EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 19. SETIEMBRE 2017.

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 19 - SETIEMBRE 2017 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:

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INDICE TEBORI DANIEL DE LEO 5 MAMÁ SE FUE ÓSCAR GONZÁLEZ LÓPEZ 11 ESCAPES QUE SON REFUGIO FRANCESCO VITOLA ROGNINI 17 EL DOCTOR ALDEMAR JOSÉ A.RAMÍREZ BARRERO 21 SOMBRA RETORNANTE XAVIER LOEZA MORALES 25 LA CLONACIÓN CRISTIAN CANO 28 LOS VIDRIOS LILIANA MACHICOTE 35 SIESTA PABLO GONZÁLEZ 40 ALINA IVÁN MEDINA CASTRO 45 LA CARRERA ERIC D. HAYM FIELITZ 50 UNA PARTE DE ELLA PABLO LABORDE 54 LA MADRE QUE QUERÍA SER HIPPIE MARÍA J. PINTO DEL SOLO 59 LA ESFERA ROMUALDO MÓNICA MARCHESKY 64 ORDENANZAS REALES CARLOS E. SALDIVAR ROSAS 70 POSTAL DE POTSDAM GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO 73 ¡LOS NENES NO FUMAN! RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 77 EXTRAÑO SILENCIOSO CARLOS M. FEDERICI 81 EN EL MAR VIOLETA ANA OCÁTERLI 86 DE PODER Y MISERIA ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA 91 UNA NOCHE EN LA AGRACIADA ÁLVARO MORALES 93 SPERDUTTI, FRIDA Y LA MOROCHA ROLANDO DI LORENZO 96 CAVILACIONES DESDE UN SUEÑO/LA DAMA DEL AGUA LUCIANO A.VALENCIA 102 ESPEJISMO YOLANDA SA 105 RITUAL ACUOSO JUAN RAMÓN ORTIZ GALEANO 107 EMBARAZO DAMARIS GASSÓN PACHECO 109 DESORIENTADA NANCY AGUILAR QUINTERO 112 EL ROLLO QUE VUELA ADA INÉS LERNER 114 MARLENA EN EL BALCÓN WALDEMAR FONTES 118 MIRTA ANA MARÍA CAILLET BOIS 123 INSOMNIO LUCÍA PRADILLOS LUQUE 125 GAIA II ALBERTO PEÑALVER 128 LA MALDICIÓN DE SHEREZADE SILVIO JOVARNY 132 LAS COSAS TIENEN MOVIMIENTO JAVIER JUST 134

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l tatuaje es para siempre. Pero, ¿qué tan perdurable puede ser algo grabado en la fragilidad del cuerpo? Es para siempre mientras estemos vivos. Y así, según dure nuestra vida, nadie nos quitará aquello que el tatuaje encierra, dice o pretende decir. Lo que mi amigo Lalo no sabía —quién iba a sospecharlo— es que el tatuaje puede alterar su sentido, invertir el significado, aunque su forma permanezca inalterable. “El nombre de una mujer me delata”, reza el penúltimo verso de un poema de Borges, y concluye: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”. También a mi amigo lo delataba el nombre de una mujer, un nombre que llevaba marcado en el pecho y que, como una maldición, le dolía en el cuerpo y en el alma. Él quería olvidar lo que se había propuesto no olvidar jamás, pero esas letras en su piel no hacían más que remitirlo a una zona de su memoria, donde una verdad hiriente seguía latiendo entre los escombros. Averiguó que el tatuaje podía quitarse mediante una técnica moderna, la de aplicaciones de láser. No obstante debía someterse a muchas sesiones y de todos modos le quedarían rastros. Eso lo desanimó a tal punto que había decidido desfigurar el tatuaje con un hierro candente. Le hablé entonces de un anciano, un japonés que podría sepultar el nombre infame bajo un tatuaje nuevo. Yo había visto trabajos de este hombre: perseguía una delicada perfección. “Eso, eso es lo que quiero”, me dijo Lalo con la cara iluminada. Hashimoto era dueño de una tintorería en el barrio de Flores. En realidad el negocio estaba a cargo de la mujer —también oriental—, y él ejercía su arte en la trastienda. Cuando no estaba tatuando, colaboraba con ella. Entramos en la tintorería. El anciano descolgaba de las perchas unos vestidos que había pasado a buscar una señora. En tanto, su mujer le extendía la cuenta a un muchacho al otro extremo del mostrador. No bien los dos clientes se retiraron, le comenté a Hashimoto que mi amigo buscaba hacerse un tatuaje. —¿Con qué propósito? —preguntó, mirándonos por encima de sus lentes de carey. Nos desconcertó la pregunta, pero Lalo supo reaccionar. —Tengo que tapar… esto —dijo y se desabrochó un par de botones de la camisa. La japonesa permanecía cerca de nosotros, aunque desligada de la conversación. Hacía cuarenta años que el matrimonio vivía en Buenos Aires. A diferencia de Hashimoto, acriollado y conversador, ella era un tanto cerrada. El

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anciano levantó la puertita trampa del mostrador y nos hizo pasar. Vestía una casaca, un pantalón holgado y sandalias. En el cuello, unos centímetros por debajo del lóbulo de la oreja, le noté un tatuaje borroso, opacado por el tiempo. La trastienda era un recinto espacioso donde se respiraba un aroma a té perfumado. Dos faroles de papel esparcían una luz abundante y cremosa. —¿Puede tatuarme algo encima? —preguntó Lalo. Hashimoto fue hacia una gaveta, abrió uno de los cajones. Volvió con una lupa y le examinó la piel. —No sé —dijo—, no es fácil. Las letras son muy grandes, groseras. Aparte me tiemblan las manos, aunque casi no se me nota. Este oficio requiere mucha precisión. —Igual sigue trabajando —indiqué yo. —Es cierto, sigo trabajando. Claro que ya no hago muchos tatuajes, uno cada tanto. A mi edad y en estas condiciones, tardo más que antes. Hay diseños que me llevan dos o tres meses. —No importa lo que tarde —dijo Lalo—. A menos que no me quiera atender. Hashimoto se quitó los anteojos, se frotó un párpado y volvió a ponérselos. —Es un trabajo difícil, pero lo voy a hacer —miró a Lalo y luego se dirigió a mí—. Por usted, porque lo aprecio a usted. Es un cliente de años, siempre nos ha traído sus trajes. —¿Solo por eso? —Lalo arrugó la frente—. ¡Me traicionó una mujer! —No es el primero —dijo el anciano—. Pero digamos que no lo haré solo porque aprecio a su amigo. Digamos que el suyo es un motivo… razonable. Si a cada muchacho arrepentido debo taparle un tatuaje para grabarle otro, otro del que probablemente también se arrepentirá, no tendría ni tiempo de ir al baño. No es el caso de usted, por supuesto, que es un hombre grande y sabe lo que quiere. Por los rincones se consumían unas velas enanas encerradas en vasos hexagonales. Supuse que de ahí provenía el perfume. Una mesa ratona se destacaba en el centro del taller. El anciano se perdió detrás de un biombo que al parecer cubría el acceso a otra habitación. Volvió con una caja de madera. Se había puesto guantes de látex. —Muchos no pasan del mostrador —siguió diciendo, y apoyó la caja sobre la mesita—. Es que no puedo entregarme a esos muchachos que vienen sintiéndose incompletos. Con un tatuaje no se hace uno. Inútil hacérselos entender —hizo una pausa, miró a Lalo a los ojos—. ¿Qué le gustaría tatuarse? —Cualquier cosa que disimule este nombre.

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No disponía Hashimoto de catálogos, era cuestión de entregarse y confiar. El anciano empezó a describir una figura posible —un pez en medio de flores, o algo por el estilo—, cuando Lalo lo interrumpió: —Un dragón. ¿Qué tal un dragón? —Un dragón —repitió Hashimoto con cierto aplomo, desencantado por esa decisión poco premeditada, como si estuviera frente a un chico—. Es lo que más me piden. Igual no se preocupe, nunca hago el mismo dibujo. Cada dragón es distinto. Lalo se acostó en una colchoneta extendida sobre la alfombra. Con una gasa empapada en alcohol, Hashimoto limpió la zona a tatuar. Su fibra indeleble trazó en la piel un bosquejo del dragón. Pasamos la media hora siguiente hablando de los realities de tatuajes, del bastardeo del oficio. Ahora Hashimoto empuñaba un bastoncillo de bambú cuyos cuarenta centímetros terminaban en una aguja. Mojó la punta en uno de los frascos de tinta y volvió a inclinarse por encima de Lalo. Yo me había sentado en un rincón, un puf con forma de cubo. El anciano dijo: —No sé si le advertí que este método puede llegar a doler bastante. —Empiece cuando quiera —respondió Lalo—, más duelen otras cosas. Hashimoto perforaba suavemente la piel, empujando a mano alzada la lanceta de bambú, mientras que con la otra mano mantenía la zona firme y estirada. No había dudas: era un maestro en su arte. Según la explicación, no carente de modestia, el Tebori —tal como lo llamó el anciano— es una técnica milenaria que pocos practican. —Nunca acaba por aprenderse —dijo, admirado. Por más delicado que fuese el anciano, podía oírse el crujido de las agujas sobre el pecho de mi amigo. Lalo aseguró que el dolor no era más intenso que cuando se hizo tatuar el nombre amado y odiado que él ya no pronunciaba, pero su crispada expresión lo contradecía. Aquel nombre grabado con pretensiones de posteridad se rehusaba a ser desterrado, como si a través del sufrimiento destilara su venganza. No solo la eficiencia de Hashimoto, sino también una reminiscencia de la mística de Oriente quedarían plasmadas como una síntesis en la piel de Lalo. La inspiración parecía llegarle al maestro de territorios invisibles, donde intervendrían el equilibrio y la serenidad, si es que no le era instilada directamente de los dioses. Cada diez o quince minutos, dejaba a un lado sus elementos para masajearse las falanges. Al cabo de una hora, apoyó el bastoncillo sobre la mesa y protegió con un

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apósito el racimo de escamas que devoraba parcialmente el tatuaje anterior. ―Por hoy es suficiente ―dijo, y se quitó los guantes. Una tarde, salí temprano de la oficina y pasé por la casa de Lalo. Me lo crucé cuando se iba a lo del japonés. Solo le faltaba someterse a una sesión, los retoques definitivos. —Vamos, acompañame —dijo. Lalo se acostó con el torso desnudo en la colchoneta. Vi el dragón, estaba casi terminado. Apenas se adivinaban un par de letras bajo la nueva figura. Me aflojé la corbata y me senté en el mismo rincón que la primera vez. Qué sosiego me daba ese refugio, modesto oasis del Japón enclavado en Buenos Aires, sentí que ahí adentro el tiempo nos pertenecía. Como siempre, las agujas del anciano trabajaban con paciente destreza. En un momento dado me levanté para mirar. Era notable la voluptuosidad y el color que había adquirido el dibujo. La piel enrojecida en los contornos lo hacía resaltar igual que un tallado. De pronto mi amigo soltó un rugido exánime: el maestro lo había punzado más de la cuenta. —Le ruego me perdone. Mis manos… —No es nada —aclaró Lalo. —Más duelen otras cosas —dije, burlón, recordando la sentencia de mi amigo. Hashimoto alzó la mirada fijándola en uno de los afiches de la pared. Como hablándose a sí mismo, murmuró: —Más duelen el desamor y la soledad no merecida, no buscada. —Usted sí que me entiende —dijo Lalo. Los ojos del anciano se habían humedecido detrás de los lentes, o eso me pareció. Se me ocurrió preguntarle cuándo había decidido dedicarse al arte del tatuaje. —¿Ven esta marca, aquí? —dijo, y con el índice señaló el garabato en su cuello, un ideograma difuso—. Mi padre me la hizo. Fue un castigo, por robar frutas en el mercado. —Por una travesura ―dijo Lalo, incorporado sobre sus codos. —Sí, una travesura que me quedó grabada para siempre. No solo en la piel, no solo en la superficie me quedó grabada. —¿Por qué se lo dejó? —quise saber—. Podía haberlo tapado, ¿no? —Decidí aceptar el estigma. Hacerme cargo, como dicen los jóvenes. Incluso había pensado tatuarme todo el cuerpo. Para enfurecer a mi padre nomás, como un

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acto de rebeldía. Menos mal que me arrepentí. Me di cuenta de que el cuerpo era mi templo y que debía respetarlo. Lo curioso es que me atrajo este oficio. Me tomé un tiempo para aprenderlo y cuando creí dominarlo me fui de casa —Hashimoto mostró una sonrisa de amarga dureza—. Perdonen que les haya venido con esta historia, a cierta edad uno tiende a la confesión. —No hay nada que perdonar —dije, con la ilusión de seguir escuchándolo. Pero el anciano volvió a encorvarse y a arremeter sobre la carne con su diminuta lanza cargada de tinta. Al rato se enderezó y dijo que había terminado. Lo dijo como si no hubiera quedado del todo convencido con la obra, una obra sublime por donde la mirase. Cubrió el tatuaje, guardó sus cosas en la caja. Tomándolo del brazo, una rama nudosa bajo la tela, lo ayudé a levantarse. —Gracias —murmuró. —A usted, maestro —dijo Lalo, satisfecho, como si acabara de purificarse. Le pagó y salimos. Según nos había explicado el anciano, el dragón simboliza poder, fuerza y protección. Y así lo creía Lalo en un principio. Pero al despertarse una mañana después de un sueño que no quiso o no se atrevió a revelarme, se convenció de que su significado era otro. Me aseguraba que los atributos del dragón se habían vuelto en su contra. El japonés había sepultado aquel tatuaje inicial, pero no había logrado borrarlo de la mente de mi amigo. Y menos de su corazón, donde el nombre que ya no quería nombrar permanecía encendido, ahora con un sentido más atroz. El dragón —o cualquier otra criatura que Lalo o el anciano hubieran elegido— no era otra cosa que la representación auténtica de esa mujer que le había jugado sucio. En cada escama del fabuloso reptil, Lalo la veía a ella. La veía en cada una de sus garras. Y no solo la veía, sino que hasta podía sentirla escarbándole la carne desde adentro. Una llama ardiendo para siempre en el pecho de mi amigo, transmutada en la textura de la piel. La nueva geografía del dolor.

DANIEL DE LEO

Argentina

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o quería dormir sola. Se había ido a la cama a las nueve; tras ella escuchó a mamá consolar a Julio con palabras cariñosas. Antes de cerrar los ojos aspiró el penetrante olor del mentol que mamá untaba en el pecho de Julio para bajarle la fiebre. Abajo, en la calle, el paso de los últimos camiones hizo vibrar el edificio, al tiempo que el bramar de los escapes se alejaba, todavía seguido por el rumor de las llantas en el pavimento. Con la puerta entreabierta, la única compañía fueron los crujidos del edificio asentándose tras el calor polvoriento de la jornada. Después de un rato se preguntó si tendría los ojos cerrados o abiertos. Soñó que volvía a la escuela, al quinto grado, como si el tiempo no se hubiera movido en el salón de clases a la espera de su regreso; caminaba por los pasillos de la escuela oyendo voces, pero cada salón al que asomaba la cabeza estaba vacío, y entonces le llegaba de ninguna dirección un eco de pisadas suaves; luego escuchó el llanto de ratón de Julio y se sacudió el sueño. Despertó en la oscuridad y aguzó el oído: de nuevo un sollozo quedo y las palabras murmuradas de mamá. El frío le recorrió los antebrazos. Se levantó y fue al cuarto de junto. Al entrar miró el reloj sobre la mesa: apenas iluminada por una lucecita, la laminilla cambió de minuto. Dio un paso con las manos extendidas en la oscuridad y a su izquierda sintió el muro; se separó de él y tanteó con los pies buscando el colchón en el piso, siguiendo la respiración clara de mamá abrazada a la de Julio, sibilante y obstruida. Halló el colchón con la punta del pie y se hincó para rodear por la espalda a mamá, quien, acostada de lado, acunaba a Julio. La alarma sonó a las cinco y media. Sintió a mamá levantarse del colchón: entreabrió los ojos y siguió su espalda, la vio desaparecer tras la puerta. Luego miró hacia la ventana: una luz casi ausente enmarcaba las cortinas. Soñolienta, volvió los ojos y en la penumbra vio a Julio, tembloroso debajo de la sábana. Levantó la cabeza: en el espejo, el colchón, Julio y ella, y una mesa pequeña, cubierta de envases: cremas para el cuerpo, maquillaje, un cepillo, un peine. El agua del excusado bajando por las cañerías anunció la vuelta de mamá, quien se acercó a ella, le dio un beso en la frente y apagó la alarma. Duérmete otro ratito, Oli. Le acarició la mejilla. Olivia se deslizó entre las sábanas y abrazó a Julio, que se acurrucó junto a ella y tembló de nuevo. Se tapó la cabeza y esperó el cepillar de dientes y el clic de la puerta, luego el rumor del agua en las tuberías y en el baño. Alrededor comenzaron a sonar pasos arrastrados, golpes de muebles en algún piso arriba, el edificio crujiendo de nuevo como una máquina reanimada; en la calle, los motores de los camiones hacían tronar ya sus escapes ennegrecidos. El cuarto se llenó con el olor a flores del jabón: mamá salió del baño, la cabeza envuelta en una toalla azul, el cuerpo cubierto con otra de color violeta; volvió a la recámara y se secó; se hincó sobre el colchón para ver a Julio, le pasó la mano por

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la frente, lo destapó hasta los hombros, le dio un beso; se puso los calzones y el sostén y se pasó el cepillo por el cabello, frente al espejo. La luz entibiaba ya tras las cortinas. Mamá le sacudió el hombro. Ya levántate, Olivia. La besó de nuevo, esta vez en la mejilla. Salió otra vez tarde, apenas le dio tiempo de preparar el desayuno: huevos, pan tostado con miel, café para ellas, alguna fruta. El niño apenas quiso probar la leche. Al terminar, mamá lo llevó de nuevo a la cama, lo acostó murmurándole algo y lo tapó. Después le apartó el cabello de la frente y se quedó viéndolo. Se colgó la bolsa del hombro, corrió, abrió la puerta y regresó a tomar el suéter del brazo del sillón. No le abras a nadie, Olivia. Mamá pasó el cabello húmedo sobre el hombro. Cuidas a tu hermano, regreso a las cinco. Cerró la puerta con un tintineo de llaves; un momento después puso el cerrojo. Mamá se fue. Sentada frente a la televisión, en la alfombra, Olivia escuchó bajar por las escaleras el sonido de sus pasos, cada vez más lejanos. Subió el volumen y dejó ir la mañana. Se estiró en la alfombra un rato; había visto programas de cantantes, de chistes y de cocina. Se aburrió con el análisis del partido y apagó la televisión para oír a Julio, que seguía dormido; escuchó una tos húmeda y fue al cuarto; le sintió la frente mojada y le pasó la mano por las mejillas enrojecidas: tenía la boca seca. Fue a traerle agua. Lo ayudó a incorporarse y le llevó el vaso a la boca. Julio bebió espaciando los sorbos con aspiraciones constipadas. ¿Y mamá? Mamá viene hasta al rato, Julín; si quieres más agua aquí te la dejo. Puso el vaso junto al colchón y luego le sonó la nariz al niño, que sopló sin fuerza y se enredó entre las cobijas hecho ovillo. Antes de irse, Olivia lo escuchó toser, dos, tres veces. Tomó su propia toalla y con un suspiro, salió del cuarto. La voz de una cantante escapaba entre el siseo de la banda. El sol entraba por la ventana de la sala y aclaraba el verde serio del helecho de mamá. Faltaban pocos platos. Había colgado ya las toallas, había recogido la ropa y limpiado la mesa. El raspar del cepillo contra el fondo áspero del sartén acompañaba la tonada. Olivia talló los restos de comida y abrió la llave de la tarja. Se enjuagaba las manos cuando oyó más allá un par de golpecitos huecos. Erguida sobre el banquito que usaba para alcanzar el fregadero, sonrojada, pasó el cabello tras la oreja y miró hacia la puerta. Esperó: palabras apagadas y lejanas, un chillar de suelas; un portazo en el pasillo se apagó en la escalera. El tremor del edificio entre los escapes. En la radio, la voz de la mujer se perdió de nuevo entre la estática. Molesta, Olivia apagó el interruptor y se sacó la sudadera de la piyama. En el vano del edificio dejaba ecos la canción de las noticias de la una. Se secó las manos en los muslos, fue al baño y lanzó la toalla a lo alto hasta que logró colgarla del cancel; en mangas de camiseta, se asomó a la ventana

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y bajó la mirada: cinco pisos más abajo, atrapados en una jardinera polvorienta, algunos mechones de hierba buscaban un rayo de sol. Arriba, contenido en el cuadro que formaban las paredes del edificio, tras las láminas de acrílico brillaba difuso el cielo; la luz arañaba el color del cemento, las costras de pintura, las manchas de humedad y de salitre en las paredes, interrumpidas a tramos por las ventanas. Abrió la llave de la regadera y puso la mano bajo el chorro de agua; resopló: se le había olvidado prender el calentador. Oyó la voz del noticiero anunciar una pausa y cerró la ventana. La flama del calentador emitió un soplido azul caliente al encenderse. Olivia fue a ver a Julio antes de bañarse; lo encontró cubierto con una almohada y con la sábana en las piernas. ¿Quieres venir, Julín? ¿Te prendo la tele? El niño se encogió sobre el colchón con un gruñido. ¿Te pongo las caricaturas? ¿Quieres que te prenda la tele para que la oigas? Olivia apartó la almohada y lo destapó. Julio dio un tosido húmedo y hueco. A su lado, el vaso estaba casi vacío. Olivia corrió a la cocina por agua. Julio se quejó cuando lo tomó de la nuca, pero se bebió hasta más de la mitad del vaso. Las caricaturas. Olivia fue a la sala y se agachó para prender la tele; pasó los canales sin encontrar algo para Julio; se conformó con uno de música de moda. Cuando levantó los ojos, vio tirado en el piso un papel blanco frente a la puerta. Pasó la vista por el departamento: un par de medias de mamá se había quedado en el sillón, el cerrojo estaba puesto, el reloj marcaba las dos y media. Recogió el papel y leyó en silencio, repasando con los labios la última palabra: nena. Puso el papel sobre la mesa y miró de nuevo hacia la puerta, los ojos fijos en la chapa, que insinuó el comienzo de un giro y topó en sí misma. En la televisión sonaba una canción alegre. Olivia apretó los labios. Escuchó los tosidos de Julio y tensó las piernas sin apartar los ojos de la chapa. El calentador se apagó de golpe. Contuvo la respiración y escuchó con claridad los mínimos, tenues, intermitentes golpecitos en la puerta. Corrió al cuarto de mamá y abrazó a Julio, quien se quedó callado. Olivia murmuró algo a su oído. La música dio paso a los anuncios. Se quitó las sandalias, fue a la sala y apagó la televisión. Se quedó quieta, escuchando los jadeos bajos de Julín, quien, constipado, respiraba por la boca. El reflejo de las lámparas en el pasillo se colaba limpio bajo la puerta. Olivia suspiró; el aire olía a cebolla frita. Sintió hambre. Julio debía tener también un hueco en la panza. El acero mate del cuchillo arrastró al sartén el jitomate picado. Olivia batió huevos mientras el aceite soltaba su siseo. Había puesto la televisión de nuevo, a volumen bajo, y ahora pasaban las películas de siempre, arrullando a Julio. La vaharada caliente de la verdura le hizo sentir un agujero en el estómago. Atenta al crepitar del sartén, fue a abrir la ventana del baño. En el vano, el anuncio de un programa de

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concursos, adornado con trompetas, parecía suspendido en el aire seco del edificio; escuchó el goteo de la regadera, a contratiempo de la música, en el piso de azulejo; subieron de volumen los aplausos y el ulular de las trompetas, hasta llenar el vacío entre la jardinera y la lámina traslúcida del domo. Molesta, levantó los ojos hacia ninguna parte, regresó a la estufa y removió con una pala de madera el huevo, sazonado con sal y pimienta. Volvió al cuarto con el plato; Julio dormía de nuevo. Julín, te traje huevos revueltos. Lo escuchó suspirar y esperó a que se levantara, pero Julio no se movió. Tras pasarle la mano por el cuello sudoroso, Olivia dejó el plato a la espera sobre la cama. Abrió también la ventana de mamá y, cuando volvió la mirada, Julín tomaba ya el primer bocado. No comió mucho, pero se bebió otros dos vasos de agua; no estaba tan sonrojado como hacía un rato, aunque temblaba por momentos, encogido al centro del colchón. La música de los concursos se mezclaba en la sala con el rumor de la tele. Sintió un hueco ácido en el cuerpo y fue a la cocina a servir su plato; un par de golpecitos más fuertes en la puerta dejaron el tenedor suspendido en el aire, inmóvil en la mano de Olivia; tronando desde la calle hasta la vibración de las ventanas, subió por las paredes el rugido de un camión. Corrió a subir el volumen de la tele y esperó girando la cabeza para escuchar mejor. En la puerta, pausados, con firmeza, sonaron una, dos, tres veces los golpes. Y luego silencio. Y luego otro, más fuerte. Olivia juntó las rodillas y miró el reflejo de la luz, dos veces interrumpido bajo la puerta, dos manchas detenidas al otro lado; se apartó de un salto con el ruido de la chapa sacudiéndose y de inmediato volvió con un grito para estampar las palmas, los brazos enteros contra la puerta. Sorbió por la nariz y se fijó de nuevo: las sombras ya no estaban. Se acercó y puso atención. Pudo ser que escuchara pisadas. Vio el papel sobre la mesa de la cocina: nena, escrito en tinta roja. Lo tomó de un golpe y lo arrugó entre las manos. Corrió al baño, lo arrojó al excusado y bajó la palanca. El agua lamió la bola de papel sin llevársela al desagüe. En el baño sonaba con más fuerza el noticiero y alguien arrastraba muebles otra vez, en el piso de arriba. Respiró hondo. El grito de Julio y un estampido seco en el cuarto de junto y luego otro y otro, más fuertes, la hicieron saltar en su sitio. Salió corriendo del baño y se detuvo para ver a Julio, que entre moqueos y gritos daba manotazos sobre la puerta de la recámara. Se acercó midiendo los pasos. Julín, ven... vente conmigo. El niño se revolvió entre tosidos cuando lo rodeó con los brazos y lo llevó de nuevo al colchón. Olivia recogió la sudadera de la piyama y se la puso. Volvió a tapar a Julín, se arrodilló junto a él para acariciarle el cabello e intentó cantarle una canción, pero no pudo recordar ninguna de las tonadas de la escuela. Más allá de la ventana, un horizonte de edificios y antenas ondulaba contra el sol como un incendio. Julio se apretó contra su regazo. La línea de

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luz del corredor parpadeaba. Vio por última vez los platos a medias en la mesa; la sombra del helecho alargada hasta el cuarto; las medias de mamá en el sillón. Había ahora música de anuncios. Olivia le dio la espalda a la puerta y volvió los ojos a la ventana, al hueco entre las cortinas. Oyó lento, dilatado, el primer crujido de la chapa y la madera. Apretando a Julio contra el pecho, se secó los ojos y miró la laminilla del reloj marcar las seis y media.

