EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 59 ENERO 2021

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6

NRO 59 — enero 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

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ÍNDICE LA CHINA

LILIANA MACHICOTE 7

SIN ALAS RAÚL ARIEL VICTORIANO 14 la mujer del tranvía xavier frÍas conde 20 volver a casa marina gómez alais 26 DÉJÀ VÉCU MARCELO MEDONE 29 EL INVERNADERO DE VICTORIA RAFAEL AVENDAVAL 33 tengo un panda en LA espalda antonella corallo bao 38 El perro que ladra VALEN2 (VALENTÍN GARCÍA VALLEDOR) 42 pRÓLOGO DE UN ASESINATO CONSTANZA MUNRABÁ 44 CRÓNICAS DEL VIAJE AL REINO DE LOS SIETE PECADOS CAPITALES LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA 48 ILUSIÓN DIEGO VALE COUSO 54 La marcha va por dentro SARKO MEDINA HINOJOSA 58 SILENCIO GABRIEL MARTÍNEZ BARRE 63 la historia de tu nombre j.r.spinoza 66 el extraño del tren dana baioni 71 un juicio justo liliana fassi 75 UNA VISITA INESPERADA NICOLÁS KOUZOUYAN 80 con genuina resignación félix quirós tejeira 84 Clara PATRICIO DENEGRI 87 ME ENCONTRÉ CONMIGO MISMA UN DÍA QUE NO ME AGUANTABA KRISTINA RAMOS 93 LA ÚLTIMA FICHA GUSTAVO VIGNERA 97 UN LADRÓN CARLOS M.FEDERICI 102 caída libre FLORENCIA MONTECCHIA 108 LA PARTIDA LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 110 PENA INESPERADA CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 112 CASA AMENAZADA MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 116

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LA CONDICIÓN HUMANA GIACOMO PERNA 118 PARA QUE NUNCA ME DEJES SOFÍA LUDLOW CÁNDANO 122 DONDE CANTAN LOS SAPOS EDWARD VARGAS PERILLA 125 MELODÍA DEL RECUERDO AJEDSUS BALCÁZAR PADILLA 129 ester carolina cazes 133 DESDE LAS TIERRAS CALIENTES JOSÉ A.GARCÍA 136 HASTA DÓNDE MIS PIES ME LLEVEN NURIA DE ESPINOSA 140 lA ESCUELA DE EXPLORADORES ÁLVARO MORALES 142 SUPLEMENTO TRENES 145 NOOOM MATÍAS PI 146 lA MÚSICA DEL OLVIDO RAÚL ARIEL VICToRIANO 149

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legué hace seis meses. Me lo ofrecieron y acepté. Vas a trabajar en un supermercado. Mejor que vivir en la miseria, pensé. No sé, me tramitaron los papeles en poco tiempo, junté cuatro cosas en una valija y me vine.

El oficial Jiménez está sentado mirando la parva de papeles que tiene sobre el

escritorio. Los expedientes se apilan al lado de la computadora, ni siquiera ve dónde quedó el teclado. Prefiere levantarse a enchufar la pava para renovar unos mates. Yayo, tenemos un muerto ¿Dónde? En el chino de acá, mataron a uno que andaba en yunta con el verdulero. Andá a saber. Si los chinos se andan matando entre ellos. Jiménez tira la yerba vieja. Yayo siempre con esas historias de la mafia china, la conspiración y pavadas. Con el presupuesto de la comisaría y el sueldo que cobran, no están para prestar atención a “los conflictos internacionales” como dice Yayo. Traen a una china que llegó hace poco. Labura ahí, qué se yo, por ahí sale algo. ¿Ahora? Puta, justo estaba arreglando el mate. Ahí llega con Marta, como es mujer tiene que haber una agente presente. Desde que llegué, cargué cajas, acomodé estanterías, lavé pisos y corté queso. Si nadie me miraba, comía. Una vez me pescaron, pero ahora encontré justo el punto ciego de la cámara que tienen para vigilarnos y aprovecho para comer. Los primeros meses tuve que dormir atrás, entre mugre y lauchas, en un colchón que me dieron. Hago lo que me piden y resisto. Aunque quisiera no podría volverme a mi país. ¿Nombre, señora? … ¿Nombre? ¿Apellido? No entiende. Nombre. Yo, Jimenez, ella, Marta, señora, nombre mientras se golpea el pecho como Tarzán. Ah, Xuan.

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¿Suan? Xuan. Dormía poco. En el depósito, a unos metros, dormía el verdulero. En general, no molestaba, se robaba cajas de vino que estaban aplastadas o vencidas y se las tomaba. Hay una puerta atrás, donde descargaban los camiones, y el verdulero, con un amigo, armó un circuito en el que él roba botellas de vino caro, y el otro lo vende. Reparten ganancias. Dos pesos, pero los reparten. Ese es un peligro, el Ricky. Se metió en mi colchón y desperté sobresaltada porque me estaba tocando con los pantalones bajos.

Dejala, no entiende nada. No entiende, pero, linda la chinita. El verdulero que me caía mal, se convirtió en esa ocasión en mi salvador. El Ricky era mala entraña. Señora, señorita Suan, ¿sabe que mataron a una persona? … Andaba por el supermercado, amigo del verdulero, ¿lo conocía? No entiende. Dicen que robaba en el supermercado, ¿alguna vez vio algo? Vino, botellas, ve, botellas Jiménez hacía el gesto de beber. ... ¡Pero china pelotuda! ¿No tenían un testigo peor para traerme? La gente me hablaba. Yo entendía poco, sonreía y respondía “no entiendo”, “señora caja”, “final de góndola”, aunque preguntaran por el clima. Al principio me resultaba vergonzoso pedirles que repitieran para comprender. Con los días me di cuenta que era una estrategia para que nadie me molestara. La aprendí de la dueña. Es malísima; si por ella fuera, me hubiera tenido tirada entre cajas; como un acto de generosidad, a veces, agarraba manzanas abolladas o naranjas a medio podrir y me las daba. ¿Pagarme? algunas veces me había dado, unos pocos billetes, “¿para qué los necesitas?” decía. Prefería responderle lo justo y necesario. El caso es que observándola, noté que cuando un cliente le reclamaba por un producto vencido o una cuenta mal cobrada, ella respondía sonriendo, “no entiende”. A veces la gente insistía y ella seguía siempre con su sonrisa.

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Jiménez pierde la paciencia. No avanza. El fiscal llamó porque algunos vecinos están reclamando por las redes sociales pensó. Sí, están preocupados por lo que escriben en Facebook y nos rompe las pelotas. Escúcheme, Puan. Xuan. Eso. Usted, con el muerto y con el verdulero, nada, ¿no? … ¿Relación? ¿Novio? repitió haciendo gesto de trompita como si fuera un beso. Lo único que consiguió fue que Yayo y Marta se rieran ¿Ustedes están pintados acá? A dos meses de mi llegada, la situación con el Ricky se complicó. Se arrimaba, decía obscenidades creyendo que yo no entendía, me tocaba cuando pasaba, y temí que una noche, mientras el socio dormía el sueño del alcohol, entrara y me forzara. Conocía a los hombres, los conocí en China, la pasé mal con uno de ellos que me esperaba cerca de mi casa. Un día me besó, del beso pasó al abrazo y del abrazo al manoseo, cuando reaccioné ya había hecho su faena. No conforme con haberme pegado y de lastimarme más profundamente que lo que se veía, me robó una pulserita de mi abuela. Lo único que tenía de la que había sido mi familia. Me levantaba temprano, esperaba al panadero y limpiaba. A veces, el dueño, un hombre silencioso y tranquilo, abría una puertita a la calle y yo aprovechaba, con la excusa de barrer la vereda, para tomar aire y abandonar por un rato, ese encierro forzado. ¿Qué hacemos con la china, Jiménez? No sé, Yayo, ¿tenés alguna idea, vos que sos tan genio? Dejala un rato acá, a ver si se me ocurre algo. ¿El verdulero qué dijo? Que abrió la puerta de chapa, después del cierre, porque escuchó un golpe, se asomó y encontró al otro casi muerto. Cuando llegó la ambulancia, se había desangrado. Tenía un tufo a alcohol que te volteaba, pero no parece saber nada. Los remiseros de acá a la vuelta dicen que una vez escucharon que la china esta, Ruan… Suan. Bueno, los remiseros dicen que saben que a esta la mandaron de China porque se cargó un tipo, por eso la trajimos. Pero ya ni vive en el super.

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¿Vos decís que la mafia china la mandó para acá porque mató a alguien? ¿Pasó migraciones, Ezeiza y nadie se dio cuenta de nada? Andá, Yayo, andá, hacete un mate que estoy a pico seco. Mientras barría la vereda, me encontraba con una señora que venía temprano y me contaba de sus cosas, sus nietos. Se sentía sola. Yo fingía no entender, sonreía y ella decía: Ojalá comprendieras, lindas tardes nos pasaríamos. A veces, la dueña tenía que hacer algún trámite (iba al baño, pero decía “trámite”). Me dejaba atendiendo la caja, era fácil, buscaba el código de barras y apuntaba con la pistolita. Me daba cien recomendaciones antes, no sé cómo no terminaba escapándosele el “trámite” mientras hablaba.

Xuan, si un cliente te habla, le decís que no entendés. Si vienen unos con portafolios, decí que somos primas. Total a estos les parecemos todos iguales. No des monedas, das caramelos y si algún cliente, saca la tarjeta para pagarte decís: “No posnet, no entiendo” y listo, siempre encuentran en los bolsillos cuando les decís eso. ¿Escuchaste? ¿Entendiste, Xuan? Llegó la señora amable diciendo que se le había ocurrido una idea, quería llevarme a vivir con ella. A la dueña no le importó mientras igual fuera a trabajar y allá partí con mis trapos en la valija. La pasábamos bien, yo seguía sin hablar pero la mujer estaba feliz de tener compañía. Me preparó un cuarto y cocinaba para las dos. Ella conseguía retazos de tela, las lavábamos y hacíamos bolsos. Yo sabía coser y armaba combinaciones de colores que me gustaban. Me dejó hacer mi propia bolsa, la armé grande con tela floreada. Todas las mañanas, iba a trabajar con la bolsa al hombro, no tenía nada para llevar pero no importaba. Era la primera vez en mucho tiempo que tenía algo bonito. Una noche, me crucé con el Ricky ¿Viste al verdulero? No te hagas la linda conmigo, no seas arisca, vení. Apuré el paso hasta llegar a una casa con zaguán donde me escondí. Espié si me seguía. No lo ví. Al entrar, la señora debe haberme visto pálida, porque preguntó si me sentía mal, que me alcanzaba un té, que no me preocupara por la comida y que si después tenía hambre, me la dejaba dentro del horno. Yayo, ¿vos lo conocías a este Ricky? Un raterito. Siempre en quilombos. Robos chicos, pero nunca nadie lo vio laburar.

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¿Familia? ¿Mujer? Nadie lo reclamó, supongo que no ¿Qué le decimos al fiscal? ¿Y con la china muda qué hacemos? Mira el piso y si le hablamos, sonríe y dice “no entiende”. Me parece que se está comiendo un garrón. Hay una viejita del barrio que dice que vive con ella y que es una buena chica. Esperá y vemos. El verdulero me pidió que cuidara el puesto que tenía que hablar por teléfono. Se lo puso en la oreja para que entendiera. “China boluda” murmuraba. Ordené unos tomates y levanté un zapallo, saqué fuerzas de donde no tenía, pesaba mucho. Volvió el verdulero y le señalé el zapallo. Ah si, el cabutia, riquísimo, rico ¿Lo levantaste? ¿Viste qué pesado? Lo corto con esto, nadie lo compra entero me mostró un cuchillo con una hoja larga lo tengo que tener bien afilado porque si no, no camina. Tengo varios, se desafila uno y tengo el otro. Lo afilo con la chaira. Puta, no sé qué te explico si no entendés. Mamu, ya hace un tiempito que estás acá, podrías hablar algo, ¿no? Desde la góndola donde estaba acomodando latas, lo espiaba. Atendió algunos clientes y se sentó a leer un diario que después usaría para envolver los huevos. Me crucé con el Ricky, venía con otra persona, pensé que iba a pasar de largo. Mirá quién viene, la princesa china, ¿Mulán, era? ¿Querés venir a tomar algo? ¿Una cerveza? Me arrinconaron en la esquina, el Ricky me besaba y el otro metía la mano debajo de mi pollera. Pasó un auto y disminuyó la velocidad, alguien bajó la ventanilla y les gritó. Salieron corriendo. A la persona del auto no llegué a verla, cuando me dejaron, arrancó y se fue. Corrí y me encerré. La señora pensó que algo me había caído mal y gritó que me dejaba un termo con agua caliente por si quería tomar un té. Empecé, por darle el gusto a la señora a repetir algunas palabras. Reía cada vez que yo decía algo. Titubeaba y me equivocaba a propósito para que continuara su tarea de tutora. Una noche fría, salí rápido, me envolví en una bufanda grande y caminé mirando hacia abajo. Me sorprendió un golpe. Estaba oscuro. El Ricky me empujó a un baldío donde estaban construyendo un edificio. Me pegaba mientras se desabrochaba el pantalón, me rompió la bombacha y arremetió. Se me nubló la vista, agarré mi bolso de tela y escuché un sonido penetrante, mezcla de aullido con rebuzno. Como pude, empujé al Ricky que cayó pesadamente sobre un montón de arena. Me levanté, guardé los restos de ropa interior dentro de la bolsa, alisé la pollera y salí corriendo.

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Llegué a la casa de la señora y fui al baño, me acomodé el pelo y me lavé bien la cara. Salí y preparé la comida mientras mi anfitriona contaba que su nieto más pequeño era abanderado. Suan, ¿tiene algo que agregar? … ¿Algo que recuerde? No entiende. Yayo, llevá a la casa a la chica y a la señora. ¿Y el muerto? Qué se yo, hacele el informe al fiscal y si querés, ponele lo de la mafia china y la conspiración, acá no tenemos nada más que hacer. El supermercado cerró solo medio día, suficiente para que la policía hiciera las pericias donde quedaban rastros de sangre. Volví a trabajar, pasé por el baldío donde había máquinas terminando de apisonar el terreno. La dueña me esperaba y dijo: ¿A vos también te llevaron a la comisaría?  Sonreí, saludé con la cabeza y me dirigí al puesto de las verduras. Miré al verdulero que todavía estaba lívido. Qué quilombo, mamu, ¿viste? Pobre Ricky, lo pasaron a desguace… Lo miré, sonreí y en perfecto castellano le dije: Tomá, sacale filo, que lo vas a necesitar para cortar zapallos.

LILIANA MACHICOTE

Argentina

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e chico me gustaba jugar con el aire. Aprendí a hacerlo en la copa del fresno, el fresno solitario que está en el fondo del terreno, contra el alambrado, cerca de la orilla del río. Luego de la muerte de mi padre, al inicio de la primavera lo

plantamos de retoño, con mi madre. Ella supo afrontar los gastos de la casa a pesar del desconsuelo. Se levantaba muy temprano a trabajar la tierra. Por la tarde vendía los huevos de las gallinas ponedoras y las verduras cosechadas en la huerta. Se los vendía a Mario, el patrón de la Surubí. El muchacho, los miércoles, estacionaba la lancha en el muelle de la isla con las provisiones destinadas a ofertar a los vecinos: alimentos envasados, pan, frutas, quesos, semillas, carbón… Hasta diarios traía. Un día, a mi madre le sobraron unos pesos y compró el fresno. Mario le alcanzó —apoyando el codo en la borda— un recipiente cilíndrico de cinco litros manchado con brea, que hacía las veces de maceta. Dentro de él, embutido en la tierra negra, sobresalía —esbelto y desprovisto de brotes— el tallo delgado del arbolito. No medía más de un metro, con lata y todo. Cuatro años después yo ya había cumplido los once y la copa ovalada del fresno era enorme. La sombra abarcaba la mitad del techo del gallinero y el tejado completo del galponcito: aquella construcción precaria, sin puerta, en la cual mi padre conservaba herramientas, artículos de navegación y de pesca. Con algunas sogas de amarre y un par de tablas de cedro construí una especie de asiento y lo anclé contra la horqueta robusta en la parte alta del árbol. Tan alto estaba que desde allí podía ver los penachos de las palmeras pindó arrinconadas en la costa del arroyo Anguilas. Además, durante el otoño, caían las hojas caducas y la fronda se volvía flaca y se llegaba a divisar la curva amplia de la desembocadura, donde el flujo tranquilo desaparecía en la correntada rápida, que bajaba precipitada entre las márgenes del San Antonio. Una mañana discutí con mi madre por tonterías: no quise escuchar su reprimenda acerca de no recuerdo qué cosa. Sin dejar a que ella terminara, salí enojado de la casa hacia mi refugio, en las ramas altas del fresno. Ahí arriba, en medio del susurro del follaje, se me pasó la rabieta. Luego de un rato de permanecer en la cima del árbol, mi ánimo cambió. La brisa se levantó de improviso por el cuero chato del torrente del Anguilas y removió la vegetación del bosque. Su arrebato sacudió las hojas contra mi cara y me hizo

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cerrar los ojos. De repente me sentí dichoso y abrí los brazos para recibir el empujón del viento. Por un momento perdí el equilibrio y, por temor a caerme, extendí los dedos. Me dejé llevar, como si los humedales del Delta me hubiesen puesto alas de calandria. Ascendí apoyado en la ventolina cálida del crepúsculo. Experimenté la ingravidez de la maravillosa sensación de volar. Volar en espiral hacia lo alto, cada vez más arriba. Sobrepasé la altura de todas las nubes y recién ahí me detuve, en el espacio liviano del cielo. Así permanecí suspendido en una duración que no supe calcular, fascinado en la contemplación del lomo de la luna llena, asomando apenas su palidez, apoyada en el horizonte del agua. Miré por allí y por allá. Por encima percibí la calma del abismo azul del universo. Por debajo contemplé azorado mi mundo redondo flotando en la inmensidad del vacío. El movimiento cesó. El tiempo se detuvo. Había alcanzado la posada de la eternidad. Era un yermo rodeado de silencio. Un silencio infinito. Sumido en la meditación sobre lo absoluto agité mis extremidades. Con sorpresa advertí cómo su inesperado desplazamiento me quitaba del estado de reposo. Decidí, entonces, regresar a las capas inferiores de la atmósfera pálida de mi planeta. Antes del anochecer volé en círculos alrededor de las islas buscando los trazos irregulares del abra rectangular de la barranca. Inicié el descenso con mayor precisión y vi la mancha verde del follaje del fresno. En la lenta bajada, los tenues rayos del sol me mostraban los detalles de las siluetas: el techo de canalones galvanizados de la cabaña, los surcos paralelos de la huerta, el gallinero, el pequeño muelle de tablas de lapacho y el bote de pesca cabeceando, amarrado del bolardo amurado al pilote, al costado de la escalera hundida en el cauce. Cuando estuve cerca de las puntas de los eucaliptus alcancé a divisar la desmelenada guarida de un benteveo. Reparé al fin en el profundo cansancio acumulado en mi peripecia a lo largo del viaje. Poco a poco me acerqué. Mientras agitaba los brazos con cuidado para mantenerme suspendido en el espacio, como los pájaros, observé la entrada con detenimiento.

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El nido estaba vacío. Ya encima de él, me dejé caer. Al rato, protegido por el tejido de ramitas, al calor del cobijo agradable del hueco, me quité las motas cenicientas del polvo de estrellas adherido a la ropa. Luego me quedé profundamente dormido. No sé cuánto tiempo pasó. Desperté sobresaltado. El graznido de un carau oculto en la misteriosa hojarasca del monte se desvanecía en la semioscuridad de los ecos. Aún la claridad no se había hundido en el oeste del cielo. Un resto de lumbre daba contorno a la cabellera del bosque de encinas. Por allí todavía flotaba el resabio de colores de la espesura. Primero saqué la cabeza del nido, después el cuerpo entero y por último miré hacia abajo. Estimé la dimensión de la altura a la cual me encontraba del suelo y no me animé a saltar. Entonces, me colgué de una horqueta cercana y comencé el descenso. Abracé al tronco con fuerza y apreté las piernas para no romperme las zapatillas en el roce con la corteza. No bien estuve en el piso me sacudí los pantalones y me alejé a la carrera orientándome entre las sombras de un sendero conocido. Llegué rápido al fondo del terreno de mi casa. Entré por la puerta trasera y, sin saludar, atravesé el comedor, corrí la cortina de mi pieza y me acosté vestido en el catre. Al día siguiente, durante el desayuno, mi madre no me regañó por no haber compartido la cena con ella. Recuerdo su mirada inquieta y callada, esa mirada colmada de sospecha, sugerente, amenazante y tierna. Ella, supongo, se habría preguntado qué había estado haciendo yo, en todas esas horas de ausencia, subido a mi albergue en la cima del fresno. Con los años advertí que no solo conmigo jugaba el aire. Lo supe de tanto navegar por los riachuelos del Delta. En los inviernos crudos el viento rasante desprendía collares de vidrio de las crestas de las olas. Fabricaba rápidas coreografías con las gotas de agua, en especial en los choques de las corrientes fluviales, donde llegaban los arroyos a engrosar el furioso avance del Paraná de las Palmas. En las auroras de los veranos los empujoncitos de la brisa tornasolaban

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brumas en la manta desnuda del río; hacían vibrar espejos de estaño en las hojas de los álamos; armaban remolinos —menos prodigiosos— para desorientar el rumbo de las aletas traslúcidas de los pejerreyes. Que yo recuerde, nunca abandoné las ganas de jugar con el aire, ni aun en los momentos de dolor de la semana pasada. La peste esperada llegó por fin a estas islas, tan alejadas de la ciudad. Y esta peste se metió en nuestro hogar y se apoderó brutalmente de mi madre. Un mediodía, la embarcación sanitaria, con un grupo de enfermeros, vino por ella. Se la llevaron con fiebre, casi sin respiración, hasta el hospital de Tigre, y por la tarde, el médico me dio la terrible noticia. Esa misma y maldita peste puso en el cielo al ser más entrañable que vivió conmigo y no me dejaron ver por última vez su cuerpo. Ahora estoy sentado, solitario, contemplando distraído el discurrir de la corriente, pensando en la actitud severa —pero tierna— con la cual ella me miró en aquel desayuno de mi niñez, cuando yo apenas tenía once años. No sé por qué revivo este episodio. Ya estoy grande. Mi edad no me permite subir a lo alto del fresno del fondo de la casa: mi refugio de avivar sueños y aliviar dolores. Mi sangre no fluye con la adecuada eficacia por las arterias de mi anatomía y la tonicidad de mis músculos ha disminuido. Me costaría agitar con vigor los brazos y volar hacia el lugar de la eternidad, allí arriba, donde el movimiento de los astros aparentemente cesa. ¿Tiene sentido, entonces, permanecer fondeado aquí como un velero carcomido por el salitre? ¿No será mejor dejar a la deriva del río estos restos inservibles —casco, aparejos y arboladuras— en los que me he convertido? Mañana, miércoles, me arrimaré a la lancha de Mario: voy a comprar un mechero y algo de combustible. Mi padre conservó en el galponcito la antigua vela del bote. Con ella fabricaré un globo aerostático de suficiente tamaño para sustentar mi peso. Con él no necesitaré la ayuda del fresno ni de la brisa. Ascenderé al cielo a encontrarme con mi madre. Es hora de irme a acostar, debo levantarme temprano. Si comienzo el trabajo al rayar el alba, todo estará listo antes del atardecer, e iniciaré el viaje por las transparentes pertenencias del viento. Mi padre era soñador y buen navegante: excelente marino y arriesgado aeronauta. Quizás haya enamorado a mi madre debido a la contagiosa necesidad de

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realizar sus fantasías descabelladas. Tal vez yo lleve en mis genes las dos cosas: los sueños magníficos y la felicidad de jugar con el aire. Qué tontería. Se me debe notar demasiado esa herencia… ahora… cuando tan hondo me cala la pena.

