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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6
NRO 63 — mayo 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE EL PASO DE LAS HORAS LUMBRE
ADÁN ECHEVERRÍA 7
RAÚL ARIEL VICTORIANo 15
la muerte del ocaso
baltasar Botavara 20
DOS GOTAS DE LITERATURA JONATHAN CAICEDO GIRÓn 25 las cartas la mirada
juan velis 35
lucía oliván santaliestra 44
LA VIAJERA TRIBUNAL MILITAR
LIDIA J. LEZAMa 49 (SEGUNDA PARTE)
CARLOS M.
FEDERICI 53 UNA PEQUEÑA CONFUSIÓN LA LUZ REFULGENTE
MIRNA GENNARO 68
LA MÁQUINA VINTAGE DIOS 2.0
LUISA MELGAREJO 66 MANUEL SERRANO 72
NIEVES PASCUAL SOLER 74
MARQUISE DE CHOCOLATE GUSTAVO VIGNERA 76 TRES CUARENTA Y CINCO DE LA MADRUGADA R.G.ASTRID 82 HABILIDAD PANDÉMICA
MARÍA DEL CARMEN
RAMACCIOTTI 87 EL CAZADOR
J.R. SPINOZA 90
PANDEMIA Y SOLIDARIDAD HUGO VIGLIETTI 94 EL DESAHOGO DE UN SOLDADO RASO JAVIER LEÓN MANTILLA 101 BAJO EL MANTEL
GRACIELA MATRAJT 104 5
EL MÁS HERMOSO AMANECER CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 108 LA CARCAJADA HIRIENTE
FRANCOIS VILLANUEVA
PARAVICINO 113 ÁREA DE ESTUDIO
WILLIAM DOVE ESTRELLA 118
SU SOMBRA DANIEL GUSTAVO LESCANO 125 RELAX GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTE 128 EL CORAZÓN DE LOS CELTAS CARLOS YERA OJEDA 133 ZOMBI PLÁCIDO ROMERO 137 SUPLEMENTO TRENES JEFE DE ESTACIÓN OSVALDO VILLALBA 142 ÁNGEL DE LA GUARDA MARINA GÓMEZ ALAIS 145 QUINCE MINUTOS PARA EL PRÓXIMO TREN PI 148
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MATÍAS
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L
as cinco y, como tú, son miles que por todos lados corren a saturar las oficinas. Visten la misma ropa ajustada, las botas industriales y el mismo corte de cabello al rape; van y vienen por las calles y avenidas; dentro de los túneles, en los elevadores, adheridos al calor de los
amaneceres; corren hacia el trabajo pero con la mente, igual a ti (al menos siempre lo has sospechado), en el deseo que su turno concluya sin sobresaltos. Cuando comienza el día te das prisa porque los relojes siempre se adelantan. Necesitas escuchar el acostumbrado zum del láser al deslizar la tarjeta, que te recuerde que solo eres alguien más a enfrentar su ineficiencia. Despertares amodorrados en que los noticieros de la televisión empiezan puntuales (cuatro de la mañana). Servir el desayuno en esta oscuridad que retrocede. Células desprendidas por el vaporizador y salir hacia el trabajo. Cumples la rutina con exactitud, necio ante la idea de que ella pueda enterarse: has cambiado, recapacitas sobre tus ideas que la consumieron en esa angustia de perderte. Ese sentimiento corriendo por el sueño: despertaba a intervalos, sudorosa, presa del pánico porque te quitaras la vida. Ella no está más en casa, ni en la cocina ni dentro del vapor que exhala el cuarto de baño. La noche se mantiene pero, en el horizonte, esa blancura anuncia la mañana. Miras las mujeres a tu alrededor, y reniegas ante los colores tristes que el gobierno les permite vestir. Recuerdas los días de juventud, cuando todo era un despuntar de curvas, prepararse a soportar el deseo en las pieles agitadas; ellas enarbolando, sin censura, el centelleo de la moda. Sonríes por el recuerdo de los errores a que se dejaban arrastrar cuándo, sin complejos, abarrotaban las discotecas ávidas de explorar el mundo. Qué mejor sitio para perseguir y sitiarlas como presas de tiro. En los corredores de la disco, los hombres bebiendo y fumando mientras traman la celada. Qué diferencia con las actitudes feministas de ahora, cuando las mujeres que desean procrear acuden a los bancos de semen a diseñar el modelo de hijo que quieren tener. Someterse al implante, y esperar. ¿Dónde quedó la algarabía del recorrer las pieles, la sudoración de los jadeos? La viste reír en un rincón apenas iluminado de la discoteca. Bebías, solitario, en la barra. Los ritmos y el juego de los láseres chispeando sobre los espejos y las 8
cabelleras ondulantes. Una luz platinada mostrándote su faz, la cuadratura de su cara, nariz pequeña; esa redondez de ojos remarcados por el maquillaje. Los medianos labios pintados de negro. Ella igual te miraba mientras carcajeaba por alguna broma. Un remolino circuló tu pecho y salió por los ojos cuando leíste en la distancia aquel Hola repentino. Continúas junto a las mujeres de este día en que todo parece tan lejano e ilusorio. En el sonido ambiente dictan la hora: cinco y diez minutos; otra vez la música instrumental de la programación diaria. “Ni colores en la ropa ni excesos en los decibeles, para manejar los impulsos del carácter hay que dominar los pensamientos”. Les miras las piernas, los senos oprimidos, ¿dónde la coquetería de antaño?, la piel al natural y los rostros áridos. Sabes que en alguna guardería han quedado sus pequeños a enfrentar su propio mundo, sin imaginar los cambios que acentuará el tiempo en sus vidas. “Cómo quieres que piense en tener hijos, no te das cuenta que están hurtando las emociones”. Quizá debiste acceder a su petición y depositar el semen en el banco, o al menos mostrarte interesado en construir una familia. Tal vez todo hubiera sido distinto. Nunca estuviste de acuerdo con ella cuando dijo que se apresuraron a compartir casa, aunque quizá tuvo razón. Tenían planes diferentes: ella y sus clases de yoga, voluntariados, servicios en la iglesia, el tai chí de todos los días; mientras tú disfrutabas pasar el tiempo en el campo, ofreciendo proyectos a los comuneros, recorriendo las veredas donde el olor a hierba húmeda se trepaba a las botas y los pantalones, era mejor que permanecer pegado al escritorio de la oficina entre paredes blancas y cajas con papeles de archivo rodeándote. No te enojó que persiguiera cuanto mecanismo de autoayuda le sugirieron. Al principio la idea era aceptable; la habías conocido como chica disco y ahora recuperaba el tiempo “buscando el interior de su alma” como solía decirle a sus prolongadas meditaciones. Al menos no tendrías que regresar a esos lugares que nunca fueron de tu agrado. Muchas veces has imaginado que quizá solo acudiste a la discoteca, esa única vez, porque tenías que encontrarla. Nada hubiera ocurrido si no le hubiesen dado ese trabajo en el gobierno para impartir capacitación sobre la unificación de los procesos para alcanzar la extrema 9
calidad de los trabajadores. Todos los días hablando de la importancia de las igualdades, documentar cada una de las acciones de los empleados. Aplicaba esas filosofías de procedencia japonesa hasta en cuestiones caseras, que si el seido para tal cosa, el seiketsu debe prevalecer en armonía, hasta cuando vas a entender que el seiri nos ayudará a planear mejor nuestras actividades. Era castrante tanto orden recién establecido. Sin embargo, nunca la viste tan plena. Ya no cabe más gente en los vagones. Se realizó la última parada y enfilamos hacia el centro de la ciudad. Aprietas los dientes para no gritar y cuentas números impares hasta el quince, mientras respiras con lentitud, debes acostumbrarte a olvidarla. La voz electrónica del sonido ambiente señala las cinco treinta; tu reloj marca cinco veinte, esa manía de robarse los minutos. El gris de los trajes sastre cruzando a tu alrededor ensucia la claridad del amanecer. Esta soledad te consume. Con esto de las igualdades, desde que ella decidió partir, tuviste que acostumbrarte al sexo en la intranet. No quedan sitios para el esparcimiento, y las aglomeraciones lúdicas son tan vigiladas cómo para que pretendas escapar a un antro a ver qué pasa. Siempre de por medio los ordenadores y la señal del satélite si quieres alcanzar el orgasmo. Alguien enciende un cigarro y las alarmas se activan. Adelantas la nariz para inhalar un poco y gozar la rebeldía de algún extraño que no tardarán en encontrar para darle un escarmiento. El bajo mundo continúa su mercado negro de tabaco y a veces te gustaría infiltrarte con estos revolucionarios, pero nunca has tenido el suficiente coraje. Ella vuelve con esa delgadez tirana, esas manos como vidrios, el amarillo en los dedos, su aliento fétido a tabaco. Los días de asueto solo despertaban para hacerse el amor y fumar cigarrillos. Compartías todo con ella, era tuya hasta que se la tragó el sistema y se fue, te abandonó porque no querías ceder a dejar tu independencia por el futuro que proponía el gobierno recién electo. Los miles de transeúntes con sus ya gastados buenos días, arrojados sin ánimo, te hacen sentir como un personaje de esos artículos de las revistas mormonas que ella acostumbraba leer, donde podía verse gente, en algo parecido al paraíso cristiano, hermanada “hasta con las bestias”, pero en esta realidad, con los rostros pendientes de ignorarse unos a otros en el colmo del protocolo establecido, tal vez porque todos 10
caminan con miedo y prisa. Es verdad que en ocasiones, ella y tú, coincidían sobre lo hermoso que era despertar juntos, llenar de aire los pulmones, palparse, saberse vivos y con el entusiasmo de no ceder ante las imposiciones sociales. Por eso cuando comenzó con lo de “solo significar una parte en el proceso”, aturdido ante el cambio que comenzaba a operar en su comportamiento, quisiste imponerte aduciendo: “de esa forma se deja de Ser uno mismo para ser la pequeña parte de un todo”. Quién diría que junto con los compañeros, de la logia que frecuentaba, lograrían plasmar esas ideas en la ciudad, que serían puestas en práctica. Peor aún, cuando el partido que formaron ganó las elecciones y se dictaron las leyes que nos tienen en este mundo artificial privado de individualidades. En el fondo no has dejado de resistirte. No quieres aceptar esta fantasía utópica de poner todo en manos de la tecnología y los valores preestablecidos: “Nos ha tragado el sistema, los cerebros están vacíos porque todo lo resuelven las máquinas”, te quejabas apenas la oías llegar a casa. Y cómo tú, los rebeldes son solitarios que deambulan en el anonimato, nadie puede reunirse con otro fuera de las oficinas o los lugares públicos. Cada quien en su lucha interna. Tu reloj marca las cinco cuarenta y cinco. Deshaces los recuerdos mientras caminas rumbo a la oficina. Ella estaría orgullosa de verte acomodado al sistema, por eso la odias, y a ti porque nada puedes hacer. Ante los primeros triunfos de su partido, ella se entusiasmaba y no podías compartir esa alegría. “A costa de qué...” sentenciabas. Apenas asumieron el poder, las cosas fueron cambiando drásticamente. No más viajes al campo. Pasar las horas adherido a un monitor. Tener que compartir el escritorio. Cada día hace falta deslizar la tarjeta y dejar que un sensor te lea la pupila para que la computadora compruebe tu asistencia y las puertas del edificio deslicen permitiéndote el paso. En el turno que te toca cubrir contestarás correos electrónicos para satisfacer las demandas de algún consumidor situado en cualquier punto de la ciudad. Pero esta mañana al llegar al trabajo te percatas de las adecuaciones: se preparan para recibir nuevos empleados. Las cinco cincuenta y ocho cuando deslizas la tarjeta de registro. Con los proyectos de automatización del campo, que se han estado 11
promoviendo en este régimen, todos los poblados se han abandonado y la gente viene a radicar a la capital. En lo que eran los pueblos, se han levantado bodegas para almacenar los productos que van a exportase. En fotografías que llegan por correo, o en los noticieros, has visto las cúpulas doradas de los laboratorios para la clonación de esos conglomerados de células que sirven para el alimento; invernaderos y jardines de hidroponía surten los mercados. ¿Cómo no puedes estar de acuerdo con el sistema? Nada es natural. Nos arrastran hacia lo inanimado. No consigues olvidar la repetida discusión. Esto de recluir a todos en las ciudades. ¿Y quién querría ir al campo, si en la ciudad puedes encontrarlo todo? Qué la naturaleza se quede ahí. Nosotros vivamos esta civilización en qué alguna vez teníamos que desembocar ella remataba en el hartazgo. A veces piensas que la necedad hizo que ni uno de los dos cediera. Pero ante el aparato burocrático que dicta el ritmo de vida actual, sabes que ella tiene las de ganar, es parte primordial del nuevo estilo de vida. En cambio tú, no eres más que un disidente fracasado. Con su partida, un aniquilante vacío creció en la mente. La mantenías en constante congoja al vivir con un hombre con el cual no compartía ya ni un ideal. Se la pasaba siempre entristecida porque buscabas pretexto para sentirte mal, hasta que se hartó de tu nostalgia. Hoy tu tarjeta no activó el dispositivo que te permite entrar. El edificio sigue creciendo con las adecuaciones y no sabes dónde acudir a solucionar el problema. Rompieron las paredes para acomodar a los de reciente contratación, más de cinco mil personas. Caminas por diversos corredores en busca de una ventanilla para avisar la imperfección de tu tarjeta. Has dado tu número una y mil veces por el telefoto. “Debe haber un error” te dicen “Nunca había pasado. Son tarjetas irremplazables que no caducan”. Ocho y cuarto. Los minutos te atraviesan y el sensor activando a otros empleados. De pie junto a la ventanilla de control y evaluación, te sientes herido por los rostros de los demás empleados que cruzan, ignorándote.
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Jamás había sucedido nueve y media. Sentado en el rincón del cuarto de entrada, todos los relojes te miran. Los días son los mismos hombres y tú sigues esperando que concluya la búsqueda en la memoria del ordenador. Todas las fotografías con el mismo traje y corte de cabello. No van por el cincuenta por ciento de la revisión de la base de datos cuando otro grupo de hombres llega a comenzar su labor. Son las diez en punto. No te has presentado a cumplir tus obligaciones y es hora de partir a casa para el almuerzo. En tu bandeja dejaron este sobre para ti te dice el compañero de escritorio y guardas el papel en la bolsa trasera del pantalón. Se activaron las impresoras por que no estuviste para contestar tus correos. No tiene caso esperar, nos pondremos en contacto con usted. De nuevo hacia las calles desiertas del centro de la ciudad. Diez quince. Apenas de vez en cuando cruza un carro. Han desmantelado los semáforos confiando en la capacidad de civismo de los automovilistas. Regresas a casa. Los empujones de la gente te impulsan hacia dentro del vehículo público. En el sonido ambiente las noticias sobre los nuevos trabajadores que llegaron temprano a la ciudad, movidos por la idea de las mejoras que se producirán en su vida que el gobierno, con toda la maquinaria publicitaria, se ha encargado de inculcar en las conciencias. Piensas en esos pueblos fantasmas, que no volverás a mirar. “La aglomeración es responsable del bloqueo en el sistema”, piensas, “han comenzado los errores, y tú no me creías; ahí tienes tu sistemita comenzando a caerse”. Pero ella está muy lejos para escucharte. Piensas en todas las tarjetas que habrán fallado este día. Quieres disfrutar el triunfo. Quién iba a imaginar que llegaría este momento, ver caer esta pesadilla de igualdades. “Tendrán que extenderme otra tarjeta con un nuevo número. Seré diferente a todos estos seres que me rodean”. Once treinta. Ya en casa, te desnudas, dejando la ropa regada por el suelo, y entras al vaporizador. Descubres el sobre que contiene el papel impreso. Comienzas a rasurarte la barba del medio día. 13
El espejo empañado; le echas agua pero ni así logras ver tu imagen nítida. Sientes mareos. El telefoto se ha encendido: Le informamos que la computadora ha terminado (el vapor te ahoga y sales del baño) la búsqueda en la base de datos de los trabajadores del Estado (caes junto a tus pantalones, y te llevas las manos a la garganta por el olor que raspa; vomitas y te revuelcas sobre tus ropas); su fotografía y datos personales no aparecen entre nuestros afiliados (alcanzas a ver el sobre, lo rompes con los dientes y sacas el papel); no es necesario explicarle que en este país la seguridad es inviolable, y no entendemos de dónde obtuvo esta tarjeta que no concuerda con la lectura de su pupila; y por la protección de nuestros conciudadanos (miras el contenido, y alcanzas a leer los caracteres:) no necesitamos gente que intente violar los estatutos y leyes que nos brindan paz (Lo siento, si no estás con el sistema estás en contra). Terminas de leer cuando la fuerza abandona el cuerpo. Ya inmóvil, la imagen de ella, sentada bajo la luz, en ese rincón de la discoteca, se apodera de tu mente y el reloj pulsera por fin se detiene.
ADAN ECHEVERRÍA
México
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A
esta hora es medianoche y estás escribiendo al lado de la lámpara apoyada en tu pupitre desordenado de papeles. El cono truncado de luz que nace desde la pantalla ilumina el teclado y besa el cenicero de plata, el mismo que compartías con ella, en el lecho, después de
agotarse ambos hasta la extenuación, desnudos todavía. Eso fue cuando ella todavía estaba contigo. Hasta ahí da la luz de tu velador. Más allá la penumbra se agrieta con jirones mudos de resplandor amarillo, en un abanico de delgados hilos de silencio, que van muriendo hacia los rincones. La habitación está casi a oscuras. Tienes pocos muebles aquí, pero no te molesta esta escasez. Son siluetas en la sombra que observan quietas tu tarea silenciosa de escritor, tu compañía. A un lado, recostada contra la pared del cuarto, yace la cama de hierro forjado sin dosel. Entre el pesado respaldo y la esquina, duerme su paciencia el ropero provenzal de dos cuerpos, de roble opaco ya sin lustre. Al otro lado, la mesa ratona escandinava y las dos sillas vencidas completan el escaso mobiliario de este ambiente amplio. Todo el ámbito rezuma un rumor casi inaudible entrecortado tan solo por el tartamudeo cansino del teclado, mientras concentras tu mirada en lo que escribes y no se interrumpe el hilo de tus pensamientos. No hay recuerdo que te disperse del manojo de ideas que quieres volcar en el texto. Dos estantes con libros en la pared opuesta y una araña sin caireles con los focos apagados acrecientan la melancolía de este recinto de techo alto con puerta de madera y piso de pinotea gastado. Las paredes están deslucidas. El cuadro se completa con una pequeña cocina y una mesada en la cual se acumulan dispersos cacharros amontonados. En el centro de la pared más larga se adivina una ventana. Por delante, dos paños de voile blanco enceguecen la mortaja de este cuarto. Ella los alisaba, ¿recuerdas?, con el roce de sus nudillos sedosos. La evocas ahora por este leve detalle y levantas la vista de tu escrito. Esto te saca de tu tarea en este momento, y la hueles, la imaginas, se mezcla en lo que piensas, su voz y sus aromas aún anidan en tu herida. Te ha abandonado y ese pensamiento te distrae. 16
Alguna vez pensaste en su ansiedad como un defecto, tal vez hubieses querido su fuego ardiendo más lento, pero sus impaciencias nunca pudieron perder tiempo, se apresuraba a desvestirse para que tu tacto le recorriera la piel. Así era: impetuosa. Te ofrecía todo su cuerpo, su busto reclamaba el contacto de tus yemas, se estremecía toda cuando las puntas de sus senos eran alcanzadas por tus labios, cuando sentía la presión de tus palmas abarcándolos. Hacían el amor en esa cama que ahora miras, ella en cuclillas ofreciéndote su sexo y tú de espaldas insertando tu vaivén en esa grieta cálida. Te agitabas en el ascenso, jadeabas con el esmeril del deseo hasta sentir la quemazón sobre tu abdomen y pasabas tus manos ásperas por la curva suave de su espalda y su pelo desordenado. Y en la cumbre de ese paraíso, ella volcaba hacia atrás la cabeza, con sus ojos dados vuelta, casi en blanco, ocultando las pupilas celestes, cerrando los párpados en la plenitud del éxtasis, sintiendo la delicia de tu savia dentro de ella y el estrépito de tu temblor hasta el final. A veces buscaba otras formas y otros territorios. Se desesperaba por sentir tu calor, tu sudor. Se perdía en la voluptuosidad cuando se acercaba para sentir la lectura de tu tacto, se embriagaba en tu aroma a tabaco, la lujuria se le ponía tensa y quería entregarse a tus brazos rugosos. Se adueñaba de tus dedos y los llevaba a su vientre. Se arqueaba hacia el cielo cuando tus manos alcanzaban su pubis encendiendo el fuego. Pasaba su lengua por toda tu piel. Nunca era de la misma manera porque en ocasiones le agradaba seducirte. Se sentaba con las piernas abiertas para que la miraras, mostrándote su sexo en plenitud, con la mitad de su cabellera sobre su rostro, la ansiedad en la esquina de sus ojos, sintiendo tu mirada lasciva sobre su cuerpo. Luego te poseía. Era una planta voraz, ahogaba tu sexo en su boca, abarcándolo, a fin de extraer el fluir de tu agonía. Otras veces necesitaba someterse, sentir tu peso. Extendida de espaldas, boca arriba, sobre las sábanas blancas te llamaba, te exigía que te adueñes, que penetres, que la hagas gemir de placer, al borde del dolor, desatado su erotismo, siempre loca de deseo. Pero además su corazón era muy sensible y tan indefenso como la superficie quieta de un estanque. Tú debiste arrojar algún alimento de amor, ella lo necesitaba, 17
aunque solo fuesen unos sencillos pétalos de flores, solamente para que el agua de sus emociones temblase siquiera un poco. Hubiese sido suficiente un halago de tu parte, una caricia firme pero suave, un gesto simple pero sincero, algo que le indicara que había una emoción moviéndose en tu interior. Tú eras su hombre, y ella se sentía poseedora de tu espíritu, de tus sentimientos. Hubiese querido que estés pendiente, que la escuches, que la extrañes, que la desees. Pero no te diste cuenta de que una mujer no se termina en el contorno de su cuerpo, es mucho más vasta, abarca mucho más allá de su figura. Llegó entonces el tiempo en que ella advirtió todas las carencias, las fue percibiendo una a una. En tu corazón demasiado tibio apenas quedaban mínimos restos de cariño y ella pensó que era un exceso de su parte la pasión que te regalaba. Tus ojos se lo dijeron, no fueron necesarias tus palabras, se dio cuenta observando el fondo de tu retina. Entonces llegaron sus instantes sombríos, por tu descuido, por tu desidia, se le fue secando el amor. Se tornó vulnerable a tus exigencias mínimas, despertó de su sueño, pasó demasiado tiempo sin que le arroparas el alma. Se hicieron presentes el dolor, el hastío, la pena y la tristeza. Y llegaron las discusiones estériles. A veces se ponía triste y lloraba en tu pecho intentando encontrar, una vez más, tu abrigo, tu sostén; te necesitaba firme como una montaña, pero no alcanzó con las migajas que le diste. Entonces se le agotó el reclamo, se sintió humillada al caer en la mendicidad para lograr un mínimo de tu ternura, un ruego casi cotidiano que no supiste descifrar. Se secó la fuente que te ofrecía todo Y un día se fue, y te dejó sobre la tabla de este escritorio una esquela mínima, sobria y desnuda, esa que ahora miras con el corazón desorientado. En este lugar vivió contigo. En este sitio sueñas ahora con olvidar todo sin lograrlo, aquí te asesinan los recuerdos de su presencia, su mirada ausente se te vuelve imposible, aquí mueres por ella cada noche. Por eso ahora se te ha dado por escribir y crees que así podrás exorcizar tu dolor. Sin embargo te equivocas. Solamente estás pisando los escasos escalones que 18
te conducen al cadalso de un peor martirio. A veces piensas como un idiota que el suicidio remediará tu pena. Pero eres demasiado cobarde para eso, solo te sirve como fachada para ocultar la mentira con que te engañas. Lo cierto es que quedarás condenado al eterno padecer, ya que hasta aquí te ha conducido, y no te soltará la mano, la soberbia insensatez de tus sentimientos. *Este relato pertenece al libro Escarcha.
RAÚL ARIEL VICTORIANO
Argentina
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E
Para El Hereje Errante l ocaso agoniza. El coronel está en su estudio, y su esposa atiende la visita de una amiga. Hoy es su cumpleaños. ¿Y cómo está?
No ha sido fácil, ni para él, ni para nadie; pero qué más podemos hacer. Ramiro Ripol, coronel de caballería hasta hace un año, aún se pregunta por
qué. Después de más de treinta y cinco años de servicio ininterrumpido a la Patria a lo largo y ancho del territorio nacional, alguien decidió que su tiempo había terminado. Ni el toque de diana, ni el rancho de tropa, ni el sagrado derecho y deber del comando, ni el uniforme. Nunca más. Todo, salvo la gorra, una pensión insuficiente, varias cicatrices y un viejo revólver que no está seguro de que dispare, quedó en el pasado. Lo despojaron de todo aquello que hacía valiosa su vida. En el listado de los diez oficiales que ascenderían a general de brigada no estaba el apellido Ripol. Y de eso ya hace más de un año. Es una lotería. Tú sabes. Eso depende de tantas cosas…, de lo que necesite la institución, de lo que necesiten los políticos, de tantas cosas… Sí, supongo que sí. ¿Cuántos entran a la Escuela Militar: doscientos, trescientos? De esos juran bandera la mitad, y de esos la mitad llegan a mayores, y de esos la mitad llegan a coroneles… tú sabes… «Y menos de la mitad de esos los llaman a generales», complementa Ripol a la distancia. Hasta su estudio llega el tintineo argentino y las reflexiones impertinentes de las señoras. A Ripol le desagrada que su desgracia siga siendo el tema de conversación favorito de cuanta visita llega; ya se lo ha dicho antes a la señora María Helena. Por eso respira profundo y cierra los ojos. Parece como si estuviera recordando la escuela de cadetes, los combates, las montañas, la pólvora, los muertos. Tanto dolor y sufrimiento y treinta años de servicio… ¿Para qué? Para que la Fuerza lo haya despreciado como un activo obsoleto… ¿Para qué? Para que alguien que ni siquiera había nacido cuando él ya patrullaba por La Hormiga, Putumayo, le diga que 21
ya es muy viejo para un trabajo, o para que algún recién graduado le diga que su perfil no es lo que está buscando la organización… ¿Para qué? Para que ninguno de sus amigos le responda el teléfono, ahora que es solo alguien de apellido Ripol y nadie le dice coronel ni mucho menos general. Pero igual, él tiene lo de la pensión, ¿no? Sí, pero Alicia ya está en la universidad y todavía estamos pagando los apartamentos y los carros y la finca... En el escritorio del coronel hay una foto de una niña que está en los brazos de su madre en el ocaso de algún día feliz. La niña se llama Alicia, y nació cuando el coronel era capitán. Ripol quería un niño, que algún día también fuera un oficial de caballería. Sin embargo, pesaron más los deseos de la madre y la vida les regaló esa niña ochomesina, objeto de todas las promesas a todas las vírgenes y todos los milagrosos para que creciera bien. Alicia nunca se acostumbró a su padre; Ramiro Ripol no fue más que un conocido apenas cercano. Quizá fue porque con Ripol se cumplió la maldición que pesa sobre los militares: que no ven crecer a sus hijos ni morir a sus padres. En la vida del coronel, Alicia ahora no era más que un recuerdo lejano y una foto de un ocaso feliz. En la vida de Alicia, Ramiro Ripol no es más que un coronel. ¿Y entonces? Ha sido muy duro. Él ha buscado trabajo, pero no sale nada. Por ahí llamaron de una minera y de una empresa de seguridad privada, pero no pasó nada. La verdad es que Ripol desconfía de los civiles. Desde subteniente tuvo que sufrirlos. El asesor, el secretario, el alcalde, el gobernador, el jurídico, el fiscal, su esposa, su hija; ninguno entendió lo que él y su tropa hacían. Nadie, nunca, se puso en sus botas. Es que, querida, aquí entre nos, yo creo que tu marido tiene el síndrome del miembro fantasma. Cuando le amputan algo a alguien, ¿cierto? Sí; de pronto está esperando que lo reintegren al servicio y que lo asciendan a general.
