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PAPAFRITA FRANTZ FERENTZ

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Su nombre real es Pepe Garduña, pero cuando mi mujer lo conoció (en foto) dijo sobre él: —Es tan inexpresivo como una papa, como una papa frita. Tiene razón. Uno se lo queda mirando y tiene la misma expresividad que una patata frita, aunque Pepe tenga ojos, boca y esas cosas propias de los humanos. La cosa es que en casa pasó a ser conocido como Papafrita. Se podría decir de él que era más raro que un perro verde, pero me cuesta muchísimo describirlo. Para mí convivir con él durante este tiempo ha sido una de las experiencias más duras de mi vida. ¿Por qué? Pues, así de pronto, diría que porque es tan empático como una papa. Exacto, además de su similitud con el tubérculo, Pepe tiene la misma empatía que una patata, aunque podría ser que el vegetal tenga más empatía que ese ser humano. En fin, cosas mías. Quizá se pregunten cómo aterrizó tal personaje en mi vida. Bien, fue por trabajo. Yo había empezado a trabajar en una imprenta importante. El volumen de trabajo era enorme y mi cubículo estaba al lado del cubículo de él. Nos separaba una mampara que, estando sentados, no nos permitía ver a quién teníamos alrededor, pero el jefe, que pasaba constantemente por detrás de nosotros, nos veía perfectamente, aunque nosotros no teníamos manera de saber cuándo él se acercaba.

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Al principio creí que aquel jefe oteador sería mi principal pesadilla, pero enseguida me di cuenta de mi error. Papafrita, o sea, Pepe, enseguida se manifestó en su ser espontáneo. Resultó que, encima, tenía cierta autoridad sobre mí, aunque no fuese exactamente mi jefe, pero era el encargado de la revista a la que me habían asignado. Recuerdo la primera vez que Pepe se manifestó. Fue durante un fin de semana romántico en el que me escapé con mi mujer a Lisboa. Estábamos gozando una sesión de fados en el Chiado, cuando me sonó el móvil. Se me erizó la piel cuando vi su número en la pantalla. Le mandé un SMS diciendo que estaba en el

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extranjero y que no podía atenderlo. Fue en vano. No sé por qué extraño motivo pensó que yo tenía wifi y me llamó por wasap. Manda huevos, pensé, pero salí atropelladamente del local y me planté en la calle. Atendí la llamada. —Hola, te llamo porque me he dado cuenta de que hay un error en los créditos y que, como el lunes, ya mandamos a imprenta, hay que cambiarlo. Resulta que has puesto el comité científico donde el comité editorial y viceversa. Cámbialo, ¿vale?

—Verás, ahora estoy en Lisboa con mi mujer —traté de argumentar. —Búscate un ordenador. En el hotel seguro que hay. Los archivos están en

la nube.

Inútil, era inútil argüir con él. Inútil. Ni que decir tiene que me fastidió el fin de semana. El lunes, al regresar a la oficina, le comenté mi sorpresa por su llamada. No quise resultar desagradable. Pero su respuesta se limitó a un comentario estúpido: —Era urgente. Ni tanto.

Comencé a conocer detalles de su vida durante los almuerzos. Al principio de mi tiempo en la empresa, me quedaba a comer en la cantina porque me tomaba muy en serio los horarios. Papafrita los respetaba a rajatabla, como no podía ser de otro modo.

Fue así como me contó su vida. No me interesaba en absoluto, pero soy incapaz de decirle en su cara: «No me interesa una mierda tu vida». Tampoco es que me contase mucho, se limitó a narrarme que había vivido un tiempo en Bulgaria, donde fue por una beca Erasmus cuando era universitario, pero luego se quedó allí más tiempo y hasta se casó con una búlgara (no me entra en la cabeza que en aquel matrimonio entrasen los sentimientos). La cosa es que se divorció y se volvió a casa, pero sin detalles. Además, se aficionó al idioma y en la editorial publicó un par de libros de cocina búlgara. Ni aquellas conversaciones durante el almuerzo ni el hecho de que

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fuésemos vecinos de cubículo hicieron que mi relación con él mejorase. No tenía más remedio que aguantarlo, con las llamadas fuera de lugar en fin de semana o vacaciones. Recuerdo incluso que el jefe nos comunicó que Pepe se había ausentado un día —uno solo— porque había fallecido su madre. Al regresar al día siguiente, le di el pésame por educación, pero su reacción todavía me sorprendió: —Gracias, pero vamos a acabar con la maqueta, que ya estamos acercándonos al límite de plazo. No podía creérmelo. En fin, la cosa es que hubo momentos en que intenté mantener una relación civilizada, que no cordial, de colegas de trabajo, tanto que hasta un día le llevé unos dulces que hacía mi mujer. Él me lo agradeció, pero los apartó sin más. Sospeché que iban a acabar en la papelera. Pero como no hacía más que joderme la vida con exigencias de trabajo con llamadas en los peores momentos, me di cuenta de que era imposible que pudiese tener cualquier relación, siquiera laboral, con él. Sabía que jamás en mi vida me iba a encontrar a nadie tan anempático. No creía que existiese nadie así. Era lo peor de lo peor y encima me enojaba hasta niveles inimaginables. Por entonces, un día me encontraba viendo una película de los Hombres de Negro en la televisión con mi mujer. Recuerdo que le comenté: —Al final va a ser verdad que estamos rodeados de extraterrestres. Estoy seguro de que Papafrita es uno de ellos. A mi mujer le hizo gracia y aún me comentó: —Mira, quizá él u otro como él sirvió de modelo para los vulcanianos de Star Trek. Seres sin sentimientos. ¿Te fijaste en si tiene las orejas puntiagudas? Los dos nos reímos. Eso explicaría muchas cosas. Papafrita tiene que ser un alienígena.

Este es el texto que recuperé del ordenador de Carlos Molina, el compañero de Kököt Vopiletz, conocido entre los humanos como José Garduña. Había llegado muy lejos en sus

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averiguaciones de quién es realmente nuestro compañero. Por eso, he dado orden de que manden a Molina a otra sección de la editorial y deje de estar en contacto con nuestro hombre. Nuestra seguridad está a salvo por ahora, pero quisiera preguntarles si hay manera de que Kököt Vopiletz pueda adquirir cierta empatía para evitarnos problemas futuros, porque, aunque no es humano, al menos que lo parezca.

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