EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 74 ABRIL 2022

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 7

NRO 74 — ABRIL 2022 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE hABLEMOS DE OTRA COSA MUGRE

CRISTINA CARDENAL 7

MARCELO MEDONE 12

antes de las seis de la tarde oswaldo castro alfaro 18 ME CAGO EN EL AMOR

JUAN PABLO GOÑI CAPURRO 24

DUELO SINGULAR MARINA GÓMEZ ALAIS 29 SILENCIO BONNY DURAND CORNEJO 33 CEPILLO DE DIENTES EN LA RUTA

PATRICIA LINN 35

OSVALDO VILLALBA 38

accidente

pablo gonzález 41

cabeza de león

manuel serrano 44

CUANDO SEA GRANDE HÉCTOR MORENO GONZÁLEZ 46 goce de mis ojos

carlos m. federici 49

la barca astrid g. resendiz 61 el legado luciano andrés valencia 64 EL ARMERO el tulpa

J.R.SPINOZA 67 mariana lópez 70

cachorro guillermo casa en venta espejo

pacheco pineda 75

gustavo vignera 78

bernat lópez blanco 88

anita recién ha llegado

ximena candia

corvalán 92 vaticinio

juan martínez reyes 99

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la isla del araucado permanecer

carmen tomas 102

contigo

josé luis velarde 108

cosas de los dioses

lediher armas sánchez 111

el hechizo

nuria de espinosa 114

pequeño gran problema eli compeán 119 my sweet lord

rosanna ormeño morante 122

juego peligroso verónica monzó piqueras 125 ella

josé a. capaverde (EL SEIS) 134

la llave del departamento clara gonorowsky 137 el amante

chita espino bravo 141

meditación nocturna carlos e. saldivar rosas 147

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C

arolina miraba expectante la cara de su amigo. Era una cara de mármol, sin expresión ni calor bajo las mejillas. —¿No te alegras por mí? —Sí, sí. Claro que sí.

—Pues entonces no entiendo esa cara. —Bueno… No me lo esperaba, la verdad —dijo Manuel. Agarró la taza

de café con sus nudillos blancos. —¿Cuánto lleváis juntos? ¿Dos meses? —¡Un año! Si es que no te enteras. —Vaya, un año ya…—su mirada se perdió en su taza de café, intacta. —Sí. Te hubieras enterado si contestases mis llamadas. O si vinieras a las quedadas. —Pero sí que voy. Fíjate, hoy hemos quedado, ¿o no? —Porque se han alineado los astros, que si no…—Carolina se cruzó de brazos y desvió la mirada hacia la ventana. —Bueno, hablemos de otra cosa, ¿quieres? —Te has vuelto un aburrido—dijo ella. Sorbió de su café y apoyó la taza vacía en la mesa. Alzó la mano y le pidió otro café al camarero. —¿Quieres otro? —No, no. Mucha cafeína es mala para la salud. —Eres un muermo —dijo Manu, sonriendo esta vez. Se hizo un ligero silencio entre los dos, solo interrumpido por el barullo de fondo de la cafetería. Carolina comenzó a beber de la nueva taza de café tan pronto el camarero se la trajo. —¿Qué tal el trabajo? ¿Alguna novedad? —preguntó, ansioso. —Bueno, ni mal ni bien. Como siempre. Me ascendieron a principios de año. Creo que te lo dije, no me acuerdo. A Fer le sentó como una patada en el culo, pero todo le sienta mal. Ya lo conoces —se encogió de hombros y sorbió de su taza de café, sus ojos perdidos en algún punto del techo. —Ya… hace mucho que no sé de él la verdad. —Ojalá pudiera decir lo mismo —dijo ella. Su mueca de disgusto se 8


convirtió en una ligera sonrisa. —Pero sin él no hubiera conocido a Luis. —Vaya, es un poco triste conocer a alguien a través de Fer, ¿no? —dijo Manu. Rio. —No seas así, Manu. —Es una broma —dijo él, sonrió con una mueca traviesa. —Ya, bueno, pues que sepas que vais a estar sentados en la misma mesa en mi boda. Así que ya te puedes ir preparando. —Qué bien. También podrías pedirle que te llevara al altar. —Mi padre va a llevarme al altar. —Ya, mujer. Era una broma. —Una muy mala. Estás muy bromista hoy, ¿no? —dijo, molesta. Sorbió otra vez de su café, dando tragos enormes. —Algunas cosas hay que tomárselas con gracia. Y una de ellas es Fer. Entonces se le escapó una risa, una pequeña, pero suficiente para que el café estallara en su nariz y saliera por sus orificios nasales. Se puso roja como un tomate mientras Manu se aguantaba la risa y llamaba al camarero. —Menudo premio se lleva Luis. Vais a tener unos desayunos divertidísimos. —Cállate. Imbécil —dijo ella. Se limpió la nariz con la servilleta que le había traído el camarero. Le dio las gracias. — A este paso no voy a invitarte. —Tampoco creo que vaya a poder ir. —¿Por qué? —Carolina abrió mucho los ojos, un reguero de café todavía salía por su nariz. Hubo un silencio rotundo, de apenas dos o tres segundos. Manuel sostuvo su todavía intacta taza de café con fuerza. —Malas fechas —dijo. —Aún no te las he dicho. —¿No has dicho septiembre? —Puede, pero todavía no está decidido. Y no, estoy segura de que no te he dicho nada. —Carolina se echó hacia delante, como inspeccionándolo, él se 9


echó ligeramente hacia atrás. —Ah. Lo habré oído por ahí. Fer, eso, me mandó un mensaje preguntándome si iba a ir. —Pensaba que casi no hablabas con él. —Bueno, qué más da Carol. Te vas a casar igual, ¿no? ¿Qué más da si estoy o no? —Me gustaría que estuvieras. —Bueno, ya veré. Carolina se llevó las manos a las sienes y las deslizó por su cabeza, apartando el pelo rubio de su cara y estirando la piel alrededor de sus ojos. —Hablemos de otra cosa, ¿quieres? —empezó él. Se revolvió en su asiento.— En el trabajo también me va bastante bien. No me han ascendido ni nada, pero me va bien. —Me alegro, me alegro —Carolina alzó la mano derecha, llamó al camarero para pedir otra taza de café, pero este no la vio. Se volvió hacia su amigo: —¿Estás saliendo con alguien, Manu? —¿Cómo? —¿Qué si estás saliendo con alguien? —Bueno. No, no por el momento. —Digo, porque puedes traer a alguien a mi boda. Si quieres. Vamos, que no me importaría. —Carol ya te he dicho que no sé si voy a ir. —Y aun no entiendo por qué. —Es complicado. —Eres mi mejor amigo, ¿dónde está la complicación? —Me lo pensaré, ¿vale? ¿Contenta? Ella asintió, agarró su taza de café y se le bebió de golpe. Manu levantó la mano y fue a llamar al camarero, pero Carolina se lo impidió. —¿No quieres otro? —No —dijo ella, negando con la cabeza—. Me he cansado de tanto café. 10


No sé por qué bebo tanto cuando me pone de tan mal humor. —Ya… oye ya lo siento, de verdad que no se si podré ir… —Hablemos de otra cosa, Manu. —Pero… —Que no. Ya me dirás, pero ahora ya no quiero hablar de mi boda. De verdad, no te preocupes, hablemos de otra cosa.

CRISTINA CARDENAL

España

Instagram :@cristina_cardenal

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E

l anciano se incorpora en su catre, sobresaltado por unos ruidos extraños fuera de su cabaña. La luz del atardecer se cuela por la ventana, creando sombras chinescas en las paredes de la habitación.

Francisco “Paco” Saravia aguza el oído, jadeando, agotado por el

esfuerzo de haberse sentado, con las piernas demacradas apoyadas en el piso de cemento. Con dificultad, camina lentamente hasta el baño, urgido por la necesidad de orinar. Se sienta en el inodoro, con los gastados calzoncillos en los tobillos y alivia dolorosamente su vejiga. No tiene suficiente luz para distinguir, pero sabe que ha orinado con sangre. En ese momento, oye nuevamente los ruidos, como si alguien estuviera arañando la madera de la puerta de entrada de su solitaria vivienda. Su mente regresa sesenta años atrás, cuando era un muchacho. Siempre le habían gustado los perros, desde muy niño, así que fue natural que su padre, que trabajaba junto con su madre de casero en la extensa quinta en la que funcionaba el criadero de don David, se lo entregara a su patrón para que le enseñara el oficio. La gente de la gran ciudad llegaba a la propiedad a buscar los mejores cachorros y pagaba bastante bien por un Pitbull o un Rottweiler de pura raza. Por eso, cuando la mejor perra Rottweiler quedó preñada del campeón de la comarca fue motivo de alegría para todos. El joven Paco, a sus dieciséis años, se encargaba de limpiar los caniles de los perros, darles de comer, bañarlos y cepillarlos. La paga era poca, pero aprendía rápido. El alojamiento de los perros estaba dividido en dos partes, unidas por una pequeña puerta: de un lado los Rottweiler y del otro los Pitbull. Una vez, en un raro descuido, Francisco dejó la puerta entreabierta; al rato se percató de que un joven macho Pitbull se había colado en el lado equivocado y tuvo que arrastrarlo de regreso a su sector y asegurar la puerta nuevamente. Paco no le contó del incidente a su patrón y pronto se olvidó del asunto. Hasta que, poco más de dos meses después, la Rottweiler campeona 13


comenzó a parir su camada de nueve cachorros: siete saludables y valiosos Rottweilers puros —tres machos y cuatro hembras—, seguidos de dos cachorros —dos machos— con características sospechosamente extrañas a la raza, más parecidos a un Pitbull. A los pocos días, para el experto criador fue evidente que la perra había sido preñada además de por el campeón Rottweiler, por otro perro, un Pitbull, un fenómeno conocido como superimpregnación. Entonces, Paco recordó el incidente de la puerta entreabierta. Don David se llevó a un costado a los dos cachorros impuros para sacrificarlos, pero Paco le rogó que le dejara criarlos en la pequeña casa donde vivía con sus padres, para que custodiaran la propiedad. El viejo accedió a regañadientes. —Decile a tu padre que no use la comida del criadero para estos bastardos. Que le pida al proveedor alimento de segunda. Y que no gaste mucho, que si no se lo voy a descontar del sueldo. Francisco bautizó a los dos cachorros Carbón y Mugre. Desde el primer momento, Mugre se reveló como el más fornido y temperamental. Al mes de vida, el debilucho Carbón apareció muerto a dentelladas y parcialmente devorado. Su hermano se había dado un festín con él. Mugre crecía rápido, aumentando de peso y de tamaño a la vez que se hacía notoria su fiereza. El padre de Paco le decía que encarrilara la agresividad del cachorro en pos del cuidado y la vigilancia de la quinta, pero pronto se hizo evidente que iba a ser difícil de controlar. Atacó a varios visitantes desprevenidos, sin producirles heridas de gravedad, pero a todo el mundo le llamó la atención la mirada feroz del perro. Paco lo justificaba a su perro, aduciendo que la culpa era de los que habían traspasado los límites sin permiso. Su madre, que era supersticiosa, le dijo, severamente: —Paco, ese perro está poseído por el Demonio. Debes librarte de él. —Mugrito es como mi hijo. ¿Tú me abandonarías, madre? —Te digo que Satanás entró en su corazón. Francisco no hizo caso a los consejos de su madre. 14


Mugre creció rápidamente y se convirtió en un perrazo. Paco le enseñaba a comportarse como un buen perro guardián. Todo parecía haberse encarrilado. Hasta que un día, cuando estaba anocheciendo, don David llegó a la quinta, se bajó de su auto y comenzó a deambular torpemente hasta el fondo en busca del padre de Francisco. Se ayudaba con su bastón para no caerse. —¡Juan Saravia, salí, desgraciado! El padre de Paco se asomó y fue hacia su patrón, caminando despacio. —Diga, don… Don David estaba, a todas luces, borracho. —¡Anduve por el almacén y me enteré que me estás robando, Juan! — exclamó el viejo, colérico. —Le juro, don, que no es así. Las cosas vienen aumentando… —¡Me estás robando! —volvió a exclamar don David. Y comenzó a agitar su bastón en alto, amenazadoramente. Inevitablemente, el anciano terminó derrumbándose sobre el camino de lajas, dándose un tremendo golpe en la sien. Desde allí abajo, continuaba vociferando y blandiendo su bastón. Sorpresivamente, Mugre emergió de entre las sombras y se abalanzó sobre él, aferrándole la mano del bastón, clavándo sus colmillos en ella. Don David comenzó a retorcerse del dolor. Francisco, que estaba observando todo desde la entrada de su casa, salió corriendo y logró hacer a Mugre a un lado. Juan Saravia lo cargó a su patrón en el auto y lo llevó al hospital, donde lo atendieron de urgencia; le curaron la pequeña herida en la sien y le tuvieron que dar varios puntos en el dorso de la mano. Esa fue la sentencia de muerte para Mugre. Paco lo llevó a un vertedero de basura cercano y le ordenó que se quedara sentado contra una pila de escombros. Luego, con todo el dolor del alma, le descerrajó un escopetazo. Se inclinó junto a él y constató que le había volado la mitad de la cabeza y parte del pecho. Luego del último aliento del animal, lo metió en una bolsa de arpillera y lo abandonó allí mismo. 15


Ahora, a sus ochenta años, Francisco siente cercana la presencia de su propia muerte. Su cáncer de próstata le ha infiltrado los huesos de la columna y ha sido diagnosticado como inoperable. La morfina ya no le hace el mismo efecto de antes, a pesar de que ha triplicado la dosis. Sabe que va a morir solo y tras una larga y dolorosa agonía. Oye que la puerta de entrada se abre y se cierra quejumbrosamente; alguien deambula por allí. Luego de unos instantes de incertidumbre, sentado en el inodoro, en penumbras, ve avanzar hacia él a una bestia informe, un engendro oscuro de cuatro patas. Un estremecimiento mezclado con alegría le recorre el cuerpo al anciano. —¿Eres tú, en verdad, Mugrito? Ven conmigo. Mugre gime lastimeramente y se le acerca. Comienza a lamerle la mano huesuda y pálida. Luego, apoya su cabezota desfigurada sobre su muslo flaco y resopla ostensiblemente. Paco puede ver a través del monstruoso agujero del pecho los pulmones que se inflan como fuelles y le sobreviene una sensación de culpa. —¿Me perdonas el mal que te hice? No tuve más remedio. Paco comienza a sollozar. Acaricia la cabeza mutilada del animal, buscando consolarlo y consolarse. Desliza sus dedos por el corto pelaje del cuello y siente el palpitar vigoroso de sus vasos sanguíneos. De pronto, el animal proyecta hacia adelante sus mandíbulas y aprisiona los genitales de su antiguo dueño, para inmediatamente hincarle salvajemente los colmillos y mover la cabeza ferozmente de lado a lado. Horrorizado, como en cámara lenta, el anciano observa impotente cómo el deforme perro le arranca viciosamente su pene y sus testículos, en una orgía de sangre, para engullírselos a continuación. Francisco “Paco” Saravia, al borde del shock, apenas puede lanzar un grito sordo de dolor. Mientras se desvanece, lo ve a Mugre retirarse, caminando con su paso maltrecho, como en un sueño. 16


MARCELO MEDONE

Argentina

Facebook: Marcelo Medone Instagram: @marcelomedone

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B

ernabé llega temprano a la estación de tren. Repasa las primeras planas de los diarios capitalinos del día anterior colgadas en el quiosco. Adquiere el pasquín local y se entera de la denuncia del alcalde a los seguidores del rival con que disputará la reelección.

Bernabé recuerda el movimiento callejero inusual que hubo en la víspera. Por otro lado, el burgomaestre lamenta la presencia de piquetes de huelguistas en ciertos tramos de la línea férrea. Los reclamos de los empleados ferroviarios no le atañen, pero constituyen una dificultad para el ingreso y salida de la ciudad. El sonido de la chicharra estremece las instalaciones del centenario local y pone en alerta a pasajeros y familiares de los que arribarán. De acuerdo a lo coordinado con Fiorella, Bernabé llegó dos días antes para auditar la subsidiaria de la compañía para la que trabaja y ella visitará a su prima hermana internada en el convento del lugar. Bernabé compra dos boletos para el tren de regreso de las seis de la tarde. Deben estar puntuales porque es el último viaje del día y demorarán tres horas en llegar a su lugar de destino. Fiorella aparece entre el gentío. Luce radiante a pesar de la incomodidad del trayecto. El amor minimiza las molestias y le ofrece la sonrisa encantadora con que lo conquistó. Bernabé recoge su equipaje y la lleva a un costado, apartado del tumulto, y la besa apasionadamente. Fiorella experimenta las mariposas adolescentes que revolotean en el estómago y le devuelve el gesto con atrevimiento. Ambos, arrinconados contra la pared, dan rienda suelta al amor que se profesan y olvidan las risitas burlonas y comentarios de los que pasan. No les importa el qué dirán. Bernabé la separa delicadamente y ve el rubor de sus mejillas. Abandonan la estación y se dirigen hacia una cafetería cercana. Son las nueve de la mañana y el día se presenta soleado. Mientras desayunan no pueden evitar el deseo sexual que resuman los poros. Bernabé cancela la cuenta y, antes de ir al convento, van al hotelito donde se hospeda. En la habitación, Fiorella acomoda el equipaje ligero que lleva, se da una ducha de agua tibia y se perfuma. Bernabé la enreda entre sus brazos y saldan el pendiente carnal que 19


deben. La intensidad de las caricias, los besos caminantes sobre la piel, los gemidos mitigados por la almohada mordida y la explosión de gritos silenciosos en el orgasmo reflejan el precipicio en donde caen luego del clímax. Las paredes son la prisión donde expían el amor. Al borde de la extenuación, Fiorella reacciona y lo obliga a cambiarse para visitar a su prima. Son felices a su manera y olvidan el susto, precauciones y sobresaltos que soportan en el lugar de donde vienen. La visita al convento es más rápida de lo esperado. La hermana Regina está en penitencia por haber infringido un par de notas en el coro conventual. Fiorella se limita a dejar en recepción los encargos maternos. El mediodía los sorprende camino a la hostería. Ocupan la mesa con mejor vista al bosque y las aguas verdes del lago juegan con el brillo de su romance. Almuerzan calmadamente y el vino prolonga la aventura del encuentro. Súbitamente, el bullicio se apodera del lugar. Efectivos policiales irrumpen para verificar documentos personales. La redada, patrocinada por el alcalde, busca a los responsables del atentado contra la municipalidad. Un agente regordete revisa la documentación de Fiorella y al confrontar la de Bernabé, enarca las cejas. Levanta una mano y pide refuerzos. Acá hay uno avisa con voz decidida. Bernabé intenta explicar la confusión y, ante la mirada atónita de Fiorella, es enmarrocado y subido a una furgoneta de lunas oscuras. Fiorella sale tras de ellos y los alcanza en la comisaría. Un detective acusa a Bernabé de haber sido visto anoche merodeando el local del partido del alcalde. Varios testigos lo señalan como el que lanzó la bomba molotov contra la fachada. Fiorella no da crédito a las aseveraciones del investigador y es obligada a dejar la comisaría. A las cuatro de la tarde Fiorella es autorizada a visitar a Bernabé. Saben que deben estar en la estación para embarcarse en el tren de regreso y arribar a las nueve de la noche para reunirse con sus familias. A Bernabé lo espera su esposa y

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bebé recién nacido y a Fiorella, el esposo en silla de ruedas. La pasión encontrada en las esquinas ocultas de los parques y callejuelas del pueblo donde viven superó el equilibrio emocional y perdieron la brújula de la realidad. Condenados a ser amantes clandestinos, vieron la ocasión de amarse en las pocas oportunidades que las circunstancias les daban. La visita al pueblo vecino fue una de ellas. Entienden la difícil situación que los apremia. Fiorella lleva el revólver con el que intentó asesinar a su marido. El disparo no lo mató, pero lo arrinconó en la invalidez permanente. Las violaciones constantes a que fue sometida y la violencia física ejercida por el enfermo sexual con el que se casó inclinaron la balanza a su favor. El atenuante que minimizó la pena de Fiorella fue el de defensa propia. Hoy sigue encadenada al miserable. Presionado por su familia, Bernabé desposó a la madre de su hijo, pero las dudas sobre su paternidad le corroen diariamente. La criatura no se le parece y lo etiquetan como cornudo. Ha exigido ante el juzgado de familia la prueba de ADN, cuya ejecución es dilatada por triquiñuelas legales de los abogados de su esposa. Separado por los barrotes de la celda, Bernabé entiende la decisión de Fiorella. En silencio acepta que debe escapar y convertirse en fugitivo de la justicia. Se ocultará para demostrar su inocencia, pero antes es imprescindible huir para estar en la estación y no perder el tren. Fiorella le entrega el arma oculta en sus partes íntimas y esperarán el término de los diez minutos de visita para intentar el escape. Bernabé y Fiorella saben que son personajes de la novela que Magdalena lee antes de dormir. Abandonaron las páginas del libro para experimentar las sensaciones que describe el autor, pero jamás imaginaron que la aventura vivida fuera diferente a la imaginación del escritor. Se jugarán el futuro de los capítulos siguientes y para ello deberán estar en su pueblo a las nueve de la noche. Magdalena aborda el tren eléctrico y en poco más de treinta minutos llegará a casa. Un día más como divorciada y está orgullosa de haber terminado el

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suplicio conyugal. Durante cinco años sufrió abuso sicológico y las expectativas de surgir como profesional se estrellaron contra el menosprecio y ninguneo del que fue víctima. En lo profundo de su corazón reconoce el error cometido y agradece al destino no tener hijos. Mientras el tren se desplaza velozmente, Magdalena mira por la ventanilla y recuerda el sufrimiento de Fiorella. Se identifica con su heroína y justifica el intento de asesinato. Desea fervientemente que el autor le solucione la vida en las siguientes páginas. Si por ella fuera, no sería desagradable que una mano fortuita enrumbara la silla de ruedas desde lo alto de la escalera o un descuido lo atropelle en la vía pública. Al llegar a casa hará la rutina doméstica de siempre y la soledad que la rodea es el bálsamo necesario para vivir en paz y curar las heridas. El divorcio le permitió retomar la maestría y cree haber recompuesto el camino. Por el momento, se refugia en las novelas románticas y cura el corazón maltratado con el sentimentalismo olvidado. Las lágrimas derramadas por decepción y frustración las reemplaza con suspiros e imaginándose como una dama inocente y presta al amor verdadero. Magdalena deja lista la tenida del día siguiente y cocina el almuerzo que llevará. Toma un baño de agua caliente, se coloca pijama y pierde el tiempo viendo noticias intrascendentes. A las nueve de la noche apaga el televisor, bebe manzanilla sin azúcar y coge la novela. El separador de páginas le indica dónde interrumpió la lectura. Antes que el sueño la venza, el autor la llevó hasta el tren de las seis de la tarde. Leyó que Bernabé y Fiorella disfrutaron el día en el pueblo vecino y que se embarcaron más enamorados que nunca. Pretenderán deshacerse de sus cónyuges para buscar la felicidad negada. Magdalena cierra el libro, separa la página y se duerme. Mañana en la noche, al retornar de la universidad, reiniciará la lectura y quedará atrapada en los párrafos siguientes. Se enterará que Bernabé y Fiorella nunca llegaron a concretar el futuro. A pocos kilómetros de la estación, los huelguistas ferroviarios sabotearon los rieles y el tren se descarriló. El atentado causó la muerte de varios, entre ellos la de los personajes que escaparon del libro para amarse a escondidas, huir de la policía y no perder el tren de las seis de la 22


tarde.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: OswaldoCastro

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-¿Q

ué pedís, justicia, pibe? È un mondo difficile, como dice la canción. Ezequiel boquea; el policía se interpone entre su cuerpo maltrecho y el sol tibio, privándolo de un mínimo calor que mitigue el dolor que

irradia la herida en el costado. La chimenea es un hueco sin fuego, es la primera visita de Bettina a la quinta de sus padres en meses. Bettina yace en la cama de la única habitación; no puede cambiar la última imagen de la joven, con la sangre pintando de locura y salvajismo las piernas más bellas que ha conocido, no puede colocar el rostro sonriente o las piernas inmaculadas que un rato antes había desnudado para él. El policía fuma, espera el regreso del compañero. El humo pica las narices del joven. Estornuda, tose; cada espasmo es una nueva puñalada en el vientre. Al policía no parece importarle si muere o sobrevive, él tiene un crimen resuelto. Y en esa resolución, el criminal es él, Ezequiel, el novio de la víctima. Ha consumido energía y oxígeno en relatarle los sucesos, hasta casi agotar la poca que le quedaba. Él mismo llamó al 911, ¿acaso eso no cuenta? Fue otra puñalada oírlo decir por la radio que había atrapado al violador de una joven de veintidós años. Ni siquiera agregó que estaba herido. El otro policía ha salido hace unos buenos diez minutos, Ezequiel ignora qué misión debe cumplir. La respiración se apacigua, se pregunta si la herida será mortal. Tiene apretada contra ella la camisa celeste que el policía le arrojó como único auxilio. En calzoncillos lo encontró, como antes lo habían encontrado ellos. Una puntada le obliga a cerrar los ojos; vuelve a abrirlos, el policía ríe ante un video en el celular. Oye la música, le tritura los oídos. El policía larga una carcajada. —¡Ay! Ezequiel se odia por la muestra de debilidad. Debe aguantar, debe llegar ante una audiencia, ante un juez que lo escuche y entienda lo que sucedió. —¿Qué pasa, pibe? —el policía se pone a canturrear— Y aunque parezca, no tienes la culpa, la culpa es del amor. 25


