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© de los cuentos: Sus autores © de la edición: Renate Mörder y Federico Marongiu © de la publicación: El Narratorio Ediciones, 2022 www.elnarratorio.com.ar
Queda hecho el depósito que indica la Ley 11.723 Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin la autorización de los titulares del copyright. Edición Digital de Distribución gratuita. El Narratorio Ediciones
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Todo empezó casi por accidente. “Vamos Luli que llegamos tarde,” gritaba mamá desde el pasillo. Yo luchaba con ese pelito que siempre se me levanta de la colita. Lo achataba, lo empapaba. El maldito siempre sobresale entre los otros de mi cabeza. Como una loma de burro. Tan, pero tan molesto. “Luli, ¡vení YA!” Salí disparada. Mamá mucha paciencia no tiene y menos cuando está de mal humor. Esos días andaba peor que nunca. Con cara de culo, y tan irritable por todo. Unos días antes quise dejar las arvejas y gritó tan fuerte que no me quedó otra que meterme las asquerosas en la boca. Una por una y tragar porque la tenía enfrente y no podía escupir sin que se dé cuenta. Fue raro porque casi siempre me deja saltear cosas que no me gustan. Es papá el que me obliga. Una vez me hizo comer el mismo plato de guiso por tres días hasta terminarlo. ¡Tres días! Al final solo quedaron las papas y mamá me las perdonó cuando estábamos las dos solas. Pero en esos días no: mamá me obligaba a comer las arvejas. Quizás por eso estaba de mal humor. Se habría cansado de que yo sea tan picky. No quedaba otra, tocaba comerlas. Taparme la nariz y tragar. Solo me pude tapar la nariz una vez igual, porque mamá me retó: “¡Por dios! Sos una dramática”. No respiré en los siguientes bocados. Tragué rápido pensando en Sambo, mi perro. Pensar en algo feliz me ayuda a controlar la cara de asco. Solo quiero explicar porqué es que salí disparada por el 6
pasillo esa mañana así se me perdona la torpeza. Es que cuando agarré la mochila del piso el párroco se cayó. Digo que se cayó, porque juro por dios que —torpe como estaba— ni lo toqué. Solo cayó, estoico. Sí, estoico. No es una palabra normal para una nena de trece, lo sé. Es que papá está obsesionado y se la pasa hablando de los estoicos. Alguien estoico es alguien que controla sus sentimientos, que no se hace mala sangre por tonterías. Los ídolos de papá: Marco Aurelio y todos esos. “Basta de quejarte, Luli, no vale la pena hacerse mala sangre por lo inevitable.”
Para mí, la gran pregunta es qué es
inevitable y qué no. Comer guiso: claramente evitable, a mi criterio. En fin, el párroco de madera cayó de costado y derechito como estaba siempre. Rebotó contra el piso una vez y quedó tirado en el suelo. Sin quejarse, como buen estoico. Nadie se dio cuenta así que casi que no le doy bola, el apuro
de
mamá
era
más
importante.
Pero
en
un
microsegundo apareció el pensamiento: “Luli, levantalo.” Lo intenté callar, pero no se rendía. “Luli, levantalo.” Era como el susurro de un diablito, igual que en las caricaturas: un demonio invisible sobre mi hombro izquierdo. “Luli, levantalo u hoy en el recreo nadie va a querer jugar con vos”. Lo miré al párroco. Papá viajaba siempre por trabajo y este era uno más de sus tantos souvenirs. Mamá se quejó muchísimo de esta tanda mexicana. Me acuerdo de sus palabras cuando papá abrió la valija. “¿Cómo te da el tiempo para comprar tantas boludeces si vas allá a laburar, Willy?” 7
Papá no contestó y empezó a sacar los monstruos. Me pasó dos esqueletos de azul chillante, cubiertos en brillantina. Después sacó tres máscaras: la cara de un jaguar, un águila con un pico que parecía la nariz del abuelo, y —la que más miedo me daba— un diablo con pera puntiaguda y una chivita de pelos de caballo. Mamá no controló su cara de asco. Debería empezar a pensar un poco más en Sambo, como hago yo. Esta madera huele a podrido dijo con las cejas entrecruzadas. Es que las artesanías no eran los únicos monstruos que papá traía en su valija. Viajaron con él también decenas de termitas. Mamá pasó diez días estudiando a las artesanías con sospecha mientras limpiaba el halo de polvo azafranado que largaban. Terminó tirando todo a la basura. Todo excepto al párroco, claro. Cómo
sobrevivió fue un milagro. El párroco era
consciente de su fortuna. Siempre miraba para arriba con esos
ojos
de
madera
que
tenía,
redondos
y
desproporcionados. Le agradecía a los cielos todos los días por haberlo salvado de las termitas. De las termitas y de la rabia de mamá. Volviendo al día de mi torpeza… Cuando llegué del colegio, lo encontré al párroco en la entrada de casa, donde estaba siempre. Parado derechito con su piel ocre, la túnica amarilla y una mano extendida para adelante. Tenía la misma expresión de siempre, ojos para arriba. Inmutable. Paré en frente y dije “Gracias” bien bajito para que nadie 8
escuche. Al día siguiente cuando pasé por su lado no pude evitar tocarle la mano. No tenía pensado hacerlo. Casi que me había olvidado de lo que había pasado el día anterior. Pero cuando pasé por su lado volvió la vocecita: “Luli, tocalo u hoy no vas a pasar la prueba de matemáticas.” Es que al principio tocar al párroco no era más que una costumbre inocente de todas las mañanas. Para la buena suerte, nada más. El diablito hinchaba solo cuando pasaba al lado del párroco. Apenas le tocaba la mano se callaba. Pero un día que escuché a mamá llorar en su cuarto el diablito apareció fuera de hora. Seguí mirando Vaca y Pollito, pero la vocecita no se iba. “Luli, ya sabés qué hacer para que tu mamá pare de llorar”. Volví al párroco y le toqué la manito que me esperaba extendida. En los días siguientes la voz apareció más seguido. A veces me pedía que lo toque al párroco dos veces, a veces más. También se volvió más exigente. La cantidad de veces que lo tenía que tocar tenían que ser siempre pares. Después tenían que ser, además, números redondos. Una noche estábamos en la mesa con mamá y le pregunté dónde estaba papá. Me dijo que no la hinchara. Con el tenedor hice un agujero entre las arvejas para dar la impresión de que las estaba comiendo. La volví a mirar a mamá, “no quiero más, ma”. Hablé con la voz más dulce que pude forzar. Mamá me miró fijo y los ojos se le incendiaron. Con la voz temblorosa empezó: 9
¿Quién se cree que es? Yo acá sola, a cargo de todo. Él viaja... ¡Hace lo que quiere y tiene a quien quiere, cuando se le canta! Que se vaya a la mierda, él y todas sus porquerías”. Pinché una arveja. Solo una. Me la metí en la boca y la aplasté con la lengua en el paladar. Tragué. Pensá en Sambo. Pero no podía. Solo podía pensar en el párroco. Andá a tocarlo. Andá a tocarlo, ya. Mamá tenía los codos sobre la mesa, y se sostenía la cara con las dos manos. Le caían lágrimas tan grandes que mojaban las arvejas dentro de su plato. Si no lo tocás, papá no vuelve nunca. Si no lo tocás, mamá muere de tristeza. Miré la puerta del comedor y estiré un piecito. Mamá estalló: ¿Dónde te pensás que vas? Todos acá se las quieren picar. Todos siempre dejándome siempre sola. Pensá en Sambo. Mamá muere de tristeza. Pensá en Sambo. Papá no vuelve. La miré a mamá una última vez. Qué asco me daban sus arvejas mojadas. “Tu papá no vuelve, Luli”. Se soplaba los mocos con una servilleta de papel. Estiré otra vez el pie. Tenía el diablito sobre el hombro, más enrabiado que nunca. Andá a tocarlo, ¡ya! Salté de la silla y corrí a la entrada de casa. Pero cuando llegué, el párroco no estaba. En su lugar había un círculo perfecto de descoloración. Me tiré al suelo. Apreté un dedo en el centro del círculo. Apreté una vez, dos veces, tres veces… cuatro veces. ¿Qué hacés Luli? ¿Qué estás haciendo? Mamá me 10
miraba desde arriba. Cinco, seis. Tenía que llegar a un número redondo. Siete, ocho. Basta, Luli. ¿Qué hacés? ¡Basta! Nueve… Diez. Me tiré panza arriba, desplomada. Abrí los ojos, grandes y redondos como los del párroco, y lloré. Hice todo para evitarlo, ma, hice todo. *** Al final papá sí volvió de ese viaje. Desde el aeropuerto pasó hoy a buscarme. Por suerte no bajó del auto para reclamar sus monstruitos mexicanos porque mamá terminó de tirarlos a todos. En el auto estamos los dos en silencio. Llegamos a una casa chorizo de Palermo. Se va a quedar acá un rato, dice. Abre la valija más grande y empieza a sacar sus cosas. Me pasa un esqueleto rojo, con un sombrero de Mariachi y una sonrisa exagerada. Después agarra un bulto de ropa. Lo pela: capa por capa de remera, buzo, calzón. Llega al corazón que la ropa protege y saca una estatuita de madera. Es una figura humana de formas finas, tallos rectos, y un brazo extendido con la palma hacia el cielo: un nuevo párroco. Lo sujeta con delicadeza y lo deja en la entrada. Ahí queda, firme e inmóvil. Un buen estoico.
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“Alejandro de 2do B, te amo, soy de 1ro A quien te escribe”, lo leí en la mesa del escritorio que ocupé en la reunión de maestros que había organizado, a última hora, el director del colegio en el que trabajé ese año. En el aburrimiento que me causaba la lectura del acta me imaginé a la niña apoyada en la mesa grabando con decisión su sentimiento. A la siguiente reunión llegué tarde y caí en la silla de la vez anterior, noté dos nuevas líneas de texto hechas con la bolilla del lapicero. Las leí en orden. “No sé cómo te llegaste a fijar en Mirella, aunque tú la quieras a ella, yo te amo”, reclamaba al colegial que le había robado el sueño para luego reprenderlo: “Te lo dijeron, pero no escuchaste; ella juega siempre así, yo jamás te hubiera hecho eso...”. Olvidé a la autora anónima y apasionada por un tiempo, estuve repasando las teorías pedagógicas para la evaluación que nos tomó el Ministerio. Cuando volví a tener la mente despejada, al pasar por el edificio con los salones de secundaria, la recordé, me metí al aula que estaba vacía a esa hora, revisé la esquina dedicada para sus confesiones y sí, había una nueva inscripción en la madera: “Me gusta mucho hablar contigo, gracias por ser un buen amigo”. Esta historia promete un futuro, me dije y me sentí su confidente. Así fue, en la siguiente reunión no escuché las ideas que daban los tutores para la celebración del día del estudiante y no levanté la mano para votar por una de las tres propuestas que anotaron en la pizarra, mi cabeza volaba en el cielo que había raspado la niña: “Ayer fue el mejor día de mi vida” y 13
adjuntaba dos puntos y el signo de cierre de los paréntesis. Sonreí con ella. “Te amo, Alejandro”, era todo lo que había dejado para mí, su ávido lector, dos semanas después. Me alegró mucho saber que aquella ilusión había prosperado. En la siguiente visita solo encontré un corazón que enjaulaba a dos letras mayúsculas. Me fui rizando su idilio con una rima de Bécquer, aquella que me había calado de adolescente: “Hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado... ¡Hoy creo en Dios!”. Fue a fines de octubre que prolongué mi paseo del recreo, llegué al salón de la colegiala a la cual deseaba lo mejor sin todavía conocerla, me apoyé en su mesa con el optimismo de hallar un signo de su inconmensurable alegría, pero su última nota encendió mis preocupaciones: “Creo que aún la amas, qué puedo hacer para evitarlo”, suscribió. Cautivado y molesto por el giro del romance volví los siguientes viernes para notar que la situación empeoraba. Primero publicó con letra tormentosa: “Traicionaste nuestro amor, no es justo lo que me hiciste”; luego un dilema que parecía había resuelto: “Te amo y te odio”; a ello vino una efímera resolución: “Ya elegiste, que te vaya bien con ella” y la manifiesta tristeza ante el amor perdido: “Cómo quisiera no pensarte en cada minuto de mi vida” y dos puntos y el signo de apertura de los paréntesis. Yo estaba enojado porque no podía entender lo que había hallado al visitar su clase: “Lucharé por ti Alejandro, te amo”, leí su pésima decisión e iba ya a buscar al muchacho para reprenderlo como el padre o el hermano de aquella niña 14
al ver que estaba jugando con el corazón de esa criatura y, con el mismo paternalismo, a regañar y confortar a la escolar para que no se desviva en ese amor falso y deje de una vez de perder
el
tiempo;
pero
se
anticipó
su
determinación
subrayada: “Te amo, pero más me amo yo, adiós”. Llegó la sensatez y con ella varias semanas de silencio que me tranquilizaron. En la reunión, la última del año para coordinar la ceremonia de la clausura y la entrega de los diplomas, recapitulé lo que había ocurrido en la vida de la colegiala, historia consignada en ese fragmento de madera quiñada en sus esquinas, y deduje que la declaración de amor propio había sido el punto final de esa primera experiencia del corazón que le había tocado vivir porque ella no volvió a escribir. En la última semana de clases todos estaban atareados. Los estudiantes presentaban las tareas pendientes, daban los exámenes finales y perseguían a los profesores por el medio punto salvavidas; los profesores promediaban las notas finales, llenaban las sábanas de registros y se compadecían de los que necesitaban ese medio punto para salvar el año y sus vacaciones. Cumplí con entregar mis documentos el viernes, dentro del plazo que nos dieron y, tras firmar el último reporte de asistencia, me despedí de la secretaria que batallaba con la computadora; crucé la cancha de fútbol, subí a la vereda en la que volaban las hojas de los cuadernos que habían destrozado los efusivos alumnos que el próximo año conocerían el mundo real y pensaba en la suerte de esos 15
muchachos cuando vi, por la puerta abierta del salón de Primero A, a alguien que aún no se había ido, era una figura alta y delgada que con fervor escribía sobre aquella carpeta que yo conocía. Estaba seguro de que era ella, dejé que terminara de grabar lo que quería decir. Al salir nos miramos, era una niña delgada que llevaba una trenza larga y un listón blanco. Sonriendo me saludó con respeto y en respuesta le deseé una feliz Navidad. Esperé a que ella atravesara el enorme portón del colegio y cuando lo hizo ingresé a su clase que lucía adornada con bastones rojos y estrellas doradas. Encontré el mensaje o el recordatorio que había hecho antes de salir de vacaciones, me acerqué lo más que pude a su corazón y leí, releí y cada vez que volvía a repasar su escrito me conmovía más la inocencia que cabía en esas siete palabras, todas dictadas por el dolor del primer amor que la había lastimado: “Te superé y juro no volver a enamorarme”. Sin pensarlo mucho saqué mi bolígrafo rojo y puse una equis sobre una de las palabras, sobre el adverbio de negación, sobre el “No” para que me entiendan. Fue mi mensaje para ella y para él. “Profesor,
¿por
qué
lo
hizo?”,
me
preguntan
los
estudiantes a los que les cuento esta historia que es tan auténtica como cualquier primer amor y les respondo, siempre y cuando no logren deducirlo: “Para que ellos y ustedes entiendan que el verdadero triunfo frente al fracaso es aprender de él y volver a intentarlo, sin miedo”.
