EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 58 DICIEMBRE 2020

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5

NRO 58 — DICIEMBRE 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE UN EXISTencialismo POP JUAN PABLO SOSa 8 USHUAIA

LEANDRO SOTo 14

EL VIAJE MARINA SOSa 18 CRACK, CRACK

SEBASTIÁN BARRERa 22

UN BUEN TRABAJO NIGROMANCIA

MARCELO MEDONe 27

ADÁN ECHEVERRÍa 32

CUIDADO CON LO QUE PIDES

CARLOS ENRIQUE

SALDÍVAr 40 VENGO DE NOCHE MARIO GAVINO TORRES VALDIVIa 44 LOS POLLOS CRIOLLOS

BALTASAR BOTAVARA 48

soñando despierta deseos

graciela matrajt 53

liliana celeste flores vega 58

mi mujer debería llamarse gin

verónica

schiliro 62 reminiscencias del pasado

damaris gassón

pacheco 68 un ángel de verdad: siendo el mismo, era otro santiago risso 72 la casa nueva moscas

j.r. spinoza 77

manuel serrano 82

convocatoria de suicidas oswaldo castro alfaro 85 en el campo de batalla

ronnie camacho barrón

88 oscilación bombín

gustavo vignera 93 inaki ferreras 97

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pantano patéticos

josé a. garcía 100 juan iriarte méndez 104

no hay vacuna para este mal

javier arroyo

111 primera necesidad valió la pena

carlos m. federici 114

lucía oliván santaliestra 122

cuatro magos

álvaro morales 124

transporte cuántico luciano andrés valencia 128 114

lourdes cucco 134

la voz de la mariposa maximiliano aime 139 ser mi deseo jordi manau trullás 142 el viajero aire de agosto

marti lelis 148

salvador eli galván cantua 150

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L

a música que salía de la radio se detuvo con un espasmo de interferencia y por unos segundos Fermín no escuchó nada más que el sonido hipnótico de los neumáticos contra el pavimento. Avanzaba solitario con el auto de su padre por la ruta que bordea la costa con

destino a Miramar. A la derecha del camino se extendía el campo, con su paisaje continuo de alpinos y casas bajas bañadas por la luz del atardecer, que aparecían en la distancia como piezas de orfebrería cuidadosamente colocadas. Intentaba asomar la mirada a la izquierda para ver el mar, pero lo enceguecía la luz del sol que se ponía por el horizonte y se reflejaba en el agua como si en ella habitaran un millón de estrellas. En Miramar lo esperaba Sofía, la amiga de su hermana. Ella era un año menor que él, tenía diecisiete y todavía le quedaba un año de colegio. Él ya lo había terminado. Se conocían desde hacía mucho tiempo, de cuando eran chicos y ella iba a su casa a jugar con su hermana. Pero la primera vez que tuvieron un acercamiento más íntimo fue hace apenas unas semanas atrás, en la fiesta de fin de año en la casa de un amigo en común. Cuando pensaba en Sofía recordaba los besos que se habían dado esa misma noche. Debajo de un árbol gigante que crecía en los fondos de la casa, se sumergieron en una profunda oscuridad, apenas acariciada por unas luces tenues que llegaban con el rumor de la fiesta. Fermín rememoraba cada momento que había pasado con ella. Podía sentir en sus dedos la suavidad de las mejillas de Sofía, ligeramente aterciopeladas por el maquillaje que llevaba. Pensaba en ella y casi podía sentir la humedad de sus labios tiernos y cálidos contra los de él. Al término de cada beso ella mantenía sus ojos entrecerrados, escondidos detrás de su flequillo rubio exageradamente largo. Cuando los abría lo miraba y le dirigía una sonrisa irónica con su boca diminuta de labios rosados. Después de besarlo, ella miraba hacia abajo y tanteaba en la oscuridad hasta encontrar la botella de vodka que habían agarrado de la mesa de la cocina. No tenían idea de a quién pertenecía ni les importaba. Fermín lo bebía dando pequeños sorbos tímidos y furtivos como si quisiera conservar para sí la quietud y la calma de la noche. Una noche tan frágil que se desvanecería en el aire, como el humo de los cigarrillos, si el vodka en la botella se terminaba. Mientras manejaba el auto de su padre por la ruta, Fermín trataba de retener en su memoria cada instante de aquella noche con Sofía. El recuerdo de su cuerpo cálido contra el de él era como una lluvia caliente y espesa que lo sumía en un apacible sueño. Tan solo unos meses atrás Fermín había sacado el registro, y era la primera vez

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que salía a la ruta solo. Manejaba confiado, a una velocidad que le parecía la adecuada, ni muy rápido ni muy lento, con la atención propia de la falta de costumbre. Pero estaba tranquilo porque conocía muy bien el camino, lo había hecho muchas veces, siempre como acompañante. Se sabía de memoria cada una de las curvas de esa ruta desde que era chico. Había pasado cada verano de su vida en el mismo lugar. La casa de vacaciones de su familia estaba cerca del faro de Punta Mogotes, en las afueras de Mar del Plata. Era un alpino pequeño de maderas blancas y tejas rojas, un poco desgastado por el paso de los años. Estaba ubicado en el centro de un enorme terreno cubierto por un césped impoluto de un tono oscuro, rodeado por caminos de tierra. La familia llegaba cada año en los primeros días de enero y se iba antes de que terminara Febrero. El resto del año la casa permanecía deshabitada. Desde que era chico Fermín fantaseaba con el aspecto fantasmagórico de la casa en las noches frías de invierno. El pasto crecido y putrefacto, la fachada carcomida como un árbol muerto. Solo conocía la casa en verano, cuando se llenaba de vida. A Fermín le parecía que solo bastaba correr un velo invisible para revelar las conjuras malignas del invierno. Cuando salió por la puerta para dirigirse a Miramar, las luces del patio ya estaban encendidas. Junto con las últimas luces del atardecer, que se difuminaban en un cielo violáceo y rojizo, los faroles encendidos le conferían a la casa un aire de bienestar. Había sido un día de mucho calor. Fermín había vuelto de la playa más temprano que de costumbre para prepararse. Se había puesto su mejor camisa. La había lavado la noche anterior con jabón blanco. Despedía un suave perfume de pureza química que le pareció reconfortante. En el patio se extendía una hilera de mesas cubiertas con manteles que parecían provenir de todas partes. Los padres de Fermín habían organizado un asado junto a algunos vecinos y amigos de la playa. Pronto todo el patio se llenaría de gente. Personas que hacía tan solo un rato tenían el cuerpo cubierto de arena y mugre, se presentarían recién bañadas, con ropas impecables, cargando fuentes con carne, ensaladas y postres. Fermín se lo perdería, y no podía estar más contento. Sentía que un destino mejor lo esperaba muy lejos. Sofía había llegado unos días atrás. Pasaría el verano en la casa de vacaciones de sus abuelos, que estaba en el centro de Miramar. Habían quedado en encontrarse en la plaza donde nacía la peatonal. Mientras tomaba una de las curvas de la ruta, Fermín contempló los edificios que aparecían a lo lejos entre la neblina. Los débiles rayos del

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sol iluminaban la ciudad como si fuera a desvanecerse en una muerte crepuscular. Sabía que cuando llegara sería de noche. Se preguntaba si Sofía estaría pensando en él. Si recordaría sus caricias y la forma en que la miraba mientras bebía vodka. ¿Trataría de retener en su memoria la sensación cálida de los besos que él le había dado? ¿Se entristecería ella también ante el inevitable deterioro de la casa de verano de sus abuelos? ¿Sería el invierno para ella una época maléfica y solitaria? Mientras avanzaba por la ruta, la radio del auto sintonizaba una señal marplatense de poco alcance. A pesar de las interferencias, era la única que se podía escuchar, así que la dejó. Pero seguía en silencio después de la última interrupción. Apenas emanaba una estática casi imperceptible, que se difuminaba en el andar soñoliento del auto. Una pequeña explosión de sonido salió de la radio. Luego otra y luego otra hasta que se unieron en una lluvia de intermitencia continua que aumentaba de volumen. El sonido era muy molesto, provocaba una tensión en su cuerpo similar a la que provoca el chirrido de una tiza contra un pizarrón. Detrás de esa cortina de lluvia electrónica empezó a sonar una música, y en apenas un par de segundos la interferencia bajó hasta llegar a umbrales que le parecieron tolerables. Fermín reconoció las notas iniciales de la canción. Era Enjoy the silence de Depeche Mode. Le pareció gracioso que fuera esa canción y no otra la que empezara a sonar. El comienzo de la letra no podía ser más oportuno: palabras violentas que rompen el silencio. Siempre eran las mismas canciones en esa radio. El pop de los años ochenta resonaba en su memoria por todas las veces que había recorrido esa ruta con su familia en la hora del crepúsculo, después del día de playa. Los sonidos se fusionaban con el paisaje del campo, con sus pastizales salvajes acariciados por el viento que venía del mar. Pensaba en el videoclip de la canción, en el que un rey solitario, como exiliado de su propio reino, deambula por el campo hasta llegar a la costa. Se veía a sí mismo caminando por los sembradíos que se extendían más allá de las casas; iluminados por las últimas luces de la tarde parecían una extensión geométrica e infinita del mundo hacia la oscuridad de la noche. El lugar donde se esconden las canciones de la infancia. Un lugar por donde nunca había caminado, pero que recordaba siempre que escuchaba esas canciones, como si se tratara de un existencialismo pop en donde es posible sentir nostalgia por un pasado jamás vivido. Se preguntó si a Sofía le gustaría esa canción. La imaginó paseando en una bicicleta antigua por las calles de Miramar, sumergida en el profundo sueño de las

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canciones que ella escucharía. O tal vez estuviera en compañía de sus amigas. Como era costumbre, las chicas se paseaban por Miramar con bicicletas antiguas que habían pertenecido a sus abuelos. Pensó que tal vez ella no le prestaría atención y se sintió insignificante. Sabía que nada de lo que ella hacía lo hacía por maldad. Comprendía que no tenía por qué ser así. Sabía que él no era el único al que Sofía había besado en la fiesta de fin de año. Cuando la vio besándose con otro chico debajo del árbol que les había pertenecido, todavía sentía el gusto avinagrado del alcohol combinado con la dulzura de la boca de Sofía. Era un sabor que le parecía perverso. Pero sabía que nada de lo que ella hiciera tenía que ver con la perversión. Lo que lo mataba era la incertidumbre. Quería saber si él significaba algo para ella. Si lamentaría su muerte. Si lloraría el día que él dejara de existir. La canción de la radio no había llegado a la mitad, cuando Fermín empezó a incomodarse por primera vez desde que había salido a la ruta. Se acercaba hacia una camioneta destartalada y derruida, sin luces, que avanzaba lentamente delante de él. Decidió pasarla por la izquierda, lo que implicaba cruzarse al carril del sentido opuesto. No lo había hecho nunca, pero había visto a su padre hacerlo muchas veces. El camino iba en subida. Calculó que antes de llegar a la cima y empezar a bajar ya la habría pasado. Pisó el acelerador a fondo y unos segundos después, cuando estuvo a unos metros de la camioneta, se dispuso a pasarla. Giró el volante hacia la izquierda y empezó a sentir el vértigo que le corría por todo el cuerpo. La aguja del velocímetro giraba con lentitud, apenas se movía. El auto aceleraba, pero no era suficiente. Mientras avanzaba por el carril izquierdo, una luz irrumpió en la cima del camino, fragmentándose en dos haces de luces más pequeñas. El corazón le empezó a latir con fuerza y su respiración se hacía cada vez más pesada. La canción de la radio se convirtió en un ruido insoportable y a Fermín le pareció que sonaba cada vez más fuerte. Logró poner su auto a la par de la camioneta, pero solo consiguió sacarle una mínima ventaja. Sintió que se sumergía en un sueño espantoso, de esos en los que uno intenta correr pero no puede. Comprendió que no tenía idea de lo que estaba haciendo. El paisaje del campo y el mar lo envolvieron como si se le vinieran encima y lo abrazaran en un arrullo terrorífico. Estaba petrificado. El miedo le impedía pensar. Sabía que todo estaba pasando muy rápido aunque sentía el tiempo detenerse delante de él. Sintió calor en todo el cuerpo y un nudo en la garganta. El miedo lo hizo llorar hasta que por fuerza de su propio llanto el miedo se convirtió en angustia. En un

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delirio fugaz imaginó a Sofía esperándolo en la esquina de la plaza. Su único deseo ahora era saber si ella lo habría esperado por siempre. Las luces que venían a su encuentro lo enceguecieron. La música dejó de escucharse. El silencio previo al impacto duró toda la eternidad.

JUAN PABLO SOSA

Argentina

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E

l avión cierra las puertas. Mi mujer y yo nos ponemos los cinturones de seguridad. La azafata comienza con los protocolos. Nunca presto atención, hacerlo sería predisponerme a la desgracia. Mi mujer, en cambio, los sigue hasta el mínimo detalle. Por alguna razón el avión

no se mueve. La gente se empieza a impacientar, la azafata habla por el teléfono que tiene al lado de la puerta. No se escucha lo que dice. Una señora de blusa blanca le pregunta qué está pasando. Afuera llovizna y la pista está empapada. El vuelo será corto: Buenos Aires - Ushuaia. Tenemos que revisar los papeles de una escritura. Nada complejo. Hace años que viajamos juntos. Aprovechamos que tenemos una casa ahí y nos tomarnos unos días de descanso. Cuando terminamos los trámites, cada uno hace lo que quiere sin necesidad de consultarle al otro; hasta habitaciones separadas tenemos. Eso sí, termina el día y cenamos juntos en un resto bar del centro que nos gusta a los dos. Con el tiempo la fría paz de Ushuaia nos terminó acostumbrando a una soledad compartida que es lo más cómodo para los dos, pero que en Buenos Aires por alguna razón la ocultamos. No veo la hora de llegar, estoy tan cansada. Dice mi mujer mientras reclina el asiento hacia atrás. No le contesto. El avión no se mueve. Ahora la llovizna es una cortina neblinosa que el viento mueve para los costados. La señora de blusa blanca se impacienta; quiere saber lo que pasa, pero la azafata se le escapa. Por fin la voz del piloto nos anuncia que debido al clima saldremos en unos minutos. Algunos pasajeros se quejan, otros espían por las ventanillas. Del otro lado del pasillo, una nena me saluda. No debe de tener más de cinco años. Le devuelvo el saludo poniéndome bizco y sacando la lengua; esto se repite unas diez veces. La nena se ríe. La madre le dice a la nena que no tiene que molestar a las personas. La nena insiste y yo le sigo el juego. Me gustan los chicos; me hubiese gustado tener muchos hijos, pero mi mujer no puede. Lo buscamos por todos los medios; no hubo caso. Ella quiso que adoptemos, pero yo me negué rotundamente por pura vanidad; y esa estúpida vanidad fue una puñalada de muerte para mi mujer. Pero de eso me di cuenta mucho tiempo después, cuando ya no se podía hacer nada y la herida se había llevado todo lo que ella tenía para dar. Mi mujer busca de manera enloquecida dentro de su bolso. Se le cae el lápiz labial al suelo. Me agacho para levantárselo. Ella hace lo mismo al mismo tiempo y nuestras cabezas chocan.

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La puta madre se queja. Tranquilizate. Me voy a tranquilizar cuando dejes de hacer boludeces. No es para tanto… Finge no escucharme. Saca de su bolso una revista de moda y la abre en cualquier página. No le importa. Se pone a leer por milésima vez una nota de comida vegana. La nena insiste en saludarme, pero esta vez no le respondo. La nena se pone a llorar y la madre me mira con cara de culo. El avión sigue sin moverse y la nena no para de llorar. Se acerca la azafata y habla algo con la madre. Insoportable, no lo puedo creer… Y mi mujer no termina la frase. No le voy a contestar. Sé lo que siente y lo que quiere y no la culpo. Por eso, busco el ipod de mi bolso de mano. Me pongo música. La madre de la nena la abraza contra su cuerpo y le hace caricias en la espalda. Al rato la azafata le trae un alfajor y un vaso de coca. La nena se calma. Me saco los auriculares. En el avión solo se escucha los golpecitos metálicos de la lluvia contra el techo. Tengo ganas de hacer una excursión digo. ¿Cuál? No sé. Nunca sabés y terminás haciendo lo mismo. ¿Y vos? Nada, me voy a quedar en casa durmiendo o viendo la tele. A lo sumo saldré a caminar. Ves, vos también terminas haciendo lo mismo. La azafata habla de nuevo por el teléfono. Dice todo que sí. Parece que vamos a despegar. Harberton digo. Obvio. ¿Cuál es el problema si no vas a venir? Nos quedamos en silencio. El cuerpo me pesa. Los huesos me duelen. Los ojos

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me queman como hornallas encendidas. Y quizá por eso digo algo que no había dicho nunca, algo sencillo, pero hasta ese momento impronunciable para mí: “Perdoname”. Mi mujer me mira a los ojos. Puedo ver el asombro dibujado en su cara. “Perdoname” repito más fuerte. Lo digo por tercera vez y ella me esquiva la mirada. El avión se perfila en el extremo de la pista. Mi mujer me toma de las manos y me acaricia, siempre lo hace antes del despegue; ni bien el avión levanta vuelo, me suelta. Sus manos son feas y ásperas como garras de buitres. Harbertón…dice. ¿Qué? Harbertón. Hace mucho que no voy. Es verdad… Te voy a acompañar. ¿Estás segura? Y ahora a mí se me hace un nudo en el estómago. Sí, es un lugar muy tranquilo; además fue la primera excursión que hicimos juntos. Hace casi… veinte años… más o menos. Veintiuno. Corrijo. Mi mujer sonríe; hace mucho que no la veo sonreír de esa manera; una sonrisa que le clarea la mirada. No te olvidás de nada dice. No, no me olvido lo que me interesa. El avión comienza a carretear. Las turbinas toman potencia. Tiembla todo. Parece que la estructura se va a destartalar, que el mundo se va a venir abajo y de golpe levanta la punta y en cuestión de segundos volamos por encima de las nubes. Después de doblar para un lado y para el otro, el avión estabiliza su vuelo. Mi mujer y yo todavía seguimos tomados de las manos.

LEANDRO SOTO

Argentina

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E

ma toma la cartera, el grabador, las pilas, los TDK. Cierra la puerta. Las llaves giran la primera vuelta. De espaldas a la calle, escucha el motor. Corre hacia la esquina. El colectivo podría tardar media hora más, si no logra subir. Se apura. Tiene que alcanzarlo. Piensa que el

chofer se apiadó de ella, pero no. No es el apuro de la chica lo que lo conmueve, sino sus nalgas firmes, la estrechez de su cintura, el pelo ondulado bamboleándose junto a sus senos firmes, la cara angelical, los ojos claros, su juventud. Ella lo sabe. El mismo destino de siempre, las monedas cayendo en la máquina flamante. ―¿Acá o acá? ―dice Ema, indicando dos orificios. ―Arriba, mamita. Sonríe. Le hubiera dado una piña entre la nariz y la boca, pero qué puede hacer. Por lo menos y, a pesar de la hora, el último asiento individual está libre. Se acomoda. Entre sus piernas, el bolso. De él saca las fotocopias. Otra vez “El hombre muerto”. “El hombre y su machete acababan de atravesar la última calle del bananal…” ¿Era así? Oh, sublime y loco Quiroga, escribiendo desde la selva y ese tipo cayendo lentamente sobre el alambrado y la gramilla. El sol a plomo, las doce, y la muerte. La muerte. ¿Cuántos segundos? “El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles…” Levanta la cabeza, la gira para observar a un tipo que corta el pasto con una bordeadora eléctrica. “Ese no”, piensa. Los pantaloncitos diminutos onda mundial 78, la panza asomando sobre el elástico, las piernas anchas formando un rombo, movidas por la gravedad de su propio peso, las rodillas ligeramente hacia afuera. No, ese no. Deja el apunte sobre su falda para abrir más la ventanilla. El calor de noviembre empieza a volverse insoportable. Pronto el sol caerá a plomo como en el cuento de Quiroga. Mira esta vez hacia su derecha. Un tipo joven vestido con un overol y botas negras. El cabello crespo, muy negro, corto. Su espalda no es demasiado ancha. Tal vez la barba y el bigote le hacen pensar que ese sí, ese podría venir por las calles de Misiones con un machete. Vuelve al papel. Tantas veces ha leído “El hombre muerto”. Sin embargo, de todas ellas, el recuerdo de la lectura de su padre, un mediodía, sobre la mesa de roble en la vieja cocina de la casa de Tigre, interrumpe su concentración. El hombre del overol atraviesa el alambre de púa, su padre lee y ella lo escucha con atención,

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mientras la puerta que da al patio se abre de golpe, como azotada por un vendaval repentino y da con fuerza contra la pared. El perro del vecino se lanza sobre su pequeño cuerpo infantil y devora su pecho. El libro cae, su padre se incorpora y trata de sacárselo de encima. Puede sentir cómo arranca la carne y la mastica, luego la garganta, el líquido cálido recorriéndola, los gritos de su padre, la voz de su madre, el llanto. Luego el silencio. El living despojado de muebles y el pequeño cajón donde yace. La mortaja y las flores blancas cubriendo lo irreversible. Levanta la vista de las fotocopias. Tal vez sería bueno extraer de su bolso la cartuchera para tomar un lápiz negro. Cumplir con la consigna dada por la profesora de los prácticos de Argentina II. El machete ya no está en la mano del tipo del overol, que ahora duerme con la barbilla pegada al pecho. Vuelve a la lectura. El hombre piensa acerca de la imprevisibilidad de la muerte. Ema lee “El hombre muerto” en la quinta de los Richardi, la que su hermano cuida durante esa temporada. Hace calor. El ventilador gira y solo puede traer un viento cada vez más caliente. Vuelve a servir un vaso de limonada. Se siente abatida. Cómo desearía atravesar un alambre de púa y caer accidentalmente sobre la gramilla con un puñal hundido en el vientre, para que su hermano sufra y sienta culpa el resto de su vida. Suena en el tocadiscos ‛la vie en rose’ en la trompeta de Armstrong. No es rosa la vida para el hombre que muere cada vez que vuelve a leer el mismo párrafo, ni para ella que nunca más va a ver a Osvaldo amenazado de muerte por su hermano. Tampoco verá nacer a su hijo. Él la mataría si lo supiera. Es mejor que las cosas sucedan de otro modo cuando la limonada se haya acabado. Mejor. Sus dieciséis ahí, como princesa escoltada por un dragón. El dolor en el vientre. El veneno de ratas en sus venas. Su cuerpo golpeando contra el mosaico. Ema vuelve a leer. No está escuchando a su padre, no está bebiendo limonada en una quinta. Lee en el 127 casi a punto de llegar a Triunvirato y Elcano. El señor del overol sigue allí. Profundamente dormido. Ha leído una y otra vez y el hombre sigue cayendo, el perro sigue abriendo la puerta, la limonada empieza a surtir efecto y el párrafo es el mismo. Ya debe levantarse y bajar, cruzará las cuatro barreras, esperará el 44 frente al cementerio. El tránsito está detenido. Las barreras bajas. Algo ha pasado

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en las vías. Tal vez fuera mejor esperar en el interior del colectivo y bajar en la estación. Los minutos pasan. Bajar en la estación de Chacarita implica cruzar las avenidas, y tal vez pierda el colectivo y el comienzo de la clase de Saítta que es una genia y es mejor intentar cruzar. Baja. Se detiene frente a las vías. Hay un tren que no avanza. Prefiere esperar. La formación detenida frente a todos, impide que pueda ver si viene otra, por las otras vías. Vacila. Mira el reloj. Se hace tarde. Quiroga espera en el bolso. Deberá correr las cinco cuadras desde Curapaligüe hasta Puán, y son largas. Vuelve a mirar el reloj. El sol del mediodía castiga el asfalto. La boca se le reseca. Deberá comprar un agua en el camino. Va a demorar más. Treinta minutos en el 44. La barrera sigue baja. Los autos, camiones, camionetas, colectivos hacen sonar sus bocinas. El sol le da en la cara y la enceguece. Debería cruzar. Veinte minutos y no se ha movido nadie. Maldice su inseguridad. Decide. Pasa delante del tren detenido. Alguien grita. No es uno. Son varios. No alcanza a percibir de dónde vienen los gritos ni hacia quién van dirigidos. Ha pasado el primer tren y entonces, de pronto, visibiliza otro tren en sentido contrario viniéndosele encima. Se apura, corre, intenta saltar las vías, siente el corazón saliéndole por la boca, la respiración acelerada. El tren está ahí muy cerca. Cada vez más. Pisa y el taco se hunde entre las vías. Trata de sacarlo. De arrancar su pie de la sandalia. Arroja el bolso lejos. Justo del lado hacia el que quiere pasar y se inclina hacia adelante para ayudarse con ambas manos. La bocina del tren es intensa como los gritos. No hay un puñal. El sol cae a plomo. Tampoco hay gramilla. Solo ese tren sobre Ema, y la historia vuelve a comenzar.

MARINA SOSA

Argentina

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M

i vida está atravesada por dos géneros: el terror, en las relaciones conmigo mismo, y la comedia, en mis relaciones con los demás. A los treinta años entré en una farmacia, seis días a la semana, nueve horas por día. Pude ahorrar lo suficiente como para alquilar

un departamento y me fui a vivir solo. Este trabajo era horrible, no me gustaba en absoluto, pero si me preguntaban qué quería hacer o dónde me gustaría trabajar, tampoco encontraba respuesta. Mi vida transcurría, simple, sin sobresaltos; lo más emocionante que hacía era jugar a la pelota una vez por semana. Un día, de la nada, compartí el ascensor con una chica rubia que usaba una gorra deportiva, unas calzas como de gimnasio y parecía de unos veintilargos. Nos saludamos, ella miró para abajo y yo, entre piso y piso, levantaba la cabeza e intentaba ver si me miraba. Claro que no. No soy, vamos a decir, lo que la gente llama una persona muy atractiva y los chistes no se cuentan en silencio, así que era imposible entrarle por algún lado. Ese día lo pasé entero pensando si me la volvería a encontrar por los pasillos, no la había visto nunca, lo cual era raro porque yo andaba bastante por el edificio, hasta me han llegado a confundir con el encargado. La sorpresa fue grande cuando el portero me contó que vivía en el piso de arriba al mío, exactamente en el mismo departamento. A partir de ahí empecé a vivir exclusivamente para ella. Salía al balcón cuando escuchaba algún ruido y asomaba un espejo para ver qué hacía; claro que no se veía bien, pero a veces me encontraba con algún brazo asomando. Así descubrí que tenía un perro y que fumaba; también que tenía una vida social activa, muchas amigas, muchos amigos. Tenía que pensar, ahora, la manera de llamar su atención. Se me ocurrió que podría simular una conversación por teléfono en mi balcón, hacer como que hablaba con algún amigo y que ella escuche mis ingeniosas contestaciones y remates. Me encontraba, entonces, esperando a escuchar algún ruido para salir al balcón y casi gritar: ¿Qué hacés, Pato? Ya te expliqué que el amor no es matemático, no es dos más dos… Al final, es como te decía yo… nacemos para morir, nada tiene mucho

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sentido. Y así pasaron los días, pensando cómo sorprenderla, cómo llamar su atención, haciendo estupideces. Incluso llegué a comprarme un perro para ver si podía hacer que se relacione con el de ella en el patio, como en las películas. El perro que adopté resultó ser un chanta, no se acercaba a jugar, sino que se quería montar a toda costa al perro de Juana ah, sí, sabía que se llamaba Juana porque el portero también me contó eso. Imagínense la cara de ella cuando vio que venía un callejero bastante más grande que su caniche y se le tiraban encima; enseguida lo levantaba, me miraba con una falsa sonrisa, me saludaba y se iba. Así que ahí estaba yo, obsesionado con una vecina, en un monoambiente y con un perro nuevo que ni nombre le había puesto. “Ch”, así lo llamaba cuando se me escapaba corriendo, entonces así le quedó: “Ch”. En el mientras tanto el tema de cómo llamar la atención de Juana se fue haciendo cada vez más recurrente, en el trabajo pensaba eso, mientras miraba la tele, cuando jugaba a la pelota, siempre. Soñaba con Juana, que me veía en el ascensor y me decía: “vos sos el del perro del patio, ¿no? Vivo en el tercero, vengan así se hacen amigos con la mía”. Así estaba viviendo. Todo cambió un martes, no me olvido más. Eran como las ocho de la noche y yo volvía de trabajar. Cuando llamo al ascensor aparece ella desde la puerta de la calle y me pregunta si subo. Mi oportunidad. Le respondo “No, bajo”. Pensé que esto podía ser gracioso, considerando que estábamos en la planta baja. Me mira como sin entender, se muerde los labios como reprobando mi actitud y empieza a subir por las escaleras. Listo, la cagué. Qué pelotudo. Llega el ascensor, subo a mi piso y me hundo en la locura, “¿qué hice, cuán pelotudo hay que ser?” Camino de un lado al otro del monoambiente, me agarro la cabeza y me tiro de los pelos. Tuve la oportunidad perfecta de hacer el chiste perfecto, o ningún chiste, de subir con ella, preguntarle cómo estaba su perro, lo que sea y la cagué, terriblemente la cagué. Salí al balcón a ver si la escuchaba decir algo, hablar con alguna amiga y contarle lo que pasó, pero nada. Me estaba matando la culpa y la intriga. Decidí subir. Me cambié la ropa de la farmacia y fui por las escaleras. Ni había pensado qué le iba a decir, iba a tocarle el timbre ¿y qué, pedirle disculpas? No era para tanto, pero

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tampoco podía quedarme callado. Entre un pensamiento y otro estaba en el tercero B, su departamento. Estaba transpirando. Decidí no tocar el timbre cuando ella abrió la puerta. Me miró sorprendida. Yo la miré, hice algún gesto bobo con la mano y ella me interrumpió: ¿Te ayudo con algo? Te quería pedir disculpas por lo de antes. ¿Cómo sabés dónde vivo? Y acá me transformé. No podía decirle nada sin confesarle que le había pedido al portero su nombre y piso, es decir, sin quedar como un psicópata. Entonces miré para los costados y le rompí la nariz de un golpe. Ella se agarró la cara y la sangre salía a montones, tenía toda la remera blanca manchada y, tengo que confesarles que me encantó verle las tetas manchadas. La empujé dentro de su departamento que todavía estaba abierto. Ella gritó y yo le pegué otra trompada, ahora en la mandíbula y le dije que si vuelve a gritar, la va a pasar peor. Se sentó en el sillón con la cabeza arriba por la sangre que seguía saliendo. Le puse un toalla y me senté junto a ella. Le expliqué lo sucedido. Le dije que le pegué y todo esto porque no quería quedar como un loco y que estaba enamorado de ella desde el día del ascensor. La sangre había parado de salir un poco, tenía la nariz levemente torcida a la derecha, me miró y asintió con la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas, no sé si era por las palabras que le acababa de decir o por el tema de la nariz rota. A todo esto su perro no había parado de ladrar un segundo, pero como era un caniche ni me preocupé; lo agarré y lo encerré en un cuarto, creo que era su habitación. Me quedé con ella sentado, mirándola y acariciándole el pelo. Ella no gritaba ni se movía, simplemente miraba para arriba por el sangrado de la nariz y de vez en cuando me miraba de costado. Le dije que no quería lastimarla, que fue todo un mal entendido y que, incluso, me había arrepentido de tocarle el timbre; que fue ella la que forzó todo cuando abrió la puerta tan bruscamente. Mi cabeza se tranquilizó. Al fin estaba con ella, en un departamento los dos solos, hablando, tranquilos. Le pude explicar lo que pasó y ella lo había entendido. De ahora en más, solo quedaban cosas buenas entre nosotros, quizá vivir juntos, incluso, por qué no, nuestros perros podrían también ser pareja y tener crías.