El amor, ¿qué tiene que ver el amor con esa catástrofe? Quisiera tener allí delante al padre Higinio, el cura de su escuela primaria, para recitarle «por mi culpa, por mi gran culpa». Maldita escuela primaria, maldito José. Siete años sentando pupitre con pupitre, ¿cómo iba a imaginarse la vida que había escogido el timorato José? Él lo defendía de los del año superior, él se plantaba cuando le querían quitar los anteojos para arrojarlos al inodoro. Un nuevo tirón lo fuerza a otro quejido lastimero. —¿Qué pasa, pibe?, ¿no te gusta la canción? Maldito malnacido, ¿se mofa? ¿No ha pedido una ambulancia, planea dejarlo morir desangrado en esa sala desolada, destinada a otras estaciones del año? Hace frío para estar desnudo, el policía lleva sobre el uniforme una campera gruesa. José trajo una de cuero, una ajustada al cuerpo. Trajo la campera y al otro, al inesperado, al que hizo todo ante la pasividad de su compañerito del alma. Cada momento que surge del recuerdo lo fuerza a soportar otra andanada de dolor. ¿Cómo se le ocurrió decirle que estaría en la quinta el fin de semana?, ¿por qué le habló de Bettina, del dinero de sus padres, del futuro magnífico que le esperaba? Por el auto, hay que aceptarlo Ezequiel; había abierto la boca por el auto. Cuando José detuvo el Audi en la puerta del bar, Ezequiel lo sintió como una bofetada. El tímido, el niño que no podía valerse solo, estaba de golpe en su vida, quince años después, en plan de triunfador, mientras que él mismo apenas podía exhibir un trabajo mediocre para contrarrestar lo que el otro no precisaba siquiera mencionar. Por eso Bettina, y la hacienda del padre, y la quinta donde tenían dos pinturas auténticas de famosos pintores franceses. «Nos internamos el fin de semana, como para probar, ¿viste? Es el último paso, después, a gozar de la estancia». Maldito ego, maldita cerveza, maldito abrazo de José cuando lo reconoció sentado a la barra. El viento se despierta, se filtra y genera un sonido atroz. Castañean los dientes de Ezequiel, el policía bosteza. El joven alza la vista, recorre los muebles cercanos, cubiertos por telas descoloridas; en la pared, la marca rectangular del cuadro ausente es una acusación más sobre su culpa. El policía bosteza. José sacó 26


los cuadros, los llevaron con los marcos. José. Sobrevivir para encontrarlo, para hacerle pagar; sobrevivir a ese anochecer imposible, a esa historia que se ha colado en su vida sin permiso. La sangre sobre sus muslos es la suya, no se engaña; no pensar en eso, no pensar en el líquido vital que huye del cuerpo llevándose la vida consigo. Ocupar la mente en otra cosa; basta proponerlo para que se cuelen los instantes fatales. La secuencia se repite, maldita película que lo acompañará para siempre, si es que existe otro día, si es que llega la ambulancia. Bettina se desnudó antes, lo esperó pataleando en la cama. Él llegó hasta el slip. No cerraron la puerta, no encendieron fuego en la chimenea; ya habría tiempo, tenían otra urgencia. No hubo tiempo. Los dedos en la cintura del slip, el golpe de la puerta abriéndose, el grito de José: «¡amiguito del alma!». La sorpresa de Bettina, el movimiento rápido que no alcanzó la velocidad suficiente para cubrirse antes que José llegara a la habitación. Con el otro. El otro que no demoró un instante en lanzarse sobre ella. Y José que le dio un golpe en los testículos cuando pretendió defenderla. El debilucho José conteniéndolo, obligándolo a ver las despiadadas arremetidas sobre el cuerpo amado, los pantalones a las rodillas y el culo peludo subiendo y bajando. Los alaridos de Bettina, la trompada que le destrozó la boca. El cuchillo de José cortándolo cuando consiguió librarse. De nuevo al piso. El otro, el horrendo personaje, se volvió a José y le preguntó si quería pasar con Bettina, como si se tratara de una sesión de sexo pago. José dudó, su mirada lastimosa medio que lo obligó a negarse. La sonrisa horrenda del otro, su giro, y la mano que apuñaló una y otra vez a la joven violada. La sangre, la sangre. El otro se acercó a él, lo midió; la voz de José: «no va a durar mucho, vamos por los cuadros». Salieron, recién entonces vio que tenían guantes. Después, ruidos varios, la puerta que se cerró. El esfuerzo en erguirse; un vistazo al cuerpo, las piernas abiertas, los tajos en el cuello, entre los pechos, en el vientre, en la entrepierna. La fuerza lo dejó, volvió al piso, se arrastró hasta la sala; con ayuda de una silla llegó hasta el celular y llamó a la policía. A esta policía que 27


lo acusa, que lo condena. La indignación supera la dignidad que pretende mantener. —Por favor, me tiene que creer, es injusto. —Vos te lo buscaste, es lógico, pibe, ¿qué esperabas al juntarte con esos rufianes? —¡Van a dejar a un asesino suelto! Tose, el esfuerzo lo supera, el ardor crece, la sangre cálida elude con facilidad la presión de los dedos sobre la camisa. —Los otros, no sé, yo tengo un asesino que no se va a ir a ningún lado. La puerta otra vez, Ezequiel reza, tiene que ser el otro policía. Se esfuerza en oír; no es necesario, hablan fuerte. —Listo, Potes, borré todas las huellas del otro auto, este gil fue el único que vino a la quinta. —¡Hijos...! Imposible continuar la frase, le pensamiento se desvanece. Comprende que está sentenciado, que no llegará ante un juez. Los policías, como buenos amantes de la obviedad, lo subrayan. —¿Tiene para mucho? —No, Medina, en cinco minutos podemos llamar a la ambulancia. Ezequiel ve las figuras borrosas, se separan de él. El sol por fin le llega, ya no alcanza para detener los temblores. La mano que sostiene la camisa pierde fuerzas, cae sobre el muslo. Las últimas neuronas alcanzan a oír la canción que tararea el tal Potes, la canción de despedida. —Y estoy sufriendo, y no me arrepiento, me cago en el amor.

JUAN PABLO GOÑI CAPURRO

Argentina

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ntra en el bar con todo el malhumor que puede tener alguien a quien en la ruta, un día de lluvia, le estalla el radiador del auto. No hay más remedio que caer en las manos lentas del mecánico de un pueblo perdido en las pampas. Se sienta en el escaño

frente al mostrador y pide un café doble. Está muerto de sueño y le restan varias horas de manejo, si es que consigue que el auto quede en condiciones. También lo preocupa con qué cifra se va a descolgar el hombre. No le cabe duda de que por desesperación, puso el cogote en la guillotina de un verdugo. Sabe que le va a arrancar la cabeza con el precio, compensando la falta de trabajo habitual. Sentado a su izquierda, acodado en el mostrador, hay un gaucho viejo. Tan pintoresco como los gauchos de calendario de Molina Campos: poncho raído, bombachas arrugadas, alpargatas con el yute deshilachado y un pañuelo mugriento anudado al cuello. Mira su botella de caña como adorando un santo en la iglesia. Con pulso tembloroso, acerca el pico al vaso de vidrio, salpicando el mostrador, lo llena hasta el borde. Después, se lo empuja en el gañote y de un solo trago lo hace desaparecer. La mirada insistente del forastero lo incomoda. Se relame lento, mientras, con ojos vidriosos, lo mira de reojo. ¿Nunca había visto un gaucho mamao? —murmura con voz rasposa y tono pendenciero—. El hombre mira para otro lado, no está para problemas esa noche. El viejo insiste. Usté’ debe ser de la ciudá’. No tenga reparo, que yo tampoco busco riña. Ya estoy viejo pa’ peleas. ¿Qué lo trae a este pueblo olvidao? Para evitar que se encabrite, a pesar de que preferiría ignorarlo, le cuenta rápido lo del radiador. Como suele pasar en esos encuentros fortuitos y poco oportunos, hay una fuerza que empuja sin posibilidad de rehusarse. Le decimos destino a lo que debe suceder. Dos hombres muy distintos han sido puestos juntos una madrugada. Uno al lado del otro. Aburridos, solos, algo curiosos. Son condiciones

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que abren al diálogo confesional. Le convida un poco de su caña, gesto por demás hospitalario, muy alejado de la hostilidad primera, tanto que al visitante le cuesta rechazarlo. Al rato ya están conversando como si se hubieran conocido en otras vidas, hasta que toma la palabra el paisano y narra una historia que, difícilmente, pueda olvidar. Hace ya muchos años, en estas mesmas tierras, presencié un duelo poco común. Había por la zona un gaucho matrero que metía miedo de solo verlo. A naides se le ocurría mirarlo fijo porque ay nomá’ pelaba el facón y destripaba al más pintao. Se había ganao el respeto a juerza de cuchilladas y nenguno inoraba su coraje. Pa’ medirse con él, había que pasarse de aguardiente y caña y, en medio de la mamúa, al borde de la inconcencia, el encuentro con el Maula se hacía dulce. Dispué’ del bailecito al compás de su cuchillo, caían blandos al suelo aujereados como colador, pero orgullosos de haberlo enfrentao. Supongo que la muerte los sorprendía como un sopapo que los tumbaba de un solo golpe y se los llevaba cargados al hombro como bolsa e’ papa. Pero eso era cosa e’ verse tuitos lo’ días y ya ni le movía un pelo a nengún parroquiano. Hasta que en una noche en la que la luna parecía un queso e’ bola prendido al cielo, el Maula salió empedao de una borrachería. Ese día no había saciao su se’ de sangre con nengún paisano. Se jue del boliche más malo que nunca, putiando a la madre que lo parió, la mesma que lo abandonó en una zanja, apenitas de crío. Al Maula lo habían dejao guacho. Con esa curda triste encima, maldijo al tata Dio’ por tanta soledá’ y desamparo. Lloró de rabia y de lástima por él mesmo. Sacó el facón y los ojo’ se le embizcaron con lo’ rejusilo’ que salían de la hoja de acero, atravesando la luz de la luna. En eso, giró el pescuezo y vio que una sombra lo seguía. Con la amenaza en la espalda, se encendió su alma de gallo e’ riña. La sangre hervida le calentó las tripas y como al descuido, lanzó al aire una ofensa pa’ empezar la pelea: “Siempre supe que a los que andan escuendiéndose y atacan por la espalda les dicen cagones.” Se dio güelta amenazando con el cuchillo en punta, listo pa’ hundírselo en la panza. El desconocido seguía mudo, pero la sombra de nuevo estaba atrás de él. Así anduvo

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un rato largo, girando de lao’ a lao’, sin poder ponérsele cara a cara. Al último, cayó rendido al piso, arrodillao y lloroso de indinación: la sombra seguía agazapada atrás de él, porque era su propia sombra. Pero el gaucho cabezudo insistió en el duelo: “Naides se atreve a perseguir al Maula y menos, a raírse a sus espaldas. Vas a terminar como todos, ensartao como chorizo en mi facón.”. Y giró con tanta rapidez, que sorprendió a su propia sombra y la acuchilló. Desde esa noche, el Maula no volvió a ser el mesmo. Vagaba por ay, alelao como si se le hubiera cruzao por el camino la luz mala, arrastrándose por las pulperías como alma en pena. Perdió el respeto del gauchaje y se convirtió en un borracho triste y medio linyera, dispreciao por tuitos los cobardes que antes se le achicaban. Parece que matando a su sombra, mató también a su alma, ¿me entiende?. Cosa e’ Mandinga… En ese momento, entra el mecánico en el bar. Ya tiene el auto listo. El hombre paga sus cafés y las cañas del paisano. Gracias a las anécdotas delirantes, la noche pasó volando. Lo saluda con una palmada en la espalda. Cuando ya está por salir, oye murmurar algo. Se da vuelta y lo mira desde la puerta. No me creyó, ¿nocierto? —dice con una risita medio ladina, volteando los ojos sobre la pared del fondo—. El forastero sigue la mirada del viejo. La luz mortecina de la lámpara proyecta sobre la pared la sombra del banco en el que sigue sentado. Solo la sombra del banco.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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or las noches las calles no conocen de risas, mientras camino guardo mi voz en el bolsillo derecho, mi vientre reclama a gritos una onza de pan, es hora de trabajar. La esquina de la avenida principal es el mejor escenario para

montar mi acto, en silencio mis manos cuentan una historia, ellos se acercan, me miran, sonríen y me regalan algunas monedas. Ya es tarde, el espejo me espera, retiro el maquillaje blanco, guardo mi traje en el ropero, mi cuerpo se desvanece en caída libre hacia la cama, una sucesión de imágenes se repite en cámara lenta, me quedo dormido. En sueños vuelvo al momento en que jugábamos a escondernos detrás de los árboles, solíamos contar las hojas, hacer figuras en la niebla y observar el vuelo de nuestras cometas. Despierto. Tu sombra está sentada en la esquina de la avenida, esta vez vienes por mí y lo sé. Por fin, después de muchos años, un grito desesperado sale de mi interior. ¡No tuve la culpa! Éramos niños, el viento galopaba como fiera entre los árboles de cedro, jamás quise que los hilos de mi cometa silenciaran tu voz. ¿Hacemos un trato? He ganado dinero suficiente, compraremos dos onzas de pan, comeremos y jugaremos como cuando teníamos siete años. La función termina a las diez, las luces se desvanecen, las voces de mi interior rompen el espejo, los vidrios se esparcen, mi rostro no existe, el maquillaje desaparece, ambos volvemos a ser niños otra vez.

BONNY STEPHANY DURAND CORNEJO

Perú

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s que hay cada atrevido, yo no sé. Mirá, hace dos semanas, cuando fui a Salto por la empresa ¿Sabías que voy cada tanto? Bueno, fui en tren, en uno de esos con camarote para dormir, sí, para dormir, siempre viajo de noche. Lo hago porque así llego

descansado, pero a veces te juro que no sé cómo aguanto. Es que no estás solo, hay que compartir el camarote y te toca cada uno. La última vez, la que te cuento, éramos cuatro en dos cuchetas, dos arriba y dos abajo. Dicho así parece sencillo y ordenado, pero en realidad a veces te parece que nunca van a estar todos en el camarote, y menos acostados y prontos para dormir. Primero eso, que uno entra, que otro sale, después cuando ya estás acurrucado entrando en calor viene uno que perdóneme, pero yo tengo que dormir abajo porque sufro de vértigo, si no le importa. Y sí, me importa. Amenaza con que llama al guarda porque él compró el pasaje con esa condición y yo que sé que más. Y después la ventana, que hace frío, y la cierran, pero otro se asfixia y la abre, pero por favor estamos en invierno, y así dale que dale, que sí que no. Yo no discuto me arropo bien y que decidan ellos, pero es imbancable. Lo peor es lo que me pasó en la mañana. Me desperté en paz, muy relajado, a pesar de todo duermo bien en los trenes. Debe ser el vaivén, no sé. Bueno, ¿y qué te crees que veo? Uno de los tipos se está lavando los dientes con mi cepillo, lo veo en el espejo clarito, el muy atrevido se está cepillando y nada menos que con mi cepillo. Casi le digo algo, pero me contuve ¿sabes lo que hice en vez? es que me dio tanta bronca. Me levanté desperezándome un poco, buen día, le dije, buen día contestó. Fui hasta el lavabo, me lavé la cara, me la sequé, después agarré el cepillo y me senté en el borde de la cama, de la cama de abajo, y hablándole del tiempo, parece que el día está lindo ¿verdad? esperemos que no llueva, etc… me puse a cepillarme, pero no los dientes: las uñas de los pies, como si fuera lo más natural del mundo, cosa de todos los días. Te imaginás la cara del tipo, bueno, que se joda, quien le manda usar un cepillo ajeno.

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PATRICIA LINN

Uruguay

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Caminante no hay camino se hace camino al andar Antonio Machado

l sol se pone lentamente al otro lado de la ruta. Hace varias horas que camina a un costado. El calor empieza a ceder y un viento fresco le trae un poco de alivio. La sed es lo que más le molesta. Siente la boca pastosa.

A la vera de la ruta los yuyos están amarillos y las zanjas secas. Los

camiones pasan a gran velocidad y lo sacuden en medio de una nube de polvo. No tiene idea hacia dónde va. Tampoco sabe si le interesa. Camina hacia el lado donde vio alejarse a Claudia. Cada vez que ve venir un auto de frente por la mano contraria le parece que vuelve a buscarlo. Pero como una ilusión óptica se desvanece su esperanza cuando siguen de largo. Sube al asfalto para cruzar un puente sobre el cauce de un río que ya no está y el bocinazo de un camión lo hace correr. En su carrera una bandada de saltamontes levanta vuelo y cruza la ruta sin conciencia del peligro. El camión sale de la ruta y se detiene sobre la banquina unos metros más adelante. El chofer baja y se queda mirándolo. Él se detiene y también lo observa. Ve cómo hace gestos con sus brazos animándolo a acercarse. Camina lentamente, desconfiado. Llega hasta la cola del camión y el hombre comienza a acercarse. —¿Qué hacés por acá solo? ¿Te perdiste? —le dice cuando lo alcanza mientras le acaricia la cabeza. —Vení. Hace calor —dice el hombre al tiempo que vuelve hacia la cabina. Pegado atrás sobre el acoplado hay un tanque pequeño. El camionero abre una canilla. Cae un hilo de agua. Eso le quita las dudas, corre hacia el tanque y bebe. Cuando termina el chofer cierra la canilla y abre la puerta del camión. —¿Vamos? ¿Te llevo? —le dice. Sube de un salto y se sienta en el lugar del acompañante. El camionero sonríe y enciende el motor. 39


—A media hora hay un parador. Ahí compraremos algo para comer. ¿Dale? Por primera vez, con la garganta más recompuesta, le contesta. —¡Guau, guau!

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: https//osvaldoevillalba.blogspot.com/

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L

e prometió que el pinchazo no iba a doler, y sin embargo como siempre, Julián le creyó. No obstante, lo odió con toda la mala intención que podía sentir hacia un semejante. La idea de una aguja metálica incrustándose en su vena, no era una de las cosas

que le generara sentimientos amorosos, precisamente. Tomó una profunda bocanada de aire y reteniéndola, fijó la vista en la pared descascarada frente a sí. Deprimente, era la palabra que se le ocurría para describir lo que veía. El techo manchado por cagadas de moscas y los lamparones de humedad secos durante años no eran lo peor, sino ese olor a desinfectante barato que lo inundaba todo intentado tapar el permanente tufo a meado que flotaba en el aire. Habría vomitado de buena gana a modo de elocuente protesta, pero en ese mismo instante, sintió un ardor filoso rasgando su piel que le indicaba que el aripiprazol empezaba a correr por su torrente sanguíneo. No se resistió. Lo dejó invadirlo por completo y que tomara posesión de su organismo. Entró en un algodonoso sopor, y poco a poco el universo se fue alineando. Los sonidos disonantes y filosos que llenaban su cabeza fueron armonizándose hasta quedar apenas en una nota sibilante y casi imperceptible flotando en su cabeza, hasta que se extinguió lentamente. Se fue hundiendo en un mundo esponjoso y lleno de ecos apagados, hasta que al final, los latidos sordos de su corazón le llenaban los oídos completamente, aislándolo del mundo. Las luces, cada vez más opacas se iban alejando de él, y con ellas la voz que lo acosaba desde el interior de su cabeza. Había tratado de arrancarla de innumerables maneras, a cuál de ellas más inútiles. Hasta podría jurar que, a cada intento, volvía cada vez más fuerte. Un rato después estaba en la calle nuevamente y alejándose del hospital. Se sentía exhausto y pesado. Sin ganas de nada. Optó por irse a su pieza y dormir hasta la inyección siguiente. La noche comenzaba a caer y la llovizna incipiente le picaba el rostro. No le molestaba en absoluto; es más, le agradaba sentir las gotas frías resbalar por su cuero cabelludo, entre su cabello enmarañado, y recoger las gotas sobre su lengua.

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Rio para sí mismo y se quedó parado allí, en comunión con el momento mágico, sin poder contener las carcajadas. Como pudo, no sin cierto esfuerzo, impulsó su cuerpo flaco hacia adelante, y prosiguió la marcha. Ya no tenía apuro. Llegar, no era un concepto que tuviera sentido por el momento. Aunque cansado, decidió seguir caminando hasta que el ánimo que lo poseía se esfumara en las sombras de la noche. Un aire helado empezaba a cortar su carne magra y a roer sus huesos, pero su espíritu se resistía a claudicar. Se veía poca gente en la calle, pese a que recién era pasada la media tarde. Con un poco de suerte, en algún rincón de su casa habría algún trozo de pan rancio, y una sopa aguada que meter en sus tripas congeladas. Luego recordó que no tenía casa, ni rumbo. La pieza donde se quedaba a pasar las noches, era un ambiente oscuro de una casa abandonada en el patio de un edificio por demoler, que cuando llovía se inundaba como una isla hueca en el mar. No le importaba; nada que un plástico grueso no solucione. El hecho de que nadie más merodeara el lugar, lo hacía invaluable. Le llamaba la atención la paradoja del tiempo avanzando y su vida retrocediendo proporcionalmente. Quién sabe dónde estaría ocho meses en el futuro, si es que estaba vivo seis meses atrás. Los inyectables lo dejaban débil e insensible. Durante unos días sería así, y descansaría a plenitud. Después iría recuperando los sentidos paulatinamente, hasta que no los pudiera controlar. Y ese era su ciclo anímico. La montaña rusa, como le gustaba definirlo. No vio las luces del semáforo cambiar, y el auto lo embistió de lleno. Tampoco notó ir dando vueltas en el aire, ni impactar pesadamente contra el pavimento. Su vida siempre fue una larga sucesión de choques y caídas sin red. Si hubiese tenido que definirla, en una palabra, a modo de epílogo, hubiera usado el término accidente.

