El Puro Cuento 2

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Revista trimestral

Número 2

Cuentos de: • Nedda G. de Anhalt • Raúl Gutérrez Moreno • Adán Medellín • Ariadna Vásquez

2006

JUAN BOSCH

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos

Entrevista • Frank Báez NUEVA NARRATIVA

d o m i n i c a n a



Sé todos los cuentos

Y

o no sé muchas cosas, es verdad. Digo tan sólo lo que he visto. Y he visto: que la cuna del hombre la mecen con cuentos, que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos, que el llanto del hombre lo taponan con cuentos, que los huesos del hombre los entierran con cuentos, y que el miedo del hombre... ha inventado todos los cuentos. Yo no sé muchas cosas, es verdad, pero me han dormido con todos los cuentos... y sé todos los cuentos. León Felipe el puro

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el cuento dominicano

L

a narrativa dominicana sigue siendo un desafío al silencio, una incesante necesidad de no pasar de largo y contar lo que la ciudad cuenta, lo que cuenta el campo y los nuevos fantasmas, tal vez los mismos miedos. Las voces que hoy nos cuentan sus historias parecen tan lejanas unas de otras, parecen esparcidas sobre la isla de una manera tan caribeñamente caóticas que es casi imposible ver a República Dominicana como una unidad cercada por agua, limitada como cualquier territorio. Cuentos como «Cojuelo», «Spleen en Santo Domingo» y «Reflejos» se desarrollan bajo el sol de una ciudad que los dibuja, que los mueve de una letanía a otra, de unas ganas de ser en la urbe, de derretirse en su calor. Hay en ellos una melancolía propia de isla. Sin embargo, en los cuentos «El banquete de Don José» y «La mano que me toca en la noche» la magia es un eje distinto, pues existe en ellos una suerte de encierro propio de un sur de Faulkner o de Tennesse, una gravedad que empuja a los personajes a un único destino determinista. el puro

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No podemos señalar en concreto cómo habla el cuento actual dominicano, pero sí sabemos que esas nuevas voces dejaron muy atrás los huesos del caudillo y empezaron entonces a escuchar los ecos, la sociedad de lo que ha venido quedando. Pero es difícil, siempre, hacer un diagnóstico certero del camino que está tomando la literatura en una determinada zona geográfica. Y en una isla, con su curiosa sensación de encierro, que además es compartida entre dos países, el intento es histérico y se vale. Así, hoy, nuestra perversidad de lectores, de escritores y, sobre todo, el gusto de leer unos buenos cuentos nos ha llevado a reunir una pequeña parte de la narrativa dominicana, en su mayoría escrita por narradores jóvenes, que tal vez no sea suficiente, y sin embargo…

el puro

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Índice

Número 2

México, d.f.

noviembre

2006

2 El cuento dominicano 4 Índice 6 Tema central 78 Cuento, luego existo 78

El amigo del género humano

84

25 watts

86

Tassinari

Edgar Omar Avilés

96

El canto de El Cuervo

Queta Navagómez

105

Ana en Suecia

Víctor Gurwitz

112

El justiciero

Minificciones 83 Una gota de rocío Edgar Omar Avilés

95 Café

111 Deseos

122 Un bulto (hoteles)

Raúl Gutiérrez Moreno Pablo Kersz Adán Medellín

Nedda G. de Anhalt Carolina Garibay

Juan Octavio Prenz

118 Las íes y sus puntos 118

Perversión y belleza en la obra de Inés Arredondo Daniela Camacho

118 Acá entre tres 118

Atento aviso: En esta revista no publica Carlos Monsiváis.

Sin título

Daniela Camacho • Ariadna Vásquez • Carlos Galindo


Nueva narrativa dominicana 6 El cuento soy yo 6

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos Juan Bosch

9 Cuentos dominicanos 9

Instructions for men left by women

12

Spleen en Santo Domingo

18

La mano que me toca en la noche

24

El banquete de don José

34

Dos de agosto

42

Reflejos

48

Caja china averiada

Juan Dicent Frank Báez

Rosa Silverio

María Isabel Soldevila Hyden Carron

Ariadna Vásquez

Pedro Antonio Valdez

arte

49 Cuente

Luz Severino y Paul Giudicelli

65

Cojuelo

Enmanuel Andújar

72 Sin embargo, pregunto 72

Entrevista a Frank Báez Ariadna Vásquez

DI R ECTOR

C a r l o s L ó p ez CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Oscar Rocha García, Ariadna Vásquez PORTADA Luz Severino

Cómo alcanzar la luna

e

DIS ÑO Carlos Adampol Galindo Editorial Praxis, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, df, telefax 57 61 94 13. Todos los derechos de reproducción de los textos aquí publicados están reservados. Esta revista no cuenta con el apoyo de la convocatoria Edmundo Valadés (a quien admiramos) para la edición de revistas independientes de ningún consejo ni institución extranjera o nacional, de estado o privada. Masiosare, un extraño enemigo, se topa con el trabajo independiente de quienes aparecen en el directorio. Ventas: 57 61 94 13 www.editorialpraxis.com


el cuento soy yo

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos Juan Bosch

Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí, en pocas palabras, el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la techné del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.

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La primera tarea que el cuentista debe imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad, pues cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, y en el cuento no hay lugar sino para un tema.

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El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero en acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse. el puro

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Una sola frase, aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kipling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco, y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.

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Cuando el cuentista esconde el hecho a la atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de la visión de quien lo lee, pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha construido el cuento según la mejor tradición del género.

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Si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta para el caso un Juan Bosch hecho cualquiera; debe ser un hecho humano o que conmueva a los hombres, y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos está hecho el mundo; están llenos los días y las horas, y adonde quiera que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas.

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Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela; en un cuento no debe mencionarse siquiera un cuadro si él no es parte importante en el curso de la acción. Cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza. El escritor de cuentos es un artista; y para el artista «sea cuentista, novelista, poeta, escultor, pintor, músico» las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles. La primera ley es la ley de la afluencia constante. La segunda ley es la de que el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar acción.

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El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página.

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En la naturaleza activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos.

Decálogo compuesto por Carlos López, a partir del artículo «Apuntes sobre el arte de escribir cuentos», aparecido en Cuentos escritos en el exilio, 22 ed., Editora Alfa y Omega, República Dominicana, 2002 el puro

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cuentos dominicanos

Instructions for men left by women Juan Dicent

D

espierta. Abre los ojos. Respira hondo. Haz diez lagartijas de las de Charles Atlas. Date una ducha con agua bien frĂ­a.

Deja entrar en tu cuerpo el espĂ­ritu del rey Schahriar. Haz tuya la voluntad de no pasar mĂĄs de una noche con la misma mujer. Claro, no las mates. Simplemente no abras la puerta, no contestes el celular, borra los mails sin leerlos. Mujer que has visto desnuda, mujer muerta.

Laura Quintanilla el puro

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hacen las cosas que odiaban en los hombres. Otro amigo te dirá que evitas el olvido, whatever that means, que en lugar de rapar con una mujer diferente deberías crear vínculos con una sola. Te dirá entre tragos, enmedio de un reggaetón en el colmadón de tu esquina, que Brodsky escribió: «To forget one life, a man needs at minimum one more life». Contéstale que su maldita madre a Brodsky y a él, y que además ese poema termina con «And I’ve done that portion». Si eres de los que tienen pistola, porque en este país todomundo anda armao, guárdala en casa de un amigo. Olvida a los ladrones. Un suicidio casi siempre es peor a que te roben el televisor o el pasaporte con visa gringa y española. Siempre ten a tu lado una botella de romo. Por nada del mundo te des un pase de perico. Los días peores trata de pensar que no es a ella, es el sentimiento lo que extrañas. Eso que te hace pensar que tu

Engaña al cerebro imaginando que la mujer que te botó ha muerto. Los detalles son importantes. Recibiste la noticia. Un choque con una patana, se envenenó con Tres Pasitos; no, mejor un infarto. Ella en el ataúd. Suegra con lágrimas embarrándole la cara. Amigas en desfile de chismes. Tu actitud de estatua con luto y con gafas. La lluvia sobre la fosa. Siempre llueve en los cementerios imaginados. Si ella vivía contigo, o te visitaba a cada rato, múdate. Es muy triste llorar cada vez que abras la puerta; es muy patético rajarse a dar gritos por una greca que hierve sobre una estufa Goldpremium de dos hornillas. Recuerda a Pavese: «Nada hay más inhabitable que un lugar donde se ha sido feliz». Dile tu maldita madre al amigo que te dirá que no es culpa de ella, que son los tiempos. Tiempos modernos. La mujer pega cuernos a troche y moche, se emborracha y vomita todos los días. En fin, te dirá el muy imbécil, el puro

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da», «Hija de la gran puta», «Mardita perra», «Azarosa», o combinaciones de todas las anteriores. Trata de que suenen mucho las erres. Si estás acompañado en uno de esos regresos, no necesitas frases zahirientes. Hazla pasar y, con los modales de un caballero inglés del Siglo de Oro, preséntale a su sucesora, que sea rubia y flaca. Si es extranjera del Cuerpo de Paz le va a dar muchísima cuerda. Pero el tiempo pasa. La vida no te dará la oportunidad de darte ese gusto. Esa mujer no va a volver. Entonces, lentamente, barre todos los rincones; arranca todas las páginas de los libros que tienen sus notas; busca unas tijeras y destruye sus fotografías, todas, y cada vez que te llegue a la mente su boca, sus ojos, su risa, su culo, cierra los ojos y trata de recordar su entierro. Ah, y respira, respira. El aire entra, el aire sale.

única misión en la vida es hacer que esa mujer se venga y se ría; eso que te hace esperar por horas en el parqueo del Banco Popular, con un mil hojas, sólo para ver la gula de niña lambiéndose los dedos. Extrañas el jazz, no a Miles Davis. Okey, mal ejemplo, pero por ahí es la cosa. No evites la música que escuchabas con ella, deja que el cerebro se acostumbre a Beck sin su voz, a Radiohead sin su coro. Si no, vas a terminar escuchando a Joaquín Sabina. Puedes maldecir su buen gusto. Trata, sé que es duro, de vencer la angustia de los primeros días. Ese vacío que sale del estómago y te ahoga, esos «vuelve, mami, vuelve» en tu almohada. Hazte pajas mentales con la actitud que tomarás cuando ella regrese, cuando toque el timbre y la veas humilde, mirando el piso ante su equivocación. Recomendamos las frases «Vete a la mier-

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Spleen en Santo Domingo Frank Báez

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n ese entonces, andábamos siempre juntos como si fuéramos miembros de una secta religiosa cuyo fin fuera destruir el mundo. Íbamos de un extremo a otro extremo de la ciudad en el Seat rojo de Villa. Irrumpíamos en fiestas y en bares y en billares. Asistíamos a conferencias en que hacíamos preguntas controversiales y donde de vez en cuando les arrojábamos zapatos a las personalidades que dictaban las conferencias. Empezábamos a beber a la siete, hablando de la existencia humana hasta que daban las tres de la mañana y manejábamos de vuelta con el radio puesto, tarareando las canciones como zombis. Paúl trabajaba en un museo privado de ocho a cinco de la tarde. Villa estudiaba en Bellas Artes. En cuanto a mí, trabajaba esporádicamente y asistía a una que otra clase de psicología. A veces me encontraba con Villa paseando por el parque Colón. A veces me tocaba el hombro en la biblioteca del Centro Cultural donde leía hasta que los ojos se me ponían rojos. A veces nos cruzábamos en el Conde. A Paúl nos lo encontrábamos de noche y nos sentábamos los tres, en un banco de la Plaza de España, pasándonos una botella de tequila barata y rumiando acerca de un futuro promisorio que brillaba sobre nuestras cabezas como las estrellas esparcidas en el firmamento. Brindábamos por eso y nos bebíamos el tequila en un vasito que habíamos hurtado de un bar y el cual íbamos pasando a medida que la botella se iba vaciando. Cuando estábamos borrachos y hablando como cotorras, bebíamos a pico de botella. Hablábamos del futuro y lo esperábamos ávidamente como otros esperan una nave espacial que los ha de llevar lejos de este planeta. La nave el puro

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espacial no llega, gruñíamos. Mientras tanto, intentábamos pasarla bien. Intentábamos reír, pero lo hacíamos mal. Intentábamos hacer el amor con putas, pero lo hacíamos mal. Intentábamos drogarnos, pero no éramos buenos para las drogas. Intentábamos estudiar en la universidad e ir a fiestas rave, pero nos aburríamos. Recuerdo una vez que estábamos en Playa Caribe. Nos sumergíamos en las aguas y éramos bamboleados como maderos por las olas o nos quedábamos en la orilla mirando las olas romper una y otra vez. Cansado de los embates, me tendí en la arena mientras Paúl y Villa y los bañistas eran arrastrados de un lugar a otro de la playa. Traté de dormir en la arena. A los pocos minutos, Villa se acercó y, entre jadeos, me dijo que Paúl se estaba el puro

ahogando. Me levanté de improviso y miré entre las olas y los bañistas y los arrecifes hasta que lo distinguí. Un moribuguista lo traía de vuelta a la orilla en su tabla. Paúl se tendió en la arena, tosiendo, con los ojos volcados hacia el firmamento, murmurando que era tiempo de que cambiáramos. Recogimos las toallas y regresamos a Santo Domingo, callados, sin pronunciar

José Antonio Platas

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encontrar su significado. El bar estaba atestado y nos poníamos a contar a los freaks con los dedos. Esto parece un circo, decía Miguel. Algunos bebían y se miraban. Otros bailaban solos con una botella de cerveza en la mano. Algunos gritaban y discutían y bailaban las canciones que sonaban en las bocinas encaramadas en el borde del techo. Las mismas aburridas canciones de siempre, decía Paúl o Villa o yo mismo. Se nos acercó Edgar quien nos presentó un italiano quien nos presentó una rubita con pecas quien nos presentó una antropóloga. Ésta habló hasta por los codos y cuando se calló fue como si la música de las bocinas y las voces de las personas empezaran a oírse y a cobrar vida. Nos invitó a una fiesta que tenían unos amigos. ¿Dónde?, le preguntamos. Ella escribió la dirección de la fiesta sobre su mano y, al darse cuenta del error, se apropió de mi mano derecha y la escribió bruscamente en la palma. La fiesta era por los alrededores de Arroyo Hondo. Cerca de la casa, que era

una palabra. Vivíamos como si verdaderamente estuviéramos esperando que una nave espacial descendiera por nosotros y nos llevara bien lejos. Esa misma noche, sentados en una heladería, bebíamos Brugal. Paúl repetía que había visto su vida y la nuestra desfilar ante sus ojos mientras se ahogaba, que estaba cansado del spleen de Santo Domingo, que había llegado el tiempo de cambiar y de hacer lo que estábamos destinados a hacer. ¿Qué viste?, le preguntábamos. Paúl, con la cara más triste que he visto jamás, decía que nada, y volvía a beberse un trago de la botella de Brugal. Recuerdo que estábamos en el bar Soho, un bar que quedaba por la Zona Universitaria y que era frecuentado por un montón de freaks y de artistas underground. Las paredes del bar se encontraban garabateadas con crayones y lapiceros. Alguien había escrito Jesucristo se pone un parche en el ojo izquierdo, y yo pensaba que lo había escrito borracho y permanecía como hipnotizado leyendo esas palabras, tratando de el puro

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esplendorosa y que tenía forma de nave espacial, se divisaban carros y camionetas mal estacionados. Villa logró parquearse milagrosamente, obstruyéndole el paso a un Mercedes Benz, sin que los guachimanes lo vean. Entramos al interior. En las escaleras, en la terraza, en la sala y el patio se avistaban círculos de personas que gesticulaban y reían altísimo. Pululaban los mismos individuos que estaban hacía un rato en el bar Soho. Si no eran los mismos, se asemejaban. Había vasos y botellas de cervezas regados por el comedor, los estantes, los alféizares, los escalones y debajo de los muebles y las mesas. En el patio le habían puesto brassiere y un colaless a una estatua de Venus. Un borracho con cara de palo se nos acercó y empezó a hablar de su novia que vivía en Berlín hasta que fue interrumpido por un fotógrafo que comentaba una exposición suya en una de las galerías de la Zona. Hablamos con una muchacha que estaba buscando alguien que le vendiera material. Hablamos nuevamente con la antropóel puro

loga que empezó a hablar y a hablar. En un momento, nos dijo que en la casa se encontraba Julio Cortázar. No le hicimos mucho caso al principio, ya que pensamos que ella lo decía metafóricamente, pero por el énfasis que hacía nos dimos cuenta que se refería a que el escritor argentino se hallaba en la fiesta, bebiendo un Cuba Libre y hablando las mismas sandeces que el fotógrafo y nosotros hablábamos. Le dijimos que Cortázar estaba muerto. La antropóloga negó con la cabeza y dijo que estaba en el baño, señalando hacia un pasillo oscuro. Villa le dijo que era imposible, que Julio Cortázar estaba muerto desde hacía años, y mientras decía eso, yo pensaba en la tumba de Cortázar siendo desmantelada en los ochenta y en un grupo de jóvenes llevándose el cadáver a Haití en una avioneta de narcotraficantes para que un brujo lo convirtiera en un zombi. La antropóloga dijo que no lo estaba. Le preguntó a un tipo alto que estaba a su izquierda y él asintió con la cabeza, diciendo que sí, que Julio 15

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Cortázar estaba en el baño. Sigan ese pasillo, dijo el tipo alto, y se van a encontrar con él. Ve a verlo, le dijo la antropóloga a Paúl, quitándose las gafas de sol. Paúl le echó un vistazo a la antropóloga de arribabajo y asintió, y luego se encogió de hombros y se dirigió al pasillo oscuro que llevaba directamente al baño. La luz se filtraba por debajo de la puerta. Tocó la puerta y le abrieron. Entró y la puerta se cerró a su espalda como si se lo hubiera tragado. Veinte minutos después, salió. La antropóloga se había quitado las gafas de sol. Tenía los ojos enrojecidos y tenía unas extrañas ojeras. Nos pidió que la lleváramos a su casa. Antes de llegar al carro se puso a vomitar. Se ensució los zapatos negros y la falda. Está borracha, dijo Villa, mientras la observábamos vomitar nuevamente. Paúl se sentó con ella en el asiento trasero, acariciándole el pelo y pasándole una lanilla grasienta con la cual se limpió la boca. Ella vivía con una española en un apartamento de Naco. Su room mate en esos el puro

momentos se encontraba de vacaciones en Madrid. Después de explicarle a Villa, la dirección del edificio, se durmió en el asiento trasero como una gata. Al llegar, Paúl la despertó y ella indicó dónde podíamos parquearnos. La ayudamos a subir las escaleras y le sacamos las llaves de su cartera y abrimos la puerta. Le dije a Paúl que lo mejor sería darle una ducha fría. La metimos en la bañera, abrimos la ducha y la bañamos con la ropa puesta. Se puso a gritar y los gritos se escuchaban fuera del baño. En la sala había varios anaqueles con ediciones de lujo. Muchos libros en francés y en inglés. Bajábamos los libros de los estantes y leíamos las contraportadas. Villa se metió en la cocina e hizo un té de tila. La antropóloga se secaba con una toalla. La falda y la blusa estaban empapadas y la falda chorreaba sobre el mueble en que estaba sentada. Se bebió el té. Después de bebérselo, se quedó dormida en el mueble. Paúl encendió la televisión y con el control remoto puso CNN. La reportera que apa16

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recía paseándose por un pueblo con unas cuantas casuchas, rodeada de niños y de hombres que fumaban con raros atuendos, se asemejaba a la antropóloga. Villa le preguntó por Julio Cortázar. Paúl dijo que de seguro seguía en el baño de esa casa y que esa casa tenía forma de nave espacial. Explicó que Julio Cortázar estaba jugando ajedrez en el baño y que él lo había vencido. Afuera, el firmamento se comenzaba a iluminar. El sol estaba a punto de salir. Me puse a mirar desde el balcón, imaginando un sol blanco que iluminara las sombras y las casas y las calles. Tenía unas fuertes ganas de llorar. Quise decirle esto a Paúl y a Villa y quizás a la antropóloga, pero no encontré las palabras con qué decirlo. De los estantes, me llevé tres novelas francesas. Cerramos la puerta, olvidando apagar la televisión y fregar las tazas.

