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KNOCK OUT! MARIANA CÁRDENAS DÍAZ

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V

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ladimir de nuevo en el cuadrilátero.

“Miralo, ahi´ta ese muchacho ´e nuevo. Por San Pachito lindo que

no lo vayan a dejar todo ensuciao´e sangre” exclama Mama

Josefa, con sus ochenta y tantos años, mientras enciende una veladora a San Francisco de Asís y otra a San Judas Tadeo para luego subir el volumen de la radio. Don Temístocles y Faustino (Fausto) dan largos sorbos al aguapanela humeante de sus tazas. Por el aparato se oye que narran en forma muy elegante como se ablandan la carne dos hombres.

Mama Josefa recuerda como el menor de sus nietos iba todas las tardes, en forma casi ritual, a una vieja cancha dotada con bultos rellenos de trapo, sogas malolientes y tiza de magnesio para las manos de los jóvenes púgiles del occidente colombiano. En lo que era llamado “El polideportivo” de la ciudad. El agua fría del pacifico colombiano, se filtraba por todos lados para vertirse en pequeños lagos; pequeños, pero ocasionaron el daño suficiente a los descalzos pies de Vladimir a sus trece años. Corría sin parar el año 97.

Vladimir en Nueva York, recibiendo crochets, hooks y directos, a la vez lanza escupitajos al suelo de su campo de enfrentamiento. De esos movimientos, el primer hook a la quijada se lo dio su hermano mayor, Franklin, en medio de una golpiza que le fue propinada por defender su pedazo de la cama. Dicho suceso y otras palizas le enseñaron a no meterse en lo que no debía y que “En esta vida, no se debe ser sapo, papi”. Pese a todo, Franklin era un gran deportista en potencia, al momento de enfrentarse a la salida de la escuela, olvidaba que la camisa del uniforme debía mantenerse inmaculada.

Sus piernas gruesas y su frondoso pecho evocaban al Hércules del Valle del Cauca. El dominio de su cuerpo venía desde su pie derecho, adelantado al cuerpo y que hacía espectacular juego con lo erguido de su columna al tipo del griego Mirón, mientras preparaba el maravilloso uppercut (de esos que tan bien le salían). Ese

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Frank era bajado del mismísimo Olimpo, con sus músculos, sus fuertes manos, amplios pies y rostro de expresión adusta.

Los golpes de Frank eran tan certeros que lograban bambiar los cuerpos que los padecían y poner a bailar la mirada de los espectadores. Llegaban como rayos y más de una vez ocasionaron sendos moretones, sangrados capilares y raspaduras por las palmadas callosas de su autor. Franklin tenía sangre de Mohamed Alí y Picasso por ser artista con los puños. Todos auguraban futuros halagüeños para Frank; Manchester, Oaxaca, Puerto Rico, Arlington y Las Vegas, junto a otras grandes y opulentas ciudades que aclamarían con fuerza su nombre y pondrían en cartel las apuestas por esos puños de acero. ***

—Franklincito tenía mucho músculo y poca visión —decía Don Temístocles, su abuelo de grandes manos y ojos brillantes— el muchacho, ese, solo pensaba en pelear, surtir bambucazos a la salía´e la escuela. Su cuerpo era grande pero, en su cabeza, el chininín pensamientos era solo hacer para comer y tener ganas de pelar. Era un comeviejo de tiempo completo, cuando su papá hablaba de escasez, él se proponía para cortero, pescador, carguero o lo que fuera. Nos importaba más que estudiara el muchacho, pero él: “nah, nah, nah”. —La radio perdió el sonido por dos segundos, nada que un manazo no pueda solucionar. ***

Vladimir, el boxeador bonaerense que no para de correr descalzo por las playas enlodadas, malolientes a meados y adornadas por las piedrecillas, los perros olvidados de la mano de Dios y San Francisco, y los vidrios de botellas rotas que los borrachos dejaron tras su tambaleante paso. A sus largas zancadas siente como la arena se mete entre sus dedos, como tras su paso deja marcas de pies talla cuarenta y tres. Corre camino a ver a su abuela para ayudarle a vender las sabrosas empanadas de cambray. Siento que esta narración sería más poética si el joven Vladi cantara un: “empanadas de cambray,

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para las viejas, aquí hay, e que no me las compre, déjelas ahí” a modo de Petronio, pero no. Vladi es el encargado de recibir el dinero y entregar la chuspa con la mercancía. Pasan por cantinas, bares y solares, las empanadas salen a la venta en un dos por tres. Esos tiempos ya se fueron hace más de nueve u once años.

Al paso en que el enfrentamiento avanza, siente su rostro cosquilleante tras el golpe propinado por su oponente brasileño. Cada milésima de segundo se convierte en la reminiscencia de su primer enfrentamiento: “El que lo internacionalizó”, como lo afirman periódicos como “El Puerto”, “Buenaventura Viva” y “El Reflector”, esos recortes están exhibidos en la cabecera de la cama de sus abuelos.

Recuerda la exaltación y los nervios que corrieron por todos sus neurotransmisores al presenciar aquella dama verdosa que llaman Libertad. Se manifestaron a manera de choque eléctrico, correr de sangre por sus venas junto a un bombeo acelerado del corazón, el cual puede percibir él mismo al apretar los puños y cerrar los ojos para hacerse a la idea que lo vivido no fue un sueño.

