EL NARRATORIO - ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 54 AGOSTO 2020

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5

NRO 54 — agosto 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE GORDINI RUBÉN HÉCTOR PADULa 7 7 a.m. CRISTIAN B. RECHE LILLo 12 Los senderos de Ensenada ADÁN ECHEVERRÍa 17 TRES VECES CIEN MARINA GÓMEz ALAIs 22 LA MUJER DE LA AZOTEA CARMEN TOMAs 26 EL ARLEQUÍN LUCíA OLIVáN SANTALIESTRa 31 MILES DE OTROS ÁLVARO MORALEs 33 MONEDA AL AIRE MATÍAS HERNÁN PICCOLi 36 EL PAISANO QUE ATRAVESÓ EL MÁS ALLÁ LUCÍA BASIn 41 EL VIAJE DE LA DESCONOCIDA EDITH CARRIl 44 TESTIGO DE CARGO SALVADOR ESTEVe 47 LOS OJOS DEL GATO EDWARD ALEJANDRO VARGAS PERILLa 52 LA LUZ RONNIE CAMACHO BARRÓn 56 EL DUEÑO DEL SOL CARLOS ENRIQUE SALDíVAr 60 CHEERS ROCÍO PÉREZ CALVo 64 ESTÁ NEVANDO EN EL TRÓPICO DE CÁNCER VIVIANA OLIVAREs 66 CALCETINES DE COLORES MARÍA MAITE GARCÍA DÍAz 73 ESCAPE A SISAL MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIa 79 EL YUGO MARÍA dEL CARMEN RAMACCIOTTi 82 UNA HABITACIÓN CON VISTAS IÑAKI FERRERAs 84 SUJETO DE CRéDITO OSWALDO CASTRO ALFARo 88 LA SEPARACIÓN WILLIAM DOVE ESTRELLa 92 5


VISITANTE NOCTURNO CARLOS LUIS DI PRATo 98 CICATRIZ GUSTAVO VIGNERa 105 EL PEOR DE LOS AZOTES JOSÉ A. GARCÍa 110 NO- NOCHES NICOLÁS MENNa 113 SERÁ JUSTICIA OSVALDO VILLALBa 117 CIRCUNSTANCIAS IRREVERSIBLES JUAN IRIARTE MÉNDEz 127 VUELTA ATRÁS (PRIMERA PARTE) CARLOS MARÍA FEDERICi 134 INVASIÓN X GERARDO áLVAREZ bENAVENTe 145

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ompré un terreno, dijo papá en el almuerzo, y a la tarde lo fuimos a conocer. Entramos los cuatro en el Gordini y cuando estacionó frente a un baldío, sacando pecho, mi padre dijo: Este es. Esto es en el culo del mundo, le gritó mamá. La odié; y a mi hermano que le hacía coro.

Nunca supe cómo consiguió comprar el terreno. Mamá rezongaba por los

negocios inútiles de mi padre que nos obligaban a dejar las casas alquiladas y llamar al tío Roberto para que con su camioncito nos hiciera la mudanza. Cuántas mudanzas. Llegaron los ladrillos y las chapas y entre los amigos de papá construyeron la casa. No será un palacio, pero es nuestra, decía. Yo asentía con él, en silencio, para no ganarme el reto de mamá. La construcción era cuadrada, retirada de la calle para un jardín que nunca fue. Una pared interior dividía el comedor y la cocina del baño y los dormitorios. El de nuestros padres daba a la calle, con muebles de pino crudo, un cuadro con Jesús y unos ángeles arriba de la cabecera de la cama. Sobre la mesa de luz de papá estaba la foto de Perón y Evita, abrazados. La ventana de mi pieza daba hacia el fondo por donde nos escapábamos a las siestas. Al galponcito lo hicieron al fondo, un fin de semana, cuando mi madre y Roberto habían viajado a la provincia a visitar unos parientes. Sacaron mucha tierra que cargaron en una camioneta que entró varias veces. La entrada al sótano, revestido de ladrillos y cemento estaba disimulada en el piso de la piecita. Fue por azar que encontré el mecanismo que lo abría, en una de las líneas de alquitrán que seccionaban el cemento. Nunca diré a nadie lo que vi en ese sótano. Muchas veces, siempre de noche, solía venir gente y entraban o sacaban bultos o paquetes. En ese galponcito, papá montó su taller de bicicletas. En la pared del fondo había una repisa con frascos de vidrio en los que se veían clavos, tornillos, tuercas, cada cosa en su lugar. Allí trabajaba de noche haciendo copias en un mimeógrafo, lo que enfurecía a mamá. A mí me gustaba ese lugar. Por las tardes jugaba a la carpintería. También quería ser bicicletero, arreglar las bicis de todos los chicos del barrio. El orgullo de papá por la casa propia era la vergüenza de mi hermano. Una caja de zapatos, decía. Por eso no me extrañó que a los once se fuera a vivir con los abuelos. En cambio, yo me hice de muchos amigos en el barrio. Detrás de nuestra manzana corrían las vías del ferrocarril. Entre el cerco y las vías armamos la canchita. Aunque era 8


una casa en el fin del mundo, un barrio de casas desperdigadas, hasta que se fue papá, fui feliz ahí. En la cuadra paralela, hacia el centro, todos los jueves y los domingos se armaban las ferias francas: puestos de pescado, de verduras, de galletitas y pan, aceite suelto y aceitunas en toneles. Con los amigos del barrio nos íbamos hacia las acequias a pescar palometas y cazar lagartijas, o nos metíamos en la quinta de don Pérez a robar los duraznos chatos más ricos que comí en mi vida. Nos acompañaba Rodolfito, un muchacho grande de edad, pero niño en su mente, que caminaba sonriendo toda la mañana desde una esquina a la otra y a la tarde se nos unía como un hermano mayor protector. Cuando se fue papá, mamá tapó el cuadro de Jesús con un trapo negro. El retrato de Perón se lo habría llevado mi padre, o lo destruyó Ernesto cuando vino a vivir con mamá. Papá se fue a mis nueve, con una valija color marrón. Vi cuando se iba a través del mosquitero que cubría la ventana de mi dormitorio. Era de noche cuando me despertó la luz que entró por la ventana. Venía de la piecita del fondo. Me quedé mirando la sombra que proyectaba el cuerpo de papá sobre la pared. Se movía con urgencia. Lo vi salir con su valija y cruzar el patio. Oí cómo arrancó el Gordini, marcha atrás hasta la calle desde la entrada del garaje que nunca se terminó, aceleró la marcha y luego el silencio. Nadie me dijo por qué se fue. Al día siguiente, una patota policial entró a la casa, revolvió todo, se llevó las herramientas de papá. Nos encerraron en el baño y entre ellos estaba Ernesto Contreras. Poco después, una tarde llegó Ernesto manejando el Gordini y se quedó a vivir en casa. Lo primero que hizo fue voltear el galponcito y el baño. Con escombros taparon el pozo del baño y sobre el piso de cemento colocaron unas baldosas rojas. No descubrieron el sótano. Haremos un quincho, dijo. Nunca pisé por el quincho. Ahí se juntaba Ernesto con sus amigotes y eran borracheras y peleas. Muchas veces los disparos daban fin a la contienda. Más de una vez oí risas y llantos de mujeres, mientras mamá se encerraba en su pieza, si es que no había desaparecido como ocurría con frecuencia y volvía noches después traída por Ernesto en el Gordini, borracha y casi desnuda, o por algún auto de la policía. Ya no me gustaba mi casa. 9


Cuando terminé la primaria, Ernesto decidió que me iría al colegio militar. Mi madre se opuso y fui a parar al San Augusto, un internado de curas que a coscorrones y penitencias pretendieron domesticarme. Extrañaba las aventuras en las quintas de las afueras de la ciudad, cuando con la honda y las cañas de pescar nos internábamos por los pinares y llegábamos hasta las lagunas de los patos. Muchas noches nos quedamos a dormir allí o volvíamos y nos metíamos en un vagón abandonado cerca de las vías, aun sabiendo que al regreso el castigo de Ernesto sería mayor. Estuve apenas unos meses en el internado; fue en septiembre cuando me escapé. Tenía mis lugares secretos, tenía amigos y me ayudaron. La única meta era encontrar a papá. La tía Josefina me daría datos. Me atreví una tarde. Solo me dijo que ojalá ese hijo de perra estuviera ya en el infierno. No quise preguntar más. Anduve merodeando por los lugares donde había trabajado. Nadie sabía de él. Con mis trece años se me hacía difícil entrar en ciertos lugares. Fue en lo de la Brasileña que una de las chicas me dijo que no perdiera más tiempo, que estaba muerto. Me pareció oír la risotada de Ernesto entre las sombras y supuse que era producto del pánico de que me encontrara. No volví a casa. Un amigo me invitó a hacer unas changas en el Mercado de Abasto. Dormía entre los cajones vacíos hasta que René, un santiagueño que tenía un puesto, me ofreció trabajo y una pieza para dormir. Se convirtió en mi benefactor; me inscribió en un bachillerato nocturno. Hablando con René, comprendí que era inútil buscar a papá, peligroso, al menos en ese tiempo. Los militares eran dueños de la ciudad; mejor no preguntar, no saber, no hablar. Tenía diecisiete cuando me puse de novio y el pasado se eclipsó por eso que supe era amor y puso el mundo bajo mis pies. Me enteré de la muerte de mamá y no tuve pena. Fue hacia fines del ochenta y dos cuando René colgó el cuadro de Perón en la pared del comedor. Me mostró el escondite donde lo tuvo siete años. Empezó una búsqueda inútil, desesperanzada. Pasaron décadas, de olvidos por decreto, de historias que se desovillan lentamente. Ayer visité la casa, con Ana y los chicos. Detuve el auto al frente. Entre la mugre del abandono estaban los restos del Gordini incendiado. 10


RUBÉN HÉCTOR PADULA

Argentina

Bitácora de Benra Torre: https://rubenpadulablog.blogspot.com Facebook: Rubén Padula

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¿D

uele? Los labios partidos. Un ojo hinchado. El latido, ya ves, de una paliza bien merecida. Observa el charco espeso con el ojo sano. Es un ojo de miel batida, de pupila chica, de venitas rojas reventadas. A cuatro

patas, como un perro callejero apaleado. Recuerda los golpes. Poco más. Recuerda… Levantarse no resulta fácil. Apoya una mano de nudillos pelados sobre el muro. Así advierte el desconche de la piel y concluye que algún puñetazo debió acertar él también. No sonríe. No tiene ganas. La resaca queda atrapada bajo la inflamación de la carne, aunque rasca la superficie. Trata de enderezarse, poco a poco. Una mueca, solo eso se permite. Con cuidado y temblores aparta las greñas apelmazadas al rostro. Usando el dorso de la manga a modo de pañuelo limpia de grumos la espesa barba tricolor: negro del ayer, gris del olvido, carmesí de sus tripas. Mirada al frente. El paseo marítimo. Allá, tras el último trazo de mar bosteza el sol. Permanece así unos minutos. Quieto. Busca las piezas por el pasillo de su mente. Desiste, solo hay escombros. Comienza a andar como lo haría Dios tras caer del cielo. Ofrece un bonito espectáculo a los pocos habitantes invernales de una ciudad costera deshojada por la estación fría y superpoblada por el verano. Allá va él, acarrea con el dolor, con el amanecer a cuestas. La americana rasgada a la altura del hombro. Motas rojas en la camisa blanca de botones castigados en el buche. Es la pincelada de un artista desquiciado, decidido a entorpecer la bella labor del amanecer. ¡Bah! Le da una patada a un bote vacío de refresco. Arrastra los pies por el paseo marítimo. Va mirando al suelo, cada centímetro que recorre. Le estorba la luz recién nacida. Perfora sus ojos con alfileres fulgentes. Dos chicas se cruzan en su camino a ritmo de footing. Él desvía la mirada del suelo al mar. No quiere verse en el reflejo de alguien joven y vigoroso, alguien con la suficiente voluntad como para madrugar y hacer temblar la tierra bajo sus zancadas. Pasa el peligro. Se esfuma la vergüenza. No pierde de vista las olas. ¿Para qué volver al suelo? Tiene sus pies demasiado vistos. El sol ya casi ha emergido del todo. Se le ocurre que, mal que bien, él también es un madrugador, y a quien madruga... Primera sonrisa, algo nimio. 13


Dura poco. Una arcada le obliga a lanzar la sonrisa lejos, junto a un puñado viscoso de bilis y restos de alcohol. A horcajadas. Con la melena hecha un matojo grasiento. Los ojos sin lustre. La punta de los zapatos manchados. “¿Quién soy?” Se pregunta. Cierra los puños con rabia. De sus pestañas cuelgan lágrimas. “¿Qué soy?” Lentamente se incorpora. Desafía con un vistazo al mar tranquilo, a sus idas y venidas espumosas. Vuelve a interpelarse con una cuestión más precisa: “¿En qué me he convertido?” ⎯Di mi nombre. ⎯Le dice al vasto charco azulado. La masa de agua le ignora. Va a lo suyo. Viene y se va. ⎯Di mi nombre. Esta vez, un poco más alto. ⎯¡Di mi nombre! ¡Dilo! Ya es un grito. “¿Qué cojones estás haciendo? ¿Te has vuelto loco?” Desestima la voz de su cabeza, así como el mar lo desestima a él. ⎯¡Di mi nombre, hijo de puta! ¡Dilo! ¡Di cómo me llamo! No hay respuesta. Claro. Ni siquiera el eco, pues el eco ha muerto. Y cuando el eco muere comienza el caos. Se desatan las cadenas. ⎯¡Ahhhhhhhhhh! Un alarido desesperado. Avanza en carrera por los montones de arena, directo al mar. Patizambo. Corre como si estuviera envuelto en llamas y necesitara apagarlas. En la orilla se le queda atascado el zapato izquierdo. No importa. Él sigue. El agua a sus pies, primer mordisco de invierno. Tanto da. Continúa gritando. Ruge, patalea, hasta que una ola viene para abrazarlo y llevárselo a lo más profundo. “¿Qué esperabas, idiota?” Lucha desesperadamente por volver a la orilla. Es el náufrago más patético de la Historia. Los oídos se le taponan. Traga sal, traga agua. Unos brazos invisibles quieren llevárselo hacia lo profundo. Bracea y siente el aguijón del arrepentimiento. No quería morir de verdad. Ha sido una estupidez. Pero ahora es tarde. Sus fuerzas se diluyen como terroncitos en la inmensidad. Le quedan unos cuantos movimientos torpes más, un vano intento. Al final desiste. Cierra los ojos. Está cansado. Las garras le atrapan. Tratan de arrastrarlo, solo que esta vez en sentido contrario. “¿Hacia dónde?” Oye voces de sirenas que le piden un esfuerzo. El mar parece aburrido 14


con la disputa, pierde interés. Olvida a su presa. A través de la membrana azul se va filtrando la luz. El aire se cuela por sus pulmones obligándole a toser agua intrusa. Panza arriba, como una medusa muerta, boqueando entre estertores para expulsar los restos de Mediterráneo tragados. ⎯Respira. Menos mal. Abre los ojos. Son ellas. No las sirenas, sino las muchachas que corrían mientras él hacía surcos por el camino. Han debido oír los gritos. Sus dementes y absurdos gritos. ⎯Hay que llamar a una ambulancia. ⎯No… no. El hombretón se incorpora y de rodillas termina por soltar cuanto le quedaba dentro. Luego menea la cabeza, en gesto negativo. ⎯Estoy bien, no hacen falta ambulancias. ⎯Apenas se le entiende con el labio hinchado. ⎯Pero… La muchacha está empapada de arriba abajo. ⎯Muchas gracias por sacarme. ⎯Trata de excusarse tosco como la lija⎯. Estaba en la orilla y… No termina la frase. Se encuentra con su reflejo en las pupilas de la chica, tal como se temía. “Debo parecerle el monstruo del pantano”. ⎯Gracias. ⎯Termina por decir. Comienza la marcha de vuelta a casa, donde debía haber permanecido, encerrado, para nunca salir. Recoge el zapato izquierdo. Le cuesta andar por el peso de la ropa, por los golpes. La melena es una maraña de algas. Si algún día llega el Juicio Final, el aspecto de los cuerpos resucitados será similar al suyo. ⎯¿Seguro que está bien? ⎯Oye que gritan tras él, en la orilla. Se limita a levantar la mano en gesto de okey. Las dos jóvenes deben de estar maldiciéndolo por su desagradecida actitud. Le sabe mal, él no es así. Le han salvado la vida, lo reconoce. Con todo, necesita correr, volver a la cueva y esconderse. Necesita la seguridad de sus cuatro paredes de las que, jura ahora, no volverá a salir nunca. Por mucho que existan razones de peso. Nada lo merece. Cruza la ciudad renqueando, dejando gotitas saladas a su paso. El mundo 15


comienza a despertar, ajeno a su maltrecho corazón. Quien se cruza con él enarca una ceja, compone una expresión de asco o suspira. Un barrendero, al verlo, murmura algo sobre la crisis y la gente sin techo. Nadie es capaz de imaginárselo como a un hombre de éxito, hijo de la Fortuna. Ni siquiera él mismo es capaz. Los zapatos deslustrados vuelven a raspar el suelo. La vista pegada al suelo, midiendo los pasos. “Quizá todavía quede arena de playa bajo los adoquines”, piensa.

CRISTIAN B.RECHE LILLO

España

Facebook: https://www.facebook.com/watch/La-Cr%C3%B3nica-del-Cero-Absoluto376410432503964/

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ay algo en Ensenada que ha hecho fuertes a las mujeres. El espíritu cucapá, el alma kiliwa, lo pai pai que tienen en los genes. En la neblina repta el monstruo que se devora la ciudad y moja las ropas, las pieles. Es la cercanía a la frontera, el aislamiento ⎯u olvido⎯ de la capital.

O todo al mismo tiempo. Las nieblas devoran los colores sumiendo al puerto en una atmósfera de ensueño; los calores aparecen a la mitad de octubre con polvos del desierto de Arizona de la condición Santana que tapa la nariz y enrojece la mirada. La voz de las rocas que no dejan de moverse por los cerros. Los cuervos han mutado en gaviotas de graznar lastimoso salidos de algún cuento de terror. No sé que cosa sea, pero cada mujer que camina calles, avenidas, sube y baja cerros, se cuelga del patético transporte público, hace un alto en cada esquina, deja la mirada planear por las mostazas arenas de las playas, lo tiene. Surge en la palabra de las mujeres que se han hecho madre y han construido una historia de éxito al paladear la libertad en la punta de sus vestidos, de sus zapatos. En la feminidad o el pundonor en que se miran conscientes y dispuestas a ir por más, las mujeres de Ensenada son diferentes. Alegres aún en la carencia, bravas con el silencio, imponentes en el deseo de libertad, de su interactuar con otras mujeres o con los personajes del sexo opuesto. Las mujeres de Ensenada no se achican. Susana lo supo desde muy joven mientras corría la libertad de sus piernas en Isla de Cedros, mientras abandonaba los tenis para correr descalza y sin preocupaciones ni ataduras por las arenas; años después seguiría corriendo y caminando por todos los senderos de esta Baja California, con la cabellera metiéndose a la sal del ambiente, para que sus ojos inauguren paisajes, y levante los brazos como águila o dragón a punto de levantar el vuelo desde cualquier cumbre. El desierto, el mar, la montaña, las rocas peladas, los viñedos, los aguajes, aquellos ranchos que la vieron conseguir ser quien sigue siendo. Susana, y sus cuatro hijos, cruzando la Baja California desde el Pacífico hasta el Mar de Cortés caminando, porque caminando es como se recorre esta tierra. Esta península tan singularmente plena de misiones, arenas, historias para perseguir el oro, la historia, la fama, la sobrevivencia. Susana ya en el puerto de Ensenada desafiando la voz y la educación de aquel padre marinero, que desde Oaxaca había escapado puerto por puerto hasta encontrar a la chica de catorce años que decidió ser su esposa. Y es que los marinos, los vaqueros, los perseguidores de sueños entre el aguaje siempre se hacían viejos en la soledad del 18


polvo hasta tener ‘algo’ con que atraer una familia y pedir matrimonio a una mujer hecha y derecha de trece o catorce años. Baja California se ha creado en esa diferencia de edades que fundaron poco a poco las familias. Él, vaquero, trabajador de rancho, católico, de treinta y ocho años, ella, natural de Manzanillo, Colima, edad trece años, esto lo encuentras si revisas los compendios de matrimonios de las familias que fundaron Baja California: ellos de treinta o cuarenta años, lo menos, ellas de trece, catorce años, las más. Los padres de Susana no iban a ser ajenos a esa tradición. Y formada la familia, fueron llegando de a poco los hijos. Susana la tercera de siete. Los años en Manzanillo fueron primicia, y el viaje a esta península donde habría que empezarlo todo. Para Susana siempre ha sido empezar una y otra vez, qué importa, el cielo es siempre la meta de los sueños que se alcanzan con cada caminata, al perseguir la felicidad de manera constante y sin ambages; cada escalada le forja los muslos, las piernas, la espalda, los pechos, los hombros, en cada sendero se va comiendo la mente la distancia de reconocerse poderosa. Una hembra en guerra para esta Ensenada que planta la huella en la arena, eleva la vista hacia el Pacífico, desafiante, y recibe al sol con la mirada dulcificada en la experiencia de haber conquistado una nueva ruta sobre las serranías. Ahí estaba Susana lanzando suspiros por aquel chiquillo de secundaria que le robaba el aliento y tal vez la hacía babear como otras secundarianas. Susana supo que era como un trinar de pájaros, fuerte para cada herida en los pies descalzos, y no iba a tolerar la soberbia de nadie. Menos de un chiquillo con aires de vanidad sobrevaluada. ⎯Dice Ramón que si quieres ir al parque con él. Supe que se te va a declarar solo para demostrar a todos que te estás cagando por ser su novia. Susana apretando la mandíbula lo supo; pero qué Pendejo. Y paseó la vista por la plaza cívica del colegio: ¡Hey tú, Julián!, llamó al chico que siempre quería acompañarla a su casa, y a quien mantenía a distancia. ¿Sabes por qué no te dejo acompañarme a casa? Julián no supo cómo se había vuelto la presa. ⎯¿Porque no te intereso? ⎯contestó dudoso el chamaco. ⎯No, tonto. Porque no eres mi novio... ⎯Susana hizo una pausa para cederle la palabra. ⎯Si quieres podemos serlo. ⎯Seamos novios entonces. Ahora tú ⎯le dijo a su amiga⎯ dile a aquel pendejo 19


de Ramón que no se atreva a pedirme algo porque tengo novio. Así comenzó Susana la relación de noviazgo con el chico que terminó por darle cuatro hijos. Para Susana los niños son el único amor, como caminar y caminar siempre por los senderos de Ensenada, el territorio municipal más grande de México, del mundo. En cada caminata siente como van cayendo de sus músculos aquellos problemas, las venganzas, rencores que se le cuelgan todos los días. A los cuarenta y cinco años no le quedaba duda. Caminar era pensar. Caminar era desestrezarse. Era espacio para el silencio propio, para concentrarse en sí misma. Donde todo lo demás no tenía cabida, ni una voz, ni un recuerdo, solo ella y la mirada hacia adelante. Las tristezas no hacen mella en Susana. Lo sabe. Lo descubrió poco a poco mientras iba creciendo su cuerpo y su cabeza iba llenándose de esas pequeñas, a veces trágicas experiencias. Julián que quiere estar siempre a su lado. Julián que quiere que deje de estudiar. Julián que quiere entrar a la misma escuela que ella. Julián que abandona la escuela y le pide a ella que abandone también, que cómo va a seguir estudiando si Julián puede hacerse cargo de su chica. Y aquella insistencia, y el sexo con los rebotes y roces de semen sobre las pieles, todo termina en un agotador espacio para los vómitos, las náuseas y enfrentarse ahora a sus padres, sola y sin Julián. ⎯Le diré a tus padres que nos casaremos. Me pondré a trabajar y todo arreglado. No te preocupes, cuidaré de ti. Susana le miraba aquel rostro de ‘niñoquenosabepensar’; y se dejó conducir con los ojos bien abiertos, el vientre creciendo bajo sus manos, y la sonrisa quieta, detenida entre las comisuras de sus labios, esperando el momento de ternura que siempre llegaba bajo la regadera, en que ella a solas, podía hablar con el pequeño feto: Estaré para ti, prometió. Sus padres que no la aceptan, los suegros están dispuestos a recibirla sin problema, y deciden ayudarla con la niña que ahora es una pequeña boca de sonrisas, acuerdan que Susana continúe estudiando. Julián haya dicho que estudiando no se consigue nada en la frontera donde solo hay que ser inteligente para ganar dólares. Los días han quedado en esa casa de los suegros, meses y meses de soledad. Julián diciendo: No puedo Susana, soy demasiado joven para amarrarme a una mujer y una hija. Susana que se dobla en el dolor de sentirse tonta por descubrir que no hay vuelta atrás. “Haz lo que quieras Julián”. Fue el golpe del macho sobre la mesa. Y la mujer ensenadense, y la mexicana, y la mujer en toda época y en todo tiempo, y todo sitio, 20


mirando las estrellas para saber que los universos han crecido con ellas. La tierra sigue poblándose, y los gritos y los partos, los besos y los gemidos, los orgasmos quedan. Aquellos machos continuarán vagando en otros cuerpos, en otras heridas, en los silencios húmedos de cada pubis mientras la vitalidad está en aquellos senos que amamantan. Susana camina por todos los terrenos y colinas de esta ciudad, entrena, se pone a punto para caminar por la península que lo ofrece playa, atardeceres, cumbres, acantilados, nieve. Todo cae poco a poco en los ojos de Susana, y Susana sabe que en sus poco más de cuarenta años la vida ha sido buena; siempre ha sido buena, porque las desgracias apenas son las pocas o muchas experiencias que le han formado el carácter. A ratos trota un poco, y sabe que las cosas que no necesita seguirán cayendo en cada recorrido mientras ella siga caminando y construyéndose.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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L

uisa encaja mansamente en el molde de la sobreadaptación. Se aviene a las normativas, horarios y manuales. No cuestiona, es condesciende con la realidad tal y como se presente y, cuando surge algún tipo de agotamiento o inconformismo con el sistema, opta por culpar a sus

nervios o a su ineptitud, acaba por encogerse de hombros y continúa sin quejarse. No es muy sagaz, generosa, sensual, irritable, derrochadora, competitiva ni ambiciosa. No sobresale, no comete excesos de ningún tipo, no brilla ni hace sombra a nadie, no sabe de extravagancias ni locuras. Por falta de tiempo, las amigas de la infancia han quedado en el camino y ahora, su concepto de amistad se reduce a compartir algún after office con la gente del trabajo. Vive sola, pero han decidido con su novio ⎯quien, además es su jefe⎯, a raíz del distanciamiento social obligatorio, iniciar un acercamiento vincular conveniente. Resuelven una “fusión de emergencia”, ⎯con esa terminología administrativo empresarial, llaman ellos a la inesperada medida de vivir bajo el mismo techo⎯ asumiendo el nuevo estado, luego de analizar con diagramas de flujo la relación riesgobeneficio. Los resultados han inclinado la balanza para el lado de la convivencia concluyendo, con escaso margen de error, que la situación se mantendrá bajo control. Trasladar las tareas de la oficina al hogar ahorra tiempo y, tiempo es dinero, de modo que, sacrifican las poco relevantes libertades individuales y priorizan el desarrollo económico. Catorce días no son amenaza para un vínculo amoroso repleto de intereses comunes. Pero sus estudios de factibilidad jamás lograron prever un período de aislamiento con una prórroga de vencimiento indefinida: ningún cálculo de probabilidades, aun el más audaz, arrojaría la insospechada cifra de trescientos días. Muy pronto, el trabajo empieza a disminuir y los ánimos a decaer, mientras que la ansiedad crece, aplastando las últimas manifestaciones de optimismo que intentan emerger. Los horarios se estiran fundiendo un día al otro sin solución de continuidad. Cualquier parámetro que los ancle a la normalidad, se desplaza. Todo se mueve bajo sus pies, como placas tectónicas que buscan acomodarse en un nuevo orden, a fuerza de temblores y sacudidas, agrietando muros de contención, derrumbando hábitos, rompiendo con todo lo conocido y lo confortable. Luisa queda de cara al ocio, por primera vez en su vida y, al que carece de creatividad, el ocio lo aburre de inmediato. Pero ocurre que la libido, acostumbrada a 23


sublimarse en energía laboral, empieza a fluir y a rebalsar, hasta recobrar su esencia primitiva, inesperadamente, esta especia exótica irrumpe para traer picante a la pareja. Ellos, en tiempos de normalidad, solo intercambian fluidos los sábados por la noche, pero bajo el nuevo régimen de fin de semana infinito, se vuelven bastante compulsivos, aunque siguen siendo metódicos: sexo todos los días; mañana, tarde y noche y antes de cada comida, como si fuera un antiácido. El vínculo jefe-subordinada alimenta el morbo de la pareja, pero con los límites tan difusos y siendo ahora ella la dueña de la “oficina”, se va articulando un juego de poder que invierte los papeles. Entre bromas, comienza a criticar el desempeño de su novio, tanto en el terreno profesional como en el amatorio, al punto de insinuarle, que cuide su puesto porque anda sedienta de supremacía. Pero lejos de inquietarlo, que ella tome un poco las riendas en el ámbito laboral a él le parece cómodo y, en la cama, salirse de las convencionalidades y juguetear con fantasías en las que es un esclavo sumiso y ella una cruel dominatriz, también le resulta placentero y excitante. En todo comienzo, lo novedoso es divertido, despierta de la somnolencia rutinaria y, como todo entre los dos, la civilidad y el consenso conducen sus pasos. Hasta que las prácticas, en busca de originalidad, de a poco, se salen de su cauce y se tornan un tanto aterradoras. Él empieza a esquivar los encuentros aduciendo dolor de cabeza o sueño, pero ella no tolera la frustración y enfurece o llora hasta que él accede a complacerla, con tal de no escuchar reclamos. Estos requerimientos intransigentes generan un desgaste. Ya lo cansa un poco que, en más de una rabieta, lo deje atado y sin comer hasta que le cambie el humor y, además, está harto de pasarse ungüentos sobre las quemaduras provocadas por cera caliente de vela derretida. Sin dudas, lo que en el marco de dos semanas enciende la relación, a lo largo de diez meses, termina por incinerarla. Un día, el novio-jefe, con la excusa más antigua y poco creativa, aunque comprobada millones de veces como convincente y eficaz, sale a comprar cigarrillos (él no fuma, pero el cautiverio y Luisa lo han hecho adquirir el vicio) para no regresar más. Desde su propia casa le envía dos mails: en el primero, le anuncia que se desvincula de la relación sentimental que los une y, que al día siguiente, pasará un remis para retirar sus cosas; en el segundo, la notifica de la desvinculación de su trabajo en la empresa y le anticipa que recibirá el telegrama de despido, de un momento a otro. Luisa no titubea en tirar por el balcón todas las mierdas que él dejó apiladas 24


prolijamente en su cuarto y, mientras mira extasiada los calzones planeando en cámara lenta y la notebook cayendo como bosta en la vereda, se entera de que junto con todos sus petates, la Luisa a la que no la define ningún “muy”, también se ha suicidado. No malgasta ni una lágrima porque, en realidad, se siente agradecida. Trescientos días le alcanzaron para entender que ha perimido, por arcaica, la aspiración de aplicar para el puesto de aplicada, con ese fin se crearon las aplicaciones informáticas: no hay nada que no puedan solucionar con sobrada competencia. Mientras escucha las explosiones del pochoclo dentro del microondas, evoca los fuegos artificiales de los festejos de año nuevo; con una lata de cerveza en una mano y el celular en la otra, la Luisa reseteada actualiza su perfil en Linkedin y baja Tinder.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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-¿O

tra vez quieres que te explique la misma historia? Ya te la he contado mil veces, si te la sabes de memoria. ⎯Por favor mamá, dime qué ocurrió el año en que nací. Cuéntame qué le pasó a la señora que daba vueltas en el terrado de su edificio.