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Vicky fue la única persona que me recibió con los brazos abiertos cuando nos mudamos a Ituzaingó. Yo tenía un poco más de trece y con ella nos llevábamos solo un par de meses. Ella iba al colegio de las monjas, por eso le supliqué a papá que me anotara en la misma escuela. Sabía que, si me iba a costar adaptarme a mis nuevos compañeros, tendría, al menos, una amiga donde refugiarme. Ambas vivíamos en la misma manzana, ella en la esquina al fondo de un almacén que atendían sus padres. Vicky tenía un hermano, Miguelito, dos o tres años mayor que nosotras y no nos daba la mínima pelota. Nos ignoraba al punto de echarnos cuando aparecían sus amigos. Siempre nos gritaba que ambas éramos dos pendejas insufribles. Él era grande, yo lo tenía claro. Yo vivía más tiempo en la casa de Vicky que en mi casa, no había tarde que no fuese a tomar la merienda y hacer los deberes. Ella sabía que me enloquecen los triangulitos de hojaldre cubiertos de azúcar, por eso se arriesgaba a un castigo, escabulléndose en el depósito donde guardaban las latas de galletitas para robar unas cuantas para mi. Cuando Vicky cumplió catorce, el padre le construyó una piecita en la azotea a la que podíamos acceder a través de una escalera caracol de metal desplegado. Según me había contado, su mamá consideraba que ya estaba muy grande para seguir durmiendo en la misma habitación con su hermano. Ese
cuarto
era
nuestra
guarida,
el
lugar
donde
imaginábamos todo. Qué sería de nuestras vidas cuando termináramos el colegio, cuántos hijos tendríamos, sus 18
nombres. Era el lugar donde fumábamos los fasos que le quitábamos al atado escondido bajo el colchón de Miguelito, donde pegábamos sobre la pared posters de los actores de las novelas y donde un día cambió por completo el sentido de mi vida. Eso sucedió cuando su tía Amalia decidió volverse a España. El dictador Franco ya no era una amenaza y podría volver a vivir, con su amiga, como se le cantaba en su tierra natal. Antes de irse le regaló su tocadiscos y un par de vinilos que estaban flamantes. Hasta ese momento, si bien nos gustaban los chicos, ese día fue distinto. Un germen había empezado a hacer efervescencia en mi. Todas mis muñecas fueron al baúl y mi jueguito de té pasó al olvido. Sobre su cama vi por primera vez la tapa de un disco de los Beatles. Yo no sabía quiénes eran, si bien había escuchado algunas de sus canciones por casualidad. El long play con letras rojas se llamaba “Please, Please, me”, estaban los cuatro de Liverpool con sus flequillos característicos asomados en un balcón, lampiños como niños, mirando al mundo como si todo les chupara un huevo. Cuando tuve esa tapa entre mis manos le pregunté a Vicky cómo se llamaban cada uno de ellos. Sin titubear le confesé que estaba perdidamente enamorada del segundo empezando por la izquierda y que no se le ocurriera gustarle a ella. Ese era Paul, mi adorable Paul McCartney. Un cosquilleo me recorrió todo el cuerpo cuando conocí a ese muchacho en esa portada. Como por arte de magia se había convertido de pronto en el amor de mi vida. 19
No sé si fue para quedar bien conmigo, Vicky me dijo que a ella no le gustaba, que prefería al primero de la izquierda ya que lo veía más masculino, ese chico era Ringo Starr. A partir de ese día, nuestras calificaciones en la escuela empezaron a bajar estrepitosamente, ambas escuchábamos los dos lados del disco una y otra vez durante toda la tarde en vez de hacer la tarea. Bailábamos alocadas sacudiendo nuestras cabelleras como si estuviéramos poseídas por un demonio. Lo único que nos importaba en la vida eran esos dos chicos de un pueblo lejano de Inglaterra que se habían convertido
en
nuestro
ideal
de
hombre
y
a
quienes
hubiéramos donado cualquiera de los órganos de nuestros pequeños cuerpos por el solo hecho de tener nuestra primera relación sexual con ellos. Desde que escuchamos “Twist and Shout” y “I saw her standing there” el mundo empezó a girar en sentido contrario. Estábamos en contra de todo, ya no nos importaba la escuela, ni las monjas, ni la religión, ni el castigo divino, ni siquiera nos importaban nuestros padres. Solo amábamos a esos dos melenudos que gritaban al ritmo del rock y hacían vibrar nuestros cuerpos como si una descarga eléctrica nos atravesara. Yo le escribía cartitas a Paul en mi diario, le decía que esperaba cumplir los dieciocho para poder viajar sola e ir a conocerlo personalmente. Traducía sus letras e imaginaba que esos versos estaban dedicados a mi persona. Era un amor platónico, un amor correspondido únicamente con el 20
sonido de sus canciones cuando apoyábamos la púa sobre el disco de pasta. Ese año nos habíamos llevado a marzo como cinco materias cada una. Fuimos castigadas duramente por nuestros padres todo el verano. Por suerte pudimos dar los exámenes y zafar de un castigo mayor. A pesar de haber pasado de año sin ninguna materia previa, en el nuevo año lectivo me habían restringido mis cotidianas visitas a lo de Vicky. solo me dejaban ir los fines de semana. Fue en esos días que, mientras escuchábamos “Let me do”, comenzamos a planear su cumple de quince. Debíamos de hacernos de más discos de los Beatles, o de alguna otra banda que nos gustara, teníamos que conseguir chicos para bailar, en la escuela de las monjas obviamente no los encontraríamos, pero invitar a los hermanos de nuestras compañeras era una gran opción. Vicky sugirió que no me preocupara por ese tema, que sin duda Miguelito iba a conseguir a toda su barra que no se perdían ninguna fiesta ni borrachos. Llegó el día, habíamos colocado guirnaldas en el patio detrás del almacén. Pusimos el tocadiscos arrinconado en una esquina, por las dudas que alguien se lo llevara puesto. Mamá me había comprado un vestido súper bonito y yo estaba feliz de lucirlo. Era mi primera fiesta de quince. La Betty nos había prestado algunos discos de los Rolling y de Creedence. Sabíamos que con esos teníamos suficiente para poder bailar toda la noche sin aburrirnos. La mamá de Vicky había preparado los sanguches triples y el papá, desde su 21
pieza, estaba atento a que ninguno de los pibes se hiciera el loco. Había CocaColas y Miguelito, a escondidas, trajo algunas cervezas frías del almacén. Estábamos felices, Vicky estaba hecha una reina. Me imaginaba que esa noche Paul iba a tocar el timbre de la casa de los gallegos e íbamos a bailar apretados, soñaba con bailar “Yesterday” mientras mi amor me la tarareaba al oído. Me sorprendió que Miguelito me hubiese sacado a bailar y me dejé llevar por mi imaginación. Tomé un poco de cerveza, no mucho, quería saber lo que se sentía. Quería atravesar la barrera de lo prohibido. Miguelito me dijo al oído si quería subir al cuartito. Disimuladamente subimos por la escalera caracol
de
metal
desplegado
mientras
todos
estaban
enloquecidos por el ritmo. La música se escuchaba lejana, pero caliente. Él me besó de sorpresa en la oscuridad y yo no me resistí. La voz de Paul sonaba desde lejos y me gustó. Entre sombras, sobre la cara de Miguel, se dibujó la cara de mi Paul. Yo lo vi parado ahí y para mí eso era suficiente. Nos recostamos en la cama de Vicky. Hicimos el amor o algo parecido. No fue del todo placentero, pero necesitaba hacerlo. Al terminar, Miguelito con cara de preocupación me dijo “No digas nada”. Y nos prometimos guardar el secreto para siempre. La vida siguió como si nada hubiera pasado, aunque para mí Paul, esa noche, me había convertido en mujer.
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Aprendí a jugar ajedrez a los cinco años viendo cómo jugaban mi padre y mi hermano mayor. Debió haber sido en verano la primera vez que jugué contra mi padre, pues recuerdo que hacía un calor insoportable. Él aceptó jugar conmigo aquella mañana que me vio colocar las piezas en el tablero. “Está bien, pero el rey siempre se coloca en un color opuesto”, me dijo mientras rearmaba el tablero para que el rey blanco ocupara el escaque negro y el rey negro, el escaque blanco. Ahora sí, frente a frente, lanzaba con nerviosismo mi primera pedrada: P4R. Jugada primigenia, de quien no quiere arriesgar. P4R y su sonrisa inmensa. Sabe que frente a él va forjándose un guerrero que con atrevimiento e impericia lo ha retado. Salta el corcel a 3AR con la clara idea de tomar el peón, pues el tema posicional de dominar el centro aún no lo conocía. C3AD. No iba a dejar que tome el peón. Ahora, ¿cómo consigo ventaja? A5C. Un paso lleva a otro y este a infinitas posibilidades donde el cielo y el infierno se funden. Empecé ese día a transitar caminos nuevos, a sentir el paso del tiempo a un ritmo distinto. Creí ver el futuro, pero mi padre en veinte movimientos me volvió a la realidad. Dentro de mí el grito del rey vencido pugnaba por salir sin poder hacerlo. Vinieron revanchas. Vinieron derrotas. Apabullantes unas, vergonzosas otras. Las que más me dolieron fueron aquellas donde perdí por errores garrafales, imperdonables. Errores de principiante. Errores de quien cree que puede llegar a la Luna solo dando saltos. Errores de quien cree que 24
el ajedrez consiste solo en saber cómo se mueven las piezas. A los siete años mi padre me regaló mi primer juego de ajedrez. Fue para mi cumpleaños. La inmensa caja cabía con gran esfuerzo entre mis brazos. Me sentía como un soldado que portaba un arma súper poderosa. Bajé corriendo del viejo Opel azul del 67 para subir a mi cuarto, brincando los escalones de dos en dos y desoyendo la voz de mi madre que me pedía que me lavase las manos para almorzar. Desdoblé el tablero de ajedrez y ante mis ojos se expandía el universo. Tomé las piezas gozando del roce del plástico con mi piel. Formé ambos ejércitos desafiándose inmóviles. Imaginé que ambos reyes proferían arengas a sus súbditos. Imaginé que ambos reyes se insultaban. Imaginé que en esa batalla estaría jugándose el destino del planeta, de la humanidad. ¡Ave César, los que vamos a morir te saludamos! P4R moví lentamente, como quien rueda el balón al pitazo inicial del árbitro en un partido de fútbol. El silencio se hizo aún más profundo. Mi hermano mayor fue quien, sin saberlo, me entrenó. Veía que hacia jugadas raras. Gambitos. Celadas. Aperturas. Al inicio imitaba sus partidas anteriores, pero se dio cuenta que movía las piezas sin pensar mucho, por repetición. Entonces hacía una de esas jugadas raras de las que hablo, una especie de tijera o bicicleta mental al mejor estilo de aquellos futbolistas que se quitan al rival de encima para admiración de los espectadores. Veía al caballo saltar a una casilla inusual. Veía a la torre sacrificándose a costa de un alfil. Veía como su peón de alfil dama se dejaba dar muerte y 25
luego la duda: ¿defender ese peón de ventaja o no? He allí el dilema. A escondidas entraba a su cuarto y tomaba el libro de aperturas que no sabía dónde lo había conseguido. El autor era, si la memoria no me falla, Vasily Panov. Me empapé de la Ruy López o Española, pues implicaba no arriesgar un peón al estilo gambito de Dama, es decir, era ir a lo seguro. Cuando
jugaba
contra
mi
hermano,
usualmente
intercambiábamos alfiles y caballos y venían lentos finales donde solía ganarme. Luego, para despistarme, a mi P4R respondía P4AD. La bendita siciliana. La apertura que me hizo sufrir. De nuevo a buscar en el libro la forma de enfrentarla. Derrotas y más derrotas. ¿Acaso era más difícil neutralizar la siciliana que la contundente grulla de Daniel san? Papá no sabía de aperturas, de eso me di cuenta cuando su cuarto movimiento difería de lo que recomendaban los libros. Esa cuarta movida no podría tratarse de una trampa, pues había revisado incluso los análisis ante posibles variantes y esa jugada no aparecía por ningún lado. Papá no salía de su apertura española o de sus cuatro caballos. Aun así, me era imposible sacarle, aunque sea unas tablas. Una vez estuve cerca, pero mi peón de ventaja no llegó a la octava fila, pues fue neutralizado por sus dos peones y el rey, mientras que mi monarca miraba desde el otro extremo como la ventaja se desvanecía y volvía a perder. ¡Qué triste es ser rey y no poder movilizarte tan rápido como quisieras! ¿Qué hacer? Ni estudiando los libros podía ganarle. 26
Envidiaba a mi hermano mayor que, haciendo casi las mismas jugadas que yo, solía ganarle nueve de cada diez partidas que jugaban. La otra quedaba empate. Supuse que con la edad mejoraría mi capacidad para poder ganarle a ese señor gordo y con calvicie que siempre me derrotaba. ¿O habría algún atajo? ¿Algún camino oculto que aún no descubría? Mientras tanto observaba en silencio las partidas que jugaban esperanzado en que la iluminación llegase a mí, aunque sea lo suficiente para salir vencedor una sola vez. Eran pocos los vecinos del barrio que jugaban ajedrez. Unos cinco o seis. Amigos de mi hermano. Si mi hermano me llevaba seis años, sus amigos fácilmente podrían llevarme ocho o diez años. Jugaban entre ellos, pues supongo que verían en mi a un niño que no representaba reto alguno. Ganarme sería como un tanque alemán enfrentándose a un espécimen de la caballería polaca. Música de Wagner de fondo. Sin embargo, un día pasó algo. Analizaban una partida que mi hermano había perdido y yo salí de mi mutismo y propuse una jugada. Mi hermano me dijo que me callara la boca, que dejara a los maestros hablar, pero su amigo dijo: “oye, esa jugada es buena”. Se hizo el silencio y analizaron sobre mi propuesta, claro que todo lo que vino después no lo había previsto: había desencadenado una tormenta
sin
querer.
