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EL PROFESOR JONATHAN CAICEDO GIRÓN
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“Chirrin, Chirrin, te quiero yo, Chirrin, Chirrin, mi profesor” Cantinflas
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«¡H ay golpes en la vida, tan fuertes, tan fuertes…Yo no sé! Golpes como del odio de Dios» «¡Mientras navegaban por su mente estos versos, Danilo, el maestro de la escuela, preparaba su clase de literatura. Pensaba en César Vallejo y sentía cómo el estómago vacío le hacía catarsis con los versos del poeta. Como este, el profesor tampoco tenía el mínimo trozo de pan. Su situación era cada vez más precaria. Una lluvia de espinas penetraba las carnes de su estómago. Para completar sus penurias, la escuela estaba en quiebra. Le adeudaban seis meses. Su situación no podía ser más vil. En casa el ámbito no era distinto. Vivía en una pensión de paredes blancas, selladas con arena y cal. El techo era de una madera desgastada, que le permitía entrada para el concierto de la lluvia. Una mañana, cuando Danilo se dirigía a la escuela, la casera le dijo en tono amedrentador: —Te sacaré de aquí, ¡a ti y a tus cochinos libros! Danilo abstraía la dimensión de esa sentencia. Otra vez le dejó por fuera dos días, aunque el azar jugó a su favor. La casera en un descuido dejó la puerta entreabierta y Danilo aprovechó la oportunidad de escurrirse por la verja, aunque fue descubierto in fraganti. —Esta sí es la última vez, profe —le dijo—. Ya estoy cansada de cobrarle la renta, y usted no tiene más objetos de valor, excepto esos cochinos tratados de poesía, pero no me encartaré con un montón de basura. ¿Qué ganaría leyendo eso? Danilo recordó cómo muchos de los escritores que amaba también habían pasado las duras y las maduras. Se acordó cómo García Márquez había vivido tomando agua hervida de las maticas que tenía Mercedes en el impío invierno galo. O cómo a Julito los estudiantes le apodaban «Largazar», «Pobrazar», pues se vio en la obligación de ser maestro de escuela de un barrio porteño, para poder llevar mate a su madre. O cómo al antipoeta le tocó vender caramelos en Puerto Montt, para
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alimentar las cuerdas de Violeta.
Volviendo en sí, se sintió mal, pues el hambre se tornaba insoportable. La casera sintió pesar y lo dejó en la desbarajustada habitación por unos días. Pensó que era mejor hacer una obra de caridad, pues el padre había predicado que era menester ayudar al prójimo, ya que era la única empresa digna entre los hombres. Los estudiantes lo miran. Se hacen gestos. Se hacen señales entre ellos. Detallan su viejo pantalón de chalis caqui. Una camisa a cuadros manga corta y una corbata con adheridos de la Hora Warner, comprada en el mercado de las pulgas. Se sientan de manera solemne y guardan silencio. Saben la importancia de escuchar. Sus miradas se detienen en los zapatos apaches del profe. La mochila donde carga los textos amarillentos está hecha jirones. Los estudiantes comprendían el dantesco camino que peregrinaba Danilo. La última vez lo levantaron del piso cuando se desmayó en una izada de bandera mientras declamaba: «Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos, la llevo perdida». Y sí, efectivamente, casi deja la existencia en el patio. Sus compañeros le sugirieron que fuera al médico, sin embargo, él tenía una enfermad muy común: hambre.
—Nada es más importante en la vida que dejarse ser por los libros. La literatura es la única resistencia a los declives de la vida —con esas sentencias, Danilo empezaba la clase al día siguiente. Los discípulos, absortos, se deleitaban con el susurro que emitía con el alma el profe poeta, como solían llamarle. —Carpe Diem, mis niños, Tempus Fugit —recitaba, mientras movía sus lánguidas manos de arriba para abajo, advirtiéndoles lo fugaz del amor y del tiempo. Les explicaba que el dinero no tenía importancia, que debían levantarse todos los días apasionados por aquello que les hinchaba el corazón. Entonces, con sus ojos fulgentes, dijo: —¡De la vida no nos moverá nadie! El alma se le elevaba. Los niños por un momento habían dejado de ser pobres. Danilo les dijo:
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—¿Por qué no pensar que vinimos al mundo a escuchar a Julio Jaramillo o a soñar con un tango de Gardel o, mejor aún, a vibrar con la guitarra del tipo que le hizo preguntitas sobre Dios?, o ¿por qué uno no podía bailar resueltamente al ton y son de Totó La Momposina? Esas son cosas que valen la vida, los sueños, los anhelos, camaradas. El viento administraba esas palabras para que hiciesen casita en las almas de los estudiantes.
Carlos levantó la mano y preguntó: —Profesor, ¿para qué leer poesía en estos tiempos donde nada nos salva de la pobreza? Danilo quedó absorto. ¿Para qué servía su discurso poético si hasta las mariposas se le habían muerto de la desnutrición en el estómago? Además, el hambre de a poco le arrebataba la lucidez, porque eso sí, se necesita de un buen trozo de pan, y un vaso de aguapanela, para pensar por lo menos en un par de buenos versos.