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Cerré la puerta con llave, le saqué el celular y le pregunté si quería tomar unos mates. Me indicó dónde estaban las cosas y yo lo preparé. Cuando me senté con el agua caliente me dijo que no podía tomar nada porque sentía muy inflamada la boca y la nariz. Le dije que se quede quieta e intenté acomodarle la desviación, sentí unos “cracks” con mis movimientos y me pareció que lo había hecho bien. Nada de eso. A los pocos segundos los ojos se le hincharon como dos bolas, no podía ver nada y volvió a gritar. Le pegué de nuevo. Le dije que se quede tranquila, que ahora yo se lo iba a solucionar. Había escuchado una vez que a los boxeadores también les pasa eso, que lo que hay que hacer es abrirle el párpado, así que calenté un cutter en la hornalla y procedí a cortar por debajo del ojo. Salió mucha sangre y como un líquido blanco. Ella volvió a gritar, así que le tuve que apoyar el cutter hirviendo en la pierna, le aclaré que la próxima se lo iba a poner en otro lado. La hinchazón cedió, ella volvió a ver, pero el piso y el sillón estaban llenos de sangre. La nariz seguía torcida, ahora para la izquierda. Me paré y la miré con un poco de distancia; moví la cabeza de un lado a otro y, de repente, la encontré muy poco atractiva. De hecho, estaba deformada. Así que agarré las llaves y me fui, ya no quería nada con esa mujer destrozada. Bajé a mi departamento, “Ch” se me tiró encima, me lambeteaba la sangre de las manos y la ropa, me senté en el sillón y pensé en todo lo que había pasado. Me dije que, por suerte, zafé de explicarle cómo sabía dónde vivía y que, quizá, cuando se recupere, tendría otra oportunidad de seducirla.

SEBASTIÁN BARRERA

Argentina

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S

ir Reginald Chichester me había ofrecido una pequeña fortuna si le conseguía un ejemplar de Dracaena cinnabari, el árbol de la sangre de dragón de Yemen, una especie clasificada como Código Rojo: en peligro de extinción según el WWF, el Fondo Mundial para la Naturaleza. Una especie

emparentada, la Dracaena draco, se puede encontrar bastante fácilmente en Marruecos y en las Islas Canarias, siendo considerada el símbolo vegetal de Tenerife y tratada con veneración por sus habitantes. Seguramente, en la convulsionada República Islámica de Yemen no serían tan celosos con la flora local, por más excepcional y rara que resultara ser. Y un retoño de una auténtica Dracaena cinnabari era lo único que hacía falta para hacerlo inmensamente feliz a Sir Reggie. Hay fanáticos con hobbies para todos los gustos. Existen los acaparadores compulsivos de animales salvajes, cada uno con sus preferencias y sus manías. Pero los coleccionistas más excéntricos y perseverantes son los de especies vegetales. Yo ya había realizado varios encargos para el viejo cascarrabias: no le atraían ni los pájaros, ni las mariposas, ni los felinos exóticos. Pero una gramínea con una flor inusual, una suculenta con hojas de forma peculiar o una epífita extremadamente rara eran algo irresistible. Como a los chicos, le gustaban las figuritas difíciles del álbum. Sir Chichester me había dicho, antes de despedirme: —Humberto, cuento con usted. Quiero tener esa planta en mi parque. Le di dinero más que suficiente para que no tenga excusas. Con él podrá comprar un ejército de ayudantes por derecha y de funcionarios por izquierda. El Old English Way de hacer negocios. En realidad, la manera más eficiente de conseguir lo que sea: money talks. Yo pago por lo que quiero: por eso pretendo resultados. Iba a hacer lo imposible por complacerlo. Sin perder tiempo, volé de Londres a los Emiratos Árabes. Siempre me había agradado ir a Dubai, especialmente en primera: un crucero de placer de siete horas. Luego me tomé un vuelo local dentro de la península arábiga, hasta Ataq, en Yemen: otra vez un vuelo de siete horas, pero ahora un verdadero suplicio por lo precario de la aeronave, el apestoso hacinamiento y el inexistente servicio de a bordo. Ni bien pisé suelo yemení, me trepé a una camioneta y partí para la costa: un viaje de tres horas por una ruta provisional que atravesaba el desierto, plagada de cráteres de bombas y custodiada por fuerzas militares leales al gobierno central en Saná.

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En el puerto de Al Mukalla me interné en el soukh o mercado local, repleto de gente que buscaba refugio del calcinante sol del mediodía. Me instalé para almorzar en una pequeña fonda y me atiborré de las exquisiteces locales: el lukham, preparado con sardinas secas al sol en salsa de tomate, el salóna o pimientos verdes a la parrilla aderezados con especias, el assett (cereales cocinados a fuego lento con caldo de miel) y el plato nacional de Yemen, el saltah, un guiso de ternera y papas con fenogreco, azafrán, cilantro y frutos secos. De postre, me pedí una porción de fata: bananas bañadas en miel. Con el estómago lleno y el ánimo repuesto de la angustiante travesía previa, me enfoqué en mi siguiente objetivo: conseguir un transporte para llegar a mi destino final, el archipiélago de Socotra, a 500 kilómetros de la costa, en pleno Mar Arábigo. En los alrededores del puerto, se me acercó un dealer local de hachís para ofrecerme sus servicios. Bastaron un par de billetes para que me conectara con el propietario y capitán de un bote a motor amarrado a pocos metros. Adib resultó ser una persona razonable, así que pronto me subí a su lancha y estábamos navegando en aguas abiertas, eludiendo el bloqueo impuesto por Al-Qaeda, que había ocupado esa región del país. Temí todo el viaje ser abordado por piratas de la vecina Somalía. Es más: no sabía si los tripulantes de la lancha, emparentados con el clan Majeerteen del enclave pirata de Eyl, no terminarían secuestrándome ellos mismos. Adib me contó que, por suerte, en realidad eran del clan Leelkase, enemigo de los primeros y que desaprobaban la piratería como medio de vida. Vivían del turismo internacional al archipiélago de las Socotra: un paraíso de arenas blancas y aguas turquesas. Llegué a la isla principal cuando atardecía. En Socotra, todo fue paz y amor. Incluso los pescadores de Qalansiyah me recibieron con los brazos abiertos, especialmente cuando les dije que les iba a dar una buena suma de dinero para encontrar mi espécimen botánico. Necesitaba urgentemente un guía local: Adib me presentó a su primo Khalil, quien se mostró muy afable y locuaz. Yo le decía, mostrándole una foto: “cinnabari, Dragon Tree” y él me decía: “La, la, la”. Yo no sabía si me entendía o estaba solamente cantando o tomándome el pelo. Quedamos en salir de expedición a la mañana siguiente. Así que me dispuse a relajarme. Khalil se tomó en serio su papel de guía y me presentó a su grupo de amigos, que parecía ser todo el mundo en la isla. Esa noche me agasajaron con abundantes dosis de deliciosos platillos típicos

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(incluyendo una versión local del saltah, acompañada por pan de sorgo), música, baile y sexo yemenitas. En medio de la orgía pedí a gritos algo para tomar y me ofrecieron café. Khalil me explicó que el alcohol es almuharamat: tabú. Desparramé billetes de 50 libras y conseguí un par de botellas de cerveza Tusker keniata. Lástima que no estaban bien frías. Tengo que admitir que el café sí era delicioso. Al día siguiente, partimos ni bien salió el sol. Caminamos por senderos pedregosos rumbo a la reserva de Diksam, donde se encuentran los únicos ejemplares del árbol de la sangre de dragón de Yemen. Yo llevaba solamente mi celular y una cantimplora; Khalil cargaba con el equipo de excavación y de recogida de material. El calor era abrasador y yo estaba agotado. Luego de cinco horas recién habíamos recorrido la mitad de la distancia. A ese paso, era imposible llegar a Diksam, hacer nuestro trabajo y regresar a Qalansiyah antes de que cayera la noche. Tenía la esperanza de encontrar en el camino un ejemplar joven de mi árbol, por improbable que pareciera. Sabía que tradicionalmente se había utilizado la savia roja de esta excepcional planta para fabricar medicinas caseras, así que no era muy disparatado que Khalil la conociera. Bajé el traductor on line en el celular y le dije a Khalil: “Código Rojo, alkawd al’ahmar”, “savia roja, alnisagh al’ahmar”, “Rojo, rojo, ‘ahmar, ‘ahmar” y me respondió: “nem, nem”. Suspiré aliviado: “nem” quería decir “sí”. Me había entendido. Le pedí por señas a Khalil que nos detuviéramos a descansar. Volvió a decirme: “La, la, la”. Harto de su cantilena, googleé la traducción: “No, no, no”. Era el colmo. De pronto, lo vi correr entusiasmado hacia un matorral que estaba cuesta abajo, en una barranca, a unos cincuenta metros del camino: un oasis verde y rojo en ese pedregal. Gritaba: “¡Naba’at aldam, naba‘at ahmar!” Saqué mi celular y busqué la traducción: “planta de sangre, planta roja”. Me precipité tras mi guía, que bajaba como una cabra montesa de Nubia. Khalil se encontraba arrodillado junto a una planta de hojas verdes con ribetes rojos y flores color sangre, exclamando: “¡’Ahmar, ‘ahmar!”, “¡Rojo, rojo!”. Le saqué una foto y la comparé con mi base de datos de plantas exóticas: era una Hypoestes rubescens, una variedad endémica del archipiélago de Socotra de la Hypoestes phyllostachya u hoja de sangre, una planta bastante vulgar. Pero el inocente ejemplar que tenía ante mis pies era toda una rareza, catalogada también con el código rojo según mis amigos del WWF. Todo esto se lo expliqué a Reginald Chichester cuando volví a Londres tres

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meses despuĂŠs, cargando una maceta con mi plantita y sin una sola libra esterlina. Los lujos en Dubai suelen ser caros. Pero Sir Reggie no tiene sentido del humor. Por eso, ahora tiene un jardinero cama adentro llamado Humberto Benegas en su mansiĂłn de Londres. No me va a faltar trabajo, de por vida.

MARCELO MEDONE

Argentina - Uruguay

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D

esde temprano, Julio y Josué compiten por los favores de Raquelcita. Me aburren, no tienen otro tema desde que recogimos las redes de niebla. No estoy de acuerdo en sus argumentos para despreciar a Patricia, aunque la diferencia de carnes entre ambas sea

notable. Cultivar a cada instante estos pensamientos resulta en extremo sexista: ¿cuál sería la reacción de ellas ante esta plática? ¿Pensarán lo mismo de nosotros? ¿Como si las mujeres se dedicaran a platicar sobre el tamaño de nuestros miembros? No es misterio el afán de su coquetería. Ahora mismo han ido al cenote a bañarse, seguras que ellos correrán a espiarlas; pero no ocultan su desnudez y la inmundicia se vuelve ajena, antigua; se tallan una a otra con lentitud, desafiantes, etéreas. En lo que a mí respecta, no siento interés por participar en competencias machistas ni en andar de espía. Desde que mi chava se largó con ese antropólogo de mierda, tres días después de casarnos, he pensado retirarme de este vicio o, por lo menos, llevármela tranquilo en lo que a parejas se refiere. ¡Qué importan dos chiquitas de veinte que aún no saben de la vida! Entiendo que su visión de lo ambiental (lo ecológico) solo es moda. Para sentirse “in”, necesitan participar en proyectos que les permitan dormir al aire libre, compartir pensamientos estériles de conservación sin otro sentido que el ligue, el destrampe. Acreditarse en la Greenpeace o en otra agencia conservacionista, presumir su activismo en las marchas contra la violencia, correr desnudas con los globalifóbicos gritando consignas que, la mayoría de las veces, ni siquiera entienden, pero “qué divertido es, sobre todo si es en la Riviera Maya”, y al concluir los estudios, casarse con un abogado o un contador que gane buena plata, no ejercer su profesión, y poder contratar niñeras que cuiden sus chamacos; pasear en sus Windstar por las avenidas, estrenar vestidos de marca todos los domingos, y viajar a Disney en verano. Cuántas compañeras de salón no acabaron así... y... no viven al día... como... ¿?.. yo... —De eso se trata —rezongó Julio— aprovecharlas cuando están dispuestitas y calientes, las muy perras. Si no te la coges hoy, otro se la cogerá mañana. —¡Benditas sean las ideas conservacionistas de las mujeres! Ojalá todas sigan su ejemplo. No las queremos para escribir un tratado de ecología. ¿O sí?... Que sepan mover el trasero es suficiente —Josué hizo una pausa— el que pierda, se queda con Patricia —volvían las apuestas. —Ni está tan flaca la Paty, no chinguen —intervine—, considero un hecho,

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que a las flacas: ¡no te las acabas! Y mi vieja era flaca, sé de lo que hablo. Son impresionantes, im-pre-sio-nan-tes... —cometí la estupidez de seguirles el juego. —Pero te dejó, maestro. Nunca pudiste “acabártela” —Julio golpeó a Josué con el codo en busca de aprobación— No lograbas complacerla. ¿Tienes mi teléfono, no? —los labios de Julio eran un sarcasmo retorciéndose; un escupitajo de hombría despilfarrando hormonas— cuando vuelva a pasarte, háblame..., o mejor, dile que me hable... —y soltaron una risa burlona que sigue en los oídos como taladro de recuerdos. —¡Chinguen a su madre! En Crucero Tabi, compraré las cervezas y una marqueta de hielo. Son las cinco de la tarde. En la iglesia llaman a misa. Los habitantes se aprietan en la entrada del templo con sus ropas de colores grises. Cargan flores y velas apagadas, y han vestido a sus hijos con ropas nuevas. Las mujeres mayores se cubren la cabeza con sus rebozos. Un murmullo de cantos alarga las caras. Pasan a mi lado y me ven sobre el hombro, como si tuviera la culpa de la miseria que comparten, como si el misticismo de sus creencias tuviera que despertar algún tipo de entusiasmo y me pudiera mover la vena, el sentimiento. Este juego con la muerte que heredamos, este no cesar de invocarla a cada instante, como si la muerte, los espíritus y el tan temido dios pudieran detener el espanto de las guerras, el avance de las plagas y la hambruna, el desempleo constante. Tanto despilfarre en estos ritos. Tengo la ropa sucia, el pelo desarreglado, y no debo oler nada bien; estoy acá, en este sitio, a un costado de la selva, por la dedicación al trabajo, a la investigación y los monitoreos, no por quedarme a rezarle a dioses que ni tenemos la certeza que nos escuchen ¿acaso mi esfuerzo les interesa a estos pelmazos? Hago contraste con el entorno cargado de olor a incienso. Soy lo contrario a sus rituales. Pero, aunque no me conmueven, no me la paso gritando: ¡bendito dios, soy ateo! Ni pretextando nada, como lo hacía mi ex: le pedí y le pedí que sanara a mi hermana y nunca se cumplió, por eso ya no creo. Que los muertos entierren a sus muertos, ¿dónde escuché esta idea? —¿Acaso no sabe que hoy se celebra a los difuntos? —aclaró el encargado de la agencia de cervezas cuando le cuestioné sobre tanto movimiento en el poblado. —¡Que se diviertan!, cada quién con sus creencias, porque hay de fiestas a

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fiestas, y nosotros tendremos la propia, concluí. Regreso a la estación de campo, en la Reserva de Tabi, mientras los murmullos del poblado se disuelven en la vegetación. Hay una mujer recogiendo flores a la orilla del camino. La camioneta se sacude haciendo que la nevera caiga del asiento. Freno. En el retrovisor otra figura femenina observa. Desciendo del vehículo. Cruza una parvada de alas cafés y ya no veo a la mujer que tenía atrás. Me trepo de nuevo a la camioneta, levanto la nevera, cierro la portezuela y pongo en marcha el motor... —¿Ustedes han estado capturando aves? —la mujer que recogía flores habla junto a la ventanilla. Contesto que hemos terminado. Me regala una de las florecitas de tajonal que recogió, y se despide con cierta amabilidad. Avanzo con lentitud por la vereda y la miro caminar, detenerse a ver las flores del camino, arrancarlas, olfatearlas. Vuelve a pasar la misma parvada, en silencio —migratorias..., estoy seguro, por eso vuelan en silencio. Apenas llego al campamento, todos agarran su chela para liberarse del calor que aprieta. Enciendo la fogata. Josué mató una boa que se había introducido en la letrina. Asada es deliciosa, así que la preparo. Servirá de botana. Cae la noche. Las dos mujeres del camino secuestran un instante el pensamiento. Enciendo un cigarrillo y miro a los compañeros. Qué alegres me parecen, qué estúpidos. Tal vez a su edad veía las cosas de la misma forma. He envejecido, no cabe duda. La claridad se arrastra fuera de la estación de campo, lejos de las cabañas, solo la fogata ilumina. Sostengo la flor en la mano, pienso en la mujer que desapareció después de darme la flor, en las aves, en el día de muertos, en la flor que sostengo en la mano, en mi ex esposa limpiándome la casa al abandonarme. Y la flor crece, disminuye, crece, se agita... cierro la mano y se deshacen sus colores, son polvo amarillo-blanco. Sé que esos cabrones hablan de mí, creen que no sé que me observan, que se burlan. Pinche Julio ya le agarró la mano a Raquel. Y el otro empieza a conformarse con Patricia, ¿no que era un hueso? Niñas tontas. Estúpidos vagos. Solo a esto vienen: “tienes un conocimiento inmenso de las aves”. No mamen, qué importancia tiene lo que digan. ¡Estoy quebrado! No me alcanza ni para la renta. De qué me han servido tantos estudios. Como a ellas las mantiene papi. Después de todo tiene razón Julio, no sirven más que para coger. Que les aproveche. Es mejor estar solo, sin que estén jodiendo todo el tiempo con los “¿me quieres?” y toda esa cursilería. Si se fue, que le vaya bien, no necesito que vuelva, ¿cómo si el amor tuviera segundas partes? ¡Qué

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chingados..! Estoy bajo la noche, me pagan por disfrutar esto, este cielo, este aroma.... ¡Qué importa lo demás! Ya casi las tienen, en cualquier momento comenzarán a buscar lejanías. A través del humo sus siluetas distorsionadas crecen ondulantes. La carne de boa asándose en las brasas acrecienta el asco. (Me quemé los labios con el cigarrillo). El suelo se mueve como si abriera las fauces para tragarme. Causa risa perder el equilibrio, sentir el vértigo. Tengo sed. Sentado en esta roca el humo de la fogata no alcanza los ojos. Los árboles petrifican la noche, se miran más altos, enormes. El calor de las llamas y el frío de la noche coinciden en el cuerpo. Brota de la piel un huracán que mece las ramas y las fricciona; sonidos que semejan serpientes en apareo. Voy a vomitar. A través de la maraña de árboles llegan cinco niños tomados de la mano. En fila rodean la fogata, giran alrededor, cantan. Trato de entender, pero no logro hilar el significado de las estrofas: la música de la grabadora, y los gritos de los compañeros mientras hablan, me lo impide. Estoy ebrio, estoy ebrio, estoy ebrio, golpeaba el pecho para expulsar la culpa, aquellos días cuando me mantenía remojado en alcohol, como una bolsita de té instantáneo; he controlado la bebida, y puedo pasármela, así como hoy, observando cómo los demás se emborrachan, pero mi voluntad es un recuerdo incómodo, ese trébol de la espalda, esas miradas de los niños, ese alucinante cantar sin detenerse. Vomito detrás de un chaká. Me ha hecho mal la carne de la serpiente, estoy mareado. Una mancha azul, brillante, intensa, escurre en el suelo. Los críos corren alrededor de la candela, riendo. Los compañeros siguen platicando, fuera de foco, beben su cerveza muy despacio. Patricia voltea a verme, soy un lindo espectáculo; tengo ganas de orinar. Y estos pinches niños giran tomados de la mano alrededor de la fogata. Mis compañeros se percatan de su presencia; voltean a verme, y consigo extender la mano señalándolos, encogiéndome de hombros. Se acercan a la fogata, ocupan su lugar alrededor de la crecida flama y la danza de los niños se detiene. Una niña camina hacia el fuego, da media vuelta, queda frente a mí; las llamas le lamen el vestido, crece su rostro en la hoguera. Continúo recargado en el árbol donde oriné, trato de no perder detalle del espectáculo, intento no caerme. Paty me busca, pero el fuste del árbol y la oscuridad me alejan de su vista. —En este lugar no se debe cazar sin pedir permiso al Señor del Monte. Aquel que lo hiciere, llegará el día que despierte y sus piernas no responderán —la niña

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regresa a su lugar. Impulsa de nuevo la danza. Dos vueltas completas y otro niño toma la palabra: —Están marcadas las espinas de la ceiba con su nombre —cierra los ojos y esconde el rostro indio sobre el pecho luminoso— aquel que se bañe desnudo en el cenote será maldito. No podrá tener hijos —traga aire y grita— hace algunos años, unos cazadores ahogaron a la niña de mi vida, en aquel cenote..., —convulsiona junto a la fogata, su voz es un hilo de amargura, el viento revuelve sus cabellos, se levantan las cenizas y las brasas, remolinos de polvo y el estruendo de las ramas de los árboles en el balanceo. Un grito sacude las espaldas, proviene de la dirección en que se encuentra el cenote. Las sonrisas desaparecen de los rostros de mis compañeros. Los niños giran su danza. El rostro alterado de Patricia es hermoso. ¿Realmente se escuchó ese grito? Josué sigue bebiendo. Julio fuma sin importar quemarse los dedos. Me contagia las ganas de encender otro cigarro. A ver si queda uno.., aunque sea uno... la inmensidad del cielo regala sus estrellas. Paty viene hacia mí, y la ronda vuelve a detenerse. Otro niño despega los labios: —El viento escapa del poblado, los sonidos de la muerte se acercan —vuelven a girar. Julio se levanta y grita desde su lugar: —¿Hey, cabrón, de qué se trata?, ¿intentas asustarnos? —Josué bebe su cerveza con los ojos colgados del movimiento de la lumbre. Paty se detiene a mi lado, le tomo la mano que hierve. Raquel se abraza las piernas y recarga su quijada en las rodillas, iluminada por el fuego puedo apreciar en su rostro el contraste de la noche. ¡Es hermosa! Si el pinche Julio se la lleva a la cama, será mi maldito héroe. Su belleza es la civilización que corre estrepitosa, la verdad del nuevo siglo, ¿y este abandono de pobreza?, ya nada encaja en este viaje al interior del estado, ella no encaja en esta profesión, en el vulgar recorrido de comunidades heridas por el abandono. No encajan estos niños de rostros indios con la piel tan blanca. No encaja el frío aumentando. Ni el comenzar a sentirme intranquilo que crece a cada instante. Raquel estira las manos hacia las flamas, y comienza a murmurar el canto de los niños. Estos se detienen y otra niña habla jalándose los cabellos: —La noche se marchita, la luz extingue. Es hora de tristezas, de lamentos, ¡cuiden a sus niños, cierren las casas, no los dejen ir al monte por la noche! —el grito atrás de mí, vuelve, esta vez más cerca. Camino hacia donde creo que proviene. Pero la oscuridad es mucha y poco mi valor. Solo veo ramas enmarañadas. Josué ingresa en la danza de los niños

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alrededor de la fogata, levanta las piernas hasta las rodillas, gira sobre su eje, aplaude, ríe sin soltar el envase de su chela. —El niño más grande tiene los ojos cerrados —le digo a Patricia mientras la abrazo. Ella toma el cigarrillo de mis dedos, le da una chupada sin dejar de mirar la ronda. Julio grita algo desde su lugar, pero no pongo atención, mis dientes se encajan en el cuello de Patricia, que echa atrás la mano derecha, jala mi cabeza para obligarme a seguir mordiendo. Josué sigue mirando el subir y bajar de las llamas, y con pequeños brincos las imita. Raquel tiene los ojos cerrados, mueve el cuerpo adelante y atrás, mientras gira la cabeza murmurando la melodía. Sigo con la vista al mayor, su piel es de un blanco brilloso. La figura de una lechuza atraviesa el humo. Es una sombra blanca deslizándose. Con su aleteo aviva las llamas, nos atrapa su hermoso plumaje. Se posa en una rama seca del chaká, por encima de mi cabeza. Sus grandes ojos penetran la pupila. El silencio se hace presente, con su garra enorme. Se detienen los murmullos, los cantos ceden. Los niños abandonan el baile, sus ojos opacos se unen al asombro de los biólogos, y posamos la mirada en el graznido del ave inmensa. Nos observa con sus redondos ojos anaranjados. Y este graznido sigue creciendo. Raquel dice entusiasmada: —¿Es una Tyto alba? —sin voltear a verla muevo la cabeza en negativa; jamás he visto una lechuza de ese tamaño. Josué que no deja de mover las piernas, dando brinquitos, dice: —¡Valió la pena el viaje! —y ataca su cerveza hasta el fondo. El cielo se ha nublado, las nubes tienen coloración rojiza, seguramente por las quemas en los terrenos cercanos... pero... estamos en noviembre. El más alto de los niños se da vuelta para quedar frente a nosotros. Dice imperativamente, mientras sus ojos grises inquietan: —¡A callar!... les diré que anuncia la presencia de esa ave... —extiende las manos sobre las llamas, su voz de seca autoridad, hace dudar en la fisonomía infantil que tiene su cuerpo. Se agacha para recoger un madero encendido, lo acerca a sus labios, sopla... Queda el brillo rojizo de la brasa. Me clava la mirada y, mientras camina hacia donde me encuentro, eleva el volumen de su voz. Su voz es grave... grave... gutural… —¡En cada pueblo, las brujas enredan en la lengua los pecados de los habitantes. Cuando cae la noche, huyen hacia el monte a levantar una fogata. Beben licores amargos. Rompen sus ropas. Bailan. Y en el éxtasis se abren las venas, mientras su sangre gotea... —ya no está sola la lechuza en las ramas del chaká, cientos de aves se

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han reunido en los ramajes: tordos, chipes, tángaras, cuervos, todas observan, observan inmóviles, silentes. Cada uno de los niños sostiene la mano de uno de mis compañeros —... nadie del poblado debe salir al monte, en noches como esta, porque la bestia ocupa los rincones, penetra los árboles, anida en las aguas, se arrastra por las hierbas y crece su sombra en la espalda de borrachos que deambulan la noche del día de muertos!— al decir la última frase, acerca su rostro al mío. Finaliza en un susurro: —¡Dicen que escuchar su canto es signo de enfermedad y muerte! —posa su mano sobre la brasa, abre al máximo los ojos, y en ellos miro mi rostro, y mis días de niño, aquella vez cuando levanté un pájaro de la carretera y lo intenté curar, había muerto, y yo pesqué una infección que me tuvo en cama dos días ardiendo en fiebre. Mi rostro entristecido, creciendo dentro de las pupilas del más grande de los niños; lo empujo para alejarlo, y mis manos atraviesan su cuerpo que se ha vuelto humo. La nube de pájaros detrás de mí se descuelga. Patricia suelta las manos de la niña que está junto a ella y se abraza a mi cuerpo, llegan las aves y la arrancan de mis brazos. Detrás de la fogata crecen las siluetas de las mujeres del camino, crecen con la oscuridad; se escucha el movimiento de las ramas, y las hierbas como si los animales estuvieran huyendo o acercándose. Me pica la palma de la mano, el polvo amarilloblanco recupera su forma de flor, y miro el rostro de la mujer del tajonal que ríe a carcajadas detrás de las sombras que proyecta la fogata. Quema la piel de la mano. Se oye el graznido de las aves enfurecidas que descienden hacia los cuerpos de los compañeros. Patricia grita ya sin ojos, intenta mantenerse de pie y huir. El cuerpo de los niños se transforma en remolino de luz, intensa luz que ciega. No puedo ver... humo..., humo..., humo, correrías y gritos por todas partes...

