EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 64 JUNIO 2021

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6

NRO 64 — junio 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE INDIGESTIÓN

ELI COMPEÁN 7

A ESAS ALTURAS DUERMEVELA

SILVINA MAIULI 10

BALTASAR BOTAVARA 15

EL EXTRAÑO CASO DEL AHORCADO JOHN HORWOOD DANIEL FRINI 19 SUEÑOS PANDÉMICOS

MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI 24

OJO DE LA CERRADURA

MARÍA EMILIA LIEDO 30

EL INCENDIO Y SUEÑO

WILLIAM DOVE ESTRELLA 34

UN RAMITO DE ROSAS

MÓNICA LETICIA FARALDI 37

CUENTAS CLARAS SANGRE

EDITH CARRIL 41

FEDRA SPINELLI 44

EL DEL DÉCIMO

ÁLVARO MORALES 47

ES INÚTIL, NO LLOREN

MARINA GÓMEZ ALAIS 51

LA AGONÍA DE LOS CABALLOS

EGIDIO ESTEBAN

PASSAMONTI 54 EL TRABAJO SOFÍA

ALBERTO IRANZO SARGUERO 57

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA 60 EL FINAL

JONÁS LABRADOR VIDENTE EL CUENTISTA PATAS

YOLANDA SA 66 IÑAKI FERRERAS 69 ÁNGEL SOTO 72 LUCAS MIGDAL 76

ANTONELLA CORALLO BAO 79 5


FIESTA DE DISFRACES AZIMUT

GUSTAVO VIGNERA 83

JORGE RODRÍGUEZ PATIÑO 88

UNA LECCIÓN DE IDIOMAS, TRES AVES NO TAN CUERDAS Y UN BATRACIO ARRIESGADO

LIDIA

LEZAMA 90 LA CAUSA DEL HECHO

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

ROSAS 96 ESTIMOCIVER LLUVIA DE VERANO

J.R. SPINOZA 99 JEIMY ALESSANDRA SÁNCHEZ

GALVÁN 103 SOLO UNA NUBE

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 106

MARTILLANDO TECLAS

OSVALDO VILLALBA 108

EL HECHIZO DE LAS DOCE LUNAS

PURIFICACIÓN

GARCÍA MARTÍNEZ 112 EL ÁRBOL

NÉLIDA MAGDALENA GONZÁLEZ 116

PRIMER CORAZÓN ROTO BIENVENIDA

GRACIELA MATRAJT 119

JOSÉ A. GARCÍA 124

EL DÍA DE GLORIA

CARLOS M. FEDERICI 127

INSCRITA PARA SIEMPRE EN LA MEMORIA

JOSÉ

LUIS VELARDE 138 SUPLEMENTO TRENES MORSE

ESTEBAN E. RÍOS 144

GARE DES LIVRES

PLÁCIDO ROMERO 151

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esde que despertó, tuvo una sensación diferente en el cuerpo, un indicador de que algo no andaba bien. Le recorría una especie de malestar y náusea que, según recordaba, había estado ahí desde la cena, aquella deliciosa cena que tan bien ganada la tenía por haber

trabajado tanto por ella. “Quizá estaba mala”, pensó, antes de darse unos golpecitos en la panza con una de sus manos regordetas, lanzar un sonoro eructo y seguir con la jornada de siempre. El movimiento de sus intestinos empeoró a lo largo del día, y con eso le llegó una verdadera incomodidad. Caminar se le hacía una tarea difícil, tan solo se quejaba en voz alta con los compañeros que se iba encontrando en su camino preguntando cómo estaba ya que desde lejos tenía un aspecto algo más enfermizo de lo usual. No fue hasta que vieron que su estómago se inflaba en el acto como si tuviera consciencia y que un sonido fuerte lo acompañó que comenzaron a preocuparse por él, diciéndole una variedad de remedios que les habían funcionado en casos de indigestión fuerte. Quejas, dolor, más quejas, y horas después se encontraba caminando a conseguir ese ácido tan bueno que le habían recomendado para tratarse. Para entrada la noche, los espasmos violentos del estómago habían comenzado a cesar, por lo que antes de siquiera llegar a la mitad del trayecto decidió irse hacia su casa y tomar un muy merecido descanso. No tenía ganas siquiera de imaginarse lo que podría conseguir de cenar, menos si la cena anterior no cooperaba todavía. Las náuseas se hicieron más insoportables de un momento a otro, hubo algo parecido a un terremoto dentro de sus entrañas y el estómago se le abultó de tal manera que alcanzó el doble de su tamaño original. Los aullidos de dolor no se hicieron esperar, pero estando en un camino por donde no pasaba ni un alma a esa hora era imposible que fueran a su ayuda. Con varios ruidos húmedos, la deformación en su cuerpo fue tal que, aún tras su piel, fue visible que algo quería salir, agarrando las paredes de su prisión estomacal, jalando y golpeando con todas sus extremidades. Cayó al suelo de rodillas agarrando su panza, retorciéndose entre

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gritos de dolor, incluso se podían escuchar alaridos que provenían desde el interior de su cuerpo. Por fin, después de todo un día que pareció una eternidad de luchar, retorcerse y casi morir, un pálido joven pudo salir de entre la viscosidad del estómago del monstruo. Jadeando, cubierto de viscosa baba verde oscuro, apenas con las fuerzas para sostenerse, pero vivo. Miró las llaves de la casa en su mano que le sirvieron de herramienta para escarbar un agujero entre las vísceras de su inhumano depredador y alzó las comisuras de sus labios en modo triunfal, exhalando. Ahora faltaba ver si su celular aun servía luego de limpiarle los jugos gástricos.

ELI COMPEÁN

México

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odo se oscureció. Hilda tenía noventa y dos. O noventa y tres, no se acordaba. Vivía sola en una casa de dos plantas. La escalera había dejado de ser una posibilidad. Subía y bajaba en una silla eléctrica instalada sobre el pasamano, para hacer su vida más fácil, como decía el

folleto.

No era la primera vez que una tormenta la dejaba sin luz. En el campo, los rayos eligen dónde caer. Hilda se había convencido al fin de la necesidad de poner paneles solares. Pero como esas cosas modernas la confundían, Don Juan, su vecino más cercano, la había acompañado al pueblo a contratar y pagar la instalación. Vendrían a colocarlos esa misma semana en el techo de la vieja casa heredada de su familia. Pero la tormenta no esperó. Hilda siempre estuvo sola, no encontró a nadie que se amolde al ímpetu de mujer independiente que tenía. Desde los dieciseis, cuando su padre enfermó, estuvo a cargo de las huertas, los campos y los trabajadores. Ella no pudo elegir dónde caer. Pero nunca se hizo a menos por eso, se las arregló bien. Lo que dijeran los demás no era su problema. Ascendía en su silla a una velocidad segura y saludable de 4 escalones por minuto y se preguntaba cuándo había dejado de tener fuerzas en sus piernas y en su espíritu como para sortear las escaleras, en el momento en que el corte de energía la dejó a mitad de camino entre la planta baja y la planta alta. Estaba allí sentada, miraba sus pies en el aire como una vez en que había subido en la aerosilla del cerro cuando era joven. No recordaba qué cerro era o con quién había ido, solo sus pies que colgaban y la emoción de llegar a la cima. También la aerosilla se había quedado a mitad de camino, lo que le dio tiempo para observar los árboles y hasta alguna liebre diminuta allí abajo; y luego había retomado su curso. Ahora observaba su living desde arriba. El sillón de pana descolorido, el tejido sin terminar, el tarro de las galletas de avena sobre la mesita, todo la esperaba allí para la mañana siguiente. Añoraba la época en que la luz dependía de un fósforo. Solo una lámpara de emergencia tenía y se había encendido en la cocina, dejando pasar algo de luz azulina a través de la puerta abierta que daba al living. Pero no sabía cuánto iba a durar la carga. 11


Esperaba en la penumbra, con el cinturón de seguridad abrochado y su bastón sobre el regazo. No se le ocurría qué más podía hacer. Nadie vendría durante la tormenta y la compañía eléctrica iba a demorarse en devolverles la energía a ella y a sus vecinos, que se encontraban todos, al menos, a tres kilómetros de distancia. Los celulares le eran una cosa ajena y el teléfono estaba en la pared de la cocina; de todos modos, cuando se cortaba la luz, por un capricho técnico que ella no entendía, las líneas telefónicas tampoco funcionaban. Paciencia. Movió sus piernas y pies como pataleando para que no se entumecieran. Se abotonó el saco de lana para abrigarse. Tomó un sorbo de agua del vaso que tenía acomodado en el hueco del apoyabrazos y que pensaba dejar en su mesa de luz, por si se despertaba con la boca seca durante la noche. Intentó encontrar una postura más cómoda pero no lo logró, la silla era mullida aunque el respaldo recto no colaboraba con el confort. Paciencia. El sueño la vencía. Dormitó un rato, cabeceando hacia adelante. Adormilada, recordó la huerta del fondo, la única que aún conservaba; se habría inundado. Le dolía el cuello. Intentó despabilarse, movió la cabeza a un lado y al otro, abrió los brazos y agitó las manos. Su cuerpo despertó. Trató de recordar si había recogido las lechugas capuchinas, esas no sobrevivirían a la tormenta. Pensó que sí. Pero luego no supo si eso había sido ese día u otro. O quizá eran los zapallitos lo que había recogido. Paciencia. Los párpados de nuevo le pesaban. Se quitó la chalina que llevaba alrededor del cuello, la pasó por debajo de una de sus axilas y la ató a su hombro, enganchada en el respaldo de la silla. Así podría descansar sin venirse hacia adelante. No sabía qué hora podía ser, no tenía dónde fijarse. La noche y la tormenta seguían. Sería bueno dormir un rato hasta que... pero no sabía hasta qué… ¿Alguien vendría? Cerró los ojos. Paciencia. Se sobresaltó, el sonido de algo estruendoso rebotando la arrancó del sueño. Miró hacia sus pies que aún seguían dormidos. Su bastón terminaba de caer escaleras abajo. Creyó que había atado el bastón a su silla con la chalina. O quizá no. Se conformó, igual era inevitable: algo se iba a caer. Recordó de nuevo la huerta, pero 12


esta vez no pensó en las lechugas sino en los yuyos. Esas malas hierbas que plagaban sus vegetales, que sacaba y siempre volvían a crecer. Recordaba un día muy lejano en que estaba arrodillada sobre la tierra, quitándolos y maldiciéndolos como si fueran culpables de algo, tal vez, de sus manos laceradas. Y alguien le dijo: no reniegues, no vas a poder evitarlos. Quiso creer que era la voz de su padre aunque, a decir verdad, no recordaba la cara que acompañaba ese consejo. La tormenta se había calmado. Vio el sol que asomaba tímido a través de la ventana del living. Sintió fuerzas renovadas. Hasta podría intentar bajar de la silla, debería dar un salto y después bajar con la cola cada uno de los escalones. Luego vio el bastón al pie de la escalera y se echó atrás. Se quedó escuchando los pájaros y pensando cuándo debían venir a colocar los paneles solares. ¿Habían dicho el jueves? ¿O el viernes? ¿Qué día era? Tomó agua, solo un sorbo más por si acaso. Agradecía haberse puesto el pañal nocturno antes de subirse a la silla. De grande, se había vuelto precavida, qué remedio a esas alturas. Nunca había pensado llegar tan lejos. Pero ahí estaba. Quizá apareciera su sobrina, la que vivía en la ciudad. La visitaba una vez al mes, era la única pariente viva que le quedaba, con apenas dieciocho años menos que Hilda. Fue ella quién la volvió precavida. Le acondicionó toda la casa. Era eso o se la llevaba a la ciudad, a vivir con ella y su marido. Alfombra adherente dentro de la bañera y alfombra antideslizante del lado de afuera. Protectores de goma espuma en las esquinas de los muebles. Medicación en la planta baja y en la planta alta. Aunque ahora estaba en la mitad y no la había tomado desde hacía ¿cuánto? ¿Había pasado un día? ¿Dos? Quizá tres... Su estómago rugió. Se comió el último caramelo de miel que tenía en el bolsillo de su saco tejido. Era de noche. La luz de emergencia ya no funcionaba. Pensó que, sin yuyos, la vida no hubiera sido la misma y acordó no tratar de evitarlos. El sueño la venció. El sol volvió a salir sobre sus verduras embarradas. Las lechugas estaban deshechas. Golpearon la puerta del frente y luego, la puerta de atrás. Nadie contestó. Los dos hombres arrimaron una escalera y subieron al techo. Trabajaron toda la jornada. Al atardecer, ya tenían todo instalado. El horizonte estaba naranja y limpio. 13


Recogieron sus cosas y, antes de irse, hicieron la última conexión. A lo lejos, por el camino, asomaba la camioneta de Don Juan. La luz del porche se encendió. La silla retomó su recorrido.

SILVINA MAIULI

Argentina

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ra casi medianoche. El rumor que bajaba del séptimo piso se confundía con el ruido de la lluvia y con el vago eco de algún villancico triste. La luz de la lámpara se apagó y sobre la mesa de noche quedó una antología de relatos y crónicas de Tomás Eloy

Martínez. Todo se hizo oscuro y la habitación quedó en silencio. Luego te vi. Ya estaba aquí desde hacía un rato, cuando te estabas quedando dormido mientras hojeabas el libro y rezongabas por el ruido de los vecinos. Apagaste la luz y te acostaste sobre el hombro derecho; juntaste las piernas, te acurrucaste a la izquierda como cuando eras niño, y cerraste los ojos, que cada vez se sentían más pesados. Lo último fue esa luz roja del televisor, y luego viste una calle adoquinada y ancha, sin polvo ni viento, de casas blancas de dos pisos, y ninguna tenía puerta, salvo una que estaba al fondo, debajo de un balcón balaustrado de color verde y flores violetas y amarillas. Era de día; no hacía ni calor ni frío, aunque sí olía a tierra húmeda y a crisantemo. Alrededor había muchas personas, todas estaban de espaldas. Buscabas a alguien, algo gritabas, y de repente alguien te perseguía. Yo te perseguía, y no esperabas verme ahí y yo no esperaba verte ahí, y no sabías por qué iba tras tus pasos, pero era yo quien te perseguía, y conmigo iban unos perros negros furiosos que también iban tras tu rastro. Y corrías y cuanto más corrías, los perros y yo más nos acercábamos y más lejos se veía aquel balcón. No veías el rostro de nadie, y por lo que gritabas entendí que era tu esposa a quien buscabas con afán. Podías sentir mi respiración encima de ti y oías más duro los ladridos, y podías ver el rayo del sol que se reflejaba enceguecedor sobre la hoja de la navaja que yo llevaba en la mano derecha, porque soy diestro, como tú. Tu corazón latía nervioso, sentías que era el fin y que era mejor rendirte; el balcón se veía más lejos y ninguna de aquellas se parecía a tu esposa. Sin embargo, de repente y sin esperarlo la encontraste. Era ella. La reconociste por su humor, por sus hombros, por su cabello, por cada uno de los lunares de su espalda. Indudablemente era ella, y la palpaste, la acariciaste, 16


besaste su cuello, algo le dijiste. Pero era tarde, porque sentiste un dolor punzante que antecedió la desaparición de tus piernas y de tu tronco, y pudiste ver lo que llevabas dentro, sentiste como nunca tus miedos y las cicatrices de la memoria, aunque lo único que te unía a la vida era ese brazo que seguía tocando a tu esposa, que sabías que era ella, aunque seguías sin ver su rostro, y ya no oías ladrar los perros y todo se hizo oscuro y fue silencio. Te sentías nauseabundo, inestable, fragmentado, deconstruido, asustado. Seguías dormido, pero te movías nervioso de un lado para otro; batías los brazos y decías algo ininteligible. Sacudías bruscamente el hombro derecho de tu esposa, que se había dormido mucho antes de que tu entraras en ese otro plano de torpe realidad. Jorge, me despertaste otra vez. ¡Mierda! dijo ella, malhumorada, y con razón. ¿Qué pasó, qué pasó? respondiste tú, mientras salías temporalmente de la inconsciencia. Te dije que no me molestaras cuando esté dormida replicó ella ¡No me jodas! dijo. Perdón, perdón respondiste, y te volteaste al otro lado. Ella no dijo nada más. Intentaste conciliar nuevamente el sueño pero no lo lograste; querías dormir profundo pero no pudiste hacerlo. Quedaste en un estado suspendido de duermevela. Te dormías y te despertabas al instante, y te diste cuenta de que habías interrumpido definitivamente el sueño de tu esposa, porque la escuchabas voltearse de un lado para otro. Ella creía que tú te habías dormido y en vano te reprochaba entre dientes por haberla despertado, pero tú estabas bien despierto y escuchabas todo lo que ella decía, mientras seguías preguntándote por qué hace un rato yo te perseguía; pensabas en tus navidades pasadas, en los que ya no están, en lo que hiciste y no hiciste, en lo que dijiste y no dijiste, en tu desempleo, en tu soledad crónica, en que habías despertado a tu esposa, en que no podías dormir, en el árbol de una navidad pobre; pensabas en todo, pero no podías pensar en algo durante más de dos minutos,

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porque siempre te interrumpía el mismo dolor punzante del sueño. Yo seguía allí, en silencio, y advertiste mi presencia. Estaba sentado al pie de la cama y te miraba fijamente; ya no te perseguía, pero no me dijiste nada. Así estuviste un buen rato, mientras cada una de esas y aquellas palabras martillaba tu frágil e incoherente consciencia, hasta que no lo soportaste más. Por eso te paraste, saliste del cuarto y te asomaste al balcón y todo seguía igual, solo que afuera se sentía un poco más frío y tú te sentías menos tú, como si aún no despertaras del sueño y como si la realidad fuera menos real que lo que era antes de que apagaras la luz, y tuviste miedo de que jamás despertaras, aunque no sabías si habías despertado realmente. El único rastro visible de vida allá afuera eran las gotas de lluvia que inundaban la calle, casi al mismo ritmo en que se alternaban las luces rojas y verdes del semáforo, pero no se oía ni se veía nada más. Pensaste que la noche de navidad es la más lúgubre y larga de todo el año. Entraste de nuevo al cuarto. Tenías mucha sed y tomaste un vaso de agua porque te sentías cansado; respiraste profundo y miraste al espejo y sentías la presencia de dos almas, la tuya y la mía, pero en el espejo solo estabas tú. Ra dije. Entonces abriste los ojos y no había más que esa luz roja del televisor. Lucía dormía profunda. Encendiste la lámpara y comenzaste a escribir este cuento, como si nada hubiera pasado, aunque seguías mareado por la duermevela y aún te dolía el navajazo.

BALTASAR BOTAVARA

Colombia

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rabajaba en el Consulado y solía instalarme, todas las mañanas a eso de las nueve, en el bar del Claridge’s Hotel a leer, tranquilo, el diario de mi país del día anterior, que recorría sus buenos doce mil kilómetros para llegar a mis manos; mientras saboreaba un café con

canela; que allí preparan de una manera exquisita. En una nota al pie de la sección de noticias generales hacían referencia a John Horwood; y fue la primera vez que leí su nombre. Solo se decía que había sido ajusticiado en Bristol a principios del siglo XIX. Por alguna razón no revelada, el nombre quedó dando vueltas en mi cabeza. Pasaron dos o tres meses y fue Alice, mi novia escocesa de entonces, quien en vísperas de un viaje suyo a Cardiff mencionó, al descuido, que debía pasar por Bristol, «la tierra donde mataron a Horwood». Le conté de mi lectura, pero ella no pudo agregar mucho más a lo poco que yo sabía. En el año siguiente el nombre de John me llegó dos o tres veces más, de manera casual; y apenas pude saber que se lo había acusado de un crimen «pasional». Al fin, cierto día, una investigación de rutina encargada por el cónsul me llevó a la biblioteca del Imperial College, en el campus de South Kensington. En un catálogo de publicaciones antiguas de medicina encontré una referencia al Cutis Vera Johannis Horwood; y agregaban que ese libro se encontraba en la Oficina de Registros de Bristol. Estimulado por tanta insistencia fortuita; programé con Alice un viaje en mi próximo franco, un día de entresemana. Llegamos al viejo edificio de paredes de ladrillo gris de la Record Office, casi a las tres de la tarde de un día frío de finales de otoño. Nos anunciamos en recepción y unos minutos después estábamos oyendo la historia completa, de labios del encargado del archivo. —Se llamaba John Horwood, tenía diecisiete años y estaba enamorado de Eliza Balsum. Yo me llamaba John Horwood, tenía diecisiete años y estaba enamorado de Eliza Balsum. —Era un amor enfermizo, no correspondido por Eliza. A ella le era indiferente. Después dirían que mi amor era enfermizo y dirían, también, que yo le era del todo 20


indiferente, pero no. Sé que ella me amaba. Lo noté en su mirada, necesitada de afecto y en la manera en que acariciaba las flores a orillas del camino que lleva al bosque, cuando salía a caminar. Yo la amé, y mucho. Abandoné mi trabajo en las minas para pasar la mayor cantidad posible de tiempo cerca de ella; robé dinero y compré las mejores ropas para visitarla. Algunos insinuaron, más tarde, que me corroía una obsesión, que me cegaba ese amor no correspondido, que la provoqué con propuestas indecentes e intimidaciones; afirmaron que la hostigaba y la acosaba, que amenacé con quemar su casa paterna y que ella, alarmada por mi conducta, me evitaba de todas las maneras posibles. ¡Mentiras! ¡Yo la amaba y ella a mí! Y sé que ella juró, como yo, estar juntos más allá de aquella vida. Por eso, la tarde del día de Navidad de mil ochocientos veinte, la seguí al bosque y la ataqué con vitriolo. Fallé, y apenas le dañé la ropa. Sus familiares quisieron golpearme, y logré escapar con dificultad. Un mes entero intenté acercarme a ella, con temor, hasta que, la noche del veinticinco de enero de mil ochocientos veintiuno, fui a verla cerca del arroyo que se encuentra en la finca de los Balsum. Eliza estaba junto a dos hombres. Enfermo de celos, le arrojé una piedra que golpeó su cabeza y quebró su cráneo. La herida se infectó y Eliza murió unos veinte días después. Vinieron a buscarme. Los agentes de policía, los hombres del sheriff y una masa furiosa de vecinos del pueblo se reunieron para detenerme. Intenté saltar desde la ventana de un dormitorio, pero me esperaban abajo. Mi mano encontró un martillo y me detuve en el rellano de la escalera, insultándolos y amenazando con destruir a cualquiera que se acercase. Logré golpear a varios, mientras los insultaba; pero, al final, los oficiales me cayeron encima, me derribaron y, aunque continué luchando, me esposaron y arrastraron al carruaje de la policía. Me juzgaron en Bedminster, y me sentenciaron a morir en la horca. La sentencia se cumplió a primera hora de la mañana del viernes trece de abril de mil ochocientos veintiuno, tres días después de mi décimo octavo cumpleaños, ante una multitud. El patíbulo se instaló sobre el arco de la puerta de entrada de la cárcel. Procedieron según la vieja usanza: una cuerda corta para que mi muerte fuese más lenta, por estrangulamiento, en lugar de una larga, para que el deceso se produzca por rotura del cuello. Existía una ley, aprobada por el Parlamento después de la Pascua de mil setecientos cincuenta y dos, que ordenaba entregar los cuerpos de los criminales ejecutados por asesinato, a los 21


cirujanos, para su disección. Dieron mi cadáver a Richard Smith, de la Enfermería Real de Bristol, para usarlo en una de sus clases. Después, Smith llevó mi esqueleto a su casa, donde lo guardó hasta su muerte. Mas tarde, llevaron mis huesos a la Enfermería Real de Bristol y, luego, a la Universidad, donde los colgaron en un armario, con la soga todavía alrededor de mi cuello… —Pero —continuó el encargado del archivo—, y aquí es donde la historia toma un cariz macabro, por aquellos años era común, en las clases de disección, que la piel del cuerpo fuese retirada como parte del proceso y, normalmente, incinerada como residuo médico. Sin embargo, el doctor Smith la llevó a un talabartero; quien la curtió y la entregó a un librero que la usó para encuadernar un extenso libro escrito por el cirujano, en el que se relata la historia de John. Ese es el libro que se guarda en la caja fuerte de la Bristol’s City Record Office. Alice y yo pudimos verlo en su caja de vidrio. Su tapa tiene bordes dorados y cuatro calaveras con tibias cruzadas, en relieve negro; una en cada esquina. Puede leerse el título, en letras también doradas, Cutis Vera Johannis Horwood: la piel verdadera de John Horwood. El paso de los años lo ha hecho demasiado frágil para que se lo ponga a disposición del público y solo puede ser consultado en microfilms. En su interior, se guarda la factura del encuadernador, quien cobró diez libras por su trabajo. Se detalla, también, el costo del curtido de la piel del condenado, por el que se pagó, apenas, algo más de una libra. Cuando salimos a Smeaton Road, ya estaba oscuro. Las luces de la ciudad se reflejaban, distantes, en el río Avon. A unos cincuenta pasos de nosotros, y en nuestro camino, vimos a alguien parado, como dirigiendo la vista hacia el edificio de la Oficina. La noche naciente no nos permitía distinguir detalles, y no le prestamos mucha atención. Sin embargo, cuando estábamos a unos pocos metros, Alice se detuvo de golpe. La miré, y en sus ojos vi asombro, primero, y pánico después. A nuestro frente teníamos a un hombre joven que parecía no sentir el frío, muy quieto. Una oleada de espanto me subió desde la espalda a la nuca cuando contemplé, tétrica, una cabeza sin cuero cabelludo, sin párpados, sanguinolenta y con unos dientes, que se adivinaban grises y sin labios 22


que los cubriesen. Sus ojos, inexpresivos, estaban fijos en nosotros. Señalando con una mano lúgubre a la puerta cerrada por la que habíamos salido hacía instantes, nos dijo en un inglés con acento singular —Mi piel está allí adentro.

