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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 7
NRO 73 — marzo 2022 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE LOS LOCOS ZAPATOS CRISTINA CARDENAL 7 corazón esférico ringo cruz gamba 11 VISTA DESDE LA AZOTEA OSWALDO CASTRO ALFARO 16 LA ÚLTIMA CENA ADÁN ECHEVERRÍA 23 MOBY DICK HERNÁN d'ambrosio 29 ¡quiero treinta y tres! gustavo vignera 35 MÁS ALLÁ DEL RÍO BRAVO JOSÉ LUIS VELARDE 40 MI BICICLETA
PATRICIA LINN 44
LUCES DE NAVIDAD BERNAT LÓPEZ BLANCO 51 el mezquite sonia arrazolo 57 el hombre más taciturno de la tierra víctor lowenstein 62 schadenfreude lizeth barón ruiz 65 un mar de estrellas víctor grippoli 68 CENIZAS SOBRE EL ROSTRO DE AGNES RENATE MÖRDER 73 el precio de las joyas mario lópez araiza valencia 75 el invencible carlos m. federici 79 la bruja en el abismo john puente de la vega 86 terminal de trenes lediher armas sánchez 91 5
talón de aquiles mirza mendoza 97 CÓDIGOS OSVALDO VILLALBA 100 EL CUENTO DE LOS CERDITOS MANUEL SERRANO 104 es tiempo de ver algo bonito Carlos Enrique Saldívar rosas 107 UNA VOZ EN MI CABEZA JOSÉ A.GARCÍA 110 SACRILEGIO FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO 115 el fin de la ilusión luciano andrés valencia 120 PARA DESTRUIR EL FINAL J.R.SPINOZA 127 la torre liliana celeste flores vega 130 UN PLAN DE SALVAMENTO LUIS J. GORÓSTEGUI 132 ensayo sobre el cansancio lourdes cucco 139 LA DULCE ASESINA COSER A MÍ BEBÉ
NURIA DE ESPINOSA 145
MILAGROS ANTONELLA CORALLO BAO 152
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os zapatos llegaron la mañana del sábado después del entierro. Llegaron en su caja original, envueltos en papel de seda. Los conocía muy bien: sus zapatos de baile rojos, de diez centímetros de tacón, las suelas desgastadas de tanto uso. Los zapatos de la
abuela, los que llevaba a todas partes, a sus fiestas, a sus cócteles, a cumpleaños e incluso funerales. Cómo odiaba aquellos dichosos zapatos. Yo creo que la abuela estaba loca, no loca de psiquiátrico sino loca del corazón. La última vez que la vi, haría una semana, me comentó que le apetecía irse a bailar, que iba a llamar a Rodrigo para que se la llevara al club Cuba. —Hace mucho tiempo que no voy a bailar, son estas malditas caderas — dijo, apuntando con sus dedos huesudos sus caderas aún más huesudas. —Bueno, bueno —le decía—, para empezar, vamos a dar un paseo y luego ya veremos cómo te sientes. —Tráeme los zapatos, ¿quieres? Y yo suspiraba y se los traía. Era una tortura ponérselos. Aquellos zapatos eran de persona joven, no de una cuyos pies eran más callo que piel. Cuando andaba con los zapatos de tacón sus pies parecían dos morcillas a punto de reventar. He de decir que me daba vergüenza caminar por la calle cuando llevaba esos zapatos puestos. —¿Te acuerdas de los pasos que te enseñé? —Sí abuela, pero ahora no quiero. —¡Vamos, vamos! Y se ponía a bailar en la calle, aunque, bailar es una palabra muy grande. Movía los pies de un lado a otro. Un, dos, tres, tap. Un, dos, tres, tap. La gente nos miraba y sonreía y yo sonreía de vuelta, por mucho que la pena que me profesaban me sentara como una patada en el estómago. Cuando yo no le seguía el juego la abuela dejaba de bailar pronto. Lo peor es que no se resignaba, sino que me miraba decepcionada y quizás algo enfadada. Deposité la caja de zapatos en la mesa de la cocina y la abrí lentamente, 8
casi esperaba ver algo distinto. Pero no, ahí estaban en toda su gloria, rojos, suaves y algo viejos. Los saqué de la caja y los coloqué sobre la mesa. Me acuclillé para verlos mejor. No pude evitar pensar en mi abuela en su ataúd. Mi abuela en su caja de pino, los zapatos en su caja de cartón. Me fastidió un poco que el papel de seda que recubría los zapatos fuera rojo y la tela que había forrado el ataúd de la abuela fuera púrpura. —Algún día me voy a morir, Natalita. —Abuela, no seas agorera. —Te lo digo en serio, va a pasar pronto, así que no te sorprendas cuando me encuentres tirada en el suelo. —Ala, sí, abuela, ¿y qué más? En realidad, la abuela se murió de un ataque al corazón mientras bailaba. No tenía mucho dinero, pero se lo gastaba en dos cosas, la residencia en la que vivía y clases de baile. No eran como las clases de baile del club Cuba, no. Estas eran organizadas por la misma residencia y bailaban a ritmo de marcapasos. Alguna vez me había acercado para verla bailar y era aburrido sí, pero mi abuela sonreía con todos sus dientes postizos y se movía con una elegancia extraña. Como si la mujer joven que una vez fue resucitara por unos momentos. Y por supuesto, siempre llevaba sus dichosos zapatos rojos. —Cuando me muera quiero que te quedes con mis zapatos y aprendas a bailar. —Abuela… —Calla, lo que me tengas que decir me lo dices en el entierro. Así me costará más oírte. La abuela me había pedido mil veces que me pusiera sus zapatos. Pero he de decir que la sola idea me causaba repulsión. No sé cuantos años tendrían esos zapatos, pero superaban los míos por decenas. Ahora los miraba como si alguien me hubiera entregado una bomba de relojería, y si no hacía algo pronto iban a reventar. O igual reventaba yo. 9
Ni siquiera había comenzado a prepararme el desayuno, pero no importaba porque el estómago se me había cerrado con tanto recuerdo. La abuela me hubiera echado una bronca monumental si hubiese visto mis pintas: llevaba un chándal gris con el logo de la universidad y un moño deshecho o como decía ella a medio hacer. Tenía cosas más importantes que hacer que ponerme a bailar. Pero tenía que hacer algo con los zapatos. Rebusqué en la caja, buscando un salvavidas, y encontré una tarjeta que rezaba club Cuba. —¿No podrías llevarme, Natalita? Una última vez. —Abuela, no, ya tienes las clases de la residencia. —No es lo mismo. Déjame ir a ver a Rodrigo, a despedirme. No bailaré. —No me fio de ti, abuela. Me puse los zapatos con un asco terrible. Creo que aún estaban sudados y eran blandos, como apoyar el pie en pan de molde. Me los ajusté como pude, porque estaban cedidos a más no poder, y caminé. Y entonces comencé a llorar porque por alguna estúpida razón ahora tendría que comprarme unos zapatos nuevos, no iba a aprender a bailar con unos zapatos que se caían a pedazos, y tendría que conocer a Rodrigo, si no estaba muerto porque la abuela llevaba hablándome de él años. Deseé que a la abuela la hubieran enterrado con sus zapatos, porque ahora cada vez que salgo a bailar pienso primero en ella y en todas las veces que no bailamos.
CRISTINA CARDENAL
España
Instagram: @cristina_cardenal
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"Las victorias son de todos y las derrotas solo de uno: yo" (Mourinho)
olo dos veces he ido a la iglesia y he encontrado paz y muerte. La primera vez fue cuando me casé y la otra para despedirme de un ser querido. Cargaban en hombros el cajón por el barrio, cabinas estéreo retumbaban cánticos y lamentos familiares. Otro guerrero ha
caído. El templo vestido con los colores del equipo como señales de respeto. Fingí no entender por qué se estaba derramando sangre, si se había parado la guerra. Parecen que nos quieren barrer del territorio, comentaba entre dientes. Dejaban la caja atrás de la línea de bomba. Entre ellos se hacen pases con el balón y golpean una de las esquinas para hacer el gol. Luego todos se echaban encima, lo abrazaban, y el más parcero del difunto abría la tapa para darle aguardiente. Mi mujer estaba inconsolable, intentaba no perder el control, veo el dolor en sus ojos. Lloraba como amante, pero todos saben que sufre porque era un familiar cercano. A la edad del difunto yo prestaba servicio militar, en el entrenamiento de polígono me dispararon. Dejándome solo un testículo, haciéndome un inútil para usar mi herramienta y sin la posibilidad de multiplicarme. Me quedaba el fútbol que nunca falla. Por esa época trasmitían los juegos por televisión, la rivalidad a muerte era con Las Gallinas. En cada partido siempre había morraco, yo disfrutaba del juego a mi manera, hacía el banderín y mi gorro con retazos de tela. Me apodaron Duende Verde, porque detrás de cada gol o derrota encontraba mi goce, respetaba al rival, disfrutaba el juego sin meterme con nadie, pero eso sí, si tocaba defender la camiseta no había nadie que cruzara mi raya. Los pelados se acercaban y me pedían que les dijera dónde compraba esos accesorios, demostraban respeto. Hice un plante de sombreros al estilo bufón con el dinero del accidente, mi afición nunca se puso en duda, de noche remendaba capuchas en la máquina de coser de la vieja y luego las vendía a la entrada del estadio para reunir dinero para la boleta de entrada, los pelados me llevaban en la buena, un día decidieron
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hacerme su jefe. Recuerdo el incidente de unos fanáticos que, al extremo del trapo, entre los nudos escondieron gasolina y fósforos; las tribunas no tenían rejas para separar a los aficionados. Mojaron la bandera en gasolina, la izaron a mitad del partido, le metieron candela y envolvieron a cuatro gallinas, los muchachos no alcanzaron a llegar al hospital. Hay mucho pelado que venía acompañar al difunto, grababan en sus teléfonos el recorrido hasta al cementerio. Las hembritas no vestían de luto usaban leggins tres tallas menores a su peso, lloraban y puteaban al cielo. También recordamos en un clásico la muerte de uno de los árbitros: lanzaron desde la tribuna sur baterías de radio envueltas como bollo en una pañoleta, lo dejaron en coma. Una estrategia de mi propia invención para extender el territorio era marcar con colores del equipo las canchas de los barrios, hacer fiestas donde se echaba pólvora e invitar a los vecinos para que no se ranciaran con los aficionados, así extendí la gallada para el equipo de “los Duendes Verdes”, hacíamos campañas por los barrios, aficionando a los peladitos por el arte futbolístico de nuestro club. Luego los demás equipos copiaron este modus operandi. La ciudad se dividió por zonas: Las Gallinas, Los Rojos, Cardenales y nosotros Los Verdes. Los verdaderos rivales y cochinos eran Las Gallinas, que hacían negocios en las tribunas, y hasta amenazaban a los árbitros para arreglar juegos. Es bonito ver a los amigos del muertito que lo vienen a ver de otros lados, algunos están en sus motos echando pito, otros hacen “caballito” levantando la llanta de adelante, otros se paran en la silla y gritan: arriba los Duendes Verdes Zona 5. Amé a mi hermano Abel, como solo se quiere lo querido, no puedo creerlo, que lo despidiera de esa forma. Se aficionó rápido al vicio, después de que a mi madre se la llevara el cáncer. Siempre lo cuidé, hasta que lo cogieron preso.
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Le dieron dos años en la correccional para menores por apuñalar a un fanático de otro equipo, se salvó de milagro después de varios puntazos. Allí se volvió maloso. Lo mantenía bajo mi ala como perro rabioso y solo lo soltaba para resolver problemas que no tienen solución, apretar a un mal elemento o escarmentar a los visajosos que marcaban nuestro territorio con colores de su equipo. El fútbol es una guerra, que no te engañen, jugadores y fanáticos son soldados de esta maldita pasión. Los directivos de los equipos se aprovechan y ponen y quitan a su antojo a los gladiadores que dejan su pellejo en la cancha. Fui llamado por los dirigentes para ayudar a parar la violencia, tenían información que había creado mi propia tropa brava desde el barrio y era una de las más grandes en la ciudad, sabía quién entraba o salía del estadio, controlaba lo bueno y lo malo que rodeaba a la nueva hinchada. En un partido clásico conocí a mi reina que era la hermana de otro jefe de territorio, era perfecta excepto que tenía un tatuaje del equipo de Las Gallinas en el pecho, luego encima del matacho se hizo el escudo del mío, como regalo de bodas. Al casorio asistieron los jefes de territorio. Allí en la iglesia sentí paz. El curita era aficionado al equipo, aceptó casarnos con la camisa. La barra era un coro eclesial. La fiesta fue en una cancha con pintas y escudos de todos los equipos como señal de tolerancia. Los aficionados y los vecinos por primera vez se celebraron sin temor. Un lugar neutro entre los territorios. Y la segunda vez que entré fue a la misa de difunto, para decirle adiós a mi hermanito menor. En los acuerdos de la mesa de negociaciones se repartieron los territorios según la zona de influencia de cada barra, se dispuso que los cuatro jefes debían verificar en la entrada del estadio que no se metieran armas de fuego, hierba ni objetos corto ni largo contundentes para mantener la tranquilidad en el juego. Cada uno tenía una zona en la ciudad, donde era libre de hacer lo mejor que dispusiera para su parche. A cambio de estos servicios nos daban entradas y voz
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en la mesa de negociaciones. Pactamos con Las Gallinas y por un tiempo hubo paz, hasta que mi hermano, se convirtió en el dealer del estadio y hacia sus mierdas en los otros territorios, los vecinos venían a mí a exigirme que impusiera el orden, usaba a los peladitos para sus negocios. Tengo que volver a ganarme la confianza de los vecinos, mientras pasa la caravana con el difunto, ellos nos miran detrás de las cortinas. Mi hermano estuvo robando las tiendas, usaba las camisetas de los equipos para camuflarse y grafitiaba los muros con marcas Cardenales, de Los Rojos... mientras yo buscaba los responsables en otros territorios creyendo que los asaltos eran señales de guerra y justiciaba a los sospechosos. Los otros jefes me llamaron a una reunión y presentaron pruebas, mi sangre le causaba daño al pacto, la manzana podrida, se gusaneaba a mi mujer, usaba la tregua de paz para robar y vender vicio. Si deseaba parar las muertes, debía sacrificarlo. Al otro día amanecería muerto con cinco puñaladas. Ahora los vecinos estarán contentos, porque se podrá celebrar un partido en la cancha del barrio con barras rivales. Ya hemos llegado al cementerio, los muchachos están melancólicos, han dejado tras de sí una huella de cartones de aguardiente y colillas de cigarrillos. El cura en su sermón hablaba que la vida es como un juego de fútbol, mi reina estaba destrozada, llena de dolor, se arrojó al cajón y se subió y le bailó la música que a él le gustaba, sin camisa. Hasta que las mujeres la bajaron, la vistieron y la calmaron. Miraba. Todo lo perdonaré. Está embarazada, es lo único que nos dejó mi hermanito para que lo recordáramos siempre.
RINGO CRUZ GAMBA
Colombia
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l hombre camina de un lado a otro. Fija la mirada en el suelo y se detiene para mirar la fotografía que lleva en la mano. Enjuga las lágrimas y reinicia la caminata. Ha cuadriculado la azotea con sus pasos, espantado a las palomas que anidan en las esquinas y
evadió el ataque desenfrenado de algunas cuando se acercó al nidal. Se escabulló y no les reprochó la defensa de huevos y crías. Parece que nadie estuvo ahí en mucho tiempo. El lugar está sucio con deyecciones antiguas y los papeles y bolsas de plástico traídos por las corrientes aéreas aterrizan sin inconvenientes. Identifica los restos de dos gatos que aún conservan el pelaje resistente a desaparecer. Le da la impresión que es la azotea más abandonada en el mundo de los grandes edificios corporativos. Se aproxima al borde y observa a los árboles como puntos verdes lejanos y los paneles publicitarios remedan las tarjetas de juego de su hijo. El viento frío le seca el sudor del rostro, pero no logra borrar su gesto de angustia y desesperación. Guarda la fotografía y suspira. Enciende un cigarrillo y comprueba que quedan pocos en la cajetilla. No le importa mucho porque ya tomó la decisión. Al expeler el humo del último, saltará al vacío y concluirá su penosa existencia. Lo fuma tranquilamente hasta terminarlo y lanza la colilla al suelo, sin preocuparse en apagarla. Llena sus pulmones con aire fresco y siente que hará lo correcto. Absorto en su tristeza no repara en el golpe seco de la puerta al cerrarse. El gorgoteo de una paloma lo vuelve a la realidad y despierta de su ausencia. Voltea a un costado y lo ve. Se pone a la defensiva y su sangre hierve. No permitirá que alguien interrumpa su trabajo final. Con recelo observa que el hombre se le aproxima. ¡Aléjese! No se acerque. El extraño visitante continúa hacia él, haciendo caso omiso de la orden. Separados por una docena de pasos se detiene y le pregunta: ¿Va a suicidarse? Sí y nadie lo impedirá.
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No lo haré, tranquilo. Estoy acá por casualidad. ¿Por casualidad? Sí, siempre vengo a refrescarme y despejar la mente. Me oxigeno para sentirme bien y estar lúcido frente a mis empleados. ¿Trabaja acá? Más abajo. Soy jefe de Recursos Humanos en una empresa. Me importa el bienestar de la gente a mi mando y procuro proporcionar el mejor clima laboral. Entiendo, ¿qué haría si uno de sus empleados estuviera a punto de dejar esta vida por voluntad propia? No lo sé. Nunca manejé un caso como el que menciona. Sería un desafío para mí. Señor, no trabajo para su empresa y frente a usted tiene a uno que está muerto en vida. Eso veo. Si quiere matarse, ¿quién soy para interrumpirlo? ¿Así de fácil? Así de fácil, señor… Podestá. Muy bien, señor Podestá. Me llamo Angélico Iglesias y estoy a su servicio. ¿De qué manera está a mi servicio? Lo puedo ayudar de dos maneras. Interesante, pero no se acerque ni un paso más o se quedará con las ganas de brindarme su ayuda. Está claro como el agua. Lo primero que haría sería incentivarlo. ¿Está loco? Ni en las películas sucede lo que dice. Las películas nos muestran siempre el final feliz y todos salimos
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contentos del cine. Tiene razón. ¿Puedo prender un cigarrillo? Por favor, hágalo. Lo menos que le debe preocupar es el cáncer de pulmón. Gracias. Así que su estrategia es motivarme a dar el gran salto. ¿Tiene dudas de saltar? Ninguna. Entonces, ¿por qué retrasa el desenlace? Lo haré cuando fume el cigarrillo final. Lo tiene bien planeado. Me gusta la gente organizada. ¿Cuántos le quedan? Dos, sin contar este. Tiene tiempo para tomar confianza. Estoy seguro que me sobra. Lo creo totalmente. Es más, me parece que debería saltar ya. Tranquilo, señor… ¿cómo dijo que se llama? Angélico Iglesias. Señor Iglesias… Angélico, si es tan amable. Disculpe, tiene un nombre poco conocido… Bueno, señor Podestá, ¿va a saltar? Debo retornar a mis asuntos. Ocúpese de sus cosas y déjeme en paz. Ahora no lo veo muy decidido. Anímese y concluya su miserable vida o ¿le falta valor para hacerlo? Si usted desea me paro detrás de usted y le doy el empujón necesario. Sería mi segunda forma de apoyarlo. No se acerque, Angélico. No necesito asistencia. Como quiera. ¿Ha visto dónde caerá? ¿Dónde su cuerpo quedará
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hecho una mazamorra de sangre y huesos rotos? No lo había pensado. Le recomiendo la parte posterior de la azotea, sobre la esquina derecha, opuesta a donde están las palomas. ¿Por qué? Abajo no hay nada importante, solo tachos de basura. Si se lanza desde acá, lo más probable es que mate a un inocente o destroce un carro estacionado. Nunca se sabe la física de la caída. Tiene razón, no lo había imaginado. Hay que pensar en todo para triunfar en la vida…, o en la muerte. Echaré un vistazo mientras me fumo el penúltimo cigarrillo. No es necesario que me acompañe. No pienso hacerlo y lo espero para que me cuente. Regresaré en un par de minutos. Podestá se dirige al sitio recomendado y luego de examinarlo retorna. Buena elección, señor Angélico. En esa zona es probable que no hayan daños colaterales. Me agrada haber podido convencerlo. ¿Saltará con los lentes de sol puestos? Supongo que sí, no lo había considerado, ¿por qué? Si yo saltara desde esta altura, me agradaría ver a colores los últimos instantes de mi vida. Debe ser una experiencia increíble. Usted piensa en todo. Está empezando a agradarme, señor Angélico. Gracias, solo hago lo que sé. Me gusta crear el mejor ambiente. ¿Cuántos cigarrillos le quedan porque estoy algo apurado? Uno, ¿quiere fumarlo? No, gracias, no fumo. Como usted quiera, así me da un poco más de tiempo. 20
En vista que ya no hay mucho por conversar, me gustaría saber los motivos que lo trajeron a este lugar. Apreciaría mucho su sinceridad y serviría bastante para aplicar la sicología del desastre en mi profesión. No es sicología del desastre. Es sicología elemental. ¿Cómo se sentiría un hombre que perdió a su mujer y único hijo? Muy mal. Intentaría morir de pena, pero no descalabrado sobre una vereda o callejón. Si no muero de pena, señor Podestá, moriría de viejo. Entre nosotros, hoy en día se muere más por vejez que por pena. Esa última es casi incompatible en estos tiempos… ¿Eso cree? Señor Angélico, me cae simpático y mientras fumo el último cigarrillo de mi vida le cuento un poco mi historia. Lo escucho y fume despacio, ya no tengo prisa. Muy amable. Ayer enterré a mi hijo de ocho años. Murió de leucemia crónica. ¿Puede imaginar que hoy un niño muera por esa enfermedad? Fácil de entender si estuviéramos en el siglo pasado. Luché contra viento y marea y perdí la batalla. El tratamiento fue largo y costoso. Vendí lo humanamente posible y, con la ayuda de mi mujer desde el cielo, creí salvarlo. No lo conseguí y ahora están juntos…, quedé solo. Podestá hace una breve pausa para tomar aire y prosigue: No tengo razones para vivir. Así de sencillo, señor Angélico. Estoy desempleado, sin dinero y ni siquiera poseo un perro que me mueva la cola al llegar a casa. Lo lamento mucho… Señor Angélico, es mi última pitada. Tengo cigarrillos y me gustaría seguir conversando. En la vida todo tiene solución menos la muerte. ¿Comprende? Se lo que estoy hablando, es mi especialidad. Mi oficina tiene puerta a la calle y tenemos veinte pisos de escalones para conocernos mejor. Lo invito a bajar, ¿se anima?