ÓSCAR GONZÁLEZ LÓPEZ

México

Twitter: @ElPencheSaint

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regorio siempre fue escuálido y ojeroso. A sus veinte ya usaba sus característicos lentes de cristal verde. En aquel entonces nadie daba un peso por su futuro como escritor, pero eso cambió luego del accidente. Podemos verlo emerger del laberinto de repisas que conforman la biblioteca universitaria. Anochece. Una voz femenina avisa por los altoparlantes que van a cerrar. Gregorio toma su lugar en la fila de préstamos, a su turno entrega dos libros y su carné. A unos metros un guardia intenta despertar a dos jóvenes encerrados en uno de los cubículos. Parecen muertos. El rumor atrae curiosos. Los funcionarios agilizan los últimos préstamos de la noche. La biblioteca cerrará dos horas antes, por primera vez en veinte años, para que el guardia pueda hacer el trabajo sucio sin testigos. Afuera de la biblioteca Gregorio se distrae viendo una iguana que se baña bajo un aspersor. A la salida de la universidad los guardias de seguridad le revisan el morral, pasa el retén, cruza el puente peatonal. En el bus ve que dos patrullas policiales y una ambulancia se dirigen a la universidad. Eso será lo último que recordará de esa tarde el resto de su vida. Dos semanas después del accidente, al salir del coma inducido, le dejaron ver el video de seguridad del autobús. Contempló entonces el accionar de la fuerza centrífuga mientras disparaba proyectiles contra los pasajeros: libros, maletines cerrados, computadores portátiles, dispositivos electrónicos, llaveros, monedas, herramientas de los estudiantes de odontología, un par de balones de fútbol. Los pasajeros fueron lanzados unos contra otros, todos quedaron con lesiones serias, tres murieron. Se vio salir del vehículo volcado, luego se sentó a unos metros del bus, en una cuneta. Llevó las manos a la cara, como lo hizo en el video, pero esta vez no hubo sangre. La silueta de un curioso con rasgos de buitre se le acercó como la sombra de Nosferatu y le dijo al oído: «Hay que sacarte eso antes que se infecte». En el video no fue audible, pero él lo recordó vivamente. No hizo ningún comentario. Acto seguido le mostraron el video de las cámaras de seguridad de la clínica: Entró caminando a la sala de emergencias; el taxi en el que llegó es visible al fondo del plano, con el taxista boquiabierto de pie junto al carro. Adentro tomó un turno y buscó asiento al fondo del recinto, junto a una columna, donde perdió el conocimiento. El vigilante lo encontró rodeado de un charco de sangre. Notó que el sangrado procedía del pedazo de fuselaje incrustado en el occipital. Lo ingresaron a cuidados intensivos. El resumen de las lesiones: Rodilla izquierda destrozada, mandíbula rota del lado izquierdo, dedo pulgar del pie izquierdo fracturado. Hombro izquierdo dislocado. Su seguro médico

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hizo un buen trabajo, a las tres semanas volvió a andar por cuenta propia, con ayuda de un bastón. Los pájaros cantaban afuera del hospital el día que Gregorio salió cojeando ayudado de su primer bastón, uno alquilado, de aluminio. Se sintió animado y decidió caminar un poco antes de tomar un taxi. Permaneció atontado viendo unas ardillas que correteaban sobre los cables telefónicos en dirección a los árboles frutales. Se le salieron unas lágrimas, pensó que no se salvaría de esa. Durante los siguientes veinte años evitó los vínculos duraderos y los hijos. Luego del accidente aplicó a una beca en el Uruguay, donde hizo un doctorado en literatura. Su tesis fue una investigación sobre Horacio Quiroga, para lo que tuvo que irse a vivir a Misiones durante un año. Desde entonces vive entre Montevideo y Buenos Aires. La versión de 45 años de Gregorio camina con una leve cojera hasta una puerta angosta de hierro escondida bajo los carteles engomados que cubren una pared. Podemos verlo introducir la llave en la cerradura luego de rasgar los papeles que la cubren. Abre la puerta y sube las escaleras. Una vez cerrada la puerta del apartamento inhala profundamente, disfrutando del silencio. Enciende la luz y exhala plácidamente. Deja las llaves sobre unos libros que reposan en la mesa junto a la puerta al mismo tiempo que los vecinos cantan un gol. El edificio entero parece temblar. Gregorio baja la cabeza y va hasta la cocina. Toma agua mientras los gritos al otro lado de la pared continúan. Va a su habitación, enciende el aire acondicionado y se sienta en la cama a renegar de su suerte. El piso tiembla, los cuadros vibran. Visualiza la familia del apartamento contiguo saltando frente al televisor. Recién se ha sentado en el borde de la cama cuando suena el teléfono. Va hasta la cocina, donde puede hablar, y aprovecha para tomarse un Ativan, la única forma que conoce para dormir sin interrupciones. Aunque nunca haría una cursilería semejante, se imagina comiendo paletas heladas con Natalie, su fisioterapeuta, al atardecer, bajo unos almendros que sirven de resguardo a un cardumen de cotorras. Natalie notifica a Gregorio que no podrá seguir siendo su fisioterapeuta. Se casa con un brasileño y se va a vivir a Belo Horizonte. Le deja el número telefónico de una colega que podrá reemplazarla. Se despide y se va para siempre. A las tres de la madrugada Gregorio despierta y se sienta a escribir la sinopsis de una historia que acaba de soñar: Un mendigo lleva un diario en un cuaderno hecho con pedazos de papel reciclado. Pide limosna sentado sobre un cartón. Frente a él hay una lata vacía de leche en polvo para recolectar monedas. Se cubre la barba cana y poblada con una pañoleta roja, un sombrero de campesino le tapa los ojos. Habla o murmura, porque la pañoleta se agita y se humedece. Algunos transeúntes desde sus

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vehículos le lanzan monedas, aunque ninguna cae dentro de la lata. Una tarde el loco es abordado por testigos de Jehová. La más joven del grupo es menuda, con rasgos indígenas, piel cobriza, cabello negro sedoso y largo hasta las nalgas. Lo adopta, lo alimenta y parece que el loco se rehabilita para la vida productiva. Un día cualquiera se le ocurre colocar un anuncio en el periódico: «Hago hijos. Buenos Genes. Absoluta confidencialidad». Gregorio escribe frenéticamente. La luz del PC le da un aspecto de trastornado al borde del colapso nervioso. Continúa tecleando con esporádicas interrupciones para reírse de sus ocurrencias: La mujer evangélica se entera de las andanzas del loco y lo abandona. Conoce a un mimo que gusta de los hongos alucinógenos y lo convierte en su nueva obra de caridad. Una noche los atracan mientras caminan agarrados de la mano. El mimo se defiende con revólveres de plata imaginarios. Los apalean hasta su muerte espiritual, pero quedan vivos. Cuatro meses después el mimo tiene que volver a hablar respondiendo llamadas en inglés, para pagar las cuentas del hospital, las fisioterapias, exámenes médicos y las medicinas. La joven creyente justifica el ataque como señal divina y desde entonces hace voto de castidad. «La felicidad es falta de principios o ignorancia ante la geopolítica en curso», escribe Gregorio al final de la sinopsis. Al entrar a su habitación cree ver sobre su cama las siluetas de dos enamorados, pero se esfuman a medida que él se acerca.

FRANCESCO VITOLA ROGNINI

Colombia

Twitter: @Fgvitola y @Yamabushireport Instagram: @Yamabushireport

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a situación del doctor Aldemar era desesperada. Tenía que intervenir quirúrgicamente a su jefe, alias don Ata, el señor de las sombras, y no precisamente de una uña encarnada sino de un riñón. Amputar el riñón malo, colocar a cambio un riñón bueno, suturar y rezar. Rezar por la salud de don Ata y por su propia salud. Si don Ata muriese durante la operación o como producto de la operación o por la ineficacia de la operación su médico personal moriría también, de un tiro de gracia en la cabeza, y ¡abur mundo profano!, adiós a los placeres terrenales, adiós a la juerga, adiós a las mujeres hermosas que le prodiga a dos manos don Ata para que sea feliz. Y vaya que lo es. El médico perdulario ha hallado el sentido de la existencia en las haciendas de su jefe, en sus serrallos, en sus automóviles, en sus millones de dólares, en su inmenso poder. De pronto, en medio del jolgorio, sin avisar, de puro revoltoso, de puro canijo a un pérfido riñón le da por querellarlo, por retarlo, por joderlo… «¿Eres doctor?, extírpame si puedes antes de que envenene al autor de tu felicidad y por contera acabe con tu vida». «La muy pícara bolsa fabricante de meados». « ¡Diantres!», maldecía el doctor. Por ser un doctor de pacotilla, un doctorcito de nombre nada más, de mentiras, de apariencia, de juguete. Un doctor que no sabe palotada de vísceras, de intervenciones, de riñones, que no sabe palotada de nada diferente de beber, de aspirar cocaína, de cabalgar damiselas, de comprar chirimbolos de marca para exhibir, para presumir, para arrumar. Un doctor que pasó más tiempo en las cantinas que en las aulas cuando era en estudiante. Un embustero, la verdad, un farsantuelo de marca mayor. « ¡A qué llamarse a engaños!... Una cosa es ser matasanos, aplicar cataplasmas en las heridas de los enemigos del jefe para que los muy guarros no vayan a cerrar el culo antes de que desembuchen todo lo que saben y otra muy diferente ser nefrólogo. Nefrólogo… ¡Diantres, si hasta la palabreja asusta!». El doctor Aldemar no tiene ayuda en esa lid. Son solo él y el pérfido riñón, él y la asquerosa bolsa repleta de meados. Máscara contra máscara, frente a frente en una lucha sin cuartel y a muerte. Al menos uno de ellos sucumbirá, uno de ellos besará la lona. Los espectadores apenas respiran, apenas parpadean y aguardan con expectación el desenlace… Si al menos el calavera contara con sala quirúrgica, enfermera y escáner… Pero nada. Tendrá que intervenir a la topa tolondra, con su pulso trémulo de alcohólico impenitente, entre mosquitos y moscardones y sin saber a ciencia cierta si el riñón que trasplantará es compatible con el riñón de don Ata y si lo que trasplantará es

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efectivamente un riñón o se trata de un páncreas o de un hígado o de un corazón o de un pulmón, «esas malditas vísceras son todas tan parecidas, todas apestan, todas son complicadas y delicadas y sanguinolentas». «Llegó la hora de pagar tanta infamia, medicucho»… El doctor Aldemar duerme al paciente. Sabrá el patillas si la dosis de anestesia que le aplicó no lo habrá fulminado de una buena vez sin tener que aguardar el resultado de la operación. Sabrá el patillas si a don Ata le dolerá o no le dolerá el tajo que se dispone hacerle en su costado izquierdo, si don Ata está inconsciente o semiinconsciente, si ahora mismo don Ata no estará levitando en pos del famoso túnel blanquecino. Imbuido en sus temores, preso de una agitación inenarrable, sudando un Orinoco, justo cuando se dispone a seccionar y a extraer el pérfido riñón, una voz lo detiene: «Doctor Aldemar, una llamada telefónica». «¿Y qué pretende usted?, ¿que el jefe se levante, se cierre la cremallera que le hendí en la panza y vaya a contestar? Dígale a quien se trate que no joda». «La llamada es de Palacio, doctor. El que llama advierte que es un asunto de extrema urgencia». «Don Ata no puede hablar en este momento, está un poco indispuesto además de privado de sus cinco sentidos. Palacio tendrá que aguardar a que despierte, si es que la divina providencia no sentencia otra cosa». «No es al jefe a quien requieren, es a usted». «¿A mí? ¿De palacio?... Hum... Querrán meterme presión. Como si la que tengo entre pecho y espalda no fuera suficiente... Donde manda capitán, no manda marinero. Quédese aquí quietico, don Ata, que ya vuelvo. No se vaya a dar vuelta que se le sale toda la mondonguera». Los términos exactos de la conversación entre el vocero de Palacio y el doctor Aldemar jamás se conocerán. Lo que se dijeron, lo que se contaron, lo que se confidenciaron. El acuerdo formal al cual llegaron lo saben ellos dos y la agencia de inteligencia que pinchó la llamada. No tenemos acceso a ninguna de esas dos fuentes, así que no nos queda otra alternativa que especular. Especulemos, pues… Don Ata, el señor de las sombras, sabe cómo es el maní, entiende mejor que nadie el engranaje que mueve nuestro sistema. Conoce de alianzas peligrosas, masacres, fosas comunes, expropiaciones, desplazamientos, negocios turbios. Goza de libertad de acción para exterminar y mangonear, para apoderarse de las mejores tierras del país y de las rentas departamentales. Sabe de peculados, cohechos y conciertos para delinquir. De compras de votos y de crímenes de lesa humanidad. Sabe mucho. Sabe más de la cuenta.

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En esta coyuntura de cambio que parece agitar al mundo entero matizada por el hastío ante el terror, las mentiras y las maquinaciones urdidas por quienes han ostentado el poder en lo que va corrido de esta centuria para aferrarse impúdicamente a él cueste lo que cueste, jódase quien tenga que joderse, ante este aire de renovación ideológica que amenaza con desalojar por un tiempo del pináculo a los violentos, a los demagogos, a los amigos de zanjar con las guerras cualquier querella real o ficticia, en este escenario donde no es posible seguir ocultando que vamos mal, que hemos retrocedido en el tiempo, que no hemos solucionado los problemas, antes y por el contrario, los hemos acrecentado, hemos llenado la casa de odio e iniquidad, de violencia e impunidad, la boca de don Ata representa un peligro letal para el gobierno... «Si por esos riesgos anejos a una operación tan complicada esas fauces temibles se cerraran muchos se lo agradecerían, doctor, empezando por nos. Haga lo que deba hacer, lo que su conciencia le dicte y que dios y la patria se lo paguen». Don Ata jamás despertó. No tuvo tiempo ni aliento de estrenar su riñón. Su voz tremebunda dejó de sonar y disponer. Coincidencia o no, consecuencia o albur, el doctor Aldemar fue nombrado viceministro de salud pública una semana después del fallecimiento de su jefe. No quiso posesionarse, declinó por escrito tan honroso ofrecimiento. Cobró sus honorarios, empacó sus corotos y puso pies en polvorosa. Una de sus amantes de los tiempos boyantes nos reveló que vivía encerrado en un tabuco, bebiendo ron y manoseando la portada del Tratado de Nefrología del doctor Brany Brenner. Nunca leía. Bebía y gemía y nada más.

JOSÉ ARISTÓBULO RAMÍREZ BARRERO

Colombia

Facebook: José Aristóbulo Ramírez Barrero

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as miradas lacerantes dirigidas a sus vestigios provocan que estos sangren de nuevo. Al ser visualizado, el cadáver tendido en las rocas despierta nuevamente y su corazón comienza a latir con dificultad. Perdido entre las sombras de una noche sin luna, el rostro del prisionero se ilumina momentáneamente por fugaces relámpagos que atraviesan el firmamento repleto de estrellas moribundas y níveas, cada una de ellas rodeadas por un tenue resplandor que las conecta formando una red interminable de filamentos incandescentes que evocan el tejido de una diosa griega. En el horizonte, cúmulos de nubes tumultuosas se acercan lentamente realizando movimientos convulsivos, evocando las gigantescas fauces de una criatura hambrienta. A lo lejos, las ráfagas de viento suspiran presagios imposibles de comprender. El fragor de los truenos choca contra las montañas y reverbera como el golpe de un martillo. La cordillera que resistirá la tormenta que se acerca, está rodeada por picos escarpados entre los cuales se apresura un enorme río de tonalidad enfermiza, cuyo caudal no fluye hacia el mar, estando condenado a palpitar bajo el sol y la luna siguiendo los mismos senderos hasta extinguirse. Las manos del prisionero están destruidas por rasguñar en cada despertar las piedras a las que está sujeto. Pequeños surcos se logran observar en ellas en cada destello. En sus oídos desembocan las pisadas de siluetas desconocidas que revelan su presencia sobre piedras húmedas lejanas. Sobre su vientre se desvanecen los destellos de luz que arrojan los ojos de las alimañas que lo carcomen eternamente. Encadenado en la cima de la montaña más alta, desnudo y endeble, yace el prisionero rodeado de granito y tierra carbonizada, perpetuada en formas grotescas por el choque de rayos perdidos que pretendían impactarlo y que ahora simulan criaturas derretidas descendiendo al mismo infierno. En su torso desvestido y pálido se dibujan quemaduras ramificadas que son interrumpidas en regiones por líneas purpuras. Su piel presenta matices violeta por la sangre coagulada detrás de ella, resultado de las descargas eléctricas pasadas. Entre las líneas de su rostro se puede leer una épica desesperada. El prisionero sabe que su tortura se repetirá una y otra vez conforme su existencia sea conocida. Su tormento es provocado por miradas voyeristas, cuyos movimientos anónimos las delatan más allá del firmamento. Ha experimentado la agonía desde el instante de su creación. Esa es la razón de su existencia. Sospecha que ha sido así desde mucho antes de que siquiera fuera concebido por la conciencia de su creador.

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Existiendo como una mera sombra todavía no proyectada. En el lugar donde las ideas esperan a ser encarnadas. La lluvia comienza a caer en su cara. Cada vez que se cierne sobre él le es difícil distinguir si el líquido que se desliza por su cuerpo es agua o sangre de las heridas renacientes. Se prepara para la agonía mientras una sensación parecida a la electricidad recorre su espina dorsal y le advierte sobre los relámpagos venideros. No es capaz de gritar, su pecho arde cada vez que lo intenta. La única forma de conocer su calvario es a través de extraños símbolos en los que su raptor lo deposita, volviéndose el medio por el cual los observadores morbosamente lo contemplan. Su creador no tiene intención de lastimarlo, solo espera en silencio a que las miradas lo hagan por él. Alguna vez, su cautivador le reveló el nombre de su verdugo. El nombre del hombre que representa a todos los hombres. Haciéndole saber, que como una condena mitológica, su tragedia se repetirá indefinidamente, debido a la curiosidad de aquellas figuras desconocidas. La tormenta eléctrica finaliza para dar paso a la brisa que disipa la niebla. La lluvia languidece mientras las nubes se alejan con lentitud y dejan tras de sí al prisionero. De apariencia inerte, sufre en silencio sin poder moverse. Esperando. La sangre que emana de sus cortes es arrastrada por la lluvia y sus heridas parecen cerrarse. De alguna manera purificado, aguarda la siguiente tempestad. Aunque él sabe que en realidad no existe, su dolor es tan real como cualquiera que un mortal pueda imaginar. Su sufrimiento parte de un lugar pero se desarrolla en decenas diferentes. Cada cabeza es un mundo nuevo. Perdido en las montañas se escucha el eco de un débil repique metálico. Es el choque contra las piedras de unas manos encadenadas temblando sin control. Anhelando el descanso que implica la muerte, con su último aliento intenta pronunciar una súplica, pero su vida se extingue primero. El prisionero espera el día en el que su tortura termine. Desea que el observador mire hacia otro lado. Que esta historia no sea leída. Solo quiere que tú termines de leer, para que por un momento, él deje de sufrir. Porque las miradas lacerantes dirigidas a sus vestigios, provocan que estos sangren de nuevo...

XAVIER LOEZA MORALES

México

Twitter; @XavierLoeza

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-¿C

uando llega el doctor? —dijo Aguinaga. Caminaba de un lado a otro deslizando los dedos por las superficies del laboratorio B. Contempló su rostro reflejado sobre las celdas de helio, mientras tamborileaba con los nudillos sobre la unidad de fuerza auxiliar. —Está viniendo —dijo Garnier—. No veo el momento que entre por la

puerta. —Estás cortado por la misma tijera. En cuanto ingrese vas a tener que preparar café. —Ni loco —dijo Garnier—. No voy a perderme esta discusión. Ya pagué el derecho de piso. —Estoy por sobre lo que puedas opinar. Y ya sabés que me gusta el capuchino. —Idiota —Garnier se sentó. Treinta años de investigación y tengo que aguantar a este crápula. —Con bastante azúcar —aclaró Aguinaga—. Lo amargo no me cae muy bien. Entreabrió las cortinas del tercer piso del Instituto y vio al doctor Fansi Carlon estacionando el descapotable. Deseó que mirase hacia arriba: esa conexión de las partes que están en pugna pero que se rigen por la admiración y el respeto. Terminó por alejarse de las cortinas cuando Carlon ingresó por la puerta principal sin despegar la mirada del suelo. Aguinaga se apoyó en la mesa de caoba para recibir al maestro. —No vas a poder convencerlo —dijo Garnier—. Lo conozco. Cuando se le mete algo a la cabeza, es muy difícil que alguien logre distraerlo. Mucho menos un principiante con anhelos de hacerse cargo de la moralidad del mundo. —¿Desde cuándo te interesan mis ideales? —preguntó Aguinaga—. Los burócratas están lejos de entender mis puntos de vista; además, me puedo cuidar solo. Estoy cansado de repetirles que hay límites. Esto está mal. —Desde que estás en contra —dijo Garnier—. Las industrias privadas que nos financian, que aprueban la medicación y los métodos para contrarrestar las enfermedades, son las mismas que controlan, miden y definen la salubridad del hombre. Les conviene mantener las cosas como están. Ganan dinero. —¿Cuándo vas a aceptar que justamente esa es la raíz de nuestros problemas? Estamos en el camino equivocado. —¿Equivocado? —Garnier subió los pies a la mesa de estar—. Para que sepas, la moralidad del mundo no necesita de un miedoso como vos para que la defienda. Se defiende a sí misma desde hace mucho, por si no lo sabés. El doctor no te va a escuchar.

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—Eso lo vamos a ver. Las puertas se abrieron y Fansi Carlon se zambulló en el laboratorio B con toda la autoridad que poseía. Aguinaga levantó el mentón, como para atajar cualquier contrariedad y se dispuso a luchar contra los acérrimos ideales del doctor. Pero Fansi Carlon no miró a nadie. Se detuvo en medio de la sala y descansó los hombros con un movimiento personal. Se restregó los ojos y, solo después, los miró como si se tratase de sirvientes. Caminó hacia la pared y bajó el cuadro de Claude Monet, lo dejó en el suelo como si fuera una imitación. Donde colgaba la pintura, se veía una cerradura electrónica. Aguinaga volvió a acomodarse sobre la mesa. La noche anterior había deambulado por su casa, buscando esa primera frase con que abordarlo. Ahora la tenía en la punta de la lengua mientras miraba la sonrisa de Garnier, sentado, con los pies sobre la mesa. Las palabras, sus propias palabras, le quemaban por dentro. Se apartó de la cómoda caoba y dio unos pasos hacia el científico. —Me parece que se equivoca, doctor —le dijo—. Lo que pretende hoy no va a ser posible. No voy a permitir semejante atrocidad. El doctor siguió de espaldas. —Lo que va a suceder hoy —contestó—, va a hacer que el destino de la humanidad dé un vuelco. Nadie me va a impedir eso. Y presionó un código. —Doctor Carlon —dijo Aguinaga—, estoy apuntándole con un arma. Garnier ya no tenía aquella sonrisa. Estaba de pie. Su compañero se había convertido en un inminente peligro, dejándolo estupefacto, con la boca abierta. —No vas a disparar —observó Fansi Carlon—. Siempre te faltaron agallas para dar el último paso. Dejá ese arma y hacé lo que realmente tenés que hacer —se dio vuelta para mirarlo, después volvió a colgar la pintura—. Ayudarme con la clonación. —Usted está loco. No pienso mover un dedo en su favor. Ya no. Le ruego que se aparte de esa puerta, doctor. —Esa no es una opción, Aguinaga. Dejá de cometer errores, de una buena vez. —No abra esa puerta —amartilló el viejo revólver—. Se lo advierto. Y vos, Garnier, la cara contra la pared. Garnier hizo caso, se acercó al muro y dio la espalda a la situación. Muy dentro, pensaba que algo de suerte había tenido. Y que, si las cosas se salían de control, tendría la primerísima oportunidad de salir corriendo. O tal vez, arrojarse por la ventana. Un

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frío glacial le aseguró que también podría ser el primer postulante en la lista de ejecución sin previo aviso. Se pegó aún más a la pared. Se oyeron correr las trabas de la puerta. A través de la mira del arma, Aguinaga contempló el deslizar de una gruesa placa acerada, y terminó por vislumbrar el brumoso recinto en el que había trabajado los últimos años. Al principio reinaba la penumbra, después, poco a poco, las luces cobraron vida. Recordó que él siempre había ayudado a su mentor, al gran Fansi Carlon. En los últimos años había obtenido las credenciales adecuadas para trabajar como su ayudante dentro del Instituto, y eso a pesar del comportamiento de Garnier. Siempre le pedían más. ¿A este nivel cuánto más puede uno exigirse? —Crápulas —dijo en voz alta, sin dejar de apuntar. Garnier aplastó la mejilla contra el yeso. Fansi Carlon se perdió de vista cuando Aguinaga se distrajo analizando la situación. Avanzó hasta la puerta sin bajar el arma. Garnier le rogó por su libertad y lloró desconsoladamente. El hombre fuerte. El científico de "temple" del equipo se terminaba de definir meando sus famosos pantalones Etiqueta Negra. El revólver y el brazo de Aguinaga ingresaron en la sala más secreta del país. El parpadeo de las luces fluorescentes le marcaba un camino de imágenes detenidas. Al final de este, la luz era plena. Recordó el lugar. ¡Lo habían apartado del proyecto con tan poco esfuerzo! Después de tanto trabajo y soledad. No lo merecía. —Doctor, todavía está a tiempo. Sigo teniendo ganas de hablar con usted. —Ya no soy el hombre flexible que fui, Aguinaga. Es inútil. —¿En dónde tiene el cuerpo, doctor Carlon? —revisó el arma, estaba cargada pero tenía que volver a asegurarse—. Hágame el favor. —Querido compañero, solo vengo a constatar que todo está como lo dejé. Hoy se sabrá la verdad. Lo que usted pretende defender es algo muy complejo y que no llega a comprender. Es, justamente, lo que nos está matando. La moral del hombre ya no seguirá resquebrajándose, ya no. Pase por acá, lo invito a conocer el futuro. Aguinaga escuchó las corridas de Garnier al bajar las escaleras metálicas. Desfiló con cuidado por un ambiente abarrotado de híbridos sistemas diseñados para el mejoramiento físico del ser humano y la prolongación de su vida. Pocos habían estado inmersos durante tantos años dentro de esas instalaciones. Él era uno de esos. Fansi Carlon, parado a un lado del equipo criogénico, observaba a través del acrílico el novísimo experimento en contra de lo racional. ¿Qué tan malo es estar en contra de la clonación humana? Nunca van a tener el

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aval de la gente, están equivocados hasta los tuétanos, no hay ser humano que se desprecie tanto como para aceptar el reemplazo de un legítimo nacimiento. Ya no es como en el pasado lejano, cuando las enfermedades venéreas nos azotaban década tras década. O un poco más acá, con el SIDA. Ahora un conglomerado cosmético con los respectivos permisos puede redirigir y solucionar cualquier enfermedad. No, señor, de ninguna manera voy a permitir este despropósito. Esto no tiene nada que ver con las enfermedades que castigan al hombre. Dentro del cubículo, el rostro de otro Aguinaga despertaba al mundo. Y el Aguinaga que sostenía el revólver trató de que eso no lo turbara. —Desconecte el sustentador, doctor. Se lo advierto. —Estás en presencia del futuro. Vas a tener que dispararme para que este nuevo hombre no cobre conciencia —Aguinaga reafirmó su puntería mientras Fansi Carlon seguía hablando—. Sé que en los últimos meses la confusión no te permitió trabajar de la mejor manera, estoy consciente de eso —se acercó al dispositivo criogénico—, pero no creo que un arma pueda cambiar lo que hemos hecho. —¿Últimos meses? —dijo Aguinaga—. ¡Me dejaron afuera a principio de año! Puse mi sangre, de buena voluntad. Esto se termina acá, doctor. Fansi Carlon levantó la frente. —Recuerdo cuando luchabas, cuando estabas en contra de las enfermedades y vicios que nos someten día a día. ¿Cuándo cambiaste de parecer? —No me distraiga, profesor. Apague el sustentador. —¿Qué sucedió? ¿Fui yo? Porque nunca cambié mi punto de vista. ¡Yo no me vendo por nada ni nadie! Esto tiene otros motivos. —¿Morales? —dijo Aguinaga— ¿Acaso son motivos morales? —Siempre lo fueron. —¡Mentira! —gritó Aguinaga—. ¡Mentiroso, igual que el hipócrita de Garnier, al que le importa un carajo lo que pasa en las calles! Corte la energía, doctor. Me estoy cansando. —¿Mentira? ¿Terminar con el vicio y el desenfreno inmoral que nos están matando es mentir? ¿Con cuántas supuestas curas e infinidad de placebos nos han estado inundando? ¿Cuántas generaciones han tenido que soportar la manipulación de las empresas privadas que nos llenan de medicinas hasta el cuello? Nos están matando, Aguinaga. Vos lo sabés bien. ¿No estás a favor de la moralidad del mundo? —Este no es el modo de reparar nada, doctor —dijo Aguinaga—. No puede extirpar lo esencial de la naturaleza. Es inhumano.

