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VEGA

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Era de noche y la ciudad parecía dormir un plácido y tranquilo sueño. Las luces de los faroles iluminaban tenuemente las calles desiertas. No había un solo automóvil, ni una sola persona que interrumpiera el silencio y la calma. Apenas se dejaban oír muy lejanos el canto de los grillos y el ulular lento y profundo de las lechuzas. Esa oscuridad y aparente calma, sin embargo, era cobijo de innumerables entes sobrenaturales. Fantasmas, merodeadores, duendes y toda clase de seres repugnantes que buscaban a sus presas con el afán de dañar, de atormentar, de vengarse o, simplemente, de divertirse a costa de tan pacíficas gentes. Una de aquellas criaturas de la noche, de indescifrables intenciones, reptaba por los extensos túneles del alcantarillado de la ciudad. Olisqueó varias veces buscando una presa y, cuando la hubo encontrado, se dirigió a la superficie por una tapa de buzón del medio de la calle. Retiró el disco metálico sin hacer ruido y salió para escabullirse entre las sombras. Cerca de allí estaba la casa de quien sería su cena. Trepó el cerco de ladrillos y, una vez en la cima, saltó sobre el piso de gravilla que formaba parte del jardín. Reptó con su forma alargada, siempre por los rincones donde la luz amarilla de los faroles no llegaba, hasta alcanzar la entrada; entonces, deslizó su cuerpo elástico por debajo de la puerta. Cuando estuvo dentro, antes de dar otro paso, escudriñó la estancia con sus ojos ofídicos. No había nadie más que él, ninguna amenaza que lo delatase. La única presencia viva parecía ser el enorme reloj de pared que no cesaba de sonar con un diminuto e invariable tic-tac. Al verse seguro, subió por las escaleras hasta el segundo piso donde dormían sus moradores. Arriba encontró un corto pasadizo con cuatro puertas, dos a cada lado del muro. Solo una de ellas conducía hacia su presa, la misma que había olfateado desde su escondite. No podía cometer ningún error, así que tomó el tiempo necesario para hurgar con su enorme nariz. Antes de dar siquiera un paso, aspiró varias veces para descifrar cada partícula flotante. Se acercó a la primera puerta, lentamente, midiendo la fuerza de

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cada pisada. Era el cuarto de baño. Había en el aire un rastro de lo que estaba buscando, pero se mezclaba con el olor de otros humanos y varios insumos de tono agrío y tan fuerte que le quemaba la nariz. Eran desinfectantes de baño que la gente solía arrojar por el drenaje y que provocaban a la criatura una sensación de peste muy desagradable. La siguiente puerta, justo al frente de la primera, contenía el aroma de dos adultos humanos, una hembra y un macho. No fue difícil diferenciarlos. Los conocía muy bien. En otro tiempo, cuando era más joven y fuerte, se había alimentado de ellos. Pero ahora que era viejo se sentía débil. Por eso, desde hace algunos años, tenía preferencia por los niños que eran presas tiernas, inocentes y dóciles que, aunque pequeñas, eran de un gusto mayor que cualquier otro. Su paladar, entonces, adquirió tal refinación en los sabores que no podía devorar otra

cosa.

Su objetivo era claro, su presa sería el niño y dejaría en paz a los adultos, pero su larga experiencia en la cacería de humanos le advertía sin cesar que no debía descuidarse de ellos; que más bien los debía tomar en cuenta para evitarlos o, en caso fuera necesario, combatirlos. Avanzó algunos pasos y, cuando llegó a la tercera y cuarta puerta, reconoció en el aire el delicioso aroma que estaba buscando. Olisqueó de prisa, desesperado por el hambre, hasta que el olor lo llevó seducido hasta la última puerta donde estaba su presa. Pegó la nariz en la hoja de madera, olfateó y se detuvo un instante. Una sonrisa espantosa se formó en su desfigurada cabeza, pues del otro lado estaba lo que con tanto afán había buscado. Antes de acometer su apetito, se dio tiempo para disfrutar unos segundos del aire perfumado que evocaba la doncellez de su futura comida. Se embriagó de placer y, antes de entrar en la habitación, acarició con sus manos agrietadas el muro que los separaba. Hacía movimientos lentos y circulares con una palma, como si estuviera frente al cuerpo desnudo de una amante. Abrumado por la excitación, se llevó la yema de los dedos hasta la punta de la nariz y aspiró el aroma que se le había impregnado.

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—¡Aaah, qué perfume de niño! —se decía para sí, fascinado por sus pensamientos. Tomó la perilla y giró muy despacio para no hacer ruido. Empujó un poco, lo suficiente para que el aire de la habitación saliera como una brisa hacia los orificios olfativos de su nariz. El olor se hizo más intenso y el monstruo cerró los ojos como si viviera una ensoñación de un gozo perturbador. Sin perder más tiempo y dispuesto a cumplir su cometido, entró. Del otro lado, en la habitación contigua, dormía la pareja de esposos. La mujer, que ante el peligro tenía el sentido de alerta más desarrollado que el de su marido, despertó por instinto. Sin levantarse de la cama, esperó en silencio, aguzando el oído. Pero no había nada: ni pasos, ni chirridos, ni cualquier cosa anómala que delatase la amenaza que se cernía sobre ellos o sobre su hijo. Tan cansada como estaba creyó que el sueño le había jugado una mala pasada. Se acurrucó entre las mantas y se volvió a dormir. Sin embargo, la cosa horrenda, la amenaza mortal en la habitación de su hijo era real. La criatura silente y reptiliana, que había salido de las alcantarillas, se relamía con una enorme lengua viperina y saboreaba el dulce sabor que recogía del aire. Esto no hacía más que incrementar su deseo por devorar a su inocente víctima. Se acercó a la cama con pasos lentos. Una vez allí, tomó con los dedos un extremo de la manta y la deslizó, lentamente, hasta que esta cayó al suelo. Sobre el lecho dormía un niño. Vestía un pijama azul con figuras divertidas de animales marinos. Su cabeza descansaba sobre unas manitas

