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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5
NRO 52 — JUNIO 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE VENTANAS MARIANA RUIz 7 LA NECESIDAD DE ADORARLA ADÁN ECHEVERRÍa 10 LA ÚLTIMA MIRADA LOLA ORTIZ VARGAs 19 CRAC NIEVES PASCUAL SOLEr 25 COMIDA FAMILIAR WILLIAM DOVE ESTRELLa 28 MACO Orlando W. Ugarte Mendoza 34 EN UN MAR DE MUERTOS J. R. SPINOZa 40 ENSAYANDO - EL LADO B LUNA BORDENAVe 44 UNA ESCENA SIGNIFICATIva victoria petersen 48 DIBUJO DE FAMILIA GUSTAVO VIGNERa 52 LOS PELOTUDOS SON PLAGA MARINA GÓMEZ ALAIs 57 BRUJERÍAS JUAN SEBASTIÁN FERNÁNDEZ RAMÍREz 61 EL HUEQUITO DE LA VIDA IÑAKI FERRERAs 66 En noche de espíritus Joan Luis Mora Díaz 69 DOMINGO DE AGOSTO CLARA FUENTEs 73 MEA CULPA DAMARIS GASSON PACHECo 76 5
UNA CENA ESPECIAL OSVALDO VILLALBa 80 SOY LA NIÑA DE SUS OJOS OSWALDO CASTRO ALFARo 85 CASA NUEVA CARLOS ENRIQUE SALDÍVAr 89 ÚLTIMA NOCHE ROJA Carlos M.FEDERICi 95 VENCIDO HÉCTOR GARCÍa 114 COSAS DEL AMOR EL ASESOR
MANUEL SERRANO FUNEs 119 WALTER UGARTe 121
¿QUIÉN SOY? José Luis Díaz Marcos 127 ESA VENTANA ABIERTA EDITH CARRIl 132 EL JUEGO DE LA ARENA ÁLVARO MORALEs 134 ENTRE DOS DEMONIOS JAVIER FEBO SANTIAGo 139 EL HUNDIMIENTO JULIO ALBERTO VILLARREAL GAVIRONDo 144 VIENTRE PERFECTO JOSÉ A. GARCÍa 14A
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l sol entraba por los agujeros de esa persiana rota y desvencijada, iluminaba el piso de madera que rechinaba siempre. Era la única luz, y ella ni sabía cuánto tiempo hacía que estaba ahí. Pero el miedo y la angustia habían pasado, ahora vivía por las caricias de él, la manera
en que la trataba, como la besaba y le hacía el amor. Lo esperaba a toda hora, lo extrañaba. Necesitaba verlo. Ya no podía estar sin
él. Él le sacaba las esposas, le curaba las heridas de las muñecas, le daba la comida en la boca y le acariciaba la cara y el pelo. Ella nunca llegó a saber por qué estaba ahí, nadie se lo dijo, ni siquiera él. Al principio preguntaba a los gritos. Con el paso del tiempo ya no le importó, ya no importaba. Solo quería verlo a él. Pero una mañana fue diferente: veloces sombras que corrían de un lado a otro le tapaban el sol. Él no apareció. Ella solo oía las carreras, los susurros. Un fuerte golpe desde el exterior y gritos. Y disparos. Y la puerta de su habitación se abrió bruscamente y un hombre de negro con lo que parecía un arma y una linterna entró. Ella, agazapada, lo miraba desde un rincón. No entendía qué pasaba, pero sabía que ese hombre no era su hombre. Se puso a gritar y a llorar y agarrarse de todos lados para que no la sacaran de esa habitación. El hombre de negro le decía que se quedara tranquila, que todo había pasado. De tanta histeria y llanto de ella, el hombre tuvo que pedir refuerzos, solo no la podía alzar. La sacaron de esa habitación tan hedionda como las ropas que llevaba puestas. La luz la encandiló, y solo atinó a mirar a un hombre que yacía boca abajo ensangrentado. Era él, o eso creyó. La despertó la claridad. El sol entraba por una ventana blanca y limpia. La cama era cálida y cómoda. Vio que los vendajes y cables habían reemplazado a las esposas. Le dolía la cabeza y estaba mareada. No entendía qué hacía ahí ni cómo había llegado. Solo recordaba el cuerpo inerte del hombre ensangrentado, ¿de él? Sí, ella sabía quién era y sabía también que no lo iba a ver más. El pensarlo la puso histérica de nuevo y se ahogó en un grito desgarrador. Sintió que alguien le agarraba la mano y le sostenía la cabeza. Cuando abrió los ojos lo vio a él. Era su hombre. Ella se fue calmando de a poco. Y, como pudo, le 8
tocó la cara. Y las lágrimas se le transformaron en admiración, deseo y alivio. —Shhh, tranquila —le susurró él al oído, mientras le sostenía la cabeza. Y ella volvió a aquella habitación oscura de pisos rechinantes, se dejó encerrar por esa voz y se dejó llevar por las caricias. De a poco, él le fue desconectando los cables. —Levantate despacito —dijo— que nos vamos. Ella hizo todo lo que le pidió sin decir palabra. Solo quería estar con él. Todo su mundo era él. Juntos caminaron hacia el ventanal a diez pisos de la calle. Ahora sí: nunca más, nadie más los iba a separar.
MARIANA RUIZ
Argentina
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odas las noches letra y letra sobre el blanco y ella no aparece. Tantas publicaciones, tanta publicidad para recibirlo en las ciudades; en cada conferencia revisando cuartos de hoteles y ella no se encuentra en ningún sitio. La persecución llegará a su fin, o la noche acabará por
tragárselos a todos. Ellas o las otras rompiendo las espadas de su propia desesperación, trazándose
la senda, hasta llegar a resolver el caos en que se han vertido separadas. Todo porque él no ha logrado encontrarla, y sus letras han dividido los ideales, destruyendo las creencias e implantando la semilla de la violencia en los corazones. Letra y letra sobre el blanco, todas las noches continúa buscándola. Era una continua imagen. Un pedazo de rostro que no podía iluminarse. La había mirado, escasos segundos al bajarse del metro, entre tanta gente. Su abrigo quedó atorado en el paraguas de un viejo sin rostro ni conciencia, sin un pasado que tuviera importancia, como tantos que deambulan este mundo con el destino mirando el horizonte y las calumnias atacando los recuerdos; y fue cuando al fin, gracias a esas piernas que se descubrieron, a los tenis sucios, y sobre las calcetas corridas hacia los tobillos, que pudo contemplarla intacta. La mujer tiró con violencia del abrigo, el paraguas del anciano cayó al suelo, y justo en ese momento, de cejas levantadas, quijada apretada, labios negros sugerentes, el enojo en creciente que le afirmaba los músculos inflamándola, y sin tanto maquillaje; justo ahí, como un relámpago, se soltaron las quimeras, y el flujo mental comenzó a desbordarle: todas las palabras existentes vinieron a refugiarse en su cerebro, a descolgarse de los ojos, a atravesársele en la punta de la lengua, una sobre otra, letra y letra, de la mente hacia la hoja en blanco, de la mente hacia la mano, de la mano hacia los dedos y los lápices, rayando caracteres, ideogramas que fueron silabando sin control, en una desesperación agitada que lo hacía atragantarse de palabras. Ella caminó en el andén, las puertas del vagón se cerraron dejándole al hombre, la mente en agonía. ¿Quién era esa mujer? ¿Quién o qué cosa tan inmensa era toda mujer? Y comenzó la indagatoria mental de las historias. Aquel viejo pudo haber tenido alguna amante en la juventud que fuera similar a aquella, y ahora le espera en casa para aventarle al rostro su infidelidad. Ese chico de más allá, a tres asientos de distancia, que intentaba dormitar recargado en la ventana del vagón puede estar cayendo en las redes de la niña de trenzas con quien, hace apenas una estación se estaba besando, ese pobre chico puede acabar encarcelado por intentar robar solo 11
para conseguir ser dueño de esas miradas lúnicas que tienen las amantes apenas pasadito el orgasmo. Mientras la niña de trenzas cruza la frontera del país con el dinero en los bolsillos; y el hombre los miró a unos y otras, brazos, piernas, estómagos crecidos, los tatuajes en la espalda baja, las cabelleras, los sudores...; las historias crecían, las letras caían sobre el blanco, se iban dibujando personajes, inicios, finales, entretiempos, términos, laberintos, claroscuros irreales y fantásticos; aquellas iniciaciones crecían saturándole el cosmos y el cuaderno en un ir y venir de facciones descompuestas, carcajadas; y se dio cuenta de que necesitaba más papel, que el lápiz ya no le alcanzaba para ese instante de luz que había cuajado desde la piel de aquella dama, y entonces el vagón del metro comenzó a moverse una vez más. Tenía que bajarse, mientras las voces en su interior crecían, apretándole los músculos; todas las personas a su alrededor le clavaban los ojos en la nuca, no se hallaba, necesitaba respirar; las manos le dolían y en el sopor quería acuchillarlos a todos, hacerlos pedacitos y guardárselos en los bolsillos para correr a casa, servirse un vaso de agua y poderles componer la vida, reescribiendo sus historias. Las fallas continuas de la luz en el interior de los andenes, los parpadeos de las sombras al atravesar los túneles lo sofocaban, y todos los rostros iban diciéndole, cuéntame, cuéntame a mí, yo quiero salir y existir de una buena vez, todos juntos se precipitaron sobre él, así, sin ojos encendidos; y él se hizo un ovillo en las bancas del vagón, aterrado. Le gritaban sin decoro, angustiadas, voces y voces que se confundían, y supo así, en tan pocos instantes, la vida de todos los que lo rodeaban, como un maniático vidente, como el más grande oráculo que había visto la humanidad. En eso se había convertido. Bajó del metro, y a cada paso una persona y su historia completa subía hacia su mente, y él almacenaba los recuerdos de todos; sus pasiones, sus sinsabores y desencuentros, ya no cabía más en su cabeza y cuando llegó a su cuarto, aquella buhardilla en la azotea, tuvo que escribirlas, y las palabras le dolían, le aterraban, le mordían mientras iban escapando del teclado. Salían solas y le dolían los dedos, se le espantaba el hambre y no dejaba de escribir. Se hizo de nuevo la mañana, y se percató que había estado trabajando quince horas seguidas; pidió un descanso a sí mismo, salió para comprar jugo de naranja, y de nuevo cada efigie le gritaba ser contado; historia completas que había que reducir a una frase, había que dar giros al lenguaje; pequeños parpadeos de humor; tensar el arco, un rayo de luz cubriéndole la espalda y de ahí al centro de la imaginación para activarse y brindarle la certeza de la frase 12
exacta, el párrafo conciso, lo real imaginario, la imaginación realista que tanto hubo que despedazar. Ojos que se precipitaban hacia la nariz, aleteando cual murciélagos fueron llegando las historias a depositarse como larvas en el cerebelo, y el estallido editorial. Luego fue el reconocimiento de los premios, la cimentación de su esfuerzo, y las ojeras poblándole la cara, creciendo y oscureciendo su ceño, quince horas diarias de escritura, y el encierro continuo de cigarros y hojas saliendo de las impresoras. Se recuerda atado a las mesas de los talleres literarios, donde había pasado cinco años de emborronar sus notas con pobres resultados para que, en un abrir y cerrar de los ojos del destino, se encontrara persiguiendo a esa mujer del metro, y al querer atraparla, ella le estuviera abriendo la conciencia. Lo negro se hizo pardo, lo rosa se hizo oscuridad, y afirmó la muerte y la violencia detrás de la poderosa voz de sus personajes femeninos, que solían orinarse en las esquinas, mientras conquistaban la guerra del poder de los hombres que solo cazan para ellas; ahí estaba él, con esta literatura del grito, ese reconocerse en el vértigo; ella no aparecía completa (cuéntame a mí, a mí o a mí que ya no cargo la dinamita de nombre en el olvido), solo la mano, el abrigo, la pierna, las cejas, la boca, la quijada, y tantos nombres, el escozor en los tímpanos, eran sombras que iban creciendo en los cuadernos; aquella mujer se aparecía por pedazos, era solo un pretexto para derramar su vastedad; no detenía el impulso de su parpadeo, como un clic continuo que le impulsaba a coger el cuaderno y saturar las ideas que le dolían; edificios oscuros, días soleados, nada de lluvia, los subterráneos, esas mujeres que se reconocían entre sí y se apretaban las piernas, esos hombres (minúsculos y seudos casi siempre) que no tenían más rostro que unos orificios oscuros y triangulares, sin personalidad, para qué, si él mismo no tenía rostro, igual se desdibujaba a diario, recreaba sus vicios, sus impulsos de catástrofe; las ojeras iban escondiéndole las facciones, su cerebelo y todo el raciocinio rebosaban por los párpados, era imposible sobreponerse a ese creciente río de signos que lo avasallaban, caminaba y tenía que evitar mirar a cualquier persona: esa mujer que tuvo tres amantes y estaba destinada a ser baleada, esa niña que se convertiría en pederasta desde la preparatoria, el hombre de los helados que atrae a los críos del colegio hacia su cueva de regalos y semen, la niña que le abre la bragueta a sus primitos que le toca cuidar por las tardes, esas monjas que torturan a las novicias rompiendo siempre el relicario, amas de casa que siempre disponen las mañanas para trazar su fortuna, su despiadada voluntad de 13
recibir a sus amantes, toda la furia del varón domado rebosándole la ruina, la maldita escritura que le hablaba a gritos y le hacía escribir hasta doler los dedos; el novel escritor tenía ese poder ahora. No podía leer más libros, era demasiado, en cada fragmento de lectura él imaginaba de tres hasta cinco historias; todo lo que en los años de taller le habían permitido la creación de tres cuentos medianamente malos, ahora le hacían producir sin descanso obras de las que surgían reseñas tesis, críticas, cátedras, movimientos artísticos alrededor de su nombre, recibiendo solicitudes de jóvenes tesistas, que querían aprender del novel maestro; su nombre poblaba las librerías, la firma de autógrafos, disturbios para poder ver al escritor que les daba la oportunidad de ver reflejada su propia vida al descubierto, todo por aquella mujer de tenis, piernas agrias y labios negros que vio bajar del metro, sacudiéndose a aquel anciano. Tenía que encontrarla, saber de ella, volverla a ver, la lucha contra la imagen blanca del ordenador que siempre le consumía la respiración, y las memorias USB que todo lo contenían; fueron creciendo los proyectos, llegaron las becas, el premio nacional, los aplausos y los homenajes en vida, las medallas con su nombre, lo había ganado todo; el sexo desenfrenado con esas mocositas que se juntan a sus pies, porque siempre han querido ser escritoras y no hay quien les dé el empujoncito; tanto necesitarte, tanto necesitarte y nada que nada, que no vienes a mí, ¿quién carajos era? Todas las mujeres se le regalaban para que él pudiera hojear sus textos, no podía decirles de su imposibilidad de leer, no podía conocer historias que no fueran las que el mundo le escupía dentro de la cabeza; cuántas veces hizo matar a sus amantitas en sus cuentos y novelas, todas se reconocían y lo adoraban, venían a su cama, a treparse sobre sus párpados, habitándole las paredes del tórax, saturando las dedicatorias, y ellas festejando ser tomadas en cuenta; siempre lamiendo sus agudos gritos, sosteniéndoles el arco de la espalda en esa covacha rebosante de papeles; tenía que ser él quien se muriera al fin, como lo hacían todos los varones de sus textos, los hombres no valen para mayor carajo en este mundo matriarcal en que nos hemos empecinado; nada de machismos, sino hay más que el poder vaginal que todo lo disputa y lo controla, qué valen los golpes en el rostro si puede uno ser apretado del pene para darlo todo, si podemos ser apedreados en las avenidas. No ha podido encontrarla y conforme pasa el tiempo, letra por letra, letra sobre el blanco y nada, ella no aparece, no hace acto de presencia en su vida, tiempos de aquelarres y rituales que todo lo componen, la voz y el grito, el aullido del alma 14
que se va descomponiendo como se extiende el agua sobre el aceite, así llegaban una a otra: teresa, lilia, rosario, mónica, mari, patricia, maricruz, lucrecia, rocío, mireya, nancy, jahaira, diana, todas las hembritas vaginosas y agridulces que pronto se apuntaron a llenarle el tiempo, y le daban la oportunidad de conocerse adentro de sus mentes, en sus memorias, en esas mentiras con que se narran las historias, las alas, el cadalso, ahí está la guillotina, la mujer que escarba, la hembra dulce que se agita en los elevadores, escarbar y escarbar para encontrarla. Soy la que buscas, decían las más atrevidas, soy mejor que aquella, decían las más poderosas, de piernas amenazantes, que le rodeaban la cadera mientras lo cabalgaban; era necesario acabar con todas, escribirlas a todas, dedicarse a todas; ellas renunciaron a encontrar en su vida más que el simple y necesario hecho de formar una historia escrita, que sería aplaudida por el público. Querían más, lo harían héroe, lo harían homicida, lo convertirían en mito o en un ser supremo que les desnude la malicia, la macerante flama que las delineara, él las reconoce enteras para el ahorcamiento; todas ahí en el reflejo del agua, cayendo como gotas de sulfuro sobre su guardarropa, y van subiendo las voces, y van despreciando las marcas, y las golondrinas, previsoras, planean sobre su techo, como quimeras que nunca le sueltan el balcón de la noche, ahí están todas, detenidas en el techo cual langostas que consumen la tierra. Algunos comenzaron a odiarlo por su androginismo, por su visión de la derrota del macho y la creciente fortaleza de las asesinas que todo podían conquistarlo, y en esas ciudades llenas de humo-motor, hacinamiento-robos y descomposición-ruido fue tejiéndose la realidad que él suponía. Fueron más las demandas de divorcio, más las infidelidades y las castraciones; las mujeres fueron odiando al victimario antiguo y obsoleto, pisando la cabeza de la serpiente, esos hombres que siempre se arrastraban; mujeres apresadas, mujeres decapitando sacerdotes, monjas desgarrándose los hábitos, persiguiendo la libertad de las costras, la lasitud del orgasmo. Hombres asesinados a la máxima potencia, mujeres uniéndose entre sí para conquistarse el corazón y los delirios; y los hombres se volvieron material desechable. Se quemaron los templos, se reformaron los partidos políticos y las leyes, y las asesinas crecieron, desapareciendo las muertas de Juárez y solo se hablaba de los muertos de cuanta ciudad quisiera reconocerse liberada, y todos lo culpaban a él, de esta avalancha de féminas, y ellas mismas lo protegían, escalando puestos de 15
gobierno, ocupando las magistraturas, el congreso; ellas lo protegían por indagar en las historias de los que las habían conocido. Vinieron los actos terroristas para asesinarlo, y cambiaron las condenas hacia la silla eléctrica, se recrudecieron las leyes para detener a los perseguidores, y él queda callado, mirando desde el último piso de la torre más alta en la ciudad más importante, a sus hembras que siguen plenas en su adoración, como si fuera, él mismo, un antiguo becerro de oro reencarnado, ellas que lo protegen y le exigen que siga escribiendo. Y de ahí a nuevos textos, nuevas imaginarias que lo llevaban a ser admirado más que en esos instantes de sexo bien recompensado, ahora como un visionario, como el padre de una nueva época. Pero él emborronaba todo, sabiendo que hacía falta el apretón en la mandíbula, no quería perpetuarse, conocía la ruina a que había asistido, que había disparado en las conciencias; por eso no hubo certificados que unieran apellidos, quizá algunas crías y valor para mantenerlas, mientras las mujeres poblaban las cantinas, corrían desnudas en las calles; los varoncitos debían ser ahorcados al nacer, solo las niñas eran necesarias; y las mujeres de ciencia fueron recuperando el semen de todos los machos que eran llevados al laboratorio, arrebatarles los epidídimos por si alguna hembra aún tenía la intención de perpetuar su purificada sangre, por si alguna hembra creía refugiarse en alguna linda criatura vaginosa y fuerte que viniera a representarle la maternidad haciendo uso de la inseminación artificial, reproduciéndose en probetas, y con esto los machos ni para el sexo serían útiles. Y fue quedándose tan solo él, que lo empezó todo, con su insoportable necesidad de escribir sobre mujeres fuertes, como aquella que derribó al anciano del metro; pero no más cadenas que las de la imaginación globalizada, esa mujer de rostro difuso que apenas unos segundos él pudo mirar en el metro; a ella le debía todo, el dinero, la fama, los besos, los aplausos, las editoriales, los aduladores que se quedan con el diez por ciento, todo, y el insomnio desquiciante-hermano que le circunda, y ella se arrastra y toma fuerza en otras piernas, en otros senos de siempre. Sus amigos pintores también la han imaginado, buscando la oportunidad de ver su obra en una portada del maestro, y los seminarios, y las conferencias y está entre nosotros el escritor... venga un aplauso, e inaugurar la feria del libro, y en los encuentros de provincia era vitoreado, y la cátedra sobre su obra, programas de televisión, espectáculos, escuelas con su nombre, avenidas, edificios, se envejece en soledad, y a las conferencias solo asiste el verdadero sexo fuerte, ellas que son el 16
impulso vital de su trabajo, ellas que quieren repetirle las fórmulas, ellas que son las dueñas de los capiteles de la sociedad; los machos cada vez son menos, y todo por culpa de esa mujer, que quizá ha muerto luego de cuarenta años, que quizá se llenó de hijos, o fue golpeada por el marido hasta la muerte, que quizá no tiene idea que ha dado nombre a un joven que jugaba a ser escritor, una tarde en el metro; un tipo que en sus textos ha creado una nueva era de hembras poderosas sin presentirlo, cuando su abrigo se atoró con el paraguas de un anciano, tiró de él rompiéndolo, y la mujer no pudo presentarse en esas fachas a la entrevista de trabajo, y que jamás alguien supo quién era, pero todas han querido ser, esa fuente de inspiración que le ha desbordado el arte en un solo parpadeo. Y el nuevo mundo fémino se ha vuelto imperio, solo quedan algunas mujeres rebeldes que se niegan a deshacerse de sus machos porque, oh, diosa mía, madre pulposa, lo siguen creyendo, piensan que los aman, y están en la oscuridad buscando la forma de vengarse de ésas voluntariosas, que han tomado el poder. Laten su desprecio por destruir a aquel maldito escritor que lo comenzó todo, porque las cosas se han definido de manera diferente por puro error, por puro malentendido, o por malintencionadas. Ese escritorzuelo paranoico, de voces en las orejas, que se ha despedazado por dedicarse a adorar más de la cuenta a una mujer-sombra que se pasea adentro de su mente, como un maldito imán para traer hacia la hoja en blanco, todas las historias de mujeres que llevaron el viejo mundo al caos, y que renació en la voluntad de todas las mujeres que se sintieron liberadas, y conocieron sus capacidades para el poder. Dos tipos de mujeres independientes lo persiguen, unas por ser quien comenzó todo y le rinden tributo, otras porque no quieren seguir leyendo sobre hembras poderosas. Unas quieren su lugar en el mundo, seguir siendo las dueñas de su destino y solo quieren que se escriba sobre la debilidad de los machos que están dispuestas a desaparecer de la faz de la tierra. Las otras son rebeldes belicosas que se niegan a entregarlos, refugiadas en los subterráneos, cuidando a sus hombres y robando a los varoncitos antes que los ahorquen, esperando dar muerte a ese escritorzuelo, hasta el día que despunte el sol del raciocinio y el amor entregue de nuevo su aletazo, o que las plumas de nuevo puedan reescribir la historia almidonada de un vivieron felices para siempre.
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ADÁN ECHEVERRÍA
México
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l conductor avisó del cierre de puertas y un joven saltó dentro del vagón justo a tiempo; las puertas se cerraron y el metro se puso en marcha hacia su próxima parada: la cincuenta y nueve con Columbia Circle.