Después de una larga pausa, el profe dijo: —Mira, Carlos, el asunto es sencillo. Uno desayuna dos o tres hachazos de Raskolnikov y con eso te llenas el alma o te la partes, pero alguna cosa haces. Solo Mariana y Villalobos sonrieron quedamente. El chiste había sido pésimo. Los estudiantes habían bajado de su idilio. Sin embargo, seguían creyendo que Danilo, a pesar de su mal sentido del humor, era como el pequeño poeta que intenta llegar por lo menos a las pantorrillas de Dios. Las doce del mediodía. La campana de bronce titilaba. El sonido se hacía humo en el oído de los estudiantes que abandonaban su catarsis para continuar con sus vidas miserables.
—Hasta mañana, Profe Poeta —le decían. Una lluvia de palomas ensopó el mediodía. Los estudiantes se perdían como puntos negros en la línea del horizonte. —Danilo, hemos notado con preocupación que cada día se encuentra más delgado y taciturno, pensamos que algo le está pasando —le dijo la rectora, dueña
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del colegio. —En verdad no es nada. Solo que he tenido problemas personales, pero estoy bien. —Sí. Es un secreto a voces que ya estaba pensando en un reemplazo para usted, además, algunos de los honorables padres de familia se han quejado de sus clases. Dicen que sus hijos ya no quieren ver más televisión, que prefieren leer todo lo que se encuentran y que es preocupante no compartir la telenovela de la noche en familia, pues la clase del profe revolucionario, como han osado tildarlo, fractura la fraternidad en el hogar. El profesor, cabizbajo, prometió a la rectora que esto no volvería a suceder y le suplicó que repensara su continuidad en el trabajo que tanto amaba. ¡No podía irse ahora! ¡No quería ser una carroña en vida! Rememoraba los versos de un poeta maldito que supo morirse asfixiado entre las prostitutas más abyectas. La rectora pensó que el sueldo de Danilo era muy alto y que por eso adoptaba esos comportamientos insoportables. No obstante, decidió brindarle otra oportunidad, ya que le colaboraba a fin de año pintando los puestos y los muros de la escuela.
Los estudiantes se miraban quedamente. Comprendían que el día soñado había llegado. El profesor había anunciado que en clase hablarían sobre los mayores exponentes de la poesía latinoamericana. Imaginaban a Danilo declamando Patas arriba con la vida de Alfonsina Storni o las Soledades de Pizarnik o alguna de Amado Nervo. Las quimeras eran tan elevadas que en el aura del salón solo se respiraba el hálito del verso bien logrado. Los estudiantes empezaron a preguntarse qué había pasado con la clase de letras y qué con las voces de los poetas latinoamericanos, pues el maestro no llegaba. Efectivamente, habían inferido sobre la significancia del rótulo ¡Tempus!, que ronroneaba en sus cabezas.
Averigüemos qué ha pasado con el profe poeta —dijo Carlos. —Estoy de acuerdo —dijo Villalobos.
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En la puerta se les cruzó la rectora, quien los invitó a sentarse. La rectora se paró delante del salón. El tablero verde crecentaba su figura. Frunció el entrecejo y dijo: —No entiendo qué ha pasado. ¡Estoy compungida! Los estudiantes guardaron silencio. La rectora continuó: —Niños, hoy el profe Danilo ha sido encontrado muerto en su habitación. Dicen que fue el cólera. Pero no se preocupen, pensando en ustedes y en la economía de sus corazones, ya conseguimos el reemplazo: un catedrático de religión, quien se hará cargo de la clase de literatura, pues como todos saben, no existe ningún inconveniente en que el nuevo maestro les enseñe eso de leer y hacer planas. ¡Ah!, olvidaba decirles que las exequias se llevarán a cabo mañana sobre las diez, sin embargo, el problema es que se nos cruza con la clase de ciencias y sería una pena perderse la teoría de Mendel. El silencio fulminó el espíritu de los estudiantes, quienes absortos escuchaban el discurso de la rectora. Las lágrimas caían como una catarata hambrienta. La mañana se ensombreció y un hálito de reminiscencias pobló el salón de clases.
Los estudiantes no olvidarían las enseñanzas y el legado que les había heredado el profesor. Al otro día, todos asistieron a las exequias. No les importó Mendel, ni el castigo que recibirían cuando los padres se enteraran. Encima del ataúd dejaron las siguientes inscripciones: Desde ahora transitaremos
por los parajes de la poesía. Esperamos no importunar. Lo dejamos conversando con las mejores almas del pasado. Con afecto: los estudiantes que se nutrieron del pan, que es lo mismo que la poesía. Después, los estudiantes se alejaron como puntos negros en el horizonte. No hubo una lluvia de palomas, sino un aguacero de nostalgias que atravesaba el día.
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La campana no volvió a sonar como antes.
JONATHAN CAICEDO GIRÓN Colombia
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