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DIJO EL ECO CARLOS M.FEDERICI
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UNO
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Nunca digas: ¿Cuál es la causa de que los tiempos pasados fueran mejores que estos?... Las tres leyes fundamentales de la Robótica son: 1, un robot no puede dañar a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño. 2, un robot debe obedecer las órdenes... Once upon a midnight dreary... ...de que si dos puntos son iguales y sus intervalos básicos espaciales también, entonces es posible escoger un sistema de coordenadas, vistas por un observador que se desplace a velocidad calculada, en el cual los hechos sean simultáneos, aunque...
Allons, enfants de la Patrie, le jour de gloire est arrivé...
Era el crepúsculo. Mann Bekker, el Traditólogo, suspendió momentáneamente sus desesperados intentos de clasificar los impresos y manuscritos que se apilaban sobre su mesa. Meneó la cabeza. ¿Cómo, Dios, cómo distinguir sin lugar a dudas la realidad de la ficción? ¿En qué elementos basarse para construir una hipótesis, un mero punto de partida? ... Se estaba erigiendo un mundo nuevo. La raza humana partía nuevamente de cero, y “cero” era la Debacle Terrena. Y la nueva historia —la nueva vida— comenzaba en Rigel VI. Bekker se reclinó en la silla, frotándose los párpados hinchados. Suspiró. ¡Muy pocos se preocupaban de lo que fue...! Dios mío, qué solos se quedan los muertos...
El Traditólogo sonrió. ¡Otra vez las dichosas citas...! ¿Se estaría haciendo maniático? O, mejor dicho, ¿no se habría vuelto maniático ya? Este hundirse en las voces pretéritas de unas lenguas heladas..., ¿no sería un medio de huir de la realidad?
La realidad eran las flamantes relaciones diplomáticas Neotierra-Goohrk
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y, más concretamente, el romance Marthya-Lhoun. Amaos los unos a los otros, se dijo sardónicamente, recordando otra de sus citas. Los unos a los otros... ¿Eso incluía también a los rigelianos? Cuando los escasos sobrevivientes de la Debacle Terrena desembarcaron
en Rigel VI, tres siglos atrás, fundaron una colonia que llamaron Neotierra, donde se pretendió mantener vivos los legados de la antigua cultura. Pero la lucha contra las condiciones adversas fue muy ardua y pronto hubo que emplear la totalidad de las energías en una elemental supervivencia de la carne, que urge siempre con mayor vehemencia que el espíritu... Y, luego, los nativos. Había nativos en Rigel VI: una antigua raza que solo pedía que se la dejara continuar en paz su existencia. Pero los colonos enarbolaron su bandera roja con estrellas, construyeron ciudades y levantaron centros de energía donde convino a sus intereses, sin tener en cuenta a la raza aborigen. Y así surgió la chispa; y se expandió. Los humanos comprendieron cuán alto era el precio de pretender cambiar el nombre de un mundo. Goohrk era Goohrk..., aunque la humanidad se hubiese obstinado en denominarlo Rigel VI. ...Ahora se volvía a empezar, se dijo Bekker. El armisticio se pactó por fin sobre bases admisibles para las dos partes y reinó la paz. Aún se llegó a más: se estableció una relación diplomática entre ambas culturas. Y Lhoun, el goohrko, el rigeliano, llegó desde su remota Khoamm, en el otro hemisferio, a Neotierra, el último reducto de los terrestres tras el conflicto. Lhoun se hospedó en el palacio de Julo, el gobernador. Julo era el padre de Marthya, y Marthya —la de los cabellos rubios, ¡ay!, y los ojos de esmeralda—, de veinte años, se enamoró del rigeliano. Marthya y Lhoun —pupilas como pozos, antenas, piel marmórea— se iban a casar. Y ahora Bekker se daba cuenta de lo que había significado ella siempre
para él.
Se estremeció con el cálido contacto.
—¡Adivina quién es!... —las sílabas cantaban y reían.