K L

a intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Juan Bosch el puro

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La mano que me toca en la noche Rosa Silverio

[La mano que me toca en la noche es lisa, delgada y pequeña. Resbala por la estirada curvatura de mis piernas cuando estoy dormida. Trepa por mis muslos y poco a poco se acerca al capullo que alberga todas mis ganas. Al centro de mí misma. Al centro de todas las cosas.] Judith II, Gustav Klimt

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oy me levanté cansada, quizás por la embestida de anoche. Me faltaban fuerzas para preparar el acostumbrado desayuno familiar. Pero tuve que hacerlo. No hubo escapatorias. Al salir del dormitorio me encontré con la mirada acusatoria de mi padre, para quien dormir un poco más de seis horas era sinónimo de vagancia y nunca perdonaba un retraso en su comida mañanera. Así que sin darle demasiadas vueltas a las cosas, me deshice de la modorra y comencé a batir huevos, a calentar leche y a tostar el pan. En diez minutos, todo estuvo listo. Mi hermano menor y mi padre esperaban en la mesa con impaciencia. Mi madre no esperaba. Hace tiempo que ella no espera. Desde que un tiro la mató una tarde en la que salió corriendo rumbo al parque y en lugar de encontrarse con la caída del sol se tropezó con una bala que puso fin a su vida. Por eso sólo ellos desayunaron esta mañana y sólo ellos me miraron como si yo hubiera cometido un pecado imperdonable. Pero no me importaba. Tenía cosas más importantes en qué pensar. En especial, en las cosas que hacía y decía papá. el puro

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A mí no me gustaba aquello, pero me tranquilizaba saber que para él yo era la mejor hija del mundo. Quizás hubiera permanecido sumida en esa tranquilidad si mi madre no nos hubiera visto. No le gustó lo que hacíamos porque se abalanzó sobre papá y lo golpeó con todas sus fuerzas. Luego salió a dar un paseo del que jamás regresó. Una bala la había herido de muerte mientras corría por el parque. Desde entonces pensaba que no era correcto que jugáramos a la cuevita y me sentía culpable por la muerte de mamá. Así que cuando él se acercaba con su mirada encendida y sus pantalones henchidos, el corazón me latía a prisa y recordaba la violencia con la que ella lo había golpeado y el borbotón de palabras [La mano que me toca en la noche que emergió de es blanca. No lleva anillos y sus su garganta. «Peuñas nunca están pintadas. De día rro desgraciado, es familiar y servil, pero cuando cómo te atreviste, oscurece no la reconozco. Se vuel- dime, cómo te ve ruda, autoritaria, demandante y atreviste…». Por eso lloraba cada en muchas ocasiones me toma por vez que tenía que sorpresa, sin pedir permiso.] soportar con esCuando yo tenía siete años, él me dijo que yo, y todas las niñas del planeta, teníamos una cueva que escondíamos entre las piernas. Una cueva con la que a nuestros padres les gustaba jugar. El juego consistía en lo siguiente: Nos ocultábamos en algún rincón de la casa, en un lugar en el que ni mi madre ni mi hermano nos pudieran encontrar, y ahí yo dejaba que me quitara las bragas, se sacara la manguera que guardaba en sus pantalones y la escondiera en mi interior. Eso nunca duraba más de diez o quince minutos. Yo acostada en el piso, en el clóset, en mi cama o en la cama de mi padre, y él meciéndose sobre mí mientras me decía cuánto le gustaba y lo feliz que se sentía porque yo sabía hacerlo muy bien.

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toicismo los diez o quince la lentitud de su roce a mi minutos en los que él se conciencia y a mis miedos, movía y se movía sobre mí y de repente sentí que un como quien se mueve sobre mar de sueños, luces, corauna hoja que sólo quiere les y peces estallaba en mi deshacerse. interior y repicaba como la El tiempo no consiguió campanada que anuncia el que la situación mejorara y principio y el fin de todas un día pasó algo que logró las cosas. desconcertarme, sumirme en una mayor [No puedo evitarlo. La deseo. Cada confusión y vez que se acerca me enciende la aumentar mi sangre y se alborota la excitación culpabilidad. Una noche, en propia de lo secreto… de lo que lugar de mepara todos es prohibido. Por eso la cerse rápidadejo que me toque, que invente pamente sobre raísos, que haga planes y prometa mí, me despocosas que jamás podrá cumplir.] jó del sostén y comenzó a acariciarme lentamente los A partir de ese día ya no senos. Primero uno. Luego el otro. Después bajó sus sentía que algo desgarraba labios hasta las delicadas mi sexo cada vez que a él se protuberancias que escon- le ocurría retozar conmigo. día mi cueva y con la misma Había conseguido hacerme lentitud paseó su lengua partícipe de la travesura, roja y ardorosa por cada lí- cómplice de cada uno de nea, por cada rincón y cada sus movimientos. Había trozo de piel. En principio logrado que el juego que estaba asustada. No sabía mató a mi madre me gustaqué nuevo juego imple- ra. Por eso, los encuentros mentaba esta vez y temía entre él y yo se habían conun desenlace tan fatal como vertido en algo odiado y al el anterior. Pero le ganó mismo tiempo anhelado. el puro

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Aunque lo detestaba, no podía dejar de sentir ese ligero cosquilleo que apremiaba al contacto cada vez que lo escuchaba resoplar sobre mí y cada vez que su mano recorría mis dimensiones como quien acaricia una cruz, una Biblia o un manto sagrado del que no te puedes desprender.

y engañada por quien se supone debía protegerla. Sentía que yo no era la culpable de nada y que estaba cargando con una alforja muy pesada de la que sólo mamá intentó librarme alguna vez. Pero, por otro lado, me sentía culpable. La causante de las desgracias de mi familia, la niña-Lolita-provocadora que con sus jue[La mano que me toca me habla en gos e indiscresusurros, me dice que soy hermociones había sa y me desea, que mi interior es despertado al monstruo que una flor, un globo, una perla, un dormía en el pez dormido en el vientre acuoso interior de de los mares que sólo ella puede papá. Por ese despertar. Es dulce y mentirosa. motivo, por Ingenua y perversa a la vez. Derraconsiderarma su odio sobre todas las cosas y me en cierta forma la cauabriga una amargura de la que sólo sante de todo yo puedo liberarla.] ese lío sucio y morboso que Esas emociones ambiva- se había extendido por casi lentes tenían a mi concien- dos décadas, había decicia como un yoyo. Subiendo dido hacerle caso a ella, a y bajando constantemente la mano que me toca en la sin saber en qué punto repo- noche, y terminar con mi sar. Por un lado, me sentía tragedia. la víctima de todo, una niña grande que había sido usada

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dejó de comer y me miró sin entender. —¿Qué dices? —Que te voy a matar. —Ja, ya lo creo. —Mira —y le apunté con el revólver que él guardaba en su mesita de noche. —¿Estás loca? —Quizás. —Dame eso e inventa otra cosa —me dijo, sin creérselo mucho. —No te la daré… ¿Crees que no soy capaz de matarte? —Claro que no. Soy tu padre —dijo y, mirándome fijamente a los ojos, agregó: —Si disparas, irás a la cárcel. —No me importa. Aunque vaya a la cárcel te mataré, papá. —¡Mira, muchacha, dame eso ahora mismo, si no quieres que...! —gritó, mientras se levantaba del asiento, pero no tuvo tiempo de hacer nada. Cuatro disparos. Uno fallido y otro que apenas le rozó un brazo. No importa. Los otros dos acertaron.

[Una mano invisible, casi transparente, que se mezcla con la noche y con el sueño. Una mano que da y que exige, que entiende mi agonía y la comparte, que me incita a lo obsceno y ya no provoca en mí otra cosa que no sea el deseo de sentirla adentro, de hacer lo que ella me pide, de complacerla en todo hasta en aquello que, sin lugar a dudas, ella misma no se atrevería a ejecutar. ] ¿La mano? Sí, fue precisamente ella, la misteriosa, la amable, la sutil, la posesiva e inteligente mano que me sugirió el plan. Mi padre y mi hermano se habían marchado al trabajo y yo estaba sola en casa. Ellos no regresarían hasta la noche, por lo que tendría tiempo para preparar el escenario. Sabía que él llegaría mucho antes que mi hermano. Era la costumbre. Así que limpié todo, le hice su guiso favorito, me puse mi mejor vestido y esperé sentada. A las ocho treinta regresó. Estaba cansado. De inmediato se sentó a la mesa y mientras comía le dije: —Te voy a matar. —Él el puro

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Él cayó al el suelo, echando sangre por la boca y diciendo todavía: «¿Qué has hecho?». Luego de unos larguísimos segundos, me acerqué temblando para comprobar si había muerto. Entonces me acordé de ella y dije entre dientes, para escucharlo yo misma, para saber que lo decía y que jamás lo olvidaría: «¡Perro desgraciado!».

de mi ser —Seguí tus instrucciones. —Bien hecho. —Ahora… ¿qué hacemos? —Llamaré a la policía y cuando lleguen dirás que él quería hacerte lo mismo de siempre y tú te negaste. Recuerda que yo hablaré a tu favor. —¿Estarás conmigo? —Siempre. —¿Sabes que [La mano que me toca en la noche te quiero? —le ines una pluma y al mismo tiempo es quirí y los leves una piedra. Es un ojo oscuro que escalofríos se conme mira desnuda y una espada que me virtieron en temhiere hasta hacerme sangrar. Es un blores. —Lo sé —me secreto compartido, el rastro de la dijo, y se acercó a inocencia perdida, el presagio de mí. Lo miré a los la tragedia y la sentencia del ho- ojos, a esos porror. Mano hermana-amante que zos oscuros en los me empuja al abismo y se detiene que casi siempre me encontraba. en el borde para verme caer.] Su mano tocó los En ese instante llegó mi rizos que se derramaban hermano. Cruzó el umbral de sobre mi frente y sus dedos la puerta, miró el cuerpo inerte rozaron mis labios. —Bésame— supliqué, y de mi padre y dijo: —Lo has su cabeza se inclinó hasta que hecho. sus labios devoraron los míos. —Sí. Luego se alejó, levantó el au—¿Tuviste miedo? —Sí, pero casi no lo dejé ricular del teléfono y marcó el hablar —le dije, sintiendo número de la estación policial leves escalofríos en cada parte más cercana. el puro

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El banquete de don José María Isabel Soldevila

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osé Benítez no tenía prisa. Esa tez color barro al mediodía tenía controlado hasta el aire del establo. No se movían ni los pensamientos, si es que pensamientos tienen los caballos y las vacas, sin su autorización. Amo y señor de su señoría, sólo como un condenado en su última hora, no era ni feliz ni infeliz. El sombrero blanco rechinaba al sol. Pero el sol no le gustaba demasiado. A José Benítez no le gustaba realmente casi nada. A pesar de que era un parejero, comparón para los adentros, tampoco le importaba qué decía la gente de su apariencia. La gente tampoco le gustaba mucho. Con esas costumbres, si se aparecía en el establo con las botas descascaradas, para nadie era sorpresa que el atuendo lo completara una camisa de seda fuera de lugar, abierta casi hasta el ombligo, mostrando esa panza llena de pelo que le daba un aspecto de oso color barro al mediodía. Falta de una mujer, pensaba la gente. Y los que se atrevían lo decían bajito, mitad por miedo y mitad por ese respeto extraño que se tiene por los que nacen jefes. Pero a José Benítez nunca le conocieron amores. Si en su corazón habían vivido la pasión y el querer eso no lo sabía nadie. Había quienes dudaban de la existencia del vital músculo aquél en el ancho pecho de don José, y no por maldad, pero tampoco por bondad, sino por ausencia de toda expresión de sentimientos. A pesar de sus aires de ermitaño, a ningún lugareño se le ocurrió pensar jamás, y si lo pensaron nunca lo dijeron, que al patrón tal vez lo que le gustaban eran los hombres.

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Benítez era el hombre mejor dotado de todo Sabana de la Mar. Decían que era medio hijo de un caballo. Duro como un coco dulce antes de ser dulce. Llevaba las uñas de las manos y los pies muy bien cuidadas para un vaquero. Casi nadie se las había visto, pero Amantina, la retardada

Aquel hombre ni grande ni pequeño se transformaba en su desnudez. Las estrías en la espalda ancha, ancha, las piernas como dos palmeras, todo daba gusto de ver. Daba ganas de morder. José

que le hacía la manicura y pedicura, conocía la extraña delicadeza de las manos de ese hombre que vivía fuera de este mundo. Porque eso era, seguramente, lo que le ocurría a don José. A sus cua-

Laura Quintanilla

José Benítez no era maricón, qué va. Pero su asexualidad era un consagrado desperdicio. Cuando se bañaba desnudo en el río —quizás el único placer mundano que se permitía a cielo raso— el murmullo detrás de los árboles era más que el del viento. Dicen por aquí que hasta de otros pueblos venían a verlo.

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renta y siete años, no parecía haber estado en este planeta demasiado tiempo. A ella, a Amantina, no le dedicaba más que una media sonrisa, que le salía como una mueca. Si algo bonito tenía en la cara eran esos dientes pequeños, blanquísimos, que no enseñaba nunca. Y por eso la gente pensaba que era feo. Lo que nunca se pensó en Caño Hondo, es que José Benítez, dueño y señor del horizonte, fuera un loco de atar. Hasta un día de calor, como cualquier otro. Tras uno de sus acostumbrados baños, disfrute y mortificación de más de uno en la comarca, José Benítez decidió dar un paseo. Inusual distracción ésta en un tipo tan cuadrado como su finca de tres mil cabezas. Se dejó guiar por un deseo de vagar por su propiedad. Con el pelo crespo aún mojado, la camisa abierta y las botas por encima del pantalón, se metió en el monte y nadie supo de él hasta el día siguiente. Llegó al establo con la cara que Moisés debió haber tenido cuando bajó con las tablas de los mandamientos el puro

del monte Sinaí: la cara del que descubre una verdad más grande que sí mismo. —Me voy a acostar —dijo, caído el sol de ese martes que dividió el mundo. Tenía sangre en la ropa y en el machete que siempre cargaba consigo. Pero ni un rasguño. Y se acostó. Durmió y soñó y se masturbó y se revolcó y gritó y lloró. Lloró como el desgraciado que era. Lloraba, se reía y afuera, la gente del pueblo, que pocos entretenimientos había en Caño Hondo, se aglomeraba para saber de la suerte de Don José. —Eso fue que le salió un bacá—se aventuraban unos. —El diablo fue que le salió en el monte, por tacaño, coño—dijo un obrero del pueblo al que don José le había negado trabajo. —A la mejor y fue un ángel—dijo una vieja. Nadie había desaparecido en el pueblo y con nadie tenía don José disputas mortales. No era un hombre violento, aunque muchos le tenían miedo. La sangre y el delirio eran un misterio.

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Así pasaron tres largos días de zozobra en la hacienda. Nadie se atrevía sacar los caballos ni las vacas, y la porquería se acumulaba en los establos. La casa, de por sí sin muchos adornos, estaba vuelta un revolcadero: las mujeres se mantenían en la cocina, inventando remedios para el mal de cabeza y de corazón, o para el mal de ojo que le había caído a su patrón. Al tercer día llegó el médico. El traje de tres piezas, gris, el sombrerito de felpa, redondo, y el maletín de charol parecían una afrenta contra la globalización. Miró lo que sus ojos miopes pudieron mirar, y con esos lentes de fondo de botella que daban risa, salió de la habitación, sudando. El doctor no se reía. —La fiebre lo hace delirar —dijo como para sí mismo, porque familiares no había para ocuparse del enfermo—. Se va a morir si no hacemos algo rápido. Hay que mandarlo para la capital. La capital era un lugar remoto con el que todo el mundo soñaba. Don José el puro

iba una vez al año a llevar lo mejor del ganado a una feria frente al Malecón. Sus vacas cebú tenían siempre buena acogida, y don José se las arreglaba para ganar premios y no hablar con nadie. La gente le gustaba muy poco. Como era de esperarse, llevárselo de la casa no iba a ser nada parecido a coger mangos bajitos. Don José, que sólo en la panza tenía como sesenta libras, no era fácil de mover. No se podía decir que fuera gordo, sin embargo. Era macizo. Y terco. Y ahora estaba fuera de sí. Una combinación de ingredientes que pronosticaba desgracia. Entre cuatro capataces, dos obreros y una comadrona cuya presencia en el cuadro nadie se explicaba (pero tampoco estaban las cosas como para estar rechazando ayuda), lo sacaron del cuarto y lo subieron en la cama de un camioncito Daihatsu rojo con una especie de toldo que hacía las veces de techo. Le improvisaron una cama con un colchón desvencijado y una estera. Si se ponían a esperar una ambulancia, se les mo27

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ría el patrón. A nadie se le ocurrió sacar la yipeta de la parte de atrás del granero. Y si alguien pensó en eso, no lo dijo: sólo la búsqueda de las llaves podía tomar una eternidad. Iba sedado con tres pastillas de Diazepán. Dormido, como tal vez duermen las almas en pena, el color barro se le empezaba a hacer verdoso. Había un olor a sudor, a sangre, a sudor de sexo, a sangre de amor. Por más que lo bañaron, el olor no se iba. Y los ojos, que no cerraba por nada, le brillaban con un brillo de muerte. A don José, que no era ateo ni creyente, nadie se ocupó de buscarle un cura, ni el cura se ocupó de ir a verlo. Para ser el hombre más rico del pueblo, poco contribuía a la parroquia, de todas formas. Las tres horas de viaje se convirtieron en cinco en el camioncito rojo. La carretera estaba llena de letreros que avisaban de los afanes del gobierno: «El presidente cumpliendo. Segundo tramo de la autovía del Eeste». Decían que esa obra iba a conectar la capital con el mundo lejano el puro

de don José. Que el comercio iba a mejorar, que finalmente vendrían los turistas y que la gente iba a ser menos pobre. «Gobernando para el pueblo, primero la gente», decían las pancartas blancas y azules. ¡Qué lejano parecía todo aquello en Caño Hondo! Esquivando hoyos y tragando polvo, se afanaba la comadrona que no cuadraba en la escena porque a don José el camino no acabara de matarlo. Pero él ya iba medio muerto. De vez en cuando parpadeaba, parecía que trataba de decir algo, miraba con esa fiebre loca impresa en las pupilas, parecía que miraba, y a doña Elupina, la comadrona, se le afilaban los sentidos adiestrados para oír los gritos de quienes están por nacer. Pero no pasaba nada. En esa cabeza cuadrada, dentro de esa mata de pelo crespo, había un huracán batatero de esos que arrasan con todo. A Don José el mundo se le vino encima y el peso de los tiempos lo estaba asfixiando. Quería abrir los ojos que ya tenía abiertos, quería abrir la boca que, 28

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en que a don José le tocaba arreglarse las uñas. Siempre los martes a las cuatro y media. Era viernes ya. —Yo voy allá y le pongo sus manos bonitas. Dijo con esa voz infantil que confundía más que su cara. Pero nadie le hizo caso. Amantina nunca pensó que don José iba a morirse, pero si se moría, seguro que querría hacerlo con las uñas arregladas. «Pa’ que Dios lo vea bonito». Bonito como lo veía ella. —Lo veo feo. —Dijo el primer doctor, que parecía el jefe. Tenía un bigote mitad blanco y mitad negro que desconcertaba, y por eso sus compañeros no lo miraban a la cara para hablarle. —Hay que mandar a hacer análisis de sangre. Por la fiebre, podría ser un dengue o el virus del Nilo, que anda por los Haitises. Quizás el SARS que había llegado de China. —No creo que sea tan simple, se atrevió a decir el doctorcito antiglobalizador. Yo había pensado más en algo mental... pero esa no es mi área. —Dijo, con una

de par en par, no hacía más que soltar una baba viscosa. Quería hablar y decirle a la sombra que le hacía sombra lo que había visto. Pero no le salía nada. Al doctorcito de charol se le había ido un poco la mano con el Diazepán. Esas tres pastillas tenían a don José delirando más que la fiebre. Esa sensación de abismo acompañó a la comitiva hasta la clínica San Rafael donde el doctor tenía algunos amigos esperando. Amantina también esperaba. Sin esas uñas cuadraditas, afiladas, duras como cuchillos, poco sentido tenía su vida. Sin esa media sonrisa, sin esa mueca inexpresiva, poco latía su corazón de niña. Amantina tenía 33 años, pero en la cara curtida por la pobreza y los errores genéticos no había señales de calendario. La manicurista de don José lo amaba, a su muy especial manera. Era la única persona en el mundo que lo quería. Cuando lo subieron en el camioncito rojo, paró el reloj de cuerda que tenían en la muñeca. Nunca veía la hora, daba lo mismo, salvo los días el puro

