EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO. 69 NOVIEMBRE 2021

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6

NRO 69 — noviEMBRE 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE EL VACÍO BRAVISSIMA

IMMA MUÑOZ 7

MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ 11

EL MUERTO

ÁLVARO MORALES 17

una ventana, un edificio y los charcos de siempre ADÁN ECHEVERRÍA 25 cheri jo

fede marongiu 35

SANTÍSIMA TRINIDAD RELEVO

MARINA GÓMEZ ALAIS 38

CRISTINA OLEBY 44

CASA OKUPA

MANUEL SERRANO 48

detráS DEL CRISTAL CUMPLEAÑOS

SABRINA YANES GARCÍA 51 GUSTAVO VIGNERA 53

MáS ALLÁ DE LA FACULTAD

OSWALDO CASTRO

ALFARO 57 CARLOS

MUERE

VACILACIÓN

CARLOS M. FEDERICI 61 LIDIA J. LEZAMA 72

vienen tras de mí Carlos Enrique Saldívar ROSAS 75 DÉDALO

JULIO GARCÍA SAUÑE 79

LA MUJER DE LAS FLORES BRILLANTES GUADALUPE GIMÉNEZ 82 UN VALS EN BENEFICIO DE EMMA

JOSÉ LUIS

VELARDE 88 CUPÓN

JOSÉ A. GARCÍA 92

EL COMPRADOR DE LIBROS 5

FRANCOIS VILLANUEVA


PARAVICINO 95 AGONÍA

ADRIANA RODRÍGUEZ 100

NI YO NI MI MAMÁ HORTENSIAS EL PAPEL

JUAN ROGELIO 106

MARIANA LOPEZ 109

NURIA DE ESPINOSA 113

LA MISIÓN LLUVIA DE JULIO

CARMEN TOMÁS 116 ADRIANA C. FLORES TANGUMA 119

¿Y AHORA QUÉ SOY? J. R. SPINOZA 121 EL ABUSO SOBREVIVIENTE

IÑAKI FERRERAS 125

CRISTIAN LEONEL GONZÁLEZ 131 SUPLEMENTO TRENES

ÁGATHA, Y UNA FLOR EN LA VÍA

RAMÓN

MARTÍNEZ VENTURA 136 EL TREN DE LAS SEIS

AMELIA BEATRIZ

BARTOZZI 139 ZAPATOS DIGNOS

MATÍAS PI 142

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A

brí el cajón de la cómoda de su habitación y cerré los ojos. El olor a perfume de jazmín me trajo a mi madre cerca de nuevo. Ella llevaba varios días fuera de casa, en Valencia. Mi yayo necesitaba un by pass en el corazón y ella había viajado para

estar cerca de sus padres. Sabía que debía estar allí, pero yo la echaba de menos. La operación sería a las cuatro de la tarde y yo sabía que todo iba a ir bien. Quedaban dos meses para irnos todos a Valencia y pasar el verano juntos. Con él. Aquella tarde, mi padre llegó antes del trabajo. Se había estropeado la caldera y el técnico iba a venir a repararla. El timbre sonó y un hombre menudo y con poco pelo llegó con un maletín negro. Lo abrió en la cocina, y sacó alguna herramienta de su interior. Tenía verdadera habilidad. En un momento desmontó la tapa de la caldera y la dejó como desnuda, con sus tuberías y el motor a la luz. La destripó despacio, dejando vacía aquella caja de metal. Mi padre y yo lo mirábamos con curiosidad, asomándonos por la puerta de la terraza. —¿Sabes, hija? Al yayo le están haciendo lo mismo. —¿El qué? — le dije mirándole con ojos abiertos. —Los médicos le están operando y van a reparar lo que tiene estropeado. Como el técnico está haciendo con la caldera. Dejé de mirar a mi padre y llevé mi mirada hacia aquel hombre menudo que de repente, se hizo muy grande a mis ojos de niña. —Ya está arreglada. Solo necesitaba cambiar unas válvulas. Son veinte mil pesetas —dijo al cabo de cincuenta minutos. Seguí ahí quieta, parada, hasta que el señor recogió todas sus cosas. Mi padre le acompañó a la entrada y cerró la puerta. Se acercó a mí y me abrazó por la espalda. Nos quedamos mirando la caldera, que rugía de nuevo. Me fui a jugar tranquila con mi hermana a los Pin y Pon. Les preparamos una casita con piezas de otro juego de construcciones. Tenía puertas, ventanas, camas y cocina. No le faltaba detalle. Después mi padre preparó la cena y nos sentamos a la mesa. El teléfono del comedor sonó de repente. Eran las nueve de

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la tarde. —Sí, vale. Vamos para allí —solo pude escuchar. Mi padre abrió la maleta y metió tres piezas de ropa de cada uno. Yo le ayudé como pude. Él no estaba acostumbrado a preparar nuestro equipaje. Cortó el agua, apagó la luz y cerró el gas de la caldera. Vamos a pasar varios días a Valencia, pensé con ilusión. Se adelantaban las vacaciones. Nos montamos en el coche. Yo me senté en el asiento delantero. A mi hermano mayor no le importó. Salimos de Madrid con el cielo oscurecido. Era un día entre semana, y la carretera nacional estaba llena de camiones. Mi padre conducía en silencio, con la mirada al frente, sin mirarnos. La música de Elton John era lo único que se escuchaba allí dentro. Yo miraba por mi ventanilla, hacia las estrellas. Pensaba en mi yayo, me lo imaginaba con la mirada fija en el mar mientras esperaba a que un pez picara su anzuelo. De vez en cuando, un camionero ponía el intermitente derecho y nos daba la señal de que podíamos adelantar de forma segura. Mi padre encendía el intermitente izquierdo y se pasaba al otro carril, acelerando para rebasar al camión. Cuando estaba a la altura de la cabina, mi padre pitaba dos veces presionando el volante y el camionero le devolvía el saludo con otro pitido. Hablaban sin palabras. La música del casette se terminó y mi padre puso la radio. El locutor anunció las doce de la noche. Hacía rato que mi hermana pequeña se había quedado dormida. De repente, mi padre bajó el volumen de la radio. —Hijos, vamos a Valencia porque el yayo no ha superado la operación —nos dijo en voz baja, sin ningún preámbulo. Aquello me pilló desprevenida. Tardé unos instantes en abrir la boca —¿Pero no le estaban curando los médicos? —dije casi sin voz. No podía creer a mi padre. —Sí cariño, lo han intentado durante horas.

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No pude contestar. Aquello no podía estar pasando. No, no. Seguro que mi padre no se había enterado bien, a veces era muy despistado. Los minutos se me hacían eternos dentro de aquel coche. Miré hacia el infinito. Sabía que podía hacer que mi yayo se curase. Imploré a la luna, al cielo, a las constelaciones. Pensé que si lograba contar todas las estrellas del firmamento, mi yayo se curaría. Le juré que si se ponía bueno, le acompañaría todos los domingos a misa y sin rechistar. Cerré los ojos con fuerza y me concentré. Yayo, cúrate. Yayo, cúrate, me repetí hasta que los ojos me dolieron. Las primeras luces me sacaron de aquel estado. Mi padre atravesó media ciudad y llegamos a la calle de mis abuelos. Sacó la bolsa del maletero y fuimos al portal. Olía a limpio, como siempre. El ascensor acudió despacio a nuestra llamada. La cabina de madera crujía mientras ascendía al octavo piso. Mi padre tocó el timbre y mi madre abrió la puerta. Entré corriendo hacia el comedor, buscando su sofá. ¡Yayo! Pero estaba vacío. Mi madre se acercó, con paso lento. Me envolvió en un abrazo con olor a jazmín. Sus lágrimas caían sin ningún control por su cara. No hacía falta que dijera nada. Sabía que mi padre no se había confundido. Aquella noche, una parte de mí se quedó vacía para siempre, como una caldera destripada.

INMA MUÑOZ

España

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H

abía un cartel que prohibía fumar en el local, pero nunca nadie le hizo caso alguno. Sometidas a un aire cargado de humo y otros vapores, las paredes lucían esa pátina oscura y mugrienta que solo pueden dar los años y el abandono. Los

focos, de luces moribundas que apenas se atrevían a desafiar la oscuridad, estaban orientados todos hacia el escenario, y los manteles de hule de las mesas, llenos de cicatrices de cortadas y quemaduras, soltaban un quejido chirriante cuando la piel humana se despegaba dolorosamente de su superficie. Hubieran agradecido algo de jabón y un mucho de lejía, sin duda. El falso cuero de los asientos se agrietaba cada noche un poco más y en algunos —que se destinaban al fondo, donde los clientes no tenían más exigencia que la de la oscura intimidad no perturbada— asomaba ya el relleno desgreñado del mismo color del marfil viejo. Entre espirales y poca luz, Shirley se movía con blanda desgana al ritmo de la música. Contoneaba las caderas y empinaba las nalgas, mientras sus pies se colocaban, inadvertidamente en primera posición para realizar un demi-plié. Y, forzosamente, sus pies acababan enredándose, porque la muchacha que aún vivía en ella, Jane, se obstinaba en interrumpir y recordarle que eso era efectivamente un demi-plié. Shirley, la estríper, empujaba a Jane, escondiéndola adentro, en arcanos y oscuros rincones, pero ella se le resistía, se rebelaba, y Shirley acababa entonces haciendo un grand-plié hasta que su pecho desnudo quedaba delante de la cara de algún imbécil, solo para conseguir de esas manos toscas y burdas un mísero dólar que adornara la fina tira de su tanga de lentejuelas como si fuera un trofeo… Odiaba a Jane, la estúpida Jane —por más que fuera una parte de sí misma—, soñadora, ilusa, crédula…, inocente y pánfila, porque era culpa suya, completamente suya, haber acabado aquí, enseñando las vergüenzas para poder comer… Jane había tomado muy malas decisiones, y peores elecciones de cama la habían llevado a bordear la prostitución por ‘amor’ a su novio de turno. Un par de tropiezos más y una paliza que le rompió unos cuantos huesos habían hecho que

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abandonara para siempre su sueño del ballet profesional… Fue ese sueño frustrado de Jane el que creó a Shirley, y esto es lo que ella era ahora, quien era ahora, la bailarina exótica, y a más no podía aspirar… **** Ella lo esperaba todas las noches. De anticuado terno de paño y sombrero, venía y se sentaba atrás, velado entre las sombras, donde se escondían los pajilleros. Pedía un whisky añejo (o lo que en el club entendieran por añejo) y se limitaba a dejar pasar las horas entre show y show sin prestarles apenas atención a las otras chicas… Hasta que ella salía al escenario. Entonces adelantaba el torso, permitiendo que el círculo de pálidas luces lo alcanzara, y la veía bailar con ojos brillantes, mientras ella movía las caderas ornadas de verdes billetes pulcramente doblados. Sabiéndose observada por él, un sentimiento nuevo crecía en Shirley. Se sentía admirada, se sentía poderosa…, como si ni el dinero ni la piel desnuda pudieran mancillarla. A sus ojos, los de él, Shirley era lo que Jane siempre quiso ser: un ángel, una diosa, un cisne… Y la noche en que él finalmente dejó su oscuro refugio y vino a dar con ella, Jane se dejó cautivar por su voz de miel, por el dorado de sus ojos de cabra, de pupila tan estrecha que, según el capricho de la luz, pareciera vertical, demasiado exóticos para este mundo. Él —como otros antes— le prometió la gloria, la fama, el mundo a sus pies… Ella cerró los ojos y quiso creerlo, de veras que sí. Y por un momento, sintió el sueño de Jane estallarle en el pecho, virgen, refulgente, más vivo que nunca. El renovado vigor de Jane empujaba las miserias de Shirley, escondiéndolas tras los neones y ella (la diosa, el ángel, el cisne) se dejaba calentar el alma y la piel por sus aplausos. —¿Cuánto estarías dispuesta a pagar por conseguirlo todo? —le preguntó él, rozándole la mejilla con un dedo lánguido. —Mi corazón, mi vida, es lo único que tengo —respondió ella. Jane, por supuesto. Él cerró los ojos y la luz pareció huir de la habitación, envolviéndolo de 13


sombras. —Así habrá de ser… —susurró. Jane prefirió no hacerle caso al escalofrío que le recorrió la espalda cuando el hombre abrió los ojos. **** Charisse, rezaban tan solo los carteles por toda la ciudad. Charisse, Charisse…, repetía ella al verlos, dejándose acunar por la melodía de sus pocas letras. El hombre del terno le había dado ciertas instrucciones, que ella no se había atrevido a cuestionar, y aquí estaba, con el mundo a sus pies, tal como él le había prometido. Mientras, las otras callaban, porque Charisse lo llenaba todo, prístina, intacta, inalcanzable… Charisse, Charisse… Charisse fue la sensación de la temporada. Una prima ballerina venida de quién sabe dónde, sin antecedentes conocidos, sin experiencia alguna y un auténtico enigma para todos. Sus movimientos etéreos, gráciles y armoniosos cautivaban a su público, que era incapaz de apartar la mirada del escenario ni de ella. Su técnica era perfecta —como la de tantas otras, eso era cierto—, pero cuando Charisse danzaba, el mundo parecía llenarse de magia y de luz como un pequeño milagro que solo ella pudiera realizar. Los hacía soñar, creer que otro mundo de pureza y belleza era posible, que la perfección y la gracia realmente eran un don de Dios entregado al mundo en su persona. Charisse vivía en lo más alto de la ola, entre nubes de algodón, sintiendo que sus pies apenas tocaban el suelo, porque por fin era la diosa (el cisne, el ángel), y lo que veía en los ojos de su público era admiración y no lascivia. Charisse esperaba cada noche por ese instante supremo y repetido en que cesaba la música y la sala callaba, contenidos los alientos, hasta que el clamor de aplausos apasionados quebraba el silencio y su nombre era coreado por mil gargantas, ¡Brava!, ¡Bravissima! Pasó lo que él le dijo que sucedería: lo consiguió todo, como si uno fuera el paso lógico y natural del otro. Los ramos de flores, el respeto y la fascinación de

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hombres y mujeres, los flashes de las cámaras, joyas, dinero, vestidos caros y con clase… Hasta un apartamento de ensueño y su propia historia de amor. Y todo era nuevo para ella, porque era un amor cómodo, sano, que no exigía ni requería esfuerzo alguno ni tampoco causaba daño. Por primera vez en su vida, era feliz. **** Una noche, volvió a ver al hombre del terno. Estaba sentado, entre penumbras, en el palco más alejado y apenas se percibía que hubiera alguien allí, pero todos sus huesos le gritaban que era él. Y Charisse sintió el pánico quebrarle el alma y partírsela en pedacitos diminutos que jamás podría recomponer. El vértigo creció en su vientre, trepándole por la garganta, asfixiándola, hasta convertirse en un grito mudo que nadie pudo oír. No, ahora no… Un trato es un trato, parecía decirle él cuando las luces se encendieron y tocó levemente el ala de su sombrero, en un saludo que para cualquiera menos ella pasaría por amistoso. La ‘Casa’ nunca pierde… **** La encontraron en un callejón, no demasiado lejos del club, con las tripas al aire. A tenor del zumbido de las moscas y de los pasos apresurados de pequeños roedores urbanos, llevaba al menos un día… Aquí y allá, pequeños mordiscos,

dentelladas

ávidas

y

hambrientas

—que

habían

respetado

inexplicablemente los ojos y el rostro— sembraban su cuerpo roto de carmines descarnados. Tenía brazos y piernas colocados en una grácil cuarta posición — por lo demás, perfecta—, con la mano izquierda justo encima del abismo recortado de su torso; los dedos en un delicado movimiento incipiente que nunca llegó a ser, la cabeza ladeada con elegancia, los ojos nublados hacia el cielo, buscando algo que sin duda no estaba allí, y el asomo de una sonrisa pacífica en los labios, más propia de quienes mueren en paz en su propia cama que de 15


aquellos que aparecen entre contenedores de basura… Era su cuerpo una triste e incongruente mezcla de la soñadora Jane y la divina Charisse, manchada con la desganada concupiscencia de Shirley. Y quizás, solo quizás, en la muerte consiguió ser lo que no pudo ser en vida: todas ellas y ninguna. El forense echó en falta su corazón, claro está.

MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ España

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M

e desperté en el ataúd hace un rato, a las seis. Lo pude saber por el reloj de pulsera que me regaló mi tía Esther, que cuando le aprietas el botón de la derecha tiene luz. Al principio creí que estaba muerto. Por supuesto, qué

ocurrencia del destino despertarse en un ataúd. Pero luego, la sensación de humedad en la cara me despabiló, volví a abrir los ojos, y logré ver con claridad una pequeña rendija por la que se filtraba la luz de un farol y el agua de lluvia que salpicaba contra los bordes. Escuché una conversación y cuando quise prestar atención, pensando que tal vez se trataba de un sueño, y que en ese mensaje se encontraba la llave de mi despertar, un pedazo de la rendija se oscureció. Un poco de agua me llegó hasta la cara. Yo aún estaba bajo los efectos de ese mismo malestar que en la morgue no me había permitido expresar, o tan solo mover, y ni siquiera hice el intento de esquivarla. Al instante me aterré ante el entendimiento de lo que estaba ocurriendo. Esta agua no lo era tal, era barro. Me encontraba en una caja de madera, aún no podía moverme, estaba lloviendo, y me estaban enterrando vivo. Un agudo grito se ahogó en mi garganta, y por supuesto al instante me desmayé. Supongo que cuando recuperé el conocimiento, el pesar que me retenía ya había terminado. Porque apenas abierto un ojo mi cuerpo se convulsionaba contra la tapa del ataúd, en el medio de lo que debo definir como un ataque incontrolable. Me sorprendí al ver que los clavos de la tapa cedían, y esto me tranquilizó en gran medida. Tuve que haber empujado con todas mis fuerzas pues la tapa cedió al húmedo exterior, al barro y al agua. Debido a alguna razón, por supuesto desconocida, los que me habían estado enterrando decidieron abandonar apenas comenzado el trabajo. La proximidad de la lluvia los debió haber ahuyentado. La tierra que tiraron al interior del pozo se diluyó con el gran torrente que trajo la tormenta de verano y se deslizó hacia los costados del ataúd, atascándolo en el pozo pero liberando la tapa. El agua de la lluvia demoró en calmarme la sed (cosa que en este

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momento dudo pues aún estoy sediento). Pero la disfruté con deleite. Poco a poco fui recobrando el control sobre mi cuerpo, a pesar de lo cual no podía evitar una leve cojera hacia la derecha y una insensibilidad general. Aún no sentía la cara, y las manos parecían estar atravesadas por un millar de galerías recorridas por incesantes y diminutos insectos. En la morgue no me podía mover, ni siquiera los ojos, pero veía y escuchaba todo. El funcionario me examinó de forma displicente: me alumbró los ojos con una linterna, metió dos dedos en mi boca, y luego me palpó la garganta. Leyó la planilla que vino con el cuerpo y firmó las dos hojas. Paro respiratorio, listo, a otra cosa. Después de eso: imágenes aisladas, nada conciso, nada definido. Hasta el ataúd. Dejo que el agua me saque el barro de la cara y de la ropa y me refriego el pecho con las manos. No lo siento. Pienso que hace calor, y que podría ir a algún lugar, bajo la lluvia y sin ningún inconveniente, volver a casa, e inevitablemente recuerdo a Helena. Soy consciente de todo sobre ella, en un instante. La boda, la casa, las vacaciones en Bahía, la enfermedad de la madre, el accidente de mi cuñada. Y luego recordé a mi hermano. Andrés vino a vivir con nosotros hasta que lo pudiera ubicar en la fábrica, eso también viene a mi memoria. Mi hermano menor: la mujer se mató en un Fiat Uno, en la Ruta Ocho. Él no quiso vivir más allá y se vino conmigo. Pensamos que de última, congelando pescado se gana bien y se trabaja en buen horario. Esa fue la mejor época. Íbamos los tres juntos a todos lados, y hasta en ocasiones con alguna compañera de mi hermano. Seguíamos los turnos rotativos de la pescadería. Yo salía de trabajar a las ocho de la noche, Andrés a las cinco de la tarde y Helena a las tres, de modo que de tarde nunca nos veíamos entre semana, pero a las noches siempre cenábamos juntos. Recuerdo la época en la que lo hacíamos afuera, en bares y otros boliches. Luego vino mi pelea con ella y dejamos de cenar por un tiempo. De esa

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pelea puedo pensar mucha cosa. Es uno de esos sucesos que sacuden nuestro diario y rutinario accionar y durante un segundo nos tienta a pensar; tentación que es dejada a un lado ante la amenaza de que lo revelado joda más así, y hubiera sido preferible ignorarlo. Si Andrés no fuera mi hermano hubiera dudado de él. Y si no supiera que me ama, también hubiera dudado de ella. Salto el muro y entro en un corredor. Es una calle, pero parece un corredor. Camino hasta una avenida y la reconozco. Llueve torrencial y no hay nadie en la calle, que comienza a inundarse. Cada auto que pasa salpica pero eso no le importa a nadie dado el caudal de agua que cae. Ha sucedido algo extraño, una tormenta fuera de lo normal, de esas que ocurren cada determinado lapso de tiempo, y que son asimiladas con supersticiones y creencias de lo más variado. Algo escuché, hace unos días, de la curiosa coincidencia del fenómeno con la celebración de algunos ritos religiosos. Como sea, la tormenta ha adelantado la noche. Apenas llegue voy a tomar un plato de la sopa de Helena. Aunque me dé sueño, tal vez después me venga bien dormir. Cuando las cosas mejoraron se hizo costumbre cenar en casa. Siempre los tres y a veces, como ya he dicho, cuatro o cinco, dependiendo de los invitados ocasionales. Es en esa época que yo me empecé a enfermar. Siempre ocurrió de la misma forma. Después de cenar, y de tomar la sopa que me hacía mi querida mujer, me invadía una inquebrantable sensación de cansancio. Me acostaba a dormir, lo cual no venía nada mal pues al mediodía siguiente me levantaba como nuevo para ir a la fábrica a trabajar. Mi mujer y mi hermano siempre entraron a sus respectivos trabajos más temprano por lo que no demoran en a su vez irse a la cama. Sé que en ocasiones se quedan a ver televisión, pero nunca hasta largas horas, y esto lo entiendo pues me lo han contado. Llego a mi calle. Reconozco a una cuadra mi casa por el enorme ciprés que se agita por el temporal. Enfrente un pino se ha caído y una de sus horquetas sostiene los tirantes cables de luz, que no se han roto de milagro. Mis

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entumecidos sentidos me ayudan con el viento y sigo adelante. Ansío llegar a casa. Verla a ella. El regocijo de la sorpresa. «¡Mi amor, estoy vivo! Hay que llamar a alguien, cometieron un error. Fue tan solo mi enfermedad. Esta vez me quedé dormido más de lo habitual. ¡Creyeron que estaba muerto!». La noche de ayer no fue nada fuera de lo común, y no entiendo a qué puede deberse un ataque tan extremo. Llegué a casa un poco tarde, por quedarme charlando con unos compañeros y perder el ómnibus de las ocho y media. Cuando entré ya estaban comiendo. Helena se mostró impaciente, pero cuando le expliqué se calló. Ambos estaban callados, muy serios y con un extraño gesto en el rostro. Me senté a comer y mi mujer se fue a fumar un cigarro a la cocina con gesto nervioso. Yo le conté a Andrés la ocurrencia de un compañero de gastarse los ahorros en poner una barra en un boliche de cumbia y él sonrió pero no me miró a la cara. Rechacé la sopa y Helena insistió. No entendía por qué el clima se había enrarecido tanto en ese momento. «Los tres vamos a tomar sopa», dijo como si yo desconfiara. Y nos sirvió para los tres, a mí de último. Yo no me pude negar. Recuerdo que había pensado ver una película con Harrison Ford que empezaba a las once, pero eso no pudo ser. Comencé a cansarme y me dirigí a la cama. Viene a mi memoria la mirada de Andrés, que evitó la mía hasta un instante antes de quedarme dormido. Después, en sueños escuché palabras: ellos dos hablando, nada más. Luego la imagen de la morgue. Un sol de luz sobre mi cabeza; y la azarosa posición de mis ojos en vertical hacia abajo que me permitía ver el reflejo del médico en la reluciente superficie metálica del final de la camilla. Veía mis pies desnudos y el tramo de bata sobre mis piernas. Y el hombre que firmó los papeles, luego se levantó y cerró la puerta de un golpe. Y el ruido se repitió en el eco de un pozo oscuro, y lo siguiente fue la escasa luz de la rendija del ataúd. Esta es mi casa. Hay luz en la cocina, en el baño y en mi dormitorio. Pude haber demorado una hora. Aprieto el botón derecho del reloj: siete y media. La

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distancia no ha sido grande, pero caminé lento y estoy agotado. Tan solo una férrea voluntad me lleva a seguir. Un impulso ha ido creciendo en mi interior, casi como si la tormenta tuviera un apéndice en mi pecho y eso me arrastrara. Abro la puerta. Ella se va a sorprender. En la cocina, sobre la mesa, hay dos platos usados y una botella de vino por la mitad. Suena una música suave y escucho voces desde mi dormitorio. Exploro algo positivo en el fondo de todo: por lo menos están juntos. Camino por el corredor intentando ser silencioso, detrás de mí va quedando una huella de agua y barro. Debo seguir. Relampaguea el cielo a través de la ventana. Veo la puerta del cuarto, del otro lado están ellos. Palpo el pomo y lo giro. La lluvia golpea en las ventanas y el vendaval ayuda. El viento acaricia todo a su paso y su gesto es desgastante, una pasión bestial que no encuentra correspondencia nunca. Entro en silencio. Están juntos. Ella en la cama; él de pie junto a ella. Me mira y sus ojos parecen contraerse en un segundo, se achican de forma ostensible y cae desmayado al piso. Entonces entiendo que estoy medio sordo, que el rugido de la tormenta es conmovedor, y que no he sido para nada silencioso. Mi mujer gira la cabeza, me ve y aparta la vista gritando como una loca. Todo en el correr de cinco segundos. —¡Mi amor, estoy vivo! —le digo y doy un paso adelante. Pero no es como lo imaginado. El tono de la exclamación no ocurre como en mi cabeza y en realidad es una proclama patética, un diluirse de palabras y lluvia en chasquidos y sonidos de pantano. Repito la frase y otra vez me freno preocupado, el gorgoteo en mi garganta parece el eco desde una fosa profunda. Vuelve a mirarme, solo un segundo y grita otra vez. La intento consolar. Es razonable: está a punto de entrar en shock, la pobre. Y el tarado de mi hermano, desmayado en el momento menos oportuno. Le sacudo con fuerza la cabeza. —Despierta, Andrés.