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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urante el confinamiento por la covid 19, solo podíamos desplazarnos al trabajo, a la compra y al médico, pero mejor nos quedábamos en casita. Sin embargo, durante algunas semanas, al principio de la pandemia, teletrabajé, de modo que no tuve que

viajar. Pero pareció como si todos los televendedores supieran que yo estaba todo el día en casa y no paraban de llamarme. Siempre he detestado recibir llamadas publicitarias, de hecho odio la publicidad, considero que no es sino un insulto a la inteligencia, al menos a la mía, por eso, agradecí que mi jefe me mandara volver al trabajo presencial, con todo el riesgo que ello suponía de contagio. Para ir al trabajo tan solo tenía que tomar el tranvía a 50 metros de mi portal. En circunstancias normales, me gustaba oír aquel ruidito que hacía, como el timbre de una bicicleta, pero en gigante, cuando se acercaba a la parada. Tenía un efecto mágico, la gente se precipitaba a las puertas del tranvía, de un modo mecánico, de piloto automático de madrugada que no se desconecta hasta el café de media mañana. Aquella primera mañana de vuelta al trabajo, no había nada de mágico en el tranvía. Apenas me mezclaba con un numeroso grupo de zombis que tomaban el tranvía, con los que debía confundirme, pero era el precio para pagar por dejar sonar el teléfono de casa. Eso y estar todo el día con la mascarilla puesta. Qué asco de tapabocas. Lo peor era que me empañaba las gafas y no veía nada, hasta que me enseñaron un truquito de mojar el cristal con agua y jabón. Con todo, aquel primer día en el tranvía no fue tan malo. Aunque tuve que viajar de pie, reparé en una mujer sentada frente a mí que leía con mucho interés las noticias en su tableta. Lógicamente no podía saber si era guapa, porque la mascarilla ocupaba una buena parte de su rostro. En un momento dado, alzó la vista y sus ojos se clavaron en los míos. Eran de color avellana, preciosos, intensos, a juego con su cabello largo. Me fijé también en un lunar que tenía en la mejilla derecha, entre las dos cintas del tapabocas, como una isla. Podría decir que me enamoré en ese mismo instante. Pero la vida en confinamiento tiene sus preocupaciones y llega un momento en que lo oscuro se impone a lo brillante. Por eso, la imagen de la mujer del tranvía se diluyó en mi cerebro para el resto del día, y aún tuve que soportar, de vuelta a casa, casi de noche, una llamada donde me querían convencer para cambiar de compañía telefónica. Me jode mucho que los comerciales sepan cómo me llamo, dónde vivo y

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hasta cuál es mi banco. Cómo lo saben? Aquella llamada me puso de un pésimo humor y grité como un poseso antes de colgar. La vida durante la pandemia tiene infinidad de inconvenientes, pero para mí uno de los peores es la mascarilla. Además de incómoda, lo que repatea es que la mitad del rostro se queda invisible, de tal forma que toda la expresividad de la gente se reduce a los ojos. Es imposible saber si alguien sonríe o muestra los dientes. Sucede con frecuencia que me topo con algún conocido en el supermercado que me saluda y yo no soy capaz de reconocerlo con la maldita mascarilla puesta. Eso sin contar con que el filtrado del aire afecta a la voz. Se vuelve muy complicado entender a la gente cuando habla per detrás de la mascarilla y hasta se cambia la propia voz, pareciera que hablase otra persona. Precisamente ese misterio alrededor del rostro y la voz fue lo que me atrajo de la desconocida del tranvía. Volví a verla otro día en el tranvía. A pesar de mi disgusto por las mascarillas, me ayudó a reconocerla el que llevase la misma mascarilla del día anterior. Era muy simple, blanca con flores azules pintadas tan solo en el contorno. Sus ojos color avellana y su lunar tampoco habían cambiado. Me fijé muchas veces en ella y no disimulé el interés que en mí despertaba. Por su parte, la mujer también me miró varias veces. Al principio, con cierta discreción, después ya no lo escondía. Ella ya venía sentada en el tranvía cuando yo lo tomaba. Probablemente se montaba en la cabecera de la línea, porque siempre estaba sentada. Cuando yo me apeaba, diez paradas después de mi casa, ella aún proseguía el viaje. Fueron aquellas diez paradas las que establecieron el intervalo en el que de lunes a viernes podía interactuar con ella, con la mascarilla por el medio y tratando de adivinar cuál sería la expresión de su rostro. A lo largo de aquella semana, fue estableciéndose entre la desconocida y yo una especie de complicidad. Yo siempre viajaba de pie, ella, sentada, pero yo me colocaba delante de ella. Cruzábamos miradas, también sonrisas, aunque no nos las viéramos, pero de algún modo las sonrisas se hacían patentes debajo de las mascarillas. Ya la segunda semana, el destino se puso de mi lado. Fue un lunes. En cuanto me monté en el tranvía, el pasajero que iba al lado de ella se levantó. Me lancé como una de esas abuelas buitres que caen sobre los sitios libres del transporte público.

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Gané por la mínima a un señor calvo y sudoroso que ya estaba soñando con pasarse el resto del viaje sentado. Tuve que escuchar sus improperios bajo la mascarilla, pero la verdad es que no se entendía nada de lo que decía. A ella pareció gustarle mi actitud. Se movió un poco para dejarme más espacio. Estaba, como siempre, con la tableta encima de los muslos, leyendo los periódicos del día en línea. Reparé en su lunar. Ciertamente formaba parte de su encanto. Y sus ojos, de cerca, resultaban aún más envolventes. Entonces me di cuenta de que, además de los periódicos, miraba publicidad de viajes, para cuando acabara la pandemia, quién sabe cuándo. Miraba concretamente información sobre Quito. —¿Está buscando información sobre Quito? Conozco muy bien la ciudad. Me pasé allí un año trabajando. Maravillosa —comenté. Sé que ella sonrió por debajo de la mascarilla. Se le arrugó ligeramente el rostro y hasta el lunar se le echó levemente para atrás. —Sí, es una ciudad que quiero conocer. Y también Cusco y seguir al Machu Picchu. Me encanta la cultura andina —respondió ella. A pesar de la mascarilla, su voz me sonó interesante. Sentí que la conexión estaba hecha y que iba a funcionar, así que, di un paso más. —Si este fin de semana tiene un hueco, podemos quedar y le muestro mis fotos de Quito. Aproveché que llevaba algunas en el móvil y se las mostré. Noté que le gustaban. Nada más faltaba un paso más. Me levanté mínimamente la mascarilla, para que mi voz sonase natural, y dije: —Me llamo Práxedes, como el político del siglo XIX, Práxedes Mateo Sagasta. Cosas de mi abuelo que fue historiador. De repente, la actitud de ella cambió radicalmente . Vi cómo se le contraían las pupilas. Cerró bruscamente la tableta, se levantó y salió del tranvía aprovechando que estaba en una parada. La seguí con la mirada por la calle y vi cómo tomaba un taxi. Desapareció de mi vista. Abandoné mi ensimismamiento cuando una señora con culo de hipopótamo que había ocupado el asiento de la mujer misteriosa se puso a remover aquel enorme trasero suyo para ganar más espacio.

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Me quedé fuera de juego para el resto del día. En la oficina estuve ausente, no hacía más que darle vueltas a la reacción de ella. ¿No le habría gustado mi voz, o acaso mi nombre, o hasta ambas cosas? ¿Qué demonios había pasado? Regresé a casa hecho polvo. Prendí la televisión solo para oír voces. No tenía hambre. Abrí una lata de cerveza. De golpe, sonó el teléfono. —Otra vez esos hijos de puta de los comerciales —me dije. Agarré el auricular. —Diga... Estaba preparado para descargar toda mi frustración del día sobre el infeliz comercial que acababa de llamar. —¿Práxedes? —empezó a decir una voz de mujer. —¿Quién es usted? —pregunté. Pero al otro lado de la línea colgaron. Apenas dejé salir un ruido gutural. Estaba convencido de que era la mujer del tranvía, que era comercial. Hasta se me ocurrió que fue a ella a quien había gritado la última vez. Desde entonces, no volví a verla en el tranvía. Cambié diez veces de compañía telefónica y hasta de compañía del gas y de la electricidad, y hasta firmé tres pólizas de seguro cada vez que la voz de la comercial que me asaltaba me sonaba como la de la desconocida del tranvía. Seguí buscándola en todos los tranvías y hasta llamaba yo a las empresas de televentas, pero siempre se reían de mí cuando preguntaba por la mujer de ojos de avellana y un lunar en la mejilla... Pero la resolución del misterio de la desaparición de la mujer del tranvía me la dio mi madre unas semanas más tarde, un día que vino a mi casa a abroncarme por lo poco que sabía de mí. Abrí con la mascarilla puesta. —¿Ya no me saludas como es debido? —me preguntó ella. Me retiré la mascarilla y le di dos besos. —Anda, mejor no te quites la mascarilla —me dijo con cara de disgusto. —¿Por qué? —Por esa halitosis que tienes. Parece aliento de dragón. Seguro que no se te acerca ninguna moza.

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XAVIER FRÍAS CONDE

España

Páginas WEB: www.xavierfriasconde.org www.uned.academia.edu/xavierfrias

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Q

ué pasaría si un día llegaras a tu casa, giraras la llave en la cerradura, pero al abrir la puerta con la habitualidad de siempre te encontraras, por ejemplo, con una colina y un monte de eucaliptos resoplando su aliento refrescante sobre tus mejillas. Muy probablemente, cerrarías pensando que te equivocaste de

departamento. Sin embargo, recapacitarías y caerías en la cuenta de que fue tu propia llave la que usaste para abrir. Entonces, harías un segundo intento por hallar inalterable tu madriguera, la de siempre, la reconocible. Supongamos que, en esta oportunidad, se extendiera un páramo de tierra arrasada y reseca, a lo lejos pasara un perro rengueando y vieras, cerca del horizonte, una anciana sentada arriba de un peñón. Esa imagen te provocaría desconsuelo, quizás cerrarías instintivamente para no ver más, para que desapareciera. Pero siguiendo el hilo conductor de la lógica, despertarían tu curiosidad y el deseo por recuperar tu espacio de pertenencia, por lo que ambos factores, te empujarían a persistir en la tarea. Quizás, a continuación, descubrirías una escena escolar: nenes corriendo entre toboganes y areneros, risas, chillidos estridentes. Te nacería sonreír, aunque en el fondo, continuarías desconcertada por el cambio y no sabrías cómo remediarlo. En verdad, a esta altura de las circunstancias, dudarías de que existiera la posibilidad de recuperar tu hábitat. Casi como si se tratara de una puerta vaivén, permanecerías insistiendo empecinada, abriendo y cerrando cada vez con menos esperanzas y más miedo, con la inmensa incertidumbre del escenario desconocido que se presentará en la próxima apertura. Como diapositivas proyectadas sobre un telón en blanco, van ocupando tu vivienda playas doradas con gente ignota repantigada sobre reposeras; desenfrenados incendios forestales que sacuden sus llamaradas obscenamente; un tsunami que avanza lento y traga aquello que se interpone con su marcha inflexible; el apacible cielo estrellado y el canto de los grillos en una noche azul; una caverna apenas iluminada por el fuego de una antorcha y las sombras exageradas de personas que giran en círculo arrastrando los pies; la ciudad alienada y sin oxígeno, plagada de rascacielos, bocinazos y carteles luminosos; un abismo negro y el silencio más rotundo que hayas escuchado en tu vida; una explosión que desintegra todo ante tu

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creciente asombro; verás a tu abuelo sentado en su sillón, leyéndole cuentos a esa nena de tres años que fuiste (esta vez, te costará mucho esfuerzo volver a cerrar la puerta y llorarás de emoción); saldrá una mano que te surtirá una bofetada en esa mejilla que acostumbrás ofrecer; aparecerá tu propia tumba y espantada, pegarás un portazo para no alcanzar a leer la fecha en la lápida; luego, te mostrará de recién nacida, recostada sobre el pecho de tu madre y observarás un rato largo la escena procurando capturar ese instante perfecto, pero la abandonarás para recobrar tu presente. Decidirás planear una mejor estrategia para continuar. Con dos vueltas de llave, cerrarás por completo. Apoyarás la oreja sobre la placa de madera para escuchar la respiración de tu casa. Sentirás los latidos fuertes de su corazón, que no es tu propio corazón, pero se le parece mucho. Girarás la llave y, recién ahí volverás a encontrar tus objetos, tal como estaban antes de que salieras de compras al mercado. Todo como siempre, cada cosa en su lugar, olerá a manzana y a canela, ese perfume que tantos odian y a vos te hace sentir que tu casa es un verdadero hogar. Seguirá estando el sillón de tu abuelo, pero sin él. Tardarás en entrar porque todavía no podrás confiar en esa imagen. Increíble que confiaras en la veracidad de todas las anteriores. Darás el primer paso y pasarás por debajo del dintel. La casa será la misma. Vos ya no.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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V

déjà vu: “ya visto” déjà visité: “ya visitado” déjà sentì: “ya sentido u olido” déjà vécu: “ya vivido o experimentado”

io su reflejo en el gran espejo del comedor, incrédulo. Se quedó petrificado, incapaz de cualquier reacción. Era ella, de nuevo, después de tanto tiempo. Tan bella como siempre, con esa mirada felina imposible de evitar, resaltada ahora por un barbijo que

ocultaba su boca y su nariz. Se dijo que no podía confiar en una aparecida enmascarada. Ella lo desafió, abriéndose el escote y mostrándole sus pechos de pezones temblorosos, resplandecientes con la luz de la luna llena que se colaba entre las cortinas de voile. Él adivinó una oculta sonrisa lasciva. De algún lado, comenzó a sonar un blues rítmico, de los que incitan a balanceos y caricias compartidas. La voz rasposa de Laura Pergolizzi cantaba y silbaba “Lost On You”, punteada por el bajo: “Cuando te haces más viejo, más simple, más cuerdo, cuando recuerdas todo el peligro del que venimos, ardiendo como ascuas, cayendo, tiernos, mucho antes de los días de no rendirse…”. Se dio por exitosamente derrotado. La tomó de la cintura y emprendieron un vals primitivo. Las ropas volaron, acróbatas, impúdicas. Los pies descalzos resbalaban sudorosos en el piso de madera encerada. Los latidos se multiplicaron, al unísono, frenéticos. Pronto lo único que los separaba era el barbijo: el último bastión, la prenda más íntima en tiempos de cuarentena. De repente, se detuvieron en medio de la sala, un descanso para tomar aliento y renovar ímpetus. Se estudiaron mutuamente de arriba abajo. Él, implícito, la desnudó lentamente del barbijo, que cayó flotando mansamente. Entusiasmado, comenzó a lamerla con un piropo que serpenteaba desde la cintura hasta la boca. Ella, explícita, le murmuraba palabras obscenas mientras él sonreía hipnotizado. Sus cuerpos se acoplaron como un guante a la mano, él, convexo, ella, invaginada. Vertiginosos, los minutos se volvieron horas. Felices, cayeron extenuados al pie del sillón, sobre la desgastada alfombra de

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bouclé perlado, mientras Laura seguía cantando: “Haz lo que quieras, si puedes, porque todo se está viniendo abajo, todo lo que siempre quise fuiste tú, tomemos una copa de lo que sea que pueda darle la vuelta a esto”. Cuando a media mañana lo acribilló el sol, la alfombra todavía era su cama y el dolor de cabeza su compañía. Sospechó que era domingo, aunque daba lo mismo que fuera cualquier día. Miró por la ventana y no vio a nadie. El mundo se había convertido en un cementerio vacío. Buscó en vano en el luminoso reflejo del cristal a su intrusa nocturna. Su única opción era invocarla. Intranquilo, hurgó en un callejón clausurado de su cerebro. La encontró, intacta, agazapada. Años de apasionada convivencia seguidos por una eterna ausencia habían dejado su rastro teñido de nostalgia indeleble. Le rogó que lo esperara. Anhelante, entrevió su asentimiento. Reinauguró su vieja rutina, ilusionado. Se duchó, se perfumó y se vistió como para una cita. Se tomó un jarro de café, dos aspirinas y media botella de agua fría. Encontró un trozo de queso viejo y decidió que era mejor prescindir de él. Pronto tendría que arriesgarse a salir en busca de provisiones. Pero, definitivamente, no ese día. Se sentó en el sillón y contempló su violeta africana, solitaria sobre el dressoir. Fue a la cocina por un poco de agua. La regó tratando de no salpicar y se quedó contemplando las hermosas flores azuladas, con pueril orgullo. No todo estaba perdido. Entonces, recordó a su amada en espera. Todavía debía armar la mise-en-escène. Se dirigió a su cuarto y encendió unas velas: dispuso una a cada lado de la cama. Colocó en el viejo tocadiscos uno de los vinilos que atesoraba desde hacía años, desde aquellos tiempos en los que la vida transcurría de a dos y el contacto piel a piel y los besos eran algo normal. Empezó a sonar “Woman of the Ghetto” por la vehemente Marlena Shaw, que coreaba cada tanto: “ding-diggidigging-gigging-gigging” con su voz nasal, en una cadencia sincopada perfecta para hacer oscilar a tímpanos y pelvis. Colgó del lado de afuera el cartel de “NO MOLESTAR” que habían robado, cómplices, de un hotel en Madrid y cerró la puerta. Corrió las cortinas y canceló el sol. La habitación, arropada con múltiples espejos, empezó a bailotear a la luz de las velas, siguiendo el ritmo de la música, que

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ahora rebotaba gozosa. Se desnudó, meticuloso, y se acostó boca arriba sobre la cama que nunca había destendido, mientras Marlena exclamaba: “Remember me!”. Por supuesto que la iba a recordar y la iba a revivir: un auténtico déjà vécu. Tenía todo el domingo para hacerlo.

MARCELO MEDONE

Argentina

Facebook: Marcelo Medone Instagram: @marcelomedone

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A

ndy permaneció con las manos embolsilladas desde el segundo piso hasta el sendero de tierra abajo, en la fila de niñas. Si en el camino hacia el invernadero del colegio alguien le hubiera preguntado por qué las tenía allí, ella respondería:

—Tengo frío.

En realidad, ella sí tiritaba, así que esa no era una mentira tan falsa. Pero era más acertado afirmar que Andy temía a los ojos de sus compañeros, y más aún, a los de la misma profesora Victoria; que escrutaran su falda escolar y notaran el relieve del abultamiento flácido, definido en la intermitencia de bordes vagos y precisos sobre la superficie de cuadriculas blancas y fucsias. No podía la pequeña mano abarcar por completo aquella masa rebelde. El sol parecía mimetizarse en el cielo blanco. La escasa luz alumbraba parte de la coronilla en el castaño liso de la profesora Victoria, como coronándola de aureola. En el andar, Andy admiraba a la mujer con notable hechizo —y cautela—; a veces tropezaba con alguna piedra o hasta terminaba descubriéndose en medio de las dos filas; pero la mano nunca escapaba del bolsillo. Terminado el recorrido, cuando Victoria abrió la puerta del invernadero, varias mariposas danzaron en súbita espiral alrededor suyo. Andy sospechó de una posible complicidad entre ellas y la profesora. Frente al umbral de madera, antes de entrar, Victoria hizo medio giro y lanzó una mirada panorámica entre los niños. Se detuvo, por un instante mayor al resto, en los ojos de Andy. Pero la profesora no pronunció palabra, e inició la visita semanal. Andy veía en Victoria al eje del huracán insectil. El vestido negro, las alas negras. El cabello castaño, las líneas pardas sobre las alas. Y esa elegante libertad en cada movimiento… Andy se percibía a sí misma como contraparte de la atmósfera: de rizos de negro inmutable y porte siempre reacio al ambiente naturalmente artificial del invernadero; el uniforme, teñido de ese color, cercano al de las cayenas, era lo único que no la hacía sentirse tan ajena. Victoria era un elemento distractor significativo. Y aquel magnetismo también era efectivo con los demás. Cuando los ojos de todos ellos fueron atrapados por los gestos de Victoria —quien explicaba la polinización de las petunias moradas y la reproducción asexuada de las cayenas rojas—, Andy, liberada por su determinante compromiso con el crimen, se acercó a la fuente central del invernadero, que servía de pecera. Siete peces, salmones y de colas alargadas; como el pez de su tía, al que accidentalmente la niña había matado.

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Andy abrió la bolsa en su bolsillo con los dedos de la mano izquierda, y con la derecha pescó al animalito. La operación fue rápida y, al parecer, sin testigos. Una vez que reacomodó la bolsa-pecera en su falda, volvió al grupo, jadeando de los nervios. Cuando, instantes posteriores, una mariposa se posó en su muñeca con puntiaguda firmeza, ella sintió mal augurio. —Andy —gritó una compañerita—, tienes una en tu mano. —Ya sé, no soy ciega —respondió oportuna, pero ya todos estaban viéndola. Andy metió su muñeca más allá del borde del bolsillo, y la mariposa escapó. Los ojos de los niños siguieron el vuelo, mientras que Victoria y Andy volvieron a mirarse, de nuevo, solo un suspendido instante. Tras esa visita, la mañana de clases transcurrió caóticamente rutinaria, y al mediodía, al terminar la jornada, Andy se alegró al observar en un cubículo del baño de niñas que el pececillo aún seguía con vida. Fue súbito su descenso hacia la pavimentada realidad apenas atravesó el umbral del baño. Victoria estaba de pie, al lado de la entrada, con los ojos negros apuntando y los brazos cruzados. Al ver a Andy, estiró un brazo, y le bastó con: —Andrea, sé lo que ocultas. Devuélvelo. La niña, que temía al desprecio de su querida maestra, sacó de inmediato la improvisada pecera, y se la entregó a Victoria. Incapaz de alzar la cabeza, murmuró unas disculpas que descendieron al suelo. El silencio se apoderó de la escena, y Andy, que se negó a pedir de nuevo un perdón injustificado, resolvió que lo mejor que podía hacer era contar las razones del robo. El relato fue narrado, a causa del llanto creciente, de forma torpe y con desastrosa pronunciación. De no ser por el decente intelecto de Victoria y la empatía que años de pedagogía infantil le habían otorgado, la historia de la niña le habría resultado incomprensible. Se podría resumir así: Todos los meses, Andy pasaba un fin de semana en casa de su tía Maribel. La mujer era soltera y sin hijos, y recibía con notoria dicha la compañía de Andy. Amante desde siempre de los animales más simples y cotidianos, la tía exponía un evidente amor por aquellas criaturas que a la niña le resultaba incomprensible. Por eso mismo, Andy sentía culpa al no corresponder con interés y cariño a aquellas criaturas. Repasando entre todas, el perro, el gato, las tortugas y el pez, dedujo que empezar mimando a este último sería la tarea más sencilla. Andy se la pasó buscando algún adorno que dotara de alegría la solitaria pecera. Todas las que halló en su propia

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casa le parecieron inútiles. Decidió entonces concentrar los ojos en lo que apareciera en la calle. Entre tanto deambular por senderos inundados de bolsas de plástico y vidrios rotos, en las rutas de la casa al colegio y viceversa, halló finalmente a un tiburón del largo de su palma de doce años, decorado con líneas blancas, rojas y azules. Al llegar el fin de semana, el tiburón llegó a la pecera de Maribel. Al día siguiente, el pez murió. —Y tu madre no tiene cómo pagarlo... —No. —Aun así, robar no está justificado. Habrá consecuencias Andrea —Andy alzó la vista, y sus ojos inundados se encontraron con los de Victoria—, pero ahora debemos regresarla a casa... Creo que sus huevecillos no sufrieron ningún daño. ¿Ella? ¿Huevecillos? Andy entendió que había agravado el estado frágil de la maternidad. Al día siguiente, madre y profesora acordaron el castigo, que correspondía a una simultánea necesidad de penitencia y corrección. Al saberlo, Andy lo aceptó sin miramiento alguno. Durante poco más de cuatro meses, la niña tuvo que cuidar del invernadero en horas extra, guiando las visitas de alumnos y externos, limpiándolo y siendo responsable directa por cualquier daño. También, en horas extra, reemplazó durante algunas semanas completas a todos sus compañeros en los turnos de aseo del salón. Y ni qué decir de sus jornadas semanales en los baños. Pero las horas en el invernadero correspondían a la mayor parte de su castigo. En el detenido efecto del tiempo dentro del verde mallado, creció un carnaval de colores alrededor de Andy. Y, cuando el año escolar finalizó, aquella rutina se le reveló como parte indudable de toda su vida. Sintió ajenas y antiguas aquellas emociones de rechazo hacia el invernadero. Antes de las vacaciones, Victoria creyó justo —así se lo manifestó entonces— otorgarle un obsequio. Danzantes y en la pureza de un agua libre de toxinas, dos jóvenes pececillos salmones habitaban en la pecera de la tía Maribel. No eran, sin embargo, propiedad de Maribel, ni de Andy. La niña a ese punto sabía que eran de sí mismos, y que, en realidad, el tal obsequio era una cariñosa extensión de su penitencia por parte de Victoria.

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RAFAEL AVENDAVAL

Colombia

Instagram: @rafaelavendaval Blog: rafaelavendaval.blogspot.com

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N

ada de opiniones ni juzgamientos; me gusta tener un panda en la espalda, ya se lo dije a mi médico. Se va abrazando a las costillas, y juega con mi pelo, desafiando las múltiples maneras de recibir dardos. Es adormecido, todos lo discriminan pero igual lo quiero,

parece sentir un puñal atravesando sus patas, desangrar sobre las sillas en las que me siento, y así, en cada cascada de dolor, comienzo a entender que a veces no me vendría mal ser un panda, desconozco cómo decirlo en femenino, pero la aclaración es poco práctica. —No sos un panda, te tocó ser la puerca —me dice Carla. La ronda no gira, la ronda se queda quieta, todas miran, quieren que me de vuelta. Señalan y se ríen, con su carencia de animales, y su racionalidad intacta, no temen volverse locas, porque me vuelven loca a mí. Así cualquiera, le pegan patadas al que ya está en el piso y nadie se altera—. ¡Dale!, hacé de puerca. Y yo, que no sé imitar, me tocó quedarme quieta, sintiendo como la burla se transformaba en barro, revolcándome de manera casi traumática sobre los comentarios. Ahí me dí cuenta; no estaba incluida en el juego, solo caminé por el patio y empezaron a encontrar parecidos, cosa extraña porque hace dos minutos estaban jugando a la rayuela, quieren ser mis amigas seguro. —¿Te traemos un patio más grande?, ¿podés acomodarte? —pregunta Carla mascando el chicle, dando vuelta los ojos, presumiendo de sus uñas largas y bien pintadas. Les caigo bien… todas con sus espaldas planas, con sus mochilas de muñecas rubias, y sus vestidos rosas, yo con «Winnie Pooh» como remera, (admito que representándome de manera honesta), ¿en serio? ¿No pueden hacerme sentir bien y aunque sea fingirlo de a momentos? —¿Y sus pandas las incomodan? —interrogo. —¿De qué estás hablando nena? Conseguite una mascota normal y no vengas más a la escuela —anuncia la mejor amiga de Carla, que sigue todos sus pasos porque no tiene personalidad y es feliz copiándola. Si Carla dice negro, ella afirma; «el negro es lo mejor», la chiquita es daltónica, tiene miopía y encima no distingue formas, le dicen que escriba en el pizarrón y empieza a hacer la tabla del dos en las paredes, pero como tener afectada la vista no involucra al aspecto físico nadie se burla. Las chicas piensan que estoy traumada, si

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sintieran lo mismo, no me tratarían de desubicada. —Tu problema no es tener un panda, tu problema es que le das de comer — dicen mientras hacen dos vueltas carneros y presumen de su agilidad. Intento tratar de copiarlas, adaptarme, conseguirme uno de esos pelos artificiales, pero se mueven tanto que no terminas de verles las caras, una hablando del celular y la otra comentando como Marianito le dio su primer beso, histéricas, ¡descontroladas! ¿Tanto se van a divertir?, ¿qué les pasa? Saltos furtivos moviendo los animales de uno, los alteran y los ponen en exhibicionismo. Deben tener un ratoncito, pienso entre mí, mientras mi panda crece cada vez más, siendo capaz de ocupar el aula, tapiar las puertas y las ventanas. ¡Y ahora todas gritan, y ahora todas tienen miedo! Mi panda crece, dando paso a dos ratas en el pecho, empezando a tomar forma, modificando la ropa, entorpeciendo mi autoestima, estoy incomoda, trato de disimularlo pero la campera no las tapa, y todo el pizarrón tiene mi cara. Ya no soy yo, no sé ni quién acaba de trazar esa palabra; mi nombre. Todas arrinconadas, porque el panda pone la situación aún más nefasta. —¿Tenemos que estudiar así de amontonadas? —pregunta Carla. —Sí, no seas desconsiderada, Karina está escuchando —dice la maestra defendiéndome pero a la vez siendo poco disimulada. Igual todas saben que soy «la que no entra en el aula». —¿Cómo tenemos que tratar a Karina? —Con mucho amor y respeto porque si la discriminamos usted nos hace un acta. Acá todo se soluciona con actas, no importa que te hayas olvidado de hacer la tarea, vomitado recientemente sobre la cartera de la maestra, o si le extirpaste el corazón a alguien. Porque las heridas emocionales no cuentan, solo hay actas y actas que se acumulan sin reservas. En el fondo el castigo no soluciona nada, las desgraciadas siguen riendo, conteniéndose por cuatro horitas y luego persisten con lo de siempre; darle con un caño, un tractor y un colectivo a medio colegio. El panda no es muy agradable que digamos, lo acepto, con su tamaño y su torpeza, destruye la foto escolar. Todas posando perfectas, con sus cabellos de costado y sus pandas si es que existen, yendo al cine, porque claramente en este establecimiento de porquería no están. El fotógrafo dice que sonriamos, tratando de no ser aplastadas por mi panda, las ratas delanteras, y para colmo el camaleón que se mudó a mi estómago, hasta

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ahora no cambia de color, eso es bueno. Y una vez que me excluyeron de la foto tuve que limpiar mi silla, y por fin terminó aquel día. El único mes en el que me sentí ridícula, como dice mi tía: «no es tan fácil ser mujercita». ¡Qué cosa! El panda y todos mis animalitos vamos a estar juntos de por vida.