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—Mirá, Aguinaga… —¿En nombre de quién trabaja? ¿Quién se cree que es? Reemplazar la sexualidad humana por la partenogénesis es un error en el que nunca debí involucrarme. —Aguinaga, vas a quedar en los libros de historia —replicó Fansi—. Tu sangre está circulando por las venas y arterias de este clon. Te recuerdo que fuiste el primero en ofrecerte como voluntario. —El desarrollo de un nuevo individuo a partir de un huevo no fertilizado — parafraseó Aguinaga—, es una característica que le pertenece a los reptiles, a los insectos. No voy a permitir que utilice mi sangre para crear semejante monstruo. La evolución natural sabe lo que hace al mantenernos así, como machos y hembras. —¿Naturaleza? ¿Evolución?—gritó Carlon—. ¡El PIA, la MAC y el SIDA son lo que la evolución normal nos trajo! ¡Abrí los ojos, de una buena vez! —El humano no puede dejar de tener sexo, doctor —dijo Aguinaga—. No puede erradicar las enfermedades manipulándonos de esta forma. En esta habitación y en ese clon el mundo no va a encontrar la cura para sus enfermedades. —¿La cura? Pensá —Fansi Carlon sonrió—: un ser que no necesita de la depravación para engendrar la vida. —Usted está desquiciado. —Es la única manera, Aguinaga. Esto va más allá de tus pretensiones. Este clon tiene tu cara, sí. Más aún, tu sangre late en ese corazón. Pero no te equivoques, las ansias por proteger al humano también están ahí, enraizadas en lo hondo. Vos también estás dentro de todo esto. Hay quienes sostienen que hay que ser severos en los momentos límites, y esta solución está plagada de severidad. Aguinaga disparó y Fansi Carlon cayó sentado. Se arrastró hasta la pared y apoyó la espalda. Su respiración se transformó en un trabajo dificultoso. Poco a poco se fue desinflado como un globo. Burbujas rojas estallaban en las comisuras de su boca, los labios susurraban por lo bajo. Aguinaga caminó hasta el sustentador criogénico y contempló su propio rostro detrás del acrílico. Recordó a Garnier corriendo, y cuánto le había costado reconocerlo. También reconoció el instante, ese mismo, en el que comenzaban a flaquear sus convicciones, y no quiso ni imaginarse en semejante situación. Dejó el arma sobre el tubo criogénico, se acercó a la palanca del interruptor y la envolvió con sus dedos. Antes de cortar la energía apoyó la frente sobre los puños cerrados. Intentando no escuchar el balbuceo de Carlon, se preguntó si el desesperado y mortal

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intento de este por frenar la decadencia de la moral humana habĂ­a sido en verdad una deliberada injusticia.

CRISTIAN CANO

Argentina

PĂĄginas WEB: http://cristiancarloscano.wixsite.com/libros www.microficcioneria.blogspot.com www.biosdelosblogsh.blogspot.com.ar Facebook: https://www.facebook.com/cristian.cano.71

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odo era tan difícil, pensaba Daniela. Había regresado de la cárcel, solo le habían autorizado ver a Mariano, su marido, durante quince minutos. Les dispusieron la oficina del director para que se encontraran. La hicieron pasar por otra puerta, la de las autoridades y la condujeron por un pasillo corto hasta llegar al despacho. Se sentó y a los pocos minutos un oficial abrió y entró Mariano. Le recriminó que hubiera gastado dinero en esta visita especial: No sabés cuánto te va a durar, no la tires. Daniela lo miró extrañada, había supuesto que iba a alegrarse con su presencia. Dirigió la conversación a nimiedades, la comida, el trato de los guardias y finalmente le preguntó si había posibilidades de un traslado, si era posible que lo pidieran antes del juicio. Mariano lo negó: ―Muchas veces, cuando todavía ejercía como abogado, antes de que… los pedí para otros y no lo otorgan así nomás. Hay que mover mucho y no creo que se pueda. Ella se había encontrado en el country con un comisario, ahora vecino del lugar, que le había preguntado, como al pasar, si lo habían trasladado al marido. Daniela no le había contestado pero la duda seguía ahí. ¿Por qué ese policía le habría mencionado eso? Decidió contarle que se había cruzado con el comisario Arévalo para tratar de ver algún cambio en el semblante de Mariano. ―¿Ah, sí? No es mal bicho el taquero, me debía un par de favores, algún día me los voy a cobrar. Tuvo un lío gordo por una mejicaneada… Y así siguió contándole algo sobre un cabaret, el ahora comisario y una autoridad anterior. Daniela asentía sin prestarle demasiada atención. De pronto su marido apoyó las manos en el escritorio y murmuró: ―Quisiera que me trasladaran. Es más seguro, ya le dije al Cuervo —hizo una pausa, ella lo miraba sin hablar—. Acá tengo ex clientes que no quedaron muy conformes con mi laburo. Ahora tengo algún amigo que me protege y tengo contactos, eso ayuda, pero me quiero ir. ―¿Qué necesitas que haga? ―Nada, vos no podes hacer nada. Cuando regresó a su casa, triste y desilusionada, recordaba la seguridad que su marido le había dado antaño, la fortaleza que le había dado tener cierta posición frente a los demás, haber dejado todo, su vida anterior, las miserias de su casa natal y haberlas cambiado por la certidumbre de la comodidad, la validación de ella misma. Todo esto se lo había brindado él, cuando se conocieron, cuando se casaron, cuando

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él decidió construirle esa casa en el country para que le diera tranquilidad. Nada le había faltado, además —pensaba— cuando Mariano perdió la matrícula como abogado, jamás hubo una diferencia en el trato, al contrario, más la cuidaba, más buscaba hacer que su vida fuera la mejor. Pero todo eso se había terminado con su detención, se convirtió en un hombre que la agredía cada vez que lo visitaba, que le hablaba como si fuera un desconocido. Toda esa seguridad, hoy ya no se la daba. Ya se había acabado. La visita había terminado así, abruptamente, sin manifestaciones de afecto. Daniela se había ido con mayores dudas que las que llevaba cuando entró. Sobre lo único que le había insistido era sobre que si necesitaba algo, cualquier cosa, “cualquier cosa” había remarcado, “contá con el empleado que te dejé, es medio pelotudo, pero leal. Manejalo a tu antojo, mándalo a hacer las compras, qué se yo… usalo, que para eso te lo dejé y mis buenos mangos me cuesta…”. “Cualquier cosa… cualquier cosa”. ¿Para qué podía necesitarlo? ¿Le iba a pedir que la acompañara cuando tenía miedo de andar por la calle? ¿Acaso la iba a proteger de personas que quisieran cobrarse lo que su marido les había hecho? Si no era más que un pobre tipo, haciéndose unos pesos en tareas extras a las de un vigilador de country. ¿Y si la historia jamás se acababa? ¿Y si su marido seguía preso para siempre? ¿Acaso el vigilador le iba a reponer la vida cómoda y despreocupada que tenía hasta el día que se llevaron detenido a su marido? Se sacó los zapatos, el día había sido largo y buscó estar lo más cómoda posible; prepararía algo para comer; a veces, cuando estaba sola, no comía, pero aparecían sombras oscuras debajo de sus ojos y no le gustaba verse así. Dormía poco, casi no descansaba, tenía que alimentarse, y debía obligarse a hacerlo. Su hijo, para no viajar de noche, se quedaba en la casa de un compañero y volvería al día siguiente después del colegio. Guardó unos pañuelos en una caja y llevó un perchero a la habitación. Tomó la escalera de metal, se acercó a la ventana, corrió las cortinas, subió los cuatro escalones y sacó la terminal de hierro del barral. Metió los dedos en el barral hueco y retiró un rollo envuelto en una bolsa blanca. Quitó la bolsa y lo miró, lo giró y lo retuvo unos instantes en su mano. Volvió a colocarlo, empujando de esta manera todos los otros rollos que tenía guardados en el hueco del barral. Mariano le había dado seguridad durante muchos años. Ahora ya no se la daba. La recibía de esos rollos tan bien guardados en su propia casa. Y ella necesitaba sentirlos en sus propias manos. Estaba bajando de la escalera cuando se sobresaltó porque escuchó la voz de Leo, el vigilador, en la puerta del jardín.

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―Te dije que no entres a mi casa así. Hay un timbre. ―Te vi salir hoy, mi reina ¿fuiste a verlo? ―Andate, Leo, no te metas en mis cosas. ―Ya terminé mi turno, ¿preparo algo para comer? ―Andate, no me canses. Quiero terminar e irme a dormir. ―¿Estás segura? Te vas quedando solita linda… Lo miró, cansada de sus comentarios, se apoyó contra la pared, se puso la mano en la frente, miró hacia abajo y le dijo —Te vas Leo, andate —solo esperaba escuchar el ruido de la puerta al cerrarse. En un instante, Leo estaba sobre ella, le había agarrado los brazos y los había puesto sobre su cabeza, las manos de ella golpearon un cuadro que se cayó. Los pedazos de vidrio estaban por todo el piso a su alrededor. Lo miró fijamente. Él, sin bajar la mirada, con la mano que tenía libre, comenzó a recorrerla desde la cintura, lentamente, hasta llegar al cuello. —Sé lo mucho que te gusta —murmuró. Daniela cerró los ojos y sintió una punzada de excitación, Leo era capaz de provocarle eso. Comenzó a desprenderle los botones de la blusa, al llegar al segundo, un tremendo dolor lo volteó hacia atrás. No había visto venir el rodillazo de Daniela directo a su entrepierna. Quedó tirado entre los vidrios en posición fetal. El dolor era sordo. ―Sos una reverenda hija de puta… ―Te gustaría tenerme debajo, ¿no? Olvidate, siempre voy a estar arriba y no como vos quisieras. Por eso yo mando y vos obedecés. Si algún día tenés suerte conmigo es porque yo lo decido. Cuando yo quiera y donde yo quiera. Ahora volá de acá, infeliz… Leo se levantó como pudo, tratando de evitar cortarse. Tenía la mirada helada y sorprendida. Cuando estaba terminando de levantarse con dificultad, Daniela se agachó y tomó un pedazo de vidrio del piso. ―Te dije que te fueras. Leo la miraba de costado y fue hacia la puerta. Daniela lo seguía atrás. Caminó unos metros por el costado de la casa, se detuvo y dio media vuelta. ―No te atrevas, pelotudo, seguí caminando. Ponete en remojo y mañana a la tarde te voy a dejar en la guardia una lista de cosas que quiero que me traigas del supermercado, ah… y algunas de la perfumería. Escuchaste ¿no? Seguí, seguí, no te atrevas a darte vuelta. Él se perdió en el camino de salida, ella trabó la puerta. Se apoyó en la mesada,

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trató que su respiración se normalizara y se miró la mano ensangrentada, la puso bajo el chorro de agua, mientras buscaba con la vista algo que hiciera las veces de vendaje. Tomó un repasador y se envolvió la mano. Caminó hacia el mueble en el que se guardaban los artículos de limpieza. Entró a la sala con la escoba y una pala. Se detuvo un instante, mirando sin ver los vidrios desperdigados, los juntó y apoyó las cosas en un costado de la cocina. Volvió al comedor, prendió el equipo de música, eligió “Alone together” de Chet Baker, se sentó en el sillón, recogió las piernas, apoyó la cabeza y lloró durante horas.

LILIANA MACHICOTE

Argentina

Twitter: @lilianarsvp Facebook: Liliana Machicote

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e despierto. Siento el ronroneo del gato, cerca, en el lugar donde tendría que estar acostada Laura; es, apenas, un susurro que me figuro parecido al sueño, justo antes de despertarme, suave y regular. La sábana, llena de pelos, me tapa la mitad de la cara y me molesta para respirar. El frío hace que tarde en correrla y aguanto el aire húmedo de mi respiración embolsado entre mi boca y la tela tibia. Cuando me muevo el gato se para y comienza a estirarse, arquea el lomo y una ola lo recorre hasta que llega a sus patas y termina con un temblor. Camina hasta el borde de la cama, salta y enfila para la puerta que da al living y se pierde en la luz cuadriculada que se filtra por la persiana de esa habitación. Entra la luz, como si cayera, empujando el polvo y los pelos que flotan, iluminando apenas la pieza en donde estoy. Es una claridad tenue, alcanza a dibujar los contornos de los muebles y los hace parecer más chicos, como si se escondieran entre los huecos de sombras. Miro el reloj. Son las seis de la tarde, falta una hora para que Laura llegue del trabajo. Esta noche tenemos el cumpleaños de Ana, su hermana. Vino de Santa Fe de visita y aprovechó para quedarse unos días en la casa de los padres. Se está divorciando, Laura piensa que sería bueno que la llevemos a cenar, que le presentemos gente y se distraiga un poco. Se casó a los veintidós, ahora cumple treinta y cinco y se la ve mucho más grande y avejentada. Nunca la vi parecida a Laura, siempre pensando en proyectos futuros, concentrada en lo que van a necesitar sus hijos, su casa y ella. Laura está terminando de estudiar, por ahora ese es su futuro más cercano. Además, no podemos tener hijos. A veces pensamos en la posibilidad de comprar una casa. Por ahora alquilamos un departamento de dos ambientes cerca de la estación de Once, tiene vista para el lado del Congreso. Vivimos acá desde hace dos años. Corro un poco la sábana que me tapa la cara y respiro la primera bocanada de aire, el fresco me hace sentir la piel de la cara de golpe, tensa, como si perteneciera a otro rostro, uno más chico que el mío. Un escalofrío me hace temblar y me encierro con la colcha como si fuera un gusano; froto los pies para ganar calor y luego comienzo a desperezarme. Espero un rato, hasta que me resigno y levanto de golpe la colcha. El frio me paraliza, me estiro y contengo la respiración un momento, la tensión cede y me aflojo en un temblor. Me siento en el borde de la cama y tanteo el piso con los pies que, de a poco, se acostumbran a la superficie lisa de la cerámica. El gato me mira desde la puerta, la luz, perforada por la persiana, le dibuja manchas oscuras; camino para el baño y él se adelanta y salta a la bacha, espera a que abra la canilla para tomar agua. Lo saco de la pileta y me miro en el espejo, tengo la cara hinchada, siento una presión en mis ojos, justo por debajo, me froto y se dispersa. Dejo correr el agua y

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me mojo la cara, el gato se agita y se para sobre mis piernas. Abro el agua caliente para entibiar el chorro y lavarme los dientes. Cuando termino, vuelvo a la pieza, me siento en la cama y me quedo quieto, sin hacer nada, hasta que me doy cuenta de que ya casi no hay luz y enciendo el velador. Todo en la habitación vuelve a tener volumen, a ocupar un espacio. Pienso que yo también tengo un lugar entre las cosas de mi habitación, ahora más definido. En la pieza hay una cama con dos mesitas de luz a cada lado, una cómoda con la televisión y un perchero lleno de ropa sucia. Justo enfrente de la cama está el placar y, en una de las puertas, del lado de adentro, el espejo que usamos para cambiarnos. No recuerdo qué soñé, tengo una sensación, no una imagen. Me incomoda no poder darle una forma, hacerlo visible. A veces me pasa que sueño mucho y es como si recordara un día entero o más, es un flujo de imágenes, como si mirara tele en vez de dormir. Me acuerdo de una vez que soñé con Laura, estábamos en casa, solos, parecía que esperábamos algo. De pronto ella se pone a reír y me dice que “cuando sueña las cosas que ve la miran como ella las mira.” No entiendo por qué me lo dice, intenté explicarle que no es mi culpa que no pueda ver de otra manera; en ese momento me di cuenta que tampoco hay colores, todo era blanco y negro, como una película vieja y le pregunté si ella veía algún color. Después de eso me desperté de golpe, con la sensación de que el sueño tuvo una duración anormal, me pareció una secuencia corta que había durado demasiado. Intenté contarle el sueño a Laura antes de irme a trabajar, pero no pude relatarlo. Me visto. Ya casi son las siete y Laura va a llegar. Escucho el ruido de un vaso que se cae en la cocina, me arrimó a la puerta de la pieza para ver qué es y veo al gato parado sobre la mesada, caminando entre los platos que quedaron lavados de la noche anterior. Me apuro a calzarme y voy a servirle un poco de comida. Cuando ve que me arrimo a la bolsa de alimento empieza a maullar con fuerza, es un aullido que aturde. Le lleno su plato y me quedo viendo con la voracidad que traga, recostado, con la cabeza clavada en la comida. Me lavo las manos, acomodo un poco la mesada y pongo a calentar agua para hacerme unos mates. Mientras espero, un destello pega en la puerta de vidrio que da al balcón. Salgo y veo que está despejado, busco la fuente de esa luz y no encuentro nada; desde esa altura se puede mirar hasta Puerto Madero, se ve el Congreso para el lado de Rivadavia, el Hospital de Clínicas en la otra punta y, al fondo, como una niebla nocturna, el resplandor de la 9 de Julio y Diagonal Norte. Me quedo un rato esperando hasta que veo, por el lado de Congreso, un haz de luz que se aproxima por mi derecha y, por un instante, da de lleno en mi edificio. La intensidad

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me hace cerrar los ojos un momento y luego sigo el recorrido hasta que se pierde por mi izquierda. Es la primera vez que la veo desde que vivimos acá con Laura; me habían contado, cuando me mudé, que en el Palacio Barolo había un faro. Es la primera vez que lo veo funcionando. Espero unos momentos y veo venir el haz otra vez, pasa rápido, lo justo para iluminar un instante. Entro y saco la pava de la hornalla que ya empezaba a hervir. Preparo el mate y me siento en el balcón, a esperar el paso del faro. Hoy Laura se enojó porque no la desperté cuando me fui al trabajo. Me escribió un mensaje de texto un tanto violento. Olvidé que había cambiado su horario con una compañera para ir al médico por una ecografía que se hizo; se estuvo quejando una semana por un dolor en la panza, le había preguntado qué sentía pero no supo explicarme, no le di importancia y dejé el tema. Esperé un rato a que se le pasara el enojo y le contesté para disculparme. Después de eso me avisó que hoy cenábamos con su hermana. No volvimos a hablar en todo el día. El mate, que empecé con el agua hervida, se empieza a lavar, la yerba flota sobre un fondo compacto y sin sabor. Entro y apago la luz de la cocina y la casa queda a oscuras. Vuelvo al balcón, me siento en una silla de plástico y miro la vibración de las luces en los edificios, me hacen acordar a los hormigueros que rompía a patadas cuando era chico; alcanzo a ver la cúpula del palacio Barolo entre una antena de radio y un tanque de agua, se asoma con cada giro y veo como el rayo de luz se corta cada vez que choca con un edificio más alto. Ya oscureció. La noche es clara y se puede ver y oír todo: los camiones de basura que empiezan su trabajo, los coches que tocan bocina y se amontonan en Corrientes y Pueyrredon, las sirenas de alguna ambulancia y, cuando los semáforos están en verde y los autos caminan, hasta los gritos de la gente en la calle. Estoy quieto observando todo, a oscuras, esperando. Miro mi teléfono y busco en Facebook el perfil de Laura. Hoy no escribió nada, ni siquiera compartió una foto o una publicación mía, me gustaría haberme acordado de que Laura tenía que ir al médico. Entro a mi perfil y escribo “cuando sueña, las cosas que ve la miran como ella las mira”. Son las siete y cinco. Miro al gato que se sienta frente a la puerta de entrada y empieza a maullar. Cuando escucho el ascensor sé que Laura está por entrar a casa. Es una secuencia fija: primero pone la llave en la puerta y después le habla al gato, espera a que maúlle y, solo después de eso, abre y entra. Prende la luz, acaricia al gato mientras le habla mientras deja en una silla el bolso y su abrigo. Desde donde estoy sentado, justo en el marco de la puerta que da al balcón, puedo ver todo. No me ve y

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va a buscarme a la pieza, luego me llama y pregunta si estoy en casa. Me quedo callado para ver qué hace. Vuelve para la cocina y abre la canilla, deja correr el agua. Me levanto y el ruido que hago la asusta; el vaso se le cae en la pileta y se queda dura, mirándome fijo, tarda un poco en reaccionar. Como no digo nada, grita que soy un tarado y me tira un repasador. Me empiezo a reír y me arrimo para abrazarla. Laura se afloja un poco, pero antes de que pueda acercarme, me para y me muestra un sobre que saca del bolsillo trasero del pantalón. La ecografía, le digo. Me dice que sí con un movimiento de cabeza, después me da el sobre y se pone a llorar.

PABLO GONZÁLEZ Argentina

Blog:www.desclusion.wordpress.com

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A Arvo Pärt. Solo la confrontación con el espíritu, con la luz, conmueve. Ludwig Wittgenstein

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o me jodas hombre, sé que todo este embrollo referente a la disposición nupcial es una total barbaridad, pero no puedo hacer más. Ya he hablado con el señor intendente, con varios potentados y hasta con los reacios del clero, y todos ellos, sin excepción, salen con la misma mierda: “No hay trato alguno sin el cumplimiento cabal del contrato”. Mira, aquí está la cláusula, léela por ti mismo y convéncete. El joven inexperto estiró su fina mano, tan delicada como la de un ángel y agarró tembloroso entre sus largos dedos el extraño documento y, como no queriendo, leyó en voz alta el párrafo de su incumbencia: “…toda aquella persona dispuesta a ser el organista titular de nuestra primera Iglesia Mariana de Vanalinn, deberá casarse con la hija mayor de su predecesor”. Por supuesto, en estas tierras de Europa del Norte, de costumbres tan arraigadas, los largos lazos de la tradición son ley, dijo convincentemente el apoderado señor Cristian Schieferdecker. Arvo, el hacedor, dejó caer los papeles sobre la sucia loza sin prestar atención a las palabras de su representante de siempre y dirigió su rostro pensativo a través de la ventana biselada a la estupenda puerta de madera tallada del priorato con motivos del juicio final. Al mismo tiempo, fijaba su mirada de asombro en el macizo muro de la espadaña donde un par de tiernas mozuelas hacían repiquetear con una fuerza estrepitosa las desgastadas y enormes campanas cobrizas. Bueno Schieferdecker, aun estoy desconcertado, por lo menos explícame un poco más sobre el surgimiento de esta locura antes de tomar una decisión definitiva. Pues bien, aunque nadie en el pueblo tiene claro el origen del convenio, este se ha seguido con celoso respeto a través de muchas generaciones, al parecer desde la existencia del primer encargado, el respetado y afamado armonio Franz Tunder, quien compuso los motetes más célebres en honor al convento. A la muerte del designado Tunder, a mediados del siglo XVII, muchas personas se mostraron interesados en ocupar el puesto vacante, grandes intérpretes de todos los rincones de Europa viajaron hasta Tallin para debatirse el cargo, algunos de ellos se aventurarían a caminar cientos de kilómetros, no solamente por lo representativo del nombramiento y el exorbitante sueldo, sino por la excitante idea de desflorar en el lecho a la exuberante y hermosa hija. La maestría y refinamiento en la ejecución del armónium dio al danés Dietrich

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Buxtehude el triunfo, pues fue él quien sobresalió entre todos los compositores contrincantes. A los pocos meses, al mudarse definitivamente a la parroquia, la muerte le sorprendió asombrando a toda la colectividad de Revel. Buxtehude dejó tras su deceso huérfana a una pequeña y enfermiza niña quien a medida del paso de los años se convertiría en la antítesis de la inigualable madre. Alina Buxtehude era obesa, baja de estatura, calva y huraña, además era del conocimiento popular los excesos de flatulencias sufridos por la doncella. Enterada la comunidad europea de la ambicionada plaza disponible en Santa MarienKircher, varios de los ilustres músicos de la época, a principios de la nueva centuria, visitaron el conocido templo con la intención de obtener la sucesión. Entre todos aquellos contendientes puedo mencionarte a dos fabulosos maestros alemanes: Georg Friedrich Händel y Johann Mattheson, sin embargo, al conocer a la damisela, ambos caballeros desistieron de la oferta sin siquiera meditarlo. También se comenta que el mismísimo Juan Sebastián Bach fue tentado a tal aspiración apartándola de su mente inmediatamente después de entablar una brevísima charla con la desgraciada mujer. El tiempo trascurrió y no hubo hombre alguno en la tierra tan atrevido para cumplir con el entendimiento. La chica murió repentinamente de una feroz pulmonía y ante esta lamentable circunstancia, como no existía forma de anular el contrato, la gente de la ciudad decidió celebrar una asamblea general donde se decidió por unanimidad embalsamar a la jovencita con la intención de cumplir con el arraigado mito. —Vaya cosa más tétrica —asintió Pärt. Finalmente, el burgo terminó con una lúgubre momia por desposar y una bella catedral sin intitular abandonada por muchos años a la merced de Dios padre. Sin embargo, gracias a la buenaventura, hallé hace no mucho en los sótanos de la biblioteca parlamentaria, la existencia de un edicto supuestamente perdido anexo a la cláusula de coyunda en comentada sesión, la cual dice: “…aquella persona al contraer matrimonio con la casta Alina, quien expresara una vida admirable y una conducta fiel en todo momento a su carácter, tendrá la posibilidad de divorciarse disolviendo los sagrados votos de unión siempre y cuando logre crear una composición excelsa como tributo a nuestro señor Jesucristo”. Obviamente esta patraña fue consentida por toda la sociedad para permitirse continuar con el cuento pues de otra manera se hacía añicos la casa del Mesías y los rasgos culturales de esta región. El intrigado doncel, en lo que escuchaba el desenlace del inusitado relato, no

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dejó de observar maravillado la estructura llamativa de la enorme rábida asentada en la cima boscosa de la Colina de las Monjas y sus grandes rocas de formas cambiantes con el fulgor del sol a diferentes horas. Una vez concluida la narración, sin separar la mirada del horizonte, simplemente externó, como si fuese convencido por un poder externo: —Haz llamar pronto al consejo de prefectos pues cumpliré con la condición de connubio. El zagal factor, cruzó prudentemente el umbral adentrándose con pasos dudosos en el frío y polvoriento abadiato siguiendo dificultosamente al escurridizo capellán, quien le indicaría su lujoso aposentó donde Alina vestida de gala le esperaba con los brazos abiertos un tanto en el aire. Unos meses pasaron y aún la enorme puerta de roble rojo del cenobio se encontraba cerrada. Nadie en la comarca sabía de la situación de vacío y soledad experimentada por el mancebo artista, ni siquiera su inseparable compañero, quien preocupado noche a noche se dirigía a aporrear las puertas de la recoleta sin recibir respuesta alguna. Sin embargo, él presentía en toda esa calma la entrega incondicional del amigo a la majestuosa creación pues escuchaba de momento la profunda armonía musical ejecutada dentro del oscuro monasterio crepuscular. El mozo artífice estaba por desfallecer, habían pasado ya muchos meses y aún no tenía ninguna autoría, solamente algunos bocetos e ideas sin desarrollar, lo único capaz de poderlo liberar de su truculenta situación. Sin embargo, cosa de algunos días atrás, cada momento al finalizar sus labores, el talentoso efebo al pasar por el largo corredor principal, lugar donde ahora reposaba la esposa, contemplaba el pequeño rostro de Alina hundido por los años, tan gélido y desierto, capaz de hacer temblar a cualquiera. Pero esa expresión sin vida, poco a poco fue capaz de emanar una resplandeciente e intensa luminiscencia alba hasta convertirse en un halo totalmente multicolor que brilló sobre el entero cuerpo estático revelando de un oscuro mundo una blanca sombra en la noche. El intrigado adolescente estaba asustado pero la sensación placentera era aún mayor pues creía percibir en aquella fuente luminosa un claro presagio de algún diablo chocarrero. Un ocaso borrascoso, entre sueños lúcidos el ingenioso púber veía el continuo fluir de trazos manifiestos en un pentagrama refulgente capaz de aclarar todo el azul del cielo, las horas corrían y de ese recuerdo de iluminación inagotable escuchaba las notas brotar. Al iniciar a componer, por cada tecla ejecutada en el viejo órgano tubular de la nave, las figuras divinas, alertas e inquisidoras parecían cobrar vida. Ensimismado y absorto, el autor sintió la claridad de la luz de muchos colores

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intensos irradiar su pecho cuando la resonancia del órgano había callado. Una paz sufrida desde el inicio al final, un himno órfico blanco e irresistible expulsado del Érebo. En la ansiada fecha del estreno del recital, frente a él estaba la sala atestada con cientos de personas expectantes, y de aquel público impaciente que pretendía seguir entrando, la policía —miembros de la justicia señorial— impedía su acceso. Una vez iniciados los primeros acordes, mi corazón se alborozó casi ante aquel revivir de viejos recuerdos de melodías sacras similar a un arco iris luminoso. Arvo Pärt tocaba las teclas sobrepuestas con una evidente expresión surgida del alma como una antigua oración pagana conjurando a Dios y a Luzbel. Al terminar la ejecución del último movimiento, no fue sino después de abrirse paso entre el sólido muro de individuos, cuando pudo el atónito chavea advertir y medir la verdadera proporción del éxito. Indudablemente, en su soledad misteriosa, Arvo Pärt halló influjo de creación fervorosa hacia la perfecta virtud divina. Después de emitir ese comentario, el gentilhombre Schieferdecker ciñó con fuerza su escapulario y se santiguó. Y así, el genio compositor estonio abandonó la casa del Redentor de la pequeña villa antigua del condado de Harju en donde con su máxima obra tintinnabuli hubo inmortalizado a Alina, libre de toda culpa y exento del deber de expiación.