PABLO GONZÁLEZ

Uruguay

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U

n grupo de niños juega en los jardines de una ciudad. Centenares de árboles, setos, pasillos, gravilla, risas y susurros, rosas y calas, sol y sombra inundan el lugar y lo llenan de olores y voces. En un banco, a la sombra de un precioso sauce

llorón, un vejete observa a los niños con una sonrisa bobalicona, las manos juntas sobre la cabeza de león que remata su bastón. Los niños se esconden. Los niños se encuentran, se pelean y se amigan. Uno de ellos llega al banco donde está el señor y se esconde detrás. —No diga nada, señor. —No te preocupes. Soy una tumba. Después de un buen rato, el niño escondido gana el juego. La vez siguiente, el niño vuelve a esconderse detrás del banco. —Gracias, señor, por usted he ganado —le dice desde detrás. El señor le guiña un ojo en señal de complicidad, pero él no lo ve. Y el niño vuelve a ganar. Se hace tarde y hay que regresar a casa. Los papás llaman a los niños. El niño se acerca al señor para darles gracias por su discreción. Dando un salto se sienta a su lado. El hombre se balancea; el niño lo sostiene: las manos sobre la cabeza del león y la cabeza sobre la del niño.

MANUEL SERRANO

España

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-¡F

uera de aquí o los atacaré con mi espada super poderosa, monstruos del mal! decía el niño jugueteando en la sala, brincando de sillón en sillón. Usaba un tubo de cartón como espada y un colador grande, que había tomado de la cocina, como casco.

Cuidado te sorprendan con un ataque por la espalda le dijo su padre que estaba cómodamente acostado en el sofá. Aún tenía sus calcetines y pijamas puestas mientras que, con el control remoto, cambiaba con frecuencia los canales de la televisión. No les tengo miedo. Esas bestias no podrán contra mí. ¿Y cómo son? ¡Uy, papi! Si los vieras. Son grandotototes que casi llegan hasta el techo. Les brillan los ojos y tienen unos dientes muy filosos. Me imagino que han de ser horribles, pero tú estás muy pequeño y solo tienes una espada para defenderte decía el papá retándolo para ver qué otras ideas se le ocurrían. Sí, pero mi espada es tan fuerte que con un solo golpe puedo destruir a dos. Soy muy poderoso. ¿Y si te quitan la espada qué vas a hacer? el papá dejó de ver la televisión para mirarlo a los ojos. No importa porque yo soy muy veloz y con mis puños los haré papilla decía el niño dando una maroma sobre el sillón y lanzando golpes al aire. Mira, ya hasta se te cayó el casco. De la que no te vas a salvar es de tu madre si te ve jugando con el colador. No importa, papá. Yo soy muy valiente y también usaré mis pies para defenderme de esas bestias. Entonces el niño lanzaba unas patadas al aire para después caer sobre la alfombra. El padre se sentía muy orgulloso del valor y la felicidad de su hijo. Meditó

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un poco; después le dijo: Cuando sea grande quiero ser como tú. Entonces el niño dejó de brincar para poder procesar las palabras que le había dicho su padre. Poniendo su mano sobre su barbilla dijo: Pero si tú ya eres grande, papá. Sí, pero la grandeza de una persona está en su valor. Así de grande como me ves, a veces me da miedo enfrentarme a los monstruos que me persiguen. No te preocupes, papi. Yo te protegeré. Verás que juntos vamos a ser más fuertes. Entonces el niño tomó su espada para dársela a su papá y lo abrazó para que no tuviera miedo.

HÉCTOR MORENO GONZÁLEZ

México

Facebook: Barón Azul

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C

atástrofe! ¡Ruina! ¡Desastre! Los contundentes conceptos acudieron en tropel a la mente de Russ Gagliardi, una mente de ordinario metódica y precisa, habituada a obtener los resultados esperados una vez cumplidos

los procesos pertinentes. Ahora, empero, parecía que iba a sumergirse en el caos, una vorágine de inevitable camino a la perdición..., una espiral descendente sin retorno. ¡Falla en el sistema! ¡Ya nada es seguro ni confiable!... Estremecedores pronósticos de cataclismo y muerte; la invasión de lo imprevisto en un universo que hasta entonces se rigiera por sólidos principios de acciones programadas y efectos lógicos, le produjeron agónicos temblores, mientras la sangre huía de su rostro contraído. Pero no en vano lo habían adiestrado dieciséis cosmociclos en la Academia de Oficiales. El instinto de conservación, superado el intervalo de angustia, tomó las riendas, y el cerebro disciplinado de Russ Gagliardi, Teniente Primero, emitió las órdenes necesarias al cuerpo del piloto, para que estabilizase la nave y evitase una toma de tierra ingobernable. Usando apenas los restos de la energía disponible en el circuito de emergencia, el “Vulkan 2” se posó en el planeta sin más daños que una ligera abolladura en un costado. Pero eso era todo. Ahora Russ quedaba librado a sí mismo. —¡Coraje, amigo! ¡Saldremos de esta, como salimos de otras peores! Pero a pesar del intento de darse ánimos, no podía ignorar que enfrentaba una crisis muy distinta, e infinitamente más grave, que todas las de su vida anterior. Veintisiete cosmociclos no eran muchos, pero en los últimos nueve se había visto expuesto a mil y una experiencias extrañas, durante sus expediciones a mundos galácticos y extragalácticos. Sin embargo, Ultrium era un caso sin parangón, y él lo sabía. Ultrium no solo era un planeta distante miles de cosmociclos luz del sitio del que él partiera, sino que además, según Vuhl afirmaba, era la entrada a un 50


universo paralelo..., un ámbito tan extraño y ajeno a lo humano que no se sabía si humano alguno resistiría la confrontación. De haber funcionado el sistema en debida forma, habrían existido garantías para la seguridad del piloto y de la nave; pero ahora, sin sistema, las cosas cambiaban. Lo admitió: fatalmente llegaría el momento de tomar la resolución suprema: el Adapto-Full. Para Russ Gagliardi, Vuhl siempre había tenido una cualidad de misterio y de sombra, infundiéndole una sensación mezclada de miedo y de respeto. No sabía nada en concreto de ese hombre de cuerpo magro y baja estatura; en realidad no había muchos que lo supieran. Pero su presencia imponía, debido a la abombada frente y a aquella mirada filtrada por un dispositivo óptico provisto de cristales autograduables desde lo microscópico a lo panorámico, hecho de cierto extraño metal y fijado al amplio cráneo por un anillo reluciente. Vuhl lo veía todo. Y lo veía con meridiana claridad; eso sí Russ lo sabía. También era consciente de que la ciencia de aquel hombre rebasaba las concepciones ordinarias y osaba hollar terrenos de los que otros huían sin pudor. —Ultrium es la puerta a otro universo —dijo, y Russ no dudó de la afirmación—. No sabemos qué encontraremos allí, ni si lo que encontremos será soportable por nuestros sentidos. Muy posiblemente resulte letal para cuerpo y mente humanos. Pero debemos llegar a Ultrium, porque allí se encuentra el Ultramio..., el elemento que, de poder manejarlo, resolvería automáticamente todos nuestros problemas de suministro de energía. ¿Lo ha entendido usted, Teniente Primero? —Comprendido, señor. —Por tal razón, esperamos que el máximo de sus esfuerzos para cumplir exitosamente su misión de exploración sean dados por usted. No voy a ocultarle, y de todos modos no podría, pues con seguridad ya ha sido usted debidamente aleccionado al respecto, que los riesgos son incalculables para el enviado. Pero usted me ha sido recomendado como el mejor.

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—Es mi deber aplicarme, señor. —Todas las previsiones han sido adoptadas —el léxico levemente foráneo de Vuhl se inclinaba hacia las oraciones en voz pasiva— para que esté en la mayor seguridad dentro de su nave, pudiendo realizarse las exploraciones por medio de sondas robot, cuya programación garantiza su efectividad. Usted solo irá en calidad de supervisor. Pero... El rostro pálido y alargado, en el que resaltaba el dispositivo óptico, lo encaró directamente, provocando en Russ un estremecimiento de prevención que esperó no se notara. Anticipaba una revelación de características inusuales. Carraspeó. —...para el caso de una eventual falla o deterioro del sistema general, y en la improbable, aunque no descartable, posibilidad de que usted fuera forzado a enfrentarse sin resguardos a... lo desconocido, he estructurado este aparato: el Adapto-Full. El cuerpo fibroso y delgado como alambre se movió hacia el costado y hacia atrás, para tomar con ambas manos, de un estante, una especie de cono truncado de unas treinta y cinco centunidades de altura, con un diámetro algo menor, fijado a una base en forma de cilindro chato. Se veían varios botones y diales distribuidos en la lisa superficie del cono, y su remate le pareció a Russ una suerte de pantalla receptora de ondas, inactiva por el momento. —Es totalmente inalámbrico —aseguró Vuhl, y la comisura de sus labios finos se levantó apenas, mientras un tic nervioso vibraba en su hundida mejilla izquierda; sonreía a su modo—. Solo unos diez cosmociclos atrás, usted habría sido abrumado por cableríos, muchacho. Pero hemos progresado, ¿verdad que sí? “Bueno”, pensó Russ, “supongo que lo dirá para alentarme.” —Tiene doce orbiciclos antes de su partida —dijo Vuhl. Y ahora las comisuras de la boca subieron un poco más, y hubo otro tic en la mejilla derecha. —Vaya, vaya ya mismo a despedirse de su novia, Teniente Primero. Se les conceden dos orbiciclos para convivir. Después, ya sabe...: ¡concentración en la 52


Academia bajo estricto confinamiento hasta el orbiciclo de partir! Russ se sintió halagado por aquella indulgencia. Tales permisos no solían otorgarse en la Academia. Tal vez considerasen su caso como especial, pensó. Caía la tarde, un crepúsculo verdoso y tibio, con apenas una leve brisa en el aire embalsamado de Hether, llamado también la Segunda Tierra —hogar de los humanos luego del colapso del sistema solar, mil setecientos noventa cosmociclos atrás— cuando Russ acudió a la cita. Mientras el sol verde se hundía en el horizonte, el joven vio recortarse sobre el cielo la figura hechicera de Jill. Los últimos fulgores del astro conferían a su piel un tono de surreal belleza. Al correr hacia él, el cuerpo grácil de la muchacha, enfundado en un traje tornasolado de breve falda, que dejaba la esbeltez de las piernas librada al disfrute visual, se le antojó el de una ninfa de los antiguos relatos. Se precipitó a su encuentro, los brazos tendidos. Luego del intercambio de efusiones, los ojos azul cobalto de ella se ensombrecieron, y un velo de ansiedad nubló las delicadas facciones. —¿Te vas, entonces, Russ? ¿En doce orbiciclos? —Se apretó contra él, la suave carne de su torso presionando el vigoroso tórax del varón—. ¡Ay, querido..., tengo tanto miedo! Él pegó su mejilla a la tersura de la de ella. —¡Vamos, vamos! ¿Miedo..., Jill Chekhov, la mismísima hija del Comandante de la Flota? ¡Que no se diga! ¿Acaso no estás habituada a estas misiones nuestras? —No hagas bromas... ¡Es muy peligroso y lo sabes! ¡No intentes negármelo! Estaba tan hermosa así, reflejando esa mezcla de angustia y amor en su rostro, que él no pudo resistir el impulso de tomar la cabecita rubia entre sus grandes manos. —¿Te dije alguna vez cuánto te adoro? ¿Te hice saber cómo me hechiza esa carita tuya..., esos ojazos y esas pestañas..., esa naricita que me comería..., esa boca que me ha quemado tanto y tan deliciosamente? ¡Eres la criatura más 53


perfecta del Universo entero, mi Jill! ¡No me canso de mirarte..., goce de mis ojos! ¿Qué haría sin ti? No contaron los besos que siguieron. Ella, entre tanto, se decía que tampoco se resignaría a vivir sin él. ¡Porque lo quería tanto!... Por su fuerza, su valor y su integridad, pero también por su viril apostura, aquel cuerpo musculoso y flexible a la vez, y sus rasgos tan recios, pero sin dejar de ser armoniosos y sensibles. Y aquel cabello con visos de cobre, en el que le encantaba hundir los dedos... Les pareció injusto que su intervalo de pasión llegase a su fin tan pronto. Pero cuando quisieron acordarse ya amanecía el orbiciclo fijado para que Russ volviera a su base. Fue igual que si formasen parte de un solo cuerpo y una inclemente deidad los dividiese de un tirón en dos partes gimientes. Jill no tuvo el coraje de verlo partir. Se embebió, en cambio, en sus recuerdos. Y elevó sus preces al Omnipotente para que las dos partes volviesen a fusionarse. La mentalidad realista de Russ nunca negaba los hechos: la provisión de oxígeno en la nave era crítica, y las vituallas concentradas no durarían. Tenía que optar entre una penosa muerte lenta o los ignotos riesgos del Adapto-Full. —Vuhl es el científico más sabio que existe, lo sé —meditó con voz queda, como solía hacerlo en sus momentos de crisis—. Pero ni aun él es capaz de calcular la reacción de la estructura humana a la adaptación forzada a un hábitat totalmente ajeno. Nunca se intentó algo como esto... Reconozco que me asusta la perspectiva —y esbozó una semisonrisa trémula—. Pero es una u otra opción..., y esta, al menos, tiene una posibilidad, aunque sea ínfima, de supervivencia. Había intentado echar una mirada al exterior, mediante el visor panorámico. Pero la impresión que le produjo lo que alcanzó a ver fue tan intensa que retrocedió de un salto, cubriéndose los ojos con las manos y sin poder

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contener un quejido de horror... No volvería a hacerlo. Sin estar adaptado, la sola vista de aquel mundo resultaba intolerable. No, se dijo... Ya no cabían dudas sobre lo que tendría que hacer. Las instrucciones de uso se le habían insertado directamente en el cerebro por medio de un chip; no habría riesgo de error en el procedimiento. El artilugio recogería los datos del ámbito exterior mediante ondas de frecuencia omnímoda; es decir que ignorarían el obstáculo del metal o del material aislante del casco de la nave, como también el de la carne, músculo o hueso humanos. Con la sola exposición de la estructura somática de Russ a la pantalla del Adapto-Full, se operaría un intrincado proceso de modificación total, no solamente del metabolismo y las funciones físicas, sino también de los propios sentidos y percepciones, así como de la composición básica del pensamiento y de las convenciones instauradas en la psiquis humana desde sus orígenes ancestrales. Russ dejaría de ser lo que había sido hasta entonces, para naturalizarse con Ultrium. Y en el instante previo a impartir al mecanismo la orden de comenzar, la verdad se abrió paso en la mente de Russ, como un relámpago cegador. —¡Malditos sean! —masculló—. ¡Lo planearon desde un principio! Ahora lo veía bien claro. La falla en el sistema..., una probabilidad en cincuenta millones..., ¡y le había tocado a él! No, fue deliberado. Para obligarlo a enfrentar el dilema: bien sabían que él acabaría por elegir el Adapto-Full por encima de la muerte segura. Esa era la mentalidad que se les inculcaba en el adiestramiento. Ellos tenían que averiguar si sería posible la adaptación humana. Y Russ Gagliardi fue escogido como conejillo de Indias del experimento... No había escape. Lo supo. —¡Que se vayan al infierno! —Y dio la orden para que la ordalía se iniciase. Jill Chekhov decidió que ya había esperado demasiado. 55


Por eso estaba sentada, subrepticiamente, ante los controles del nuevo prototipo “Autofit”, dispuesta a ir en busca de su amado perdido. Dentro de la compacta y multieficiente cabina del vehículo intergaláctico, cuya sencilla conducción estaba a su alcance, ya que tenía su diploma de piloto y sus seis cosmociclos completos de adiestramiento, igual que todos los cadetes de la Academia, sin que supiese el motivo le vinieron a la mente los viejos hologramas que decoraban el estudio de su padre, el Comandante Carlos Chekhov, mostrándolo en su uniforme de cadete, seis décadas atrás, junto a uno de los armatostes de setecientos metros de eslora, que entonces se usaban para los viajes interplanetarios, requiriendo una dotación de más de ciento cincuenta hombres. En aquellos tiempos, se dijo, al tiempo que impartía las órdenes necesarias a la máquina para su despegue, ni se soñaba con que algún día el tamaño de las naves se reduciría en un doscientos por ciento, y los controles robot harían posible el viaje con un solo humano supervisándolo. Pero surgieron los adelantados, como Gironi, Baleinikoff, y finalmente el enigmático Vulh —llegado desde algún sitio impreciso, tal vez una colonia de Alpha del Centauro— y en un solo estallido de genio todo se transformó. La de Jill era otra era, obviamente: ahora todo se había hecho sumamente compacto y manejable. Pero por supuesto que su progenitor jamás habría permitido este desacato suyo, se dijo Jill, sonriendo involuntariamente; claro está, de haberse enterado de sus propósitos. Ella había sido paciente: esperó y esperó, insistiendo periódicamente para que se enviase una nave de rescate. Pero el viejo solo respondía con evasivas. Y entonces, por accidente, descubrió ella aquella grabación secreta de una conversación entre su padre y Vuhl. —El nuevo traje está listo. Pronto una prueba con voluntario humano será factible —dijo la voz pastosa de Vuhl—. Ya no hará falta lo otro, Comandante. —Entiendo, entiendo... Pero, ¿qué previsiones se tomarán para resolver lo de...? —Asunto clausurado. No podemos incurrir en gastos adicionales. Todo el financia56


miento debe estar destinado al nuevo proyecto. Resolución inapelable. Lo (¡ejem!) siento mucho, Comandante. Sé que usted apreciaba al muchacho, pero... Ya sabe cómo se manejan estos asuntos en las altas esferas. Algunas bajas son inevitables. Jill se había sentido invadir por un amargo resentimiento, sobre todo al no escuchar una protesta más vehemente de parte de su padre. Habían sacrificado a Russ. ¡Habían hecho a un lado los sentimientos, y, lo que era peor, habían ignorado los de ella y los de él! Pensó que nunca podría perdonarlo, que jamás...; pero enseguida pasó a consideraciones más prácticas. Si a nadie le importaba de Russ, ¡a ella sí! El leve salto de la nave al entrar en el primer Agujero de Gusano disolvió aquellos pensamientos. Eso quedaba en la vaguedad del recuerdo: ahora lo concreto era el viaje. Un viaje que le habría parecido fantástico e inverosímil a cualquier hombre de los pasados centiciclos: ochenta y cuatro horas para cubrir una distancia que en otros tiempos habría requerido varias vidas humanas vividas sucesivamente. No fue necesario superar la velocidad de la luz, como se había pensado; ahora el espacio se encogía y se retorcía y los destinos se acercaban en una proporción inconcebible. Pero real. ¡El hombre había conquistado el cosmos! O casi. Y no era esta la única maravilla. También estaba el traje. El traje del que Jill había logrado, mediante innúmeras argucias y esguinces del ingenio, que viniera incorporado, como prototipo, a la nave. Nadie lo había probado aún. Arriesgaba la cárcel, lo sabía, o incluso un lavado cerebral. Pero casos desesperados requieren medidas desesperadas. Y protagonistas desesperados también. Como Jill Chekhov, aunque no lo admitiese ni a sí misma... Porque dentro de aquella tierna anatomía femenina se albergaba una voluntad de acero, reforzada aún más por la pasión. El traje, en términos sencillos —la explicación científica no habría sido accesible más que a unas quince o veinte mentes privilegiadas, y Jill no figuraba en esa lista—, proveería una especie de filtración, por así llamarla, que permitiría a quien lo usase moverse en cualquier tipo de ambiente, por hostil que fuera a la 57


humana percepción, sin acusar los deletéreos efectos que aquel entorno produciría a un sujeto desprovisto de él, por neutralización parcial de los impactos mentales. En otras palabras: la adaptación al ambiente había entrado en la obsolescencia. Por ende, se dijo Jill sarcásticamente, Russ Gagliardi, ¡su hombre!, quedaba descartado. Si ella lo permitía, claro. Ahora la nave salía del Agujero. Esto, por regla general, provocaba un estado de leve euforia y adormecimiento al piloto, cuya mente solía divagar en un plano de semiembriaguez mansa. Y la de Jill se enfocó en unos versos que Russ le improvisara mucho tiempo atrás, pero que habían quedado fijos en su memoria, enterneciéndola... Goce de mis ojos, miel para mi boca... ¡Fuente de ansias locas y dulces antojos, mujer, tus encantos encienden mi fuego!... ¡Ámame, te ruego!... ¡Escucha mi canto! Cinco etapas, o Agujeros más, y habría llegado. La órbita fijada se completaría en la baja atmósfera del planeta, procediéndose enseguida a rastrear el terreno para ubicar el sitio de descenso más idóneo. Ya en tierra, se efectuaría un análisis a fondo de las características ambientales, todo lo cual se transmitiría en forma instantánea al traje especial, quedando este provisto de los datos necesarios para cumplir su función neutralizante. Nunca se había ensayado; no con humanos. Pero alguna vez tenía que ser la primera, se dijo Jill, intentando insuflar en su ánimo algo más de entereza. —Jill Chekhov, pionera —mumuró la joven, sarcásticamente—. No suena mal del todo. El viejo estaría orgulloso, supongo. Puede que hasta llegue a 58


perdonarme esto. La experiencia sorprendió a Russ Gagliardi. No fue tan malo como había creído. Todo lo contrario: una inefable sensación de bienestar y calma lo invadía, y disfrutaba de cada porción de lo que absorbía por sus nuevos sentidos, como si se tratase de una golosina psíquica. Colores y sonidos lo embargaban; las criaturas vivientes que deambulaban en su derredor le eran todas empáticas..., se producía una suerte de comunión con el ambiente que no dejaba de admirarle, aunque de modo también amortiguado, manso, que no perturbaba la armonía de su sosiego mental. Algo como nunca había experimentado antes,

se dijo, pero

preguntándose enseguida qué significado tenía ese “antes” para él. ¿Es que había habido otra existencia previa..., otra naturaleza? No lograba recordarlo; pero en todo caso no habría tenido la calidad de esta. Pudo ser..., pero ya se disolvía en el olvido. Y no le interesaba esforzarse por recuperarla. No era importante. Su nuevo ser discurría en forma desahogada; sus partes se movían como lubricadas por una gelatina suave, que no le requería esfuerzos. Le resultaba sencillo recorrer la distancia que fuere, o alcanzar el objeto deseado, sin tensiones excesivas, blandamente. Pero de súbito todo se trastornó. ¡Alarma! ¡Alarma! ¡Una criatura hostil al frente! ¡Amenaza! ¡Amenaza! ¡Defensa! ¡Defensa! Y el chorro de ácido protector se proyectó hacia adelante, destructor, implacable. Jill Chekhov lo sintió en su corazón, lo mismo que había sentido, tiempo atrás, que Russ vivía, contra todas las probabilidades y pronósticos negativos. —¡Patrañas! —había rezongado el viejo Comandante, con un fruncimiento del blanco bigote—. “¡El corazón me dice!”... ¡Bah! ¡El corazón no es más que un músculo que bombea la sangre! ¡No tiene lengua para hablar, que yo sepa, muchacha! 59


Pero viniera de donde viniera el pensamiento, era una certeza para Jill. Igual que ahora, y por eso apresuró su febril búsqueda, mientras el visor de su traje registraba el ambiente y amortiguaba los impactos mentales, de modo que ella percibía su entorno pero sin lesión grave de su mente. Todo era tan extraño... ¿Cómo podría él haber sobrevivido? —¡No! ¡No! ¡No dejaré que el pesimismo me embargue! ¡Debo ser positiva! ¡Debo tener fe hasta el final! ¡Busquemos! ¡Busquemos!... ¡Oh, mi amor! ¿Dónde estás?... Un choque. El aviso de alarma del traje. La posibilidad mínima: una amenaza capaz de llegar a superar sus defensas. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Luz roja! ¡Alerta! Entonces lo vio, y esta vez apareció en toda su crudeza, rebasando los poderes del traje, abrumándola con el raudal de horrores de su constitución. —¡Monstruo! ¡Monstruo, atrás! Y formuló el comando al dispositivo de defensa-ataque del traje, y el rayo verde de iones destructores arrasó con la amenaza. Pero una fracción de segundo tarde. El chorro letal de ácido se abatió sobre ella, y traje y cuerpo fueron instantáneamente devorados. Y cual una grotesca versión de los míticos Romeo y Julieta, ambos amantes murieron a la vez, cada uno aniquilado por el otro. Nota del autor: Quienes califiquen de desorbitada fantasía esa concepción de las mininaves espaciales, piensen en la computadora ENIAC, de los años cuarenta, que ocupaba una pared entera, pesaba 27 toneladas y tenía una capacidad de memoria de 100 bytes, en comparación con un pen-drive que, con su minúsculo tamaño, tiene una de 16.000.000.000 de bytes. ¿Cuántos años transcurrieron entre una y otro? Tan solo unos 70 años..., un átomo de tiempo en la Memoria Cósmica. Pero 70 años atrás, ¿alguien habría siquiera soñado en esta posibilidad? Solamente algún autor de ciencia ficción.

