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MERODEADOR NOCTURNO ANDRÉS APIKIAN
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El cadáver de Julia Navarro fue descubierto por una pareja de estudiantes, una semana después de haber sido asesinada. Las subsiguientes indagaciones forenses constataron que la joven, de treinta años de edad, había sido golpeada en repetidas oportunidades con un objeto contundente en la región craneal y torácica. Contrario a las crecientes especulaciones, no se halló ningún signo de abuso sexual. Tampoco había sido asaltada, ya que tenía encima todas sus pertenencias. Aunque, siendo más precisos, “encima” no era el término adecuado. Mientras el equipo de Policía Científica iniciaba la recolección de muestras, un subcomisario notó que un trozo de cuero blanco sobresalía por debajo del cuerpo maltrecho de la mujer que, con la mirada perdida en algún punto del cielo, los brazos extendidos y una pierna torcida en un ángulo imposible, se descomponía sobre un charco pestilente. Teorizaban que podría haber caído encima del pequeño bolso, que conservaba todos los objetos de valor. Los estudiantes declararon ante el juez que varios perros rondaban la zona en el momento del hallazgo. Estas afirmaciones eran consistentes con el dictamen pericial, que describía la ausencia de tres dedos de la mano izquierda y uno de la derecha, producto de mordiscos que no coincidían con la dentadura de un ser humano.
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Los jóvenes aseguraron que, para quienes frecuentaban el lugar, era común toparse con animales muertos entre la maleza que bordeaba la carretera 71. Al echar un vistazo más cercano el panorama fue mucho más claro y, de la misma forma, menos alentador. El juez les preguntó qué hacían allí. La chica, mucho más joven que su compañero, confesó que les gustaba sentarse a fumar por las noches en el terraplén de pedregullo, ya que era una zona tranquila. El rostro de Julia logró mantenerse en las portadas de los medios más importantes durante varios días. En su última foto aparecía en una playa, de pie junto a una palmera. Una sonrisa radiante le iluminaba el rostro; una semana más tarde la única forma de reconocerla sería mediante las impresiones de los escasos pulpejos dactilares que aún conservaría. Posaba para la cámara con una mano
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apoyada en la corteza y la otra, a modo de jarra, en la cintura. Llevaba una camisa aguamarina de mangas anchas y un short de mezclilla. Detrás, dos niños pequeños correteaban descalzos por la arena. El juez decidió archivar el caso una vez reunida toda la evidencia disponible y, con asombrosa prontitud, el foco de las noticias volvió a centrarse en los asuntos cotidianos. Nadie hubiese podido anticipar que, con la misma rapidez, las cosas volverían a torcerse.
La Ford Expedition de los Galmarini circulaba a toda velocidad por la carretera 71. El matrimonio se había decantado por El Fogón de Alberta, sitio en el que, según su propio eslogan, elaboraban las mejores papas gratinadas. Lo cierto era que tenía la calificación suficiente en Google como para ser tomado en cuenta. Solo una persona expresaba su inconformidad en la sección de comentarios. “Espero que los cocineros aprendan a colocarse el sombrero. Si no lo hacen, seguirán llenando la comida de pelos”. Un usuario anónimo, con la foto de un automóvil deportivo en su perfil, le respondía que quizás los pelos provenían de sus propios sobacos. El resto de las opiniones eran positivas. La gente elogiaba cada aspecto del servicio: la calidad de los platos, la aptitud de los empleados y la conveniencia de los precios. Dejaban atrás el tramo más penumbroso de todo el trayecto, en el que abundaba la vegetación a ambos lados del camino. Habían pasado frente a algunas caravanas, que suplían a los deficientes postes de alumbrado en los arcenes. Salomón apagó las luces largas, encendió el intermitente y dobló hacia la izquierda en la intersección con la carretera 94, desde la cual ya podían divisar las luminosas avenidas. Inés advirtió, casi por accidente, que su esposo la miraba de reojo. —¿Qué pasa? —preguntó mientras le acariciaba el muslo. —Me estoy meando desde que salimos —confesó Salomón—. Voy a vaciar el tanque cuando lleguemos. Es probable que el siguiente en entrar al baño deba hacerlo encima de una canoa.
—¡Ay, qué asqueroso! —respondió su mujer, dándole una palmada en el mismo sitio que antes sobaba. Él la miró, y aquel gesto fue suficiente para que ambos estallaran en carcajadas. Una vez hubo recuperado la compostura, Salomón
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aceleró.
Se aproximaban al centro de la ciudad.