DANIEL FRINI

Argentina

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ueño mucho en cuarentena, y hasta retomo el hilo entre sueño y sueño como si se tratara de una serie. Esto empezó hace varios meses. El primer recuerdo que tengo es haberme despertado un día y, como siempre, fui al baño. Semidormido,

hice pis y abrí la ducha. Mientras me bañaba, recordé el sueño de la noche. Un judío ortodoxo me aborda en la calle. Es un hombre mayor, está vestido con un sobretodo largo, debajo del cual se destaca una camisa blanca. Porta importante barba entrecana, los rulos a los costados de su cabeza y un sombrero enorme y peludo. Me mira y dice: Hola, ¿sos del barrio? Lo miro sin responder. Entonces, él acomoda su codo para el saludo sanitario y se presenta. Soy Uriel, dice. Yo le apoyo mi codo en silencio. Él pregunta: ¿Cuántos años tuvieron que pasar para producir la piel humana que nos ha llevado a esto? Mientras habla, saca del bolsillo del sobretodo, un barbijo de color beige. Yo le empiezo a contestar, y me doy cuenta de que le hablo en idish. Fin del sueño. Como se imaginarán, yo no hablo idish, ni nada que no sea el argentino. Ese mismo día, a la tarde, decidí dormir una siesta. Generalmente no duermo siestas. Volví a soñar. Yo llegaba en bicicleta a la puerta de un supermercado chino. Había una cola de cinco o seis personas para entrar. Hago la cola respetando el distanciamiento social. Me cuesta sostener entre los brazos dos botellas de vidrio vacías y una caja como las de vinos, la bicicleta la apoyo sobre mi cadera. La caja parece tener adentro algo que desconozco. A pesar de la incomodidad, no se me ocurre dejar nada en el piso. A todo esto, cuando trataba de acomodarme el barbijo, veo que del supermercado sale alguien. Me llama la atención su sombrero peludo. Era él. Mira para donde estoy, levanta los brazos, y viene hacia mí gritando: Dame tres, dame tres. Me desperté sudoroso, ¡carajo, tengo fiebre! dije asustado. Miré el termómetro que tengo en la mesa de noche, pero no me animé a tomarme la temperatura. 25


La noche siguiente no soñé, o por lo menos no lo recuerdo. Un día más en cuarentena, y una noche más también. Después de un videollamado con mi hija, me fui a dormir un poco angustiado. Daba vueltas sin poder pegar un ojo, incluso me puse la radio bien bajita, pero nada. Algo me llama la atención. Veo luz entre los espacios de la persiana. No está amaneciendo, no. Es la luz de una linterna, y eso no puede ser, mi ventana da al patio interno. ¡Alguien está adentro de mi casa! Sí, estaba soñando. En el sueño salto de la cama, y levanto la persiana. Ahí está Uriel con una linterna. Sin decirme nada, con el rayo de luz señala un rincón de la pieza. En ese rincón está la caja que yo sostenía en la cola del supermercado. Voy hasta el rincón, y mientras abro la caja le pregunto (esta vez en castellano), ¿vas a llevar tres? Sí, me dice. Entonces saco de la caja, tres barbijos. Eran barbijos comunes, pero de un material muy suave. Se los doy. Él los palpa, los huele y hasta se acaricia lo poco del cachete izquierdo que la frondosa barba le deja libre. Me mira y pregunta, ¿tu nombre es? Miguel, le contesto. Uriel se acoda en el marco de la ventana. Como si fuera un parroquiano que en el estaño de un bar se confiesa con el cantinero, comenta con voz de locutor de documental: La producción de piel humana sintética, tejido, músculos, carne y cualquier órgano, ha tenido un éxito espantoso. Este material es aún secreto. Se llama PRAESIDIMOLL, del latín praesidium, protección y mollis, suave. Ya despierto, hasta ahí es lo que recuerdo, salvo por un pequeño detalle: lo intento una y otra vez y puedo acordarme de la palabreja que dijo Uriel, parasitol, premolson, prisameltón. Nada, che, no hay caso. Las siguientes jornadas de cuarentena, fueron menos aburridas. Cada tanto trato de acordarme de la palabra aquella, pero sin suerte. Por estos días pude hacer compras esenciales. También me llamaron del trabajo diciendo que me mandaban una tarea para hacer desde casa. Pasó un día o dos ¿o tres? Hice el trabajo encargado. Sigo sin soñar. Confieso 26


que empiezo a extrañar a Uriel. Pero Morfeo volvió. Iba por la calle, y media cuadra más adelante lo veo. Aún por la espalda reconozco a Uriel. Intento gritar ¡Eh! ¡Eh! Pero de mi boca apenas sale un hilo de voz. Entonces quiero correr. Me desespero porque las piernas me pesan, me duelen. Uriel, para en la esquina esperando el semáforo para cruzar. Una mujer vieja se le acerca, le toca el hombro. Él la mira, y la vieja me señala. Uriel se da vuelta. Sonríe al verme. ¡Daniel! grita. La vieja, que sigue junto a él, le dice: No es Daniel, es Miguel. Cuando por fin llego al lado de los dos, veo que la vieja es mi mamá. Fin. Me despierto creyendo que es muy tarde. Miro el reloj de la mesa de luz, 05:52 AM.

Algo perturbado prefiero levantarme a tomar unos mates y escuchar la radio,

donde anuncian que el número de muertos e infectados sigue en aumento. La cuarentena me tiene más sedentario que de costumbre. En adelante decido cenar solamente unas sopas de verdura porque creo que subí un par de kilos. La única duda es que si ceno liviano, quizás deje de soñar. Pero no, Uriel aparece otra vez. Está sentado en un banco de plaza. Llego caminando y me siento a su lado. Sus zapatos negros resplandecen, ahora no lleva sobretodo, por lo que puedo ver el pantalón contrastando con la camisa blanca y esos flecos que le cuelgan al costado a los ortodoxos. Hola, Manuel, dice. Miguel, lo corrijo, soy Miguel. ¿Sabías que hay tribus que practican el canibalismo? Supongo que sí, le contesto con fastidio porque no recuerda mi nombre. Uriel me agarra del brazo, y dice llorando: ¡La justificación periodística hegemónica, romantiza la ingesta de seres humanos, diciendo que es una comunión! Dejate de joder Uriel, le digo soltándome el brazo. Me paro. Él, más calmado, sigue: La tracción publicitaria arrasa con todo bastión ético-religioso, no quedará doctrina en pie. Camino unos pasos, y giro, Uriel ya no está. Ahora soy el que llora. Me despierto acongojado, es de madrugada. No voy a poder dormir. Prendo la tele, y empiezo a ver una película vieja.

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Ya lo hablé con algunos amigos, la cuarentena nos está empezando a pasar facturas. Mi cabeza no puede olvidar a Uriel en la vigilia, y mi alma intenta compensar de noche, y así no hay sueño reparador que valga. No sé si volveré a dormir. Obviamente sigo durmiendo, y Uriel vuelve en los sueños. ¿Cuál era la palabra que decía Uriel? ¿Cuál era? ¡¿CUÁL?! ¿Cuál, qué? pregunta Uriel sentado en el borde de mi cama. La palabra que dijiste de la piel de los barbijos, le digo. Uriel piensa. Me mira y agrega: No sé… pero en mil años los humanos no tendrán vestigios de células originales, Joel. No me llamo Joel, me llamo Miguel, lo corrijo por enésima vez. Ah, sí. Y por cierto, en poco tiempo diremos adiós al Cristianismo, agrega. Yo me siento con torpeza al borde de la cama. Miro su ropa, su barba, el sombrero gigante, y le digo: Bueno, vos sos judío, ¿te importa el Cristianismo? Mirá, a mí me importan todos los clubes de futbol, Martín. Pero la puta madre Uriel, ¡Yo me llamo Miguel! Ah, sí sí. Y mientras me ofrece el codo del saludo pandémico, agrega: El nombre que no te acordabas era, Praesidimoll. ¡PRAESIDIMOLL! grito en el sueño, y cuando intento acercarle mi codo para el saludo, me caigo de la cama. El susto de la caída y el dolor del codo no me importan. Praesidimoll, Praesidimoll repito como en un mantra, mientras me levanto y corro hasta la cocina donde tengo la notebook. Prendo la compu. En la página de inicio de Google escribo: Praesidimoll > Enter > y… En cuarentena ya no sé si estoy despierto o dormido, pero Calderón sigue vigente: ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, Es que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

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MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI Argentina

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S

iempre antes de dormir mi padre me daba un beso de buenas noches, esa era la única dulzura que en esa casa reinaba. Nunca había tiempo para un cuento, ellos vivían siempre apresurados en esa vorágine en la que los adultos se destacan y yo nunca entendí. Rara vez me dormía

rápido, siempre me distraía con las sombras que se proyectaban desde mi ventana o con el baile que comandaban mis padres y veía por el ojo de la cerradura de mi puerta. Nunca era la misma cancioncita, a veces era un tango, otras veces cumbia, algunos géneros no los reconocía, pero mis padres siempre bailaban de noche. Cantaban, bailaban y yo los espiaba desde el ojo de la cerradura casi todos los días. Cierta nochecita el viento resoplaba fuerte, los postigos de mi ventana se movían con insistencia, los árboles bailaban bruscamente, sus sombras estrambóticas se proyectaban en el piso. Yo me tapaba con las sábanas, en la oscuridad de mi refugio de alguna manera me sentía protegida. Había invitados en la casa, carcajadas y brindis repiqueteaban en la sala de estar, algo se festejaba, no recuerdo qué, en aquellos días no todo era alegría en la vieja casona de Belgrano. Pero mis padres bailaban, siempre bailaban. Decidí acercar mi ojo al de la cerradura, tal como lo hacía casi todas las noches. Espectáculo singular, mis padres sonreían, rara vez lo hacían. Esa noche dormí tranquila. El desayuno fue ameno, cereales para mí y café para mi papá. Amaba esos días de paz absoluta en la casa. Ver la taza humeante entre los dedos gruesos de mi papito querido, o el aroma de las tostadas de mi mami. La bocina del micro resonó en la puerta, ella me colocó la mochila y yo salí corriendo, mis amiguitos me esperaban con el jolgorio característico que dan los niños en un micro escolar. De cancioncitas, y canticos, un paseo por la gran ciudad. Cuando volvía a casa, Celestina, mi mamá, me esperaba con unas milanesas acompañadas de un delicioso puré y una tranquilidad en sus ojos que calmaba cualquier tempestad. Siempre estaba en ese estado por la tarde. La noche, al contrario, despertaba a las fieras. Luego hacíamos la tarea, mi madre me decía “mi dulce Isabela tienes que estudiar, eso te sacará de la casa”. No comprendía como mi mamá podría creer que había algo mejor que estar en casa. A las 7 de la tarde, ella 31


cocinaba, me quedaba maravillada en cómo iba de aquí para allá con la cuchara, y esa magia que hacía para trasformar un par de tomates en una rica y consistente salsa. Me encantaba que hiciera spaguettis, recuerdo que mi boca se pintaba toda de rojo, como la de un payaso antes de comenzar una función, ella me limpiaba con toda delicadeza, era una pequeña caricia al alma, un detalle nimio por fuera del acto bestial de la vieja casona. Las nueve de la noche y la vieja cantaleta que se repetía, la música en la sala, las sombras en la ventana, yo escondida entre las sábanas. Y mis papas bailaban. Me prometí no mirar por el ojo de la cerradura esa vez, la oscuridad me protegía de los seres crepusculares, la penumbra era la dulce niñera que acompañaba mis días. No iba a mirar por la cerradura. Destapé mis ojos, miré hacia los costados, en el zócalo de la puerta los vi; el compás de baile de cada noche. Pasos que iban y volvían. Y la música. Siempre había música. Y al otro día el segundo acto. Todo era paz en la cocina, mi mamá siempre lucía un maquillaje distinto en su rostro pálido, yo le daba besitos en sus mejillas rojizas, un ligero rocío estival en su piel herida. La bocina rasgaba en la puerta, y yo salía. Los días corrían como las hojas en otoño. Una noche de verano, y lo recuerdo, porque ya no podía refugiarme en las sábanas por el calor, al contrario, me perdía en el movimiento de las paletas del viejo ventilador de techo. Yo tenía puesto mi piyama preferido: floreado con volados rosas, que se desplegaban con el viento del cuarto como si fueran pequeñas alas. Los pasos retumbaban en la sala. Y esa maldita música. Salí de la cama, apoye mis piecitos en el piso frío y camine hacia el ojo de la cerradura. Ahí estaban ellos, mi mamá giraba en el piso y mi papá pateaba al ritmo de un chamamé, le ponía acento al compás. Una gran mancha roja en el piso coloreaba la escena, mi papá jugaba a la rayuela, dejando huellas escarlatas en toda la madera del suelo. Ese día decoró toda la casa, inclusive mi habitación, salpicando todas las paredes con una galaxia infinita de gotas rojas que dejaron su relieve en las paredes blancas de la vieja casona de Belgrano. A la siguiente mañana Isabela, con su bello piyama floreado y Celestina con su falda acampanada, giraban bien agarradas de la mano sin soltarse, con una sonrisa en 32


sus rostros inmaculados y sus rizos como resortes que se estiraban en la cálida brisa de aquel día veraniego, giraban y giraban en la ya iluminada habitación de aquella vieja casona de la calle Sucre. Las veía por la ventana, felices. Isabela no tenía que mirar más por la cerradura y sus padres ya no bailaban por las noches.

MARÍA EMILIA LIEDO

Argentina

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A

noche, el padre había soñado que una casa de campo se incendiaba. Observaba el panorama desde fuera, a unos metros de distancia, sintiéndose extrañamente tranquilo. Había introducido una mano en el bolsillo. No pensaba en nada. El tumulto de llamas alumbraba

con luz fulgurante las habitaciones de la casa, desintegraba la estructura de madera poco a poco, roía las cortinas de seda que su madre había cosido años atrás. Un nubarrón ondulado de humo se expandía radialmente sobre el tejado, hacia las estrellas espolvoreadas sobre el cielo nocturno, y desprendía un olor a cenizas. Nada de eso perturbaba al padre, ni siquiera el llanto de bebé que salía de la ventana más elevada de todas, la del ático. El padre estaba despierto. El arrepentimiento de no haber hecho nada respecto al incendio, aunque solo se tratara de un sueño, acometía su corazón y abismaba su conciencia en un estado semi-lúcido. Había olvidado que ya no estaba en casa, sino en la oficina, donde en cualquier momento su jefe le podría reñir por no estar concentrado en su trabajo. El padre estaba convencido de que el llanto que había escuchado en el sueño era exactamente el mismo que el que le había impedido dormir casi cada noche después de haber tenido el primer hijo con su mujer —de hecho, que el padre hubiera podido dormir durante suficiente tiempo y con suficiente profundidad para tener un sueño ininterrumpido y de tal vivacidad, dadas las circunstancias en su domicilio, era un verdadero milagro. El llanto del sueño, igual que el del hijo, se movía entre octavas constantemente, y, de vez en cuando, se detenía unos segundos para luego reanudarse a un volumen mucho más alto que antes. No cabía duda, pues, que el bebé que se había atrapado en la casa incendiada era su propio hijo, a pesar de que durante toda la mañana el padre había tratado de convencerse a sí mismo de que aquello era mentira, puesto que las ramificaciones de esa realidad eran terribles. Sin embargo, cuanto más pensaba sobre ello, más claro le parecía que era su hijo, y, cuando había llegado a la oficina, le parecía indiscutible que los llantos habían sido de su hijo, y que todo eso había sido mucho más que solo-unsueño. Porque el padre sabía que en los sueños se expresaban los rincones más profundos de su mente con total libertad y sinceridad. Por ello, si había dejado a su 35


hijo morir, y además se había sentido excepcionalmente sosegado mientras lo hacía, algo debía querer decir. Y unas horas después, cuando había reflexionado sobre el asunto desde todos los puntos de vista posibles, se le ocurrió que en un instante del sueño había bajado su mirada y había visto los dedos de su mano diestra —la que no estaba dentro de su bolsillo— sostener un cigarrillo encendido. No había pensado sobre ello antes, pues las memorias del sueño que había logrado retener eran borrosas. El detalle del cigarrillo abría la posibilidad de que él hubiera sido el responsable directo de la muerte de su hijo y de que él hubiera incendiado la casa de campo con el fin de asesinarlo, y eso explicaría por qué no había hecho nada para rescatarlo y la tranquilidad que había sentido mientras escuchaba el llanto agonizante. Pero luego dudaba si nada de eso era cierto, y se le ocurrió que podría haberse inventado lo del cigarrillo con el propósito masoquista de intensificar su ansiedad, y después no estaba del todo seguro si de verdad había soñado nada de eso, porque un padre no podía desear tal cosa a su hijo, pero quién sabía.

WILLIAM DOVE ESTRELLA

España

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U

n calor abrasador se imponía en la ciudad. El cadáver yacía en el asfalto ardiente; sus ojos claros, suplicantes, miraban al cielo. El hombre era calvo y estaba vestido con cierta prestancia; su mano derecha era la prisión lívida de un ramo que contenía tres rosas;

parecía haberse aferrado a él mientras caía. Alrededor, la gente se agolpaba y, con cruenta morbosidad, hacía comentarios por lo bajo. La estridencia de sirenas azuladas anunciaba la pronta llegada de la policía. —A ver, a ver, despejando. Los curiosos afuera. Liberen la calzada, dejen espacio… —Sho vi cuando cayó, loco, no sabée… el ruido qu’izo. —Reportando… sobre vía pública, occiso masculino, metro setenta, decúbito dorsal. Cortamos acceso, esperamos llegada de otros efectivos. —Recibido. —No pue sé, no pue sé, io conozco a l’hombre, no pue sé. A los pocos minutos una ambulancia fragorosa comenzó a abrirse camino entre la gente con la torpeza de la urgencia. Velozmente, dos personas enfundadas en trajes protectores se acercaron al hombre fracturado y corroboraron el fallecimiento. Por fin, el muerto desparramado en medio de la calle, despojado de toda intimidad, recibiría una manta para cubrir su tristeza acumulada; se acabarían las fotos de transeúntes desalmados y solo restaría esperar que cerquen aquel círculo horroroso de sus últimos latidos. —Acá, solo pueden permanecer los testigo, circulen… a ver vo’pibe que decís que lo viste, sentate ahí en el cordón y esperame un poco. Y usted señora también, quédense por acá, los demá vía. Vamo, vamo dejen libre el paso. El policía comandaba la operación con la tranquilidad profesional de la costumbre, del hecho diario, de la tragedia ajena. —Señora, digamé de dónde lo conoce. —Io soy l’encargá de l’edificio, die año nomá te digo que lo conozco. El señor vive solo, bueno, vivía. Un señor bueníiisimo, io catanto nomás loaiudaba cuando 38


venía cargando la bolsa e las compra, se l’alcanzaba hasta el ascensor y él siempre muygradecío comigo. —Pibe vo, a ver, decí lo que viste. Che… a vo te hablo, dejá de hacerte la estreya y vení paracá… ¿estuviste faseando? mirá que p’declará tené que tené todas las luce si no mejor ni hablés. — ¡Qué decí rati! —Más respeto eh… mirá que me cuesta poco meterte en cana, hablá y no te hagás el boludo. —Sho taba cá, ando siempre por acá tocando timbre pa’ver si alguien me tira un hueso; hola… tiene ropa, calzado, algo para dá… y cada tanto ligo alguna cosita como la gente, ando mirando la basura… acá me conocen todo, loco… es como si fuera d’elbarrio. —Limitate a hablar del hecho si no querés hacerme enojar, y juntá esas porquerías que tenés ahí, porque de acá vamo derecho a la comisaría. —No loco, sho a la yuta no voy, sho andaba por acá nada má… el tipo se cayó… o lo cayeron…, no sé, po´que allárriba habi’una minasomada en el balcón. Los testigos exhibían la impiadosa tentación de hablar del fallecido como si lo conocieran. Y en cada palabra crecían la intriga, la sospecha irrespetuosa, el desamor. —T’onces, señora, la mujer que dice el pibe usté no la conoce. —Io a l’unica que conocí fue a suhija, qu’en paz descanse. —Mientras esperamos que llegue el fiscal, a ver si nos ordenamos. La víctima vivía acá, solo. Usted sabe si podía tener algún enemigo, alguien que quisiera…no sé…a ver… si tenía algún hábito… digamos… alguna cosita… usted me entiende. —La verdá, la verdá… yo no sé ná. L’único que le puedecí que era un hombre bueno, siempre bien vestido, nunca tenía problema con lo vecino, nunca ná. —¿Alguna mujer despechada? … algo… —Io l’único que sé es lo que le cuento, no sé namá. —Loco, sho te digo que en el balcón había una mina, una rubia, que andaría con el viejo, andásabé, porai lo empujó. —Pero vos qué opiná, sos de la fuerza ahora, lo único que tené que decir es lo 39


que viste y mejor que no inventés porque sabés cuánto te puede caer por falso testimonio, así que a no contar peliculitas. Las horas pasaban y el muerto seguía ahí solo como de costumbre desde que su hija había fallecido de manera intempestiva y sin explicaciones después de varias semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos. Aquellos días habían sido interminables; temeroso por la salud de su hija, había vuelto a rezar, pero no vislumbró siquiera la posibilidad de un final, hasta que aquel lunes indeseable le comunicaron por teléfono que ella no despertaba. —Usté me dijo antes que la hija murió, cuándo fue eso. —Toavía no debe hacéunaño. Él siempre iba alcementerio, acá en la Chacarita, le llevaba rosas porque decía qu’a ella le gustaban. Era joven, pobre la chica, qu’enpádescanse, parece que tenía algo malo vió. —Mirá sho te digo que a la rubia la vi, pa que voy a inventá. Capaz esta no sabía y el viejito tenía una minita pa’matá las penas, loco, qué sabé. Uno pa olvidá hace cosas… no sé, fasea, birrea… porai el viejo se agarraba una piba. —Agente digalé que no hable así d’elseñó, él no lo conocía. Ese sí qu’era un señó. —Bueno, bueno, bue… a callarse los dó. El tiempo transcurría, el calor aumentaba, las bocinas y los insultos de los automovilistas por el corte de la calle eran intolerables. Con una tiza blanca ya habían dibujado los contornos del cuerpo que, en poco tiempo más, alguien se llevaría; mientras tanto, por debajo de la manta que lo tapaba, aparecía el ramito de rosas ya marchitas que no habían llegado a destino. Tal vez el viejo también vio a la chica rubia en la baranda del balcón y decidió seguirla en su vuelo apretando en su mano las rosas que había comprado para ella.

MÓNICA LETICIA FARALDI

Argentina

Instagram: @mfaraldi Facebook: Mónica Faraldi Twitter: @monikitafar

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¿Y

usted sabe por dónde anda el Daniel? Supe que tiempo atrás se fue de unas tías a Buenos Aires. Pero cómo Don Samuel, ¿cuánto hace que usted no lo ve? Yo pensé que ustedes dos…

No sé, ¿usted por qué lo dice? Nada, imaginé otra cosa vio. La gente imagina más de la cuenta. A ese mejor perderlo. Ya tengo bastante con mis hijos para que me endosen otro más. Nunca se sabe para dónde dispara la juventud. El Daniel salió igualito a su madre, la Clorinda; que apenas encontró mejor palenque, me abandonó y se escapó a Rosario. Me quedé con los cuatro míos, más ese crío. Ahora míreme, acá estoy, más solo que un perro. Disculpe, no quise incomodarlo. Dicen que los hijos se nos parecen, Don Samuel. Por suerte que se rajó, no quisiera cruzármelo por acá. Yo le enseñé a ser mansito con los patrones sabe, pero el desgraciado me dejó mal parado. La sangre tira parece. ¿Usted cree? Yo pienso que es cuestión de dar el ejemplo; uno copia lo que ve. Mi tata me llevó al monte antes de usar pantalones largos. A punta de machete, yo solito me abría el paso para llegar hasta la escuela. En su casa estaba obligado: primero, saber leer y escribir; de último, embarazar alguna gringa. ¿Y todo eso le sirvió? Claro hombre, mire lo que dice. Para que usted sepa, yo estaré viejo, pero de gurí, aprendí que nadie me joda. Sé firmar y leer cualquier documento. El patrón siempre me elogia: dice que soy su capatáz preferido. ¿Documentos dijo? Sí claro, los que el patrón me manda buscar.