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici Ilustración: VIRGIL

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FINLAY


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H

abía una luz al final del túnel. Me encontré sentado a la orilla de un bote. El barquero tenía una túnica andrajosa de color gris que cubría todo su cuerpo, incluyendo el rostro; su respiración era profunda y prolongada; sostenía un báculo

con el que remaba. Intenté hablar, pero por alguna razón, solo pude expresarme con quejidos. La criatura emitió un sonido a manera de respuesta, como si se tratara de una exhalación. El túnel por el que navegábamos parecía interminable; a los lados había pequeños destellos de diferentes colores que ornamentaron la densa oscuridad que nos rodeaba. Me recargué a un costado y pude notar que el agua lucía viscosa. De las profundidades se asomó una calavera con colgajos de carne o al menos, los vestigios de lo que alguna vez fue. Brinqué hacia atrás, intenté gritar, pero únicamente se escuchó un quejido apagado. El resto del trayecto me quede recostado, admirando la extraña belleza de aquel túnel. La barca se mecía de un lado a otro con tanta suavidad, que parecía estar danzando sobre las aguas. Después de un rato mis pensamientos comenzaron a tomar un poco de claridad. Imágenes comenzaron a aparecer en mis pensamientos. Me vi cargando a una niña de cabello rizado, color café oscuro, besé sus regordetas mejillas, el recuerdo se volvió difuso… A mi mente vino la imagen de una bella mujer, de cabello rizado y piel tostada, por un momento, sentí la dulzura de sus labios y escuché su melodiosa voz, que, llamándome, decía “Amado mío, la cena está lista”. Algo sacudió con violencia la barca y me expulsó de mis pensamientos. Me asomé y vi que eran cientos de manos huesudas, cada una columpiándose intentando subir. El esperpento que me acompañaba, las golpeó con su báculo. Parecía que el viaje no tendría final. Mis pálpebras se sentían demasiado pesadas, obligándome a cerrar los ojos. A lo lejos, se oían quejidos y lamentos... Por un breve momento, me sumergí en un sueño profundo. La mujer que había visto antes, sollozante me llamaba por mi nombre, sentí la calidez de su mano aferrándose a la mía, y la humedad de sus labios al besar mis mejillas y dorso de las manos. También escuché la voz de un hombre que dijo “lo siento, pero es 62


hora de proceder …” En respuesta, rogó la niña de antes que no lo hicieran, pero la ignoraron por completo. Grité desesperado, implorando que me dejaran quedarme un poco más de tiempo, quería que supieran que aún podía escuchar y sentir; sin embargo, mis esfuerzos fueron inútiles y sus voces se fueron difuminando poco a poco. Me vi de nuevo en la barca y cada luminaria que adornaba el túnel, se fue apagando una a una. Después, hubo un silencio aterrador, la densa oscuridad me rodeó... Abrí mis ojos con total lentitud, poco a poco mi entorno se volvió más claro, escuché el sonar de un riachuelo y pajarillos cantando. A lo lejos, vi al barquero atravesando una cascada, adentrándose en el túnel, remando en su barca. Corrí hacía él, pero cuando llegué a la cascada, no había otra cosa más que la silueta de una cueva con estrellas en su interior. La toqué intentando atravesarla, pero me fue imposible. Frente a mí apareció una libélula que brillaba con la luz que se reflejaba en sus alas, me sentí atraído por ella y me adentré a un jardín de flores que apareció frente a mí. En mi mente resuenan las preguntas ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi nombre? Quizá nunca lo sabré, pero eso no importa, pues mis días son dichosos en este lugar.

ASTRID G. RESENDIZ

México

Facebook: https://www.facebook.com/astrid.g.resendiz Instagram: https://www.instagram.com/r.g_astrid Twitter: https://twitter.com/RGAstrid1

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“En todas las cosas, naturales y humanas, el origen es lo más excelso”. Platón “Vuestro orgullo no lo constituirá vuestro origen, sino vuestro fin”. Friedrick Nietzche; Also Sprach Zarathustra (Así habló Zarathustra, 1896).

A

hora que mi vida llega a su fin, voy a contarles la verdad sobre mi origen y mi historia. Durante millones de años mi especie se dedicó a engendrar hijos. Era lo normal en seres que daban sus primeros pasos en

el mundo y querían evitar la extinción. Éramos débiles y pequeños, cazados por otras criaturas. Teníamos que reproducirnos lo más rápido posible si queríamos seguir existiendo como especie. Luego vino una generación que logró imponer nuestro dominio sobre las demás criaturas. Ya no necesitábamos reproducirnos rápidamente y podíamos dedicar el tiempo a la creación y al conocimiento. Durante miles de años mi especie se dedicó entonces a engendrar ideas. Claro que también engendraba hijos, pero lo que nos definía era nuestra capacidad para crear. Creamos técnicas para producir más alimentos de los que podíamos consumir. Creamos artefactos para recorrer la tierra, los mares y los cielos. Creamos medicamentos para curar enfermedades. Creamos instrumentos para facilitar nuestra vida. Hasta que una de estas creaciones cambió al mundo para siempre: la inmortalidad. Los más sabios de nosotros inventaron una terapia para lograr extender la vida de manera indefinida. Así surgió una tercera generación que ya no se dedicó a engendrar hijos ni ideas, solo a disfrutar de una vida perpetua. Sin la muerte en el horizonte, no era necesario crear algo que recordara nuestro paso por el mundo, ni engendrar hijos para que hubiera una siguiente generación que venerara nuestro legado. La civilización comenzó a decaer. Sin nadie que mantuviera las infraestructuras los servicios comenzaron a colapsar tornando imposible mantener el nivel de vida al que nos habíamos acostumbrado. El alimento comenzó a 65


escasear y las guerras fueron inevitables. Éramos inmortales pero no invulnerables. No podíamos morir de enfermedades o fallas orgánicas, pero sí por la puñalada de un enemigo. Yo soy el último sobreviviente de mi especie. Cargué lo que quedaba de nuestra tecnología y partí al Cosmos en busca de un nuevo hogar. Vagué por eones hasta que di con este mundo. No se parecía al mío pero tenía potencial. Usé la tecnología de mi pueblo para sembrar la vida en él. Cuando todo estuvo listo, los creé a ustedes que son mis hijos y mi legado. Este planeta fue creado a imagen y semejanza de mi mundo. Ustedes fueron creados a imagen y semejanza de mi persona. Ahora ya debo reintegrarme con el Cosmos. Hace unas horas me inyecté el suero que revierte los efectos de la inmortalidad y en breve abandonaré esta vida para siempre. Fue una larga vida en la que hice más de lo que hubiera soñado hacer. Quería dejarles como legado la tecnología de mi especie, pero temí que repitieran los mismos errores que nos llevaron a la extinción. Por eso destruí todos los artefactos y escrituras. Ustedes deben crear sus propios inventos y cometer sus propios errores. En lugar de eso les dejaré un consejo: eduquen a las siguientes generaciones en el respeto a la muerte. Ella es la que da sentido a la vida. No cometan el mismo error de buscar la inmortalidad, solo les llevará a la caída de todo lo que hayan creado. Disfruten de la vida sin temor a la muerte. Nunca dejen de crear. Sean curiosos, experimenten, equivóquense y vuelvan a empezar. Honren en cada momento su inteligencia, que es la mejor manera de perdurar. Ese es mi consejo y mi legado querido Adán. Ese es mi consejo y mi legado querida Eva.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

Sitio WEB: https://elrefugiadodelaspalabras.blogspot.com/ Instagram: https://www.instagram.com/luciano.andres.valencia/

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...y

vio todas las armas creadas en los últimos seis mil años, algunas creadas por hombres. El armero le dio a elegir una que podría usar en la guerra contra los dioses.

Después de recorrer cada centímetro del lugar, leyendo las descripciones que iban desde la poderosa Excálibur, o la mítica Summarbrander —llamada Sikanda— hasta las ametralladoras, como M249 capaz de disparar calibre 56 a 900 balas por minuto. El hombre se detuvo frente a una pluma. —¡Esa es la Pluma de Aarón! —Aquí dice: “Pluma de Gilgamesh”. —Vuelve a revisar. La inscripción cambiaba cada tres segundos: Pluma de Homero, Pluma de Shakespeare, Pluma de Cervantes, Pluma de Kafka, Pluma de Borges… —¿Para qué sirve? —¿Para qué sirve una pluma? —¿Para escribir? El armero carraspeó. —Te equivocas grandemente. La pluma no escribe, al igual que los ojos no ven. La pluma es el medio para que la escritura llegue a este mundo. Es el arma más poderosa de mi colección; antes de que te la lleves debo hacerte una advertencia. El hombre ya tenía la Pluma en las manos. Miró al armero a los ojos, que se tornaron oscuros, como charcos de brea. —No hay manera de saber hasta dónde terminará la influencia de lo escrito, como tampoco sabrás si lo que escribes es obra tuya o de alguien más que te ha querido escribir escribiendo. El hombre se marchó, lleno de esperanza, sin saber que no era la primera vez que el armero recitaba aquella advertencia; y que la pluma siempre regresaba a su galería.

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J.R.Spinoza

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza/ Instagram: @winchesterrudy Twitter: @r_spinoza

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L

o que les voy a contar no me sucedió a mí, pero sí a una amiga. Siempre he pensado que lo más peligroso es la soledad, la cual nos puede llevar a sobrepasar los límites de nuestra propia razón. Existe gente que los vemos tan normales en el exterior, pero tan

solos que dan vida a sus máximos compañeros y amigos en forma de Tulpas. Mi amiga sentía tanta soledad que me lo empezó a contar como una opción. Yo le decía cómo puedes pensar eso, eres joven, bonita, tienes un buen trabajo, no te desesperes, pronto llegará. En mi afán de saber lo que mi amiga decía, inicié a investigar sobre el tema, lo que leí me preocupó. Cuando comienzas a trabajar con la mente, el subconsciente, son temas de los que sabemos muy poco. Yo leí en uno de esos libros esotéricos que para crear un Tulpa debes usar tu imaginación, sin embargo, en mi opinión, hay cosas con las que no deberías meterte. Al siguiente fin de semana nos vimos en una cafetería y yo la puse al día con mi investigación y el potencial peligro de sus actividades, ella me juzgó de exagerada, me dijo que no pasaría nada. Lo que yo leí es que es un proceso de visualizar en el pensamiento a una persona, creándoles su conciencia y después ellos desarrollan sus opiniones independientes y forman sus creencias. Se lo dije, pero estaba tan resuelta que no daba importancia a mis palabras. Traté de disuadirla de no entrar en el subconsciente. De no seguir con ese experimento, que buscara actividades que hacer en su tiempo libre. En nuestras pláticas yo trataba de alertarla sobre el peligro: —Sabes que son cuerpos hechos de mente, formaciones mágicas generadas por una poderosa concentración de pensamiento —le decía inútilmente porque ella no me escuchaba. Hasta me decía que ya era como un disco rayado, siempre lo mismo. Ella seguía sintiéndose sola y yo más, por no poder ayudarla, me dijo que había encontrado un sitio en internet donde muchas personas compartían cosas muy bonitas con sus Tulpas. —Claro —le respondí— las cosas malas nunca te las dicen. —Mira, un Tulpa puede entenderte como nadie, porque conocen todos 71


tus pensamientos, metas, y recuerdos. —Y por eso son tan peligrosos, no lo hagas por favor. Por nuestros trabajos y actividades nos distanciamos un poco. Entre mis entrenamientos, trabajo y clases poco tiempo me quedaba para poder salir a divertirme y me siento responsable de la terrible decisión que ella tomo. Cuando la vi, después de dos semanas noté algo raro en ella, nos citamos en el restaurante donde nos encantaba cenar. —¿Viste al muchacho que se acaba de ir? —me preguntó entusiasmada. —No. —Pero si casi chocas con él. —Supongo que venía muy distraída. —Hemos estado platicando desde hace unos días, tenemos cosas en común. Es tan lindo, tan amable, tan romántico. —¿Y dónde lo conociste?, ¿Dónde trabaja?, ¿Sabes a qué se dedica? —¡Ay!, no me abrumes, ya habrá tiempo de que me diga toda esa información por lo pronto confórmate con saber que le encanta viajar, me invitó este fin de semana y acepté. —No vayas amiga, no lo conoces, no sabes sus intenciones. Ella estaba tan emocionada que no pude romper su corazón, solo le dije: Amiga, cuídate, por favor. Ese fin de semana se llenó mi WhatsApp de fotos de su viaje, pero en ninguna salía el hombre maravilloso del que me hablaba. Yo pensé que era casado y por eso no quería dejar evidencia, ojalá hubiera sido eso. Mi amiga estaba dentro de una alucinación autoinducida, ella había ya diseñado a su compañero de por vida. Ella imaginó el muchacho de sus sueños aquel que sería su novio ideal, su esposo ideal, desarrollo sus gustos y una vez creados se sabe que el Tulpa puede cambiar cosas por sí mismo. Imaginó su esencia, su olor, con tiempo y mucha práctica puedes hacer contacto con el Tulpa interactuando diariamente, eso era lo que yo sabía. En ese momento el Tulpa empezó a existir por cuenta propia, sin obedecer a quien lo 72


creo (y yo sin poder vislumbrarlo). Ya no lo controlaba respecto a cuándo aparecer y cuándo desaparecer; dejó de ser una proyección o ente imaginario para volverse un alma residual y ya no sería tan fácil de controlar o de eliminar, porque presentaba una conciencia propia. Mi amiga creo su pareja imaginaria con voluntad, pensamiento y opinión propia, dándole autonomía. Por una u otra razón no coincidíamos para vernos, ella estaba todo el tiempo ocupada con él, yo seguía pensando que era casado o tendría novia y solo se estaba entreteniendo con ella. Después de mes y medio logramos vernos, ella estaba muy mal, me comenzó a decir que habían estado juntos pero que ella sentía algo muy extraño, despertó y no estaba; que tal parecía que había cámaras y micrófonos vigilándola en todos lados, porque él aparecía cuando ella hablaba con hombres, que había entrado a su trabajo y nadie lo había visto. Me dijo que comenzaba a tenerle miedo porque era muy posesivo, celoso y ya estaba cada vez comportándose más violento. Incluso coqueteaba con mujeres estando con ella. Le dije que lo dejara, ella me calló y asustada me confeso que él le prohibió verme, que me lastimaría si me metía entre ellos. Me tengo que ir, presiento cuando él viene. Sin darme tiempo de nada se fue, salí corriendo tras ella y logré alcanzarla en el estacionamiento. Le pregunté: ¿Hiciste un tulpa?, ¿lo hiciste?, ¡contesta!, no es real, podemos buscar ayuda, puedes eliminarlo. Ella solo me miro y dijo: es tarde, ya está aquí. Se fue y no supe de ella hasta tres meses después, la vi y no me reconoció, estaba vestida como hombre y junto a una mujer. Sentí que me desmayaba. No lo podía creer. Aún la busco, pero no puedo encontrarla; en ocasiones mi celular suena y es ella, pero cuando respondo, ya colgó la llamada. Esta prisionera porque el conoce todos sus pensamientos. No la dejaré, seguiré buscándola. Quienes la ven me dicen que a veces es mi amiga y a veces es el Tulpa.

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MARIANA

LÓPEZ

México Facebook: @mariana.lord Instagram: https://www.instagram.com/lordmariana/

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U

n lunes encontré un cachorro abandonado en la puerta de mi casa. Como siempre me han gustado los animales y juego con ellos cuando los encuentro en mi camino, decidí adoptarlo, porque era evidente que habían querido deshacerse de él. Me

preocupaba el hecho de dejarlo solo por algunas horas, pues yo trabajaba hasta las dos de la tarde. Tenía que hacerme cargo de un ser inocente, aunque también pensé que era bueno contar con un compañero en casa. El martes, mientras salía para comprar leche y alimentar al nuevo integrante del hogar, me topé con otro cachorro abandonado. Obviamente no podía quedarme con este, pues ya tenía algunas responsabilidades. Sin embargo, en tanto pensaba con quién dejarlo, opté por cuidarlo unos días. Necesitaba encontrar a un adoptante cuanto antes. Pero estaba seguro de que me encariñaría rápidamente con este también, más clarito y ñato que el anterior, y luego no podría dejarlo en otras manos. Al día siguiente, ya miércoles, se repitió la misma situación. Otro perro. Pensé entonces que el primero habría sido el detonante, que tal vez alguien me espiaba en el parque o en la misma calle. El jueves, otro más. Este era un cocker y tenía la cara graciosa. Conforme mi casa se llenaba de animales, la incomodidad se hacía mayor. Consideré actuar como agente secreto para saber quién me dejaba a los recién nacidos o de dónde venían. Cuando el viernes apareció un labrador, comencé a perder la paciencia. Salí más temprano que de costumbre intentando atrapar al infractor. No tuve suerte. Al día siguiente creí que era mejor no dormir y me quedé cerca de la ventana esperando que apareciera al sexto. Un par de pestañeos y un nuevo cachorro, al lado del tapete de entrada, lloraba y luchaba por abrir sus ojos. Seis perros en casa era una locura. Se orinaban aquí y allá, bajo los muebles, sobre la alfombra y hasta en las cajas de libros acumuladas porque ya no cabían en la biblioteca. El domingo, apareció el séptimo; el lunes siguiente, el octavo; el martes, el noveno, y así sucesivamente hasta que perdí la cuenta de los días. Comencé a llamarlos de manera común: Laika, Boby, Fido. Después pasé a inventar nombres como Gulit, Kira y Botas para no confundirlos. Cuando se acabó la imaginación, 76


tuve que nombrarlos por su raza: Chihuahua, Doberman, Siberiano, Chow Chow. Finalmente, en el momento que incluso estas empezaban a repetirse, no me quedó más que nombrarlos por su número de aparición: Setenta y Uno, Setenta y Dos. Ayer conocí a Setenta y Tres. Lo difícil es evitar que las razas grandes se terminen la comida o maltraten a los más pequeños. También es complicado impedir alguna disputa territorial. Ahora estoy rodeado de perros. Me he acostumbrado a vivir y comer con ellos en manada. Todo el dinero lo empleo para alimentarlos y atenderlos con un veterinario que ya no ha querido volver. En la oficina, los colegas me habían empezado a mirar con extrañeza. Olía a perro, decían. Y también notaban mi traje sucio y mis zapatos mordidos y babeados. Ya no me limpiaba ni arreglaba nada; no tenía sentido hacerlo. Ni siquiera me interesaron las llamadas de atención de mi jefe y, mucho menos, la amenaza de despido del gerente general. La última vez que me alzó la voz en su despacho, le mostré los dientes en señal de alerta y, como no se detuvo, lo mordí agresivamente hasta dejarlo inconsciente y bañado en sangre.

GUILLERMO PACHECO PINEDA

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/guillermocesarg.pacheco/ Instagram: https://www.instagram.com/guicegu82/

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M

iguel, un amigo de un amigo del trabajo de mi viejo, tenía dos hijas. Una de ellas ya se había ido a vivir con el novio y la otra, la más rebelde, seguía en la casa a regañadientes tratando de terminar su carrera. Él había sido funcionario

de la cancillería en el gobierno de Alfonsín. Tenían una casa bastante grande en Adrogué, que iba a ser enorme cuando se fuera Anita y quedara solo con Marta, su esposa. Aquella mañana tomó su celular y empezó a fotografiar todos los ambientes. En cada uno, un recuerdo ahí vivido se le introducía en su mente. Por último, se fue al parque donde le invadió la nostalgia recordando aquellos momentos en los que Anita y su hermana jugaban con la casita de muñecas que él les había construido. Luego, entró en Internet a uno de esos sitios donde se publican propiedades. Bajó las fotos y describió las características que tenía su vivienda. Al momento de cargar el precio sintió que había algo que no estaba bien, que no podía de buenas a primeras tirar por la borda tantos años felices bajo ese techo sin antes consultarlo con su esposa. El puntero del mouse se empezó a elevar de forma inconsciente hacia el extremo derecho del navegador con toda la intención de darle click a la equis y abortar el llenado del formulario. En medio de ese impulso y sin explicación alguna retomó su decisión irrevocable de sacarse de encima su propiedad y corrió de golpe el mouse hacia el campo donde el precio aún no estaba ingresado. Casi con bronca y dándole con fuerza a las teclas escribió un número que excedía en diez veces el valor de su residencia. Hizo un gesto, mezcla de odio y rencor y se dijo “nadie va a pagar esto ni loco, así que le doy ENTER y me voy a prender el fuego para el asado”. Después de haber almorzado con Anita y su esposa en el parque tuvo que soportar un tole tole peor al que los judíos le habían hecho a Pilatos para que de una vez por todas lo pongan a Jesús en la cruz. Anita les decía que ya no los soportaba más y que quería irse a vivir sola, por qué no vendían esa casa de mierda y le compraban un departamentito. Parecía que su subconsciente se había anticipado y había imaginado un par de horas antes lo que se empezaba a gestar en su familia. Los insultos iban de diestra y siniestra. Cansado de los gritos, no esperó a comer el flan con dulce de leche que tanto le 79


gustaba y se fue a dormir la siesta. Ya habría pasado una hora que se había recostado cuando su hija entró a despertarlo con el teléfono inalámbrico en su mano. Miguel, bastante aturdido por ese abrupto despertar se encontró con el teléfono pegado a su oreja y una voz con acento afrancesado que le dice: —Buenas tardes, señor, queremos tener una reunión con usted para comprar su casa. El amigo del amigo de mi viejo abrió los ojos tan grandes como si le hubieran avisado que acababa de ganarse la lotería. Se sentó al borde de la cama y continuó atento con lo que decían del otro lado de la línea. —Mi hermano y yo, somos hijos de una persona muy acaudalada de Nigeria, nuestro padre tiene minas de diamantes en la unión de los ríos Gongola y Benué. Mi madre fue asesinada por un grupo de terroristas, gracias al cielo mi padre, mi hermano y yo pudimos huir de las balas de esa gente. Por eso necesitamos comprar su casa —le continuó relatando el desconocido. Sin pensarlo coordinaron que esa misma noche iban a ir a su casa para ver sus comodidades y tratar de cerrar el trato. Se levantó confundido y volvió al parque donde seguían Anita y su esposa, ahora sin hablarse, cada una en su mundo. Anita con su celular mandando mensajitos y Marta tomando mate y leyendo una revista. Miguel apareció arrastrando las chancletas con el inalámbrico en su mando con apariencia de que lo habían molido a palos la hinchada de Chacarita a la salida del estadio después de haber perdido cinco a cero. Ambas mujeres lo quedaron mirando, él se sentó, se sirvió un mate, chupó de la bombilla y les dijo: —Hoy vienen a ver la casa. Marta bajó sus lentes y le preguntó: —¿A ver qué casa? Anita en cambio, con una sonrisa de oreja a oreja le dijo: —¿Cómo? ¿La vas a vender? Y él confundido como novio de mellizas les contesta: —Bueno, no sé… hoy vienen a ver la casa, después veremos…. 80


—¿Y por qué no me avisaste? —le recriminó Marta. —Es que fue solo un impulso, yo estaba boludeando por Internet y la publiqué, nada serio —le contestó. —¿Y a cuánto la pusiste? ¡Acordate que me tenés que comprar un departamento! —le tiró Anita interesada en la transacción. —Cinco —le contestó metiéndole otra chupada al mate. —¿Cinco que? —preguntó Marta que aburrida quería retomar su lectura. —Cinco palos, cinco millones de dólares —les dijo sin pestañear. —¿Cómo? —le dijeron su mujer y su hija a coro. —¡No puede ser! ¡Se confundieron! ¡Esta casa no vale cinco palos ni en pedo! —le dijo la hija decepcionada que seguía twitteando en simultaneo. —Obvio, pero la publiqué así, por joder, no para venderla y aparecieron unos millonarios africanos y parece que les gustó —les explicaba mientras le extendía el mate a Marta para que le pusiera más agua. Luego, les contó lo que había podido entenderle al nigeriano. Miguel se levantó y se fue a mirar los rosales que empezaban a mostrar sus pimpollos, miró la casa desde el fondo y sintió miedo. Miedo a perderlo todo. Sabía que lo que estaba viviendo parecía un sueño, que no podía ser real y que no debía meter gente desconocida en su casa. Observaba desde donde estaba, cuáles eran las ambiciones de su mujer y de su hija. Al rato, había empezado a refrescar. Fue a buscarse un pulóver. Anita lo interceptó en el pasillo de su dormitorio diciéndole: —Papá, vos no tenés que vender la casa, es el sacrificio de toda tu vida. Hoy cuando vengan no les abras la puerta y que se vayan. Le dio un beso, un abrazo y se fue a su cuarto. Ya abrigado, bajó a la cocina donde estaba Marta, la emoción le brotaba por los poros. —Si te piden rebaja, hasta cuatro millones dale para adelante, una oportunidad como esta no se nos va a presentar nunca más en la vida. Podemos comprar otra casa, un piso en Libertador, también una casa en Punta del Este y podemos irnos a viajar por todo el mundo. ¿Querés que vaya a la fiambrería y compre unas cositas para prepararles una picadita con vermouth para cuando 81


vengan? —le decía Marta, mientras Miguel no sabía cómo comunicarse con ellos para anular la visita ya que no había anotado su teléfono. Tomó el inalámbrico y se fue al jardín para llamar a su hermano y le explicó lo que le estaba ocurriendo. El hermano, ser desconfiado como pocos, había practicado boxeo en su juventud, por tal motivo Miguel se iba a sentir mucho más tranquilo con su compañía. Le pidió que a las ocho en punto viniese a su casa para hacerle el aguante. A las ocho y media llegarían los nigerianos y no quería estar en inferioridad de condiciones. Su hermano llegó y les ordenó a Marta y a Anita que ni se les ocurriera asomar la nariz mientras estuvieran los negros. Tocan el timbre. Miguel mira por la mirilla, su hermano aprieta los puños y ahí estaban los dos negritos esperando. Ambos impecables vestidos de traje negro con corbata roja.