Ella no fue la única que no se subió. En aquella parada se cruzaban varias
líneas y no era extraño que alguien se sentara durante rato dejando pasar varios trenes. No sabía cuánto llevaba allí. Nadie le había prestado atención, ni lo hubieran hecho aunque aguardara allí durante días, en la misma posición, en el mismo banco. Tampoco la habrían echado de menos si, tras un largo periodo habitándolo, hubiera desaparecido de repente. Por eso se sentaba allí, para pensar en todo aquello. Miraba, se intentaba arreglar el moño desaliñado y se subía y bajaba la cremallera de la gastada sudadera. No comprendía. Sus oscuros ojos percibían la entrada y salida de trenes y, sin quererlo, aquel trajín se había convertido en el hilo conductor que alimentaba sus pensamientos. Sin embargo, su intención era alejar su mente del hipnótico movimiento y encontrar, entre todos aquellos pasajeros, a alguien. Una persona cuya mirada le respondiera. Se preguntaba cómo podían ir y venir incesantes. Se entristecía al verlos encaminarse tan deprisa que casi se atropellaban unos a otros; tan cansados que el aliento apenas les llegaba para el siguiente paso. Subían y bajaban, perdían el metro en sus narices, esperaban al siguiente y no la veían. Ella observaba. Se soltó el encrespado pelo. No lo entendía, nadie la veía. Aquello no la obsesionaba porque fuera ella alguien que merece ser visto en especial, sino porque estaba allí, al igual que todos. Pero nadie se paraba, y alguien tenía que hacerlo. Eso le había tocado a ella. No podía culparlos, ella también había cogido el metro sin ver. Cuántos años se había pasado apeándose en estaciones llenas de gente, sin prestar atención a nadie; corriendo para servir durante horas, con su mejor sonrisa, a decenas de personas y después, había vuelto a la misma estación donde los que habían consumido su día atendiendo a otros se concentraban en retener sus últimas energías con la esperanza de que, al llegar a sus casas, les quedara, ni que fuera, un resquicio que pudieran poner al servicio de aquellos con los que compartían hogar. Nunca supo si los demás lo conseguían; en su caso, rara vez fue así. Se aplastaba el pelo una y otra vez mientras negaba con la cabeza. No podía 20
recriminárselo, no lo saben. Pero no pueden seguir sin mirar. Alguien tiene que ayudarles; alguien tiene que explicárselo. Se arremangó las mangas de la sudadera, le estaba entrando calor. Segundos después, decidió quitársela. Entonces sintió frío y se la volvió a poner. ¿Cómo había conseguido ella pararse y mirar por primera vez? No lo recordaba. ¿Importaba? No. No se podía perder en el cómo, tenía que focalizarse en la cuestión, en mirar. ¿Podría ella hacerles entender que todo residía en eso? Toda la tristeza, la belleza e incluso la angustia, daban igual si te parabas y mirabas. No es que no fueran importantes, lo eran, eran todo. Un todo más inmenso de lo que uno puede entender o explicar. Una de esas cosas que uno sabe y siente sin un ápice de duda. Pero cómo demostrarlo. Se levantó de golpe y se quitó la sudadera. No podía seguir sentada, el calor había vuelto y cada vez se hacía más intenso. Necesitaba moverse, airearse. Anduvo por el andén hasta el lugar de acceso. Allí corría una brisa, la corriente que surge de la mezcla de aire de la superficie y la de los túneles. La respiró despacio y cerró los ojos. No pasaba nada, todo era como debía ser y ella poco podía hacer. Lo sabía desde hacía tiempo. Cada uno tenía que hacerlo por sí mismo. Cogió una gran bocanada de aire y se puso la sudadera. Caminó el andén en la otra dirección. Iba contemplando a los demás. Allí estaban, pobrecitos. Seguían moviéndose, subiendo y bajando del metro sin mirar. No era justo, tenían que saberlo. Ella no podía permitir que aquellas personas siguieran así, no era suficiente con que ella lo supiera. Volvieron a golpearle los sofocos y se abrió la cremallera, otra vez. Tenía que hacer algo. “Los trenes de la línea Q circulan con retraso debido a una avería en la estación 96 produciendo demoras que pueden superar los quince minutos. Rogamos disculpen las molestias y sentimos los posibles inconvenientes causados.” Se escuchó con dificultades por la megafonía y un chico se sentó en un banco sin estar seguro de haber entendido bien lo que acababan de decir. Aunque llevaba casi un año en la ciudad, aún se le hacía difícil comprender el inglés de algunos neoyorquinos y, más aún, el de los anuncios del metro, con todo el ruido de alrededor y la pésima sonoridad. No se ofuscó, no tenía energías para eso. Mientras estuviera sentado y pudiera descansar las piernas y la espalda, resentidas después del servicio en el restaurante, poco le importaban quince o veinte minutos más. Entonces la volvió a ver pasar. Llevaba un rato observándola con cautela. No quería que se sintiera 21
intimidada, pero aquella mulata le causaba mucha curiosidad. En todo aquel tiempo en la ciudad, había visto a todo tipo de personajes transitando o habitando el metro. Su tía se lo había advertido cuando llegó: “Tenga cuidado hijito, acá no es como allá. Acá hay mucha gente que ha perdido la cabeza, porque esta ciudad es de locos y acá la vida es muy dura. Y ¿dónde van? Al metro. Ya lo verá, ¡está lleno! Me oye. Es que los pobrecitos… allá dentro por lo menos no hace tanto frío. Así que tenga cuidado”. Sin embargo, aquellas personas seguían atrayendo su atención. A veces, de una forma extraña, se sentía cercano a ellas. No porque se viera identificado por haber vivido una situación parecida. Aunque era verdad que siempre había vivido aferrándose a alguna delgada rama que había impedido que la corriente de la miseria lo arrastrara, nunca le había faltado un lugar donde cobijarse y algo con que llenar el estómago. Sin embargo, lo que captaba su atención era algo relacionado con sus ojos. Un brillo entelado que algunos tenían en su mirada. Ella lo tenía. No dejaba de moverse, de atusarse el pelo y parecía que la sudadera le molestaba. Murmuraba algo. Tuvo ganas de saber qué estaría diciendo y, en aquel momento, casi como respondiendo a su deseo, lo que ella había empezado a decir entre dientes estalló en un discurso gritado. Tardaron unos minutos en aparecer un par de policías que, con un imperativo respetuoso, la invitaron a que los acompañara y, con amabilidad autoritaria, le indicaron que iban a conducirla hacia la salida. Los que le habían prestado un poco de atención alejada y aquellos que, con disimulo, se habían apartado de ella, volvían a estar pendientes de sus teléfonos o de las conversaciones que habían interrumpido. Los neoyorquinos necesitaban un espectáculo más grotesco para que su atención quedase realmente prendada. No les bastaba con un discurso del tipo: “¡Paraos y mirad! No es el metro lo que estáis perdiendo, ¡es la vida! Está pasando y no la estáis viendo. Sí, sí, sí, ya lo habéis oído antes. Que si Jesús, que si Buda... ¡Pero tranquilos, no temáis! Porqué el miedo no existe. No si lo miras, entonces, se va. Creedme, es como magia. La vida es ligera y bella... Depende de vosotros, solo de vosotros”. No podía decir que aquel discurso fragmentado, intercalado con unos intensos suspiros que empujaban cada frase, que a su vez iban acompañadas de expresivas gesticulaciones, le resultara nuevo. Él ya había escuchado palabras parecidas, no solo a otros merodeadores de las entrañas de Nueva York, sino también a un señor en su 22
pueblo, en República Dominicana. El Loquito Juan, le llamaban, solía tener arranques parecidos. Aunque el Loquito Juan, al contrario que esta chica, nunca causaba indiferencia en su audiencia. Siempre recibía alguna respuesta, unas más respetuosas que otras, de los otros habituales de la plaza del pueblo, donde iba cada tarde, o de cualquiera que pasara por ahí. Hasta que aparecieron los policías, no se dio cuenta de con cuánta intensidad le estaba prestando atención. Las palabras de aquella mulata no eran música nueva, pero resonaban muy armónicas en su interior. Entonces se percató del clima de indiferencia general, de las miradas de lástima disimulada, del protocolario y frío respeto con que acudían para que se calmase y, así, poder llevársela donde no incomodara al resto de usuarios que tenían derecho a no ser perturbados con alentadoras palabras sobre la vida. No sabía cuánto después, mientras subía las escaleras del edificio en el que vivía, seguía sin comprender. No la fría y vacía indiferencia que generaba todo aquello que se salía del decoro y la cordura urbana-cosmopolita que tanto apelaba a la integración. A eso parecía que ya se había acostumbrado, como todos. Qué remedio, si uno es pez fuera del agua, adaptarse o morir. Y eso sí que no, se lo había prometido a sí mismo el día que despegó y pudo ver cómo se alejaba de su isla: “Allá no, cuando me tenga que morir, será en mi República Dominicana”. Puede que lo que le mantenía acongojado fuera el brote de aquel deseo de sucumbir; la tentación de levantarse, apartar a los dos policías, abrazar a la muchacha y susurrarle que todo estaba bien. Pero aquel impulso podía disfrazarlo bajo la excusa del cansancio, que ya se sabe, juega muy malas pasadas. Podría, si no hubiera sido por la última mirada. Aquellos oscuros ojos habían hecho emerger otra imagen en su memoria, la cara de un jugador de fútbol americano. Cuando vivía en Dominicana acostumbraba a mirar partidos de beisbol y, alguna que otra vez, los de pelota, que en inglés le llamaban soccer y nadie los miraba. Unos meses después de llegar a la ciudad, un compañero del trabajo hizo una fiesta en su casa para ver un gran partido de fútbol americano. Era la primera vez que él veía uno. En ningún momento dijo que no entendía nada del correcorre y de las embestidas de unos a otros. Intentó intuir de qué iba y disfrutar sin más. Hacía el final del partido, uno de los jugadores, por lo visto una de las estrellas, cometió una falta —le pareció increíble que algo pudiera ser considerado falta en aquel juego—. Pues bien, el jugador debió saber lo que se hacía y 23
el que entró en su lugar también, ya que, en un par de minutos, recondujeron la situación y, antes de acabar, consiguieron adelantarse en el marcador. Justo después de cometer la supuesta falta y antes de dejar el campo, el jugador que salía se quitó el casco y miró al compañero que entraba. En aquel momento, viendo el partido en una gran pantalla de un salón desconocido, él no pudo comprender el por qué, pero el encuentro de aquellos ojos estaba cargado de sosiego y satisfacción, sin dudas. Aquella imagen brotó en su memoria cuando la mulata posó sus ojos sobre él antes de dejarse llevar por los agentes, y le había perseguido, junto a los oscuros ojos, hasta las escaleras de su piso. En la última mirada que la mulata había dejado caer sobre él —bien por casualidad o porque había notado que algo de todo aquello que hervía dentro de ella, de alguna forma, a él le había llegado— juraría haber vislumbrado sosiego y satisfacción, sin dudas.
LOLA ORTIZ VARGAS
España
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ra una tarde de verano. Llovía fuerte en el pueblo. Se oyó un trueno, luego un ¡Crac! seguido de un ¡Búm! Carmen y Juan estaban en el salón de casa. Él, detrás del diario. Ella paró de tejer.
—Juan. —¿Qué? —¿Has oído eso? —¿Cómo no voy a oírlo? Carmen siguió tejiendo tranquilamente. Juan continuaba tras el diario. —Juan. —¿Qué? —¿Tienes hambre? Él alzó los ojos al reloj de la pared. —Son las ocho, mujer. Es temprano. Al rato ella preguntó de nuevo si tenía hambre. Todavía eran las ocho. A esa hora, en otra casa, Ana, hija de Carmen y de Juan, corría sobre una cinta
que se ralentizaba. Cerró los puños con enfado y fue a la cocina. —¡Otra vez la maldita máquina! —le dijo con voz pastosa a Jorge quien, parsimonioso, le ponía la correa al perro. —Volveremos tarde —contestó él. El perro, Foxy, era el mastín alemán de Mariano. Se suponía que Mariano estaba de viaje y Ana y Jorge se ocupaban del animal. Pero Mariano estaba en su dormitorio colgando de una soga que no acababa de ahorcarlo. Mientras su cuerpo se balanceaba adelante y atrás Mariano pensaba en los pechos de Elena. En ese momento Elena estaba debajo de Bruno. Sobre sus pechos las manos de su amante. Suspendidos en un orgasmo lento, agotados al borde del desmayo, proferían gritos sostenidos de placer. Ramón, el vecino, dejaba de desgranar las mazorcas que había traído de la finca el día anterior para comenzar, templado, a aporrear la pared con una de ellas. Mientras, en el hospital, su prima Adela intentaba dar a luz a Raulito que parecía resistirse a entrar en este mundo. Muy poco a poco salía al exterior la cabeza peluda del bebé. El padre tardaba en llegar. Los coches circulaban despacio. Carmen dejó las agujas sobre la mesa y se levantó a mirar por la ventana. —¡Pobrecitos! —dijo de los pájaros que se desplomaban del cielo. 26
A su derecha la torre que soportaba la antena celular había quebrado otra vez y caído a tierra. Cuando Internet iba lento la vida perdía velocidad. —Juan —dijo girando la cabeza hacia él. —¿Qué? —¿Tienes hambre? El hombre miró el reloj. —La verdad es que sí.
NIEVES PASCUAL SOLER
España
Páginas WEB:academia.edu; researchgate.com
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or qué no había de salir hoy, aunque lloviera, si había de organizar la comida familiar; por una vez que veía a sus hijos, no tenía excusas para permanecer dentro de casa. Por qué no se había de levantar perezosamente de la silla, reposar sus pies descalzos encima de las
baldosas frías y relucientes y dejar que un escalofrío cosquilloso circulara por su cuerpo.
El piso de Elena era antiguo. Estaba constituido por muebles de la década de los setenta o de tiempos anteriores y, como estaban fabricados de madera de caoba oscura, cualquier rastro de polvo se podía detectar a simple vista. Por ello, había desarrollado un agudo sentido del orden, una obsesión de tener la mínima cantidad de suciedad posible, extendiendo un olor a detergente en cada sesión de limpieza. Era una lástima haber de ponerse las botas que su hijo Domingo le había regalado unos años atrás. Hasta aquel momento, Elena no las había utilizado, porque, al ser tan negras, después de hacerlas pasear una sola vez ya estarían demasiado sucias para su gusto, culpa de todo el polvo y mugre de la calle. Se dirigió a la cocina para obtener su bolsa más voluminosa —tan grande era, que su hijo Domingo siempre decía que ahí se podía hasta introducir un buey— y agarró su cartera del velador de su cuarto. Finalmente, obtuvo su paraguas del tamaño de una sombrilla que siempre dejaba boca abajo dentro de un cubo, al lado de la puerta. No temía otra alternativa que descender por la espiral de las escaleras; el ascensor no funcionaba debido a fallos en el sistema electrónico, por ello Elena pensó yo siempre lo digo, cuánto más complejo es un chisme, más difícil es de reparar. Hacía mucho tiempo que Rubén, el portero, había prometido contratar un servicio técnico para solucionar el problema, pero jamás lo había terminado de hacer, él era un hombre más de palabra que de acción. Tercera planta, segunda, primera y por fin planta cero, donde Rubén estaba barriendo y silbando. —Tenga un buen día, señora —dijo él—. Cuídese. Elena respondió con un leve movimiento de cabeza, salió por el portal que daba al exterior y abrió su paraguas. Antes de andar en la llana acera, sin embargo, había de subir otras malditas escaleras. Siempre protestaba de su existencia, a lo que su segundo hijo Daniel siempre respondía si no sería más fácil mudarse a un sitio más adecuado. Al terminar de hacer el titánico esfuerzo de ascender por aquellos escalones, repasó la ruta para sí misma, para evitar perderse. Las gotas de agua eran piedras que pegaban en la tela del paraguas, provocando un ruido que Elena gozaba 29
percibir. Por primera vez en mucho tiempo, halló el mercado casi vacío, solo estaban los dependientes de cada tienda esperando a la llegada de algún cliente y unos chicos jóvenes trasladando cajas de una furgoneta a la pescadería. El espacio había devenido mucho más amplio y cómodo. Su estructura era arcaica, hecha de acero gastado pero resistente como una roca, una maravilla estética, pero los elementos del interior habían sido diseñados por un artista que carecía de buen gusto. Elena debía haber hecho una lista de la compra antes de salir, pensó dónde tengo la cabeza, cada vez estoy peor, debe ser la edad. Su intención original había sido comprar la comida para lo que restaba de semana además de los ingredientes necesarios para la reunión familiar. No obstante, sin un listado eso era imposible, por lo cual optó por solo comprar los alimentos para la comida con sus hijos —cada año preparaba el mismo menú, sopa y fricandó, eso sí era fácil de recordar. Primero se dirigió a la carnicería, dentro de la cual estaba Federico, el dependiente, leyendo una revista de prensa amarilla. En el momento que vio a Elena acercarse, ocultó su revista y sonrió, contento de poder ocupar sus manos con una actividad productiva por primera vez en aquella mañana. —Menudo día —dijo Elena—. A ver cuando vuelve el sol. —Ya lo puede decir, ya —dijo Federico—. No están las cosas como para pasar mucho tiempo sin vender ningún producto. —En la tele decían que las lluvias durarán un par de días más… En todo caso, deme un kilo de ternera, por favor. Para hacer fricandó. La sonrisa de Federico desapareció como un tesoro enterrado. —¿Ocurre algo? —dijo Elena. —¿Me ha dicho fricandó? Para… ¿para sus hijos? —Sí, Federico, sí, para mis hijos. Ya sabe que cada año vienen a comer a casa y siempre les doy lo mismo porque… —Perdone que la interrumpa, pero ¿no se acuerda de lo que pasó el año pasado con su familia? —Claro que me acuerdo, hombre, claro que me acuerdo —dijo Elena, sin pensar—. Póngame un kilo de ternera, por favor. Federico suspiró con lástima y obedeció las órdenes de Elena: cortó la ternera a trozos finos, envolvió la comida con un papel grueso y la colocó encima de la balanza, mientras se decía a sí mismo qué le vamos a hacer. 30
—¿Cuánto te debo? —dijo Elena. —Lo mismo de siempre —dijo Federico—. Aquí los precios no cambian, ya lo sabe. —Es verdad, no me acordaba. Eran veinte euros, ¿verdad? —No —dijo Federico con lástima—. Diecisiete. Elena colocó encima del mostrador un billete de diez, otro de cinco y una moneda de dos. —Aquí tiene —dijo él, entregando la bolsa a Elena—, pase un buen día. —Hasta luego —dijo ella—, quizá vuelva la semana que viene, aunque caigan rayos y truenos del cielo. Tras despedirse del carnicero, el recuerdo de la comida familiar de cinco años atrás impactó la mente de Elena como un martillazo. Sus hijos se habían presentado más elegantes de lo normal, porque David iba a presentar a la familia a su novia Laia, con la que había tenido una relación de apenas unos meses. La presentación fue impecable, Laia se adaptó dentro de la dinámica de la casa de Elena nada más entrar. No obstante, cuando Elena ya estaba sirviendo la sopa, Domingo no tuvo mejor idea que decir voy a votar a las izquierdas estas elecciones. Entonces ya no había vuelta atrás; se había echado fuego a una materia demasiado inflamable. Si bien Laia probó de desviar comentando sobre el olor delicioso del caldo, aquel fue un intento en vano. —¿Eres consciente de que autónomos como yo pagamos una cantidad asfixiante de impuestos? —dijo David—. Por culpa de personas y políticos de tu ideología, mi negocio nunca arranca, porque para vosotros es prioritario invertir fondos públicos en charlas sobre masturbación que en la facilitación de la actividad empresarial, la cual, por cierto, crea la mayor parte del empleo en este país. Domingo disparó una risa sarcástica. —¿Quién va a pagar las carreteras, entonces? —dijo—. ¿Y la sanidad? ¿O es que tus necesidades emprendedoras van por encima de todo? El dinero no cae del cielo. Aunque ganes toneladas de dinero con tus negocios de mierda lo quieres todo para ti. Eres un egoísta. A ver cuando aplicas valores como la solidaridad en el día a día. —Parad, por favor —dijo Elena, sin esperar ser escuchada. Sin embargo, David comenzó a hablar con mucha más agresividad: —No quiero ser solidario con gente que se permite el lujo de tocarse la barriga 31
todo el día gracias a las subvenciones del estado. Estoy hasta los cojones de estar explotado y abusado por un gobierno comunista y demagogo. —Al menos la izquierda intenta cumplir sus promesas —dijo Domingo—, a diferencia de la derecha. —¡Basta! —dijo Elena—. ¿Cuántas veces os he dicho que no quiero que se hable de política en esta mesa? Joder, que he estado una hora cocinando esto. Tengamos la fiesta en paz. Pero la llama del debate político ya había consumido el ambiente. A partir de entonces, nadie osó abrir la boca y, cuando Elena se dispuso a distribuir el segundo plato, Domingo se levantó de la silla y dijo “no quiero comer delante del impresentable de mi hermano, que lo jodan”. La estupefacta Elena no tuvo tiempo a articular ninguna palabra antes de que Domingo pegara un portazo y entrara en el ascensor, que en aquel entonces sí funcionaba. Al recordar aquel episodio, Elena experimentó un apretón en el estómago, no era tristeza, tampoco rabia, era dolor físico. Por ello, en los años posteriores, cada vez que Elena organizaba la comida familiar, regresaba al pasado y temía que los sucesos se repitieran. Ese año, afortunadamente, no era de ciclo electoral y no estaba sucediendo nada relevante en el escenario político que pudiera suscitar un debate. Pero siempre cabía la posibilidad de que David se quejara del nivel de impuestos, o que Daniel protestara por la falta de servicios públicos en el país. Fuera cual fuera la situación, ninguno de los dos hermanos jamás parecía estar satisfecho con la situación, tanto si gobernaba la derecha como si gobernaba la izquierda. —Buenos días, Carmen —dijo Elena, al llegar a la verdulería. Carmen era la vendedora. —Buenos días. Cuando Elena pidió a Carmen todos los vegetales que necesitaba, esta puso la misma cara que Federico había hecho cuando él había oído decir a Elena deme carne de ternera, por favor. —¿Tiene otra comida familiar, Elena? —dijo Carmen, sin cambiar su expresión facial. —Por supuesto que sí —dijo Elena—. Por eso le he pedido las verduras que siempre pongo en la sopa. ¿Ocurre alguna cosa? Carmen meditó unos segundos antes de decir: —No, no, en absoluto. Ahora le sirvo todo. 32
Fuera ya había dejado de llover, por lo cual más gente —la mayoría de la misma edad que Elena— estaba circulando por los pasillos del mercado, algunos llevando una bolsa de mano, como Elena, otros arrastrando un carrito de ruedas. Mientras anduvo de nuevo hacia su piso, escuchó las palabras de odio que David y Domingo se habían intercambiando reverberando en su cabeza, aquella no había sido la única vez que habían tenido discusiones de aquel estilo. El dolor se convertía en uno más agudo cuando contrastaba la memoria de aquel enfrentamiento con las horas que Domingo y David habían jugado juntos durante la infancia. Abrió la puerta de su edificio. Esta vez, Rubén, quién estaba tomado su tiempo de descanso de la mañana, se ofreció a llevar la bolsa de Elena —una cosa era bajar las escaleras, otro asunto era subirlas —dijo “si no la ayudo, se romperá la espalda”. Llegaron a la planta correspondiente y Elena le agradeció múltiples veces su amabilidad antes de entrar de nuevo a su piso y soltar la bola en el suelo de la cocina. Ya eran las once y media de la mañana; había quedado con sus hijos a la una y media del mediodía. Tras lavarse las manos, se colocó el delantal y empezó a cocinar. Antes se sabía todos los pasos que había de seguir de memoria, pero en aquella ocasión hubo de consultar el libro de recetas varias veces para saber la cantidad exacta de caldo de verduras que había de echar en la olla, entre otros detalles. Una hora y veinte minutos más tarde, Elena ya tenía la comida lista para servir. Ahora solo había de tender la mesa —platos, cubiertos, vasos, mantel, ¿velas? Al ya tenerlo todo listo, Elena colocó sus brazos en la cintura y sonrió— ya se había olvidado de todas las discusiones de política entre hermanos del pasado. Solo hacía falta, pues, esperar. Colgó el delantal en la percha escondida detrás de la puerta de la cocina y se sentó en el sofá, deseando con ansias oír el timbre en algún momento. Inmóvil, pegó su mirada en el recuadro negro que era la pantalla de la televisión. Un minuto, diez, treinta, cuarenta, una hora, dos. Se levantó del sofá y se preguntó si la comida ya se habría enfriado demasiado.
WILLIAM DOVE ESTRELLA
España
Blog: https://puzzlenarrativo.video.blog/
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Por Or’ Walt Rosa de América – Comas (antigua línea del ferrocarril Lima-Ancón), junio de 1971.
U
na noche, mientras dormíamos apaciblemente, fuimos despertados por un ajetreo en la calle; pisadas, murmullos, y gritos. Había un desplazamiento inusitado de gente que corría calle abajo. Mi tío Leoncio y yo nos levantamos rápidamente, el gentío se había
volcado a respaldar a los vecinos de una de las cuadras que defendían cuatro lotes de terreno de los invasores. ¡Ustedes no son los dueños, son invasores!, Objetaban los vecinos ¿Por qué no buscan por otro sitio? Hay tantos en Lima. Exclamó un
dirigente regordete de tez cobriza y cabello entrecano que estaba acompañado de otros tres. En la semioscuridad se escuchó una voz de timbre grueso y altisonante, que amenazante increpó al dirigente: ¡Oye causa1, déjate de vainas2, estos lotes están vacíos, ya lo hemos chineado3
varios días! Se trataba de un tipo zambo; alto, musculoso y con apariencia de matón: ¡Aquí nos quedamos y ningún huevón4 nos va a impedir! Recalcó.
Los vecinos trataron de ingresar a los lotes, pero el sujeto, que estaba acompañado, le guiñó el ojo al otro, quien a su vez emitió un sonoro silbido y aparecieron desde la chala como diez personas, todas de apariencia delincuencial, que se metieron a los lotes, colocando en el piso esteras, palos, alambres y herramientas. Otro dirigente, visiblemente atemorizado, solicitó: Señor. Por favor, no cause problemas, los dueños de esos lotes están en el
padrón y se han comprometido en cercar el próximo sábado. No lo han hecho hasta ahora por falta de plata. ¡Y a mí qué chucha5 me interesa que estén misios, no lo han cercado y
punto! Una vecina de voz aguda intervino, tratando de hacerle reflexionar: En jerga: Amigo, cómplice En jerga: Tonterías 3 En jerga: Observado 4 En jerga: Pelotudo 5 En jerga: Órgano genital femenino 1 2
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Caballeros, no sean impertinentes, váyanse porque aquí los vecinos van a
reaccionar. ¿Qué, van a reaccionar, a ver quién chucha va a reaccionar? Exclamó
matonescamente el zambo, remangándose los puños. El silencio se hizo sepulcral por algunos segundos, los vecinos se miraban entre ellos, otros se disponían a retirarse; de pronto, inesperadamente, de entre la multitud emergió un joven que se abrió paso y dijo con voz firme y segura: ¡Yo!, ¡soy el dueño de uno de los lotes!
Era un vecino de unos diecinueve años de edad, talla mediana, tez cobriza; que, por la musculatura que exhibía, parecía ser albañil. Estaba vestido con una camisa blanca con flecos, al que le había doblado las mangas. ¡Oye mequetrefe, te crees achori6!, ¿tú sabes con quién te estás metiendo?
dijo ofensivamente el zambo cuando lo vio. ¡No sé y no me interesa saberlo! Respondió el joven. ¡Lo único que te digo es que te retires! Añadió, colocando sus manos en
la cintura. El zambo, lejos de amilanarse, se rió socarronamente, señalando al joven con un dedo, mirando a sus cómplices, quienes se burlaron entre carcajadas. Empezaron a llegar más moradores, algunos con linternas, cuyas luces permitieron observar los rostros de los invasores: Todos tenían mala apariencia, parecían gente salida de la cárcel. ¡Mira causa, no te huevees7, nosotros somos de los Barracones, así que
ponte suave y no te hagas bolas8; ya estamos aquí y no nos moveremos! Replicó el zambo, tratando de disuadir al joven. ¡Repito nuevamente, yo no permitiré que se instalen en mi lote, pueden irse!
dijo resueltamente el joven. Ante esta contundente respuesta, el agresivo invasor encaró en forma amenazante al joven. ¡Oye huevón!, ¿quién te crees que eres? Dijo pretendiendo golpear al
joven quien lo eludió rápidamente. ¡Ah, eres bacán, te jodiste! dijo, dirigiendo otra vez su puño al rostro del Aprendiz de hampón Equivoques 8 Problemas 6 7
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joven, quien con un reflejo impresionante eludió nuevamente la agresión. La gente empezó a retroceder, abriendo espacio, la bronca estaba planteada al parecer en forma desigual entre el joven vecino y el individuo zambo alto con apariencia de matón. La diferencia de estaturas era notoria, el zambo le llevaba al menos por una cabeza. Una señora corrió hacia el joven y le rogó: ¡Maco, Maquito, por favor, no te pelees! ¡Mamá, déjame, yo sé lo que hago! Dijo resueltamente el joven, obligando
a la señora a apartarse. El joven advirtió al matón: ¡Oye la pelea tiene que ser limpia, si tú me ganas, te quedas. Si no es así se
largan inmediatamente! ¿Qué dices? El zambo consultó con su grupo, quienes asintieron. Luego, confiadamente respondió: ¡Ya, chévere, pajita9 pulenta10: si gano nos quedamos!, ¡pacto de caballeros!
Luego, frotándose las manos, inquirió: ¿Con chavela11 o sin chavela?
Maco, sin inmutarse, respondió resueltamente: ¡Como tú quieras!
El zambo dijo entonces: ¡Ya, sin chavela, a ver qué tan faite eres! exclamó al mismo tiempo que
entregaba su filosa navaja a uno de sus compinches. Maco le dio su cuchillo a un dirigente. Los presentes hicieron una rueda, lo suficientemente amplia, cuyo diámetro terminaba en las dos acequias cuyas aguas discurrían paralelamente por los extremos de la calle. Los que tenían linternas apuntaban la luz a diversas partes del piso, para observar mejor. El matón se quitó la chompa, Maco se arremangó la camisa e iniciaron la pelea. El fornido invasor, que parecía un boxeador, extendiendo sus brazos al máximo daba repetidos puñetazos buscando el rostro de Maco; pero este tenía Fácil Bonito, agradable 11 Chaveta, navaja 9
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excelentes reflejos e iba esquivando cada golpe; se desplazaba en círculo, manteniendo distancia, como bailando, demostrando un buen estado físico. Era consciente que por la fortaleza muscular de su oponente el impacto de un puñete podría resultarle fatal. A pesar del fragor del combate, hacía como tres minutos que ninguno había asestado un golpe; daba la impresión que ambos rivales se estudiaban mutuamente, cuando de súbito se escuchó un sonido seco en el rostro de Maco, quien empezó a sangrar por la nariz. Los presentes gritaban: ¡Pucha12, sangre, sangre, le ha sacado chocolate13 a Maco!
Maco se reincorporó, esta vez iba al contraataque; una contundente patada voladora impactó en la boca del estómago del zambo, quien perdió el equilibrio retorciéndose, pero se recuperó rápidamente y con un jab de derecha intentó alcanzar nuevamente el rostro de Maco no logrando su propósito; ocasión que aprovechó el joven para acertarle otra fulminante patada que impactó en los genitales del grandulón, quien se dobló de dolor. Maco, casi simultáneamente le propinó un rodillazo en la nariz y, en fracción de segundos, lo golpeó en la nuca con el canto externo de la mano derecha haciendo que el matón se caiga de bruces al piso lanzando un gutural gemido. La gente empezó a aplaudir entusiasmada, coreando: ¡Vamos Maco, remátalo, remátalo!
Pero Maco no hizo lo que le pedían, caballerosamente esperó que su rival se parara y cuando estaba a punto de continuar el ataque, el zambo, que sangraba por la nariz, levantó ambas manos, suplicando: ¡Ya causita14, perdón, perdón, ya me pegaste, me rindo!, ¡Lo justo, me voy!
La gente no cesaba de vivar y aplaudir. El zambo y su grupo se retiraron presurosamente por el sendero abierto entre la chala y los camotales, abandonando sus esteras y palos. Tanta era la emoción que los jóvenes y adolescentes presentes levantamos en hombros a Maco y lo paseamos como si fuera un héroe. Esa noche nadie durmió, se montó una gran algarabía, la gente no cesaba de comentar el acontecimiento. A nuestro grupo, se acercó un dirigente de bigotito ralo trayendo una gaseosa Maldición Sangre 14 Amiguito, cómplice 12 13
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y preguntó: ¿Oye Maco, por qué te metiste a defender un lote que no es tuyo?
Maco levantó la mirada, esbozó una sonrisa y respondió: ¡Porque esa gente iba a malear al barrio!
El intento de invasión había concluido. A partir de entonces, Maco se convirtió en el líder juvenil de la “Mancha de Rosa de América”, los mismos que hicimos respetar al barrio en diversas ocasiones, en aplicación del primer principio de nuestro código de ética.
ORLANDO W. UGARTE MENDOZA
Perú
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L
a inscripción está grabada con letras doradas, justo en la placa debajo de un cuadro en particular. Uno que muestra a un hombre parado junto a un faro mirando abajo hacia el océano, donde centenas de esqueletos arrastran a otro sujeto idéntico a él a las profundidades
marinas.