IVÁN MEDINA CASTRO

México

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S

í, le recuerdo bien. Era un hombre joven y atlético, de barba clara y cuidada y manos siempre limpias. Vestía con austera elegancia su caftán oscuro, las botas de cuero y el turbante blanco. Había nacido al otro lado de los Cárpatos, según me contó una vez paseando por el jardín del palacio. Su madre era noble en cautiverio. De ella heredó la condición de esclavo. Fue traído a la Sublime Puerta siendo un niño, abrazó la Fe de nuestro Profeta y mudó de nombre al de Ali Hasan Ibn Badis. Su inteligencia le permitió aprender los misterios de la matemática, la astronomía y las lenguas del califato. Se destacó temprano siendo alumno en la escuela de Mohamed Osman Kerim, cuando el maestro ya estaba al final de su vida. Pero fue su audacia sin igual la que le permitió entrar al Diván y ascender al cargo de secretario privado del Gran Visir Khabir Basha. Fue su acompañante, intérprete y secretario por siete años. A veces, incluso, su amante, dicen, aunque sentía una mayor atracción y curiosidad por las mujeres encerradas en el serrallo. Pero el muchacho era ambicioso y su amo no aceptaba negativas. Consiguió de esa manera su libertad. Pero el desgraciado Ali Hasan eligió, aunque libre, seguir al servicio de su antiguo amo. Ese fue su mayor error. Una sospecha de deslealtad en aquellos tiempos convulsionados o el simple despertar de alguna desconfianza respecto del manejo de los dineros del Visir le hizo caer en desgracia. Una noche, la guardia del Sultán entró en su casa, le golpeó con fiereza y lo trajo, sangrante y atado como a un perro, a las mazmorras de Topkapi. Bastaba una sola sospecha para que se encarcelara a un funcionario o se le mandara ejecutar. Si el reo pertenecía a la familia del Sultán, se le estrangulaba con un cordón de seda, una tarea poco grata, lo aseguro. En caso contrario, la cabeza debía caer con un certero golpe de espada. Estando en prisión, luego de varios meses, Ali Hasan recibió la sentencia de muerte siguiendo la tradición impuesta desde tiempos del amado sultán Mehmet II: el jefe de los Bostangi le entregó un palillo rojo. Así de simple eran las cosas en esos tiempos felices. Esto significaba que el desgraciado sería ejecutado de inmediato. Pero, siendo la misericordia una de las mayores virtudes que nos enseña el Corán, en consideración a los muchos años de leal servicio al Visir, se le concedió la oportunidad de vivir en el exilio si lograba ganar una carrera de algo más de mil pasos desde los jardines del palacio hasta la puerta del mercado de pescados. Si ganaba, sería expulsado de la ciudad y enviado a los confines del reino. En caso de no hacerlo, su cabeza sería rebanada y su cuerpo arrojado al Bogazici. Ali Hasan aceptó.

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Luego de varios meses encerrado en una celda sin luz ni ventilación, alimentado con poco más que pan duro, un horrible potaje de lentejas y habas y algo de agua sucia, Ali parecía una sombra de sí mismo. Salió con el cuerpo perdido en sus raídas ropas y cegado por la claridad del día. Su barba había crecido con descuido y la piel había perdido su lozanía. Asemejaba un mendigo a la puerta de una mezquita o un soldado infiel luego de años de cautiverio. Trató, sin embargo, de recomponerse y pidió una cinta para atar su largo cabello. La carrera no iba a ser justa. Ali Burak, nuestro Bostangi Basha —largo sea su recuerdo entre nosotros—, se encontraba en esos momentos imposibilitado de correr. Si mi memoria no falla, había tropezado con un balde que le hizo trastabillar y caer por una escalera de los establos del palacio. Por lo tanto, eligió a su propio hijo, Mustafá, para representarle, un muchacho de quince años, en la plenitud de su fuerza y su agilidad. No era un día cálido. Gruesas nubes avanzaban desde el norte, amenazando descargar su furia sobre la ciudad. Poco antes de la Oración del Mediodía, Ali Hasan y Mustafá estaban delante del Bostangi Basha en el jardín del palacio, a pocos pasos de la puerta lateral. Iban vestidos solo con unas babuchas. No llevaban calzado. Es una imagen que no he podido borrar a pesar de los años. Burak, sentado sobre una rica alfombra y apoyado en tres cojines, los miró con severidad mientras atusaba su largo bigote. No pronunció palabras de aliento o una bendición y, a una señal de su mano, los corredores partieron como alma que persigue el Maligno. Apenas cruzaron la puerta, Mustafá tomó la delantera. Los Bostangi iban por delante, empujando a la gente a un costado para dejar pasar a los corredores. Fueron formando un carril por donde los dos desgraciados pasaron. Era un espectáculo que el populacho no presenciaba todos los días y los gritos de aliento o de sorpresa, acompañados por el batir de las palmas y las imprecaciones de baja estofa, pronto se hicieron sentir. Mustafá hizo gala de la inocencia de su juventud. Sus zancadas eran largas y ágiles. Se sentía muy confiado y nunca miró hacia atrás. De haberlo hecho, hubiera visto a Ali esforzándose en darle alcance, con los ojos desorbitados y la expresión de quien lucha por su vida. A la altura del último puesto de los verduleros, entre coles malolientes y frutas tiradas en la calle, Ali ganó la delantera. Pero quiso la desgracia, que siempre está presente, que a no más de veinte zancadas de la puerta del mercado de los pescadores, Ali trastabillara al pisar un pescado podrido en medio de la calle y cayera junto a los cestos llenos de la pesca

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fresca de la mañana. Mustafá debió saltar por encima de Ali para evitar caer también. Sin mirar atrás, el muchacho llegó a la puerta del mercado y ganó la carrera. Yo lo vi todo, por Alá el Misericordioso, que me ha concedido vista y memoria. El joven Ali, otrora orgulloso secretario del Visir, quedó de rodillas junto a los cestos, mirando a su alrededor sin dar crédito a su suerte. Yo avancé hacia él y desenvainé la espada.

ERIC D. HAYM FIELITZ

Uruguay

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La naturaleza rige la suerte que nos toca, y también gobierna la mano del que esa suerte acomoda.

A

poltronado en el sillón del escritorio, recupero de a poco el aliento. Contemplo la daga de empuñadura de oro y diamantes, herencia de familia. La tengo frente a mí, cerca de las carpetas que ocultan los secretos de mi padre. Increíble que haya sido creada solamente para cortar papeles. Más allá, el Chesterfield que será mi cama, las bibliotecas de caoba y las lámparas de bronce con tulipa verde que dejan afuera la noche fría. Con un televisor y algo de desorden me sentiría en casa. Me vuelvo hacia la ventana, distingo apenas los edificios deformados por la tormenta: desde esta altura, desde nuestro piso veintitrés, pierdo la vista en ese horizonte acuoso de lucecitas y ventanas en penumbras. Múltiples son las razones que me trajeron aquí. Múltiples y complejas. ¿Tiene sentido enumerarlas, si ya están resueltas? De todos modos, lo haré. Digamos, por empezar, que lo sucedido ha partido de una injusticia. Mujer hermosa como ninguna, la quería mía —a la manera convencional, por las buenas—. ¡Pero yo era poco para ella! Tomada del brazo de Señor Perfecto, me examinaba siempre como a un bicho, como a una gorda cucaracha alada. ¡Me irritaba tanto! Más me irritaba, más la deseaba. No pocas veces la hubiera obligado a amarme agarrándola de las orejas, siempre altivas, siempre acentuando la esbeltez de su cuello adolescente. Creo que, de haber podido, ella me hubiese diseccionado; en su arrogancia, me hubiera incendiado y echado sal. Su alma inmaculada pagaría el precio de una mancha por verme retorcer a sus pies. Y yo amándola… Debí ser prolijo en los detalles: los jueces entienden de cuestiones vulgares; atienden al qué, al cómo, al cuándo. No entienden de soledad ni de desesperación. No entienden de rechazo. No lo disfruté. Creí que lo disfrutaría, pero no. Cuando la supuse a mi merced, tan blanda y agonizante, tan blanca y trémula, aspiré profundamente su odio. Sentí su asco, aun más que su terror. ¡Ja! Además tenía que enrostrarme su valentía. No quiero justificarme, pero podríamos decir que se la buscó. Al menos se buscó el cómo. Si ella me hubiera dado algún placer y no su reticencia… Pero lo quiso así. Gocé un instante de éxtasis ante su súplica, al ver su belleza disgregarse. El

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exquisito grotesco de su fisonomía repartida en piezas sueltas. Mi deseo apremiante mermaba, pero también había frustración en ese alivio: sufrí tanto como ella. Casi tanto, digamos. Y es que no sé controlarme. Me engolosino y me paso. Siempre quiero cambiar eso. Y siempre me repito. *** Este es un buen lugar para “guardarse”. No es que deba hacerlo, pero no soy un sujeto de tal sangre fría como para volver tan pronto a mi ambiente cotidiano. Veo la carpeta de “Lamberto c/Gutiérrez s/ejecución hipotecaria”. Morigerar las consecuencias del desastre económico del demandado me mantendrá entretenido los próximos días. Al menos hasta que un chivo expiatorio apague con su sangre el incendio que provocó mi alma pirómana. Intento darle a la oficina mayor calidez. Enciendo una radio reloj del escritorio de las recepcionistas. Me sorprende “A Case of you”, de Herbie Hancock. Me sirvo un whisky del barcito y prendo uno de los cigarros de papá. Más relajado, vuelvo a sentarme en el sillón a observar la lluvia débil. La música me ha puesto…“romántico”. Me acomete un pensamiento eufórico: puede que haya otra como ella que me acepte. Que vea lo bueno de mí, que sepa de mí. Que sepa de mi existencia... ¡y quizá mejor que ella! —Puede que sí —digo, con los dientes contra el borde del vaso. Como si se tratara de un ritual, repito la doble acción de pitada y trago. Cada unos treinta segundos. Hipnotizado, contemplo las gotas estrellarse contra el vidrio, para caer en finos y acuosos barrotes verticales. *** No es que haya sido un ruido: es absoluto el silencio por debajo de la música. Es más bien una sensación, algo detrás de mí en la soledad de la noche. Sigo mirando la lluvia. Lucho por no darme vuelta y averiguar qué hay oculto a mis espaldas, y el alcohol me da el coraje necesario para resistirme. Pero un movimiento casi imperceptible se refleja en la ventana y me paraliza. Mi mente se desboca, pero la razón acude de inmediato: no puede ser otro que mi padre. Conozco de su insomnio —debe de ser algo genético—. Se pondrá contento de verme “trabajando” a la madrugada. ¡Tomaremos un whisky juntos! Lentamente, me vuelvo hacia la puerta de vidrio esfumado, que borronea una silueta. El vaso cae de mi mano a la alfombra persa. Y yo, robotizado, apoyo el cigarro 56


sobre el escritorio, que rueda unos centímetros sobre el tapete verde hasta chocar con la daga de empuñadura de oro y diamantes. La difusión del vidrio no impide que me dé cuenta de quién es. Camino hacia él, que espera rígido con las manos en los bolsillos del gabán. Abro la puerta sobreactuando naturalidad, y me clava la mirada con concentración extrema. ¡Maldición! Me cuesta mirarlo a los ojos. Pero, ¿qué puede saber? No hay manera de que sepa. Entonces… ¿qué hace acá? Balbuceo algo procurando disimular mi perturbación, le hago ademanes de que entre. Entra y se acerca a mí. Me hace retroceder sin siquiera tocarme. Implacable, me acorrala contra el escritorio. Lo sabe. No sé cómo, pero lo sabe. No habla, solo me mira. Pero es una mirada tremenda, no la resisto. No saca las manos del bolsillo del abrigo. Quiero separarme de él, intento empujarlo, pero apenas puedo moverlo. Se me encima, me obliga a sentarme sobre el escritorio. Está empapado. Algunas gotas saltan hacia mí desde su cara. Temblando, estiro mi mano hacia atrás, empuño la daga y lo amenazo con gesto inequívoco. Él, inmutable, ofrece su cuello. Sin convicción, le apoyo en la carótida la punta del arma. Titubeo, y mi pulso indeciso hace que el filo de la daga trace en su piel un garabato. Él no cierra los párpados ni una vez. Su mirada intimidante me anuda la garganta. Presiono más. —Basta —le digo, sin dejar de temblar. Ahora, la sangre gotea desde el orificio horadado por la daga. Él saca las manos de los bolsillos: en una, sostiene un celular; en la otra, algo que se oculta a mi campo visual. —¡Basta! —repito aterrado, y retuerzo el filo contra su carne, y él arremete rápido y firme para hacerse penetrar el cuello con mi daga, que lo atraviesa como a gelatina. Embotado, suelto mi arma. Él, clavado en mi cuchillo por propio envión, me sigue mirando con ojos bestiales. Me ha vencido con su poder colosal, como siempre. Y esta vez, para lograr su propia destrucción. Y la mía, por supuesto. Los brazos me cuelgan inertes. Él aún tiene fuerzas: me pone en la mano algo retorcido, blando y húmedo; un objeto que no puedo distinguir dentro de mi puño. Me agarra del pelo de la nuca y me acerca hasta que su boca queda a un milímetro de mi oreja. Su sangre mancha mi cárdigan gris y mi camisa blanca. Apenas escucho sus palabras: —Yo me voy… —dice, en una efusión de sangre—. Me voy con ella. Vos te

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quedás… con esto. —Me acaricia la mano que sostiene el objeto, como quien lega algo digno de ser conservado. Quedo inmóvil, los ojos perdidos en el vacío. En medio del shock, aún no me atrevo a abrir la mano y mirar. Él, herido, trastabilla y se tropieza con los muebles del estudio. Y termina por desplomarse boca arriba sobre el Chesterfield. Teclea, sin mirar, en su móvil manchado de rojo, que pronto se le cae a la alfombra. Veo otra penetración: el agujero que ha dejado el cigarro en el tapete. Pero no me concentro en eso. Permanezco sentado sobre el escritorio por un lapso indefinido. Oigo las sirenas, aunque es probable que ya estén sonando desde hace rato. También noto movimiento tras la puerta esmerilada. Varios hombres, y acaso muchos de ellos van de uniforme. Las sirenas se acallan, pero aún oigo gritos como detrás de densos velos. Camino hasta el sillón de nuestro padre y me siento a dejarme llevar por la llovizna. Nada. Contra los cristales golpean ráfagas de viento, que imagino frías y secas. Y han reemplazado a la lluvia. Miro lo que sostengo en la mano, lo que mi hermano me legó. Una parte de ella. La parte más arrogante. Aquella parte que acentuaba la esbeltez de su cuello adolescente. Con la yema del pulgar, recorro esa caracola espiralada hasta llegar al agujero negro que fue tan sordo a mi deseo. Si me hubiera escuchado, nuestras vidas podrían haber sido distintas. Pero no hay caso: vivimos en un mundo muy cruel y muy injusto.

PABLO LABORDE

Argentina

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M

e llamo Catalina y mi mamá ha decidido ser hippie. Resulta que en marzo, que cumplía treinta y cinco años, se le acababa el plazo, y como solo se puede ser hippie cerca de una playa tuvimos que mudarnos de urgencia. Una compañera de ella, dependienta de profesión, tuvo una vez contacto con un hippie y le contó que no necesitan dinero y encima, no llevan sujetador; todo ventajas. Mami dice que papá ya vendrá, que se fue en Navidad a un proyecto en la China que va a durar diecisiete años naturales, mes arriba, mes abajo. ¡Debe de ser el mejor panadero del mundo mi padre! Lo malo es que no le dan vacaciones porque allí no se estilan y además, los chinos quieren comer pan todos los días: es comprensible, igual que nosotros. Él se llevó nuestro bote del dinero para llenarlo (el de debajo de la cama), pero como es muy despistado se lo llevó todo y no dejó nada para nosotras. Es un caso mi padre con el dinero... Los conocidos se han tomado muy bien lo de mamá, lo de ser hippie. Muy comprensivos, la verdad: «¿Que quieres ser qué? ¿“Ipi”? Tú lo que quieres es vivir del cuento», le dijo la tía Adelina, que es justamente el plan que tiene mi madre. Siempre dando en el clavo la tía Adelina, hay que ver cómo es. Lo digo porque mamá es cuentista de verdad: desde que nací me ha contado un montón de historias, cada vez más, y se le ha ocurrido que si los hippies no necesitan dinero, puede dejar de ser dependienta y escribir un libro de cuentos que es lo que le gusta, desde pequeñita, desde que dejó la escuela para ayudar a los abuelos en el campo. Tiene mucha imaginación mi madre. Sus fantasías preferidas son las de pájaros que vuelan lejos hasta mundos desconocidos, y las de brujas buenas con varitas mágicas para cambiar las cosas. Yo le corrijo las faltas. «¿Sabes, Catalina? Algunas personas son pájaros sin alas...». Escribir un libro le haría muy feliz. Un día la oí que si escribes uno siempre puedes decir «un momento: que yo he escrito un libro» y ya todos te respetan. Y te tratan mejor. A mí lo que más ilusión me hace es verla contenta y en cuanto sea mayor no voy a parar hasta que una editorial, que son los dioses de los cuentistas, haga un libro con el nombre de mi madre bien grande en la portada. Ella podrá llevarlo en el bolso y si alguien se pone tonto, se lo plantará delante de la cara y le dirá: «un momento: que

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yo he escrito un libro, no te pases». Además se gana dinero con los libros, más de lo que ganaba de dependienta. Nos vendría bien porque vendimos nuestras cosas para comprar el pasaje a la playa. No es que me importe; de todas formas solo teníamos una maleta para llenar. Mis juguetes no los necesito: mamá tiene imaginación de sobra para entretenerme. Y una muñeca... es suficiente. «Catalina, mi amor, lo importante no lo podemos dejar atrás: lo llevamos dentro». Resulta que cuando llegamos a la playa todas las casas estaban cogidas. Uno del ayuntamiento nos informó muy amable: «Señora mía, déjese de historietas: tiene que presentar una solicitud de vivienda como todo hijo de vecino. A no ser, claro, que quiera vivir con una niña pequeña en la choza del pescador». Pues sí que quería mi madre: aquí estamos, entre las dunas. Como la casita está rota, a nadie le gustaba. No hay quien entienda a las personas: es más grande que nuestro piso en la ciudad y tiene todo lo que una casa debe de tener. «¿Que el techo está roto? ¿Y qué importancia tiene eso, Catalina mía? En cualquier casa del mundo se puede soñar y eso es lo que nosotras necesitamos. Mira las nubes: aquí nuestros sueños saldrán volando por las noches hacia las estrellas». Los vecinos son cordiales y ¡les sobran cosas! Nos dan comida que no necesitan. Muy majos. Comemos muchas sardinas: a la brasa, empanadas, en sándwich, puré de sardinas, sardinas al pil-pil, salmorejo de sardinas, en batido, en aceite, a la flamenca. Me gusta cocinar. Creo que quiero ser cocinera de sardinas. «Tu camino, que no lo marque nadie, mi pequeña». Ya no tenemos tele, tenemos mar. Estoy haciendo una colección de conchas nacaradas. También construyo castillos de arena con torreones y almenas. Por las mañanas paseo con mamá siguiendo las huellas locas de las gaviotas. Y doy de comer a los gatos, las raspas de las sardinas. Tengo un montón de sueños raros: sueño que navego cien millas marinas a lomos de un delfín. Sueño que un galeón pirata nos visita el domingo por la mañana con cruasanes rellenos de sardinas para desayunar. Sueño que descubro un tesoro bajo las olas, y nos compramos dos vestidos nuevos de flores. Antes, no soñaba eso. ¿Será normal o tendré una bajada de algo? ¿Será el mar? «Mi amor: cuando las personas sueñan con delfines, la luna sonríe».

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Mamá dice que estamos muy contentas aquí, que a veces la gente también llora cuando está contenta. Llorar no es malo. «Catalina, ¿sabes por qué tus lágrimas son saladas? Porque nosotras venimos de las sirenas». Ahora que me acuerdo, sí que tengo una pregunta para usted, señora psicóloga de los servicios sociales: ¿sabe cuándo aparecerán las sirenas? Mi madre me contó que vendrán a visitarnos algún día, pero aún no he visto ninguna. Bueno, pues eso es todo, espero que esta redacción sobre “Cómo es mi vida” le sirva para algo, pero le recuerdo que no necesito sus servicios de protección al menor. Si tiene más preguntas no llame por teléfono que no tenemos, venga a la choza del pescador y le invitamos a comer sardinas. Es la cabaña que está al final de la playa Chica. Atentamente, Catalina. Catalina sostenía entre sus viejos dedos temblorosos aquella redacción infantil que hubo de escribir poco tiempo después de llegar a la playa. Mientras la había estado leyendo, entremezcladas en su cabeza, aún resonaban las palabras de su madre. La brisa suave del mar se convirtió en una inesperada ráfaga de viento que arrancó el papel de sus dedos, sacándola de la ensoñación y de los recuerdos. Intentó atrapar la cuartilla con un movimiento ágil, pero ya planeaba obstinada en dirección a las olas dando brincos y volteretas. Era demasiado anciana para iniciar una carrera que sabía de antemano perdida, y se limitó a observar apacible cómo se alejaba de ella. Parecía alegrarse de salir volando. Catalina dirigió la vista hacia el peñasco que dividía en dos la playa y que, para ella, simbolizaba la tumba de su madre: sirena varada, escritora frustrada rechazada por abuso de gramática creativa, dependienta reincidente a causa de la necesidad. Al hacerse mayor Catalina, el efecto de los cuentos infantiles empezó a diluirse en la realidad y entonces le asaltó la inquietante idea de que su madre nunca había conseguido encontrar su lugar en el mundo, o como ella lo llamaba: ser hippie. El día antes de que el mar se la llevara habían hablado, y Catalina había reunido el valor para hacerle una pregunta: «Mamá, ¿a dónde habrías ido si hubieras tenido alas?». Ella meditó largo rato y le dijo: «Si hubiera tenido alas..., me hubiera quedado contigo». A Catalina le parecía que no podía haber en el mundo una despedida mejor que

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aquella. Sonrió al recordarlo. Se hacía tarde, sus nietas esperaban inquietas en el coche pues les había prometido que después de la visita a la playa leerían juntas un cuento de la bisabuela. Catalina se había hecho vieja, sabía que no volvería más a aquella playa. Antes de irse, por última vez, se agachó con dificultad para dejar algo frente a la tumba de su madre. Era su libro: “74 maneras de cocinar una sardina”. Respiró hondo, satisfecha, y como no hay forma alguna de despedirse aceptablemente de una madre, solo dijo: «Mami, he sido hippie».

MARÍA J. PINTO DEL SOLO

España

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Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno. “La muerta enamorada” Theóphile Gautier

C

uando Clarimonda despertó, se encontró enterrada en el cementerio de la Abadía. Romualdo, estaba desconsolado por su muerte. Ella, como toda mujer vampiro, había violado la primera enmienda de los vampiros que dice: “No debemos enamorarnos de nuestros recursos”. Pero, este recurso, era lo que ella necesitaba, su sangre, sobre todo esa sangre, dulce, con aroma a pecado, esa sangre maldita por la decisión de convertirse en sacerdote, era algo que a ella, al jugar con lo prohibido, la enloquecía. Era hermosa; sus cabellos, de un rubio claro, caían sobre sus hombros; las negras pestañas, contrastaban con las pupilas verde mar. Una mirada penetrante y cautivadora. Imposible resistirse. Lo visitaba de noche para succionar una gota de su sangre, que era el elixir que la mantenía viva, a pesar de estar muerta. No era cualquier sangre, era la de un pecador. En uno de esos días y mientras él dormía, le arrancó unos cabellos de raíz, le cortó algunas uñas y le extrajo sangre que guardó en una pequeña esfera de ámbar. Lo llevaría siempre con ella. El tiempo pasó y ella siguió visitándolo como de costumbre. Un día, se encontró con que ladrones habían entrado a la mansión de su amado, destrozándolo todo, buscando sin duda monedas de oro y joyas. El pobre Romualdo estaba tendido boca abajo, con un golpe en la cabeza. Su muerte fue un hecho embarazoso, ya que ella lo quería vivo. Nunca pensó que moriría tan estúpidamente. Esa muerte decadente la llenó de hastío. Su Romualdo requería una muerte más aparatosa, más espectacular y sin embargo allí estaba con su bata a media pierna, la cabeza ensangrentada y en sus dedos enredado un rosario de cuentas. ¿Qué estaría haciendo? ¿Rezando por sus pecados? Eso la atrajo aún más y deseó poseer su sangre como nunca antes. Destrozada Clarimonda se mudó de Venecia a Londres, allí buscaría a otro Romualdo, aunque no podría llegar a sustituirlo nunca. Él había tenido su propio conflicto interno con la iglesia, con las tentaciones y con su humanidad. El placer fue lo que lo mantuvo despierto hasta altas horas de esa noche fatídica. Caminando por su habitación mesándose los cabellos, cuestionándose, sintiendo la voz del Abad que le decía: ¡Ten cuidado con las tentaciones!, hasta que cayó rendido. No oyó a los intrusos. Pasaron muchos años y en el Londres Victoriano, Clarimonda tuvo una gran cantidad de amantes, pero ninguno como su Romualdo. Pequeños mecanismos eran

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sus asociados. Relojes de oro con una música celestial eran sus regalos favoritos; la música los encantaba, los dejaba indefensos a sus deseos. Se movía en el submundo londinense como ave de caza. Guardaba con recelo, dentro de una caja minuciosamente labrada en roble, la esfera de ámbar con los datos genéticos de su Romualdo. Un día, pasó a visitarla una vieja bruja conocida de su madre. La visita de la vieja en realidad fue para ver si podía robar algo de la casa para venderlo a los gitanos de los antros oscuros de Londres. No se equivocó, en un descuido de Clarimonda, la astuta extrajo la esfera de ámbar, la tomó en sus manos y los arabescos que formaban la sangre, los cabellos y las uñas del infortunado Romualdo, parecían hermosas amapolas atrapadas dentro de su ambiente transparente. Sin duda sacaría una buena suma por esas flores en las tiendas de los traficantes de objetos raros. Clarimonda no desconfió nada hasta muchos meses después, cuando descubrió la falta de la esfera. Recordó entonces a la vieja astuta, conocida de su madre; la bruja era una de las vampiras más experimentadas en las lides del engaño. La convocó a una reunión, pero la susodicha no concurrió, envió a un emisario, quien le dijo que el objeto que Clarimonda buscaba, lo había vendido a un gitano húngaro hacía tres meses. Era un milagro que aun estuviese en su poder. Los gitanos húngaros —pensó— difícilmente salen de su territorio, a lo sumo a Ucrania o Checoeslovaquia. Comenzó entonces su búsqueda, no sin antes enviarle un mensaje a la vieja con el emisario que decía: tú y yo arreglaremos cuentas más tarde. Bajó al sótano donde tenía una especie de altar, era el lugar de meditación y se dispuso a buscar en qué lugar se encontraban ahora los gitanos. Una pira con agua era su visor de mundos. Los encontró en la región de Debecen en Hungría. Se trasladó en presencia espiritual ante el gitano y supo que el objeto había sido vendido a un anticuario serbio de Belgrade. En Serbia tenía un viejo conocido: Peter Plogojowitz. Recurrió a él, sabiendo que no la defraudaría. Su porte enigmático y joven la había atraído siempre; en el pasado compartieron un ágape, luego de varios días se dijeron que volverían a verse. De eso había pasado ya algún tiempo. Peter sumó fuerzas con Clarimonda para buscar la esfera Romualdo. El vampiro no entendía, por qué motivos su colega buscaba algo material de un mortal; a veces lo desconcertaban las mujeres de su especie. Eran jóvenes hermosas, con una fuerza para contener sus impulsos y ver como el tiempo transcurre a su alrededor; pero algunas eran unas románticas empedernidas que morían por príncipes inalcanzables o como Clarimonda, que adoraba a un sacerdote

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pecador. El anticuario de Belgrade, tenía la esfera a buen resguardo, bajo llave, en una vitrina donde se podían ver las amapolas a trasluz. Pedía un precio elevadísimo por la rareza. Los dos se presentaron en la noche, cuando las sombras los ocultaban y robaron la Romualdo que le pertenecía a Clarimonda. Al tenerla entre sus manos revivió todo el amor que sintió entonces, y toda la pasión que seguía sintiendo por él. Peter, al ver que ella se consumía, le propuso visitar la casa de un gran amigo suyo en Alemania. Lo siguió. La zona donde se encontraba el castillo, era un vasto bosque rodeado de niebla que salía de las lagunas. La mole destacaba sobre una colina. Por las aberturas que se veían, parecía tener más de cien habitaciones, cada una alhajada con distintos colores y cuadros de ancestros. Y en la sala, un enorme jarrón de rosas amarillas. Había pasado mucho tiempo desde la muerte de su Romualdo. Al llegar al Castillo, los recibió el anfitrión en persona, era un hombre canoso, de aspecto prolijo y reservado. Luego de las presentaciones y saludos de bienvenida, ambos hombres se retiraron a la biblioteca por unos minutos, al cabo de los mismos, la convocaron a que se sumara a la reunión. Peter lo había puesto al tanto del sufrimiento de la bella. El hombre canoso quedó impresionado con su mirada y atinó a proponerle un trato para rescatar a su Romualdo. Tendrían que bajar a las catacumbas del Castillo, donde estaba instalado un avanzado laboratorio, con los últimos adelantos científicos y tecnológicos. Al bajar por el ascensor, pudieron ver un mar de trajes de distintos colores que se desplazaban como hormigas por todo el recinto. —Hay trabajadores de distintos proyectos científicos, japoneses, alemanes, franceses y de casi todos los puntos del planeta. Le devolveremos la vida a tu pícaro sacerdote —dijo el canoso a la vez que los hacía descender hacia la planta del laboratorio. Clarimonda apretaba la Romualdo entre sus senos. Los ojos asombrados de los dos quedaron pegados en las cápsulas de vidrio donde se veían cuerpos desnudos sumergidos en un líquido incoloro. El canoso les presentó varios experimentos que se estaban desarrollando. Para el caso que los preocupaba, se dirigieron directamente al área de los trajes rojos. —Debes entregar la esfera —dijo— todo va a salir bien —agregó. Ella la depositó sobre una cinta transportadora y en un segundo desapareció dentro de una gran cápsula. Serán mis huéspedes por unos meses hasta que el proceso termine.

