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LAS DOS CAMPANAS MARINA GÓMEZ ALAIS
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Hay días en los que uno no debería levantarse de la cama. Dejarlos pasar como si esa hoja no figurara en el calendario, hacer de cuenta que la semana tiene seis días y el año, trescientos sesenta y cuatro. Si lográramos poner la vida en perspectiva, veríamos con claridad que, lejos de perder demasiado, quién sabe, tal vez conseguiríamos sacarle ventaja al destino y hasta burlarnos de él, evitando de ese modo encontrarnos con la persona equivocada. Una simple decisión en la que detener nuestro tiempo individual y salir de escena por unas míseras veinticuatro horas, impediría poner en movimiento los engranajes de una concatenación de hechos funestos que desembocarán en males irreversibles. Sería tan fácil practicar este mecanismo si pudiéramos vaticinar el futuro o, cómo en el caso de Marta, si solo nos hubiera escuchado. Hay personas que no se cansan de pedir consejo para luego hacer, exactamente, lo contrario. Con Clara, le rogamos que lo pensara y que no se dejara llevar por sus impulsos ni por falsas ilusiones. Le advertimos que la vehemencia solía pagarse carísima. Le aconsejamos que no fuera. No sería exacto hablar de malos presentimientos, solo sentido común porque había una serie de indicios que conducían hacia una ruta de fracasos. Quizás, el aguijón de la duda quedó clavado, pero ella —como siempre— hizo caso omiso y allí fue, dispuesta a encontrarse con ese puñado de letras sin voz, sin rostro, sin nada que le otorgara cierto atisbo de garantía o un lejano soplo de confianza. Nosotros opinamos que las relaciones virtuales no deberían pasar a otro plano porque nacen viciadas de engaño y ocultamientos. Y después de los cuarenta, la ingenuidad no tiene perdón, pero Marta demostraba un sutil masoquismo o una obstinada vocación al suicido emocional en cada uno de sus actos, una marcada tendencia a no aprender y a repetir, indefinidamente, los mismos errores.
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Se encontraron a almorzar, tal como habían acordado para reconocerse: él, vestido de verde; ella, de rojo.
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Será siempre una incógnita para nosotros la primera impresión que se llevó de él en ese primer contacto. Jamás hizo ningún comentario acerca de su aspecto físico, salvo algo así como que parecía un “ridículo duende irlandés”, con lo cual supusimos que no hubo atracción —más bien, burla— ni nada destacable o digno de mención. Y si como dicen, tanto el amor como la comida entran primero por los ojos, en el caso de Marta existió un empecinamiento por aceptar todo lo que acompañara aquellas palabras escritas desde el anonimato, parapetados detrás del monitor de la computadora. En ese primer encuentro, ni siquiera se dijeron sus verdaderos nombres, persistieron en esos tontos seudónimos que usaban para chatear: el “corresponsal de guerra” y la “azafata”. Y suponemos que escondidos tras sus falsas identidades, intercambiaron tantas mentiras como sus imaginaciones pueriles se los permitieron. Marta fue escueta en su relato, se mostró evasiva y escatimó detalles, como si ya no confiara en nosotros. Tuvimos la lejana esperanza de que esa actitud significara desilusión, pero desgraciadamente, no fue así. A las semanas, nos encontramos con ella y ya no podía disimular su entusiasmo. La vimos tan exaltada que nos dio pena, pensamos que ya había perdido el poco criterio que tenía.
Tal vez, nosotros —tan tradicionales— no alcanzamos a comprender que solo se trataba de mera diversión y que no había ninguna búsqueda de compromiso en este cruce casual. Es improbable que las relaciones humanas logren sostenerse en el tiempo sobre la base de la mentira. Sería aceptable si se planteara como un partido de truco, donde el juego consiste en pactar de antemano que todos harán trampa porque esa es la regla que lo rige, pero el problema tal vez, radicó en que el partido se prolongó más de lo debido y fue perdiendo, paulatinamente, el encanto. No supimos de Marta por un año. Hasta que una tarde —que no olvidaremos más—, irrumpió en nuestra casa, en medio del festejo de mi cumpleaños, sin saludo ni regalo, sin noción de la fecha, atrapada en el egoísmo característico de los que fueron absorbidos por un conflicto que solo les permite
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ver su propio ombligo. Ni siquiera advirtió que la casa estuviera repleta de gente ni le importó que tuviéramos que interrumpir y abandonar la reunión para hablar con ella aparte, encerrados en la cocina. Había perdido ese ánimo jovial de adolescente alborotada por una estampida hormonal frente al desafío de un nuevo amor, para convertirse en un espectro de mirada opaca, aspecto de abandono y gesto hosco. Ni la sombra de aquella Marta que se despidió diciéndonos que sospechaba que estaba a punto de tocar el cielo con las manos. Desde esas alturas, era de suponer que un aterrizaje forzoso terminaría, inevitablemente, en tragedia. Vino en busca de ayuda, pero esta vez, no hubo confidencias ni consejos. Después de un año desaparecida, con descaro y sin ambages, nos pidió dinero prestado. Intentó dar alguna explicación absurda, pero al notar la complejidad estudiada de su discurso, la detuvimos para que se ahorrara la mentira. Entendimos, de inmediato, que todo estaba fuera de control y que el juego se había degenerado para transformarse en alguna clase de vínculo ominoso. Tanta vergüenza le provocaría revelarlo que no podía más que apelar a la invención de un modo enfermizo, para ocultar probablemente, verdades atroces.