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No servían de nada los dedos que le tapaban los ojos. ¡Como si le fuera posible equivocarse! —Marthya... La joven se colocó frente a él. Los ojos le brillaban. Era como contemplar la vieja Tierra que contaban las crónicas, se admiró Bekker melancólicamente. Mares, arrebol, nieve, trigo... —¡Papá está conforme! —exclamó la chica—. ¡Ya dijo que sí! —¿Y cómo no? ¡Como golpe político, te aseguro que es estupendo! Su propia hija... ¿Qué mejor manera de mostrarse amable? En la boca de Marthya se dibujó un mohín encantador. —No seas así, Mann. Papá lo quiere. —¿Y tú? —Bekker se mordió la lengua. —¡Lo adoro! A Marthya se le subió el color a las mejillas. Bekker apretó las mandíbulas y no dijo nada. —Esta noche es la fiesta del compromiso. Te venía a invitar. Las sombras nocturnas ya habían llenado la habitación. El enjuto rostro del Traditólogo no se distinguía muy bien. —Tengo mucho trabajo... —respondió. —¡Mann! —le reprendió la joven—. ¡Ratón de biblioteca! ¿Es que prefieres estos mamotretos a mí? —¡Dios sabe que no! Ella debió notar algo en la voz, porque se le borró la sonrisa. —Está muy oscuro —dijo después de un rato. —Enciendo la otra luz.
—No...; no, espera, Mann. No te molestes por mí. Ya me voy... Pero dime solamente si te veré en la fiesta. ¿Verdad que sí? —No puedo; discúlpame. En la semioscuridad, Marthya era un perfil violáceo y platinado. Bekker vio que se le acercaba, sintió la tiniebla del rostro de ella al juntarse con el suyo.
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—¡Por favooor...! —Marthya. La joven se apartó. —¿Qué...? —Ojalá no hubieses hecho eso. —Mann... —Se produjo un prolongado silencio; luego—: Entonces, tú... —Sí.
—Desde... ¿desde cuándo, Mann? —No me acuerdo de cuándo empezó; mira si será cosa vieja, ¿no? —Oh, Mann... —¿No es para morirse de risa? De pronto Bekker pareció transfigurarse. Se puso de pie, derribando una pila de libros, y sus dedos estrujaron la muñeca de la mujer. —¡No te cases con él! ¡Por lo que más quieras..., detente! Marthya se desasió con suave firmeza. —Él es lo que más quiero, Mann. —¡Piensa lo que haces! ¡Piensa lo que es! Los ojos de ella se impusieron a las tinieblas. —¡Cállate! ¡No vuelvas a decir eso jamás! —Yo...
—Le amo con todo mi corazón, y él a mí. No importa la diferencia de razas. Yo sé que nos queremos. No me vuelvas a hablar así. Algo hundió los hombros del Traditólogo. —Como tú quieras... Siempre como tú quieras, Marthya. La chica le oprimió una mano entre las suyas, tibias y blandas. —Gracias, Mann. La helada brisa agitó el follaje, afuera. Por el cielorraso transparente penetraba la luz de las tres lunas. Casi en el cenit, fulgía una enorme estrella blanca.
—¿Vas a venir a la fiesta, Mann?
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Fue como si le clavasen agujas de vidrio en el alma. —Iré —dijo.
DOS
El vasto salón del Palacio de Gobierno relucía en la lujuria cromática de ropajes y mosaicos encerados. Las luces ardían con blancura deslumbradora. Mann Bekker no veía más que a Marthya. A Marthya, vestida de blanco, dorada, rosada, suavemente radiante entre brillos duros que herían la vista. Como solamente ella podía fulgir. Y entonces Bekker divisó al rigeliano. Al igual que la mayoría de los neoterranos de postguerra, él nunca había tenido la oportunidad de ver de cerca a un goohrko. Lhoun estaba de espaldas al Traditólogo, junto a Marthya. Le pareció más bajo de lo que había supuesto. Vestía de algún color indefinible, a la vez oscuro y llameante. Su nuca era de yeso y su pelo, negro por completo. Por lo demás, se dijo Bekker con acida ironía, no se diferenciaba gran cosa de un humano: de cada mano le brotaban cinco dedos, y se paraba sobre dos piernas. No tenía garras ni cola visibles. El rigeliano se volvió en ese instante, y Bekker reprimió con dificultad un salto. No por la vista de las pequeñas antenas que se erguían a los lados de la anchísima frente. Estaba preparado para ellas. Pero lo que jamás habría podido imaginar era el aspecto real de aquellos ojos. En ellos se abría, nítida y cruelmente, la anchura del Abismo. Aquellos ojos no pertenecían a los hombres. Punto. —Marthya... —gimió el ser entero de Mann Bekker. Aquellos ojos ajenos giraban hacia la mujer... y se detenían allí.