Poco
a
poco
las
piezas
iban
abandonando el tablero. En el peor de los casos mi hermano hubiera obtenido el empate, que en posición inferior es honorable. “No sabía que tu hermano jugara bien”, le dijo uno de sus amigos. Yo hinchaba el pecho de orgullo, sin decir 27
palabra, pues sabía que las combinaciones posteriores a mi propuesta no habían estado ni por asomo dentro de mi cabeza. “¿Este?”, dijo mi hermano burlonamente, “no juega nada, es un huevón”. Los días posteriores fui como una especie de adoptado en el grupo: el encargado de poner las piezas sobre el tablero para que otros jueguen, el aprendiz la mayoría de veces, el consejero unas pocas veces, el chico que aprendía mejor estando callado. Era como si el señor Miyagi me dijera: “Observa técnica, Daniel san”. Aprendí que no bastaba con jugar de memoria si uno no le imprimía su estilo de juego, su personalidad.
Entonces
me
pregunté:
¿Cuál
es
la
personalidad de mi juego? Pasaron muchos juegos hasta el ansiado día en el que derrotaría a mi padre. Recuerdo que le cancelaron un tema en la universidad donde enseñaba y para matar el tiempo me dijo que jugásemos un par de partidas de ajedrez. “Anda colocando las piezas, mientras me preparo un café”, recuerdo que me dijo. A su clásico P4R respondí P3AD. Caro-Kann, dije para mis adentros. Mi padre hizo un gesto de extrañeza y como si fuera un reflejo movió su peón a 4D. Jugué lo mismo. Él respondió con C3AR. No importaba qué jugara él, yo me concentraba en armar mi defensa tal como estaba en los libros. Un par de movimientos después hizo enroque de rey y yo hice lo mismo luego. Cuando comenzó a mover los peones del lado de su monarca se me heló la sangre al sentir la proximidad de su ataque. Fui avezado, jugué P4TD buscando 28
contra juego por el otro lado, en una clara lucha de flancos. Intercambios por aquí y por allá de piezas menores y peones nos acercaban al final del medio juego. Sentía tener ventaja, pues dos de sus peones estaban doblados. Con todo el temor del mundo situé mi dama casi al centro del tablero, amenazadoramente, dando a entender que tenía el poder de destruir el mundo si le daba la gana. Noté un gesto de preocupación en mi padre, de estarse preguntando ahora qué hago. Siguió jugando por el flanco de su rey, una jugada a la que no le encontraba lógica: no creaba peligro, no fortalecía su defensa. Era una jugada de relleno, una que simplemente aguardaba mi próximo movimiento. Moví mi peón a 5T, ganando un espacio, ganando esa batalla sicológica de pasar a su territorio sin encontrar resistencia. Movió su caballo desde el flanco de rey hacia atrás, tratando de incorporarlo a la defensa del otro flanco. Retrocedí un alfil a la segunda fila para darle mayor alcance a su mirada hacia el flanco en el cual me estaba adentrando. Dos movimientos más tarde, un movimiento
de
peón
mío
evitaría
que
su
caballo
se
incorporase a la defensa. Movió un peón de su flanco rey con el propósito de distraerme, de retrasar mi ataque, pero aguanté la tentación de sacarle esa ligera ventaja física por seguir ganando ventaja posicional. Hubieran visto su cara cuando mi peón llegó a 6T y luego mi otra torre llegó para apoyar el avance. Se vio obligado a trocar su caballo por un par de mis peones. Decidí mover peones de mi flanco rey, de mi defensa, a fin de ganar espacio por la otra zona, la que estaba alejada del combate. Pensaba que en caso las cosas no 29
resultaban de un lado, podrían resultar de otro. Unos movimientos más adelante mi rey había avanzado apoyando el avance mínimo de los peones en su flanco. Del otro lado había conseguido que mi peón se situase en 7T. Intercambios posteriores hicieron que sacrificase su dama por una torre y mi alfil. Los pies me temblaban al sentir el triunfo cerca. Debía mantener la concentración y no cometer algún error estúpido. ¿Acaso se me iba a quemar el pan en la puerta del horno? Respiré hondo, moví la torre y al siguiente movimiento nada impediría que mi peón corone. Al llegar a octava fila pedí Dama y esta resurgió como un ave fénix. Mi padre, aun sabiendo que la victoria debía caer por su propio peso, siguió jugando. Me preguntaba a mí mismo qué esperaba para rendirse. Su negativa de inclinar su rey estaba haciendo que se me fuera el alma. Sus ojos miraban el incruento campo de batalla, cada rincón, cada espacio. Lo hacía lentamente. De pronto alzó la mirada, sonrió y extendió su brazo hacia mí. Allí estaba mostrándose la palma de su mano, rígida. Eso significaba que se rendía, que el hombre al que había visto por años como un superhéroe indestructible había sido vencido. Extendí mi brazo también. Nos dimos un fuerte apretón de manos. ¿Quién diría que el recuerdo de ese instante me acompañaría toda la vida? Había ganado la partida del siglo; ambos lo sabíamos y estábamos felices por ello. No era para menos, le había ganado al campeón del mundo, del universo entero.
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31
Mi padre acostumbraba abrir la ferretería por las tardes a eso de las cuatro. Fue un viernes, cercano al mediodía y después de almorzar, que me pidió que fuera directo de la escuela a verlo. Le dije que sí, sin extrañarme por el encargo. Era usual que me demandara estas cosas, aunque luego, se tratare de pavadas. ¿Lo sabe mamá? Mirá que después se preocupa si tardo en llegar, le recordé. Llegué y me quedé rígido delante del mostrador, como si fuese un cliente más, mientras él anotaba en su cuaderno de contabilidad sus números. Con cara seria y sin sacarse sus anteojos me ordenó que esperara unos segundos. A mi viejo lo tengo estudiado. Sé, que está buscando las palabras adecuadas para decirme lo que me quiere decir. Hoy, sospecho que no se trata de pavadas. —Hijo, tenemos que hablar de algo muy importante para tu vida —dijo mi padre. Afirmé con un leve movimiento de cabeza. —Este sábado por la tarde, irás a ver a una mujer de mi parte —dijo—. Se hospeda en la calle Bulnes casi llegando a Valentín Gómez, muy cerquita de la Plaza Almagro. Es un hotel de pasajeros. Preguntarás por ella y eso es todo. —¿De qué vamos a hablar? —dije con curiosidad. —Mirá Luis, son cosas de hombres —dijo mi padre—. No voy a profundizarlo, ahora. —¿Y si son cosas de hombres, por qué tengo que ir a ver a una mujer? —dije. —Porque hay cosas de hombres que se tratan con mujeres —sentenció mi padre—. Ella sabrá enseñarte… 32
cosas. Tenés catorce años y ya es hora de que seas hombre. Me quedé sorprendido por lo que me acababa de decir mi padre; esto de ser hombre a partir de esta edad. Entonces, ¿qué es lo que fui hasta ahora? —De esto ni una palabra a tu madre, ¿entendés? — finalizó mi padre. Al día siguiente por la mañana, mi madre me despertó temprano para desayunar sin antes recordarme que, para salir de casa, tenía que limpiar todo mi cuarto. Una vez que cumplí con su orden, llamé a Juan y nos citamos en la plaza. Le conté la conversación que tuve con mi viejo y Juan, ni se asombró de la propuesta. —Seguro que quiere que debutes con una mina —dijo—. Mi viejo hizo lo mismo. — ¿Vos ya estuviste con una mujer? —dije. —Obvio, ¡ya voy a cumplir los quince en pocos días! — dijo—. Lo que pasa es que no lo ventilo por ahí. Me quedo piola, ¿entendés? Me quedé pensando en todo este asunto, el resto de la mañana y mucho más, después de lo que me había insinuado Juan. Me provocaba un sinsabor que no me lo podía explicar. Miedo, tal vez. Pero, ¿miedo a qué? Recordé una charla de mis primos mayores, que comentaban como ellos habían ido a debutar a unos burdeles de mala muerte y decir que fue toda una decepción. Que no fue una experiencia positiva. “Ya te va a tocar a vos, sinvergüenza”, dijo uno de ellos. —¿Es tu primera vez? —me preguntó Yasmín. Ese fue el 33
nombre con el que se presentó la mujer que, de algún modo, marcaría mi vida. Mucho tiempo después, supe por otros, que se hacía llamar Marta o Ayelen o… —Sí —dije con cierto temor. Afuera de la habitación, se escuchaba el cotorreo de personas que entraban y salían de sus cuartos. Gritos de chicos y el ladrido perdido de algún perro. Un tema musical que sonaba opaco y que por esos días se convertía en hit: La balsa, de Litto Nebbia. Nada diferente a lo que sucede en el edificio donde vivo. Estaba algo tenso. Ella lo sabía. Me acarició la frente, me dio un beso en la mejilla y me pidió que respirara profundo. Cerrá los ojos, me dijo. Los cerré. El domingo por la tarde me junté con Juan en la plaza. Por mi rostro, presumió que ya era todo un hombre. Así se lo hice saber. Le conté con lujos de detalles todo lo que hicimos, una y otra vez. —Creo que Yasmín quedó con la boca seca de como la hice laburar —dije—. Fueron más de dos horas de placer y pura lujuria. Besos, caricias. Ella misma me pidió repetir, imaginate. Sabía que Juan comentaría esta escena por todo el colegio. Me sentí un verdadero macho y por eso imaginé que me ganaría el respeto y la admiración de los demás… Me despedí de Juan, caminando a paso firme. Seguro. Me percibía de otra estatura, como si midiese medio metro más. En la medida que me alejaba de la plaza y transcurrían las cuadras recorridas, mi cuerpo se fue encogiendo. Mi 34
espalda se encorvaba más y más y mis pasos, disminuían su velocidad. Mi ánimo tomó su verdadera dimensión. Esa tarde, experimenté el peso de una mochila que cargaba con las expectativas de mi padre, la de mi amigo y la mía propia. Era como iniciar una carrera universitaria contra mi propia voluntad y a pedido de mis mayores. Una carrera como la de abogacía o contador o cualquiera otra de formación liberal porque esta me daría en un futuro la prosperidad económica necesaria para poder ser el sostén de un hogar; o aquella sentencia que nos dice que no debemos expresar nuestras emociones porque los hombres, no lloran; o aquel otro pronunciamiento que nos indica que no debemos tener inclinaciones artísticas porque son cosas de vagos. Todos ellos, desafíos carentes de deseos y muchas de las veces no elegidos por uno. Ella hizo todo lo posible para que pudiera cumplir con este mandato. Me trató con mucho cariño. Me tuvo paciencia y me dejó dormitar por un buen rato en su regazo. —No le digas nada de todo esto a mi padre, ¿sí? —le dije a Yasmín. Me guiñó un ojo y luego, me dio un beso, en la boca. Para principios del año siguiente, verano del 79, en nuestras habituales vacaciones en las sierras de Córdoba, conocí a quien sería mi primera novia. Se llamaba Raquel, una chica de Villa Crespo, un lugar muy cercano a mi barrio. Recuerdo que junto a ella iniciábamos una relación que nos permitió experimentar nuevas emociones. Algo Diferente. Y así fue como pude asociar el deseo, con el amor. 35
36
La casa de abajo estaba vacía. Vacía de gente, pero repleta de muebles. Y habitada por almas inquietas, que a la noche lloraban con la intención de que nunca olvidáramos los lazos de sangre que nos ataban. Sin
embargo
—por
espeluznante
que
parezca—,
aceptábamos resignados que pasaran los años y, todavía, sus muros se siguieran expresando. Los muebles habían quedado como la trama del tapiz de emociones que debía permanecer allí: la memoria intacta. Eran la crisálida de piel vieja que envolvía los espacios y encapsulaba el tiempo para no advertir las ausencias. Cada
noche,
aunque
nos
tapáramos
los
oídos,
escuchábamos cómo sus súplicas tejían redes con hilos delgados
de
voces
moribundas.