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Ella se calla. Compruebo la razón de tal abrupto silencio en la dirección de la mirada. Él ya está despierto. Se miran. Su silencio es cómplice entre los fogonazos de los relámpagos. Le habla. Atina a levantar la vista pero la baja a mitad de camino. —Te equivocaste y le volviste a poner somnífero... —exclama con voz temblorosa. —¿Somnífero? —Yo... no le puse somnífero... —tartamudea ella. —¿Somnífero? —Reflexiono yo otra vez, pero en voz alta. De inmediato pienso: el ataúd, la morgue, el sueño de todas las noches. —¡Sos una tarada! —¡Esta vez no le puse somnífero! —grita ella—. Era lo que habíamos acordado. Su cara luce desfigurada por el gesto y el incesante llanto. —¿Me pusiste somnífero... en la sopa? —pregunto, anonadado. No siento casi ninguna parte de mi cuerpo, pero una fuerza impensada ha crecido en mí. —Te equivocaste. —¡No, no, le puse lo que me diste! —¿Cómo...? —¡Le puse lo que vos me diste! ¡Dios mío, Andrés! Míralo. ¡Está muerto! Él parece abrir los ojos, y un gesto de pánico se va dibujando en su rostro. No he notado el momento en el que me ha mirado; un instante fugaz, tan solo eso y ya basta para sacarlo de sus casillas. Un trueno silencia el grito de mi mujer. Pero el gemido que sigue se pierde en el ruido de las ramas de los árboles, sacudidas por el viento y su rugir, entremezclándose en vaivenes rítmicos, se va perdiendo en la cadencia de la tormenta.

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Ahora se turnan para gritar. —Yo, no estoy... —¡Le puse el veneno! Y los truenos ahogan los gritos. —Yo no estoy muerto. —¡El veneno! ¡Está muerto! —Yo no estoy muerto... Yo no estoy... Yo... No…

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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E

xiste un sitio exacto en que el recuerdo se atora en nuestro cuerpo. El dolor se extiende entre el estómago, las muelas y el rostro. Pero aún con esa sensación que no permite el sueño, uno no debería sentirse amargo sino hasta que el atardecer nos

descubre pensativos. Detenido a un lado del mueble, de frente a la ventana, el hombre va pasando la vista por cada uno de los frascos que han quedado ahora sin uso y se da cuenta que ella siempre tuvo un momento personal para el espejo. Sentada en el banco de su tocador con las toallas húmedas se quitaba con lentitud las sombras de los ojos… Hoy, en cambio, la luna del espejo está empañada, y él nada hace por borrar esos rastros de memoria mientras se ajusta la corbata. No tienes más corbatas y hoy será un día especial su mujer le acomoda el nudo de aquella prenda única mientras con sus dedos va ordenando sus cabellos detrás de las orejas. Minutos atrás el nuevo día los descubrió despiertos, abrazados y en silencio. Sin mucho apuro salieron de la cama; ella pone agua para el café, mientras él se deja caer encima el chorro de la regadera, para espantarse la mala noche. Tendremos que robarnos una a la primera oportunidad, ¿te parece?… Una que combine mejor con tus camisas. Terminó de acomodarle la corbata, luego intercambiaron espacios dentro del cuarto. Ella a la regadera, él sentado ante la mesita, que hacía de cocineta, para beberse el café. Quizá la ocasión ameritara algo de elegancia porque, luego de meses de intentarlo, al fin la editorial aceptó publicar su primer novela, y ella le dijo que quizá era cierto aquello de ‘la primera impresión cuenta’. Nada se perdía con estar presentable para la cita con los editores. La verdad es que quisiera acompañarte al médico; debería postergar la reunión comentó taciturno, mientras soplaba tenue sobre la taza; el aroma del

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café le calmaba los pensamientos. Se apagó el sonido del agua corriendo en el baño. Ella salió desnuda, su piel como una bóveda celeste, brillaba por las gotas de agua. Se detuvo un instante a mirarlo, cogió el cepillo, e inclinándose frente a él, dejó caer hacia delante su larga cabellera. Comenzó a cepillarlo y le habló decidida: Para qué perder esta oportunidad. Si te apuras, y la entrevista es rápida, me alcanzas en lo del doctor. Él se levantó, dejando la taza de café en la mesita. Le acercó a ella un vaso con yogurt y se puso con lentitud la gabardina. Ella se sentó en la cama y mientras lamía un poco del yogurt que aun quedaba en la cucharita, le insistió en que estuviera tranquilo. Mordió la cuchara, se puso de pie, dio unos pasos alrededor de su compañero para aprobar su vestimenta, jalando un poco de tela por el frente, alisando un poco en las solapas: Verás que no pasa nada. se dejó besar la nariz y lo despidió en la puerta del cuarto. Desde aquella mañana él no había notado lo empañado que había quedado el espejo con la ausencia de su mujer. Ni siquiera se percataba del paso de las horas. Hoy, al sentarse frente al tocador, la recuerda y se detiene a contemplar lo que ella miraba cuando se quitaba el maquillaje. Solía pasar mucho rato frente al espejo, y de reojo mirar frente a la ventana el edificio en construcción. Hoy sólo queda la soledad del cuarto. En su mutismo, observa los carros desde la ventana mientras asimila su ausencia. Pasa los dedos de la mano izquierda por la luna del espejo, y se observa pálido. Baja la vista y apoya sus manos en el tocador para no caer. Levanta el rostro para observar cómo el edificio, que construyen frente a su apartamento, camina para arriba, y los constructores, en su jornada acuosa, no se inmutan por la lluvia o el sol que les calcina las espaldas. Apenas hasta ahora se ha dado cuenta de ese paisaje gris que ella quiso compartirle, y que él había obviado. Los días pasan y hay que continuar la construcción del edificio, y él tiene que continuar su vida. 27


Allá siguen y tú…se dice al tiempo que los albañiles van pasándose las cubetas con la mezcla de cemento uno al otro, y suben por los andamios como lo hacen las hormigas una detrás de la otra. Cualquier equivocación y el asfalto podría comérselos. Cargan, aprietan, cubren, tapan, mezclan, mientras corren los minutos y él, de nuevo, ignora la corbata, bebe una taza de café insípido, se pone con lentitud la gabardina, cierra los ojos al espejo y sale del apartamento. Hay que lanzarse a la calle, pasar las avenidas, detenerse a hojear las revistas en los puestos de periódicos, insultar a algún taxista que le pringa un charco en los pantalones, empujarse uno al otro para hacerse camino. Piensa en la novela y busca una opción que le dicte la manera de hablar sobre la distancia de los cuerpos, como la de los planetas. Llega al café donde se verá con su editora. Mientras se rasca la barbilla, raya en su original algunas frases que no terminan de agradarle. Sorbe un moka aderezado con cajeta en espera de abandonarse a esa nueva relación con su editora, sabe que hay algo más en la mirada de esta nueva mujer; se siente descubierto por ella y reconoce que quiere escalar con dedos puntiagudos sus pechos y su espalda. Piensa que quizá pueda ir exorcizando el recuerdo del amor a pesar de los nubarrones. Meses atrás todo era intentar reconciliarse con el tiempo. Luego de las primeras semanas de conocerse e irse a vivir juntos, con un tronar de dedos la felicidad se fue desdibujando en los rostros y todo fue precipitándose hasta acabar por consumirlos. Él tenía que pasarse todo el día sin desvestirse, de la casa al hospital y del hospital al trabajo. Estar detenido junto a la cama hospitalaria donde aquel delicado cuerpo, que días antes estuvo cabalgando con él entre cobertores, iba desapareciendo a este mundo, consumiéndose en la enfermedad que apareció como los murciélagos desde las cuevas a la noche. Tenía que apretar los dientes al mirar los ojos somnolientos de la mujer detrás de la máscara de oxígeno, conectada a tubos y mangueras, cerrándose en silencio. Tenía que hacerse el fuerte frente a ella. Sólo fue flaco de alma por 28


momentos. Ocurrió durante el tiempo que duró la agonía; al ducharse, el agua caliente caía sobre su cuerpo doblándolo, haciéndolo hincarse y levantar los hombros entre sollozos. Te ves… tan débil… Decidió vivir con ella cuando supo que al tenerla cerca estaba completo, y juntos quisieron habitar la felicidad; atreverse a las mordidas en la nuca, traspasar el cuerpo de ella recostada sobre su espalda, el calor de los senos, los pequeños pies fríos caminando pantorrillas. Ya deja de escribir que tengo frío en los pies y necesito un poquito de ti... Él pasaba horas frente a la hoja en blanco, y se robaba las noches para olvidarse de todo en los brazos de su mujer. De día muerdo, y de noche leo, lo sabes. Yo espero tus dientes, aquí merito. Pero la noche los maldijo y quedó el café colgado en las paredes, las sonrisas de la penetración debajo de la cama, las manchas de la ausencia ensuciando el espejo. Todo aquello de atragantarse con estrellas y recuperarse con el beso en la barbilla fue desecho de golpe cuando les dieron la noticia. Ocurrió de repente, como un río al desbordarse, sin aviso para ponerse a salvo. Y desde aquel día, al abrir la puerta del apartamento supo que ella no habitaría más los rincones. Con los ojos a punto de estallar mira el edificio en construcción, y la ventana le inactiva la sonrisa. Ahora, en el café espera que su editora llegue y, girando la cucharita dentro de la taza, recuerda que junto con su novia fueron deshaciendo los mitos sociales tal como lo habían planeado. Dibujaron con sus pies los círculos de humedad que aparecían en el techo cada vez que abrían el agua caliente, al condensarse el vapor. Se abarcaban en el abrazo: musgoso abrazo de pertenecerse a pesar de los disparos callejeros, los temblores, las pocas horas de comida y el pago de tanta mala suerte. 29


No podrán durar las vacas flacas. Verás que vuelves con la noticia de que les interesa la novela, y hasta te firmarán un contrato por otra, y entonces brindaremos había dicho ella antes de despedirlo. Él corriendo a la reunión con los editores para luego alcanzarla en lo del médico. Los dolores de cabeza no la dejaban descansar. Permanece en el café listo para las últimas correcciones, antes que la novela entre a la imprenta. Vuelve a sentir el orgullo al redescubrir su nombre en la tapa. ¿Te agrada la portada? Se ve bien. ¿Bien? Pienso que es excelente. Sonríe su editora acariciando la impresión que poco antes le mostrara. Tiene una sonrisa macabra. En verdad te hubiera gustado conocerla. No es como tú, es algo así como tu inversa. Una buena portada para una buena novela. Exageras. Si le apuesto a tu obra es porque creo en ella. Ya verás. Y vuelve de nuevo esa necesidad de hablar con ella: Me gusta su manera de pedir que quite esta frase o dé más fuerza a las escenas que siente que se caen. Antes de ella sólo tú habías leído el texto. Está sentado junto a la tumba. El calor de su mano va marchitando las flores que le ha llevado. El montoncito de hierba, que poco a poco juntó sin darse cuenta, se deshace; el viento le tira al rostro el cabello que ha crecido, y tiene que limpiarse en el abrigo las manos enlodadas Siempre se viste de blanco. Es como una manía que tiene juega con el ramo de flores que sostiene. Se que no te gustan las flores, pero estaba necio por contarte, y me han servido de pretexto para venir. (¿Necesitas pretextos?).

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La rama de un árbol cae de repente, haciéndole levantar la vista. El cielo cerrado de nubes se traga el tráfico y su imposible humo. Frente a su apartamento los constructores no cesan: acá una nueva pared, ahí una estructura de metal que la última vez que miró no estaba. Ya han colocado las paredes del lado oriente. Aquel chaparro, que siempre grita, no ha venido esta mañana. Piso por piso meten cables, amarran acá, destruyen ahí, rehaciéndolo todo como desde antes que ella se fuera. No hay nadie a su alrededor en este cementerio y él habla sin contenerse. Era la ventana, el edificio o el hospital con sus camas silenciosas y la luz blanca, con sus olores de amoniaco, que lo retenían: Hoy fue la última reunión. Acabamos rápido. No puse peros y accedí a quitar esa escena que me gustaba, porque confío en su experiencia. Al final, será mi primer novela y, tuviste razón, ella me ha dado la oportunidad de firmar un adelanto por la próxima. Nos faltó aquel brindis que propusiste. Si todo fuera tomarse las manos al bajar del metro, si fuera como antes. ¿Srita. López? Un momento. Estoy esperando que llegue mi novio. Si es usted tan amable, quisiera que él estuviera acá para escuchar el resultado. Ha estado muy preocupado ¿sabe?… ella quiere mantener la calma. Cada trecho de camino andado, cada reunión de conocidos, los tragos repletos de historia no cesan de darle vueltas: aquel paraguas roto que ella cargaba, esos sus lentes que siempre se le caían con todo y los alambres que les iba amarrando… ¿Qué? Son muy mis lentes ¿o no? No he dicho nada. Pero me ves como bicho raro y le untaba, con un dedo, la espuma del café moka en la nariz. Ahora es la editora quien lo observa y le sonríe del otro lado de la mesa, él tiene un bigote formado con la espuma del café frapé. A él se le 31


ha escapado una sonrisa sin darse cuenta, y se siente incómodo por ello. Revolviendo la cuchara en la taza del café. Esa mañana despertó y ella no estaba junto a él en la cama. La llamó y ella respondió desde la azotea: Sube, quiero recordarte así, con poca luz. (se abre un espacio de silencio). Se asoma, y la ve recargada en la baranda, fumando. Hace frío, deberías entrar. (¡Ese largo abrazo!) Por un momento sintió que temblaba. Mira cuántas luces. No hacen falta estrellas en esta ciudad.ella dice conteniendo la tristeza de sus ojos. Se lleva el cigarrillo a los labios. Él se acerca y la conduce al hueco de su pecho. A veces tu mirada me asusta. Junto a la tumba el viento arrecia. Enormes gotas caen sobre su abrigo inundándolo con el sonido que desprenden al chocar con la tela. Tiene que hablar más fuerte: cada frase tuya… la tengo aquí... atorada entre los dientes... La lluvia rompía aquel silencio claro, como el que se produjo después de escuchar el diagnóstico. Ella calladita y quieta, con la respiración constante, las manos le sudaban al apretar las de él. No quiero estar sola. Dijo quedito y por unos segundos evitaron mirarse, hasta que ella se levantó y salieron a la calle. Quiero que me compres algodón de azúcar. lo soltó y corrió por el parque, poniendo la cara al sol, agitando los brazos como queriendo volar. La noche iba creciendo cada vez más sobre su apartamento y ella va limpiándolo todo meticulosamente. Se detiene ante el espejo y sonríe levantándose la cabellera, modelando. Él desanuda la corbata y la tira con desgano hacia el colchón: ¡Me va a gustar verme calva! Sonríe por complacerla, levantando los hombros. Si te pones triste no podré soportarlo. Tienes que hacerme feliz. le dice mientras le besa las manos, lo atrae hacia sí y continúa Párate acá. Junto a la ventana. Mira los albañiles de enfrente. Así como ellos, me las ingeniaré para construir un puente que me traiga a ti todo el tiempo, ya verás.

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Luego abrazarse todo el día, desnudos entre los cobertores: Voy a exprimirte día y noche. ¿Y las medicinas? No. ¿Y los tratamientos? Solo quiero tenerte a mi lado... Se que voy a revolcarme de dolor, pero cuando más mal me sienta, tendrás que hacerme el amor. sonríe. No sé si pueda. Tienes… Y fue la ventana el sitio exacto para extirparse el recuerdo. El edificio alguna vez tendrá que terminarse. Despertar y mirar cada pedazo de acero, el concreto que va llenándole la vista. Los albañiles siempre se renuevan, como las células de un cuerpo. ¿Y cuándo esté listo? ¿Qué piensas que puedo hacer cuando terminen? Las manchas del techo ¿dónde han quedado?, el recuerdo de esos pies pequeñitos haciendo círculos en el aire, ¿qué es de ellos? Van girando sin detenerse y él sigue en el espejo, sin corbata, la camisa arremangada, y el golpe de los martillos entran por la ventana hasta sus oídos. ¡Me gusta verme calva! ¿Y a tí? A veces tu mirada me asusta. ¡Ya basta! No puedes tomar las cosas a la ligera La regaña y ella guarda silencio Lo que nos pasa no es cosa de risa, tienes que entenderlo, tienes que entenderme Ella deja todo y sube de nuevo a la azotea. Va tras ella: Perdona… no debí… ser tan egoísta la mira recargada en la baranda, fumando. Hoy ha clausurado la ventana con unos pedazos de madera, cortando de tajo con los constructores de enfrente. En el cementerio estuvo horas hablándole de su editora y de la manía que ésta tiene por la ropa blanca. También le dijo de la nueva oportunidad que se le presenta: Te hubiese agradado conocerla. Tal vez me morderías la nuca, pero al final tomarías mi mano porque sabes que intento 33


rechazar la tristeza. Meses antes, en el hospital, ella tomó la decisión. No quiero que llegue el momento en que ya no pueda reconocerte. dijo con poco aliento Tienes que prometerlo. su voz era más un gemido. Él le sostenía las manos de vidrio, delgadísimas. Los ojos somnolientos le miraban con ese algo de firmeza que apenas le quedaba, detrás de la máscara de oxígeno. Que no te quepa duda. El viento esparce las flores que le ha dejado sobre la tumba. Se aleja con la lluvia que va mojándole el rostro y el abrigo. La mujer cerró los ojos y sus pequeños pies se estiraron con lentitud. Le hizo el amor hasta que el cuerpo de ella quedó flácido. Luego la bañó y le puso ese vestido amarillo, ancho, de flores negras, que tanto le gustaba. Eres tan hermosa dormida, así tan calva como prometiste. Sin dudarlo, le había puesto la inyección final.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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C

heri Jo Bates maneja su pequeño Volkswagen modelo 1964 color verde lima hasta la biblioteca del City College. Piensa pasar horas en ella, estudiando. Las soleadas calles de Riverside están casi vacías esa tarde de domingo. Le ha dejado una nota a su

padre, Joseph, diciéndole donde estará. En el momento en que llega nota que olvidó la bibliografía y decide regresar a buscarla. Ya atardece cuando Cheri Jo realiza el mismo camino de ida y vuelta para traer los papeles faltantes. Se concentra en los libros y toma notas del contenido que necesita en su pequeño cuaderno. Las horas pasan y decide concluir con su tarea por ese día. Ya es de noche y Cheri Jo debe regresar a su casa. Son las nueve y la biblioteca está casi vacía. Un hombre se le acerca cuando está saliendo y la saluda. Ella lo reconoce y le sonríe. Cree haber conversado con él en alguna oportunidad, pero no recuerda dónde. Es un hombre joven, con el pelo cortado al estilo militar y vestido con ropas oscuras. El sujeto la mira y ella continúa caminando hacia donde ha dejado su vehículo. Cheri Jo sube a su auto e intenta arrancar el motor que no hace ni un ruido. Vuelve a intentarlo varias veces sin éxito. Se baja y abre el capó, sin embargo, no conoce lo suficiente como para solucionar el problema. Desesperanzada, lo cierra. Nota que una persona se acerca. El hombre que la ha saludado a la salida de la biblioteca, le sonríe y le ofrece ayuda. Cheri Jo acepta y ambos observan el motor. El hombre toca algunos cables y luego se dirige hacia el asiento del conductor. Gira la llave pero sólo se escucha un ruido sordo y luego silencio. “La batería está muerta”, murmura. Cheri Jo está desconcertada. A esa hora de la noche no quiere permanecer en el lugar. El hombre le vuelve a sonreír y le dice que puede acompañarla a llamar al auxilio mecánico. Dejan los libros y papeles de ella en el asiento del auto y caminan hacia un callejón poco iluminado. Apenas llegan él se le abalanza y comienza a aferrarla del cuello con violencia. Cheri Jo se sacude intentando sacarse al hombre de encima.