ADAN ECHEVERRÍA

México

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P

or supuesto, estas historias aún pertenecen al terreno de la leyenda. Mitos horrendos, sombríos, que suelen darse con cada festividad porque no hay nada perfecto en este incierto mundo, por ende, ninguna celebración lo es y, en tanto existan criaturas bondadosas, angelicales,

entre los límites de otros mundos y el nuestro, habrá también seres que ni la más perversa imaginación podrá diseñar jamás. Mucho cuidado con lo que pides para Navidad, niño, pues existe una maligna entidad que se encuentra atenta a los deseos navideños. Nadie sabe de dónde surgió, ni por qué, ni dónde vive, ni cuáles son sus verdaderas motivaciones, solo se sabe que es maldadoso, que ataca tanto a gente inocente como culpable y que su principal objetivo son los infantes. No tiene un nombre conocido, aunque se le ha llamado de muchas maneras, quizá el apelativo más difundido para este engendro sea el de «Satán Claus»; sucede que, por fuera, es exactamente igual a Papa Noel, viste como él, camina como él, se ríe como él, pero no es él. Hay quienes aún intentan averiguar por qué tal abominación vive obsesionada con lucir igual a Santa. Existen diversas teorías, aunque no nos detendremos a examinarlas. Nuestro interés en esta ocasión es comentar algunos casos espeluznantes. En el primero aparece Tania, una niña de ocho años. Solía tener muchos problemas en el colegio, por egoísta y abusiva, golpeaba a los más pequeños usando objetos duros y les quitaba sus cosas. Padecía un severo caso de egocentrismo. Una vez le clavó una tijera en ambas manos a otra chiquilla. La tijera tiene dos puntas, ¿no? Aun con todo eso, siempre salía bien librada pues provenía de una familia influyente. Para Navidad le escribió su carta a Santa Claus y le pidió ni más ni menos que el mundo; tener el planeta Tierra para hacer y deshacer en este a su antojo. Luego vino la tragedia. Hubo un testigo del incidente: su hermana menor, de cinco años. Dijo que un sujeto vestido como Papa Noel se presentó frente a la chiquilla en Nochebuena y le puso el mundo sobre su cabeza, luego lo dejó caer sobre ella, aplastándola. Sus restos pulverizados fueron hallados por toda la casa. Luego estaba el asunto de Giuliano, de nueve años, con él no había problemas de violencia, incluso era un alumno muy aplicado, sin embargo, tras su muerte, se descubrió que tenía una pequeña colección de películas y revistas pornográficas. Ese muchachito le pidió a Santa Claus una niña de su colegio, ella se llamaba Carla y tenía diez años. Lo sucedido se reconstruye a partir del testimonio de la chiquilla. Al parecer, ella sintió y oyó lo que ocurrió. Una voz rasposa le dijo a Giuliano: «¿En verdad la quieres

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para ti solito?», el infante decía «Sí» una y otra vez. «Entonces, es tuya». De súbito sintió un dolor en el estómago, algo nacía, crecía, adentro suyo, se abría paso, quebrando su carne, sus huesos. Era Carla, que surgía del interior del niño, quien, destrozado, moría. Ella, ensangrentada, aulló de terror junto al cadáver. Tardó meses en recuperar el habla. Su mente aún no sana. Quizá el tercer caso, el de Hermes, sea el más complejo. Se suicidó estas navidades. En los hospitales conocían su historia, dijo que hacía seis años pidió un regalo a Santa Claus, una pistola, para dispararles a los chicos del colegio que lo fastidiaban. Un ser igual a Papa Noel se presentó frente a él la medianoche del 24 de diciembre y le dio el arma. Sin embargo, esta hizo fuego sola, hiriéndole la pierna. Enseguida el revólver desapareció. La cosa no terminó allí. Cada vez que el infante sanaba, el objeto surgía de cualquier lugar, desde el baño, desde una ventana, desde debajo de la cama, y lo hería, aunque no de muerte. Durante años Hermes se las ingenió para evitar el maldito trasto, pero, harto del dolor y con gran parte del cuerpo agujereado, optó por cortarse las venas. Lo encontramos hace unos días en un edificio abandonado. Su rostro denotaba una inquietante satisfacción. Logramos encontrar la pistola entre las pocas pertenencias del adolescente. Hemos analizado la pólvora, las balas, las heridas cicatrizadas y recientes del jovencito, y hemos determinado que, en efecto, las laceraciones que padeció Hermes provenían de aquel revólver. Hemos guardado el arma como evidencia, aunque no se qué esperamos, quizá que algo nuevo suceda, y para eso habrán de pasar doce meses. Tal vez alguna cosa tenga lugar esta noche, no sé, soy un hombre de treinta y siete años; empero, ayer le escribí una carta a Papa Noel, le pedí acabar con todos los criminales del mundo. ¿Lo cumplirá? No lo creo, es necesario que deje de revisar casos tan sangrientos y sin resolver, y me vaya a dormir a mi cama. Ya casi es medianoche y, aunque mañana no trabajo, tengo varias cosas que hacer en mi hogar, donde vivo solo hace cinco años, desde que falleciera mi esposa. Me siento vigilado, es como si una extraña presencia estuviera observándome, siguiendo mis pasos, aguardando el momento indicado. Ya casi dan las doce, ya he terminado de cenar, apago el televisor, prendo la radio, se escuchan extraños sonidos en el artefacto, como si alguien se estuviese aguantando la risa. Suenan los cohetes en el barrio, ya casi es la hora. Escucho el «Jo, jo, jo» frente a mí, eso adquiere forma en el centro de mi sala. No es Papa Noel, no puede serlo, porque si lo fuera yo no lo podría ver. Nadie puede

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contemplar a Santa Claus. Este es otro cuya sonrisa es demoniaca, se me acerca, me señala con el dedo y me dice: «Concedido», acto seguido se ríe, sus carcajadas son macabras, al poco se difumina. Me repongo de la impresión. ¿Acaso me ha otorgado mi deseo? O tan solo ha sido una alucinación por el exceso de vino. Empiezan a oírse voces en la radio. Son periodistas que desean una feliz Navidad, y a continuación informan que en este momento hay una oleada de muerte en el planeta. Los señores de prensa se muestran consternados. No puedo ocultar una sonrisa, ha funcionado, mi deseo se ha cumplido. De repente escucho ruidos en el patio trasero, en el umbral de mi residencia, en las paredes, en el techo, por todas partes. Miro por la ventana y… ya no me encuentro en mi calle, estoy en otro sitio, tenebroso, de ultratumba. ¡Aparece un rostro cadavérico, lo reconozco: el psicópata que capturé y encerré el año pasado! ¡De inmediato surgen nuevas caras, deformes, esqueléticas, llenas de odio! ¡Sus miradas son violentas, hostiles! ¡Son delincuentes, hombres y mujeres de todo el globo! Están en el mundo de los muertos, y yo estoy con ellos; mi casa, conmigo dentro, se encuentra con ellos. Saben quién soy, saben lo que les hice. Quiebran las ventanas, destruyen la puerta, se aproximan con sus brazos estirados. Comienzan a apretar mis hombros, mi torso, mi cuello mi cabeza. Me muerden, me destruyen. Sé que cuando terminen conmigo, apareceré de nuevo en el mundo de los vivos, en mi morada, y que mi horrible deceso pasará a engrosar la lista de casos sin resolver que inundan la comandancia central de la policía de Lima. Lo peor es que esa obscena criatura seguirá haciendo de las suyas durante las navidades. Sin nadie que lo detenga, continuará lastimando gente buena y gente mala, sobre todo gente mala, como esos chicos y yo que, aunque nunca actúe como un criminal, siempre estuve al borde de la ley, cometiendo actos de los cuales ahora me arrepiento. Por eso, niño, adulto, ten cuidado con lo que pides, no vaya a ser que tu deseo sea indebido y el verdadero Santa Claus no solo lo desoiga, sino que se lo haga llegar a aquel monstruoso y sádico ser que arruina las navidades de quienes incurren en la imprudencia de anunciar lo malvados que son.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS Perú

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B

uscaba ese día desde hace mucho, no le gustaba el verano. Un pensamiento mirando al cielo: ya era hora. Era raro que lloviznara por las tardes, las partículas de agua no se decidían a tocar suelo y vagaban levitando por la calle, ayudadas por el

flojo viento marero que merodeaba indiferente, y eso le gustaba. De seguro se sentía dentro de una película o en un vídeo de música, un puto Michael Hutchence y sus posturas que le atraían tanto; llevaba un gabán negro de cuello alto, iba caminando por la plaza adoquinada y sonreía ensimismado. Así se sentía él y así de iluso y estúpidamente gótico lo conocía. Al entrar al restaurante, pidió un capuchino con crema y se sentó para esperarla. Transcurrieron varios minutos y pensó que ya no llegaría, pero antes de que su mente se perdiera en las sombras de una realidad ajena pero presente, llegó ella zigzagueando entre las mesas, disimulando una sonrisa al acomodarse el cabello tras la oreja. Un impulso hizo que casi se pusiera de pie pero supo controlarse y esperó a que se sentara. Parecía que hablaban animadamente pero guardando cada uno las apariencias, sus remedos de esculturas. Ella pidió un agua mineral que casi ni bebió, luego él la tomó de la mano y un primer escalofrío que no supo disimular recorrió su esbelto cuerpo, ahí sí se bebió toda el agua mineral de un trago. Trató de retirar su mano pero él la sujetó y le habló con más pasión, tomó su otra mano y ella la aprisionó con una ternura mórbida, casi orgásmica cuando cerraba los ojos con furia, se deseaban. No tardaron mucho y salieron apresurados del restaurante, caminaron hacia un puesto de periódicos y compraron uno, cruzaron la calle y lo extendieron en una de las bancas para poder sentarse y se abrazaron sin mirarse. Se hacía ya de noche. Él quería darle un beso en la boca y lo consiguió escalando primero por su cuello largo y blanco, luego por sus pálidas mejillas, hasta que ella se dejó llevar por el deseo contenido desde la última vez que lo había visto, una semana atrás, y lo premió con un tierno y húmedo beso de varios minutos; no tenían mucho tiempo para sus fugaces encuentros, las cosas se habían complicado mucho. El rito del beso era para ellos un acto continuo y de sublime fruición, ejecutado al pararse de la banca, caminando, dentro del taxi, en la puerta del hostal. Obviamente, los besos más sagrados se sucedieron dentro de la habitación.

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La paz que sentían al saberse libres al menos por unas horas les daba el valor para seguir el juego. Ella trataba de juntar las manos detrás de su amplia espalda y él la acariciaba debajo de la casaca y la blusa, sentía la suavidad de su piel, lo tibia que era. Ella respiraba agitada y lo hacía con mayor frenesí cuando sentía la desesperada sensación de unos dedos tratando de desabrocharle el brasier, tiró la casaca al suelo encogiendo los hombros y al abrir los ojos vio que él ya tenía el torso desnudo. Se lanzó sobre su cuerpo y cayeron a la cama, el juego de su pequeña lengua sobre sus tetillas hacía que emitiese un sonido gutural, salvaje y primigenio, se incorporó de pronto y se desabotonó la blusa desesperada. Él se lanzó a sus oscuros pezones y los succionó con un amor filial, deslizó su mano bajo la falda y rompió sus medias con ira, no llevaba trusa. Se desabrochó el pantalón y ella terminó de quitárselo bajando por la cama. Parada frente a él, con solo la falda puesta y con las medias desenfrenadamente arañadas ya era difícil reconocerla: su cabello en desorden, en combinación con su mirada enajenada de lujuria, aumento la lascivia en él. Se quitó el bóxer y se reveló ante ella con una erección completa. Ella subió a la cama al quitarse los tacones, se paró sobre él hasta que los dos sexos quedaron alineados y al bajar arrodillándose lentamente se unieron en una cadencia de progresos cada vez más acelerados y que los sumía en un vacío temporal en el que únicamente existirán ellos, por siempre. Sí, así debió de ser, como a ella le gustaba hacerlo, de la manera que le gustaba siempre, hasta el final. Cuando la vi con él, atrapé en sus ojos la sorpresa, el deslumbramiento y luego vinieron las explicaciones, los “porqué” suyos tirada a mis pies y él tapándose la pinga con una almohada y yo aguantando lo inaguantable, el silencio de lo imperdonable, lo sin excusa de sus lágrimas, la última palabra y el rostro estupefacto del amante ante el ruido del disparo, meándose de rodillas en la cama, el dolor inconsciente de sus palabras antes de salir de casa: «Voy al trabajo de Mapy a recogerla, no llevo el celular, chao amor vengo de noche», los gritos de la gente al verme huyendo, la calle fría y esta veloz adrenalina en mi auto llevándome a no sé dónde. El sudor helado en las axilas, el calor en mi pantalón que se desvanece de a poco, de tus sesos pegoteados en sus pliegues, me hace pensar en lo costoso de esta prenda y el trabajo que me va a dar quitarme tus manchas.

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MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA

Perú

Facebook :Mario Torv

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E

so pasó no mucho antes, doctor. *** Siga, ¡mi coronel! La oficina estaba decorada con la solemnidad y elegancia propia de

un general de la república: un autorretrato lujosamente enmarcado, una biblioteca de libros no leídos, una colección de medallas y placas de agradecimiento, una estatua de un caballo tan grande como la Virgen del Carmen que estaba sobre el escritorio, varios espejos, dos carabinas cruzadas y un minibar que luego supe que estaba totalmente cargado. El general no se moderaba a la hora de ostentar la arrogancia de su grado. Al fondo estaba la foto del Secretario de Seguridad Pública. ¿Qué se toma, mi coronel? Y el general sonrió y señaló el minibar. Un tinto, mi general, solicito. ¡Gonzáles! gritó el de las tres estrellas: un tintico cartagenero para mi coronel. ¡¡Negro y bien cargado!! Y se carcajeó. Los estruendos se debieron de oír hasta la guardia. Después de que salió el cabo, Héctor Contento, general de división del Ejército de Tierra, señaló el sofá, donde solía atender a las visitas: ¡Pero siéntese, mi coronel! Me senté. El general comenzó a silbar la marcha fusilera, mientras buscaba unos papeles en el escritorio. Luego fue al minibar y sacó una bebida energética y un bocadillo, los cuales deglutía con ansiedad. Estos bocadillos son los mejores del país dijo, con la boca llena, Quinayas. ¿Usted sabe dónde los hacen? No, mi general. ¡Aquí en San Marcos!, mi coronel. No hay nada como lo autóctono, lo propio, lo criollo, lo de la tierra. Alguien dejó el tinto donde yo estaba. Recibido, mi general. Contento se sentó en el sillón contiguo al sofá donde yo estaba. Su aspecto físico no había cambiado mucho desde que yo lo conocí aquel lejano día de mil

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novecientos algo: mestizo, no muy alto, frente ancha, corte del negro cabello al ras, rasgos filosos, amenazantes, como los de un hacha o un puñal, según como se mire. Oiga, mi coronel: ¿cómo va lo del contrato de los pollos criollos? Bien, mi general, ya en licitación. ¿Y cuántos se han presentado? Legalmente no debía responder esa pregunta; pero, teniendo en cuenta que él era un general, que era el comandante de la brigada y que en sus manos tenía unos papeles que se parecían mucho a los documentos que envió una de las empresas que se había presentado, respondí: Tres empresas, mi general. ¿Quiénes? También le respondí. El general ya había terminado de engullir su bocadillo. Sacó de la guerrera una caja de chicles y prendió un cigarrillo. ¿Fuma, mi coronel? No, mi general. El general Contento no había perdido la costumbre de fumar en recintos cerrados y hablarle a los demás mientras mascaba un chicle. Sobre la mesa de centro no había ningún cenicero. Imagínese, mi coronel, que hoy me llamó el señor secretario, ¡el de la foto! y señaló la pared. Recibido, mi general. El señor secretario está muy pendiente de ese contrato, mi coronel, porque San Marcos es muy importante para el gobierno. Usted sabe que hay que impulsar la confianza inversionista, la economía, la fraternidad, tener a los empresarios contentos, porque eso crea empleos y la gente con la barriga llena vota como tiene que votar. ¿Si me entiende, mi coronel? Recibido, mi general. Yo no sé si usted lo sepa, mi coronel, pero dos de esas empresas no son de por acá. Recibido, mi general.

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Y eso no nos conviene, porque la platica se va a otros bolsillos y no crea empleos. En cambio, mi coronel, la otra es de la región, de empresarios comprometidos con el progreso de las gentes; es una empresa autóctona, propia, criolla, de la tierra, ¡como el bocadillo! Mi general, solicito. En el pliego de condiciones no incluimos ninguna restricción a las empresas por su lugar de origen. El general se carcajeó de nuevo. Luego se acercó y me miró con esos ojos hundidos. ¡Póngale cuidado, mi coronel! La gerente de esa empresa, la de acá, es una doctora muy cercana al senador Tejada; ¿si lo conoce? Negativo, mi general. Pues el senador Tejada es del partido de gobierno. Entonces, si esa empresa se gana eso, el secretario señaló la foto colgada de la pared quedaría muy contento, el senador también en ese momento no entendí por qué me mostró la envoltura del bocadillo que se había engullido; luego supe que el dueño de la empresa que hacía los bocadillos también era cercano al senador Tejada, las autoridades del municipio también hizo un ademán como si estuviera trazando en el aire una elipse sobre nosotros, casi como una aureola común, yo también se señaló a sí mismo, usted también y ahora me apuntó con el dedo índice. Todos quedaríamos contentos, porque esa platica se quedaría en la región, para la gente de San Marcos. ¿Ahora sí me entiende? Como jefe de estado mayor, yo estaba a cargo del proceso licitatorio. Pero, mi general, solicito: usted sabe que esa empresa no cumple con los requisitos financieros de la contratación. Además, nos están vendiendo las raciones más caras. Allá en el pueblo también dicen que les inyectan agua y sal a los pollos para que se vean más grandes. ¿A usted le consta eso, mi coronel? No, mi general. A mí tampoco, a nadie le consta, mi coronel. Pero de pronto usted tiene razón, mi coronel, de pronto. Dicho esto, se paró frente a la ventana y, dándome la espalda, me dijo, con esa

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voz aceitosa y de bajo bufo que pone cuando amenaza: Entonces usted va a hacer lo siguiente, mi coronel: mañana va a declarar desierta la licitación; luego, va a cambiar el tamaño de los pollos criollos y va a abrir varios contratos de mínima cuantía, y cada uno de ellos se los va a dar a la empresa de la doctora. Y todos contentos, porque no queremos problemas, ¿cierto, mi coronel? Mi general: ¡es la comida de los soldados! Los soldados comen lo que yo ordene, mi coronel; y, si le dicen que tienen hambre, pues que coman culebra o que aprieten la tripa hasta que esos contratos salgan, mi coronel. Le guste o no, esté de acuerdo o no, el sol mañana saldrá a las cinco, usted declarará desierta la licitación y yo seguiré siendo general de la república y seguiré siendo su comandante y usted hará lo que yo le diga, mi coronel. Y esa vez no se carcajeó. Me paré y me fui a la puerta. Ni siquiera probé el tinto. ¡Oiga, mi coronel! espetó él, tras una sonrisa maliciosa, con esa dicción grosera y aparatosa del chicle chicoteado: ¿Cómo está Carmencita? *** Mi hija menor se llamaba Carmenza, doctor, Carmenza Quinayas, y solo nosotros le decíamos Carmencita, y ni siquiera vivía en San Marcos.

BALTASAR BOTAVARA

Colombia

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E

sa mañana tenía que ir al laboratorio a recoger los resultados de unos análisis. El día estaba fresco pero soleado e invitaba a caminar. Así que en vez de ir en bicicleta como solía hacerlo, preferí caminar un poco sobre el malecón y bordear el agua. Me habían dicho que los

resultados no estarían listos antes de las 2:30 y eran las 11:40, así que tenía tiempo para caminar. En el trayecto, que conocía de memoria porque era también la ruta hacia mi trabajo, me topé con un café que no había notado antes, quizás porque pasaba rápido con mi bicicleta y no había prestado atención. El olor a café me invitó a entrar y cuando estuve dentro fui a la terraza para disfrutar del sol. Allí encontré una mesa libre y apenas me hube instalado el mesero se acercó a tomar la orden. “Un capuchino”, pedí. Mientras me quitaba el abrigo empecé a observar las otras mesas y la gente que las ocupaba. Tuve suerte de encontrar esta, ya que todas las demás parecían ocupadas. Observé que en la mayoría de ellas había una sola persona sentada. Solamente en dos de las otras mesas había más de una persona: en una había una pareja tomada de la mano; en la otra había un grupo de tres, estudiantes quizás, que conversaban y reían sin disimulo. La gente solitaria de las otras mesas parecía absorta en algún objeto tecnológico. Algunos escribían en sus laptops con tal fuerza y concentración que el sonido del teclado casi opacaba las carcajadas ruidosas del grupo de estudiantes. Los otros tenían los ojos fijos en sus teléfonos y sus dedos, los más rápidos del oeste, se movían a la velocidad de la luz componiendo textos y deslizando pantallas. Nunca me han gustado estos artefactos tecnológicos. Si bien reconozco que es práctico enviar un texto o consultar el internet desde virtualmente cualquier rincón del mundo, sea un café, una sala de espera, una parada de autobús o un taxi, siento que el contacto humano, así como la comunicación y el lenguaje que tanto nos caracterizan como especie y nos distinguen de los otros animales, se ha venido perdiendo entre la enorme cantidad de gigabytes que nos rodea. Y aunque, como el resto del mundo, yo también tengo un teléfono “inteligente”, prefiero la inteligencia de los libros y siempre cargo uno en mi bolso, que saco y leo en ocasiones como esta. Porque leer bajo el sol acompañada de un buen cafecito es un placer insuperable que se da rara vez, sobre todo en una ciudad donde las nubes son a menudo las maestras de ceremonias. Así que, instalándome en la mesa, saqué el libro que estaba leyendo (Ciudad de cristal, de Paul Auster), me acomodé plácidamente frente al sol a saborear mi capuchino y me

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sumergí en mi lectura. Después de un rato tuve la sensación de que alguien me observaba. Levanté discretamente los ojos mientras seguía sosteniendo el libro abierto y moviendo ligeramente la cabeza, como un periscopio, miré delante de mí, a la derecha y a la izquierda. Nada. Los solitarios en las mesas a mi alrededor estaban demasiado ocupados manipulando sus celulares o torturando el teclado de sus computadoras. Los que estaban acompañados seguían felices en sus conversaciones y probablemente ni siquiera me notaron cuando me senté en esta mesa. Tratando de no caer en la paranoia, evité mirar detrás de mí, en parte porque creía recordar que solo había dos mesas detrás, ocupadas por la pareja y el grupo de estudiantes, y en parte porque ya para entonces había dejado de importarme. Estaba demasiado entretenida en mi libro y quería volver a mi lectura cuanto antes. Seguí leyendo por casi una hora. Mis párpados empezaron a pesarme y comencé a sentirme como sonámbula. Dejando el libro, todavía abierto, sobre la mesa hice una pausa y en ese momento percibí un olor mentolado, más específicamente de té de menta, que venía de algún lugar cercano. Ahora el olor se alejaba y entendí que era el mesero quien, trasladando en su charola la bebida, llevaba el delicioso aroma a otra parte de la terraza. Me encanta el té de menta y, a juzgar por el perfume tan penetrante, evidentemente este té estaba hecho con menta muy fresca. Pensé “si hubiese sabido me habría pedido uno”, pero aún con el gusto de mi capuchino en el paladar volví a tomar mi libro y seguí leyendo un rato más. Finalmente, llegué a un punto en mi lectura que me invitaba a cerrar y dejar el libro y simplemente reflexionar un rato sobre lo que acababa de leer. No hay nada más agradable que tomarse su tiempo para digerir con calma lo que uno está leyendo. Miré la hora y vi que todavía tenía tiempo de sobra. Decidí que iría a caminar un rato y contemplar el agua, así que pedí la cuenta. Cuando el mesero vino le pregunté por el té de menta: “¿Lo hacen con menta fresca, verdad?”. “Trataré de recordarlo la próxima vez que venga por aquí”, agregué. Mientras esperaba a que el mesero me trajera el cambio, cerré los ojos y alcé la cara para que el sol me diera directamente. Qué sensación tan agradable era el roce de esos rayos en mi rostro a la vez que un suave viento, la brisa del canal, soplaba e invadía la terraza. Esta sensación fue interrumpida por el mesero quien, dejando el cambio sobre

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la mesa, también posó un vaso transparente con té de menta diciéndome “este té se lo manda el señor”, apuntando con su índice a una mesa a mi izquierda que antes no había visto. “¿Qué señor?” pregunté, al tiempo que volteaba hacia esa dirección. El mesero señaló con la mirada hacia una mesa donde había un hombre de pelo negro y ondulado y una barba también negra y densa, quien, al cruzar miradas, levantó tímidamente la mano para saludarme. Cuando el mesero se disponía a irse, yo lo detuve y, sacando una pluma de mi bolso y usando un pedazo de mi servilleta, escribí “gracias”. Después de doblarla en dos se la entregué al mesero pidiéndole que se la llevara a mi generoso espía. Un minuto después este se acercó y, preguntándome si me gustaba el té, me pidió sentarse. Yo accedí. Mi invitado me dijo que había notado que yo estaba leyendo un libro de Auster, que era su autor predilecto. Y que también se había percatado de que el libro estaba en un idioma distinto al suyo y al del lugar donde nos encontrábamos, exponiendo así mi condición de extranjera. Por un rato hablamos del libro y de mis dos países de origen, Argentina y México. De ahí siguió una serie de preguntas relacionadas con mi presencia en este país extranjero, mi acento al hablar esa lengua, también extranjera, y mi interés por este autor. También hablamos de poesía, de poetas latinoamericanos, de Benedetti, mi poeta favorito, y de cine. Mi curioso interlocutor me confesó que era actor y que a él también le gustaba mucho el cine. Y que alguna vez había visitado el cono sur. Su voz de barítono era suave y tenue. Nunca había escuchado una voz tan delicada en un hombre. Era como si cada palabra pronunciada transmitiera calma, como una canción de cuna. Mientras me relataba su viaje a Sudamérica, empecé a contemplar sus facciones. Empezando por su pelo ondulado y grueso, me detuve en sus ojos, negros y grandes y profundamente expresivos. Cejas pobladas. ¿Ojos típicos del medio oriente? Quizás. Seguí detallándolo y esta vez me detuve en su boca, casi por accidente. Él comentó algo gracioso y fue su sonrisa, simple pero carismática, la que llamó mi atención. Enmarcada en una barba oscura y abundante que descendía hasta su prominente manzana de Adán, mostraba una tímida cicatriz en el labio superior, camuflada por un denso bigote igualmente oscuro. Al bajar la mirada para asir mi té tropecé con sus manos grandes que, apoyadas sobre la mesa, sostenían mi servilleta doblada entre sus dedos afilados, ligeramente cubiertos de discretos vellos.

