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MILO Y ÁMBAR JUAN ESTEBAN BASSAGAISTEGUY
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Ciento treinta. Ciento cuarenta, ciento cincuenta, ciento sesenta. Y más. Una recta larga, sin curvas a la vista. El hombre pisa el acelerador hasta el fondo, las manos firmes al volante y la mirada al frente, fija en el asfalto; el cielo despejado y el sol en lo alto acompañan la velocidad creciente. Nadie en la ruta. Y en su corazón tampoco. Los acordes de «It must have been love» se escapan del pendrive y le atraviesan los oídos. Y esa lágrima insidiosa, molesta, por fin se decide a caer. Ir a visitar a la abuela. La obligación (no tanto, en realidad) de cada fin de semana. Sonríe ante esta última ocurrencia. Saca un instante los ojos de la ruta y, desde el retrovisor, los fija en el asiento del bebé. Ámbar. Pequeño pedacito de luna —así la llama Jorge, el papá— . Su hijita duerme, y ella vuelve a mirar hacia adelante. El martes próximo va a cumplir un año, y la mujer no sabe si su madre viajará de Rauch a Tandil al festejo. Imagina que la abuela no querrá perderse la fiesta por nada del mundo; pero su madre es tan especial… Siempre lo dice Jorge: «¿Qué tiene tu vieja contra mí? No la entiendo». Ella tampoco. ¿Será que tiene miedo de que su yerno abandone a su hija y se vaya con otra, como lo hizo su propio esposo hace tanto tiempo? Ella sabe, Jorge no es así… aunque es imposible que le robe el fútbol con amigos del sábado a la tarde para que vaya con ella a ver a su suegra. «Ni en pedo, amor: demasiado tengo con tu vieja cuando viene para acá». En fin. Supone que el tiempo acomodará las cosas entre Jorge y su madre; y Ámbar, imagina, tendrá mucho que ver.
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Los ojos color miel. Y esa sonrisa que derretía su coraza de iceberg. La fineza de su piel, las curvas peligrosas que él había aprendido a recorrer, las mil y
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una formas en que ambos se fundían con el otro, sin esconder nada… Y la vez aquella en que él regresó de la oficina y ella lo abrazó hasta casi cortarle la respiración. Lloraba, pero de alegría. El test había confirmado sus sospechas, y por fin el embarazo tan buscado llenaba sus vidas. Él sintió una leve molestia en los ojos, pero no lloró; aunque el hielo algo se resquebrajó cuando la besó.
—Te amo —le dijo él. Y ella supo que era verdad.
La joven fija la vista en la ruta —no sobrepasa los ciento diez kilómetros por hora: consejo de Jorge cuando le enseñó a manejar—. Entiende a su madre; entiende su miedo a que el pasado se repita, pero no lo comparte. A pesar de que el contacto con su padre, el abuelo de Ámbar, es casi nulo, la vida le sonríe por todos lados. Es contadora, y trabaja en uno de los principales estudios de Tandil; y su hija es una belleza, como el papá. Es igualita: ojos claros, pelo negro, la piel morena... La piel de Jorge… Cómo le gusta sentirla pegada contra su espalda, mientras se entrega entera, y las manos expertas de él la aprietan justo ahí. Suspira, algo excitada; separa las piernas, se levanta un poco la pollera y busca con su mano derecha la humedad de ahí abajo. Acaricia. Cada vez más rápido, cada vez más atrevida. Y sin dejar de suspirar.
Cuando supieron que esperaban un varón, enseguida se pusieron de acuerdo con el nombre: Milo. Como Manara, como Lockett, artistas que los dos admiraban.
Los movimientos que la mamá empezó a sentir devinieron en varias conjeturas; ella decía que iba a ser futbolista: las pataditas la acariciaban por dentro y la llenaban de felicidad; él decía que iba a ser abogado, y así continuar la tradición familiar —lo hacía más para molestarla a ella, y reírse juntos después, que por propia convicción— .