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Bajemos, señor Angélico. ¿Usted tiene perro? Tengo todo lo que requiero y lo que le falte. ¿Le gusta alguna raza en particular? Mi hijo siempre quiso un boxer, ¿es posible? Por supuesto, señor Podestá. ¿Estamos listos para la aventura que nos espera? Nos aguarda un largo camino, lleno de aristas por esquivar. No hay problema, estoy preparado. Excelente, una cosa más: no tengo cigarrillos. No importa, he decidido no fumar más. Bien por usted. Cuando lleguemos al final y vea el mundo diferente, quisiera que reconsidere sus intenciones, ¿le parece? Ya cambié de opinión, vamos… Podestá toma del hombro a Angélico y abre la puerta que anuncia el descenso más intenso de su existencia, más exigente que el trayecto sin retorno que ofrecía la azotea en caída libre. Angélico Iglesias le devuelve el agradecimiento con la mirada profunda y serena que lo caracteriza y en el fondo de su corazón sabe que se está graduando en la maestría de la vida, aquella que no está escrita en los libros leídos.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
Facebook: Oswaldo Castro
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aminamos por la avenida donde la luz mercurial y los espejos de la música espantan el sueño. Cada dos esquinas el mordisqueo sobre el cuello y labios. Llegué pasadas las doce a Playa del Carmen. No sabía de la nueva terminal de autobuses, así que
tuve que caminar unas veinte cuadras para llegar al embarcadero y poder cruzar a Cozumel. Habían transcurrido unos tres años desde mi viaje anterior. Terminaba mi tesis de maestría sobre genética de pecaríes, y el último criadero seleccionado de estos tayasuidos, de los que debía obtener muestras sanguíneas, se encontraba en esa Isla. Lo había visitado solo una vez, cuando viví allá una temporada, al acabar mi matrimonio. Pocas cosas me asustan, pero deambular de noche en este pueblo me hace estar alerta. Tal vez mi precaución se deba a su cosmopolitismo. Tantos gabachos, y sudamericanos que vienen huyendo de la caída económica de su país. Los bares y las licorerías permanecen abiertos las veinticuatro horas, con el consentimiento del cuerpo de policía local. Hay que andarse con cuidado. La labor iba a ser sencilla, planeaba cruzar en el último ferry que, según yo, zarparía a la 1:30 de la mañana, alquilar una habitación sencilla en la Cabaña del Amanecer, en la 10 norte, y esperar que aclarase para ir a casa de los Coldwell, y muestrear a los animales de su criadero; ahí me esperaría Humberto, un veterinario que me ayudaría a sujetar los pecaríes para que pueda inyectar el sedante. Por más que me apuré, al llegar al embarcadero el ferry de las doce había partido, y el próximo saldría hasta las seis de la mañana. Estaba encabronado, por lo que decidí tomarme una chela en algún bar. Dejé las maletas en un casillero que renté en el a-d-o y vagué por la quinta avenida hasta encontrar un sitio que llamara mi atención. —Eso de andar copiando en todo a los gringos, “la quinta avenida” ¿qué originales? Y aquí me tienes en El Cielo, le había comentado a Lilia cuando la conocí. El lugar estaba repleto pero logré colarme hasta la barra y pedí una
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cerveza. El hombre a mi derecha dijo: llegas tarde, terminó la barra libre. Volteé a mirarlo y con desgano indiqué que no importaba. —Ves esa pelirroja, lleva rato ligando. Buenísima, ¡si no tuviera ya una piel! Le acabo de mandar una copa. Quédate, si viene decimos que tú la invitaste. Al salir de El Cielo, nos separamos de Ernesto, quien me había ofrecido su departamento para pasar la noche, y fuimos por mis cosas a la estación de camiones. Lo que me dijo Ernesto en la barra no me inquietó lo más mínimo. No podía dudar. En un antro, a merced de desconocidos, hay que fajarse los huevos y que todo te valga madre. La mujer era todo un íncubo. A pesar de la penumbra, los ojos almendrados destacaban bajo los párpados ensombrecidos en gris y plata. Traía el pelo muy corto y desarreglado con esmero, su vestido color crema, cuyo escote terminaba justo en el inicio de unas nalgas robustas, le apretaba los muslos; la tela, sedosa, pegada al cuerpo, dejaba entrever el hilo dental que presumía. Ante la luz del bar creí que su piel era muy blanca, solo después, cuando comencé a besarla me di cuenta que era trigueñita. He intentado dejar de entusiasmarme por los tatuajes. Mi ex esposa presumía una ranita en el omóplato izquierdo, cuyo recuerdo me es aborrecible ahora por la falsedad que llegó a representarme. Se han hecho una moda cualquiera, hasta es interesante ver una piel sin marcas. Lo que me sorprendió era que la pelirroja tenía dibujada la cola de un alacrán alrededor de todo el cuello, cuyo cuerpo y tenazas le bajaban por el pecho; a simple vista, parecía lucir un collar de perlas negras. Definitivamente hermosa, y para mi fortuna, con los senos diminutos y respingados. Indiqué a Ernesto que aceptaba. Y ella vino hacia nosotros. Una vez en el criadero de Cozumel, durante los muestreos, Humberto capturó los animales con un red de aro y pisándoles el cuello, los mantuvo inmovilizados para que yo aplicara el sedante, y pudiera sacar las muestras de sangre. Para experimentar he llegado a probar algunas dosis del sedante en mí, y
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pude descubrir que, bien aplicadas, se puede tener un viaje interesante, que con un poquito más se puede adormecer los músculos, y los sentidos siguen alerta. Primero la pantomima y luego las presentaciones: era Ernesto; la “piel” que lo acompañaba se llamaba Diedry, una negra enorme, que me hizo pensar que él debía ser buen amante para servirse a semejante hembra. Lilia, indicó mi pareja cuando nos dirigimos a bailar. El día de trabajo en el criadero de Cozumel pudo hacerse largo, pero la capacidad de Humberto para someter a los animales resultó decisiva. Fue en esas faenas cuando pude ver sobre su pecho el brillo malta de un enorme escarabajo grabado en la piel aleteando sobre mis recuerdos y doliendo en mis neuronas. Ernesto ofreció seguir la fiesta en su departamento frente a la playa, en la zona norte del poblado. La terminal de camiones queda en la misma dirección, pero en paralelo, a unas siete u ocho cuadras, y como tenía que ir por mis cosas, me escribió la dirección en una servilleta y se adelantó con Diedry. Cuando llegamos al departamento me percaté que Lilia me había sacado sangre de los labios y de la oreja con sus mordidas, y esperaba desquitarme. Ernesto y Diedry nos dejaron en la sala. De mi maleta, sin que Lilia se diera cuenta, saqué un frasquito de ketamina y una jeringa, de las que uso para anestesiar a los pecaríes. Me escabullí al baño a curarme la oreja y aproveché para preparar la dosis y esconder en la manga de mi camisa la jeringa. Regresé y comencé a besarla recostados sobre el sofá. Cuando Lilia me arrancó la camisa del pecho, puse la droga detrás de una almohada, recosté su cabeza y continué besándola. Fue al momento que sus uñas se enterraron en mi espalda, cuando la penetraba hasta el fondo, que le mordí el cuello, tomé la jeringa y la inserté en una de sus enormes nalgas. Continúe lamiendo y enterrando suavemente los dientes, mientras su cuerpo se iba durmiendo entre mis brazos. Le introduje el miembro en la boca y me daba risa su rostro descompuesto y el extravío en los ojos por el viaje que daba inicio. Se que no se 26
dio cuenta cuando le arranqué los pezones. Y mientras mis dedos hurgaban su entrepierna, a dentelladas fui arrancando y saboreando cada trozo de carne de su vientre sudado; como pedacitos de coco iba degustando esas piezas que luego tragaba. Uno tiene que haberse acostumbrado al agridulce sabor de la carne cruda para disfrutarlo. Lo que me sigue emocionando fue su expresión cuando pudo darse cuenta que algo pasaba, se percató de mi boca y dientes ensangrentados; sin lograr inclinarse a ver qué era exactamente. Fue mucho mejor cuando sus ojos se abrieron al máximo y pudo elevar el grito al verse herida. Luego de divertirme un rato, fui sobre su cuello para apagar sus latidos, ¡qué instante tan hermoso!; la sangre corría con lentitud sobre las tenazas del alacrán. Es tranquilizador dejar que los miedos escapen de uno y vayan a guardarse al cuerpo de la presa. Es la mejor manera de sentirse libre. Al medio día regresé a Playa del Carmen, en el ferry México III, desde la Isla de Cozumel. Me despedí afectuosamente de Humberto. Me sentí agradecido por su ayuda para deshacernos de todo el material que utilizamos, donde, sin que se diera cuenta, ya se lo contaré cuando lo vuelva a ver, puse las jeringas utilizadas en aquellos compañeros de El Cielo. Es extraño, pero estoy seguro que Humberto quiso flirtear conmigo. Quedamos en ir a cenar alguna vez. Quizá pude seguírmela cogiendo, pero los gemidos de Diedry y los resoplidos de búfalo que emitía Ernesto desde la habitación, me desconcentraron. Eso, sumado a la terquedad de la pelirroja por gritar, sus tenues arañazos, y ese pequeño impulso por levantar la cadera y darme profundidad, mientras se le escapaba la vida, me hicieron terminar pronto, y una mujer no me interesa después de eyacular. Preparé otras dos dosis y me arrastré hasta la cama. Eran hermosos cogiendo. Debía asegurarme de salir ileso de este incidente. Estaba satisfecho, así que solamente me comí sus ojos y sus lenguas, cerré el departamento y los dejé gimiendo a su suerte. Aún conservo la llave. Camino por la quinta avenida y muchos locales aún se encuentran 27
cerrados. Miro la quietud del pueblo. Tratándose de un crimen de esa naturaleza, es obvio que la gente tenga miedo. Comienzan a notarse los policías y militares por las esquinas. Resulta irrisorio. Voy bajo el gigantesco sol hacia la terminal de autobuses, en mi nevera llevo las muestras de sangre de los pecaríes que vine a buscar. Humberto también se ha quedado en la memoria. Todo el viaje a Mérida pensé en ese tatuaje de escarabajo rojo que le cubría parte del pecho, cuyos élitros parecían agitarse, cada vez que movía los brazos. Lo contemplé largamente durante las capturas. Fijé en la memoria la forma en que se adhería la piel sobre los omóplatos cuando atrapaba a los animales con la red. Espero afuera del laboratorio la amplificación del a-d-n de los pecaríes. Mientras consumo un cigarrillo voy de la piel de Lilia hacia el pecho de Humberto. Pienso en esos pequeños senos, de pezones respingados, el olor de sus brazos y el amargo sabor de su sangre, también en el grosor de la espalda y el movimiento de cintura de Humberto. Conservo la marca de los dientes de Lilia en mi oreja, hay que saber llevarse. Humberto llegó en la mañana, me habló por teléfono desde el hotel. Esta noche cenaremos juntos.
ADÁN ECHEVERRÍA
México
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L
o llama el perchero. Lo ve en un rincón, esbelto, práctico, divino. Lo mide con los brazos e imagina en qué lugar del living lo pondría. Lo revisa, preocupado; aliviado, no le encuentra rayones ni abolladuras. Lindo perchero. Blanco. $290, dice la etiqueta.
El Gordo pregunta si es el único que tienen. —No, tenemos uno más en el depósito, pero es de otro color. No sabe si alegrarse o amargarse. Nervioso, sudando, las manos
pegoteadas, pregunta de qué color es. —Rojo. Mmm, le gusta el rojo, pero el blanco es más sutil; el perchero está muy lindo, el rojo lo exhibiría, causaría impacto… y el precio… —¿Cuánto sale? —Doscientos noventa pesos, señor. —¿Dos cincuenta? —Dos noventa. Acabamos de bajarlo de trescientos cincuenta a doscientos noventa. Si lo bajamos más perdemos plata, señor, disculpe. —¿No hay descuento por pagar en efectivo? —Doscientos noventa, señor. —Ok. Ok. El Gordo se despide sin comprar nada. En una panadería que está en la misma cuadra que el perchero, elije meticulosamente una docena de facturas para llevar a la playa, donde lo está esperando su familia. Compra tres vigilantes de membrillo y pastelera, cuatro medialunas, dos cañoncitos de dulce de leche y dos bolas de fraile, una de dulce de leche y una de crema pastelera. Paga justo. Lleva la bolsa agarrada como si fuera una pelota de fútbol. Ojotea por el pavimento, por el pasto y por la arena hasta llegar al metro cuadrado que ocupa su familia en la playa. Deposita como héroe las facturas en la mesita, al lado del agujero que sostiene el caño de la sombrilla. La Cuqui y Micaela se abalanzan sobre las medialunas. 30
La Cuqui le ceba un mate. El Gordo ya no puede contener la emoción y les describe con lujuria de detalles el perchero. —No necesitamos un perchero —sentencia la Cuqui. —Siempre tenemos la ropa colgada en las sillas del living —refunfuña el Gordo. —Está bien ahí. —Hay uno blanco y uno rojo, no sé cuál nos viene mejor. —No necesitamos un perchero. —Dejame mostrártelo, por lo menos. —No necesitamos un perchero. El Gordo pucherea, pero no se desanima. Anuncian pirulines los pirulineros, barquillos los barquilleros, churros los churreros y precauciones los bañeros. El Gordo, entredormido en la reposera, tomando sol, sueña que tiene un perchero donde al fin colgar su ropa. *** Incluso durante el show del imitador de Antonio Ríos en la rambla y surfeando en el tumulto de personas de la peatonal San Martín, piensa en los percheros. ¿Rojo o blanco? Rojo y blanco, el glorioso River Plate. Pero en Sacoa, ah, en Sacoa hay que laburar y juntar tickets. Ya consiguió la licuadora para la suegra (de nada, suegrita). Por quince pesos, en la carrera de caballos juntan hasta doscientos tickets por carrera haciendo los tres primeros puestos: ciento veinte para el primer puesto, cincuenta para el segundo y treinta para el tercero. Una ganga. Ahora tienen que conseguir el equipo de música para la pieza de Micaela. Primero, segundo o tercer puesto, no importa el orden, siempre y cuando sean el Gordo, la Cuqui y Micaela. La gente protesta: “¡Está arreglado esto, che!”. No dejan que nadie más gane. Los invitan sutilmente a cambiar de juego para que las otras familias también puedan ganar. Padres y madres que canjean los tickets por peluches y golosinas, por la primera pavada que se les ocurre a sus
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hijos ¡Giles! El Gordo se siente un español entre indios. *** Micaela finalmente pasea sola por Sacoa. Sale del sector de tickets y va a los fichines, juega al Wonder boy y al pinball de Terminator 2. Mientras tanto, el Gordo y la Cuqui compran helado en Gianelli y caminan por la peatonal San Martín. En la Plaza San Luis ven un artista que pinta planetas y unicornios con aerosoles escuchando hard rock, una caricaturista que hace un retrato ridículo de un pibito, un par de estatuas humanas y breves minutos de un partido de básquet de personas en sillas de ruedas. El Gordo no pone ni un peso, aunque a la Cuqui le gustó un cuadro de planetas, pirámides y cascadas y la causa de los basquetbolistas es noble. *** Paseando, el Gordo se hace el sota y guía a su familia hacia los percheros. A Micaela le resultan indiferentes hasta que el Gordo la soborna con el Sonic & Knuckles para ponerla de su lado. La Cuqui repite: —No necesitamos un perchero. El Gordo no se desanima; incluso, por el despecho de la Cuqui, se encariña más con ellos. ¿Blanco o rojo? Para olvidarse de los percheros, compra una revista de chimentos camino al departamento. Todavía no eligieron a qué obra de teatro llevar a Micaela ni cuál irán a ver solos. El Gordo se duerme revisando las calles, recordando locales, pensando dónde más puede haber percheros. *** A la mañana, tipo 10, disimula: —Voy a comprar algo para el desayuno.
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Recorre toda la Avenida Colón, no le importa la lluvia. Hay tres percheros blancos, cada uno en un local diferente. Todos a $350 ¡Trescientos cincuenta pesos! ¡Qué forros! ¡Qué careros! Chequea que sus tesoros siguen en venta en saludables $290. Vuelve al departamento con bizcochitos y merengadas. La Cuqui cocina un guiso con muy buena pinta, alegrando el día lluvioso. Micaela juega al Sonic & Knuckles. Los tres duermen la siesta. *** A la tarde, sale el sol. La Cuqui prefiere quedarse en el departamento para ver la telenovela y Micaela tiene ganas de leer. El Gordo se alegra de poder perseguir el perchero sin tener que poner excusas. Primero pasa por el local para chequear otra vez que los percheros siguen en venta. Los vendedores lo saludan amigablemente al verlo caminar con paso apurado por la vereda, relojeando hacia el interior del local, aunque el Gordo cree que disimula. En las Avenidas Luro e Independencia todos cuestan $320... ya van a tener que bajarlos, ladrones. Hay varios colores: verde, negro, blanco y rojo … el verde no combina con el living y el negro no le gusta, es un color muy tristón. Teme ante una ocurrencia e intenta serenarse mientras le pregunta al vendedor: —Aguanta mucho peso, ¿no? —¡Puf! No lo rompés ni colgando un muerto, gordito. $320 en Luro y en Independencia. $350 en Colón. ¿Blanco o rojo? ¿Rojo o blanco? ¡Vendieron el blanco! ¡La concha de la lora! Ahora le queda muy poco tiempo. Apurado, revisa toda la peatonal San
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Martín, la Rivadavia, las calles laterales y Belgrano, no se olvida de la Belgrano. No hay ningún perchero. Se decide a comprar el rojo; está seguro de quererlo. Titubea al entrar. Lo pide, ansioso. La cara de los vendedores lo dice todo: sienten de lástima por el Gordo… tuvieron que venderlo. Le piden perdón, le ofrecen otra cosa, alguna chuchería para calmarlo, un descuento del 10%. El Gordo se enoja. Menea la cabeza con decepción hasta que un ataque eufórico lo hace salir corriendo del local sin siquiera despedirse de los vendedores traidores. ¡¡¡Se olvidó de revisar la zona de la terminal de colectivos!!! *** En una galería oscura de la calle Lamadrid, en un negocio casi invisible, encuentra al elegido. La pareja de viejitos que atiende el comercio lo tiene a $270 y el Gordo lo consigue a $250. Es azul, es el único de Mar del Plata. Es azul, hace juego con el empapelado. Es azul, es el más barato. Le saca un poco el polvo, lo empuña caminando por la calle, glorioso. Se siente Ahab sosteniendo el arpón del que cuelga Moby Dick. El Gordo pisa una baldosa floja y se mancha el pantalón, pero hoy, hoy le importa un carajo.
HERNÁN D’AMBROSIO
Argentina
Instagram: https://www.instagram.com/hernandambrosio/ Twitter: https://twitter.com/eldedomediodeb
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-¡Q
uiero treinta y tres! —me gritó el Vasco tras una carcajada socarrona que le cruzaba la cara de oreja a oreja. Era la final del torneo de truco que había organizado el club de jubilados “Santa Rita”, que
como en todas las fiestas patrias, reúne a la viejos de barrio para entretenernos un rato y de paso comer la única ración de asado que podemos disfrutar ya que, con lo que cobramos de “mínima”, apenas alcanza para remedios. Unos cuantos participantes que ya habían quedado afuera rodeaban la mesa que da a la cancha de bochas. Nadie hacía comentarios, era un tema de códigos. La gran final se estaba aguardando para arrancar la tarde de chocolate con churros. El Ruso, mi pareja de siempre, se tuvo que retirar de suma urgencia. Cuando digo “pareja” es solo aplicable a los juegos de naipes, lo aclaro por las dudas, no sea que se ande diciendo por ahí que a partir de mi operación de próstata hayan cambiado mis gustos sexuales. El tema es que el Rusito sufre de colon irritable y al parecer le había caído mal el atracón de chorizos y morcillas con los que habíamos arrancado el almuerzo. Judith, su jermu, lo agarró del brazo y lo llevó en el aire antes de que hiciera un espectáculo bastante desagradable para una sobremesa de domingo. No me quedó otra, para no regalarle el campeonato al sucio del Vasco, que preguntar entre los comensales quién sabía jugar bien al truco. Apareció un viejito que muy pocas veces lo había visto por el club, tenía cara de despierto y de tenerla clara con los ardides de la baraja. Digo “viejito” ya que estaba más arruinado que yo y al parecer atesoraba una colección interminable de achaques. Íbamos uno y uno cuando me abandonó el Ruso por el apuro intestinal. Habían sido dos partidas muy peleadas. A eso de las tres y media se sienta el viejito frente a mí con una seguridad inusitada. Tenía tantos tics que no solo me confundía a mí sino también al equipo contrario, con señas fuera de las estandarizadas en el juego del truco. Primero, me sorprendí por la manera torpe con la que mezclaba el mazo. No sé si tendría Parkinson, pero en el medio del ferviente barajeo un par de cartas se le fueron 36
volando y cayeron de la mesa. Le advertí de entrada que fuese sutil con las señas, el Vasco y su pareja son dos águilas que agarraban cualquier insinuación al vuelo anticipándose con suma eficacia a cualquier estrategia. El Vasco era insoportable, no me caía simpático y no podía disimularlo. Para mí era mala persona, un fanfa, siempre hablaba alto, ostentoso, venía con su segunda mujercita casi quince años menor que él, una rubia platinada, que sin duda la había enganchado en algún cabarulo. En síntesis, el tipo no me gustaba un pito. Venía al club con ese auto nuevo siempre recién lavado. Sé de buena fuente, que tiene una muy abultada jubilación, un departamento en Mar del Plata y varias rentas que le brindan un buen pasar. Mi patrona y yo, en cambio, ya no tenemos auto y rascamos la lata para que con suerte y con la ayuda de mi hijo lleguemos a la última semana del mes. La muchachada se agolpaba silenciosa, parecía que iban a ser espectadores privilegiados de la batalla de Lepanto. Fuimos avanzado “el bueno” que definiría el campeonato sin sobresaltos, bastante parejos, austeros con los porotos, una mano la ganaban ellos, otra la ganábamos nosotros. Ninguno tuvo tarro y la liga era pareja para ambos equipos, hasta que cuando solo estábamos doce a catorce de “las malas” el viejito, sin consultarme nada y sin ver siquiera por arriba sus cartas, sube ambas cejas exageradamente y les grita un “Falta envido y truco”. Creo que mi presión mínima había llegado a dieciocho. No podía interpretar lo que había querido hacer, no era necesario, yendo despacio íbamos a ganar ya que estábamos al frente, no había que arriesgar a menos que estuviésemos cargados. El Vasco, desaforado, mostró los treinta y tres en mesa. —¿Qué tenés? —le pregunté imaginando en mi inocencia un “tanto” respetable, al menos superando los treinta. El viejito, pálido, tira las cartas sobre la mesa y deja ver una sota de bastos, un cuatro de copas y el ancho de espadas. En un primer momento, pensé que alguna achura estuviese en mal estado y mi compañero se había intoxicado con el germen de la vaca loca. Recapacité un minuto y me dije: “No me puedo calentar, ¡esto solo es un juego!”. Pero una furia indomable se apoderó de mí y me 37
quería levantar de la mesa para pegarle un castañazo al viejito y hacerle tragar las cartas una por una. No podía dejar de consultarme, él era solo un suplente, un invitado, nosotros éramos la pareja ganadora y no tenía ningún derecho a mandarse solo el muy pelotudo. Yo quería darle y darle para que tenga y guarde. Pensé también que quizás le haya agarrado un rebrote de Alzheimer, solo eso justificaba perdonarle la vida. El viejo tenía el julepe de su vida, a tientas alcanzó su bastón para prepararse a una defensa inminente. El Vasco y su coequiper festejaban a los gritos, se reían, se abrazaban, me refregaban las cartas por la cara. Me vino a la mente el día que nos había quitado las dos sillas de la primera fila para ver a los folcloristas en el centro de jubilados, y la vez que se había acaparado los sanguches triples en la cena homenaje a los de la tercera edad, y lo peor, cuando se clavaba el chorro en la nuca en las Termas de Río Hondo y no dejaba que otro abuelo pudiera disfrutar de ese masaje relajante en las piletas. Yo recordaba y recordaba, ahí sentadito, tragando todo el veneno que destilaba mi recuerdo. Los miraba y quería dinamitar ese lugar con todos adentro. Algunos chupamedias, que nunca faltan, también festejaban haciendo alharacas dándole palmadas en los hombros al Vasco. Yo tenía mis tres cartas apretadas en mi mano, estaba a punto de arrugarlas, no había tenido la oportunidad de mirarlas. Miro el mazo que estaba a la izquierda del viejito que me miraba asustado como pidiéndome perdón por la cagada que se había mandado. Creí que lo mejor sería simular que estaba descompuesto y huir como el Ruso antes de tragar la vergüenza de la derrota. La gastada iba a ser demoledora y un soldado que huye sirve para otra guerra. Pero de forma inconsciente empiezo a orejear mis tres cartas, sentido, preocupado, triste, en medio de la algarabía. Sentí que a pesar de todas las broncas acumuladas en mis últimos setenta años, Dios no podía abandonarme en ese terrible momento. Pispeo la primera, pispeo la segunda y me quedo congelado. Tomé aire, me acomodé el audífono, arrojé sobre la mesa el siete y el seis de oro y les grité con todo mi ser: —¡¡¡Van mis treinta y tres y de mano, carajo!!!
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GUSTAVO VIGNERA
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/ Twitter: @vignera Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar
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E
El suelo es una caricia antes de volverse quemadura. El Libro de las Desapariciones
ntrelaza las manos sobre la boca y tiembla tendido en la tierra caldeada. Sus atacantes le metieron un balazo en el pecho. El moribundo mira el espejeo de la luna en la corriente del Río Bravo y piensa en la cantidad miserable que le robaron. Quizá
los asaltantes dispararon disgustados por tanta pobreza y no lo comprende, si esta es la ruta de los que no pueden salir del país con los papeles en regla. Los recuerdos deambulan espectrales por los alrededores y se multiplican como las ramas de los árboles y la hierba. La sangre humedece la ropa y hiende la superficie resquebrajada. Las cigarras y los grillos zumban arrullos hasta adormecerlo. Intenta soñar, aunque las pesadillas sean inevitables. El dolor no existe. Se manifiesta en alguien que se encuentra muy lejos de sí mismo. Los ojos permanecen descubiertos; a salvo. La máscara otorga alivio y se mantiene serena cuando los peces chapotean y las aves nocturnas producen ruidos extraños. Bizquea, deslumbrado por la luz que procede del otro lado del río. Una familia de mapaches detiene la marcha y aguarda en las tinieblas. Se escucha una voz dulce que apresura a un niño. El pequeño se encuclilla junto a la madre deslumbrada por los círculos amarillos distorsionados por la neblina. La oscuridad se aparta despacio. Las crías se agitan y penetran en la madriguera cálida. Los padres se ocultan afuera. El niño los ha visto en los atardeceres; en la hora en que asoman despacio. Siempre parecen tener sed y no se distancian de los cauces húmedos. Nunca los había visto de noche. Ella se incorpora. La camioneta de la patrulla fronteriza se conformó con ostentar su presencia y se fue de prisa para capturar a los que cruzaron el río. Los guardias piensan que la mujer y el niño no van a intentarlo. Perciben que la advertencia prolongó el miedo más allá del cauce estrecho en el verano sin lluvias y aumentan el volumen de la estación de radio que presenta un especial de música
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country desde Edinburg. Los perros ladran en un lugar impreciso y los vaqueros de la melodía beben cerveza y desean regresar al terruño abandonado. Hay olores de humedad y de miedo imposibles de soslayar. La mujer tranquiliza a su hijo y le habla de la suerte que no permitió que los descubrieran. La voz es cálida y luego, sin saber por qué, entona una canción de cuna para el niño que a los siete años comienza a detestar las piezas infantiles. El niño espera otra aparición de los mapaches. Observa la luz reflejada en la memoria del silencioso. El que no puede ponerse de pie y es incapaz de olvidar mientras tirita ante el niño cercano al río interminable. El canto es muy dulce, ahuyenta el calor y la angustia. Reconforta y ofrece descanso. El amanecer no tardará demasiado si las manos de mamá le acarician las sienes. Hace mucho tiempo que no le cantaba tan cerca. El caído se contenta con imaginar que aquellos seres aterrados lo acompañarán un rato, quizá hasta la llegada de la muerte. Su mirada escapa por los resquicios que dejan los dedos más allá de la penumbra y el ulular de un búho recién advertido. Desea encontrar los mapaches que contemplaba en la orilla de río diferente. Un río caudaloso habitado por tortugas adentradas en las pozas que escondían peces y acamayas frente al Bernal de la Clementina. El río era tan ancho que pocos traspasaban las profundidades atestadas de serpientes que asustaban a los niños. A veces prefería mantenerse entre los jarales atemorizado por el croar de los sapos que semejaban almohadas y escupían el rostro de los descuidados. Nunca se atrevió a probar con ellos el arco y las flechas fabricados en otra edad. Pensaba que la piel verdicafé iba a rechazar el clavo que remataba cada vara de bambú transformada en saeta. La mujer apresura al niño. Lo toma en brazos y camina con dificultad por la oscuridad sin distinguir al que se desangra como si quisiera disminuir la sequía. Son acompañados por el canto triste que el hombre entona en la memoria al reconocerse solitario. 42
El niño atisba la penumbra y canturrea la misma canción como si los acordes le ofrecieran refugio contra los sapos. Les teme desde la vez que el Tío León lo mandó a buscar leña por la noche. El bicho era invisible donde iniciaba el río. Por eso no pudo impedir que el pie derecho se hundiera en la suavidad imprecisa. La caída lo dejó paralizado. No se atrevió a pronunciar una sola palabra cuando la luz de una lámpara se extendió sobre las aguas del estero, pero no se movió hasta que mamá y el Tío León lo ayudaron a incorporarse. El viento se intensifica. La canícula se reafirma en el noreste de México. Los matojos secos de la ribera forman esferas resecas que giran arrastradas por los aullidos que el aire arranca de las ramas de los árboles. Los sobrevivientes avanzan a tropezones. El hombre que muere sabe que se alejan, aún siente la mirada del niño recorriéndolo y agradece no haber sido denunciado. El testigo es conducido por la madre rumbo al resguardo de una vieja construcción abandonada, ahí queda muy quieto, como si hubiera rodado al fondo de un barranco. El polvo se estrella con fuerza en el hombre y comienza a desfigurarlo.