No estipuló una cantidad específica, “lo que pudiéramos darle” nos dijo mendigando desesperada y el agradecimiento fue tibio, como si todavía pretendiera más de nosotros y la cantidad recibida le hubiera provocado una profunda desilusión. No obstante, sabiendo que volvería a mentir, le preguntamos si estaba bien. Dijo que sí, pero bajó la vista.
—¿Y el “corresponsal”?—le pregunté yo. —Bien, también. Cambió de trabajo. —contestó con ironía. —Supongo que vos tampoco serás más azafata. —Le dije con una sonrisa apagada. Se limitó a hacer una mueca de fastidio y a despedirse con un beso frío y en el aire. Más que un beso, fue un choque de pómulos que sellaba el adiós definitivo y salió sin mirarnos a los ojos.
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Ambos observamos que un burdo maquillaje intentaba camuflar un moretón violáceo en la sien. La verdad trascendía su silencio. Quedaba en evidencia que era muy infeliz; que estaba en bancarrota; que su hombre la golpeaba y que se encontraba enmarañada en una red de angustia y sordidez, más allá de los límites de la dignidad. ¿Hubiéramos podido rescatarla? Quién puede saberlo, tampoco lo intentamos. Creímos que si había perdido el rumbo, no dejaba de ser su elección y, a pesar de todo, nuestro deber era respetarla y mantenernos discretos, a un costado, convencidos de que no hay posibilidad alguna de evitar que las cosas sucedan cuando los demás no se dejan ayudar. No existe modo de comprobar que los malos presentimientos tengan asidero y garanticen certezas así como las obviedades o los indicios negativos, diáfanos para algunos, puedan tener una lectura muy distinta y ser interpretados por el otro en un sentido, diametralmente, opuesto. Después de esta experiencia, aprendimos a ser más cautos, a callar, a no prodigarnos con los sordos. Cada quien es dueño de su vida o busca que un intruso se adueñe de ella.
A Marta no la vimos más. Se transformó en un recuerdo difuso. Hasta
llegamos a temer que hubiera muerto, aunque nunca tuvimos el coraje para confirmarlo. Preferimos pensar que andaría vagando por el mundo con su eterna inmadurez a cuestas, en busca de nuevas emociones, cometiendo los mismos errores y que, con suerte, algún día aprendería.
En mi vida, no me arrepiento de nada. Soy de esas personas que creen que un solo minuto perdido puede privarme de cualquier experiencia nueva. Hay que devorar la vida antes de que ella nos devore a nosotros. Adoro lo impredecible, es excitante desconocer con qué o con quién uno puede encontrarse un paso más allá. Por eso, siempre me entrego a mis impulsos y confío en ellos como confía el ciego en el lazarillo que lo guía por caminos inexplorados. Diez años atrás, me incliné a escuchar los consejos de gente conservadora
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y me hundí en la apatía y en el aburrimiento de los timoratos: la mejor manera de dejar que el tiempo se escurra sin sentido. Y de haber continuado adormilada oyendo a Clara y a Gonzalo, hoy quizás me encontraría sola, sin el apoyo de un marido extraordinario y sin mi hija, un milagro del que disfruto a cada instante, porque solo Dios sabe lo que nos costó que sobreviviera aquel infierno. Por ese entonces, mis días transcurrían en la más agobiante de las rutinas. Eso sí, sin sobresaltos, un día idéntico al otro: de mi casa a la oficina, siempre la misma gente, esas cuatro paredes color lavanda, mis ojos resecos de tanto mirar la vida a través de la pantalla de una computadora. Me imaginaba como un maniquí atrás de la vidriera, viendo pasar infinidad de transeúntes que iban y venían frente a mis narices, cada uno cargando con su historia personal, mientras yo observaba pasiva y anhelante desde mi refugio cómodo, pero colmada de sueños y locura y sed que no aplacaba con nada de lo conocido. Gozaba de seguridad económica, de un buen trabajo, de buenos amigos, pero no bastaba. Lo que ellos me habían sugerido con tanta insistencia: “Sentá cabeza, Marta. Dejá esas boludeces del teatro y la pinturita, busca un trabajo estable… baja los pies a la tierra.”. Recuerdo ese período como el más infeliz de toda mi existencia. No se puede ser otro a costa de asfixiar la esencia que nos caracteriza, la que nos hace diferentes, tan intolerablemente caóticos para la gente “normal”. Así fue como un día, dos renglones de palabras vibrantes me hicieron despertar. Había un soñador del otro lado, sentado en algún lugar de la ciudad, apretando teclas para enviar un mensaje de esperanza a cualquier desconocido que supiera comprenderlo. Al principio, me pareció patético este modo de relacionarme con otro ser humano, luego noté que amparada por el anonimato me liberaba de mi agobio sin reparos. Como en un ritual, cada mañana en el mismo horario, arrodillada frente al confesionario cibernético, escribía en susurros mis frustraciones y mis deseos, buscando la absolución redentora. De la misma manera, él confiaba en mí y así ambos aliviábamos con alegría el tedio que nos envolvía.