El Fogón de Alberta estaba atestado de personas, reunidas en grupos de hasta cinco o seis en torno a una misma mesa. Todas ellas eran rectangulares, con los aderezos dispuestos sobre manteles blancos como armiños que, por su extensión, ocultaban el único pie que las sostenía. Dos empleadas repasaban los pedidos detrás de un gran mostrador semicircular. Una amplia ventana conectaba aquel espacio con la cocina, a través de la cual podía oírse el murmullo de los cocineros entre la caótica orquesta de platos, ollas y sartenes. Las luminarias, dispuestas a lo largo de las paredes revestidas en madera de roble, daban al lugar un aspecto muy acogedor. Tomaron asiento junto a una ventana de cristal esmerilado, lejos de las mesas centrales. —Es bellísimo —dijo Inés. Sus ojos grises recorrían el recinto de un extremo al otro—. Realmente hermoso.
—Y menos mal que reservé a tiempo —contestó Salomón—. De lo contrario, dudo mucho que encontráramos esta mesa desocupada. —Hubiese sido una lástima —respondió Inés. —Además —repuso Salomón—, también me habría meado encima. Cuida
mi saco.
Dicho esto, el hombre se alejó caminando. Llegó al final de un estrecho pasillo, vaciló un instante (quizás por observar los pictogramas) y luego entró al baño de la derecha. Regresó al cabo de cinco minutos, aliviado. —Fue como sacarse una mochila enorme de la espalda, ¿no? —De la vejiga, mejor dicho. Pero sí. Un mozo se les acercó mientras charlaban. Vestía una camisa blanca junto con chaleco, pantalones y corbatín negro. —Buenas noches —dijo. Le entregó una carta a cada uno y, sin agregar nada más, se retiró. Segundos después volvió con copas, cubiertos y aperitivos, que ambos agradecieron. —Si desean algo más, hágannoslo saber. En breve alguno de mis
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compañeros les tomará la orden. —Muchas gracias —respondió Salomón. El mozo asintió, dio media vuelta y regresó a la cocina. Probaron el plato estrella, que acompañaron con una botella de vino tinto. Para cuando decidieron abandonar el restaurante, casi a media noche, la clientela se reducía a grupos dispersos que bebían y charlaban. Las mesas, despojadas de su original esplendor, aparecían cubiertas de platos sucios y servilletas arrugadas. Salieron al frío del exterior, donde el viento helado calaba hasta los huesos y la enorme luna llena se alzaba en un cielo sin estrellas.
Salomón detuvo la camioneta frente a la casa estilo Cape Cod de una planta y media. Del techo de dos aguas sobresalía una pequeña ventana abuhardillada, donde se ubicaba el desván. Toda la construcción era de color gris apagado, mas este detalle no le restaba elegancia ni belleza a la morada. El hombre puso el freno de mano y contempló a su esposa. Compartieron una breve sonrisa, que pronto se transformó en un beso apasionado. La mano de Salomón abandonó el regazo de su mujer y pasó a la nuca, intentando así llevar el ritmo de aquella indómita boca. Oyeron un breve tintineo en la parte trasera del vehículo, pero le restaron importancia. El hombre desabrochó su cinturón de seguridad, se acercó aún más a Inés y comenzó a sacarle el vestido. —¿No podemos esperar a estar adentro? —preguntó ella. —No, no podemos —respondió él, al tiempo que aferraba uno de sus pechos y la volvía a besar. La cuadra estaba sumida en un profundo silencio, que cada tanto era truncado por los grillos en las cunetas. La mujer hacía breves pausas para observar, entre risillas de placer, la calle que se extendía ante ellos. Por delante de la ventanilla de Salomón, una sombra se movió con agilidad felina. El hombre seguía abrazado a su esposa, como si su vida dependiera de aquel acto. En efecto, de nada le hubiera servido. Giró la cabeza para ver qué ocurría allí fuera, sin saber que, al hacer esto, la bala se metería directamente en su ojo izquierdo. El estampido, acompañado de un fogonazo cegador, quebró la calma de la noche.
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Inés gritó. Recibió dos disparos, uno de los cuales le atravesó el cuello. Intentó chillar una vez más, pero ya no pudo: el segundo proyectil se incrustó entre sus cejas, anulándole el pensamiento. Estaba muerta antes de caer sobre el respaldo.