⎯Está bien. El año que tú naciste, un virus desconocido, al que llamaron covid19, amenazó a la humanidad entera. La gente no paraba de enfermar por su causa, sobre todo los más ancianos, no se sabía cómo curarlos ni existía vacuna que impidiese nuevos contagios. Los gobiernos del mundo tomaron medidas muy drásticas para evitar que los hospitales se colapsasen. ⎯Eso ya lo sé. Quiero que me expliques lo que le sucedió a la señora que paseaba todos los días por la azotea de su edificio. ⎯No seas impaciente. Una de las medidas más represivas, consistió en obligar a las personas a confinarse en sus casas para evitar la propagación del covid-19. Durante aproximadamente tres meses nos atrancaron en nuestros hogares. Solo los adultos estaban autorizados a salir, siempre que fuese imprescindible, a comprar comestibles, medicamentos y poco más. Bueno, en nuestro país a quienes tenían perros se les consintió pasearlos a cualquier hora del día, resultaron ser legión, Barcelona se llenó de personas que desfilaban a todas horas con sus mascotas. En cambio los niños debían permanecer arrestados en el interior de sus viviendas ya que, según aseguraban los entendidos, suponían un grave riesgo para la salud pública pues no enfermaban pero sí contagiaban la enfermedad. Se tenía un pánico pasmoso a los mocosos, se les aisló como si de apestados se tratase. Una locura, hijo. La primera semana de confinamiento me la pasé con dolor de cabeza. En la televisión nos martilleaban con imágenes pavorosas de viejecitos ahogándose sobre camillas dispuestas en el pasillo de cualquier hospital, solos, absolutamente solos, a sus familiares les estaba vetado acompañarlos, había que impedir que se extendiese el maldito virus a cualquier precio. Una mierda, hijo. ⎯¡Mamá! ⎯Perdona. Pasada esa primera semana, me aclimaté a la nueva situación. Papá y yo organizábamos juegos, cantábamos, veíamos series de Netflix, limpiábamos, cocinábamos como posesos. Sucedieron cosas misteriosas durante ese periodo, se agotó 27


el papel de wáter, la gente compraba rollos de papel de wáter sin control, estaban cagados de miedo. ⎯¡Mamá! ⎯Lo siento. También se acabó la levadura, en las casas horneaban pastelitos a destajo, era imposible hacerse con un simple sobrecito, así como con una mascarilla o con alcohol para desinfectarse las manos. Por lo demás, los establecimientos estuvieron bien abastecidos, no faltó comida para quien pudiese comprarla. Eso sí, las colas eran interminables, se debía guardar la distancia reglamentaría entre las personas, cualquiera podía infectarte. ⎯Sí, pero… ¿y la señora de la azotea? ⎯Paciencia. Como te iba diciendo, tu padre y yo le cogimos el tranquillo a esa nueva realidad, nos costaba auténticos esfuerzos ponerle fin a las conversaciones de sobremesa. Se nos impidió acudir al trabajo, siempre habíamos comentado lo que haríamos sin el agobio de tantas obligaciones, pues bien, no realizamos ningún plan postergado por falta de tiempo, sencillamente cesaron los típicos quebraderos de cabeza de la vida cotidiana. Nos lo tomamos como unas vacaciones caseras y aunque hubo momentos difíciles, en general, le encontramos bastantes ventajas al confinamiento. Cuando nos dejaron salir, se publicaron algunos artículos sobre el síndrome de la cabaña, el miedo a dejar la seguridad del hogar y de exponerse a ese virus que aún circulaba por ahí. Hubo quien dijo, a mi parecer con bastante acierto, que en realidad lo del síndrome de la cabaña no era más que una excusa, que lo que le pasaba a la gente era que no tenía ganas de retomar su vida de mierda. ⎯Mamá, habla bien y cuéntame lo que le ocurrió a la señora de la azotea. ⎯¡Ya va! Durante el confinamiento se obraron auténticos milagros. Desapareció la contaminación, se respiraba mejor, se veía más nítido. Al no haber movimiento de barcos en el puerto, las gaviotas volaban por Barcelona al acecho de algo con que llenar el buche. Su plato predilecto eran las palomas, dejaban a su paso un reguero de palomas muertas y ensangrentadas. ⎯¡Qué horror! ⎯Sí, muy desagradable. Por las avenidas pululaban a sus anchas familias de jabalís. El servicio municipal desatendió parques y jardines, como consecuencia, buena 28


parte de las aceras se sembraron de arbustos y anidaron unas ratas enormes que sirvieron de festín a los gatos. Barcelona se convirtió en una ciudad semiselvática fantasma, solo se escuchaban los ladridos de los perros que paseaban a sus amos, las cotorras argentinas y el trinar de los pájaros. Desde la playa se atisbaban aletas de tiburón y hasta delfines dando saltos en manada. En internet veíamos imágenes de poblaciones muy turísticas totalmente desérticas, como Venecia, por sus canales circulaba una agua cristalina repleta de peces de colores. Una maravilla. ⎯Igual que ahora. ⎯Sí, pero ya te he explicado que antes no era así, la contaminación de las fábricas, la contaminación lumínica, el ruido de los vehículos, nos impedían disfrutar de esa belleza. Una noche sin luna contemplamos por primera vez la bóveda celeste en todo su esplendor, repleta de esa espesura de estrellas tan característica. ⎯No te vayas por las ramas mamá. La señora de la azotea. ⎯Está bien, allá voy. Se nos aconsejó hacer gimnasia para no perder masa muscular. Una mañana tu padre y yo seguimos los ejercicios de un youtuber atlético y sonriente, al día siguiente teníamos el cuerpo hecho trizas, apenas podíamos caminar, decidimos que lo de los hábitos saludables para una vida feliz no era nuestro fuerte. En la azotea del edificio de enfrente se reunían los vecinos de varios pisos. Estaba terminantemente prohibido, pero ellos decretaron por unanimidad saltarse las normas. Era una auténtica delicia ver a los niños corretear por esa azotea, nos entreteníamos horas viéndolos gozar de su libertad. Los residentes más sufridos, daban veinte o más vueltas alrededor del terrado, dispuestos a no perder el tono muscular. Entre los caminantes, destacaba una mujer por su determinación, creo que daba más de cien giros a velocidad de crucero, sudaba a mares, no miraba a nadie, solo caminaba y caminaba por el terrado como si ese fuese su único propósito en la vida. Hubo un día en que nos desconfinaron, el pico de contagios ya no suponía una amenaza tan grave, según aseguraron las autoridades. Nos permitieron asaltar las calles, principalmente para que volviésemos a nuestros trabajos, la economía no se sostenía con tanto confinamiento, debíamos volver a nuestra vida de mierda. ⎯Mamá ¡qué malhablada eres! ⎯Perdona, es que fue muy duro dejar aquella paz. Me llamó la atención que la mujer de la terraza continuara dando vueltas y más vueltas por la azotea de su edificio. 29


Ya podía salir a pasear por donde se le antojase, incluso huir de la ciudad si le apetecía, sin embargo, ella seguía imperturbable, con la misma fijación inquietante que la forzaba a deambular por la superficie de la terraza. Me preocupé seriamente por su salud mental, alguien debía frenarla, ayudarla a salir de ese cuadrado vicioso. Una noche me despertó una gaviota, creí que estaba atacando a una presa de gran tamaño, algún gato o una rata gigante, a juzgar por la violencia de los graznidos que cesaron de golpe para dar paso a unos gritos de mujer, unos gritos lastimeros de desolación absoluta. Me asomé al balcón y vi a la mujer que daba vueltas en la terraza, estaba arrodillada en el suelo, arrancó a llorar y permaneció inconsolable hasta el amanecer. ⎯¿No hiciste nada? ⎯No, me pareció que debía respetar su duelo. ⎯Mamá, unas veces me cuentas que la mujer de la terraza se convirtió en gaviota, liberándose así de un terrible hechizo, otras que fue devorada por la gaviota. ¡Siempre cambias el final! ⎯Hijo, ya tienes edad suficiente para saber la verdad. La mujer de la azotea es María, la frutera de la esquina, la que te sonríe y te regala una ciruela, una fresa o una cereza, la misma que esa noche perdió el miedo a volar y salió del trance gracias al ataque de una gaviota.

CARMEN TOMAS

España

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E

l arlequín reposa en el pie de la cama y observa fijamente un punto. Dos rombos negros rodean sus ojos, cuadros blancos perfilan sus enjutas mejillas, su boca sangra. Poco a poco, se acerca sigilosamente a su víctima. Con la mano agarra su cuello y lo retuerce hasta que divide

su cuerpo en dos. A partir de ese momento ya no se puede detener. Olivia se despierta envuelta en sudor. Mira a su alrededor. Unos chillidos se clavan en el aire. La cabeza de su gato se encuentra sobre su almohada, aplastada. Las patas y el lomo del animal han sido arrojados al cubo de la papelera. Su cola cuelga del espejo como un lazo macabro. Los recuerdos se agolpan en su mente y unos escalofríos recorren su espalda. Néstor entra en la habitación. —Ha sido otra vez el arlequín —dice ella, entre sollozos. Él la abraza y le da palmadas en la espalda, como si fuera una niña indefensa. Querría decirle que no se preocupe, que ha tenido una pesadilla que ha llegado a su fin. Pero sabe que no es así. Una realidad cruel se venga de Olivia desde hace años. El joven contempla a la asustada mujer. Le seca las lágrimas, que han descendido por su rostro y se han convertido en una mezcla de agua salada y pintura, y le limpia los restos de pintalabios que tiene en las comisuras de los labios. Recoge el maquillaje usado que está en la mesilla y los trozos del último peluche mutilado. Cierra la puerta. Suspira. Se alisa su bata blanca. Mira el reloj. Su turno acaba de terminar.

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA

España

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-M

adre, madre... ¿Qué ha ocurrido? Ella lo mira a los ojos y le acaricia la frente ensangrentada. Lo mece como si fuera un niño en su regazo. La sangre coagulada ha cerrado las heridas en sus pies y en sus

muñecas, las llagas de los latigazos ya se confunden con las cicatrices del pasado. A la distancia, la colina luce sombría de tanta sangre y tanta muerte. —Hemos triunfado, hijo, Eso es lo que ha ocurrido. Él mira de reojo el paisaje que lo rodea. —¿Por qué estoy vivo? ¿Quién me ha bajado? —pregunta contrariado. —Eso ahora no importa. —¿Cómo que no importa? Hemos fracasado —se exalta y amenaza levantarse. Ella lo toma con fuerza y él desiste. —No hemos fracasado, hijo. Hemos triunfado. —¿Cómo es posible si aún estoy vivo? —Porque todos creen firmemente que has muerto. Y esto así debe permanecer. A la larga, sabrás ver a qué nivel hemos triunfado. Él dudó. —Pero... ¿Cómo ha sido posible? —He sobornado a varios legionarios. Uno te ayudó aligerándote la carga, en el camino cuando caíste y amenazaban matarte a latigazos. Otro pretendió hacer un artilugio con una lanza falsa que debía sangrar por ti, pero ha fracasado y casi desbarata todo el plan al demostrar su truco de agua. El otro te ha arrimado una esponja para que bebieras. En ella, junto al agua había una sustancia secreta que te hizo dormir, para que pareciera que desfallecías. Cuando creyeron que habías muerto, te bajamos. —Pero, madre. Yo debía morir. —No, hijo. Eso no es así. Con que crean que así ha sido será suficiente. Nunca pude hacerme la idea de perderte para siempre. Y he conseguido hacer un trato. —¿Un trato? ¿Cómo has conseguido el dinero para los sobornos? —Un hombre me ha ayudado, un romano pudiente. Confía en mí. Sabía todo acerca de ti, sabía de tu verdadera misión y de tu naturaleza; tanto que temo sea en realidad un ángel. Ningún hombre podría saber tanto. Nadie ha demostrado un interés similar en salvarte, ni siquiera los que se hacen llamar nuestros amigos. Al final, se ha 34


apiadado del sentir de una madre. Él cerró los ojos confundido. —¿Y ahora...? —Ahora nos espera en lo profundo del huerto. Luego de esto abandonan la colina de la muerte. Miles de otros esperan su turno para ser crucificados. Los soldados acarrean hombres sangrantes con la naturalidad de un escenario prefigurado, como pastores guiando rebaños, en sus hombros cargan sus propios travesaños. En la calle de la ciudad otros caen, y otros son levantados. Madre e hijo llegan furtivamente a lo más oscuro del huerto. Allí espera el hombre de rostro aguileño. Se sonríen apenas se ven. Ya se conocen del desierto...

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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E

l pequeño disco de metal descansa apoyado sobre el dedo pulgar, mientras el índice cumple el papel de respaldo. Si la pieza tuviera sentimientos, difícilmente encontrara ocasión en la que sentirse más a gusto. Esa comodidad, no obstante, está pronta a quebrarse. El pulgar

toma impulso y, cargado de una fuerza que la mano es incapaz de controlar, se suelta hacia arriba arrojando el disco por los aires. Vueltas y vueltas se suceden en el trayecto del metal a las alturas, hasta acariciar el punto más elevado del recorrido que da inicio al descenso. Como una repetición del viaje previo pero en sentido inverso, se produce la caída a la misma velocidad. El trayecto finaliza en la palma de la mano. Es ceca. Es vino. Así es como toma las decisiones Hugo, que a sus setenta años no tiene intenciones de modificar la estrategia. Fue a eso de los veinte que comenzó a emplear esta técnica, o quizás un poco antes, y desde aquel momento cada decisión en su vida responde al designio del pequeño disco de metal. Una moneda al aire es la responsable de sus elecciones. Cara o ceca se convirtieron en las opciones de su porvenir. La lógica se aplica a cuestiones nimias y también a las más determinantes. Esta noche es la verificación inmediata de ello. Hace instantes, nada más, el vuelo de la moneda y su posterior caída sobre su mano decidieron que en la cena que está a punto de emprender la bebida será vino y no whisky. Sin embargo, esa instancia no es más que la dilatación para la decisión verdaderamente importante que ocurrirá en la velada. La que, más que determinante, puede ser definitiva. Una dilatación de ese instante, también, son los recuerdos a los que Hugo empieza a autorizar el ingreso a su memoria. Mira a la moneda alojada en su palma derecha con ojos de complicidad, traspasándole la responsabilidad de todas y cada una de las elecciones efectuadas, así como de sus consecuencias. Desde la primera, en la cual el metal eligió la camisa negra por sobre la blanca en aquella fiesta de fin de curso. ¡Ahora lo recuerda! Fue antes de los veinte entonces que nació esta manera de elegir, y de vivir. A los dieciocho años y en su graduación se produjo el debut de la moneda como decisora. Fue el primer día en el que su indecisión, su personalidad dubitativa y su incapacidad de asumir responsabilidades encontraron una aliada inseparable. En aquella primera ocasión sirvió para elegir algo bastante intrascendente, como lo es la vestimenta de un evento social. La segunda decisión que quedó en poder de ese 37


objeto, que empezó a adquirir cualidades casi sagradas, fue también algo sencillo: si al otro día despertaría para almorzar o, como se dice, “seguiría de largo” durmiendo. Ganó la segunda, para alegría de aquel joven Hugo. Si hay algo que perdió llegado a este momento es su juventud. Con setenta años de camino recorrido, lo que le sobra de experiencia le escasea de vitalidad. Precisamente por eso se encuentra en esta disyuntiva, la cual intenta prolongar postergando lo inevitable. Mira el vaso de vino sostenido por su mano izquierda, la que no tiene la moneda. Le da vueltas al recipiente de vidrio y, mientras el líquido de tono rojizo oscuro gira en su interior, también lo hacen sus recuerdos. En aquellos viejos tiempos, cuando todas las elecciones empezaron a ser resultado del vuelo de la moneda, era natural que las decisiones importantes siguieran la misma lógica. Fue así como pasó de elegir una camisa a decidir una carrera universitaria. Y, si bien desde pequeño había fantaseado con ser abogado, cuando el metal surcó los aires y se dejó derrumbar en su mano, la respuesta quedó ante sus ojos: sería arquitecto. Se le empezó a hacer difícil a Hugo responder al capricho del azar, pero consciente del contrato que había firmado implícitamente con la vida no quiso torcer el rumbo. Tal vez hubiera preferido ver otra película; quizás ese día la intención fuera otro sitio de comida; era probable que deseara acompañar la campaña de otro equipo de fútbol. Pero la moneda hablaba. Y a la moneda debía respetar. Ahora, en esta medianoche que transita silenciosa en la sala de estar de su cabaña, el viento ingresa por la ventana y enfría el interior. No el de la casa; el de él. Todavía no pensó en preparar la cena, no hasta haber superado la otra decisión. Quizás, de todos modos, no haga falta preparar nada. Por eso únicamente está acompañado de la copa de vino, la cual observa más de lo que lleva a sus labios. El dolor lo aqueja. El físico, y el otro, que no sabe bien cuál es. Hacía muchos años, también, la moneda había elegido a su pareja. Hombre o mujer, fue la primera consigna con la que aquel día arrojó la pieza, la cual volvió a tierra mostrando cara. Hombre, era la respuesta, algo que lo hizo afortunado por asegurarse de que a veces sus deseos y el destino podían coincidir. No obstante, el siguiente lanzamiento fue más específico: en la cara iba el nombre de un muchacho, al cual conocía de la universidad. Ceca correspondía al de otro más joven, compañero del bar de los viernes. Y fue ceca. 38


Quedó claro al poco tiempo que él respondía a esta estrategia de decisiones, pero que el mundo funcionaba de otra manera. Por mucho que él completara la carrera a su pesar, siguiera caminos que no eran los que originalmente buscaba o construyera una vida con una persona elegida al azar, el resto de los protagonistas no se ajustaba a esos criterios. Por eso aquella relación no fue mucho más que un espejismo, y pocos meses bastaron para que aquel joven hiciera nido en otro árbol. La moneda controlaba su vida, no la del universo. Incluso solo su vida consciente, para colmo, no toda su existencia. Si dependiera todo de aquella pieza metálica no se encontraría en la actual situación. No estaría esta noche obnubilado con la copa de vino fingiendo evitar el momento obligado. Si la moneda manejara todos los hilos de su mundo, no sería necesario que ahora tomara esta decisión. El cuerpo de Hugo lo había comenzado a aquejar con algunas dolencias varios años atrás. Las molestias cerca de la zona abdominal se transformaron en dolores insoportables que al poco tiempo tomaron el nombre de cáncer de pulmón. La moneda no podía controlar su devenir biológico, aun habiendo sido ella la responsable de que él decidiera adoptar el cigarrillo. Esta noche la mano derecha del hombre tendrá un protagonismo especial. Cuando el pulgar se deslice hacia arriba y la acuñación de metal abandone el índice, su vida misma estará en juego. Las pastillas, en caso de que el resultado lo disponga, ya están esparcidas sobre la mesa. Si la moneda cae y muestra cara, el sufrimiento de Hugo tendrá fin al mismo tiempo que sus días. Si toca ceca, la partida seguirá su curso y, a pesar del dolor, seguirá disfrutando de los rayos del sol al levantarse cada mañana. El vino, con disimulo y en silencio, había ido abandonando el cristal y a esta altura de la noche, ya devenida madrugada, yace dentro del hombre. Hugo acepta que no tiene más excusas para dilatar el acto. Mira fijamente la moneda, la cual no se movió de sus dedos en la mano derecha. Presiona el pulgar con el índice dando aviso del advenimiento del instante crucial. El dedo más gordo toma impulso y se suelta hacia arriba, empujando al metal que vuela por los aires. Al llegar al punto más alto, comienza el descenso. La palma de la mano, esta vez, cede su protagonismo: Hugo decide que la moneda caiga directamente sobre la mesa, reduciendo toda posibilidad de estorbar al destino. Cara es muerte; ceca es vida. La moneda toca la madera y rebota con un brinco que se repite dos o tres veces. El hombre 39


cierra sus ojos. Luego de esos rebotes, la pieza queda quieta y Hugo decide separar los párpados. Ahora es testigo del resultado que postergó todo este tiempo. Y es testigo de que, por primera vez en su vida, la moneda cayó de canto y está quieta en posición vertical.

MATÍAS HERNÁN PICCOLI

Argentina

Twitter: @matihpiccoli Instagram: matiashpiccoli Página WEB: www.ideasentinta.net

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C

uando los pueblos son atacados por la decadencia y borrados de a poco por el paso del tiempo y la migración, la memoria colectiva es quien los rescata y revive. Y curiosamente, siempre ocurre por el recuerdo de una desgracia que le aconteció a alguno de sus habitantes.

El viejo Percara era un puestero de La Fulana. Vivía allí con su mujer y sus hijos

prácticamente desde que se había fundado aquel pueblo perdido en las cuchillas. Frecuentaba el almacén con la misma asiduidad que los potreros, y volvía borracho como chivo llevado por su matungo medio cimarrón. De un momento a otro, no se sabe por qué, empezó a estar decaído y ojeroso, abandonó de a poco sus tareas y se descuidó él mismo y a su familia. La gramilla tapaba gran parte del rancho, el caballo comía lo que quedaba de la huerta. Los animales de corral habían escapado acosados por el hambre y la sed. La mujer hacía cuanto podía (atareada con sus diez hijos pequeños) y él se pasaba el día entero sentado bajo el alero mirando la pradera del vecino, que sería más o menos su horizonte. En su memoria iban y venían, confusas, las imágenes del campo grande sembrado de maíz, las vacas prosperando en la costa del arroyo, los alambrados desvencijados, el monte chico. Las glorias pasadas del viejo gaucho lo venían a redimir. Una mañana salió a pie para el monte y como no volvía pasado el mediodía lo salieron a buscar. Lo encontraron colgado de un ñandubay torcido y añoso, con su propio lazo. La tumba del viejo Percara era visitada diariamente por la viuda, la que deshecha en lágrimas le dejaba una botella de vino y a veces, un cigarro. Un buen día la señora llegó con su ofrenda para el difunto y comprobó, con sus dos ojos perfectamente lúcidos y desorbitados, que la colilla estaba encima de la tumba y que el vino había sido consumido. Era un milagro, el vicio del viejo paisano había atravesado el más allá. Pero era demasiado pronto para difundirlo y decidió esperar a ver si volvía a pasar. A la tercera vez que sucediera el prodigio, no de corrido si no con algunos días de diferencia entre un episodio y otro, salió por la calle principal del pueblo mesándose los cabellos morenos y pregonando que el espíritu de su marido vagaba por esta tierra. Fue todo un acontecimiento. Y por supuesto, había que verlo, pero verlo en el mismísimo momento en que se produjera. Esa misma noche algunos vecinos acompañaron a la viuda, junto con el alcalde, el único policía y hasta el médico asistido por un gurisito montaraz que le servía de enfermero. Volvieron todos al cementerio en pintoresca peregrinación y 42


esperaron escondidos detrás de las matas de espartillo y chañares que lo bordeaban (no fuera a ser que lo espantaran) a que el fantasma apareciera o, a lo menos, ver la botella de vino alzarse en el aire y volcar su contenido. Pero el único que apareció, y por la puerta principal, las manos en los bolsillos y un silbido alegrón como una chamarrita vibrando en los labios, fue al viejo Martínez, mejor conocido como Loro Quemado, que avanzaba hasta la última morada de su ex vecino y se empinaba el vino ahí mismo, sin miramientos. Una frustración semejante no podía quedar impune, el honor del muerto había sido mancillado y la dignidad de los feligreses picada como por el tábano. Ahí nomás lo arrojaron al pobre Loro del cuero del lomo para la calle, una por sinvergüenza, la otra por ladrón de tumbas. Lo cierto es que fue un chasco terrible, pero hoy, cincuenta y pico de años después, el pueblo volvió a surgir ante nosotros y volvió a vivir, a través de sus historias y su gente, sus desgracias y sus pícaros.

lUCÍA BASIN

Argentina

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D

espués del desayuno decidimos caminar un poco. Estábamos de vacaciones y nos sobraban las horas. Ellas tres iban por delante, yo por detrás les seguí el paso. No conocía el lugar. Esa mañana el Uritorco se había despertado temprano, en ocre.

