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NEUROSIS Y POSMODERNIDAD LOURDES CUCCO

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orrí la perilla del gas justo antes de que el café se chorreara por los costados. Levanté la cafetera para ver si ya el pico había dejado de largar el líquido negro y tapé. En el choque brusco de la tapa con la cafetera salió un olor denso y oscuro que bastó para que se me

abriera el apetito. En la mesa estaban las tostadas, en la ventana el invierno. Cosas chicas, quizás superficiales, de un escenario común de la vida moderna. Pienso en que es una cosa chica, pero ¿en qué momento lo chico se volvió tan chico? ¿O en qué momento lo chico se convirtió en algo tan grande? No quiero caer en pensamientos comunes ni tampoco ser un tibio, pero qué privilegio se volvió todo. Mientras sostengo la tostada, me pregunto qué pasaría si por x o por y mañana tuviese que renunciar a la soledad de tomar café y comer tostadas una tarde de un día cualquiera. Qué pasaría si, por alguna razón, la vida me ubicara en un espacio-tiempo que me impidiese hacerlo. O si en algún momento me rodeara de personas que destruyeran todos estos hábitos-rituales y, peor, que me hicieran dar cuenta de la banalidad y la carga simbólica, quizás innecesaria, que le pongo a la tarea de tomar un café y comer tostadas en invierno solo. Cuando pienso en eso me agarra una especie de espasmo que hace que el corazón se me detenga por un microsegundo —o como sea que se llame la unidad más chica de tiempo— y que un calor interno me recorra todo el cuerpo. Pero, después, también pienso en que, aunque no lo creamos, en cierta medida, podemos elegir dónde caer y, cuando lo veo, me calmo y agradezco que eso funcione así. Pero, después, también pienso en que hay algo grave y es que yo soy el que funciona así, los otros no y uno —aunque muchas veces lo niegue— se ve llevado por el otro. Es normal que pase que te des cuenta de que estás siendo llevado por una corriente que no entendés, pero que seguís igual y, que, de repente, pum, te das cuenta de que estás muy lejos de vos mismo y ahí se te paraliza y se te cae todo el mundo, en realidad, todo tu mundo. También, puede pasar que, por ahí, en esos choques bruscos, se suelan romper ciertas estructuras muy arraigadas que creías tener y ahí, en verdad, te das

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cuenta de que esa estructura, más que representarte, te encadenaba y salir de ella fue lo mejor, entonces ahí llegás a sentirte bien. En ese caso, ¿nos sentiríamos bien porque llegamos a algo que nosotros queríamos y no sabíamos o nos sentimos bien porque llegamos a ser lo que esperaban de nosotros? ¿Y si, en realidad, lo que queremos de nosotros es, inconscientemente, lo que los otros esperan de nosotros? ¿Soy lo que soy porque pude romper —o rompieron— mis propias estructuras o porque las sigo al pie de la letra? Si las sigo al pie de la letra, ¿de dónde vino todo este manual de instrucciones para interpretar mi vida? Todo forma parte de estructuras que las tomo de manera muy exclusiva y que siento que me caracterizan en un cien por cien, aunque, seguramente, debo haberlas comenzado a imitar de algo o alguien en algún momento que ya no recuerdo, porque, seguramente, haya sido de forma paulatina y automática. Capaz el crecer es darte cuenta de que tal o cual estructura la creamos nosotros mismos según una interpretación que creemos propia. También, es asimilar que, en cierta medida, somos nosotros mismos los que nos dibujamos nuestro propio embrollo y cárcel mental mientras pensamos que los barrotes a los que nos arraigamos no están siendo sostenidos por nuestras propias manos. Cargar con el peso de hacerse cargo es una carga que aceptarla ya supone un montón. Pero, qué grave que todo dependa de mí: soy neurosis y posmodernidad encarnadas en un cuerpo indefenso. Ese es mi concepto, mi justificación para todo, mi manera de proyectar todas mis culpas, la otredad que creo para mi propio reconocimiento.

¿Está bien o está mal? No sé, a veces me sorprende cómo todos los parámetros tan básicos de la vida no los sé o se me dificulta reconocerlos. Es tan difícil saber hacerlo, pero ya con el mero intento de querer reconocer significa que puedo llegar a darme cuenta de una parte de algo y eso ya es un montón. O, al menos, eso me dijeron y, por dicha razón, lo creo. Muchas veces tomamos el significado de las palabras cuando ya finalizaron su proceso. Es decir, decimos “reconocimiento”, por ejemplo, cuando finalizamos y dimos por hecho el reconocimiento de algo, pero no cuando empezamos a hacerlo:

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sociedad teleológica. Hoy es domingo y sé que es domingo porque los días tienen como un cierto aroma que los define, o al menos eso me pasa a mí. Nunca pude contarle esta sensación a nadie, seguramente a todos les pase, o a una gran mayoría, porque también hay gente que no sabe ni dónde está parada. El hecho de saber que hay gente para todo me reconforta, me consuela, me da risa, me desautomatiza de mi mundo y, a veces, me deja en un sentimiento de esto no puede ser posible. Aunque, también pienso, ¿por qué no podría ser posible? La palabra posible está determinada por nuestra realidad ¿Nunca podrá salirse de ella?