Pero todo se complicó. La sangre, los dolores intensos de su mujer, la urgencia, la desesperación, todavía resuenan en su cabeza.
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Recuerda con exactitud cada segundo. Los gritos de ella en plena noche; la velocidad del mismo auto que hoy maneja, para llegar de su casa al hospital; la prohibición de entrar a la sala de partos; la espera inmanejable. Y la cara del doctor cuando salió de ahí.
Era la cara de la muerte.
De la muerte de su esposa y de su bebé.
Hemorragia interna puerperal… seismesino… Jamás iba a olvidar esas cuatro palabras. Regresa del pasado con la misma velocidad con la que conduce. Vuelve a putear a Dios, como tantas veces lo ha hecho: la soledad duele, y no hay nada que la
cure.
Entonces, toma la decisión.
Los mismos estertores, pero distintos; la misma explosión, pero no igual. No hay nada como volar con Jorge adentro de ella; pero está bueno satisfacerse sola de vez en cuando. Relajada, satisfecha, vuelve a concentrarse cien por ciento en el manejo.
Escucha moverse a Ámbar en su asiento. Unos segundos después empieza el llanto; ha perdido el chupete, y debe tener hambre. La madre gira apenas la cabeza para hablarle y consolarla. —Ya llegamos, amor, falta poquito. Son sus últimas palabras.
Ve el auto que viene por el carril contrario, y mira el cuentakilómetros. Clavado en ciento sesenta.
Sostiene el volante con una mano, y con la otra se desabrocha el cinturón; la alarma lo ensordece y tapa la música del pendrive. Con los ojos bien abiertos, y cuando ya no hay tiempo para nada, se cruza al otro lado de la ruta.
Y vuela.
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Vuela dividido en dos: su cuerpo sale por el vidrio delantero, implosionando, destrozándose, rompiéndose a la par de los dos autos, expulsado del suyo propio con la velocidad de la luz; su alma, por el contrario, flota inmóvil encima del desastre.
Se ve a sí mismo, o lo poco que queda de él, al costado de la ruta. Y también la ve a ella: sus ojos siguen siendo color miel, y él sabía que lo estaría esperando. Pero su mujer no sonríe. —Así no, amor —dice ella, y desaparece en el aire. Una niebla repentina lo envuelve, asfixiándolo. Todo se vuelve gris. Un hedor insoportable lo cubre todo. Hace frío. Escucha gritos que se acercan. Alguien lo toma de los hombros, por detrás, con fuerza titánica. Se da vuelta; no hay nadie, pero escucha una voz, que no es la de su mujer: —Condenado. Para toda la eternidad.
Sucumbe aterrorizado en la bruma helada. Está solo; no, solo no: las imágenes lacerantes de su esposa y su hijito, los dos en la morgue del hospital, se agitan frenéticas a su lado. Y él sabe que será así para siempre.
El auto se cruza de carril y se mete, literalmente, dentro del suyo. El impacto es feroz: la trompa de su propio auto se contrae como el fuelle de un acordeón y escupe el motor contra el volante, que aplasta el pecho de la mujer. El airbag no sirve de nada: los pulmones y el corazón explotan en un segundo, y lo riegan todo del color rojo metálico de la muerte. El olor del combustible impregna el aire. Hace calor. Mucho calor. Ámbar no conoce el fuego, y llora; pero no de hambre, esta vez, sino de dolor. El asiento del bebé ha resistido el choque, pero un pedazo de vidrio ha lastimado una de las mejillas de la pequeña. Su berreo es lo único que se escucha en la soledad de la ruta. Hasta que lo ve a él. Sentado a su lado, en el asiento trasero del auto, hay un nene. No tiene más
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de un año y medio de edad, y le sonríe, y la toma de la mano. —Perdoná a papá —le susurra él, en el idioma de los bebés. Ámbar se calma por completo; sonríe, también, y una última lágrima le moja la herida cuando deja de llorar. Las puertas del Cielo se abren en medio de la explosión.
JUAN ESTEBAN BASSAGAISTEGUY Argentina
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