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mezcla de modestia fingida y complejo de inferioridad. El doctor Rudecindo Moreta se sentía como un peje raro. Si en Caño Hondo él era una autoridad, en la San Rafael de la capital todo el mundo lo miraba con condescendencia. «Aquí no soy más que un médico de campo», pensaba. Agrio el sabor de la bajada del pedestal. Con campo y todo, el doctor Moreta tenía razón. Y eso le hizo reír un poco por dentro cuando llegaron las pruebas de sangre, los escáners, el electroencefalograma, las radiografías, y todos los exámenes que los doctores de la capital le mandaron a hacer a don José. Claro que su alegría le hubiera producido acidez a Hipócrates, porque poco tenía que ver con el avance del estado de su paciente. Juramento, al carajo. —Estrés postraumático —dijo muy orondo el jefe del comité de evaluación. Con todo y que había llegado en la cama de un camioncito rojo, con olor a vaca y a campo perdido, a nadie se le olvidaban las tres mil cabeel puro

zas de vacas cebú de primera calidad del dueño del pueblo. Los mejores especialistas estaban ahí. —Este hombre se vio sometido a una experiencia que lo impactó de tal manera que ha perdido la conciencia y, quizás, la razón. Habría que mantenerlo en observación unos días más y ver cómo responde al tratamiento, pero todo es cuestión de tiempo —sentenció, mientras se agarraba su medio bigote blanco en señal de profunda reflexión. Durante las tres semanas que estuvo interno, a don José nunca dejaron de temblarle los ojos, que no cerraba. Nunca dejó de gritar con un grito ahogado una verdad que nadie entendía. Nunca le bajó la fiebre, nunca perdió ese color verde que opacó su piel de barro. Nunca se le quitó ese olor a sudor de sexo, a sangre de amor que se le pegó al cuerpo. La comadrona, cuya presencia comenzaba a tener sentido, no se le despegó ni un minuto. Pensaba que, si se quedaba cerca, algún día pariría el muchacho esa cosa 30

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tan grande que lo había dejado loco. Ella, que había visto tantas labores de parto, tantas rupturas de fuente, tanta agonía y dicha, veía en el rostro descompuesto de don José un dolor de esos que se tienen por algo que hace feliz. Su espera fue recompensada. Quién sabe si por las medicinas o simplemente por esa lucidez que antecede a la muerte, ese tercer lunes la respiración del enfermo se había estabilizado. Esa noche no había despertado, si es que se le puede llamar despertar al sobresalto que lo poseía, y el aire se oía entrar y salir con calma por sus anchas fosas nasales. —¿Amantina? —dijo. No la llamó a ella por amor, aunque Amantina, muchos años después, moriría, con cara de niña, queriendo ir al cielo para arreglarle las uñas a don José. Él, en su delirio, pensó que era ella la que estaba a su lado. Para él seguía siendo martes, aquel martes. —Tengo una pena en el pecho que me va a matar. —Dime, mi niño. Hace tre semanas que toy a tu lado el puro

eperando que me des esa carga que te está ajogando. —Se la comió. Se la comió porque la amaba tanto. —... —Y yo me lo comí a él. Me los comí a los dos. A Elupina le recorrió un escalofrío que le puso de punta todos los pelos del cuerpo. De la frente, le comenzaron a brotar unas gotitas frías. La piel se le congeló. Algo le decía que eso no era delirio ni metáfora. Aquel martes que se paró el tiempo en Caño Hondo, como a las tres de la tarde, don José terminaba su baño. Iba con la camisa abierta y las botas por arriba del pantalón. —Algo me jaló, me jaló pa’ que me diera una vueltica por el monte... Como casi nunca tenía presentimientos, se dejó llevar. La tarde estaba caliente y el frescor del río se le pasó enseguida. Don José oyó un hombre llorando. Y la curiosidad lo picó, lo picó y lo mató como al pez del refrán. —Me metí por atrás de las matas. No se veía mucho y 31

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me tuve que pegar más, pero ese hombre lloraba y parecía que se quería morir. Y los hombres así no lloran. El hombre, joven, de unos 26 o 27 años, no era de por esos lados. Al menos don José no lo había visto nunca. Ni a ella. Esa mujer que sostenía el llorón en sus brazos era la criatura más bella que había visto en su vida. Era perfecta. Tenía un vestido blanco, que parecía tan fresco... esa mujer era un ángel. Pero esa mujer no se movía. —Estaba muerta. Y él quería morirse de verdad. Morirse botando lágrimas por ella. La desnudó poquito a poquito, la acariciaba como si fuera un ser de otro mundo. Le hizo el amor y se la comió. Él se la comió. Lentamente, llorando siempre, bebiéndose las lágrimas, pedazo a pedazo, simplemente se la comió. Don José lo miró todo, lo olió todo, lo vomitó todo. Nunca había visto una escena tan atroz ni de tanto amor. Cuando ya no quedaba nada de su amada, el hombre joven se acostó en el lugar donde había escenificael puro

do una escena de horror que tenía arrobado el corazón de don José. Y se murió. Se murió de pena, de indigestión, de asco por la vida. De lo que sea, pero se murió. —Y yo me lo comí. En un intento desesperado por ser parte de eso, de algo, por tenerla dentro a ella, por comerse los sentimientos que nunca había sentido, don José se arrimó al joven y lo miró con ojos de fiebre... y el ritual comenzó de nuevo. A Elupina el mundo se le paró. Pensó que en todos esos años, ningún parto le había dolido tanto. Pensó en los niños que le habían nacido muertos, en las niñas que habían nacido para esclavas de la pobreza y la ignorancia. Le lavó la cara a don José, que por primera vez en tres semanas había cerrado los ojos. Su respiración no se oía ya. Elupina fue al baño y se metió el dedo en la garganta hasta donde le alcanzó. Tiró al inodoro todo lo que había comido en su vida. Tiró a esos tres muertos que no quería comerse. Se lavó la boca y se fue. Se fue en la primera 32

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guagua, de regreso a Caño Hondo. Lo intuyó con esa trágica seguridad que suele presagiar algún ocaso.

Sandra Pani el puro

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Dos de agosto Hyden Carron

a Laura, eternamente El asunto no es olvidar, sino saber recordar… Eliseo Alberto

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quel pasillo parece eterno. Blanco, estérilmente blanco, con sus lámparas de halógeno, su piso reluciente, sus paredes ásperas y estrechas. Camina lentamente, pero deseando que el trayecto se acabe lo antes posible. Siente sus piernas temblorosas, su rostro que le quema por el ardor del llanto… su soledad. Camina como si el mundo dependiera de esa marcha, su mente no tiene capacidad para ocuparse de nada más. Es él y ese pasillo perpetuo que lo lleva a encontrarse cara a cara con la muerte. Todo lo supo desde un principio, desde las primeras palabras, desde ese patético intento por encajar. Lo vio en sus ojos, en esa manera torpe y segura de caminar. Sí, fue una certeza tan clara que pronto la olvidó. Duda entre seguir o simplemente quedarse parado, situarse al borde del pasillo y esperar —¿esperar qué? —se pregunta. Además algo decide por él: sus piernas se agitan vacilantes, pesadas como acero, pero con voluntad autónoma de seguir avanzando. Lo supo y lo olvidó, igual como siempre sabemos que todos vamos a morir y, aunque la realidad nos asalta en ciertos momentos de lucidez, andamos por la vida como si el puro

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luces, el féretro. Sus piernas tiemblan de tal forma que lo obligan a apoyarse en el borde de la puerta. Sus ojos se quedan fijos, blancos, dilatados. La luz del parqueo le impide ver —¿o serán las lágrimas que ya comienzan a invadirle como un torrente de lava sobre su rostro?—. Las piernas no responden, ni los brazos, ni los ojos. Quiere moverse, quiere terminar con todo aquello, quiere ir y ver lo que siempre supo. Cae al suelo, las piernas por fin han abandonado la batalla, alguien viene corriendo en su ayuda, no puede ver nada,

fuera eterna. Lo intuyó con esa trágica seguridad que suele presagiar algún ocaso. Y mientras camina por ese interminable pasillo, se repite una y otra vez que lo sabía, que las señales fueron suficientes y que no pudo aprovecharlas. Lo repite como una letanía, como si el haberlo sabido de alguna manera lo vacunara de lo que irremediablemente iba a ver. De pronto, sin avisos ni preámbulos, descubre que el pasillo termina. Ve la puerta, el piso de cemento del parqueo, la furgoneta, las

José Luis Corral el puro

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una especie de blanca oscu- escapar. Siente que la mirada ridad la paraliza… luego, la recorre, la desnuda. Sí, luego… la niebla. esos ojos saben lo que piensa, su esfuerzo, su mentira. Lo saben desde siempre y no 2 hay forma de esconderse o Una montaña de pelos le cunegarlo. bre la cara cuando se dispone Cuando levanta la vista ya a escribir. Sistemáticamente los ojos (vestidos con rostro, se pasa la mano por el rostro brazos y piernas) están frente para poner a raya los mea su butaca esperando para chones rebeldes y colocarlos hablarle. Unas cuantas paladetrás de su oreja. bras y ella no se contuvo, le Pone atención, el profesor soltó todo su misterio a esos diserta infinitamente sobre ojos que ya sabían, pero que la misma idea, mas sus ojos no la conocían. Se lo dijo permanecen fijos, atentos. como una ráfaga, como un De cuando en cuando hace vómito de confesiones. Sin una mueca con los labios pensarlo, se lo dijo con su para liberar un poco su boca pelo, con sus manos firmes acerada de la prisión de sus y rígidas, y hasta con esos frenillos. malditos alambres que tenía La clase termina y ella enredados por toda su boca. comienza la infinita tarea Le contó su sueño, su afán, de recoger todos sus útiles, el cómo no quería estar allí, anotar en su pequeño cuaen esa clase con aquella gendernito Jean Book, con tapa te, su sacrificio para luego rosada, todo lo que piensa poder hacer, por fin, lo que hacer durante el día. Alguien quería… bueno, todo. la observa, puede sentirlo Luego calló y el silencio sobre los mechones de cacubrió como un manto toda el bello que le imposibilitan la aula, se le vio incrustarse en visión. Sigue escribiendo, las butacas, borrar el pizarrón como si se escondiera, como y luego posarse suavemente esperando que esos ojos fijos en medio de los dos. en ella desaparecieran sin descubrirla. Pero no puede el puro

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se espera de él. Enciende un cigarrillo instintivamente, se incorpora y siente el mareo de los sedantes. ¿Cuántas veces lo hablaron?¿De cuántas formas trató de hacerle entender que la vida es una sola y que siempre funciona como un borrador sin corregir, que no hay red de salvación y que sólo el salto al vacío, al misterio, puede ponernos en el camino de nuestro destino? Su madre sigue merodeando en las afueras del cuarto, puede sentirla dudando entre entrar o esperar que él decida salir. Pobrecita, no pudiera entender (y él no conseguiría explicarle nunca) que lo sabía, que siempre lo supo y que todo esto no venía a ser más que una confirmación de lo que ya había aceptado desde hace tiempo. El cigarrillo le quema los dedos, lo apaga, y enciende otro mientras busca sus sandalias. Se siente solo, calmado, como si esperara que ella lo llamara por teléfono en cualquier momento. Sale de la habitación, resignado ya a cumplir los ritos de la muerte.

Él dijo algo, quizás muchas cosas, pero lo cierto era que todo estaba dicho. Se había desnudado ante esos ojos que ya sabían, que no la conocían, pero que sería lo último que vería cuando una mañana como cualquier otra, los cálculos le fallaron y el tiempo, vestido de negro, vino a cobrar (con intereses incluidos) todo lo desaprovechado.

3 Cuando despierta, aún aturdido por los sedantes, siente cómo le arden los ojos y todo el rostro. Ha de haber llorado mucho mientras dormía; inconscientemente, su cuerpo se derramaba hacia el exterior para no explotar como una olla de presión. Oye unos pasos del otro lado de la puerta de su habitación. Su mente se va despejando y comprende que es su madre que patrulla su sueño intentando arrebatarle algo de pesar aun a cambio de sufrirlo ella misma. Mira a su alrededor y se da cuenta que es de día, no le importa qué horas serán: el tiempo deja de tener sentido cuando nada el puro

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la jodida práctica, él la visitará como a las diez y seguro se marcha pasadas las doce, repasar el libreto, terminar la práctica y a dormir. Es la carrera que se ha impuesto y lo sabe. No es solamente un sacrificio para alcanzar su meta, es su forma, su eterna lucha contra un reloj que, con cada tic tac, le avisa que el tiempo se acaba. Ésa fue una de las cosas que más le costó aceptar de él, su paciencia: esa forma que tiene de sentarse, encender un cigarrillo y estar. Sí, estar simplemente, dando paso a aquellas conversaciones que la hacían detenerse y que la distraían del eterno tic tac de su batalla. Recuerda bien cuándo fue la primera vez que se percató de que el reloj perdía sentido en su presencia, perdía fuerzas, se desvanecía. Fue mientras hacían el amor. Ella siempre mantenía el control en esos asuntos del cuerpo. Se entregaba sí, pero siempre ajustaba esa entrega, la incorporaba a su agenda, podía medirla y evaluarla. Los ojos lo sabían, al igual

4 El truco está en el movimiento, aprovechar el tiempo, seguir. Si para un instante a pensarlo, probablemente no encontrará la fuerza para ponerse en marcha nuevamente. Es como en una carrera o en la escalada de una montaña: si se detiene uno un momento para recuperar el aliento, el cuerpo se enfría, los músculos se entumecen y reanudar la marcha cuesta el doble de trabajo. Lo aconsejable es no detenerse, avanzar, a veces sin saber hacia dónde… todo el truco está en el movimiento. Piensa esto mientras camina a grandes pasos hacia su carro. Repasa mentalmente su agenda: tomar el auto (la calle del botánico está más despejada a estas horas y necesita cada minuto), llegar a su casa, tiene 15 minutos para comer, luego llamarlo (10 minutos máximo), preparar su mochila, ir al teatro, ensayar, ir a buscar la fotocopia para la práctica de mañana (la amiga de la práctica habla mucho, debe pensar en cómo cortarle la lengua), luego la casa, hacer el puro

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que adivinaron su misterio desde el primer día. Fue una noche como tantas otras (con luna o sin luna, a quién le importa), en el mismo cuarto del mismo motel, él encima de ella, como de costumbre. De pronto sintió algo más, los ojos la miraban detenidamente, le arrancaban dulcemente la piel, derrumbaban una a una sus murallas. ¿Cómo resistirse a esos ojos? ¿Cómo esconderse? Y pasó: la sensación la invadió como un río turbulento, la recorrió lentamente surcando sus secretos, se detuvo en sus senos pequeños, se acurrucó en su pubis caliente, jugueteó con su pelo y luego se quedó inmóvil. Entonces comprendió, se abrazó a él como a un tronco en medio de la marejada. Los ojos la seguían mirando, llamándola hacia el túnel hermoso y aterrador del descontrol. Miró el impúdico espejo del techo del cuarto e intentó escuchar el tic tac. No estaba, se había esfumado junto con su control, los ojos la habían liberado, pero, ¿y ahora qué? el puro

Se echó a llorar con unas lágrimas pesadas y ácidas, oía de lejos que él le preguntaba qué le pasaba, trató de hablar, pero nada le funcionaba sin su incansable tic tac. Él optó por abrazarla, acarició su pelo, su cuerpo desnudo y le secó las lágrimas con la sábana. Amainado el torrente, la pregunta surgió nuevamente, esta vez desde mucho más cerca. Ella sólo atinó a mirar el suelo y decir: «siento que voy a morir muy joven».

5 Luego de los ritos de la muerte que cada sociedad impone a los que se quedan, surge un periodo de aparente indiferencia u olvido. No es que se espere que las personas superen una pérdida en cuestión de días, sino simplemente que el día a día no admite —ni puede admitir— las reflexiones paralizantes que suponen la constatación cercana de la muerte. Seguir trabajando, estudiando, haciendo lo que uno hace en la cotidianidad, funciona como un imperativo 39

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social que se supone terapéutico. Él siguió, mal que bien, su rutina, se destacó en su trabajo, terminó sus estudios, demostrando un grado ejemplar de madurez. Pero, a eso de las 5 de la tarde, cuando sale del trabajo, un ente no identificado guía el volante de su auto hacia la carretera Duarte, dobla a la derecha y, sin saber cómo ni por qué, diariamente se encuentra aparcado en el cementerio frente a su tumba. Trata de hacer lo que tantas veces hemos visto en las películas: hablar, contarle sobre nuestra vida a un montón de cemento rodeado de flores con una lápida que anuncia un mensaje religioso para la fallecida. No la siente, está parado frente a la tumba, parloteando, llorando a veces, pero en su interior sólo hay un enorme vacío. Al final, se sienta en el muro de la tumba, enciende un cigarrillo y espera… Esa mañana despertó sobresaltada, se le había hecho tarde (como siempre), debía cambiarse a volandas, coger el puro

el auto y salir disparada hacia el trabajo. Mientras se lava los dientes, piensa que pronto todo acabará: terminará la estúpida carrera de ingeniería, ahorrará lo suficiente y podría irse con él a estudiar, a trabajar, en fin, a vivir. Recoge sus papeles y sale caminando hacia el auto. Ni siquiera tiene tiempo de despedirse de sus padres; total, siempre hay un después para ponerse al día. Sentado en el muro de la tumba, mira al vacío atontado con el humo del cigarrillo. No comprende, no quiere comprender. Lo sabía, pero cuesta convencerse de que la vida es una apuesta que muchas veces se pierde y otras pocas se empata. Una vez en el trabajo se embutió en el embrollo de problemas y soluciones de cada día. Ya queda poco, piensa con cierto alivio, pronto podrá desprenderse de toda esa mierda. Se levantó y fue a buscar un café a la cocina de la empresa. Se entretuvo hablando con una de las compañeras que trataba de convencerla de 40

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que se apuntara en un san. No lo intuyó, no recibió ninguna premonición trágica, su vida no pasó como un rayo de luz delante de sus ojos. Además, ¿qué hubiese cambiado?, ¿qué habría podido hacer en esos escasos minutos? En el cementerio ya casi no queda nadie, el sol se va ocultando y todos saben que no es seguro quedarse después que oscurece. Él continúa esperando, no sabe qué, pero no consigue las fuerzas para pararse, montar en su vehículo y volver a la vida. Todo fue muy suave, dulce podríamos decir, si no se refiriera a estas circunstancias. Se sentó en su cubículo, organizó sus papeles y se dispuso a sacar unas cuentas. Alguien le habló desde muy lejos, no prestó atención, su cabeza fue acercándose al teclado del computador con una parsimonia casi calculada. Derramó el café sobre los papeles, un río de orines calentó sus pantalones negros. Se sintió cómoda, no gritó ni llamó a nadie, tampoco opuso resistencia alguna. Vino el puro

la calma y se entregó a ella. No hubo últimas palabras ni deseos, creyó ver los ojos que la habían liberado. Al final, sólo quedó su rostro dibujando una media sonrisa: el tic tac había cesado por completo. Las últimas luces de la tarde tiñen de cobre la lápida de la tumba. Él sigue sentado en el muro, se estremece con una brisa fría que lo recorre de repente. Solo, sin ninguna sorpresa y como si siempre hubiese planeado ese momento, enciende un cigarrillo, junta las manos en disposición de plegaria y con calma se apresura a hacer las paces con Dios o su equivalente.