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Después de un rato de charla amena hubo un silencio, de esos en los que los interlocutores aprovechan para estudiar al otro, reflexionar en algunas de las frases intercambiadas y planear lo siguiente que queremos expresar. Una pausa necesaria para iniciar una nueva conversación, la que va a determinar si habrá otras en el futuro, o si es un simple diálogo de cortesía que anuncia el inminente punto y aparte. Sin embargo, durante ese silencio, sus ojos con esa mirada penetrante seguían hablando y, como una segunda voz, me suplicaban que esto no fuera el epílogo, sino el prólogo de una historia, nuestra historia, la que acabábamos de empezar. El capuchino, y ahora también el té, habían hecho camino hasta mi vejiga. Hacía ya un rato que me pedían a gritos libertad. Así que aproveché este silencio para levantarme y, diciéndole a mi nuevo amigo “ahora vuelvo”, me dirigí al baño. Cuando salí, unos minutos más tarde, eché un vistazo a mi mesa y descubrí con sorpresa que estaba vacía. Mi espía no estaba sentado ni en mi mesa ni en la que fue la suya. Escudriñé alrededor, deteniéndome en cada una. Después fui al interior del local imaginando que quizás se había movido hacia allí, cerca del baño, y me estaba esperando. Pero no había nadie, toda la clientela parecía estar en la terraza. Volví a mi mesa y, recogiendo mi bolso, noté la servilleta sobre el mantel. Seguía plegada. Al abrirla noté que no había nada escrito en ella. Sobre la mesa quedaba la taza de lo que había sido mi capuchino, pero no había traza del vaso que había contenido mi té. Levantando la mirada, aceché una vez más la presencia de mi espía con la esperanza de que todo esto no hubiese sido solo un sueño. Después me fijé en la hora. Mi reloj marcaba las 2:20. Echando un último vistazo, salí del café y emprendí la marcha hacia el laboratorio.

GRACIELA MATRAJT

México

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M

ilton Wienner se encontraba pasando por una situación muy difícil, las malas decisiones en ciertas inversiones lo habían llevado a la ruina. Para cubrir sus deudas tendría que vender su preciada colección de obras de arte y tal vez también su mansión. Además,

a su esposa le habían diagnosticado condrosarcoma y su hija se había divorciado de su esposo después de descubrir que este tenía un amorío con su secretaria y estaba atravesando por un severo cuadro de depresión. No podía creer que tantas tribulaciones le hubieran caído encima juntas. Apesadumbrado bajó al sótano en donde guardaba las antigüedades y demás objetos valiosos heredados de su padre y su abuelo, iba a hacer un inventario de las cosas que podía vender. Revisando entre las cajas se encontró una curiosa lámpara dorada, era una simple baratija y le sorprendió encontrarla allí pero recordó que su abuelo la había traído de sus viajes a la India. Milton sonrió con nostalgia recordando que su abuelo le había contado que esa era una maravillosa lámpara mágica que albergaba a un poderoso genio capaz de cumplir tres deseos pero solo podía ser invocado en una situación de verdadera necesidad y él, con la inocencia propia de los niños, se había creído el cuento. Decidió conservarla como recuerdo de épocas felices y empezó a frotarla con una franela. Entonces sintió como un corrientazo eléctrico y para su sorpresa vio como la lámpara vibraba a la vez que emanaba un humo azulado que se fue condensando hasta formar la clásica figura de un genio. —Soy el genio de la lámpara y, viendo tu necesidad, te concederé tres deseos —bramó el ser fabuloso. Milton no podía creer lo que le estaba sucediendo, recordó las advertencias de su abuelo y todos los cuentos leídos cuando era niño, los genios eran criaturas taimadas y había que ser muy cuidadoso y específico al pedir los deseos. —Mi primer deseo es que mi esposa se vea libre de cualquier enfermedad — dijo Milton después de recapacitar que si pedía que la curara del condrosarcoma podría resultar con otra enfermedad. —Concedido, tu esposa gozará de buena salud hasta el fin de su vida natural — dijo el genio. Milton sintió un escalofrío, tal vez había metido la pata y su esposa moriría a los pocos días, tenía que reparar el posible error.

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—Deseo vivir una vida larga, saludable y feliz con mi esposa y mi hija —dijo Milton. —Concedido, vivirás una vida larga disfrutando de buena salud y felicidad con tu esposa y tu hija —dijo el genio— pide tu último deseo. Milton respiró aliviado, su deseo no podía ser tergiversado por el astuto genio. Pero se había olvidado de sus problemas económicos y no quería tener una larga vida en la pobreza. —Deseo que mi esposa, mi hija y yo vivamos toda nuestra vida en esta mansión sin pasar necesidades económicas ni sufrir carencias materiales —dijo Milton. —Concedido, vivirán una vida holgada sin pasar necesidades ni sufrir carencias en esta mansión —dijo el genio— he cumplido. Dicho esto, el genio se desvaneció y la lámpara quedó convertida en polvo dorado. Milton subió a ver a su esposa, la encontró colgando el teléfono. —Querido —dijo ella abrazándolo— el médico acaba de llamarme para decirme que cometió un error en mi diagnóstico, me rogó que no lo demandáramos. Luego Milton fue a ver a su hija, la encontró leyendo una revista de moda. —¿Cómo te sientes hoy? —preguntó Milton. —Mucho mejor, papá —respondió su hija— me di cuenta que Miguel no valía la pena, yo soy mucha mujer para él. Después Milton revisó sus estados de cuenta, sus acciones en la bolsa habían subido y todas sus deudas habían desaparecido. No podía creer que todo hubiera salido tan bien, le había ganado al genio y tenía que celebrarlo, iría a comprar una botella de vino. Pero cuando abrió la puerta se encontró con un abismo insondable de oscuridad, cerró la puerta aterrado antes de caer en ese vacío. Mientras recuperaba el aliento vio como una botella de vino se materializaba sobre la mesa. Entonces lo comprendió todo... nunca se le puede ganar a un genio. Mientras tanto, en su palacio de ámbar que se levantaba en la quinta colina de la dimensión de Fantaso, el genio acomodaba en su repisa su última adquisición: una esfera de cristal en la que se veía una hermosa mansión habitada por Milton, su esposa y su hija.

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LILIANA CELESTE FLORES VEGA

PerĂş

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C

uando Amy y yo nos casamos, nuestros padres no estaban de acuerdo. Yo venía de una relación con una mujer que ellos adoraban y tenían la ilusión de que en realidad me casara con ella. No funcionó, a veces pasa. Al poco tiempo conocí a Amy y decidimos casarnos luego de

tres meses de estar juntos. A pesar de todo, fue una ceremonia bonita, de bajo jcosto porque el desacuerdo de las familias incluía no aportar dinero para una de esas bodas pomposas del mes de junio. Las flores debieron resistir el calor de agosto, y el pastel perdió su forma hacia el final de la fiesta, pero estábamos felices y nos parecía que la vida empezaba ahí, a pesar del calor y del cura que había olvidado sus lentes y tuvo que improvisar pasajes de la biblia que ni siquiera hablaban del matrimonio. En ese entonces no me parecía que la diferencia de edad fuera algo de qué preocuparnos. Amy me daba mucha curiosidad, tal vez por lo poco que la conocía y porque era bastante silenciosa con sus sentimientos. Era difícil escuchar a Amy decir que odiaba algo o a alguien, todo parecía gustarle, era una gran compañera. Incluso las fiestas, eran una actividad social que compartíamos. Me daba placer llegar a las casas de nuestros amigos con su brazo colgando del mío como un paraguas fino y elegante. Pero con los años, y sobre todo después de los dos hijos que tuvimos, ella dejó de acompañarme. Decía: “Querido, creo que prefiero quedarme en casa hoy”, y me tocaba el brazo, sonriendo, sin demasiadas excusas. Si no das razones sobre tus cosas no queda hueco para que te hagan preguntas. Así que yo iba solo y me divertía y bebía y bailaba. Aunque también en determinados momentos de la noche me preguntaba qué estaría haciendo mi mujer, sola en casa. Siempre me gustó pensar qué define a una persona. La libertad, por ejemplo, creo que define a ciertas personas, parecen livianas, estar con ellas te hace sentir que esa libertad es posible, aunque después las encuentras encerradas en un espiral de pensamiento sobre qué marca de jabón les conviene comprar, y están en la góndola del supermercado con un jabón en cada mano, como si tuvieran que decidir algo crucial, a cuál de dos hijos salvar en una catástrofe. Estoy seguro de que para esas personas, la imagen que otros tienen de ellas son una carga y ni siquiera se ven a sí mismas de esa forma. Si tuviera que definir la libertad el pobre estúpido paralizado en el pasillo de la limpieza, probablemente diría: ser libre es no tener que elegir una marca de jabón, que exista solo una, por Dios, y que termine este calvario. Mi mujer es una de esas personas. Puede embarcarse en grandes proyectos,

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organizar cenas para treinta invitados, puede pintar mil paredes de colores y hacer que suene bien una guitarra vieja. Nuestros amigos siempre le preguntan cómo me aguanta, si me lleva bien, y ella sonríe. Parece, a simple vista, una mujer luminosa y alegre. Le pasa algo a mi mujer, algo de índole mística. Cuando atraviesa períodos de tristeza por alguna situación menor, se cruza a un ciego por la calle. Me lo contó en una de nuestras primeras salidas y siempre lo recuerdo. Ella pidió Gin Tonic, con un twist de limón o naranja, siempre le ha gustado la misma bebida, y yo pedí un Old Fashioned. Ya no tomo ese trago pero me gusta recordar las épocas en que vestía trajes y tomaba tragos sofisticados. Me lo dijo así: “simplemente cuando algo me atormenta, aparece un ciego para hacerme ver lo estúpido de mi desesperación, ¿qué puede ser peor que perder la vista? ¿Qué puede ser más triste que no poder mirar la cara de las personas que amas, o una película, una pintura, el color de las cosas a través de los cambios de luz?”. Ese pensamiento a la vez, la entristecía. Mi mujer se enfrascaba en unos buenos espirales mentales que atravesaban nuestra casa como si entrara una colmena de avispas irreverentes a las que le han arrebatado la reina en una batallita de insectos espadachines. A veces de manera literal, como un sábado que despertamos y el sol entraba por la ventana tocando los muebles, y vimos un tubito colgando del techo del comedor. Era uno solo, como una flauta guardada al revés, y una avispa bailaba alrededor y a veces se metía en el tubito como en un pullover. No le di importancia y preparé el desayuno. Tostadas con huevos revueltos, café y un poco de pastel que nos habían obligado a llevar de la fiesta de cumpleaños de la novia de Tim, nuestro hijo mayor. Tim todavía dormía en su cuarto y Janice, nuestra otra hija, estaba despierta, pero siempre tardaba en bajar, era como su madre, daba muchas vueltas antes de hacer cualquier cosa. —Querido, ¿no deberíamos llamar a tu amigo Nicholas? El que tiene la empresa de fumigación, me dan miedo las avispas, no las quiero cerca nuestro. Por la tarde llamé a Nicholas y le pedí si al día siguiente podía pasarse por casa, para ver el tema de la avispa. ¿Una sola? me preguntó. Sé que pudo sentir que yo levantaba los ojos hacia el techo en señal de hastío y empezó a reír. No era la primera vez que le pedía revisar cuestiones de insectos en mi casa. El campo y mi mujer tienen una relación contradictoria que sufrimos los que estamos a su alrededor.

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Cuando Nicholas llegó con su maletín y su ambo blanco, Amy salió de la cocina con un repasador en la mano, creo que siempre que está en la cocina tiene el repasador en la mano, y lo saludó con efusividad y alivio. Luego volvió a la cocina y mientras nos sentábamos y Nicholas acomodaba sus cosas de especialista, ella trajo una bandeja con dos Gin Tonics y me preguntó si yo también quería uno o prefería tomar alguna otra cosa. El Gin Tonic es una bebida seca y se puede ver a través de ella, aunque las burbujas confundan un poco la visión. Nunca me gustó demasiado y si algunas veces accedo a tomarlo es por mera cortesía o comodidad. Así que le pedí uno para mí también. Nicholas dio un buen sorbo a la bebida y se paró a ver el tubito que estaba en la esquina entre las dos paredes y una columna de nuestro comedor. Ahora se parecía más a un concierto de flautas, las avispas habían trabajado de noche y eran alrededor de nueve. —¿Qué tenemos aquí? —dijo Nicholas tocándose la pera como un investigador privado. Se acercó a Amy y la tomó de la mano. —Ven, Amy, no te asustes, voy a contarte todo sobre las avispas alfareras, son fascinantes. Yo tomaba mi trago que estaba bastante bien. Algunas cosas cuando no las haces muy a menudo renuevan el sabor y te parecen mejor de lo que esperabas. El secreto es ese, no gastarlas, no repetirlas demasiado. Nicholas nos contó que las avispas alfareras no son violentas, que solo buscan un lugar para vivir y construir su hogar, y lo arman ellas mismas con restos de barro que van recolectando. Son tranquilas si no las molestan y suelen ser bastante solitarias, se pasan el día volando, buscando orugas pequeñas para alimentarse. Solo eso, construyen su hogar, se comunican poco, vuelan y buscan alimento. Y como apenas comenzaban con la construcción, el nido sería fácil de quitar y no volverían a molestarnos. Amy parecía animada al escuchar esta historia. Se reía, y de pronto me pareció más joven y contenta. Luego tocó el brazo de Nicholas y ofreció más Gin Tonic para celebrar que las avispas alfareras estarían fuera de nuestra casa en poco tiempo. Luego de que Nicholas tomara un periódico, una escoba y quitara el nido, Amy ofreció renovar los Gin Tonics. Mi mujer debería llamarse Gin. Eso sería gracioso. Seguimos celebrando mientras el sol de la tarde iluminaba en el pasto alto y seco.

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Hacía calor como en el día de nuestra boda. Entonces noté que se alisaba la falda y se retocaba el cabello. Mi mujer estaba coqueteando con mi amigo el de los insectos. Mi amigo, sin darse cuenta, estaba contento por primera vez en mucho tiempo, es que para alguien con un interés tan específico debe ser difícil conversar fuera de un congreso. No imagino a su mujer ansiosa con una plancha en la mano y el bebé en la otra, esperándolo entrar por la puerta para que le hable de colmenas o de cucarachas. Algunos hielos descansaban en los tres vasos cuando Nicholas me propuso salir al jardín a buscar colmenas, para tranquilizar a Amy, y le guiñó un ojo. Salimos los tres y él siguió hablando de insectos y de sus formas de vida. Ella dijo que entender a los insectos la calmaba, y yo empecé a reírme con ganas, cómo se puede sentir miedo por algo tan pequeño e inocente. —Recuerda que las avispas alfareras no son agresivas —le repitió mi amigo— pero cuidan su hogar y atacan si se ven amenazadas, así que si ves otro tubito de barro en tu casa, no tienes más que llamarme. Yo seguía riendo y caminando entre el pasto cuando una de esas avispas se me vino directo al cuello. Tropecé y quedé sentado a la altura de las rodillas de Nicholas y mi mujer. Los dos me miraron desde arriba. Creo que no sabían si reír o asistirme. —Querido, ¿estás bien? —-dijo ella— Voy por un poco de agua. Nicholas se agachó y puso su mano en mi hombro, luego miró la picadura y me dijo que con un poco de barro pasaría el dolor y no me quedarían marcas. Cuando Amy trajo el vaso con agua, noté que me costaba demasiado levantarme, además me ardía el cuello como si toda la fiebre del mundo se hubiera hospedado ahí, al costado de mi nuca. Ella se paró frente a mí y el sol la dejó a contraluz. Puede ver el contorno de su cuerpo. Sigue siendo hermosa, pensé asombrado, no engordó y tampoco perdió su forma, ni el color de su pelo, que cuando se agachó a tocarme la frente se confundió con el pasto alto y seco de nuestro jardín y en el que yo estaba prácticamente nadando. El calor me provocaba mareos, como si me encontrase entre dos espejos calientes, aun sentado perdía el equilibrio y me vi a mí mismo como el pastel derretido de la boda, con dos muñecos a punto de caer resbalando sobre la crema.

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VERÓNICA SCHILIRO

Argentina

Instagram: @verocynar

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S

uelo pasearme por estas habitaciones rememorando el pasado, y cuando así lo hago no veo el deterioro ni la carcoma de la madera, o las guedejas de telarañas colgando de las paredes o el techo, ni las telas podridas o los muebles destripados y vueltos nidos de ratones. Veo el antiguo esplendor

de la que fue mi casa, la que cuidé con celo maníaco, la que era más importante que la vida de los que allí habitaban, ¿Y por qué, se preguntarán? Porque era mía. Mi esposo no me pertenecía; una vez que se fue a la guerra y volvió, en realidad le perteneció a la muerte. No hacía más que perderse en sus pensamientos y casi era audible el ruido de los cañonazos y de los gritos de los caídos a lo lejos. Volvió sin volver, la alegría de vivir y el habla se quedaron allá en el frente de batalla. A la casa regresó un fantasma espantado de los horrores sangrientos que deslucían la paz hogareña que por tanto tiempo añoró. Mis hijos tampoco me pertenecían, unos arrebatados por la gripe y la muerte y otros por el matrimonio, se fueron gota a gota hasta dejarme a solas con mi esposo, que no tardó en partir en pos de sus cruentos recuerdos. De todas formas, ya se había ido hace tiempo. Triste destino el de las mujeres, que no hacen más que servir a sus familias para después quedar atrás como la concha del fruto que se degustó. Un buen día me acosté a dormir y parece que ese sueño se prolongó bastante, pues al despertar mi casa estaba así, en ruinas. Nada puedo hacer, pues no puedo sujetar los objetos con los cuales podría limpiar y reparar los daños, como si yo fuera inmaterial. Lo único que conservo es la conciencia que recuerda y observa, y estos lapsos de sueño prolongado que se interrumpen cuando alguien viene a invadir mi propiedad. Hace poco vinieron a la casa tres jóvenes con un tablero Ouija, interesados en contactar al espíritu o espíritus que pudieran estar atrapados aquí. Los vi hacer con una sonrisa indulgente, me recordaban a mí misma en mis años mozos, jugando aterrada el mismo juego. Decidí contestarles, previo a pasar a través de cada uno de ellos para absorber “sustancia”. No sé describirlo de otro modo, pero cuando requiero mover algún objeto o manifestarme de alguna manera, necesito de la sustancia de los vivos para lograrlo. Siempre vienen curiosos aquí y me nutro en la medida que lo necesito. Bien, estaba con los jóvenes y empecé a mover el marcador para decirles mi nombre. Uno de ellos empezó a deletrear: — A…M…E…L…I…E, Amelie, el espíritu que contactamos se llama Amelie muchachos—. Estaban tan emocionados.

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Cuando absorbo sustancia de los vivos, logro ponerme en sintonía con sus emociones y sus recuerdos, mientras tenga esa fuerza soy parte de ellos. Tras presentarme y contestar las preguntas de rigor (¿Estás muerta?, ¿Cuánto tiempo viviste aquí? Entre otras) les pedí que fueran al cementerio local y localizaran mi tumba, para que corroboraran que yo había existido. Accedieron emocionados, y como absorbí tanta sustancia, pude acompañarlos hasta allá. Es un tanto indescriptible estar parada ante mi propia tumba y leer el epitafio: Amelie Lachance, 13/07/1890 - 14/09/1920 Que el señor en su infinita misericordia os conceda la paz que por tanto tiempo anhelasteis.

Los jóvenes regresaron ansiosos a la casa para interrogarme por ese críptico epitafio, mas no supe qué decirles. En realidad, no recuerdo cómo fallecí, ni quién pudo haber mandado a colocar esas palabras, ni por qué. Cuando la bruma de los recuerdos empezó a despejarse, decidí no responder más a las preguntas de los jóvenes y quedarme dormida otra vez, estos regresos pueden ser agotadores. II Volví a despertar, pero en esta ocasión siento que los invasores están relacionados de alguna manera conmigo. Bajé a curiosear y una pareja con tres hijos se han dado a la tarea de adecentar la casa. Al parecer la mujer, que se llama Anne Lachance, puede ser mi tataranieta. Pasé a través de ella y algo de su sustancia me es familiar, logré reconocer algo de mí en ella. En especial esa tristeza en la mirada, ese no querer seguir, el deseo de dejar de luchar y dejar de sufrir. El hecho de convertirse en un fantasma cuando aún sigues respirando. De inmediato comprendí todo. La lejanía del marido, la próxima partida de los hijos. Vinieron aquí porque están atravesando una terrible situación económica y Anne recordó la existencia de este viejo caserón. Consiguió los papeles de propiedad y como resultó ser la única heredera con vida, fueron legalizados a su nombre.

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En la mirada del esposo pude ver su disgusto. Si bien admite que la inútil de su mujer mal que bien está aportando algo, considera esta casa como una ruina, cuyo valor quizás tenga que duplicar en los gastos para poder reformarla. Anne no puede sentir y ver lo que yo veo, pero su esposo planea dejar la casa más o menos decente para poder largarse de una buena vez con la amante que dejó en la ciudad. Quizás Anne no lo vea, pero lo siente. Voy a procurar hacer un hogar para esta pobre niña, para que no se sienta tan infeliz y tan sola. Por lo pronto, he procurado dejar (con un gran esfuerzo de mi parte) parte de mis fotos y mi diario para que ella los encuentre, para que se dé cuenta que el tiempo no es lineal, es circular, y que esto por lo que está pasando ya sucedió y volverá a suceder, por siempre y para siempre. Mientras ella revive mi historia, he podido contactarla. No sabe lo que pasa, pero siente mi presencia. Se ha detenido en la última parte de mi diario: 10 de Julio de 1920 Conseguí el veneno para ratas. Si lo tomo poco a poco, mi muerte no será tan dolorosa o al menos eso escuché. Una espolvoreada con cada comida y me iré. La soledad es aplastante, asfixiante. Mis hijos ni siquiera responden mis cartas y antes de deteriorarme más de salud, prefiero partir con dignidad. Si hay un Dios, sabrá entenderme, y si no lo hay, todo tiene que morir algún día, al menos conservaré mi cordura intacta. Leímos a la par, ella en voz alta y yo por encima de su hombro. Así que las cosas resultarían de ese modo. Me decidí a tomar sustancia suficiente de su esposo e hijos y le hablé al oído a mi tataranieta, incluso le mostré que la muerte no es tan mala como quieren hacernos creer. Que mi casa ahora era su casa y que, si quería, nos podríamos hacer mutua compañía por siempre. De este modo, ninguna de las dos estaría de nuevo sola. Lo que no me esperé es que envenenara también a su familia. Hemos pasado infinidad de ratos discutiendo sus razones, pero el único alegato que atina a esgrimir es que eran unos malagradecidos y que merecían morir.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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E

l día que Unica Zürn, Hans Bellmer y Ricardo Madueño se reunieron en el café Chateau de la rue Saint-Georges en París, empezó mi soledad. “Hay muertes…”, me dijo una tarde, siete años después en San

Lázaro, Madueño convertido en el Ángel Ricardo, líder de la Sociedad de los Poetas Muertos, “Hay muertes que nunca vuelven, pero permanecen, subversivamente, entre nosotros”. Aquellas palabras fueron suficientes. Necesarias, para que el Ángel Ricardo, empinado en el ala izquierda de un chifa del pueblo, sienta un dolor intenso pero entrañable, estigmático pero tangible, en la zona de los omóplatos. Prueba del dolor esas llagas en su espalda, y mis sienes estallaron en 46 palabras del Evangelio de Santo Tomás, hereje para el Vaticano: “El Reino de Dios está dentro de ti, y no a tu alrededor. No está en la maleza ni en las piedras. Estas son las palabras del Jesús Viviente y Él las dijo, el hombre que descubra el significado de estas palabras jamás sentirá la muerte”. Respecto a lo que denomino “el principio de mi soledad”; era marzo, en París el humo de tres cigarrillos alcanzaba el más alto lugar de la fonda junto a la voz suicida de Edith Piaf. Madueño, más alucinado y febril que el propio artista Bellmer, hacía tres o cuatro preguntas por vez. Unica, maravillosa y estática como una cariátide bizantina, mantenía su cuello largo y fino de modelo resplandeciente frente a las luces tenues de la madrugada parisina. Las precipitadas interrogantes de Madueño acerca de las relaciones íntimas sostenidas entre Bellmer y su esposa, eran tangenciadas por el monólogo del propio pintor; cuyo medular motivo era su obra pictórica, opositora permanente del sanguinario poder del Tercer Reich: “Mi arte ha sido llamado obsceno o degenerado por el régimen Nazi, porque combatía a aquel fanatismo y represión. Por ser la toma de conciencia del pueblo alemán una orquestación preparada al detalle, donde Hitler era el teatrista mayor; mi arte, mi pintura era y es abrupta, natural pero firme en su irrupción de captar el deseo de libertad. Mi taller fue mi pequeño apartamento berlinés en Alexander Platz, y allí, mi permanente objeto de estudio: la belleza física y el alma libre corporeizada en mi mujer, Unica Zürn. A mi hogar llegaban, sobre todo, jóvenes estudiantes de ciencias

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liberales (si ello puede haber existido en la Alemania Nazi), al menos púberes parejas hastiadas de la vergüenza del absurdo racismo, y despedidas al desenfrenado amor que había que expresarlo, al mayor detalle en mi estudio, donde la luz, pese a la noche sin luna, fue permanente y radiante con la libertad que expedía Unica, y en donde la regla Unica-Modelo y Bellmer-Pintor, era un solo lienzo y pincel, abrigados en la libertad de sobrevivir a la nefasta castración del pensamiento y el absurdo de una guerra que cercena las alas a una libertad creativa. Mi pintura fue un delirante amor posado por arcángeles, qué mejor canto para miccionar sobre el sistema Nazi, y sobrevivir…”. La música de la Piaf se elevó más que nunca sobre el ambiente reminiscente del lugar y la conversación. Madueño y Bellmer prosiguieron su inacabable entrevista, o mejor dicho el poeta peruano inundó de preguntas sobre sexo al pintor alemán. Cual frágil adorno de porcelana posado en una sala de espera, Unica seguía garza en su modelaje eterno. Bellmer siguió refiriéndose sobre su “arte degenerado”. Madueño desvió la mirada, y descubrió, esta vez, la belleza de Unica Zürn. Al instante la tuvo entre sus brazos y piernas, la arrojó sobre la mesa, sacó su sexo, y cabalgó sobre ella para siempre. No se puede hacer el amor con una idea, menos con una musa, porque el alma humana se pierde para siempre, y uno se condena a una inmortalidad no buscada. Desde que Madueño volvió de París tuvo otra música en su rostro, me contó con nostalgia (tal vez silenciosamente) que la vista de la Torre Eiffel desde el Jardín de los Príncipes habíase perfilado unos veinte grados hacia la derecha; que de cuando en cuando en Europa llovían arcabuces de serpentina…; me telefoneó catorce veces un domingo por la mañana desde Chuquimbo preguntándome de dónde vienen los ángeles. Yo, recordando una amistad que ahora empezaba a inquietarse, le di catorce respuestas distintas, entre ellas: vienen de París en rojas madrugadas; proceden de un lejano río de marfil; aparecen de pronto frente a un espejo en casas de techo alto. Pese a las reiteradas llamadas, Madueño parecía conformarse con cada imaginada respuesta que le di, pero volvía a llamar. Siendo el mismo, era otro. Descolgué mi teléfono porque se me agotaron las creativas respuestas, y aquel día, estuve seguro, que en París, cuando sostuvo aquella reunión en un café con Unica Zürn y Hans Bellmer, Madueño empezó a vivir una suerte de estigmatismo literario y vivencial que lo

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condujo a un delirante estado cuasidivino; y a mí, tan cercano para él desde su nacimiento, me llevó al inicio de mi soledad respecto al amigo escritor, al hermano que se va a París y nunca vuelve. Luego empecé, yo mismo, a preguntarme de dónde vienen los ángeles (o adónde van) y tomé el primer bus a San Lázaro de Chuquimbo; a Madueño lo vi pregonando en plena Plaza de Armas, autoproclamándose como el Ángel Ricardo, frente a una veintena de pobladores, que entre risas y retiradas hacían sus labores cotidianas en este pueblo de nombre santo. Me vio, sintió mis pasos, Ricardo, el ángel, y llamó a viva voz: “discípulo”. Yo no tengo precisamente un aspecto angelical ni sacrosanto. Soy desgarbadamente mortal, amorfo en mi perdida cintura, bajo y anhelante de cabellos. Qué alas pueden nacer en mí y hacerme levitar sobre la tierra. El Ángel Ricardo Madueño, de rostro cetrino virado al azul y cabello ensortijado con ligeras chispas violetas, me dio la buena nueva: se había transformado en ángel, “no hay duda alguna”, enfatizó. Extrajo una lámina de papel couché arrugada que llevaba los pliegues de su pantalón todavía terrenal, la extendió sobre la mesa del chifa, y con el puño cerrado de estrellas empezó a prensar la hoja. Era un autorretrato de Hans Bellmer, yo he visto antes esa pintura en la biblioteca de Madueño, tal vez a inicios del 92, y recuerdo que Unica Zürn posaba a tres cuartos, como una gacela, junto a su marido. Ahora Bellmer, solitario, la había perdido, detrás de su nostálgico rostro se observa un breve letrero, al parecer delante de una barra junto a un espejo, se podía divisar la inconfundible leyenda: “Café Chateau”. ¿Estuvo Madueño en aquel café de París, con Bellmer y Unica Zürn?, ¿Ocupó el tiempo histórico del pintor y su musa? Madueño, sonrió y me guiñó un ojo, dándome una palmada, me dijo que el propio Ángel Ricardo me conduciría inmediatamente al campanario de la Iglesia. Que allí tenía como corresponde a una fina cariátide, descansando de su viaje desde Europa, nada menos que a la única Unica Zürn. Que el Ángel Ricardo le había ganado la eternidad a Bellmer, y quedado con su musa para siempre. Me fue llamando discípulo, sorteando a los hombres que al verlo se santiguaban, en señal de respeto según el Ángel, hasta llegar a la Iglesia de alto campanario. “Ideal para ángeles”, confesó.