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Para doña Helena de Díaz era fácil decir eso. A su esposo, compañero de curso de Ripol, sí lo llamaron para el curso de ascenso a general. En cambio, de un momento para otro, el esposo de María Helena Solano se vio enfrentado a un mundo que no era el suyo. Ramiro Ripol jamás consideró la posibilidad de que él, de quien muchos dijeron que sería general y comandante del Ejército de Tierra, tuviera que hacer filas, llenar formatos, pedir favores y pintar mamarrachos para conseguir un trabajo. No es fácil volver. A veces se despierta gritando a medianoche; se acuesta en el suelo; se queda encerrado en el estudio durante días; se pone la gorra; llora desconsolado; grita… No es fácil. Se ha convertido en una sombra pesada, oscura. ¿Y qué has pensado hacer? María Helena Solano conoció a Ramiro Ripol porque este estaba en el mismo contingente que su hermano, ya fallecido. El suyo fue un amor a la antigua, de cartas y telegramas, de visitas efímeras y promesas fugaces. Algo en aquel alférez la enamoró, aunque no se sabe si fue su espontánea imprudencia o su desbocada energía. Fuera lo que fuera, un viernes de abril se juraron amor eterno, y María Helena estaba dispuesta a cumplir su parte del juramento, al menos hasta que se le ocurriera una mejor idea. ¿A pesar de que te haga la vida imposible? El coronel ve morir la tarde en el poniente; solo sus recuerdos lo acompañan; busca en su memoria el momento en el que se le acabó la suerte. Dicen que los viejos soldados nunca mueren de viejos, sino que simplemente desaparecen. Él, hijo de las luces y sombras de su tiempo, pero que fue luz para sí mismo y sombra para todos los demás. Su ambición lo traicionó y él traicionó a sus amigos. Vivió planeando ambiciosamente el futuro, olvidándose de vivir el presente; el futuro llegó y no se acordó de él. Él no fue bueno ni malo, simplemente fue él. No tengo muchas opciones. Siempre habrá alguna. Ramiro Ripol lo ha pensado con calma: él no es un cobarde y no quiere ser un mueble viejo que ni siquiera decora y que ya nadie quiere; no quiere ser una
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expectativa fallida que ya no satisface. Al coronel le parece que hoy es un buen día para desaparecer a su manera, y abre el cajón que con tantas ganas estaba mirando hace un rato; Ripol siente que el mundo solo le dejó una opción. ¿Cuál? Un sonido seco y de onda expansiva, como el disparo de un revólver, bajó por las escaleras e interrumpió la conversación de las señoras, justo cuando se estaba poniendo interesante la cosa. Ya había muerto el ocaso.
BALTASAR BOTAVARA
Colombia
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Hay en el mundo eventos sublimes y hermosos que se presentan de tanto en tanto. Ni siquiera el lenguaje con sus ambivalencias poéticas es capaz de representar
-¿Y
si le caemos por la tarde? —Yo creo que es mejor por la mañana. —Se nos vuela el pisco. ¿No cree? —Sí, el patrón fue claro. —¿Cómo hijueputas le cobramos al viejo? —Papi, usted sabe.
—Sí, yo sé. —Le montamos la espantosa. Usted sabe que no lo podemos amenazar con que le matamos a los familiares, porque el viejo está más solo que una rata pobre. —¿Y si lo amenazamos con que le vamos a incinerar todos esos libros que vende? —¡Uy! ¡Yo creo que con eso sí nos paga! Yo, que no soy ni mierda de estudiado, por ahí guardo la Rebelión de las Ratas que nos hizo leer la cucha Virginia en quinto. ¿Recuerda ese libro? —¿Cómo cree que me voy a olvidar de Rudecindo y del Diablo? Entre otras cosas, Mariena estaba más rica. —¡Sin duda! Entonces, volviendo a lo que le comento, le decimos vea, viejo perro, nosotros no somos como los otros maricones, nosotros sí le vamos dando candela. —Mi perro, no sé, me parece como muy bravo. ¿No? Si no me equivoco el viejo está más llevado que su cucho. ¿Qué tal le dé un infarto y se nos muera el anciano? Y después, ni plata, ni mierda. —Oiga, socio, a eso sí no le había echado cacumen. ¿Sabe qué? No le lleguemos tan brusco al anciano. —Sí, mi pez. Lleguémosle más bien suave. Hacemos como que le preguntamos por un par de libros y saz, le cantamos la tabla. —Listo. Carlos y Mario se montaron en la motocicleta 650 que les había asignado el patrón y cogieron toda la Avenida Caracas, para buscar la Calle 63, diagonal a 26
Lourdes. Sabían que en un centro comercial desbarajustado tenía la tienda de libros el viejo Abraham, su próxima víctima. Tenían mucha experiencia en eso de cobrar gota a gota el dinero que el patrón prestaba a la gente de los estratos bajos. Eran la mano derecha del negocio. Todo lo que cobraban era pagado. Sus rostros afilados les hacían parecer dos roedores. Tenían cicatrices ganadas en el barrio a punta de puño y de navaja. En efecto, un rasgo genuino de los dos sujetos era el valor que le otorgaban a la amistad. Compartían todo: la pieza, las menudencias, los Levis, los buzos de cuello redondo con los estampados del Demonio de Tasmania y las vascas con bordados de la NBA. —Llegamos, mani. —Sí, Carlitos. —¿Ponemos la cara los dos, mi perro? —Mi perro, pero usted con esa cara tan fea espanta a las nenas. Se me parece al Chupacabras. —¡Hahaha!, no pues tan chistoso el cabeza de Chupi Plum este. Deje la güevonada más bien y ande, marico. —Camine, pez. La presencia de los dos sujetos al interior del centro comercial, era inquietante. Los vendedores ecuatorianos, con sus abrigos de lana, los cuellos de hilo, los guantes, los pasamontañas y las pashminas, miraban de soslayo cómo recorrían los pasillos del centro comercial La Misericordia. —¿Qué buscan mis reyes? —les dijo una chica tetona que vendía zapatos apaches de segunda. —Una mujer como usted —dijo Mario. —¡Uy no, gas! Ni loca. Siga su camino, caballero —respondió furiosa la vendedora. —Cuidado, reina. Ah, pero si uno fuera Manolo Cardona, ahí sí. ¡Adiós! —dijo la tetona —Sigan su camino. Mario y Carlos intentaban ubicar el local de su víctima. —Acá dice: Caseta 101, Fahrenheit 451 Libros. —Esto sí que está enredado. Todos los puestos son iguales. 27
—¿Por qué no echamos tintico acá? —sugirió Mario a su secuaz cara de rata. —De one. —¿Qué vale un tintazo, Doña? —Trescientos pesos —contestó una señora con una sombra de bozo y un lunar nauseabundo sembrado en su mejilla. —Dos —dijo secamente el hombre que pensaba en la vellosidad de la repugnante vendedora. —Allí está el tarro del azúcar —dijo ella, frunciendo el entrecejo. Pagaron la suma de seiscientos pesos. De paso, aprovecharon para preguntarle a la Doña sobre la ubicación de la caseta de los libros. Debían ser discretos, no dar papaya, por si les tocaba arreglar las cuentas con el viejo. Su trabajo no les permitía ponerse en evidencia. Tendrían que ser cuidadosos; entendían que la vida del negocio se definía por los detalles, ni un cabo suelto, ser magistrales con el encargo. Conocían el temperamento del patrón. Sabían que no se andaba con maricadas. Un tiro y pal río al que me salga con las patas torcidas, les había dicho en otra oportunidad a manera de sentencia. Hasta el momento, habían contado con la suerte de recuperar toda la plata prestada al 20 %. Se había acrecentado su malévola fama de los Chepines. Conocían la calle y sus vicios. Se podría decir, también, que conocían todas las mañas habidas y por haber, o sea, eran unos perrazos. La caseta se encontraba cerrada. Los gotas volvieron a casa. Prometieron regresar dentro de unos días. Al otro día, el buche lateral del 3100 vibraba y escupía luces multicolores en una mañana pálida, bogotana. —Aló —dijo Mario— ¿Quién es a estas horas? —Ricardo Laverde, papi. Su patrón. —Perdone usted, Don Ricardo. —No se preocupe, pinza. Lo llamo porque necesito saber cómo me les fue con la pinta que les encargué. —Patrón, le comento que dura la vaina. El man no abrió el chuzo. —Me importa un culo, ustedes me recuperan esos ochenta mil pesos, más los 28
intereses de mora a toda costa. —Si tienen que dejarlo con los dientes pelados a ese cucho marico, entonces lo hacen. A mí nadie me ve la cara. ¿Me entendió, Mario? —Sí señor. —¿Tiene algo para decir? —… —Así me gusta. Yo a ustedes los llevo en la buena. Pero no sé por qué presiento que este camellito les va a quedar grande. Ojo se les tuercen las paticas, porque yo se las enderezo. —No se preocupe, patrón, que todo bien. —Yo veré… —Aló, aló, aló. —Este hijueputa me colgó —dijo Mario entre los dientes. A las tres de la tarde del mismo día, se reúnen las gotas para planear su estratagema. —Hoy le toca a usted la gasolina, señor Carlos, no se me haga. —Qué va, si le toca a usted, Mario. —¿Entonces nos va a tocar arreglar esto como los hombres? —Papi, como quiera. —Listo, bájese de la moto. Un silencio rompía la tarde del polvoriento barrio. Los hombres chocaron sus miradas. El combustible había sido el detonante de la hecatombe que los vecinos iban a presenciar. Uno de los maleantes soltó su discurso de victoria: —Uno, dos, tres: Piedra, papel o tijera. —Saque al mismo tiempo la mano, rata asquerosa —increpó Mario a su antagonista. —Piedra papel o tijera. Carlos no lo podía creer. Era la primera vez que ganaba un play off. El popular Chim Pum Papas había traído consigo un hálito dulce de la suerte. Una frase se incrustó en su pensamiento: Si le gané a Mario eso es una señal del Sagrado Rostro. El cucho nos va a pagar las ochenta lucas. —Nos fuimos, papi. Échele ahí en la Esso 29
buena gasolina a la consentida y arrancamos. El perdedor afirmó moviendo la cara. Como en un Déjà vu se repitió la escena: dos maleantes se dirigían a saldar una deuda con el destino. Esta vez no le fallaremos a Don Ricardo, se habían dicho. No tomarían tinto a donde la bigotona, no había tiempo para nimiedades de la cafeína. —Caseta 100, mi pez —dijo Carlos. —Qué bueno eso, mi perro —contestó ávido Mario. Se detuvieron al costado del negocio. Al lado derecho, una caseta de rejas rojas prometía a través de letreros escuetos: Traer de vuelta al amado. Lectura de la mano y el número de la suerte. Al costado izquierdo había un almacén de zapatos colegiales. —¿Se acuerda que con esos zapatos echábamos micro? —Sí, qué nostalgia tan hijueputa. —Yo le pegaba como Roberto Carlos en Play uno. ¿Se acuerda? —¡Hahaha! ¡Qué va si usted era más marrano! Nos tocaba darle duro cuando se dejaba hacer un caño en cuca patada. —Bueno, deje de hablar mierda, Mario, pata es lo que nos va a dar el jefe si no le llevamos esas monedas. —Sí. —¿Entramos? —Echemos pa´ dentro. Los sujetos, conmovidos por las reminiscencias de cuando eran los magos del balón en la escuela, entraron a la librería. —¿Qué se les ofrece mis muchachos? Vea, viejo perro, se nos ofrece que nos pague esa hijueputa plata ya mismo, iba a decir Carlos, pero no lo dijo. Se había conmovido con la presencia del pobre esqueleto. —¿Qué libro buscan, mis muchachones? —La Rebelión de las Ratas —dijo Mario. También se había conmovido. —Les tengo la edición de las llamas. Un ejemplar firmado por el mismo Soto 30
Aparicio. —¿Cuánto? —prorrumpieron al unísono. —Cinco mil pesitos, no más, mis muchachones. Pero antes escuchen el siguiente fragmento: Buscaban el olvido, un bálsamo, así fuera momentáneo, para sus angustias; la alegría artificial de la borrachera en medio de la tristeza real de sus vidas rotas. La frase le tocó el corazón a los maleantes que no tuvieron otra opción que juntar el dinero y comprar el libro. Don Abraham los despidió con la mano de un lado para el otro, —Vuelvan pronto, amiguitos. —Adiós, vecino. Cuando iban en la Autopista Sur, específicamente por el Perdomo, se dieron cuenta que no habían cobrado la plata, ni un solo peso. —Nosotros sí somos muchos pendejos, ¿no? —dijo Carlos. —Para qué le digo que no, así es. —¿Qué hacemos ahora? —No lo sé. Creo que me iré a leer un rato. —¿Qué? ¿Está loco? —No. Solo que quiero acordarme del pasado, de cuando éramos pelaos y no teníamos deudas ni esta vida tan brava. Mejor dicho, si llama el patrón le dice que el chuzo estaba cerrado. —Bueno. Yo le digo, pero no olvide que mañana sí nos toca cobrarle la plata al cucho. —Sí. Cuente con eso, mi pez. —Nos vemos ahora en la pieza. Los hombres estrecharon el pulgar de manera horizontal de arriba para abajo. Al otro día, jugaron su habitual piedra, papel o tijera. Esta vez, Mario perdió. —¿Qué los trae de vuelta por acá, mis jóvenes? —Nada, veci. Por acá a comentarle que leí toda la novelita ayer. Pura mierda, pensó Carlos. De hecho, quedó estupefacto cuando vio cómo su secuaz le hacía un resumen completito del libro al viejo libero. —Marica, vea, otra vez con un poco de libros —le dijo Carlos a Mario. 31
—Sí, llave. ¡Qué maricas somos! —Lo peor de todo es que no llevamos ni un solo peso al patrón. —El man se nos va a emputar. —Sí, el hombre es de un genio bravo. —Móntese en esa mierda y camine a leer. La literatura y su inusual manera de modelar las conductas humanas. Los dos gotas se enternecían con el lenguaje. El viejo Abraham cada vez que llegaban decididos a golpearlo les ofrecía un par de buenos libros. Quizá cada persona tenga un destino marcado. La cotidianidad es la máscara del tiempo. La literatura se había vuelto la línea de fuga para dos maleantes que, hasta después de un tiempo, comenzaron a leer poesía. Y sí, desde un barrio marginal empezaron a declamar y a memorizar los versos de Ezra Pound. ¿Cómo las mentes más valiosas y frágiles de la humanidad pueden atravesar las balas, las lagunas, el fango, e incrustarse en las casas de ladrillos pobres para apaciguar la sed de dos espíritus hambrientos? —¡Tienen hasta mañana para conseguirme la plata par de cafres! —les dijo Don Ricardo—. El cuero del viejo o la plata, pero acá me aparece uno de los dos, ¿me escucharon? —Sí señor patrón —asintieron los lectores/maleantes. —Chao de acá. Tres y no los veo y ya voy en dos. Zape de acá par de roscositos. Dizque leyendo poesía, sabrá Dios si hasta maricones no serán. No se despidieron. El trayecto en la moto fue intranquilo. Un tono de incertidumbre les permeaba el alma. ¿Cómo le cobrarían al viejo? ¿Qué estratagema usar para llevar a buen término la empresa? Solo había una salida y debían trabajar en ella. —Buenas tardes, Sensei —dijo Carlos con los ojos como de vidrios rotos. —Buenas tardes, Carlitos. —¿Esta vez por qué libros vienen, muchachos? —No, maestro. Esta vez es distinto. Es que sumercé le debe ochenta mil a Don Ricardo, entonces, él nos mandó de paso a que se lo cobráramos. —¡Ahhh!, sí, mijo —Contestó con parsimonia el anciano. —Pase mañana a eso de las tres y con gusto le entrego la platica. 32
Rompieron en risas. Sabían, perfectamente, que habían ganado a un amigo legítimo y que habían de paso recuperado el dineral del patrón. Se despidieron esta vez de abrazo, como si fuera la última vez que se vieran o como si el viejo les hubiese contado que tomaría el primer avión para un viaje de urgencia. —Nos vemos mañana —dijo Mario, con un librito en la mano que había tomado sin permiso, pero que sabía a la perfección podría llevarlo, pues el viejo se había convertido en su secuaz. Al día siguiente, después de un buen corrientazo, los jóvenes fueron por el dinero al centro comercial. Si bien Don Ricardo no los había molestado más, no podrían ser flexibles. No querían flotar en el Río Bogotá. Esta vez no hubo la batalla habitual por quién le echaba gasolina a la moto. Dividieron la cuenta. El viaje fue silencioso. Un aire profético a funeral penetraba sus narices. Estaban nerviosos. Era como si fueran a cobrar sus últimos trabajos. Pero nada pasó. Entraron. Nadie les ofreció apaches, ni chompas, ni sacos, nada. Observaron el inquietante anuncio: Libros Fahrenheit 451. —Buenas —dijo Carlos. —Buenas tardes —repitió Mario. Nadie contestó. Los libros estaban quietos, amarillos, no decían nada. Ni siquiera sus alas de papel se levantaban con las leves corrientes de aire que penetraban el lugar. —Pille, perro, que esto lo veo como grave. Don Abraham no deja la librería sola. —Sí, mi pez —contestó Carlos con la voz titilante. Una nube roja escaló por los zapatos de los gotas. —¡Jueputa, mataron al viejo! — gritó Mario. —Tiene la cara rota a tiros —dijo Carlos, entre los dientes. No lo recogieron. El anciano estaba como una nevera. Los maleantes tenían su corazón hecho pedazos. Vuelto mierda. Luego del levantamiento que se tomó toda la tarde, regresaron a casa. Antes de salir de la librería hallaron un papelito ensangrentado. Tenía una inscripción: Por mala paga. Con nosotros no se juega. Firmaba: R.L. 33
JONATHAN CAICEDO GIRÓN Colombia
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-¿Q
ué es el amor sin contradicciones? ¿O acaso no decíamos que el amor se trataba de eso: de una hermosa contradicción? —Dejá de citar frases tuyas que son más cursis que la mierda.
—¿Frases mías? Pero si eso no lo escribí yo. —Lo escribiste vos. Me acuerdo. Me acuerdo muy bien. Lo escribiste vos. —Bueno… pero, no sé, yo no me acuerdo. Pausa. —Leyendo cartas viejas, de cuando éramos jóvenes, me terminé dando cuenta de que éramos tan distintos. ¿Por qué duró tanto tiempo esto? Si éramos tan distintos/as... —A ver… ¿A qué te referís específicamente con que éramos distintos/as? O, más bien, ¿qué fue lo que te hizo darte cuenta de eso? ¿Dónde estuvo el click? —Igual, es cierto. Te doy la razón en eso, siempre te lo dije. En el amor debe haber contradicciones. —Okey, sí, estoy de acuerdo. Contradicciones… invisibles, al principio. Entiendo, pero… pero, ¿qué fue lo que viste, lo que leíste? Dale, ahora decime. —Te sembré el suspenso… —Sí, lo hiciste. Y eso es cruel. Siempre hacés lo mismo. —¿Có-cómo que siempre hago lo mismo? ¿A qué te referís? —Dale… no me la des vuelta. Siempre hacés lo mismo. —No entiendo, no… ¿qué es lo que hago, exactamente? ¿qué es lo que hago? —Eso… precisamente eso. Hacer el anuncio, gritarlo, remarcarlo… sembrar la inquietud y después no aclarar ni profundizar al respecto. Tardar en contestar. Días, semanas, meses... ¿Por qué hacés eso? ¿Lo hacés para llamar la atención, nomás, acaso? —Ah bueno. —Ah bueno, ¿qué? Lo hacés para llamar la atención. —Ah, lo afirmás. De repente estás seguro de que es así. Hace un instante me 36
lo habías preguntado. —¡Y sí! ¡Y pero sí…! ¡Sino, no entiendo! —No entendés nada. —No, no entiendo nada… no te entiendo a vos específicamente, pero tampoco entiendo nada, en general. Evidentemente me perdí en alguna otra galaxia. —Hace tiempo… hace tiempo que venís perdido/a. —Ya no entiendo nada, la verdad. Ni al mundo, ni a vos. —La verdad que sí. —La verdad que sí, ¿qué? —La verdad que sí, no entendés nada. —Ah… la verdad que no, entonces, querrás decir. —¿Eh? —Nada, dejá. —Dejá, ¿qué? ¿Ves que vos también hacés lo mismo? —¿Qué? —¡Eso! ¡Eso mismo! ¡Eso mismo de lo que te quejás! ¡Eso mismo de lo que te venís quejando todo el tiempo! ¡Eso mismo hacés! —Bueno bueno, a ver, calmate un poco, ¿sí? —No me hinchés… ¿querés? Yo hago lo que quiero. —Ah genial… Genial, genial. Me parece perfecto, ¿sabés? Me parece perfecto. —Perfecto. —Ahá. —Me parece perfecto que te parezca perfecto. Pausa. —Las cartas… todo esto, absolutamente todo esto, ya se podía ver en las cartas. Ya se… ya se anticipaba, ¿sabés? Se veía venir en las cartas. —Pero, ¿qué decís? —Eso digo… eso, que todo esto era más que obvio. Somos tan distinto/as. —¿No era que en el amor tiene que haber contradicciones? —Pero en las cartas… en esas cartas… había algo mucho más poderoso que
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eso, poderoso para mal, digo… poderoso negativo. Había cierto odio reprimido, había repulsión, ¿me entendés lo que te digo? Por momentos había cariño, y por momentos repulsión. ¿Qué hay en el mundo más feo y desagradable que la repulsión y el rechazo? Se puede ver, se puede sentir, se puede leer... —Pero… —Pero, ¿qué? —No te creo, no puede ser. A ver… dejame verlas, dejame leer alguna de esas que decís. Yo… yo no recuerdo eso. Yo recuerdo que, por ejemplo, yo vivía escribiéndote poemas y piezas románticas, dedicadas a vos, desde ya. Te extrañaba… entonces te escribía. —No. —No, ¿qué? —Que no las podés ver… De hecho, no las vas a poder ver ni leer nunca más. —¿Nunca más? ¿Por qué? ¿Por qué nunca más? ¿Qué decís? ¿¡Qué decís?! ¿¡Qué hiciste!? ¿¡Qué carajo hiciste?! —Te calmás… tenía derecho a hacerlo. —¡No! ¡No! ¡No tenías derecho a hacerlo, lo que fuera que hayas hecho! ¡Yo también escribí esas cartas! ¡Esas cartas también me pertenecen a mí! ¡Lo sabés! ¡Lo sabés muy bien! —Callate, ¿querés? Callate. Las quemé. —¡¿Qué?! —Sí, las quemé. ¡Las quemé! ¿Qué te hacés el que te importa ahora, repentinamente? Estuvieron años, décadas… encajonadas, cubiertas de polvo, disolviéndose, humedeciéndose, oscureciéndose, olvidándose… No me hinchés, ¿querés? Ahora no jodas. Las rompí, las quemé. Murieron, las cartas murieron. —No lo puedo creer… te juro que no puedo creer que las hayas desechado así como así. —¿Así como así? Uy, mejor callate. Sos insoportable. —Como vos. —No, vos. —Como vos. Vos sos insoportable. 38
—No… bueno, vos también. Pausa. —Esas poesías no hablaban de amor. O… más bien, hablaban de un amor ya vencido, forzado… esas poesías no eran románticas. Si las volvieras a leer te darías cuenta. —¡Las quemaste! —No lo negás. No negás que las escribiste por compasión, por modestia… o como práctica. —¿Cómo práctica? ¿Qué decís? ¿Qué estás queriendo decir? —Sí, como práctica. Si te dedicás a escribir. Es obvio… o sea, lo pienso y… y es obvio. Más que obvio, es lógico. Tenés que practicar tu escritura de algún modo, y para estar completamente seguro de la efectividad de lo que escribís, necesitás que un otro lo reciba, que lo lea. Que se concrete el discurso enunciativo, digamos… que llegue el mensaje. —Estás hablando pelotudeces. —¿Pelotudeces? Estoy diciendo la verdad más verdadera de todas. Y te lo estoy revelando en la cara. Te lo estoy escupiendo en la cara, y ahora por eso te molesta. Siempre te dedicaste a esto, y te fue bastante bien. Practicabas conmigo. Es tan obvio. Yo era tu modelo, tu ejemplo perfecto. —Chau. —¿Chau me decís? —Es cualquiera esto. Date cuenta. Date cuenta de las pelotudeces que estás diciendo. —Me usaste. Fui un experimento. Te vino bien que nos hayamos distanciado. —Cualquiera… —Admitilo. —Admito que éramos, y somos, muy distintos/as. —Admití que soy como una poesía, como una creación tuya más… una abstracción, una abstracción en tu vida. —Todo esto es una abstracción. Todo esto. La verdad que no sé ni en dónde
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estamos. Pausa. —En una poesía. Estamos dentro de una de tus poesías. ¿O acaso te pensabas que todo esto podía llegar a ser real? Si no te animás a nada… si no te animás a generar una situación como esta en la vida real, no te atreverías… y lo sabés muy bien. —¿En una poesía? —En un mundo ficticio y artificial. Exactamente. —En una ficción… —En tu ficción. —Pero, las cartas… —Las cartas siguen allá, en algún lado, en algún cajón, bajo capas y capas de polvo… Fijate. No las quemé, te mentí. Te mentí porque me hacés enojar. Vos fijate, qué es lo que querés hacer con esas cartas. Podés ir a buscarlas… —Tengo que ir a buscarlas, y saber si lo que decís es verdad. Que todo era más… superficial, de lo que yo creía en aquél tiempo, mientras las escribía. Porque cuando yo las escribía… —Callate. Esto no es real. Esto es un universo mental tuyo. No soy nada más que eso. No somos más que eso. —¿Entonces? —Entonces… depende de vos. —Pará… ¿estamos muertos/as? ¿acaso estamos muertos/as y nos estamos comunicando a través de una dimensión extrasensorial y suprasensible, o algo por el estilo…? ¿Qué mierda está pasando? —No sé. La verdad que no sé. Tal vez sí, tal vez no. No creo. Honestamente, a esta altura… prefiero que me quede la duda. —Pero… yo ahora no sé qué hacer. —Nunca supiste qué hacer. Por eso te dedicaste a la poesía. Y plasmaste ahí, de manera cruda y visceral, todo lo que no sabías hacer, todas tus negaciones y tus resquemores, tus impedimentos, tus bloqueos, tus imposibilidades. Siempre fue así.