Aún se veía la niebla bañando la cima. Concentraba todas las miradas. Su espesura, de la mano otoñal, nos prometía cierta magia. Así se percibía desde abajo. Invasivo, como un ojo supremo arando sobre nuestra intimidad. Sin embargo, las intrigas fueron brotando de a poco. Él nos retaba en su altura y mi ser urbano no entendía del todo por qué le habían nombrado masculino. Fuera de mis prejuicios, confirmé más tarde, que estaba compuesto, como todos los cerros, de rocas y tierra. Macizas. Bien hembras. Comprendí por fin, su género indefinido. Rumbo a la base, recorrimos muchas cuadras en subida. Durante el trayecto me detuve con frecuencia, los silencios resultaban bulliciosos. Aun así, por más empeño que pusiese, siempre un condorcito lograba distraerme. La pequeñez de los sonidos, retumbaban como ecos. Gigantes. Qué manera aquella, tan inexperta, de aprender a escuchar. Mientras tanto, mis amigas se fueron alejando. Parecían muy entretenidas contándose cosas y de vez en cuando alguna se daba vuelta para controlarme. A la distancia me hacían señas de dale, no te demores: apurate. Igualito que mi madre; la recordé después de tanto tiempo. Qué manera tan geográfica de extrañarla. Conmovida retomé el sendero. Esta vez se habían agregado otros turistas, yo me fui oscureciendo entre ellos. Sin pensarlo, me sirvieron de capilla; mis pies, de rezos. Finalmente, la soledad del monte apareció. Adhesiva, y el abrazo de los chañares, a pesar de sus púas, terminó por amadrarme. Nunca percibí tan de cerca la maternidad. Como si en ese momento el duende de la evocación se hubiese empeñado en hacerse presencia. La volví a recordar, mamá sonaba tardía. Sin darme cuenta, por primera vez, amanecía a solas conmigo. Desde entonces, fui una desconocida, subiendo una colina cualquiera. Incompleta, con una madre muerta que no cesaba de morir. Qué manera tan esclava posee la memoria de avisar las ausencias. Tal vez, por algún motivo edípico, mi montaña, me había encontrado, invitándome a escalarle. Sin madre ya no necesitaba sentirme hija. Qué descarada manera de saberme indecible. Como el cerro. 45


EDITH CARRIL

Argentina

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E

n un vuelo rutinario mi novio me cogió desprevenida. Copulamos haciendo cabriolas en el aire y doy por sentado que estoy preñada, el aguijón de mi novio nunca falla. Ahora todo se ha precipitado y tengo sentimientos encontrados. No puedo negar que me hace ilusión ser

madre otra vez, pero, al mismo tiempo, siento como si mi existencia estuviera encaminada solo para ese fin, pues percibo la presión de la naturaleza, contribuir a que mi especie se perpetúe. Mas la realidad es esta, noto la vida ya reproducirse dentro de mí y necesito sangre. No soy hematófaga por gusto, pero preciso con urgencia ingerir proteínas y otros nutrientes del susodicho líquido rojo para empezar la formación de los huevos. En el dormitorio, enganchada en esta cortina de lino, espero a que el dueño de la casa decida retirarse a descansar. Es un individuo tranquilo con un hábito de vida bastante predecible, de hecho, son casi las doce y tiene que estar al caer. Seguramente le estará poniendo la comida en su cuenco a Snhif, su perro, un bulldog inglés con movimientos ralentizados por los años. El canino es mi principal enemigo, no por su agresividad, el pobre es un bendito, sino porque siempre está babeando. Sus babas son un peligro extremo para mí, si en un descuido amerizara en ese coctel resbaladizo no podría retomar el vuelo en horas. El tiempo de espera se me hace eterno. El maldito cuco con su estruendoso piar anuncia ya la media noche, la primera vez que lo oí casi me da un infarto, ¡maldito pajarraco! Por fin, le veo entrar por la puerta. El hombre es extremadamente delgado, su cuello es muy largo, lo que propicia que su cabeza fusiforme esté siempre un palmo por delante de su cuerpo, todo ello unido a su prominente nariz hace que me recuerde a mi padre. Como todas las noches, se arrodilla y da gracias a Dios por su existencia. No acabo de comprender la fe de los humanos y su creencia de que son superiores al resto de los seres. Mi visión de la muerte, tal vez por mi efímera existencia, es más pragmática: los seres vivos somos chispas de un fuego perpetuo que resplandecen un instante para perecer en la oscuridad y el olvido. Pero que mis divagaciones no turben mi propósito, espero impaciente que entre en un profundo sueño para poder lanzarme directa a su vena, estoy ansiosa por adentrarme en su riego sanguíneo. Introduzco mi probóscide en su fina epidermis y 48


busco algún capilar que facilite mi extracción. Grupo AB, mi preferida. Tras el banquete estoy exhausta, atiborrada, me es imposible moverme, y mucho menos emprender el vuelo. El sujeto se revuelve un poco, pero no pierdo el equilibrio, mis patas están bien adheridas a los poros de su piel. He succionado toda la sangre que me ha sido posible, procurando que el punto de punción no se irrite, es mi táctica. Muchos de mis congéneres se ensañan con los vertebrados habladores, produciéndoles unas pequeñas hinchazones que les son muy molestas, esto hace que invadan de veneno sin contemplaciones todo nuestro hábitat. Por tal motivo, y pensando en mi integridad, tengo sumo cuidado, al fin y al cabo los humanos hacen posible la reproducción de mi especie. De repente, la habitación se ilumina, las ondas me aturden un instante, cuando me recupero veo al hombre erguido en la cama con su mano izquierda inmóvil. Me mira, una mirada entre burlona y sádica, sé que no puedo escapar, estoy demasiado pesada y me entra pánico, mi fugaz vida toca a su fin. Una díptera diminuta e insignificante va a morir. En una milésima de segundo toda mi vida, exactamente once días, pasa ante mis ojos. Él levanta su mano derecha lentamente, yo encojo el cuerpo y bajo las antenas, tengo el impulso de rezar, pero me percato de que soy atea. Una leve sonrisa aparece en su rostro y, con un movimiento brusco, me lanza al aire al tiempo que murmura «tampoco es tan importante un poco de mi sangre». Me ha perdonado la vida, no me lo puedo creer, me engancho como puedo otra vez a la cortina y miro a aquel ser con otros ojos, su acción me ha llegado al corazón. Paso toda la noche observando a Vinicio, creo que el haberme indultado me da la potestad de tutearlo, y como creo que la amistad no tiene que ser un sentimiento dual, lo considero ya mi amigo. Es un hombre taciturno y bastante solitario, trabaja restaurando antigüedades que luego tasa y revende, es increíble lo que se puede llegar a pagar por una insignificante baratija. Hoy me debato entre la necesidad de alimentarme y el pensamiento de no dañar a mi nuevo amigo. Pienso en salir al exterior para buscar otra opción que alivie mi conciencia, pero de pronto llaman a la puerta y una vorágine de acontecimientos empuja mi vida hacia la locura. Vinicio abre y se encuentra con Bautista, un individuo con el que tiempos atrás tuvo negocios. Es un RH+ todo grasa, labios gruesos, nariz a ras de cara y que, con sus ciento cuarenta kilos, parece un cerdo cochambroso. Tiempo atrás 49


absorbí su sangre y segundos después vomité sobre el alféizar de la ventana. El cabrón blande una pistola con la que amenaza a mi amigo. Empiezan a discutir acerca de una pieza de joyería. Snhif sale alertado por las voces, siempre a su pausado ritmo. Por un momento pienso que va a ayudar a su dueño, que va a utilizar sus mandíbulas para otra cosa que no sea comer, pero como si no fuera con él, con parsimonia, se da la vuelta y babeando se marcha por donde ha venido; y luego dicen que el perro es el mejor amigo del hombre. Intuyo que el cerdo va a disparar y no lo pienso ni un instante, me lanzo en picado y empiezo a aguijonear una, dos, tres veces con rabia, la frustración es insoportable, hago acopio de toda la sangre que puedo, pero es inútil. Vinicio recula cuando un proyectil perfora su corazón mientas otro esparce sus sesos sobre la moqueta. El asesino se pone unos guantes y rebusca por toda la casa, cuando encuentra lo que tanto desea huye precipitadamente. Entre las lágrimas de cristal de la lámpara del salón, observo el cuerpo sin vida de mi camarada Vinicio, su sangre se extiende, poco a poco, por todo el habitáculo. Mi mente quiere huir, pero solo se inhibe un momento y reflexiona sobre la existencia y su crueldad. Con tristeza maldigo mi incapacidad para ayudarle. Estoy mucho tiempo paralizada, sin saber qué hacer, ansío despertarme en cualquier momento de la pesadilla. Pero no, es todo muy real. Veo a lo lejos un par de moscas que, atraídas por la sangre, empiezan a revolotear alrededor, parece que tuvieran un sexto sentido para oler la muerte. Somos de la misma familia, creo que primos lejanos, pero nunca me han caído bien. Me interpongo entre ellas y mi amigo haciéndoles saber que es carne sagrada y que no son bien recibidas. Tal vez por mi determinación o porque esgrimo mi aguja succionadora cual espada, me hacen caso y atropelladamente se van volando. La policía llega horas más tarde, un vecino la ha llamado alertado por los disparos. El teniente de policía se llama Díaz, es bajito, su aspecto puede parecer irrisorio si no fuera porque sus ojos delatan determinación. Los técnicos de la policía acotan la escena del crimen y empiezan a buscar restos biológicos, huellas, todo lo que les permita hacer una reconstrucción lo más exacta posible de lo acontecido. Si yo pudiera hablar… Mientras el teniente escruta cada rincón del apartamento, observo al policía y tomo una decisión, tendré que confiar en la capacidad e inteligencia humana que, dicho sea de paso, es mucho confiar. Amo la vida, aún soy joven, si la salud me hubiera 50


respetado podría haber vivido quince o veinte días más. Pero la justicia clama mi muerte, la amistad exige venganza. Nadie de mis congéneres comprendería mi decisión. Pero la libertad es un tesoro, siempre lo he sabido, el individualismo empuja hacia delante a una especie, la hace fuerte. Me lanzo al cuello del teniente, no quiero su sangre, mi única intención es que note mi presencia, el aguijón hará el resto. Noticias del periódico de sucesos “Sangre y tinta” Última hora: Detenido el presunto autor del asesinato del experto coleccionista y restaurador Vinicio Marín de la Sierra. El arrestado, B.B.C., es un antiguo socio de la víctima. Se baraja el robo como el móvil del delito. El juez ha decretado el secreto del sumario, aunque se han filtrado algunos detalles del caso que por lo inusual llaman la atención. La prueba incriminatoria ha sido aportada por el teniente de la brigada de homicidios Ernesto Díaz, que ha declarado que en el escenario del crimen aplastó a un mosquito mientras este intentaba picarle e intuitivamente recogió la sangre como prueba. Su acertado instinto fue determinante para la investigación, ya que a la postre demostraría que el sospechoso estuvo en casa de la víctima. El detenido ha pasado a dependencias carcelarias a la espera de juicio.

SALVADOR ESTEVE

España

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N

adie hubiese imaginado que el principio del fin fuera tan silencioso, imperceptible y poco ceremonioso como el monótono sonido del reloj de pared de la sala de estar, tan solitario e insulso como las vacuas divagaciones de una mente cansada y harta de todo.

El principio de su fin, supongo, fue cerca de las dos de la madrugada… mientras

yacía agazapado en un rincón de la estancia, respirando lentamente, casi con dificultad… presintiendo que las fuerzas abandonaban su cuerpo poco a poco y que la luz escapaba de sus ojos por la ventana, siguiendo el movimiento lento y silencioso de la bóveda celeste. En medio de la tibieza de la estancia, su cuerpo reposaba en ese rincón, protegido por las sombras que proyectaban los muebles con la precaria iluminación naranja de las farolas de la calle, una calle inmensa y solitaria en la que acaso el aullido de un perro en la lejanía avanzaba con ecos tímidos y los aleteos de las polillas hipnotizadas chocaban contra los cristales de la ventana, para finalmente morir en el alféizar. Los parpadeos de sus ojos, muy lentos, dejaban ir con su luz los recuerdos de tiempos mejores; los recuerdos de tejados rojos, grises, blancos y verdes; dejaban ir el aroma del césped recién cortado, el recuerdo del trino de pájaros y el incesante ir y venir de las personas por banquetas atestadas del ruido de la cotidianidad; esa cotidianidad que jamás conocería la emoción y belleza de los tesoros ocultos en los tejados; tesoros como las bellas flores que crecían con fulgor y dulce aroma en los nidos abandonados por las golondrinas en los canaletes de desagüe, adornadas por plumas grises. Los parpadeos de sus ojos y su respiración tranquila, dejaban sentir el alivio que producía el sopor de la tibieza de su manta, la frescura de la madrugada que se aproximaba lentamente por el horizonte, con el andar perezoso pero firme y eterno de un sol que en unas horas se alzaría majestuoso y cubriría con destellos de oro y plata todo el valle. Nadie hubiese imaginado que el principio del fin y el fin de su desenlace fuese tan solitario… nadie, pues no hubo queja alguna en su despedida muda. No hubo queja ni lamento en su último suspiro. Yo dormía profundamente en mi habitación, con la puerta entrecerrada, dormía profundamente mientras vagaba por sueños de un verde esmeralda intenso, caminando sobre lagos de indescriptible belleza y soledad absoluta; yo dormía con la paz de quien 53


ha cumplido su deber y no teme entregarse a los brazos del descanso, con la paz de una conciencia limpia. A un costado de mí, descansaba un viejo libro de cuentos, con las páginas amarillas como testigos del largo tiempo pasado, con algunas ilustraciones en acuarela… ya desvaídas por los años y el pasar de dedos infantiles infinidad de veces. Yo dormía profundamente y por eso me fue imposible escuchar su último suspiro, pero eso sería algo que deduciría en silencio y con la mirada perdida en la mañana, con una taza humeante de café en la mano y los ojos aún velados por el sueño, de pie, mirando sin mirar… absorto en el paroxismo de una revelación tan inesperada y esperada muy en el fondo del corazón y de la mente. El día en que partió, en que debió regresar a la tierra como a su tiempo lo hacemos todos, fue especialmente bello; la temperatura era perfecta, el cielo azul y profundo… el olor a césped recién cortado y las flores de los melocotoneros perfumaban todo el valle, mezclados con el dulce sutil y amante del tabaco madurado. Era un día perfecto, hermoso; uno de esos días en que le gustaba descansar con la cara contra el cristal viendo indiferente el trasegar del mundo, era un día de esos en que solía subirse a mi regazo y quedarse ahí, hojeando los libros conmigo, acercándose a olfatear el café recién preparado… con esa ternura y curiosidad que siempre le caracterizaron. El día en que partió… lo envolví en su manta favorita, una digna mortaja… lo supuse así, puesto que fue en esa manta que pasó sus más dulces horas de sueño, desde muy pequeño. Era evidente que más nunca le volvería a ver, pero la puerta de mi alma siempre estaría abierta desde el último escalón de los sueños para recibirle en visitas cortas; tan cortas, como efímera y fútil es la vida en sí misma. El fin del fin, fue, no otro y menos ceremonioso, que depositarle con cuidado y parsimonia en aquel agujero en el jardín, bajo los arbustos en que tanto le gustaba estar y luego, dejar caer una tras otra las cargas de tierra que ocultaban y sepultaban su cuerpo pequeño y enjuto. Sembré unas cuantas flores sobre aquella tierra suelta y ya bastante removida, con el anhelo de verle seguir vivo en otra forma, más allá de su receptáculo ahora insulso y vacío. Volví adentro, encendí un cigarro, de manera automática, despacio… inconsciente de la acción; di unas cuantas caladas y con el exhalar del humo y sus girones, 54


una lágrima escapó por la comisura de mis ojos y desató el mar de llanto contenido hasta ese momento. Terminé de fumar, apuré el café de un sorbo y decidí lavar mi cara para salir a caminar un rato y respirar; necesitaba desesperadamente moverme y dejar salir la tristeza de mi cuerpo paso a paso… el agua fría se sintió como un bálsamo purificador; tomé la toalla que colgaba perezosa a mi lado izquierdo y procedí a secarme con calma; aún había un leve olor a lavanda en sus fibras; abrí los ojos lentamente y aunque algo enrojecidos por el llanto, tenían un hermoso color, un color entre verde y amarillo que desde el espejo me regresaban una mirada tierna, llena de comprensión… era una mirada de despedida, una mirada que más nunca se iría de mis recuerdos… pues desde el espejo algo empañado y limpiado torpemente con la mano, podía ver claramente que eran los ojos de mi gato los que me devolvían la mirada, eran los ojos del gato que me decían hasta pronto. Allí, de pie y con el corazón encogido por el choque de emociones encontradas, en una avalancha de pensamientos, me daba cuenta que, cual efeméride anticipada, frente a mí estaban… y estarían por siempre, como un te amo suspendido por la eternidad de un suspiro anhelante… los ojos del gato.

EDWARD ALEJANDRO VARGAS PERILLA

Colombia

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C

omo siempre es una hermosa noche, las estrellas brillan, la luna llena abarca un gran cacho del cielo y yo muy confiado, me acerco a la puerta de la cafetería donde mi novia trabaja. Apenas la abro, soy recibido por el exuberante aroma de las tortillas de

harina y el café recién hecho, otrora aquello despertaba mi hambre, pero ahora lo único que logra es hacer retorcer mi estómago del asco. Mi novia, la única razón por la que entré a este cochino lugar, se encuentra atendiendo el negocio detrás de la barra. ⎯¡Amor ya llegaste! ⎯sus ojos se iluminan al verme. ⎯Hola hermosa ⎯camino hacia la barra y sobre esta, nuestros rostros se acercan hasta fusionarse en un beso. ⎯¡Ya párenle tortolitos, guárdense algo pá más tarde, órale que se queman mis chilaquiles ⎯son algunos de los comentarios burlones que nos sueltan varios de los comensales habituales. ⎯Ya voy, ya voy ⎯responde mi novia a sabiendas que es un juego⎯.Oye sé que planeaste algo para hoy, pero ¿puede esperar un par de horas? Es que papá salió y me dejó encargada de cerrar ⎯nerviosa mira hacia el suelo a la par que entre sus manos, estruja un viejo trapo con el que seca los platos después de lavarlos. ⎯Por supuesto, tenemos todo el tiempo del mundo ⎯como me odio por decir eso. ⎯Gracias guapo ⎯me sonríe antes de volver al trabajo. Mientras la observo ir y venir de un lado a otro, no evito repasar en mi mente todos los defectos que le he encontrado, como sus ojos de tamaño desigual, ese grotesco lunar carnoso sobre su labio superior y su voz tan chillona que ya me tiene harto. A veces me pregunto, si después de tanto tiempo ella hará lo mismo, ¿También tratará de encontrar todos los defectos que en su día el amor impidió que viéramos? Por casi dos horas espero que termine y mientras lo hago, veo un rato el fútbol en una vieja televisión que hay enclavada en la pared, charlo con otro cliente y me tomo un café. ⎯Perdón por hacerte esperar ⎯dice exhausta. ⎯No te preocupes ⎯yo sonrío de oreja a oreja. 57


⎯Ya nada más déjame apago las luces y cierro las puertas para que nos vayamos ⎯promete. ⎯Claro. Ella comienza con su última labor cuando de pronto, escuchamos el sonido de la puerta abrirse a nuestras espaldas. Un hombre ha entrado a la cafetería, luce nervioso, no aparta la mano del bolsillo derecho de su pantalón y esconde su cara debajo de un sombrero y unas gafas de sol. Con cuidado examina el lugar. antes de centrar su vista en nosotros. ⎯Ay señor, discúlpeme, pero ya cerramos ⎯mi novia se muestra apenada. Sin mediar palabra y con paso tembloroso, el hombre se da la vuelta, pero no para marcharse, en lugar de eso cierra la puerta de la entrada con candado y se aproxima a la barra. ⎯Dame todo el dinero ⎯dice tan rápido que apenas si se le entiende. ⎯¿Cómo? ⎯pregunta mi novia con una sonrisa nerviosa. ⎯Ya me escuchaste, ¡Que me des todo el dinero! ⎯rápidamente desenfunda una pistola y le apunta a la cara. Al ver el arma ella grita aterrada y el ladrón que de por sí ya luce nervioso desde que entró, también se asusta y aprieta el gatillo. Una bala sale disparada y los sesos de mi novia se estampan contra la pared, antes de que esta caiga muerta al suelo. ⎯¡Asesino! ⎯la ira me invade al presenciar aquello y trato de abalanzarme sobre él. No logro mucho, pues apenas me ve levantarme de mi asiento, apunta en mi dirección y también me fulmina de tres disparos en el pecho. Cual colilla de cigarro me desplomo y mientras la penumbra se apodera de mi visión, observo como el ladrón quita el seguro de la puerta y sale corriendo. Un frío acalambrado me abraza y siento como me hundo en la profundidad de la nada, hasta que de pronto, algo sucede, una tenue luz comienza a atravesar la oscuridad que tapiza mis ojos. A cada segundo esta se agranda y pronto alcanzo a distinguir que aquella luminiscencia proviene de la poderosa luna llena que impera en el cielo. 58


Una vez más me encuentro frente a la entrada de la cafetería y aún en contra de todos mis deseos, vuelvo a abrir la puerta. ⎯¡Amor ya llegaste! ⎯otra vez los ojos de mi novia se iluminan al verme. ⎯Hola hermosa ⎯nuevamente me acerco a la barra, nuestros rostros se funden en un apasionado beso y los comensales se mofan de nosotros. ⎯Ya voy, ya voy ⎯ella les sigue el juego⎯.Oye sé que planeaste algo para hoy, pero ¿Puede esperar un par de horas?, es que papá salió y me dejó encargada de cerrar ⎯estoy cansado de esto. ⎯Por supuesto, tenemos todo el tiempo del mundo ⎯¿Por qué no me fui cuando pude? ⎯Gracias guapo ⎯regresa al trabajo. Mientras la espero, vuelvo a ver el partido, como siempre el Cruz Azul perdió, tengo la misma trillada conversación con el otro comensal y me bebo un repugnante café. ⎯Perdón por hacerte esperar. ⎯No te preocupes ⎯mientras mi rostro sonríe, yo lloro por dentro. ⎯Ya nada más déjame apago las luces y cierro las puertas para que nos vayamos ⎯jura. ⎯Claro. A la par que mi novia comienza a apagar las luces, el característico sonido de la puerta abriéndose se escucha. Igual que siempre el ladrón entra, exige el dinero, ella grita, de un tiro la silencia y mientras yo trato de vengarla, me mata también. Otra vez la oscuridad se apropia de mis ojos, el frío me abraza y la nada me absorbe, hasta que la luz de la luna vuelve a hacer su aparición. Ya he vivido esto más de cien veces y lo seguiré haciendo, pues este es el destino que le depara a las almas que murieron de una forma tan abrupta como yo, estamos condenados a repetir nuestra muerte, hasta el fin de los tiempos… aquí voy de nuevo.

RONNIE CAMACHO BARRÓN

México

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C

onocí a Roxana en una fiesta que organizaron unos amigos míos. Empezamos a salir y, con el paso del tiempo, nos hicimos enamorados. Una mañana, mientras ambos vislumbrábamos el amanecer en la playa, ella me dijo:

—Mira, ¿no es hermoso cómo sale el sol? —Sí es precioso —le respondí—verlo es un placer, deberíamos hacerlo más

seguido. —Podemos observarlo tanto tiempo como queramos, pero con cuidado, no se debe observar al astro rey de frente, afectaría negativamente nuestros ojos. Mejor es usar estos lentes oscuros. Acto seguido me dio un par de anteojos negros y me los puse. —Ahora se aprecia mejor —comenté—. El sol es extraordinario. —Es lo que nos mantiene con vida, imagínate un mundo sin dicha estrella, sería una catástrofe. No podríamos durar mucho tiempo. El sol es un maravilloso regalo del cosmos. —Lástima que se halle tan lejos, más allá de nuestros poderes físicos. —¿Te cuento un secreto? —Claro, dime. —Pero prométeme que no se lo contarás a nadie. —Te lo prometo. —Yo soy la dueña del sol. Me reí ante tal ocurrencia. No obstante, pretendí seguirle el juego. Le dije: —Si eres la dueña del sol, ¿por qué está allá arriba? ¿Por qué no lo llevas contigo? —Por lo que te dije, si ese astro dejara de brillar sobre nosotros, todo colapsaría. Decidí dejar la conversación ahí y le di el obsequio que le tenía guardado: un collar de plata. Ella abrió los ojos bastante y, por un rato, no dijo nada, hasta que, tímida, respondió: —Pero yo no te he traído nada. —No hace falta, me conformo con tu amor y tu compañía. —Sí hace falta, para que veas que te amo, quiero regalarte el sol. No me reí. Ella seguía con el tema. Me parecía adorable, mas me confundía. —¿Es en serio? ¿Vas a regalarme el sol? ¿Y cómo vas a hacer para dármelo? Roxana sacó una especie de pelota metálica del color del oro. Me la dio y me dijo 61


que siempre la llevaba consigo, y que era ahí donde se guardaba el sol. Hace tiempo un viejo amor se la había dado y le mencionó que podía poner el astro allí cuando quisiera. Acepté el presente, y la besé. Nos quedamos un par de horas abrazados. Tiempo después, cuando hablábamos de matrimonio, Roxana se desmayó y, al llevarla al médico, le diagnosticaron cáncer. Estaba muy avanzado y era incurable. Murió al poco tiempo y me deprimí bastante. Tenía pocos recuerdos físicos de ella. Nunca vivimos en la misma casa, por eso yo iba a visitarla seguido al hogar de sus padres y pasaba mucho tiempo en su habitación mirando sus dibujos, hechos por ella misma, y su biblioteca, con obras de fantasía, de donde a veces tomaba prestado un libro. Me acordé de la esfera dorada que me había regalado y, en mi tristeza, deseé que el sol, del cual ella tantas bondades me había narrado, estuviera ahí adentro. Fue algo increíble. Era de día, pero el sol desapareció del espacio, y surgió dentro de la bola de metal, la cual se podía abrir fácilmente y dejaba entrever algunos rayos refulgentes. Me alegré, era verdad lo que Roxana me había contado, ella era dueña del sol y ahora yo era su único señor y amo. Procedí a guardar la pequeña luminaria en un rincón de mi cuarto. Cuando quería la sacaba y jugaba con esta. No quemaba, era un astro en miniatura. Sin embargo, las cosas en la Tierra fueron a mal. Todo era tinieblas, excepto por la luz artificial. Las plantas morían, la fotosíntesis (pilar de la productividad natural del planeta) desapareció, el frío empezó a atenazarnos. Aún había oxígeno para muchos años, aunque estábamos cerca de un apocalipsis acelerado; el miedo se cernió en la población mundial. Todo por mi culpa, por mi egoísmo. Solo había tenido al lucero conmigo poco tiempo, y fueron días felices, porque sentí que estaba con Roxana de nuevo, pero mi descuido estaba provocando caos en el mundo, por ello decidí colocar al sol de nuevo en su lugar mediante un deseo potente, tal como lo había hecho la vez anterior. En el acto, la estrella volvió a su lugar y nos iluminó como antes. El planeta se había salvado, aunque yo había quedado triste. Traté de no desanimarme: había hecho lo correcto. Lo malo es que nunca más podría tener al querido astro a mi lado. 62


A veces, cuando voy con mis familiares al parque para relajarnos, mis padres comentan (usando los lentes negros que les regalé) que el sol luce muy bonito allá arriba. Contento por sus palabras, les menciono: —¿Les cuento un secreto? —Por supuesto, hijo, dinos. —Yo soy el dueño del Sol. Ellos se ríen de mí y no me creen. Me dicen que soy muy divertido. A veces se lo he dicho a otras personas, sin embargo, nadie me toma en serio. No importa. Basta con que yo lo sepa. Roxana, esa estrella es nuestra y brillará por encima de la humanidad por siempre (o al menos por mucho tiempo) para brindarnos vida. La circunferencia de oro permanece vacía, guardada en un cofre, en la caja fuerte de mi recámara. No les daré la estrella a otros. Antes de que llegue mi último día, la esconderé en un lugar donde nadie puede encontrarla. El sol es un tesoro sagrado y debe permanecer siempre allá, en el espacio sideral, cuidando de los seres vivos, los cuales todavía mucho desconocemos de su grandeza y de las bondades que este magnífico astro nos da cada día de nuestras azarosas, aunque cálidas existencias.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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“T

e compré una botella”, respondiste a mi pregunta de si en serio querés seguir viéndome. De amarula, la botella, y yo pensando que así como empezamos podía cortarse todo, que pasada una primera cita mediocre la mayor parte de las cosas —las posibles

expectativas que se tengan de la otra persona, por ejemplo, o las ganas de hacer planes en conjunto— quedan en el aire, se desvanecen en el viento. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, ¿y el licor? El licor se evapora dejando un pegote en el proceso y en su lugar. Ese pegote huele bien, se puede rescatar pasándole un dedo húmedo a la superficie pegoteada, el sabor no varía pero tiene un algo que distrae y que molesta. Será esa dulzura condensada que no… que no… No sé. Tampoco es que considere que haya sido un domingo mediocre, antes que quedarme resolviendo crucigramas en bata prefiero enterrarte las uñas en la yugular; es bastante más interesante ver cómo se te endurecen los ojos, sentir cómo el cuerpo se contrae y cambia el color en tu cara. Podrían ser los ojos, la cara, el cuerpo de cualquiera. Los envases se renuevan, la ambrosía pareceríame una constante. Y para vos no será eso sino el trago más amargo que la crema pudo darte. Una pena.