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Pero tengo entendido que los Peña Cardozo ya vendieron la hacienda. Vaciaron los galpones hace un año; dijeron que se mudarían a Europa; se comenta que andan en cosas raras. ¿Raras? Sí. ¿Usted no se enteró? Ellos se mueven con matones por todo el pueblo, amenazan a los chacareros para que les vendan las casas por unas monedas y si no aflojan, van de noche y les prenden fuego a los campos. Mire usted, qué informado está. ¿Cómo lo supo? Yo nunca vi nada. ¿Seguro?, tantos años que usted trabaja para esa gente... Así que resultó desconfiado; ya le dije que la gente piensa más de la cuenta. No se enoje Samuel. Qué pasó, le cambió la cara. Qué me voy a enojar. Usted no sabe con quién se mete. Yo estoy acostumbrado a la gilada; eso sí, lo que no me gusta son los chismosos. Espere Samuel, ¿por qué lo dice? ¿por qué me mira así? Tampoco es para tanto. Nada mijo, camine vamos. Deje ese cuchillo tranquilo, quiere. Usted me conoce de chico, conoce mi familia: qué hace, ¿se ha vuelto loco? ¡Qué dije para merecer esto! ¡No me empuje Samuel, sáqueme las manos de encima! Vamo pal fondo, no sea miedoso, no se me achique tan pronto… Mire que resultó buchón pendejo, andar hablando así de los patrones. Ahora veremos quién de los dos, contará ese cuento.

EDITH CARRIL

Argentina

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A

notan mis datos y me dicen que espere, me van a llamar por mi apellido. Me siento con la cartera en las piernas, derechita muy correcta, en la sala todos son mayores que yo, muy mayores. De una cabina sale una enfermera y me nombra suave por mi apellido.

Es temprano todo va despacio y no es necesario gritar. Spinelli por puerta 2. Mi apellido suena musical en ese universo blanco, como si fuera la primer nota

de una elevación, como si fuera el comienzo de una frondosa melodía. Me dirige, me dice que puedo dejar mi abrigo y mi bolso en el perchero de la puerta, y sentarme, que me arremangue por arriba del codo. Y me da órdenes de poner toda la fuerza en un puño, tensar y relajar, tensar y relajar. Tengo un recuerdo mecánico de la ceremonia, de haberla hecho tantas veces. Pero no me gusta mirar, ni los tubitos oscuros y densos, ni el tapón succionando. Sí sentir el frío, la aguja, la penetración. Siempre pido un deseo, que no me lastime, solo el gesto frío de la punción. Me advierte del hematoma si no presiono el brazo. Pero lo peor es la venda adhesiva tensa, duele más que el pinchazo y pellizca. Entro al bar, me pido un café con leche y me la arranco. La mermelada explota de suculencia, las tostadas también, mi hambre es rara, está atascada entre el desborde y la contención. Trato de recordar si cuando era chica me sentía igual, si me gustaba como ahora. Solía dejarme la venda todo el día exhibiendo mi fragilidad como escudo, como diadema. Todas las chicas me rodeaban y me preguntaban “qué te pasó”. Desde que tengo siete, mis viejos se preocuparon por mi tamaño, íbamos de médico en médico. Yo era más pequeña que los chicos de mi edad, y que algunos menores también, menudita me decían, siempre fue así. Papá me llevaba a hacer casi todos los estudios, dejábamos a mi hermano en el colegio, a mis hermanas en el jardín y yo iba con delantal y mochila pero no entraba a la escuela, esperaba en el asiento del acompañante en el Di Tella de papá. Mis compañeras me miraban desde la vereda, la portera me saludaba con la mano, sabían que iba a llegar después. 45


Papá entraba al auto y arrancábamos para la clínica. Casi era de rutina, cada tanto faltaba media mañana. Ir sola con papá lo sentía un lujo, y eso me hacía especial. Me gustaba esperar calladita. Sentir que todos miran en los asientos de espera, escuchar “es tan chiquita”. Oir a papá hablando con la enfermera, pocas palabras murmuradas, contundentes, el sonido del Spinelli deslizándose entre las cabinas de extracción. Entrar y respirar hondo. Sentir en cámara lenta como trascurría la mañana entre batas blancas y esperas. Confiar en el fluir, en que mis venas van a mostrarse y todo será fácil. Y desear el premio final, las medialunas y el café con leche y papá y yo como ejecutivos en el centro. Termino el desayuno y la sangre cede su vértigo, vuelve a su ritmo habitual, pido la cuenta y miro dentro del salón, en la mesa que da hacia la ventana, una nena con uniforme gris y medias azules se termina una medialuna de manteca con un hambre similar a la mía. Me mira, y le devuelvo una sonrisa. Puedo ver que en su brazo izquierdo luce una venda blanca con una bolita de algodón en el medio.

FEDRA SPINELLI

Argentina Páginas WEB: Cotidiana (en mudanza y reactivación) : http://cotidianapoesia.blogspot.com/ El faro (en construcción) https://fedraspinelli.wixsite.com/website Facebook: Fedra Spinelli Instagram: @fedrasp

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H

oy subió al ascensor un tipo sin tapabocas. Me lo quedé mirando como a un klingon, me sorprendió, no me lo esperaba. Se ve que él estaba listo para una respuesta medio rara, o no era el primer ascensor, o estaba loco, o una combinación de todo lo anterior, y

dijo:

—Vengo en son de paz. Debí reír, pero no lo hice. —Demuéstrelo —le dije. Y se bajó en el cuarto piso. Me quedé con la palabra en la boca, no sé qué, un mensaje indefinido, casi que la inercia de hablarle, de llamarle la atención, asustarlo, insultarlo. No lo sé, una mezcla de todo eso, con tal de conseguir aprovechar esa inusitada posibilidad de estar del lado correcto de la discusión. Llegué a planta baja y me dirigí al despacho del conserje. Entré sin golpear y lo encontré enfrascado en las múltiples pantallas de las cámaras de seguridad. Era evidente que había visto algo, tal vez a mí mismo bajando como loco. —¿Lo viste? —me le adelante. —¿Al del tapabocas? Sí, claro. Se bajó en el cuarto. —¿Iba al cuarto? ¿Vive ahí? —No vive ahí. Es un eventual. Entra mucha gente al edificio, sobre todo a las oficinas. —Se acomodó la corbata. —¿Entonces no sabés quién es? Soltó el aire con fuerza. —No, ni idea. No es de acá. —¿Y ahora está...? Señaló la pantalla. Se le había acelerado la respiración en pocos segundos. Estaba nervioso, al borde de ese pensamiento recurrente que vinculaba la exigencia del trabajo con la escasa remuneración. Vi una figura que pasó corriendo por tres pantallas. Era el tipo, en el tercer piso. 48


—Ahí está —grité y señalé. —¿Dónde? Y ya no estaba. Me adelanté. —¿Cuál es la cámara de la salida de la escalera en el segundo? Señaló una pantalla. Esperamos unos segundos. Hasta que la puerta se abrió y el hombre ingresó en el corredor. —Está bajando, el hijo de puta— dije y me puse de pie. Mario me imitó como un resorte. —Pero está bajando hacia la cochera, no lo alcanzamos —dijo. —Andá hasta la puerta, yo llamo a Giorgio. Saqué el teléfono y llamé a Giorgio, el portero del edificio de enfrente. —Hola Aníba l—respondió—. ¿Otra vez lo mismo? —Lo mismo, se me acaba de escapar otro. —Ya mismo doy la alarma en el edificio. —Avisale al del séptimo, que está loco. Y al del noveno, que desde la azotea ve todo. Colgué y llamé a Joselo, el quiosquero. También le di la alarma. A él le hablé peor. A esas alturas temía que se escapara. Así me aseguré de sacarlo de atrás del mostrador, que tomara el bate de béisbol y saliera a la esquina. Si el tipo llegaba ahí, no pasaba. Volví a colgar y crucé la planta baja hasta la entrada. Mario estaba en la vereda. Se escuchaban gritos desde la esquina. Me frené y terminé de salir de a poco. Los guatemaltecos de la panadería se agarraban la cabeza. Se llenó la calle de autos. A esa hora ese cruce debía ser un reloj suizo o el infierno. Me asomé a la derecha y miré con cautela. Era el infierno. Allí estaba el tipo, lo habían atropellado. Luego me enteré de todo lo que había pasado. Un vecino del edifico de enfrente, el del octavo, aunque parece imposible que desde tan alto haya dado en el blanco, trabajaba en el zoológico antes de quedarse sin trabajo. Y le quedaban varios dardos tranquilizantes que vencían esa semana. Y se parapetó en un balcón y le 49


disparó unos doce dardos. Tres le dio de lleno. Y el tipo, adormecido, se arrastró hasta la esquina, donde lo tocó un 152 vacío. Lo arrastraron para dentro de la zapatería. Supongo que uno de ellos habrá llamado a la policía. Y digo supongo, porque yo me pegué el vuelo. Mi tarea ya estaba hecha. Volví al ascensor y ascendí hasta mi apartamento en el décimo piso. Me di un baño, y después charle con mis nietas.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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P

ara que nadie nos llore al morir, habría que ir corriéndose de a poco. Tal vez, evitaríamos el sufrimiento desgarrador de la pérdida haciéndonos invisibles en vida, por insustanciales, intrascendentes, aburridos o lentos. Así

nadie perdería su tiempo en recordarnos.

Serviría no aportar nada interesante al universo personal de cada futuro deudo y acotarse al vano cumplimiento de tareas básicas que, en caso de desaparecer, cualquiera pudiera reemplazar de modo simple y rápido. Por ejemplo: X murió, se acumularon las hojas secas en la vereda; Y murió, quedó ropa sin lavar; Z murió, hay que vaciar la heladera. Luego vendrían A, B y C a terminar con esas pavadas y el mundo continuaría andando, sin demoras ni penas. Cuando la gente necesita demasiado del otro, es mayor el desconsuelo por su ausencia. Se me ocurre que, si uno fuera esfumándose lentamente, los días transcurrirían casi como un simulacro de muerte, tan conveniente para los que tememos lo desconocido u odiamos las sorpresas. Sería primordial ir volviéndonos inútiles, transformarnos en la última opción a la hora de pedir ayuda. Esmerarnos, hacer un trabajo extra para ser ineficientes. Es más, si casi no hiciéramos nada, si no nos involucráramos activamente en ninguna tarea relevante, les ahorraríamos el fastidio de ser extrañados cuando faltemos. De este modo, no habría posibilidad alguna de que la añoranza hiciera de las suyas, relacionando ser querido y ausente con cualquier situación que pudiera establecer el enlace con el pasado. Un método por demás efectivo para no dejar un vacío demasiado difícil de llenar. También sería prolijo borronear cualquier indicio de apego que remarcara nuestro paso por este plano, tal como dar amor, alegría o protección. Convertirse en alguien por completo olvidable y, hasta me atrevo a exagerar, en alguien molesto u odioso, que impidiera el fluir de los demás, podría constituir la manera más generosa de partir. Quizás, con esta nueva mirada, uno empiece a ver con simpatía a los egoístas, quien sabe, manejen este concepto sabio y magnánimo y, en verdad, estén trabajando muy duro para cuidar las emociones póstumas de sus seres amados. Toda esta construcción representaría el más grande y silencioso acto de 52


altruismo y un sacrificio horrible que obligaría a abstenerse de vivir con sinceridad, quitaría cualquier posibilidad de realización personal y prohibiría disfrutar la dulzura del cariño. Pero el mayor triunfo, la victoria final —que significaría ganar la pulseada, por lejos, al dramatismo y a la posterior tristeza—, sería lograr que, ni siquiera la muerte, fuera capaz de dignificar nuestra memoria.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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G

risáceos nubarrones iban cubriendo el cielo. Ya los truenos se dejaban oír y los destellos de los relámpagos se perfilaban más abajo. El hombre azuzó los caballos. A su paso, animales y jardinera elevaron el polvo del camino que se mezcló en densos

remolinos con la llegada del viento. Desde la casa, la esposa, que hacía tiempo estaba observando ese punto, respiró aliviada al ver que su marido regresaba. La jardinera, cargada de rollos de alambre de púas, postes y otros necesarios para la chacra, entró veloz en el sendero que conducía a la vivienda. Vio a su mujer saludándolo con la mano. Dirigió los animales hacia los galpones, tras pasar por los terrenos bajos del patio donde se formaba siempre una laguna en épocas de lluvias. Al momento que refrenaba los caballos, la tierra se abrió ante el asombro del conductor y los despavoridos animales quedaron con sus cuartos traseros suspendidos sobre lo desconocido, sus patas delanteras buscaban desesperadamente aferrarse a la tierra firme, pero el peso de sus cuerpos y el terreno que siguió desmoronándose no hicieron más que agravar la desesperante situación. En segundos, todo desapareció sin más en el hueco abierto del que alguna vez fue el pozo del viejo molino. El grito aterrador humano se entremezcló con los relinchos desesperados de los animales. El fondo del pozo se convirtió en una prensa de cuerpos agonizantes, de sufrimiento extremo, de carne herida, de maderas incrustadas entre vientres abiertos por donde manaba un río de sangre. Había olor a muerte mientras se abría paso la locura incontenible. La mujer se precipitó desesperada al lugar mientras lanzaba gritos de terror. Fue contenida con gran esfuerzo por uno de los peones. Cundió el pánico, la desesperación y el horror se instalaron en el lugar. Unos salieron a todo galope en busca de ayuda a los campos vecinos. Otros se encontraban impotentes sin atinar a nada. Muy pronto varios colonos se reunieron tratando de brindar alguna ayuda. Era tan desgarradora la situación que daban círculos sin determinar que hacer. Uno de los trabajadores, atado con una cuerda, fue descendido al lugar para ver la situación del conductor. El grito quejumbroso de los animales fue tan atroz que tuvo que ser izado inmediatamente. El aullido aterrador enloquecía a más no poder. El vendaval de 55


viento y lluvia dificultó el auxilio. Durante toda la noche se escucharon los lamentos agonizantes de aquellos caballos, hasta tal punto que muy pocos pudieron soportarlo. En la mañana gris que se presentó, los acongojados colonos trabajaron desesperadamente portando tierra para rellenar el hueco y acallar la agonía enloquecedora de los equinos. Años más tarde, el lugar se convirtió en un páramo abandonado; la casa, en una tapera poblada de malezas. Los árboles apenas sobreviven. Los pájaros están ausentes, como si flotase en el aire algo inexplicable. En las noches de tormentas se escuchan los quejidos estremecedores de los caballos y hacen imposible la permanencia en el lugar. Los lamentos están como impresos en la misma tierra y surgen aterradores en el abandonado lugar donde alguna vez existió vida. Nadie está capacitado para pasar por las inmediaciones y escuchar esa agonía que estremece hasta enloquecer.

EGIDIO ESTEBAN PASSAMONTI

Argentina

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e levantó esa mañana cogió un arma y se dirigió directo al coche, condujo durante casi veinte minutos por la ciudad, la cruzó de cabeza a pies. Se metió en carretera y condujo alrededor de otros quince minutos. Al ritmo de un clásico de Chuck Berry, llegó a un pueblo marcado con

una X en su viejo mapa de carreteras. Aparcó, cogió el cigarro que había estado fumando y lo lanzó al suelo con dos dedos. Miró a su alrededor, no había prácticamente nadie en la calle, con la excepción de un viejo sentado en un banco, tosiendo y fumando. Sonrió, igual que el viejo parecía sonreír a la muerte cuando tosía. El patio estaba oscuro, se internó en él, caminó con la seguridad de alguien dispuesto a morir pero también a matar. Subió tres pisos cruzándose con un niño que llevaba una enorme mochila, el niño lo miró con curiosidad, pero él lo ignoró y siguió subiendo. Llegó, se desabrochó la chaqueta negra de tela y sacó una pistola automática, sacó el cargador, lo comprobó y volvió a empujarlo. Cargó el arma, tiró el percutor hacia atrás y llamó al timbre. Nadie contestó, así que insistió. Dentro alguien se levantó, dio unos pasos hacia la puerta e hizo una pregunta. ¿Quién? Contestó, pero no con su voz. Apuntó con el arma a la puerta y disparó hasta hacerla volar en pedazos, vació todo el cargador. Volvió a cargar el arma y traspasó un umbral de humo, sangre y astillas de madera. El olor a pólvora era muy fuerte, incluso estando acostumbrado como lo estaba después de tantos años en aquel trabajo. Había dos hombres a su derecha, le dispararon, pero el miedo les hizo fallar incluso teniéndole tan cerca. A uno le disparó en la cara una sola vez, al otro dos veces en las tripas, seguía vivo pero ya no le molestaría, luego le remataría. El de la puerta no parecía que se fuera a mover, estaba desparramado por el suelo envuelto en sangre, se aseguró, le reventó los sesos de un disparo. Oyó gritos en el baño y allí fue donde se dirigió. Se situó a un lado de la puerta y esperó, y escuchó. En el interior, un hombre lanzó gritos y amenazas, ese alguien se estaba protegiendo con su objetivo. La mataría, o eso decía, tal vez fuera capaz de ello, pero apostaba que en aquel momento le preocupaba mas proteger su vida. El trueno de una escopeta recortada estalló en sus oídos, la puerta 58


del baño se llenó de agujeros, un nuevo trueno partió la puerta en dos. Esperó paciente sin hacer el más mínimo ruido. Saldría, era tan estúpido que saldría. Y así lo hizo, protegiéndose con su rehén salió poco a poco casi tropezando con los pasos de ella, dio un paso hacia el exterior. Ella le vio, era joven, de unos quince años, estaba asustada, demacrada, tenía moratones y costras de sangre en los labios, la habían golpeado a conciencia. Dio un nuevo paso y el rostro de su agresor se mostró y este sintió súbitamente el frío acero del cañón de una pistola en la cabeza. Zarandeó a la chica, volvió a amenazar con matarla, pero él no dijo nada, ni apartó el arma. Ni siquiera esperó a que el agresor hiciera un nuevo movimiento. No le daría ocasión. Estalló sin más, la bala penetró en la sien del agresor, y volvió a salir en medio de una explosión de sangre clavándose en la pared. Agarró la escopeta antes de que el tipo se cayera al suelo con ella. La chica cayó de rodillas al suelo. Al fondo el tipo de las tripas agujereadas, estaba tratando de sostener un arma para apuntarle. Disparó. Pero no acertó, y él le fulminó con un solo disparo de la escopeta. La arrojó al suelo, cargó nuevamente su pistola y se la guardó en el interior de la chaqueta. Miró a la chica, la agarró de la axila y la levantó. Luego sacó un teléfono móvil del interior de su chaqueta, marcó un número y se lo pasó a la chica. -¿Papá? dijo, y una voz familiar al otro lado del teléfono contestó.

ALBERTO IRANZO SARGUERO

España

Goodreads: Alberto Iranzo Sarguero | Goodreads Instagram: @jerryclade Twitter:@JerryClade

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as! Y, de repente, sucedió algo extraordinario: el tiempo se detuvo y todos los invitados que había en la sala quedaron paralizados. Las agujas del reloj ahogaron su mecánico tictac exactamente a las doce de la noche, quedando rígidas y mirando hacia el techo

como si hubieran expirado el último aliento. Los instrumentos de música enmudecieron en un terco y tácito silencio que se instaló en la sala y envolvió a todos los comensales, acariciándolos suavemente como un manto se seda. Las damas con sus bellos trajes largos de gasa quedaron suspendidas en los brazos de sus acompañantes que, estirados como velas, desfilaban al ritmo de un vals en el salón central del castillo hasta ese momento, mientras las bandejas y platos con los restos del suculento banquete yacían como cadáveres destrozados en un camposanto desprovisto de cualquier calma o paz. Todo estaba petrificado, menos Sofía. Boquiabierta, esta joven de ojos de color almendra, cabellos azabache y olor a miel no acertaba a comprender lo que estaba ocurriendo. Con paso tembloroso, se paseó y acercó su cara a las personas que allí estaban, observado sus expresiones congeladas, vacías y vidriosas. Allí estaba Madame Lénoux, con sus mofletes rosados, sus labios pintados de fuerte color carmín y sus caderas y piernas generosas, que su vistoso vestido de satén apenas lograba disimular. Estaba hinchada y colorada por los esfuerzos del baile, a medio camino de una torpe pirueta en la que parecía que se iba a tropezar y caer. Parecía un pastel de cereza y fresas a punto de derretirse por un calor sofocante. A su lado se encontraba Monsieur Lénoux, delgado y enjuto, todo tieso. El hombre sujetaba a su esposa con la atención y el cuidado de un escultor que no desea que su obra de arte caiga al suelo y se estampe contra él: una frágil y delicada pieza que el cariño y la admiración que este le profesaba le hacían catalogar de aquella manera a la rechoncha y patosa fémina. Reparó en el rostro de Mademoiselle Grénier, la hija de la condesa, mezcla de madona angelical y sensualidad ronsardiana, con su escote aplastado en un ceñido corsé bordado en perlas de nácar que resaltaban su esbelta silueta. Inclinada en 61


brazos de su acompañante, sostenía una mirada distraída y aburrida. Se asemejaba a una Dafne escurridiza rehuyendo de su perseverante Apolo. Su pareja de baile, Monsieur Delacroix, cuarenta años mayor que ella, no podía apartar la mirada de la divina beldad. Mientras, Madame Delacroix, sentada en uno de los sillones que se habían habilitado para la zona de descanso, miraba desaprobadoramente a ambos, espiando y juzgando todos y cada uno de sus actos. Como decorado de fondo, otros personajes adornaban aquel escenario inmóvil: garçons desfilando con sus bandejas a medio camino de la cocina, músicos con el gesto afectado pellizcando indefinidamente las cuerdas de los instrumentos y, en medio, el conde y la condesa, perfectos, impolutos, con la sonrisa condescendiente y artificial que una ocasión así demandaba. Súbitamente, otro hecho aún más insólito aconteció: los objetos de la sala fueron perdiendo su luz y su color. Primero, el reloj que marcaba las doce se volvió pálido, como si hubiera enfermado. Después los instrumentos de la sala se desvistieron de su color. Luego las bandejas y los suculentos platos del banquete se tornaron opacos, desfalleciendo. Siguieron los músicos que animaban el baile, y Monsieur y Madame Lénoux, que ya no pareció un pastel de frutas rojas sino de nata agria. A continuación, la hija de la condesa, el matrimonio Delacroix, los garçons y los propios dueños del castillo. Uno a uno, todos se atenuaron para después difuminarse, transformándose en borrones, en fantasmas sin alma para acabar esfumándose como por arte de magia, similares a objetos de un boceto mal dibujado que se quisiera eliminar. Todos, menos Sofía, que simplemente gritó y dio puñetazos en todas las direcciones mientras el escenario en el que se hallaba inmersa se desvanecía a su alrededor. Lo siguiente que pudo recordar fue ver una luz blanca muy fuerte y, acto seguido, encontrarse en un bosque blanco cubierto de una capa de hojas escarchadas. El frío mordía todos los rincones de su piel, cubiertos por un fino vestido confeccionado para la fiesta de aquella noche. Su cuerpo se estremeció. ¿Dónde estaba? ¿Por qué? Tiró varias piedras intentando llamar la atención de quien pudiera andar por allí, pero solo obtuvo el eco burlón de estas al caer como respuesta. 62