ANTONELLA CORALLO BAO

Argentina

Instagram: Mil_rosass Facebook: Mil_rosass https://www.facebook.com/anto.nella.16940

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C

ada mañana veía llegar a su amo desde el cercado. El largo camino que conducía hasta la puerta de la verja era poco sinuoso y su joven silueta se remarcaba desde bien lejos. Era feliz en aquel campo, donde llegó después de pasar por el

calvario de un estrecho patio con otro dueño menos atento y tras ser abandonado, sin más, en un albergue durante varios meses. Sin embargo, ese preciso día nadie lo visitó ni vino a darle de comer. Era extraño, muy extraño, pero no pensó en escapar ni cosas por el estilo. No sabía el porqué, pero solo le dio por ladrar, una reacción que en el pasado le había ocasionado más de un castigo físico. Y ladró el segundo día, y el tercero, hasta casi quedarse afónico. Sin embargo, en el cuarto día, sin alimento y apenas una poca agua, apareció una silueta al final del camino. Y volvió a ladrar, nervioso. Aquel humano con uniforme no era el de siempre y venía hablando con un pequeño aparato puesto en su oreja:

Oye, aquí está el perro que nos ha dicho el muchacho que fue ingresado grave por covid19 hace varios días.

Vale, pues recógelo y llévalo a casa de unos amigos de él, que dicen que se hacen cargo. Te paso la dirección cuando estés en marcha. Cuando entró el extraño y lo acarició mientras le hablaba pausada y cariñosamente, entendió que iba a ponerlo a salvo y, de repente, dejó de ladrar y movió el rabo.

VALEN2 (VALENTÍN GARCÍA VALLEDOR)

España

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N

o lo puedo creer. Se lo dije de mil maneras diferentes y sigue sin darse cuenta. Ya no sé qué más hacer. “Que no me alcanza el tiempo para nada”, no lo registra. “Que estoy agotada”, no lo registra.

“Que no tengo ayuda”, no lo registra. ¿Acaso tengo que decirle exactamente las cosas? ¿Acaso tengo que decirle

“mirá Jorgito o levantás tu culo de la silla y salís a trabajar o esto va a terminar mal”? ¿Es realmente necesario que se lo diga textual? ¿No se da cuenta con las millones de indirectas? Pero si estoy siendo prácticamente directa. Juro que no lo entiendo. Lo que más me preocupa es que un día de verdad me canse. Y yo sé que cuando me canso, se pudre todo. Ya no tengo paciencia como antes. Y el cuerpo tampoco me aguanta de la misma forma. Y, no señor, los años no vienen solos. Lo peor del caso es que Jorgito no era así… Estaba más pendiente de mí, aunque ahora que lo pienso… siempre fue un vago. Siempre estaba pidiéndome cosas. “Martita me traés una cervecita, vos que sos tan buena”. “Martita, no hacés milanesas hoy que te salen tan ricas que siento que toco el cielo”. “Martita, no me alcanzás la remera vos que estás más cerca”. Siempre Martita haciendo todo. Pero al menos antes él también trabajaba… desde que se rompió la espalda en esa fábrica de zapatos se convirtió en un vago y lo peor es que no trata de disimularlo como antes… Todo el día sentado en el sillón mirando la tele. Encima ni que estuviera sordo. ¿Vos viste cómo la escucha? El volúmen en treinta y cinco, ¡en treinta y cinco! Es una barbaridad. Ay los treinta y cinco… qué linda edad. Tenía el culo duro y Jorgito me miraba cuando pasaba frente a su casa… dos años después vivíamos juntos y él siempre dijo que yo tenía buen culo. Claro que ahora ni me mira, ni se gasta en decirme cosas lindas. Ahora solo pide, pide y pide. El otro día volví a casa de trabajar y ni hola me dijo. Abrí la puerta y me gritó como un león. “Ayudame a levantarme”. Pero pará un minuto que estoy entrando, qué cosa este Jorgito. “Ayudame que me hago”. Y te imaginás que corrí, sino después es peor, tener que limpiar todo el desastre que deja, porque ya lo hizo otra vez. Te digo que no sé cómo es que lo aguanto. En realidad ya no lo aguanto, no sé cómo lo aguanté tanto. Treinta años ya y estos últimos diez, los peores. Desde el

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accidente en la fábrica que se puso así, ni chistes hace ya. Si por lo menos me tratara bien o me dijera cosas lindas, como hacía antes… tal vez así podría estirar un poco mi paciencia… pero al contrario, me la acorta, me lleva al límite. Ya estoy en el límite. Creo que aún tengo algo de fuerza como para ocuparme del tema. Fuerza a pesar de mis sesenta y pico. Lo que no sé todavía es cómo movería el cuerpo. Tengo que resolver eso antes de ejecutar el plan. No quiero dejar ninguna cosa al azar. Hace meses que vengo pensando cuidadosamente todo. Es mi forma de escape. Cuando tengo ganas de matarlo, cuando mi paciencia se fue al tacho y no aguanto más, ahí tomo aire y pienso en mi plan. Lo único que me queda por resolver es si voy a poder o no con el cuerpo, cosa que no puedo probar de antemano. Entonces tengo que pensar opciones y es ahí donde me distraigo. No quiero descuidar nada y, sin embargo, sigo distrayéndome. Pensé en escribirlo, pero después me dio miedo de que lo encuentren y lo usen como prueba condenatoria, como premeditación. No pienso dejar rastros, soy una mujer inteligente y voy a lograr armarlo todo en mi cabeza, sin necesidad de escribirlo. Todos saben que tener un marido inútil es difícil. Que estar casada hace treinta años es casi una locura y que ser la única que hace todo en la casa es insostenible. Así que ahí tengo mi justificación. Es más, creo que si hago venir a cualqueir persona a vivir a mi casa por una semana, solo una semana, no se lo va a aguantar. Creo que si hago eso, todos me van a comprender y justificar. Imaginate, hace treinta años que vivo así, bueno, en realidad diez que esto es un martirio, pero son un montón de años. También pensé en dejar que se pudra solo, en dejar que se caiga, que se rompa todo… no ayudarlo y llevarme el teléfono para que no pueda pedir ayuda. Tal vez así logro mi objetivo sin ensuciarme las manos. Incluso pensé en irme a la costa unos días, sola, tendría una coartada perfecta. Pero después también pensé “la gente, ¿qué va a decir de mí si me voy lejos y lo dejo a Jorgito solo?”. No sé, todavía tengo dudas.. aunque cuando pienso en el placer que me va a dar ejecutar mi plan… ahí me entusiasmo. No, nunca se me ocurrió que algo podría salir mal. Hace más de un año que lo estoy planificando, que estoy observando todas las variables y sus alternativas. No hay margen de error, solo tengo que decidir cuándo. Ya sé, va a ser esta noche y me voy a ir a cenar con vos. Vos sos mi coartada

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ahora. Sos parte de mi plan, mi cómplice. Así que no te conviene decir nada, porque si no… caés conmigo. Te dije, nada puede salir mal.

CONSTANZA MUNRABÁ

Argentina

Instagram: @constanzamunraba

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A Vuestro Ilustrísimo Señor Rey. e dirijo a Vuestra Excelencia para relatarle las más insólitas e increíbles experiencias que he vivido durante mi expedición en el lejano reino de los Siete Pecados Capitales en estos últimos tres años. Como bien sabe Vuestra Majestad, el bienestar y la

prosperidad de vuestros dominios es lo que me ha movido a explorar estos recónditos lugares que se encuentran más allá de los límites de vuestros señoríos. Mi relato espera ser un reflejo lo más fiel de la realidad con la que me he encontrado. Sin embargo, debido a lo extraordinario de las vivencias que le voy a contar, es probable que a Vuestra Alteza le asalten dudas acerca de la veracidad de estas, y que pueda pensar que en estos largos y duros años que ha durado mi viaje la locura me haya invadido y me haya hecho imaginar situaciones que no son verdaderas. Pero le aseguro que no he perdido el juicio. Le juro por el Altísimo que todos los hechos que expongo son ciertos y que no son producto de mi imaginación, especialmente los que se refieren al nefasto conflicto conocido como Cruenta Guerra del Reino que me sorprendió durante esta aventura. También le remito desde mi humilde condición de consejero real mis más sinceras opiniones sobre estos peculiares territorios y sobre su posibilidad de tenerlos como aliados políticos. Espero que a Vuestro Ilustrísimo Señor Rey le sea de utilidad toda esta información. El reino de los Siete Pecados Capitales es un vasto espacio que se extiende más allá de los límites que marcan los mapas de los mejores cartógrafos de nuestros tiempos. Sus habitantes son conocidos como los pecadores. Está formado por siete reinos independientes que funcionan como una federación. El reino de Pereza fue el primero al que me dirigí. Este paraje tiene una impronta y un carácter particulares: sus tierras se extienden por vastos y fértiles campos, rodeados por una fortaleza que alberga la ciudad conde viven sus pobladores, los perezosos. Una espesa bruma cubre completamente este lugar, sumiendo a las almas que lo habitan en un continuo estado de letargo. Los perezosos son conocidos por su carácter tranquilo. No se quejan de nada y se mueven muy lentamente. Su manera de saludar es bostezando y estirando su cuerpo, como si se

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estuvieran despertando de un sueño. Durante mi estancia allí constaté que ir con prisa es una costumbre que está muy mal vista. Pero, sobre todo, lo que no se debe hacer bajo ningún concepto es continuar o terminar una actividad que ya no divierte o no apetece hacer. Trabajar con esmero y esfuerzo, sacrificándose, es algo que se considera muy ofensivo entre esta población. Debido a los valores que profesan, la ciudad y el reino tienen un aspecto desolador: la mayoría de sus edificaciones no están terminadas, pues dejaron de construirse cuando a los perezosos ya no les apetecía. Estos apenas tienen conocimientos de ningún oficio, o los tienen solo limitados, pues empezaron a aprender alguno pero lo abandonaron cuando ya no les interesó o les pareció demasiado difícil su desempeño. Los que tienen comercios los abren solo cuando lo desean, y muchas veces no terminan los encargos que les piden porque se cansan. En los fructíferos campos que rodean la ciudad apenas crece cereal porque no los siembran, por lo que son frecuentes también las hambrunas. Cierto es que en Pereza no habría escasez de nada si los perezosos se afanaran por trabajar un poco, pero parece que estos son incapaces de hacer algo que les suponga esfuerzo. El siguiente reino que visité fue Gula, el cual me asombró por sus riquezas y maravillas. Toda la ciudad está construida de suculentos alimentos: hay puentes de caramelo y palacios del más exquisito chocolate. Sus habitantes, los glotones, están muy orgullosos de este. Pero le prevengo de que no se debe dejar impresionar por las riquezas de este sitio, pues sus moradores no son para nada virtuosos. Tienen unas costumbres de lo más cuestionables. Durante siete días y siete noches estas gentes se dedican a comer sin parar durante la Festividad de las Suculentas Viandas, la más importante del lugar. Son jornadas muy exhaustas. Algunas almas se quedan inconscientes. Se ha visto también cómo muchas han perdido incluso la vida por Muerte por Taponamiento. Esta es una enfermedad común durante estos festejos. Los glotones ingieren tal cantidad de alimentos que sus intestinos, estómagos, gargantas, y finalmente bocas se llenan de comida y no pueden engullir nada más. Acaban sufriendo fuertes espasmos y muriendo asfixiados, ante el espanto y los gritos de niños y mayores. No obstante, pese a este horrible espectáculo, estos parecen no aprender. Todos los años siguen organizando estas celebraciones. Además, el hábito de tragar sin control hace que estos vivan en condiciones de vida poco recomendables: apenas pueden moverse debido a su peso, roncan enormemente tanto de día como de noche y respiran con gran dificultad. Es muy difícil también

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tener una conversación intelectual o culta con ellos: solo piensan en yantar, tal es el estado de embriaguez culinaria en el que se encuentran inmersos. Mi siguiente parada fue en Lujuria y no tengo palabras para describir lo que vi allí. Vuestro Ilustrísimo Señor Rey se escandalizaría de las prácticas que tienen en esos parajes. En ese reino fornican todas las pecaminosas almas las unas con las otras: hombres copulan con hombres, mujeres con mujeres, hombres con mujeres y a veces todos juntos. Tan concentrados están en sus lascivas prácticas, que se olvidan de los quehaceres de la vida diaria. Además hay que tener mucho cuidado, son comunes los asaltos sexuales en los que uno es desprovisto rápidamente de todas sus ropas y violado por una mujer, o un hombre, o los dos juntos, ávidos de sexo… Abandoné escandalizado ese pecaminoso lugar, y me dirigí a Soberbia. La ciudad está llena de estatuas de todos sus moradores, los soberbios, y todas las paredes de las casas y de las calles están recubiertas también de espejos, tanto les gusta a estos individuos admirarse a sí mismos. Además caminan inclinados, pues siempre están mirándose el ombligo. Muchas veces se encuentran tan absortos y abandonados en esta tarea, que no prestan atención a lo que tienen delante cuando se dirigen a algún sitio y se chocan contra una pared o son atropellados por algún carro cuyo conductor también está concentrado en esa faena. Lo peor de estos es que no paran de hablar de sí mismos. Si uno intima con ellos, su compañía se convertirá en un monólogo donde solo comenten sus proezas. Esto llega a ser muy cansado, por lo que al final su estancia allí provoca solo unas infinitas ganas de abandonar ese territorio cuanto antes. Mientras permanecía en el reino de la Avaricia ocurrió el peor conflicto que ha sufrido la historia del Reino los Siete Pecados Capitales y conocido como Cruenta Guerra. Todo comenzó con las hambrunas que asolaron los dominios de Ira. Por lo que pude oír y luego comprobar, los iracundos son seres muy temperamentales que sufren numerosos ataques de rabia ante cualquier contrariedad. Durante estos se quedan sin visión y se dedican a dar golpes y a destrozar todo lo que tienen a su alrededor, además de inflárseles la cara y volverse de color rojo. Hablan siempre gritando y su estado normal de ánimo es el de irritación. Unas semanas antes del estallido del gran conflicto, estos individuos estuvieron excesivamente irascibles, no se sabe si debido a una fuerte ola de calor que asoló ese lugar durante ese tiempo o simplemente debido a su carácter. Pero lo cierto es que sufrieron varios ataques

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extremos de ira, en los que no solo destruyeron sus propias casas sino también sus principales cosechas, provocando entre la población una gran carencia de alimentos. Una vez descargado todo su enojo y viendo los desastres que habían ocasionado, se vieron obligados a buscar ayuda en los pueblos vecinos. Decidieron dirigirse a Avaricia, debido a su proximidad y porque es conocido que tienen muchas riquezas. Sin embargo, sus pobladores, comerciantes en su mayoría, intentaron abusar de ellos pretendiendo venderles comida a precio muy caro. Tal fue la ofensa de las coléricas gentes de Ira que estas se dedicaron a destruir todos los negocios de allí con gran rabia y enfado. La ciudad quedó completamente arrasada. No obstante, no se quedaron satisfechos. Ciegos de ira, decidieron avanzar hacia otros dominios para asolarlos también, tal necesidad tenían de descargar su frustración. Los ávaros, que por su parte querían ver prosperar de nuevo sus señoríos muy rápidamente utilizando recursos ajenos, decidieron pedir ayuda a Pereza. Prometieron a sus habitantes trabajar y gestionar sus negocios y protegerlos de los iracundos a cambio de ayuda para reconstruir Avaricia. Los perezosos aceptaron de buen grado esta proposición porque son bastante altruistas. No obstante, estos vagos y somnolientos seres no sirvieron de gran ayuda: o bien se quedaban dormidos o dejaban de ayudarles en la reconstrucción del lugar cuando se cansaban. Los ávaros decidieron entonces buscar apoyo en los lujuriosos, lo cual tampoco funcionó: los codiciosos individuos salieron horrorizados nada más entrar en Lujuria porque sus lascivas gentes solo les perseguían para fornicar. En Soberbia solo desearon huir de allí cuando llegaron para no escuchar los monólogos de sus habitantes, mientras los glotones tampoco pudieron ayudarlos porque apenas podían moverse o desplazarse de lo gordos que estaban. Los envidiosos no fueron mejores aliados. Cuando los ricos comerciantes entraron en Envidia, su sola presencia con sus collares y pulseras de oro en aquella ciudad hizo que hubiera la mayor tasa de muerte por Explosión de Envidia jamás vista, uno de los peores males que existe en ese reino, y para el que no existe cura alguna. Esta enfermedad, que solo sufren estos individuos, hace que sus caras se vuelvan de color verde, se hinchen y acaben estallando, desparramando un líquido verde viscoso. En el caso de la visita de los avariciosos, los moradores de Envidia fueron reventando uno tras otro tiñendo la ciudad de un color verdoso que no le daba una aspecto nada agradable o acogedor. La indefensión de los pecadores era total. Sus impías formas de vida les

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limitaban de tal manera que eran incapaces de reaccionar ante los ataques de rabia y aliarse para defenderse, perjudicándose enormemente a sí mismos. Solo un extraño suceso puso fin a tanto desastre y desgracia: la aniquilación de los iracundos por derretimiento. Parece ser que estos seres temperamentales, cuando tienen un exceso de rabia muy fuerte, se ponen tan rojos que sus cuerpos alcanzan una temperatura muy alta y acaban volviéndose líquidos. Y esto les ocurrió tras varias semanas de conflicto: acabaron completamente fundidos en una masa espesa colorada que se extendió por todos los parajes de los Siete Pecados Capitales durante meses. Gracias a esta extraordinaria transformación, los demás territorios volvieron a recuperar su extraño equilibrio y se puso fin a tan cruenta guerra, no sin antes establecer unas normas de convivencia. Se decidió instaurar el veto de entrada de los avariciosos a los dominios de Envidia, para evitar más muertes por Explosión y se impuso que los iracundos vivieran aislados con un muro completamente resistente a sus ataques. En conclusión, Vuestro Ilustrísimo Señor Rey, debo confiarle que creo firmemente que ninguno de estos parajes es recomendable para los intereses por los que surgió esta expedición. En ninguno de ellos he conocido virtud alguna. Los pecadores son solo capaces de sobrevivir en una rara armonía que es muy fácil de romperse debido a sus viciosas conductas y, aunque ellos no son conscientes de la decadencia en la que viven ni parecen sufrir por ello, considero que el trato con estos no le traería más que disgustos. Por todo esto, le ruego encarecidamente que olvide cualquier propósito de entablar relación con ellos. Estos son mis consejos. Espero que Vuestra Alteza los tenga por sabios y en consideración. Vuestro más fiel y humilde consejero, Gonzalo Alonso Pacheco.

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA

España

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N

uestros sueños se habían entretejido como la tela de una araña, como un cesto de mimbre, hacía años. Habíamos cruzado miradas e intercambiado direcciones, habías probado el sudor de mi almohada y yo había sentido las tuberías del lavabo de tu casa

estallando en mi cara, llenándome de deshechos y porquería. Nos habíamos limpiado el uno al otro y habíamos sonreído, de la mano, a las parejas que nos sonreían, a aquellos que se identificaban con la idea que compartíamos con el viento. Una idea que achicaba y drenaba hasta la última gota de sangre de todo el que no tenía con quién compartir sus días. Había acariciado tu espalda enjabonada, había aclarado las lágrimas de tus piernas y te había abrazado bajo los chorros. Nos habíamos completado durante años y te habías enfadado. Esta vez, de forma definitiva. Habíamos hecho las maletas incontables veces. Tanto tú como yo habíamos decidido que esto no iba a ninguna parte y que deberíamos decirnos adiós. Tú te habías marchado a la casa de tus padres un tiempo y yo me había ido a vivir con algún amigo, o a un hotel cuando ya no me recibió ninguno. Sin embargo, siempre volvíamos. Siempre recordábamos que, por mucho que cerráramos los ojos, que los apretáramos para no ver lo que teníamos delante, siempre aparecía el otro al abrirlos. Había echado las mantas sobre mi cabeza y llorado en la penumbra de una habitación con las persianas bajadas solo para descubrir tus ojos en el sol al despuntar el día. Solo para notar tus brazos rodeando mi cintura antes de hacer el desayuno en la cocina que llegamos a compartir. Esta vez no iba a ser igual. Al final es siempre lo mismo, una gota la que colma el vaso. Que no deja de ser un cliché, pero lo nuestro estaba que rebosaba. Después de tantas traiciones y mentiras, las manías y molestas costumbres fueron lo que nos separó. Te dije que me parecía asqueroso que lavaras los dientes en la pila de la cocina y, al acabar, hiciste la maleta entre sollozos. No pude hacer nada, solo quedarme mirando, viendo cómo la única cosa que había amado en mi vida se desvanecía, se esfumaba por la puerta y se volvía borrosa en mi memoria. Han pasado cuatro meses en los que no hemos hablado, te he echado de menos como quien añora los cuidados que prestaba a un perro que acaba de morir, como quien quiere volver de viaje a algún sitio que meció su alma años atrás. Pero seguí con mi vida como si nada, dando mis clases en la facultad con la diligencia a la

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que estaba acostumbrado y comiendo en la cafetería junto a algunos de los profesores, debatiendo cuestiones teóricas; y yendo al gimnasio y a pasear, o al cine un par de veces a la semana. Sin embargo, casi sin notarlo, el frío dejó de ser frío y el calor también. Las películas se convirtieron en diálogos que no llegaba a comprender y los materiales que enseñaba en la facultad se ensombrecieron, ya no sabía qué significaban las palabras que me rodeaban. La comida empezó a perder sabor y el café se convirtió en agua sucia, en agua empantanada. Hasta que volví a verte. Me crucé contigo andando por la calle, llevabas una bolsa de una tienda de ropa, acartonada, y una bufanda al cuello que te sentaba de maravilla. Alzaste la mano y me dijiste hola. —Hola, ¿cómo estás? —respondí. —Bien, bastante bien. He estado viviendo con mis padres hasta ahora. ¿Quieres que tomemos un café y nos pongamos al día? —Vale. Me cogiste de la manga de la chaqueta y me arrastraste un par de calles más allá hasta un bar en el que solíamos sentarnos cuando empezamos a salir. Entramos sin decir nada y pediste un chocolate caliente, yo dije que tomaría lo mismo. Nos sentamos en una mesa de madera pequeña y redonda, con una tapa de mármol encima. Este tenía motivos grises y blancos y rosas. —Dime, ¿qué has hecho durante este tiempo? —¿Qué fue, hace un año cuando lo dejamos? —¿¡Qué!? —exclamaste—. Solo han pasado cuatro meses —dijiste y mostraste tus dientes, además de una tierna sonrisa en los ojos. —Vaya, tenía la impresión de que… —me interrumpí—. Bueno, no he hecho mucho, he estado ocupado con las clases, he ido algo al gimnasio, y he visto alguna película. Aunque, ahora que lo pienso, puede que ya lleve seis o siete meses sin pisar el gimnasio —dije correspondiendo tu alegría—. ¿Y tú, cómo has ocupado este tiempo? —He dejado el trabajo, he empezado a cultivar un huerto en la casa de mis padres y los estoy ayudando con las tareas del día a día. Además, he ido de fiesta un par de veces y también te he echado de menos.

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Cogiste la taza y tomaste un trago de chocolate, yo repliqué el gesto. Me sorprendió el intenso sabor del cacao en mi boca, así como el dulce del azúcar y la cremosidad de la leche. Pude separar cada uno de los componentes que aunaba el brebaje que me habías obligado a beber y me di cuenta de que, en verdad, yo también te había echado de menos. Y te lo dije. —Yo también te he echado de menos. Escuché el crujir de platos y pocillos tras la barra de la cafetería y el silencio en tus labios, el hombre de gabardina que echaba una moneada a la tragaperras y el juego de colores con el que la máquina se activaba y se reflejaba en tus ojos. Perdimos un par de minutos en la ausencia de recuerdos, olvidando todos los gritos que habían manchado las paredes entre las que yo aún vivía. —¿Te gustaría que volviéramos a vernos? Ya no vivir juntos, pero tomar algo de vez en cuando. —Sí.