JOSÉ LUIS VELARDE
México
Página WEB: Literatura Virtual
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“M
iralo allí, al Gonza, qué atrevido, venirse con mi bicicleta como si nada. Se va a embromar. Yo ya me había resignado a no reclamarla, pero si la pasa frente a mis narices y sigue asumiendo que
es suya, le demostraré que no es así por las buenas o por las malas.” Era jueves de tardecita. El día siguiente, viernes 18 de mayo, era feriado. Gonzalo, Daniel y muchos otros de sus compañeros del liceo estaban reuniéndose en la entrada del camping donde pasarían el fin de semana largo. Las autoridades del liceo habían acordado con el Club Los Pinos que ellos organizarían las actividades deportivas, entre ellas bicicleteadas, que eran simplemente paseos hasta los balnearios vecinos. El club tenía bicicletas para prestarles, pero no suficientes, por eso pidieron que todos los que tuvieran bicicletas las llevaran al camping. Daniel fue sin bicicleta porque al usar la que le tocó en suerte después del incidente, se irritaba cada vez que oía el chirrido de la cadena, cada vez que soltaba el manillar y notaba que el eje estaba torcido, que la bici no se mantenía en su dirección y por varias cosas más. Esa no era su bici. Pero al ver al Gonza con la que había sido su bicicleta se arrepintió; habría sido mejor llevarla y a la primera oportunidad cambiársela sin que nadie se diera cuenta. Mientras pensaba en las bicis, por un altavoz oyó la voz del profesor de Educación Física que estaba dando indicaciones: –Lleven sus bolsos a las cabañas que les fueron asignadas, acomódense y en media hora nos encontramos en el comedor donde serviremos la cena. ¡Ah! y los que trajeron bicicletas vayan con los guías, los de remera verde y amarillo, ellos les indicarán dónde guardarlas. Daniel, que estaba pensando en seguir al Gonza para ver qué hacía con la bici, cambió de idea: “Mejor voy a mi cabaña tranquilo. Tengo varios días para pensar y ejecutar un plan”. En el galpón había tres mesas largas en las que cabían todos cómodamente. Daniel se situó en uno de las mesas de los costados y en uno de 45
los bancos externos. Desde allí pensaba que tendría a la vista al Gonza en cualquier lugar que se sentara. El Gonza era alto, un poco obeso y tenía el pelo negro y enrulado, era fácil identificarlo a la distancia. Quería observarle, ver con quién andaba, con quién se había amigado. Cenaron tallarines con tuco y Martín Fierro de postre. Al terminar, el profesor volvió a dirigirse a todos por el altavoz: —Mañana, después del desayuno, iremos al club donde nos dejarán hacer uso de las canchas, hay de fútbol, de voleibol y de básquet. Volveremos para almorzar, tendrán un tiempo libre después pueden servirse una merienda rápida, pero por favor estén todos listos para salir 16.30 otra vez al club, al campeonato interliceal de voleibol. Nosotros nos presentamos con el grupo seleccionado el mes pasado, el que ustedes llamaron El Mocho. Apoyemos al Mocho, pero nada de peleas con otras hinchadas. —¡El Mocho! ¡El -Mo-cho! ¡El -Mo-cho! —comenzaron a gritar. —En serio, mañana canten, pero tranquilos. Sigo: el sábado y domingo en la tarde iremos en bicicleta en grupos hasta los balnearios vecinos. El sábado de noche, después de la cena, habrá un fogón. Esperamos que los que sepan cantar o tocar algún instrumento, participen animando la reunión. Y ahora, a dormir, buenas noches a todos. —¿A dormir? ¿Ya? —se quejaron algunos, les parecía temprano para ir a acostarse. Aunque también era cierto que estaban cansados, y que en todo caso en los dormitorios podían divertirse un poco más. Ya en la cabaña, Daniel trató de tirarles de la lengua a sus compañeros mientras armaban sus camas, quería estar lo más informado posible para hacer su plan. —¿Vieron que el Gonza se juntó con los trillizos? —comentó. —Mala gente esos tres. —¿En serio? Yo no diría tanto –opinó Daniel, tanteando a los otros. —Bueno, no les importa nada, y se apoyan entre ellos, te metés con uno y tenés tres en contra. 46
—Además son grandes, como el Gonza, no querrás pelear con ellos — dijo otro. —Sí, no sé cómo, tan flacuchón, te animaste a enfrentarlo por la bici, si te hubiera dado un golpe, la quedabas. —No era cuestión de agarrarse a golpes, yo quería que entendiera que se notaban las diferencias, que la que tenía él era la mía. —Pero a él no le importaba, por lo visto le gustaba más la tuya. —Ves como admitís que es la mía. Sí, a él solo le importó que mi bici, la que tiene él, está más linda, yo la cuidaba, no dejaba que se herrumbrara, la mía no chillaba al andar, yo volaba, la bici y yo éramos uno. Ahora, en cambio, peleo contra la que tengo, es una tortura. —Daniel, basta ya, el tema está saldado, si realmente era la tuya, perdiste. Ahorrá para comprarte otra y cambiemos de tema. Unos meses antes, a poco de empezar las clases, habían desaparecido seis bicicletas del bicicletero del liceo en el horario de clases. El portero no sabía quiénes se las habían llevado, lo que sí aseguraba es que ningún extraño había entrado al bicicletero en ese horario. Así que el director y los profesores hablaron a los alumnos tratando de que los responsables tomaran conciencia de lo hecho y pidiéndoles que devolvieran las bicicletas. De a poco fueron apareciendo. Algunas tiradas en la vereda del liceo, otra frente al súper, otra frente a la farmacia. La primera en aparecer fue una inglesa, marca Raleigh, negra. Como la del Gonza y la de Daniel eran ambas bicicletas inglesas, marca Raleigh, negras, cuando el Gonza llegó al bicicletero el portero se la dio. Cuando al rato llegó Daniel, y vio la que llevaba el Gonza dijo: —Esa es la mía. No le hicieron caso, si era la de él, perdió por llegar tarde, su bicicleta era ahora de Gonzalo. Unos días después apareció la que originalmente era de Gonzalo y se la dieron a Daniel ya que coincidía con su descripción. Enseguida confirmó que no
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era la suya, era más vieja y estaba destartalada. Protestó, pero no lo tomaron en serio. Al principio discutió con el Gonza, le mostraba marcas en la pintura, en el asiento, como señales de que sabía cuál era la suya, pero sin convencerlo. Estaba tan disgustado que a todo el mundo le decía que Gonza mentía, que le había robado, que se había quedado con su bici. Incluso habló con los profesores y con el director, pero no sintió apoyo. Al contrario, le retaron, le dijeron que no podía acusar así de ladrón a un compañero, y trataron de convencerlo de que, aun si tuviera razón, después de todo debía estar contento de tener bicicleta nuevamente. Así que, sintiéndose impotente, se rindió y se tragó el enojo. Ahora volvía a sentirse enojado y quería actuar, quería hacer justicia por mano propia. El viernes se hicieron todas las actividades según planificadas. En la tarde El Mocho salió tercero, así que volvieron un poco desanimados. Después de la cena algunos quedaron jugando a las cartas, otros al futbolito y algunos se fueron a las cabañas. Daniel estuvo todo el día siempre atento a lo que hacían el Gonza y los trillizos, notó, por ejemplo, que eran demorones y llegaban tarde a todas las actividades. También observó las rutinas y procedimientos del camping, por ejemplo: que las bicicletas estaban en un galpón con llave, pero dentro del galpón las bicis no se encadenaban. Entonces Daniel se animó a llamar a su hermano mayor para que le llevara en la camioneta la bicicleta que había quedado en su casa. Cuando el hermano llegó al camping el sábado temprano les explicó a los encargados del galpón que traía la bicicleta de Daniel y sin problemas le abrieron para que la guardara allí. Para la bicicleteada del sábado en la tarde Daniel se aseguró de estar primero para retirar su bici, y se llevó obviamente la que consideraba suya, no la que trajera su hermano. Salió pedaleando feliz. Cuando Gonzalo y los trillizos fueron a retirar las suyas, Gonzalo no se dio cuenta del cambiazo, pero uno de los trillizos, que había visto pasar a Daniel, le comentó que había sido un necio por no querer cambiar la bici ya que se notaba que la que tenía Daniel era mejor. 48
Gonzalo puso atención y notó que sí, que no era buena la que tenía, el guardabarros rozaba con la rueda, la cadena y el freno chirriaban, y el asiento estaba torcido. —Tienen razón —les contestó el Gonza—, quizás deba hacer un gesto amistoso y darle a Daniel lo que quiere. —Sí, dale —le respondieron sus amigos— vas a ver que tenemos razón. —Y, además, seguro que me gano unos puntos con el profe— agregó el Gonza. Durante los fogones, el profesor siempre trataba de que se discutiera un tema de convivencia, instaba a que plantearan problemas y que entre todos se buscaran soluciones. Varios de los acampantes se quejaban de que sus compañeros de cabaña no les respetaban la toalla, el champú, y a veces tampoco el cepillo de dientes. Entonces ese sábado el tema propuesto fue la propiedad privada. El Gonza aprovechó e hizo su planteo: —Recuerdan que a principios de año cuando el asunto aquel de las bicicletas, yo di por mía la primera que apareció, muy parecida a la de Daniel, lo que creó un problema entre nosotros ya que yo la consideraba mía y él suya. Hoy, en la bicicleteada, noté que Daniel tenía razón, tengo la de él. Así que ofrezco cambiársela aquí en presencia de todos. El profesor estaba encantado y pidió que alguien fuera a buscar las bicis, los trillizos enseguida se ofrecieron, fueron al galpón y volvieron rápidamente con ambas bicicletas. —Como sello de la paz firmada —dijo el profesor—, y para que no se vuelvan a confundir, pegaremos en las bicicletas estos pegotines con los símbolos del camping. El que tiene una cabaña y una bicicleta lo ponemos en la bici de Gonzalo, el que tiene una cabaña y un fogón en la de Daniel. Todos aplaudieron y les pidieron que posaran para una fotografía. Una foto de Gonzalo, Daniel y sus bicicletas con los pegotines.
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—¡Sonrían, vamos! ¡Sonríe Daniel! —y Daniel fingió una sonrisa.
PATRICIA LINN
Uruguay
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N
o recuerdo con exactitud la hora, solo que había escuchado las campanas de medianoche en el reloj de la iglesia. Todos dormían. Es sorprendente como cambia todo en la oscuridad, los pensamientos, los marcos de las fotografías recogiendo
instantes felices, se tornaban misteriosos a esas horas. No quiero que mi historia suceda en un ámbito fantástico sino que fluya con absoluta realidad sobre la verdad de los hechos vividos. Era Navidad y como tal, la casa estaba decorada con luces y motivos festivos. Todo normal, todo artificial. Mi cabeza daba vueltas saltando de una idea a otra, no podía dormir. Y no porque no estuviese cansado por mi trabajo, solo daba vueltas en la cama. Desde mi habitación, el parpadeo de las luces iluminaba por segundos parte de la estancia, dejando momentos de sombras. Todos tenemos en el pensamiento como son esas luces, brillantes, de colores, adornando durante un cierto espacio temporal un árbol que a su suerte se había plantado sin raíces en un tiesto lleno de tierra o trozos de plástico, siempre más muerto que vivo. En ese titilar de destellos, en esos instantes fugaces de pequeños reflejos de luz aparecían ante mí cientos de formas. Hasta el caballete de pintura que reposaba frente a la cama se volvía animado dando la sensación de una figura mortecina que mi mente quería convertir en realidad. En ese instante me encontraba, intentando ver algo donde no había nada, con ganas de adivinar respuestas donde no nacían preguntas. Desde el marco de la puerta aparecieron unos dedos. Un escalofrío recorrió mi cuerpo forzándome a mirar con más atención y con el deseo de resolver que había llamado mi atención. Me acomodé, tapándome un poco más con la esperanza de refugiarme en la colcha que cubría mi cama, dándome esa falsa sensación de seguridad. Que curiosa esa idea, algo tan simple como un trozo de tela puede mantenernos a salvo de todos los miedos que nos acechan por la noche. Que arraigada y que tan pronto llega a nuestros niños. La forma en que nos tapamos con las sábanas cuando nos sentimos indefensos 52
ante el monstruo que nos visita cada noche o de la figura que sin rostro, nos quiere secuestrar saliendo del armario. En ese punto me encontraba, con esa seguridad. Con esas ganas de ver algo donde nada había, con ese estímulo y con los sentidos alerta ante cualquier peligro. Otro destello. Esta vez más claro. Observé los dedos y podía jurar que se movieron. Unos dedos largos que se acomodaban uno a uno en el linde de la puerta. Otro destello. Ahora la forma era más evidente. Quise pensar que mi mente estaba terminando de dibujar lo que quería ver. Pero eran unos dedos tan claros, no podía tratarse de algo imaginado. Otro destello, mis manos se volvieron frías y agarraron la colcha con fuerza, tratando de no dejar parte del cuerpo sin cubrir. Los dedos se convirtieron en una mano huesuda que rodeaba la comisura del marco. Parecían blancas y venosas pero no distinguía a ver más detalle. Un nuevo escalofrío se apoderó de mí, giré la cabeza para comprobar que mi hija y mi mujer dormían, a ellas nada les preocupaba. Todo se centraba en mí. Otro destello. Tuve la sensación que no podía mover nada más que la cabeza. El silencio solo se podía romper ante una consecución de fotogramas que se presentaban ante mí. Otro destello. La forma era mucho más evidente, la mano era el final de un brazo y el brazo la extensión de un cuerpo. No pude inventármelo. Estaba ahí, delante de mí y quería aproximarse a mi cama. El miedo no tardó en aparecer y las ganas que tenía de descubrir algo misterioso en la seguridad de mi habitación se marcharon dejándome solo con el deseo que tenía al principio. La propina que me dejó, la advertencia del deseo que llegaba cuando se pretende algo pero que, al tenerlo piensas que no era lo que verdaderamente querías. Cerré los ojos con fuerza con la esperanza que terminase todo, que fuese algo inventado, casi hablando en voz alta, supliqué que acabase, pero al abrirlos vi que la figura estaba todavía ahí, delante de mí, de cuerpo entero. De forma negra, perfilada en cada destello, con brazos largos y cuerpo delgado. No adiviné si era hombre o mujer, aunque tuve la sensación que no tenía género. Solo pude ver su figura plantada junto a la puerta, estática y casi sin vida. Otro destello, en cada uno de los claros de las luces del árbol, pude atisbar como la figura cobraba movimiento, pero era una sucesión de 53
formas, como en los dibujos animados que forman movimiento al superponerlos en distintas posiciones. Esa cosa no tenía vida o por lo menos eso creía. Solo quería asustarme y creadme cuando os digo que lo consiguió. Otro destello, y la presencia se alzaba majestuosa ante mí, se colocó ante mí sin más vergüenza que la lealtad de la oscuridad y el silencio que le sirvieron de truchera para su causa. Tuve miedo, no me da sonrojo admitirlo. Tengo más de cuarenta años y tuve miedo. Un miedo infantil, irracional y caprichoso. Un miedo engordado y alimentado con todas las películas de terror que consumí a lo largo de los años, pero era un miedo reptiliano, algo nacido de nosotros y del que no nos podemos desprender. Tuve la sensación que la forma era la suma perfecta de todos esos miedos. El resultado de la ecuación, de los terrores nocturnos, se había conjurado y se mostraba ante mí de una manera sencilla, como dándome la bienvenida después de mucho tiempo. Otro destello. Ese misterioso visitante estaba ahora a unos pocos centímetros. Me observaba mientras se satisfacía con mi miedo. Era su alimento y su forma de vida. No pude gritar, estaba paralizado, mi cuerpo yacía inmóvil ante una presencia extraña que cada vez estaba más cerca. Otro destello de luz. Ahora la silueta fue absolutamente clara y estaba a mi lado, vigilante, estática. Mis ojos no parpadearon y ante el terror que sentía no pude más que fascinarme por la incredulidad que desprendían mis sentidos por la situación. El frío se intensificó y el tiempo se centraba en ese segundo congelado. Había querido con todas mis fuerzas ver algo en la seguridad de mi cama, sin embargo solo deseaba que terminase. Otro destello. La figura se centraba en mí y tuve la sensación que se reclinaba para mirarme con curiosidad. Estaba seguro, quería mirarme a los ojos para poder disfrutar. Otro destello. Acerté a distinguir ciertos detalles de su rostro ausente de colores y plagado de tonalidades, en un abanico infinito de blancos y negros. En el centro, dos círculos mucho más oscuros que sin duda eran los ojos por decirlo de alguna manera sencilla, se clavaron como clavos de infinita negrura provistos de una fuerza descomunal para adentrarse en lo más profundo de mi ser. Otro destello. La habitación, antes segura y familiar se 54
había convertido en morada de pesadillas. Eterna, se alzaba y se alargaba como un pasillo enemigo y cómodo para habitantes de malos sueños. Creía que ya no estaba seguro, temblaba y sufría por mi vida. Otro destello. Su respiración, helada y putrefacta, la podía oler y hasta palpar. No conseguí moverme. Otro destello. Los segundos parecían no tener fin, ya no alcanzaba a escuchar el tic tac del reloj que descansaba en la mesita. Otro destello. La cara fue tomando forma bajo las sombras. Sus facciones se dibujaban poco a poco mientras intentaba cerrar los ojos para detener sus acciones, tenía miedo. Otro destello. El rostro se volvía cada vez más nítido y de alguna manera me acostumbré a él. Algo era familiar en su mirada, ahora se perfilaba en el vacío de la habitación. No conseguía moverme por más que lo intentaba y sentía un intenso dolor en el pecho, como un martilleo constante en las costillas, tenía sensación de ahogo y por instantes no pude respirar. Creía que moría. Sí, estaba seguro de ello, y lo último que iba a ver era esa cara mirándome con aspecto familiar. Otro destello. Me acostumbré al momento e intenté asimilar lo que sucedía. Quería gritar y avisar a mi familia pero no pude, estaba inmóvil, quería despertar, pero no estaba seguro de estar soñando. Se acercó un poco más y pude acertar a ver algo en su cara, algo que no pude describir. Otro destello. El grito que emitimos ambos me pareció aterrador. Un grito simultáneo que no se pudo sincronizar mejor. Me dolía la garganta e intenté tragar saliva al entender que aquella cara que me miraba era mi propia cara, Era yo sin saberlo, era mi rostro envejecido, cadavérico y blanquecino. Apreté los puños hasta clavarme las uñas en las palmas mientras intentaba entender lo que pasaba. Otro destello. Sin duda era yo, me estaba mirando, era mi propio reflejo, un retrato de mí, aunque deshecho en el tiempo sin razón aparente. Había muerto y había ido a buscarme, que otro mejor mensajero para mi último viaje. No recuerdo con exactitud la hora. Las campanas de medianoche en el reloj de la iglesia se escuchaban lejanas. 55
BERNAT LOPEZ BLANCO
España
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M
aría José se dirige muy temprano a una de las ciudades más grandes localizada a pocas horas y donde vivió sus primeros años de matrimonio. Durante el trayecto y todavía con un poco de sueño debido a lo temprano de la partida, sus
pensamientos giran alrededor del propósito de su viaje. Se siente emocionada pero muy nerviosa, pensando que este es un viaje que debió hacer de inmediato, al regresar a su pueblo hace unos cuantos meses. Al llegar a la enorme ciudad la cual luce más llena de ruido y contaminación de lo que recuerda, se dirige a ese lugar localizado hace quince años, en uno de los municipios aledaños a la zona metropolitana. A medida que se va acercando se puede dar cuenta del enorme crecimiento a su alrededor, ese que sucede en torno de las grandes ciudades que crecen tan rápido y un poco o muy desordenadas, y donde solo te puedes dar cuenta que ya dejaste atrás la zona metropolitana por los rótulos. Llega a su destino cuando el sol está en el punto más alto en el horizonte y ahí se dirige a la pequeña oficina localizada en el mismo lugar donde ella recuerda, a la derecha de la muy amplia y antigua entrada. Mientras camina bajo los fuertes rayos del sol, María José puede observar que la falda del árido cerro también ha sido ocupada en forma muy significativa, por lo que el paisaje alrededor silencioso a esa hora, muestra una mayor y terrible desolación. Al entrar se dirige al único ocupante de la sencilla oficina, un hombre de mediana edad, de rostro curtido por el sol quien la recibe con una expresión afable. ¡Buenas tardes señor!, hablamos hace días y nos confirmaron que aquí podíamos solicitar la cremación de un cadáver. Claro que sí, ¿me muestra por favor el acta de defunción y el recibo de pago del terreno? Señor lo que traigo es el acta de defunción y el recibo por los servicios funerarios
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Es correcto, pero como es un panteón municipal se debe pagar una cuota cada cinco años y en caso contrario los cuerpos son trasladados a una fosa común. Y este ya tiene quince años… Al oír esto el semblante de María José se torna lívido Señor, como me fui de la ciudad casi en forma inmediata, los siguientes años y solo eventualmente regresaba por esta ciudad y pasaba a dejar flores, nunca me pregunté o nos preguntamos… Lo siento mucho, pero ya debe estar en la fosa común… No es posible Señor, los años que no viajé para acá nunca dejaba de rezarle y prometerle que un día que regresara me la iba a llevar conmigo para que ya no estuviera solita, y pues este año cumpliría sus quince años… ¡por favor, revise de nuevo! …estoy segura que ella me está esperando…si viene conmigo le puedo mostrar su tumba... recuerdo perfectamente donde estaba. Señora, la puedo acompañar, pero es imposible que esa tumba exista... El amable hombre observa el rostro de la madre bañado en lágrimas mezcladas con sudor, y más que su enorme desesperación, algo que es común en su trabajo siente curiosidad por la seguridad que muestra al aseverar la todavía existencia de esa tumba por lo que decide que nada pierde con aceptar su ruego. Además, piensa que darle la oportunidad de comprobar por ella misma lo que está seguro debió suceder hace muchos años de acuerdo a sus protocolos, no le tomará mucho tiempo. Ambos salen a la planicie de la entrada, ahora de cemento. El hombre camina a su lado, observando que ella avanza un poco tambaleante, también escucha su llanto mientras la ve limpiarse en forma frecuente las lágrimas y guarda un respetuoso silencio. Mientras camina, la madre continúa castigándose con el pensamiento de culpabilidad preguntándose una y otra vez ¿porque no vine a visitar la tumba más veces?, ¿porque no pregunté que otro trámite debía completarse? Al sentir su cuerpo desfallecer piensa que debe de dejar de buscar excusas, que lo importante 59
ahora es encontrar su pequeña tumba antes de que el dolor en su corazón se haga intolerable. Recuerda que hace quince años caminaba desde la entrada una distancia que equivaldría a aproximadamente dos calles, pero la señal que nunca podría olvidar era la presencia de un pequeño mezquite a un lado de la tumba. En ese entonces el arbusto tenía quizás una altura de tres metros y era el único en muchos metros a la redonda en el árido terreno de la falda de esa montaña, donde a otros árboles les sería imposible sobrevivir. «¡Ahí está!», claro que es el mismo —se dice. El árbol se observa un poco más alto y como en ese entonces, aunque modestamente debido a la estructura de sus espinosas ramas y el minúsculo tamaño de sus hojas, continúa ofreciendo su sombra. A pesar de su solitaria existencia representa en forma digna la soledad a su alrededor, pero para María José quien continúa orando a medida que se acerca, ese árbol empeñado en perdurar entre la muerte, representa una señal de esperanza para su corazón. ¡Es esa, señor! Un grito cortado por el mismo llanto sale de su garganta ¡Bebé, sabía que me estabas esperando! ¡Se lo dije señor, cuando hablaba con ella siempre le decía que un día vendría a buscarla! El Señor revisa y vuelve a revisar sus documentos moviendo incrédulo su cabeza, pero el nombre en el acta coincide con el grabado en la blanca cruz. Mientras lágrimas de dolor y agradecimiento continúan cayendo sobre el rostro de la madre sostenida por el brazo de su cuñada, el buen hombre regresa con otro señor quien trae consigo su herramienta. Durante un lapso de tiempo que a la madre se le hace interminable, en aquel soleado y silencioso paraje solo se escucha el sonido del metal removiendo tierra y los sollozos de ella de pie bajo la sombra del mezquite. Y finalmente y aunque de lejos debido al protocolo, vislumbra el pequeño cuerpo, debido a lo complicado del parto, su familia había llevado a cabo su sepelio mientras ella permanecía en el hospital durante varios días más mientras
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un temblor estremece su cuerpo puede observar a través de sus lágrimas aquellas sabanitas que recuerda le fueron regaladas por su madre para cubrirla cuando naciera. Extiende sus temblorosos brazos intentando tocarla desde la distancia y siente como si su corazón sufriera una herida que ahora está segura nunca podrá cerrar. Después de amarla y esperar su llegada durante nueve meses, la vida de ese pequeño angelito en la Tierra fue solo como el de una estrella fugaz, pero está segura que la estela dejada durante esos segundos permanecerá hasta que ambas se vuelvan a reencontrar. Ahora es ella la que camina tras los dos hombres hacia ese lugar localizado a un lado de la oficina y solo espera unas cuantas horas para recibir en sus temblorosas manos una minúscula cajita y dentro de ella un sobre con sus cenizas. Han pasado ya muchos años desde ese caluroso mediodía, el agradecimiento por el milagro de esa tarde es un sentimiento permanente en María José. A pesar del tiempo transcurrido, las lágrimas nunca han dejado de brotar con el recuerdo de la pequeña y amada figura bajo la sombra del solitario mezquite.