Comenzó a sollozar entrecortadamente. Al cabo de un rato, no obstante, se acercó un caballo. Sus crines eran suaves como el terciopelo y la muchacha creyó estar abrazando un paño caliente de algodón. Este relinchó y con sus gestos la invitó a que subiera a su lomo y cabalgara con él. Ella se montó en este y decidió buscar de nuevo el castillo. No debía estar muy lejos. Yendo hacia al norte sus torres majestuosas e imponentes debían recortarse en el horizonte. Emprendió un camino por la serpiente sinuosa y húmeda que aparecía bajo sus pies. El silencio era sepulcral, solo interrumpido por las pisadas del animal y el vibrar de las ramas de los árboles por el viento. Repentinamente, el equino comenzó a relinchar y a moverse, nervioso. Sofía escuchó un silbido que en seguida se transformó en un cántico armónico proferido por alguna mujer. El animal retrocedió y reculó en su camino, haciendo varios rodeos, hasta llegar a un claro donde se encontraba un pequeño lago. Allí descansaba una joven con unas alas doradas en su espalda. Llevaba un traje blanco bordado y su cabello era de oro. Tatareaba una suave melodía. Otras chicas bailaban en corro a su alrededor, como si estuvieran jugando a un inocente juego, muy petrarquesco, y muy sensual. Nuestra protagonista se quedó contemplando la escena asombrada. ¡Eran ellas! ¡La leyenda era cierta! Acarició con cariño a su compañero de viaje y se acercó con este sigilosamente. Había oído que aquellas mujeres podían ser muy dulces, pero también muy crueles si se las importunaba, y eso era precisamente lo que no quería hacer… ¡Ras! ¡Ras! De repente, mientras se aproximaba, ocurrió otro suceso inexplicable: los ligeros cánticos se transformaron en un silencio mudo, las jóvenes interrumpieron su baile y, poco a poco, sus cuerpos se fundieron en el agua, mezclándose y confundiéndose con esta hasta no poder distinguirlos más. Sofía comenzó a temblar y quiso agarrarse al caballo, pero, sin embargo, su mano atravesó simplemente el aire cortante del bosque. El equino había desaparecido y se encontraba otra vez sola. Inesperadamente, se empezaron a escuchar unos 63


murmullos, cada vez más fuertes, hasta hacerse atronadores, y el suelo comenzó a resquebrajarse. El agua del lago se evaporó para dar lugar a una llana meseta que también se fue rompiendo. La muchacha echó a correr instintivamente sin ninguna dirección concreta. Los árboles del bosque se movían violentamente, cayendo la nieve en su cara, y la manta de hojas escarchadas se volteó, formando una nube caótica con estas que tapó su vista en su huida sin rumbo. En un momento dado, se detuvo y miró hacia atrás. Contempló con horror cómo todo, poco a poco, era engullido por la nada. Un infinito enorme, desmesurado, lleno de hambre que iba devorando el camino del bosque, los árboles, las hojas… Todo, menos a ella. Su corazón no paraba de palpitar, y unos sudores fríos le recorrieron todo el cuerpo. Se dispuso a escapar con el miedo metido en el cuerpo. Este era el motor que la hacía correr a pasos agigantados y ser más ágil y rápida que en cualquier otra situación. Sacaba fuerzas de donde creía que no las tenía… hasta que no pudo más. Tuvo que pararse y descansar un segundo. Cogió aire y lo expulsó. Primero muy rápido, después más despacio, hasta poder relajarse unos instantes. Es entonces cuando ocurrió el hecho más sobrecogedor y escalofriante de aquella noche. Sofía se pasó la mano por la cabeza para acariciar su cabellera, pero, para su sorpresa, sus dedos empezaron a difuminarse, luego la mano, después los pies. Comenzó a chillar. No podía parar de temblar. La mitad de su cuerpo estaba borrándose. Luego fue la cintura, el pecho, el cuello. Todo desaparecía. Pidió clemencia. Quería vivir. La joven profirió un último alarido que quedó ahogado por el vacío que iba ocupándolo todo. Su cuerpo entero se desvaneció, sin dejar ninguna huella, como todo lo que había habido a su alrededor. Una luz blanca devoró lo que ya no quedaba. —Bien, me alegro de que hayas quitado por fin la escena del baile. Y lo del bosque y las chicas del bosque tampoco eran una alternativa muy convincente. Son muchos tópicos que no van a vender, muchos detalles poco interesantes, poca acción—comentó el editor al novel escritor, dándole unas palmaditas en la espalda. Este, compungido, asintió. Había dudado mucho en hacerlo, y numerosos habían sido los cambios en su manuscrito. Pero por fin, lo había hecho. Miró 64


resignado los restos de sus dos borradores rasgados tan solo hacía unos minutos antes y que descansaban en la papelera del despacho de su editor. Ahora tendría que continuar su historia otra vez antes del baile. Echaría de menos a los invitados a la fiesta del castillo, y a las jóvenes del bosque. Pero sobre todo, a Sofía. Le caía bien. La había intentado salvar a toda costa, pero no había podido ser. Solo deseaba que no hubiera sufrido mucho, al igual que los demás personajes, que ahora ya solo eran palabras rotas y moribundas marcadas en trozos de papel.

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA

España

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e juntó con el vecino del cuarto piso. Los dos andaban en lo mismo: compartían las botellas, estaban solos. Salieron a la calle, caminaron un trecho con paso irregular, hasta llegar a la entrada de otro edificio de viviendas. Se sentaron sobre un par de escalones, y comenzaron a cantar

hasta que el alcohol los adormeció. Un automóvil de la policía, se paró en la entrada de la calle que corría paralela a la Gran Avenida. Era una operación de rutina. Un oficial descendió y los vio: inmóviles, ovillados por el frío. Se estremeció, era una imagen que había visto muchas veces. El pronóstico para esa noche era de temperaturas muy bajas. Se volvió, subió al rodado y pidió una ambulancia describiendo las coordenadas del lugar, luego prosiguió con su ronda. Julia tenía el cuerpo helado, un sonido estridente parecía acompañarla desde muy lejos. No quería vivir, no más. Abrió los ojos de golpe y la fría luz de las lámparas de la sala, le hizo comprender que estaba viva y en una cama de hospital. Una sonda bajaba hasta su antebrazo dejando caer un líquido reparador. El aire era cálido, le habían sacado la ropa húmeda por la nieve, que afuera había empezado a caer, y la habían vestido con un camisón de algodón azul con flores blancas. Escuchó que le preguntaban su nombre, si tenía familiares, dónde vivía. —Me llamo Julia y no tengo a nadie cerca —susurró con un hilo de voz. Volvió a evadirse, cayendo en pozos profundos, alternados por imágenes de su vida pasada. Soñaba que dos personas corrían hacia ella, estaban difusas. Supo que eran Juana y Andrés y se apuraban para abrazarla. Una sonrisa que nadie vio se dibujó en su cara, pero al abrir los ojos, solo encontró oscuridad. Entendió que no volvería a saber de Juana, su hija, con su vida del otro lado del océano, porque las cartas se perdían, porque ya no quería escribirlas, porque se avergonzaba de su estado. A su gran amor, Andrés, se lo había llevado la Parca, pero recordó que hubo un tiempo, antes de la conflagración mundial, en que lo compartido fue mágico. Tener una hija con él, fue mágico. Hacía mucho le había perdonado el desamor, el olvido en la sinrazón de la posguerra. Se despertó al mediodía siguiente. La enfermera le sacó la sonda y le acercó un 67


tazón con sopa de verduras. Se incorporó con dificultad y tragó las cucharadas hasta el final. “¿Qué hacía en esa cama de hospital? Nadie vendría a buscarla. La esperaba un desmantelado departamento, porque había malvendido casi todo, para conseguir bebida en el mercado negro; la esperaban las pesadillas con criaturas fantásticas; la dura abstinencia si decidía no emborracharse más; nada para dar, nada para recibir”. Se dejó acariciar por otro encuentro como el del sueño. Cuando le dieron el alta, se vistió. Alguien había lavado su ropa, se cubrió con el viejo tapado, se calzó las botas y salió del hospital. Lo tenía decidido. El reflejo de la luz en el blanco de la nieve y el cambio de temperatura la inmovilizaron. No volvería a su departamento. Se encaminó hacia el parque, se sentó en uno de los bancos de madera con su cara al sol. Disfrutó de unas horas de tibieza, vio pasar niños abrigados con gorros y bufandas. La corta tarde se escurría entre los abedules, dejando paso al frío. Cerró los ojos. Su mente se llenó del vals que tocaban cuando conoció a Andrés. De repente sintió un dolor profundo, algo se rompió en su pecho. Cuando la encontraron, dos lágrimas de hielo brillaban en un cuerpo congelado. —Llama a la ambulancia —se escuchó— otro NN.

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA

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esde luego que ese hombre tiene unos ojos de la Marujita Díaz que no se puede aguantar! Yo, que soy gitana, te lo puedo asegurar. Hasta que se ha hecho viejo. ¡Ojos de la Maruja! ¡Ojos de folclórica! ¡Ojos de hembra! Un hombre más hembra que macho, desde pequeño, que su

madre, la Sara. le pegaba de bofetadas porque se vestía con sus trapos. Mira tú, que anda, que hacer eso en una aldea leonesa de entonces…¡Había que tener valor..! No, si ya lo sé, no era valor lo que el Jonás tenía, sino instinto. Es que tenía que haber nacido con vagina, no con pito. ¡Ay, Dios mío, qué cosas tiene la vida! En nuestra raza, a los mariquitas se les pone a coser como mujeres. Y a fregar y a limpiar. Pero no se ríe uno de ellos. Los payos, sin embargo, son muy racistas y muy machistas. Bueno, nosotros también somos racistas y machistas, pero de otro modo… El pequeño Jonás sufrió que no lo sabe ni Cristo, que en paz descanse. Todos los muchachos se carcajeaban de él, le pegaban y escupían. “¡Maricón, maricón, que eres un maricón, que te vamos a llevar al toro de Eligia para que te dé por culo!”. Y casi se lo llevaron. Menos mal que su tío Arístides se dio cuenta de lo que pretendían y llamó a la Guardia Civil, que si no, Jonás hubiese sido bien enculado por el macho. Otra vez, el que decía que era su mejor amiguito, le gastó una broma mu gorda, mu gorda. En resulta de que ambos los dos iban a cuidar las vacas de la Sara, la madre de Jonás y, de repente, como en un arrebato de la cólera de Dios, el amiguito espantó todas las vacas y las hizo perderse por los prados del vecino de la madre del Jonás, con quien no se hablaba por problemas de conlindeos de tierras. ¡La que se armó fue fina: el pobre marica acabó apaleado en el pajar del vecino porque su amiguito le acusó delante de él y Jonasín acabó vareado y tuvieron que llevarle a Urgencias. Cuando el niño creció y se metió en la adolescencia, casi sin saber leer ni escribir —pues se había pasado toda la niñez ayudando a su madre y a su hermana en las tareas del campo y de la casa—, no tuvo más remedio que seguir haciendo lo 70


mismo: trabajar los arados y rastrillear la paja. Solo, muy solo, con todo el mundo dándole la espalda, en este pueblo más católico que el Vaticano, más falso que Judas y más hipócrita que los ricachones. Un pueblo pobre y malo, como muchos de León y Castilla. La miseria nos hace pobres… de espíritu, amiga. Con treinta años, Jonás se quedó huérfano y se convirtió en un solitario porque su hermana se había ido a servir a la ciudad, harta de las mofas de los vecinos por él. Su casa se le cayó encima, metafóricamente hablando y le entró la gran depresión. Estuvo cuatro meses sin levantarse de la cama y se le murieron casi todas las vacas de hambruna. Las tierras de su madre comenzaron a esquilmarse y le tuvo que poner remedio a vida o muerte. Pidió ayuda a los vecinos pero ninguno le hizo mísero caso. Lloró y pataleó amargamente, hasta que, un día, saliendo de misa, él, que era muy cristiano —más que católico— pegó un grito de angustia, miró al cielo y las nubes se cerraron de golpe. Comenzó a tronar y a relampaguear y todo el pueblo se inundó, todas las casas y haciendas se perdieron, menos la de él mismo. Él lo tomó como un milagro y tomó grandes fuerzas para empezar de cero. Con las dos vacas que sobrevivieron y el poco terreno que le había quedado útil, empezó a trabajar como un mulo y, sin saber cómo, comenzó a subir y subir, a ganar dinero con la leche de más vacas que pudo comprar y con la venta de los cereales de todas sus tierras, que pudo rescatar, y, a los pocos años, se convirtió en el vecino más rico de toda la comarca. Él siempre lo achacaba al milagro después de la misa pero yo digo que fue su fuerza interior, la que le empujó p’alante. El instinto de supervivencia que todos llevamos dentro. Payos y gitanos, negros y blancos. Porque el hombre es el animal más salvaje de la Tierra, pero también el que más se sabe adaptar a las circunstancias, como Jonás, el Maricón, que habitando una antigua aldea leonesa y más solo que la una, logró lo que nadie había conseguido: la riqueza y el respeto de todos de los que de él se habían mofado.

IÑAKI FERRERAS

España

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“U

na ráfaga de uzi, un salpicadero, una convaleciente mano que responde a la agresión, tres disparos, por último, la calma. La vista aérea, después de disipado el humo, muestra el tumulto de hombres armados, uno separado

del montón, el de la uzi sin duda, pero contrastando, una chica llevando un vestido rojo, inmóvil y de un rostro un tanto familiar” Lucía deja de apretar los ojos, deja las imágenes impregnadas de muerte. Aquellas imágenes no han dejado de repetirse desde que aquellos pétalos fueron impulsados por el viento, en la primera luna llena de la primavera, poco después de su primer sangrado. Era un ritual al que fue porque su tía la invito, vendía yerbas y creía se aprovechaba de los extraños al tomar el papel que se esperaba de ella, siendo veracruzana e indígena. Lucy pensó en ese instante que danzaría un rato, al ritmo de tambores y enfrente de sus clientes habituales: narcos venidos desde el norte del país. Los que pagaban por el servicio iban vestidos de manera curiosa: los de cinturón piteado y texanas habitualmente era mayores, acompañados de chicos con playeras y gorras cargadas de adornos; observaban a los danzantes en el círculo de sacrificio, vestían taparrabos y huipiles recortados, hacían una danza tradicional. El pudor había escapado de ella, su tía supo convencerla. Después de sacrificar a los chivos a medianoche las cosas se torcieron un poco. Su tía la invitó a pasar al frente del sacrificio sosteniendo un cuenco de rosas. No era la única, junto a ella vio a chicas de otros pueblos y a una niña de su misma escuela que por primera vez se adentraba en los rituales. Se quedó extrañada, había sido renuente a participar en las fiestas herejes de Catemaco. De hecho, de ser observadora se hubiera percatado de su sollozar, pero estaba sorprendida del nuevo ritual, aún más cuando al alzar el cuenco y ser movidas las rosas escuchará que le nombraban. Desde entonces empezaron las predicciones. Lucy fue vendida a un hombre que aprovecharía su nuevo don. Para hacer más escarnio, su primera visión fue un resquicio de lo que hubiese sido su vida de no tomar ese camino: “un campo, ella dibujando, aquel chico tímido trayendo la despensa de su nuevo hogar juntos”. Pero, ¿qué podía hacer? Su vida se veía ligada a esa realidad y no a la otra. Lloro, como si 73


eso en verdad le ayudase a resolver su problema. En realidad, aquel chico ni le había hablado entonces, pero estaba allí, esa posibilidad de ser feliz que no le alcanzaría. En verdad, no era tan malo como ella pensaba. Fue escogida para ser poseída por chikones, seres del mal, a cambio de preservar su virginidad recibía la capacidad de ver cuando su vida peligraba. Los espíritus también eran unos malditos, dándole continuamente vistazos de aquella vida que no podía alcanzar. Gregorio Nájera, o don Goyo, que así le gustaba que le llamara ella, la mantenía recluida en su mansión y era su escolta en todas las salidas que efectuaba, sea para atacar al enemigo o simplemente para visitar a viejos compadres. Busco sin suerte que le viera como padre, intento incluso que le llamará papá, pero ese impulso de familiaridad se topó con su olvidado desagrado con personas de esa tonalidad cobre. Lucía estuvo presente creciendo con las hijas de Don Goyo, que inevitablemente se casaron con lugartenientes de su padre. Vio a Susana irse con Esteban, el joven que al llegar Lucy a la casa no era más que un simple mandadero, ahora mano derecha del jefe. No era del todo atractivo, quizás si no hubiese sido el primero en desearla, como fruto prohibido, y haber sufrido el subsecuente castigo por haberlo intentado, no le hubiese dolido aquella boda. Su seguridad no se hallaba del todo fija, pues se había percatado de las perdidas miradas de su jefe. Una actitud suicida sin duda, no extraña en esa clase de gente, por lo que decidió que su situación acabase a toda costa. Cuando don Goyo preguntó si era conveniente el asalto al bar de Quintana para eliminar algunos enemigos, ella no hizo mención de su última visión. Se adentró en la caravana de la muerte, ella se acomodó en la parte de atrás junto a dos guardaespaldas que le doblaban en tamaño, su jefe de copiloto. Al llegar al lugar se decidieron entrar por la puerta de servicio, a la cuenta de tres entrarían, con las armas por delante, confiados por la impecable vidente que llevaban a un lado. Las detonaciones no se hacen esperar, son más personas de las que pensaban, confiados prosiguen, se consternan al ver caer a uno de ellos, pero se alegran que la matanza haya acabado. El bar se encuentra hecho un desastre, las puertas obstruidas, 74


atestadas los asistentes huyen despavoridos, dejando a los atacantes envueltos en el mar de gente. Antes de tener tiempo para reclamarle a Lucy de la barra sale el cantinero con un subfusil en la mano, descargando contra el blanco, el grupo cae, siendo Esteban quien al ser el más vigoroso, con sus últimas fuerzas perfora de un certero tiro la cabeza del bar tender, que ya se acercaba a rematarlos. El bar ya se había vaciado, la calma después de los truenos. Manchones por las paredes. El grupo se encuentra agolpado e inerte, debajo de lo que quedaba de don Goyo, Lucy. Interrumpiendo aquella calma una figura carmesí emerge, con solo un rasguño en el brazo avanza con dificultad a la entrada, le espera un montón de policías que la identifican como una simple víctima. Rodeada con una toalla vuelve a cerrar los ojos. Una sonrisa dibuja su rostro.

ÁNGEL SOTO

México

Instagram : angel_coyol

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e fondo sonaba un viejo blues versionado por un gran músico pero que es poco conocido, o simplemente se lo conoce por esa versión de un clásico de la música. Él se encontraba escribiendo uno de sus últimos cuentos. Sentía una gran satisfacción cada vez

que se sentaba frente a su computadora con una hoja en blanco para rellenar de imaginación. Siempre escribía con jazz o blues de fondo, pues la música lo inspiraba y acompañaba. A la izquierda de su ordenador estaba el cenicero lleno de colillas de cigarros, y apoyado en uno de los huecos había un cigarrillo recién encendido, le daba dos pitadas y seguía escribiendo. Sin saber cómo, habían pasado las horas, se empezó a sentir incómodo. Sintió que algo se deslizaba por su hombro izquierdo, y el frío en el dormitorio reinó ante todo. Siguió con su historia, casi evadiendo lo que estaba ocurriendo. Esa cosa seguía trepando por su hombro y nunca había sentido tanto frío en ese cuarto, incluso en los días más helados de invierno. Giró, sin moverse de su silla con ruedas y no había nada ni nadie. Sin embargo se seguía sintiendo incómodo. Giró de vuelta pero esta vez para seguir con su cuento, y todo lo que estaba ya escrito, que le había llevado horas y horas, ya no estaba. La hoja era un simple espacio en blanco. Esta vez optó por levantarse de la silla e inspeccionar todo el cuarto para corroborar que ninguno de sus hijos estuviese jugando al fantasma. No encontró nada, notó también que la música que sonaba de fondo era la novena sinfonía de Beethoven. Y cada vez se escuchaba más fuerte. Mientras se fijaba abajo de la cama no notó nada y se levantó del suelo para ir a su silla y reescribir todo de cero. En ese momento, al levantarse, notó que en su silla había una persona sentada y recostada contra la computadora, no podía identificar de quién se trataba, pero de seguro que no la conocía. Se fue acercando más hacia la silla, la escena comenzó a ponerse borrosa y lo único que sintió fue una mano que le agarró fuertemente el brazo izquierdo. Enseguida abrió los ojos y ahí estaba, todo en su lugar, él frente a su ordenador y la historia escrita por la mitad y un montón de letras y espacios sin sentido luego de una frase, algo así: «Y entonces agarró el jarrón roshjoleicvety2....». El blues seguía reproduciéndose en automático y su mente estaba más tranquila por 77


el hecho de darse cuenta que había sido solo una pesadilla y que no había perdido su historia. Su hija de ocho años le había tomado del brazo para despertarlo ya que empezaba a babear el teclado. La incógnita que queda en este caso es: ¿Si la hija no lo hubiese tomado del brazo, que habría pasado? ¿Descubre al final quien era la persona sentada en su computadora? No lo sé, lo único que puedo decir es que voy a dejar esta historia por aquí ya que siento una molestia en mi hombro izquierdo y sinceramente me empezó a dar frío, creo que tomaré un descanso.

LUCAS MIGDAL

Uruguay

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eter la pata es una tarea inconsciente y muy sencilla a la vez, se trata de hacer comentarios inoportunos, no tener delicadeza, conseguir una pata cualquiera, y ¡boom! Infiltrarla en toda situación sin problemas. Será que mis preferidas son las de jabalí,

y me dedico incansablemente a implementarlas, en cualquier lado. Recuerdo “la mejor metida” cuando mi amiga me presentó a su nueva pareja y exclamé: —Mirá que vivaz se ve tu abuelito. “Nos llevamos un par de años” me había comentado dos semanas antes, Silvia se veía histérica, concentrada, ¡dispuesta a que todo sea perfecto! Comentarios cuidadosos y programados. —Carlos, mirá… te voy aclarando, Ramón es un hombre bueno, tiene un corazón inmenso, me entiende, me escucha y… me dobla la edad pero no tiene ni un gramo de malicia. —¡Quiero conocerlo! —¿Para qué? —Para felicitarlo —contesto. —A él le fastidia que hagan bromas, ¡por favor! Es un hombre serio, de buenos modales, no como vos. Seguramente no entienda tus expresiones… Ignoré sus advertencias, ¡qué va a ser! Tenía una pata a mano y aproveché. Había puesto el pollo en la mesa, con los manteles casi planchados y el detallismo al máximo, el cuadro en la pared, todo demasiado calmo. Lo primero que distinguí fueron las patas, ¡ella fue la descuidada! —¡Asqueroso! Dejá de refregarme la pata en la cara —gritaba. “De tantas patas soy un patudo que la mete a menudo” ese es mi himno. Cómo olvidar cuando un ladrón entró a casa y le rogué que la asaltara a la estúpida de enfrente, esa vende droga delincuente, resulta que eran hermanos, me vació la propiedad y ni hablar de los palazos… Nunca se confíen, una pala puede ser más mortífera que un arma. Se habrán dado cuenta… ¡me divierte meter la pata! Es tan placentero, se vuelve adictivo, quiero ser desubicado y desafortunado sin respiros. Tanto que me 80


hartó la metáfora y voy metiéndoles a todos las patas, o mejor dicho, las famosas “trabas”. Me divierte ver cómo caen y se golpean las caras, los dejo sin ganas de decir: —¡Qué costumbre desubicada! ¡Qué les arde la boca! Ahí está… ¡tráguense sus malditas palabras! Y la sangre cayendo a torrentes, como la cascada más pura y merecida de la vida, las cosas sangran, los órganos, los objetos, ¡incluso el pasto! Especialmente cuando no cubren sus rostros con las manos… Yo no ando con vueltas, me la hiciste dos veces y ¡boom! Te meto la pata. Puede tener diversas significaciones pero, para que no se burlen, ni interpreten mal, mi “meter la pata” hace referencia a no ser oportuno (por si escucha la policía). Será que no me avergüenza y gozo al admirar la disconformidad ajena. No creo que esté clasificado como delito; ser inoportuno y meter patas a menudo. Claro… hasta que le agregué cuchillas a los zapatos y un par de tijeras a mis tobillos. Explico por si les interesa: Se trata de rodear tus piernas con una soga, (te corta la circulación un poquito pero no importa), buscas todo tipo de cuchillas y las añadís sin pensar, estirás las piernas hasta que las rodillas te duelan… ¡La meta está cumplida! Se cayeron cinco personas y mejoró mi vida, o al menos una porción de ella. Ese breve momento donde me siento mi propio humorista, ¡y ahí va! Y ahí lo estoy sintiendo, ¡hace cosquillas en los huesos! Habita las mil maneras de ser feliz con poco o nada de dinero, sin explotar niños o recurrir a la cría de perros, La plenitud, el goce, ¡la diversión a costas del sufrimiento! ¡Qué me importa! ¡Que se den la nariz contra el cemento! Les ahorraría el trabajo de recurrir a cirujanos… —¡Meto patas! —grito, ¡exclamo! No estoy hablando del sexo femenino del pato, estoy dirigiéndome a esas personas que tienen merecidas la incomodidad por ser tan perfectos, maravillosos, sublimes, con los cordones bien atados y la postura ideal, ¡derechos, elegantes! Mirando hacia arriba como si arrasaran con uno que los observa desde abajo, ¿Ah, sí? Te reís de mi altura, ¡tomá! Soy petiso pero te meto la pata en un minuto… 81


¡Ay Dios Santo! ¡Creo que me desmayo! Las señoritas perfección cayendo con la

parte

trasera,

enrojecidas,

¡avergonzadas!