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En el forcejeo logra romper la malla del reloj de su atacante, lo araña, le arranca algunos cabellos, pero no es suficiente. Él es fuerte y la sujeta firmemente cubriéndole la boca. La arroja al suelo y extrae un pequeño cuchillo con su mano derecha. Ella intenta en vano detener el brazo armado. El hombre levanta el arma varias veces y la baja violentamente. Cheri Jo siente un fuerte dolor en el cuello, luego nada más. El cuerpo de Cheri Jo, tendido boca abajo, será encontrado en la mañana por el encargado del colegio. Cerca de su cadáver, el reloj del asesino, la huella de una pisada, el bolso de la joven con todo su dinero en él. El hombre que asesinó a Cheri Jo no será capturado, pero confesará. Semanas después enviará cartas mecanografiadas a la policía y a la prensa local que comenzaran diciendo: “Ella era joven y hermosa, pero ahora está golpeada y muerta. Ella no fue la primera y no será la última”. Tiempo después enviará otra carta, esta vez al padre de Cheri Jo y la firmará con una "Z" , diciendo “Bates tenía que morir. Habrá más”. Para Zodiac, este era el comienzo.

FEDE MARONGIU

Argentina

Twitter: http://www.twitter.com/fedemarongiu666 Instagram: http://www.instagram.com/marongiufederico

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A

fuera es un día de sol. Todo brilla con brutal desmesura y es imposible no fruncir el ceño porque el exceso de luz encandila. También, genera grandes espacios de sombra donde la oscuridad se anida.

Tras los muros, la negrura es compacta. Las persianas quedaron

herméticamente cerradas. Es como un departamento envasado al vacío. De hecho, allí dentro la temperatura bajó varios grados. El aire se inmovilizó y huele rancio. No son tantos los días que lleva deshabitado. Haciendo cálculos, creo que apenas habrán pasado dos meses desde la última cena. Al abrir la puerta, Trinidad ya tenía todo dispuesto. A ella le encantaba recibir gente. No fuimos muchos esa noche: las dos hermanas de ella, Sixto y yo. Y Molière, su gato siamés. Le encantaba mezclar amigos y combinar, adrede, personajes que nada tuvieran que ver entre sí. Amaba que se armaran polémicas y terminaran en discusiones acaloradas o peleas violentas. Nunca entendí porqué. Yo, por lo general, inventaba excusas para no ir. Eran reuniones, francamente, indigestas. Demasiada excentricidad para mí. Pero ya había rechazado las tres últimas. Creí que iba a poder soportar que se enojara conmigo y ofendida ya no insistiera, pero flaqueé. No sé si fue por pena o por esta educación rígida que me imprimieron, en la que los desplantes son imperdonables. También pesó que dentro de mi heladera solo hubiera frío y una sopa vieja que no tiraba a la basura porque del tiempo que llevaba allí, ya formaba parte de los anaqueles. Además, Trinidad cocinaba increíble, debo reconocer. El problema era poder digerir la comida con sobremesas tan controvertidas. Me calmó que fuéramos pocos. A Sixto no lo conocía demasiado, pero más allá de sus fanatismos religiosos potenciados por el esoterismo, resultaba alguien llevadero. Las hermanas, Joly y Spiry —apodos que escondían sus verdaderos nombres—, me parecían muy singulares. Yo desconfiaba de la veracidad de su parentesco, olía algo dudoso en esos lazos de familia. No

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compartían rasgos físicos, cultura, historia, afecto ni nada que diera cuenta de un pasado en común. Me cuesta explicar la energía que circulaba entre ellas. Algo imposible de traducir en palabras. Se relacionaban con una turbia artificialidad que incomodaba un poco. Joly era alta y enjuta, de modales afectados, anacrónica como una diva de cine mudo. Fumaba cigarrillos en boquilla larga y siempre llevaba guantes, ni siquiera se los quitaba para comer. Nunca vi sus manos, se decía que el vitíligo había despigmentado su piel y las máculas la acomplejaban, entonces por coquetería las mantenía cubiertas. No supe si era cierta la versión o si los guantes solo formaban parte del halo de misterio y la curiosidad en el entorno que se esmeraba por alimentar. Spiry parecía un duende cínico y burlón. Tenía la voz chillona y se vestía con ropa holgada, de colores estridentes. Su alegría era escalofriante, las risas exageradas tenían siempre algo de locura maliciosa. Resultaba normal pescarla revisando cajones o mirando de reojo a otro invitado con expresión taimada. Ambas me hacían sentir intranquilo. Trinidad había sido una mujer radiante. Ególatra, anhelaba el aplauso, necesitaba llamar la atención, ser centro, brillar todo el tiempo. Según contaba — fiel a sus exageraciones—, no existía lugar en la Tierra que no hubiera tenido la dicha de conocerla. En incontables giras con su compañía de teatro, había dado varias vueltas al mundo. A pesar de que ella hablara de su fama con absoluta naturalidad, como algo que se daba por sentado, en realidad —aunque había algunas fotos que, supuestamente, avalaban esta historia—, nadie la había visto, en alguna ocasión, arriba de un escenario. Todo lo que la rodeaba resultaba un poco patético, pero a un mismo tiempo, pintoresco y encantador. Y allí residía la magia, en el juego de no dilucidar si toda su vida estaba montada sobre una pila de fantasías o si, en verdad, había vivido las experiencias increíbles que narraba con tanta gracia. Yo resolvía dejarme seducir por sus delirios, sin analizar demasiado, y

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disfrutar de la comida, en tanto y en cuanto, no terminara todo en alguna trifulca desorbitada. Sixto había llevado un vino, ella me pidió que por favor trajera un sacacorchos y buscara el pimentero en las alacenas. Al entrar en la cocina, encontré a sus hermanas hablando en voz baja. Rieron nerviosas y se escurrieron por la puerta como dos hilos de agua. Tomé el sacacorchos de arriba de una mesa desvencijada y abrí la puerta medio descolgada de la alacena, sin esperar que del interior escaparan dos cucarachas grandes y carnosas como dátiles, huidizas al igual que Joly y Spiry. Cerré muerto de asco y ya mi apetito no volvió a ser el mismo, sabiendo que la comida saldría de esa cocina infestada por bichos inmundos. Por algo, para seguir siendo un feliz gourmand, recomiendan no inspeccionar trastiendas de instalaciones culinarias. Caminé despacio, intentando no pisar algo crujiente y jugoso, y disimulé lo que acababa de presenciar para no arruinar la alegría de Trinidad. Miré la mesa vestida con un bonito mantel bordado, la vajilla alemana, las copas de cristal y las velas. No se podía negar su gusto refinado, pero fue inevitable pensar en una escenografía y la mugre tras bambalinas. Eso era su vida, una fachada de mohines actuados, palabras estudiadas de memoria con pausas guionadas, donde interpretaba un repertorio de lo grotesco, de la exageración y la parodia. Sentado del otro lado, en la platea, yo como espectador y cómplice de una farsa ridícula. Hasta allí, acepté el pacto y mantuve firme la credulidad de lo ficticio, pero, definitivamente, no estaba dispuesto a terminar la noche arrancándome de entre los dientes una pata peluda de ningún artrópodo. Así fue como, inmerso en esa atmósfera teatral, improvisé un histriónico dolor de estómago y, antes de que se sirviera el primer plato, aunque mis tripas chillaran de hambre, hice mutis por el foro y me retiré de escena. En el camino, recordando mi casa desprovista de alimentos, paré a hacer una escala técnica en la pizzería del barrio, pedí una generosa porción de pizza de anchoas cubierta por una fainá esponjosa. Todo ese festín, acompañado por un

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vaso de moscato, que disfruté mientras veía en la televisión del local un encuentro pugilístico categoría peso mosca, mucho menos cruento que las peleas entre comensales fomentadas por Trinidad. También, se me ocurrió que solo engullía confiado aquel banquete modesto, tan solo porque no había refitoleado la cocina del lugar, probablemente, aprovisionada con más cucarachas que aceitunas negras. Pero ojos que no ven… De hecho, por temor a confusiones, aparté las aceitunas que venían incrustadas en el queso derretido. De esa noche ya no recuerdo nada más. Recién a la semana, tuve noticias de mi amiga extravagante. Supuse que había dejado de llamar al descubrir mi mentira, conclusión liberadora, sabiendo que, al menos por un tiempo, desistiría de invitarme. Pero me había equivocado. No era ofensa, ni despecho ni enojo por mi desaire. Algo increíble había provocado la distancia. En realidad, ya nunca más nos veríamos. Ella había partido junto con Molière y con Sixto: un escape de gas los había anestesiado y ninguno de los tres volvió a despertar. Las cucarachas, más activas que nunca, disfrutaron de una comilona opípara servida en vajilla de porcelana y la policía llegó cuando ya comenzaban a cubrir como un tapiz marrón tornasol el cuerpo de Molière. Joly y Spiry, al parecer, también sintieron un intempestivo espasmo estomacal y abandonaron la reunión a tiempo. Creo que tramaban ese dolor cuando las sorprendí cuchicheando en la cocina. Con lágrimas en los ojos, recibieron en herencia el departamento, la cristalería y la vajilla alemana. Acerté en mi sospecha acerca del vínculo confuso, eran dos rémoras que se le habían pegado a Trinidad por falta de trabajo; un par de actrices mediocres, integrantes de su último y poco exitoso elenco teatral. Ella estaba tan sola y aburrida, que le pareció divertido y hasta misericordioso contratarlas para actuar la pantomima de la hermandad, con la promesa de heredar —si ella faltaba algún día— todos sus bienes. A falta de deudos que reclamaran, emergieron infinitas deudas contraídas

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por gastos en lujos que ya, hacía tiempo, no podía costear. De modo que, en el mismo día, las despojaron hasta del último centavo que les había legado. Esa burla magistral, esa venganza sin premeditación, fue algo así como el desenlace inesperado de la obra cúlmine, su consagración póstuma, digna de una ovación de pie al bajar el telón. Las hermanitas apostaron todas las fichas al número equivocado, perdiendo —inclusive— su libertad. Por mi parte, jamás en la vida volví a matar una cucaracha porque les debo la vida, gracias a ellas hoy sigo caminando con el sol dándome de lleno en la cara. Pobres Trinidad, Sixto y Molière no corrieron la misma suerte con esos insectos.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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A

Lucas le daba miedo el agujero de la bañera. Supongo que pensaba que se lo iba a tragar, que iba a desaparecer por las tuberías y llegar al fondo del mar, o algo así. Cada vez que nos bañábamos, me obligaba a ponerme en ese lado y él se

acurrucaba en la otra punta con las piernas encogidas. Jugábamos a los piratas con unos barcos que flotaban, pero él vigilaba el agujero de reojo y nunca se relajaba del todo. Siempre era el primero en salir. Mamá lo arropaba con una toalla y lo envolvía como una crisálida. Entonces yo me cambiaba de sitio, apoyaba la cabeza en un extremo de la bañera y me estiraba hasta tocar el otro extremo con la punta de los pies. Lucas le hablaba a mamá del agujero y yo sumergía la cabeza y escuchaba sus voces de ultratumba. No salía hasta que la temperatura del agua y las arrugas de mis dedos me obligaban a hacerlo, cuando solo quedaban restos de espuma turbia y las pelotillas de los calcetines flotaban como los picatostes de la sopa. Antes de salir, quitaba el tapón de la bañera y el agua desaparecía formando remolinos y dejando mi cuerpo desnudo al descubierto. Los barcos eran arrastrados por la corriente y mi hermano miraba el agujero hechizado, con el pánico reflejado en su rostro. Como si él tuviera más información que yo. Como si supiera qué había allá abajo. Bolas de pelo comeniños, ratas de alcantarilla, monstruos marinos, o algo así. Entonces mamá lo abrazaba fuerte y se lo llevaba en brazos del cuarto de baño. A Lucas también le daba miedo caminar solo por el pasillo, lo cual me parecía lógico porque era muchísimo más peligroso que el agujero de la bañera. Siempre me pedía que le acompañara cuando tenía que atravesarlo. Le daba miedo a cualquier hora del día, pero especialmente por la noche, cuando las luces de los coches se colaban por la ventana y se deslizaban por el techo en movimientos lentos. En realidad a mí también me daba un poco de miedo. Nos cogíamos de la mano, nos mirábamos muy serios y, cuando yo asentía con la cabeza, avanzábamos muy despacio por el interminable pasillo. Tenía varios kilómetros y

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el baño estaba justo al final. A mi hermano enseguida le empezaban a sudar las manos y se volvían pegajosas, y yo intentaba soltarme porque me daba un poco de asco. “Nomesueltesporfavor” me suplicaba con unos ojos muy muy redondos, y entonces yo le volvía a agarrar con fuerza. Me gustaba sentir que me necesitaba. Pero no siempre me gustaba. A veces no me daba la gana de cambiarle el sitio. En realidad ese lado era más incómodo porque me daba con el grifo en la cabeza y la cadena del tapón se me metía en la raja del culo. Entonces protestaba y mamá le decía a Lucas que tenía que intentarlo, que no había ningún peligro en el agujero de la bañera. Pero él empezaba a llorar con esos gritos que se metían en los oídos como bastoncillos muy finos, y parecía que iba a romper el espejo en tres. Mamá y yo siempre acabábamos cediendo. Luego nació Candela y mamá ya no se quedaba con nosotros durante todo el baño. Entraba y salía, nos ponía un champú con olor a melocotón, nos preguntaba qué tal íbamos y si nos habíamos lavado detrás de las orejas, pero estábamos la mayor parte del tiempo solos. Yo aprovechaba y le decía a Lucas que era una tontería tenerle miedo al agujero porque era demasiado pequeño y no cabía por él. Le decía que era un bebé como Candela. A él se le llenaban los ojos de lágrimas y, con mucha rabia, me pedía que le cambiara de lugar. Pero en cuanto se acercaba al agujero, comenzaba a respirar muy fuerte y muy seguido, con la boca abierta como un pez, y me miraba fijamente, y yo pensaba que se iba a morir. Eso sí que daba miedo, mucho más que las bolas de pelo comeniños, que ratas de alcantarilla o que los monstruos marinos. Mucho más que un agujero capaz de tragarnos a los dos juntos. Cuando Candela cumplió un año yo me hice mayor de repente. Ya no podía bañarme con Lucas, tenía que ducharme como lo hacían mamá y papá, y ella pasó a ocupar mi lugar. El primer día que la metieron en la bañera, la sentaron directamente en el lado opuesto al agujero.

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Lucas miró a mamá con los ojos muy muy redondos y luego me miró a mí. Yo le devolví una mirada seria y asentí con la cabeza. Lucas introdujo sus piernas desnudas en el agua, abriendo hueco entre la espuma de algodón, primero una, y luego la otra. Se sentó sobre el agujero y, con la mano temblorosa, le tendió a Candela uno de los barcos de piratas.

CRISTINA OLEBY

Suecia - España

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-T

engo una casa para vosotros. —¿Cuánto quieres? —Mil pavos. —¿No te parece demasiado?

— No. Es en la que vivo yo. —¿Está bien? —Perfecta. —No tendrá ni luz ni agua. —Tiene luz, agua y tv por cable, todo legal, sin enganches —Joder, qué chollo, ¿y por qué la dejas? —Me marcho a vivir a Madrid. Me ha salido un curro. —¿Cuándo podemos ir? —Me das la pasta, te doy la llave y sin problemas. —¿La casa tiene dueño? —Si, pero no te preocupes. No os molestará. —Nos vemos mañana, te traigo el dinero, entramos, le damos una vuelta

y te pago. —Esto no va así. Me das la pasta. Me espero a que entres y me las piro. —Pero... —Si no te interesa, hay muchos esperando. —Vale, vale. —Ah y ya sabes, no abras las persianas. Mejor que no te vean. A la mañana siguiente se vieron en un bar cercano. Le trajo un sobre con billetes de varios valores. Lo dejó encima de la mesa. El otro lo recogió, lo escondió y lo contó. —Está bien. Verás cómo te gusta. La llave es esta. No hay más llaves. Cuídala. Llegaron juntos al lugar. Miraron hacia todos los lados. Giró la llave y con un suave empujón, cedió la puerta. Entró en penumbra. Estaba muy arreglada. 49


Los muebles eran un poco viejos. Fue pasando las habitaciones. Había hecho un buen negocio. Cada vez estaba más contento. Al fondo del pasillo estaba la cocina. Poco a poco se acercó. Le pareció percibir un olor dulzón que no fue capaz de identificar. Abrió la puerta de par en par. —¡La madre que me parió, qué susto! ¿Para qué mierdas me deja este monigote sobre la mesa? —dijo mientras lo aparataba. Pero el monigote estaba pegado la silla. No era un monigote, ni un muñeco; era la propietaria de la casa que, a juzgar por el aspecto de momia, llevaba muerta varios años.

MANUEL SERRANO

España

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C

uando él pasea por la calle central siempre se detiene delante del vidrio de la misma tienda. Desde hace un mes que la visita y se queda parado mirando el cristal, escrutándolos con esos ojos suyos tan profundos que

dicen heredó de su madre, él no la conoció. La ropa detrás del estante es colorida, delicada y exquisitamente femenina, o al menos, eso siempre le han dicho. Pone una mano sobre el cristal como si quisiera tocar las prendas, aunque sabe que están bastante lejos de su tacto. Sabe que no son para él, se lo han y se lo ha dicho infinidad de veces. Aún así no puede evitar imaginarse con aquel vestido que cae hasta el suelo en pliegues infinitos. Y con aquellas medias que nadie sería capaz de ver pero que él sería capaz de sentir. Y el pequeño bolso colgando de uno de sus fuertes antebrazos y balanceándose con su caminar. Una lágrima se derrama de sus ojos, esos que son de su madre, y que le gustaría que no fuesen lo único que heredó de su figura, y su mano cae del cristal débilmente. Quizá en otro siglo, en otro tiempo, en otra vida, piensa. Y se va, con ese recurrente pensamiento y maldiciendo a su madre por solo haberle dado sus ojos.

SABRINA YANES GARCÍA Cuba

Twitter: NinaPoma1611 Instagram: sabry.1611

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M

e desperté esperando que mi marido ya tuviera el desayuno listo con ese café que tanto me gusta y porque no, con algunas medialunas de manteca que sin duda había ido a buscar un rato antes a mi panadería preferida para tenerlas

calentitas. Me pegué una ducha, ilusionada con que Carlos irrumpiera en el baño y tuviéramos un encuentro sorpresivo y amoroso bajo el agua que caía con fuerza sobre mi cara mientras me enjabonaba. Me sequé, pero no quise secarme el pelo para no perder tiempo, me puse una bata de seda, que me queda divina y bajé las escaleras. Estaba segura de que Carlos me estaría esperando. Cuando llegué a la cocina, no había nadie, no había café, no había medialunas, no había nada, solo un montón de platos sucios que sin duda habían dejado mis hijos la noche anterior cuando llegaron de la facultad. Miré por la ventana para ver si estaba el auto, pero era más que evidente que Carlos ya se había ido. Tuve la intención de llamarlo al celular para recordarle el aniversario de mi natalicio pero preferí aguantar mis ganas, seguramente tendría una sorpresa para más tarde y no quería estropearla. Quizás estaría pensando en llevarme a cenar o quizás pasar una tarde de spa en esos hoteles que tanto me gustan. La empleada tampoco había llegado, aunque me resistí a empezar el día de mi cumpleaños fregando platos, fue más fuerte que yo y lo hice bastante rápido para no quedarme con ese sentimiento negativo que tantas veces en las clases de yoga me habían indicado. Esperaba que Mariana y Jorgito bajaran con algún regalito, quizás tuvieran algún ramo de flores o bombones escondidos en el garaje, pero al parecer se habrían quedado hasta tarde estudiando ya que eran más de las nueve y media y nadie había bajado. Sin darme cuenta crucé mis ojos con el teléfono inalámbrico que tengo al lado del microondas. Me pregunté “¿Cómo es que todavía no me ha llamado ninguna de mis amigas?, ¿ni Liliana, que siempre es la primera en llamarme todos los años, ni Claudia que siempre me llama por cualquier pavada o Beatriz que parece una corresponsal de guerra poniéndome al tanto de cada separación, infidelidad u aventura amorosa de cualquiera de nuestras amigas del club y alrededores?”. Miré el reloj que me había

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regalado Carlos el año pasado tratando de validar su notación con el reloj de la cocina y pude advertir que las cuatro manecillas estaban exactamente ubicadas. La congoja estaba invadiendo mi alma. Mi marido, mi madre, mis hijos y mis mejores amigas se habían olvidado de mí, nadie había caído en la cuenta de que estaba ingresando en las cuatro décadas como dice el pelotudo de Arjona y yo sola ahí mirando la nada en mi día de cumpleaños. Puse a hervir el agua, pensé que unos mates me darían un poco más de tiempo para que alguien en este inmundo planeta cayera en la cuenta de que yo existía y merecía un pequeño gesto de ternura y reconocimiento. Fui hasta la computadora con mi mate en mano, esperando que uno de mis trescientos cincuenta amigos me hubiera dedicado un simple “Feliz cumpleaños” en mi muro. Eso solo hubiese sido un pequeño ungüento para un corazón que estaba completamente destrozado. Nada había escrito en mi Facebook, solo había un estúpido post de mi amiga Claudia con una frase de Coelho de hacía una semana donde me había etiquetado. Por un momento pensé si todo el mundo se había puesto en mi contra, o si todos se habían vuelto locos y se habían complotado para hacerme un vacío, un boicot, una especie de segregación, bullying o discriminación. Pero instantáneamente pensé, por qué no podía ser que el problema fuera yo, que había olvidado a tanta gente por tanto tiempo, que me había olvidado tantas veces de los cumpleaños de los demás, que había dejado de llamar a muchos de mis amigos y parientes por el solo hecho de que aburrían sus historias. Pensé en cuántas veces me había puesto como eje del universo, donde todo lo que pasaba, si no tenía nada que ver conmigo no tenía ningún valor o importancia. Pensé en las veces que alguna persona con un bebé en brazos me suplicaba por una limosna y yo miraba para otro lado ignorándola por completo. Pensé en las veces que me habían llamado para hacer una acción solidaria y siempre tenía una mejor opción para ocupar mi tiempo. Pensé en las veces que, en los semáforos, los negritos me querían limpiar el parabrisas del auto que me había regalado Carlos y los sacaba carpiendo antes de que esa inmunda agua jabonosa pudiese tocar mi impecable vidrio. Pensé que

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siempre había sido yo y nada más que yo y que el resto eran unos simples satélites que servían para alumbrar mi existencia y sentí, por primera vez en mi vida, que debía hacer un cambio. Tocaron el timbre, mis pulmones se llenaron de aire, saqué pecho, intuí que sin duda era el cadete de la florería así que abrí la puerta con mucho entusiasmo. Pero no, no era el de la florería, era el diariero que me traía el periódico como todo los lunes. Miré los titulares y vi la mugre de la política, el crimen organizado, el avance del narcotráfico, el alza de los precios y la muerte del policía de turno, pero nada de eso me importaba. Además, pude leer sobre la primera hoja el pronóstico del tiempo, la mínima y la máxima y también que estaría lloviendo por la tarde, aunque para mí… ya estaba lloviendo en mi corazón, también leí aterrada que ya habíamos entrado en el primer día de marzo y el alma me volvió al cuerpo. Pensé una y otra vez. “¿a quién se le ocurre nacer un veintinueve de febrero?”.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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uedo decir que no me entran balas. La experiencia acumulada durante años me vistió con casco de acero y chaleco de cemento. Del mismo modo, no me identifico con nadie ni asumo el dolor del llanto ajeno. Soy un médico con armadura de hierro y corazón

pétreo. Es más, ante mis alumnos soy el especialista desalmado y al que no le importa si el paciente se envenenará o ahorcará. Me agrada ver el rostro aterrado de los familiares y, más aún, el gesto de sorpresa del paciente cuando se entera del pésimo pronóstico de su existencia. Por supuesto, me refiero a patologías mayores y no a las estupideces triviales que afectan a la mayoría neurótica. Cuando estoy detrás del escritorio soy el semi dios del momento, mi reino es imbatible y hago lo que quiero con la mente de los enfermos. Hoy estoy con un colega, otro veterano de las ligas mayores. Estamos reunidos en su consultorio, esperando a Roberto. Me sonríe sarcásticamente mientras recordamos anécdotas del post grado. —Bueno, Oswaldo, dejémonos de tanta perorata y hagamos lo planeado… Observo y escucho a mi colega de facultad. Sé que disfruta estos minutos viendo mi angustia. Me tiene cogido de los testículos y lo sabe. —Gracias por tu tiempo —digo y extraigo el Colt 3l del maletín de mano. Veo que Pepe Lucho no se inmuta. Alza las manos, abre los dedos y pide paciencia: —Está bien, Oswaldo. Dame el arma para verificarla. La entrego, libera el tambor y a contraluz constata que está descargada. —Muy bien —dice mientras saca la bala del bolsillo del pantalón. La coge con dos dedos, me la acerca y corroboro que es la adecuada. La introduce en el tambor del revólver, lo cierra y hace girar. Está abastecido con un proyectil. Lo coloca sobre su recetario. —La tarde está bastante fría —digo frotándome las manos.