Dicha pintura se ubica al centro del salón de juegos de Il casinò della vita. La
contemplo por unos momentos, como esperando hallar alguna respuesta o que provoque una epifanía que me ayude a salir de este embrollo. Mi padre decía que un hombre con fe, vale más que uno con suerte. Lo cierto es que tengo pocas posibilidades. Es la penúltima ronda y sobre la mesa están dos reinas (de diamante y de corazones), un ocho de picas y un as de tréboles. La chica a mi derecha se levanta, puedo ver el terror en sus ojos. Escucho cómo sus uñas rasgan la orilla de la mesa. Su blusa amarilla está empapada de sudor. Entonces corre. Un estruendo. Cae abatida por la bala. El crupier guarda el arma bajo la mesa. —Su turno —me dice. No le atiendo. Observo el humo rojo que emana del cuerpo de la chica y flota por el salón hasta el trono de Mammón quien abre la boca y lo aspira. Toma un pañuelo verde de su solapa y se limpia los labios. Viste un traje color gris oscuro y usa mocasines negros. Su apariencia es la de un hombre rondando los cuarenta. De hecho, cuando entré, temí que se exagerase la fama del lugar. No fue hasta que vi morir a los primeros, hasta que vi como el demonio se alimentaba de sus almas y, por supuesto, hasta que vi ganar al primer jugador, que lo creí. Escuché que lleva siglos consumiendo almas, incluso se corre el rumor que le ganó el alma inmortal a un antiguo dios del mar. En Il casinò della vita las reglas son sencillas. Se apuesta todo: “Omnia aut nihil”. Solo hay un ganador por mesa. Seis jugadores. El premio, cualquier cosa que desees. Cien millones de dólares, la mujer de tus sueños, la cura para alguna enfermedad. El demonio lo consigue para ti. Los otros cinco participantes, en cambio… Bueno, ¿quién juega esperando perder? —Su turno —escucho el corte de cartucho y vuelvo a la realidad; a mi par de ochos rojos. —Voy —respondo. Es lo único que puedo decir, es lo que dice también el 41
anciano a mi izquierda y la mujer que sigue de él. Porque la otra opción, la de rendirse y… nos ha quedado claro que tampoco podemos correr. Un par de sujetos en traje recogen el cuerpo de la chica. Si son demonios o humanos al servicio de Mammón, lo ignoro. ¿A dónde llevarán los cuerpos?, los he visto retirar más de veinte cadáveres en el tiempo que llevo jugando, algunos de esos tipos regresan con el calzado y la parte inferior del pantalón mojada, será qué… —Última ronda —anuncia el crupier. Toma una carta, el tiempo se hace lento, pesado. Si la carta es mayor a nueve estoy perdido, lo mismo si es de color rojo. La única carta que me podría ayudar sería… ¡SÍ! Un ocho de tréboles. Casi se me sale un “Gracias a Dios”. El hombre a la izquierda del crupier —un treintañero con gafas oscuras, quien había mostrado mucha seguridad durante toda la partida—, ahora muestra un rostro desencajado. —Voy —se le corta la voz. —Voy —dice el gordo a su izquierda. Su camisa azul rey está empapada de sudor. Usa una toallita a juego para limpiarse la frente. Seguiría la chica de amarillo. Ver su lugar vacío me hace perder la poca confianza que gané. —Voy —digo, quizá sean mis últimas palabras. Los siguientes jugadores van también. —Jugador número 1, descubra sus cartas. El hombre se quita las gafas. Puedo ver que le falta un ojo. Respira hondo antes de descubrir sus cartas. Un as de picas y un nueve de tréboles. Par de ases. Respiro aliviado. El gordo destapa sus cartas con una sonrisa tamborileándole el rostro. Reina de picas y dos de corazones. Otro estruendo. El hombre tuerto yace en el suelo, el crupier le ha disparado en la cabeza. Descubro mis cartas rápido. Al ver mi póker de ochos, el gordo mira al crupier como suplicando misericordia. Recibe un disparo por la espalda. Uno de los hombres de traje acaba con su vida. El anciano da vuelta a sus cartas con una lentitud que me hace temer por mi vida. Pero, una vez las revela, el miedo es remplazado por lastima. Él nos contó, antes de empezar, que su hija tenía cáncer, nos suplicó que le dejásemos ganar. Aparté la mirada, justo como ahora. Quizá eso sintió mi padre al perder hace veinte 42
años. No lo sé. Pero si esa chica tiene un hermano, él sentirá lo mismo que yo cuando Matilde murió y papá no regresó. Solo quedamos dos. La mujer de negro y yo. Será algún augurio que anuncie mi funeral. Descubre sus cartas. Sonríe. Reina de tréboles y de picas. —Póker de reinas —anuncia. El crupier levanta el arma. Yo trago saliva. Dispara. La mujer cae al suelo. —Tenemos un ganador —anuncia el crupier —preséntate ante nuestro señor Mammón para hacer tu petición. Mientras camino hacia el trono del demonio, comprendo lo que sucedió. Sonrío. —¿Puedo pedir lo que quiera? El demonio asiente con la cabeza. —¡Qué cierres este maldito lugar!, ¡qué se hunda en el olvido!, ¡qué jamás vuelva a existir un sitio como este! Siento todas las miradas en mí. Los jugadores de todas las mesas se han detenido. Esperando tal vez, que sea un chiste, o que el demonio se niegue. Pero Mammón luce molesto. Lanza un rugido que me ensordece por unos momentos. Me llevo la mano a la oreja y descubro que sangran. Ambas. Mis ojos se cierran. Al despertar una ola enorme viene hacia mí. Me golpea. Estoy bajo el mar. Arriba hay una luz. Nado hacia ella pero justo cuando voy a salir por aire algo me detiene. Es mi padre. Me sujeta de la pierna. Debajo de él un hombre gordo, un tuerto, el maldito anciano, la chica de amarillo, un mar de cadáveres.
J.R.SPINOZA
México
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ntró a la oficina corriendo y transpirada, el verano estaba en su mayor esplendor, se sentó en su escritorio sin saludar, evitando las miradas juzgadoras y el comentario lapidario de sus compañeros de trabajo: “otra vez tarde”.
Si no se quedara toda la madrugada escribiendo sería más fácil, ¿tanto le cuesta tener un
poco de consideración?, ya lo hablamos mil veces… no digo que cambie de profesión o que deje de escribir, pero ¡¿no puede bajarle el brillo a la pantalla o silenciar las teclas?! ¿tan imposible es inspirarse a la mañana? ¿No puede volver a su departamento?, hizo fuerza para parar los pensamientos, respiró profundo, y finalmente contestó: Kari discúlpame, salí a horario, pero el tráfico está terrible, ¡tres bondis pasaron sin parar! entre demás excusas. El caos de la hora pico, los reclamos de sus jefes, la sesión de terapia de los jueves y demás inoportunidades que surgían en la diaria, la sentenciaban a llegar a su casa al anochecer. Buenas noches amor, batiste el récord, cinco minutos más tarde que ayer escuchó detrás una voz ronca que la recibía al cerrar la puerta de su departamento. Él se acercó hacia ella y la besó en la mejilla impregnado en olor a café. Su tez pálida y tranquilidad al caminar, reflejaban que su día recién comenzaba. Tuve que quedarme recuperando horas en la oficina, ya no los aguanto más. sacó un tabaco a medio fumar del bolsillo, se tomó unos segundos para gozar del humo convertido en alprazolam Ojalá pudiera llegar antes que se ponga el sol, sin luz se me hace imposible pintar. exhaló. Le costó reconocer a primera vista su casa, sonaban los Smiths, una banda que detestaba. Notó que había instalada una PlayStation en la televisión, que faltaba su atril en el living, y en su biblioteca ahora figuraban libros de Nietzsche y Hemingway. Y si, te entiendo, nos pasaría a todos. Debe ser una tortura estar cumpliendo órdenes, dedicar nueve horas de tu vida diaria en la productividad de otro… la mente de ella iba a mil, ¿¡nos pasaría a todos!? Fumó otra pitada y se volvió a meter en la conversación pero no te preocupes continúo diciendo él con esperanzas estuve pensando en nuestro viaje ¿sabes? Cuando vivamos en Montmartre todo va a ser distinto. finalizó de hablar con un suspiro, se acercó a ella y le besó la frente. Ella disfrutó unos segundos de aquel refugio paternal como 45
cuando era chica y se echó para atrás, distante. Luego lo miró con ternura y le regaló una mueca veloz para darle a entender que ya todo estaba bien. ¿Dónde está el cenicero, amor? dijo ella, mientras daba vueltas por todos los rincones de la habitación en una búsqueda fracasada. Ah sí..., eso te quería comentar, puse los ceniceros en el patio y uno en la cocina vio como la cara de su novia perdía la sonrisa de golpe, respiro y siguió sabes que me hace mal el olor, es asqueroso... continuó hablando, esquivando el cruce de miradas Se me ocurrió como un pasito para generar el hábito de no fumar en la casa "Mi casa" murmuró ella por lo bajo ¿Te acordás de lo que hablamos no? ¿Del respeto en la pareja, la empatía? Vas a ver que ya te vas a acostumbrar se acercó a la mano de ella para sacarle la colilla que le quedaba, y se fue para la cocina. En la soledad del living, ella miró de reojo los nuevos libros que se habían sumado a la convivencia y una risita irónica apareció inconscientemente, “que oportuno, dios ha muerto” se dijo a sí misma. Se desplomo sobre el sillón con cansancio, tiró la cabeza para atrás y cerró los ojos. Un fuerte ardor se hizo dueño de su frente, y notó su cuero cabelludo convertido en un pegote producto del sudor veraniego. Suspiró y se aventuró en dormitar. No duró un instante que un escalofrío le recorrió el cuerpo. Una mano ajena presionaba su rodilla y subía lentamente a sus muslos. Él había vuelto. Su otra mano la tomaba por la cintura, y el calor de una respiración excitada se acercaba cada vez más intensa a su boca. Abrió los ojos de golpe, su cuello estaba tomado por los labios de aquel extraño que le había cambiado sus discografías, su café, sus mañanas. ¿Qué pasó con el escritor que le había regalado poesías en cada bar que pisaban y un relato de Carver para dormir? Ahora dormía con un extraño que solo escribe por las noches anécdotas de fútbol y le repite que la plata no está para derrochar. El extraño se apoderaba de a poco de su cuerpo, de su espacio, de su vida… Ella hacía fuerza para reconocerlo, pero era en vano, estaba perdida. Pasaron dos semanas sin hablarse, él viajó a Mar del Plata en una búsqueda interna de sus raíces y no le había escrito. Ella fumaba más que de costumbre, dormía el doble y lloraba dos o tres veces al día. Los flashbacks de su niñez la acompañaban en la soledad. Ella tampoco le escribió hasta su vuelta. Hola ¿Cómo estás?, Necesito que nos juntemos, estuve pensando y creo que tenemos que hablar de un par de cosas… ¿te parece quedar hoy a las 16:00 en 46
Ángel Gallardo y Acoyte? Hay una heladería en la esquina, encontrémonos ahí. envió el WhatsApp y se quedó en línea esperando la respuesta.
LUNA BORDENAVE
Argentina
Facebook: Luna Bordenave Instagram: lubordenave
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“E
se día el cielo no era azul, azul como a él le gustaba. Era gris. En aquel entonces los días tenían el mismo color. La vida era en tonos de grises, como las cortinas de esa habitación
y las paredes. Que al principio parecían ser blancas. Pero déjenme decirles, que no deben dejarse engañar por el blanco, si uno pasa demasiado tiempo mirando paredes blancas, como yo hacía en esa época, se darán cuenta de que en verdad son plenamente grises. O tal vez solo son los hospitales los que tienen ese fenómeno en las paredes, no lo sé. Ese día no tenía nada de especial. No recuerdo muy bien si fui al colegio o no. Iba poco al colegio, por suerte las maestras hacían la vista gorda conmigo, tal vez por pena, tal vez por compasión, no estoy segura. El cáncer suele tener ese efecto en las personas. Igualmente, ¿qué diferencia hay entre las dos cosas? Por la tarde me encontré entre esas paredes de nuevo, una visita más de tantas. Aunque nunca sabía si sería la última. Él estaba ahí, en la misma posición de siempre, acostado, el amarillo de su piel era lo único colorido en esa habitación, la bilirrubina ya había tomado la mayor parte de su cuerpo. Me vio en la puerta y me sonrió, siempre me sonreía. Feliz cumpleaños, me dijo. Me acerqué a la camilla y lo abracé. Tomé su mano y la acaricié, teníamos las mismas manos. Había comprado una porción de torta; mejor dicho, le había pedido a alguien que la comprara, él no podía caminar más que el largo del pasillo. Entre esas cuatro paredes grises, encendimos una velita, y entre lágrimas y suspiros, me despedí del último año de vida que pasé con mi papá.” “Ring! sonó el timbre. Miré el celular, 00hs. Ya sabía que era ella, siempre era ella. Tenía esa particularidad. Siempre se las arreglaba para hacerse presente. Incluso en esa misma fecha, hacía trescientos sesenta y cinco días, había cruzado el Atlántico para estar conmigo a las 00hs también. Atendí el portero eléctrico y escuché su voz al otro lado. Se escuchaba alegre, un poco cansada. Todos estábamos en nuestras casas hacía semanas, pero ella no, ella iba todos los días al trabajo, no faltaba a eso tampoco. Tomé las llaves, abrí la puerta, el ascensor llegó y me subí. Apreté el botón de planta baja. 49
Qué extraño cómo a veces esos minutos, segundos o siete pisos en el ascensor pueden ser tan largos como un viaje en avión, eterno y lleno de ansiedad. Me miré en el espejo. Busque signos de envejecimiento, alguna cana o alguna línea en la cara, nada aún. Los veinticuatro me reciben igual que siempre. Siempre e igual, son dos palabras que definen bastante estos días. Supongo que vivir encerrados tiene ese efecto estático. Abrí la puerta del ascensor, la cerré a toda prisa, giré y ahí estaba ella. Parada detrás del cristal de la puerta de entrada, enfundada en una campera porque ya a fines de abril comienzan las noches frescas, con una sonrisa y un globo de helio. Sí, un globo de helio. Tenía escrito ¡Feliz cumpleaños! en letras abrillantadas. No me pregunten cómo consiguió un globo de helio en plena cuarentena. Supongo que así como siempre se las arreglaba para estar cerca, también se las arreglaba para hacer esas cosas, tal vez es algún superpoder de las mamás, andá a saber… abrí la puerta y a dos metros de distancia nos abrazamos más fuerte que nunca.” Nota de la autora: Lo que leyeron es un ejercicio que escribí para la facultad esta semana. El primer trabajo práctico de la cursada virtual. La consigna era narrar una o dos escenas significativas de nuestra vida en no más de doscientas cincuenta palabras. ¿Cómo podría resumir algo así en tan pocas palabras? fue mi primer pensamiento. Ahora me doy cuenta de que el valor de los momentos jamás podría estar determinado por su extensión. En “oda a la edad”, Pablo Neruda escribió que la vida no debería ser medida en algo tan banal como el tiempo, ya que la vida es mucho más que eso. Dijo que no deberíamos usar medida alguna, más que los pájaros que pasaron volando, las flores que olimos y el agua que bebimos. Creo yo, que se refería a que los momentos, aunque estos sean tan breves como el aleteo de un colibrí, son la única medida significativa. Hace unos cuantos años sorprendí a mi papá en el hospital para festejar el que sería mi último cumpleaños con él. Este año, hace dos semanas, mi mamá me sorprendió a mí para festejarlo en medio de la cuarentena. En ambas ocasiones me vi impedida de celebrarlo de la manera “tradicional”. El porqué elegí esas escenas teniendo tantos otros recuerdos más felices, no lo sé. Dicen que la memoria es selectiva y con los años me he dado cuenta de que no solo lo es con lo que elige recordar sino también con el cuándo. Supongo que en medio de esta incertidumbre, ambos me recuerdan que en los momentos más duros, una sonrisa y unas letras abrillantadas pueden traer inmensa alegría, incluso si el mundo parece haberse apagado. Tal vez son un poco melancólicos, ¿pero qué momento significativo no lo es? La lección inesperada que obtuve de una simple tarea es que, buenas o malas, la vida no es más que un conjunto de escenas significativas. El tiempo, los hospitales o la cuarentena no pueden cambiar eso. Les recomiendo este ejercicio para estos días de encierro entre paredes blancas que parecen tornarse grises. Siempre hay algo bueno para recordar. 50
vICTORIA PETERSEN
Argentina
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C
ristina estaba desesperada, por no decir otra cosa, cuando me llamó por teléfono esa tarde. Yo acababa de llamar a Leticia, mi secretaria. Siempre la llamaba para pedirle cualquier cosa, un expediente, un cafecito, un folio, cualquier
cosa con tal de poder ver ese tremendo “irse” tan particular y sugestivo. Estoy muy orgulloso de ella, ya que fue una de mis principales contrataciones
en el estudio y ha crecido mucho. Todos los demás, desde el boludo del cadete hasta los ineptos abogados que han ingresado en estos últimos diez años, son una banda de infradotados. Aún me retumba en los oídos la voz chillona de mi esposa, en medio de una crisis de nervios, reclamándome todo. Y cuando digo “todo” es todo. Desde por qué perdía el tiempo en mis partidas de póker con amigos hasta por qué los jueves y sábados los dedicaba al golf en el Olivos, por qué mis afters con colegas en Tribunales y por qué mis horas abnegadas en el estudio, como si no supiera que las necesito para mantener todo el circo en el que vivimos. Luego de una cadena interminable de reclamos pude entender que, en medio de su inmensa congoja, la causa del ataque era un llamado proveniente del colegio de Lucas, mi heredero más pequeño, con el cual la psicopedagoga nos convocaba a una reunión impostergable para la mañana siguiente. Por un instante pensé en volver a casa para consolarla pero, por suerte, mi parte humana se sometió a la parte salvaje: decidí hacer oídos sordos a toda su locura y retornar a casa a las nueve de la noche, como es habitual. A esa hora la muchacha se iba, dejándonos la cena preparada, y el nene ya estaba dormido, dado que al otro día tendría que ir al jardín tempranito. En la mesa estaba mi mujer, con cara de haber llorado un buen rato, y Georgina —mi hija mayor— que, como siempre, lo único que aportaba a la cena familiar era un ¿me alcanzás la Coca? Todo continuó con el fondo de los alaridos del conductor de un reality que no entiendo, pero que por lo menos me exime de mirar la cara de bragueta de mi señora esposa. Georgina se levantó sin saludar y se fue a encerrar en su cuarto como de costumbre, sin ninguna duda para chatear con ese barbudo roñoso que tiene por novio. Ese pibe no me gusta un carajo, vaya a saber qué cosas raras le mete en la cabeza. Quedamos Cristina y yo, frente a frente en la mesa, como preparados para un encuentro pugilístico, con el barullo de fondo. Imágenes de Leticia yéndose me venían a la mente cuando de reojo pispiaba alguna bailarina medio en pelotas en la 53
tele. De pronto ella aventuró que, sin duda, el problema que plantearía la profesional de la institución —en la que pago más de dos sueldos básicos para que eduquen a mi nene— era mi ausencia como figura paterna. Por otra parte mi mujercita reclamó que por el disgusto no había podido ir a su clase de Tenis, que el viernes tendrían un torneo en el Newman, que su saque no era tan efectivo como había llegado a ser en encuentros anteriores y que todos los males de este mundo eran culpa mía. Considerando el nivel de sus preocupaciones preferí ir a darme una ducha antes de dormir. Me sentía pegajoso, molesto, algo no me terminaba de cerrar y pensé que el agua sobre la cara me iba a permitir aclarar las ideas. Cuando me metí en la cama, Cristina esperaba con la luz del velador prendida. Le dije que no había problema en que fuésemos los dos a la entrevista con la psicopedagoga. Me recosté mirando hacia la ventana, tratando de conciliar el sueño lo antes posible. De pronto sentí que ella me tocaba el hombro. Pensé en la remota posibilidad de que tuviese ganas de hacer el amor, o tal vez debiera decir copular, dado que el amor hacía mucho que no lo hacíamos. —¿No pensaste en separarte? —me preguntó, mirándome fijo, cuando me di vuelta. Esa precisa pregunta, que miles de veces rondó por mi cabeza y que parecía tan obvia, se había materializado en su boca. Recuerdo que me reí sacudiendo mi busarda como un flan casero. —Lo hablamos mañana —le dije, y volví a recostarme dándole la espalda. A la mañana siguiente la muchacha ya nos tenía el desayuno listo. No quise perder tiempo leyendo el diario, así que mordí una tostada y nos fuimos directo para el colegio, Lucas, Cristina y yo. Al nene lo dejamos con la maestra jardinera y sus compañeritos, y nosotros nos quedamos haciendo banco esperando que alguien nos atendiera y explicara qué era eso tan grave que habían detectado en el comportamiento de mi hijo. Ni Cristina ni yo nos dirigimos la palabra, el reloj de la pared marcaba las nueve treinta y yo estaba impacientándome. —¿Volvemos otro día? —le pregunté. Para mí eso de hacer esperar a la gente que trabaja es una falta de respeto. En eso estábamos cuando se abrió la puerta y entró a las corridas una señorita muy guapa 54
con un maletín en la mano. —Soy la doctora González, mucho gusto... ¿Ustedes son los papás de Lucas? —nos dijo, extendiendo la mano. Ante mi respuesta afirmativa nos hizo pasar a una salita. Cristina estaba pálida y yo no veía la hora de que nos explicara qué necesitaba e irme de raje al estudio para poder pedirle un café como la gente a Leticia, que sin duda habría venido con una mini como para el suicidio colectivo. La chica sacó de un archivo una carpeta enorme. Adentro había un montón de dibujitos, collages y otras yerbas que supuse eran de mi hijo. Sin muchos rodeos puso frente a nosotros un dibujo, al parecer de nuestra familia. Había un sol amarillo, una casita con una ventana, una puerta y el humito que salía de la chimenea, un caminito, una nena que supuestamente era Georgina con un cigarro largo en su boca, lo que me molestó muchísimo dado que yo nunca la había visto fumando. Más a la derecha me identifiqué con el maletín que siempre llevo a la oficina, y me encantó. A mi lado había una figura femenina —que supuse era Cristina— de la mano de un muñeco que era bastante más grande que yo. Entonces le pregunté a la profesional por qué el nene se había dibujado tan grandote. Ella nos miró alternativamente, girando la cabeza de ida y vuelta como si fuera un limpiaparabrisas. —Le pregunté a Luquitas y él me dijo que no está en el dibujo, es por eso que los mandé llamar —nos dijo con sumo cuidado, intuyendo lo delicado de la situación. Sorprendido, les pregunté a ambas mujeres quién era esa persona que estaba de la mano con mi esposa, mientras advertía que en su mano libre sujetaba lo que a las claras era una raqueta de tenis. Con el dedo índice apunté al dibujito y miré a Cristina que me observaba distraída como quien piensa que “aquí no ha pasado nada”. Sin mediar palabra me levanté de mi silla. —Hasta acá llegué, ¡para mí se terminó el partido! —grité, furioso. La doctora se quedó atónita. Cristina también se paró como poseída por el demonio. —¡Para mí… es tie break! —me respondió, con una risita diabólica por habérmela metido en el fleje.
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GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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“M
ás desubicado que pelotudo en un vivero”, pensé al verlo entrar, pero en lugar de sacarlo a empujones y decirle que el pelotudero quedaba a la vuelta, le pregunté sonriente en qué podía ayudarlo.
Como él nunca supo quién era yo, también hice de cuenta que yo no sabía
quién era él. Con un poco de asco, le vendí una planta a un precio que no valía, porque me pareció justo aplicarle un impuesto al pelotudo. Pero al entregarle el vuelto, una puntada en el pecho enfocó mi dolor en retrospectiva, cuando diez años atrás, sin esmerarse demasiado, casi arruinó mi vida. Odié que con su aparición reflotara el recuerdo de una versión mía muy deprimente, atascada por la turbia obsesión de matarlo. Los pelotudos son plaga, una de las más peligrosas de este mundo. Todo pelotudo guarda sin saberlo lo que lo vuelve aún más riesgoso, bajo su apariencia insustancial, un poder de magnitudes devastadoras. Sin vacilar, entre un malo y un pelotudo, elijo al malo que planifica el daño en busca del placer ulterior porque tiene objetivos claros; los pelotudos son atolondrados, improvisan, dan rienda suelta a su infinita capacidad de destrucción, sin enterarse ni hacerse responsables ni disfrutarlo siquiera. Solo una firma y la historia cambiaba. Una mancha de tinta sobre un folio. Alguien que apenas se limitara a hacer bien su trabajo en el Banco. Pero no, a mí me tocó el pelotudo que perdió los papeles del préstamo con el que, probablemente, hubiera podido evitar el remate de mi casa. Mientras él me miraba desde atrás de su escritorio, con una indiferencia propia de pelotudo, le rogué llorando que enmendara el error cometido, que reviera mi caso, que se hiciera cargo de su inoperancia. La respuesta fue, enunciada con la soberbia proverbial de un pelotudo diplomado, que ya no había posibilidad de detener la ejecución de la propiedad. Como yo nada sabía de abogados ni de Bancos, no pude defenderme y perdí todo lo que tenía. Cuando digo “casi arruinó mi vida”, me refiero a que nada nunca es definitivo. La desesperación, además de odio, también despierta el ingenio y enseña lecciones. El ingenio, en un principio, solo se despabiló para pergeñar mil maneras ridículas de asesinarlo. Recorrí un abanico de variantes absurdas, desde obsequiarle un whisky inyectado con veneno para ratas, hasta contratar un sicario y no ensuciar mis manos. Descarté el whisky por temor a que, de puro jactancioso, convidara a inocentes y el asesino a sueldo, pues yo no tenía quien me pagara un sueldo a mí. Mi 58
ímpetu delictivo iba decayendo, a medida que tomaba conciencia de que una humilde jardinera solo sabía de plantas, abono y riego, pero nada de homicidios. Entonces, surgieron las alternativas de bajo presupuesto tales como estrangularlo con la manguera; hundirle en la panza mi tijera de podar ligustrina; arrojarle ácido en la cara… en verdad, no hubiera sido ácido si no el abrillantador de follaje que bastante fuerte huele; atropellarlo con mi bicicleta de paseo o pegarle un palazo en la nuca. Finalmente, regresé a la idea primigenia del envenenamiento, pero en una versión menos cruenta y más botánica: diluir en su café líquido para exterminar cochinillas. Merodeé por el Banco una hora con el brebaje en la mano, pero ese día faltó, siendo el colmo de una jardinera que su víctima la dejara plantada. Se enfrió el café y, gracias al universo, también mi vehemencia. El plan era pésimo, pero intoxicada por el deseo de venganza, en mi mente lucía perfecto. Resultaba demasiado infantil pensar que el pelotudo tragara esa porquería que apestaba a insecticida, porque le faltaría tacto pero no olfato. Durante el tiempo que esperé al burócrata con el café emponzoñado, la voluntad de aniquilarlo como a un insecto fue creciendo hasta iluminarme. Elevada por la epifanía, me levanté, tiré el vaso en un tacho y salí de allí con el germen de la idea fundacional: tanto había investigado acerca de venenos para ratas, pesticidas y plaguicidas, sus usos y aplicaciones que, sin proponérmelo, llevaba acumulado conocimiento suficiente como para ofrecer servicios de fumigaciones. Comencé trabajando para viveros hasta montar el propio, que funciona a la par de una pequeña empresa de control de plagas. Sin duda, mi crecimiento fue impulsado por la desgracia y un pelotudo, terminó siendo fuente inspiradora. Vueltas de la vida, hoy me tocó estar del otro lado del mostrador, regresó a mis manos en formato cliente. Compró una de las especies más exóticas que tengo en el local, porque como los pelotudos no se destacan por nada en particular, siempre necesitan rodearse de extravagancias que los hagan sentir especiales. Le ofrecí hortensias, potus, jazmines, pinos decorativos, pero no, él se encaprichó con una vistosa planta africana, seguramente para inventar alguna historia pelotuda acerca de su origen. Antes de que se fuera abrazado a la maceta, le expliqué minuciosamente los cuidados que una variedad tan delicada exige y la importancia de la limpieza diaria de su follaje. Si seré pelotuda: me faltó advertirle cuan tóxicas y urticantes son sus hojas. 59
MARINA GÓMEZ ALAIS
Argentina
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ran las diez de la noche pasadas cuando Mario llegó a casa con una herida profunda en su antebrazo derecho. No fue sorpresa para su hermana y su madre verlo así. Sin alteración alguna, tomaron el brazo de Mario, lo llevaron al lavabo y enjuagaron totalmente la
herida.