TRES
Fue al día siguiente cuando Mann Bekker lo advirtió por primera vez. —Qué tal, Mann —le saludó Marthya al entrar agitando los papeles sobre la mesa del traditólogo.
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—Marthya... ¿cómo estás? Lo dijo por fórmula. Pero las mismas palabras se le metieron como termitas dentro del cerebro y crearon aquella idea, vaga al principio, más y más definida (y más siniestra) luego. ¿Cómo estaba ella? —Te quería agradecer que hubieses venido a la fiesta... (¿Se lo imaginaba, o de verdad estaba muy pálida?) —Pero qué frío tienes esto, Mann... —ella sonreía, pero cruzaba los brazos sobre el pecho y se estremecía. Bekker articuló:
—¿Frío? ¡Pero si puse la calefacción a veinticinco grados! Ella se sentó, exhibiendo una leve sonrisa de excusa. —Debo de estar un poco enferma. Desde anoche no me siento bien. —¿Cómo? ¿Por qué? —Sintió un trozo de hielo muy adentro. —Un decaimiento, creo. Ya pasará. La pregunta que hizo entonces Bekker se la dictó la intención de distraer a la joven... ¿O acaso habría sido —pensó mucho después— algún oscuro instinto premonitorio? —¿Y tu boda, Marthya? La luminosa sonrisa le abofeteó en la cara.
—Pronto, Mann... Cuando Fomalhaut esté en oposición con Gheera, de la Quincuagésima Galaxia. Entonces Lhoun podrá casarse. —¿Y eso...? —Es por un mandamiento de su religión. Solo se les permiten matrimonios en esas épocas. Todavía faltan dos meses. Una vez más las sombras invadieron el alma de Mann Bekker. Y volvió a
suplicar:
—¡No lo hagas, Marthya! —¡Mann! Prometiste... —Son distintos, Marthya; tan diferentes de nosotros como la muerte de la vida. ¡No sabes nada de ellos, de las honduras de esa raza! Escúchame, Marthya;
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no lo...
—Adiós, Mann. —¡Marthya! La mujer atravesó la puerta; pronto su figura fue un punto claro en las profundidades del corredor que conducía al Palacio. Bekker permaneció inmóvil, viéndola desaparecer. Sus labios se movieron sin que él mismo lo advirtiese: ...la doncella a quien los ángeles al cantar llaman Leonora...
CUATRO
—Son telepáticos, si le gusta el término —explicó el profesor Phoe— . Las antenas, por lo que suponemos, les permiten enviar y recibir pensamientos desde distancias que para nosotros resultan inconcebibles... Es así como pueden conocer los movimientos de los astros de las galaxias más remotas. De la misma manera, según parece, se comunican entre ellos, estén donde estén, sin que importe lo más mínimo los kilómetros que los separen. Pero, afortunadamente, se tiene casi la seguridad de que no pueden acceder a las mentes humanas, ni sus facultades se...