Esa Estatua de la Libertad es tan inmensa que puede ocupar una pantalla de

televisor o la primera plana de un “New York Times” o un “El Puerto”. Piensa mientras pasan del sur de Manhattan camino a la iluminada Nueva York. Las manos le sudan y la nariz le gotea por el aire frío. ***

Fausto, su entrenador en Buenaventura, se hace a la idea que el boleto de la fama y el éxito que se ha llevado a Vladimir a miríadas de destinos con el propósito de romper jetas a punta de bambucazos es módico frente al destino que le corrió pierna arriba al ya difunto Frank.

—Franklin se nos fue al otro lado por un lío de faldas que encontró por

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andar con ganas de matar los fules ¡sí que había hambre en la casa de la señora Josefa, Dios bendito! El día que ese muchacho se dio por finado, lo mandaron al guabo como si fuera una cosa o un perro —los ojos se enlagunan—. El día que lo encontraron tirado en la vía rumbo al cañaveral (donde había trabajado como cortero hacía unos meses), sus compañeros casi no lo reconocieron por lo mal trajeado que lo habían dejado, sangrado y hasta coquimbo estaba el muchacho. Fue una gran pérdida para todos. El día de su sepultura, hubo ron y lagrima a moco tendido despidiendo al Franklin. Al rato ya se les había olvidado el muerto embombado en el cajón y lo mandaron chispiando al hueco —contó el entrenador terminando con una voz temblorosa que disimulaba con sonrisas y miradas al horizonte.

Mamá Josefa se persigna, aprieta el rosario y se pega aún más a la radio, mientras Don Temístocles le frota el hombro como símbolo de consuelo.

Esa acción de romper hocicos y enñatar rinozonas le ha mostrado el globo como solo a una pop-star u otro tipo de celebridad se ha de presentar. Ayer amaba las chiquitecas que se hacían para el disfrute de los jóvenes. Eso en los días que se tenía presente que los progenitores de los asistentes no se encontraban en el sitio para ver a sus hijas danzar como patiperras y que al otro día el despertador no iba a joder para ir a la escuela.

Hoy ya está habituado a escuchar a un tal Chopin en medio de caras comidas, chicas ensiliconadas y con la ambientación proporcionada por las gracias hechas de la champaña y el brandy, que hacen que las lenguas hagan sonoras más sandeces que de lo normal.

Una vez en el ring, Vladimir recibe un golpe lateral, tal como los que su padre le propinaba con una gruesa correa por agarrarse a trompadas a la salida de la escuela; una escena para nada extraña durante su vida como mocoso. El viejo, ya alcoholizado, nada quería saber sobre peleas, puños y los

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dolores que traían a su mente la imagen de Franklin. El licor y las cachaloas siempre le gustaron a ese hombre, por eso Vladi pensaba que su madre, Jaslenis, había fallecido de tristeza y dolor el día que él nació.

Su papá tenía las manos igual de nutridas como Frank y Vladi, solo que su progenitor las usaba para amasar nalgas de las desconocidas esparmadas que cambiaban un rato de coito por unos pesos con que llevar el pan a su casa. Él, ya viejo, andaba con las ropas con olor a moho, con las barbas largas y espesas por las calles de mala reputación de la ciudad. Muchos decían que se hacía ufano de la fama

de su hijo y otros decían que lo maldecía por “andar embombado y oliendo a Chanel, con reloj melo, anillos melos y ropa cara, mientras su papasito huele a mierda en un pueblo ´e mierda”.

—El viejo murió del hígado y no sé de qué cosas más pero los últimos días se vio muy mal —Dijo Faustino. —¡Hasta sangre tosía! —Apuntó Doña Josefa. ***

A pesar de sentir dolor, Vladimir, en el noveno o décimo round le soltó una sonrisita en la cara a su adversario; acto que dejó suficientemente confundido al brasilero tanto para distraerlo, y hacerle un gancho que le hizo escupir el protector dental de tan pesada mano que lo sumió en el fatal microshock que lo dejara tendido en el suelo para posicionar a Vladi como el vencedor en el enfrentamiento. Minuto veintinueve del encuentro.

No hace falta ser gran matemático para darse cuenta de que del minuto veintinueve al treinta y tres hacían falta 240 segundos. 240 segundos en los que el nockeado hubiera sido Vladi; pero no, el referee levantó el monumental brazo del morocho bonaerense, que en contados instantes lucirá uno de esos cinturones que dan cuenta de la batalla conquistada y de la nariz que se acaba de achatar. Más allá de pensar en la celebración, las sustancias, las mujeres y los caros licores, Vladimir se persignaba dando gracias a San Pacho y a San Judas, mientras pensaba que,

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definitivamente “es mejor ser rico que pobre”. La prensa lo aclama y de sus palabras sale:

—Un saludo pa´mi abuela que no me deja y más encima me encomienda. Al otro lado del globo quitaron la luz y ni Doña Josefa, ni Faustino, ni Don Temístocles alcanzaron a oír el saludo de su Vladi. La oscuridad lo llenó todo tras el

estallido del transformador.

MARIANA CÁRDENAS DÍAZ Colombia

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