Los nigerianos entran, los saludan con una ceremoniosa

inclinación de cabeza. Se presentan con un castellano bastante raro. El otro negro, el que no había hablado por teléfono, no hablaba una pizca de español. La picada estaba en la mesa del comedor esperándolos. Recorrieron la casa mientras Marta y Anita estaban en la cocina a manera de estatuas vivientes observado la escena sin respirar. Los cuatro hombres se fueron para el comedor. Los nigerianos parlotearon algo incomprensible. El negro que hablaba algo español, tomó un escarbadientes y pincho un cachito de queso. —Bueno, creo que la casa es perfecta y creo también que a mi padre le va a parecer muy cómoda —les dice. —El tema es que… si bien la he publicado… como usted habrá visto… en el precio… mi idea es… no venderla —le dice Miguel. El negro que hablaba se sirve el vermouth en un vaso y le pone un chorro de soda. —Escúcheme, la casa es ideal para nuestra familia, por consiguiente tenemos que comprar esta casa —le dice el negro cada vez más nervioso. —Bueno, ¿no escuchó lo que le dijo mi hermano? No la vende —se mete, sin que le dieran vela en ese entierro, el hermano de Miguel. Miguel le hace una seña para que baje un cambio. —A ver… si el problema es el precio, le propongo dales siete millones de 82


dólares como último precio, tres millones mañana y cuatro millones a fin de mes cuando venga mi padre y nos hagan entrega de la casa —le dice el negrito que seguía pegándole a los embutidos. Miguel reflexionó un rato en silencio. Se mira con su hermano y este le asiente con la cabeza con señal de apoyo. —Ok, ¿y cómo sería la operación? —le pregunta Miguel que a esa altura debía rondar quince veintidós de presión. El negrito que hablaba español le hace una seña al otro negrito y este saca del bolsillo un taquito de ocho centímetros que parecía de madera y un tubito de ensayo con un líquido violeta, tomó el plato donde estaban las aceitunas y lo vació tirándolas donde estaban las papas fritas. Puso el taquito sobre el plato, destapó el tubito de ensayo y vertió el líquido. De inmediato el taquito empezó a inflarse y a ponerse verde. Uno de los negros sopla el plato y empieza a estirar con sus manos el taquito. Como por arte de magia aparecen tres billetes de cien dólares. Miguel y su hermano estaban sumamente sorprendidos por el milagro. Miguel tomó los billetes y se fue corriendo a la cocina. Marta había trabajado como cajera en una casa de cambio y tenía más que claro si los verdes podrían ser verdaderos. Marta extendió entre sus ojos y la dicroica del techo cada uno de los billetes y le dijo: —¡Sí, mi amor! ¡Son auténticos! Miguel volvió y coordinó el horario donde harían la primera parte de la transacción, pero les dejó claro que el lugar lo iban a definir más tarde. Ellos deberían llamar al hermano de Miguel a las quince horas del lunes y en ese momento se les comunicaría dónde deberían hacer el pago. Miguel pasó la noche más larga de su vida, pensando y pensando de qué manera podría hacerse del dinero sin que les pasara nada ni a él ni a su familia. Marta le tuvo la vela toda la noche diciéndole cómo deberían invertir todo ese dinero. El hermano de Miguel, tenía un negocio de guarda de muebles, ese era un buen lugar donde encontrase, pero los nigerianos no deberían saberlo hasta último momento. A las tres de la tarde suena el celular del hermano de Miguel y él les dice que los está esperando en un bar de la Recoleta. A las tres y media aparecen los dos negros. El negrito 83


que no hablaba castellano cargaba una valija enorme, el otro llevaba un bolsito de mano. Se acercaron a la mesa y le preguntan: —¿Y su hermano? ¿Dónde está? —Nos está esperando —le responde mientras deja un billete de cincuenta bajo la taza de café. Paró un taxi, le dio al chofer la dirección en un papel, la idea era que de ninguna manera pudieran avisarle a alguien a donde se dirigían. Los negros se miraban confundidos durante todo el recorrido. Llegaron al depósito, el hermano de Miguel bajó con la llave en la mano mirando cauteloso hacia las dos esquinas. Bajaron la valija a mil por hora. Subieron al primer piso donde los esperaba Miguel en la oficina de administración. El negro abre la valija sobre el escritorio y aparece una caja fuerte con un teclado digital. Pone una serie de números y un sonido agudo les señala que la clave era incorrecta. Los morochos se miran y vuelve a intentarlo con el mismo resultado. El hermano de Miguel se estaba impacientando y le dice por lo bajo: —¿Estos boludos, tanta seguridad y se olvidaron la clave? El negro que no hablaba castellano saca un celular escribe unos códigos. Enfadado le muestra la pantallita a su hermano. Este tipea lo que ahí estaba escrito y una luz verde se encendió en la caja fuerte. Lentamente, abrió la tapa y dejó ver una infinidad de taquitos similares al que habían visto ese domingo. El otro negro que llevaba la voz cantante, saca del bolso una botella de vidrio de dos litros, como de Coca-Cola pero con el líquido violeta. El hermano de Miguel más relajado les ofrece tomar un cafecito. Miguel empieza a hacer lugar sobre el escritorio, quitando algunas carpetas que estaban molestando. Uno de los negros se pone a colaborar cuando de repente roza con el extremo del codo la botella de Coca-Cola haciendo que se cayera de la mesa y se hiciera pelota contra el piso. A los pocos segundos podía verse cómo se formaba una aureola verde que circundaba las patas del escritorio. Los pedacitos de vidrio estaban por toda la oficina. Los dos negritos se veían desesperados, se golpeaban y se puteaban en algún dialecto desconocido. Miguel y su hermano no entendían qué carajo estaba 84


pasando. Cuando se tranquilizaron un poco, el negro le dijo a Miguel: —No podemos hacer la operación. —¿Cómo qué no? —le pregunta el hermano de Miguel con tono patotero. —¿Pero, por qué? ¿No podemos comprar ese brebaje en algún lado? —le dice Miguel desesperado. —Solo se vende en un único laboratorio, que está en el barrio del bajo Flores —le dice el negro tomándose la cabeza. —Bueno, tomemos un taxi y vamos a comprarlo —le dice proactivamente el hermano de Miguel. —El problema es que cada botella sale veinte mil —le responde le negrito compungido. —¿Veinte mil qué? —pregunta Miguel. —Dólares... obviamente —aclara el negro devastado. —Bueno, bueno… No importa, yo te presto —plantea el hermano de Miguel desprendido como nunca. Miguel se quedó atónito viendo la generosidad de su hermano. Este fue hasta un armario lo corrió con una mano y dejó ver una caja fuerte sobre la pared. Les pidió a los negros que miraran para otro lado. Abrió la puerta de la caja y sacó un fajo de dólares, separó una pila y luego guardó lo que le había sobrado. —Acá tienen, pero la valija con los billetes no se la llevan. —le dice extendiéndole los veinte mil verdes. Los negros bajaron la escalera y se fueron junto al hermano de Miguel quien les abrió la puerta del depósito. Al minuto subió la escalera saltando los escalones de dos en dos. Agitado fue a la heladera para traer una botella de champagne bien fría y dos copas. —¡Qué grande, hermanito! ¡No sé qué hubieras hecho sin mi ayuda! —le dice el hermano de Miguel exhausto. Miguel lo mira y siente una mezcla de ternura y desconfianza por el gesto que había tenido. —¿Qué menos podría hacer por vos? ¡Espero que te acuerdes de los 85


pobres cuando termine todo esto! —agregó mientras destapaba la botella dejado volar el corcho. Brindaron y se abrazaron, rieron y hasta lloraron de emoción. El hermano de Miguel se dejó caer en la silla, tomó uno de los taquitos de la valija y lo empezó a examinar por todos lados, sonreía, lo daba vueltas, lo olfatea una y otra vez a través de cada uno de sus orificios nasales, lo golpeaba varias veces sobre la mesa. Miró fijo a Miguel y le dice: —Hermano, esto… esto…. ¡Esto no es guita! ¡¡¡Esto no es guitaaaaa!!! ¡Esto es madera de acá a la Chinaaaaa! ¡¡¡Estos negros de mierda nos cagaron de arriba de un puente!!! ¡¡¡La concha de su madre negra!!! ¡¡¡Estos taquitos son de maderaaaa!!! ¡¡¡Negros hijos de puuuutaaaa!!! ¡¡¡No son billetes!!! ¡¡¡Nos cagaron!!! ¡¡¡Son maderitas!!! Estos y otras cientos de puteadas formaban parte del rosario que continuaba recitando enloquecido. —¡No puede ser! —gritó Miguel mientras tomaba un puñado de taquitos, y arrodillado empezaba a frotarlos desesperadamente contra el líquido que aún quedaba en el piso. Tenía ambas manos ensangrentadas y no reaccionaba, sentía que debía enterrarse vivo mientras su hermano sollozando trataba de contenerlo. Como quien descubre una escalera servida Miguel cayó en la cuenta de que los taquitos no eran billetes, que las minas diamantes eran un verso y que los elegantes negritos nigerianos hijos de puta jamás volverían. Nada era lo que parecía, ni Anita, ni su hermano, ni su esposa Marta. Pero lo más profundo de su descubrimiento fue comprender que su vida no volvería a ser la misma a partir de ese tremendo día. Pasaron unos meses y el cartel de “En Venta” coronó la hermosa casa de Adrogué. Miguel entró en una profunda depresión y deambuló por varios sanatorios de la zona hasta que lo metieron en un geriátrico. Marta se enganchó con un viejo que conoció en el club de jubilados y lo borró de su mente y de su corazón. Anita, sin terminar sus estudios, se fue a vivir al departamento de una amiga en el Centro. El hermano de Miguel vendió el depósito de muebles y 86


algunos domingos, cuando hay solcito, va a visitar a Miguel, quien lo espera ansioso en el jardín, para que lo ayude a armar casitas con los taquitos de madera que aún conservaba.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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N

ormalmente siempre sigo la misma rutina por las mañanas. Al sonar el despertador abrí los ojos rápidamente, me incorporé sin flexionar las piernas ni adoptar primero una recomendable postura fetal. Este gesto me ha ocasionado

más de un problema, ya que provoca muchos dolores de espalda. Aquella mañana fue diferente desde el principio. Me sentía mucho más cansado de lo habitual. Me desperté, me puse las zapatillas y me dispuse a tomar café, me apetecía, y más aún después de la larga noche de estudio. Me di cuenta entonces de que aquella no era mi habitación. Miré en ambos lados asustado intentando entender algo, pero me fue del todo imposible. Me froté los ojos intentando terminar de despejarme. Nada de aquello era familiar para mi, ni tan siquiera el suelo o las alfombras, tan parecidas en algunas casas, todo era distinto, definitivamente. De forma rápida di el primer paso, resbalé y me caí en el duro suelo de madera de roble, para más inri me golpeé la cabeza con el marco de la puerta, lo que dejó escapar un aullido de dolor de mi boca todavía seca por el sueño. Al levantarme, ayudándome con el pomo de aquella puerta gris y desconocida para mi, escuché voces en la planta de abajo. Salí de la habitación y me encontré en un pasillo muy largo. Era el mismo que el de mi casa, pero la barroca decoración lo hacía muy diferente. Las paredes vestían múltiples cuadros de todos los tamaños. Eran antiguos, con escenas de la vida cotidiana y con marcos que debían costar una fortuna. Parecían tener mil años. Sin detenerme a deleitarme con ellos, por todos es sabida mi afición a las antigüedades y más por la pintura, corrí desconsolado por la primera estancia que encontré. Al fondo, una escalera de madera iniciaba su andadura hacia el piso inferior. Con gran rapidez y agilidad esquivé las dos sillas perfectamente alineadas, que se encontraban en el pasillo, esperando a que alguien de la casa se sentara a descansar, no sería yo. Llegué al primer tramo de la escalera, derrapé y empecé a bajar los escalones de tres en tres. Al llegar a la mitad, las voces eran ya muy fuertes y nítidas. Había una habitación pequeña, triangular, que era el avance del segundo tramo. Este, era mucho más corto que el primero, por lo que me aventuré a apoyarme en la pared 89


y ayudado por el pasamanos inicié con un gran impulso para alcanzar por fin la primera planta. Todo estaba cambiado, no conocía nada. Todo era desconocido, pero a la vez tenía cierto toque familiar. Miré asustado a la izquierda, se extendía el salón. Con dos amplios sofás de color blanco, daban a la casa un aire moderno y acogedor. Compartiendo la habitación, se presentaba una espectacular chimenea de piedra que adornaba perfectamente todo el espacio. Plantas, decenas de plantas y flores vivían en armonía con los muebles de la casa. Hacía calor, al menos eso coincidía, era verano. Las voces me llamaban , procedían de la cocina. La segunda coincidencia, mi nombre era el mismo o al menos eso pensaba yo. Corrí de forma precipitada. Menuda forma de empezar el día. El sudor corría por mi frente de manera descontrolada, parecía haber salido de la ducha. Los ojos se me salían de las órbitas, me dolían. La cocina, a pocos metros de donde me encontraba parecía que estuviese a cientos. Todo iba en cámara lenta, una sensación de ahogo corría por dentro de mi cuerpo, casi me faltaba el aire, no, me faltaba el aire. La cabeza me iba a estallar y estaba ligeramente mareado. Al fin llegué, me agarré del marco y volví a derrapar. Esta vez perdí una de las zapatillas. Hacía un calor insoportable. Las aspas de los ventiladores del techo giraban a poca velocidad y prácticamente no se notaba su funcionamiento. De fondo, el tic tac de un antiguo reloj de pared, lleno de polvo, marcaba las tres. El péndulo parecía no funcionar. El sonido aumentó de repente y todo empezó a dar vueltas. Mi corazón latía cada vez más rápido. Me dolía el pecho. Me seguía faltando el aire. Giré la cabeza y vi a una mujer gritándome. Me cogió del brazo, movía los labios para decirme algo, pero no la escuchaba, no podía escucharla, ¿quien era?, ¿que hacia yo aquí?, ¿que hacía ella en mi casa? —pensé asustado. Con un fuerte golpe me libré de sus manos y la empujé. Caí de espaldas y volví a darme en la cabeza, esta vez con el suelo. Al mirar hacia arriba, vi que se había incorporado a la escena un hombre de mediana edad, con un gran bigote y falta de pelo. Era moreno y también me estaba hablando, Como pude me hice a un lado, me levanté y quité de mi vista a aquellos desconocidos. Comencé de nuevo a correr, esta vez para dirigirme a la puerta de entrada.. Llegó a mi un suave 90


olor de canela igualmente desconocido a esas horas. Al llegar a la puerta de entrada, descubrí su gran tamaño. Era doble, con cristales a ambos lados y de color azulada. Intenté sin éxito abrir aquella mole. Dando golpes, silenciosos, fui girando con lentitud la cabeza hasta encontrar un gran espejo observándome. Era ovalado, dorado y con el borde muy trabajado. Parecía antiguo. Era misterioso. Cual fue mi sorpresa al descubrir que el reflejo sostenía a un chico de mi edad, golpeando el cristal igual que yo. En mi casa. Lloraba y parecía asustado, chillaba, pero no podía alcanzar a escucharle. Mis padres lo cogieron del brazo igual que aquellas personas hicieron conmigo. ¿Que sucede? —recuerdo que grité. Solo ese gran espejo lo sabe. Ahora soy un reflejo de mi vida anterior. Mientras aquellas dos personas me cogían de los brazos y me trasladaban al sofá, vi como mis padres hacían lo mismo con aquel chico. Lo vi, lo juro, no estoy loco. No pertenezco a esta vida. No soy de aquí, soy del otro lado, ahora soy del espejo.

BERNAT LÓPEZ BLANCO

España

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M

e vine a esta casa a los once años. Doña Margarita les dijo a mis papás que no se preocuparan, que ella me convertiría en una señorita. Mis papás estaban agradecidos. Me dijeron cuando me vine que había sido la hija con más suerte, a los

chiquillos les tocaba deslomarse en el campo y mis hermanas ya tenían tres hijos cada una y no llegaban a los dieciocho todavía. Doña Margarita se casó con su primo, he escuchado que eso no se hace. Tiene una voz tan aguda que a veces me cansa. Es como de mi porte, cuando cumpla doce seré más grande que ella. Su pelo es clarito y ondulado y es muy pálida. Me gustan sus manos, parecen como de ángel, blanquitas, suaves, tiene los dedos finos y largos. Le gusta decir que podría haber sido pianista. Me gustó la casa, más bonita, iluminada y grande que la de nosotros en Lebu, pero algo me asustó, tanto silencio, tanto orden, todo parecía nuevo o sin usar, nada fuera de lugar, no había olor a personas, quizás a cloro o lustramuebles. Lo bueno era que tenía una pieza para mí sola, quedaba al lado del lavadero, pero estaba bonita, recién pintada de blanco, con una cama de una plaza, un piso como velador, una cruz grande y una lámpara. Me dijo que pronto tendría un ropero, que por mientras dejara mis pilchas en mi bolso y que lavara la ropa al tiro porque venía con ese olor ahumado del sur que estaba bien para las longanizas y mariscos, pero no para chalecos o pantalones. Me registró el bolso. No era mucho lo que traía: dos pares de calzones, un sostén que me quedaba grande, una blusa, dos chalecos, unas calcetas y el pantalón que llevaba puesto. También una muñeca rotosa que llevaba para todos lados y fotos de mi cantante favorito. Me botó las fotos, dijo que ordinarieces en su casa no. —¿Y esa atrocidad? ¡Parece un muñeco de vudú! Me puse a llorar, no pensé que me iba a dar tanta pena. —¡No puedo dormir sin ella! —Bueno, pero lávala. La tiró al suelo con cara de asco y miró al cielo después. 93