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Reflejos

Ariadna Vásquez Si realmente quieres saber quién soy, tienes que estar absolutamente vacío como yo. Entonces habrá dos espejos mirándose mutuamente, y sólo se reflejará el vacío. Se reflejará un vacío infinito: dos espejos mirándose mutuamente. Pero si tienes alguna idea, entonces verás tu propia idea reflejada en mí. Osho

o , que lo sé todo desde mi silla azul , lo veo y lo invento. Frente a la barra, ahí está el hombre. Decido que él está pensando sólo en ella, mientras mira el café. La historia podrá ser la misma, pero éste es el sonido de la desolación, de la duda. Una pequeña dosis de retraimiento, alucino, y puedo perderme toda la esfera que cubre este momento en su vida, único, particular, permanente. Ese hombre pequeño siempre existió, siempre será y, sin embargo, ahora simplemente me pertenece, y aunque la culpa no es de nadie, así será y los puntos se reconocerán cuando todo llegue al mismo vértice. Él se abandonará a la muerte esta noche. Yo lo he decidido. Sentado frente a su café, puedo adivinar la sutileza de su redención. Parece muy débil ese hombre. ¡Podría ser un suicida! Se necesita valor para permitirse sufrir, para disfrutarlo. Pero ese hombre diminuto posee una rebeldía encantadora para esperar el dolor de lo que espera la muerte. Cualquier clase de muerte. ¡Él no se suicidará! Ahora podrá retar a la muerte, puede sentarse a esperarla porque en verdad no espera nada. Lo veo todo desde aquí, con una pasividad divina. Ese hombre se sienta a pensar en la barra, se vierte en la cabeza una malditos desórdenes mentales». Se lo dice, y luego se sienta como si nada en el sillón de leather crema, a terminar

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de pintarse las uñas en un estilo francés. Está pitando una canción. El hombre mira hacia el otro sofá vacío, le dan ganas de sentarte, pero se huele las manos, se las pasa por la cara como limpiándose, buscando un poquito de lucidez. Fija los ojos al piso y las ve. Recostadas a una de las patas de la mesita, están las dos cajas de cerveza en el suelo, sólo que adentro hay libros, alguna ropa

curtida y un grabador Sony microcasete con la tapita de la batería repleta de tiras de cinta pegante. «¿Está todo ahí?», pregunta él. «Revisa si quieres», le responde la mujer, sin mirarlo, y empieza a silbar de nuevo. Pero al hombre no le dan ganas de agacharse a joder con las cajas. No tiene adónde llevarlas, ni en qué, tampoco quiere hacerlo. «Después regreso por ellas», dice, mientras camina al

Laura Quintanilla el puro

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baño para lavarse las manos. Tiene peste a sexo y a cigarro. El vaho está en todos lados, metido entre los dedos, hirviéndole la boca; todo el cuerpo le hiede. De repente, le da hambre. Está acariciando el jabón de miel con ambas manos; se lo pasa lentamente de la izquierda a la derecha. Lo posa en una esquina del lavamanos, pero se resbala rápido, baboso; da unas vueltas en péndulo y se detiene, pegado al desagüe; entonces cierra la llave. Un chorrito fino de agua se escapa, se filtra entre sus dedos y se vuelca rápido en el jabón. «I don’t think you’ll find them later», le grita la mujer justo antes de lanzar un ¡fuck! al aire; se le acaba de dañar el puto estilo francés en el angular de la mano izquierda. El hombre sale del baño con la toalla marrón en las manos, se las está secando sin premura y se queda contemplando a la mujer en el sillón de leather crema. Tiene los ojos gastados, con una capa rojo amarillenta en toda la cara; está excesivamente cansado y sólo quiere cogérsela desel puro

pacito para darse ánimos. Ella despega los ojos de sus uñas, lo mira e, intentando religiosamente parecer indiferente, le dice que no quiere verlo otra vez, que tiene que irse y llevarse todas sus porquerías. «Haz lo que te salga del culo con mis cosas», le dice el hombre después de tirar la toalla a la mesa. Ella no dice nada. Entonces el hombre camina hacia la cocina, empuja con los pies un sobre blanco semiabierto que está en el pasillo y abre la nevera. No hay jugo, ni refresco, ni frutas, ni nada, sólo cerveza y una cajita de caldo de pollo Maggi vacía. Decide salir a tomar aire fresco. Tras la puerta, justo antes de dar un paso a la calle, recuerda cuál era la canción, «Fly me to the moon», piensa, y entonces sonríe. La mujer aún sigue silbándola en la sala. En la calle, mientras camina, el hombre se revisa el bolsillo izquierdo del pantalón. Saca unas monedas, esquiva cuidadosamente una alcantarilla abierta en la acera y toma un carro público en la Delgado, hace la señal con la mano derecha, «bajando», 44

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le dice al chofer, y sube al coche. Está solo en el asiento trasero y, sin saludar, levanta su puño derecho hacia delante, dejando caer diez pesos entre las manos del conductor. No tiene reloj, pero la señora que está en el asiento delantero se voltea, le mira la boca y le pregunta la hora. «Son las seis y pico, doña», le contesta el chofer, antes de que el hombre diga cualquier cosa. «Fue una ayuda», piensa el hombre sin reloj, «la gente siempre… de generosa». Todos caminan sin prisa en la banqueta, tienen cosas en las manos: fundas, carteras, vainas que cuelgan de sus hombros y que protegen cáusticamente. Una muchacha flaca camina, fumando un cigarrillo y sorbiendo un vasito de café expreso que luego bota en la calle sin miramientos. El hombre no puede mirar afuera sin tener miedo. Está a punto de dejarse caer desde la ventana al pavimento. La ciudad está espeluznantemente cuajada, lenta. El tiempo se parte en pedazos en el contén. Todo se está desgraciando ahí afuera, con un zumbido el puro

insoportable en su cabeza, pero nadie despierta del letargo. El hombre cierra los ojos un minuto para que todo se calle. Hace mucho calor, demasiado ruido, y ya empieza a extrañar a la gringa. Sabe que no volverá a verla y sólo le importa por casi dos minutos. Luego nada, sólo quiere un café cortado con poca leche, y aire fresco. El carro se detiene frente al semáforo de la Independencia. El hombre le dice al chofer que lo deje. «Me voy a pie», piensa. Cruza la avenida y camina a grandes pasos por la acera derecha. Lleva las manos en los bolsillos y de vez en cuando se pasea los dedos por el cabello, baja la cabeza y la levanta. Empieza a distinguir una sonrisa en sus orejas y entonces ríe, vomita una carcajada en plena calle, como un desquiciado, sintiendo la soledad, la muerte, en los pies, luego en las piernas, escalando sus membranas hacia las caderas y la espalda, sólo para sacudirle con furia la cabeza otra vez, pero el hombre sigue riendo, mientras camina solo, como el mendigo de la Kennedy, 45

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con sus dos pegotes de piedras pegadas en cada palma de las manos, pero él no tiene piedras en las manos; no lleva nada y sólo las guarda en los bolsillos. El hombre sube al Conde por la calle José Reyes y todavía, riendo, se mete uno de los dedos en la nariz; saca una pieza de mocos y la observa sin detenerse, mientras confía en sus reflejos para no caerse en el contén. Empieza a envolverla lentamente entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha, juega con sus propias mucosidades, como un dios omnisciente creando, girando las partículas entre las agujas con una disciplina parsimoniosa, haciendo de éstas una sola masa pegajosa, verde, y, luego, siempre riendo, la estruja, la va recreando hasta volverla una figura perfectamente circular, una analogía absoluta de la existencia planetaria. Gira a la derecha en el Conde, la calle está llena de gente y el hombre se aburre de darle vueltas a la bola de mocos que lleva entre sus dedos; trata de tirarla, pero se queda plegada a las yemas. Se sacude casi con el puro

enojo. Entonces observa a un muchacho con un pequeño sombrero de guardia posado en la cabeza que viene de frente sin mirarlo y, con un dejo de desesperación, decide zafarse de aquella flema, ahora compacta, y se limpia los dedos justo debajo del bolsillo derecho de su pantalón. No deja de mirar al muchacho, lo mira casi con ternura. «Ahora no», piensa. El muchacho no lo mira, no lo nota y sigue caminando sin voltearse. Entonces el hombre entra a la Cafetera. No hay casi nadie, dos meseros, la señora de la caja y yo, que estoy sentado, solo, en una silla azul de la primera mesa. Él mira a todos lados, yo lo miro extraño, ligeramente sonriente, pero el hombre no me sonríe. No sabe que lo he creado. Se sienta en la barra, sube los codos y pide un café cortado. «Poca leche», dice. Voltea a su izquierda, la gente pasa frente a la cafetería sin detenerse, nadie conversa pasivamente, se ven alterados, hablando alto y el hombre se queda con algunos tramos cortos de 46

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historias, palabras mutiladas por el paso de otros cuerpos, otras historias. «Yo le dije que se fuera a la mierda». Pasa la frase y su dueño, y viene una nueva ola de voces. «Uno tiene que ponerse duro en esta vida, mijita». Otra fábula viviente que fluctúa, refrescada, que parece tener conexión con la otra, con la que sigue, con la que pasó, con el hombre sirviendo el café cortado con poca leche, con la señora de la caja que lee El jardín de al lado, con el señor solo sentado en una de las sillas azules de una mesa, que no hace nada, que sólo lo mira, sin moverse. Hay un marrón mortecino que cubre toda la ciudad, piensa. El hombre toma su café. Está muy caliente. Lo observa como buscando bichos en una sopa. Sorbe otra vez. Busca en el bolsillo de su camisa, ahí está la caja de cigarrillos y lo agradece, no sabe a quién, tampoco por qué con tanta vehemencia. «Ya no debería fumar», piensa, y se pone muy serio. Prende un cigarrillo y el señor que hace un rato sirvió su café cortado con poca leche el puro

le acerca un cenicero con cierta cortesía. El hombre no lo mira, no dice nada y ya no ve hacia ninguna parte, sólo adentro de su café transparente, donde descubre una idea, un hueco. Puedo ser mi propio dios y escaparme cuando desee. «Estaré aquí cada vez que quiera», piensa. No entiende bien lo que acaba de sucederle, pero le dan ganas de reírse; se ríe sólo un instante y se queda otra vez mirando el café, frunce el ceño como si realmente estuviera preocupado. Toca la barra con los dedos de la mano izquierda, los mueve como sacando música de un piano; está rozando una canción. «La cuenta», dice, sin saber realmente si el mozo lo escuchó. Se huele los dedos de la mano izquierda y piensa en ella; le dan ganas de coger y se queda un momento pensando en volver a casa, pero sonríe. Ya sabe que no podrá volver aunque quiera; no está nervioso y ahora se pasa las manos por el pelo con mucha calma, toma el sobre de la cuenta, lo abre y pone unos billetes sin mirar, lo cierra y se queda acariciando un 47

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segundo la piel del sobre, descubre el cigarrillo posado en el cenicero, está casi consumido, pero suelta la cuenta en la barra y lo toma sólo para exhalar lo que queda; lo apaga y repentinamente se levanta de la banquita. Sale de prisa. Lleva un cigarro nuevo en la boca y las manos en los bolsillos. Aún llueve levemente en la calle. El hombre se choca de hombros con un señor que lleva dos bolsas en cada mano: no se les caen, no se disculpan, no se dicen nada.

CAJA CHINA AVERIADA pedro Antonio vALdez

U

n hombre halló una caja cerrada, la cual abrió y halló dentro otra más pequeña, la cual abrió y halló dentro otra más pequeña, la cual abrió y halló dentro otra más pequeña, y así hasta hallar una caja del tamaño de una partícula de polvo, la cual abrió y halló dentro, cerrada, la primera caja que había hallado. el puro

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arte

Luz Severino

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Diosas que dan ilusi贸n el puro

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C贸mo alcanzar la luna

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Retrato para un ni単o

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Damas pensadoras

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Flores de jardĂ­n

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La cocina de mi abuela

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Calendario de cocina

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Trata de brincar

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Paul Giudicelli Cristo el puro

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Sin tĂ­tulo

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Golfillas

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Gris rojo

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Hombre tambor

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Muchacha y pescado

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San Sebastiรกn

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Pelea de gatos

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Cojuelo

Enmanuel Andújar Turn your lights down low, never never try to resist, oh no; unless your love come shining into our lives again. Bob Marley and Lauryn Hill

L

a maldita tuya… Dijo esas palabras antes de la trompada; yo no pude ver la sangre que brotó de inmediato: dejé caer la mirada. Los ojos del tipo me buscan, escucho la voz serena aunque levemente agitada: Eso es pa’ que aprenda a respetar a los hombres, coño. Ella no se quitaba las manos del rostro, las mismas manos que segundos antes, en el callejón que era tan nuestro, exploraban los colmillos y cuernos, inmensos, de la máscara.

L

Las coincidencias son una vaina: encontrarme a Ignaura en pleno carnaval. Yo había llevado mis experimentos antropológicos sociales muy lejos y decidí vestirme de diablo, con todo lo que pesa ese traje y el calorazo. Y ahí estaba ella, entre el sudor, la asfixiante algarabía de La Vega, todo normal para una tarde de domingo en febrero. Nos escapamos de la multitud y cervezas van y vienen. Me advierte que anda con un tipo, un casinovio, una vainita… dos cervezas y media Malboro lights para llegar hasta el callejón y acercarnos tanto que yo no puedo besarla, pero le huelo el aliento cariñoso que me permite acudir a la nostalgia prematura, que me da la excusa para decirle: A que no le pones la mano. Ella me entrega la sonrisa que me trajo problemas dos años atrás y me recuerda que yo soy un fresco y abalanza la mano, entera, el puro

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negra me da un vaso bendito: dos dedos de Chivas Regal y tres cubos de hielo. Salud. Ahí me enteré, en su apartamentito de soltera, que le habían dado siete puntos la misma tarde del accidente. La cicatriz era grande y le hacía gracia: Si me hubiesen cosido en la capital hubiera quedado nítida, pero era eso o me le desangraba en la cupé al mamañema. Le confieso que anduve unos cuantos días medio asustado, tú sabes, medio chivo, esperando… vivir con una amenaza en la espalda no es fácil. Se da un trago largo y se me pega con la excusa de buscar un cigarrillo; espera fuego… yo, todo un caballero. Fuma lindo y escupe el humo, se limpia la punta de la lengua: Le vas a hacer caso tú a ese bajoaculo; ese pendejo no hace na’, él me dio esa trompá’ porque me agarró deprevenía. Ignaura es grande, no es un modelito. Todo su cuerpo grita responsabilidad y es que yo siempre he beneficiado las gorditas… menos complicaciones, como que van al grano, como que beben

se acerca más y yo imagino, demasiado, enmedio del tumulto que nos deja solos en el callejón hasta que llega el susodicho, muy bien puesto, su camiseta Carnaval Vegano Comparsa Las Fieras. Alaridos. Ella no llora, baja las manos y veo la sangre. Ahora está encojonada, como poseída, empoderada por el dolor. Espero el golpe, ahora me toca a mí. Yo no sé pelear y no me sale una palabra. Él, machito, me dice: Prepárate, cuando llegues a la capital te toca lo tuyo.

M

Cinco meses después, aporté mi grano de arena a la teoría de que el hombre es un animal masoquista y que toda capacidad humana emerge del pesimismo con fervor. Esperando la promesa del café me concentraba en el almendro seco lleno de cotorras frente al balcón. Cierro los ojos esperando esa estocada mortal y a traición: Años esclavos del apetito de ser impureza. Enciendo otro cigarrillo y, en vez de café, la el puro

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y fuman sin problema y sin complejo: ya la vida las ha maltratado bastante desde el bachillerato, ahora son libres y tienen un apetito, y una cosa, y un manoseo… Fuck the Barbies. Nunca habíamos echado un polvo y nos habíamos besado poco. Y es que cuando tuvimos el valor de decirnos las cosas a la cara, ella se iba a hacer un diplomado a Panamá y yo me iba muy ilegalmente a Puerto Rico (prometo dar detalles de mis situaciones migratorias en otra ocasión). Ahora estábamos muy cerca y por el segundo vaso de Chivas, el juego como que se estaba dando, como que yo quiero decirte, como que mira negra si tú supieras que yo siempre como que te he tenido… ponte una el puro

musiquita ómbe… Y nada más hizo ella coger en las manos el disco de Fito: Euforia, y fue como para azarar la vaina, suena el teléfono. Ella hace una mueca muy fea. Aprieta mute y me dice: Ven acá corre que tú tienes que oír esta vaina: Serenata telefónica con Air Suply. Muy fuerte. Después el tigre dice: Si me vas a perdonar hazlo ahora —llanto—. Es

José Luis Corral

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que tú no entiendes que yo no puedo vivir sin ti. Sí tú no vienes, me voy a matar. Yo seré muy malo para otras cosas (pagando deudas, controlando el trago y eso), pero imaginando yo soy un verdugo: le vi la cara de novio del otro lado del cordón, imaginé las lágrimas, el moco líquido, el desastre de botellas de Carta Dorada por la habitación… Pero la respuesta de la jeva me dejó frío, nunca había visto a una mujer tan despiadada: —¿Tú eres apellido Estévez…? ¿No? Pues mátate, mariconazo. La distancia no mejoraba la dureza de su tono de voz. Coño, hasta a mí me dio cosa, y ese era el hombre que me andaba buscando para fusilarme. Al parecer el hombre lloró; ella me hizo señas con la mano derecha, de que le pasara más trago, y siguió disparando: Usté bien sabe que yo nunca di lo suyo, pero fue para no desacreditarme. Eso sí coño que si sigues con la jodedera voy a llamar a un par de tigueres pa’ que te den una salsa… ¿Es que tú no sabes que tú estás vivo porque el puro

yo no peleo borracha? Sigue llamando, sigue haciéndome show en la calle buen comemierda que te va a salir lo tuyo… No me provoques: No-me-pro-vo-ques. El tono bajaba, pero no dejaba de ser aterrador. Y yo que estaba controlando la bebida serví el quinto vaso de Chivas, que se acababa, pero de inmediato pasamos a producto local y destapamos y muy caro Barceló Imperial. El hombre llamó de nuevo cuando yo me estaba bajando el zipper. Ella le dio lo suyo: Tú te la luciste, de verdá, y te puedes dar el gustazo de decir que eres el primer hombre que me pone una mano encima coño, que ni papi que en paz descanse.

M

Esa tarde no pudimos echar el anhelado polvo porque no se me paró. Sí, suena extraño, pero me ha pasado dos veces… un urólogo me dejó saber que eso tiene directamente que ver con la cantidad de stress antes del suceso. Bueno, quedamos para el día 68

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Mire, doña, a mí no me importa lo que él diga, usté no se imagina lo que me ha costado a mí bregar con esta cicatriz. Míreme la cara que no me sirve pa’ ná. Yo lo que parezco es un cuero de Borojol. La doña se presigna, aprueba un buen trago de café amargo, frío… asiente. Y es que la jeva tiene la boca sucia y como un tirapiedras: A usté yo le tengo mucho respeto, pero tenga presente que los Estévez no le comemos mierda a nadie. No soy yo la que le va a planchar las camisas a ese inoperante. Yo tengo un posgrado en mercadeo de una universidad fuera de aquí, además ando como alérgica al Niágara. Y tú muévete —ahora me habla a mí— trae otra cerveza, qué es lo que hace ahí comiendo boca. Con tanto trago bueno y frío, con tanta confesión seca y gris era imposible formular un plan de ataque: La Estrategia del Amoricidio. Cervezas vienen y van. La doña despachó al chofer después de mandar a comprar media caja al colmado. Ignaura deja bien claro que ella, con amor y cariño, hasta el

siguiente y la cosa estaba mucho mejor: ella había ordenado sushi, hoy estábamos en cerveza… chulimameo total en la terraza y ahora no fue el teléfono sino el timbre… mi corazoncito no da para tanto: era la mamá del jevo. La Señora de Calcaño (catecúmena, vocal de la mesa directiva de la plancha b del Club de Esposas de Oficiales de las fa) movía la cucharita preguntándose quién coño era yo y con Arcángel San Gabriel en mano me encomendé a un buen trago de Bohemia helada porque de esta no me salva ni el coño de mi maldita madre. La señora mueve un peón: Mira mi hija, tú eres muy joven… a los hombres hay que tenerles paciencia; yo sé que él no es fácil… el papá era igualito. La doña medio recita un Ave María y escucho ángeles. San Miguel agarra tú ese guía, me digo, me doy otro trago… ofrezco irme. Tú no te mueves de ahí y traime otra cerveza, tan en el frizel, dijo Ignaura rascándose un sobaco y de una vez mirando a la señora, diciéndole con la sangre de maco: el puro

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final, pero que esa vaina de ama de casa full time y con golpes y tó eso… si eso fue con la primera, la segunda golpiá la mata. Yo secundé esa moción, porque Jack Veneno siempre dijo que el que da primero da dos veces.

du Soleil; Corteo era la producción. En Sorrento trabajé como aprendiz de mecánico diesel y aprendí el arte de comer. En Den Haag estuve en un supermercado y en casa de mi madre por un tiempo, hacía frío. En Valencia hice unos días en una feria de construcción y en Barcelona limpié baños y habitaciones en el Hotel Malda, que en realidad es una pensión… no me pagaban, pero mi trabajo cubría hospedaje y cena tres veces por semana; la señora era buena gente, el marido

M

Después de esas cervezas rodé mucho, siempre ilegal, siempre solo: En San Francisco, Ca., trabajé en la puesta en escena del Cirque

el puro

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ya no iba para ninguna parte. Los fines de semana me iba a Sitges, compraba medio pollo horneado, una viga de pan y una Fanta. Al final del verano abusador, frente a una de las figuras de cocodrilo de arena, estaba mi gorda, mi negra. No fue coincidencia, me dijo: Estábamos en Madrid por lo de la Luna de Miel, tú sabes, y nos encontramos con Peterson y nos dijo que andabas por Barce… estás flaco, cómo te va. Me invitaron paella, pero yo no tenía

estómago. Él se excusó para el baño y yo me fijé que ahora lleva el pelo medio largo, le cubre una segunda cicatriz, se han casado y las cosas van como esperábamos. Me brinda un cigarrillo, ahora fuma Malboro rojo y yo evito todo tipo de conversaciones sentimentales o singatorias: hay polvos que no se echan, que se barajan, que nacen torcidos, que no se pueden, que tiraron la toalla y es mejor dejarlo así… pero eso sí, Verduga, que donde yo te agarre mal puesta…

Raquel Olvera el puro

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sin embargo, pregunto

Entrevista a Frank Báez Ariadna Vásquez

Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Alejandra Pizarnik

7 ¿Escritor, cuentista, narrador o cuentero?