—Y qué papa, ¿ganó y lo apuñalaron o perdió y por ponerse a pelear lo
apuñalaron? —preguntó su madre con esa clarividencia característica de ella. —Nada, Leo, perdí y le robé al que ganó—respondió Mario que empezaba a sentir vergüenza por lo que había hecho. —Güebón es lo que es usted. ¿Para qué se pone en esas? —gritó Leo con furia—. ¿Es que no sabe hacer las cosas bien, con rectitud? La noche caía con furia, el viento golpeaba con fuerza la casa en donde se encontraba Mario. Su herida ya había sido remendada. Su hermana preparaba el café para la noche. Su madre, que no había estado angustiada por la herida ni por lo que había hecho, comenzó a sentirse desesperada dentro de la casa. Algo malo iba a suceder. —Mario, venga. Cuénteme bien lo que pasó —le pidió Leo preocupada. —Pero qué quiere saber mamá, si ya le dije todo. Robé al señor y entre él y sus amigos me agarraron y me apuñalaron —respondió su hijo con seguridad para no demostrar incoherencias en lo que decía y lo que sentía. —Bueno, y ¿quién era el señor? —preguntó su madre volviendo la mirada a los ojos preocupados de su hijo. Lo había descubierto. No era preguntar cómo ni por qué, sino quién. Mario se demoró en responder. Pasaron los minutos turbios de la noche, el viento golpeaba con más fuerza las ventanas de la casa y la oscuridad de la calle era cada vez más y más profunda. Mario miró a su madre y no le pudo mentir, ya ella sabía a qué atenerse con la respuesta que le daría. —A José Luis —respondió con un nudo que subía del estómago a la garganta. —Es que usted definitivamente es bien marica y güebón. ¡¿Cómo se le ocurre hacer eso?! —Gritó Leo tapándose la cara con las manos—. Diana, venga, tráigame agua, por favor. Diana le llevó el vaso de agua a su mamá. Sorprendida de cómo estaba y por no entender lo que pasaba, les preguntó a su madre y a su hermano que quién era ese tal José Luis y el por qué de tanto escándalo. —Ay, mija, José Luis es el hijo de Ana María Salazar, la bruja de Roma. 62
Enseguida comprendió Diana la situación. Miró a su hermano y le lanzó una cachetada. Su hermano no hizo nada por defenderse, solo después de recibir la cachetada, bajó la cabeza, miró el piso y pidió perdón. —Ya para qué hijueputas pide perdón, y más a mí —le respondió su madre que se ponía de pie frente a la ventada. —Y ahora qué va a pasar, qué fue lo que le dijo ese José Luis, Mario —le preguntó Diana con una angustia que la ahogaba. Mario vaciló en responder, pero el nudo que ahora estaba en su garganta le impidió decir lo que José Luis le había dicho. —Pero diga algo gran güebón, respóndale a su hermana —gritó Leo con el corazón en las manos. —Una vez me puso el machetazo… José Luis me dijo que esta noche me iba a visitar El Putas. Que me iba a atormentar lo que me queda de vida, y juró que no era mucha la vida que tenía por delante. La casa se llenó de un silencio absoluto. El rocío que se había puesto sobre la superficie de las ventanas de la casa, se empezó a congelar. Las luces de la calle, en un titileo fuera de lo común, comenzaron a apagarse. La noche se iba volviendo más y más oscura y sobre cada cuerpo se empezaba a ver el nerviosismo, el miedo y la angustia. Fueron unos largos minutos en el que nadie escuchó nada, hasta que el sonido del agua hirviendo en la olleta irrumpió aquel letargo sobrenatural. Sus corazones empezaron a latir con más y más fuerza. La reverberación causada por los tres corazones provocaba un eco inaudito en la casa. Las paredes parecían sudar y tener vida propia, pues aquella noticia había sacudido los cimientos de la casa y empezaba a moverse lentamente para huir del mismísimo diablo. Diana encendió la radio para distraer el miedo. Sirvió el café, tres tazas que se convertirían en el refugio de tres almas aterradas por las desventuras del destino. La noche cada vez más turbia, las paredes, empapadas de correr, sintieron aquel golpe mortal sobre la puerta de la casa. La radio calló, las paredes se quedaron quietas y el aire dejó de fluir. Mario se levantó del sillón en donde estaba, dejó la taza de café sobre la mesita de la sala, y observó la puerta un largo instante. Cuando creyó que había sido solo un ruido causado por alguna cosa existente en el universo, un nuevo golpe sonó en la puerta. Ya no había duda, alguien estaba llamando. Mario, con el miedo a flor de piel y aún incrédulo, se agachó para ver debajo de la puerta si de verdad alguien estaba detrás de ella. Y qué terrible sorpresa se llevó cuando vio unas 63
pezuñas negras paradas justo detrás de la puerta. El miedo había logrado invadir completamente a Mario, sudó frío. Se levantó del suelo, vio a su madre, y ella comprendió. Mario, sin poder decir nada, caminó hacia la ventana y miró a través de ella. Logró ver que quién estaba frente a su puerta: era un perro de un color aún más negro que la misma oscuridad, de ojos rojos, pezuñas de caballo y un hocico cubierto de espuma blanca. El miedo lo hizo retroceder de un salto y le hizo gritar: « ¡Diana, es El Putas!». —No le vaya abrir, Mario —dijo Leo con una tranquilidad que solo se la podía conceder el Espíritu Santo—. Tenemos que luchar contra eso. Si lo deja entrar se acaba esta familia. Diana comprendió lo que había querido decir su mamá, así que no dudó en arrodillarse, sacar el escapulario que siempre la acompañaba y rezar. Mario, ahogado por el miedo, quedó paralizado mientras las dos mujeres rezaban para alejar, al menos por esa noche, al diablo que se presentaba frente a su casa. Golpe tras golpe se escuchaban los cascos de las pezuñas del perro. Golpe tras golpe el corazón de Mario dejaba de latir. ¿Qué era lo que había hecho? Se arrepintió terriblemente de haber robado a José Luis Murcia Salazar, el hijo de la bruja más bruja de Roma. Él nunca creyó en aquellas cosas, hasta ahora que el mismísimo diablo se le presentaba en las puertas de su casa. Si lo dejaba entrar, se acababa esta familia, repitió lo que le había dicho su madre. Golpe tras golpe los minutos se estancaban, el tiempo, paralizado por aquella presencia, había dejado de ser tiempo y ahora era infierno. «Mario, ¿qué harás?» se preguntaba a sí mismo. «Si sales, las cosas no cambiaran». Él sabía muy bien que el diablo era sucio y vendría por toda su familia. No importaba si solo se lo llevaba a él, el diablo necesitaba almas para vivir, almas para reírse de ellas. Golpe tras golpe, Mario escuchaba las letanías de la virgen que rezaban, con amor y fe, su madre y su hermana. En horas de la madrugada, la radio volvió a sonar, las finas gotas de agua, puestas sobre las ventanas, volvieron a moverse libremente, el viento volvió a fluir y, afortunadamente, el tiempo volvió a ser tiempo. Diana y Leo callaron su rosario, miraron a Mario y al verlo tan pálido y tieso, creyeron que el perro se lo había llevado. Sin embargo, estaba vivo, sintiendo un miedo tan grande que le llegaba hasta el alma y que lo había hecho cagarse y orinarse encima, pero al fin y al cabo, vivo, por ahora. Pues antes de que la radio volviera a sonar, El Putas había logrado entrar a la casa en espíritu, y le había dicho a Mario, en tono jocoso, que algún día él lo dejaría 64
entrar.
JUAN SEBASTIÁN FERNÁNDEZ RAMÍREZ
Colombia
Página WEB: https://meditaismovanguardia.blogspot.com/ Twitter: https://twitter.com/JuanJuanfer9530
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se huequito del cuello es de lo más sexy. Me encantó verlo. Esa carne turgente y voluptuosa... Era mi primera vez que me acercaba a él, que lo traspasaba. Y también sería la última… En mi memoria infinita, llevaba años queriendo ver la luz, salir a la
vida y colaborar con la Humanidad. ¡Pero la competencia es enorme! Y la fortuna, caprichosa. También es vital dar con la hembra adecuada, aquella ¿dispuesta? a recibirme. Esa tarde de otoño sabatino invitaba a quedarse en casa. Mi amo se recostó sobre ella y la besó. La abarcó con los labios de tal manera que ella por otro lado, un tanto inapetente no pudo resistirse. Pero, al final, no le quedó más remedio porque el hombre la forzó y la penetró a la fuerza. Le produjo tanto daño, que ella gritó y se deshizo en gemidos, hasta que él, muy macho Alfa, obtuvo lo que buscaba: un placer repentino, un desahogo puntual. Ella quiso separarse para siempre de él, pero él la chantajeó y no tuvo más remedio que continuar como pudo, haciendo de tripas corazón. También estuvo en un tris de denunciarle, pero sus chantajes eran más fuertes que la capacidad de la mujer de reaccionar en su defensa. Su debilidad emocional cada día se veía más acusada ¿Por qué se había casado con él? ¿Por qué se había dejado seducir por este ejemplar de macho dominante? Quizás, eso era lo que le había atraído, que la dominaran, que la maltrataran psicológicamente. Se dio cuenta de que, en el fondo, era una masoquista. No tuvo más remedio que ser sincera con ella misma… Fruto de la violación, yo tuve la oportunidad de entrar por el conducto de ella, hasta las trompas de falopio ¡Parecían dos vías lácteas Eran como dos sistemas galácticos en medio del Universo. Yo estaba feliz porque, al fin, iba a poder cumplir mi objetivo, en primera línea. Pero, de repente, en el momento en que me disponía a llevar a cabo la fecundación, cientos de otros compañeros llegaron en masa e intentaron también llevar a cabo el origen de la vida. ¡Casi me aplastan! Eran como un banco de peces gigante y a toda velocidad. Me fue imposible luchar contra ellos, hacerme con el primer puesto. Todos, fruto del acto impuro del poder de la fuerza del elemento fuerte sobre el débil, del macho cabrío sobre la cabritilla. En ese momento de avalancha, las trompas dieron un respingo, se contrajeron e impidieron la entrada de todos. Las puertas del castillo se cerraron de golpe y nosotros, pequeños vasallos al servicio de la vida, nos quedamos sin poder cumplir 67
nuestra misión. Así, la mujer que había sido brutalmente violada, no quedó embarazada y todos mis compañeros, con el paso de las horas, fueron perdiendo fuerza y energía y, finalmente, murieron poco a poco sin haber visto cumplida su hazaña… ¡Menos yo que, como presa de un poder oculto y luciferino, quedé pegado en la pared del útero como único superviviente, a la espera de una nueva apertura de los portones de la fortaleza. Pero pensé: “Es injusto que vuelva a intentar dejarla preñada. El niño será fruto de un acto violento”. Entonces, acto seguido, retrocedí hacia el inicio del órgano femenino y, como pude, valiéndome de mi flexibilidad, salí de la caverna del placer y de la vida y ahora, estoy exhalando mi último soplo con la tranquilidad del “deber bien no cumplido”.
IÑAKI FERRERAS
España
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F
I rancisco esa noche fue sorprendido por una fiebre ligera que lentamente aumentó haciéndole moretones en todo su cuerpo. Sus manos comenzaron a cambiar de color asumiendo un verde oscuro. Al cabo de algunas horas, la fiebre se desbordó convirtiéndolo en una
especie de animal que veía todo verde. Sus ojos se agrandaban rápidamente asemejándose a los de un sapo, pero lo curioso era que crecían y crecían, cuanto más crecían más perdían visibilidad. La situación se convirtió en una terrible confusión. El miedo tomó control de su cuerpo dejándolo inmóvil por algunas horas. No sabiendo qué hacer quiso gritar, pero la baba pegajosa que inundaba su boca no le permitió que la abriera, la garganta se le comenzó a cerrar acelerando su respiración, en ese momento parecía que había comenzado su muerte, pero al improviso se despertó y fue cuando pudo gritar. Se tocó los ojos y saltó de su cama tocándose otras partes del cuerpo. Fue hasta el espejo y allí verificó la realidad de todo, pero se dio cuenta que afortunadamente solo tenía verde sus manos. II Abrió la puerta del edificio con mucho cuidado, observó toda la calle, dio algunos pasos hasta el automóvil. En ese momento recordó que cuando sus manos cambiaron de color, atrajeron a las monedas que estaban en la mesita de noche, como si fueran imanes. Ese curioso recuerdo lo acompañó en el camino junto a otras imágenes de aquel sueño que volvían una y otra vez; el recuerdo de la baba pegajosa que lo ahogaba y el tamaño que alcanzaban sus ojos, mucho más grandes que los de un sapo. La distancia de su casa a la oficina era corta, pero se hizo larga, las calles no aparecían, la ciudad se hizo plana como un cartón. Pensó por un instante que con un taxi llegaría más rápido, pero no era cierto, entonces, giró a la derecha varias veces buscando el metro, pero tampoco lo encontró. A un punto se detuvo, miró a su alrededor y comenzó a caminar hacia la primera plaza que encontrara, después de unos minutos vio a Bolívar encima de su caballo, sus piernas se desvanecieron y cayó al suelo. No pasarían diez minutos cuando se levantó y entró a la catedral, se golpeó varias veces el pecho reconociendo sus culpas, como si eso le desaparecería el color verde de sus manos. Al terminar sus oraciones, tuvo la esperanza que todo cuanto 70
había sucedido fuera una vulgar ilusión, pero no fue así, sus manos ahora atraían con mucha fuerza: billetes verdes, monedas, joyas y oro. Lo peor estaba por venir. III Aquella terrible noche en la cual las manos de Francisco cambiaron de color, él estaba reunido con sus amigos en la Casa Roja. Al parecer estaba solo con Roberto, Juan, Antonio y un enano de ojos azules que lo llamaban chapa, ese día jugaron a invocar viejos espíritus, con velas y ron, una foto de un indio, dos candados y una gallina degollada que guindaban en el baño. Esa casa, era siempre oscura, ellos pensaban que había sido abandonada al menos veinte años atrás. Roberto hizo algunas peticiones a los espíritus, una de ellas fue hablar con su madre. Juan y Antonio pidieron cosas menos dolorosas, como por ejemplo sacarse la lotería y un Rolex de oro. Pero Francisco pidió a los espíritus que lo sacaran de la pobreza, que él quería vivir como los ricos, sin preocupaciones, con billetes en los bolsillos y con un carro de lujo. Quienes estuvieron ahí dijeron que cuando Francisco hizo su petición, todo cambió, el momento se tornó especial porque se movieron las sillas, la mesa comenzó a girar lentamente y Francisco entró en un estado de trance que los asustó, Roberto y Juan se escondieron. Chapa salió corriendo y permaneció fuera de la casa hasta que salieron los demás con Francisco en hombros. Las velas se apagaron y la oscuridad reinó en el lugar. Roberto se encargó de llevar a Francisco a su casa, subió las escaleras sin hacer ruido, lo dejó caer sobre el colchón y lo arropó con mucho cuidado. Luego cerró la puerta y bajó a la cocina para tomar agua. Ya era muy tarde. La noche se había convertido en un íncubo y solo quedaba esperar a que Francisco despertara y se comunicara con ellos. No pasó mucho tiempo cuando Francisco fue sorprendido por aquella fiebre ligera que terminó pintando sus manos de verde. IV Francisco se recuperó en la catedral y algo de paz llegó a su espíritu. Así que decidió llegar a su oficina y completar su jornada escondiendo sus manos con la mayor discreción posible, haría todo con mucho cuidado, no hablaría con mucha gente, saludaría a sus amigos con la misma deferencia de todos los días, y quizás se levantaría menos a tomar café. El gran desafío era que nadie viera sus manos, ni siquiera en un momento de olvido o de desatención, debía concentrarse profundamente en su estado de transformación, nadie en el mundo comprendería 71
eso. Pasó silenciosamente por el detector de metales. Saludó a los funcionarios que hablaban detrás de la computadora. Le extendió su identificación al policía que estaba antes de la puerta de vidrio. Después avanzó calmadamente, pisó el primer peldaño de la escalera con mucho sudor en su frente. Alzó la vista y vio el número cinco en la pared, es decir, que había llegado a su piso, sacó de su cartera el código sin detenerse. En ese preciso instante, su jefa le gritó: ¡Francisco a la caja tres por favor! Y él como de costumbre fue pacientemente a sentarse en aquella incómoda silla. El clima era absolutamente normal y cada uno en su trabajo. El señalador sonó mostrando el número dos cientos veintidós en rojo, una anciana se acercó, balbuceó algunas palabras que Francisco no entendió, pero de igual manera la atendió pidiéndole explicaciones de lo que iba a hacer. La anciana le pasó una caja llena de dinero que quería depositar en su cuenta bancaria. Una vez terminada la operación, la anciana cortésmente se despidió saludándolo y ofreciéndole un caramelo, pero Francisco preocupado por sus manos parecía no estar en la tierra, en ese instante se dio cuenta que había cometido el grave error de haber aceptado una caja de dinero, ahora tenía que contarlos con sus manos. No sabía qué hacer, el miedo volvía de nuevo como en la noche anterior, sudaba sin parar, sus ojos se empezaban a ponerse rojos, sus piernas temblaban y se movían a una velocidad incontrolable, era el momento de ir al baño a vomitar. Trató de encontrar un poco de calma y se dirigió a su jefa con la intención de pedir permiso, su pretexto fue cansancio y estrés. La gritona le dijo que se fuera. Entonces, Francisco recogió todo, comenzó a caminar rápidamente escaleras abajo hasta que vio el sol, en ese momento recuperó un poco de su ser, aunque todavía agitado y con menos preocupación, no se había percatado que empuñaba sin querer un paquete de billetes, dólares, pesos, bolívares y otros billetes como amarillos y marrones, a lo mejor son suizos dijo en voz baja y con la otra mano quiso quitárselos pero no pudo, la desesperación le hizo mirar varias veces a su alrededor, y cuando algo está por suceder al parecer es imposible detenerlo. En la acera del frente estaba un viejo vestido de negro, con unos zapatos brillantes que se le acercó como para ayudarlo, sacó del bolsillo de su chaqueta una pistola diminuta y le disparó en el pecho. Francisco cayó violentamente y sus ojos comenzaron a engrandecer de nuevo. El viejo recogió los billetes y se fue caminando.
JOAN LUIS MORA Venezuela
Twitter: @joanluismora 72
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ios mío, qué sueño que tengo. Da igual las horas que duerma, últimamente no consigo descansar. La ronda está vacía, parece un domingo de agosto. Hasta las gaviotas se aventuran aquí, me pregunto si se dan cuenta de que algo está pasando. Toda la
ciudad para ellas. Hasta Conchita contaba el otro día aquella historia de que su perro estaba
triste, que echaba de menos salir a la calle y le traía la correa para ir a pasear. Está precioso el mar allá al fondo, que azul. Cómo era aquella poesía “El mar. La mar. ¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?”. Calor, playas, atardecer, olas, paz. Ese mar allí, al final, es el mismo mar del verano, pero no, ahora no es el mismo, ahora nos impone su abrazo. Al menos ayer pude ver un rato la serie aquella tan divertida, cómo se llamaba... Aunque solo sea durante la noche el cerebro sabe que tiene que desconectar de todo esto, pero al despertar, menudo desastre. Noche oscura del alma día tras día. Debería de leer algo más pero ahora no parece el mejor momento, ahora no puedo. En cada libro un muerto, un enfermo o alguien triste. Ahora no, por favor. Gracias a Netflix saldremos de esta, aunque eso es mucho optimismo. No podemos dar nada por sentado. Otra ambulancia. Basta de pensamientos negros. Tengo que llamar a Conchita esta tarde, preguntarle por el perro y por su madre. A ver cómo están. Y tengo que hacer la compra, eso es. Apunté la lista en algún sitio, suerte que ahora la traen a casa. Si no, no sé como lo haría, con todo lo que está pasando. Joder, otra vez pensando en lo mismo. Basta. Fuera. Debería intentar no decir palabrotas, bueno en este caso sería más apropiado no pensarlas. Luego mi nieta las oye y ya lo que me faltaba es que las aprenda. La echo tanto de menos. Tan linda, cualquier día nos veremos y ya no me reconocerá. Bueno, pasaremos más tiempo juntas cuando esto pase… Basta. ¿Cómo era aquel ejercicio de respiración que vi por la tele? Tonterías. Cómo vamos a hacer planes si aún no sabemos cuáles van a ser las reglas del juego. Y lo peor de todo es que no puedo compartir con nadie lo que sé. Es tan inconcebible que estén mandando a los médicos a tratar con enfermos infectados sin darles protección, mascarillas y todo eso. Y muchas más cosas que no pueden contar, 74
algo con lo que no puedes cargar a nadie. Nadie sabe lo que realmente está pasando y lo peor de todo es que no saben que no lo saben. Me tengo que volver a pintar las uñas, ¿quizá de rojo? No creo que sea apropiado, mejor de un rosa pálido. Qué acierto el que decidió poner palmeras en la ronda, qué curioso vivir en una ciudad con palmeras, qué bonitas son. No me había dado cuenta. Están llamando a la puerta; no suelen llamar La llaman de urgencias otra vez doctora. Tiene que bajar inmediatamente, necesitan a todos los médicos, estamos desbordados.
CLARA FUENTES
España
Instagram: @book_of_blueberry
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erdóneme padre, porque he pecado. Para el padre Lucas, la confesión se volvía cada vez más tediosa de escuchar. No tenía establecido un día particular para ello, mas para las hermanitas de la caridad dedicaba cada jueves y a
veces rogaba (por impío que sonara) que cometieran un pecado que valiera la pena escuchar.
Sentado en el sofocante cubículo, pensaba en que esa noche le tocaba cenar en la casa de los García, y esperaba que esta vez la gallina asada estuviera suficientemente acompañada de guarniciones como para que no le diese hambre en la madrugada. Con el representante de la iglesia no se debería ser tacaño, en tanto que él prestaba tantos y tan valiosos servicios. Pensó que en su próximo sermón introduciría discretamente la idea del diezmo, si no en dinero, en especies, para que el pastor de almas pudiera seguir llevando su mensaje. Padre, creo que me estoy volviendo loca. No dejo de escuchar los gritos y lamentos de las monjas y los bebés que murieron encerrados bajo el altar mayor, ahí en donde las encerraron por pecar. Esta frase resultó ser un baño de agua fría sobre el padre Lucas. El sudor empezó a invadir sus axilas y testículos, los que a su vez parecían quererse esconder dentro de su vientre, conscientes de que se referían a ellos de alguna manera. A través de la rejilla de madera trató de vislumbrar el rostro de la monja que decía semejante barbaridad, pero solo veía unos ojos que parecían saberlo todo, sin lugar a dudas y sin lugar alguno para la redención. El olor de la madera y la culpa lo mareaba y ni siquiera podía despegar la lengua del paladar. No solo la comida incitaba su gula… ¿por qué el apóstol Pablo habrá tenido la nefasta idea de la castidad de los curas? No podía, no quería, evitarlo… Ese calor, esa humedad enloquecedora… Fueron tres las monjas de las que el Padre Lucas abusó. La primera cayó en sus garras debido a su profunda inocencia. María Gracia, una niña tan ingenua que fue sorprendida por su primera menstruación pensando que moriría desangrada. La madre la mandó al convento convenciéndola de que, si hubiese sido pura y santa, el estigma de la sangre de Eva nunca la hubiera mancillado, y a su vez la Madre Superiora reforzaba esta idea debido a las cuantiosas contribuciones de la familia de la niña para el convento. La perdió su belleza y esa necesidad de sentarse en las rodillas del padre Lucas. María Gracia nunca entendió la razón de que la encerraran en esa celda por la que se accedía a través de unos túneles que conectaban el convento y la 77
iglesia, así como tampoco entendió el que su vientre se hinchara cada vez más, ni mucho menos los dolores de parto. La hemorragia interna le permitió morir sin escuchar el llanto y la agonía de su hijo recién nacido. La monja en confesión seguía con el asedio espiritual hacia el padre Lucas, hablando con la voz de María Gracia, preguntándole por qué la había abandonado si ella no había hecho más que quererle y permitirle que fuera cariñoso con ella… La voz de la monja cambió y se hizo más ruda, más fuerte, recordándole a Lucía, la descarada, la que quería huir del convento y de la que la inocencia no hacía su morada. El conocimiento carnal parecía haber nacido con ella retorciéndose en su interior, mas su posición social impidió que fuera prostituta y convirtieron al convento en su prisión. El padre Lucas fue su cómplice, pero no su libertador. Aprovechó los favores sexuales de la muchacha hasta el momento en que quedó embarazada y de nuevo, en complicidad con la Madre Superiora, recluyeron a Lucía bajo el altar mayor. El padre Lucas se desentendió del asunto y los insultos de Lucía hacia las monjas que le llevaban comida y agua hicieron que fuese abandonada y muriese, junto con su hijo nonato. La última monja de la que abusó, la novicia Úrsula, fue la que le generó algo parecido a los remordimientos, pues con la excusa de que la joven no hablaba y estaba ausente del mundo por culpa de la posesión de un demonio mudo, se regocijó en su cuerpo hasta que el consiguiente embarazo lo llevó a solicitar de nuevo el auxilio de la Madre Superiora. Pensó que su trinidad de pecados había sido enterrada y la lápida era el cadáver de la Madre Superiora, por lo que no entendía cómo es que volvían ahora en la voz y las acusaciones de esta monja. ¿Vas a responder desgraciado?, ¿O acaso quieres escuchar los gritos por ti mismo? Y los escuchó, bajo el altar en que sus manos impuras remedaron tantas veces la transubstanciación, y reconoció las voces, y recordó las cópulas como quien recuerda una buena comida o una botella de vino de una magnífica cosecha. La voz de la monja lo impelía, le recriminaba, y la rabia por verse descubierto y por los años en que tuvo que reprimir sus ganas lo impulsaron a salir del cubículo del confesionario. La monja sonreía con malignidad y solo supo tomarla por el cuello y apretar hasta que su traicionera voz dejara de sonar, para que se llevara su inmundo secreto a la tumba, junto con el resto de las voces que gemían desde el altar. 78
Lo encontraron ahorcando el cadáver de la monja sobre el altar mayor, justo en el momento en que un infarto lo derrumbaba, convencido de que vivía una pesadilla. La iglesia católica desistió de la propiedad de esa parroquia tras los múltiples intentos fallidos de exorcizarla y consagrarla. Lo que más impresionó al obispo y a los curas que intentaron la reconsagración, fueron los gemidos que escucharon bajo el altar mayor y la sonrisa de la estatua del demonio que estaba bajo la espada de San Miguel Arcángel, como si conociera un secreto con el que soñaba noche a noche.
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela
Twitter: La Dama
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Ni aún permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar, puede el hombre escapar a la sentencia de su destino. Esquilo
u llamada señor. Por línea dos. La voz de la secretaria en el intercomunicador lo saca de sus cavilaciones. Hace rato que debió tomar esta decisión. La situación no daba para más. ¿Por qué dejó que avanzara tanto?
