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MIRABA SUS ZAPATOS GABRIELA MAYER

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Yo miraba sus zapatos. Durante cada una de las clases de quinto grado miraba sus zapatos. Tenía unos mocasines negros, creo que de gamuza. Esos con dos flequitos que cuelgan apenas y se cruzan. Sus pies eran bastante grandes, considerando que teníamos diez años. Pero eso era lógico: Dante era alto. Alto y flaco. Cuando estábamos cerca, me parecía tan lindo que no me atrevía a mirarlo a los ojos. En el aula nos separaba apenas un pasillo que dividía las filas de nuestros pupitres. Siempre llegaba con los zapatos limpios a la mañana. Era el mayor de tres hermanos; todos iban a nuestro colegio. En el recreo me quedaba en el sector de las chicas, en el hall grande de piso de madera. Cuando nos dejaban. A veces, aunque hiciera frío, nos obligaban a salir al patio si el hall estaba ocupado con alguna actividad. Jugábamos al elástico, a la soga. O nos poníamos a charlar en grupitos. Los varones siempre se la pasaban pateando en la cancha en el fondo. Él volvía a clase con un poco de tierra adherida en los zapatos.

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Después, en sexto grado, miraba sus medias. Según el reglamento de la escuela, tenían que ser blancas. Y el blanco se gasta, se mancha con el desteñido de tintes rojizos o azulados. Pero las medias de Dante, no. Siempre llegaban blancas y relucientes. Usaba esas que tenían rayitas verticales, creo que de la marca Ciudadela. Mi mamá siempre decía que eran las mejores, aunque las más caras. También miraba sus pantalones. Era una tela de gabardina gris. Dante crecía rápido, tan rápido, que a veces la madre no llegaba a comprarle enseguida un pantalón de un talle más grande. En verano a veces se bajaba las medias y quedaban a la vista sus tobillos. Su piel era muy blanca, tenía apenas un poco de vello rubio.

El pantalón era exactamente igual al de los demás alumnos, porque todos comprábamos el uniforme en las mismas casas de ropa. Pero a mí me parecía que el de Dante era el más lindo de todos. Algunas veces lo miraba pararse camino al

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recreo, o cuando pedía permiso para ir al baño. La gabardina caía con elegancia sobre las piernas. Incluso cuando le quedaba corto.

Después, en séptimo grado, miraba su camisa. Era blanca, el bolsillito con el escudo bordado. El cuello almidonado, prolijo. Nunca una marca de suciedad, ni siquiera después del recreo. Abrochados todos los botones, algunos tapados por la corbata azul. Solamente algún día de verano, cuando ya nos aproximábamos al fin de curso, noté algún mínimo rastro de transpiración en la tela blanca.

Los últimos días de séptimo grado, al fin me animé a detener mi mirada en su cara angulosa. El pelo castaño y ondulado, un poco rebelde. Las cejas redondeadas, apenas tupidas. Los ojos grandes, verdes. Las pestañas largas y algo curvas. La nariz aguileña. Los labios perfectos, como dibujados. La barbilla fina, delicada.

Para el acto de fin de curso, nos eligieron a mí como primera escolta y a él, como abanderado. Con ese porte tan lindo, era conmovedor verlo llevar la bandera de ceremonias. Salimos de la oficina de dirección. Solo se escuchaban

nuestros pasos. Entramos al salón de actos, él delante, y yo pocos pasos detrás, junto a la segunda escolta. Nos aplaudieron. Creo que estaba mi familia y la suya también. Mucho nos aplaudieron. Cuando terminó el himno, él bajó la bandera, siguiendo las indicaciones de la directora. Desde mi metro de distancia, vi que algo no andaba bien; la tela celeste y blanca se bamboleaba de forma inesperada. La banda sobre el pecho de Dante se movía; con los nervios no lograba colocar el mástil de madera en el pequeño hueco. Nadie más se había dado cuenta. Ni la maestra a pocos pasos, ni la segunda escolta. Me acerqué. Nuestros dedos se chocaron por un momento, hasta que, juntos, logramos calzar la bandera en la banda.

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Volví a mi lugar, sintiendo electricidad en todo el cuerpo. Después, mientras la señorita Alejandra hablaba de Sarmiento, mi vista recorrió su pelo ondulado, la espalda apenas ancha. Por última vez, miré el pantalón de gabardina. Sus medias blancas.

Sus zapatos.

GABRIELA MAYER Argentina

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