SONIA ARRAZOLO
México
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H
ubo en este mundo un hombre que fue único y fue a la vez todos los hombres; lo más sorprendente es que en el hecho mismo no acontece contradicción. Este hombre fue juzgado por los demás probablemente demasiado a prisa como
el hombre más taciturno de la tierra. El apresurado juicio de quienes lo conocieron encierra una cuota de verdad: tal vez lo fue. Nuestro hombre (me tomo la libertad de nombrarlo así) que hablaba lo preciso sin perder nunca la amabilidad, tenía poca costumbre de mirarse al espejo. No obstante, cada vez que lo hacía veía algo distinto. A menudo se trataba de algún rasgo circunstancial; podía ser una nueva arruga en el entrecejo o un inusual rictus demarcando una línea del mentón. Por su mirada, entre lánguida y aguda, se sospechaba que su propio reflejo le revelaba otras cosas inéditas, invisibles a los demás, pero significativas a sus ojos. De pronto se observaba en el hall de entrada del departamento en que vivía y todos advertían su leve pero cierta sorpresa: algo nuevo venía a descubrir nuestro hombre. No hubo quien no prefiguró gesto similar cuando enfrentaba el espejo del botiquín cada mañana. Debía de afeitarse con una expresión de extrañeza fijada en ese rostro serio. De ahí que se aceptara todo lo que de taciturno tenía aquel hombre; que no era raro, ni malo, ni peligroso. Quizá un poco distinto del resto. A veces decía cosas como “el alba será el principio del día, yo sin embargo lo siento como el fin de otra cosa, un ocaso de algo más trascendente que una noche o incluso el simple comienzo de otro día”, dicen que dijo una vez. Frases como esa dejaron perplejo a más de uno. En una inusual excursión a las sierras cordobesas, fue invitado a visitar el laberinto de un parque de diversiones. Aceptó, movido por la curiosidad, que es una de las formas más certeras del cumplimiento del destino. Alguien dijo, y posiblemente fue un filósofo cuyo nombre ha sido olvidado por la memoria pública, que extraviarse es iniciar el encuentro con uno mismo. Nuestro hombre intuía esa verdad íntimamente, al punto de evadirse apenas ingresaba en el
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recorrido sinfín, de las encantadoras muchachas que, como sacerdotisas de Isis lo habían animado a entrar. Se internó por un pasillo que lo condujo hasta una encrucijada con recodos que llevaban a otros tantos angostos pasillos abiertos entre hileras de informes y masivos ligustros. Con desconocido alborozo apuró sus pasos riendo, cerrando los ojos en plena caminata y olvidando todo lo que no fuera la inmediata felicidad que le producía perderse en esos silenciosos corredores verde oscuros. El placer, sin embargo, fue mezquino en su cortedad; no pudieron transcurrir más que poquísimos minutos de felicidad antes que nuestro caminante se hallara otra vez ante las puertas de entrada al laberinto. Reconoció los portales del umbral, el colorido letrero de bienvenida y los tenderetes sobre el mullido césped; fue como si de repente lo decepcionara la realidad conocida. Retornó a la ciudad más cambiado o mejor dicho en los principios de un cambio o transformación que lo acompañó en lo que le restó de existencia en el plano conocido. Pronto encaneció, y aunque en hombres de cuarenta y pico como él, la vejez comienza por presentarse con la dignidad de unas primerizas canas más que prontamente él perdía ese cabello ya blanco hasta quedarse calvo. Su deterioro era evidente. No solo el rostro perdía lozanía al punto que conocidos que lo cruzaban o no lo reconocían o apostaban por una enfermedad terminal que lo consumía, sino que su dificultad para desplazarse era motivo de asombro. Apenas si podía caminar sobre sus piernas enclenques que sostenían una osamenta desgastada, y débil. Con voz temblorosa trató de decirle al conserje del departamento que estaba sufriendo a causa de que ya no se reconocía en el espejo del hall de entrada. El hombre no lo escuchó, o no supo entenderlo, y llamó a una ambulancia que lo trasladó al hospital municipal, donde pasó sus últimos días de vida.
VÍCTOR LOWENSTEIN
Argentina
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A
l principio sentía lástima por aquel miserable cuya desdicha se marcaba en su horrible apariencia. ¿Cómo pueden existir personas sin una pizca de belleza, talento o dinero que les hiciera destacar? Quizás son el resultado de la inequidad del
azar que rige al mundo y erróneamente era llamado destino o dios ¡Me fastidia el del 401! no soporto verlo, ni mucho menos escucharlo murmura. Ya es medianoche, cierra los ojos buscando tranquilidad pero cientos de imágenes impregnadas por el ruido de la vida se arrastran con dureza en una mente fatigada. Sonríe al recordar la mirada triste de la pordiosera a la que se le cayó un plato de comida. ¡Pobre vieja! Quién sabe cuántos días llevaba aguantando hambre; tuve que ahogar mi risa en un gesto de conmiseración al tratar de ayudarla a recoger las sobras, en el fondo, lo hacía para ser testigo de su pena. Es reconfortante darse cuenta de que la mayoría no obtiene lo que quiere. Tendré que comer lo del suelo balbuceaba la infeliz. Mira al techo, se mueve hacia la izquierda, luego a la derecha, abre los ojos, guarda el reloj en el cajón de la mesa de noche. Tic-tac, tic- tac, tic-tac, son los gritos del castigo nocturno que penetra con lentitud en el cuerpo y nutre a ese ente dañino que corroe a los hombres de adentro hacia fuera. El tictac se apodera del cuarto, inoculándose en su respiración, en cada latido. El brillo helado de la angustia trepa por su espalda, sus dedos empiezan a temblar, sus dientes a rechinar; de nuevo, le atacan los destellos de esa cara detestable, de esos ojos hundidos y acuosos, de esa boca pequeña y retorcida. ¡Basta! No pienses en el d... Respira, trata de dormir y concéntrate en cosas bonitas. Nunca olvidará como aquella expresión jovial se transformaba en una mueca de dolor. Tu papá murió en un accidente Le dije al mocoso de la esquina. Salió corriendo, y yo me quedé allí, admirando mi pequeño triunfo. Lo reconozco, fue una broma pesada, aunque ese instante de amargura le adiestrará
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ante el futuro, además, es justo que los afortunados sufran de vez en cuando. Es cuestión de equilibrio. ¿Por qué los privilegios del mundo son para unos pocos cuando ni siquiera lo merecen? Sería maravilloso que algún día la suerte les cambiara; me gustaría presenciar esa caída a la inmundicia del sufrimiento, el fracaso y la insatisfacción. Los tictacs se agolpan en el cráneo junto a los aullidos que arden en la sangre. Piensa cosas bonitas, piensa cosas bonitas, piensa cosas bonitas. Sus vísceras se retuercen, tiembla, suda, saca el reloj del cajón y lo lanza a la pared. ¡Cállate maldito perro! grita. ¡Hasta la criatura más ruin tiene la dicha del descanso y yo ni siquiera eso! Días, noches, hoy, mañana… ¡Qué importa! Nada mejora. No vivo, no sueño, solo siento hastío. ¿Dónde está la misericordia divina que muchos pregonan? Esos ojos hundidos, ese cuerpo deforme, esa nariz jorobada y repugnante como su sola presencia, esos dientes asquerosos, amarillentos refunfuña. ¡Cállate! Me duele la cabeza, no puedo respirar ¡maldita mesa, maldita cama, maldita habitación, maldita existencia! ¡¡Odio a ese ser despreciable!! Su fealdad, insignificancia, inutilidad. Maldito animal, maldito sea el del 401 y su repulsiva naturaleza. ¡No aguanto más! ¿Dónde lo dejé? Si lo compré ayer, ¿dónde está? revolotea por el lugar, destrozándolo todo. Se oye un disparo antes del amanecer. La agitación se une con la frescura de la calma bajo el esplendor del odio liberado. Por fin silencio dice entrecortado. Recuerdos sin rostro ondulan en medio de penumbras ausentes. Quería tener un perro en mi niñez; imaginaba darle de comer, sacarlo a pasear, acariciar su pelaje, quería a quien amar. La vida consumió lo que fui y desee ser. Finalmente, tras treinta noches de insomnio logrará dormir, mientras se desangra en la sala de su apartamento, el 401.
LIZETH BARÓN RUIZ
Colombia
Instagram: lbaronr 67
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E
l mar embravecido cercano al círculo ártico hizo que la embarcación se deshiciera, Ulrik, trató con todas sus fuerzas de mantenerse abrazado a un pedazo de madera. Le rezó a Dios para sobrevivir aquella noche de 1617, no podía ver a sus
amigos. Solo escuchaba gritos cortando la oscuridad impenetrable. Llegó la mañana y el joven rubio despertó en una playa rocosa, sentía un frío que le calaba hasta el alma pero agradecía estar vivo. Se levantó como pudo y observó el madero que lo había salvado, a su lado estaban varios cadáveres de estrellas de mar con múltiples brazos. ¿Su deceso era fruto de la tempestad? Las analizó con bastante desagrado, aquellas cosas parecían no ser obra del Señor. Caminó con paso quebrado hasta las profundidades de la isla. Este sitio era un desierto rocoso con escasos árboles y arbustos. Pudo hallar en ellos algunas bayas para satisfacer los rugidos que expelía su estómago… Allí hizo su primer hallazgo. Un esqueleto, con los huesos tan blancos como las arenas, descansaba entre un grupo de piedras que formaban un círculo de color negro. ¡No era un buen presagio y significaba que alguien más estaba en ese ignoto lugar! Decidió no tocar aquel cadáver. Magia negra. Pobre hombre, morir desnudo en el medio de la nada. El sol le secó un poco las vestimentas y divisó el humo de una chimenea. ¡Había una choza de piedra y paja a un centenar de metros! Corrió hacia ella y tocó la puerta de madera algo desvencijada. Enseguida abrió aquella muchacha de hermosura prístina. Sus ojos celestes, el cabello dorado y trenzado penetraron como saetas de guerra en el corazón masculino. Vestía enteramente de blanco y sus encantos femeninos no pasaban en nada desapercibidos. —¿Quién eres? —dijo ella algo asustada. —Soy Ulrik, mi nave se hundió con la tormenta de ayer. Creo que soy el único que ha sobrevivido… —El muchacho casi cayó desmayado por el cansancio y ella lo entró para colocarlo en el camastro. Despertó al otro día y lo esperaba un desayuno que devoró al instante, la mujer miraba silenciosa y encantadora. 69
—¿Eres la única en esta isla? ¿En dónde estoy? ¿Y los hombres? ¿Estás sola? —salieron apuradas las preguntas de la boca todavía llena de comida. —Estás en la isla de Varde, al norte de Noruega. Los hombres corrieron un destino similar al tuyo. Muertos en la tormenta anterior. Éramos cuarenta mujeres, ahora ya quedamos menos de diez. —Murieron… No tienen forma de escapar… Yo haré un barco y nos iremos de aquí. Te protegeré siempre. ¿Cuál es tu nombre? —le dijo con mirada enamorada. —Aneka… Me llamo Aneka… La joven le dio nueva ropa, perteneciente probablemente al marido muerto, él no dijo nada. Se vistió y salió a explorar. A lo lejos estaban las otras cabañas, el reducido grupo de mujeres seguía con las tareas habituales. Decidió volver y seguir hablando con la bella que quería desposar. Caída la noche fue despertado por extraños gritos, Aneka debía seguir durmiendo en la habitación, él lo hacía entre pieles junto al fuego del hogar. Salió a buscar el origen de aquello… Esa voz era tan familiar. ¿Era la de Klaus? ¿Debería haber levantado a su amada? Se movió en las sombras como una gacela y observó una fogata gigantesca, varias mujeres desnudas con pechos grandes y caídos se movían siguiendo un compás rítmico de baile. Dos tocaban extraños tambores, nunca había visto nada similar en sus innumerables viajes. ¿Qué eran esas estrellas invertidas pintadas en ellos? De pronto apareció Klaus sin ropa, tapaba su miembro con ambas manos, estaba golpeado y sangraba… Lo siguiente fue la pesadilla encarnada. Una estrella de mar gigante caminaba sobre dos de sus brazos, moviéndose como lo haría un ser humano. Aquella cosa se abrió al medio y el estómago brotó de su interior, vomitó a Klaus con el líquido corrosivo para poderlo abrazar y comenzar así la digestión. Quedaron, fusionados como dos amantes, mientras la carne se desprendía del hueso. ¡Era una visión inenarrable! Algún narcótico poseía la 70
estrella asesina ya que su amigo dejó de quejarse a los escasos segundos, la vida se iba de sus ojos brunos mientras era comido poco a poco… Las mujeres seguían danzando y ahora tocaban sus partes en frenética masturbación. Llevaban atado a un gigantesco macho cabrío negro que parecía tener inteligencia superior, lo escrutaba todo con gozo y satisfacción. Ulrik sabía que debía escapar, por suerte no lo habían descubierto. Volvió sobre sus pasos y entró al domicilio de la joven. Se envolvió en las pieles luego de robar un cuchillo de la cocina. Se mantuvo despierto hasta el amanecer, esperando que la puerta se abriese y vinieran a buscarlo como un nuevo sacrificio. Ya imaginaba el destino de los hombres, entregados al dantesco dios estrella de mar. ¡Era cosa del Diablo! A la mañana escaparía con Aneka. Llegó el alba, él ya estaba vestido y con el cuchillo escondido entre los ropajes. La muchacha salió con un escueto camisón y le dio los buenos días. —Aneka… Anoche presencié algo brutal. ¡Eran brujas que adoraban a un dios estrella! Le dieron de comer a mi amigo… Había un macho cabrío, símbolo de Satán. Huyamos ahora. ¡Te han engañado con lo del desastre marítimo! —Ulrik… No sabía cómo decírtelo. Luego del naufragio estábamos condenadas, íbamos a morir. Se nos apareció el gran ángel cornamentado y nos dio la vida a cambio de ser sus esposas. Y yo… Yo me convertí en la reina-estrella de las brujas. —Su piel humana cayó y se desplegaron los brazos del gigantesco ser acuático. El marino pensó como un guerrero y desenvainó el cuchillo, lo clavó en donde brotaba aquel estómago lleno de líquido corrosivo. Se dio vuelta y puso pies en polvorosa hacia la playa. Llegó a ella y vio un barco en la lejanía pero la estrella venía detrás chorreando sangre negra. ¿Llegaría nadando velozmente o sería alimento de la bruja? Era cuestión de suerte. Este relato está basado parcialmente en sucesos reales. En los años 1600, un grupo de mujeres fue acusado de pactar con el demonio pues sobrevivieron durante meses luego de que sus maridos se perdieran en las peligrosas aguas nórdicas. Su supuesto crimen… Pactar con el demonio. Ser brujas.
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VÍCTOR GRIPPOLI
Uruguay
Facebook: Editorial Solaris y Editorial Solaris de Uruguay Página Web: www.editorialsolarisdeuruguay.com
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E
Warning came, no one cared. earth was shakin´, we stood and stared. when it came no one was spared. still i hear "burn!" Deep Purple
l populacho se reúne con hambre de escarmiento y rodea la estructura que me alberga. El verdugo me acaricia y ajusta mi nudo mientras mira el cielo plomizo que promete tormenta. La condenada se acerca con grilletes en sus extremidades. Su rostro
luce deformado por los golpes. Agnes, la hija de la nigromante, no es más que una niña. La muchedumbre le grita “Bruja”, “Maldita” mientras se persigna y yo intento decidir qué hacer. Puedo situarme a la altura del cuello y apretar fuerte hasta que muera por asfixia o quizás puedo acomodarme en la parte anterior de su pescuezo y oprimir sus venas hasta que la anoxia tiña su cara de color azul morado. La chusma arroja cosas que impactan en la niña mientras un monje con cara de buitre le lanza agua bendita en el rostro. La infeliz sube los escalones de la horca. El verdugo me acomoda alrededor de su cuello como una serpiente y yo me hincho orgullosa pues me siento un instrumento del Señor. Entonces el aire se pone espeso y el día se hace noche. La tierra se abre y de sus profundidades surgen miles de alimañas que devoran a la turba. Yo intento en vano hacer mi trabajo, cumplir la función para la que fui concebida. Las vigas que me sostienen arden y yo empiezo a retorcerme, siento como el fuego penetra en mis entrañas, destruye mis fibras. Mi nudo se deshace y ya no soy más que ceniza que se posa sobre el rostro de Agnes.
renate mÖRDER
Argentina
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L
as joyas eran el pasatiempo favorito de Estefanía. Le gustaba admirarlas, tocarlas y, por supuesto, comprarlas. A fin de cuentas, ella decidía en qué gastar la herencia de su difunto marido. Cada que el tiempo se lo permitía, salía de excursión junto con Xavier,
su enorme mayordomo, en busca de nuevas y deleitantes alhajas. Las que ella consideró más exquisitas las encontró en la Ciudad de México. Se las vendió un misterioso mercader que decía haberlas extraído de una tumba prehispánica de Veracruz. A Estefanía la atrapó el misticismo detrás de la historia contada por el vendedor y se casó con el encanto de los brillantes collares, brazaletes y anillos que el sujeto le enseñó. Pagó una cantidad muy alta, tan alta que Xavier se la pasó recordándole durante el viaje de vuelta a casa que eso podía poner en peligro lo que le quedaba de la herencia. Lo vale, Xavier le contestó ella, despreocupada. Estaba perdida en el reluciente anillo de diamante que se había puesto Si algo malo sucede, las venderemos. Al llegar a casa, la mujer se puso su vestido más elegante, hizo preparar la cena más fina e invitó a dos amigos a compartir la velada. Ellos se deshicieron en elogios al advertir sus recientes adquisiciones y le preguntaron sobre su origen, a lo que ella solamente respondió que venían de Veracruz. La comida terminó pronto y el vino comenzó a escasear. Entre risas y plática relajada, Estefanía mandó a Xavier a la alacena por más bebida. El buen mayordomo le obedeció y salió del comedor. Aún no había seleccionado la mejor botella cuando uno de los amigos de Estefanía lo alcanzó. El hombre estaba bañado en sudor y lo que decía era difícil de entender. Xavier, Estefanía se puso mal, ¡ven rápido! El mayordomo dejó la alacena y siguió al amigo de Estefanía por el pasillo que llevaba al comedor. Su alma se le escapó del cuerpo al encontrar a la dueña de la casa en el suelo, con marcas de quemaduras alrededor del cuello, las alhajas cerrándose sobre su garganta de manera inexplicable. Ella colocó las
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manos en torno a su cuello intentando quitarse las joyas, pero los brazaletes se lo impidieron, ejerciendo presión en sus muñecas. El olor a carne quemada asustó a los amigos de la mujer, quienes abandonaron la estancia al no encontrar explicación ni poder hacer nada para ayudarla. Xavier trató de quitarle el collar, mientras los anillos hacían crujir los dedos de Estefanía. Ella volteó a ver al mayordomo con los ojos desorbitados, rogando que la salvara. El mayordomo usó todas sus fuerzas para tomar el collar, lo jaló hacía sí y con su máximo esfuerzo logró desprenderlo. Sus manos le ardieron, supo que también se había quemado. Soltando las cuentas rotas de la joya, se acercó a su señora, la cual profería estertores al tratar de respirar. Se dio cuenta de que su garganta tenía heridas abiertas además de las quemaduras y, en efecto, no podía respirar. Al quitarle el collar, los brazaletes y anillos se habían roto también, dejando en su lugar marcas de aspecto horrible en las extremidades de la mujer. Xavier llamó al número de emergencias y en poco tiempo la ambulancia estaba trasladó a Estefanía al hospital. El mayordomo se echó a llorar pensando en el terrible error que su señora había cometido al comprar esas joyas. El vendedor jamás mencionó que probablemente tenían una maldición antigua, creada por algún hechicero milenario con la finalidad de protegerlas de un robo, ¡qué ingenua la señora Estefanía! El mayordomo salió rápidamente rumbo al hospital, esperando buenas noticias. En cuanto ingresó a la sala de espera, los médicos le dijeron que el estado de salud de la señora era muy grave. Sus vías respiratorias necesitarían permanentemente de una máquina para bombear oxígeno. Dicho artefacto era costoso e infligía un dolor terrible, no obstante, era lo único que se podía hacer para mantenerla con vida. Por otro lado, desde ese momento y para siempre, la mujer tendría que usar otro aditamento mecánico sobre la cabeza para orientarse, ya que el daño se había extendido hacia la corteza cerebral por la falta de oxigenación durante el episodio con las joyas. El diagnóstico no fue tomado a bien por Estefanía. Se incorporó en su 77
cama del hospital, haciendo un desastre, insultando a los médicos y enfermeras que la atendían, culpando de su desgracia a su difunto marido, a Xavier, a las joyas y a todo el mundo. Lamentó que tuviera que convertirse en un híbrido máquinahumano, un cíborg. Las operaciones iniciaron al día siguiente y con cada intervención se repetía a sí misma que la estaban transformando en un monstruo. Xavier fue testigo del cambio de color de su piel, que palidecía; de la pérdida de brillo de su cabello y del ensombrecimiento de su personalidad, antes altiva. Los restos de las joyas que destruyeron a su señora desaparecieron de la casa y nadie creyó en lo sucedido. Xavier fue el único que se quedó al lado de Estefanía, atendiéndola hasta el fin en silencio. Soportó el sonido de las máquinas tintineantes, el llanto, las reclamaciones y el agónico paso del tiempo. Estefanía no volvió a usar alhajas, ni se puso vestidos elegantes, no dio más cenas finas ni bebió vino caro. El dinero se fue terminando en el mantenimiento de la maquinaria y su precaria salud. De vez en cuando le decía por debajo de su mascarilla de oxigenación a Xavier que aquellas joyas fueron las más caras que había pagado en todo sentido y se arrepentiría si lo hubiera sabido antes. No lo valieron, Xavier, no lo valieron.
MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA
México
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M
Con mis respetos al gran Sir Henry Rider Haggard
opo midió la distancia. Al hacerlo, naturalmente, ofrecía demasiado buen blanco al enemigo; pero él era el capitán, y un capitán debe dar ejemplo de coraje a sus hombres. Así sabrían sus soldados que Mopo no temía la muerte.
Blandió en el aire el brazo y arrojó la piedra. El guerrero enemigo saltó
hecho pedazos, dispersándose los fragmentos de su cuerpo en todas direcciones, con musicales sonidos. Mopo danzó salvajemente, y su risa resonó en el viento. Sus lechosos dientes resaltaron en la cara retinta. —¡Fuego, mis guerreros! —gritó a las piedras, a los árboles y a los pájaros. Ahuecando la voz, se respondió a sí mismo, en burlón remedo de un cántico de batalla entonado por miles de hombres. —¡Fuego! –repitió, y arrojó dos piedras más, en rápida sucesión. Otro soldado enemigo estalló, pero sus compañeros no se movieron, permaneciendo rígidos en impecable línea. Otra piedra, otro soldado. Una vez más, y un nuevo caído. De los cuerpos saltaba una sangre roja y maloliente. Ninguno sobrevivió. Mopo —capitán, guerreros, lanzas, escudos y estandartes—, hizo vibrar el aire de la selva con su grito de victoria. Tres pájaros de brillantes colores le miraron extrañados y emprendieron el vuelo, acaso temiendo correr igual suerte que el vencido ejército. Un animalejo pardo desapareció en su cueva. Ebrio de gloria, Mopo expuso a la ardiente caricia del sol su cuerpo triunfador. Mopo, el Invencible. Mopo, el Brazo Potente. Nadie se atrevería a desafiarlo. Todos debían rendirle homenaje. Se estaba divirtiendo enormemente. ...........................................
