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EL VIEJO DE ENFRENTE GUSTAVO VIGNERA

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Apenas me puse de novio con Matilde nos alquilamos un depto por Carapachay. Era oscuro, húmedo y feo, era lo que nos daba el cuero para poder pagar sin mayor drama. Cuando falleció papá, a mi vieja se le ocurrió la feliz idea de ofrecernos la terraza de su casa para que pudiéramos construir nuestro nidito de amor sin incurrir en gastos tirados a la basura. Iba a ser algo nuestro, y de paso cañazo le hacíamos compañía. Lo hice convencido, fueron varios los motivos que hoy puedo enumerar. El primero, porque siempre me gustó el barrio, el segundo porque tarde o temprano, al ser hijo único, esa propiedad sería mi herencia y por último y no menos importante, porque mamá es una de esas personas que jamás te va a romper las bolas, es una de esas minas que no se meten donde no la llaman. Encontré un método de construcción rápido y en octubre ya teníamos nuestro lugar. Faltaban algunos pequeños detalles de terminación, algunos revoques, algunas luces, la baranda de la escalera, nada que no nos permitiera vivir felices. Teníamos un pequeño balconcito donde tomábamos unos mates con mi amorcito cuando volvía arruinado de la

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fábrica.

Una tarde cualquiera, mientras nos poníamos al día de nuestros correspondientes quehaceres, veo salir de la casa de enfrente un viejito con bastón rodeado por tres perros callejeros. Al principio me sorprendió, yo había vivido en esa casa por diecinueve años y nunca me había percatado del vecino que teníamos justo enfrente. En ese momento pensé que los jóvenes, por lo general, no le damos bola a los vecinos y mucho menos a las personas mayores. El viejo miró para arriba y se quedó un buen rato con su vista fija en mi persona mientras los perros, que parecían sarnosos, meaban el árbol que solo ostentaba unas pocas hojas amarillas. El señor, de pronto, bajó la vista como abatido de un sueño que no pudo lograr. Pegó unos gritos y comenzó su caminata hacia la avenida escoltado por sus tres vagabundos. A la media hora, cuando ya empezaba a oscurecer, aparece de nuevo, pero ahora cargando una bolsa de feria que llevaba con dificultad. Se mete la mano en el bolsillo, saca un manojo de llaves, los perros vuelven a mear el pobre árbol y sube su vista hacia donde nosotros estábamos como esperando un saludo de nuestra

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parte.

A partir de esa tarde, de la misma forma en la que nosotros manteníamos nuestra ceremonia del mate vespertino, el viejo y sus perros repetían su rutina con la precisión de un eximio relojero. Un domingo de diciembre, mientras almorzábamos los ravioles que amasaba mamá, tuve la inquietud de preguntarle: —¡Vieja! ¿El señor que vive enfrente, es nuevo en el barrio? —¿Qué señor? —me contestó de la misma forma que me hubiese contestado si le decía que la salsa estaba horrible. —El viejo ese, el de enfrente, el de los tres perros, no para de mirar para arriba cuando estamos en el balcón tomando mate —le dije sospechando que no había onda con el vecino.

—No le des bolilla, es un viejo chismoso, siempre esta cuchicheando con los vecinos, es mejor perderlo que encontrarlo. —se despachó mi vieja que, cuando

hay algo que no le gusta… no le gusta. Terminamos de almorzar y yo me fui a dormir la siesta, al otro día había que ir a trabajar y tenía que estar descansado. Como era de esperar, antes de quedarme dormido, hicimos el amor con Matilde, para no perder tampoco esa buena costumbre. Estaba medio adormecido cuando escucho el timbre del departamento de abajo. Si no era un vendedor ambulante o un testigo de Jehová nadie tocaba el timbre de mi vieja. Paré la oreja y pude escuchar un tumulto alejado de voces que se entrecruzaban, al rato escucho que la puerta se cierra con fuerza y un instante después, unos cuantos ladridos de perros que terminaron por desvelarme. No le di bola y me puse a ver el partido de Racing en la tele. El veinticuatro nos hicieron ir a laburar en la fábrica, decían que había que poner el lomo ya que la cosa estaba jodida y podía haber despidos. Lo bueno fue que al mediodía nos largaron y como gentileza por el esfuerzo realizado en todo el año, me regalaron una cajita navideña que tenía unas garrapiñadas, un pan dulce y una sidra. Por supuesto se la di a mamá como mi aporte para los festejos familiares.

