo frontal. Sería el disparo calmante. He pensado en la lobotomía súper selectiva y nadie me garantiza que el error milimétrico me borre la memoria o me deje vegetal. Acaricio la pistola 9 mm y jalo el gatillo imaginario que destroza el espejo de pared. Me levanto para arreglarme el cabello y la imagen que devuelve me causa mareos. Siento que el piso se desliza de un lado a otro. Es una sensación igual a la que experimento al huir de mis pesadillas nocturnas. Dormir, ese privilegio para poner al cerebro en descanso y recargar baterías, se ha convertido en la maquinaria de imágenes, situaciones y rostros desconocidos que perturban mi reposo. No puedo dominarlos y menos evitarlos. Han adquirido personalidad propia y son los intrusos no invitados que se cuelan por los resquicios de mi voluntad dormida. Me persiguen, enfrentan y castigan. Los sueños me someten a jurados invisibles y los jueces sin rostro condenan. Intento las mejores defensas, pero son sordos y se relamen de placer al ver mis gestos desesperados de frustración. Antes de morir despierto pensando que he muerto, que he disparado la pistola que descansa sobre el edredón que cubre la cama. La vuelvo a tomar y mis dedos sienten el frío mortal de su cuerpo. La frialdad corre por las terminaciones nerviosas de mis dedos y me asustan. El hielo súbito que congela mi mano suelta el arma. La veo durmiendo sobre la cama y la miro horrorizado. Empiezo a sudar frío, a tener dificultad respiratoria, a agitarme con el corazón desbocado y a sufrir la agonía de fallecer. Me visita un antiguo conocido. 21


Siempre se presenta de improviso. El ataque de pánico me observa por el espejo. Lo veo, trato de obviarlo y la angustia de agonizar es irremediable. Mi cabeza se desprende de mi cuello y rueda por el dormitorio. Estoy decapitado y el terror a lo desconocido me abraza en un ademán siniestro. Moriré si no encuentro el clonazepam de inmediato. Rebusco el botiquín y me embuto una pastilla. En pocos minutos hará efecto y todo volverá a la normalidad. Respiro profundamente, exhalo despacio y mi mente se tranquiliza. Vuelvo al botiquín para buscar algo más potente y de reojo me doy cuenta que la pistola brilla con la luz solar que se filtra por la cortina de la ventana que da a la calle. La dejé inmóvil y pareciera que tiene vida propia. Regreso y la tomo cuidadosamente. Debo tranquilizarla y no sucumbir al deseo de amarla. Me calmo. Es el alivio que sigue a la ansiedad. Pronto desaparecerá el bienestar ficticio y el medicamento volverá a diluirse subrepticiamente en mis conexiones neuronales. Es el oasis que precede al dolor. El edificio de falsos cimientos, construido sobre bases polvorientas, se desplomará para dar lugar al dolor. Ese fiel amante, incondicional como el fantasma que nunca deja la casa abandonada, recordará su presencia. Similar a una pierna amputada, el dolor imaginario toma la rienda de la miseria corporal y está listo para conducirme al fin. Tiemblo, la piel se escarapela y los escalofríos deambulan buscando estacionarse. Desde lo más profundo del cadáver que algún día seré, siento que empiezan a bullir, sacar las cabezas del fango y recuperar la forma malévola. Son los demonios internos que pugnan por abandonarme. Tendido en la cama, convulsionando y con los esfínteres relajados escucho la hoja de la ventana correr hacia el costado. El aire frío que ingresa del exterior se entibia a medida que me van dejando. Estoy más ligero de equipaje, El último me mira con ojos ardientes y se lleva la pistola.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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“A

llá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos”.

—Siempre hace falta leer un buen libro después de uno malo. Abrazó la primera edición de “El viejo y el mar”, acarició la portada en tapa

dura con letras grabadas, subió los escalones y la colocó en el estante que tenía dedicado a grandes clásicos de la literatura. Bajó los escalones. Caminó hasta el escritorio. Tomó asiento. Abrió su libreta de reseñas y escribió. “El regreso de los dioses” es un fanfic que fracasa al intentar mezclar las diferentes mitologías del mundo. Con personajes planos e inverosímiles. El lenguaje es pobre, como si de un niño de ocho años se tratase. El autor debió dedicarse a otra cosa. Rió al mirar la fotografía de la contraportada. Nadie leería su opinión, el autor, como el resto de las personas en el mundo, llevaba más de diez semanas desaparecido. Escribía las reseñas por gusto, para sí. En tiempos pasados la gente se molestaba con sus críticas. Nunca tuvo una columna en el periódico, pero desde que comenzara el siglo veintiuno dejó de importarle, una nueva puerta se abriría para él. Aprendió el uso de las tecnologías e hizo un blog, donde religiosamente publicaba a la semana. Primero fueron las lectoras de Crepúsculo, que llegó al español en 2006; estaban tan enojadas de que dijese que estaba mal escrito y que era un panfleto de adoctrinamiento mormón. Fanáticas de la localidad, tuvieron el atrevimiento de ir a molestarlo a su casa. No les abrió. Ellas, ante la negativa de sangre, decidieron lanzar huevos a su puerta. Eso no lo detuvo, reseñó cada una de las nefastas novelas de la saga. Y otros títulos igual de infames (Cazadores de sombras, La selección y La reina roja, por mencionar algunos). Pensaba que si se había tomado la molestia de comprar y leer un libro, tenía el derecho a decir lo que le placiera de él. Se levantó. Fue hasta la cocina. Abrió la alacena y tomó una lata de atún y otra de elote. Las vació en un plato hondo junto con una cucharada sopera de mayonesa y revolvió. 24


Nunca le gustó el olor del atún, pero era un pequeño precio que pagar por estar solo. Por fin tenía tiempo de dedicarse a leer. —En occidente siempre se habla de la libertad, ¡qué gracioso!, la mayoría de las personas suelen odiar su trabajo. Motivado por su amor a la lectura, Hernando estudió la carrera de letras. Después de graduarse y tras cinco años de búsqueda lo mejor que pudo conseguir fue el puesto de encargado de la biblioteca municipal. Tenía sus encantos. Podía estar a solas con sus amados libros, siempre que no hubiese algún evento programado. La gente no le gustaba. Hubo un tiempo en que tenía amigos. Fue aquel verano de 1958, cuando al grupo de doceañeros se les ocurrió ir a la casa de la vieja Strega. Una mujer blanca y huesuda que leía las cartas del tarot. Era cumpleaños de Letizia y Rigo fue porque ella quería. Hernando fue por Rigo, a quien nunca le confesó sus sentimientos. Luis y Gabriel no tenían otra razón que la amistad. Strega barajeaba las cartas color cobre. Colocó el mazo entero sobre su palma y les pidió que tocaran la primera carta. Todos lo hicieron, y según ella, a todos les tocó una carta diferente. Le dio a Luis una carta de un esqueleto con una guadaña, a Gabriel una carta con un hombre vestido de forma chistosa en la que se leía “El Mago”. La de Rigo era una rueda con un mono, un perro y un conejo dando vueltas en ella. La de Lety era una mujer con corona, sentada en un trono. Por último, la de Hernando representaba a un anciano encorvado que sostenía un bastón en una mano y una linterna en la otra. —En verdad me parezco al hombre de la carta. Si las cartas del tarot marcaron su destino o solo lo anunciaron era una duda que no tendría respuesta para Hernando. Pero de algo estaba seguro. Strega había acertado en cinco de cinco. La mañana después del cumpleaños de Lety su madre se acercó a darle la mala noticia. Luis había muerto. Tuvo la mala fortuna de tomar un cable pelado con la mano. A sus doce años, y con la introspección limitada por la edad, pudo hacer la conexión con las cartas del tarot. Dos meses después, Gabriel desapareció. En el vecindario corrían todo tipo de rumores, que su padre lo había asesinado y 25


escondido el cuerpo; que fue secuestrado por una secta satánica; la que Hernando más disfrutaba era la versión en la que había huido con el circo. Pero ninguna de las teorías se pudo comprobar, era como si se lo hubiese tragado la tierra. —Quizá él fue el primero. Ahora solo quedo yo. El recuerdo de Rigo lo atormentaría más de la mitad de su vida. Lloró cuando se fue a Texas. Lloró cuando se casó con Juana Torres. Y volvió a llorar cuando Rigo murió en 2005. Esa mañana se vistió para ir a su funeral, pero no tuvo el valor de salir de casa. —Me quedé escuchando su música. Siempre fue tan exitoso. Su carta era la rueda de la fortuna. Desde ese momento supo que solo faltaban dos. Pero aún no podía imaginar cómo se cumplirían sus destinos. La emperatriz y el ermitaño. Asistió a la boda de su amiga en el 98. Para entonces Hernando ya sabía que se cambiaba la edad. Tenían cincuenta y dos años, él empezaba a lucir como un anciano y ella se veía como una universitaria; ese día, al leer las edades de los contrayentes, el juez mencionó que ella solo tenía veintiséis. —Siempre pensé que esa noche había vuelto con Strega y habían hecho otro tipo de trato. El caso es que su matrimonio no duró mucho. Dos años después estaría saliendo con el heredero a la corona de España. Vaya que fue un revuelo. Estaba en todos los medios la historia de la mexicana que sería princesa. Una mañana de 2014 la coronaron. —Entonces supe que era mi turno. La biblioteca contaba con una bóveda donde se guardaban los ejemplares más antiguos y valiosos. El papel de aquellos libros era tan frágil que se desmoronaba al contacto de los dedos. Hernando se encargaba de darles mantenimiento una vez cada diez días. Estaba absorto en su labor. Nunca supo si estuvo abajo por tres o cuatro horas. Cuando se dio cuenta que el reloj se había detenido revisó su celular. No funcionaba. Ningún aparato electrónico lo hacía. La biblioteca estaba desierta, pero esa no era una novedad. Fue a la noche, que debía irse a su casa, cuando se dio cuenta que no había nadie. Se abrió paso entre el mar de autos abandonados en la más completa 26


oscuridad. Comenzó a escuchar ladridos. Los perros, los gatos, las aves, todos los seres vivos permanecieron. Solo los humanos se habían ido. Como pudo regresó a la biblioteca. Pasó su primera noche en completa oscuridad. Sería la única. Al día siguiente se dedicó a ir por comida, agua, velas y demás a los centros comerciales. La biblioteca sería su centro de operaciones. Colocó tres pizarrones blancos donde anotaba las obras leídas y por leer. Palomeó “El Regreso de los dioses” y fue por el siguiente libro de la lista. El “Ulises” de James Joyce. Pesaba bastante. La cubierta mostraba la silueta de un hombre con sombrero. Suspiró. Dedicaría el resto de su vida a leer, sin ser molestado. Sin trabajar. Sin el bullicio.

J.R.SPINOZA

México

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¡N

o soporto que la gente sea tan irresponsable, y para colmo maleducada y que pretenda tener razón! No importaba que no me hubieran reservado la mesa de siempre en el restaurant al que venimos invariablemente para el día de los enamorados. Lo que más me molestó fue que la

recepcionista me mirara fijo a los ojos y deletreara mi apellido, el cual tiene cuatro veces más consonantes que vocales, y me lo repitiera sobrándome, junto a mi nombre, como si lo hubiese estudiado de memoria por años antes de que llegásemos Eugenia y yo al restorán. No somos tantos en la guía. Mi apellido no es para nada común, vengo de una familia yugoslava que huyó de la guerra con la ilusión de cambiar su suerte en las costas del Río de la Plata. La verdad es que no sé por qué me puse tan loco, supongo que imaginaba que lo que pasaba no era fruto de la casualidad. Su cara me era familiar a pesar de estar seguro de no haberla visto en mi vida. Tenía que bajar un cambio, era el día de San Valentín y si bien es mi costumbre ponerle un par de fichas al amor de Eugenia, con esa actitud iba a provocar una inevitable y catastrófica pelea con ella. Al fin y al cabo no era para tanto. Las dos docenas de rosas y la caja de chocolates nunca alcanzan si no la llevo a cenar a este lugar. Es una especie de ceremonia, algo que debo hacer como si fuera uno de mis empleados que al llegar a la fábrica marcan la tarjeta para fichar su llegada. Es evidente que no estoy bien, a veces creo que soy una bomba de tiempo que en cualquier momento va a estallar. El estrés y el cansancio me están matando. El maître nos acompañó a la mesa, le corrió la silla a mi esposa para que se sentara y hasta esa delicadeza me irritó. Tengo tantos problemas que no puedo cambiar mi punto de vista ni por un minuto. Eugenia y yo tenemos dos hijos hermosos y sanos y ese perro… ese perro que, aunque me llene de pelos el traje antes de ir para la fábrica, es el único que me saluda con alegría moviéndome la cola cuando regreso. No dejo de pensar en la recepcionista diciendo mi apellido como si estuviese completando un crucigrama con él. Su cara y las de mis hijos 29


ignorándome se fusionan en una sola imagen: la mía. Me pedí un bife a caballo, como siempre. Soy de esos tipos afectos a las tradiciones, cuando hay algo que me gusta lo repito hasta el cansancio. El mismo cansancio que tengo de mi vida y que no me animo a terminar con un chumbo ya que además, para colmo de males, también soy un cobarde. Mientras esperábamos el mozo nos trajo unas copas de champagne. Yo quise hacer chin-chin con Eugenia pero ella estaba distraída, era como si algo la hubiese turbado desde el momento en que entramos al restorán y me puse a discutir con la encargada. —Eugenia, ¿qué te pasa? —le pregunté, y ella agitó su cabeza como quien vuelve de un bajón de presión. —Perdoname, sé que estuve mal —le dije de corazón. Yo sabía que no tenía que ponerme así, y menos en un día que, se supone, es para estar bien con tu pareja. El tema es que en la fábrica está todo mal, y yo no quiero pasarle los quilombos a ella. Es un tema que tengo que resolver yo. Desde que vinieron los yanquis y compraron, todo lo único que estoy pudiendo hacer es administrar la desgracia. Bajó el consumo, las ventas — obviamente— también, no tenemos materia prima, no paro de despedir gente todos los meses. Todo el mundo, hasta los más cercanos a mí, están con cara de culo y yo solo la remo como si estuviera en un bote a la deriva en un río interminable esperando ver en qué momento aparece el despeñadero y nos vamos todos a la mismísima mierda. Soy un cero a la izquierda, un instrumento, una marioneta, una especie de cocoliche que no para de recibir órdenes y ejecutarlas en contra de mis convicciones. Pero Eugenia está en otra, casi ni me mira, observa todas las mesas y yo trato de que me preste un mínimo de atención, necesito de ese salvavidas que me devuelva la esperanza de seguir nadando hasta la orilla. La chica de la entrada me movió la estantería, esa cara, esa mirada, ese momento que me bloqueó las ilusiones o quizá me encendió la necesidad de dirigirme hacia un nuevo atajo, un nuevo camino. Ya hace muchos meses que Eugenia está en otro mundo, a veces pienso que hacemos el amor solo por obligación y para no perder la costumbre. Le dije 30


que estaba muy linda y me sonrió con un falso cumplido, que desestimé de inmediato cuando el mozo puso frente a mí un enorme plato con el bife, las papas fritas y esos dos huevos fritos brillantes que eran una maravilla. Necesitaba redimirme con la encargada, no había estado nada bien, siempre vuelvo a este restorán y nunca está bueno inventarse enemigos. Quería ansiosamente cambiar la onda con mi esposa, por eso, con intención de seducirla o, mejor dicho, que me diera un mínimo de bola, tomé un pedacito de pan y le dije: —Te ama verdaderamente quien te ofrece un pancito para que mojes en su huevo frito. Ella, sencillamente, también ignoró mi chispa para remediar el mal momento que sin duda había provocado con mis exabruptos de la entrada. Mi IPhone vibró y Eugenia ni se percató, estaba muy atenta a lo que pasaba en las mesas detrás de mí. Lo tomé, vi el mensaje y disimuladamente lo apagué y lo puse boca abajo. Era un mensaje de Roxana, mi secretaria. Ella sí se preocupa por mí todo el tiempo. Me hace acordar a una novia que tuve hace más de veinte años, uno o dos antes de conocer a Eugenia. Algo no funcionó con ella. Se llamaba Andrea, y de un día para otro desapareció por completo de mi vida. Recuerdo que traté de buscarla, la llamaba todas las noches, no sabía qué había hecho mal, qué la había ofendido, por qué nunca más volví a saber nada de ella. A veces pienso qué hubiese sido de mi vida si Andrea no se hubiera ido de mi lado así, en silencio, sin ninguna explicación, sin ningún reproche, solo evaporándose como un fantasma que nunca existió. Si el amor cotizara en bolsa sin duda yo ya hubiese caído en bancarrota. Solo atesoro los recuerdos de los buenos tiempos. La cena con Eugenia fue casi un monólogo, ella en su mundo y yo en otra galaxia. Pedí la cuenta, solicité al mozo que me sellaran el papelito para el estacionamiento del auto y nos dirigimos hacia la puerta del restorán. Le dije a Eugenia que me esperara afuera, que yo tenía que ir al baño. Esa fue mi excusa: quería disculparme con la chica de la entrada. El mundo está lleno de ganadores y perdedores, y yo no sé en qué grupo 31


me encuentro. Deseaba que el destino hiciera cambiar el vacío que todo lo que me pasaba estaba generando en mí en ese maldito día de los supuestos enamorados. La recepcionista estaba hablando con una pareja que acababa de llegar. Otro mozo los acompañó a la mesa que habíamos dejado libre. Me acerqué a la chica y le dije: —Perdoname, sé que estuve muy grosero y te maltraté sin sentido. Sonrió pero se le pusieron los ojos brillosos al igual que a mi hija cuando discutimos y nos amigamos. Ella me tomó la mano y me dijo: —No quiero su disculpa señor Zvietcovich —y me sorprendió de nuevo que lo repitiera con tanta claridad y precisión en la pronunciación. —No sé cómo disculparme entonces —le dije, y me di la vuelta en busca de mi Audi. Al abrir la puerta del restorán la brisa fría asaltó mi cara. Sentí que una mano apretaba mi hombro. Me di vuelta intempestivamente y me encontré de nuevo con la muchacha que, con lágrimas en los ojos, me decía: —Señor Zvietcovich, desde el día en que me llamó para hacer la reserva estoy deseando verlo. No quiero su disculpa señor, quiero su apellido, ya que soy la hija de Andrea García y también su hija. El mundo se detuvo por un momento y pude ver que sus ojos eran mis ojos. La martingala de la vida me estaba abriendo una nueva chance en la partida.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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C

ientos de miles de toros rabiosos corren reventando la tierra con sus pasos, corren directos a enfrentarse con cientos de miles de caballos que galopan reventando la tierra y el aire, y la niebla, y corren todos corren, salvajes pero sin un ápice de furia, corren

porque tienen que correr y tiene que correr todo ante ellos. Aumenta el peso del tiempo y del espacio a medida que se acercan ambos grupos, corriendo frente a frente, frente a frente, y cuando están a punto de encontrarse no se encuentran, nunca se encuentran y se mantiene en vilo el universo pesado y más pesado que nunca. Un chelo viejo y cansado sangra unas notas pesadas, muy pesadas, y sin furia anuncian in crescendo un choque rabioso que nunca sucede. Se mantiene constante la última naturaleza del universo, naturaleza pesada y constante previa al choque que nunca sucede, hasta que apago la tele, la rabiosa tele. El chelo se torna guitarra y sucede alegre y jamaiquina, y rebota suavemente en la pared y en el techo de mi cocina, y dos moscas se disputan en el aire algún tesoro podrido de mi casa, o tal vez una corteja a la otra que no quiere saber nada de nada. Vuelan y parecen llorar por su destino, y la muerte se apiada de ellas y las retira de cualquier peligro. Vuelan obviando las luces y las sombras, solo vuelan de tal forma que una persigue a la otra y la interroga y la maltrata cuando la encuentra, y no se deciden a decidirse y acatar la postura de la otra, y se mantienen en un vilo constante y el techo de mi cocina se acerca el suelo lentamente y nos amenaza a los tres, nos pide que paremos, ellas de volar y yo de comer galletas con manteca y algunas veces azúcar y otras veces sal. Hasta que me hieren en lo más profundo, y se detienen, y su historia finaliza con cada uno por su lado, y la antigua y penetrante discusión se detiene y se detiene por lo tanto el avance del techo, y me canso y apago la radio y se muere la guitarra. El termo me brinda agua fría y fea, y cuando estoy a punto de reventarlo frente al inexistente espejo del comedor, cuando estoy a punto de encontrar mis culpas esparcidas por el suelo y así poder barrerlas y tirarlas lejos, muy lejos, allí donde las lleve el basurero local, me encuentro con una conversación antigua, tan antigua como el tiempo y las canillas. Un hombre de alicientes ambiguos y poderes leves pero perfectos, discute tembloroso con una prostituta experta en el arte de las cartas que apagan incendios y encienden caminos que desvían y desviarán 34


cualquier instinto decadente. Los escucho porque hablan claro y sin tapujos, y como aquel hablan para todos y para nadie, porque todos pensamos que alguien nos escucha cuando hablamos solos o con una prostituta, porque estamos locos, y se escucha desde mi ventana cómo negocian un negocio que está hecho. Sus palabras ya son sexo y estallan las trompetas en si bemol de las bocinas de los vehículos que alientan el negocio, las trompetas vuelan y suben y bajan, y callan, y el hombre se marcha y la señorita queda fumando levemente. Cuando me canso del triste juego que me plantea esta noche el destino, y me enciendo un cigarro imaginario que nunca se enciende, y el hermoso y sutil humo baila entre mis pulmones que respiran como árboles amantes del hollín, cuando me canso de este juego todo cambia, y se presenta en el pasillo de mi casa una dulce y eterna fiesta de música penetrante y electrónica, de chelos, guitarras y trompetas, y bailan con los ojos cerrados y de forma crónica, ellos bailan, todos bailan, toros, caballos, moscas, clientes y meretrices, bailan, bailan de a millones y me fundo en la danza más mortífera de esta noche.