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Exorcizaste todo eso, pero no te curaste. No encontraste respuestas. Posiblemente porque no las hay, no existen las certezas. —No hay respuestas. Aunque, tal vez en las cartas… —Tal vez en las cartas descubrís por qué nunca pudimos estar juntos/as. —En las cartas está… Pero estuvimos juntos/as. Estuvimos juntos/as, y fue hermoso. —No duramos lo suficiente. Fue un encuentro… fugaz. —Fugaz… pero de un par de meses. Meses intensos. Meses eternos. —Fugaz. —Pero... —Tal vez, sí, puede ser… tal vez con las cartas dilucidás por qué nunca nos volvimos a encontrar, por qué quedó todo en el aire… —Pero, vos… yo te amaba. Yo te amaba. —Vos armaste tu vida, no sé si me amabas. Tomaste ese rumbo. Las cartas decían que me amabas, pero las cartas eran un papel. —Era verdad, era un amor verdadero, honesto… Tus cartas también decían que me amaban. —Porque intentaba comportarme como un/a poeta, como vos. —O sea que no me amabas. Pausa. —Sí te amé. —Yo también. —Y creo que todavía te amo. —Yo también. —Ya está, ya pasó. Tal vez, lo nuestro quedó ahí. Murió ahí. —No, no murió ahí. Vive ahí. Nadie… —Nadie… —Nadie las puede romper, nadie las puede quemar. —Tal vez sí. —Tal vez no.
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—Espero que no. —¿Fuiste feliz, de todas formas? En tu vida, ahora que ya no estás… ¿qué balance hacés? ¿Qué…? —Sí, creo que fui feliz. Pero no me olvido de nuestro encuentro. Nunca me olvidé de nuestro encuentro. Y nunca me olvidé de que viví esperando el reencuentro. —Nunca llegó el reencuentro. Te tengo que pedir perdón, una vez más. —Me acuerdo del momento del beso. —Yo también me acuerdo del momento del beso. En serio, p… —Vos no me tenés que pedir perdón. Fuimos los dos. Tal vez, en el fondo, queríamos irnos del mundo con el deseo intacto. —¿Cómo con el deseo intacto? No entiendo. —Claro… con el deseo. Con el deseo del reencuentro, de volver a vernos. Digo, ¿nunca te detuviste a pensar en cómo habría sido, en qué hubiera pasado si nos volvíamos a ver y… y algo no nos gustaba? —Algo como… ¿cómo físicamente hablando, decís? —Puede ser… aunque no todo pasa por lo físico. Pausa. —¿Qué hubiera pasado si…? —Igual, yo también fui feliz. Y tal vez no lo hubiera sido si no te conocía, si no te veía nunca. —Por suerte existieron las cartas. Esas cartas. —Sí… las cartas. Las cartas. Pausa. —¿Hijos? ¿Hijas? ¿Cuántos habían sido? —Dos. Uno y una. Igual, casado/a duré poco. No sé si… —Sí, me acuerdo. Me acuerdo, sí. Pausa. —Esperemos que no...
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—¿Cómo? ¿que no, qué? —Que no, que no las rompan… que no las quemen. —Esperemos que no. —Eso, esperemos que no.
JUAN VELIS
Argentina
Instagram: @juan_velis Sitio WEB: https://juanvelis96.wixsite.com/metatextos
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N
adia es la chica que más destaca en la compañía. No porque su figura sea esbelta, sus rasgos dulces y delicados, su rostro y su mirada angelical, algo de por sí ya remarcable, sino por su gran talento. Es capaz de deslizarse y ejecutar los pasos y piruetas más
complicados con absoluta maestría. Hipnotiza con sus movimientos ágiles de brazos y sus afilados y perfectos pies de puntillas. Su cuerpo traduce la alegría, la melancolía o la tristeza más intensa de las melodías como solo lo hacen las grandes artistas, llenando y acaparando todo el escenario con su sensibilidad y arte. Es una de las bailarinas más jóvenes. Llegó de la vecina Ucrania. Proviene de una familia muy pobre que la abandonó en un internado, donde ya desde pequeña decidió que lo suyo era el ballet y que si quería destacar y huir de la miseria a la que estaba condenada, tenía que trabajar duro. Allí ensayaba todos los días entre las frías paredes de su habitación, enfrentándose con el baile a la soledad de crecer sin una familia y sin el calor de un hogar, refugiándose en la música y la danza, sus fieles y únicas compañeras durante aquellos fríos y distantes años de la adolescencia. Y también después. Yo estuve en la audición donde la elegimos para entrar. Enseguida supe que estaba ante un ser extraordinario. Me envolvió con su danza, y supe que debía bailar para nosotros. Su técnica se debía pulir, pues sus orígenes humildes no le habían proporcionado la sólida formación de las muchas aristócratas aspirantes a bailarinas que se presentan a nuestros duros procesos de selección, pero no le faltaban la disposición y las habilidades necesarias para esta disciplina. Nunca me suelo equivocar en mis intuiciones. Mi mente es capaz de tomar decisiones rápidas y arriesgadas, de las que no me suelo arrepentir, y que suelen tener siempre beneficios para la compañía. Por eso yo fui quien personalmente insistí en que fuera nuestra nueva incorporación. Me comprometí, no obstante, a ser su instructor personal y a formarla para que brillara como la estrella que debía ser. Y durante duros meses me encomendé incondicionalmente a esa tarea. Ensayamos dúos de baile, le enseñé las técnicas más avanzadas. Nunca me importó quedarme hasta altas horas de la noche mejorando su estilo, ayudándola a desarrollar esa pasión que sentía por la danza. Esta joven me arrastraba y despertaba en mí la avidez y el hambre de mostrarle todo lo 45
que yo sabía. Desnudé mi alma frente a ella, de manera incondicional, y lo aprendió todo de mí, e incluso lo mejoró. Su inocente personalidad me atrapó también desde el principio, inspirándome todo tipo de emociones y sorpresas, como si fuera un territorio mágico lleno de recovecos y escondites secretos dignos de explorar. Me fascinaba y sorprendía su voluntad férrea, su increíble disciplina, su admirable destreza. Pero más me desconcertaba el hecho de que alguien así nunca fuera consciente de lo excepcional que era. Nadia solo pensaba en bailar. Vivía para aquel instante en el que parecía volar, en el que se desvanecía del mundo y se abandonaba a una dimensión de sonidos y sentimientos que sacudían su cuerpo alcanzando un éxtasis entre lo profano y lo divino. Existía para aquel momento en el que se evaporaba y era simplemente ella, su alma, etérea, rozando la perfección. Y eso era lo que la hacía a ella inmensamente feliz; y, ante mis ojos, más irresistible y excelente si cabe. Los aplausos, las entrevistas y los regalos de ricos galanes con intenciones de proponerle un nada desdeñable y lucrativo matrimonio, todo aquello le parecía trivial, bienes terrenales imperfectos, y los rechazaba. Y para mí, un bailarín experimentado que ya ha visto mucho, era como si su falta de vanidad me empujara todavía más a querer catapultarla al éxito, a ser reconocida como ese virtuoso portento que era. Hoy ha llegado el día de la audición para la próxima obra. Nadia ha bailado el solo que hemos repasado tantos meses juntos, siguiendo todos mis consejos y aplicando rigurosamente todo lo que ha aprendido de mí. A Dimitri, el director artístico, le ha gustado tanto que ha llorado, ha aplaudido su trabajo y ha alabado mi labor de instructor. Y le ha dado el papel principal, algo que no me ha extrañado. Todas las bailarinas y bailarines la hemos felicitado, algunos sinceramente. Algo difícil, pues la competencia acaba nublando normalmente las más tiernas intenciones. Después he ido con ella a mi camerino. Me ha dicho lo mucho que me debe y me está agradecida. Yo he asentido. He contemplado sus finas y dulces facciones, su delicado contorno, su cándida expresión. Y no he podido resistirme a darle un fugaz beso en sus labios, muy casto y decoroso, que no ha rechazado. Es demasiado gentil y atenta para eso. Sin embargo, en sus ojos se ha dibujado el miedo y la sorpresa de adivinar unos sentimientos míos a los que ella no corresponde. Me ha costado 46
respirar, un líquido amargo me ha bajado por la garganta, me he sentido hundirme en un terreno sin fondo y los objetos de la habitación se han vuelto borrosos. Inmediatamente he comprendido muchas cosas, de mí mismo, del mundo, de Nadia. He permanecido en silencio y he decidido salvar esa incómoda situación brindando con un vodka que guardo celosamente en un rincón del armario, junto con otros preciados tesoros. Nadia es un prodigio y he querido que saboree la gloria que se ha ganado. Después del brindis, ha abandonado la habitación, con la mirada limpia de temores, y con una inocente sonrisa pintada en su cara, que jamás olvidaré. Es imposible. Se ha ido sin sospechar que acabo de cometer un acto de amor y de sacrificio sublimes. Dentro de una hora la tez de Nadia va a comenzar a volverse pálida. Su respiración se entrecortará y empezará a correr sangre por su boca y por sus ojos. La muerte será lenta. Averiguarán que es veneno, y quizás que he sido yo. Probablemente es eso lo que menos importe, y el motivo lo que más. Esta joven bailarina me ha hecho ver a lo largo de estos meses que yo, al igual que todos y cada uno de miembros de esta compañía, nunca tendremos su talento, y que ella llegará más alto, será más admirada, logrará más éxito que todos nosotros, porque es, simplemente, mejor. Su integridad, su falta de ambición, su obsesión pura por la danza, me han hecho darme cuenta de mis bajezas y de lo superior que ella es. Todo esto lo he llegado a ver, y a aceptar. Y esto me ha hecho incluso querer ser mejor persona, sin importarme sacrificarlo todo. Esta increíble bailarina ha sido capaz de despertar en mí un amor incondicional, donde me he entregado sin esperar nada a cambio, sabiéndome yo mismo peor. O eso creía. Porque yo no soy como Nadia. En un rincón dentro de mí albergué inconscientemente la esperanza de que quizás este delicado espíritu correspondería mi amor. Ya ven, yo sí hago las cosas por interés. Sin embargo, ese recelo y esa turbación clavados en sus ojos han hecho visible de una manera demasiado hiriente que no me ama, ni que jamás lo hará, pues es un ser puro que solo es capaz de vivir por y para la danza. Pertenece a otra dimensión: más elevada, más divina, lejos de seres como nosotros, que actuamos movidos por nuestros propios intereses, como yo arrancándole castos besos en la intimidad cuando ha alcanzado el éxito, o aquellos pretendientes que buscan bellas mujeres para 47
pasearlas en la alta sociedad, pero incapaces de comprender su perfección, o artistas envidiosos que solo ansiarán en el futuro destruirla por ser mejor que ellos. Todos nosotros somos demasiado mundanos. Y ella es un ser tan perfecto que no es digno de existir. No en este mundo, entre nosotros. Por su bien, y el nuestro. Nadia se merece vivir en ese instante exacto en el que se abandona y solo siente la danza. Y ese instante no está aquí. Con mi brindis, he querido conducirla a aquel lugar del que proviene y evitarle todo el sufrimiento que su espíritu inocente habría experimentado en un ambiente tan mezquino como este, acabándola por corromper. Mis compañeros, por su parte, también me lo agradecerán. Ahora podremos dedicarnos a nuestra búsqueda de fama y alimentar nuestras vanidades sin sentir lo míseros y lo poco brillantes que somos, a su lado. Mi mente toma siempre decisiones rápidas y arriesgadas, de las que no me suelo arrepentir y benefician siempre a la compañía. Ya ven, aún actuando por amor, acabo finalmente velando por mis intereses. Y sé que no lo lamentaré. Siempre he sido una persona poco noble, algo ruin. Aunque nunca he sido consciente de esto, al igual que de todo lo demás, hasta ese segundo en el que la aprensión y el asombro se han perfilado en esa mirada.
LUCIA OLIVÁN SANTALIESTRA
España
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H
ace mucho, mucho tiempo, cuando los bosques de nuestra tierra aún eran jóvenes, las fuertes brisas anteriormente muy comunes trajeron consigo una cansada viajera. Venía de tierras lejanas allende los mares, había viajado tanto y
estaba tan fatigada que solo quería descansar, arrastrada por las corrientes de aire contempló paisajes maravillosos, todos ellos llenos de vida y verdor, también visitó desiertos con extrañas criaturas recorriéndolos, montañas, valles, lagos, ¡peces voladores y aves muy veloces! Haber presenciado tantas maravillas hizo su viaje más divertido, pero sintió llegada la hora de reposar en un lugar tranquilo, fresco y acogedor, decidiendo dar por terminado tan prolongado peregrinar así se lo comento a su amiga la brisa. Fue entonces cuando esta la acercó a un grupo de arbustos, los cuales estaban comenzando a rebrotar después del invierno. Disculpen compañeros ―se atrevió a entablar conversación―, tienen un refugio muy bonito y sereno, ¿sería posible que me dejasen descansar entre ustedes?, pues verán he recorrido un largo camino y estoy ¡muy cansada! Pero los vanidosos arbustos, viendo a la viajera carente de atractivo, sin aspecto interesante, consideraron esto incompatible con su nueva y verde imagen, respondiéndole todos en una sola voz. ¡No tenemos sitio, busca en otro lugar! En este estado de cosas, la viajera aún más cansada, permitió a la brisa continuar acarreándola, al poco rato esta la acercó a la ribera de un arroyo, allí pudo observar varias crías de peces cerca de la orilla; sacando fuerzas de flaqueza les dijo. Graciosos pececillos, las orillas de su hogar parecen muy plácidas, yo vengo de lejos y estoy ¡muy cansada!, ¿sería posible que me permitieran descansar en este lugar? Los pececillos temerosos de todo y de todos, se dispersaron rápidamente, sin embargo antes de desaparecer le gritaron desde debajo del agua, en el lenguaje húmedo de los peces. ¡Nos das miedo, no te queremos cerca de nuestra casa! Algo triste y mucho más cansada continuó su camino al abrazo de la brisa, su compañera por un largo período. Cuando ya se quedaba sin fuerzas, disponiéndose a 50
dejarse caer en cualquier sitio, se fueron acercando a una elevación de terreno, donde entre piedras arraigaban tenazmente algunas hierbecillas. Fue entonces cuando ―entre dormida y despierta― escuchó a estas gritarle a la brisa, ¡detente, detente!, ¿no ves a tu amiga? ¡De tan cansada casi se cae! Lo veo ―respondió la brisa―, ¡pero no puedo sostenerla más si ella no me ayuda!, ¡hemos recorrido un largo camino y está muy cansada!, ya no me puede acompañar en mis aventuras, quiero dejarla en un lugar seguro, fresco y acogedor; por eso paramos con los arbustos, paramos con los pececillos, paramos en otros sitios, ¡mas en ninguna parte abrieron su corazón y la dejaron quedarse a descansar! Si quieres la puedes dejar con nosotras, la cuidaremos mientras descansa, ¡sabemos cómo se siente que nadie quiera estar contigo! Pero te advertimos, si bien esta tierra es fértil y en ocasiones llueve abundantemente, el viento arrecia fuertemente en este sitio, pues es el lugar más alto de por aquí, por eso nos ves agarradas a estas piedras. Y la brisa ―viendo a su compañera prácticamente dormida―, entregó con gran cuidado su preciosa carga a las hierbecillas, las cuales inmediatamente la arroparon con una colcha de tierra y musgo, ¡en el mejor lugar entre las piedras!, protegiéndola del frío de la noche y de las ráfagas de viento en el día. Pasaré ocasionalmente para saludarlas a todas y conversar con mi amiga cuando esta se despierte. ¡Pasa en cualquier momento!, ¡aquí estaremos!, ―respondieron las hierbecillas―, dejando a la brisa seguir su camino hacia otras tierras aún más lejanas. Luego de un largo período de descanso, la viajera despertó, bajo el cuidado de las hierbecillas creció, se hizo fuerte y vigorosa; siempre esperaba con ansias las visitas de su querida compañera la brisa ―quien disminuyendo su fuerza―, le traía historias de lugares exóticos llenos de maravillas. Al pasar los años en el sitio de mayor altura de estas tierras pudo verse en todo su esplendor un gran árbol de hermoso follaje y gustosos frutos, a su alrededor comenzó a crecer uno de los bosques más densos de estos lares, pero siempre muy cerca a sus raíces hay un lugar donde solo se extiende una alfombra de fragantes flores silvestres, descendientes de aquellas generosas hierbecillas que una vez 51
cuidaron de una viajera cansada, no tan agraciada, en cuyo interior viajaba el tesoro de la vida.
LIDIA J.LEZAMA
Venezuela
Facebook: https://www.facebook.com/lidia.lezama.7946
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*La primera parte de este cuento fue publicada en EL NARRATORIO 62
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embló el planeta bajo mi barriga helada. Me ardían las narices con la acritud de la pólvora, y mi saliva se mezclaba con el barro... Agonía tras agonía, y más agonía después. La cara del Jinete Número 2... ¡Linda cara!
Volaron al capitán, sonó dentro de mí, como un eco. Me había recordado tanto
a mi padre... Aunque el viejo fue siempre un pacifista declarado, y odiaba los uniformes, en un punto él y el capitán se parecían: creyó siempre en darle la cara a las cosas, por difícil que le resultara a uno. Yo era de otra laya: muchas veces elegía mirar para otro lado, levantar los hombros, contemporizar... Y ahora habían volado al capitán Ashworth. Quedábamos los demás, claro. ¿Pero de qué valíamos? [¿Podía seguir llamándosele “humanidad” a aquel racimo lastimoso que sobrevivió al desastre?... Aun aquí, ahora, Patrick, la imagen que consigue conjurar es la de un montón de roedores, de flancos temblorosos, cavando febrilmente escondrijos subterráneos... Todavía estaban con vida, sí; pero no sabían hasta cuándo les iba a durar.] —¡Párense, hatajo de inútiles! El bramido obró directamente sobre los centros musculares. Poco a poco, y sin intentar explicarme el mecanismo, comprobé que las articulaciones funcionaban y los tendones hacían lo suyo, de manera que cuando me quise acordar me encontré de pie, en relativa semiformación junto al resto del rebaño. —¡Todavía son soldados, maldita sea! ¡En firmes! Y de algún modo fui impulsado a cuadrarme, y los otros igual. Figg expelió una nube maloliente. —Uno..., dos..., tres..., cuatro... ¡Por lo visto algún ángel tuerto protege a los inservibles! O puede ser que cuenten con grandes aptitudes para esconderse... Pero, ¡óiganme bien! El cigarro nos apuntó como el cañón de un tanque. —Óiganme bien: ¡se van a arrepentir de no haber saltado por el aire! ¡Por la
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maldita cobardía de ustedes acaba de morir el mejor oficial que conocí en mi vida! ¡Él valía mil millones de veces más que todos nosotros juntos! —Nos recorrió con ojos rebosantes de desprecio—. ¡Vaya un paquete! ¡Por Cristo, que les voy a arrancar la piel a tiras si antes de medio segundo alguno no demuestra que le corre algo más que agua por las venas! Se detuvo para resollar. Después nos escupió: —¡Hay que salir de la cueva, zorrinos! [Solo en su asiento de reo, Patrick, usted recuerda casi palabra por palabra aquella arenga seca, dura, y desprovista de toda gentileza. Siente la tentación de incorporarse un poco, retorcer el cuello y buscar al sargento, que sin duda ha de estar en la sala... Pero desiste. No serviría de nada. Usted siempre ha sido un extraño para él, un excluido del universo de estructuras simples y fuertemente contrastadas por donde él discurría. Con mayor razón aquí, ahora, en su aislante condición de presunto culpable... No, Figg jamás podría entenderse con usted. A pesar de que usted cree poder interpretarlo a él: lo ve como una fuerza, una energía inexorable, orientada en una única dirección. La dirección podrá no ser la correcta, Patrick, pero al menos las botas del sargento, allá en el infierno, se hundían profundamente a cada paso que daba. Y eso, Patrick, resulta envidiable en cualquier mundo que sea.] —¿Será posible que esté rodeado de gallinas? ¿Tendré...? —Yo... ¡Yo..., sargento! —¿Eh? ¡No,Tommy!, exclamé en mi interior, ¡no, Tommy, no! El grito se detuvo en el comienzo de mi garganta. Murió allí mismo; y allí se pudrió... dolorosamente. —¡Bravo, chico! ¡Ya me parecía que alguno iba a demostrar que tenía al menos un riñón! ¡A ver esas piernas, muchacho! —Eh... Yo... ¿Pero Figg era ciego?, me pregunté, estremecido de cólera. ¡Si Tommy temblaba como una caña al viento! ¿No lo notaba el sargento?... ¡Tommy, botarate! ¿Por qué tuviste que hablar?... Un punto incandescente empezó a girar entre las capas de bruma cremosa que entorpecían mis ideas, bregando con desesperación por 55
alumbrar un medio de evitar la fatalidad inminente. —¡Espere..., sargento! —¿Qué quiere, Stewart? Avancé. Figg se erguía formidable frente a mí, sobrepasándome en altura, en anchura, en vigor, en energía, en determinación. Tenía que elegir con mucho cuidado las palabras, me dije. Como cuando, en mis novelas, llegaba a los párrafos importantes. —El chico no le va a servir, sargento —afirmé—. Será mejor que vaya yo. ¿Qué opina, eh? Los ojos azules se entornaron. Una columnilla gris acero subió perezosa desde el rojo extremo de su puro, velándole parcialmente la pupila derecha. —¡Bueno, bueno...! ¡El heroísmo se contagia, parece! Levanté un hombro, medio en son de excusa. —¡No, gracias, Stewart! —dijo Figg—. Usted no está para esos trotes... Si no tiene inconveniente, me quedo con el jovencito este. Vuelva a las filas..., vaya. Aquel tono no admitía discusión; pero me obligué a ignorarlo. Di un par de pasos más, hasta que el calor de la punta ardiente del tabaco me pellizcó casi la nariz. —¡Me extraña, sargento! —exclamé suavemente—. Dada su experiencia, sargento, no veo cómo no le resulta evidente... ¡La juventud de Simms no compensa su falta de fogueo! ¡Está más verde que una cotorra, sargento! Figg chupó el cigarro. Sus ojos se entornaron. —¿Le parece, Stewart? —dijo con peligrosa amabilidad. —¡Ese se va a perder! ¡Apostaría el fusil a que se pierde, sargento! No tiene el menor sentido de orientación... —¡Bueno, no tanto, Pat! —protestó Tommy, enrojeciendo—. Yo... —Cierra el pico —le corté—. ¡Si lo sabré yo, sargento, que a cada momento lo tengo que ayudar a encontrar al pelotón!... Y nada de ofenderte, Tommy —añadí, sin mirarlo—. Acá las susceptibilidades hay que dejarlas a un lado. ¡Estamos en un juego demasiado bravo como para pararnos en esas nimiedades! ¿No es así, sargento? Figg encogió los macizos hombros. Se frotó la nuca con la mano, mientras dejaba escapar humo por las fosas nasales. 56
—¿Y usted se orientaría mejor que él, no es eso? —me lanzó por el costado de la boca. —Yo puedo llegar a la colina en menos de diez minutos —aseguré. Figg se estrujó la cara, y oí con toda claridad el riss-rass de los duros pelos rojizos de su barba al doblarse bajo la presión de los dedos. No cometí el error de apresurarlo. —Charla bien, Stewart —admitió por fin. —Mi intención es presentar las cosas como son —dije—. En su aspecto real. —“En su aspecto real”... Sí, claro —Me apuntó de golpe con el cigarro—. ¡Real, Stewart! ¿Se da cuenta? ¡No se trata de una de esas novelas suyas, eh! —¿Por casualidad leyó alguna? —se me escapó. Figg hizo un ademán desdeñoso. —¡Ni falta que me hace!... Entérese, Stewart: acá a uno lo agujerean en serio. ¿Se da cuenta de lo que significa eso? —Conozco los riesgos, sargento. No se olvide de que llevo... cierto tiempo aquí... Y acuérdese de que no nos sobra el tiempo para discutir... En cualquier momento nos empiezan a dar de nuevo, y... Hablé durante unos momentos más, espatulando con el mayor esmero la arcilla psíquica de Figg, hasta que al fin cedió. —Pensándolo bien —dijo—, no deja de tener cierta razón... Está bien, le voy a dar el gusto, Stewart. Puede ir con el chico. —¿Ir los dos? ¿Que vayamos ambos, dice? —La gran pareja, ¿no cree? Tuve que conformarme con esa victoria a medias. Fingí acuerdo absoluto y atendí a las instrucciones. Ya me las compondría para encontrar alguna solución, sobre la marcha. Alguna... solución. Me recorrió un escalofrío. ¡Quizás...! —¡Eh, Stewart! ¿Está dormido? —¡Uh! Perdone, sargento. Yo... —¡Le dije que repitiera el plan! —No se preocupe, señor. Me sé bien la letra: corremos hasta el recodo, 57