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Dicen que a los ángeles para que arriben o partan se les debe tocar 46 campanadas, como metáforas del Evangelio prohibido de Santo Tomás, aquel libro sacrílego que, como líneas atrás narramos, afirma que el Reino de Dios está dentro de uno mismo, y no en la Casa de Dios y, por lo tanto, la institucionalización de la Iglesia es una farsa del propio sistema eclesiástico. Madueño sabía que el momento había llegado, el viaje hacia su inmortalidad, acompañado, por fin, de una musa eterna como Unica Zürn. Su iglesia no estaría en un templo, sino en su entraña mayor: el corazón grande de un poeta que dejaba su humanidad desde que, en un dos por tres, hizo el amor con Unica en la Ciudad Luz, y esta quedó preñada por su poesía; y este Ángel Ricardo inmortal, para siempre, me dijo: “Adiós, discípulo, prosigue la obra”. Frío y volátil como suelo estar, vi que con su último aire y esfuerzo humano empezó a tocar las campanadas necesarias para aquel viaje de dicha e inmortalidad. Todo el pueblo acudió, hasta los muertos del cementerio en la colina alta se aproximaron, pude distinguir sus cuencas vacías empozadas hacia la torre campanario de la Iglesia. Madueño, el Ángel Ricardo no tendría similar responso. Se escuchó una elevada música de la Piaf (quizás la verdadera voz de Unica), y desde aquella interminable altura, nuestro predilecto amigo, extendió sus alas a la muerte. No pude impedirlo, la belleza congelada en la viga mayor de Unica Zürn me dejó solitario en mi eternidad. Hans Bellmer hubo preparado todo el detalle ante la impertinencia del poeta Madueño. Yo, el verdadero Ángel de la Guarda del Ángel Ricardo, lo ayudé a nacer en Lima y no pude verlo despegar desde la torre más alta de la Iglesia de San Lázaro. Cegado descubrí que un ángel de intensa luz dirigía el último coro de Bellmer: Unica Zürn.

SANTIAGO RISSO

Perú

Página WEB: www.delfinderisso.blogspot.com

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K

atia Resendiz se encontraba cenando cuando recibió la primera llamada. Sacó su celular y miró con desagrado que se trataba de su hija. Se disculpó con su cita y atendió el móvil. —¿Qué sucede amor? —dijo con toda la dulzura que pudo

acumular en el momento, aunque lo que realmente hubiese querido decir era: Espero que sea importante. —Escucho ruidos en la casa… —hizo una pausa, y luego dijo con un susurro —y vi a una sombra pasar frente a la ventana. Katia sabía que Lucero tenía mucha imaginación y un don natural para el drama, pero su conciencia le decía que fuera. Más valdría un disgusto que una vida de lágrimas. —¿Qué ocurre? —preguntó David a quien se le arrugaba la frente cuando se preocupaba. —Lucero cree que alguien pudo haberse metido al patio. —Podemos terminar de cenar en tu casa, lo pediré para llevar. David no era un hombre atractivo, estaba gordo y tenía las cejas gruesas y feas, que asemejaban a gusanos quemadores. Katia había pasado tres meses rechazando sus invitaciones a salir. La convenció una fotografía en Instagram de Maribel disfrutando de Playa del Carmen con su exesposo. Esta era su segunda cita y le había descubierto bondades al hombre: vestía formal, olía rico, era atento y bueno. Sobretodo bueno. «Juan Carlos siempre fue un cretino, desde la preparatoria», pensaba camino a casa. Su celular vibró. Sigo viva, por si te interesa. «Tiene solo diez años y ya me saca de quicio, ¿qué me espera en su adolescencia?» Katia había sido una adolescente rebelde. No lo hubiese admitido en aquel entonces, pero los años le dan perspectiva a la gente. Fiestas, alcohol, drogas, ocultismo. Conoció a su ex pareja en una sesión de ouija. Por aquel entonces estaba de moda en Valle Hermoso. Voy en camino. No salgas. No abras si no escuchas mi voz. Sí, mi sargenta.

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Recibió el mensaje de inmediato. Aún no comprendía como su hija era tan rápida para escribir mensajes y tan lenta para copiar a mano. Al llegar, David se adelantó. Le pidió que permaneciera en el auto. Cuando comprobó que no había nadie afuera Katia bajó para acompañarlo. Empujó el portón un poco y sintió que se embarraba la mano. La revisó y tenía parte de la palma pintada de rojo. —¡Es sangre!, ¡Hay sangre en el portón! —David miró la mano y corrió a examinar el portón. Mientras que Katia notaba otras cosas fuera de lugar como sus maceteros rotos y un gato con las tripas de fuera. Se acercó al animal que estaba dentro del círculo que había quedado cuando mandó quitar la fea gárgola del jardín. Una figura de piedra semejante a un dragón espantoso. Era una cosa horrenda y porosa. La humedad le había dado un color muy desagradable. Había pagado el día anterior al señor de la basura para que se la llevase. —Alguien estuvo aquí —sentenció David. Esas tres palabras le sacaron de sus pensamientos y corrió a la puerta para tocarle a su hija. —¡Lucero!, ¡Lucero, ábreme! No hubo respuesta. Temblando sacó las llaves de su bolso y entró corriendo a la habitación de la niña. La encontró en el suelo. Cuando la giró para verle la cara descubrió que tenía sangre en su boquita y arañazos en las mejillas. —La golpearon hasta dejarla inconsciente, tiene rasguños en todo el cuerpo. Pasará un par de días en el hospital, pero estará bien —Katia tenía la mente hecha un revoltijo. Por un lado, quería quedarse con su hija, velarla, cantarle; por otro le preocupaba que el intruso no solo la hubiese golpeado y arañado, sino que hubiera abusado de ella; tenía rabia y quería ir de inmediato a la delegación a poner una demanda y que el maldito se pudriera en prisión; por último, tenía miedo, recién había adquirido la propiedad, no tenían ni una semana viviendo allí y le preocupaba que uno o varios criminales hubiesen entrado a su casa con tanta facilidad. —Necesito hacerles unas preguntas —dijo el policía, quien había llegado media hora después de su arribo al hospital. Ella le relató lo sucedido y el oficial tomó nota, no sin antes decirle que ellos también eran sospechosos, pero que por lo pronto la

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investigación estaba en curso. Esos dos días Katia no descansó. Entre cuidar de Lucero en las horas de visita, las vueltas al ministerio público y al DIF. Se había mudado a Matamoros para comenzar de nuevo. Nuevo empleo, nueva casa, nueva vida. Rentó un cuarto por casi tres meses hasta que se concluyeron los trámites con el notario. Incluso se alegró de que Lucero hubiese hecho nuevas amigas. Se sentía tensa, le dolían los hombros y la espalda. Había llorado ambos días mientras se duchaba. Cuando por fin dieron de alta a Lucero, regresaron a casa. Como tenían miedo, le pidieron a David que pasara la noche con ellas. Aun no confiaba en él para dejarlo solo con su hija, pero estando ella también en la casa consideró que era un riesgo mínimo a cambio de sentirse seguras. —¿Quién te golpeó, mami? —No lo sé —dijo tocándose la sien. La niña tenía un ojo morado y cicatrices de rasguños por todo el cuerpo —no… no recuerdo nada. Katia decidió no insistir, arropó a su hija y le besó la frente. No se durmió hasta asegurarse que Lucero soñaba plácidamente. Los ronquidos de David, quien se había quedado en el sofá, le produjeron cierta molestia, pero no tanta para no conciliar el sueño. La despertó un grito. Al abrir los ojos vio que una figura arrastraba a su pequeña fuera de la habitación. Debía medir dos metros y traía un sombrero. Era como si la oscuridad se aglomerara en torno a él, porque no pudo distinguir más rasgos. Se paró de golpe a perseguirlo. —¡David! ¡David! —su pareja no contestaba. Ahora había tres de esas figuras que golpeaban brutalmente a su pequeña. Corrió hacia ellas pero antes de llegar, algo la hizo tropezar y todo se puso negro. Era de día cuando abrió los ojos. David estaba en el sofá, al rodear el mueble, se dio cuenta que su novio estaba empapado de sangre y tenía un cuchillo atravesándole el cuello. Un grito se le atoró en la garganta. Buscó a su hija por todos lados. La encontró en el patio, dentro del círculo donde había estado la gárgola. Tenía las tripas de fuera.

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J.R.SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza/

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V

ivía en una urbanización construida en los años del boom inmobiliario. Centenares de casas unipersonales y algunas adosadas. En los alrededores convivían chalets con grandes extensiones, con cultivos, la antigua balsa de riego convertida en piscina y enormes

árboles que databan su antigüedad. Por aquellos parajes paseaba sus perros. Llevaba diez años haciendo el mismo recorrido. Esa mañana amaneció fresca. Se puso el jersey sobre la camiseta veraniega, comieron los perros y salieron a pasear. Cuando se estaba acercando a un chalet de los antiguos, una de las perras comenzó a ladrar y a estirar. Pensó que habría visto un gato. Le chiflaban los gatos y aunque nunca los pillaba, se volvía loca persiguiéndolos. Fue dándole tirones hasta que pasaron el chalet y la perra se distrajo con unos pajarillos posados en el suelo. A la mañana siguiente, la perra volvió a alterarse. El tercer día todos los animales mostraban signos de irritación antes de llegar al chalet. Entonces le llegó a la nariz un tufillo a animal muerto. Las perras ladraron como locas y se acercó. Desde la verja quedaba algo alejada la puerta de la casa, pero sin duda allí olía muy mal. Al día siguiente el olor era muy fuerte. Definitivamente algo olía a podrido. Llevó las perras a casa y volvió. En la verja había un cartel de «Se vende». Sacó el móvil y llamó. Daba tono, pero no respondieron. Insistió y entre aquel hedor le pareció oír el móvil en el interior. No se lo pensó dos veces y marcó el 112 y la operadora le pasó con la Guardia Civil. Les dio la ubicación y le pidieron que les esperara allí. En un cuarto de hora llegaron las luces azules. Fue una conversación corta. Tuvieron que alejarse de donde estaban porque había cambiado el viento y les llega el olor con más intensidad. —Sin duda hay algo grande descomponiéndose ahí dentro —dijo el sargento— . Llama al puesto y que localicen al propietario —ordenó al número que le acompañaba. —Si es el mismo que hay en el cartel, me parece que suena dentro —dijo el hombre. Mientras, varios curiosos se habían congregado con sus perros ante la novedad de la Guardia Civil con las luces en marcha. Ellos también notaron el olor extraño.

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Cada uno fue dando su versión a los que llegaban. Mediante grupos de whatsapp pasaron la noticia y pronto se arremolinaron decenas de curiosos que, cámara de móvil en ristre, iban grabando todo lo que pasaba. Llegaba gente ociosa sin cesar como a una romería. El sargento mandó avisar a la policía local para alejar a los moscones. Pidió una orden al juzgado de guardia para poder acceder al chalet. Su señoría subió a ver aquello que «olía tan mal». Nada más llegar pidió que lo devolvieran a su despacho para firmar la orden. Un agente subió la orden, al agente judicial y al cerrajero. Franquearon la puerta de la verja dejando atrás varias decenas de ojos a los que les hubiera gustado tener el cuello de una jirafa. Conforme la comitiva oficial iba acercándose a la casa, el olor era más penetrante. El cerrajero abrió la puerta del chalé con presteza y se alejó hasta un viejo árbol a tirar el almuerzo y la primera papilla. Se oía un zumbido sordo que de pronto creció despertado por el intento de intromisión. Un número abrió la puerta de par en par y una nube de negras moscas escaparon camino a la libertad. Les dio el tiempo justo de agacharse para evitar ser embestidos. Parecía una bandada de estorninos tapando el sol. A la vez que los seres voladores salían, los pies se les llenaban de gusanos. Un río de materia viva les subía por los zapatos y los más osados, comenzaban a trepar por los pantalones. Retrocedieron quitándose a manotazos los insectos. Esperaron unos minutos hasta que cesó el fluir nauseabundo y uno de los números entró. Iba cubierto con un mono blanco de cabeza a pies, mascarilla y gafas protectoras. Era un hombre robusto, con años de experiencia. Tomó la cámara para grabar el interior y se adentró. Unos minutos más tarde salió del mismo color que su traje. Allí había un cadáver y sobre él, todo tipo de insectos y ratas se disputaban la comida.

MANUEL SERRANO

España

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-E

mpiezo la grabación. Me conocen como Julius y soy el testigo de Phill. El suicidio de mi amigo postulará a la convocatoria para integrar el documental que auspicia la entidad convocante. Phill seguirá con esta grabación y compartirá sus inquietudes.

Phill, adelante, por favor… ─Gracias, Julius… …La convocatoria cierra mañana y aún no decido el método. De acuerdo con las bases cumplo con los criterios de inclusión. Soy mayor de edad y tengo antecedentes sobre intentos de suicidio. Mi psiquiatra está dispuesto a brindar mi historial clínico al comité organizador. Solo falta definir la forma de mi suicidio. Antes intenté quitarme la vida cortándome las venas, ingiriendo sobredosis de psicofármacos y me lancé desde la azotea de mi casa de dos pisos. En dichas ocasiones me salvaron suturando los cortes en las muñecas, lavándome el estómago y pagando la cuenta de cuidados intensivos donde estuve en coma una semana. De todas salí indemne, sin daños físicos colaterales y siempre más deprimido que nunca. A

consecuencia

de

mis

angustias

y

demonios

personales

recaigo

frecuentemente en la cocaína y hongos alucinógenos. Integro un grupo de drogadictos de la peor calaña y sanaremos cuando muramos. Nos apoyamos como si fuéramos hermanos y encubrimos nuestros crímenes. En mi haber cargo con dos asesinatos que la policía desconoce. Así como soy protegido, también cuido a mis compañeros de adicción. He recalado varias veces en instituciones de rehabilitación, en donde hice maestrías en sobredosis y delincuencia. En el último albergue creí ver la luz al final del túnel. Víctima de la abstinencia y al borde de cometer otra locura, conocí al hermano Charles. Este ex convicto, redimido en una cárcel de máxima peligrosidad, se convirtió a la fe cristiana. Su personalidad carismática y dotes de supremo embaucador le otorgaron la conmutación de la pena. Fundó una iglesia y mantiene un rebaño fiel de seguidores incautos, tal como yo lo fui en una época. Como parte de su sospechosa filantropía visitó mi hogar de reclusión los fines de semana para convencernos del poder de la palabra divina y cómo la aparición de nuestro Creador le enseñó el camino del amor y la espiritualidad. Caí en su cháchara barata y me convenció que mi lugar está a la diestra del Señor. Insinuó que debo entregar mi cuerpo a la sociedad y mi alma al cielo. En pocas palabras, me incitó al suicidio. Algunas veces quise matarlo,

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pero la imposición de sus manos sobre mi cabeza tranquilizaba mi furia y me daba ánimos para cambiar cuando saliera de ahí. Estoy en ese proceso y mi carne es débil. Acabo de asesinar a mi madre y necesito irme de este mundo. La convocatoria me ha caído de maravillas. Una de las bases es tener un testigo del hecho y la confirmación forense de la muerte. La semana pasada, Richard me escogió para grabar su salto al vacío desde el piso once de un edificio. La filmación fue aceptada y el médico legista constató que su cuerpo se hizo mierda contra el pavimento. El fiscal levantó los restos para enviarlos a la autopsia de ley. En la morgue hicieron lo que pudieron con el amasijo y conseguí la copia del certificado de defunción. Con los requisitos completos, presenté el expediente ante el comité organizador y mi buen amigo Richard participa en la convocatoria. En mi caso, cumplo con las bases y mi testigo es mi dealer. Falta la decisión sobre cómo me suicidaré. He pensado en la inyección letal o en el balazo. Los métodos son diferentes. La inyección es silenciosa y mi dealer la aplicaría en una vena y sería todo. El proceso es limpio, sin publicidad y en el más absoluto secreto. En cambio, el balazo es estridente, mete miedo, acude la policía y tal vez la televisión. Por otro lado, es asqueroso y mis sesos quedarían desparramados sobre la cama. Tengo el valor para ambos, pero el balazo me parece más sencillo de ejecutar. Falta un día para el cierre de la convocatoria y aprovecharé para drogarme hasta casi morir, escribir la carta del adiós y firmar la autorización para que este proceso llegue a buen puerto.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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H

ay humo por todas partes, el olor a muerte y carne quemada proliferan en el lugar e inundan los pulmones de los desesperados soldados que tratan de esquivar la metralla que no deja de venir de un lado a otro.

Entre este caos mi niño se mueve, su corazón late a mil por hora, sujeta su

arma sobre su pecho y su único deseo es volver a casa, ver a sus padres una vez más. Como su ángel de la guarda hago lo que puedo por evitar que salga herido, pero me es imposible, a su alrededor la muerte ronda, ansiosa por cobrar su alma, no importa cuántos niños se ha llevado ya, ella sigue hambrienta y mi niño, es su plato principal. Estoy desesperado, ¿Cómo es esto posible?, hace menos de un mes estábamos en la apacible granja familiar, rodeados por verdes campos, cazando conejos y donde lo único de lo que debía cuidarle era de no recibir una patada de Betty, la mula de la familia. Fue una sorpresa para ambos cuando la guerra llamo a la puerta, el imperio necesitaba soldados y mi niño debía responder, en tan solo treinta días dejó el arado por el fusil y adiestrado bajo un burdo entrenamiento, se le envió como carne de cañón al campo de combate. —¡Cuidado con la torreta! —grita su capitán antes de ser acribillado por una lluvia de balas. Como siempre hago, inadvertidamente le alejo del peligro haciendo que tropiece para que no sea alcanzado por la ráfaga. —¡Maldición! —exclama mi niño antes de temblorosamente apuntar con su arma al soldado alemán que manejaba la torreta. Con solo presionar un gatillo le vuela los sesos y le mata al instante, esto es lo que más me duele, ver a los ángeles guardianes del enemigo llorar a sus niños muertos. Ellos también los acompañaron desde su primer aliento de vida hasta el último exhalo de esta, no los entiendo, ¿Por qué si Dios los creó con tanto amor a su imagen y semejanza ellos se odian tanto entre sí? Con pesar observo como él ángel del caído le da paso a la muerte para llevarse su alma. Lentamente esta se inclina sobre el cuerpo del muchacho, introduce su esquelética mano en su pecho y saca una pequeña esfera blanca que luego devora de

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un bocado. Cuando termina su labor, lentamente se da la vuelta hacia nosotros y señala a mi niño, me advierte que pronto vendrá por él. Aunque el miedo me invade haré lo que pueda por mantenerla alejada, halo de él y le empujo cuando es necesario, le advierto cuándo correr y hacia donde apuntar, y le susurro que si sigue así, volverá a ver a Mamá y Papá. Como todo un guerrero se abre paso entre el enemigo, mis acciones parecen haber tenido éxito, la muerte se ha quedado atrás y en silencio, nos observa a la distancia, ¡lo logré, salvé a mi niño! Ya solo faltan quince metros para abandonar el campo y le suplico que corra, le prometo que pasado ese punto estará salvo, que volveremos a casa. Estamos a solo dos metros cuando lo escucho, un sonido similar a un golpe metálico que es precedido por una poderosa explosión, en mi desesperación por alejarlo de la muerte no vi bien el camino y lo guié hacía una mina escondida entre la hierba. Mi niño vuela por los aires antes de azotar sobre el suelo, la explosión le ha volado las piernas y ha destruido por completo su torso. Apenas si puedo creerlo, mi pequeño Herschel está por morir y todo fue mi culpa. —Mamá, Papá —sus ojos comienzan a humedecerse. No sé qué hacer. —Padre, por favor, no dejes que muera —suplico a los cielos, pero no recibo respuesta. Comprendo su silencio, desde un principio a nosotros los ángeles se nos dejó en claro que la muerte es algo natural de los humanos y que, muy a nuestro pesar, es nuestro deber aceptarla. Jactándose de su victoria, con su lento andar, la muerte se aproxima hasta donde nosotros. —Lo cuidaste muy bien —se mofa. —Por favor no te lo lleves. —Conoces las reglas. —Al menos déjame despedirme. —Eso está prohibido —me hace a un lado de un empujón.

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La muerte está lista para arrancarle el alma a mi niño, pero antes de que siquiera pueda introducirle su huesuda mano en el pecho, decido intervenir y me atravieso en su camino. —¡¿Qué haces?! —pregunta fúrica. —Yo lo haré, yo tomaré su alma. —Solo yo puedo hacer eso. —Lo sé, por eso tomare tu lugar. —¿Por qué? —Porque igual que tu sin Adán, sin mi niño, yo no soy nada. La muerte entiende bien mi predicamento, como ángel de la guarda del primer hombre, comprende lo que es perder a un ser tan querido. —Por milenios he andado en soledad por este mundo recolectando las almas de sus hijos, estoy cansado de ello, acepto —tras decir eso, la muerte introduce su mano en su hueco pecho y por si misma, se saca el alma y me la entrega. El alma de la muerte es totalmente distinta a la de los humanos, la suya es fría al tacto y tiene la forma de una pequeña galaxia en movimiento. —Devórala —alcanza a decirme antes de caer al suelo convertida en un cúmulo de porosos huesos que, en cuestión de segundos, se evaporan en el aire. Tengo miedo por lo que haré, pero todo sea por darle la paz a mi niño por mí mismo. Cuando devoro el alma de la muerte comienzo a experimentar todas sus vivencias, sus años en compañía de Adán, el cómo se convirtió en el ángel de la muerte cuando trató de revertir su fallecimiento, los milenios que vio imperios caer y erguirse, y los millones de almas de buenos y malos que tuvo que recoger. A aquella visión le sigue una dolorosa metamorfosis, en la cual, mi cabello se cae, mi piel se seca hasta convertirse en huesos, mis ojos desaparecen y mis blancas alas se tornan negras como la más impía de las noches. La transformación está hecha, ya no soy un ángel de la guarda, ahora soy el nuevo ángel de la muerte y es el momento de recoger mi primer ánima. Estoy por arrebatarle el alma y darle la paz a mi moribundo niño, cuando ellos aparecen. Por alguna especie de milagro, los médicos han logrado sortear el campo de combate y han llegado hasta él, lo recuestan sobre una camilla y, como pueden, se lo

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llevan lejos de mí. —¡Está prácticamente muerto, déjenlo! —les grito, aunque sé muy bien que no pueden escucharme. Ignoro los quejidos de los cientos de soldados muertos a mí alrededor, sé que ellos también me necesitan, pero primero está mi niño, debo darle la paz a él primero. Los médicos llevan a mi Herschel hasta el hospital improvisado donde tratan a todos los heridos, al verlo, el resto de los doctores dejan de lado a los pacientes menos lesionados y corren a auxiliar a mi niño. Tras horas de constante trabajo, han detenido su hemorragia, reintroducido sus intestinos y grapado su estómago, ante todo pronóstico han logrado lo imposible, lo estabilizaron. —¡Esto es imposible, él debe morir, yo debo tomar su alma! —protesto desesperado y dispuesto a terminar lo que comencé. —¡Ya basta! —como un trueno la voz de mi padre resuena desde los cielos— .Él ya se ha salvado. —¡No padre, él está muerto, los médicos se equivocan! —¡No! El que se equivocó fuiste tú, diste todo por nada, debiste esperar un poco más. —Por favor padre, tienes que entenderlo, él me necesita, yo debo cuidarlo. —Ya no, hijo, tu deber es recoger las almas de los muertos, ahora cumple con tu trabajo, los soldados te necesitan. —Al menos deja que me despida de él. —Hazlo. Como la oscura sombra que ahora soy me acerco a mi niño, me inclino a su lado y le susurró al oído lo siguiente. —Mi querido Herschel sé que no puedes escucharme, pero siempre estuve ahí, durante cada navidad, en tu primer beso y en el último abrazo que te dieron tus padres antes de venir a este infierno, aunque ya no podré cuidarte, siempre te amaré y te prometo que cuando llegue el momento, nos volveremos a ver —Tras despedirme remuevo el cabello de su frente y me marcho, ahora hay más niños que me necesitan.

RONNIE CAMACHO BARRÓN

México

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S

in cita previa, se apareció en el estudio de forma intempestiva. —¡Está muy nervioso! —dijo mi secretaria para avisarme que Rubén González había llegado. Era mi último caso ganado de divorcio controversial —González versus

González—, más sangriento y despiadado que Kramer versus Kramer. Matrimonio no tan joven, Marisa treinta y tres, Rubén treinta y ocho. Dos hijos, dos departamentos, un auto importado, una camioneta y una cuenta en el Banco Nación que produciría la envidia de más de uno. El péndulo del reloj Morbier que me había regalado mi suegro para nuestro casamiento se había detenido. Siempre ordenaba a mi asistente que le diera cuerda todos los lunes, pero era evidente que esa semana alguna distracción había hecho que mi viejo reloj se detuviera en ese mismo instante. De la misma forma se detuvo mi corazón con la noticia de la abrupta irrupción de Rubén a mi estudio. Estaba aterrorizada. —Dice que trajo unas llaves y quiere entregárselas a usted en persona —me dijo la chica, mientras caía en la cuenta de su estúpido olvido al ver que mi vista seguía pegada al reloj de pared. Me había ensañado con ese hombre. Si bien Marisa era una clienta más, como tantas otras, yo no quería que el asunto se resolviese como cualquier juez hubiera deseado. Quería verlo arruinado, convertido en una piltrafa. Quería defender a Marisa y de paso hacer el mayor daño posible a su expareja. Yo estaba descalza. Solía quitarme los stilettos cuando estaba sentada, me encantaban, pero no los aguantaba toda la jornada. Me puse de pie, di la vuelta a mi escritorio, acomodé mi ceñido tailleur —uno de los tantos que uso cuando tengo audiencias— y le pedí a la asistente que lo hiciera pasar. Sentí pudor y no supe el porqué. Me puse a acomodar una pila de expedientes, hasta que percibí su presencia a mis espaldas. Yo no estaba bien con Ignacio, mi marido. Yo no estaba con Ignacio, yo vivía con su sombra. Ya hacía muchos meses que ni siquiera nos saludábamos cuando cada uno partía a cumplir con sus obligaciones. Solo compartíamos las sábanas, y muy poco más. Pero Ignacio ni por casualidad había sugerido que nos separásemos, la comodidad le ganó al aburrimiento y dejamos que nuestro barco siguiera a la deriva

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hasta que quizás un fatídico día se estrellara contra un arrecife. Puede que ese fuese el motivo de mi ensañamiento con aquel hombre que, si bien era la contraparte de mi defendida, yo no tenía el mínimo derecho de reventarlo como a una cucaracha. Había proyectado en Rubén todo el daño que me estaba haciendo Ignacio con el peor de los agravios que puede recibir cualquier mujer: la indiferencia. No pretendí lograr una división de bienes lógica, ni siquiera un régimen de visitas acorde, yo me había encaprichado en demoler su moral y destruir su autoestima. Deposité en ese pobre desconocido todo mi odio y mis frustraciones universales contra el género masculino. Pero el reloj se paró, y también se había detenido mi corazón en ese mismo momento en que su fragancia conquistaba mi despacho. Sentí la alfombra mullida cosquillear la planta de mis pies. Me di vuelta y lo saludé con mi mejor cara de circunstancia. Mi diferencia de altura con él ahora era mucho más notable que en las audiencias de conciliación. Tenía las llaves de su vehículo tintineando en la mano. Al principio lo noté seco, algo ausente, como con ganas de dejarme las llaves y salir corriendo. Pero, sin siquiera saludarme, miró el Morbier y me dijo: —Se quedó sin cuerda. Me quedé con la boca abierta por su inesperada reacción. Hubiera esperado un insulto hacia mí, hacia mi madre o hacia toda mi familia, y hubiese sido un acto de justicia absolutamente merecido. Yo lo había humillado tanto que justificaría cualquier tipo de agresión hacia mi persona. Pero no fue eso lo que sucedió. Metió las llaves en el bolsillo y se dirigió al reloj de pared para darle cuerda. Estaba mucho más relajado que en todas las reuniones de mediación en las que yo lo hostigaba junto a Marisa. Era un detallista, no cabía duda; tan detallista y obsesivo como yo. El odio que había circulado por mis venas parecía estar oxigenándose, era como una cinta de Moebius que se iba transformando y convirtiendo en un sentimiento tan claro como opuesto. Y de pronto el péndulo volvió a oscilar. De haber una banda de sonido, hubiera sido un momento casi perfecto, ver su mano introduciendo la llave de cuerda en las ranuras del reloj me hicieron querer pasar rápidamente la hoja de ese capítulo para iniciar otro, como el reloj que necesita de esos giros para volver a la vida. El Morbier dio cinco campanadas y Rubén me sonrió como un niño al que