Los
quejidos
subían
espiralados, se trepaban, invadían todo. Día tras día, ni bien caía el sol, se repetían las mismas frases, llamaban por su nombre a las mismas personas, con sollozos quedos nos hacían revivir esas últimas épocas penosas. Penetraban en cada uno de nosotros hasta perforar el corazón y martillaban sin tregua para seguir remachando la culpa, cada vez un poco más profundo. Me preguntaba qué había sido de mi infancia. Cómo transcurriendo por entre medio del dolor de los grandes; olfateando agonías, sueros pinchados a venas consumidas, discusiones y lamentos, había sobrevivido mi niñez. Qué clase de anticuerpos había generado esa nena para que, aún creciendo rodeada de una atmósfera viciada por recelos, pudiera reír y hacer monerías en medio del caos y la 37
desesperanza y los conflictos de los adultos. Las imágenes volvían desgranadas como una galaxia difusa, con ese fondo oscuro, sideral, poblado de secretos. La habitación de las muertes, para mí, también había sido un lugar de momentos divertidos y descubrimientos de tesoros diminutos. Por eso creo que no me daba tanta impresión. Recuerdo el ropero de roble, los cajones que olían a alcanfor. Ella enseñándome un reloj de oro salpicado con chispas de rubíes y brillantes incrustados, como bañado por rocío de sangre y de lágrimas. En el reverso, debajo de una tapita oculta, resguardaba una foto con la imagen de su madre. En ese pasado ancestral había demasiadas intrigas y oscuros sucesos de lágrimas y sangre. Descendíamos de un linaje trágico. Pero crecer entre historias truculentas facilita, luego, vivir con naturalidad lo incomprensible. De algún modo, esto explica que no nos pareciera tan raro dormirnos oyendo las voces. Algunos de nosotros, los que guardaban viejos enconos con los que habían partido, esparcían agua bendita con disimulo, gritaban mucho o levantaban el volumen del televisor para que los sonidos de los vivos se entremezclaran con los de los muertos. Otros se quedaron sordos con tal de no seguir atendiendo quejas antiguas. Yo me acostumbré a dormir con la cabeza tapada y, aunque las exhalaciones en la nuca traspasaran las cobijas, aprendí a conciliar el sueño con escalofríos en la espalda. Un año sucedió que, en el mismo lugar del jardín de abajo donde ella había hachado la parra, esa que cada verano 38
subía —reventada de racimos de uvas— a endulzar la pérgola de nuestra terraza, de pronto, sin que nadie la plantara (en teoría, los pajaritos habían transportado las semillas), creció una morera gigante y, cada septiembre, nos regalaba sus frutos. Los que quedaban a nuestro alcance, no tardaban en convertirse en dulce, pero los que caían en el cantero de la casa de abajo, unos sobre otros, iban formando un sustrato pastoso, color rojo oscuro que parecía sangre coagulada. Nadie quería bajar a limpiar y ese emplasto asqueroso quedaba a merced de las lluvias, las moscas y el paso del tiempo. Luego, se convertía en una especie de costra dura sobre las lajas, similar a una llaga gigante. Yo pensaba que era tan necesario que esa herida cerrara algún día, pero todos los años se producía el sangrado, la podredumbre y la cicatrización temporal, hasta la siguiente primavera. Y así, un poco magullados, con la lesión que no curaba replicada en nuestra cara interna, cada cual intentó buscar su propio destino, más allá de lo que parecía irrevocable. Llegó el normal desapego y, en un lento goteo, nos fuimos filtrando por la puerta de salida. Unos logramos sobrevivir, alguno no pudo escapar de los designios. Yo me convertí en nómada porque me aterraba la idea de quedar atrapada, nuevamente, entre paredes posesivas. No duraba más de dos o tres años en ningún domicilio. Ese era mi modo de no construir recuerdos duraderos ni afincarme ni crear lazos fuertes con las viviendas. Quería confundir a los espíritus errantes siendo yo más errante que los espíritus, para que me perdieran de vista. 39
Solo quedaron capturados dos de nuestro grupo, ellos no pudieron salir de la casa. En realidad, ya no quisieron hacerlo, porque habían comenzado a entrelazar su propio capullo. Se enojaban cuando los demás les sugeríamos cambiar de lugar. Ambos decían que era tarde para huir, que sin los ruidos de abajo, también perderían sus propias almas, arrancarían de cuajo las raíces, el sentido de sus vidas. Yo no regresé más. Pero
supe
que
un
hormiguero
de
magnitudes
inimaginables está levantando los pisos y pugna por ocupar la casa de abajo. Y que la herida no cicatriza y la costra es cada vez más gruesa. Y que las moras moran la casa de arriba. Y que nadie sabe donde están ellos porque los capullos quedaron vacíos. Y que ahora reina, en ambas casas, un silencio ensordecedor.
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41
Todas las mañanas salía de casa, fingiendo que iba al trabajo
de
lavacoches,
que
mi
tío
Alonso
me
había
conseguido. «Para que aprendas la lección del esfuerzo del trabajo», decía él. Al llegar a la esquina, doblaba hacia otra calle, bajaba hasta la glorieta Juárez, y subía una empinada cuesta que terminaba en la casa del morlaco. Allí siempre estaba el Calavera, fumando y escuchando música, con su eterna cara de rufián. Había sido expulsado de la prepa por haber tenido «el atrevimiento vergonzoso», así lo dijo el director, de escribir poemas en las paredes. Odiaba con ganas aquella escuela (años después se convertiría en un bar). Era un lugar que terminaba por tragarse a uno entre sus fauces lobunas, algo así como el Sarlacc, el monstruo dentado del desierto que aparece devorando hombres en Star Wars. Uno se sentaba en su butaca, y la vida y los años se le pasaban como un río; y luego estaba el director: un sujeto con aspecto de sapo, con una verruga enorme del tamaño de un garbanzo colgándole del cachete. El director me tenía tirria. Aquella vez enfureció, señalando que acabé ensuciando con mis pintarrajeadas los impolutos muros de su escuela. —¿Por qué lo hiciste, hijo? —Croó. Yo no podía despegar la vista de su cara de sapo, ni de su verruga, ni de su gruesa papada. Aquel espécimen me tenía hipnotizado. Sentía que en cualquier momento iba a sacar su larga y pegajosa lengua de anfibio para llevarme a su bocaza y tragarme. 42
—Solo quería expresarme —le respondí cínicamente, ante la mirada abnegada de mi madre, que no dejaba de plañir echa una Magdalena, y los ojos de un enervante color azul violeta de mi tío Alonso que, yo sabía, solo esperaba el momento oportuno para salir de allí, y tundirme el trasero a cinturonazos. Añejo resabio militar para disciplinar al chamaco y conducirlo por el camino recto. —Pues yo, para expresarme también, me iré a cagar a tu casa, hijo, a ver qué te parece —reviró el bufónido inflamando su gorda papada—. Señores —anunció a continuación—, el muchacho está expulsado. No lo quiero ver más por mi escuela. Es una manzana infecta, que amenaza con pudrir a los
demás.
Y
acto
seguido:
al
salir,
los
consabidos
cinturonazos propinados por mi tío Alonso hasta dejarme las nalgas amoratadas, y la consigna de conseguir un empleo lo más rápidamente posible. «Para que dejes de andar de vago y vándalo al andar escribiendo sandeces en las paredes», sentenció. El Morlaco vivía con su abuela. Una vieja sorda y miope que lavaba y cosía ajeno. Era un puertorriqueño grandote y con las piernas frágiles y chiquitas debido a la polio. Para andar, se movía con unas muletas que, cuando iba al baño, el Calavera y yo en plan de broma, se las escondíamos debajo de la cama, para hacerlo rabiar, viéndolo arrastrarse por el suelo como un caracol petacón, profiriendo un aluvión de maldiciones. El Calavera era musculoso, pero de baja estatura. Tenía todo el cuerpo lleno de tatuajes. Siempre utilizaba camisetitas 43
sin mangas para dizque presumirlos. Decía que sus tattoos siempre atraían a las mujeres, aunque nunca lo vi ligarse a ninguna. Una vez me hizo un tatuaje en el brazo: una lámpara de Aladino con un diablo fortachón y malencarado saliendo de ella. Mi madre y mi tío, al descubrirlo, pegaron el grito en el cielo, diciendo que después de ser expulsado y convertirme en “la vergüenza de la familia” (todos tienen una carrera universitaria), ahora me asemejaba a un horrendo presidiario. —Descubrimos un nuevo lugar para ir a chupar, y tú vendrás con nosotros, morro. Te hace falta vivir y descubrir la vida —dijo el Calavera, echando una calada a su cigarro de marihuana. Todo el cuarto apestaba a petate quemado. Al fondo se escuchaba Paranoid, de Black Sabbath, barbotada por la truculenta voz de Ozzy Osbourne. Yo no fumo mota. Me mareo con tan solo olerla, y no me gusta. El Calavera dice que la reacción depende de los ángeles o los demonios que cada uno cargue adentro. Por el bien de la humanidad, yo prefiero no averiguarlo. El Morlaco tampoco fuma. Él si se pone enfermo. Un día se puso a lloriquear quedito, después de fumar, cubriéndose la cara con la almohada, diciendo que su abuelita lo quería matar. «Me quiere matar con veneno para ratas», chillaba, cuidándose de que no le viéramos llorar. Se hace el hombrecito. Nos conoce, y sabe que, si lo descubrimos en la lloradera, no dejaremos de echarle carrilla. «Iremos
a
los
infiernos»,
murmura
el
Calavera,
sacudiéndose el humo gris que lo envuelve. «verás como te 44
gusta», dice. Yo no tenía idea a dónde me llevarían. Así que simplemente me limité a seguir sus pasos. Pues los infiernos no era otro lugar más que “La Suriana”, una de las cantinas más antiguas de la ciudad. Tenía una fachada desconchada de estuco blanco con el logo de la cervecería “Proscrito” (una calavera con sombrero y un espeso bigote, pendiendo por las cervicales de una soga), pintado en ella. Al entrar por sus puertas batientes de madera, uno inevitablemente se imaginaba ser un bravo vaquero perdido en el lejano oeste. Los mismos parroquianos se reunían ahí, desde hacía cincuenta años. Comían botana, bebían cerveza y jugaban al dominó. En ocasiones se liaban a una fichera. El lugar era regenteado por el señor Castrejón, un viejo barbudo, fumador y asmático, quien nunca tuvo el menor reparo en dejar pasar a menores de edad, con tal de que consumieran. Nos sentamos en una mesa aparte y pedimos unas cervezas a una mesera. La mujer las sirvió. Espumosas y sudando de frías. La mesera llevaba un ojo cubierto por un parche. Mientras las depositaba sobre la mesa, uno no podía quitarle la vista de encima, imaginando mil formas en cómo lo pudo haber perdido. Cuando clavaba la vista en nosotros con el único ojo que le quedaba, nos hacíamos los distraídos, fijando la vista hacia otro lado. Un grupo de hombres atrincherados en otra mesa, jugando cartas y tomando caballitos de tequila, no dejaban de otearnos con su mirada lobuna, como diciendo: «ustedes 45
aquí no son bienvenidos, fuereños». Quizá éramos para ellos un trío de chamacos advenedizos, unos invasores ocupando su territorio marginal. El lugar me gustó. Era algo químico que hacía vibrar mis sentidos. Era una mezcla de olores, a cerveza, marisco, orines, sudor, perfume barato, y sexo. Olores corrientes enarbolados con un aura de peligro que se respiraba en el ambiente.