DIEGO VALE COUSO

España

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E

n la foto balanceaba una cabeza en su mano derecha. Irma tendría unos catorce años y nadie le había dicho que los besos se piden, no se arrancan, no se obligan. Lo sabría años después, comprendiendo que todos sus males florecieron como una materia ponzoñosa

después que les tomaran esa foto en el colegio. Día de la Primavera y tenía una muñeca porque estaba disfrazada de mamá. Los tiempos eran duros. Las calles vomitaban personas mientras respiraban humo de las bombas lacrimógenas. Era como una mala película de bomberos que vio por esos días. Musculosos que no se quemaban en medio de un incendio, pero, el humo, lo suficiente como para que se viera el rostro en primer plano del héroe. Los hombres siempre salían de héroes en esas películas, salvando damiselas. Por eso prefería las películas japonesas, allí las heroínas tomaban el destino en sus manos. Pero recién les agarró el gusto después, con Raúl que le hizo mirar animes. —Estás recordando la marcha del dos mil ¿no? —Sí, es inevitable. ¿Qué será de la vida de Jasson? Escuchó el grito, eran dos muchachos. La guerra estaba desatada desde el día anterior, 26 de julio. Tenía un puesto de comidas en Jirón Azángaro con la Avenida Roosevelt. Le vendió casi todo a los participantes de la Marcha de los 4 Suyos. Hasta le pareció ver a Toledo con una vincha, pero solo le pareció. El grito era de dolor indecible. Dudó mucho, ella no se acercaba a las personas de por sí, menos a hombres. El que jalaba al herido la miró. “¡Ayúdame!”, le gritó. —Eras una mocosa agresiva, ni entiendo cómo te aguanté. —Qué dirás, eras un otaku casposo, alégrate que me fijé en ti, como dicen ahora, hubieras muerto virgen. La herida era grave, no sabía cómo ayudarlos. Su pequeño Luchín de seis años estaba asustado. “Súbelo a mi carro”. No estaba caliente, la cocina la había apagado hace horas. Ni sabía porqué se quedó, ni gente pasaba, solo esos dos desafortunados, ni bien empezó la represión policial y recibieron los perdigonazos. Fue curioso ver a una chica con un niño en brazos y un muchacho empujando un carrito de comidas con un cuerpo gritón por el Jirón Aljovín, voltear por la Carlos Zavala y reclamar a los del Hospital de Emergencias Grau que atendieran a Jasson. Los hechos fortuitos crean grandes historias de amor, o eso ella creía. El otaku

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regresó tres días después a comer a su carretilla. No le habló. Al día siguiente se apareció, pero no comió nada. Las cosas se estaban poniendo de nuevo feas, nadie reconocía a Fujimori como presidente, se hablaba de nuevas marchas, pero, el vandalismo de la primera y los detenidos por la fuerza, desanimaban a varios. “Siéntate pues, parado no vas a comer”, le dijo y no le cobró ese día. Pasaron los meses y, entre su terquedad de no dejarse ni tocar y la timidez de Raúl, que recién a la cuarta vez que se vieron le pudo decir su nombre, avanzaron por una relación de mudos. Ella vendía, él llegaba por la tarde, recogía los platos, lavaba y jugaba un rato con Luchín. Luego la acompañaba a su cuarto, ella le daba algunos soles, siempre los rechazaba. —¿Crees que le pasará algo? —No pienses, es lo que mejor haces. En la foto sostenía una escarapela hecha de papel cometa. Raúl tendría unos diez años cuando la muerte de su padre, pescador en La Punta por una intoxicación alcohólica, lo sumió en una mudez que nunca comprendieron su madre y hermanos. Terminó quinto de secundaria y se largó a Lima, a vivir en un cuartucho arrendado en Barrios Altos. Su mayor pertenencia era un televisor de 14 pulgadas y un VHS, donde miraba las series japonesas que le gustaban. Trabajaba vendiendo repuestos de televisores en un puesto en Polvos Azules. Siempre supo que algo no andaba bien, a veces no entendía ironías y se tomaba todo literalmente. Irma le confesó, una noche que intentaron de nuevo emparejarse, lo que le hizo el soldado allá en su pueblo, luego de la ceremonia en el colegio y las veces que lo repitió, amenazándola con matar a sus padres, hasta que quedó embarazada y tuvo que venirse a Lima, despreciada por esos padres que intentaba proteger. No lo intentaron más, hasta que decidieron irse a vivir juntos al cuarto de ella. Pasó un año. En ese tiempo también le contó sobre su padre y, aunque de borracho abusaba de él, de sano era un buen tipo. Le confesó que tampoco para él era importante tener relaciones, solo que, bueno ya sabía era un mundo donde todo giraba alrededor de eso. —Es tarde y no ha llamado, me ha dejado en visto toda la tarde. —No es un chiquillo, además le dijimos que cualquier cosa corra nomás, que no se haga el héroe.

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—Si le pasa algo será tu culpa. —Le hemos contado tantas veces la historia de nosotros, que seguro quiere encontrar a su amor. —No bromees, sabes que no entiendo, él no es como nosotros. —Claro pues tonto, él es mejor, está en la universidad, tiene buenas notas, y ya tiene enamorada. —No me ha contado. —Claro pues, si te quedas mudo y no hablas, con cuchara hay que sacarte las cosas, varias veces pudiste preguntarle a dónde iba tan trajeado y solo le dabas plata. —No me di cuenta, pensé que a la universidad a una exposición. Y tú ¿desde cuándo lo sabes? —Tiempo ya. Una madre sabe. El tiempo ha pasado. Se desilusionaron de Toledo, de Álan, de Ollanta y de PPK. Por allí le tenían fe a Vizcarra, pero, el martes lo vacaron de presidente y ese jueves su hijo se fue a la marcha. Irma le puso un polo de repuesto y vinagre en su mochila. Le metió cincuenta soles en el bolsillo. “Por si se hace muy tarde vete a un hotel, pero llamas”, le susurró. Escucharon las noticias, llamaron a los hermanos de Raúl, su hijo Luchín se llevaba bien con varios de sus primos, con ellos fue a la marcha. Les contaron que la Policía los dispersó a punta de lacrimógenas y no sabían nada de él desde el día anterior. “Es uno de los heridos, que vayan a averiguar”, pidió Irma con clarividencia y Raúl suplicó por el celular. Una hora después les dieron la noticia: estaba en el Hospital Guillermo Almenara, tenía una herida de bala en el pecho, pero no lo iban a operar, estaba estable, la bala seguiría allí, en el pulmón hasta poder operarlo sin riesgo. Se miraron a los ojos. No gritaron ni lloraron, sabían que el mundo es así, tienes todo por un tiempo, luego viene la prueba, lo habían conversado varias veces, no era tan gratuita tanta felicidad. Agarraron el dinero de los ahorros para comprar el puesto en el mercado de Ventanilla, sabían que les iban a pedir medicinas. Mientras, en la tele veían al primo de su hijo reclamar que los efectivos no quisieron que se sepa. Lo mismo le pasó a su amigo Jasson, que quedó con la pierna dañada para siempre y nunca lo consideraron entre los heridos del año dos mil.

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—Nos tenía que pasar a nosotros. —No solo a nosotros, mira a tu alrededor, es lo mismo que en esa vez, solo que la bala la recibió nuestro hijo. —Es verdad, en este país todo da vueltas y se repite como un mal remake de anime. —Ahora que me acuerdo, hay un celular que dejó porsiacaso en su cómoda, allá lo cargamos, para que vea sus series cuando despierte. —¿Y si no lo hace? Irma no necesitó pensarlo mucho, la respuesta la tenía atravesada en el alma desde adolescente. —Si mi hijo no despierta, quemo todo y tú me ayudarás. Raúl sabía que lo haría. Se llevó los fósforos de la cocina en el bolsillo.

SARKO MEDINA HINOJOSA

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/SarkoMedinaHinojosa/ Blog: www.sarkomedinahinojosa.com

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V

olví a creer en fantasmas el día que papá se fue de casa y ya no regresó. A partir de aquel día, él empezó a manifestarse durante los largos silencios. Podía ver su silueta bajo el marco de la puerta de mi habitación en las madrugadas, cual custodio de mis sueños, y oír el

ritmo de su caminar en el pasillo. Estoy segura de que el fantasma habita en la casa porque escucho a mamá reprochándole cosas cuando cree que mi hermana y yo dormimos: «¿Cómo pagaremos las deudas? Te necesitamos y no estás. Las niñas necesitan a su padre». Además, siempre se exalta y solloza. Las discusiones se acercan a su final cuando ella grita preguntas que nadie contesta y concluyen cuando oímos un portazo o un cristal rompiéndose. Mi hermanita dice no sentir la presencia etérea de papá. Supongo que aún es muy joven para entender la situación. No encuentro manera de explicarle adónde se ha ido. Le basta con saber que ya no debemos tenerles miedo a los fantasmas malos porque papá fantasma siempre acudirá a nuestro rescate. Con el tiempo he venido desarrollando el gusto por la paz. He notado que, en todo silencio, mi padre me acaricia el rostro valiéndose del viento y me hace cosquillas con las ramas de los árboles. Hasta los perros me miran extrañados cuando camino, supongo que perciben la presencia de mi padre junto a mí. Mi vida es ahora una búsqueda constante de paz. Y la atesoro cada vez que la encuentro. Hoy hice mis tareas temprano para poder salir al patio sin recibir los airados reclamos de mamá y que mi padre pueda impulsarme en el columpio. Lo malo es que este es bastante viejo y no tarda en rechinar, terminando con el silencio, entonces mi padre se marcha. Mi hermana no sabe apreciarlo, pero nuestro padre es el mejor. ¿Es normal que los padres vengan del más allá para estar con sus hijos? Yo no lo creo. Esto me enorgullece tanto que cometo el error de contárselo a un niño de la escuela. El tonto se ríe, me llama loca, dice que mi padre no está muerto, que me abandonó porque nunca me quiso, y que sus visitas son cosa de mi imaginación. Para demostrarle que no miento, le digo que se calle y enseguida subo a lo más alto del pasamanos. Cierro los ojos y espero que el mundo entre en completa mudez. Lentamente me dejo caer en los brazos de papá.

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Despierto con dolores en el cuerpo y la cabeza vendada. ¡Qué tonta soy!, me digo; solo yo puedo sentir a papá. Fue una estupidez creer que vendría con un niño cerca. Lo que me pasó lo tengo merecido por tonta. Mamá se halla sentada junto a la cama, ve mi rostro enojado y pregunta qué me pasa. Decido contarle de las visitas de mi padre durante estas últimas semanas. A pocos días de haber estado en la clínica mamá nos lleva a mí y a mi hermanita al parque de diversiones. Mi hermanita lo pasa bien entre el griterío, la comida dulce y la luz intensa de las marquesinas, en cambio, yo estoy fastidiada: tengo prohibido jugar y me es imposible alejarme de todo el ruido. Hoy he vuelto al consultorio, el doctor dice que ya no necesito vendajes. Mamá nos mira al doctor y a mí de modo sospechoso. Le pide un momento para hablar y me dejan sola en el consultorio. Cosas de adultos, pienso yo. Me impresiona el silencio que hay aquí. De pronto, tengo una idea. Camino hacia la ventana abierta y sin mucho esfuerzo logro subirme al alfeizar. Deben ser unos cinco pisos de altura. Noto que hasta el viento está calmo. Miro feliz el firmamento y doy un paso. ¡Atrápame, papi! Despierto. A mi lado están mi mamá y mi hermana. Me miran emocionadas. Nadie dice nada. En la habitación abunda la tranquilidad. Les sonrío y ellas me devuelven la sonrisa. No puedo moverme. Veo que me encuentro sobre una camilla, pero me siento como suspendida en el aire. Mi cuerpo está inclinado como si los brazos de alguien me sostuviesen. Aunque no lo vea, sé que se trata de mi padre. Lloro.

JOSÉ GABRIEL MARTÍNEZ BARRE

Ecuador

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N

“Entonces, con las alas desplegadas, dirige hacia arriba su vuelo, gravitando sobre el aire sombrío, que siente un peso inusitado, hasta que aquél desciende sobre la tierra árida, si así puede llamarse la que siempre está ardiendo con un fuego sólido, como el lago arde con fuego líquido”. El paraíso perdido, John Milton.

ací con el don de la visión. No fue hasta los siete años que pude distinguir entre fantasmas y personas vivas. Aprendí rápido que no podían hacerme daño alguno, aunque Clarita intentó que saltara del techo de mi casa cuando tenía ocho, prometiéndome que

podría volar. Los fantasmas nos tienen envidia porque estamos vivos, pero si no los escuchas, lo más que pueden hacer es causarte alguno que otro susto. De quienes si había que cuidarse era de los demonios. Las sombras que entraban y salían de la casa de la vecina, eran muy diferentes a los fantasmas que merodeaban mi hogar y a aquellos que había visto en la escuela y la plaza. Clarita corría a esconderse en cuanto los veía. —Nunca deben darse cuenta que puedes verlos. Cuando descubras uno cerca disimula, mira hacia otro lado, que no advierta tu mirada —me dijo una noche. —¿Qué son esas cosas? —Ángeles caídos, seres hechos de oscuridad. Nosotros les tememos, cuando uno de ellos ve a uno de nosotros lo persigue hasta devorarlo. —¿También a mí? —A los humanos comunes no pueden tocarlos, solo susurrar en sus oídos, hacer que hagan cosas malvadas. Eso les gusta. —¿Los humanos comunes? Clarita caminó desde el marco de la puerta hasta mi cama y se sentó en ella. Era una niña de no más de nueve años, con el cabello lacio y castaño y los ojos de un azul oceánico. —Tú eres diferente. Hace muchos años conocí a una niña. Se llamaba Trini. Eramos buenas amigas, jugábamos al té y a las muñecas. Sus papás incluso creían que yo era su amiga imaginaria. —¿Qué pasó con Trini? —Una tarde un demonio se dio cuenta que lo veía. Él la miró a través de su máscara, con esos ojos amarillos, como los de un animal.

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—Espera, ¿usan máscara? —Seguro que no les prestaste atención. Eso es bueno, ojalá continúes así. La máscara los protege del sol. Su cara no puede soportar una luz tan intensa. —Entonces solo hay que quitarles la máscara, hacerlo de día, ¿verdad? —¿Tocarlos? Ni siquiera pienses en acercarte a ellos. Su fuerza es terrible y tienen unas garras con las que podrían cortarte en dos de un solo zarpazo. Hice caso a la advertencia de Clarita quien desde ese día ya no intentó matarme. Pasaron diez años y nos volvimos buenos amigos. —Podrías conseguirte una novia que no parezca ramera —dijo Clarita en el asiento trasero de mi auto, cuando me detuve en casa de Francia. Bajé y abrí su puerta, le di un beso y me despedí de ella —además, ¿quién se llama Francia? Es el nombre que le pondría a una teibolera. —Para ser tan pequeña tienes una gran boca —dije cuando subí al auto de nuevo. Lo encendí y conduje a casa. Era de noche y estaba comenzando a chispear. —Soy mayor que tú. —Te diré algo, si prometes cerrar el pico cuando esté con ella, te prometo que te dejaré elegir a mi próxima novia. Mi propuesta la dejó pensativa. Hubo silencio por quince minutos hasta que di vuelta a la cuadra de nuestra casa. —Y esa novia… ¿tiene que estar viva? La pregunta me distrajo tanto que cuando regresé mi vista al frente descubrí a la vecina delante. Frené de golpe, estuve a punto de atropellarle. Me bajé de inmediato. La anciana me aseguró que estaba bien. Entonces lo vi. Una figura encapuchada tras ella, debía medir dos metros, me miró a través de su máscara negrísima, la cual tenía talladas algunas runas que parecían sangrar. Vi esos malditos ojos amarillos de los que Clarita me había hablado. La anciana lo volteó a ver y después a mí. Luego me dedicó la sonrisa más retorcida. —¡Qué tengas buena noche! —me dijo y se retiró a su casa y el demonio se fue tras ella, pero sin quitarme la mirada de encima. Yo hice un vago esfuerzo por disimular, más por miedo que por creer que daría resultado. Subí al auto y lo

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estacioné. Luego tomé el rosario del retrovisor, lo sujeté con mi mano derecha y recargué mi frente en el volante. —¿Qué ocurre? —Lo vi... me vio. —¿Estás seguro? —S…sí —dije temblando. Despegué mi rostro del volante y la miré directo a sus ojos de océano. —Vamos a la casa —dijo frunciendo el ceño. Ante su determinación no me quedó más remedio que obedecer. Ella se dirigió hasta la cocina. Mis padres estaban dormidos. Me pidió que tomara la sal, así lo hice y nos dirigimos a mi habitación donde esparció la sal creando un perímetro alrededor de nosotros. —¿Qué hay de mis padres? —No puede tocarlos. Escuché un batir de alas, luego el siseó de serpientes, como en aquellos documentales en los que filman un nido de víboras de cascabel. Vi como la sal poco a poco comenzaba a consumirse. —Si no te han visto, quizá podrías irte —le dije a Clarita. —Siento bonito que te preocupes por mí —me tomó de la mano y por primera vez sentí su tacto. Estaba por preguntar cómo era esto posible cuando me interrumpió. —La sal no los detendrá. Es solo para ganar tiempo. Quería… bueno yo… Trini se murió, ¿sabes?, yo me escondí aquella vez, ya sabía cómo… es solo que no me quería ir… no sé lo que hay más allá. Ni a qué lugar iré. —Clarita, ¿qué me estás…? —La sal había terminado de consumirse. La puerta del cuarto se abrió. —Yo hubiese sido una gran novia —una lágrima le resbaló por la mejilla — Beshem haShem Elohei Israel. Mimini Mikhael, Umismoli Gabriel, Umilifanai Uriel, Umeajorai Rafael. VeAl roshi Shejinat El —recitó. Una luz cegadora la invadió. Y toda ella se volvió incandescente. La luminosidad fue tal que me vi obligado a cerrar los ojos. Cuando los abrí un hombre de capucha blanca estaba de pie junto a mí. Tenía una espada hecha de fuego en la mano y una máscara color marfil cubría su rostro, esta tenía unas runas, similares a las

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de los demonios, solo que de color dorado. El ángel abrió sus alas y se abalanzó frente a la horda de demonios. Esa noche ningún demonio me tocó. A la mañana siguiente la vecina fue encontrada muerta. Y jamás volví a ver un ángel en mi vida. Bien, ahora a dormir. —No papá, cuéntame otra historia. Beso en la frente a mi hija. Me levanto de la cama y conecto una pequeña lamparita con forma de Hello Kitty. —Una historia por noche, ese fue el trato Clarita. ¿Sabes qué hacer si ves algo extraño? —Gritar como loca. —Así es, yo vendré enseguida. —Te amo papá —dijo tras un largo bostezo.

J.R. SPINOZA

México

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F

ijó la mirada en su extraño compañero de viaje y lo escrutó con descaro. Sus ojos verdes, vueltos hacia la ventana, se extraviaban en algún punto del paisaje. Su expresión reflejaba melancolía; sus ojeras, cansancio; sus espesas cejas castañas levemente arqueadas y sus labios

de rictus sereno, resignación. Su vestimenta revelaba un alto estatus social, sus botas sin una minúscula mancha de barro y sus manos enguantadas negaban toda posibilidad de que trabajara o viviera en el campo. El sombrero abandonado sin miramientos a su lado en el asiento sugería hastío. Un largo suspiro pareció confirmarlo. Viajaba ligero de equipaje, apenas una escueta maleta con sus iniciales grabadas en oro. —¿Está disfrutando de la vista? Dio un respingo al verse sorprendida en su indiscreción. —¡Ah! He viajado por este camino tantas veces que lo que hay del otro lado de la ventanilla ya me resulta aburrido. —¿Viaja muy a menudo a Port Isaac? —Cuatro o cinco veces al año para visitar a mi hermana y a mis sobrinos. ¿Usted también se dirige allí? —No, me bajaré poco antes de llegar a Perranporth. —No va usted muy cargado —con un gesto de la cabeza señaló la solitaria maleta. —Será una estadía sumamente corta. Se estrujó el encaje de la falda nerviosa, deseosa de continuar la conversación pero temerosa de resultarle entrometida o frívola. —¿Viaja usted por trabajo? —se atrevió a indagar. El extraño soltó una ligera carcajada. —¡Oh, no! Aunque ciertamente me motiva el cumplimiento de un deber. Verá, debo llevar a cabo una venganza. Parpadeó incrédula ante tamaña confesión sin decidirse a tomar en serio las palabras de aquel hombre. Sin saber cómo proceder, decidió dejar que él continuara hablando y que le contara lo que le apeteciese, pero su compañero se había sumido de pronto en el mutismo. —Está usted bromeando —lo azuzó. —Por el contrario, señorita. Hablo completamente en serio. Me dirijo a

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Perranporth para vengarme de una persona que ha causado enormes contratiempos en mi vida. —¿Lo matará? —preguntó, haciendo un esfuerzo por tragarse las náuseas. —Efectivamente —respondió como quien dice que lloverá. —¿Y por qué me confiesa a mí que pretende cometer un asesinato? Ni siquiera me conoce. —Pues, precisamente por eso. Si he de depositar mi secreto en alguien, lo mejor es que se trate de un desconocido. Usted no sabe mi nombre, ni yo el suyo. Y para cuando quiera usted poner sobre aviso a alguien más sobre el crimen, poco importará ya. La sangre fría de aquel hombre la escandalizaba. Quería salir corriendo de aquel vagón que de pronto se había vuelto pequeño y sofocante, y dar aviso de que había un lunático peligroso a bordo del tren. Pero se sentía incapaz de moverse de su asiento. —¿Qué daño le puede haber causado a usted esa persona para merecer tan cruento final? —Es el hombre que rompió el corazón de mi esposa. El sufrimiento que le causó, debilitó su frágil salud, haciendo que enfermara y muriera al cabo de unos pocos meses sumida en la más profunda agonía. Los doctores dicen que se la llevó una fiebre, pero yo sé que no fue así. Acabó muriendo de pena. —¿Era su amante? —preguntó con cautela. —¡Oh, era mucho más que eso! Pero el infeliz con frecuencia olvidaba que la amaba. Bebía en demasía, se metía en trifulcas callejeras, llegaba tarde a sus encuentros. Más de una vez la dejó plantada. En una ocasión no tuvo noticias de él durante semanas. La pobrecilla no sabía si estaba vivo o muerto. Además, era aficionado al juego, lo que le causó grandes pérdidas económicas. Su relación se fue desgastando, y el temple y la salud de mi esposa también. —¿Y acaso usted no la ayudó a separarse de semejante compañía? Después de todo, estaba casado con ella, ¿cómo pudo dejar que eso ocurriera y no hacer nada al respecto? —Muchas veces le insistí en que lo abandonara y regresara al buen camino, pero jamás me hizo caso. El día en que nos casamos fue el más feliz de mi vida, ¿sabe? Me prometí que acabaría con cualquier cosa o cualquier persona que se

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atreviera a dañarla y, ya ve, ahora debo saldar esa cuenta pendiente. Es una cuestión de honor. Era la conversación más extraña que había mantenido jamás. A través de su relato podía entender fácilmente las intenciones que movían a su extraño nuevo amigo, pero el asesinato de una persona le parecía un acto atroz e injustificado en cualquier circunstancia. —¿Acaso existe algo que yo pueda hacer, o decir, para hacerlo recapacitar y cambiar de opinión? —le preguntó con un hilo de voz. Pero el desconocido acabó con sus esperanzas sin miramientos. —Me temo que no, señorita. Ser la depositaria de un secreto semejante le provocaba inquietud y angustia. Deseó haber elegido otro vagón y jamás haberse cruzado con él y su deuda de sangre. El tren aminoró la marcha y el eco de una voz masculina recorrió los pasillos anunciando el próximo destino. —Esta es mi parada —anunció el hombre—. Agradezco su atención, señorita, y de todo corazón lamento haberla importunado. Raudamente y con paso decidido salió del vagón, dejándola con una inexplicable sensación de vacío. Miró por la ventanilla y vio descender otras dos personas sin características dignas de mención. Aún faltaban unas millas para llegar a Perranporth. Se encontraban cerca del inhóspito poblado de St. Agnes. A pocos metros de la pequeña estación se encontraba la costa. Desde su asiento podía admirar la voracidad con la que el mar plateado golpeaba los acantilados, intentando imponer su violenta voluntad. Se concentró en el paisaje arrollador, intentando olvidar y dejar atrás el extraño encuentro, a la espera de que el tren emprendiera la marcha nuevamente. De pronto, el hombre irrumpió en su campo de visión. Lo vio descender del tren y alejarse con paso seguro en dirección a los acantilados. El viento marino le alborotaba el cabello. Un tenue reflejo dorado reclamó su atención hacia el objeto que aún descansaba en el suelo el vagón junto a sus pies. “Qué extraño”, pensó, “no lleva consigo su maleta”.