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felicita la maestra del grado. Volvió a buscar las llaves en el bolsillo del pantalón, las depositó sobre la palma de mi mano y me dijo: —Tomá. Ya no te debo nada. Sin querer —o quizás con todo el deseo— rozamos nuestros dedos. Sentí que había alcanzado una tabla en el medio del océano. Sin mediar palabra, Rubén volvió hacia la puerta y antes de salir se detuvo. Percibí que el arrecife estaba ahí y ansié sin miedo que pasara lo que tuviese que pasar. —¿Algo más? —preguntó, mirándome sobre su hombro. Yo me dirigí hacia mi escritorio, me calcé los stilettos, me acerqué, le puse la mano en el hombro, lo besé en la mejilla y, alcanzándole las llaves del auto, le dije: —Sí: perdón… vayámonos para siempre.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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a caja se cayó al suelo y todos los bombones se desparramaron por doquier. No había nadie en la casa de estilo provenzal. Los chocolates corrieron como locos, asustados para volver a introducirse en la cajita de celofán porque tenían mucho frío y, por otro lado, no conocían otro

lugar que no fuera el interior del envoltorio. ¿Quién ha empujado la caja hacia el borde de la mesa? —preguntó con enfado Bombín, el más pequeño de toda la familia. Praline, su madre, le reprendió. En el mundo de los dulces no estaba permitido ser impertinente alzando la voz con cuestiones acusadoras. Todo era educación y elegancia. Todo suponía una apariencia supina. El respeto mutuo, ante todo, y las buenas maneras, como norma básica de urbanidad. Pero Bombín había salido más que rebelde. El molde que lo había hecho no era perfecto y el pequeño bombón se salía de la norma con unas formas irregulares. A su padre, Avellano, le hacía gracia tener un hijo fuera de lo común, pero su madre, que disfrutaba de una envidiada posición social en la bombonera —era el bombón de licor Pilé 43, la organizadora de los mejores cócteles y reuniones sociales—, ponía mucho cuidado en el qué dirán, no fuera que, de repente, algo que le había costado conseguir con mucho esfuerzo, se fuese por la borda por culpa de un mal traspiés chocolatero del pequeñín. A Bombín la bombonera pronto se le quedó pequeña. Mientras que el resto de los chocolates infantiles se conformaba con jugar prudentemente dentro de la caja, a él se le antojaba que el mundo más allá del envoltorio era mucho más interesante. De modo que, una buena tarde, estando sus padres tomando el té de las cinco con varias amistades que habían ido a visitarles provenientes de una bombonera vecina de la pastelería de enfrente, se escapó, bajando por la pata de la mesa y se fue a recorrer mundo. Sintió una mezcla de miedo y euforia, como cuando uno sabe que no está haciendo lo correcto; pero el riesgo de hacer algo imprevisto, le excitó sobremanera. Visitó todas las estancias de la casa y se topó con algún que otro contratiempo desconocido. El gato Torcuato era el rey del sótano y Bombín había ido a parar ahí por accidente, después de haber dado demasiadas vueltas por toda la residencia. Al chico siempre le habían dicho que los bombones no corren peligro en casas

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sin niños, como era el caso, con lo que, cuando se encontró en frente del felino, le saludó e hizo amago de continuar su periplo investigador. El gato, un tanto singular, estaba jugando al tute con Rigoberto, un ratón de campo que hacía tiempo se había instalado en el chalé. Pero ni ese gato cazaba ratones, ni al ratón le gustaba el queso: a ambos les encantaba el praliné, sobre todo, del bueno. Y Bombín había nacido en una familia de altura… De modo que, al verle, gato y ratón se dieron la mano y con una simple mirada cómplice, decidieron repartirse el pequeño botín de chocolate. Bombín enseguida se dio cuenta de que las intenciones de sus vecinos no eran lo que se dice muy amistosas y trepó por la alacena para salvarse. Pero ambos animales se las sabían todas por naturaleza y le atraparon sin demasiado esfuerzo. Cuando Torcuato se dispuso a dar el primer lengüetazo a Bombín, cogido por las pezuñas, frente a la mirada golosa y envidiosa de Ribogerto, se encontró con algo absolutamente inesperado: Un pequeño humano apareció por la puerta con un escobón, dispuesto a deshacerse de ambos animales. Era un niño que había entrado en la casa proveniente de la vecindad contigua. Tenía ganas de jugar y pegaba escobazos a diestro y siniestro. El gato soltó a Bombín para escapar del pequeño travieso. El ratón, huyó de la misma forma miserable. Y Bombín cayó dando tumbos al suelo, entre grititos de dolor. Pero tuvo suerte de no partirse en mil pedazos y pudo correr y llegar hasta la bombonera, donde sus padres seguían jugando, ahora al bridge, con sus amistades, y no se habían percatado de nada de lo ocurrido. El azar hizo que Bombín hubiera dado la pista a Torcuato y Rigoberto sobre la existencia de la bombonera. Ya nunca más volvería a dormir plácidamente, como cuando era un bebé bombón. Un miedo atávico le había invadido el alma de praliné y, en ese preciso instante, se dio cuenta de que había dejado de ser un niño para pasar a formar parte del miedoso y cobarde mundo de los adultos.

IÑAKI FERRERAS

España

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a expedición se había estancado aunque no dejábamos de movernos. Nos encontrábamos en cualquier punto del mapa, uno que no señalaba el oeste ni noreste. Es decir, un mapa por completo inútil. Al igual que la mayor parte del equipo que cargábamos, arruinado por la humedad y

la sangre seca de los miles de mosquitos que matábamos, a mano limpia, día tras día. Eso para no hablar de nosotros, agobiados por el calor, la humedad, la falta de descanso, y el no entender por qué nos encontrábamos allí. Ni siquiera la paga era buena. Aunque dudo de que se hubiera hablado de nuestra paga en algún momento. Sin embargo, allí estábamos. Cargando aquel equipo obsoleto que alguien más debería montar cuando llegáramos a aquel punto no indicado en el mapa. El énfasis estaba puesto en el cuándo llegáramos, algo que nadie podía precisar con cierta exactitud. —Estamos más cerca que antes —dijo quien nos dirigía en aquella interminable expedición—, casi no tengo dudas de ello. Del otro lado de aquella lomada se encuentra nuestro destino. Su dedo señalaba hacia un punto indefinido entre la espesura y el calor que para nada nos motivaba a continuar avanzando. —¿Qué encontraremos allí? —preguntó uno de nosotros, no estoy seguro de quién fue, estaba tan cansado que intentar mantener los ojos abiertos representaba un verdadero sufrimiento. —Nuestro destino —repitió quien nos dirigía sin agregar palabra. Fue suficiente con que comenzara a caminar delante nuestro, sin dar ninguna orden, sin permitirnos descansar, para que lo siguiéramos en fila india, asegurándonos de pisar sobre suelo firme en medio de tanto resbaladizo y húmedo barro. Recordé lo que notara el primer día, cuando luego de recorrer unos trece kilómetros alejándonos de la ciudad no llevábamos, en realidad, ninguna dirección específica. Desde un principio el camino cambió de dirección de día en día, no por los problemas que encontráramos en él, sino por la voluntad de quien nos guiaba. Solía pensar que tendría sus razones para dar tantos rodeos pero, tras tres meses siguiéndolo mientras el grupo original menguaba lenta pero inexorablemente, comenzaba a dudar también de ello. Cada atardecer, cuando se nos permitía detenernos y descansar hasta el alba, estudiaba la caja que llevaba sobre mis hombros. Era incapaz de decir qué contenía, así

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como tampoco entendía en qué idioma estaban escritas las indicaciones impresas en su metálico y frío exterior. Por más que la sacudiera, el ruido de tornillos, tuercas, engranajes, o lo que fueran esas piezas entrechocándose, nada me decía. Cada amanecer comenzábamos a caminar guiados por unos pocos gestos, unas palabras sueltas y nada más. Varias veces me encontré al frente de la fila, inmediatamente detrás de nuestro guía, así como varias otras veces me encontré cerrando la fila pero, aunque lo buscara, el sentido de tanto esfuerzo continuaba esquivo. Aunque, es cierto, a pesar de no comprenderlo, nos encontrábamos haciendo algo diferente a esperar a en la ciudad a que todo se acabara. —La maldita loma se aleja cada noche un poco más —murmuró otro de los porteadores junto a mí mirando hacia el horizonte—. ¿Sabes lo que eso significa? — preguntó volviendo sus ojos hacia mí; no podría decir si conocía a aquel enflaquecido rostro que me miraba detrás de una capa de suciedad y cansancio similar al que cubría el mío en ese momento. A duras penas podía pensar en otra cosa diferente a caminar, pero me había percatado de que la distancia no se acortaba en lo más mínimo a pesar de caminar día tras día. —¡No desfallezcan! —gritó de pronto nuestro improvisado guía en medio de un atardecer, o un amanecer; aunque también pudo haber sido durante el mediodía, no estoy seguro de ello—. Nuestro destino nos aguarda. Escuchar por enésima vez aquella frase desató la revuelta. Comenzaron arrojándole los restos de nuestros escasos alimentos, le siguiendo luego algunos guijarros y unas pocas rocas más grandes cubiertas de barro, hasta que alguien se animó a arrojarle la caja que portaba golpeándole de lleno en la frente y haciéndolo caer. El resto de las cajas cayeron una a una sobre él amenazando con cubrirlo entre el barro, el cartón y los restos de quincalla que escapaba de las cajas rotas. Nada de todo aquello resultaba de utilidad, pero había sido suficiente para desmayarlo, matarlo o algo peor; ninguno se acercó a comprobarlo. Al contrario, liberados de sus cargas, los porteadores comenzaron a correr en todas las direcciones como si aquella rebelión hubiera sido suficiente para revitalizar sus cuerpos. Cuando todo parecía haber terminado me percaté de que no había arrojado mi

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propia caja y que apenas podía moverme apesadumbrado por tanto agotamiento. Aunque no corrí como los demás, dejé que mis agotados pies me llevaran allí donde quisieran entre los árboles más cercanos. Ni bien abandoné el camino comencé a hundirme rápidamente en el barro. Miré a los lados encontrando los sofocados rostros de otros porteadores esforzándose por escapar de la trampa que durante día habíamos intuido negándonos a creer en su existencia. Mi desesperación duró menos de un suspiro. Intenté levantar un pie, pero el barro volvía irremediablemente a succionarlo. En ese momento, ya sin un guía, sin oportunidad de regresar o de continuar, me percaté de hacia dónde nos dirigíamos. —Nuestro destino nos aguarda —repetí en voz baja, casi como un susurro sentándome en el barro. Y mi destino era, sin lugar a dudas, aquel pantano.

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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A

quí estás, al fin. El descenso de la escalera solo conduce a donde estoy, no hay manera de que no te encuentres conmigo. Estoy impaciente, inquieto, eso es normal, supongo, en una primera cita; cruzan por mi cabeza varios interrogantes, dibujo expectativas en el

aire, hago conjeturas. Sí, eres tú. Es nuestro primer encuentro, antecedido de largos escarceos y preludios mediante cartas que podrían encaminar al amor casual, eventual o tal vez de larga transición hasta no sé dónde, o quedar en un fallido intento de romance; no sería la primera ni la última vez. Ya estás ante mí. Eres más bonita de lo que muestras y representas en las fotografías que me enviaste. Aquí estás, como si no estuvieras. Me saludas con amabilidad, pero sin muestras de contento; tus ojos color nostalgia marítima me miran como sin mirarme, casi de reojo, o mejor dicho por el rabillo del ojo, de ladito, como no queriendo. Esquivas mi tonta broma, “¿qué se siente ver el mundo y la vida en color azul?” Te saludo festivo, ceremonioso y cortés y tú sigues dubitativa, sin mirarme de frente y sin corresponder a mi abrazo de cortesía. En el mejor de los escenarios posibles, tu mirada es enigmática, habrá que adivinar qué dice y qué no dice. Breve saludo, escasas palabras, tu actitud muestra cierto enfado, hastío, demasiada sobriedad o cautela. Me transmites antipatía. Te retiras con expresión adusta, como si nunca hubieras estado aquí. Trato de prolongar algunos minutos el encuentro, pero está claro que eso es lo que menos quieres. Deduzco que mi rostro y mi cuerpo no están a la altura de tus exigencias, no te gusto, te decepcioné. Permanezco con natural desconcierto; un fracaso la primera cita. Algo dices de atender un asunto inesperado y te veo partir. Con mis ojos te ausculto discretamente y, en efecto, eres bajita de estatura tal como me lo habías comentado, curándote en salud como si te hubiera dicho en mis cartas que nada más me gustaban las mujeres altas. De haber sabido, si fuera adivino. Hubiera sido mejor que ahí concluyera el romance, amistad o no sé qué empezaba a gestarse sin rumbo ni concierto, y que fue premonitorio de lo que vendría después: siempre el caos. En ese fracasado primer encuentro debió terminar el flirteo y nada ocurriría después. Vuelvo a la carga. Me gustas, me atraes, me alocas; me excita suponer que te conquisto y no en un alarde machista, sino de extraña y fuerte atracción. Bien me decía un amigo que “una vieja jala más fuerte que una yunta de bueyes”. Logro me concedas —con ciertas reservas de tu parte—, una nueva cita que

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ahora me arrepiento habértela solicitado. Sin saberlo, yo mismo estaba montando el andamiaje por el que ascendería para luego caer estrepitosa e irremediablemente. Me hice el “harakiri”. Confío en que tenemos temas comunes, afinidades relativas. Después de más de cien cartas contestadas con buen ánimo creo conocerte al menos un poco. Busco recursos para que no se repita la frustración del primer encuentro, desencuentro, mejor dicho. Doy pequeños sorbos a la taza de café. La conversación seguirá un estricto guion que preparé en la víspera para perfilar mejores resultados que afiancen esta amistad. Tomas una limonada. Eres parca en tu charla, pero te noto más condescendiente, relajada, aún seria. Me miras de reojo, lo que será una constante característica en ti. Me ves, como si no me quisieras ver. Rara actitud. No, no es timidez, no sé qué sea, como igual nunca sabré muchas cosas de ti, no obstante que tú conocerás todo lo que puede interesar a una mujer respecto a su pretendiente, casi todo. Han transcurrido exactamente dos años desde que nos conocimos. Tal vez vivamos juntos más adelante, ya es tiempo de tomar decisiones. Todo fue rápido al principio, aunque luego no sabía ni dónde estábamos parados, ni a qué conducía vernos cada quince días, luego cada semana, y después casi todos los días. Te ibas y regresabas, aunque cuando estabas conmigo más bien estabas allá, no sé dónde. Empezaron a profundizarse algunas desavenencias, por cierto, absurdas. Se iniciaba una guerra sorda, tal vez sadomasoquista, en la que tú no pedías tregua ni cuartel, por lo común me derrotabas doblegándome con estrategias impensables que me impulsaban a levantar la bandera blanca en señal de rendición, con tal de retenerte a mi lado. Así, fui perdiendo autoestima y mi otrora orgullo altanero se redujo a la actitud de un cachorro zalamero que procura hacer sus gracias a fin de congraciarse con su ama y recibir una caricia y una galleta. Mi infierno, que fomentabas y disfrutabas, se había iniciado. Por lo que a mí respecta, no importaba el medio, sino el fin: que no me dejaras, sería tanto como quedar en la orfandad. Grave error. Dolor y placer, más tristezas que alegrías, emociones encontradas. Todo fue resultando más confuso. No sabía si te amaba y si sería posible entendernos en un marco de respeto, concordia y amor. Nada del otro mundo. ¿Cómo se amarán en “otro mundo”? Todo era un permanente volver a empezar. A veces sentía que ya no

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tenía fuerzas para construir lo nuestro en espera que llegaras y destruyeras todo con un simple ya no quiero verte nunca más. Sin embargo, al poco rato estábamos entregados uno al otro con frenesí, con locura, como si fuera la última vez. Un amigo me dijo que estaba obsesionado y que eso no era nada bueno para la mente. Así fue todo ese tiempo y yo bailaba como suele decirse al son que me tocabas, eras artífice y estratega de nuestra relación que siempre estaba sujeta a tu voluntad, a tu conducta bipolar. Aquella tarde que te insinué que tenías que controlar tus arrebatos casi me linchas. La ceguera del amor impide ver muchas cosas, como por ejemplo los desórdenes emocionales de la pareja. Fue en la crisis final de nuestra relación que me enteré estabas bajo tratamiento psicológico y que habías tenido una larga relación amorosa con otro paciente, mismo al que dejaste para empezar “lo nuestro”. El sujeto te amenazó y juró que serías de él o de nadie, según tú misma me dijiste. Envalentonado, comenté que si se te acercaba de menos le iba a romper el hocico o le metería un balazo; vaya, nunca he tenido armas de fuego. Te fui odiando cada vez más y en absurda paradoja tejí las más inverosímiles mentiras de una estructura que me permitiera atraparte en mis redes. Ese odio, esa frustración en momentos se matizaba con cariño y amor. Bueno, no sé si eso era amor o qué diablos. Sin embargo, intuitiva, hábil, desconfiada, sarcástica, calculadora, todo se dirigía al destino que quisieras. Estarías conmigo hasta que desearas y en los términos que plantearas. Así, me tirabas y me levantabas. Cuando no tomabas a tiempo tu medicamento, siempre creí que eran analgésicos para tu permanente dolor de cabeza y no antidepresivos, la crisis llegaba de un instante a otro y con consecuencias impredecibles. Es decir, de la concordia a la guerra solo había un margen estrecho de tiempo. En mi mente solo existió una palabra: venganza. ¿Cómo? ¿Para qué? ¿Con qué alcance? ¿Cuándo? Te pienso de día, de noche, de madrugada. Día a día fueron profundizándose las contradicciones y humillaciones. Me decías que me amabas y pocas horas después dabas por terminado todo. Fuiste arquitecta de holocaustos sentimentales. Un juego perverso. Las discusiones aumentaron de tono agresivo. Dejábamos de vernos. Cuando transcurrían días de ausencia buscaba cualquier pretexto para estar cerca de ti y empezar de nuevo. Construir para luego destruir. Lo mismo, lo mismo, lo mismo de siempre. Un adicto a la cocaína se libraría de ese vicio de manera más fácil que yo de ti. Mis conjeturas y arrebatos de celos e incertidumbres terminaban si estabas a mi

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lado y con voz tierna me decías “te amo” con la convicción más firme que pudiera existir. Del infierno me elevabas a las dimensiones más excelsas de bienestar sentimental. Te preguntaba hasta la saciedad ¿me amas? Y recibía lo que esperaba, un sí contundente, invariable, cargado de una fuerza sísmica que dejaba de lado cualquier especulación estúpida de mi parte. Pasaban algunas horas y me tenías de nuevo en el abismo. No sé cómo pude soportar todo eso. Sin embargo, hoy, aquí, metido en esto que es un desastre que me lleva a la desgracia, sé que te necesito. Prefiero vivir en el infierno que me diste a no tenerte. Sí. Absurdo. Pero así es. Aquella tarde nos amamos con la animosidad de siempre. No, hago una precisión: cada vez nos entregábamos con más fuerza, en todos los sentidos. Sin embargo, cuando las sábanas aún estaban húmedas de nuestros jugos amorosos la reyerta inició al oscurecer y continuó hasta el amanecer, y apenas nos despedimos la batalla se trasladó a mensajes en nuestros respectivos teléfonos celulares. Como ya era una tradición, nos dijimos estupideces y nos deseamos lo peor. Desahogábamos tal vez frustraciones antiguas que no fueron en nuestro tiempo, pero que ahora había que ventilar. Sí, nuestro amor era malsano, patético, pero irremediablemente necesario para ambos. “Par de locos”, te decía a cada desaguisado. La hiel se derramó en ese último mensaje que envié a tu celular: “¡Te odio, muérete! ¡Te quiero ver muerta!”. Mi abogado está armando la defensa. Tratará de demostrar que nada tuve que ver con la brutal agresión que hoy te tiene al borde de la muerte. Detrás de las rejas y por informes del abogado supe que unos malditos se metieron a tu casa y te quisieron robar y opusiste resistencia. Eso fue de noche y los vecinos solo vieron que una camioneta “como la mía” se retiró de la escena quemando llantas. Luego los acomedidos testigos oculares inventaron que fui el agresor y revolví todo en tu casa para que el móvil pareciera un robo, pero no faltaba nada, ni el anillo de oro con un diamante que te di y me regresabas en cada pleito. En mi contra están los estúpidos mensajes que envié a tu celular que quedó a disposición de los policías. Si te mueres no tengo salvación. Solo tú puedes decirles que no te agredí, sería incapaz y tú lo sabes. Del dicho al hecho, hay mucho trecho, dice el refrán. Los mensajes que envié a tu teléfono fueron producto de los mismos pleitos de siempre y bien sabes que nunca hubiera atentado contra ti, aunque a veces sí me daban ganas de apretarte el cuello, retorcerte el pescuezo hasta que dejaras de respirar maldita bruja.

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Pero por favor, no te mueras. Si te mueres todo está en mi contra y estaré en prisión muchos años. Si sobrevives te prometo que te seguiré odiando y amando. Aunque eres tan cabrona conmigo que preferirías morirte para que vaya a la cárcel. No te mueras, por favor. No seas mala onda. II Te has recuperado más pronto de lo que suponían los médicos. Siempre te he de agradecer que, en cuanto recuperaste el conocimiento, declaraste ante las autoridades que yo no tenía vela en el entierro en la agresión y que el autor fue aquel loco que quiso hacer cumplir su sentencia de si no eras de él no serías de nadie; por poco y lo logra. Aún no le da sentencia el juez, pero de menos estará guardadito unos tres o cuatro años, lo que hizo fue auténtico intento de homicidio. Desde que te llevé flores al hospital, eso fue al día siguiente que me dieron libertad y me dijeron “usted disculpe, se puede ir”, no sé nada de ti. Alguien que es amistad de tus tías me dijo que regresaste a la capital del país y trabajas como cajera en una refaccionaria automotriz. Borré tu número de teléfono durante tres meses o poco más de tiempo, no quería caer en la tentación de buscarte o mandarte mensajitos con cualquier pretexto. Mi mala memoria por fin me fue útil, no memoricé tu número. Ya no tenía sentido nuestra relación y más bien era una tortura para ambos. Bien decías que nada es para siempre. Lo muerto, muerto está y se debe enterrar, si no apesta. III Fui a saludar a tu tía. No es tan simple tratar de borrar de un plumazo vivencias y romance tan intenso y loco como lo vivimos. A excepción de ella nunca platiqué con nadie de tus parientes, si acaso me conocían de vista y torcían la boca cuando me veían contigo en algún lugar. Me comentabas que en tu familia calificaban de amasiato nuestra relación. Tu tía lanzaba dardos venenosos para decirte que cuando me cansara de estar contigo en la cama te iba a botar al carajo. Idéntica opinión tenían tus amigas que ante los fracasos de sus matrimonios se erigieron en tus asesoras para exigir que no me vieras más. Mencionaban la soga en su propia casa de ahorcados. Hubiera sido mejor no ver a tu gente. La tía me pasó a su sala y como algo que tenía atragantado y le urgía escupir abrió la boca para dejar escapar situaciones que ni por enterado me daba. Supe entonces que tenías dos hijos, un niño y una niña casi

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adolescentes. Que el hombre que está en la cárcel por agredirte es tu esposo, de quien nunca te divorciaste pues él se negaba a firmar y no usaste la ley para obtener un divorcio legal en automático. Me informó tu pariente que te criaste con ella por situaciones que no detalló, no obstante que tus padres viven y los visitas muy rara vez. Igual estás con tus hijos todos los fines de semana, por lo mismo nunca nos vimos sábados ni domingos. Por último, tu tía me dijo que le habías confiado estar enamorada de mí, pero que todo se había enredado y salido mal y por lo mismo pusiste distancia de por medio, para ganar dinero y mantener a tus hijos. Resultaste ser, además de enigmática, una caja de Pandora. Reconozco y lo repetiré cuantas veces sea necesario que fuiste mi cielo e infierno; no sé cuál de los dos extremos predominó. Una vez te dije que eras una hechicera, o que me habías dado toloache para tenerme incondicionalmente a tus pies. Cuando me despreciabas o hacías tus cosas raras yo me desgarraba las vestiduras y decía “el que es buey, hasta la coyunta lame”. IV Te veo venir. Mi corazón late con arritmia, siento que se me sale del pecho y oigo el tum, tum, tum; el peso de tu mirada ahora sí y como no lo hacías antes se estaciona altiva y retadora en mis ojos perplejos. Tus pasos cortitos resuenan en mi cabeza. No hay escapatoria, ni quiero que la haya. Sonríes… sonreímos. De nuevo caos y paraíso.

JUAN IRIARTE MÉNDEZ

México

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L

as filas son extensas, el calor insoportable, y la gente… están igual de siempre. Les decimos las indicaciones hasta agotarnos la saliva, pero por una extraña razón el mensaje se pierde a mitad del camino. Año y medio y todavía no saben ponerse el maldito cubre bocas, no saben

tomar su distancia y lo peor de todo es que no saben respetar. Y empiezan los insultos, los empujones, la desesperación y los sobornos. Todos quieren la vacuna del COVID, pero no quieren esperarse. Suena lógico, no esperaron a que la cuarentena acabara para continuar con sus vidas como si no existiera un virus en el aire, llenando los hospitales y los cementerios. El semáforo cambiaba de rojo a amarillo y de amarrillo a rojo en un ciclo de irresponsabilidad sin fin. La única manera de quebrantarlo era con la maldita vacuna, la cual por fin llegó a nuestra nación. He estado en el hospital desde las ocho de la mañana. Inyectando a las mismas personas que insultaron a mi gremio, acusándonos de negligencia y asesinato. También veo a personas cansadas de la situación, aliviadas de poder liberarse del condenado cubre bocas. Yo lo deseo más que nadie, aunque a estas alturas mi rostro ya se ha moldeado a la mascarilla. Nadie pensó que esto duraría tanto pero tanto tiempo. Las horas pasaron y la fila jamás se redujo. Eran las nueve de la noche y el jefe de enfermeros dijo: Hasta aquí. Vociferaron por todos los pasillos, por todas las bocinas, que mañana continuaríamos administrando la vacuna. A la gente, que llevaban todo el día parados como yo, no les gustó la noticia. Es una estupidez que mi vida corra peligro por llevar mi uniforme, y que todos los violadores o maltratadores caminen tranquilos por la calle. Ahora debo cambiarme y pasar desapercibido entre la ola de violencia que se acumula fuera del hospital. Ya quisiera yo poder llevar la vacuna a cada casa, pero la salud es un privilegio de clase que nosotros no tenemos. Algo que tampoco tenemos es paciencia. Y algo que nos sobra es mucha rabia reprimida. Por fin llego a mi casa, algo golpeado y agotado en todos los sentidos. Me preparo un café y veo las noticias: femicidios, abuso policial, corrupción. Entro a las redes sociales: guerras políticas, linchamientos virtuales, nazismo disfrazado de humor negro. En cada pantalla de este país veo odio. ¿Y afuera de las televisiones, de los

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celulares, en el mundo real? Igual. Todo sigue igual.

JAVIER ARROYO

México

Instagram: https://www.instagram.com/gerardjking Twitter:https://twitter.com/GerardJKing

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Con este relato, aparecido en el Nº 3 de la hoy mítica revista “Nueva Dimensión” (mayo de 1968), hice mi debut en la narrativa de ciencia ficción internacional, siendo esta la primera vez que un texto de CF de autor uruguayo se publicaba en una revista europea. El cuento fue sorprendentemente bien recibido (uno de mis orgullos es que Domingo Santos lo calificara, años más tarde, de “pequeña maravilla”) y con el correr del tiempo conoció diversas reediciones y se lo tradujo a muchos idiomas, comenzando por el francés y pasando luego por todas las lenguas romances y anglosajonas, e incluyendo alguna más “exótica”, como finlandés y japonés. Ahora lo presento a los lectores de “El Narratorio”, solo con algún leve ajuste y mínima actualización, esperando que algún nuevo lector lo encuentre también estimulante, lo cual constituye uno de los mayores galardones para cualquier autor, especialmente de ciencia ficción.