¡Con

ganas

de

desaparecer

inmediatamente! Pero no pueden, algunas optan por mirar un punto fijo y no hacer nada, otras por enloquecer, alterarse, subir y bajar, ¡volver a caer! Y la segunda vez realmente no les puse el pie… No hay un momento igual, juro que me llena el alma, hasta me siento mejor persona, muy lógico ¿no? Ahora que están así, en el piso, puedo conseguirlo, ¡puedo lograrlo! ¡Me río! ¡A carcajadas! ¡Quiero que todos se caigan! Te lo dedico a vos pendeja de cuarto grado, ¿te acordás? Cuando me pusiste la pata, pata de tero inmunda, así era la tuya, ¿De qué carajo se reían todos? ¿De qué me habías partido el diente? ¿De qué caí arriba de la torta de cumpleaños del profe? Me dijiste que era horrible y no querías darme un beso, preferías ponerme la pata. Ese día no le ví la gracia, pero ahora por alguna razón es lo único que puede sacarme una sonrisa y mejorar mi humor.

ANTONELLA CORALLO BAO

Argentina

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Y

o creía que no había nada en este mundo que me molestara más que las fiestas de disfraces. Ver a los grandulones sacar a la luz su alma de niño sin darse cuenta de que al otro día deben volver del ridículo con sus caras lavadas me fastidiaba sobremanera. Debo confesar que

estaba equivocada: había algo que me jodía muchísimo más que las fiestas de disfraces, y eran las fiestas de disfraces organizadas por la guacha de mi concuñadita. El origen de todo este... llamémoslo, entre comillas, “resentimiento”, surge de no poder entender: ¿Por qué, si hay dos hermanos que nacieron de la misma mamá y con los mismos espermatozoides del papá, uno es gerente general en una fábrica de galletitas y el otro solamente come galletitas como un orangután enjaulado mientras escucha el fútbol de los domingos? ¿Por qué a uno la vida lo miró con una sonrisa y al otro —o sea a mi marido— le dio la espalda, por no decir que le mostró el culo? El gordo no pega una, ni siquiera en el álbum de figuritas de los chicos. Siempre de un trabajo a otro, dura menos que una velita de cumpleaños. Apenas terminó la secundaria, y el otro ahí, siempre en lo alto, brillando, diplomas por acá, masters por allá, toda una eminencia el tipo. Y yo, la estúpida, que no supe elegir entre los dos hermanos, ya que ambos, y lo digo con conocimiento de causa, me miraban con cariño cuando era joven y bella. Ahora ando contando las monedas para llegar a fin de mes o haciendo polenta cada dos por tres para poder pagar la cooperadora de Nacho y de Carlitos, con un mes de atraso para no perder la costumbre. ¡Y cómo me iba a oír el día que sonó el teléfono y la perra me dice con esa voz de falsa que tiene “Los esperamos el sábado, es el cumpleaños de Rubén y estoy organizando una fiesta de disfraces”! Fiesta de las remil vírgenes con menopausia, ¡de qué mierda me iba a disfrazar! ¡Si no lo hice en mi puta vida! ¡Pensar que la figurita esbelta que tenía cuando me llevé el número equivocado de la rifa, la había perdido por completo después de tanta polenta y las cesáreas de esos dos burros que salieron al padre! Esa misma tarde me puse a revolver el ropero, tratando de imaginar qué prendas podría combinar o modificar para hacerme un disfraz. Pensé en hawaiana, si 84


me ponía la treintaiúnica camisola, comprada cuando nos fuimos de luna de miel a Mar Chiquita, con un cinturón hecho de tiras de papel crepé. Pero me arrepentí al visualizar a un ciempiés gigante, atorado mientras se traga una media res. Analicé la posibilidad de hacerme un sombrero con cartulina negra, un cono puntudo con una visera todo alrededor. Con un batón oscuro que tengo me podía disfrazar de bruja, pintándome con marcador algunos pelos pinchudos (aunque, pensándolo bien, con el tiempo que hace que no me depilo no haría falta). Pero, para ser justa, ese disfraz ya tendría una dueña y sin duda sería mi señora suegra. Pensé en muchas cosas más, desde aldeana, bailarina clásica o princesa hasta Bob Esponja, pero todos me hacían sentir ridícula e imaginaba que iba a ser el hazmerreír de la mesa de invitados que tendría mi insoportable concuñada en la fiesta. Cuando vino el gordo de su reciente empleo, a la noche, luego de servir la polenta, apagué el televisor y le pregunté: —¿Sabés que el sábado es el cumpleaños de tu hermano? Después de engullir una cucharada humeante me hizo una mueca similar a la que me haría si le pidiera que enumerara las siete maravillas del mundo. Encogió los hombros y cargó la cuchara nuevamente. Me dio tanta bronca que le quité el plato y le dije: —¡Y tenemos que ir disfrazados! Así que andá pensado de qué mierda te vas a disfrazar. Aunque el Oso Yogui te quedaría bárbaro, y no tendríamos que gastar un mango. Él agarró el plato, siguió morfando y yo me fui a buscar la alcancía donde los chicos guardan la plata que les regalan para los cumpleaños. La puse sobre la mesa. Los chicos me miraron con pavura. Con el tenedor hice palanca, la abrí y, ya con la plata en la mano, le grité: —¡Y mañana vamos a la casa de disfraces! ¡No quiero que la mujer de tu hermano se burle de nosotros! Al otro día no le quedó más remedio que acompañarme al negocio. Entramos y empezamos a mirar fascinados los trajes, bien confeccionados, en los maniquíes. Había uno de Mujer Maravilla, otro de reina, otro de la malvada Cruella de Vil, otro 85


de enfermera, pero el que más me gustó fue el de Gatúbela. Ese me encantó. Sabía que casi seguro no me entraría, pero no podía dejar de intentarlo. El gordo estaba mirando uno de piratas. Para motivarlo le dije: —…y vos tenés que ir de Batman. Él se agarró la busarda con las dos manos y me miró con la misma cara de ternero resignado yendo al matadero que tanto lo caracteriza. Le pregunté al encargado si nos permitía probarnos los trajes. El maleducado relojeó toda mi anatomía y me dijo que si descosía el disfraz iba a tener que pagar el arreglo. A mí no me importó, y me metí en el probador con el atuendo de Gatúbela. Me quité el jeans y los zapatos y empecé a luchar tratando de que me subiera por las piernas. Primero se quedó trabado a la altura de los jamones, pero por suerte estaba hecho de esas telas elastizadas. Así logré, después de contener la respiración, que me entrara todo. Me puse las orejas de gata y el antifaz y me miré al espejo. Pude ver que algunos de mis rollos se acomodaban como podían por encima y por debajo del cinturón de la bativillana, pero no me importó. Tal vez pareciera un matambre, pero con una buena faja lo podría solucionar. Sacármelo fue otro acto de contorsionismo y pura voluntad, pero al menos tuve la recompensa de volver a respirar normalmente. Al gordo el disfraz de Batman no le llegó ni a las rodillas, por eso busqué y busqué y me pareció que el más adecuado para él era uno de el Pingüino, que era muy simpático e iríamos a tono como una pareja de bandidos de Ciudad Gótica. ¡Ahora sí! No seríamos dos pobres ridículos entre las estiradas amistades de aquella turra. Todas las noches previas a la fiesta dormí con dos pulóveres para perder grasa, suprimí el azúcar, el pan, las pastas y los bizcochitos, hice flexiones cada día y hasta me calcé la joggineta para salir a trotar por el barrio. El viernes por la noche hicimos ayuno. Todo ese sacrificio para que el traje me entrara lo mejor posible. El gordo estaba como loco porque quería al menos morfarse la polenta fría que había quedado del jueves. Llegó el día. Me fui a la pieza de los chicos para ponerme el disfraz sin que nadie me molestara, tomé aire, me puse la faja, y comenzó la faena. El esfuerzo para 86


que me entrara fue supremo, parecía haberse achicado. Estaba exhausta, pero con un poco de talco logré subirlo hasta el final. El Pingüino, o sea mi gordito, me estaba esperando en la puerta. Estábamos preciosos. Tomamos el colectivo que más cerca nos dejaba de la mansión del hermano de mi marido. No sentí vergüenza, ya que con el antifaz nadie podía reconocerme. Unos chiquitos le hicieron una seña a su mamá. Le dije al gordo que sin duda se habrían confundido con los personajes de la tele. Al fin llegamos, después de una hora treinta de viaje. Respiramos hondo, pusimos las panzas para adentro, endurecí mis glúteos y tocamos el timbre. Pasaron unos veinte segundos que fueron una eternidad. Se podía escuchar la música desde la calle. En eso se abrió la puerta y salió mi concuñada, la yegua, con su larga cabellera rubia, su figura estupenda, una copa de champagne en cada mano... y su traje de Gatúbela. La miré de arriba a abajo, miré al gordo, que parecía un pingüino empetrolado, tragué saliva y le dije: —Gordo, vámonos para casa. Dejé la polenta en el fuego.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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P

ero, ya que hemos estado hablando de cómo la ciudad ha cambiado, permítanme que les cuente acerca de Isaac Mondragón, a quien conocí hace algún tiempo, cuando trabajaba en la imprenta de mi padre. Isaac era un hombre tranquilo y un buen compañero. Chapado a la

antigua, como suelen decir por ahí. Su principal característica —y la razón por la que le menciono— era que vivía en el pasado. No recuerdo muy bien en qué año, pero de lo que si me acuerdo es que mi padre le daba permiso de salir antes para que pudiese evitar el tránsito de regreso. Según nos decía, el 68 y el 85 eran los más conflictivos, aunque también el 94, en algunos meses. Mucho aprendí de Isaac durante el tiempo que conviví con él. Me gustaba, sobre todo, la música que escuchaba: amena y elocuente. «Música de elevador» le decía mi padre, en tono de burla. También me gustaban los duraznos que cosechaba en el jardín de su casa. Era verdad que la fruta de antes sabía mejor, aunque su sabor no duraba mucho en el paladar. Cierta tarde, un cliente nos encargó un trabajo urgente. «Para ayer», nos advirtió. Isaac se ofreció a entregarlo, porque el ayer le quedaba de camino a casa. Pero nunca llegó. Le dio un infarto a los pocos minutos de haber salido. Lo encontramos tendido boca arriba, justo en la esquina, antes de cruzar la calle. Su tiempo había llegado, por así decirlo. Su hermana, el único familiar que tenía, decidió llevarse el cuerpo para enterrarlo en su jardín, a la sombra del duraznero, que era su mayor orgullo. En la actualidad, ese sitio ya no existe. El terreno, junto con otras casas alrededor, fue comprado por una agencia inmobiliaria para construir un centro comercial. La plaza del futuro, le llamaban. Hoy, Isaac yace bajo aquel enorme monstruo de hormigón, en cuyos corredores suena música de elevador durante todo el día. Me pregunto si habría apreciado la ironía.

JORGE RODRÍGUEZ PATIÑO

México

Facebook: https://www.facebook.com/rodriguez.patinho 89


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T

odos hemos llegado a conocer, que mientras Gusarapito Martínez vivió en la charca, su mejor enemi-amigo o ami-enemigo —como lo quieran ver—, era Bactracio Pomponio, este fundamentalmente poseía todas las cualidades opuestas a las de Gusarapito, en pocas

palabras era su antítesis; pero eso no les impedía compartir juegos y competencias para determinar cuál de los dos era más veloz, o aguantaba más tiempo sin respirar, entre otras cosas. Considerando la importancia de Bactracio en la vida de Gusarapito, hoy nos entretendremos en averiguar ¿qué fue lo que paso con este, después que la charca se desbordó? Lo que ya sabemos es que Bactracio salió saltando de la charca para refugiarse en una vieja madriguera abandonada, la cual se encontraba en las raíces de un Guayabo, por eso nos centraremos en saber ¿Qué ocurrió a partir de allí? Esa mañana pasada por agua, Bactracio Pomponio no se despertó como siempre lo hacía, ¡más bien lo despertaron sin ninguna ceremonia casi al amanecer!, el origen de semejante afrenta a sus buenas costumbres en el dormir —Bactracio ¡nunca, pero nunca!, ¡jamás de los jamases! se despertaba antes de las diez—, no era otro que la gran algarabía producida por una caterva de pájaros, que se podía escuchar claramente, inclusive al fondo de la madriguera debajo del Guayabo, donde se encontraba Bactracio en ese momento. Abriendo primero, uno de sus redondos ojos de batracio observó lentamente donde se encontraba, cuando ya lo estaba cerrando nuevamente para seguir durmiendo, la cacofonía de sonidos se hizo mucho más estridente, reverberando en las paredes y llegando directamente a sus oídos. Abrió ambos ojos, al mismo tiempo que una mezcla de disgusto y bostezo cruzaba su cara. Pues bien ¿a qué se deberá tanto alboroto a estas horas indecentes? — Murmuró para sí— se rascó la panza con sus patas delanteras y dando dos pequeños saltos se ubicó en la entrada de la madriguera. Ni bien había llegado allí, cuando sintió en su cabeza el golpe ligero de algo que venía desde arriba. Al ver en esa dirección, solo tuvo tiempo de agrandar sus ojos y pegar un salto hacia su derecha. Gracias a sus reflejos, evito ser golpeado por una 91


guayaba entre verde y madura que mostraba signos de haber sido atacada por un regimiento de seres hambrientos, ya que faltaba casi la mitad de ella —La mitad presente, igual lo habría despachurrado en mayor o menor medida. —¡Pero bueno! ¿A qué se debe el atentado a tan tempranas horas, mis amigos emplumados? —Dijo al tiempo que se ubicaba mejor para ver hacia la copa del guayabo—, pero fue como si le hubiese hablado al vacio, porque entre el canto de los Azulejos, de las Paraulatas, los trinos de los Cristofué y la estridencia de los Pericos, ninguno logró escucharle y por supuesto no le respondieron. —¡Hey ustedes, pajarracos escandalosos! ¿Que se supone que está pasando? —Gritó molesto esta vez, pero igual nadie le prestó atención—. ¡Pero bueno! Estos son aun más maleducados que yo —pensó Bactracio. —¡Good morning, Mr.! —Dijo una voz ligeramente chillona que provenía de una de las ramas intermedias del guayabo. —¿Gud qué? ¿Quién dijo eso? —preguntó mientras entrecerraba sus ojos para ver mejor en la dirección de la voz, logrando distinguir la figura de un loro entre todo el follaje verde que le rodeaba. —¡Ah, otro pajarraco!, casi ni se ve mi amigo, muévase un poquito a mi derecha a ver si lo distingo mejor y así nos entendemos. —¡Ok, all right! To the right now. —¿Qué..? ¡Hable en cristiano, Don, que no entiendo ni papa! —¡Ohayô gozaimasu! ore wa … —¡Mire maleducado, déjese de los insultos tan temprano en la mañana! —Ah, cuanta incultura.., ¡qué más da!, Buenos días, eso es lo que le he estado diciendo desde hace rato renacuajo. —Pues haber comenzado en español desde un principio, loro roñoso. —Sepa usted señor renacuajo que el inglés es el lenguaje universal y el japonés el de la extrema cortesía. —Pues, sepa usted señor Loro, que español es lo que hablamos todos por aquí, y si quiere que le entiendan comience primero con este. —Contestando a sus preguntas, es la hora del desayuno, Mr. renacuajo, dudo 92


mucho que le presten atención, y con respecto a la guayaba, un simple accidente nada más y nada menos, vea a su alrededor —dijo de forma flemática el loro. Efectivamente cuando Bactracio se tomó el tiempo de mirar a su alrededor, se dio cuenta de la cantidad de restos de fruta en diferentes estadios de maduración que se encontraban al pie del guayabo. —¡Vaya bonitos modales a la mesa que tienen por aquí! —Dijo, rascándose la barriga. —Si eso era todo lo que se le ofrecía, permítame regresar a mis ocupaciones. ¡Adalberto, Roberto!, sigamos con la clase. Repeat after me I, You, He, She, It, We, You. They —dijo el loro al tiempo que se giraba. —!Pffffffft! !Aló! —se escucharon simultáneamente dos voces, desde la rama más cercana a donde se encontraba el loro. —¡No, no, too bad!, let`s do this again. En ese momento Bactracio que no había distinguido antes a los pericos, les dedico su plena atención y lo que vio le dejo un tanto… Intrigado, si se puede llamar así. Cada uno de los pericos sostenía una pieza de guayaba a medio comer en una de sus patas, el de la derecha con su pata izquierda y el de la izquierda con su pata derecha, además se dedicaban a mirar al loro, con esa cara que solo saben poner aquellos que no están entendiendo nada, pero en versión perico, es decir ladeando la cabeza de un lado hacia el otro. —¡Ejem!, ¡ejem!, oiga Don loro, si se vale preguntar ¿Qué se supone está haciendo Ud.? Dándole una mirada condescendiente, el loro le respondió. —¿Que no ve que estoy enseñando? —Ah… ¿Y qué se supone que enseña Ud.? —Dijo Bactracio, mientras inició a rascarse nuevamente la barriga con las patas delanteras. —Ya veo que tiene tiempo de sobra para molestar a otros, ¡inglés!, estoy enseñando a hablar inglés a mis dos estudiantes aquí presentes. Mr. Adalberto, el de la derecha y Mr. Roberto el de la izquierda. 93


—¡Pfffft! —se presentó Adalberto —¡Aló! —dijo a su vez Roberto —Vaya, ¿entonces toda esa jerigonza no son insultos?, pensaba que eso era lo que les estaba enseñando. —Amigo renacuajo, el inglés es un idioma y esta es una clase de mi escuela de idiomas, ¡no una clase de insultos! —¿Pero se pueden aprender insultos en este… inglés? ¿O no? —¡No! ¡En mi escuela de idiomas no!, si está interesado en el inglés, japonés, italiano, francés, azulejés, periqués, o paraulatés, se puede matricular, de lo contrario deje de molestar, y siga su camino. Para aclarar un poco el azulejes, el periques y el paraulates son los idiomas de los azulejos, pericos y paraulatas respectivamente, verán, la escuela de idiomas del loro era de lo más avanzada. —¡Aló! ¡Aló! —Intervinieron simultáneamente Adalberto y Roberto —No, no, in English please ¡Hello! —¡Aló! !Pfffft! A estas Alturas, ya con el sueño perdido, Bactracio se quedó solo por molestar un poco más al loro. Verán, no quería regresar aun a la charca. —¡Oiga! —Gritó— ¿y esta es su clase más avanzada? —One, two, three —seguía el loro sin prestarle mayor atención. —¡Aló! !Pfffft! —seguían Adalberto y Roberto sin prestarle mayor atención al loro. —Porque si no es su clase más avanzada me gustaría matricularme, y empezar inmediatamente, —dijo Bactracio, y eso sí que llamó la atención del loro. —¡Well. Well!, parece que no todo está perdido con usted, por favor su nombre completo para la lista. —Bactracio Pomponio, de los Pomponio de arriba de la charca, no de los de abajo. —Bien, sí,…, Pomponio, ¡a ver, suba de una vez al aula de clases con sus compañeros! 94


—¡Oiga Don, que soy renacuajo de sapo no de rana platanera! —¡Bah! Ya déjese de tonterías y suba de una vez, está retrasando la clase, use la enredadera de allí y dígame Teacher Green Pepe mientras dure la lección. Pues bien ni corto ni perezoso Bactracio usó la enredadera —de manera muy arriesgada— para subir a la rama donde se encontraban sus ahora compañeros de clase. —Let’s begin, repeat after me ¡Hello! —¡Aló! ¡Pfffft! El loro se quedo mirando fijamente a Bactracio esperando su intervención, quien por no desentonar, obviamente dijo. —¡Güiri! —Bactracio es un renacuajo de sapito lipón, como ya habrán adivinado. —¡Agggghh! —Gritó el loro al tiempo que salía volando y comenzaba a llover nuevamente. Dejando a Bactracio ¡muerto de la risa! en la rama del guayabo y rascándose la barriga.

LIDIA J. LEZAMA

Venezuela

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E

l hombre, sueco o finlandés, no hablaba español, estaba parado frente a mí, en el borde de la azotea del edificio donde habito. Sus palabras me resultaban ininteligibles; avizoré una tétrica serenidad en su tono. Por los gestos que hacía, noté que quería lanzarse al vacío.

El edificio tenía diez pisos, una caída desde ahí era mortal. Intenté detenerlo y

me apoyé en otro extremo de la baranda, a unos tres metros de él. No me veía, atisbé hacia abajo, no había ninguna multitud interesada en el incidente. Sabía que solamente dependía de mí, había estudiado idiomas y, tras unos momentos oyendo su extraña perorata, deduje que era un hombre sueco, aunque no logré entender por completo sus palabras. Gritos de queja, tal vez de resignación. ¿Qué es lo que pasa por la cabeza de los suicidas en el momento previo a su mortal acto? Ni idea. Me hubiera gustado comprenderle del todo, quizá en sus frases sueltas se hallaba el motivo de su trágica decisión, con ello la clave para salvarle la vida. Intenté acercarme un poco más, hablarle en sueco. Me pareció que ya había visto antes a este individuo. Volteó su cabeza hacia mí, hizo un gesto de terror cuando quise tocarlo y se aventó. Me llené de espanto, giré la mirada para no ver cómo terminaba su ser tras la caída. Luego de un breve rato, procedí a observar… No comprendí, no había cuerpo, no había gente, todo se desenvolvía con normalidad en la calle. Me di cuenta de una cosa: todo era diferente, la azotea de la edificación, las personas que transitaban, las avenidas, las casas, los autos. Tranquilidad, muy distinto a como lo había contemplado unos momentos antes. ¿Qué pasó? ¿Una alucinación? ¿Un sueño? ¿Un delirio mío por el exceso de trabajo? Recapitulo, ascendí hasta aquí para respirar un poco, porque soy escritor y los lugares desolados me inspiran para crear historias; llevo viviendo en este lugar dos semanas, no es la primera vez que subo; no obstante, siento que hoy una fuerza inexplicable me hizo venir. 97


Decidí retornar a mi departamento, ubicado en el quinto piso. Tenía deseos de reposar. La noticia que leí en el periódico al día siguiente me hizo vomitar el café. «E. S. L., escritor sueco de gran prestigio, se suicidó, lanzándose desde la terraza de su edificio. Días previos al hecho, les había comentado a unos amigos que estaba siendo acosado por el espíritu de un hombre sudamericano. Se dice que enloqueció por completo». Miro por sobre mi hombro y me estremezco. Sé que está cerca, a mi lado, mirándome. Siento su mano sobre mi hombro, me habla con esa voz cavernosa. Aunque no sé con exactitud qué quiere decir, percibo cuál es su meta. Me dejo llevar con tranquilidad hacia arriba, me pregunto si dolerá mucho, si será un choque rápido. Solo sé que durante la caída, él estará conmigo, me acompañará después de esta, y me contará un nuevo relato de miedo.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

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S

alió del elevador. El presidente de CONACYT lo esperaba en su oficina. Al entrar notó que había un par de cámaras de seguridad atentas a cualquier movimiento. Su anfitrión se puso de pie y lo saludó con un firme apretón de manos. Ambos tomaron asiento.