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—¿Un whisky? —sugiere Pepe Lucho. —Buena idea. Sé dónde guardas la botella y los vasos… —Gracias, estás en tu casa. En el cajón de ese armario también hay servilletas y una bolsa de maní con pasas. —Así es —corroboro y me levanto hacia el viejo mueble conocido. Estuve muchas veces en su consultorio. Si de algo nos jactamos mutuamente, es de nuestra amistad. Nos conocemos hace más de treinta años y hemos escarbado en la mente humana. Siempre intercambiamos opiniones en tono burlón y a veces miserable. Sin temor a equivocarnos, somos la dupla perfecta de la psiquiatría irreverente y despiadada. Así nos formó la facultad y la vida se encargó de perfeccionarnos. Estamos convocados para solucionar el pendiente que nos desvela desde hace tiempo: mataremos a Roberto. Decidí reunirme en su gabinete para tomar la decisión y ponerle nombre al sicario: Oswaldo o Pepe Lucho. Roberto es compañero de promoción. Desde el primer año de especialidad brilló y nos avasalló con su fabulosa memoria. Gracias a ella le fue factible ganar prestigio y elogios. Los demás, entre los que incluyo a Pepe Lucho, supimos disimular nuestra carencia académica y salimos adelante. La presencia perniciosa de Roberto, de alguna forma, se enquistó en el fuero interno y moldeó nuestra conducta terapéutica. A la distancia, al ver los logros que alcanzaba, nos llenó de mala leche, sobre todo a mí. No es que le tuviera envidia o le desease mal, pero hubiera vivido más tranquilo sabiéndolo muerto. Falta poco para que llegue. De común acuerdo con Pepe Lucho le hemos invitado a cenar, pero antes haremos los previos en este ambiente. Bobby, así le decimos los íntimos, aceptó complacido y estará puntual a la cita. A partir de las seis de la tarde nos avergonzará con los adelantos europeos y restregará su estilo de vida en Hollywood. Sirvo dos vasos y tomo asiento frente a mi amigo de siempre. No reclama

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las servilletas ni los bocaditos. —¿Tu o yo? Ve mis dudas ante la pregunta hecha a boca de jarro. —Seré yo —sentencia justo cuando Bobby ingresa con rostro sonriente y superior. Pepe Lucho se levanta presuroso y se dirige al baño para cargar el revólver. Vuelve y nos lo muestra. —Parece que alguien morirá y supongo que seré yo —vaticina Bobby, asintiendo con la cabeza—. Los conozco tantos años y no vi venir la traición. Miro a Pepe Lucho y levanto la ceja derecha, algo característico en mí. Entiende la indicación y Bobby se descerraja los sesos.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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E

n tiempos antiguos, moría Abel. Hoy las cosas cambiaron, y el que muere es Carlos. Yo presencié la muerte de Carlos. Fue una muerte muy especial, sin funerales y sin llantos. Creo que yo fui el único que se enteró

de ella.

Cuando muera Abel, todo será muy distinto, desde luego. Se reunirá un grupo de gente solemne y se pronunciarán discursos in memoriam. Acaso se guarde un minuto de silencio; y, por supuesto, no faltará quien humedezca algún pañuelo. Porque la muerte de Abel será un acontecimiento corriente, normal y comm’il faut. No podía ocurrir de otro modo, pues Abel ha vivido una vida comm’il faut. Al contrario que Carlos. Yo había conocido a Carlos mucho tiempo antes de su muerte, en los bancos de la escuela secundaria. Ya entonces, Carlos era un rebelde. —No digas nada —me informó confidencialmente, en el momento mismo en que trabamos la fácil confianza de la edad feliz—, pero mi primer nombre no me gusta. Es muy “pituco”..., ¡qué sé yo! Me gusta más Carlos. Decime Carlos. Y “Carlos” fue siempre para mí aquel chico moreno de ojos sorprendentemente claros. Nos convertimos en inseparables. Como preferíamos el mágico mundo de la imaginación al campo de fútbol, nos pasábamos horas enteras charlando y soñando. Nos relatábamos mutuamente nuestras esperanzas y nuestras ilusiones. Carlos sería un pintor famoso; yo iba a escribir novelas inmortales que todo el mundo leería... ¡Cosa resuelta! Como lógico corolario a esta tendencia nuestra hacia los sueños y los idealismos, tanto nuestras calificaciones como nuestra incipiente vida social dejaban mucho que desear. Pero claro que nada de eso nos preocupaba entonces. Nuestra amistad se mantuvo invariable por cosa de un año. Entonces, mi amigo debió trasladarse a Europa con sus padres. —Es por unos meses, nada más —me tranquilizó, al darme la noticia—.

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Para que mi viejo arregle unos negocios. Vos seguí escribiendo; yo voy a hacer algunos cuadros, y cuando nos reunamos nos mostramos todo. Yo no quería que Carlos se fuera; no sabía explicarme la razón, pero intuía que aquel viaje iba a causarnos un daño irreparable. Carlos permaneció en Europa más tiempo del previsto. No volvimos a vernos hasta cerca de dos años después. Por supuesto, nuestras promesas de mantenernos en contacto, de escribirnos, no habían pasado de promesas (sin que por ello dejásemos de estimarnos); así, nuestro reencuentro fue tan completo y emocionante como lo exigía toda la separación que había entre ambos. Pasamos juntos todo el primer día de la llegada de Carlos; incluso, mis padres debieron permitirme dormir en casa de mi amigo. Y esa noche, en la oscuridad de su cuarto: —Che, Eduardo. ¿Estás dormido? —No. —¿Cómo anduviste? Coloqué las manos debajo de la nuca, mirando a la negrura del techo. —Bien. ¿Y vos? —Bien... Un silencio. Me sorprendí. ¿Sería posible que no tuviésemos nada más que decirnos? Durante todo el día, Carlos me había abrumado con el relato de su viaje, con anécdotas y descripciones de los países que había visitado; yo le había correspondido hablándole interminablemente de nuestros antiguos conocidos del liceo, de la pelirroja que le gustaba (y que ahora andaba de novia con otro), de la profesora que se había muerto, del nuevo ambiente que encontré en Preparatoria. Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, habíamos evitado referirnos directamente a nuestros antiguos sueños. Y ahora, de noche, silenciosos ambos en la oscuridad, yo me preguntaba qué había sucedido, qué nos había pasado a los dos. Entonces se me escapó sola la pregunta:

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—Carlos, ¿pintaste mucho, allá en Italia? Demoró en hablar; y cuando lo hizo fue para interrogarme a su vez: —¿Vos escribiste algo? Entonces, a pesar de mi poca edad y de toda mi inexperiencia, comprendí algo de lo que había ocurrido. Pero no encontraba las palabras para explicárselo a mi amigo. Solo pude decir: —¡Qué macana que tuvimos que separarnos! —¡Qué macana! —Pero ahora vamos a seguir igual que antes, ¿no? ¡Claro! —me aseguró—. Voy a ir a tu mismo preparatorio. ¡Ah, fenómeno! ¡Vas a ver qué bien va a irnos todo! Tengo una idea para un cuento... Voy a empezar con el óleo... La témpera no es de profesionales, creo. Después no recuerdo nada más. Debimos quedarnos dormidos. Las cosas no marcharon exactamente como lo habíamos imaginado. Volvimos a dedicarnos a nuestras aficiones, pero nos encontramos con que las disciplinas estudiantiles eran más absorbentes de lo que habíamos supuesto y nos dejaban muy poco tiempo para lo nuestro. Y algo ocurrió también con nuestras conversaciones. Ya no eran tan animadas como antaño. Parecía que les faltase color; a menudo, de manera inconsciente, las interrumpíamos para referirnos a otros temas de mayor apremio. Era, me parece ahora, como si viésemos nuestros sueños más lejanos que antes todavía, en vez de más inmediatos. Y llegó el momento en que volvimos a separarnos. —Mirá, viejo: no aguanto más —me dijo un día Carlos—. Si sigo acá, exploto. —¿No aguantás las clases?

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—No sé nada de nada, ni me importa. Esto no es para mí... ¿Qué querés? —¿Pensás dejar de estudiar? Se puso más serio; yo palidecí, sin saber por qué. Ya hablé con los viejos. Gritaron un poco, pero... ¿Y qué vas a hacer? Me voy a dedicar de lleno a la pintura. En ese momento lo envidié. Yo hubiese querido jugarme, igual que él, pero no me atrevía. —Igual nos vamos a ver, ¿no? — pregunté. —¡Claro, Eduardo! ¿Y cómo no? Y, sin embargo, pasó mucho tiempo antes de que volviésemos a reunimos. Fue algo similar a lo ocurrido cuando su viaje. No era que hubiésemos dejado de apreciarnos; no nos olvidábamos uno del otro, tampoco. Pero la vida tiraba en diferentes direcciones y nos separaba. Terminé los Preparatorios y tuve mis propios problemas. Mi familia, claro, se oponía a mi vocación. Era necesario tener los pies sobre la tierra, decían. Sin dinero no se va a ninguna parte en estos tiempos. Debí transigir. Me inscribí en la Facultad de Derecho, lo que menos repugnaba a mis inclinaciones, y decidí que en adelante lucharía solo. Mi triunfo, así, sería más completo. Debía triunfar. Y con este “debía” un nuevo elemento —corruptor— se aposentó en mi ser. En algún oculto rincón de mi cerebro, una cosa fría y oscura fue creciendo. Precisamente entonces tuve noticias de Carlos, a través de un amigo mío. Este me contó que a Carlos no le iba nada bien, que no había logrado hacer nada como pintor. Ahora se encontraba desorientado, según mi informante; buscaba trabajo, de cualquier clase que fuera, para poder vivir sin depender de los padres. —¡Pobre Carlos!... —dijo mi interlocutor. Yo no respondí. La cosa oscura en mi cerebro se hizo más grande, y empecé a darme cuenta de su presencia. Busqué un pretexto y dejé a mi amigo. Quería estar solo. 65


Al día siguiente fui a ver a Carlos. Nuestro encuentro resultó, de nuevo, verdaderamente emotivo. Carlos no había cambiado, según me pareció, aunque un incipiente bigotillo le apuntaba sobre el labio. —¡Tengo hecha una cantidad de cuadros!—exclamó al verme—. En cuanto pueda colocarlos... Vení, los tengo acá. Nunca entendí mucho de pintura; por otra parte, mis recuerdos se hacen confusos en ese punto. De manera que nada puedo decir de la obra de Carlos en esa época. Solo sé que de pronto me encontré relatándole nuevas ideas de novelas que algún día escribiría, proyectos atrevidos que en aquel instante se me hacían tan posibles como para agarrarlos con la mano... Por algunas horas, charlamos igual que cuando éramos niños; íbamos a triunfar y nada nos detendría. No había fuerza capaz de oponerse a la realización de nuestros sueños. Entonces llegó hasta nosotros la voz del señor Ribas, el padre de Carlos: —¡Abel! —llamó. —¿Qué? Bajá. —Estábamos en el altillo, dominio exclusivo de Carlos—. Tengo que hablarte. Estoy con Eduardo ¿Eduardo?... ¡Ah, sí!... Parietti, ¿no? ¡Tanto tiempo!... Bajamos al encuentro del señor Ribas; lo saludé. Me dio recuerdos para mi familia. Luego se volvió a su hijo: —Hablé con Ruggiardo. Te da el empleo. Miré a Carlos. —Ah. Está bien —dijo. —Podes empezar mañana. —Sí, claro. Consulté el reloj, dije que era tarde y me retiré. Carlos me dio la mano al salir. Se la estreché con fuerza. —Que tengas suerte —le dije. 66


Me alejé de su casa; y también de su vida, por un largo lapso. Mis propias dificultades crecieron. No me hallaba a gusto en la Facultad. No le encontraba sentido a aquel estudio cada vez más exigente de una carrera que no me interesaba. Me hallé en un punto muerto. Y súbitamente, sin aviso previo, mi situación se hizo idéntica a la que Carlos enfrentara años atrás. La mancha oscura que se albergaba dentro de mí amenazó con invadirlo todo. Tuve que concentrarme entonces en mi supervivencia, en el mantenimiento cada vez más arduo de mi integridad. Cedí. También yo debí dedicarme a buscar un trabajo rutinario, dejando un poco de lado mis ideales. Sin embargo, mi claudicación no fue completa. Un pequeño vislumbre de esperanza o una autoanestesia de mi pensamiento eran suficientes para reverdecer mis sueños y mis ilusiones. Pero el subsiguiente choque inevitable con la realidad y la lógica del vivir destrozaban en un instante todo el endeble edificio de ensoñación que había estructurado. Debo de haberme vuelto amargo desde entonces. Cuatro años largos habían transcurrido desde mi último encuentro con Carlos, hasta que el azar nos reunió. Yo me había empleado —provisional y precariamente— en un escritorio jurídico. En el desarrollo de un trámite, debí retirar una certificación de una importante compañía comercial. Y allí estaba Carlos. —¡Viejo! —¡Eduardito! Hubiésemos querido decirnos infinidad de cosas más, pero no era el momento. Me extendió las certificaciones, y quedamos en encontrarnos en su casa el próximo domingo. Salí con una alegría renovada: esperanzas semienterradas y dormidos anhelos volvían a la vida. Ya en el ómnibus, repasé los certificados —un innato sentimiento de inseguridad me hace temer constantemente haber olvidado u omitido alguna cosa—, y reparé en la firma: Abel Carlos Ribas. Aquel nombre, que repetí en un susurro, me sonó extraño y fuera de lugar, y debí sacudir la cabeza para ahuyentar

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una vaga sensación de molestia indefinible. El domingo siguiente fui a casa de Carlos y salimos juntos. Era una hermosa tarde otoñal. Caminamos, conversando de mil intrascendencias entretejidas en recuerdos sin importancia, y llegamos hasta la costa. Un mar azul y espumoso se estrellaba contra las rocas negruzcas. A lo lejos, un faro se erguía como un dedo esquelético sobre el cielo salpicado de nubes algodonosas. Una invitante pasarela de madera, que desembocaba en el faro, se tendía a nuestros pies, y comenzamos a cruzarla. —Ojalá esté abierto el faro— dije. —Entré una vez, hace mucho —rememoró Carlos—. Me gustaría entrar de nuevo. Nuestros zapatos golpeaban la madera; el agua se deshacía contra las rocas húmedas con un sonido susurrante y melancólico. Una bandada de gaviotas cruzó el cielo pálido, chillando. —Viene tormenta —comenté. Mi amigo asintió. —Casi seguro que mañana tenemos lluvia. —Se acaban los días lindos... Llegamos hasta el faro; estaba cerrado. Emprendimos el regreso. —¿Sabés que me estoy por casar? —dijo Carlos repentinamente. —¡Cómo! ¿El solterón empedernido? Se encogió de hombros. —Estoy cansado, ¿entendés? Eso de andar con una y con otra es muy lindo al principio, pero después... —Se detuvo, mirando hacia el mar—. Quiero otra cosa... No sé si me vas a entender. Asentí. En tanto, observaba en silencio a mi amigo. Las facciones se le habían endurecido desde la última vez; y había una opacidad en sus pupilas que antes no tenía. Pero en el fondo, me dije, tenía que ser el mismo muchacho que yo conocía. No había pasado tanto tiempo, ¡qué diablos!

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Él interpretó mi silencio en otra forma, porque prosiguió: —El padre de mi novia es el gerente de la Intercontinental. Ya me aseguró el puesto. De manera que por ahí no habrá problemas. Incluso tenemos escogida la casa, y ya empezamos con los muebles. Tras una pausa, opté por un comentario chistoso: —¡Quién iba a decir!... Aquel que barría con todas las que se le ponían por delante... ¡Te agarraron, eh! Volvió a alzar los hombros, hundidas las manos en los bolsillos. Andábamos lentamente, de regreso. La tarde iba declinando, y una brisa fría se nos metía entre los cabellos. Miré hacia atrás. El faro era una mota blanca en la lejanía. Doblamos una esquina, y ya no lo vi más. El día siguiente confirmó nuestro vaticinio. Amaneció tormentoso. Bajo una lluvia lánguida acudí a mi trabajo; y luego fueron sucediéndose días y días iguales, cuyo recuerdo se aglutina en una monotonía uniforme. Hasta que recibí una tarjeta impresa en elegantes caracteres cursivos, en la que se me participaba del enlace de “El Sr. Abel C. Ribas con la Srta...” Llegué tarde a la boda y apenas pude deslizar las frases de práctica a Carlos, antes de que partiera con su flamante esposa en un automóvil negro y veloz. Después de eso, no podría decir exactamente cuánto tiempo pasó. Acaso tres o cuatro años; quizá hasta seis. Durante ese lapso me llegaron noticias de mi amigo, siempre a través de terceros, y en forma esporádica e inconexa. Pero no tuve ocasión de hablar personalmente con él hasta ayer. Y ayer Carlos murió. Me hallaba tecleando en la vetusta máquina del escritorio, llenando unos formularios de compromisos de compraventa, cuando llamaron a la puerta. Me encontraba totalmente solo en el despacho; de manera que tuve que abandonar la máquina para acudir a la puerta. Un hombre en impecable gabán azul, con un pequeño sombrero gris de plumita y un negro portafolio bajo el brazo, se hallaba frente a mí. Pude reconocerlo a pesar de los anteojos verdes que llevaba. —¡Viejito!

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—¡Eduardo!... Lo hubiese abrazado, pero me estorbaba el abultado portafolio. ¿Qué es de tu vida? —exclamé—. ¿Qué hacés por acá? No tenía la menor idea de encontrarte aquí. ¡Qué sorpresa! Sí; me cambié de empleo. Estoy con esta gente hace un par de meses, más o menos. ¡Qué sorpresa! —repitió, quitándose los anteojos verdes para mirarme. Pero sentate, hombre —invité—. Y contame algo de vos. Sonrió con aire de excusa. Mirá, lo haría con gusto, pero tengo los minutos contados. Ahora que murió mi suegro... ¡Ah! Lo siento mucho; no sabía nada... Gracias. Bueno, ahora estoy yo a cargo de todo. Me ahogo de trabajo, te lo aseguro. Sí, me imagino. En fin: hoy en día, si uno no lucha... Bueno, tengo aquí unas papeletas de desalojo, para que las firme el Escribano. Abrió el reluciente portafolio y extrajo los documentos. —Ah, sí... —dijo—. Falta mi firma. Casi me olvido. Se inclinó sobre el escritorio, con la estilográfica lista. Su perfil permaneció frente a mis ojos unos minutos, y entonces me pasó una cosa curiosa. Cuanto más lo miraba, tanto más desconocido le encontraba. Hasta el punto que llegué a pensar, absurdamente, si no seríamos dos extraños víctimas de un error. El pensamiento duró una fracción de segundo, y voló de inmediato. Yo miraba los rasgos de aquel hombre que estaba allí conmigo, y no lo reconocía. Había adquirido ese aspecto de endurecimiento tan especial, con ese sutilísimo matiz de crueldad levemente afeminada —desde la plumilla de su sombrero gris hasta las uñas manicuradas— que es privilegio de los hombres comm’il faut; hombres

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realistas, hombres prácticos que saben conservar los pies en la tierra y vivir conforme a su tiempo. —Listo —dijo; y a mí me sonó como un grito, y me sobresalté. Tomé los documentos que me tendía y mis ojos tropezaron con la firma. Y en el papel blanco-mármol leí: Abel Ribas Los tiempos han cambiado. En el pasado, era Abel quien caía aplastado, con toda su conformidad, con su aceptación acomodaticia de la vida. En el mundo de hoy ha habido un cambio, y Abel vive, mientras Carlos perece y se extingue. Nota del autor: Desempolvé este relato desde las profundidades de uno de mis armarios, porque a pesar de su vetustez le tengo especial cariño, ya que me valió por primera vez una distinción en un certamen organizado por un semanario de la época. No fue más que una mención (hube de esperar un año más para acceder a un primer premio, en otro concurso de mayor prestigio), pero lo valoro por haber sido mi trampolín hacia horizontes más ambiciosos. Espero que mis lectores comprendan, y sepan disculpar, esta debilidad de mi parte hacia mis primeros pasos en este largo, accidentado y estimulante camino de las letras.