IÑAKI LEGARDA

Argentina

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E

l sol había comenzado a hincharse terriblemente en una gigante roja. Los astrofísicos lo habían predicho hace cinco mil años. Era el comienzo del fin de la vida en la tierra. Sin embargo, no había necesidad de preocuparse, todos los ingenieros, astrofísicos y

científicos del mundo habían puesto en marcha el proyecto “HOPE”. Un proyecto destinado a evacuar la tierra únicamente cuando el sol empezara a extinguirse. Consistía en salvar, primero, a las personas más poderosas del mundo. Pues al colonizar el planeta XT200, el cual tiene óptimas condiciones para albergar vida, no podía existir solo gente del común, no, eso nunca. Había que mantener el orden y la jerarquía del único sistema que había perdurado por años, el capitalismo. Al haber gente poderosa en otro planeta, habría respeto, dominio, leyes y nadie entraría en la locura. Pero, ¿y quién más se salvaría? Se salvarían personas que pudieran pagar su tiquete de salida al mundo que se iba a consumir en llamas. Estás personas iban a ser los dominados, iban a ser los nuevos pobres, no habría privilegio solo porque habían pagado su salvación, no, de ningún modo. Sin embargo, estas personas, tenían la satisfacción de vivir y realizar una nueva vida fuera de un planeta que se extendía hacia el olvido. Las demás personas, las que no pudieron comprar su salvación, se quedarían a ver el infierno que sería su hogar. La desesperación y la locura ya habían comenzado cuando los astrofísicos publicaron la última llamada de un apocalipsis anunciado. Juan escuchó la terrible noticia en su celular. El mundo tenía ocho días para evacuar la Tierra. Meses antes, los dos únicos gobiernos presentes en la tierra, habían comenzado a ejecutar el proyecto “HOPE”. Así que Juan, cuando escuchó esto, se levantó de su silla, tranquilamente caminó hacia la cocina, abrió un cajón de la alacena y de un tarro de galletas sacó cuatro pasaportes para subir al transbordador y huir de la inevitable tragedia. El abuelo observó minuciosamente cada detalle de los tiquetes, sus pliegues, las letras doradas que brillaban con un sol agonizante, y ese color blanco que representaba la esperanza de vivir. Mientras los observaba recordó a su esposa, nunca se imaginó que de los cuatro pasaportes sobraría uno, precisamente el de su mujer. Dos semanas antes de la noticia, Sofía murió de una neumonía. Nadie esperaba que con los desarrollos científicos y médicos que había en la actualidad, 37


muriera de esta enfermedad. Había sido una terrible noticia para Juan. Prácticamente su vida se había ido con la vida de Sofía. Cuando Juan se despidió de ella, tomó su lívido cuerpo y besó cada arruga presente en su figura, acarició aquel rostro inmaculado que el tiempo no había podido dañar y recorrió, con su mano, aquel cabello cenizo que se había formado en su cabeza. Juan no dejó que su mujer se convirtiera en compostaje, si no que puso su cadáver en el patio de su casa, porque ahí estaría cerca de ella para cuando él muriera. «Y ahora, ¿qué voy a hacer con dos tiquetes de sobra?», pensó Juan mientras veía el sol que comenzaba a tornarse de un color naranja. A la mañana siguiente, Juan se levantó de su cama, miró por la ventana y encontró, que en la tumba de su esposa, había una orquídea morada. No le extrañaba ver cosas sobrenaturales, a su edad ya no le sorprendía nada. «No importa, amor mío, me quedaré contigo», dijo en voz alta. Se alistó como de costumbre, y para el desayuno había llegado su hija, Camila, y su nieta, Sofía. Papá, ya tienes listos los tiquetes —preguntó Camila mientras partía un trozo de pan. —Claro que sí, ya tengo todo listo —dijo sin mucho interés. —Cuéntame papá, ¿qué te preocupa? —Esta mañana tu madre me saludó, dejó una hermosa orquídea morada sobre su tumba. Ella sabe que yo todas las mañanas la veo, y todas las mañanas me pregunta lo mismo, que cuándo voy a estar con ella. —Papá, ahora no es tiempo de locuras —exclamó Camila preocupada—. Tenemos que tener todo listo para el viaje, mañana el avión del gobierno nos llevará a donde está el transbordador. Así que, papá, deja esa cara, y revisa todo lo que tienes que llevar. Juan no volvió a pronunciar palabra durante el desayuno, se conformó con ver a Sofía, su nieta, y pensó en la decisión que había tomado, en que nadie le iba a hacer cambiar de opinión, ni su propia hija ni su propia nieta que tenía todo de su abuela, su risa, su cabello y sus gestos. Aquella tarde, con un sol ya rojizo, Juan salió al patio a ver ese primer y último atardecer que vería de aquella forma. Se preguntó si de verdad Sofía estaba en aquel paraíso adimensional, y si de verdad existía una conexión directa entre la ventana de este mundo tangible a ese mundo 38


adimensional de los espíritus. Juan tenía la convicción de que por medio de sus sueños se podría comunicar con su esposa, pues para él, los sueños eran un estado temporal del espíritu que conectaba estados cuánticos entre el más allá y el mundo real. Para cumplir aquella teoría, únicamente necesitaba sincronización entre su espíritu y el de su esposa. Sin embargo, durante las dos semanas posteriores a la muerte de Sofía, había intentado hacerlo, pero nunca había obtenido resultados positivos. En lugar de tener un contacto cuántico, recibía todas las mañanas una flor distinta puesta sobre la lápida de Sofía. Se decía asimismo que eran señales de que realmente existía contacto entre su espíritu y el más allá, solo que por su vejez y debido a que se aproximaba su muerte, no podía realizarlo adecuadamente. —Estoy cansado, mi cielo, ya mis energías no me dan para más. Camila y Sofía tienen que viajar solas, ellas tienen más vida que yo. Mi vida es tuya, y sin ti ya no tengo vida. Te adelantaste en la muerte, habíamos prometido morir juntos. Me engañaste, pero no importa, te perdono. Siempre tuviste la manía de llegar primero a todos lados, nunca esperas. En la vida nunca entendí ese afán tuyo por las cosas. Sabía que te molestaba mi parsimonia, pero había que disfrutar de todo un poco, conocer de todo un poco. Ahora entendí que estar sin ti es la muerte en vida. Ya conocí lo que tenía que conocer sin ti, y no me ha gustado. Sofía, déjame soñarte, que te quiero ver antes de morir en las llamas. Por favor. Se levantó del césped y regresó a casa. Camila y su nieta estaban durmiendo en el sofá. Mañana sería un día agitado y de gran cambio para ellas. Juan, solo esperaba que lo perdonaran por lo que iba a hacer. Las observó un rato, y se despidió de ellas. Entró a su habitación y de un cofrecito de madera sacó las fotos que tenía con su esposa. «Me haces mucha falta». Se acostó en su cama y esperando a cumplir una especie de ritual observando las fotos, se durmió. Sacaron sus maletas y las acomodaron en el carro, revisaron una y otra vez las cosas, no se les podía quedar nada de lo necesario, repetía Camila. Una vez quedó todo listo, se subieron al carro y fueron hacía el hangar 75, de donde partía el avión hacía el trasbordador. Juan iba mirando todo aquello que alguna vez conoció, era increíble que todo lo que estaba frente a sus ojos fuera a desaparecer en medio de un fuego apocalíptico. —Papá, todo va a estar bien. No te preocupes —le dijo Camila mientras le 39


acariciaba la rodilla—. Ya verás que todo saldrá bien. —Preocupado no estoy, siento tristeza porque todo aquello que alguna vez conocí va a quedar consumido en cenizas. ¿Es eso justo? —respondió viendo directamente a los ojos de Camila. —Te entiendo, papá. Pero ahora, en el mundo en donde vamos a vivir, alcanzarás a conocer muchísimas cosas, algo que a ti… —Abuelo, ¿por qué no te despediste de la abuela? —interrumpió la pequeña Sofía. Camila en ese instante se dio cuenta de que algo no estaba bien. ¿Serían los nervios, la ansiedad y el dolor de empezar una nueva experiencia por la cual su papá se estaba comportando así? —Ya no importa eso, hija, ya no importa nada —respondió Juan con vacilación y mucha dificultad para decir esas palabras—. Ahora tendremos una nueva vida, como dice tu madre. Durante el camino nadie volvió a decir nada. Una vez llegaron, descargaron las maletas del baúl del carro, y fueron a la terminal de abordaje. Había por lo menos unas dos mil personas esperando abordar. El abordaje al avión era por grupos, había diez grupos de doscientas personas. Hasta ahora iban en el grupo de abordaje tres, y Juan, Camila y Sofía tenían el grupo ocho. Esperaron y esperaron, y las personas empezaban a caer en la desesperación. Gritos y llantos de un lado y otro. Nadie estaba tranquilo, el cielo cada vez más rojo aseguraba una extinción segura. El calor que se acumulaba en la terminal era increíble. Si no morían con la explosión del sol, morirían de asfixia. Cuando llegó el grupo de abordaje ocho, se levantaron, tomaron sus maletas y empezaron a caminar hacia la puerta. En medio del desorden y la multitud enloquecida, Camila tomó de la mano a Sofía y a su papá. —Hermosa, suéltame —Le susurró al oído a su hija—. Yo me quedo aquí. Camila, confundida, volvió la mirada hacía la cara de su padre y comprendió lo que sus ojos querían decir. —No nos puedes dejar solas, papá —contestó Camila con voz temblorosa—. No puedes abandonarnos. —Princesa, sí puedo, mi vida no es con ustedes. Tienen que salir y crecer, 40


tendrán una vida nueva. Al notar la seguridad con que decía esas palabras, Camila se apartó de la fila, soltó de la mano a Sofía y abrazó a Juan junto con lágrimas que caían de su blanco rostro. —Papá, el fuego… —Lo sé, pero no por eso ni por menos me iré del lado de tu madre. Lo siento mucho. Camila se apartó de su padre, lo miró a los ojos y con un “te amo” que salía de aquel paraíso cuántico, Juan pudo ver a su esposa al lado de la pequeña Sofía. —Te amo mucho papá, salúdame a mi madre de mi parte, que también la amo, y la extraño muchísimo. Ten cuidado de regreso a casa. —Ella lo sabe, princesa. Cuida mucho a Sofía, tengan mucho cuidado, siempre estaremos acompañándolas. No habrá lugar en el universo sin que no podamos verlas. Te amo. Juan tomó a la pequeña Sofía entre sus brazos, y se despidió. Salió de la terminal y regresó al carro. Durante el camino notó que algunas montañas estaban comenzando a quemarse. «Así es como comienza el fin del mundo», se dijo. Llegó a su casa y fue al patio. Ahí, justamente encima de la lápida, estaba una camelia amarilla. «No me sorprendes, mi vida», gritó a la tumba de su esposa. A los dos días, Juan se recostó al lado de la tumba de su esposa completamente desnudo. El calor era infernal. Pero ya todo iba a terminar. Miró hacia el cielo de fuego y recordó aquella vez en la que, junto a Sofía, habían prometido morir juntos frente a cualquier circunstancia. Sonrió y sintió un amor profundo en el pecho. De nuevo se rompían las barreras cuánticas y pudo ver a su esposa recostada junto a él. Juan tomó su mano y la sintió, tan real y perfecta, como si estuviera viva. Moriría por fin a su lado. La miró a los ojos y suavemente le dijo, «casi no puedo alcanzarte en esa carrera que siempre te gusta hacer, pero por fin, voy a estar a tu lado, amor». Y ella, con su picardía característica, sonrió mientras una llama enorme invadía el cielo y la tierra.

JUAN SEBASTIÁN FERNÁNDEZ RAMÍREZ

Colombia

Página Web: https://meditaismovanguardia.blogspot.com/ Twitter: https://twitter.com/JuanJuanfer9530 41


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H

ace un tiempo llegaron otros niños. Primero mi madre me dijo que los había adoptado, luego dijo que los había parido dentro del bosque. Eran hermanos, un niño y una niña. Yo sabía que fuera como fuera, mi madre mentía. No me hubiera extrañado

para nada ninguna de las dos opciones, pero yo ya me sentía acostumbrado a sus engaños y descreí todo desde un comienzo. Bien podría haberlos adoptado. La crisis es actual, y el hambre grande, muchos venden o abandonan a sus hijos y el bosque que nos rodea está plagado de pequeños esqueletos que lo atestiguan. Mi madre tuvo una vez un corazón bueno que aún guardaba posibilidad de conmoción. Que los hubiera parido, de una forma tan espontánea, y ya creciditos, de cuatro o cinco años, con sus rostros rosados y sus bucles dorados cayéndoles sobre las frentes, era un poco menos creíble, pero posible. Al fin y al cabo, los poderes de mi madre han demostrado escapar a mi entendimiento. Los trató con preferencia desde el principio. Les daba la mejor y más abundante comida, los dejaba bañarse con agua caliente, les preparaba la cama, y no les exigía ningún trabajo a cambio. Por el contrario yo barría, limpiaba, lavaba y cocinaba todo el día, siempre en silencio, esperando el inevitable curso de los acontecimientos. Cuando los niños comenzaron a negarse a comer los manjares que continuamente les preparaba, ya rechonchos, asqueados y con algunas sospechas acerca de sus intenciones, ella pretendió obligarlos, se resistieron y la farsa duró poco más tiempo. Ayer nos hemos comido al niño, que era el más pequeño pero también el más problemático. A la niña la íbamos a guardar y a seguirla engordando, pero decidimos prepararla en conservas ya que otros dos niños han aparecido a nuestra puerta. Yo no me he opuesto a la nueva supuesta adopción y le he seguido la corriente a mi ya anciana madre. Ella ha olvidado darle cierta variación a las historias que me cuenta. No me preocupo. Los niños siempre terminan volviendo. Vivir en una casa de caramelo, aunque tu madre sea una bruja con exigentes gustos culinarios, tiene sus insospechadas y mágicas ventajas.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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P

edro abandonó la lectura de su libro favorito de la Biblia. Ya la reanudaría otro día. Cubrió su cara con las manos y después clavó su mirada en la cuerda que yacía encima de la mesa. Suspiró. Su pecho estaba tenso, como si una fuerza invisible lo estuviera

apretando con fuerza constantemente, y cada vez que respiraba, el aire salía de su nariz vibrando. Aunque tenía la costumbre de afeitarse, en aquellas últimas semanas se había dejado barba. Había vestido los mismos pantalones de pana negros y una camisa arrugada del mismo color. El aliento que su boca emitía era caliente y apestaba a cerveza. Ya había residido en aquella casa rural durante más de un año. Era un dúplex de un tamaño considerable, de estética racionalista y moderna. Todas las paredes del interior estaban recién pintadas de blanco y todos los muebles eran nuevos, incluso la chimenea. Su hija Verónica dibujaba tendida en el suelo. Silbaba una melodía de Bach que Pedro le había enseñado a tocar en el piano. Era una niña de estatura baja para su edad, cabellos castaños como su madre y piel pálida. Sus movimientos eran gentiles, como si los calibrara con exactitud con la finalidad de crear armonía. Desde su primer día de escuela, había mostrado interés por las actividades plásticas, y le había gustado exhibir todas sus creaciones en la nevera. Cada vez que Pedro las contemplaba, se sorprendía por su gran calidad, y se convencía de que ella iba a desarrollar una creatividad extraordinaria con el paso del tiempo. Pedro no pudo evitar soltar una lágrima y, aunque intentara esconderla con una mano, su brillo capturó la atención de Verónica. Ella dedicó a su padre aquella mirada tan característica de su manera de ser. Inclinó levemente su cabeza hacia un lado y mostró la versión más melancólica de sus ojos, en la que sus pupilas se dilataron hasta casi hacer desaparecer el iris. —Hija, no te preocupes —se vio obligado a decir Pedro—. No es nada, solo me ha entrado algo en el ojo. Su voz temblaba. Verónica no respondió, cosa que preocupó a Pedro, pues ella nunca contestaba cuando detectaba una mentira. Él empezó a mover su pierna con nerviosismo y manoseó su collar de la Vera Cruz; después, como un último esfuerzo para engañar a su hija, se frotó los ojos. 45


—¿Ves? Ya me lo he quitado. Ella miró por la ventana y advirtió que el cielo anunciaba la inminencia del anochecer. Era un día de invierno. El viento soplaba fuerte y producía un silbido cortante. Pedro miró a su hija y negó con la cabeza. Perezosamente, se levantó del sofá con la intención de dirigirse a la cocina para consumir una taza de café y así aliviar su agotamiento. ¿Qué vas a hacer con la cuerda? Fígaro, el perro de la casa, esperaba a la hora de comer mientras reposaba en el frío y resbaladizo suelo de la cocina. Gruñó al ver entrar a Pedro. Era un San Bernardo musculoso, aunque ya había acumulado sus años. Su aspecto era una mezcla equilibrada entre la sabiduría de la vejez y la ferocidad de su físico. Pedro vertió agua en la cafetera. Lloró con tranquilidad, porque estaba fuera del alcance de la vista de su hija, procurando no hacer ruido. Silvia. Unos minutos después, cuando el café ya estaba listo para consumir, enjugó sus mejillas con un pañuelo y regresó al salón. Se sentó en el sofá y probó un sorbo de café. Ojalá estuviera solo. Verónica ya no estaba dibujando, sino que tenía un frasco de cristal en sus manos, dentro del cual había guardado una mariposa negra y había agujereado la tapa de metal para permitir que entrara aire. —¿Papá? —Di. —La mariposa no se mueve. Creo que está muerta. —Deberías haberle dado de comer. —Tenía miedo de que se escapara si abría la tapa. —Pues ya conseguiremos otra, no te preocupes. En esta zona del campo hay muchas. Verónica no replicó. Miró de cerca el cadáver de la mariposa, deseando que resucitara por arte de magia. —¿Pasa algo con mamá? Pedro hizo ver que no había oído aquella peligrosa pregunta. Mi hija es más astuta imposible. 46


—Papá —insistió Verónica, y tocó el hombro de Pedro con su dedo. —¿Qué pasa, hija? —Si hay algún problema con mamá. —No. Se fue a la ciudad para ver a una amiga. Ya te lo había dicho, ¿no? Verónica miró al suelo. Pedro bebió su último trago de café y dejó la taza encima de la mesa. Pensó en continuar con la lectura de la Biblia para distraerse hasta la hora de empezar a cocinar la cena. En lugar de eso, guardó el libro en la estantería, pues se había cansado de leerla tantas veces. —Voy a jugar con Fígaro a fuera—dijo Verónica, pues no tenía nada mejor a hacer. —De acuerdo. Abrígate, no vaya a ser que cojas un resfriado. Verónica agarró su chubasquero y se dirigió hacia la cocina con una pelota de tenis en la mano. Si bien Fígaro solía ignorar o ser hostil con cualquier ser humano, cuando vio a Verónica se levantó del suelo y la acompañó afuera de casa. Su conducta siempre experimentaba una curiosa transformación ante la presencia de cualquier juguete. Delante de la casa había un lago de aguas cristalinas, en el que Verónica había nadado varias veces durante el verano. Al oeste había un campo de cebada, que en aquella época se había convertido en un plano homogéneo y sin cultivar. Solo había un espantapájaros. Era un monigote sostenido por una vara, con un sombrero de copa en la cabeza. Tenía ropa de tela verde, y una inmensa nube de moscas volaba formando círculos a su alrededor. Sus brazos estaban colocados en una posición perpendicular al cuerpo formando una cruz. Nada más pisó el césped, Verónica arrojó la pelota tan lejos como pudo. Al cabo de unos segundos, Fígaro regresó con la bola entre sus dientes y la dejó en el suelo. Ella la volvió a lanzar hacia una dirección aleatoria, pero esta vez Fígaro no se movió. Se estaba fijando en el espantapájaros, como si fuera un depredador observando a una presa para después cazarla. Empezó a respirar rápidamente. —¿Estás bien? —dijo Verónica. Tenía la costumbre de hablar con Fígaro, pese a ser consciente que nunca obtendría una respuesta—. Es ese muñeco, ¿verdad? No te hará nada, tranquilo. Mejor continuemos jugando. Verónica volvió a echar la pelota para intentar distraer a Fígaro. Sin 47


embargo, aquella estrategia no funcionó; es más, el perro empezó a ladrar y mostró sus dientes anchos y largos como espadas. Verónica estaba petrificada. Jamás había visto actuar a Fígaro de aquella manera. ¿Y si estaba enfermo? Papá le había dicho, hacía unos meses, que existía una enfermedad que hacía que los perros fueran muy malos y dejaran caer mucha saliva. Fígaro dio un paso adelante. Verónica quería pedir ayuda a su padre, pero el terror ataba sus piernas como una cadena. Si un animal de aquellas dimensiones atacaba a una niña pequeña como Verónica, las consecuencias podrían llegar a ser trágicas. Fígaro corrió hacia el espantapájaros y, cuando estuvo a unos pocos metros de su objetivo, brincó con toda su fuerza, lo tumbó y lo descuartizó a bocados mientras seguía ladrando. Esta vez sí, Verónica corrió hacia la casa y, nada más entrar, buscó a su padre. —¿Papá? ¿Papá? No hubo ninguna respuesta a aquella llamada desesperada. Pedro no estaba en el salón. Tampoco en la cocina. Ella pensó que debía estar en su habitación, o en el lavabo, o en cualquier otro lugar desde el cual no la había podido oír. Por ello, subió al segundo piso, trepando las escaleras de dos en dos. Debido a la corta longitud de sus piernas, su cuerpo se balanceaba mientras avanzaba y cayó un par de veces. —¡Papá! Nada. Abrió la puerta de la habitación de Pedro. Había centenares de páginas rotas de la Biblia esparcidas en el suelo. Cuando Verónica vio a su padre, no dispuso aire para soltar ninguna palabra. Intentó hablar con él, pero no obtuvo ninguna respuesta, aunque agitara con todas sus fuerzas su cuerpo levitante.

WILLIAM DOVE ESTRELLA

España

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Ú

ltimamente, vivo adormilada. Despierto, desayuno en la cama. Recostada reviso mails, paso canales con el control remoto, hojeo libros, bostezo. Recién comienza el día y bostezo aburrida. Los párpados se ponen pesados, comienzo a pestañear, me

invade un sopor. Jamás distingo si duermo o pierdo el conocimiento o muero por un instante. Al rato, creo que vuelvo a despertar. Una micro siesta me sumergió en una serie de mundos inverosímiles aunque probables, hilvanados unos con otros. Siempre hay viento y hay agua. Miro el reloj y solo transcurrieron diez minutos. Me levanto, pienso que da igual si no tengo demasiadas cosas para hacer, pero pongo empeño y salgo de mi estuche porque para la mirada de los otros, la postración y la holgazanería son asquerosas. En verdad, no hay tal mirada ni hay tales otros, sin embargo, puedo ver sus dedos acusadores señalando mi pereza y siento el peso de su censura implacable. Estiro desganada las sábanas, pretendiendo satisfacer al resto de la humanidad, acomodo la colcha y las almohadas y evito caer en la tentación de seguir atrapada en la tibieza de las cobijas. Mi cama esconde en sus entrañas una engañosa calidez de útero protector, de lugar que cuesta abandonar para no encontrarse abandonado. Si en el lecho se nace, se copula y se muere, hay sufrimiento, placer y derrota sobre un mismo tablado que huele a soledad y es dentro de los límites del colchón donde se traza esa línea imaginaria de tiempo, que da forma a un íntimo y diminuto concepto de universo personal o de ciclo perfecto. Para despabilar mi somnolencia, decido bañarme. Bajo la ducha, llueven proyectos y pensamientos acabados. Encuentro verdades y resuelvo conflictos. Ese cubículo de paredes apretadas es otro útero en donde me percibo suspendida y en calma. Acariciada por el agua caliente que desliza sobre mi pelo y chorrea sobre mi mente desnuda que divaga, comprendo lo que creo real con una claridad imposible. Todo, de golpe, se torna diáfano y cobra sentido en el silencio estrepitoso de mis pensamientos alineados como largas olas que no cesan. Caminan con su paso marcial aunque pacífico, pero arrasan con todo lo que se 50


interpone. Avanzan lentos como un monstruoso alud, voluminoso, destructivo que, a un mismo tiempo, empareja superficies irregulares, aplasta con ímpetu dulce, ordena lo imperfecto y se esparce con laxitud de lava, de nieve o de barro. Un toallón sediento me abraza y lame cada gota de mi piel, mientras se evapora mi imagen frente al espejo empañado y observo, con cierto recelo, ese perfil que ya no reconozco detrás de la niebla. No recuerdo haberme acostado, pero una vez más, despierto sobre la cama con un escalofrío, envuelta en sudor helado. No sé cuánto tiempo habré dormido, el suficiente para ser estatua de hielo en el inframundo onírico y lanzar, amordazada por la escarcha, un alarido estéril que nadie podrá jamás oír. Con un chillido ahogado, rasgo las tinieblas del duermevela y entreabro los ojos. En el techo se proyecta la sombra de las plantas. El sol del mediodía encandila. Allí afuera parece existir un mundo en movimiento. A lo lejos se oyen bocinazos, una obra en construcción, ambulancias, gritos de adolescentes saliendo del colegio, frenadas. Y yo con tanto sueño. Ya sin saber si el ruido está en mis pesadillas o si el silencio está en mi vida. Yo sin poder preguntarle a nadie si, en verdad, estoy despierta deshaciendo memorias o, dormida, concatenando sueños.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

Blog: https://jumponthecouch.blogspot.com

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A

yer finalmente di con el antiguo álbum de fotos de mi abuelo. Hacía tiempo que deseaba tenerlo, desde que en medio de un duelo inesperado me hicieron una pregunta incómoda y burocrática : —¿Querés algo de la casa de la abuela? No lo dudé: el