Un
coctel
de
adrenalina
y
dopamina
que
estimulaba mi cerebro. El Calavera se levantó para ir a la rocola. Echó una moneda, esperando ver en la lista detrás del cristal, algo metalero. Al no encontrar nada, le dijo al cantinero que quería escuchar algo de Led Zeppelin o Def Leppard. Los hombres
lo
miraron asombrados, echando una brutal
risotada que resonaba aún más fuerte por la acústica del lugar. El Calavera, a pesar de su aspecto de rufián, se cohibió al grado que las mejillas se le arrebolaron, como si las tuviera pintadas con colorete. Tal vez, cayó en cuenta, que se había equivocado, y aquel no era su lugar. —¡Qué chingaos es eso! ¡Aquí puro cumbión loco, mijo! Algo así como La Sonora dinamita, Rigo Tovar, y el Chico Che —. Gritó un hombre canoso, levantándose de la mesa, para aproximarse al aparato y seleccionar «Mi Matamoros querido, nunca te voy a olvidar, mi Matamoros del alma…» luego, fue hacia nosotros, para preguntar con voz golpeada: —Qué. ¿Nuevos por aquí? —No —dijo el Calavera. —Si —dije yo. 46
—No —chilló el Morlaco. —¡Ora! ¡Por fin! —rio el hombre-. Me llaman el Villano — dijo—, y soy asiduo a este lugar desde que era un jovencito. Me cagan las jetas nuevas, y más las de metaleritos que vienen a usurpar nuestras tradiciones. ¡Esther! —aulló— Ven para acá —llamó a la mesera del parche. Esther salió estirándose la falda de atrás de la barra. Tuerta, ventruda, con el pelo crespo y canoso, vestida de negro, como un zopilote gordinflón. —Saca a bailar al morro. Yo pago las cervezas y el bailongo —ordenó, estampando un billete de quinientos pesos sobre la mesa. Esther me sujetó del brazo, hasta llevarme al centro de la pista, poniéndose a girar sobre la punta de su tacón, como un alegre trompo bailador. Yo no podía despegar la vista del parche que le cubría el ojo. Me cautivaba y al mismo tiempo me provocaba horror. Por un momento me imaginé estar echando un sabroso cumbión con el infernal Pirata Morgan. —¿Quieres ver? —me dijo al oído simulando levantarse el parche. —¡No! —le respondí asustado. La mujer me intimidaba. Mil veces prefería la prepa y al cara de sapo, que seguir en ese lugar. Era demasiada intensidad para una sola noche. En un par de horas, tenía la extraña sensación de haber vivido lo de años. La mujer se arrancó el parche. Pude ver el hueco de una coloración marrón escamosa de piel con una costra plateada dentro de él. Sentí asco y una tremenda repulsión. 47
—Bésame, papi —dijo. —No, espera… —le dije y, entonces, sin que pudiera resistirme, me plantó un sonoro besote con los labios abiertos. Su baba era una mezcolanza de alcohol, marisco y cebolla. MMMMUUA. Tronó. ¡Guaca! —grité, desprendiéndome rápidamente de sus tentáculos y volví a la mesa, mientras ella se carcajeaba tomando asiento con los otros hombres, que tampoco dejaban de reír. El Villano se había trepado en la mesa, con las mangas de la camisa subidas al codo, listo para pelear. Gritaba que había que dar fin a los intrusos; cayéndose de borracho, ejecutó diversos movimientos de karate; Katas y patadas, que resultaron más ridículas que amenazantes, al intentar intimidar a los enemigos. —¡Vámonos, vámonos! —les dije limpiándome la boca con
el
dorso
de
la
mano.
Me
producía
un
horror
indescriptible no saber en qué lugares cochinos habría estado esa boca antes. Me apanicó pensar en un contagio por herpes,
un
estreptococo,
o
un
estafilococo
dorado
incubándose en mi garganta a través de la saliva. El Calavera y el Morlaco rieron. Jamás supe si fue por mis piruetas en la pista durante el baile, por el beso robado, o por las Katas aplicadas al aire por el Villano. —Deja que nos acabemos las chelas, y nos vamos —. Dijo el Morlaco. El Villano, debido a su edad, finalmente se fatigó. 48
Sabiéndose derrotado por el pacifismo del enemigo, ejecutó una caravana al estilo samurái, saludando honorablemente al rival después de una pelea. Sin decir ni una palabra, regresó
tambaleante
a
su
mesa
con
la
tuerta,
para
emborracharse y jugar dominó. Terminamos las cervezas y salimos de “La Suriana”. Algo cambió en nosotros aquella noche. Nos sentíamos alegres, diferentes, más valientes, más vividos, más maduros, más
hombres...
no,
solamente
éramos
tres
jóvenes
provincianos con una sed infatigable por bebernos al mundo. La calle se encontraba desierta. Solo soplaba una leve brisa caliente, y nosotros estábamos solos y borrachos. El buen Rigo siguió sonando con su cumbión loco.
49
50
En el jardín la tarde duerme entre las begonias. Laura sigue las indicaciones de la revista prestada por su prima y se entretiene podándolas. Luego de arreglarlas y hablarles cariñosamente les aplica fertilizante orgánico. No ha perdido de vista a Marquito, quien juega con la manguera en una esquina. Le avisa: —Hijo, apúrate que va a ser hora del baño. Marquito sale de su mundo y le dirige la mirada resignada. Su madre la recibe sabiendo la ardua tarea que le espera en la ducha. —Vamos, hijito, que se hace tarde. El niño se incorpora y corre hacia ella. Abrazado a su pantaloneta le dice: —Mami, el agua siempre está muy caliente. Laura enarca las cejas y esboza una mueca de sorpresa. Jamás imaginó un comentario de ese calibre. Le acaricia los cabellos y, de la mano, lo lleva al interior de la casa. Mientras caminan lo mira de reojo y guarda silencio. Después del baño, Marquito está listo para las clases particulares con miss Susana. Desde hace tres años la profesora intenta nivelarlo con los de su edad para ser admitido en el colegio de niños con habilidades especiales. El proceso, largo y sostenido en el tiempo, implica visitarlo tres veces por semana y soportar las pataletas y berrinches. La titánica labor de sacar adelante a un niño autista se convirtió en un reto personal. Se armó de valor, sostuvo firmemente la rigidez de su método y consiguió modular el comportamiento y aprendizaje. Le costó trabajo que las sílabas inconexas 51
formaran lenguaje articulado básico y que la media lengua desparpajada se abriera camino para elaborar frases que permitieron entenderlo. La hiperactividad desconcertante de Marquito no le dio tregua a la fatiga que ocasionalmente experimentaba. Se convenció de la profundidad de sus episodios de enclaustramiento cuando no impedía que siguiera dibujando en las mayólicas. Los ataques de griterío ensordecedor se convirtieron en anécdotas en la larga metodología que aplicó. Graduada en una universidad inglesa y con maestría en otra
norteamericana,
miss
Susana
confió
en
sus
conocimientos y obtuvo la aceptación familiar. Una mañana tibia de otoño ingresó al estudio del licenciado y puso sobre el escritorio los títulos que ostentaba y la promesa de reinsertar al niño en la realidad cotidiana de sus coetáneos. Ganó el contrato gracias a su firme posición académica y al convencimiento que transmitió. Los padres de Marquito vieron la luz al final del túnel y depositaron la confianza junto al cheque jugoso de honorarios. A partir de ese instante miss Susana se convirtió en depositaria de la difícil tarea de enrumbar al niño y en confidente de Laura. Dueña de sensibilidad especial la profesora orientó a la dueña de casa y sacó al pequeño del centro del microcosmos de la atribulada familia. En más de una ocasión consideró, en sus noches de insomnio, renunciar a la odisea, pero recordaba la carita asustada de Marquito y los ruegos de su madre y desistía.
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Miss Susana está puntual como siempre y Laura ordenó la mesa de trabajo antes de ir a tomar té con sus amigas de colegio. Marquito desciende las escaleras del segundo piso y entra al escritorio. Saluda: —Hola, miss Susana. La profesora revisa la tarea del día e ignora su presencia. No ve cuando abre la puerta, pero sí lo escucha. Deja lo que llama su atención y se pone de pie, sorprendida. Acostumbrada a arrancarle las palabras le parece extraño su comportamiento. —Hola, Marquito. —Miss, soy Marco y voy a cumplir seis años. La profesora está a punto de perder el equilibrio por el vahído que recorre su cuerpo. Se sienta precipitadamente y coge unos papeles para abanicarse la cara. Marquito la mira y ríe a carcajadas. Sale del escritorio y regresa con un vaso con agua, seguido por la cocinera asustada —Niño Marquito, no vuelva a hacer esto. Me va a matar de susto. Marquito le ofrece el vaso y se sienta en frente de ella. La mujer bebe algunos sorbos, recupera la ecuanimidad y le agradece. Despide a la cocinera e inicia la clase. Observa que su alumno se desempeña mucho mejor que en días anteriores. Lee el párrafo de un cuento y Marquito lo repite de memoria, sin equivocarse. Esta acción la convence que sus esfuerzos están dando frutos y programa en su agenda una reunión urgente con sus padres. Antes de despedirse, Marquito le dice: 53
—Miss Susana, las mariposas hacen ruido cuando vuelan y ¿por qué no las escuchamos? Laura corre de un lado a otro dando órdenes para que el cumpleaños de su engreído salga a la perfección. La mesa de bocaditos y sánguches luce espectacular y al medio resalta la torta de vaqueros. Los payasos están listos para bromear con los invitados y el mago alista los trucos. Los primos son los primeros en llegar y arman tal alboroto que la tía los sienta enfrente de los payasos para que se tranquilicen. Cada vez que el timbre de la casa suena, Marquito sale a abrir la puerta, contraviniendo las indicaciones de su madre. Regresa con cara frustrada y se sienta callado en una esquina. La lista de amiguitos no es grande, se limita a la parentela y a los hijos de las amigas de su mamá. Varias veces lo ven correr hacia la puerta y otras tantas regresar decepcionado. Su madre se da cuenta de esta conducta y le pregunta dulcemente: —¿Esperas a alguien? Creo que falta tu prima Patty. —Timbre, mami. Voy a ver. Laura, acostumbrada a los imprevistos de su hijo, le permite la travesura. Una de las empleadas se le acerca avisándole que llegó el organillero. Marquito pide esperar un poco más porque su amigo Rosauro aún no llega. —¿Rosauro? No lo conozco. Debe ser hijo de algún amigo de tu papi. Lo mira con amor y besándole la frente le promete: —Tú eres el rey, vamos a esperarlo.
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El niño salta de alegría y busca a sus primos para hablarles sobre mariposas. No lo toman en serio porque prefieren patear a los payasos y jalar la cola al mono. El timbre no vuelve a sonar y Marquito está muy entretenido con Rosauro, quien le descifra los misterios de las mariposas. Aprovecha para deslumbrar a los invitados sobre los colores, formas, lenguaje y estilo de vuelo de las mismas. Rosauro se despide diciéndole que tiene otros asuntos urgentes que atender. —Rosauro, gracias por venir. Nos vemos más tarde. Marquito ve el guiño cómplice y disfruta la extraña sensación de tener un buen amigo. Le hace adiós y, juntando las manos como parlante le dice en voz baja, seguro de ser escuchado: —¿Sabías que las mariposas huelen a rosas? Rosauro vuelve y le susurra al oído que no tenía la menor idea. Los payasos se jalaron la nariz roja, reventaron globos con sus zapatos gigantescos y simularon cachetadas. El mago sacó conejos del sombrero y desapareció pañuelos. El organillero rescató al mono fugitivo. El algodonero agotó el azúcar rosado y las manzanas acarameladas se derritieron porque nadie les prestó atención. El canguro inflable se desplomó cuando el más perverso de los primos lo hincó con un clavo. La piñata necesitó la fuerza de un tío para romperse y las guirnaldas de banderolas se vinieron abajo por el peso de las horas.
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Lo ocurrido en el festejo de sus seis años de vida, atormentado por la frontera en la que vivía, no fue capaz de igualar la nube de mariposas saliendo de la torta de vaqueros. Su madre puso el grito en el cielo y ordenó helados por teléfono. Marquito, Marco a partir de ese momento, con seis años de vida recuperada, le toma la mano y sentencia la frase que la marcaría de por vida: —Mami, las mariposas aman a sus hijos con alas rotas. Miss Susana, escandalizada por lo visto y horrorizada por lo que su alumno afirma, pierde el color albo de su piel y siente el mareo de su turbación. Marco se para delante de todos, llama a sus padres, pide tranquilidad y alza la voz. Nadie imagina que un niño de seis años tenga la seguridad y autoridad para encuadrar el nuevo mundo que se abre a sus pies y escuchar el perfecto lenguaje de su tierna edad: —Estas mariposas son el regalo de mi amigo Rosauro. Él puede hacer esto y mucho más…
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—¡Qué horror! No entiendo como no te volviste loca — exclamó Noemí. Sara con su habitual serenidad solo se molestó en hacer una afirmación con la cabeza. —Siempre he creído que no había paraíso sin infierno y quizás ese pensamiento me ayudó más de lo que pude imaginar. No fue fácil renunciar a mi niñez, te lo aseguro. Mucho menos a desprenderme del placer de oír a papá, cada noche sentado en el filo de mi cama narrar mi cuento preferido, “La Flor de Lililá”. —Sí, supongo que no es fácil romper un vínculo tan hermoso. Nos vemos mañana Sara, o llegaré tarde al trabajo. —Hasta mañana Noemí. La
observé
mientras
se
alejaba.
Siempre
fue
independiente y por eso no tuvo ningún problema en abandonar el hogar paterno con apenas diecinueve años; asociado a que era una devora hombres, (una vampiresa la llamábamos en el colegio) con un temperamento fuera de lo normal. Sin embargo, yo seguía añorando a mis padres que años atrás habían pasado a mejor vida, (eso dicen cuando alguien muere) pero sobre todo a papá y el cuento que paciente narraba noche tras noche. Cerré los ojos. Imaginé aquel momento en que papá entraba en mi habitación. Lloré melancólica. No aceptaba los límites que la vida ponía en mi camino. Me costaba levantarme
por
las
mañanas,
incapaz
de
resignarme.