—¡Vaya!, José Peimbert en persona. Te escuché muy entusiasmado por

teléfono. Seguro la investigación está yendo sobre ruedas. —Es más que eso señor presidente. Con el algoritmo que desarrollamos se minimizan los costos a insumos ridículos —se puso de pie para hacer énfasis en sus palabras—. Estamos en condiciones de clonar a gran escala, ¿Sabe lo que significa?, ¡Acabar con el hambre mundial! Él le sonrió con los ojos. Por un momento creyó que se pondría de pie y lo abrazaría. Pero no fue así. Se limitó a aplaudir un par de veces reclinado en su silla ejecutiva. —¡Excelente José! —le hizo un ademán para que volviera a su asiento. El científico obedeció. —Podría dar el anuncio a la comunidad científica esta semana, ya hice pruebas y... —fue interrumpido. —Seguro te podrían dar el Nobel por esto muchacho —lo dijo sin realizar ninguna expresión en su rostro— sabes, hace años hubo otro gran José en el campo científico. Un español. José Manuel Rodríguez Delgado. ¿Te suena el nombre? —En lo absoluto. —El señor Delgado trabajaba con la mente. En los años sesenta inventó un aparato, le llamó Estimociver. Era un sistema a control remoto, tan pequeño como una moneda. Se implantaba en el cerebro, en un área específica del sistema límbico y podía alterar las emociones del sujeto de prueba. —¿Y funcionaba? —preguntó el doctor Peimbert, más por cortesía que por interés. —¡Claro que funcionaba! Se probó en un toro. El doctor se colocó varios metros delante del animal, con su control remoto en mano. Entonces estímulo la agresividad del toro para que lo embistiera, y cuando el bovino se halló a escasos 100


centímetros del doctor, este presionó un segundo botón y el animal se calmó, dejando su ira a un lado. Llegando incluso a acercarse al científico para lamerle la mano. —Es muy interesante —dijo Peimbert asintiendo con la cabeza— volviendo al tema de… —Hubo un segundo experimento. Fue con unos monos. Siéntate, te va a encantar. Resulta que había un chimpancé muy violento, que agredía a sus compañeros con frecuencia, especialmente a la hembra. El doctor le implantó el aparato, pero en vez de tomar el control él mismo, puso una palanca en la jaula, que activaba el Estimociver y le enseñó a la hembra, que cada vez que se molestara el mono, ella debía jalar la palanca. La mona estuvo activando la palanca por dos semanas, hasta que el chimpancé dejó de ser agresivo por cuenta propia. —Es curioso que no se tenga mucho conocimiento de un experimento así. —Bueno, el experimento fue cancelado después de que se probara en humanos. Resulta que los seres humanos son más complejos. Y los resultados al tratar de estimular sus emociones eran diversos. Dependían de muchos factores, por lo que eran poco fiables. Pero hay algo que si se logró. Se podía estresar el sistema límbico al grado de provocar la muerte en el sujeto. Y como era a control remoto parecía un deceso natural. José Peimbert miraba al presidente con extrañeza. No estaba tan viejo como para estar divagando. ¿Era acaso que su proyecto no era bastante alentador como para merecer celebrarlo? ¿A qué venía toda esa mierda del Estimociver? —Hábleme claro señor presidente, si CONACYT no me va a dar los recursos para financiar el proyecto, buscaré el apoyo en otro lado. No creo que sea consciente del gran impacto que… —Eso fue hace sesenta años. Hace más de medio siglo las computadoras eran el tamaño de una habitación. Hoy podemos llevar todo lo que necesitamos en un Smartphone. Si el Estimociver era del tamaño de una moneda por aquel entonces, ¿de qué tamaño crees que sería ahora? Podría meterse en cualquier lado, un parche, una pastilla, una vacuna. Podrían tenerlo todos ahora. 101


—¿Disculpe? —Veo que no vas a desistir en tu proyecto. Eres un hombre con visión y con valores. Eso es admirable. Por desgracia la alimentación al igual que la salud son industrias muy rentables. ¿O acaso crees que podemos poner un jeep en el espacio pero no curar algo tan sencillo como el cáncer? El doctor Peimbert lo entendió todo. Retrocedió unos pasos. El presidente le sonrió. Miró a las cámaras de seguridad. “Y como era a control remoto parecía un deceso natural”.

J.R.SPINOZA

México

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“La soledad es la gran talladora del espíritu”.

C

Federico García Lorca.

ruzó la calle sintiéndose solo y hambriento. Nada importaba ya, lo único que quería era no volver a ese lugar, deseaba estar muerto, desaparecer del mapa, o que se lo tragara la tierra, cualquier opción era buena. No quería escuchar a su mamá quejarse, o a su hermano

llorar, estaba harto, harto de todo, pero lo único que hacía era sentarse y mirar, quería que lo vieran, que pararan de fingir que no existía, tal vez pudo haber hecho algo, pero su poca valentía lo tenía preso. Hasta ahora. Advirtió por el color de las nubes que llovería pronto, poco le importó. Corrió, corrió como si no hubiera un mañana, las personas solo lo miraban con confusión, pero él seguía corriendo, avanzó sin rumbo, por primera vez dejo que sus instintos lo guiaran. Escuchó un trueno, el cielo se iluminó un instante y después sintió como las frías gotas de lluvia resbalaban en sus mejillas, mezclándose con sus lágrimas, ¿cuándo había sido la última vez que había llorado? Incluso el hombre más fuerte del mundo no podría aguantar tantos años el llanto, era como si no tuviera corazón, en cambio su madre siempre se quejaba de él, decía que era un cobarde y un bueno para nada, tal vez tenía razón. Nunca tuvo el valor para defenderse, incluso salía discretamente de la escuela para que los chicos no lo molestaran, pero ni eso los paraba. El grupo de chicos lo tenía bien vigilado, como si de un ladrón se tratase, jamás lo dejarían en paz. En ese momento se dio cuenta de que no tenía sentido correr, jamás podría alejar la realidad, jamás podría quitarse lo cobarde que era. Dejó de correr, no estaba tan seguro de qué tan lejos estaba de su casa, inmediatamente reconoció el bosque, el grupo de chicos lo llevaba ahí para darle una paliza o burlarse de él. A lo lejos pudo visualizar un tronco de árbol mojado, caminó hacia él y se sentó a un costado, recordó la última vez que le habían dado una paliza al lado de ese tronco, aún tenía restos de sangre. La lluvia caía cada vez más fuerte, obligándolo a salir del bosque, caminó unas 104


cuantas calles y encontró una parada de autobús, se sentó en la banca y se bajó la capucha de su sudadera, unos minutos después una señora de mediana edad tomó asiento a su lado. —Con esta lluvia no es bueno estar fuera de casa, puedes resfriarte — mencionó la señora mientras guardaba la billetera en su bolso—. ¿A dónde te diriges? —preguntó la señora. —A Massachussets, donde vive mi tío, ahí comenzaré una nueva vida —dijo el adolescente para después colocarse su capucha y subir al autobús que había llegado. Dentro no había mucha gente, tomó asiento en el último lugar, pensó lo que haría, pensó en cómo le diría a su tío por qué había escapado de casa, giró hacia la ventana, vio como las gotas de lluvia resbalaban por el cristal, luego de eso escuchó a una voz femenina anunciar que el viaje estaba por empezar, sacó de sus bolsillos un par de audífonos y los colocó cada uno en sus oídos, cerró los ojos y sintió como el autobús avanzaba.

JEIMY ALESSANDRA SÁNCHEZ GALVÁN

México

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…al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba con un ruidoso advenimiento…

M

e atrapó otra vez el cuadro del pasillo y sus colores anaranjados que recortan las lomas tan amadas, los lilas que anuncian la llegada de la noche. Subí a mis pensamientos y fui hacia aquella casa en medio de las sierras. A menudo me asaltaba la melancolía

y recurría a esa visión, buscando consuelo. Aquella mañana, observé extrañada que había aparecido en una esquina una mancha de humedad. Lo descolgué para ver si era un efecto de la luz. Entonces, el tren avanzó casi en cámara lenta, emergiendo de su propia nube de humo. Y los naranjas viraron al amarillo y el cielo se volvió azul intenso y me encandilaba el sol. Te vi descender envuelto en la chalina de alpaca y correr hacia mí sorteando las piedras y la paja brava, dando saltos con la valija que pesaba pero que también flameaba. Tu entusiasmo era casi febril, contagioso. Y el cuadro, que tomé para reparar, se soltó de mis manos y cayó y se hizo trizas en el suelo. Y nos fundimos en un abrazo.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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En el momento que una cosa te turba, ya eres esclavo, en vez de ser señor. No hay en el mundo señor más tirano que el disgusto o tormento. Guy Pearse

E

l tren ingresó al andén número tres de la estación Constitución. Diego subió en el último vagón y caminó por la formación tres o cuatro coches hasta encontrar un asiento sobre la ventanilla. Los sábados trabajaba hasta el mediodía pero, después de toda la semana,

se sentía cansado. Los vendedores ambulantes no dejaban de pasar. Hasta la estación El Jagüel tenía alrededor de cuarenta minutos de viaje, por lo que cerró los ojos e intentó relajarse. Cuando llegara a casa de Ale, su novia, el padre de la joven ya tendría listo el asado. ¡Por fin comería carne! Toda la semana en la obra comiendo fiambre. Después a la tarde, con los hermanos de Ale, picadito en el potrero de la esquina. Y a la noche al cine o a bailar. Hacía dos años que estaba definitivamente en Buenos Aires, y casi un año y medio que trabajaba en la construcción. Era armador en la cuadrilla de hormigón armado de una obra sobre Rivadavia, en Balvanera. Se miró las manos, callosas e hinchadas, de doblar hierros, clavar maderas y manipular serruchos y martillos. La primera vez que vino a Buenos Aires, con solo doce años, lo trajo su padre al Conservatorio Nacional, —hoy denominado Departamento de Artes Musicales y Sonoras “Carlos López Buchardo” (IUNA)—, para que rindiera allí su primer examen de piano, examen que no aprobó. Desde ese momento, y durante los siguientes cinco años, hasta el penúltimo año de la carrera, su padre lo había traído cada cierre de curso a rendir su examen, con la carga adicional que representa el hacer algo que se aborrece. Pero el conflicto con su padre por su deseo de transformarlo en un concertista venía de mucho antes. Si bien es bastante común que los padres proyecten en sus hijos sus propias frustraciones, en este caso la obsesión se transformó en enfermiza. 109


Cuando cumplió los ocho años contrató una profesora de piano en su pueblo natal, Tapalqué, Provincia de Buenos Aires, para que le diera clases particulares. Al principio Diego concurría con interés, pero después comenzó a aburrirse porque le parecía muy difícil. La primera vez que se lo dijo a su padre, lo agarró de un brazo, lo zamarreó, y le dijo: —Vos vas a estudiar hasta que te recibas. Intentó una débil protesta pero un bofetón le dejó el pómulo enrojecido. Cuando quiso recurrir a su madre solo obtuvo de respuesta: —Bueno, ya sabés como es papá, no lo hagás enojar. Al cumplir los diez años, su padre le compro un piano Baldwin, y a partir de allí, además de las clases en la casa de la profesora, su padre lo hacía estudiar y practicar varias horas por día. A medida que pasaba el tiempo, la presión que ejercía sobre Diego, era proporcional al odio que crecía en el corazón del niño contra su padre y contra el piano. Una vez que Diego se escapó para jugar un partido de fútbol, que era lo que más le gustaba, su padre lo fue a buscar y lo castigó con el cinto, produciéndole una herida cortante sobre la ceja izquierda con la hebilla. Su madre seguía sin intervenir. A esta altura, Diego se había percatado que su padre también era violento con su mamá. Eso explicaba las veces que la encontraba llorando. Cuando a los doce años lo llevó a Buenos Aires, al Conservatorio y reprobó el examen, al regreso lo tuvo dos días encerrado en el sótano de la casa, solo permitiendo que le dieran una comida por día. Los períodos de práctica en su casa, además del cansancio físico que representaban varias horas sentado en el taburete, eran un martirio psicológico, por el constante maltrato verbal, y hasta físico cuando las palabras daban paso a la acción y se transformaban en castigos corporales. Fue así que Diego comprendió que la forma de sobrellevar mejor esta situación era esforzarse en su estudio, y con todo el odio acumulado en su corazón, aprendió y progresó. Cuando cumplió los dieciocho años viajó solo a rendir su último examen y lo aprobó. Sus padres viajaron después a la entrega de diplomas. Ese día no se lo 110


olvidará nunca más. Casi todos los alumnos elegían a un familiar para que les entregara el título. Diego eligió a su profesora de Tapalqué, a quien había invitado. Fue su primera revancha. Desde arriba, observaba la cara seria de su padre, y el rostro lloroso de su madre. Se debe haber desquitado con ella, pensó Diego. Cuando terminó el acto y cada graduado se reunía con su familia, Diego se acercó a sus padres, junto con la profesora, con el diploma en su mano. Se paró frente a su padre y le dijo: —Papá, aquí está mi título de Licenciado en Artes Musicales. Este título es más tuyo que mío. Su padre esbozó una sonrisa, mientras Diego continuaba. —Así que aquí te lo entrego enrolladito…¡Te lo podés meter en culo! Y el piano también, aunque te va a costar un poco más. Y que te quede claro que en la puta vida voy a volver a tocar el piano. Además quiero comunicarte que, a partir de hoy, me quedo a vivir en Buenos Aires. Y se fue sin esperar respuesta de parte de su padre, que lo miraba boquiabierto. Desde entonces no volvió a su pueblo. Su madre vino a visitarlo un par de veces, y Diego la recibía con la condición que solo la vería a ella. Se miró otra vez las manos. Ya no podría con ellas acariciar un piano. Recordó que en los primeros tiempos, en la obra, cada vez que clavaba tablas imaginaba que estaba martillando un teclado. Sonrió, se paró y se acercó a la puerta cuando el tren ingresó en la estación El Jagüel.

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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P

arecía un enorme tiburón negro, uno deforme, ruidoso y volador. Cuando se oía aquel trueno insoportable, algunos se ponían a cubierto instintivamente pero una mayoría inocente salía de sus chozas de barro para admirar las acrobacias aéreas de aquel escualo de metal. Los viejos

sabios debatían qué podía ser aquello y acordaban que era cosa de los dioses. El pueblo esperaba las respuestas de estos patriarcas aunque algunos acudieran a una anciana eremita que tenía sueños premonitorios y sabía de curaciones. Era callada y siempre estaba ocupada con la fabricación de todo tipo de mejunjes y cuencos para sus potingues pero cuando hablaba, sin mirar nunca a la cara, ella respondía: “Esa cosa lleva la destrucción en el vientre”. En la mañana de la luna llena del quinto mes lo vieron más cerca que nunca y creyendo que se iba a estrellar contra la tierra, corrieron todos selva adentro para, finalmente, verlo posarse sobre una llanura sin vegetación que estaba a unos cien metros de las casas. Del interior de esa cosa salieron dos hombres vestidos de verde y cargados con cajas. Sin acercarse a la gente, empezaron a sacar abundante comida en conserva, finas telas nunca antes vistas en el lugar y una serie de frascos transparentes de colores que resultaban de una rutilante belleza para quienes contemplaban el vidrio por vez primera. Las sonrisas de los extraños visitantes y el brillo, colorido y abundancia del improvisado mercado de abastos, animaron a hombres, mujeres y niños a acercarse para saciar su cada vez más hambrienta curiosidad. Hubo banquete, regalos y más y más preguntas sin respuesta ya que, por desgracia, no compartían idioma. Los viejos decidieron que no eran dioses porque sus cuerpos eran de carne mortal y además tenían pies, pero sin duda alguna eran enviados divinos. La curandera estaba más sola que nunca. Parecía que ya nadie tenía dolencias que atender ahora que estaban como drogados con tantas chucherías en forma de peines y espejos dorados, botellas de colores, perfumes del cielo que alegraban el espíritu y sabores nuevos que hacían olvidar todos los problemas. Alguien le trajo una cesta llena de esas tonterías que ella tiró al suelo. En la séptima noche, estando el 113


poblado reunido una vez más alrededor del fuego con aquellos supuestos enviados, la anciana surgió de la oscuridad cual espíritu enfurecido completamente desnuda y pintada de rojo y negro; atuendo de maldición. Y dirigiéndose a los visitantes, arrojó tierra quemada en sus caras rosas, cantando un embrujo por haber traído el mal a su pueblo: “Dentro de doce lunas, pereceréis”. Los viejos gritaron iracundos y se arrancaron el pelo de la barba en señal de extrema desaprobación. Antes de que saliera el sol la curandera ya no existía, engullida por la inclemente turba y tanto su casa como sus remedios curativos fueron destruidos. Numerosos pajarillos, vasijas y grandes viandas de disculpa fueron regalados por los patriarcas para que se olvidara el incidente. A los pocos días, cuando aún duraba la fascinación por el tiburón volador, aparecieron tres ballenas de hierro con más enviados vestidos de verde que salían de su interior. Estos nuevos animales prodigiosos brotaban del mar y ahí permanecían, rodeados de peces muertos: “Tal era el poder de los dioses que las vulgares criaturas marinas se sacrificaban en pleitesía ante ellos” clamaban los ancianos. Más regalos de colores, más vino alrededor del fuego y ahora también, las más bellas mujeres seleccionadas y ofrecidas por los ancianos. Tan pronto como se marcharon todos estos enviados montados en sus monstruos oxidados, a la gente empezó a caérsele el pelo. Era casi imposible pescar porque la mayoría de los peces estaban muertos y los que quedaban vivos ahora poseían extrañas deformidades y daba miedo comérselos, pero era un pueblo pescador y no se iban a alimentar de pajaritos. Lamentaron profundamente la ausencia de la curandera y sus remedios, rememorando también cómo ella predijo que aquellos extraños traerían consigo la destrucción. Y se produjo el cisma. Con cada nuevo entierro de un niño, la madre clamaba furiosa contra los patriarcas. Surgieron los adoradores de la anciana, que eran perseguidos por los adoradores de los dioses tradicionales; mientras que los hijos blancos nacidos de aquellas que durmieron con los visitantes eran masacrados por los seguidores de la curandera. Guerra civil, caos y división. Los de la nueva religión subieron a las 114


montañas que un día fueron habitadas por su ídola y construyeron un santuario donde estuviera antes su choza, erigiendo en él una estatua de grandes pechos a la que pedían salud y protección. Los de la tradición antigua siguieron habitando la playa y pescando en las aguas infectas de cuya maldición, con el tiempo, culparon a la curandera y, por extensión, a sus seguidores. Para los de la nueva tradición, los “malos” eran aquellos de cara rosa que viajaban en monstruos de hierro… Y también lo eran sus defensores. Sea como fuere, aquellos supuestos enviados de los dioses, tras volver a su mundo muy lejos del poblado cuya inocencia habían destruido, perdieron la guerra y su propia vida un año después.

PURIFICACIÓN GARCÍA MARTÍNEZ

España

Sitio WEB: purificaciongm.tumblr.com

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L

a ventana de mi casa era el lugar más hermoso que había hallado en muchos años. A través del vidrio miraba, sentada en un sillón, todo lo que acontecía en el barrio. Llegué a ver cosas insólitas, incontables, cosas que no podía evitar que pasaran, aunque no fuesen normales o

coherentes. Eran tan raras esas situaciones que por momentos me involucraba emocionalmente. En la vereda de enfrente había un árbol hermoso, durante la primavera y hasta el verano se colmaba de flores rosadas y embellecía la calle. Un atardecer como tantos otros me entretuve mirando lo que pasaba detrás de las rejas, el tiempo estaba triste y lluvioso, lo que ayudó posiblemente a que sucediese tan impensada situación. El árbol, que tan firme parecía, ladeó su tronco hasta el suelo quedando como muerto, luego desprendió poco a poco sus raíces de la tierra hasta dejarlas totalmente al descubierto. Pasó todo tan rápido que creí que se había detenido el tiempo, puesto que no vi a nadie que presenciase lo mismo que yo. Supuse que la lluvia había desgarrado la tierra y que la fuerza del tronco tan pesado había logrado derribarlo. A su alrededor había quedado un enorme pozo. Fue entonces cuando la sorpresa se apoderó de mí. El árbol comenzó a levantarse como un zombi adoptando una extraña forma humana, las ramas formaron brazos como si fuesen tentáculos que se movían en forma continua para atrapar todo lo que encontraban a su alrededor. Las raíces habían adoptado el aspecto de múltiples pies que lo ayudaban a deslizarse. En ningún momento llegué a distinguir si tenía rostro, ni puse mucha atención para advertirlo. El pánico se apoderó de mí dejándome perpleja. En ese momento hizo su aparición en el horroroso acontecimiento María. Había cruzado la calle para ver el insólito suceso. Yo abría y cerraba los ojos sin poder creerlo. María era yo que a causa de un accidente caminaba renga. Estaba afuera en la calle, pero desde la ventana me observaba a mí misma. Me acerqué, el árbol me abrazó tan fuerte que logró sedar mi cuerpo. Quise trepar entre sus ramas, pero mis piernas no eran suficientemente fuertes como para lograrlo. Dejé que hiciera su voluntad. De todas formas, no podría resistirme al brutal 117


personaje, pues ya no parecía pertenecer al reino vegetal. Se escuchó una música delicada que reconocí rápidamente, algún vecino practicaba en piano el “Vals del minuto” de Chopin. Me di cuenta de que lo que quería era bailar. Con una de las ramas cortó algunas de sus flores y me las colocó en la cabeza, con otra tomó mi mano y con la más pequeña rodeó mi cintura. Arrastraba sus raíces en forma lenta y pausada al son de las notas de la bella melodía. Él quería danzar y yo estaba dispuesta a darle el gusto, pues no todos los días es posible hallar un danzarín de tal magnitud. La lluvia no cesaba, y la melodía cambiaba una y otra vez. El inconfundible “Danubio azul” de Strauss llenó de gozo mi alma. Supongo que me adormecí luego de haberme observado disfrutar la danza con ese engendro porque al día siguiente desperté sentada en el sillón. Amaneció soleado, la lluvia había acabado durante la noche. Mis zapatos tenían barro fresco, como si lo hubiese pisado pocas horas antes, mi ropa estaba húmeda, me producía frío y sentí una gran angustia. No podía entender por qué me hallaba en esas condiciones. Simplemente había mirado desde adentro de mi casa lo que había sucedido la noche anterior con el que consideraba el árbol más hermoso del barrio. Me abrigué y me dispuse a tomar mate para calentar mi cuerpo mientras miraba el árbol. Estaba quieto, firme, como si nada hubiese sucedido. Yo no me había movido de mi casa, solamente había sido mi propia espectadora. Me calmé, limpié como pude el fango de mi calzado y puse a secar mi ropa. Pero las flores que él me había colocado en la cabeza, las retiré con cuidado de mi cabello y las puse en agua. De ninguna manera permitiría que se secaran.