descansamos, Tommy sale a campo abierto, con el walkie-talkie a cuestas. Yo lo cubro... —¿Y usted, Simms? El chico tragó saliva. —Yo... Corro hacia la colina..., agachado, tratando de eludir a... la ametralladora. Cuando llego a la colina, busco desde arriba el lugar donde tienen emplazados los morteros... —¡Y se lo pasas como un rayo a nuestra artillería! —bramó Figg. Adelanté precavidamente la barbilla. —Ahora que lo pienso —dije—, no veo muy bien que se exponga él solo... —¡Y no se va a exponer solo! —el sargento me sonrió ácidamente—. Usted también va a ir a la colina tras él, Stewart. Solo por si sucediese algo... ¿No quería ser héroe, Stewart? ¡Pues va a salirse con la suya! —No me estoy quejando —repuse—, a pesar de que no se ha pensado en cubrirme a mí. ¿Salimos ya? —¡Revisen las radios antes de irse! —gruñó Figg. Tommy y yo nos ayudamos mutuamente a verificar el funcionamiento de los walkietalkies. Enseguida, el control final de rutina, previo a cualquier salida. Fusiles, cuchillos, etcétera... Todo O. K., al parecer. Lancé un ademán hacia el sargento, y empujé a Tommy por delante de mí. —¡A ver cómo te portas con las piernas!... —le susurré. Doblados por la cintura, gastamos casi siete octavos de nuestra respectiva dosis de aliento antes de llegar al recodo. No se necesitó de seña alguna. Como si fuésemos uno, ambos nos tendimos a descansar. Cada cual se concentró en sí mismo, sin hablar. En tales momentos, los pulmones son los que mandan. De súbito percibí que el jadeo de Tommy se aceleraba. —¡Empiezan... de nuevo, Pat! —barbotó. —¡Mejor así! —resollé. Me miró como si me hubiera vuelto loco de repente. Tuve que emplear algo de mis preciosas reservas de aliento para explicarle: —Esta vez... el fuego de morteros... nos conviene... Puede... ser que se... 58
descuiden los de la ametralla... dora... ¡Ahora! —disparé—. ¡Prepárate a correr! —¿Te... te parece que es el momento? “Para mí”, pensé, “es el momento justo.” —¡Vamos, campeón! —exclamé—. ¡A mover las rodillas! Tommy vaciló, en una posición inmediata al salto. —Antes me gustaría... —¿Ahora qué te pica? —inquirí, con fingida impaciencia. —¡Tú fuiste el mejor amigo que nunca tuve, Pat! ¡Esto te lo tenía que decir ahora! Lástima que nos hayamos conocido en medio de esta porquería de guerra... Pero quiero que sepas que tú me lo hiciste todo... más fácil, Pat. —No desperdicies tu resuello. —Lo golpeé en el casco, empujándolo hacia afuera—. Hasta pronto, chico. ¡Dentro de diez minutos nos vemos en la colina! ¡Suerte! —Hasta... pronto, Pat. Y se lanzó hacia campo abierto, con el fusil listo. A nuestro alrededor detonaban los obuses, y era como si algún gigante se entretuviese en lanzar bocanadas de humo y puñados de tierra por doquier. “Está a medio camino”, pensé. “Hay rocas cerca... Tiene que ser ahora”. Y en un instante quedó hecho... El olor de la pólvora detonada me cosquilleaba en la nariz, el caño del arma me quemaba el hueco de la mano, y Tommy, allá, unos cuantos metros delante de mí, había dejado de correr. Me pasé la manga por los ojos. —Era... la única manera —musité. Y me puse en movimiento. De pronto el aire hirvió en torno a mí, hubo silbidos brutales rozándome la cabeza. —¡Me vieron! Un arrancón ardiente en la mejilla, y comenzó a sangrarme. No me le di importancia. Solo atendía a la ligereza de los pies. En tres saltos más alcancé las rocas. Me apreté contra ellas. Ahora todo era cuestión de aguantar, y... Pausa. ...Me abalancé sobre el cuerpo yacente de Tommy, lo aferré en una presa 59
inflexible y lo atraje conmigo, de vuelta al reparo de las rocas. La sangre me resbalaba por el pescuezo, pero le hice el mismo caso que a un soplo de viento. Mi atención se concentraba en Tommy. Lo examiné rápidamente. —¡Menos mal! No era nada serio, según me pareció. Abrió los ojos y, tras moverlos desatinadamente unos segundos, los enfocó en mí. Su frente pecosa se arrugó. —¿Pat?... —gimió— ¿Qué...? —¡Shh! ¡Tranquilo, compañero! ¡Descansa!... Yo me encargo de todo. En un par de minutos vuelvo a recogerte... Volvió a desmayarse. —Mejor para él —murmuré. De los próximos minutos iba a depender todo. Calculé la distancia que me separaba de la colina. No era mucha, aunque la ametralladora me iba a dar bastante baile todavía. ¡Pero ya vería cómo me las arreglaba con eso! Miré a Tommy, tan tranquilo... Para él se había terminado la guerra. Herido en combate: ¡ahora lo tendrían que mandar de vuelta a casa!... Eso era lo que contaba para mí. Inspiré con fuerza, me así al fusil y me lancé... [Aquí, ahora, usted reflexiona —quizás tardíamente— en la extraña cualidad de los imprevistos. Su precaución era contra la ametralladora. No tomó en cuenta a los morteros. No se le ocurrió que los observadores, así como habían avistado todos los desplazamientos de su pelotón, también podrían ubicarlo a usted... Ahora, muy lejos de todo aquello, le parece ver a los otros actores de la pesadilla: hombres rubios enfundados en chaquetas color aceituna, afanándose alrededor de las candentes piezas de artillería ligera. Alguna voz debió haber gritado una orden, en el restallante silabeo teutónico... Y la suerte fue echada.] ...y fue tan súbito que ni llegué a sentir nada. Como si algún humorista hubiese desconectado el día para mí. Un punto de dolor —el ápice incandescente de una sañuda aguja— me trajo de vuelta al tormento de la conciencia y del martirio de la carne magullada. —Oh... ¡Unnhh! Por entre los dedos con que me apretaba el cráneo se colaba un ardiente flujo 60
de vida, para mí únicamente un estorbo obnubilante y pegajoso. Me limpié con la manga, sacudiendo una cabeza rellena de plomo puro. —Me... pescaron... bien. Ocultos resortes se pusieron en funcionamiento; ruedecitas dentadas y ejes y palancas que debí de tener en reserva sin sospecharlo. El resultado fue que conseguí incorporarme. Sentía que cada trozo de mí rechinaba y gemía, pero el caso era que los movimientos iban sucediéndose uno al otro según se requerían. —Debo de haber dormido un rato —razoné—. Pero creo que todavía puedo correr... ¡Otra vez! ¡Les están dando otra vez! —Más estallidos hacían retemblar las inmediaciones—. ¡Me tengo que apurar! Y la asombrosa máquina [ni aun aquí y ahora, Patrick, halla expresión más apropiada para algo que no ha logrado explicarse] hizo su trabajo y en un momento dado me encontré en la cima de la colina y ubiqué la batería enemiga con una facilidad que no me habría atrevido a soñar. Como un improvisado Kean interpretando el diálogo de Hamlet, entré en contacto radial con nuestra artillería, transmití las coordenadas y obtuve el resultado apetecido. Minutos más tarde, detuve la mirada en la gruesa columna de humo negruzco que adulteraba la atmósfera con una mezcla de hedores, elevándose hacia el achaparrado disco solar..., sorprendentemente pegado al horizonte. Me sacudió una tremenda realidad. —¡Casi se puso el sol! Entonces... Debí haber estado desmayado más tiempo del que pensé. ¡Tal vez más de dos horas! —¡Tommy! ¡Oh, Dios! Corrí, olvidándome de que estaba medio muerto. No pude sorprenderme extraordinariamente cuando llegué. Era lógico y razonable... Las fibras de sentido común que se entrecruzaban en la trama de mi mente, me lo dictaban sin lugar a dudas. Como dije, no me sorprendió. Pero me hirió como una bayoneta hundida en el bajo vientre. —Oh, Tommy... 61
Un hilito de sangre había escapado por entre los labios amoratados, corriéndole por la curva del pequeño mentón, y después unos cuantos centímetros sobre el suelo, antes de que la tierra lo absorbiera. Tenía el tono oscuro de la coagulación... Oí zumbar moscas. Todo se enturbió delante de mis ojos. ¿Cómo podía haber previsto aquellas dos horas de inconsciencia?... Abandonado, se había desangrado irremediablemente. Traté de convencerme de que debió ocurrir sin que él se diera cuenta de nada. ...El crepúsculo tendió una inmensa bandera de cinco o seis colores a través del cielo. Sopló un viento frío, y la herida de la frente y el corte de la mejilla empezaron a pulsarme dolorosamente. Me moví sin plan alguno, por simple inercia. Mis borceguíes marcaron profundas huellas sobre el fango viscoso. No me fijé en qué dirección me encaminaba. —¡Párate, cerdo! En medio de mi espeso aletargamiento, no respingué. Los tendones del cuello jugaron perezosos y por fin el tardo giro de mi cabeza cruzó mi campo visual con el origen del grito. Un grupo indeciso de pliegues fue abriéndose camino a través de mi frente. —Sargento... Figg. —¡Inmundo traidor! ¡Sucio cobarde! No entendía. El odio y los golpes caían a la vez, como música y letra de un himno mortal, hundiéndose en el colchón de mi estupor. —¡Te vi dispararle al chico, maldito! ¿A qué vienes ahora? ¿A regodearte en tu obra? Se cernía sobre mí, una colosal entelequia letal. Sus manos airadas descendían desde alturas inconmensurables para magullarme las carnes y astillarme los huesos. —¡Te podría despedazar con las uñas, cobarde traidor! ¡No quedó uno solo vivo, allá abajo! ¿Oíste, miserable? ¡Los reventaron a todos! ¡Qué bien lo supiste hacer! ¡No quedaron testigos!... ¡¿No, eh?! [En forma maquinal, usted se tienta con el índice la larga cicatriz que todavía se le marca en el pómulo izquierdo, hasta la nuca. ¡Cómo debió haberlo odiado, para 62
herirlo así con las manos desnudas! ... Y aquí, ahora, en frío, usted no es capaz de devolverle odio por odio..., imaginándose lo que él debió de sentir en aquellos momentos.] Quise hablar, pero tenía los labios tan destrozados que no me dejaban articular ni una sílaba. De todos modos, tampoco habría sabido qué sílabas articular, porque mis propias ideas no acertaban a adoptar una forma definida... Una furiosa bofetada me hizo saltar dos dientes. Los vi volar, dos partículas blancas manchadas de rojo, y oí cómo caían en el barro, junto a mi oreja derecha. —“¡No quedaron testigos!” —rugió, con horrible tono de burla—. ¡Eso te creíste, cerdo asqueroso! Pero a mí se me ocurrió seguirte..., ¡ja, ja, ja! —no quisiera volver a oír jamás aquel remedo de risa—, ¡ja, ja! ¡Para que no quedaras sin protección cuando salieras a campo abierto detrás de Tommy! ¡Sin protección! ¡Ja!... ¡Y entonces te vi tirarle al chico por la espalda! Colgaba lacio de las garras del sargento. Entre una niebla roja, punteada de destellos deslumbrantes entreveía una máscara alucinada, que me quemaba la cara con su aliento de odio. —¡Y no pude hacer nada! ¡Nada!... Los del mortero me inmovilizaron hasta que fue muy tarde... Te perdí de vista... ¡Pero ahora te vas a arrepentir de haber vuelto! ¡Rata! —Su enorme fuerza me sacudió en el aire como a un montón de trapos—. ¡Rata hedionda! ¡Los dejaste morir a todos! Era como si alguien..., muy lejos..., curtiese un cuero o hachara leña. Golpes, golpes. Saltaba la sangre y cedían los huesos, pero todo era muy distante. —¡No me importaría matarte a golpes, sabandija! ¡Pero sería demasiado suave! ¡Demasiado rápido! ¡Quiero que sufras! ¡Que pases por la tortura a fuego lento de un juicio por traición! ¡Vas a saber lo que es el desprecio de todo tu país..., lo vas a ver retratado en la cara de todos los que te miren! Mis pies tocaban tierra, de algún modo. Un puño sin piedad me estiraba el espinazo, aferrándome por el pelo, de manera que me mantenía erguido como un flojo monigote. —¡Aunque sea lo último que haga en la vida.., me voy a ocupar de que te cuelguen! ¡Te veré retorciéndote en la horca! 63
...En la horca... En la horca... En la horca... DE NUEVO AQUÍ Y AHORA: Cuartel General de las Fuerzas Norteamericanas de Ocupación. Italia, 1944. Consejo de Guerra. Acusado: usted, Patrick Stewart. ¿Culpable? ¿Inocente? ¡Los labios del presidente del jurado están abriéndose!... ...Y no existe miedo en usted, Patrick Stewart. Porque, una cosa sabe . Cualquiera sea el juicio de los hombres, militares o no, no ha de ser definitivo. Deposita usted su confianza en otro tipo de justicia; una justicia tal que es capaz de abarcarlo todo en sus evaluaciones..., desde la emoción más elemental hasta la callada desesperación de un alma atormentada. De una justicia así, usted no puede sentir miedo, sino únicamente reverencia. Se abandona usted a esa Justicia. “Yo bien sé”, piensa usted, “que tú comprendiste, Tommy; que tú comprendes..., dondequiera que estés.”
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Nota del autor: Este relato tuvo también su versión en historieta, pero esta fue elaborada en tiempos posteriores, por así decirlo, más crudos. Se le confirió una síntesis que, aparte de la sugestión que pudieron añadirle los dibujos (asimismo de mi factura) intentó aumentar su impacto. Y el final fue distinto, acoplándose al cambio de milenio.
CARLOS M. FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
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L
a muerte me miraba dormir, creyendo que yo estaba muerta y al ver que estaba viva se dio cuenta de que no morí, totalmente defraudada y con un visible gesto de fastidio, encendía un cigarrillo suspirando levemente mientras se sentaba al borde de mi cama. Yo dormía
plácidamente, descansando de todas las vicisitudes de este mundo, ¿y por qué no?, de la vida misma. Al despertar y verla sentada allí como si nada, el susto es tal que casi hace que mi pobre corazón explote dentro de mi pecho, trato de alejarme lo más que puedo de ella refugiándome en los confines de mi cama, siento en este momento que es el único espacio seguro dentro de ese universo al cual yo llamo mi habitación. Al verme tan asustada. La muerte se acerca un poco más a mí, estira su delgada mano tratando de calmarme, acaricia mi cabello a la vez que me enseña una sonrisa muy tierna y amable. Da una segunda y profunda pitada a su cigarrillo y entonces la oigo decirme. —Perdóname, no fue mi intención asustarte…, confieso que es la primera vez que me equivoco de persona, no es a ti a quien he venido a buscar. Aliviada y renacida de nuevo, el primer impulso que tengo ante esa maravillosa confesión es abrazar a la muerte con todas mis fuerzas. Ella se ruboriza ante mi efusiva reacción y un poco incómoda con ese abrazo, solo atina a palmear suavemente mi espalda. Lamento esta pequeña confusión dice, mientras me aparta y se dirige a la puerta de mi habitación con la intención de salir de ella. Antes de que cruce el umbral de esa misma puerta, muy curiosa le pregunto. —¿Si no es a mí a quien buscabas muerte?, ¿quién es entonces al que buscas? Ella da una última calada a su cigarrillo terminando de consumirlo totalmente, luego voltea a verme y me responde con cierta melancolía… —A tu hija Maribel, he venido a buscar a tu hija.
LUISA MELGAREJO
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/reiko.yagamy.1
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Nota de la autora: En la revista digital “El vuelo de la lechuza” (que dicho sea de paso me parece excelente y recomiendo su lectura) del 2 de marzo de 2019, encontré un artículo muy interesante llamado “Entre Poe y Freud: el ser humano y lo siniestro”. En él se dice que Freud desarrolla su definición de lo siniestro apelando al filósofo Schelling, quien a su vez lo define como “Aquella suerte de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”. Para sustentarlo toma los términos unheimlich, Heimlich y heimisch y los asocia entre sí, entendiendo que el primero alude a lo lúgubre y sospechoso, heimlich a lo oculto y sospechoso y heimisch a lo hogareño o familiar. Más adelante, el artículo menciona que lo siniestro impacta acompañado de una atmósfera adecuada, sombría, en su mayoría, por ese motivo, suele acontecer en una tormenta, mar bravío, cielos oscuros, lugares misteriosos. De allí que me surgió una idea. Me pregunté: “¿Y si en lugar de oscuridad, es la luz nuestra fuente de espanto?”. Entonces me propuse a escribir algo dotado de una atmósfera luminosa en sentido literal, que infundiera espanto. ¿Puede la luz generarnos algún tipo de terror? ¿Puede obrar sola o debe estar acompañada de algún elemento adicional? Y surgió la historia que sigue.
H
ay casas en las que una apariencia totalmente apacible puede verse perturbada por fenómenos incomprensibles. Sucesos que no guardan relación con hechos naturales. Así ocurrió en la de los Fernandez, matrimonio que vivía junto a sus tres hijos. Eran una
familia de lo más típica del Gran Buenos Aires, con sus más y con sus menos, con sus rituales diarios, como compartir el desayuno y la cena. El padre, una persona muy ilustrada, siempre quiso que sus hijos estudiaran para ver la realidad con sus propios ojos. Pero se estaba volviendo obsesivo con el tema y no paraba de hablar de la iluminación que venía de la mano del conocimiento. Sin embargo, el menor de los hijos, Juan, estudiaba para electricista. Él amaba iluminar a la familia de una manera más concreta. Y se sentía perseguido y hastiado por los discursos insistentes de su padre. Poco a poco, las cenas se volvieron batallas campales. El padre trataba de imponer su filosofía de vida y Juan la rechazaba, porque consideraba que la realidad no estaba en los libros, a los que consideraba instrumentos de tortura incoherentes, ya que un autor decía una cosa, y otro, la opuesta. Después de cada contienda, los artefactos de iluminación de la casa se encendían todos al mismo tiempo y parecían aumentar la fuerza lumínica. Juan los revisaba, pero no encontraba nada malo. Y su padre aprovechaba esas oportunidades para hacerle ver que debía dedicarse a otra cosa. Las peleas se hicieron cada vez más frecuentes y como resultado la casa comenzó a tener la apariencia de un festival permanente. La madre de Juan comenzó a usar anteojos negros y los hermanos, sombreros de playa. Juan se encerraba en su 69
cuarto y se tapaba con una frazada. El padre, complacido con la claridad que le permitía leer mejor, seguía iluminándose internamente. Pasados unos días, el padre comenzó a sentir molestias y picazones en los ojos. ¡Juan! ¿No ves que hay que llamar a un electricista de verdad? Pero, así como el padre de Juan veía crecer las luces en la casa, comenzó a padecerlas en el interior de su cerebro. Era como estar permanentemente enfocado por un reflector de frente, sin protección. Sus ojos sufrían de ardor y lagrimeo y su cerebro no resistía tanta luz, tanto brillo. Su vista se fue deteriorando gradualmente hasta quedar completamente ciego. La familia protestaba y Juan seguía padeciendo los enojos de su padre, quien lo mandaba a aclarar sus ideas. ¡Aclarar! Justo eso. Y cada rabieta de Juan se traducía en más iluminación de la casa. Él no acertaba a encontrar el problema. Revisó circuitos, cambió cables y focos, pero nada. La casa les decía que su vida, ahora, transcurría sobre un haz de luz. La familia se fue acostumbrando a vivir en una playa de arenas refulgentes. Sin embargo, el padre no lograba siquiera dormir. Su luz interna lo seguía encandilando en todo momento. Se apretaba los ojos y seguía. Se lavaba la cara y seguía. Se vendaba los ojos de por sí cegados y seguía. El suplicio era tal que no dejaba de frotarse. Primero con las manos, luego con una toalla, luego con un paño embebido en alcohol, hasta que los lastimó de tal forma como si se hubiera quemado con ácido. Consultaron a un especialista y les recomendó hacer varios estudios. Nada salía en las imágenes, excepto una luz brillante que lo abarcaba todo, invasora y abusiva. El padre, privado de la vista y con el cerebro frito, pronto comenzó a desvariar. ¡Juan me quiere matar! Se puso de acuerdo con mi padre, el muy desgraciado que no quería que yo fuera profesor. Su buen carácter se transformó y se volvió irascible y negativo. Estaba deprimido. Demasiada luz se parece en algo a las tinieblas más fantasmales. Gritaba, pateaba los muebles, trataba mal a su familia y en especial a Juan, a quien culpaba de su mal. 70
Como sus quejas no le daban el resultado deseado, decidió romper todas las lámparas de la casa. Pero no obtuvo lo que buscaba. La luz interna no se apagaba. Presa de la más irrefrenable desesperación, el padre comenzó a idear la forma de quitarse los ojos, para descansar de esa luz insoportable y perversa. La decisión la tomó el día en que la luz le mostró algunas cuestiones insondables a la mayoría de la gente. Pudo ver la motivación de los asesinos, las razones de los perversos, los deseos de los sociópatas y psicópatas. Pudo ver también el origen del complejo de Edipo y las razones de sus tics y obsesiones. Pudo ver la respuesta a la pregunta ¿hacia dónde vamos? Entonces, tomó el cortapapeles de su escritorio y con paciencia hurgó en las cuencas de sus ojos. Soportó un dolor tremendo. La sangre fluía, incontenible, mojándolo todo. El ardor se convirtió en un pulso que golpeteaba en su interior como el tic tac de una bomba a punto de explotar. Lo encontraron tirado al lado de su escritorio, con el cortapapeles ensangrentado en una mano y los ojos en la otra. Había muerto desangrado, mientras seguía viendo con su visión interna una luz rojiza, más parecida a un infierno que a su ideal de conocimiento. Junto a él se encontró una foto del abuelo electricista: lucía una sonrisa que antes no tenía.
MIRNA GENNARO
Argentina
Páginas WEB: www.isladelosvientos.wordpress.com www.cuentaquecuenta.wordpress.com
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E
n el escaparate de la tienda de segunda mano había una vieja máquina de escribir, de esas que pesan muchísimo. Cuando pasé por delante de la tienda me enamoré de ella. Me encantan esos viejos cacharros con sus teclas y sus mecanismos que golpean el papel con
la fuerza que tú quieras. Quise comprarla, pero me dijeron que solo la podía alquilar. Era una pieza importante de la empresa. Pedí precio para tenerla seis meses, lo que tardaría en pulir y poner en limpio mi novela. Pagué lo que me pidieron y una fuerte fianza que me devolverían cuando la llevara. Ya en casa, puse el papel, lo igualé desbloqueando el carro, lo ajusté y comencé a escribir. Iba muy suave y casi no hacía ruido. Sus teclas eran música en mis oídos. Las páginas fluían sin parar. Tuve que comprar otra cinta porque la que llevaba se había agotado y estaba algo doblada por algunos sitios. Antes de dos meses estaba a punto de terminar mi novela. Trescientos folios sobre la mesa aguardaban el epílogo, los agradecimientos y poco más. Cuando estaba escribiéndolos noté que las teclas iban duras. Ya sería mala suerte que se estropeara ahora, pensé. Le di más fuerte, cada vez más y noté que los dedos se me pegaban a las teclas, los diez, inmóviles. Con estupor contemplé cómo las letras y su mecanismo se introducía por mis dedos, primero la “a”, después la “s” y así, una tras otra. Cuando acababa una fila, le seguía la de arriba o la de abajo, hasta la “z” y la “p”. En comitiva continua cubrieron mi cuerpo desde la cabeza a los pies. Con estupor comprobé que los números se dirigían hacia la cinta. Cuatro por cada lado la desenroscaron y los otros dos la extrajeron y ya todos juntos iniciaron la ascensión a mi cuello. Ya en posición, el 1 y el 0 corrieron en direcciones opuestas y dieron vueltas hasta que paré de respirar. Después regresaron a su sitio dejando la escena limpia a excepción de la marca de tinta de mi cuello. Nunca se esclareció mi crimen ni apareció mi manuscrito. Sé de buena tinta que la máquina está otra vez en el escaparate esperando a un nuevo cliente.
MANUEL SERRANO
España
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E
n otro mundo tenemos siete hijos —dice Víctor sin levantar la vista de su iPad. —¿Cómo lo sabes? —pregunta Nuria dejando el libro sobre su regazo. —Esta aplicación que me dijeron en el trabajo esta mañana. Al
parecer está de moda. Te permite saber de tus vidas en universos paralelos. Nuria se acerca a él en el sofá. —¿Siete hijos? —Tres niños y cuatro niñas. Vienen los nombres. Ella los lee y se le humedecen los ojos. —Yo los habría llamado exactamente igual... Prueba con otro. Víctor hace clic. —De nuevo siete. Tres y cuatro. Los mismos nombres. Los dos quedan en silencio. Siempre han querido tener siete hijos. —¿Cuántos universos hay? —No sé. Acabo de descargarla. Estoy en el nivel 1 de 4. Pasan la tarde abriendo mundos. En todos tienen siete hijos. —¿Por qué en este universo no tenemos hijos? Al preguntar ella se echa a llorar. Él pierde la mirada en la noche de la ventana. De repente restalla un trueno omnipotente. El cielo lanza un rayo de luz blanca que por unos segundos deja a oscuras el vecindario. Cuando fijan la vista en la pantalla la aplicación ha desaparecido. —No está en nuestras manos —dice él. —Supongo que depende de la versión de Dios que te toque.