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Wambe, el Consejero Real, depositó su obesa humanidad en la silla de manos. Sus servidores gruñeron por el esfuerzo, al levantarlo, pero él no escuchó su gruñido. Se daba buena vida, y era lógico que su peso creciera en proporción. Mientras era conducido al palacio real, ante Su Poderosa Majestad, el Quebrantador de Leones, se permitió solazarse con el pensamiento de su propia importancia. Después del Rey, él era el más poderoso de toda la tribu. Todos temían a Wambe, quien con un solo gesto de su gorda mano podía llenar el lecho del río con cientos de cadáveres. Aun Goola, el hechicero, se apartaba para dejarle paso. Aun Goola, del que se decía que podía leer el destino en las llamas de la hoguera, que ahuyentaba al Dios de las Tormentas, y que hasta conversaba con los muertos, aun él, temía a Wambe, Pie Demoledor. Porque enemistarse con Wambe significaba enemistarse con la vida; desafiar a Wambe suponía ir a reunirse con los antepasados, empujados por un golpe de maza o un tajo de hacha. Desde la altura de su silla observó Wambe al pueblo reverente que se inclinaba ante él, doblando los cuellos y bajando la vista. “Así como el Padre Elefante mira a los gusanos que reptan a sus pies”, se dijo, “así, yo, Wambe, considero a estos perros”. De pronto, sus pequeños ojillos de jabalí, hundidos en colchones de negra grasa, advirtieron un punto discordante. Un insignificante muchacho desnudo, de unos ocho años, flaco, sucio, atacado de sarna, ¡en vez de bajar los ojos, se atrevía a contemplar a Wambe con disimulo! —Zwide —dijo a uno de sus servidores—, azota a ese granuja hasta que tu bastón se torne rojo. Pero no —agregó enseguida—; no vale la pena. Los halcones no luchan con hormigas. Dale un solo golpe y córrelo de aquí. Dicho y hecho: el grueso bastón golpeó con dureza las endebles espaldas del muchacho. Un “¡¡Ayy!!” agudo arrancó las risas de los circunstantes. Wambe, por entonces, ya le había olvidado. El más miserable de todo el poblado no era digno de ocupar por más de un parpadeo la atención de Wambe, Pie Demoledor, a quien nadie se atrevería jamás a desafiar. 81
Mientras Wambe se refocilaba en la contemplación de su propia omnipotencia, Mopo se alejaba sumido en llanto, ardiéndole las contusas espaldas. ........................................... Sentado en su magnífico trono de maderas perfumadas, con sus seis esposas favoritas rodeándole, Nodwengo, el Quebrantador de Leones, Supremo Monarca de los Langani, irguió la cabeza ante el pensamiento de su poder único, inigualable e incontrastable. Nodwengo, el Gran Verdugo, el Hijo de la Tempestad, el Dios Vivo. Nodwengo, el Alto, el Inexpugnable, el Máximo Señor. Nodwengo, el Imbatible, más grande aún que Chaka y Cetywayo; más, mucho más que cualquier otro rey. Nodwengo, el Único. Habíase celebrado días antes un Ingomboco, o cacería de conspiradores. Todo el pueblo, y los cientos de tribus que rendían homenaje a Nodwengo el Verdugo, se habían presentado. Y Nodwengo había caminado entre ellos, el robusto torso cubierto por la piel del León Negro, la formidable hacha de combate, más reluciente que cien soles y más mortífera que cien relámpagos, al cinto. Nodwengo había marchado solo entre sus siervos, sin hacerse acompañar por sus hechiceros, y había tocado levemente con una pluma roja la cabeza de miles de hombres; y después había ultimado con golpes terribles de su hacha poderosa a los hombres que había señalado con la pluma roja, que cada vez parecía enrojecer más. La grandeza de Nodwengo era tremenda: se extendía por llanos y por montañas; vadeaba ruidosos arroyos y caudalosos ríos, invadía las selvas misteriosas. Una mirada suya era una orden imposible de desobedecer; un deseo suyo debía cumplirse a despecho de un millón de muertes, a despecho de un billón de llantos. Baleka, su esposa preferida, la flor que perfumaba sus noches, le ofreció un cesto de frutas. Nodwengo tomó una, mordiéndola con su fuerte mandíbula, y la líquida dulzura invadió todo su ser del Hijo de la Tempestad. Entonces le fue anunciada la llegada de Wambe.
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Sonrió descubriendo los puntiagudos colmillos amarillentos; el carozo de la fruta saltó violentamente de su boca. —Hagan entrar a ese chacal, seductor de mujeres —dijo—, y arránquenle la sucia piel delante mío. Nodwengo el Todopoderoso había hablado. Wambe no tenía salvación. ........................................... Piel pálida, repugnante como el vientre de un pez, si el vientre de un pez fuera peludo; ojos enrojecidos de pupilas estrechas, descansando su impureza sobre bolsas violáceas surcadas por venas oscuras como arroyos barrosos; labios sensuales, tan anchos y grasientos que causaban náusea; vientre abultado; piernas gruesas, metidas en groseras botas. Esto era White. White, indigno hijo de una raza que quizás lo merecía, una raza que se había apoderado de tres continentes, pisoteando a sus legítimos dueños, y después había restregado las suelas de sus zapatos, White, era huésped forzado de los langani. Había naufragado en el río su pequeño bote, y solo había podido poner a salvo su persona y su preciado aguardiente. Nunca supo exactamente cómo lo había hecho, ya que dos cajones llenos de botellas, llenas también, pesaban mucho; pero lo había logrado, y eso era lo importante. Él sabía que no habría podido resistir sin llevarse a la boca el manoseado cuello de donde brotaba lo que para él era la vida. Cincuenta y ocho años de borracheras continuas habían convertido al alcohol en parte integrante —e imprescindible— de su ser; en su ser mismo. Si se le hubiese dado a elegir entre su ojo izquierdo y el alcohol, White no habría hesitado. Se hubiese hecho saltar él mismo el ojo, para brindar enseguida por él como por un amigo perdido, que le había despertado cierto afecto, si bien no le era demasiado necesario. En cambio, sus botellas le eran tan indispensables como sus puños y el revólver y el cinturón canana lleno, que habían asentado su dominio en el poblado negro.
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White descansaba en la gran silla de perfumada madera donde hasta ayer se había sentado el rey, ahora acurrucado a sus pies. Rió malignamente. Había sido demasiado fácil. Unos golpes bien dados, y ese idiota de nombre impronunciable le había entregado su sucia corona; seis balas de su revólver, y la tímida resistencia del rastrero ejército se había esfumado, como el sebo se funde al calor de la llama. Volvió a reír, mirando a su alrededor. Se sintió grande. Allá entre los suyos era apenas algo más que un animal: un ex-presidiario. Aquí, en medio de estos brutos, era un rey. Más: como un dios. Nadie se atrevía a contradecirlo o a desatenderlo. Por eso que ahora Baleka, Maiwa, Zinita, y la otra..., cuyo nombre no recordaba, dormían con él, y no con ese imbécil de rey que habían tenido por esposo. Por eso White se estaba dando la gran vida. Podía pasar perfectamente, pensó, hasta que sanara la herida de su pierna, en cosa de unos tres meses; y entonces emprendería camino hacia el pueblo de los blancos. No era posible cruzar el río, porque estaban en la época de las crecientes; y una mala experiencia le había bastado. De todos modos, no había apuro ninguno. Se sentía a gusto en su papel de pequeño César. Tentado estaría de quedarse el resto de su vida, si no fuese porque esos negros estúpidos no bebían alcohol, y por lo tanto no lo fabricaban. Y él, White, no podía imaginar el bienestar como algo que no estuviese estrechamente ligado a ese líquido que le hacía arder la garganta y el estómago precisamente como él lo requería. “Un rey que no empina el codo...”, pensó. “¿Dónde se vio semejante idiotez?” El curso de sus ideas le recordó su perenne sed. Dio una palmada a Baleka, que estaba a su lado, indicándole que le alcanzara la botella. Ya estaba apreciablemente borracho, de modo que el hecho de que la botella se encontrase totalmente vacía, tuvo que ser digerido durante un lapso considerable por su mente embrutecida. Por fin comprendió. Se alzó de su trono, bamboleándose algo. 84
Cruzó la sala, haciendo crujir inadvertidamente algún oscuro tobillo con sus suelas claveteadas, salió a la selva, dobló un recodo, y, en un lugar parcialmente oculto por la vegetación, rebuscó dentro del hueco de un tronco enorme y muerto. Su mano encontró el vacío. En un primer momento no supo qué pensar. Pero finalmente la idea se abrió paso en la bruma alcoholizada de su cerebro. ¡Le habían robado sus botellas! ¡Le habían robado sus botellas! Rugiendo de rabia, burbujeante la boca con una saliva grisácea, no supo hacia dónde exactamente dirigir su cólera. Dio algunas frenéticas vueltas por el pequeño recodo, abriendo y cerrando las manos. Tres pájaros de brillante plumaje le contemplaron asustados, y huyeron volando. Un pequeño reptil parduzco se ocultó en su cueva. De pronto, un objeto brillante, allí cerca, le llamó la atención. Se acercó. Era un trozo de vidrio verde, proveniente sin duda de una de sus botellas. Rebuscó, frenético, enfebrecido, entre la maleza. Y por fin lo vio. Allí estaban todas sus botellas, sus inestimables botellas, rotas a pedradas. Los sanguinolentos ojos se negaban a creer en la irrefutable evidencia de los hechos. —No, no —murmuró al cabo—, no, no... ¡Tres meses debería aguardar! ¡Tres meses completos, noventa días, dos mil ciento sesenta horas, sin probar una gota de alcohol! —No —repitió, mirando estúpidamente, sin saber por qué, el suelo barroso, donde se veían unas menudas huellas, como las que dejarían los pies de un niño—. ¡No! Siete días después se pegó un tiro.
CARLOS M.FEDERICi
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
Ilustración: ZDENeK BURIAN 85
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T
ras varios años estoy de vuelta en mi ciudad natal. Es el primer día y no hago otra cosa que recorrer a pie sus calles, plazas y barrios; para embriagarme de recuerdos, de amigos y momentos felices de mi juventud. Lástima que el día se haya desmoronando demasiado pronto y, en un parpadeo, cayera la noche.
A pocas cuadras de mi casa, a la que inexplicablemente no he llegado aún,
me detengo en un lugar que mi memoria guarda con cariño: la tienda de discos, la que solía visitar cada vez que regresaba del colegio. Parece una reliquia congelada en el tiempo; conserva la misma entrada de madera de dos hojas, amplios paneles de vidrio con el nombre del negocio y la manija de latón que hay que girar para ingresar. Empujo la puerta y un aire enrarecido ingresa a mis pulmones. Adentro, sus largos anaqueles están dispuestos en dos filas paralelas en medio del salón; exactamente igual a como lo recordaba. Por entonces estaba repleto de gente de todas las edades que hurgaba entre los exhibidores en busca de los álbumes de sus grupos favoritos. ¡Qué diferente se ve ahora que no viene nadie! Hasta se me figura más grande que antes. Mas no estoy solo. En una esquina, frente a la entrada, está el vendedor. Me sorprende que sea el mismo gordinflón de antes. Apenas ha cambiado nada salvo por el pelo salpicado de gris. Incluso mantiene la piel pálida y lozana como si toda su vida no hubiera hecho nada más que quedarse aquí, encerrado, lejos del sol y de la gente, protegido a la sombra de la tienda. Apenas notó mi presencia, levantó una ceja y me echó una mirada fugaz, con desgana, y volvió a sumirse en la lectura de una revista que sostenía entre las manos. Me sentí algo herido por su indiferencia, pues no me reconocía o quizás, pensé, solo me estaba ignorando. No importa. Es mejor olvidarlo o hacer como si no lo conociera, de la misma manera que él hace conmigo, para no sentirme menos, para no sentirme mal. Había tenido un día estupendo y quería irme a dormir con ese gusto, relamer sobre mi almohada esos gratos recuerdos. Recorro los pasadizos y reviso entre los estantes cada uno de los discos. Es curioso que aun estén los mismos de antes, como si nunca se hubieran 87
vendido. De pronto, un sonido áspero e irritante me sustrae de mis pensamientos. Es el chirrido de los goznes oxidados de la puerta. Alguien entra. Levanto la cabeza por encima del mostrador y miro al extraño visitante que acaba de ingresar. ¡Es un vagabundo! Su aspecto es desagradable, tiene el pelo revuelto y está lleno de suciedad. Un gabán grasiento cubre toda su indumentaria y su agrio olor me hace arrugar la nariz. El gordinflón lo ve, pero no hace nada más que levantar una ceja. Su presencia incomoda. Trato de no darle importancia y tomo los discos al azar. Necesito reencontrarme conmigo mismo. En ese tanteo llega a mis manos el álbum de una banda desconocida: “Salem’s Throat”. Tiene una bonita portada que me atrapa, me hipnotiza. En el centro hay una especie de remolino muy oscuro que se asemeja a un agujero negro; a un costado está una mujer joven y hermosa, vestida de un blanco tan reluciente que irradia haces de luz; con las dos manos extendidas dispara una especie de hechizo a un hombre cuyo rostro se retuerce de espanto mientras es arrojado a ese remolino. La imagen se reproduce en mi cabeza de una manera tan real que yo mismo me siento empujado a ese abismo. —¡Lárgate de aquí, vago! El grito del tendero revienta como un estruendo y me regresa a la realidad. El tufillo de alcohol y orín de gato se acrecienta. El mendigo se acerca. Giro hacía él. Está de pie en el extremo de mi pasillo. Del interior de su gabán saca una botella de aguardiente a la que da un par de sorbos y luego camina, camina hacia mí. Su andar es pesado, tambaleante, pero firme. Retrocedo unos pasos para evitarlo. El olor a alcohol es intenso. Pasa junto a mí. Continua de frente. No se detiene. Se va ¡Qué alivio! Respiro con tranquilidad, aunque ha dejado en el aire un hedor a podrido, como si llevara algún animal muerto entre sus prendas. Ahora se dirige hacia el vendedor. Quiere guardar la botella en el bolsillo de su pantalón, pero está tan ebrio que falla y cae, se estrella contra el piso y se 88
rompe en mil pedazos, derramando todo el licor que tenía adentro. La cosa va mal, debería largarme; sin embargo, algo que no sé explicar, una fuerza intangible, una corazonada, —¿un sino?— me retiene… El gordinflón, que ya presiente el peligro, deja su revista y se pone de pie. Empuja el asiento hacia un lado, empuña una escoba y, envalentonado, lanza una última advertencia: —¡Si no te marchas, bastardo, te voy a ensartar este palo en el culo! Desde atrás, agazapado, me acerco al intruso. Puedo escuchar su risa que se oye más como el gruñido de una bestia de forma humana. Mete las manos al bolsillo de su gabán, despacio extrae un objeto metálico. ¡Es una pistola! Quiero correr, escapar de una vez hacia un lugar seguro; sin embargo, una duda me retiene. ¿Y si intento detenerlo? Podría evitar una tragedia. De todas formas, estoy a pocos metros de él y parece que no se ha dado cuenta. El mendigo levanta el arma y apunta hacia el vendedor, que está quieto del susto. ¡Dios, va a disparar! No puedo esperar más. Tomo impulso y me lanzo sobre él por la espalda. Lo atenazo con mis brazos y con una mano trato de asir el arma, pero no se la puedo quitar. El muy desgraciado lo sostiene con fuerza y lo aprieta contra su pecho. El tendero se mete a la pelea y forcejea conmigo. Siento en la cara el hedor a trago, su halitosis y la pestilencia de sus ropas. Estoy mareado. Voy a vomitar. El tiempo se me hace eterno, no hay cuándo acabar con esto. Alguien muerde mi brazo. Grito. Un disparo. Silencio. Oscuridad… La conmoción de la pelea me ha dejado aturdido. Parpadeo varias veces para percibir la luz. Cuando por fin puedo distinguir algo veo sobre mis manos la portada del disco con la mujer y el remolino. ¿Acaso me he sumergido en la escena que se presenta ante mis ojos? Hecho un vistazo a mi reloj de pulsera. Ya casi son las once y debo irme a descansar. Dejo el álbum sobre el mostrador, me acomodo el cabello y camino hacia la salida. Antes de llegar a la puerta, esta se abre con el fuerte chirrido que hace unos instantes escuché en mis pensamientos. ¡Es el vagabundo! Está igual de 89
alcoholizado y apestoso. Retrocedo. Siento nauseas. Caigo al suelo. El tipo sigue su camino sin prestarme el mínimo interés. ¡Quiero salir! ¡Tengo que salir! Tomo la manecilla de latón y la agito con desesperación. ¡Está atorada! La sostengo con ambas manos y empujo con más fuerza, pero no cede. Desde atrás se escucha la amenaza del vendedor. Me volteo hacia ellos y, en ese instante, el espanto me crispa la piel. Hay alguien más en el lugar que yo deje entre los estantes. Es idéntico a mí. El indigente está sacando la pistola y mi otro yo, o lo que parece ser yo, está a punto de saltar sobre él. —¡Sal de ahí! —grito, más nadie me escucha. Me levanto con dificultad. Tengo que detenerlo. Mis piernas están débiles y hacen que me tambalee como si fuera a caer de nuevo. Ya comenzaron a forcejear. Trato de correr para evitar la tragedia… Es demasiado tarde. El disparo resuena en las paredes, penetra mis oídos y me hiere el pecho. Una mancha de sangre se expande en mi camisa. Tengo miedo. Otra vez el mareo intenso, las náuseas, el dolor, la oscuridad… ¿Cuánto tiempo ha pasado? Hace buen rato que recuperé la conciencia, pero mantengo los párpados aplastados, los aprieto con fuerza, no quiero abrirlos. Entre la sombra artificial que buscan mis ojos y me impiden ver, siento en mis manos la cuadrícula plana y lisa del álbum con la endemoniada portada de una bruja que, desde la oquedad del abismo, me lanza una maldición para morir eternamente en una voluta infernal.
JOHN PUENTE DE LA VEGA
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/johnpuente.chavez/
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e camino a la estación pensaba en Mónica. El hombro apenas soportaba el peso de tanta ropa y recuerdos. Había escapado de la habitación 115 aprovechando que mi compañera de viaje y de cuarto dormía. Era comunicativa en extremo. La
conocí en la terminal de trenes de Troke, en mi último viaje. Eran las seis de la tarde y aun pernoctaba en uno de los pasillos del ala lateral del recinto. —¿Puedo? —pronunció Mónica cuando ya me hallaba dominado por el sopor del sueño. —Eh…si —contesté con expresión de duda. Me hice a un costado y la muchacha tomó asiento. Allí permaneció largo rato sin pronunciar palabras. Me impresionaba aquella situación porque yo era un pobre diablo, mas ella aparentaba ser una chica de clase. —¿Extrañado? —preguntó de momento como si hubiese adivinado mi pensamiento—, pues sepa que los trenes no escogen a sus pasajeros, ni el destino, ese papel lo juega el azar. Unos viajan por placer, otros por trabajo, otros por rutina y hay quien no tiene más remedio. Usted por ejemplo parece integrar el cuarto grupo. Al llegar a este punto me paré bruscamente, me sentía escudriñado y ultrajado. ¿Qué sabía esa mujer de mí? —Me parece que está sacando conclusiones precipitadas. No me conoce y sin embargo me aborda con juicios que me niego a aceptar. —Ya veo que no entiende nada. No me hace falta saber quién es, su aspecto lo delata. —¡Eso es asunto mío! —exclamé. —No se alarme. Yo, por ejemplo, viajo por adicción. —¿Adicción? —pregunté en tono de burla—. ¿Qué persigue con tanto ir y venir? —No se ría. Lo que digo es en serio. Me agrada saborear el aroma de cada pueblo, el color de las estaciones, el calor de la gente. Por cierto, cada 92
persona tiene su modo de viajar. Algunos prefieren ir sentados. Otros de pie. Recostados en los extremos y hasta sujetados de los estribos. Puedes ver personas en trenes, autobuses, aviones, metros, bicicletas o simplemente a pie. Sin embargo, todos persiguen un único fin, viajar. Las relaciones cortas que se presentan en viajes pueden llegar a ser tan duraderas como el mismo tiempo. —¿Hacia dónde vas? —Aún no lo tengo claro —contestó. —¿Quieres venir conmigo a Endland? Es una hermosa ciudad de aquí de Troke. Famosa por las fiestas y el hospedaje. —Me sorprende. Primero se enoja, luego se burla y ahora me hace una invitación. ¿Qué pretende? Ni nos hemos presentado. —Discúlpeme por mi variable carácter —le dije en un plano menos formal—. No es mi deseo que te formules una falsa imagen de mi persona. Soy Marcos, dependiente de un pequeño bar. —¿Dependiente de un bar? ¿Por qué la gente tendrá la manía de apellidarse con el oficio que realizan? Es absurdo pensar que eso dejará una idea contraria de lo que realmente son —hizo una pausa y se alisó el vestido—. Me llamo Mónica, Mónica Gutiérrez Albarán y acepto tu invitación. Ya te dije que soy adicta a viajar. El tren llegó en el momento en que el tráfico de gente entorpecía el orden del local. Recogimos las pertenencias y nos fuimos a Endland. Llegamos a la mítica ciudad. Al preguntar el motivo de la celebración nos contestaron que era costumbre que a toda hora hubiese fiesta. Así los viajeros eran recibidos con apego en cualquier momento del día y de la noche. Dejar el equipaje en el suelo y sumarnos a la algarabía fue lo mismo. Enseguida nos brindaron jarras de barro abundantes en cerveza fría. Al rato reíamos como tontos. Cualquier cosa era motivo para dejar que carcajadas bufónicas se nos posaran en el rostro. El baile lo iniciaron grupos de aficionados que acudían a Endland para exhibir diferentes estilos. La gente asaltó el escenario cuando el último grupo terminó la función. No fuimos menos y nos sumamos al espectá93
culo. Agarré a Mónica y comenzamos a dar vueltas. Ella disfrutaba y se conducía en medio de la alegría y mis imperfecciones como bailador. Después llegó el teatro para calmar el calor que iba dominando el cuerpo y la mente. La obra puesta en escena era improvisada retazo a retazo y hubiésemos bebido un tonel de cerveza si no es porque un borracho nos sugirió no beber más. Sonó el campanazo del reloj de la plaza que delató la llegada de las ocho de la noche. Al levantar la vista el cuerpo nos exigió descanso. Así que, cargando el equipaje y el cansancio, nos fuimos al hotel Reencuentro. Cerramos la puerta y nos dirigimos al mostrador amarillo que terminaba en dos extensas filas de muebles. —¡Bienvenidos! —nos saludó una muchacha de aspecto sencillo que también disfrutaba de la música y la cerveza. —Una habitación —dijo Mónica antes de que la chica peguntara si preferíamos dormitorios juntos o separados. El agente de piso nos llevó a la habitación. Una peculiar habitación. Grandes ventanales blancos resaltaban el paisaje. El piso y las paredes estaban cubiertos de una espesa alfombra verde que amenazaba con invadir el techo. No había adornos ni cuadros ni mesas; solo un pequeño diván y una cama sencilla. El diván desapareció con rapidez al servir de sustento a nuestras pertenencias. La cama permaneció intacta. Estábamos aturdidos por la mezcla de la cerveza y la algarabía. Nos dimos un baño y fuimos al restaurante para comer algo ligero. Era bastante tarde y el estómago se declaraba en huelga. —¡Buenas noches! Bienvenidos al restaurante El Olvido. ¿Qué desean? —preguntó una rubia flaca en exceso. —Buscamos un aperitivo sencillo que nos ayude a conciliar el sueño — respondió Mónica conjugando el verbo nuevamente en plural. Pedí la carta y la entregaron de inmediato. Ordenamos y mientras transcurría el tiempo no hacíamos más que mirarnos. Por su parte no sé, pero yo intentaba descifrar que se traía aquella mujer inusual que de repente se entrometió 94
en mi camino. Llegó el pedido y comenzamos a devorarlo con sumo apetito. No habíamos probado bocado desde que salimos de la terminal de Troke. —Si piensas que soy una mujer fácil te equivocas —dijo de momento tratando de convencerme de un juicio que no me había hecho—. Me declaro libre de extremos. Ando por la vida con paso firme y no me agradan las improvisaciones, más bien le temo a lo desconocido. —¿Y qué puede resultarte más ignoto que yo? No sabes quién soy. ¿O me equivoco? —le dije tratando de sacarle alguna información—. Sin embargo, estás cenando conmigo y luego dormiremos en la misma cama. —Es cierto, pero es la primera vez que hago esto. Simpaticé contigo, nada más. Llevaba bastante tiempo en la sala de espera y quería hablar con alguien. Me sentí segura y como dices, aquí nos encontramos. Deberías sentirte orgulloso. No pude evitar reír al llegar a este punto. ¿Por qué debería sentirme satisfecho? Sin dudas Mónica padecía de vanidad. —¡No rías! ¿Acaso no es lo que persiguen los hombres? Muchos pasan la vida coleccionando historia de mujeres. Al escuchar su punto de vista se me borró la risa. Mónica estaba completamente equivocada. Yo no era un santo, pero tampoco un donjuán. Sin mucho esfuerzo había logrado mantener un ritmo de vida tranquilo. —Permíteme confesarte que estas errada. No pertenezco a ese grupo de hombres. He tenido no pocas mujeres, pero no presas fáciles. Han sido mujeres que he amado y que me han amado algo. Que han estado a mi lado no una noche sino toda una vida. A pesar de las rupturas aún las llevo conmigo. Mujeres de bien. De pasión. De calma. De blando pensar y sentir. La miré a los ojos y noté paz adentro. Al parecer era el tipo de respuesta que esperaba. Pensé que tendría lugar una rivalidad de opiniones y conceptos, pero lo cierto es que el acercamiento fue inevitable. Desde que abandonamos el restaurante la seguí con la vista. Ella se había 95
adelantado un poco. No sin antes rozar mi mano con sus caderas. El vestido le sentaba terriblemente bien. El pelo caía hasta justo dos dedos debajo de los hombros. Cerré la puerta con suavidad. Al virarme me alegré de que el vestido fuera cayendo al suelo. Tiré a un lado la camisa y la estreché en mis brazos. La cama permaneció intacta porque prefirió el pelaje de la alfombra para hacer el amor. Al terminar tomó un largo trago de whisky y se durmió. Permanecí largo rato a su lado, contemplando la textura de la piel que minutos antes se calentó con mis manos. Me vestí y recogí mis pertenencias. Al salir vi que se trataba de la habitación 115. Sería inolvidable. De eso estaba seguro. Sentado en este banco pienso en los viajes, en la vida. Pasan varios trenes y la gente no hace más que ir y venir. Hay dos tipos de personas en la vida. Las que viajan, que buscan aventuras y estilos nuevos, que toman la iniciativa y van en busca del porvenir; y las que no, que se resignan a la aceptación, que carecen de instinto, que se sientan en el peldaño de la espera. Aquí llega mi tren. Mónica se equivocó otra vez. Esa fue mi primera aventura y pertenezco al grupo que viaja por rutina.