—¿Y en cuanto a su religión? —interrumpió Mann Bekker—. ¿Su moral? El anciano dio otra chupada a su arcaica pipa. —Es demasiado difícil de entender. Está demasiado desvinculada de
cualquiera de nuestras estructuras. Lo innegable es que el Gran Representante, que se podría comparar, en un sentido muy amplio y solo a título de ilustración, con el antiguo Papa de la Tierra, lo sabe todo de los Goohrkos, debido a sus poderes extrasensoriales. De manera que cuando uno de ellos comete una acción que el Gran Representante considera pecaminosa, este se entera de inmediato y le
aplica el castigo…, una clase de castigo que nosotros no comprendemos, pero al que ellos parecen temer intensamente. —Algo oí sobre los matrimonios... —inquirió Bekker. —¡Ah, los períodos de oposición Gheera-Fomalhaut! Sí. Uno de los
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mandamientos más sagrados de la religión de ellos...; uno de los pecados más sacrílegos, si se le desobedece. —Quisiera saber... —Bekker se revolvió incómodo en el sillón de fibra, evitando enfrentar los ojos acuosos del Exólogo—, quisiera saber algo más concreto sobre sus relaciones o... costumbres amorosas.
El viejo parpadeó. Exhaló una bocanada de humo y dijo a través de ella: —Por lo que personalmente he podido constatar, sus hábitos no se diferencian de los nuestros; ni su fisiología, tampoco. Parece que la evolución hubiese seguido un curso paralelo en este punto. Por eso es posible, me atrevo a afirmarlo, un connubio entre las dos razas. Pero, aclaro: lo digo únicamente desde un punto de vista estrictamente físico y sexual. En cuanto a los espíritus, las mentes... —la cabeza gris se movió de un lado a otro. —Y..., ¡jum!..., respecto a las actitudes, a la familiaridad de las relaciones intersexuales... Antes del matrimonio, quiero decir... ¿Qué normas adoptan? El profesor Phoe se inclinó hacia Bekker. —Es un capítulo particularmente interesante —respondió—. Su código de moral es riguroso hasta el extremo de prohibir el más mínimo contacto físico entre las parejas, fuera del matrimonio. El cual, para ser válido, se tiene que efectuar en los períodos de oposición estelar y debe ser consagrado por el Gran Representante... —El Exólogo depositó la pipa sobre la mesa, con extremo cuidado, y se recostó en el sillón acojinado. Sus ojos miraban al techo—. Y la naturaleza rigeliana es tan fogosa y apasionada que el esfuerzo de autorrestricción les resulta verdaderamente gigantesco... Creo que lo pueden soportar tan solo a causa del poderoso vigor de esos increíbles intelectos suyos. Entonces, se dijo Bekker, Marthya y Lhoun... Ni siquiera la ha rozado. Tendría que estar contento; sin embargo, me siento peor que antes. Aquellas pupilas. Aquellas pupilas sin fondo.
CINCO
Durante las dos semanas que siguieron, Bekker buscó deliberadamente
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un anestésico en el trabajo intenso y embrutecedor. Se hundió en el mar muerto de sus papeles y hurgó en el fondo cenagoso en busca de más interrogantes. Y al término de ese lapso recibió una llamada. —Sí, aquí Bekker —respondió ante el fono—. ¿Qué...? ¿Marthya? ¿Es... grave? ¡Enseguida estoy ahí! Gracias por llamarme, Gobernador... Espero que no sea nada de cuidado... Hasta entonces, Señor. Se vistió a tirones, con la inquietud supurándole a través de la mirada. Marthya, pensaba angustiado, Marthya... Abandonó su sanctasanctórum con el insólito olvido de echar la llave.
Mientras la cinta rodante lo conducía al Palacio, a lo largo de uno de los interminables corredores de plastaluminio que unían entre sí las diferentes secciones de la ciudad-cúpula, no dejaron de asaltarle un solo instante los peores pensamientos. No, no; exagero: no ocurre nada. Una enfermedad sin importancia, ¡nada! Pero cuando estuvo ante ella rogó porque la joven no reparase en su palidez. ¡Dios santo! Una oscura voz se lo decía: era lo que temía..., aun cuando no supiese con certeza qué era lo que temía. Marthya estaba reclinada en su lecho, con las mejillas del color de las sábanas. Tenía el pelo suelto y los ojos muy verdes y mucho más grandes o, por lo menos, así le pareció a Bekker. —Mann... ¡Me alegro tanto de verte! —Él estrechó la manecita que se le
alargaba. Dios, se dijo, al tiempo que procuraba sonreír, Dios mío. La vida se le está escapando de alguna forma extraña... ¡Si ni siquiera siento su mano! —Ya me tiene cansada esta indisposición —ella esbozó un débil sonrisa—. ¡Hace más de diez días que estoy en la cama!... Menos mal que mi querido padre me acompaña como un santo para que no me aburra. —Ya pasará, Marthya. Ya verás como en un dos por tres estás más
fuerte incluso que este... ¿cómo era? ¿“Ratón de biblioteca”? Ella se rió.