Hasta que decidimos conocernos. En contra de toda previsión agorera
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por parte de Clara y de Gonzalo, decidí reconciliarme con mis impulsos y me lancé a su encuentro toda vestida de rojo. Fue la cita más romántica que recuerde. Todavía guardo la imagen de Nacho con su sonrisa amplia, vestido de verde brillante como un simpático duende irlandés, esperándome detrás del arcoíris. Ni bien lo vi, casi como algo inevitable, supe que lo amaría porque era un ser luminoso, con un fulgor en la mirada que no podía más que despertar pasión. De hecho, a los nueve meses exactos de nuestro primer encuentro, nació Lucía. Así de vertiginoso fue nuestro romance. Nos aislamos del mundo circundante para vivirlo de un modo arrebatado.
Después sobrevino el accidente horrible en el que casi perdemos a nuestra hija. Una pesadilla de la que nos costó resurgir, pero que vista a la distancia, nos fortificó enseñándonos a valorar mucho más nuestro vínculo y nos obligó a serenarnos. No nos pesaron las dificultades económicas ni todas las penurias por las que pasamos, al contrario, luchamos con entereza y más convencidos que nunca de nuestra mutua elección. Con las experiencias dolorosas, uno madura, crece, aprende a conocer mejor a las personas. Reconozco que yo me esfumé por un lapso prolongado, pero a quién recurrir en medio de una situación desesperada, si no es a los amigos. Recuerdo que esa tarde, en lo de Clara y Gonzalo, había una reunión. Mi aparición no fue demasiado oportuna. Yo no tenía buena cara, ya había perdido la cuenta de los días que llevaba sin dormir, sentada en una silla de la sala de espera de terapia intensiva, esperando que de un momento a otro me dieran la peor de las noticias. Vi en sus ojos una mirada de reproche contenido, pero trataron de disimular el desagrado que mi presencia les produjo. Me tomaron de un brazo y me llevaron a la cocina tan pronto como pudieron, cómo si yo fuera una ex convicta que los podría avergonzar frente a sus nuevas amistades. Para mí no era sencillo reaparecer de la nada para pedir ayuda y ellos no me facilitaron las cosas. Su actitud en todo momento fue arrogante, había un “yo te lo dije” flotando entre líneas. De un modo torpe y confuso, mezcla de
nervios, embotamiento y angustia, intenté explicarles el motivo de mi aparición intempestiva. Quise contarles del accidente automovilístico, las intervenciones
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quirúrgicas sucesivas que le habían practicado a la bebé y el duro momento de transición laboral por el que estábamos pasando, pero no quisieron oírme. Gonzalo me interrumpió, dijo que no me preocupara por dar explicaciones incómodas porque, de todos modos, ellos estaban dispuestos a ayudarme. Supongo que tenían apuro porque me fuera lo antes posible. Me dieron unos pesos para quitarme de encima como quien da una limosna por la calle. Yo creo que ni siquiera entendieron que tenía una hija, nada de mí les interesaba ya. Los noté distantes, fríos, ofendidos. Su indiferencia me hirió profundamente. Estuve a punto de llorar, pero por orgullo me contuve. Sentí que, una vez más, reprobaban mi conducta y me juzgaban implacables. Frente a ellos me debilitaba, volvía a ser una chiquilina asustada e insegura. El colmo fue el breve interrogatorio irónico, cargado de burla y desprecio al que me sometió Gonzalo antes de irme. No sé qué historia retorcida habrían tejido en torno a Nacho y a mí, pero su actitud me bastó para entender que nos tenían catalogados como dos cabezas huecas o algo por el estilo. También me molestó que intercambiaran miradas suspicaces al notar mis magulladuras y que, acerca de eso, no preguntarán nada. De todas formas, no hubieran creído ni una palabra. Este último encuentro resultó penoso y me dejo un mal sabor por mucho tiempo. Sin embargo, les estaré eternamente agradecida porque ellos aportaron, sin saberlo, su granito de arena para que hoy Lucía siga estando a nuestro lado. No los quise ver más, tanto es así, que el dinero se los devolví — ni bien me fue posible— por transferencia bancaria y sin el mínimo contacto. De cuando en cuando, me invaden los recuerdos de los buenos viejos tiempos compartidos y surge en mí un impulso por llamarlos para contarles que soy feliz y que se habían equivocado con Nacho y con tantas otras cuestiones y
quisiera que conocieran a mi hijita… pero en seguida me arrepiento. La gente como ellos no cambia de parecer, no pide perdón, no se mueve de sus prejuicios ni de sus estructuras rígidas, ni siquiera por amor.
MARINA GÓMEZ ALAIS Argentina
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