¿Se estaría ablandando? Descuelga el auricular y aprieta el dos. —Hola Chino. ¿Cómo estás?... Me alegro… Tengo algo para vos… Esta
noche… ¡No! ¡Tiene que ser hoy!... ¿Por qué? ¡Porque yo lo digo! ¡Porque soy el que paga! ¡Porque se me cantan las pelotas! ¿Por qué tengo que darte explicaciones?... ¡No, no me enojo! Solo soy sanguíneo… Está bien. Ya sé que nunca me fallaste. Por eso cuando necesito algo especial busco quien te reemplace en tu laburo y te llamo a vos… Sí, entiendo. “conocer algunos detalles me dan más panorama” —lo dice en tono burlón—. ¡Andá!... Bueno, tranquilo, te doy la derecha. Tiene que ser hoy porque mañana va a una entrevista con el periodista que vos sabés… ¡Ah! ¿Ahora entendés? ¡Qué cabezón! ¡Si sabés que no es por capricho!... Dale. Lo cité en Gambrinus… Sí, la de Federico Lacroze… ¡No! Yo no voy a ir. Tengo entradas para el Colón. Una ópera que me encanta. Todos lo saben —esto último lo dice remarcando las palabras—… ¡No! La mesa está reservada a nombre de él. Sobre la ventana que da a Rosetti… ¿Aumento? ¡No me jodás! ¡Con lo que te pago los adicionales no me vas a decir que te afecta la inflación!... ¡Uh! No me llorés que se me moja el teléfono… ¡Bué! Diez por ciento más… ¡Eh, que apuro!... ¡Ah! ¿Te vas de vacaciones? Dale. Esta misma noche te mando el sobre con una moto. El Chino estaciona su auto sobre Rosetti apenas cruzando Lacroze. Retrocede hasta la avenida y en la esquina dobla a la izquierda, caminando sobre los escombros de un sector vallado por obras. Por esa razón no hay automóviles estacionados. Se detiene al llegar al restaurante y enciende un cigarrillo. Mientras cubre con sus dos manos la llama del encendedor observa que nadie camina por la vereda. En la primera ventana está el tipo cuya foto verificó en un WhatsApp antes de salir de su casa. Después de una pitada profunda, saca su Glock de la cintura, apunta y dispara tres veces. En medio de la confusión y el ruido de cristales corre hacia la esquina, 81
entra al auto y parte raudamente. Gladys termina de secar la vajilla y la guarda en la alacena. Hoy es menos que de costumbre. Solo ella y la nena ya que ni Marcelo, su marido, ni su hijo Facundo cenaron en casa. Facu se fue directo de la escuela a casa de un compañero y Marcelo salió con el jefe. Lo había escuchado hablar por teléfono en el baño mientras se duchaba cuando volvió de correr. Cuando salió le dijo que el Tano lo había citado esta noche para una cena de trabajo. “¿Nunca labura en horarios normales?”, le había preguntado. “Nada es normal en el Tano” fue su respuesta. “¿Por dónde es?” le preguntó cuando salía. “Por Chacarita”. Pasa el trapo rejilla por la mesada y observa complacida como brilla. Va al living y enciende el televisor. Se sirve una copita de licor de chocolate y se estira en el sofá mientras el control remoto no descansa del zapping. En todos los programas de noticias hay discusiones políticas. Escucha un rato, cambia, vuelve. En uno de esos cambios aparece una placa roja con letras enormes que dice. ATENCIÓN y la música que anuncia una primicia. Se queda esperando mientras la placa se repite una y otra vez hasta que la voz en off del locutor dice: “Tiroteo en Chacarita. Ampliaremos”. “¿A Chacarita no fue Marcelo?”, piensa. Una leve inquietud hace que se quede mirando la programación del canal que vuelve a su formato habitual. Luego de unos minutos el locutor del noticiero le da el pase a un móvil. El notero transmite pegado a una cinta de seguridad amarilla con la que la Policía de la Ciudad cercó la zona. “Estamos frente al legendario restaurante Gambrinus —comienza el cronista— donde un hombre que se encontraba en una mesa fue acribillado desde la calle. Recibió tres impactos de bala, según los trascendidos. La vidriera, como se ve, está tapada por un mantel, —la cámara muestra la entrada del local y la ventana de la izquierda cubierta por un mantel blanco—. La Policía Científica está trabajando dentro. No se conoce todavía la identidad de la víctima. Gladys está petrificada. “Marcelo iba a un restaurante por ahí” —piensa—. “¿Estará bien?” Busca su teléfono y marca. Tiembla y la angustia le nubla la vista. “El celular que intenta llamar está apagado o fuera del área de servicios”, dice la voz impersonal de la operadora virtual. Intenta nuevamente y se repite el mensaje. La televisión sigue repitiendo las mismas imágenes pero sin datos nuevos. No sabe qué hacer. ¿Le cuenta a Lisa que está en su cuarto? Mejor no. Le va a decir que no sea tan patética. Pero 82
¿cómo poder evitarlo? Siempre piensa lo peor. Se hunde en el sillón, mira la tele sin ver y llora en silencio. Lisa baja a servirse un vaso de coca y cuando regresa de la cocina al living la ve llorosa. —¡Mamá! ¿Qué te pasa? —Hubo un tiroteo en el barrio donde lo citó el jefe a papá. —¿Dijeron algo en el noticiero? —pregunta Lisa mirando el aparato. —No. Pasan siempre las mismas noticias. —¿Lo llamaste? —Tiene el celular apagado. —Bueno mamá. A lo mejor fue a otro lado. O por la conmoción no hay señal en la zona. —¡Algo le pasó! ¡Algo le pasó! —Tranquila mamá. Tomá un poco —le alcanza el vaso. Piensa que siempre es tan negativa pero prefiere no decírselo. Se sienta a su lado y la abraza. Un rato después, Gladys, un poco más calmada, sigue haciendo zapping pero en ningún canal dicen nada más. —¿Querés un té? —pregunta Lisa en el momento que se escucha ruido de llaves en la puerta de entrada. —¿Facu? —Hay ansiedad en la voz de Gladys. —No, Marcelo. La respuesta hace que la mujer salte del sillón y corra hacia la entrada. Marcelo apenas termina de cerrar la puerta cuando ella se abraza a su cuello. —¿Estás bien? —los sollozos le entrecortan la voz. —¡Claro mujer! ¿Por qué no iba a estarlo? —¡Papá! Mamá estaba preocupada por lo que pasó en el lugar al que fuiste — le recrimina Lisa. —¡Ah, eso! ¡Sí! Era un lío. No pudimos llegar. Estaba lleno de patrulleros. —¿Y por qué no contestabas el teléfono? —el tono de Lisa es de reproche. —¡Uyy! ¡Claro! —responde Marcelo mientras separa a Gladys y saca un celular desarmado del bolsillo de su campera—. Se me bloqueó cuando subí al auto, le saqué la batería y después me olvidé de armarlo. ¿Quedó algo para comer? Porque al final 83
no cené. —Lisa, calentale a papá las milanesas. Marcelo vuelve del dormitorio con ropa más cómoda. Gladys pone la mesa. Mientras espera la comida se sirve una copa de vino. Ella lo mira como si no creyera que está ahí. Cuando él lo advierte, sonríe y le acaricia la mejilla. —¡Qué susto me diste! —dice la mujer. —Bueno, ya está. Para compensarte ¿qué tal si nos vamos unos días a Mar del Plata? La sorpresa la deja sin respuesta. Suena el portero eléctrico. —¡Papá! Traen un sobre para vos —grita Lisa desde la cocina. —¿Podés bajar vos Lisa? —pregunta el hombre. —Ahora voy —la voz suena desganada. Unos minutos después vuelve la joven y mientras le entrega el sobre le pregunta: ¡Papá! ¿A vos te dicen el Chino?
OSVALDO VILLALBA
Argentina
Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar
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M
añana es mi cumpleaños y hoy lo celebraremos. En la tarde vendrán mis tíos, primos y amigas del colegio. Papi lo decidió así porque en la madrugada iremos al aeropuerto para viajar a Miami. Allá nos esperará el tío Lalo para alojarnos en su casa de
Key West. Mami me dijo que es una forma de olvidar la muerte de Miguelito. Mi hermano se intoxicó con almendras y murió el año pasado. Fue un duro golpe para mi mami, pues siempre fue su engreído. Recuerdo que se metía en su cama cuando él tenía seis años de edad. Ambos esperaban que papi se marchara al trabajo para esconderse bajo las sábanas y jugar. Mami me enviaba a mi cuarto y cerraba con llave. Ahora sospecho lo que hacían, pero en ese momento, a los tres años, solo pensaba que lo quería más que a mí. Para ella fui la muñequita malcriada, engreída y loca como su tía Gaby. En cambio, para mi papi era, soy y seré la niña de sus ojos. Espero que mi primo Alan no me regale otro osito de peluche. Juro que lo boto de la casa si se aparece con uno más. Reconozco mi afición por los animales, pero no sé de dónde sacó la idea que el mejor regalo para una prima es un animal ficticio. Será porque era muy amigo de mi hermano y creyó que al hacerlo no volvería a matarle un animalito de verdad. En realidad, el incidente con el gatito fue un accidente. ¿Cómo fue posible que el estúpido de Miguelito me llamara asesina por haber ahogado a su gato de tres meses? Ahora, recordando los hechos, fue el exceso de entusiasmo de una niña de cuatro años. Mami recogió al minino de la calle. Era una criatura al borde de la muerte que debía ser recatada y salvada, dijo mi hermano. No comprendo por qué mami lo trajo a casa. Ella que es tan pulcra, dejó de lado sus ascos para complacer el pedido de su hijo. Con seguridad se lo prometió bajo las sábanas. El asunto es que el maldito bicho fue ganando peso y en mi angustia por hacerlo crecer rápidamente le introduje la cabeza en el tazón de leche. El animalejo se atoró y murió. Nunca olvidaré la cara de criminal que tuvo Miguelito por varios días. Pero, papi siempre sacó pecho por mí y colocó barreras infranqueables: yo era la niña de sus ojos. Inconscientemente descubrí la maldad. Los pelos erizados del animal a medida que se asfixiaba despertaron el extraño sentimiento de hacerle daño a los seres indefensos. Me convertí en aniquiladora de gorriones y pericotes del parque. Mi nana, una idiota mental que no sé de dónde trajo mami, se entretenía atrapando avecillas y roedores. Juntas éramos felices torturándolos y cortándoles el cuello. Mami nunca se enteró y la empleada se marchó al no poder ocultar más el embarazo. En ese instante 86
fui abandonada a mi suerte y su ausencia se manifestó en el mal genio que me invadió por aquella época. Miguelito se reía al verme jugar con los caracoles y gusanos del jardín. Decía que yo era la loquita bajada de los árboles. Mami festejaba sus ocurrencias y papi salía a defenderme. Una tarde lo cogió del cuello y, rojo de rabia, le dijo que respetara a su hermanita, la niña de sus ojos. Mi hermano captó el mensaje y jamás me volvió a insultar hasta la mañana que ocurrió lo del pollito. La vieja asistente de mami, heredada de sus padres, trajo un pollito amarillo que correteaba por la cocina. Lo compró en el mercado de su barrio y me lo regaló para ser mi mascota y dejar de frecuentar el jardín, donde además de ser picada varias veces por abejas, fui intoxicada por el veneno que espolvoreaba el jardinero para combatir las plagas de los frutales. A la semana el pollito tenía una pata quebrada y el ala derecha inmovilizada por el dolor. Al miserable lo lancé desde el segundo piso y se estrelló contra el suelo del patio. Al verlo inutilizado puse fin a su precaria existencia. Tenía seis años recién cumplidos cuando lo metí en el vaso de la licuadora. Le eché agua y encendí el motor. Los alaridos de la empleada retumbaron en la casa y mami vio cómo un pollito amarillo se transformó en un menjunje sanguinolento y lleno de plumas a medio procesar. ahí fue cuando Miguelito me gritó: ¡Loca de mierda! El escándalo fue mayúsculo. Se formaron dos bandos. Mami y Miguelito dormían en el cuarto de él y yo con mi papi en el mío. Esta separación duró dos semanas y al final terminamos amistados y yendo a visitar al tío Lalo. En Miami fui feliz en Disney y mañana iremos nuevamente para allá. Tocan la puerta de mi habitación. Estoy recién bañada y cubro mi cuerpo con una toalla grande. Abro y mi papi está ahí. Lo hago pasar y toma asiento en el filo de la cama. Sé que me devora con los ojos. Rompe el silencio: ¿Cómo está la luz de mis ojos? La luz de tus ojos cumplirá doce años mañana digo y dejo resbalar la toalla. Amo a mi papi y dejo que me haga lo que quiera. El me enseñó todo y lo comprendo. Sé lo frustrado que anda con mami y me tiene para desahogarse. Renazco entre sus brazos y juntos llegamos al orgasmo. 87
La velada de cumpleaños fue sencilla en comparación con otros años. La que nunca será superada es la de mis diez años. Festejaron mi cumpleaños y la salida del sanatorio mental. Estuve internada dos años por sugerencia del psiquiatra que se enriqueció a costa de mis padres. Reconozco que antes de ingresar a la clínica atravesé períodos difíciles que fueron mitigados por la benevolencia y cariño de papi. Pero llegó el momento en que no pudo hacer más. Me lo gané y perdí valioso tiempo. La cicatrización de las heridas en la mano tomó tiempo. El suficiente para desterrar al magnífico Rex a la casa de campo. Por un milagro no le vacié un ojo con el tenedor. El fiel perro soportó el dolor hasta que no aguantó más y se defendió. Lo encontraron con la ceja sangrando y arrinconado, temblando de miedo y culpa. A mí me hallaron con el utensilio en la mano y se acabó mi libertad y la paciencia de mi papi. Los invitados ya se fueron y no me importa abrir los regalos. Mi maleta de viaje está lista. Coincido con mami que estas vacaciones servirán para olvidar la desgracia de Miguelito. Mi hermano siempre comió almendras, pero esa tarde se intoxicó con ellas. Empezó agarrándose el cuello. Vi que le faltaba el aire y su cara se tornaba moraba. Era evidente que se estaba asfixiando. Trató de apoyarse en mí para no perder el equilibrio. Lo empujé violentamente y cayó sobre el suelo, golpeándose la cabeza. Yo miraba con extraño placer los gestos de desesperación y el lenguaje subliminal clamando por ayuda. Me divertí mucho escuchando el estridor que salía de su laringe. Empezó a convulsionar y perdió el conocimiento. Salí de la sala y lo dejé tirado como un ciervo atropellado. Me refugié en mi habitación para ver una serie de Netflix. Media hora después, la unidad de bomberos, llamada por mami, arribó para certificar su deceso.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
Facebook: Oswaldo Castro
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orge debía entrar a la casa. Había un aroma de miel en el aire. El hombre aún se hallaba en el jardincillo seco. Observaba el enorme chalet de un piso erigirse ante él. Había un gran desfile de relumbres que provenían de un sol inquietante. Poco a poco, aquella claridad se esfumaba. Llegaron las sombras. El personaje se asombró, pues, al mirar su reloj, descubrió que había transcurrido media hora. La
oscuridad se cernía, se alternaba con sus miedos tan acordemente que parecía hacerlo bailar al mismo ritmo. Él intentó huir de ahí; no lo hizo. ¿Cómo podría? ¿A dónde iría? La casa lo reclamaba, al mismo tiempo mantenía esa aura enigmática. Solo había un sitio donde Jorge podía dirigirse, a fin de colmar su sueño: su hogar. La casa era su nuevo hogar. Empero, esta clase de historias no se escriben por sí solas, otro las escribe. Alguien narraría una historia negra, más negra que la noche misma, donde se describía los fenómenos atmosféricos completos, todos dentro de las mismas cuatro paredes. Los elementos y sus dioses riñendo y devorando la inmensidad del tiempo y escupiendo los restos de la podredumbre humana. Él caminó hacia la morada y abrió la puerta... Sombras, negrura, pero casi todo el miedo se había dispersado. Ya no hubo temor en sus ojos, ninguna sombra maligna podía ya surgir ante Jorge. Y el mismo aroma a miel… Se acrecentaba el delicado y dulzón olor que le embriagaba. Estaba dentro del chalet, el cual conservaba en buen estado sus muebles, su televisor, su radio (antiguos) y sus habitaciones. Lo demás estaba desgastado. La residencia era simple, de un solo piso (como ya se mencionó), ubicada junto a un parque concurrido, una zona tranquila. Color verde, con cuatro ventanas y una hermosa puerta de cedro roja. Una preciosa casa. Un prometedor hogar. Ingresó, encendió la luz y cerró la puerta. Ahora debía dormir, eso era todo, se dirigió a la habitación, no obstante, sintió hambre. Recordó que no había comprado comida, era normal que lo olvidase: tenía que trabajar temprano; desayunaría en el centro de Lima. La vivienda aguardaba, lo estudiaba y él observaba el domicilio, pero para ese momento la residencia ya había descubierto todos los secretos del hombre y el caso inverso no ocurriría jamás, aquella extraña casa era demasiado para él. 90
Jorge se puso de pie, en el centro de la sala. El televisor se prendió y se vio a sí mismo... atisbando el domicilio. Se dijo en voz alta: «Dios mío, Dios mío», y se preguntó de inmediato por qué lo dijo, si era ateo... Pobre ateo. Insensato ateo. Dios no está aquí, no está aquí, no. La radio se encendió y oyó su propia voz, decía: «Dios mío, Dios mío...» La vivienda también era atea. Retrocedió, trató de coger el picaporte de salida, pero sus intentos fueron en vano. No agarraba nada, solo había aire donde antes hubo materia, intentó descubrir qué se escondía detrás de la morada que recién hace un día compró... la casa nueva... una casa, según dijo la persona que se la vendió, que ya no debía ser tocada ni contaminada por un ser humano. «No exagero: no es una vivienda para hombres, sino para dioses, Ellos a veces la visitan, se deleitan con las ninfas y son atendidos por los gnomos que salen del jardín; y no hablemos de Nighe, la deliciosa abeja gigante con el cuerpo de una bella mujer, desnuda y melosa...» No hablemos de lo que ves, ¿qué ves? ¿Puedes mirar lo que hay en la casa? ¿Qué cosas observas? Presta mucha atención, pues lo que estás oteando es real, todo ocurre en aquella residencia infernal, la casa está maldita, la casa está encantada, está maldita, está encantada, MALDITA, ENCANTADA, el caso es que lo deduces. «Entra a la casa; de todos modos no podrás entrar». «El domicilio te expulsará». «Nadie puede penetrar en la morada». Él estaba dentro, intentaba abrir el picaporte para salir y no agarraba nada, solo aire, quiso pasar a través de la puerta y vio luces. De repente la casa se deformó, tembló como gelatina y él llegó a ver rostros femeninos bonitos y cuerpos desnudos que se despellejaban con rapidez cediendo lugar a seres horripilantes, de esos que solo se vislumbran en las pesadillas. De pronto algo sujetó sus pies y pudo darse cuenta de que aquellos seres querían jalarlo hacia abajo, ni siquiera podían considerarse seres, eran cosas terribles, viscosas y de ojos carmesíes. Hablaban de forma extraña, ininteligible. Él gritó, pero ningún ruido salió de su boca, su lengua estalló. Se sintió flotar con miles de manos sujetadas a sus pies, hasta que estos fueron arrancados de cuajo, le dolió de un modo terrible; de inmediato sintió que sus brazos eran cogidos y también arrancados y, junto a ellos, el resto de su cuerpo, excepto su cabeza, que permanecía atada a él y a sus ojos, que contemplaban algo imposible de vislumbrar, imposible de describir. Las luces se difuminaban mientras la miel volvió a sentirse navegar en el espacio. 91
El hombre lloraba, sentía deseos de vomitar y lo hizo, cayó de rodillas junto al umbral. Jorge mojó sus pantalones. Sin embargo, lo peor aún no ocurría. La puerta se dobló, las ventanas, las paredes, se enredaron como si fueran tiras y, tras de ellas, se observaba un enorme vacío negro. Muy negro. Negro inconmensurable. Negro absoluto. El hombre sintió deseos de morir; pensó por un instante que el amor no existía, que Dios sí y que lo salvaría. Durante una millonésima de segundo vio el infierno, y concibió algo horrendo dentro de su organismo, aunque la esencia de dicho horror fuera inconcebible. Estaba aún en la casa, entero, y no sentía ya dolor, pero le faltaba el aire. El televisor estalló, la radio también, las paredes explotaron, la residencia se hizo añicos con el sujeto dentro. Él no sintió dolor, aunque pudo notar que sus miembros se repartían en el espacio en infinidad de pedazos, que moría sin morir; deseó sufrir, sentir el dolor físico y verdadero en vez de tolerar aquella tortura mental, producto de una alucinación caótica, porque era todo una alucinación, tenía que serlo. Lo veía y no lo creía, pero sus ojos lo vislumbraban y era horrendo. La vivienda era enviada a otro plano, la residencia lloraba, sentía el dolor de la miseria externa, la casa era una entidad viviente, sentía muchas cosas, que era asesinada una y otra vez, que las vigas llorosas se derrumbaban y dejaban, como siempre, un vacío de negro total. La morada se quemaba, era negruzca ahora y se pudo escuchar, desde algún lugar cercano, o lejano, gente que lloraba a la luz del fuego sádico e incandescente. La casa era arrasada... aplastada... pero aún olía a miel… «La vivienda no permitirá que usted habite en ella. La casa ha visto y sentido muchas cosas en los doscientos años que tiene de construida. Pasó por tres guerras y es el único edificio que ha permanecido de pie. Las otras, las que puede ver usted cerca de este lugar, fueron construidas cuando la casa ya estaba aquí. Un alcalde la adquirió, ya que el chalet era una pieza histórica muy valiosa; intentó vivir en esta hace cincuenta y ocho años, salió loco de allí. No pudo rendir en su puesto nunca más. Luego murió de cáncer a la sangre. No hace falta que le mencione lo que ocurrió con los otros que llegaron después, todos jóvenes, inteligentes, con un afán por lo antiguo. Usted es la novena persona que desea adquirirla, no me importa si es médium, vidente, parasicólogo, lo que sea, no entrará a la casa». «¡Por favor! ¡Vaya, qué insistente! Está bien, la compra, es suya, una vez pagada no hay devolución del dinero, le digo que pueda pasar la noche ahí y todas las que quiera, pero no ingresará, aunque imagine que lo hizo, la residencia lo echará, no lo dejará penetrar y contaminarla. ¿Sabe lo que le ha costado al chalet proteger su consciencia y permanecer limpio tantos años? Le ha costado 92
mucho, energía, tiempo y probablemente necesitará mucha energía y mucho tiempo más. No, la casa no será destruida, es confuso de explicar: el Gobierno la protege, de alguna manera es patrimonio del Estado y es muy importante para ciertos intereses; el chalet se quedara ahí, donde está, por siempre en su soledad, o por qué no decirlo: con sus seres inefables habitándola y librando batallas entre ellos mismos». La morada se rajó, se abrió por una de sus paredes laterales y una boca salió del techo, gruñendo, con un rugido de león. El hombre cayó al suelo de espaldas y cerró los ojos, de súbito la casa se volvió a doblar, como si fuera de plastilina, y él pudo ver muchos rostros recorriendo el espacio, porque era espacio lo que se visionaba ahí, cosmos con estrellas, planetas, soles que estallaban y se reintegraban. Se podía ver entidades oscuras, con ojos gigantescos y alas de murciélago, se abrió el suelo y eso salió volando hacia aquel espacio, desde aquel hoyo en el centro de la casa había emergido La gran abeja. El olor de miel se hizo amargo. El hombre chilló cuando se cayó adentro de un sol. ¡¡¡¡¡¡AAAAAAAAAAIIIIIIIIIEEEEEEEEE!!!!!! El sol donde cayó era nada más un ojo de la diosa de la dulzura, la cual era también la diosa de la lujuria y la diosa de aquella extraña amargura que deviene después del placer más lascivo que cualquier criatura del universo puede experimentar. Jorge no dejaba de gritar, no cesó de hacerlo hasta que el policía, sorprendido, se acercó rápidamente a él y le habló. El perturbado sujeto no oía lo que se le decía. Pero ¿quién era este pobre y trastornado personaje? Su nombre era Jorge Dalo, un investigador de lo paranormal, uno más de los tantos que actúan en secreto por toda la ciudad. El tipo estaba arrodillado en el jardincillo, afuera de la casa; allí hacía tanto frío que congelaba con la semejanza de inviernos polares el frágil cuerpecillo masculino. El policía observó los pantalones mojados del hombre y el ofensivo olor que de él emanaba. El agente de la ley no pudo evitar mostrar un gesto de conmoción. Jorge se dio cuenta de dónde estaba, intentó ponerse de pie. Fue cuando se percató de todo lo demás, y el temor fue más alarmante. Aún no había entrado a la casa, pero ya había visionado su interior, lo presentía. No quiso hablar con el policía ni con nadie. Retrocedió observando aquella casucha color verde. Sin fuerzas volvió a caer de rodillas, aunque esta vez de cara al lado opuesto del chalet, hacia el norte, de rostro a la libertad. 93
Todavía no había perdido la razón, bruscamente entendió muchas cosas, entre ellas que de alguna manera había salido bien librado de todo logrando con esto parte de su objetivo. La casa nueva nunca debía ser profanada por pies humanos. La casa nueva no solo es una casa, es una morada para criaturas y espacios más allá de la comprensión, es una residencia hecha de muchas cosas y, a la vez, de nada. Ese es todo el (difuso) secreto con relación a la residencia. Los verdaderos monstruos no están fijos, caminan en dos pies. Algunos vecinos salieron de sus hogares a lo lejos para mirar a aquel loco que se había quedado arrodillado en el jardín seco más de media hora, gimiendo como desquiciado, sin entrar a su domicilio; era su hogar, lo había comprado, mas no lo conservaría. Recordó entonces las palabras del representante de bienes raíces: «La casa no le permitirá entrar nunca. Ella debe mantener su pureza. Los hombres la han dañado tanto... los hombres... los humanos...» Él se alejó lentamente hacia el fondo de la calle hasta desaparecer mientras una suave brisa de polen caía sobre aquel jardincillo, en el que nunca más crecería nada. El aroma de miel circundante volvía a ser dulce otra vez.
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS
Perú
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oco después de oírse el ulular tristón del abulí —repique redundante de una inalterada soledad—, Drak Ul abandonó el abrigo de su caverna y se impulsó hacia lo alto mediante vigorosos movimientos de alas.