Emilio Castellano despertó tumbado sobre la espesa maleza que circundaba la carretera 71. Apoyó las palmas en la hierba húmeda, imitando la pose de quien se relaja en la playa, y aguardó a que sus ojos se adaptasen a la oscuridad. No muy lejos de aquel punto, los tímidos rayos de luz del alumbrado público se filtraban entre los matorrales. El canto de los grillos le taladraba los tímpanos. Parecían estar en todos los sitios y en ninguno a la vez, al igual que cuando uno intenta buscarlos entre la vegetación. Con cierta dificultad logró ponerse en pie. Avanzando entre los arbustos, notó que un extraño cuerpo ejercía presión sobre su cuello. Se llevó una mano a la altura de la manzana de Adán, preparado para toparse con la piel escamosa de una culebra. Palpó un objeto delgado, demasiado como para tratarse del reptil. El recuerdo lo golpeó como un rayo, y con vergonzosa impaciencia se desenredó los auriculares del Walkman, que traía en el bolsillo del abrigo. Se hallaba tan cansado como alguien que ha corrido una maratón de varios kilómetros sin detenerse. Había abierto los ojos en el momento exacto en que su tío le disparaba con la escopeta, que nunca apuntaba a su mujer. —Esta vez te toca a ti —decía antes de presionar el gatillo. Pero Jonás ya llevaba once años muerto. Se había ahorcado con una sábana dentro de su celda, dos semanas después de haber sido encarcelado por el asesinato de su esposa. Para su desgracia, recordaba casi a la perfección la totalidad de la escena: el intenso olor a pólvora, las salpicaduras en las paredes y el rostro impasible de su tío, que sostenía la escopeta humeante contra su hombro. Luego de disparar se dirigió al cuarto de baño, donde se enjuagó el rostro con agua fría, y aún con la toalla en la mano marcó el número de la policía. El arma descansaba sobre la mesada de la cocina, y seguiría estando allí cuando dos patrulleros estacionaran fuera de la casa y lo metieran esposado en uno de ellos. Se colocó un auricular en el oído izquierdo, sacó el Walkman del bolsillo y
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pulsó el botón de play. Bon Scott siguió interpretando Night Prowler como si nada lo hubiese interrumpido. Tras corroborar que el casete funcionaba, enrolló el cable alrededor del aparato y volvió a meter todo dentro de su saco. Recogió el palo impregnado en sangre que descansaba sobre la hierba, y avanzó hacia la carretera.
Su relación con Jonás había sido algo particular. Solían sentarse en el cordón de la vereda a contar historias y beber alguna que otra cerveza. En una ocasión trajo consigo un antiguo manojo de fotografías en blanco y negro, que le enseñó entre carcajadas. —Mira —le dijo aquella vez—, esto le pasaba a los que agarrábamos. La instantánea mostraba a dos militares flanqueando a un adolescente atado a los brazos de una silla. Una joven versión de Jonás, el soldado de la izquierda, observaba la escena con fascinación. Su compañero, algunos años mayor, le arrancaba de cuajo las uñas de las manos con la bayoneta de su rifle. Emilio se limitaba a observarlo con atención. De vez en cuando hacía algún comentario, pero la mayor parte del tiempo permanecía en silencio, imaginando las siniestras andanzas de su tío.
Se detuvo al llegar a la valla de contención. Dos focos creaban pequeñas lagunas amarillentas sobre el asfalto de la carretera. No era un lugar transitado, mucho menos lo sería a aquellas horas. Aguzó sus oídos, obteniendo como única respuesta el susurro de una esporádica brisa que le desordenaba el cabello. Una vez hubo verificado que no hubiera nadie cerca, decidió regresar. A solo unos metros de distancia del punto en que había despertado, Julia Navarro yacía entre unos arbustos. Intentaba llenar sus pulmones con el escaso oxígeno que era capaz de inhalar, emitiendo estertores similares a los ronquidos de quien está sumido en profundo sueño. Tenía hundido el hueso frontal, lo cual provocaba que su cráneo se asemejara a la superficie abollada de un objeto metálico. La movió con el pie, dejándola boca arriba. Por debajo de su columna, ahora curvada como si estuviera practicando la postura del pez, asomaba un trozo de cuero blanco. Castellano perfiló el torso y, con un golpe digno de un habilidoso
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jugador de hockey, le torció hacia fuera la pierna derecha. La mujer aulló e intentó apartarse, sin éxito. —¿Tratas de decirme algo? —preguntó Emilio al tiempo que se acuclillaba junto a ella. De su garganta brotó un vibrante gorgoteo, que distaba de ser una frase inteligible. —Lo siento, pero no te comprendo —ladeó su cabeza y se aproximó al rostro de la joven—. Inténtalo una vez más. Voy a darte otra oportunidad. Julia reunió sus últimas fuerzas y le escupió un coágulo de buen tamaño, que llenó de sangre el interior de su oído. El hombre se puso de pie, dominado por la cólera. Levantó el tronco por encima de su cabeza, en dirección al cielo nocturno. El trozo de madera describió un arco en el aire y, al llegar abajo, pudo oírse con inequívoca claridad el estallido de una cáscara de nuez. Después, reinó el silencio.