Me gusta la palabra escritor porque no es confusa. Cuentista es alguien que vive del cuento, o sea, una especie de embaucador. Narrador suena a apellido vasco. Cuentero es como un escritor que metieron preso o algo así.

7 Cuando se trata de cuentos, ¿el escritor tiene una maqueta o al menos un hilo que atraviese ese cuento que está por escribir? El problema es que uno se imagina que lo que el escritor va a contar se empieza a gestar en cuanto se sienta a escribir. Los cuentos se van proyectando en la cabeza del escritor a cada instante. Uno siempre está contándose historias y mientras uno duerme o hace el amor o pasea al perro, estas historias se van acomodando en la cabeza y se van preparando para salir a la superficie. Por lo que no es que el escritor empiece a escribir desde que se sienta frente al teclado, sino que cuando se sienta es porque hay algo que se ha estado proyectando en su cabeza y piensa que ha llegado el momento para que se proyecte fuera de su cabeza. el puro

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7 ¿Todavía se puede escribir una metodología de cómo

hacer un cuento? Depende quién la escriba. Si la escribe Denis Johnson o Ricardo Piglia, corro a la librería y la compro. El problema es que esas metodologías o recomendaciones terminan escribiéndolas tipos que se han dado cuenta que han fracasado escribiendo cuentos. Sin embargo, uno se hace la pregunta, para qué escribir sobre el cuento, si uno aprende sobre los cuentos leyéndolos. En fin, siempre leo los decálogos que hacen los cuentistas.

7 ¿De qué o de dónde no puede nacerte un cuento?

Los cuentos no deberían nacer de la cabeza de los que no tienen talento para escribir cuentos.

7 En tus historias existe una magia que se va revelando

sin muchos preámbulos, sin muchas vueltas, un lenguaje desvestido de casi todo, casi sin simbolismos ni mucho menos descripciones atragantadas de palabras ¿Qué puede ser eso que identifica la manera en que escribes tus cuentos? Supongo que con mis lecturas y mis vivencias. O quizás con un estado mental particular que me ha llevado a dirigirme a los libros que me resultan más preciados y a las cosas que más me fascinan de la vida. O el azar. Quién sabe.

7 En algunos de tus relatos la identidad de los personajes

se esconde tras una letra del alfabeto, sólo eso, ni siquiera un nombre. ¿Es para ti una forma de resaltar la importancia de la historia, de la anécdota, más allá de los personajes? ¿Es una forma de destacar el carácter ambiguo de la identidad, una referencia a Klossowski? ¿O simplemente una cuestión de estilo? La literatura pone en duda el concepto de identidad. Desde que escribimos un cuento autobiográfico y empezamos a escribir del yo, ese yo trasciende nuestra identidad y se transforma en un yo estético, esto significa que cobra más significado a medida en que suene mejor o quede compuesel puro

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to de una manera que consideramos perfecta. En cuanto a utilizar las letras iniciales de los nombres, siempre me ha llamado la atención ese apelativo desde que empecé a leer a Kafka. Podría decir que hago eso como un homenaje a Kafka, aunque un montón de escritores hacen eso con sus cuentos; por ejemplo, Bolaño y otros más, y supongo que él y otros lo hacen y lo hacían porque resultaba pesado escribir de uno mismo y de la gente que uno conoce nombrándolos como personas de carne y hueso y no como personajes, porque de repente uno tiembla pensando que no va a escribir tal cosa por pudor, y además de que de repente te pueden demandar y meterte en problemas, por lo que uno lo cambia, como Kerouac, que cuando uno lo lee se da cuenta de que cambiaba los nombres por nombres que rimaban con los originales. A mí me pasa lo mismo, ya que la literatura que yo hago en gran medida es hecha a partir de experiencias de la vida y de experiencias literarias. Se podría decir que hay cincuenta por ciento de artificio y cincuenta por ciento de biografía. Cuando mis textos parecen más artificiosos, son los más biográficos de todos. Y viceversa.

7 ¿Entonces piensas que el escritor debe escribir sobre

su vida o, al menos, sobre las cosas que se mueven alrededor de su mundo? No seamos estrictos. Cuando uno lee se da cuenta de que es difícil generalizar. Existen demasiados estilos. Hay obras escritas sobre aproximaciones a lo desconocido, que son hermosas y valiosas, pero a mí me parece que eso es más certero en el plano poético que en el narrativo. De cualquier manera, me encantaría escribir cuentos sobre Rusia y China, lugares donde nunca he estado.

7 El tono melancólico en tus relatos es también caótico, esperanzador y tartamudeante como un niño de cinco años que cuenta algo, ¿es algo que tiene que ver con la isla, la espera, el calor o las ganas de llorar que provoca el mar cuando se le observa un buen rato sin parpadear? el puro

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Depende de qué tipo de relatos. A mí me gustan los personajes que se meten en situaciones complicadas y me gusta mezclarlos con gente que conozco o de situaciones que me han contado e ir creando una especie de mitología de mi generación en que la gente que he conocido haga sus apariciones, y terminen mezclándose con los personajes que tengo en la cabeza, y me acuerdo de un poeta coreano que está encarcelado y que, sentado en su celda, escribe desde hace tiempo un poema a cada persona que conoció en su vida.

7 Palabras que podrían acompañar de comentario

a algunos de tus cuentos son: melancolía, ambigüedad, delirio, asfixia, impotencia, inmovilidad, humor, caliente. ¿Qué preocupaciones humanas son las que pones en juego? ¿Cuáles son esas palabras que pueden marcar alguna de tus historias? El uso, la escogencia y la manipulación de las palabras tienen que ver directamente con la historia que cuento. Un cuento se levanta a partir de palabras y esas palabras tienen que saber sostenerlo, ya que, si no, por cualquier sacudida el cuento se viene abajo.

7 Así es, toda escritura nace de la palabra y algunas

palabras pueden salvar un relato; otras, como dices, matarlo, pero dentro de ese juego de palabras que tejen tus relatos, ¿cuáles son esas «certidumbres» humanas que como escritor pones más en juego en tus historias? A mí no me gustaría que los lectores bostecen y se duerman leyendo mis cuentos. Me interesa que los lectores se rían cuando escribo algo que me hizo reír. Eso hace que la narración funcione. Pero todo esto es pretencioso. Escribo de pasiones humanas, de estados de ánimo, de la caída y la redención. Escribo de ese momento en que de repente uno se detiene —fregando unos platos o sentado en la oficina—, se rasca la cabeza y se pregunta qué estoy haciendo con mi vida o qué es mi vida. De ahí me gusta partir. el puro

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7 La mayoría de tus cuentos poseen una musicalidad

muy notable, como en el caso del monólogo «Lola». Como sabemos que eres poeta, y además poeta que gusta mucho de la generación beat, no sería demasiado casual, pero, ¿qué tipo de música es la que normalmente suena debajo de cada línea que escribes? Si tienen algo de ritmo, esto se debe a que leo mucho en voz alta, como si las narraciones fueran poemas de largo aliento. A uno que otro de los beats, sobre todo a los que renegaron de ser beats, los sigo leyendo con interés, pero creo que al igual que a los surrealistas o a la generación del 27, hay un momento en que uno debe darle la espalda y colocar esos libros en sus tramos y abrir los libros que están en el siguiente tramo.

7 Imaginando al cuento como un hombre desnudo,

¿dónde está el inicio del cuento?, ¿qué órganos no son tan vitales? Los cuentos están en el hígado. Por lo que aprovecho este medio para recomendar a los escritores mexicanos que no beban mucho. ¿Órganos no vitales? La pierna derecha. Ampútenla. Uno no necesita la pierna derecha para escribir.

7 Y la nariz, ¿sirve de algo para escribir?

Si usas lentes, la nariz te sirve para sostenerlos.

7 Recientemente, en algunos de los libros de cuentos

publicados por jóvenes escritores de República Dominicana hay una suerte de arte cuentística que tiene mucho que ver con una manera diáfana y directa de decir las cosas, decirlas como sólo se dirían en cualquier barrio dominicano, la jerga como lenguaje inequívoco para comunicar lo que realmente se siente y cómo se siente. ¿Piensas que es una especie de neopostumismo? ¿Te identificas con ello? Para escribir cuentos se necesita mucho talento. No creo que un cuento es superior porque esté escrito de una manera simbólica o porque esté escrito de una manera directa. Los el puro

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escritores dominicanos, no sólo de esta generación, sino también de las anteriores, lo que necesitan es lectura, es abrir bien los ojos y tratar de alcanzar esa zona donde uno siente que está escribiendo algo de valor y que necesita publicarlo y divulgarlo. En República Dominicana, nuestra única opción literaria es el futuro.

7 Es innegable que los países con fuertes crisis políticas

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y sociales sobre sus espaldas han dado grandes frutos en la literatura. ¿República Dominicana ha hecho una literatura equiparable con su historia? Tenemos varios casos. Sobre todo de esfuerzos individuales. A diferencia de Cuba, México, Argentina y otros países latinoamericanos, en República Dominicana no se ha podido conformar una gran generación de escritores de alta categoría. Tipos que discutan y se sienten en cafés, arrojándose entre ellos pedazos de pan. Tenemos un caso en los cuarenta con un movimiento literario denominado Poesía Sorprendida, que fue bendecido por Andre Breton, pero que no duró mucho, ya que el régimen trujillista lo desmanteló y con los años los poetas aprendieron una fórmula de hacer poesía y repitieron esa fórmula hasta que los poemas no salían. Tenemos el caso de Pedro Henríquez Ureña, que debido a las condiciones políticas y sociales de la isla, se decidió a emigrar y vivió en México y Argentina, formando parte de la vida literaria de esos países y aportando un montón de ideas, conocimiento, pasión y rigor. Tenemos muchos casos. Pero a la larga, sólo tenemos obras representativas de una que otra época, pero no una obra que trascienda los respectivos periodos de tiempo y que continúe fascinando a generaciones venideras. Apostemos a los que vendrán.

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cuento, luego existo

El amigo del género humano Raúl Gutiérrez Moreno

A

brí los ojos cuando faltaban ocho minutos para las diez de la mañana. El dolor que se me había metido en la cabeza la noche anterior seguía ahí, necio en terminar con la poca paciencia que me quedaba. No es justo. A mí me gusta vivir con la idea de que el dolor sólo le corresponde a los demás, pero la realidad decía lo contrario: soy igual de vulnerable que todos los seres que comparten conmigo el miserable mundo en el que vivo. Me levanté de la cama y entré al baño; el esfuerzo que hice al orinar provocó que el dolor se convirtiera en una fina aguja que lastimaba mi cerebro. Dejé caer la cabeza y me quedé parado ahí más de dos minutos. Miré el fondo de la taza, sentí asco al descubrir mi rostro reflejado en el agua amarillenta y espumosa. Jalé la palanca. El reflejo se disolvió hasta volverse nada en aquel remolino de sonoridades que no sé por qué sentí absurdas. Es más, podría decir que todo me parecía absurdo: cepillar mis dientes hasta rasgarme las encías, bañarme con agua casi helada, imaginar que mi amante moría ahogada en la tina del baño, pensar en la novela porno que había terminado de leer tres meses antes. Todo. Todo me parecía absurdo. Salí a la calle después de tomarme una taza de café. Los rayos del sol hacían resaltar la estúpida alegría de la gente. Nunca he entendido de dónde les nace ese sentimiento. ¿Pensarán que vivir tiene un precio que se paga con sonrisas? el puro

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No lo sé y no me interesa saberlo. De lo que sí estoy seguro es que me fastidia sentir la presencia de tantos rostros extraños. Se cruzaban a mi paso como si no hubiera otra calle por dónde caminar. Tenía la certeza de que lo hacían para molestarme, para acabar con mi cordura, pero no caí en la provocación; los ignoré pensando que no existían. Algunos iban muy agarraditos. Hipócritas. No son capaces de decirle a su parejita: «Oye, mi amor, ¿sabías que te suda la mano?». Nada de eso. Callar y vivir. Simplemente. Allá ellos. Llegué a la farmacia que se encuentra a tres cuadras del lugar en el que vivo. Los dos ancianos que toda la vida han atendido el negocio estaban detrás del mostrador. Surtían sus recetas sin desatender los movimientos de su hermana, una demente cercana a los sesenta años que no

molestaba a nadie, pero que a mí me ponía nervioso por los balbuceos que salían de su boca al tratar de saludar a todo aquel que entraba a la farmacia. Me acerqué al mostrador, y como no tenía ganas de pedir recomendaciones, compré lo primero que se me ocurrió: una caja de aspirinas, que pagué con un billete arrugado. El viejo que me atendió puso cara de enojado porque le arrebaté el cambio de la mano. Al

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salir, alcancé a escuchar que dijo «gracias» con un tono de burla y reclamo. Imbécil. Era obvio que a él no le dolía la cabeza. Quizá pensó que las aspirinas las quería para endulzarme la boca. Imbécil. Dos veces imbécil. Me arrepentí de haber vendido el coche cuando el calor resecó mi garganta hasta convertirla en una pequeña bola de estopa que impedía el paso de la saliva. La banqueta por la que he caminado muchas veces me llevó en menos de cinco minutos a la cantina que hay por el rumbo. Entré. Ahí estaba el cantinero de cara abotagada y ojos saltones que me atiende siempre. Le pedí un ron blanco con mucho hielo. Me sirvió y siguió en lo suyo. Qué aburrido lavar y lavar vasos, servir y servir tragos, pensé, compadeciéndome del tipo. Qué aburrido lavar y servir cualquier cosa, volví a pensar mientras movía con el índice de la mano derecha los cubos adiamantados que brillaban en el vaso. Tres tragos fueron suficientes para que el primer ron desapareciera. Pedí otro para el puro

empujar las cuatro aspirinas que había sacado de la caja. Y otro más para serenarme y estar bien con Dios. Azoté el vaso en la barra y pregunté cuánto debía. El cantinero se quiso poner serio, pero cuando vio la propina sonrió, enseñando la corona de oro. Nunca falla. El dinero vuelve tiernos a los hombres. Muy tiernos. Salí de la cantina. Tenía escasos cincuenta minutos para llegar al lugar donde trabajo. Si es que a lo que hago se le puede llamar trabajo. En la esquina estaba parado un colectivo; me subí y después de pagar me senté atrás del chofer, un gordo con ojos de cerdo que al respirar producía un resoplido que después de treinta segundos me empezó a molestar. Me dieron ganas de pedirle que respirara como la gente, pero la lógica que siempre me ha caracterizado me llevó a la conclusión de que los animales no pueden respirar como la gente. Y evidentemente el chofer era un animal. Mejor me olvidé de él. Para distraerme me puse a mirar por el espejo retrovisor 80

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a una mujer de labios carnosos con cara de insatisfecha. Pensé en lo que estaría dispuesta a hacer para olvidar las frustraciones que traía marcadas en su mirada. Para olvidar al impotente de su marido que lloriqueaba cada vez que no podía cogérsela. ¡Pobrecita!, nunca se enteró de mis pensamientos, porque de lo contrario me habría propuesto alguna perversión. Pero se veía que era tan decente como yo. Ni modo, que Dios la ayude. El sopor de las casi doce del día, el ron y las aspirinas hicieron que empezara a cabecear. Yo creo que al chofer no le gustó traer a sus espaldas a un güevonazo, porque con el pretexto de meter velocidad me pegó en la rodilla derecha con la palanca. En lugar de sentir dolor sentí odio. Un odio inmenso. Empecé a golpear a Ojos de Cerdo. Al sentir mis puños frenó bruscamente. Soltó el volante y se cubrió la cabeza con las manos; decía algo que no alcancé a entender porque la mujer de labios carnosos empezó a gritar como si estuviera loca. Dejé el puro

en paz a Ojos, me dio lástima ver su rostro lleno de sangre. ¡Pobrecito!, no sabía defenderse. Caminé hacía el fondo del colectivo. Nadie decía nada. Sólo Labios seguía con sus berriditos histéricos. Me enfrenté a ella. No soporto que alteren el orden. Dio algunos manotazos cuando le puse los dedos de la mano derecha en el cuello y empecé a apretar. Yo creo que entendió muy bien el mensaje, pues de inmediato dejó de gritar. Decidí soltarla porque es de humanos perdonar a sus semejantes. Hasta podría decir que me sentí un poco arrepentido y avergonzado, pero los pasajeros eran testigos de que fue Labios la que me provocó. ¿O no? El colectivo seguía parado, le di las gracias a Ojos de Cerdo y me bajé. Como no me gusta llamar la atención me alejé de ahí lo más rápido posible. Dirigí una última mirada a mis amigos del colectivo y les dije adiós, moviendo mi mano derecha en lo alto. Nunca los iba a olvidar. Me gusta recordar a la gente que me deja gratos recuerdos. 81

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No supe si el dolor de cabeza desapareció gracias al ron o a las aspirinas. Me sentía tranquilo, dispuesto a caminar las diez cuadras que me separaban del lugar adonde iba, del sitio que nunca he querido aceptar como mi hogar porque no soporto el orden impuesto por mis socios. Prefiero vivir solo. Así los sermones no son diarios. Aunque quizá esta situación ya no dure mucho. La semana pasada me dijeron que yo no sirvo para esto. Allá ellos. Llegué al cinco para las doce. Me quité el saco y lo colgué del brazo del arcángel que el nuncio nos regaló el año pasado. Paulo, mi colaborador de todos los fines de semana, me ayudó a vestirme. El blanco me sienta bien. Siempre ha sido mi color favorito. Tomé la Biblia que me regaló mi madre antes de morir y salí de aquel lugar. Al escuchar la campanilla que Paulo hizo sonar, los feligreses de la parroquia de San Agustín se pusieron de pie. Me paré frente a ellos, encendí el micrófono y con voz serena les dije: el puro

—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo; el dios de la vida que ha resucitado rompiendo las ataduras de la muerte, esté con todos ustedes. Hermanos, hermanas, vamos a iniciar nuestra eucaristía pidiendo al Señor por todos aquellos que, como ustedes y yo, son amigos del género humano…

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minificción

Una gota de rocío Edgar Omar Avilés

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na gota de rocío, en la punta de una temblorosa hoja de sauce, se niega a caer y ser tragada por la tierra. La gota, desesperada, con sus ojillos cerrados, suplica a los dioses misericordia: entonces de ella surgen dos gotas y luego cuatro; y la gota se convierte en gotera; y la gota se convierte en lluvia; y la gota se convierte en tormenta; y la gota se convierte en río y cascada; y la gota se convierte en un mar; y la gota se convierte en el océano que se derrama, inundando puertos y ciudades: los llantos y gritos de los seres abarcan al Mundo, cuyos continentes sucumben ahogándose también. Poderosa, la gota de rocío se carcajea, pero deja de hacerlo al sentir la seca garganta de la tierra devorándola, entonces abre sus ojillos y arriba ve al sauce y a la hoja, todavía temblorosa, de la que ha caído. el puro

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25 watts Pablo Kersz

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s joven, no tiene más de 17 años. Ya hablé con ella y lo hace por 30 pesos. Está muerta de hambre, así que agarra lo que sea.

Tiene que ser un día de mucho calor, pero además vamos a dejar la calefacción al máximo durante toda la tarde. Quiero que cuando ella abra la puerta sienta un shock de calor y aire viciado. (Le vamos a dar una llave para que entre sola.) El lugar tiene que estar realmente sucio y desordenado. Me refiero a cajas de pizza en el piso, platos con restos de carne, vidrios sucios, cosas así. Poca luz. ¿Qué te parece una lamparita de 25 watts colgando del techo? Todo tiene que verse amarillento y enfermizo. Algo muy triste a simple vista. Voy a soltar, además, unas 20 polillas y otras 20 moscas verdes en la habitación. (Sé de una veterinaria que las vende a pedido). Él va a estar esperándola sentado en una silla de ruedas. Desnudo, salvo por un pañal para adultos con manchas de excremento seco y orina. Y tiene que oler realmente mal, no hablo solo de sudor agrio y aliento a salami, sino de hedor corporal. Le dije que todo el tiempo tiene que llevar puesta una máscara ortopédica, como las que usan los que tienen la cara desfigurada por quemaduras muy graves y los ojos cubiertos con algodones. (Ella también está al tanto y sabe que él está en esas supuestas condiciones físicas). Cuando él habla, se tiene que salivar un poco, pero no mucho. Sería interesante pedirle que intente algunas posturas corporales deformes, como un brazo doblado de un modo extraño y cosas así. el puro

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La cama estaría cubierta con ropa blanca, un tanto amarillenta, con grandes manchas circulares amaromadas, como las de los hospitales. Y podría incluso oler a orina, aunque creo que eso ya sería demasiado. El baño, en cambio, tiene que oler a amoníaco y acaroína. El piso tiene que estar mojado y las canillas gotear pesadamente. Sería fascinante que de fondo se escuche una radio a.m. con una carrera de caballoso; ¿preferís un tango mal sintonizado? En la mesa de luz, un vaso de agua con una prótesis dental y varios frascos marrones con goteros, junto a unas tabletas de pastillas ya usadas. Cuando ella entre, él va a emitir un pequeño gemido, como un grito ahogado. Después, él tiene que decirle algo como: «ze estaba espedando bebé, hoy ez mi cumpleañoz», intentando que se formen burbujas de saliva al

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decirlo, mientras extiende sus brazos para abrazarla. Él tiene que esperar que ella misma le remueva el pañal, o por lo menos lo abra. (Se lo pedí así y aceptó hacerlo.) Una vez que se la esté chupando, él se tiene que cagar lentamente encima, pero sin decir nada, ¿entendés? Sí, él lo hace. No es problema eso, porque al tipo lo arreglo con guita para que haga todo tal como te digo. Está muerto de hambre, lo hace. Él tiene que dejar que todo fluya de su cuerpo como si realmente no estuviera pasando. Y en ese punto exacto él se quita la máscara ortopédica y los algodones que cubren sus ojos y ambos descubren que son padre e hija. ¿Cómo lo ves?