álbum era todo lo que necesitaba. Allí hay fotos de mis abuelos, de mi mamá, de mis tíos, de mis primos, de sus parejas, de sus amigos de la infancia, incluso de sus vecinos. Pero no es un álbum de fotos común y corriente, no. Tiene una particularidad, un curioso defecto: no hay ningún criterio que organice las fotografías, ni cronológico, ni temático, ni nada. En una de mis páginas favoritas, mi tío Beto, de seis años, posa junto a su propio hijo. Ambos llevan puesta la camiseta de River; una es roja y blanca, la otra es blanca y negra. Pero parece que el álbum del abuelo tampoco respeta códigos de vestimenta, porque junto a ellos está nada más y nada menos que mi abuela en su imponente vestido de novia. Hoy, como por arte del hado, nos tocó hacer una actividad en el curso de ingreso que me puso frente a fotos otra vez: trabajamos con el libro Retratos y Autorretratos de Sara Facio y Alicia D’amico. Se trata de un libro para el que las autoras retrataron a una serie de famosos escritores y luego estos escribieron sus propios retratos a partir de las fotografías. Hubo dos casos que llamaron especialmente mi atención. El primero fue el de Neruda, porque recurría a una enumeración caótica para describirse a sí mismo, lo que me recordó a una canción del Cuarteto de nos. Lo mencioné en clase y algunos alumnos asintieron. —No recuerdo como se llama. —¡Ya no sé qué hacer conmigo! —No, creo que es Descripción de mi persona. Lo primero que hice al salir de la facultad fue buscar la canción en Youtube: era Breve descripción de mi persona. Pensé que tanto el título de la canción como su vínculo con el libro de retratos eran lógicos. No soy una chica fotogénica. Lo recordé cuando la profesora enunció la actividad (escribir un autorretrato a partir de un retrato fotográfico propio) y una de las alumnas dijo que no le gustaba salir en fotos. “A mí tampoco”, pensé. Fue entonces cuando tuve una revelación: en todas las fotos de mis redes sociales de los últimos años mi rostro no aparece, siempre estoy de espaldas mirando un 53


paisaje o con la cara cortada en pos del arte. ¿Desde cuándo no soy una chica fotogénica? No desde siempre, eso seguro. En mi casa hay más fotos de mi infancia que de cualquier otro habitante de la casa. Ni a mi hermano, que era más joven, lindo y simpático, le sacaban tantas. En una de mis favoritas aparezco sentada en un banco, leyendo las tiras cómicas de un diario. Tenía cinco años y había aprendido a leer hacía apenas unos días. Hay algo mágico en esa foto, en mi sonrisa orgullosa pero casual. Hay algo de mi viejo, el fotógrafo, pensando “yo le enseñé a leer”. Pero, sin dudas, lo que más me gusta de la imagen es el efecto de mi inmutable corte carré: como la foto está tomada desde arriba y mi cabeza está apuntando hacia la cámara, mi peluca está completamente desencajada, aunque sólida, lo que me hace ver como una criatura peluda y extraña. Hay otra que me gusta mucho. Me la sacó mamá después de una tarde de paseo por el Zoo de Buenos Aires. Nos sentamos en una cafetería a merendar y calculo que serían eso de las siete de la tarde porque me pedí una hamburguesa con fritas. Era una hamburguesa cuadrada y casera, de mis favoritas. En medio del festín, mamá sacó la foto. Salí distraída y no muy linda (no esperaba ser retratada) pero aún así en mis ojos se adivina el éxtasis generado por el banquete. Además, esta vez estaba muy despeinada, no obstante lo cual, no dejé de alzar mi diminuto meñique cual señora aristócrata a la hora del té. ¿Por qué ya no me sacan tantas fotos? ¿Debería tomarlas yo misma? Claro que no. No soy una chica de selfies. No me siento cómoda con ese afán por inmortalizar la individualidad, solo para que algún mediocre se divierta buscando imperfecciones físicas o paredes sin revocar en el fondo. Ya lo dijo Onetti en el ‘70: En algún papel leí, hace años, que el infierno estaba minuciosamente conformado por dos ojos ocupados en mirarnos (...) Pero ahora, en circunstancia pasajera, el infierno es el ojo de la cámara y el regocijo cruel, juvenil, de X y Z. Por cierto, el de Onetti fue el segundo retrato que llamó mi atención, junto con el de Neruda. ¿Por qué someterme a la mirada ajena, cruel e inmisericorde? Pienso en esas fotos sin rostro de la actualidad. ¿No muestro mi rostro por miedo? ¿Por vergüenza? ¿No debería serme indiferente la opinión ajena? Quizás debería empezar a mostrar mi imperfecta cara en primer plano, para ir en contra de las 54


imposiciones de la cultura de la selfie. Pero ¿para qué? ¿Y si el rostro no fuese tan importante? Después de todo, mi cara entera tampoco revelaría las grandes verdades de mi personalidad. Se me ocurre un ejemplo banal pero ilustrativo: mi foto de perfil de Whatsapp. Aunque mi rostro casi no aparece en ella, dice mucho de mi persona. Fue tomada un sábado por la tarde después de salir de una feria de vinilos cerca de calle doce. Sentí la necesidad de retratarme con mi nuevo disco en las manos. Es que no era cualquier disco, era Synchronicity de The Police (¡y en vinilo!). En un principio quise que la foto capturara solo mis manos sosteniendo el disco. Sin embargo, a último momento recapacité: mi sonrisa tenía que estar en la foto. ¡Qué foto! Hasta parece la tapa de un disco (aunque no de Synchronicity, de alguno más modesto). Podría ser una foto de Instagram, de esas que pretenden ser artísticas. Pero yo no temo decir que esa pared blanca es del Carrefour de calle 12 y que para sacarla, mi novio tuvo que interrumpir el paso de un montón de peatones hastiados. Ahora que pongo todo esto en diálogo, que tengo la cabeza llena de fotografías, pienso que quizás el abuelo no pegó las fotos de su álbum al azar. Tal vez se pasó días pensando en cómo vencer la fugacidad del tiempo, en cómo crear puentes entre el pasado y el presente. Entonces se le ocurrió lo del álbum: lo ideó todo, solo para ponernos en un sitio donde no existiese ni el tiempo ni sus derivados —la vejez, la muerte…—. Y logró su cometido, hizo que conviviéramos a pesar de que algunos nunca nos hayamos conocido. Ahora quienes aparecemos en ese álbum estamos incorporados a un todo infinito y colectivo. Mi abuelo rompió con los límites que nos impone el tiempo y nos liberó de la prisión de la individualidad.

RAB

Argentina Blog: https://algomuygravevaasucedereneste.blogspot.com/

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G

abriel solo tenía dos aficiones: el silencio y las contiendas diarias de sus soldados de plomo. La primera la cultivaba todo el día. La mudez de las calles cinco y seis había conquistado poco a poco cada segundo de sus jornadas. La segunda la

ejercía cuando regresaba de los recorridos ineludibles por aquellas calles resguardadas por la inmensidad de los olmos. Hacía años que Gabriel cumplía con la misma rutina. En cuanto volvía del primer recorrido comía cualquier cosa de pie junto a la mesada de la cocina y enseguida organizaba una nueva batalla en la mesa del comedor. Siempre la tenía despejada, lista para acoger un nuevo escenario para la lucha del combatiente del día. Porque el soldado elegido no luchaba contra otro, sino contra las condiciones creadas por Gabriel. Pasaba horas ideando los diferentes campos de batalla. Confeccionaba los escenarios más insólitos para recrearlos: precipicios rocosos, bosques lúgubres o inclusive desiertos sin oasis. Después seleccionaba a uno de ellos y lo colocaba en el terreno. Eran todos iguales, blancos y rojos, todos con la inicial “G” grabada en el pecho. Gabriel se la marcaba nada más conseguirlos. Además, ninguno portaba armas. Contaban con las manos como única herramienta de supervivencia, como única arma de defensa. Gabriel consumaba cada desenlace con paciencia domesticada, en un sigilo casi morboso. Los intentos del designado por encontrar agua en el desierto o resistir en el precipicio rocoso siempre resultaban fallidos. Cuando por fin moría deshidratado, enloquecido o sacrificado, lo hacía en silencio, sin el menor dramatismo. Después, cuando Gabriel calculaba que los últimos momentos de quietud del edificio se avecinaban, se aprontaba para emprender el segundo recorrido por las calles escoltadas por los olmos que, por estar casi siempre desiertas, consideraba como propias. Alguna vez mientras pedaleaba sin descanso, se había sorprendido tratando de recordar qué había surgido primero, si la escaramuza de los soldados o los encuentros con un silencio, ese sí inalterable. Se había acostumbrado tanto al silencio que ningún ruido pasaba desapercibido para sus oídos. Si quería, podía escuchar los movimientos de los otros apartamentos sin dificultad. El correteo del niño, sus llantos desesperados y desesperantes, las risas compartidas y hasta las historias de la madre cuando lo hacía dormir; las charlas pausadas de los veteranos sobre esos interminables paseos 57


pretéritos; el empuje de los dos estudiantes cuando se juntaban con otros compañeros a preparar algún examen; o la pasión entonada con canciones melosas del joven matrimonio. Pero no quería. Hacía mucho tiempo que en cuanto se aproximaba la hora de su particular discordia se calzaba y partía empuñando con firmeza el manillar de la bicicleta hacia el norte. Pedaleaba hasta que los coches le cedían el protagonismo a los olmos y solo regresaba al apartamento cuando las primeras horas de la madrugada habían restituido el silencio. Por eso, cuando aquella tarde el carraspeo de las poleas del ascensor al iniciar el movimiento lo sorprendió, Gabriel quedó petrificado. Sin poder moverse de la silla y con la agudeza de los oídos en su máxima potencia, esperó a que el sonido cesara. Se fijó en la intensidad de la claridad que se filtraba por aquella cortina gruesa que cubría todo el ventanal para calcular la hora. No se convencía con la versión que le daba el reloj. Tampoco era domingo, y entre semana ningún vecino llegaba a esa hora. La confusión lo mantuvo en jaque unos segundos, pero antes que el carraspeo le cediera el turno al chirrido de la puerta tijera al abrirse, intuyó la variación inesperada de la rutina de alguno de los vecinos. Se levantó de un salto y corrió a calzarse dejando al soldado en el nuevo campo de batalla: un laberinto sin salida. No quería escuchar la alegría del niño, ni la ternura de la madre. Tampoco el entusiasmo de los estudiantes, el compañerismo incondicional de los veteranos o el amor pasional del matrimonio joven. Salió huyendo empuñando con las manos palpitantes el manillar de la bicicleta y enfiló hacia el cementerio sin mirar atrás. No fue hasta que llegó al portón que daba a las calles cinco y seis, atestado de gente con flores, que cayó en la cuenta que era el día de los difuntos. Desconcertado, sin saber qué hacer ni a dónde ir, de pronto se acordó de “G” que como él, andaría deambulando desarmado por el laberinto sin salida.

TATI JURADO

España

Blog: www.entrelineasyletras.com Twitter: @tatijur Facebook: @tatijurado74

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C

onduce muy lento. En el horizonte lejano de edificios resplandece la luz suave del anochecer. El tipo de la radio comenta melancólico y adormecido que la última cofradía del Sábado Santo ha pasado por la plaza de la Campana, y deja que el sonido de las

sillas de madera plegándose ocupe unos segundos del programa. Desciende por la ronda del Tamarguillo y divisa, a lo lejos, una glorieta en la que se levanta una gran bandera de Andalucía, que ondea perezosa a media asta. Verla termina de marearlo y se precipita por las calles del polígono Carretera Amarilla en busca de algún sitio para tomarse un respiro. Aquí todo son grandes puertas de metal cerradas, tuberías oxidadas, furgonetas estacionadas y varios tipos que caminan como perdidos. Alberto para el coche, se desabrocha el cinturón de seguridad y se acomoda en el asiento dejándose caer poco a poco. Las letras chinas de un restaurante parpadean y tintan el capó y el salpicadero de rojo. Tras un rato en el que la oscuridad de sus pupilas no ha dejado de dar vueltas, una mujer se acerca y da varios golpecitos en la ventanilla. Alberto abre los ojos y, cuando todo lo que le rodea deja de bailarle, la consigue ver. Es una mujer morena, gorda, bajita y con pelo largo negro que cae y se enreda por su espalda. Le hace una seña de bajar la ventanilla. Sus manos, llenas de unos anillos dorados de calidad incierta, terminan en unas exageradas uñas de gel blancas. —¿Qué tal, guapo? —le pregunta. Tiene una voz agradable, cálida. Alberto baja la cabeza. No dice nada. Parece buscar algo entre sus pies. Luego en el asiento del copiloto. —¿Es que te ha comido la lengua el gato? —Ríe. El colmillo derecho sobresale un poco. Le aporta personalidad—. ¿Por qué no me das una vuelta? A lo mejor puedo hacer algo por ti. —Guiña el ojo derecho y con ese mismo colmillito se muerde el labio. Alberto mira a su alrededor. Cada vez está más oscuro. Sigue tanteando y encuentra el móvil en el asiento del copiloto. Ve que sigue sin tener ninguna llamada perdida de Pilar y lo tira hacia la parte de atrás. —Sube —le dice. Quita el seguro mientras observa cómo la mujer atraviesa el capó. Las luces rojas del restaurante chino desvelan los secretos que la tímida y cómplice luz del polígono escondía, y resaltan su figura: unas piernas y brazos 60


cortos y regordetes, y un cuerpo achatado que exagera todas sus formas, como la plastilina que rebosa al aplastarla. La mujer entra en el coche, sonríe (no ha dejado de hacerlo desde que dio los golpecitos en la ventanilla) y apoya su bolso sobre sus muslos arrugados. —¿Por qué no sigues recto? Ahí delante hay una explanada donde podemos estar más tranquilos. Alberto, sin decir nada, arranca el coche. —Por cierto, encanto, me llamo Priscila. —Alberto. —No quita la vista de la carretera. Las dos manos agarrotadas en el volante y la cabeza echada hacia delante. —Encantada, Al… ber…to —repite su nombre con pausa, dándole música a cada sílaba. Pone su mano sobre la de este, que ahora agarra la palanca de cambios—. Déjalo un poco más para allá—. Sigue avanzando—. Por aquí está bien, amor. —El asfalto se ha transformado en tierra que se remueve bajo las ruedas. Alberto baja la cabeza de nuevo—. ¿Te da vergüenza, cielo? ¿Es tu primera vez? No tengas miedo, no voy a comerte. —¿Eh? No. Yo no… nunca… Priscila le tapa la boca con una de sus largas uñas de gel blancas. —Deja que tu amiga Priscila te ayude. Tú relájate —le interrumpe—. ¿Qué te apetece que hagamos? —Se muerde el labio, desabrocha uno de los botones de su camisa y empieza a manosearse uno de sus gordos pechos metiendo la mano por dentro del sujetador de encaje negro—. ¿Te gusta lo que ves? —No te rías de mí. —Ay no, cariño. Soy tu amiga. ¿Qué problema tienes? ¿Tienes mujer? La discreción en una de mis mejores virtudes, cariño. —Y dos hijas… ¿Tú tienes hijos? —consigue preguntar Alberto, como si hubiera encontrado la llave para salir de la situación. —Ah, que eres de esos… —¿Cómo? —De esos a los que les gusta hablar —dice Priscila. Intenta disimular la sonrisa tapándose con la mano. —No sé qué hago. 61


—Eh, cariño. —Le pone la mano sobre el muslo—. A mí no tienes que darme explicaciones de nada. ¿Por qué no me pones ahí detrás y me abres a cuatro patas como una perrita? Estoy muy caliente. —Sale del coche y abre la puerta trasera—. Te estoy esperando, Albertito. Alberto se frota los ojos, mira por el retrovisor cómo Priscila se sube la falda. Lo espera con el culo desnudo hacia fuera, como una gata en celo. Una gata negra y enorme. Este respira hondo, sale fuera, va hacia ella bajándose los pantalones y dando tumbos, se escupe en la mano, pero no atina a humedecerle la vagina (por suerte ella ya lo ha hecho antes), y empieza a bombear como loco, agarrándola de las mollas de las caderas y mirando hacia arriba. Al principio le molesta, pero al poco ella ya está húmeda. Los gemidos y temblores de Priscila lo hacen venirse cada vez más arriba. —¡Qué polla más grande y dura tienes, cariño! —gime Priscila, encontrando el placer en la intensidad, cada vez más aguda, del dolor—. ¡Sigue así! ¡Fóllame como a una perra, joder! Alberto la manda a callar y le tapa la boca oprimiéndola contra el sillón. Ve su mano malherida en los pliegues de la espalda morena de Priscila, que ahora le sirve como punto fijo al que mirar para controlar el mareo. Bombea cada vez con más intensidad. Siente cómo el sudor pega su camiseta a la espalda, donde, en lo delirante del momento, sufre una punzada. Aprieta los dientes y baja el ritmo. Priscila jadea sofocada mientras le susurra en un tono infantil que siga. Es la primera vez que no bosteza durante un servicio en lo que va de la noche. De repente, Alberto ve brillar algo en el suelo del coche. La pantalla de su móvil se enciende y apaga. No consigue ver quién lo llama. Da una sacudida seca a Priscila, que suelta un grito que rebota en la distancia negra del polígono, la saca y recoge el móvil del suelo. Es su hermano Javi. No lo descuelga. —Tengo que irme —dice. Todo le da vueltas otra vez. —Pero si aún no hemos terminado —responde Priscila zarandeando su gordo culo. —Me voy a casa —dice Alberto. Se levanta los pantalones y abrocha el botón dando un saltito. —Jo, con lo bien que lo estábamos pasando. ¿Tu mujer? 62


—Cállate. Priscila se incorpora, se baja la falda y le da un empujón. —A mí no me hables así, hijoputa. No te pases ni un pelo conmigo. Son treinta —dice, extendiendo la mano. Mueve la cabeza echándose el pelo hacia atrás. —Joder. —Rapidito. ¿Quieres que llame a un amigo, capullo? —amenaza—. Estoy harta de tíos como tú. Alberto resopla, niega con la cabeza y busca en sus bolsillos hasta dar con la cartera. Cuando la saca del bolsillo se le cae. La recoge y paga. —Ya te puedes ir a comerle el coño a tu mujercita. —Se mete el dinero en el sujetador de encaje negro, que sobresale sobre el cuello escotado de su camisa, y se da la vuelta orgullosa, dejando únicamente de sí el sonido de la tierra retorcida bajo sus tacones.

RUBÉN VALIENTE DOMÍNGUEZ

España

Twitter: https://twitter.com/rubvaliente

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S

i el jueves fue un día diferente para Alejo, el viernes debió romperle la cabeza. Hacía algunos años que trabajaba en una fábrica de colchones en la zona de Munro y esa tarde lo despidieron. Nada de otro mundo sino bien de este mundo, crisis económica igual a recorte de personal. Nada

personal, nada humano, es una situación social y económica capitalista. Cuando hay poca plata hay que ajustarse el cinturón porque el mercado nos pedirá menos; eso dice el empresario, pensó él, como también que si el mercado pide menos es porque hay más gente “en la calle”. Salió del edificio llevando consigo una especie de angustia obligatoria mezclada con liberación espontánea y el fastidio natural que da paso a la preocupación por lo que vendrá. Viajó en el 93 hasta Retiro, entró a un barsucho y pidió una cerveza, eran las ocho de un lento jueves cálido de marzo; “Agua” de Los Piojos sonaba sonriente. ¿Para qué el reloj?, si siempre son las diez. A esa hora picaban las agujas cuando salió, soñando que todo haya sido un sueño, como ese que lo venía visitando desde hacía unos días, en donde él podía traspasar las cosas. Sí. Las paredes, los muebles, las puertas y, en la calle, los autos. Viajó en subte a Constitución y desde allí en tren hasta Ezeiza, cabecera de un ramal de la línea Roca, donde vivía en un departamento que alquilaba. Salió de la estación y corrió unos metros hasta alcanzar el colectivo; pensó por un instante en caminar, eran cerca de veinte cuadras y le servirían para refrescar sus ideas, sin embargo actuó por rutina y se subió último. Sentado del lado izquierdo del bondi, faltando unas cuadras para llegar, miró por la ventanilla y vio una casa en donde había un pequeño jardín colorido y, cerca de los barrotes de la reja, unas flores de las que en ese momento no recordó el nombre, pero que lo maravillaban. Quisiera tener unas para llevar ese mundo dulce, colorido, alegre y simple a su vida. Pasadas las doce llegó. Se hizo un sencillo sánguche de jamón y queso que tenía en la heladera y puso una fresca en el friser para que estuviera aún más fresca; en las malas, buenos condimentos. Luego de cenar con la rubia faltaba el pucho. Lo prendió; fumaba de los buenos, tabaco en hebras armado con papelillo. Miró por la ventana la noche 65


despejada, la luna con un guiño le dijo buenas noches, el viento lo acunó por un tiempo. Se tiró en su colchón y pensó que no era como los de la fábrica. En estos tiempos se duerme poco, ya no se necesitarán colchones. Además, los tendrán quienes no tengan tiempo de dormir de tanto trabajar, o los que vivan del trabajo de los otros. Los demás dormiremos en la calle… Quizá el sindicato. No; son amigos de los patrones, ya no son ni somos como a principios de siglo veinte o los setenta, recordó el Cordobazo. Pispeó su celular, no le había avisado a nadie, ya habría tiempo mañana, si hay un mañana. Lo apagó. Esperó soñar, vivir el sueño. Cae el agua desde el cielo, solo un mar de desconsuelo, se hace eterno este silencio lleno de real desolación. Mi madre me llamó Jesús y hoy mi pueblo me llora en la cruz. Pero van a ver un día, todo cambiará; habrá una iglesia que comprenderá al reprimido y no al represor. O no habrá iglesia. Apagó el velador. Se apagó a sí mismo. Después de oír una confusión de ruidos y gritos atronadores, sin saber cómo hizo, estaba descalzo en la calle. La cruzó, vio a lo lejos un incendio en la plaza y fue hacia allá. Al llegar entendió que se había equivocado; encontró a la concentración de gente allí pero el fuego ardía en el municipio. A un par de cuadras también el fuego ardía en la comisaría, se dispersaba en los mercados y en algunos autos. Al cruzar la calle distraído para acercarse a la asamblea, un Falcon le tocó bocina pero no bajó la velocidad, así que lo atravesó sin remordimientos ni escrúpulos. Alejo esbozó una sonrisa. Inmediatamente, le preguntó a alguien qué era lo que estaba pasando y la respuesta que recibió fue que el origen de estos sucesos era él. Los trabajadores de todos los rubros en todo Buenos Aires llamaron a un paro general indeterminado hasta que reincorporaran a Alejo Villa, símbolo de la juventud obrera del país y del mundo, cuyo caso paradigmático y ejemplar afecta a todos, porque las injusticias hacia cualquier trabajador incumben directa e irreversiblemente a todos los trabajadores. Le dijo que se dieron cuenta de eso cuando un anciano obrero, más anciano que el peronismo, gritó a los cuatro vientos que un sueño le reveló el sufrimiento de Alejo al llegar a su casa desolado, pensando ideas desalentadoras, pero no por eso menos ciertas e irse a dormir cantando una canción de Callejeros, en tono triste y devastador. Terminó 66