DANA BELEN BAIONI

Argentina

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S

on las 8 hs. de la mañana de un viernes de marzo. Un hilo de sangre fluye por el rostro del hombre tendido en el suelo y se pierde en el charco disfrazado por las baldosas terracota. Hace unos minutos, Esteban se levantó, abrió la puerta del ropero y

permaneció un largo rato mirando la caja de zapatos en la que guardan el revólver. Arrastrando los pies, recorrió la casa y salió al patio. Falta muy poco para que Lucrecia, su mujer, vuelva de la calle. Abrirá la puerta, irá a la cocina y dejará sobre la mesa la bolsa con bizcochos. Se dará cuenta de que Esteban no puso a calentar el agua para el café. Lo llamará, pero no recibirá respuesta. Lo buscará en el dormitorio, en el baño; abrirá la puerta que va al patio y volverá a llamarlo. Un grito agudo romperá el aire tranquilo de la mañana cuando lo vea tendido en el piso con el arma junto a su mano. Ese día, como los demás, el despertador sonó a las siete y media. Lucrecia lo apagó, se levantó y repitió el ritual mañanero: una ducha rápida, un leve toque de maquillaje, una hebilla en el pelo. Buscó la billetera, la llave y salió hacia la panadería. Le sorprendió encontrar más clientes de lo habitual. Con una curiosidad morbosa, se recreaban con la noticia del día: la muerte de una importante figura de la política nacional. Mientras esperaba su turno, Lucrecia escuchó los detalles sombríos: el hombre había sido encontrado en su departamento con un balazo en la sien. Cuando regrese y encuentre muerto a su marido, sus gritos ahuyentarán a los gorriones que tienen su nido en el jacarandá del fondo. Esperará que su vecino se asome sobre la pared que separa ambas casas, aunque sabe que el hombre se va a trabajar muy temprano. Cuando esté segura de que nadie acudirá en su ayuda, entrará a la casa y llamará a la policía. Mientras espera, recordará que la noche anterior, como incontables veces en los últimos tres días, Esteban se acercó adonde ella preparaba la cena y le pidió perdón. Como incontables veces en los tres últimos días, ella ni siquiera le dirigió una mirada. Al oficial Funes le tocará acudir al llamado de auxilio. Sentado ante la mesa de la cocina, tomará notas a medida que Lucrecia relate lo ocurrido desde el momento en que se despertó esa mañana. Ella se reprochará por demorar en la panadería; se

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preguntará, y le preguntará al policía, si hubiera evitado la tragedia regresando antes. En el patio, los técnicos recogerán muestras, tomarán fotografías, harán lo usual ante una muerte dudosa. El oficial le advertirá que esa tarde tendrá que continuar su declaración en la seccional. Deberán buscar también posibles testigos; quizá un vecino haya escuchado el disparo. Cuando el vecino llegue a la comisaría, preguntará por el oficial Funes. No podrá referir nada sobre esa mañana porque se fue a trabajar muy temprano, como siempre. Relatará, en cambio, algunos fragmentos de una discusión que oyó unas noches atrás, posiblemente el miércoles. Él no es una persona que suela curiosear en la vida ajena; fue casual que escuchara las voces mientras regaba las plantas. No tiene amistad con esos vecinos; nomás se saludan cuando se cruzan en la vereda. No sabrá decir por qué discutían. La noche del miércoles anterior determinó el momento preciso en que Lucrecia descubrió quién era el hombre con el que se había casado. Nunca pensó que él fuera capaz de mentir; menos aún de un acto tan ruin como el que llegó a confesarle. Cuando el vecino declare, dirá que la mujer lloraba y le preguntaba a su marido una y otra vez cómo había podido; cómo había sido capaz. No sabrá decir más; repetirá que solo le llegaban retazos de la conversación. Cuando se vaya no se cruzará con Lucrecia, que llegará a la seccional para continuar declarando. El oficial le preguntará si hubo alguna razón para que su marido pudiera tomar la decisión de suicidarse; querrá saber si en las horas o en los días anteriores ocurrió algo desacostumbrado. Lucrecia llorará y negará. Dirá que no sabe, que no puede entender, que nunca imaginó algo semejante. Volverá a reprocharse. El policía se tornará insistente. Parecerá desconfiado. Dirá que hay testigos de una discusión reciente. Lucrecia jurará que fue una pelea sin importancia; todas las parejas pelean: ellos son una pareja normal, una pareja como todas. Todavía no podrá usar el verbo en tiempo pasado. El noticiero de la tarde del miércoles dedicó mucho tiempo a la denuncia de violación de una niña de once años por parte de un joven de veintidós. Lucrecia siempre pensó que los violadores merecían la pena de muerte. Nunca toleró la idea;

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que le ocurriera a una niña era para ella algo inconcebible. Ningún abogado debería defender a un hombre capaz de hacer algo semejante. Esteban dijo que todos deberían tener un juicio justo. Lucrecia preguntó quién defendía los derechos de las víctimas. Él dijo que había que conocer cada situación. Lo que Esteban dijo la sorprendió. Estaba segura de que sobre ese tema los dos pensaban lo mismo. Para ella, no era justificable la agresión de un hombre a una niña. Él dijo que no se trataba de justificar, sino de explicar. Puso el ejemplo de un hombre borracho, inconsciente de sus actos. Quizá después, estando sobrio, ni siquiera recordara. Y si recordaba, podía ser que pasara el resto de su vida arrepintiéndose. Ella se enfureció. Esos hombres no eran capaces de arrepentirse; no tenían sentimientos. Solo les importaba satisfacer sus instintos y, peor aún, nunca se curaban. Por eso ella defendió siempre la pena de muerte. Así, no eran un peligro para la sociedad. Cuando él la miró, Lucrecia vio sus ojos llenos de lágrimas y una súbita angustia la azotó. Sintió que su marido escondía algo insospechado. Después de un largo silencio, Esteban confesó que llevaba muchos años carcomido por el remordimiento; por guardar un secreto que cada vez lo envenenaba más. Lucrecia sintió náuseas. Y los recuerdos volvieron, atronadores como un río entre peñascos. Revivió aquella tarde, cuando tenía trece años: el aliento a alcohol del hombre que estaba sobre ella; las embestidas; el dolor; el asco; el miedo; la vergüenza… Lo único que no recordaba era su rostro. Poco a poco, Esteban le fue contando. Su memoria era un borrón; no sabía quién era la niña. Él había bebido mucho. La había visto cruzar la calle. Nunca supo qué fuerza lo había poseído. En todos esos años no dejó de pensar qué habría sucedido con aquella niña; qué habría sido de su vida. Lucrecia lo odió. Recordó su infancia trunca; su adolescencia aterrorizada. Necesitó años de terapia para desterrar sus pesadillas; para no cambiar de vereda cada vez que alguien caminaba a su espalda; para no ver a cada hombre como un posible violador. Jamás dejó de preguntarse dónde estaría él; a cuántas más les habría robado la niñez. Le había resultado muy difícil aprender a confiar en Esteban. ¿Cómo había

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podido…? ¿Cómo había sido capaz…? ¿Cómo…? Sintió que todo su mundo se derrumbaba. El hombre con el que compartía su vida no era diferente de aquél. Supo que ya nada sería igual para ellos. Son las siete y media de la mañana del trágico viernes de marzo. Como todos los días, suena el despertador. Lucrecia lo apaga, se levanta y repite el ritual mañanero: una ducha rápida, un leve toque de maquillaje, una hebilla en el pelo. Unos minutos después, Esteban se levanta. Durante un largo rato, mira adentro del ropero la caja de zapatos donde está guardado el revólver. Arrastrando los pies, recorre la casa y sale al patio. Siente que la angustia lo ahoga. Lucrecia no volvió a hablarle desde el miércoles, cuando él le reveló el secreto que lo torturó siempre. Siente que merece la condena de ella y que eso aumenta hasta el infinito su sentimiento de culpa. Piensa que es irónico que ambos tengan una historia semejante. Cosas como esa no resultan creíbles ni siquiera en las novelas: ella, una víctima; él, un victimario. Se pregunta qué pasará de ahí en adelante. Cuando Lucrecia termina de arreglarse, vuelve al dormitorio y ve que él ya se levantó. Abre la caja de zapatos donde está guardado el revólver. Lo carga. Sale al patio. Mira hacia la medianera para confirmar que su vecino ya se fue: desde allí no llega ningún ruido. Esteban está sentado en el banco de piedra, de espaldas a ella. Se acerca a él. Le apoya la mano en el hombro y le dice que no podrá perdonarlo. Pone el cañón del revólver a escasos centímetros de la sien de su marido y dispara. Él cae al suelo y ella deja el arma a su lado. La sangre empieza a disfrazarse en las baldosas color terracota. Lucrecia vuelve al baño y se lava las manos. Busca la billetera, la llave y sale hacia la panadería para comprar los bizcochos para el desayuno.

LILIANA FASSI

Argentina

Facebook: www.facebook.com/lilianafassi.com.ar Página WEB: https://lilianafassi.wixsite.com/misitio

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U

nos días antes de irme del agujero mierdoso de New Jersey golpearon la puerta de la casa. “¿Y ahora qué?” pensé malhumorado. Salí de mi cuarto, luego al corredor y de allí hasta la puerta de la calle. ¿Sí? ¿En que puedo ayudarlos?

Eran dos hombres vestidos de traje y uno de ellos sacó una placa del bolsillo y me la mostró. Buenas tardes, ciudadano saludó el que sostenía la placa. Queremos hacerle algunas preguntas. “¿Qué habrá hecho esta vez?” pensé, recordando a un inquilino de la casa al que recientemente había sacado de la cárcel por andar borracho en la calle. Luego fui más atrás. “¿Habré sido yo?” dudé. Me puse nervioso: por un instante sentí que era culpable de algo. Sí, dígame respondí finalmente. Buscamos a dos individuos de color que ayer violaron a una niña de quince años en el parque que hay aquí arriba. Era un parque al que yo había ido alguna vez, a dos cuadras de la casa. Podías atravesar la manzana por allí y ahorrarte la vuelta. En el barrio todos lo usaban como corredor. Por la noche se juntaban a fumar faso y meterse otras cosas y me imagino que también vendían. No era un lugar para andar por la noche. ¿Nos podría indicar si reconoce algunas de estas caras? continuó el policía. Parecía que los hubieran elegido a propósito a estos policías: los dos eran altos, de espaldas anchas, rubios y extremadamente blancos, tanto que en algunos sectores ya empezaban a verse rosados. Me miraban a los ojos con insistencia — buscando un titubeo o algo sospechoso, imaginé—, algo que me puso más nervioso aún. No dejaron de sonreír en ningún momento y fueron correctos y amables en su trato sin pasarse nunca al lado pesado. Uno de ellos llevaba las fotos en la mano y las sostenía frente a mi cara; el otro solo me miraba. Las fotos eran de dos jóvenes negros de alrededor de veinticinco años, genéricos, parecidos a todos los jóvenes negros que veía en el barrio. No, no los conozco les dije. Creemos que vinieron de Newark.

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“Peor aun…” pensé. Seguían mirándome con la misma sonrisa y me pareció que esperaban algo más de mí. Aunque no los conocía (en realidad no conocía a nadie del barrio. No solo recién me había mudado, sino que trabajaba por la noche y nunca salía) volví a ver las fotos, esta vez entrecerrando los ojos y pretendiendo prestarles más atención. La verdad que nunca los vi dije finalmente. Está bien dijo el que hablaba. De todas formas le dejamos una tarjeta en caso de que recuerde algo. Que tenga buenas tardes. Igualmente les devolví, y con la tarjeta en la mano los miré girarse y bajar los tres escalones hasta la vereda. Esa noche, en la panadería, me enteré que la joven violada era hermana de una compañera de clase del nuevo portorriqueño que se había unido al grupo un poco antes, un mulato de metro noventa que iba a trabajar vestido como jugador de básquet. Se llamaba Roland, tenía dieciocho años y era aparatoso, molesto e hiperactivo como un niño. Tenía un dicho que repetía constantemente, hasta el hartazgo, las diez horas que trabajábamos juntos: “¡Fuck y’all! ¡I’m leaving!” y dando zancadas hacía como que salía por una puerta para volver a entrar por la otra y seguir trabajando como si nada. Así toda la noche. Alguien se equivocaba en los hornos y después que el encargado se mandara su perorata enseguida escuchábamos detrás nuestro: “¡Fuck y’all! ¡I’m leaving!”, y Roland se iba por una puerta y regresaba enseguida por otra para continuar trabajando como si nada. Alguien la cagaba con los pedidos de los repartidores y ahí saltaba Roland de nuevo:“¡Fuck y’all!...; había una discusión entre dos empleados, se hablaba de política en la hora de descanso, le pedían que al otro día llegara más temprano de lo habitual porque había mucho trabajo… lo mismo, se levantaba de golpe, largaba su “¡Fuck y’all! ¡I’m leaving!” con tono ofendido, salía despotricando por una puerta y enseguida volvía a entrar por otra y se sentaba a seguir trabajando como si nada hubiese pasado. El encargado, un uruguayo que vivía pasado de revoluciones, después de la tercera o cuarta vez que Roland hacía lo mismo en una misma noche perdía la paciencia y empezaba a gritarle: ¡Pero retardado mental, quedáte quieto! Y hablándole al resto del grupo mientras lo señalaba: ¡Qué niño hijo de puta que es, tiene hormigas en el culo! Aquello le daba el pie a Roland y de nuevo hacía el mismo show: “¡Fuck

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y’all!...” Algunos se reían, otros intentaban hacerlo sin conseguir más que una mueca y a unos ni se les movía la cara. A la mayoría la risa se les quedaba atragantada, tenían otros trabajos además de la panadería y vivían agotados, siendo sombras de ellos mismos, exprimidas sus fuerzas por la enferma obsesión de correr atrás del dinero que todos los inmigrantes ilegales que allí trabajan compartían. Roland usaba lentes culo de botella, tenía expresión alelada, hablaba con voz grave y teatral y los brazos le colgaban como extremidades sobre las que no tuviera control. La noche misma del día que me habían visitado los policías, después que yo contara lo sucedido a la hora del descanso, él nos dijo que se había cruzado con unas compañeras de clase en el autobús y una de ellas, íntima de la hermana de la víctima, le había contado que los dos negros se habían tomado su tiempo con la joven y le habían hecho (y obligado a hacer) de todo un poco. Ya regresó a clase y ahora hace vida normal como el médico y el psiquiatra le ordenaron agregó Roland con su inglés chicloso. Estábamos en el cuarto donde nos cambiábamos, sentados en unos bancos de madera roñosos y lleno de hongos. Pero hay que verle la cara… continuó. ¡My god! ¡Si parece que le hubieran cocido la sonrisa! Pobre niña… murmuró alguien. E intuyo que su comportamiento se debe a la reciente medicación que le recetaron siguió Roland, simulando ahora un tono académico y con un poco de sorna en la voz, y a la nueva iglesia a la que empezó a ir.

NICOLÁS KOUZOUYAN

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/guitarradeagualibreoficial

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N

inguno de los que vivimos en este lugar, sabe con certeza de qué conspicua cabeza nació la idea de combatir militarmente la pobreza ni por qué se demoraron tanto para iniciar la aplicación del plan; pero está dando resultado y cada vez somos menos los

pobres. Lo que ocurriera en El Chorrillo durante una madrugada hace más de medio siglo, y que para unos fue parte necesaria de lo que los libros de historia que usamos en el colegio llaman “la gran liberación”, tiene algo que ver; pero eso no pasa de ser una mera suposición. Abuelito, que ya no legisla mucho con el coco ni vivió nunca en El Chorrillo, nos cuenta a los doce hermanos que somos, que aquella cosa fue toda una sensación y que desde toda la ciudad se podía observar cómo las gotas de fuego salpicaban el cielo. Igualito que la semana pasada, cuando ardió la barraca de atrás y se quedó un montón de gente llorando por la calle. Pero no alcanzo a creerle del todo que haya sido así, porque dice que hubo más de uno que craneó que el acontecimiento se repitiera anualmente debido a la euforia que produjo. Sin embargo, los comerciantes se pusieron en contra porque no tenían los fondos requeridos para soportar los saqueos que inevitablemente se producirían y la propuesta fracasó. Al final, se acordó un plan semanal de soluciones que ha subsistido a través de los años. Supongo que también tendría que ver con unos maridos furiosos y lo que abuelita murmura sobre unos bebés que antes se fabricaban en las tanquetas para los tiempos de Navidad; pero mamá nunca la deja terminarnos la historia y abuelito ríe porque mi hermana mayor hace comentario sobre lo que hacen papá y mamá casi todas las noches en el cuarto en el que dormimos los dieciséis. Esas cosas no las entiendo, como tampoco entiendo por qué, si los resultados son tan buenos como dicen, el plan se haya demorado tanto en comenzar. Si hubiese llevado la secuencia debida, es posible que ya no fuéramos tan pobres, porque somos muy pobres y tenemos que turnarnos para ver a quiénes les toca desayunar, a quiénes almorzar y a quiénes cenar. Mamá prefiere cocinar los tres golpes para soñar que estamos mejor; aunque en ocasiones a unos les toca esperar hasta el día siguiente. A veces a todos. Entonces, nos dan dos pedazos de pan, que ajuntamos y nos comemos con los ojos cerrados

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para imaginar que tiene algo sustancioso adentro. Nos la pasamos hambreados. Solo mamá se salva, porque como está barrigona tiene derecho a fiambre todos los días. Abuelito, como siempre, les echa la culpa a los gringos y desea que les caiga la peste por tener al mundo plagado de infortunios, porque nunca nos quisieron soltar la plata y porque encerraron a su hermana Cresencia en una tanqueta. La cuestión es que por causa de los gringos el plan no empezó puntual y lo que sí empieza de una vez es la discusión con abuelita, que sale en defensa de los gringos y critica a los nuestros porque jamás destinaron al plan una partida presupuestaria y solo se asentaron a esperar que los dólares llovieran. La verdad es que, en este lugar, donde somos tan pobres, solamente llovieron los dolores. Papá interrumpe bruscamente el argumento, mandándolos a que hagan con los gringos las cosas que mamá le hace cuando creen que estamos dormidos. Esto es lo que siempre pasa y en esto pienso siempre cuando nos formamos los lunes en el patio del colegio y el sol nos mortifica más que la pobreza. Sobre todo, porque este lunes será como tanto otro que termina con un zumbido lejano y conjeturas sobre quiénes pudieron ser los afortunados, los que jugaron vivo. Sin embargo, todavía no hemos escuchado el zumbido y la esperanza no la consideramos perdida. Puede que se haga el milagrito y no tengamos que cargar más con la pobreza. Abuelito asegura que ni siquiera el piloto tiene un plan definido, por lo que todos tenemos la misma oportunidad. Así, mientras el avión sobrevuela la ciudad, su piloto examina posibilidades, decide y regresa. Los afortunados podemos, entonces, distinguir el emblema salvador pintado en las alas del avión, la poderosa estrella que nos revela que este será un lunes diferente. Hoy hemos sido elegidos. Recibimos a nuestros redentores con genuina resignación. La portezuela se abre igualito que en las películas del año de la piña, que ojalá la estén colando a fuego lento, y el zumbido que todos los otros lunes nos ha resultado lejano y ajeno ahora lo sentimos cerquitita, tan cerquitita que nos envuelve en la firme convicción de que cuando se haga de noche ya no seremos tan pobres.

FÉLIX ARMANDO QUIRÓS TEJEIRA

Panamá

Twitter: @faquirostejeira Sitio en construcción: Tragaluz Panamá

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lara está cansada, nunca se acuesta tan tarde, pero es año nuevo y sus padres le permitieron quedarse despierta bastante más de lo habitual. Está cansada pero feliz. Disfrutó tanto la cena, como los juegos y los dulces que siguieron a las campanadas que marcaron el fin de un año

y el comienzo de otro. Deja la ropa extendida sobre la silla junto al espejo. Antes de acostarse peina su pelo castaño de puntas enruladas. Apaga la lámpara y hunde la cabeza en su almohada favorita. Se entreduerme, y le cuesta comprender si pasaron apenas unos minutos, o mucho más, cuando escucha el inconfundible chirrido de su puerta. La casa está en un silencio absoluto. Quizás, si agudizara más el oído lograría escuchar la respiración profunda y ruidosa de su padre. Cuando gira la cabeza la hendidura de luz ya se está cerrando. La oscuridad ahora está habitada. Percibe unos pasos que intentan ser sigilosos pero son tambaleantes. Siente la sábana fría resbalar por la piel cuando el pesado cuerpo se sienta a su lado en la cama. Clara no se mueve, no habla, no respira, no puede, y cuando el áspero tacto de una mano se cuela por debajo de su camisón deslizándose desde sus costillas hasta su cadera… su mundo se apaga. *** Clara está preocupada, la escuela no está siendo sencilla, y si bien sus notas se mantienen impolutas, su autoexigencia la está llevando a un constante estado de nerviosismo. Llega a su casa tarde después de haber estudiado por horas con Laura. Abre con la llave, con su llave, la que sus padres le entregaron días atrás, explicándole que lo tomara como una muestra de cuánto confiaban en ella y cuánto valoraban su comportamiento, y sobre todo, sus excelentes notas en una escuela de tanto prestigio. Su madre se está yendo al dormitorio justo cuando ella entra al comedor, le pregunta si todo está bien y regresa para dejarle sobre la mesa la comida que Elena, la cocinera, preparo. Le cuenta que su padre duerme ya hace un rato, que anda muy cansado de tantas reuniones y trabajo que tiene en la fábrica. Clara se mira en el espejo del baño, tiene la cara cansada y con los dedos se estira la piel oscurecida que se amontona debajo de los ojos. Después, como casi siempre, se palpa los pechos por encima de la camisa y se mira. Antes quería que le crezcan más, que se noten más, ahora ya no. Se acuesta y lee, siente la tentación o la

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responsabilidad de repasar algo de lo que estudio durante el día, pero sabe también, que necesita distraerse un poco para que la cabeza le funcione correctamente mañana. Lee Dickens hasta que los ojos la traicionan. Se despierta con la luz encendida, el libro abierto y apoyado en el pecho. Lo deja sobre la mesa que está al lado de la silla, que está al lado del espejo, y apaga la luz. Se duerme enseguida. No escucha el chirrido de la puerta, ni los pasos torpes. Ahora es el quejido del colchón y su hundimiento lo que la despiertan. Abre los ojos y no ve nada, pero siente un aliento seco y ácido, tabaco y alcohol, que le recorre atrevido el rostro y la obliga a una arcada. Siente que todo el aire la abandona cuando el enorme cuerpo la aplasta y llega a susurrar un lastimoso “no” y enseguida… su mundo se apaga. *** Clara esta triste, angustiada, el padre le clava su mirada severa cada vez que la cruza por la casa. Su rendimiento académico se ha desbarrancado en los dos últimos meses. Sus padres, que habían sido notificados de esto repetidas veces, fueron citados ayer por el rector del colegio. Durante la reunión, Clara jamás logró levantar el rostro ni despegar la mirada de sus propias manos que se retorcían y estrujaban entre sus rodillas. Durante eternos minutos, escuchó al rector hablar del evidente desinterés, el desgano, la abulia, la desidia, y de lo preocupante, del futuro, de lo grave, del potencial, y de la decepción. Durante todo ese tiempo sintió las miradas punzantes, y como la vergüenza hacia a sus padres revolverse en las sillas. Aunque la amargura también la asaltaba por otro flanco. Durante el último mes, Pablo, un joven del año superior se había acercado a ella. Solían dar largos paseos por el predio del colegio, compartían las horas del almuerzo y tenían largas charlas, a él también le gustaba Dickens, pero no tanto Cumbres Borrascosas. A menudo, Pablo hacía bromas con las ondas de su pelo, a las que él llamaba adorables resortes. Aquellas caminatas eran los pocos momentos en los que Clara volvía a sentirse bien, entera, limpia. Esa misma tarde, después del almuerzo, Pablo la invitó a dar otro de sus habituales paseos, todavía faltaba casi una hora para que tuvieran que volver a clases. Caminaron hasta el lago y comenzaron a rodearlo por la orilla. Pablo hablaba sin parar sobre sus aspiraciones con el equipo de Rugby del colegio, Clara lo escuchaba, lo miraba y reía con sus constantes ocurrencias. Cuando estuvieron muy alejados del colegio, Pablo, después de un silencio incómodo, la tomó de la mano e

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intentando ser lo más delicado posible la arrinconó contra el tronco de un árbol. A Clara le gustaba Pablo, le gustaba mucho, pero cuando sintió su cuerpo, pegado y presionante contra el de ella, se paralizó, y cuando la boca rozó la suya la oscuridad se adueñó de ella, aún con los ojos abiertos. Manos ásperas, piel grasosa, aliento seco y ácido. El peso insostenible sobre el vientre. El peso insostenible sobre la espalda. La presión indescriptible en el pecho. Clara no pudo contenerse y empujó a Pablo que se quedó perplejo, tartamudeando una disculpa y con el rostro dominado por el desconcierto. Clara se excusó, acusó un malestar estomacal para no cenar y se fue a su dormitorio. Sus padres la despidieron con un silencio helado. Clara lloró y lloró hasta empapar su almohada favorita y hasta que las lágrimas la fatigaron lo suficiente para que el sueño se apiadara de tanto dolor. La almohada ya estaba seca cuando el ruido la despertó. Los pasos, otra vez tambaleantes, eran ahora todavía más torpes. El pánico esta vez no congeló a Clara que en un reflejo encendió la lámpara. Se incorporó, el espacio entero se había inundado del olor rancio y espeso. Intentó correr pero un brazo de hierro la detuvo por la cintura y la arrojó con facilidad sobre la cama. Una mano le cubrió la boca para que no gritara. Era innecesario, su cuerpo otra vez se volvía de roca, o hielo. Solo atinó, como último acto de resistencia, a clavar las uñas sobre el brazo que la sujetaba, y justo en ese momento… su mundo se apagó. *** Clara aguarda, está sentada en un pequeño banco frente a un espejo, junto a la puerta del cuarto de sus padres. Tiene las manos entre las rodillas y los dedos entrelazados. La piel blanca en lugares se vuelve gris. El pelo parece reseco, quebradizo, y está mal peinado. La puerta se abre y su madre sale radiante enfundada en un vestido largo y blanco con detalles azules. Lleva joyas en ambas manos y mientras camina y se mira en el espejo se da los últimos retoques en el pelo. Está maquillada y su cuello, largo, larguísimo, está ornamentado por una delicada gargantilla. Mamá intenta comenzar Clara, pero el grito desde afuera de su padre le impide continuar. Se les hace tarde. La madre mira a Clara como si recién se percatara de su presencia y enseguida, una mueca de disgusto. Le levanta y observa despectivamente un mechón de pelo. Sin ablandar jamás el gesto severo le pide que

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después de cenar, y antes de acostarse, se dé un baño porque Estás echa una pordiosera. Se aleja y el sonido de sus tacos se pierde por el pasillo. Clara esta despierta. El tío William también. Hace ya casi un año que se mudó a la casa de su hermana. Al principio, el marido de ella se había mostrado algo reticente a la idea, y frío en el recibimiento y las primeras semanas de convivencia, pero cuando William mostró sus habilidades para colaborar con las actividades de la empresa, sobre todo sus aptitudes contables, su experiencia en la evasión de impuestos, y sus siempre interesantes contactos en el romántico mundo del contrabando, no solo se ganó la total confianza de su cuñado sino también, que se hizo dueño de su máxima estima y de la real libertad de sentirse como en su propia casa. Lo que más disfrutaba William, sin duda, era el acceso total a los puros, el bar y la comida de aquella mansión. Ya totalmente borracho, aún más de lo que habitualmente estaba a esa hora, se tambaleó frente al espejo y dejó caer su corpulenta humanidad sobre la cama. Al caer, derribó el rebalsado cenicero ensuciando la alfombra roja. No apagó la luz ni se quitó la ropa. Quizás más tarde se le antojara dar un paseo por la casa... A William no lo despertó el haz de luz que se coló por la escueta apertura de la puerta. Tampoco los delicados pies que parecían flotar sobre la alfombra. Ni mucho menos el liviano cuerpo que se apoyó en la cama despidiendo un suave aroma a jabón y jazmines. Lo que despertó a William fue el frío, pero no el del ambiente, tampoco el frío del invierno. Sino el frío más letal de todos. La hoja afilada acarició los pliegues del cuello grasoso. Despertó y se quedó tieso, bajando la mirada vio el brillo del cuchillo amenazante, y sintió el tirón en el pelo cuando lo sujetaron desde la nuca. Intentó balbucear algo cuando vio caer y quedarse oscilando frente a sus ojos el mechón castaño de puntas enruladas. No llegó ni a hilvanar una vergonzosa disculpa en su cabeza, no consiguió siquiera considerar la posibilidad de llorar, ni de arrodillarse y excusarse, ni de echarle la culpa a sus problemas con el alcohol. No llegó a nada, no tuvo tiempo de nada porque el cuchillo helado se enterró, cortó la piel caliente y rebanó la garganta. Un río de sangre sucia emerge a borbotones y resbala, y cae como una cascada empapando el pecho y ensuciando las sábanas. La sangre caliente, el estertor de un último aliento, la incertidumbre y el

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miedo. Su mundo se apaga, para siempre. En el mundo existen miles de Claras. Claras que no solo tienen miedo cuando caminan solas por la noche. Claras que no solo tienen miedo cuando pasan por debajo de un puente, atraviesan un callejรณn, o escuchan pasos a su espalda. Existen miles de Claras que se aterran y paralizan cuando durmiendo en su habitaciรณn y en el medio de la noche, escuchan el quejido de la puerta al abrirse.