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

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P

oco a poco el sol iba ocultándose entre las lejanas montañas, haciéndose más patente el mordisco gélido del viento que acompañaba a esta noche en particular. Una máscara de ciervo cubría parcialmente su cara, debajo de un manto de pieles

completaban su atuendo botas de cuero, una túnica de lana y braies largos, desde su puesto en la cima de la colina observaba atentamente hacia la aldea cercana, esperando la señal que le indicaría el momento exacto para encender la hoguera a su lado, una de tantas que se emplearían para alejar a los espíritus malignos que esta noche intentasen cruzar desde el otro mundo. La postura de su cuerpo demostraba el orgullo que sentía, después de todo el maestro le encomendó personalmente la tarea de mantener el fuego ardiendo hasta la llegada del sol, ¡no le fallaría a su maestro, ni a la Diosa! Con el transcurrir de las horas la actividad en la aldea fue disminuyendo, las notas del bodhran, que ocasionalmente arrastraba hasta él la helada brisa, se silenciaron del todo, dejándolo aislado en lo alto de la colina. Al llegar la hora más oscura de la noche, a pesar de estar cercano a la hoguera sintió como se incrementaba el frío a su alrededor, ¡mientras el aire mismo pareció espesarse y condensarse en sombras informes más allá del circulo iluminado por el fuego! En un determinado momento las llamas parecieron detener por completo su continuo oscilar, los sonidos propios de la noche cesaron repentinamente, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo al tiempo que múltiples voces descarnadas lo embrujaban con su extraña cadencia; ―¡Apágala… déjala morir…danos paso hacia la tierra de los vivos! ―Susurraban. Fue entonces cuando sintió cómo su voluntad era atacada por una fuerza que le exigía cumplir estas órdenes, su cabeza comenzó a palpitar y el respirar era difícil a causa del olor pútrido similar al de los pantanos de más allá del Castro de Brano. Cómo si perteneciesen a otra persona, sus pies dieron un paso hacia la

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hoguera mientras a su mente se adherían cual sanguijuelas los susurros, ―el resplandor ¡es dañino… extínguelo… nos lastima!… ¡apágala y te haremos rey!… ¡te serviremos… apágala si así!… ¡luego comeremos tus vísceras!… ―esto último detuvo el movimiento de sus manos, que en ese momento aflojaban el manto que lo cubría, con la intención de usarlo para apagar el fuego. Tras un brevísimo instante gritó en su mente ―¡…No! ¡No!, ¡no les otorgo poder sobre mí! ¡Solo cumplo la voluntad de la Diosa! Los primeros rayos del sol de la mañana de Samhain, iluminaron la cima del túmulo consagrado al Dios sin nombre, desperdigados sobre la tierra yacían viejos trozos de madera, parcialmente consumidos por un fuego hace ya mucho tiempo extinto, una suave brisa arrastró la hojarasca, destruyendo así el extraño patrón en que se encontraba dispuesta, dejando al descubierto una solitaria gota de sangre, que poco a poco era absorbida por el ávido terreno.

LIDIA J. LEZAMA

Venezuela

Facebook: https://www.facebook.com/lidia.lezama.7946

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or favor, entiéndame, señor policía. Anote mi denuncia. ¿Cómo que no es importante? ¿Con quién tengo que hablar? ¡No me haga esto! Ya confesé, lo que hice fue un delito. Sí, puedo probarlo; bueno, Javier García, quien era mi mejor amigo, quiso grabarlo

todo con su celular, pero yo le dije que eso sería extremo. Si quiere, puedo mostrarle el lugar. Los restos calcinados de los gatitos y su mamá siguen ahí. ¡No soy un tarado! ¡No le estoy haciendo perder el tiempo! Sí, claro que los mininos tenían dueño, eran de Claudia. La gata era rojiza con blanco, grande y parió seis chiquitines. Los amarramos, los bañamos con gasolina y les prendimos fuego porque Claudia no quiso ser mi enamorada. Lo hice por venganza, no, no fue la primera vez, no mentiré, he matado animalitos antes, aunque Javier era peor, lo hacía como pasatiempo, si van a su casa, en su computadora encontrarán videos abominables. Se lo ruego, capitán, okey, okey, no es capitán, es simplemente un cabo; no, no quise decirlo de forma despectiva. Comprenda que debo pagar por mi crimen. Claudia vendrá aquí en cualquier momento, le dejé una nota relatándole lo que hice con sus mascotas, ella siempre ha amado a los animales, de repente por eso no deseaba estar conmigo… En fin, tengo que ir preso, cabo, purgar condena es mi única salida. Si no, me pasará lo mismo que al pobre (idiota) de Javier. Se lo comieron, a unos metros de mí; lo chaparon en plena calle. Fueron perros, gatos, ratas, pájaros, hasta insectos; el infeliz gemía sin morirse, en tanto yo lo veía sin poder moverme, hasta que saqué fuerzas de no sé dónde para correr y perderme entre las calles de San Juan de Miraflores, distrito de mierda donde siempre suceden cosas extrañas. ¡Exacto! Hay un muerto. Permaneceré en custodia mientras van a revisar. Ocurrió en el descampado de Valle Sharon, casi llegando a la Avenida Miguel Iglesias. Sí, ahí podrán verlo. Tiene más preguntas para mí, eso me agrada, responderé a lo que quiera. ¡No, no fui yo quien cagó a Javier! Fueron ellos, lo atraparon cuando estábamos celebrando con un par de tronchos de marihuana. Cabo, yo sé que es raro lo que le dije, y que es insólito lo que le contaré ahora.

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Cuando emprendí la retirada de aquella pesadilla, cuando devoraban a mi amigo, cuando lo dejaron sin ropa y empezaron con sus extremidades, luego con su panza, para continuar con sus testículos, y no sé qué más, yo me puse en movimiento, al mirar cómo un gallinazo le sacaba un intestino, no sé si el delgado o el grueso. Tras emprender la huida, empezaron a seguirme. Vienen tras de mí. Los he visto. Los canes se ponen violentos y quieren zafarse de sus dueños para morderme; por fortuna, no me topé con ninguno que anduviera suelto. Los felinos maúllan desde las casas vecinas, sé que duermen a esta hora, pero en la noche saldrán y van a enterrarme sus garras. Las aves en el cielo sobrevuelan por encima de mi cabeza, no las distingo bien, pueden ser palomas, buitres, ¡qué sé yo! Al venir hacia aquí, un murciélago bebé chocó contra mi oreja y me sacó sangre, de repente tiene rabia u algún virus, no importa, lo maté con mis manos, enseguida me pareció ver más de ellos aproximarse desde los árboles. No solo eso, había abejas cerca, querían picarme, moscas me rondaban, querían meterse en mis orificios y dejar sus huevos. Me quedé quieto un segundo, craso error, pues lo mejor era moverme. El caso es que estático, seguramente por el miedo, las hormigas rodearon mis zapatos y se me subieron. Hasta ahorita siento que me picotean las piernas, y eso no es nada, me arde un poco la cara y me duele la barriga. Esto segundo no me sorprende, no he desayunado ni he comido nada. ¿Tendrá algo para mí, cabo? Nada de origen animal, una ensalada, pan, papas, verduras. Gracias. Qué rico el sándwich de palta, con eso estaré tranquilo. Sí, ya les di a los otros la dirección de Claudia. Sí, sé que el maltrato animal tiene años de cárcel, bien, si se hace justicia, podré salvarme. ¡Que yo no asesiné a Javier! Se darán cuenta al momento de examinar su cadáver. Ustedes sí que tienen estómago para estas cosas. Verá, cuando yo era niño, mis padres me dijeron que había animales con una especie de seguro sobrenatural por si les ocurría algo; tal vez las mascotas de Claudia lo tenían. Si se les hacía daño, se sufriría la venganza de la fauna mundial, no hablo solo de mi barrio, zona, distrito, ciudad, sino del globo. No interesa en qué parte del planeta me esconda. Me hallarán y acabarán

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conmigo, de una manera terrible. Y le temo al dolor, ¿quién no? Ya pasaron dos horas. No me gusta estar aquí mirando a la pared escuchando música, en fin, me gusta Sugar Ray, ¿qué habrá sido de esa banda? ¿Podré oír canciones en prisión? Ya llegaron sus compañeros, cabo. ¿Qué? ¿Cómo que no encontraron nada? ¿Claudia no quiso denunciarme? No puede ser. No quiero irme. Tienen que protegerme. No, no necesito que me manden al manicomio, no, mis papás están en Argentina, trabajando, me envían dinero. No me boten a patadas, se los suplico, está bien, está bien, me voy, no saquen sus pistolas. Max se dirige a su residencia corriendo. Alquila un cuarto en el primer piso de una tía a la que casi nunca ve. Vienen tras de mí. Oye los ladridos, los bufidos, los zumbidos muy cerca de él. Las cucarachas surgen de varios rincones, las pisotea. Ingresa al departamento. Va a su alcoba sin lavarse. Ningún jodido animalejo está aquí. Le pica la cara, arde mucho, algo se lo está comiendo. Se sujeta el rostro con las manos y hay sangre, grita. Ácaros. Eso no es lo peor, los parásitos de su cuerpo comienzan a retorcerse y salir por sus ojos, boca y demás cavidades. Las bacterias empiezan a sacudirse en su organismo. La lombriz solitaria le abre un hoyo en el ombligo, se abre camino rodeando parte del cuerpo tirado en el suelo (cuyas cuerdas vocales chillan en agonía) para enredarse en la garganta adolescente y presionarla.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

Páginas WEB: https://el-muqui.blogspot.com/ http://babelicus.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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E

l detective Zúñiga, acostumbrado a merodear por las calles limeñas buscando pistas, ahora daba vueltas en su casa, como un león enjaulado, pensando en cómo terminaría su trabajo. Pues una cuarentena había sido la responsable de su encierro y

de su mal humor, pero que se intensificó al constatar el imperante desorden de su casa. Así que con rígidos movimientos comenzó a acomodar algunos de los objetos que estaban en el suelo y, mientras los desempolvaba, sus ojos se detuvieron en una mancha negra, ocasionando que dos palabras brotaran de su cabeza. De inmediato se trasladó a su cuarto, sacó un desgastado fólder, retornó a su escritorio y, en efecto, aquellas palabras aparecieron entre las desgastadas hojas. Ahora más que nunca le urgía conocer bien esos dos vocablos, ya que de eso dependía su investigación. Después de una ardua semana pudo descubrir múltiples cosas que podía realizar al dominar todo el contenido del fólder y, cuando se sintió ducho, desde la comodidad y seguridad de su asiento, se sumergió en ese mar negro, cuya única protección era el anonimato. Al interior veía con asombro cómo todas las dicotomías parecían diluirse en una masa insondable; a medida que profundizaba tenía la sensación de encontrar cada vez algo más dantesco. Toda la adrenalina que experimentaba en las calles ahora la vivía desde su casa, dejando atrás esos movimientos involuntarios o extraños que hacía para evitar ser descubierto. No obstante, al igual que la mancha negra, algo captó su atención: una entrada titulada Dédalo. La abrió y aparecieron otras entradas más, pero registradas con innumerables nombres en orden alfabético y en distintos idiomas. Maquinalmente buscó su propio nombre: Zúñiga Rivera, Juan Antonio, y —para su sorpresa— lo encontró; “podría tratarse de un homónimo, lo voy a averiguar”, pensó. Entonces su ingobernable curiosidad lo hizo adentrarse, pero aparecieron más entradas, aunque esta vez distribuidas por año: 1980, 1981, 1982,… hasta la fecha actual. La adrenalina, que antes le generaba placer, ahora se tornaba en un

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confuso miedo. Con cierto nerviosismo entró al 2021. Y, otra vez, seguían apareciendo más, pero ahora clasificadas por meses y solo hasta el mes de agosto. Para el detective Zúñiga esto ya se tornaba siniestro; no obstante, su espíritu resoluto terminó por imponerse. Ingresó al mes de agosto y, como un macabro juego, aparecierón más, pero ordenadas desde el primer día hasta el día treinta y uno. En efecto, su mirada de resignación constató que el calendario señalaba el 31 de agosto del 2021. De pronto los latidos de su corazon comenzaron a retumbar con tal violencia que su cuerpo se estremeció, su respiración se lentificó y una fuerte sensación de vahído hizo agarrarse de las esquinas de su escritorio para sostenerse: nunca había experimentado algo parecido por una simple fecha. Sin embargo, su férrea necesidad de respuestas siguió anteponiéndose —ya no podía retroceder aunque quisiera—; de modo que, al recuperar algo de tranquilidad, entró… y un grito terrorífico ensordeció su casa.

JULIO GARCÍA SAUÑE

Perú

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T

odos tenemos esa persona que nos detiene el pulso al pasar por delante. Por el o la cual suspiramos y sonreímos, con quién soñamos todas las noches… cuando lo vemos sentimos cosquillas, los aleteos de esas extrañas mariposas incontrolables.

Peter Ross era ese chico para mí. Pelo marrón arremolinado, ojos color

chocolate y una sonrisa grande y deslumbrante. Le había hablado una vez en toda mi vida. O más bien, él lo había hecho. Igualmente, lo recordaba con total exactitud: ¿Tenés un lápiz de más? —me había preguntado. Yo, como una tonta tartamuda apenas dije que sí y le sonreí. Gracias Guadi. Guadi… no Guada, no Guadalupe, Guadi… Cuando la gente me llamaba así se me hacía muy tierno, pero viniendo de él, fue como si mi corazón diera un salto y comenzara a bailar junto a las mariposas que ya habían empezado a crecer en mi interior. Peter era el joven más lindo que había visto nunca. No era muy popular, ni engreído, ni uno de esos chicos malos de las películas románticas. Era un chico humilde, amigable, sarcástico, gracioso, tierno, hermoso… bueno Guada, ya entendimos. En fin, lo consideraba una persona inalcanzable. Desde principios de primario que había tenido un flechazo por él, pero jamás cruzamos palabras. Soy como su pequeña acosadora que lo acecha desde las sombras. No estoy obsesionada, claro que no, bueno quizás un poco, pero nada grave. En mi interior ya había aceptado que esto era un romance frustrado y patético. Mi mente me decía una y otra vez que ya había que dejarlo, pero mi corazón, tan inocente e ilusionado, no me permitía hacerlo. Fue un día saliendo de la escuela cuando todo cambió. Él caminaba delante de mí con su grupo de amigos. Honestamente ese no era el camino más fácil para ir a mi casa, pero mis principios acosadores habían tomado el control de

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la situación. Doblaron en la calle de siempre, y lo despedí con la mirada, no sin antes largar un suspiro. Odiaba no poder hablar normal, no tener el valor de ir y plantar cara. Pero ya me había resignado a hacerlo desde hacía mucho tiempo. Aunque, como dije, ese día todo cambió, y la esperanza envolvió mi corazón soñador. Mientras continuaba mi camino a casa, vi una florería delante. A decir verdad, podía jurar que jamás me había percatado de su existencia, algo muy raro dado que yo siempre volvía por allí. Fruncí el ceño, confundida, y me adelanté para observarla. ¿Desde cuándo estaba ahí? Veo flores muy extrañas. Nunca había conocido esos tipos de plantas, por más que no supiera mucho sobre ellas, podía asegurar que no existían. Eran de colores difíciles de describir. Todas mezclas, como un rosa lila, o un marrón plateado. Algunas eran similares a las rosas, otras tenían pétalos triangulares. Incluso otras poseían tallos dorados y brillantes. ¿Hola? pregunto. Momentos después una anciana sale del puestito y me observa con curiosidad. Y yo la miro perpleja. Tiene ojos casi que amarillos, o quizá estoy enloqueciendo, pero en serio parecen dorados, muy brillantes… una larga melena gris llega hasta su cintura y cae de forma ondulada y despeinada. Sus cejas son gruesas y tiene siete lunares en el lado derecho de su rostro. Parecen formar una pequeña constelación de estrellas. La mujer viste prendas raras. Es algo parecido a un largo camisón azul con un poncho marrón claro y una chalina plateada colgando de cada lado de sus hombros. Tiene un collar con un gran dije dorado con forma ovalada, y una rosa negra dibujada en el centro. Está en sandalias, y acomoda sus lentes de forma de luna para verme mejor. Lo más extraño, es que no tienen vidrio. Hola muchacha, te he estado esperando murmura. Intento ignorar lo que acaba de decir, dado que algo me decía que era mejor no indagar más.

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¿Hace cuánto está acá la florería? pregunto No la había visto antes. Oh, hace un largo tiempo… pero solo los que verdaderamente la necesitan pueden encontrarla. La miro perpleja. Cabello oscuro, ojos grandes, mirada curiosa y un corazón enamorado… dice mirándome supongo que eres tú. ¿Qué? A ver qué tenemos por aquí… la anciana comienza a revolver sus flores ¿Jazmines del persuasio? pregunta, yo me quedo callada sin saber que decir no pareces del tipo de chica que necesite un pequeño prestamo ¿no? continúa, y luego toma unas flores blancas con pétalos triangulares, parecidas a las margaritas- ¿daises de inteligencia? Mmm… tampoco, algo me dice que esa cabecita pasa muy bien los exámenes. ¿Lirios tempestas? Podrías desatar una terrible tormenta en la casa de alguien, quizá alguna enemiga a la que quieras arruinar su fiesta de cumpleaños… pero parece que no te llevas mal con mucha gente ¿cierto? No… no, creo que no contesto algo aturdida. “Rosas de cade in ama” … murmura en voz baja— creo que eso es lo que necesitas, ¿cierto? Yo… yo no entiendo. ¿Qué clases de flores son estas? Oh, unas muy especiales. Solo las verás una vez en tu vida Guadalupe. Suelen aparecer a aquellas personas que verdaderamente las necesiten, aquellas que poseen un corazón honesto y sueños ambiciosos y brillantes… ¿Cómo sabés mi nombre? Detalles que no importan, pero solo los curiosos son capaces de captar. Ya tienes las instrucciones en la bolsa. Usala con inteligencia joven soñadora, o podrías alterar el curso del tiempo y la normalidad. 85


Me entrega una bolsa donde guarda una cajita con semillas peculiares. Una bocina suena e inconscientemente me doy vuelta, viendo pasar a un auto a toda velocidad. ¿Qué significa… Pero cuando vuelvo la mirada a la anciana y las flores, ya no hay nada, solo un silencio absoluto y escalofriante, y una suave brisa que susurra en mis oídos. Me quedo impactada y miro para todos lados asustada. ¿Dónde se había ido? Si no hubiera sido por la bolsa que aún sostenía en mi mano, hubiera pensado que me lo había imaginado todo. Al llegar a casa dejo la bolsa a un lado de la habitación y me doy un baño, aún confundida por lo sucedido. Me convenzo de que no estoy loca y me peino el pelo frente al espejo. “Cade in ama…” murmuro recordando las palabras de la anciana, me sonaba de algo. Prendo mi computadora y lo escribo en el buscador. Significaba “enamorar” en latín. Sabía que lo había escuchado de algún lado… y de un momento al otro, la imagen de Peter se vino a mi mente. No, decía mi conciencia. Hazlo, alentaba mi corazón. Una batalla larga en el baño, en la cual el segundo ganó. Llena de curiosidad busco la bolsita. Allí hay un sobre. Lo abro lentamente y me encuentro con una carta. “La rosa del cade in ama” Lo primero que debes hacer es poner las semillas en tu taza favorita, aquella que la mires y sonrías embobada. Luego llénala con agua caliente, tan caliente que te queme las manos con apenas tocarla. Las semillas no flotan, se quedarán en el fondo. Ponle dos cucharadas de café, aquella bebida que nos hace adictivos a tomarla todos los días. Mézclalo por un minuto y medio, y por nada del mundo lo pongas en la heladera o en alguna superficie fría. Siempre tiene que predominar el calor. Colócala dentro del horno, pero no lo enciendas, solo déjala reposar allí

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cuatro horas. Luego sácala y ponle un poco de perfume, el más rico que encuentres, y también le pondrás tu chocolate favorito rallado. Luego sácala al aire libre en un día soleado, jamás nublado ni de lluvia. Allí, pon música romántica y déjala todo el día durante una semana. Al terminar este periodo de tiempo crecerá una bella rosa del color de la sangre, con hojas doradas y brillantes. Recuerda arrancar de ella tantos pétalos como la cantidad de letras que tenga el nombre de la persona de la que estás enamorada, y los pondrás bajo tu almohada. Si algún día quieres terminar el hechizo, recuerda meter los pétalos que te hayas quedado en la heladera. Tinkerclawd. Termino de leerlo y me quedo atónita. Tinkerclawd… el nombre de la misteriosa anciana de flores brillantes… ¿Sería esto verdad? No era muy probable, pero… nada se perdía con intentarlo ¿cierto?

GUADALUPE GIMÉNEZ

Argentina

*La autora del texto, tiene apenas doce años (Buenos Aires, 2008). Estudiante, jugadora de hóckey, ama leer y escribir. Es autora del libro Alison Warley y la gema de la inmortalidad, que narra una bellísima historia de fantasía que está por el momento inédita. Participó del libro Historias de un corazón verde, editado por la Subcomisión de Fútbol del Club Ferro Carril Oeste. Vive en la Ciudad de Buenos Aires.

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E

xtrajo un cigarrillo de un estuche que parecía más propio de una joya. —La mejor terapia grupal es reunirse conmigo. ¿O no? — recalcó Emma, autoritaria como siempre.

—Tus preguntas parecen una orden para que uno diga lo que quieres oír. —No digas que no te cae bien mi compañía —puntualizó Emma. —¿Ordenas o preguntas? —Ay Jorge, siempre tan suspicaz. Pisó el acelerador como si participáramos en una competencia de

arranques. Siempre tenía prisa. El termómetro del automóvil indicaba cuarenta y dos grados centígrados cuando volteó a verme. —Tras aquella arboleda instalaron un ferial. No sé si sea solo para niños, pero alcancé a ver una montaña rusa. De cualquier forma, supongo que habrá un restaurante. ¿Vamos? Así podremos hablar de los detalles del divorcio en un ambiente más alegre que los juzgados donde nos hemos reunido en los últimos días. Darle la razón a Emma garantizaba pasarla bien. Solo bastaba no dar importancia a las frecuentes imposiciones que la caracterizaban. Los verdaderos problemas surgían cuando deseabas interrumpir la diversión en que solía desenvolverse. Asentí. —Retardaste demasiado la respuesta, pero agradezco que aceptes. —Es la primera vez que me das las gracias en mucho tiempo —dije mientras ella sonreía. Al descender del vehículo sentí una bofetada de aire caliente. Pensé que el termómetro mentía. Quizá debía indicar cincuenta grados. Emma me adelantaba los pasos necesarios para permitirme apreciar su

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nueva silueta. Parecía que los cuatro meses de separación los hubiera vivido encerrada en un gimnasio. Experimenté de golpe mi falta de condición física cuando no pude alcanzarla por más que me esforcé. —Es una maravilla —gritó. Ya me esperaba en la entrada. Se veía algunos años más joven. Ni siquiera el sol era capaz de revelar las arrugas que marcaban el rostro ahora renovado. Añadí un dermatólogo al gimnasio milagroso. Emma tenía los boletos en la mano. Ni siquiera la había visto acercarse a la taquilla, pero supuse que iba más preocupado por la tierra, la temperatura y el cuerpo de Emma que por otros movimientos. Iniciamos nuestro recorrido en una nave espacial que giró hasta marearme. Un mareo agradable como si recordarnos juntos me alegrara tanto como para experimentar una feliz borrachera. Emma se apretujó contra mí mientras caminábamos hasta un puesto de tiro al blanco. Desinhibido como pocas veces derribé trece muñequitos de manera consecutiva. Ella pidió un oso de trapo. Al recibirlo me dio un beso y me sentí capaz de cualquier hazaña tras oler su pelo repleto de jazmines. Bebimos un par de tarros de cerveza oscura. Caminamos hasta la tienda de un mago sin dejar de sonreír. Un asistente nos condujo hasta Sandor el Magnifico. El tipo saludó a Emma con afecto. Creí escuchar que la felicitaba por haber tenido la suficiente confianza para volver y por haberme llevado. Pregunté qué decía y la respuesta sonó un poco distinta. —Dije que las personas nunca se van de las ferias, porque en ellas se oculta la juventud eterna. La niñez, lo que fuimos ahí permanece hasta que uno decide rescatarlo. Me limité a asentir mientras agitaba la cabeza. Escuché que la función sería privada. Un motivo de orgullo. La temperatura descendió cuando nos adentramos en la tienda. Bien instalados vimos llamaradas coloridas, estructuras fantasmales, palomas surgiendo de sombreros,

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una caja fuerte flotante de donde surgieron espíritus procedentes de ultratumba para compartir el espectáculo. Nada distinto de lo ofrecido por otros magos. La diferencia surgió cuando nos pidió reunirnos con él en el escenario. Emma tomó mi mano y subimos al estrado. —Abrácense. Voy a recrear un número que incrementará su felicidad como pareja. El mago hablaba en una lengua extraña. Emma lucía más hermosa que nunca. Sentí desplomarme, pero estaba en el mismo sitio. Solicité auxilio atragantado por los gritos y la necesidad de huir. Solo pude oírme agradeciendo la función particular. El hombre misterioso tocaba un vals en un piano blanquísimo donde las teclas de marfil repercutían acordes perfectos. No pude decir que se trataba de otra exhibición de magia destinada al entretenimiento. Un sortilegio fugaz como la pista de madera pulida surgida debajo de nosotros hasta adoptar el brillo de un diamante. Emma y yo comenzamos a bailar. Giramos una y otra vez. Ella cada vez más ágil y yo cada vez más torpe. Quise detenerla con un abrazo muy fuerte, pero Emma se desprendió de mí en un instante. Me descubrí envejecido en un espejo. A ese paso pronto sería un anciano. Maldije por confiar en aquella mujer aficionada a los hechizos y muy triste comencé a olvidarme. Emma y el mago sonreían joviales mientras sus carcajadas sustituían la música del piano hasta convertirse en la tonadilla pegadiza de un carrusel presente en mi memoria. Mi vida ya les pertenecía.