su discurso diciendo que el pueblo unido ya no será oprimido, con voz fuerte y aplanadora, ovacionado por todos en la plaza. Alejo se alejó como en el aire. Corrió muchas cuadras, atravesó todo; los perros le ladraban pero él seguía, traspasando como impulsado desde lejos, sin que sus pies le duelan. Increíblemente, se encontró de frente con Alfredo, el dueño de la fábrica; lo había visto pocas veces en su vida, pero reconoció esa cara canalla recién afeitada y ahora estaba ahí, mirándolo. ¡Sos vos, hijo de puta! ¡Es tu culpa!, le gritó el empresario queriéndole pegar, pero él lo esquivó y comenzó nuevamente a correr, fastidiado porque aquél rubio se había infiltrado en su soñado camino. Creyó ver a los amigos del barrio, pero la imagen desapareció; miró hacia atrás y lo perseguían Alfredo y dos grandotes y sicarios. ¡Patitas, ¡¿pa’ qué te quiero?!! Luego de traspasar algunas casas logró eludir la persecución de estos siniestros personajes. Comenzó a caminar; ya ignoraba dónde estaba. Mientras pensaba cuántos kilómetros había hecho en su escape, vio en el jardín de una casa las flores que quería y se arrimó a ellas por la vereda izquierda. ¡Azucenas! Dijo en voz baja pero con emoción, había recordado su nombre. Observó los alrededores cautelosamente, ya se había percatado de la madre que caminaba lentamente por la esquina. Luego de que hubo pasado, él, pensando en el futuro, cuidadosamente arrancó una flor desbordante de vida y siguió su camino, reflexionando lo vulnerable y trágico de ser una flor hermosa. Puede ser arrancada, escindida de su raíz con un poco de fuerza, pero llevará bien dentro en sus colores, en su aroma, en su fragilidad, como un símbolo, el orgullo inquebrantable de la dignidad. Muchas veces había pensado que preferiría vivir unos instantes de manera bella y dulce a una eternidad en tinieblas, angustia e infelicidad, cuando de golpe un auto dobló la esquina alocadamente con su ruido característico y no lo dudó, volvió a correr con desesperación. En una esquina vio un patrullero y se acercó inconsciente a pedir ayuda. ¡Sos vos!, le dijo el oficial saliendo del auto y con violencia lo giró de espaldas aprisionándole los brazos con grilletes. Lo subió al móvil y arrancó. ¡Qué pelotudo!, ¡mirá vooo’!, pedir ayuda a la policía. Pensando en que quería estar liviano, se avivó de que el cana disminuiría la velocidad para doblar en 67


una esquina. Se liberó disimuladamente de los grilletes traspasándolos, atravesó el auto y, sin tardanza, corrió hacia un edificio gritando “Facho de mierda” antes de meterse en él, desde su garganta con arena y piedras. Luego de esto Alejo pasó desapercibido hasta que, justo al llegar a un oscuro baldío, oyó detrás de él que varios perros furiosos olfatearon su presencia en la calle silenciosa y se lanzaron en su cacería, ladrando bastante irritados. A correr otra vez, se resignó. Al meterse en ese campo calculó escaparse al franquear un muro largo que lo cruzaba totalmente. Cuando llegó a la mitad, después de haber ejercitado sus dos piernas, cansado y con agitación, sufriendo una angustia que ya no soportaba, miró hacia atrás y no vio nada. Los perros se habían perdido y no él en sus fauces, por suerte. Pero ya estoy en la boca del lobo y entré solito, pensó. Plena oscuridad, campo traviesa. Solo un árbol divisaba Alejo en aquel espacio tan desolado y, sorprendentemente, ve al acercarse un banquito, unas brazas que daban algo de calor y sobre ellas una pava calentando agua. En ese instante se acerca un anciano fumando una pipa, echa una bocanada de humo y le dice: Cuidado, estás cerca, pero te vas a golpear para lograrlo. Epa, epa, ¿y usted de dónde salió?, ¿quién es?, le pregunta algo temeroso Alejo. No importa mi nombre, soy de este mundo y no del tuyo. Volvé por donde viniste. Pero, ¿no me ve? Estoy perdido. Y aparte, ¿de qué estoy cerca? Voy a pasar el muro, detrás de él veo algo de luz. La luz está adentro tuyo, cada uno le da luz a lo que desea. Y no puedo verte, soy ciego, pero siento tu miedo. Volvé, volvé nomás. Más allá del muro no hay nada más de lo que ya conocés. Solo que una vez que lo crucés va a ser diferente. ¿Mejor o peor? Yo adivino no soy. ¿Vos pensás que siempre lo diferente o lo desconocido es peor? Mejor malo conocido que bueno por conocer, dice el dicho. Bah, pavadas de cagones y de malos conocidos retruca el viejo, antes de que Alejo lo deje atrás, desconfiado. Enredado en un tejido de pensamientos decide seguir lo antes resuelto; el encuentro y el diálogo inverosímiles lo hicieron dudar, pero quien duda en situaciones apremiantes termina asquerosamente muerto en las películas de terror, reflexionó. En el momento en que vio que faltaba poco, agregó velocidad a su trote y, 68


al enfrentar el muro, ¡PLUM!, le dolió el costado derecho de la cara, la cabeza y todo el cuerpo, ya que cayó de espaldas. Sin embargo, aunque atontado no se resignó y corrió con más convicción. Como buen cristiano, bautizado sin elección, puso la otra mejilla. No traspasó nada el muro, ni un poquito. Golpeado y en confusión comenzó a probar tímidamente con la mano, con el pie. ¿Por qué no habré probado así antes de chocarme dos veces yo? Mmm, bah, lo trepo, se decidió. Cuando llegó a la cima observó el nuevo espacio, el recorrido del callejón y a unos metros una calle. Comenzó a bajar, con cuidado, en la esquina unas luces azules acechaban. Masí, me tiro. Cayó sobre una vereda de yuyos. La policía no advirtió nada. Amanecía. Reconoció con rareza encontrarse en un barrio porteño; caminó atentamente mirando las calles hasta que se ubicó al chocarse abruptamente con plaza de mayo. Los autos están pulcros y ruedan soberbiamente al lado de los pibes que viven y sueñan en la calle, en el frío de esta mañana, pensó Alejo antes de leer una placa que recordaba a una flor y a una madre. Cristal tan frágil como mi destino, cristal tan duro como este camino, tarareó sin saber por qué. Decidió volver a su casa, y en el camino, le pareció que el mundo había sido invadido por la monotonía de las horas mohosas de lo adocenado. Llegó y el aroma habitual le brindó protección hasta recordar el alquiler y su situación de trabajador flamantemente desocupado. Se sirvió un vaso con agua y la bebía mientras caminaba hacia su cuarto, mirando la flor arrancada que tenía en la otra mano. Ya en la puerta, pegó un grito exaltado y despertó con confundido temor por un abrupto grito extrañamente cercano. Sintió dolor en sus pies, miró las diez en el reloj digital, giró en la cama y vio, con asombro, restos de vidrio y agua junto a la azucena caída en el piso, debajo del marco de la puerta de la pieza.

DANIEL SEBASTIÁN ZAFFERANO VELÁZQUEZ

Argentina

Instagram: @danzeta87 Página WEB: poesianuestra.wordpress.com 69


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Podemos juzgar el corazón de un hombre según trata a los animales. Immanuel Kant

E

I l sábado se estaba yendo. Abel ajustó las ruedas al eje y probó su rodamiento al aire. Es aceptable —pensó—, tal vez haya que poner un poco más de lubricante. Usó el aerosol. Probó nuevamente. Ahora sí. Lo puso en el suelo y levantó el arnés. La

gomaespuma se había adherido bien, sobre todo en la zona de roce. Recordó la cara de su madre cuando había llegado del trabajo con un changuito1 nuevo. —¡No me digas que te vas a dedicar a hacer las compras de la casa! —le había dicho su mamá. —¡No, ma! Te compré uno nuevo porque voy a usar el viejo en un proyecto que tengo. Navegando en internet había encontrado esa foto que hizo que su corazón roto volviera a latir esperanzado. La duda era: ¿podría hacerlo? Por lo menos tenía que intentarlo. A su alrededor, las distintas piezas diseminadas por el piso formaban un extraño rompecabezas. Miró el plano extendido sobre la mesa de trabajo comprobando que había cumplido todos los pasos previos. Llegó el momento de ensamblar. Era la hora de la verdad: comprobar si lo plasmado en el papel se transformaba en lo imaginado. Comenzó a acoplar las partes y poco a poco el conjunto fue tomando forma hasta convertirse en el producto concebido. Lo puso en el medio del galpón que le servía de taller y se lo quedó contemplando sentado en el piso, con la espalda recostada contra una de las paredes. Si fuera creyente rezaría —se dijo— pero no sabía cómo hacerlo. Y pensar que puteaba en las horas de Tornería y Soldadura en la escuela. Tenía que reconocer que sin lo que le rompieron las pelotas los profes para que aprendiera no hubiera podido hacerlo. Por primera vez en tres semanas esbozó una sonrisa. Lástima que los docentes no se enterarían de su tardío agradecimiento. 1

Nombre coloquial que se le da en Argentina a un carrito que se usa para compras.

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Esa noche, mientras acariciaba la cabeza de Blanquito, su perro, cerró los ojos y dejó volar sus pensamientos. A pesar de que no podía evitar revivir con dolor los últimos acontecimientos, se fue quedando dormido. II Blanquito llegó a la vida de Abel dos años atrás. Lo encontró un día de tormenta, todo mojado, debajo de un banco de la plaza, cuando regresaba del colegio. —¡Eh, amigo! ¿Qué hacés ahí abajo? Vení, no tengas miedo. El perrito se fue acercando arrastrándose, con la cola entre las piernas, muy asustado. —¡Tranquilo amigo! —le dijo mientras lo acariciaba— Vamos a casa, vas a secarte y estar calentito. Cuando llegó con el perro su madre puso reparos. —¿Un perro en casa? ¡Sabés que a papá no le gustan los animales! —¡Pero mamá! ¡Mirá como está de sucio y mojado! Y seguro tiene hambre también. Yo me voy a ocupar de todo. —Está bien, pero hablá vos con tu padre cuando regrese del trabajo. Cuando llegó el papá no protestó como preveía su madre, sino que, en seguida sintió empatía con el perrito. Solo en algo fue terminante: —Está bien Abel, que se quede. Pero vos te vas a hacer cargo de todo: cuidado, limpieza, paseo, comida. Todo ¿eh? —¡Sí, pa! ¡Quedate tranquilo! Blanquito es un perro de raza indefinida, blanco —de allí el nombre que recibió— y pelo largo, tal vez influencia de un Collie entre sus antepasados. En poco tiempo se hicieron inseparables. Blanquito lo acompañaba al colegio y luego volvía a la casa. Al regreso lo esperaba en la puerta y al verlo venir corría a su encuentro, ladrando y saltando. En diciembre pasado Abel terminó su secundario, y hacía dos meses que había comenzado a trabajar como técnico mecánico en la fábrica de rulemanes del pueblo. El perro lo acompañaba al trabajo y lo esperaba con la misma ansiedad. A la noche dormía hecho un rulo a los pies de su cama, apoyado sobre las piernas del joven. 72


III Cuando cobró su primer sueldo se dio el gusto de comprar la ansiada pelota de fútbol que, hacía más de tres años, veía con admiración en la vidriera de la casa de deportes. El sábado siguiente, a la hora en que se juntaba con los pibes a jugar a la pelota, llevó, con orgullo, su nueva adquisición. A esta actividad Blanquito nunca lo acompañaba porque después del partido se iban todos al local de comidas rápidas que está en el centro. Pero ese día, el perro parecía tan entusiasmado como él con la pelota nueva. La corría, la tomaba entre sus patitas delanteras y la hacía rodar, saltaba sobre ella y la paraba con el cuerpo. Finalmente, le dio pena dejarlo en casa y lo llevó. El partido se estaba desarrollando con la “normalidad” habitual. Discusiones, cargadas, alguna pierna fuerte, enojos… Lo de siempre. Blanquito, sentado al costado de uno de los arcos, observaba con atención. Abel, jugando como defensor central, salió a cortar un contragolpe del equipo rival y perdió en el mano a mano con el delantero y este remató al arco lejos del alcance del arquero. La pelota siguió su curso al traspasar el arco sin red y cruzó la calle. Blanquito salió disparado detrás de ella. Chirriar de frenos, golpe, aullido. Todo se desencadenó con rapidez. —¡Blanquito! ¿Qué pasó? —llegó hasta donde estaba el perro acostado quejándose. Se arrodilló acariciándolo— ¡Amigo! ¡No te mueras! ¡Por favor! Aguantá hasta que te lleve al veterinario. Lo revisó. No parecía tener heridas externas. —No lo muevas, dejalo acostado —dijo alguien— Esperá que ahora vengo. El conductor del auto que lo atropelló, se disculpaba: —¡Apareció de golpe! ¡No tuve ni tiempo de frenar! Volvió el hombre que había pedido que esperara. Traía una tabla de madera terciada. La pasaron despacio debajo del cuerpo del perro y lo levantaron como si fuera una camilla. El conductor del auto se ofreció a llevarlo al veterinario. Abel vivió dos semanas para olvidar. Radiografías, análisis, antibióticos, darle de comer en la boca porque no podía pararse. Solo quería que terminara 73


pronto y que Blanquito saliera de eso. Se sentía culpable por haberlo llevado al partido. Finalmente el veterinario le dio el alta pero con un diagnóstico que, para Abel, fue una puñalada: —No tiene heridas internas, va a salir de esto, pero…tiene dañada la columna, las patas traseras no volverán a caminar. IV Domingo por la mañana. Abel se despertó temprano. Blanquito dormía a los pies de la cama. Claro que ahora lo subía y lo bajaba él, para ponerlo en su cucha. —¡Vamos Blanquito! ¡Hoy es el día! Lo alzó y lo llevó al galpón. Lo puso en el suelo sobre una manta mientras preparaba todo. En el medio estaba, tal como la dejara anoche, la “calabaza” que se había transformado en “carroza”. —A ver amigo —le dijo mientras colocaba las patas traseras del perro apoyadas en el correaje. La correa pendía de dos varas, como la de los carros tirados por caballos. La parte trasera de las varas se apoyaban en sendos parantes soldados al eje de las ruedas. La parte delantera estaba enganchada al arnés, que Abel pasó por la cabeza de Blanquito y fijó con una hebilla alrededor de su lomo. —¡Listo amigo! —su voz denotaba la ansiedad contenida tanto tiempo. Se apartó unos pasos. Blanquito quedó parado sobre sus patas delanteras, mientras las traseras reposaban sobre el correaje del carrito. Esperó a ver qué pasaba. Blanquito dio un paso y el carro avanzó. Cuando se dio cuenta que podía moverse comenzó a caminar más rápido. Empezó a dar vueltas por el galpón, ladrando y salió por la puerta a corretear por el jardín. Recostado en el marco de la puerta del galpón, Abel lo veía correr mientras sus lágrimas dejaban un sabor salado en las comisuras de sus labios.

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OSVALDO E. VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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L

a voz del anciano sonaba blanda, gentil. Como la de un abuelo. A ella le costaba imaginárselo en su otro carácter, aclamado por la multitud, lleno de majestad. —Ten confianza, hija. Cuéntamelo todo. Desde el principio, ¿sí?

El principio... Le pareció que hacía un siglo de eso. Que ella había envejecido

desde entonces. Por cierto que no en su piel, que lucía tan tersa como siempre, ni en la flexibilidad de sus miembros, ni en la blandura de su carne de durazno, ni en el esplendor de su negra cabellera. Sus ojos, en cambio… ¡Mírala, Hutch! ¿No parece una reina? Millard, el promotor, sonreía de oreja a oreja, exhibiendo su flamante dentadura. Tenía un rostro de rasgos naturalmente duros, pero era capaz de modelarlos a su antojo, como si fuesen de arcilla, para adecuarlos a cada situación. La presente requería euforia, y —Hutchinson no pudo sino admitirlo— eufórico se veía Jake Millard, sin duda alguna. —Sí —repuso, con un dejo de ironía—. ¿Pero parece una Teniente Astronauta? —¡Vamos, viejo! ¿Siempre viendo las cosas con un filtro negro? ¡Esto no podría estar yendo mejor! ¡Fíjate en los chicos de los medios! ¿Y el público! ¡La adoran! ¡Esto volverá a poner a la NASA en el lugar que le corresponde! ¡Bien arriba! Cierto era que el evento había concitado la atención, e incluso el fervor, del globalizado planeta… En torno de ellos, la batería de cámaras revoloteaba como un enjambre de moscas —y por cierto que no eran mucho más grandes que esos insectos— registrando ávidamente hasta el más mínimo detalle. Y no había que preocuparse por los primeros planos, pensó Hutchinson, ya que, merced a las nuevas técnicas de restablecimiento, todo el mundo estaba libre de arrugas, canas, verrugas y demás máculas que en siglos anteriores habían deslucido a los humanos. Todos eran jóvenes ahora, se dijo. Él, por el contrario, con enfurruñada tozudez, asumía todas las fisuras de sus años, las manchas pardas de la piel, el color plomizo del cabello y los enhiestos pelillos del interior de las orejas. Pero, por supuesto: los tres héroes de la noche debían relucir como astros por derecho propio. 77


—¡Damas y caballeros! —desde la enorme hiperpantalla holográfica, que rodeaba completamente la sala, la agigantada faz del locutor resonó en el ambiente con tonos triunfales—. ¡Este es un momento histórico! Después de tantos años de dilación y esperas, ¡por fin se hará realidad el primer viaje tripulado a nuestro vecino planeta, Marte! ¡Y aquí tenemos a la tripulación, nuestros bravos astronautas, que, en nombre de la Humanidad, y continuando la gloriosa tradición de sus antecesores, que un día conquistaran la Luna, se arriesgarán ahora a un salto mucho más largo y peligroso, para abrir, finalmente, y superados los obstáculos que durante tanto tiempo lo impidieran, una nueva frontera: el Planeta Rojo…, Marte! Sonó una ovación, que se propagó inmediatamente, vía satélite, hasta los rincones más lejanos de la Tierra, e inclusive a las dos Estaciones Espaciales y a la Base Lunar Internacional. Nadie, en ningún lugar, podría perderse el acontecimiento; lo cual era lógico, ya que todos los bolsillos, en mayor o menor grado, solventaban la operación. Millard estaba ufano de su campaña, y con justicia. Eran tiempos en que la sensibilidad humana había dado un vuelco, y renegando de la fealdad y la sordidez que durante el siglo anterior fuera su credo, volvía a retomar, en una de esas caprichosas vueltas de tuerca propias de su índole, el gusto por lo bello, lo pulido y lo emperifollado. Tornaban a consumirse con fruición los filmes de los años 40 y 50 del siglo veinte (“¡en Glorioso Blanco & Negro Plano!”), y a diferenciarse otra vez, saludablemente, uno y otro sexo. La clave para atraer la atención del público, y conseguir respaldo económico, por ende, radicaba en que los protagonistas de la misión lucieran todo el glamour de las antiguas stars hollywoodenses. Sobre todo la Teniente…, una beldad que hacía burbujear las hormonas masculinas. En un principio Millard había pensado en proponerla como Capitana; pero rectificó a tiempo. La femineidad, con sus atributos de fragilidad y dependencia, volvía a ser apreciada en estos días. El liderazgo, una vez más, le correspondía al varón. —¡Y esta es la osada tripulación del “Utopía”, que en contadas horas iniciará su vuelo hasta el Planeta Rojo! ¡Capitán James Kirk! Cerrado aplauso. La policromía de efectos lumínicos de la sala se disolvió en negro profundo, y un haz dorado destacó la figura alta y musculada del astronauta, enfundado en su blanco uniforme de ceremonia. Un dispositivo de 78


realidad virtual superpuso un colosal primer plano flotante de sus facciones, agraciadas sin dejar de ser recias, bajo la corona de los cabellos de un dorado natural. Sus ojos grises miraban con confianza al sonreír. Hizo una inclinación de cabeza. —¡Gracias…, gracias! Estoy emocionado… ¡Me siento como un niño ante el árbol de Navidad, ansioso por abrir los regalos! Solo que me llevará cierto tiempo —hizo un guiño, festejado por una risa general— desatar las cintas, ¿no les parece? ¡Ja-ja!... Bueno, tenemos por delante un viaje de tres meses, y aunque podríamos decir que sabemos bastante bien con qué vamos a enfrentarnos, ya que todo ha sido estudiado previamente por las sondas robot, siempre hay que estar preparados para lo imprevisto. Pero tengo la ventaja de contar con la mejor compañía. ¡La Teniente Primera Elissa Lawn, graduada con todos los honores en la Academia, y mi gran amigo y camarada, el Copiloto Frank Silvera! ¡Un aplauso para ellos, por favor! Ahora los rostros agigantados de ellos se unieron al primero. El público deliraba. Incluso al recalcitrante Hutchinson se le aceleró la respiración al contemplar el exquisito semblante de la Teniente. No se sabía qué admirar más en el contexto, si el brillo hipnótico de las verdes pupilas, el alabastro de la piel, el granate incitante de los labios o el torrente sedoso de la oscura cabellera. Soberbia cabeza, se dijo. ¿Pero qué hay en su interior? Estaba preocupado. Aunque bien sabía que sus objeciones, de molestarse en formularlas, no se iban a tomar en cuenta, con todo el proceso ya en marcha y sus decisiones básicas irrevocablemente adoptadas… Se encogió de hombros mentalmente. Había hecho lo posible. Ahora quedaba fuera de sus manos. —¡Señorita Lawn! —Ya comenzaban los moscones de la prensa con su inquisición—.