diminutas que estaban expuestas por las mangas holgadas del camisón. La bestia, dispuesta a devorarlo sin más demora, abrió su enorme boca que asemejaba a la de un caimán a punto de atrapar a su presa. Se inclinó hacia él, despacio, para no despertarlo, mientras que su lengua larga se deslizaba juguetona por los brazos, el pecho y la cabeza; rozó su cara, saboreándola antes de siquiera tenerla en la boca. Su saliva, blanquecina y gomosa, se deslizaba abundante por los bordes de la quijada y los colmillos. De repente, una enorme y pesada gota cayó sobre los ojos dormidos del

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niño. Y este, como en un acto reflejo, de un modo inconsciente, se limpió con una mano. Pero al notar aquella sustancia fría y su extraña consistencia despertó de golpe. Cuando sus inocentes ojos se encontraron con la criatura, frente a él y tan cerca, a punto de engullirlo, gritó tan fuerte que el monstruo, aturdido, retrocedió cubriéndose los oídos con ambas manos.

El niño trató de levantarse y escapar hacia el cuarto de sus padres; pero la criatura lo contuvo con su enorme cola y lo dejó inmóvil sobre la cama. En respuesta, el pequeño golpeó, arañó, mordió con furia hasta que la bestia lo soltó. Corrió hacia la puerta, forcejeó la cerradura, pero estaba atorada. Todo sucedía demasiado rápido. El monstruo iba sobre él y no había manera de escapar ni esconderse. Entonces, cansado de correr y gritar, no le quedó más remedio que retroceder hasta un rincón. Resignado a su suerte, se encogió de cuclillas y lloró en silencio. La bestia, que echaba abundante saliva por la boca, al saber que pronto consumaría su apetito, lo sostuvo con ambas manos hasta levantarlo del suelo. Otra vez abrió su enorme boca, dejando ver sus dientes aguzados; y cuando estaba a punto de tragarlo, la puerta de la habitación se abrió de golpe… Eran los padres del pequeño que, sin perder el tiempo en lo extraordinario de aquel suceso, se abalanzaron sobre el monstruo. Lo golpearon con las sillas, con la lámpara, con un palo de escoba y con cualquier cosa que encontraron en la habitación. Agarraron los libros más gruesos de la estantería y martillearon con ellos en su cabeza y espalda. La mujer trepó en sus hombros e intentó en vano hundir los dedos en sus diminutos ojos para forzarlo a soltar a su hijo.

La lucha y los forcejeos continuaron varios segundos o minutos que se eternizaban en la oscuridad, mientras que la bestia resoplaba, exhausta. El peso de los años lo había debilitado tanto que ya no podía competir contra ellos. Tenía una figura aterradora, el cuerpo alargado como un lagarto y su cuerpo estaba cubierto de escamas babosas, pero no tenía la fuerza necesaria para enfrentarse a dos personas adultas. En el límite de su esfuerzo, con la intención de acabar con

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la lucha y huir lejos, retuvo al hombre con su cola y lanzó a la mujer contra él; de otro empujón arrojó a los dos contra la pared. Finalmente, lanzó al niño sobre ellos, corrió hacia la ventana y saltó rompiendo los cristales. El padre lo siguió, pero no se atrevió a saltar; miró hacia donde había caído la bestia, pero ya no estaba en ese lugar. En cambio, vio una figura oscura y famélica que saltaba sin esfuerzo el cerco de la casa y corría hacia el medio de la calle, hasta perderse en un buzón de drenaje. Esa misma noche el padre reportó a la policía la presencia de aquella criatura y el peligro que representaba para el vecindario y para toda la ciudad. La autoridad acudió de inmediato. Se tomaron fotografías de la casa, la habitación del niño, la ventana. Se recogieron evidencias y huellas dactilares. Pero los hechos eran tan extraordinarios que nadie daba crédito a su testimonio. Por otro lado, las tres víctimas fueron evacuadas a una clínica cercana.

Al día siguiente, decenas de periodistas se agolparon en la casa, se mostró en cadena nacional los cristales rotos, la sustancia viscosa en la cama y en el suelo; se hizo pública la versión de los padres y otras menudencias que hacían la delicia de la prensa, los vecinos y los televidentes en cadena nacional. El ayuntamiento organizó búsquedas por las alcantarillas de toda la ciudad, se formaron comités de vigilancia nocturna; pero nunca encontraron nada fuera de lo normal. Con el tiempo se olvidó todo, ya no hubo rondas nocturnas ni vigilancia ni nada. los merodeadores, fantasmas y otras criaturas de las sombras acecharon de nuevo, como antes, en busca de más víctimas a quienes atormentar.

JOHN PUENTE DE LA VEGA Perú

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