Intentaba disfrutar el presente, pero era incapaz de encontrar sentido a mi vida. Me encontraba en una encrucijada dentro 58
de una tormenta en una lucha contra un tiempo que ya nunca regresaría. Era como un cuento sin fin en el cual yo era la protagonista. La brevedad de aquel instante frente al espejo hizo que sintiera vergüenza de mi misma. En aquel sinsentido las lágrimas brotaron desgranando mi alma. ¡No podía seguir así! Tenía que pasar página. Salí de la cafetería y me dirigí a la floristería, para después llevarle flores a mis padres. Allí, frente a su tumba, prometí que a pesar de sentir añoranza hasta el fin de mis días; dejaría la tristeza guardada y afrontaría mi destino con resignación. Al salir del lugar, dudé si sería capaz de afrontar mi promesa, pero tenía que intentarlo, no, (…) estaba obligada a lograrlo. Llegué al trabajo con unos minutos de retraso. Peter, mi jefe, se había retrasado también lo cual me benefició. María, mi compañera, pasaba unos escritos al ordenador. Me gustaba cuando la veía callada pues hablaba por los cuatro costados. La saludé y respondió sin levantar la cabeza. Era muy eficiente y una joven muy educada, pero que daba mucho la lata. Después de desayunar con Noemí, mi mejor amiga desde la infancia, decidí que a partir de ese momento desayunaría en casa con Pol. Había descuidado a mi familia por no saber cómo salir de la tristeza que durante meses me embargaba desde que mamá y papá murieron en aquel accidente. No pedí crecer, no quise ser adulta, solo quería que mi infancia, mi adolescencia continuase conmigo. ¿Cómo poder 59
explicar esa sensación de impotencia? —¿Decías, Sara? Me sorprendí. Había estado pensando en voz alta. —Nada María, es una tontería —fingí. Ella continuó con su trabajo. Recordé cuando conocí a Pol. Tropecé con él al salir de terapia. “Perdón, no la vi pasar”, dijo disculpándose. Su mirada fue como un flechazo para mí, y por supuesto que no le dije nada de que salía de terapia. Me preguntó mi nombre y me pidió mi teléfono. Desde ese instante no nos volvimos a separar. Con papá y mamá, desde el principio congeniaron muy bien, puesto que era muy atento y educado. Yo, aunque parezca una estupidez, siempre que iba a casa de papá, le rogaba que me narrase de nuevo mi cuento preferido. A él le hacía gracia y me lo contaba otra vez, aunque en alguna ocasión me recriminaba que ya era mayorcita para cuentos. Yo se lo reprochaba. ¿Acaso no tenía derecho a oír mi cuento preferido?
¿Por
qué
los
adultos
no
podemos
tener
predilección por los cuentos? Papá siempre respondía que debía madurar. Que cuando tuviese hijos yo debía narrarles también el cuento. Y ahora que estaba embarazada, sentía terror. ¿Cómo podía narrar el cuento sin derramar una lágrima? Me sentía incapaz. Me costó mucho dejar la terapia y que mi corazón dejase de sentirse culpable por la muerte de Sofía, mi hermana pequeña. Estábamos bañándonos en el río cuando un remolino la atrapó; la agarré de las manos, pero no tuve la 60
fuerza suficiente para salvarla y finalmente murió ahogada. Mamá fue más fuerte y al igual que papá lo asumió con entereza,
o
al
menos
jamás
me
demostraron
ningún
sentimiento de culpabilidad. Aún y así, durante mucho tiempo creí que había sido culpa mía. Durante meses lloré su pérdida,
momentos
en
los
que
papá
me
consolaba
narrándome el cuento que durante su niñez su padre le había contado a él. Siguió así la cadena de la vida. Pero me aterraban mis sentimientos, mis pensamientos que en ocasiones dominaban mi corazón. No sabía explicar el porqué de tanta zozobra interior. El psicólogo decía que era porque no había dejado marchar a mi hermana, pero si era así ¿Por qué no podía dejar de pensar en mis padres? El día laboral se me hizo demasiado largo. Al volver a casa, Pol esperaba en el salón. Me miró de soslayo sin decir palabra. Aún no le había dicho que estaba esperando un hijo. Me senté a su lado y le besé. Él me abrazó con fuerza. Lo miré y le dije que estaba embarazada. Lo hizo muy feliz. Empezó a hacer planes de cómo podríamos poner la habitación del bebé, cuando rompí a llorar. Se quedó estupefacto. —Pero qué sucede, ¿por qué lloras? —No lo sé, Pol. Tengo miedo de que si me sucede algo le pase lo mismo que a mí y sea infeliz. —¿Eres infeliz? —preguntó incrédulo. —Te aseguro que soy muy feliz contigo, pero tengo un vacío interior desde que mis padres murieron que no me permite vivir en paz. ¡Les echo tanto de menos! 61
—Cariño, te entiendo —respondió con un tono de voz suave — No te sientas así. Ya verás como a partir de ahora, no sentirás ese vacío. Yo me encargaré de ello. Y vaya si lo hizo. Pidió una excedencia laboral de un año. Su esmero y dedicación lograron hacer que poco a poco fuera asimilando la pérdida de mis padres y la trágica muerte de mi hermana. Incluso me suplicó que escribiera en un papel el cuento de "La Flor de Lililá", que se aprendió de memoria y noche tras noche me narraba hasta quedarme dormida. Hoy, años después, doy gracias por haber conocido a un hombre tan maravilloso. Ahora, soy yo quien cada noche narro el cuento a mi hijo Ismael que escucha fascinado. La vida, después de todo, ha sido benevolente conmigo.
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El sol de diciembre caía impiadoso sobre la canchita de fútbol de pueblo. Héctor, el Chino y yo éramos de la comisión directiva de nuestro club, pero la tentación de unas cervecitas heladas en la cantina del club podía más que el deseo de alentar a nuestros jugadores, que se arrastraban penosamente bajo el calor abrasador. Los pocos espectadores dejaban los tablones de las gradas vacíos, buscando la sombra del techo del barcito. Seguramente que luego, el resultado del partido sería tema de discusiones, loas y críticas feroces, pero ahora nadie dejaba la sombrita para derretirse el cerebro bajo ese sol de tormento. Los tres éramos amigos desde la niñez, compañeros de escuela y liceo, y naturalmente nos hicimos jugadores del mismo equipo; tuvimos nuestro cuarto de hora de fama local, ganamos algunos campeonatos, y cuando los años nos llamaron a retiro de las canchas, casi que de forma natural, los tres pasamos a formar parte de la comisión directiva del glorioso club El Puente. De repente el Chino nos apartó discretamente del bullicio de la cantina, y en un aparte, mirándonos en forma extraña, nos dijo: Muchachos, tengo que pedirles un favor especial… Carlitos, mi hijo ya está con quince años, ya saben cómo es esto. La naturaleza le está pegando unos empujones terribles, y no quiero que me recorra la casa masturbándose atrás de las puertas o encerrándose horas en el baño. Pero ustedes saben que con su problema le cuesta muchísimo conseguir 64
algo, y todavía el otro día me lo corrieron del quilombo de la Susy por ser menor, aunque ahí siempre van menores. Bueno, ya se imaginan porque no lo dejan entrar… Nos miramos con Héctor con cierta pena por el hijo del Chino. Era un muchacho bien parecido, inteligente, pero tenía una obesidad que lo hacía distinto. Pesaba unos cien kilos sin ser demasiado alto, y pese a ello se movía muy ágilmente y era un jugador muy técnico de fútbol, aunque lógicamente era lento por su físico y se cansaba rápidamente. Era
naturalmente
simpático,
pero
se
sentía
discriminado por su condición, aunque se esforzaba en demostrar que no. De cualquier manera, era temido por su gordura y porque tenía una sudoración excesiva que causaba una penosa sensación mezcla de rechazo y asco. Estas condiciones prácticamente le cerraban las puertas de las muchachas
de
su
edad,
quienes
también
se
sentían
sacudidas por las llamaradas de deseos que quemaban sus cuerpos, y cuando se dejaban escapar de las moralinas opresoras con una sensación de aventura y culpa, por lo menos buscaban una mirada cómplice en los jóvenes más apuestos, o simplemente los abordaban con una batería de miradas, gestos y sonrisas inequívocas. Y claro que el hijo del Chino, no cuadraba en ese lote de adonis apetecidos y buscado por las muchachas. Lo que les quiero pedir como amigo es que lleven a mi gordo a debutar, pero que lo lleven a lo de la Mary, porque si va con ustedes no se van a poner a joder con que es menor, y los van a atender a todos de la mejor manera. Yo cubro todos 65
los gastos, naturalmente… Nos miramos con Héctor y nos comprometimos a cumplir con el pedido del Chino y llevarle a su querido gordo a conocer las glorias del sexo. Naturalmente que no permitiríamos que cubriera nuestros gastos. Lo llevaríamos con mucho gusto, y si bien ya hacía mucho tiempo que no comprábamos sexo en el quilombo, por lo menos tomaríamos unas cervecitas con las muchachas del bar, y conversaríamos un rato… El pueblo se partía al medio por la calle principal, y en el centro estaba ubicada la plaza y la zona comercial en unas dos o tres cuadras. Luego seguían otras tantas con pequeñas y
cuidadas
casitas,
cuya
humildad
y
pobreza
iban
aumentando a medida que se alejaban del centro. Ya casi en las afueras, luego de una pequeña curva y una bajada, contra el puente de la cañada, estaba la casa con el quilombo de la Mary. De día permanecían cerradas sus puertas y ventanas, y lo único que hacía ver que estaba habitada, eran las largas cuerdas de ropa tendida en el patio. Pero de noche revivía; se encendía en la puerta un farolito de luz roja, no muy brillante, y la puerta y las ventanas se entreabrían y apenas se escapaban por ellas algunos murmullos en voz baja y el suave rasguido, siempre presente, de una guitarra como música ambiental. La Mary se preocupaba mucho por la imagen de su negocio. Si bien estaba ubicado en un lugar alejado del centro y con pocos vecinos, trataba de mantenerlo dentro de un ambiente de discreción. Si ocasionalmente se aparecía un 66
grupo de borrachos barullentos, los expulsaba sin vacilar y sin contemplaciones. Tenía que cuidar a los buenos clientes, que
pagaban
gustosos
para
que
sus
debilidades
no
trascendieran de ese ámbito, al que accedían por oscuras calles laterales por donde nadie los viera llegar ni salir. Tampoco quería que cuando llegara el policía de la ronda nocturna se encontrara con mucho alboroto, porque sino después el comisario del pueblo la hacía ir hasta la Seccional y le recomendaba muy especialmente que no se metiera mucho bochinche, para respetar el descanso de los vecinos más cercanos. El debut del gordo fue planificado hasta el último detalle. La noche anterior, Héctor fue hasta el quilombo y arregló con Mary que todo saliera bien. Coincidieron en que lo atendiera Mercedes, la más joven de las prostitutas, ya que su imagen era mucho más natural y fresca que la de las otras mujeres, veteranas endurecidas por el oficio, y con maquillajes cargados. Seguramente cohibirían al muchacho y tal vez le arruinaran la expectativa que tenía. Mary la llamó y delante de Héctor le dio instrucciones
precisas;
tenía
que
tratarlo
con
mucha
delicadeza, ignorar su gordura y que cuando viera su desnudez no dejara ver ninguna sensación de desagrado ni de burla por lo que veía. Debía tener muy en cuenta que sus ansias y deseos incontenibles, tal vez no le dieran tiempo a disfrutar el sexo como ese descubrimiento imprescindible y fundamental. Si terminaba al primer contacto, cosa muy probable, debía 67
tratarlo con mucha paciencia y cariño. Hablarle suavemente, limpiarlo, dejarlo un rato que descanse, y luego, muy despacio, comenzar a acariciarlo lentamente, con un suave aleteo de sus dedos sobre su piel y sobre su hombría, para que despertara poco a poco e irlo dirigiendo diestramente, con lentitud, a una consumación sin el urgente desespero de la primera vez… Lo fuimos a buscar apenas anocheció. El Chino le había dicho que se bañara y vistiera, porque lo íbamos a llevar a una reunión de la directiva y jugadores del club. Pero apenas su subió al auto, Héctor le dio una feroz palmada en una pierna y en forma muy bizarra le dijo: ¡Chanchi! ¡Apronta las armas porque te vamos a llevar a conocer la cara de dios y queremos que nos dejes muy orgullosos de tu actuación! El muchacho se dio cuenta inmediatamente de que se trataba. Su cara de adolescente se tiñó de un rojo furioso que inflamó sus mejillas, y un temblor incontenible sacudía sus manos y sus labios. Intentó hablar, y solo pudo articular unos tartamudeos guturales inentendibles. Comprendí que la metida de pata de Héctor, en vez de animar al muchacho lo había colocado en un estado de nerviosismo y miedo que había que calmar de inmediato, sino la expedición se transformaría en un fracaso absoluto. ¡Pero Héctor, no seas burro! ¿Cómo le vas a hablar así al chiquilín? Dale, vamos a dar unas vueltas por la ruta así le hablamos realmente de cómo son las cosas y se tranquiliza un poco. Si lo llevamos así y no funciona con el susto que 68
tiene, el Chino nos va a arrancar la cabeza… Comenzamos a hablarle, pero ya en una forma no tan agresiva, sino haciéndole ver el gran momento por el que iba a pasar, ese gran paso desde la adolescencia a la hombría, y todos los lugares comunes que se nos venían a la cabeza. Pero Carlitos era un muchacho muy inteligente, y pasado el primer momento de nervios, ya vio que finalmente iba a estar de verdad con una mujer, que iba a conocer lo que soñaba desde que su cuerpo había cambiado y lo empezaron a atormentar los deseos siempre insatisfechos, que lo llevaban a masturbarse con una sensación de culpa que lo dejaba agobiado. Finalmente nos fuimos para el quilombo. Dejamos el auto a un par de cuadras, en una calle oscura, y entramos por una discreta puerta lateral, que luego de un corto pasillo, llegaba hasta el bar. Este tenía un mostrador de estaño y atrás una heladera y unos estantes con bebidas alcohólicas. Un par de mesas con tres o cuatro sillas, y un par de clientes, veteranos, silenciosos, sentados ante una copa y mimetizados con los muebles y las paredes del local. Mary y Mercedes aparecieron de pronto, y con unas sonrisas de maravilla, se sentaron a nuestra mesa dándonos la bienvenida, y pidiendo melosamente que las invitáramos con unas cervecitas. Mercedes estaba muy bonita, con un muy discreto maquillaje que realzaba su juventud, y se movía graciosamente, pero sin apenas lucir provocativa. Los ojos de Carlitos la recorrían disimuladamente, y luego de un rato de charla intrascendente se iba sintiendo más seguro, más 69
confiado. De pronto Mercedes dijo: Carlitos, vamos a huir de esta gente mayor; te invito a que veas los discos que tengo en mi habitación. Ven conmigo, que estos viejos no saben nada de música. Lo tomó de la mano y se lo llevó por un pasillo hasta su cuarto, y cerró la puerta sintiéndose enseguida el ruido de la cerradura que se corría. Nos miramos todos con una sonrisa y una mirada cómplice… la operación Carlitos parecía haber comenzado de buena manera… Nos quedamos conversando con Mary y tomando unas cervecitas. En determinado momento ella nos miró con un mensaje inconfundible en sus ojos de los que se desbocaban promesas. Pero cuando se dio cuenta de que ni Héctor ni yo pensábamos en probar sus mieles, se puso a conversar animadamente con nosotros. Era una mujer muy culta y de conversación agradable. La charla se hizo interesante y variada, cambiaba de tema con soltura y conocimiento, y las cervecitas seguían llegando generosamente. En determinado momento caímos en la cuenta de que Carlitos hacía más de dos horas que estaba en la habitación de Mercedes. Al comentarlo reímos todos aliviados, con la tranquilidad de comprobar que el debut del muchacho parecía haber sido exitoso y las bromas al respecto se sucedían una tras otra. De pronto sentimos girar la llave del cuarto de Mercedes, se abrió la puerta y Carlitos salió apresurado, con la cara mojada por la transpiración y las mejillas arreboladas. Pasó raudo por nuestra mesa, y sin decir palabra caminaba 70
hacia la salida. Héctor lo paró con una exclamación: ¡Pará, Carlitos! ¿Dónde vas tan apurado? Ven a tomar una cervecita y nos cuentas como te fue. La cara del muchacho era una mezcla de asombro, vergüenza, apuro y ansiedad… ¡Ya vuelvo! ¡Voy a pedirle más plata a papito!