Usted

fue

Miss Continental

2083,

también

modelo,

y

posteriormente actriz de New Hollywood… ¿Cómo es que se volcó a la carrera astronáutica? Los blanquísimos dientes relucieron en su nido de cereza. —Esos eran trabajos ocasionales… Para costearme los estudios. Tengo 79


posgrados en Física, Mecánica de Motores y Astronavegación. Desde niña soñé con ir a Marte… y ahora, gracias al Cielo, voy a ver realizado mi sueño. ¡Soy feliz!... Hutchinson miró sardónicamente a Millard, que le respondió con un gesto impaciente y un movimiento de la mano, como si estuviese espantando a un tábano. El canoso Asesor en Jefe de la NASA sofocó un suspiro. Su trabajo era herencia de familia: desde el tatarabuelo Hutchinson, que conviviera con los “Jockeys de Cohete” y los sufridos chimpancés de los primeros años, las sucesivas generaciones de la estirpe habían respirado combustible de astronave. Y ahora… ¡Mi Dios…, están haciendo un circo de esto!, casi llegó a gritar. ¡Los posgrados de la Lawn!... ¡Espurios! ¡Ficticios! Y el Capitán Kirk, de espléndida estampa, y el Copiloto Silvera, con su risa contagiosa y su esbelto físico de latino, no eran lo que podría llamarse dos expertos, tampoco. Pero daban le physique du rôle, según Jake Millard, y todo el mundo estaba convencido de que eso era lo que importaba. ¿Así que tuviste tus dudas, hija? ¿No confiabas en tus aptitudes? Ella se alegró de que su rostro no pudiera distinguirse con claridad en la semipenumbra. Desde pequeña le había molestado muchísimo que la viesen ruborizarse… Enseguida le pesó ese sentimiento de vanidad. Ahora no correspondía. —¡Estuve aterrada cuando el momento fue inminente, y ya no se podía dar vuelta atrás! Me sentía una ignorante…, un fraude… Y creo que a mis dos compañeros les pasaba algo parecido. Pero como eran hombres, se cuidaban muy bien de ocultarlo. Millard, el ubicuo y omnipotente productor los había tranquilizado, silenciando incluso al recalcitrante Hutchinson. No abrió una sola fisura a la contradicción. —¡No se preocupen! Todo es automático… Ustedes casi no tendrán que tocar nada; la nave marcha prácticamente sola. En realidad, no se les necesita para eso. Ustedes son la imagen: los representantes de la Humanidad Pujante y Hermosa que hoy ha vuelto a convertirse en el ideal. ¿Se dan cuenta? Pudimos haber usado exclusivamente robots; pero entonces el efecto no habría sido el mismo. Ustedes nos aseguran el respaldo de la gente. Bastará con su presencia…, pero claro está 80


que, para el mundo, ustedes lo habrán hecho todo. No se preocupen. Para el caso estaban bien adiestrados. Sabían cómo responder a la prensa. —Una curiosidad, capitán. Su nombre tiene ciertas… reminiscencias, ¿no es así? Kirk rió cordialmente, levantando las manos con las palmas hacia delante. —¡Les aseguro que es mi nombre de bautismo, chicos! Cierto que uno de mis antepasados tuvo fama de “Trekkie” (Ja-ja-ja), pero el apelativo lo eligió mi madre, que no tenía la menor idea de esas cosas. Aunque no les negaré que me gusta la coincidencia. Tal vez sea de buen augurio, ¿no les parece? —Copiloto Silvera, ¿es usted latino de primera generación? —No, ese fue mi bisabuelo… Pero reconozco y respeto mis raíces. ¡Hablo el castellano tan bien como el inglés! Ahora no sé si tendré que aprender el marciano; pero tengo facilidad para los idiomas (Ja-ja-ja). —¿Cómo es la relación entre ustedes, miss Lawn? La sonrisa iluminó el ambiente. —¡Sensacional! Sin dejar de respetar los respectivos cargos, nos llevamos de lo mejor. Sé que el largo viaje nos va a poner a prueba; pero las probabilidades están a favor de una inmejorable convivencia. Repiquetearon las palmas, y los minidrones de los cronistas se precipitaron en todas direcciones, captando cientos de ángulos, para volver después, con cibernética docilidad, a los respectivos bolsillos de sus propietarios. Todos querían las mejores fotos de los tres astronautas: los gallardos varones, con sus ceñidos trajes blancos, de vivos dorados, y la grácil Teniente, cuya breve minifalda (19 centímetros desde su vita di vespa hasta el arranque de un par de piernas con curvas de vértigo) y revelador escote la convertían en una visión de ensueño… ¡Tres ases! Bart Hutchinson movió la cabeza, pero se tragó sus pensamientos. “¡Imagen! ¡Presencia!... ¡El ser humano es algo más que la cáscara, insensatos!... Esto no va a terminar nada bien. ¡Nada bien!”. La pregunta brotó con la delicadeza de un dentista explorando cautelosamente la pieza cariada. En voz queda: —¿Hubo alguna especie de…problema, o conflicto, durante el viaje, hija? 81


—¿Problemas? ¿Conflictos? ¡Si no hicimos otra cosa que dormir en nuestros cubículos individuales…, verticales, eso sí, para economizar espacio, y porque de todos modos eso no se nota en G-0! La frente de su interlocutor dibujó un mapa de incredulidad. —¿¿Cómo?? ¿Y todas esas filmaciones de la vida de abordo, que recorrieron el mundo a través de Omninet? La rutina diaria, los menús de pastillas… ¡No puedo creerlo! Ella sintió unas enormes ganas de lanzar una carcajada, pero el ardor de sus mejillas se la sofocó antes de que se expandiese fuera de su apretada garganta. Le temblaba la voz al responder: —Falso. Todo falso…, hecho previamente en los Estudios SideralInternational. ¡Grabando en 6-D se puede simular cualquier cosa!... Pero la cruda realidad, que la gente ignora, por supuesto, fue que hibernamos durante esos tres meses. La programación bastaba; y de surgir algún problema, lo resolverían desde el Centro Espacial. —¡Qué me dices, hija! ¡Señor, hasta dónde hemos llegado!... —Sin embargo —ahora la melodía de la voz de ella se contaminó con un profundo sarcasmo, que se originaba más allá de su voluntad, como un chorro de vapor brota del cuello de una caldera—, hasta los planes mejor trazados pueden fallar… Y así ocurrió…, quién sabe si por un acto de Justicia Divina. Ya no sé qué pensar… Se les vino el mundo abajo, como castillo de naipes arteramente soplado… Lo que no podía ser, fue. Entonces se convirtieron en tres criaturas asustadas, perdidas en el bosque oscuro de sus limitaciones… No los habían preparado para lo imprevisto, aunque lo mencionaran negligentemente, en teoría, ante los medios. Habían estado recogiendo muestras de terreno y minerales, exultantes al deambular con la ligereza de la baja gravedad marciana, protegidos de las inclemencias climáticas y los eventuales gérmenes alienígenas por sus trajes herméticos, que aquí pesaban mucho menos que en las prácticas. Evolucionaban entre el sembradío de robots y sondas de múltiples procedencias,

de

erguidas

antenas, 82

titilantes

indicadores

y

distintivos


identificatorios. En el cenit de su exuberancia de Homo Sapiens (recostado en los avances tecnológicos, de los cuales poco entendía, pero era consciente de que lo hacían casi un superhéroe), Silvera le dio un despectivo puntapié a uno, adornado con una etiqueta a rayas azules y blancas y un pequeño sol, que estaba apagado y silencioso entre la multitud de sus diligentes congéneres. —¡Este trasto ya ni funciona! ¿Pero de qué paisucho será? —No debiste hacer eso —lo reprendió la Teniente Elissa Lawn—. ¡Capitán! ¡Llámelo al orden! ¡Ya saben lo que nos advirtieron: no interferir en nada! —Es verdad. ¡Multa de doscientos dólares para usted, Silvera! ¡Y que no se repita! Una chispa rebelde asomó a los negros ojos del hispano, clavados en los acerados del otro. Pero enseguida rompió a reír ahogadamente. Sería estúpido pelearse, trabados por esos trajes de Michelin. Se llevó la derecha al visor del casco. —¡Perdón, mi Capitán! Es la emoción de estar aquí. ¡Prometo comportarme! Más tarde, ya en el interior de la nave, clasificando y midiendo las muestras recabadas, la Teniente tuvo un capricho. —Capitán…, si esas muestras de arena son inocuas, ¿no me dejaría un poco, para tocarla? Es algo que siempre quise hacer. El rubio se encogió de hombros. Tomó una pizca en su cuchara y la vertió en las manos acopadas de ella. —¡Ay! —Su exclamación tuvo la gracia de una copla—. ¡Qué fría está! —¿Y qué esperaba, Elissa, con menos de cincuenta grados centígrados bajo cero a la intemperie? Ante la vista de sus compañeros, la mujer hizo correr la rojiza arena de una mano a la otra, jugando con ella entre las yemas de rosa y las tiernas palmas. Kirk se sorprendió. Era la primera vez en la vida que envidiaba a un puñado de arena. Entonces la diestra morena y grandota de Silvera se cerró sobre la pequeña mano de la mujer, aprisionándola como a un pajarito. —Se calentará si la aprieta bien, mi Teniente —y mostró agresivos dientes entre labios humorísticamente curvados. 83


James Kirk lo miró airado. Abrió la boca para decir algo…, y en ese instante la catástrofe se abatió sobre ellos. Sin previo aviso de ninguna especie, quedaron absolutamente a oscuras. Fue como si adviniese el Día del Juicio. Estuvimos todos muy preocupados por ustedes, cuando se interrumpió la comunicación con Tierra, y transcurrieron esas largas semanas sin noticias. Creímos… Ella asintió. En la semioscuridad no podía notarse su expresión, pero algo en su tono reflejó el dolor y la angustia que la oprimían. —Sí, me imagino que en la Tierra nos habrán considerado perdidos. Supe después que en la NASA había cundido el caos. Rodaron algunas cabezas… —¿Y qué fue lo que pasó en realidad? Porque siempre se solapó la verdad. —Se produjo algún desperfecto…, o tal vez una falla de programación. Hubo quien opinó, por ahí, que los deltoides alcanzaron “un exceso de albedrío”, o alguna cosa por el estilo, y entonces los dispositivos decidieron que “tenían derecho al descanso temporal”. Sí —añadió, confusa—, sé que suena a delirio, pero…, quién sabe, con los extremos a que han llegado los avances en Cibernética… El hecho fue que todo se detuvo, y por eso el apagón, que nos asustó a todos tanto como un terremoto o un tsunami… No supimos qué hacer. Hasta tuvimos miedo de quedarnos varados en aquel planeta hostil quién sabía por cuánto tiempo…, librados a nuestros recursos. —Pero luego las cosas se normalizaron, ¿verdad? Digo, porque de lo contrario no estaríamos hablando ahora, ¿cierto? La Teniente respondió en un susurro: —Así fue. Pero, como sabe, soy la única sobreviviente. En su retiro de Blackduck, Minnesota, el depuesto Asesor en Jefe de la NASA, Bart Hutchinson (a quien, conspirativa e ignominiosamente se responsabilizara por el fiasco), sacudió con ira el obsoleto celular que se empeñaba en seguir utilizando, en vez de adoptar, como todo el mundo, un stiko adherido a medio camino entre la nuez y la oreja más idónea del usuario, y movido por impulsos cerebrales. 84


—¡Sin batería otra vez! —rezongó—. ¿Y ahora cómo demonios voy a conseguir alguna noticia fidedigna? La prensa mundial y las RR.SS. hervían con la impactante nueva: la expedición del “Utopía” estaba perdida, o al menos tenía cortada su comunicación con el Centro Espacial. Era posible que todos estuvieran muertos. Se especulaba en todos los tonos, pero ni aun el más agresivo de los periodistas lograba romper el hermetismo de la NASA. —Seguramente es algo temporal —era la respuesta oficial del organismo—. Es demasiado pronto para establecer conclusiones. Nuestros expertos se abocan al estudio del problema, y con certeza, en los próximos días… Pero nada se supo. Hasta que una mañana la increíble nueva sacudió al mundo: ¡el “Utopía” estaba de regreso…, con un único tripulante a bordo! ¡EXTRA! ¡EXTRA! ¡EL “UTOPÍA” HA VUELTO! ¡HAY UN SOLO SOBREVIVIENTE: LA TENIENTE PRIMERA ELISSA LAWN! POR EL MOMENTO SE LA MANTIENE EN RECLUSIÓN, HASTA TANTO SU ESTADO FÍSICO Y MENTAL, LUEGO DE LA TERRIBLE PRUEBA SOBRELLEVADA,

SE ESTABILICE COMO PARA QUE PUEDA

CONCEDER UNA CONFERENCIA

DE PRENSA. SE ESPERAN

IMPACTANTES NOVEDADES EN LOS PRÓXIMOS DÍAS… Después del lógico revuelo se fueron aquietando los ánimos. Se explicó al mundo que había ocurrido un inesperado accidente, causado por una tormenta marciana, que atrapó a los dos hombres en el exterior de la nave, en tanto la Teniente Lawn estaba en su período de descanso. Nada pudo hacer ella para salvarlos, lo cual, como era notorio, la había trastornado en forma considerable. Hubieron de transcurrir unos meses antes de que la mujer se encontrase habilitada para recibir los honores y aclamaciones a que se había hecho acreedora con su hazaña. Los gobernantes de todos los países se disputaron su presencia, e incluso se arregló una visita al Vaticano, donde la recibiría el Papa Douglas N’Wambi. Y así que aquí estoy ahora, Santo Padre. Pero no pude mostrar mi cara falsa…, oficial, ante Su Santidad. Fui educada como católica, y lo respeto 85


demasiado. Tenía que confesarme con usted, ¿lo entiende? —Pero no alcanzo a interpretarte, hija mía… Si cumpliste bien con todos tus deberes, y hasta tuviste la entereza suficiente para no perder el ánimo cuando quedaste sola después del accidente, y trajiste por ti misma la nave de regreso a la Tierra, no veo… Ella dejó escapar un sollozo, demostrando por primera vez, hasta el fondo, su prístina naturaleza femenina. —Las arenas de Marte son frías, Santo Padre. ¡Pero nuestra sangre es caliente! Y en un susurro desolado: —No hubo accidente. Se mataron por mí…

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos M. Federici

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N

umerosas han sido las historias y leyendas que se han originado alrededor del misterioso Bosque Tonto. La más increíble de todas ellas es la leyenda del cazador que tenía hipo y se disparó sin querer en una pierna, con lo cual tuvo que llamar a los

servicios sanitarios, los cuales estaban tan lejos que no pudieron llegar a tiempo, y se tuvo que operar él mismo de urgencia, y como no era cirujano, la intervención le dejó secuelas, ya que sufrió desde entonces un molesto tic en el párpado derecho, que le inhabilitó para algunas tareas de precisión, como el pellizcamiento de cristales, el masticamiento de gonflurbios o la afustrulación encadenada de acuarénquimos putulantes. Por lo tanto no será esta la leyenda que acapare nuestra atención en los próximos minutos (o meses), sino otra que sea menos increíble. O sea, más creíble. Más que nada porque tampoco es cuestión de contar cosas que luego no se cree la gente. Para eso ya están los políticos, los sacerdotes, y algún que otro peligroso espécimen por ahí. Vamos a contar la leyenda de Raimunda la vaca. Es una preciosa historia, que cuenta las apasionantes desventuras de Flubbersinda, la hormiga pelona que salió del hormiguero a eso de las seis de la mañana para ir a buscar bolitas de materia orgánica. Dice así esta historia: En lo más profundo del Bosque Tonto, una hormiga pelona llamada Flubbersinda salió del hormiguero a eso de las seis de la mañana para ir a buscar bolitas de materia orgánica. —Hola —dijo la lombriz Gutiérrez al ver a Flubbersinda—. ¿Qué haces? —Pues nada —contestó esta—, saliendo del hormiguero a eso de las seis de la mañana para ir a buscar bolitas de materia orgánica. ¿Y tú? La lombriz, que no esperaba esa respuesta, dijo: —No esperaba esa respuesta. —¿Y a qué hora has empezado a hacer eso? —preguntó la hormiga. —No esperaba esa pregunta —dijo Gutiérrez, que no esperaba esa pregunta. A eso de las seis de la mañana, la hermosa conversación terminó. Flubbersinda se sentía algo fatigada, ya que llevaba veinticuatro horas hablando con una lombriz, así que se dedicó a buscar bolitas de materia orgánica. 88


Enseguida le dio un vuelco el corazón, ya que detrás de unas bolitas de materia orgánica creyó ver una bolita de materia orgánica. Pero se equivocó. Era un bocadillo de lomo con chorizo y queso de untar. Triste y compungida por ese primer fracaso matutino, se dirigió sollozando al montículo de los atardeceres, donde solía ir al amanecer. Sentada sobre una bolita de materia orgánica, la pobre hormiguita alzó los ojos al cielo con cara de frustración. Flubbersinda pensó: «¿Por qué tiene el cielo cara de frustración?». En ese mismo momento, un cazador que se había disparado a sí mismo a causa del hipo, pasó a toda velocidad, pisando con su zapatilla de ballet el montículo donde tan ricamente divagaba la hormiga. Flubbersinda quedó incrustada en el suelo fangoso de forma un tanto desagradable. Después de varios intentos fallidos de desincrustarse, decidió echarse una siesta. Cuando despertó, procedió a realizar algún que otro intento fallido más, y como ninguno de esos intentos fallidos tuvo éxito, decidió que era mejor realizar un intento exitoso, pero le dio pereza y se echó otra siesta. El estruendo de una hoja llevada por el viento la despertó de forma paulatina. Una vez despierta, decidió que lo mejor sería excavar un túnel hacia el otro lado del planeta, y cuando se viera por fin libre, regresar al Bosque Tonto montada en una vaca que hallándose al otro lado del planeta coincidiera que se trasladara casualmente hacia dicho bosque. Así que se puso inmediatamente manos a la obra con su proyecto de perforación. Cuando no llevaba ni 614 kilómetros de túnel sintió un repentino cansancio, así que decidió excavar otros 614 kilómetros y echarse otra siesta. Era una hormiga muy perezosa. Retomado su trabajo, y justo cuando empezaba a sentir un poco de hambre, su túnel desembocó en una gran gruta. Era ni más ni menos que el centro del planeta. Se sintió feliz porque pensó que eso indicaba que había llegado ya a la mitad de su viaje. Así de inculta era la pobre hormiguita, que no había tenido una formación académica demasiado buena. Flubbersinda divisó un montoncito de bolitas de materia orgánica. Se disponía a ingerir una, cuando un sacamoto de las cavernas le salió al paso con 89


cara de sueño. —¿Dónde va usted? —preguntó el sacamoto a la hormiga. —Perdone, ¿me podría usted repetir la pregunta? —respondió esta, con caía de no haber comprendido la pregunta. —Por supuesto. —Pues muchas gracias. —¿Se refiere usted a mí? —preguntó el sacamoto. —Qué bella conversación. Podría estar así hasta mañana, pero debo dejarle, ya que me disponía a ingerir una de esas bolitas de materia orgánica que hay detrás de usted —explicó la hormiga señalando un cartabón sueco que había delante del sacamoto. —¿Se refiere usted a una de esas bolitas de materia orgánica que hay detrás de mí? —preguntó el sacamoto señalando una escuadra canadiense que había debajo de su pie. —Por supuesto que no —sentenció Flubbersinda. —Cuanto me alegro, porque debe usted saber que las bolitas de materia orgánica están protegidas por la ley de cubitos de materia plástica. —¿Qué ley es esa? —preguntó la hormiga con curiosidad. —¿No lo estará preguntando usted con curiosidad? —preguntó el sacamoto con curiosidad. —No, simplemente con ahínco. —Entonces voy a hacer la vista gorda. El sacamoto intentó hacer la vista gorda pero solo logró hacer el oído flácido, con lo que la pobre hormiga tuvo que proseguir su viaje sin probar bocado. La última parte del viaje transcurrió sin sobresaltos, aunque sí hubo muchos sobres y muchos saltos, por separado y en orden cronológico. Pero finalmente acabó emergiendo a la superficie. Flubbersinda se encontró nada más y nada menos que en el Siliforest, en las antípodas del Bosque Tonto. Nada más emerger, la lombriz Smith le preguntó: —Jai, jayudúin? —¿Por qué preguntas sin signo de interrogación inicial? —preguntó 90


Flubbersinda. —Auósanspec tingdatán ser. —¿A cuálo dice? —preguntó la hormiga, alardeando de fluidez verbal. —Auósanspec tingdatqüés tion —respondió Smith. Ante esta absurda respuesta, la hormiga se dirigió a toda velocidad hacia su bosque, atravesando valles, montañas, lagos, océanos, volcanes y zurullos de vaca. Cuando llegó, se sintió nuevamente fatigada. Pero esta vez no se echó a dormir, sino que se dirigió a casa, harta de vagar por el ancho mundo. A la entrada del hormiguero, el guardián le preguntó: —Flubbersinda, ¿dónde estabas? La hormiga le explicó todas sus aventuras, de cabo a rabo. Pero el guardián no creyó una sola palabra. Y lo cierto es que hizo bien, ya que esta historia es rotundamente falsa, a excepción del pasaje del sacamoto.

PEPE RIBAULT

España

Página WEB: https://peperibault.wordpress.com Twitter: @PepeRibault

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É

rase una vez una manzana envenenada. Érase una vez una princesa solitaria. Érase una vez un conjuro aterrador. La misma pesadilla que noche tras noche torturaba sus sueños la

despertó de golpe. Se incorporó abruptamente sobre la cama, presa del pánico, desorientada y empapada en sudor. Un torbellino de emociones sacudía su mente. Temblaba, apenas podía respirar y una expresión extraña hería su rostro. Algo en su interior trataba de aflorar a la superficie y no lo lograba. Una niña perdida entre la multitud, una niña abandonada y sola que gritaba su nombre, una niña de nadie mendigando amor. El estrépito urgente de una sirena rasgó con su mal presagio la madrugada, desvaneció poco a poco el ensueño y trajo a Norma de regreso a la realidad. Aún no amanecía. Se levantó nerviosa, dio unos pasos por la habitación y al descubrir su reflejo en el espejo se detuvo frente a él. Contempló con horror (quizá compasión) cómo una mujer de piel pálida, melena rubia y ahuecada e innegable aspecto de muñeca le devolvía la mirada. «¿Quién eres?», murmuró. Hartazgo y cansancio en la voz, detenida una lágrima en sus ojos cobalto «¿Existes?, ¿dónde estás?». Mentiras y personaje se deshacían aquella noche entre sus manos. No era la mujer del espejo más que una muñeca rusa atrapada en el interior de otra, dentro a su vez de otra y otra más. Pequeñas, insignificantes, diminutas. Y al fin, al fondo, muy al fondo... nada. Nada quedaba ya de ella a esa altura de una vida que hacía mucho no era suya, ni un mínimo latido de verdad. Perdidos para siempre valor y juventud, temía ahora enfrentarse a un mundo que la observaba de lejos, testigo atónito de su degradación. ¡Qué difícil era ser hermosa y ser mujer!, se decía con autocompasión de criatura en aquellas largas noches suyas de insomnio, una fantasía, un sueño ajeno, una apetitosa golosina inalcanzable. No era entonces más que una mujer bella asustada de su propia belleza, alguien incapaz de respetarse, una chiquilla temblorosa angustiada siempre por su aspecto, experta como nadie en camuflar la desesperación. Un alma triste de juguete. El corazón le latía con tanta fuerza que su cuerpo entero parecía temblar. 93


Se acercó a la ventana y contempló un instante, allá abajo, las luces de la ciudad: hipnóticas, lejanas, acogedoras. Si pudiera huir, si fuera capaz... Si alguien en el mundo se sintiera orgulloso de ella, si alguien de veras la quisiera... En qué momento el rumbo de su vida se torció. Por qué no pudo conformarse con ser una chica bonita y sencilla más. De dónde procedía la amarga desazón que la embargaba. Atrapada en su eterna confusión e incertidumbre, para ninguna pregunta hallaba aquella noche respuesta. La tachaba el mundo de inestable y caprichosa. A toda hora la juzgaban. La humillaban sin motivo. La detestaban. La envidiaban. La adoraban. Quiso ser perfecta. Retó en su empeño al destino y lo venció. Pagó el precio en desdén y soledad. Sacudió al fin Norma su mente de recuerdos y fantasmas y regresó a la cama. Un aura de fragilidad extrema la envolvía. Cerró los ojos. Los abrió de nuevo. Tomó aire despacio, hondo. Lo expulsó luego en un suspiro. Si pudiera su mente dejar de pensar. Las píldoras, ¿dónde estaban las malditas píldoras? No debía, pero... solo una, quizá dos. Acurrucarse, dormir, sumirse al fin en un descanso amable, sin sueños ni conciencia. Inmortal como una diosa, Marilyn tejía aquella madrugada, hilo a hilo, su leyenda. «Queredme», suplicaba su alma herida. En la bruma del olvido, mientras tanto, lentamente, muy despacio, Norma Jane se desvanecía.

MARTA NAVARRO CALLEJA

España

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E

staba deleitándome con un vino de Ica cuando sonó el teléfono. Mi esposa me pasó el inalámbrico y me dijo: —Es mi madre, dice que ha encontrado una botella con un mensaje tuyo.