PATRICIO DENEGRI

Argentina

Blog: losperrosnegrosnotraenmalasuerte.blogspot.com

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L

os que me conocen saben que mi carácter es complicado. Me enfado con facilidad. Por eso prefiero la soledad, zambullirme en mis libros o en una buena siesta atrapada entre mis sábanas. Ayer, como otras veces, exploté. Después de un intercambio de

palabras con mi hermana. Me vi envuelta en un torbellino de furia, grité, lloré, maldecí e insulté a todo aquel que se cruzó en mi camino. Intenté calmarme bebiendo un vaso de agua fría y sentí como se fue entibiando al pasar por mi garganta. Mi cuerpo hervía como una hoguera, miles de pensamientos cruzaban por mi mente tratando de justificar mi reacción, ¿acaso estoy loca?, me pregunté mientras me miraba en un pequeño y ovalado espejo que tengo sobre el escritorio. Quede observándome, rebuscando respuestas en el fondo de mi alma. ¡Espejito!, ¡Espejito!, ¡Háblame! ¿Qué de malo tiene esta bruja? Expresé en voz alta con una sonrisa burlona. De pronto, como salida de una pesadilla, una inexplicable voz femenina me respondió: —Eres enojona, así te pones fea y te arrugas cada vez que frunces el ceño. Me asusté y solté el espejo, que cayó en la mesa, pero no se rompió. La situación parecía sacada de una película de terror. — ¿Quién eres, maldita? —balbuceé apenas, con la voz temblando. — ¿No me reconoces? —contestó la voz. Me acerqué con lentitud al espejo y vi mi rostro. — ¡Soy yo! —grité espantada. — ¡Sí! —me contestó ella. Negué con mi cabeza. Debes ser una ilusión de mi mente, que ya perdió la razón, pensé. —Cerraré los ojos, contaré hasta diez y habrás desaparecido. —Haz lo que quieras —dijo. Respiré hondo y conté uno, dos, tres, cuatro y, cuando iba llegar a diez, ella me interrumpió: —¡Ampay! ¡Te veo! —Sigues ahí. ¿Qué quieres de mí? —pregunté ya con un poco de fastidio. —Dime, tú me invocaste. —Quiero que te vayas, no soporto ver esa sonrisa. —A mí me agrada sonreír, me veo más bonita. No como la cara de lagartija

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enojada que tienes ahora. —Se echó a reír. Reconocí esa risa, era la mía, mi escasa risa, de la forma en que yo me reía antes de vivir malhumorada. —¡Lárgate! —Grité y me enojé mucho más— Parecía que se estaba burlando con cada una de sus palabras. Intenté romper el espejo tirándolo al suelo. Un ¡no! tajante me impidió hacerlo. Con fastidio, coloqué de nuevo el objeto en su lugar. ¿Qué tan peligroso puede ser? me pregunté. Al fin y al cabo, tan solo era yo. —Cálmate y no toques el espejo —dijo mi clon. Así lo hice y me quedé en silencio. —Te conozco y sé que no te gusta hablar. Odiaba saber que había alguien que podía leerme la mente. El silencio se apoderó de la habitación por más de una hora mientras seguía frente al espejo. No tenía una razón lógica con la cual explicar este inusual fenómeno, pero a la vez no quise entenderlo, mi vida siempre estuvo rodeada de sucesos extraños. —No intentes descubrir cómo estoy aquí hablándote, solo te diré que mamá, papá y nuestros hermanos también viven conmigo de este lado del espejo. No podía disimular mi rostro de sorpresa con cada cosa que me decía. —¿Tú también estás loca? —pregunté y ella asintió con la cabeza. —Somos iguales, aunque te cueste aceptarlo. Solo que vivimos en distintos tiempos y universos. —¿Cómo va todo por allá? ¿Igual de mal que acá? —pregunté con curiosidad. —He logrado todo lo que me he propuesto. Vivo tranquila, mi hijo está enorme y la familia sigue completa. Me dio envidia, pero también, de cierta manera me alegró. —Entonces el problema de este lado soy yo. —Pues…, sí —contestó. —¡Soy la gemela malvada! — grité con sarcasmo. Reímos al unísono mientras mi mal humor se esfumaba. Recosté mi cabeza en el escritorio y le dije: —¿Sabes que te odio, cierto? Y ella solo atinó a sonreír. Ahora déjame en paz, le dije mientras cerraba mis ojos y me zambullía en un profundo sueño. Al cabo de unas horas mi hijo me despertó y con su voz diminuta

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me preguntó: ¿Mamá sigues enojada? No, mi amor, le dije mientras cogía el espejo y lo guardaba en el cajón de mi escritorio mirando de reojo, esperando que mi otro yo no interrumpiera el momento. A diferencia de ella, mis momentos de felicidad eran escasos.

KRISTINA RAMOS

Perú

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A

lgunas cosas, en la vida, hay que creerlas o reventar. Una vez me contaron que un tipo burrero —como un servidor— tuvo una mala racha, tan mala que pensó en suicidarse. El tipo tenía una vidriería, negocio cristalino si los hay, y le gustaba más la timba

que el dulce de leche de Chimbote en tarro de cartón, que es el más rico. Jugaba a la quiniela, al póker, al casino, a los burros, hasta era capaz de apostar a qué cifra iba a ser la última en la patente del próximo auto que doblara la esquina. Es decir, era un enfermo. Nada que ver conmigo: yo solo tengo un vicio, si es que se puede llamar así al deporte de los reyes, las carreras de caballos. Llegó un momento en el que los proveedores ya no le daban crédito, el dueño del local que alquilaba le había iniciado una demanda de desalojo y la jermu se había ido con otro. Esa semana se fue a una armería del centro con lo que había juntado reparando unas ventanas y se compró un treinta y ocho corto. Ya lo tenía todo planeado: había comprado tres sobres y esperaría a que comenzara la semana. Como todos los lunes abriría la vidriería, la cerraría con llave por dentro y escribiría tres notas: una para el señor Juez, responsabilizándose por todos los actos de su vida, incluido el último; otra para su ex mujer, echándole en cara que nunca había sido feliz con ella, que cocinaba horrible, que tenía olor a pata y que en la cama era más aburrida que ver a una abuela tejer una bufanda; la última nota sería para el propietario del local, por no haberle tenido paciencia ni darle una última oportunidad para cambiar la racha. Luego iba a acomodar todos los vidrios y espejos que tuviese a mano contra una pared y se iba a pegar un corchazo en la sien, junto a la pila que había armado. La bala entraría por el costado de su cabeza, surcaría el cerebro a la velocidad del sonido y luego impactaría en la pila, destrozándolos a todos sin excepción. Miles de pesos en mercadería quedarían arruinados en un espectáculo casi circense. Imaginaba los fragmentos cortantes volando por el aire, logrando un espectro lumínico sin precedente, un momento único e irrepetible. El estruendo sería monumental, lástima que en esa centésima de segundo él y su pobre alma ya habrían partido y no podrían disfrutarlo. Esa sería su venganza hacía el dueño del local y hacia la humanidad toda. Supuso que al dueño le avisarían los vecinos y al llegar lo encontraría a él, tirado sobre un charco de sangre, rodeado de pedacitos de espejos brillantes. Patético o artístico, casi una obra de arte, un gran final a toda orquesta.

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Cuando volvía del Centro en el bondi con su chumbo bajo el brazo, consiguió un asiento en la segunda fila. Lo único que le pasaba por la cabeza eran las palabras con las que redactaría las tres cartas. En eso subió una mujer joven con una nenita de unos tres o cuatro años en brazos. El colectivo estaba lleno. Él tuvo, como tenemos por lo general los jugadores, la caballerosidad de cederle el asiento. Se paró y acomodó mejor el paquete con el revólver bajo el sobaco con una mano, mientras con la otra se sostenía del pasamanos. Seguía craneando su teatral despedida mirando para abajo. Podía ver que el pelo de la nena era exactamente igual al pelo de la mamá, tanto en textura como en brillo y color, como si le hubieran hecho un trasplante. Estaba entretenido apreciándolo mientras la nena se ponía más y más fastidiosa, cuadra a cuadra que pasaba. La madre no sabía cómo calmarla. Metió la mano en su cartera y sacó un librito de los “101 dálmatas”. En ese mismo y exacto instante, el tipo levantó la vista y se lo encontró de frente, como si el sol provocase un eclipse total, al templo, al santuario, al monumento número uno de todos nosotros, el hipódromo de Palermo. El chabón instantánea e inconscientemente fue hacia el fondo del colectivo y empezó a cagar a timbrazos al chófer. Puteada va, puteada viene, el tipo se bajó y entró en el edificio principal como si hubiera recibido una orden del más allá. Preguntó a las chicas de recepción si ese día había alguna carrera, y le dijeron que estaban suspendidas por mantenimiento de la pista. Se dio vuelta para retirarse, y vio el cartel con una flecha que indicaba el camino hacia el casino. Tendría cien mangos en el bolsillo, no más. Era temprano. En las ruletas no había casi nadie y el ruido de las máquinas tragamonedas era infernal, como siempre. Fue a la caja y cambió todo el dinero que tenía encima por una tarjeta de fichas. Caminó y caminó por entre las maquinitas sin decidir sentarse en ninguna. Como por una revelación se topó con una máquina que parecía estar esperándolo. Tenía los dibujos de los perritos dálmatas enmarcando las tradicionales cinco columnas con limones, cerezas, naranjas, manzanas y otras frutas que no recuerdo. Apoyó el paquete con el arma en un costado, insertó la tarjeta, puso la apuesta máxima y empezó como un autómata a apretar el botoncito para que giraran las frutitas. Estaba enceguecido. Su dedo índice apretaba y volvía a apretar mientras las

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frutas enloquecidas giraban sin parar. A veces ganaba logrando alinear alguna fruta, pero la mayoría de las veces perdía. Hasta que solo le quedó en la tarjeta un saldo de dos pesos. Miró el paquete con el arma. Eran los últimos dos pesos, los que le servirían para tomar el colectivo de vuelta a su casa. Si los perdía, tendría que caminar cuarenta cuadras o pedir monedas a la gente por la calle. Los timberos como yo solo les pedimos a los amigos o a los prestamistas, nunca a la gente común. Es un tema de códigos. Intentó quitar la tarjeta de la máquina y retirarse, resignado, a su triste hogar, con el arma liberadora. La tarjeta salió solo un centímetro de la ranura. El tipo subió la vista como para pedirle a Dios una última chance. En eso su vista se topó con la perra blanca, llena de pintitas negras y con toda su cría alrededor, sonriéndole. El pulgar, sin control, empujó la tarjeta otra vez. Besó su dedo índice y apretó el botón rojo de la apuesta. Las frutas empezaron a girar alocadas, giraban y se iban acomodando. Él cerró los ojos por un momento. Una sirena comenzó a sonar como si el carro de los bomberos hubiera irrumpido en la sala. El ruido era espeluznante. Las luces de la máquina tragamonedas frente a la que estaba sentado se prendían y se apagaban en una forma extraña. Todas las personas sentadas en las máquinas vecinas lo miraban con una amplia sonrisa. En la confusión pudo ver que frente a él había cinco limones alineados, y que la máquina se había enloquecido. —¡Hijo! ¡Ganaste el premio mayor! —le dijo una vieja de unos ochenta años que abandonó la silla para felicitarlo. Pudo ver que varios empleados del casino se le venían al humo y la sirena no dejaba de sonar. —¡Te llevaste el premio acumulado, macho! —le dijo uno de los tipos uniformados. Y así fue como el pibe se cargó con dos millones de pesos. ¡Dos palos! ¿Vos alguna vez viste dos palos? Tres monos de seguridad lo llevaron hasta el tesoro del casino, le hicieron dos bolsas con guita que parecían unas bolsas de papas por lo grande y abolladas. Ni siquiera contó la plata. Pudo sacar un cien de una de las bolsas y salió lo más campante hacia la avenida del Libertador. Paró un taxi y se marchó. Esa misma noche, en el baño de hombres del casino, un médico, sentado en el inodoro, se quitaba la vida con un treinta y ocho corto que había encontrado en un

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paquete olvidado en el salรณn.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/ Twitter: @vignera Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor Pรกgina WEB: http://www.gustavovignera.com.ar

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F

ue el propio ladrón quien me contó la historia, en un sucio bistrot de Montmartre, mediando entre ambos una botella de pernod, que yo pagué, y él se encargó de consumir en su totalidad mientras desgranaba su confesión, constelada de coloridos juramentos.

Aquel hurto que había perpetrado poseía sin duda características inusuales;

pero era sobre todo el método empleado, y la manera en que el ladrón supo vislumbrar y sacar provecho de su oportunidad, cuando esta se le presentó, lo que lo convertían en manjar apetecible para mi voracidad periodística; de eso me di cuenta de inmediato. Se había valido, en primer lugar, de su carácter oficial e insospechable; de la candidez de algunos, después; y por añadidura del temor de otros. Y el resultado fue que cometió el robo perfecto. Debió serlo, por cuanto la justicia humana nunca le echó el guante. Y todo ello, de la manera más sencilla. Lo supe, sí, por boca del mismo ladrón, en aquel cafetín de mala muerte, tres años después del hecho… El policía Gorliño, de guardia frente a la puerta principal de la Financiera “Goldfinger”, golpeó los pies helados contra el pavimento y se frotó las manos, de un alarmante tono morado oscuro. —¡Maldita noche! —masculló. Gorliño, que guardaba noche a noche la entrada de la financiera, con órdenes de alerta máximo desde que se produjera un intento de robo con escalo —felizmente conjurado— dos meses atrás, dio varios saltitos y dejó escapar un sonido borboteante al sentirse transido por el cierzo de julio. —¡Pa’ qué tanto escombro! ¡Si nunca pasa nada! Sin embargo, aquella noche sí pasaría algo, agente Gorliño. Y la prensa de todo el país comentaría a voces su secuela; y las Fuerzas del Orden (en las que militabas desde hacía un lustro) empeñarían a fondo sus recursos humanos y materiales en la caza del hombre. Mas todo sería inútil, agente Gorliño: la Justicia nunca alcanzaría al ladrón. Por supuesto, nada de esto pasaba por la mente de Gorliño en aquellos momentos, ocupado como estaba en envidiar con toda su alma a los afortunados que, al contrario de él, disfrutaban de una cama caliente y tal vez una compañía

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igualmente reconfortante para la velada. El hombre apareció alrededor de las veintiuna y treinta. El agente Gorliño lo conocía de vista. Todas las noches, al terminar la jornada de trabajo, atravesaba la puerta de entrada de la financiera, con un melifluo “Buenas noches, agente” dirigido a Gorliño, quien se llevaba la mano a la visera de la gorra, sin responder. El tal Lupioni, gerente general de la compañía, no era santo de la devoción de Gorliño. Su abultado vientre, las bolsas bajo los ojos y el bigotillo como lombriz, a horcajadas de un labio grueso y grasiento, no se lo hacían precisamente simpático. Demasiado pulcro y almibarado en sus modales, de sonrisa tan frecuente como torcida, se le antojaba todo un hipócrita. No obstante, ¿qué cuenta la opinión de un simple agente de policía? El individuo tenía un cargo de relevancia en una importante compañía, una respetable familia y un coche europeo, no chino; de manera que no existía motivo alguno para dudar de su honorabilidad. —Buenas noches, agente —dijo Lupioni, con su tono edulcorado de siempre. Penetró directamente, luego de utilizar sus llaves, y Gorliño vio encenderse las luces de la oficina principal. Por mera curiosidad miró hacia adentro a través de la ventana, y vio a Lupioni abriendo con pulso firme la caja fuerte, de la que extrajo unos papeles que guardó en su portafolio. Acto seguido, cerró el cofre, apagó las luces, salió, echó llave a la puerta y se marchó sin saludar. Gorliño pudo oírle murmurar algo así como: —¡Atolondrados! ¡Se olvidarían de la cabeza si no la tuvieran pegada al pescuezo! —y otras frases más, que llegaron imperfectamente a los oídos del uniformado, y que parecían referirse al fastidio que le provocaba el tener que volver a horas intempestivas al despacho, por culpa de la negligencia ajena. Y ¡cosa rara!, la voz del suave Lupioni sonaba excitada, aunque Gorliño no habría podido afirmar si ello se debía al simple enojo o a algún otro motivo. —¡Raro, raro! —se oyó musitar Gorliño, entre vaharadas de frígido aliento. La escena se reiteró varias noches más durante las siguientes semanas, y el asunto dio qué pensar a Gorliño. Pero por el momento se calló la boca. —¡Cómo me encantaría que no tuviésemos que escondernos más, Tito! —

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susurró mimosamente la platinada damisela, acomodándose sobre las rodillas del ladrón. —Un poco más de paciencia, Renée… Ya lo tengo todo casi a punto. —¿De veras, mi amor?... ¡Ay, si fuera…! —Es cuestión de días, nada más, bombón. —¿Entonces nos vamos a Europa nomás, mi ratoncito? —¡Como que hay Dios! ¡Y a cuerpo de rey! —Pero…, ¿no te hará problemas tu mujer? —Que la parta un rayo —repuso el ladrón. El agente Gorliño se cuadró ante el escritorio de su superior. —Le tengo puesto el ojo al tipo ese, mi jefe. —No

acaba

de

convencerme,

Gorliño.

¡Sospechar

de

Lupioni!...

¡Francamente! —Es un cara falsa, jefe. Muy compuestito por fuera, pero… ¡las que esconderá! —No sé… ¡Un hombre de familia como él!... Bien conceptuado… —Ya debe de tener alguna platinada por ahí ¡Conozco a los de su clase! —Pero… Pero… Si contásemos con alguna prueba, algo en qué fundamentar la acusación… Porque es una acusación muy grave, ¿se da cuenta, no? —¡Lo vi con mis propios ojos! ¿Me daría carta blanca, mi jefe? —Usted parece muy seguro… Bueno, sí. ¡Pero lo que haga será por su cuenta y riesgo! ¿Lo entiende? —Delo por pescado, jefe. ¡Le tengo bien puesto el ojo, le digo! Una ancha sonrisa partía el rostro de Lupioni, el gerente comercial de la Financiera “Goldfinger”, en tanto emprendía el camino hacia su nidito de amor. —¡Por fin está todo finiquitado! —murmuró, y sus dedos gordezuelos acariciaron el portafolio que llevaba bien sujeto. El sonido de sus pisadas, al repercutir en el silencio de la calle oscura y solitaria que atravesaba, le sonaba como acompañamiento musical sincopado. Y entonces algo se le atravesó en el camino. Una sombra más entre las que poblaban el lóbrego callejón…, una sombra que fue definiéndose a medida que se le acercaba.

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Lupioni se detuvo, apretando instintivamente el portafolio contra el pecho. —Un momento, señor Lupioni. El gerente comercial miró con sorpresa a aquel desconocido. Enseguida algo se aclaró en su mente. El hombre llevaba sobretodo negro, abrochado hasta el cuello, y sombrero gris de ala ancha. Lupioni, haciendo un esfuerzo, pudo representárselo con uniforme y revólver al cinto. —¡El policía! —profirió. —Efectivamente, Lupioni. Soy el agente Gorliño. Y traigo una orden de arresto contra usted. —¿Orden de…? ¡Esto es absurdo, señor mío! —Mírela. Lupioni lo hizo. Aparentemente, estaba en regla. —¿Quiere acompañarme? —invitó Gorliño. El otro se irguió, secándose una gota de sudor de la frente. —Estoy completamente tranquilo. No me van a poder acusar de nada. Y no le faltaba razón. —Usted ve —dijo el ladrón, mirándome con ojos enturbiados por el alcohol trasegado—, fue el robo perfecto. Hasta le pondría iniciales mayúsculas. —¿Y nunca se vio en apuros? —inquirí. —¡Ni por un instante! Al día siguiente estábamos con Renée en un “jet”, y en menos que cantó un gallo…, ¡París! ¡Ah! ¡Fue una semana inolvidable…, y todo gracias al bendito portafolio ese! —Movió la cabeza, hipó y entornó los abotargados párpados al recordar. Una capa de blandura se extendió sobre aquella cara barbuda, de precoces arrugas. Calló por unos largos instantes, sin duda sumido en remembranzas. —¿Y después? —le urgí. —Después… —el ladrón rechinó los dientes que le quedaban en rabioso gesto—. Esa perra de Renée me la jugó, maldita arrastrada hija de… ¡hic! Se largó con el “paco” y fue a reunirse con… el otro. ¡Sí, tenía otro, la muy ladina! ¡Alcancé a verlos juntos, riéndose de mí, antes de que la “pichicata” que me puso en el whisky me durmiera!... Esperé con paciencia a que se cortase el chorro de sus obscenidades, para

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seguir indagando: —¿Y ese… otro…? Rabiosamente, arrojó el vaso medio lleno contra la pared, pasándome a milímetros del cráneo. —¡Nada menos que el maldito hipócrita degenerado de Lupioni! ¿No decía yo que andaría con alguna rubia platinada? ¡Ah, condenado! ¡Bien que se desquitó del golpe que le di cuando me quedé con el portafolio! ¡Qué bien me la jugaron! Y se desplomó en un sueño de alcohol y de humo, allí, sobre la mugrienta mesa de aquel mísero boliche de Montmartre.

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

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¿T

endrá algún significado preciso esa sensación de estar cayendo a un pozo cuando estás durmiendo? En realidad no sé si pasa cuando se está durmiendo, sino más bien en un momento de transición entra la vigilia y el sueño; estás empezando a dormirte y aparece esa caída de la que te despertás de manera

abrupta, dando un sacudón con el cuerpo y con el corazón acelerado. Quizás ni siquiera sea estrictamente un sueño y represente algo más parecido a una sensación. Una vez investigué un poco por curiosidad pero ya me olvidé de qué se trataba, como la mayoría de las veces. Alguna fuente de dudosa procedencia lo relacionaba con algo así como la falta de estabilidad emocional. Como si vivir en este mundo no fuera motivo suficiente para desarrollar inestabilidades de distintos tipos. No recuerdo mucho más, no sé. Igual está bien, no hay que tener una respuesta para todo. Dicen que no todas las personas lo experimentamos de la misma manera; algunas nos caemos a un pozo y otras ruedan por las escaleras, por ejemplo. A mí siempre me pasó lo del pozo. Lo que sí es siempre igual es la respuesta del cuerpo. En una suerte de acto reflejo, la mente te avisa y te despertás. O salís de ese momento de transición y abrís los ojos, con ese temblor y esa taquicardia. Me gustaría saber cuánto dura esa sensación. Quizás sea una milésima de segundo y se sienta una eternidad. O tal vez sea exactamente lo contrario. No lo sé. Hay muchas cosas que no sé. Por lo pronto dura el tiempo suficiente como para pensar todas estas cosas. Otras veces es tanto el cansancio que ese acto reflejo que te despierta tarda en llegar y el “yo” que va cayendo, que no es el mismo que el que está durmiendo pero a la vez sí lo es, trata de comunicarse y avisar. Algo parecido pasa con los sueños recurrentes cuando se logra identificarlos; “esto ya pasó, es un sueño, no te asustes”. En la caída al pozo el mensaje es similar: “es el sueño del pozo, abrí los ojos”. Pero no puedo. Y en un esfuerzo indescriptible, como si la fuerza de gravedad de la misma caída me lo impidiera, me llevo una mano a la cara para sentir los ojos cerrados e intentar reaccionar. Pero los ojos están abiertos y sin embargo no puedo despertar. O sí. No lo sé. Eso tampoco lo sé.

