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EL HIJO DEL REY MANUEL SERRANO

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Había una vez un rey que tenía un solo hijo. Como el hombre ya estaba muy mayor necesitaba que el muchacho de casi treinta años se casara y tuviera descendencia. Un día mandó llamar al pregonero para que hiciera llegar a todo el reino la noticia de que el príncipe buscaba esposa. Unos días después se presentaron ante el hijo del rey cinco apuestas y jóvenes mujeres, bueno, cinco no, cuatro, porque la otra era más fea que Picio, tenía los dientes torcidos y era bizca. El príncipe las observó. Todas le parecían perfectas, bueno, todas no, la fea no. Pero el joven príncipe ya estaba enamorado y no se atrevía a decírselo a su padre por temor a que lo metiera en un monasterio. Su verdadero amor era Catalina, la hija del palafrenero, con la que se había criado y había intercambiado besos y caricias. Incluso su iniciación sexual, pero el rey, como es lógico, no lo sabía.

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—Me gustan todas —dijo el muchacho—, bueno todas no, la fea no. —Pues que se vaya. Pero tenemos que buscar a otra. —¿Puedo decirte quién puede ser, amado padre? —Por supuesto, podría ser tu esposa y la madre de mis nietas. —Catalina.

—¿La hija del duque? —No.

—¿Es hija de un noble? —Oh no, amado y venerado padre. —Entonces, ¿quién? —La hija del palafrenero. —¿Quién, esa chiquilla que huele a mierda de caballo? —A mí me huele a gloria. —No, esa no. Busca otra.

—Pero, padre, me has prometido… —No pudo terminar porque se puso

a llorar desconsolado.

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—No sé cómo lo haces, pero siempre te sales con la tuya. Anda, hombre, no llores y dile a la muchacha que venga. Al día siguiente se reunieron de nuevo en el castillo para conocer las condiciones.

—Ahora y aquí, frente a toda la corte, declaro que aquella que sea capaz de traer al pájaro Llucar se desposará con mi hijo. Tenéis cinco días —tronó la voz de monarca. El príncipe le había dicho lo que tenía que decir. Las chicas se miraron perplejas. Ninguna sabía que era eso del pájaro Llucar. Bueno, todas no, porque Catalina ya lo había visto un día que se lo enseñó (el pájaro volador) el príncipe en la biblioteca del palacio. Las cuatro mujeres buscaron entre los eruditos y amantes de la naturaleza la ubicación de aquel pájaro tan extraño. Catalina le pidió a su padre un corcel rápido y brioso para ir a por el ansiado animal, pero el pobre hombre solo disponía de una mula vieja y mansa, de andar cansino y llena de mataduras. Ella no se arredró, colocó una manta en la grupa, las alforjas y se echó al camino. Las otras cuatro partieron con unas cuantas aguerridas guerreras y se dirigieron al galope hacia las tierras en las que habitaba el pájaro. Al segundo día adelantaron a Catalina que tenía que parar cada poco para que descansara su animal

Las cuatro llegaron a tierras desconocidas y preguntaron por el pájaro. Solo un hombre mayor había oído hablar de él y les indicó dónde podían contemplarlo. —Es lo más hermoso que podéis ver. Es mágico. —¿Por qué? —preguntó una. —Nadie ha sacado nunca a un Llucar vivo de aquí y si lo intentas, fracasarás.

—Bueno viejo, déjate de monsergas y dinos dónde se encuentra ese bicho tan especial. Con la información salieron a por el pájaro. Desde una atalaya se veía el bosque. Cada una de ellas tomó una dirección para evitar quitarse la presa.

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Establecieron el campamento en las proximidades del bosque y se acostaron para entrar al día siguiente, el tercero. Mientras, Catalina seguía a su ritmo. Como sabía dónde estaba el bosque no tuvo que preguntar con lo que llegó un poco después de anochecer, se adentró unos pasos, buscó un claro, ató a su mula y se durmió. Los primeros rayos de sol despertaron a las mujeres. Tras un desayuno frugal, se pusieron las armaduras y se dispusieron a encontrarse con el pájaro. Las otras mujeres iban detrás de su jefa, asustadas y temerosas. Poco a poco pasaron y casi al unísono escucharon el dulce canto de un pájaro desconocido. Una llevaba el dibujo del ave y la reconoció. —¡Es ese, es ese! —gritó con vehemencia. —Cierto —dijo la jefa—, aprestaos para agarrarla. El resto de mujeres habían oído el escándalo y se acercaron corriendo, bueno, todas no, Catalina ya estaba de vuelta, poco a poco. En menos de una hora todas tenían sus pájaros. Y más de una se llevó dos o tres por si se moría alguno por el camino. Con la preciada mercancía, nuestras aguerridas mujeres cabalgaron hacia el castillo del señor.