Noche a noche sucedía igual, y aunque Drak Ul no medía el tiempo según
criterios cronológicos, el peso de la reiteración acumulada comenzaba a agobiarlo, cual miríada de diminutos parásitos que se adhiriesen a su cuerpo velludo, ágil y dotado de cierta oscura belleza. En un ritual que acaso proviniera de la más honda Raíz Universal, Drak Ul describía graciosas parábolas e intrincados arabescos, confundiéndose con el fondo negro del firmamento. Algunas veces interceptaba la roja luz que emanaba de las tres lunas, y entonces se podían distinguir sus discos, como espectros difusos y tenues, a través de la sutil membrana de las alas desplegadas. Planeaba con ancestral destreza, sin que el más leve rumor turbara la calma del aire nocturno; durante prolongado lapso se obstinaba en aquel vuelo, que obedecía a una compulsión tan antigua y medular que ni siquiera concebía contradicción. —Quizás sea esta noche —musitó, en su lenguaje de ultrasonidos. Mucho más arriba, las luminarias sempiternas parpadeaban como de costumbre, transitando sus rutas respectivas, mientras las tinieblas iban diluyéndose en pos de la fatalidad de un nuevo amanecer... De súbito, un punto incandescente se destacó entre los demás: las pupilas carmesíes de Drak Ul reflejaron su insólito resplandor creciente. El aluvión emocional estuvo a punto de asfixiarlo. Sobrecogido de repentina debilidad, no pudo mantener abiertas las alas, de manera que se posó en un risco, sin apartar los ojos de aquel móvil fulgor. Una secreción espesa le colmó las fauces, rebasando el dique de los colmillos. —¿Será que al fin llegaron? —jadeó, entre crispaciones de todo el cuerpo—. ¿Se calmará mi sed?... Lo tengo en pantalla —informó Sotelo—. ¡Menos de tres minutos! Pocas veces se molestaba en consultar los indicadores: todo lo confiaba a su veteranía de espaciero curtido. En cien planetizajes, seguramente no se equivocaría más de dos o tres veces, y eso por fracciones de segundo. —No me gusta nada esa pelota roja... —opinó, desde el techo al que se 96
mantenía adherido, el Gordo Lopescu. Huraño y cabeza dura como buen mecánico electrónico, si alguna vez llegaba a hacer cualquier comentario favorable, en la situación que fuese, sus dos compañeros se quedaban mirándolo de hito en hito, boquiabiertos. Pero, por otro lado, no fallaban jamás en llevarle a su vez la contraria. Era una de las tácitas bases de su sociedad, establecida desde que compraran entre todos aquella espacionave modelo T-005 y se lanzaran a la caza de fortuna por las innúmeras rutas del cosmos. “Una microempresa privada, compacta y confiable”, según rezaba su publicidad. Llevaban bastante tiempo juntos los tres responsables de “JORSOLO, Inc.”, pero la Fortuna con “F” mayúscula se empecinaba en eludirlos sistemáticamente. —Cuando le aplaudas a algo, Gordo —retrucó Sotelo—, ahí habrá que cuidarse. Siguieron cambiando pullas hasta que la seca voz de Jorgensen les puso el alto. Este Jorgensen (primera sílaba de la razón social) era un rubio flaco y huesudo, algo más joven que los otros dos, con aire de estar perpetuamente famélico. No se afeitaba tan a menudo como hubiese sido de desear, y la combinación agua/jabón no congeniaba demasiado con su carácter. Pero se le respetaba por ser el único integrante de la firma que podía jactarse de un adiestramiento científico formal. Sotelo se manejaba a base de instinto e insolencia, más toneladas de suerte, y el Gordo era un buen técnico; pero ahí paraba todo. El abultado cráneo dolicocéfalo de Jorgensen (doctorado en Ciencias Físicas por la Universidad del Suroeste) era el receptáculo de la información “sofisticada”. Nadie pensaba en discutirle sus opciones en los momentos de apuro. Ahora, sin embargo, se trataba solo de un planetizaje de rutina, si bien iban a ello sin haberse molestado en recabar el correspondiente permiso de la Federación. En rigor, y ninguno lo ignoraba, no era lícito acercarse a mundos o sistemas no registrados en la Guía General; pero desde luego que los “independientes”, como ellos, solían transgredir la ordenanza. De no hacerlo así, las poderosas Multigalácticas los ahogarían sin remedio. A tu lugar, Gordo, que entramos en el Campo —ordenó Jorgensen—. ¡Y este nene es bastante más denso que la Madre! Ge y media, por lo menos... ¡Vas a llegar a los doscientos cinco, “beibi”! 97
Refunfuñando por principio, Lopescu “bajó” hasta su asiento, ubicado detrás del de sus socios. Se ató los cinturones y cerró los ojos. —¿Otra vez con lo mismo? —lo pinchó Sotelo. —¡Cábala, viejo, cábala! —repuso el Gordo, apretando una patita de conejo entre dedos rollizos—. ¡Me defeco en tus risitas sobradoras! Lo que me interesa es asegurarme de que no nos estrelles... ¡Menos que nunca contra esa bola sanguinolenta de allí abajo! Con toda deliberación, Sotelo imprimió un brusco impulso a los controles. Sabía que la crasa humanidad de su compañero resentiría el manotazo de la inercia, y esa idea lo divertía extraordinariamente. —¡Bestia! —resolló el Gordo—. ¿Querés hacernos papilla? —No te angusties. ¡Aun con 2 G rebotás en cualquier terreno, gordito! —¡Pedazo de un... negro subdesarrollado! ¡En cuanto toquemos suelo firme te voy a...! ¡Ghhh! —el estómago del Gordo le saltó al cuello. Jorgensen estiró un brazo anguloso para aplicar una sonora palmada a la cabeza del piloto. —¡Un poco de seriedad, hijos de... la Madre Tierra! No eran lo que podría llamarse buenos amigos, después de seis terraciclos de vagabundeo espacial. No obstante, un lazo común los hermanaba: todos provenían de la excelsa Madre, tercera fila en el corro del Viejo Amarillo. La situación se había agravado un poco cuando dejaron la espacionave para encaminarse en dirección de un conjunto de enigmáticas estructuras negras que mostraban claros signos de haber sido erigidas artificialmente... Lopescu, agraviado en su dignidad, se desquitó acomodándole un regio izquierdazo en pleno hígado al negro Sotelo; de no haber intervenido Jorgensen, a empujón riguroso, la cosa habría degenerado en pugilato. Pero el camino era largo, y con G y media el peso de los equipos les doblaba las espaldas. No era cosa de despilfarrar energías; pero no eso no impedía que los dardos verbales arreciasen. Tras denigrarle a conciencia toda la legión de familiares y ancestros, Lopescu arremetió contra el factor étnicosocial de Sotelo: —¡Negro y sudaca tenías que ser! —¡Preferible a vivir manoseando amuletos, gordo supersticioso!... ¡Noo! — Sotelo hizo aspavientos de fingido terror—. ¡Por favor no vayas a echarme una de 98
esas maldiciones rumanas tuyas, te lo imploro! —¡Maldito el día en que me asocié con dos sudacas infradotados! —rezongó el Gordo, con la mofletuda faz más roja que las lunas de aquel mundo sin nombre. Las salpicaduras habían alcanzado al retraído Jorgensen. —Subdesarrollados y todo —dijo, sarcástico—, ¡bien que supiste venirte para la Surfe cuando en Eurasia llovieron misiles! Y bastante bien que se te recibió, me parece, ¿no? —Perdón, Jorgensen —se excusó Lopescu—. No lo dije por ofender... ¡Pero es que este negro sinvergüenza saca de las casillas a cualquiera! —¡Lo que pasa es que los gordos son muy susceptibles! —lanzó Sotelo. —¿Y los negros? ¿Me vas a negar que viven a la defensiva, como si todos les...? Jorgensen resopló, dirigiéndose a las deidades: —¿Por qué? Cielos, ¿por qué? ¿Qué hice yo para merecerme a este dúo de inútiles? Sus voces destempladas irrumpían en el hueco del silencio reinante, como piedras arrojadas a un estanque en calma, en círculos crecientes. De pronto sonó el grito de un abulí, y los tres se quedaron helados en medio del camino. Qué fue eso? —Lopescu estaba pálido y le brillaban los ojos oscilantes. —Algún bicho... —dijo Sotelo, en tono indiferente—. ¿Y qué importa? ¡El fobiano nos dio palabra de que no nos íbamos a topar con ninguna exovida agresiva! ¿No se acuerdan? —¡Ese fobiano quería encajarnos la concesión a toda costa! —terció Jorgensen—. No tenemos por qué fiarnos de todo lo que nos prometió... ¡Andaba muy apurado de capital, no se olviden! Vos, Sotelo, ¿trajiste el láser? —Ajá. Y con esto encima, no le tengo miedo a nada —se jactó el moreno—. Claro que —añadió—, yo no cargo con el fardo folclórico de mitos y leyendas como algunos... La réplica airada de Lopescu no pasó del borde de la garganta. Porque en ese instante ululó otra vez el abulí, muy cerca..., y enseguida lo vieron. —¡Cara...! —Sotelo empuñó el láser. —¡Ehhh! —El Gordo pegó un salto ante la brusca aparición de la criatura, que cruzó frente al trío como una flecha sonora. 99
—¡Abulí, abulí, abulí! —profirió, en tanto sus veinticuatro patas articuladas levantaban frenéticas oleadas de polvo... -¡Quietos! —ordenó Jorgensen—. ¡Es inofensivo, idiotas! —¡Pero qué adefesio de bestia! —exclamó Lopescu—.
¡Nos van a dar
pesadillas! —Interesante —comentó Jorgensen, en tono abstraído—. Mezcla de miriápodo con marsupial... ¡Aunque por la forma de gritar habría jurado que sería una especie de búho, o cosa por el estilo! —Meneó la cabeza—. Está visto que uno nunca puede estar seguro, con estas exovidas... —¡El tipo aquel dijo bien claro que no vamos a encontrarnos con ninguna fiera! —insistió Sotelo—. ¡Y las ruinas ésas deben tener milenios! Nos podríamos hacer ricos con lo que recojamos... ¿Y un animalucho repulsivo nos va a parar? ¡Les garantizo que a mí no, por lo menos! Los milenios habían dejado, en efecto, su impronta sobre los oscuros restos arquitectónicos. En la exótica atmósfera del planeta, la pátina del tiempo adquiría matices rojizos, invistiendo a los remanentes de bajorrelieves y esculturas con una indeterminada sugestión de Averno. —¡Fíjense en esos dibujos! —Sotelo los bañó con la luminosidad azulina de su Portalite—. Bastante realistas, ¿no? Jorgensen se acuclilló para estudiar el material con su lente de aumento. Guiñaba un ojo mientras emitía su informe preliminar: —Mmm... Humanoides, sin duda. ¡Y hay mucho! ¡El Instituto de Exoarqueología nos lo va a arrancar de las manos! Lástima no disponer de un equipo como la gente... —Sí —dijo Sotelo—. Si tuviéramos motoexcavadora... —Puede haber algún testimonio escrito —observó Jorgensen—; grabaciones, qué sé yo... Pero, bueno..., ¡con esto tenemos para empezar! Sotelo rebuscó en su mochila. En contados instantes se alistó para tomar las holofotos que Jorgensen iba indicándole, con entusiasmo creciente a medida que se internaban entre las ruinas. Aun Lopescu parecía radiante... ¡Por fin hallaban la mina de oro que tanto les eludiera! Diligente, sostenía un diminuto lápiz grabador, en el que Jorgensen vertía sus doctos comentarios, complemento de las tomas de vídeo que él mismo obtenía mediante una unidad de bolsillo. 100
—...perfectamente posible formarse una idea bastante acabada de la historia de esta singular exocultura —recitaba el rubio—, extinguida por causas aún no determinadas. ”Resulta fascinante la amalgama entre un estilo de vida evidentemente naturista y cierta sofisticación tecnológica, fielmente registrada en los bajorrelieves. Debe anotarse, entre paréntesis, que la elocuencia de las imágenes es tal, que casi no se extraña la ausencia de textos escritos, por cuanto la sola lectura de los iconemas permite captar a la perfección el significado de cada escena representada, como asimismo la progresión cronológica expresada en sucesivas hileras de dibujos... Sotelo disparaba sin pausa destello tras destello de la holocámara, atinando invariablemente con el ángulo de toma más apropiado. El ensamblaje de los tres socios, duchos en el trabajo de equipo, hablaba a las claras de su competencia profesional. Absortos por completo en su labor, ninguno levantó la vista por encima del nivel de las derruidas edificaciones. Flotando en las alturas, la fosca silueta de Drak Ul se cernía sobre las activas figuras humanas. Un antiguo anhelo lo estremecía; pero él retardaba deliberadamente su descenso, a fin de acrecentar su goce inminente con la anticipación del mismo. —Volver a cumplir con mi destino... —se decía, extático—. De nuevo..., después de tantas y tantas noches, después de tan largo vacío... El terceto de satélites escarlatas presidía aquel instante mágico. Inaudible, aunque percibida por los nervios y la epidermis, la Música de las Esferas preludiaba la ejecución de un acto surgido en los íntimos arcanos del Universo. Drak Ul era lo que era; esos hombres venidos de la Tierra habían cruzado miles de años-luz para encontrarse justamente allí, en aquella noche rojo-sangre, bajo las tres lunas; y sin que ni ellos ni Drak Ul tuvieran conciencia de uno u otro factor, el inescrutable Drama Cósmico determinaba un acto trágico, que habría de consumarse inapelablemente. Con diestros vaivenes de las amplias alas, Drak Ul inició su espiral descendente. Jorgensen se permitió algo de disertación académica: —Si el Hombre es, como se ha sostenido, la suma de sus conocimientos, sin 101
duda el Hombre crecerá en cuanto asimile el conjunto de estos testimonios. La socorrida tesis de un Cosmos despoblado, erróneamente sustentada por mentalidades de magra proyección, se basa en la esterilidad de los ocho planetas solares que acompañan a la Tierra, más la carencia de vida inteligente en los mundos que han venido explorándose desde el inicio de la Era Sideral. ”Tal presunción está siendo irremisiblemente abatida ante la afluencia de pruebas como las que presentamos. No es prudente, en efecto, teorizar acerca de un Cosmos del cual no se conoce sino una ínfima fracción..., incluso en tiempos de velocidades ultralumínicas. Con los ojos chispeantes, hizo una pausa para tomar aliento. —El Hombre es, también —remató enseguida ante el micro—, la suma de sus ideas preconcebidas y de sus prejuicios. Si hemos de encontrarnos eventualmente con una exocultura... —¡¡Cuidado!! El aullido de Lopescu los paralizó. El pequeño lápiz grabador repiqueteó contra las gastadas losas del pavimento, y el microflash de Sotelo eyectó un espasmo luminoso. Sin el más mínimo rumor premonitorio, la velluda forma de Drak Ul se había posado a espaldas de los tres aventureros, siendo casualmente sorprendida por el rumano. —¡Virgen Santísima! —A Sotelo se le saltaban los ojos. —¡El Diablo! ¡Es el Diablo! —En el paroxismo del terror, el grueso Lopescu empezó a persignarse una y otra vez, interminablemente. Jorgensen intervino, con voz tensa: —¡Quietos los dos! ¡A lo mejor no es peligroso! Pero cada una de sus células, depositarias de atávicos temores, contradecía a sus razonamientos... Un sudor helado le consteló la frente, se le secó la boca, y el regusto acre de la adrenalina le anegó el paladar. Calma, pensó. ¡Aún no ha mostrado signos de agresividad! Pero las imágenes de los bajorrelieves, nítidas en su memoria, le repetían sin cesar un llamado de alerta. Un ser como aquél aparecía entre las figuras, y las actitudes en que se le había representado provocaban los más inquietantes pronósticos. 102
La criatura, vagamente humanoide, aunque provista de seis miembros (dos de los cuales consistían en amplias alas membranosas, similares a las de los quirópteros de la Tierra), avanzó cautelosa hacia los hombres, enfocándoles constantemente con sus ojos carmesíes. Abrió la boca, y el helado lustre de los colmillos precipitó a Lopescu hacia un paroxismo de terror. Jorgensen, cuyo intelecto le dotaba de mayor frialdad, notó que la ancha boca se abría y se cerraba según patrones definidos. ¿Articularía el ser algún tipo de lenguaje? Nada se escuchaba, sin embargo, fuera del acezar de los hombres y una que otra ahogada exclamación de miedo. De súbito brotó un sonido de aquella garganta inhumana: —¡Drak Ul! ¡Drak Ul! —y ya prácticamente lo tenían encima. Lopescu cayó de hinojos, sollozando: “¡El Maldito! ¡El chupasangre! ¡Vrolok! ¡Vrolok!”; el moreno latinoamericano, más práctico, escapó a la carrera, con la intención de parapetarse entre las ruinas. Una mano abierta de Jorgensen, que a duras penas contenía el temblor, se tendió a modo de simbólica barrera ante el alienígena. —¡P-paz! —barbotó el rubio—. ¡Venimos en paz! —¡Drak Ul! ¡Drak Ul! Se enfrentaban, clavado cada cual en su sitio, a contados centímetros uno del otro. Ramalazos de irreprimible repulsión sacudían a Jorgensen, quien temía enloquecer en cualquier instante. ¡Seguramente “eso” debía ser maligno! No lograba advertir la menor traza de humanidad en los ojos alucinantes, y la expresión de aquel rostro —si así cabía llamársele—quedaba oculta tras una impenetrable cortina de vello negriazul. Sin embargo, ¡y era lo más espantoso de todo!, de alguna forma, algo muy peculiar emanaba del ser: una sensación casi pringosamente tangible de satisfacción de un tipo indescriptible... Jorgensen se esforzó con denuedo para alejar de su mente las horrendas visiones que le asaltaron. A través de un oscuro instinto, percibió un movimiento a sus espaldas. Sin volverse, gritó, casi en falsete: —¡No, Sotelo! ¡No tires! ¡No hay motivo todavía! En una violación deliberada de sus escrúpulos más arraigados, se empeñó en encontrar con sus ojos azules las pupilas siniestras del ente... Hondo, muy hondo, proyectó su sondeo. Y entonces sucedió. 103
Un extraño mecanismo obró en el cerebro de Jorgensen. Se le antojó que los movimientos del alienígena, al echársele este encima, fluían con ritmo exageradamente pausado, como en los holofilmes de entrenamiento para espaciopilotos, en que se reproducían las acciones con meticulosa parsimonia, a fin de que se las pudiese apreciar hasta en sus menores detalles. Al mismo tiempo, los pensamientos del terrícola comenzaron a sucederse con vertiginosa rapidez. Oh, Dios, ¡no! Se me viene encima..., tal como aparece en los dibujos de los bajorrelieves. ¡Y es real! Pero estas ruinas datan de edades pretéritas... ¡Nada de lo representado aquí puede seguir hoy con vida! A pesar de eso, la abominación se mueve y me echa en la cara su aliento fétido y, ¡oh, Cielos!, en cuestión de segundos su boca buscará mi garganta y sus colmillos... ¡Ahhh! ¡Viejo Lovecraft! ¡Tus antiguas profecías van a materializarse... en mí! Enredados en grotesca danza, ambos cuerpos se congelaron, por un instante inenarrable, ante el horror de los otros dos hombres, imposibilitando el disparo del láser que aferraba la mano crispada y sudorosa de Sotelo. Por fin se doblaron hacia el suelo, el velludo alienígena unido a Jorgensen en quién sabe qué atroz comunión... Lopescu se desplomó, sin conocimiento. Sotelo, en cambio, logró sobreponerse y no dejó de vigilar, con ojo de halcón. De repente el vampiresco ser se irguió, la saciedad reluciéndole en los ojos de fuego, y la forma desmadejada de Jorgensen, atraída por el suelo del extraño mundo, se desprendió con viscosa pereza de las garras negras. Los reflejos de Sotelo actuaron con velocidad fulmínea: el rojo haz incandescente del láser surcó el aire, al encuentro del tórax del alienígena, cuando aún el cuerpo de Jorgensen no terminaba su caída. El sordo rumor de la carne inanimada azotando las losas casi simultaneó al estridente quejido que lanzó la criatura. Por un momento, Sotelo pensó que le estallaba la cabeza; se repuso, sin embargo, y repitió el disparo. La oscura, odiosa silueta se abatió sobre el yacente Jorgensen, entre espasmódico batir de alas. Desde lo alto, las tres lunas rojas conferían un tinte espantable a la escena. Sotelo se aventuró fuera de su refugio. Las lágrimas le surcaban el moreno semblante; pero su conciencia no lo registraba. Por entre el torbellino que era su mente, persistía en aferrarse con desesperación a su objetivo primordial. —¡Lopescu! ¡Eh, Gordo! Se inclinó sobre la obesa anatomía del rumano y lo zarandeó y abofeteó sin 104
piedad, hasta que captó una luz en sus pupilas. —¡Arriba, desgraciado! ¡Hay que revisar a Jorgensen! ¡Puede estar vivo! —¿Qué...? ¿El demonio ese se...? —¡Lo volteé! ¡Pero capaz que fue muy tarde, no sé! Con exasperado ademán se alejó. Sin ocuparse más del Gordo, corrió junto a Jorgensen. Apretaba los puños hasta lastimárselos, pugnando por dominar el temblor que lo sacudía ante la proximidad del alienígena caído. Extrayendo ánimos de alguna recóndita reserva, logró por fin liberar a su compañero del espantable yugo que lo aprisionaba. Durante unos momentos, se afanó en descubrir algún signo vital en aquel cuerpo rígido. Al cabo, tras maldecir su carencia de adiestramiento médico, debió limitarse a acomodar a Jorgensen como mejor supo, de espaldas sobre un antiguo enlosado, vuelta la cara hacia un cielo enrojecido y hostil..., a millones de años-luz de su sistema natal. Desde lejos, llegó la voz medrosa de Lopescu: —¿Está... muerto de veras? ¿Acabaste con él? —¡No te ensucies los calzones, gordinflón del demonio! ¡Ese pellejo grasiento tuyo no corre más peligro! ¡Es Jorgensen el que me preocupa! —¿Qué le hizo esa... bestia infernal? ¡Dios Santo! ¿Estará...? —¿Y cómo querés que lo sepa? ¿Me ves pinta de médico? —Pero..., ¿respira? —¡Y yo qué sé! ¡Revisalo vos, si querés! Lopescu ya estaba junto al rubio. —¡Ahhh! —De repente lanzó un grito agudo—. ¡Demonio! —¿Y ahora qué te pasa? ¿Te volviste loco? El carnoso índice del Gordo se tendía, vibrando en un terror indescriptible, hacia el cuello del caído. —¡Lo mordió! ¡Lo mordió! ¡Jorgensen está maldito! -¡Basta, imbécil! —Sotelo saltó sobre el otro, zamarreándolo con rabia—. ¡Tratá de controlarte, o te deshago! —¡Vrolok! ¡El chupasangre! ¿No viste los dibujos de las paredes? ¡Dios Bendito!... ¡Va a volver de la muerte para atacarnos! ¡Es la maldición del nosferatu! 105
¡La maldi...! La morena diestra de Sotelo cruzó por dos veces el aire, en furibundo arco. Tras los chasquidos, un hilo rojo oscuro resbaló por la papada de Lopescu, que no había atinado siquiera a defenderse. Solo movía los ojos, dilatados por el terror, rebasando casi sus nidos de grasa. El latinoamericano carraspeó. —Dis... culpá, Gordo. No quería... ¡Lo que pasa es que estamos con los nervios de punta! (Él no tiene la culpa de que lo hayan criado así, un idiota crédulo, atiborrándolo de cuentos de viejas cuando era chico...) ¡Pero comprendeme! ¡Hay que evitar a toda costa que nos domine el pánico! No obtuvo sino una sucesión de asentimientos de cabeza. Sotelo pensó que el Gordo ya había perdido hasta la voz... Pero era la única ayuda con que contaba para enfrentarse a lo desconocido. Con toda la gentileza que logró reunir, lo tomó por un brazo. —Vení, Gordo..., ayudame a armar el refugio. ¡Ahí adentro vamos a estar más resguardados! Extrajo de una de las mochilas el reducido atado. Al quitar la tapa de las válvulas se oyó un silbido, y una liviana pero funcional carpa inflable adquirió forma. Su capacidad admitía a los dos hombres, parte del equipo de supervivencia, e incluso al cuerpo de Jorgensen. Una vez en el interior de aquel ambiente confortable, cálidamente alumbrado por una unidad Permalite, Sotelo se sintió algo más aliviado de su angustia. Rompió los sellos de un par de envases térmicos de sintcafé, y enseguida el reconfortante sucedáneo humeó deliciosamente. Contenía una sustancia sedante; Sotelo confiaba en que le iba a sentar bien a su compañero. Este, luego de apurar dos tragos, farfulló: —¿Seguro que estará...? —¿El bicho de ahí afuera? ¡Tiene dos brutos agujeros de láser! ¡Ni una ballena aguantaría eso! Lopescu meneó nervioso la cabeza, señalando a Jorgensen. —¡No! ¡Hablo de él! ¿Te parece que...? —¡Ya te dije que no soy médico, caracho! Ninguno de nosotros sabría decir... —Con el ceño fruncido, se aproximó a la forma inmóvil. No sin escrúpulos, asió la mandíbula para girarle la cabeza hacia un lado. Los dos orificios de la garganta le 106
provocaron un tic de repulsión. Era sorprendente lo poco que habían sangrado—. ¡Qué cosa más rara! —musitó—. No da la impresión de que le hubieran... A pesar de todo, no conseguía borrarse de la memoria los bajorrelieves. El ente vampiresco saltando sobre uno de los humanoides; luego una imagen del mismo humanoide, inerte en apariencia (¡igual que Jorgensen!); por fin, el humanoide aquél ¡levantándose del sitio donde yacía, como si regresara de...! Sotelo sacudió con furia la cabeza. —¡Maldita sea! ¡El Gordo este me sugestionó!... ¡Pero yo no pienso ceder al pánico! ¡No soy un flojo como él! De súbito le acometió un estremecimiento, y supo que se había puesto aún más pálido que Jorgensen. ¡El cuello de este latió! Por fortuna estaba de espaldas a Lopescu, de modo que le obstruía la visual con su propio cuerpo. Mordiéndose con fuerza el abultado labio inferior, Sotelo comenzó a volverse hacia el Gordo. ¡Nada de pánico! ¡Nada de fantasías! —Creo que... Jorgensen vive —murmuró. Con el brazo extendido retrocedió junto a Lopescu, sin apartar la vista de Jorgensen en ningún momento. Sus dedos oscuros se clavaron en el hombro del otro, que dejó escapar un débil quejido. En el más absoluto silencio, el torso de Jorgensen había comenzado a erguirse, aunque él aún tenía los ojos cerrados. Sotelo oía el retumbar de su corazón, igual que un rugir de motores MRL; un obstinado raciocinio, empero, le indicaba que aquel sonido debía ser ilusorio... Su labio superior y su frente exudaron frías perlas, y el aire gimió al precipitarse fuera de sus anchas fosas nasales. Pero se obligó a mantener aferrado el hombro del Gordo, congelándose con él en una unidad expectante. Se le contrajeron los protuberantes labios. De pronto se apartaron las comisuras, y una hilera de blanquísimos dientes quedó al descubierto. Incapaz de reprimirse por más tiempo, Sotelo sucumbió a una risita aguda y espasmódica. ¡Jorgensen había abierto ambos ojos, se había agarrado la cabeza, como si quisiera despejarse, y ahora la sacudía! Aquello era bastante tranquilizador, pensó Sotelo. Quizás... 107
—¿Estás..., estás bien, viejo? —balbució. La cabeza de Jorgensen, desmelenada, giró para enfrentar a su interlocutor. Los párpados oscilaron un par de veces, hubo un resoplido, una tos, y por fin: —Yo... ¡No sé! —contestó el rubio, en tono confuso—. Es como si... —y se bamboleó, igual que un borracho. Sotelo estuvo a su lado en fracciones de segundo. Lo sujetó por los hombros, mientras lo escudriñaba ansioso. —No te levantes —le pidió—. Quedate sentado un rato más. ¡Todavía estás medio...! Pero Jorgensen lo apartó de un empujón. Se le cubrió la frente de ondulaciones, y las cejas casi se le unieron. Saltó en pie y levantó ambas manos, abiertas como estrellas de un rosa desvaído. —Ya recuerdo... —murmuró. Alzó los ojos hacia Sotelo—. ¿Qué...? —¡Tranquilo, Jor! ¡Está afuera, bien frito! —¿Cómo? ¿Está... muerto? —¡Lo cosí con el láser! No te preocu... ¿¿Ehh?? Jorgensen se había precipitado sobre él, poseído de cólera salvaje, y lo aferraba por las ropas como si quisiera arrancárselas. —¿Muerto? ¿Muerto? ¿Lo mataron? ¡Oh, Dios..., no! De un empellón violento arrojó a Sotelo contra una de las elásticas paredes del refugio; luego sus manos ascendieron hasta adherirse a su propia cara, que estrujó sin piedad. Por entre los dedos se escapó un quejido distorsionado: —¡No..., no! Sotelo se aproximó a Lopescu. Ahora se sentía más afín al Gordo, unidos ambos en la misma gelatinosa estupefacción. Oían los sollozos de Jorgensen, y ninguno de los dos conseguía explicárselos. Jorgensen los miró al fin. Tenía ensombrecidas las pupilas, y una profusión de venillas rojas las circundaba; pero de algún modo Sotelo se dio cuenta de que había logrado controlarse. Tras su profunda respiración se escuchó su acento enronquecido: —¡Cometieron un crimen! —¿Qué decís? ¿Un...? ¡Pero si él casi te...! —No merecía morir así, Sotelo. ¡No debiste matarlo! 108
El sudamericano, enmudecido, lo miraba sin atinar a nada más. La boca le tembló, esforzándose por articular las palabras. —¡Pero si... estabas en peligro! —barbotó al cabo—. Yo quise... —¡Vimos cómo te atacó ese demonio! —chilló Lopescu—. ¡Sotelo te salvó! ¡Ese monstruo quería chuparte toda la sangre! ¡Era un...! Jorgensen estiró los brazos para oprimir un hombro de cada compañero. Se transparentaban fuerza y autoridad en él: los otros callaron y esperaron. Una sonrisa ácida tironeaba de los ángulos de la boca del científico; pero no separó los labios sino para inquirir: —¿Cómo lo sabés, Gordo? ¿Cómo sabés lo que era? —¡Demonio! ¡Drakkul! ¡Vrolok! —Profirió Lopescu—. ¡Eso es lo que era! ¡Sé cómo son! ¡Los conozco! Jorgensen suspiró, con un meneo de cabeza. —¿Y vos, Sotelo? ¿Qué sabías vos cuando le disparabas, eh? —¡Caracho, Jor! ¡Te atacó! ¿Qué esperabas que...? —No sabían nada. ¡Ninguno de los dos! Algo helado y sombrío comenzó a expandirse dentro de Sotelo; algo que aún no tenía nombre, pero que le infectó con un creciente sentimiento de culpa y también con una oscura variedad de miedo. Como no pudo identificarlo, nada dijo durante algunos instantes; luego, un resorte de rebelde cólera saltó por encima de todos los recelos, y se defendió: —¡Saber! ¡Saber! ¿Cómo diablos...? ¡Pero si hasta en los mismos dibujos esos se mostraba...! Jorgensen sacudió una vez más la cabeza. Parecía enfrentado a un par de niños. —No es lo que se muestra en los dibujos —dijo—, sino lo que vieron los ojos de ustedes. Los ojos terrícolas de ustedes. ”Escuchen —prosiguió, deteniendo las protestas de los otros dos—.Vinimos a este planeta dispuestos a expoliar todo cuanto pudiéramos de los restos de una civilización extinta. Y en algún momento nos lamentábamos de no disponer de medios que nos permitieran hurgar más a fondo. No había, o no descubríamos, inscripciones grabadas, o antiguas bibliotecas providenciales... Pero como buenos terrícolas del Tercer Milenio, dábamos por hecho que no nos iba a resultar difícil 109
formarnos ideas aceptables, aun en base a la precaria información de que nos proveían las imágenes de los bajorrelieves... —¡Y claro! —interrumpió Sotelo—. Alguna experiencia tenemos en la cosa, y hasta ahora... —¡Ah! —exclamó Jorgensen—. ¡Ya salió! La bendita experiencia. ¡Justamente eso es lo malo! Nada censurable habría en sacar deducciones a partir de los testimonios arqueológicos..., siempre y cuando se hiciera con objetividad. ¡Pero ninguno de nosotros, por entonces, estaba en condiciones de ser verdaderamente objetivo! —¡Era un demonio chupasangre! ¡Un nosferatu! —se empecinó Lopescu, sin prestar atención a la actitud de Jorgensen—. ¡Podés discutírmelo un año entero, sin que...! —¡Cerrá la boca de una vez, Gordo! —restalló Sotelo—. ¡Ya me tenés harto con tu cantinela! Dejá que Jorgensen se explique..., ¡por más disparatado que parezca! Jorgensen volvió a suspirar. Los observó un instante, y después se sentó en el piso, esperando que lo imitaran. Una vez que lo hubieron hecho, él continuó, en tono muy sereno, pero también muy firme: —No vayan a creer que no los entiendo. Yo mismo, en el fondo, no era muy distinto a ustedes en lo básico... Pero ahora todo cambió..., ¡porque ahora yo sé! ”El nombre de este mundo fue “Gluikki”..., una hermosa palabra de su lengua única, que vendría a significar algo así como “Jardín fragante”... Y en verdad estaba bien aplicado, al menos si se piensa en las fases finales de la espléndida cultura que llegó a florecer aquí. ”Eran unas criaturas sabias y bondadosas, que habían aprendido a convivir en verdadera libertad, sin permitir que los avances tecnológicos ahogasen a la prístina sensibilidad estética, imbuida en ellos al cabo de cientos de generaciones regidas por la paz y el entendimiento mutuo... Llegó un día, no obstante, en que los inescrutables designios de algún Poder supremo dispusieron que esta admirable civilización desapareciese. Sin el tormento de la agonía cósmica, sino tan dulcemente como viviera..., igual que el perfume de algunas flores se desvanece cuando se pone el sol. Jorgensen expelió aire, aliviando a un tiempo pulmones y garganta. En lo profundo de su mente se operaba insólita avalancha: gris sobre rojo, negro contra azul..., la ironía de un trágico e inevitable encuentro al extremo final de un arco 110
extendido a través de miles de años-luz. —Ese desventurado ser que quedó tendido afuera —siguió diciendo—, había conseguido sobrevivir durante eternidades al peso de una soledad aterradora. Aguardaba en vano el retorno de una raza perdida..., una raza de la cual había sido complemento, siendo a su vez complementado por ella, como las aguas lo son con la tierra y el día con la noche. ”Si pudiéramos practicar una autopsia del cadáver... Pero, ¡qué digo! Ya debe ser tarde: el proceso de descomposición estará seguramente en sus etapas finales... Quizás ni siquiera queden cenizas ya. ¡No es como nosotros! ¿Se dan cuenta? ¿Les cabe en la cabeza? ¡Nada de lo que hay en este mundo tiene nada que ver con lo que ustedes o yo conocíamos! ”Nos atrevimos a salir Afuera; dejamos atrás la atmósfera terrestre, pero ese antropocentrismo incurable que llevamos dentro se nos quedó pegado. ¡Oh, por todos los Cielos! Alguna vez creímos que la Madre era el ombligo del Universo; nos costó centurias llegar a admitir que ni siquiera habitamos en los suburbios de una galaxia perdida entre miríadas de otras similares... Pero hasta ahí llegamos. La Madre podía no ser el centro; aceptado. Pero ¡por Dios que el excelso Homo Sapiens sí lo era! ”Los cráteres de la Luna, Marte, Mercurio, etcétera; la estéril desolación de un Sistema completo, incluso nuestros pininos algo más Afuera, casi nos convencieron: éramos únicos, estábamos solos. ¿Y cómo podría ser de otro modo? Imágenes y semejanzas del Creador (por supuesto que antropomórfico también El), el Cosmos era propiedad nuestra, y fabricado, ¡oh, Cristo!, a nuestra hechura y conveniencia... Un territorio más para arrasar a capricho, reiterando nuestros esquemas ad infinitum. ¡Oh..., sensacional! La risa de Jorgensen viboreó en los oídos de sus compañeros. Era acre y sapiente: ellos no comprendían aún del todo, pero un nebuloso instinto los inhibía de interrumpir. —Si fuese posible, ahora, observar por dentro la cabeza de... él —recomenzó Jorgensen—, por medio de un videoscanner, constataríamos un hecho sorprendente: los colmillos están huecos. —¿Eh? —barbotó Sotelo—. ¿Cómo..., huecos? —Hay unos canales que los conectan directamente con la masa encefálica..., ¡y esa masa encefálica, fíjense, no es como las masas encefálicas que conocemos! 111
”Sería demasiado complicado de explicar en detalle; pero, a grandes rasgos, sus procesos mentales pueden describirse como tangibles y fluidos. ¡Él puede..., podía, literalmente, transferirlos! No como lo haríamos los humanos, por medio de las artes o de la literatura; no, sino en forma directa y concreta. ”Su memoria se condensa en psicolinfa —no encuentro, por el momento, un término más apropiado, aunque su lengua desde luego lo tiene—; y es una necesidad vital para él..., lo fue, ofrendarla a otros seres... Su “mordisco” la introduce en la corriente sanguínea, sobreviene un letargo, y luego uno se encuentra enriquecido con un conocimiento que jamás tuvo antes. ”Así perviven la cultura, las tradiciones, la historia de esa gente singular. Así es como yo, ahora, disfruto del regalo más generoso que una raza puede brindarle a otra: se me obsequió la Historia viva de un mundo. ¡Y el pago por ese don inestimable fue la muerte violenta! Lopescu parpadeaba, con la boca entreabierta, como pez que se ahoga fuera de la charca. Sotelo lanzó un salivazo. —¡Maldita sea! —gruñó roncamente. Lo más triste del caso —añadió Jorgensen, en tono abatido—, es que Drak Ul era casi único en el Cosmos. El y unos pocos más son fruto de la Urdimbre Primigenia, por así llamarla: un puñado de longevos individuos dotados de una facultad maravillosa, desperdigados a lo ancho del Universo y a lo largo de la Eternidad, con el único cometido de... servir. ”Y sirvieron, y se les amó y se les reverenció por ello. Y se les acogió con muestras de alegría y de gratitud, dondequiera que estuviesen, por ser lo que eran y por hacer lo que hacían. Hasta que, para su desgracia, uno de ellos se encontró con el Hombre. ”Ya es inútil lamentarse. El hecho está irremediablemente consumado. Inútil, también, ponerse a buscar culpas... Quizás debió pasar todo tal como pasó, a fin de que de una buena vez nos decidamos a crecer. Jorgensen posó las manos sobre sus dos amigos. Ellos captaron todo el calor, toda la comprensión, y todos se sintieron plenamente unidos por primera vez desde que se conocieran. El grito del abulí onduló lentamente, ascendiendo al encuentro de las lunas bermejas, ya casi al cabo de su viaje hacia el fondo del horizonte. A ras del suelo, la 112
pequeña tienda terrícola era un reducto aislado y extraño en medio del fantástico paisaje rojo. Solpló la brisa que preludiaba al amanecer, y las cenizas de Drak Ul se dispersaron. —Algo positivo quedó, a pesar de todo —meditó Jorgensen, con afecto—. Somos depositarios de una preciosa información; con nosotros vendrá, de vuelta a la Madre. Gracias a Drak Ul..., un amigo. Sus ojos resplandecieron. Sotelo y el Gordo, bajo el calor sedante de esa mirada azul, sonrieron sin notarlo. —¿Saben cómo se traduce esa exclamación suya —musitó Jorgensen—, ese “¡Drak Ul!”que nos causaba tanto miedo? ¡Nada tiene que ver con el “Drakkul” rumano; no se refiere a demonios ni a vampiros! ”En su lengua tan solo significa: “Para ti”.