ROCÍO PÉREZ CALVO

Argentina

Instagram: https://www.instagram.com/letras.y.amarula/ Medium: https://medium.com/@Miscelanea

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M

e levanto de mi cama y lo primero que observo es que afuera está nevando. Cae y cae nieve como en el invierno más crudo, como en el invierno más gélido de Siberia o las regiones polares de Escandinavia. Sigue

cayendo y cayendo nieve donde siempre he pensado y sabido y constatado que no debería hacerlo. ⎯Pero sin embargo lo hace ⎯dice Galileo Galilei, quien está afuera jugando con la nieve junto a Giordano Bruno y Johannes Kepler que se ríen como niños de un preescolar, ocultándose entre las trincheras de un gran modelo planetario que habían hecho con sus manos y con nieve. ⎯¿Y sin embargo se mueve? ⎯le pregunto a Galileo Galilei, que entre carcajadas le lanza una gran bola de nieve a la nariz de Giordano Bruno, provocando que caiga y se hunda entre la blancura que inunda la mañana⎯ ¡No debería nevar! ⎯Y sin embargo lo hace ⎯volvió a decir Galileo, apresurándose por formar otra bola de nieve que supongo ha de estar preparándola para su amigo Johannes Kepler. No debería nevar, sin embargo, como bien lo dijo ya dos veces Galileo Galilei, lo está haciendo. Voy rápidamente a mi armario y me visto enseguida con el abrigo que me regaló mi abuela hace ya muchos años. Mi abuela, aquel día, me miró con unos ojos nebulosos, como escudriñando un secreto antiguo y sagrado. Sentía yo, que cuando ella me estaba observando, no lo hacía en realidad, como si a través de mi pudiera ver algo impropio del presente en el que estaba junto a ella hace diez años el día de mi cumpleaños. Su cara arrugada por el tiempo y cientos de miles de cosas que ella vivió y sintió, estaba fija, como ausente, como esperando algo muy importante que solo ella sabía. Y entonces, en un súbito arrebate de revelación, me dijo, con una voz misteriosa y que yo sentí muy oscura, como si no fuera su voz, como si no fuera la voz de nadie que yo conociera, como si fuera el viento de un tiempo lejano que como el agua de una gotera se escabulló entre los finos del espacio y el tiempo, dijo: ⎯Te regalo este abrigo de piel. Era de tu abuelo, cuando fue a la guerra. Lo vas a necesitar algún día. Yo la miré, perpleja e inundada de una corriente de confusión. No sabía en absoluto la razón por la cual me decía eso. 67


⎯¿El abuelo estuvo en la guerra? ⎯le pregunté, incrédula. Pero mi abuela no me dijo más. En ese preciso instante sus ojos perdieron cierto brillo y una opacidad se fue extendiendo como los tentáculos de un pulpo entre las profundidades de sus cansados ojos. En unos segundos, que para mí fueron auténticas eternidades, los ojos de mi abuela ya no veían absolutamente nada. Había muerto frente a mí y sus últimas palabras fueron Te regalo este abrigo de piel. Era de tu abuelo, cuando fue a la guerra. Lo vas a necesitar algún día. Guardé con el mayor de los cuidados el abrigo que mi abuela, antes de morir de manera tan súbita, me había legado. Lo coloqué dentro de una gran caja de zapatos donde guardaba mis mejores vestidos y ahí lo dejé con la esperanza de no volver a abrirlo y revivir el último soplo que salió de la boca de mi abuela. Me pongo el abrigo y siento un calor indescriptible. Voy hacia la ventana, la abro, sintiendo la gélida textura del vidrio y cómo mi respiración golpea la superficie cristalina y se transforma en un vapor a punto de convertirse en escarcha. Al abrir la ventana me escabullo de ella y voy rápidamente a parar al piso helado. Me hundo en mar de nieve y pronto revoloteo entre risas por esta inaudita experiencia. Galileo, Johannes y Giordano siguen lanzándose bolas unos a otros. Por allá Galileo es abatido por Johannes, que con la enorme barba que tiene luce como Santa Claus, y luego resurge y contrataca. Me uno a ellos y entablamos una guerra de bolas de nieve. Giordano me lanza una bola y yo caigo de espaldas contra el piso. Al mirar arriba mi alegría se escabulle rápidamente como si fuera acaso una liebre por el gélido prado huyendo de un voraz lobo. Mis ojos contemplan en el cielo una enorme galaxia resplandeciente. Una aurora verde la rodea. Yo no puedo respirar ante la impresión que me causa la escena. Me quedo buen rato con la boca a abierta y eso llama la atención de Galileo, Giordano y Johannes, que preocupados se acercan a mí y comienzan a interrogare. ⎯¡Pensábamos que te había pasado algo, nos asustaste! ⎯reclamó Galileo Galilei. ⎯¡Por un momento cruzó por mi mente la posibilidad de que te ahogaste! ⎯inquirió Johannes Kepler. ⎯¡Casi me muero de la preocupación! ⎯añadió Giordano. ⎯Estoy bien ⎯les dije⎯ solo que al mirar el cielo lo he visto tan extraño que 68


me he quedado buen rato sin poder asimilarlo. Los tres astrónomos miraron el cielo, indiferentes y volvieron a mi en unos cuantos segundos. ⎯¿Y que tiene el cielo? ⎯preguntó Galileo en cierta manera irónico. ⎯¡Es galaxia!, ¡Así no es el cielo de la Tierra! ⎯dije, extasiada. ⎯¿La Tierra? ⎯preguntó Johannes Kepler. ⎯El planeta Tierra ⎯dije. Los tres se miraron confundidos, hasta que Galileo, pasando lentamente sus dedos por su barba blanca, dijo: ⎯Ah ya, la Tierra. Bueno, hace mucho tiempo que no existe. ⎯No entiendo ⎯contesté, más confundida. ⎯La Tierra no existe. Hace muchos años explotó. Una estrella de neutrones, a muchos años luz, vomitó un geiser de rayos cósmicos y acabó con todo el sistema solar, no quedó nada. ⎯¡Entonces…estamos muertos! ⎯dije, aturdida y entrada en pánico. ⎯¡No, claro que no estamos muertos! Estamos más vivos que cualquiera de la Tierra ⎯dijo, entre risas. Johannes Kepler y Giordano Bruno también rieron. Yo no pude articular palabra alguna. ⎯¡Ah! ⎯musitó Galileo, algo enfadado, como si hablara con una retrasada mental ⎯El planeta Tierra, habitado por una especie que se autodenominaba “seres humanos” dejó hace mucho tiempo de existir. Nosotros hemos seguido continuados el gran viaje hacia Andrómeda. ⎯¿De qué demonios estás hablando? ⎯le pregunté a Galileo. ⎯¡Ah! ⎯volvió a esgrimir Galileo, más enfadado y frustrado que antes⎯ Nosotros hemos viajado durante millones de años rumbo a la Galaxia Andrómeda, de donde recibimos una señal de una civilización que, según el mensaje que recibimos, nos recibirá con los brazos abiertos. La Tierra se fue, al igual que muchos planetas del cúmulo local. ⎯Pero… ¿entonces si la Tierra desapareció yo tengo recuerdos de haber vivido ahí? 69


⎯Ah ⎯dijo Giordano Bruno, interrumpiendo⎯ es parte del programa de sueños. Tenemos una base de datos con recuerdos de todas las formas de vida de esta galaxia, ya moribunda. Entonces, para no aburrirnos, cuando vamos a dormir podemos elegir soñar que somos algunos de estos seres que ya no existen ⎯agregó con una voz más amable. ⎯¿Quieren decir que…esa estrella de neutrones acabó no solo con la vida en la Tierra sino también con toda la galaxia? ⎯pregunté, tiritando del frío. ⎯Afirmativo ⎯contestó Johannes Kepler⎯ Es normal tu reacción. Cada vez que alguien despierta del programa de sueños está desorientado y con algo que yo llamo “la resaca del sueño”, que no es más que estar muy confundido creyendo que se es uno de esos seres con los que se ha soñado. ⎯¡No entiendo!, ¡Sigo sin entender! ⎯grité, asustada⎯ ¿Qué es este lugar?, ¿Por qué hay tanta nieve?, ¡Se supone que vivo en un lugar de la Tierra, en un pedazo de territorio, en un “país”, llamado México!, ¡Ahí no debería nevar! ⎯¡Y sin embargo está nevando! ⎯dijo severamente Galileo Galilei⎯ Está nevando porque no somos humanos y no vivimos en la Tierra y mucho menos en Mejuicó ⎯agregó Galileo. ⎯Es México, no Mejuicó ⎯le corregí. ⎯¡Cómo sea! ⎯exclamó Galileo, más desesperado que antes⎯ ¡Eso no importa!, Tu y yo, y todos nosotros nos encontramos en un cometa rumbo a Andrómeda. ⎯Y si te lo preguntas ⎯interrumpió Giordano Bruno⎯ hace cincuenta millones de años nuestro planeta pereció a causa de la estrella de nuestro sistema estelar que se apagó. Se convirtió en una enana blanca y en poco tiempo nuestro mundo se fue convirtiendo en una enorme bola de hielo. ⎯¿Y qué pasó? ⎯pregunté, intrigada por la historia. ⎯Pues… ⎯dijo Johannes Kepler⎯ decidimos explotar esa gigante bola de hielo, hacer que volara en mil pedazos. Cada uno de esos pedazos es un cometa como este, desplazándose entre los oscuros rincones del espacio. ⎯Es pequeño pero muy acogedor. Es perfecto para hacer caminatas al levantarse ⎯dijo Giordano Bruno. 70


⎯Yo le doy cinco vueltas al cometa ⎯dijo Johannes Kepler⎯ ayuda a prevenir embolias en las piernas. ⎯Hay algo que no entiendo ⎯dije⎯ ¿si esto es un cometa cómo es que respiramos? ¿no es muy pequeño como para tener atmósfera? ⎯¿Respirar? ⎯dijo riendo Galileo⎯ Eso es muy de seres inferiores como los seres humanos. Nosotros no respiramos. Podemos vivir tranquilamente en el vacío del espacio. ⎯¿Y qué hay del vapor que se impregnó en la ventana cuando respiré sobre ella? ⎯dije. ⎯Ah, eso ⎯dijo Galileo⎯ son las típicas alucinaciones después de soñar los recuerdos de algunos de esos seres que se extinguieron. ⎯Una vez desperté convertido en una cucaracha ⎯dijo Johannes Kepler⎯ y estaba preocupado por unos negocios y hablaba alemán, pero al cabo de un cuarto de hora se me pasó. ⎯Recuerdo haber despertado pensando que era un sacerdote de la santa inquisición a punto de quemar a un hereje ⎯añadió Giordano Bruno. ⎯Y yo ⎯dijo Galileo Galilei⎯ hace unos años desperté jurando que era un pulpo con doctorado en Epistemología por la Universidad Autónoma de Nueva Galicia. Incluso me quedé un buen rato en el piso como aplastado por estar fuera de un agua invisible. ⎯Entonces… ⎯dije. ⎯Entonces ⎯dijo Galileo, ansioso⎯ somos un montón de aburridos náufragos en medio del espacio, rumbo a una galaxia que está a 1000 años luz. Nos faltan otros mil. ⎯Pero… ⎯dije, queriendo resolver más inconsistencias, pero Galileo, impaciente, dijo: ⎯¡Ya no más preguntas!, ¡Debemos seguir jugando en la nieve, pronto atravesaremos una gigante roja y toda la nieve se va a evaporar! ¡Juguemos todo lo posible antes de volver a invernar! ⎯¿Qué hay del recuerdo de mi abuela y el abrigo?, ¡El abrigo es real! ⎯grité, 71


tocando el abrigo y mostrándoselos. Ellos me miraron como se mira con mucha paciencia a un niño que no entiende la vastedad del mundo. ⎯Todos soñamos con lo mismo. Es una subrutina que pusimos en los sueños, para recordarnos, al despertar, que nos pongamos el abrigo para no morirnos de frío– aseveró Galileo Galilei. ⎯¡Vamos, no perdamos el tiempo! ⎯dijo Giordano Bruno, también impaciente⎯ ¡A jugar! Fue lo último que dijo antes de que todos nosotros, incluyéndome, retomáramos el juego. Mientras lanzaba una gran bola helada a Johannes, Galileo y Giordano, podía a ver por la mirilla de mi ojo, allá en el lejano cielo sideral, un tenue punto entre rojo y marrón. Era la gigante roja que en algún momento evaporaría nuestra diversión.

VIVIANA OLIVARES

México

Twitter: https://twitter.com/VivianaWriter

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A

ngustias solo tenía de triste su nombre. Nació en el norte de España, al alba, justo en ese momento en que el día derrota a la oscuridad y todo se llena de luz. Cuenta la madre que con la consabida nalgada de recién nacidos, ella no lloró, sino que rió. Un gorjeo de bebé, una risita

entrecortada, pero que hizo fruncir el ceño a la comadrona. —Será medio boba —sentenció. A las dos semanas, Angustias reía sola porque las sombras del techo dibujaban formas de criaturas de leyenda a las que aún no podía ponerles nombre. Al año y medio, reía sola porque su propia boca emitía sonidos —impronunciables para un adulto— que a ella la arrullaban como los cuentos infantiles que nunca le leyeron. Y a los cinco, reía sola porque descubrió que veía la verdadera forma de las personas: el señor Venancio, el cartero, era un caballero errante en una noble misión; la señá Francisca, de la rebotica, una meiga que sanaba el mal del ojo; sus padres, hechiceros de dedos verdes, que hacían nacer y crecer la vida en los pedregales. Y el señor de al otro lado de la plaza, era un monstruo disfrazado de hombre bueno. Con ese, no reía, no… —La niña tiene la cabeza llena de pájaros —dijo su padre un día—. No se casará nunca. Efectivamente, cuando le llegó la edad de merecer, nadie quería rondar a un alma cándida y simplona, que lo más seguro tiznara ollas y calderos o mal planchara la raya pulcra del pantalón de los domingos. Pero Angustias, lejos de entristecerse, sonreía, porque sabía que aún no era el momento de hallar a su galán. Así que mientras tanto, marchó a la capital a estudiar para secretaria y practicaba mecanografía en una vieja Olivetti que compró de segunda mano y que tenía la ‘e’ medio borrada. Llevaba sandalias en invierno y la falda por encima de la rodilla —para escándalo de la portera de su pensión—, se cardaba el pelo con medio bote de laca y se pintaba los ojos de malaquita verde o azul con gruesos trazos de kohl. Se vestía de colores alegres en los días nublados, y de amarillo los días de sol. Recorría la calle con la cabeza alta y el clac-clac de sus sandalias contra el empedrado, riendo con el vuelo de gorriones y anduriñas, mensajeros de dioses ya extintos, e ignoraba las miradas censoras de quienes no tenían nada mejor que hacer. Hasta que un día, en pleno congreso de Procedimientos Administrativos para la Administración Pública, conoció a Luciano. 74


Era Luciano un isleño seco, nacido en las Canarias, de cuello duro, bien almidonado y blanqueado, vestido de negro cuervo. Un canario cuervo…, un cuervo canario…, pensaba Angustias al verlo, cuánta contradicción para un ave… Pero la cosa es que Angustias lo miraba y no encontraba su verdadera forma. No podía verla. A veces parecía formarse un borrón tras él, pero con las mismas se difuminaba y desaparecía. Ah, qué molestia… Hasta que se fijó en los estridentes calcetines verdes que asomaban por el bajo de sus pantalones. Angustias contuvo un jadeo. ¿Podría ser…? No… No, esto nunca le había pasado… ¿Quizás es que él era…? Cielo santo. ¿Era él? ¿Su galán? No, eso es imposible. Su galán nunca sería alguien tan sombrío que podría pasar por empleado de pompas fúnebres… Y sin embargo, cada vez que los calcetines verdes quedaban a la vista, el borrón se hacía más nítido, y los colores buscaban fijarse en formas que, al final, no duraban más que dos segundos… Angustias frunció el ceño —y eso era bastante inusual en ella—, y al final pudo más la curiosidad que la prudencia. Se hizo la encontradiza en el descanso mientras hacían cola para el café, justo detrás de la señora que era Emperatriz de los Mares del Sur. —Pida un té rojo —dijo ella. —¿Disculpe? —Él se quedó encandilado como quien mira al sol. Era un día de julio, sin una sola nube en el cielo, y Angustias vestía, por supuesto, de amarillo. —El rojo es un color alegre —respondió ella, encogiéndose de hombros. Él frunció el ceño pero al final le pidió un té rojo a la cantante de zarzuela que vestía como muchacha del servicio. Ella lo siguió con la vista y lo vio sentarse en la mesa más apartada, alejado de todos. Y con el primer sorbo, aquel borrón impreciso volvió a titilar con más fuerza. Y luego desaparecer una vez más… Para su sorpresa, fue él quien se acercó a ella al día siguiente durante el descanso. Vino con su té rojo y su traje de enterrador, pero sus calcetines eran hoy de un 'discreto' amarillo pollito. Angustias se sentía fascinada por el colorido borrón en torno a él, donde rojos se mezclaban con azules, los verdes con los naranjas, y el amarillo creaba rayos de luz entre ellos. Duró una hora entera antes de desaparecer, hasta que tuvieron que separarse cuando se reanudó la conferencia. El último día del congreso intercambiaron sus datos de contacto y pronto 75


quedaron para tomar un café, un té, o simplemente pasear por el parque. El barrio entero observaba a la dispar pareja: ella, con todos los colores del arcoíris a la vez, y él, tan negro como ala de cuervo, preguntándose qué habrían visto en el otro, para que se diera tan inusual cortejo. Nunca repararon en los vistosos calcetines de Luciano. Pero Luciano finalmente aprobó las oposiciones a Justicia y regresó a su plaza en Canarias. Y cualquiera diría que su historia terminaría ahí, con un océano de por medio. Pero Luciano llamaba puntualmente a la pensión de Angustias todos los jueves y domingos a las siete de la tarde. Ella aguardaba impaciente en su habitación, hasta que las manecillas del reloj de la pared llegaran casi a las en punto, para después bajar corriendo las escaleras ante la mirada atónita de su portera, que seguía sin creerse que un muchacho tan serio y formal estuviera realmente interesado en una muchacha tan rara… Poco más de un año después, se casaron por poderes. Ella, en el pueblo de sus padres, entre quebradas por las que aún caminaba la Santa Compaña de ánimas en pena, y él, en La Laguna, de calles señoriales y de aires ilustrados. Así que Angustias cambió las umbrosas tierras del norte por el sol del sur y se embarcó a los dos días de casada. Luciano la estaba esperando en el puerto, con un ramo de azahares y calcetines verdes, como el primer día que la conoció. Ella bajó la pasarela, soltó sus cosas sin ningún cuidado y se acercó a él, sintiendo en el estómago las mismas mariposas de las que hablaban las novelas, maravillada del remolino vivo de colores vibrantes que rodeaba a Luciano. El beso (su primer beso) fue tentativo, tímido y bastante vergonzoso, pero pronto la práctica y el afán de los recién casados le puso remedio a la inexperiencia. Paseaban del brazo por las calles adoquinadas del casco viejo de la ciudad, con el clac-clac de fondo acompañando sus pasos. Ella, con sus faldas de colores, sus hablares de meigas y su pelo cardado; él, con una corbata azul recién estrenada, del color del cielo, y calcetines naranjas. Ella reía, y al otro lado de los muros del Convento de Santa Catalina de Siena, las monjitas de clausura sonreían, entre rezo y rezo, cuando la brisa lagunera traía su risa limpia hasta ellas. A la corbata azul cielo de Luciano le siguió una gerbera del color de los atardeceres sobre el mar, para lucirla en el ojal, a veces una margarita, otras, una rosa o un clavel. Luego un terno marrón claro de raya diplomática desterró al traje de enterrador, que solo se usaría los lunes y miércoles de Juzgado. Y de vez en cuando, un 76


pañuelo de lunares blancos. Angustias reanudó sus estudios de secretaria, y a la hora del café, por el patio de luces ascendían las notas de su vieja Olivetti, sincopadas o veloces, pero siempre musicales. Su vida de casados era cómoda y tranquila, sin sobresaltos ni disgustos. Vivían eternamente en esa etapa donde cada día se descubren y se aprenden, memorizando la geografía mutua y las pequeñas manías y costumbres de la convivencia. Y no, se decía Angustias, la intimidad de dormitorio era mucho más satisfactoria y fascinante que como se la había pintado su madre. De vez en cuando Angustias se acordaba de aquel borrón vacilante y fugaz que le conociera a Luciano. Hace mucho que a su marido lo rodeaba el remolino de colores que le vio en el puerto, y no aquel manchón inestable con calcetines de colores. Ahora ya no desaparecía, y a veces se deformaba estirándose en líneas de colores definidos, bien marcados, y otras veces, giraban muy veloces hasta el punto de tornarse casi blancas. Angustias sospechaba que tenía algo que ver con el estado de ánimo de Luciano, pero no acertaba a explicarse la razón… Y un día, mientras compraba calcetines nuevos para Luciano, la respuesta llegó por sí sola. El suelo comenzó a acercarse y a alejarse, al borde del desmayo, como si tuviera la cabeza llena de burbujitas de champán. Se sujetó con una mano al mostrador, se llevó la otra al pecho, tomó una inhalación brusca y la exhaló con la misma rapidez. La dependienta se la quedó mirando y a punto estaba de preguntarle si sentía mal, cuando Angustias arrambló con los calcetines, verdes, naranjas, violetas y rojos, y los pagó. La compostura le alcanzó hasta llegar a la calle. Allí, con al aire frío acariciándole el rostro, se ajustó bien el bolso al hombro, se enrolló la bolsa de los calcetines en la muñeca y echó a correr como alma que lleva el diablo. Corría, corría sin prestar atención a los coches, sin mirar a la gente que a su vez la miraba a ella, corría como una loca, toda despeinada, con las greñas cardadas al viento, y tan desaforadamente corría, que acabó dejándose una sandalia atrás, cual Cenicienta urbana. Angustias ni caso le hizo y siguió corriendo hasta llegar a su casa. El clac-clac de una sandalia huérfana anunció a Luciano su llegada. —¡Luciano! ¡Luciano! —exclamó ella, desplomándose sin aliento entre sus brazos. 77


—Respira, mujer —le pidió él, sosteniéndola, bastante preocupado—. ¿Qué ocurre? —Luego la apartó un poco, revisando que no estuviera herida (más allá de la sandalia desaparecida), y al comprobar que así era, la abrazó, atrayéndola hacia sí—. Cuéntame, ¿qué pasó? —Era yo —susurró ella contra su pecho—. Yo… Siempre fui yo… —¿El qué, querida? —preguntó él suavemente, ya un poco más tranquilo. —Yo… Yo era el color que te faltaba. —¿Y ahora te das cuenta, tontuela mía? —dijo él. Y ella sintió contra su oído la risa burbujeándole en el pecho—. Yo lo supe desde el segundo día, Angustias —añadió él, antes de alzarle con delicadeza el mentón para besarla. Lo último que vio ella antes de cerrar los ojos y olvidarse del mundo en su boca, fue un arcoíris majestuoso envolviéndolos como una caricia, hermoso y perfecto. A los treinta, a los cuarenta y a los setenta, Angustias seguía riendo, por muchas y variadas razones, viejas y nuevas, pero principalmente porque era feliz, tremendamente feliz, con su canario enamorado.

MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ

España

Blogs: https://www.fanfiction.net/u/6019975/mutemuia https://www.fictionpress.com/u/1031673/mutemuia

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U

n día me fui de paseo a la playa. Cansado del ocio, del paso de las horas tumbado en la cama y los interminables trayectos cuarto-cocina, determiné escaparme para tomar un respiro. Agarré el teléfono móvil, hice una llamada y junté una pequeña tripulación.

Cuatro miembros de un intrépido equipo se congregaron en la puerta de mi casa.

Entre ellos se encontraba Javier, quien nos llevaría en su indomable camioneta gris cuatro por cuatro. Desde temprano todo estuvo dispuesto: comida, bebida, sombrilla, camastros y bloqueador tamaño familiar. Cada uno cargaba su traje de baño, una toalla y chancletas para la cita con el mar. De camino celebramos con la música retumbando en las ventanas del vehículo, recorriendo la carretera sin que nadie se nos atravesara. Llegamos a la playa de Sisal entonando una canción alegre. La quietud nos recibía con los brazos abiertos a la entrada del pueblo. El sol brillaba alto, orgulloso y nos invitaba a acompañarle. Caminamos con nuestras cosas hacia el lugar donde la arena, el viento y el mar convivían, esperando por contemplar el océano perderse en lontananza y conversar sobre las vicisitudes del destino. Seguíamos cantando y ya nuestros paladares se saboreaban las cervezas frías que bailaban de un lado a otro dentro de la hielera. Pero la alegría se esfumó y los cantos cesaron cuando estuvimos en el acceso a la playa. Nuestra mirada se perdió a lo lejos en una capa interminable de objetos multicolor que impedían ver la arena. Más grave aún, el mar desaparecía entre objetos flotantes, borrando el límite entre la playa y el oleaje. Primero nos golpeó la impresión muda, luego, vinieron los bufidos de desaprobación. Marta dio unos pasos al frente, internándose en el paraíso invadido por aquellos materiales extraños. El cúmulo de piezas sepultaron sus pies y un olor desagradable nos alcanzó. ⎯Plásticos ⎯dijo con una mueca, al levantar una envoltura de papas fritas. ⎯Así es, señorita ⎯le contestó una mujer mayor, quien salía de un pequeño restaurante. Apenas una silueta difusa con un rostro aquejado por la reciente tragedia. Sus manos se alzaron hacia los visitantes, cubiertas de pequeños cortes⎯. Llegaron con el mar, no sabemos de dónde, no sabemos por qué. Toda la semana ha sucedido, cada vez hay más. Yo he intentado recogerla, pero mis manos y mi voluntad son frágiles. Ya ensuciaron nuestro pueblo. La gente se fue, los turistas se quejaron. Yo tuve que cerrar. 80


Paralizados por el lamento de la mujer y la visión que confirmaba sus palabras, pensamos en abandonar el lugar. Marta se negó. ⎯Esto hará más daño de lo que parece. Hagamos algo ahora. Nos habló de muchas cosas que sucedían con la basura en la costa. De los animales que morían con bolsas en sus estómagos y de los anillos de paquetes de cerveza enredados en sus cuellos. De cortadas en los pies de turistas incautos. Señaló las manos de la dueña del restaurante, pues era el vivo ejemplo de este hecho. También nos contó de las partículas microscópicas que comíamos junto con la sal de mesa, algo que escapaba a nuestra mirada, pero cuyos efectos podían manifestarse algunos años más adelante. Sus explicaciones nos hicieron espabilar, bajamos la hielera y comenzamos a recoger cada pieza de basura que encontramos a nuestro paso. La señora del restaurante llamó a sus hijos y pronto fuimos diez personas limpiando el sitio. Duramos lo que teníamos pensado pasar echados en la arena, riendo y bebiendo cerveza. En lugar de eso, reflexionamos y fruncimos el ceño cada vez que en una etiqueta se leía la procedencia del objeto de otro país. Aquellos elementos habían viajado miles de kilómetros para depositarse ahí y quién sabe si la persona que los descartó tendría idea de cuál sería el destino final de ese material. Terminamos cuando el sol se despedía de un recorrido más de nuestro lado del mundo. Agotados contamos más de cien bolsas grandes cargadas de basura y cerca de veinte personas que se nos unieron en la jornada de rescate improvisada. Lejos de estar tristes, nos sentimos satisfechos. Pudimos haber huido a una responsabilidad no impuesta, pero elegimos asumirla. La dueña del restaurante nos ofreció pasar a su local. Se organizó una fiesta inesperada, comimos botana con ella y su familia. Para nuestra fortuna, descubrimos que las cervezas de la hielera aún estaban frías. Sentados a la mesa con la noche de fondo, contemplamos la arena y al agua acariciándola. Sin rastro de la basura, como siempre nos gustaría ver la playa. Compartimos las últimas horas del viaje con las personas de Sisal. Entre palabras de agradecimiento y promesas para mantener el sitio como lo dejamos, dimos por terminada nuestra peculiar aventura.

MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA

México

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S

upe desde la primera vez que sucedió, que poner la mente en blanco y guardar silencio, me ayudarían a sobrellevar la denigrante situación. Noche tras noche, cada vez que escuchaba el clac de la llave en la cerradura, mi piel se erizaba y se tensaba. Mi mente, entonces, se subía a mis recuerdos

de una época inalterable y mágica. Allí nadie podía entrar a interrumpirme y destruir lo vivido y lo vívido de mi vuelo. La habitación permanecía oscura y eso me ayudaba a enajenarme. Creo que mis ojos también abandonaban su posición natural, para blanquearse yendo hacia atrás, hacia el revés del frente, al interior del cráneo. Mis oídos comenzaban a zumbar y una música me inundaba y lograba aislarme de cualquier otro sonido que me pudiera lastimar. Bloqueaba mi olfato para no sentir el olor acre de sus transpiraciones de hombres rústicos y ásperos. Escondía las yemas de mis dedos como garras hacia la palma de la mano, para no tocarlos. Todo en ellos me asqueaba. Mi padre me había advertido, que el trabajo parecía demasiado sencillo y con muy grandes ganancias. Sospechoso, en una palabra. No lo escuché y padecí las consecuencias. Lo que les cuento hoy, ocurrió en una cabañita en el bosque. Todas las noches. La manada de los siete, como los llamé, abría la puerta que siempre permanecía con llave y me sometían sexualmente. No supe cuánto tiempo exactamente resistí. Alguno de ellos sucumbió al cansancio y no desperdicié la oportunidad de obtener la llave. Abrí la puerta y escapé. Todos dormían. Corrí, corrí y corrí. Era ahora o nunca. No podía dejar de correr. La policía llegó pronto y verificó mi relato. En aquella cabañita del bosque, dormían seis hombres y en una habitación al costado, cerrada, oscura y hedionda, el séptimo yacía, en un sueño eterno, sobre mi cama.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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L

os rebrotes crecían y crecían... Se expandían y se expandían... Parecía que, en breve, se produciría otro confinamiento debido a la pandemia viral. Maribel y Remigio —un matrimonio rancio, de la antigua usanza, de los que siempre veranean en el mismo lugar, siempre se alojan en el mismo

hotel, siempre comen en el mismo restaurante terraza con vistas al mar y cada uno siempre duerme en el mismo lado de la cama— se sorprendieron cuando llegaron al alojamiento con diez maletas para diez días —como todos los años— y no vieron huésped alguno. En la recepción les dijeron que este verano se había cancelado todo y que no habían cerrado el hotel por ellos porque siempre, durante treinta años, habían sido unos clientes impecables. Pero les dio igual. Al fin y al cabo, no eran en absoluto sociables: aunque, a lo largo de todo este tiempo ya conocían a otros clientes habituales, no se relacionaban con ellos porque los consideraban de una clase inferior a la suya, que tampoco era muy alta, todo hay que decirlo. Esa noche, cenaron rápidamente y se acostaron más rápidamente si cabe. Maribel leyó el último capítulo de una novela de Corín Tellado, antes de apagar la lamparita de noche y Remigio, un versículo del “Evangelio según San Mateo”. Y roncaron hasta la madrugada, cada uno a su estilo. Los ronquidos de Maribel eran pretendidamente sexis porque ella siempre había sido muy avant garde y fashion —antes de que las múltiples patas de gallo y el cuello caído hicieran aparición. Por su parte, Remigio roncaba como Pepepótamo, pero a su mujer ya la tenía más que acostumbrada. Y ambos, roncando al alimón, también habían habituado al personal del hotelito, cuyo turno de noche llevaba años poniéndose tapones de cera para poder trabajar y no caer en una esquizofrenia asesina. A la mañana siguiente, Remigio puso las noticias en el televisor: la pandemia se expandía y expandía. Lo hacía sin parar. Anunciaron que la ciudad en la que el matrimonio vivía había sido confinada y que ningún habitante ya podía salir ni entrar en ella. ⎯¡Ay, Dios mío, que nos quedamos aquí para siempre, con lo caro que es este hotel! —gimió la mujer al estilo de Gloria Swanson en “El crepúsculo de los dioses”. ⎯Pues, les pedimos que nos hagan una rebaja, que para eso somos clientes de toda la vida, nena. —Respondió Remigio con tono de John Wayne. Se ducharon sin jabón por el estrés que les había entrado. Se pusieron lo primero 85


que encontraron y bajaron raudos a desayunar en el restaurante, cogiditos de la mano, como dos hermanitos en su primer día de colegio. No había ningún otro cliente; tan solo ellos. Se compungieron por la profunda soledad del ambiente. Volvieron a la habitación y ese día no salieron de ella. No dejaron de ver las noticias del Coronavirus y les entró un agobio creciente. Él quiso hacerle el amor a ella para relajarse, pero a ella le entró la paranoia de que podía estar infectada. ⎯¿Mujer, has estado con alguien? ⎯No, pero el Covid 19 también se transmite por el aire. De modo que cierra la ventana. ⎯¿Para eso hemos venido a nuestro hotelito-nidito-de-amor-con-vistas? Mejor, nos hubiéramos quedado en nuestro flat de Orcasitas. Y Maribel se acercó a la ventana, contempló por un instante el espléndido paisaje que se contemplaba todos los años a través de la ventana —un paisaje mediterráneo que invitaba a quedarse traspuesto con los pensamientos, con el todo y la nada del Paraíso Terrenal y la cerró de golpe. ⎯Esta noche, necesito cenar sola. ⎯¿Sola? ¿Te has molestado por algo? ⎯Sí porque esto no es vida… Y bajó al buffet y comió cuatro cosas mal comidas por la ansiedad y volvió a subir al dormitorio con mala digestión y allí la esperaba Remigio leyendo otro versículo. ⎯¿Qué te ocurre, Maribel? La mujer no contestó. Sin embargo, le lanzó una mirada profunda y melancólica. ⎯Ya lo sé…Te duele el mundo… ⎯Sí, me duele el mundo. Pienso en todos los mayores muertos, en todos los jóvenes sin conciencia, en todos los padres sin hijos… ⎯¿Padres sin hijos? ⎯Sí, sin hijos porque muchos lo son, pero como si no lo fueran porque sus hijos pasan de ellos. Es una sociedad individualista y harto egocéntrica. ⎯Nunca te he visto tan existencial… ⎯Pues, me está saliendo de dentro todo lo que tenía guardado durante años. 86


Sobre todo, después de la muerte de mi pobre madre, a quien no pude acompañar en sus últimos días y ahora, me vienen todos esos recuerdos y no lo soporto y esto va para largo. ⎯¡Mujer, no te pongas así…! ⎯¡Déjame en paz! No lo puedo evitar. Van a ser unas vacaciones tristes y un futuro triste y una vida que nos queda triste. ⎯¿Y qué quieres hacer? —Saltar por la ventana. Los dos, cogiditos de la mano, mirando fíjamente el paisaje de fondo y recordando nuestros días felices en este lugar para que no nos los pueda quitar nada ni nadie. ⎯¿Cómo? ¿Suicidarnos? ⎯Exactamente. Al fin y al cabo, no tenemos hijos y apenas si nos tratamos con nuestras respectivas familias. ⎯Pero eso es pecado. ⎯Pecado es vivir sin vivir, existir sin motivo. ¡Eso sí que es pecado! Estas palabras hicieron recapacitar a Remigio, quien cerró el Evangelio y se quedó mirando fíjamente al paisaje con lágrimas en los ojos. De repente, el hombre la miró a los ojos, asintió con la cabeza, abrió la ventana, cogió dos sillas. Ambos se subieron a ellas y, sin pensarlo dos veces, se lanzaron al vacío del jardín del hotel con esos pinos mediterráneos de tono verde oliva y ese mar de fondo azul turquesa donde, durante tantos años, hicieron el amor bajo sus cálidas aguas.

IÑAKI FERRERAS

España

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V

ania está sentada en el asiento trasero del vehículo. Las lunas polarizadas están cerradas y el aire acondicionado mantiene agradable la temperatura en el interior. Ha dejado la revista que hojea y se siente incómoda. El hombre a su costado la mira fijamente y su mirada pétrea

es inescrutable. Vania sabe que es analizada y guarda silencio, sin animarse a reclamar o protestar. Adelante, el chofer es un individuo canoso que conoce muy bien el tráfico citadino y siempre toma vías alternas para sortearlo. Se nota que es un conductor seguro y experimentado. La morena que tiene a su lado digita constantemente el teclado del teléfono. Parece que envía información de la ruta porque frecuentemente mira por la ventanilla el nombre de las calles y avenidas principales. Hace dos horas que Vania está a bordo del carro y por momentos siente náuseas. Tantas vueltas por parques, plazas y recovecos la han mareado. Es una urbe conocida y ya no puede precisar si es la misma donde fue secuestrada hace seis horas o ya está en otro sitio. Poco a poco el panorama se va haciendo más conocido. Vania identifica su barrio y a dos cuadras del edificio donde vive, el carro se detiene para que descienda. Baja y escucha que la puerta se cierra detrás de ella. Con absoluta tranquilidad, el vehículo reinicia la marcha y se pierde en el laberinto de asfalto. Vania lo mira y memoriza la placa. Puede ser verídica o falsa, le da lo mismo. Menea la cabeza y las letras y números se le confunden hasta olvidarla. No tiene importancia porque fue una presa tan fácil que se considera un ser humano vulnerable en la jungla donde vive. Los depredadores fueron capaces de cazarla sin que se diera cuenta y devorarla con tal sutileza que hasta pudo experimentar placer enfermizo. Así están las cosas en su país. Vania sube por el ascensor. Abre la puerta de su departamento y recibe el ronroneo desconcertante de su gato. No la espera tan temprano y, en cierta forma, se alegra de verla. Acaricia el lomo del animal y se desparrama en el sillón principal de la sala. Toma aire, exhala varias veces y se ve caminando hacia su oficina. Recuerda que, a punto de ingresar, fue interceptada con mucha amabilidad. La morena que la acompañó en el viaje de regreso la tomó del brazo, besó en la mejilla y sacó del camino habitual. Tomada por sorpresa, Vania no reaccionó y solo sintió la dureza de la boca de la pistola sobre una de las costillas. Caminaron como viejas amigas hasta que el hombre de la mirada ruda le abrió la puerta del mismo coche para sacarla de su zona de confort. En 89


ningún momento recibió insultos, amenazas o indicios de violencia. Con lenguaje claro y breve la obligaron a guardar silencio, a no temer por su vida y a entender que había sido secuestrada. Vania experimenta la tibieza de su mascota sobándose en el pantalón. El contacto la vuelve a la realidad. Se incorpora para ir a la cocina. Prepara una taza de café y regresa para encender un cigarrillo. Vuelve a tomar asiento y resiste la mirada inquisidora del felino. Suspira y retorna en el tiempo. Hace cuatro horas estuvo con una pareja de ancianos encantadores. El carro la llevó por los extramuros y periferia de la ciudad. Durante el trayecto para salir de la zona urbana fue perdiendo el contacto con la realidad citadina. La retina y recuerdos fueron inundados por imágenes surrealistas de una ciudad extemporánea, desconocida y bizarra. Jamás imaginó que el submundo de la desesperanza tuviera nido en sus predios. Llegó a donde nunca supo y fue recibida por dos personas mayores atentas, solícitas y preocupadas por su bienestar. La viejita se interesó por su salud, si todo había ido bien y si no había tenido inconvenientes. El viejo la acomodó en una silla de mimbre y le invitó una gaseosa dietética. Con gestos amables le explicaron sobre su secuestro. Le dieron a entender que pronto la regresarían a su casa y que debía colaborar. Comprendió que sabían perfectamente sus movimientos, relaciones familiares, amicales y laborales. Se asombró con la precisión de los detalles y hasta derramó una lágrima cuando le mencionaron la comida importada que le enviaban a su engreído de cuatro patas desde Miami. Cuando Vania incorporó la situación, se tranquilizó y prometió su ayuda para que la dejaran en paz. Obtuvo tal promesa y la regresaron a su hogar. Vania termina el café y aspira la última pitada del cigarrillo. Apaga la colilla y se levanta para ver el cielo a través del ventanal. La limpieza del vidrio le permite disfrutar los alrededores. El piso quince del gran edificio es inseguro, al igual que los testaferros de sus cuentas bancarias, acciones empresariales y propiedades. El anonimato de su número telefónico privado es roto con el timbrazo del aparato que reposa en la consola de su dormitorio. Su privacidad paga dinero extra por no figurar en las guías blanca y amarilla. Al otro lado del hilo, la voz dulce de la anciana pregunta si llegó bien, si la trataron como reina. Vania agradece la preocupación y reitera su promesa. Se despiden enviándose besitos afectuosos. 90


Vania sabe que es una víctima de la delincuencia convencional. Nuevo estilo, nuevos métodos, pero el fin sigue siendo el mismo. En tres semanas se llevará a cabo la premiación de su novela ganadora y el premio económico cambiará de manos en menos de un día. Lloriquea despacio, enjuga las lágrimas y solo queda esperar el tiempo pactado.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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E

n la sala de profesores circulaban varios rumores sobre mí. El pasado día Santi me había visto caminar con una maleta de ruedas en el Paseo de Gracia y, cuando me saludó, le respondí con maneras desagradables. En honor a la verdad, se lo merecía. Él era como la prensa rosa, siempre

pendiente de asuntos ajenos; pero, a pesar de sus críticas y burlas a los demás, a los treinta y siete años ya le habían despedido de tres empleos y el alcoholismo le había robado tanto dinero, que aún residía con sus padres —no se podía permitir comprar una vivienda, ni siquiera alquilar un diminuto piso. Era patético. Descargué mi bolso de mensajero y lo dejé reposar encima de la mesa, con la impresión de que todos mis compañeros de trabajo me estaban observando de reojo e intercambiando comentarios a susurros. ¿Por qué Santi me había visto con una maleta? ¿Era yo como Santi, alguien incapaz de ahorrar suficiente dinero como para sobrevivir, y por eso me había visto obligado a mudarme? ¿Qué escondía? Intentando fingir serenidad con mis movimientos y mi expresión facial, me dirigí al aula en la cual había de dar la primera lección de la mañana. Mi nueva casa era una habitación de un hotel de tres estrellas, en el centro de Barcelona, cuyo precio era más que razonable, y que cada tarde hallaba limpio y ordenado. Ofrecía unas vistas asombrosas de los edificios más icónicos de la ciudad y del movimiento de los coches y de los peatones. A veces disfrutaba del atardecer, de distinguir los primeros rincones en los que se encendían las luces y de despedirme del anaranjado sol antes de que este se escondiera detrás del horizonte. Eso sí, solía tumbarme en la cama y entretenerme con cualquier cosa que ofreciera la televisión. De vez en cuando, leía una novela. Fue precisamente en una de esas noches cuando ocurrió el extraño incidente por primera vez. Antes, durante la tarde, había permanecido dentro del colegio porque se había convocado una reunión de evaluación, una verdadera agonía que ponía a prueba mi paciencia y en la cual había descubierto cómo de largo se podía hacer un minuto, o hasta un segundo. Apenas escuchaba a los otros profesores y a la directora. Mi mirada incómoda alternaba entre observar el reloj clavado en la pared, un cúmulo de polvo que se había acumulado en el suelo y mi reloj de mano. Si bien prescindíamos de mantener diálogos detallados sobre la mayoría de los estudiantes, aquellos que tenían un rendimiento académico nefasto requerían de más de media hora para reflexionar sobre 93


cuáles iban a ser sus cualificaciones, y si iban a repetir de curso. Exhausto y bostezando como un perro porque el aburrimiento aún me estaba repercutiendo, cené temprano en mi restaurante favorito, junto a unos turistas provenientes del norte de Europa. Durante todo el camino en dirección a mi cuarto, temí toparme con Santi otra vez; él era capaz de haberme seguido para fingir que nos habíamos encontrado accidentalmente y así me podría interrogar sobre mi vida. Por este motivo, cuando llegué al portal del hotel, miré de izquierda a derecha antes de penetrar en la entrada, que estaba a rebosar de personas, algunas delante de recepción, otras conversando en el bar con una copa en la mano, otras esperando de pie o acomodadas en una butaca. Tras estar unos segundos inmerso en aquel caótico ambiente, comenzó a dolerme la cabeza, de repente tenía fiebre. Santi podría estar esperándome en el interior del edificio, pensé. Ascendí por las escaleras de dos en dos —dentro de los ascensores había demasiada gente para mi gusto y tardaban demasiado en bajar a la primera planta— y alcancé el pasillo del quinto piso, donde se hallaba mi habitación. No pensaba en nada más que llegar a la puerta y cerrarla detrás de mí, solo en ese instante estaría a salvo; de hecho, colisioné con una mujer y por mi culpa se le cayó el vaso de café al suelo, y ni siquiera me disculpé. No me arrepentí por mi mala educación, pues mi alivio fue inmenso en el momento que me dejé caer encima de la cama y extendí mis brazos y piernas. Sería un milagro —para mal— si Santi hubiera logrado entrar en mi habitación y esperarme dentro del armario en el cual guardaba mi ropa, o se escondiera en una esquina. Agarré el mando de control y encendí la televisión. Entonces comencé a sentirme mal por la chica del café, me la imaginé mirándome incrédula, quizá soltando un insulto en voz baja mientras recogía su vaso. Me pregunté si aún estaría ahí. Negué con la cabeza, y comencé a ver un concurso de cultura general; solo me di cuenta de que había anochecido cuando los anuncios lo interrumpieron. Oí una voz grave de una mujer y otra de un niño que surgían de las paredes. Podía comprender cada palabra que articulaban porque ambos casi estaban gritando. Pero yo no era como Santi, no me interesaban en absoluto las conversaciones sobre temas cotidianos que ellos mantenían. Diez minutos después de que se dijeran buenas noches, desde el muro opuesto, comenzó a sonar una canción. La conocía y, aunque no la terminaba de recordar, estaba convencido de que la había escuchado por primera vez 94


en un momento importante. Apagué la televisión. Cerré los ojos para concentrarme y vi momentáneamente unas flores cayendo del cielo. Tenía la respuesta a aquella duda en la punta de la lengua y sin embargo no la hallaba, a pesar de todos mis esfuerzos. Sentía irritación en el pecho y en la cabeza. Me resultaba extraño, también, que mujer-y-el-niño que estaban en el cuarto del lado, o ningún otro huésped, no hubieran llamado a aquella habitación para pedir silencio. Por mi parte, no me molesté en hacer dicha cosa; si alguien escuchaba música a aquel volumen en plena noche, no debía tener una personalidad demasiado estable, y yo siempre prefería evitar confrontaciones. Introduje unos tapones de cera en mis oídos. No me importaba seguir oyendo la canción a un volumen más bajo; de todas maneras, era de aquellas personas afortunadas de tener un sueño profundo. El siguiente día pensé que el asunto había carecido de importancia. No obstante, la secuencia de hechos de la primera noche se repitió en la segunda, como una profecía. Primero, la mujer-y-el-niño intercambiaron unas palabras y se fueron a dormir a la misma hora que el día anterior; después sonó la canción. De nuevo, cometí el error de querer averiguar dónde la había oído y de cerrar los ojos y ver el rostro de una mujer, con la que había convivido durante muchos años —no estaba seguro quién era, pues no podía distinguir los rasgos de su rostro, pero la conocía. Sentía el mismo picor, esta vez extendido por todas las regiones de mi piel resbaladiza como el hielo por el sudor, que no se iba por mucho que lo intentara aliviar. Esperé en la cama con mis brazos cruzados, antes de no poder resistir la tentación de levantarme, calzarme con las zapatillas y salir de mi cuarto. En el pasillo, el ruido era tan fuerte, que me abrumaba y me presionaba el pecho. Tosí y, tras aclararme la garganta, llamé a la puerta, que tenía un rótulo con el número 317, primero con suavidad, luego con contundencia, y terminé golpeando la madera a puñetazos. Hola, exclamé, hola, escuchad. No hubo respuesta. Los huéspedes tendrían la música demasiado alta como para oírme; así pues, resignado, regresé a mi cuarto, asumiendo que iba a sufrir una noche en blanco. El día era sábado, por lo cual era libre de trabajo. Felicidad agridulce. Mientras me cepillaba los dientes, decidí no atender a la llamada de mi madre. Las conversaciones con ella eran repetitivas, predecibles; siempre me preguntaba si era feliz en el hotel y si tenía la intención de encontrar una mujer con la que contraer mi segundo matrimonio, 95


aunque ella lo entendía si en aquellos momentos no tenía ganas de iniciar un romance después de todo aquello —siempre hablaba con palabras ambiguas, “eso”, “aquello”. Extraje las redacciones que mis alumnos me habían entregado el jueves pasado de la carpeta y me dispuse a corregirlas en mi pequeño escritorio. Pero hacer aquello requería de una inmensa concentración; teniendo los inquietantes incidentes de las anteriores noches incrustados en mi mente, ¿podía trabajar? Me alejé del escenario dónde todo había sucedido. Descendí hacia la entrada del hotel, sintiéndome como un loro liberado de su jaula, y me dirigí a recepción. Como siempre, había una hilera de personas esperando, y además la mayoría de ellas tenían alguna reclamación y discutían con las dos secretarias —pobres—, sin tener presente que estaban malgastando el tiempo de los demás. Joder, pensé, si pudiera decir a todos que solo necesito hacer una pregunta muy corta. Pero la gente que había delante de mí parecía tan indignada, y tampoco tenía prisa, no había planeado nada para el resto del día, no había organizado ningún encuentro con ningún amigo o amiga. Solo había de evaluar los trabajos de mis estudiantes. Por ello, esperar tampoco se me hizo demasiado pesado. Mirar el aspecto y costumbres de las personas que me rodeaban era bastante entretenido, y también consultaba mi teléfono móvil de vez en cuando, a pesar de que jamás recibía ningún mensaje de texto. Tres cuartos de hora después, me atendió una muchacha joven, de expresión inocente y asustada por su cabeza redonda y mejillas rosadas. —Hola —dije—. ¿Me podría decir quién ocupa la habitación 317? La secretaria suspiró. Temí haber sido demasiado directo con mi pregunta. —Lo siento —dijo—, pero, por nuestras garantías de privacidad al cliente, no podemos revelar la información que usted me pide. ¿Le puedo ayudar en algo más? —No, gracias —dije, decepcionado, dirigiendo mi mirada hacia el fondo, donde estaban los llaveros. A pesar de que no pude observarlos con atención, pues el señor que estaba detrás de mí insistió que le dejara pasar, me pareció advertir que las llaves de la habitación 317 estaban aún ahí, listas para coger. A veces tengo mala vista, me dije, tumbado en la cama aquella noche, debe ser una equivocación, sé que miré mal, entre toda la multitud no he podido comprobar que de hecho he cometido un error, y, si tuviera razón, nada tendría lógica, me estaría volviendo loco. A lo largo del día paseé por las calles sin rumbo ni destino, confrontándome con mis pensamientos. Regresé a mi habitación aterrorizado del 96


prospecto de que los sucesos se volvieran a repetir. Esperé a que la mujer-y-el-niño se desearan buenas noches, y, tal y como había temido, la canción volvió a sonar. Esta vez no solo sentí picor, sino ganas de vomitar. Corrí hacia el baño y apunté mi boca hacia el interior del retrete y expulsé un chorro de líquido maloliente, de un color amarillo verdoso. Lloré. Vomité de nuevo. Grité basta, basta, basta, y me dejé arrastrar por el suelo como si estuviera poseído por un fantasma, y volví a ver aquella mujer, a mi tristeza agarrando la mano de otro hombre. Basta y basta y basta, silencio. Comprensiblemente enfurecido, la voz de un huésped se preguntó qué carajos eran aquellos gritos en aquellas horas de la noche, y llamó a la puerta de mi habitación.

WILLIAM DOVE ESTRELLA

España

Blog: https://puzzlenarrativo.video.blog/

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E

l viejo, con sus manos huesudas y agrietadas por muchos años de trabajo, se había acercado al fuego y se calentaba contemplando silenciosamente los leños crepitantes al ser devorados por las llamas. Solo el sonido de la lluvia y el viento interrumpía el silencio aquella

noche de finales de marzo. De tanto en tanto el viejo tomaba el atizador y acercaba al fuego alguna brasa que se había desprendido quedando más alejada. La mujer limpió el mesón y se quedó en silencio, disfrutando del único gusto que podía darse luego de una jornada de trabajo en el bar, un cigarrillo que tenía guardado en el bolsillo del delantal. Aquel barcito era el único negocio por aquellos caminos perdidos de la cordillera. Lugar de parada obligada para aquellos que pasaban por allí, tanto para comer algo como para cargar combustible. Y también era el punto de encuentro de los escasos parroquianos que cada noche iban apareciendo cual gnomos venidos de vaya uno a saber dónde. Pero esta noche era distinta. La lluvia persistente y fría, el viento igualmente helado y el otoño anticipando la dureza del próximo invierno, todo ello había traído como resultado que fuéramos solamente tres personas silenciosas y expectantes esa noche de comienzos de otoño. ⎯Lorenzo, cuéntese una de sus historias ⎯dijo repentinamente la mujer, desde su sitial del otro lado de la barra. ⎯¿Quiere que espante al único cliente? ⎯dijo un tanto divertido el viejo, a la vez que lo asaltaba un ataque de tos, producto seguramente de muchos años de cigarrillos y de pocos cuidados. ⎯Me encantaría escuchar una historia ⎯dije. Después de todo no había muchas opciones. Era eso o irme a la cama que la mujer me había improvisado en un depósito del fondo. ••• ⎯Tendría como unos veinte años cuando conseguí trabajo como leñador en estos bosques ⎯dijo el viejo señalando las montañas que nos rodeaban.⎯ En aquellos tiempos todo se hacía con hacha, serrucho y corvina. El trabajo consistía en talar pinos y desmontar unas cuantas hectáreas. Y la paga era en parte en plata y otra en madera, 99


algo nada despreciable ya que la madera nos servía tanto para hacer tablas como para leña. La mujer le acercó un trago, que el viejo le agradeció. ⎯Como les digo, era apenas un muchacho y ahí me tocó ir a la montaña, a ganarme el pan. El viejo tomó un sorbo de caña, tosió un poco y prosiguió con su relato. ⎯Antes de adentrarme en el monte pasé por una posta, un viejo almacén de ramos generales, donde compré algo de pan y carne seca; quién sabe cuántos días tendría que estar por allá arriba en las montañas antes de que pudiera volver a comprar algo. Fue entonces cuando la mujer del dueño de aquel lugar, al enterarse hacia dónde me dirigía, me hizo una advertencia: “Tené cuidado con el hachero; no le gusta que se metan con sus cosas”. Iba a preguntarle a quién se refería, cuando salió su marido y de un reto la mandó para adentro. “Andá nomás, pibe ⎯me dijo⎯ que las mujeres no saben nada del monte… escuchan un ruido raro y ya les ataca el pánico…”. Y así emprendí de nuevo mi camino hacia la montaña, sin saber muy bien cómo interpretar aquellas palabras. Supe que había llegado a destino cuando en un claro, entre inmensos pinos, encontré una vieja cabaña de tablas. Por las telarañas y la tierra acumulada era evidente que el último leñador hacía mucho que había pasado por allí. Toda aquella tarde la dediqué a acomodar lo mejor que pude aquel lugar. Un viejo camastro con un colchón bastante húmedo era lo único que había donde poder acostarme. Una mesa, un par de sillas y unos estantes era todo lo demás. Y afuera, en un círculo de rocas ennegrecidas por el lado interno, aún quedaban restos de carbones del último fuego. El viejo tomó otro trago. Ahora la mujer y yo nos habíamos arrimado un poco más, no sé si por el frío de la noche que avanzaba o bien por esa instintiva sensación de temor que nos hace buscar la compañía de nuestros pares. ⎯Para cuando cayó la noche, me había acomodado lo mejor posible. Había encendido un buen fuego y vigilaba de tanto en tanto que ningún animal salvaje se allegara por allí. El canto de los búhos y el silbido de los murciélagos interrumpían la quietud de la noche. Y a lo lejos, el croar de las ranas me hacía temer que lloviera durante 100


esa noche. Ya era muy tarde cuando decidí acostarme. El sueño, tras una larga caminata de todo el día hasta aquel lugar, me invadía y hacía que se me cerraran los ojos sin darme cuenta. Fue así como, dejando cubiertas con ceniza unas cuantas brasas, decidí que ya era hora de dormir. Me envolví lo mejor que pude en mi abrigo para evitar la humedad del camastro y al poco rato ya estaba profundamente dormido. No sé cuánto rato habrá pasado, pero repentinamente me desperté con la extraña sensación de no estar solo en aquella cabaña. No sabría cómo explicarlo; era como si algo o alguien, una presencia en aquel lugar, desde algún sitio cercano me estuviera observando. Me quedé inmóvil, procurando contener hasta la respiración. Poco a poco mi vista se fue acostumbrando a la oscuridad y pude ir distinguiendo las sombras difuminadas de los escasos enseres de la cabaña. Era evidente que allí yo estaba solo. De algún lado la mujer sacó otro cigarro y lo encendió sin perder tiempo. ⎯ Siga, Lorenzo, siga ⎯le dijo, compenetrada con el relato del viejo. ⎯Ya estaba empezando a acalambrarme cuando repentinamente una ráfaga de viento abrió de un golpe la rústica puerta de la cabaña y, asustado por el mismo golpe, di un salto y salí corriendo, como alma que persigue el diablo. Esa noche terminé refugiándome en el monte hasta que poco a poco empezó a clarear la mañana. Otro trago. Otro silencio junto al fuego. ⎯Todo anduvo bien un par de días, no sé… digamos como una semana. Todo el día me dedicaba a talar pinos y limpiarlos de las ramas. Y por la noche caía rendido en el sucio camastro, completamente agotado. Casi no hacía fuego, salvo para calentar agua o para cocinar algún pescado que sacaba de una laguna; pero fuera de esto, lo cierto es que procuraba pasar el menor tiempo posible en aquella vieja cabaña. Hasta que una noche se descargó un aguacero. Y fue imposible hacer fuego. Así que por el mismo frío que sentía me vi obligado a meterme en la cabaña bastante más temprano que de costumbre. El viento fustigaba los pinos, provocando sonidos como aullidos desesperados. Y la lluvia que no cesaba. Tal fue la tormenta que no les miento si les digo que pensé que la cabaña se vendría abajo en cualquier momento. 101


Pero de un momento a otro, la tormenta cesó y todo quedó en una inquietante calma. Podía oír incluso el sonido de las gotas cayendo regularmente desde el alero sobre los charcos del patio. Y así fue como, con el frío de la noche y el sonido rítmico y acompasado de las últimas gotas de lluvia cayendo desde los árboles, sobre el techo cada vez que soplaba una brisa, finalmente me dormí. Silencio. ⎯Repentinamente lo sentí. Estaba allí. En algún lugar, avanzando desde los pies de la cama. Podía sentir el sudor cubriendo mi frente, pero no iba a moverme. Estaba petrificado. No podía verlo. Pero allí estaba, lo juro ⎯dijo el viejo, haciendo repetidas veces la señal de la cruz sobre los labios. Y entonces comencé a sentir que subía sobre el camastro. Podía sentir sus manos, apoyándose a cada lado de mi cuerpo y avanzando de rodillas hacía mí. ⎯Ay, Lorenzo, por Dios…que terror ⎯la mujer ahora estrujaba el cigarrillo en lugar de fumarlo. ⎯Así fue, tal cual les cuento ⎯continuó el viejo⎯ Esa cosa, hombre, mujer o bestia, no sé, era pesado, caliente, viscoso… podía sentir su aliento, como agitado que me llegaba a la cara. La oscuridad de la noche sin estrellas me hacía imposible poder adivinar su figura; pero era real que allí estaba, apoyándose pesadamente sobre mí. En un momento se detuvo y pude alcanzar a distinguir que alzaba algo a mi costado, como si quisiera golpearme con algún elemento pesado. Fue entonces cuando, creo que impulsado por la misma desesperación, me incorporé de un salto y corrí desesperado, abalanzándome contra la pequeña ventana que daba al frente. Las tablas se quebraron y más que veloz, ahí estaba yo, corriendo por el monte sin saber bien de qué o de quién estaba huyendo o siquiera si me perseguía. Corrí hasta que sentí que las piernas se me acalambraban y el aliento se me cortaba en la garganta. Recién entonces me detuve. Nada ni nadie perturbaba el silencio nocturno. Ya la tormenta había pasado y ahora todo era más frío, más pantanoso y acechante. Al cabo de un rato, el horizonte comenzó a tomar un color amarillento que fue aclarándose hasta que finalmente amaneció. La noche había pasado y con ella todos sus terrores. El fuego se había ido convirtiendo en brasas y allí estábamos los tres, en silencio. La mujer y yo sin saber muy bien que decir y hasta casi con temor de interrumpir el 102


clima que se había generado. ⎯Al otro día volví a la cabaña ⎯dijo repentinamente el viejo. Tenía que buscar mis herramientas y mi ropa. Y dejar señalado aquel lugar para que luego el capataz mandara a sus hombres a buscar los troncos talados. Todo lucía tan desolado y tranquilo como esa tarde cuando había llegado, una semana antes. Antes de entrar a la cabaña, di un par de vueltas alrededor, por las dudas. Pero no. Allí no había nadie. Así, mínimamente asegurado, me decidí a entrar. Y allí estaba. La única evidencia de lo ocurrido la noche anterior, lo único que podía probarme que todo aquello no había sido un delirio o una pesadilla: mi hacha clavada en medio del camastro. La mujer estaba pálida. Me miró, como buscando una explicación o mínimamente un aliado en su temor, pero lo único que pude hacer fue sonreírle débilmente. El viejo hizo silencio y se quedó mirando el fuego escaso a través del cristal opaco del vaso. ⎯Arranqué el hacha y me fui. Caminé toda la tarde y al caer el sol llegué al boliche, al pie de la montaña ⎯contó, prosiguiendo su relato. ⎯Tarde para andar por acá…si pensás volver a subir… ⎯me dijo el dueño del negocio. ⎯No vuelvo más ⎯dije un tanto molesto. Y como no me gusta dar explicaciones, menos a gente que no conozco, compré un par de cosas y me fui. Pero alcancé a oír a su mujer que le decía: ‘¿Ves? Él también lo vio. Pero vos no me crees. ¡El muchacho lo vio!’ y al hombre que de un reto la mandaba para adentro, haciéndola callar. El viejo se quedó junto al fuego en silencio y a los pocos minutos me retiré a descansar, antes que la mujer quisiera profundizar en detalles de la historia. Tardé aquella noche en dormirme. Me parecía oír pasos ante mi puerta y en mi mente rondaban las alucinaciones del viejo alcohólico, tan veraces como mi inquietud. Vaya uno a saber. Por las dudas atranqué la puerta y puse mi navaja bajo la almohada. Uno nunca sabe qué sorpresas puede traer la oscuridad de la noche.