Las palabras de mi mujer me dejaron confundido, ¿a qué se estaba

refiriendo mi suegra? Menuda forma de arruinarme una velada tan placentera. Decidí salir de dudas; con reticencia agarré el teléfono y contesté. —Hola… —Eduardo… —Sí… Maribel… —Presta atención, hallé esta mañana una botella con un mensaje tuyo. —¿Qué? ¿Cómo así? —Salí de mi casa de playa en cuanto amaneció, quise nadar un poco, como es mi costumbre matutina, y ahí estaba la botella, en la arena. —¿Qué clase de botella era? —¿Importa eso? Bueno, era de vino de Ica. El envase estaba sellado con un tapón de madera y adentro había un papel con un mensaje firmado por ti. —No entiendo, Maribel, yo no escribí ningún mensaje ni mucho menos lo envié dentro de una botella a nadie. Me parece quijotesco tu relato. —Me gustaría ir a Perú ahorita mismo y mostrarte el escrito, pero ya sabes que no puedo moverme de Ibiza, mi trabajo no me lo permite, no puedo darme el lujo de viajar… —Es que no puedo creerte. ¿Qué dice el papel? —Escucha, te lo leo… —Un segundo, Maribel… anoche tuve un sueño… —¿Relacionado con el tema? —Sí, fue una pesadilla realmente, yo estaba con Claudia en un pequeño crucero… —Definitivamente fue un sueño. —En fin, hubo una tormenta, la peor de todas las tormentas, y los tripulantes murieron. Claudia se ahogó, yo terminé en una isla pequeña y desolada. Solo encontré en la orilla una caja de vinos de Ica y un cuaderno cerrado al vacío 96


con un lapicero; me tomé una de las bebidas y lancé al océano la botella con un mensaje donde pedía ayuda. —¡Exacto! Eso es lo que dice en el papel. Están todos tus datos personales, indicas tu ubicación aproximada y señalas: ¡Por favor, rescátenme pronto! —Pero no me explico qué hace ese comunicado contigo, es imposible… En ese momento Claudia se me acercó sosteniendo una taza con té, la cual dejó caer, su rostro se deformó, se estaba deshaciendo, como si se la estuvieran comiendo los peces. Me aterré. Desperté al pie de una palmera. Me sentí fastidiado. Caminé hacia la orilla de la playa, allí estaba la botella que había tirado la noche anterior. El mar la había traído de vuelta. No obstante, lo que me consternó no fue que mi plan de enviar un mensaje a altamar, tras un día de naufragio, no hubiese dado resultado. Lo que me puso de verdad enfermo fue lo que decía el papel que saqué de la botella, el cual no tenía mi escrito original, ni mi nombre, ni las coordenadas aproximadas de la isla. El mensaje decía: «Claudia está muerta por tu culpa, era mi adoración, y ya nada se puede hacer para volverla a la existencia; perdí a mi marido hace años y ahora a ella. Me he quedado sin mi única hija, con todo mi poder no pude adivinar que sucedería esta desgracia, que te la llevarías a un viaje a donde ella no quería ir con el pretexto de que iban a estar los dos por fin solos; pero para mí va a ser un placer saber que te pudrirás en esa isla, que te deshidratarás y que no habrá nadie que pueda salvarte, porque te hallas en un lugar desierto. Hasta nunca, Eduardo. Jamás me agradaste y este es el fin que siempre te he deseado. No empezarán a buscarlos hasta dentro de unos días, en tres fallecerás por la sed, no tienes oportunidad. No hay agua dulce donde te encuentras, sé donde te ubicas, de hecho puedo verte ahora mismo, bastardo. De seguro te preguntarás cómo lo hago, cómo te vigilo, como lo sé todo, cómo te he enviado esta hoja perfumada que se hará cenizas en cuanto la leas. Idiota, no te hagas demasiados cuestionamientos, mejor preocúpate por sufrir lo poco que te resta de vida. 97


Atentamente, Maribel, tu ex suegra». La maldita bruja; lo sabía, no tengo esperanza, no tengo fuerza, sin embargo, no me rendiré, recorreré esta isla y haré lo posible por sobrevivir. He de poseer entereza, me vengaré de ti, Maribel. Me espera una jornada dura de trabajo. Tal vez esta noche sueñe contigo, Claudia.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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M

i hijo se queda conmigo esta noche. No es lo habitual, pero hoy su madre me lo pidió. Está preocupada. Dice que de nuevo está ocurriendo lo mismo. Volvió a hacerlo, fueron sus palabras y mientras lo decía su voz expresaba más irritación

que benevolencia. Pero no es que realmente hizo algo sino que lo comentó una vez, durante un almuerzo. Estaban ella y su nueva pareja. Supongo que eso aumentó la alarma o el fastidio. Después me llamó. Tampoco es habitual que hablemos. Me pidió que lo tenga el fin de semana. No es sorprendente que ella hable en esos términos, como si fuera un niño aunque nuestro hijo en común ya haya cumplido diecisiete años. Ahora Marcos esta en el living, mirando por la ventana al edificio del frente. Está en shorts, remera y medias. Su cuerpo de joven gordito que alguna vez fue un niño gordito me da la espalda. Parece concentrado y quieto, una figura que en silencio e inmóvil se interpone entre lo que está allá afuera y yo. Es una sensación fea y posiblemente injusta. Por eso me la quiero sacar de la cabeza, no dejarla crecer. ¿Qué haces? le pregunto, con la esperanza que por lo menos sus palabras, de nuevo, vuelvan todo a modo normal. Que esa construcción de una distancia invisible en esta última hora vuelva a lo que era antes, un intercambio de frases triviales e incomodidad compartida. Nuestra relación habitual. La vida de siempre, inútil pero con sentido. Él, al principio, no reacciona. Permanece quieto. Después se da la vuelta. Vos ya sabés que puedo mover cosas con mi mente, no. ¿Te contó la mamá? No sabía nada. Miento y él se da cuenta. Me desdigo. Le digo que sí, que en realidad algo me han dicho. Bueno. Dice él. Se da vuelta y cierra las cortinas, oscureciendo mas la habitación, volviendo más intensa la diferencia entre el adentro y el afuera. Camina lento, como abandonado a un periplo incierto en un sueño a punto de terminarse. Se mueve con las maneras de alguien que está incomodo con lo que lo rodea, como si no fuera de acá, pero que es lo opuesto a un turista, más bien un exiliado 100


forzoso. Pone una copa en la mesa del living. Sus ojos son una rara forma de energía en una zona apagada. Concentrado, observa. Su mirada ya no es la del niño que alguna vez llevé a la plaza y al que poco a poco, con mayor o menor extrañamiento, ya no supe qué decirle ni de qué hablar. Ni cómo hacerlo reír. Después a mi también dejo de darme risa verlo. Ahora está en el living y tampoco parece esperar mucho de mi aunque mi presencia me convierte en espectador, pero un espectador cualquiera, sin más valor que un ocasional transeúnte que mira un accidente, sin más valor que al que le regalan una entrada en el sector más barato del teatro. Mira el vaso. Se me cruza que estaría muy bueno que ese vaso se mueva y que todo se termine. Que no existan las rarezas que nos separan, sería más fácil. Pero el vaso esta inmóvil y él también. Solo un instante, acercarme y abrazarlo, decirle que todo va a estar bien. Basura. Él ni siquiera tolera que lo toquen, y ni siquiera puedo saber qué quiere decir que todo va a estar bien. Nada va a estar bien. Si ese vaso no se mueve, nada va a estar bien, porque desde esa inmovilidad lo que va a venir no va a ser más que un fragmento de horror tras otro. Ese horror calmo, de lenguaje coloquial y opiniones sin firmeza, descuidadas, propio de la indestructible desilusión de la vida cotidiana. Él sigue mirando fijamente, quieto y tenso, poseído pero con sus ojos llenos de vida y entusiasmo. De esto se trata todo. Eso es lo que quiere de la vida. ¿Hay que juzgar? Seguramente sí. Al fin y al cabo es mi hijo y su madre espera que lo juzgue y después que actué sobre él. Por favor que se mueva el vaso. Va a ser mucho más fácil. Voy a poder estar de su lado, con tranquilidad. Voy a poder decir: hay que dejarlo, sabe lo que hace más de lo que sabemos nosotros. No salió ahora. Dice. 101


Y su cuerpo se distiende con una exhalación silenciosa y prolongada, que a pesar de lo lacónico de las palabras no se preocupa por esconder una profunda decepción. Mejor te lo muestro otro día. Imagino que en sus ojos puedo ver una luz lejana que parece empezar a apagarse. Esa noche dormimos en mi habitación, la única del departamento, en la misma cama. Él está a mi lado boca arriba y yo supongo que está despierto pero tampoco le digo nada. Estamos los dos mirando hacia arriba, a un lugar cualquiera de esa arquitectura común y corriente que no es más que el refugio de la expansión y fuga de sombras mal construidas por las maquinarias de esa noche. Una noche de una profundidad ridícula, atravesada por las luces que se filtran a través de la ventana, desde la calle, de un mundo más allá. En la ansiosa oscuridad de una habitación cualquiera, el lugar más difícil para encontrar las palabras necesarias para volvernos normales.

GUSTAVO SMAURRA

Argentina

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E

stábamos en la cocina, y el pequeño quería jugar al escondite. Yo estaba de pie, con un viejo libro que había releído ya cientos de veces, y él me dice que cuente, y se esconde, y yo le digo que adelante, que vamos allá, y levanto la vista por encima de las

páginas, y observo como abre el mueble de las conservas, se hace un hueco, y se mete dentro como si fuera un tarro de pepinillos. Cuento hasta diez pero no dejo de leer, y luego sigo, y no sé muy bien en qué número dejo de contar, pero sé que se me va el santo al cielo. Y en algún momento veo que se abre la puerta del mueble, y aparece su cabecita, con el pelo recién cortado, y me dice muy satisfecho de sí mismo: “Difícil, ¿eh?”. Y yo bajo el libro, pero no pierdo la página, y le digo: “Oh, vaya, ese es un escondite fantástico, pero has salido demasiado pronto, ¿no te parece?”. Y entonces él se coloca bien los bajos del pijama, que se le han subido hasta las rodillas, y me dice muy tranquilo: “No podías esperar que me quedara allí metido para siempre”. Y a mí se me cae un poco el alma a los pies. A la desesperada le pido que se esconda otra vez, me tapo los ojos, y empiezo a contar, pero voy por el tres cuando me dice que no me preocupe, que se va a su cuarto a jugar con los trenes o qué se yo. Y entonces me aparto la mano de la cara, miro el libro que me cuelga en la otra, y me doy cuenta de que finalmente se me ha resbalado el dedo, y he perdido la página.

MANUEL ALCALDE HERRERA

España Instagram: https://www.instagram.com/manuelefou/ Twitter: https://twitter.com/ManueLeFou

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C

onozco las cloacas como la palma de mi mano. Podría recorrerlas con los ojos cerrados. Bueno, esa es una forma de hablar: no hace falta que cierre los ojos porque hace años que no veo la luz del sol. Ni de la luna. No veo casi nada, sombras. Soy ciego. Supongo.

Pero no me preocupa. Sé dónde encontrar agua fresca, alimentos, dónde se encuentran las ratas más grandes y peligrosas. Miserables. En principio éramos diez. Tres desertaron pasados unos días. Dos más cuando no llevábamos ni un mes. Bueno, no desertaron. Murieron. Pisaron una mina. El sargento murió al cabo de un año. Se volvió loco. Nunca estuvo muy bien el sargento. Mis otros camaradas desaparecieron un día. Sin más. Creí que habían abandonado las cloacas, pero un día encontré sus restos. Lo que dejaron las ratas. El capitán dijo que tenían que abandonar la ciudad. Una retirada táctica. Así fue como la llamó. Dijo que pronto se lanzaría un contraataque. Mientras tanto, nuestra misión sería hostigar al enemigo, cortar sus comunicaciones, destruir blindados, cualquier vehículo. Es lo que hicimos. El sargento decidió lanzar incursiones al amparo de la oscuridad. Atacábamos a centinelas solitarios o a soldados borrachos que disfrutaban de su noche de permiso. Robábamos comida. Las tres primeras semanas fueron gloriosas. Hasta que se produjeron las tres primeras deserciones. El enemigo, entonces, advertido de su presencia, taponó las alcantarillas que daban a las plazas principales y sembró las cloacas de minas. Todavía quedan algunas. Las malditas ratas de vez en cuando hacen explotar una. Ja, ja. Ha pasado ya tanto tiempo desde que estoy solo. Ya no me quedan armas. Hace mucho que arrojé mi última granada y las balas no me duraron mucho más. Escondí mi fusil en una pared y allí sigue. Conservo la bayoneta, pero hace mucho que su filo está embotado. En ocasiones creo escuchar lejanas explosiones. ¿El esperado contraataque? Imagino que salgo a la superficie y, rodeado de sus camaradas, recibo la medalla al valor. Pienso en mi novia... ¿Cómo se llamaba? Una pena no poder escribirle, ni recibir sus cartas. Ha pasado ya tanto tiempo… Ya ni siquiera sé si es verano o invierno. En 106


ocasiones pienso que no han transcurrido ni cuatro años. Pero sospecho que llevo aquí más de cuarenta. Me he quedado calvo, ya solo conservo tres dientes en la boca, me duelen todos los huesos, pero trato de resistir. No me daré por vencido. No, no dejaré que me coman las ratas. Malditas.

PLÁCIDO ROMERO SANJUÁN

España

Twitter: @PlcdRmr Blog: placidario.blogspot.com

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C

uando sentí que me retiraban las vísceras me sorprendí por dos cosas; la primera, que si bien sentía la presión de las tijeras de autopsia cortando mi abdomen y mi esternón, no sentía dolor alguno. Era tan ajeno a lo que sucedía que la sensación se

asemejaba a que estuviesen arrancando las patas de un pollo con las manos, el crujido de las articulaciones y el movimiento nada más. Lo segundo era una luz intensa que estaba a mis espaldas y que nadie parecía ver; estos hechos unidos me hicieron saber que estaba muerto y que me estaban preparando para mi funeral. Era evidente mi inmovilidad sobre la camilla metálica de la funeraria, veía al preparador solo cuando entraba en mi campo de visión, pero luego no hizo falta. Por alguna extraña razón empecé a escuchar sus pensamientos y así supe que me estaban preparando para dos días de velorio y una posterior cremación a pedido de mi esposa. Me resultó extraño eso de escuchar los pensamientos de otro, más allá del hecho en sí, porque parecían fluir en dos líneas paralelas, una en que se decía: «A este señor no le han hecho autopsia. Debo retirar intestinos, estómago, pulmones, hígado y corazón. Cerebro no, no hace falta. Rellenar con gasa, coser con cuidado, no vaya a ser que transpire fluidos e impresione a los deudos, inyectar formol. Otro paso importante que debo realizar es la sutura de la boca, para que aguante cerrada. También debo tapar las fosas nasales y otros orificios como la tráquea con algodón hidrófugo. Además, para los ojos debo usar los cubre-ojos, el cuerpo ahora está limpio y desinfectado». Mientras que la otra decía a su vez: «Demonios tengo hambre, pobre señor este, parece un refugiado de un campo de concentración nazi ¿Cómo es posible tener tanto dinero y pesar solo treinta y siete kilos? Aunque tuviese ochenta años y Alzheimer no es para tanto. Se nota la hipertrofia del corazón. A ver, aquí dice “Infarto al Miocardio”. Es extraño este precipitado blanco en el ventrículo izquierdo, ¿podrá ser cloruro de potasio? Bueno, no es mi problema, el médico certificó la muerte como natural y no me voy a meter yo en inconvenientes por este viejito… Pobre, da la impresión de que me está mirando». Así que tuve Alzheimer, al menos es un alivio saber que al morir todas las dolencias desaparecen y se recuperan las facultades mentales. El joven que me 109


preparó procede ahora a vestirme y me introduce en la urna. Por un momento parece que estuviera en el camarote de un barco. Siento que hay una gran cantidad de personas en el salón funerario, puedo captar muy suavemente el olor de las flores y el rumor de sus pensamientos. Se acerca mi querida y joven esposa y la puedo escuchar con claridad: «Al fin te moriste viejo desgraciado, ¡Al fin! Qué placer sentí cuando te inyecté el cloruro de potasio, no te hubiera matado si hubieses tenido la decencia de morirte hace años. Lo que no sabrás nunca es que espero un hijo de mi amante, y no será un bastardo, podré casarme con él y disfrutar lo que me gané a fuerza de estar contigo, maldito viejo asqueroso». Así que me habían matado vaya, vaya… Recordé que duré más de lo esperado. La ciencia médica y los cuidados que paga el dinero prolongaron mi vida más de lo debido. Reconozco que me convertí en una carga para esa agraciada mujer y, sumado al Alzheimer, olvidé que yo mismo debía planear mi muerte en las condiciones más adecuadas. Junto a este conocimiento empecé a recordar también una historia mucho más antigua. Sé que pertenezco a la raza de los trashumantes, nosotros tenemos la facultad de liberar el espíritu a través del fuego para que transmigre al cuerpo de un neonato, cierto sino procura que nuestros cuerpos sean incinerados para que ocurra la transmigración sin tropiezos, así que sé que el hecho de que mi flamante esposa me asesinara no fue casual ni al azar, algo o alguien quería que mi estancia, que de por sí se había prolongado, terminara de la forma correcta; la hizo inclinarse hacia la cremación para que no pudiera existir ninguna prueba que la incriminase y para mí eso era perfecto. De seguro compró a los enfermeros del asilo y al médico para que se hicieran de la vista gorda mientras ella me aplicaba la inyección y para que evitaran la autopsia, hecho del que le estoy profundamente agradecido; una autopsia del cerebro dañaría gravemente la posibilidad de transmigrar. Mi recuerdo más antiguo data de cuando me inmolaron a Taranis, el dios celta que controla el trueno, el ruido, la destrucción; la fuerza sobrenatural de las tormentas. Taranis, que era el protector de la tribu y dios guerrero, representado como un hombre con barba a pie o montado caballo, portando en una mano un rayo o una rueda, o en ocasiones ambas cosas. Los druidas le dedicaban sacrificios 110


para calmar su ira, en ocasiones prisioneros de guerra como yo, que eran inmolados en una pira, ya que sus creencias atribuían a Taranis las tempestades y las tormentas, pudiendo “hacer caer el cielo sobre sus cabezas”. Mas lo importante con Taranis no es el trueno, es la relación con la luz y la rueda cósmica que controla todo el universo, él controla el día y la noche, todo el ciclo del universo, así como la vida y la muerte. No sé qué extraño fenómeno ocurrió durante mi inmolación a Taranis, sé que fallecí antes incluso de que mi cerebro ardiera asfixiado por el humo; me sentí ingrávido y la luz que empecé a ver se transformó en una rueda de fuego a la que me sentí atraído. Mi espíritu tomó cada vez mayor velocidad con la fuerza centrífuga y de súbito me encontré dentro de un feto, entré en el vientre de una de las mujeres de la tribu que observaba la cremación. Me supe por meses cómodo y plácido flotando en el líquido amniótico hasta que la luz del parto me cegó y no supe de mi yo real hasta que mi glándula pineal despertó de un todo durante mi adolescencia. A partir de ahí formo parte de esta raza que no descansa, los nómadas de la muerte. En Grecia y Roma no tuve mayores problemas para transmigrar pues fui cremado, lo fundamental en el proceso es la “purificación por el fuego”. Un cuerpo putrefacto es un cuerpo impuro, por tanto el alma queda atrapada dentro del cráneo por mucho, mucho tiempo. Ya en la Edad Media, con la prohibición del cristianismo de la cremación por representar la negación de la resurrección de la carne, se me dificultaron las cosas. Recuerdo un pasaje escrito por Borromeo, referente a los sepultureros encargados de los cadáveres de las víctimas de la peste de Milán, que cito a continuación: “Los sepultureros, recogiéndolos y poniéndolos sobre los carros, no podían cubrirlos ni velarlos ni arreglarlos a causa de su gran número, sino que los cuerpos eran transportados con las piernas y los brazos colgando. Incluso las cabezas pendían del carro, [...] y entre tanto los sepultureros, cosa que podría parecer casi increíble de decir, se habían habituado a tratar con tanta familiaridad la muerte y los cadáveres que se sentaban sobre estos, y estando sentados, bebían sin parar. Sacaban los cadáveres de las casas después de habérselos cargado sobre las espaldas como una alforja o una bolsa, y los tiraban sobre los carros. A menudo sucedía que, mientras algún muerto era sacado de la cama, un brazo que el sepulturero aferraba por casualidad, habiéndose en ese punto putrefacto y disuelto la articulación, se desprendía del busto y entonces el hombre recogía ese peso obsceno y lo dejaba sobre el carro, así como son 111


llevadas todas las mercancías”. En dos ocasiones tuve que procurar que se me declarara hereje para morir en la hoguera ¿Puede alguno de ustedes negar el beneficio o la conveniencia que esto me reportaba? En la edad moderna, e impulsado por los higienistas y por mí mismo, el movimiento moderno de cremación comenzó con la presentación de una cámara de cremación hecha por el profesor paduano Brunetti en Viena. Algunas iglesias protestantes comenzaron a aceptar la cremación, bajo la premisa racional del ser: “Dios puede resucitar a un difunto de un tazón de cenizas tan fácilmente como puede resucitar a uno de un tazón de polvo”. La Enciclopedia Católica criticó estos esfuerzos, refiriéndose a ellos como “movimiento siniestro” y asociándolo con la francmasonería aunque dijera que “en la práctica de la cremación no hay nada directamente opuesto a cualquier dogma de la Iglesia”. Creo haber reconocido en los campos de concentración a uno de nosotros, el único que sonreía cuando lo llevaban a los hornos crematorios. Siguen desfilando mis familiares frente a la urna. Percibo con más claridad el túnel de luz a mi espalda y puedo ver ahora a todos los que están reunidos ante mí. Solo veo lágrimas de compromiso y sonrisas disimuladas. Qué triste que el dinero te convierta en un ansiado cadáver, un despojo de quien se quiere salir con rapidez. Los veo a todos; conversando, comiendo y bebiendo a mi costa, haciendo chistes. Se quedan durante estos dos días para aparecer en las notas necrológicas de la alta sociedad y compiten por mandar los arreglos florales más costosos y llamativos. Si prenden más velas en este salón funerario, me confundiría y pensaría que es una iglesia. Al fin llegó la hora de mi cremación, me meten en el horno crematorio y empiezo a sentir el calor explosivo que me convertirá en cenizas. Mi glándula pineal espera ansiosa las lamidas del fuego para liberar mi espíritu hacia lo que ha de venir. Podría voltear y penetrar el túnel de luz que me ilumina la espalda, liberarme así de siglos y siglos de trashumancia, pues al fin y al cabo tanto vagar pesa, no niego que el descanso eterno sea tentador. Esa luz transmite una paz y una bondad que nadie rechazaría, pero cuando se vive para la venganza, cuando puedes brincar de cuerpo en cuerpo y ser inmortal, el dilema se resuelve por sí mismo. Qué bueno que mi esposa está cerca, no me costará nada meterme en el feto y poseerlo. Seré mi hijo sin serlo y todo quedará en familia. Qué sorpresa se 112


llevará cuando me reconozca en los ojos de su hermoso vástago.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson Ilustración:

ABRIL CORTÉS SUÁREZ

México

Instagram: @lirbalam Blog: https://abrilcortesblog.wordpress.com/ Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com/

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lgunas veces la vi mirando al vacío como si nada le importara quizás era suficiente para ella con tener una familia; ser parte de un todo. Y a la vez poder ser escenario para mil historias sin fin. Una tarde la vi cortar un trozo de tela. Hilvanó uno a uno los

trozos, el ruido de la máquina me había sacado de mis juegos. Era maravilloso verla ahí sentada y ver cómo se movía el pedal y esa gran rueda de metal. La aguja zigzagueante llevaba los trozos de hilo de un lado a otro. El mueble de la máquina tenía dos hileras de cajoncitos a cada lado. ¡Ahí guardaba de todo! Desde un pequeño botón hasta los más deliciosos dulces. Algunas veces sin que ella me viera me introduje hasta ahí y a escondidas tomé algunos de esos tesoros. Aún recuerdo los botones negros que le pondría al abrigo que confeccionó un frío invierno y cómo tuvo, sin más remedio, que forrar cada botón con la misma tela y la tarde entera que tuve que pasar enhebrando la aguja. Eso sí, mi mochila lucía radiante con esos bolsillos extra. Fueron tantas tardes a su lado. En ese pequeño recinto, el cual daba al jardín en ese ranchito, junto a ella y su gran tesoro. Pensé en decirle que esa fuera mi herencia; pero había mucha gente que también se la merecía sobre todo mi tía Clara que también le tenía cierto gusto a la costura. Los años pasaron, mis abuelos se mudaron a la ciudad, ahí todo era distinto había varias casas de moda algunas te confeccionaban la ropa igual que las revistas de alta costura francesa. Además todos mis tíos habían crecido incluso yo y la vieja máquina ocupó un lugar especial en la nueva casa, mi abuela no la volvería a usar o al menos ya no lo recuerdo o sería que ya no volví a estar a su lado tanto tiempo como en el rancho ni robaría a hurtadillas ningún botón más. Sobre la máquina ahora lucían un par de elefantes, unas carpetas tejidas y ese portarretratos de mi boda. Algunas veces suelo mirar al vacío, igual que mi abuela, mientras afuera de casa escucho algunas risas traviesas, hasta he perdido un par de botones que mágicamente se han convertido en un par de ojos para el osito que duerme junto a ti mi querida Rebeca.

ROCÍO PRIETO VALDIVIA

México

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o único que lamento de todo esto es el haber perdido mis anteojos. Sé que así debía ser (o eso puede deducirse), pero ahora voy a tener que ir a que me receten unos nuevos. Tendré que pasar por todo el proceso que creí haber tenido la suerte de poder evitar.