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La muerte me desgasta, incesante Jorge Luis Borges
—Villalba, hay una muerte natural cerca de tu parada. Te voy a mandar a vos de consigna. ¿Sí? —la pregunta del sargento de guardia es retórica. Ninguno de los presentes osaría contradecirlo. Menos yo que soy nuevo y ni siquiera agente efectivo. —Sí, mi sargento —lo digo casi gritando como nos enseñaron en los tres meses de instrucción. Escucho murmullos de risas. No me importa. Entre pasar frío en mi parada y tener un lugar donde estar sentado no hay mucho que pensar. Agentes
del
decreto
nos
llaman,
por
el
Decreto
18231/50 que permitió incorporar a la Policía Federal agentes conscriptos, con diecinueve años cumplidos y antes de ser sorteados para el Servicio Militar Obligatorio. Aunque todo el mundo nos conoce por “coreanos”, tal vez porque cuando se promulgó se desarrollaba la guerra de Corea y había rumores de que nuestro país enviaría tropas. Han pasado trece años y eso no ocurrió, pero el apodo perdura. Mi cuarto, como llaman en la fuerza a cada uno de los turnos que prestan servicios, va hoy de 18 a 24 horas. A las 17,30 debemos estar todos en la cuadra, el aula en la que se disponen las paradas del día. Somos trece hombres de calle, once efectivos más Quique, el otro coreano, y yo. El Jefe de calle es el oficial inspector que va en el patrullero con el chofer y el ametralladorista. En la comisaría quedan el 73
sargento, tres agentes que se turnan en la puerta y dos oficiales, el sub-ayudante que atiende el mostrador y el principal que es el jefe del cuarto. El sargento finaliza de dar los destinos del día, cubrir las paradas importantes si el responsable hoy tiene franco y dictar los pedidos de secuestro de vehículos para que los anotemos en nuestra libreta. Menos cinco salimos a tomar servicio. Mientras camino a mi objetivo estoy cada vez más convencido de que la profesión militar está a años luz de mis preferencias. Pero esta es la única alternativa que me permite cumplir con la obligación y quedarme en Capital. Así, por lo menos, puedo rendir un par de materias en la facultad. Me alisté en septiembre del año pasado y me tocó instrucción en la Escuela de Cadetes en Villa Lugano. Día por medio trabajaba en el comedor de los cadetes desde las 7 hasta las 23 horas. Los otros días debía ir a instrucción militar de 14 a 19. En diciembre nos promocionaron de aspirantes a agentes, nos proveyeron la ropa, la chapa y el arma y nos dieron destino. Me tocó la Comisaría 18° a diez cuadras de mi casa. Aquí los turnos son rotativos por semana. La rotación es hacia atrás. La semana que viene voy a estar de 12 a 18 y el domingo tendré mi único franco mensual. Después, de 6 a 12 y de 0 a 6. El domingo que el cuarto de 12 a 18 está de franco, los otros tres se recargan dos horas para cubrirlo. Lo peor de este régimen es que cuando me estoy acostumbrando a dormir en un horario, la semana siguiente hay que
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cambiarlo. Mi parada es en Carlos Calvo y Sarandí. No hay un mísero lugar donde sentarse o tomar un café. La consigna es en Combate de Los Pozos y Estados Unidos, a dos cuadras de diferencia. El papel dice séptimo piso. Evidentemente se trata de un edificio de departamentos. La puerta del edificio está abierta. Subo al ascensor. El séptimo es el último piso. Salgo a un palier chiquito con una abertura que da a la terraza. Me parece que me equivoqué. Por la abertura aparece el agente de consigna que yo reemplazo. Nos firmamos las boletas de servicio mutuamente y le pregunto: —¿Dónde está? —Vení por aquí —me dice. Salimos a la terraza y sobre la izquierda, por una puerta abierta, se ven una mesita, dos sillas y un aparador de madera. —Es la portería —dice y señala hacia la cocina que está a la derecha de la entrada— Ahí está, es la mujer del portero. Me asomo y me paralizo. La mujer está colgando por el cuello de una soga anudada a un caño de desagüe. El rostro morado, los ojos muy abiertos y las manos agarrotadas. En el piso, un banco de madera volcado. Muerte natural. Qué hijo de puta. Lo único natural es que con una soga apretándole el cuello se muera. El otro percibe mi pánico. —¿Es el primero que te toca, pibe? —Sí —no me salen las palabras. —Tranquilo, ya te vas a acostumbrar. Vos cuidá que 75
nadie entre que ella no se va a escapar. Se va y me quedo solo. Intento sentarme en una de las sillas. Después en la otra, pero en cualquier lugar que me ponga parece que la mujer me está mirando. Finalmente saco una silla al palier y me siento al lado del ascensor. Tengo frente a mí la escalera. Así que, salvo que alguien llegara volando a la terraza —los edificios linderos son todos bajos—, nadie puede entrar al lugar de la consigna. Son las ocho de la noche y no logro tranquilizarme. Afuera ya oscureció. Hay ropa colgada que se mueve con el viento. Me convenzo de que nada pasará. Si llego a escuchar el menor ruido proveniente del departamento me tiro por el hueco del ascensor. El tiempo no pasa más. Recién son las nueve. Tengo sueño, se me cierran los ojos. El contrapeso del ascensor se pone en marcha y el ruido me sobresalta. Miro por el hueco. El ascensor pasa el séptimo. Empuño la Ballester Molina sin sacarla de la cartuchera. Abre la puerta un hombre vestido de civil. —Hola agente, soy el Doctor Romero del cuerpo médico forense —me tiende la mano. —Me permite ver su credencial —le respondo después del apretón de manos. —Muy bien —me dice—. Así se hace. No hay que confiar en nadie. Me muestra la credencial y la orden del juzgado en la
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que se ordena el procedimiento y posterior traslado a la Morgue Judicial. —Me acompaña por favor, agente. Entramos al departamento, mira todo y con la mayor tranquilidad me dice: —Por favor ayúdeme —levanta el banco, se sube, agarra a la mujer del cabello y dirigiéndose a mí— sosténgala por debajo de la cintura. Me ve indeciso y sonríe. —Vamos, tranquilo, no lo va a morder. Levántela un poco cuando yo le diga —y mientras yo sostengo el cuerpo afloja el lazo, lo saca por arriba de la cabeza y la mujer se me viene encima. Entre los dos la acostamos en el suelo. —Ayúdeme a sacarle la ropa —dice. Comienzo a desabrochar la blusa. Trato de no mirarle la cara. Él le saca los zapatos, las medias y la pollera. El cuerpo está frío. Cuesta sacarle la blusa por la rigidez que tienen los brazos. Queda desnuda, acostada de espaldas. Debía tener unos cuarenta y cinco años. Su cuerpo sería armonioso si no fuera por el horror que me causa la escena. La revisa por si tiene otras marcas y la tapa con su propia ropa. Me dice: —Usted está más pálido que ella. Tranquilo, en un rato se la mando a buscar. Una hora después, con un frío que corta la piel, camino por las veredas de mi parada. No sé si es alivio lo que siento, pero de algo estoy seguro: el pibe que entró a ese departamento nunca más será el mismo. 77
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"Los científicos no saben bien el porqué de la expansión acelerada del universo. A esa fuerza que aleja a las galaxias unas de otras la han denominado energía oscura. Bien existen otras civilizaciones en el universo. Algunas de costumbres más tribales, pero sensibles a los campos gravitacionales. Que tienen una explicación un tanto menos científica a este fenómeno. Es el mito del cosmonauta.”
Desde pequeño que el cosmonauta adquirió una gran afición por las estrellas. Quizás porque todos a los que él admiraba vivían en una felizmente. Pero no todas las estrellas son iguales, y no tardó en darse cuenta en cuál quería vivir. Claro que siendo como es, conocedor del cosmos y más aún de su insignificancia en él, no se iba a conformar con cualquier estrella. Ninguna enana roja despertaba en él deseo alguno, son muchas, muy comunes. ¿Enana amarilla? Cómo nuestro sol. Tampoco. Aunque no negaba su belleza, no había nada atractivo en la fusión de algo tan ligero como el helio. ¿Una enana blanca quizás? Más de una vez se preguntó. Si bien es cierto que tienen más experiencia que ninguna otra, ya no queman con el mismo calor. Así paso el tiempo recorriendo el cosmos. ¿O era al revés? No importa, no es relativo. La cuestión es que el pequeño cosmonauta ya no era tan pequeño. En su viaje vio estrellas de la mejor calidad, marrones, azules, negras. Incluso de suma rareza, gigantes, subgigantes, subenanas. Pero en la honestidad de su interior sabía que no sería feliz viviendo en ellas. La que él buscaba, era una estrella de neutrones. Una estrella extremadamente extraña, pues nadie conocía una así. Su existencia era una simple teoría que en 79
sus más cálidos sueños con ternura imaginó. Pero la idea de vivir allí, con su calor radioactivo, su conocimiento, su pureza, su interior de hierro, su presencia cuántica, eran demasiado para él. No iba a rendirse. Y así siguió pasando el espacio por los años. Y con cada estrella en falso se enfriaba un poco más. Es que todos los cosmonautas deben hallar el calor de una estrella en su juventud o llegarán al cero absoluto, y deberán vagar en soledad infinitamente por la incertidumbre del universo. Hasta
que
un
día,
agarró
su
telescopio
como
acostumbraba. Eligió un diminuto punto negro en el cielo como era lo habitual. Apuntó el lente, y vio una infinidad de estrellas como normalmente veía. Pero esta vez, había algo distinto. Mientras más miraba, más seguro estaba. Era esa. Abajo a la derecha, tan brillosa que se asomaba entre dos galaxias, la pequeña estrella de neutrones. Parecía que bailaba en soledad, pero era el cosmonauta que se meneaba por su respiración agitada. Ni bien tomó control de su cuerpo se apresuró en escribir las coordenadas. No era necesario, ella había estado siempre allí y lo iba a seguir estando. Entusiasmado, realizó todos los cálculos necesarios para poder viajar a ella. Fue cuando vio la distancia que los separaba que se dio cuenta. Si cuando llegara a destino, por cualquier razón, cualquier falla en la nave, cualquier error de cálculo, lo llevara a otro lugar, sería demasiado tarde. Pues le quedaba muy poco calor en él, sí o sí necesitaba una estrella o tendría el peor final posible para un cosmonauta. Sin embargo, eso no lo asustaba, era un excelente piloto y su 80
nave estaba en perfectas condiciones. Él sabía que tenía que darse así. Tenía que ser un final dramático para cerrar con broche de oro su búsqueda. Agarró su ropa y partió a destino. El viaje fue interminable, no paraba de imaginar la hermosura de su calor. Por alguna razón cuando lo hacía se ralentizaba el tiempo, no le molestaba, se sentía bien. La preciosa estrella de neutrones se hizo cada vez más grande, hasta que ocupó todo su campo visual. Había llegado. Por fin su viaje había terminado. Por esta vez el romanticismo de arriesgar su vida por encontrar la estrella adecuada había funcionado. Solo quedaba entrar, pero algo con lo que él no contaba sucedió. Quizás por egoísmo o por su obsesión, algo que subestimó al punto de ni siquiera pensarlo. Cuando la estrella
se
abrió,
en
su
interior
se
encontraba
otro
cosmonauta, descansando en paz, con una sonrisa sincera. Nuestro viajero, ahora un extraño allí, sintió explotar su corazón, era el frío o más bien la ausencia del calor. El espacio lo apretaba, es que por dentro estaba más vacío que su alrededor. A sus últimas fuerzas eligió no malgastarlas en aguantar las lágrimas, ya no importaba lo que la dichosa estrella pensará. Cerro sus manos, sujetando al espaciotiempo, se congelo y comenzó su último viaje infinito.