Emilio sale de su caravana, bajando de un salto los dos pequeños escalones. Cae de rodillas sobre el suelo arenoso y vomita hasta que sus entrañas se niegan a continuar. Escupe, se limpia con el dorso de una mano y alza la mirada al cielo, donde no ve ninguna estrella. Apoya la frente sobre la tierra (como un musulmán rezando, piensa por un confuso instante) y vuelve a escupir. El amargor de la hiel todavía le quema el esófago, y tiene la sensación de que su mandíbula pende de resortes que vibran sin control. A duras penas se recuesta contra uno de los neumáticos; prefiere esperar sentado a que cesen los mareos. Quince minutos más tarde consigue ponerse de pie y volver a entrar. Antes de cerrar la puerta echa un vistazo a la carretera y, con una extraña sensación de orgullo, recuerda que de no ser por su caravana aquel tramo de la 71 estaría sumido en la penumbra. Coloca el pasador, se lanza sobre el sofá y entra en un estado cuasi comatoso. Se duerme antes de lograr acomodarse, por lo que la mitad superior de su cuerpo queda suspendida en el aire. Un viejo recuerdo se cuela entre en sus sueños, mientras resbala hacia una inevitable caída.
Gritos provenientes de la cocina lo despiertan en mitad de la noche. Da un
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respingo sobre el colchón y abre los ojos de par en par. Emilio acaba de cumplir siete años. Tiene epilepsia, y por esta razón cree que está a punto de sufrir otro ataque. Sus preludios varían: con frecuencia siente olor a naranjas, otras veces a comida descompuesta. Escucha un zumbido que se vuelve más y más grave, desea escapar de él pero le resulta imposible. Cuando está convencido de que van a reventarle los tímpanos, pierde la consciencia. La parte más peligrosa, aunque resulte contradictorio, no son tanto las crisis sino las aparatosas caídas que estas provocan. Se ha lastimado en varias oportunidades, la más grave requirió cinco puntos de sutura en la cabeza, luego de golpeársela contra la esquina de un mueble. Ha tenido suerte, y espera seguirla teniendo. Por lo general despierta en los brazos de su madre, cansado y algo confundido. A veces llora, y su padre aprovecha cada ocasión para decirle que no sea marica. Al igual que su hermano tiene un carácter tosco, casi siempre violento. Él no estuvo en ninguna guerra; es alcohólico. Las batallas son internas, y en la mayoría acaba derrotado. —¿¡Puedes hacerme caso por una puta vez, zorra imbécil!? —brama su padre. El chasquido de una bofetada retumba en las paredes de la casa—. ¿¡Puedes!? —Creí que no te molestaría —responde su madre entre sollozos. Vuelve a escucharse un golpe, más fuerte que el primero. La mujer recula y choca contra una mesa, lanzando algunos vasos al suelo. El niño escucha el estallido de los vidrios y se mete bajo las frazadas. Su padre habla de una forma muy extraña, como si su lengua se moviese a cámara lenta. Imagina que se ha convertido en un monstruo, y aquella idea lo aterroriza. Tanto es así que una cálida humedad aflora de su entrepierna, extendiéndose luego a las sábanas de Spiderman. Se cubre los oídos con todas sus fuerzas y aguarda a que todo pase, prefiere soportar el hedor de su propia orina a tener que oírlos discutir. Con creciente temor nota que los gritos se acercan a su dormitorio. Gritos acompañados de pasos firmes, enfurecidos.