LEDIHER ARMAS SÁNCHEZ
Cuba
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ra una muchacha irreverente. Caminaba por la facultad con los audífonos puestos. Supongo que tarareando la canción que escuchaba en ese momento. Observaba el movimiento de sus labios que siempre andaban moviéndose. Yo la miraba y
admiraba cuando salía de su salón al patio. Me sentaba estratégicamente en las bancas por donde creía que ella pasaría. Mi mejor amigo me la presentó a pedido mío. Se lo había rogado varias veces. Él, en su afán de verme retorcerme de sufrimiento, me decía que nunca lo haría, hasta que un día cualquiera lo hizo. El demente lo planeó y en apariencia surgió orgánicamente. No lo hubiera logrado sin él. Soy tímido, introvertido y mudo. Al comienzo nuestra comunicación se logró gracias a una libretita de notas. De a pocos le enseñé y ella aprendió el lenguaje de señas. Salía con un hombre de cabellos largos y desgreñados. Ataviado siempre con chaqueta de cuero. Su apariencia cliché me desagradaba. Yo lo miraba de pies a cabeza como si le pasara un barrido de escáner. A los meses de conocernos, terminaron. Le ofrecí mi hombro para que se desahogue y llore. A los días del duelo por la separación no solo era mi hombro el que usaba para consolarse. Ella fue mi mundo todo el último año de universidad. Era alocada y contestataria. La quise con locura. A veces me sentía disminuido ante su carácter y su desenvolvimiento. Mi mudez era mi talón de Aquiles. En la facultad, otros, los que tenían voz, cantaban a sus amadas con guitarra en mano. Los más osados declamaban poemas al oído. Los sinvergüenzas gritaban ¡Te amo! frente a todo el salón. Poco antes de la presentación del trabajo final, el exnovio, chaqueta de cuero, empezó a dar vueltas por la facultad. Se había cortado el cabello. Sospeché que quería recuperarla. No lo iba a permitir. Anduve arriba y abajo detrás de ella. Tanto así que la sofoqué. Le prometí ayudarla con la presentación de su trabajo final: una maqueta de una escena de casa abandonada, donde imperaban las paredes desvencijadas y descoloridas. Un reino silencioso del musgo y las plantas. Nos amanecimos un día antes de la presentación. El dormitorio de la maqueta 98
lucía roído como un típico escenario post apocalíptico. Una premonición. Mi trabajo era la creación de un libreto que ya tenía hecho desde los comienzos de la carrera. El exnovio, que luego me enteré era prospecto de actor, se presentó en la exposición. Yo noté nerviosa a mi chica dinamita. Apretaba los labios, respiraba hondo y se arreglaba el cabello. Cuando le pregunté el motivo lo atribuyó a la presentación de su escenografía. Yo soy mudo, pero no idiota. Ambos proyectos, el de ella y el mío, obtuvieron nota aprobatoria y una que otra reseña positiva. Aun así ella seguía nerviosa y me pidió conversar en algún salón vacío o en la cafetería. El de chaqueta de cuero fumaba paciente a un lado del patio. —Me vas a dejar —le dije en lenguaje de señas. —No he podido olvidarlo, discúlpame—me contestó. —Veo que me usaste cuando necesitaste ayuda con tu proyecto. —No digas eso. —¿Me dejas porque soy mudo? —Te dejo porque a las chicas nos gustan los chicos malos. No pude contestarle. La dejé sentada en la cafetería. El exnovio justo entraba cuando me retiraba. Lo tomé de la chaqueta y sin mediar palabra, porque no podía hablar, le di un puñete en el medio de la nariz que le desfiguró el rostro de galán de telenovela. Sangró, pero no me respondió. Me miró furioso en tanto Ana Delia iba a su encuentro. La miré por última vez y enérgico le dije en señas: —Yo también puedo ser un chico malo.
MIRZA MENDOZA
Perú
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Aquellos que tienen algún código y se rigen por él, se les respeta y se les estima. Andrzej Sapkowski
sa mañana de noviembre del '59 el calor era pegajoso. Roberto bajó del colectivo en Velez Sarsfield y Osvaldo Cruz y caminó por esta última hacía el Oeste con una caja de cartón en cada mano.
Vivía en el edificio contiguo al mío. Construcciones viejas de
departamentos tipo PH, con pasillos largos de revoque saltado. Su mamá era la encargada de cobrar los alquileres para el dueño de ambos complejos. Éramos amigos desde antes de ir al colegio. De estar todo el día juntos. De tomar la leche a la tarde en la casa de cualquiera. Era cuatro años mayor que yo pero congeniábamos como con ningún otro pibe del barrio. Cuando el propietario puso en venta los departamentos casi todos los inquilinos compramos, de modo que, de adolescentes seguimos siendo amigos. Esa noche de verano la barra se juntó en la esquina de la farmacia a tomar fresco. Faltaba poco para que terminaran las clases así que casi ninguno tenía mucho para estudiar. Roberto no siguió el secundario y trabajaba en lo que conseguía. Cuando lo vimos llegar con cara larga le pregunté: —¡Eh, negro! ¿Qué te pasa que traés esa jeta de velorio? —Me robaron. —¿Cómo que te robaron? ¿Dónde? —En la villa del Riachuelo. Voy siempre a entregar los puchos al bar del Paraguayo y nunca me pasó nada. Pero esta mañana, cuando pasé el Oratorio del Sagrado Corazón y me metí por el pasillo que lleva al bar, dos chabones con navajas me cortaron el paso y se llevaron las dos cajas de cigarrillos. Guita no tenía más que para el colectivo. Así que llegué al bar y le pedí al Paraguayo que me prestara unas monedas para el bondi. La joda es que sin guita el mayorista no me
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entrega ni un cartón de puchos. Nos miramos y sin decir ni ay nos pusimos de acuerdo en hacer una vaquita para ayudarlo. Para el sábado le habíamos juntado la plata para que el lunes arrancara de nuevo con el laburo. Pasó toda la semana sin saber nada de él. El sábado a la siesta estábamos haciendo un picadito en 15 de Noviembre y Saenz Peña, —15 de Noviembre era asfaltada, las otras empedrado y la pelota saltaba para cualquier lado—, cuando llegó más contento que tortuga con rueditas. —¿Acertaste la quiniela negro? —le pregunté. —¡No! ¡No saben lo que me pasó! —Si no nos contás no vamos a saberlo nunca —dijo otro de los pibes. —Resulta que esta semana —comenzó a relatar—, gracias a que ustedes me prestaron la guita pude volver a hacer la entrega al bar del Paraguayo. No vaya a ser que aproveche otro proveedor y me saque el laburo. —Ahorrá los detalles, andá al meollo —dijo “el genio” de la barra y provocó la risa de todos. . —Está bien —siguió Roberto—. Cuando llegué al bar el Paraguayo recibió la mercadería, me pagó y antes de que me fuera me dijo: —¿Ves el tipo de la boina que está sentado frente a la ventana? Me dijo que lo vayas a ver. Me acerqué a la mesa y le dije; —Disculpe señor. ¿Usted quería verme? —Ah, sí. ¿Vos sos el proveedor de cigarrillos? Decime. ¿Qué te paso la semana pasada? —Me asaltaron señor. Dos chabones. —Decime exactamente qué te sacaron. —En una caja tenía los negros. Tres cartones de Particulares fuertes, tres de los suaves y cuatro de 43 70 y en la otra los rubios. Cinco cartones de Jockey y cinco de Colorado. —¿Marlboro, Chester o LM no tenías ninguno?
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—No maestro, de esos nunca me pidieron. —¡Paraguayo! —le gritó— ¡A ver si subís el nivel! Hoy es lunes, dejame ver, el jueves venite aquí a verme. —Y el jueves cuando entré estaba en la misma mesa. Cuando me vio me hizo señas con la mano, me hizo sentar, me convidó con un cortado y me dio un sobre con la guita que valían los puchos que me afanaron. Me aseguró que nunca más me iban a molestar y que me felicitaba por no haber aprovechado a nombrar puchos más caros. —¡Ah! Un capo el tipo. Con códigos —dijo uno de los pibes. —Me dijeron en el bar que es “el capo” —respondió Roberto. —La semana que viene llevale un cartón de Chesterfield al fulano, por lo menos —le dije. —Sí, ya lo pensé. Acá está la guita que me prestaron. Son amigos de fierro. Terminamos todos abrazados. Eso sí, lo mandamos al arco porque con la redonda era medio tronco.
Osvaldo Villalba
Argentina
Blog: https://osvaldoevillalba.blogspot.com/
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ío, cuéntame un cuento. —Espera un poco que estoy acabando el libro. —No puedo, quiero que me cuentes un cuento ya. —¿No puedes esperar?
—No. Y si no me lo cuentas empezaré a berrear y no te dejaré leer. —Vale. Termino esta frase y te lo cuento. —Que no, ¡Ahora! ¡Ya! —Vale, vale, no te sulfures. —¿Cuál me vas a contar, tío? —Uno de unos cerditos —¡Los tres cerditos! —A ver si me acuerdo. —Seguro que sí. —Empiezo: Había una vez una piara de cerdos. —Una qué. —Una piara. —¿Y eso qué es? —Muchos cerdos —No es así. Eran solo tres cerditos. —Vaya. Que vivían en un piso de alquiler. —Otra burrada. Vivían en el bosque —Los iban a desahuciar por no pagar el alquiler —¡Ala!, eran felices. —Jolín, parece que no acuerdo bien. —Eso parece —Además, hacienda iba tras ellos. —Otra mentira, era el lobo. —Bueno, da igual. Así que decidieron huir de la justicia y se fueron a una
isla. —¡Que no! Querían hacerse una casita para cada uno. 105
—Eso. El que estaba marcado con el número cincuenta y ocho mil doscientos treinta y cinco… —Pero ¡qué dices! Uno la hizo de paja. —Ah. Fue al banco a pedir un prestamo porque no tenía bastante dinero para terminarla. —¡Otra burrada! La acabó enseguida y se tumbó a dormir. —No sabía. Bien, otro, una hembra de color sonrosadito… —¡En el cuento no hay chicas! —¿No? Bueno, pues un macho de quinientos cuarenta y dos kilos y medio. —¡No hay cerditos tan gordos! —Yo creía que sí —Pues no, listo. Déjalo. No sabes contar cuentos. Me voy a jugar. —Tendré que volver a leerlo porque creo que no me acurdo de nada. —Si, mejor será. Eres muy malo contando cuentos, tío— dijo la niña saliendo de la habitación y dejando al tío terminar tranquilamente el libro.
MANUEL SERRANO
España
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a mayoría de personas creen que el hecho de ver a alguien lanzándose desde un puente no ocurre muy a menudo. La verdad es que este suceso se da casi a diario, pero a los medios de comunicación les importa un pito: las noticias de decesos por
causa de saltos al vacío no son de gran interés para el público; por lo tanto, no salen en periódicos, televisión, mucho menos en la Internet. Lo cierto es que pueden pasar días sin que ello ocurra ante mis ojos, y no es porque los fenecimientos no tengan lugar en algún punto de Lima, sino porque yo no estuve en el momento y sitio precisos. Confieso que anduve preocupado, hace semanas que no había nada interesante, por ende, me sorprendo cuando veo a ese sujeto, agarrado de la baranda del puente. Me acerco, me paro a una distancia prudencial y observo. El otro gira, me escruta con detenimiento, parece reclamarme por invadir su espacio, pero sé en qué piensa realmente, casi todos estos desgraciados detestan morir en soledad, quizá porque es la soledad precisamente la que los lleva a cometer tales actos. El tipo viste un terno, no es algo raro, suelen prepararse bien para la ocasión. Abajo el río pasa con un gran caudal, las rocas son gruesas y puntiagudas. Conozco estas aguas, estas piedras, este sitio. El hombre se sube al borde de fierro, es como si posara, sonríe mientras lo contemplo con lágrimas en mis ojos, es hermoso, más que en otras ocasiones. Se avienta como un nadador eficiente, como si fuera un ave realizando su último vuelo. Lo miro desaparecer entre las fauces del río. Es una suerte que me halle solo, mejor así, de esta manera puedo disfrutarlo mejor. Permanezco de pie un buen rato. Por algo denominan a este lugar «El salto del suicida», es ideal para que los infortunados realicen su acción, quizá porque su muerte, aunque terrible, es instantánea. Me siento dichoso, he presenciado algo muy bello, no lo olvidaré en mucho tiempo. A veces he pensado en grabar los sucesos, no obstante, creo que eso sería invadir la privacidad de él o ella y la mía. Difícil resulta explicar la comunión de esa mente agobiada y la propia, hambrienta de emociones. Es vital confiar en los recuerdos, en las imágenes que mis ojos y mi cerebro guardan, y reproducen cada vez que lo deseo: la visión también revivirá en mis sueños, trastocada o nítida. Caminaré, 108
pensaré, trabajaré, viviré con el gozo. Pocos o nadie sabrán o entenderán mi deleite; no importa. Amanece, es hora de irme a casa.
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS
Perú
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a mañana en que todo cambió había decidido quedarse un rato más de lo normal remoloneando en la cama, era su día libre y no se vería con nadie hasta entrada la tarde, por lo que podía desperdiciar, no, desperdiciar no, utilizar, el tiempo de la manera
en que mejor le pareciera. Así pensó hacer, se acomodó debajo de la manta luego de apagar de un manotazo la alarma sobre la mesa de noche. Movió la pierna izquierda un poco hacia su costado, hizo lo mismo con el brazo para que no le molestara el codo, se masajeó la nariz y tiró de la manta para taparse la cabeza, todo con los ojos cerrados pensando en lo bien en que se estaba allí y qué bueno que era poder quedarse un poco más si quien fuera que estaba hablando en ese momento hiciera un poco de silencio. Por eso le dijo: —Silencio —a la voz que escuchaba y pretendió volver a dormir. Pero no le resultó posible. Una vez que comenzó a pensar en quién sería ese a quien escuchaba hablar en su habitación, ya no pudo dejar de escucharlo ni de pensar en lo que escuchaba. Si no recordaba mal, cosa que no hacía, estaba solo. Claramente estaba solo. Sin embargo, alguien le hablaba. Abrió los ojos, recorrió el lado de la habitación en el que miraba en ese momento antes de girarse poco a poco sobre el colchón hacia la otra dirección, la habitación se encontraba vacía. Se inclinó por fuera de la cama y miro debajo de ella, donde sabía que no podía haber nadie porque no hay espacio suficiente. De todas formas miró allí también. ―¿Qué pasa? Se sentó y se tapó los oídos con las manos, pero la voz seguía allí. Como el dinosaurio, pensó. Se levantó, esquivó por apenas unos milímetros el volver a golpearse el meñique del pie con la pata de la cama, caminó tambaleándose hasta el baño y se miró en el espejo. Se encontró feo como siempre, más allá de eso y de las ojeras un poco más marcadas, nada parecía haber cambiado en lo que veía. Se lavó la cara, cepilló los dientes, escupió sangre como cada vez que se lastimaba las encías, pensó si tendría que bañarse o si podría hacerlo más tarde, cuando resolviera la molestia porque: 111
―Esto es una molestia. Pensó si alguien más podría escucharlo, pero no tenía a nadie a quien preguntarle en ese momento. Pensó también en que podría pedirle a alguien que viniera para comprobarlo, aunque eso no le aseguraría una respuesta adecuada. Además, había un detalle del que no terminaba de percatarse por completo, aunque desde que logró despertarse venía pensado en él en un segundo o tercer nivel de pensamiento. Diré “hola”, pensó y dijo: ―Hola. Pensó en repetir el experimento con otra palabra un poco más compleja y extraña que no cualquiera utilizara en la vida cotidiana común. Diré “avituallamiento”: ―Avituallamiento. Al escucharse ya no le quedaron dudas. La voz que escuchaba era la suya. Caminó por la habitación sacudiendo la cabeza creyendo que tal vez así lograría destaparse los oídos como esa vez en la playa en la que le entrara agua y se le taparon, tal vez por eso escuchaba todo como si estuviera a la distancia y en realidad escuchaba su voz porque en efecto estaba hablando, aunque sus labios no se movían. Podría ser eso o podría ser otra cosa. Claro que esto no se parecía en nada a lo que pasara en la playa. Sacudió la cabeza un par de veces más y dejó de hacerlo por temor a lastimarse las cervicales. ―No hay dudas. Soy yo, pensó. Y sí, soy yo. Pero saberlo y aceptarlo son cosas diferentes. Una cosa no implica la otra ni es una respuesta. No sé qué hacer, porque si es lo normal, pensaba mientras preparaba el desayuno, nunca nadie lo comentó antes y si no lo es, si no es lo normal, no sé qué es lo que hay que hacer para que se detenga y todo vuelva a ser normal. La leche en el fuego. No sé si tendría que ir a algún lugar a buscar respuestas. Atender para que no se hierva la leche. Es una única voz, es la mía, no son varias voces las que me hablan y me dicen qué hacer.
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Y no me habla, no me habló. Azúcar. Claro que una voz, donde antes no había ninguna, ya es suficiente. ―¿O no lo es? Genial, pensó. Ahora me hablo y me respondo solo. Sí que estoy mal. Mezcló el azúcar con el polvo para preparar infusión a base de café y jarabe de glucosa con colorante libre de gluten sin tacc hasta lograr una masa homogénea. Le molestaba el hombro otra vez, de seguro había dormido en mala posición nuevamente. Sentía el estómago revuelto como cada mañana, esta vez un poco más de lo normal, de seguro influenciado por la situación. El eco de una posible migraña, como las que aparecen cuando se encuentra rodeado de ruidos molestos, aunque se encontraba solo en la cocina, también estaba presente. Esta molesta voz que no deja de acosarme, pensó. Se sentó a la mesa y luego del primer sorbo al café le agregó un poco más de azúcar. Debía pensar en alguna forma de detener eso que ignoraba cómo había comenzado, porque tal vez de saber cómo era que había comenzado podría saber cómo detenerlo, como solucionarlo, porque siempre existe esa posibilidad. Claro que no sabía cómo había comenzado, pero: ―¡Basta! Se quedó en silencio, con la mente en blanco mirando el café sin pensar en nada. Con la mente en blanco mirando el café sin pensar en nada. Con la mente en blanco mirando el café sin pensar en nada. Descargó con furia el puño cerrado contra la mesa, lo que hizo que la taza se volcara, como sabía que sucedería porque ya le había pasado antes y había pensado en ese momento antes de dar el golpe, así como pensó en lo endebles que eran las patas de ese modelo de mesa plegable, pero de todas formas necesitaba hacerlo, necesitaba dar ese golpe. El café se derramó y cayó sobre sus piernas y su entrepierna, sobre la silla y el piso, impulsándolo a levantarse de inmediato buscando alejarse del dolor. A la silla y al piso los ensució, a él lo quemó de una manera que no recordaba haberse quemado jamás en su vida. Ni siquiera esa vez en navidad, a los siete u ocho años, no, siete no, ocho años, con 113
seguridad, cuando prendió mal una bengala y esta le quemó el pulgar izquierdo y tuvo que pasar el resto del verano esperando a que la enorme y dolorosa quemadura cicatrizara. Ni siquiera esa vez se había quemado tanto y ya ni siquiera podía distinguir la cicatriz en el dedo. Este dolor, el nuevo, el presente, el de ahora, era diferente, uno que sabía que duraría días, que no le dejaría dormir y lo único que haría en las largas noches de insomnio sería escucharse a sí mismo relatándole sus movimientos y sus pensamientos, cada pequeño cambio de posición, cada leve pensamiento. Y si de por sí ya le resultaba complicado dormir, a partir de esa misma noche todo se volvía una pura y simple: ―Mierda. Murmuró con lágrimas en los ojos. Lágrimas de dolor, pero también de impotencia y de bronca y de desesperación. Lágrimas que, al igual que la voz en su cabeza, no se detenían. Lágrimas reales, no fingidas como las de aquella vez en que pretendía convencer a...