JOSÉ LUIS VELARDE

México

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C

on timidez mal disimulada se acercó a la ventanilla. Una mujer, que más parecía un dragón sobresaliendo de su guarida que un representante de atención al cliente, esperaba vigilándolo todo desde su asiento.

Extendió el cupón sobre el mostrador y lo acercó a la mujer que leía unos

documentos amarillentos y mal impresos. —Buenos días —dijo en voz inaudible—, quisiera cambiar esto, por favor. La mujer miró el trozo de papel a través de los gruesos vidrios de sus anteojos, miró a la persona que ocupaba el otro lado del mostrador y volvió a mirar el cupón. —No nos quedan de esas cosas —sentenció. —¿Perdón? ¿Y qué debo hacer? —preguntó el minúsculo hombre. —Esperar; volver otro día; tirarlo; venderlo. Haga lo que quiera, no me interesa. —Pero, si vengo otro día, ¿habrá? —volvió a preguntar el hombrecito. —¿Cómo puedo saberlo yo? —Bueno… usted… trabaja aquí —intentó explicar el hombre. —¿Y eso me convierte en una sabelotodo? —dijo la mujer lanzando fuego con la mirada y veneno con la lengua. —No, no, no… Pero… Pero… El cupón dice que será canjeado de inmediato, en cualquier centro de canje. Incluido este. Por eso vine hasta aquí. —Ya le dije que no nos quedan de lo que usted quiere. Mucha gente tiene cupones como el suyo. Además, ¿no se fijó en la letra pequeña? —¿Qué letra pequeña? —Esta de aquí —dijo la mujer tocando una esquina del papel. —Allí no hay nada escrito —respondió el hombre luego de mirar detenidamente la esquina señalada. —En el otro mostrador tiene un microscopio —dijo el dragón de la

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ventanilla de atención al público, señalando el otro extremo del salón. Hacia allí se dirigió, colocó el papel bajo el visor y, luego de aumentar 37 volúmenes, puedo leer: La validez de este cupón está sujeta a la disponibilidad del producto en las oficinas de canje. No podemos ofrecer vidas nuevas a todos los solicitantes. Sepa disculpar las molestias ocasionadas. La última línea se leía más enturbiada que las demás, pero no era un problema de impresión.

JOSÉ A.GARCÍA Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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‹‹El gran Ulises no era bello, pero era elocuente, y sin embargo enamoró a las diosas marinas››. OVIDIO

S

oy existencialista, no por leer a Camus ni Sartre, sino por ética. Pienso demasiado en el vacío de la muerte, y aunque hace poco era cristiano y releía la Biblia, el horror a la nada me aturde. Acabo de despertarme, la luz se filtra de sesgo por la ventana, partículas

doradas de polvo caen sobre El Quijote, El sonido y la furia, y El extranjero. Cedo a la angustia, saco de mi bolsillo la infaltable cajetilla de cigarrillos. Doy una pitada, respiro humo tibio. Estoy compungido. Este fin de semana se pierde con vértigo, y entristezco al ducharme. Vestido con ropa de calle, perfumado, tomo taxi hacia Quilca. En Wilson, me encuentro con Remedios, la bella —sí, como la de Cien años de soledad—, y nos vamos al bar Don Lucho agarrados de la mano. Dentro, nos sirven dos botellas de cerveza. —¿Has traído La trilogía de Beckett? —le inquiero de pronto. Saca la trilogía novelesca en un solo tomo, empastado, y me alegro de tener en manos al devoto de Proust y de Joyce. Nos unimos con un beso. Sonreímos. Le explico sobre el ensayo que estoy escribiendo sobre los poetas malditos del siglo XIX como predecesores del existencialismo francés del XX. Tengo poca bibliografía, pero igual me resulta interesante. —Qué tal Mi punto de vista de Kierkegaard, y Ecce homo de Nietzsche —me pregunta Remedios mientras fuma—. Ayer los compraste, ¿cierto? Le explico sobre la grandeza intelectual y universal de aquellos autores inmortales, los mismos que podían trascender lo bueno y lo malo de la existencia con una libertad que rompía la común ortodoxia. Sin embargo, mirando el brillo hermoso de sus ojos viéndome, pienso con contradicción para lo que vine. Tenía que terminar con ella. Ya no sería más su amante. Además, la próxima semana era su cumpleaños y ya me doblaría la edad. Yo cumplo diecinueve en diciembre. La 96


aventura tenía que terminar y cierto pesar me corroía la calma. —Lo siento, Remedios, pero debemos terminar —digo, de improviso, casi alzando la voz, gesticulando—. Te lo tendría que haber dicho estos días, pero no pude, soy cobarde. —Se ruboriza, pero no dice nada—. Lo siento —repito, y empiezo a balbucear. Me callo vencido. Remedios me gusta demasiado, tiene una belleza endemoniada. Ella sonríe, baja la cabeza, y dice: «Voy a poner un bolero». Se aleja, me siento inquieto. No he calibrado la magnitud de la sorpresa, pero me da igual. Me siento malvado, satisfecho, como un estúpido feliz. Me dan ganas de carcajear en su cara. Ella es profesional, periodista, y yo un universitario de la Decana de América que lee quinientas páginas por día. Yo soy el futuro; ella, el pasado; yo, la esperanza; ella, la decadencia. Odio la decadencia, debería escribir un ensayo sobre esta. Entonces, con melodías lacrimógenas, se escucha el bendito bolero; es Pedrito Otiniano con su clásico Tres Amores. Viene, se sienta, y me empieza a cantar. No creo que esté borracha, pero acaso se hace la idiota. ¿Acaso no me escuchaste? Le miro de mal modo. —Ayer estuve pensando toda la noche en ti. Y te traje una de Pearl S. Buck, es Ven, amada mía. —Saca de su bolso charolado un libro rojo empastado. —Acaso no me escuchaste. Termino contigo. Y no te acepto el regalo — le digo inquietado. —No seas tonto. Acepta mi regalo. Será uno de mis objetos que te recordarán de mí. Yo también pensaba terminar contigo, nuestra relación ya no podía continuar. Es más, ya me voy, te dejo. —Se pone de pie y deja el libro en la mesa. Le digo adiós, y ella agita la mano diciendo adiós y se ríe. Se va dándome la espalda. Quizás ya piense que está vieja para mí y sus aventuras. No obstante, me siento infeliz. Un nudo en la garganta y un vacío en mi pecho me ahogan, y un sudor helado baña las palmas de mi mano. Miro el techo. Estas construcciones coloniales eran altas y extrañas, no como el cielo raso de los edificios actuales.

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Acabo la última botella y pago la cuenta. Al salir, me dirijo al bulevar de Quilca, pero me detengo en un título ofrecido por un vendedor ambulante. Es El diluvio de Le Clézio. Son seis soles y pago. No es original, pero no desaprovecho la oportunidad. Llego al bulevar y aquí sí que venden originales. Me sobran cien soles. Podría comprar cualquier título fácilmente. Busco novelas existencialistas, y pregunto en las tiendas con un signo de interrogación en el rostro. Doy vueltas hasta que me topo con una edición original de El diluvio. Siento el placer de comprar libros, y mejor si estos son originales y de buena traducción. En este caso, no conozco al traductor. Pago los cuarenta soles, y salgo del bulevar. Ahora solo es cuestión de devolver el apócrifo que tengo, e intercambiarlo con otro título. El ambulante robusto, que me atendió minutos atrás, me mira con malicia. Está vestido con una camisa celeste y percudida, y un pantalón dril raído en la basta. Usa un sombrero de paja que le ensombrece el rostro y le da un aire siniestro. Le explico lo sucedido y le ruego con sinceridad su comprensión. El hombre hace un gesto arisco y se niega con un no contundente. Testarudo, desafiante, le empiezo a explicar de nuevo. El hombre se vuelve a negar de forma tajante con elevado tono adusto. Continuamos así poco a poco alterándonos más. Y de un instante a otro, empiezo a temblar. El tipo me está sacando de mis casillas. —Si no quiere a las buenas, será a las malas —digo con aspereza—. Aquí hay muchos. Agarro al azar La corta vida feliz de Francis Macomber. Con unos ojos desorbitados, me hiere con la mirada. Alza la mano con intención de golpearme y cierro los ojos. Forcejeamos unos instantes. Cedo y le tiro a la cara el apócrifo. —Solo acepte el intercambio —grito—. O acaso quiere robarme. Farfullando tira el libro al suelo. Lo recojo molestísimo y me voy de inmediato, poco a poco más triste que alterado. Saco un cigarrillo y, al prenderlo,

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lo boto. Debería dejar de fumar.

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

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E

l dolor en la espalda era intenso; sentir el tirón en un cuerpo inmóvil que te parte a la mitad. Me arrastraba por el suelo, poniendo una mano tras de otra; las piernas no me respondían; después del último golpe y la caída empeoraba mi situación.

Esa tarde salí de casa apurada; el trayecto rutinario cargado de tráfico

vehícular, las calles repletas de gente casi corriendo a sus destinos por la urgencia del tiempo que se agota. A veces me preguntaba ¿Qué sería de nosotros, si no pudiéramos “controlar el tiempo” de esa manera? Dentro de una caja con un mecanismo sincronizado al ritmo de un engranaje, pero fluyes con la rutina, te mueves a un tiempo que no es el tuyo para poder cumplir con tus responsabilidades laborales o demás. Llegué a mi destino, debía hacer algunas diligencias, aprovechar el día de “descanso”. Me había contagiado de una fuerte gripe que hacía que me llorasen los ojos, cargando con una caja de pañuelos, unos “placebos medicinales” y una receta con las dosis, a donde quiera que fuera; verificando el tiempo entre tomas. En algunos lugares me veían mal, en otros me atendían de lejos, pero en uno de plano me prohibieron la entrada. Así que hice lo que pude, terminando los pendientes, con demasiada hambre; me detuve en un café de una plaza comercial que sí me quiso atender; sirviéndome la orden tal como la solicité. Anduve todo el día de aquí para allá, haciendo que esto y que lo otro. No me di cuenta de que me seguían. Me pareció ver qué alguien me observaba en cuanto llegué al primer establecimiento, pero ¡Vamos! No soy del tipo atractiva, más bien del tipo “simplona”, ahora súmale una pila de mocos escurriendo por la nariz. No llamo la atención para nada ¡O al menos eso creía! ¿Qué como me di cuenta? Muy tarde por cierto, al salir del café me dirigía al auto cargada con las compras, los pañuelos y el bolso. Batallando por encontrar las llaves cuando alguien me tomó por sorpresa, arrojandome contra el auto —¡Toma el monedero, está en el bolso! Snif ¡Las llaves también!— Nerviosa le hablaba— ¡No he visto tu cara, snif, te puedes ir! —Esperando que

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con ello tomará las pertenencias y aquello quedara solo como un “trago amargo”, pero no. Uno de ellos rodeó el vehículo para entrar al asiento del copiloto; me di cuenta que eran dos; el otro me jaló hacia un costado; mi sorpresa fue tal después de verlo seguido por un tercero que abrió la puerta del conductor —¡SUBE! ¡Y no intentes nada extraño! —Su voz en mi oído causaba escalofríos, las manos me sudaban, las piernas temblaban —¡RÁPIDO! —Me arrojó con fuerza al interior; dentro el copiloto me esperaba con un arma apuntando hacia mi, acomodado de manera estratégica para no ser detectado de inmediato. Me acomode en el asiento con el arma apuntándome cuando se subieron ambos sujetos en la parte de atrás. Uno de ellos activo el GPS con una dirección preestablecida. —¡Siga derecho! —Manejaba escuchando las indicaciones— ¡A doscientos metros dé vuelta a la derecha! —Mientras el sonido de las direccionales iba indicando mi próximo desvío. Iba con los nervios hechos trizas, los sujetos no llevaban máscara, no me habían cubierto el rostro, no decían nada, conducía hacia mi muerte, eso era evidente. —¡Has llegado a tu destino! —Como si me leyera el pensamiento, el GPS delataba las intenciones de mis captores. Nos detuvimos en medio de un terreno; al final de un sembradío, al lado de una vieja casucha apolillada. —¡BAJATE! —El sujeto me abrió la puerta jalándome por el brazo. No pude más y pregunté —¿Quiénes son ustedes? —a estás alturas al menos quería saber— ¿Por qué a mí? ¡No tengo dinero! ¡Bueno no tanto como para que me secuestren! —los nervios me hacían verbotear— ¡No tengo familiares ricos! ¡Es más, no tengo a quien pedir rescate! —Intentaba escapar con mis frases pero... —¡Por eso es que te trajimos a ti! —Me dijo uno de ellos dejándome

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petrificada. Abrieron la puerta de la choza, el calor encerrado salía a la par con el polvo de años acumulado; olía a humedad, a tierra, un aroma a “rancio” se despedía de los muebles que estaban cubiertos por telarañas y moho. Acercaron una silla de metal, arrastrándola por el piso de madera, el chirriar del mecanismo oxidado, me alteraba los nervios. Me arrojaron al sillón que se hallaba frente a una chimenea, en la que prendieron una fogata, dándole calidez a los tonos grises que invadían el interior. Uno de ellos aguardaba afuera, el otro se sentó en un taburete que estaba a la entrada y el otro jaló la silla frente a mí para sentarse. Hacían solo silencio, la espera me estaba matando cuando se escuchó llegar un auto. La puerta se abrió de golpe, los rayos del sol que entraban por la puerta daban mayor oscuridad al rostro del hombre que estaba parado en la entrada; era alto, corpulento, traía un maletín o portafolio en la mano —¿Ya está lista? —Le preguntó con voz ronca al hombre sentado frente a mí —¡Ya está aquí! —Con una molestía evidente, se puso en pie dirigiéndose al recién llegado— ¡El trabajo está hecho! ¡Danos el pago! —Golpeando el hombro al sujeto de la puerta con el dedo. El hombre le entregó el portafolio —¡No se les olvide deshacerse del auto— los tres sujetos salieron, se escuchó el sonido de mi auto al arranque mientras se alejaba; dejándome con el nuevo extraño. —Te preguntarás ¿Qué haces aquí? —No necesita ser adivino para saberlo — ¡Soy... —Eso era lo que buscaba el monólogo—... El doctor Ríos! Del hospital San Carmen... —Lo escuchaba aferrándome al sillón como si mi vida dependiera de ello. —Pero... ¿Qué hago aquí? —El hombre sonrió. —¡El hospital se ha visto en un periodo de crisis en cuanto a las donaciones y... —Sus palabras resonaban en mi cabeza— ¡Fuiste al hospital hace medio año por una gripe que te aquejaba! ¿Recuerdas? —Asentí— ¡Te hicimos

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unos análisis de sangre y algunos más para descartar cualquier otro virus —Seguía hablando, no sé si era mejor saber o si quería que ya parase —¡Felicidades, estás muy saludable!— No sabía si la noticia en realidad era así de buena— ¡Mi hijo está enfermo ... —Esas palabras juntas me alarmaron— hemos buscado por todos lados y no hay donantes —comenzaba a tener sentido— Más que nada por el tipo de sangre tú deberías saberlo, perteneces al club del “donador dorado” —me quedé helada. ¿Desde cuándo ir al doctor por una simple gripe se convirtió en algo tan peligroso? —¿Pero... Qué quiere de mí? —Aún con la esperanza de que solo fuera consejo. —No soy una persona vana no me interesa “el físico” me veo atraído por lo que hay en “tú interior” —Asomaba una ligera mueca entre sus labios. Si eso fuera una declaración, me vería conmovida por su interés, pero su palabrería era más del tipo escalofriante. Seguía hablando, contando la historia de su hijo, el sufrimiento por el que había pasado, las múltiples operaciones, las costosas y escasas transfusiones de sangre. De a poco me iba acercando al filo del asiento, esperando un descuido; eran notorias sus intenciones, sean las que fueran, presentía que no eran favorables para mí. —No entiendo qué es lo que quiere. —Diciendo estas palabras, me arrojé hacia la puerta. Antes de poder llegar sentí su grotesca mano sujetarme por el cabello, jalándome hacia atrás, haciéndome caer al suelo, el doctor me arrastraba hacia el centro de la habitación, mientras intentaba defenderme de alguna forma. El fuego se avivaba, resplandeciendo colores ocre a mi alrededor. Un golpe contuso me hizo perder la consciencia. Desperté atada sobre una mesa quirúrgica de metal helado, el doctor preparaba unos aparatos extraños que simulaban una pompa para extraer agua, con unos frascos de cristal que jalaban aire, llenando de sangre “Mi sangre” unas bolsas plásticas. Me quise soltar, pero no tenía fuerza, me hallaba aún entumecida y los cinchos de cuero sujetaban mis extremidades,

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haciendo más difícil soltarme. Escuchaba el manejo de los utensilios quirúrgicos y al ponerlos en la charola. Las luces de los reflectores me cegaban, la cabeza aturdida veía las imágenes difuminadas. Rendida por el cansancio caí dormida. Al abrir los ojos, me había liberado de los cinchos, pero seguía conectada; me quise mover pero un dolor insoportable se clavó en la columna; con dificultad toque la espalda, la tenía húmeda, algo viscoso brotaba; al mirar la mano, la sangre casi a punto de coagulación la manchaba de rojo carmín —¡No te muevas! Acabo de remover una parte de tu médula y un riñón — Al mirarme por completo, tenía una herida por enfrente también. Empezó el horror, al quererme levantar, intenté ponerme en pie cayendo al piso, descubriendo que no podía caminar. Me arrastré escuchando a mi espalda la risa despiadada del doctor que me observaba desde el fondo. —¿A dónde irás? —Me decía al caminar detrás cuando me arrastraba por el suelo hacia la salida. Sus manos me alcanzaron sujetándome con una mano por el cuello, alzó un bisturí y lo encajó en las vértebras, un chasquido se escuchó quebrando con ellas mi última esperanza para poder huir. El reguero de sangre dejando charcos al irme arrastrando de nuevo hacia la mesa, dejaba la huella de mi agonía.

ADRIANA RODRÍGUEZ México

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-B

ueno. Hazme algo de cenar, ¿no? La forma de pedírmelo, tan insolente, y su cinismo, hicieron que dejara de escribir mi tesis, casi de inmediato, y que lo volteara a ver, incrédula.