—¡No lo lastimes, por favor! —grita su madre, asiendo a su marido del brazo. Al verse obstaculizado, el hombre actúa sin pensar. Le lanza un puñetazo que
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le rompe la nariz y la hace aterrizar sobre sus glúteos. De un instante al otro la puerta se abre, y la manta que lo resguarda se eleva con violenta rapidez. Su progenitor lo azota una y otra vez con la hebilla de un cinturón, tatuándole horrendas marcas rectangulares. El niño llora, se retuerce y suplica, pero nadie puede auxiliarlo. Su madre intenta levantarse, pero no lo consigue. No sabe que será en vano, ya que pronto perderá la consciencia. En el jardín delantero dos gatos inician un escandaloso cortejo, que coronará aquella sinfonía demencial. El pequeño cierra los ojos y, aguantando la respiración, espera el siguiente golpe. Cuando por fin los abre, no sin cierta desconfianza, se percata de que ya no está en su cuarto. La vegetación le araña los brazos, y apenas puede ver lo que tiene a su alrededor. Aunque todavía no lo sabe, se encuentra en el mismo lugar donde veinte años después le dará muerte a Navarro. Tiene aferrado por el cuello a uno de los gatos que unos instantes atrás pretendía copular en el jardín de su casa. Lo agita como si de una alfombra polvorienta se tratase, estampándolo contra el suelo. No lo lanza con la fuerza suficiente (quizás así su muerte hubiese sido mucho más piadosa), por lo que la hierba absorbe casi toda la energía del impacto. Una gata negra observa la escena desde un rincón, sabe que ese será también su destino. El animal se levanta, aturdido, e intenta huir. Sin concederle tal oportunidad, Castellano lo alcanza y vuelve a sujetarlo del cuello. Haciendo oídos sordos a los chillidos de dolor y desesperación, saca una navaja multiusos de la cintura de sus pantalones orinados y comienza a rebanarle la garganta. El felino se estremece, la sangre brota de su tráquea seccionada y cae sobre la tierra. Corta hasta cansarse; cuando la hoja roza las vértebras toma la pequeña cabeza y hace palanca sobre ella para quebrar la espina dorsal, que emite un repugnante sonido cartilaginoso al partirse. Ya liberada del único nexo que la conectaba al resto del cuerpo, la cabeza rueda entre los arbustos. El niño la sigue con la mirada, pero ve que algo ha cambiado: es la cabeza de su padre, que lo observa con una mezcla de sorpresa e indignación. De su boca abierta emerge un estridente grito, que parece provenir del mismísimo infierno...
Despertó cuando su cuero cabelludo rozaba el suelo de PVC. Consciente de
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que caería en cualquier momento, revoloteó los brazos como un poseso y se aferró al respaldo del sofá. Le dolía la cabeza, pero aun así se encontraba mejor. Por lo menos podía pensar con claridad, y eso le bastaba. El mareo no había desaparecido, pero la sensación de estar girando en el interior de un microondas era apenas perceptible. El reloj en la pared marcaba las doce y siete de la noche, lo que equivalían a tres horas de sueño ininterrumpido. Sobre la encimera de la minúscula cocina reposaba una caja de ácido valproico, que recogió antes de salir. Extrajo de ella el prospecto, al cual le echó un último vistazo, y un blíster, que aún encerraba tres cápsulas anaranjadas. Harían falta más que unos efectos adversos para dejarlo fuera de combate. Con esto en mente, lanzó todo a la basura.
Afuera el cielo estaba despejado, pero las estrellas seguían ausentes. Una gran luna llena coronaba el firmamento, como desde hace mucho tiempo no se apreciaba. Detrás de la caravana, una camioneta robada descansaba bajo una lona, que Emilio se apresuró a meter en el compartimento posterior. Abrió la puerta y se sentó al volante, resguardándose así del viento gélido. Debía deshacerse del vehículo cuanto antes, puesto que no tardarían en localizarlo. Al mesarse el cabello con ayuda del espejo retrovisor advirtió, por el rabillo del ojo, la presencia de un palo con sangre seca en los asientos traseros. Otro elemento del que necesitaba librarse. Desde aquel punto era capaz de divisar un amplio tramo de la 71 sin grandes dificultades. La aguja indicadora del nivel de combustible se encontraba por debajo del ½, pero pasarían varias horas antes de que alcanzara el empty, y aún más para que se agotara la reserva. Centraba su atención en aquellas minucias, cuando el creciente ronroneo de un motor lo obligó a alzar la vista. Una Ford Expedition atravesaba la carretera a toda velocidad. Sus faros se asemejaban a los ojos de una bestia hambrienta, que corre hacia su presa para despedazarla. Mientras la observaba acercarse abrió la guantera, posando una de sus manos en la culata de una pistola. Comprobó su munición y giró la llave en el contacto para encender el motor, que despertó con un rugido. Se refugiaba bajo el ala de aquella noche salvaje. Su mejor aliada.
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Al fin y al cabo, él era la bestia.
Andrés Apikian Uruguay
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