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CARLOS LUIS DI PRATO

Argentina

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L

a vi frente al espejo. No tenía recuerdos recientes de haberme lastimado, ni haber tenido algún tipo de accidente de pibe. Estaba ahí, muy cerca del esternón. Parecía una puñalada que hubiese recibido hacía mucho tiempo, porque se veía cicatrizada.

Hice memoria para ver si me acordaba de algún raspón o apretujón que hubiese

tenido en esa zona, pero nada venía a mi mente. Acababa de ducharme, como todas las mañanas, después de hacer mi clase de crossfit. Creí que podría ser una imperfección del espejo y que, con el vapor de las duchas, producía sobre el reflejo de mi cuerpo ese efecto. Pero la toqué y pude notar que era rugosa, profunda, una verdadera herida. Caí en la cuenta de que en un día como ése, precisamente diez años antes, me había separado de Margaret. Digo “me había separado” porque a ella jamás le había pasado por la cabeza esa opción, que yo tomé con tanta valentía. Para Margaret todo andaba bien, para mí nada andaba. Estábamos naufragando en el mar del aburrimiento y como no teníamos hijos, ni tampoco teníamos bienes en común, un día tomé coraje y le dije: —¡Hasta acá llegamos! Que cada uno siga su camino antes de que nos empecemos a hacer daño. Y ella, con su solerito blanco que tanto me gustaba, se quedó mirándome con los ojos brillantes, más brillantes que nunca. Como un pollito mojado, solo me abrazó y me dijo al oído un casi imperceptible: —¡Gracias! Jamás pude entender ese “gracias”, pero tampoco me importaba entenderlo ya que la decisión había sido mía y a partir de ese instante por fin iba a ser un hombre libre, sin necesidad de rendirle cuentas a nadie. De inmediato empecé a ir al gimnasio y a comprarme ropa moderna. Quería ponerme en forma para salir a las pistas. Poco tiempo después empecé a ver los resultados. Comencé a salir con mujeres de todas las edades, casadas, solteras, divorciadas. Al principio no hacía distinción, pero pronto me puse más exquisito y selectivo. Las casadas eran unas rompepelotas ya que querían encontrar en mí lo que no encontraban en sus cornudos maridos, y eso —obvio— era imposible. Las divorciadas venían con unos mambos impresionantes y yo, que solo buscaba sexo y diversión, terminaba 106


brindando sesiones de psicología gratuitas, sin diván y sin título habilitante. Las solteras y mucho más jóvenes que yo eran las que más me gustaban, eran las más atractivas y como valor agregado no querían compromiso alguno. La onda era pasar el rato, sin ningún tipo de obligaciones ni reclamos. No querían tener hijos, ni formar una familia, ni todas esas boludeces que a decir verdad yo tampoco estaba preparado para afrontar. Seguí acariciando la cicatriz tratando de entender cuándo me podía haber lastimado, si había sido con una pesa o quizá con alguna máquina de hacer ejercicios, pero no recordaba haberme hecho nada. Esa mañana me había levantado con un gusto extraño en el paladar, como si hubiera comido melón o alguna fruta parecida. Tenía ese sabor en la boca a pesar de haberme limpiado bien los dientes. Yo soy un obsesivo con la higiene bucal. Me vestí y me fui muy rápido hacia la oficina, tenía muchas reuniones de negocio agendadas y varios problemas graves por resolver. La palabra “gracias” retumbaba en mi cabeza mientras manejaba mi convertible y no podía entender porque estaba reviviendo ese recuerdo. Esta vez sí me importaba, y quería entender qué me había querido decir Margaret con eso, si me estaba agradeciendo los años que habíamos vivido juntos o si, en cambio, me agradecía que yo hubiese tomado la iniciativa, borrándome de su vida. O si solo me decía gracias como quien echa una maldición y no encuentra otra palabra para que tome vida un hechizo mágico. El gusto a fruta se estaba intensificando, pero ahora empezaba a mostrar notas de algo en estado de putrefacción. Me toqué sobre la camisa, donde tenía la reciente cicatriz, y pude notar, esta vez, que también me estaba empezando a doler. Llegué a la oficina y fui al baño a enjuagarme la boca, pero no logré quitarme ese horrible sabor. Le pedí un café a mi secretaria para matar el gusto y lo único que conseguí fue una repugnante sensación que me obligó a abandonar la primera reunión para poder ir a toda velocidad a vomitar al baño. Los “gracias” se multiplicaban por miles en mi cabeza, sin permitirme concentrarme en mis tareas, y el dolor de la cicatriz se acrecentaba. Estaba latiendo. Parecía que iba a estallar en cualquier momento. Llegué al mediodía como pude, y sabía que tenía por delante una agitada tarde pero no me importó. Fui directo a la cochera. Una enorme tristeza había invadido mi alma. Quería, necesitaba con urgencia, encontrarme con Margaret. Parecía un mandato 107


del demonio que me obligaba a ir a visitarla para descifrar el significado oculto de aquel “gracias”, o simplemente verla y terminar como correspondía esa etapa de mi vida que yo creía saldada. Llegué a su departamento y toqué el timbre. La cerradura de la puerta empezó a vibrar sin que nadie preguntara quién era por el portero eléctrico. Abrí con miedo y subí los tres pisos que llevaban a su departamento por la escalera. Necesitaba tomarme tiempo, tenía pánico de lo que me pudiese encontrar. El pasillo estaba oscuro. No me quedó otra alternativa que golpear la puerta. Se abrió despacio. Margaret apareció con el solerito blanco que tanto me gustaba. Parecía que todo se había congelado en el tiempo, que todos estos años se habían convertido en unos pocos segundos y yo volvía a retractarme de aquella decisión. Ella estaba igual. Solo algunas pequeñas arrugas endurecían su angelical rostro. Esta vez sus ojos no estaban brillantes sino enrojecidos, como si hubiese estado llorando. —¡Que sorpresa! —fueron sus primeras palabras, y me hizo pasar al living. —Quería verte —mentí, como tantas otras veces. —Sentate, te estaba esperando —me invitó, mientras se acomodaba en la silla, del otro lado de la mesa de vidrio. Sobre esta había una frutera de cerámica que rebosaba de frutas exóticas. El perfume que emanaban era parecido al gusto que se había impregnado en mi boca desde la mañana. Ella se cruzó de brazos y pude ver sobre su pecho izquierdo una cicatriz idéntica a la mía. —¿Qué te hiciste? —le pregunté, señalando la marca que parecía un cuchillazo. —¿Qué me hiciste? —me respondió. —¡Nada Margaret! ¡Nada! Solo nos separamos y vos me agradeciste, ¿o no? —le respondí confundido. Ella se levantó y fue a la cocina. A su vuelta me sobresalté: traía en la mano una cuchilla enorme. El filo se reflejaba en la mesa de vidrio como un espectro. —Vos me dijiste que cada uno siguiera su camino antes de que nos empezáramos a hacernos daño —me recordó, en el mismo momento que tomaba una lúcuma y le clavaba la cuchilla con toda su fuerza. 108


El jugo de la fruta empezó a chorrear por el piso, y sentí que mi camisa se estaba humedeciendo. El dolor de la cicatriz era mucho más agudo. Estaba aterrorizado. Me levanté como pude, con la intención de escaparme. Pensé en salir corriendo por las escaleras y atravesar el vidrio de la puerta de entrada, que seguramente estaba con llave. Entendí que era una mejor idea si me arrojaba por el balcón, cayera donde cayera. Tenía que huir. Sabía que estaba en peligro. En eso, la dulce voz de Margaret se transformó en la voz de un ser reencarnado, venido del más allá, que recitaba palabras en un idioma irreconocible. Un aroma fétido inundó el ambiente y un vapor espeso comenzó a brotar de las paredes y el techo. Había sido invitado a un aquelarre en contra de mi voluntad, y debía escapar. Sobre la mesa pude ver cómo Margaret escribía la palabra “gracias” con el dedo. Escribía en rojo y advertí que mi camisa estaba ensangrentada. —¡Gracias, el daño ya está hecho! —exclamó Margaret, mientras saboreaba el néctar de la fruta que chorreaba por su boca.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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H

e vivido, sin grandes problemas ni sobresaltos, la mayor parte de mi vida adulta en soledad. Es cierto que habito en una casa grande, enorme dirán otros, que podría albergar a una familia numerosa, si así me lo propusiera. Pero, salvo contadas visitas ocasionales para

subsanar naturales apetencias, esa soledad, de la cual no me arrepiento, continuó siendo mi predilección. Somos seres gregarios, lo sé, pero a veces debemos ser nosotros mismos, cosa que se logra en soledad. Y fui yo mismo por mucho tiempo. Pero, como sucede siempre que la paz y algo que podría llamarse felicidad, nos rodea, las condiciones cambiaron de modo un tanto inesperado. Siendo feliz como lo era, y encontrándome en paz conmigo mismo como lo estaba, difícil resulta argumentar que ese cambio haya sido, en modo alguno, para mejor. Más bien, y como no podía ser de otro modo, fue lo contrario. Un leve crujir en las maderas del suelo, en el piso inferir de la casa mientras me encontraba ocupado en mis quehaceres, fue la primera señal. Golpes sordos, apagados, como cosas que caían sobre las viejas y gastadas alfombras de las habitaciones, le siguieron a los pocos días. Restos de comida donde antes no había nada y olores rancios y nauseabundos que cambiaban el aire siempre húmedo de la casa, se sumaron más tarde. Detalles que dejaron de ser aislados convirtiéndose en algo habitual e interrumpiendo mi existencia. El miedo que me producía encontrarme con estos cambios me llevó a dejar de vagar libremente por la casa; dudaba de cuanto veía y escuchaba. Permanecía durante horas en un mismo rincón asegurándome que todo permanecía en silencio y en la más perfecta quietud, antes de ir de un extremo al otro. Limitaba mis paseos por la casa previendo cualquier situación problemática que prefería evitar. Imposible negar que mi vida estaba cambiando. Los ruidos, los roces sobre el yeso de las paredes, pasos pequeños, cortos pero rápidos en las habitaciones que esperaba encontrar vacías, lograban hacer que mis nervios se estuvieran siempre a flor de piel. De aquella tranquilidad a la que me encontraba habituado apenas quedaba el recuerdo; continuar viviendo en semejante situación se volvía intolerable. Me sentía cada día más rodeado, más cercado por los ruidos, por las presencias que se intuían pero nunca se dejaban ver. Sabía que allí estaban, se hacían notar, durante el día y, para peor, también durante la noche. 111


Tuve que hacerme a la idea de que había perdido mi hogar. Algo que había sabido desde el primer día, desde el primer crujir de las maderas; pero me negaba a aceptarlo, como cualquiera se negaría a aceptar una derrota sin haber presentado antes batalla. Sabía que cualquier cosa que intentara sería por demás inútil; la casa estaba infectada, desde los sótanos hasta la buhardilla en la que tanto me gustaba contemplar el atardecer. La casa había dejado de pertenecerme, debía irme, alejarme y buscar otro lugar donde pasar mis últimos años. Cualquiera confirmaría que en estos casos lo mejor es poner la mayor distancia posible entre alguien tan pequeño y solitario como yo y esa plaga tan terrible que ocupaba mi antiguo hogar. Aunque me dolía desde lo más profundo de mi ser, nada podía hacerse frente a una invasión semejante de humanos.

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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C

omo cada noche en este maldito pueblo, ellos volvieron a salir. ¡Maldigo el día en que vine a este lugar! Un asentamiento metido en las montañas que rodean el largo del país. Pequeño, muy pequeño. Con suerte si hay algún lugar donde pasar la

noche; con suerte si hay una escuela; con suerte si hay un banco. Pero el cementerio. El cementerio siempre estuvo aquí, y cada día es más grande pero más vacío. ¿Alguna vez se preguntaron dónde van los muertos realmente? Yo suelo hacerme esa pregunta desde que supe de ellos. No tardé mucho en conocerlos. Todas las noches me poso aquí a observar porque no puedo hacer mucho en este húmedo y lúgubre paisaje. Siempre en la misma rama que me da una buena visión para el intolerable ritual. ¿Podría mirar a otro lado, o simplemente escapar de este valle azotado por la muerte? No. Tengo una condición, alguna limitación física que me impide hacerlo. Es decir, si podría mirar hacia otro lado, pero saber que ellos están a mis espaldas me genera una extraña sensación: mis extremidades se enfrían, mis ojos se abren y me cuesta cerrarlos, no puedo abrir mi boca, y el extremo de mi nariz comienza a temblar. Lo intenté varias veces, y siempre pasa lo mismo. La primera vez que los vi, estaba en esta misma rama caída. Escuchaba las voces de pocas almas que se alejaban del pueblo. Me llamaban, me invitaban a su éxodo. Hubiera deseado tener las condiciones necesarias para poder acompañarlos en ese lejano atardecer. El viento soplaba fuerte y arrastraba todo lo que estuviera desparramado por el vacío cementerio. Recuerdo que hasta comida de una calidad considerable se posó frente a mí. Con el viento venía una neblina espesa, pesada y cegadora. Cualquiera habría quedado totalmente ciego durante unos minutos, pero, así como tengo limitaciones, también tengo algunas virtudes (que hoy por hoy me pregunto mil veces si es realmente una virtud): tengo una buena vista. Puedo ver con claridad desde muy lejos y mis ojos resisten la fuerza del viento y de la lluvia. Fue así como una noche, mientras intentaba limpiarme la tierra que el viento hacia chocar contra mis frágiles huesos escuche una aterradora sinfonía de gemidos sufridos, de sollozos, de ruegos y de lamentos. En lo profundo de esa neblina pesada, muchos espeluznantes ojos rojos caminaban en una marcha fúnebre: al mismo tiempo, 114


al mismo ritmo. Lentamente se acercaron a una tumba que parecía muy reciente y pude verlos en su totalidad. Ni miles de relatos, ni miles de leyendas que pasan de generación en generación, contadas por abuelos a sus nietos más desobedientes, podrían alcanzar tanto nivel de terror. Niños y niñas, hombres y mujeres, ancianos, perros, gatos y hasta pájaros. Podría jurar que conozco a alguno de unas tierras muy lejanas. El pueblo mismo que no está vivo, pero tampoco está muerto, almas que todas las noches suman más espectros para su fétido ejército de penas. Con mucha paciencia, pero con mucho método, un no-hombre, delgado, casi sin carne, con la piel podrida y caída, se paró sobre la parcela de tierra en la que descansaba el último hombre enterrado en este cementerio. Posó su mano en el medio mientras uno de los no-niños comenzó a remover la húmeda tierra con sus manos. Otro se le sumó, y otro, y otro… En poco tiempo la tumba quedó totalmente al descubierto y el no-hombre que encabeza el putrefacto desfile levantó el ataúd, como por arte de magia. El sepelio flotó hasta salir del hueco y cayó en el medio del no- pueblo. Una no-mujer se paró y le dio un beso a la madera, que empezó a debilitarse y aflojarse. Montones de esos horribles caminantes rompieron lo que quedaba, el líder de esa caravana infernal sacó el cuerpo y lo sentó mientras todos abrían paso a un sendero formado por la misma muerte al hacia el final del espacio. El cuerpo recién saqueado estaba en perfectas condiciones. Ni siquiera parecía muerto. Piel rosada, rasgos marcados, cabello totalmente negro, bien peinado, vistiendo un traje que muchos vivos envidiarían. El muerto (hasta ese momento, podía llamarlo así) yacía sentado en el medio de una fila dibujada entre los deambulantes ojos rojos llenos de muerte que visitan este horrible cementerio a cada noche. Del fondo del camino de piel putrefacta comenzaron a sonar unos golpes secos. PUM- PUM- PUM- PUM. Los pasos de la misma muerte: un no-anciano a ritmo lento pero seguro se acercó al cuerpo sentado entre la multitud de almas perdidas. Tomó con sus débiles y arrugadas manos el rostro sin vida. Poco a poco, la piel del muerto comenzó a oscurecer: el rosado de sus mejillas se convirtió en un rojo sangre, que luego pasó a ser sangre seca en un intenso bordó; sus manos blancas comenzaron a congelarse y mutaron al violeta, para terminar en un azul del profundo océano. En ese momento, el ni vivo ni muerto 115


anciano, besó los labios (para esos entonces ya oscuros) del saqueado y la niebla los ocupó por completo. Solo los hipnotizantes ojos rojos resaltaban entre ese mar de lamentos y vidas perdidas. Pude ver como un nuevo par de enormes círculos brillantes surgían y la niebla se disipó. Entonces entendí lo que estaba pasando: el no-pueblo se expandía. El cuerpo que yo observaba como un muerto pasó a ser otro arlequín del siniestro festín, lentamente se fue incorporando al resto. Los no-animales comenzaron a caminar en dirección a la tumba vacía y se dejaron caer: primero los felinos, después los caninos y terminaron el horrible espectáculo, con una caída en picada, sin vida y sin alma, los aéreos desfilantes. Pude sentir como una parte de mí se fue con ellos. Tuve la necesidad imperiosa de moverme, pero no podía hacerlo. Quise mirar hacia otro lado, pero mi cuerpo limitado estaba totalmente petrificado. ¡Solo Dios podría liberarme de semejante castigo! La tumba quedó cerrada nuevamente y el desfile comenzó a alejarse lentamente. Los seguí con la mirada hasta que se perdieron en el horizonte. Esta es la condena que llevo. El ritual se repite todas las noches. Todas las oscuras y frías noches. Mis alas están dañadas para poder salir volando, resisto día a día con la poca comida que la tenebrosa neblina arrastra hacia mí. Sigo escuchando como resuenan en mi débil mente esos llamados, esos que me pedían que los siguiera, que nos marcháramos de este desolador cementerio. Les grité, los llamé, quise decirles que no podía moverme, pero no me escucharon, siguieron su ingenioso escape. ¿Alguna vez se preguntaron dónde van los muertos realmente? Yo lo sé, y es un castigo mucho más tenebroso que la misma muerte.

NICOLÁS MENNA

Argentina

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Justicia, Justicia Perseguirás (Deuteronomio 16:20)

S

I e sirvió un vaso de whisky, le puso dos de los tres últimos cubitos de hielo que quedaban en el recipiente y comenzó a llenar su pipa. Mientras la encendía, y las volutas de humo azul se elevaban perfumando el escritorio, Roberto pensó que no había forma de que la nueva mucama entendiera

que antes de retirarse debía dejar la hielera llena. Hacía dos meses que trabajaba en la casa y, al fin y al cabo, no eran tantas las cosas que le había señalado como importantes cuando la contrató. Que tuviera el desayuno listo a las siete de la mañana, sus camisas planchadas y colgadas en perchas —no soportaba las camisas con marcas de dobleces— , la cena a las nueve de la noche y los viernes, en el escritorio, café recién hecho y la hielera completa. Para el resto de las tareas de la casa tenía libertad para elegir cómo y cuándo realizarlas. Pero la joven parecía estar siempre en babia. Cuando le llamaba la atención por algo, rehuía la mirada, se disculpaba asegurando que no volvería a suceder, pero al tiempo, indefectiblemente, repetía la falta. Las diferencias con su antecesora eran tan notorias que en varias oportunidades había pensado despedirla, aunque después se compadecía. Perla había trabajado con él casi cuarenta años, desde que era un abogado recién recibido que vivía en una casita modesta de la zona oeste del conurbano, hasta hacía muy poco, cuando le informó que se iba a vivir a Córdoba con su hija. Manejaba con tanta eficiencia la marcha del piso que ocupaba en Recoleta, mucho más acorde a su status actual de juez, que no recordaba cuándo había sido la última vez que le había dado alguna indicación. Pero ahora, desde que estaba Nancy, tenía que estar en todos los detalles. Apretando la pipa entre sus dientes, tomó la hielera y se dirigió a la cocina. Habrá que darle tiempo, pensó, recién nos estamos conociendo y, por otro lado, tiene a su favor que es muy callada y tranquila. Había llegado desde Villa María recomendada por la hija de Perla. Celosa como era de su trabajo, Perla estuvo con ella dos semanas tratando de prepararla, hasta que, al fin, dio su conformidad. De solo pensar que si la despedía debía realizar la nueva búsqueda personalmente, se fortalecían sus argumentos a favor de soportarla. Mientras volvía al escritorio con el hielo reparó que Julián llevaba media hora de retraso. Todos los viernes se juntaban allí a las diez de la noche y el ajedrez era una 118


excusa para hacerse compañía mutuamente. Hacía cinco años que había enviudado, no había tenido hijos y le gustaba mantener su casa al margen de cualquier relación amorosa ocasional. Durante la semana —los días hábiles— su actividad judicial en el fuero penal, lo absorbía por completo, pero cuando dejaba su juzgado los viernes por la tarde necesitaba algo especial para desconectarse. En el fin de semana, su vida social alternaba entre el club de golf del cual era socio y las cenas en Puerto Madero. Pero la noche del viernes era como una descarga a tierra. Julián era su único amigo y solo con él se abría sin temores. Julián era sacerdote, por lo que siempre bromeaba: “Mirá que todo lo que te cuento… es secreto de confesión ¿eh?”. Se conocían desde la infancia, y dejaron de verse cuando su amigo entró al Seminario. Mientras Roberto hizo toda su carrera judicial en Buenos Aires, Julián, una vez recibido, fue comisionado por la Iglesia a distintos destinos en el interior del país. Hacía cuatro años, de regreso en Buenos Aires, el cura lo había buscado después de verlo en la televisión por un caso resonante en el que intervino su juzgado. En ese momento, a un año de la muerte de su mujer, fue para Roberto una gran ayuda. El retraso comenzó a preocuparlo. Sobre todo porque no contestaba el celular. Intentó conformarse con que a lo mejor había tenido un caso espiritual muy complicado, pero en general, si ocurría algo así, por lo menos le enviaba un mensaje. Se preparó otra pipa y encendió el televisor. II Nancy terminó temprano sus tareas del viernes porque quería irse antes de que llegara su patrón. Preparó el termo con café y sonrió mientras ponía en la hielera solo tres cubitos. Ahora que estaba tan cerca de cumplir el plan que la había traído a Buenos Aires, no podía dejar nada librado al azar. Debía seguir representando el papel de “provinciana medio tonta”. Llevó todo al escritorio, se cambió y salió por la puerta de servicio. Llevaba puesta la camperita rosa que usaba habitualmente pero, en su mochila, guardó una campera con capucha que no había usado nunca desde que estaba trabajando para el juez. Lo importante, pensó, era que en las cámaras de seguridad del edificio quedara registrada su salida con esa ropa. Tomó el colectivo como todos los días, de modo que quedara asentado en la tarjeta Sube su recorrido habitual. Bajó en Plaza Miserere y tomó el tren Sarmiento, pagando nuevamente con la tarjeta —desde el último accidente ferroviario todos pasan sin hacerlo— completando así con su rutina de regreso a casa. La única diferencia fue 119


que, en lugar de llegar hasta la estación Villa Luro, donde está ubicado el departamento de su tía, quien aceptó alojarla “provisoriamente, ¿eh? hasta que encuentres otro lugar”, se bajó en Caballito, la primera estación. Cuando salió del tren ya lucía la campera gris con la capucha puesta. Caminó por García Lorca hacia Rivadavia. Al cruzarla continuó por Emilio Mitre hasta Juan Bautista Alberdi y desde allí pudo ver la cúpula en la esquina de Víctor Martínez. Fue hacia allí y se detuvo frente a la puerta de la Parroquia Santa Julia. Un cosquilleo en el estómago y una leve flojedad en las rodillas denotaban su nerviosismo. Respiró hondo y entró. III Julián miró la hora en su reloj fosforescente y se alegró ante la cercanía de la noche de ajedrez, whisky y cigarro cubano en la casa de Roberto. Los viernes no se celebra misa pero el párroco principal había establecido una reunión de oración que le fue asignada al Padre Julián, “premio consuelo al viejo cura a punto de jubilarse que había caído como paracaidista desde el interior hacía cuatro años” solía bromear con el juez en sus encuentros. Al final de la reunión atendía a quienes pedían confesarse. Pacientemente escuchaba a la mujer que se peleaba todas las semanas con “la bruja de mi nuera que me hace la vida imposible”; a la señora mayor, muy maquillada, que conocía cada tanto a un señor muy serio, que después no resultaba ser lo que parecía, lo que le provocaba un lagrimeo que apenas le corría el rimmel, y que finalizaba abruptamente cuando Julián le daba la penitencia. Y otros casos por el estilo. Una vez había tenido un grave caso de violencia familiar, que dio lugar a la intervención del párroco principal para solucionar el tema sin violar el secreto de confesión. Pero lo normal era lo otro. Por eso ahora, en la oscuridad del confesionario, esperaba terminar pronto para poder cambiarse y salir. Deseaba que la señora que estaba escuchando ahora — ¿la estaba escuchando? ¡Perdón Señor! —fuera la última. Finalizó con la bendición a la mujer y comenzaba a incorporarse cuando escuchó que alguien más se había instalado al costado del confesionario. Miró por el enrejado labrado y alcanzó a ver solo el mentón de una mujer, que parecía joven, bajo la capucha de una campera gris. Si bien no alcanzaba a verle el rostro, su aspecto en general no le parecía familiar. —Buenas tardes, hija —le dijo— ¿Eres vecina de esta parroquia? —No señor, vengo de lejos. El acento cordobés de la chica lo remontó veinte años atrás. Tenía cuarenta 120