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Esa tarde como una ceremonia religiosa e inevitable, fuimos con Matilde al balcón para tomar unos matecitos y esperar la nochebuena que organizaba mamá con unos primos en casa. El solo hecho de pensar que esa noche no la compartiría con papá me hacía creer que por más azúcar que le pusiera al mate no dejaría de chupar un mate amargo. Los pendejos de la cuadra, como de costumbre, empezaron a joder con los cohetes y a preparar botellas para alinear las cañitas voladoras que encenderían cuando oscureciera. Miré el reloj, esa tarde tenía unas extrañas ganas de que el viejo de enfrente saliera. Imaginaba su profunda soledad para estas fechas. Esta vez, cuando mirara para arriba quería saludarlo con la mano, o tal vez gritarle un “¡Feliz Navidad, vecino!” que sin duda le cambiaría al menos un poco el ánimo. Matilde me cebó otro mate y me besó. El señor ya debía estar saliendo, habían pasado como diez minutos de su habitual salida. De pronto la puerta se abre lentamente y salen los pichichos como locos al ataque de un estruendo de rompeportones. El viejo no sabe cómo detenerlos, los chicos de la cuadra salen corriendo y en eso… uno de los perritos cruza la calle, el viejo larga el bastón y va a su rescate, con tal mala suerte, que un camión que doblaba la esquina un poco picado se los lleva puestos al perro y al viejo. Como en cámara lenta pude ver en detalle cómo revoleaba a los dos cuerpos por el aire. Tiré el mate y bajé corriendo para ayudar al vecino. Matilde bajó atrás mío. Mamá subió la persiana. El camionero, que sin duda estaba pasado de brindis anticipados se agarraba la cabeza. Los chicos de los petardos habían desaparecido. Los otros dos perros no entendían nada, daban vueltas en círculo mirando a su dueño y a su compañero bañados en sangre. Matilde agarró a los perros y se los llevó para casa. Yo llamé a la ambulancia que tardó como veinte minutos en llegar. El viejo aún respiraba, su amigo ya había pasado a mejor vida. Recuerdo que tuve una discusión con el chofer del camión que no paraba de pedir perdón en todos los idiomas imaginables. Bajaron la camilla y ayudé al enfermero a subir a mi vecino. —¿Usted es el hijo? —me preguntó casi por obligación. —No, es mi vecino de enfrente —le contesté consternado. —¿Lo puede acompañar? Somos pocos en la guardia y tuve que venir solo

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de raje —me preguntó comprometiéndome a algo que no estaba preparado. Antes de subir, cargué el cuerpito del perro y lo acomodé en la vereda. Mamá lloraba y mi esposa la consolaba abrazándola mientras observaban la dramática escena.

En el trayecto, el viejo parecía que tenía convulsiones, la sangre le salía de la cabeza a borbotones. Por fin, llegamos al hospital. Lo revisaron y lo llevaron directo a la sala de operaciones. Yo me quede ahí esperando, no tenía ninguna obligación, era un desconocido para mí que la desgracia me lo había cruzado en mi camino. Fueron como tres horas. No dejé de estar preocupado por un minuto. Uno de los médicos salió y me dijo: —Perdió mucha sangre… pero va a estar bien, es un hombre fuerte. —¿Necesitan algo más en lo que pueda ayudar? —le pregunté con la esperanza que me había vuelto al cuerpo. —Sí, sí, claro. Vamos a necesitar muchos dadores de sangre. Te pido que difundas entre los vecinos que tengan sangre del tipo negativo. Tomé un Uber y me fui para casa con el recado. Yo no recordaba qué grupo y factor tenía, pero de ser un potencial donante, no iba a tener drama en hacerlo. El cuerpo del perro muerto aún estaba donde lo había dejado. No me gustó para nada verlo ahí tirado como un perro, aunque, si bien era un perro, merecía tener su dignidad. La puerta de la casa del viejo estaba abierta y aproveché para meter el cadáver de su amigo. Ya en el interior, pude ver que tenía un pequeño jardín prolijito lleno de malvones donde lo apoyé. A la derecha se encontraban tres puertas altas de madera con banderola que custodiaban cada uno de los ambientes. Como la curiosidad mata al hombre, tuve la necesidad imperiosa de abrir la primera para ver cómo vivía ese desconocido. Las luces titilantes de un arbolito en miniatura me conmovieron. Había dos platos sobre la mesa como quien espera a otro comensal. En un costado había una cómoda llena de fotos que no pude evitar chusmear. Una, de color sepia, me llamó la atención y la acerqué a mis ojos. Estaba mamá, con papá junto a un hombre que imaginé que podría ser el viejo. A todos se los veía jóvenes… felices. Mi mamá estaba en el medio abrazando a ambos. Reían.

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Se los veía amigos, buenos amigos, casi inseparables. ¿Qué habría pasado para que ahora la vieja lo detestara? La espina de la duda se había clavado en mí. Crucé la calle y fui a ver a mamá. Estaba con Matilde sentada en la cocina escuchando la tele. Los dos perros echados en un rincón esperando algo para morfar. —Parece que el viejo zafó —les dije al llegar. Noté que mamá había cambiado su expresión. —Hay que avisar a los vecinos ya que necesitan como veinte dadores de sangre. ¿Vos te acordás de qué grupo de sangre soy yo? —le pregunté al pasar. —No, no me acuerdo, pero seguro que… vos vas a poder donar —me

contestó mientras batía la mayonesa para el vitel toné. Las fichas del rompecabezas calzaban como por arte de magia. No necesitaba preguntar más nada. Pensé en papá, que Dios lo tenga en la gloria y en el viejo de enfrente que Dios lo cuide en la Tierra. Los cohetes empezaron a ensordecer la noche. Los perros estaban asustados. Llegaron los primos. Abrí la heladera y saqué la sidra que me habían regalado en la fábrica. La destapé, serví varias copas. Abracé a mamá. Matilde me guiñó un ojo. —¡Feliz Navidad! —les dije y sin más palabras bebí las burbujas de la duda que nunca me animé a develar.

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