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Desde que llegó al mundo, Juanito se sintió fuera de él. Sus casi seis kilogramos y sesenta centímetros sorprendieron a propios y extraños. Médicos, enfermeras, pacientes y hasta los de intendencia pegaron sus narices en el cristal de los cuneros y admiraron semejante adefesio. Como si se tratara de un tesoro, conservó en su memoria este gesto de desaprobación. Los recién nacidos no guardan recuerdos, pero Juanito era diferente. El día en que salió del hospital, lo hizo desnudo y en carriola; la ropa y los pañales le quedaron cortos; la sábana, la cobija parecían baberos anudados a su cuello. Así de colosal era Juanito. Su madre se fatigaba con solo pensar que debería cargarlo; prefería dejarlo sobre la cama. La cuna, que había sido el regazo nocturno de sus cuatro hermanos mayores, solo resistió su peso la primera semana. Ya estaban cansadas y viejas, cuna y madre. Juanito sobrevivió por puro instinto y por su fortaleza de cuerpo. Nadie lo procuraba. Nadie lo asistía. Era tan grande que parecía que había nacido con la capacidad de valerse por sí. Creció y creció, pese a que ya estaba crecido. En ningún sitio cabía. Pronto estorbó en la recámara de sus padres. Su trasero ancho nunca entró en la periquera; sus piernas largas atropellaban las rueditas de la andadera; sus orejas y nariz se desarrollaron más que las de la mayoría de los niños de su edad. Juanito era una casa dentro de una casa. Deseaba ser visto y tratado como un integrante más de la familia, no como un monstruo al que todos quieren ver, 83
pero nadie estar con él. Cuando cumplió cinco años, sus padres lo llevaron al zoológico. Para los ojos del pequeño niño grande, todos los animales eran extraordinarios, enigmáticos, entes de otro mundo. Al descubrir a los elefantes, con sus orejas y trompas que salían del espacio, permaneció hipnotizado. El corazón le latió fuerte y sus orejas comenzaron a columpiarse. De inmediato supo que era uno de ellos. Deseaba permanecer allí para siempre. De no ser porque le dieron ganas de orinar y porque su madre le invitó unos cacahuates, todavía seguiría ahí. Desde ese día, Juanito barritaba cuando algo o alguien lo asustaba. Al principio se reían de su gracia, pero con los años, lo que parecía un asunto sin importancia, se volvió un acto reflejo, independiente de su voluntad. Por si no fuera poco, el niño siguió creciendo, más y más, en edad, en altura y peso, y adoptó rutinas algo singulares. Se bañaba varias veces al día e iba al parque a cubrirse de polvo para evitar que los mosquitos lo picaran por las noches. En casa comía lechugas, brócolis, chayotes, papayas, melones y manzanas. Dejó de consumir carne y, cuando su madre compraba cacahuates, los hurtaba y escondía en su habitación. Si alguien cuestionaba sus hábitos alimenticios, contestaba de modo natural: “Es que soy elefante”. Pronto corrió por la colonia el rumor del niño elefante; después por la ciudad, el país, el mundo, y la casa de Juanito se llenó de extraños que merodeaban sin disimulo. En cada niño, maestro, tío, primo, hermano, en sus propios padres y 84
ahora en esos curiosos que lo llegaron a apedrear, identificó el gesto de desaprobación que conservaba en su memoria desde su nacimiento. Ya no deseaba atesorar ese gesto; prefería huir lejos para no verlo nunca. Cuanto más crecía, más le dolía saberse fuera de sitio, incomprendido, tan diferente a su familia y al resto de la humanidad. Juanito se convirtió en el centro de atención. Mil ojos lo vigilaban; mil orejas lo escuchaban y, a pesar de ello, se sentía solo en ese cuerpo grande que no sabía cómo llenar. Su madre le aconsejó olvidar la idea de ser elefante. Lo paró frente al espejo y le preguntó: “¿Qué ves?”. Como no encontró una respuesta, ella contestó: “Un joven, un ser humano”. Pero Juanito veía algo muy distinto; advertía un elefante triste y abandonado. Lo que no podía reflejar ese cristal es que, dentro de él, se alimentaba la certeza de que algún día sería un elefante feliz, sensación que prefirió mantener en secreto para no contradecir a su madre. Con
los
años,
Juanito
alcanzó
dimensiones
insospechadas. Cuando niño, con su cara redonda y suave, pasaba como algo chistoso, incluso divertido, pero ahora, un joven adolescente, con su cara gruesa y cada vez más gris, sin mostrar emociones, totalmente apático, se convirtió en algo espantoso, grotesco, insoportable; en la vergüenza familiar. Le prohibieron salir de casa y lo confinaron al patio trasero, lo que agradeció. Ahí podía bañarse con mayor comodidad cuantas veces quisiera, empolvarse con más facilidad, repartir su peso en cuatro patas y usar la trompa para alcanzar verduras, cuestiones domésticas, de suma 85
importancia, que ya estaban siendo imposibles. Al limitar el contacto con las personas, fue olvidando los modales, las palabras, la escritura y todo aquello que lo hacía humano. De vez en cuando, su madre le acariciaba el lomo y se echaba a llorar junto a él, quien la envolvía con sus enormes orejas y le hacía mimos con la punta de la trompa. Una mañana soleada, Juanito comenzó a marchar con sus cuatro patas sin moverse de lugar. Las orejas, como si quisieran volar, ondulaban chocando entre las paredes del patio. La casa parecía colapsarse. Su madre le pidió que parara, pero no lo hizo. Siguió y siguió marchando hasta el atardecer. Comió y bebió durante toda la noche como si fuera la última vez. Al día siguiente, la ciudad entera se cimbró a causa de una mancha gris que llegó corriendo; se llevó a su paso los coches y levantó una polvareda que dejó color sepia calles y casas. Más de veinte elefantes se detuvieron en casa de Juanito. Jamás se supo su procedencia ni hacia dónde se fueron. El mayor de ellos tocó la puerta con su trompa. Juanito salió apresurado, no sin antes acariciar a su madre, quien lo vio partir entre una nube gigantesca que se fue difuminando en el horizonte.
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Los amigos de barrio practicábamos la costumbre de conversar luego de jugar un partido de fútbol. Vivíamos cerca del estadio, a un par de cuadras, y uno de nuestros divertimentos
favoritos
era
pelotear
como
locos
para,
después, conversar bebiendo refrescos. Entonces era poco antes del crepúsculo y el comerciante del quiosco parecía no tener prisa en cerrar. Nosotros estábamos en la secundaria y ya nos gustaba conversar —aparte de videojuegos, canciones, fútbol o películas— sobre amigas y chicas en general. —Oye, y qué piensan de Frígida, la nueva de la cuadra, la que llegó hace un mes —dijo Maycol después de que se despidiera Renzo, y ya solo quedáramos cuatro en el grupo: Perry, Maycol, Diego y yo, Carlos. —Ah, está hermosa, una linda muchacha —dijo Perry, el mayor del grupo. Cursaba el tercer año de la secundaria. El resto no pasábamos de segundo. —Sí, sí, es muy simpática y parece muy buena onda — dijo Diego, sonrosándose. —Es cierto, es muy bonita. Una chica muy guapa. Parece que nos gusta a todos —dije un poco sibilino. —No, no. A mí más me gusta Roxy. Pero creo que el que se muere por Frígida es Renzo. He visto que incluso la ha invitado a salir. Y hasta creo que han salido —dijo Diego. —Oigan, Frígida parece una chica de su casa, tranquila. ¿Alguien
sabe
cuántos
años
tiene?
—dije
un
poco
entusiasmado. —Me dijeron que este año cumple los quince años; o sea, ya está una señorita —dijo Perry—. Pero, la verdad, he 88
escuchado ciertas habladurías sobre ella, y me ha puesto cabezón sobre su forma de ser, de si es una chica tranquila o si no lo es tanto como creemos. —¿Por qué hablas mal, Cachorro? Nadie debe hablar mal de las chicas —dije un poco incómodo. —No seas sano, compa, que nos cuente qué es lo que ha escuchado. Además, él debe saber, porque casi tiene su misma edad —dijo Maycol. —No, ella es mi mayor por un año. Tiene la edad de Renzo. —Ya, bueno, pero cuéntanos, pues, qué se dice sobre ella —dijo Maycol. —Son habladurías; mejor, como dice Carloncho, no lo digo. —No, la verdad, será mejor que lo digas, porque yo también he escuchado cosas parecidas, y estoy dudando si son ciertas o no… Tal vez hayamos escuchado lo mismo… — dijo Maycol. Yo, de pronto, sentí que se me congelaban las piernas y las manos, como si sintiera cerca la presencia de un fantasma. —Por mí, si desean, cuéntelo. El que está loco por Frígida es Renzo. A mí la que me gusta es Roxy —dijo Diego. —Bueno, bueno… Según lo que dicen, es que Frígida no es una chica tan tranquila. ¿Saben que se junta con Karlota, cierto? —dijo Perry. Recordé a la chata de la esquina, una blanquita que tenía la costumbre de ir a las fiestas los fines de semana, 89
cambiar mensualmente de enamorado, y que poseía la fama de haber estado con un chico de cuarenta años, pese a sus diecisiete primaveras. De hecho, era una mala influencia. —Yo también escuché algo parecido. Es más, las he visto salir de noche… Se van a la plaza de armas a chismosear y a conversar con otros chicos, a eso de las siete de la noche. Y vuelven como a las diez o a las nueve al barrio —remató Maycol—. Pero no las he pescado, todavía, yendo juntas a una fiesta los fines de semana. Hasta lo que sé, a Frígida la cuida muy bien su tía esos días. Yo sentí cierto remordimiento. Yo me encerraba en mi habitación a leer por las noches, mientras mi familia se divertía con la televisión. Aquello porque yo y mis amigos ya no acostumbrábamos a salir o jugar en la cuadra del barrio, como hacíamos de niño, donde incluso nos quedábamos hasta altas horas de la noche a contarnos historias de terror. —¿Pero eso es lo único que sabes, Maycol? ¿Solo eso? — dijo Perry. —Será mejor que tú lo digas primero, Cachorro. —Entonces
sabes
más
—asintió—.
Tal
como
sospechaba, la verdad siempre sale a la luz tarde o temprano. Y es normal, no digo que esté mal… —¿Tú también lo sabes, Cachorro del diablo? —dijo Maycol. —Ja, ja, ja. —Pensé que era mentira. Puros chismes —dijo Maycol. —Tal vez lo sean, pero… No, no creo que lo sean. Lo he escuchado de mi propia jefa, mi madrecita. Fue ella quien me 90
lo dijo —dijo Perry. —Ya, ya… Cuenten de una vez, compas, que ya quiero saber la puta verdad —dijo Diego. El vendedor de refrescos empezó a alistar su quiosco para irse. El crepúsculo ahogaba todo a su paso, como si transformara a los objetos y a los seres en algo que ya nunca más volverían a ser; es decir, los transfiguraba sin marcha atrás, de forma inexorable, en sombras pasadas y oscuras. —Escuché a mi madre decir que un día ella no fue a su colegio y que a media mañana hizo entrar a su casa a Karlota y a dos chicos. Según escuché, aquellos sujetos eran mayores de edad, ya estaban estudiando en la universidad y que aquella mañana (ojalá me equivoque) al final se acostaron en parejas —dijo Perry. Después se dilató el silencio entre nosotros. Un silencio escabroso, gélido, casi monstruoso, interrumpido por gritos y voces lejanas, y por el ajetreo del vendedor cerrando su negocio. —Ya, muchachos, botan sus vasos descartables en la basurera —dijo el vendedor y apuntó el tacho. Después, aseguró su quiosco con un candado. Y, finalmente, se fue llevando una bolsa en sus manos y una mochila en sus espaldas. Nos
pusimos
de
pie
de
inmediato,
taciturnos
y
melancólicos (yo más que todos), y en seguida Perry dijo: —¿Es lo que sabías, Maycol? —Sí, sí. A mí me lo contó mi hermano el mismo día. Me dijo que se tiraron a la nueva del barrio. 91
Arrojamos los vasos a la basurera y empezamos a caminar al barrio. Íbamos cansados y sucios, con nuestras ropas de deporte sudadas, y yo ya pensaba en el duchazo que me tranquilizaría y me reconfortaría después de un mal día. También habíamos perdido por goleada. —O sea que Renzo ya fue —dijo Diego. —Sí, sí, pero ya me cansé de hablar de eso —dijo Perry—. Hablen, ¿un campeonato de FIFA en mi jato?
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El párroco Victoria Mulville 5 Primer amor Jorge Luis Condorcallo Ccama 12 Paul Gustavo Vignera 17 La partida el siglo Jorge Isaacs Quispe Correa 23 Génesis Gaspar Russo 31 La casa que nos habita Marina Gómez Alais 36 Puro cumbión loco Víctor G. Leyva 41 El secreto de las mariposas Oswaldo Castro Alfaro
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La flor de Lililá Nuria de Espinosa 57 El principio del juego Ramón Martínez Ventura 63 Muerte natural Osvaldo Villalba 72 La estrella del cosmonauta Joaquín Rodríguez Noain 78 Juanito Adriana Ayala 82 La hora del alba Francois Villanueva Paravicino 87
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Buenos Aires, Marzo de 2022 El Narratorio Ediciones
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