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Y así fue, durante unos meses, Clarimonda y Peter fueron agasajados por su anfitrión. El castillo era enorme, nunca en todo el tiempo que tuvieron pudieron recorrerlo en su totalidad. La fiesta de bienvenida fue una bacanal con mucho lujo. Llegaron invitados de todas partes; eran personas influyentes que ocupaban cargos importantes en la sociedad. Todos vampiros. Todos sedientos de conocer a la Clarimonda de Venecia, que se integraba a la comunidad. Los días posteriores fueron más tranquilos, paseos en barca por las lagunas, juegos, visitas al bosque que rodeaba al castillo para avistar aves. Cierta noche, Clarimonda estaba sedienta y le preguntó cómo se proveían del elemento carmín para sobrevivir. ¿No has visto los cultivos en las catacumbas? Busca lo que quieras, querida. Entonces era lo que ella había pensado, eran cuerpos de reserva, cultivados a su antojo para su consumo, como una gran despensa bajo tierra. Ella pensó cómo habían cambiado los tiempos desde que se despertara en su ataúd en el cementerio de la Abadía. Toda una cantidad de años y de adelantos. No bajamos más al pueblo a buscar nuestro sustento, eso era un eterno problema; además, las miradas subían cada vez más desafiantes desde el bajo hasta nuestra casa. Decidimos realizar nuestro propio cultivo y fue una solución que hizo bien a todos. En todo caso, sabemos lo que consumimos —agregó con una sonrisa. Al cabo de unos meses, bajaron nuevamente a las catacumbas; la excitación era ruidosa, el recurso estaba empezando a tener movimiento. Al ver a su Romualdo suspendido en el líquido, Clarimonda dio un grito. El cuerpo movía los dedos de la mano, eso era el primer síntoma de que estaba todo bien. Todavía faltan otros desarrollos evolutivos, pero el que ya tenga movimientos es algo positivo. Regresaremos en unos días y veras la transformación de tu enamorado. Cuando bajaron al cabo de un mes, el cuerpo estaba sobre una mesada, los tendones se terminaban de desarrollar y una leve piel cubría parte del torso. ¿Qué harás cuando esté listo? —preguntó el canoso. Me lo llevaré a Venecia. ¿En qué época, en la actual? ¿Dónde todo se cuestiona?, ¿dónde no hay casi lugar para los vampiros?… ¿Por qué no vuelves con él a tu época?, donde todo empezó, a 1836, a tu Palacio en Venecia y lo tendrás todo para ti —dijo, casi en soliloquio.

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1836 —expresó Clarimonda— Venecia, mi Palacio Concini, nuestra cama, nuestra vida de enamorados, cómo quisiera rescatar todo ese tiempo perdido. Tomó la mano de Peter y le dijo: Aun quiero encontrar a una vieja amiga que me robó en Londres algo muy preciado. Sé donde puedes encontrarla le contestó Peter. Después, después, ahora tengo algo más importante que hacer, le dijo ella. *** Romualdo se despertó de un salto, sofocado, con sudor en la frente. Un grito se le ahogó en la garganta. ¿Qué sucede amor mío? —preguntó Clarimonda a su lado. Tuve un sueño donde tú…yo…ellos… Clarimonda se impulsó sobre el cuerpo desnudo de Romualdo, besándolo, sedienta de su piel, oliendo la sangre correr por sus venas nuevamente. Lo recorrió como un animal en celo, le tomó de los cabellos y le susurró al oído. Calma amado mío, estamos aquí, solos tú y yo, tranquilo, fue solo un sueño…

MÓNICA MARCHESKY

Uruguay

http://persecucionesdel13.blogspot.com.uy/ http://monicamarchesky.wixsite.com/monicamarchesky

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-A

cabo de decirle la verdad al rey —dijo el hombre justo. —Entiendo, ya sabes cuál es el castigo —dijo el vasallo. —No hay tiempo para eso, has de traer un ataúd. —Me parece lo más apropiado, lo necesitarás. —No, el ataúd no es para mí. Es para el rey. —¿Para el rey? ¿Acaso su majestad ha muerto? —Sí, ¿crees que nuestro señor iba a esperar a que me cortara la cabeza el verdugo? En cuanto se enteró del nefasto suceso intentó rebanármela él mismo, y tuve que defenderme. Descuida, su muerte fue rápida; eso sí, perdió la cabeza. —Entiendo, y lamento oír eso: igual has de pagar. Sucede que el rey decretó que la primera persona que le anunciara que su caballo pereció tendría que morir descabezada. —Así es, yo fui el único en todo el reino que se ofreció a anunciarle a su majestad el trágico hecho. Pero yo no le di aquella noticia del modo que tú crees, yo le dije: «Su majestad, vuestro corcel no relincha, no se mueve, no respira…», y él me dijo: «¡Entonces es que ha muerto!», a lo que respondí: «Es verdad, su Majestad es quien primero ha dicho que el caballo falleció». Y como él mismo se dio la noticia, tenía que ser ejecutado. Por eso hizo lo que hizo, me atacó para darme un golpe mortal con su arma, no quería que yo le revelara la verdad a nadie, deseaba que muriese en su lugar. Sin embargo, fui más veloz, bloqueé su ataque y lo decapité primero. —No entiendes. Hay un segundo decreto. El rey era bastante orgulloso, se jactaba de que ninguno de sus súbditos se atrevería a matarlo, y ordenó que si llegaba aquel hipotético día, el que (por milagro) lo consiguiese recibiría la corona y ocuparía su puesto. Su esposa, la reina, murió antes de que tuvieran hijos y es menester un líder para salvaguardar el reino. —Entonces ahora seré rey. —Ahora que lo pienso… no. Hay un tercer decreto. Ya dije que el rey era demasiado vanidoso, se amaba a sí mismo, incluso más que a su difunto caballo. Y se vanagloriaba de ser bastante culto e inteligente, esto primero lo era: la suya es una biblioteca fabulosa y ha escrito un par de libros, uno de literatura, otro de ensayo. De lo segundo nadie en el reino ha estado seguro. El caso es que ordenó que quien lo agarrase de tonto debía ser decapitado. —Entonces ya no seré rey. —Serías rey, pero luego perderás la cabeza, los decretos se han de cumplir en orden. —Pero si me coronan, heredaré las funciones anteriores, los decretos ahora serían míos y podría modificarlos, podría evitar ser ejecutado por agarrar de tonto a

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nuestro difunto señor. —Así es, podrías decretar que nadie que se burle del actual gobernante será decapitado, que jamás le pasará nada malo a todo aquel que cometa tal imprudencia. —¿Si te pidiera que me traigas al corcel más rápido para escaparme, me harías ese gran favor? Ah, y no olvides el ataúd. —¿Qué pasa, hombre justo? ¿No te seduce la idea de gobernar nuestro país? Toma en cuenta que tienes que hacerlo, aunque no quieras. No puedo dejarte ir, son mis deberes apresarte y sancionarte, hay un decreto que así lo indica. Has de saber que los vasallos que no cumplen los decretos también son ejecutados, mediante una lenta y dolorosa tortura. —Sucede que noto algo malo en todo esto, pero no importa, llévame contigo, vasallo, dirigiré este reino y salvaré mi vida. Y así se hizo. Había una vez un lejano país en el cual los súbditos, sin excepción, se burlaban todo el tiempo de su rey, con actos muy crueles y una villanía rayana en lo enfermizo. Su Majestad, lleno de aprensión, no podía hacer nada para evitar tanta mofa. Hastiado, dictaminó que quien dejara de humillarlo por un día sería declarado nuevo rey. Nadie hizo caso de ese decreto.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Perú

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sa tarde, el espejo de agua del Wannsee reflejaba la inmensidad de un cielo manchado de nubes otoñales que dibujaban escenas de antiguas guerras perdidas, de hombres caídos bajo la espada filosa de un enloquecido Emperador Galo infectado con el virus de la expansión, empavonado con una visión alegórica de una vasta tierra bajo sus dominios, bajo la tela de su capa de gran César de Césares. Fue en aquellos años de las guerras napoleónicas cuando empezó la acumulación de derrotas que lo empujó hacia esa liviana orilla desde la que observa el leve temblor del agua bajo sus pies. Los editores le habían informado que su novela no causaría lo que las anteriores en un público cada vez más exigente y crítico. ―Estimado Wilhelm, igual te publicaremos, pero te digo que la gente aquí es inconstante. Ayer eras adorado, pero ahora las cosas han cambiado, ya no te siguen como antes, le dijo Ernst Müller, su editor. ―Eso tendré que verlo con mis propios ojos, estimado Müller, ahora solo cumpla con su trabajo que para eso está, respondió Wilhelm, contenidamente ofuscado. ―No me malentienda, querido amigo, pero los gustos de la gente son variables, ayer lo leían con prontitud, ahora leen a otros con el mismo ímpetu, y eso no lo puedo evitar ni detener, explicó Müller. ―¡No me vengas a decir que el público prefiere las estupideces del Doppelgänger que Hoffmann sigue usando en sus escritos!, tú y yo sabemos que Los elixires del diablo, es nada comparado con el más simple de mis cuentos, replicó. ―Ambos sabemos que Hoffmann es del gusto popular, quizá no sea muy virtuoso, pero lo que escribe es del agrado de la gente, al igual que lo son los relatos de los Hermanos Grimm, o los de Goethe, e incluso los pensamientos casi obsoletos de Schiller o de Hegel. La gente es así; un día te ensalzan y al siguiente te ignoran como al más miserable de los perros callejeros, dijo Müller, tratando de calmar la furia de su amigo. ―¡Eso es imposible!, no me pueden haber olvidado tan rápido, ¡por Dios!, yo he sido su héroe por mucho tiempo, tan igual como lo sigue siendo su enaltecido Goethe. Yo he luchado por estas tierras, Müller, y El príncipe de Homburg es un compendio de esa experiencia, ¡no puede ser que hayamos olvidado esos fatídicos años! ¡Soy un héroe nacional, merezco respeto y admiración!, exclamó airadamente Wilhelm. ―Cálmese amigo mío, le recuerdo que yo no soy su enemigo. Como le dije, voy

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a publicarlo de todas maneras… le dijo Müller, antes de alcanzarle el contrato de edición con el que prometía publicar su novela. Wilhelm, desanimado por la poca fe que le profesaba su amigo y editor, firmó el documento para luego cruzar la puerta en busca del aire que le faltaba dentro de la oficina. Tras la presentación de su nueva novela, ocurrió lo que anunciara Müller. El libro no fue bien recibido por el público lector berlinés, que para divulgar su desacuerdo con lo nuevo del escritor prusiano, empezó a consumir la literatura de otros escritores germanos; libros como Las afinidades electivas de Goethe, La libertad humana de Shelling o Ideal de la humanidad para la vida de Krause; libros que fueron leídos con el mismo fervor que los berlineses usaron para leer las piezas más geniales de Wilhelm, como La batalla de Arminio, o El cántaro roto. Había tocado fondo y no encontraba forma de salir de ese hoyo. Se sentía perdido, desilusionado con el público que antes lo admiraba y que ahora lo ignoraba como al más elemental de sus creadores. ―Querida mía, le dijo a su amada Adolfine, quien no dejaba de observar el armonioso vuelo de un pinzón sobre la piel del lago. ―Hemos tocado fondo, estamos en la ruina, no tenemos ahorros y debemos mucho dinero. Para colmo de males, tu enfermedad está muy avanzada, es poco probable que sobrevivas un par de meses más, le dijo a su amada, que en silencio observaba, ya sin admiración, la hermosa postal de Potsdam. Adolfine sabía que el cáncer que le aquejaba estaba muy avanzado, aunque esa realidad no la inquietaba tanto como la derrota estancada en los ojos de su amante. Sabía que habían tocado fondo, su amado no era el mismo desde la poca aceptación que tuvo su novela Catalina de Heilbronn. Fue en ese momento que ella vislumbró el cercano fin, la inevitable caída de su mundo. En silencio cerró los ojos, dejando al lago sin esos hermosos destellos azules observándolo ya sin admiración, sino más bien con nostalgia. Sintió entonces la amenazante presencia del metal, vislumbró cada trémulo movimiento de su amante rendido; el dedo pulgar arrastrando el martillo, el índice temblando sobre el cuerpo frío del gatillo, la bala dentro de su recámara. La idea de la muerte la acechaba de cerca, como un animal hambriento acecha a su presa. En silencio cruzó sus manos envueltas en sedosos guantes negros, entregándose sin cuestionamientos a la bala que le daría fin a tantas penurias. Sintió el proyectil entrando por su nuca, cruzando cada hebra de su cerebro resignado, antes de perderse en las oscuras aguas del Wannsee,

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para luego entregarse a los brazos de la muerte. Pero esta tardó en llegar, el tiempo suficiente para que pudiera ver a su amado optar por la misma salida, por la misma puerta sin retorno que lentamente la conducía a ella hasta el reino de la muerte. Wilhelm se llevó el cañón todavía humeante del arma a la cuenca nerviosa de su boca, y cerró los ojos después de ver por última vez el mundo, ese mundo que lo empujó inconscientemente hacia ese trágico final. La bala apagó su luz natural casi de inmediato, para luego juntarse con su amada en ese lugar adonde van a parar las almas que se apagan libremente, resignadas ante los designios del único Dios de los hombres.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

Blogs: elcuentarium.blogspot.pe emisorreceptor.blogspot.pe

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os años sesenta llegaron cuando estaba terminando mi pubertad en un pequeño pueblo del interior, pleno de juegos, amigos y la diaria aventura del vivir en total libertad. Esa increíble sensación, disfrutada a pleno entre el pueblo de las palmeras encantadas, donde la escuela y el liceo nos enseñaban el mundo, y la playa oceánica cercana, donde teníamos el segundo hogar, un palafito de paja donde disfrutábamos el largo verano, constituían un mundo perfecto del que no hubiéramos imaginado, jamás, salir. Sin embargo, el cine con sus bulliciosas matinés nos hizo plantear la interrogante de que fuera de nuestras fronteras cercanas había un mundo que se nos presentaba increíble, lejano y deseable. Sofisticado, intelectual, bohemio, e íbamos alimentando poco a poco el deseo de avanzar sobre Montevideo, ese misterioso destino al que la continuidad de los estudios nos llevaría, y que seguramente nos enamoraría. Íbamos a ir dispuestos a dejarnos enamorar. Ese sentimiento luego nos ganaría fácilmente, esa ciudad conocida como “Tacita del Plata”, con su rambla, sus avenidas y parques, y el misterio de sus noches, en las que seguramente nos sumergiría con los ojos grandes y asombrados, plenos de avidez. Los amigos más grandes nos comenzaron a iniciar en el camino de la poesía musical, y en la letra de esos tangos y milongas de versos amargos y machistas, que nos hacían atisbar un submundo triste, desengañado y sin esperanzas, mostrando el fracaso individual como una especie de premio bohemio al que se llegaba luego de mucho alcohol, amores perdidos y traiciones. Tangos como “Nostalgias”, “Volver” y “Cambalache” nos llevaban a la increíble situación de que a nuestros quince años, lloráramos por nostalgias que no teníamos, por volver de donde no habíamos ido…y descubríamos un mundo problemático y febril…porque nuestros amigos mayores, que, supuestamente habían vivido todas esas experiencias nos decían que era así. Cuando participaba en alguna reunión con ellos y comenzaban con el vino triste de su bohemia, yo no comprendía demasiado esa pesadumbre que ellos querían transmitir, pero asentía con la cabeza con actitud comprensiva. Finalmente llegó el momento en que la continuación de los estudios me llevó a Montevideo. Aunque apenas nos separaban menos de trescientos kilómetros, la lejanía se estiraba mucho más allá de eso. La visita al pueblo se realizaba en vacaciones, o cada dos o tres meses; las cartas demoraban tres o cuatro días y usar el teléfono era impensable por las tres o cuatro horas de demora. El hotel de estudiantes era una continua algarabía, en la cual me integraron de inmediato. Allí éramos una cofradía,

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unidos por nuestros orígenes; canaritos de campaña. Afuera nos esperaban Montevideo y los montevideanos. El primer día de clases llegó finalmente con toda su carga de nervios, curiosidad y expectativa. El enorme edificio que ocupaba una manzana me absorbió así como a los cientos y cientos de estudiantes, como un remolino que chupaba cerebros frescos, ansiosos, que corrían tras la luz brillante del conocimiento. Contrariamente a lo que pensaba, los estudiantes montevideanos me aceptaron de inmediato, y me ofrecieron su amistad rápidamente. Descubrí que mis temores, más que propios, habían sido alimentados por los de mis amigos más grandes, desconfiados de una posible discriminación que jamás sentí. La primera semana se esfumó con la misma rapidez con que me sentí integrado a un grupo de compañeros que, luego, se transformarían en amigos que la vida me dio. Los profesores demostraban al enseñar, que simplemente amaban sus materias, y nos contagiaban. Discutíamos todo y con todos, pero con una camaradería que en ningún momento decaía aunque nos voltearan algún argumento. Por fin llegó el primer fin de semana libre, y con un par de amigos salimos a recorrer la noche montevideana. Esa noche tan esperada, algo temida, pero que íbamos dispuestos a saborearla en toda su dimensión. Nos parecía como esas novias del cine, lejanas, algo frías e indiferentes, pero que se entregarían si veían y sentían que eran amadas… Traje, jopo, gomina y unos pocos pesos que contábamos nerviosamente una y otra vez, y pese a ello no se multiplicaban. La primera parada iba a ser en “Teluria” una vinería en la calle Cuareim que en realidad era un sótano bohemio donde se escuchaban artistas del folklore y de la Bossa Nova. Uno de los atractivos era que te servían una jarra de vino a un precio accesible para los fondos generalmente escasos. Y otro no menor, era que nos dejaban entrar sin demasiadas preguntas sobre si teníamos o no dieciocho años…. Antes de terminar el espectáculo, y con el principio de una leve borrachera tras un par de jarras de vino, comenzamos a caminar rumbo a la ciudad vieja. Sabíamos que terminaríamos inevitablemente en un bar de camareras, en busca del encuentro que cada uno de nosotros soñaba como un momento mágico, deseado y temido, y que nuestros ímpetus hacían impostergable. Esperábamos algo especial, único, en el que seríamos llevados al cielo y las estrellas en un rapto de amor y pasión que debería llegar a ser un recuerdo imborrable. Claro que la cachetada de la realidad nos dejaría las mejillas ardiendo. Después

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de una nerviosa espera, nos llegó el turno. Una mujer que ni siquiera recuerdo si era bella, con una frialdad y un rápido profesionalismo, me ayudó a desnudarme a los manotazos, me tendió sobre ella y con dos golpes de cadera dejó mis ansias vacías y la frustración del sueño roto. No tuve ni tiempo de lamentarme mucho…. ―¡Dale guacho! ¡Rajá de una vez que hay gente esperando! ¡PORTERA: por favor no me mandes más gurises chicos! ¡Que se críen solos! Volvimos subiendo en silencio por el repecho de la calle Buenos Aires. Indudablemente que la experiencia sexual de mis amigos había sido igual a la mía. Jamás lo reconoceríamos. Tanto que a las pocas cuadras comenzamos a mentirnos uno al otro sobre las cosas que habíamos hecho y cómo, de qué manera habíamos descubierto una mirada indefinible y curiosa de la pobre muchacha a la que la vida había llevado al camino de la prostitución. Cuando llegamos a la esquina sur de la Plaza Independencia, Marito, el más pequeño de mis amigos, caminando con un cigarrillo en la boca y jugueteando con la tapa del encendedor, filosofaba como hombre ya con experiencia, sobre la vida, mujeres, sexo, sueños y más mujeres. En esa esquina había un gran edificio en construcción, del que, repentinamente salió una prostituta enorme que paraba allí, con una minifalda roja con lentejuelas y los enormes senos bamboleándose a cada paso. Antes de que saliéramos del asombro de tal visión, de un manotazo arrancó el cigarrillo de la boca de Marito. ―¡Traé para acá pendejo, que los nenes no fuman!

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

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a sonrisa había sido cordial, abierta..., sin componentes impuros en su constitución. De un desconocido a otro, no rebasaba los límites de una casual cortesía, en mitad de uno de esos sencillos rituales de sociedad: encoger las piernas para permitir el paso de alguien, entre dos hileras de butacas de cine. Vulgar como fue el hecho, no obstante, tratándose de una hermosa veinteañera rubia por un lado, y de este silencioso extraño por el otro, se revestía de caracteres de verdadero acontecimiento..., enhiesto e inexplicable peñón de extravagancia, visible desde lejos en la chatura irredimible de mi dilatada experiencia. Me acomodé en mi asiento, dos o tres butacas a la derecha de la joven, y de inmediato me golpeó la acostumbrada reacción por parte de mis vecinos de circunstancias, expandiéndose igual que los aros formados en la superficie de una charca. Justo en aquel momento, por fortuna, se extinguieron las luces de la sala, y los compases iniciales del añejo fondo musical del filme festonearon el comienzo de la función. Sobre la pantalla, merced al prodigio combinado de técnica, arte y toneladas de entrañable talento, Gene Kelly, Debbie Reynolds y Donald O’ Connor bailaban una vez más bajo la mágica lluvia del Hollywood del ayer. Este tipo de espectáculos no deja de fascinarme, aunque no excluye esto un sombrío y permanente sentimiento de culpa. Sirvió de tregua, al menos por un par de horas. Un respiro, pensé, en este áspero, interminable camino... Comprendí, desde luego, que jamás cesaría mi calvario, ni bien las reavivadas luces de la sala se tragaron el “The End”, y los ecos finales de la música se disolvieron entre el reciclado murmullo de los espectadores. Me puse en pie para salir: todo volvía a empezar. Siempre ha sido lo mismo. He visto cientos de lugares y oído millares de lenguas diferentes. Abigarrada urbanización, o yermas vastedades; nada cambia. Es como si un hálito glacial emanase de mí. Como si mis rasgos personales llevaran ínsita la cualidad fría y letal de los negros espacios exteriores, más allá de las últimas estrellas. Pude haber demarcado una trocha neta entre los recelosos espíritus que se echaban atrás ante mi paso. No es nada nuevo: simplemente parte integrante de mi naturaleza singular, tan sine qua non y sui generis como la dualidad de mi existencia, ya sea con o sin atributos a la vista. Es decir: simple espectador, o bien ejecutor implacable de superiores decretos.