cuando fue destinado a Córdoba y había servido allí por cinco años. Le pareció que estaba un poco tensa así que pensó en alguna frase que la haga sentir confiada y la anime. —¡Seas bienvenida a la casa de Dios! Si llegaste hasta aquí buscando algo del Señor es porque Él, en realidad, te está buscando y te trajo. ¿Qué tienes para decirle al Señor? —Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía —su voz ahora era firme. IV Escuchó entre sueños su celular llamando con insistencia. De a poco recobró la conciencia y comprobó que, efectivamente, sonaba y vibraba sobre su mesa de luz. Se incorporó en la cama y atendió. Del otro lado una voz de hombre dijo: —Buenos días, soy el fiscal Alberto Martínez. Tengo registrado desde ese celular varios llamados al número —mencionó el teléfono de Julián— ¿Es posible que usted haya hecho esos llamados? Si es tan amable… ¿Puede decirme con quien estoy hablando? —Hola sí, soy el Juez Roberto Izaguirre. Efectivamente yo hice esos llamados. ¿Puede decirme que está pasando, doctor? —¡Ah doctor Izaguirre! Disculpe que lo haya molestado tan temprano, pero era imprescindible que lo hiciera. Fueron los últimos llamados que tiene registrado el teléfono del Padre Julián Barrientos, de la Parroquia Santa Julia… —Sí, sí, doctor. Ya sé que es el celular de Julián —interrumpió Roberto— pero no me dijo por qué está usted realizando esta consulta. —Sí, tiene razón, doctor. Disculpe. Solo sabíamos que el número pertenecía a un Roberto. Ante la confirmación de que usted lo conocía, lamento comunicarle que el Padre Julián fue encontrado con un disparo en la cabeza en el interior del templo. En apariencia fue de muy cerca. Falleció en el acto. El arma no se encontró. Cuando usted pueda me gustaría que me reciba. Su conocimiento del occiso va a ser muy importante para mi investigación. —Cuente con eso doctor. Martínez. Deme un par de horas, y llámeme. No tengo problema en recibirlo en mi casa o en pasar por la fiscalía. Lo que usted considere más oportuno, tratándose de un sábado. ¡Ah! Y cuando sepa quién será el Juez interviniente, por favor, hágamelo saber. Cuando cortó la llamada su mano estaba temblando. Se sentó en la cama y se preguntó si estaba despierto y esto realmente estaba sucediendo o se trataba de un mal 121


sueño. En su profesión estaba acostumbrado a hechos de violencia, pero esto era diferente, ahora se trataba de su amigo. El nudo que tenía en la garganta se fue desatando en sollozos y durante un largo rato dio rienda suelta a la sensación de angustia que lo oprimía. Nunca imaginó la noche anterior, cuando no le respondía los llamados, que algo así pudiera ocurrirle a Julián. Si bien no contaba muchas cosas de su trabajo en la iglesia —era muy reservado— pensó que si hubiera tenido algún problema con alguien se lo habría comentado. Decidió darse una ducha y estar un poco más recompuesto para esperar la llamada del fiscal y poder ponerse al tanto de todo lo sucedido cuanto antes. V Jueves por la noche. Sentado en el desayunador de la cocina, Roberto se estaba preparando un trago. Había pasado casi una semana sin que se produjera ningún avance en la investigación del crimen de Julián. Se había reunido dos veces con el fiscal y el juez de la causa, pero nada había sacado en limpio. Había leído varias veces el expediente y lo único concreto era lo referente al hallazgo del cadáver: El sacristán cerró el templo el viernes a la noche, cuando ya no quedaba nadie en el edificio. No había visto al Padre Julián, pero como acostumbraba salir todos los viernes, pensó que ya se había ido. El sábado por la mañana, después de abrir el templo, volvía por el pasillo del confesionario, y le llamó la atención un manchón líquido y oscuro que salía por debajo de la puerta. Su impresión fue mayúscula cuando, al abrirla encontró el cuerpo del sacerdote, sentado, con la cabeza recostada hacia atrás, y un reguero de sangre que bajaba por el lado izquierdo de su rostro, empapaba la sotana y corría por el piso. Pasado el primer momento de shock, salió gritando hacia la calle pidiendo socorro. El policía de la esquina de Emilio Mitre y Alberdi lo escuchó gritar y corrió pensando en un asalto. Cuando llegó hasta la puerta de la capilla, y preguntó qué pasaba, el hombre estaba tan nervioso que apenas se le entendía lo que balbuceaba. Como señalaba hacia adentro, ingresó con él y al llegar al lugar comprendió el motivo del estado del sacristán. El cuerpo presentaba un impacto de bala a la altura del temporal derecho con orificio de salida por el occipital izquierdo. No había otros signos de violencia. El agente llamó a la comisaría y el principal de guardia dio el aviso a la fiscalía de turno. Desde entonces nada nuevo había aparecido, salvo que el deceso se había producido entre catorce y dieciocho horas antes del hallazgo, ocurrido a las once horas del sábado, lo que establecía que el hecho había ocurrido entre las diecisiete y las veintiuna horas del viernes. Teniendo en cuenta que la reunión de oración finalizó a las diecinueve, y estuvo a cargo del occiso, el óbito se 122


produjo entre las diecinueve y las veintiuna horas. El fiscal mandó revisar las cámaras de las inmediaciones, pero lamentablemente ninguna tomaba directamente la puerta de la capilla, de modo que se pudiera determinar quiénes entraron y salieron. Con la ayuda del sacristán se logró ubicar algunos de los fieles que participaron de la reunión esa noche para ver si era posible encontrar una punta del ovillo que permitiera desentrañar la madeja. Pero nadie había observado nada fuera de lo común y no pudo sacarse nada en claro. El móvil del crimen seguía siendo un misterio. Alguien mencionó que el sacerdote había intervenido en un caso de violencia familiar hacía bastante tiempo, pero cuando se siguió esa pista se confirmó que el acusado en esa oportunidad residía desde hace varios años en la Provincia del Chaco y que había estado en su domicilio la tarde del suceso. Roberto había sugerido al fiscal que investigara si Julián atendía algún caso de drogadicción. Muchas veces los transas se cobran la pérdida de clientes a causa del accionar de aquellos que se ocupan de rescatar adictos. Esto tampoco produjo resultados. El timbre lo sacó de sus pensamientos. Del servicio de seguridad le avisaban que había llegado el delivery solicitado. Roberto dio la autorización para que suba. Desde el martes debía arreglárselas solo en la casa ya que el día lunes, cuando debía reintegrarse Nancy a su trabajo, vino con la novedad de que se volvía a su provincia, que extrañaba mucho y no se acostumbraba a Buenos Aires. Reconoció que no había sido muy eficiente en su trabajo y le pidió perdón por eso, pero que no podía prestar más atención. Que ese había sido siempre su problema. Cuando se enteró de lo que había pasado con su amigo, le había dado el pésame respetuosamente, aunque no lo conocía ya que los días viernes se retiraba más temprano que los otros días y no volvía hasta el lunes. Roberto tenía sentimientos encontrados sobre esta decisión. Por un lado un cierto alivio, ya que la chica, en realidad, no era eficiente, y le daba un poco de culpa despedirla, por su recomendación. Por otro lado era un problema ponerse a buscar empleada. Pero como la chica se mostró muy decidida, no hizo ningún esfuerzo para retenerla. Sonó el timbre del departamento, recibió la comida, pagó con cambio, incluyendo la propina, y se sirvió el lomo a la pimienta con papas noisette que había encargado. VI Despachó su equipaje, subió al micro que la llevaría a Villa María, y buscó su asiento. Se alegró de que le tocara uno individual. No tenía ganas ni ánimo para que alguien intentara darle conversación. Recostó el asiento hacia atrás y cerró los ojos. 123


Había soñado mucho con este momento, pero ahora, con todo consumado, no sentía la tranquilidad que había esperado tener. Las heridas del pasado seguían abiertas, aún después de que la historia se había cerrado, según el propósito que la había traído a Buenos Aires. Y todo se había dado por casualidad, en las calurosas tardes de enero del año anterior, tomando mate en la casa de su amiga Sofía junto con Perla, la madre de ella, que estaba de vacaciones. Le fascinaba escuchar las experiencias de Perla en Buenos Aires, donde nunca había estado. Sofía, en cambio, había nacido en Buenos Aires, pero al cumplir quince años había ido a vivir con su abuela. Hoy, con treinta años, se había casado y tenía tres hijos. Nancy con veintiocho, nunca había logrado formalizar una pareja, ni mientras vivía su madre, ni después de fallecida, ocho años atrás, por lo que no podía culparla. Perla trabajaba en la casa de un abogado, ahora juez, desde hacía más de cuarenta años, quien le había permitido vivir en la casa con Sofía, después de su nacimiento hasta que la joven había decidido volver a Córdoba. Hacía unos años había quedado viudo, y como ya le conocía tanto los gustos, le daba total libertad para manejar la casa a su antojo. Una de las tardes, mientras Perla hacía unas tortas fritas para tomar el mate, contó como al pasar, que el juez nunca recibía a nadie en su casa, a excepción de su amigo el cura, Julián dijo que se llamaba y agregó que alguna vez había estado en Villa María. Nancy quedó petrificada. El corazón casi se le saltaba del pecho. Tratando de aparentar tranquilidad, con el tono más sereno que pudo, preguntó: —¿Ah sí? ¿Y cuánto hace que estuvo por aquí? —Y…hará unos veinte o veintidós años, creo que me dijo, una vez que conversamos. Un frío corrió por la espina dorsal de Nancy, pero no hizo más comentarios y el asunto se cerró allí. Los días que siguieron no volvieron a tocar el tema. Pero en la cabeza de Nancy un plan había comenzado a tomar forma. Perla ya había vuelto a Buenos Aires cuando, en una charla que pretendía ser informal, Nancy le preguntó a Sofía: —¿Consideraste alguna vez que tu mamá podría jubilarse? —¿Te parece? —respondió Sofía— no creo que quiera… —¿Cuántos años hace que está trabajando? Me parece que merece disfrutar un 124


poco. Además, la edad ya la tiene y con la moratoria previsional que se aprobó hace un tiempo, para aquellos que no tienen todos los años de servicio requeridos, podría obtener la jubilación. Pensá cómo disfrutaría de sus nietos si se volviera para acá. La idea prendió en Sofía, quien comenzó a tratar de convencer a su madre. Al principio se resistió, pero con el correr de los meses, la idea empezó a gustarle a Perla. Lo único que la preocupaba era dejar en banda al señor —como ella le decía— después de tantos años juntos. Allí Nancy puso en marcha el segundo paso del plan: se ofreció para reemplazarla. Todo cerró a la perfección. Perla decidió iniciar los trámites de su jubilación después del mes de enero, y así fue que en mayo de este año comenzó su “entrenamiento” con Perla en la casa del juez. El micro hizo una parada en San Isidro para levantar más pasajeros y eso la sacó de sus pensamientos. Después la azafata de a bordo repartió unas bandejitas con galletitas y sirvió café en los clásicos vasitos descartables que, cuando uno lo recibe, se quema los dedos hasta el hueso. Cuando finalmente se apagaron las luces del micro, y afuera el verde se había transformado en negro, reclinó otra vez el asiento hacia atrás y sus pensamientos volvieron a la noche del viernes. —Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía —le había dicho. —A veces es necesario cerrar cosas que quedaron inconclusas —respondió el cura— ¿Cómo te puedo ayudar? —Eso depende. —Depende ¿de qué? —De que esté dispuesto a escucharme hasta el final. —Adelante. Te escucho. —Todo comenzó cuando tenía seis años. Mi madre trabajaba limpiando casas. Muchas veces me llevaba con ella. Nunca tuve padre ni otros familiares así que no tenía con quien dejarme, salvo en el momento en que estaba en el colegio. Así yo recorría casi todas las casas de familia que la empleaban. Un día llegó al pueblo un cura nuevo, y como mi madre no dejaba de ir a misa todos los domingos, cuando él se enteró que ella hacía trabajos domésticos la contrató. —¿Vos sos…? —Sí, la nena que llevabas a tu cuarto “a contarle cuentos” —estas últimas palabras fueron pronunciadas con tono sarcástico— que tocabas sin escrúpulos en una forma 125


que yo no entendía —su voz comenzó a entrecortarse en sollozos— y que justificabas diciendo que eran formas de demostrar cariño. —Yo no quería hacerte daño… —¡Pero lo hiciste hijo de puta! —el llanto ahora era incontenible— ¡Me abusaste durante dos años! ¡Nunca más pude soportar que un hombre me toque! —¡Te pido perdón! ¿Qué puedo hacer para reparar mi debilidad? —¿Debilidad? ¡Basura! ¿Te querés justificar en tu debilidad? ¡Yo era una nena de seis años!…Comenzaste a matarla a esa edad… Recordó cómo mientras hablaba, se dirigió a la puerta de entrada del confesionario. También cómo vio a Julián, derrumbado en el asiento de madera. Él también lloraba. —¡Primero pensé en denunciarte! ¡Te quería ver en la cárcel! Pero tener que revivir toda la historia en un tribunal con el riesgo de que me digan: “prescribió”, te soltaran y me quedara solo con mi vergüenza, me hizo desistir. En la oscuridad del micro, con los ojos cerrados, su pulso se aceleró, como esa noche cuando buscó algo en su mochila y le gritó: —¡Entonces decidí matarte! Llegué hasta aquí para eso... ¡Y, ahora que puedo, no tengo el valor! ¡Hacerlo no me va a sacar todo el dolor acumulado! Así que… tomá —le dijo mientras le alcanzaba, tomándola por el cañón, la pistola que acaba de sacar— Librate de todo… matame y terminá con mi agonía… Julián estaba azorado. Lentamente tomó por la empuñadura la pistola que Nancy le ofrecía. Ella cerró los ojos esperando el final y el estampido le hizo pegar un salto. Abrió los ojos. Él estaba derrumbado hacía atrás con un chichón sanguinolento sobre su sien derecha. Levantó la pistola y salió rápidamente. En la iglesia ya no quedaba nadie. El micro entraba en la ciudad de Villa María.

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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T

ezagua no se diferenciaba en nada de los demás pueblos. De no ser por la fiesta anual del Santo Patrono y el aniversario de la fundación del pueblo, nada más relevante sucedía en el transcurso del año. Los mil habitantes de Tezagua se dedicaban, sin pena ni gloria, en un bostezo

eterno, a las artesanías, el pequeño comercio y sobre todo a la holganza y consumo de licor. El tiempo transcurría… como si no transcurriera. El octogenario don Solícito Maquivo Butanda fundó el pueblo, sesenta años atrás. Llegó para quedarse en aquél llano que se fue poblando con rapidez para convertirse en Tezagua. De hecho y por derecho, bien podía decirse que era el dueño del lugar. La gasolinería, el único hotelito del pueblo, las tres tiendas de artesanías, la botica, el mercado y numerosos inmuebles, eran de su propiedad. Mas lo cierto es que don Solícito era un ladrón honrado y no tenía enemigos, máxime, se le veía con respeto y admiración. Él era el patriarca y la ley, no más, pero tampoco menos. La pasividad de Tezagua no daba lugar a envidias o rencores; aquello no era un paraíso, pero tampoco un infierno. Tezagua bien podía llamarse Nirvana o Limbo. Los hechos delictivos no pasaban de pequeños hurtos que solo ocupaban una reprimenda del amo. Los días se sucedían calmos y los presidía don Solícito detrás del mostrador de su tienda “La Divina Providencia”, a donde acudían diariamente numerosos clientes en busca de tal o cual producto. El dueño era carero, pero compensaba con crédito a módicos réditos. Si alguien faltaba a su palabra de pagar en tiempo y forma se le cerraban las puertas en los comercios del cacique. Las reglas eran claras. Nadie quería salir mal con don Solícito, pues ello era un suicidio social. No faltaba sábado que —en punto de las ocho de la noche—, el cura Sacramento Montes y el encargado del orden, Servicial Lagunas, dejaran de acudir a la casa de don Solícito para matar el tiempo en partidas de ajedrez o dominó. Un sábado ganaba el cura y al siguiente el anfitrión; por supuesto que don Servicial terciaba en los aburridos triunfos de fin de semana. La habitual reunión aburría a los protagonistas, pero a fin de cuentas se despedían satisfechos por haber arrancado un par de horas a la tediosa existencia tezagüense y haber bebido un par de copas. Los dos sábados anteriores don Solícito se había disculpado con sus amigos por no recibirlos para la acostumbrada reunión. 128


—El señor ha estado un poco delicado de salud —informó el joven Primitivo, mozo de don Solícito. El cura Sacramento y don Servicial se marcharon satisfechos, en el fondo, conocedores del término de la rutina que conocían a la perfección. Primitivo, hijo putativo de don Solícito, cerró el zaguán y echó la tranca en señal de que por ese día ya no habría más asuntos que atender en la casa del patrón. —Ya se fueron, ¿verdad?, —preguntó don Solícito en tanto salía de detrás de la pilastra, en la que se había ocultado para no dar la cara a los visitantes. —Sí, señor. Y si no dispone de algo más, con su permiso me paso a recoger. Don Solícito se dirigió a su aposento. En el camino cruzó con doña Macrina, la cocinera que muy de vez en cuando le prodigaba otros servicios. Detuvo el paso y bajó la cabeza en espera de alguna disposición del patrón. —Anda, ve a dormir Macrina. Ya sabes que yo te aviso. De modo alguno don Solícito había mentido al cura y al encargado del orden, tan solo que su problema no era físico, sino anímico. Hacía semanas que no dormía bien y su espléndido apetito había decaído. Por las tardes recibía, aburrido, al contador Gerónimo Iglesias quien le informaba de la marcha económica de sus negocios y de quiénes se habían retrasado en tales o cuales pagos. Don Solícito no ponía atención en el desempeño de su colaborador y de continuo lo paraba en seco. —Mañana seguiremos con los asuntos, Gerónimo. Puedes retirarte, no olvides pasar a “La Divina Providencia” para ver cómo andan las cosas. Y si preguntan por mí, diles que salí de viaje o cualquier cosa, pero no se te ocurra decirles que no me he sentido bien. Así transcurrieron dos meses. Los tezagüenses echaron de menos a don Solícito. Los rumores los desmentían el cura Sacramento y don Servicial Lagunas, no obstante que a ciencia cierta ellos también ignoraban lo que ocurría a su amigo y benefactor. Primitivo y doña Macrina, únicos en tener acceso a don Solícito, solo cruzaban miradas de duda, pues ni ellos sabían qué ocurría a su patrón que se encontraba atrapado en cavilaciones y ostracismo. Las ventanas ya no se abrieron en casa de don Solícito. Las sombras se apoderaron de la residencia pueblerina. Pronto cambiaría la vida rutinaria de Tezagua... y de ello se encargaría don Solícito, quien enfermo de tedio buscaba la forma de romper 129


el orden de su vida. Fortuna, amistades, temido y respetado, viajes, poder, placeres, ya no le eran suficientes. Olvidó lo que era una franca carcajada y por ahí era necesario empezar, ahuyentando la apatía, el tedio y el mal humor. El sinsentido de su vida lo asfixiaba. Ocupaba una bocanada de aire fresco. Aquella mañana un incidente le mostró la veta que cambiaría su existencia. Después de un retiro voluntario de varios meses, decidió salir a la calle. La gente que lo saludaba no podía disimular pícaras sonrisas. Don Solícito se percató de que algo en su persona propiciaba murmuraciones; se revisó de pies a cabeza y pronto se dio cuenta que el chaleco se lo había puesto al revés. Lejos de ruborizarse se solazó con el detalle y más tiempo anduvo en la calle. Al día siguiente paseó con disimulo. Otra vez la gente reía de excelente gana con su nueva facha: don Solícito se puso al revés su típico sombrero y mostraba un zapato de un color y otro de otro y el que correspondía al pie derecho lo traía en el izquierdo y viceversa. Regresó complacido a su casa y cuando doña Macrina quedó muda al verlo, él le dijo entre dientes: —Sé perfectamente lo que hago, no me mires así. Ya metido en la cama, festejó sus actitudes y empezó a idear nuevas ocurrencias para comportarse de manera diferente a todos los demás. Dueño, pues, del pueblo, podía hacer lo que le viniera en gana, ¿quién se lo podía objetar? El nuevo tono de las ocurrencias alcanzó otro matiz. Don Solícito salió a la calle caminando hacia atrás y para no topar con peatones o paredes usó un espejo retrovisor. Los tezagüenses concluyeron de una vez por todas que el viejo bonachón había perdido la cordura. El tiempo avanzó en Tezagua y más para don Solícito, quien poco dormía en su propósito de idear nuevos disparates que le convirtieran en un celebérrimo personaje, no solo en su terruño, sino en toda la región. El cura Sacramento y el encargado del orden —aunque dicho con propiedad ya era desorden—, don Servicial Lagunas, no pudieron atajar las mofas que en todo el pueblo apuntaban a don Solícito. —Son circunstancias que hacen más placentera mi vida —había apuntado con desaire el protagonista a sus dos antiguos amigos, a quienes dio la espalda para evitar mayores cuestionamientos. Y por supuesto, al decir que les dio la espalda fue literal, pues don Solícito no cejaba en su empeño de caminar en reversa. 130


Los días subsiguientes no se significaron por nuevas locuras de don Solícito. En el pueblo empezaron a olvidarse los “detalles” del patrón. ¡Ah!, pero claro que volvería a la carga, con la fuerza, valor, y la serenidad de un caballero andante que en noches blancas se encomienda a todos los dioses para salir bien librado de una batalla decisiva. En la fiesta conmemorativa de la fundación local, como todos los años, don Solícito pronunciaría el aburrido discurso oficial. Un centenar de personas esperaban el momento en que hablaría el fundador y benefactor de Tezagua. Es verdad que había expectación, pues muchos dudaban del orden mental del orador. Don Solícito subió al estrado; todos sabían que sin sus anteojos no veía más allá de su nariz. Sin embargo, antes de empezar a leer se los quitó con un ademán prepotente. Empezó la lectura de su texto. Nadie comprendió las palabras pronunciadas. Don Solícito, satisfecho de su actuación, de súbito bajó del pódium mediante un audaz brinco atlético, para enseguida perderse por las calles dando giros como volantín. Había escrito su texto en perfecta palindromía y bien lo hubieran podido entender sus escuchas si lo leyesen de derecha a izquierda. El mundo al revés. La noche de aquél día feriado había entusiasta fiesta vernácula en la explanada del pueblo. Y ahí llegó don Solícito; ya no caminaba al revés sino daba brincos; el primero a dos pies, como chapulín, y el segundo “de a cojito”, tal como lo hacen los niños cuando juegan al “avión”. Los parroquianos rieron a mandíbula batiente y se dejaron llevar por don Solícito, quien constituido en la máxima y más original atracción de la feria se dirigió a la “Divina Providencia”, y abriendo las puertas de par en par gritó: —¡Pasen! ¡Pasen! Tomen lo que quieran, toda la tienda es de ustedes —apenas alcanzó a dar un brinco a dos pies y tres pasos a un pie para que la multitud de oportunistas no lo atropellaran en su afán de obtener comestibles y licores gratis. Don Solícito se retiró en su auto manejando en reversa, no sin estropear varios vehículos por ahí estacionados y más de alguna gallina tránsfuga del corral. La visita de un periodista al pueblo derivó en que don Solícito no saliera de su casa. Solo entreabría la puerta de su dormitorio para recibir los alimentos que doña Macrina angustiada le llevaba. La presencia del reportero obedecía a que ya en muchos kilómetros a la redonda se conocían las andanzas del viejo. El contador Gerónimo Iglesias y la servidumbre de don Solícito pensaron en llevarlo al hospital psiquiátrico de la ciudad; pero todo quedó en pláticas, pues de lo 131


dicho a hacerlo había un trecho muy objetivo: todos habían recibido algún beneficio de don Solícito y aún mediaban muchos intereses económicos. O lo que es lo mismo, mientras el loco estuviera más loco, habría río revuelto que daría pingües ganancias a los sufridos y leales pescadores asidos a la barca de don Solícito. El 29 de febrero, año bisiesto, cumplía ochenta y un años el protagonista. Pero al parecer el pueblo, que bien le llevaba la cuenta, estaba equivocado, pues don Solícito anunció, por medio de Primitivo, que cumpliría ochenta y el año próximo setenta y nueve, y así sucesivamente. Sea lo que fuere, el día del cumplemenos de don Solícito, sucedieron los siguientes hechos que cronológicamente aquí dejamos asentados, teniendo por verídica fuente de información lo anotado por aquél periodista que por aquellos días deambulaba en Tezagua: Día 29 de febrero. 10:00 a.m. Don Solícito Maquivo Butanda, conservador por antonomasia, se presenta en las oficinas del Partido Liberal para solicitar su filiación. 11:00 a.m. El filántropo fundador de Tezagua, típico puritano, abstemio y ecologista, empieza a beber licor y a fumar un cigarro detrás de otro. Por lo visto, el apóstol de la salud ha cambiado de hábitos. Ejercer la antonimia es su obsesión. 20:00 horas. Explota la gasolinera. El acto es provocado por su dueño, don Solícito. 20:30 horas. La farmacia y el mercado se consumen por el fuego. 21:30 horas. “La Divina Providencia” y el hotel se derrumban ante los embates de la máquina demoledora que tripula don Solícito. 22:00 horas. Las tiendas de artesanías y el granero del pueblo son destruidos por el energúmeno anciano. 23:00 horas. Se inunda Tezagua; don Solícito dinamitó la presa. 23:30 horas. Desolación, fuego, inundaciones. La gente corre de un sitio a otro. 23:45 horas. El pueblo se amotina afuera de la casa del causante de todos los males. Hay la intención de lincharlo. 24:00 horas. Comparece, ya tranquilo, don Solícito. La gente se dispone a asesinarlo. Llevan antorchas, machetes, piedras y estacas. Primeros minutos del día primero de marzo. Se siente el calor de la ira popular. Don Solícito, despreocupado, se adelanta hacia la multitud y con sonora voz pregunta 132


grito en cuello, en tanto empuña un rifle de alto poder: —¿Cuál es el motivo de su disgusto? —¡Asesino! ¡Criminal! ¡Maldito viejo loco! —exclama al unísono la muchedumbre. Don Solícito no se amedrenta. Está preparado para responder: —¡El pueblo es mío! ¡Yo lo hice y tengo derecho a deshacerlo! Además, no he cometido ningún crimen, ni perjuicio alguno en propiedad ajena. ¿Quién puede demostrarme lo contrario? Si no tengo razón, pueden hacer de mi lo que quieran, pero su conciencia se los reclamará mientras vivan. Agradecidos deben estar en haber vivido a mis costillas tantos años. Ustedes nunca hicieron nada por este pueblo. Yo hice todo, pues cuando era necesario emprender alguna obra tenía que traer trabajadores de otras partes, porque ustedes siempre fueron apáticos y holgazanes. Esta tierra que ustedes pisan es mía. ¡Fuera! ¡Fuera de Tezagua! ¡Fuera de mi vista! Todos callaron, cruzaron miradas de resignación y frustrados fueron retirándose uno a uno. Ante los sucesos inexorables e irreversibles, Tezagua dejó de ser Tezagua, se convirtió en un pueblo fantasma, solo habitado por el rejuvenecido don Solícito Maquivo Butanda, quien acompañado por doña Macrina veía complacido cómo transcurría el tiempo, como si no transcurriera.

JUAN IRIARTE MÉNDEZ

México

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...y aunque pongas de por medionebulosas,

O

golfos negroso galaxias, no eludirás el Momento del Retorno... Vuelta atrás..., a lo de antes. —De los poemas inéditos de Sven Svenson.

yó que los gritos, los pitidos y las maldiciones arreciaban; el gruñido de los bregos (deliberadamente adiestrados contra natura para matar), se aproximaba más y más... Sintió seca la boca y galopante el corazón.