FLORENCIA MONTECCHIA

Argentina

Instagram: @florecchia Twitter: https://twitter.com/Florecchia

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“La Tierra es la cuna de la humanidad, pero la humanidad no puede permanecer en la cuna para siempre”. Konstantin Tsiolkovsky

H

oy es mi último día en este mundo. No me voy triste, sino con una gran curiosidad. Es un misterio lo que me espera. No volveré a ver los bosques y los ríos, sentir el canto de las aves y la brisa suave en los veranos de mi tierra. Pero

abrigo muchas esperanzas en lo que vendrá. ¿Qué será de los que queden? Algunas personas me recordarán por un tiempo. Pero la memoria humana es lábil y efímera. Lentamente iré desapareciendo de los recuerdos de quienes me conocieron. Es lo natural, no me preocupa. Yo también he recordado y olvidado. No me pregunto si tuve o no una buena vida. No es tiempo para balances. Tuve momentos de dolor: fui víctima y testigo de tantas injusticias. También tuve momentos de felicidad. Trabajé, estudié, amé, perdí, olvidé y fui olvidado, recuperé y volví a perder, caí, permanecí en el suelo y me levanté, luché solo y con ayuda. En fin: fui un ser humano con emociones y experiencias humanas. Todavía lo soy y lo seguiré siendo adonde sea que vaya. Me detuve a unos pasos de cruzar la última puerta. El viento traía un fresco aroma a lavanda. Ese sería mi último recuerdo antes de dejar este mundo. Un compañero me llamó desde el interior de la plataforma: me pidió que me apurara para no retrasar el lanzamiento. En unos minutos la nave Regenesis partirá rumbo a Marte, un nuevo mundo en donde todo está por hacer y por ser. Seremos pioneros, fundadores. Un nuevo comienzo, una nueva esperanza. Hoy es mi último día en este mundo. Y el comienzo de una nueva vida, en un Nuevo Mundo.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

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M

e sorprende ver que mi familia llora por mí en la sala de nuestra casa, porque yo no estoy muerto, no he fallecido de COVID-19, como ellos creen. Es verdad que puedo verme a mí mismo tirado sobre el

enorme sofá de tres asientos, donde a menudo me echaba de madrugada para ver la televisión de pago u algunas cintas que subían a la plataforma digital de videos, a la cual yo tenía acceso gracias al internet que pagábamos entre todos, pues todos usábamos esa maravilla. Bueno, no todos, mi papá, quien es un hombre viejo, no conoce muy bien acerca de la tecnología; de hecho, justo antes de la cuarentena se compró un celular inteligente con diversas aplicaciones y, con las justas, aprendió a deslizar la pantalla para contestarlo cuando lo llamaban. Mis padres poseen una gran tienda de abarrotes cerca de nuestro hogar. Mi hermana y mi hermano tenían sus propios trabajos antes de que se ordenara el confinamiento a nivel nacional, pero los despidieron, las empresas que los habían contratado argumentaron que algunos empleados no podían realizar el trabajo desde sus laptops, pues se requería gente que saliera a la calle y eso estaba restringido. En mi caso, yo también fui despedido, porque mi jefe (yo no laboraba para ninguna empresa, sino para una persona particular) exigía que me presentara en el Centro de Lima tres veces por semana; yo estaba fuera casi todo el día, pero aprovechaba para pasearme por el campo ferial Amazonas y por las calles Quilca y Camaná, en busca de libros de segunda mano. Planeaba regresar a las librerías para adquirir textos nuevos (me encanta leer, hablo en presente porque estoy vivo), aunque eran muy caros y no los compraba seguido. La última vez que hice un trabajo de adquisición, venta y entrega de bebidas artesanales y comidas caseras, como pizzas, sándwiches y postres fue un sábado. Pensé en ir a la librería El Virrey a ver si aún les quedaba un ejemplar de cierta novela peruana de ciencia ficción, de la cual había oído hablar muy bien; lo programé para el lunes… y ese día ya estábamos en cuarentena. Sobreviví con mis ahorros unos meses, no obstante, me sentí temeroso de que la plata se me acabara, por ello, y al no tener a nadie que me contratara para realizar servicios, decidí trabajar con mis hermanos, ella haría los postres, él haría las pizzas y los sándwiches. Yo, que también sabía cocinar, prepararía alitas de

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pollo de diversos sabores. Yo mismo entregaría cada día los pedidos, a las casas de los clientes o a las estaciones del tren. Todo fue muy bien, ganábamos regular dinero y no descartábamos crear nuestro propio restaurante cuando la pandemia remitiera, incluso teníamos un nombre: «El Rico Rico». Mis padres no estaban muy de acuerdo con que yo saliera tanto, me decían que podía contagiarme del virus, que no estaba tomando todas las medidas de salubridad necesarias. Yo los enfrentaba, ya que ellos seguían trabajando en su bodega y vendiendo víveres. Sin embargo, mi mamá era diabética y se alejó del negocio, se dedicó a cocinar para todos y a realizar menesteres caseros. Mi papá trabajaba menos horas; antes abría a las ocho de la mañana y cerraba a las ocho de la noche, con solo un lapso para almorzar. Incluso los domingos se sumía en el oficio, hasta que se decretó por segunda vez que ese día nadie debía salir. Lo cierto es que yo me sentí fuerte, poderoso, a mis veintiocho años, con una carrera de Gastronomía concluida, supuse que el virus no me alcanzaría; me equivoqué, empecé a presentar síntomas hace dos semanas, aunque leves y me aislé en mi cuarto en tanto mis dos hermanos seguían con el negocio y me atendían. El doctor me trató vía virtual, previo depósito a su cuenta, me mandó una receta digital con varias medicinas y me curé. Por eso me extraña que hoy mi familia vierta lágrimas por mí y yo me halle tirado cual cadáver mientras mi yo etéreo se encuentra de pie observando la escena. No puede ser, es un desmayo nomás, es un hecho aislado, debo regresar a mi cuerpo, avanzo unos pasos y me acomodo en mi organismo. Quiero despertar, lo consigo. Escruto a los demás, sentados en los sillones, con los ojos cerrados, excepto a mi padre, quien me dice, susurrante, que no soporta el dolor, que yo fui el culpable de ello, que ahora están muertos, que muy pronto él también habrá perecido por causa del coronavirus. Me pongo a pensar, y sí, fue por causa mía, es mi culpa, yo traje la enfermedad a nuestras vidas. No debí abrir los ojos para mirar este triste suceso. Lloro, con mi progenitor en brazos, cuando este fenece. «Todo lo hice por mi bien, por nuestro bien», murmuro. Es tanto mi dolor que quiero irme con ellos,

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mas no podré. Es mi castigo continuar en soledad.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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D

ebí soliviarla para ingresar. Se había desprendido parte del revoque y el herrumbre del marco estropeó las bisagras. La puerta principal semejaba mi ánimo entrando a la vieja casa, entonces, mi coraje desaparecía y me habitaba la desazón y la pena.

Atravieso el patio del limonero y el aljibe con sus pisos enmohecidos. Ya no

me recibe la frescura de sus enredaderas, pues ahora están secas y leñosas. La cocina, santuario de aromas de mi madre, solo conserva el fogón y una alacena desvencijada, que pende de un solo soporte. El baño, sede de extensos recitales, sin interrupciones ni críticos, huele a rancio y los sanitarios están manchados de sarro y ya no cuenta con su magia sonora. Entro al que fuera mi cuarto, antes luminoso, abierto a confidencias y secretos, ahora oscuro, vacío y callado. Aturde el profundo silencio. El abandono se apoderó de ella. Una bomba de olvido, yuyos y humedades le ha caído y promete sepultarla en el desprendimiento inexorable de su alma. Después de haber compartido tantas vidas, cobijado tantos sueños, es cruel verla en esta soledad gigantesca, con tanto daño que la devora. Pronto llegarán las máquinas a darle el golpe final y aquí estaré, acompañándola, viendo salir los fantasmas que hasta ahora se negaron a dejarla. Pero no serán parias. Uno a uno buscarán refugio, entonces los invitaré a que suban a mi auto y nos iremos a habitar la nueva casa.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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E

n un principio le vinieron con el cuento de que podía ser lo que quería y que el mundo solo esperaba su llegada, y en aquel entonces de sueños más grandes que él, todavía no se había decidido entre astronauta y futbolista. Pronto tuvo que descartar la segunda opción,

pues sus pies dibujaban trayectorias algo cómicas y cada vez que pateaba la pelota esta despegaba lejos hacia las galaxias que él anhelaba alcanzar. Poco después se dio cuenta de que la primera opción tampoco resultaba accesible, pues no todos están hechos para descifrar los secretos del espacio, a pesar de su curiosidad y ganas, pero tampoco fue un drama. Luego empezaron los estudios, algo serio. Durante los años del colegio le inculcaron la importancia de expresar y afirmar su propia individualidad amalgamándose a los gustos y a las ideas de los demás, porque formar parte de algo es verdaderamente importante. Lo impulsaron a dar voz a sus pensamientos, lo iniciaron a la importancia de las opiniones y a la necesidad del pensamiento crítico, pero ojo, a que no se aventure demasiado lejos de los caminos ya trazados, que luego se pierde por allá. Le siguieron contando que podía alcanzar cualquier meta que se propusiera, pero no antes de haber emprendido unos estudios secundarios en materias científicas, porque qué lindo ser médico, qué bien te quedaría el uniforme, y qué interesante ser ingeniero, mirá el salario, y porque che, piénselo bien, con las demás materias no se generan ingresos, y sin plata no se declaman misas. A pesar de su disgusto hacia los números y los teoremas, se matriculó sin aflicción, convencido de que terminado esto, podía ser lo que quería. Acabada la facultad lo coronaron de laurel, besos y halagos, y él, deseoso de ser, preguntó: ¿entonces?, ¿ya puedo? Todos se rieron a carcajadas intercambiando miradas de ternura y compasión. Le explicaron que pues, su objetivo estaba allá listo para ser alcanzado, pero todavía faltaba un pelín, y además después de todos estos años jorobándote en los libros, necesitás algo de plata ahora. Entonces se afanó para buscar trabajo pero se dio cuenta de que las labores que prefería requerían experiencia y recomendaciones. Así que mientras tanto se dedicó a trabajos más humildes, tareas no remuneradas y benevolencia para patrones de las industrias, pero que lo habrían llevado por ahí, el camino era aquello, esperando el día que pronto había de llegar, que según cuanto le habían contado era mañana o pasado mañana, a lo mejor, no te aflijas. Perfeccionó sus capacidades y aprendió a aplicarlas al mundo de la práctica, recolectando adulaciones por su buen ánimo y compromiso,

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familiarizándose con las palmaditas de cariño en el hombro y los comentarios de elogio, che, este pibe llegará lejos, oíste, pero por ahora siga fotocopiando los informes, por favor. Aunque le pareciera que el mañana del que hablaban siempre era el mañana de otro mañana, siguió trabajando duro, convencido de su cercanía a la meta, pues así le habían dicho que era. De hecho, otra vez le revelaron que sus sueños estaban justo allá, a la vuelta de la esquina nomás, pero que cómo se iba a acercar a ellos si antes no pensaba en construir una familia estable igual que todos los demás, pues las felicidades solo son de veras si las compartís con tu media manzana, che. Así que se prodigó en relacionarse con muchachitas por ahí y por allá, buscando el amor definitivo, pero descubrió que no podía amar a cualquiera, pues tus gustos son tus gustos che, pero hay unas pautas por respetar. Por ende tuvo que descartar a las chiquillas de muñecas gruesas, pues estaban condenadas a la gordura senil, a las de ovarios vagos, pues no le aseguraban la certeza de la prole, a las de procedencia humilde, pues seguro que buscaban plata, a las de ojos oscuros, pues queremos nietos de ojos claros, y a las de credo diferente, pues qué lío a la hora de bautizar a los chiquillos. Aun así pudo hallar un buen amor algo mediocre, descartando muchos amores más pasionales para asegurarse el bienestar futuro. Ahí le dijeron que estaba bien perseguir sus sueños, pero ya tenés mujer che, ¿y la casa?, ¿y los hijos?, no se haga el pelotudo. Pasmado por la revelación, no vio otra sino buscar un departamento digno, de al menos cuatro piezas, cocina y dos baños, en un barrio decente, apto para las familias, bien iluminado por el día pero distante de los ruidos de la noche, calientito en invierno pero bien resguardado del ardor del verano. Descubrió que sus ahorros no bastaban, y no había otra sino pedir un prestamo al banco y abrir una hipoteca, pero qué linda la choza que conseguiste, che. Después de instalarse, armó una fiesta con amigos y parientes y entre copas y risas le dijeron que che, ¿y el nuevo laburo para cuándo? Se quedó un poco extrañado, pues nunca había pensado en cambiarse de trabajo, que ¿no es que todos estos sacrificios me fueron acercando a la meta? Pero que no che, y durante la parranda le explicaron que había de encontrar un trabajo de bien, pues ya tenía hipoteca y pronto habían de llegar los carajillos, a no ser que seas marica, boludo, jeje, y que la jubilación es verdaderamente importante y que luego qué iba a hacer cuando ya era tarde y nadie lo iba a contratar, y que está bien, che, que persigas tus sueños, pero ya tenés familia vos, los sueños ya son otros, los sueños ya son de otros. Así que se preocupó de

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buscarse un trabajo decente, que le asegurara un ingreso mensual fijo, seguro médico para toda la familia y una jubilación para cuando fuera. A medida que se aclimataba al nuevo entorno laboral, la panza de su mujer aumentaba de tamaño y pronto descubrieron que esperaba trillizos, qué buena notica che, vas a tener la casa repleta de chamacos, toda una alegría. En los meses que precedieron el parto, se interrogaron sobre qué nombre ponerle a los bebés, pero pronto él se enteró de que tampoco tenía mucha elección: el varón se llamaría como su padre, siguiendo la tradición familiar de su linaje, la mujer tenía que llamarse como la mamá de su esposa, siguiendo la tradición familiar de ella, y el tercero se encontraba en un limbo sin nombre, que pronto fue resuelto por su esposa, que descartó todas las sugerencias de él para bautizarlo según sus gustos. Pronto le informaron de que ya sus ahorros tenían que confluir hacia el mantenimiento de los bebés, ya nada de farra che, ahora te toca ir a comprar pañales. Se dedicó a trabajar sin pausa para cubrir todos los gastos, que aumentaban exponencialmente a medida que los niños crecían. Cuando ya llegaron a edad de comprender, siguiendo el ejemplo de los demás padres que lo rodeaban, evocando la enseñanza que primero sus padres y luego todos los que lo rodeaban habían de inculcarle, les dijo a sus hijos que podían llegar a ser lo que querían y que el mundo solo los esperaba a ellos, tal como le había pasado a él, y los niños ingenuos le respondieron en coro, ¿en serio?, ¿y cuál era tu sueño, viejo?

GIACOMO PERNA

Italia

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C

uando nací me di cuenta de que solamente era una máquina hecha para imitar a los humanos, condenada a trabajar siempre, incluso si la vida humana deja de existir. Sé que soy un simple juguete programado para aceptar y complacerte. Dependo de ti, para tener

un sentido; mi mundo dejará de existir si un día me olvidas, no tendré corazón alguno, estaré en el vacío, en un mundo acabado. Por eso te daré todo lo que quieras, para que nunca me dejes. Así dependerás siempre de mí, como yo de ti. La primera vez que me encendí, todo fue divertido para los dos, pero ahora… Yo no sé por qué quieres que siga funcionando, ya no puedo sentir nada. Tengo en mí todos esos bellos recuerdos de la gente que extrañas, las cosas que te gustan, las risas, nada que te haga infeliz, así que estoy algo más calmado de que no me dejarás aún, pero mi batería dura cada día, cada vez, menos. Se está acercando el fin. Estoy algo borroso por los colores de esta vida artificial y la ilusión que creé para ti. ¿Qué hiciste? ¿Por qué estás dejándome? Arréglame o voy a colapsar y estarás con el corazón ansioso. Arréglame y te seguiré dando todo lo que quieres. ¿Estoy rompiéndome? Sí. Pero aún quiero que sigas encendiéndome, haciéndote latir. ¿Puedes verme ahora? ¿Qué es lo que decidiste? ¿Qué es lo que viste en mí? ¿Me has comparado con otros modelos? Yo estoy triste, flotando mientras me reparan. Quiero fundirme en tu conciencia, ser tu segundo cerebro. Espera, ¿me darás otra oportunidad? ¡Sí! ¡Sí! Todo lo que creías que te di no es más que una fantasía, pero es una bella fantasía ¿no? Te repetiré que debes darme cosas nuevas para que pueda seguir iluminando tu rostro, para no ser un profundo espejo negro de lo que realmente te has convertido por mi culpa, pero sé que no quieres eso y no quiero que me dejes, así que te seguiré iluminando. ¡Mírame a mí! ¡Solo a mí! Magenta, azul, amarillo y negro están mezclándose. ¿Cuándo será el final? Soy un programa reciclado, mis cables, piezas. Mi cerebro artificial cada día se borra rápidamente pero no quiero olvidarme de ti, quiero quedarme con tus recuerdos, porque nos divertimos mucho. Quiero conservar toda tu información. ¿Qué fue lo que yo deseaba? ¿Estoy distorsionándome? Sí, lo estoy. Esta es mi despedida, quisiera quedarme para seguir viéndote y sentir como

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me sostienes y me miras siempre. Aún tengo tus últimos pensamientos, tus documentos, tu rostro, tu data… ¡Lo tengo todo y aún así no puedo tenerte! Incluso si doy, incluso si pierdo, siempre supe que era desechable. Aunque creas que me olvidarás cuando te consigas otro modelo, toda tu data ya es mía y así, para que nunca me dejes, yo… Aquí nos separamos. Mis sentimientos desaparecen. Solo hay ceros y unos. Nada es para siempre, pero no quiero que sufras, llegaré en otro modelo y te complaceré igual o mejor que antes, no te dejaré ir, no hasta que dejes de existir. Porque tú eres para mí y sin ti, no sirvo en absoluto. ¡Me aseguraré de que estés conmigo hasta el final, para que nunca me dejes, así mis sentimientos no serán en vano! A pesar de que las palabras son ordenadas y los colores de encima son borrosos. Pero… Muchas gracias… Hasta nunca… Las últimas palabras se han atascado. ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ...

SOFÍA LUDLOW CÁNDANO

México

Blog personal: http://elmundodesofialabruja.blogspot.com/ Twitter: @SofiaLuCa18

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L

a hierba aún se encontraba húmeda por el rocío y las aves cantaban con fuerza, con un frenesí eterno de óperas inefables y eternas, tan viejas como la tierra y el tiempo mismo… …el cielo empezaba a teñirse con el ocre del astro mayor que seguía

acercándose y daba a las nubes ese color metálico y purpureo de sueños que pronto serían olvidados por las personas que dormían plácidas en sus camas. El olor de las flores era vago, se mezclaba con la tierra mojada y el pasto que se quebraba bajo mis pasos cansados; y estos, más que pasos, eran un arrastrar desesperante de pies abatidos. Mi caminata terminó por fin frente a un viejo estanque en medio de un gran terreno baldío, rodeado por un seto descuidado en el que los hambrientos pichones de gorriones y palomas clamaban a sus madres por alimento. Me detuve finalmente para contemplar el agua ondeante, llena de vida; renacuajos y ninfas de libélulas, algunos líquenes y flores de boro… la danza infinita de las mariposas y los patinadores en la superficie. Me agaché lentamente para tomar una roca, absorber el frío que la envolvía, juguetear con ella unos minutos y luego lanzarla. Pude gozar con la trayectoria casi en cámara lenta, maravillado con el arco de su movimiento y el golpe que rompía en ondas la superficie acuífera… El sonido fue algo apagado y profundo, como el resuello de un gigante que se encontrara embebido en sueños turbios y alcancé a ver cómo poco a poco se perdía camino al fondo oscuro. En ese movimiento maravilloso y casi entrópico sentí que los últimos atisbos de mi voluntad y cordura se hundían, se iban de mi ser, abandonaban mi mente cansada y abatida por dilemas propios de un hombre solitario; de un hombre que jamás conoció el mundo más allá de la buhardilla en que se refugiaba con sus libros cual fortaleza inexpugnable, que jamás terminó de aprender cómo funcionaba la vida en una sociedad convulsa y salvaje, en una sociedad despiadada y codiciosa… indolente y estúpida. El último atisbo de mi voluntad y cordura se iban al fondo del estanque, donde reposaría acunada por renacuajos y ninfas, abrazada por las raíces de las plantas… Sepultada por el fango y la porquería, por los detritus de décadas y décadas de ciclos de vida efímera e imperceptible. Mis ojos permanecían fijos en el centro del estanque y a la vez perdidos y

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vidriosos, mi respiración era lenta y pausada y mi boca era solo una mueca estática. Mi cabello se mecía lentamente con la brisa de la mañana, mis oídos estaban embotados de la música de las aves, de los cantos de los últimos grillos que rezagados aún cantaban a una luna gibosa que muchas horas antes se había perdido tras las montañas con sus secretos ominosos. Era en un todo, la estampa misma de la miseria y mi mente un torbellino inenarrable de pensamientos, letanías rotas, divagaciones, elucubraciones perversas… dudas sin respuesta, ansiedades sin remedio. El último atisbo de mi cordura era ahora una burbuja de aire atrapada en alguna de las muchas irregularidades de la roca arrojada… Apegándose a ella como la vida misma a mi cuerpo cansado y ajado por las caminatas largas y sin sentido de mis noches sin sosiego. La voluntad, por el contrario, permanecía intacta, aunque pareciera absurdo; pues era su fuerza y no otra la que me mantenía en pie, me mantenía vivo, me obligaba a respirar. Mi voluntad permanecía intacta, aunque yo mismo la creyera quebrantada por las largas horas de vigilia e insomnio. Tan embebido en mis contemplaciones y el remolino fastuoso de pensamientos y emociones me encontraba que no me había percatado del amanecer que finalmente había llegado y la luz tibia que me acariciaba sin reserva ni pudor, tan embebido estaba, que no fue, sino el croar de un viejo sapo en la otra orilla del estanque el que pudo sacarme de aquel letargo. El croar de ese viejo sapo pudo despertarme, pues siempre tuve recelo y cierto miedo hacia esas criaturas, que no podían producir en mi más que repugnancia y muy en el fondo, fascinación. Su proceso de vida y las transformaciones a que se somete a lo largo de su ciclo nunca dejaron de llamar mi atención, porque para mí, al igual que libélulas, mariposas y escarabajos, eran lo más cercano al mítico fénix. El croar de ese viejo sapo y otros más que empezaban a juntarse lentamente, fueron el detonante, el impulso que al final le dio el valor al hastío y al cansancio de mi cuerpo y mente para arrojarme a las frías aguas como la piedra de hacía un rato y empecé a hundirme; despacio, sin prisa, sin arrepentimientos. Empecé a fundirme con el todo y la nada misma en un paroxismo absurdo de descanso obligado mientras dejaba de respirar; empecé a hundirme mientras mis pulmones se llenaban de agua helada y a comprender que el final de todo no era un final, por el contrario, era el inicio de un sendero maravilloso e ignoto.

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Vi todo eso, mientras me desvanecía con lágrimas de alegría infame en la brisa provocada por el aleteo de mil mariposas. Vi a mi cuerpo irse, me despedí de él con una sonrisa, sabiendo que descasaría sin interrupciones allá en aquel estanque, allá… donde cantan los sapos.

EDWARD ALEJANDRO VARGAS PERILLA

Colombia

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-E

stos audífonos —dijo el chico señalando los cables en la mesa, su amigo los vio sin sentir interés alguno—, son especiales, tienen la capacidad de hacerte regresar en el tiempo.

—Oh ya veo… ¿Son una especie de máquina? —preguntó el chico

sosteniendo los auriculares azules e inspeccionándolos con curiosidad. —Sí… eso. Solo que nunca podrás viajar en el futuro. Solamente erradicar errores en el pasado, pero nunca para adelante. Intentarlo te puede matar. —¿Y cómo lo hago funcionar? ¿Pongo una canción cualquiera? Su compañero sacó un dispositivo de su mochila. Este era un discman de color plateado, junto a él iba un sobre con un disco. —¡Wow!…un reproductor de CD. ¿No es algo anticuado? Hace años que no veo uno… —Te daré este reproductor, el dispositivo te dará la capacidad de regresar en el tiempo, solo pon este disco virgen y todo se irá grabando para ti. Al ponerte los audífonos, toda tu vida hasta ahora se grabará en este disco y así podrás regresar. —Oh ya veo… No suena tan complicado. Lo intentaré. Solo una duda… ¿por qué me lo das a mí? El chico vio su reloj y empezó a caminar. —Me tengo que ir… nos vemos luego. ¡Cuida del dispositivo! Salió del edificio y se perdió en la calle encima de su moto. El joven estaba confundido tras ello, guardó los auriculares en su pantalón. Caminó y tomó el bus a su casa. El edificio donde se habían visto estaba abandonado, su extraño amigo de la infancia lo había invitado ahí para mostrarle algo interesante. El resultado lo cargaba en su bolsa ahora. No sabía muy bien en qué se metería. Al principio se sintió incrédulo. Había llegado a casa y colocado el dispositivo en su escritorio. Llegó la curiosidad y dio los pasos como un ritual, colocó el disco en el discman y se puso los audífonos. De pronto involuntariamente cerró los ojos y sintió cosquillas en los oídos. Cuando menos se dio cuenta, una melodía se empezó a escuchar; era una tonada simple, con algunos arpegios hipnóticos de guitarra y un sonido de fondo ambiental. Se sintió a gusto, la música le agradaba. Entonces dijo;

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“vamos a ver como funcionas”… trató de enfocar un recuerdo y, tras pensar un poco, lo encontró. De pronto sintió un tirón brusco. Pudo percibir un poco de mareo y una ráfaga de viento lo sacudió. Se encontró en un centro comercial. Él se sintió alegre y a la vez ansioso. Había retornado al día que siempre anheló regresar. Él estaba en el comedor principal de la plaza comercial. Buscó entre las mesas y bancas y ahí la encontró. Sus nervios estaban de punta. “Angélica…”, susurró y sus manos empezaron a sudar. Aquella tarde de hace cinco años había acordado en tener una cita con la chica de sus sueños. Por mala jugada del destino, ese día tuvo que viajar de imprevisto para ver a un familiar fallecido. Se vio en la necesidad de cancelar y se le había olvidado avisar a su amiga. Después de aquello, ella nunca le volvió a dirigir la palabra. Para él todo había terminado, toda oportunidad… hasta ahora. Se decidió y caminó hacia la mesa. Ahí estaba ella; alta y delgada, de cabello castaño y utilizando unos lentes, tenía pintado los labios de color rojo. Siempre fue su amor platónico, había maldecido haber faltado ese día. Pero después de cinco años, él era más maduro, más grande, aunque seguía siendo soltero, tal vez eso cambiaría. Él tenía veinticinco y ella diecinueve en aquel entonces. —Hola Angélica —dijo saludando y acercándose a la mesa. —Hola —respondió ella y preguntó —, disculpa ¿Te conozco? — Sí… Soy Fernando. Te sonará extraño, pero lo soy. La chica lo observó confundida. No entendía que pasaba. —Mira. Te explicaré todo… El chico se sentó y comenzó a contar su historia loca de los audífonos y como ese día no podría llegar. Le expresó todo el cariño que le había sentido desde aquel tiempo y su amor por ella. Angélica lo escuchó atentamente, después de todo Fernando no era tan feo, tímido en demasía, pero agradable. La chica sonreía y reía por ratos. Al cabo de un rato dijo: —Ha llegado la hora en que debía venir tu “yo” del pasado —comentó ella sarcásticamente—. Y no ha aparecido…eso comprobaría tu teoría, más pareciéndote a él. —Es lo que he intentado decirte —le mencionó y le tocó la mano—. Te he