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En la calle gruñían los motores, y la atmósfera nocturna se contaminaba progresivamente. Corría uno de los meses primaverales; la estación sonreía con amables temperaturas. (Lo cual me es por completo indiferente, dado que yo camino dentro de mi propia, indisoluble, burbuja de aire gélido.) Al distanciarme del local de espectáculos, gran parte de la luz iba desvaneciéndose, junto con el rumor de las conversaciones. Podía oír con claridad el ritmo parejo de mis pisadas, matizado ocasionalmente por algún bocinazo lejano y apagados ruidos de tránsito en lontananza, o bien por los ecos de una carcajada anónima, que flotaban al viento como sonoros gallardetes. De pronto, surgido en apariencia de la nada, un monstruo de metal rojo, bramido atronador y furia combustible se precipitó sobre mí. No temo a los accidentes, pero ciertas reacciones básicas están irremisiblemente integradas a este hemisferio de mi personalidad; así que salté con brusquedad hacia un costado. —¡Cuidado, idiota! —alcanzó a gritarme el conductor, antes de sumirse en la lejanía, mientras un prolongado aliento de claxon se estiraba en la noche. Casi sonreí. Una de las comisuras de mi boca se elevó, brevemente, al par que mi cabeza oscilaba de forma imperceptible. El automóvil era una hermosa creación ultramoderna: bella y efímera como rara mariposa dotada de letales instintos. Compartiría el destino universal, pensé. Un día, igual que todo el resto... La tenue brisa de la época me abofeteó con suavidad. Suelo reaccionar ante la brisa. Es el más aproximado sucedáneo de un contacto humano, o animal, a que puedo aspirar. A mí nadie me ha hablado en tanto tiempo... Veo funciones de cine —esos arcaicos filmes musicales que tanto aprecio, aunque me duelan tanto— sin necesidad de sacar entrada; viajo gratuitamente en ómnibus y taxis y no pago por mis alimentos, sino que los tomo sencillamente de las estanterías del supermercado sin que se registre obstrucción alguna. No me ven..., o al menos lo fingen. Ciertas sensibilidades más finas que el común, empero, llegan a apercibirse de mí (un callado desconocido envuelto en ropa oscura, cuyos ojos mortecinos ensombrecen una cara enjuta) y, mediante alguna suerte de curiosa alquimia de los instintos, vislumbran mi poder. Entonces palidecen, sudan, tiemblan inconteniblemente, y sus conductos sanguíneos se solidifican como diminutos corales. Si recordase cómo se llora, lloraría por ellos y por mí. La jovencita rubia me había sonreído…¡Sonrió! Y yo no podía adivinar por qué. ¿Sería ella impermeable a los miedos más elementales? ¿O por ventura alentaría la

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necedad de considerarse a salvo de mí..., exenta de la condena colectiva? No soy omnisciente, claro. En realidad, suma infinitamente más el conjunto de lo que ignoro que la reducida porción de cosas que he podido aprender, a lo largo de esta inacabable trayectoria mía. (No sé por qué hago lo que hago; solo sé que no puedo eludir hacerlo. Tampoco sé si ustedes lo merecen o si, sencillamente —al margen de su sentir—, mi misión resulta imprescindible en el contexto de la inescrutable simetría del Diseño Total.) ¿Pero por qué sonreiría esa muchacha rubia, mirándome a los ojos?... Cortó mis reflexiones una brutal interrupción: chillido de neumáticos mordidos por el pavimento, alguna lejana exclamación de sofocado horror y, en sordina, el fofo golpear de carne y huesos contra el metal insensible. Solo a escasa distancia, me dije; muy posiblemente a la vuelta de la próxima esquina. Y hacia allí dirigí entonces mis pasos: yo debo ser testigo (envuelto en esta, mi subsidiaria personalidad), de los efectos que mi ser fundamental, el Ejecutor Potente, revestido de sus atributos, desencadena sin excepción sobre las maleables espaldas del Universo. ...He llegado. Frente a mí, la secuela del accidente. No demoro en reconocerlos: la rugiente saeta encarnada que casi me arrollara momentos antes, y una forma caída, pálida y yerta, y rubia, bajo los neumáticos tardíamente detenidos. Ya no sonreía. Ahora queda todo muy claro. El ser íntimo de la rubia lo sabía. Aun cuando su conciencia no podía prever el futuro inmediato (y resultaba inevitable la tragedia), ya las recónditas circunvoluciones de su espíritu, entrelazadas con la prístina urdimbre de la raza, anticiparon, en forma genérica, el final de una breve y seguramente grata existencia corporal. Ella no tenía motivos para angustiarse ante mi proximidad (cual el común de la gente), dado que mi influencia había de resultar inoperante en su caso específico. El corro de curiosos, insensiblemente, se encrespa en torno como un solo animal desasosegado, alejándose de mí sin demostrarlo... Pronto hace su aparición la ambulancia, irradiando concéntricos aullidos hirientes; rápidos y eficientes, disponen de la chica y del conductor del auto rojo (quien, infaustamente, ha compartido la suerte de la muchacha, por ciego o acaso determinado azar), y la escena recobra la normalidad cotidiana. El incidente no tardará en desvanecerse del recuerdo de la mayoría. Vuelvo a quedar aislado. Me invade un profundo cansancio y un desaliento

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abrumador. ¡Me aborrecen todos! Es que les provoco ingratos atisbos en lo subconsciente, acerca de aquello que han de llegar a ser alguna vez: fláccida carne y huesos dolientes, amén de almacén de sueños sepultados bajo un hacinamiento de vacíos y desolados días que no han de volver. Yo soy... el antiguo pavor encarnado, y me impongo a todas las cosas de este mundo. Soy esa angustia que parece inmotivada, los malos sueños que hacen escurrirse el llanto por entre los párpados cerrados, hasta empapar la almohada. Represento la repugnancia arquetípica, arraigada en carne y sangre desde que mar y cielo fueran abruptamente separados: el ser se resiste tenazmente a admitir su propio e irreversible proceso de corrupción. En ocasiones asumo mi naturaleza primordial. Alzándome por encima de montañas y minaretes, hasta casi tocar e1 firmamento con los hombros, dejo que mi luenga barba ondee como ominoso estandarte sobre todo lo creado, al influjo de los vientos eternos. Y la arena del reloj que pende de mi cintura fluye incesantemente de una ampolleta a otra: las edades, los días..., la vejez. —Soy Cronos —mis huesudos dedos oprimen el mango de la guadaña—. ¡Soy el Tiempo, y nada ni nadie puede eludirme! Y para todos, excepto para aquellos que, como la chica rubia de la gentil sonrisa, no vivirán para sentir mis estragos, soy abominación... ¡Es más de lo que mi fracción semicarnal puede tolerar! ...Una blanca sonrisa flota ante mí, a guisa de feérica media luna personal, enseña y pendón de promisión. Presa de un impulso irresistible —cuyos orígenes profundos no he de rastrear—, vuelco en trémulas líneas de escritura todo mi padecer…, el ultrajado clamor hacia los encarnizados Poderes que martillan sin cesar los clavos de mi cruz. Cuatro hojas de apretados renglones, que lanzo al viento… ¡Que alguien las lea! He caminado a lo largo de un vasto tramo de Eternidad. ¿Querrá alguien reemplazarme…, para que pueda reposar?

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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“Julián me había dicho una vez que un relato era una carta que un autor se escribía a sí mismo para contarse cosas que de otro modo no podía averiguar”. Carlos Ruiz Zafón (La sombra del viento)

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oy un perdedor. No es que acostumbre derrochar dinero en el casino, ni que sea malo jugando al truco, ni que me falte talento para seducir a una mujer. Lo que me sucede es que pierdo todo, todo, todo. Muchas veces he tenido la sensación de llevar algo que solo se me desprende. No entiendo cómo algunas personas pueden acumular y guardar. ¿Alguien de aquí conserva su primer teléfono celular? Bueno, te felicito. Yo perdí todos los que he tenido, menos el que llevo, por ahora. Ayer a la tarde creí haber encontrado la razón de mis pérdidas. Fue en aquella galería comercial, donde entré casi sin pensarlo tal vez para refugiarme del sol. Allí estaba, mirando vidrieras sin querer, cuando noté que era observado. Qué perseguido ando con la inseguridad. Temo de todas las personas y pienso que si todos hicieran como yo, todos temerían de mí también. Cavilaba en eso mientras ingresaba en la zona oscura y fresca del pasaje. Sentí un impulso repentino y volví la cabeza pensando en regresar. Al hacerlo, el rabillo de mi ojo captó que allí, por donde ingresaba la luz exterior, corría una sombra instantánea, desde una vidriera a la de enfrente. Deseché por un rato la idea de regresar. Mayor fue el susto cuando mi hombro tocó una mano. Una mano fina, firme, sin rostro, sin brazo, sin pies. Créanme. Esa mano llevó la mía hasta el final de la galería, al tiempo que yo, entregado a una fuerza emergente, perdía el sabor agridulce del miedo. Una llave en otra mano abrió un portal oscuro. Y entré. Nada, para ser sincero, me llamó la atención de aquel sitio en un primer momento: una pared y varias puertas idénticas. Cuando avancé algunos pasos hacia el centro del pasillo noté que las aberturas continuaban, continuaban y continuaban hasta un punto lejano hacia la izquierda y lo mismo hacia la derecha. Recordé la mano y la busqué a mi espalda. La había perdido. No había sabido cuidar siquiera la mano que me había abierto el paso. Olvidé la compañía y me entregué a lo incierto. Me aproximé a la puerta que tenía más cerca. Giré la manija redonda. Hizo clac y abrió. Aquel escenario ante mis ojos era extraño: un enorme lienzo violeta cubría el piso, que no era recto sino con saltos que simulaban lomadas. Seguía y seguía el violeta, a un lado y al otro. Se fundía el suelo con las paredes, incluso el lugar por donde había entrado ¿Las otras puertas darían a este mismo lugar? Planeé investigarlo

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luego, pero lo olvidé. Caminé un poco y tuve deseos de quitarme los zapatos. Cuando lo hice, mis pies se hundieron en la alfombra amiga. Distraído en observar que mis pasos no dejaban huellas en semejante suavidad, tropecé con algo familiar. Sobre una ondulación que daba a la altura de mis rodillas había un garabato blanco sobre una placa gris. Apreté los ojos y tomé el objeto. Sentí que estaba ante un fantasma. Abrí la tapa: era una calculadora científica que en el exterior tenía escrito un mensaje de mi primera novia: TE AMO. Leila. Recordé que una tarde, cuando iba a tercer año de la secundaria, había llegado a casa sin la bendita calculadora. Consternado por el reto de mis padres había regresado al colegio y les había preguntado, con vergüenza, a todos los celadores. Nadie la había visto. Pero ahora tenía el aparato de nuevo. Lo encendí y funcionaba. Lo acerqué a mi pecho. Leila. Todavía sentía un nudo bajo la nuez de Adán, cuando distinguí algo que brillaba a pocos metros. Caminé hasta eso, lo tomé. Era el anillo de sello, de mi primera comunión. Un ridículo objeto que me había obsequiado el abuelo cuando yo tenía diez años. Ninguno de mis amigos lucía algo parecido. Me lo había quitado un sábado para jugar al futbol y nunca más lo había visto. A mis padres les había dicho que me lo habían robado para que no me castigaran por otro de tantos descuidos. Intenté probarme la joya. Entró, ajustadísima, hasta la segunda falange del dedo meñique. Recordé las manos rasposas, artríticas y frías que habían dejado en mí el regalo que pudo haberle costado la jubilación de varios meses. Aquí y allá, sobre el felpudo ondulante, surgieron grupos de enseres variados. Parecía una gran venta de garaje. Fijé mi atención un manojo de veinte o treinta lápices de colores, diferentes en tamaño, textura y grosor. El más largo, uno azul oscuro, tenía raspada una parte de la pintura y allí mi apellido escrito con lapicera. La letra de mi madre. Miré alrededor y presté atención por primera vez aquella tarde. El corazón me dio un salto. Todo lo que a primera vista parecía desconocido, no lo era. ¿Encontraría allí lo que había perdido en mi vida? Me entusiasmé al imaginarlo. La maquinita eléctrica de afeitar que apenas alcancé a estrenar y extravié en un campamento. Las cartas de María, que siempre sospeché que había robado Sofi, mi hermana. ¿Estarían en el mar violeta aquellas reliquias? Después de tropezar con una decena de pelotas de fútbol y cinco de tenis, alcé la vista y descubrí la punta de un perchero abarrotado. Había camisetas, camperas finas y gruesas, sacos y sobretodos. Sospeché que había sido dueño de aquellas

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prendas. Al menos pude reconocer la mayoría. Me quedé con un chaleco de jean, con el interior forrado en corderito. Mi padre tenía otro igual y a mí me gustaba ponérmelo, me hacía sentir que éramos iguales. Hacía mucho tiempo de aquello. ¿Vivirá todavía mi padre? Para tomar aliento tuve que sentarme sobre un montón de bufandas. Intenté relajarme y recordar qué hacía yo en aquél lugar. Comencé a sospechar que una mano invisible me había sustraído las pertenencias. Una presencia fugaz que tantas veces me había arrojado al agrio vacío. Pronto, cada vez, el abismo se llenaba con el sabor del acostumbramiento. Me consolaba a mí mismo diciéndome que todo en la vida fluye y que es necesario dejar las manos libres para abrazar lo nuevo. Pero no siempre había funcionado ese razonamiento. No, sobre todo, luego de extraviar lo que mucho tiempo después seguía haciéndome falta. Y allí estaba todo. Lo confirmé con la pila de cartas de María, mi segunda novia. Kilos de papel, litros de tinta, cinco años de noviazgo que no habían caído rehenes de Sofi. Pude sentir ese enorme abismo de desconfianza que había separado mi vida de la de mi hermana. Pasé toda la tarde o la noche entera, descubriendo y rememorando mis pedazos de vida olvidados en el mundo. No sé en qué punto comencé a caminar en círculos. Volví a tropezar con las cartas de María y leí todas de un tirón. Lloré, abrazado a un oso de peluche que me parecía familiar. De tanto dar vueltas sentí aburrimiento y hambre. Desconocía qué hora era. Mi teléfono había quedado sin batería y cada uno de los relojes que había encontrado marcaba un horario diferente. Mi esposa debía estar preocupada. Pensaría que había vuelto a perder las llaves del auto. Me costó encontrar la pared del principio y en ella la puerta de salida. La atravesé. Llevaba en una mochila el oso de peluche, el anillo de mi abuelo y el chaleco de jean que podrían gustarle a Pablo, mi sobrino y ahijado, de quien me he sentido distante casi toda la vida. Justo cuando alcancé el pasillo de las infinitas puertas sonó un chasquido metálico. Una llave vibraba en el piso. La alcé y miré alrededor buscando a alguien. A nadie. En el mismo portal de la galería por donde había ingresado, calzó la llave. Mientras avanzaba por el paseo comercial introduje la pieza fría en el bolsillo de mi pantalón. Lo noté cuando se me enfriaron las medias: había dejado mis zapatos en el mar violeta, pero no sentí ganas de volver. Salí a la calle cuando el sol aún no despuntaba. Como otra vez había olvidado

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dónde estaba mi auto, detuve un taxi que me llevó unas cuadras, hasta la casa de mi hermana. Pablo y mi cuñado dormían. Sofi también, pero tuvo la amabilidad de levantarse. Puso cara de preocupada cuando me vio sin zapatos. No preguntó. Me prestó el teléfono para que llamara a mi esposa y comenzó a preparar un café que sirvió con bizcochos. Entonces le mostré lo que había descubierto. De no haber sido porque reconoció el oso de peluche apelmazado, no me hubiese creído una palabra. Conversamos sobre nuestro padre, planeamos buscarlo juntos. Recordamos al abuelo, siempre presente. Nos desahogamos. Acortamos distancias. Le dejé el chaleco de jean y también el anillo de sello. Salí repuesto, apretando el osito. Respiraba el aire manso de la reconciliación. Iba por la esquina cuando, jugando, busqué en mi bolsillo la llave. No estaba. Volví mis pasos para revisar baldosa por baldosa. Toqué el timbre y Sofi me recibió de nuevo. Le pedí registrar en su casa. Nada. Comencé a sentir un dolor en el pecho al despedir a mi hermana. Metí el osito en la mochila y salí corriendo casi. Casi, porque seguía sin zapatos y porque a esa hora los transeúntes copaban las veredas. Llegué hasta el paseo comercial y tomé el mismo pasillo que antes, siempre mirando el piso, mientras continuaba registrando uno y otro bolsillo en mi ropa y en la mochila. Aumentaba la desesperanza. Noté que la galería estaba más iluminada que el día anterior. En el camino tuve que detenerme, me había pinchado el pie con un vidriecito. Lo extraje de la media pegajosa y lo lancé lejos de mí. Entonces observé el final del paseo comercial. Una enorme abertura reemplazaba el portal de mi mundo perdido. Hasta allí caminé. Era un pórtico que daba a otra calle. Un lustrabotas, extrañado, me lo confirmó: esa entrada siempre había estado allí, abierta. Sospecho que aquel hombre no dejó de mirarme estas medias inmundas hasta que me perdí en la vereda y di con esta plaza. Y aquí estoy, perdido una vez más o hecho todo un perdedor. Como ustedes quieran llamarme.

ANA OCÁTERLI

Argentina

Página Web: www.anaocaterli.com

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sta vez los pretextos y las remembranzas no se entrometieron. La nostalgia de ese romance nacido con modos platónicos era más idílica que nunca. Tal vez por eso fue tan puro y tan profundo. Tan intenso que no soportaba la sobriedad, sustancias para controlarlo, para que no se desborde, para asimilarlo ¡trampa! Un encuentro, tal vez casual o tal vez premeditado. Sus cambios físicos eran evidentes, pero aún conservaba esa mirada llena de quimeras y oscuridades. Seguía siendo inconforme, no se soportaba a sí misma ni a sus modos. Se adjetivaba y seguía sola. Sus habilidades sociales cada vez más escasas, pero era ella, sabía fingir. Cómo no volverse a enamorar de esas noches en las que conjugábamos nuestros desiertos y los fusionábamos con altas dosis de vino y marihuana, embriagados, colocados, desnudos, transmutábamos hacia un profuso éxtasis, nos amábamos. Por las mañanas, brazos libertarios y besos con sabor a revolución. Abrumadoras sensaciones del alma y la conciencia, de la psiquis y de los modos. Una forma de amar que se oculta detrás de una paradójica crueldad. Eras tan tierna y oscura, tan siniestra y apasionada, tan sagaz y creativa, tan íntima y lejana. Extraordinaria. Pero a pesar de todo llegó el tiempo de partir. Nació una creciente voluntad para decidir fragmentar, descomponer, desintegrar. Para entender que ya todo había ocurrido, estaba guardado en los rincones más oscuros y nefastos de nuestras historias. Ya había sido vivido, déjà vu. El dolor era inexistente y tú, tú, cada vez eras mejor para aparentar. Todo había terminado y era insípido. Lo que una vez tuvo tanto color, tanta furia y abundancia, ahora carecía de alma. ¿Qué pudo haber sucedido? ¿A dónde se fue toda esa fuerza? Tal vez no está extinta, está oculta detrás de mi ego y de tu orgullo. Verte en otros rumbos fue patético, pero no desde un punto de vista romántico, no eran celos, era rencor. Cuántos sentimientos oscuros alcanzamos a inventar, lo mejor y lo peor de nosotros pululando en nuestra ficción. Pugnas de poder y de miseria.

ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA

Ecuador

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G

uardé el celular imitación de lámpara en el bolsillo y respiré hondo. Se escuchaba un murmullo de voces que subía desde el río. No llevaba ropa de la época, pero la idea no era pasar desapercibido sino evitar ser visto. Fui avanzando por el monte con las luces de los botes como faros, cada vez más cercanas, a punto de tocar la orilla. La luna llena alumbraba la playa y los grillos demostraban que era los verdaderos dueños del territorio con su canto omnipresente. Aguardé detrás de una roca hasta que los botes tocaron la arena. Fueron bajando de a poco, con recelo, como si temieran una emboscada. Intenté identificar a alguno pero todos me resultaron parecidos. Los conté. No eran treinta y tres. Y llevaban una bandera verde con franjas amarillas que no pude identificar. Algunos cayeron en la orilla. Estaban heridos. No supe qué pensar, me sentí desconcertado y nervioso. Me retiré hacia el descampado, pero pronto el ruido de los hombres a mis espaldas terminó de darme vuelta el estómago y vomité junto a un árbol. Saqué el ridículo celular y tecleé el número que necesitaba: 2061%12%21. Al instante se abrió la imagen holográfica de Atom-12, el ciborg-operador de Jinncorp Sudamérica. La imagen no era clara, pero parecía vestir un frac y estar peinado a la gomina. Los registros históricos de los operadores en ocasiones no eran precisos y confundían patrones culturales todo el tiempo. —¿Ya ha terminado, señor? —dijo en un acento perfecto. Yo lo miré con odio. Deseé con fuerza que en realidad estuviera aquí para poder golpearlo en la cabeza como si fuera un artefacto averiado. —¡No! No he terminado nada. Ni siquiera empiezo. Me han traído a otro lugar, a otro tiempo. Nada es como debería. Lo han arruinado. —¿Usted especificó tiempo y lugar? Otra vez ese impulso de golpearlo. Manoteé el aire donde flotaba el holograma de su cara. —Claro que lo hice —bajé el tono de voz. Desde el río, los hombres avanzaban. —Tal vez ese ha sido el problema. Aguardé mordiéndome los labios pero en silencio que continuara. —Usted ha especificado tiempo y lugar. Ha dado una fecha y una ubicación geográfica. Nada más. Estamos hablando de cuatro dimensiones. Le faltaron las otras siete. —¿Cómo? —Pregunté y comencé a caminar hacia el norte, con la intención de no ser escuchado y de que la elevación me ocultara y los hombres no vieran la luz

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azulada del celular cuando tomaran el monte. —Es imposible que con tan pocas referencias hubiéramos podido trasladarlo al lugar y al tiempo exacto al que usted pretendía. Este, en efecto es uno de los posibles escenarios; uno de los miles. Solo el azar pudo haberlo conducido al que esperaba. —¡Esto es una estafa! —grité y me contuve. Un sabor amargo subió hasta mi boca. —Señor… Si desea elevar una queja. —Sí. Elevaré una queja. Cuando vuelva. —¿Quiere consumir su segundo deseo en volver hasta aquí? Recuerde que ha adquirido el paquete clásico, que le permite tres deseos; y con este serían dos…, por lo que… —Sí, hijo de puta. Quiero volver —dije justo cuando zambullía una pierna hasta los tobillos en un charco de agua y barro. —¿Qué ha dicho, señor? Recuerde que los insultos están prohibidos por la ley… Permítame recordarle el estatuto… Continuó hablando y hablando. Era como si todas las fuentes de todos los idiomas cupieran en la cavidad hueca de su boca. Como si las innumerables palabras de los hombres de todos los tiempos pudieran entrar en un solo sitio y en el mismo momento. Ya no lo escuché y hasta perdí interés en procurar que no me descubrieran. El sabor amargo de la bilis me agriaba las fosas nasales y la cabeza me daba vueltas. Luego reaccioné en el Centro Administrativo de Jinncorp Sudamérica. Supe por un ciborg-abogado que los mecanismos para demandarme ya se habían puesto en marcha. No le apliqué el correctivo al funcionario ni lo insulté al salir, ni siquiera cuando me recordó con su tono alegre y charlatán que aún tenía un deseo pago.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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Sucede a veces, que las cosas pasan tan sigilosamente, que solo después de un tiempo nos damos cuenta, pero ya pasaron.

S

iempre le pasaban esas cosas, cosas raras como él estaba acostumbrado a decir y justo a él, que le daba vergüenza no haber hecho cosas trascendentes. En esos momentos se le cruzaba la historia de su abuelo, o sin ir tan lejos la de su viejo y se decía a sí mismo: “los hombres de antes estaban seguros de todo, seguros de si mismos”. Él nunca había visto a su abuelo con dudas existenciales, aunque del viejo era mejor no hablar. Tampoco su padre le había contado algo así alguna vez. Eran hombres resueltos y así habían construido sus vidas y sus familias. Ahora le habían pasado la posta, pero ¿cómo se hacía? Se preguntaba a diario y reflexionaba: “la vida casi nunca espera, si no te avivas te pasa por arriba, o te empuja hacia un camino impensado”. Volvieron a su cabeza los recuerdos del día en que se enteró que se iban del viejo pueblo, de su barrio, ya hacía muchos años: y fue de golpe, así se lo dijeron y con medias palabras; porque el viejo se había metido en un problema financiero. Para cuando se dio cuenta, su padre se había ido, lo había hecho antes que ellos. Todo le pareció raro pero inevitable y lo primero que hizo fue contarlo a sus amigos: —Che muchachos, me voy del pueblo —les dijo esa tarde en la canchita— mi viejo ya se fue anoche y con la vieja nos vamos, creo que mañana o pasado — con cara de asombro. —¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Tuvieron algún problema? —interrogó Carlitos enseguida, mirándolo al flaco con los ojos bien abiertos por la sorpresa. —A lo mejor es por los negocios del viejo —se plantó el Negro, haciéndole un guiño al gordo— a veces las cosas surgen así de repente. —Chicos, ni yo lo sé —le dijo— me parece raro, pero por lo visto no tiene marcha atrás. ¡No te digo que el viejo ya se fue! —con la cabeza hacia abajo hablaba, casi murmuraba. —Qué macana, justo ahora —siguió el gordo, molesto— claro, no sé porque justo ahora, hubiera sido igual ayer. —Dejémonos de joder y de preguntar —dijo serio el Negro— que el flaco está caído, vamos a darle un rato a la redonda —y comenzó a caminar hacia la pelota que había rodado sola hacia el medio de la cancha. — Sí, Negro, juguemos un picado mas —dijo casi llorando Sperdutti. Cuando el tiempo pasó y la vida dejó de sacudirlo al flaco, los Sperdutti, ya estaban en la Capital. Su padre, al poco tiempo se fue, también de golpe, sin avisar y

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nunca volvió. Su madre se tuvo que hacer cargo de todo y él pegado a ella, ayudándola en lo que podía. Pero sintió que siempre había que seguir adelante, aunque lo hiciera como pudiera; remendando los agujeros del alma, con el corazón en la mano, pero tenía que seguir. Ya convencido de que no estudiaría ninguna carrera, buscó trabajo, lo encontró enseguida. Cerca de su casa, un viejo gallego bonachón lo tomó en su cafetería, primero como ayudante de cocina, o sea lavaplatos y con el tiempo de mozo. Era un cafetín chiquito con pocas mesas y en el verano con algunas afuera, a la sombra de un raquítico plátano. Poca cosa y poco sueldo, pero de a poco se fue conformando. Él creía firmemente en el destino y si ese era su camino, lo seguiría; por otra parte y muy dentro de sí, había comenzado a sentir que tenía pocas fuerzas y menos ganas. De pronto, un día sucedió lo que también había sido su sueño dorado, caminaba hacia el café y la vio, allí estaba y era ella. La miró intensamente y se enamoró. Pero ella ni se dio cuenta, o quizá ni lo vio. Él igual imaginó cosas, sintió que la vida lo haría sufrir por algún desconocido designio. Aunque con una gran lucha interna, se convenció que eso no tenía que terminar así. Recobró fuerzas y decidió que la buscaría, o quizá mañana, mediante otro golpe del destino, la encontraría de nuevo. Siempre había sido un romántico y lo seguía siendo. Secretamente se veía todas las películas de amor, leía libros y sacaba ejemplos de cómo actuar ante una chica, como pararse, que decir, como encarar una situación embarazosa, como debía lucir. Si leía un libro que hablaba del amor en siglos anteriores, practicaba un lenguaje rebuscado. Se imaginaba con esos atuendos extraños, barba y bigotes. Si leía un libro actual, se mataba con los ejercicios, con las dietas, las miradas cautivadoras, pero ambiguas, como las que se ven en la tele o en el cine. Y se preguntaba a diario, cómo sería estar realmente enamorado, como lo veía en la ficción. Recordaba aquella película en que el enamorado viajaba al pasado para reunirse con la hermosa mujer del cuadro. O la romántica escena del avión de África Mía: volando tomados de la mano sobre un mar de flamencos. ¿Se le presentaría una experiencia así espontáneamente?, ¿llegaría a su vida el amor y lo tomaría por sorpresa? ¿Cómo se daría cuenta de que ese momento, había llegado? Porque no se sentía apto para reconocer los momentos precisos. Y en esos instantes en que el amor pasara y llamara a su puerta, seguramente estaría distraído y no escucharía el llamado. Lentamente fue dejando de pensar en esas cosas, que quizá no fueran para él. Al día siguiente haciendo el mismo camino volvió a verla, sintió un golpe en su corazón, un rayo lo fulminó. Era hermosa, profundos ojos negros, cabello oscuro y

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salvaje y su boca, ésa boca… Estaba sentada en el mismo bar y en la misma mesa, leyendo un libro con una gaseosa al lado, no le podía ver el cuerpo, pero se notaba que era alta y delgada. Además que esa ropa informal que usaba era justo para ella. No se resistió ni un instante más; abrió la puerta del bar y como esta hizo mucho ruido, la morocha levantó la vista, lo miró y antes de que volviera sus ojazos al libro, el flaco la saludó temeroso, con una leve caída de cabeza, dijo: —Buen día —no le salió nada más, a lo que ella contestó con un distraído —Hola —y volvió a lo suyo. Se sentó en una mesa cercana, casi de frente, sin dejar de mirarla. Se saco la campera, la acomodo en la silla de al lado y trató de ver cuál era el libro que estaba leyendo. Eso le podía dar la posibilidad de entablar una conversación, pero lo tenía muy inclinado hacia la mesa, entonces comenzó a bajar su cabeza, para tratar de leer la tapa, hasta quedar en una ridícula posición, con el parietal izquierdo apoyado en la mesa, se dio cuenta y corrigió su postura, en ese momento ella enderezó el libro y lo pudo ver. “Frida”, sí, Frida la pintora mexicana y se jugo de una: —Frida….yo vi la película, ¿vos la viste? —con una tímida voz que apenas llegó a la mesa de la morocha, pero suficiente como para que ella lo mirara sorprendida. —¿Qué? perdón no entendí —dijo con una voz que terminó de derretir al flaco, baja, profunda, aterciopelada. —La película de Frida, te decía, ¿la viste? —insistió el flaco, ya mas afirmado en si mismo y en los bordes de la silla que tenia apretada con sus manos, que ya tenían los nudillos blancos. —Sí —seca respuesta de ella, que daba la impresión de querer seguir con la lectura. —Pobre mina, le pasó de todo…y ese gordo que le metía los cuernos todo el tiempo. El comentario hizo que la morocha ya se interesara un poco más por el flaco. —Me interesa mucho más su obra, igual me pasa con él, lo más importante es la obra —. Rápidamente ella se dio cuenta de que el tipo estaba guitarreando y le siguió el juego — La obra. ¿las pinturas decís?— preguntó el flaco. — Sí, por supuesto, ¿no te gusta su obra? —le largó ella inquisidora y esperando respuesta de un tema que parecía conocer muy bien. —Los autorretratos…sabés qué pasa, es que era tan fulera la pobre —ya el

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flaco de tanto acercarse estaba sentado en un mínimo borde de su silla. —¿Qué tiene que ver la belleza?, lo importante es lo que ella pudo sacar de su interior… ¡esa es su obra! —ya molesta porque parecía que este tipo no sabía nada sobre el arte. —¿Qué tiene que ver la belleza? —repitió él—. No estaríamos hablando si vos no fueras tan bella —casi, casi poniéndose colorado. —Bueno…..no solo hizo autorretratos —continúo halagada, pero indiferente. Además no estaba mal el tipo, tenía lindos ojos y le gustaba la voz. —Si, si ya se, las calas….pintó muchas calas y otras flores y frutas, pero te digo y discúlpame, mucho no me gusta —de a poco había corrido la silla hacia la mesa de ella. —¿Y qué artista te gusta? ¿Cuál es tu preferido? —Con gesto triunfante, porque luego de esto lo liquidaba. —No sé…Molina….Molina Campos, por ejemplo —con esto zafaba pensó, porque la mina no tendría ni idea. —¿Molina Campos? ¿El de los gauchos? Pero eso es otro tipo de obra, es… otra cosa. —Ah…es otra cosa, ¿porque es nuestro? Ella pintaba charros y este pintaba gauchos y decime: ¿no te divertís mas con estos gauchos que con lo otro? —orgulloso y triunfante, el flaco. —No, es otra cosa, —dijo la morocha, cerrando el libro, metiéndolo en la cartera y levantándose con una sacudida de cabeza, que ordenó su brillante pelo negro. —¡Que!… ¿te vas? —El flaco desesperado la miraba sin saber si levantarse y seguirla, o esperar al mozo para pagar el café. —Se me hizo tarde —contestó suavemente ella y enfiló hacia la puerta. Cuando la vio de pie, se terminó de enamorar, estaba muy buena y cómo caminaba… Pero también se dio cuenta de que semejante mina no era para él, fue una locura del momento. Había pegado la pelota en el palo, por un ratito la entretuvo y la interesó, pero al final ella lo caló. De no ser así, no se iría así, de golpe y casi sin mirarlo. Estaba tan acostumbrado a estas cosas, es más aún, cuando comenzó a hablarle ya había imaginado cómo iba a terminar. Esos pensamientos lo distrajeron un momento mientras miraba la mesa, o la tacita de café y no se dio cuenta de que ella mientras se iba lo miraba de reojo, como para ver qué actitud tomaba. Y tampoco vio, que cuando cerraba la puerta del bar seguía mirándolo, con una expresión de asombro

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e incredulidad. Él seguía pensando que esas cosas no eran para él, eran amores de novela. Sí, eso eran, amores de novela.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZO

Argentina

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CAVILACIONES DESDE UN SUEÑO

¿C

ómo llegamos hasta acá? preguntó a su amigo que bebía una taza de café en el otro extremo de la mesa del Bar céntrico en donde se encontraban. ¿Adónde? – quiso saber el otro.