De pronto lo vio. El fugitivo pasó a escasa distancia del punto en que él se

hallaba, y le fue posible oír el extraño sonido que emitía, mezcla de sollozo y acezar. El infeliz corría con desesperación, estropeándose los tiernos miembros inferiores contra las aristas de los guijarros, mientras la mantecosa “carne” dejaba girones blanquecinos prendidos en las puntas de las ramas quebradas, o arrancados por las rugosas cortezas. Al fin lo acorralaron. Hecho un ovillo trémulo, aguardó pasivamente a que las horrendas fauces de los bregos lo destrozaran. Su cuerpo se estremecía, anticipando la mordedura de las balas... Pero restalló una orden imperiosa, y el tiempo se detuvo. Kowle hacía su entrada. Enhiesta sobre el cuello de toro, su cabeza sobrepujaba a las demás como un álamo se yergue por encima de los sauces. La pesada mole de sus músculos dominaba la escena. —¡Alto! ¡Yo me encargo de él! El testigo sintió náuseas. Adivinaba lo que seguiría... Ahora aquella oscuridad indeterminada que detectara en Kowle desde el momento mismo en que lo viera se alejaba definitivamente de banales valoraciones convencionales y adquiría los nítidos matices de la tragedia. Elevándose cual una viviente torre de basalto, a la sangrienta luz de las teas, Kowle contenía con puño poderoso a los bregos sedientos de muerte. —¡Voy a dar un ejemplo con este! —clamó—. ¡Ya verán lo que les espera a los que intenten huir! Kowle era un hombre oscuro. Esto lo advirtió Svenson casi de inmediato; y supo también que los orígenes de tal oscuridad arraigaban en niveles harto más soterrados de lo que la pupila podía alcanzar en sus casuales giros. 135


El agua jabonosa rebasó a raudales el borde del latón, en cuyo centro se irguió Kowle. La greda azulada del suelo bebió ávidamente las diminutas cascadas, y Svenson, en su confusión, habría jurado oír un quedo gorgoteo mezclado al chapalear de los enormes pies desnudos. Retrocedió instintivamente, odiando el rubor que lo invadía. —Puedo esperar hasta que termine —farfulló. Kowle soltó una imprecación despectiva. Sus dos metros diez de estatura, aunados a la sólida complexión de torso y miembros, anonadaban cuanto le rodeaba. Poseía una casi bestial belleza, debió reconocer Svenson (él mismo menudo y endeble hasta lo vergonzante); por lo demás, aquella retadora exhibición equivalía a un puñetazo asestado a su sentido del decoro... Si bien provenía de un pueblo notorio por la liberalidad de sus costumbres, el propio Svenson era poco menos que un mojigato, a los treinta años de una existencia poderosamente condicionada por traumas infantiles. —En serio—reiteró, en tono forzado—; no hay apuro... Podemos hablar cuando acabe su baño, señor Kowle. El rudo ademán de Kowle proyectó salpicaduras blanquecinas hacia los cuatro costados de la rústica habitación. Svenson notó que una de las hembras pelti se estremecía ligeramente al ser alcanzada por el agua turbia; pero, desde luego, la sumisa alienígena no protestó. Desde el exterior llegaba, apagado y tenue, el quejumbroso “canto” de los trabajadores... El recuerdo del aberrante cuadro sorprendido poco antes, fresco todavía, volvió a lacerar la sensibilidad de Svenson. —¡Vamos! —rió Kowle—. ¡No se ande con tanto miramiento! Al fin y al cabo, ¿no somos dos paisanos terrícolas en tierra extraña? Las tres hembras pelti, sin moverse de su sitio junto a la improvisada tina de baño, aguardaban nuevas órdenes con pasividad más que perruna. Svenson comenzaba a sentirse asqueado. Una seña de Kowle bastó para que se le aplicara un diligente secado, mediante fricciones de una toalla tejida con cierto material que Svenson no reconoció. Sin molestarse en mirar a las pelti, Kowle se envolvió en la toalla como César en su toga y abandonó la tina para reunirse con su visitante. Con solo tender la mano obtuvo un cigarro, humeante ya. 136


—¿Fuma? —invitó; pero no se le escapó a Svenson que su negativa había sido descontada de antemano. Sin duda Kowle estaría abriendo juicio por su cuenta acerca de la personalidad del intruso, decidió Svenson... Era probable que comenzara a despreciarlo desde ya. Tomaron asiento, a indicación del anfitrión, en un trozo de red rectangular, suspendido, a manera de coy, por medio de sogas de fibra vegetal sujetas a los muros. Esto impuso a Svenson una incómoda proximidad respecto del otro, lo cual no le proveía, por cierto, de ninguna ventaja en la inminente discusión. —Usted dirá... —Pero Kowle no le dio oportunidad de comenzar, pues continuó—: ¿Cómo era su nombre? Saldaña me lo mencionó... ¿Samson, puede ser? —Svenson... Sven Svenson. —¡Eso no es americano! ¿Cómo es que la Compañía le...? Svenson experimentó un creciente malestar. ¿De manera que ahora era él quien tenía que contestar preguntas? ¡Solo eso faltaba! —Soy de la filial de Norpenínsula —aclaró, sin embargo, porque se dijo que era demasiado pronto para abrir hostilidades—. El Directorio Central me designó supervisor de ultradistritos en base a mis calificaciones a lo largo de... —¡Está bien, está bien! Basta con su palabra; no exhiba credenciales. ¡Pero sepa que no me hace ninguna gracia esta... inquisición a que me somete la Compañía! —Bueno... —observó Svenson—, la regla es general, no solo para Gurla. En realidad, forma parte del Acuerdo con el Comité de Derechos Inter... —¡No me venga con esas! Sé bien cuando se me quiere controlar… ¡No trate de dorarme la píldora! Svenson enrojeció. Evitó mirar al otro directamente a la cara, aparentando afanarse en el contenido del pequeño maletín que llevaba. Desde luego que lo indicado en un caso así habría sido erigirse en defensor de la política del Directorio, cuyos móviles estaban más allá de toda crítica, dado que procedían de un elemental concepto de humanidad... Pero se sintió bloqueado. Ya percibía la onda de aversión hacia él que emanaba del otro..., aversión centrada directamente en su persona, el Sven Svenson flacucho, de cara pálida y pelo pajizo... Igual que todos los demás, se dijo. Hiciera lo que hiciera, invariablemente se las arreglaba para poner al mundo en contra suya. —Es tan solo un control de rutina —manifestó, respirando con fuerza—. Una 137


formalidad con carácter general. Haga el bien de no tomarlo como un asunto personal, porque no hay nada de eso, se lo aseguro. Kowle sacudió el cigarro, casi consumido a fuerza de vigorosas chupadas. Parte de la ceniza cayó sobre el pantalón de Svenson, quien por añadidura estaba a punto de sofocarse a causa del humo; pero en apariencia nimiedades así no apenaban a Kowle. —Mi producción del semestre rebasó todos los topes —protestó este—. Tengo por ahí los números que lo cantan. ¡Más bien merezco una gratificación de la Compañía, en lugar de este... espionaje velado! ¡Mire —añadió, exaltándose—, más lo pienso y más se me sube la sangre a la cabeza! ¡De buena gana les...! Svenson bajó del coy, con su portafolios bien apretado entre el brazo derecho y las costillas. Tenía ácida la saliva. La cosa se iba poniendo peor de cuanto anticipara. De pronto se acordó de las alienígenas, cuya presencia se le había borrado de la mente. Las buscó con la vista y le soliviantó comprobar que continuaban en su puesto, igual que mascotas bien enseñadas. El sentir que su cabeza se situaba en un nivel algo más elevado que la de su interlocutor, quien permanecía sentado, le infundió cierta inestable sensación de seguridad. Le pareció que su tono sonaba más entero cuando dijo: —Lamento mucho que asuma esa actitud, señor Kowle. Pero mi cometido es meridianamente claro, lo mismo que su obligación, lo cual no nos deja alternativa, según veo. El otro se puso de pie a su vez, reduciendo a Svenson a su dimensión real de un solo brinco. Tiró la gruesa y negruzca colilla y la estrujó bajo la ancha planta desnuda. —Vamos a suponer que no tengo objeciones. ¿Entonces...? El supervisor registró el portafolios con dedos nerviosos y pálidos. Manoteó entre el contenido, en tanto murmuraba, bajos los ojos y encendida la cara: —Tengo aquí una copia de su contrato..., por otra parte estándar en la Compañía. Contiene una cláusula específica que determina sin lugar a dudas que... Kowle hizo un movimiento brutal, que provocó la inconveniente abertura de su toalla/toga, para humillación de Svenson. —¡Burocracia! —escupió—. ¡Ah, sí! ¡Mantienen a quinientos monigotes calientasillas para llenar la fórmula... ¿Pero quién les consigue el producto? ¿De dónde sale la materia prima que paga los sueldos de todos los parásitos de Administración? ¡Vamos, contesteme si puede..., don supervisor! 138


La prominente nuez de Svenson bailoteó en su cuello de gallina. Sin saliva en la lengua no le resultaba nada sencillo articular las frases. —Bueno, no hay por qué exaltarse, señor Kowle —barbotó—. Estoy aquí en cumplimiento de órdenes expresas de la Mesa Directiva; además, por supuesto, del apercibimiento del Consejo Mundial, así que... —¡Furaaa! —gritó Kowle, con la boca torcida hacia la derecha—. ¡Mi ropa! En silencio, una de las pelti se aproximó, trayendo un traje blanco, de una sola pieza, que ayudó a colocarse a su patrón. Svenson pudo examinarla de cerca, al tiempo que celebraba íntimamente aquella especie de tregua en la tensión. Nunca había tenido oportunidad de ver bien a un ser alienígena, fuera de las imágenes en solivídeo o las ilustraciones holográficas de los periódicos. Desde que, al codo del milenio, la navegación sideral a gran escala se hiciera realidad, con el advenimiento de la famosa pila Torr-33, la vieja ilusión de hallar vida inteligente en el cosmos había resultado una fuente de amargo desencanto para los entusiastas. Se había descontado que el Homo Sapiens era un náufrago en el desierto inhóspito del Sistema Solar. Pero, las estrellas próximas... Ahora que la Torr-33 (como más adelante la Torr-45 y la Torr-57) las hacía accesibles... No obstante, aparte de ciertas manifestaciones inferiores de la vida, emparentadas lejanamente con líquenes o bacterias, la sensación de irremisible soledad en un universo desolado y hostil fue afirmándose luego de cada nueva frustración. Hasta que, quince años después de la Primera Expedición Interestelar, la humanidad exultante recibió una noticia algo más alentadora. En Gurla, un pequeño planeta del Centauro, con atmósfera de oxígeno, pudo comprobarse la existencia de una raza de bípedos humanoides, en apariencia encuadrables dentro de algún tipo de racionalidad. Gurla, incidentalmente, era noticia en esos días por haberse comenzado la explotación intensiva de sus plantíos de boli, un arbusto de cuyas hojas se extraía la enzima básica del MAN-A, el Alimento Total, telón final para el eterno problema de la nutrición mundial, al menos en teoría. En Gurla, pues, por algún tiempo, proliferaron las expediciones científicas y las comerciales. ...Svenson observó a la pelti, procurando que su curiosidad no resultara demasiado obvia. La alienígena era de contornos aproximadamente humanos (un par de brazos y otro de piernas, simetría bilateral, manos y pies, cabeza de forma ovoide), 139


pero ahí terminaba la semejanza. La materia constituyente de su cuerpo era peculiar, de un color blancuzco como vientre de sapo; y el patrón dominante en el diseño anatómico era la curva suave. Los huesos no evidenciaban sus prominencias, como en la gente de la Tierra. No había trazas de vello, ni pilosidad visible alguna. Las diferencias entre uno y otro sexo resultaban mínimas; pero Svenson había aprendido enseguida a reconocer las abultadas posaderas y el busto algo más saliente de las hembras. Los ojos (cuya mirada Svenson demoró en decidirse a escudriñar) afectaban forma elíptica, y sus anchas pupilas semejaban cristales empañados. Ante las apariencias, el supervisor creyó poder compartir, en principio, la decepción que sacudiera al ámbito científico una vez que estudios más profundos y minuciosos revelaron el nivel mental de aquella forma de vida extraterrestre. Los tests situaban el cociente de inteligencia de los pelti (denominación convencional, formada en base a las siglas de la frase Prueba de Evaluación Liminal por Tests de Inteligencia), transferido a términos terrestres, bastante por debajo del de un adolescente mongólico. Resultaban casi ofensivamente pasivos, admitió Svenson, enfrentado a la actitud de aquella hembra. La cólera lo invadió, sorda y persistente. ¿Siempre sería lo mismo, fuera donde fuese? ¿La bota prepotente aplastando las cabezas de los mansos?... Se volvió hacia Kowle, desafiante. El hecho de que este se hubiera revestido del fino mameluco blanco, confinado su vigor animal en la tensión de la tela plastificada, causaba en Svenson un paroxismo de medrosa rebeldía. —Lo que está pasando afuera es incalificable —murmuró, entre dientes forzados a apretarse para evitar que chocaran. El otro le volvió la espalda. Hubo un movimiento casual de los amplios hombros, que estremeció de rabia a Svenson. —Lo que sea que pase ahí afuera, Suenson —y el apellido fue deliberadamente mal pronunciado—, es asunto mío. Nadie tiene por qué entrometerse. ¿Está claro? Los dedos del supervisor de ultradistritos aferraron convulsivamente el maletín. —Eso habrá que verlo —opuso. El gigante giró con brusquedad, enfrentándolo. —¿Qué..., usted discrepa? —se mofó. —No son animales —dijo Svenson, pálido. 140


Caía la tarde. Cerca del horizonte, la luna más grande ofrecía su faz purpurina. Las dos menores no tardarían en hacer su aparición, supuso Svenson; al menos, esos eran los datos que traía su Manual. Sin duda el clima era pesado y húmedo; para colmo, no había esperanza de que variase antes de siete meses. Las estaciones de Gurla eran dos: húmeda y mojada. La húmeda, que soportaban, ya resultaba bastante poco grata; pero durante la mojada diluviaría veintitrés de las treinta horas del día. No obstante, según se enteró el supervisor, esa circunstancia no alteraría en lo más mínimo la duración de la jornada laboral que Kowle imponía a los nativos. ...La escena había resultado borrascosa. Kowle lo había dejado con la palabra en la boca y se había marchado a embriagarse a cierto lugar privado. Svenson debió tragarse el resentimiento que acumulara desde entonces; la contemplación de la cuadrilla de pelti, machos y hembras indistintamente, consagrados a la recolección de hojas de boli, no hizo sino excitar su encono. Cual un melancólico y desgarbado ballet, los movimientos de los alienígenas se sucedían blandamente..., con resignación excluyente de cualquier atisbo de esperanza redentora. Cinco capataces, provistos de largos y gruesos látigos, vigilaban la faena. Svenson resopló. ¡Que atrocidades como esta ocurrieran en sus días!... No pensaba aceptarlo. Kowle podía carecer de entrañas, conforme; pero, de ser preciso, se le obligaría a conducirse como un ser humano. —Difícil, ¿eh? Se volvió, no sin algún sobresalto. Junto a él se hallaba el hombre de confianza de Kowle, un tal Saldaña. En forma automática, una frase retadora saltó al borde de la lengua de Svenson; pero algo especial que contenía la mirada del individuo detuvo el exabrupto. —¿Cómo dice? —se limitó a preguntar a su vez el supervisor. Saldaña sonrió cordialmente. Bastante jovencito el mozo; sin duda tendría varios años menos que él, se dijo Svenson, aunque su aplomo lo hacía parecer mayor. Alardeaba de la condescendencia propia del veterano, capaz de bastarse a sí mismo y sobrevivir incluso en el más inhóspito de los ambientes. —Kowle es un poco... especial —se explicó Saldaña—. ¡Me imagino que no ha de resultar muy divertido discutir con él! 141


—No vine aquí a divertirme —repuso Svenson en tono seco. La actitud del otro se le antojaba equívoca. ¿Intentaba sonsacarlo?—. Cumplo con un deber. Cerca de allí, en la plantación, los pelti, formas blanquecinas recortadas contra el cielo en proceso de oscurecimiento, emitían su extraño “canto”, una melopeya sin silabeo propio, preñada, no obstante, de tristeza y desamparo... O al menos, así sonaba a los oídos de Svenson. Saldaña se sentó junto al supervisor. Ocupaban una especie de banco rústico, hecho de un tronco de boli cortado longitudinalmente por la mitad. Rebuscó en un bolsillo del pantalón, única prenda que lo cubría, aparte de las gruesas botas, y extrajo cigarros. —¿Gusta? Ante el rechazo, quitó la cubierta de celofán de uno, que se encendió con un diminuto estampido, y lo sujetó entre los dientes, en tanto volvía a guardarse el paquete. —Son hojas de boli secas —explicó, echando humo—. Pasables... ¡De cualquier modo, por acá no hay otra cosa! —¿Hace mucho que está con Kowle? —¿Pregunta de supervisor? —sonrió Saldaña. —Curiosidad, nada más... No es para el registro, quédese tranquilo. —Hará un par de terraciclos..., dos años —declaró Saldaña—. ¡Y maldita la gracia que me hace! Svenson lo observó con atención. Aquella faz curtida, los ojos oscuros, aunque brillantes, le causaron buena impresión... Un ave, o cosa similar, lanzó una serie de graznidos, hacia el sur. Ahora el firmamento, profundamente violeta, se cuajaba de estrellas. —Sudamericano, ¿verdad? —indagó. —Ajá. De Maraguay. —Saldaña torció la boca—. ¡Mucho nombre para un país pigmeo! —No tan pigmeo —apuntó Svenson—. ¡Bien que se hizo notar cuando el presidente Carlevaro rehusó unirse a la Surfederación! Parece que les gusta la independencia, a ustedes... —Y, bien independientemente, nos morimos todos de hambre... ¡Por eso me largué Afuera! —Ya veo... No hay muchos latinoamericanos en el espacio exterior... Pero podría ser una buena forma de salir de la crisis, en mi opinión. 142


Saldaña alzó un hombro. Con el dedo cordial propinó un papirotazo a la colilla del cigarro, que voló como diminuta caricatura de aerolito. —¡Qué poco duran estas porquerías! —comentó—. ¿Crisis? —dijo a Svenson— Yo no entiendo de crisis. Lo único que me preocupa es llenar el buche lo menos dos veces al día... Esa es mi jurisdicción; el resto se lo dejo a los políticos. —¿Está a gusto aquí? —aventuró Svenson, alentado por la evidente propensión del otro para la charla. El maraguayo le lanzó una mirada irónica; luego escupió hacia un costado. —Para decírselo lo más delicadamente posible —repuso—, esto me revuelve las tripas. ¡Kowle es un bicho! —¿Entonces por qué no...? —se le escapó a Svenson. —Lo dicho. ¡El buche protesta fuerte cuando no se le atiende como corresponde!... Me quedé sin el trabajo que tenía en Rueda-2, y... Svenson parpadeó. ¡Rueda-2! ¡La Estación del Espacio! El mayor satélite artificial de la Tierra... ¡Muchos años-luz había entre eso y Gurla Centauri! Saldaña tenía todas las trazas del soldado de fortuna espacial, se dijo, envidiándolo “constructivamente”. —Estaba más pelado que suelo lunar cuando Kowle me contrató —continuó el maraguayo—. Cuando uno anda apurado agarra lo que venga...; ¡pero nada más que hasta que pase la tormenta! Estoy pensando en largarme a las minas del Cinturón... ¡Quién sabe! Se pusieron a caminar. El terreno arcilloso de aquella parte de Gurla se deslizaba sin mayor esfuerzo bajo las suelas. En torno, una vegetación compuesta por multitud de arbustos de anchas hojas, más gran número de especies arbóreas, confería un grato matiz al ambiente, sumamente húmedo aunque sin llegar a sofocar. Claro que, pensó Svenson, ellos se limitaban a andar por ahí, con toda parsimonia... La cosa no había de resultar tan liviana para los alienígenas, encorvados hora tras hora sobre los sembradíos, bajo la constante amenaza de los látigos. —¿La empresa tiene pensado intervenir en esto? —Saldaña le echó una mirada de soslayo. —Coopere o no coopere Kowle —aseguró Svenson—, yo me propongo enviar un informe completo. ¡Lo que está haciendo es inconcebible! Los peltis... —Pelti —corrigió Saldaña—. No lleva “s” final. —Como sea —continuó Svenson—, ¡no se les puede tratar como bestias de 143


carga! ¡Se están violando sus más elementales derechos, y...! La mano de Saldaña se posó pesadamente sobre el frágil antebrazo del supervisor. —¿Derechos? ¿Qué, ya los reconoció el Consejo? CONTINUARÁ…

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

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E

n esa época la ciudad estaba impregnada de odio. La gente insatisfecha buscaba quitarle lo que pudiera a sus vecinos, a sus parientes, a quien fuera; porque no podía soportar la felicidad de los demás. Esta situación había comenzado vaya uno a saber cuándo. Pero lo

cierto es que había crecido como una bola de nieve. Primero, despacio y luego agigantándose hasta atrapar a la mayoría de las personas. La venta de armas había aumentado de manera alarmante y todo el mundo había colocado rejas en sus hogares. El miedo a los demás provocó que la gente ya no se saludara en las calles sino más bien que se miraran con recelo al encontrarse por casualidad. Y que instintivamente palparan el arma que calzaban en la cintura. En medio de esta situación tan desastrosa en la ciudad comenzaron a aparecer varios cadáveres. Muchos mutilados, cortados en pedazos como con una gran tijera. Otros incinerados. Las autoridades se pusieron a investigar pero el pánico cundió de todas formas. La gente no quería salir de sus hogares y cuando debía hacerlo, salían armados hasta los dientes, temiendo hasta a sus propias sombras. El enemigo estaba oculto en algún lugar. La policía duplicó su personal y lo desperdigó por las calles. No existían pistas claras. Se suponía que los asesinos eran una banda que intentaba apoderarse del control de la ciudad. Pero no todos los crímenes eran iguales. Aunque la mayoría ocurrían por la noche. Muy pronto el número de muertes aumentó. Las denuncias sobre unos extraños seres comenzaron a inundar las seccionales de policía. En principio se pensó que era parte de la psicosis colectiva. Después no tuvieron más remedio que creer en ellas porque varios agentes que patrullaban aseguraron haber visto unos monstruos horribles que deambulaban por las calles. Y las descripciones coincidían con las denuncias. Se redoblaron esfuerzos en pos de la búsqueda de estas criaturas, hasta que un día en medio de un baldío varios policías acabaron a tiros a uno de ellos. Parecía venir de otro planeta. Tenía largos tentáculos terminados en pinzas poderosas como las de los cangrejos. Era tan grande como un hombre y su cuerpo color gris-verdoso se sacudía como una enorme gelatina. Se lo llevaron para estudiarlo. La información de su hallazgo fue ocultada hasta no saber exactamente de qué se trataba. 146


Los muertos siguieron aumentando entre la población humana. Una noche, alrededor de las cuatro de la madrugada, un hombre de mediana edad llegó a una seccional de policía, en estado deplorable. Estaba temblando y casi no podía hablar. Se veía que venía huyendo de algo. El encargado de la comisaría lo interrogó y el hombre relató lo que sigue: ⎯Hace como dos horas, yo estaba acostado en mi cama, sin poder conciliar el sueño. Entonces sentí un ruido extraño, como si algo se arrastrara cerca de la puerta de mi casa. Pensé que podía tratarse de alguien herido ⎯como han habido tantos crímenes últimamente⎯, así que me acerqué a la puerta y escuché. Alguien gemía. Llevaba mi revólver en la mano, por si acaso... ⎯hizo una pausa para tomar aliento, el sudor le corría por la frente⎯ Al acercarme sentí un olor nauseabundo que no pude identificar. Observé por la mirilla y no vi a nadie. Dudé unos instantes en abrir la puerta. Tomé fuerte el arma con una mano, le quité el seguro y con la otra mano fui abriendo la puerta sigilosamente ⎯el rostro del hombre se volvió pálido y la voz se le entrecortó⎯; no vi nada. Y de repente algo me oprimió el tobillo. Disparé asustado un par de veces hacia el suelo. Entonces lo vi. Un tentáculo me tenía atrapada la pierna y al disparar el arma me soltó. El monstruo se irguió y se abalanzó sobre mí. Corrí hacia mi cuarto y me encerré. Por debajo de la puerta metió uno de sus asquerosos tentáculos. Seguí disparando el revólver hasta que se me terminaron las balas. El monstruo empezó a empujar la puerta hasta que la arrancó. Me dirigí hacia la ventana tratando de escapar tirándole todo lo que encontraba hasta que pude huir. Corrí cuadras y cuadras y el monstruo me perseguía. Todavía creo que me sigue. Tengo miedo de que me encuentre. El policía lo tranquilizó y le dio un vaso de agua. El hombre aún temblaba, los ojos desorbitados. Se quedó allí mientras el miedo se le fue pasando. Esa misma noche en otra seccional una mujer relataba una historia similar. Y luego fueron más. Pero las víctimas iban en aumento y los monstruos también parecían aumentar. Mientras tanto, en un laboratorio cercano… Una científica realizaba muestras de células del monstruo muerto tratando de encontrar algo que sirviera para exterminarlos. 147


Si solo pudieran agarrar uno vivo. Y así fue. A los pocos días, luego que las autoridades advirtieran a la población por cadena de radio y televisión los peligros que se avecinaban, un fabricante de trampas para ratones logró atrapar a uno de estos seres. El monstruo se debatió en vano tratando de liberar su tentáculo de la trampa de hierro que lo aprisionaba. Advertido de esto, el sujeto rodeó al monstruo con tantas trampas como pudo hasta que apresó cada tentáculo. Luego con un palo le asestó una serie de golpes en lo que parecía la cabeza y lo desmayó. Llamó inmediatamente a la policía y esperó ansioso. Lo encerraron en una jaula con barrotes reforzados y se lo llevaron al Centro de Investigaciones Biológicas. Allí la científica junto a un grupo de colaboradores se encargaron de estudiarlo. Lo sometieron a exhaustivos análisis de todo tipo incluyendo exámenes cerebrales para conocer el grado de inteligencia que pudiera tener. Allá afuera sin embargo, solo salía la gente a la calle en caso de necesidad, con escopetas y revólveres en la mano. La venta de trampas, venenos y gases paralizantes aumentó enormemente. Todos querían estar preparados para un eventual ataque. Las fuerzas armadas patrullaban la ciudad y la policía montaba guardia en todas partes. El animalejo se debatía furioso en la jaula. A su alrededor varios científicos observaban atentamente sus reacciones. Las muestras que se habían tomado indicaban una alta capacidad de mutación celular que posibilitaba adaptarse a cualquier medio ambiente aun con las condiciones más desfavorables. Las ondas cerebrales también variaban según el medio. El índice de inteligencia era superior. Cuando se lo sometió a pruebas de comportamiento se encontró que ante la hostilidad respondía con hostilidad pero al trato pacífico respondía con cariño. La científica elaboró una teoría y rápidamente intentó comprobarla. Se acercó a la criatura y comenzó a hablarle en tono suave, pausado, casi maternal. Algunos de los científicos temieron por la vida de la doctora cuando esta introdujo su brazo en la jaula para acariciar al monstruo. Pero debieron tranquilizarse al ver que este se dejaba tocar y emitía sonidos suaves como los de un niño. El monstruo sacó uno de sus tentáculos fuera de la jaula y acarició también a la mujer que se hallaba en cuclillas del otro lado. Ella continuó acariciándolo y hablándole tiernamente. El monstruo balbuceó varias palabras en un idioma extraño que nadie ⎯por supuesto⎯ 148


entendió. Después se acurrucó lentamente hasta quedarse inmóvil. El polígrafo marcaba que el ser se había dormido. Los sensores que señalaban el nivel de las emociones registraban un grado de hostilidad o nerviosismo bajísimo, algo increíble en un organismo que hacía tan solo unos minutos demostraba una agresividad enorme. Nadie que lo hubiese visto un rato antes podría pensar que se trataba del mismo individuo. Otras criaturas fueron atrapadas en los siguientes días y llevadas al laboratorio. Se procedió a realizar los mismos experimentos con todos ellos y todos reaccionaron de la misma manera. Si se los trataba bruscamente o se los amenazaba se ponían furiosos a tal grado que si alguien hubiera sido alcanzado por una de sus pinzas lo hubiera partido en dos. Pero cuando eran tratados con cariño se convertían en seres dóciles y juguetones como un perrito. La teoría de la científica estaba siendo corroborada. Los monstruos poseían sensores que captaban la energía humana y por lo tanto, ellos se comportaban acorde con esa energía. Se deberían establecer relaciones amigables con ellos si los humanos no querían seguir pereciendo. Lamentablemente la mayoría de los científicos no estaba de acuerdo con esta teoría e inmediatamente acusaron a la doctora de sensiblera y poco apta para desempeñar sus funciones. Se la quiso retirar del cargo y nombrar otro encargado en la investigación. Los militares por su parte estaban dispuestos a entablar la lucha con los enemigos y exterminarlos. Ella no se inmutó con todo esto e intentó continuar con su trabajo y quiso liberar a uno de los monstruos, para demostrar que no atacarían a menos que los humanos estuvieran pensarlo hacerlo. Pero fue inútil, no la dejaron y se la llevaron de allí. La acusaron de loca y la encerraron. La lucha se desató y aún hoy continúa. Yo escapé de la ciudad antes que todos parecieran. Estoy buscando ayuda para volver con gente que sea capaz de querer y aceptar a estos seres tan diferentes a nosotros. Creo que si somos suficientes con capacidad de amor, los seres dejarán de atacar. Aunque para eso debemos convencer primero a los humanos que todavía están peleando.

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GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTE

Uruguay

Blog: https://miscuentos17.blogspot.com

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