JOSE A. GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
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rofesor Giovani, en este cuento encontré el excesivo uso del sufijo «mente». El relato en sí me gusta, pero no sé si está bien utilizar muchos «mente». Si al menos corrigiera eso, yo creo que el cuento sería bueno y estaría pasable. La
historia sí está en algo, es un tema muy literario, pero no soporto que existan en demasía aquellos sufijos que estropean cualquier cuento. Que, si mal no recuerdo, encontré un poco más de ochenta veces que comete aquellas imperfecciones. Hasta en una sola línea de cuatro palabras existen tres de ellas: «Ataqué cruelmente, justamente, deliberadamente». ¡Es terrible, la verdad! —dijo Lucas sujetando con las dos manos los papeles que contenían el cuento de Pablo, quien, con la cabeza agachada, parecía avergonzado—. Además, no me gustan las acotaciones entre corchetes que coloca al lado de las palabras raras o extravagantes. Me parecen una burla a la inteligencia del lector, es como si lo subestimara, y debemos tener muy en claro que los lectores no somos tontos ni ingenuos. Existen varias de aquellas acotaciones en todo el cuento, y creo que su presencia desmejora la presentación de este relato, que, en líneas generales, le falta mucho para llegar al dominio perfecto del lenguaje… Eso más que nada, profesor Giovani, eso desde mi punto de vista. El profesor Giovani, que dictaba un pequeño taller de escritura creativa de relatos en la capital de la provincia, les había explicado a sus alumnos que aquellos que lean atentamente los textos de sus compañeros tendrían un par de puntos adicionales al final del curso. El trabajo de Pablo, el joven escritor que ya había publicado un par de libros, era el que cerraba la jornada. Como él en su oportunidad dio con palos, sables y combas a los relatos de sus compañeros, todos ellos entonces estaban dispuestos a devolverle el favor. —Me parece un buen punto de vista, Lucas, es un buen detalle el que señalas —dijo el profesor Giovani—. Ahora te toca a ti, Mía, tú que siempre participas, ¿qué opinas del relato de Pablo? —Muchas gracias, Giovani, este cuentito titulado «El mal escritor», la verdad, para mí, cuando trato de entenderlo, me horroriza. No sé cómo se le 116
pudo ocurrir esto a Pablo, él que también es escritor y busca ser artista, pues lo único que se relata en este cuento es la decadencia de un escritor que no puede escribir, y todas sus oscuras consecuencias. Comparto la idea de que todos los malos escritores se vuelven críticos literarios, académicos o periodistas. Es decir, se convierten en una especie de parásitos que se alimentan de los trabajos de otros escritores; pero no me gusta cómo el narrador de este cuento lo expresa y lo explica, utiliza términos muy decadentes, y solo encuentro un panorama sombrío, desolador, horrible. Y eso que el narrador comienza llamándose «una promesa literaria», o algo así, y luego decae en la esterilidad literaria. Aristóteles desaprobaría que un personaje noble y bueno caiga en la vulgaridad y la desgracia, porque no es lo correcto. Además, este cuento está lleno de insultos, burlas, denigraciones contra los escritores; y lo digo en plural, porque ataca incluso a los cenáculos, las asociaciones y los circuitos literarios. Pero si Pablo ha buscado crear eso, creo que el cuento va por buen camino, aunque a mí me disguste o no me guste para nada. Sin embargo, es necesario recalcarlo, yo estoy de acuerdo con todas las observaciones de Lucas, pues aquellas imperfecciones que él reveló que existen, hacen mucho ruido al leer el texto. Pienso seriamente que deberían ser corregidos. Gracias, Giovanni. —Entiendo lo que quieres decir, Mía —dijo el profesor Giovani. Bajó la mirada para ver la lista de los estudiantes y, luego, alzando la mirada al frente, dijo—: A ver, Renzo, ¿qué tienes que decir del cuento de Pablo? ¿Qué encontraste? —Compañeros y maestro Giovani, lo que me incomodó del cuento, aparte de las observaciones que encontraron los que me precedieron, fue la falta de verosimilitud de la narración. Yo creo a carta cabal que Pablo se equivocó en elegir al narrador de dicho relato, que debió pensarlo mucho más antes de empezar a escribirlo. ¿Dónde se ha visto que un escritor que no puede escribir lo hace para narrar su desventura creadora? Si dicho narrador no puede escribir como tanto se queja, ¿por qué escribe un cuento de más de cuatro mil palabras solo para narrar aquella maldición? Yo creo que solo los narradores de oficio 117
podrían contar o narrar esa desgracia, pero no alguien que adolece dicha castración... Lo lamento por Pablo, pero es necesario que rehaga su cuento desde el inicio hasta el final. Solo así será un cuento logrado. Aunque la propuesta de este relato en sí es muy atractiva. —Es más de lo que esperaba, Renzo —dijo el profesor Giovani y, mirando a todos lados, ordenó—: ¿Qué opinas de «El mal escritor», Pery? Pery, vestida de dark y con gafas de abuelita, respondió: —A mí sí me gustó la historia. Me parece bien escrita y correctamente planteada. Pero lo que observaron mis compañeros también parece bien fundamentado. Por eso, creo que Pablo debería tomarlas en cuenta para que el cuento sea perfecto y me guste mucho más de lo que me gusta ahora. Gracias, profesor. —A ti, Pery —dijo el profesor Giovani. Observó a Pablo, todavía con la cabeza agachada, y a continuación dijo—: Debe ser porque es el último día del taller que faltaron tres estudiantes. Pero necesitamos continuar. Primero la opinión de Marco y después la de Mauricio. ¿Qué opinas del relato presentado, Marco? —Que es plagio, profesor, ese relato es de Roberto Arlt y su verdadero título es «Escritor fracasado». Forma parte del libro de cuentos El jorobadito de 1933. Yo admiro a Roberto Arlt y ese es uno de mis cuentos favoritos… Todos se miraron sorprendidos y de inmediato buscaron aquel relato en sus celulares. El profesor Giovani sujetó con fuerza, arrugándola, la lista de estudiantes. Su rostro se enrojeció como un tomate y se desfiguró como el papel consumiéndose en el fuego. «Trampa», alguien susurró. —¿Qué significa esto, Pablo? ¿Me puedes decir qué es lo que estás haciendo? ¿Cómo te atreves a cometer plagio? ¿Qué demonios pasa en tu cabeza? Todos vieron entonces que Pablo levantó la mirada, alzando la cabeza, y en sus labios se apreciaba una sonrisa de triunfo, como si aquel desenlace hubiese sido tan esperado por el supuesto estafador. Se puso de pie de un movimiento rápido y dijo: 118
—Solo fue un experimento, profesor Giovani. Quería saber los alcances de los talleres de escritura creativa, que, según ahora tengo entendido, son sorprendentes; desde un punto de vista son catastróficos, pero desde otros son inestimables y muy constructivos. Aquellos alcances ahora ya los tengo más esclarecidos y delimitados que al inicio. Kipling había dicho que nunca existirá «El cuento más hermoso del mundo»… Hoy más que nunca comparto dicha opinión... Por mi parte, creo que el relato de Roberto Arlt en el plano formal es una joya en su total dimensión; y, en el plano del contenido, es una fábula de gran enseñanza artística y vital, tanto que enseña toda una vida de muchas experiencias fuertes y trascendentales en solo pocas, pero muy valiosas páginas ficcionales. Por otro lado, ningún escritor sabrá a ciencia cierta cómo un lector ajeno y despiadado reaccionará ante su creación. En ese punto, la literatura es una ruleta rusa; a uno les vuela la tapa de los sesos y a otros solo les hace pasar un mal rato… Al terminar de lanzar aquel pequeño discurso, antes que alguien le responda o tome la palabra, Pablo salió deprisa del salón. Al hacerlo, hizo tambalear varios asientos.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO
Perú
Facebook:https://www.facebook.com/Francois-Villanueva-Paravicino-Autor105990861082782
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“Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombres, acaso un dios me engaña. acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión”. Jorge Luis Borges, “Descartes” (La Cifra, 1981)
icen que fue Platón en la Antigua Grecia uno de los primeros en cuestionarse la realidad del mundo en que vivimos. Para el filósofo griego nuestro mundo material no es más que una copia imperfecta y degradada del “mundo de las ideas”,
ubicado en el “lugar más allá del cielo” (topos hiper uranos). Pasarían casi 20 siglos para que René Descartes retomara estas ideas con su “res extensa” y “res pensante”. En el siglo XX Jonathan Dancy ideó el “Experimento Mental del Cerebro en un Frasco” que se resume en la siguiente pregunta: ¿cómo sabemos que no somos un cerebro en un frasco y que toda nuestra vida no es más que la construcción que hace ese cerebro a partir de los estímulos que recibe en el frasco? Estas ideas y experimentos mentales divirtieron a filósofos, pensadores y escritores de ciencia ficción durante siglos. También vale decirlo inquietaron a muchas personas. Pero no fue hasta finales del siglo XX cuando la población general comenzó a tomar en serio esta posibilidad. El desarrollo de la Informática había dado origen a la Realidad Virtual. Si nuestra especie era capaz de crear mundos simulados en donde seres virtuales podían interactuar entre sí o con los usuarios que se conectaban, ¿qué impedía que otra especie o la nuestra del futuro no lo estuviera haciendo ya, y que fuéramos nosotros los seres atrapados en la simulación? Fue el filósofo del siglo XXI Nick Bostrom quién aterró a millones de personas con su “Trilema de la Simulación”. Planteó que si en el futuro la humanidad quisiera estudiar la evolución de su civilización, la forma más fácil sería crear un universo simulado poblado por Inteligencias Artificiales que creyeran vivir en el mundo real y que se comportaran como lo haría un ser humano en su vida cotidiana, sin saber que su mundo está siendo observado, 121
medido, grabado, manipulado y estudiado por sus creadores. Desde entonces, cientos de investigadores se han abocado a la tarea de desmentir esta teoría. El punto más fuerte es la incompatibilidad entre la Relatividad y la Física Cuántica. Las leyes que parecen regir el mundo subatómico y el Mesocosmos son diferentes. Es como si el universo tuviera dos programaciones, algo ilógico y poco práctico en una simulación computarizada. La Teoría del Caos, el comportamiento arbitrario de los electrones y otras partículas subatómicas, la doble rendija, la imposibilidad de predecir al mismo tiempo la posición y el estado de una partícula… Todas esas ideas se usaron durante siglos para llevar tranquilidad a la humanidad. Pero no se puede vivir para siempre bajo la protección del Sesgo de Confirmación. Desde el siglo XXI que la ciencia viene descartando las hipótesis y descubrimientos que apuntan en otra dirección. Hoy, después de muchos años de trabajo, he dado con la respuesta. Lo que he descubierto acaso sea el último descubrimiento de esta versión de la humanidad. No voy a ahondar en mi presentación. Después de publicar mis investigaciones ya nada va a importar. Solo diré que soy un Físico de Partículas, con especializaciones en Astrofísica, Física Teórica y Experimental. Mi trabajo se orientó al estudio de las leyes básicas que rigen el mundo subatómico. Haciendo caso omiso a las recomendaciones de mis mentores, y poniendo en riesgo mis becas y financiaciones a proyectos, me propuse revisar viejos papers y teorías descartadas en los siglos anteriores. Encontré coherencia en muchas de ellas y me propuse comprobarlas. Mi trabajo dio sus frutos cuando encontré que no existe tal incompatibilidad entre las leyes que rigen el microcosmos, el mesocosmos y el macrocosmos. Para decirlo de otra manera: hay una sola programación, solo que está disfrazada para que no la veamos. La Teoría del Caos o el aparente libre albedrío de las partículas subatómicas no es más que un orden elaborado para ser visto a una escala más amplia. Una escala que para nosotros sería de miles a millones de años, pero que para nuestros “programadores” solo es de segundos a 122
minutos. En definitiva: no solo es posible que nuestro universo sea una simulación, sino que mis descubrimientos apuntan a que no hay otra forma de explicar su programación. ¿Qué pasará ahora que he descubierto la verdad? Bostrom lo dejó bien claro en su hipótesis: si los seres simulados toman consciencia de su realidad, los programadores querrán ahorrarse los dilemas éticos que esto conllevaría de seguir avanzando y se limitarían a apagar la simulación. Creo que ya empezó. Desde hace unos días observo fallos en la realidad: objetos que se quedan congelados por segundos en el aire, comportamientos erráticos de seres vivos, cambios en el color de algunos elementos, tengo recuerdos de personas que los demás me dicen que no existieron y viceversa, y hasta me pareció ver en el cielo por unos segundos un código de programación. La simulación está a punto de ser apagada. Siento que hoy es la noche de los tiempos. La vida llega a su fin, pero no solo la mía sino la de todo este universo. Mi visión se vuelve borrosa y todo a mí alrededor parece derretirse. De pronto, la oscuridad absoluta. Y el silencio. ……………………………………………………………… …………………………………………… …………………………….. …………………… …………. ….. .. . Y de repente una nueva luz. Es como un Big Bang explotando en mi cerebro. Luces de colores que jamás había imaginado. Me trasladan a otro lado. Siento que mi mente viaja fuera del universo. Desperté en lo que parece una cama de hospital. Dos personas se acercan
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y me miran con sonrisas en el rostro. Me arde la vista, siento entumecimiento muscular y mi corazón se está acelerando. Pero uno de ellos me habla con una voz que me trasmite confianza. No te esfuerces demasiado, ya te irás acostumbrando a este mundo. ¿Dónde estoy? les pregunto. Fuera de la simulación me responde el otro sujeto. Ya te lo explicaremos. Cuando estuve en mejor estado me llevaron a un salón y nos sentamos en lo que parecía una mesa redonda y muy alta. Nuestra civilización colapsó hace años luego de una sucesión de catástrofes que diezmaron a la población comenzaron a explicarme. Para sobrevivir y evitar la extinción recurrimos a la clonación. Al principio los clones nacían como infantes desprotegidos a los que había que cuidar y educar durante años antes de que pudieran trabajar para mantener a la sociedad. Luego descubrimos como clonar adultos. ¿Soy un clon entonces? pregunté. Así es me respondió el sujeto que había hablado en primer lugar . Pero eso no te hace inferior a los demás. Los clones son una parte importante y valorada de nuestra sociedad. Pero el problema no se solucionó con la creación de clones adultos intervino el segundo. Todavía faltaba el tema de su educación. Implantarles una memoria artificial de una vida que no vivieron nos pareció una opción poco ética y que podía afectar su salud mental. Por eso optamos por colocarlos en una simulación. Para ustedes serían años de vida y aprendizaje, pero para nosotros solo serían minutos u horas. Sabemos que el clon está listo para ser despertado cuando sus conocimientos y comprensión han avanzado lo suficiente como para llegar a cuestionar la realidad. El descubrir que se está viviendo en una simulación
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es el paso final para poder salir de ella. ¿Soy el “cerebro en un frasco”, entonces? Parece que no entendieron la referencia porque se quedaron mirando desorientados. Mi mente tenía mucha información para asimilar. Primero había descubierto que vivía en una simulación. Ahora descubría que soy un clon creado para trabajar en una civilización humana que busca sobrevivir a la extinción. Bostrom se equivocó: no nos crearon para estudiarnos sino para que les ayudáramos a sobrevivir. Los que debemos estudiarlos somos nosotros. Les iba a pedir un trago, pero en lugar de eso hice otra pregunta: ¿Qué pasó con las demás personas de la simulación? ¿Solo me vieron desaparecer? No había nadie más. La gente que veías solo eran NPC, personajes secundarios sin consciencia propia, programados para interactuar con tu persona. Cada clon tiene una simulación propia y personalizada, porque cada cuál debe descubrir la realidad a su manera. Como te interesaban las ciencias lo hiciste por esa vía, pero otros lo hacen desde la filosofía, las interacciones sociales e, incluso, encontrando falacias en el lenguaje. Esto se volvía cada vez más fascinante. Tenía una pregunta más para hacer. El universo virtual en el que viví, ¿fue creado a imagen y semejanza del real? No me respondieron, era uno de los tantos universos posibles. Cada clon vive en un universo simulado con leyes físicas propias, pero posibles de existir en los multiversos. Entonces, ¿las leyes físicas son diferentes en este universo? Querido amigo me respondieron, tienes mucho que aprender. Creíste que habías hecho el descubrimiento final. Ahora comprenderás que queda 125
mucho por descubrir. Un viaje fascinante de exploración y conocimientos te espera. En ese momento las ventanas de la habitación se abrieron y pude ver un universo de colores, formas e interacciones que no hubiera imaginado nunca en mi vida. En mi anterior (interior) vida me refiero.
LUCIANO ANDRÉS VALENCIA
Argentina
Instagram: https://www.instagram.com/luciano.andres.valencia/
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«¿Es brillante dónde estás? ¿Han cambiado las personas? ¿Te hace feliz? Eres tan extraño. Y en tu hora más oscura. Guardo llamas de secretos. Puedes ver el mundo devorado en su dolor »
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The Beginning is the End is the Beginning, Smashing Pumpinks.
a torre donde mora el rey arconte esta custodiada por decenas de hecatónquiros. Seres gigantescos de cien brazos y cincuenta cabezas. Capaces de estirar sus extremidades y con la fuerza de veinte elefantes. Aun así me acerco.
A lomos de Dranzer el valor crece. Si hay una criatura que es dueña de
los aires esa es el grifo. Mitad águila, mitad león. Bestia sabia y poderosa. Me sujeto con fuerza de su grueso cuello lleno de plumas color bronce. Nos abrimos camino entre el mar de brazos que se alargan para intentar derribarnos. Con la espada rebano miembros con frenesí. Recuerdo las enseñanzas de mi maestro: “La no mente es poderosa, deja de ser para que sea en ti”. Respiro y al exhalar mi arma se hace tan veloz que parece líquida y corta, cercena sin piedad. Entonces se abre un hueco. —¡A la carga Dranzer! —grito antes de emprender la acometida. Mi compañero es el último de su especie. Extintos están los unicornios, los centauros, los elfos, y nadie ha visto un fénix en doscientos años. Los humanos son ganado. El arconte se alimenta de sus emociones negativas. No pueden ayudarme. Duermen eternamente en la granja-prisión. Solo si tengo éxito podrá cambiar el futuro. Entramos. La sala del trono está llena de estatuas con figuras reptilescas. Seres humanoides con ojos viperinos, colas largas y escamas talladas en piedra. El monarca yace en un sitial de oro y diamantes. Me observa con sus ojos redondos, cocodrilescos, amarillos. —Me has ahorrado la molestia de ir por ti su voz resuena por todo el salón. 128
—He venido a ponerle fin a esto. —Pronto terminará —replica y transmuta en Kur. Un dragón con cuerpo de serpiente, melena de león y cola de alacrán. Yergue su cola y de ella lanza un rayo que impacta en mi fiel amigo. Un aullido de dolor corrompe el silencio. Me arrodillo para abrazarlo. Él deja escapar una lágrima antes de cerrar los ojos. El suelo se tiñe de carmín. Ha muerto el último grifo. Mi corazón se llena de odio lo que hace que mi enemigo se haga más grande. De su hocico arroja una llamarada. Ruedo hacia mi derecha buscando evitarla. No me ha dado. Me lanzo hacia mi adversario con la espada erguida, a toda velocidad y después de un salto en el aire, la dejo caer sobre su cabeza, que se desprende de su cuerpo. La sangre que brota de su cadáver es brea, más oscura que la peor de mis pesadillas. Le miro a los ojos. Me muestra a mis hermanos. Disparándose unos a otros, protegidos en trincheras, llenos de mugre, sudor y sangre. Veo también una ciudad explotando y todo a su alrededor haciéndose cenizas. Una farola humeante y dos torres que caen. Una mujer desnuda y sin vida en una carretera. Un hombre sin brazos ni piernas colgado de un puente. Después veo a un individuo. Sentado, escribiendo en un papiro. Se da la vuelta. Soy yo. —Ahora también me alimentaré de ti.
J.R.SPINOZA
México
Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza/ Instagram: @winchesterrudy Twitter: @r_spinoza
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eticia solo podía contemplar con resignación como los obreros terminaban la construcción de la torre. Hace dos años, su padre había recibido una carta y de inmediato había ordenado levantar aquella imponente mole de piedra. Leticia sabía que el propósito
de su padre era encerrarla en ella. El día que Leticia cumplió dieciséis años no hubo ninguna celebración. Los peones llenaron de víveres y demás cosas necesarias los pisos inferiores de la torre. Su padre le dio un abrazo y un beso en la frente, luego la obligó a entrar en la torre en compañía de sus dos doncellas de servicio y los obreros sellaron la puerta con piedras y argamasa. Desde la única ventana ubicada en el último piso Leticia pudo ver cómo su padre, en compañía de sus caballeros, se marchaba para la guerra. Aquella tarde las dos doncellas lloraron su triste suerte hasta que se quedaron dormidas. Durante los días siguientes Leticia trató de sobrellevar su inevitable encierro. No les faltaba nada... tenían libros, madejas de lana para tejer, hilo para bordar, alimentos, agua, vino y leña para varios meses... sin embargo el encierro era tan amargo. Leticia pasaba las tardes contemplando el horizonte y esperando el regreso de su padre. Una tarde divisó a una horda de zombis acercándose, entonces supo que su padre y sus caballeros no habían podido detenerlos en la frontera. Pero la torre resistiría. Leticia alertó a sus doncellas, preparó su ballesta y lanzó la primera flecha... ¡Tiro perfecto, directo a la cabeza!
LILIANA CELESTE FLORES VEGA
Perú
Blog: Memorias de una Dama Blanca http://lilinaceleste.blogspot.com Facebook:https://www.facebook.com/lilethoficial
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«A la estancia de Triptólemo sube la humanidad con su familia: Consejo, Ayuda, Clemencia, Favor, Sufragio, Socorro, Salvamento, Consuelo…» Giordano Bruno (1548 – 1600)
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EN UN FUTURO CERCANO ras años de meticulosa preparación la humanidad se disponía a llegar a Marte. En la rueda de prensa previa al despegue, los cuatro astronautas la comandante de vuelo Christina McClain, norteamericana, y los pilotos Serguéi Ivanishin, ruso; Luca
Cristoforetti, italiano; y Liu Zhigang, china respondieron a algunas preguntas. Sabemos que Marte no está habitado por extraterrestres, pero, en el
hipotético caso de que se encuentren con alienígenas, ¿qué les dirían? preguntó un periodista. En la sala de prensa se escucharon unas risas. Bueno respondió la comandante, supongo que les invitaríamos a visitar la Tierra y seguro que les pediríamos la receta de alguno de sus platos más sabrosos; estoy segura de que por allí lejos también saben cocinar. Las risas aumentaron de volumen. Poco más de cinco meses más tarde la nave Fearless aterrizaba en Marte. La tripulación descendió, y, tras los vítores y felicitaciones recibidos desde el Centro de Control en la Tierra, comenzaron la misión. Sin embargo, en lugar de realizar tareas de exploración y recogida de muestras marcianas, los cuatro astronautas interrumpieron la comunicación con la Base simulando interferencias por una tormenta de arena inexistente y se dirigieron directamente tras unas colinas escarpadas, cercanas al punto de aterrizaje. Era como si supieran de antemano lo que se iban a encontrar, y, retirando unas piedras del suelo, activaron un interruptor que se encontraba bajo tierra. En la ladera de la colina se abrieron unas compuertas camufladas y entraron los cuatro astronautas. Descendieron varios niveles y tras unos minutos, al abrirse las puertas del 133
ascensor, llegaron a una ciclópea cúpula subterránea; allí les estaban aguardando. Bienvenidos, hermanos les dijo Dar'ho, el líder de los marcianos, saludándoles con un tradicional abrazo ghaa'dyn. [2] Los marcianos envidiaban la Tierra: su clima, su atmósfera, su campo magnético, su inagotable biodiversidad, y, sobre todo, su abundante agua. Marte tuvo todo eso pero hace ya una eternidad. Ya se ha borrado de aquello todo vestigio. Todo lo que saben de aquella próspera edad es lo poco que les ha llegado de los viejos manuscritos y registros psíquicos de sus antepasados. Por eso tuvieron la idea descabellada para unos, imposible para otros y utópica, en definitiva, para todos de viajar a la Tierra, a pesar de los riesgos y a pesar, sobre todo, de los humanos que en ella habitaban. No les cabía otra opción. Su planeta agonizaba y ellos con él. «Fueron errores involuntarios del pasado, no tenían otra elección», argüían algunos; «aún podemos enmendarlo», exclamaban obcecados unos pocos gerifaltes, intentando aún justificar las acciones inconscientes de aquellos dirigentes de antaño que causaron el minado progresivo de Marte y les llevaron a donde se encontraban en la actualidad: al borde del abismo y de la extinción. Sin embargo había un problema: su tecnología aeroespacial no era, ni remotamente, lo suficientemente adelantada como para poder transportar a la Tierra a toda la marcianidad a decir verdad no disponían de ninguna tecnología aeroespacial, tal y como los humanos la entendemos; lo cierto es que los marcianos se movían a otro nivel, tecnológicamente hablando; ellos eran mundo más… digamos psíquicos, en comparación con nosotros, así que solo pudieron hacer una cosa: idearon un plan suicida y construyeron un artefacto e’moshi, de modo que haciendo uso de la poca energía planetaria que aún disponía Marte, lograron transmitir la psique marciana a los hijos aún por nacer de algunas madres terráqueas recién embarazadas, de forma que los recién nacidos, unos nueve
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meses terrestres más tarde, fueron de apariencia humana pero de psique plenamente marciana, convirtiéndose así en agentes secretos humano-marcianos en pos de una misión de supervivencia, se podía decir. Ellos fueron los artífices de que, unos cien años después bueno, ellos no, sus descendientes psíquicomarcianos y biológicamente-humanos, se consiguieran dos cosas imprescindibles: primera, que la humanidad viese con buenos ojos la supuesta vida extraterrestre inteligente y que incluso trabajara en pos de un hipotético contacto humano-alienígena; y, segundo, que se propulsara el avance tecnológico aeroespacial en la Tierra de modo que la marcianidad pudiera aprovecharse de los nuevos prototipos de naves estelares humanas para poder llegar hasta nosotros, todo ello por propia iniciativa humana, aunque la idea fuera inducida, no obstante, por los agentes humano-marcianos infiltrados entre la humanidad. [3] La reunión se celebró en la sala del Concilio en presencia de los Ancianos y de los Principales de todos los clanes marcianos. Junto a ellos, en un puesto preeminente de la sala, se encontraban también los cuatro astronautas humanomarcianos. Celebramos vuestra llegada según lo previsto, hermanos les dijo Dar'ho a los astronautas. Después de tanto tiempo, por fin vemos luz al final del túnel. ¿Habéis tenido algún problema? Ninguno fuera de los previsibles, Sumo Engal'e le respondió la comandante McClain. Bien entonces, el tiempo apremia, prosigamos el plan; pero ahora celebremos la llegada de nuestros hermanos exclamó el líder dirigiéndose a toda la asamblea. Y los allí presentes dieron muestras de efusiva alegría y beneplácito y, uno por uno, les agasajaron con el tradicional abrazo ghaa'dyn y les ofrecieron suculentas viandas biosintéticas.
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Antes de regresar a la Fearless los cuatro astronautas se reunieron con los Ancianos para acordar las siguientes fases del plan. [4] Una vez en la superficie de Marte los astronautas reanudaron el contacto con el Centro de Control en la Tierra y dieron comienzo a la recogida de muestras marcianas tal y como se preveía en la misión espacial. Dos soles marcianos más tarde, una mañana de cielo claro, los cuatro astronautas, reunidos en la cabina de la Fearless, contactaron con la Base. ¿Todo listo, hermanos? preguntó la Comandante McClain. Todo listo le respondieron Ivanishin, Cristoforetti y Zhigang. Bien… y activó la transmisión por turboradio, un sistema novedoso de comunicación recién inventado en la Tierra que evitaba el tradicional retardo en las comunicaciones Tierra-Marte ¡Atención, Base, aquí la Fearless!; Base, aquí la Fearless… ―Sí, Fearless, aquí Centro de Control, informe. ―Base, aquí la Fearless. Hemos contactado con vida inteligente. Repetimos, hemos contactado con vida inteligente informó la comandante McClain. A partir de ese momento los acontecimientos se desencadenaron. La comandante McClain explicó a la Base la situación desesperada en la que se encontraban los marcianos, y que estos los restos de una civilización pacífica y avanzada aunque incapaz de viajar a nuestro planeta ni a ningún otro por sus propios medios, y ahora agonizante solicitaban humildemente asilo. Se trataba, sin duda, de una situación excepcional, y por ello se organizaron en la Tierra reuniones urgentes al más alto nivel planetario y finalmente se acordó que, si bien los humanos no podíamos acceder de inmediato a la petición de socorro de todos los marcianos pues no disponíamos de las naves
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suficientes para transportarles a todos de una vez, sí podíamos permitir que una pequeña delegación diplomática suya pudiera entrar en nuestro planeta, de modo que se pudiera acordar con ellos el método más eficaz y útil por ambas partes para solventar su problema. Eso no quitaba, naturalmente, que pudiera ser enviada en los próximos días desde la Tierra una misión humanitaria con el material sanitario y de primera necesidad que precisaran. Los marcianos, naturalmente, aceptaron, pues todo aquello se ajustaba a la perfección al plan previsto por ellos. Los marcianos no respiran oxígeno, la atmósfera de Marte con una presión media en la superficie de 0,600 kPa, frente a los 101,3 kPa terrestre, está compuesta principalmente por dióxido de carbono (al 95%), nitrógeno (al 3%) y argón (al 1,6%); por ello la tripulación de la Fearless, ayudados por algunos hermanos, tuvieron que acomodar algunas de las cámaras presurizadas de la nave y transformarlas en habitáculos capaces de mantener el soporte vital de los nuevos visitantes. Finalmente, fueron tres los marcianos que viajaron a la Tierra en la primera misión diplomática interespecies humana-marciana; el líder Dar'ho era uno de ellos. [5] El tiempo pasa volando y aquello parece que fue ayer, pero hace ya casi diez años que los marcianos se establecieron en una estación espacial próxima a la Tierra la más grande e innovadora hasta la fecha que fabricamos ex profeso para mantener los parámetros de habitabilidad que ellos precisan para vivir. Visto con perspectiva, la cooperación interespecies fue, sin duda, lo mejor que nos pudo pasar a ambas culturas y que nos ha permitido avanzar tanto técnica como psíquicamente. Por ejemplo, mientras ellos nos ofrecieron adelantos científicos inimaginables, nosotros les ayudamos a reacondicionar Marte de modo que pudieran, en un futuro más o menos cercano, volver a habitar en él. Hubo sus pequeños roces, no lo niego, sobre todo al principio. Ambas especies tuvimos que acostumbrarnos a tratarnos y a aceptarnos mutuamente, 137
sobre todo en lo que respecta a nuestras grandes diferencias psíquicas y, de manera señalada por nuestra parte, nuestro asombro y, por qué no decirlo, nuestros prejuicios humanos para llegar a aceptar plenamente a seres con un aspecto físico tan diferente al nuestro; pero debo reconocer que hubo buena intención por ambas partes. En cuanto a la comandante de vuelo Christina McClain y los pilotos Serguéi Ivanishin, Luca Cristoforetti y Liu Zhigang, fueron recibidos como héroes, naturalmente, pues, a pesar de haber desvelado su naturaleza mestiza humano-marciana, a todos los efectos se les consideró los primeros humanos en pisar Marte.
¿Qué sintió cuando se reunió con sus hermanos?, ¿qué tiene que decirnos, comandante McClain? le preguntó un periodista en una de las múltiples entrevistas a las que se vieron obligados a someterse los cuatro astronautas.