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TASSINARI Adán Medellín

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uerte, supongo. No tuve un talento natural: sólo un par de talleres en preparatoria y cursos de actor por correspondencia. Era un galileo de tantos en Jesucristo Superestrella y daba clases de teatro para niños. —Esto es lo que necesitamos —dijo el hombre que me descubrió— un tipo común para el mercado local. Si alguien lee los créditos quizá pueda acordarse. Soy Tadeo Tassinari, alias T.T. O bien, por obra y magia de los labios de mr. Hermann, Tití, como esos simios ridículos. Pensé que me llevarían a Los Ángeles, a conocer un poco de mundo. Pero todo quedó en el país, en una casa gigante de una colonia vieja, con ladridos de perros y coches de parabrisas polvosos. Las primeras películas me emocionaron. Acariciaba mujeres desnudas, las besaba en todas partes y mordía sus pezones frente a una cámara. Allí estaban la rubia anoréxica, la brasileña de tetas enormes y la agradable Malena, gran compañera y muy talentosa para fingir los orgasmos, pero con una voz de recitador borracho que obligó al estudio a doblar sus jadeos. Si el director lo ordenaba, podía frotarme contra ellas o, en mi momento esperado, penetrarlas por unos segundos, muy cuidadoso, con el condón puesto. Hacíamos un concierto de gritos y, de pronto, yo caía como noqueado, para acabar con la toma de una cara sonriente y sus manos apretando mi nuca diciendo gracias o thank you, baby. Pero el soft porno no me llenaba la vida. Después de un par de meses, ver a las chicas poniéndose gotas en los ojos contra el smog me frustraba; un negro y un filipino turnándose para abrirle las piernas a Malena, con una florecita o un cojín que el puro

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les cubrieran el sexo, me ponían melancólico. Me hacía falta algo más. Entonces, una tarde apareció mr. Hermann. Reunidos en un cuarto de la casa, le

dio la mano a cada actor. Se presentó como el visionario de las penetraciones y las mamadas. Yo había escuchado de él: era un viejo maestro del cine porno, pero

Maura Falfán el puro

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en una masturbación tensa, lentísima; Bergman no podría superarlo. Mr. Hermann había adaptado el guion. El Minotauro consideraba amigable a Teseo y le dejaba todo listo con las chicas. Pero Teseo salvaba a las mujeres desnudas apresadas en los cuartos, tenía charlas filosóficas y mataba a la bestia. La búsqueda en un laberinto retrasaría al máximo el momento de la penetración fingida a la heroína. —You know, no fucking allowed, no penetrar, hasta que el espectador brame por oír un gemido, nos pida a gritos una mamada— exclamó. Sería su regreso a Los Ángeles, a las grandes producciones. Eso demostraría el error que habían cometido. Rogarían con tal que el genio regresara. Aquella película (¿dijo suspensive fucking?) sería creada allí, casi artesanalmente, en una casucha con actores desconocidos, como un producto independiente. Incluso, con los cortes de edición, concursaría en algún festival.

sus últimas películas habían sido un fiasco. That’s old bullshit, dijo al respecto, y nos contó su nueva idea. —¿Han oído hablar de Borges? —preguntó. Silencio. Salivación. Silencio. —ok, crew, Borges era un cuentista argentino. Buenos libros, como hechos en serie. Mitos, killers, cuentos policiacos, pero lo que me interesa, you know, es su imagen. Su obsesión. Se calló un instante y miró al techo. Nosotros miramos también y no vimos nada. Bajó la cabeza y pronunció como un sacerdote: —El tiempo y el laberinto. El simbolismo de Borges, el hombre devorado por su finitud, el libro de arena, la búsqueda... —bla, bla, bla, por quince minutos más. Nos quedamos callados. mr. Hermann planeaba una puesta en escena de las teorías del tiempo del señor Borges, llevando al límite el deseo del público amante del porno. Retardar los ritmos clásicos de narración en un video-home donde el espectador se suspendiera el puro

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¿Tenía que aplaudir? Malena lloraba; el negro y el filipino se habían tomado de la mano. —Tití —me habló por primera vez apoyando su palma en mi hombro—, eres lo que yo necesito. Un hombre normal en busca de algo más grande: satisfaction. Y ustedes —recorrió con la vista al resto del grupo—, todos ustedes estarán en el film, pero el proyecto necesita alguien más, alguien distinto, you know, que se ajuste a lo que hubiese querido Borges. Me tomó años de búsqueda, pero tengo a la persona. Mr. Hermann sacó un celular, marcó un número y dijo: it’s time. Nos miramos extrañados. Unos segundos después, la puerta del cuarto se abrió. Bárbara Walseemuller. Barbie, como todos la conocimos. Una muñeca de apellido alemán, 1.80 m de estatura, cara de niña frágil, ojos claros y nalgas prodigiosas. Nos saludó con las manos de lejos, como un mimo. —Look at her —dijo el director—. Ésta es la esencia, el sabor de los mitos el puro

sajones; esto es lo que Borges hubiera pedido.

2 Nos llevamos el guion a casa y las filmaciones iniciaron unas semanas después. Se habían colocado mamparas y plataformas, lámparas frías y un generador de niebla. Los cuartos tenían nuevos divanes o camas, estaban recién pintados y les habían quitado las puertas. El equipo estaba emocionado. Antes de comenzar, mr. Hermann nos pidió que hiciéramos nuestro mejor esfuerzo. La productora aún titubeaba con la inversión y más valía que los sorprendiéramos. El director se fue a su sillita y dirigió los primeros ensayos. Los papeles no eran nada del otro mundo, sabíamos lo básico y, después de los nervios iniciales, las cosas empezaron a salir bien. Decidido a comenzar, mr. Hermann recitó una breve plegaria, pidió al continuista que preparara la claqueta y dijo acción. En las primeras secuencias, Ariadna (Barbie), ves89

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tida en falda corta, me había citado en un bar porque necesitaba mi ayuda. Tenía miedo. Sus amigas habían desaparecido sin dejar rastro. Había escuchado que el Minotauro raptaba a todas las mujeres de la ciudad. Yo empezaba a reunir datos sobre el asunto, nos poníamos de acuerdo en una cita, pero ella faltaba. No respondía mis llamadas ni mis mensajes. Yo preguntaba a unos cuantos, pero nadie sabía dónde e s t a b a . S ó l o h a b í a una opción. Me dirigía a la famosa casa del Minotauro. A un lado de la entrada, había una placa de metal: «Pierde la esperanza al entrar aquí. Si no eres mi redentor, ya me perteneces». —¡Corte! —dijo mr. Hermann. Me pidió que me fijara de verdad en el letrero y pusiera cara de odio contra el Minotauro.— Aprovecha ese rostro que tienes, —sugirió, sonriendo. Reanudamos. Le di la mueca de maldito y entré en el lugar. Yo, Teseo en tanga, empecé a recorrer los cuartos. La máquina de niebla me dificultó la visión, pero distinguí el puro

a la brasileña tetona. Estaba amarrada y hacía gestos de sufrimiento. Tenía un tatuaje con un par de cuernos en el bajo vientre; el Minotauro la había poseído y no tardaría en matarla. Fui hacia ella. Le quité las cuerdas. Me aparté para un largo plano de las curvas magníficas de la desnudez brasileira, y la unté después con un aceite puesto al lado de la cama. Ella me besó. De pronto, apareció el filipino con máscara (alias Minotauro). Inició una embestida, pero yo corrí con la brasileña tomada de la mano. Pasamos varias mamparas hasta llegar a unas escaleras. Bajamos. La cámara daba cuenta de la fuga. Una vez en la sala, miré hacia atrás. Estábamos solos. Entonces, la brasileña reaccionó de una suerte de letargo. Me sentó en el suelo e hizo un baile que dejó muy contentos a todos. Luego se fue, no sin antes decirme que debía seguir buscando a Ariadna. En el segundo cuarto estaba la anoréxica. También debía liberarla de una mesa llena de correas e instrumentos de tortura. El lugar estaba 90

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lleno de espejos y en ocasiones me confundía. Veía reflejos de la flaca en todas partes y chocaba contra las paredes. Finalmente, luego de la asesoría gritona de mr. Hermann, pude encontrarla. Allí, el negro aparecía y me ponía una prueba como condición para el rescate. —¿Eres hombre valiente, Teseo? —Sí. Y liberaré a esta muchacha. —Antes debes mostrar tu valor. —Estoy listo. —El gran Ulises sufrió un examen parecido. Esta mujer hará lo que tú quieras. Cantará y bailará para ti. Estará dispuesta a ser poseída, abierta, mordida... Tú debes resistir. En fin, después de esas tonterías, yo debía permanecer sin acción. Aguantar. La anoréxica se movía bien, eso es cierto, y la escena me demandó un trabajo atroz. En casos como éste, sólo milagros de edición salvan al actor sin experiencia. De pie, me dejé atar por el negro a una mampara rectangular de madera y él desató a la el puro

anoréxica. Ella se desnudó y vino a mí. Bailaba apretándose, sin darme un descanso. Por momentos sentí que cedía cuando ella se restregaba. Entonces, sólo la imagen de Barbie me sacó adelante. Porque ella, a lo lejos, tras los reflectores, me miraba casi tristemente y me acompañaba con una sonrisa cuando mr. Hermann ordenaba el corte y me echaban agua fría allí abajo. Al terminar la escena, recibí un aplauso estruendoso. Pero sólo tenía en la mente esa mirada.

3 Las escenas de los demás también avanzaron. En los descansos, mr. Hermann nos dejaba pasear por la casa mientras él grababa fragmentos de la narración del señor Borges. Entonces, todo el equipo convivía, pero yo no dejaba de mirar a Barbie. Ella se apartaba de nosotros después de comer y se iba a repetir sus líneas: quería unos gemidos auténticos, reales. No las cosas clásicas, solemnes, que cualquiera otra daría. 91

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Nervioso, olvidé a los demás y me acerqué a ella. No sabía qué decirle, sólo traté de ser agradable. Sentía tanta necesidad de esa voz, de un minuto de su atención. —Hola, Barbie —le dije—, estudias mucho tu papel, ¿verdad? —Sí —respondió ella. Su voz era un poco grave, gutural y, de hecho, me sorprendió. Creí que estaba molesta, pero ella sonreía. Animado por esa señal, continué. —¿Es la primera vez que vienes a México? —Sí —volvió a decir con la misma, inquebrantable sonrisa. —¿Y... te gusta? —Sí. —¿Qué lugares te gustan más? —Sí. Algo andaba mal, me pareció. Ella sonreía sin dejar de mirarme, pero algo no me cuadraba. Así es que me arriesgué. —Barbie, ¿crees que soy un pendejo por venir a hablarte? —Sí —me contestó, sonriendo. el puro

Entonces escuché el grito de mr. Hermann para volver al rodaje.

4 Faltaban sólo unos días. La tristeza se percibía en las caras de los otros cada vez que terminaban una escena. Mr. Hermann ya había realizado algunas llamadas y sus contactos estaban listos para la posproducción y la difusión del material. Se veía nervioso. Lo estaban presionando para entregar las cosas. A veces le daba reglazos al filipino, pero nadie se quejaba. Además, siempre estaba al pendiente de lo que hacía o necesitaba Barbie. Era la única que tenía comida especial, su propia silla e incluso la dejaba manejar la máquina de niebla. En un descanso, después de la escena en que Malena me daba la última clave para hallar la habitación de Ariadna, mr. Hermann me llamó aparte. —Tití, Tití, come on, please. Quiero hablarte de algo. It’s very important. — D í g a m e , m r. H e rmann. 92

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—Sólo quería hablar con ella, decirle, es que... —Mira, mr. Hermann la cuida mucho. Es como su tesoro. Pero si te consuela, puedo decirte que entre mujeres nos conocemos y creo que ella te mira también. Mr. Hermann me llamó a grabar. La máquina de niebla inició. El monstruo estaba muerto a un lado de la cama de Ariadna. Barbie dormía. Yo, Teseo, me dirigí hacia ella, bañado en sangre. Toqué su hombro y ella despertó. — ¿Lo creería, señorita Ariadna? —le susurré—. El Minotauro apenas se defendió. —¿Sí? —musitó Barbie. —Cumplo mi promesa. Usted es libre. Nadie más volverá a hacerle daño. Daría mi vida por usted. ¿Lo sabe? 5 —Sí. Interior. Laberinto. Diálogo Miré a Barbie. La mujer fuera de cámara. Malena, yo colosal. Ella deslizó el corpiy esas palabras antes de la ño que tenía; luego se quitó la escena final. pantaleta. Me impresionaron —Tadeo, no estés triste de nuevo sus piernas enorpor Barbie. mes y cálidas. Me atrajo a su —Pero yo... cuerpo desnudo y yo la apreté —Hay muchas mujeres. contra mí. El juego estaba Lo de ustedes no se puede, autorizado. Recuerdo que la por mr. Hermann. —Amigo, hay cosas que debes aprender. Back off, deja a Barbie sola. She’s a star. Tu relación con ella es trabajo, sólo trabajo. Tú también puedes tener una carrera, como ella. Y para eso, debes sacrificar lo que te gusta. —Pero yo no molesto a Barbie, señor; casi no hablamos. —Come on, amigo Tití, yo no soy tonto. Sé cómo la miras. Aquí, hacemos films, ganamos dinero y después, nos vemos para hacer lo mismo again and again. Iba a responderle, pero mr. Hermann, me dio la espalda, echó un grito y se levantó. —Cuento contigo, Tití —dijo antes de marcharse.

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producción entera estaba en silencio cuando ella comenzó a gemir. Mi lengua pasó por su pecho, mis dedos tocaron sus caderas. Abrí un poco sus muslos y sumergí mi cabeza en su vientre. El guion. Sólo me apegaba al guion. La besé muy suavemente, pero Barbie tembló. —Sí —dijo. Yo también empecé a temblar. Creí comprender: era un sí distinto a los cientos de síes que le había escuchado en los ensayos y rodajes. Algo mío, algo que por fin me pareció que me pertenecía. Alcé mi rostro y vi su sonrisa detrás de su pecho. Volví a mi tarea mientras me iba acalorando más y más. Me impulsé hacia adelante (el guion lo decía) y me coloqué entre sus piernas. Sólo teníamos que movernos y fingir. Bastaba un roce; el encuadre era abierto. Otros harían las penetraciones más toscas. Volteé un segundo hacia arriba. La sonrisa de mr. Hermann. Lo vi acercar sus manos como si fuera a aplaudir y prepararse para decir algo. Bajé la mirada esperando la señal para apartarme. Pero el guion me permitía el puro

un poco más, dije, supliqué dentro de mí y de pronto, muy lentamente, acomodé mi cuerpo y lo hice. Fue un calor, una prisa incontrolable. El vaivén aumentó. Barbie se tensó un segundo, tuvo un ligero sobresalto y luego dijo: sí. Recuerdo haber oído a mr. Hermann gritar una, dos, no sé cuántas veces. Entonces, yo también me tensé, me estiré al máximo, el mundo me dio vueltas, sentí que me caía al piso y me derrumbé sobre el cuerpo de Barbie. Ella no se quejó. Cuando mr. Hermann me tomó por los cabellos y me levantó de mi Ariadna, Barbie sólo sonreía, sin comprender nada; sonreía y no decía más.

6 Sobra hablar del despido. El videohome ha rondado de puesto en puesto; me gusta pensar que llegó así a Toronto, pero nadie me ha reconocido en la calle. De Barbie, supe que la llevaron a un médico: mr. Hermann quería echarle fuera lo que yo le había dado. No apren94

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dió español y no he vuelto a verla. De todo el equipo, sólo Malena me llama a veces: siempre se pone a llorar y me ofrece disculpas. Ella sigue trabajando y dice que, cuando pase un poco de tiempo, pedirá un papel para mí.

No me angustio ni me hago ilusiones. Soy un tipo común. He vuelto a dar clases de teatro infantil y, cuando puedo, por cable, hago de ejemplar masculino en la grulla y demás posiciones ridículas en un programa de Tantra.

Café

Edgar Omar Avilés

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iste el primer sorbo, entonces descubriste que el café no era café: eras tú. Con cada sorbo delicioso te bebías; primero tus pies, luego tu vientre, tu pecho, tu rostro y tus sueños. El vaso vacío quedó sobre la mesa, o sobre la banca, o en el suelo, como tantos otros.

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El canto de El Cuervo Nedda G. de Anhalt

A veces despertamos con una muerte a cuestas «Poema desde la muerte» Elías Nandino

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ste es uno de mis relatos, y tiene que ver con mis mejores amigos: El Cuervo y Óscar. Los tres fuimos compañeros desde la primaria y nos matriculamos en la Facultad de Ingeniería de la unam. En verdad, yo hubiese escogido la carrera de veterinaria, pero El Cuervo era tal vez el ser más convincente que he conocido. No, Chúcuro, ¿por qué vas a pasarte la vida entre la peste de los animales cuando puedes entrar de socio en la compañía de mi viejo? El padre de El Cuervo, un hombre menudo, de pelo claro, proveniente de Guanajuato, que asumía una elevada posición social, nos invitaba a Oscarín y a mí bastante seguido, a pasar las vacaciones. Él, viudo, con El Cuervo de hijo único, nos trataba como si fuésemos de la familia. Un atardecer en que estábamos de buen humor en un bar, y el espejo reflejaba el pelo negro y la cara blanca como gis de El Cuervo, a éste se le metió en la cabeza lo del viaje a Acapulco, pues tenía «algo de importancia» que contarme. «Y sólo ahí te lo voy a decir. El viejo nos presta el coche por el fin de semana, y en la Costera tenemos el departamento de la tía de Óscar». La decisión, proclamada a gritos y llena de risas, era el testimonio audible de nuestra juventud. Un viernes, nos dedicamos a arreglar una maleta de mano con gran apresuramiento. A pesar del calor, los mosquitos y la lluvia, aquel fue un el puro

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Aldo Flores el puro

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viaje memorable amenizado por la música de Cachao. El departamento de la tía resultó pequeño, pero agradable. Nos dimos un regaderazo, y después de que Óscar preparó unos Sí Sí —como le dicen ahora al ron, con hielo, limón, y refresco de cola, que antes llamaban Cuba Libre—, estábamos listos para entrar por la puerta grande de la aventura. Yo quería ir al Minotauro, lugar de fama por estar frecuentado por mujeres hermosas, pero ellos querían oír ritmo afro, así que terminamos en La Cigüeña Embarazada, ante un pórtico lleno de lianas y foquitos de colores, que alguien, cuarentón y disfrazado de grulla, nos invitaba a pasar. Gente, mesas, ruido con el estruendo de la música caliente. ¡Amigooos de don Joséee! Ahí estábamos bañados, rasurados, oliendo a esencia de lavanda, sintiéndonos actores de cine: dueños del mundo. Yo, al menos, me sentía Pedro Infante haciéndola de Jorge Negrete. De súbito la vi y su belleza me llevó hasta el borde el puro

de la incredulidad. Esa mujer tenía algo extraño que no sabía explicar: el pelo largo, güero, cayendo sobre los hombros, la intensidad de unos ojos grandes y verdes, los labios voluptuosos entreabiertos. Iba vestida de blanco, y estaba sola. Parecía segura de sí misma, convencida de que la admiración la merece como nadie. Era mayor que nosotros, aunque no mucho, pero divina. ¿Escandinava, canadiense o francesa? Quién sabe. No sé ni por qué, pero me la imaginé con una cofia blanca. Curioso que la visualizara como a una enfermera. Ella nos miraba con atención. En cualquier otro momento, yo era un ser reconciliado con mi metro ochenta de flacura y tez morena. Esa noche lamenté mi pelo castaño que se abre grasiento y la ignominiosa delgadez que gobierna mi pecho carente de vello; parecía un tísico mostrando una engañosa indiferencia. La mirada verde de la mujer envolvió a El Cuervo. Lo estaba observando con descaro. Él, sorprendido, dio la vuelta. Levantó los brazos 98