Después de todo, ¿cuántas personas pueden presumir de haber tenido la

fortuna de encontrar un par de anteojos que parecen hechos para uno mismo específicamente? No solamente eso, yo había dado con ellos cuando tenía tan solo siete años de edad, en uno de los días más importantes y memorables de mi vida: el día en que mi padre dejó de ser una pesadilla viviente para mí, para mi hermano, y (sobre todo) para mi mamá. A partir de ese día ya no acumularía más odio contra él en mi pequeño cuerpo, al verlo maltratar física y psicológicamente a mi madre todos los días. No entendí, ni entenderé, por qué él la odiaba tanto ¿Habrá sido un borracho empedernido todo ese tiempo sin que nos enteráramos? ¿Sería, acaso, envidia porque ella ganaba mucho más dinero que él al tener un trabajo estable, mientras que él debía conformarse con lo poco que obtenía sacando fotos en unos pocos eventos, de vez en cuando? Solo puedo especular la respuesta. El caso es que no podíamos hacer nada en su contra, y nadie nos brindaba jamás una mínima ayuda. Por lo tanto, mi hermano y yo éramos testigos permanentes de como la insultaba y le pegaba sin motivo, pues él parecía asegurarse de hacerlo todo delante nuestro. En ocasiones, inclusive, gritaba insultos contra nosotros, con la aparente única intención de hacerla sufrir. Sé que el odio de mí hermano debía ser tan grande como el mío, o incluso más (es cinco años mayor que yo, así que vivió esta constante pesadilla durante más tiempo), pero estos sentimientos no arreglaron nada. O eso fue lo que creí hasta esa tarde, una semana después de mi séptimo cumpleaños. Yo estaba jugando en el patio delantero de mi casa con mis juguetes, mientras mi mamá me vigilaba y usaba su teléfono celular para comunicarse con una amiga suya, cuando el monstruo apareció, por lo que terminó rápidamente la conversación. No sirvió, pues él ya la había visto. Hasta ese día limitaba sus acciones al interior de mi casa, pero esa ocasión fue diferente: entre gritos e insultos por estar “rascándose todo el día”, en lugar de 117


estar trabajando en las labores domésticas, la paliza empezó en aquel mismo sitio. Ya no le importaba que nuestros vecinos no se limitaran a simplemente escuchar sus gritos, sabía bien que nadie intervendría de ninguna forma, pasara lo que pasara. Yo solo podía llorar y mirar en todas direcciones en una inútil búsqueda de ayuda. Ni siquiera contaba con el apoyo de mi hermano, pues se encontraba en la casa de su amigo en ese momento. Había empezado a considerar el entrar a mí casa e intentar hacer un llamado, a pesar de que la experiencia ya me había enseñado que no serviría de nada, cuando el victimario se convirtió en víctima debido a aquella inesperada intromisión. Ese hombre, sin darse el tiempo de siquiera quitarse sus gafas de la cara, consiguió hacer a un lado a mi padre, para luego propinarle dos certeros golpes en la mitad del rostro. Fue en aquel momento cuando la mirada del desconocido y la mía se encontraron una con la otra. Era un adulto un poco menor que mi papá, con el pelo teñido de rubio. Recuerdo que, a pesar de mi corta edad, para mí resultaba bastante notorio el desconcierto que se dejaba ver en su semblante mientras me miraba fijamente. En ese entonces no alcancé a entender la razón de su mirada. Antes de que cualquiera de los dos hubiera podido decir algo, el desconocido fue sacado de su ensimismamiento por un golpe repentino asestado por mi ruin padre, luego de que se recuperara del aturdimiento. No obstante, esa única trompada no le sirvió de nada, pues su inesperado contrincante prosiguió con su ataque sin ningún problema. Todo era increíble para mí. Alguien nos estaba defendiendo por primera vez, y lo hacía con un valor, y una tenacidad, que se me hicieron admirables. No le dio una sola oportunidad a ese energúmeno. Mi madre, sentada en el suelo junto a su celular roto, y con el rostro magullado, se cubría los ojos por el miedo. Sin embargo, el enfrentamiento duró menos de un minuto. Pronto mi padre quedó tendido en el suelo cual largo era. El golpe que se dio en la cabeza por la caída provocó que esta comenzara a despedir una gran cantidad de sangre. Mientras mi mamá lo contemplaba horrorizada, nuestro héroe salió 118


huyendo. Fui el único que notó los anteojos tirados, los que dejó caer inadvertidamente. Lo sé porque, mientras mi mamá gritaba pidiendo ayuda, los levanté decidido a quedármelos. Temeroso de que, de algún modo, estos pudieran servir como pista para llegar hasta su dueño, guardé mi hallazgo como un secreto para todo el mundo. Aunque una parte de mí albergaba el deseo de que él volviese algún día para recuperarlos y, de esa manera, pudiera yo conocer a la persona que nos salvó a mi familia y a mí, bien sabía que lo mejor era que eso no ocurriera. Todos, incluyendo a mi propia familia, lo trataban como a un criminal. Ahora, siendo un adulto de treinta años de edad, entiendo mejor la actitud de mi mamá; a pesar de todo, no se daba cuenta de lo dañina que era esa relación, tanto para ella como para sus hijos. Yo, a diferencia suya y de mi hermano, siempre estuve agradecido con esa persona, a quien consideraba mi héroe. Sé lo cruel y frío que doy la impresión de ser (y quizá soy), pero así es el asunto. Nunca creí necesitar a mí papá, y jamás lo eché de menos. Poco importa nuestra manera de pensar, de todos modos, pues nunca se dio con el paradero del fugitivo. Parecía que la tierra se lo hubiera tragado. No se encontró el más mínimo indicio de su existencia, nada. Deseoso de parecerme a ese misterioso hombre, cuyo nombre no podía ni imaginar, me dediqué a ayudar a otras personas desde ese día. Si alguien necesitaba de mi ayuda sabía que podía contar conmigo, sin importar cuáles fueran las consecuencias para mí. En mí adolescencia llegué a pintarme el pelo de rubio (color que conservo en el presente), en mi creciente deseo de ser como mi héroe anónimo, de poder reunir las pocas características físicas que podía recordar de él. Fue por eso que una pequeña parte de mí se alegró cuando mis problemas de visión aumentaron tanto que me resultó evidente que necesitaba anteojos. Entonces recordé mi pequeño tesoro secreto. Ese par de lentes que nunca me atreví a colocarme, ni siquiera para jugar. A veces los sacaba de su escondite para admirarlos, pero no pasaba de eso. Tenían algo especial que siempre me tuvo hipnotizado, pero nunca pude entender exactamente qué era. Después de todo, lucían como unos anteojos comunes y corrientes. Su armazón negro no tenía nada 119


de especial, al igual que el arco, las pastillas y los dos pequeños lentes de vidrio. Sin embargo, nunca los usé, hasta hace pocos días. Dominado por la curiosidad saqué las gafas de su nuevo escondite y, sin rastros del recelo que siempre sentí con solo pensar en probármelas, me las puse. Mi sorpresa no fue menos que mayúscula. Me quedaban a la perfección. No solo el armazón encajaba exactamente con la forma de mi cabeza, sino que además, mi vista era más que excelente con eso puesto. El nivel de graduación era, sin lugar a dudas, el que yo necesitaba. Mí vista era mucho más clara que nunca antes en mi vida. No pude creer tanta suerte. Se me hizo tan sorprendente que salí inmediatamente de mi casa para dar un paseo. Quería probarlos así, en movimiento. Sin que me diera cuenta llegué a un vecindario que me resultó muy familiar. No obstante, no pude detenerme a pensar en eso, ya que un repentino grito de mujer me sobresaltó. Sabía que tenía que actuar rápido, pues la escena que presencié luego de avanzar en dirección al sitio donde provino el grito no me dejó otra opción: un hombre, no mucho mayor que yo, tenía a una mujer sometida ante su fuerza bruta, delante de la que parecía ser la casa de ambos. La golpeaba una y otra vez, a la vez que le gritaba agresivas palabras que no comprendí debido a la distancia que me separaba de ellos. Al darme cuenta de que la víctima no podía hacer nada en contra de su agresor, y recordando la situación que yo mismo viví, y que me había propuesto siempre ayudar a los demás, no demoré en intervenir; como aquel tipo lo hizo en mí niñez. Antes de que cualquiera de los dos notara mí presencia, logré quitar al agresor de encima de la señora y, determinado a detenerlo cuanto antes, le di un rápido puñetazo en la cara, seguido por otro igual de veloz y fuerte, que lo dejó aturdido temporalmente. Pero yo ya no le prestaba atención a ese sujeto, algo más había conseguido capturar toda mi atención, o mejor dicho, alguien más. Se trataba de un niño que contemplaba la escena rodeado por sus juguetes, y con los ojos llenos de lágrimas. Sí, lo que más de uno ya debe estar imaginándose es la verdad. Sé que los lectores atentos deben haber deducido que quedé impactado al ver al niño, y 120


también la razón de esto. Efectivamente, ese infante parado ahí era yo. Hasta ese instante no me había percatado de las identidades de mi oponente y de la mujer que intentaba salvar. No tuve otra alternativa más que abandonar precipitadamente mis cavilaciones cuando mi padre volvió a la carga. Lamentablemente para él, el golpe que consiguió darme no tuvo el efecto que, probablemente, esperaba. Casi al instante pude recuperarme y evitar que volviera a atacarme, atacando yo. Teniendo delante de mí el rostro de ese infeliz, los recuerdos acudieron a mi cabeza en un parpadeo. Recordé lo que fue en mí infancia volver siempre con miedo a casa, y esperar con aún más miedo la llegada de aquel monstruo, rezando para que no llegara enojado. Estos me dieron la fuerza para continuar con mi proceder, sin darme un segundo de descanso. Por fin tenía la fuerza suficiente para defender a mí familia y a mí mismo, y lo haría. Pero en el momento en que lo vi, tirado en el suelo, perdiendo sangre por la cabeza debido al golpe que se dio al caer, por culpa de la última trompada que le había dado, huí asustado, sin saber qué hacer para escapar. Me detuve abruptamente al darme cuenta que no traía puestos los anteojos. Se habían caído durante la pelea o durante mi fuga. Cuando empecé a preguntarme si debía volver a buscarlos, me di cuenta de que mi entorno había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. La calle que estaba desierta un segundo atrás se encontraba concurrida, con gente que me ignoraba o me observaba extrañada por la notoria expresión de desconcierto pintada en mi cara. Nadie me perseguía, y los gritos de mi madre pidiendo ayuda ya no se escuchaban. Las marcas y manchas, provocadas por el encuentro, que abundaban en mi cuerpo hasta un instante atrás, habían desaparecido. —Mañana voy a que me receten otros —pensé suspirando, mientras volvía a mi casa tranquilamente, con las manos en los bolsillos del pantalón. Me siento mejor después de haber escrito mi historia. No voy a decir mi nombre, pero sí a compartir esto con la mayor cantidad de gente posible. Sepan que no siento ningún arrepentimiento, y que lo volvería a hacer.

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EDUARDO JAVIER BARRAGĂ N

Argentina

Facebook: https://m.facebook.com/edu.barragan.77 Twitter: https://mobile.twitter.com/home?locale=es Instagram: https://www.instagram.com/edu.escritornovato/

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o conocimos en el barrio como “El Buseca”, porque tenía tal entrevero en su cabeza que era impredecible a la hora de actuar. Podía estar con uno jugando a la bolilla, al sapito, al fútbol o a los cowboys, y de repente, sin previo aviso, amenazar a propios y

extraños con su honda diciendo: “Si se mueven les pego una pedrada” y sabíamos no tenía ningún remordimiento en cumplir su amenaza. En su casa no había espejos, porque no soportaba ver su imagen reflejada en los mismos. En una oportunidad que jugábamos a los cowboys utilizando el predio de una casa abandonada donde había además árboles, malezas, un abrevadero y un pozo antiguo para ocultarse, “El Buseca” se asomó sobre el brocal y se le cayó la honda dentro del mismo. Por poco no cae él también al pretender tomarla en el aire. Estaba desesperado, con sus ojos más saltones que nunca. Al verlo así nos retiramos del lugar porque no sabíamos cómo iba a reaccionar. Al otro día había un revuelo en el barrio, en varias casas faltaban las cuerdas o cadenas de sus aljibes y los padres buscaban desesperados a “El Buseca” que no aparecía por ningún lado. Cuando intervino la policía, estos no tardaron en darse cuenta de lo ocurrido al recorrer los predios baldíos y ver el horcón de madera del pozo, quebrado, sin dudas el niño había caído dentro. Dieron intervención a Bomberos, quienes rastrearon en el agua, pero solo rescataron las cadenas entrelazadas, de “El Buseca” ni rastros. Pasaron dos días antes de que apareciera deambulando como un zombi en el cementerio viejo. Balbuceaba incoherencias cuando lo internaron en el hospital, y de ahí a siquiatría porque cuando reaccionó rompió los vidrios y espejos que encontraba a su paso. Estuvo una semana en el nosocomio, hablaba de un río subterráneo lleno de ratas y huesos humanos. Una noche escuchó un ¡¡Claang!! , se asomó a la ventana y le dijo al enfermero que lo vigilaba: “El tanque de agua está inclinado, se va a caer”. Este que no había escuchado nada, solo atinó a darle una dosis de tranquilizante para que se durmiera. Cuando lo volvimos a ver en el barrio, parecía un niño tranquilo, casi adormilado. Nos contaba lo que le había pasado, cómo se había caído al pozo, que había sido arrastrado por una corriente subterránea a un río lleno de ratas y 124


cadáveres, que cuando pudo hacer pie caminó en penumbras no sabía cuánto tiempo, hasta aparecer en un panteón del cementerio. Cuando nos hablaba del ¡¡Clang!! y del tanque inclinado solo lo mirábamos. El ruido nos trajo a la memoria unos obreros que realizaban trabajos de pintura en el tanque de agua ubicado en el barrio Bella Vista, que al romperse un andamio cayeron dentro del mismo. Ese mismo sonido se escuchó repetido y amplificado mil veces. Con el tiempo nos olvidamos del episodio, de “El Buseca” no sabemos qué fin llevó. El tanque visto en perspectiva desde la terraza del edificio en plaza Bella Vista parece efectivamente inclinado si uno lo compara con las torres de la parroquia. El misterio del pozo quedó sin develar, solo queda como testigo el brocal ciego en el cantero de una avenida.

JULIO ALBERTO VILLARREAL GAVIRONDO

Uruguay

Facebook: Julio Villarreal

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“Las injurias son las razones de los que tienen culpa” Rousseau lla no hizo autocrítica tras la ruptura. Se convirtió en la única protagonista buena de la película, analizándolo todo desde su autoproclamado rol de víctima y, a sabiendas del contexto social, insinuando acusaciones veladas sobre violencia de género.

Él pudo comprobar, desde ese instante, que una persona despechada es la

que adopta una actitud equivocada ante el desamor. Y al poco, supo que no era nada agradable tener en internet a alguien que lo ametrallaba periódicamente en las redes sociales con comentarios injuriosos y desde múltiples perfiles. Su experiencia personal con aquella pareja que, con varios amagos de ruptura por infundados celos, rompió con él tras una breve discusión telefónica cumplía ya varios años y había pasado por tres etapas o fases. En la Fase Defensiva, él se mostró racional y crítico ante tantos desmanes verbales. Su sobria actitud la tomó aconsejado por Thomas Fuller: “No hagas nada empujado por una pasión furiosa. Es como hacerse a la mar en plena tempestad”. La realidad de ella, con proporción de ataques-respuesta-ataques de 10-1 a su favor, coincidía con las tres reglas del “despecho”: desequilibrio físicoemocional, deseo de venganza a toda costa y creencia falsa de ser intocable. En la Fase Creativa, él realizó una conversión anímica ante la continuidad de tan tozuda verborrea femenina. La sugerencia de contestar irónicamente la recogió de Charles Lamb: “Una carcajada vale por cien gruñidos en cualquier mercado”. La realidad de ella, con proporción de ataques-respuesta-ataques de 20-1 a su favor, coincidía con el T.C.I. (trastorno de control de impulsos): sensación irreal de ser superior, subida de adrenalina a través de excesos y banalización de actos ilícitos. En la Fase Liberadora, él decidió unilateralmente permanecer en silencio, sin prestar atención a los disparates que ella le dedicase en el futuro. Convino, con Charlotte Brönte, que lo mejor era el olvido: “La vida me parece demasiado corta para pasársela acariciando la animosidad o tomando nota de agravios”. Al día de hoy, con excusas malévolas, ella prosigue maldiciendo en la red mediante decenas de mensajes directos y de alusiones indirectas. E incluso ha 127


optado por la nueva estrategia de acusarle a él de ser el acosador que la trolea sin más. Él, mientras tanto, aparte de tildar de “Estupidez contumaz maníaca maligna” ese hábito crónico (ECMM), ha mantenido las distancias. Aunque lo más inquietante y perturbador de todo esto es que, cuando ella no lo increpa en tres o más días, él se sorprende a sí mismo preguntándose si estará enferma o si lo habrá dejado de odiar.

VALEN2

(VALENTÍN GARCÍA VALLEDOR)

España

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a caja fuerte del abuelo tenía olor a papel viejo. Él siempre decía en broma que era fuerte de olor, porque lo que menos guardaba era dinero. Cuando los dos abuelos murieron, se repartieron los muebles, pero ella quedó en su rincón de siempre. Claro, era

pesada, de hierro, revestida en madera, herrajes de bronce y se hacía difícil moverla, hasta que los nietos jóvenes, coincidieran en algún momento, unieran fuerzas y la sacaran para su traslado. Habían decidido que Hugo se la llevaría a su casa, debido a que es amante de las antigüedades y muy dedicado a su conservación. A María le tocó cerrar la casa. Cuando estuvo sola frente a ella, y a los efectos de vaciarla, la abrió. En el espacio inferior, había diplomas, fotos de las comuniones, un mapa enorme de la Argentina en el que varios habían aprendido a ubicar las provincias con sus capitales, montañas y ríos. En el compartimiento superior, que siempre estaba con llave, se hallaban los papeles importantes del negocio, carpetas con los impuestos, boletas de los proveedores, y otros recuerdos familiares considerados de mayor importancia. Sin dudas, lo que más la sorprendió y en ella se detuvo, fue la libreta de los fiados. Cuando a algún cliente le faltaba dinero para la compra, se anotaba en esa libreta, hasta que pudiera cancelar la deuda. Eso era el fiado. Confianza pura. Tanto las anotaciones como los pagos eran creíbles. Generosidad y cumplimiento. Los nombres con los que los apuntaba, también tenían su encanto y eran muy ocurrentes. Por ejemplo Gómez era el gomero; don Hierro era el ferretero, don Paredes, el albañil. Nunca supieron cómo se llamaban en realidad, nadie firmaba ningún documento y tampoco presentaba alguna garantía. Pero siempre se cumplía con la palabra empeñada. Antes de deshacerse de la libreta le arrancó cuatro hojitas para tener de recuerdo la letra y lo ingenioso de su viejito. Quedó allí la caja ya vacía hasta que la transportaron. Cada uno tomó alguna foto o recuerdo que le perteneciera y hubiera estado guardado. Ella se fue con sus hojitas que le saben contar de qué estaba hecho su abuelo. Del esfuerzo de aprender a escribir y hacerlo en castellano, de la prolijidad, que también fue un rasgo suyo y la confianza en sí mismo y en los demás.

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MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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Manuela se le cayó la llave de la caja registradora. Miró hacia el techo como implorando paciencia y luego, le lanzó una mirada asesina a una clienta vieja y chocha que le estaba haciendo la vida imposible porque desconfiaba de la cuenta que tenía que pagar.

Era el tipo de señora mayor con pocos recursos y a quien la vida no ha tratado especialmente bien. Cogió la llave, se quejó de su impenitente lumbalgia y abrió la caja para proceder a devolver el cambio al siguiente cliente. Manuela tenía cincuenta años y dos carreras universitarias. No terminó un master porque coincidió con la muerte de su padre y al ser hija única y con madre dependiente, rápidamente tuvo que ponerse a trabajar en cualquier cosa para ganarse las lentejas. La contrataron en este supermercado temporalmente y así, lleva veinticinco años. ¡Veinticinco años! Ni ella misma se lo puede creer cuando le da por pensar en su pasado y en su presente. Una chica que había recibido una educación ejemplar, a la que sus padres se lo habían dado todo para que no terminara siendo un ama de casa sin formación, que por las circunstancias de la vida, había acabado en una de las escalas más bajas del mercado laboral. Pero la enfermedad de su madre y los enormes gastos que esta les había causado le habían impedido especialmente, durante los últimos años buscar un mejor empleo. Además, hacía ocho años que el país estaba inmerso en una espantosa crisis económica y se podía dar con un canto en los dientes si seguía manteniendo su trabajo. ¡Cuántas había como ella o similares que llevaban varios años sin generar ni un solo ingreso! Por lo tanto, prefería pensar que era un tanto afortunada. Lo que Manuela no soportaba era el ambiente laboral del súper. Era la mayor de un grupo de cajeras y reponedoras cuya edad no sobrepasaba los treinta y cinco años. De hecho, a sus espaldas, le apodaban La Abueleja Pelleja. Ella lo sabía pero no le importaba: iba a lo suyo, a cobrar lo más rápidamente posible y a confraternizar con un grupo de clientes habituales que le resultaban agradables. Incluso con alguno de ellos ya había llegado a tomar varias cervezas. Pero por lo que respecta a sus compañeras, estas le resultaban insoportables: provenían de estratos sociales deprimidos y sin formación. Eran chicas que se le antojaban vulgares y que, a menudo, perdían las formas, si es que 133


realmente sabían lo que ese término significaba… Se llevaba especialmente mal con la reponedora “La Charo” Chabuca, para las colegas Era una muchacha de treinta años, divorciada, ex politoxicómana y a la que las drogas le habían dejado el cerebro hecho un membrillo. Acostumbraba a llamarla Manola a grito pelado, poniéndola en evidencia ante todos y como, en el fondo, tenía esa gracia choni de los suburbios madrileños, a casi todo el mundo le caía en gracia. Y ella que era muy egocéntrica, estaba encantada. Un buen día, Manuela y “La Charo” tuvieron un gran encontronazo. Manuela había salido a tomar un café en su media hora reglamentaria para el desayuno y la otra cajera, enferma. En ese momento, no había clientes pero a “La Charo” se le ocurrió que las cajas no podían estar vacías y salió a llamarle la atención al bar donde Manuela disfrutaba de un chocolate con churros. Me ha dicho el encargado que ninguna de las dos cajas puede estar vacía. Pues, que venga él y me lo diga en persona. Es que, como es el encargado, me ha pedido que te lo diga yo. No me lo creo. Pues, créetelo y vuelve inmediatamente. ¡Que eres una chula, más que chula...! ¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer, mocosa? ¿Mocosa yo? ¡Sí, mocosa, que andas todo el día sonándote esa napia de oso hormiguero, como si te hubieras metido cinco rayas…! ¡Je, je! Dicha esa frase, “La Charo” pegó un bofetón a Manuela que le hizo caerse del taburete. Esta, fuera de sí, ya sin querer controlar sus impulsos, tratándose de su oponente, se lió la manta a la cabeza y le arrancó dos mechones de pelo. Tuvo que salir el encargado del bar de la cocina para poner orden y ambas volvieron a sus respectivos lugares de trabajo. “La Charo”, echa unos jirones, jurando a voz en grito matar a Manuela, cuando acabara la jornada laboral y esta, ya más calmada, haciendo oídos sordos y atendiendo al primer cliente de la mañana. Pasaron los días y ni “La Charo” mató a Manuela ni Manuela le volvió a 134


dirigir la palabra. Cuando esta necesitaba saber el precio de algún artículo, se lo preguntaba a cualquier otra reponedora ya que todas se habían puesto de su parte. Pero el destino hizo que sus caminos se volvieran a cruzar de cerca. Una soleada y fría mañana de invierno, el mendigo que abría la puerta del supermercado y ayudaba a las clientas ancianas a subir sus carritos llegó totalmente borracho y no tuvo otra idea que intentar robar toda la comida que pudo. “La Charo” siempre tan agresiva y perdiendo los estribos le paró los pies. ¡Devuelve eso o te rajo, baboso! El mendigo no debió de entender nada porque continuó su ronda de hurtos como si tal cosa. ¡Te he dicho que devuelvas todo eso o llamo a la Pasma! El borracho siguió a su rollo…Y “La Charo”, ya totalmente fuera de sí, le agarró del abrigo maloliente y le gritó a la oreja con la fuerza de una pescadora vendiendo su mercancía en el mercado: ¡Deja eso ahora mismo, cojones, y sal de aquí y no vuelvas, gitanazo de mierda! En ese momento, el mendigo reaccionó pausada pero decididamente: le pegó un puñetazo en las narices y la tiró al suelo. Acto seguido, salió corriendo y dando tumbos del lugar para desvanecerse en la esquina del edificio. “La Charo” comenzó a sangrar de la nariz y de la boca sin cesar. La única compañera que había en ese momento era Manuela, que vio la escena sin querer implicarse y un tanto divertida para ver si realmente el mendigo achicaba a su enemiga. Pero “La Charo” cayó inconsciente y el resto del personal seguía sin aparecer. ¿Y si me voy al almacén haciéndome la despistada y que a esta le den dos duros..? Pensó malévola. Era lo que el cuerpo le pedía. Pero un ángel de la guarda repentino le aconsejó que se portara bien. De modo que, en vez de dejar que su compañera se desangrara, la cogió, la sentó en una silla, sacó algodón y agua oxigenada del botiquín e intentó parar la hemorragia nasal. Al poco tiempo, llegaron el encargado y dos reponedoras haciendo bromas, pues habían desayunado opíparamente, y, recibiendo las instrucciones de Manuela, llamaron a 135


Urgencias. Gracias a ello, “La Charo” no estiró la pata y acabó en el cementerio. Es domingo por la mañana. Hace mucho calor. La ciudad está desierta pero ni “La Charo” ni Manuela tienen aún vacaciones, por lo que, como tampoco tienen dinero, han tenido que quedarse en la ciudad. “La Charo” llama al timbre de Manuela. Esta baja con un vestido elegante y le propina un beso. ¡Hoy, he llegado temprano! le dice “La Charo” con una sonrisa sincera. Sí, menos mal, porque Velázquez nos espera. Responde Manuela ajustándose la falda y mirando hacia el cielo con un suspiro… Y ambas se lanzan una mirada cómplice de amantes furtivas.