C

uando entró el Flaco, yo había llegado ya al límite de mi resistencia y estaba pensando en tomar medidas drásticas. Incluso tenía en la mano la tenaza de mecánico que me había prestado Willogh, y estaba sopesando los pros y los contras. Ignoro lo que hubiera ocurrido

entonces; pero, afortunadamente, fue en ese preciso momento que el Flaco llegó con noticias. Casi me abalancé sobre él. —¿Y? Sonrió, confortador. —Hecho, patrón —dijo—. Ya está localizado el A. P. N. Puede estar tranquilo. Lo invité a sentarse en un cajón y me ubiqué frente a él. —¿Son muchos? —le pregunté. —Bueno... —repuso, tras meditarlo unos instantes—. Son bastantes, pero tienen tres tullidos y un ciego. Creo que podremos arreglárnoslas, sobre todo si les caemos de sorpresa. Se ve a la legua que son novatos; no conocen esto. —Podremos —afirmé. Teníamos que poder, me dije—. Y una cosa, Flaco: ¿qué hay del A. P. N.? ¿Es hombre o mujer? Se rascó un sobaco bajo la piel de perro que lo cubría y luego contestó: —Eso no se lo puedo decir. La información me la pasó Sammy, y no me habló nada de ese asunto. —Pues espero que sea hombre —dije—. Si no, la cosa se va a complicar el doble... Bueno, llama a los otros, Flaco —ordené. En un minuto estuvo reunido todo el elemento masculino del grupo. Se ubicaron como pudieron entre los escombros y me miraron como el perro al amo. Ya sabían de qué se trataba, y había tres o cuatro que estaban tan desesperados como yo

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mismo. Mejor, pensé; de ese modo, van a pelear con todo. —Bueno, chicos —comencé—, el A. P. N. ha sido localizado. El Flaco, aquí presente, les va a dar toda la información. Adelante, Flaco. Avanzó él un tanto aparatosamente —no puede olvidarse de sus buenos tiempos de orador gremialista, supongo—, y se apoyó sobre el garrote, asumiendo una actitud que le debió haber parecido sumamente digna, y que en verdad tenía algo de eso; pero hubiese resultado mejor si la cabeza pelada y las cicatrices no hubiesen atentado contra el efecto general. —Son unos treinta, según me transmitió Sammy —manifestó—. Están en el Metropolitan Museum. Bastante protegidos, claro; hay escombros obstruyendo casi todas las avenidas que los rodean... ¡Pero nosotros iremos abriendo un camino — levantó un índice audaz y declamante—, con nuestro esfuerzo común y nuestro espíritu de grupo, y —todos juntos— sabremos llegar al pináculo de...! —Basta, Flaco —le interrumpí—. No estamos en una asamblea. Haríamos mejor en empezar a preparar el ataque. Y nos pusimos manos a la obra. Somos un grupo ducho en esas lides, aunque como jefe me comprendan las generales de la ley, y en contados minutos teníamos esbozado un plan de ataque. —No esperaremos a la noche —indiqué—. Eso es lo que hace todo el mundo, y ya no hay forma de sorprender a nadie de tal modo. Nosotros les caeremos encima en pleno mediodía —ignoré el murmullo que se levantó de inmediato y proseguí—: Cuando el calor apriete bien, la mayoría estará sesteando, y los centinelas no esperarán nada más peligroso que la picadura de un mosquito. Será el momento justo para darles con todo. —Un minuto—objetó “Doc”, mirándome desde atrás de los aros sin cristales que se ha empeñado en conservar sobre los ojos, contra viento y marea, si bien no hacen juego con el tapado de visón que usa sobre sus destrozados paños menores—. Si vamos tan a la descubierta nos verán en seguida y les será fácil emboscarnos. ¡Estás loco, Matt! ¡Tenemos que ir de noche, como es lo más lógico!... —Cállate, “Doc”… No demuestres tu inteligencia atrofiada de esa manera. ¿Quién habló de ir a la descubierta? ¡Nos iremos ocultando tras las ruinas, idiota! Los rodeamos, después uno o dos se hacen ver y, cuando ellos intenten apresarlos, los demás les caemos desde todos lados. ¡Es el mejor modo, te digo!

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—¡Matt tiene razón! —gritó Bull. Bull me apoya eternamente. Fue semipesado, como yo, y unos buenos puños son las únicas credenciales que reconoce. Cuando me hice jefe, entre él y yo acabamos con la poca oposición que se nos presentó..., y ahora lo veía dispuesto a emplear análogos métodos contra los que no se mostrasen de acuerdo. Pero no era el momento. Necesitábamos a todos en perfecta forma. Se lo hice entender a Bull y procedí a emplear el raciocinio. —Todas las defensas se preparan teniendo en vista ataques nocturnos — expliqué pacientemente—; una arremetida en pleno día los dejará pasmados. —¿Cómo sabes que habrá donde esconderse? —volvió a entremeterse “Doc” a destiempo. —No te preocupes. El Flaco y yo exploramos las inmediaciones del Central Park hace unos días..., con Durkey. Hay montañas de escombros por todos lados. Árboles caídos, follaje..., ¡de todo! En cuanto al Metropolitan, tiene un boquete grande como un elefante en la pared de atrás. Por ahí nos podríamos colar, si fuera preciso..., ¿no es cierto, Flaco? ¡Si los agarramos en el salón principal, están fritos! Hubo algunos testarudos todavía, pero finalmente los pudimos convencer. Entonces pasamos a preparar en forma el armamento. Pulimos los garrotes y les colocamos nuevas tiras de cinta adhesiva en las puntas; nos calzamos lo mejor posible —yo tenía unas botas de charol que había desenterrado de las ruinas de una tienda, Macy's, creo —y quien podía se protegió la cabeza. A mí me hubiese gustado resguardármela, especialmente la mitad calva, pero había perdido el casco de bombero días atrás, al intentar cruzar el Puente de Brooklyn colgado de los cables menos destrozados. Ordenamos además a las mujeres ponerse a preparar agua caliente y trapos, porque había que estar prontos para curar a quienes lo necesitasen… No esperábamos salir intactos, claro. Yo me reservé a dos de ellas para otro trabajo. Se me había ocurrido algo que daría el toque maestro a nuestro plan de combate. Por último, quedaba lo más importante: había que revisar a conciencia a cada uno de los del grupo, por si alguno tenía armas encima. Sin ir más lejos, un mes antes se había colado un puñal en una pelea y había resultado un tipo muerto. Esas son cosas que es preciso evitar a toda costa. Quedamos muy pocos en Manhattan, como para darnos el lujo de liquidarnos así.

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Liarse a garrotazos está bien; es la ley de los grupos y, por desgracia, la única manera de entenderse. ¡Pero nada de tiros ni cuchilladas! Al que rompe esa ley cardinal, se le condena al ostracismo riguroso. Es el peor castigo. Un hombre solo no dura mucho en estos días. Si no muere de hambre lo terminan los perros salvajes o las ratas, o lo aplasta algún derrumbe atrasado... Es una ley muy dura; pero no cabe duda de que es la única forma de evitar la suciedad en las luchas de grupos. Por fin estuvimos listos para marchar. ¡Una gallarda tropa!, me dije amargamente, pensando en Irán y mirando las fachas de mis hombres, adornados con cicatrices y moretones, y engalanados como para un Carnaval. Pero sabían dar fuerte, y eso era lo principal. Nos pusimos en marcha, avanzando agachados por detrás de las colinas de ladrillo, argamasa, cemento y vigas retorcidas que alguna vez —¿cuánto hacía ya de eso?— habían recibido el elegante nombre de Rockefeller Center. Imposible avanzar por la Quinta Avenida. Ni con una grúa nos hubiésemos abierto paso. Madison, por el contrario, estaba demasiado llana. No nos convenía tampoco. Siempre hay algún vigía rodando por ahí. Tomamos la de las Américas, cortando por callejones laterales cada vez que los obstáculos se hacían demasiado grandes como para superarlos. A la altura de la calle Cincuenta y Siete, nos frenó el agujero más grande que había visto hasta entonces. —¡Alto! —ordené, levantando una mano—. Una “mastodontera”. Así le llamamos a los hoyos de bomba. El nombre clásico de “zorreras” resultaría inadecuado...: ¿quién ha oído hablar jamás de zorros de noventa y ocho metros? La “mastodontera” estaba inundada. Podríamos haberla cruzado sobre los tablones que flotaban dentro de la lodosa agua, pero aquello era ponerse demasiado en evidencia. Preferí dar un rodeo por detrás de los escombros hasta Columbus. Esto nos alejó bastante, pero era mejor ser prudentes. Entramos al parque por la Sesenta y Seis. A golpe de garrote nos fuimos abriendo camino a través de la verdadera selva que era todo aquello. Ya era casi mediodía y el calor empezaba a hacerse sentir. La transpiración nos pegaba las pieles al cuerpo. Un aroma no muy floral comenzó a invadir nuestras inmediaciones.

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—¡Maldita sea! —gruñó Curls, rascándose el protuberante abdomen peludo—. Nos van a descubrir por el olor... ¡Tendríamos que bañarnos una vez al año, por lo menos! Algunos se rieron. Yo no pude. Me acaricié la mejilla. —Tenemos que arrebatarles al A. P. N. —y mis dedos aferraron el garrote. —¡Cállense, animales! —masculló Bull, colérico—. ¡Nos van a oír!... Atravesamos lo que había sido el zoológico, ahora un bosque de barrotes hechos pasta dentífrica, y cuerpos de bestias en descomposición. Dos gatos, que banqueteaban sobre los restos de un inidentificable cuadrúpedo, salieron disparados, todos huesos, erizada piel y amarillos ojos enloquecidos. No pude evitar estremecerme ante la vista pesadillesca de los felinos... Me pregunté qué aspecto tendría yo mismo, con barba de seis semanas —de un solo lado de la cara—, una mejilla hinchada y media cabeza lisa como un flan; para colmo, iba con unos pantalones de mujer y empuñaba un garrote. Salimos del Zoo y nos fuimos escurriendo por debajo de un gigantesco tronco. La suerte parecía sonreímos: las ramas y las hojas formaban un verdadero telón delante de nosotros. Podríamos acercarnos bastante sin ser vistos. Por fin avistamos la aguja del Obelisco de Cleopatra. Irónicamente, se mantenía en pie, en tanto que el Empire, El Chrisley y la Catedral de San Patricio, siglos más jóvenes, mordían el asfalto… Al lado del obelisco, el viejo Metropolitan Museum exhibía sus heridas, sangrantes de mampostería. —Bueno —anuncié—. Es el turno de los voluntarios. Hubo un silencio. Todos parecían interesados en mirar a otra parte. Bull ofreció: —¡Yo te convenzo a unos cuantos, Matt! —y cerró los enormes puños; pero yo sacudí la cabeza. —Contigo y conmigo bastará, Bull. Los demás, quedan a las órdenes del Flaco. Rodeen el sitio, y cuando vean que yo señalo hacia el obelisco, ataquen. Alguno protestó todavía, pero al fin quedó convenido. Bull y yo cargamos con unos cueros de vaca rellenos de papeles —este era el trabajo que había encomendado antes a las mujeres—, y caminamos sin vacilar hacia el ruinoso museo.

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No pasó mucho tiempo sin que nos gritaran que nos detuviéramos. —¡Queremos unirnos a su grupo! —vociferé—. ¡Traemos comida! Abracadabra. Los cueros de vaca rellenos parecían, de lejos, un animal muerto, y los individuos estaban tan hambrientos que ni desconfiaron, Vacilaron un poco, pero al cabo fueron emergiendo uno por uno de la madriguera. Nos rodearon, relamiéndose por anticipado. —¿De dónde vienen? —preguntó un gigante de espesa barba rubia, que sin duda era el jefe. Llevaba un cuello alto y unos estrafalarios shorts de Bermuda. —Del campo —repuse. —¿Cómo no les vimos acercarse? —Es que vinimos atravesando el parque. Por aquel lado —dije, y señalé hacia el obelisco. La mía era una tropa disciplinada. En pocos segundos estuvieron sobre nosotros. La sorpresa fue total. El ruido de los cráneos sacudidos era una gloria. Entre el maremágnum de los garrotazos, busqué con los ojos al A. P. N. No me costó ubicarlo. Era hombre, por fortuna. Su actitud era la acostumbrada. Miraba la lucha con aire un poco ausente, como si solo en forma indirecta le concerniese. Había algo de dilettante en su porte, algo de espectador de un partido de rugby. El condenado sabía que, cualquiera que fuese el resultado, él seguiría pasándosela bien. No le importaba gran cosa qué grupo lo adoptase. Se notaba incluso que estaba habituado a pasar con frecuencia de mano en mano. Acodado en una de las ventanas, sus ojuelos astutos nos observaban condescendientes. Por fin el rubio alzó la mano. —Es... tá bien… —jadeó, restañándose la sangre que le fluía de la aplastada nariz, otrora prominente—. Ganaron ustedes... ¿Qué... cuernos... quieren? —La sacan barata —contesté—. Nos quedamos con el A. P. N. Pueden llevarse todo lo demás. Hubo un mirar de súplica en sus ojos grises; pero no me ablandó. Primero está el grupo de uno, y además... Con un temblor, recordé las tenazas de mecánico. Se fueron. El individuo de la ventana, comprendiendo, descendió lentamente a nuestro encuentro. Era bajito y calvo, y había en sus maneras un insultante aire de superioridad. Vestía un traje bastante discreto, si bien lucía un remiendo de color

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bermellón precisamente en el trasero. Bajo el brazo, noté con tremendo alivio, un portafolio negro. —Me gusta el pescado —dijo a bocajarro. —Está bien —repliqué. —Y dormir en colchón blando, si no tienen inconveniente. —Está bien..., lo tendrá. —Habrá un buen techo, claro —insinuó. —Y fuego, y mujeres, y todo lo que quiera —aseguré. Se pasó la lengua por los finos labios. —Mujeres... ¿con pelo? —Nos quedan nueve. Dos rubias… —y me mordí la lengua pensando en Lydia. —Perfectamente. Me quedo con ustedes. En un instante lo rodearon, pero yo me abrí paso a empujón limpio, —¡Atrás, marranos! —grité. Arrastré al hombrecito por un brazo, ignorando el gutural coro de protestas que provoqué. Penetré con el Artículo de Primera Necesidad en el museo y me desplomé en el primer asiento que encontré. Lo miré anhelante. —¡Yo primero, doctor! —pedí—. ¡Esta maldita muela me está matando! Y abrí la boca tan grande como pude.

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

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S

us dedos desnudos rechinan cuando se mueven. Su rigidez se clava en todo lo que toca. Trozos fláccidos de piel cuelgan de ella. Les cuesta sostenerse. Es puro hueso blanco y pálido. Un día fue hermosa, joven, amada. Hace ya tiempo que no.

La mano trepa por la cama de Cecilia. Su estructura ósea rechina mientras tira

de las sábanas, las enrolla y las revuelve, hasta despertar a la muchacha. Entonces se enconde apresuradamente, caminando sobre sus propios dedos como una araña asustada: el aliento contenido y el tintineo de sus movimientos todavía marcados en el aire. Lágrimas de un sudor frío se resbalan por todos sus lados. La bella joven se levanta y su mirada astuta examina su alrededor, pero no encuentra nada que la alarme. Se dispone a dormir otra vez. Parece despreocupada. E inocente. No ve que la mano se asoma temblorosa por un lateral del colchón y se acerca a su cuerpo. Que contempla el hoyuelo que tiene bajo la comisura de los labios. Que se estremece cuando oye su pausada respiración. Que comienza a acariciar delicadamente su rostro con las puntas de su índice y angular, deteniéndose por cada uno de sus rincones, sintiendo la superficie suave de su piel, deleitándose con el fino olor de su pelo... La mano de hueso se detiene. Sí. Lo sabe. Lo volvería a hacer. La cortejaría de nuevo, le ofrecería esa alianza de diamantes que ahora descansa en la mesilla, celebraría otra vez la boda con la mayor pomposidad y honores que ella siempre se mereció. Sí, lo sabe. Lo volvería a hacer. Ignoraría la avanzada edad de él. La juventud de ella, su sospechosa inocencia, su sospechada ambición bajo su apariencia de ángel. Olvidaría su propio cadáver lleno de collares: ¡el del conde! Viejo y decrépito en un ataúd. El cuerpo amoratado. Las extremidades mutiladas, tiempo después. Sin joyas. Sí. Lo admite. Lo volvería a hacer. Si puede visitar a Cecilia cada noche; respirar su aroma, y enternecerse al mirarla; sentir, como lo está haciendo ahora, le es indiferente lo que ella haya sido capaz de hacer: valió la pena.

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA

España

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C

uentan los sabios que el mundo del hombre antes de los hielos estaba dividido en cuatro enormes imperios equidistantes y equivalentes. Cada uno de ellos tenía entre sus cortes a un gran mago, que cumplía la función de administrador de la ciencia y del conocimiento. Pero

bien es sabido que las dinastías que se prolongan en el tiempo superando la vida de los hombres pronto descubren la conveniencia de la ignorancia, y prefieren por lejos el rígido canon de lo oculto a cualquier tipo de iluminación mística. Los amos de los secretos, los legitimados dueños de todos los velos, con el tiempo superan el poder de los reyes y así es como se entronizan complejísimas y confusas religiones. En efecto, con el tiempo eran los magos en realidad los que gobernaban. Estaban más allá de los reyes de turno, de fastuosas cortes en interminables palacios, de administradores impositivos, y de los reiterativos temas de las canciones de los trovadores. Nadie podía ni podría igualar su poder, y no faltó el mito de que los magos eran aún anteriores a los hombres y al imperio mismo. Gobernaban en silencio, alejados de las ciudades santas y de las prohibidas. Intentaban a toda costa mantenerse desapercibidos, hasta el punto de que corrían rumores de que se disfrazaban para mezclarse entre la gente. Solo se manifestaban en público en la fiesta de año nuevo, donde realizaban elaborados trucos de pirotecnia sobre las capitales imperiales como una forma de manifestar sus poderes mágicos. Luego de un año muy seco y complicado, durante una de estas festividades murió el emperador del imperio del Este. El anciano se sobresaltó con el espectáculo y falleció en el acto. Sus familiares se percataron porque estaba muy callado y muy quieto. El espectáculo había sido grandioso. El mago imperial había escenificado un hecho del pasado inmortal: el momento en el que los dragones invadieron el mundo e incendiaron las grandes ciudades de los hombres. A pesar de que el suceso se remontaba a miles de años en el pasado y que ya no quedaba nadie que ni en forma remota pudiera tener una referencia cierta del suceso, la muerte del emperador en el momento en que innumerables chorros de luz y color parecían devorar la ciudad imperial generó un gran pánico y las turbas amenazaron las puertas de los templos y los palacios. El Gran Mago desapareció. Solo se lo volvió a ver meses más tarde pero como inmerso en otro plano, examinando una cosecha muy lejos de la metrópolis. Se dice que a partir de este momento los cuatro magos comenzaron a reunirse cada año en la montaña que les servía de cuádruple frontera (se cree que se trataba del

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monte Ararat; o del Pico de Adán, en la isla de Sri Lanka). Nadie sabía con certeza para qué, ni siquiera los cuatro emperadores a los que se suponía que aún servían. Los rumores de conflictos y posibles escaramuzas circularon por el mundo entero. A principio de la estación seca siguiente, los peores temores se volvieron realidad: el Sur (Imperio del Sol Amarillo) atacaba al Norte (Imperio del Sol Blanco). Las tropas ya habían cruzado las fronteras y amenazaban tomar las desprevenidas ciudades norteñas. Este ataque relámpago no era obra de ningún avispado general, era un artilugio fantástico efectuado por el Gran Mago del Sur. Invocando hechizos tan antiguos como el mundo mismo, había levantado a los soldados del suelo como en vuelo y los había transportado en un instante hasta el otro lado del planeta. El Mago del Norte no se hizo esperar y convocó una reunión urgente con los otros tres. Como esta se vio frustrada por razones bastante obvias, el mago norteño perdió paciencia y cordura. Levantó uno de los cuatro sellos de los abismos y la tierra tembló en todo el mundo, amenazando abrirse a las criaturas de fuego que en silencio la habitan. El Este (Imperio del Sol Azul) y El Oeste (Imperio del Sol Rojo) se levantaron en armas. Ambos ejércitos marcharon por vías opuestas hacia el Norte. A la mañana siguiente, los habitantes de la frontera occidental se despertaron sobresaltados, un ejército de espectros transitaba a través de los campos y las calles de los pueblos hacia la capital. El prodigio tenía el inconfundible sello del Mago del Oeste. El emperador del Este se sintió ofendido de que su ejército no fuera el primero en llegar e instó a su Gran Mago a obrar sus antiguos poderes. Pero este se negó. Argumentó que no hacer nada era el mayor de los prodigios y que la magia modificaba a los hombres día a día y segundo a segundo. Llegados a este escenario, el caos en el mundo era tan grande que los Cuatro Magos decidieron reunirse de nuevo. Cuenta la leyenda que era tanto el desconcierto de los hombres, que viendo a los Magos en el Templo de la Montaña decidieron echando a suertes el nombre de uno entre ellos. Este sería llamado El Uno (El) y sería enviado en secreto a la encumbrada reunión como representante de la humanidad entera. Se dice que el intrépido personaje alcanzó escondido las altas recamaras del templo justo en el preciso momento que daba comienzo a la reunión. Escuchó la siguiente conversación sin divisar a sus protagonistas.

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—Yo levanté a los hombres en vuelo como de tormenta y los trasladé al otro lado del mundo. —Yo amagué en desechar el cuarto sello del abismo. Los de fuego creyeron por un instante que esto era posible, olvidaron todas las profecías y sacudieron el mundo. —Yo solté al viento de occidente el polvo de un ejército de muertos y espectros que confundió y aterró a la gente. —Yo dije que no haría nada. Y el prodigio fue hacer creer que esto así era. —Muchos prodigios aún esperan. —En eso es en lo que nos hemos puesto de acuerdo. —El hombre no sabe. —No puede gobernarse. —Cuando tenían paz y prosperidad. —Deseaban la guerra. —Solo cuando la tuvieron. —Desearon la paz. Dicen algunos sabios que a la civilización de los Cuatro Magos ningún hombre le puso término; lo hizo el hielo, cuando como la serpiente de los mitos antiguos se tragó al mundo entero. Dicen que a ese mundo, separado en cuatro imperios proporcionales y gobernado por cuatro magos que ocultaban su poder, pero que tejían hasta el entramado de las vidas de los hombres, le puso un fin el hielo. Algunos dicen que en realidad nunca terminó y que otros sortilegios sacados de los abismos del tiempo ocultan hasta hoy a sus verdaderos protagonistas, quienes han obtenido al fin el tan preciado anonimato.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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“El Universo es asimétrico y estoy convencido de que la vida es un resultado directo de la asimetría del universo, o de sus consecuencias”. Louis Pasteur “Quién no haya experimentado la seducción que la ciencia ejerce sobre una persona, jamás comprenderá su tiranía”. Mary Shelley, Frankenstein o el Moderno Prometeo (1818).

V

oy a comenzar por el principio. ¿Acaso se puede comenzar de otra manera? Hasta hace unas semanas trabajaba en el Laboratorio de Física Experimental de una prestigiosa Universidad. Mi campo era la física cuántica, más específicamente la teleportación de partículas.

Nuestro trabajo llegó a ser tan exitoso que llamó la atención de la Agencia Espacial Internacional. En ese momento estaban organizando la primera misión tripulada por humanos a Marte y decidieron realizar un convenio con la universidad a la que pertenecíamos para investigar la posibilidad de teleportación entre planetas. Cuando menciono esto lo primero que viene a la cabeza a la mayoría de la gente es películas como La Mosca, o las series Star Trek y Stargate. En ellas, alguien se metía en un portal y aparecía en otro lado. Bueno, eso es ciencia ficción. No es posible teleportar un cuerpo de un lugar a otro sin transitar el camino intermedio porque significaría una violación de la Relatividad de Einstein y del Principio de Indeterminación de Heisenberg. Pero a finales del siglo XX Charles Bennett demostró que era posible teleportar un estado cuántico de un lugar a otro sin violar la relatividad, siempre que no hubiera duplicación. Para decirlo de otro modo: lo que se teleporta es el estado de la partícula, no la partícula en sí. En el punto de destino se crea un clon con las mismas propiedades que la original, al mismo tiempo que esta última se destruye para evitar la duplicación. Esto no le parecía alentador a la Agencia Espacial. Ningún astronauta estaría dispuesto a sacrificar su vida para que un clon se pasease por Marte creyendo que era él o ella. Además de que la teleportación de materia macroscópica, y más aún de un ser vivo completo, implicaba cuestiones que aún no habíamos podido resolver. De todas formas, continuaron financiando nuestra investigación, en el convencimiento de que algo podría aprovecharse. Gracias a este financiamiento pudimos ampliar el equipo y en poco tiempo habíamos aprendido a teleportar el estado cuántico de objetos tales como pelotas,

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celulares o herramientas. Al principio dentro del Laboratorio o de la Universidad, pero luego probamos con éxito teleportarlos hasta un Laboratorio de la Agencia Espacial Internacional a miles de kilómetros de distancia. Mientras hacíamos estos experimentos la primera misión tripulada por humanos partió hacia el Planeta Rojo. La historia usted ya la conoce, salió en todos los medios. William Branston y Mariana Guerrero fueron los primeros seres humanos en poner un pie en Marte, luego de un viaje de seis meses. Los videos transmitidos nos mostraron casi en vivo y en directo como levantaron el domo dentro del cual construyeron una base de operaciones y laboratorio para las futuras misiones. Pero lo que no mostraron al público general es que ahí dejaron una cápsula de teleportación que serviría para enviar todo lo necesario cuando nuestro sistema estuviera perfeccionado. Durante ese tiempo descubrimos la forma de teleportar un ser vivo completo. Varias ratas fueron teleportadas con éxito hasta el Laboratorio de la Agencia. Como le comenté, solo se podía teleportar el estado cuántico. O sea que la rata que llegaba viva era un clon de la original, que se había desintegrado durante el proceso. Miles de veces me pregunté si era ético lo que estábamos haciendo. Es cierto que la rata no sufría, porque la desintegración era instantánea. Pero de todos modos era una vida que estábamos dispuestos a sacrificar. ¿Si no lo hacíamos con humanos porqué con otros seres vivos? En ese momento lo justificaba repitiéndome una y otra vez que era lo necesario para avanzar en nuestra investigación. O directamente optaba por no pensar en el tema. ¿Cómo lo llaman ustedes? ¿Disonancia cognitiva? ¿Mecanismos defensivos? Hoy en día no volvería a hacerlo. De hecho adhiero al Manifiesto en contra de la experimentación con animales no humanos, que en su momento promovió Stephen Hawking. Volviendo al tema: las ratas clonadas eran exactamente iguales a las originales. No me refiero solo al genotipo y fenotipo, sino que también conservaban su memoria. Previamente les habíamos enseñado una serie de habilidades que recordaban sus clones cuánticos. Era algo fascinante. Lo que habíamos logrado hasta el momento superaba todas las expectativas. Ya estábamos en condiciones de teleportar alimentos e instrumental a las futuras misiones a Marte, sin necesidad de gastar millones en naves de transporte de cargas. Pero pronto realizamos el descubrimiento que cambiará la historia de la

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humanidad cuando se hagan públicos sus resultados, y que afectó mi vida para siempre. Descubrimos la forma de transmitir el estado cuántico sin destruir el original. ¿Recuerda que le dije que eso violaba las leyes de la física? Pues a nivel cuántico es posible escribir nuevas leyes. No voy a explicarle el mecanismo porque previamente debería darle una clase sobre la función de onda de Schrödinger, los multiversos de Everett o la teoría de cuerdas, y dejé la docencia hace mucho tiempo. Luego de que varias ratas llegaran sanas y salvas a la base marciana, mientras que las originales continuaban vivas en la Tierra, decidimos que era momento de probar con un ser humano. Me ofrecí como voluntario porque no estaba dispuesto a arriesgar a alguien de mi equipo. En realidad, eso era lo que dije porque en el fondo lo que deseaba era pasar a la historia como el primer hombre en teleportarse a Marte. No sería yo realmente, pero ese clon sería mi copia idéntica en todo sentido. Cuando ingresé a la cápsula de teleportación lo primero que vino a mi memoria es la escena de La Mosca, en la que el científico se fusiona con el insecto durante el experimento. Pero no pasó nada de eso. Todo salió a la perfección. El clon tenía órdenes de conectarse con nosotros apenas llegara a la base. Eso implicaba prender los equipos que dejó la misión y buscar nuestra frecuencia. Además que la velocidad de la luz es finita y una señal de radio tarda entre cuatro y ocho minutos en llegar a la Tierra. En total fueron quince minutos de mucha tensión, pero finalmente la pantalla se encendió y pude verme a mí mismo, en otro mundo, sosteniendo en mi/sus manos una de las ratas que habíamos enviado previamente. La emoción nos embargó, fue algo impresionante. Era el invento más grande de la humanidad. El Premio Nobel quedaría chico para tremenda hazaña. Pero todo logro tiene su contrapartida. Apenas unas horas después de que mi clon llegara a Marte comencé a tener fuertes dolores de cabeza y lo que parecían ser alucinaciones. Tarde poco en darme cuenta de que no lo eran. Mi clon y yo estábamos entrelazados cuánticamente. No habíamos notado nada similar en las ratas. Cada uno podía ver y sentir lo mismo que el otro. Al principio fue tolerable. Mi clon salía de misiones de exploración y yo contemplaba con mis propios ojos las colinas rojizas y el cielo de canela de Marte. Era algo maravilloso. Era como estar ahí. Pero también comenzó a dificultarme la vida cotidiana. No solo en tareas que requerían concentración, como el trabajo en el Laboratorio, sino también actividades rutinarias como caminar o prepararme un café. En una oportunidad un

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camión estuvo a punto de atropellarme, porque veía en su lugar una gigantesca roca marciana. Para explicarlo de manera sencilla: era como si con un ojo viera la Tierra y con el otro Marte. Eso de por sí era engorroso, pero lo peor era confundir mis latidos o respiración con los del clon. Si dormía, veía sus sueños como si fuera un delirio. Y viceversa. Mi mente comenzó a trastornarse. Caí en la bebida, pero eso no me calmó. Al contrario, parece que empeoró las cosas, porque la ebriedad de mi clon multiplicaba los efectos. Dormía mucho para evadirme, pero soñaba una vida ajena. En el Laboratorio me dieron licencia por tiempo indeterminado. Al principio me opuse, porque quería continuar con mi trabajo, pero luego comprendí que era lo mejor. En mi estado no aportaba nada. Luego de un tiempo decidí internarme voluntariamente. Aquí mejoré a las pocas semanas. La medicación que me administran ha conseguido romper de alguna manera el entrelazamiento. Todavía no me explico cómo, pero cuando me den de alta será mi próximo objeto de investigación. ¿Acaso tiene razón Hamenoff cuando dice que la anestesia actúa sobre el citoesqueleto celular que presenta propiedades cuánticas? Podría ser la clave para la conquista del espacio. Bueno, eso es todo lo que tengo para contarle por el momento. El psicólogo Santiago Molina salió de la habitación del paciente y se encaminó al consultorio de la psiquiatra Karina Ferrería. ¿Cómo encontró al paciente? fue lo primero que preguntó la psiquiatra. Ahora cree que es un físico cuántico que descubrió la forma de teleportar personas a Marte respondió el psicólogo. La semana pasada me dijo que morimos al dormir, porque la consciencia se separa del cerebro1 agregó ella. Y antes había creado una máquina capaz de superar el Test de Turing utilizando el cerebro de un amigo muerto2. Si no estuviera tan segura de su diagnóstico pensaría que es un mentiroso patológico que solo quiere burlarse de nosotros. 1 2

“Que descanse en paz”, El Narratorio, Nº 57, noviembre 2020. “La Pesadilla de Turing”, El Narratorio, Nº 21, noviembre 2017.