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sudor, frituras y flores provocaban hazañas arrebatadas deslizándose furtivamente en mi imaginación. —De seguro es francesa —dijo Óscar con un tono de voz igual a una ley sagrada. —Da igual, carajo. Ya nos contará El Cuervo —respondí, como si la explicación de nuestro amigo fuese a cambiar la faz del mundo. El Lilas estaba a reventar, pero con un billete conseguimos que nos instalaran una mesa minúscula cerca de la pista. El strip tease había dado comienzo. Y, sí, vimos tetas hasta el hartazgo, pero yo no podía apartar de mi mente el círculo preciso del escote de la mujer enmarcando sus senos. Se me grabó en la carne. Me imaginaba el placer de El Cuervo al gozar del espectáculo de verla desnuda y a su antojo; casi percibí el aliento de ella acariciando el cuello de él; vislumbré una orgía que culminaba en colosales orgasmos. Esa noche dormí como si un torbellino de viento y hojas ocupase el tiempo y el espacio. Era ya el mediodía del sábado. ¿No íbamos a ir a la

y se inclinó ceremonioso. Por fin, fue hacia ella caminando con elegante ferocidad, recorriendo la distancia con paso firme, a la vez que paladeaba el placer de haber sido el elegido, no sin antes advertirnos, en voz baja y apresurada: «No me esperen esta noche ni mañana. El domingo, antes de regresar, me reúno con ustedes». Óscar y yo nos quedamos en aquel salón como dos fantasmas desconsolados; náufragos de una epidemia de tristeza. Cabrón suertudo, pensé con repentina violencia. —¿Qué hacemos? — preguntó él, visiblemente molesto. —Largarnos. Aquí sobramos. —¿Adónde? —Al Lilas. Tengo ganas de ver tetas. Óscar hizo un gesto torpe con la mano, como de fastidio. ¿Por qué? Los amigos tienen a veces cada salida que uno ni se espera. La música de la noche, los vendedores de helado por las calles, la sombra de los árboles que se tornaba más intensa, el olor mezclado de el puro

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playa? Fuimos. Por el camino hacia Caleta, la cadena de nubes elevaba su blancura en el resplandor del día. ¿Quién puede captar el significado de la voz que emite el mar? Tenía la sensación de que el puerto preservaba la acústica exacta del océano, porque escuché la música del sol sobre la superficie del agua y el silencio del mar poblado con el lenguaje de las olas. Como si nos conociéramos bien, Óscar y yo convenimos secreta y espontáneamente no mencionar a El Cuervo ni a la mujer. En lo sucesivo, no le guardaríamos rencor, aunque opinásemos que debía habernos hablado, aunque sea una vez, a ver cómo le había ido. Mi imaginación seguía perdiéndose en giros fantásticos. Pero no había más que condenarse a beber cerveza, engullir ceviche y adaptarse al ligue. No conocimos a nadie que valiera la pena. Excepto dos mujeres mayores, de seguro casadas, pero con un gusto creciente por el pecado, pues nos halagaron la vanidad con la sorpresa de un inesperado coqueteo. el puro

«Están tan aguadas», señaló Óscar, desinflando mis expectativas. Además, agregó: «Debemos ser prudentes con tanto sida que anda rondando». Así pasamos ese sábado y parte del domingo, rodeados de un círculo de seres, a través de cuyas piernas veíamos el mar como un enorme charco azul, adornado con franjas de espuma. Y, exaltando la pereza, acostándonos sobre la arena caliente, espiando el vuelo de los pelícanos, o sumergiéndonos en la temperatura deliciosa del mar, la verdad, nos divertimos a nuestra manera. Ni sé por qué, veía a cada rato la hora. Sí, El Cuervo podía habernos hablado, pero no lo hizo. El día del regreso iba a tender la cama, pero vi que Óscar dejó la suya sin hacer. Mientras metía el traje de baño mojado en una bolsa de plástico, vi una vez más el reloj. Eran ya la cinco y diez, y de El Cuervo ni sus luces. Me preocupé. Él tendría defectos, pero la impuntualidad no era uno de ellos. Óscar estaba de pésimo hu-

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mor. Era imperioso regresar esa misma tarde, pues al día siguiente había examen. Además, El Cuervo tenía que devolverle el coche a su papá. ¿Qué hacer? Al fin, sonó el timbre. Corrí a contestar el teléfono. Era la voz de El Cuervo, pero apenas la reconocí; las palabras se escapaban con extraña neutralidad. —¿Por qué no has llegado? Ya déjala. —Vengan por mí, al hotel Bellamar, cuarto 29. Pidan la llave en la recepción. Y colgó. El viaje lo hicimos en ominoso silencio aunque las interrogantes iban y venían por mi mente: ¿Por qué tenemos que ir nosotros por él hasta la habitación? De perdida, que nos espere afuera del hotel. No entiendo. Recorrí mentalmente una decena de preguntas sin sus consiguientes respuestas. Óscar, por su parte, parecía no participar de la agitación que yo experimentaba. Se le veía tranquilo, fumándose su cigarro. ¿Qué te preocupa? No respondí. el puro

Recuerdo con precisión cada detalle de aquel cuarto. Las cortinas estaban cerradas. De más está decir que me sobresalté. Las cortinas cerradas significan muchas cosas. Aun así destacaba el color amarillo de las paredes. El Cuervo, desvencijado sobre la cama, con las sábanas en desorden, tenía la cabeza caída, inerte, como un objeto. Una oleada de sangre me subió a la cabeza cuando vi su rostro tan amarillento como las propias paredes. Si hubo pelea, me dije, al menos sus ojos no habían sufrido ningún daño. También conserva todos los dientes; no tiene ninguno roto... pero, entonces, ¿por qué parecía un perro arrinconado por sus torturadores? —¿Qué tienes? —preguntó, ansioso, Óscar. El Cuervo, por respuesta, me tendió una hoja de papel blanco, ordinario, con un breve texto impreso, que procedí a leer en voz alta.

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Dear young man: Rejoice! You have been selected as a donor for a very important person in need of a kidney. Do not worry. The operation was well performed by an excellent team of doctors. Best regards, Your new friend. ¡Puta madre! Es lo único que acertamos decir. ¡Te han jodido y bien jodido!, repetía Óscar. Pero como conozco bien a mi amigo, quien posee un talento excepcional para las bromas, jalé la sábana para convencerme. Tenía vendado el abdomen hasta más arriba de la cintura. El intrincado mapa de esas fajas de gasa y tela adhesiva daba la impresión de un profesionalismo verosímil. Fuera de sí, Óscar, caminaba a grandes zancadas por el cuarto: «¡Pinche vieja! ¿Cómo pudo hacerte esto? ¿Qué pasó?». Nosotros escuchábamos la voz de El Cuervo como si estuviese recitando un poema mal aprendido: «Al principio, ella estaba como una clavellina que se abre gozosa al misterio de la noche. Me llevó a su habitación e insisel puro

tió en preparar las bebidas. Yo creo que habrá metido algún somnífero en el Sí Sí. ¿O tal vez me habrá inyectado? No sé qué sucedió. Lo único que recuerdo, de una manera borrosa, es haber visto personas vestidas de blanco a mi alrededor. También tuve una sensación rara... como si volara en un avión o avioneta. Pero, ¿quién sabe? Tampoco estoy seguro de eso. No tenía modo de saber ni dónde estaba». En retrospectiva, lo que más me extrañó de todo el episodio fue la actitud escéptica de El Cuervo. No parecía colérico, como lo estábamos nosotros. Bueno, yo no diría tampoco que él estaba exactamente alegre, pero mantuvo siempre una expresión sardónica, como de burla.

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Fue penoso avisarle al padre de El Cuervo. Con lentitud, como si le costase trabajo encontrar el significado de lo que había pasado, me escuchó. Vino a buscarnos. En vez de acomodar al enfermo en el coche para regresar a la ciudad de México, alguien le aconsejó hacerlo en una ambulancia. Durante el trayecto, el pobre hombre estaba frenético, hablando de sus contactos e influencias, de que tomaría venganza de esa banda de mercenarios, fraguando planes auténticamente maquiavélicos. Nunca pudo concretarlos. El Cuervo murió seis meses más tarde. Y, a escaso un año de su muerte, le siguió Óscar. Mi desconcierto era inmenso. En un instante mis mejores amigos dejaron de ser. Tardé mucho en espantarme del horror de la muerte. Aquella fraternidad se transformó en otra cosa: la de las peores confusiones. Me preguntaba insistentemente por qué Óscar antes de morir quiso confesarme que era seropositivo. el puro

Es extraño cómo se concatenan los hechos. Al perder el examen, aquel lunes que no regresamos de Acapulco, dejé de ir a la Facultad de Ingeniería. Después de la muerte de Óscar, me cambié de barrio. Una tarde encontré un perrazo enorme, mezcla de mastín y policía, sin collar. Andaba perdido igual que yo. Lo llevé conmigo. No sé si fue entonces cuando tomé la decisión de cambiar de carrera; me metí a la Escuela de Veterinaria. Hasta la fecha, sigo siendo el desastre que siempre fui. Permanezco soltero y súper flaco. No tengo otra distracción que el trabajo. Salgo con mi perro a caminar en las noches y cavilo, invadido por reflexiones desagradables. Quiero decir, caigo en la cuenta de que he vivido mis mejores años sin percatarme de que la amistad miente y desaparece con una mueca. Yo mismo no acierto a explicarme cómo no intuí lo que estaba pasando entre ellos. ¿Cómo hacían para escamotearme la verdad, para no permitir que un gesto los traicionara? Y, ¿cuál sería esa

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noticia de «tanta importancia» que El Cuervo quiso decirme en Acapulco? Una sospecha me dominó en forma sorda y creciente. ¿Tal vez, en Acapulco, él quiso confesarme qué también tenía sida? No me explico por qué al cabo de tanto tiempo yo sigo sin olvidar. Pero cómo lograrlo, si fue Oscarín el que me contó que, hasta el final, a la hora de los estertores, del último aliento, El Cuervo se reía con él hasta las lágrimas con la historia del transplante.

K Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie —ni siquiera material o de ensueño—, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros. Me estremezco si dicen bien.

Fernando Pessoa el puro

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Ana en Suecia Carolina Garibay

A

na la reconoció al instante. Solamente necesitó unos segundos para comprender la trascendencia del hallazgo, aunque no se sintió particularmente alarmada. Nunca había sido de las que sucumben fácilmente ante ningún tipo de emoción, tal vez no por la falta de sucesos emocionantes sino por su incapacidad de interesarse por las cosas que no la afectaban directamente o que no acertaba a relacionar con el cauce más o menos tranquilo que seguían sus días. Estaba por terminar la universidad y todavía recibía el dinero que el estado destinaba a los estudiantes, hacía cerca de cinco meses que se había mudado nuevamente con Emil, y estaba buscando la oportunidad de comenzar a trabajar en el norte, donde los salarios eran aún mejores, dadas las condiciones climáticas. En la pequeña ciudad que le interesaba la temperatura había alcanzado los 35 grados bajo cero hacia el final del último invierno, pero a los días cortos les seguían otros llenos de luz y a Ana le gustaba la claridad gris de las noches escandinavas. Mirándola con fijeza, como si con ello pudiera traspasarla y perderse en otra dirección, recuerda que la primera vez que la vio no fue por curiosidad; su impulso obedeció más bien a la noción de algo necesario y no exento del desencanto de la indiferencia: el descubrimiento no conllevó sorpresa ni más emoción que el conocimiento de algunas fechas y de la fotografía con la que fue anunciada al único mundo que conoció. Un gesto que anunciaba una sonrisa y una mirada como huidiza, la pecherita bordada y el pelo oscuro y crespo enmarcando su cara más bien redonda. Ahora se ve de nuevo, en la fotografía de una época que no recuerda y a la que por lo mismo nunca le asignó ningún peldaño en la jerarquización de sus recuerdos. No sólo su vida carecía de significado alguno antes de los cinco años, sino que las el puro

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José Antonio Platas

pocas sensaciones que alguna vez percibió como entre sueños se relacionaban invariablemente con la imagen que se aparecía nuevamente ante sus ojos, único registro al que correspondía el vacío que siempre le había pesado absolutamente nada. Ana arruga un poco el papel al estrujarlo con la mano y llevársela al pecho. No atina a hacer otra cosa con su hallazgo y su mirada pasea lentamente por la

desde hace un rato se cuelan algunos ruidos que a fuerza de continuidad logran ahora distraerla: unos niños juegan a hacer saltar piedras sobre el pavimento como si describieran una trayectoria en la superficie del agua, y las que llegan más lejos rebotan con fuerza en los barrotes de madera. Es mayo, los niños juegan en las calles aprovechando las horas de sol y, pese a los pronósticos, la lluvia no aparece en el brillante horizonte sueco. Los diferentes tonos de verde de los árboles que bordean la calle y de los arbustos de syrien contrastan con el amarillo y rojo de las casas diseminadas a lo largo de una calle ancha y reluciente, cuyo concreto da paso al borde de uno de los tantos lagos en los que ya se encuentran instalados junto con su equipo los primeros entusiastas de la pesca deportiva de temporada. Ana interrumpe la contemplación forzada habitación y se detiene en la de todo lo que alcanza a ventana abierta, por la que ver desde su ventana, y se el puro

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el puro

las oleadas de inmigrantes latinoamericanos e incluso africanos y de algún lugar

José Antonio Platas

dirige hacia la habitación contigua para contestar el teléfono. El número de su madre parpadea algunos segundos en la pantallita azul. Se sienta en un movimiento de autómata a esperar a que la llamada deje de anunciarse. Del otro lado de la línea su madre no se sorprende de no encontrar a nadie en casa, y cuelga el auricular muy suavemente. Ambas platicaban poco, aun cuando Ana vivía con ellos, y nunca se extendieron detallando las circunstancias de su adopción. Durante una velada con algunos amigos de la familia, su padre comentó que, considerando las particularidades del momento, el trámite se había resuelto rápida y eficientemente. Antes de las gestiones ante la embajada de Suecia en Argentina, la pareja ya conocía algunos casos de familias que abrían las puertas de su hogar a algún niñito o niñita norcoreanos, y en los periódicos aparecía cada vez más información acerca de

de Asia que arribaban al país aprovechando las flexibles previsiones del gobierno para recibir a los refugiados. Latinoamérica era azotada por regímenes militares, decían las noticias en la sección internacional. Las disposiciones en la política exterior hacían eco a las preocupaciones de índole humanitario del gobierno socialista, que destinaba parte de los impuestos de

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sus ciudadanos a erigir campamentos y escuelas para los exiliados. Siguieron con interés las noticias y los discursos y, tras ver un documental acerca de las persecuciones militares y el creciente número de huérfanos que no reclamaba algún familiar remoto, lo decidieron. El archivo le fue enviado por correo exprés a los futuros padres, que conocieron a Ana —conservaron su nombre, común en los países nórdicos— mediante la única fotografía que tenía a su disposición la oficina encargada del enlace. Una vez en Suecia y pasados los primeros meses, que algunos llamaba críticos, se sintieron afortunados al no pasar por algún choque cultural o emocional con Ana, que parecía no recordar nada, ni siquiera el español. Le fue fácil adaptarse a su nuevo hogar y parecía fascinada con la nieve. Años después, cuando en una entrevista de los estudiantes de humanidades de la universidad le preguntaron si había visitado algún país en América Latina, Ana respondió que no, que para qué el puro

si allí no tenían nieve y a ella le gustaba esquiar durante sus vacaciones. Era poco lo que sabía en realidad de ese remoto continente, hasta que comenzó a preparar su tesis y se sumergió en una búsqueda de documentos y filminas cuyo interés histórico no subestimó nunca, pese a que la idea de que pudiera sentirse afectada por su contenido nunca le había cruzado por la mente, hasta esta mañana que parecía como cualquier otra en la que capturaría nombres y datos en su archivo antes de comenzar a planear su día. El teléfono ha dejado de sonar y Ana regresa al estudio después de conectar la cafetera. Cierra la ventana y se deja caer en el sillón frente al televisor, el cual enciende sin fijarse. Se sorprende un poco al encontrarse tan nerviosa. Recorre todos los canales dos veces, se detiene en el pronóstico del tiempo, apaga el aparato. Empieza a liar uno de los cigarros que Emil dejó a medio hacer dentro de su envoltorio de tabaco, pero decide no fumarlo mientras retuerce la punta entre sus dedos. Hace ya casi dos años

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que abandonó ese hábito tan común en su padre, quien encendía un cigarrillo con el que estaba a punto de apagarse, y bromeaba con la certeza de que algún día moriría de cáncer. Pero murió en un accidente de trabajo, y Ana abandonó poco tiempo después el hogar en el que creció sin preocupaciones a unos cuantos kilómetros de una playa pedregosa y fría, para ir a la universidad. Después de todo, independizarse es lo que todos hacen, y lo que se espera de los adolescentes apenas comienzan a recibir dinero por sus estudios, pero Ana dejó con cierto pesar la casa en la que transcurrió una infancia más o menos feliz y una adolescencia tranquila. Hasta allí llegaba la convivencia amigable que sostuvo con los únicos padres que conoció, pues de los biológicos no supo ni recordó nunca nada, y pese la vaga idea que tenía acerca de sus orígenes, jamás se sintió menos sueca que sus vecinos ojiazules y sus blondos compañeros de escuela. Tuvo pocos roces con la comunidad latina; las familias el puro

de chilenos y peruanos vivían del otro lado del pueblo, atendiendo sus tiendas de abarrotes, y su curiosidad por el país suramericano del que la sacaron en un proceso de cuyos pasos no se acuerda, siempre fue muy limitada. La cafetera ha terminado de llenar la taza, y Ana abre y cierra gavetas y cajones buscando nada en particular, toma dos cubitos de azúcar de la caja y revuelve el líquido, pensativa. Emil no llegará hasta después de unas horas y aún no sabe si le dirá. No sabe si hablará con él de algo que jamás le había causado la menor inquietud y que por obvio parecía innecesario comentarlo. En realidad, antes de esta mañana no hubiera tenido mucho qué decir al respecto, y el recuento hubiera comenzado desde los recuerdos de su casa cerca de la playa y los juegos infantiles con la nieve. Ahora no logra decidir si le enseñará o no la fotografía que encontró en el legajo que consiguió en la biblioteca para el adelanto de su investigación acerca de las represiones militares durante los setenta y ochenta. El

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papel acerca del que ni ella misma ha decidido respecto al lugar que ocupará o no en su vida. ¿En dónde lo ha dejado? Lo encuentra arrugado debajo del calentador que está junto a la ventana. Se acerca y apoya la frente contra el vidrio por el que resbalan las primeras gotas de lluvia. A través de él mira a su vecina que camina apurada por la calle, llevando de la mano a su pequeño hijo enfundado en un impermeable amarillo. Los niños se alejan montados en sus bicicletas, algunos no se han puesto el casco. Ana se separa de la ventana; ha olvidado su taza de café sobre la mesita de la cocina. Se inclina a recoger el papel y lo alisa un poco con sus dedos. La recorre un último escalofrío y su respiración se normaliza mientras mira por última vez la fotografía de la manifestación en la que un hombre todavía joven aparece en primer plano sosteniendo un cartel mientras parece gritar algo con gesto desesperado. A su lado y detrás hay una media docena de personas sosteniendo también imáel puro

genes agrandadas de niños, de adultos. En el cartel que sostiene aquel que Ana está tratando de reconocer, pero no puede, y ya no lo intentará, y cuyo rostro es doloroso de tan expresivo, está impresa la fotografía de la niña del pelo oscuro y crespo, es ella desde su corta temporada de orfandad supuesta, es la imagen que reconoció casi sin proponérselo... Debajo de ésta se advierte apenas la leyenda: «¿Alguien ha visto a mi hija?». Ana no sabe español, eligió francés en los cursos de tercera lengua. Arruga una vez más la hoja y la tira —en un gesto que busca, que desesperadamente anhela ser distraído— al bote de la basura.

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minificción

Deseos

Queta Navagómez

S

ubo al camión, me siento junto a ti al descuido y capto tu mirada, fija en mis muslos, escudriñando formas. Veo tu mano que avanza como araña hacia mi piel: buscas, intentas, pretendes, te acercas, confías. Mientras yo, agazapada en mi asiento, ¡espero, quiero, deseo, ansío que me toques…!, como pretexto para el bofetón.