A este bar. No recuerdo cómo llegamos a él. Yo tampoco respondió con rostro de desconcierto. No recuerdo nada anterior al momento en que ya estábamos en este lugar. Tengo una extraña sensación volvió a intervenir el primero, como si estuviéramos dentro de un sueño. Lo mismo pensé. Pero si estuviéramos dentro un sueño ¿quién es el soñante? Yo no puedo serlo, no recuerdo ni siquiera quién soy. Yo tampoco… e hizo una pausa de unos segundos antes de continuar. Si ninguno de los dos podemos recordar, es porque ninguno es el soñante. Tal vez ambos somos personajes en el sueño de otro hombre, y cuando despierte nuestra vida habrá llegado a su fin. O tal vez todo el Universo es parte del sueño de un dios o de un demonio, que duerme su siesta de millones de años en un vacío esperando el principio de los tiempos. Siento que con esta revelación, el sueño ha llegado a su fin y un silencio mortal inundó el lugar mientras ambos amigos se desvanecían, seguidos por el bar, la ciudad y todo lo existente.

LA DAMA DEL AGUA

M

artín estaba distraído esa mañana en la oficina. Se lo veía ensimismado en sus pensamientos. Cuando le pregunté si le sucedía algo, me respondió:

Casi todas las noches tengo el mismo sueño. Estoy solo en el medio del mar, tratando de mantenerme a flote mientras poderosas olas me golpean y me arrastran sin que pueda evitarlo. Sigo luchando pero mis fuerzas me abandonan y pierdo toda esperanza de salvación. Finalmente me dejo hundir en las aguas hasta ahogarme. Ahí es donde despierto. Pero el sueño de anoche tuvo un final diferente. Cuando me estaba hundiendo, una mano me tomó con fuerza y me arrastró fuera del 103


agua. De repente ya no estoy en un mar embravecido, sino recostado en una playa tranquila. Me levanto en busca de quién salvó mi vida y veo una mujer hecha completamente de agua. Es un agua clara y al ser iluminada por el sol se puede ver a través de ella. Pero lo que más me llamó la atención fue que en su vientre acuoso nadaban peces de colores.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

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i bien puse los pies en la vereda, principio del resto del mundo, divisé una silueta, casi a ochenta metros. —A ese hombre lo conozco —me dije. Hoy lo soñé, en la hora gris, cuando se junta la última sombra con el destello del alba. Sus ojos me hablaban, su cuerpo me invitaba a ser uno, pero me desperté y todo se desdibujó. Durante el desayuno traté de retener sensaciones. Fue difícil, todo se vuelve nube cambiante y al final no queda nada. Di unos pasos y me acomodé el cabello. —¿Será posible, cómo sabe que vivo en este barrio? Me mudé hace un mes. — Mi corazón comenzó a acelerarse. —Sí, es su porte, su andar firme, su curiosidad por todo. Está observando lo que lo rodea, buscándome —continué, contestándome a mí misma. ¿Qué voy a decirle, después de tres años? Hola. Él se hará cargo del resto. Está acostumbrado a negociar, a convencer, encontrará la manera de que todo parezca natural. Faltan veinte metros y ya me imagino respirando su piel, cuando lo salude con un beso. Está muy cerca y todavía no lo miro. Cuando levanto la vista, no reconozco sus ojos. Dos carbones brillantes en sendas cuencas oscuras me desorientan. —Dame el bolso o sos boleta. ¿Me escuchaste? No me mires así, larga el reloj y los anillos ¿Me escuchaste? No puedo moverme, no atino a emitir ningún sonido. Alcanzo a ver una hoja con borde de plata, que sale de su bolsillo y entra en mi costado izquierdo. El bolso se desliza de mi hombro. No siento mi caída, solo el fuego que me consume y el alivio al salir muy lentamente un líquido viscoso que puedo sentir sobre la mano abierta. Después la oscuridad.

YOLANDA SA

Argentina

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lovía. El Médico Brujo, robusto y sombrío, evadía la tormenta agitando cascabeles y katakis, cuyos sonidos le remitían cráneos de pájaros muertos por el ágil ojo del Cazador que admiró de niño. Sabíamos que las normas y prohibiciones fijadas por el Tabú fueron obedecidas, pero no ignorábamos que ello era insuficiente para impedir la tormenta, que ya había dado su primer paso. Únicamente la magia podía soslayar la calamidad en forma de huracán o inundación. Durante el himno, la boca del chamán emanaba frágil vaho: esa húmeda metáfora del alma. La danza producía vapor tibio en los cuerpos: esa débil metáfora del miedo. La aldea se veía ceñida por la bruma: tenebrosa metáfora del agua. El poder de las plumas del ñandú, unido al rumor perpetuo del incesante teketé, generó un velo de humo que cubrió al Brujo por completo; en ráfagas, yo podía distinguir los tatuajes en su cara y los rombos en su atuendo. Toda la tribu amparaba el trance litúrgico del mago, y espoleaba con balbuceos pasmosos el embate de la angustia, erigiendo con ellos una muralla de esperanza sonámbula, para resguardar el transcurso del ritual hasta su desenlace. Jinetes virtuosos, temían. Mujeres prohibidas envolvían con dedos inseguros yicas vacías y espinas de vinal. Niños furtivos contemplaban al Brujo en su trabajo —como de niño el Brujo admiró al Cazador— encendiendo sus ojos a la cúpula y al hechizo. Expectante, el pueblo Qom confiaba en su chamán, cuya magia rigurosa había resistido a Tupac Yupanqui, el enemigo mayor que empujó desde el valle; además, Nalá, Koktá y Nowét participaban en la danza y la letanía, a ellos también nos encomendamos. Finalizamos el ritual de agua conjurando a la noche y bailando danzas oblicuas a la luna huidiza. Temimos, es cierto, pero amaneció.

JUAN RAMÓN ORTIZ GALEANO

Argentina

Blog: www.juanramonortizgaleano.blogspot.com Twitter: @OrtizGaleano

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ué simple y aburrida resulta la vida a veces. Soy masajista, y a pesar de que Dios me dotó de grandes atributos físicos, estoy atorada en este trabajo mediocre y con dos niños que cargo a cuestas. Escucho a mis clientes, que creen que además de masajista soy psicóloga y me sorprende que se puedan quejar tanto cuando es evidente que su posición económica es muy cómoda. Tal es el caso de una de mis clientes; Sofía, que no solo tiene mucho dinero, sino que tiene un esposo que es para morirse. Ella, la pobre, parece un ratoncito gris y asustadizo y llora sin parar por el hecho de no poder quedar embarazada, ha gastado toneladas de dinero en métodos de fecundación pero nada, su útero sigue vacío. Su esposo ha empezado a venir a los masajes y me sorprendo de tener en mis manos a un hombre tan hermoso, pasa de los cuarenta pero está en forma y es tan atractivo... Si pudiera tenerlo para mí, sabría lo que es estar con una hembra de verdad. El esposo, Carlos Alberto, nada dice de su situación en casa pero no hace falta, por Sofía me entero de todo. No sé si será presa fácil pero haré mi jugada. Sé sin que me lo diga que lo tiene hastiado con la depresión y la obsesión por un hijo, me lo dicen los tremendos nudos de tensión que tiene alojados en la espalda. ¡Cayó… ayyy y con qué gusto! Con él desnudo en la camilla parte del trabajo estaba adelantado, le dije que se volteara para masajear sus pectorales y aproveché de montarme encima de él. Enseguida se endureció al ver cómo mi bata se abría a mi desnudez y aunque rápido, fue sumamente placentero. Claro, su actitud una vez que eyaculó volvió a ser distante e imagino que no lo volveré a ver. Pero no hace falta, pronto sabrá de mí. Sofía algo sospecha, dice que nota a su esposo más distante que lo normal y que sospecha que pueda tener una amante. Su mayor miedo es que otra le pueda dar el hijo que ella no ha podido concebir y pienso que en ocasiones, a lo que más temes es a lo que más atraes con el pensamiento. Descubrí que estoy embarazada, y no me considero inocente en lo absoluto, este resultado me complace. Le conté a Sofía, pero no me esperaba su reacción. Solo me miró, tomó su cartera y salió del local. Ahora los nervios me alteran, temo por la reacción de Carlos Alberto. Carlos Alberto se presentó aquí y jaloneándome por el brazo furioso me dijo que Sofía se había suicidado y que a petición de ella, me iría a vivir a su casa hasta que el niño naciera y luego de eso desaparecería de su vida. No me pareció mal el trato, tendré la oportunidad de seducir al viudo y darle el hijo que tanto anhela. Además, pasará una jugosa pensión a mi madre y a mis dos chiquitos, hasta que al fin consolide

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a la familia a mi gusto. Bueno, aquí estoy, y esta casa parece más un mausoleo que un hogar. Para empezar es inmensa, tengo mi propio cuarto y el cuarto del bebé ya está totalmente equipado. Me quedo sola de día, y en las noches Carlos Alberto llega y se encierra directamente en su dormitorio sin siquiera saludarme. Me cuesta dormir, pues empiezo a sentir una brisa helada y el toque de una mano muy suave y fría sobre mi vientre, y el perfume de Sofía que invade mis fosas nasales. A medida que mi vientre se hincha, la presencia de Sofía se hace más fuerte. No la veo de frente pero la percibo en los rincones y tras las puertas que se cierran solas, acechando al hijo que cargo conmigo. He tratado de decirle a Carlos Alberto, pero su mirada gélida es lo que recibo como respuesta. Los dos sirvientes que habitan la casa son inmutables, tampoco me dirigen la palabra. Lo que me pareció una buena idea es tan solo un desastre, debo huir de esta casa embrujada pues mi vida corre peligro. El fantasma de Sofía solo desea apoderarse de mi hijo con la anuencia de su loco marido, estoy segura de eso...Pero, los dolores de parto han empezado, debo escapar antes de que sea tarde...

El Clarín de Jaén CRÓNICAS SOCIALES Con gran placer la tradicional pareja de la alta sociedad Sofía y Carlos Alberto Alarcón de Jaén, presentan a su primogénito, Juan Carlos Alarcón Santillana, a sus familiares y amigos. Pese a que el embarazo de alto riesgo obligó a la señora Sofía a guardar un reposo estricto, nos presenta orgullosa a su bebé, -Es un milagro de Amor- nos dice, mientras da el biberón a su pequeño vástago. Continúa en la página 6.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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E

ran las ocho de la noche y Camila apresuró el paso por aquella calle solitaria. La mayoría de las casas estaban derruidas y en escombros ya que la municipalidad había decidido remodelar varias manzanas porque eran viviendas de muchos años y le daban un aspecto muy feo a la ciudad. Sentía mucho miedo al pasar por allí pero era el único camino viable para llegar a la autopista y tomar el autobús que la conduciría a su hogar. Estudiaba computación e inglés por las noches en un instituto del centro de la ciudad y su propósito era culminar los estudios para poder ascender en su trabajo. Era recepcionista en una entidad bancaria de mucho prestigio y aspiraba a un mejor puesto. De pronto sintió un leve ruido, como pasos muy tenues pero persistentes detrás de ella, y no se atrevió a voltear ya que estaba casi paralizada de terror. Alguien la seguía y ella no sabía con qué intenciones. Aquel vecindario se había convertido en un sitio muy inseguro, sobre todo de noche. En un momento pensó que eran ideas suyas, ya que el pasar por esa calle, muy solitaria y con la mayoría de las casas deshabitadas, le producía escalofríos. Se encomendó a las ánimas del purgatorio y a su Ángel de la Guarda siguiendo los consejos de su madre que siempre le decía que en caso de sentir peligro les rezara y que eran muy milagrosos. De pronto vio que una de las casas estaba iluminada con mucha gente afuera y adentro y, sin pensarlo dos veces, entró. Era un velorio. Se sentó al lado de una señora que rezaba cabizbaja un rosario y esperó un buen rato tratando de tranquilizarse ya que estaba muy nerviosa y asustada. Transcurrió como una hora y algunas personas comenzaron a marcharse caminando hacia la autopista. Ella se fue junto a ellas pero ni siquiera miró sus caras, prometiéndose que al día siguiente en la mañana pasaría por esa calle antes de llegar a su trabajo. Quería hacer una oración por el difunto o difunta en agradecimiento a que la hubiese librado de quién sabe qué percance. Llegó a la casa y solo consiguió ruinas, allí no había nadie y se notaba que la habían desocupado hacía mucho tiempo. Camila no salía de su asombro. Preguntó a un señor de un quiosco cercano que vendía café y periódicos. El hombre le dijo que, según contaban por ahí, en esa casa había vivido hacía muchos años una señora muy caritativa y generosa. Cuando murió, mucha gente vino a sus funerales para agradecerle sus favores. Camila quedó muy desconcertada pensando en qué acertados y precisos son los consejos de una madre.

NANCY AGUILAR QUINTERO

Venezuela

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De nuevo alcé mis ojos y miré, y he aquí un rollo que volaba. Y me dijo: ¿Qué ves? Y respondí: Veo un rollo que vuela, de veinte codos de largo, y diez codos de ancho. Cap.5 – Zacarías – Antiguo Testamento

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adre, necesito de usted que en paz descanse... —Me sentiré muy honrada, hijo ¿Qué ocurre? —He tenido un sueño muy extraño, con cierto misticismo y pienso que usted puede ayudarme a interpretarlo… Vea madre, soñé que galopábamos, Zacarías y yo. Ya entrada la noche íbamos al norte, estábamos apenados, en silencio con esas tristezas de las que los hombres no hablan, ¿vio? Al girar los pingos al este, y a lo lejos, vimos algo que volaba. —¿Qué ves, patrón? —me preguntó Zacarías. —Veo un rollo que vuela —le contesté yo. Los caballos, asustados, ocuparon toda nuestra atención, no era cosa de quedarnos de a pie. Dominadas las bestias, sin consultarnos siquiera los dos seguimos el mismo rumbo: para las casas. Íbamos llegando cuando un espectáculo infernal se ofreció a nuestros ojos. Mudos, asombrados, vimos que era una nave espacial, un ovni que le dicen, bien definida por luces propias; se había adelantado a nosotros. Hombres, mujeres y animales parecían enloquecidos, corriendo de un lado a otro, como perseguidos por ánimas malditas. Madre se persignó. Pedro conducía atento al camino como si ahí, en el sendero que marcaba el asfalto gris, estuvieran escritos sus sueños. Los animales de la granja yacían muertos por todas partes, Madre, destrozados a dentelladas por los perros. —¡Pedro! ésa es una cita del Antiguo Testamento, estoy segura, no recuerdo a qué libro, ni el versículo, pero puedo encontrarlo. —¿Vio? a mí me parecía... Los chicos saltaban en un extraño baile de muertos. Todos parecían contagiados del furor que había prendido en los irracionales. Como si Mandinga… Ante la mención del Maligno, Madre se persignó nuevamente y besó la cruz que llevaba en el pecho. —Como si Mandinga se hubiera enseñoreado del pueblo y hubiera querido herirlo con una plaga, la peor de todas: la locura. Habían llegado hasta el campo que fuera de sus padres y Pedro detuvo la

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camioneta, le abrió la puerta y la ayudó a bajar. Se sentaron en la sala. Pedro hizo mate y Madre los cebaba. Ya cómodamente instalados: —El ovni se acercó y al bajar, una luz blanca iluminó todo, hasta el horizonte, cegándonos y dejó un gran círculo de pasturas quemadas. Zacarías y yo pudimos advertir que, efectivamente, se trataba de una nave espacial. Se apoyó en el suelo, en la parte superior se advertían escotillas oscuras. En un enorme círculo inferior se abrió una puerta que daba al este. Nos acercamos sin poder evitarlo, era más fuerte que nosotros. Subimos unos pocos escalones y entramos. Pudimos ver un salón circular con tres puertas iguales. La disposición, tan exacta y simétrica, me recordó a un laberinto que recorrí en Cruz del Eje. Me sentía frente a un desafío del destino: los extraños me daban a elegir entre las tres salidas como si fueran tres dilemas, tres disyuntivas y yo debía optar por una. Los tripulantes nos observaban en silencio, sentados alrededor de una mesa redonda. Los vi, Madre, como la veo a usted ahora... Entonces uno me dijo: Esta es la maldición que sale sobre la faz de toda la tierra; porque todo aquel que hurta (como está de un lado del rollo) será destruido; y todo aquel que jura falsamente (como está del otro lado del rollo) será destruido y dice Jehová de los ejércitos, que vendrá a la casa del ladrón, y a la casa del que jura falsamente en mi nombre y permanecerá en medio de su casa y la consumirá, con sus maderas y sus piedras... Y salió Aquel que hablaba conmigo y me dijo: Alza ahora tus ojos y mira qué es esto que sale. Y dije: ¿Qué es? Y Él dijo: Este es un día en que todo sale. Además dijo: Esta es la iniquidad de ellos en toda la tierra. Y he aquí (levantaron una tapa de plomo), y un calendario estaba grabado allí y Él dijo: Esta es la Maldad; y la echó dentro y echó masa de plomo en la boca del día 11 del 09 de 2001. Alcé luego mis ojos y miré y dos mujeres que salían y traían viento en sus alas y tenían alas como de cigüeña, y alzaron el vuelo entre la tierra y los cielos. Madre tenía la mano acalambrada de persignarse. Pedro, sentado a su lado, gesticulaba, contra su costumbre, como si estuviera muy exaltado: —Y así, sin hablarnos, sentí que comprendieron que los habíamos entendido; pensé: seguro fue nuestro Señor que nos ayudó con ese Consejo... Luego volvimos todos los del pueblo, cristianos, monturas y perros, Zacarías y yo, cada uno a su tarea. Madre y Pedro hicieron silencio. Lo del rollo recuerdo haberlo leído —dijo Madre —parece ser la visión del profeta Zacarías; todo me suena conocido... ¿leíste la Biblia, alguna vez? Parece ser

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una historia bíblica. ¿No querés hablar con el padre Ernesto? —No, no se ofenda, Madre, no concuerdo mucho con él. Aunque debo reconocer que Ernesto es inteligente y abierto, y sí, he leído un poco la Biblia, pero no tengo presente... —Está bien, hijo, y ¿ese dilema entre...? —Quédese tranquila, yo sé bien qué puerta voy a abrir. No tengo dudas, y en ningún momento he vacilado. Madre, vamos a visitar la gruta y llevarle unas flores a Nuestra Señora... Llegaron a un convenio tácito, esta charla sería un secreto entre los dos. Luego Pedro la llevó a visitar el lugar donde había bajado el ovni, Madre se persignó y al levantar la cabeza al cielo desplegó sus alas y se elevó hasta más allá de la vista de Pedro.

ADA INÉS LERNER

Argentina

Blog: http://yosoylaescritura.blogspot.com http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com

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M

arlena salió al balcón. Se apoyó sobre la baranda en busca de aire. Necesitaba ayuda. Sus poemas, habían quedado atrapados en el notebook y el maldito se negaba a reiniciar. Necesitaba rescatar sus versos, necesitaba quien la comprendiera. Buscó en la web un técnico que pudiera reparar el daño de la notebook y tal vez, también reparar su alma inquieta, aunque eso, era muy difícil. En Mercado Libre encontró un aviso que decía: “Se ofrece técnico en reparación PC. Tengo poca experiencia pero entiendo a las máquinas”. No buscó más, eso era lo que necesitaba. Ella no se llevaba bien con las máquinas. La malvada se negaba a reiniciar y se quedaba con sus poemas adentro, disfrutándolos tal vez… Marlena tenía algunas dificultades visuales. Veía, pero debía acercarse mucho a las cosas para sentir su textura, su olor, su esencia. Por eso cuando Raúl, el técnico, llegó lo hizo subir y, al recibirlo en la puerta, se acercó a su cara, a su boca, para reconocer si era cierto lo que había anunciado en el aviso, incomodándolo, perturbándolo. —Veo que no mientes, le dijo de pronto. —¿Cómo dice? —Veo que no mientes, pues compruebo que tienes poca experiencia. —Ah, eso… vaciló. —Si tuvieras experiencia, no estarías perturbado ahora. Estarías moviéndote, para verme mejor, para rozarme y sentir mi piel, como una gata que salta por los balcones, en busca de acogedoras faldas donde posarse. Raúl no sabía que decir. —Eso que oíste, es parte de uno de mis poemas. Si quieres oír el resto, deberás reparar mi notebook. La maldita máquina se apoderó de mis versos y no me los quiere devolver. Dijiste que entiendes a las máquinas, ¿es eso cierto? —Las máquinas tienen un comportamiento similar al humano, dijo Raúl. — Para que funcionen bien, hay que mimarlas, hay que comprender sus necesidades y permitirles desarrollar sus capacidades, para que se sientan plenas. Marlena, acercándose cada vez más a Raúl, lo miraba y este, entusiasmado con su explicación, no percibía la cercanía. Marlena lo fue empujando hacia el balcón y Raúl, caminando de espaldas, no notaba que se acercaba peligrosamente a la baranda. De pronto, ella le dijo: —Entonces, mi notebook entiende lo que le digo. —Claro que entiende, empezó a decir Raúl, que notó que estaba parado en el

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borde del balcón y sintió un poco de vértigo. —Es mentira. Mi máquina no entiende lo que le digo, pues desde anoche le pido que se reinicie y me devuelva mis poemas y no lo hace. Raúl sonrió y miró a donde ella señalaba. Allí en el balcón, a la sombra, en una mesita, descansaba una notebook con su tapa abierta y un mensaje que tintineando decía, Failure. —¿Ella es la del problema? —¿Es ella? —preguntó Marlena—. Yo creía que era varón. —Sí, es una notebook —afirmó Raúl. —¿Cómo lo sabes? ¿Has visto alguna cosita que yo no veo? —Lo sé por su postura. Hay notebooks masculinos, que son fuertes y agresivos, pero esta es muy femenina. Mire como se perfila su tapa abierta. —Arréglala y luego te cuento —dijo ella enojada. —Llévatela de aquí. No quiero intrusas en mi balcón. Seguiré escribiendo en mi tablet, antes que se me pase la inspiración. ¿Debo decir la tablet? ¿Es femenina también? —No. Esa es asexuada —dijo Raúl, mirándola con poco interés. El técnico se instaló en la mesa del comedor, conectó el cable a la corriente y buscó el botón de encendido. Lo presionó suavemente, como si tocara el clítoris de una jovencita y la máquina se apagó y comenzó a reiniciarse. Marlena dictaba a la tablet y Raúl no entendía lo que decía. En unos minutos, la notebook estaba online y pedía que le introdujeran un password. Raúl probó al azar. Escribió: “Marlena en el balcón” y la máquina se abrió mostrando un documento de texto con los poemas. No podía decir que ya había encontrado la solución. Tenía que hacer valer su trabajo, aduciendo que un virus había infectado la máquina o algo por el estilo. Raúl no se contuvo y empezó a leer los poemas. Cuando posas tus ojos en mi pecho Siento que me desmayo, las ansias me estremecen, me duelen Me aferro a la baranda y la acaricio, paso una pierna sobre el pretil Entonces te siento, caminando hacia mí, entrando como si te fueras El verso se terminaba abruptamente y Raúl, no se animó a pasar de página. Marlena, desde el balcón, miraba hacia el interior del apartamento. Por el contraluz, no percibía lo que hacía el técnico, pero supo que estaba leyendo sus versos. Así que descorrió la cortina transparente y se asomó, dejando ver sus pechos. Raúl no sabía dónde meterse y Marlena facilitó las cosas ofreciéndole un café.