IÑAKI FERRERAS

España

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E

l revólver frío y duro en mi sien. No me agüevé. Supe que mi hora había llegado, y acepté mi destino. Así tuve a muchos, colgando su vida de mi mano. Qué ironía, ahora me tocó a mí. Cuando me inicié en el mundo del narcotráfico, me pareció

chévere la buena vida que se daban esos narcos, que obtenían dinero de la nada y terminaban construyendo mansiones, y sobre todo, viajes, mujeres, buena ropa, y autos bacanes. Es decir, una vida dedicada exclusivamente al placer. Pero claro, eso tenía un precio muy alto. Una noche, cansado de vivir en la miseria y con mis viejos alcohólicos, me escapé de mi jato. Comencé a dormir en las calles como perro callejero. La vida de mierda que llevé en mi barrio en el Callao me curtió el cuerpo y el espíritu. Con el tiempo me volví experto en chaveta. Una mañana, los tombos nos levantaron a mis patas y a mí como si fuéramos cualquier huevada. Los desgraciados nos reventaron a patadas y nos llevaron a Lurigancho. Allí me hice conocido y pata de los narcos. Conocía a los más bravos, a los más sanguinarios, y también a los que se hacían los humanitarios, a los que apoyaban al pueblo. Mi trabajo no era el de llevar droga, sino algo mucho peor, hacer el trabajo sucio. Sí, era el sicario de los narcos. Nadie se metía conmigo. Todos se agüevaban. No sé si por mi ferocidad o por mi buena puntería. Había matado a tantos que ya había perdido la cuenta. Todos eran unos malditos desgraciados, crueles, y claro, millonarios. Nuestras causas del narcotráfico se habían extendido tanto, que periodistas, alcaldes, hasta los mismos tombos estaban metidos en el negocio. Creo que debí haberme quitado a tiempo. Pero el dinero fácil, los lujos y las mujeres, pudieron más que mi voluntad. Si no hubiera caído en eso, ahora no estaría a punto de perder la vida. Volví a mi realidad. El revólver se hundió más en mi sien. Luego, escuché detrás de mí: ¡Vas a pagar por lo que has hecho! exclamó la mujer, con una voz llena de odio y amargura. Vas a morir, sin saber quién te mató. Todo tiene su final, algo así había dicho el salsero Héctor Lavoe… y este es 138


el final de mi historia. Sentí tanto miedo que empecé a agüevarme. En ese momento pude entender lo que sentían mis víctimas ante la proximidad de la muerte. Me vacilaba viendo sus ojos llenos de terror y sus cuerpos paralizados de miedo como debo tenerlo yo ahora. Escuché la detonación. En un instante, todo se fue borrando. Mientras me caía como una pared de adobe, la vi y la reconocí. Sí, era Lucy, a quien hace años le maté a su madre y a su único hermano, por encargo de un narco. La venganza es dulce… y ella, la está saboreando.

JUAN JESÚS MARTÍNEZ REYES

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/juanjesus.martinezreyes.7

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l hombre que vendió al mundo sonaba por sus auriculares con la voz de un Bowie distante, mientras André iba a ese encuentro inevitable. Sacó la desgastada libreta que usaba como un diario y se sentó en el escritorio que estaba junto a su cama, estaba por

amanecer y había tenido la peor noche de su vida, la quería registrar como un recordatorio para tratar de no volver a cometer los mismos errores, o al menos, no caer tan bajo. De nuevo. Todo marchaba bien, había conseguido los boletos para el concierto, primera fila, me había ganado una pequeña gran deuda, pero qué diablos, ella lo valía, lo sé, soy un imbécil. Ni tan siquiera me gustaba la banda, si es que así se le puede decir. Siempre he sido un presuntuoso, un “melómano”, que presume de buen gusto y ese remedo de grupo, ni tan siquiera puedo distinguir si son hombres o mujeres o entender lo que tocan. Creo que ya estoy viejo para esas cosas. Siempre me fascinó Bowie con el rollo de Ziggy, pero ese tipo, por Dios, se puso tetas para su “personaje”, sé que Marilyn Manson lo hizo cuando andaba con lo de Mechanical Animals. Recuerdo que parecía un extraterrestre en las fotos, hmnp, y yo creía que era el chico de las gafas de “Los años maravillosos”. Invitarla a salir fue todo un suplicio, no tengo idea de cómo actuar con una chica, siempre he sido el tímido, y Grecia, esa chica, me ponía a temblar como una gelatina con su sola presencia. ¿Cómo describir a Grecia? Con sus gafas parece el tipo de chica que no rompe ni un plato, y siempre ha tenido la cualidad de equivocarse en todo, si yo soy torpe, ella dice “quítate que ahí te voy”. Creo que eso me gustó de ella desde que la conocí, siempre intentando hacer todo lo mejor posible, y siempre encontrando la forma de arruinarlo, aunque tiene la cualidad de lograr que nadie se enoje con ella. No tengo idea de cómo lo hace, yo debería odiarla, en cambio, trato de escribir lo mejor de ella. Me mandó un Whatsapp un par de horas antes de ir a recogerla, avisándome que se nos unirían la Gina y el mamón de Mario. ¿Cómo diablos 141


habían conseguido entradas? Eso lo dejé de lado cuando Grecia me dijo que iríamos a los camerinos después de la presentación. Sonaba como todo un desastre, y vaya que lo fue. Se tomó una pausa intentando rememorar el indigerible suplicio de dos horas con esa música que estaba por lo menos diez años más allá de su comprensión. Retomó la pluma y continuó el recuento de actos caídos. Yo, solo quería quedar bien con ella, no ser un video viral, he visto más de diez veces el video y me siento… Creo que patético es una forma amable de llamarlo. No sé cómo voy a dar la cara mañana. Aún puedo sentir su (mala) leche por mi cara. ¿Qué fue lo primero que me dijo Mario? “Buena atrapada”. Tenía la cara bañada con semen y se le ocurre decirme eso, cómo si hubiese atrapado una pelota de beisbol en medio de un partido. Grecia me lo dijo y yo creí que era una broma, ¿quién se la saca para jalársela frente a mil personas? Esa canción debió darme una pista de lo que pasaría, y quizás pude haber evitado el salpicón mientras cantaban “te la voy a meter hasta por las orejas”. Cómo odio mi vida, carajo. Lo de los camerinos fue peor, podíamos oír la bacanal que ahí se estaba montando antes de entrar al backstage, me daba un horror confrontar el pepinillo del Perromachoalfa, como se hacía llamar aquel que daba voz con sus alaridos a esa banda. Y ahí estaba, fuera de su bragueta, “tomando el fresco”, según dijo Perromachoalfa, esa cosa era enorme, tragué saliva e intenté disimular que no se la había visto, pero alguien me reconoció, no tengo ni idea de quién, pero me mostró el video que era tendencia para ese momento, y yo, hacía la gran atrapada. Por lo menos tenía la boca cerrada. Hubiese detestado saber la respuesta cuando alguien me preguntara por su sabor. El Travestistein, era el guitarro, aun vestía la lencería rosada que usó en el escenario, aunque como el Perromachoalfa, andaba con el rabo desenvainado, eso sí, lo tenía ocupado en la boca de quién sabe qué, mientras se tomaban selfies con él “pa la banda”, decía entre carcajadas tronadoras. Perdí de vista a Grecia y a la Gina, Mario la verdad me daba igual, en ese 142


minúsculo cuarto éramos como veinte y muy pocos estábamos vestidos o al menos, teníamos el pene dentro de los pantalones. Fui en busca de ellas temiendo que se hubiesen integrado al espectáculo en ese breve parpadeo en que las perdí, no di con ellas, pero si con el Perromachoalfa, me acorraló en una esquina y honestamente estaba petrificado, creí que perdería mi honra con esa enorme bestia que se erguía entre. Sus. Piernas. Mario me apuntaba con su Iphone, tratando de captar el momento. ¡GGGUUURRRGGHHH!!! El perro explotó como una bomba, imitaba a la poseída en el exorcista, vomitando esa masa verdosa, sabrá qué diablos se metió, lo derramó por todo el piso, entre los que se daban hasta por las orejas y mis pantalones. Sobre todo en mis pantalones. Le di un empujón y salí corriendo como alma que lleva el diablo, a lo lejos pude escuchar a Mario. El muy cabrón se doblaba de risa. Y al salir, ahí estaban las dos, Gina intentaba alcanzarle las amígdalas con la lengua, y Grecia, mi pequeña Grecia… debo decir que hubiese preferido que ese infeliz me diera con su megarabo hasta por las orejas a ver esa escena. No dije nada, ¿qué podía decir? Pasé de largo y busqué en mi chaqueta mi celular y los auriculares, me los puse y di play a Bowie, Word on a Wing sonaba tan bien para un corazón roto. In this age of grand illusion You walked into my life Out of my dreams I don't need another change Still you forced your way Into my scheme of things La noche no era tan fría, pero se sentía como si estuviera bajo una tormenta helada, tampoco era primero de abril, y aun así, sentí que ese momento era la broma más cruel de todas. “No podía haber algo peor”, pensé esperando a que cayera una tormenta eléctrica. En su lugar, Mario me alcanzó e intentó hacerme volver, estaba preocupado por mí, aunque no lamentaba haber subido ese video a Youtube, ni a Facebook. “Hubieses visto tu cara cuando te salpicó”, dijo, el muy 143


cabrón entre risas, ¿qué hice? Lo que cualquiera hubiese hecho en su sano juicio. Tiré un puñetazo a sus costillas, lo hice con todas mis fuerzas. Cerró el diario abruptamente y se dio un vistazo al espejo que colgaba a un costado del escritorio, al pobre diablo que se reflejaba ante él, la hinchazón de su rostro que se perdía en un profundo y amoratado tono. La sangre seca por su boca y mejillas y el cuello de su camisa hecha tiras. Intentó sonreír y sintió los restos de un diente, lo escupió con algo de baba y el resto de su dignidad. Sucedió lo que tenía que pasar —escribió, sin dar gran detalle, no quería volver a realizar el recuento de cada golpe, ni sentir la orina tibia de nuevo, estaba seguro que se encontraría etiquetado en ese video en un rato más—. No sé cómo llegué a casa. Cómo me levanté y si en verdad me orinó, tal vez caí en un charco o algo así. Sabía que eso sucedió como no lo quería recordar, aun así, insistía en la reconfortante posibilidad a pesar de que era algo que no podía abrazar. Tarde o temprano tenía que confrontar esa tibia verdad. Y la cereza del pastel estaba esperándome en casa, las chicas “G”, estaban frente a la puerta, debían llevar horas ahí. Preguntaron por Mario, pero le perdí la pista después de que me uso como piñata. Grecia intentó hablar conmigo en privado con la expectante Gina a nuestras espaldas, “Quería arreglar las cosas”, dijo con una dificultad dolorosa, “Sé muy bien que te mueres por mí, bueno, todos lo saben, yo… lo lamento”. No podía contradecirla, en nada, aunque yo creí que no era tan obvio. Lo sé, nunca he sido bueno en estas cosas. No hubo más que decir, me quedé un rato ahí, sin más, no había nada para mí adentro, pero tarde o temprano debía entrar y escribir esto. Así que proseguí con el guion, batallé un rato con la puerta, me temblaban tanto las manos que no podía meter la llave. “Tenemos una montada pendiente, papi”, Perromachoalfa, me esperaba con el rabo desenfundado y apuntándome como la mira de un rifle, “empínate, ponte a cuatro, tu cara me da igual”. 144


Bueno, eso me lo saqué de la manga, un drama de más, aunque como iba esta noche no faltó poco para un desenlace así. No quiero ni pensar en lo que me espera mañana, ya soy el mejor chiste de la ciudad, 35 mil vistas de mi video así lo dicen, y eso que no he visto las actualizaciones. Pero, lo peor será volver a ver a Grecia, la chica que parece incapaz de romper un plato me hizo añicos el corazón. Hmnp, creo que esa banda no sonaba tan mal, si solo no… ¡Me lleva! Buscó en la pantalla de su celular y notó la cuarteadura que la atravesaba, no le era una sorpresa, iba con el momento, puso en el reproductor de audio Station to station de Bowie, esa canción hablaba de los calvarios de Cristo ante la crucifixión y era tan adecuada para él, solo por el sufrimiento, a fin de cuentas, él no era un sacrificio, solo un chiste con el corazón hecho girones. Y aun no podía odiarla, eso era lo peor, lo que le daba un sentido estricto a la expresión que rondaba su cabeza: “Mi vida es un asco”.

ISRAEL MONTALVO

México

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L

a espesura del bosque y sus sonidos nocturnos son capaces de hacernos pensar en lo terrible que oculta. Y era yo quien aquella noche aciaga caminaba a oscuras tratando de no tropezar, soportando las ramas que golpeaban mi rostro sorpresivamente, era

yo quien perdido en esa inmensidad de árboles y vegetación tenía los ojos llenándose de lágrimas. Había estado recogiendo leña en la tarde por órdenes de mi padrastro. El tipo no me caía bien pero tenía que respetarlo para no recibir sus palabrotas frente a mi delicada madre. Mis hermanos pequeños estaban en casa ayudándola. La enfermedad la tiene en sus redes, y muchas veces entre sueños la fiebre le hace gritar que alguien la observa a lo lejos, unos ojos blancos de entre las sombras, unos ojos burlescos, que según ella, anidan entre las secas raíces del árbol más viejo del bosque, el cual nadie ha visto jamás. El médico del pueblo me indicó que pronto se recuperaría, pero las semanas pasan y ella sigue tan débil y con esas pesadillas. Me bendijo antes de ir al bosque e hizo tres veces la santa seña sobre mí. La madera escasea por esta época del año y tuve que adentrarme un poco más en el bosque. El sol aún sobre el cielo me conminaba a seguir en mi labor, cuando al sacudir un viejo árbol de manzanos cargado de frutos, una bandada de aves negras salió despedida en un griterío ensordecedor que me hizo trastabillar y caer de espaldas. Vi las blancas nubes pasar por el cielo y cerré por un momento los ojos. Creo que me quedé dormido y cayó la noche. Sobresaltado me puse de pie al verme rodeado por la oscuridad. Ya no importaba la leña, solo pensaba en cómo salir de aquí, pero no encontré el camino. Corrí de un lado a otro intentado encontrar una vía de escape, mas la sombra oscura y aterradora del bosque no me daba chance de escapar. Ideas recorrían mi mente, los cuentos de terror y las leyendas que contaba mi abuela. Los duendes que algunas veces robaban a los bebés para devorárselos; la cara horrible que dice vio la Sra. McCarthy esculpida en un árbol; las brujas que fueron colgadas en tiempos lejanos y que ahora caminan o flotan como sábanas blancas riéndose y el más terrible de todos, a los que todos, incluidos los adultos 147


del pueblo tenían miedo: El diablo. Los ancianos supersticiosos de la villa lo llamaban “Populus Manducare”. El macho cabrío que habitaba lo profundo del bosque, tierra virgen y fértil, su territorio y el que nunca debíamos profanar. Muchos pobladores contaban que lo han visto, casi desde el origen del pueblo. Su andar encorvado, sus patas de chivo quemando la maleza al andar, su cabeza roja con largos cuernos enroscados cual remolinos de fuego, el innombrable devorador del bosque y guardián de las brujas. El miedo a la oscuridad era supremo, lo más terrible que hubiera sentido jamás. Empecé a rezar mentalmente para alejar aquellos terribles pensamientos y para encontrar el camino, pero era en vano, seguía todo viéndose igual. No sé cuánto tiempo haya pasado ya. Sigo perdido dando vueltas sobre mis pasos. No tengo fuerzas y siento la fiebre romper mi frente y mis sienes palpitar tan fuerte. Mis rodillas tiemblan. Hay una negra ave trinando extrañamente sobre una rama y… ¿Por qué hay una cabaña aquí? Me desmoroné sin sentido sobre el húmedo suelo. Sentí el calor sobre mí, la tibieza de unas manos sobre el pecho y sobre el rostro. De pronto algo frío en mi rostro y abrí los ojos, observé encima de mí una tez nívea y unos ojos chispeantes. ¡Era una joven! Tenía el cabello corto y me estaba mirando de extraña manera. Mi reacción fue bastante endeble debido a mi condición, solo atiné a tratar de incorporarme a lo cual ella se irguió y se alejó, dándome espacio para vislumbrar en dónde me encontraba. Estaba en una cabaña, de eso estaba seguro, acostado sobre algo de heno. Alumbrada por un pequeño fogón que calentaba una olla llena de algo. No vi sillas ni mesas, ni una cama ni algún artilugio normal en cualquier casa, solo como colgado en un extremo, dos largas trenzas de cabello, cual adornos apenas reconocibles. Esto era una choza, y solo un agujero en forma de puerta daba a la oscuridad del bosque. El fuego hacía danzar mi sombra cada vez que el viento soplaba. La joven vestida de negro, pues eso era lo que alcanzaba a ver, estaba dándome la espalda 148


mientras le daba vueltas al menjunje con una especie de larga vara o una rama. Un aroma se empezó a sentir, era algo suave al comienzo pero pocos minutos después se volvió fuerte y difícil de aguantar, no olía mal pero es que llenó todo el pequeño lugar tan de repente que sentí asfixiarme y caer en la somnolencia otra vez. Cuando empezaba a cerrar mis ojos vi a la mujer ponerse de pie y empezar a desvestirse. Totalmente desnuda su silueta perfecta de hembra era un vaivén de sombras, su blanca piel dejaba ver sus torneadas piernas y sus generosos senos, dio unos pasos y cuanto más se acercaba, más podía ver su clara piel invitándome al deseo. A mi edad nunca estuve con una chica y no pensaba mucho en ello, las muchachas me miraban mal por ser pobre y vivir en las afueras del pueblo. Pero eso no importaba ya, tenía enfrente a una mujer desnuda, no me detuve a pensar en por qué no podía verle la cara, el juego de las sombras y la oscuridad se unían para no revelármelo. No temas. Dijo. Me he perdido y… Te mostraré el verdadero camino Respondió, cortando mis palabras. El fuego se apagó de repente. Sentí su cuerpo acercarse, sus manos tomaron mis manos e hicieron que recorra su cuerpo. Sus senos, sus caderas, sus muslos fríos eran un sendero que recorrí con prontitud ya sin su ayuda. Su boca buscó la mía y su lengua degustó mi paladar. Sus manos sobre mi espalda apretaban tan fuerte y empecé a sentir dolor cuando sus uñas empezaron a clavarse en mi carne. Su beso me dejó en un limbo de placer que no conocía. No sentí miedo. El dulce placer de la lujuria empezaba a hacer mella en mí. Ni la oscuridad, ni el frio de su cuerpo me hacían presagiar que ella no era parte de mi realidad. Me sentía vivo, excitado. No podía ver como la cabaña desaparecía poco a poco, como las paredes se convertían en oscuras ramas y de donde el fuego había ardido, brotaba un árbol que ensanchándose crecía monstruoso en la inmensidad de la noche. Bajo nosotros el heno se convertía en podridas raíces donde insectos y alimañas de toda clase reptaban en silencio viéndome guarecer bajo el calor mortuorio y espectral con una bruja. Ella se disponía a llegar al coito. Mi sexo erecto de joven aprendiz se iba a 149


dejar arrastrar por donde ella quisiera, a donde ella fuera y cuando ella lo dispusiera. Sus besos bajaron por mi cuello hacia mi pecho, y se detuvieron a escuchar mi corazón. Qué cosa escuchó, no lo sabré. Unos segundos en silencio y bruscamente tomó mi mano, tomó mi dedo anular y llevándoselo a la boca con los dientes me hizo un corte, un pequeño sangrado y succionó la herida. Un grito, como un chillido animal resonó y me atontó. Sentí una ventisca helada y unas garras arañándome la espalda, fue lo único que supe antes de caer sin sentido, nuevamente. Desperté recostado bajo un árbol inmenso que tenía las raíces fuera de la tierra. Era muy grande y su color era bastante negruzco, sus raíces serpenteantes lo hacían bastante extraño y desagradable. Me levanté o traté de hacerlo lo más rápido que pude. A pesar de que ya era de día el miedo hizo temblar mi cuerpo y solo quería alejarme. Noté a una pequeña serpiente, con los ojos extrañamente blancos, escondida bajo una de las retorcidas raíces, no sé si fue el instinto pero ubiqué una piedra y le aplasté la cabeza. Anduve por una larga hora y entonces pude reconocer detalles del camino que tanto estuve buscando. Supe que regresaría a casa después de tan insólita y aterradora experiencia. Mientras estuve inconsciente tuve un sueño, un recuerdo que era antes recurrente y que luego de varios años de ausencia volvió a mí. Era un día brillante como en todos los veranos. Mamá me tenía cogido de la mano en la puerta de nuestra casa, mientras veíamos partir a Julieta y mi tía Genoveva. Julieta era mi hermana mayor y su blanca piel contrastaba con su larga cabellera negra. Mi tía por su lado ya tenía su edad pero no tenía hijos, por lo que cuidaba de nosotros muchas veces y compartía con mi madre las tareas del hogar. Mi abuelo estaba en la cocina preparando el fogón en el horno para cocinar el pan. Aquel día la harina de trigo nos supo amarga, se agrió la leche y se echó a perder la cena. Julieta se perdió cerca al bosque, nunca más volvimos a verla y yo tan solo recuerdo esas largas trenzas que le daban un aire infantil. Aquella tarde, antes de que empezara a anochecer, en el fuego del horno, en el leño ardiente convertido ya en carbón un pequeño pájaro negro, de ceniza, alzó vuelo silenciosamente en una extraña espiral que solo yo pude apreciar. 150


Nilton Hernández Rodríguez

Perú

Blog: http://fragmentosdeirrealidad.wordpress.com/

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