Llegaron al anochecer de cuarto día, extenuadas, malolientes y destrozadas del recorrido. Al día siguiente una de ellas sería la reina de este lugar. Se sentaron a la misma mesa y bebieron vino, contrataron a algunos bailarines y lo pasaron bien. En cuanto las primeras luces del alba descorrieron el manto de la noche se bañaron, se pusieron sus mejores galas y con sus respectivas jaulas tapadas se presentaron ante el rey y el príncipe que no hacía más que mirar a ver si llegaba la buena de Catalina.

La primera en presentar su captura fue la señorita de Triquiñuela, ya que llegó antes al castillo con el animal. —Aquí te traigo, oh mi príncipe, lo que me has pedido. —Y haciendo un gesto excesivo y teatral, mandó descubrir la jaula. Un grito de terror llenó la

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estancia: allí no había nada más que un pájaro muerto al que estaban devorando las ratas.

—¡No me casaré contigo! —La voz varonil de príncipe retumbó contra las paredes. —¡Guardia, llevaos a esta insensata! —ordenó el rey. Las otras tres muchachas que esperaban no se podían creer que hubieran llevado a su amiga y rival a las mazmorras. Cuando entró la segunda con una jaula idéntica se hizo el silencio. No se oía ni un solo ruido, no se oía, ni al pájaro. —Yo no he fracasado, os he traído tres pájaros. Un murmullo acompañó a los gestos de una de las guerreras que iba destapando poco a poco la jaula. El murmullo se convirtió en grito cuando vieron que del pájaro solo quedaban las hermosas plumas… el resto, había volado, digo, desaparecido. —¡Oh, eres una salvaje! ¿qué le has hecho a los pobres animales? Ni que decir tiene que siguió los pasos de su antecesora y le hizo compañía en el calabozo. Las otras dos muchachas que aguardaban para entrar se miraron, les dijeron a sus guerreras que destaparan las jaulas, las abandonaron y salieron corriendo.

—¡Que pase la siguiente! —ordenó el rey. —Señor, no hay nadie, solo unas jaulas vacías. —Entonces, querido hijo, tendrás que elegir entre una de estas mujeres, aunque no hayan logrado traer a tu pájaro. —Oh padre, te ruego que esperemos un poco más, falta una muchacha. —¡Ja, ja, ja!, ¿la del palafrenero? —Sí, mi señor. —¿No creerás que esa muchacha enclenque es capaz de triunfar donde las más afamadas guerreras han fracasado? —Me lo dice el corazón.

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—Tú eres bobo —añadió el rey por lo bajini—, pero bueno, esperaremos hasta el anochecer.

Pasó el día y la tarde fue cayendo lentamente. Cuando los últimos rayos de luz rozaban las montañas del oeste, apareció la hija del palafrenero. —Disculpad, mi señor, la mula no ha resistido más y he tenido que hacer medio camino llevándola en brazos. No iba a dejarla por ahí para que se la comieran las alimañas.

—Qué maravilla de mujer. Qué fuerza —dijo el embelesado príncipe al ver a su querida y sucia amiga. —Eres muy buena, muchacha, pero creo que se te ha olvidado algo. —No, mi señor. —¡Cómo que no, traes las manos vacías! —Exacto, no traigo nada, pero traigo la prueba de que el pájaro solo puede vivir en libertad: la promesa de la gente de aquellas tierras de que cuidaran todos los años un polluelo del animal para que lo visitemos. El rey no sabía qué hacer. Miró hacia uno de sus colaboradores más estrechos y le interrogó con la mirada. —Es cierto, señor, esta muchacha es la única que ha sabido comprender que no se puede encerrar a la libertad. Y así fue como la hija del palafrenero se casó con el príncipe. Y fueron felices y …

¿A que suena ridículo que el hijo del rey busque novia? Pues igual de ridículo es que la hija del rey busque marido que la entregue como trofeo. Este cuento es un canto a la igualdad. Feliz 2022.

MANUEL SERRANO España

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