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El justiciero Juan Octavio Prenz

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n 1775, según cuenta la historia, Joaquín Antonio de Mosquera llegó a Buenos, donde residiría hasta su muerte, en 1811. En España había dirigido la Real Academia de Matemáticas, donde tendría como discípulo a un menos conocido personaje, de origen checo, llamado Juri Stepanchek o Stefanchek (duda ortográfica que, según la ironía de Tomás de Olmedo, no afectaba su buen nombre y honor). Razones no bien esclarecidas habían llevado a la familia, oriunda de Brno, a instalarse en una aldea española. El mismo Mosquera convenció al joven discípulo para acompañarlo a América como su ayudante. Quiso el destino que Mosquera llegara a Buenos Aires un día tormentoso y encontrara las calles inundadas, decenas de carros atascados en el fango, árboles derribados por el viento. La carroza en que viajaban los dos amigos volcó bruscamente al tropezar en un pozo. Este nimio accidente lo incitó a concebir un plan para mejorar las calles y los desagües de la ciudad. Capitán de ingenieros, más tarde, durante el virreinato de Vértiz, pudo concretar su proyecto. Había llegado hacía ya trece años, cuando el virrey Loreto le encomendó visitar el primitivo puerto de La Ensenada de Barragán. Junto a Stepanchek o Stefanchek, el destino le depararía un nuevo accidente: la destrucción —una más— de las instalaciones del viejo Fuerte de La Ensenada, a causa de las crecientes. Las obras de Mosquera terminaron, pero Stepanchek, atraído por esos paisajes furiosos, no abandonaría jamás La Ensenada de Barragán y daría rienda suelta a su vieja vocación de escritor que él consideraba, más que una tarea práctica, un estado de ánimo, una forma de ver el universo, el puro

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pese a las pocas cuartillas que había logrado redactar hasta entonces. Dejó unos pocos textos, casi un mero pretexto para las increíbles historias orales en torno a su persona. Sabemos de su rara predilección por algunos temas y personajes. Atraído por el encandilamiento que la gente de los alrededores de La Ensenada —la ciudad era entonces un grupúsculo de manzanas bastante raleadas— tenía por algunos bandidos, Stepanchek se dio a componer pequeños relatos —«crónicas pintorescas» los llamó, con desprecio,

Francisco Solar— sobre las hazañas de semejantes personajes. Llovían los cuchillos, las zanjas pueblerinas se enrojecían de sangre y el hombre terminó por darle etiqueta de héroe a cuanto desbandado criminal andaba suelto. Más que interés, Stepanchek sentía una curiosa admiración por semejantes desbandados, capaces —éste era el término que usaba— de jugarse la vida por nada. Pocos eran los alfabetizados de entonces. Su lector y amigo, Rosendo Ramírez, se encargaría en las peñas nocturnas de divulgar sus

Rafael Barajas, El Fisgón el puro

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relatos, agregando —según lo requiriera el clima del momento— datos y situaciones, a menudo extravagantes, que daban un giro nuevo a la historia, sobre todo cuando contaba las vicisitudes de un tal Jacinto Anselmi, un bandido con buenas relaciones entre las autoridades. Su fama «universal» entre las cuatrocientas personas que poblaban entonces La Ensenada de Barragán, convertían a Ramírez y sus relatos de Anselmi en un verdadero espectáculo. En un lugar donde no había un prestidigitador ni un mísero saltimbanqui, no pasaba día en que Ramírez no fuera invitado a una reunión. Del bandido Jacinto Anselmi no se tenían noticias. La pampa era enorme y encontrarlo hubiera sido como descubrir una aguja en un pajar. Debía —más bien era acreedor de— cuatro muertes a cuchillo limpio —la última, la de una mujer, muerte tan honesta como las demás, porque el hombre había sido traicionado y la justicia popular estaba de su parte—. el puro

No sabemos si Stepanchek, iluminado por algunas historias de Brno, que su madre le relatara en su infancia, creía ver en el bandido ciertos rasgos de algún héroe de su patria natal, aunque en sus momentos de lucidez, borrados los vestigios de la lectura, no podía, para mí, no darse cuenta de que su personaje era, simplemente, un asesino, sin más atributos que su mero instinto, o que, tal vez, su invención era sólo una formidable metáfora para decir que toda la epopeya, la grande y la pequeña, era sólo una vitrina de asesinos, vasallos, corruptos, dispuestos a matar por obsesiones que nunca podrían valer la vida de un hombre. Fue en una noche que, pese al bochorno y los mosquitos, el juglar recordaría después como inolvidable, cuando, modificando a voluntad el relato, se le ocurrió una metáfora, un poco vulgarota, que haría su gloria. Anselmi, manejando el cuchillo, es una mariposa, dijo el juglar. No se sabe si por el vuelo o la impresión visual de los colores, la forzada metáfora

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se clavó en la mente de todos. Años después, se arrepentiría de no haber previsto a tiempo la magra vena poética de Anselmi o, por lo menos, su escaso sentido del humor, que, por lo demás, era bastante típico de los asesinos y haberle atribuido una metáfora imposible. Casi con ironía, Stepanchek toleró las innumerables impertinencias del juglar, que, de algún modo, le abrían el camino de su efímera celebridad. Al fin de cuentas, Ramírez era su único verdadero lector, al menos el único del que él tenía noticias, pues las otras tres copias habían sido dirigidas —ahora lo percibe— a destinatarios errados. En algún momento, el conflicto lo tocó de cerca: dejar que su obra se divulgara, a pesar de las extrañas ocurrencias de Ramírez o impedirlo para preservar la pureza de la misma, cosa que, fatalmente, ya no podría hacer. Aunque Rosendo Ramírez leía y recontaba después a su manera —circunstancia, por demás, inevitable—, Stepanchek no pudo no agradecer el entusiasmo y el puro

la admiración del intérprete. Por otra parte, quién más que él amaba la vida retirada de esa Ensenada, creada para el sosiego, ese modo de estar a salvo de algunos incómodos afectos, esos que, a menudo, te impiden el arte de la mera contemplación. A los cincuenta y cinco años, Stepanchek comenzó a gozar de su anónima celebridad. Recluido en su calma, la fama de Ramírez había terminado por desplazar el nombre del autor. Stepanchek sabía que el autor era él y esto le bastaba; qué podía importar el olvido de su nombre, si la celebridad era suya. Aquellos relatos —cuyo destino él no hubiera podido prefigurar— caminaban ya por sus propios pasos, porque era indiferente de qué boca salieran; con el tiempo —estaba seguro— se olvidarían también el nombre de Ramírez y de los que le seguirían. Un grave accidente vino a perturbar el unánime sosiego de Stepanchek. Por una inesperada enfermedad, encegueció, y dejó a medio hacer algunos nuevos relatos que, según confiaba, conclui-

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ría oralmente y transmitiría a Ramírez. Una noche, en una pulpería de Villa Tranquila, mientras Ramírez narraba los cuentos de Stepanchek ante un auditorio de paisanos encendidos por la caña y la ginebra, se oyó el nítido retumbar de los cascos de un caballo y, poco después, un hombre de cara atigrada, facón en mano, interrumpió la lectura y con un grito salvaje se dirigió a Ramírez: «Así que sos vos el que anda diciendo que yo soy una mariposa». Ramírez descendió del banquito en que estaba subido (y ese movimiento fue, tal vez, una disculpa, un gesto de humildad que intentaba frenar al bandido). Nunca hubiera imaginado que ese gesto, soberbio para el otro, implicaría un salto del espectáculo a la realidad. «Salí afuera, si es que querés medirte». Rosendo Ramírez intentó una explicación; estaba contando la historia de un héroe, cuyo autor no era él, sino el olvidado checo Stepanchek hacia quien intentó, en vano, el puro

derivar la culpa. No supo que sus palabras no llegarían jamás a la furia del bandido, quien ya había metido en la cuenta la eventual justificación de Ramírez, fuera cual fuere. Los espectadores habían comprendido la situación y para no traicionar la historia, se fueron abriendo en abanico. El furor tragicómico del bandido se fue aplacando hasta terminar en una calma santa e impredecible. El bandido comenzó a avanzar a paso lento, entre la quieta mirada de los presentes —no se oía volar una mosca, el pulso firme, la intención clarita como el agua—. No había regresado en vano desde esa pulpería perdida en el desierto, donde un paisano le había referido que un cierto comemierda de apellido Ramírez lo tildaba de mariposa. El juglar tuvo tiempo de repetir la justificación —era algo que, por descontado, no interesaba a Anselmi— y volvió a endosar la culpa a Stepanchek, lo cual —él no lo sabía— agravaba su situación: «Bueno, además de cobarde, soplón».

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Posdata. Stepanchek se limitó a juzgar exagerada la punición a que fue sometido Ramírez. Conjeturó, desde lo alto de su épica, que las cosas no pudieron haber andado así, aunque, por otra parte, le resultaba inverosímil la hipótesis de que Ramírez enfrentara al bandido en un duelo a cuchillo. «Una muerte más no cambia la historia», le oyeron decir, seguro de que debía preservar, para siempre, el ya mítico coraje de su héroe. el puro

K

El hombre oyó, como un repiqueteo incesante, la frase mordaz: «Así que yo soy una mariposa». A esta altura, Ramírez casi se hacía encima y, previsor inconsciente, su rostro había adquirido la rígida palidez del cadáver. Se quedó tieso, como quien ya no era. Anselmi hizo revolotear el cuchillo como una mariposa, calculó el sitio exacto donde debía hundirlo y con gesto firme y definitivo le atravesó el estómago.

Si aceptáramos la aseveración de Ernesto Sabato que dice que ‘‘la prosa es lo diurno y la poesía la noche: se alimenta de nuestros símbolos, es el lenguaje de las tinieblas y de los abismos’’, si estuviéramos de acuerdo con esta definición, entonces tendríamos que situar el cuento en el preciso centro del atardecer, con toda su belleza efímera y vacilante, pero con toda rotundidad de conclusiones luminosas, atmosféricas y sentimentales. Joan Rendé 117

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las íes y sus puntos

Perversión y belleza en la obra de Inés Arredondo Daniela Camacho El sacrificio es esencialmente la violación ritual de una prohibición. Georges Bataille

A

lgunas veces me he preguntado qué fantasmas deambularán por las calles de El Dorado, ese pueblo azucarero en donde transcurrió la infancia de Inés Arredondo o, por lo menos, la infancia que, como ella ha dicho, eligió. Es muy probable que sobre el ardiente asfalto del verano caminen esos seres pervertidos y grotescos de los que la escritora sinaloense nos habló en sus cuentos; porque en su literatura, Inés supo volcar sus demonios internos, penetrar en el subconsciente y ahondar en el alma humana en busca de una verdad universal, despojándose de prejuicios y temores, para enfrentarnos a nosotros y a la abrupta ruptura de eso que llamamos valores. La obra cuentística de Arredondo se constituye sólo de tres libros: La señal (1965), Río subterráneo (1986) y Los espejos (1988); con esta breve producción, la autora recorre sinuosos caminos para abordar temas dramáticos, apasionados y adversos. Aunque su temática es variada, el puro

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podemos encontrar un hilo superficie, para reconocernos conductor en todos sus rela- en la otredad que es ella mistos, una clave que nos permi- ma, y que somos nosotros, te descubrir el sentido de su como lectores. Pero, ¿cómo literatura: ese trastoque de la se representa esa otredad? El belleza que se manifiesta en genio y el rigor literario de lo más siniestro y retorcido esta autora convierten cada de la vida humana. cuento en un símbolo: la En los cuentos de Arre- muerte, la locura, el erotisdondo, existe una lucha del mo, la soledad, el abandono, espíritu en contra de sí mis- la pérdida de la pureza y mo, pero también en contra otros, que reafirman nuestra de ese medio asfixiante que existencia en el mundo mees la sociedad, en contra de diante los cuales la escritora las voces opresivas y con- logra una comunión perfecta servadoras de una provincia entre la grandeza del ser y contradictoria, oscura y lu- sus miserias. minosa, al mismo tiempo inocente Impura y con un dolor nuevo, y pervertida. Y es pude levantarme al fin cuanen esta ambigüe- do el sol hizo posible otra vez dad donde recoel movimiento, el tiempo, y nocemos la voz de ante la mirada despiadada la narradora, una voz a la que dey sabia de los pepenadores bemos aferrarnos caminé lentamente, segura de para no perdernos que esta experiencia del mal, en el misterio de este acomodarme a él como a sus historias y personajes, para no algo propio y necesario, había quedar atrapados cambiado algo en mí, en mi en lo no dicho, en proyección y mi actitud hacia las imágenes inél, pero que era inútil, porque aprensibles que nos presenta y entre otras cosas, él nunca lo sabría (Obras completas, p. 146). poder salir a la el puro

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Los personajes, esos espectros del alma de Arredondo, se declaran a sí mismos en un infierno transitorio, exorcizan sus almas y la del lector, las liberan de cualquier atadura para emprender el camino del autoconocimiento y llegar a la infinitud, ese preciso instante que antecede a la muerte y en el que todavía se es real, ese soplo de vida donde el bien y el mal se conjugan en el único territorio posible, el de la literatura auténtica y ferviente. Pero la autora no se conformó con su propia vida; su imaginación se reveló, creando un mundo donde ella transgredió sus propios límites. Comprometida moral y estéticamente con su literatura, ella quebrantó la

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inocencia de sus personajes y desnudó sus instintos más primitivos. Al lector, lo sigue sorprendiendo con la belleza de la perversidad, confrontándolo con su pasado, con sus creencias, con su supuesta moralidad. Dueña de un lenguaje poético y riguroso, Inés Arredondo eligió la escritura como su única forma de existencia; eligió su infancia, su nombre y eligió también al cuento como el género que cumplió con sus necesidades de expresión, y así, con su voz única e irrepetible, logró la trascendencia de sus otras vidas, las de sus historias. Finalmente, como una muestra del ingenio de la cuentista, reproduzco su texto más breve:

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Año Nuevo Inés Arredondo

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staba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas. Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó.

Fuentes: Inés Arredondo, Obras completas, 4a ed., Siglo xxi Editores, México, 2004 (Serie Los Once Ríos) Claudia Albarrán, Luna menguante. Vida y obra de Inés Arredondo, Juan Pablos Editor/Conaculta, México el puro

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Un bulto (hoteles) Víctor Gurwitz

…como buen tímido, para tocar en la puerta de la casa de Juanita Ochoa. Homenajes: a la danza Jorge López Páez

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o bien hubo abierto, se oyó música suave, como de oficina. Ella recorrió con la vista esa habitación temporal, moviendo la cabeza hacia la derecha. Luego la alzó, quizás en busca de algún espejo que le devolviera una imagen de candor. Él aún permaneció en la entrada, su mente en giros al compás de la cabeza femenina. Con la visión del tesoro que le ahorraría tiempo, ella retrajo los pasos hacia la puerta, aferrando la mirada al bulto en el pantalón enfrente. Mientras besaba al desconocido, con un brazo le acarició su espalda. Laura Quintanilla el puro

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acá entre tres Daniela Camacho • Ariadna Vásquez • Carlos Galindo

los rme. Traía a it is v a o a vin re Mi herman cerrado ent e t e u q a p n dos y u lo reconocí só , ojos hincha a rt e u p la l abrir las manos. A su voz.

Ella no era e que hablaba lla, era sólo una boca lle nc na cosas como asualmente como ella y de voces : co q Le agarré la lina, arena, molino de v ue decían s manos para iento y café . q se aferró al paquete com ue pasara a la casa, pero o ni gracias n i cómo está lapa y no decía ni hola , s, s fotos, quiero las fotos, y s ólo dijo: las fotos, las a buscarlas. in saber cuá les, me puse

Una hora más tarde, brotaban imágenes por el suelo de toda la casa; le había sacado los recuerdos de una vida y ella continuaba ahí, con el rostro velado y la mirada muerta entre mis manos. Decepcionada de todo lo que le mostré, murmuró una de sus sonrisas y se extravió en una ventana, tratando de encontrar el momento en que perdió la memoria de aquello que venía a buscar aquí. el puro

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colaboradores Rey Emmanuel Andújar (Santo Domingo, República Dominicana, 1977) es autor de los libros El hombre triángulo y El factor carne. Sus cuentos han sido galardonados en los certámenes Premio Banco Central, Premio Cuento Casa de Teatro, Premios Axxon. Su trabajo aparece en las antologias Pequeñas resistencias: el nuevo cuento norteamericano y caribeño, Narradores dominicanos del siglo xx. Frank Baez (Santo Domingo, República Dominicana, 1978) publicó el libro de poemas Jarrón y Otros Poemas (2004). Obtuvo el primer lugar del concurso de cuentos de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo con Págale tú a los psicoanalistas, y el primer lugar del concurso de cuento de Intec 2002. Es editor de la revista virtual Ping Pong. Daniela Camacho (Culiacán, Sinaloa, México, 1980), poeta y narradora, egresó de ingeniería industrial del itesm. Estudia lengua y literaturas hispánicas en la unam. Participó en diversos talleres literarios en la Casa del Lago Juan José Arreola, en la Casa Refugio Citlaltépetl y en la Casa Universitaria del Libro. Hyden Carrón Namnún (Santo Domingo, República Dominicana, 1978) se licenció en filosofía y literatura por el Instituto Tecnológico de Santo Domingo. Fue columnista de Listín Diario. Nedda G. de Anhalt (La Habana, Cuba, 1934) estudió derecho civil en la Universidad de La Habana y literatura en el Sarah Lawrence College, de Nueva York. Obtuvo la maestría en estudios latinoamericanos por la Universidad de Las Américas. Es autora de El correo del azar (1984), El banquete (1991), Cine: la gran seducción (1991), Allá donde ves la neblina: un acercamiento a la obra de Sergio Galindo (1992) y Cuentos inauditos (1994), entre otros libros. Carolina Garibay (ciudad de México, 1980) estudió la licenciatura en relaciones internacionales en el itesm. En Suecia, estudió una especialidad en estudios interculturales. Paul Giudicelli (San Pedro de Macorís, República Dominicana, 1921-1965), pintor autodidacto, en 1953 realizó su primera exposición individual en la Galería Nacional de Bellas Artes. Obtuvo el primer Premio de Pintura en la Bienal de Santo Domingo de 1963. Víctor Gurwitz (La Habana, Cuba) es autor del libro Cuentos en concreto (2003). Imparte talleres de creación literaria y se define como el puro

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cuentero desde 1993. Tiene en preparación los libros Asesinos y escritores, Cuentos en poco, Cuentos con música al fondo, Irrupción de historia y otras meshicanadas, Desequilibrios. Raúl Gutiérrez Moreno (ciudad de México, 1957) estudió periodismo en la Escuela Carlos Septién García y literatura en la unam. Es coautor de la antología Archipiélago carnal (Editorial Praxis, 1988) y autor de los libros Hotel Montevideo (1994), No nos debemos nada (1996) y Las ilusiones pasadas (Editorial Praxis, 2006), entre otros. Pablo Sebastián Kërsz (Buenos Aires, Argentina, 1975), narrador, poeta, músico y fotógrafo, formó parte del grupo London 909. Adán Medellín (ciudad de México, 1982) estudió las licenciaturas de ciencias de la comunicación y lengua y literaturas hispánicas en la unam. Queta Navagómez (Nayarit, México), poeta y narradora, obtuvo el Premio Nacional de Cuento Álica de Nayarit 1995 y el Premio Nacional Bienal de Poesía Alí Chumacero 2003-2004. Entre sus libros publicados se encuentran Aquí no ha terminado (1993), Piel de niño (2000) y Canto para desplegar las alas (2006). Juan Octavio Prenz (Buenos Aires, Argentina), narrador, poeta y traductor; entre su obra poética destacan Plaza suburbana (1961), Mascarón de proa (1967), Cuentas claras (1979), Habladurías del nuevo mundo (1986), Cortar por lo sano (1987), La Santa Pinta de la Niña María (1992). Luz Severino (República Dominicana, 1962) estudió ingeniería civil y se graduó en la Escuela de Artes de Santo Domingo. Su obra ha sido exhibida en Santo Domingo, Puerto Rico, Nueva York, Washington, Las Vegas, Miami, México, Madrid, Barcelona, Bruselas, París, Martinica y Guadalupe. Rosa Silverio (Santiago de los Caballeros, República Dominicana), periodista y escritora, coordinó por varios años el taller literario Tinta Fresca. María Isabel Soldevila (Santo Domingo, República Dominicana, 1977) estudió la maestría en periodismo en la Universidad de Columbia. Pedro Antonio Valdez (La Vega, República Dominicana, 1968), narrador, poeta, dramaturgo y ensayista, en 1989 fundó el taller literario La Matrácala. Fue miembro fundador del Ateneo Insular, en 1990. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en cuento (1992) y novela (1998).

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