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—¡No seas malo, Mann! Ya sabes que no te lo dije en serio... Ah, y a propósito: ¿no viste quién está aquí? Ven, acércate, mi amor... No, suplicó interiormente Bekker, ¡eso no! Pero el rigeliano estaba allí, en un ángulo de la pieza, y ya se aproximaba, dominándolos con sus ojos de fuegos insondables en la cara de tiza, con una mano extendida hacia la que Marthya le tendía. —¿Cómo le va, señor Bekker? —saludó en correctísimo neoterrano; pero el rugido de los oídos del Traditólogo ahogaba los sonidos. Bekker le respondió, aunque sin oír su propia voz. Al llegar junto a la cama el rigeliano hizo algo extraño. Mediante un visible esfuerzo (al menos no le pasó desapercibido a Bekker) se detuvo para cubrirse la diestra con un fino guante de encajes. Entonces oprimió los dedos pálidos de su prometida, y Bekker vio acrecentarse el negro fuego de las pupilas
cavernosas.
Y en el mismo instante algo de vida huyó de Marthya.
SEIS
Setenta días después, con las zancadas de sus largas piernas Bekker se tragaba las medidas de su cubículo. Marthya había ido decayendo a ojos vistas y él conocía la razón. Era hora de que lo admitiera. —Es fantástico, imposible, loco... Pero sabía que estaba en lo cierto. ¿Qué podía ser más singular e insólito que aquella raza fabulosa, esas órbitas con fuegos de azabache en sus profundidades? —Dios, Dios, ¡Dios! Miró a través del techo. Las estrellas guiñaban desde lo remoto, inmutables al parecer. Pero Bekker sabía que en algún lugar de aquella bóveda infinita dos puntos luminosos se movían y en algún momento estarían en oposición.
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—Fomalhaut, Gheera... Pero entre tanto... Entre tanto, Marthya y Lhoun no podrían unirse. Y Bekker recordó el fuego negro, más y más ardiente. —Es la violencia de su deseo lo que la está matando. Es su espantosa mente lo que la está... devorando. Y el decirlo en voz alta le hizo bien. Rompió los últimos velos de su racionalidad.
No se equivocaba... Ahora era preciso pensar en un remedio.
SIETE
No hizo caso de la cinta rodante; no estaba de humor. Su calzado plástico tableteaba contra el suelo de metal a ritmo uniforme, el vaivén de sus brazos agitaba el aire del pasillo. Dentro ya del Palacio de Gobierno, Bekker dudó un instante sobre la conveniencia de intentar hablar primero con el gobernador. Desistió de ello, sin embargo, porque conocía el natural eminentemente político de Julo. “¿Está loco? ¿Y las relaciones interestatales? ¿Se da cuenta de la catástrofe que podría provocar? Estamos en la cuerda floja, muchacho, y usted... Por otra parte (y aquí hablaría el sólido sentido práctico del gobernador) lo que usted sostiene es absurdo... ¡Creo que sus lecturas le están afectando al cerebro, Bekker!”... Caminando con mayor rapidez, Bekker no pudo dejar de preguntarse hasta dónde estaría loco, en verdad. Porque para él se perfilaba una sola eternidad: Marthya. El resto —política internacional inclusive— era eventualidades confusas que nada significaban. Consiguió que le condujeran a la presencia del enviado de Goohrk. Tenía conciencia de su lividez y de la inseguridad de sus piernas, pero esperó que nadie más lo notase.
Cambiadas las frases de ritual, a solas con el rigeliano, habló fríamente, directamente, desnudando su pensamiento de hojarascas verbales. —Marthya se muere —afirmó en tono duro—, y yo conozco la razón.