En fin, cuando me levanté, preparé el mate y desayuné. Es uno de los pocos días que me tomo el tiempo necesario para darle cierto momento especial al desayuno. La mañana del domingo tiene ese no sé qué que la hace diferente a todas las otras mañanas de la semana, o al menos siento eso porque lo fui escuchando y asimilando poco a poco a medida que crecía hasta que eso se volvió parte de mi realidad.

Es posible que a alguien alguna vez en la vida le haya parecido distinta la mañana del domingo y vio que tenían un cierto aroma, un cierto no sé qué que hiciera que se creen naturalmente ciertos ritualitos que dicha persona asumió como reconfortantes. Seguramente, luego, esa persona compartió ese sentimiento con cierta gente y eso hizo que esas sensaciones se volvieran tanto propias como colectivas hasta que todos termináramos creyendo en eso y haciendo una performance de esa sensación cada semana.

Lo mismo que la supuesta agonía de las siete de la tarde ¿Quién la inventó? Si nadie me hubiese dicho que los domingos en la caída del sol me sentiría en un círculo oscuro y vacío ¿Estaría ahora triste, apenado, entre el cruce del llanto y la imposibilidad de llorar?

Quizás estaría disfrutando y siendo “feliz”. O quizás, también, se me ocurre, estaría con un sentimiento de pena y hubiese inventado que los domingos a las siete de la tarde se da algo que hace que la angustia brote de todas las paredes.

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Quizás hubiese bautizado ese sentimiento desconocido como la “agonía del domingo” y, luego, se lo hubiese contado a conocidos como un invento personal, dándoles razones y explicándoles la lógica de por qué mi teoría es verdadera. Quizás, ellos, allí, también esperarían todos los domingos a las siete de la tarde para juntar todos los sentimientos procrastinados de la semana y sentirse también angustiados y apenados. Miro el celular que dejé apoyado en la azucarera y, en él, miro el reflejo de mi cara. La observo y se me dificulta reconocerme. Me toco los ojos y la boca y todo lo que la compone me parece ajeno. Miro mi sombra entera, nuevamente, y asumo que está proyectada y reducida a una pantallita negra, pero que esa pantallita basta para reconocerme y pensar en que mi boca hace días que no pronuncia una palabra para otro oído que no sea el mío. Eso me asusta, pero, al mismo tiempo, pienso en que así estoy bien y no sé si eso es autosuficiencia, orgullo, herida del abandono o qué.

Sé que esta corteza no me representa, aunque todos puedan pensar que sí. Pero también, veo que mi corteza no es dureza, al contrario, es producto de sentir demasiado, entonces puede tener sentido que se me vea representado en eso y que yo mismo, entonces, pueda asumirlo para que deje de sentirlo así. Soy fruto de mi maraña de pensamientos y de eso también se desprende la idea de que a veces no tengo razones del tipo empíricas para llorar o reír, porque todo lo que me ata, muchas veces, no es real. Con esto no quiero decir que me encanta complicarme con todo —o tal vez sí— sino que forma parte de una especie

de instinto que la vida, las personas, yo mismo fueron haciendo esto… Nuevamente… poniendo a las personas y a la vida antes que a mí mismo. Proyecto todas mis miserias en el reflejo ajeno para poder sentirme un poco más a salvo ¿A salvo de qué? Me pregunto. Qué costumbre tan idiota. Vuelvo a mi cara, me miro, soy ajeno ¿Me convertí en lo que quería? ¿Qué es, en realidad, —si eso existe— lo que quiero? ¿Si no lo sé es porque soy lo que quiero?

Capaz en el no cuestionamiento está la suficiencia de algo, porque está

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naturalizado, asimilado y aceptado. Si no fuera lo que quiero, estaría deseando ser otra cosa, porque en la ausencia está el deseo. Entonces, estaría pensando todo el tiempo: “No soy lo que quiero, quiero serlo, pero me es imposible”. En cambio acá dije “¿Soy lo que quiero?” Esto significa que después de quién sabe cuánto tiempo pude desautomatizar lo que soy y preguntármelo ¿Hay una inconformidad, entonces, ahora, en mí? ¿O todos vivimos con inconformidades y lo que siento es común? Lo primero que pienso es que si me quejo de algo, como en este momento, de lo duro que soy y que no quiero serlo, por ejemplo, entonces hay gran parte de mí que no es lo que quiere ser y no todo resulta tan absoluto. O capaz lo es, pero solamente lo es para mí y eso no basta para que termine de serlo en su totalidad, porque el otro no lo puede ver. A veces me encantaría que nadie supiese de mi existencia, pero, después, cuando pienso bien, me doy cuenta de que mi existencia es posible por múltiples factores que vienen de los otros. Desde ya, pienso, me conformo y empleo palabras

que no me pertenecen ni me corresponden. Hablo las palabras de “alguienes” desconocidos que algún día se les ocurrió hablar así. El lenguaje es mi cárcel y no puedo salir de eso. Como así tampoco pude salir de la idea de que es domingo, siete de la tarde y que estoy agonizando entre las migas de una tostada terminada, una taza de café ya fría y con el invierno pegándome en la ventana.