NIEVES PASCUAL SOLER
España
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-¡B
eto, Traéme un tacho de marquise de chocolate! —le gritó el encargado al pibe de la heladería. Daniel me había llevado al cine a ver una de Star Wars. Yo estaba molesta, él sabía que a mí no me gustaban ese tipo de películas, se lo había explicado un montón de veces,
pero a él no le importaba. Se había quedado estaqueado en su infancia, a veces me parecía un tipo maduro y responsable, pero otras… pero otras lo veía como un tremendo pelotudo. Coleccionaba los muñequitos de la serie y los ponía en fila como para presentar batalla. Su cuarto estaba empapelado de posters de Darth Vader, Han Solo y Yoda, pero lo peor era verlo salir con alguna de sus cientos de remeras ridículas impresas con las caras de los personajes. Él era tan idiota que hasta un día me sugirió que me recogiera el cabello como la princesa Leia. ¡Increíble! ¡Era el colmo de los colmos! Esa tarde había decidido que lo nuestro estaba terminado, y que para olvidarme por completo de este inmaduro debía enamorarme del primer infeliz que se cruzara en mi camino. Mientras Daniel pagaba la cuenta de los dos cucuruchos traté de adivinar cómo se llamaría aquel muchacho. Beto, lo habían llamado. ¿Sería Roberto, sería Alberto? Deseé que fuese Roberto. Siempre me gustaron los Robertos, como Roberto Carlos, con su millón de amigos, o Robert De Niro, mi amor imposible, por quien sería capaz de extirparme un riñón a cambio de estar a solas con él toda una noche de sexo desenfrenado. —¿Qué gusto querés abajo? —me dijo el muchacho, que no estaba nada mal a pesar de ser el pibe de la heladería. Miré la cartelera de sabores. Nada me apetecía, solo pensaba en la forma de darle el olivo a Danielito y a toda su colección completa de figuritas, espadas luminosas y demás pendejadas. No me veía en el futuro a su lado, no tenía vuelta atrás. —Marquise de chocolate —fue mi espontánea respuesta, sin saber realmente si el sabor me iba a gustar. —¿Y arriba? —continuó preguntándome con una sonrisa compradora. 77
—Y arriba… y arriba… también, marquise de chocolate —repetí sin darme cuenta, encandilada por esos ojos color avellana, como los de Robert, que me derretían el helado antes de que me lo sirviera. —Es muy sabroso, es casi una droga, comenzás a probar y no podés parar — me dijo el chico, e intuí que iba a iniciarme en una nueva adicción. El tal Beto, quien hasta ese momento no era nadie, le preguntó por sus preferencias a Daniel mientras yo me acomodaba en una de las mesas alejadas, en la que pudiese conversar con el que hasta ese momento era mi novio de una manera privada. El pobre venía enarbolando su cucurucho con una sonrisa de oreja a oreja y yo lo miraba pensando cuánto más le iba a durar esa sensación de placer y felicidad. Mi primera cucharadita de helado fue la dosis justa para tomar coraje y decirle lo que ya hacía un año venía pensando. —¿Está rica la marquise? —se anticipó, mientras le pegaba una indiscreta chupada a la punta de mi cucurucho que empezaba a chorrear. Afirmé solo con una sonrisa para no entrar en una discusión inútil que me iba a desviar de mi objetivo. —Daniel, fuiste muy importante en mi vida. A pesar de lo tonto, fue lo primero que se me ocurrió. —¿Cómo? ¿“Fuiste”? —preguntó, más confundido que Arturito tratando de entretener a los niños por las calles del planeta Naboo, si no recuerdo mal. —Sí. Fuiste, Daniel. Fuiste… esta es nuestra última salida —le mandé sin anestesia, mientras me cargaba otra cucharada doble de mi delicioso helado. Él no intentó retenerme, ni se enojó, ni quiso defender la parada. Solo se levantó, le pegó una lamida profunda a su helado y lo arrojó con fuerza al tacho de basura. La gente miraba sorprendida. Yo me quedé quietita ahí contemplando cómo se alejaba. Quería disimular y que no se notara mucho el papelón que acababa de hacer mi ex. Me relajé y disfruté hasta la última cucharadita mientras me imaginaba una cita romántica con el nuevo desconocido. A la tarde siguiente, al salir de la oficina, me di cuenta de que tenía como diez 78
mensajes en mi celular. Todos de Daniel. Me pedía otra oportunidad, me decía que no fuese atolondrada y que lo pensara mejor. ¡Mejor! Mejor no lo había podido pensar. Tantas veces me vi como madre de Danielito, juntándole los juguetes, que no costó mucho sacarlo de mi vida. Para compensarme por el mal rato de escuchar a ese pobre hombre suplicando, decidí ir a la heladería y, obviamente, tratar de encontrarme con Beto. Él estaba ahí, con su uniforme blanco, un poco manchado con restos de helados. Era el resultado de sus frenéticas faenas tratando de desprender los deliciosos sabores endurecidos por tantas horas de permanencia dentro de los tachos. Me pedí, para no perder la costumbre, mi cucurucho entero de marquise de chocolate. Necesitaba limpiarme de Daniel. Me hacía falta una especie de laxante que me quitara toda la mierda que había vivido en esos nueve años. Ahora miraba con deseo los músculos de Beto, mientras él clavaba la cuchara con fuerza para armar mi helado lo más erguido posible. Estiraba y daba forma a la crema para hacerlo bien grande y puntiagudo, y a mí eso me excitaba. Me quedé un buen rato disfrutando, mirándolo en silencio, lamiendo mi marquise como si estuviese lamiéndolo a él, y estaba segura de que eso también lo excitaba a él. Noté que se ponía nervioso, pero también me daba cuenta de que le gustaba que yo estuviese ahí, deleitándome con esa extensión de su ser que él con tanta dedicación preparaba. Ese sabor se convirtió en obsesión, y todas las tardes de aquel diciembre, infaltablemente, fui a recibir mi dulce ración. Hasta que por fin una tarde se animó y me dijo: —¿Me esperás a la salida? Con toda la ilusión —y varios kilos de más— empezó mi aventura con el heladero, que al final de cuentas no era ni Roberto ni Alberto sino Humberto, y en vez de ser esa bestia sexual que tanto imaginé era un pesado más empalagoso que una tonelada de marquise de chocolate, y mucho peor amante que el pobre Daniel. Le di un par de oportunidades para que se reivindicara, pero tener sexo con Humberto era más aburrido que jugar al dominó con mi abuela. Varios meses después, volviendo de mi trabajo en una tarde fría y gris, al llegar a mi departamento me encontré con una bolsa negra de consorcio delante de la 79
puerta y una nota que decía “Dejo todo por vos”. Abrí la bolsa y, sorprendida, me encontré con cientos de revistas, muñequitos, DVDs y camisetas alusivas a aquella Guerra de las Galaxias que tan patéticamente me habían hecho alejar de Daniel. Ese gesto de entrega me partió el alma y me hizo reflexionar. Daniel no había sido cualquier hombre, en realidad había sido el hombre más importante de mi vida y yo no tenía ningún derecho a tratar de cambiarlo, ni siquiera a intentar que dejara de disfrutar las cosas que lo apasionaban. Tomé un taxi y me fui con la bolsa a su casa. Toqué el timbre y él me recibió cabizbajo. Volví a sentir pena. —No podés tirar esto —le dije, conmovida, y me invitó a entrar en su casa. Tomamos un café, y otro, y otro, y terminamos haciendo el amor como si recién nos hubiéramos conocido. Reanudamos la relación y a los pocos meses pedimos fecha en el Registro Civil. Me di cuenta de que Daniel se había desapasionado de su hobbie, era como si el tiempo que estuvimos separados lo hubiera ayudado a madurar. A los dos meses quedé embarazada. Fue uno de esos embarazos de película de terror, todo lo que veía me daba asco y vomitaba por nada a cualquier hora. Robertito se estaba haciendo notar desde la panza y no me dejaba en paz ni cuando dormía. Me puse insoportable y una noche discutí feo con mi esposo. Nos fuimos a dormir enojados. Al rato me desperté sobresaltada y, zamarreándolo, le supliqué entre lágrimas: —Dany… ¡por favor! —¿Por favor? —me preguntó a media lengua. —Tengo un antojo —agregué. —¿A esta hora? ¡No jodas! —me contestó aturdido. —¡Sí! ¡Por favor! —insistí. —¿Qué querés? —dijo, mientras se levantaba a regañadientes. —Helado —le pedí sin vueltas. —¿Cualquiera? —preguntó. 80
Estaba tan ridículo con su pijama a rayas parado al pie de la cama que no dudé en decirle: —¡Nooooo! De marquise de chocolate. Sonrió, se vistió, antes de salir me dio un beso intergaláctico y nuestro amor nunca más fue una guerra entre estrellas.
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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E
ran las cinco de la madrugada. El viento soplaba con fuerza en el exterior, agitando los ventanales del hospital. Evelyn, quien se encontraba en su primer guardia en el servicio de urgencias, yacía tendida en el suelo a un lado de las escaleras. Cargaba el peso de su
consciencia y diecinueve horas sin dormir, un poco de café circulando en su sistema y apenas una galleta en su ya lastimado estómago. Pero lo que más le pesaba no eran sus horas faltantes de sueño y mucho menos su falta de comida o bebida. Su peso estaba regido por el recuerdo de lo que en su primer guardia tuvo que enfrentar. Cerraba sus ojos pesarosa y a cada momento venía a su mente el recuerdo de aquel cuerpo inerte que dejó en la sala. Sentía qué tal vez se había equivocado de carrera o quizá simplemente no merecía existir. Las lágrimas no dejaban de brotar y rodar por sus mejillas. Desde hacía un buen rato, su celular no dejaba de sonar, pero no tenía ánimos de responder y nada podría ser peor de lo que ya le esperaba como consecuencia de sus actos. Aunque intentaba calmarse para continuar con su jornada, no paraba de llorar. Su amiga Leslie fue a su encuentro por órdenes del doctor Ramón, quien estaba furioso. —Así que aquí estas, te estuve llamando. Las enfermeras me contaron lo que pasó —dijo Leslie. Se puso en cuclillas, aproximándose a Evelyn, quien apenas abrió los ojos para volverlos a cerrar. El llanto, que había disminuido luego de media hora de llorar sin control, se acentuó. —El doctor Ramón quiere verte. Está furioso contigo, dice que debiste ir a despertarlo en lugar de hacer todo tu sola. Me amenazó con castigarme si no lograba encontrarte. —¿Y si mejor renuncio? —No estaría nada mal. Pero, ya que prefieres dejarte llevar por tu soberbia y tomar las riendas por tu cuenta, tendrás que terminar lo que empezaste e informar a la madre de lo sucedido —Al escuchar la voz del doctor Ramón, la sangre se les heló a las jóvenes internas. —Y tú, Leslie, deja de perder el tiempo con la inútil de tu amiga y ve a tu puesto, a menos que quieras quedarte otra noche castigada. El celular del doctor sonó, contestó la llamada y se marchó enseguida. Leslie 83
se levantó luego de dicha amenaza y se marchó a continuar con su trabajo. Evelyn caminó rumbo a la sala de espera, mientras tanto, iba pensando en lo sucedido. «Su apariencia física me resultó bastante familiar, pues se parecía mucho a aquel amigo al que perdí cuando estaba en segundo semestre de la carrera y ahora que lo pienso, tuvo la misma causa de la muerte. Su cabello era castaño y rizado, de complexión endomorfa, semejante a “un oso de peluche”, de piel clara como la leche, ojos grandes y labios gruesos. Llegó a las dos dieciocho de la madrugada, su madre lo trajo al hospital. La razón, un fuerte dolor en el pecho que irradiaba a la mandíbula, espalda y brazo izquierdo. Se encontraba sudoroso y en su rostro había angustia». —¿Me voy a morir doctora? —Preguntó mientras le jalaba de la bata. La única respuesta a su interrogante era una negativa con el rostro que se movía de lado a lado. Tomó un expediente en sus manos, lo hojeó y prosiguió con algunas preguntas. Luego de la entrevista clínica, Evelyn determinó que se trataba de un problema de ansiedad con un cuadro de gastritis, debido a que, de acuerdo a los antecedentes médicos del paciente, días antes había sido ingresado por la misma razón y además tenía antecedentes personales y familiares de ansiedad. —¿Y, como esta mi hijo doctora? —Su hijo estará bien, se lo aseguro —dijo mientras procedía a escuchar su corazón con el estetoscopio—. Es común ver estos casos —agregó. La mamá miraba con preocupación a su joven hijo quien se mostraba más intranquilo a cada minuto y llevaba su mano derecha al pecho, como si quisiera estrujar su corazón con la mano en forma de garra. La doctora Evelyn, quien observó el rostro de la madre de su paciente, tocó su hombro y añadió. —De verdad, no se preocupe, su hijo estará bien, lo importante es que ya está aquí y para su tranquilidad lo mantendremos en observación y realizaremos algunos estudios. Terminada su oración, procedió con total calma a tomar las muestras de sangre, lo recostaron en una cama y comenzaron a colocar el electrocardiograma, un poco de oxígeno y hasta ese momento su joven paciente se encontraba consciente. Sin embargo, lucía agitado, además, se dibujaban arrugas en su frente y fruncía el ceño. Su respiración era rápida y profunda. 84
Apenas terminó de conectarlo al electrocardiograma; el paciente se sacudió con fuerza hacia atrás, golpeando su cabeza; segundos después comenzó a convulsionar. El guardia del hospital se acercó a la señora para escoltarla a la sala de espera, pues en su desesperación entorpecía la labor de la doctora y las enfermeras. A lo lejos se escuchaban sus gritos, los cuales penetraban en lo profundo de Evelyn. Era un lamento cuya desesperación era tal, que quien lo escuchara preferiría taparse los oídos. La convulsión duró poco y su cuerpo quedó inmóvil. Los trazos en el electrocardiograma representaban una aberración eléctrica donde era imposible diferenciar un patrón. Mientras tanto, el equipo de salud realizaba maniobras en un intento desesperado por preservar su vida. En la sala se escuchaban sus voces desesperadas diciendo “carguen”, “despejen”. Luego de varios intentos y de aplicar medicamento por vía intravenosa, un sonido agudo se hizo presente. Su corazón se había detenido. El tiempo se fue volando. Evelyn estaba al borde de la locura, insistía en aplicar adrenalina por todas las vías que se le ocurrieran, incluso intentó directo al corazón. Se empecinaba dando masajes cardiacos. La enfermera, quien lucía llena de experiencia, con su cabello gris y algunas arrugas en la frente; tocó su hombro y movió su cabeza en señal de negación, pidiéndole que parara. Evelyn suspiró. —¿Hora de la muerte? —Tres cuarenta y cinco de la madrugada, doctora. El silencio se apoderó de la habitación, miraron con tristeza el cuerpo sin vida del paciente, cuya edad aparente era la de un joven de diecinueve años. La boca de Evelyn estaba seca y su cabello mojado por el sudor. Aunque intentó hablar, no pudo hacerlo, si emitía cualquier sonido en ese momento comenzaría algo que difícilmente podría terminar. Caminaba por los pasillos del hospital, buscando un poco de calma y serenidad para prepararse en dar la terrible noticia. ¿Cómo habría de decirle a la madre? A esa mujer a quien le aseguró con toda firmeza que su hijo saldría adelante. 85
Aún, a pesar de haber actuado con la mayor rapidez, que su cuerpo ya exhausto le permitía, las cosas no resultaron a su favor y por ello, la ira y frustración le aquejaban, sin importar que hizo todo al pie de la letra como se lo habían enseñado. Su corazón latía a toda prisa, como si intentara escaparse de su pecho. Respiró profundo, talló sus ojos tratando de borrar cualquier rasgo de tristeza. Se estiró un poco, en un intento por mejorar su postura. Abrió la puerta de la sala de espera, con el presentimiento de que esta sería una guardia larga.
R.G.ASTRID
México
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a pandemia y el encierro evidenciaron más de una virtud desconocida y exacerbaron una que otra manía. Así fue en todos. Mi madre, debido a la paralización económica reinante, comenzó a tener un miedo exagerado a que nos invadiera la pobreza. Fue entonces que decidió
echar mano a su talento para el tejido al croché y específicamente a la confección de muñecos para vender. Por las mañanas cada uno se abocaba a sus tareas escolares y laborales. Ella se dedicó a preparar una buena cantidad y variedad de personajes famosos en los juegos en red, animalitos de caricaturas y otros atractivos para grandes y chicos. Estaban bien logrados, así que creamos un sitio en Instagram para publicitarlos. Inmediatamente fueron aceptados y comenzaron los encargos. Mi madre estaba eufórica tejía sin descanso y debió disponer de mayor cantidad de tiempo. Acondicionamos un lugar en la casa para que fuera el exclusivo de sus lanas, agujas y vellones. Si bien se la notaba cansada, apenas dormía, pero insistía en que quería aprovechar “la cresta de la ola”. Lo dramático comenzó cuando una mañana al pasar por la puerta de su taller, escuché un rumor. Hola ma, dije. Hola Rita, respondió y siguió tejiendo. Me asomé para ver con quién estaba. Pero estaba sola. ¿Con quién hablas, ma?, pregunté. ¿Yo? Con nadie, no estoy hablando, respondió. Eso me inquietó, pero seguí con mis cosas. Se lo comenté a mi hermano. Son ideas tuyas, me contestó. La escena siguió repitiéndose. Otro día, la puerta estaba cerrada. Me acerqué para oír, aunque no se deba, pero era una razón valedera. Adentro había charla con discusión incluida. Golpeé. Se escuchó shhhh. ¿Mami estás bien?, pregunté. Sí, todo en orden, dijo, se habían silenciado las voces. Transcurrieron varios días así. La producción estaba lista en su primera etapa y llegó el momento de envolver los muñecos para entregarlos. Se emocionaba al acondicionar cada uno antes de guardarlo. No nos permitió cerrar las bolsas. Y se molestaba si, según ella, los manipulábamos torpemente. La sentí extraña. Hasta llegué a pensar que sufría. Cuando papá los cargó en la combi para llevarlos, ella se fue a terminar el resto de la producción. Esa noche se encerró en su lugar de trabajo y la escuché llorar mientras rumoreaba nuevamente. Tal vez yo estaba sugestionada e imaginaba situaciones que 88
no existían, temiendo por la salud emocional de mi madre, pero aseguraría que escuché también llantos pequeñitos.
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI
Argentina
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a música es anterior a las palabras, a la poesía y a la civilización. Estaba ahí antes de la gran migración de África y del descubrimiento del fuego. Es un lenguaje sin palabras. Las ballenas cantan, y aunque no comprendamos lo que dicen, podemos sentir su dolor, ese dolor que
compartimos todos los seres vivos. La música puede dormir a las bestias, asustarlas o ponerlas furiosas. Se puede crear música con casi cualquier objeto: un vaso de cristal, un escudo de cobre, incluso con la licorera vacía que llevo atada a la cintura. La melodía correcta puede atraer a todas las ratas de una ciudad hasta el río. Puede incluso llamar a todos los niños, instarlos a salir de sus casas, y seguirme. He tocado la flauta y ciento treinta niños han respondido a la música. Dos largas filas de infantes caminan tras de mí, mientras toco, una de las tantas melodías que ensayé hasta la extenuación en mis años de aprendiz. Trismegisto me enseñó todo lo que sé. Después de quedar huérfano, cuando los galos invadieron mi aldea, llegó este hombre peculiar, más mago que sabio. Vestía de carmín, un sombrero de punta en la cabeza con un ojo que parecía seguirte por donde te movieras. Me pidió que le mostrara las manos. “Son manos de cazador”, me dijo. Pero no puso una espada en ellas, ni siquiera un cuchillo. Lo que colocó era metálico, pero sin filo. Una flauta. “A partir de aquí, dejaremos de hablar”, me dijo. Y él cumplió. Yo, cabezota como cualquier niño, le preguntaba cosas como: ¿a dónde vamos?, ¿a qué hora comeremos?, ¿cómo logras ese sonido? Él no respondía. Siempre llegábamos a algún sitio para trabajar, no pasé un solo día sin comer y aprendí a tocar, aprendí de ver, de escuchar. ¿Acaso el conocimiento ya está dentro de uno y solo venimos a este mundo a encontrar el conocimiento en nuestro interior? Mi maestro estuvo conmigo once años, luego, sin avisarme, sin decir palabra, desapareció. No lo he vuelto a ver. He llegado, las marcas en los árboles indican que estoy en el lugar correcto. Abandono la ribera y su música, el canto dulce y vivaz del agua, para adentrarme en la orquesta forestal, con sus lechuzas barítonos y árboles rumorosos. La melodía que toco perturba su paz. Puedo sentir en mi cara la hostilidad. Dos árboles sin vida, forman con sus ramas cual garras, la puerta del demonio. Una efrit vive ahí. Tiene el cuerpo color canela y ojos felinos. Su cabello es largo y negro, con una corona de 91
cuernos en la frente. Su tamaño es tres veces el mío, pero sé bien que si se lo propone puede ser tan alta como una montaña. Dejo de tocar. —¿Quién perturba la entrada de mi hogar? —Soy un pobre músico al que le ha sido negado su pago. En venganza he despojado de sus hijos a mis deudores. —Creí que los de tu clase estaban extintos. —Magia conozco muy poca, tan solo un par de canciones. Pero soy un buen comerciante, y sé que los niños son un manjar para ustedes. —Lo son, lo son sin duda. Pero, dime flautista, ¿qué me impide matarte y quedarme con los niños? Con estos deliciosos infantes que tan gentilmente has traído hasta mi puerta. Doy un trago a mi licorera y la arrojo al suelo. Me limpio la boca con el dorso de la mano. Y levanto mi flauta con la otra. —Conozco la melodía de la muerte, que hará que todos estos niños en trance pierdan la vida. Son solo seis notas, estoy seguro de que terminaré de tocarla antes de que puedas usar tus poderes sobre mí, entonces ambos perderíamos y tendrías que conformarte con un delgado flautista, que como mucho te servirá de mondadientes. —¿Cuál es tu precio? —Las llaves de tu hogar, después de este gran comilón te sobrarán fuerzas para hacerte dos o tres guaridas más, esta será para mí. Necesito un lugar donde esconderme —las guaridas de los efrit pueden transformarse en desiertos, estepas o islas tropicales, cualquier cosa que el dueño desee— y las cien monedas de oro que se me prometieron. —O eres un hombre poco ambicioso o no estás al tanto de mis poderes, ya has dicho tu precio y lo pago. Una bolsa con oro se materializó a mis pies al tiempo que me arrojaba unas llaves de plata que atrapé con mi mano libre. —Tocaré entonces la melodía para sacarlos del trance. Y toqué. Las primeras tres notas la inmovilizaron, las siguientes veintinco transmutaron su cuerpo en vapor y las últimas doce la sellaron en mi licorera. Me apresuré a taparla. La metí en mi bolso, junto con el resto. 92
Imaginé una isla, con abundante comida y agua dulce. Y conduje a los niños hacia ella. Cerré con llave tras de mí. —¿Dónde estamos? —preguntó el primer niño en salir del trance. Esperé unos segundos, a que los demás despertaran. —Están en Nunca Jamás. Aquí son libres de los adultos y sus gobiernos. De los demonios y arcontes. Aquí podrán ser artistas, o jugar y cantar por siempre.
J.R.SPINOZA
México
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27 de marzo, cercanías del Canal de Acceso al Puerto de Montevideo.
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n el Puente del “Greg Mortimer” el Capitán divisa claramente el Cerro de Montevideo, referencia de todos los navegantes en la zona. Desde sala de radio llega una confirmación, temida pero esperada: no se ha conseguido autorización para que el buque entre a Puerto y
atraque. Como contrapartida se les ha dado un área en cercanías del Puerto, donde el crucero podrá fondear a la espera de nuevas comunicaciones. No es poca cosa, el Capitán recuerda que en las Islas Georgias del Sur ni siquiera les fue permitido fondear. Los pasajeros miran hacia el Norte y ven un horizonte de líneas irregulares de edificios. En realidad, lo que desean ver es un horizonte de esperanza. Varios han entrado en cuadros depresivos. El médico no da abasto y los oficiales y tripulantes redoblan esfuerzos para ayudar. Las noticias que reciben de Australia agregan dramatismo a la situación. El promedio de contagios diarios es de 360 personas y ya han superado los 3.000 positivos. Dramas peores se viven en otras importantes ciudades del mundo. Las redes muestran videos e imágenes apocalípticas, que parecen extraídas de una película de terror.