—Anita, los primeros sueldos serán para comprar tus cosas: ropa, cosas de aseo personal, porque me vas a perdonar, pero el olor a ala que traes es más fuerte que los mariscos ahumados de tu mamá. Además, el primer tiempo tengo que enseñarte, porque aquí tenemos otras costumbres, ya vas a ver. Así es que olvídate del pago por unos tres meses. Ya, anda a bañarte, te pasas jabón por todo el cuerpo, en especial en las axilas, el culo y los pies. No te demores, mira que el gas es caro. Mi pelo era largo, negro, grueso, me gustaba dejarlo suelto, me llegaba a la cintura. Al otro día me llevó a que me lo cortaran y me chantó un cintillo blanco. Me pasó una bata, así llamaba ella a un delantal de colegio, pero de un solo color, también unas zapatillas y unos calcetines del mismo tono que la batadelantal. Como fuera, igual estaba contenta. Traté de encontrarle sentido a que me hiciera rezar en la noche, en la mañana y antes de cada comida. Me decía que pidiera perdón por mis pecados. ¿Qué pecados? Si no hacía otra cosa que hacer el aseo, los mandados, ver teleseries con ella, regar, comer sola en la cocina y así siempre. La Señora hablaba todo el día, lo juro, todo el día. A veces me aprendía alguna canción para cantarla por dentro y no escucharla, entonces me retaba porque no ponía atención, me decía que me llevaría al consultorio porque parecía que tenía algo mal en la cabeza. Fui creciendo, la plata que me pagaban la mandaba al sur a mis papás. Iba a verlos en el verano por dos semanas. Cuando murieron, primero mi papá, después mi mamá, ya no tenía dónde llegar. Mis hermanos ya no me consideraban de la familia y la verdad es que yo tampoco. Lo único bueno era descansar de la voz de la Señora. Su marido era divertido, bueno para el trago y decía buenos chistes, cuando tenía como dieciséis años me empezó a dar agarrones en el culo y cuando estaba con más trago me agarraba al pasar una pechuga. La cortó cuando le dije que la Señora me pedía que le contara todo lo que me pasaba y le diría lo que él 94


estaba haciendo. Don Armando le tenía pánico a su esposa, así es que dejó de molestarme. Viejo caliente. Es que ella era para tenerle miedo, era muy escandalosa. Por todo gritaba y parecía que le iba a dar un ataque de nervios. A veces él se contagiaba y los dos se ponían a gritar como locos. A la larga aprendí a calmarlos. Ni mascotas podían tener porque ensuciaban, dejaban pelos, tenían olor. Me acuerdo de una vez que empezó a venir una niñita de la esquina para que la Señora la preparara para la Primera Comunión. Le tomaba las lecturas de la Biblia como si fueran lecciones, la niñita sabía todas las respuestas, se notaba la cara de suplicio que tenía y cómo miraba el reloj para irse. Era una hora los miércoles. Una vez la niñita dio vuelta un pocillo con mermelada y la Señora gritó tan fuerte que la pobrecita casi se cayó de su silla, vi cómo se le pusieron brillantes los ojitos, pero la Señora no podía calmarse. Le dijo que tenía que pedirle perdón a Dios, que la torpeza era de los impacientes y que no temían a Dios. En eso llegó Don Armando y calmó la escena, se sentó con la niñita y le dijo que la Biblia era muy sabia, que dónde una la abriera, encontraría el mensaje justo que necesitaba. En eso se entretuvo hasta que llegó la hora de irse. Apenas se fue, la Señora empezó a hablar pestes de la niñita, se veía de lejos que había maldad en ella. Me acostumbré a que la Señora hablara mal de toda la gente, que inventara cosas, que me dijera cosas horribles, como que se me notaba que quería acostarme con alguien porque me habían crecido las tetas y el culo y porque me reía mucho. Les decía a todos que era una hija para ella, pero nunca dejó que me vistiera de otra forma para que quedara claro que era la empleada, nunca dejó que me cambiara de peinado. Cuando dejé de mandar la plata al sur, me acompañó al Banco del Estado a abrir una cuenta de ahorro, pero no me dejaba ir a sacar mi plata para mis cosas así es que apenas tenía para salir un rato el fin de semana con algunas chicas que conocí en la panadería. Y sí, tenía ganas de acostarme con alguien, saber lo que era. Tenía sueños 95


en donde me acostaba con el hijo de la vecina, un joven universitario, serio, con buenas piernas, lo veía cuando sacaba la bici por las tardes y yo estaba regando. Me saludaba siempre. Calculaba la hora de salir a regar para verlo. La Señora se dio cuenta y empezó a encargarme cualquier cosa que hacer a esa hora. Cuando volví a verlo, iba de la mano con la niña de la esquina, ya tendría unos dieciséis años ella. —¡Te dije! era una calentona igual que todas las de por aquí. Ya tenía treinta años y seguía en esa casa. Un día advertí de que nunca saldría de ahí, que ya no sabía hacer otra cosa que vivir a la sombra de la Señora, hasta la quería y me puse tan pechoña como ella. Rezaba, también me horrorizaba por una mancha, incluso a veces oía mi voz igual de aguda y solo podía pensar en las malas intenciones de la gente. Para el terremoto del ochenta y cinco, hubo que reparar varias cosas, vinieron unos maestros, la Señora ya bordeaba los sesenta y cinco años, no quería tratar con ellos y Don Armando era un inútil. Me tocó decirles lo que querían, negociar el precio, atenderlos, aguantarme los lloriqueos de la Señora porque la casa se llenaba de polvo, porque los plazos se alargaban, porque el estuco no estaba perfecto. —¿Quiere un cigarrito Anita? —¿Sabe qué más?, sí, sí quiero un cigarrito. Nos apoyamos en un muro donde la Señora no podía vernos. Ahí empezó todo, el Keno me hablaba por cualquier cosa. Tenía una enorme argolla de casado. Después de un tiempo no me importó. Él dejó de mencionar a su esposa, me traía cositas ricas: un bombón, un llavero, un frasquito de dulces. Supongo que se me notaba la ingenuidad a kilómetros porque eso bastó para que estuviera dispuesta a lo que él me pidiera. La Señora se dio cuenta, cómo no, pero es astuta, esperó hasta que terminaron los trabajos. Me insultó tanto que hasta la encontré creativa. Me decía tantas cochinadas que me daba risa. Me la imaginaba con su marido haciendo esas cosas. Y me daban ganas de hacerlas con Keno en cuanto tuviera la oportunidad. 96


Me enamoré hasta las patas del Keno, le ofrecí mi virginidad de treintañera con vergüenza, con culpa, a él le gustaba mi inexperiencia, a mí que me enseñara. Me importaba un carajo que cada vez que nos viéramos después tuviera que enfrentar los gritos de la Doña. Yo no tenía esposo, pero era como si tuviera. Una vez soñé que estaba en medio de la calle desnuda, venía ella y con la manguera del jardín me tiraba agua, me gritaba que iría al infierno y yo miraba hacia arriba como si estuviera disfrutando de una lluvia tropical. Las plantas y las flores se me acercaban para estar conmigo, ella seguía vociferando y yo lo único que escuchaba eran las canciones que me dedicaba Keno. Si el sueño hubiese continuado, habría terminado bailando y hasta invitando a Doña Margarita que nunca sintió un amor así. La vida es rara. Murió Don Armando, dejó tremendas deudas, no supe bien de qué, si era putero, apostador de caballos o todo eso y más. Doña Margarita tuvo que vender la casa, nos fuimos a un barrio mucho más pobre. Se empequeñeció, de porte, de ancho, de voz. Keno me dijo que la dejara sola, que me comprara algo con la plata de casi todos los sueldos de mi vida. Claro, para que viviera sola y lo recibiera cada vez que él pudiera ir a verme, porque decía que me quería, pero que no podía dejar a su gordita. Que ella se moría sin él. A pesar de que la oferta era mala, lo pensé tanto, tanto. La vi tan débil, vieja, sola, seca como una maleza. Y mal que mal, le tenía cariño. Ya lo dije, la vida es rara, esa Señora era como una madre para mí, a veces pensaba que era una madre que, en vez de darme la vida, me la arrebató y me convirtió en su apéndice, pero como fuera, la quería. No podía dejarla sola. Keno no lo entendió. Volvimos a la rutina, la feria, los rezos por las mañanas, las teleseries por la tarde, hablar mal de las vecinas a todas horas, sacar las frazadas para evitar los ácaros y todos los santos días en la noche ella tenía que oírme decir que me arrepentía de haber estado con Keno. Tenía que ver que me golpeaba el corazón.

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Y las mismas noches yo miraba hacia ninguna parte diciendo que no era cierto, que no me arrepentía, que ese amor era lo único que había hecho por mí misma. Tengo casi cincuenta y dos años, la Doña está postrada. Va a morir en cualquier momento. Estoy tan nerviosa. Tengo que planear mi vida de aquí en adelante y no sé por dónde empezar. Algunos a mi edad se están retirando y yo recién he llegado.

XIMENA CANDIA CORVALÁN

Chile

Blog: https://nopoderdecir.blogspot.com/ Twitter: @ximenanerd

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S

in saber que a la mañana siguiente iba a morir, Iris paseaba por su habitación cavilando en las labores que debía hacer en el hospital. Su cuarto se hallaba limpio y en silencio. Los libros de semiótica médica estaban arrumados en su mesa de noche, junto con algunos

medicamentos y recetas. La lámpara se encontraba al lado de su cama. Su esposo dormía. El cuadro de un paisaje adornaba y daba vida a su habitación. En las calles, los perros aullaban tétrica y pavorosamente, anunciando una desgracia. El eco de sus ladridos resonaba en las calles a las doce de la noche. En el firmamento la luna aparecía más pálida que nunca, y algunas estrellas a duras penas daban luz a la oscuridad de la ciudad. El viento ululaba y en la penumbra nocturna se escuchaban sonidos extraños mezclados con los lamentos caninos. Iris vio la hora en el reloj colgado en la pared, localizado al frente de su camastro. Vio que ya era muy tarde. Entonces, decidió echarse a dormir, pues en la mañana comenzaría una nueva jornada en el ajetreado nosocomio, donde los ambientes están apiñados de personas enfermas y otras en recuperación. Los perros continuaban con sus quejidos cada vez más nostálgicos. Iris se quedó quieta por un momento escuchando los aullidos con cierto interés. Parece que alguien va a morir, pensó. Echada en su tálamo, vio durmiendo plácidamente a su esposo, quien desde hacía algunas semanas había dejado de trabajar, pues aún seguían de veda los hombres de mar. Además, desde hacía tiempo notaba algo extraño en su proceder. A veces salía y llegaba tarde a casa, oliendo a cerveza y cigarro. Pensó que la rutina y el trabajo habían apagado el amor. Los gastos del hogar tuvo que asumirlos ella y pagar la universidad de su último hijo, quien estaba próximo a culminar la carrera de periodismo. Se encontraba preocupada pues había aumentado la mensualidad de la universidad, además, parecía que pronto empezaría una huelga indefinida en el hospital y, eso iba a afectar su economía. Se dejó vencer por el sueño y decidió entrar al báratro de las pesadillas y al edén de los sueños placenteros. Durmió con la lámpara encendida. Solo se percató de ello, al despertar en la mañana. Por eso, como autómata lo primero que 100


hizo fue apagarla. Miró el reloj y apenas era un cuarto para las seis. Permaneció unos minutos echada en su cama, pensando en las tareas que iba a realizar ese día. Después, se levantó con premura y se dirigió al baño. Cuando salió de la ducha, fue a su dormitorio y se apresuró a alistarse, pues vio que el reloj marcaba las seis y cuarto, y debía llegar al trabajo a las siete. Antes de salir de su casa, le dieron ganas de ir al baño. Mientras se ocupaba, repentinamente le vino un agudo dolor en el pecho. Pensó que le pasaría. En ese instante, volvió a sentir un hincón más fuerte, pero esta vez en su corazón, como si se lo estuvieran estrujando. Luego empezó a agitarse. El dolor era cada vez más insoportable. Intentó incorporarse apoyándose en la pared. A duras penas pudo ponerse de pie. Entonces, un remolino de imágenes invadió su mente, y recordó su niñez llena de alegría, cuando le regalaron su primera muñeca, el hermoso día que se graduó de la universidad como enfermera, y otros momentos importantes en su vida. Deseaba ver a su hijo graduándose de periodista. Debía verlo crecer como profesional, y tal vez, llegar a conocer a sus nietos. Mi hijo… no se puede frustrar, pensó. Intentó ir a su habitación para tomar sus medicamentos. Quiso pedir ayuda, pero solo emitió un sordo sonido. Iris ya no podía con el insufrible dolor, su cuerpo perdía fuerzas con premura. Palidecía, iba perdiendo la conciencia, el vértigo era cada vez más fuerte. En el umbral apareció su esposo, quien solo atinó a mirarla. ¿Por qué no viene en mi ayuda? ¿Qué le pasa? En ese instante, evocó que anoche lo encontró hurgando entre sus medicamentos. Su esposo la miraba con indiferencia… Entonces lo comprendió todo. Infeliz, quiso gritar, pero no pudo articular nada. Cayó de bruces en el piso del baño, y ya no volvió a levantarse. Él sonrió satisfecho, al fin se había librado de su esposa, ahora podría cobrar el seguro por luto e iniciar una nueva vida con su amante.

Juan Martínez Reyes

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/juanjesus.martinezreyes.7

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B

lanca abre la puerta de su casa y se deja empapar por los rayos de sol que penetran a raudales. Sale a la calle hipnotizada por la luminosidad que desprenden las calles. No importa lo que pueda sucederle el resto del día, las mañanas luminosas la invitan a

sentirse de un humor excelente. De camino al trabajo no se topa con nadie, tampoco lo espera a esas horas, la soledad la acompaña durante los diez minutos escasos que tarda en llegar. Al entrar en el Mercado observa a sus compañeros de parada danzar imparables, el género debe quedar bien apilado y expuesto antes de que amanezca la clientela, carritos cargados de cajas de cartón repletas de los más variados productos ruedan veloces. Hombres y mujeres interpretan una coreografía que conoce a la perfección, se une a ellos, le encanta la actividad bulliciosa de primera hora, así como disfruta tratando con el público durante el resto de la jornada. Se podría deducir que Blanca es una joven satisfecha con su vida de no ser por las noches, cuando repta agotada entre las sábanas de su cama empieza la tortura, sus peores temores se materialezan en la sombra de la ventana. Todas las noches se dibuja una forma de mujer en el cristal, no se le aprecian las facciones, ni el color del vestido o de la melena, pero la sombra se mueve, golpea la ventana, le susurra palabras desagradables no sirves para nada Blanca, perderás el puesto en el mercado y la casa porque eres un desastre, por eso estás tan sola, ríe muy alto y se desvanece. No se acostumbra a la sombra aunque la visita desde hace algunos años, con el paso del tiempo ha aumentado el espanto que le produce, la deja en un estado lamentable. Exhausta, se duerme enseguida, incluso consigue invocar sueños prodigiosos que la alejan del siniestro encuentro, así que al alba recupera su natural optimismo. Es domingo y decide levantarse temprano para ir a relajarse a la playa, el madrugón ha valido la pena, está desierta. Se descalza, hunde los pies en la arena y se deleita unos instantes con la contemplación del horizonte, hasta que un nubarrón gris se instala en su mente, es el recuerdo de la maldita sombra, no se siente capaz de resistir ni una noche más. En la orilla algo la distrae de sus 103


cavilaciones, las pequeñas olas colisionan contra un objeto, se aproxima para ver de qué se trata y descubre un cofre de madera varado, parece muy viejo como si hubiese sobrevivido al naufragio de un antiguo galeón pirata. La tapa cede al primer intento, en el interior halla un pergamino amarillento, lo sujeta suavemente por temor a que se desintegre entre sus dedos, lo desenrolla, contiene un breve mensaje escrito en letras góticas Blanca, monta en el velero y huye de la sombra sin pensártelo dos veces. Convencida de que se trata de uno de sus sueños se pellizca con fuerza, le duele horrores luego no está soñando. Frente a ella se balancea un pequeño velero del que no se había percatado, se sube a inspeccionar, en el suelo hay cuerdas y dos remos, antes de que le dé tiempo a examinar el timón, la única vela se infla en el mástil. No corre ni una brizna de aire sin embargo zarpa animado por la vela hinchada que en un momento la aleja de la orilla, agarra los remos e intenta regresar, es inútil, el velero sigue su curso. Al rato divisa una isla, se frota los ojos, conoce perfectamente la costa que bordea su pueblo, esa isla no existe. La embarcación aminora la marcha para atracar en una bahía. La vela se desinfla, no sabe si remar y volver por donde ha venido o si apearse, finalmente le vence la curiosidad, desciende y planta sus huellas efímeras en la arena encharcada de esa isla nueva. Camina en dirección a las palmeras que se dibujan al final de la playa. La vegetación es más propia de una selva tropical que de la costa mediterránea de la que ha partido, cocoteros, bananos, una frondosa vegetación se extiende por donde quiera que mire. Oye música, gente que canta, instrumentos de percusión, guía sus pasos al lugar del que proviene el bullicio y se topa con un grupo de hipster sentados en círculo. Dos chicos se levantan y se acercan a saludarla. Hola preciosa, me llamo Otto, él es Roque se los queda mirando desconcertada. No me digas tu nombre, déjame adivinarlo. Tienes cara de llamarte Zoe ¿a que he acertado.? La coge de la mano y la lleva junto al resto de jóvenes. Mirad a quién me he encontrado. Se llama Zoe, a que es preciosa. Los hipster se levantan sonrientes, uno a uno le plantan dos besos en la cara y se presentan. Blanca acierta a decir Quiénes sois, dónde estamos, cómo habéis llegado. Relájate, deja de preocuparte, cada uno de nosotros llegó a esta isla por diferentes motivos 104


que podrían resumirse en uno solo, huíamos de algo que nos atemorizaba y que no conseguimos recordar. Si bebes la savia fermentada del árbol anciano tú también olvidarás tus miedos. Una de las chicas le aproxima un cuenco con un zumo liláceo y le invita a bebérselo de un trago, mira a la chica, calmada por su aire desenfadado absorbe hasta la última gota. Aplauden, la rodean y empiezan a bailar al ritmo de la canción que entonan a coro. Blanca siente como la melodía resuena en su interior, entra en una especie de trance que la obliga a danzar cada vez más rápido, más rápido, cae semiinconsciente. Bienvenida Zoe, abre los ojos pero no recuerda nada, ni siquiera su nombre, solo experimenta una súbita euforia, ama a las personas con quien se encuentra, confía en ellas como si las conociese de toda la vida, en su compañía se cree capaz de cualquier cosa. Te falta el baño iniciático querida. Corren veloces a la playa, se desnudan y se zambullen en el mar. Zoe se une a ellos, bucea en esas aguas turquesas pobladas por peces de colores, medusas, tortugas marinas y más de un tiburón. Nada le inquieta, la única sensación es de júbilo. Juegan como delfines de una manada por horas, agotados salen a secarse al sol. Se miran unos a otros complacidos. La brisa cálida les acaricia la piel, les incita a regalar abrazos sin dejar de pasarse los cuencos con savia fermentada a la que llaman araucado. Con la puesta de sol se sientan a admirar el espectáculo y a entonar al unísono una canción nueva. La noche los devuelve al claro de las chozas, prenden un hoguera y asan los peces que han logrado capturar, los devoran hambrientos junto a la fruta que han ido recolectando en el camino. Beben gran cantidad de araucado, alguien aconseja a Zoe que se modere, no está acostumbrada y podría sentarle mal. La cena transcurre entre música, danza y risas. Zoe se siente algo mareada, demasiado araucado le dicen, la acompañan a su choza, en el interior hay ropa colorida, cogines, una lámpara de aceite y un futón mullido donde se abandona. Los días siguientes en la isla a la deriva se suceden idénticos, cántan, danzan, ríen, se abrazan, Zoe tolera el araucado, cada vez necesita consumir más cantidad para mantenerse en ese estado de euforia continua. Llega a perder la cuenta del tiempo que lleva conviviendo con los hipsters, de hecho no logra ni 105


recordar lo que le sucedió el día anterior, poco a poco sus ideas se van enredando en una bruma espesa que le impide pensar con claridad. Deja de importarle su aseo personal, incluso se le olvida ingerir alimentos, vive con una única obsesión, beber la savia fermentada del árbol más anciano, experimenta con angustia como sus efectos euforizantes van menguando. Al resto de isleños les sucede exactamente lo mismo, la sensación de comunión perfecta es efímera, el lugar del amor fraternal lo ocupa cierta irritabilidad que los enfrenta de contínuo por cualquier tontería, quién corta la leña, a quién le toca pescar o quién no ha recolectado fruta puede desembocar en pelea, se pasan durmiendo la mayor parte del tiempo, se sienten inseguros y débiles, la poca energía que les queda la invierten en elaborar araucado. Una mañana el cuerpo sin vida de Otto aparece amoratado en la orilla de la playa, no recuerdan que fue a bañarse en el mar durante la noche y no volvió. Lloran desconsolados sobre su cuerpo, les invade un fuerte sentimiento de culpa y de vergüenza. Unos cuantos corren a beber más savia fermentada para olvidar al compañero, nadie piensa en enterrarlo. Zoe entra en pánico, es consciente de lo que el araucado les está arrebatando, decide no beberlo más, los días siguientes son un auténtico infierno, sufre vómitos y convulsiones, mantiene una lucha titánica contra sus ganas de consumir savia fermentada, teme perder la batalla porque la tentación es inmensa pero ya ha visto suficiente. Se aparta del grupo, no son las mismas personas que conoció cuando llegó a la isla, no los reconoce, están siempre enfadados o tristes, intenta convencerlos sin éxito de que dejen la savia fermentada. Una tarde en que pasea sola por la playa divisa el velero que la trajo a la isla maldita, sin pensárselo dos veces se sube y un viento repentino hincha la única vela. Conforme se aleja va recuperando la memoria, recuerda su verdadero nombre, su vida antes de aquel naufragio, siente una nostalgia infinita por su pueblo costero, añora su trabajo en el mercado, hasta la sombra en la ventana le parece menos cruel que la desgracia de haber embarrancado en la isla del araucado. Blanca, blanca, despierta. En el ambulatorio le cuentan que ha sufrido 106


una insolación, afortunadamente la socorrió un pescador y consiguieron reanimarla a tiempo. Le explican que no paraba de llamar a un tal Otto mientras se encontraba inconsciente. A Blanca le gustan los días soleados, su puesto en el mercado y no le aterra la sombra en la ventana, se sigue presentando algunas noches con la intención de asustarla pero no le sirve de nada, sin prestarle demasiada atención Blanca le dice que no se tome tantas molestias porque sabe quién es y ya no la engaña.

CARMEN TOMAS España

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L

o mejor de los tiempos, empresa de clonación, atendió con rapidez mi llamada. Metieron el cadáver de mi esposa en un tomógrafo portátil. Midieron, calcularon, dijeron que ningún negocio garantizaba mejores réplicas de una persona. Confiado entregué

vídeos, audios, fotografías. Me desconcertaron, al preguntar si deseaba alterar las dimensiones del cuerpo, mantener la voz idéntica o incorporar algunos matices menos agudos o más graves. Fueron claros al informarme las características del modelo. El precio por reproducirla tal y como era poco antes de la muerte estatus permanente, era menos caro que solicitarla más joven o si añadía la opción envejecer. Comencé a recordarla y me sorprendió la cantidad de instantes atrapados en la memoria. Recordé su imagen con los treinta y tres años que estaba por cumplir cuando nació el menor de mis hijos. Nos veo en una fotografía tomada en un parque con ambos niños. Uno recién nacido y el mayor cercano a los cinco. Es una imagen de alta calidad, el registro genial de un fotógrafo ambulante que solía frecuentar los jardines de Tamatán, en los días previos al espantoso zoológico en que los convirtieron. Se llevaron los árboles, los juegos infantiles, los amplios espacios recorridos por un tren diminuto donde los adultos nos acomodábamos, para ir de la estación al lago y mirar columpios y subibajas instalados sobre el césped. Abundaban los senderos por donde transitaban triciclos, bicicletas y carritos de pedales bajo árboles inmensos y sombras que duraban casi todo el día. Ahí se esfumaba el calor. Ahí hablábamos de los niños, de los futuros posibles y reíamos con ellos. Siempre juntos. Envejecer fue un proceso misterioso. Los años dejaron huellas en mi rostro. Hubo problemas cardiacos y renales, quirófanos y vuelta a la salud, pero sigo vivo con el cabello blanco y la indefensión que deja la proximidad de la muerte. Parecía lógico suponer que yo moriría primero.

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A sus cincuenta años era más linda que nunca. Delgada, hermosa más allá de las arrugas inevitables, menos profundas que otras heridas ocultas para mí. Uno siempre cree hacer lo correcto, pero la realidad causa estropicios inadvertidos, lastimaduras que invisibles arruinan los recuerdos. Uno atestigua, sin creerlo, la propia extinción. Llovía, un fenómeno raro en mi ciudad, cuando murió. Sin avisos, sin síntomas, sin anomalías. Desfalleció ante mí en silencio. Me aterrorizaron los ojos perdidos, el vacío surgido en un instante. Mis hijos lloraron conmigo. La despedimos sin imaginar el futuro. Advertir nuestra propia temporalidad es un fenómeno perdido en el

pensamiento. Somos eternos hasta que una voz

interrumpe para preguntar la edad que asignarán al androide personalizado. La miro linda en fotos que resguardan la juventud, puedo traerla de treinta y tres años eternos hasta la caducidad del modelo. Será joven para siempre según la perorata del agente, siempre y cuando reciba revisiones periódicas en Lo mejor de los tiempos. Cierro los ojos. La recuerdo en el ir y venir del día anterior. Recorro días y meses en un instante. Sueño la voz y veo las líneas finas presentes en cada sonrisa. Sin preguntar la opinión de mis hijos solicito la devuelvan del mismo modo que lucía ayer y añado la opción envejecer, aunque bien sepa que ella nunca volverá.