¿Qué cosa? Pregunté, aparentando que no había escuchado lo que

acababa de decir. Que me hagas algo de cenar dijo Leo, que no parecía haberse dado cuenta que me había ofendido—. Tengo mucha hambre. ¿No ves que estoy ocupada? —Le pregunté, usando su mismo tono insolente—. Hazlo tú. —Yo no sé ni freír un huevo —me dijo él, como compadeciéndose por su falta de habilidades culinarias. —No, pero sí has de saberte hacer, aunque sea, una taza de café, ¿no? Pues ve y háztelo, aunque sea. —¿Nada más café? —Me preguntó—. ¿Qué crees que eso me va a saciar mi hambre, o qué? —¡Leo, ya te dije que estoy ocupada! —Le grité—. ¡Y fíjate cómo me hablas, que no soy tu criada! ¡Soy tu hermana mayor! —Pues ni lo pareces, porque… —¿Por qué? —Le interrumpí—. ¿Porque no te quiero hacer de cenar? ¡No soy tu criada, niño, ya te dije! Me levanté, con las manos puestas sobre la mesa, y mirando a mi hermano, verdaderamente enfadada. —Ni yo ni mi mamá, para que te lo sepas bien —seguí—. Ni ella ni yo tenemos la obligación de hacerte de comer como si tuvieras cuatro años. A tu edad, ya deberías de saber hacerlo. Ah, pero mejor ocupas tu tiempo en andar aprendiendo cómo hacer unos trucos de magia estúpidos que en hacer algo para dejar de ser un pinche inútil, ¿verdad? Hasta yo me sentí un poco mal por esas palabras tan duras. Pero es que 107


eran necesarias. Si no se las decía así, Leo iba a navegar por la vida con la bandera del clásico hombre, que piensa que ya por ser uno, puede darse el lujo de solo ser una máquina de hacer dinero, y no hacerse cargo, absolutamente, de ninguna labor doméstica. ¡Benditos hombres! Ya creen que por traer el dinero a la casa, pueden no aprender cómo hacerse, aunque sea sencillamente, de comer, ¿no? ¡Pinches comodinos! Le lancé una mirada venenosa, antes de sentarme para reanudar mi trabajo…

JUAN ROGELIO

México

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É

l era un hombre de aspecto duro, la soledad se había encargado de borrar cualquier indicio de alegría en su rostro, sus manos eran ásperas, toscas y gruesas. El cabello entrecano por la edad, la piel oscura de la exposición al sol debido a su trabajo, casi sin

contacto con la gente, siempre aislado y con una profunda tristeza en la mirada, en sus ojos podía verse la tristeza de una vida que no tenía esperanza en nada. Cierto día uno de los vecinos le pidió que fuese a arreglar su jardín. Él había observado a aquel hombre que parecía tenerlo todo, pero no valoraba nada, un hombre frío, distante con su familia. Tantas veces observó de lejos escenas donde la esposa lloraba, se imaginaba que era por los desplantes de su marido, aquella mujer era la imagen misma de la madre que sacrifica todo por el bien de su familia, afligida siempre, con la piel seca sin brillo, su cabello casi blanco y muy delgada, enferma de dolor. Aceptó ir a encargarse del jardín, cuando llegó comenzó su trabajo. Salió la señora de la casa y le preguntó cuál era su nombre. Joaquín, Señora. Ella respondió: soy Ana, llámeme, Ana, por favor. Sintió tristeza al ver aquella mujer tan descuidada como su jardín, con indicios de haber sido un hermoso lugar. En ese momento salió corriendo uno de los nietos y le dijo: Mi abuelita ya no quiere cuidar este lugar. Al siguiente día que fue a continuar con el trabajo, escuchó una discusión, con uno de sus hijos y como este le decía, mamá, me voy a separar, aunque no quieras, papá y tú no son precisamente un ejemplo de un matrimonio feliz. Ana salió llorando de la casa, estaba tan turbada que no notó que era observada. Ese día el hombre concluyo su trabajo en el jardín. Sintió tanta pena por ella, que por la mañana antes que todos se levantaran dejó una hermosa planta llamada Hortensia en la puerta de la casa, con su flor que ya estaba completa de un hermoso color azul. Cuando ella salió quedó admirada por el hallazgo, la tomó tiernamente y la llevo a la parte de atrás, la sembró con especial cuidado y así cada día por varias semanas ella encontró una

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planta hermosa en su puerta. Hasta que decidió ver quien era aquel generoso personaje que tenía este tierno detalle con ella. Lo cual fue una sorpresa, el hombre de aspecto duro que había limpiado su jardín era quien hacía esto cada día. Lo llamó y le pidió que no se fuera, que le ayudara a regar sus plantas, para ese momento era un hermoso jardín lleno de los más vibrantes colores y lleno de bellísimas hortensias. Cuando Joaquín llegó al lugar, su rostro se ilumino de felicidad. A partir de ese momento compartían y creaban el más maravilloso lugar; los días transcurrían entre pláticas de tierra, agua, cuidado de las plantas, cómo evitar las plagas, eran días felices para aquellos desdichados. Pero un día, sin aviso previo Joaquín no llegó y Ana se preguntaba que le había sucedido, ¿Acaso había perdido el interés en aquellos momentos? Así transcurrieron días y meses; cuando un día nuevamente Joaquín apareció, corría de manera desesperada, en lo único que pensaba era en tocar a la puerta y ver a Ana de nuevo, pero se encontró con un moño negro en la puerta. Sin pensar en nada tocó el timbre, un hombre maduro salió a abrir, era el esposo de Ana. Torpemente dijo: Soy Joaquín, ¿está la señora? ¿Mi esposa? respondió el hombre. No, ella por desgracia murió hace dos semanas. Joaquín quedó paralizado sin poder sostenerse en pie; continuo el hombre: Ella estaba enferma ya de tiempo, le quedaba poco, nadie se explica cómo logro vivir tantos meses, parecía como si le hubieran inyectado vida cuando comenzó a volver a hacer su jardín. Nunca vi a mi esposa tan feliz como estos últimos meses, se la pasaba todo el día en ese lugar y un brillo en sus ojos volvió a surgir. Unos meses atrás se puso triste de nuevo y hace un par de semanas no despertó de su sueño. 111


Joaquín se fue sin decir nada, lloraba porque no pudo decirle a Ana lo que había sucedido, el porqué de su ausencia, quería decirle que cuando él pudo, lo primero que hizo fue correr hasta su casa, para ver a su amiga. Nunca hablaron de otra cosa que no fuera el jardín que compartían, su amor fue el más puro y limpio. Al siguiente día ahí estaba Joaquín en la puerta de la casa de Ana con una hortensia nueva y hermosa, listo para sembrarla y seguir cuidando de aquel amor, recordando sus pláticas, sus risas cohibidas y sus sinceras y amorosas miradas que tanto extrañaba. En aquel lugar parecía como si estuviera ella en cada flor, por eso no dejaría que se secaran nuevamente, lo haría hasta que el se reuniera con ella. Así transcurrirían sus días, en el olvido, en la añoranza, con los recuerdos que pasaron juntos.

MARIANA LÓPEZ

México

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L

a temperatura de aquella noche de un día feriado era más húmeda de lo normal. El ángulo del parque en el que se encontraba dificultaba ver su rostro por culpa de la farola que le ocultaba, pero aún en esa penumbra le reconocí.

El cielo se cubrió de nubarrones, amenazaba tormenta. Sentí una sacudida

que recorrió todo mi cuerpo. ¡Era él! El mismo hombre que hacía unos minutos había visto junto al puente de acceso al parque. Qué velocidad, pensé. Al pasar junto a él hizo un intento de acercarse a mí, pero sus ojos … esos ojos oscuros como la noche y la extraña expresión que vi en ellos, me alarmaron y me alejé rápidamente hacia las taquillas que señalaban la salida. ¡Ahora está ahí, mirándome! Sentí una sacudida por el cuerpo que me inmovilizó. Algo parecido a una luz en mi interior gritaba que pidiera ayuda, ¿Pero de qué? ¿De un hombre que me observaba? Pensarían que había perdido varias tuercas de la cabeza. Se reirían de mí. Hice un esfuerzo y continué avanzando despacio, alerta a cualquier movimiento. La melodía de un trompetista cercano llegó hasta mí. Aceleré el paso en la dirección de donde provenía la música. Apenas había avanzado unos pasos y al volver a mirar hacia la farola que ocultaba su rostro, una angustia indescifrable inundó mi cuerpo. ¡El extraño ya no estaba allí! ¿Dónde se encontraba? No podía verle, pero sentía su presencia. Un calor tropical invadió mi cuerpo sudando en exceso. Aceleré el paso temblando, creía que en cualquier momento se abalanzaría sobre mí. Pero nada sucedió. La distancia que me separaba hasta que llegué a mi hogar se hizo interminable. Miraba a todas partes, atenta a cualquier movimiento o ruido. Incluso llegué a tener la sensación de que todo era fruto de mi imaginación. Algunas personas llegaron a mirarme con cara de intriga, quizás porque mi rostro delataba el pánico que sentía. Empezaba a creer que todo había sido fruto de mi imaginación, cuando de pronto le vi. De pie, en la entrada del portal de acceso al edificio dónde yo residía. Las piernas me temblaron. Dudé por un instante si

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llamar a la policía o no, pero que podía decirles, si no había sucedido nada. Tras unos minutos de estar con el alma en vilo me decidí a subir las escaleras de acceso al inmueble. Cuando llegué a la entrada del portal, el hombre se acercó a mí. Di un respingo creyendo que iba a atacarme, en el instante en que alargaba su mano y me ofrecía un papel. Justo en ese momento la señora Briñas con su flamante vestido de color rojo, salió del portal. Miró a aquel hombre, después a mí, y con todo descaro se quedó allí inmóvil, mirando a ambos. Me puse como un tomate y cogí el papel que aquel hombre me ofrecía. Entonces para mi sorpresa, se dio la vuelta y se marchó sin mediar palabra, desapareciendo en la oscuridad de la noche. La señora Briñas seguía allí observando, mientras yo aún sobrecogida por todo lo que había sucedido permanecía en silencio. Por fin me decidí a ojear el escrito. Solo leí el anunciado. No sabía si echarme a reír, o a llorar. Tanta angustia y todo para entregarme ese maldito papel. La señora Briñas debió notar el cambio en mi rostro, miraba con cara de asombro, pero continuaba allí, impasible, sin moverse. De pronto tuve un arrebato de ira y le grité. ¡Solo es un papel, maldita arpía! Y rompí por quinta vez aquel odioso documento. “Solicitud de divorcio”.

NURIA DE ESPINOSA

España

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S

iempre nos reunimos en el mismo lugar, un cubículo reducido oculto a las miradas ajenas, iluminado débilmente por la luz de un único foco. El anonimato es imprescindible, nadie debe saber de nuestra existencia y menos aún lo que nos traemos entre manos. A

veces no entiendo por qué la organización nos junta en ese módulo prefabricado tan estrecho, es deprimente. Desde el primer día me acogieron en el grupo como a una más, dentro las relaciones son verticales, nadie se siente superior por llevar más tiempo en el asunto, los veteranos echan un capote a los recién llegados, ofrecen su experiencia sin escatimar información. Cada vez somos más, no imaginaba que hubiese tanta gente descontenta, tantas personas capaces de rebelarse contra su situación, antes de conocerlos pensaba que estaba sola. Lo fácil es dejarse llevar por la inercia como pollos descabezados, ser embestidos una y otra vez por esa bestia insaciable, negar lo que nos está haciendo. Ese fue mi caso hasta que el sufrimiento me dobló, hasta que el dolor insoportable que me infligía me obligó a tomar cartas en el asunto, a juntarme con otros que estuviesen dispuestos a revertir la situación. Se necesita mucho valor, luchamos por una vida digna, por recuperar nuestra humanidad y la de quienes nos rodean, por nuestros hijos. No es sencillo, además, nos aterra ser descubiertos. Una tarde recordaron la lamentable pérdida de dos de sus miembros. Ser consciente del poder de nuestro enemigo común, del peligro que corremos, enterarme del fallecimiento de dos personas que lo intentaron, me sobrecogió. Pude ver en sus rostros el impacto que significó para ellos, los apreciaban, no cabe duda. En un principio no quise involucrarme emocionalmente, pretendía centrarme exclusivamente en la misión, creía que mantener la cabeza fría me ayudaría. No fue así, entendí que los lazos personales nos hacen más fuertes, nos impulsan a seguir, a creer que es posible, a despejar las dudas que nos asaltan de continuo sobre si vale la pena o es mejor dejarlo estar y volver a engañarnos, como hace la mayoría. 117


Nos intercambiamos los números de teléfono para pedir ayuda en el supuesto de que alguien se encontrase desarmado frente a la bestia. También me equivoqué al pensar que a mi no me ocurriría, que conseguiría escabullirme de sus largos tentáculos. Una noche llamó a mi puerta por sorpresa, no esperaba su visita tan pronto, el pánico y la angustía se apoderaron de mi, me arrastre sin fuerzas hasta la mesita de noche y cogí el móvil, llamé a uno de los contactos sin esperanza, qué podían hacer, estaban lejos y la bestía ya había entrado en el recibidor, se abalanzaba imparable sobre mí. Me encerré en mi habitación, me metí debajo de la cama, no quería sucumbir a la tentación de salir corriendo a la calle y que me atrapase. Atendió mi llamada el más veterano del grupo, lo primero que hizo fue invitarme a respirar: Respira, inspira por la nariz, reten el aire unos segundos y después expúlsalo lentamente, así, muy bien, otra vez. Cuando recuperé el aliento me convenció poco a poco de que podía hacerle frente. Estuvimos una hora hablando, al final incluso me hizo reir, con cada carcajada la sombra retrocedía, hasta que se desapareció de mi casa y volvió a estar luminosa. ¿Lo ves? me dijo ves como sí puedes, nos vemos el miércoles, lo has hecho muy bien. No fue la última vez que me salvaron, también tuve ocasión de devolver la llamada y el favor. No sé que pasará mañana pero hasta la fecha la misión ha sido todo un éxito, gracias al apoyo del grupo he logrado no recaer en un mal trago.

CARMEN TOMÁS

España

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D

esde mi ventana observo el Cerro de la Silla de costado, tiene una peña blanca que me encanta, hace un momento no se veía nada, un gris espeso oscureció el amanecer. La vida me regaló una tormenta con rayos maravillosa, el agua

entró lavando los mosquiteros de las ventanas que dan al sur. Por la puerta de cristal que da a la calle, observo una coconita que resiste estoica sobre el cable de la luz. La copa del trueno frente a mi casa se agitaba violenta, todas sus hojas quedaron lustrosas y fragantes. El sol salió como si nada hubiera pasado y las nubes desparpajadas estirando sus brazos, se diluyeron en un celeste brillante y nuevo. Un pequeño colibrí que fabrica su nido entre las ramas me saludo de paso. Dicen que es nuestra madre que se aparece cerca de nosotros. Amo la lluvia, me hace recordar otras lluvias de junio, sobre todo las de un huracán hace diez años con mi madre convaleciente y preocupada por todos sus destrozos, sin saber que ya pronto se iba. Su recuerdo es inevitable cuando se precipita el cielo empapando la ciudad; aquí que hace tanta falta, aunque en realidad todo me la recuerda siempre.

ADRIANA C. FLORES TANGUMA

México

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D

ía 1. Desperté en el suelo. Sacudí la cabeza para desperezarme y caminé hacia el sofá. Los rayos del sol matutino entraban por la ventana. Mi primer pensamiento fue llegar primero al

control del televisor, podría ver las caricaturas, de lo contrario tendría que ver las aburridas noticias con papá, o sufrir con repeticiones de la novela de mamá. A pocos centímetros, me di cuenta de que el sofá era más grande de lo que recordaba. Alcé la mano para verla de cerca y vi una peluda pata de perro. Era de color café claro, y tenía cuatro pequeñas garritas saliendo de cada uno de mis regordetes dedos. Arañé el suelo. Mis rasguños produjeron un chirrido muy agudo. Me miré la otra mano y era exactamente igual, una pata de perro. ¡Tenía cuatro! Me percaté tras echar un vistazo. Una especie de almohadones en las palmas de lo que alguna vez fueron mis manos, hacían bastante cómodo el caminar sobre el suelo. Como si todo el tiempo estuviera pisando los cojines del sillón. Detuve mis pasos frente al espejo de la sala y me miré. Tenía los ojos grandes y negros como dos canicas. La cara aplastada, como si hubiera caído de boca desde muy alto, con la nariz chata y semejante a la de un gorila. Mis orejas eran delgadas y caídas, de un café oscuro, similar al color de las barras de chocolate. Mi cola…porque tenía cola, era retorcida, si no fuera por los pelos, hubiera sido similar a la de un marranito. No había duda, me había convertido en perro. A juzgar por el tamaño de las cosas a mí alrededor, se trataba de un perro pequeño. Seguro estoy soñando. Intenté pellizcarme, pero las patas de los perros no estaban hechas para dar pellizcos, por lo que, por más que me esforcé, me resultó imposible. Tensé el cuerpo con todas mis fuerzas, tratando de romper la piel canina que contenía mi ser. Fue inútil. Corrí en círculos, esperando que de un momento a otro mis piernas crecieran y volviera a ser un niño. Solo conseguí

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cansarme. Escuché unos pasos bajar las escaleras. Tost, tost, tost. Podía escuchar todo a mí alrededor con total claridad. Los chillidos de un ratón detrás de la estufa. La pelea de los vecinos de la casa de enfrente. Inclusive oía los ronquidos de papá, quien dormía en un cuarto aparte con mamá y siempre tenían la puerta cerrada con llave. A medida que el sonido de los pasos se hacía más fuerte, comencé a distinguir un olor. Era dulce y espeso, olfateé un par de veces hasta que di con él. ¡Mantequilla de maní! Un segundo olor venía con él. Era pesado y desagradable, y a medida que husmeaba en el aire se hacía más y más tolerable. Sudor. —¡Guaguau, bonito guaguau! —exclamó una voz infantil. Se trataba de Dalia. Mi hermanita tenía cuatro años. Y había palabras que aún no sabía pronunciar. Eso nunca la detuvo para darse a entender, desde los dos y medio era un verdadero merolico, decía mamá. Me cargó con tanta facilidad como se levanta una mochila del suelo. Y comenzó a acariciarme la cabeza con sus pegajosas manos. Tenía la costumbre de asaltar el refri en las mañanas, subirse a un banquito y darle un buen bajón al frasco de mantequilla de maní. Por eso se estaba poniendo tan rechoncha. Intenté zafarme de su abrazo, pero era más fuerte que yo. Y pensar que apenas ayer era yo quien le cargaba. Tost, tost, tost, alguien más se acercaba. Olfateé el aire nuevamente, estaba vez olía a menta, específicamente a pasta de dientes. Arriba de Dalia pude distinguir perfectamente a mamá. Quien estaba muy arreglada para ser tan temprano. Tenía labial rojo y maquillaje. Había recogido su cabello negro en una cola de caballo y vestía, por alguna razón una bata blanca. —¿De dónde sacaste ese perro? —preguntó con su tono acusador. Mi hermanita se encogió de hombros y en el proceso me soltó. Por fortuna los almohadones de mis patas amortiguaron la caída por lo que apenas me hice daño. Me toqué la frente con mi lengua, que por alguna razón no había caído

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en cuenta de lo larga que era. —¡Mamá, soy yo! —dije. Pero de mi boca solo salieron un par de ladridos. —¡Juan, tú le compraste un perro a la niña! —gritó a mi padre, totalmente indiferente a mi intento de comunicación. —Eh…sí —dijo mi padre tras un largo bostezo. —Él te ayudará a limpiar. Me levantó con suma rudeza. Tomándome del cuello, tras la nuca, creí que me dolería, pero no fue así. Mientras estaba en el aire pude ver la foto familiar de la sala. Una fotografía en la que me había obligado a retratarme el verano pasado. El cuadro tenía un marco dorado con una especie de surcos en él. La imagen revelaba a una familia feliz, estaban mamá, papá y Dalia, pero no estaba yo. —Tengo que ir al consultorio, por favor no hagan de esta casa un desastre y levanta a tu padre cuando tengas hambre. ¿Consultorio?, pero…mamá abandonó la carrera cuando yo nací. Día 3. Dalia me ha puesto nombre, Cheto, en verdad lo odio. Me he quedado solo en la casa. Ayer tomé a escondidas la tarea de mi hermanita y uno de sus lápices. Necesito enseñarme a escribir con estas garras si quiero comunicarme con ellos.

J.R.SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza/ Instagram: @winchesterrudy Twitter: @r_spinoza

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T

erminamos la clase de vasco. Aitor —el profesor de aspecto profundamente masculino, abundante pelo en pecho y entrado en la treintena que, por su belleza varonil, les ponía cachondas a todas las chicas y también a algunos chicos— salió y me invitó a

tomar un refresco. Yo tenía once años; provenía de una familia conservadora con un padre Policía y madre muy católica. También era creyente y ayudaba como monaguillo y guitarrista en la Iglesia. Le dije al profesor que tenía prisa. Me miró fíjamente a los ojos con una mirada vidriosa de pose insinuante y se dio media vuelta. ¡Hasta otro día, Juan! Seguiré insistiendo en que tomemos un refresco juntos. Quiero explicarte varias cosas gramaticales para que mejores en mis clases. Me dijo con una mezcla entre serio y divertido. Yo volví a casa cabizbajo, pensando. Por un momento, creí que, de algún modo, Aitor me había echado los tejos. Dejé pasar esta idea porque me pareció sucia y objeto de confesión en la misa del domingo y sentía vergüenza por tener que contarle al cura este tipo de cosas. Al día siguiente, Perico —mi amigo íntimo y también alumno de estas clases del idioma local— me comentó que nuestro particular profesor le había invitado a una horchata y que había aceptado. ¿Por qué te invitó..? Le inquirí yo. Porque me dijo que yo cometía grandes fallos gramaticales en clase y me los quería explicar en persona. Me contestó. ¿Y te los explicó..? Le pregunté yo, suspicaz. La verdad es que no… Me habló de una huerta y un corral con gallinas que tiene en el monte y que, algún día, le encantaría enseñármelo porque a mí también me gustaría y que sería una excursión interesante. Perico parecía excitado con la propuesta. Yo hubiera dicho que ansiaba que llegara ese día porque era un chico claramente homosexual, desde aquellos

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tempranos años, y yo siempre había pensado que Aitor le excitaba. Lo que no me imaginaba es que se lanzara tan pronto… Esa noche, tardé en conciliar el sueño: La imagen de mi profesor de vasco insinuándosenos a Perico y a mí de forma descarada me producía náuseas. ¿Sería un acosador sexual? ¿O, quizás, peor, uno de esos abusadores de niños..? Me levanté temprano, di los buenos días a mis padres, me duché, me desayuné y cogí la cartera para dirigirme al colegio. Afortunadamente, mi obsesión se había difuminado. De repente, me pasó un coche a toda prisa y casi me pilló. Era Aitor. Se paró en seco y me invitó a subir para que llegara a las clases con tiempo… ¡Sube, Juan, sube, alza, que así, nos da tiempo de un vaso de leche con chocolate antes del comienzo de las clases! —Me gritó con la ventanilla bajada y guiñándome un ojo. Yo le dije que prefería ir andando; pero, de repente, se bajó del coche y se paró frente a mí con mirada seria. ¿No se te ocurrirá darle una negativa a tu maravilloso profesor de vasco, que siempre te quiere más que a los demás, no? En ese momento, comenzaron a temblarme las piernas. El no dudó en prenderme del brazo y antes de resistirme, ya estaba dentro del coche. Entonces, empezó a conducir con la mano izquierda y puso la derecha en mi pantorrilla. Yo me revolví y le dije que parara, pero no hizo caso y comenzó a reír un tanto cínicamente… ¡Ja, ja, ja! Pensarás que soy una especie de cabrón… —Me dijo divertido. ¡No, no, en absoluto! Usted es un buen profesor. Uno de los mejores del colegio. Los hermanos son profesores más carcas. Usted, como seglar, es más moderno —Le hice un poco la pelota. ¡Así, me gusta, muchacho, que seas realista y que me aprecies, como yo te aprecio a ti! Te mereces un profesor como yo —Me dijo con esa sonrisa profidén 127


que le caracterizada y un extraño brillo en esos ojos azules que le otorgaban una belleza un tanto extraterrestre. Terminada la jornada del colegio, yo estaba dispuesto a contar lo que me ocurrió a mis padres, pero Perico me previno, alegando que no se lo creerían y que, al fin y al cabo, Aitor era una buena persona a la que le gustaban los chavales por divertirse y divertirlos. En ese momento, no quedó duda alguna de que mi amigo ya había tenido algún tiempo de encuentro íntimo con él. Le estaba defendiendo y eso le delataba. No le volvería a sacar el tema… Aquella tarde lluviosa, tocaba clase de vasco con Aitor. Entré en el aula y, desde el estrado, se me quedó mirando de nuevo fíjamente con aire de psicópata. Me dieron ganas de salir corriendo, pero temí que se lo contara a mis padres y estos me reprendieran por faltar a clase. No pude concentrarme en la lección, al lado de Perico, que no dejaba de fijarse en nuestro profesor con sonrisa pícara y la cabeza gacha. Terminó la hora, salí solo sin mi amigo —había decidido dejar de serlo—. Este se acercó a Aitor y le propuso abiertamente ir a ver la huerta, delante de todos. No se cortó un pelo. Descubrí que Perico era más descarado y lanzado de lo que nunca hubiera imaginado. El profesor le dijo que esa tarde estaba ocupado y salió y cerró el local. Yo me escondí en una esquina para ver si Perico y Aitor subían juntos al coche de este, pero no fue así, sino que el profesor me descubrió vigilando y se abalanzó hacia mí. Me estaba buscando y me había encontrado. Me cogió en volandas gritándome “¡Detective, detective, que no dejas de vigilarme, que te gusto mucho!” Yo grité y forcejeé para que me soltara, pero nadie me oyó porque todos los compañeros se habían ido y los alrededores del aula eran descampados. Y me introdujo en el coche a la fuerza. ¡No seas bobo! Lo deseas igual que yo —Me dijo respirando hondamente y con dificultad en el habla, pues estaba sobre-excitado. ¡Tú no me gustas! Solo eres mi profesor y a mí lo que me ponen son las chicas! —Le grité defendiéndome. ¿Las chicas? Anda, dime con cuántas te has acostado ya? —Me inquirió 128


perversamente. Con ninguna porque aún, soy muy joven y la Iglesia no lo permite — Le contesté firme, pero con los pantalones mojados por la orina que no me pude aguantar. Subimos por la loma del monte y llegamos a la huerta. Allí, me obligó a bajar y entrar en la caseta de los aperos. ¡Desnúdate, renacuajo! Vamos a ver qué cosita tienes —Me gritó con

tono imperativo. Se frotó las manos y no me quitaba ojo. A continuación, muerto de miedo, tuve el valor de coger una hoz de una esquina y la puse delante de mí a modo de defensa. El me dijo que no le temiera, que solo quería ser cariñoso conmigo, como con mis otros compañeros, que de forma relajada y como amigos íntimos, me explicaría mejor mis fallos gramaticales de las clases. Pero grité varias veces con mi voz de latón y le debí de asustar. Además, la fortuna hizo que en el preciso momento en que se estaba bajando la bragueta para enseñarme su miembro, una de las gallinas del corral que, asustada, se había colado por la puerta, le fue a picar en el epicentro y él dio un potente respingo y se la subió inmediatamente. Yo me vestí raudo y le pedí, entre sollozos, que me llevara a casa. En el camino de vuelta, rascándose la entrepierna sin parar, me pidió por favor que no se lo dijera a nadie, especialmente, a mis padres. Yo le prometí que no lo haría. Me soltó y el coche salió disparado a cien por hora. Estuvo a punto de chocarse con un camión. A día de hoy, hubiera deseado que dicho accidente se hubiera producido… Entré en casa secándome las lágrimas y mis padres enseguida se dieron cuenta de que me algo me ocurría. Les conté lo sucedido y mi madre se desmayó del susto. Al día siguiente, fueron a denunciar el caso al director religioso de ese colegio tan religioso donde yo estudiaba y que tenía fama de ser el mejor colegio religioso de la comarca. El director les dijo que yo mentía, que solía hacerlo en las

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clases y que, por ello, no daba crédito alguno a lo ocurrido. Y les advirtió a mis padres que no hicieran público el bulo porque iría en su contra. Ese hombre tenía mucho poder en el mundo de la enseñanza y en la sociedad de mi ciudad en la época. También ejercía de coordinador de Cáritas en la provincia y disfrutaba de una fama intachable. Aitor continuó trabajando en el colegio como profesor de vasco con total normalidad. Siguió invitando a compañeros míos a su huerta y gallinero y Perico, mi amigo íntimo, volvió a subirse a su coche en varias ocasiones, pero yo dejé de hablarle y pedí a mis padres que, en el curso siguiente, me cambiaran de clase para no volver a ver más al peligroso profesor de todo el centro. Y siempre agradeceré a mis padres el haber dado crédito a mis palabras…Otros se mofaron de sus hijos y algunos, abusados hasta el final, terminaron quitándose la vida, fruto de depresiones en su edad adulta.