Bueno, éramos conscientes del riesgo que corríamos, pero confiábamos en nuestros hermanos y en su plan para salvar a la marcianidad. Sin embargo hay algo que sí debo aclarar
dijo la comandante McClain. ¿Y de qué se trata, comandante? Mis hermanos cocinarán muy bien, no lo dudo, pero donde esté la cocina terráquea que se quiten las viandas biosintéticas marcianas. Y las risas inundaron la sala de prensa.
LUIS J. GORÓSTEGUI
España
Blog: https://observandoelparaiso.wordpress.com/ Twitter: https://twitter.com/ObservaParaiso
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“simplemente cansado del cansancio/ del harto tenso extenso entrenamiento al engusanamiento/ y al silencio” Cansancio, Oliverio Girondo
ostengo el mate tibio mientras sigo con la almohada pegada a la cara mirando desenfocadamente un punto específico de la pared. Imagino cómo me vería desde afuera sentada, tomando mate y colgada en el espacio en blanco de una habitación. Supongo que
debo verme como un cuerpo encorvado, una cara hinchada con labios pálidos y ser un concepto de pelos indomables que se desparraman por el aire y que son más pelo que cabeza. Los músculos, todavía, están tiesos y no admiten mucha movilidad. Siento la música y dejo que me permita zarandear, poco a poco, el cuerpo, pero no tanto. Intento cantar o, al menos, tararear la letra de la canción que está sonando, pero mi voz está rasposa y las cuerdas vocales parecen como si estuvieran aplastadas contra la garganta, lo que hace que me quite las ganas de emitir cualquier tipo de sonido. Por las mañanas nunca me gustó dirigirle la palabra a nadie, es como si esa sensación de garganta aplastada se me fuera a todo el cuerpo y la boca, la cara, todo, todo lo que se necesita para poder pronunciar una palabra y establecer una conversación estuviese pegoteado a un estado somnoliento. Pienso en la gente que se levanta y tiene a alguien al lado que lo obliga a no tener cara de muerto y lo compadezco. Pobre quien se enfrenta desde tan temprano al mandato de responder, aunque sea con un simple “mmh”, a las preguntas de rutina mientras recibe, como puñetazos, un mate tras otro, de los que, encima, tiene que tomar rápido y sin disfrute para poder llevarle el ritmo a esa otredad que no para de hablarle. No quisiera estar nunca ahí. Ahora estoy en silencio, qué privilegio. Aunque, en realidad, no del todo: hay música sonando, pero eso me gusta. La puse por una decisión (que creo) personal y hace que, al menos, me dé un motivo para pronunciar las primeras palabras del día de otra forma. Ahora, tomo el mate 140
tibio tirando a caliente, como siempre me gustó y no en una temperatura que te deja sin lengua. Lo tomo a un ritmo pausado o intercalando entre lo pausado y lo rápido, pero sabiendo que ese ritmo se adapta de acuerdo con cómo lo necesite tomar. Pienso, nuevamente, en que estoy mirando un punto fijo de la pared de forma perdida mientras sostengo un mate y escucho sonar la música. Supongo que la música que estoy escuchando ahora es la música que quiero escuchar en este momento ¿Será la que escucharé siempre? ¿O se irá perdiendo a través del tiempo sin que pueda darme cuenta de eso? ¿Qué pasaría si me olvido de estas melodías y después de mucho tiempo, un día, me acuerde de una canción, la vuelva a escuchar y diga: “Uy, esa canción”? Y ahí se me vengan a la memoria esos días en los que tomaba mate por la mañana mientras miraba perdidamente un punto fijo de la pared y pensaba en todo esto. Hace, por lo menos, un año que mi vida es igual. Los días conservan el mismo color desde entonces: los domingos son de replanteo y de desayuno en la cama y se parecen, por la mañana al amarillo y, por la tarde, al negro; los lunes, en cambio, los veo en una tonalidad de grises y anaranjados y yo estoy en un estado de total resignación para enfrentar la semana: todo me cuesta el triple; los martes son, más bien, rojos y ahí ya voy entrando en calor y asumiendo la rutina semanal; los miércoles vuelven a ser anaranjados, pero de un anaranjado con un matiz distinto al del lunes y así ad infinitum. Por suerte ya naturalicé que las cosas son, más o menos así, pero, de repente, me agarra la abstracción de todo, caigo de cara y digo: Esto no puede ser la vida, vivir tiene que ser otra cosa. Siento que a veces vivimos como ajenos sobre un mito de lo que creemos que es la vida, porque, en realidad, cuando la vivo, me doy cuenta de que no se parece en nada a lo que siempre creí. Podría suponer, más bien, que la vida es una cosa un tanto ordinaria que se va construyendo cotidianamente desde un punto establecido en el que alguna vez caímos y no llegamos a conocer del todo bien para ir hacia otro punto del que menos noción tenemos. 141
Creo que no me queda otra que tener que aceptar eso si quiero que mi paso por la existencia sea menos insoportable. Pero hay una parte de mí que se niega a hacerlo, como si esa parte quisiera complicarlo todo y se negara a aceptar la llanura de las cosas. A veces siento que mi mente actúa como si desconociera cualquier intento de asentamiento, como si su estado natural sea el de vivir saltando de una crisis a otra. En otras ocasiones, si miro bien y le doy un ajuste de tuerca a la cosa, llego a la conjetura de que, quizás, esa idea que tenemos de estabilidad no existe, que solo es parte del mismo relato mitológico que nos contamos para intentar conceptualizar lo que creemos que es vivir. Intuyo que no es posible llegar a ese ideal de lo estable. O quizás sí, pero solo pueden hacerlo aquellos que aceptan la creencia de que vivir es vivir y ya, sin darle tanta vuelta al asunto. A veces me gustaría tener la misma capacidad perceptiva que tiene una piedra. Qué privilegio sería poder pensarse siempre en el mismo plano de las cosas. Ahí, tendría el beneficio de cambiar, (porque, inevitablemente, todo cambia con el más mínimo movimiento), pero sin llegar a darme cuenta enteramente de eso. De esta forma, no todo en mí implicaría un proceso de metamorfosis radicales que me dejan por años estoqueada en el medio de la vida. Quizás, no siempre, haya que darle tanta vuelta a las cosas o ir tan al fondo de algo, porque, en el fondo, nunca hay fondo, nunca hay nada. Las cosas son siempre, más o menos, lo mismo, tanto en lo hondo como en la superficie. Siempre sucede que, cuando me estoy por cansar de algo, mi concepción del objeto de cansancio cambia muy de repente, de un día para el otro y eso hace que a veces me dificulte reconocer qué fue lo que pasó en ese lapso, qué hizo que todo cambie tan así. En verdad, si lo pienso bien, creo que eso ya me había empezado a cansar mucho antes, pero no me di cuenta o, más bien, no quise darme cuenta para que el cansancio no me cansara tan rápido. Todo este momento de mate, espacio en blanco y música flotando en el aire se enmarca dentro de una especie de cuadro semántico que me parece perfecto, pero, ¿por cuánto tiempo más podrá serlo? ¿Qué va a pasar cuando lo 142
perfecto cambie de significado y me canse del contenido que lo rellena? Y si me empiezo a cansar de mi propio yo, ¿qué va a ser de mí? Me asusta la idea de pensar que, a donde sea que vaya, siempre voy a estar yo, que siempre me voy a encontrar con el mismo cuerpo, los mismos huesos, los mismos deseos, los mismos agotamientos. Pienso, incluso, en qué va a pasar cuando hasta el propio cansancio se haya cansado y ahí ya no haya escape, porque el escape sea lo que más me remita a mí. Ahí, claramente, la liberación no va a estar en la huída, porque huir implicaría ir hacia mi más íntima esencia y eso es lo que menos quisiera hacer. Pero todo está en ese ahí y, siempre, aunque quisiéramos perdernos y enterrar en lo más profundo lo que somos, viene lo que no somos a decirnos que escaparnos de nosotros mismos puede ser fatal. Tengo miedo, miedo de llenar la hoja de una idea que dentro de poco me parezca inútil. Todo está dicho, todo está vivido, todo está escrito, pero la desdicha, lo dicho y lo no dicho sigue siendo lo mismo y se reconceptualiza, una y otra vez, en el vacío, en el hartazgo, en el agotamiento de las cosas. ¿Qué hago con tanto cansancio? ¿De qué lo disfrazo? ¿Cómo transformo la resignación de no poder resignificar para que esas cosas no queden en el olvido? En realidad, creo que nunca se olvidan, pero la distracción nos hace pensar que sí. Intuyo que nos distraemos para no cansarnos excesivamente de nosotros mismos. Quizás, si lo pienso bien, puede que la distracción sea uno de los elementos fundamentales de la supervivencia, pero, ¿qué sucede cuando hasta la conciencia te concientiza de la misma distracción y no querés distraerte para mantener todo bajo control? Si no estuviese pensando en que algún día este momento que creo -o creía- perfecto me llegara a cansar, ¿hubiese dado la posibilidad de mirarle esa cara de cansancio a estas cosas? ¿O es esa posibilidad, justamente, la que las transforma y les permite el no cansancio? Vivo en el cansancio. Soy un cúmulo de cansancio, una monotonía, que está cansada de ser monótona y que se cansa de los cambios. Soy un 143
metacansancio que se encuentra siempre con la misma cara, con las mismas manos, las mismas manos que sostienen a las mismas cosas, o a cosas diferentes que, en definitiva, remiten a lo mismo y que, por remitir a lo mismo, me cansan. Pienso que siempre pierdo el eje, pero, también, lo que me da eje es lo que siempre me pierde en el cansancio ¿Será entonces que tengo que actuar a través de una regulación de grados e intensidad en hacer lo que hago para ser? ¿Será que en verdad no es necesario hacer todo ahora para llegar a ese tal lugar? ¿Quizás, sea necesario salir un poco de mí misma para después volver a crear el sentimiento de extrañar lo que soy? ¿Y si, en verdad, vivir es un ciclo continuo que implica cansarme y des-cansarme una y otra vez de mí? Si digo que ahora estoy cansada de ser, cansada de estar, cansada de permanecer, cansada de escapar, pero que, al mismo tiempo, este cansancio es lo único que me permite desnaturalizar y hacer renacer lo que me cansa, ¿podría decir que el cansancio en sí no es lo que agota las cosas? ¿O lo que me tiene cansada es el hecho de ir y volver sobre la misma monotonía? ¿Por qué siempre vuelvo a la misma monotonía? ¿Me gusta la monotonía? ¿Es, en realidad, una monotonía? ¿Por qué le digo monotonía a cosas que dejo por un tiempo para luego volver? Si eso fuera una monotonía significaría que esas cosas serían algo permanente, pero ahí dije que es algo de lo que siempre voy y vuelvo. Por lo tanto, no todo lo que conforma eso que llamo monotonía es siempre monótono. ¿En realidad lo que me cansa no es el cansancio? ¿Estoy disfrazando tanto cansancio en una excusa para no aceptar la insatisfacción que tengo de la vida? ¿Estoy descreyendo de las cosas que me dan la creencia de que me sostengo de algo? ¿Estoy nombrando el cansancio en un pretexto para crear una razón que me permita huir y (des)cansarme, nuevamente, en otro tipo de soledad?
LOURDES CUCCO
Argentina
Instagram: lulacucco
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V
arios vecinos se asomaron a los balcones curiosos al oír los gritos que provenían de la calle. ¡No al cierre de Retel! Vociferaba un grupo de ciudadanos que se dirigía hacia la
puerta del ayuntamiento. Ignorando el griterío, un pequeño grupo urdía una trama en la oscuridad de un cercano callejón. Llevaban semanas observando todos los movimientos de la que sería su primera víctima. Había sido elegido al azar, y al comprobar que entraba y salía solo del edificio donde residía, todos estuvieron de acuerdo en que era la víctima perfecta. Cris llevaba poco tiempo en el grupo y recordó como una tarde mientras tomaba un café en una cafetería, oyó a dos de sus miembros hablar de sus intenciones. —Serán estúpidos —pensó— cualquiera podría haberlo escuchado. Les había seguido sin que se dieran ni cuenta hasta la entrada del local donde se reunían. Cris era astuta e inteligente, y empezó a observar los alrededores del lugar. La suerte le acompañaba. Justo enfrente, había un apartamento en alquiler. Anotó el número de teléfono y se marchó a su casa rápidamente. En tan solo dos semanas, estaba instalada en el apartamento. Desde allí podría controlar las salidas y entradas de los miembros del grupo y tramar su estrategia para acercarse a ellos. Una de las tardes en que Cris sabía que se reunían, bajó a la calle y esperó paciente a que uno de los chicos del grupo apareciese. Al ver que se acercaba por la acera, Cris se dirigió hacia él desde el lado opuesto, acelerando el paso para cruzarse con él, antes de que entrase en el local. Justo cuando pasaba por su lado simuló un desmayo. El muchacho, que después supo que se llamaba Raúl, tuvo la rapidez suficiente de cogerla y evitar que se golpease contra la acera. La introdujo en el local y llamo a Germán, el líder del grupo. —¿Por qué la has traído aquí, estás loco?—recriminó Germán. 146
—Se desmayó sobre mí, no podía dejarla tirada en la calle. Llamo una ambulancia y se la llevarán enseguida, nadie sospechará nada, ni siquiera sabe quiénes somos —replicó. —¿Do, dónde estoy? ¿Qué ha pasado?—balbuceó Cris, simulando estar desorientada. —¿Te encuentras bien? Te desmayaste en la acera. —Perdona, es que hoy apenas comí y no me siento muy bien, vivo sola en la ciudad y estoy buscando trabajo. —¿No tienes familia, ni amigos? —Preguntó Germán extrañado. —No. —Bueno, —respondió, mientras guiñaba un ojo a Raúl, que le miraba con cara de asombro—. Mientras pasamos la tarde, nos tomamos un café y unos bollos, si quieres puedes quedarte un rato con nosotros y así te repones. Yo soy Germán, este es Raúl y enseguida llegarán David, Marta, Jorge y Daniel. —No quisiera molestar. —No es molestia, si quieres, puedes quedarte. —Gracias Germán. El local no era muy grande. En su centro había una mesa. Sobre ella una cafetera eléctrica, unos vasos de plástico, unos cuantos platos, un bol lleno de pequeños sobrecitos de azúcar, y a su lado, otro bol con cucharillas para el café. Delante de la mesa central, había tres mesas pequeñas, situadas una al lado de la otra, con cuatro sillas cada una. Y sobre ellas, varios juegos de cartas, damas y ajedrez. En las paredes varios carteles publicitarios de películas y fotos completaban la decoración. En una de las paredes lucía un gran cartel de la película Casablanca, qué en realidad, ocultaba la puerta de entrada al verdadero lugar donde se reunían. A simple vista, parecía un local de reunión juvenil, donde pasaban la tarde con juegos de sobremesa. David, Marta, Jorge y Daniel, no tardaron en llegar, trayendo los bollos recién hechos y un tetrabrik de leche. Para Cris fue sencillo ganárselos a todos y 147
que fuese aceptada en el grupo. Aunque estaba segura, que durante días la estuvieron espiando para asegurarse de que decía la verdad. Durante varias semanas, solo fueron simples reuniones al atardecer, en las que mientras jugaban una partida de ajedrez, Germán simulaba interesarse por sus gustos y forma de pensar. Cuando Germán le preguntó, de qué vivía, Cris respondió que de la pequeña pensión que le había quedado tras el fallecimiento de sus padres. Pero que el día que se desmayó fue, porque se olvido de comer al ir de lugar en lugar, buscando trabajo. —¿Qué te olvidaste de comer? Jajá, es la primera vez que escucho algo parecido. —Tienes razón Germán, es para mondarse. A Cris, le fue fácil conquistar al jefe de la pandilla, era guapa y tenía buen cuerpo y Germán se sentía orgulloso creyendo haberla conquistado. —¡Pobre ignorante! —pensó— mientras escuchaba como Germán le decía al grupo que Cris sería aceptada en el tridente. Al principio no sabía a qué se refería, hasta que Germán dijo: —Cerrad las puertas. Cris, hoy conocerás nuestro verdadero club, el tridente. Germán tocó algo en el cartel que había en la pared de la película Casablanca. Al momento una puerta se abrió y todos pasaron dentro de aquella pequeña habitación. En las paredes colgaban dos grandes antorchas en forma de tridente, que daban una luz fantasmal al pequeño habitáculo. En su centro, una mesa sobre la que colgaba un gran mantel de terciopelo rojo. Sobre la mesa un cáliz y a cada lado dos grandes candelabros. Junto a ellos, una baraja de cartas llenas de extraños signos. Frente a la mesa, varias sillas completaban el lugar. Hablaron de muchos temas. De futuros planes que aún eran reticentes a contar delante de ella, pero que Cris ya había oído en la cantina. Ella escuchaba atenta y les hacía creer que estaba impaciente por saber a qué se referían. Claro que ellos no imaginaban, que les estaba utilizando. Cris sonrió en su interior. Aquella noche volvió a su casa satisfecha, había conseguido 148
ganárselos a todos. Se regocijaba cómo a su edad, era capaz de manipular a las personas con tanta facilidad. Por algo había sido la mejor estudiante de su clase. Pero sus padres nunca parecían demostrar su alegría cuando llegaba a casa, con una matrícula de honor en las manos, siempre le decían: “Nos alegramos mucho Cris, pero ahora estamos ocupados, está noche tengo qué trabajar, mañana hablamos eh”. Pero ese mañana nunca llegaba. Y cuándo conseguía de nuevo una matrícula de honor, de nuevo las mismas palabras. Cris sonrió al recordar con qué facilidad se había deshecho de sus padres. “Aquella mañana en la que su madre llegó después de que ella se hubiese marchado, porque tenía guardia en el hospital. Y su padre que había trabajado durante toda la noche, estaba durmiendo cuándo su madre regresó”. Se levantó una hora antes, y puso la cafetera al fuego. Esperó a que subiese el café y rebosara sobre el fogón hasta que se apagó la llama. Se vistió a toda prisa y cogió su mochila. Fue a la cocina y abrió la espita del gas para qué pareciera que se le había hecho tarde y que al marcharse apresuradamente se había olvidado de apagar la hornilla. Dio un último vistazo y cerró la puerta sin mirar atrás. Los bomberos le dijeron que había sido un trágico accidente. Que su madre al volver a casa y encender la luz del recibidor había provocado una gran explosión falleciendo los dos en el acto. —Fue perfecto, —pensó Cris— lo tenía todo preparado, sin embargo, el grupo empezaba a aburrirle, ya no se divertía con ellos. Tanta palabrería y al final, no se decidían a emprender el juego. Estaba decidida, al día siguiente llevaría a cabo su plan. Cris llegó temprano a la reunión con el grupo, llevando los bollos y la leche. Poco a poco todo el grupo fue llegando. —Hola Cris —Saludaron, Germán y Raúl al entrar en el local. —Hola chicos. Hoy me he adelantado y he traído los bollos y la leche calentitos. 149
—Estupendo Cris. Cris actuaba con una naturalidad digna de una verdadera mente perversa. Tras ellos entró el resto del grupo. —Chicos, Cris trajo la merienda calentita, aaaa jalar, —exclamó Germán sonriendo, a la vez que hacía un leve gesto con la cabeza de aprobación. Cris se levantó, cogió varios vasos de plástico y los llenó de leche caliente. Uno a uno, fueron cogiendo su vaso y su correspondiente bollo, al igual que Cris. —Germán, ¿Qué hacemos hoy?—preguntó Daniel, mientras daba un trago a su vaso de leche. Cris, observaba en silencio y simulaba beber de su vaso. —Pues hoy, creo que deberíamos ultimar los detalles de nuestro juego, que nos estamos volviendo perezosos,—señaló Germán— aunque me está entrando un malestar, que no sé si posponerlo. —Uf, pues yo tampoco me siento muy bien, —comento Marta— mientras miraba a Jorge, que empezaba a poner una extraña cara de dolor. Cris, observaba y escuchaba en silencio, con una mueca de ironía y satisfacción en el rostro. Apenas pasaron unos minutos cuándo Cris se levantó. Recogió su vaso y lanzó una última mirada al local. Una agradable sensación de triunfo invadió su rostro. Los cuerpos sin vida, de los que creían ser sus amigos, caían sobre el respaldo de sus sillas. Ni siquiera podrán relacionarme con ellos —murmuró—. ¡Los muy estúpidos!. Tanta palabrería sobre el brebaje y nunca se ponían de acuerdo para llevarlo a cabo. Bla,bla,bla. Miedicas… susurró. Pero sabía bien lo que quería. Y ella misma lo había elaborado. Tuvo suerte aquella tarde que les escuchó en la cafetería. Y decidió convertirlos en sus víctimas. El crepúsculo vespertino anunciaba la caída del sol; Cris, una joven asesina con una mente diabólica y maquiavélica, gozaba con cada asesinato que llevaba a cabo. Se creía invencible y su retorcida mentalidad ya estaba preparando 150
un nuevo plan. —Qué pena —pensó con una sonrisa en el rostro— les estaba cogiendo cariño. En fin… tendré que buscarme nuevos amigos.
NURIA DE ESPINOSA
España
Twitter: @misletrasnuria1 Blog: https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com
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¿D
ijimos que hiciera lo mismo?, más bien lo pensamos. Esperábamos ansiosos el día, nos despertábamos a las seis de las mañana, solo para oír el sonido de los dientes rechinando, el apogeo de un sueño estallando, o quizás nuestras propias ansias comiéndose las
alacenas. Teníamos un pacto. Habíamos implementado una rutina para no desesperarnos, nada de cubrirlo con una carpa o con un nailon, nada de recurrir a métodos violentos, aunque a esa altura ya lo estábamos considerando… En cualquier instante podríamos encontrarnos con el deseo homicida, y estaríamos preparados para ignorarlo. Seguramente, al crear una lista de horarios la cosa se haría menos complicada. Sin embargo su tranquilidad al clavar las pupilas en el inodoro, en el espejo y en el patito, lo volvía complicado. —¿Lo bañaste? —me decía. —Sí, ya lo bañé. —¿Y por qué quiere volver al baño? Necesito entrar antes de ir al trabajo. Va a pasar… cuando menos te lo esperes va a pasar, no hace falta que le cumplas todos sus caprichos cuando quiere —afirmó. Claro… para él es fácil decirlo porque no está nunca. La mayor parte del día soy yo hablando sola. Alejandro se iba a la fábrica y a mí me tocaba hacer más extenso el letargo, no será cosa de que la mala suerte derivara en la ausencia de una figura paterna justo en el momento más esperado. Me arrancaba los pelos, me frotaba las manos, ya no podría con todo, buscar una escuela, el trabajo, ¡el divorcio! Sí, seguramente me pediría el divorcio —pensaba mientras el chiquito no se dignaba ni a construir un “ABC”, con la sopa de letras que le cociné—, va a pasar, no me tengo que apresurar porque cada quien tiene sus tiempos. Dijimos que lo hiciera y lo va a hacer. Le grité muchas veces mientras me vestía, él entenderá que los gritos fueron ocasionados por el apuro del momento y no por la furia. —Mi jefe es un insensible. Si llego diez minutos fuera de la hora me 153
asesina. No tendría que estar hablando esto con vos, tendría que decirte “ajó, ajó” qué lindo es el mundo, qué linda que es la vida, y todo ese conjunto de porquerías que son mentiras. ¿Ya te conté lo del altar?, como todavía no podés decir que sí, te la voy a volver a contar. Estaba ingresando con una música romántica… Y después de esa palabra siempre empiezo a desvariar y no recuerdo más nada. Le había lustrado las agujas, agregué pequeños sócalos en su contorno y de paso le compuse aquella melodía que cantamos con papá cuando vamos al baño: “uno, dos, tres, cumplo mis horarios y vuelvo al trabajo otra vez, uno, dos, tres”. ¿Ya la sabés? A ver… repetí conmigo: uno, dos, tres… —agitaba su cabeza para un lado y para el otro, pero no se le escapaba ni una onomatopeya—. No te preocupes, algún día lo vas a lograr, y vamos a estar muy orgullosos. Ya me daba miedo aquel monstruo, los bebés normales no tienen ojos. Esperaba que dijera esas dos palabras, y luego me podría quedar tranquila, sabría que el chiquito viviría bien su vida, sería feliz, y exitoso. Trabajaría en una empresa, sabría atarse la corbata y… y lo que carajo siga después de terminar con la jornada. Alejandro iba a volver, revisaría mi labor, me culparía nuevamente por hacer las cosas mal, por ser una mala madre, por no tener dedicación, los vecinos dirían que parí a un desocupado que próximamente le gustará recibir ayuda del Estado, mis amigas se burlarían de mí, y mi papá se enteraría lo del embarazo, claro las noticias siempre llegan con “delay”. Se publicarían en los diarios, “el primer bebé con cara de bebé”. Fue por eso que lo miré, analicé su figura, recorrí el tramo perdido donde van a parar los sueños más profundos, recordé un par de anécdotas y finalmente tomé una silla, me subí a ella, lo quité de la pared y lo posicioné en su oreja. Alejandro se daría cuenta. Tomé del costurero un hilo blanco, se lo até suavemente con cuidado como una máscara que cubría su nariz, su boca, y sus parpados, le expliqué el procedimiento a seguir para que nadie sospechara nada: —Simplemente tenés que decir tus primeras palabras: “tic, tac”, y cuando las digas, y cuando todos me feliciten por ser la mejor madre, yo sabré en 154
el fondo, que es mentira, que te dejé libre, corriendo por un descampado, que tenés un reloj, un horario, una responsabilidad y una ocupación colgando de un hilo, y que no es tu cara real, tu cara normal, la cara normal que tiene todo bebé, todo niño, la cara de un reloj con espasmos y frío. —Tic, tac —dijo y entonces el rostro se me iluminó. —Sos el único reloj que no me trasmite ansiedad —y como si fuera un elogio nos abrazamos sabiendo, de alguna manera, que quizás no iba a funcionar.
MILAGROS ANTONELLA CORALLO BAO
Argentina
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