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Página WEB: Literatura Virtual

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egún los ancianos de la sexta generación, la creación de Troke fue obra mística de dioses infames. Fornitud había quebrantado el primer mandamiento de Dezeus que prohibía todo contacto directo con terrícolas, reservándose la procreación santa al vínculo conyugal

con las diosas o semidiosas de la Casa Dezeus, una especie de burdel sagrado con el permiso del Divino Consejo Supremo (DCS). La casa disponía de innumerables chicas de todas las razas con rasgos finos, cuerpo esbelto y senos firmes de cualquier tamaño, nalgas bien sólidas, salientes y redondas sobre talladas piernas tonificadas. Como elemento común y definitivo; embriagador aroma a hembra limpia. El dios que deseara formar familia con alguna de las doncellas de Dezeus debía solicitar el servicio y pagar la contribución que el jefe fijase. Aporte que no variaba en su modalidad, pero si su cuantía. Cada chica costaba entre cien y trescientos horas sagradas en las que Dezeus disponía a su antojo del comprador. Y los deseos de Dezeus eran sorprendentes. Desde labrar la tierra, hacer labores domésticas; hasta compartirse él mismo con el solicitante y la prometida en su alcoba. En la que solo las partes conocían lo que allí sucedía. Cuando Fornitud se interesó por adquirir mujer, Dezeus dispuso en automático que trescientas horas sagradas de íntima compañía no eran suficientes. Turbado por el afrodisíaco físico virgen del demandante, dispuso que se sometiera al DCS la modificación del primer mandamiento y se ampliase el precio de sus chicas hasta cuatrocientas cincuenta horas. Agregándose que la virginidad eclesiástica pasara a ser propiedad suya y que solo él, el dios Dezeus, podía consumirla antes de toda consumación de matrimonio con las doncellas que estuvieran en oferta. En menos de cuarenta y ocho horas, el DCS aprobó por rotunda unanimidad la modificación de la norma sometida a debate. Dezeus se encargó de que un manojo de secretos que poseía de sus miembros acelerara los términos del análisis. Al publicarse en las nubes oficiales lo dispuesto por el consejo, Fornitud 112


tomó la decisión de abandonar el terreno sagrado y rechazando su condición eterna, bajó a Troke. Para ese entonces tierra inhóspita donde conoció a Gesica, una hembra de piel blanca y pelo rubio. La viva esfinge de la fertilidad vuelta mujer. La dama que le envenenó la existencia y le provocó un orgasmo físico y mental a primera vista nunca antes vivido. La unión sexual de Gesica y Fornitud reventó las luces sagradas de la tierra santa. La oscuridad ocupó todos los espacios. El libertinaje de Dezeus se conoció como el detonante de la “traición” de Fornitud. Los hombres se formaron juicios morbosos sobre el imperio de los dioses y a riesgo de ver develados sus secretos, el DCS tomó la iniciativa. Despojaron a Dezeus de su nombre y su pene divino. Lo condenaron a vivir entre terrícolas en condición de semidiós invisible con un coto de vida de tres mil años. Período en el que como buen perro huevero se encargó de fomentar la barbarie, el fornicio desenfrenado, el incesto, el divorcio y la bigamia acompañada de la violación de la especie entre sí. Así Dezeus fue venerado por la mayoría de los trokianos que hicieron de sus versículos la religión oficial, dedicándose la iglesia protestante únicamente a la formalización de matrimonios.

Lediher Armas Sánchez

Cuba

Página WEB: elblogdelediher.wordpress.com Colaborador de la Web: uncuadernoenblanco.com Facebook: Lediher David Twitter: @Lediher3 Instagram: lediherdavid

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quella mañana de otra época, un dragón místico visitó las tierras del reino de Mordaz. Parecía un monstruo iracundo que lo devoraría todo. Sin embargo, un osado caballero cabalgó a toda velocidad y clavó su lanza en el corazón del dragón, aún y así,

no se convirtió en un héroe porque el dragón era de sangre azul. Morna, una malvada hechicera que tiempo atrás se había encaprichado con el joven príncipe, lanzó un maleficio a este por rechazar su amor y lo convirtió en un temible dragón. El dragón, al estar encantado no murió, pero huyó hasta su solitario refugio. Allí lloró su desdicha, convencido de que jamás volvería a recuperar su cuerpo, y que siempre lo verían como un ser monstruoso. No obstante, la princesa Iris, enamorada del príncipe y no dispuesta a sucumbir al hechizo de la cruel hechicera, viajó por tierras yermas hasta la montaña oscura donde residía la gran hechicera blanca Palena. Iris atravesó los recovecos más profundos de las entrañas de aquel siniestro lugar gracias a su acompañante, la maga Fela que con su varita mágica señalaba el camino a tomar por los oscuros recodos de la montaña. Al llegar frente a Palena con lágrimas en los ojos le pidió su ayuda para salvar al príncipe del hechizo. Esta le dijo: —Deberás viajar durante dos lunas hasta llegar al jardín de la estrella. Allí verás flores preciosas, cada una más bella que la otra y deberás coger la más fea, aunque tendrás que tener cuidado con Griseo, guardián del jardín que intentará engañarte. Si consigues la flor, deberás entregársela al dragón y este aceptarla para anular el hechizo, sin embargo, si él la rechaza, ambos moriréis. No puedo contarte más, deberás superar la prueba; si tu corazón es puro sabrás como actuar. Se dio cuenta de que la montaña se movía, como si sus entrañas rugieran. Se estremeció. —Debes marchar —avisó Palena.— Muy pronto el acceso a mi morada se cerrará de nuevo y no se volverá a abrir, nada ni nadie podrá entrar, ni siquiera con la magia de quien te acompaña. Iris, en silencio y sin mediar palabra se apresuró a salir de la montaña, e 115


iniciar el camino hacia el jardín de la estrella. Se sentía aterrada ante la prueba y asustada, pero a pesar de todo siguió adelante sin dudarlo. Cuando llegó al lugar se quedó inmóvil observándo aquella imagen tan espléndida que tenía ante sus ojos. El jardín estaba en el centro de una pequeña arboleda, rodeado de estrellas en flor de color violeta. El clamoroso color del verde esmeralda de la yerba casi cegaba la vista. Parecía un rincón del mundo celestial perdido entre las nubes. Los pétalos de las flores eran de diferentes tamaños colores y formas, sus tallos frondosos, incluso algunos de un azul cielo deslumbrante. Dio un paso ante tanta maravilla. Entonces Griseo se lo impidió. —Debes ser muy cauta al seleccionar la flor que buscas. Te recomiendo las de pétalos dorados que son preciosos jazmines. —No gracias, miraré por mi misma. —Sí cometes un error morirás. Hazme caso. Solo yo sé cuáles se pueden coger. Iris dudó, ¿y si era un truco para engañarle? o, tal vez fue en realidad la hechicera quien le mintió. Caviló durante unos instantes tras los cuales con decisión y contundencia respondió: —Es usted muy amable, no obstante, yo misma elegiré. Griseo agachó la cabeza y asintió. Iris se acercó al jardín, nunca había contemplado flores tan hermosas. Pensó que la diversidad de colores llegaba a ser una quimera. Doradas, plateadas, en color ocre y hasta en negrofusia con pétalos alargados que parecían tender sus brazos al sol. Observó con detenimiento todas las flores hasta percatarse que en un rincón apenas visible, casi imperceptible, se encontraba una flor con apariencia de necesitar agua cuyas hojas descoloridas le hacían ser la más fea de todas; su color gris negruzco le daba un destello oscuro, incluso tenebroso, como si estuviese a punto caerse. Griseo al darse cuenta de que su mirada se había fijado en aquel lugar del jardín, gritó en tono amenazante: —No, esa no. Morirás si la tocas. Está maldita. Iris lo miró, durante apenas un segundo dudo, pero de inmediato y sin 116


dudarlo la arrancó con cuidado. De pronto sus pétalos se cubrieron de un violeta dorado y su tallo de un luminoso color celeste nácar. Era la flor más hermosa que jamás había contemplado. Se dirigió rauda hacia la cueva donde su amado se ocultaba, mientras Griseo la maldecía. —Morirás, maldita, morirás. Ella continuó sin mirar atrás. Cuando llegó después de varias lunas el dragón apenas levantó la mirada. Iris se acercó a él y le indicó que confiara en ella. Le ofreció la flor. Él la miró y siguió tumbado. —No puedes rechazarla. Debes tener confianza en mí, te lo ruego, por favor. Aceptala. Te lo suplico. El dragón la observó con melancolía, sin embargo, siguió igual sin inmutarse. Iris desesperada empezó a llorar a lágrima viva. —Por favor, no pierdas la esperanza de que estemos juntos. Alargó el brazo y le ofreció la flor de nuevo con la tristeza en el rostro y el alma compungida. El dragón volvió a mirarla. Olió sus pétalos y giró la cabeza hacia otro lado. Iris se derrumbó creyendo que al final morirían a causa de su rechazo ya que no había logrado que el dragón la creyera; en ese preciso instante, el enorme dragón alargó una de sus patas y cogió la flor. De repente, un círculo de luces apareció rodeando al dragón, sumiéndolo en una extraña aureola de luces y destellos mágicos. Al cabo de unos segundos las luces desaparecieron y el príncipe recuperó su forma. Ambos se abrazaron felices y se unieron para siempre desterrando a la malvada hechicera del reino. Dentro del castillo levantaron una estatua de dragón para no olvidar nunca lo sucedido. Y en el bosque que lo rodeaba, ordenaron junto a la orilla del humilde río que cruzaba el castillo, plantar un sauce cuyas hojas caían hacia el suelo como símbolo de libertad; a sus pies rodeando el árbol, un hermoso paisaje floral donde brillaban las flores más bellas

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cantaban como en un susurro a la vida, en completa armonía. Y un paso tras otro, una huella tras otra la decisión de vida formó parte de aquel mundo recogido a la vez entre otros mundos.

NURIA DE ESPINOSA

España

Blog : https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com

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-...¿

S

uzy? ¿Qué onda, Fany? ¿Has visto mi camiseta? ¿Cuál de todas? -suspiró, hastiada, mientras doblaba unos jeans descoloridos y los colocaba

encima de una pila de ropa, la suya. La del elefante rosa en un columpio, la que me diste en mi cumpleaños —mientras hablaba seguía revolviendo ropa recién salida de la secadora, buscando entre vestidos y shorts de ambas muchachas. No, no la he visto desde el viernes que te la pusiste y la manchaste de mostaza. Maldita sea —pudo haber dicho otra cosa más agresiva, pero su prima mayor de edad ahí presente no la iba a dejar salir impune—. En serio, ¿a dónde se fue? Se ha de haber ido al otro mundo. Y a pesar de ser la mayor, Suzy también era la más bromista. Nadie tenía idea de dónde sacaba tantas ocurrencias todo el tiempo. Ya, en serio —le contestó Fany, fastidiada—. Me la quiero poner hoy. Es en serio, se fue, de seguro. ¿Y a dónde? —hastiada, la encaró con las manos en la cadera. A dónde se va toda la ropa que se pierde en la lavadora. A dónde se me fue mi calcetín gris y la sábana verde de la tía Vicky. ¿Se le perdió? Te dije, se van, como a otra dimensión. Ha de ser la puerta que hay en cada lavadora. Ay, ajá. Se la llevan los duendes, de seguro —siguió doblando mientras se reía, burlona. Pero su prima no cambiaba su semblante. Ahora no parecía bromear, nunca le dijo “es una mentirita” como siempre cada que le descubrían 120


una treta. Pues algo, pero sí. A ver, ¿entonces me la darán si me meto en la lavadora? —fue a asomarse a dicho electrodoméstico, gritando dentro— ¡Hey, o me dan mi camiseta de elefantes favorita o voy por ella yo misma! Fany, salte de ahí o te vas a caer a su mundo —se fue a poner una falda morada en su pila de ropa—. Ellos no son muy amigables, de hecho nos envidian por ser más grandes que ellos y hacer cosas de electricidad. Dicen que no somos merecedores de su magia y que... —se giró a agarrar otro pantalón y se detuvo en seco, escaneando el cuarto de lavado— … ¿Fany? ¿Hey, Fany? ¡Fany!

ELI COMPEÁN

México

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A

rrodillada frente a este cura empezaré mi primera confesión. ¿Será cierto que me va a poder perdonar todos mis pecados?, ¿Qué califica como pecado?, ¿Cuál será mi sentencia? Veo a niños que llevan orando un buen rato y pienso: ¿Cuántas

oraciones serán suficientes? Estoy aterrada. Este lugar está lleno de imágenes de santos. En mi casa estaba prohibido adorar a alguien. Mi madre decía que venimos solos a este mundo y solos nos vamos a ir. Que solo nos tenemos a nosotros. La gente viene a rezar y a prenderle velas a estas imágenes. En la entrada hay un señor que vende dos velas por ciento ochenta pesos. Yo creo qué más que una cuestión de fe, lo que veo yo, es una oportunidad de negocio. Si ese señor vende velas, yo podría ponerme al lado y vender encendedores o fósforos. Ahora se preguntarán ¿Cómo es que terminé aquí de rodillas frente al señor? Mi padre nos abandonó hace un par de años. Mi mamá dice que el trabajo lo ha mandado a otra ciudad y que eso es mejor para nosotras. Él ha prometido mandarnos dinero. La realidad es que él se fue con una amiga del trabajo. Lo sé porque una noche que caminé hasta su cuarto y la puerta estaba cerrada, pude escuchar los gritos y la conversación entre ellos. El otro día leí en el diario que el cuarenta por ciento de fracaso en el matrimonio es porque el hombre o la mujer se terminan enamorando de un compañero de trabajo. Mi padre nunca manda dinero. Mi madre se quema las pestañas cosiendo y reparando la ropa de todos los miembros de esta comunidad. Para mantener la beca que he conseguido en este colegio debo cumplir con todo lo que el colegio predica. Entonces heme aquí próxima a hacer mi primera comunión. Ave María purísima. Sin pecado concebido. Padre, antes de que continuemos, le puedo hacer una pregunta. 123


Claro que sí, Marcela. ¿Cómo cuantos pecados debería tener una niña a los siete años?, ¿Cómo puedo confiar en que usted va a guardar mis secretos, si recién lo he conocido este año? Jesús confió en Judas. Él era su amigo y lo traicionó. Mi mamá confió en mi papá y él se fue con otra. Marcela, yo soy el padre encargado de la confesión, puedes confiar en mí. ¿Padre le puedo hacer una última pregunta? Dime, Marcela. Si el hijo de Dios murió en la cruz para salvarnos de nuestros pecados, ¿Qué hago aquí confesándome si él ya nos salvó?

Rosanna Ormeño Morante

Perú

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-¡C

orre! ¡Salgamos de aquí! —vociferó Sam, sujetando la puerta de la entrada. Agarró a Kate de la mano y tiró de ella, hasta salir al porche de la casa. —¡¿Has visto eso?!

—¡Guau! ¡Qué pasada, tía! ¿Era Real? —¿Todavía lo dudas, melón? —¡Es increíble! ¡Nunca había visto nada igual! —Voy a llamar a mi tío. Él es madero. Tiene que investigar esto. —¡Ni hablar, nena! Hemos entrado a una propiedad privada. ¿Quieres que nos metan en la cárcel? —No seas imbécil. ¡Es mi tío! No haría eso. —Haz lo que quieras. ¡Terca! La chica sacó del bolso con forma de ataúd, su móvil y marcó el número. —Hola tío, soy Kate. Tengo que contarte algo… —¿Estás bien, niña? —Sí, bueno. Verás: un amigo y yo estábamos participando en un juego de rol. Teníamos que encontrar pistas para unir las piezas, como en un rompecabezas, y así, ganar la partida. —¿Como una búsqueda del tesoro? —Más o menos, tío Gabi. La primera pista era ir a la Casa Carbonell. Sí, sé que está cerrada, pero conseguimos entrar. Ahí teníamos que hacer una ouija y contactar con una entidad… —¿Contactar? Kate pudo escuchar una carcajada al otro lado de la línea. —Lo hicimos. Era una niña de once años, llamada Amelia. Sam lo tiene todo en video. Te lo envío y así lo podrás ver. La chica nerviosa, colgó, mandándole la grabación: «Los dos jóvenes forcejearon un poco la puerta de la casa. Iban ataviados con su indumentaria oscura, los ojos pintados de negro y ese semblante tan 126


característico. Se colocaron alrededor de la mesa, pusieron el tablero de madera, también un vaso de cristal. Antes de comenzar, Kate encendió una vela, para atraer a los espíritus. Después, situaron el dedo índice sobre el mismo, cerrando los ojos. —Invocamos al alma que habita en este lugar. Si estás aquí, danos una señal. Queremos hablar contigo. Los dos amigos quedaron expectantes, contemplando cómo bailaba la llama de la vela, pareciendo que se alargaba y encogía. Sam sintió cómo le acariciaban el hombro. —¡Algo me ha tocado, joder! —¿Estás aquí? Dinos tu nombre… El vaso empezó a moverse en círculos, cogiendo bastante velocidad, hasta señalar las letras: A-M-I-L-A —¿Te llamas Amila? —Se extrañó el chico. Poco a poco, volvió a colocarse sobre las letras, más despacio: A-M-E-LI-A. —Hola, Amelia. Soy Kate, ¿qué edad tienes? El vaso en el tablero marcó el número once. —Amelia, ¡eres una niña! ¿Cómo moriste? —insistió. Comenzó a girar con más rapidez, señalando la palabra AYUDA, varias veces seguidas. La mesa se tambaleó con fuerza. Los chicos salieron disparados hacia atrás, cayendo al suelo, mientras la vela emitía unas llamaradas con formas extrañas. De pronto, ante sus ojos, apareció la imagen de una niña pequeña. —Por favor, ayuda. Tenéis que encontrar a mi hermana. Ellos la tienen… Una serie de ruidos, voces y golpes resonaron en forma de eco por toda la casa. Un chillido y un grito ronco hicieron vibrar todo a su alrededor. Ahí, los chicos salieron corriendo de la vivienda». 127


Después de recibir el inquietante video, el inspector Gabriel Vargas fue a buscar a su compañera Beatriz Luna. Le mostró la grabación. Ella le miró de soslayo, con una sonrisita de incredulidad, mientras caminaban hasta el coche. —Vargas, ¿esto qué es? —Recibí un soplo. ¿Conoces la mansión Carbonell? —Sí, está deshabitada desde hace años. —Quizá… —Buenos efectos especiales, Vargas. —Sí, pero mejor vamos a echar un vistazo. —¿De quién recibiste el video? —De una fuente muy cercana. —¿De quién, Vargas? —¡Qué pesada! De mi sobrina. Beatriz desconfiaba de esa sonrisa cautivadora cuando le guiñó el ojo. Al llegar, dejaron el coche en la esquina. El jardín estaba descuidado. No había ninguna luz dentro de la casa. Era de estilo victoriano, de dos alturas, con ventanas alargadas en madera. En su momento, fue una lujosa mansión, donde residió un famoso médico, también fue un calabozo en tiempos de guerra, y con el tiempo, se convirtió en la Casa de Cultura. Pero la abandonaron hace años para ir a otro edificio más moderno. La Casa Carbonell era una construcción de unos cien años como mínimo. Los inspectores se asomaron con cautela. Había demasiada oscuridad. Vargas empujó la puerta. Estaba cerrada. Sacó del bolsillo un pequeño estuche con un par de ganzúas. «Prefiero no preguntar…», pensó Luna, cuando vio las intenciones. En menos de un minuto, consiguió abrir. Él se adelantó unos pasos. Ella le seguía de cerca. De pronto, unos golpes sordos resonaron por todo el edificio. Desenfundaron el arma. En la otra mano, la linterna. —¿Oíste eso, Luna? —susurró. 128


—¿Crees que haya algún vagabundo? —¡Vamos! —¡Espera! ¡No! ¿Qué hacemos aquí? La miró serio: hora de callar y seguirlo. Había un olor a cerrado, moho y algo más en el ambiente. Era lúgubre, polvorienta, sucia. Muchos papeles por el suelo, también algo que crujía al pisar. Además, pintadas en las paredes y cera derretida de cirios. Se adentraron por un pasillo. Con una seña, Vargas indicó a Luna la habitación de la derecha. Se asomó y entró despacio. La puerta se cerró tras de sí de un golpazo. Intentó abrir, pero el pomo no cedía. Al girar, de frente, una niña de unos diez años con un vestido blanco, sostenía una cajita de música. La miraba sonriendo. La inspectora retrocedió unos pasos, sobresaltada. —¿Eres Amelia? ¿Qué haces aquí sola? —Este es mi lugar —respondió con tono angelical. Vargas, al otro lado de la puerta, intentaba abrirla, pero seguía atorada. La empujó varias veces, hasta conseguirlo. —Luna, estás pálida. ¿Qué pasó? —La ni… —Señaló, pero, ya no estaba. —Anda, vamos. Antes de salir, alumbró con la linterna de nuevo. Nada. «¿Lo habré imaginado?», pensó la chica con incertidumbre. Siguieron andando por el pasillo, hasta llegar a las escaleras. Un ruido les hizo correr a lo que era la antigua cocina. —Luna, cúbreme… —susurró, agachándose en un rincón. —Vargas… —dijo en voz baja—. ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué buscamos? Su compañero le hizo la señal de silencio. Se asomó y avanzó despacio hasta el centro de la habitación. Había una isla. Todo estaba sucio, revuelto: cristales rotos por todos lados. Varias pintadas con supuesta sangre pincelaban el 129


techo con símbolos extraños. —¿Qué demonios hace la gente pintando esas cosas? —¡No, ni hablar! ¡Yo no entro ahí! —¡¡Luna!! ¡Ven conmigo! —dijo, tirando de ella. —Primero, contestame… —Todo a su tiempo, mi pequeña saltamontes. En ese momento, los armarios y cajones desvencijados de la cocina, empezaron a abrirse y cerrarse con estrépito. Se miraron unos segundos aterrados, y no tardaron en salir corriendo. —¡Vamos, vamos! ¡Date prisa, Luna! Delante de ellos, la niña apareció, señalando una puerta hacia el sótano. Sin saber por qué, entraron. Un pasillo largo, oscuro, húmedo. Al final, una luz anaranjada. Intentaron llegar sigilosos, pues no sabían qué encontrarían al otro lado. Solo les alcanzaba para escuchar una especie de cánticos. —¡Luna, a mi espalda! Cuando lleguemos, nos agachamos y miramos qué hay ahí. Aunque creo saberlo —susurró. —No seas capullo y suéltalo. De repente, un garrotazo en la cabeza les hizo caer al suelo. Cuando Luna volvió en sí, intentó enfocar la vista. Estaba atada de pies y manos. No podía moverse. Un pañuelo cubría la boca para que no gritara. Los habían apresado unos hombres encapuchados con túnicas moradas, que portaban unas antorchas. Era un ritual, al parecer, satánico. A la izquierda de Luna, un altar con una niña vestida de blanco. Los ojos los tenía cerrados y las manos pintadas de negro. Vargas seguía sin conocimiento, amarrado a una columna. Luna pudo observar un tapiz de un carnero con cuernos y cuerpo de humanoide, en mitad de la pared y un tipo con una daga en la mano, sosteniéndola de forma amenazante sobre la niña. Se armó de valor, y con rabia, levantó las piernas, propinando un golpe

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fuerte al hombre. Este cayó hacia un lado, pero varios adeptos fueron hacia ella. Una lengua de fuego los apartó, echándolos a unos metros. —Ayuda a mi hermana —susurró la niña fantasma. Luna forcejeó, consiguiendo desatarse y agarró la daga. Los encapuchados se arrodillaron en el suelo, invocando a las fuerzas oscuras, para que les fuera favorable el sacrificio de los tres apresados que iban a ofrecer. La inspectora se acercó al compañero, abofeteándole en la cara. Volvió en sí de sopetón, mientras le soltaba las manos. —¡Mueve el culo, Vargas! ¡Debemos salir de aquí! —¡¿Qué ha pasado?! ¡¿Quiénes son esta gente?! El sumo sacerdote los miró, señalando con un cetro en la mano, recitando una extraña oración. El resto intentaron acorralar a los inspectores. Vargas sacó otra arma que llevaba escondida en el tobillo. —¡Quietos o disparo! ¡Luna toma a la niña y vámonos de aquí! La inspectora se colocó detrás de su compañero. Este seguía apuntando a los sectarios, mientras ella aprovechaba para tomar a la niña en brazos. Poco a poco intentaron abrirse paso entre la multitud. —¿Crees que saldremos de esta, Vargas? —Hemos salido de sitios peores. —¡Me encanta tu positividad! Uno de los encapuchados logró atrapar a la inspectora, pero Vargas le soltó un culatazo, cayendo al suelo y derribando al tumulto. Las antorchas prendieron las túnicas, ardiendo el lugar, a causa de las pinturas, las telas decorativas y papeles viejos. Vargas agarró a la niña, echándosela al hombro y Luna enganchó a su compañero de la mano, tirando de él. Entre empujones, salieron corriendo. Las paredes del edificio empezaron a ceder. Se desprendían cascotes del techo, con lo que pronto, la casa se vendría al suelo. Los inspectores, al llegar a la puerta del sótano, empezaron a empujarla. Parecía cerrada desde fuera. Siguieron dando empellones hasta que se abrió. El 131


humo ya les empezó a afectar. Tosían e intentaban protegerse del fuego, que se extendió rápidamente por todos lados. —¡Vamos! ¡Esto se vendrá abajo en breve! —gritó Luna. El humo negro lo envolvía todo, impidiéndoles ver por dónde tenían que ir para salir de allí. Era como un laberinto con pasillos y puertas a un lado y a otro. El aire venía denso, con llamaradas en las paredes. La niña fantasma agarró de la mano a la inspectora Luna, tirando de ella hasta mostrarle la salida. Los vecinos del barrio estaban intentando sofocar el fuego que salía de las ventanas, hasta que llegaron los bomberos. Varios coches patrullas de la policía y ambulancias aguardaban para comprobar si había supervivientes. —Gracias, mi hermana estará a salvo ahora. Desapareció. Los equipos médicos les ayudaron a salir de allí, colocándoles mascarillas de oxígeno en un lugar seguro. —La niña solo está inconsciente. ¡Logrará salir de esta! —exclamó la doctora, indicando que se la llevaran al hospital. —¡Vargas! ¡¿Qué narices estabais haciendo aquí?! ¡¡Siempre andáis involucrados en destrozos que tiene que pagar la comisaría!! —Jefe, ¡qué alegría verle! —Sonrió—. ¡La niña quedó a salvo! —Mañana quiero el informe en mi mesa. ¡A primera hora! —ordenó, dando bufidos. —Sí, Vargas, sí… Iré pidiendo pizza y que la sirvan en comisaría. Gracias a ti, nos perderemos el partido de esta noche. —No te quejes. Encima que te llevo a lugares interesantes… Kate y su amigo se acercaron a ellos. —Hola, tío Gabi. —Y vosotros dos, ¿de dónde salís? —Estábamos mirando «el espectáculo». —Kate… ¡No vuelvas a entrar en casas cerradas y encantadas! —Señaló 132


con el dedo índice. —Era un juego, nada más. Solo queríamos ganar la partida. —Un juego peligroso —añadió Luna. —Inspectora, ¿vio al fantasma? —preguntó Sam curioso. —No. —Mentirosa —Sonrió Vargas. —¡Calla! ¡Menuda noche que me habéis dado entre todos! —Tío Gabi, ¿nos invitas a un helado? —Venga paliduchos, vamos a tomar algo.

