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FUMADOR COMPULSIVO MARÍA PAZ SALAS

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El volcán se había despertado bostezando con ira hace una semana, enviando proyectiles y temblores que se hicieron constantes, como unas contracciones difíciles de ignorar. Clara no había podido despegarse de los cultivos, que a cien metros lucían irreconocibles, cubiertos con cortinas. No recordaba un lunes sin trabajo. Escuchó a Pedro dejar las llaves sobre la entrada y le sonrió cuando apareció junto a ella en el jardín, sacudiéndose el pelo, haciendo volar la ceniza. Ella le preguntó cómo le había ido y él le dio un beso en la mejilla que casi ni sintió. Clara recordó cuando solía agarrarle la punta de la nariz con los dos dedos, mientras ella se quejaba y él se reía. —Mañana evacúan a la mayoría de las familias con niños. Vamos a cerrar el colegio. —Va a pasar, como siempre. La mirada de Pedro se perdió en los cultivos y luego subió al cielo. Una explosión hizo retumbar las ventanas. —Deberíamos irnos nosotros también —le dijo Pedro sin mirarla. —Nosotros no tenemos hijos. Pedro no dijo nada, soltó un suspiro entrecortado, como si necesitara botar aire. Clara reconoció en sus ojos un tinte acusatorio, como un rayo verde que llega y luego se desvanece. No le sostuvo la mirada. Comenzó caminar hacia los cultivos para hablarles. Está lejos, son 2.500 metros de altura, está lejos, no puede alcanzarnos. Quería decirles ese tipo de cosas.

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Para el miércoles las noches ya habían dejado de existir. El cielo se iluminaba siguiendo las luces del volcán, asesinando la oscuridad. El pueblo a sus faldas se despertaba de madrugada, con calambres. Pocos durmieron esa noche. Y por la mañana del jueves, Clara y Pedro tuvieron que ayudar a Víctor, el vecino que todos los días se sentaba en la entrada de la casa a mirar el cielo, como un espectáculo. A su lado, su perro interrumpía la siesta para ladrar, molesto. Víctor soltó una risa áspera que se convirtió en tos, las arrugas de su cara se expandieron.

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―Este sí que quiere evacuar ―–dijo revolviéndole las orejas. Clara barría la entrada con movimientos cada vez más pesados. Desde una escalera Pedro pasaba una escoba sobre el techo de zinc. Hacía pausas para toser. Se está complicando, don Víctor, dijo mientras bajaba. Pero el viejo hizo un movimiento con la mano, resoplando. Apuntó hacia el volcán con el dedo. ―Yo lo entiendo. Yo también fui un fumador compulsivo. Clara le puso una mano sobre el hombro, sacudiéndole el polvo y los tres se voltearon al escuchar el nombre de Pedro. El último de sus alumnos en dejar el pueblo corría con pasitos cortos y rápidos para darle un abrazo. Pedro se arrodilló para estar a su altura y lo sujetó, susurrándole, cerrando los ojos. Lo soltó y lo vio irse. Lo vio tomar la mano de su padre y luego miró a Clara. Ella se despeinó el flequillo, ocultando sus ojos. Van a volver, quiso decirle, pero no fue capaz. Él volvió a casa sin despedirse. ―Usted no se va a ir nunca, ¿verdad? ―le dijo Clara al viejo. ―Nunca.

―Me quedo con usted. ―Entre los tres nos apañamos ―dijo acariciándole el lomo al perro.

La lluvia de cenizas se hacía cada vez más espesa, y cubría techos, autos, huertos y cabellos, como sábanas con tentáculos. Polvo grisáceo sobre la televisión, la radio, los libros. Alcanzaba todo y ya era domingo. ―Esto es como vivir en un cenicero ―dijo Pedro, hablando por primera vez ese día.

Clara asintió con la cabeza. Cada movimiento dejaba un rastro blanco. ―Mañana evacuamos ―dijo antes de levantarse, sin esperar una

respuesta. Esa madrugada Pedro se movía inquieto. Recolectaba cosas a su paso. Tomaba recuerdos, fotos, buscaba con la mirada para no olvidar. Clara lo seguía a ritmo lento, metiendo su ropa sin doblar en un bolso, deteniéndose para mirar los cultivos por la ventana, sintiendo que sus brazos eran hilos sin voluntad. Trató de

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moverse lo más que pudo, pero después de un rato no pudo más y se quedó ahí, inmóvil en el pasillo. Cuando Pedro abrió la puerta una arena grisácea se deslizó por la entrada y una ráfaga de cenizas le nubló la vista a Clara por unos segundos. Se puso la mochila sobre los hombros con manos temblorosas y la miró desesperado. A su espalda la gente huía y el volcán brillaba como una antorcha. Escupía lluvia blanca. Cubría la aldea con un manto. Pero estaba lejos, a 2.500 metros de altura. Lejos, no podías alcanzarnos. Vamos, decía Pedro. Clara sentía que la ceniza se posaba en sus pestañas como una mariposa. Volvió a fijar los ojos fuera de la casa, hacia el murmullo de un grupo que evacuaba, dándose instrucciones sin mirar atrás. Y entonces dejó caer el bolso. ―Por favor ―dijo Pedro. ―No puedo. ―Yo no me voy a quedar. Se hizo pequeña ante uno de tus estruendos, encogiendo los hombros, tapándose las orejas. El sonido hizo vibrar los vidrios. ―No quiero que te quedes –dijo en esa posición. Pedro abrió la boca un poco y cerró los ojos, por un segundo. Su piel cada vez más sucia. Los volvió a abrir y salió, protegiéndose con los brazos. Clara empujó la puerta y la golpeó dos veces para lograr cerrarla, luchando con la arena, la ceniza y el polvo. Se dejó caer y soltó el aire, dejando salir una ráfaga que en su mente imaginó como la de un fumador compulsivo que soltaba bocanadas de humo y alivio.

MARÍA PAZ SALAS Chile

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