NÉLIDA MAGDALENA GONZÁLEZ

Argentina

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A Gabby, Patty y Athaly. “Cultivo una rosa blanca en junio como en enero para el amigo sincero que me da su mano franca. Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo; cultivo la rosa blanca”. José Martí, “Cultivo una rosa blanca” Versos Sencillos

C

uando lo vi por primera vez fue en la fila de la cafetería del liceo. Los viernes ofrecían siempre algo especial, diferente de los dulces, cacahuates y papitas del resto de la semana. Ese día servían quesadillas. La fila, muy larga, llegaba hasta la puerta y todo alrededor

del mostrador era un caos. Entre gritos y risas, los hambrientos estudiantes detrás de mí me empujaban, ansiosos por pasar y recibir su pedido antes de que sonara la campana anunciando el fin del recreo. De repente, en medio de ese tumulto, desde atrás un brazo me pasó por encima del hombro extendiendo un billete de cincuenta pesos, estirándose como una liga para alcanzar a la vendedora y asegurar la orden. Tras el sorpresivo brazo vino una voz igualmente sorprendente que, a pesar del barullo, dijo suavemente “dos quesadillas” y dirigiéndose a mí, me preguntó “y tú, ¿cuántas quieres?”. Yo no era alta en esa época y el dueño del brazo me ganaba muy poco en altura. Al escucharlo, volteé y descubrí un chico atractivo con aire carismático que me sonrió y me dijo “perdón por pasar encima de ti, pero tengo mucha hambre y poco tiempo”. Pasmada de que alguien como él me hubiese hablado, no alcancé a responder su pregunta cuando él dijo a la vendedora: “Y agrega dos para ella”. Seguía mirándolo boquiabierta cuando las quesadillas pasaron por arriba de mi cabeza. Él tomó el plato y me dijo “agarra unas servilletas y vamos hacia atrás donde podemos dividir la orden”. Agarré algunas y nos alejamos de la gente. Con una de ellas, él tomó sus dos quesadillas y, entregándome el plato con las mías, me dijo “soy 120


Alex, gracias por dejarme pasar tu turno” y mientras daba una mordida se alejó y salió de la cafetería. Yo, deslumbrada, permanecí de pie con el plato en la mano y con tal asombro que se me cortó el apetito. No alcancé a decirle mi nombre porque cuando reaccioné, él ya había desaparecido. En los días siguientes lo vi en el patio o en los pasillos, cada vez evitándolo, hasta que en una ocasión, por accidente, nos cruzamos. Alex me saludó y me preguntó cómo estaba, como si fuéramos amigos. ¿Y acaso, no lo éramos? Después de todo, yo le había cedido mi turno en la fila de la cafetería. Venciendo mi timidez le contesté y, a partir de ese día, dejé de esquivarlo. El resto del año escolar siguió su curso y Alex y yo seguimos cruzándonos, intercambiando en cada ocasión algunas palabras. Durante la última semana de clases, en medio de la sobreexcitación por el fin de cursos y comienzo del verano, nos volvimos a encontrar por casualidad. La noche del viernes, último día de clases, sería la fiesta de graduación. En ese momento me percaté de que él, una generación arriba, iba a graduarse. El año próximo ya no nos cruzaríamos. Una tristeza me invadió por un momento y sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal. Fue cuando me dijo “¿vas a venir a la fiesta de graduación? Me encantaría que bailaramos juntos”. Atónita, y habiendo perdido todo autocontrol, dejé escapar un “sí” apenas audible, que salió por mi garganta desde el fondo de mi diafragma… y de mi corazón. Estaba tan emocionada que no podía quedarme quieta. Empecé a caminar por todo el patio sin dirección, topándome con amigos y murmurando “estoy feliz” o “no lo puedo creer”. Buscaba impaciente a mis amigas. Mi exaltación era muy grande y no podría esperar a llegar a casa y llamarlas por teléfono para contarles y compartir con ellas esta dicha que, en ese instante, se había vuelto lo más importante del mundo, de mi mundo adolescente, donde empezaba a descubrir las ilusiones del amor. Pero eran más de las tres y media de la tarde y la mayoría de ellas ya se había ido a casa. Caminé hacia mi mochila, tirada en el otro lado del patio, cerca de donde Alex y yo nos habíamos encontrado momentos antes, y ahí me topé con mi amiga Katia. Sin poder contener más la emoción, y con el corazón que se me salía del pecho 121


por toda la turbación, le conté sobre mi cita con Alex para el viernes y, saltando y gritando las dos desaforadas, empezamos a planear qué ropa nos pondríamos, cómo íbamos a ir a la fiesta, cómo nos peinaríamos. Sería la primera vez que me pondría maquillaje y pasé todos los días siguientes probándome diversos vestidos que me prestaron mis amigas. Pasamos horas planeando cada detalle: mi atuendo, cómo me iba a acercar a él cuando llegara a la fiesta, cómo iba a bailar. Día a día la efervescencia crecía más, al punto que la noche anterior sufrí mi primer insomnio. Finalmente llegó el viernes. Al finalizar las clases mis amigas y yo nos reuniríamos en mi casa, donde nos arreglaríamos para ir juntas a la fiesta. Cuando salimos de la escuela, Katia anunció que ella nos alcanzaría directamente allí. Entre risas y frenesí, alboroto y caos, mis amigas y yo pasamos la tarde preparándonos. Acompañadas de música que salía de mi casetera, bailábamos con euforia, hablando todas al mismo tiempo, gritando y saltando. El piso de mi cuarto parecía un campo minado: cepillos, lápiz labial, zapatos, ropa interior, vestidos, peinetas, perfume… el todo rodeado de paredes plagadas de posters de A-ha, Madonna, Tom Cruise, James Dean. Y después de varias horas, cuando estuvimos listas, la magia de la juventud y el júbilo de la noche lograron hacer entrar siete chicas en el coche. Y, escuchando la música de WFM Radio, manejamos rumbo a la graduación. Cuando llegamos a la fiesta, mis amigas y yo nos dispersamos. Ellas corrieron a la pista de baile mientras yo, tímidamente, caminé con sigilo buscando a Alex. De repente, en un rincón oscuro, vislumbré a Alex y Katia, quienes, sentados en el suelo, se besaban apasionadamente. Sin poder dar crédito a mis ojos, me quedé pasmada ahí donde estaba, tratando de disimular mi conmoción. Mi amiga, mi desleal amiga, a quien le había confiado mi gran ilusión por bailar con el chico que me gustaba y con el que había fantaseado buena parte del año escolar, me había traicionado. Se había adelantado a la fiesta para seducirlo. Mi decepción crecía a medida que los observaba. No podía decidir qué me rompía más el corazón: si descubrir en ese instante 122


que perdía a una amiga, o ver desvanecerse la ilusión de estar con Alex, a quién no encontraría más en los pasillos del liceo porque esa noche se graduaba. Como una palmera azotada por un huracán, permanecí un rato más plantada en ese lugar, disimulando mis lágrimas que silenciosamente bajaban por mis mejillas. Después, recogiendo los pedazos de mi corazón, me dirigí a la pista de baile a alcanzar a mis amigas donde juntas bailamos, saltamos y reímos abrazadas al compás de la canción With or without you de U2.

GRACIELA MATRAJT

México

Página WEB: https://sites.google.com/site/gracielamatrajt/home

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E

l objeto simplemente apareció allí, en medio del parque —un poco hacia el oeste y no tan cerca del centro, según varios mirones—, mientras el pueblo dormía. La noche anterior, cálida y sin brisa como cada noche primaveral de

la región, ruido alguno interrumpió el silencio ni luz extraña desde las estrellas se vio en los cielos. Podría decirse que fue una noche idéntica a todas las anteriores. Pero diferente a las que vendrían después. El objeto —para evitar la imprecisa denominación de cosa— recordaba vagamente a un trapezoide. Si es verdad lo que dicen, en algún momento esa fue su forma exacta. El impacto contra la Tierra, si es que lo hubo, no pareció dañar su estructura ni modificar su forma. Al menos no se veía abollada su superficie. Tampoco parecía ser de industria humana; la habilidad técnica del hombre era incapaz de producir algo tan perfecto, tan ideal, tan carente de mácula. Su forma, su procedencia, la técnica utilizada en su construcción, y miles de cuestiones similares, no importaban tanto como el hecho de que en una de sus caras, la que miraba hacia el centro del pueblo, había una puerta —al menos era algo que podía interpretarse de esa manera. Y, como sabemos, una puerta cerrada siempre puede abrirse. Para un poblado tan ínfimo, tan aislado y lejano del mundo, ese descubrimiento fue suficiente para sacudirle la modorra acumulada durante años. Suficiente para levantar el hálito de siesta permanente que todo lo cubre. Suficiente para poner en perspectiva la vida misma. Sin preocuparse por radiaciones, viajes intergalácticos accidentales, razas violentas y/o para nada amistosas que pudieran surgir de su interior, el pueblo se levantó como si de un único ser se tratara. Se organizó un gran banquete de bienvenida con toda la gala que podía imaginar para el instante mismo en que se abriera aquella minúscula puerta. Todas las expectativas estaban puestas en que el acontecimiento tuviera lugar ese mismo día y saliera a la perfección. El mediodía es el mejor momento para un recibimiento protocolar, eso también lo sabe cualquiera. Por esa razón se extendió en torno al objeto una gran 125


alfombra multicolor; se levantó un podio desde donde el alcalde del pueblo dirigiría unas palabras alusivas sutilmente improvisadas aunque varias veces ensayadas; se levantó un escenario para que cantara el coro de niños del único colegio del pueblo, y se preparó una fogata conmemorativa en la que se asarían las tradicionales patatas. El coro cantó. El intendente habló. La fogata se encendió y se consumió. Las patatas se comieron. La puerta no se abrió. Protocolarmente se escogió a una niñita del público a la que se vistió como campesina bávara para que no desentonara al momento de acercarse a la puerta, dando pequeños saltos lanzando pétalos de diferentes flores de la región, y golpearla tres, y solo tres veces, con sus nudillos. Mientras tanto el coro de niños repetiría una de sus canciones. Todo sucedió como se planeó. El coro cantó, otra vez. La pequeña campesina bávara bailó y repartió sus pétalos. La puerta se golpeó tres, y solo tres veces. La puerta no se abrió. Nada sucedió. Transcurrieron las horas, lentas al igual que todos los días, sin que maravilla alguna se produjera. El día terminó. La noche pasó. El podio se desarmó al día siguiente para utilizarlo como parte de la campaña electoral. El escenario regresó al depósito municipal hasta que volviera a ser necesario. La alfombra esperó pacientemente a que alguien la retirara. El objeto continuó allí, en medio del parque —un poco hacia el oeste y no tan cerca del centro, según varios mirones—. Aquella esperanzadora puerta jamás se abrió.

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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Los guantes negros volaban siniestros y determinados como vampiros, rápidos y ágiles como oscuras mariposas de la noche... Ciñeron las relucientes tijeras: ris-ras, ris-ras, y un abigarrado abecé de tipografías nació entre ambos filos. Los guantes revolotearon un instante apenas sobre el pote de goma, dispusieron las recortadas letras, de contrastados estilos, según la previa planificación, y por fin —con la inquietante gracia de flores negras arrastradas por el viento de la madrugada— plegaron la cuartilla de las frases anónimas y la introdujeron en el sobre. El filete engomado fue humedecido, la carta estuvo lista. Y fue solo entonces que vibraron, estremeciendo el aire, aquellos silbos triunfales... La tonada de los primeros versos de “La Marsellesa”: Allons, enfants de la Patrie, le jour de gloire est arrivé...

R

obles se miró al espejo, atusándose el rubio cabello con ademán enérgico. ¡Hombre! Nadie le daría más de treinta y ocho... Se pegó una palmada restallante en el centro de la camiseta. Chato. Completamente chato. Se mantenía bien en forma, pensó. Siempre

listo.

—Gloria... —y una sonrisa dura rebotó contra el azogue. Parecía increíble... Pero no dejaba de ser bien cierto, se afirmó en seguida. Aquellos diecinueve años rebosantes de... todo, eran suyos, incluidas redondeces y tibiezas varias. Suspiró. Únicamente en horario de oficina, recordó. Solo de nueve a doce y de quince a dieciocho. Si hubiera algún modo de... —¡Céeesar! El baldazo frío, pensó Robles. Ella. Claro que, además de su fastidiosa melosi¬dad y sus piernas inútiles, Hortensia había aportado a la sociedad matrimonial una respetable renta... Y había aportado asimismo, como contrapartida a la vitalidad de él, un corazón delicado y frágil como burbuja. Según el médico advirtiera, una sola impresión fuerte y... ¡pop!

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Robles torció la boca. ¿Por qué diablos tenían que vivir en un vecindario tan tranquilo? —¡Céeesar! ¡Por favor, querido, vení un minuto! Se sacó la rabia haciendo un ademán obsceno ante el espejo. Luego suspiró y dispuso los músculos de la boca para que modularan “el tono”: —Voy, mi amor... ¡Me falta el nudo de la corbata! Se metió dentro de la camisa y oprimió vigorosamente su nervudo cuello con el lazo escarlata. Pasó los brazos a través de los sucesivos túneles de tweed, se arregló el pañuelo del bolsillito alto y, ya compuesto, acudió al cuarto contiguo. —César... —lloriqueó su esposa, desde su nido de sábanas y cojines—. Cuando vuelvas del trabajo quiero que me traigas revistas... ¡Me aburro tanto, sola la tarde entera!... Así reventases, pensó Robles. Y dijo: —Sin falta, mi amor. —Consultó el reloj de pulsera—. ¡Qué hora se hizo!... —¿Ya tenés que irte? —la voz debilucha se licuó en quejido plañidero—. ¡No te demores en volver, de noche! Ya sabés cómo me inquieto cuando no... ¿Te inquietás, dulce, amada, idiota mujer mía? ¿Te inquietarías un poquito más si conocieses a la señorita Gloria..., la del teléfono, estúpido bien mío? —¡Céeesar!... —¿Qué, mi cielo? —¡No trabajes mucho, querido! Tenés cara de cansado. Robles exhibió casi todos sus fuertes dientes amarillentos. —No te preocupes, linda... No pienso excederme. No. La exclamación había trascendido los límites del recato, y Gloria miró en torno, recelosa de la curiosidad de las mesas vecinas. —¡Hablá más bajo! —susurró con aspereza—. ¡Hasta del mostrador nos miran! ¿Querés hacer un papelón? ¡Si sabía que ibas a ponerte así, no te contaba nada!... El hombre pálido que la acompañaba la miró por sobre restos de té y 129


sándwiches. Si no fuera tan hermosa, se dijo. Si tan solo... —No entiendo tu reacción —continuó ella, en alto el precioso mentón, helado el tono—. Al fin y al cabo, no creo haberte alentado en ninguna forma para... Él inclinó la frente. —Por supuesto. ¡Ya sé la canción! Ella frunció las cejas. —¿Canción?... —“Fuimos amigos, solamente amigos...” Etcétera. ¿Eh? Gloria hizo un mohín de disgusto. Estaba arrepintiéndose de la cita, sin duda... Sin saber cómo, la mano del hombre saltó hacia la de ella, apresándola en ingrato cepo. —¡No creas que ignoro lo que pensás de mí! Que soy un don nadie, un pobre desgraciado sin porvenir... Ya sé, ya sé; y a lo mejor tenés razón. ¡Pero puedo cambiar! Dios, con solo que me dijeras que... Las verdes pupilas de Gloria resbalaron por él: su barbilla débil, su nariz anodina, su porte insignificante... —Quedamos en que no iba a haber dramas. ¡Te ponés en ridículo, Julio! Y soltame la mano, que nos siguen mirando. Él movió por un instante los dedos vacíos. Se sentía como una cáscara, sin contenido alguno debajo de la piel. —¡Y tan luego... por ese tipo! —masculló. Vio cómo los encantos de ella se recubrían con una capa dura y le dolió el corazón. —No tenés por qué opinar de él —dijo Gloria, secamente—. Es todo un hombre, ¿sabés? —Claro. —Su amargura estalló de súbito, como vómito moral largo tiempo contenido—. ¡Un hombre muy hombre, impetuoso, vital!... ¡Vaya, si hasta te muestra su... cuarenta y cinco cada vez que lo visitás! ¡Linda técnica para conquistarse a las muchachas! “¿Sabe, preciosura? ¡Donde pongo el ojo pongo la bala!” ¡Flor de macho! ¡Flor de... puerco! 130


Ella se recostó en su silla, lo más apartada posible de la exaltación de Julio. —Estúpido —las palabras se mellaban entre el filo de los blancos dientes—. ¡Estúpido infeliz!... ¿Cómo dijo? Robles parpadeó. ¡Sin duda le habrían engañado los oídos! Vio que el otro sonreía, sin embargo, y enrojeció de cólera naciente. Julio, entre tanto, experimentaba una extraña sensación: como si un baño de yeso, sobre todo su ser, estuviera endureciéndose. —Dije “puerco” —su tono brotaba calmo y deliberado—. Con todas las letras, ¿oyó bien ahora?..., y con toda la porquería también. Parecía que una flama de acetileno golpeara directamente la barbilla de Robles. La luz del sol poniente proyectaba sobre su rostro duro las sombras de las letras pintadas en el cristal de la ventana: C-E-S-A-R-R-O-B-L-E-S-A-G-E-N-T-E-D-E-BO-L-S-A... Una “S” se retorcía como cicatriz oscura sobre la frente de Robles, resbalando hacia la prominente mandíbula. —¿Me está haciendo alguna broma, jovencito? ¡Si es así, termínela ya, para que podamos festejarla juntos! Julio se inclinó hacia él, por encima del escritorio que los separaba. —¿Broma, dice? Sí, pensándolo bien, podría mirarse así... ¡Porque todo el asunto es ridículo a más no poder! —¿Qué diablos intenta...? —Había una vez un puerco solitario —dijo Julio, abstraídamente mordaz—, un puerco algo romántico, ¿sabe?, que se aburría de revolcarse solo en el barro. Así que salió del chiquero, dejando a su puerca dormitando al sol, para buscarse una gacela blanca, e iniciarla en las delicias del porcino retozo... ¡Y hete aquí que la incauta gacelita del cuento cae sin vacilaciones entre las patas del cerdo! Entonces... La violenta palmada de Robles derribó el tintero. Una mancha azulosa reptó sobre la pulida superficie del escritorio, contaminando lentamente un rosado papel secante.

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—¡Salga inmediatamente de aquí! —rugió Robles. Julio retrocedió. Sus movimientos parecían originados en muelles y engranajes, en vez de carne y músculo. —Saldré, saldré, don Puerco... Lo dejo a solas con su gacelita, que debe estar al llegar. Felices reto... Las últimas letras saltaron en revoltillo. De haber sido el bofetón un poco más fuerte, habrían volado también algunas piezas dentales. Sin intentar siquiera reaccionar, blanco como vientre de sapo, Julio se palpó la mejilla. Después giró en redondo y dejó la oficina. Robles, hirviendo de ira, se desplomó en su butaca. Los dedos de su mano izquierda oprimían cruelmente los de la derecha, y un torrente de sordas imprecaciones brotaba de su garganta. Se sobresaltó al oír que la puerta se abría. Alzó la vista. —¡Usted otra vez! ¡Si está buscando...! Julio levantó una mano. El sector izquierdo de su cara palpitaba y ardía; rojas venillas le estriaban los ojos. —¡Vengo a retirar algo que dejé! ¡Tengo derecho! —señaló con trémulo ademán—. ¡Esos papeles son míos..., ahí, en la mesa! Robles se los tendió, con ademán brutal. —¡Y ahora váyase, infeliz! ¡Y si lo vuelvo a ver, le juro que lo parto en dos! Julio se fue. ...Minutos más tarde resonaba un airoso taconeo en el pasillo. La vida, el ardor, la lozanía... que eran de Robles en horario administrativo. Gloria, Gloria, clamó interiormente, en tanto la estrujaba feroz, tienes que ser mía permanentemente, los mil cuatrocientos cuarenta minutos del día, siete días semanales... Tengo que hacer algo, idear alguna cosa para que seas mía del todo sin que nadie se interponga... Y una oleada caliente anegó al resto del mundo..., hasta las seis. Juan Poggio nunca había estado preso. Jamás se le acusó de cometer siquiera

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la más leve infracción a las leyes vigentes; en cuanto a permitirse la menor deslealtad en su trabajo de repartidor de correspondencia, una noción así habría resultado del todo incompatible con su mentalidad conservadora. Sin embargo, fue el cartero Juan Poggio quien causó la muerte de Hortensia Shaw de Robles: igual hubiese sido que le disparase con una Magnum .44 a quemarropa. Desde luego, el acto fue por completo inconsciente... Solo mucho después se vino a enterar de su involuntario homicidio. El sereno aire del atardecer septembrino se hendió ante la sonora intromisión de la sirena policial... Una paloma voló, escandalizada, abandonando el bocadillo de miga que picoteaba. Dentro del coche patrulla, bólido lanzado arteramente por la avenida, el comisario Santoro imponía a un inspector de los fundamentos del caso: —Aparentemente fue muerte natural... La mujer estaba muy delicada del corazón; prácticamente una inválida. Casi no salía de la cama... Como usted ve, no parece haber nada de extraño. Sin embargo, ¿cómo le diría?, ciertos puntos... oscuros, me preocupan. El marido... —¿Devaneos?... —sonrió el inspector. El comisario se encogió de hombros. —Un tipo vigoroso... Cincuentón casi, pero pasaría por mucho menos. En fin... ¡Y alguien mandó un anónimo! —“Su amante marido...”, etcétera, ¿no? ¡Lo de siempre! —Hay un bombón de secretaria metida en el lío... Nada nuevo. Pero recuerde lo del mal cardíaco... ¡Y todos afirman que la víctima era apegada al marido..., casi patológicamente celosa de él! Sume esos datos, y... —Ya veo. Es decir que el anónimo de marras... —...puede haber sustituido con ventaja a un proyectil del .45. Sí, Guzmán...: quedan varios puntos por aclarar. Un anónimo puede sustituir a una bala homicida, claro..., en ciertos casos. Por ejemplo, cuando la víctima en potencia es proclive a los ataques cardíacos y está,

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como suele decirse, con un pie en la sepultura. Como la esposa de Robles. Ahora que, tratándose de Robles mismo, la cosa variaba. Robles frisaba en la cincuentena, sí; pero carecía por completo de achaques de cualquier naturaleza y su modo de vida era sano en lo fundamental. El último chequeo médico había sorprendido agradablemente a su facultativo, quien no pudo sino felicitar a Robles por su excelente estado. De modo que, en el caso de Robles, la situación era de una claridad meridiana. Ningún papel con letras pegoteadas sería eficaz para cortar el impetuoso chorro de vida que lo alimentaba; nadie, en su juicio, imaginaría tal absurdo. Y, sin duda en base a esas consideraciones, la muerte de Robles fue obra de un trozo de plomo caliente, disparado en plena sien derecha por la correspondiente arma del .38, que su crispada mano aferraba con la tiesura definitiva del rigor mortis. —¿Suicidio?... —interrogó el inspector Guzmán, sin dirigirse a nadie en particular. El comisario Santoro se acarició el mentón. —Mmm... S-sí —aseveró, al cabo de un instante—. Sí, me parece un caso claro. Teniendo en cuenta los datos del laboratorio, en relación con... Cuenta justa, inspector: ¡me jugaría el cargo!... Ildefonso Valdez no conocía a Juan Poggio. No era vecino suyo, ni estaba emparentado con él, ni se lo había encontrado jamás, siquiera en forma casual... En verdad, jamás había oído hablar de él. Otro cartero repartía su correspondencia. Sin embargo, Ildefonso Valdez tenía en común con Juan Poggio mucho más de lo que pudiera imaginar. Valdez era técnico en dactiloscopia en Jefatura de Policía; al que sí trataba con frecuencia, de hecho, era al comisario Santoro. —¿Sabe una cosa, Valdez? —le dijo aquel cierto día en tono ligero—. ¡Usted acaba de matar a una persona! Valdez no entendía gran cosa de bromas. A lo sumo se sonreía, en ocasiones, frente a las extrañas sinuosidades que adquirían determinados surcos digitales de

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prontuariados. Por esa razón el ex abrupto de Santoro, en un primer momento, lo dejó sin habla. Luego captó la dosis de ironía instilada en el tono de su superior jerárquico, y sus ojuelos enviaron airados fulgores de reproche a través de las gafas. —¡Si no se explica!... —refunfuñó. Santoro, riéndose francamente, le palmeó la espalda. —¡No se me asuste, viejo! En realidad se trata de un suicidio. —¿Suicidio? ¿Y quién...? —César Robles. ¡Ese tipo al que le tomó las huellas hace un par de días! —Robles, Robles... ¡Ah, sí, sí! El del pulgar anómalo. ¿No fue el que le mandó ese anónimo a la esposa para...? El comisario Santoro meneó la cabeza. —La conciencia culpable, Valdez... ¡La conciencia culpable! ¡No! —Vamos, vamos, Gloria... ¡Si sabía que lo ibas a tomar así, creéme que no te decía nada... —¡Pero es que me parece mentira! —sollozaba ella—. ¡No puedo concebir que César...! Julio le tendió un pañuelo. —No debés mortificarte así por él, Gloria. ¡No lo merece! —¡Es que siento que... que yo tengo la culpa de todo! ¡Yo! Julio se acercó más a la muchacha. Ya en el extremo del sofá, su brazo se dobló en torno a los hombros de ella y la estrechó con gentileza. —No, no —le aseguró—. Tú no tenés la culpa de nada... ¡Es inútil que sigas torturándote! —Pe... pero es que me cuesta aceptarlo. ¡Qué César haya sido capaz de una cosa como esa!... No puedo... Él le alzó la barbilla, obligándola a enfren¬tar su mirada. —No sabés cuánto siento que haya sido así, Gloria. Pero tarde o temprano te tenías que enterar de la verdadera índole de ese hombre, nena. Es mejor de este

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modo, y no cuando ya fuese irremediable para ti. Gloria sacudió la cabeza contra el pecho de él, sollozando. —Robles la mató, Gloria —dijo Julio—. Mató a su esposa igual que si la hubiese apuñalado... Y te usó a ti como arma, Gloria. Fue ese anónimo lo que la mató; y Robles lo escribió y se lo hizo llegar, para que el corazón enfermo de la mujer estallase. —César... Un... asesino —musitó ella, contra la solapa de Julio—. Me parece una pesadilla... Un mal sueño que... —Un hombre muy hombre, impetuoso, vital... —dijo él con suavidad—. ¡Ay, Gloria! Eso te atraía de él, ¿verdad? Nada le detenía cuando algo le obsesionaba..., ni siquiera el crimen. Solo que se descuidó, y la policía encontró huellas digitales suyas en el anónimo asesino. Ya estaban a punto de detenerlo... Él debió enterarse de algún modo, y prefirió el infierno a la prisión... Decisión suya. Él sabría. Las sombras se abatieron sobre la habitación... Los brazos de Julio se unieron alrededor de Gloria, y el dorado cabello de la joven quemó la mejilla enjuta del hombre pálido y delgado. De madrugada, bajo el cielo encapotado, las calles se extendían como pequeños yermos artificiales, flanqueados por oscuras moles de cemento y cristal ennegrecido por la noche. Los pasos del hombre abrían sucesivos orificios en el silencio; una caricatura grotesca de sus formas se reflejaba en la húmeda calzada. “No fue tan difícil, al fin y al cabo”, se decía él. “Una vez que superé el escrúpulo inicial... Probablemente el padre Hilario me pronosticaría los novenos infiernos, si se enterase; pero hasta eso lo sufriré con gusto. Gloria. Gloria. Gloria. Un manojo de ti para llenar mis días, el sabor de tu carne y el calor de tu sangre... ¡Qué importa lo demás! Nunca sentí la euforia esta, nunca... ”¡Qué fue aguantar alguna bofetada, insultos, desprecio! Todo por ti, Gloria... Enfrentándome a ese hombre pude obtener sus huellas en un papel..., como era necesario.