VERÓNICA MONZÓ PIQUERAS

España

Página WEB: www.veronicamonzo.com

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E

lla estaba tan alta, que mis manos no la alcanzaban, y mis ojos se alegraban con verla, soñaba con poseerla, yo era un niño de ojos verdes y rulos rubios. Ella sabía que era mi tesoro, y el motivo de mis desvelos, y hasta

la causa de mis temblores nocturnos. Ella cruzaba las piernas y mostraba un poco de su braga y como por arte de magia, convertía todo mi día en pura felicidad y plenitud. Ella se acercaba coqueta y sonriente, hasta que el vaho de su boca, bañaba mi rostro, y hacía que mi piel se erizará, y mi corazón golpeara mis costillas. Ella era mejor que el pan calentito de la mañana, y hasta que el paseo en bicicleta con mis compañeras de primaria. Ella algunas veces tenía que ir a la ciudad a las tiendas de ropa, pasaba con la peluquera, y visitaba la confitería; y me daba cuenta que no estaba, porque la casa estaba sombría, y había una quietud malsana. Ella llegaba con esas mejillas coloradas, y su sonrisa que desafiaba al sol, llena de obsequios y palabras dulces y cariñosas, que todos los habitantes de la casa, se convertían en agradables personas. Ella me preguntaba por mis amiguitas, mientras movía su lengua, y mostraba sus perfectos dientes, siempre tardaba en contestar, porque veía como salían las letras de su boca, ahhhhh. Ella ponía mi cabeza en sus piernas ardientes, cuando mi padre se molestaba, porque no lo deseaba acompañar de pesca, y sus manos suaves, surcaban mi pelo ensortijado, mientras decía, está indispuesto, yo lo cuido... Ella era la única mujer que en realidad me importaba, y a la cual, estaba dispuesto de hacer mía, de tenerla para siempre, y jamás separarnos. Ella era el rocío de la mañana, el sol que alumbra, las nubes caprichosas, el cielo lejano, el universo en movimiento, pero... también era la carne palpitante que me hacía volar.

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Era algo así como la voluptuosidad misma. Era como una luz necesaria. Era todo... Trataba de no pensar en que sería de mí, cuando se casara.

JOSÉ ALBERTO CAPAVERDE EL SEIS

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E

sa mañana se había despertado pensando “magnolia azul”. Lo tomó como un buen augurio. Desde pequeña, siempre que despertaba con ese pensamiento, le pasaban cosas buenas, por ejemplo, la mañana de su quinto cumpleaños abrió los ojos, se

dijo “magnolia azul” y en la cocina encontró a sus padres quienes la aguardaban con Marilú, la muñeca de porcelana, su primera muñeca. Pero el magnolia azul de hoy sería diferente, le daría una sorpresa, estaba segura. Ella tenía otro juego de llaves y él no lo sabía. Ariadna alquilaba departamentos temporarios y desde dos meses atrás se comunicaba con un cliente quien finalmente había hecho posesión de la reserva la semana anterior. El día que Manuel, ese era su nombre, ingresó, Ariadna no pudo ir a recibirlo y envió a otra persona. No obstante, la comunicación entre ambos seguía siendo fluida a través de la red. Hoy le contó que iría a Villa General Belgrano. —No dejes de ir a La Cumbrecita, —le sugirió ella. Compartían horas de chateo intenso a la noche, “reloj, no marques las horas…”, una relación bastante inusual para con un cliente. Esa mañana, más magnolia azul que nunca, develaría el misterio, conocería a su huésped convertido en su pequeño príncipe azul. La bella despertaría al príncipe durmiente, rió con la idea y como cábala repitió: “magnolia azul, magnolia azul, magnolia azul”. Eligió con mucho cuidado la ropa como aquel día que iba a tener un primer encuentro con Hugo, su vecino. Tenía quince años, era flaca como un fideo y quería impresionarlo. Él era siete años mayor que ella. Se vistió con una pollera negra tubo, larga hasta abajo de las rodillas y una blusa estampada con jabot, una especie de volado de gasa muy de moda en esos tiempos. Con él disimulaba la planicie de sus pechos. “Magnolia azul, magnolia azul”, el romance no prosperó pero de sus labios recibió el primer beso. Dejó atrás ese recuerdo y volvió a juguetear con las llaves que le abrirían la puerta hacia el primer encuentro real con Manuel. 138


Las conversaciones virtuales en sus comienzos tuvieron una orientación turística aunque Manuel nunca mencionó que vendría de vacaciones y continuaron hablando de música, arte, literatura, del sentido de la vida, las relaciones, el amor. Con este último tema, Manuel se cerró un poco y contestaba con evasivas, “magnolia gris”, se ponía tenso, pero después con un chiste descomprimía la situación y llenaba el chat con emoticones de risa. Ariadna quería escuchar su risa personalmente y esa llave era la varita mágica para cumplir su sueño... Mientras la tomaba, otro recuerdo vino a su memoria: —magnolia azul —dijo el día que fue a rendir la última materia de piano. Enfundada en su vestido de blanco plumetí deseaba coronar con excelencia el fin de una carrera que le costó lágrimas y reprimendas, “magnolia gris”, y la alegría le inundó cuando recibió la nota, sí, era el sobresaliente que deseaba para mostrar a todos que era capaz aunque no le gustaba: “Mi pianito suena alegre, y no deja de sonar…”. Puso la llave con el llavero del ojito de la suerte en la cartera, “magnolia azul”, cogió las del auto, a esas sí que amaba, eran sus alas, se miró por última vez en el espejo, se gustó, “quizás ameritaba un poco menos de maquillaje”, pensó, pero igual se vio radiante. En media hora despejaría la incógnita, en media hora la llave le abriría la puerta de otra historia. Condujo nerviosa, le transpiraban las manos, sentía que iba a desentrañar el enigma y el camino era el hilo de Ariadna que la llevaba a transitar el tramo final del laberinto. “Magnolia azul, magnolia azul”. Estacionó en la puerta del edificio, sacó el llavero del bolso, besó el ojo de la suerte, gritó “¡magnolia azul!”, acercó la llave imantada a la puerta e ingresó al edificio. “Magnolia azul, magnolia azul, magnolia azul”. Se detuvo frente a la puerta del departamento, iba a tocar el timbre pero decidió darle una sorpresa: entró al vestíbulo y escuchó risas que venían del dormitorio. Se acercó en puntillas y vio dos hombres abrazados en la cama. Tras 139


la ventana del dormitorio divisó el río que tanto le gustaba contemplar. El juego entre ambos hombres era tan intenso que no se percataron de su presencia. Volvió sobre sus pasos, cerró con sigilo la puerta, bajó, salió del edificio y caminó hacia la orilla del río. Al principio dudó, pero en un arranque de rabia, lo hizo. Se quedó mirando cómo la creciente aumentaba mientras las llaves desaparecían de la superficie. “Magnolia negra”.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

Blog: poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com

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M

arisa despertó al lado de Tomás. Los dos estaban desnudos y él seguía durmiendo agotado por el encuentro que ambos habían ansiado hacía muchas semanas. Se veían cuando podían y buscaban la casa o piso vacío que les prestaban

para poder encontrarse. Marisa y Tomás estaban en el cuarto antiguo de Marisa, en casa de los padres de ella que se encontraba fuera de la ciudad esa semana. Su antiguo cuarto era la buhardilla y tenía una ventana oscilobatiente en la pared que hacía de tejado. La tenían abierta porque hacía calor y entraba una agradable brisa cálida en el cuarto. Era junio de fiesta mayor y el verano traía el calor. Marisa miró a Tomás. Dormía relajadamente. Luego miró su cuarto y las cosas que todavía tenía en él. Tenía cuadros que ella misma había colgado cuando aún vivía con sus padres, fotografías que ella había tomado y algún que otro libro de cultura general. La habitación estaba relativamente vacía desde que ya no vivía ahí. El olor tan familiar para Marisa seguía en el cuarto. Tomás se despertó y ambos empezaron a besarse apasionadamente. Su relación duraba ya algunos años y él todavía no había podido dejar a su novia de muchísimos años. Marisa estaba locamente enamorada de Tomás y se moría por sus huesos. De repente, se oyeron golpes en la puerta principal de la casa. La casa tenía tres plantas y era una casa adosada a otras seis casas iguales. La buhardilla donde estaban los amantes estaba en la última planta. Alguien volvió a dar golpes fuertes en la puerta principal de la casa que estaba en la primera planta, y se oyó: “¡Marisa!”. Marisa se incorporó asustada y dijo: “¡Mi marido!”. Los dos se miraron sorprendidos. Tomás le preguntó a Marisa: “¿No estaba de viaje?” y ella respondió: “Eso creía yo”. Volvió a oír a su marido gritar su nombre. Por unos segundos quiso ignorar a su marido y hacer ver que no estaba ahí. Cerró los ojos y deseó que su marido se fuera. Al tercer grito, saltó de la cama y se vistió en un abrir y cerrar de ojos. No le dio tiempo a ponerse el sostén. Estaba muy nerviosa y casi no podía respirar. Se guardó el sostén en el bolsillo de sus vaqueros y salió corriendo del cuarto. Tomás no sabía qué hacer. Seguía desnudo en la cama, sentado y con cara de bobo. Marisa bajó con los zapatos en la mano para no hacer 142


ruido. La escalera de la casa era de madera y cuando pisabas, crujía como una condenada. Subir y bajar por esas escaleras era tremendamente ruidoso. Bajó una planta sigilosamente y dejó los zapatos en la puerta del cuarto de sus padres. Continuó bajando otra planta más para llegar a la entrada de la casa y lo hizo con mucho cuidado y haciendo el menor ruido posible. El corazón le iba a mil por hora y se dio cuenta de que no respiraba. Llegó a la puerta de la entrada y vio que la llave estaba puesta en la cerradura y recordó que había cerrado con llave por dentro. El cerrojo de cadena de la puerta también estaba echado. Sin respirar y con el máximo cuidado, giró la llave de la puerta dos veces a la derecha y con un gesto rápido, sacó la llave de la cerradura. Respiró, esperó unos segundos y rezó para que su marido no se hubiera traído la copia de la llave de esa puerta. El marido volvió a dar unos golpes en la puerta, cada vez más fuertes, porque se estaba impacientando, lo que asustó mucho a Marisa. Aprovechó los golpes en la puerta para sacar la cadena del cerrojo. Hubo un silencio y desde afuera se oyó: “¿Marisa?”. Marisa se asustó y subió las escaleras de dos en dos y sin hacer mucho ruido. Llegó a la segunda planta y se paró a pensar qué podía hacer. Vio sus zapatos y se los puso rápidamente. Estaba aturdida y no sabía bien qué hacer. Vio el dormitorio de sus padres y se lanzó a la habitación como loca. En la habitación de sus padres había dos puertas de cristal enormes que daban a una terracita de la segunda planta. La terracita estaba unida a la de la casa vecina por un muro de un poco más de metro y medio aproximadamente. Las puertas a la terracita estaban abiertas para que entrara un poco de aire. El manguito de la puerta a la terraza solamente funcionaba por dentro, es decir, no se podía cerrar la puerta por fuera. Marisa salió al balcón y miró a todas partes. ¿Qué podía hacer? Sin pensárselo dos veces, cogió carrerilla y corrió hacia el muro que separaba su casa de la de la vecina. Consiguió saltar el muro que le resultaba alto para su baja estatura. Tuvo la sensación de que volaba sobre el muro. Aterrizó en la terracita de la vecina, pero la puerta a su dormitorio estaba cerrada. Se puso más nerviosa todavía y comenzó a golpear el cristal de la puerta de la vecina. Ni siquiera sabía si su vecina estaba en casa. Marisa sudaba muchísimo y le caían las gotas por la cara. Siguió dando 143


golpes frenéticos en el cristal de la puerta y cada vez estaba más asustada y angustiada. ¿Cómo iba a salir de esta situación? Su marido la iba a pillar con el amante en casa de su madre. ¡Qué vergüenza y desasosiego sintió! Había conseguido mantener al amante en secreto durante tantos años y hoy la iba a pillar su marido. Continuó golpeando el cristal de la puerta y grito: “Hola, ¿hay alguien?”. De repente apareció la vecina y le abrió la puerta de la terracita mientras exclamaba: “¿Qué pasa, Marisa?”. Marisa empezó a decir que se había quedado encerrada en la terraza y que no podía abrir la puerta a su dormitorio y que su marido estaba abajo gritando y que no podía salir. La vecina le dijo: “¡Pero si esa puerta no se puede cerrar por la terraza!”. Marisa se hizo la loca y le pidió pasar para poder encontrarse con el marido afuera. También le explicó a la vecina que la puerta de la terracita se había atascado y que no la podía abrir. La vecina la dejó pasar y ambas bajaron a la primera planta. Marisa estaba muy angustiada y sudaba mucho. La vecina le dijo que se calmara, que el marido lo entendería, aunque ella misma no entendiera nada. Marisa pensó que, si salía de esta, iba a haber cambios serios en su relación con el amante. Marisa salió, por fin, por la puerta principal de la casa de su vecina. Miró hacia su casa y vio a Jorge afuera, que se giró y la vio salir de casa de la vecina. Marisa saludó con la mano a su marido Jorge y este se quedó confundido. Al acercarse a su marido, le dijo: “Jorge, ¿qué haces aquí?” La vecina se quedó mirando, con cara de no entender nada. Marisa fue hacia su marido y este la abrazó aliviado. Ella sudaba y olía a su amante. Enseguida se apartó de Jorge y luego se calmó pensando que su marido no era muy perspicaz. Había vuelto a casa de estar con su amante muchas veces y su marido nunca había detectado un olor diferente en Marisa. Jorge le dijo que estaba de vuelta de su viaje. Le habían cancelado el viaje de empresa y al pasar por casa de los padres de Marisa vio el coche de Marisa aparcado enfrente de la casa y se extrañó mucho. Jorge iba a visitar a su madre que vivía no muy lejos de los padres de Marisa. Al ver su coche quiso sorprenderla y al ver que no contestaba, empezó a imaginarse cosas extrañas y sin sentido. Imaginó que Marisa estaba con otro hombre en casa de sus padres y 144


se puso muy nervioso. La relación de Marisa y Jorge no iba muy bien desde hacía unos años, pero Jorge nunca pensó que Marisa podía estar engañándole. Marisa dijo: “¿Estar con otro? Pero, ¡qué tontería dices, Jorge! Anda, vámonos a casa”. Marisa caminó hacia la puerta de la casa de su madre y le dijo a Jorge que tenía que coger su bolso, que la vecina le había pegado el rollo y que por eso no le había oído. “Cojo mi bolso, cierro con llave y nos vamos”. Marisa entró en casa abriendo con la llave que había sacado como pudo hacía unos minutos y ambos entraron en casa de su madre. El bolso estaba en la mesa del salón. Marisa le dijo a Jorge, que iba a cerrar la puerta de la terracita, que la había abierto para que corriera el aire y que le esperara ahí. Subió rápidamente a la segunda planta, entró en el dormitorio de su madre y cerró la puerta de la terracita. Miró hacia arriba, donde aún seguía su amante Tomás y respiró profundamente. Volvió a bajar esas escaleras ruidosas y gritó: “¡Vámonos ya!”. Jorge salió primero y después Marisa. Jorge miró cómo Marisa cerraba con llave la puerta de la casa. Tuvo que echar las dos vueltas con llave porque Jorge la estaba mirando. ¿Cómo iba a salir Tomás de la casa de sus padres? Caminaron hacia sus respectivos coches y Marisa hizo ver que se había olvidado algo en la casa de sus padres. Jorge le preguntó qué era y ella respondió que fuera yendo a casa, que se había dejado la ventana de un cuarto abierta. Marisa regresó a la puerta, metió la llave, dio dos vueltas y entró. Jorge esperaba en su coche mirando qué hacía su mujer. Marisa no subió a la buhardilla. Se quedó unos segundos esperando en la entrada y volvió a salir. Hizo ver ahora que daba dos vueltas a la llave de la puerta, pero en realidad había dejado la puerta abierta para que Tomás pudiera salir. Jorge seguía esperando en su coche a que Marisa saliera. Parecía sospechar algo. Ella caminó hacia el coche de Jorge y le hizo un gesto con la mano para que fuera yendo a casa. Jorge siguió esperando, pero arrancó su coche. Hasta que Marisa no entró en su coche y lo puso en marcha, Jorge no se fue. Marisa se miró en el retrovisor y vio que tenía el labio inferior hinchado por el lado derecho. Se lo tocó y había un poco de sangre. Con tanto jaleo, se había mordido el labio y no se había dado ni cuenta. Probablemente se había mordido mientras saltaba el muro de la terracita. Marisa se quedó 145


pensativa unos segundos y se dio cuenta de que hoy ya no vería de nuevo a Tomás. El encuentro había terminado y era preferible marcharse a casa y quedar otro día con Tomás sin que Jorge apareciera. Le dio rabia que Jorge hubiera aparecido de esa manera. Le había arruinado su encuentro romántico, pero ya nada podía hacer. Se alegró de haber podido salir airosa de esa situación tan complicada e incómoda. Marisa arrancó el coche y se fue pensando que Tomás se marcharía de la casa de sus padres una vez el peligro hubiera pasado. Esa noche, Jorge le hizo el amor a Marisa. Era su forma de sentir que Marisa le pertenecía. A Marisa le daba asco Jorge y seguía con él por conveniencia, por no romper la familia, por no dar un escándalo, pero en realidad su vida era muy desgraciada y no sentía nada por Jorge. Si pudiera ya le habría dejado. Si Tomás dejara a su novia, ella dejaría a Jorge, pero Tomás nunca dejó a su novia. Marisa fue a lavarse los dientes y vio que su labio seguía hinchado. Se miró al espejo y le cayeron unas lágrimas. Estaba triste, cansada del día y decidió irse a dormir. Cuando se echó en la cama, Jorge ya dormía. Cerró los ojos y pensó que lo mejor era que ese día tan estresante se terminara ya.

CHITA ESPINO BRAVO

España - Estados Unidos

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E

sta noche, tratando de olvidar las tribulaciones de la vida y demás sentimientos que no hacen más que ponerme nervioso y letárgico, he subido al techo de mi casa para observar las estrellas. Es muy tarde ya, más de medianoche, no obstante,

creo que es la hora ideal, en la que podré exhalar mis numerosas reflexiones que se hacen una, a medida que los minutos avanzan. Me harto de ubicarme de pie, por lo que procedo a sentarme de cuclillas y me digo qué serán aquellos seres interestelares, quienes (en caso de existir) dominan una parte del cosmos, entidades a las que no podemos detectar a simple vista. ¿Sabrán de nosotros? ¿Les importará nuestra nimia existencia? ¿Querrán invadirnos algún día para apropiarse de este maltratado planeta? No puedo pensar en nada concreto. Mi cerebro está confuso y esas criaturas se convierten en sombras nebulosas que parecen quebrar en dos mi raciocinio. A lo mejor no debí leer ese libro de H. P. Lovecraft, «El alquimista y otros relatos», el cual me prestó una chica de cabello sedoso, a quien de seguro no volveré a contemplar después de regresarle su texto, porque soy aburrido, un solitario. Aunque ya me había inmiscuido en los universos tenebrosos y oníricos del recluso de Providence, no puedo dejar de lado las emociones que se impregnaron en mí tras la lectura de ese volumen. Quizá haya hombres como yo, que se queden en la ficción, que no sean lo suficientemente maduros como para desligarse de la fantasía; o puede que este sea el sentido de la verdadera literatura: convivir con nosotros por lo que nos resta de años. Medito sobre aquellos engendros más allá de mi mundo, me aterrorizo, ¿y si conocen de los humanos? ¿Si les parecemos atractivos y nos secuestran para jugar con nosotros o para devorarnos? Tal vez puedan leer mis devaneos en este momento y me hayan visto. No. Nada más es una torpe elucubración propia de mi mentalidad joven e impresionable. No es cierto que estoy viendo a una extraña bestialidad alada, cual murciélago rojizo, que se acerca a mí con gran velocidad, me atrapa con sus garras de los hombros sin causarme dolor (de hecho, me siento flotar) y me conduce hacia arriba, no más allá de la exósfera, sino a una dimensión entre las nubes más altas, donde su dueño se apropiará de mí, pues le he gustado y 148


seré su infausto esclavo de aquí en adelante.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

Blogs: https://el-muqui.blogspot.com/ - http://babelicus.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas/

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