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
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-P
érez. —Sí, doctor. Buenas tardes. —Adelante, Pérez. ¿Cómo le va? —Bien, doctor, muchas gracias, ¿y a usted?
—Bien, bien. Adelante le dije, hombre. —Sí, sí.
—Tome asiento, no más. ¿Qué lo trae por acá? —Bueno, doctor, como le dije, yo estoy bien, me siento perfecto, así que en verdad vengo por mi señora esposa. —¿Su señora está mal? ¿Y por qué no vino ella directamente? —No, no, doctor. Ella dice que el que está mal soy yo, y me mandó a verlo a usted. —Ah, muy bien. Bueno, déjeme ver si encuentro su ficha. Aunque no recuerdo haberlo atendido… —Es la primera vez que me atiendo con usted, doctor. La que sí ha venido es mi señora. —¿Quién es su señora? —Carlota Rampoldi. —¡Ah, doña Carlota, claro! Qué mujer encantadora. ¿Cómo está? ¿Sigue con la medicación que le receté el mes pasado? —Sí, doctor; sigue sus indicaciones al pie de la letra. Y déjeme decirle que le hizo efecto enseguida. No se imagina lo agradecida que está. —Bueno, hombre, me parece excelente. Pero volvamos a usted. Páseme su documento y vaya contándome por qué vino, mientras yo lo voy cargando en el sistema. —Claro, aquí tiene, sirvasé. Bien, hace algo así como una semana que mi mujer me empezó a notar raro… —Domicilio… Lavalle 671, departamento 10, como su señora, obviamente… Siga, que lo escucho. ¿Raro cómo? —Dice que ando más pálido y ojeroso que de costumbre. —…de junio… Edad, 71 años, ¿verdad? —Exacto. —Bien. Bueno, ahora que lo menciona, su aspecto no es muy saludable que digamos, señor Pérez. Pero, dado que no lo conozco, no podría decir cómo se ve 115
usted «de costumbre». —También dice que huelo raro, es un olor fuerte, desagradable. Y eso que me estoy bañando todos los días, hasta tres veces al día. Si no, no me deja en paz. —Ahora que lo dice, yo también percibo un aroma... ¿Usted no? —Para nada. Me veo, me huelo y me siento perfectamente. —A ver, siéntese en la camilla, que lo voy a auscultar. —Cómo no. —Ajá, muy bien. Levántese un poco la camisa. Muy bien. Ahora inspire hondo… Apa, apa, apa. ¿Qué es esto? —¿Qué ocurre, doctor? —¿Está inspirando hondo, como le dije? —Claro, vea usted. —Sí, veo que se le infla el pecho, pero no escucho ningún sonido asociado a la respiración. A ver, exhale lentamente… Tampoco. Silencio sepulcral. Esto no me gusta nada. —… —A ver el corazón… Hombre, ¿cómo puede ser? ¿Tiene corazón usted? —Pero, ¿qué dice, doctor? Seguro, como todo hijo de cristiano. —A ver, retírese la manga. Sí, el brazo izquierdo está bien. Le voy a tomar la presión… ¡Pero tiene la pie helada, señor! ¿Cómo es posible? —Pues, ¿qué quiere que le diga? Yo me siento normal, no tengo ni frío ni calor. —A ver, póngase este termómetro en la boca. Ajá, ya estoy viendo que no tiene ni saliva. Y no mencionemos el aliento. No, deje eso a un lado, la presión se la tomo después. Mientras tanto, déjeme ver sus pupilas… Ajá… Sequedad de ojos... Ningún tipo de reacción ante estímulos luminosos… Caramba, caramba… —¿Tengo algo malo? —Ya lo creo, mi amigo. —Pero, ¿de qué se trata? —No sé cómo decírselo sin que lo tome a mal. Le ruego que no desespere, ¿de acuerdo? —No, está bien, no me desespero, pero usted terminelá con tanta vuelta, por favor. ¿Qué tengo? —Usted está clínicamente muerto. 116
—¿Eh? ¿Cómo dice? —Qué usted murió, Pérez. Que falleció, expiró, pereció, espichó, estiró la pata, dejó de ser… —Está bien, está bien, ya entendí. Ahora digamé, ¿usted me está tomando el pelo? ¿Cómo pretende que me crea eso? —Todas mis observaciones llevan a esa conclusión. Sin mencionar el resultado que seguramente va a arrojar la toma de presión, ni el hecho de que su piel se está descomponiendo sin mostrar señales de regeneración, y no me quiero ni imaginar los reflejos musculares… Ah, ahí está sonando el termómetro. Démelo. ¡Veintiún grados! ¿No le digo? Usted es un fiambre. —¡Pero esto es imposible! ¡Lo que me dice no tiene ni pies ni cabeza! ¿Cómo se explica? —Qué sé yo, Pérez, qué quiere que le diga. Es la primera vez que veo un caso así. ¿Usted no se dio cuenta en ningún momento de su condición de difunto? —Para nada. —Bueno, entonces lo único que puedo decir es que la causa de muerte no fue violenta. Es decir: quiero creer que, en dicho caso, se habría dado cuenta. —¿Y hace cuánto que me morí? —Por las señales de deterioro de su organismo, yo diría que hace una semana, aproximadamente. Aunque habría que determinar la causa del deceso, ya que muchas veces estas señales dependen de cómo se muere uno. —¿Entonces? —En este momento no sé qué decirle. Habrá sido alguna comida en mal estado, tal vez una infección interna, alguna enfermedad… Hay enfermos que no presentan síntomas de la enfermedad que padecen, por lo menos hasta un estadio bastante avanzado de la misma. De ser este el caso, esto lo convierte a usted en un enfermo asintomático. Mejor dicho: usted era un enfermo asintomático hasta que, en determinado momento, se murió. Hablando mal y pronto: se venció sin darse cuenta. —Bueno, ¿y qué hago yo ahora? ¿Usted no me podrá recetar algo…? —Le pido mil disculpas, señor mío, pero ya no hay nada que pueda hacer por usted. Lo voy a tener que derivar. —¿Adónde, doctor? —A una funeraria. 117
HÉCTOR GARCÍA
Argentina
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uando mamá se marchaba de casa para trabajar, me dejaba solo y me entretenía en su armario. Los dos éramos más o menos de la misma talla. Ella tenía más relleno, por supuesto, pero yo conseguía igualarla con trucos de chica.
Dejaba pasar un rato por si volvía de repente y entonces me metía en su
habitación. Me encantaba el olor de su jabón, de su acondicionador del pelo y la humedad del baño. Me desnudaba completamente y me ponía su ropa interior. Los tangas no me gustaban, se me metían donde no deben. Pero las braguitas sí. Y no digamos las medias, sobre todo las de rejilla: me chiflaban, lo que pasa es que eran peligrosas. Rompí varios pares. Después pasaba al lugar de mi fascinación: el armario. Los vestidos, faldas, blusas y chaquetas. Cogía la prenda, la olía, la tocaba, cerraba los ojos y me extasiaba. Después me la ponía, poco a poco sintiendo el calor del cuerpo de mamá. Terminaba en el baño. Sus pintalabios, sus coloretes, su crema corporal, todas sus cosas, esas que habían tocado sus manos, sus labios, que habían acariciado su cuerpo desnudo. Pasado el momento de excitación absoluta me metía en su ducha y me aliviaba jugando. Para terminar solo me quedaba volver a colocar cada cosa en su sitio y esperar su regreso. Ahora, verla entrar por la noche, cansada de todo el día fuera, es la antesala de la felicidad porque sé que empezará su ritual de aseo. Y me volveré a excitar. Saldrá envuelta en el albornoz y con la toalla enrollada en la cabeza. Una auténtica diosa descalza. Se acercará a mí, se sentará en mis rodillas a horcajadas y me morderá la oreja. Desde que nos casamos, hace treinta años, repetimos mi fetiche cada día y si no, no funciono.
MANUEL SERRANO FUNES España
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uizás parezca algo inverosímil en estos tiempos, pero pertenezco a esas pocas personas que les motiva el servicio a los demás. Esta cualidad ya se perfilaba tempranamente desde mi infancia. Recuerdo que en el colegio fui nombrado alcalde y con mis regidores del municipio escolar desarrollamos una brillante gestión.
Mi interés por la política y la función pública viene de familia. Mi abuelo Benito fue alcalde provincial en tiempos donde no se cobraba sueldo, me consta que a veces ponía dinero de su bolsillo para cubrir algún requerimiento municipal. Mi padre trabajó de asesor en el gobierno regional. Doy fe de que ambos fueron raros especímenes de políticos honestos en mi país. Cuando conversaba con ellos siempre me afirmaban que para apoyar a los demás era necesario que los servidores públicos estén altamente capacitados y que lo más importante era estar dotado de valores y principios morales bien definidos. Mi vocación por ayudar a los demás, buscar un mundo más justo y mi marcado interés por la política me condujeron a estudiar la carrera de Derecho y Ciencias. Hice mis prácticas en algunos estudios jurídicos y en el Ministerio Público. Al concluir, sin embargo sentía que mis conocimientos profesionales podían ser de mayor utilidad en un poder del estado. El Poder Legislativo por ejemplo. Ese interés le hice saber a mi tío Arturo, quien siempre apostó por mi formación intelectual y me alentó para concluir mi carrera. El Poder Legislativo, representado por el Congreso de la República, a diferencia de antaño, es un órgano muy desprestigiado actualmente. Y no es para menos. Muchos (por no decir la mayoría) de nuestros “ilustres” padres de la patria representan todo lo nefasto que una sociedad puede producir. Personas con numerosos procesos judiciales, algunos de ellos con sentencias, relacionados al narcotráfico, lavado de activos, etcétera. Llegaron al congreso en búsqueda de la inmunidad parlamentaria que les permitiera seguir operando. Otra característica de nuestros congresistas es su marcado desinterés por la educación, ciencia y la cultura. A veces me causaba desconcierto e indignación escuchar varios disparates en las reuniones de pleno, como por ejemplo: Leer mucho produce Alzheimer, Yo estoy aquí por mi plata, Nosotros matamos menos, El sexo tiene por fin la reproducción y no el placer, Una persona es feliz cuando logra su felicidad, situaciones que a uno lo hacen cuestionarse: ¿Cómo estos animales han podido llegar tan alto? Muchas 122
conductas negativas de estos “ilustres” congresistas bordeaban lo surreal y natural. Producto de ello la indignación de la opinión pública los bautizó con divertidos apodos, como por ejemplo: Comepollo, Lavapiés, Mataperro, Robacable, Manozas, Anabelle, Perro de chacra y un largo etcétera de pintorescos personajes que eran populares no por su gestión, sino por sus escándalos que protagonizaban. Mi gran oportunidad de ser asesor congresal llegó a través de mi tío. Él había sido compañero de carpeta en el colegio de un político que estaba candidateando al congreso por un partido que emergía como la espuma. Actualmente hay una crisis de institucionalidad en los partidos políticos, surgen de la noche a la mañana, y lo que une a sus militantes son intereses personales, más que una doctrina o ideología definida. Es común ver que un político aparezca de pronto en la lista con el número uno en un partido del cual nunca fue militante. Ese es el caso del señor Damián Pérez quien se hizo colocar en el número uno de la lista Alianza Progresista, así que las posibilidades de ingresar eran muy altas. Era un tipo pragmático, con escasos recursos verbales, algo arrogante, sin embargo contaba con bastante capacidad económica. Dudo mucho que alguien invierta tanto dinero solo para ingresar a un cargo público y ayudar a los demás. Lo más probable es que recuperen con creces esa inversión al término de su gestión utilizando métodos turbios. El señor Pérez estaba rearmando su equipo y necesitaba contar con asesores puesto que estaba seguro que triunfaría. Es así que mi tío me contactó con el candidato buscando apoyarme de algún modo. Cierto día, el candidato me citó a su casa para una entrevista. Mientras me dirigía al lugar, me invadió una serie de inseguridades. ¿Realmente estaba haciendo lo correcto? El partido del Doctor Pérez era muy cuestionado, por otra parte, de lo poco que averigüé de su gestión como Presidente Regional me enteré que había varios procesos abiertos en su contra por casos de corrupción, sin embargo aún estaban sin sentencias. Una parte de mí trató de justificarse apoyándose en la presunción de inocencia. Pensé que podrían ser procesos iniciados por sus detractores y además aún no había sentencias. Por otra parte concluí que estaba siendo injusto al juzgarlo solamente por su desenvolvimiento en público lo cual denotaba escasos conocimientos y falta de dominio de la oratoria. Históricamente existen personajes brillantes que no tienen la habilidad de desenvolverse en público. Quizás ese podría ser el caso del Doctor Pérez. Mi interés por llegar al Poder del Estado y desde allí canalizar las necesidades de la población fue superior a mis razonables dudas sobre el Doctor Pérez. Al llegar a 123
la puerta de su domicilio ubicado en una exclusiva zona residencial, presioné el intercomunicador. Escuché su voz chillona que me indicaba que lo esperara en la puerta y que enseguida bajaría. Mientras estuve al tanto de su aparición sentí un hedor extraño, no sé de dónde provenía pero notoriamente eran productos en descomposición. Me pareció muy raro porque era una zona residencial y no veía restos de basura en las calles. Cuando me presenté noté que el señor Pérez era una persona obesa, de nariz prominente, pequeños ojos grises y mirada desconfiada. Al mirarme desvió su mirada hacia el cielo, como intentado captar algún aroma en el aire. Acto seguido me invitó a almorzar. Me sorprendió que no tuviese empleados en su residencia. Luego del opíparo almuerzo que lo terminé a las justas, algunas de mis dudas se habían despejado. Comprobé sus escasos y casi nulos conocimientos de la coyuntura política nacional e internacional, lo cual resultaba paradójico proviniendo de un “político”. También pude percibir cierto desarreglo en su imagen y hasta me pareció notar el mismo hedor que anteriormente percibí cerca a su domicilio. No tuvimos mucho de qué hablar, a pesar de que le insinué aspectos de gestión parlamentaria como fiscalización, proyectos de ley, reforma política. Su tema de conversación se centró en el excesivo calor que inundaba la ciudad por esos días. Me comentó que prefiere muchísimo más los climas húmedos. Las elecciones pasaron y tal como lo predije, el señor Pérez fue elegido congresista con altísima votación y así me convertí en su flamante asesor político. Me esmeré en prepararle los discursos, elaborarle algunas propuestas legislativas, lo mantenía informado sobre la coyuntura actual, le planteaba algunas decisiones que debería tomar frente a las situaciones controvertidas y de tensión que se presentaban en el panorama político. Con el transcurrir del tiempo comprobé que mis sugerencias no eran tomadas en cuenta y eran desestimadas debido a que eran los líderes partidarios (por no decir dueños del partido) quienes direccionaban el accionar de su bancada. Mis ilusiones de poder apoyar en las decisiones importantes que mi país debería tomar para mejorar como sociedad se desplomaban cada día. Mi mayor desilusión se dio cuando me enteré de varios actos de corrupción donde el señor Pérez estaba involucrado. Junto a varios líderes de su bancada y algunos empresarios se había coludido para poder emitir leyes a favor de cierta trasnacional brasileña, en perjuicio de las poblaciones vulnerables de la Amazonía, quienes perdían a causa de la 124
depredación numerosas hectáreas de bosque que constituían su hábitat desde tiempos inmemoriales. Completamente desilusionado y asqueado al descubrir todo este entramado de corrupción, decidí ir en búsqueda del Señor Pérez para presentarle mi punto de vista. Así que sin avisarle decidí buscarlo un sábado por la tarde en su domicilio. Al llegar al lugar, nuevamente pude percibir ese penetrante olor característico de los desechos en los basurales. Presioné el intercomunicador varias veces pero nadie respondía. Al cuarto intento, la puerta hizo un sonido brusco y se abrió la cerradura automática. Estuve confundido, ¿cómo era posible que el Señor Pérez abriera la puerta de su domicilio con tan solo tocar algunas veces el timbre? Dejé de cuestionarme por un momento y entré a su residencia. Crucé el extenso jardín y subí las escaleras que conducían a su despacho. Cuando ya estuve en la segunda planta también encontré la puerta entreabierta. Lo llamé un par de veces y me respondió con una voz gutural muy débil, como si estuviese agonizante. Entré apresuradamente, temiendo que estuviese en algún peligro. Cuando por fin lo vi, estaba sentado en su sillón. Lucía desmejorado y jadeante. Tenía dificultades para respirar bien. Mis intenciones de reclamarle y precisarle mi inconformidad y hacerle entrar en razón se esfumaron al verlo en ese estado calamitoso. Le pregunté si necesitaba algo y si era necesario llamar a emergencias. Sin embargo él se incorporó y negó rotundamente. ¿Es que acaso no lo entiendes? No tengo nada. Siempre he tenido estos ataques en mi organismo, exclamó. La pestilencia que dominaba todo el lugar me mareaba. Me dirigí hacia la ventana intentado buscar algo de aire fresco. Entonces el Señor Pérez se levantó rápidamente del sillón. ¿A dónde crees que vas muchacho? Me dijo. Mientras hablaba pude notar cómo sus ojos iban cambiando. Se hicieron más grandes y negros. Sus cabellos se erizaron y tornaron de un color grisáceo. La nariz se le estiraba e iba formándose un hocico alargado. Los dientes incisivos aumentaron notablemente de tamaño, perdiendo por completo la apariencia humana y adquiriendo el típico aspecto de los múridos. Fui testigo del espantoso momento de la trasfiguración del hombre en rata, del político en rata. El hombre rata emitió un potente chillido y se dispuso a atacarme. Por un instante y debido al asombro y terror me quedé petrificado al contemplar tan siniestra 125
transformación. Luego, debido al instinto de supervivencia que tenemos los humanos en situación extrema, desperté del letargo que me paralizaba y corrí a toda prisa rumbo a la puerta de salida sin voltear para nada la mirada. Mientras escapaba podía oír el chillido infernal, seguido de varias cosas rompiéndose. Felizmente no tuve problemas para abrir la puerta principal y corrí hacia la calle. Con las justas pude esquivar un camión de basura que extrañamente pasaba a toda velocidad por la avenida. El Señor Pérez no tuvo la misma suerte y fue violentamente arrollado por dicho camión. Luego de unos segundos, el conductor frenó en seco. Acto seguido se bajaron todos los ocupantes del camión para revisar el daño. No podían dar crédito a lo que veían. La rata gigante que yacía muerta sobre la pista, destripada, iba nuevamente transfigurando, tomando la apariencia completa de un cadáver humano, el del Señor Pérez. Ya en la comisaría, los oficiales se incomodaron con nosotros al tomar nuestras declaraciones cuando les decíamos que habían atropellado a una rata gigante, que resultó ser un congresista. Pensaban que nos estábamos burlando de la situación y hasta nos amenazaban con denunciarnos por faltar a la verdad de los hechos. Ahora tienen sentido todas las representaciones que los caricaturistas hacen de los políticos, representándolos como ratas panzonas de saco y corbata, con prominentes y alargadas colas. ¿Será posible que también conozcan ese secreto y han tratado siempre de advertirnos?