LOURDES CUCCO Argentina

Instagram: instagram.com/lulacucco/

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Norma levanta la vista a cada minuto. Escribe con dificultad y le tiembla la mano. Se siente bloqueada para expresarse. Piensa, mientras escudriña detrás del vidrio. Notablemente contrariada e inquieta, bebe el café a grandes sorbos. Es pequeña, de cabello entrecano, erguida en su silla, aparenta fortaleza en su actitud. Detrás del ventanal castigan las gotas heladas. Marcos la observa desde la vereda opuesta, amparándose detrás de un árbol y en la negrura de la noche. Encogido en toda su estatura delata el agobio. Cuánto ha permitido en nombre de la paciencia y el mandato social de no dejar a sola a su madre. Está decidido, no volverá a casa. Norma insistirá hasta el cansancio, pero las cosas han llegado a un punto en el que lo más saludable es respetar la distancia y los límites que se han establecido. Sería un despropósito aflojar ahora, significaría un retroceso. Ya está. Puede que Norma acuse alguna dolencia para captar la atención con mayor fuerza. Ella, él lo sabe, no permitirá que fluya el diálogo. Está escribiendo los puntos a tratar para que no se le escape ningún detalle. Argumentar sus razones, será difícil para Marcos. Pero es su tiempo y deberá defenderlo con mucha convicción. A su edad, considera que no debe dar más explicaciones y su madre deberá comprender. Con mucha pena comienza a alejarse del lugar. Su madre no entenderá la tardanza. Últimamente no entiende nada. Ella nunca puso obstáculos en la relación de Marcos y Alejandro, como para que él quisiera formar un hogar lejos de la casa materna.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI Argentina

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Isabel acababa de acostarse, cuando vio por primera vez unas luces diminutas que volaban por su habitación. Eran Hanna y Fanny dos hermosas hadas. Ya había pasado un año desde aquella noche y de nuevo se acercaba la navidad. Isabel estaba impaciente, esperaba ansiosa que llegara el anochecer para poder celebrarlo con sus amigas las hadas. Les había preparado unos regalos. Una pequeña cajita de madera barnizada, con un pequeño corazón de cristal pegado en la tapa y una mariposa de tela de color rosa. Estaba segura de que les encantaría. Isabel esperaba nerviosa en su habitación sentada al borde de la cama con solo la luz de la lamparilla encendida. El tiempo avanzaba y ya se escuchaban los villancicos navideños que se filtraban a través de la ventana, envueltos en el silencio nocturno que comenzaba a ser invadido por los coros de la navidad. Sin darse cuenta Isabel se fue quedando dormida. De pronto dos lucecitas, emergieron de la penumbra de la habitación. Hana y Fanny cogieron los regalos, miraron a Isabel durante unos segundos y con lágrimas en los ojos se marcharon hacia la oscuridad de la noche para no regresar nunca más. No podían revelar su secreto, lo tenían prohibido. Si los adultos conociesen su existencia, desaparecería su mundo, que estaba gobernado por la inocencia. Y es que Isabel, aquel mismo día, había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer. Isabel pasó noches, días, años, esperando a sus amigas las hadas, preguntándose ¿Por qué no volvieron a visitarla? Y cada día al anochecer se quedaba un rato al borde de la cama con la esperanza de verlas aparecer. Una tarde al oscurecer mientras observaba a través del cristal de la ventana del salón, le pareció ver unas lucecitas que se acercaban. Pero no, no eran sus amigas las hadas, sino simples luciérnagas que revoloteaban por el jardín. Isabel se entristeció mucho y una extraña aflicción comenzó a invadir su mente. Entonces tomó la firme decisión de seguir esperando convencida de que Hana y Fanny volverían.

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Meses después… —Permanece en un estado continuo de melancólica nostalgia. No sé explicarlo mejor, hay algo en su rostro, como una especie de alejamiento —dijo el doctor, frunciendo el ceño. —Ha pasado tiempo desde qué… —evitó continuar, la mujer le observaba fijamente. Por unos instantes el doctor titubeó, pero solo percibió un vacío en sus ojos. Movió la cabeza negativamente y fijó la vista en su acompañante, esperando algún gesto o comentario. En ese momento la paciente, aparecía con la mirada perdida en algún punto

lejano.

Los dos hombres se miraron. Uno, cogió la pluma que colgaba de su bolsillo delantero y anotó: “Reclusión”. El otro hombre escribió: “Continúa en su mundo de fantasía…” —siguió escribiendo— “… la noche, las hadas, ausente, tratamiento: electroshock”. Volvieron a dar una ojeada a la paciente y se marcharon. Al cerrarse la puerta de la habitación, pequeñas luces aparecieron tras el cristal. Isabel, sonrió, abrió la ventana y se dejó fusionar por ese mundo mágico de fantasía que la embargaba con la compañía de sus amigas las hadas.

NURIA DE ESPINOSA España

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