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”Y maté dos veces. ¡Yo maté...; yo! ¿Y qué? ¡Fue para poder tenerte, Gloria..., para que fueses mía! No me arrepiento. El hombre era un puerco libidinoso y ella..., ella vivía prácticamente en cama. ¡Para vivir así más le vale estar muerta!... No me arrepiento. ”Porque lo hice por ti, Gloria. Por ti le robé a ese hombre la pistola que guardaba en el escritorio, según me contaste, y lo maté con ella. Sabía que pasaría por suicidio..., suicidio plausible, en cuanto la policía comprobase que las huellas del anónimo eran las de César Robles..., quien al saberse descubierto se habría autoeliminado, para eludir a la justicia. ”Todo lo hice por ti, Gloria, porque para mí tú estás por encima de todo, infierno y cielo incluidos... ¡Por ti, Gloria!” Y sobre el tap-tap de los zapatos se impuso otro sonido, marcial, vibrante: silbidos. Los dos primeros versos de “La Marsellesa”. El Día de Gloria.

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

Ilustración:

JACK FARAGASSO

Se ha puesto de moda últimamente el escribir relatos policíacos en los que el criminal, perpetrado su condenable acto, burla a la ley y sale impune. En el microcosmos narrativo de mi factura, por el contrario, la fórmula se apega casi invariablemente al axioma clásico, desde los tiempos de Dupin y Sherlock: El crimen no paga. No obstante, como toda regla reconoce su excepción, alguna que otra vez he transigido con la transgresión, como en el relato que sigue. Pero ha de tenerse en cuenta que precisamente por serlo, la excepción no hace más que afianzar la norma. En general, soy conservador en ese sentido. Como dato adicional podría añadir que el “triángulo” que protagoniza la trama reconoce su inspiración en personas reales, que compartieron una situación análoga, según consta al autor de estas líneas. Pero como la vida, si bien en ciertas ocasiones puede llegar a ser “más extraña que la ficción”, es mayoritariamente menos dramática, debo decir que no se registró homicidio alguno en la versión “palpable” de este conflicto pasional.

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-U

sted no sabe con quién habla —exclamó el hombre. La recepcionista del Centro Editorial respondió con una sonrisa. Doce años en el puesto le habían conferido habilidades para atender a los visitantes con sorprendente

naturalidad.

—Por favor, entregue cuatro copias del texto que desea publicar escrito con tipografía times new roman sobre hojas tamaño carta con márgenes de tres centímetros e interlineado de dos puntos. Ese material deberá acompañarse de la solicitud que le entrego en este momento para que la complemente con sus datos y los documentos requeridos a todos los candidatos. Una vez recibida su propuesta esperará entre seis meses y un año el veredicto del comité evaluador. De ser aprobatorio comenzará el proceso de revisión que por lo general toma otros seis meses. —Usted no entiende. Soy un escritor consagrado a las letras y durante mi vida entera he conseguido méritos suficientes para no tener que verme obligado a sufrir el maltrato que las autoridades confieren de manera sistemática a los artistas. No puedo soportar que usted me endilgue año y medio sin tener cierto que mi obra será aceptada. Agradezco su paciencia y su risueña amabilidad, pero no puedo esperar tanto tiempo para poder publicar mi libro. —Ni siquiera le he dicho nada del proceso editorial. —¡Cómo! ¿No empieza inmediatamente después de ser aprobada la obra? —Permítame consultar nuestro listado. Un momento. Ya. Ahora mismo le informo que tenemos ciento sesenta títulos en diversos procesos de edición. —Esto es insólito. ¡Yo no quiero ser el solicitante ciento sesenta y uno! —Si demora la entrega de sus documentos podría corresponderle un número mayor. —¿Con quién puedo externar mis quejas? —Señor, mil perdones, pero necesito que me repita su nombre. —No es posible, claro le dije desde mi entrada a esta oficina que soy Octavio Segundo y usted pareció tomar nota. —No recuerdo, mil perdones por la omisión. ¿Es su nombre real o es un 139


apodo? —Es mi nombre artístico. A nadie le importa saber más. —Le recuerdo que toda información debe ser fidedigna y avalada por los anexos correspondientes. El hombre alzó la voz sin alterar el semblante jovial de la recepcionista. —Soy un gran escritor y necesito el reconocimiento que me permita difundir mis obras. Además exijo una pensión vitalicia que solucione las necesidades de comodidad presentes en todo creador. La recepcionista proyectó la mirada por encima de las gafas de aros circulares para ver con detenimiento al hombre que se despeinaba al revolotear la cabeza con giros repetidos siempre de izquierda a derecha. Advirtió los zapatos pulidos como espejos y el pantalón de piernas bombachas. Con un segundo atisbo pudo ver el saco celeste de largo excesivo. No terminaba de sorprenderse cuando descubrió las cadenas doradas presentes en las muñecas y el cuello del visitante que no parecía conformarse con las respuestas y las sonrisas recibidas. —Supongo que esta oficina tiene un director. Por favor comuníqueme con él. —En este momento le informo que para hablar con nuestros funcionarios es necesario solicitar una cita. Si gusta puede tramitarla en culturaestatal.com —Soy Octavio Segundo y soy el mejor escritor de esta ciudad. —Claro señor Octavio, pero es necesario realizar los trámites electrónicos para poder atender sus propuestas. —¿No le dice nada mi nombre? —Solo que nunca conocí a nadie llamado Octavio ¿Es por el número ocho? —No quiero hablar de ese tema. Yo he escrito desde la infancia. Mis textos se encuentran en todos los periódicos de esta ciudad. —Ah, ¿no ha probado en difundirlos mediante las redes sociales? —Los artistas no tenemos tiempo para lidiar con tanta tecnología. —Entonces debo suplicarle que digitalice los textos que considere relevantes. Necesitamos cuatro copias de cada uno ellos. Por favor inclúyalos con los otros materiales que ya le referí. No olvide añadir en su solicitud de cita las obras que ha 140


escrito. Anexe también premios y reconocimientos recibidos por su trabajo. Los internacionales otorgan más posibilidades de que su obra sea colocada en mejor posición, pues muchos de los documentos recibidos solo refieren premios otorgados por la municipalidad o son producto de la autoimpresión que no habla muy bien de ellos. El escritor fue de un lado a otro de la pequeña oficina. El rostro fruncido exhalaba desesperación. Acomodar sus pensamientos le tomó diez minutos que la recepcionista aprovechó para atender su buzón de mensajes. —Todo esto me confunde. ¿Cuántos libros imprimen por año y cuánto pagan por cada obra? La mujer se sobresaltó al escucharlo. Por un instante había olvidado la presencia de Octavio. —¡Puede repetir lo que dijo! —¿Cuántos libros imprimen y cuánto pagan por cada obra? —El área editorial publica un promedio de cuarenta volúmenes por año. Los autores reciben como pago el diez por ciento del tiraje. Esto significa que salen de aquí con diez ejemplares. El financiamiento ha sido irregular durante los últimos años por lo que tenemos un rezago considerable en la producción. En caso de que su obra fuera aceptada tendría que esperar por lo menos cuatro años para recibirla siempre y cuando el flujo de recursos se mantuviera, o aumentara, aunque esto último no lo considero probable. Octavio Segundo la miró en silencio. Ella devolvió la mirada triste con una sonrisa igual a todas las sonrisas dispensadas en el trabajo. Octavio creyó advertir un poco de simpatía. En ese instante vio el fracaso de la trayectoria literaria distribuida en cuatro décadas donde destacaban tres poemarios, cuarenta cuentos costumbristas y dos novelas cortas aún inéditas. Resultaban inútiles las charlas dispensadas con generosidad en clubes sociales, escuelas de nivel básico y en la misma universidad estatal. Lamentó no haber emigrado a la capital como otros conocidos que a fuerza de picar piedra lograron cierto reconocimiento artístico. Salió de la oficina de gobierno sin despedirse. 141


En algún momento del regreso se detuvo frente a un grupo de personas que esperaban el transporte urbano. Emocionado relató el primer capítulo de la novela más reciente. Absorto, no supo que el ir y venir del autobús renovaba la audiencia cada quince minutos. Notó la sonrisa de una mujer. No tardó en reconocerla. Pertenecía a la recepcionista de regreso a casa tras concluir la jornada laboral. Octavio descubrió entonces el nombre inscrito en el uniforme de su oyente con resonancias femeninas, cordiales y esperanzadoras. Era evidente que ella, Elena, disfrutaba la historia. Octavio reconoció en ese instante que valía la pena ser escritor. Cuatro o siete años no eran interminables. Pasarían rápido. Lo más importante era digitalizar su obra y acudir a la oficina editorial para ponerla en manos de Elena. Aún estaba a tiempo de consagrarse. En voz alta exclamó: —La inmortalidad es cuestión de paciencia. Elena volvió a sonreír como reflejo perfecto adquirido tras atender dudas, reclamaciones y quejas durante doce años consecutivos.

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Página WEB: Literatura Virtual

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Morse ESTEBAN E.RÍOS

L

a pava emitía un suave sonido, avisando a un usuario experto que el agua ya estaba para el mate, eran casi las nueve de la noche de un junio usualmente frío. José salió a ver la luna al patio de maniobras, la luna estaba gigantescamente blanca, la “luna del cazador”, como se lo había

contado su abuela en su Virasoro natal, cuando era un niño de diez años y se ponían a juntar las mandarinas que caían de los árboles más o menos para estas fechas pero veinte años atrás. Había venido para estudiar veterinaria, pero por falta de interés y por necesidad, abandonó antes del año y un amigo de su madre le consiguió empleo en los ferrocarriles, primero como peón, luego en la playa, así hasta llegar a ser hoy un conductor. Estaba esperando en la plataforma al FGU 601, conocido como el Gran Capitán, una formación que hacía el servicio regular desde Federico Lacroze, una estación ubicada en la Capital del país, con Posadas, capital de la provincia de Misiones. Generalmente no viene hasta la estación de la Capital correntina, sino que va para Santo Tomé y luego arriba a Posadas, pero hoy al finalizar el viaje tendría que ir vacía para mantenimiento, una práctica habitual en las formaciones cada dos meses. Había pasado su última parada en Santo Tomé hace una hora, ubicada a menos de cuarenta kilómetros al sur de la capital correntina y era cuestión de minutos su llegada. Compró la quinta de Crónica, todavía hablaban del gran campeonato que estaba haciendo Boca Juniors en el Metropolitano del 81 de la mano de Maradona y Brindisi. 144


Finalmente apareció el tren, no había mucha gente en el andén porque era un día tranquilo, en donde la gente no viajaba tanto. Luego de hablar con el anterior conductor de los quehaceres del viaje, subió a la cabina y preparó todo para partir, tomó nota de la cantidad de personas que habían viajado, solo treinta en los ocho vagones habían llegado, recorrió cada uno de ellos y estaban vacíos, cerró cada una de las puertas y encendió el tren. Segundos después estaba en marcha en dirección a Posadas, pensó que bajaría en San Cosme para comer algo, allí había una cantina de Patricio Ibáñez, un lugareño que hacía las mejores empanadas de la región, así que era un alto obligado para muchos viajantes. Luego de salir de la Ciudad escuchó un ruido en uno de los vagones, como si algo se hubiese caído, algo habitual, nada para preocuparse. Media hora después volvió a escuchar otro, eso lo inquieto, por ello encendió las luces de los vagones que venían a oscuras, sabía que no tenía que abandonar la cabina del conductor, así que iba inspeccionar cuando llegara a la Estación de San Cosme, en veinte minutos. Finalmente una vez que llegó se puso a mirar la cabina, se habían caído unos platos del vagón comedor y se dispuso a recogerlos guardándolos en su lugar. El tren estaba vacío desierto, sin embargo se percibía un extraño olor a azufre mezclado con humedad. Le llamó la atención lo primero, pues en ferrocarriles no se utilizaba azufre para nada. Con las luces encendidas siguió caminando. Ayudado por una linterna miraba bajo los asientos, cuando se incorporó percibió a un perro negro sobre la ventana derecha, fuera del vagón, algo habitual que los perros se acercaran a los trenes, a veces por curiosidad y otras para ver si algún pasajero les daba algo de comer. Bajó del tren cerrando correctamente todo, volvería en media hora para retomar el viaje, aún faltaban casi trescientos kilómetros, hacia la capital misionera. Nuevamente en viaje solo se escuchaba el traqueteo de las ruedas sobre las vías, una noche serena y sin pausa hasta su destino final. A su costado derecho, por el rabillo de su ojo percibió un movimiento, por fuera de la ventana. A la misma velocidad que el tren, iba corriendo un perro negro de lomo plateado, flaco y de patas largas. José sintió un escalofrío, algo que solo había escuchado de su abuelas y de sus 145


tíos, no existía un perro tan alto, ni tampoco había en el monte un animal semejante, además si le sumaba que había una gran luna, todo encajaba, dos más dos son cuatro, el lobizón. El lobizón, según cuenta la leyenda, es séptimo hijo varón de un matrimonio, se transforma en un perro de patas largas negro con el lomo plateado y poco pelo, en las noches de martes y viernes de luna llena sale a comer cadáveres y heces de animales, de vez en cuando a un recién nacido. Por la mañana vuelve a su forma humana. El hombre que es lobizón suele ser flaco, desgarbado, huraño y antipático. Su piel tiene tonalidad amarillenta y no es raro que desprenda un olor rancio que en algunos casos llega a ser nauseabundo. Es descuidado en el vestir y francamente intratable. Rosendo se despertó sobresaltado, era domingo y como siempre, recordó cuando iba a misa con su madre hace muchos años atrás, a la primera de la mañana, la que empezaba a las ocho. Después de los dieciocho no pudo acercarse nunca más a una iglesia o símbolo católico, de solo pensarlo le dolía la cabeza y le ardía el cuerpo, los mismos dolores de siempre. La mañana en el monte era fresca, pensó en buscar comida, no por hambre pues no sentía ni percibía nada que viniera de su cuerpo. Estaba vacío, como muerto. Más por costumbre recordó que tenía unos pescados de la noche anterior así que se dispuso a hacer fuego y comerlos. Por la posición del sol eran cerca de las doce del mediodía. Cuántos días como hoy que se levantaba sin recordar nada de días anteriores, todos los martes y viernes eran noches malditas. Ha tratado de evitarlo, ya no recuerda las veces que intentó suicidarse, pero una fuerza mayor siempre lo evitaba. Anduvo todo el día por el monte solo, lejos de sus hermanos, de su familia, caminando cerca de las barrancas y entrando al río, de aguas cálidas para estos días frescos. Así divagó hasta el martes, se alejó lo máximo posible de cualquier poblado, pero sabía que era inevitable lo que ocurriría a las doce de la noche. Detrás de un árbol empezó a rezar el credo al revés y se tumbó sobre su cuerpo dándose vueltas

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sobre la tierra, su pecho parecía que iba a explotar pero solo se hacía más ancho, su piel se oscurecía y se cubría de pelo, sus ojos se ponían amarillos y sus dientes y uñas empezaban a crecer, lanzó un aullido de dolor y la transformación estaba completa, el lobizón saldría a buscar víctimas para comer como hacía siempre. Bajando a través del monte profundo escuchó un sonido que lo atemorizó, eran ladridos, y lo hizo esconderse detrás de un árbol. Un grupo de muchos hombres lo estaban buscando, eran más de cincuenta con perros, armas y supuso que llevaban balas benditas, la última noche casi habían dado cuenta de él, pero se tiró al agua y le perdieron el rastro. El río lo había salvado, en otro momento podría haber peleado o al menos atemorizado, pero llevaban rosarios colgados y era imposible acercarse por ese motivo. Desde lo alto escuchó un repiqueteo, salió a ver y vio que venía desde las vías, evidentemente era un tren. Estaba cerca de la estación, jamás había visto alguno, pero no tenía alternativa, vio que estaba parado y se escondió debajo, pero los perros igual lo atraparían, tanteó las puertas y pudo entrar a uno de ellos cuando justo se acercaba un hombre. No sabía si era uno de lo que lo andaban buscando, así que salió corriendo y en ese momento tiró algo al piso que hizo un ruido fuerte, como pudo trepo al techo y se quedó allí. Analizó lo que haría, si se ponía en peligro iba a matarlo, no tenía opción, estaba entre la espada y la pared, escuchó pasos bajo suyo y vio que habían encendido todas las luces. Luego de unos minutos, el tren empezó a moverse y lo hizo perder el equilibrio, cayó al suelo, nadie lo escuchó pero sintió un gran dolor, vio que se iba lentamente, por eso se puso a correrlo para ver si lo alcanzaba y saltó, cuando sucedió lo peor. Una luz apuntaba a sus ojos, el hombre que iba al frente del tren lo apuntaba con una linterna a sus ojos y lo había visto, con sus garras se agarró al borde del primer vagón y trepó hacia el techo, tenía que matarlo antes que avisara a los demás. José sabía que no tenía oportunidad, solo algo bendito podía detenerlo, o algo religioso ¡Ya lo sé!pensó. Agarró una tiza e hizo una cruz en la entrada de la máquina, luego tomó una fibra e hizo lo mismo en cada ventana, no sabía si tenía mucho tiempo y debía pensar rápido, estaba a poco de llegar a destino. En sus años

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de la “colimba”, había estado adscripto a la oficina de comunicaciones, pasó un año allí y algo que manejaba muy bien era el código morse, se le ocurrió utilizar la sirena del tren, no sabía si aguantaría o se quemaría porque no fue diseñada para eso, pero no había opción, era de vida o muerte. En la comisaría del pueblo estaba el joven oficial Ernesto Fernández, mateando tranquilamente y escuchando la radio, en su turno nocturno, la noche se presentaba serena. Frente a la comisaría estaban las vías y a su derecha la terminal, conociendo el pago sabía que hoy no venía nadie, pero sí una máquina que necesitaba mantenimiento. De un momento a otro empezó a oír la sirena del tren, pero no era el mismo de siempre, además no había a quién saludar. Prestó atención, el sonido tenía un patrón. Ernesto había realizado la conscripción tres años atrás, en el regimiento de montaña N° 18, en Zapala, Neuquén. Habían sido días duros, fríos y solitarios, un paisaje de montaña, extrañaba su Monte Caseros natal, donde el clima era agradable y se zambullía todos los días de calor en el Paraná. Algo le había quedado claro en esos días, la comunicación, “escuchar a través del ruido o del silencio”, como le decía su instructor, el Sargento Alfredo González, un cordobés estricto pero justo, de gran altura y cabello negro como el carbón. Porque en la montaña y en los terrenos del sur es fácil perderse entre la inmensidad, o cuando está nublado y no está el sol para orientarse. Entonces luego de escuchar con atención captó el mensaje: –AYUDA – LOBIZÓN – TREN - SACERDOTE – BENDITO —en cualquier otro momento esto le hubiese parecido extraño, hasta asustarlo, pero sabía que en los pueblos vecinos andaban en búsqueda de ese maldito hijo del diablo, se habían organizado grupos y escaramuzas, pero aún no daban cuenta de él. Tomó el jeep y partió volando hacia la parroquia frente a la plaza central, a pocas cuadras de donde estaba, frenó y corrió, pareciendo que no tocaba el suelo. ¡Padre! ¡Padre! llamaba mientras golpeaba la puerta del cura, que a esta hora ya debía estar dormido. Del otro lado corrieron el cerrojo, el padre Daniel, párroco chaqueño de

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sesenta años abrió la puerta vestido de un pijama largo negro. ¿Qué necesitas hijo? Respondió amablemente. ¡Venga conmigo padre! Parece que el lobizón viene dentro del tren que está a punto de llegar, es todo lo que se. ¡María Santísima! exclamó mientras se persignaba, tomó el agua bendita y cerró la puerta tras de sí subiendo a la camioneta con el joven policía. José vacilaba, si entrar rápido para descarrilar el tren teniendo así una oportunidad, pero también podía morir en un brutal accidente. Mientras pensaba esto vio una luz de frente, pequeña en la oscuridad, en un morse efectivo decía: SACERDOTE EN EL ANDÉN – FRENE. Y entonces apretó los frenos bruscamente. Y el lobizón saltó justo cuando el tren frenaba bruscamente, su propio impulso más el de la máquina lo arrojaron sobre la locomotora. Todo sucedió en un par de segundos, cuando estaba sobre ella sintió un mareo y cuando la tocó con sus patas fue como haber pisado lava, no lo soportó y cayó sobre la plataforma, justo cuando se acercaban un par de sombras y sintió unas ráfagas de ardor en su cuerpo, algo que jamás había sentido… lo que no sabía era que la locomotora había sido bendecida el día de su inauguración, el Gran Capitán lo había vencido. Y el cabo lo vio venir, luego de escuchar el rechinado de los frenos, vio que un perro grande saltaba con dolor de la locomotora, sacó su arma y por reflejo disparó. Lo que no vio fue que detrás suyo, el Padre Daniel estaba bendiciendo el arma. Daniel había servido correctamente a la orden, de joven sintió el llamado e ingresó a la congregación a los dieciocho años, tuvo distintos destinos, siempre acompañando a los fieles, sabía que Dios le tenía un gran desafío por delante, jamás pensó que sería ese, jamás pensó que tenía que bendecir un instrumento para matar, para dañar a un semejante, pero la misión era otra, era limpiar de este mundo al hijo del diablo. Y Rosendo se despertó, le dolía el cuerpo, aún era de noche, intentó sentarse pero su sangre salía de tres orificios, sentía que su vida se iba apagando, vio a tres 149


personas, una de ellas un sacerdote, otro un policía y el último tenía uniforme de ferroviario. Hacía muchísimo tiempo que no veía un cura y este lo estaba bendiciendo, ahora lo comprendió. Su maldición se terminó para siempre, se iba con él, ya no haría más daño. Escuchó del primero un salmo y un pasaje bíblico que decía que ahora estaría a la derecha de Dios, lo creía, sus últimos recuerdos era cuando jugaba en el monte con sus hermanos, los perros a lo lejos ya no ladraban, ahora aullaban, vio una estrella perdida en el firmamento, un alma se iba, y de sus ojos brotaron lágrimas de felicidad.

ESTEBAN E. RÍOS Argentina

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GARE DES LIVRES PLÁCIDO ROMERO

-Y

dígame, ¿adónde quiere viajar? Pues… Quizá un viaje clásico. No sé.

¿Qué tal China? El gallo de hierro. ¿El gallo de hierro? Es el nombre que le dan los chinos al ferrocarril. Usted visitará el interior

misterioso del país en plena época de cambios: un mundo desaparece y otro se abre paso. No le entiendo. Mao acaba de morir, pero todavía sobrevive el maoísmo. De alguna manera. El país comienza a transformarse, quiere ser una potencia económica. Los propios chinos no sospechan lo que ocurre, ni lo que se les viene encima. No, no me interesa. ¿Y la Patagonia? Allí hace mucho frío, ¿no? Y de todas formas, ¿qué puede haber de interesante en la Patagonia.

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Vale, no insistiré. ¿Usted necesita encontrarse a sí mismo? Cinco largos días en un tren de mercancías. ¿Qué le parece un viaje al Hayedo? ¿El Hayedo? Es lo que significa la palabra alemana Buchenwald. Pero eso es… Sí, claro. Es una hermosa palabra, que se parece a Bücherwald, otra hermosa palabra. Pero le entiendo. Puedo ofrecerle el viaje de vuelta. Recorra la Europa de posguerra: Polonia, Bielorrusia, Ucrania, Rumanía, Hungría, Eslovaquia, Austria, Alemania, Italia. ¿Todos esos países? Sí. Un año de viaje. Confusión, odio, esperanza. Le sorprenderá. Se lo aseguró. No. Si quiere un viaje largo, le puedo ofrecer el transiberiano. El Asia tártara… La amenaza de los bandidos… Días y días viendo el mismo paisaje. Parece aburrido. Y peligroso. ¿No le gusta el peligro? ¿Qué tal un recorrido por Austria e Italia? Un viaje sobre todo interior. Ya veo que usted no es joven. En este viaje podría encontrarse a sí mismo. El que es y el que fue, al tiempo que visitará los países que fueron y que ya no son. Muy interesante. Le sorprenderá. No sé. Y Estámbul-París. ¿Cómo le suena? Vagones de lujo, buena atención. Tendrá bellos paisajes y misterio, mucho misterio. Le garantizo entretenimiento. No me convence. Haciendo algunos trasbordos, le puedo ofrecer recorrer Francia, Italia, la India, Estados Unidos… Parece interesante. Pues claro que sí. Un viaje a todo tren, si me permite la broma. 152


La verdad es que yo solo quería ir a Clermont-Ferrand. ¿A Clermont-Ferrand? Aquí vendemos libros, señor mío. Para comprar un billete de tren tiene que ir a la ventanilla de al lado.

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España

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