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Él no aceptó, prefería algo fresco y ella, comprendiendo la situación, le indicó una jarra con agua helada, que estaba sobre la mesa. —¿Cómo va el trabajo? ¿Ya tienes un diagnóstico? —Está complicado —dijo él—. Un virus infectó el arranque de la notebook. No es grave pero tardaré un poco en resolverlo. Ella tenía un virus que le carcomía el corazón, como yo. Nadie podía curarla, excepto él, pero ya no estaba. Si volviera, si viniera, que dulce, él la curaría. Fue la respuesta de Marlena. —Qué extraños son sus poemas, dijo Raúl—. No tienen rima —Pero perturban. Dijo ella. —Algo así. —Perturban a quien los entiende. Tal vez tú, que entiendes las máquinas, puedas entender la poesía de esta persona en riesgo de exclusión social por analfabetismo digital. Raúl nunca antes se había sentido en una situación similar y se estremeció. La particularidad del momento lo hizo pensar. —¿A quién sería que los versos de Marlena llamaban? Quién podía provocar ese sentir, inspirando esos sentimientos tan, tan… —¿Profundos? —dijo Marlena, adivinando su pensamiento. Profundos como las miradas desoladas de aquella que robó mi corazón que deshizo en pedazos la intimidad húmeda que le entregué, saltando del balcón, para hacerse eterna, en mi sentir. Raúl la miró con desconfianza, ¿a qué se refería ahora? Marlena se aproximó sorpresivamente, aduciendo que no traía los lentes y que para ver bien la pantalla, necesitaba acercarse. Apoyó sus pechos desnudos sobre la nuca del técnico y cruzando un brazo a su alrededor, tocó la pantalla, pasando la página. —¡Eres bueno! Ya resolviste el problema y ella, funciona de nuevo. ¿Y el virus? ¿Le diste un antibiótico? No, eso no sirve. Le pusiste una vacuna… ¿Me la pondrías a mí? Raúl estaba totalmente desconcertado y no se atrevía a moverse. No sabía si sentir vergüenza por las insinuaciones de Marlena, o por haber mentido sobre el problema de la notebook. —Eres realmente muy bueno, —siguió diciendo ella, apoderándose de la máquina—. Ay, maquinita, ¿te querías quedar con mis poemas? ¿Creíste que los 121


tendrías solo para ti? ¡Pues no! Raulito supo cómo penetrar a tus entrañas y me dio de nuevo el poder sobre ti. Ahora te meteré un pendrive y te sacaré todo lo que me querías robar. —Es bueno respaldar la información —dijo Raúl—. De esa forma se asegura poder recuperarla después. Ya ha visto que las máquinas a veces nos hacen sufrir. —Esta ya no me hará sufrir. —Seguramente no, es una buena notebook y además mi trabajo es con garantía. Si tiene cualquier falla, me puede llamar que regreso enseguida. Yo sé que tú regresarías con solo insinuarlo, como mi gata Como el pajarillo que cada mañana canta en mi balcón o como las olas que sin cansarse jamás, vuelven y vuelven a mi playa arenosa y vacía. —Pero esta traicionera… ella no volvió cuando más la necesitaba. —Marlena caminó despacio hacia el balcón y cuando atravesó la cortina transparente, se aseguró de que Raúl la estuviera mirando. Dio otro paso y se apoyó en la baranda. Subió a la silla y estiró una pierna, arqueándose hacia atrás. La bata que la cubría cayó y quedó desnuda y entonces montó en la baranda. Raúl se asustó, ―¿Qué va a hacer? ¡No lo haga! ¡Por favor! Pero los ruegos fueron inútiles. Marlena, lanzó la notebook por el balcón. Mención en el CONCURSO “El balcón” de FELISBERTO HERNÁNDEZ. Festival Multidisciplinario de Cultura Inclusiva: Instante de la creación – Montevideo, Octubre 2016

WALDEMAR FONTES

Uruguay

Facebook: @waldemar.fontes

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M

irta es una mujer de mediana edad; siempre disfrutó de la vida al aire libre. Un día ya hace veinte años enfermó y quedó paralítica. Vive en la gran ciudad con adecuadas comodidades. En su cuarto, en el lugar donde debería derramarse la ternura, ella está sola. Su cama, pegada a la ventana para ver el afuera, achica el tiempo. Lo que le gusta es ver a los niños que pasan para ir a la escuela y las mujeres y hombres que van al trabajo. Ahora ha tomado la costumbre de hacer estadísticas diarias, mensuales y esta es la segunda anual, de cuántos niños, mujeres y hombres pasan por día frente a su ventana. Pero hay algo que le llama poderosamente la atención: cada día cuenta menos niños. Claro, pensará Mirta mientras yace en su cama y está conectada a una supercomputadora que soluciona todos los problemas que se puedan presentar, los niños ahora comparten con amigos virtuales, ningún padre responsable va a dejar que sus hijos crezcan sin la intervención de la tecnología que les permite el acceso a todos los conocimientos del mundo. La nostalgia se apodera de ella y recuerda su niñez llena de amigos y se pregunta: ¿y la complicidad del mejor amigo? ¿Y el mirarse a los ojos?

ANA MARÍA CAILLET BOIS

Argentina

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D

os pasos a la derecha con movimiento de cadera. Centro. Dos pasos a la izquierda con movimiento de cadera. Vuelta al centro. Así se imaginaba a sus compañeros practicando salsa en la discoteca “Azúcar”. Aunque también los visualizaba arrítmicos debido a la embriaguez. Era la una de la mañana del sábado. Lourdes no bebía, no fumaba, no le gustaba la fiesta. Odiaba el contacto humano, a pesar de que su trabajo implicaba uno emocional. Sentada frente al ordenador, con una extensa lista sobre el escritorio, cuyos diez primeros nombres estaban tachados. Rodeó con un bolígrafo rojo el siguiente. El rojo era su color predilecto. Rojo pasión, rojo sangre, rojo fuego. Tenía toda una gama de pintalabios de esos tonos. Nunca se maquillaba, solo se pintaba los labios para estamparlos contra el espejo del baño. Después posaba sus labios, ya vírgenes, sobre ellos. Sentía el profundo aroma del carmín, el frío tacto del cristal, siendo lo más erótico en su rutina. Abrió en el navegador una pestaña para cada una de las cinco redes sociales donde estaba registrada. Una a una fue introduciendo el email específico que se había creado y sus respectivas claves. Tecleó el nombre que había rodeado, en la primera red social, una dirigida a un público adolescente. María del Carmen Campos Castaño. El buscador no le devolvió ninguna búsqueda. Pensó que posiblemente habría abreviado el nombre. Probó con Mari Carmen Campos. Apareció la foto de perfil de una chica de quince años sonriendo coquetamente. De fondo se apreciaban las olas del mar. Hizo clic con el botón izquierdo del ratón sobre la imagen. Le envió una invitación con un mensaje: ¡Holi! ¿Sueles ir a los recreativos del Zoco? :) :). Es que soy nueva en el pueblo y me pareció verte el otro día con tus amigos. ¿Te gustaría que quedásemos un día? Espero que hablemos pronto. Chao. Lourdes esperó pacientemente. Miró el reloj del ordenador: 1:40. Todos los expertos aconsejaban que a esas horas los adolescentes estuvieran en la cama, pero lo que no decían los expertos, es que había adolescentes con insomnio. Se levantó de la silla y se puso un vaso de agua. Lo bebió a sorbos, como un elixir delicioso, como si fuera la bebida más cara de la tierra. Al terminárselo tamborileó con los dedos sobre la mesa. Cogió el móvil y abrió el programa de mensajería instantánea. Buscó la conversación con la persona perfecta para ese momento. No borraba los mensajes anteriores por si necesitaba esa información en un futuro. “Necesito las fotos que dijiste que me enviarías hace días. Las de las pistas polideportivas en las que sales sola”. Le dejó en visto sin contestarle. Lourdes golpeó el escritorio con la mano. La sacudió notando que le latía. Soltó un largo suspiro hasta que escuchó la vibración del móvil. Se lanzó hacia él como un caimán con grandes fauces.

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—Te las pasaría, pero como el otro día te dije que quería más y no me contestaste… —Cincuenta euros. —Venga, siempre dices que soy tu sobrina favorita. Sin mi ayuda no podrías hacer esto. —Sesenta. Solo porque escribes en el móvil sin abreviar y sin faltas de ortografía. —Porque sé que te molesta y necesito el dinero. Eres capaz de comprarme un cuadernillo de esos para escribir bien. —¿Entonces trato hecho? —Bueno, tienes que tener en cuenta que me cuesta lo suyo hacerme las fotos. Tengo que contarles a mis padres que estoy contigo. Y eso se llama mentir. Además, no tengo mucha ropa diferente para cambiarme continuamente. Justo acaban de salir unas deportivas que valen ochenta euros. Si las tuviese lo mismo todo sería más fácil… —Está bien. Ochenta. Pero quiero ser la primera que te las vea puestas. Quiero asegurarme de que usas bien el dinero. —Claro tía, tú tranquila. ¿Puedo confiar en ti si te mando las fotos antes de que me des el dinero? —¡Qué pregunta! ¡Mándamelas de una vez! Sabía que si no le servían para Mari Carmen le serviría para otro paciente. El móvil vibró seguidamente. Cogió el cable USB y lo conectó al ordenador. Nada de la aplicación para subir fotos. A la vieja usanza. Estaba ocupada añadiéndoles unos filtros cuando le llegó el aviso de que Mari Carmen había aceptado su invitación. Lanzó un grito de alegría. La chica le abrió una ventana de chat. Se veía la foto de su sobrina Andrea con el nombre falso que se había puesto, Verónica. —Necesito hablar con alguien. Lo voy a hacer. Juro que esta vez lo hago. Mi psicóloga dice que estoy así porque tengo depresión por no poder dormir. Es desesperante. Me voy a volver loca. Ya no aguanto más. Lourdes usó todas las técnicas que conocía como profesional para calmarle, para retenerle un par de horas más. La chica se tranquilizó al hablar con una igual, al desahogarse. Cuando los primeros rayos de sol entraron por su ventana, tuvo la seguridad de que el peligro había pasado. Después de despedirse de Mari Carmen, se metió en la cama lanzando un profundo suspiro.

LUCÍA PRADILLOS LUQUE

España

Blog de poesía: https://unapoetisaenmadrid.wordpress.com Blog de relatos: https://lafronteradelayer.wordpress.com

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L

a Doncella Negra entró en la estancia, una amplia sala con iluminación insuficiente. La planta era totalmente circular, jalonada con robustas columnas en lo amplio de su perímetro. Una bóveda que se perdía en la altura estaba coronada por una pequeña estructura central, de cristal, que permitía el paso de la luz lunar, iluminando el centro del lugar. Nadie, desde el inicio de los Tiempos, había pisado aquel suelo otra vez. Y ahora, cuando la sentencia había sido fijada, Beka volvía a recorrer aquel mismo lugar como hiciera en el Principio. Sus pasos eran lentos, medidos, como si temiera perturbar la paz que guardaba el recinto. Su falda, negra como el azabache, igual que el corsé que llevaba y su larga melena, contrastaba con la palidez de su piel mientras se enredaba entre sus piernas al caminar. Muchas cosas habían cambiado desde aquel principio. Su cabellera había sido bien distinta a la que ahora lucía. Corta y rubia, como oro bruñido, había ido mutando con el paso del tiempo. Pero los sucesos acaecidos habían contribuido a que ella, tal como era ahora, se encontrara allí. Por fin sus pasos la llevaron al mismo centro de la sala, donde en el suelo se dibujaba un intrincado bajorrelieve con extraños símbolos. Justo en el punto central del dibujo, un hueco permitía depositar un extraño y poderoso objeto. Beka se arrodilló, provocando que su saya adquiriese volumen, mientras llevaba sus manos al pecho, donde colgaba un amuleto de una rara y ligera piedra. De pronto, la mujer dio un respingo, sobresaltada por un contacto que no esperaba. Se giró hacia el origen de su incertidumbre, buscando la causa de aquella intromisión. Junto a ella, solicitando caricias con el tejido de la combinación, un pequeño felino jugaba con ella. Beka lo acarició, más tranquila ahora. —Hola viejo amigo —la suavidad de su negro pelaje le produjo un placer que contribuyó a calmarla—. Jamás pensé que esta hora llegara. Pero el juicio ha acabado y el castigo es claro —la mujer negó consternada. El pequeño gato se quedó mirándola fijamente. Parecía que comprendiese lo que la joven decía y sintiera empatía por ella. Aunque Beka sabía que todos tenían razón en sus argumentos, también pensaba que la sentencia era desmedida. Pero su naturaleza no le permitía negarse al veredicto establecido. Ahora se encontraba allí para cumplir su cometido. Descolgó de su níveo cuello el colgante de piedra que llevaba pendido de él. Con lentitud, fue acercándolo hacia el intrincado anagrama y lo depositó en el hueco que quedaba en él, donde encajaba perfectamente. Entonces, inmediatamente después

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de dejar el objeto, un leve crujido atrajo su atención. Arriba, en lo más alto del techo, la cúpula de cristal empezó a abrir su estructura, dejando que la luz de la luna llena penetrase sin ningún tipo de filtro, e incidiese sobre el bajorrelieve, que comenzó a producir un leve fulgor alrededor de sus dibujos. El anagrama empezó a difuminar sus formas, dejando a la vista un hueco circular. De él surgió una extraña figura de hierro labrado, con los mismos dibujos que antes había en el círculo de piedra. El hierro comenzó a retorcerse formando diferentes símbolos, hasta que, al fin, adquirió la forma de un pedestal. Repentinamente, en su parte alta, un antiguo libro empezó a aparecer en lo alto del atril. Beka lo abrió y comenzó a pasar sus páginas con cuidado. Sus hojas, delgadas y finas, parecían frágiles al contacto de sus manos. Pero no había poder en el mundo suficiente que pudiese destruir aquel manuscrito. Al cabo de unos minutos, la mujer encontró la sección de su interés. Allí, en unas pocas palabras, un conjuro mágico ayudaría a la joven en su quehacer. Con voz firme pero en un susurro, la Doncella Negra comenzó a leerlo mientras negaba de nuevo con su cabeza. Cuando acabó, una gota cayó en el centro de una de sus páginas, una lágrima que la mujer no pudo reprimir por lo que acababa de hacer. Inmediatamente después, otra gota más grande cayó en el mismo sitio, borrando la primera. Pero esta vez era de lluvia. Así, una tremenda tempestad se desató en el mundo como consecuencia de la fórmula recitada por la joven. Una enorme tormenta que inundó toda la tierra, barriendo de su faz a todo aquel que estuviera en ella. *** Un rayo de sol incidió sobre el rostro de la Doncella Negra, despertándola. Se había quedado dormida a los pies del atril y la llegada de aquella luz, símbolo del nuevo amanecer, la despabiló. La tormenta hacía mucho que había pasado, por lo que su cometido se había cumplido. Ya no le quedaba nada por hacer allí. Se levantó del suelo todavía algo adormilada y comenzó a caminar hacia la puerta que había utilizado para llegar allí. De pronto, ante ella, se encontró al mismo gato que acariciara anteriormente. El felino la observaba. Esta vez Beka no le prestó atención y se marchó de su lado. Pero al apartarse de él pudo sentir la magia que invadió el lugar, producto de la transformación que estaba teniendo lugar. Gaia llamó el aparecido. Nadie respondió a la llamada. Gaia repitió al cabo del tiempo.

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Y el mismo resultado obtuvo. Beka cambió esta vez, esperando mejor respuesta. Y así sucedió. La Doncella Negra detuvo su avance y se giró hacia el origen de la voz. Frente a ella ya no estaba el gato que dejara atrás, sino un joven, de similar apariencia a la suya. ¿Qué quieres? preguntó molesta la mujer. El acto que acababa de perpetrar no la complacía y esa era su forma de mostrar su disconformidad. Un pequeño grupo ha sobrevivido informó. La mujer sonrió ante aquellas palabras, pero no dijo nada. Sabes bien cuál fue la sentencia continuó el joven. La extinción total de la especie humana. La mujer asintió, contenta. Y eso hice. Recité el poema y la tormenta de exterminio fue desatada. Pero... No hay peros. Si han sobrevivido tienen otra oportunidad. El juez y los asistentes decidieron... ¿Cómo me has llamado? El joven no entendió lo que quería decir, pero aun así respondió. Beka fue su contestación. La Doncella Negra sonrió, burlona. Ese es el apelativo que me he impuesto yo. ¿Cómo me has llamado al principio? Gaia soltó en un lamento el hombre. Entonces yo decido en este punto. Los humanos tienen una segunda oportunidad. Y con aquellas palabras el aparecido se esfumó, dejando a la mujer allí sola. De pronto, la cabellera de la joven se transformó, tornándose corta y rubia, como en el inicio de los Tiempos. Y Gaia sonrió. Tributo a Within Temptation

ALBERTO PEÑALVER

España

Blog: athalberht.wordpress.com

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E

dgar tiene en sus manos la lamparilla mágica y llora por la brusca reacción de Helena que desesperadamente se la pide. —¡Solo dámela! —dice muy asustada— ¡Te libraras de esa maldición! Después de un largo forcejeo, consigue arrebatársela y va al garaje donde saca un martillo de la gaveta. —No es mi intención —repite Helena una y otra vez. Cuando está a punto de destrozar la lamparilla, oye una infinidad de voces que provienen de su interior. El día que visitó un bazar de objetos prodigiosos traídos desde el Medio Oriente, ubicado en la Cuarta Sur, encontró la lamparilla. Según el encargado del local, en ella estaba cautiva desde hace siglos Sherezade por una extraña maldición. Helena, emocionada por la historia, la compró. El día del cumpleaños de su caprichoso hermano, se la regaló y él corrió emocionado por toda la casa. Luego, con una de sus manos frotó la lamparilla, creyendo que saldría un genio para cumplirle sus deseos, aunque en realidad apareció Sherezade y le contó una historia. Todos los días el niñito escuchó entusiasmado los cuentos acerca de hombres que viajaron por el mundo en busca de tesoros y enfrentaron a monstruos mientras salvaban a princesas de reinos remotos. Semanas después, Sherezade fue ganándose astutamente el cariño de la familia hasta ser considerada como un miembro más de ella. Sin embargo, meses más tarde, Edgar dejó de asistir a la escuela para oír su dulce voz que poco a poco fue hechizándolo. Un día, cuando Helena iba a salir de compras al supermercado con sus amigas, descubrió a Sherezade tratando de meter a su hermano a la lamparilla.

SILVIO JOVARNY

México

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S

entirse encerrado debe ser peor que sentirse deprimido, digo debe ser porque jamás en la vida he estado deprimido, pero sí encerrado, no de la forma tradicional, no bajo llaves en un cuarto o en lo que debe ser lo insoportable de la cárcel. Pero sí me he sentido encerrado en mi propia vida, no pretendo ser cursi ni derramar lágrimas en mi relato, solo cuento como me siento. Encallado es una de las tantas palabras correctas para mi sentir, lleno de bronca, no de temor, solo de bronca. También de cobardía, podrían decir que cobardía es un sinónimo de temor, yo no estoy tan seguro, no temo al futuro, ni al presente, ni mucho menos a la muerte, pero me siento acobardado. Me resulta difícil cambiar mi vida, ya no quiero a los fantasmas rondando por mi mente, sin embargo siguen ahí. Podría echarlos, decirles que se vayan que ya no me molesten más. Pero no lo hago, seguramente no podría hablar con ellos, ¿conocen a alguien que hable con sus fantasmas?, yo no. Creo entonces que si no se es posible hablar lo mejor es actuar, hacer; entonces los fantasmas se irán. La otra mañana me levante con decisión, estaba a punto de terminar con todo, era hora del cambio, nada ni nadie me iba a detener, sería mi último día en aquel encierro de trabajo sin futuro, sería mi última mañana de angustia. Sin embargo me encallé, me detuve y el encierro nuevamente se apodero de mi pecho. Los fantasmas otra vez se rieron de mi, bailaron a mi alrededor con las máscaras de mi mujer e hijos. Pero yo sabía que ellos no eran los fantasmas, sino que yo era el principal, y el trabajo una especie de parca que amenazaba con mi pronta muerte si dejaba de concurrir a él, ese era mi temor no mi miedo, si es que existe tal diferencia, yo prefiero creer que sí. Cuando regresé a casa las cosas comenzaron a esconderse, objetos inanimados se burlaban de mí haciéndome quedar como un demente ante la mirada de mi familia. Mi mujer y mis hijos se encontraban parados frente a mi persona, observando como me movía para todos lados y miraba a mi alrededor buscando cada objeto que se había ocultado. “No me miren así —grité—, ¿acaso no se dan cuenta de que los objetos se burlan de mi?”. Era cierto, los objetos se burlaban de mí, pero claro estaba que mi mujer no lo creía, y tomó mi actitud como un ataque de nervios que rozaba la locura. Solo el más pequeño de mis hijos me creyó y me ayudó a buscar los objetos que corrían de mí. Para justificarme encontró un cenicero que yo había visto bajar de la mesa, lo encontró justo al borde de la pata del mueble, se lo expliqué a mi mujer quien me dijo que el cenicero solo se había caído de la mesa. Luego tomó al niño de la mano y le dijo que ya no me siguiera la corriente, que lo único que hacía era confundirme más. Pero yo no estaba confundido.

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De seguro toda aquella situación extraña tenía que ver con el estancamiento de mi vida, algo estaba pasando y tenía un porqué. Mi mujer llevó a los chicos a su habitación y les ordenó que se quedaran allí jugando; luego me indicó a mí que me sentara y la escuchara. —¿Por qué haces esto, porque te comportas como un loco? Las palabras de mi mujer me herían, yo no me comportaba como un loco, yo no estaba loco. Las cosas se movían y se ocultaban de mí, ¿qué culpa tenía yo de eso? —¡No me comporto como un loco!, realmente me ofendes, las cosas tienen movimiento. Sino, ¿por qué no puedo encontrar mis llaves? —Porque nunca las encuentras, porque siempre las dejas en cualquier lado. Aquello tenía sentido para mi mujer porque era cierto, siempre dejaba las cosas en cualquier parte, pero esta vez era diferente, yo había visto a las cosas moverse. La charla concluyó sin dejar nada en claro, al menos para mi mujer que me creía loco. Me acosté pero no tenía nada de sueño, mi esposa dormía profundamente. La luz estaba apagada pero yo distinguía perfectamente la habitación, es que mi vista se había acostumbrado a la oscuridad de la pieza. Entonces sucedió nuevamente, no pude ver como la mesa de luz de mi lado se movió, pero pude darme cuenta cuando traté de prender la lámpara veladora para buscar en el cajón de aquella mesita unas pastillas que me ayudaran a dormir. La mesa de luz se encontraba junto a la puerta del dormitorio cuando debería estar junto a mi cama. Mi primera reacción fue querer despertar a mi esposa, pero claro que no lo hice, no tendría ningún sentido aquel fin. Entonces solo me quede mirando fijamente a la mesa de luz esperando ver su movimiento, pero la muy vil no se movía. De repente escuche un ruido como si alguien arrastrara un mueble, era la mesa de luz de mi mujer que también se movía y se depositaba en el rincón de la pared. Creo que a cualquier persona que le sucediese algo similar relacionaría a semejantes hechos con los fantasmas y espíritus molestos. Pero yo no lo hice, no creía que espíritus rondaban mi casa con el fin de asustarme, para mí era más sencillo: las cosas tenían movimiento. Todos los objetos de aquella habitación comenzaron a moverse, el placar se adelanto hasta el borde de la cama, los zapatos de mi mujer comenzaron a pasearse por toda la pieza causando un ruido que despertaría a cualquier persona; sin embargo mi mujer seguía durmiendo muy profundamente. La noche se pasó en un parpadeo viendo a todos los objetos moverse y danzar. El despertador sonó anunciando la hora de levantarse, pero yo no había dormido en

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toda la noche. Mi mujer se desperezó y estiró el brazo para apagar el despertador que se encontraba en su mesa de luz. Desde ya que no pudo dar con ella, el sonido del despertador la ponía de mal humor y era peor si no lo podía apagar. Salió de la cama al borde del insulto, y de hecho lo pronunció cuando descubrió el terrible desorden que había en la habitación. Por fin localizó el despertador, lo apagó y siguió pronunciando insultos dirigidos a mí. Claro está que ella me culpaba de que las cosas del cuarto no se encontraran en su lugar, ¿y yo como iba a explicarle que nada tenía que ver con ello? Solo escuché los insultos de mi mujer en silencio, no le dije que las cosas se habían movido durante toda la noche, pero tampoco le di la razón de ser yo el culpable. Solo me vestí y me dirigí al trabajo que tanto detestaba. No tenía ganas de realizar mi trabajo, como me pasaba siempre, pero la diferencia fue que esta vez no lo realicé, sino que me encerré en el baño a pensar lo que me estaba pasando. Pensé por qué había tardado tanto tiempo en descubrir que los objetos inanimados en verdad no eran tal cosa, pensé por qué nunca antes los había visto moverse. Tal vez era porque nunca antes se habían movido delante de mí. Golpearon la puerta del baño varias veces, me preguntaron si estaba descompuesto y toda esa sarta de estupideces. Yo no respondí, entonces siguieron preguntando y pude notar que en sus tonos de voz comenzaba a reinar la desesperación. Tal vez pensaban que estaba muerto en el excusado, que había muerto mientras cagaba. Entonces decidí salir antes que ellos decidieran tirar la puerta abajo. Una vez fuera del baño mis compañeros volvieron a preguntarme lo que ya me habían preguntado, yo seguí sin responder y me dirigí a la oficina del jefe para presentar mi renuncia. Me sentí realmente libre, el encierro había dejado de presionarme el pecho. No sé cómo ni por qué pero las cosas en movimiento habían ayudado a que yo por fin tomara aquella decisión. Ahora estaba seguro que los fantasmas dejarían de rondar mi cabeza por siempre. Llegué a mi casa muy calmado, saludé a mi esposa e hijos con el placer de quien no carga nada sobre sus hombros, ninguna responsabilidad maldita. Busqué en la heladera una cerveza fría, sentía muchas ganas de beber, pero no la encontré. Yo no era muy habitúe a tomar alcohol entre semana. Entonces solo me senté en el sofá y les pedí a mi esposa e hijos que se sentaran junto a mí. Los niños obedecieron alegres, pero mi mujer siguió parada con cara de enfado. Al parecer ella no compartía mi felicidad. Al rato mi mujer envió a los chicos a su habitación, y entonces sí se sentó junto a mí en el sofá.

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—Debes ver a un psicólogo —me dijo con tono serio. —¿Por qué debería de hacer tal cosa? —¡Porque no estás bien! —Yo estoy bien, sé que no me crees cuando te digo que los objetos de la casa se mueven, y no estoy diciendo que haya fantasmas en la casa, solo se mueven. No quiero obligarte a que me creas, no lo intentaré, porque creo que tarde o temprano dejarán que tú también veas cómo se mueven. —¡Por favor!, ¿acaso escuchas lo que dices? Las cosas no se mueven, es irreal, yo nunca veré tal cosa. Era cierto, mi mujer jamás vería tal cosa, pero no porque una taza no fuera capaz de decidir sus movimientos, sino porque ella era diferente y jamás cambiaría, y una silla no se correría por su cuenta del borde de una mesa ante una persona como ella. Lo peor fue cuando le comuniqué a mi esposa que había dejado mi empleo, que quería empezar una vida nueva y que no necesitaba del trabajo para hacerlo. Por supuesto que aquello terminó de desesperar a mi mujer. Entonces me abandonó, se llevó a los chicos para que no los arrastrara hacia mi locura. Dijo que cuando yo volviera a ser el de antes volvería a ver a los niños y tal vez también a ella. Pero yo no quería ser el de antes, y tal vez tampoco quería volverla a ver a ella. Pero que injusto era que se llevara a mis hijos, de seguro ellos veían a los objetos moverse, pero no lo comunicaban porque era algo natural para sus mentes puras y maravillosas. Había tardado muchísimo tiempo en tomar dicha decisión, había tardado muchísimo tiempo en dejar de sentirme acobardado. No podía volver atrás, no tenía sentido hacerlo. Me senté en el piso, no quería molestar al sofá, pero él se acercó hasta mí invitándome a hacerlo. Entonces me senté en él y contemple a todos los objetos de la casa pasearse libremente por todo el lugar como si fuera una película animada. Mi nueva vida había comenzado, sé que es extraño, algunas personas son afines a otras personas, otras a los animales. Pero yo era afín a los objetos equívocamente llamados inanimados, ellos me guiarían a la libertad de una nueva vida, si ellos podían moverse, yo tranquilamente podía comenzar una nueva vida casi surrealista presente en mi mente, despojada de fantasmas y de una esposa incrédula. Solo debería conseguir ver a mis hijos, y así mi libertad seria completa.

JAVIER JUST Argentina

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CONVOCATORIA #2ESTACIONES

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