IÑAKI FERRERAS

España

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E

staba arrepentida de haber alquilado el chalet alejado de la civilización Ahora, debía huir. Era la única alternativa. Solo quedaba ella con vida. Sobre su pantorrilla corría un pequeño hilo de sangre. El tajo

era profundo, aunque la adrenalina la hacía mantenerse de pie. Giró sobre su hombro para ver si la seguía. No lo vio. Durante la jornada tampoco logró verlo y sin embargo, la casa ahora era una pila de cadáveres. Jamás había visto una escena como esa. Parecía que se encontraba dentro de una película. Nada tenía sentido. Pero lo que sucedía era real. El dolor, los gritos de sus amigos y su herida le hacía recordar que todo era cierto. ¿Cuántos kilómetros había recorrido por ese camino para llegar a destino? ¿Diez? No podía recordarlo. Reposó su espalda contra un árbol. Trataba de mantenerse alerta, aunque no sirviera de mucho. Buscó cerca suyo algo que le pudiera servir como arma. Tenía las de perder. Estaba herida, perdida y sin fuerzas. Encontró una rama que parecía bastante robusta. La dejó a su lado, pero antes de hacerlo, miró por detrás del árbol donde se hallaba varias veces, cerciorándose que no estuviera cerca. Aún no aparecía, ganaba segundos de vida con cada respiro; pero no debía confiarse. Lo que la seguía estaba al acecho. Rompió un tramo de su remera y la colocó sobre la herida. Intentaría hacerse un torniquete para frenar la hemorragia. No debería ser tan difícil, lo vio centenares de veces en el cine. —¡¡LA PUTA MADRE!! —gimió mientras las lágrimas recorrían el contorno de sus ojos. Dolió más de lo que se imaginaba. Correr ya no era una opción, porque parte de su adrenalina se había ido y el dolor no dejaba de aumentar, así que tuvo otra solución que arrastrar la pierna. El suelo no era liso, a su alrededor había raíces que sobresalían de la tierra,

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haciendo que deba andar con cuidado porque podría trastabillar con una de ellas. El perímetro era un peligro para su maltrecho cuerpo. Cayó sobre sus rodillas, totalmente exhausta. Totalmente extenuada. Desbordada. Su mente intentaba racionalizar lo acontecido, pero los sentimientos eran más fuertes. Sentía odio, rabia y miedo. Sí, sobre todo miedo. Su cuerpo dijo basta y se rindió sobre la tierra húmeda. No tardó en dormirse. Abrió sus ojos, más dolorida que antes. Sobre su rostro, caía la luz del alba. Comenzaba a amanecer. ¿Dónde estaba el psicópata? ¿Por qué la dejó vivir? Juntó fuerzas para levantarse. Apoyó su brazo izquierdo sobre un árbol para impulsarse y se mantuvo en pie usando de bastón la rama que había recogido horas atrás. Decidió volver a la cabaña, no tenía otra salida. Tendría que hacerle frente a la situación. Retornó a su punto de inicio por la misma senda que había transcurrido. A su alrededor, veía vegetación. No había rastros de nadie. Los pequeños rayos que lanzaba el sol, le permitía estar más atenta a su entorno, aunque duraba poco porque el dolor de su herida la hacía dispersarse. Su respiración se aceleró al ver la casa frente a sus ojos. No sabía con qué podía encontrarse. Avanzó con lentitud hasta el umbral de la vivienda. Abrió la puerta con suavidad, él podría estar detrás de la misma. Aún tenía esperanzas de que su mente le hubiera jugado una mala pasada. Que todo fuera invento de su mente. Pero no fue así. La matanza estaba ahí. No se lo había inventado. Apenas ingresó, vio las vísceras de uno de sus amigos. Vomitó del asco. La escena era peor de lo que recordaba. Escuchó un ruido dentro del ambiente. Asustada, giró hacia todos lados, hasta percatarse que provenía detrás del sillón.

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Se acercó lentamente. Andrés, su amigo, seguía vivo. —¡Andrés! ¿Estás bien? —preguntó Andrea—. Tenemos que escapar antes de que vuelva. —N-nno po-dem-os ess-ca-par —contestó agonizando. —¿Cómo qué no? ¡No seas estúpido! ¡Dale! ¡Levántate! —Pporr-faa-vornno m-e ma-ttesss. —¿Qué decís? Dale, vámonos antes de que vuelva. —Vvos mma-taste a tt-todos. Andrea no podía creer lo que oía. Volvió a observar la escena y los recuerdos comenzaron a regresar a ella. La noche anterior, al llegar a la casa, decidieron dar una fiesta. Mezclaron todo tipo de bebidas alcohólicas y Mabel, su mejor amiga, la convenció de consumir ácido. Andrea colocó los dos cuartitos que le extendió su amiga debajo de su lengua, sin saber el efecto que provocaría en ella. Al principio no sintió ninguna diferencia. Pero, no tardó en hacer efecto y la realidad que la rodeaba empezó a distorsionarse. Los colores no eran los mismos. Las facciones de sus amigos se distorsionaron. Mutaron. Y ahí comenzó a sentir miedo. Querían atacarla. O al menos es lo que sentía. Tomó una botella de vidrio del pico y la partió contra una mesa. En un acto reflejo, incrusto los restos sobre el cuello de Mabel. Al verla sangrar su miedo aumentó y repitió la misma acción con todos los que estaban dentro del sitio. En su paranoia, asesinó a todos sus amigos. La herida de su pierna, se la había generado Andrés, intentando escapar.

CRISTIAN LEONEL GÓNZALEZ

Argentina

Instagram: @CristianLeonelGonzalez88

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ÁGATHA, Y UNA FLOR EN LA VÍA RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

C

uando tenía quince años me ocurrió lo que a todos: me crucé con un par de ojos que fijaron su mirada en mí durante dos segundos, para luego mirar el piso con un aleteo nervioso de pestañas que se adueñó de mi alma. Después descubrí, maravillado, cómo tenía

grabado en la memoria cada rasgo de su rostro, y el brillo de sus ojos, solo con haberla mirado de soslayo apenas un instante. No le hablé por timidez, y la vida, impiadosa, nos llevó a cada uno por su camino. Se llamaba Ágatha. Era la única persona con ese nombre en el pueblo. Muchos años después, en una de mis monótonas caminatas oí que alguien me llamaba por mi nombre. Era Cristina, una de las mejores amigas de Ágatha en su juventud. Después de charlar un rato sobre temas intrascendentes, me espetó a bocajarro: ¿Por qué nunca le hablaste? ¡Ágatha estaba loca por ti!... y parecía que tú también por la forma en que la mirabas. Te esperó años, y finalmente se fue a vivir al pueblito de 25 de Agosto. Me escribió un par de veces y no supe más de ella. Pero, tiempo después, la mencionamos en una reunión de amigos. Uno de los

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asistentes, viajero comisionista de profesión, recordó claramente haber conocido a una mujer a la que llamaban con ese nombre tan extraño: Ágatha. Me disculpé como pude, le hice señas a mi reloj como que tenía una cita impostergable, me di media vuelta y salí casi corriendo, huyendo de Cristina para que no me contara más cosas que no me interesaban, porque ya sabía lo que quería saber: dónde estaba. Abordé el tren a 25 de Agosto en la imponente estación victoriana de la calle La Paz. Vi con desilusión que los vagones lucían viejos, casi destartalados, pero finalmente me senté. Estaba casi lleno; por un lado, de mujeres que parecían conocerse entre ellas, charlatanas y alegres. Y por otro, de veteranos trabajadores que volvían a sus hogares agotados por la larga jornada. El tren se detuvo en varias estaciones hasta traspasar el límite del departamento de Montevideo. En cada una de ellas, subían vendedores que bajaban en la estación siguiente. También payadores que, tras rasguear un par de acordes de su viola, y carraspear para aclarar su garganta comenzaban a enlazar rimas referidas a viejos romances, amores perdidos, duelos a facón o de su amor a su perro. El hermoso paisaje del campo uruguayo pasaba muy lentamente frente a la ventanilla. El viaje se hizo largo pese a que no era una gran distancia, y los asientos de madera se sentían cada vez más duros e incómodos. “¿Se convertiría en realidad el sueño de toda mi vida? Finalmente… ¿despertaría junto a ella? Qué bonito!… y quedarme muy quieto a su lado, sintiendo su respiración y reprimiendo mis ganas de acariciarla para no despertarla, porque tal vez yo me encontraba en su sueño y ese era mi mejor lugar… Charlaríamos muy quedo, en el dulce descanso de la fatiga del amor, comentando entre risas los secretos de nuestra intimidad”. Llegué. El pueblo era muy pequeño y todos se conocían. Me crucé con un policía y le pregunté si me podría informar la dirección de la señora Ágatha. Me observó minuciosamente, y luego miró el piso unos instantes. Cuando levantó la vista me dijo:

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Mire don; lo siento mucho, pero la señora Ágatha es fallecida, ya hace unos años, disculpe que le diga…la podrá encontrar en el nicho con su nombre en el cementerio del pueblo…era muy querida por estos pagos… No tuve ninguna reacción, quedé paralizado. Solo sentía un doloroso vacío en mi interior, igual al vacío de la muerte. Como un autómata, mis pasos me dirigieron al cementerio. En la entrada había un puesto de venta de flores. Un ramo de rosas moradas llamó mi atención. Elegí la rosa más bonita, y la compré. Entré buscando el nicho de Ágata, que encontré casi enseguida. Levanté la vista mientras, sin llorar, los ojos se me llenaban de lágrimas. Alcancé a ver el nombre de Ágatha… y bajé la vista de inmediato, como rechazando que ella estuviera allí. Quise hablarle al mármol. No se me ocurrió nada y quedé en silencio, confuso, mirando sin ver, viviendo sin vivir. Dejé la flor en su tumba, justo sobre la leyenda “1968-2010”, y me di vuelta, indeciso entre salir huyendo o quedarme allí hasta morir. No sabía orar y mi mundo se había derrumbado. Comencé a caminar lentamente hacia la salida, pero de pronto se encendió una alarma en mi mente que me dejó aturdido, di vuelta casi corriendo y vi que las fechas no coincidían: Ágatha había nacido en 1945, ¡la fecha de su nacimiento estaba equivocada! Y cuando leí su apellido, que no lo había podido vislumbrar completo por las lágrimas, quedé casi en estado de shock: “¡Ágatha González!”…. ¡Mi Ágatha era de apellido Mendoza! ¡No era ella la difunta! Había corrido tras una pista equivocada. Tomé de nuevo la flor y salí a la calle que pasa frente al cementerio y volví a la estación del tren. La tiré en las vías. Respiré hondo. Ya sé lo que voy a hacer seguir buscando a Ágatha. De pronto me reí a carcajadas. ¡Hubieron dos Ágathas…increíble!!

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

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EL TREN DE LAS SEIS AMELIA BEATRIZ BARTOZZI

S

on las seis de la tarde de un agosto frío en Buenos Aires. El tren llega a la estación Del Valle. La gente camina apurada sobre el andén; todos quieren llegar a casa. Nadie repara en aquel hombre abatido por la vida. Si encuentran sus ojos, los apartan rápidamente; todos

responden con el trémulo reflejo de su propio miedo. Todos los días, el mendigo está ahí, en aquel lugar lúgubre, tirado en un rincón del andén, entre cartones y papeles de diario, esperando recibir unas monedas para poder comer, y sobre todo, beber algo. Vive en la oscuridad, pero también su corazón está en tinieblas. No necesita de la claridad. Con solo percibir siluetas, sabe que no está solo. Ya no sabe en qué día vive ni qué edad tiene. Olvidó hasta su nombre. Lleva una melena larga, grasienta y despeinada; vestido con harapos. Se mira las manos, sucias de revolver en la mugre. Busca entre sus pertenencias una colilla de cigarrillo y la enciende entre sus labios gastados. Una mujer rubia, vestida con saco, pollera azul, camisa blanca y tacos altos, se detiene junto a él; se agacha para dejarle unas monedas en su vieja lata. Cruzan sus miradas y el tiempo se detiene. La cálida mirada de esa mujer lo conmueve, le devuelve el calor a su cuerpo y la claridad a su alma; sus ojos azules le atraviesan el corazón. Él la mira absorto. Ella se aparta de prisa y sigue su camino. La ve alejarse, mientras expulsa una bocanada de humo que hace borrosa

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su visión, su imagen se desvanece entre las sombras. “Era ella”, piensa él. “No me reconoció”. De todo se ha olvidado ese hombre, menos de aquellos ojos azules que un día amó, y que también lo amaron. Esos ojos…que lo embrujaron y lo llevaron a la locura. Día tras día, siempre a la misma hora, la misma mujer baja del tren y siempre se inclina a poner unas monedas en aquella lata, ya oxidada por el tiempo. Día tras día, él la mira hipnotizado, enamorado aún, después de tantos años. Sus ojos se encienden al verla. Se le entibia el corazón. Día tras día, se encuentran sus miradas y, por unos segundos, el mundo desaparece. Es un encuentro pactado por los dos, sin previo aviso. Todos los días, la espera en el mismo rincón del andén. Todos los días, se hace la misma pregunta: “¿Me habrá reconocido?” Pero una tarde, ella no baja del tren de las seis, ni del de las siete, ni del de las ocho. Como enajenado, el mendigo la busca entre la gente; la busca con la mirada de un hombre enamorado, pero abatido por la vida. Sube al último tren del día, recorre los vagones con ansiedad, con ojos inquietos y anhelantes. Pero ella no está. La gente se aparta de su lado. Nadie quiere tener contacto con aquel hombre andrajoso, imagen misma de la destrucción de un hombre. El tren vuelve a salir, él continúa buscándola por los vagones, arrastrando sus pies cansados y enfermos. Ya cansado, se sienta, apoya la cabeza, apenado, melancólico, soñando con aquellos ojos azules, y se queda dormido. El tren llega a la terminal de Retiro. Todos han bajado ya. Solo él permanece en el asiento, aún dormido. Lo despierta el grito enfurecido del guarda que está junto a él. ¡VAMOS, VAMOS! ¡BAJATE! Acá terminamos. No podés quedarte en el tren. La estoy buscando. Es mi mujer —dice el mendigo, somnoliento y confundido. ¿De qué hablás, pedazo de mierda? De ella, la mujer rubia de traje azul que baja siempre a las seis en la 140


estación Del Valle. El guarda lo mira con tristeza y curiosidad. Duda un minuto. Luego dice: “Esta mañana una mujer rubia se arrojó a las vías en Boulogne. Está muerta. Llevaba puesto un traje azul”. El mendigo le clava la mirada, sin poder creer lo que acaba de escuchar. “No puede ser ella”, piensa. Pero la ansiedad lo está matando. ¿Dónde está su cuerpo? —pregunta él, desesperado. Y agrega—: Tengo que verla, saber si es ella. Está en la morgue de capital —responde el guarda, perplejo. Y hacia allá va el pordiosero, arrastrando su cuerpo castigado por la vida, su mente confundida, su mirada perdida y anhelante. Al llegar, le impiden la entrada ¿Quién le hace caso a un loco mendigo? ¿A quién le importa aquel hombre con olor a vino barato? De pronto lo ve. Es él, su hermano. Está allí, acurrucado en el suelo, contra la pared. Con los ojos húmedos, sujetando las lágrimas que pugnan por salir, se acerca a él y, con un hilo de voz, le pregunta: “¿Es ella?”. El hombre levanta la cabeza y detiene su mirada en ese rostro que le es tan familiar. Lo reconoce casi de inmediato y, con asombro, acongojado y con un nudo en la garganta le dice: Sí. Es ella. Se suicidó. No la cuidaste. Un día me la quitaste. ¿Para qué? ¿Para esto? Perdón, hermano. Si de algo te sirve…ella nunca te olvidó. El mendigo le clava una mirada envenenada de odio. Luego da media vuelta y se aleja arrastrando los pies, con agujeros en los zapatos. Se sumerge en la oscuridad de la gélida noche invernal. Nunca más se supo de él.

AMELIA BARTOZZI

Argentina

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ZAPATOS DIGNOS mATÍAS PI

T

an solo un día atrás, los pies descalzos de Abelardo no paraban de recorrer la cocina en todas sus direcciones posibles. Aún no había cortado la llamada telefónica, pero no lo podía evitar, estaba feliz. Finalmente lo había logrado: había conseguido trabajo.

Ahora, sus dedos luchaban por buscar espacio dentro de sus flamantes

zapatos negros. Se los había regalado Juan, su hermano mayor, horas después del llamado telefónico. En la brevedad de la zapatería parecían estar hechos el uno para el otro, pero tras cuarenta minutos de estar parado en el vagón esa idea se disolvió. Los zapatos —unos zapatos dignos según Juan— fueron el broche de los consejos laborales que le dio su experimentado hermano trabajador. Intentó instruirlo brevemente sobre modales, modos y formas. Tarea no fácil dado que Abelardo ignoraba por completo la naturaleza de su primer puesto. Cuando llamaron para anunciarle que estaba contratado era tanta la alegría que nunca se le ocurrió preguntar cuál trabajo era. Después de cortar, se apresuró a contarles la buena nueva a sus padres. Fracasó en explicarles de qué se trataba. Tampoco logró encontrar la palabra que definía su puesto, quizá por los nervios, quizá la emoción, pero en el fondo aceptaba que él tampoco lo tenía muy claro. Al principio solo buscaba trabajos acordes a sus conocimientos, pero al cabo de

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meses estériles comenzó a enviar solicitudes a granel. Se convenció de que lo importante no era el trabajo, sino su actitud en él. Excusa que también lo amparó mentalmente cuando decidió falsear su experiencia laboral. Todos los trabajos pedían la experiencia previa que su corta edad no le había dado, así que subsanó su situación de la manera que creyó más justa frente a semejante injusticia. Mintió en su currículum. Esta mañana Abelardo se despertó antes de oír la alarma de su reloj. Se vistió con una camisa y un pantalón de Juan. Se puso las medias y sintió como buen augurio la facilidad con la que sus medias blancas se deslizaban dentro de los zapatos. Se llevó algunos billetes del monedero de su mamá para almorzar, pensando que dentro de poco se acabaría ese culposo hábito. Antes de salir se miró al espejo, por un instante se detuvo a apreciar el reflejo de la mañana en la puntera de sus zapatos. Eran dignos. Él era digno. En el camino a la estación repasó los consejos de su hermano. Con cada nueva evocación se aseguraba más y más que este trabajo sería pan comido. Además, él no era como todos, él iba a hacer la diferencia no solo en su desempeño, sino en sus objetivos personales. Su primer motor para este trabajo eran las próximas vacaciones, finalmente conocer la experiencia de un avión, no más tren, no más colectivo, solo nubes de ahora en más. El segundo motor era su independencia, tendría por fin los medios para hacer lo que quisiera, sin deberle nada a nadie, sin depender de nadie, por fin libertad. Abelardo reía para sus adentros. Había visto abordar una masa de gente de camisa y vestido en escala de grises. Le divertía la idea de que él, con su camisa y pantalones prestados, era un infiltrado, otra camisa, otro pantalón, otros zapatos; uno más del montón. Solo él sabía que era diferente, bastaba con mirar la pálida cara de cualquiera para ver que ellos sí tenían años de sufrida experiencia laboral. Solo por divertirse decidió imitar las diversas caras que el tren le acercaba. Ensayaba las mejores; ni bien el dueño miraba para otro lado, se convertía en un

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reflejo de todo tipo: caras lánguidas, pánfilas, opacas, trasnochadas, fatigadas. Mientras el horizonte se comía la anteúltima estación, Abelardo encontró la cara ganadora, la bautizó: la derrota. Se miró en el reflejo de la puerta, y entre los rayones y restos de calcomanías arrancadas pudo reconocer que esa cara era la que mejor le quedaba con todo su disfraz laboral. Se había convertido en un espía, ya era uno de ellos por afuera, un perfecto camaleón urbano. Podría viajar en ese mismo tren todos los días de su vida, y nadie lo notaría, creerían que era uno más. El estómago luchó por soltar una risa, pero la contuvo, había que ser un buen espía. La última estación llegó. Abelardo esperó a que el vagón se descomprimiera para bajar. Pudo ver con detenimiento al dueño de “la derrota” mientras descendía. Quiso mirarlo de arriba a abajo, ahora seriamente; quería reconocer algo en él que pudiera usar de pauta para nunca terminar con una cara así. No logró distinguir nada, prácticamente era igual a cualquier otro pasajero de los que descendía. Salvo, quizá, por un detalle: él también tenía unos zapatos dignos.

MATÍAS PI

Argentina

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