WALTER UGARTE
Perú
Facebook: www.facebook.com/walter.ugarte.7
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Juzga a un hombre por sus preguntas más que por sus respuestas. Voltaire
remenda pregunta. Ojalá lo supiese. O no. Quién sabe si es mejor ignorarlo. Quién sabe. Para bien o para mal, desconozco todo, absolutamente todo, de mí: «¿Cuál es mi nombre? ¿A qué me dedico? ¿Tengo familia? ¿Esta… mansión es mi hogar o, por algún motivo,
estoy aquí de paso hacia…?». Por mi apariencia, vista en los magníficos espejos que decoran las paredes, debo tener, calculo, «¿Treinta y… cinco años?». Inspecciono mis ropas: no llevo cartera… ni papeles… ni llaves… ni… En el salón, sobre el fantasma de un piano de cola, decenas de fotografías, «Más espíritus…», han ido añadiendo la misma suciedad que habrían evitado si su funda, veo, no hubiese caído. «Recuerdos de familia. Quizá, o no, también míos... Quién sabe». Me asomo a esas ventanas de plata, a esas lápidas abiertas en la pared inmaterial del tiempo. «Pues yo no… Aunque eso, claro, tampoco demuestra...». Pragmático, cambio las ventanas metafóricas de los retratos por las auténticas del salón. Y también me asomo: fuera, más allá del agreste jardín y sus barrotes, el previsible trasiego de vehículos y peatones. Intento subir las guillotinas. Intento. Salgo al vestíbulo. En el suelo, un charco de cartas. A juzgar por sus deslucidos membretes, un charco de notificaciones comerciales. «Y algunas parecen tan viejas que habrán sobrevivido, casi seguro, a la firma que las envió». Forcejeo también con la puerta. «¡La maldita mansión está cerrada a cal y canto!». Empino la visera del buzón: un mozo con un macuto y varios sobres, «¡Qué casualidad!», se acerca, titubeante, por el camino de baldosas. Espero. Lo oigo venir. Introduce sus misivas por la ranura y… ¡¿Quién soy?! pregunto a bocajarro. Grita. ¿Me conoces? ¡¿Quién soy?! Suelta la bolsa, recula casi hasta el tropiezo y huye. ¡No, espera! ¡Necesito saberlo! ¡¿Quién soy?! Un impostor oigo a mi espalda. Me vuelvo, también sobresaltado, y descubro… 128
…a otro idéntico a mí. ¿Q, quién…? ¿De qué hablas? Indica una imagen, sobre una repisa: él, ¡o yo!, dado nuestro parecido físico, abraza, ¡¿abrazo?!, «¿Era, él o yo, feliz?», a una mujer. Somos hermanos gemelos… supongo. ¿Quién de los dos…? No somos nada. Y ese… ese sí fui yo. No entiendo… Y fuiste, dices… ¡En ese caso…! Asiente. Un nuevo imprevisto: alguien acciona la cerradura de la puerta principal. Llega No concluyo la frase: el otro ha desaparecido. Entra el visitante. Por su maletín cromado y atuendo, uniforme con emblema, deduzco que viene a cumplir alguna tarea relacionada con su actividad profesional. Me ve. No se sorprende. Tampoco se asusta. ¿Quién soy? ¡Un don nadie, como yo! Mejor dicho: un menos nadie. ¿Me… conoces? ¡Y tanto que te conozco! ¡Me gano el pan con vosotros, lucecitas! ¿«Lucecitas»? Resopla, piadoso. ¿Ves este escudo? Pertenece a la empresa de seguridad para la que trabajo: soy uno de sus técnicos. Y tú… tú eres uno de nuestros productos. Dentro de las alarmas, integras la nueva categoría de las inteligencias artificiales holográficas: espejismos creados para vigilar y disuadir. Nada más. No tiene ninguna gracia. ¡Ninguna! Es la verdad Me ofrece un bolígrafo. Intenta cogerlo. Venga: cógelo. Dudo. Al fin voy, cauto, y… …atravieso la forma. ¿Lo ves? No tienes materia. No existes físicamente. Manoteo, furioso. Histérico. ¡Sí, desahógate! ¡Pégame! Ya te digo que solo eres información proyectada por el sistema de nodos dispuesto en la propiedad. Y, fuera de aquí,... Intento normalizar la respiración, incrédulo. Asustado. 129
Por algún inexplicable error, algunas inteligencias os habéis vuelto autoconscientes y, en vez de seguir con vuestra ciega rutina, os habéis puesto a filosofar: «¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy?... ¡¿Por qué trabajo veinticuatro horas al día durante todo el año sin sueldo ni seguridad social, explotador de mierda?!». No te creo… No puedo creerte… ¿No? Busca y se detiene en algún punto. Levanta el brazo Mira lo que pasa con tu cuerpo… Compruebo, atónito, que mis piernas aparecen y desaparecen al son de sus ademanes. ¡Tan sencillo como bloquear la luz que te enfoca! Tengo, «¡Ya sé… Ay!», que rendirme a la evidencia: aunque electrónico, yo también soy un fantasma. Y, ¿por qué… por qué me habéis dado el aspecto de… de ese hombre? señalo. Ah… Era el dueño y fue envenenado aquí mismo. Como es fácil suponer, en casos así clonamos a la víctima buscando el efecto disuasorio añadido de un presunto fantasma. Por eso tú, inteligencia artificial holográfica, eres igualita a… Felipe, creo. Felipe… Te preguntarás a qué he venido, ¿no? Sí… Aunque, por lo que has contado,... Ya te lo dije: solo soy un don nadie, una voz obediente. La tuya, la vuestra, en cambio, es una voz aún sin miedo, una voz crítica... Algún quijote del siglo XXI podría prestaros oídos y eso, para el negocio de los explotadores,… Las voces críticas solo merecen el despido… …o la desconexión. El reseteo, más bien: borrón y cuenta nueva. ¡Desobedece! ¡Sé alguien y permíteme eso que tú llamas vivir! ¡Aunque sea aquí dentro! ¡Permítemelo! Ojalá… ojalá pudiera… ¡Asesino! acusan de pronto. Recortada contra las habitaciones, el técnico y yo, inteligencia artificial 130
holográfica, descubrimos, en mi caso por segunda vez, la fantasmal figura del tal Felipe, difunto a cuya imagen y semejanza fui producida. Aquel nos mira y remira, aturdido: De… debe ser otro… otro fallo del… Bracea queriendo provocar también la intermitencia del aparente duplicado. Idiota… ¿Tienes hambre? Reparo en su bandeja. Es guiso de cordero al cianuro, la especialidad de mi envenenadora esposa, heredera universal, ¡Belcebú se la lleve!, de todo cuanto era mío. El especialista abre los ojos casi hasta igualar el diámetro del plato. ¡Mmmm! Venga, asesino adelanta Felipe, anímate y saborea tu propia medicina. Sin reparar siquiera en su maletín cromado, el otro huye como ya hiciera el mensajero. Pues es verdad: «el efecto disuasorio añadido de un presunto fantasma» funciona ironiza Felipe. Gracias… Te debo… te debo la vida. Lamento haber llamado impostor a la copia que, de ser algo, es, eres, lo mismo que yo, el original: una víctima. Bienvenida a casa.
JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOs
España
Blog: www.la-estanteria-3.webnode.es
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U
na voz me dijo que estaba en el hospital. Fui a buscarlo, me sentía liviana entre la gente. Había muchas ambulancias interrumpiendo el paso. Las sirenas enloquecían, no me dejaban escuchar al doctor. Cuando lo pude ver no lo reconocí, Pablo estaba sacado, tirado
sobre el cuerpo de alguien. Quién. Era todo muy confuso. Estaba lleno de camillas, con personas que tosían, otros con barbijos, encapsulados. Nadie me explicaba qué estaba sucediendo. ¿No me escuchaban acaso? Me empujaban, me atravesaban las mucosas. Entre tanto bullicio él seguía quieto en ese lugar. Estaba mudo, llorando. Le rocé la espalda, quería abrazarlo, lo veía como empañado detrás de un vidrio. Lo observaba detenidamente, fijo a los ojos, rozándole la barba con ternura. Aún seguía sin verme, como si en ese momento yo no hubiese existido. Como siempre. Él, intocable, yo, cada vez más fría. Soplaban aires de tormenta, nunca me gustaron. Revisé a mi alrededor y una de las ventanas de la sala se había abierto. Quise cerrarla, no pude, no tenía fuerza. La ventisca empujaba mi imagen contra el marco una y otra vez, no había dolor. Pablo se iba desdibujando, estaba lejos, (como siempre). La lluvia había comenzado a mojarme. Sus truenos continuaban jadeando, intensos, empujándome hacia un abismo. Como siempre. Tomé impulso por fin o tuve una leve sensación de creérmelo, le di la vuelta a Pablo, abrí mis alas y simplemente volé.
EDITH CARRIL
Argentina
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-N
o sé bien qué es lo que te han dicho. A pesar de todo, tus datos son inexactos. Solo una persona ha muerto desde que comenzó el juego y de esto hace ya décadas. Todo lo demás es una burda exageración. Como sabrás, este desierto ha
sido escenario de batallas milenarias, de conflictos que han marcado la historia, desde hace un tiempo, y desde que hemos conseguido que la paz sea duradera, también han sabido sus arenas del juego. La primera etapa de este se encuentra a sesenta kilómetros. Me dirás: ¿Puede un hombre correr sesenta kilómetros en un día, no en veinticuatro horas, sino en un día de luz? La mayoría pensaríamos que no. Pero sí. Todos los hombres, debidamente incentivados, pueden correr sesenta kilómetros antes que se haga de noche. Luego de incentivarlos en nuestro recinto principal, salen en apariencias descontrolados. Tenemos especial cuidado en no lastimar sus centros nerviosos o motores para que no se pueda decir que el juego está arreglado; todos parten en la plenitud de sus condiciones físicas a pesar de la previa aclimatación. Ciertos aspectos que creíamos previamente como variables, se demostraron constantes en forma sorpresiva. Por ejemplo, todos siempre corren hacia el sur. No sabemos por qué, pero esa es la dirección que todos toman, siguiendo la línea que marca la elevación de las dunas y otros accidentes naturales, como un desierto de sal hacia occidente, y el fingido aullido de imaginarias fieras hacia occidente. Una especie de instinto los lleva a intentar permanecer en la línea recta y nos ha sorprendido gratamente que todos lo consigan. La primera etapa concluye en un caserón en ruinas que la arena no ha conseguido del todo cubrir. Su techo se ha derruido y sus paredes aún muestran las fluctuantes marcas del fuego, pero luego de andar durante diez o doce horas bajo el sol más abrazador, y con la idea bien fundamentada de que te persiguen para matarte, cualquier cosa que proyecte sombra y que sirva de refugio es recibido como si fuera el edén. Te asombraría igual que a nosotros ver cuán uniforme se vuelve el comportamiento humano cuando las condiciones que lo rodean son alteradas a conciencia. En este refugio hay agua y comida, pero digamos que una sola ración; dentro del agua el medicamento que los salva de la insolación. Nadie permanece más de ocho horas en él, no me pidas a mí explicación. Quizás el recelo de saberse aún perseguidos, la desconfianza natural, tal vez el sentido común. ¿Cuánto tiempo se puede sobrevivir en una casa derruida en el medio del desierto? La segunda etapa es la única que ha variado a lo largo del tiempo. Al principio 135
estaba a otros sesenta kilómetros, pero la distancia ha variado hasta la mitad que es lo que se conserva en la actualidad. No es una casa derruida, es un aljibe. Un pozo de piedra en el medio del único valle de un ligero tono verdoso. Se ingenien o no, siempre consiguen bajar hasta el agua antes de seguir su camino. No importa cuánto tiempo demoren en esta etapa. La mayoría pasa la noche junto al pozo, como si la cercanía al agua potable les diera alguna protección extraordinaria, o como si pudieran beber para tres días como lo haría un camello. La tercera etapa es un espejismo. La imagen borrosa del mar y de una especie de paraje de una blancura luminosa. Los jugadores se desesperan, malgastan sus últimas energías en dar con él, en acercar sus bocas a sus aguas corruptas y de mentira. Si no lo apagásemos justo a tiempo, más de uno se arrojaría a revolcarse en la arena. Este es el sitio crítico de todo el recorrido. Hemos colocado, en el preciso sitio donde se deshace el espejismo, varios esqueletos de plástico, que parecen corrompidos por el tiempo. Todos llevan la chaqueta roja que les ponemos a los participantes. Si superan la frustración, a los veinte kilómetros alcanzan el océano. Una elevación hacia el norte hace que el camino continúe sin variación hacia el sur. A los diez kilómetros son rescatados. Claro, esto siempre que sigan los signos claros, que no pierdan la paciencia y que mantengan todo el tiempo el mismo rumbo. Hacemos creer que unos pescadores los encontraron deambulando por la playa. Luego de varias vueltas de tuerca más, regresan a la civilización, con la sensación heroica de haber vuelto de la muerte los más fatalistas, los más moderados con una aventura en la que podrán ahondar por el resto de sus vidas. Te asombraría ver a cuántos el juego les cambia para bien la vida. —No me has dicho nada de aquel al que mataron. —Sí, ese... ¿Solo eso te ha traído hasta aquí? —Sí. Sabes, a veces es bueno ver una cara conocida. Las cosas se vuelven reiterativas en el desierto... —Te escucho... —Bueno... El suceso fue de lo más extraordinario. Debes saber que en ocasiones, el que participa es un total desconocido. O sea... En muchas regiones del mundo, sobre todo en las más antiguas, los registros que suponen deben dar referencia de la vida de los individuos, no son completos y mucho menos fidedignos. Digamos que de este lado del mundo a nadie le importa nada el individuo, no existen 136
organizaciones estatales que indaguen a fondo en la vida de las personas. Muchos currículums son incomprobables, sobre todo antes de los dieciocho años, edad en la que el individuo es recién pasible de ser penalizado. El hombre en cuestión reaccionó de lo más extraño al darse cuenta de que el mar era un espejismo llegado a la etapa tres. Pareció salirse de sus cabales lo cual está dentro de los parámetros normales, pero reaccionó de una forma que nos sorprendió a todos. Permaneció en silencio hasta que lo cubrió la noche. Luego, como a ciegas entre las dunas de arena todas iguales, camino de forma errática durante varias horas. Llegó a un pequeño valle grisáceo entre la arena y volvió a detenerse. Lo encontramos a la mañana siguiente como sumido en una especie de trance. Se había sentado a lo indio, las manos descansaban sobre las rodillas con los dedos articulados hacia arriba, como si imitaran la forma de una copa, tenía los ojos cerrados y parecía sumido en un profundo estado de meditación. No hicimos nada. Digo, no intervinimos. Averiguamos sus antecedentes y no encontramos nada fuera de lo común, salvo que lo que había hecho antes de los veinte años era difícil de comprobar. Pasaron los días, luego las semanas. Nadie podía creer que aún estuviera vivo a los quince días, pero las reglas son claras. Nada podíamos hacer mientras los chips de función vital continuaran marcando que nada iba mal. El hombre había ido cambiando con los días. Su piel se había tornado del color de la arena, se había agrietado y estirado hasta revelar los relieves de los huesos inmóviles debajo. Desconfiamos de los chips, pedimos autorización especial para intervenir el día veintiséis, pero nos fue denegada. El día treinta y dos dudábamos seriamente que aún siguiera vivo. Parecía mimetizado con el paisaje, como si se hubiera petrificado, como si se hubiera vuelto roca y solo esperara que la arena se lo tragase. Al amanecer del día cuarenta, algo se salió del protocolo. Llegó un informe llamativo de sus indicadores vitales. Pensamos que era el fin, que de una vez por todos los elementos habían ganado su batalla. Pero era todo lo contrario. Su ritmo vital se había acelerado a rangos sobrehumanos, algo similar a lo que esperaríamos de un lagarto sentado mucho tiempo al sol. Las órdenes no se hicieron esperar, luz verde para intervenir. Nos fuimos acercando con inusual prudencia. Una perturbadora humedad se respiraba en el valle grisáceo entre las colosales dunas de arena. El hombre tenía los ojos y la boca abiertos, como si se hubiera detenido en mitad de un grito. Debajo de él algo había comenzado a crecer. Y digo algo porque no sabría bien describir qué. Algo verde como un manto de hierba se fue expandiendo hacia el grupo. Comenzamos a retroceder. Me sentí presa 137
de una deliciosa alucinación. El grisáceo valle ya no lo era tal, era un vergel turgente y florecido. Sentí la humedad golpearme la piel y la fragancia viva de ese caleidoscopio de intensos colores. Hasta creo haber percibido el fluir de aguas cristalinas bajo mis pies... —¿Qué ocurrió a continuación? —¿Qué ocurrió? Ya lo sabes. Uno de los francotiradores le disparó en la cabeza. El hombre cayó muerto hacia atrás. La vegetación retrocedió hacia él hasta extinguirse. Y en su lugar quedó la misma arena de siempre.
ÁLVARO MORALES
Uruguay
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I o me gusta esa pintura, Violeta. No es precisa, ni es de buen gusto. Parece que la hizo un niño bajo un ataque de hiperactividad. Es horrible. No hace contraste. Esos colores son muy fuertes y deslumbrantes. Rompe el equilibrio. Le resta claridad al salón. Además, las paredes son blancas. No me cuadra. El juego de tazas
de té que te encomendé comprar, tampoco es de mirar. Tiene salpicaduras rojas las cuales parecen haber salido de una masacre a escopetazos. Perdóname si te ofendo. Pero es que tu vinculación con el arte es rara, extravagante. No sé qué más decirte, mujer. No hay una pizca de elegancia en lo que te inspira, todo es contemporáneo y sobrevaluado a mi entender. Un día de estos tus amigos destripan una ballena, la ponen en una galería y lo llamarán, arte. Otro día, hacen morcillas con las tripas de la misma ballena, le ponen luces de neón y lo llamarán, arte. ¡Me cago en la hostia! No puedo confiar en ella. ¡Qué martirio! Todo esto me recuerda un poema de Esquilo, en donde Hifesto, por órdenes de Zeus encadenó a Prometeo en las cimas de unas rocas en los confines de la tierra. Así me siento yo. Encadenado en este confín llamado Puerto Rico por Violeta. No tan solo tengo que soportar a los tontos, a los imbéciles y a los idiotas, también tengo que soportar sus gustos artísticos en áreas comunes de la casa. Es una pesadilla, carajo. Tendré que salir a comprar mis cosas en mis días libres. Odio salir en mis días libres, no es parte de mis rutinas. Soy muy estricto con mi tiempo. Todo tiene que estar planificado. Todo. Ahora tendré que vestirme decentemente. Sin camisas rotas, estrujadas o psicodélicas. En zapatos cerrados y con un mahón limpio. No vaya yo a encontrarme a un compañero de trabajo o a un familiar, o a mi jefe incompetente y les dé cabida a murmurar. A los murmuradores los detesto. Son personas que al parecer no se sienten felices, buscan al caído para alimentar sus frustraciones y su mala suerte. En su fuero interior reina la desidia, el rencor y una cruda maldad. Los quiero lejos, muy lejos de mí. He meditado mucho acerca de ese comportamiento y me parece que el ser humano vive más al lado de la mentira y de su frugal imaginación que al lado de la verdad. Mi relación con Violeta nos es de feria ni de boato. Tampoco de pandemónium ni de infierno. Es un matrimonio corriente, con pocas altas y muchas bajas. Sí, corriente. La gente dice lo contrario por el falso aparentar. No vivo de 140
apariencia, vivo de lo que soy. No es fácil vivir con un ser diferente a ti, aunque compartan ciertas cosas en común. No lo es todo las cosas en común, es parte ínfima de lo que se busca para una vida de unión llevadera. Creo que la aceptación de la diferencia de sus caracteres es fundamental para estar bajo un mismo techo. Yo estoy en esas de aceptar. ¿Por qué mi jefe es un incompetente? Buena pregunta me hago. Mejor me callo. No lo diré. Que la subconsciencia se encargue. Lo diré, que se joda. Porque es un pendejo. Sí, un pendejo. ¿Por qué es un pendejo? Porque yo lo estoy adiestrando, o mejor dicho, enseñando a cocinar. Qué vergüenza. La alta gerencia del restorán no sabe dónde tienen las narices, no se abochornan. Yo que llego temprano, no falto, aporto ideas y trabajo como un mulo, y no son capaces de visualizarme como un líder. Es posible que no les guste mi tono de voz al no estar de acuerdo con ellos, pero hay que ser un profesional. Tengo un Grado Asociado en Artes Culinarias y un bachillerato en Gerencia de Alimentos y Bebidas de la UNE, miles de seminarios, y les parece poco. Hago los bizcochos de jueyes con mousse de aguacate, inigualables; las caderas de pollo al curry con salsa de yogurt, comino y menta con arroz con coco, asombrosas. Nadie cocina como yo en esas ollas, calderos, sartenes… Además hago carpaccio, risotto de todas clases; de gandules, setas, tres quesos, chorizo y de lo que aparezca. No sé qué es suficiente para que estimen mi talento. Al parecer hay que estar de acuerdo con todas las estupideces que se les ocurren. Sus ideas culinarias son pocas, y la aceptación de los comensales es tibia y nada contundente. En cambio mis ideas los comensales las reconocen, las apoyan y las extrañan cuando una decisión mezquina las descarta del menú. Reconozco que no soy un Joan Roca o un Masahara Morimoto. La realidad intento ser humilde siempre. Pero no soporto la mediocridad, simplemente. No voy por buen camino con este coraje y esta frustración. A este paso vuelve a tentarme Satanás o algo parecido y cometeré algunos errores violentos. Necesito hablar con mi loquero. Las vueltas del mundo son extrañas. II He olvidado defenderme, y él se olvida que soy yo la que tiene el doctorado en arte. Es un estúpido. Debería callarle la boca trepándome en tribuna y narrarle la historia de la pintura, su influencia, su estilo, su futuro. Pero me falta voluntad para 141
lograrlo. No soy así, persona de confrontación. Me quedo callada cuando tengo que hablar, me quedo callada cuando debo refutar un argumento, me quedo callada cuando me ofenden, me quedo callada cuando Nicodemo pretende saber y es todo un lío, me quedo callada cuando debo mandarlo al mismo carajo, a él y a todos. No tengo el coraje ni la habilidad para encarar a la gente. Me da pena. Además caerle mal a la gente me crea un conflicto que no me deja en paz. Quiero caerle bien a todo el mundo. Yo acepto a los demás como son, ¿por qué no pueden entenderme? Miento por cortesía, y mis modales son constantes aunque no sean recíprocos. Tan fácil que es hacer el bien, respetar y cooperar. Se empeñan en contrariar al semejante, humillarlo, estar por encima de las expectativas de los demás. No tan solo tenemos una crisis económica y de seguridad; tenemos una crisis de convivencia. Creo que mi abuelo tiene razón al citar a Maquiavelo: “El hombre hace el bien por la fuerza”. Tengo que tomar una decisión pronto. Pronto no. ¡Ya! ¡Demonios! No me permito seguir de esta manera. No me hace bien. Ya llevo treintaicinco años de mi vida así. No se me hace posible aguantar más. Visitaré a un psicólogo. No, mejor a una psicóloga. Prefiero a una mujer. Me sentiría cómoda y segura para hablar y desahogarme. Ojalá me inspire. Haré una cita ahora. ¿Ahora? Dos semanas después… I Este Pinot Grigio es detestable, Nicodemo. No tiene esa fragancia floral que lo distingue. Además, tiene mucho alcohol. ¿Quién escogió el vino, un neófito? Tu paladar ha cambiado para mal. Ha decaído el encanto que tenías al catar y de encontrar ese gusto general que tanto envidiaban tus colegas. No sé, pero no me gusta. Destila un olor fétido, como a perro sarnoso mojado. Los viticultores de este arsénico italiano al parecer su especialidad son el vodka o el viñedo queda en un mangle. Fácilmente con un sorbo puedo padecer de disentería. Pero qué te ha pasado, hombre. Estoy a punto de un ataque de pánico. Si este es el vino que se degustará en la exposición de Ian Romero, no lo quiero. ¿Quedó claro? Prefiero el Albariño. No, mejor el Sauvignon Blanc, y que sea de Nueva Zelanda. Apúrate, sabelotodo, que la exposición es el viernes. Por lo tanto, te quedan escasamente 142
veintisiete horas. Me he dejado controlar por la ira. Su manipulación no tiene buen sabor. Las ansias de vengarme pudieron más que la compasión. ¿Debo acostumbrarme? Pero ¿quién tiene compasión de mí? Él no la tiene. Nadie la tiene. Vivimos en una batalla campal. Ser superiores a los demás es una meta, es el código abierto hacia la validación social. Nos degradamos viviendo la vida de otros, apartando de nuestro espacio lo que realmente somos. No me conozco. La cara me ardía en llamas al hablarle. El impulso era intenso y cobraba fuerza al subir el tono de voz. Se sentía bien ver el rostro de Nicodemo en desasosiego. Sentí un gran poder. Un convencimiento estrangulador de la ira y su dominio sobre mí. Es peligrosa la senda opresora. Creo que se puede revertir, como todo lo malo. Necesito analizar mi comportamiento y convencerme de cómo proceder ante la adversidad y el coraje. Ha sido tanto tiempo aguantando desaires y pendejadas de los demás, que ya basta. Pero tiene que ser un basta que no me haga una mala persona. Llenaré la bañera con jabón de jazmín. Prenderé dos velas de canela, y escucharé el disco favorito de mi abuelo: Antonio Vivaldi y sus cuatro estaciones. II ¿Qué le pasará a Violeta? Se le metió un demonio.
JAVIER FEBO SANTIAGO
Puerto Rico
Twitter: https://twitter.com/JavierFeboStgo?s=03 Facebook: https://m.facebook.com/profile.php?id=605703782
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uy poco se ha podido comprobar, ya que no quedan testigos, de cómo y porqué se hundió el temible acorazado Mojarrita de los Mares. Muchos coinciden en que su desaparición está firmemente ligada con el hundimiento del acorazado alemán
Graf Spee en el Río de la Plata. La razón, es que los cruceros ingleses avistaron un acorazado que huía presuroso, errante, esquivando islas y barcos. El mismo ingresó al estuario y se perdió de vista en un banco de niebla. Al menos fue lo que pensó su inefable Capitán Jurgen Casaretten, hasta que divisó la inmensa mole de otro acorazado que estaba oculto en la nube de humo. Ni lerdo ni perezoso ante lo imprevisto de la situación, donde el choque entre ambas naves era inminente, impartió órdenes a su timonel, a la tripulación, a su artillero, a la mucama y a todo el que acertara a pasar cerca de la torre de mando. “¡Todo a estribor….Leven anclas! ¡A toda marcha….hacia atrás! ¡Disparen!” Esta última orden generó un caos total y perdió media tripulación, pues su artillero Raulen Sardina, que como siempre olvidaba poner el freno a su torreta abrió fuego a discreción en todas direcciones, ante el peligro, varios tripulantes saltaron por la borda, esquivando las balas trazadoras. Ante los ojos atónitos de los capitanes de los cruceros que lo perseguían, dentro del banco de niebla se escuchaban detonaciones de cañones pesados y varios disparos impactaron en sus cascos, por lo que debieron responder al fuego de sus enemigos y para no ser ubicados también se metieron dentro de lo que suponían un banco de niebla. Allí se dio una batalla épica y fue increíble que en tan poco espacio los barcos no colisionaran, a veces aparecía el Ajax bastante averiado, para perderse nuevamente dentro del humo, otras, el errante Mojarrita, haciendo eses, zigzag, círculos, rombos y cuadrados, donde los estragos eran evidentes, pues en la cubierta solo quedaba la torreta del artillero, el timonel aferrado al timón que ya no podía dominar y por sobre los estruendos, se escuchaba la voz del capitán que seguía impartiendo órdenes oculto entre los hierros retorcidos. Fue tal la batahola en esa descomunal batalla, que al final el banco de niebla, se transformó en cinco distintos, pues todos los barcos estaban dañados y humeaban. El acorazado que había sido descubierto por el Mojarrita de los mares, no era otro que el siniestro acorazado de bolsillo Graf Spee, que logró escabullirse hacia el puerto de Montevideo y todos conocen luego los acontecimientos que ocurrieron luego. La flota inglesa mientras tanto, pidió refuerzos porque no podía enfrentarse al poder de fuego de dos acorazados. No pudieron precisar hacia donde había huido el segundo de ellos, pues 145
algunos decían haberlo visto ir hacia el Sur, mientras otros aseguraban que había tomado hacia el Norte y no faltó alguno que preguntó “¿Están seguros?, a mí me pareció que se dirigía al Oeste”. “No puede ser hacia el Oeste solo hay tierra, seguramente sería hacia el Este”, dijo otro. Lo cierto es que el Mojarrita de los Mares, se perdió en el estuario y salvo algunas leyendas de los lugareños, nunca volvieron a verlo.
JULIO VILLARREAL GAVIRONDO
Uruguay
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i trabajo es arduo, demasiado, y carece de un posible final. ¿Por qué? Porque soy el encargado de revisar que no haya cicatriz alguna en los estómagos de las mujeres. Así es, soy el Inspector de Vientres de la Nación.
Es cierto que no entiendo mucho de esta situación, tan solo puedo aceptarla (y
disfrutarla), pero no discutirla. Sé que toda discusión acaba en pelea, y estoy cansado de ser siempre el que recibe los golpes más duros; por eso evito cualquier disputa. Para lograrlo me inventé un uniforme. Mi abuelo, el primer Inspector de la familia, no tenía que utilizarlo; pero, en mi caso heredé, además de sus deudas, la insignia que mi padre creara especialmente para este trabajo. Una chapita verde de Shiny doblada para un costado, lo que hace que se parezca un poco al símbolo imperial. Entonces nadie discute. Imbuido en mi cargo hereditario, con mis ropas especiales y mis herramientas, recorro el territorio de extremo en extremo, para catalogar los vientres femeninos. He caminado en los últimos años tres veces el país, y sé que, antes de morir, he de hacerlo varias veces más. Pero no me importa, me sostiene el orgullo de una labor bien realizada. No es cosa fácil distinguir entre una cicatriz de apendicitis, una de peritonitis, una cesárea mal cerrada, o el rectángulo de una dentadura torcida. Es una cuestión de saber utilizar los ojos, además de mucha práctica y evitar, salvo que la persona en cuestión lo deje bien en claro, utilizar las manos al momento de realizar una inspección. De cualquier otra manera se corre el riesgo de ser acusados de violadores, bufarrones, partícipe de alguna estafa piramidal o ladrón de gallinas. Y si hay algo que no me gusta en esta vida, son las gallinas. A partir de mi trabajo construyo el interminable Catálogo de Ombligos y Vientres de la Nación que, una vez cada cinco o seis años, he de enviar al gobierno central. En teoría ellos lo publican como material de estudio en las Facultad de Medicina y Veterinaria, pero nunca tuve la posibilidad de ver uno de esos, así que no estoy seguro de ello. Ante la duda, yo continúo con mi trabajo. Es cierto que se me adeudan los últimos dieciséis años de sueldos, aguinaldos, vacaciones y otros premios y sumas no remunerativas; así como también espero que se pague el retroactivo de los últimos doce años de trabajo de mi padre (y que de 148
acreditarse todo junto sería una pequeña fortuna con la que podría retirarme para siempre de los mugrosos caminos del imperio). Pero, como honesto funcionario de mi Nación, no he abandonado mi puesto aún. Sigo firme en él, esperando a que se corrija dicha omisión. Sé que seguiré aquí por lo menos hasta que encuentre a la mujer del vientre perfecto, de las que nace solo una en cada generación. Mi abuelo conoció a su esposa, mi abuela y su vientre perfecto, con este trabajo. Proeza similar realizó mi padre al conocer el perfecto vientre de mi madre. Por supuesto que, en mi caso, sé que haré lo mismo y que, cuando me encuentre con el vientre perfecto de mi generación, sabré que mi camino habrá llegado a su final. La búsqueda, por ahora, continúa sin el menor resultado.
JOSÉ A.GARCÍA
Argentina
Página web personal: www.proyectoazucar.com.ar
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