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La verdad es que es un caso fascinante. Un paciente con Trastorno Delirante muy inteligente que logró construir delirios altamente sistematizados tomando como fuente sus numerosos, al mismo tiempo que desorganizados, conocimientos científicos. Puede ser un gran escritor de ciencia ficción. Me gustaría poder ayudarlo más. —Vamos a tener que cambiar la medicación —las palabras de la doctora Ferrería interrumpieron los pensamientos de su compañero—. Los antipsicóticos atípicos y los ansiolíticos de vida media intermedia no están haciendo efecto. Los delirios tienden a intensificarse. Tendremos que pasar al Halopelidol y los sedativos mayores. Usted es la que sabe del tema dijo Molina, pero no se exceda con la medicación. ¿Cómo sabemos que no hay algo real en medio de tanto delirio? ¿Cómo sabemos que no somos nosotros quienes estamos delirando? Hubo una pausa de unos segundos antes de volver con otra pregunta: —¿Volverá a verlo en unos días? Sí, y a lo mejor para la próxima consulta nuestro paciente haya descubierto la cura para el cáncer. La veré para entonces doctora, hasta luego.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

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-E

ntonces vi que el pez no se movía tanto y mi hermano me dijo que eso estaba re muerto. Le grité a mamá que Alejo me estaba molestando, pero no me dio bola y me gritó desde el escritorio: “Martina, no seas pelotuda. Tu hermano es así”. Pero vos

vieras, yo le tiraba cositas al pez para que me respondiera con algún gesto y nada. Es más, busqué por internet y hasta decía que en ese tipo de peces a veces pasaba que les agarraba algo como espasmos o una cosa así. Todo el colectivo la miraba con mal humor porque era hora pico. La temperatura, creo, llegaba a los cuarenta grados y ella no paraba de gritar. Yo por dentro un poco me reía y escuchaba atenta lo que decía. Parecía divertida. Encima tenía ese acento de típica porteñita medio cheta que no sabés si odiarla o simplemente entender que es así. Ay boluda este caño está todo manchado ¿Por qué no me avisaste? La amiga tenía tanta cara de cansancio que no se sabía si se estaba resignando a escucharla o si por dentro la quería matar. Qué asco, chabona. El otro día Maxi me dijo que los caños de los bondis tenían más virus que la tapa de un inodoro público. O sea, un inodoro público, ¿entendés? Tremendo asco. Y no sabes ¿Viste que estudia algo de bromatología y eso? Me dijo que me quería llevar a comer pero solamente si prometía ese día llevar toallitas humectantes para desinfectar los cubiertos del restaurante y no usar la pintura de labios que tenía algo con vidrio (creo era eso lo que me dijo) porque a él después le da alergia. Es más bobo ese Maxi. Igual lo quiero, no sé. En el costado había una vieja que no paraba de clavarle la mirada para que se diera cuenta de que no tenía que hablar tanto a esas horas del día. Junto con la vieja había otra señora que cada tanto la miraba de reojo para buscar complicidad y criticarla. La primera sacó un abanico. No sé cómo hizo porque con la gente que había no se podía ni si quiera manotear el bolso. Comenzó a abanicarse y llegué a escuchar que le decía a la otra en tono de drama: “Estos chicos de hoy en día me hacen bajar la presión”. ¿No se le habrá ocurrido que se le podía bajar la presión por estar en un colectivo colapsado un viernes a las dos de la tarde con cuarenta grados y no por una piba que hablaba? El colectivo paró. Se abrieron las puertas, pero aún así no entró ni siquiera una

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gota de frescor que hiciera el ambiente más respirable. Había una chica que tenía que bajarse en esta parada pero no podía moverse y empezó a empujar a todos sin pedir permiso. Del otro lado había un chico con auriculares que no estaba enterado de lo que pasaba y no se corría para que la chica pasara. La chica harta y sin paciencia le gritó: “Escuchame, ¿te podés correr? Por el amor a Cristo. Hace tres horas que quiero pasar”. El chico, desentendido y con miedo, hizo cara de yo no fui y logró correrse lo poco que se podía mover en su hueco. Lograron bajarse unas diez personas, pero entraron veinte más. Dentro de los veinte, entraron dos que me llamaron la atención por cómo tenían rapado el pelo y también porque uno tenía una especie de micrófono y el otro un parlantito que sostenía arriba de su hombro. Las puertas no se terminaron de cerrar y el colectivo ya había empezado a avanzar de nuevo haciendo que los nuevos pasajeros se tambalearan, aunque no hubiese espacio. De repente se empezaron a escuchar unos ruidos de un micrófono sintonizando con un parlante. Hola gente somos JX y HS y estamos acá haciendo un par de impros para juntar plata. Voy a pedirle a usted señora. Sí, sí, a usted. Repetía el JX mientras señalaba a la vieja del abanico que hacía cara de desentendida. Le voy a pedir señora que nos diga, por favor, su nombre. La señora se intentaba cubrir de la vergüenza y, como no le respondía, HS y JX empezaron a insistirle con el nombre. A todo esto, ya estaban todos mirando la situación. De repente salta uno del fondo y grita: “Dale, vieja. Decile el nombre de una vez así se dejan de romper las pelotas estos pendejos”. Una señora harta que estaba al lado le mintió a HS diciéndole que la mujer se llamaba Esther así se callaban. Acto seguido la vieja la miró a la señora con una cara que, básicamente, la crucificó. Sí, sí empezó a cantar HS mientras el otro ponía una base de rap por el parlante Esther, Esther. Esther es una mujer que sabe tejer sí. Esther sabe tejer... La vieja no sabía dónde meterse. La mitad del colectivo estaba filmando el cantito de los chicos y todos empezaron a aplaudir y a pasarle billetes a JX.

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Muchas gracias, gente, de todo corazón. Somos JX y HS y desde las nueve de la mañana que estamos laburando. Son, en serio, de gran ayuda ¡Fah! ¿Desde las nueve de la mañana? ¡Muy guapos los muchachitos! ¿Eh? Yo desde las seis de la mañana ¿Sabés cuántas horas dormí hoy, pibe? Cuatro dijo uno de bigotes que tenía atrás. Nadie le contestó. Ni siquiera había alguien que lo había mirado porque todos ya habían vuelto a lo suyo. Qué cararrotas. ¡Ah pero después uno es el facho! Seguramente haciendo estas pelotudeces viajan gratis. Por eso estamos hacinados como chanchos en los colectivos, por gente como esta. Las empresas así no se sostienen si a todos se nos ocurriera viajar de arriba ¡Qué país inviable! Yo estaba tratando de no reírme de lo que decía. Por suerte iba con la cabeza mirando al piso para no chocarme con el brazo de la de al lado. —Encima el cornudo este hoy le metió cincuenta minutos más —siguió rezongando— después voy a tener problemas con mi mujer por llegar tarde. Lo último que dijo fue en un tono más elevado y ahí algunos empezaron a mirarlo. El hombre se empezó a impacientar y a apretar el botón diez veces por segundo para que el chofer parara. —¡Hey flaco, no te hagas el sordo! ¿Podés frenar? —gritó Seguía apretando el botón y ya todo el colectivo lo estaba mirando. El chofer seguía el recorrido como si nada. —Flaco, ¿podés parar? No había respuesta. —¡Qué hijo de buena madre! Esta gente me va a terminar enterrando, vas a ver. Seguía apretando el botón y el colectivo se saltó la parada por la cantidad de gente que había. —¡Pero será posible! —Volvió a insistir gritando— ¡Vos sos el que laburás para mí, viejo! El chofer, harto de los timbrazos del viejo, frenó el colectivo en el medio de la calle en plena hora pico de manera tan repentina que los que estábamos parados fuimos todos llevados por la inercia. Abrió las puertas y le dio un margen de dos segundos para que se bajara. Casi que lo deja aplastado porque no le dio tiempo ni a

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sacar los dos brazos afuera. Al contrario de como venía la situación, los que tenían los auriculares puestos se lo sacaron, los que estaban papando moscas, empezaron a mirar alrededor y los pocos que podían estar sentados, empezaron a pararse para aplaudir la acción del chofer. No importaban los bocinazos del exterior, ni llegar tarde, ni el hacinamiento de la gente. Todos empezamos a entender, como si hubiese sido por la acción de un cachetazo, la lógica del colectivo, la de lo colectivo.

LOURDES CUCCO

Argentina

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L

a tarde en que mi padre me llamó al patio para contarme su secreto, no se observaban nubes en el cielo, ni movimiento en las hojas del aromo. Me senté en el banco. Papá posó su brazo sobre el espaldar detrás de mi nuca y giró la cabeza para verme a los ojos. Entonces, con el timbre

más sensitivo que le conocí, me dijo que ahí mismo se podía oír la voz de la mariposa. —¿De verdad? —Pregunté. De verdad, dijo papá. No importa cuándo, siempre van a estar. Tras aquella sentencia, aislé mi vista en el césped y me sumergí en el silencio de siesta. Él sonrió, acarició mi pelo y tras un suspiro hondo, también calló. Apenas volví a entrar a la casa, le conté la revelación a mi Madre. Ella vomitó una carcajada, pero conforme fui insistiendo, fue endureciendo su rostro hasta tornarse oscuramente severo. ¡No inventes!, me dijo. Es cierto que yo solía fabular, pero algo así jamás se me hubiese ocurrido. Fue mi obstinación por escuchar a las mariposas, lo que la convenció. ¡Ernesto no mientas! ¡Decile la verdad a tu hijo! —Dijo mi madre. Y aunque ella nunca lo hacía, aquella vez rompió la voz para decirle que debía hacerse atender. Tras aquel grito que rebotó entre las paredes amarillentas, la casa se llenó de silencio. Desde entonces, cada vez que pudo, mamá reiteró el pedido. Papá decía que jamás le mentiría a su hijo con algo así. Me miraba y sin quitarme de su vista, como en una súplica, decía: ¡Esther, no es momento! Con el tiempo, Ernesto empezó a callar. Apenas mamá insinuaba algo, él, silente como se acostumbró a andar en aquellos tiempos, sonreía, me guiñaba un ojo y cauteloso iba a sentarse al patio. Cuando eso sucedía, yo me acomodaba en la ventana que daba al fondo. Desde allí, observaba a mi padre sentado bajo la luz del sol que destacaba sus canas. Papá anegaba su mirada en la medianera. Entonces, como liberadas de un truco de magia, cientos de mariposas entraban al patio como por un corredor. Una caravana multicolor que envolvía a Ernesto como a uno más de la colonia. De entre el enjambre surgía una. Enormes y elegantes alas rojas que degradaban en anaranjado, delineadas con negro y salpicadas de blanco, aminoraban su andar hasta posarse en el hombro de papá. Entonces él giraba la cabeza, para mirarla del mismo modo que a mi cuando debía decirme algo importante. Yo veía el movimiento de sus labios y aunque nunca descifré qué decía, a juzgar por mi experiencia, debió ser importante.

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Poco después empecé a tomar el lugar de papá en el banco. Pasaba horas mirando la medianera del fondo, esperando por alguna mariposa, pero ni siquiera una asomaba. También hubo tardes en que acompañé a mi padre, pero en esas ocasiones las mariposas tampoco aparecían y entonces hablábamos mucho entre nosotros. Con los primeros fríos las polillas ya no atravesaron el patio y papá no volvió a salir de su cuarto. A veces yo pasaba a verlo, acaso podría conversar conmigo, pero mamá no me dejaba molestarlo. Entre tanto, no hubo tarde soleada en la que la yo no saliera a esperar. Entrado el invierno me resigné. Sentí que mamá había tenido razón, que lo que yo quería era imposible. Impulsivo abandoné el banco y corrí hasta el cuarto. En la cara traté a mi padre de mentiroso. Mamá, atrás de mí, en un reto contenido me dijo que no era así. Me hizo callar llevándose el dedo a los labios. Me sacó del brazo y cerró la puerta celosamente. Afuera, el frío de julio hacía arder las orejas. Envuelto en el perfume de los aromos, mientras frotaba mis manos, me senté en el patio silencioso. Desde el fondo vi con asombro venir una mariposa cansina y solitaria directamente a posarse en mi hombro. Era como a mí me gustaba, mediana de alas redondeadas y de un color verde que se confundía con el amarillo. Con miedo de ahuyentarla, giré mi cabeza para intentar verla y permanecí en silencio. Después de escuchar su voz, mientras se endurecía mi piel, con una sonrisa que no cabía entre mis comisuras, le pedí perdón, le dije que tenía razón. Papá nunca me había mentido.

MAXIMILIANO AIME

Argentina

Twitter: @maxi_Aime Facebook: Maxi Aime

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“S

é mi deseo, soy un hombre repleto de frustración… deja de ver mis heridas y cambia de opinión antes que huya”, no dejaba de repetir la frase una y otra vez hasta que el dolor obligaba a postrarme ante el camarero y suplicar otro trago. Pese a mis

esfuerzos por dejar de ser un vagabundo nunca tuve la más mínima intención de aferrarme a nada que no fuera fugaz, y allí estaba sentado rumiando una y otra vez cómo definirme, cómo explicarme para desandar caminos que se volvían borrosos a lo largo de cada noche envenenada. Jugaba con el mechero atrapado en aquel ritual circular sin intención de salir, tanteando hasta donde podía hundirme sin posibilidad de alcanzar la orilla, por supuesto que no dejaba que las coces de la desesperación ablandaran aquel instinto suicida que la nostalgia una y otra vez se empeñaba en mantener aseado. Las sombras de los escasos clientes creaban estelas difuminadas que me apresaban, mientras intentaba controlar inútilmente la mano trémula repreguntaba quién era más digno de lástima, a todos nos gustaría ser libres como un ser de luz pero debíamos matar el paso del tiempo antes de que él se encarnizara, entre asesinos mudos andaba el juego. El tacto del vaso seguía acariciando caprichoso los labios hasta verter la pócima tóxica, sin saber exactamente porqué siempre quise dejar una imagen incompleta de mí, como un escritor pobre en lo absoluto que muestra terror ante la inmensidad de lo posible, mejor parapetarse en un insignificante cubil cerca del vestíbulo y regocijarse del milagro que significaba la clarividencia vertiginosa del insomnio. Reía de mis ocurrencias en aquella atmósfera oníricamente roja creada por el juego macabro de los neones, desconocía por qué la oquedad del discurso poético por excelencia era la infelicidad dolosa, mi temor a ser decepcionado me clavaba en la inmovilidad sin otra futilidad que encender un pitillo tras otro. No podía negarlo, me soportaba todo el día colgado de mis pasos errantes y conversaciones suspendidas en la superficie lótica del Río de la Plata, pero yo era del todo inocente ya que solo evitaba quemarme con las primeras luces del día trasnochando hasta nublar de errores mi percepción para engañar un día más el arte de enloquecer. Aquel viejo tango para amantes no dejaba de sonar, inundando el bar de mimos no merecidos por aquella piara de beodos negligentes con las costumbres sociales, pero qué más daba, cada uno conocía su condena sin posibilidad de recurso, pataleaban los elegidos de camino hacia el patíbulo entre el ruido atronador del gentío hipotecado a interés variable. La botella de Jim Bean ejercía el psicoanálisis con destreza, asentía a todas mis elucubraciones

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estableciendo un diálogo telepático para sanar la apostasía cada vez más extendida, mi fe en la nada rozaba de un fervor inusitado que me plantaba en la inopia. Aquello me alejó sin remedio de cualquier relación social sustentada en el interés mutuo, después vendría la pérdida de control hasta encontrarme de cara la pared devorando el ayer. Tras chocar contra todos los muros y esquivar miradas inquisitorias rodé y rodé hasta la puerta de este bar, un club sin registro previo y con barra libre para los llantos. Sin pensarlo me adueñé del único taburete con el respaldo roto, me enamoré a primera vista de su desgracia funcional, pronto adoptó la forma ergonómica de mi trasero no solo aguantando mi peso corporal sino mi aluvión de quejas existencialistas. Justo detrás de mi posición la máquina tragaperras acentuaba la ruina a los pocos que se atrevían a violentar su escasa probabilidad de premio, aporreaban sus botones para apostar inmersos en la telaraña de la mala suerte mientras aquella cenefa policromática de luces les saludaba cada vez que zampaba sin retorno lo que quedaba de la peonada. Aquel ambiente decadente permitía levitar por el tiempo sin pedir permiso, todos esperábamos con disimulo que las manijas del reloj pasaran de largo sin mostrar aquella empatía hipócrita, cada uno de los allí presentes reconocíamos la magnitud de la tragedia dejándolo todo a la suerte de un buen golpe del destino que sabíamos de sobra que nunca se produciría. Alguien preguntó qué hora era, aquel viejo cuco de madera tallada estilo Chalet se mantenía estropeado marcando las seis y catorce, al menos daría la hora exacta dos veces al día y no importunaría durante el resto. Tras interpelar dos veces más y sin encontrar contestación alguna calló para volver a sentarse y perderse en resolver cruces de caminos repletos de malas decisiones, cada uno ocultaba cábalas personalizadas cuyo secreto se encontraba mucho más allá de la razón. La cabeza empezaba a pesar, todo se travestía de una relatividad demasiado cómoda hasta volverla moldeable a gusto del consumidor. El barman intentó darme conversación para frenar mi hundimiento exponencial pero descubrí su farol y no tuvo más remedio que rellenar de bourbon mi copa. El fondo dorado hipnotizante del mejunje troquelaba la nitidez de la visión hasta reinos devastados, bosques tenebrosos y rosetones góticos. Deseé con todas mis fuerzas fundirme hasta dejar de ser larva para eclosionar en crisálida y alejarme del mundo de los hombres pero mi cuerpo apresaba a la mente encadenándolo a un presente tan pesado como una losa de cemento armado. Aún quedaba algo de consciencia en mí, así que decidí ahondar en mi declive

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hasta arrasarlo todo sin importarme los días ni la dirección. Al volverse borrosa la visión se agudizaban los otros sentidos, era curioso escuchar el siseo de las conversaciones con ese tono mayestático resaltando las cuestiones heliocéntricas sobre uno mismo unido a las largas pausas del bebedor acicalando el cerebro después de cada hondonada de alcohol de alta graduación. Todo quedaba exento de cualquier límite moral, no había reglas ni auctoritas que prendieran la mecha de la reprobación, la anarquía se presentaba envuelta en nubes de arsénico, benceno, berilio, butadieno, cadmio, cromo y un largo etcétera que los cigarrillos cancerígenos obligaban a esnifar. Si apretaba los ojos con fuerza y frotaba los párpados con bastante presión aparecían los fosfenos manchando la visión de luminosidad caprichosa, creando patrones asimétricos a descifrar con el fin de ver en toda aquella entropía cósmica un orden dictado por alguna divinidad pagana. Pasaban las horas y la temperatura de bochorno detonaba entre aquella miscelánea de locura y depravación, nadie conocía a nadie en aquel paraíso de los apátridas. Yo me dejaba llevar sin importar la complicación de la quebrada, solo deseaba no ver ninguna luz al final del túnel así me ahorraría fabricar excusas poco creíbles, que todo acelerara hasta vagar sin rumbo perdiendo incluso aquel aire de seriedad impostado durante años. Observé mi reflejo parcelado entre decenas de botellas multicolores para comprender que solo era un trazo difuso entre ensoñaciones quiméricas, llegados al desprecio más agudo apenas podía contener la rabia hacia un enemigo de rostro desconocido. En aquel punto de la noche, mantener la verticalidad parecía un pequeño milagro, mis gestos lentos y previsibles me convertían en un autómata que balbuceaba mezclando consonantes y vocales al capricho de algoritmos con demasiados sesgos erróneos. El barman insinuó que me fuera a casa, aquel paternalismo nauseabundo del verdugo replicó dentro de mi cabeza hasta perderse por la cavidad de mi cuerpo semisólido, deseaba que la cuerda se rompiera pero no tenía el arrojo suficiente para pedir ayuda, ni para suplicar el tutelaje del juez imparcial convirtiendo aquel juego de sombras en una cansina realidad resuelta. Dejar de sufrir, si fuera tan simple, esconderlo todo bajo el ruido y la cháchara, crear juegos artificiales reflejados en el lago del ensueño pero las resacas te obligaban a perpetuar el malestar apresado en la celda de barrotes de oro. Tuve que agarrar la botella con violencia y servirme, necesitaba que el gusto dulzón de la miel desinfectara los pecados. “Sé mi deseo, soy un hombre repleto de frustración… deja de ver mis heridas y cambia de opinión antes que huya”, mi cabeza yacía recostada

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encima de la barra de madera luchando por no cerrar los ojos y abandonarme. La puerta del local se abrió de repente, su silueta era resaltada a contraluz por el foco que iluminaba tenuemente la entrada del bar, se asemejaba a la viva estampa de un Lucifer alado, con cuernos y pechos de mujer, esperando a las puertas del templo en busca de víctimas propiciatorias. Patricia había terminado rendida al recorrer durante horas el Palermo viejo en plena Zona Roja, los pies helados buscaban recuperarse al apagarse las farolas y los comercios dar el cierre. Con maestría mil veces entrenada entró en silencio bañada de aquella dignidad que solo la inocencia marchita regalaba. Los pasos descompensados que producían los tacones gastados eran la melodía que todos esperábamos, yo no me atrevía a mirar, solo aspiraba aquel perfume barato mientras el tintineo de cuatro monedas escoradas en su bolso de noche se dejaba oír justo a mi espalda. Aquellas almas en pena capaces de mentir y pelearse por resarcir ridículamente su nulo orgullo ahora se mantenían dóciles esperando ser los elegidos, se acurrucaban a su paso hasta volverse invisibles incapaces de aguantar la mirada de Patricia por miedo al rechazo. Yo me mostraba indiferente a su elección, como cada noche ella elegiría un cliente al que llevar a su particular empíreo, estaba convencido que mis ojos enrojecidos por el descalabro vital brillaban como dos luceros en medio de la oscuridad, quizás otro día con mis constantes vitales bajo cierto control y que el balbuceo fuera inteligible. Patricia jugaba con su poder, entronada reina por unos instantes balanceaba su carne embutida en aquellas medias de malla recolocando el vestido de látex carmesí con corte X, jugaba nerviosamente con el fular estampado disimulando los pinchazos de la mala vida en su brazo derecho. Giraba sobre sí misma como la bailarina de ballet en una caja de música, desperezándose de la última dosis de heroína escudriñaba cada rostro para captar cualquier veta de metal precioso donde colarse, necesitaba recrearse con la nota discordante para que le contara cosas que no sabía, Patricia buscaba sentirse especial sin serlo, incluso en aquel estercolero olvidado y desparasitado existían las carambolas imposibles. Patricia se mostró vivamente curiosa al ver mi rostro con las piezas desencajadas, el eterno puzle inacabado, ladeó con lentitud felina su cuerpo hasta colocarse a mi derecha, su aura chocó con la mía produciéndose una tormenta electromagnética elevándose desde el corazón hasta el límite en el que se encontraría con el viento solar. Tuve el inmenso honor de invitarla a un trago antes de que me propusiera morir de amor en alguna mugrienta pensión de Villa 31, desperté la envidia insana de todos, se mordían los

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labios y apretaban los puños hasta blanquecer los nudillos fantaseando con destrozar mi cabeza torturada a golpes. Gané esa noche sin merecerlo, o quizás aquel cuervo negro intuía que el tiempo finalizaba. Sea como fuere me besó con la pasión que era capaz de darme, en sus ojos tristes como los de un perro vagabundo se reflejó aquel destello dorado sobre fondo negro que mi alma eructó. Quedaba vida en mí, pero por más que intentaba esquivar lo terrenal la dolosa supervivencia se acordó satisfecha de aquel último billete arrugado en el bolsillo derecho del pantalón que serviría para pagar sus servicios.

JORDI MANAU TRULLÁS España

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H

ace unos minutos (el pasado), decidí que me sentaría a escribir. Y aquí estoy (el presente), pensando y anotando mis pensamientos. Puedo predecir que la siguiente palabra será palabra, y ese es el futuro. La ceremonia se ha cumplido. He adquirido el poder de la

profecía; pequeño dios de mis fantasías, sé mirar los tiempos y escribirlos, predecir el caos o el silencio momentáneo… Sé gobernar hordas de sombras calladas, simulacros de personas y ciudades fantasmas en las que ellos se muevan a mi capricho; acariciarán los pétalos de una rosa si eso es lo que me place. Para ellos serán las utopías o la pesadilla del mundo en el que escribo; basta con mi elección de las palabras. He visto androides nacer de androides, supernovas en el cielo y, bajo el cielo infestado de drones, a los humanos tercos renaciendo de uno más de sus apocalipsis recurrentes. Quizás algún día, bajo la luz de otra estrella lejana, ojos robóticos, humanos o no humanos, leerán esto. “Alguien ha escrito”, pensará quien lea, y no sabrá si me ha resucitado o si nunca me abandoné a la muerte, porque sé que la próxima palabra será palabra, y entonces sigo siendo viajero de los tiempos.

MARTI LELIS

México Facebook: Marti Lelis Página Web: www.ceremoniadepalabras.com.mx

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E

starás palpando tu cuerpo con las manos frente al espejo como una figurilla ciclada. Escucharás el rumor de la puerta y sentirás como tu sombra se tiende lentamente sobre el albo muro terso a tu costado. Tus pupilas anegadas convertirán tu reflejo en espejismo. Saldrás del

baño arrastrando tus pies humedecidos y te dirigirás a la ventana. Apartarás las cortinas y verás como un ave de pecho pardo y alas de alabastro, pensil de una rama del mezquite, emprende el vuelo amparado por el aire de agosto que aun sopla caliente. Voltearás a donde está la puerta, y allí en el umbral, estará él; dejando pasar a través de sus brazos la luz del pasillo. Apenas habrá transcurrido un segundo, cuando el viento quedará en quietud, el ave de pecho pardo estará lejos, y tus lágrimas comenzarán a aflorar de tus ojos, resbalarán por tus mejillas y empezarán a caer sonoramente sobre tus dedos trémulos que encubren tu rostro. Caerás y llorarás estremecida con las manos apoyadas en el suelo mientras tu voz gutural convierte los dejos de tus palabras en gritos. Él, se acercará a ti. Deslizará su mano por tu espalda dejando estelas en los pliegues de tu vestido. Tu voz se convertirá en retazos de silencio interrumpidos por el eco de tu jadeo. Arquearás la espalda mientras la luz selene acusa su contorno sobre el tuyo. Caerás apoyada sobre tus codos y él caerá siguiendo tu cuerpo. Entonces giraras el rostro con los ojos cerrados buscando alguna oquedad o algún resquicio por el cual desaparecer, huir, y de golpe, sentirás una luz blanca sobre los párpados, abrirás los ojos y verás la habitación vacía; tu reflejo viéndote desde la puerta del baño entreabierta.

SALVADOR ELI GALVÁN CANTUA

México

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