Dos semanas después, Montevideo, Muelle “C” del Puerto. La hora de entreluces les regala a los pasajeros y tripulantes del “Greg Mortimer” la maravillosa vista de un atardecer, ingresando a un puerto que por fin los recibirá. Después del rechazo de varios países, después de días, que parecieron siglos, de angustia e incertidumbre mirando desde lejos los contornos de la ciudad, hoy la ven acercarse a sus ojos, como abriendo sus brazos en forma de cobijo. La entrada al Puerto de Montevideo es hermosa, pero hoy, para la gente a bordo, esa hermosura se sublima con un sentimiento de gratitud. En la Escollera Sarandí, un pescador cansino que desafía al frío del otoño, acompañado por un perro fiel, responde una y otra vez los saludos de la gente de ese barco que pasa, sin entender mucho porqué todos lo saludan con tanta euforia. 95
Sobre la Rambla Portuaria y sobre los muelles alcanzan a ver uruguayos saludándolos, moviendo sus manos en el aire, haciendo gestos de ánimo con el puño cerrado, en una especie de celebración que ciertamente no terminan de entender. Venían en un barco infectado, eran un riesgo para la salud y les parecía surrealista la forma en la cual los uruguayos les estaban dando la bienvenida al puerto. En los balcones de sus camarotes los pasajeros están emocionados y cruzan mensajes de alegría y se hablan con sus vecinos de cabina. La mayoría sabe que partirá en horas, los pocos que quedarán a bordo saben que su vuelo es también inminente. Los tripulantes tienen la promesa de una atención. Todos están felices. En un balcón una pareja improvisó con una sábana blanca un gran cartel que mantienen extendido. Lleva escrito solo dos palabras en mayúsculas: “GRACIAS URUGUAY” y bajo esas palabras el dibujo de cuatro corazones pintados de amarillo. Es una foto que recorrerá el mundo, formará parte de innumerables videos y erizará pieles de todos los colores. La elegante figura del “Greg Mortimer” se va aproximando al muelle “C”. Son las 18.54 horas cuando el Crucero atraca por fin. El convoy de vehículos que trasladará a los pasajeros australianos y neozelandeses hacia el aeropuerto espera. Son cuatro grandes ómnibus posicionados en los lugares indicados en el muelle, paralelos al buque. A bordo, todos están listos. Han recibido previamente las instrucciones, se han vestido con la ropa adecuada y llevan sobre mano el equipaje que pueden portar. El Crucero parece haberse iluminado con sus guirnaldas a pleno para despedir a los pasajeros y sus luces dibujan en el puerto un marco de brillo apropiado para la escena. Madge sale del camarote y se siente extraña. Esa cabina fue su prisión, pero a la vez su refugio durante las últimas tres semanas. Cierra la puerta y camina sola. Uno a uno los pasajeros comienzan a desembarcar lentamente, todos con tapabocas y guardando distancias. Aquellos que dieron negativo al COVID, embarcan en el primer ómnibus, aquellos positivos de riesgo bajo van al segundo, los positivos de riesgo medio al tercero y en el cuarto bus, embarcan los pasajeros COVID positivos de riesgo alto. Aovana desciende lentamente por la escala del crucero. Elegante, lleva su hermoso cabello moreno peinado hacia atrás y sujeto por 96
una moña castiza. Detrás baja Steve, su metro ochenta y cinco de altura carga una mochila en la espalda y dos bolsos, uno en cada mano. Es de noche, pero lleva puesto un gorro deportivo. Los últimos en bajar son los pasajeros graves que requieren mayor asistencia. Bajan en sillas de ruedas, y suben directamente a las ambulancias. Ellos están vestidos con traje protector y no llevan bolsos, sino tubos de oxígeno: pelean por su vida. Finalmente, todos se acomodan y el convoy se pone lentamente en movimiento rumbo al aeropuerto. Es casi medianoche cuando dejan la Rambla Portuaria para enganchar con el inicio de la Rambla Sur. Adelante van vehículos policiales con sus luces titilantes y sirenas encendidas para abrir el paso. Casi es innecesario pues entre la hora tardía y el confinamiento voluntario en que se encuentra Montevideo, prácticamente no hay tráfico. Entre cada ómnibus va una ambulancia, atrás más vehículos policiales y moviéndose en paralelo varias motos también de la policía. Es una fila de aproximadamente cuatrocientos metros que se mueve en bloque y a velocidad lenta. Hay algo más que comienza a llamar la atención de los pasajeros… gente en la calle… pese a la hora, al clima fresco de la noche y al confinamiento, ven gente que parece que saludaran al paso de los ómnibus… Al principio no lo pueden creer, pero cuando ven más y más personas saludando, se dan cuenta de que es por ellos… gente que agita banderas de Uruguay, también ven una bandera de Australia… y otra, más gente… cuando llegan a Punta Carretas y Pocitos desde varios balcones se repiten los saludos… más banderas… un joven saluda mostrando una camiseta del equipo nacional australiano de rugby, los famosos “Wallabies”… la emoción termina de apoderarse de esos extranjeros sorprendidos por el cariño que les muestra un pueblo que no conocen… ven parejas arrimarse, ven familias… Aovana le señala a Steve la figura de un muchacho joven que agita frenéticamente una bandera… ambos se miran con ojos vidriosos, se abrazan y dejan correr libremente las lágrimas. Es un llanto de emoción, de sorpresa, de reconocimiento y cariño a ese pueblo solidario. Madge, la esposa de Jesz Fleming, sentada en el ómnibus, está particularmente emocionada. Su esposo había sido uno de los evacuados. Ella temió por su vida y ya le había confirmado, que gracias a una notoria mejoría, iría directamente del hospital 97
al aeropuerto a juntarse con ella para el viaje de retorno. Comentaría luego para un video de la BBC de Londres: “Nuestro viaje del barco al aeropuerto, fue una de las experiencias más conmovedoras de mi vida, ir por esa carretera en medio de la noche y ver a toda esa gentE saludando y aplaudiendo mientras pasábamos fue increíble”. Ann Smith, otra de las pasajeras, diría: “La evacuación fue como la escena de una película, había muchos uruguayos ondeando banderas en la calle y desde sus balcones a altas horas de la noche, deseo con ansias volver a Uruguay para poder agradecerles en persona”, Richard Clement comentaría: “Ciertamente no esperaba escuchar voces de aliento. Habíamos escuchado que otros barcos habían intentado entrar en otros puertos y que diferentes poblaciones habían realizado demostraciones para evitar que los pasajeros de crucero entrasen, y entendíamos porqué sucedía esto”, en Uruguay la historia fue distinta. Otros pasajeros escribirían luego mensajes elocuentes. Por ejemplo, Robyn Mundy: “La inmensa amabilidad de ese país para con todos nosotros en el Mortimer durante nuestro turbulento tiempo, refleja a la humanidad en su forma más bella e inspiradora…Nunca olvidaré ese tránsito y ver la fila de gente local saludando y vitoreando, deseándonos lo mejor. Eso me hizo llorar. Uruguay siempre tendrá un lugar en mi corazón”. Brad y Benit Richards: “lloramos lágrimas de alegría con la recepción que recibimos cuando estábamos llegando al muelle, así como cuando estábamos en el autobús rumbo al aeropuerto. Ver a la gente en las calles saludando con sus manos y banderas, aplaudir, era exactamente el tónico para levantar nuestros espíritus mientras partíamos de esas hermosas costas”. Christine y Danny Cocks: “Nuestro viaje por el corredor sanitario fue una experiencia que jamás olvidaremos. Estábamos conmovidos de que los uruguayos nos saludaran y vivaran al pasar, e incluso vimos una gran bandera australiana agitada por un grupo de personas. Nos emocionamos e impresionamos con la amabilidad y generosidad del pueblo uruguayo”. Jan Richards: “El pueblo de Uruguay nos mostró una amabilidad y un apoyo imposible de retribuir durante estos tiempos difíciles para todos nosotros… me sentí muy emocionado de dejar ese hermoso país y viendo a la gente que se alineaba en las calles para decirnos adiós con pancartas y mensajes amables… mi gratitud eterna a un país que tiene a la gente más amable, generosa y compasiva que he conocido”. Al llegar al mojón del kilómetro 22, previo al Arroyo Carrasco, el convoy con su gente emocionada, deja la rambla montevideana para ingresar a los accesos al aeropuerto. Llegan y se dirigen directamente a pista donde el vuelo sanitario coordinado por el Gobierno Australiano ya los está esperando. Inicialmente se 98
aproximan las ambulancias y el primero en bajar para abordar el avión es Jesz. Los funcionarios y el personal de la salud que acompañaron el convoy, junto a los pisteros del aeropuerto conforman un heterogéneo e informal grupo de despedida y entonces ocurre algo inesperado que también daría luego la vuelta al mundo mostrando un hermoso gesto de reconocimiento fraterno. Jesz Fleming, que había pasado 12 días internado en el Hospital Británico y ahora ansiaba reencontrarse con su esposa, baja de la ambulancia que lo trajo del hospital con un pequeño bolso, pide permiso y lo deja un instante en el vehículo, mira hacia donde están los uruguayos saludándolo a la distancia y entonces se agacha, apoya sus rodillas y manos en tierra y a través de la mascarilla besa el suelo uruguayo. Se levanta con las dificultades propias de la edad, de la convalecencia y del incómodo traje protector y llevándose ambas manos a la boca saluda a quienes tiene enfrente, que no conoce y seguramente jamás conocerá. Conmovidos, todos le devuelven el saludo y lo aplauden, varios lloran. Luego le diría a la BBC: “Me agaché y me arrodillé, hice lo que el Papa haría, besé el suelo en agradecimiento a esa maravillosa gente”. Lentamente los pasajeros van descendiendo y caminando los escasos metros que les separan del avión, lo van abordando. Manos que se agitan y, tras las máscaras ojos vidriosos aún sensibilizados por las escenas del trayecto. Steve recordaría luego ese momento, como un instante de solemnidad, en que dejaba una tierra hospitalaria y se sentía impotente para demostrar su agradecimiento. Alguien se aproxima al último australiano en embarcar y le entrega una bandera nacional. Su esposa, Chris Bodger escribiría luego: “Cuando mi esposo estaba a punto de abordar el avión en Montevideo, un uruguayo, obviamente de la gente oficial se le acercó, se dirigió a él en español y le entregó una hermosa bandera uruguaya. Él se sintió sorprendido y emocionado por esta acción, que reflejó la amabilidad y el orgullo con el que el pueblo uruguayo nos ayudó a conseguir el retorno a casa. Enmarcamos esa bandera y la colocamos en nuestra casa como un maravilloso recuerdo”. Son la 01.40 de la madrugada y el avión levanta vuelo. Aovana y Steve están tomados de la mano y miran desde lo alto las luces de una ciudad desconocida que aprendieron a amar. No hablan, están con los sentimientos a flor de piel, vuelven a su país. Bajo ellos, Montevideo brilla en su confinamiento nocturno.
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HUGO VIGLIETTI
Uruguay
Facebook: Hugo Viglietti Twitter: @HViglietti Instagram: Hugo Viglietti
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l Sargento mayor temblaba en la silla del comedor, agarrando el mantel plástico en un convulsivo delirio de sus manos, como si la noche que se relamía fuera de los muros de mi apartamento, le hubiese succionado.
Nos habíamos visto frente a la muerte en el campo de batalla tantas veces, que
aun después de diez años de haber salido, nos quedaban historias para contar y, siempre le vi con una voluntad férrea y un espíritu imbatible. Sin ápice de duda se abalanzaba al grito de: ‘¡Hoy la Parca está de nuestro lado!’ infundiendo terror y gallardía al mismo tiempo. Nunca le vi temblar durante esos años, ni siquiera la tarde del 23 de marzo en la que todo terminó. —Sargento —le dije. En esa época él era mi Sargento primero de la unidad 32, ‘Los gorriones’ —¿Le quedan cigarrillos? —No, pero tengo unos en la base. Soldado, cuando volvamos los compartimos —dijo con desgana, fingiendo seguridad. Los dos, quizá todo el escuadrón, lo que de ‘Los gorriones’ quedaba, comprendíamos que avanzar o retroceder sería nuestra ruina. Estábamos completamente sometidos ante el enemigo, ese enemigo que nos enseñaron a odiar y a temer sin conocer. La rendición tampoco era una opción —‘Primero la muerte que la humillación’ —repetía mi Sargento con su rostro manchado por el sol, el humo y el barro, pero sin una gota de sudor o de indecisión. Sobrevivimos cuatro, y, lo seguimos haciendo durante años. Sobrevivir, pervivir, negarnos a caer, como si el diario vivir fuera una guerra y, es que para mí lo es, con enemigos creados por alguien más, misiones decididas por alguien más, objetivos definidos por alguien más, horarios establecidos por alguien más, leyes dictadas por alguien más, y demasiada carne de cañón dispuesta a morir por un ideal que alguien más nos implantó. El primer estruendo me destruyó el oído izquierdo, el segundo acabó con el cuarente por ciento de mi visión y se llevó mis piernas, se llevó a mi esposa, se llevó mi carrera a medio terminar, se llevó a mis amigos de escuela, mi fe en el gobierno, mi patrioterismo, mi visión de héroe, a los pocos Gorriones que quedaban y que se 102
habían dejado arrastrar como yo, a una guerra que no nos pertenecía. Los cuatro que logramos resistir, no sé si debimos hacerlo. León y Santollo, se suicidaron en sus casas. León, hace tres meses puso un revólver en su boca y redecoró la cocina y, Santollo, hace un mes tomó suficientes pastillas para dormir a un pelotón. No somos tan humanos como hace doce años. Yo lo he pensado. Casi salto por la ventana el día que mi esposa se hartó de fingir una sonrisa y de engañarse al decirse que este despojo todavía era su hombre, casi salto la noche en que me vi solo, sin amigos para llamar en mi libreta, casi lo hago después de mis lanzas, pero aún me queda mi Sargento. —No somos tan humanos como hace doce años —digo en voz baja, viendo tan lastimero cuadro: una cena tranquila para rememorar, una simple comida tras nueve años de no vernos y, mi Sargento, el hombre que se enfrentó a la vida y a la muerte sin titubear, hoy tiembla conmocionado como un animalito a punto de ser sacrificado, por el miedo a las bacterias en un terrón de azúcar que puse en su café. Si tan solo supiera que es simple veneno lo que le acabo de poner, si tan solo supiera que León y Santollo no sintieron dolor.
JAVIER LEÓN MANTILLA (JOTA)
Colombia
Facebook: https://www.facebook.com/javierleon.mantilla.7
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Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz. Benito Juárez
quella noche por fin conocería a un amigo de mi novio. Nuestra relación ya llevaba dos meses y aún no me había presentado a ninguna de sus amistades ni a su familia. Él era un chico taciturno y algo introvertido. No podría decir que fuese tímido, sino más bien
reservado. Sin hacer preguntas ni presionarlo, esperé pacientemente hasta que al fin llegó el momento en que se decidió a abrirme las puertas de su ferozmente resguardada vida privada. Prefirió empezar por Antonio, su mejor amigo y además colega, que conocía desde hacía más de tres lustros. Ambos músicos y compositores, se habían conocido en los ensayos de un concierto para un festival de música clásica local y desde entonces, a pesar de la diferencia de edad, eran inseparables. Nos habíamos citado directamente en el restaurante. Llegué al encuentro unos minutos tarde; la reunión en mi trabajo se había demorado y me tomó tiempo encontrar un taxi libre. Cuando entré, eché un vistazo a todas las mesas buscando a mi novio y lo hallé en una del fondo, sentado frente a un hombre unos quince años mayor que él, con canas en el cabello, la barba y el bigote. Al acercarme, mi novio me vio y me hizo un ademán para saludarme al tiempo que su amigo me mostró una sonrisa que me pareció más bien una mueca mal pintada sobre una máscara. Yo sabía que Antonio era divorciado y, al verlo solo, deduje que no tenía pareja en ese momento. Me senté entre ambos, con mi novio a la izquierda. El mesero vino a tomar la orden de las bebidas y a dejarnos el menú. Mientras lo leíamos me percaté de que Antonio me observaba de reojo y seguía con su mueca inalterada, como si la tuviera pegada a la boca y fuera parte de su anatomía. Pedimos la cena y comenzamos a charlar sobre todo y nada; ese tipo de conversaciones que parten de un tema anodino y, si se dan, pueden desembocar en un apasionado debate. Mi novio estaba emocionado. Al presentarnos esa noche, había dado el doble paso de franquearnos la entrada a su privacidad tanto a mí como a su mejor amigo. Lucía complacido de haber tomado esa decisión. Con una gran sonrisa en el rostro, 105
sus expresivos ojos negros brillaban sin cesar. Mientras nos hablaba, yo empecé a observar a Antonio a detalle. Algo había en ese hombre que no cuadraba. Esa mueca y su mirada persistente, casi inquisitiva, me daban mala espina y no lograba entender por qué. ¿Era mi intuición femenina que levantaba una bandera roja y me llamaba a ponerme en guardia? Dicen que no hay que guiarse por las apariencias, que no hay que juzgar a un libro por su portada, así que resolví ignorar ese malestar y traté de concentrarme en la conversación que ahora mi novio llevaba con gran fervor. De repente sentí una mano sobre mi rodilla derecha. La mano se posó primero con suavidad, pero después la agarró con firmeza al tiempo que Antonio volteaba y me miraba a los ojos. Y mientras lo hacía y cambiaba su mueca por una sonrisa triunfante, la mano empezó a subir sobre mi muslo lenta pero firmemente. Atónita, dejé caer el tenedor sobre el plato y el ruido hizo que la mano se desprendiera de mi pierna. Por un momento sentí que me costaba respirar. La sorpresa me había dejado en shock y mi mente estaba como envuelta en una bruma. Mientras recuperaba el aliento traté de ser discreta para no atraer la atención de mi novio, que seguía conversando con vehemencia. También intenté ordenar mis pensamientos, que parecían sumergirse bajo una ola enorme de la que no veía salida. Tomé un sorbo de vino y acerqué mi mano a la de mi novio, que rocé tímidamente para no distraerlo de su monólogo. Tenía que pensar en lo que estaba ocurriendo. Y en cómo abordarlo. Como un juego de ajedrez que se gana con sofisticada estrategia, resolver la paradoja en la que me encontraba requería una elegante táctica. Dos opciones se me presentaban a primera vista: Por un lado, podría callar y hacer como que aquí no pasó nada; dejarme humillar y guardar silencio para salvaguardar la relación con mi novio, de quien estaba profundamente enamorada. Por otro lado, podría armar un escándalo, lo que sin duda causaría un enfrentamiento con mi novio que lo pondría en un dilema: creerme a mí, de quien decía estar enamorado, pero a quien conocía escasamente desde hacía un par de meses, o a su mejor amigo, al que lo unía una amistad de más de quince años. Era la primera persona a quien había querido presentarme; tan importante era este amigo para él.
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Someterme sentaba precedente con Antonio, quien podría interpretar mi silencio ante su acoso como una concesión, como si para mí fuera una coquetería que yo aceptaba y más adelante convertiría en una aventura. Peor aún, Antonio podría interpretar mi disimulo como un temor a estropear su relación con mi novio, lo que le daría ventaja para llevar su agresión a otros niveles. De cualquiera de estas dos formas que lo abordara, Antonio saldría victorioso. No importaba hacia dónde yo moviera el rey, estaba en jaque y estaba por perder el juego. Si se lo decía a mi novio, seguramente él no me creería y nuestro noviazgo terminaría en ese instante. Y si no se lo decía, yo tendría que encontrar pretextos para evitar futuros encuentros con su mejor amigo, lo que terminaría quebrantando nuestra relación en muy corto plazo. Era una de esas circunstancias de la vida en que unos siempre ganan y otros siempre pierden. Y yo parecía formar parte del segundo grupo. Mientras reflexionaba sobre todo esto, la mano volvió a posarse sobre mi rodilla. Esta vez se aferró a ella y no se movió, como si, a toda costa, quisiera conservar su lugar. En ese instante entendí que tenía perdida la guerra. Pero estaba determinada a salir vencedora de esta particular batalla. Entonces se me ocurrió una tercera opción. Tomé la mano de mi novio y la besé tiernamente, al tiempo que, con fuerza y rabia, clavé mi tacón en el empeine de quien tenía a la derecha. Él, sobresaltado, inmediatamente retiró la mano de mi rodilla y tomó un sorbo de agua para ayudarse a tragar y acallar el grito de dolor que ahora lo ahogaba. La mueca se transformó en un vergonzoso gesto de derrota mientras que en mi rostro apareció una sutil, pero victoriosa sonrisa. Jaque mate.
Graciela Matrajt
México
Página WEB: https://sites.google.com/site/gracielamatrajt/home 107
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os recuerdos se disuelven como espuma marina. El paisaje del mar, enmarcado ante mis irises en pesadumbre, refleja la epidérmica claridad de mis deseos. Estoy llegando al océano, a pie, de madrugada, cuando las almas
reposan tras los días incesantes, a los cuales los hombres se someten a diario. Así me sumerjo, bajo la oportuna claridad de un ensueño. No ha sido un viaje extenso, he demorado muchos años, pero no ha podido ser un largo viaje para mí, ya no. La soledad marítima me invade y el dulce olor a sal purificada se introduce en mis pulmones. Mientras desciendo por la empinada, la brisa me refresca. Camino sobre un par de rocas para poder alcanzar mi húmedo e infatigable destino que es la playa. Fragmentos de conchas de mar a mi alrededor, atisbos de una inmensidad inconmensurable. Una cercanía acuática que a paso seguro va rozando la arena amante. ¡Oh, playa adorada, playa de mis recuerdos inocentes! Hace muchos años, de niño, solía venir a este mismo escenario. Ya he pasado por lo que antes fue mi hogar, aunque de él tan solo quedan ruinas. En mi mente puedo ver a mi padre, alto y raudo pescador oceánico, y a mi madre, hermosa sirena admirable, también a mis dos hermanos menores, el niño, la niña, Leo y Blanca, a quienes protegía y con los que muy a menudo venía aquí a jugar, junto a nuestras mascotas, en una infancia cubierta de claridad solar en el día y de piedad lunar en la noche. Aquella herencia luminosa cubría mis poros, haciéndome consciente de que mi infancia fue feliz... muy feliz. Tanta gente... El vecino de allí, las chicas traviesas de allá, la regordeta que preparaba pescado en la esquina de la bahía, el dueño de la posada. Los recuerdo como imágenes borrosas; a mi familia en especial. No los veo, pero están ahí, como fragmentos congelados en el tiempo. Cada uno de ellos siguió su camino en cierto instante. Confío en que no me olvidaron. Todos se han ido, sus hijos también, los hijos de sus hijos también. ¿Qué habrá sido de ellos? Tantas preguntas, ninguna respuesta, pronta recuperación. Estos recuerdos de antaño me golpean, me hacen sentir culpable, porque he sido tan cruel, tan inhumano y jamás he purgado sentencia alguna por mis horrendos 109
crímenes, en los cuales he sumido almas inocentes en un dolor eviterno. Tantos males he cometido que no los recuerdo todos, emborrachado en una crueldad sin vacilación. Y he de pagar, porque hace tiempo alguien me hizo comprender que los errores siempre se pagan, y a más tiempo que demore la condena, mayor deberá ser la intensidad del castigo; es por eso que he venido a mi ciudad natal, a esta hermosa playa llamada La infinidad marina para poder entregarme a mi destino. Aquella persona que me hizo entender ya no está conmigo. También ha quedado atrás. Y la soledad es muy dolorosa, más que las heridas en carne viva, cuya sanación demora. Me deslizo con cuidado entre algunas rocas hasta pisar la arena desierta, no llevo zapatos y puedo otear con soltura alrededor de mí. De a pocos la oscuridad se diluye. Solo tengo una camisa negra y unos pantalones grises recogidos hasta las rodillas. Me muevo tímidamente y a la vez con voracidad. Pretendo alcanzar el mar, al inmenso ángel marino que me llama solo para contemplarlo, mas no para zambullirme. Es el agua. Me acerco a la orilla, levantando los brazos hacia el cielo, estirando mi visión, admirando la invencible bóveda celeste, dando gritos de súplica a un gran dios eterno que, si lo hay, espero que pueda perdonar mis grandes errores y terribles cegueras profundas. El agua moja mis tobillos, la cojo con mis manos y me salpico la cara pálida, nívea, como el hielo de la Antártida. Siento frío, tiemblo, el calor no ha existido para mí desde hace mucho. Estoy famélico, pues decidí nunca más pecar ni lastimar a nadie. Yo era una criatura de la noche y hasta ese momento únicamente veía sombras, tinieblas. Hace una eternidad que no me animaba a vislumbrar el Sol de frente. No podía, simplemente no debía hacerlo. Mi mundo era negro, demencial. Se hallaba cubierto de mordeduras, lujuria y sufrimiento. Y ahora puedo apreciar el infinito dibujando un mundo privado en una soledad cuasi total que me promete reivindicación, amor hacia uno mismo y afecto
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por lo que hay más allá de uno. Las gaviotas vuelan; a lo lejos, un pelícano. Van surgiendo las primeras metáforas cuando el Astro Rey aparece por el oeste, cuando extrae su enorme rostro de ensueño sobre el horizonte. Veo un gracioso cangrejo caminar a un lado torpemente, retrocedo junto a él y extiendo los brazos, caigo de rodillas y miro aquello... aquello que hace siglos no visionaba. Cuando era un niño, cuando era puro, cuando tenía seis años, mi madre me traía aquí muy temprano, casi de madrugada, y se sentaba conmigo, abrazándome. Me decía que el amanecer y el atardecer son dos cosas impresionantes y gratuitas que el ojo humano puede contemplar para registrarlas en la memoria y, gracias a eso, hablar después de sus maravillas. Sobre todo el amanecer; en verdad recuerdo el efecto de su hermosura, mas no el fenómeno en sí. Mi madre me abrazaba y me decía: «¡Mira!», luego abría sus enormes ojos, llenos de emoción, y susurraba que me quería mucho, me lo cantaba. Su voz era tierna, sublime. Hace tanto tiempo que olvidé el querer; hace demasiado tiempo que mi no vida se tiñó con litros de lágrimas rojas, llenas de espanto y persecución. El sol va saliendo. Sus primeros rayos se acercan suavemente a mi mirada llorosa. ¡Hermoso! En verdad es bello avistar el cielo aclararse, el renacer de dioses más allá de la comunicación intrahumana. No dentro de mucho las flores y animales despertarán, los hombres volverán a sus actividades y, progresivamente, retornará la vida alrededor del espíritu colectivo, llena de luz como siempre. Una luz que yo hace tiempo perdí, una vida que dejé caer al olvido cuando fui impregnado con la suciedad de la noche, falsa protectora del ansia. Porque yo solo caminaba en la noche, bebía sangre para subsistir, vitalidad inocente. Esta vez ya no, gota a gota los rayos solares me alcanzan mientras mis ojos se inflaman y puedo verlo, ¡lo veo!, lo he visto, mis ojos van vislumbrando fabulosas imágenes que se hacen humo una a una como polvo de un sueño. Mi ser entero irá flotando, mezclado con la brisa marina, a perderse sobre el océano eterno de la 111
segunda muerte. La conciencia, que despertó una vez imponente, se va difuminando junto a mi ser velozmente, convertido este en un fuego que arde, arde y da a luz cenizas, ¡son cenizas las que se desprenden de mi cuerpo!, residuos que por siempre navegarán en el salino y purificador aire de aquel mar resplandeciente, agitado bajo el tibio placer de la última aurora. Allí, ante un sinfín de horizontes, refulgirán con calma justiciera los fastuosos brillos del más hermoso amanecer que mis umbríos ojos hubiesen contemplado nunca…
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR
Perú
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A
l despertar, como una navaja tajándome la boca del estómago, escuché con horror aquella horrible carcajada. Enfebrecido, casi paranoico, observé a todos lados, pero la habitación, estrecha y repleta de libros, aparte de estremecerme más, me hizo dudar de la