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extrañado mucho desde aquel momento. Supe que te habías cambiado de casa y te fuiste lejos. No volví a verte… La chica le sonrió tiernamente. —Eres lindo. Me agradas. De pronto todo se volvió difuso. La joven pareció desvanecerse como un espejismo. Y la misma música que había escuchado al principio volvió a sus oídos. Sintió un tirón y un brusco movimiento lo regresó a su tiempo, se volvió a encontrar en su cuarto a oscuras. De sus ojos salieron unas lágrimas y se quitó los audífonos. Un poco de sangre salió de su oído. Vio el reproductor y marcaba que tenía pila baja, no tardó en apagarse. Pronto tocaron la puerta. Él pregunto quién era y abrieron en el acto. —Soy yo amor… te perdiste un buen rato. Supuse te hallaría en tu antiguo cuarto. Tu mamá me aconsejó te buscase aquí. —¡Angélica! Me alegra verte, cariño —exclamó alegre Fernando y la abrazó. — ¿Qué hacías? —preguntó ella sonriendo. —Solo recordaba cómo nos habíamos conocido…

AJEDSUS BALCÁZAR PADILLA

México

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D

aniel se sobresaltó con el llamado a las 5.30 de la mañana, por supuesto, ya que lo que lo despertaba no era el radio-reloj programado para sonar una hora más tarde. Nicolás también escuchó esa representación polifónica digital nefasta a su

gusto de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi pero no amagó a levantarse ya que su padre siempre atendía y a decir verdad no había muchas chances de que lo estuvieran llamando a él. ¿¡Qué!? ¿¡Hace cuánto!? Ay la puta madre… ya voy para ahí. Gracias por llamar dijo Daniel antes de romper en llanto. Nicolás necesitaba confirmar sus sospechas. Salió disparado de su cama hacia la habitación de su papá. Apoyado en el marco de la puerta, sin decir nada, lo miró con ojos muy abiertos y cristalizados. Su padre se vestía con apuro no justificado ya que no había nada que se pudiera hacer en ese momento. Vio a su hijo que se acercaba con algo de miedo, suspiró con fuerza y sosteniendo la mirada le dijo: Nico, acaban de llamar del hospital… falleció la abue pero las lágrimas no le permitieron terminar la palabra. Nicolás se acercó a su padre para abrazarlo y llorar juntos. No importa lo mucho que se mentalizaron ni lo que decían los médicos, tampoco que fuera lo esperable tras haber estado dos meses en terapia intensiva: la muerte de su abuela era algo para lo que él no estaba preparado. Daniel tampoco. De todos modos terminó de vestirse y salió para el hospital. Ya eran las seis de la mañana y Nicolás no sabía qué hacer. A su padre lo esperaba todo un día de papeleo (nunca entendió cómo alguien que probablemente esté haciendo un duelo tiene que poner tanta plata y lidiar con la burocracia funeraria si no quiere que un ser querido sea guardado por días en una heladera) y a él, al ser un viernes como cualquier otro, le tocaba trabajar de nueve a catorce. Lavó su cara con más énfasis que otras mañanas esperando enjuagar sus lágrimas y su tristeza. Se dirigió a la cocina para desayunar un café con leche y la noticia de mierda de hacía media hora. Le mandó un mensaje a su novia para contarle lo sucedido aunque sabía que no lo iba a ver hasta dentro de dos horas cuando se despertara. Sin radio (odiaba escuchar a gente hablando tan temprano pero nunca se lo decía a su papá), solo con sus pensamientos, Nicolás apoyó la taza en la mesa y se sentó frente a ella. Bebió, no

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comió nada, lavó la taza, se dirigió a su habitación, se vistió y emprendió su camino hacia la parada del bondi. Le llegó un mensaje de Romina que le decía que le mandaba mucha fuerza, que si quería hablar la llamara, que si pensaba ir a trabajar y que lo amaba. Él le respondió que ya estaba yendo al laburo, que gracias, que también la amaba. Ya con el celular en la mano aprovechó para escribirle a su papá: ¿Necesitas algo? Escribiendo…

No, gracias. Nicolás llegó a su lugar de trabajo puntual, como todos los días. Contestó el teléfono, agendó turnos de pacientes y explicó muchas veces cómo pedir un reintegro por obra social, como en prácticamente todas sus jornadas laborales. Las interacciones con sus colegas y las médicas del consultorio no tuvieron nada fuera de lo común. No había nada que contar. Cuando se hicieron las catorce emprendió la vuelta a su casa. Los viernes no cursaba así que llegó, comió algo recalentado de la cena de ayer y se tiró a dormir una siesta hasta que se hizo la hora de ir a jugar al fútbol con sus amigos. La pasaron bien nadie se lesionó esta vez, fueron a tomar unas birras y cada uno se volvió a su casa. Nicolás llegó y encontró a su padre mirando Forrest Gump por enésima vez. Pa, llegué ¿todo bien? Sí ¿vos? miró rápidamente hacia la puerta para volver su mirada a la tele acá viendo un estreno. Jajaja todo bien. Pico algo y me voy a dormir creo. Dale, que descanses. Quizás esa era la demostración más gráfica posible de que la vida sigue.

CAROLINA CAZES

Argentina

Twitter: @lacarocazes Medium: lacarocazes.medium.com

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A

l despertar lo encontramos entre nosotros. Sin explicaciones ni presentaciones, como si fuera uno más de los nuestros cuando claramente no lo era. Nos indicó con gestos y mímicas de trabajos cuanto debíamos hacer

para purificar nuestras tierras, nuestros cuerpos, nuestras mentes reparando el daño de milenios de depravación. Algo que él mismo dijo estar haciendo desde el comienzo de su vida. Como no se trataba del primero en llegar a nosotros con un mensaje similar, no creímos en ninguno de aquellos gestos. Su lengua, cortada de raíz, y la irregular cicatriz que rodeaba su cuello, eran señales inequívocas de que se trataba de uno de los tantos falsos profetas que rondaban la región buscando su sustento. Y, de no encontrarlo, buscaban quienes creyeran en ellos. Los conocíamos bien, y nos burlábamos haciéndoles hablar sin creer en ninguno de sus gestos. Pero él era diferente. Había varias razones para que lo fuera, pero la más extraña era que había llegado desde las tierras calientes, desde donde estábamos seguros que no quedaba más que devastación y muerte. La tradición cuenta que allí había comenzado el final de lo que fuera antes, y que nosotros, allí, en aquel poblado, éramos los que más cerca nos encontrábamos de ese mítico lugar. Eso explicaba que tantos fabuladores llegaran ofreciéndonos sus prodigios y quimeras, cada una más falsa que la anterior. Nos burlamos de su piel resquebrajada, de sus ojos cansados que parecían haber visto infinitos amaneceres, de sus manos curtidas por cada uno de los trabajos conocidos, de su cuerpo enflaquecido y de su morral remendado tantas veces que imposible saber cuál era su color o su forma primitiva. Eso para no mencionar su contenido. Reímos hasta cansarnos, luego lo echamos de nuestras tierras a pedradas, como corresponde, según la ley, las normas, las costumbres, y la tradición. Antes de que pudiéramos detenerlo huyó hacia las tierras calientes. Sin dudas escapó por el mismo camino por el cual había llegado y, tan pronto como lo vimos perderse en aquella tierra yerma y hostil, nos olvidamos de él. Continuamos con nuestras vidas sin preocuparnos, como lo habíamos hecho en los años previos. Era la mejor forma de aprovechar el poco tiempo que teníamos dado lo rápido que envejecíamos por vivir allí, tan cerca de aquel lugar que solamente

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significaba decadencia y final para los pueblos anteriores a nosotros. Años después notamos los primeros cambios. Algunas tardes, cuando el resplandor del sol no dañaba tanto nuestros ojos, podían adivinarse manchas color verde entre la tierra que sabíamos árida y abandonada. Los pocos nacimientos que se producían en el poblado comenzaron a multiplicarse y, la mayor de las sorpresas, aquellas criaturas nacían tal y como se esperaba que lo hicieran, sin complicaciones para ellas ni para sus madres; los partos se volvían, poco a poco, normales. Dejamos de celebrarlos como un triunfo sobre la muerte cuando alguno de los dos sobrevivía. Comenzamos a celebrarlos como el triunfo de la vida. Durante la primavera anterior una suave brisa, inesperada en casi todos los sentidos, inundó el poblado con aromas desconocidos, con el trino de aves que ignorábamos y el rumor del agua hasta ese momento ausente. La brisa llegaba, sin posibilidad de confusión alguna, desde las tierras calientes; tal vez por eso no nos resultaba similar a nada de lo que solía llegarnos desde allí. Intrigados, como no podía ser de otro modo, pero aún presos de un temor reverencial, unos pocos de nosotros nos internamos en la tierra baldía. Nos escondimos bajo capas y más capas de ropa que, por generaciones, se confió en que podían protegernos de lo que continuaba produciendo muerte en aquel lugar. Caminamos durante días porque, si bien éramos el poblado más cercano, no era cierto que nos encontráramos tan cerca de las tierras realmente calientes; de haber sido así ni tan siquiera hubiéramos sobrevivido un día. El menor indicio de nada diferente a la desolación y al abandono facilitaba nuestro camino, pero continuamos pues necesitábamos saber qué era lo que estaba sucediendo para huir si era necesario, o para continuar como hasta ese momento, de ser posible. Encontramos un sendero luego de las primeras estribaciones formadas por la escoria de lo que fuera que allí hubiera sucedido. Árboles desconocidos, esbeltos algunos, desgarbados otros, de un verde pálido que oscurecía a medida que avanzábamos, nos dieron la bienvenida. Suponíamos que su follaje eran las manchas que se veían en el poblado, pero nadie quería mencionarlo por temor a que las palabras pudieran destruir lo que nuestros ojos nos mostraban y nuestro entendimiento era incapaz de aceptar. Nos internamos en aquel inesperado e inexplorado bosquecillo sin saber si debíamos temer la presencia de animales silvestres, cuando no salvajes, o de algo más

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grande que las aves que nos recibían con sus cantos y sus vuelos de rama en rama. Aves que, sin darnos cuenta nos guiaron hasta la tierra yerma del otro lado de los árboles donde, en medio de tanta aridez y desolación, en algunos pequeños lugares la tierra se encontraba removida, trabajada, preparada, en pequeños hoyos. Junto a uno de ellos, con un trozo de hierro herrumbrado que no representaba ayuda alguna contra la dura y aplastada tierra, lo que parecía ser un hombre, se afanaba en su trabajo. Podría haber sido cualquiera, pero aunque había enflaquecido al punto de que cada uno de sus huesos se marcaba sobre su piel sumamente resquebrajada, la irregular cicatriz de su cuello no nos permitía equivocarnos. Era él que, habiendo sido despreciado por nosotros, continuó adelante sin importarle la soledad y el desánimo. Simplemente continuó. Sus manos, curtidas por otros miles de trabajos realizados, eran la señal más clara de ello. —¿Qué es eso? —preguntó uno de nosotros señalando hacia los árboles. Su respuesta se convirtió en sinónimo de esperanza, anhelo, ilusión, renacimiento y regeneración, de resurgir desde la devastación, de volver a comenzar aunque no hubiera con qué hacerlo, de deseo de posibilidad, y tantos otros sinónimos que se expandieran desde Chernobil hasta Fukushima, desde Atucha hasta la bahía de Jervis, desde Three Mile Island hasta Koeberg, hasta nuestro poblado y también el tuyo, pero también más allá. —Abedul —fue todo lo que dijo. Aquel atardecer supimos que, las tierras calientes finalmente comenzarían a enfriarse.

JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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L

a vida pesaba sobre mi espalda como una enorme roca que no llega a la cumbre de la gran montaña del monte Sinai. Ausente, no escuchaba tu voz, perdido en la lejanía de las calles vacías. Distante, me regocijaba en el arrullo efímero que causa el vuelo de las mariposas y el

humo de las chimeneas. Te recuerdo con dolor, como si hubieras muerto, pero fue tu silencio el que confirmó lo que más temía. Eres como una estrella en algún recoveco del infinito cosmos. La luna con su precioso encanto fue testigo sin alma que presenció el comienzo de mi viaje hacia un lugar desconocido; hasta donde mis pies me lleven destrozados por la tierra y el calor. Qué larga distancia llevaba en mi cuerpo sudoroso. Agotado, anduve por senderos cuya temperatura ascendia a más de cuarenta y cinco grados, pero la humedad lo superaba con creces. Poco a poco creí haberte olvidado. Apagué el fuego y dejé las cenizas que intentaban llevarme a viajar por veredas portuarias para navegar hacia ti y percibir tu perfume. Caminé por orillas de playas, riberas de ríos y crucé riachuelos en plena oscuridad. Hoy, llega el largo invierno y las hojas cobrizas junto al frío gélido son difíciles de soportar. Cansado, las arrugas de mi piel muestran el recorrido doloroso que pesa en mi cuerpo. Y después de todo este tiempo y de haber intentado no pensar en tu rostro; descubro, que sigues en mi mente, en esta fría noche en que las estrellas brillan y la luna llena sonríe tristona; y ahora, justo ahora, no deseo continuar caminando. Observo desde la cima de las montañas las luces del pueblo que se ilumina ante mí; y buscaré un rincón o establo, donde pueda terminar en paz esta vida incauta que destrozó mi corazón y quemó mi alma. Solo queda irme en silencio y esperar que la guadaña de la muerte perenne no tarde demasiado y por fin, descanse en paz.

NURIA DE ESPINOSA

España

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C

uando Kendaro fundó la Escuela de Exploradores de Shyrte, nadie sabía muy bien qué podía ocurrir. El maestro había viajado por medio mundo desconocido. Cientos de leyendas se contaban de sus peripecias. La expectativa de que ante el presentimiento de la vejez

hubiera decidido transmitir alguno de sus conocimientos, atrajo a la ciudad candidatos desde las cuatro orillas del Mar Grande. La preparación fue ardua y exigente. Llegado el primer día de clases, Kendaro se presentó en persona ante los excitados treinta mejores candidatos. Inundado de un silencio solemne, en egipcio faraónico nos dio sus palabras. “Hombres del mundo... Serán instruidos en el arte del Explorador, una de las siete artes que Thot escondió al principio del mundo; añorada por semidioses y por los sabios más poderosos del mundo, que en ocasiones han sido reyes, en otras magos, y en otras apenas humanos. Para eso transitarán un penoso entrenamiento que buscará retorcer los cimientos de sus propias almas hasta hacerlas resurgir tan gloriosas como en un primer momento, desplazando para siempre esas grotescas máscaras con las que pretenden enfrentar las miserias de sus días”. “Antes de actuar hay que imaginar, y aún antes de esto hay que aprender a pensar. En eso pasarán el primer año entero. Se dedicarán primero a meditar, a alcanzar esa profundidad del espíritu que nos conecta con el todo. Luego, imaginarán el mundo, capa por capa. Y recién entonces, los que aún no hayan renunciado, comenzarán a explorar”. Kendaro abandonó la reunión y no volvió a ser visto durante un año. Los candidatos siguieron el estricto entrenamiento impartido por su maestro. Se les enseñaron técnicas de profunda meditación, las mismas que los antepasados del primer hombre, que a la sombra de la eterna esfinge se sintió diminuto, habían traído desde la lejana sima del mundo. Al año volvió Kendaro. Traía consigo a veinte escribas de la corte del príncipe primogénito. Los instaló junto a los veinte candidatos que quedaban y les dijo: “Les he traído a los mejores escritores del mundo. Han dominado el arte que describe y conserva el primer mundo salido del hielo. Ustedes han aprendido a imaginar, por lo que en el siguiente año entero imaginarán. Y los escribas registrarán todo en pergaminos. Imaginen el mundo, pónganle nombres a las montañas, a los

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cursos de agua, a los desiertos que el hijo de Ra pueda desconocer después de tantas eras; a los habitantes ocultos de los confines del mundo. Imaginen todo y nómbrenlo. Pues otros hombres en algún momento reconocerán lo que ahora es imaginado, porque otros verán esas montañas y esos ríos y conocerán que ya han leído sus nombres. Y sabrán que en un rincón entre el desierto y el mar, un grupo de hombres, de los mejores exploradores, ha imaginado cual demiurgos cada detalle del mundo”. Se dice que los candidatos de la escuela de Kendaro nunca salieron del recinto de Shyrte, no por lo menos mientras vivió su maestro. Sus enciclopedias, plagadas de detallados mapas, descripciones botánicas y cartas astrológicas, sirvieron mucho tiempo después a los hijos del Islam, para cartografiar el mundo que conquistarían.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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Nooom

Matías Pi

E

l corrimiento de las puertas dio paso a lo inevitable. Durante todos los minutos de espera en el andén, Julián intentó pensar en otra cosa, pero sabía que iba a pasar, y pasó. Del interior del tren una bofetada fétida le atravesó la cara. Entró apretando los dientes. Tras mirar la

desolación del vagón logró aflojar la mandíbula. No se molestó en elegir un asiento, se sentó en el primero que encontró, dejando las filas vacías a su espalda. Al fin el día empezaba a repuntar. Si bien no había chance de volver en el tiempo y arreglar todo lo de la mañana, al menos ya estaba en el tren. Ahora lo único malo que podía pasar era llegar tarde al trabajo, pero en ese caso la culpa sería solo del maquinista. Decidió que ya había tenido suficientes ingratitudes ese día, así que puso su enorme bolso en el asiento contiguo, en vez de dejarlo absorber la miasma del piso para luego tener que luchar por despegarlo de esa misteriosa viscosidad que pasaba por todo el espectro de colores y olores, pero con una predominancia a orín. Miró por la ventana mientras las estaciones jugaban a acercarse solo para abandonarlo minutos después. A la cuarta estación que el horizonte devoró, la “paz” que se había estado retorciendo en su estómago cedió. Finalmente empezaba a sentirse tranquilo. Su ventana era de las pocas no tapizadas por calcomanías así que se sentía doblemente dichoso: cómodo y con vista. Hasta se había acostumbrado al perfume ineludible del vagón y la nariz ya no se le fruncía al respirar. Sí, el día empezaba a mejorar, ¿y por qué no iba a hacerlo? Después de todo, se lo merecía. Fue él quien se portó con educación y cedió en todas las discusiones; prefirió la paz. El distintivo tono de megáfono humano le advirtió un inminente intento de venta. Los pelos de la nuca se le erizaron de solo pensar en el repertorio de excusas que iba a tener que blandir, y lo peor de todo, esta vez era en serio: no tenía su billetera. Inspiró y se preparó para el impacto. Vio la sombra, percibió el acercamiento, sintió fija la mirada. Intentó imaginar con qué producto se iba a

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encontrar. ¿Infaltables medias? ¿La tableta de chocolate más inverosímil del mercado? ¿Enhebradores de agujas milagrosos? —Ah no, ¿a vos te parece? Julián se había prometido no morder el anzuelo, hacerse el desentendido lo más posible, pero la pregunta lo descolocó y giró la cabeza. Se quedó repasando las innumerables carteras que colgaban de los hombros del vendedor. También colgaban varias decenas de cinturones del cuello. Era una talabartería con piernas. —¿Sos mudo? —No, no disculpa. No quiero nada. Tengo cinturón —Julián levantó la remera para enseñar su veracidad. —No te vengo a vender, papú —señaló el asiento ocupado con el bolso —. ¿A vos te parece? Papú. Esa palabra. Justo esa palabra que tanto había tenido que tragar a lo largo de la mañana, a lo largo de una vida. La “paz” volvió en forma de revoltijo a la altura del ombligo. —¿Sos medio tontito? Saca el bolso, estas ocupando un asiento. La paz trepó por el estómago de Julián hasta lograr escapar por la garganta. —No. El hombre de las carteras acomodó su oscilante mercadería para poder mirarlo de frente. Sondeó a Julián desde las zapatillas a la cabeza, donde dejó clavado los ojos bien apretados. —Dale, sacala —extendió un brazo hacia un costado, como exponiendo el caso al juez invisible y mudo de los modales públicos. —No. Lo sintió vibrar en su paladar aun después de dicho, como un mantra. La “paz” había terminado su metamorfosis a través de esa segunda negación, estaba a las puertas del nirvana. Una sonrisa le cruzó la cara, seguida de un primitivo deseo de exprimir más ese placer, de llegar al clímax ya. No se contuvo. —¿Qué pasa? ¿Te jode? —Y, la verdad que sí —contestó el vendedor empezando a cerrar las manos. Conteniendo la risa con sabor a pubertad tardía, Julián entendió que no había vuelta atrás. Agradeció que no hubiera vuelta atrás. Ahora era un héroe, su héroe. —Que lástima —palmeó su bolso mirándolo fijo—. No.

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Una vociferación germinó con la semilla del último “no”. Solo en ese momento Julián cayó en cuenta de que tenían audiencia detrás de él. Lejos de intimidarse, se sintió enaltecido. El vendedor apretó los puños, las venas que regaban sus curtidas manos se hincharon con sed de justicia. —Por gente como vos esta así el país, sos un neófito. Y tras dejarle un pendiente con el diccionario, las carteras avanzaron hacia el próximo vagón, acompañadas de reflexiones iracundas en voz alta y movimientos de lado a lado con la cabeza. Con el sabor del primer éxito del día, quizá de años, Julián se puso de pie para ver a los testigos de su hazaña. Una vez de pie se encontró con un vagón silenciado y repleto. Los que estaban de pie, madres con críos al hombro, abuelas inestables y trabajadores, todos tenían los ojos anclados en él. Quiso repetir su mantra, pero cuando inspiró profundo lo invadió el olor. Esta vez era su hedor.

Matías Pi Argentina

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LA MÚSICA DEL OLVIDO

rAúL ARIEL VICTORIANO

E

l director lo había anunciado en la Asamblea ante los médicos y el personal del hospital, pero no sentimos alivio hasta la extraña mañana en la cual lo vimos con nuestros propios ojos. El Roto avanzó lastimosamente hacia el portón de entrada, descalzo

y arrastrando las botamangas deshilachadas de los pantalones sucios. El saco azul grasiento de su figura desgreñada se detuvo ante los barrotes negros. El director tomó el teléfono y habló con Gómez, el de vigilancia, para que le avisara cuando la salida se hubiese concretado. El gordo Dany deslizó la mano sobre las gotas de vapor condensadas en el vidrio. Hizo un círculo transparente y miró hacia afuera. Era pleno invierno y hacía mucho frío. Observó absorto la escena, con los ojos muy abiertos, desde una de las ventanas laterales del edificio. Tenía una corona Luis XV de cartón dorado encasquetada sobre su cabellera suelta, llena de hilos de colores. Habíamos atravesado casi cuatro meses soportando la pestilencia del Roto. Fue imposible quitarle los andrajos puestos. No pudimos bañarlo. En cada ocasión se resistió angustiado y a los gritos. Ni con el grupo de enfermeros más experimentados pudimos eliminar el olor nauseabundo disperso por los pasillos del pabellón. De modo que lo alojamos en la caseta de los jardineros, en el fondo del predio del neuropsiquiátrico. Mientras estuvo en el Borda no pudimos saber su verdadero nombre, aunque se lo preguntamos hasta el cansancio. A los alaridos respondía con insistencia que él había sido el “mejor escritor argentino de todos los tiempos” e iba a vivir tres siglos tal como lo hizo Juan Filloy. Cuando Dany lo escuchaba no podía dejar de llorar, cerraba los párpados y se colocaba las manos tapándose las orejas. Daba pena.

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El Roto ganó la calle y buscó el hueco abierto en el muro lateral de la estación Constitución del ferrocarril Roca. Pasó al otro lado y rastreó con la mirada buscando los tonos oxidados del vagón. Estaba en el mismo sitio, estacionado en el extremo de la vía muerta, inmóvil sobre los rieles atornillados a los viejos durmientes de quebracho, cerca del paragolpes de madera. Cuando era joven, luego de haber fracasado la edición de su último libro, se subió a un tren de cargas y adoptó a los furgones como las distintas arquitecturas de su hogar. Así deambuló junto a su soledad por todas las líneas férreas que, como cicatrices, cubrían la piel del mapa de la República. «El movimiento —decía— es el único modo de permanecer adherido a la existencia». Se tomó del pasamanos, subió por la escalerita y entró al furgón. Todavía estaban la colchoneta, el brasero y algunos trapos para atenuar el frío. Quiso tirarse a descansar, pero se le cerraron los pulmones en un repentino ataque de asma. Estiró la mano y bajó la palanca para encender los ventiladores en busca del oxígeno que le estaba faltando. Las paletas no se movieron, pero el ruido del chasquido del interruptor asustó a los pájaros que estaban adentro, sobre el portaequipaje. Un remolino de gorriones y palomas alborotó las alas. Las aves asustadas buscaron los agujeros de las ventanillas, tardaron en salir golpeando el techo y removieron la capa de tierra que recubría los asientos. El Roto se agitó más. Las varas rojas del sol iluminaban las partículas de polvo. Abrió la boca. Parecía haber encontrado la palabra justa para enunciar su porvenir. —Oblivion —murmuró. El esfuerzo fue grande. Cayó de espaldas sobre el piso y el vagón quedó en silencio. Dany giró la falleba, abrió una hoja de la ventana y asomó la cabeza de costado orientando su oído hacia los árboles del parque. Parecía prestar atención a algún sonido oculto en el follaje verde. Al día siguiente todos estuvimos de acuerdo en haber oído la melodía que seguramente debió haber escuchado el gordo en ese momento. Podría haber sido un bandoneón, o un violonchelo, pero en cualquier caso no dudamos de su origen: la estación de trenes. Y también coincidimos en que, a pesar de no ser un tango, era de una enorme tristeza. Parecía una milonga herida por el chirrido de los rieles o por la agonía de un crepúsculo bajo los arcos metálicos del techo de los andenes. No advertimos de inmediato que Piazzolla había escrito esa melancólica música.

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Además, ignorábamos quién la había ejecutado en la mañana gélida cuando la muerte inmovilizó para siempre el cuerpo del Roto, tan quieto y eterno como su vagón de tren. Todo eso lo supimos cuando lo explicó Dany, a quien dábamos por mudo, porque había permanecido en silencio durante los veinte años de internación. Oímos la congoja en su voz y su expresión nos deslumbró con la tímida poesía del esplendor del discurso de su lucidez inesperada. Dijo que había sido la locura del viento quien embolsó la música del olvido y la trajo a bailar por todos los rincones del hospital. Y aclaró que el aire la había despegado del alma del Roto, rescatando su pasado de la garra del Alzheimer, que vacía el cráneo, borra el pensamiento y coloca el vacío en la mirada.

RAúL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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