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Lhoun irguió la amplia frente. Un fulgor apagado y melancólico le tembló en los ojos cavernosos. —Es verdad —murmuró dolorosamente—, pero no puedo hacer nada. Mann Bekker sintió el frío del sudor en las sienes.
—Me lo imaginaba. Y tampoco serviría de nada que usted se alejara,
¿verdad? El goohrko movió la cabeza de yeso. —Para nuestras mentes no existe la distancia.
—Su deseo... —insinuó Bekker, sabiéndose perdido de antemano. —Una vez encendido es inextinguible. No hay remedio. Ustedes no lo pueden comprender. Mann Bekker empleó su última carta, pisando sobre brasas. —Si usted... si usted satisficiera su anhelo... Si antes de la fecha..., usted y Marthya... El rostro de Lhoun adquirió un tinte grisáceo. —¡Usted no puede entender lo que significaría eso! ¡Ustedes jamás podrán comprender el sacrilegio horrible e imperdonable que implicaría! Bekker sintió que los músculos se le agarrotaban. Hielo y piedra formaban parte de él, pensó. —Se equivoca —repuso—. Yo lo comprendo. Algo en su voz previno al rigeliano. Sus terribles ojos enfrentaron de lleno a los del Traditólogo, leyendo en su interior, deteniendo el tiempo para Bekker.
Fue una infinitesimal fracción de eternidad, pero la mente de Mann Bekker volvió a ver en esos microsegundos toda su vida, sus ideales pasados, la Historia muerta que intentaba resucitar y Marthya, Marthya... El recuerdo de la mujer se impuso a todo lo demás y controló sus dedos y sus músculos y su voluntad, pero no pudo ahogar la vocecilla que se agazapaba en un rincón oscuro de su mente, aullando un desesperado clamor de prevención: ¡Hay algo equivocado! ¡Hay un detalle que no consideraste! ¡Hay algún error en alguna parte...!
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Mas para compenetrarse del significado de aquella advertencia, para descubrir qué era lo que señalaba, para darse cuenta del error, era necesario un proceso mental —reflexión, razonamiento—, y para el Traditólogo ya había pasado el momento de razonar. Su mano se introdujo en el bolsillo y volvió a salir. Un chasquido, un resplandor violáceo, y el goohrko se desplomó. Pero aún pudo barbotar entre un vómito de sangre verde: —¡MARTHYA...! Y en la intensidad sin límites del extraño acento, leyó Mann Bekker su propia sentencia.
(Julo, el gobernador de Neotierra, sintió de pronto una sensación de frío inexplicable. Al indagar su procedencia, halló el foco en la mano exangüe que sostenían sus dedos. Volvió la vista hacia el lecho, ahogándose con el latir creciente de su corazón.
Gritó. Gritó. Gritó.)
Irrumpieron violentamente, todos a una. Lhoun, el diplomático goohrko, yacía sobre un charco negruzco, de par en par los extraordinarios ojos, fijos, duros. A su lado había alguien más. Los hombros le caían como sebo derretido; los brazos, de uno de los cuales colgaba una antigua pistola a presión, pendían a los lados del cuerpo. La espalda ya no volvería a erguirse del todo. —Me equivoqué —repetía en susurros—, me equivoqué... El último pensamiento... Había más intensidad y más anhelos en ese solo recuerdo final que los que nadie podría concebir en una vida entera... Me equivoqué...
(En la habitación de Marthya, el cuerpo que yacía entre las sábanas revelaba las aristas de los huesos a través de una fina capa de carne consumida. El desnudo cráneo relucía con el barniz de la muerte y los labios se hundían sobre la caverna vacía de la boca. Olía a viejo, y a cadáver, y a esperanzas desaparecidas.)
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Los labios del Traditólogo seguían moviéndose, pero los otros debieron acercarse más para poder oírle. Recitaba:
...“¡Oh, Leonora!”, fue tan solo lo que pude murmurar, y “¡Oh, Leonora!”, dijo el eco, devolviendo mi suspiro... Solo eso, y nada más.
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
Ilustración: VIRGIL FINLAY
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