realidad que hería mis retinas. Tuve que salir a desayunar donde la vecina, una señora de edad que me tenía carisma. Sin embargo, los últimos días la había notado extraña, como si escondiera algo sobre mí y no quisiese contármelo. Al probar los fideos, los sentí desabridos e, incluso, mal cocidos. Pero no me atreví a reprocharle ni contarle las tribulaciones que me atacaban con una angustia depresiva. Al cerrar la puerta, oí unos pasos que, alejándose por la vereda, soltaban aquella horrible carcajada. Aparte de ofensiva y estrepitosa, invasiva y excesiva, ridícula y vergonzosa, insoportable y dolorosa, e, incluso, hiriente para los tímpanos y la sesera, tenía que escucharla cada corto tiempo. Bastaban unas horas o, peor, unos minutos, para sentirla palpitar bajo mis orejas calientes, que, como es vox populi, era porque mal hablaban o se burlaban de uno. No, aquella mañana no podría leer, que era una de las virtudes de las que siempre me vanagloriaba. Me ordené, como un imperativo categórico, hacer limpieza de la casa; pero desistí cuando quise pasar trapo por los muebles, pues, como ya lo sospecharán, aquella monstruosa carcajada pareció espumarse de la radio que encendí antes. Esta vez, al parecer, provenía del locutor, que, como verán, imaginé un ser deplorable. Al sentirme fastidiado e incómodo, decidí dar un paseo por el parque. El viento fresco, liviano y agradable, me calmó los ánimos. Al sentarme en una de las bancas, bajo la sombra de unos enormes pinos, traté de pensar en cómo me liberaría de aquella persecución burlesca. Cuando el sol ardía más y el viento soplaba con sutileza, casi a la hora, vi asomarse a cierta persona, que se dirigía a mí con toda la intención del mundo. Al verlo más cerca, pude reconocerlo. Era el poeta de Los excesos de la juventud, un amigo que conocí en un recital y que, según la crítica literaria feminista, toleraba cierta mala fama. 114
—Hola, estimado Alter —dijo con voz escrutadora. —Hola, Redvil, no pensé que vivías por aquí. —No, camarada, solo vine por ti —dijo y, como si sintiera una roca en la cabeza, me aturdió aquel designio. En efecto, paré las orejas. No tenía mucha confianza en aquel, ni aún peor nunca le dije donde vivía. —Y cómo así, Redvil, para qué cosa me necesitas. —Vine solo para visitarte, amigo, pues quiero hacerte compañía —dijo con una voz que sonó, créanme, consternada. —Siéntate y dime, por favor, qué novedades en nuestro majestuoso mundo literario local, que tanto nos interesa. —Me importa un bledo aquel mundillo; yo, por mi parte, continúo escribiendo y vendiendo mis libros —expresó con voz extraña y yo, más calmado, quise reírme, pero un estremecimiento nervioso espabiló mis ánimos. —Y cómo te va en aquel negocio. —Un gran poeta es un artista, y el artista solo vive de su arte. Yo trabajo, y aquel defecto me impide llegar a ser un verdadero artista. Pero también vendo mis libros. De repente, cuando me enfrascaba en la conversación, preguntándole sobre sus lecturas y nuevas creaciones, un poco más tranquilo, pasó por nuestro lado un señor conversando por celular, aquel que, alejándose, soltó aquella risa chillona, parecida o igual a la que me atormentaba. Al fruncir las cejas y bajar la mirada con preocupación, viéndome aturdido, Redvil me preguntó: —Y tú, ¿qué te cuentas? Forjando un rictus de desagrado con los labios, como si me costase hablar, expresé con desazón: —Solo quiero estar solo —dije, y me puse de pie—. Me voy a casa. —Te acompañaré. Llévame a tu casa. Quiero ver tu biblioteca. —No puedo, amigo. Lo siento, pero no puedo. No tengo una biblioteca ni mucho menos ganas de seguir charlando. —Ah… Pero, por favor, si me prestas unos diez soles, podré pagar cierta 115
deuda. Necesito que me ayudes —rogó con voz conmovedora—. Te mentí. No tengo trabajo. Al verlo mejor, como si recuperara la claridad de la mirada, pude apreciarlo con el rostro mustio, pálido, casi amarillento, acaso con ictericia. Tenía los ojos sanguinolentos y, como si lo pudiera oler de cerca, su aliento expelía hambre. —Te daré un ejemplar de mi poemario. Por favor, compañero —suplicó. —Ya, ya… Ya tengo tu poe… —Solo necesito diez soles, amigo —dijo con voz tan débil que pareció que pronto aquel desfallecería y caería muerto en el piso. Su mirada, a la vez, se perdía con vacilación, producto tal vez del desfallecimiento. —Pero no… No, no tengo… Entonces lenta, de forma perdida, bajó la mirada inclinando la cabeza con tristeza, como si él y yo nunca hubiésemos escuchado nuestros nombres en el anuncio final con altoparlante de los ganadores del último concurso literario del año; y aquello, como si yo también sufriera con la misma intensidad aquel golpe bajo, me hirió más. De forma vertiginosa, sentí una inmensa solidaridad con aquel amigo que, es verdad, también me producía cierta simpatía. De inmediato, como si su problema fuese el mío, busqué la billetera, lo saqué atolondrado y pude ver, como si fuera la única realidad ante mis ojos, un solo y único billete de cincuenta soles. No tenía monedas ni otro billete. Era aquel único billete de cincuenta soles de tono rojizo, pardo y claro. Al instante, como si mirarme me atrajera, lo miré a él. Su mirada era apremiante de necesidad y de ayuda. —Tómalo, amigo, y no me busques nunca más —dije y le ofrecí el billete, quien, antes de cogerlo, quiso sacar su «bendito» poemario, lo que me desesperó más—. Cógelo… Cógelo antes que me arrepienta, Red… Vil… Como si lanzara un puñetazo, lo atrapó con desesperación, y lo estrujó entre sus dedos y la palma, dudando de la realidad. Antes de ver la transformación violenta de su rostro, yo le daba la espalda alejándome con prisa con dirección a casa. Sin embargo, como si una tormenta con truenos y rayos se desatara en mí, la horrorosa carcajada hiriente se centuplicó en mi enfebrecido seso. Aquella tempestad atizada 116
por la contradicción y, de modo irremediable, la preocupación, me hizo sentir tan vulnerable ante aquel terrible mal que me atormentaba, aquella horrible paranoia que nació en la temprana juventud. A los pocos minutos, llegué a casa con el estómago excitado, gruñón e irritado. Apresurado y desesperado, busqué el último tomo de las obras completas de Gustav Flaubert, pues, como tenía acostumbrado, escondía los ahorros entre las hojas de Cartas a Louise Colette, y, aunque removí todos los libros de la habitación, pesquisando rincón a rincón, desordenando y hasta deshojando páginas, no hallé la única salvación que guardaba como el as bajo la manga, que era, como verán, mis últimos ahorros. Entonces la carcajada estalló a lo lejos más hiriente que nunca, asfixiante, sarcástica, sardónica y presidiaria. Me elevó por los aires, me hundió en lo más profundo de la tierra, y, al igual que si tuviera ramas que me enredaran y aplastaran con furia, no pude moverme de aquel lugar, tal especie de Prometeo que desafió a los dioses. Me sentí en una cárcel de barras infranqueables y cadenas indestructibles. Y, entonces, descubriéndome destruido, aplastado y molido, cual si hubiese descendido al círculo más sórdido de los infiernos y hubiese sido expulsado como un apóstata, escuché, como si fuera un ruido luminoso y sublime, etéreo y esperanzador, tocar la puerta. Dudé si era Dios.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO
Perú
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BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
K:
Ahora que ya me has explicado todo lo que querías, ¿podemos hablar sobre mis problemas? Lo siento si esto suena egoísta o irrespetuoso, pero es que necesito desahogarme. R: Sí, adelante, no te preocupes. Lo entiendo. Tu cara ya me
dice que no lo estás pasando demasiado bien. K: ¿Por qué lo dices? R: Hombre, sobre todo por las ojeras púrpuras que se te han formado debajo de tus ojos. Me parece que no te has lavado el pelo desde hace un par de días, ¿verdad? Y deberías cambiar de sudadera; ya está muy sucia. K: Pero todo eso es porque desde que empecé la carrera universitaria mi vida solo ha sido un motivo para estar ansioso detrás del otro y... R: La cantidad de trabajo que nos ponen. Sí, lo entiendo, aunque me parece que lo llevo mucho mejor que tú. Al menos yo tengo tiempo de ducharme cada día. De todas formas, estoy de acuerdo, se nos hace trabajar demasiado. Por cierto, y perdóname por hacértelo repetir otra vez, pero ¿qué estudiabas? K: Física. Pero las horas que trabajo no son el problema. En mi caso no lo son. Más bien tengo dificultades con las horas que no estudio. ¿Entiendes la diferencia? No sé si me explico. R: Más o menos. K: La cuestión es muy compleja y ya sabes qué rápido aceleran las cosas aquí, tenemos cinco asignaturas por semestre y la cantidad de tareas que se acumulan en la agenda en tan poco tiempo es espeluznante. Uno no piensa en todas las horas que tendrá que estudiar cada vez que al final de la clase el profesor anuncia que hay deberes, que si un ensayo de cinco mil palabras sobre los lagrangianos o la entropía, que si una colección de ejercicios de derivadas e integrales, o que si un examen de mecánica clásica dentro de diez días. Pero las cosas se van acumulando, ¿sabes? Y el tiempo va pasando hasta el momento que me horrorizo al darme cuenta de que he dejado todo el trabajo pendiente para el último día. R: Es cuestión de organizarse bien el tiempo. De planear con exactitud lo que 119
vas a hacer en cada hora del día. Yo, por ejemplo, ha... K: Eso es mucho más fácil de decir que de hacer. Mi rutina diaria entre lunes y viernes es apretada. Debo despertarme a las 7.30 de la mañana, llegar a tiempo a la parada de autobús, ir a clase, quedarme en la universidad durante largas horas, a lo que se añaden las horas de descanso que hay entre lecciones, regresar a casa y entonces ya son las 18.00. Los fines de semana los paso dentro de mi habitación, estudiando tan duro como puedo, porque tengo que compensar todo el tiempo que he desperdiciado durante el resto de la semana. Es una estrategia inútil, pero es lo que hay. R: Si vuelves a casa a las seis de la tarde, tienes tiempo de sobras para estudiar. Solo tienes que concentrarte. K: Aquí es donde te equivocas. Pensarías que entre las 18.00 y las 22.00 dispongo de cuatro horas de estudio, y luego tengo tiempo para cenar e irme a dormir temprano. ¿No? Pues no. Aquí es donde entra el problema. No es algo que haga a propósito. No creo que sea una cuestión de pereza, más bien soy excesivamente ambicioso. Es algo difícil de explicar. Algunas distracciones se originan, por ejemplo, porque he descubierto un nuevo videojuego para teléfono móvil extremadamente adictivo, y cada vez que me encuentro solo en mi habitación siento un estímulo propulsado por la dopamina que me lleva a jugar durante horas y horas sin poder frenar. Y, aparte de eso, mis propios métodos de estudio también son la causa de muchas de mis distracciones. Preparar una taza de café, preguntarme qué voy a estudiar y en qué orden, empezar a trabajar en una cosa y luego preocuparme por si debería haber empezado a dedicarme a otra, y todo ese rollo. Son pensamientos letales. Y luego me digo a mí mismo que necesito mantenerme bien hidratado para el estudio, que un órgano tan complejo como mi cerebro lo necesita para rendir lo máximo posible, por lo que me levanto, me dirijo a la cocina, donde lleno un vaso con agua, después de haber meditado previamente si debería ser fría o natural, y todo eso es solo una distracción más. No pienses que mientras me distraigo de esta manera soy consciente de ello. Es un impulso tan incontrolable como una erección. Espero que con esta analogía te quede claro. Pienso que, después de distraerme durante cinco minutos más, entonces sí que empezaré a hacer las cosas 120
bien y estudiaré mejor que nunca. Con esa lógica pospongo docenas de veces el momento que de verdad me pongo a estudiar, y el ataque de pánico que sufro luego a consecuencia de todo esto me induce a trabajar rápido y mal. » Creo que esto ocurre porque tengo miedo a trabajar y equivocarme. Esas dos cosas siempre van juntas. ¿Por qué otro motivo, si no, encontraría tantas maneras originales de evitar hacerlo? Es lo que algunos llaman perfeccionismo. He trabajado duro para tratar de terminar este problema, créeme. Pero no es tan fácil de hacer como parece. Primero empecé sacando mi teléfono móvil de mi habitación, el objeto que más me distraía, e instalé una aplicación en mi ordenador —si no fuera una herramienta esencial de trabajo, también lo hubiera sacado— que bloqueaba mi acceso a algunas páginas web de entretenimiento. Tenía la voluntad de terminar con el problema. Era una faceta de mi personalidad que detestaba. Sin embargo, las medidas que tomé inicialmente no fueron suficientes. Eso era porque la tecnología no era la causa de todas mis distracciones. A veces, decidía caminar a través de todas las habitaciones de casa porque sentía que mis piernas estaban cansadas de haber permanecido durante tanto tiempo inmóviles encima de una silla. Me preguntaba si había algún alimento nuevo en la nevera. Recordaba alguna frase que había leído en una novela hacía mucho tiempo, y me pasaba un cuarto de hora tratando de encontrar el libro y la página en la cual dicha frase aparecía, solo para poder releerla. Estar lejos de mi teléfono móvil no era suficiente. Los grandes problemas requieren grandes soluciones. Así que decidí ir más allá. Instalé un candado en la puerta de mi habitación. Una medida radical, ¿verdad? Pero, ¿qué otra alternativa tenía? Pensé que así me aseguraba que no saldría de mi habitación y, además, coloqué el candado desde fuera, de manera que mis padres, con quienes había hablado anteriormente sobre mi problema, se encargaban de abrir el candado según mi rutina de estudio, y pensé que haciendo eso todo estaría resuelto. R: ¿Eso tampoco funcionó? K: Al principio sí. Funcionó bastante bien. De repente, mis calificaciones subieron y me sentí muy orgulloso por el progreso que había realizado. Sin embargo, siempre que estaba en una de esas largas sesiones de estudio, una serie de pensamientos seguían germinando en mi mente, sin querer. Al principio, solo los 121
escuchaba como suspiros dentro de mi cabeza, fáciles de ignorar. Me distraían, como mucho, un minuto o dos. Pero mis tentaciones de distraerme por cualquier cosa se intensificaron, hasta el punto de ser insoportables. A veces miraba por la ventana para ver una nube algodonosa de forma similar a la de un elefante hasta que el viento la alejaba de mi vista. O me decía a mí mismo que había de cambiar los ajustes de mi editor de texto en el ordenador, o estaba diez minutos meditando sobre qué fuente de letra debía usar para redactar mis textos —esas distracciones eran las más peligrosas, porque parecían estar relacionadas con el trabajo, de manera que me podía engañar fácilmente con que todo eso era parte de mi proceso de estudio, pero en realidad solo eran una manera más de perder el tiempo. Poco a poco, hallé maneras más extrañas de procrastinar. Una vez estuve tres cuartos de hora —no exagero— tratando de lanzar mi bolígrafo de manera que cayera sobre la mesa y se mantuviera en posición vertical. O también recuerdo una tarde entera en la que me entretuve con una hoja de papel cuadriculada, pintando los cuadrados del papel con mis rotuladores para formar un triángulo de Sierpinski, un entramado geométrico que siempre me ha fascinado. En definitiva, después de haber suspendido más de la mitad de mis asignaturas en un semestre, me di cuenta de que había de tomar más medidas para erradicar el problema. R: … K: … R: ¿Y qué hiciste? K: Bueno, a parte de cerrar la persiana para no distraerme con lo que sucedía en el exterior, la única manera de acabar con todo eso era asegurarme que no me podía mover del asiento, no podía pedir a mis padres que estuvieran cuatro horas a mi lado, vigilándome. Compré unas esposas. Estrictamente hablando, solo necesito mi mano derecha para trabajar. Es cierto que para escribir en el ordenador va mejor hacerlo con las dos manos, pero es posible hacerlo con una. Lo sé por experiencia propia. Las esposas venían, por supuesto, con una llave. Cuando me disponía a estudiar, mi padre inmovilizaba mi muñeca izquierda con una esposa, sobre uno de los brazos de la silla, y se guardaba la llave en su bolsillo. Ya no necesitaba poner el candado en la puerta, puesto que ni siquiera me podía mover de la silla, y mucho 122
menos salir del dormitorio. Y esa es la táctica que utilizo hoy en día. R: Ha funcionado, entonces. K: Unos días mejor que otros. Pero diría que la mayoría sí. Los que no, son porque mi mente se distrae desesperadamente con buscar alguna manera ingeniosa de desencadenarme, aunque mi padre y yo antes nos hemos asegurado de que no tenga ningún objeto a mano que me permita hacer eso. A veces empiezo a mover mi brazo zurdo tan rápido como puedo o muevo mi cuerpo entero para usar más fuerza. La mayoría de días en los que hago eso paro después de unos minutos y me doy cuenta de que es imposible, pero otras veces termino resollando, con el rostro acalorado, o con mi cabeza reposando sobre la mesa mientras lloro en silencio porque me siento impotente. Algunas veces, de tanto moverme, la silla se cae, y yo me caigo con la silla, y entonces llamo a mis padres para que me ayuden a levantarme, o espero unos minutos observando el parqué del suelo antes de hacerlo —vamos, otra manera de distraerme. Pero ya estoy hablando de los casos más extremos. R: Pues, más o menos, ya lo llevas mejor. K: Más o menos. R: ¿Y cuál era tu horario de estudio, decías? K: De lunes a viernes, de 18.00 a 22.00. R: Pero ahora son las 19.00. K: Je, je. R: ¿No deberías estar en tu casa con las esposas y todo eso? K: Je, je. R: Je, je, ¿qué? K: Al final, siempre encuentro alguna manera de perder tiempo. R: ¿Tus padres saben que estás fuera de casa? K: Les he dicho que hoy tengo clase por la tarde. Esta es mi nueva manera de procrastinar, quedarme en la biblioteca de la universidad y solo volver a casa cuando haya terminado mi horario de estudio. R: Cabrón. K: Bueno, ya sabes, ahora toca buscar alguna manera de forzarme a mí mismo a volver a trabajar porque, ya te digo, no lo voy a hacer por voluntad propia. 123
R: Je, je.
WILLIAM DOVE ESTRELLA
España
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E
l agua, o su espejo, rompió su superficie plana —lienzo de sol, o de noche— cuando el objeto fue a dar a su vientre, dejando ondulaciones leves tras haberse estrellado en su lámina. Luego, desde lo hondo de la tierra, sumergido, reposó esperando.
El objeto es concebido en un milenio pre cristiano. Ahí, donde los nombres
son distintos, donde son otras las formas de los símbolos arcanos, otros los anillos desfilando por los dedos siempre danzantes del quehacer. Las manos de quien lo esculpe son oscuras, curtidas y largas —como ramajes de árboles desmesurados—. Las manos de quien lo toma por primera vez, terminado, dionisiacas, cálidas, redondeadas. Al poco tiempo es venerado en su estética. Tras desaparecer brevemente (cayendo en un punto ciego de la tierra) adquiere su hado. Descubierto por un hermeneuta, que a la vez es comerciante, se torna objeto de culto, de estudio, hermano de páginas conjeturales. Su origen se diversifica. Un alquimista intenta transmutar materia en espíritu utilizándolo (creyendo que el objeto es el resultado de la operación inversa, anima vuelta materia y por tanto, capaz a la vez de producir alquimia); cree que lo consigue, y se horroriza del aparato (piensa que a la vez que un espíritu puede ser a la vez, un aparato). Lo arroja en desiertos donde es encontrado en otro tiempo (años o siglos distintos). La funcionalidad que le atribuyen resulta imprecisa. Para algunos el objeto tuvo un fin (un fin no estético); solo que ya no existe aquello para lo que el objeto es funcional. Viaja por caminos de tierra en mitad de la noche —dicen—. Conoce decadentes cortes. Mujeres rebeldes lo acarician con perfume, o lo miran con sus ojos de rencor desde refugios en penumbras —dicen también—. El objeto funda un imperio babilónico que resulta derrumbado siglos antes de concebirse. Funda sectas religiosas que lo coronan mensajero divino, a pesar de su devenir pagano, o quizá por esto mismo. El objeto es desarmado. Algunas partes sobreviven a naufragios, refulgiendo opacas en mitad de ruinas. Allí son confundidas con objetos completos o con el objeto en su totalidad. El objeto pasa a ser múltiples objetos incompatibles. Una conjetura. Se habla incluso de la idea del objeto; se vuelve platónico, luego aristotélico. Se intentan copias. Muda de nombre, de silencio. Reinas lo utilizan como talismán de poder, otras lo desprecian. Horacio, un poeta que no es Horacio, pretende inmortalizarlo. En tinta, le alarga la vida varios 126
siglos, inmortalizándolo —esa vida onírica que discurre en el mundo del verbo, de la palabra, no en aquel al cual el verbo representa—. El tiempo vuelve a perder su memoria escrita, volviéndolo símbolo, otro, alegoría. El objeto pasa a ser significante de utopías, oráculos, paradigmas que solo necesitaron de su signo para edificarse. En las rutas de la seda, o en los mercados de especias, el objeto es figurado en comidas y nombres y costumbres. Se le llama simplemente “El objeto” pero se sabe, no es el sustantivo que designa cosa o entidad al que se alude, sino al nombre propio. Y ahora, que llegó hasta tus manos amadas, traído de manera inocente por mí —que al igual que vos no sé nada del objeto, siquiera si es el mismo— comienza su nueva vida; nuestra nueva vida a partir de él, a partir de cualquier cosa que nos suceda, como el reencarnado, que no sabe que lo es, y se solaza en un vagabundeo incesante, un samsara sin enseñanza alguna; ignorante de que tal vagabundeo constituye un desasosiego, visto desde la altura de las deidades y por tanto, inocente ante los ojos de los dioses que nos condenan y nos esperan.
DANIEL GUSTAVO LESCANO (DANI GUS)
Argentina
Instagram: http://www.instagram.com/danigus37
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A
I na entró en el tanque plateado y quedó a oscuras. Treinta centímetros de agua y cuatrocientos kilogramos de sulfato de magnesio le permitirían “flotar” durante el tiempo deseado. El tanque se cerraba herméticamente —pero podía abrirse desde
adentro— y su tamaño era de dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho y otro tanto de altura. Se agachó al entrar y se recostó sobre el agua superdensa. El frescor del agua y lo “mullido” de ella le permitieron relajarse casi instantáneamente. No se oía un solo sonido, no se veía ni una luz; era como flotar en medio del cosmos, pero sin estrellas. Cerró los ojos y dejó que su mente se lanzara a divagar. No tenía tensión alguna. Sus pensamientos brotaron, uno tras otro como empujándose —en un principio— luego fueron deteniéndose de a poco; más lentos y más lentos y ya comenzaban a perder sentido. Voces sueltas, imágenes, luces que se iban distanciando unas de otras. Pronto pudo fijarse en los espacios entre las palabras y entre los pensamientos. El silencio interior se fue apoderando de su cuerpo y de su vida. Había dejado de sentir. Una enorme paz le invadió. Realmente la necesitaba, luego del estrés diario, de correr todo el día, de las imposiciones de los demás y de las críticas. Lo necesitaba. Por eso, día tras día iba a la clínica y se internaba una hora en el tanque de aislamiento. No existía mejor terapia para su cuerpo y para su mente. La encargada siempre le tenía reservado el mismo turno. Ana continuaba tumbada suave y deliciosamente pacífica. De pronto ante ella emergió una luz —estaba a oscuras allí— Una luz blanca que la bañaba totalmente. No parecía provenir de ninguna parte en particular. Una voz le dijo: “No temas, yo estoy siempre aquí”. Entonces la luz blanca se transformó en una rosa de mil pétalos llenando el espacio. Realmente era hermosa. Después comenzó a percibir cuchicheos que se transformaron en voces conocidas: ¿sus padres?, no podía ser, hacía años que habían muerto. Una alucinación, pensó. Sintió miedo y las voces inmediatamente se acallaron, la rosa se desvaneció y la luz pulsó varias veces hasta volver a la oscuridad total.
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Cuando las campanitas que le avisaban que había terminado su turno empezaron a sonar, ella estaba completamente despierta y extrañada por la experiencia. ¿Habría sido un sueño? El sonido era suave y relajante luego se iba transformando progresivamente en una música de mayor intensidad y frecuencia hasta activarle todo el cerebro. Otra persona afuera aguardaba su turno. Abrió lentamente la puerta con el brazo semidormido. Vio la luz de la sala y escuchó el murmullo de la gente de la clínica. Se incorporó despacio y salió. II Luego de esa experiencia, Ana comenzó a sentirse extraña, como si no estuviera totalmente integrada a la realidad. A menudo tenía premoniciones y parecía percibir los cambios climáticos con gran exactitud, cuarenta y ocho horas antes de que ocurriesen. Si bien ella siempre había sido una mujer muy sensible y perceptiva que podía predecir ciertos sucesos con anterioridad, nunca se le ocurrió pensar que pudiera tener “poderes psíquicos”. Estos sucesos se tornaron más evidentes con las repetidas experiencias que tenía en el tanque de aislamiento. Era como si aquel primer suceso le hubiese activado alguna zona recóndita de su ser, desarrollándole facultades dormidas hasta entonces. Sentía temor. Por eso dejó de ir por un tiempo a la clínica. Anotaba cada vez que tenía imágenes inquietantes en pleno día o en sus sueños lo más detalladamente posible. Estaba siempre alerta a esos sentimientos de certeza repentinos, acerca de eventos que aún no habían ocurrido. Y comprobó —no sin cierto temor— que gran parte de lo que anotaba se cumplía en pocos días. Como el asesinato del último líder israelí, la caída de un avión repleto de pasajeros en una remota zona de Asia o más cercanamente, la llegada de improviso de sus parientes. Y además, adivinaba cuando habría un temporal o una tormenta importante. Juan —su marido— la tomaba a broma, decía que eran meras coincidencias, que esas cosas de la Parapsicología eran todos disparates. Hasta el día en que ella le advirtió que no fuera a trabajar porque presentía algo malo. Como siempre, él no le hizo caso y salió para el empleo. Pero la insistencia de ella le había retrasado. Cuando 130
por fin llegó al trabajo se encontró con un mar de autos policiales, ambulancias y bomberos. Una bomba había explotado en las oficinas donde él trabajaba y varios de sus compañeros habían perecido o se hallaban heridos a causa de la explosión. Si hubiese llegado en hora probablemente él sería otra de las víctimas. Desde ese día Juan comenzó a creer en las visiones de Ana. Le debía la vida. III Después de un tiempo, Juan empezó a contarle a todo el mundo sobre los “poderes” de su mujer. Las amistades y los conocidos reaccionaban de maneras diversas, algunos no creían una palabra, otros en cambio se interesaron por lo ocurrido. Varias mujeres decidieron ir a la misma clínica, para ver si desarrollaban sus poderes, también, casi todas más para ver si podían pescar a sus maridos infieles en sus aventuras amorosas que por otra razón. Pero ninguna lo logró. Ana comenzó a preguntarse si no sería ella que tenía esos “poderes” de antes y que las experiencias de relax solamente se los desarrollaron. Comenzó a preguntarse si no había tenido ya esas visiones y por eso se puso a recordar su vida, cada vez que algún suceso extraño le había sucedido. Al fin llegó a la conclusión de que sí los había tenido. Pocas veces, cosas a las que no le daba importancia o que creía que eran coincidencias. La vez que supo que el abuelo había fallecido antes que le avisaran por teléfono. La vez en que el muchacho con quien salía la iba a dejar por otra. El día en que quedó embarazada por primera vez, lo supo antes de hacerse el test que le daría positivo. Pero ahora tenía la impresión de que su mente se había ampliado, que podía ver sucesos de otros, o de lugares lejanos. Su marido, ni corto ni perezoso para los números, vio el negocio enseguida y le propuso poner un consultorio de videncia. Ana se negó terminantemente. Ella no estaba dispuesta a sacarles dinero a los demás aunque pudiera “ver” lo que les sucedería. Pero Juan le decía que ella le había salvado la vida y que así también podría salvar a otros. Entonces, su marido viendo que no conseguiría de su mujer una respuesta positiva se le ocurrió otra idea. Juntando dinero de sus amistades, compraron el equipamiento necesario para poner otra clínica. Alquilaron un local, consiguieron los 131
tanques de aislamiento y armaron la propaganda. Juan estaba enloquecido intentando atraer a los futuros clientes. ¿USTED QUIERE CONOCER SU FUTURO? ¿QUIERE DESARROLLAR SUS PODERES SANADORES? ¿QUIERE GANAR MAS DINERO AYUDANDO A OTROS? Gracias a los nuevos tanques de aislamiento usted puede tener las más increíbles experiencias y desarrollar todas sus potencialidades. VENGA POR NUESTRA CLÍNICA Y RESERVE YA SU LUGAR. PRECIOS PROMOCIONALES. Y la clínica se llenó de gente. Ana vivía a disgusto, no esperaba todo ese alboroto por algo de lo que ni siquiera sabía si era efectivo y siempre se preguntaba el “para qué”. ¿Para qué quería la gente ser psíquica?, desde que ella lo había conseguido no lograba descansar en paz. Cuando algunas personas viendo que no les ocurría nada extraño, empezaron a correr el rumor de que todo era un fraude, la clínica se fundió. Ana volvió al tanque de aislamiento para realizar su terapia de desconexión del mundo y se dio cuenta de que lograba mayor poder. Pero un día se cansó de su marido y de todos esos planes de obtener dinero, conoció a un gurú y se fue a la India tras él para meditar. Nunca más volvió. Algunos dicen que se la ha visto trabajar ayudando a los niños pobres en una fundación religiosa pero nada más se sabe de ella ni de sus poderes.
GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTE
Uruguay
Blog: miscuentos17.blogspot.com
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L
a niña se acercó montada en su lobo y pasó revista a sus tropas, llamadas a defender Britannia de la invasión de los caballeros del rey Arturo. Era la princesa Yari, la próxima reina de los celtas. A pesar de tener solamente trece años tenía una gran estatura y parecía una mujer
de más edad, estaba armada de una gran hacha de abordaje y tenía como armadura solamente una coraza de cuero, su cara estaba pintada de azul, como todos los celtas, su pelo negro estaba suelto y poseía una mirada feroz. El reino de los celtas estaba en gran peligro, el rey Arturo, después de unir todos los reinos a sangre y fuego, quiso implantar el cristianismo a la fuerza y cercenar toda religión pagana en Britannia. Yari tenía más de cincuenta mil guerreros listos para la batalla, todos tenían la mirada feroz de su futura reina. Me llamo Krul y ahora voy a contar como en una última batalla los celtas, unidos a los anglos y sajones ofrecimos una feroz resistencia a los caballeros del rey Arturo. En ese momento yo tenía solamente veinte años y era la mano derecha de la princesa Yari, ese día ella me mandó a buscar, teníamos que detener a los caballeros como fuera. Le dije que según los exploradores el ejército del rey Arturo no pasaba de veinte mil caballeros, pero tenían la caballería pesada, completamente acorazada hombres y caballos, y que era imposible vencerlo en una batalla frontal. Al terminar de decir mis palabras, la princesa me echó una mirada medio alegre y maligna a la vez. Yo la conocía bien cuando echaba esa mirada: algún plan tenía en mente, me llevó cerca de un arroyo, donde había multitud de árboles de fresno, madera especial para hacer lanzas, le sonreí y ella me devolvió una sonrisa alegre en esta ocasión. Sus ojos verdes centellaban y, sin perder tiempo, me dió órdenes y ya en tres horas más de quinientos guerreros talaron multitud de árboles. Después de tres días de arduo trabajo, los “demoledores”, la guardia personal de Yari estaba armada con lanzas de más de tres metros. Es la única manera, me dijo Yari, de contener la caballería pesada del rey Arturo. Estuve de acuerdo con ella, se me acercó esta vez con una sonrisa amable en su rostro, cosa extraña en ella ya que siempre estaba taciturna, me dio órdenes de ponerme al frente de su guardia personal “los demoledores” y acepté con gusto. Tengo que decir que el hijo del rey Arturo, Mordrec, se unió a nuestras tropas. Este joven de solo veintitrés años, fue fruto de una aventura del rey Arturo con Morgana. Después de ser rechazado por su padre y 134
cercenado su derecho legítimo al trono, Mordrec, lleno de rencor se unió a nuestra causa como un celta más. De larga cabellera rubia y enorme musculatura sería la perdición del tiránico rey. Al otro día un explorador nuestro nos avisó que el enemigo se acercaba. Según nos contó, solo eran veinte mil hombres, pero eso me alarmó más en vez de tranquilizarme, si traían pocos hombres era porque traían la caballería pesada, y seguramente
catapultas
para
derribar
nuestras
defensas
y
murallas.
Fui
inmediatamente a ver a Yari y ella estuvo de acuerdo en mi valoración, le ordenamos a los “demoledores” que aguantaran hasta poner las mujeres y los niños a salvo. El ejército del rey Arturo pronto estuvo a la vista y, como temíamos, pusieron la caballería delante de todas las filas de caballeros, nosotros no nos amedrentamos y pusimos nuestros guerreros a esperar la acometida de la caballería enemiga. Esta no se hizo esperar y cargó con todo contra nuestras filas, todos los caballeros estaban completamente cubiertos con sus relucientes armaduras, al igual que sus caballos, pero chocaron de lleno contra nuestras lanzas escondidas en la segunda fila de los demoledores. La primera fila de caballeros quedaron ensartados en nuestras lanzas, los demás que estaban atrás, fueron atravesados por sus mismas lanzas y pisoteados por los caballos de los mismos caballeros que venían detrás. Era el momento esperado: Yari dio la orden y el resto de los guerreros se lanzaron al ataque. Ahí iba ella como una diosa montada en su enorme lobo, una mirada feroz pintada en su juvenil rostro, blandía su pesada hacha de combate que otras jóvenes de su edad apenas podían levantar. Se lanzó en el medio del ejército enemigo repartiendo hachazos a diestra y siniestra, cercenó brazos, piernas, cabezas sin piedad a pesar de que los caballeros iban completamente cubiertos con armaduras. Yo la seguí y también hice una espantosa carnicería con mi espada que manejaba con ambas manos. Pese al éxito en nuestro primer ataque inicial, los caballeros no eran hombres que se dejaran vencer fácilmente, se repusieron de la primera derrota inicial y cargaron sobre nosotros con una furia infernal. Eran guerreros experimentados, tenían grandes espadas y sabían cómo usarlas, muchos guerreros celtas murieron decapitados. Yari iba como una exhalación montada en su lobo Yull, eliminando cuanto caballero se le pusiera en su camino, pero no había otra opción: había que 135
retroceder, sino íbamos a ser completamente exterminados. Se lo grité a Yari y estuvo de acuerdo, dio la orden de retirada y todos los celtas a su pesar la obedecieron, nos retiramos en un completo desorden. De repente, surgió de entre los caballeros un guerrero completamente equipado con una armadura dorada: era el mismo rey Arturo que blandía su famosa espada Excalibur. Todos los celtas que le hicieron frente fueron partidos por la mitad con su poderosa espada, pero Yari se fue directamente contra el poderoso rey con la esperanza de acabar con él y terminar la batalla: craso error, su lobo fue de inmediato despachado por la espada del rey y ella cayó completamente aturdida en el campo de batalla, así y todo se enfrascó con el poderoso rey en un feroz combate cuerpo a cuerpo, después de partir por la mitad a dos caballeros de la guardia personal del rey. Yari luchaba con una ferocidad extrema, pero no era rival para el legendario rey, yo estaba completamente rodeado de soldados enemigos y no podía ayudarla. Con pesar ví como Arturo le daba con la hoja plana de su enorme espada y le rompía el yelmo. Yari cayó aturdida y Arturo la iba a atravesar de lado, cuando de repente una enorme lanza traspasó la armadura de Arturo y lo clavó en la tierra, era Mordrec que iba a rescatar a Yari. En el camino me subió a su caballo y en un instante estuvimos frente al rey Arturo, este a pesar de estar mortalmente herido le lanzó la enorme espada a distancia a Mordrec y lo atravesó de lado a lado. El joven dio un último y lastimero grito de dolor y furia y cayó muerto del caballo. Loco de dolor iba a rematarlo, cuando Yari se me adelantó y le rajo la cabeza de arriba a abajo con su mortal hacha. Cayó el rey Arturo y los demás caballeros se dieron a la huida al ver caer a su invencible rey. Ganamos la batalla y salvamos a la tierra de los celtas de una sumisión permanente al tiránico rey . Han pasado más de diez años y las tierras de los celtas están en paz, el reino del tiránico rey Arturo y su mítica ciudad de Camelot cayó por el empuje de las tribus de los sajones, Yari está a mi lado, es mi mujer, y juntos defenderemos a nuestra tierra de cualquier invasor, el que nos agreda tendrá que enfrentarse con nuestro valor y corazón celta.
CARLOS OSCAR YERA OJEDA
Cuba
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H
ace tres días, cuando nos despertamos, vimos a papá sentado en su sillón. Llevaba el mismo traje que le pusimos el día del funeral. Actuamos como si no estuviera allí. Él estaba como distraído. Probablemente no sabía que estaba muerto.
Mi mujer quería que llamáramos a Jovenel. Él se ocupará me dijo. Yo pensé que aquello se resolvería por sí mismo. Así que estuvimos todo el
día atareados fingiendo que no le veíamos. Fui al campo y me lleve al pequeño Michel para que me ayudara. Mi mujer se puso a coser a la puerta de la cabaña. Su actitud llamó la atención de madame Margot, que se acercó a hablar con ella. Mi mujer fingió que no pasaba nada. Por la noche nos acostamos. Decidimos que todo se habría resuelto por la mañana. Pero a la mañana siguiente papá seguía sentado en su sillón. Tienes que hacer algo, Antoine me dijo mi mujer. Fui a hablar con mi cuñado, que no se mostró sorprendido y que dijo que estaba muy ocupado. No podía contar con él. Cuando regresé a casa le conté a mi mujer lo que había pasado. Te lo he dicho: tienes que llamar a Jovenel me dijo. Jovenel, el viejo sepulturero. Sí, él tendría más experiencia. Pero se hizo tarde y nos acostamos. Por la mañana, papá había desaparecido. Quizá haya vuelto a la tumba le dije a mi mujer. Pero ni yo mismo lo creía. Fui a buscar a Jovenel y le conté todo. ¿Por qué no me llamaste antes? Ahora habrá despertado del todo. Me preguntó qué es lo que hacía mi padre. La verdad, no mucho. Se pasaba todo el día sentado en su sillón. Solo algunas veces iba a dar un paseo al camino de Trouillot. —Apresurémonos. Papá estaba en el camino de Trouillot. Como no había encontrado su bastón, caminaba muy lentamente, arrastrando los pies. Jovenel se acercó a él y le hizo
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tropezar. —Vamos. Ayúdame. Lo subimos al carro. Papá emitía un gemido inaudible. Jovenel le tapó la boca. Luego, cubrió el cuerpo con una vieja manta. —¿Cómo quieres que lo hagamos? —me preguntó. —¿A qué te refieres? —No podemos volver a meterle en su tumba. Regresaría de nuevo. Tenemos que hacer algo. —¿Qué? —Podemos encadenarlo dentro del ataúd. Es lo que hacen muchos ricos. —¿Muchos ricos? —Sí. ¿Qué creías, que estas cosas solo te pasaban a ti? —¿Hay otra opción? —Cortarle la cabeza. Así nunca volverá. Lo pensé durante un instante. —Le cortaremos la cabeza, pero no se lo digas a mi mujer. Jovenel me hizo un gesto de que mantendría la boca cerrada. Cuando llegamos, nos acercamos a su tumba. Tuvimos que arreglarla. —¿Quieres ser tú…? —me preguntó Jovenel. Le hice un gesto de que no tendría estómago. A él solo le llevó un instante: un solo golpe con el machete. Mi mujer me esperaba en casa. —¿Ya está? —Sí —le dije. Me puso un plato de arroz con pollo que traté de comer con hambre. Esa noche me acosté más temprano que de costumbre. Mi mujer no tardó mucho en acompañarme. —Antoine. —¿Sí? —¿Habéis tenido que cortarle la cabeza? Tuvimos que hacerlo con el abuelo.
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PLÁCIDO ROMERO
España
Blog: Placidario.blogspot.com Twitter: @PlcdRmr
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JEFE DE ESTACIÓN osvaldo villalba Detened ese tren agonizante que nunca acaba de cruzar la noche. Miguel Hernández-El tren de los heridos El hombre acecha (1938)
E
l telégrafo comienza a transmitir y su golpeteo le indica, sin necesidad de leer el mensaje, que la formación ya partió de la estación anterior. En una media hora, más o menos, estará entrando en el andén. Hace un año recibió el nombramiento cuando el jefe
anterior se jubiló. El pueblo es pequeño, con tan solo mil quinientos habitantes, la gran mayoría en zona rural donde se cultiva maíz, girasol y algo de trigo. También existen un par de establecimientos ganaderos y un tambo. Recuerda que de pequeño, cuando su padre era el responsable, le gustaba venir a esta oficina en la planta alta de la estación para observar el paisaje desde los tres ventanales que tiene. Unos años después el ferrocarril se privatizó y el tramo provincial fue discontinuado por “improductivo”, al decir de la empresa propietaria. Su padre no pudo reponerse de la depresión. Por eso cuando asumió el nuevo intendente del pueblo, hace cuatro años, y gestionó con el gobierno nacional la rehabilitación del servicio, se inscribió como boletero. Lamenta que su padre no pudo verlo. Se asoma al ventanal frontal y confirma que ya estén apilados los pallets con las bolsas de cereales en la zona donde se detendrán los vagones de carga. Los peones están sentados arriba tomando un respiro hasta que llegue el momento de cargar. En
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el andén hay dos familias que hoy viajan rumbo a la capital de la provincia. Los niños corren de una punta a otra mientras las mujeres conversan sentadas en los bancos de madera y los hombres fuman sus cigarros parados al borde de la plataforma. Mira hacia el oeste donde las vías se pierden entre los sembradíos de girasoles en flor. Todavía no se ve el humo de la locomotora. Hacia el este se extienden las cincuenta manzanas que forman el pueblo. Perpendicular a las vías, hacia el sur, el boulevard de entrada con flores rojas y blancas lleva a la ruta que pasa a unos tres kilómetros. La mañana está despejada. Desde su posición alcanza a ver la arcada de entrada. Se replica en su mente el cartel: “Bienvenidos a Las Torcazas”. Es una expresión de deseo porque pocos son los visitantes que ingresan, más allá de los fletes que traen productos a algunos negocios. Ni siquiera los micros de larga distancia que bajan a sus pasajeros en la ruta. Confirma que se encuentra en su puesto el guardabarrera de la única del pueblo, sobre la avenida de ingreso. El resto son todos pasos a nivel. Vuelve al escritorio y comienza a llenar el formulario con el parte del día. A la mañana el tren que va hacia la capital y a la tarde, alrededor de las diecisiete horas el que viene desde allí. El resto del día gestiona con los productores de la zona el almacenamiento en los depósitos que van a ser transportados. Un rato después escucha el silbato del tren que se está acercando. Sale al rellano de la escalera y lo ve a pocos metros de la barrera, que ya está cerrada aún cuando no hay vehículos que esperen para cruzar. Observa el andén. El corazón se le sube a la garganta. La niña de los Somoza, una de las familias que esperan el tren cae a las vías y parece tener convulsiones. Se arroja por la escalera bajando de a tres escalones. —La niña, la niña. Paren el tren, paren el tren —grita mientras corre hacia las vías. —La niña, la niña. Paren el tren, paren el tren. —Despertate abuelo, tenés una pesadilla. —¿Eh? La niña, estaba en la vía. Venía el tren. —Abuelo, el tren hace más de quince años que no pasa por acá —la jovencita 143
acaricia con dulzura la mano del anciano. Le alcanza un vaso de agua. —Era tan real. Perdoname —bebe el agua a sorbitos. —No te preocupés abuelo. Mamá me contó infinidad de veces como llegaste a sacar la nena de las vías aunque después estuviste tres meses en el hospital todo magullado.
OSVALDO VILLALBA
Argentina
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ÁNGEL DE LA GUARDA mARINA GÓMEZ ALAIS
D
iana llegaba a la estación de madrugada para tomar el turno de las cinco. Raras veces se retrasaban ella o el tren, excepto aquel jueves. La guarda nueva a quien relevaba, ya estaba impaciente por irse,
tanto como la gente que se acumulaba en el andén porque la formación no aparecía. —¡Qué tarde caíste, boluda! Decí que Montero se infartó en servicio y está todo parado… parece que palmó en el acto —Indolente, le pasó el parte en el vestuario, refiriéndose a la muerte del compañero con tanta frialdad como hubiera podido reportar una falla técnica. Su modo insensible y bestial, contrastó con el efecto devastador que produjo, internamente, en Diana. La mala noticia inesperada la aturdió como el impacto de una trompada en la mandíbula; después todo se nubló, todo fue confusión y derrumbe. No existía posibilidad alguna de sospechar que “Einyel” estuviera por morir… cómo imaginarlo, si a las cuatro le había dejado su mensaje despertador, con el chiste de siempre: “Toque de vaga. Arriba Diana.”, y una risa al final. Ángel Montero era su enamorado, aunque casi nadie lo supiera. Habían arrancado juntos en el curso de capacitación y después pidieron trabajar en la misma línea ferroviaria. Diana formaba parte de la primera camada de mujeres guardas y llevaba nueve orgullosos años abriendo y cerrando puertas en cada estación; avisando a los conductores cuándo arrancar; alertando a pasajeros de carteristas; sacando a la rastra 145
de los vagones a exhibicionistas y borrachines o reanimando desmayados y hasta asistiendo partos, sin que se le moviera ni un pelo de la ceja. Como tenía la inmensa fortuna de amar su trabajo, sentía que la mejor manera de agradecerlo era esmerándose por ser eficiente en su puesto. Preparada para todo y más. Para todo, salvo para las cuestiones del corazón y, menos todavía, para que Einyel se le muriera antes de que ella decidiera dar el sí. Años haciendo la misma broma estúpida de que no muchas podían decir que un Ángel les arrastraba el ala. Y el otro, atrás de ella aceptando los que sí, que no; que mañana, que pasado; que mejor sigamos siendo amigos porque donde se come…, después de matarse, cada domingo, en un cuarto de hotel. Y como se veían todos los días, para qué comprometerse si había tiempo y mejor no apurarse si, de todos modos, él sabía que ella lo quería, pero tampoco iba a ser tan ridícula de decirle “te amo” después de cada polvo. Pensaba en formalizar más adelante, porque ahora tenían planes de inscribirse en el curso de maniobristas o en el de conductores… Y, de un segundo a otro, la lista de llegadas tarde se había engrosado de tal manera que, repentinamente, la dejaba fuera de concurso para cobrar presentismo. Tarde para llamar a la ambulancia; tarde para que un médico lo resucitara; tarde para el festejo de cumpleaños, mil veces postergado; tarde para irse juntos de vacaciones a las Sierras; tarde para admitir que estaba loca de amor por él… Si ya se había hecho tarde hasta para abordar el tren. La gente seguía agolpándose y como los ánimos ya estaban caldeados, se informó por altoparlantes que el servicio se encontraba demorado por motivos de fuerza mayor, pero que supieran disculpar las molestias ocasionadas ya que pronto quedaría restablecido. Diana vistió el uniforme, colgó del cuello el silbato, calzó su gorra y salió a la estación. El aire traía lo que voces impersonales y groseras, con múltiples rostros de turba enardecida, escupían con la bajeza impune del anonimato: “Dijeron que reventó un chancho en otra estación…”; “¡¿Tanto quilombo por que se murió un guarda?!”; “¡Les pasa por contratar gordos pasados de chorizo y vino!”…
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Apenas lograba respirar, pero con el gesto adusto e imperturbable que la caracterizaba, avanzó por el andén, abriéndose paso entre los pasajeros. Por otro carril, su corazón colisionaba de frente con la realidad, mientras el dolor la invadía hasta estallar como un airbag, que no le amortiguaría el padecimiento ni evitaría la destrucción. Desde la oficina, Nacho le hizo una seña para que entrara. Era muy amigo de Ángel y necesitaba desahogar su congoja con alguien que vibrara en su misma frecuencia. Se unieron en un corto y reconfortante abrazo, durante el cual, las coordenadas tiempo-espacio generaron un momento y un lugar para honrar la tristeza y devolverle su dignidad a la muerte. —¿Qué hacés acá flaca? Pedí permiso para ir a verlo. —¿Para ir a verlo adonde? Habrán llamado a la familia, yo solo soy una compañera… —Los dos sabemos que ustedes… —Diana lo miró fulminante, sin dejarlo terminar la frase. —Y nadie más va a enterarse, qué importa ya. Afuera, la muchedumbre empezó a moverse porque a lo lejos, se avistaba la llegada del primer convoy. Diana se sintió desierta, como si todas sus emociones la hubieran abandonado para correr sobre las vías a encontrarse, dos estaciones abajo, con Ángel. Pensó, casi con envidia, en que al menos él había muerto con una ilusión. Resultaba una oferta superadora, si la comparaba con el escenario que esta bifurcación le imponía a ella. Tristemente, sabía que, de ahí en adelante, el mundo sería un peor lugar porque permanecería condenada a continuar, en soledad, un viaje hacia ninguna parte, sin esperanzas y con la paradoja torturante de que con su vida absolutamente descarrilada, día tras día, todo seguiría andando sobre rieles. Diana tocó el silbato, subió al tren y se cercioró de que las puertas del vagón cerraran correctamente.
MARINA GÓMEZ ALAIS Argentina 147
QUINCE MINUTOS PARA EL PRÓXIMO TREN mATÍAS PI
H
acía ya unos meses que no viajaba a esa hora, la costumbre de quedarse en lo de Agustina se lo había evitado. Esta vez no se quedaba en lo de ella. Pero estaba bien, al menos no era hora pico. Es más, tenía todo el andén para él solo. Se alegró de su
inesperada libertad y, haciendo uso de ella, aprovechó a caminar. Descubrió que el andén era mucho más largo de lo que creía. Al bajar siempre por la misma escalera nunca logró conocer a fondo la estación. Aun así, creía que conocía la mejor parte; desde ahí podía mirar el cambalache de azulejos blancos y azules en la pared al otro lado de las vía, donde solía buscar formas, como en las nubes cuando era chico. A medida que se acababa el espacio para caminar, se intentó convencer de que su costumbre de ingresar siempre por la misma escalera era la correcta. Si bien eran llamativos los nuevos panoramas, le generaban un hormigueo interno en el abdomen. Decidió bautizarlo inquietud. Siguió
caminando,
esforzándose
por
apreciar
las
nuevas
paredes
descascaradas, las indiferentes baldosas y los ventiladores que desde el lugar de siempre parecían diminutos. De cerca pudo observar detenidamente la obra maestra de alguna araña: una tela tan añeja y espesa que ponía en duda si al llegar el verano el
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ventilador lograría arrancar. Estaba bien. Todo eso estaba muy bien, los nuevos descubrimientos, las nuevas imágenes, el creciente olor a humedad, él mismo. Estaba tan bien que ni le molestaba que el cartel del subte aumentara el tiempo de espera en vez de disminuir. Pero estaba bien, si de todos modos no estaba apurado. Se sentía con tiempo de sobra ahora. Al llegar al final del andén ya no tenía que mirar, así que sus ojos buscaron novedades en las vías. Un nuevo universo, un poco más triste quizá o tal vez solo más sucio. La variedad de basura lo maravillo. Fue paseando la mirada hasta que vio algo titilante, se detuvo en eso. Pensó en luciérnagas. Al dar un paso hacia adelante ya no titilaba. Era un envoltorio de alfajor. Se acercó con curiosidad al borde del andén. Husmeo hacia un lado y otro de la vía en busca de alguna pista. Miró hacia la otra punta, por donde debería ingresar el tren. No había señales. Su inquietud empezó a participar nuevamente, le apretó sus pulmones, como pidiendo por favor que lo deje ahí, que no busque en el otro túnel. —Pavadas —le contestó a su inquietud. Atisbó en dirección al otro túnel. Encontró al responsable del brillo, el creador de falsas luciérnagas bajo tierra: un faro giratorio de luz amarilla. Nunca lo había visto. Desde su lugar de siempre no se llegaba a ver. Estaba muy bien. Al fin y al cabo era la estación terminal. Tenía que existir algo, una señal, que indicara el final. Estiró el cuello sobre las vías. Desde el andén no se veía si realmente el túnel terminaba ahí. En cada giro el ámbar se relucía en las paredes del túnel lamiendo brevemente la superficie hasta desaparecer y volvía relamer al cabo de unos segundos dejando una imagen fugaz y confusa. El hormigueo se expandió en su pecho. Miró el cartel: todavía faltaban quince minutos. Estaba bien. Más que bien. Intentando no ensuciarse, bajó a las vías. Fue directo hacia el faro. Después de caminar veinte metros, la luz de la estación lo abandonó. Llegó hasta la fuente de luz y miró más allá, pero todavía no era el final, no se sentía como el final, y tampoco se veía. Decidió ignorar el hormigueo que ya se había expandido por todo su cuerpo haciéndole vibrar la piel. Quería saber que seguía. Solo tenía que avanzar un poco 149
más. Retomó la caminata dándole la espalda al faro. La luz iluminaba cada vez por menos tiempo. Al principio esperaba que volviera a alumbrar para caminar, hasta que decidió seguir también en las intermitencias oscuras. Después de unos minutos la oscuridad era total. El frío húmedo se colaba por sus fosas nasales y su respiración, cada vez más acelerada, no alcanzaba a calentarle la nariz. Siguió con cuidado, sintiendo el ruido de las piedras resonar bajo sus pies. El eco de sus pasos pedregosos era lo único que se oía. Chocó con algo. Lo palpó con las manos, era enorme. Pudo sentir la mugre que se adhería a sus palmas. Intentó bordear el obstáculo. Fue caminando de costado, rozando las manos contra la superficie. Chocó nuevamente. Repasó la nueva superficie con la mano; las dos cosas se unían. El obstáculo se unía a la pared del túnel. Tanteó todo el frío bloque interpuesto buscando un escape, un hueco. No lo encontró. Corrió hasta la otra pared, tenía que seguir, quizá el túnel se angostaba hacia el otro lado. Tropezó y cayó sobre las piedras. El rasguido de su pantalón invadió la oscuridad. Se arrastró con una mano en el muro y otra adelante. Nuevamente se unían. Rascó con las uñas, buscando un escape, por más chico que fuera. Nada. Se dejó caer con la espalda contra la esquina. Refregó su cara con las manos y sintió calor en los cachetes. Algo caliente le goteaba. Lentamente se enfrió. Era el final.
MATÍAS PI
Argentina
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