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IÑAKI FERRERAS

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BENAVENTE

BENAVENTE

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Siempre le sentaba bien a esas horas... Pero a ella, no. Ella no quería sexo a las ocho de la tarde. Se lo había dejado bien claro, desde el principio. No era su momento. Pero él se empeñaba porque era el único rato en que se excitaba. ¿Por qué solamente se excitaba en ese preciso momento? Porque, hacía años, siendo adolescente, su profesor de religión había abusado de él a esa misma hora. De modo que no podía tener relaciones en

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ningún otro rato del día… Eso también significaba que la violación le había gustado tanto, que le perseguía a lo largo de toda su vida. De modo que cada vez que lo hacía con ella, no podía de dejar de pensar en el sacerdote. Nunca se atrevió a decírselo a sus padres y tampoco nunca fue a ningún psicólogo por vergüenza personal y porque le podrían tomar por loco. De modo que, hasta ese momento y estaba bien seguro de que eso ya permanecería ahí, en

su cerebro para el resto de sus días, había vivido y seguiría viviendo con ese gran

secreto.

Era sábado. Se levantaron con desgana. El quería dormir más y quedarse en casa leyendo a Barbara Cartland. Reconocía su gusto facilón por la literatura romántica. Y le encantaba. Ella, por su parte, quería salir al campo a cazar conejos; era una amante de la caza. Parecía como si la Naturaleza les había cambiado los roles

tradicionales de macho con aficiones de hombre y hembra con aficiones de mujer. De pequeña, su padre militar le había inculcado el gusto por ese deporte.

Como la pareja no se logró poner de acuerdo como casi nunca, en los últimos

tiempos cada uno pasó el día por su cuenta. El hombre se quedó feliz en su soledad. Hacía varios fines de semana que no la disfrutaba porque ella se empeñaba en salvar su relación básicamente por el qué dirán; estaba convencida de que su estatus social así se lo exigía. Sin embargo, a él, lo que pensaran los demás le importaba un comino siempre que no fuese un tema grave, como el que bien guardaba para sus adentros. Cuando volvió de la cacería, él se levantó del sofá y sin darle un beso de

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bienvenida, le habló mirándola fijamente a los ojos.

¿No crees que deberíamos separarnos? Ya no nos queremos… ¿Pero nos hemos querido alguna vez...?

También es verdad. Pero reconoce que, al principio, nos llevábamos bien. Éramos como hermanos que, de vez en cuando, se acuestan. Ella respiró profundamente. Le miró con desgana y subió por las escaleras de mármol hacia su dormitorio a cambiarse para la cena. Y llamó a la asistentacamarera para darle instrucciones. Él no volvió a decir nada. Estaba acostumbrado a sus desplantes, a su soberbia. Sabía que ni el divorcio ni siquiera una mera separación entraban en

sus planes. También intuía que le engañaba con otro… o con otra… Pero, en

realidad, le daba igual. En el fondo de su corazón, tan solo deseaba liberarse de esta atadura y comenzar a vivir la vida a su manera. Puso el tema “My way”, de Frank Sinatra a todo volumen. Se sirvió un güisqui doble. Ella entró airada pidiéndole que lo bajara de inmediato, pero se hizo el sordo y la mujer, en un arranque de ira, quitó el CD y lo tiró a la chimenea. Este ardió con destellos psicodélicos de antiguo vinilo. ¿Se puede saber por qué apagas la música sin mi permiso...? ¿Quién te ha dicho que la quites...? ¿Por qué has quemado el CD? ¡Me lo he dicho yo misma! No soporto esa canción. Mis padres odiaban a Frank Sinatra. Decían que era un mafioso. Lo que odiaban tus padres era la libertad. Entonces, él se levantó resolutivo del sofá, la miró fíjamente a los ojos sin decir palabra y subió a su dormitorio. Preparó las maletas con respiración entrecortada: Ya no podía ni un minuto más. Y salió de la casa dando tal portazo que rompió el pomo. “Menos mal se dijo ella con media sonrisa justo después . Al final, lo he logrado. Y rio abiertamente. Unos días sola para lo que yo quiera. Se sentó en el sofá, se sirvió un tequila, cruzó las piernas al estilo de Sharon

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Stone en la famosa película, encendió un cigarrillo con clase, expulsó la primera bocanada de humo al techo y cogió el teléfono con cierto toque de ansiedad teatralizada.

Marisa, cariño, soy Marta. Al fin, podremos estar solas unos días. Te espero para cenar. ¡Te quiero...! De camino hacia el aeropuerto, resuelto a empezar de cero, buscó con fruición el número de teléfono de su colegio para ver si podía dar con aquel cura que le había marcado para el resto de su vida…

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